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La evaluación de la personalidad normal y sus trastornos. Enfoques clásicos y


contemporáneos.

Alejandro Castro Solano y Mercedes Fernández Liporace

1. Concepto.

¿Por qué las personas se comportan de un modo u otro? ¿Actuamos de igual modo en
distintas situaciones? ¿Somos realmente únicos y diferentes respecto de los demás? Estas
son las típicas preguntas que han intentado responder los psicólogos de la personalidad
desde principios del siglo XX.

Definir la personalidad resulta complejo y depende de la tradición de investigación en la


que nos situemos. Las líneas más clásicas la consideraban única e irrepetible y basaban sus
conclusiones en el estudio intensivo de pocos sujetos. El propósito era entender las causas
del funcionamiento psicológico de una persona en determinada situación. Para esta
tradición clásica, también denominada idiográfica personalidad era sinónimo de psiquismo
y se destacaba el influjo de los vectores internos en la determinación tanto de actos, como
de emociones y pensamientos (Fierro, 1996). Entre los autores pioneros figura Allport
(1937), que entendía la personalidad como psicología de lo individual, de lo idiosincrático.
La definía como “la organización dinámica de los sistemas psicofísicos que determina los
ajustes del individuo al medio circundante (p.11)”. Murray (1938) consideraba que este
concepto estaba en relación con lo singular y no podía ser entendido por leyes generales.
Para otro autor clásico, Filloux (1960) “la personalidad es la configuración única que toma,
en el transcurso de la historia de un individuo, el conjunto de los sistemas responsables de
su conducta (p.16)”.

Por otro lado, tenemos algunos autores enrolados en la corriente correlacional o también
denominada nomotética. Si bien los seres humanos difieren en sus comportamientos no
difieren al azar, ni de modo incoherente. Estos autores se preocuparon por identificar
patrones, estilos o pautas comunes en las personas que fueran la razón de determinados
estilos de comportamiento. Estos psicólogos fueron denominados “rasguistas” e intentaron
aislar un conjunto de rasgos o dimensiones que diferenciaban a los individuos. Mediante el
estudio de muchos sujetos, intentaron establecer las regularidades del comportamiento
tomando como unidad de análisis los rasgos psicológicos. Los rasgos son tendencias
latentes que predisponen a los humanos a comportarse de determinado modo, son los
responsables de las diferencias individuales entre las personas y predicen la conducta
individual en diferentes situaciones. La consideración de los rasgos supone consistencia y
estabilidad. La consistencia se refiere a cierta regularidad de la conducta en circunstancias
diferentes y la estabilidad hace alusión a la estabilidad temporal de las conductas de un
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mismo individuo. Dicho de otro modo, las personas son las mismas a lo largo del tiempo y
en los diferentes contextos en los que se desenvuelven. La psicología de principios del siglo
XX fue esencialmente rasguista. Autores como Cattel o Eynsenck estaban enrolados dentro
de esta tradición de estudio de la personalidad.

2. Niveles y Dominios

El gran problema de la conceptualización de la personalidad es el tipo de unidades de


análisis que debemos tomar en cuenta para su estudio. Este fue un tema de preocupación de
los teóricos de principios del siglo XX y no ha sido resuelto a la fecha. Allport (1937)
consideraba por ejemplo los rasgos estilísticos, los patológicos, los estilos cognitivos, las
actitudes, las motivaciones inconscientes y el temperamento, entre otros. Emmons (1995)
tomaba en cuenta diferentes dominios del concepto. Este puede entenderse en tanto
estructura morfológica (intrapsíquica) de los individuos tal como en las conceptualizaciones
psicodinámicas, en un nivel interpersonal o en un nivel biofísico (temperamental) del
comportamiento. Asimismo el autor comenta que la personalidad puede estudiarse a nivel
de las conductas individuales, a nivel de los constructos motivacionales o a nivel de los
rasgos psicológicos. Algunos autores contemporáneos proponen incluir aspectos tan
diversos en estos estudios tales como procesos básicos, afrontamiento, conductas, estilos
cognitivos, motivacionales y representaciones sociales, solo para nombrar algunos (Fierro,
1996). Las teorías de la personalidad más modernas incluyen los aspectos emocionales,
motivacionales y cognitivos y toman tanto los aspectos conscientes como los inconscientes
(Emmons, 1995).

3. Modelos teóricos.

3.1. Enfoques empíricos.

Estas aproximaciones postulan que es posible entender la estructura de la personalidad


mediante el análisis empírico de los datos obtenidos con instrumentos de medida ya
existentes y no a través de la exploración de nuevos conceptos y teorías. Se considera que
los factores o clusters extraídos por técnicas estadísticas multivariadas representan
diferentes aspectos de los constructos, tal como estos existen o se expresan en la realidad.
Los enfoques del rasgo comentados se ubican dentro de estos modelos. Las diferencias
individuales entre las personas son explicadas por un puñado de rasgos o dimensiones
psicológicas. Dentro de estos modelos tenemos las aproximaciones de Cattel, quien fuera
uno de los pioneros de la aproximación analítico-factorial para establecer las dimensiones
de la personalidad. El autor aisló 16 dimensiones básicas o factores primarios y luego
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mediante un análisis factorial de segundo orden obtuvo otras 7 dimensiones. Eysenck,


