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Cartas a Nuria

Ramón Parés
PRESENTACIÓN
Ramon Parés ha sido catedrático de Micro-
biología en la Universidad d( Barcelona hasta
1998, y posee una larga serie de distinciones
profesionales, incluid( un doctorado honoris
causa por la Universidad Henri Poincaré de
Nancy. Entre 1995 y 2003 ha presidido la
Real Academia de Ciencias y Artes de Barce-
lona. A lo largo de toda su carrera profesio-
nal, Parés ha intentado hacer compatibles
llamadas «dos culturas», científica y
humanística, interesándose de modo especia
por la historia de la ciencia. En este sentido,
y siguiendo una tradición inicial por Odón de
Buén a finales del siglo XIX, Parés ha impar-
tido durante muchos años la asignatura de
Historia de las Ciencias Naturales en la Facul-
tad de Biología de la Universidad de Barcelo-
na.
En 1983, Parés empezó a escribir una serie
de cartas sobre historia de 11 ciencia dirigi-
das a su hija Nuria, que entonces hacía el
doctorado en la Universidad de Montpellier.
Dichas cartas constituyeron el germen de
este libro, que contiene dos grupos de cartas
bien diferenciados. En el primer grupo (cartas
1-52), el autor recorre la historia del pensa-
miento occidental desde los filósofos preso-
cráticos hasta la mecánica relativista del siglo
XX. Estas cartas, escritas entre mayo d( 1983
y febrero de 1985, constituyen el núcleo cen-
tral del libro, y pueden considerarse un ver-
dadero tratado de historia de la ciencia en
forma epistolar. La; diez cartas adicionales
(números 53-62), escritas entre 1987 y
2002, son una especie de coda. Aunque que-
den al margen de la narración principal, estas
cartas abordar temas científicos e históricos
no tratados en las anteriores, y constituyen
une
continuación natural del epistolario entre
padre e hija.
JOSEP CASADESÚS
Febrero 2004

1. LA ESQUIZOFRENIA DEL HOMBRE


MODERNO
Barcelona, 23 de mayo de 1983
Querida Nuria,
Como te prometí, hoy te escribo la primera
de las cartas sobre la Historia de la Ciencia.
Espero ser capaz de darte una visión global.
Igualmente espero que encuentres las cartas
estimulantes y divertidas. Cuando los autores
clásicos se ponían a escribir, debían tener
inquietudes parecidas, ya que siempre pedían
ayuda a los dioses y a las musas. Hoy eso ya
no estaría bien visto.
A modo de introducción, hoy quisiera
hablarte de lo que podríamos llamar la Cien-
cia y la esquizofrenia del hombre moderno.
Podemos dar por supuesto que tanto tú como
yo tenemos una idea bastante precisa de lo
que es la investigación científica. Tanto tú
como yo hemos tratado de practicarla para
llegar a conclusiones objetivas, que podrán
ser reencontradas fácilmente por otra perso-
na suficientemente adiestrada, ya sea en tu
campo de la Fisiología Animal o en el mío de
la Microbiología. Pero hay que tener en cuen-
ta que los hombres del pasado pretendían
alcanzar el mismo fin utilizando otros méto-
dos. Algunos consideraban que determinados
fenómenos particulares eran signos de lo que
había de ocurrir; los expertos en ese modo de
proceder son los llamados augures y astrólo-
gos. Estaban también los adivinos, que ope-
raban de una forma no muy diferente, me-
diante estados especiales de iluminación de
su consciencia. Las opiniones populares tam-
bién se han formado y se forman por un ca-
mino completamente diferente del conoci-
miento científico. Por último, también pode-
mos considerar que la asimilación poco crítica
de los dogmas y la tradición religiosa ha ser-
vido de base a muchos conocimientos que
con frecuencia se han considerado fiables y
provechosos.
Tengo el convencimiento de que en el
hombre actual —y por tanto en nosotros
mismos— siguen estando mezclados los co-
nocimientos derivados de los diferentes mé-
todos que acabo de mencionar. Pero supongo
que estaremos de acuerdo en que hoy día el
papel de los conocimientos obtenidos por el
método científico es muy importante y exten-
so. Ahora, incluso se intentan analizar siste-
máticamente por medió del método científico
los dominios del conocimiento que se obtu-
vieron de otra manera. En cualquier caso,
cuando un tipo de conocimiento contradice lo
que afirma la ciencia, uno suele ponerlo en
duda.
No es difícil darse cuenta de que esta
hegemonía del conocimiento científico es un
fenómeno reciente y que ha surgido de forma
gradual. Hasta hace un siglo, los hombres
que nos han precedido no tenían este patrón
y todavía hoy la humanidad considerada en
bloque se parece más al hombre de ayer que
al que teóricamente podemos tomar como
resultado de la llamada revolución científica.
Nuestro universo interior sigue estando paté-
ticamente ocupado por elementos paracientí-
ficos. De ahí surge una característica del
hombre culto contemporáneo: su incurable
esquizofrenia. Esta esquizofrenia se ha radi-
calizado después de la revolución científica,
pero de hecho ha sido un rasgo más o menos
insidioso de la cultura occidental desde sus
orígenes, es decir, desde que los antiguos
griegos se aficionaron a discutirlo todo. La
esquizofrenia comienza cuando uno cree que
puede llegar a] conocimiento de la realidad
por sí mismo y, al intentarlo, entra en con-
tradicción con lo que le habían contado y con
lo que creen los demás.
Pienso que ves claramente cómo hay dos
ideas importantes que urge meditar: la pri-
mera es el convencimiento de nuestra facul-
tad de alcanzar la verdad; la segunda, el
cambio que ha supuesto, para lograr ese pro-
pósito, la introducción de método científico.
El campo del conocimiento científico está
comprendido en lo que podemos considerar la
realidad lógica, es decir, el conjunto formado
por aquellos conocimientos cuyos contrarios
son absurdos. No todas las verdades lógicas
sor verdades científicas, pero todas las ver-
dades científicas son ciertamente racionales
Una característica de la realidad lógica es
la de hacerse fácilmente explícita para mu-
chos a la vez, aunque haga referencia a un
dominio puramente intelectual Por ejemplo,
todo el mundo ve que la suma de los tres
ángulos internos de un triángulo cualquiera
equivale a dos ángulos rectos, y con tanto
fundamento que n siquiera Dios puede hacer
que sea de otro modo, porque Dios no hace
absurdos.
Observa que he introducido otro concepto:
el de las verdades públicas. Los conocimien-
tos científicos y los conocimientos lógicos son
verdades públicas, per( el campo de las ver-
dades públicas es más amplio, ya que mu-
chas veces lo que 1, gente cree no es científi-
co ni lógico.
Sólo la demostración matemática conduce
a verdades absolutas e inmutables sin que
ello presuponga que no pueda haber conjetu-
ras, antiguas o aún por descubrir que sean
imposibles de demostrar, ni que toda la ma-
temática sea un sistema lógico único y com-
pleto. En cambio, todo el resto de nuestra
realidad lógica es conjetural La propia teoría
científica se sostiene solamente en pruebas
que se pueden aporta a su favor. Sin pruebas
no hay teoría, y una teoría científica sólo
puede ser aceptad
cuando dichas pruebas son apabullantes,
aunque nunca podrán tener la fuerza de un
teorema. A continuación tenemos meras opi-
niones razonables, en pequeño o
gran número, muy o poco aceptadas.
Aquello de lo que cada uno de nosotros
tiene consciencia individual puede estar com-
prendido en alguno de los campos de cono-
cimiento que antes he señalado. Pese a ello,
el universo individual siempre tiene algo que
escapa de las verdades científicas, lógicas y
públicas. Hablo de realidades en el sentido de
lo que algo es, aunque sea meramente en
nuestra imaginación.
El esquema que viene a continuación, di-
bujado según el modo habitual de represen-
tar los conjuntos de la matemática elemental,
puede ayudarte a entender lo que trato de
expresar.
El círculo mayor comprende toda la reali-
dad, es decir, todo aquello de lo que se puede
tener conciencia. Incluye el círculo de la rea-
lidad pública, en el que se encuentra el cam-
po de la verdad lógica. El círculo rayado re-
presenta el conocimiento científico. La reali-
dad psicológica individual podría representar-
se por los casos particulares de los círculos A,
B, C y D. ¿Dónde está el campo de tu reali-
dad particular? Espero que se pueda repre-
sentar mediante un círculo de tipo A o B, con
una intersección con el conocimiento científi-
co que crecerá, sin duda, cada día. Un círculo
como el de tipo D, acaso diminuto, podría
simbolizar en el mismo esquema, la realidad
de un ratón particular. Pero no sabemos si los
ratones tienen consciencia de alguna cosa.
La esquizofrenia, término que significa
«mente partida», reside en el hech de que en
el conocimiento individual del hombre actual
hay una intersección co el conocimiento cien-
tífico, pero el resto es importante e irreducti-
ble. Piensa qu en la Edad Media el hombre
pretendía tener una realidad psicológica única
común que coincidera con el mensaje de la
Revelación, de acuerdo con las escritura y
con la interpretación de la Iglesia, que lo
abarcaba todo. El segundo dibuj intenta dar
una imagen de esta situación. El círculo del
absoluto quiere indica aquello de lo que po-
dríamos tener conciencia todos los bienaven-
turados después
de la muerte.
La realidad individual sería uno cualquiera
de los círculos pequeños, que están inscritos
en el de la Fe y tienen una intersección ma-
yor o menor con el de 1 Razón. En otras cul-
turas, el sentido de la sabiduría no es muy
diferente y 1 singularidad tanto del fenómeno
griego como de la Revolución científica puec
ser representada por la irreductibilidad de
toda la realidad psicológica individual, a un
solo tipo de realidad permanente, ya sea la
racional o la científica.
Afectuosamente,

2. EL DESARROLLO DE LA
RACIONALIDAD

Barcelona, 29 de mayo de 1983


Querida Nuria:
Hoy me gustaría hablarte de algo que po-
dría titularse el desarrollo de la racionalidad
como prerrequisito indispensable para la ge-
neración del pensamiento científico.
La Ciencia es un fenómeno reciente en la
historia de la Humanidad. La que se denomi-
na primera revolución científica tiene como
punto de partida la ejecución de Giordano
Bruno en la hoguera, ocurrida en Roma el
año 1600. De todos modos es muy difícil en-
tender el desarrollo de esta revolución hasta
nuestros días sin conocer sus precedentes en
el seno de la cultura occidental.
Para nosotros, quiero decir para los occi-
dentales de nuestro tiempo, el fenómeno
científico es inconcebible sin una etapa previa
en la que se desarrolla lo que podríamos lla-
mar «racionalidad». Ya señalé en la carta
anterior que la realidad científica está com-
prendida dentro del campo de la realidad ló-
gica y es inimaginable una génesis indepen-
diente.
Por otra parte, el lenguaje articulado y la
escritura son una etapa previa imprescindible
para que la realidad lógica cobre entidad. Hoy
diríamos que la racionalidad no es posible sin
un mecanismo apropiado para codificar la
información. De ahí que la perspectiva histó-
rica de la Ciencia comience con el descubri-
miento de la escritura, es decir, con el co-
mienzo de la propia historia.
La invención de la escritura es un hecho
relativamente reciente en la historia del hom-
bre. Constituye la etapa del Horno sapiens,
con no más de 5.000 o 6.000 años. Con ante-
rioridad el hombre fue capaz de cierta indus-
tria, que fue evolucionando lentamente. En
realidad no podemos saber si hay hombres o
si unos restos fósiles le pueden ser asignados
mientras no conozcamos las herramientas
que eran utilizadas. La prehistoria humana va
ligada a la herramienta y penetra en las ti-
nieblas del tiempo a lo largo de un periodo no
inferior a los dos millones de años. Es la eta-
pa del Horno habilis y, en este caso, como el
del sapiens, la distinción es más cutural que
antropológica.
El lenguaje articulado y la capacidad de
pensamiento conceptual que necesariamente
precedieron a la invención de la escritura es
un periodo difícil de precisar, pero que no
parece que pueda remontarse más allá de
cincuenta mil años. Digamos pues que la in-
fancia del hombre es larguísima; tanto que, si
asignamos al hombre de hoy la edad de cien
años, sólo hace tres meses y medio que sabe
escribir y sólo hace seis días que sabe que la
Tierra es un planeta que gira alrededor del
Sol. De ahí que sea aventurado para nosotros
prever el desarrollo futuro de la ciencia y su
alcance sobre la vida humana.
Pero volvamos a la importancia extraordi-
naria de codificar y recoger información. Por
ejemplo, la estructura de nuestro pensamien-
to ha sido marcada profundamente por los
llamados dualismos, que fueron establecidos
por los pensadores griegos antiguos. Viene a
ser lo mismo que nuestra unidad bit de in-
formación y por tanto el dualismo representa
también una pregunta que sólo admite dos
respuestas que se excluyen mutuamente.
Posiblemente uno de los primeros dualis-
mos es la distinción entre lo verdadero y lo
falso. Otros dualismos pueden derivarse de
éste, como la apariencia y la realidad. Hay
otros dualismos que también fueron estable-
cidos por los antiguos filósofos griegos, y que
tuvieron extraordinaria importancia para el
desarrollo ulterior del pensamiento científico:
por ejemplo, lo complejo y lo simple, es de-
cir, lo que se puede descomponer en partes y
lo que no se puede descomponer. Otro muy
interesante es el orden y el caos. Fíjate que
de este modo se puede empezar a pensar de
la forma siguiente: los objetos de mi percep-
ción, es decir, aquellos de los que me doy
cuenta gracias a los sentidos, ¿son reales o
imaginarios? ¿Forman parte de un todo orde-
nado o caótico? ¿Su diversidad es aparente y
fuera de mis sentidos todo es más simple?
Los pensadores griegos también estable-
cieron que el mundo exterior se manifiesta a
los sentidos como heterogéneo, pero que esta
heterogeneidad se puede referir a dos aspec-
tos muy diferentes: al espacio y al tiempo. Es
decir, dos cosas diferentes pueden corres-
ponder a dos lugares diferentes del mundo
exterior o a dos momentos diferentes del
mismo lugar. Los cambios en el orden del
tiempo podrían ser consecuencia de trans-
formación o de simple redistribución de ele-
mentos que escapan a nuestra percepción
directa.
Es realmente curioso cómo aparecieron al-
gunas ideas que han resultado básicas para el
conocimiento científico, como la propia idea
de ley natural. La idea inicial de ley es la de
un acuerdo entre unos cuantos hombres. Co-
nocido el acuerdo, su comportamiento resulta
previsible en cierta medida. Entonces se em-
pezó a suponer que tal vez en el mundo exte-
rior los acontecimientos eran determinados
por una especie de acuerdo que sería la ley
natural.
Lo que llevo escrito en esta carta sin duda
justifica que volvamos a hablar de
los antiguos griegos en las cartas próxi-
mas.
Por otro lado me gustaría que sintieras
como yo una especie de encantadora fascina-
ción por estos viejos pensadores de Grecia.
Afectuosamente,
3. LOS PROBLEMAS CLÁSICOS
Barcelona, 12 de junio de 1983
Querida Nuria,
Acabo de leer el borrador de la última car-
ta del 29 de mayo. Han transcurrido bastan-
tes días, en los que mi atención ha viajado
por otros parajes, y quería, por decirlo de
algún modo, retomar el hilo. Veo que es ne-
cesario que hoy me centre sobre algo que el
último día sólo esbozaba y que podríamos
llamar «los problemas clásicos».
Los pensadores de la antigua Grecia que
vivieron con anterioridad a Sócrates, consti-
tuyen sin duda un grupo de hombres memo-
rables. La verdad es que resulta muy difícil
conocer con precisión su pensamiento, por-
que lo que ha llegado hasta nosotros de sus
obras no pasa de una colección de fragmen-
tos, y en numerosas ocasiones de interpreta-
ción muy arriesgada. Las fuentes de estos
autores son los comentarios que de ellos
hicieron otros posteriores, que verosímilmen-
te conocían sus escritos de primera mano.
Entre estos últimos destaca extraordinaria-
mente la figura gigantesca de Aristóteles, que
tenía la sana costumbre de exponer, antes de
sus propias ideas, las que habían tenido los
filósofos precedentes sobre los mismos pro-
blemas. Naturalmente casi siempre lo hacía
con un sentido fuertemente crítico,' cosa que
con frecuencia nos predispone a rebatirlas.
No obstante, la posteridad, a medida que se
ha ido haciendo una idea global de lo que
podríamos llamar el fenómeno presocrático,
coincide en asignarle el papel de cuna de la
Ciencia.
Más que la importancia de los conocimien-
tos científicos de los pensadores presocráti-
cos, lo que cuenta son las ideas que genera-
ron y los procedimientos intelectuales que
fueron capaces de formular. Ellos son los au-
tores de una especie de estrategia de inter-
pretación que ha sido utilizada con mejoras
graduales en
Ciertamente con sentido crítico, pero in-
terpretándolos desde sus propios postulados
filosóficos. Esto le ha quitado buena parte de
la autoridad que sus comentarios tenían has-
ta ahora. Lo mismo es válido para Teofras-
to.todos los periodos posteriores hasta llegar
a nosotros, en un proceso en el que caben
destacar sucesivos retornos al origen.
Ya nos hemos referido a la importancia de
los dualismos como pieza fundamental de la
estructura lógica de nuestro pensamiento y
también de la ley natural derivada, por ana-
logía, de la ley o acuerdo político.
