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Ante la posibilidad de no estar

Rocío Chercal

"Disculpe que lo moleste, pero, ¿duele?", pregunta una voz femenina que suena a años, a
cansancio.
Atro se vuelve por morbo, para mirar qué es lo que debería doler, a quién debería dolerle,
cuánto dolor le causa. Los viajes en transporte público suelen ser monótonos, ratos muertos que
ofrecen poquísimas emociones. Más, todavía, desde que se mudó a esta pequeña ciudad de
provincia cuyas calles parecen como congeladas, suspendidas entre la vida y la muerte. Su
esposa, Gabriá, insistió en que necesitaban cambiar de ambiente y alejarse de aquella mujer
hermosa y comprensiva a quien Atro quiso amar a destiempo. Nada en esta ciudad parece fuera
de lo normal; todos mantiene la mirada vacía, indiferentes a un dolor incierto. No sabe a quién le
han preguntado y sus ojos revisan el camión con cuidado, buscando ese detalle que descubra a la
interrogadora o al sufriente.
"¿Se siente bien, le duele?", vuelve a preguntar la mujer. Debe tener unos setenta años,
lleva el pelo recogido en un chongo que a lo largo del día debió perder su forma original; sus
arrugas son gruesas y le dan una textura como de madera a su piel morena. La mujer extiende un
brazo y toca el hombro de Atro. "Perdone que insista".
"No le entiendo, ¿me está hablando a mí?". Atro no imagina el porqué de la pregunta,
puesto que nada le duele. Examina su persona tanto como le es posible, pero no encuentra nada
especial, nada que pueda indicarles a otros que lo aqueja una dolencia. Lleva puesta, como
siempre, la camisa blanca con el logotipo bordado de la empresa y una espantosa corbata azul
marino. Más que uniforme de trabajo, parece de un colegio. Un mal colegio, sin duda. La
asociación le trae a la memoria sus días de estudiante, víctima de abusos que los medios de
comunicación ahora aglutinan bajo un nombrecito extranjero: bullying. En sus tiempos, era
corriente una fórmula menos elegante pero más efectiva: pégale de vuelta. En la escuela
secundaria pudo librarse de la violencia, y entonces tuvo su primer amigo y su primera novia;
perdió a ambos en el mismo beso. En la preparatoria tuvo un par de meses de fama gracias a su
habilidad para recordar el nombre científico de los insectos; la gloria terminó para él cuando la
clase de Biología cambió de ruta, decantándose por los peces, a los que Atro tiene fobia. Después
de mucho meditarlo, se decidió a estudiar Contaduría y se graduó con resultados aceptables, pero
tuvo que mudarse a esta ciudad donde acabó como asistente en una oficinita oscura.
"Sí, usted. Su sombra. ¿Duele?"
La mirada de Atro desborda su cuerpo y descubre el mal más allá de sus propios límites.
Atro reprime un grito, pero alcanza a llamar la atención de los demás pasajeros. El sol de las seis
de la tarde golpea los cristales del camión con fuerza. Sombras duras se proyectan contra las
paredes del vehículo, contra los rostros de los pasajeros. El camión mismo va dejando una marca
rígida que ondea sobre el pavimento, oscureciendo la calle con su intermitencia apresurada. Pero
la sombra de Atro, a diferencia de las demás, es gris. Un gris oscuro que pobremente imita las
sombras convencionales, producto de la ausencia de luz sobre los objetos. La suya se asemeja
más bien a una pintura o un dibujo, se ve artificial; las cosas tocadas por su sombra pierden sus
colores y hasta el volumen y acaban pareciendo plastas monótonas.
"No... no sé. ¿Cómo sé si duele?", Atro no puede quitar los ojos de su sombra, fascinado
por la distorsión que provoca sobre las formas.
"Por eso le pregunto. Mi vecina me contó una vez, pero... bueno... no le creí, pues. No
sabía que se pudiera".
"¿Que se pudiera qué?"
"Que las sombras se borraran. Así como la suya".
A Atro no se le había ocurrido llamarle así, no se le había ocurrido llamarle de ningún
modo; pero piensa que es un buen nombre. Las miradas de los pasajeros ya están sobre él, ya se
han dado cuenta que le ocurre lo que sea que le esté ocurriendo. Una jovencita, sentada junto a él,
observa sus manos, su cuerpo: la sombre gris de Atro la cubre. La chica se asusta, se levanta de
un salto y avanza como puede hasta la puerta para hacer sonar la alarma de descenso. Las demás
personas permanecen en su lugar, atentas a la joven y a la sombra, temiendo un contagio
imaginario. Nadie quiere mostrar del todo su miedo y, en cambio, exhiben una descarada
curiosidad.