también enrolado en esta tradición, ha seleccionado 3 dimensiones fundamentales que
explican la personalidad: Neuroticismo, Introversión-Extroversión y Psicoticismo.
Siguiendo las ideas de Jung, Pavlov y Kretschmer construyó un marco explicativo en
términos biológicos, relacionando la condicionabilidad de los estímulos con la reactividad
nerviosa autónoma. Sin embargo, el modelo más representativo de este enfoque es la teoría
de los Cinco Factores de la Personalidad (Big Five). En los años 80 se demostró que las
dimensiones de la personalidad podían ser explicadas por cinco grandes factores que
agrupaban las fuentes de variación de todas las conductas humanas. Esta aproximación
descansa en la hipótesis léxica que sostiene que las diferencias entre las personas han sido
codificadas en el lenguaje cotidiano. Solo basta con aplicar refinados procedimientos
psicométricos a aquellos descriptores que emplean los individuos para autodescribirse para
lograr reflejar la estructura latente de la personalidad. Así, para este enfoque las cinco
dimensiones de la personalidad son Neuroticismo, Extroversión, Apertura, Afabilidad y
Responsabilidad. Los autores defensores de este abordaje han verificado que esta
estructura de cinco factores es robusta a través del tiempo, mediante diferentes métodos,
instrumentos o fuentes de información (McCrae y Costa, 1985). Este modelo resulta
importante debido a dos razones fundamentales. En primer lugar ha sido tomado como una
taxonomía universal de la personalidad con amplia base empírica (John y Srivastava, 1999).
En segundo término y más recientemente, el modelo presenta utilidad de cara a la
predicción de importantes aspectos de la vida de las personas. Así por ej. baja afabilidadad
y baja responsabilidad predicen la delincuencia juvenil. Alto neuroticismo y baja
responsabilidad predicen la prevalencia de trastornos internalizantes (e.g., ansiedad,
depresión); responsabilidad y apertura a la experiencia predicen buen rendimiento en la
escuela. En cuanto al ciclo vital, personas con alta responsabilidad suelen presentar un
envejecimiento exitoso y mejor salud física mientras que baja agradabilidad y alto
neuroticismo aparecen como factores de riesgo importantes de la salud (Adams, Cartwright,
Ostrove & Stewart, 1998).

3.2. Enfoques teóricos.

Estos enfoques abordan conceptos de naturaleza inferencial. Se trata de modelos teóricos


explicativos de la personalidad. Dentro de los modelos teóricos que toman en cuenta pocas
unidades de análisis se encuentran las taxonomías de origen psicodinámico. Asi por
ejemplo Kohut (1971, 1977) estudia la constitución del sí mismo como un organizador del
desarrollo psicológico individual. Kernberg (1984) establece que la personalidad está más
ligada a los diferentes niveles de severidad que con fijaciones a etapas psicosexuales. El
autor toma en cuenta la personalidad en diferentes niveles de severidad (alto, intermedio,
bajo) y diferentes tipos de organización estructural (neurótico, límite y psicótico). Dentro
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de este enfoque merece destacarse el modelo de Millon (1969, 1981, 1996, 1997) que
propone un continuo entre la personalidad normal y la patológica. El autor afirma que la
personalidad tiene aspectos manifiestos y latentes y se deben tomar en cuenta ambos
aspectos para la construcción de una taxonomía. Millon propone que la personalidad puede
representarse mediante dos dimensiones ortogonales (4x2) en su primer modelo y mediante
tres dimensiones (5x2) en su segundo modelo. Estas dimensiones (actividad/pasividad;
fuente de refuerzo instrumental y placer/dolor) dan lugar a tipos básicos de personalidad,
también llamados prototipos o estilos. Los prototipos son teóricos y difícilmente pueda
ubicarse a una persona en un prototipo. Los estilos de personalidad son el resultado de
disposiciones biológicas que traen los sujetos, en combinación con experiencias de
aprendizaje que se desarrollan en diferentes contextos familiares y educativos. Esta teoría
permite entender tanto los estilos sanos como los patológicos. Las personas no se
patologizan al azar, sino que los estilos tienen una función esencialmente adaptativa en
relación con el contexto y serían el equivalente del sistema inmunológico en el plano
psicológico. Este modelo derivó en instrumentos para la evaluación de la personalidad tanto
normal como patológica.