Sabemos sin lugar a dudas que los filóso-
fos presocráticos son los primeros que formu-
laron preguntas del tipo: ¿qué es la reproduc-
ción?, ¿qué es la razón?, ¿por qué el ser vivo
evita una tendencia aparente a la desorgani-
zación?, y muchas otras que constituyen la
perspectiva general del conocimiento científi-
co moderno.
Intentando contestar preguntas como las
que antes he citado, los antiguos pensadores
de Grecia establecieron la posibilidad de dos
niveles conceptuales: los aspectos percepti-
bles de la realidad o «phenomena» y los as-
pectos no perceptibles pero inferibles de la
misma cualidad o «cryptomena». Observa
que ahí reside la maravilla de la formulación
original que ha llevado a relacionar las pro-
piedades físicas con moléculas, las propieda-
des químicas con átomos, y la enfermedad
con la infección. Tú misma, en tu trabajo,
haces uso de esta estrategia intelectual, por-
que, partiendo de datos sensibles, haces infe-
rencias sobre un dominio muy coherente,
pero que no está al alcance de tu percepción
directa.
A través de los «cryptomena» tal vez la
complejidad puede resolverse en simplicidad,
y el desorden aparente en un orden interno.
Al convencimiento de que puede ser así se le
llama reduccionismo. Por ejemplo, en el siglo
XVII, después de la primera revolución cientí-
fica, se creía que todo se podía reducir a me-
cánica. Durante los sigos XVIII y XIX, el fra-
caso de dicha pretensión originó la corriente
irreduccionista que conocemos con el nombre
de vitalismo.
Las ideas sobre la vida y sobre la materia
forman históricamente dos corrientes de con-
ceptos que se anastomosan e interactúan
continuamente desde la ciencia presocrática
(de 600 a 300 años a.C.). El término biología
aparece tardíamente. De hecho, los primeros
en utilizarlo fueron Lamarck y el alemán Tre-
veranus, ambos en escritos publicados el año
1802. Sin embargo, el uso del término con el
que nosotros estamos familiarizados no se
generaliza hasta comienzos de nuestro siglo.
El término griego «bios» ya es utilizado
por Homero para designar la vida, en un sen-
tido quizá próximo a lo que nosotros enten-
demos por biografía. Los griegos utilizaban,
como el propio Homero, el término «zoe»
para designar la actividad vital, lo que está
vivo. Es decir, el «zoe» es la vida como ac-
ción perceptible.
También encontramos en los textos homé-
ricos el término «psyche»- el ánima de los
latinos- que encierra la sugerencia de que la
materia adquiere las propiedades
de lo vivo por la introducción de un ele-
mento especial y extraño a ella misma. En el
mundo antiguo, el alma es la causa de la vi-
da.
En los poemas homéricos aún hay otro
término interesante, el «thymos», que alude
más bien al coraje. Así, en cierto modo, la
vida comienza a ser caracterizada por su irri-
tabilidad; el «thymos» alude al hecho de que
un pequeño estímulo puede desencadenar
una respuesta importante.
La biología de hoy está totalmente enfoca-
da hacia el campo de la vida como acción o
«zoe», y la historia de la biología puede con-
siderarse una evolución de las ideas de los
antiguos griegos hasta un punto donde sólo
cuenta el «zoe».
Los presocráticos también establecieron el
hábito mental de referirse al organismo como
un pequeño universo o microcosmos, compa-
rable en muchos aspectos al Universo o ma-
crocosmos. En los primeros pensadores hay
una tendencia a explicar el macrocosmos en
términos de microcosmos, o sea en sentido
biológico. Desde entonces hasta hoy esta
tendencia se ha ido invirtiendo, de modo que
hoy sólo se puede hablar del microcosmos en
términos de macrocosmos. Es la explicación
de la vida en términos de física y de química.
Hay muchas otras ideas que se les ocurrie-
ron a los hombres del periodo presocrático y
que han llegado a constituir una especie de
caminos permanentes para todo el pensa-
miento posterior. En gran medida, la ciencia
moderna viene a ser una respuesta oportuna
a los problemas clásicos.
Ahora conviene que, dentro del marco que
acabo de esbozar, hagamos una revisión más
sistemática yendo de Tales a Arquímedes y
Ptolomeo y también de Hipócrates a Galeno.
Confío en que la encuentres interesante y
quizá más divertida que lo que he expuesto
en esta carta y en las anteriores, dado el ca-
rácter general de las ideas que en ellas quería
desarrollar.
Afectuosamente,
4. EL FENÓMENO GRIEGO
Barcelona, 19 de junio de 1983
Querida Nuria,
Hoy quisiera hablarte del «fenómeno grie-
go». Conviene hacerlo para entender bien el
origen y el desarrollo del pensamiento cientí-
fico. Los antecedentes de lacultura griega son
las grandes civilizaciones egipcia y asirio-
babilónica. Ahora bien, mil años a.C. Egipto
ya había perdido su supremacía política y
cultural. En cambio Babilonia pasó por suce-
sivas etapas: la sumeria, la asiria, la persa, la
helenista y, si me apuras, después de la do-
minación parcial romana, aún pasaron por
ella los partos, los sasánidas y los árabes. De
este modo, la cultura babilónica precede a la
griega y luego le sobrevive, hasta convertirse
en una pieza esencial para que Occidente
reencuentre el legado de Grecia después de
la Edad Media. Por otra parte, la influencia de
Babilonia sobre la antigua Grecia fue favore-
cida por la relativa facilidad de las comunica-
ciones.
Aunque no es momento de extenderme en
ello, no debemos dejar de resaltar que la cul-
tura griega propiamente dicha fue precedida
por las civilizaciones prehelénicas que, como
la minoica, florecieron unos tres mil años a.C.
y de las que aún se sabe poco. Ten en cuenta
que su escritura aún está empezando a ser
descifrada.
La cultura occidental en su totalidad se
asienta sobre la forma en que los antiguos
griegos concibieron el mundo y el hombre. A
ello hay que añadir la visión jurídica y la or-
ganización política de los romanos, la tradi-
ción religiosa del pueblo judío, la peculiar
manera de plantear las relaciones entre Dios
y el hombre del cristianismo y finalmente, un
cierto aporte del espíritu germánico. Occiden-
te es una amalgama de todo esto.
Los rasgos más importantes de la contri-
bución griega son probablemente la concien-
cia de libertad y autonomía individual, el ra-
cionalismo y las concepciones del arte, la lite-
ratura y la historia. Fíjate en que ha habido
sucesivos periodos en los que el hombre oc-
cidental ha querido retornar a la antigüedad
clásica. Son los distintos renacimientos. Quizá
el primero tuvo lugar el siglo II después de
Cristo, en la época de los emperadores Adria-
no y Marco Aurelio. Tenemos también el re-
nacimiento carolingio del siglo VIII, que dirige
su mirada principalmente hacia la antigua
Roma y hacia Bizancio, el renacimiento bizan-
tino del siglo IX y el renacimiento propiamen-
te dicho o renacimiento humanista del siglo
XV. Éste tiene unas raíces muy profundas y
quizá convenga señalar que la principal es el
renacimiento cristiano del siglo XIII. Algunos
historiadores modernos llegan a considerar a
este último como el comienzo del propio Re-
nacimiento. Finalmente, conviene hablar del
neohumanismo alemán del siglo XVIII y co-
mienzos del XIX, que representa una concep-
ción estética basada en el hecho helénico. Por
último, en nuestro siglo tiene lugar el llamado
tercer humanismo, en el que el fenómeno
griego sigue siendo un desafío de cara al pro-
blema del valor de la persona.
Cabe preguntarnos si la ciencia se habría
desarrollado sin el fenómeno griego. La res-
puesta parece un no rotundo.' Si es así, es
interesante tratar de ver en qué circunstan-
cias se produjo dicho fenómeno. Se ha indi-
cado que puede ser significativo el hecho de
que los griegos nunca llegasen a constituir un
estado comparable a los imperios egipcio y
babilónico. Es decir, que el poder nunca al-
canzó la forma que tenía en esos imperios ni
la de otras culturas independientes como la
china o la indostánica, en las que no se ha
producido ningún fenómeno comparable a la
Revolución científica.
Para los antiguos griegos, el estado era la
ciudad o «polis» y ni siquiera durante el im-
perio de Alejandro Magno llegó a difuminarse
totalmente esta concepción. Si contemplas
los esquemas de los mapas de la antigua
Grecia, quizá comprenderás mejor esta divi-
sión, sin duda favorecida por la geografía.
Está la franja costera del
No puedo ocultarte que también hay quien
opina de otro modoAsia Menor, el continente
griego propiamente dicho, constituido por
una serie de zonas muy aisladas por tierra, la
multitud de islas de los mares Egeo y Jónico y
zona del sur de Italia que fue llamada Magna
Grecia. Añádele durante un tiempo Alejandría
en el norte de Africa y colonias dispersas en
Oriente y Occidente.
La agricultura era relativamente pobre en
la Grecia peninsular y esto hizo que el comer-
cio y la navegación tuvieran gran importan-
cia. También llama la atenciói el hecho de
que la religión y la ética no estuvieran vincu-
ladas a la política como el las otras culturas
de la Antigüedad.
Los griegos tenían un carácter hospitalario
y una cierta devoción hacia e hombre pruden-
te y sabio. Por otro lado, se ha señalado que
combinaban h inteligencia y la fina sensibili-
dad de las culturas orientales con la vitalidad
3 agresividad de los pueblos procedentes del
Norte. Es la tensión apolo-donisíaca
que ya conoces.
Para nosotros está claro que la semilla de
la ciencia moderna es el fenómeno griego y
que éste tiene su eclosión en Mileto y otras
colonias del Asia Menor. De forma esquemáti-
ca abarca unos novecientos años que pode-
mos dividir en tres periodos de trescientos
años cada uno. El primero va de Tales de
Mileto al año 322 a.C., fecha de la muerte de
Aristóteles. El segundo, desde la fundación de
Museo de Alejandría hasta la máxima expan-
sión de los romanos en Oriente, o sea hasta
el comienzo de la era cristiana. El último lo
constituyen los tres primeros siglos de nues-
tra era.
Finalmente debo recordarte cuáles son las
fuentes de nuestro conocimiento de la cultura
griega. Son las inscripciones, los papiros, los
monumentos arqueológicos. las monedas y
las copias y traducciones de las obras litera-
rias y científicas.
El papiro está hecho de una planta que era
muy abundante en Egipto. Es e] material en
el que se conservan muchas escrituras anti-
guas y es el que normalmente emplearon los
griegos, aunque tardíamente también intro-
dujeron el pergamino. Los rollos de papiro se
guardaban en las bibliotecas. Desgraciada-
mente, la mayoría han sido destruidos, pero
las excavaciones han permitido encontrar
muchos fragmentos. Estos fragmentos han
permitido identificar copias antiguas pero
muy posteriores, completando su interpreta-
ción y dando testimonio de su autenticidad.
Las principales copias de las obras antiguas
proceden de la Edad Media y se llaman códi-
ces. Un trabajo meticuloso sobre cada autor
nos permite penetrar en un mundo que, de
otro modo, no podríamos analizar.
La Historia de la Ciencia comienza en una
época arcaica de la cultura griega. pero deja
atrás cerca de mil quinientos años de cultura
prehelénica. Has de saber
que el nombre de Grecia procede de los
romanos y es el de una tribu griega que entró
en contacto con ellos. El país de los griegos
de la antigüedad se llamaba Hélade y com-
prendía tres estirpes fundamentales: la de los
jónicos, la de los dóricos y la de los atenien-
ses. Son tres focos culturales propios a los
que quizá habría que añadir el de los eólicos,
al que pertenecía la gran poetisa Safo.
Basta por hoy.
Afectuosamente,
5. LA ESCUELA DE MILETO
Begues, 26 de junio de 1983
Querida Nuria,
Como te he prometido, hoy mismo me dis-
pongo a escribirte una nueva carta, siguiendo
con el propósito que me hizo escribir las cua-
tro anteriores. Ya te he descrito de un modo
general las características del fenómeno grie-
go; ahora te hablaré de los antiguos pensa-
dores jonios, que podemos agrupar en la Es-
cuela de Mileto.
El más antiguo de los pensadores de los
que quiero hablarte es Tales. Se trata de una
figura casi mítica en la historia del pensa-
miento occidental. Aunque no tenemos segu-
ridad sobre las fechas de su nacimiento y su
muerte, lo más probable es que estuvieran
comprendidas entre los años 650 y 580 a.C.
Se ha dicho que su padre era griego jonio y
su madre, fenicia. Vivió en Mileto, pero viajó
a Oriente y a Egipto, lo cual probablemente
fue importante para su instrucción. No está
claro si sabía escribir o no, pero lo cierto es
que no dejó ninguna obra escrita. Recordarás
que se le considera el fundador de la filosofía
e incluso se le atribuye la invención de ese
término. Supuestamente, a la pregunta de si
era un sabio, Tales respondió que era sim-
plemente un amante del saber, que es lo que
significa filósofo.
Tales fue un hombre realmente notable,
que ejerció el comercio y la política. Tuvo
éxito en sus negocios y ello le permitió ama-
sar una buena fortuna. También era aficiona-
do a reunirse con sus amigos en una especie
de peña o club donde se discutía acerca de
todo de una manera libre e independiente. La
fama de Tales se extendió mucho, probable-
mente porque Mileto era una ciudad frecuen-
tada por viajeros de toda la Hélade. De hecho
fue incluido en el grupo de los siete sabios de
Grecia, una especie de premios Nobel de la
antigüedad.
Quizá no sepas quiénes fueron los otros
seis sabios. La lista más corriente incluye a
Bias de Priene, Quilón de Esparta, Cleóbulo
de Lindos, Periandro de Corinto, Pítaco de
Mitilene y Solón de Atenas. Algunos, en vez
de Periandro, incluyen a Epiménides de Fes-
tos. En cualquier caso, Tales es un caso espe-
cial, porque los demás destacan exclusiva-
mente en los campos de la filosofía moral y la
práctica política. Sea como fuere, todos cons-
tituyen un símbolo de un nuevo modo de ver
las cosas, aunque sea partiendo de la sabidu-
ría de las civilizaciones más antiguas de Egip-
to y Babilonia.
La diferencia a la que antes me refería
permite considerar a Tales como el punto de
partida de la historia de la Ciencia. Parece
que introdujo las técnicas de los egipcios para
medir distancias y superficies y, por ejemplo,
se le atribuye un ingenioso método (cuya
descripción te ahorraré) para conocer la dis-
tancia de los barcos a la costa. También se
dice que aprendió de los fenicios el arte de
navegar guiándose por las estrellas. Conocía
las tablas astronómicas de los babilonios y
con su ayuda predijo el eclipse solar del año
585 a.C. Con todo, el mérito más importante
de Tales parece ser el haber descubierto el
valor absolutamente general de las demos-
traciones geométricas, algo que los egipcios
nunca habían concebido.
Con Tales comienza la historia del «arche»
o principio fundamental del que están hechas
o derivan todas las cosas 3. Para Tales, el
«arche» es el agua, que como mínimo conti-
nuará siendo un elemento hasta el siglo
XVIII. Recuerda que lo verdaderamente im-
portante es la idea en sí: que todo se pueda
derivar de un principio al que se reduce la
multiplicidad de las cosas. Es un paso extra-
ordinario en el camino de la abstracción inte-
lectual.
El agua como «arche» puede ser una idea
derivada de las mitologías orientales y de la
observación de cómo después de las inunda-
ciones periódicas del Nilo todo se fertiliza,
igual que ocurre tras los periodos de lluvia.
Por otra parte, el agua se relacionaba con la
vida porque las zonas secas del cuerpo son
insensibles y la vida surge siempre de lo que
está húmedo.
Otro concepto al que Tales dedicó gran
atención es el de «psyche». Creía que era la
causa de la vida, pero que no era responsable
de la materia viva exclusivamente, sino tam-
bién de las propiedades de la roca magnética.
Por tanto en Tales no hay una separación
radical entre materia viva y no viva.
En Mileto también vivió Anaximandro, en-
tre los años 611 y 546 a.C.. Tampoco se sabe
gran cosa de su vida, pero con toda probabi-
lidad se le puede considerar discípulo de Ta-
les. Tiene el mérito de haber escrito el primer
libro sobre ciencia,
3
«Arche» es un término empleado por
Aristóteles; en ningún caso fue usado por los
presocráticos.

que tituló «Periphyseos», que significa


«sobre la naturaleza». Es probable que tam-
bién fuera el primer griego que escribió en
prosa. Aristóteles afirma haber leído ese li-
bro, que se perdió definitivamente durante la
propia antigüedad clásica.
Para Anaximandro el «arche» no es el
agua, sino un elemento indeterminado al que
llama «apeiron». Da un paso más en el cami-
no de la abstracción, al considerar que el
principio fundamental puede ser impercepti-
ble. De él se separarían el calor y el frío. De
la lucha entre contrarios surgirían el agua, el
aire, la tierra y el fuego. Después se produci-
ría una estratificación: la tierra, que es la
más pesada, estaría en el centro, cubierta por
el agua; sobre ellas estaría primero el aire y
finalmente el fuego. El fango sería un estado
intermedio entre la tierra y el agua.
Se dice que Anaximandro hizo el primer
mapa del mundo y que concebía la Tierra
como un globo esférico situado en el centro
del Universo. El mundo no flota sobre agua,
como creía Tales, sino que se encuentra sus-
pendido del centro del Universo, debido a que
está equidistante de todas las cosas. Es otra
abstracción muy interesante.
