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Las obligaciones expresadas líneas arriba implican que las empresas que están
involucradas en la explotación minera, deben asumir la responsabilidad de los
costos de los potenciales impactos en el ambiente. Sin embargo, estas empresas
suelen “externalizar” sus costos ambientales, lo que significa que, sin una
fiscalización apropiada o incentivos tributarios atractivos, no invertirán en el
tratamiento y eliminación adecuada de sus residuos. Por el contrario, los liberarán
tal cual al ambiente, ahorrándose el gasto que supone tratarlos o limpiarlos, el cual
trasladarán a la sociedad. Bajo este esquema, una externalidad negativa aparece
cuando el responsable no asume los costos del daño ambiental ocasionado por la
contaminación de la operación minera. Esto significa que quienes explotan el
mineral retienen los beneficios económicos, mientras que los costos ambientales
los transfieren a la sociedad en su conjunto, la cual no se beneficia de ninguna
manera, y por el contrario, termina subsidiando su actividad (Ghersi et al., 2004;
Lanegra, 2008).
Los recursos hídricos se cuentan entre los más amenazados y afectados por la
actividad minera y metalúrgica. Esto puede ocurrir de forma directa, a través del
vertido en ríos, lagunas y ambientes marino costeros de efluentes que superan los
límites máximos permisibles de metales tóxicos establecidos por la normativa
peruana e internacional, y de manera indirecta, por deposición de polvo y
partículas, que adsorben cationes metálicos, en ecosistemas acuáticos. Por
cualquiera de estos medios, los desechos metálicos se acumulan en aguas
superficiales, la columna de agua y los sedimentos, exponiendo a la flora y fauna
acuáticas. En ambos escenarios, podemos considerar el proceso de
biomagnificación, mediante el cual, las concentraciones y toxicidad de los metales
se incrementan en la cadena alimenticia, desde los productores hasta los
consumidores, incluyendo al hombre.
Uno de los casos más resaltantes por el efecto negativo de la actividad minera es
el de Cerro de Pasco, donde se registra una elevada contaminación por metales
tóxicos, como el plomo, arsénico y cadmio, y aguas ácidas, en suelos y
sedimentos, ríos y lagunas, y la atmósfera. A través de estos compartimentos
ambientales, la población se ha visto seriamente afectada desde hace décadas,
acumulando estos metales en sangre, cabello y orina en dosis que superan los
límites máximos aceptados por la Organización Mundial de la Salud (OMS). Esto
ha producido daños en el desarrollo del sistema nervioso y retraso en el
aprendizaje, malformaciones y desarrollo anormal de las estructuras óseas,
pérdida de la visión, complicaciones estomacales, queratinización de la piel,
insuficiencia renal y respiratoria, entre otros serios problemas. Aquí es importante
mencionar que las rutas de exposición más probables son la directa, a través del
contacto con las vías respiratorias y la piel, y la indirecta, a través del alimento.
En 2014 se hizo un inventario de los PAM que nunca fueron cerrados y que siguen
contaminando los recursos naturales y la vida de las comunidades humanas
aledañas. Según el MINEM, existen 8616 pasivos (de los cuales, 4281 son
considerados de alto y muy alto riesgo) a lo largo de 21 departamentos, que
fueron abandonados desde 1920 a la fecha, y algunos, incluso, provienen de la
Colonia. La Región Ancash es la más contaminada, con 1251 pasivos, seguida de
Cajamarca (1075), Puno (1050), Huancavelica (858) y Junín (637), que en
conjunto representan 56.5% de los PAM detectados (Balta, 2011). Se trata de los
territorios más afectados, pero no son los únicos. La Dirección General de Minería
ha calculado en más de US$ 500 millones la inversión para remediar el daño
ambiental que causan estos PAM y un periodo de, por lo menos, cuarenta años
dentro del plan que el Estado inició desde el 2010 para cerrar los pasivos e
identificar a los responsables. En muchos casos, ésta será una labor casi
imposible, pues muchas concesiones abandonadas y áreas destruidas le
pertenecían a empresas que ya no existen o cuyos dueños y herederos,
simplemente, han desaparecido. Según la Defensoría del Pueblo (2015), 7531
casos carecen de responsables y estudios ambientales.
Con respecto al cálculo del valor de los daños producidos por la actividad minera
sobre los recursos hídricos, es necesario señalar que una grave deficiencia
estructural del actual sistema normativo, es que las sanciones a las infracciones
ambientales se basan en criterios administrativos. Esto quiere decir que la multa,
calculada a partir de una escala monetaria fija (Unidad Impositiva Tributaria – UIT),
sanciona la falta administrativa por exceder un LMP de un parámetro ambiental
contaminante, o por no contar con un registro de monitoreo de los contaminantes
emitidos, pero no se establece sobre la base de criterios económicos (cualitativos
y cuantitativos), que reflejan el potencial daño de la contaminación minera sobre el
ambiente. Por ello, la normativa debería modificarse para que las multas se
impongan por el impacto de los contaminantes en el ambiente y no solo por el
volumen del contaminante vertido. En la actualidad, por ejemplo, las multas son
proporcionales al número de reincidencias por incumplimiento de las normas, y no
por la cantidad de contaminante emitido. Según este criterio, el vertimiento de 10
miligramos por litro (mg/L) de arsénico en un cuerpo de agua recibe la misma
sanción que la emisión de 10 000 mg/L, aun conociendo que el segundo caso
conlleva un impacto mucho mayor que el primero (Herrera & Millones, 2012).
Citas bibliográficas
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que nadie se hace responsable. Centro de Investigación Periodística. Recuperado
el 9 de octubre de 2015, de http://ciperchile.cl/2011/11/17/pasivos-ambientales-
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