4. La personalidad patológica.

El concepto de trastornos de personalidad surge en el año 1980 de la mano de las


nosologías internacionales de clasificación (DSM III), ocupando en el sistema de
clasificación psicopatológica un lugar destacado, conocido como "Eje II". Si bien los
criterios estandarizados para evaluar diferentes psicopatologías comenzaron a utilizarse en
los años 50 con el surgimiento de las nosologías DSM, no fue sino hasta los años 80
cuando se popularizó este sistema entre los clínicos (DSM III, American Psychiatric
Association, 1980). El surgimiento de estas metodologías para evaluar "la psicopatología"
tuvo su origen en la baja confiabilidad que tenían los diagnósticos clínicos desde principios
del siglo XX y en la amplia oferta de sistemas nosológicos de clasificación y categorización
de la personalidad. El sistema propuesto por el DSM III era esencialmente categorial. Esto
es, existe una serie de criterios determinados para determinar si una persona en cuestión
"tiene" un trastorno de personalidad. Si el clínico puede detectar que el evaluado "cumple"
con una serie de criterios mínimos, puede decir que registra tal o cual trastorno de
personalidad. En términos generales el EJE II revolucionó el sistema clasificatorio que
hasta ese entonces se basaba solo en cuestiones sintomáticas (ahora reservadas al Eje I). El
Eje II es un eje estrictamente psicológico que denota un patrón permanente tanto de
características internas (e.g. afectividad lábil, cognición desajustada) como de
comportamientos (e.g. pobre control de impulsos) que se apartan de lo esperado para la
cultura en la que se desenvuelve el sujeto en cuestión. Este patrón es inflexible, lábil y se
extiende a una amplia gama de situaciones personales y sociales. Asimismo provoca
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malestar clínicamente significativo en sí mismo (egodistonía) o en los demás. El problema


del DSM en esta década de desarrollo estuvo basado en dos cuestiones: 1) El excesivo
énfasis en la entrevista clínica verbal para la evaluación de un trastorno de personalidad que
tenía características de difícil evaluación mediante este procedimiento; 2) El hincapié en el
sistema categorial de clasificación que da a entender que los individuos se ubican solo en
un cuadro psicopatológico. La evidencia tanto empírica como clínica ha demostrado que la
psicopatología de las personas no se ajustaba a los modelos teóricos categoriales. Las
personas en términos generales presentan trastornos combinados y si bien pueden tener una
patología base suelen exhibir rasgos patológicos de otros trastornos vecinos (comorbilidad).
Asimismo los trastornos de personalidad tienen diferente grado de severidad, situación no
contemplada en los sistemas categoriales. A esto se suma la imposibilidad de "diagnosticar"
a los pacientes con cuadros psicopatológicos "raros" o poco frecuentes, dificultad que suele
zanjarse con el uso indiscriminado de la etiqueta "trastorno de la personalidad sin
especificar". Este eje de críticas y el pretendido ateoricismo del DSM IV1 (DSM IV,
American Psychiatric Association, 1994), última versión disponible hasta el año 2011, dio
lugar a una revisión que se lanzará en mayo de 2013 (http://www.dsm5.org). La nueva
versión de los trastornos de personalidad propone un sistema de clasificación híbrido que
tome en cuenta tanto los aspectos categoriales y dimensionales. En la nueva
conceptualización las características centrales de un trastorno de la personalidad son: 1) Un
déficit en el funcionamiento de la personalidad (self e interpersonal) y la presencia de
rasgos psicopatológicos. La primera característica es de corte dimensional y la segunda
conserva la estructura de los rasgos ya presente en las versiones anteriores. La única
salvedad es que reduce los tipos de trastornos de 10 a 5. Esta versión renovada de los
trastornos de personalidad reúne la psicología clásica personológica, especialmente en la
versión del modelo de los cinco factores con la psicopatología. Cabe destacar que estas
líneas de abordaje en la psicología contemporánea clásicamente funcionaron de modo
separado. Se augura así un nuevo camino para el vínculo entre los trastornos de la
personalidad y la personalidad normal, ya augurado por otros investigadores hace más de
30 años.

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Recuérdese que el DSM-IV, vigente hasta mayo de 2013, tomaba en cuenta cinco ejes diagnósticos; el
primero alude a síndromes clínicos egodistónicos, en tanto que el Eje II representaba los trastornos de
personalidad, más larvados y no necesariamente acompañados de irrupciones sintomáticas abruptas y, por
lo tanto, más resistentes a las intervenciones psicoterapéuticas.
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5. Métodos para la evaluación de la personalidad.

Históricamente, más allá de que la entrevista clínica sea la herramienta de introducción a


las problemáticas personales, mucho se ha escrito y discutido acerca de las limitaciones de
validez y de confiabilidad implicadas en la concreción de diagnósticos de la personalidad
por medio de aquella. Todo ello se ha debatido en virtud de dificultades en cuanto a
acuerdos teóricos y metodológicos. Entre las primeras podemos ubicar, por caso, la falta de
consenso que se advierte en las definiciones de los distintos trastornos que manejan los
clínicos o la influencia de sesgos culturales para decidir qué constituye un diagnóstico de
trastorno en determinado grupo cultural. Entre los problemas metodológicos es posible
contabilizar escollos tales como la disparidad en cuanto a desarrollos temáticos en
entrevistas libres y semidirigidas que cada clínico o que cada consultante propone, así como
otras complicaciones generadas por el estilo de respuesta del entrevistado que atentan
contra un diagnóstico válido – efectos de deseabilidad social en la respuesta, tendencia a la
aquiesecencia dada por determinantes culturales, defensividad, exageración de
sintomatología e incluso, simulación, entre otras distorsiones posibles, deliberadas o no -
(American Psychiatric Association, 1980).