Los animales, como suponía Tales, saldrían
de la tierra húmeda calentada, así como las
plantas y más tarde el hombre. Por tanto
cree en la generación espontánea de los se-
res vivos, una actitud que persistirá a lo largo
de toda la Historia de la Ciencia.
En Anaximandro encontramos por primera
vez una idea evolucionista. De todos modos
hay que tener en cuenta que la evolución
como transformación de especies no existe
en absoluto en el pensamiento clásico. En
este caso se trata de evolución dentro de la
propia especie. Anaximandro imagina que el
hombre no podía ser desde el principio como
es ahora, y por una razón bastante inteligen-
te. Cree que la infancia es tan larga y está
tan necesitada de la atención de los progeni-
tores, que sin la civilización sería imposible
sobrevivir. Aquí aparece el principio de reduc-
ción al absurdo y, además, una observación
muy aguda.
Anaximandro cree que el hombre ha podi-
do surgir de un antecesor con forma infantil
acuática como las ranas. Después terminaría
siendo totalmente terrestre. También supone
que otros animales han podido tener un ori-
gen similar.
Otra idea muy importante de Anaximandro
es que el Universo actual podría haber sido
precedido por otros, mediante sucesivos re-
tornos al «apeiron». El actual también podría
hacerlo, originándose más tarde otro Univer-
so. Esta es una idea interesantísima que po-
demos reencontrar en la cosmología moder-
na, y sin duda es la primera versión científica
del catastrofismo.
Se ha sugerido que Anaximandro fue el
primero en señalar que la «pysche» es aire.
Esto está muy relacionado con la teoría órfica
y tiene un gran parecido con el propio libro
del Génesis.
La idea del «apeiron» ha sido muy influ-
yente desde la antigüedad. Podemos relacio-
nar con ella las primeras teorías epigenéticas,
desde Aristóteles a Harvey. La transformación
entre contrarios, frío y calor, como principio
general tendrá un gran papel en el pensa-
miento griego. Finalmente hay que señalar
que Anaximandro conocía los fósiles, a los
que interpretaba como ensayos fallidos de
generación de animales, ensayos que por
otra parte testimoniaban que la vida se origi-
na entre la tierra y el agua.
En la próxima carta te hablaré de Anaxí-
menes como el tercer miembro de la escuela
de Mileto y que como los demás cree en un
«arche» único. Por esto se les incluye en el
grupo llamado monista, en oposición a los
pensadores posteriores que proponen la exis-
tencia de más de un principio y por eso se
llaman pluralistas.
Afectuosamente,
6. MÁS SOBRE LOS ANTIGUOS JONIOS
Begues, 10 de julio de 1983
Querida Nuria,
La Escuela de Mileto de la que hemos es-
tado hablando termina el 494 a.C. cuando la
ciudad fue invadida por los persas. Como sa-
bes, aún debemos tratar sobre una de sus
grandes figuras. Para que la carta anterior no
fuera excesivamente larga, fue cerrada cuan-
do iba a empezar Anaxímenes.
Anaxímenes vivió hacia el 550 a.C. y posi-
blemente fue amigo y quizá discípulo de
Anaximandro. Para él, el aire es por un lado
la «arche» y por otro la «psyche». Con la
primera idea retornamos un poco a Tales, por
cuanto la «arche» vuelve a ser algo directa-
mente perceptible, y con la segunda a
Anaximandro, porque la «psyche» es lo mis-
mo. Pese a todo, el aire de Anaxímenes viene
a ser una síntesis de lo que Tales veía en el
agua y Anaximandro en el «apeiron».
En el pensamiento de Anaxímenes hay dos
términos clave: la ratificación y la condensa-
ción. El aire rarificado es el fuego. Al conden-
sarse se convierte en niebla, luego en agua,
luego en barro, en tierra y finalmente en las
piedras, sin que ninguno de estos sea un
elemento en sentido estricto. Observa que
aquí subyace la interesantísima idea de que
los cambios cualitativos pueden ser explica-
dos por cambios cuantitativos.
Ya te hablé de los conceptos de microcos-
mos y macrocosmos de los antiguos griegos
como un fundamento de la relación entre la
biología y la física. Así Anaxímenes deduce su
cosmología de su biología. El aire es funda-
mental para la vida y el mantenimiento del
«zoe», contrarrestando la tendencia natural
hacia la desorganización.
Cuando Aristóteles, más tarde, establece
la capacidad de automantenimiento como una
característica fundamental de los seres vivos
que comprende reproducción y nutrición, si-
gue probablemente las ideas de Anaxímenes.
En cualquier caso, en la historia de la biología
el aire o «pneuma» ha jugado un gran papel,
que quizá iremos describiendo en cartas pos-
teriores. Todavía hoy, tras un estornudo se
suele decir «salud», «Jesús» u otras invoca-
ciones parecidas, y ello viene de la vieja idea
de que en una espiración tan violenta se nos
puede escapar todo el «pneuma» y morir. De
hecho, desde antiguo se sabe que el mori-
bundo espira en el «exitus».
Con los persas termina Mileto, pero su in-
fluencia se extendió por todas partes y, ya
ves, ha llegado hasta nosotros. Así, la idea
del agua de Tales fue desarrollada en la anti-
güedad por Hipón de Samos (450 a.C.), so-
bre todo en su relación con las propiedades
de la materia viva. Se le ha encontrado un
gran parecido con las ideas de Arnau de Vila-
nova, que las derivó de los árabes. Mas tarde
Fernel y Paré hablan del mismo modo y en el
humor primario con el que, según Harvey,
siempre se inicia la vida, subyace la misma
idea (siglo XVII). Podríamos añadir también a
Wolff, Treveranus y Dujardin, en el siglo XIX.
Las ideas de Anaxímenes fueron reformu-
ladas por Diógenes de Apolonia hacia el 455
a.C. Curiosamente este autor retorna al mo-
nismo milesiano cuando éste ya había sido
sustituido de forma general y perdurable por
el pluralismo de Empédocles y Anaxágoras.
Desarrolla una psicobiología primitiva en la
que el aire juega un gran papel. Asocia el frío
y el calor a ciertos estados del aire. La «psy-
che» es una especie de aire cálido. Suya es
también la idea de que sólo el padre intervie-
ne en la generación, expresión de una volun-
tad de hegemonía masculina que de hecho
influiría en las ideas sobre la reproducción
hasta el siglo XIX.
Es fácil encontrar en la literatura de los si-
glos XVII y XVIII alusiones a una mezcla in-
adecuada de aire en la sangre como causa
del dolor en casos muy diversos. También se
entiende la sensación de placer como resulta-
do de una mezcla óptima, a la que quizá se
llega mediante un suspiro. Todo esto se ori-
ginó con Diógenes de Apolonia.
Aristóteles dice que, mientras que el agua,
el aire y el fuego fueron elegidos como «ar-
che» por los primeros monistas, la tierra no
tuvo ningún partidario. En el Timeo, Platón
también la considera resultado de la trans-
formación de los otroselementos. Sin embar-
go, se conoce una obra de la colección hipo-
crática (siglo V a.C.) en la que se afirma que
algunos de los primeros pensadores también
tomaron a la tierra como «arche». Todo hace
pensar que se refieren a Xenófanes (500
a.C.).
El rasgo más característico del pensamien-
to milesiano es el de buscar sistemáticamente
la causa de las cosas en las cosas mismas,
que es lo que hace la ciencia. Dicho de un
modo mejor, que las propiedades de las co-
sas son inmanentes a la materia. Ello da a
todas sus ideas un carácter naturalista total-
mente diferente del de otros autores de la
antigüedad.
Los pensadores de la escuela de Mileto ex-
cluyen por completo tanto la necesidad de un
dios creador como la de un dios mantenedor.
El alma existe, sí, pero es un elemento. De
este modo, en «Las leyes» Platón nos cuenta
que aquellos sabios enseñaban que las cosas
existen por sí mismas y actúan por sus pro-
piedades inmanentes. La intencionalidad es
un resultado posterior que a la vez es caduco.
Para ellos la moral y la religión son productos
de la intencionalidad humana. Por tanto, el
mundo actual está más próximo al pensa-
miento de estos hombres de la antigüedad
que al de la mayoría de los que les sucedie-
ron durante muchos siglos.
Ya te hice notar que Anaximandro es el
primero que piensa en una evolución cosmo-
lógica a partir del «apeiron», al que se retor-
na en ciclos evolutivos sucesivos. Es evidente
que, fuera cierto o no, esto no podía compro-
barse, pero la idea era placentera y diferente
de las mitologías. En efecto, podríamos pen-
sar que una evolución que retorna al punto
de partida puede ser como una circunferen-
cia, en oposición a otro tipo de evolución que
se aleja siempre del punto de partida. Tam-
bién podría haber retornos aparentes, como
nos sugiere una línea espiral o mejor aún las
curvas de un tornillo, de modo que, cuando
volvemos a encontrar el origen, a la vez
hemos avanzado en una dirección. Y me dirás
¿de qué les servía a aquellos hombres hacer
esta clase de suposiciones? Simplemente dis-
frutaban haciéndolas. El propio Aristóteles lo
dice así en el primer párrafo de su Metafísica.
Es decir, nació la idea de que pensar y re-
flexionar podía ser divertido (hasta el extre-
mo de que en algún caso ha llegado a consi-
derarse un vicio). Igualmente yo espero que
estas cartas te sean placenteras.
No quiero terminar ésta sin resaltar que
hay otra justificación en este placer de pen-
sar. Tiene una especie de fuerza liberadora
frente a otros aspectos de la cultura de aque-
lla época y de todas; esta faceta no la consi-
deraremos ahora. Libera de las supersticio-
nes, del yugo de la idea de destino y fatali-
dad, de ser juguete de fuerzas caprichosas
sobrenaturales. Por eso el pensamiento mile-
siano es una auténtica revolución intelectual,
además de representar los primeros gimoteos
de un recién nacido llamado ciencia. Quizá
recordarás que en otro lugar escribí acerca de
la
grandeza y la fuerza liberadora que hay en
una visión cosmológica de las cosas 4. Es
como si fuéramos capaces de verlo todo en
conjunto y desde fuera.
Afectuosamente,
7. ORÍGENES DIONISÍACOS DE LA
CIENCIA
Begues, 17 de julio de 1983
Querida Nuria,
Aún tenemos que hablar de otro monista,
Heráclito de Efeso, que vivió hacia el año 500
a.C.. Desde la antigüedad se le ha llamado
«El Oscuro», por la dificultad de entender el
significado de sus juicios. Se conservan unos
sesenta fragmentos de lo que escribió, ade-
más de las referencias de otros autores como
Platón y Aristóteles. En épocas recientes -y
todavía hoy- se le ha dedicado bastante aten-
ción.
Para Heráclito, el «arche» o «arkhé» es el
fuego, con el que todo comienza y todo aca-
ba. El cuerpo humano está formado por tie-
rra, agua y fuego, y la causa de la vida o
«psyche» es el fuego.
Por una parte, Heráclito está en una línea
de continuidad con los filósofos de Mileto que
ya conocemos. Ten en cuenta que vivió unos
cincuenta años más tarde que Anaxímenes, y
que Efeso no está muy lejos de Mileto, en la
misma costa de Anatolia. Pero también me
gusta verlo ligado, por un lado, al movimien-
to racionalista que culminará en Platón y por
otro, a la escuela mística de los pitagóricos.
Heráclito desarrolla una y otra vez la idea
de la lucha de contrarios, de la que se deri-
van todos los cambios continuos, porque las
cosas son como son porque cambian conti-
nuamente. Por tanto podemos considerar
que, en pleno siglo XIX, Claude Bernard está
influido por Heráclito cuando dice que «la vie
c'est la mort». «Panta rei» es una de las pa-
labras clave. También planteó el dualismo del
caos y la armonía como resultado más o me-
nos puntual de la lucha entre opuestos en
este flujo continuo, que es lo que significa
«panta rei».
Heráclito supone que dentro del fuego
cósmico hay una «psyche» o «logos» univer-
sal que es la causa del orden general de las
cosas. Atribuye propiedades opuestas a la
«psyche» individual y, en general, cree que la
coexistencia de lo
Dionís i Apol.lo. Tipografia Emporium,
Barcelona 1977
contradictorio es la base de la creación.
Algunos autores modernos afirman que de-
terminadas ideas de la física moderna, como
el dualismo onda-partícula, se inspiran en
Heráclito.
El alma universal y el alma individual tie-
nen cierta relación, ya que la segunda depen-
de o forma parte de la primera. Esta idea es
muy interesante porque constituye el funda-
mento de un racionalismo radical compartido
por el misticismo pitagórico y el idealismo
platónico. El racionalismo radical supone que
el alma individual se identifica con el «logos»
universal por medio de la actividad intelec-
tual. Esta actitud define una corriente opues-
ta al naturalismo de la escuela de Mileto,
porque pone al alma como la primera de las
cosas y por tanto introduce la idea de desig-
nio en la naturaleza.
Esta corriente, que tuvo un amplio desa-
rrollo en la escuela pitagórica, ha ejercido
gran influencia sobre el pensamiento científi-
co, aunque pueda parecer un poco extraño.
Parece que Pitágoras nació hacia el año 582
a.C. en la isla de Samos. En aquella época,
esta zona del Asia Menor sufría grandes con-
vulsiones políticas; es posible que éste fuera
el motivo por el que Pitágoras, igual que
otros griegos, se trasladó a Crotona, una co-
lonia del sur de Italia. Se dice que Pitágoras
había viajado durante bastante tiempo por
los países de Oriente, pero no se conoce su
itinerario. Nadie duda de que muchas de sus
ideas y muchos rasgos de su comportamiento
llevan el sello de las religiones orientales. La
propia mística de los números podría derivar
de una tradición indostánica.
Pitágoras fundó una escuela de carácter
esotérico y ascético: guardaban sus conoci-
mientos para sí mismos y con la finalidad de
alcanzar una especie de estado de perfección
o sabiduría. En contraste con la imagen sim-
pática y sensata de las gentes de Mileto, con
Heráclito y los pitagóricos los sabios empeza-
ron a tener pinta de chalados. Las escuelas
pitagóricas duraron muchos años y fueron
objeto de persecuciones del tipo de las «ma-
tanzas de judíos» de la Edad Media. El propio
Pitágoras murió en una de ellas: cuando in-
tentaba huir fue a parar a un campo de
habas, plantas que él consideraba sagradas ,
y antes que pisarlas se dejó capturar. Parece
que Pitágoras no escribió nada, pero han lle-
gado hasta nosotros las obras de su discípulo
Filolao y de otros pitagóricos posteriores.
Los pitagóricos creían en la inmortalidad
del alma y en la transmigración o «metemp-
sícosis». Su pensamiento se inspiró más en la
introspección y la elucubración geométrica
que en observaciones del mundo exterior.
Es indudable que los pitagóricos realizaron
grandes progresos en matemáticas y desarro-
llaron por primera vez en Occidente la idea
de que los números dominan todas las cosas
en la naturaleza, como señala Aristóteles en
su «Metafísica» al
referirse a ellos. Llamaban 1 al punto, 2 a
la línea, 3 a la superficie y 4 al sólido, consi-
derando que estos elementos tenían tamaño
real, es decir, que eran unidades discretas. A
partir de los cuatro números se podría cons-
truir el mundo, del mismo modo que los niños
pueden construir un castillo con cuatro tipos
de piezas. La suma de los cuatro es 10 y por
eso consideraban sagrado a este número. Los
astros del Universo habían de ser diez y, al
encontrar sólo nueve en la serie (Sol, Luna,
Mercurio, Venus, Tierra, Marte, Júpiter, Sa-
turno y Estrellas fijas), añadieron la Antitie-
rra. Es verdaderamente estimulante compro-
bar que este mismo tipo de razonamiento
sirvió, en el siglo XIX, para descubrir los pe-
queños planetas después de la formulación
de la ley de Bode. Más aún, este mismo tipo
de razonamiento llevó al descubrimiento de
Neptuno por Leverrier. De hecho, este gran
matemático nunca se preocupó de visualizar-
lo.
Los pitagóricos encontraron un método pa-
ra representar los números mediante combi-
naciones de puntos, formadas con guijarros.
De ahí viene el nombre de «cálculo» que en
latín significa piedra. Por tanto, calcular signi-
fica manejar piedrecitas.
Si colocamos líneas de piedrecitas una tras
otra, comenzando con un guijarro y añadien-
do uno en cada línea, obtenemos la serie de
números triangulares. La «tetraktys» es el
número triangular de cuatro filas y diez pie-
dras.

Del mismo modo, los pitagóricos hallaron


que la suma de los números
triangulares consecutivos da un número
cuadrático.
También conocían el teorema que aún hoy
llamamos de Pitágoras, y lo demostraban
ingeniosamente dibujando con un bastoncito
sobre la arena húmeda de la playa las figuras
siguientes:

Evidentemente, el área rayada del cuadra-


do que tiene por lado la hipotenusa ha de ser
igual a la suma de las áreas ray das de los
cuadrados construidos sobre los dos catetos.
Llevados por la idea mística de que la esfe-
ra es la figura perfecta, los pitagóricos intro-
dujeron el concepto según el cual la Tierra y
todos los cuerpos celestes son esféricos.
También las órbitas descritas por los planetas
deben ser circulares. De este modo parece
que el propio Filolao supuso que la Tierra no
era el centro del Universo, sino que giraba
alrededor de un fuego central. Añadía que
nosotros no podemos ver nunca ese fuego
porque la Tierra también gira sobre sí misma
dando la espalda al fuego central. Todo esto
lo encontraremos en cosmologías ulteriores
como la expuesta por Platón en «Timeo» e
incluso puede ser considerado como un ante-
cedente del sistema copernicano.