El camión se detiene, la chica se baja cubriéndose el rostro con las manos. Afuera,
alguien se acerca a ayudarle. Adentro, todo permanece igual. Los pasajeros, todavía sentados,
devoran con la mirada todos los detalles; quizás intentan describir en su mente el acontecimiento
para llegar a sus casas a contarlo: "He visto a un hombre al que se le borró la sombra. Se le puso
toda gris. Sí, así como te lo cuento. Debe ser peligroso, porque una muchacha salió corriendo. Si,
la sombra le pegaba encima, yo creo que la lastimó. Sí, gris. Bien gris". El camión se pone en
marcha de nuevo.
La anciana tampoco le quita los ojos de encima y permanece junto a Atro. Parece ser la
única a quien la sombra borrada no asusta como a los otros. Atro supone que debe saber más, algo
tuvo que contarle su vecina.
"Oiga, ¿y esto qué es? ¿Por qué da?"
"¿Y cómo voy a saberlo?", replica la anciana, molesta por ser increpada por el hombre de
la sombra borrada.
Atro avanza, suplicando una respuesta.
"¡No se me acerque! No crea que no vi lo que le hizo a la pobre muchacha". La mujer
agita su bolso, amenazando a Atro con golpearlo.
"¿Qué pasa allá atrás, qué alboroto se traen?", grita el chofer sin atreverse a mirar a través
del espejo. Muchos asaltos ha sufrido y sabe que lo mejor es mantener su distancia. No como
Jorb, balaceado porque tuvo la mala suerte de detener su unidad justo frente a unos policías.
Sigue conduciendo, acaso un poco nervioso, con la esperanza de que se resuelva pronto la
situación. Por si acaso, abre las puertas de la unidad, no vaya a ser que los asaltantes se sientan
restringidos en su escape y quieran abrirse paso a tiros.
Atro recuerda sus días de fama, aunque las circunstancias más bien se asemejen a los
años de abuso, aunque los pasajeros crean que el abusador es él. Intenta hacer memoria, traer a su
mente los detalles: ¿cuándo pasó esto? ¿En qué momento la sombra empezó a borrársele? Quiere
pensar que se trata de alguna premonición, una marca que le señala un destino especial. No
puede, sin embargo, quitarse de encima la idea de que las sombras no funcionan así: no son
grises, no pueden serlo. Oscurecen los colores, mas nunca les embarran, como la suya, una silueta
autónoma. Por otra parte, ¿será peligrosa? No para los demás, por supuesto; lo de la muchacha
fue una exageración. Pero, ¿qué va a pasar cuando acabe de borrársele, si es que eso es posible?
¿Su condición es degenerativa? ¿Cómo sabrá que se le está borrando más la sombra? ¿Tomará un
gris más claro o se volverá transparente? ¿Existirán sombras de otros colores; verdes, rojas o
amarillas?
"No te quedes ahí parado, ¡bájate!", le grita alguien.
"No te le acerques, cuidado", advierte otro más.
"Mejor vámonos nosotros, qué tal que es contagioso", se escucha en la parte trasera del
camión.
El chofer frena el camión de golpe cuando descubre que el pasaje huye despavorido. Un
hombre queda de pie, una figura solitaria y estupefacta. “¡¿Qué te traes?!”
“Una sombra borrada”, balbucea Atro y se desploma sobre el asiento más cercano.
Desconcertado, pero seguro de que un asalto no es, el chofer se estaciona en cuanto
puede, una cuadra más adelante, ignorando la mano desesperada de un joven oficinista que desea
subir. Con tres grandes zancadas alcanza a Atro. “¿Una qué?”
“Mi sombra, se me borró”, responde Atro, resignado, y señala la mancha grisácea que
imita sus ademanes. El chofer quiere preguntar algo, saber más sobre lo que está viendo, pero no
sabe por dónde comenzar. No encuentra las palabras que necesita, acaso las perdió cuando sus
ojos se posaron sobre la sombra imposible. Atro continúa: “No sé exactamente qué pasó, no
alcancé a preguntar. Todos se fueron… yo… solo”. Se le escapa un sollozo y ante la mirada
sorprendida de ambos, la sombra se aclara un poco, adquiriendo una apariencia más extraña
todavía.
“¿Te… te puedo dar un consejo?”, pregunta el chofer con cautela, pues todavía no sabe
qué clase de espectáculo tiene enfrente. El silencio de Atro es interpretado como una afirmación.