5.1. Clasificación metodológica: proyectivos vs. psicométricos

Con el fin de morigerar estos obstáculos la Psicología ha desarrollado, de cara a


complementar la información brindada por las entrevistas, dos metodologías de evaluación
de la personalidad fundamentales, conocidas como métodos proyectivos y métodos
psicométricos (Cohen, Swerdlik & Sturman, 2012). Los primeros se basan en los
postulados psicoanalíticos, valiéndose del mecanismo defensivo de la proyección que,
utilizado en combinación con estímulos y consignas poco estructurados, supone una
respuesta que se asume como indicador de la dinámica de la personalidad profunda.
Rorschach redactó en 1912 su monografía Psychodiagnostics, sentando la bases de esta
metodología evaluativa (Rorschach, 1942). Desde entonces se ha desarrollado un vasto
arsenal de herramientas basadas en el modelo psicodinámico y sus diversas variantes, con
hincapié en diferentes aspectos personológicos. No obstante cabe destacar que este abordaje
involucra interpretaciones en términos holísticos en cuanto a los diferentes componentes
que para este modelo integran la personalidad. Son conocidos los instrumentos donde la
consigna solicita una actividad gráfica y/o verbal, una respuesta verbal a partir de la
percepción de estímulos gráficos, respuestas verbales a partir de estímulos verbales,
respuestas comportamentales, escritas, entre otras. No se abundará aquí en información
específica en cuanto a formatos y variantes, ya que el tema que nos ocupa en este apartado
enfatiza la evaluación psicométrica, pero el lector interesado puede remitirse a Bellak
(1992) o Hammer (1957) para una primera introducción al tema.
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Las técnicas proyectivas se basan en varios supuestos (Murstein, 1961). Además de la


determinación inconsciente del comportamiento, se asume que cuanto menos estructurada
resulte la tarea, menor control habrá en las respuestas por parte del entrevistado, y por ende,
menor distorsión en ellas. Por supuesto que estas afirmaciones tienen sus defensores y
detractores, discutiéndose evidencia a favor y en contra de tales postulados. El mismo
debate existe en cuanto a la validez de los indicadores, en relación a la pertinencia
situacional de las interpretaciones, a su posible generalización, a variaciones no controladas
introducidas por la longitud y carácter abierto de los protocolos, así como a la discutida
univocidad interpretativa y posibles efectos de la subjetividad del evaluador en la
significación otorgada a los indicadores (Brody, 1972; Erdelyi & Goldberg, 1979;
Kinslinger, 1966).

Los métodos psicométricos para evaluar la personalidad, en cambio, se distinguen porque


pueden basarse en diversos modelos y no solamente en el psicoanalítico, además de ser
altamente estructurados, con respuestas cerradas y preestablecidas. Suelen también
denominarse métodos objetivos, aunque más actualmente se ha preferido abandonar esta
homologación, dado que su estructuración y los estudios de validez y calidad psicométrica
que implican no los despoja de componentes subjetivos del evaluador, del evaluado y
tampoco de los teóricos que formularon la descripción de los conceptos que en cada caso se
operacionalizan. Dadas estas limitaciones, se ha aceptado que no es posible trabajar con
indicadores de la personalidad objetiva del examinado, sino con autoinformes sobre su
personalidad percibida. Esto significa por un lado, que es el propio sujeto quien responde
sobre cómo él mismo cree que es o se comporta habitualmente, antes que sobre cómo
realmente es o se conduce. Estos autoinformes pueden adquirir un formato de inventarios,
cuestionarios o checklists. Clásicamente es posible localizar autores que utilizan
técnicamente los términos inventario y cuestionario como sinónimos, aunque otros los
diferencian, definiendo los inventarios como listados de afirmaciones a las que se debe
responder verdadero o falso – alternativamente sí o no- o mediante alguna escala ordinal
graduada, comúnmente una likert –de acuerdo-ni de acuerdo ni en desacuerdo-en
desacuerdo, o variantes similares- según el grado de acuerdo del examinado con tales
proposiciones. El término cuestionario suele reservarse, entonces, para aquellos
instrumentos cuyos ítems consistan en preguntas que también impliquen una respuesta
cerrada (V-F/sí-no/de acuerdo/likert u otras variantes). Los checklists, como su nombre lo
indica, comúnmente son listados de adjetivos que, según el evaluado, definen su
personalidad, su estilo o sus comportamientos habituales, preferencias, o síntomas, entre
otras posibilidades, y que también prevén una respuesta cerrada. Como puede advertirse, en
virtud del carácter estructurado de la tarea planteada, las respuestas pueden ser dicotómicas
o politómicas –dos alternativas o más-, pero nunca abiertas. Ello va en la misma dirección
que la ya referida estructuración que caracteriza las escalas psicométricas (Anastasi &
Urbina, 1998; Martínez Arias, 2005; Torninmbeni, Pérez & Olaz, 2008). En todos los
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casos es obligatoria la consecución de estudios que pongan a prueba las propiedades


psicométricas de la herramienta, tales como análisis de evidencias de validez aparente, de
contenido, empírica y de constructo, así como estudios de confiabilidad en términos de
consistencia interna y de estabilidad temporal, junto con estudios sobre la capacidad
discriminativa de los reactivos (Fernández Liporace, Cayssials & Pérez (2009).