Otra idea pitagórica que también influyó
mucho sobre los siglos posteriores es la de
los sólidos regulares, es decir, la de los cuer-
pos que tienen caras iguales y ángulos igua-
les. Como recordarás, se trata del tetraedro,
el cubo, el octaedro y el icosaedro. Estos
cuerpos se tomaron como símbolos de los
cuatro elementos: la tierra, el aire, el fuego y
el agua. Posteriormente se descubrió el dode-
caedro, que fue considerado el símbolo del
Universo. Más tarde estos cuerpos regulares
fueron llamados cuerpos platónicos y han
desempeñado un papel importante y estrafa-
lario en el desarrollo de la filosofía matemáti-
ca. Por ejemplo, la teoría de la unidad del
Universo propuesta por Kepler en el siglo XVI
aún se basa en los cuerpos platónicos.
Del pentágono regular era fácil pasar a la
estrella de cinco puntas, formada por una
línea sin fin que une los ángulos alternos de
un pentágono regular. Los pitagóricos utiliza-
ron este pentagrama como señal secreta para
identificarse, y también era el símbolo de la
plenitud, la salud y el bienestar. Desde en-
tonces ha jugado un papel fantástico en la
magia y la brujeria, constituyendo un caso
entre muchos de degeneración de una idea
abstracta. Cuando Mefistófeles sale con Faus-
to de la sala de trabajo, es detenido un ins-
tante por el pentagrama mágico que Fausto
había dibujado en el suelo.
Podríamos hablar de muchas otras cosas
en relación con los pitagóricos, pero para
concluir esta carta sólo lo haré de dos que
considero sumamente importantes dentro de
la perspectiva de la Historia de la Ciencia. La
primera es realmente sorprendente. Se trata
de la creación misma del método experimen-
tal, por parte de estos hombres tan obsesio-
nados por las ideas abstractas y la introspec-
ción. La referencia directa la hemos de tomar
de un hombre muy posterior, Boecio, que
puede ser considerado el último pensador del
periodo clásico aunque viviera a comienzos
de la Edad Media. Boecio cuenta cómo a Pitá-
goras, al pasar cerca de un herrero, le llamó
la atención la musicalidad de los martillazos
sobre el yunque. Ensayó en seguida si aquello
dependía de la fuerza del golpeo o del peso
de los martillos. Al comprobar que se trataba
de esto último, determinó la relación entre
los pesos de los distintos martillos. Después
estableció la misma relación entre la longitud
de las cuerdas tensas y comprobó que las
vibraciones tenían la misma tonalidad. Luego
verificó la consonancia del sonido con flautas
cuya longitud seguía la misma proporción y
de esta forma estableció la regla tonal. Con-
viene que sepas que el experimento, de la
forma que se ha descrito, no le podía salir
bien, pero la idea es correcta en líneas gene-
rales y sobre todo, el planteamiento es per-
fecto desde el punto de vista del método ex-
perimental. La proporción del diámetro de las
órbitas con que giran los astros le hizo imagi-
nar que existía un inmenso concierto univer-
sal o música de las esferas.
El otro aspecto hacia el que quiero atraer
tu atención es que uno de los pitagóricos
puede ser considerado el primer naturalista
en sentido estricto. Se trata de Alcmeón de
Crotona (500 a.C.), que inició la práctica de
la disección de seres vivos de todo tipo, des-
cubriendo el nervio óptico y los conductos
que más tarde se llamarían trompas de Eus-
taquio. Por tanto los pitagóricos desarrollaron
tres aspectos fundamentales del pensamiento
científico: la observación directa, el método
experimental y la filosofía matemática.
La escuela pitagórica influyó mucho sobre
Platón y su influencia ha continuado durante
siglos. Quizá convenga cerrar este resumen
mencionando la patética crisis que sufrió la
Física pitagórica al descubrir que la diagonal
de un triángulo rectángulo cuyos catetos val-
gan 1 es inmedible. Esto sugería que las lí-
neas son infinitamente divisibles y, si las lí-
neas son infinitamente divisibles, los puntos
con los que los pitagóricos pretendían cons-
truir el Universo no existen. Este descubri-
miento debió producir frustración y estupor
en aquellos hombres que quizá confiaron de-
masiado en su comunicación directa con la
divinidad. Ésta se vengó humillándolos.
Esta carta podríamos llamarla «Los oríge-
nes dionisíacos de la ciencia». Todavía hoy
sigue siendo cierto, como dijo en cierta oca-
sión Einstein, que la creación científica tiene
un origen místico.
Afectuosamente,
8. RACIONALISMO RADICAL Y
PLURALISMO
Begues, 25 de julio de 1983
Querida Nuria,
Ya te habrás dado cuenta de que los anti-
guos pensadores griegos desarrollaron dos
tipos de conceptos: unos, como los de tierra
y agua, podían tener el carácter de elementos
primarios, pero a la vez correspondían a co-
sas palpables y visibles; otros, en cambio,
eran totalmente abstractos, como los de sóli-
do y líquido. Conceptos aún más abstractos
son el «apeiron», la condensación, la rarefac-
ción y la tensión. La reflexión sobre estos dos
tipos de ideas sin duda favoreció la toma de
conciencia acerca de una separación entre la
mente y los sentidos. Parece que Heráclito ya
la había señalado, advirtiendo del riesgo de
ser engañados por estos últimos.
Puntualizada la distinción entre la mente y
los sentidos, surge el problema de cuál es el
mejor camino para aproximarse a la realidad:
la razón o los sentidos. En este
aspecto, resulta sorprendente que fueran
justamente los pitagóricos quienes valorasen
más la experiencia sensible, pese a su pen-
samiento tan imbuido de ideas religiosas y
místicas. Fíjate en cómo Alcmeón de Crotona
describe la lengua como órgano del gusto:
«es con la lengua como distinguimos los sa-
bores, pues por hallarse caliente y ser blanda
disuelve las partículas sabrosas con su calor,
mientras que la porosidad y delicadeza de su
estructura las va admitiendo en su seno y las
transmite al sensorio.»
Los pitagóricos fueron pronto objeto de
críticas por parte de otros filósofos que creían
que la realidad de las cosas debía buscarse
por medio de la razón pura. El paladín de
esta actitud fue Parménides (475 a.C.), que
desencadena un ataque radical a los sentidos
y acaba estableciendo dos modelos, uno mo-
nista, que es el de la razón por sí misma, y
otro dualista, constituido por el fuego, lumi-
noso y de baja densidad, y la noche, oscura y
de alta densidad.
Parménides expuso el modelo monista en
un libro titulado «El camino de la verdad». En
él propone una concepción de la naturaleza
basada exclusivamente en la razón y en la
que es fundamental el dualismo entre el ser y
el no ser, considerando que todo tipo de
cambio es absurdo. Sostuvo que la realidad
es una especie de bola maciza, increada,
eterna, inmóvil, inmutable y uniforme. ¿Gra-
cioso, no te parece?
La chocante filosofía que acabo de relatar-
te refleja el descubrimiento de algo importan-
te: el «logos» es tan independiente del mun-
do que incluso puede negarlo. En cualquier
caso queda establecida la supremacía del
argumento lógico.
Como Parménides pronto se dio cuenta de
que su pensamiento era entendido por pocos,
decidió escribir otro libro para aumentar la
clientela. Igual que el primero, se trata de un
poema, que en este caso lleva por título
«Camino o vía de la opinión». En él admite la
percepción sensible y establece una cosmolo-
gía basada en el fuego y la noche. Critica a la
escuela jónica, a los pitagóricos y muy parti-
cularmente a Alcmeón, a quien parece que
tenía verdadera ojeriza. Con respecto a sus
ideas biológicas, lo único que conseguimos
adivinar en sus fragmentos es que la vida
está asociada al calor y tiene por causa la
«psyche». También el «zoe» es resultado de
la lucha de dos contrarios y se caracteriza por
la reproducción, la nutrición y el movimiento.
La verdad es que todos los pensadores
pluralistas inmediatamente posteriores, al
frente de los cuales hemos de situar a Empé-
docles y a Anaxágoras, adoptaron una posi-
ción opuesta. A partir de ese momento, y
desde nuestra perspectiva de la evolución
histórica del conocimiento científico, la distin-
ción entre racionalismo y empirismo se volve-
rá dramática. Igualmente podemos conside-
rar que a partir de Parménides, y no antes, la
filosofía se puede considerar como algo to-
talmente separado de la vida práctica.
Algunos aspectos del pensamiento de
Parménides influyeron en una serie de nue-
vas ideas a las que el futuro reservaba un
papel estelar. La diversidad del mundo visible
y los cambios en el curso temporal se han de
poder resolver conservando los principios de
singularidad, uniformidad e inmutabilidad de
la lógica de Parménides. La síntesis la alcan-
zaron Leucipo y Demócrito al inventar los
átomos y sustituir el no ser por el vacío. Ya
volveremos a hablar (y más de una vez) de
esta nueva escuela materialista.
Creo que es oportuno contrastar el modelo
racionalista radical con los primeros empiris-
tas. Estos se caracterizan ante todo por ad-
mitir cuatro elementos primarios y por tanto,
los podemos calificar de pluralistas. Ya te he
dicho que uno de ellos es Empédocles, natu-
ral de Agrigento, una colonia griega del sur
de Italia. Empédocles es una figura atractiva,
genial y excéntrica. Encontraremos muchas
otras comparables a lo largo de la Historia de
la Ciencia y las sigue habiendo en nuestros
días. ¿Te acuerdas del personaje que tan bien
encarnaba Sesto Bruscantini en «El elixir de
amor»? Pues así imagino a Empédocles, yen-
do de pueblo en pueblo engatusando a los
lugareños. Este charlatán es una de las figu-
ras más importantes de la ciencia griega an-
terior a Aristóteles.
Parece ser que tipos humanos como Em-
pédocles han desempeñado un papel impor-
tante, sobre todo en las épocas que los ale-
manes denominan de «Stunn und Drang»
(literalmente, de tormenta y desasosiego).
Entre ellos están, en el siglo XVI, Nostrada-
mus y Paracelso y, en el siglo XVIII, Caglios-
tro y Mesmer. Podríamos hacer una larga
lista, en la que no faltarían personajes actua-
les.
La formulación clara de los cuatro elemen-
tos, tal como se mantuvo hasta el siglo XIX,
se debe a Empédocles. Las cualidades prima-
rias (calor, frío, humedad y sequedad) estarí-
an relacionadas con los elementos según la
figura siguiente:
Naturalmente, los elementos no se corres-
ponden con las sustancias que vulgarmente
tienen la misma denominación. Por ejemplo,
en las aguas naturales y
en otros líquidos predomina el elemento
agua, pero también hay una proporción defi-
nida de los demás elementos.
Empédocles es el primero que independiza
el elemento aire de la niebla, y le da un ver-
dadero contenido físico. Son célebres sus
demostraciones con la clepsidra, donde el
aire invisible muestra que ocupa un lugar en
el espacio y que ejerce una presión. De esta
forma, Empédocles sigue el método experi-
mental de los pitagóricos.
En sustitución de la tensión de Heráclito, y
posiblemente influido por Parménides, pone
el amor y el odio como las dos fuerzas que
originan el movimiento de las cosas. Cada
sustancia particular es el resultado de un
equilibrio establecido por el amor y el odio
entre los elementos y las cualidades que la
definen.
Son sumamente interesantes las ideas de
Empédocles sobre la materia viva. Supone
que se ha originado por un proceso de dife-
renciación o «ekkrisis» de una especie de
amalgama inicial. Pero este proceso no daría
organismos enteros sino porciones, es decir,
pies, piernas, brazos, cabezas, etc. por sepa-
rado. Por eso habría un proceso ulterior de
integración. La unión de las partes bajo la
influencia del amor daría organismos norma-
les, y bajo la influencia del odio, quimeras y
monstruos. Fíjate en como supone que sólo
se producen organismos normales a partir de
especies definidas y que las mezclas son
quimeras. Viene a ser una teoría del origen
de las especies parecida a un juego de niños
que no sé si tú has llegado a conocer, pero
que yo ciertamente recuerdo. En ese juego se
podían hacer figuras graciosas uniendo el
cuerpo de una bailarina con la cabeza de un
guardia civil, y otras combinaciones que pue-
des imaginar fácilmente.
En la teoría de Empédocles se insinúan dos
ideas muy importantes dentro de la biología.
Por un lado, que la Tierra tuvo en una época
anterior un poder generador que ahora no
tiene. Como modelo intelectual, es idéntica a
la hipótesis de Haldane y Oparin sobre el ori-
gen heterotrófico de la materia viva. Por otra
parte, en Empédocles encontramos la primera
formulación de la selección natural: afirma
que inicialmente había muchas más especies
que las actuales y que algunas se han extin-
guido como consecuencia de la lucha por la
existencia y la competencia con otras espe-
cies. La idea darwiniana de selección natural
está muy próxima. Ahora bien, Darwin llegará
a ella por una deducción totalmente correcta
y supondrá que la selección es la causa prin-
cipal de la transformación de las especies.
Nada de esto pasó por la cabeza de Empédo-
cles ni de ningún otro griego de la antigüe-
dad.
Empédocles recibe de los pitagóricos la
convicción sobre la inmortalidad del alma y la
transmigración. Sugiere que la percepción
sensible se basa en una propiedad de emana-
ción desde el objeto al órgano de los senti-
dos. Esta idea seguirá flotando en el ambien-
te hasta nuestros días. La teoría de la nutri-
ción, basada en elhecho de que todo está
constituido por los cuatro elementos, no ofre-
ce ninguna dificultad formal. Los elementos
que se encuentran en el pan se redistribuyen
transformándose en carne o sangre. Para
Empédocles, el corazón es el centro de la
actividad vital y la residencia de la «psyche»,
idea que más adelante adoptará Aristóteles.
Empédocles influyó mucho sobre otros pen-
sadores de diferentes tendencias: por ejem-
plo, sobre Diógenes de Apolonia, de quien te
he hablado en
una carta anterior.
Empédocles es el primero en admitir la in-
fluencia tanto del padre como de la madre en
la concepción, algo que no quedó establecido
como hoy lo conocemos hasta el siglo XIX. El
principio de la reproducción es una interac-
ción entre el fuego y la humedad. Es curioso
que atribuya el sexo del recién nacido a
aquella semilla o germen en el que predomi-
na el calor, mientras que los otros caracteres
serían los del sexo opuesto. Cuando los gér-
menes paterno y materno tienen el mismo
calor, el parecido es con el progenitor del
mismo sexo que el hijo.
Podría hacerse un estudio muy entretenido
poniendo de manifiesto las locuciones de las
lenguas modernas occidentales que derivan
directa o indirectamente de las ideas empe-
doclianas. Tal es el caso de la «furia de los
elementos», «naturaleza fogosa», «espíritu
aéreo» y muchas otras del mismo tipo.
En Empédocles hay un esfuerzo deliberado
para explicar la fisiología por medio de la físi-
ca. Dicho esfuerzo ha ejercido un impacto
profundo y duradero en el pensamiento
humano, aunque no haya recibido el recono-
cimiento merecido hasta hace pocos años. En
aquel tiempo este esfuerzo representó el an-
tagonismo frente al hombre práctico y sere-
no, cargado de experiencia pero poco amigo
de teorías. Esta actitud antagónica está en-
carnada por el médico hipocrático del que
hablaremos pronto. Basta con que eches un
vistazo a la magnífica versión de «La antigua
medicina» de Alsina en la colección Bernat
Metge para que te des cuenta de hasta qué
punto el médico hipocrático se escandaliza
ante los que quieren ejercer el Arte partiendo
de especulaciones cosmológicas.
Para nuestra mentalidad, Empédocles es
una especie de loco, visionario genial, histrión
y explotador de la buena fe, pero nadie pue-
de negar que en él hay una de las más exito-
sas asimilaciones de todo el pensamiento
anterior.
No sé qué título podríamos dar a esta car-
ta. Quizá sería apropiado el de «Racionalismo
radical y pluralismo».
Afectuosamente,
acusado de impiedad y de ateísmo. Ni si-
quiera la amistad de Pericles pudo salvarlo de
la maledicencia pública y tuvo que huir de
Atenas.
9. LA UNIFORMIDAD DEL UNIVERSO
Begues, 31 de julio de 1983
Querida Nuria,
Como ya he señalado, Anaxágoras de Cla-
zomenes es otro pluralista importante de la
época de Sócrates, es decir, de la época que
podríamos considerar el apogeo de la cultura
en la antigua Grecia. Anaxágoras fue llamado
a Atenas por Pericles, de quien pasó a ser
consejero. Es curioso que mantuviera puntos
de vista opuestos a los de Sócrates acerca de
muchos asuntos, pese a que este útimo tam-
bién era consejero y amigo de Pericles.
Dentro del dilema racionalismo/empirismo,
Anaxágoras se inclina por el valor de la expe-
riencia que proporciona la observación directa
de las cosas. En este sentido influyó sobre
Aristóteles y, por el mismo motivo, se encon-
traba en clara oposición a Platón. También ha
quedado para la posteridad el recuerdo de
sus experimentos para demostrar la materia-
lidad del aire y los límites de la percepción
sensible. Los experimentos con el aire, que
ya citamos al hablar de Empédocles, conti-
nuarán más tarde en la escuela de Alejandría,
aunque sin terminar de resolver el problema
de la materia en estado gaseoso. La diversi-
dad de los gases no empezó a conocerse has-
ta el siglo XVI y la determinación del peso de
un volumen de gas tampoco se resolvió hasta
entonces. De todos modos, se trata de pro-
blemas que ya fueron planteados en la anti-
güedad.