“No sé qué tienes, pero puede ser grave, definitivo. ¿Entiendes? Visita a tus amigos, déjales ver lo
importantes que son para ti; que se queden con un buen recuerdo. ¿Estás casado? Ve con tu
esposa, abrázala, bésala. Dile que la amas, hagan el amor”. Se permite una pausa larga para tomar
aire: “Y un favor: bájate”.
Atro se levanta, se encamina hacia la salida sin mirar atrás. Repasa las palabras que acaba
de escuchar. La banqueta, tan llena de gente, le permite pasar desapercibido. A ratos, la mancha
gris se desparrama sobre el concreto, confundiéndose con este, pero no tanto como para que Atro
no pueda medir la gravedad de su caso: está más clara que antes, aunque todavía no ha perdido
opacidad. Cruza las calles tan rápido como puede, no sea que un paso cebra lo delate. Decide que,
antes de que su sombra se le borre por completo, seguirá el consejo del chofer: visitará a sus
amigos. Pero, ¿qué les dirá; cómo explicar lo que le pasa, cómo describir su condición? ¿Así debe
llamarla? ¿Condición, enfermedad? ¿Es un mal o, acaso un bien? Se lamenta no ser tan bueno con
las palabras, pues no sabrá qué decir llegado el momento. Si decidiera acudir al hospital, ¿le
harán muchas o con su presencia bastará para puedan atenderlo?. No sabe si lo suyo aparece en
los libros de medicina o si sea otra ciencia la que se ocupe de tratar sombras borradas. ¿Tendrá
cura o solución? ¿Algún escritor o guionista de cine habrá imaginado un caso similar?, ¿cómo
resolvió su historia?
Mientras avanza sin rumbo fijo. intenta hacer una lista de personas cercanas a quienes
podría visitar. No sabe cuánto tiempo le queda antes de le ocurra otra cosa. ¿Qué será lo siguiente
que se le borre? No cree posible visitar a sus parientes, que se quedaron lejos, en una ciudad más
grande. Dejó atrás antiguos conocidos, relaciones, una buena propuesta de trabajo. Todo por una
riña familiar, un lío de faldas; una mujer hermosa que ahora se pasa las mañanas suspirando
desde alguna vida lejana y una esposa modesta que le exige superarse: “Cariño, estoy convencida
de que esa fea tendencia a la no visibilidad de algunas personas las predispone al fracaso. Si no te
esfuerzas por hacerte notar, nadie se va a preocupar por fijarse en ti”. Nota que la sombra se
aclara más y más, pierde consistencia. Debe apurarse.
Uno a uno, trae a su imaginación los rostros de sus compañeros de trabajo; además de su
esposa, las únicas personas con las que convive habitualmente desde hace dos años, cuando se
mudó a esta ciudad. Secretarias, almacenistas, administrativos, gerentes. Le parece que ninguno
está a la altura del hecho extraordinario que le sucede, ninguno podría comprender la gravedad de
lo suyo. Acabarían comparando su desgracia con otras, más escandalosas: el despido de Joravio,
la diabetes de Miranta, el accidente del hijo del jefe. La mente se le va quedando en blanco, como
si sus recuerdos también estuvieran destiñéndosele. Su sombra acaba por desaparecer. Todos los
nombres se le escapan de inmediato, flashazos que no alcanzan a convertirse en fotografías. De
nada le serviría, piensa, tener amigos, si al fin acabaría perdiéndolos por culpa de algo que
todavía no sabe qué es.
Se siente agotado y disminuye la velocidad. Anda cabizbajo, poniendo atención en el
ritmo de sus pies, en el sonido efímero de sus pasos. Nota que a medida que avanza, hace menos
ruido al caminar. Sus zapatos, como su sombra, van adquiriendo un color gris traslúcido. Se
detiene en medio de la banqueta. Las personas que caminan a su alrededor al principio lo ignoran,
pero alguien lo señala y grita. Muy pronto, una multitud lo rodea. Atro ya no quiere atención, no
quiere sobresalir; prefiere pasar desapercibido, flotando por encima de la vida. Se pregunta qué
hace en esa ciudad, con esa mujer y ese empleo. Se mira las manos, esas manos flojas y torpes, y
descubre que él mismo se está borrando. No siente nada en la piel; ni un ligero escozor, ni un
hormigueo. Al fin tiene una respuesta para la anciana que le reveló su condición: no duele. Ya no.
Por una vez en su vida se siente liberado, más allá del sufrimiento.
Dos días después, Gabriá ha terminado de empacar sus cosas y desde una casa que no es
la suya marca el número del primer abogado que encuentra en el directorio telefónico. Le
pregunta cómo puede denunciar que su esposo desapareció, cuánto tiempo debe pasar antes de
que lo declaren muerto y pueda cobrar el seguro.

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