A pesar de que esta categoría no siempre se contempla en las clasificaciones metodológicas


de los instrumentos de personalidad, algunos autores añaden a la dicotomía
proyectivos/psicométricos un tercer tipo de abordaje: los métodos de evaluación conductual
(Cone, 1987). Ellos se sustentan en un enfoque que pretende simplificar el problema de si
un indicador dado –p.ej., una afirmación en el autoinforme o una carecterística formal en el
dibujo proyectivo- puede tomarse como representativo de un constructo intangible que no
tiene existencia real sino ideal, tal como es la personalidad – y todas las variables
psicológicas en sentido estricto-. De este modo, intentando evitar asumir que existen rasgos
latentes subyacentes a los indicadores – atributos estables de personalidad que se
corresponden con alguna característica del dibujo o alguna afirmación que represente el
rasgo que está detrás de él-, se busca hacer foco en el comportamiento en sí, suponiendo
que ese comportamiento relevado en cada caso es una muestra del repertorio habitual de
comportamientos en un sujeto dado en situaciones similares. Es decir, lo que una persona
haga en una circunstancia determinada estará relacionado con ciertas condiciones
antecedentes, prescindiendo del supuesto de que exista un rasgo psicológico de base que lo
fundamente – si es que puede hablarse de existencia en el caso de los entes ideales, tal es el
caso de los constructos psicológicos-. El énfasis se ubica en el comportamiento en sí
mismo. Sin embargo, este abordaje ha sido objeto de una fuerte discusión y puesto que a
pesar de estos esfuerzos el concepto de rasgo pareciera, de todos modos, estar sustentando
muchas medidas conductuales, su empleo no se encuentra tan generalizado (Mischel, 1968;
Zuckerman, 1979). Otra de sus dificultades consiste en su aplicabilidad, ya que la puesta en
práctica de comportamientos que involucren algo más que el uso de papel y lápiz, la
simple conversación o cualquier otra coordenada por fuera de una situación de evaluación
clásica resulta mucho más costosa y engorrosa desde el punto de vista pragmático.
Imagínese por ejemplo un test situacional donde se ubica al examinado ante una
circunstancia laboral dada, recreada exactamente en tiempo y espacio para evaluar su
aptitud para el trabajo en equipo. Ello implicaría contar con condiciones edilicias, recursos
humanos y temporales equivalentes a una situación laboral real. Ello claramente implica
otros costos y otra infraestructura de varios tipos, que exceden en mucho los procesos de
evaluación a los que estamos habituados (Smith & Iwata, 1997).

Además de caracterizarse metodológicamente como proyectivos, psicométricos o


conductuales, es factible efectuar algunas otras distinciones para comprender más
acabadamente la estructura, basamento y propósitos de los instrumentos de evaluación de la
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personalidad. Así, pueden proponerse varios criterios clasificatorios adicionales, que se


desarrollarán en los próximos apartados.

5.2. Clasificación según base de diseño: clave empírica de criterio vs criterio


racional

Según la manera en que los diseñadores de un instrumento hayan generado ideas para
redactar los ítems que suponen indicadores del constructo evaluado, es frecuente
categorizar los inventarios como basados en un diseño racional o en uno empírico –
también conocido como clave empírica de criterio (Anastasi & Urbina, 1998)- .

El diseño racional encuentra su apoyo en la literatura científica disponible, redactándose


entonces el contenido de los ítems a partir de determinadas propuestas teóricas vinculadas a
cierto modelo que intente explicar la personalidad humana, complementariamente
integradas con hallazgos recientes en relación a la puesta a prueba de tales postulados
mediante investigaciones debidamente documentadas en publicaciones de actualización
científica en el área, avaladas en metodologías precisas y actualizadas.

Un diseño de clave empírica, en cambio, hace foco en el ámbito de aplicación de la


psicología y buscar generar los ítems a partir de los vectores que los actores del fenómeno
en estudio, o bien los expertos en tal fenómeno consideran relevantes a la luz de la práctica
profesional cotidiana. Así, este tipo de instrumentos recoge ideas para formular reactivos
interrogando en profundidad a potenciales evaluados (pacientes que padezcan determinado
trastorno de personalidad si se trata de psicopatologías, por ejemplo) sobre sus principales
características, síntomas, hábitos, preferencias, temores, malestares, entre otros.
Alternativamente, esta información puede ser brindada por expertos (psicólogos clínicos o
investigadores que estudian la personalidad “normal” o patológica) o incluso a partir de
historias clínicas o informes de familiares o allegados a pacientes con determinados
diagnósticos. Y es a partir de este criterio empírico que las puntuaciones a los ítems se
asignarán de acuerdo con la concordancia entre las respuestas brindadas por el sujeto según
indique el criterio empírico consensuado para la redacción de los elementos acordados.