Una de las ideas más importantes de
Anaxágoras es la creencia de que todos los
cuerpos del Universo están constituidos por
un mismo tipo de materia. Por tanto, los as-
tros y la Tierra estarían hechos de lo mismo.
Esta idea te parecerá natural, pero todavía
era una idea revolucionaria a comienzos del
siglo XVII, cuando Giordano Bruno la procla-
mó en una especie de panfletos que le costa-
ron primero la cárcel y más tarde la muerte
en la hoguera. El hecho es que, en la época
que estamos tratando, se creía que el Univer-
so tenía dos partes: una era el mundo sublu-
nar, donde vivían los hombres y donde todo
era mudable y efímero. Por encima de ese
mundo sublunar estaba el de los planetas y
las estrellas, que era permanente y eterno y
por tanto había de estar formado por otro
tipo de material. Aristóteles aceptará esta
división del Universo. De hecho, el principio
de uniformidad no será introducido hasta la
Revolución científica del siglo XVII. Anaxágo-
ras se adelantó extraordinariamente a su
tiempo, por los motivos que hemos indicado;
ello le acarreó problemas y fue
Anaxágoras manifestó un interés especial
por el fenómeno de la nutrición, que explica-
ba en términos que no diferían mucho de los
de Empédocles. Parece establecer una dife-
rencia bastante radical entre los seres vivos y
los inertes, y en relación con los primeros,
combina tres ideas clave: una entidad orde-
nadora en cada organismo, la «nous» o cabe-
za, una capacidad potencial de generar vida
en la semilla o germen y una vida patente
como acción, que es el «zoe». La idea de la
«nous» es especialmente afortunada y será
recogida de diversas formas por el pensa-
miento posterior. Incluso puede verse como
una premonición de la necesidad de regula-
ción en los organismos vivos.
Además de concluir el grupo pluralista con
Anaxágoras, en esta carta también quisiera
hablarte de los viejos atomistas. Se ha dicho
muchas veces que hay un gran parecido en-
tre la teoría expuesta por Demócrito en el
siglo V a.C. y la teoría atómica de Dalton, del
siglo XIX. Según se mire, esto puede ser cier-
to o totalmente erróneo. En cualquier caso,
no se trata de que la ciencia del siglo XIX
tomara una teoría antigua y con ella realizara
grandes descubrimientos en el campo de la
física y la química. Fue exactamente al con-
trario: los progresos de la física y la química
durante el siglo XIX hicieron resurgir unas
ideas formalmente expresadas por primera
vez en la antigüedad clásica por Leucipo y
Demócrito. Bien visto, el principal mérito de
Demócrito es que sus ideas constituyen un
progreso extraordinario para su tiempo y la
culminación del movimiento intelectual inicia-
do en Mileto.
Demócrito vivió hacia el año 420 a.C. y
presentó una cosmología radicalmente mate-
rialista, muy superior a las de pensadores
anteriores. En el mundo sólo hay materia y
vacío. La materia es indestructible, impene-
trable y homogénea. Está constituida por
átomos, de los que hay una variedad infinita
en lo que se refiere a la forma, el tamaño y el
movimiento. En contra de la opinión de Par-
ménides, el vacío no es el no ser, sino una
realidad, tan completamente penetrable como
impenetrable es la realidad de la materia.
Hasta ahora hemos visto apuntar la suge-
rencia de que en la génesis de las cosas y en
su ordenamiento temporal haya bien un «lo-
gos», bien un «nous» o la síntesis de la «phi-
lia». Con Demócrito aparece un nuevo con-
cepto: todo viene determinado por el azar y
la necesidad, el «amangke» y la «automa-
tos». Ello quiere decir que la actividad no
dirigida ni orientada de los átomos lleva a
consecuencias inevitables. Conviene que te
des cuenta de que esta idea está implícita en
gran parte del pensamiento científico con-
temporáneo. La reacción contra las
ideas de Demócrito se produce con Platón,
donde el «logos» predomina sobre la necesi-
dad. En realidad el debate todavía dura.
La materia viva como «zoe», incluido el
hombre, sería el resultado de una configura-
ción especial de la mezcla de átomos de
«psyche» y de átomos que hoy podríamos
llamar somáticos. La nutrición se explica co-
mo una reordenación de los átomos del ali-
mento que lo transforman en materia propia,
igual que el cambio de disposición de las le-
tras del alfabeto permitiría transformar una
tragedia en una comedia.
Para los atomistas, las cualidades percep-
tibles no son intrínsecas al objeto, sino efecto
de éste sobre nuestros sentidos. Ten en
cuenta que este punto de vista sobre la per-
cepción sensorial fue restablecido en el siglo
XVIII.
Para los atomistas la mente era una espe-
cie de concentración de átomos de «psyche».
Lo vivo diferiría de lo inerte por la interposi-
ción de átomos de «psyche», que determina-
rían interacciones con los átomos del soma;
el resultado de estas interacciones sería la
manifestación vital o «zoe». Es interesante
darse cuenta de que este punto de vista in-
cluye la posibilidad de que una interacción
imperceptible o «cryptomenon» determine un
proceso vital perceptible o «phenomenon».
En términos actuales podríamos decir que la
interacción entre ácidos nucleicos y proteínas
es la base de los «cryptomena», ya que de-
termina las actividades o funciones que se
realizan en cada momento.
Es indudable que en los antiguos pensado-
res griegos encontramos la formulación de
una serie de preguntas y la invención de con-
ceptos teóricos, así como el desarrollo de
procedimientos intelectuales que forman par-
te de la ciencia actual, constituyendo una
estrategia de interpretación. Es obvio que
dicha estrategia ha sido mejorada sustan-
cialmente después de la revolución científica,
pero sus fundamentos siguen siendo los
mismos.
Como en otros casos, se conservan muy
pocos fragmentos que se puedan atribuir a
Demócrito. Las ideas de los atomistas llegan
al Renacimiento a través de un magnífico
poema latino, el último que se escribió sobre
la naturaleza de las cosas. Supongo que sa-
brás que me refiero a «De rerum natura», de
Lucrecio, de quien hablaremos en otra carta.
En cualquier caso, el «logos» platónico y el
«thelos» aristotélico ejercieron un efecto
epistático sobre el azar y la necesidad demo-
critanos, que fue absoluto durante veinte si-
glos y ha seguido siendo importante desde la
revolución científica hasta nuestra época.
Yo diría que esta carta tiene como núcleo
la idea de «la uniformidad del Universo y el
materialismo radical de los antiguos atomis-
tas».
Afectuosamente,10. EL FLORECIMIENTO
DE LA MEDICINA GRIEGA EN EL SIGLO V A.
C.
Begues, 7 de agosto de 1983
Querida Nuria,
Hasta ahora hemos hablado de hombres
de la antigua Grecia que no dejaron nada
escrito, de otros cuyos escritos se han perdi-
do totalmente y por último de aquellos de los
que sólo conocemos una serie más o menos
extensa de fragmentos. Por desgracia, los
escritos de los pensadores griegos anteriores
a Platón pueden considerarse prácticamente
perdidos para nosotros. Los únicos libros de
esa época que han llegado hasta nosotros de
una forma razonablemente intacta son los
tratados médicos de la escuela hipocrática, la
mayoría de los cuales fueron escritos en el
siglo V a.C.. En el mundo erudito se suele
hablar del «Corpus Hippocraticum», un con-
junto de cincuenta a cien libros, según la or-
denación que se efectúe de los diferentes
manuscritos. Una de las ediciones modernas
más completas es la de Litré (1839-1861),
que consta de setenta obras, aunque algunas
de ellas se consideran apócrifas. De hecho,
son los escritos más antiguos que tú y yo
podemos consultar para tratar de analizar
aspectos de la cultura griega que puedan es-
tar relacionados con la perspectiva histórica
de la Ciencia.
Estamos ante unos textos que, según los
filólogos, tienen en común el haber sido escri-
tos en prosa y en jonio, una forma dialectal
del griego clásico. En ninguno de ellos hay
indicaciones acerca del autor, a diferencia de
lo que sucede con las obras de Platón y Aris-
tóteles. Estudiando cuidadosamente el estilo
gramatical y el contenido mismo, los especia-
listas han concluido que hay libros de diferen-
tes autores y que no todos fueron escritos en
la misma época.
Los tratados hipocráticos son citados por
muchos autores de la antigüedad, tanto con-
temporáneos como posteriores. Entre los in-
mediatamente posteriores podemos incluir a
Platón y a Artistóteles. Todo parece indicar
que originalmente los tratados hipocráticos
formaban parte de la biblioteca de la antigua
escuela médica de Cos.
Quizá recordarás que el segundo rey de la
dinastía griega de Egipto fue Tolomeo Filadel-
fo (285-247 a.C.), que fundó la célebre Bilio-
teca o Museo de Alejandría. Se dice que llegó
a contener más de medio millón de tratados y
a ella fue a parar la colección hipocrática. Ten
en cuenta que se trataba de originales o co-
pias escritas en rollos de papiro. El incendio
de la Biblioteca de Alejandría en el año 47 de
nuestra era destruyó la mayor parte. No
obstante, se emprendió una recuperación
inmediata y, según los comentaristas, entre
las obras recuperadas había más de cincuen-
ta obras hipocráticas. Se conservaron hasta
el siglo IV, en el que se produjo la destruc-
ción definitiva del Museo.
En el siglo 11, Galeno tuvo la oportunidad
de conocer directamente casi todas las obras
hipocráticas e hizo comentarios acerca de la
mayoría. De ahí que la obra de Galeno sea
una de las mejores fuentes que han llegado
hasta nosotros sobre la antigua medicina
griega.
Parece que en Alejandría la recopilación de
tratados hipocráticos se hizo sobre textos
dispersos, conocidos por una minoría. Es pro-
bable que las recopilaciones posteriores sean
fragmentarias y cada vez más pobres y adul-
teradas. Estudiando las alusiones a otras
obras que aparecen en los textos conserva-
dos, se llega a la conclusión de que unos
veinticinco tratados hipocráticos ya se habían
perdido antes del primer agrupamiento en
Alejandría.
El «Corpus Hippocraticum» es sin duda un
monumento memorable de la cultura occi-
dental y aún hoy es objeto de estudio. Algu-
nas de sus obras, como «El mal sagrado» o
«La antigua medicina», están entre los libros
que toda persona culta debe haber leído. Por
tanto, te recomiendo que lo hagas, sobre to-
do teniendo en cuenta que de ambas hay
magníficas traducciones.
Como puedes suponer, la importancia de
las obras hipocráticas en la Historia de la Me-
dicina es enorme. No se puede decir lo mismo
con respecto a la Historia de la Ciencia; no
olvides que la medicina estrictamente científi-
ca no empieza hasta mediados del siglo pa-
sado. De todos modos, a lo largo de toda la
historia hay una influencia recíproca extraor-
dinaria entre el desarrollo del pensamiento
científico y el de la medicina. Además, en
todas las épocas ha habido médicos que han
desarrollado una tarea científica general de
gran importancia.
El «Corpus Hippocraticum» es posiblemen-
te un testimonio del florecimiento de la medi-
cina griega en los siglos V y IV a.C.. Debía
haber otros escritos médicos y es corriente
que autores de la época, como Xenofonte y
Aristóteles, hagan referencia a ellos. Permí-
teme que como ejemplo te transcriba un
fragmento de la obra «Etica a Nicómaco»:
«Porque no parece que los médicos lleguen a
serlo gracias a unos escritos, aunque dichos
escritos intenten exponer los tratamientos y
la manera en que han de practicarse las téc-
nicas y cómo han de hacerse los tratamientos
particulares, de acuerdo con cada tempera-
mento. Estas enseñanzas sólo son útiles, se-
gún parece, para las personas que ya tienen
experiencia y, por otra parte, son inútiles
para las que no la tienen.» Fíjate, pues, en la
abundancia de escritos médicos en esa épo-
ca. Date cuenta también de que su destino no
era el gran público sino el profesional.
Sobre todo gracias a Galeno sabemos que
hubo dos escuelas rivales muy importantes,
una en Cos y otra en Cnido, dos islas próxi-
mas a la costa de Asia Menor. Parece que
también hubo una en Rodas, quizá de menor
importancia. Además, en la misma época hay
que anotar una cuarta escuela médica en
Italia meridional, donde hemos de situar al
mismísmo Empédocles y a algunos pitagóri-
cos. Es posible que la colección hipocrática
contenga una mezcla de escritos de las es-
cuelas de Cos y de Cnido. Es difícil juzgar la
importancia relativa de estas escuelas porque
en lo que nos ha llegado de ellas no hay nada
comparable al «Corpus».
El origen de las mencionadas escuelas mé-
dicas debemos buscarlo en una tradición más
antigua de carácter religioso. Su patrón era el
dios Esculapio y en los templos dedicados a él
se ejercía una medicina de carácter trauma-
túrgico. No se sabe cómo la práctica médica
se fue secularizando progresivamente, aun-
que conservara una especie de carácter gre-
mial muy cerrado. Genéricamente los médi-
cos se llamaban asclepíades o descendientes
de Esculapio y se agrupaban en una especie
de clanes bajo vínculos muy estrictos.
Además del ritual del antiguo templo de
Esculapio, hay que mencionar otras fuentes
de la medicina griega. Por ejemplo, la in-
fluencia de la medicina egipcia es indudable.
Pese a lo poco que ha llegado directamente
hasta nosotros, podemos asegurar que la
medicina egipcia tuvo un gran desarrollo,
independiente de las prácticas religiosas.
Otras influencias importantes son de pensa-
dores de los que hemos hablado en cartas
anteriores. Tanto una cosa como otra se po-
nen claramente de manifiesto en los propios
textos hipocráticos.
Algunos autores señalan que es muy posi-
ble que la medicina griega se desarrollara
también por la práctica de los instructores de
gimnasia y, como en Egipto y Babilonia, por
la experiencia en el tratamiento de las heri-
das y traumatismos de guerra. Hay que aña-
dir la influencia de la evolución del arte culi-
nario, del que el médico hipocrático extraerá
una dieta especifica como principal instru-
mento terapeútico.
Esta carta podría llevar por título «El flore-
cimiento de la medicina griega en el siglo V
a.C.». Dedicaremos la próxima a hablar más
específicamente de la aportación hipocrática
a la historia del pensamiento científico.
Confío en haber despertado un poco tu cu-
riosidad intelectual.
Afectuosamente,
fueron escritos por él. Tal es el caso de «El
mal sagrado», «Fístulas», «Hemorroides»,
«Afecciones internas», «Úlceras», «Vientos»,
«Fetos de siete meses», «Sueños» y algunos
más.
11. LA APORTACIÓN HIPOCRÁTICA
Begues, 12 de agosto de 1983
Querida Nuria,
Hay escasos datos fidedignos sobre la figu-
ra de Hipócrates. Hasta tal punto que alguien
ha llegado a dudar de su existencia, igual que
ha ocurrido con otros personajes de la Anti-
güedad clásica, como Homero. El testimonio
más importante se encuentra probablemente
en el «Protágoras» de Platón, en el que se
hace referencia directa a Hipócrates de Cos
como médico profesional, maestro de medici-
na, remunerado y perteneciente a una familia
de asclepíades. En el diálogo «Fedro» hay
otra alusión directa. Por otra parte, Aristóte-
les, en su «Política», también habla de Hipó-
crates y, cosa rara en él, da testimonio de su
gran y merecida fama.
Otros textos de la antigüedad también nos
hablan de un Hipócrates que vivió en el siglo
V. Menón, discípulo de Aristóteles, escribió la
«Iatrica» o historia de la medicina, tal vez por
recomendación del propio Aristóteles. En
1902 se recuperó un papiro que contiene
1900 líneas de dicho libro y en ellas se con-
firma la existencia y la fama de Hipócrates.
Los comentaristas de los siglos III y II a.C.
establecieron que Hipócrates era el decimo-
noveno o vigésimo descendiente de una fami-
lia de asclepíades y que alcanzó la plenitud
de su vida durante la guerra del Peloponeso;
que aprendió de su padre o de sus familiares;
que viajó lejos de su patria, ejerciendo en
diversos lugares y que fue reclamado muchas
veces de una ciudad a otra por su gran fama.
Finalmente, se dice que murió en Larisa a
una edad muy avanzada. Sus hijos y yernos
también siguieron la medicina, y parece que
entre sus descendientes hubo algunos que se
llamaron Hipócrates, aunque ninguno alcanzó
un prestigio parecido. Hay imágenes antiguas
de Hipócrates y todas lo representan con la
cabeza cubierta por la túnica. Ello ha sido
objeto de diversas interpretaciones; quizá la
más sencilla es que era calvo. La fecha de su
nacimiento se estima hacia el año 460 a.C.
Los especialistas consideran que no todos
los escritos del «Corpus» se pueden atribuir a
Hipócrates. Parece que se deben directamen-
te a su mano «La antigua medicina», «Pro-
nósticos», «Aforismos», «Epidemias I y II»,
«Régimen en las enfermedades agudas»,
«Aires, aguas y lugares», «Articulaciones»,
«Fracturas», «Instrumentos de reducción»,
«Heridas en la cabeza», «Juramento» y
«Ley». Otros tratados llevan sin duda el sello
de su escuela, pero es prácticamente seguro
que no
En la clasificación de las obras del «Cor-
pus», además de los dos tipos indicados,
también se tienen en cuenta las obras escri-
tas con anterioridad, las posteriores, las no
citadas en la antigüedad, los escritos perdidos
y las obras apócrifas.