En ambos casos los métodos de análisis psicométrico más comúnmente empleados para
analizar evidencias de validez de constructo son el análisis factorial y estudios de grupos
contrastados (p.ej., de pacientes vs no-pacientes, o de extrovertidos vs intovertidos, o de
psicóticos vs neuróticos). Se sugiere a los alumnos revisar la bibliografía de la Unidad I
para repasar tales conceptos e intentar comprenderlos aplicados a las situaciones que aquí
se refieren.
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5.3. Clasificación según sus objetivos: screening vs. diagnóstico

Según sus propósitos los inventarios o cuestionarios de personalidad pueden perseguir el


fin de evaluar la personalidad “normal” o patológica. Esta decisión dependerá,
naturalmente del enfoque teórico empleado, centrándose en si se trata de una descripción de
estilos o de repertorios de comportamientos habituales en la mayoría de las situaciones
cotidianas (este enfoque no hace hincapié en aspectos patológicos sino en la descripción del
funcionamiento habitual), o de si se busca distinguir la presencia e importancia de cierta
configuración sintomática o disfuncional. No obstante ello, la clasificación más extendida
suele circunscribirse a los instrumentos que evalúan psicopatología, que se dividen en
escalas de diagnóstico vs. escalas de screening –también llamados de cribado, rastrillaje o
despistaje- (Pedreira Massa & Sánchez Gimeno, 1992).

Las herramientas de diagnóstico apuntan a la identificación y descripción de un cuadro


clínico en su fase aguda o en cuanto a su cronicidad, mediante la identificación de síntomas
con significación clínica, esto es que su frecuencia de aparición o bien su intensidad
impliquen en el sujeto o en su alrededor algún grado de malestar apreciable, o importen
algún tipo o grado de invalidación considerable en el desarrollo de sus actividades
habituales. Las puntuaciones aportadas por las diferentes subescalas deberán interpretarse
en el sentido de arribar a dirimir la presencia-ausencia del trastorno, o bien a un diagnóstico
diferencial sobre el tipo de desorden presente, por supuesto en el marco gestáltico de la
información brindada por el instrumento junto con la entrevista y el resto de la batería
diagnóstica.

Los instrumentos de screening, en cambio, se dirigen a la detección de indicadores de


riesgo psicopatológico, como por ejemplo, sintomatología leve o moderada, que no
implique ningún grado de invalidación del sujeto en su vida cotidiana – como una fobia a
los espacios cerrados en una persona que vive y trabaja en el campo, siempre en espacios
abiertos-, o sintomatología significativa aún no detectada por otros medios. Fuera del
ámbito psicológico, es muy frecuente que los servicios de salud pública o privada organicen
screenings con propósitos similares, como la semana de los lunares, la de los exámenes
ginecológicos, semana de la diabetes, entre otros. En todos esos casos se utilizan tests de
cribado para la detección de riesgo o posible trastorno aún sin diagnóstico. Obtener una
evaluación de riesgo en esta instancia no necesariamente implica que el sujeto padezca o
tenga la patología. Si una persona concurre a examinarse sus lunares y el dermatólogo
detecta uno o dos que considera riesgosos, ello no significa que esa persona presente una
patología cancerosa –p.ej., un melanoma-. Significa que hay un motivo de riesgo para
evaluar. Cuando los lunares se extraen y la biopsia brinda el resultado positivo o negativo
se está en presencia de una evaluación diagnóstica, pero la fase de examen ocular que hace
el dermatólogo para determinar qué lunares deben biopsiarse – si es necesario-, es la de
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screening. Un screening positivo no necesariamente sugiere un diagnóstico positivo. Eso se


dirime en la siguiente fase, de diagnóstico.

Con el fin de que en el cribado no surjan casos falsos negativos –que padezcan el trastorno
pero que en el screening no surjan como en riesgo- el instrumento se diseña especialmente
para que posea una alta sensibilidad (eleva los puntajes de riesgo ante sintomatología
escasa o leve) y baja especificidad (no posee capacidad para discriminar entre tipos
diferentes de trastornos). El diagnóstico definitivo o un diagnóstico diferencial, más sutil y
específico, aún no se plantea como objetivo en esta fase, considerando que un cribado debe
ser breve, de administración sencilla y de rápida evaluación para que una gran cantidad de
sujetos pueda ser examinada en lapsos acotados y para que su derivación a diagnóstico – de
ser necesaria- sea rápida y eficiente (Mac Mahon & Trichopoulos, 2001). Se detecta
riesgo para hacer prevención primaria en los casos en los que la patología aún no se
encuentre presente. Se diagnostica para hacer prevención secundaria o terciara cuando el
trastorno ya se ha configurado, de cara a poner en práctica intervenciones psicoterapéuticas
o de control de los efectos indeseados que ya se hayan establecido en términos crónicos o
de efectos secundarios.