«El mal sagrado» es una de las obras
hipocráticas más estudiadas. Toda ella está
impregnada de un espíritu racionalista y po-
lémico que trata de hacer frente a la supers-
tición. El mal sagrado es la epilepsia o gran
mal, y algunas formas de afecciones afines.
La singularidad de sus síntomas, así como su
manifestación repentina, hicieron que se le
atribuyera un origen sobrenatural. Grandes
hombres de todas las épocas sufrieron esta
enfermedad; por lo que sabemos, entre ellos
hay que incluir a Alejandro Magno y a Julio
César. Desde el primer párrafo, el autor hipo-
crático quiere romper directamente la falsa
creencia popular, diciendo: «Me parece que
este mal no es más divino ni más sagrado
que las demás enfermedades».
En la obra mencionada también encontra-
mos otro aspecto fundamental de la medicina
griega: la preocupación por la etiología de las
enfermedades. Para combatir el mal hay que
conocer su origen y éste siempre es natural.
Para descubrirlo tenemos que basarnos en la
observación, la experiencia y el razonamien-
to.
En la obra que estamos tratando hay un
detalle muy importante en relación con las
ideas biológicas de la antigüedad: asigna al
cerebro, en vez del corazón, la función de
soporte material de la conciencia. Esta afir-
mación se opone a la tradición más generali-
zada en el pensamiento antiguo, en el que
hay que incluir a la escuela italiana de Empé-
docles, a Alcmeón de Crotona y, como vere-
mos en otra carta, al propio Aristóteles. A
éste le impresionó que, en el desarrollo em-
brionario, el corazón sea lo primero que se
mueve, es decir, la manifestación más precoz
del «zoe».
El tratado «Aires, aguas y lugares» se cen-
tra en la idea de que tanto el cuerpo como el
espíritu del hombre dependen del clima. Aquí
aparece también un aspecto clave del método
hipocrático, según el cual para conocer lo que
ocurre en una parte se ha de tener en cuenta
el todo. De ello deriva el valor de la conside-
ración del medio, tanto para la etiología como
para el pronóstico y, por consiguiente, para la
profilaxis.
En «El pronóstico» se señala que el médico
ha de saber apreciar de antemano el curso
que seguirá la enfermedad, sobre todo cuan-
do ésta conduce inexorablemente a la muer-
te. En este último caso hay que despedirse de
los familiares o amigos o prevenirlos acerca
de la probable inutilidad de sus esfuerzos,
para mantener con
justicia el prestigio del ejercicio del Arte.
Aquí se describe la célebre «facies hipocráti-
ca», todavía válida hoy en día: «nariz afilada,
ojos y sienes hundidas, orejas frías y contraí-
das, con los lóbulos vueltos hacia fuera, la
piel de la frente dura, tensa y reseca y el co-
lor de todo el rostro amarillento y oscuro».
Hay también muchas otras observaciones
extraordinarias de la persona próxima al
tránsito, como «el deseo del enfermo de le-
vantarse de la cama cuando la enfermedad se
encuentra en el momento crítico» y cuando el
paciente «mueve las manos delante del ros-
tro, trata de agarrar algo en el vacío, arran-
car hebras del cobertor o coger motas en las
paredes. Todos estos síntomas son malos y
de hecho fatales.»
En «El pronóstico» también se trata del in-
terrogatorio y examen o exploración que hay
que llevar a cabo cuando la actuación médica
puede contribuir realmente a la curación. In-
cluye la localización de los dolores, las palpa-
ciones, la fiebre y la consideración del histo-
rial, en el que se tienen en cuenta los vómi-
tos, los esputos, las heces, la orina, etc. Fi-
nalmente, la reflexión.
Como afirmó el gran médico latino Celso,
fue Hipócrates quien deslindó la medicina de
la filosofía. Ello queda ilustrado de forma
dramática en «La antigua medicina». Allí se
insiste en que el arte no puede basarse en un
postulado y que es fundamentalmente una
«techne», fruto de la experiencia, y que aspi-
ra esencialmente a ser útil.
Fue en la escuela de Empédocles donde la
cosmología ejerció los peores efectos sobre el
arte de curar. La fiebre había de interpretarse
como un exceso de calor y los escalofríos,
como un exceso de frío. De este modo, el
filósofo recomendaría una dosis de calor para
curar los escalofríos y una de frío para curar
la fiebre. El autor de «La antigua medicina»
contesta que las causas de la enfermedad y
de la muerte no pueden simplificarse de ese
modo y que, cuando el hombre en momentos
críticos reclama el médico, éste sólo puede
ayudarlo basándose en la «techne», pero
nunca en la cosmología, en la que no encuen-
tra ninguna prueba que dé certeza a la forma
de actuar. Por eso el médico hipocrático se
escandaliza de la ignorancia del filósofo, in-
sistiendo en el hecho de que la única piedra
de toque de la «techne» está en el resultado.
Es entonces cuando entra en juego otra ca-
racterística fundamental del médico hipocráti-
co, que es su preocupación personal por los
sufrimientos del paciente. De este aspecto de
la doctrina hipocrática nacerá una norma más
general, que nos llevará a ver todo el cono-
cimiento científico como un instrumento real
puesto al servicio de la Humanidad. Es lo que
más tarde se llamará ciencia positiva, en
oposición a la especulación inoperante. En
otras escuelas médicas como la de Cnido pa-
rece que el elemento especulativo tenía más
importancia, pero para el médico de Cos el
objetivo fundamental es el hombre que pide
ayuda.
En «La antigua medicina» se sostiene que
el método de observación y la experimenta-
ción constituyen la única vía para llegar a la
comprensión de la naturaleza del hombre, en
oposición al método apriorístico de los cos-
mólogos. Hipócrates admite el uso de la infe-
rencia lógica para descubrir hechos que no
están al alcance de los sentidos y desarrolla
el método inductivo con toda claridad. En
este punto coincide con Anaxágoras, Empé-
docles y algunos pitagóricos. Más aún, la in-
fuencia de los filósofos sobre el médico hipo-
crático se pone de manifiesto cuando éste
siente la necesidad de sistematizar el conjun-
to de sus conocimientos y de justificar racio-
nalmente dicha necesidad, formando lo que
podríamos llamar una teoría médica.
Hasta cierto punto, uno puede entrever
que la llamada teoría hipocrática constituye
un caso particular de aplicación de la teoría
de la ciencia a la medicina: un intento de ela-
borar un cuerpo orgánico de conocimientos
basados en la observación y en la experien-
cia, que puede ampliarse continuamente con
generalizaciones cuya principal defensa es el
hecho de ajustarse a la realidad de los fenó-
menos. Además de perseguir como fin el
bienestar de la humanidad, la teoría hipocrá-
tica tiene una normativa que puede conside-
rarse la base de la deontología médica occi-
dental. Sin duda habrás oido hablar del jura-
mento hipocrático, que es una forma resumi-
da de dicho código deontológico. Ahora bien,
los textos más antiguos que han llegado has-
ta nosotros, aunque están escritos en griego,
son de la época imperial romana y es posible
que las condiciones admitidas en esa época
para el ejercicio de la profesión influyeran en
su redacción.
Antes de permitir que el joven médico ini-
ciara su ejercicio se le exigía un juramento
solemne del tipo siguiente: «Aquel o aquellos
que me han enseñado el Arte tendrán por mi
parte la misma consideración que mis proge-
nitores. Velaré por sus descendientes como si
fueran mis hermanos y les enseñaré el Arte si
lo quieren aprender, sin aceptar paga o re-
compensa. Mediante preceptos, lecciones y
demás métodos de enseñanza transmitiré
todo lo que sé a mis hijos y a los hijos de mis
maestros, así como a los discípulos vincula-
dos por el juramento y convenio (en este ca-
so era necesaria una remuneración, general-
mente muy elevada), pero a nadie más. En
todo momento haré cuanto pueda para curar
a los enfermos con la mayor solicitud y leal-
tad de que sea capaz. Nunca prepararé vene-
nos ni practicaré abortos.»
Otras fórmulas del juramento también alu-
den a la obligación del secreto profesional y a
no utilizar nunca la influencia sobre el enfer-
mo o su familia en beneficio propio, ni con
otro objeto que ejercer la profesión con la
máxima eficacia.
Es obvio que el juramento hipocrático es-
tablece lo que hoy llamaríamos un sentido de
clase entre los médicos, quizá abusivo, que
ha prevalecido hasta nuestros
días. Ello queda fuera del papel social que
uno espera del hombre de ciencia y de hecho
hay que tomarlo como un fenómeno proto-
científico. De todos modos, como ya he seña-
lado, hemos de reconocer que es la primera
afirmación formal de que el saber debe estar
al servicio del hombre. Esta idea se convirtió
en el tópico del científico durante los siglos
XVIII y XIX, y por este motivo aún se consi-
dera a los científicos más destacados de esa
época como grandes bienhechores de la
humanidad. Otro aspecto que tal vez deriva
de la moral hipocrática (y que fue introducido
en la filosofía liberal como un rasgo caracte-
rístico del hombre de ciencia) es el respeto a
la persona. Por tanto, nunca se hará nada
que menosprecie a un individuo, ni siquiera
en beneficio general. Quiero decir, por ejem-
plo, que el hecho de que un enfermo sea vie-
jo e incurable no justifica, en este contexto,
quitarlo de enmedio para dejar un sitio libre a
quien convenga. Ello no impide que el sacrifi-
cio personal sea admisible, cuando se produ-
ce por propia voluntad. De ahí la actitud
heroica de muchos científicos del siglo XIX,
que no dudaron en sacrificar su propia perso-
na en aras del progreso de la humanidad.
Después de las dos guerras mundiales las
cosas han cambiado, y la figura del científico
y de la propia ciencia se han desmitificado,
como reacción ante el hecho de que la ciencia
pueda servir tanto o más para hacer el mal
que para hacer el bien.
En el tratado «Sobre la naturaleza del
hombre» se afirma: «El cuerpo humano cons-
ta de sangre, pituíta, bilis amarilla y bilis ne-
gra». Esta teoría de los cuatro humores, de la
que hablaremos más veces, determinó dos
concepciones. Por una parte, la que se refiere
a los temperamentos: el sanguíneo, el flemá-
tico, el colérico y el melancólico, según si
predomina la sangre, la flema, la bilis amari-
lla o la bilis negra. De hecho, la teoría hipo-
crática de los temperamentos ha durado has-
ta hoy, ya que todavía sirve de base a los
distintos tipos de constitución. La otra con-
cepción es que la salud es el resultado de una
proporción armónica de humores dentro de
cada temperamento y la enfermedad es el
trastorno de dicha armonía. Así el autor de la
última obra citada dice: «Hay salud completa,
por tanto, cuando hay proporción perfecta, en
cantidad y en calidad, y cuando la mezcla se
ha realizado completamente; hay dolor cuan-
do uno de esos humores se aisla en el cuerpo
en una cantidad grande o pequeña».
El médico hipocrático conocía bastante
bien los huesos del cuerpo humano y las arti-
culaciones, puesto que el esqueleto ya había
sido objeto de estudios directos. También
conocía la técnica de reducción de fracturas.
Los músculos estaban bastante bien descri-
tos, posiblemente por influencia de los cono-
cimientos aportados por los maestros de
gimnasia. Sin embargo, la sustancia propia
del músculo no se distinguía de la de otros
órganos internos. Encontramos alusiones a
diferentes partes del aparato digestivo, pero
siempre con escasísimo conocimiento funcio-
nal.
Por ejemplo, el hígado y la vesícula intere-
saron al médico hipocrático, pero éste nunca
tuvo una idea clara de su función. El páncreas
fue totalmente ignorado. Se describía la res-
piración sin entender el papel de los pulmo-
nes, creyendo que el aire servía para enfriar
la sangre. También se mencionaba el cerebro,
la cavidad interna y los vasos principales,
pero la circulación era inexistente. Las arte-
rias contenían el aire caliente o «pneuma»
del que provenía la fuerza vital. El ventrículo
izquierdo estaba vacío de sangre, de acuerdo
con la experiencia del carnicero. El alma era
el «pneuma».
El sistema nervioso era prácticamente des-
conocido. El cerebro se consideraba una
glándula secretora de agua, aunque por otra
parte se lo tenía por centro del pensamiento,
de los sentidos y del movimiento. Los nervios
se confundían con los tendones y a veces
incluso con las venas. No obstante, los hipo-
cráticos distinguieron los principales nervios
cerebrales y la anatomía del ojo y del oído. El
aparato urogenital era descrito aceptable-
mente, pero las ideas sobre la fecundación
eran totalmente fantásticas.
En los tratados hipocráticos encontramos
la primera descripción zoológica. Contiene
cincuenta y dos animales comestibles, dividi-
dos en cuadrúpedos domésticos y salvajes,
aves y peces. Obviamente se trata de una
zoología circunstancial, pero, como te decía,
es la más antigua de la que tenemos testi-
monio escrito.
Aquí podemos concluir esta carta que pre-
tende poner de manifiesto un capítulo real-
mente memorable de la perspectiva científica
en la antigüedad y que podríamos denominar
«La aportación hipocrática».
Te deseo el gozo de la proporción y la
mezcla perfecta de los humores.
Afectuosamente,
12. EL APOGEO DE LA CULTURA GRIEGA
Begues, 21 de agosto de 1983
Querida Nuria:
He pensado que, para entender mejor la
etapa de la Historia de la Ciencia que nos
toca considerar ahora, puede ser útil hacerte
un esbozo histórico general de Atenas en el
siglo V a.C. Desde el primer momento debes
tener en cuenta que las tres figuras principa-
les de la filosofía griega están ligadas a Ate-
nas, ciudad con la que, como ya sabes, tam-
bién podemos asociar a Anaxágoras, y en
menor medida, incluso a Hipócrates. Ello no
es un fenómeno casual: en esa época se pro-
duce en Atenas el apogeo de toda la cultura
griega. Hay una antigua leyenda sobre la
muerte de Platón
que viene muy bien para ayudarnos a
comprender el significado de lo que acabo de
señalar. Se dice que sus últimas palabras
fueron: «Soy sin duda el hombre que más
debe a los dioses, ya que me permitieron
nacer griego en vez de bárbaro, vivir en el
siglo de Pericles en vez de en otra época,
tener como maestro a Sócrates y no a otro y,
contando con muchos discípulos, poder incluir
a Aristóteles entre ellos.»
Los emperadores persas debieron apren-
der pronto el principio que han seguido todos
los grandes conquistadores: que cada con-
quista sólo puede ser consolidada con una
nueva conquista. He aquí por qué las colonias
griegas de Asia Menor cayeron sucesivamente
bajo los ejércitos persas, que luego avanza-
ron hacia Tracia y Macedonia hasta llegar a la
frontera septentrional de la propia Grecia.
Todo lo que los había traído hasta ahí, conti-
nuaba siendo válido para seguir adelante.
Como señala Aristóteles en su «Política», las
causas de las guerras han sido frecuentemen-
te fútiles, pero tras ellas se esconden las ver-
daderas y graves razones que las desencade-
nan. Atenas intentó sin fortuna ayudar a una
colonia que había caído en poder de los per-
sas; como consecuencia, éstos le declararon
la guerra. En el año 490 a.C., el ejército de
Darío fue sorprendentemente denotado en
Maratón, de donde viene la célebre carrera
que aún tiene lugar. El primero que recorrió
esa distancia fue el anunciador de la victoria,
que murió extenuado al llegar a Atenas. Más
tarde Jerjes preparó una nueva expedición y
los griegos formaron una coalición defensiva.
En la batalla de las Termópilas, Leónidas y un
grupo escogido de hombres murieron para
permitir la retirada del grueso del ejército
griego. Luego los persas destruyeron Atenas,
pero desde tierra Jerjes contempló horroriza-
do la catástrofe naval de Salamina y se reti-
ró. El ejército que dejó en tierra fue denotado
en Platea y, tras otra victoria naval, los grie-
gos se hicieron prácticamente dueños del
Mediterráneo. Es cierto que durante décadas
se seguiría combatiendo contra los persas,
pero cada vez más al este. Atenas fue la gran
vencedora de las guerras médicas y, como
consecuencia, registró un florecimiento ex-
traordinario. Es la época del Partenón, de los
grandes trágicos y los grandes filósofos. En
poco tiempo, quizá en sólo cincuenta años,
Atenas dejó en la historia de la humanidad
una huella que otras civilizaciones no han
podido lograr en milenios.
Esparta rehusó entrar en una «cumbre»
panhelénica y ello sentó las premisas que
desencadenaron la guerra del Peloponeso.
Ésta duró diez años y fue adversa para Ate-
nas. Por problemas internos, la propia Espar-
ta propició el fin de la guerra mediante un
pacto. De este modo se estableció en Atenas
el gobierno llamado de los treinta tiranos,
que eran aristócratas y practicaron una ad-
ministración caprichosa. Ello facilitó su derro-
camiento por la rebelión de Trasíbulo, que
restableció la democracia. Esparta se limitó a
exigir los tributos de indemnización de la
guerra, pero aceptó el nuevo régimen. Pese a
todo, la decadencia de Atenas había empeza-
doinexorablemente. El sol de Esparta tampo-
có tardó en ponerse para dar paso, tras una
efímera supremacía de Tebas, al dominio ma-
cedónico.
He intentado describirte en pocas líneas
algo que, desde Tucídides hasta hoy, ha sido
objeto de muchos libros. Sea como fuere,
todo ocurrió en menos de un siglo. Se le lla-
ma el siglo de Pericles, porque fue él quien
presidió el apogeo de Atenas durante más de
cuarenta años, desde la reconstrucción hasta
el comienzo de las guerras del Peloponeso.