Contrariamente, los instrumentos de diagnóstico deben tener alta especificidad (para


captar sutilezas que diferencien entre los trastornos) y baja sensibilidad (para no generar
casos falsos positivos, es decir, sujetos sin el trastorno pero que por presentar
sintomatología no significativa puntúen como casos clínicos. Dada su especificidad, estas
herramientas son más extensas para incluir mayor cantidad de síntomas en sus ítems, por lo
que su administración y evaluación insumirá más tiempo y deberá ser considerada a la luz
de una batería completa que incluya una entrevista y una adecuada anamnesis, como
mínimo. Otra razón para que estos instrumentos sean más extensos es que suelen incluir –y
es deseable que así sea- lo que se conoce como escalas de validez del protocolo individual
que se está evaluando. Ellas deben diferenciarse del concepto de evidencias de validez de
los tests en general, que implica conceptos y propósitos completamente distintos (Unidad I
del Programa de la Asignatura) y se dirigen a disminuir el efecto que determinados estilos
de respuesta del individuo pueden tener sobre las puntuaciones obtenidas, en el sentido de
distorsionarlas generando un diagnóstico equivocado. Los diferentes instrumentos
existentes en el mercado prevén diferentes combinaciones de escalas de validez, tales como
impresión positiva (intento de brindar una imagen completamente sana y ajustada, habitual
en evaluaciones laborales), impresión negativa (frecuente en evaluaciones de adolescentes
que no han solicitado una consulta espontáneamente y que desean oponerse pasivamente al
trabajo de diagnostico, o en pacientes obsesivos graves con autocrítica y autoexigencia
exacerbadas), inconsistencia (responder contradictoriamente a la sucesión de ítems por falta
de atención, de comprensión lectora o de interés), exageración o minimización de
sintomatología (común entre personas que piden una inimputabilidad ante un delito o una
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licencia laboral por razones psiquiátrica, respectivamente), simulación de sintomatología


(frecuente en situaciones judiciales), tendencia a la aquiescencia o no aquiescencia (a estar
sistemáticamente de acuerdo o en desacuerdo con los propuesto en las afirmaciones o
preguntas, característico de ciertos subgrupos culturales donde la simpatía y complacencia
o el pensamiento cuestionador son, alternativamente, un valor destacable), defensividad
(tendencia a no percibir sintomatología, conflictos o situaciones de riesgo, ansiedad o
estrés, muchas veces por razones defensivas), entre otras. Estas escalas permiten, según el
caso, invalidar protocolos con respuestas excesivamente distorsionadas o añadir su
interpretación a la lectura general del perfil clínico, aportando información adicional. Por
último, pero no por ello menos importante, debe destacarse que la existencia de estas
escalas se justifica en la vulnerabilidad que los autorreportes exhiben ante las distorsiones –
deliberadas o no- de las respuestas, en virtud del carácter directo de sus enunciados, punto
que se retomará en el último apartado (Buela Casal & Sierra, 1997; Hogan, 2004).

6. Instrumentos para la evaluación de la personalidad “normal” y patológica

En consonancia con lo detallado en los apartados anteriores sobre los modelos vigentes en
cuanto a la personalidad normal y patológica, resulta sencillo inferir que actualmente
existen varios instrumentos en el mercado local que representan las diferentes posturas
teóricas mencionadas.

Para la evaluación de la personalidad normal en términos de estilos se destaca el Millon


Inventory of Personality Styles (Millon, 1997), que operacionaliza el constructo en
términos en 24 dimensiones que se agrupan en pares psicométricos complementarios,
distribuidos en tres grandes áreas definidas como Metas Motivacionales, Modos Cognitivos
y Conductas Interpersonales. Estos vectores permiten caracterizar la personalidad en
términos no psicopatológicos según la manera en que cada individuo persigue metas
eludiendo el displacer y la frustración, cómo interactúa con su entorno en cuanto a toma de
decisiones, construcción de conocimientos y creencias, elaboración de juicios y
conclusiones, y cómo establece relación con otras personas en términos simétricos o
asimétricos (pares, pareja, figuras de autoridad, subalternos, etc.). Puesto que se trata de
una herramienta de diagnóstico porque si bien no pretende evaluar patologías sí busca una
descripción exhaustiva del estilo predominante, incorpora escalas de validez (impresión
positiva, impresión negativa y consistencia) en pos de contemplar posibles sesgos o
peculiaridades en las respuestas. Trabaja con puntuaciones de prevalencia y es ampliamente
usado en el ámbito laboral, ya que está diseñado para población adulta y hace foco en los
prototipos de funcionamiento habitual.
13

Por su parte, el NEO PI-R (Costa & McCrae, 1992), adaptado al español por Cordero,
Pamos & Seisdedos (1999) se basa en el modelo de los Cinco Grandes Factores de la
personalidad antes detallados - Neuroticismo, Extroversión, Apertura, Afabilidad,
Responsabilidad – siendo factible descomponer cada uno en seis facetas, que resultan en 35
puntuaciones para interpretar los resultados con mayor precisión. La adaptación disponible,
de 240 elementos, cuenta con análisis de calidad técnica y un baremo español obtenido a
partir de 12000 casos, pero esta versión no ha sido adaptada en el país.

En el grupo de las escalas de diagnóstico psicopatológico más difundidas en nuestro medio


podemos citar el MMPI-2-R-F (Ben-Porath & Tellegen, 2009) y el PAI (Morey,
1991/2007), adaptado al español por Ortiz-Tallo, Santamaría, Cardenal y Sánchez (2011),
de reciente publicación en nuestro medio.