Hubo hombres que conocieron esa época de
principio a fin y entre ellos cundió una sensa-
ción de perplejidad: ¿qué fuerza hizo tan
grande a Atenas? ¿cuáles fueron las causas
del desastre? ¿qué se podía hacer para re-
conducir la decadencia? ¿había que volver
atrás o descubrir un futuro nuevo aprove-
chando la lección recibida? Es posible que el
intento de dar respuesta satisfactoria a estas
preguntas haya repercutido incesantemente
en la historia occidental, hasta nuestros días.
Sócrates (470-399 a.C.) no hizo aporta-
ción alguna a las ciencias naturales e incluso
manifestó explícitamente su desinterés por
dicho campo. No obstante, hay que reconocer
que su nombre está asociado a una gran re-
volución intelectual, quizá la mayor que ja-
más se haya visto. Como sabes, Sócrates no
dejó nada escrito.
Las raíces del pensamiento de Sócrates
debemos buscarlas en Parménides y los pita-
góricos. Sócrates hizo un desarrollo extraor-
dinario del análisis conceptual y sus objetivos
fueron la ética y la política. Es posible que su
pretensión fuera preparar una nueva clase
gobernante, justa y capacitada. No era parti-
dario de la mayoría indiscriminada y creía que
los que habían de intervenir en cada tema y
tomar las decisiones eran los más aptos y
competentes. Su visión última del fenómeno
político es más bien pesimista: «La política es
incompatible con la vida honorable». Sin du-
da recuerdas su célebre juicio y su condena,
que consumó bebiendo la cicuta con su propia
mano, siguiendo la forma habitual en que se
ejecutaban entonces las condenas a muerte.
Todo ello ocurrió después del restablecimien-
to de la democracia con Trasíbulo. A este
respecto he de hacerte notar que es muy in-
teresante leer tanto la «Apología de Sócra-
tes» como el «Fedón», que no debo comentar
aquí porque se alejan demasiado del tema
que nos ocupa. Sin embargo, no quiero dejar
de decirte que la última parte del «Fedón» es
una de las lecturas que más me han impre-
sionado de todo lo que conozco.
Sócrates establece que los órdenes moral
y político son racionales, pero en cambio no
lo es la simple aceptación de unas normas y
una autoridad. Conviene saber que a partir
de Sócrates el valor de la discusión se ha
convertido en un tópico.
No podemos extendernos sobre la perso-
nalidad y la obra de Sócrates, pero conviene
tener en cuenta que una y otra se contrapo-
nen a las de los
pensadores que tomaban como base la
experiencia sensible y que en el orden huma-
no estaban dispuestos a aceptar valores fun-
damentalmente contractuales y de ningún
modo absolutos.
Los sofistas de la misma época, entre los
que los ciudadanos de Atenas probablemente
incluían a Sócrates, eran mucho más realis-
tas. Enseñaban a discutir como se enseñaba
esgrima, un arte para defenderse y para ata-
car. El objetivo de la discusión no era llegar a
una verdad válida para todos, sino convencer
a la asamblea o confundir al adversario. Pro-
tágoras, que quizá fue uno de los más gran-
des sofistas, fundaba este punto de vista en
que el hombre es la medida de todas las co-
sas. O también en que, como dice un prover-
bio castellano, «nada es verdad ni es menti-
ra; todo es según el color del cristal con que
se mira».
El pensamiento de Platón (429-347 a.C.),
del mismo modo que el de Sócrates, tuvo
sobre todo una preocupación ética. Platón
también es una de las figuras más grandes de
la historia de la filosofía, además de la princi-
pal fuente de Sócrates. Por otra parte, hemos
tenido la fortuna de que su obra haya llegado
directamente hasta nosotros. La mayoría de
sus escritos, que tienen una extensión pare-
cida a la de la Biblia, pueden leerse en cual-
quier lengua y con razonables garantías de
que la versión es fidedigna. Platón es el filó-
sofo más antiguo que podemos estudiar di-
rectamente.' Aqui sólo trataré de fijarme en
los aspectos de su pensamiento que tienen
relación con la ciencia, y aun así con el temor
de dar de él una imagen esmirriada y des-
afortunada. Ten en cuenta que hablar de Pla-
tón siempre es muy serio, y hacerlo bien,
muy difícil.
La teoría de las ideas ha tenido una gran
repercusión en el desarrollo del pensamiento
científico en general y particularmente en el
campo de la biología. Platón afirmaba que las
cosas, del modo que se perciben a través de
los sentidos, están en un fluir permanente y
no representan más que sombras de la reali-
dad que se encuentra tras ellas. «Imagina un
antro subterráneo que sólo tenga una abertu-
ra para permitir el paso de la luz exterior y
supón que en esta caverna hay hombres en-
cadenados desde la infancia. A causa de las
cadenas que les sujetan la cabeza y las pier-
nas, no pueden moverse ni volver la cabeza y
sólo ven lo que tienen delante. Supón que
tras ellos, a cierta distancia y a cierta altura,
hay un fuego cuyo resplandor les ilumina y
un camino escarpado situado entre el fuego y
los prisioneros. Supón también que en medio
hay un muro y que a lo largo del muro pasan
personas que llevan objetos de todo tipo.
Estos objetos son lo único que sobresale por
encima del muro. Además, de vez en cuando
las personas se paran o hablan entre ellas,
mientras que otras cruzan el
5
Hay que advertir que leer a Platón es una
tarea delicada. No siempre está claro por bo-
ca de cuál de los personajes da su propia
opinión, ni distinguir cuándo habla en metáfo-
ra o literalmente, o si lo hace en serio o en
broma.
escenario sin decir palabra. Por extraño
que te parezca todo esto, lo que verían los
prisioneros es muy parecido a lo que nosotros
podemos ver realmente. Los prisioneros sólo
serían capaces de ver las sombras de los ob-
jetos que pasan tras ellos y oir la conversa-
ción de los porteadores. Es probable que con-
fundieran las sombras con los propios objetos
y les atribuyeran la capacidad de hablar, lle-
gando al convencimiento de que ésta era la
única realidad.» Esta es, más o menos para-
fraseada, la célebre parábola de la caverna,
que se encuentra en «La República».
Platón recoge las definiciones de Sócrates
sobre lo bueno, lo justo, lo verdadero, etc.,
pero afirma que ninguna de ellas puede apli-
carse a las cosas sensibles sino a algo que, a
diferencia de ellas, no cambia y es perma-
nente y estable. Son las «ideas» y propone
no sólo que son reales, sino que son la única
realidad. Esto también le llevó a considerar
que, por ejemplo, la palabra «caballo» no
designa a este o aquel caballo concreto, sino
algo parecido a lo que nosotros entendemos
por especie equina. De hecho, la sistematiza-
ción de las formas y la dicotomía taxonómica
tienen un origen platónico.
Platón es primaria y fundamentalmente un
gran matemático y fue el primero que esta-
bleció algo que luego se ha repetido hasta la
saciedad: que únicamente las matemáticas
presentan el tipo de certeza y exactitud que
deberían tener todos los demás conocimien-
tos. De Platón surgió una importante escuela
de matemáticos y astrónomos (incidental-
mente responsable de que, desde entonces
hasta bien entrado el siglo XX, ambas ocupa-
ciones se identificasen). Rechazó a Demócrito
y habló con respeto de Hipócrates, pero no se
interesó en absoluto por el método de este
último.
Ya sabes que las obras de Platón están es-
critas en forma de diálogos de una belleza
literaria extraordinaria. En el que lleva por
título «Timeo», presenta una cosmología pue-
ril y poética, quizá no muy diferente de las
mitologías. Sin embargo, en ese diálogo de-
sarrolla la idea de espacio vacío de Demócrito
como aquello que tiene capacidad para recibir
todos los cuerpos, un modo de pensar que
prevalecerá hasta Descartes. También consi-
dera al microcosmos como una prefiguración
del macrocosmos.
En su «Física», Aristóteles señala muy
oportunamente que los objetos que estudia la
geometría son inseparables de los cuerpos
físicos sensibles y únicamente pueden tomar-
se como entidades determinadas y fijas como
resultado de una abstracción. De este modo,
en las «ideas» se excluyen las consideracio-
nes sobre la materia de que está formado
cada cuerpo. Añade que los objetos no pue-
den ser estudiados de este modo, desde el
punto de vista científico. Es posible que Aris-
tóteles tenga razón en su argumento, pero la
utilización de la abstracción como método
fundamental para el desarrollo de la ciencia
procede de Platón. De este modo, en
la revolución científica se desarrollará toda
la mecánica teniendo en cuenta solamente la
forma, la masa y el movimiento, partiendo
del platonismo galileano que considera que
éstas son las propiedades primarias de los
cuerpos. Aún hoy, la estrategia intelectual de
la investigación científica se basa en la capa-
cidad para encontrar un modelo abstracto
adecuado. Lo que añadió la revolución cientí-
fica es la necesidad de que dichos modelos
siguieran el mismo orden causal que el mun-
do exterior.
El papel de las matemáticas en la educa-
ción es, como sabes, primordial, y ello tiene
origen platónico. Un principio de la Academia
era prohibir la entrada a quien no supiera
geometría. En la escuela de Platón, las ma-
temáticas adquieren por vez primera una es-
tructura sistemática y lógica. Dar un proble-
ma resuelto e ir retrocediendo hasta llegar a
una proposición cuya veracidad o falsedad
sea obvia o esté bien establecida también fue
un método introducido por esta escuela y
recogido por los matemáticos posteriores.
Será Euclides quien le dará la forma que en-
contramos en los libros elementales de geo-
metría.
Entre los discípulos de Platón que hemos
de tener en cuenta desde la perspectiva his-
tórica de la ciencia se encuentra Eudoxos
(409-356 a.C.), a quien se deben avances
importantes en astronomía de observación.
Por ejemplo, estableció la duración del año en
365 días y 6 horas. También desarrolló la
teoría de la esfera. Su discípulo Calipo esta-
bleció una teoría cosmológica que luego
adoptó Aristóteles. Heráclides de Ponto (388-
315 a.C.) insinuó que la Tierra giraba sobre
su eje en 24 horas. Más tarde esta idea sería
aprovechada por Aristarco de Samos; uno y
otro constituyen dos grandes precursores de
Copérnico. También tenemos a un tal Me-
neemos, que desarrolla la teoría de las sec-
ciones cónicas, completada por Apolonio de
Perga en el periodo alejandrino. A este último
se deben los nombres de elipse, parábola e
hipérbola. También hay indicios de que entre
los hombres de la Academia hubo estudiosos
de botánica y fisiología.
Tras la muerte de Sócrates, Platón viajó
primero a Megara y luego a Italia y a Egipto.
El año 387 a.C. volvió a Atenas y fue enton-
ces cuando fundó la Academia,situada a un
kilómetro y medio de Atenas, en un bosque
cuyo nombre se asociaba con el héroe legen-
dario Academos. La Academia se organizó
siguiendo el modelo de las escuelas pitagóri-
cas del sur de Italia, y quizá se puede consi-
derar el precedente más antiguo de la Uni-
versidad (que, como sabes, se desarrolló en
la baja Edad Media). Te sorprenderá saber
que la Academia fue una escuela que duró
más de novecientos años; es decir, todavía
hoy, sigue siendo la institución occidental que
ha tenido una vida más larga. Fue cerrada el
año 529 por el emperador Justiniano.
Uno de los efectos más inmediatos de la
Academia sobre la sociedad ateniense fue el
descrédito de los sofistas y su práctica des-
aparición. En el talante de la Academia en-
contramos por primera vez el regusto de la
disciplina universitaria. Por ejemplo, hay una
planificación deliberada de todas las materias
dignas de estudio, en forma de canon. Este
comprende una ordenación de las partes y un
examen crítico de los conocimientos; en cada
materia, ambas cosas se hacen obedeciendo
a unos mismos criterios y reglas. Parece que
la lección magistral y la formación de grupos
o cursos también pudieron tener su origen en
la Academia. Los estudios duraban diez años,
un periodo de tiempo que hoy nos parecería
muy largo. En cualquier caso, es evidente
que hay una diferencia fundamental entre la
Academia y la escuela hipocrática. Mientras la
primera constituye para nosotros un primer
esbozo de la Universidad, la otra nos hace
pensar más bien en una enseñanza y una
ideología de tipo gremial.
He llegado al final de todo lo que pensaba
incluir en esta carta. Te ruego que disculpes
su extensión excesiva y, sobre todo, que ten-
gas en cuenta que se trata de un boceto muy
personal sobre un periodo y unos personajes
que merecen un estudio mucho más profun-
do. Pero quizá baste para nuestro objetivo.
Obviamente, el título de esta carta podría ser
«El apogeo de la cultura griega».
Los autores antiguos solían cerrar sus car-
tas dirigidas a los íntimos con frases de orá-
culos o de pensadores célebres, probable-
mente bien conocidos de unos y otros. Enton-
ces su interpretación no tenía dificultad,
puesto que se trataba de simples recordato-
rios. Con el afán de imitar en esta ocasión a
los escritores de la antigüedad, me gustaría
concluir esta carta con una curiosa alusión al
pensamiento platónico: «El camino más corto
no es la línea recta». Sin embargo, aquí se
requiere un comentario.
La frase referida resulta sorprendente por-
que, como te he dicho, Platón era fundamen-
talmente un matemático. La llevo retenida de
una lejana lectura de Maurois, su «Creadores
de mundos», donde, aludiendo al filósofo
francés Alain, uno de sus maestros, afirma
que comenzaba con ella el comentario del
«Teeteto». La verdad es que, a propósito de
una reciente y magnífica edición, he revisado
este diálogo
cuidadosamente, buscando sin éxito algo a
lo que poder agarrarme para darle una expli-
cación clarificadora. No obstante, conviene
recordar que Alain no sólo era un buen filóso-
fo sino también un gran helenista. Entonces
uno puede acudir al hecho de que, en griego
clásico, el «camino más corto» es sinónimo
de «sendero», como vía que nos permite sal-
var un obstáculo y llegar a la meta o cruzar
un río por un vado. Así, si nuestro propósito
fuera aprender a volar, la línea recta sería
observar a las aves y procurar imitarlas. Pero
el hombre progresó muy poco por ese camino
a lo largo de siglos. Cuando realmente apren-
dió a volar fue cuando pudo responder a la
pregunta de porqué son capaces de volar
algunos animales, y otros no. Este sentido sí
puede aplicarse a la frase indicada, y tiene
relación con «Teeteto», donde se interroga a
este joven matemático sobre el significado
verdadero del término «saber». Es posible
que el aspecto paradójico de la formulación
de Alain sirviera solamente para sorprender a
los alumnos. En todo caso, es cierto que la
reflexión sobre Platón ha interesado a los
científicos de todas las épocas, y especial-
mente a los físicos teóricos. Así Schródinger,
el creador de la mecánica cuántica, se atrevió
a afirmar que había aprendido más física le-
yendo a Platón que en los tratados conven-
cionales. Esto no es paradójico, pero quizá
constituye una exageración un poco desme-
dida.
Me gustaría que esta carta te hubiera ca-
lado suficientemente como para poder llevar-
te a la lectura de los principales textos plató-
nicos, y así formar tu propia opinión sobre
una de las grandes figuras del pensamiento
occidental. Platón bien vale una misa.
Afectuosamente,
13. UN HOMBRE QUE LO SABÍA TODO
Querida Nuria:
Hoy empezaremos a hablar de Aristóteles,
un hombre que lo sabía todo. Como mínimo
podemos afirmar que fue el más grande na-
turalista de la Antigüedad y, por tanto, que
ha tenido un papel indiscutible en la Historia
de la Ciencia. Hablar a la ligera de Aristóteles
siempre está mal visto por los eruditos, pero
yo no puedo hacerlo de otro modo, simple-
mente porque no sé gran cosa sobre el tema.
Piensa que en Occidente, durante siglos, la
flor y nata de la intelectualidad no ha hecho
otra cosa que discutir acerca de Aristóteles.
Una vez admitidas mis limitaciones, espero
que lo que te diga sea útil e incluso suficiente
para la visión histórica de la ciencia que me
he propuesto trazar.
Aristóteles nació en Estagira, ciudad griega
de Tracia, en el año 384 a.C. y murió en la
isla de Eubea, patria de su madre, en el año
322 a.C.. Aunque su lengua materna y su
formación eran griegas, siempre se le consi-
deró macedonio y ello pesó mucho en su vi-
da. Su padre, Nicómaco, era médico y perte-
necía a una familia de asclepíades; además
era médico de la familia real macedonia, con-
cretamente de Amintas II, abuelo de Alejan-
dro Magno. Por tanto hemos de tener en
cuenta que el hombre que nos ocupa pasó su
infancia en una corte real, semibárbara. Se
ha dicho que durante su adolescencia proba-
blemente fue iniciado en el Arte, siguiendo la
costumbre de los asclepíades. Sabemos que
quedó huérfano muy joven y que de su edu-
cación se ocupó un tal Proxenes, a quien
siempre guardó un gran afecto. Parece que
cuando tenía alrededor de veinte años se
trasladó a Atenas para ingresar en la Acade-
mia, en la que permaneció dos décadas, has-
ta la muerte de su maestro Platón. Se trata
del llamado «primer periodo» de Aristóteles,
del que únicamente se sabe que era un discí-
pulo importante y que tenía algunas discre-
pancias con su maestro.