El MMPI-2-RF basa su tradición en los conocidos MMPI y MMPI-2 (Hathaway &


McKinley, 1942, 1999), de extendido uso en nuestro país pero actualmente ya superados
por la versión RF y por otras escalas que cuentan con revisiones más actualizadas. El
MMPI-2-RF, surgido como instancia superadora de las limitaciones del MMPI-2, consiste
en un conjunto menor de elementos que sus antecesores, 338 en total, compuesto por
escalas sustantivas estructuradas en tres niveles que implican visiones más globales o más
particulares o específicas. Sus tres escalas de segundo orden circunscriben grandes áreas
problemáticas, en tanto que las nueve escalas clínicas re-estructuradas describen las esferas
que suelen mostrarse más afectadas en las consultas de una gran mayoría de pacientes. Por
otro lado, las escalas de problemas específicos, que brindan información sumamente fina y
desagregada del caso, se dividen en escalas somáticas/cognitivas y de internalización. Se
agregan dos escalas de intereses y cinco de personalidad psicopatológica. Finalmente sus
nueve escalas de validez pretenden constituirse en un punto fuerte de la herramienta, siendo
capaces de detectar ausencia de respuesta al contenido, exageración y minimización. Si
bien sus virtudes son reconocidas, no se dispone aún de una versión adaptada a la
Argentina.

EL PAI contabiliza una versión recientemente adaptada a nuestro medio, con un baremo de
1000 casos adultos recogido por la Cátedra en colaboración con estudiantes de la cohorte
2012. Los análisis de calidad psicométrica se encuentran en proceso, de modo que será
posible en el corto lapso emplearlo para el diagnóstico psicopatológico en población adulta
local. Consta de cuatro escalas de validez, once clínicas, cinco de consideraciones para el
tratamiento y dos de relaciones interpersonales. Ello significa que a la par del diagnóstico
brinda la posibilidad de diseñar intervenciones terapéuticas personalizadas e informadas. Su
uso es admisible en situaciones clínicas, forenses y laborales, además de ser aplicable en
determinadas circunstancias educativas que requieran una comprensión psicopatológica de
la problemática en análisis. Su interpretación resulta muy sencilla y su aplicación, breve
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(344 ítems). Existe una versión adolescente que está siendo adaptada también a nuestro
medio para su empleo en el ámbito de aplicación en un futuro próximo.

Por el lado del screening, el SCL-R-90 (Derogatis, 1977, 1983, 1994) se conoce como una
alternativa tradicional con 90 ítems, 9 escalas, ítems adicionales e índices globales. Más
actualmente el LSB-50 (Rivera & Abuín, 2012) añade brevedad, simplicidad y
actualización con sólo 50 reactivos y una interpretación sumamente sencilla. Su aplicación
tarda entre 5 y 10 minutos e identifica síntomas psicológicos y psicosomáticos con
propósitos de cribaje de riesgo. Sus baremos locales y estudios de calidad psicométrica en
esta población están siendo elaborados por la Cátedra en colaboración por alumnos de la
cohorte 2013. Su uso puede extenderse a adultos y adolescentes. Distingue síntomas de
primer rango, que resultan más discriminativos desde el punto de vista crítico, generando
un índice de riesgo psicopatológico y tres índices generales. Cuenta con nueve escalas
clínicas y, a pesar de apuntar al rastrillaje de riesgo, añade dos escalas de validez –
minimización y magnificación- que aportan una primera impresión sobre el estilo de
respuesta del examinado.

7. Comentarios prácticos

Como ya se adelantara, es preciso tener presentes las limitaciones de los inventarios en


modo autoinforme, que son sensibles a las distorsiones - deliberadas o no - que el propio
sujeto es capaz de introducir, debido al carácter directo de los enunciados. Esta flaqueza es
ineludible pero resulta paliada si se presta atención a la interpretación de las escalas de
validez, al resto del material generado en la consulta –entrevista, técnicas proyectivas e
informes de allegados al evaluado-, sin perder de vista el motivo de consulta y el ámbito de
aplicación específico en que se desarrolla el proceso evaluativo, que constriñe y orienta las
interpretaciones de manera especial. Un capítulo aparte merece la composición de la
batería, que se decidirá a la luz de la consideración de los puntos anteriores, además de las
características sociodemográficas, vitales, físicas y médicas del sujeto por una parte. Otra
mención especial alude a la entrevista diagnóstica, que debe ser la introducción y guía
rectora durante todo el proceso de evaluación. Y a la vez, debe llamarse la atención del
alumno hacia las técnicas proyectivas, que se integrarán en el marco general de la
evaluación, junto con el resto de las fuentes de información. Para ello se remite a la
bibliografía incluida en la Unidad II (Albajari, 1996; Forns i Santacana, 1993; Sattler,
2001).

Finalmente, pero no por ello menos importante, siempre debemos recordar que evaluamos
en screening para detectar posible riesgo, y de ser así profundizar la evaluación de cara al
diagnóstico. Diagnosticamos para diseñar, si la problemática así lo amerita, intervenciones
de modificación de la situación en relación al motivo de la evaluación y a las posibilidades
realistas de todos los actores e instituciones involucrados.
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