Al morir Platón, Aristóteles abandona Ate-
nas y establece su residencia en la isla de
Lesbos, que como sabes fue patria de la poe-
tisa Safo y centro de la cultura eólica. Aristó-
teles no fue a Lesbos solo, sino acompañado
de otros discípulos de Platón, así como de
amigos y discípulos propios; entre ellos se
encontraban Xenócrates, que sería el conti-
nuador de la Academia, y Teofrasto, conti-
nuador de la escuela del Liceo, fundada por
Aristóteles tras su regreso a Atenas.
El segundo periodo de la vida de Aristóte-
les es el de Lesbos y se considera muy impor-
tante desde el punto de vista de su obra na-
turalista. En ese periodo disfrutó del mece-
nazgo de Temisón y de Hermías, hombres
poderosos y amantes de la filosofía. Hacia el
final de este periodo lo encontramos ense-
ñando retórica en Mitilene, compitiendo con
un tal Isócrates, a quien vale la pena men-
cionar ya que parece haber influido mucho
sobre Aristóteles.
En el año 342 a.C., Aristóteles fue recla-
mado por Filipo de Macedonia para confiarle
la educación de su hijo Alejandro. Permaneció
allí hasta el año 336, cuando Alejandro ya era
rey de Macedonia y virtual señor de toda
Grecia y estaba a punto de emprender la
conquista de Asia. Las relaciones entre Aris-
tóteles y Alejandro han sido ampliamente
comentadas y mitificadas desde la antigüe-
dad. Globalmente podemos concluir que fue-
ron buenas, pero se trataba de dos hombres
geniales y de temperamento muy fuerte,
conscientes de haber venido al mundo a
hacer cosas muy diferentes. Quizá sea el
momento de fijarnos en que las relaciones de
Aristóteles con la familia del hombre que
habría de dominar todo el mundo
antiguo influyeron notablemente en el
temperamento y el carácter de Aristóteles y
sobre todo determinaron que siempre fuera
un hombre rico e influyente.
En el año 336 a.C., Aristóteles vuelve a
Atenas y, como ya te he dicho, funda el Li-
ceo. Compró un jardín en las afueras de la
ciudad, rodeado de un paseo cubierto o «pe-
ripaton» y situado cerca de una arboleda de-
dicada a Apolo Licio; de ahí deriva el nombre
de Likeios o Liceo. Allí nuestro hombre dedi-
caba las mañanas a lo que hoy llamaríamos
cursos avanzados, y las tardes a los más
elementales, de iniciación. Se dice que tenía
la costumbre de enseñar y discutir mientras
paseaba por el paseo de la escuela; por ello
sus discípulos recibieron el nombre de peripa-
téticos. Esta costumbre ha sido emulada por
profesores de todas las épocas. Por ejemplo,
en Barcelona aún recordamos que el célebre
Esteve Terradas daba sus clases de Mecánica
Racional, nada menos, paseando por un lugar
que conoces muy bien: el claustro del viejo
edificio de la Universidad. Hay que tener en
cuenta que eso ocurría de 8 a 9 de la mañana
y que en aquella época aún no había calefac-
ción. ¿Quién te impide pensar que, en uno y
otro caso, fue la necesidad de sacudirse el
frío lo que determinó el modo de enseñar?
Sea como fuere, desde Aristóteles al profesor
Terradas también debe haber habido un gran
número de fatuos simios imitadores.
En el Liceo, además de filosofía, se ense-
ñaba cultura general. Es posible que la biblio-
teca del Liceo pasara más tarde al célebre
Museo de Alejandría, una institución que,
como veremos, deriva directamente del Li-
ceo. El periodo del Liceo es el cuarto periodo
de la vida de Aristóteles. Duró trece años y
durante ese tiempo escribió la mayoría de sus
obras, sobre todo las que habrían de tener
mayor influencia en épocas posteriores. Son
los tratados filosóficos, escritos siguiendo una
ordenación didáctica y, desde el punto de
vista literario, muy inferiores a los diálogos
de Platón. Algunos libros tienen aspecto de
curso, como si se tratara de una recopilación
de apuntes de los alumnos o de guiones del
profesor. Se han conservado versiones fide-
dignas de un gran número de obras de Aris-
tóteles, pero no de todas. Entre los títulos
más célebres se encuentran la «Política» y la
«Etica a Nicómaco» (dedicada a su hijo, que
llevaba el mismo nombre que su abuelo; fue
escrita sin éxito con la intención de corregir a
un muchacho que fue una especie de oveja
negra, un «pijo de familia bien»). Tampoco
debemos olvidar la «Gran Etica», la «Metafí-
sica», el «Organon», la «Física» y el tratado
«Del alma».
A la muerte de Alejandro, Aristóteles tuvo
en Atenas dificultades parecidas a las que
habían llevado a Sócrates a la muerte. En
este caso, las acusaciones eran de ateísmo y
sacrilegio por haber levantado monumentos a
Hermías y su mujer'.
° Ello es dudoso. Parece que se limitó a
elogiarlos.
Como nunca se había dedicado a la políti-
ca, no encontraron fundamento alguno para
poder acusarlo de lo que los atenienses real-
mente no le perdonaban, que era su macedo-
nismo. Optó por quitarse de enmedio, trasla-
dándose a la isla de Eubea, donde murió tre-
ce años más tarde. Se ha dicho (y si non é
y
ero é ben trovato) que justificó su partida
afirmando que, pese a la corrupción reinante
en Atenas, amaba lo suficiente a la ciudad
como para evitar que cometiera otro crimen
contra la filosofía. Para completar la imagen
de uno de los hombres más importantes de la
cultura occidental, te diré que se le describe
como un hombre más bien bajito, corpulento
y no demasiado guapo, de ojos vivos y pe-
queños y una cabeza bastante grande. Un
hombre de ingenio rápido y presto a la mor-
dacidad. Parece que tenía un aire arrogante y
que era muy presumido en el vestir y aficio-
nado a las costumbres refinadas. En parte,
estas cosas nos constan porque fueron criti-
cadas por el propio Platón. También hay que
resaltar su carácter afectuoso y cordial con
los amigos y la familia.
De lo que no hay la más mínima duda es
de que Aristóteles tenía un conocimiento muy
profundo (y casi siempre de primera mano)
de todos los filósofos anteriores. De ahí que
las obras de Aristóteles sean una de las prin-
cipales fuentes sobre los autores presocráti-
cos. Siempre dispensa un tratamiento muy
crítico a las opiniones ajenas, con gran consi-
deración pero con parquedad en los elogios.
Aristóteles y Platón son posiblemente los dos
pensadores que más han influido en la cultu-
ra occidental, tanto en lo que tiene de positi-
vo como de negativo. Como señaló Bertrand
Russell, todavía hoy es extraordinariamente
arriesgado estudiar un tema de filosofía pres-
cindiendo de lo que Platón y Aristóteles esta-
blecieron al respecto. De todos modos, el
Aristóteles más valorado en los tiempos mo-
dernos es el naturalista. Sus observaciones
de primera mano son extraordinarias y, en
muchos aspectos, su obra biológica no será
superada hasta el siglo XVIII, es decir, tres
siglos después de Vesalio y Galileo.
Aristóteles distingue entre las cosas no
engendradas y eternas y las cosas generadas
y corruptibles. Entre las primeras se encuen-
tran los astros y entre las segundas, los seres
vivos. En una carta anterior ya hemos seña-
lado la importancia de esta distinción y el
modo en que perdura hasta la revolución
científica. De hecho, Aristóteles cree que la
percepción sensible no nos permite aclarar
nada acerca del mundo de las estrellas, pero
en cambio nos permite aprender muchas co-
sas de nuestro propio mundo. Además, se
sorprende de que el hombre haya estado tan
fascinado por el primer mundo y en cambio
haya prestado tan poca atención al segundo.
Puntualiza que una hormiga o un pulpo cons-
tituyen un dominio maravilloso en el que po-
demos descubrir infinidad de cosas que nos
llevan a pensar que nada es casual y que
todo obedece a una actitud para un fin (o,
como diríamos nosotros, que todo tiene una
función).
Aristóteles es fijista; es decir, en ningún
momento supone que haya podido haber evo-
lución biológica en el sentido que la enten-
demos hoy. De todos modos, ya hemos seña-
lado que la transformación de las especies es
una idea moderna, pero que algunos elemen-
tos importantes de la teoría de la evolución
tienen precedentes en la antigüedad, como
ciertas ideas de Anaximandro y de Empédo-
cles. Pese a su fijismo, Aristóteles proporcio-
nó sin saberlo una de las bases que permitie-
ron establecer la teoría de la evolución. Se
trata del descubrimiento del orden que sub-
yace en la diversidad de los diferentes tipos
de organización, desde los más sencillos a los
más complejos. Es lo que los comentaristas
llamaron «scala naturae», extraída del libro
de Aristóteles sobre la «Historia de los anima-
les». La naturaleza avanza lentamente desde
las cosas inanimadas hasta llegar a la vida
animal. de modo que resulta difícil establecer
el límite entre lo que está vivo y lo que no lo
está. Añade que entre las formas más sim-
ples de vida y por debajo de los animales
más simples se encuentran las plantas infe-
riores. De acuerdo con estas ideas, se puede
establecer una escala descendiente como la
que te indico a continuación:
Hombre
Mamíferos
Ballenas y delfines
Aves
Reptiles y peces
Pulpos y calamares
Crustáceos
Insectos Moluscos
Ascidias
Medusas
Esponjas
Plantas inferiores
Materia inanimada
Hoy no podemos contemplar un esquema
de este tipo sin ver en él una sugerencia de
árbol filogenético. Aristóteles lo considera una
especie de orden propio del mundo viviente,
desde el hombre a los seres más simples.
El principio de la vida es la «psyche» y, en
su obra «Del alma», Aristóteles establece una
distinción entre las cosas sin «psyche» (apsí-
quicas) y las cosas con «psyche» (empsíqui-
cas). La realidad del ser vivo es la «forma» y
la materia es la«potencia». A diferencia de
Platón, la idea no está fuera de las cosas sino
dentro de ellas: es la «forma». Un ejemplo
clásico es el bronce como materia y la escul-
tura del atleta como forma dada por el escul-
tor. En el ser vivo, la forma es dada por la
«psyche». Durante el desarrollo embrionario,
ya sea a partir de la semilla o del huevo, se
produce el paso de la potencia al ser a través
de una serie de estados imperfectos de la
forma. Alerta: en esta idea del desarrollo
embrionario como paso de la potencia a la
forma subyace el principio de la teoría epige-
nética, de la que Aristóteles es un pionero.
Aristóteles no cree que la vida sea una
propiedad inmanente de la materia, sino que
se debe a la presencia de la «psyche». Por
tanto, Aristóteles es vitalista, en oposición a
los atomistas que son mecanicistas y partida-
rios de que la actividad es algo necesario,
automático. En cambio, la actividad determi-
nada por la «psyche» siempre está orientada
a un fin. El finalismo o teleologismo es un
rasgo característico del pensamiento aristoté-
lico y aún condiciona muchas estructuras
mentales de la ciencia actual, como el estudio
de las funciones de los órganos y otras situa-
ciones en las que decimos que una determi-
nada parte o cosa sirve para algo. Para Aris-
tóteles, el objeto de la ciencia sería conocer
la finalidad de las cosas, es decir, explicar el
mundo por medio de sus causas finales.
Todos los seres vivos tienen «psyche» y
sin ella no hay «zoe». Ahora bien, la clasifica-
ción aristotélica de los seres vivos se basa en
la existencia de diferentes tipos de «psyche».
Los vegetales tienen un alma vegetativa que
les da la facultad de crecer y reproducirse. En
los animales hay un alma animal, que ade-
más les confiere las facultades de sensibilidad
y movimiento. El hombre tiene un alma ra-
cional que a las propiedades anteriores añade
la de la reflexión.
En los libros de Aristóteles no encontramos
ninguna tabulación de su sistemática; ésta ha
sido obra de sus comentaristas. Sin embargo
es cierto que, a partir del criterio del alma y
de los distintos tipos de organización, Aristó-
teles introduce una serie de distinciones adi-
cionales que permiten profundizar en la com-
prensión de la diversidad. Creo que vale la
pena hablar de ello con detenimiento. Lo haré
otro día, teniendo en cuenta que esta carta
ya es bastante larga.
Cordialmente,
14. EL MÁS GRANDE NATURALISTA DE LA
ANTIGÜEDAD CLÁSICA
Begues, 10 de septiembre de 1983
Querida Nuria:
La carta anterior podía haberse titulado
simplemente «Aristóteles». La de hoy es su
continuación.
El tipo de alma, vegetativa, animal o ra-
cional, sirve de fundamento para la clasifica-
ción primaria de los seres vivos en los dos
grandes reinos, vegetal y animal, y deja al
hombre como un caso aparte en la cima de la
«Scala naturae». En la clasificación de los
animales, Aristóteles introduce criterios adi-
cionales, basados en el medio en que habi-
tan, sus costumbres y su anatomía. Por
ejemplo, habla de animales terrestres y ani-
males acuáticos. Dentro de estos últimos dis-
tingue entre los que viven permanentemente
en el agua y los que salen para respirar y
reproducirse, como las nutrias, los castores y
los cocodrilos. También observa que, entre
los animales propiamente acuáticos, unos
nadan permanentemente o se dejan arrastrar
por las corrientes, otros se arrastran sobre la
superficie del fondo y, finalmente, algunos
viven enterrados en el fango o adheridos a la
superficie sumergida de las rocas. Descubre
que los animales terrestres difieren en rasgos
concretos de su anatomía y los separa según
el tipo de órganos motores, la respiración, los
órganos de los sentidos y el tipo de sangre.
Finalmente, acaba formando los grupos que
ya te he indicado en la carta anterior. Para
que te hagas una idea más exacta del modo
en que trata esta problemática, quizá valga la
pena transcribirte un fragmento del libro II de
la «Generación de los animales»: «No todos
los bípedos son vivíparos, ya que las aves,
que sólo tienen dos patas, son ovíparas. En-
tre los cuadrúpedos también los hay vivípa-
ros, como los caballos, los bueyes y muchos
otros, y ovíparos, como los lagartos, las lar-
gatijas y otros. Entre los animales que no
tienen extremidades también encontramos
vivíparos, como las víboras y los peces carti-
laginosos, y ovíparos, como los restantes pe-
ces y las serpientes. Igualmente, las ballenas
y los delfines son vivíparos. Vemos, pues,
que no se puede establecer una relación en-
tre los órganos de locomoción y la reproduc-
ción, ovípara o vivípara, con vistas a una or-
denación en grupos.»
Además de la idea implícita de reinos, Aris-
tóteles propone que, de forma general, los
animales se pueden distribuir en tipos morfo-
lógicos o «genos» y que dentro de cada «ge-
nos» hay diferentes especies o «eidos». Es la
primeravez que se establece una categoría
taxonómica por encima de la especie. Linneo,
en el siglo XVIII, se limitará a seguir este
criterio, ampliando ordenadamente el número
de categorías taxonómicas.
Aristóteles describió unas 250 especies de
animales reconocibles actualmente. Llama la
atención el interés que muestra por las for-
mas acuáticas, algo que contrasta con el inte-
rés preferente de Linneo por las formas te-
rrestres. En las descripciones de Aristóteles
reconocemos animales que observó directa-
mente y otros que sólo conocía por referen-
cias (y cuya existencia admite sin el sentido
crítico que más tarde pondría de manifiesto
en sus obras filosóficas al referirse a las opi-
niones de otros autores). En cualquier caso,
queda muy claro que Aristóteles daba por
supuesto que existían muchas más formas
orgánicas de las que él había tenido ocasión
de observar. Sobre este punto se ha dicho
que, durante su expedición a Asia, Alejandro
le hizo llegar muchos animales y plantas de
especies desconocidas. No se puede asegurar
que fuera así realmente, pero es posible que
las noticias de personas que habían participa-
do en la conquista de los países de Oriente, y
quizá las cartas del propio Alejandro, contri-
buyeran a un cambio en la visión de la diver-
sidad de la vida, parecido al que se produciría
después de los grandes viajes de los siglos
XV y XVI.
No puedo dejar de manifestarte que, cada
vez que pienso en ello, me sorprende un tipo
de error que aparece en las obras naturalistas
de Aristóteles. Por ejemplo, basándose en
Herodoto, nos habla de una articulación entre
las mandíbulas del cocodrilo y de la falta de
vértebras cervicales en el león. De este últi-
mo también afirma que tiene huesos sin cavi-
dad medular y que son tan duros que al gol-
pearse entre ellos saltan chispas. También
dice que el hombre tiene más dientes que la
mujer, aunque esto podría deberse a una
mala interpretación de la observación directa
de un hecho. No puedo creer que un hombre
que distingue los mamíferos acuáticos y des-
cribe maravillosamente la reproducción del
pulpo haga una afirmación de este tipo sin
molestarse en contar los dientes de la boca
de los hombres y mujeres que tenía a su al-
cance. He llegado a pensar que sólo había
contado los dientes de mujeres jóvenes que
aún no tenían las muelas del juicio, quizá
porque las mujeres de más edad tenían con
frecuencia una dentadura deteriorada que
impedía saber a qué atenerse. No tengo nin-
guna base firme para asegurarlo, pero parece
que en la antigüedad los hombres comían
mucho mejor que las mujeres y generalmen-
te vivían con más vigor y salud, aunque su
vida media fuera igual o más corta, debido a
la alta frecuencia de muertes violentas.
Es interesantísimo leer las observaciones
de Aristóteles sobre las migraciones de las
aves y las excursiones de los bancos de pe-
ces. En el tratado sobre «Las partes de los
animales» sienta los principios de la anatomía
comparada, encontrando
un plan común de organización entre gru-
pos de animales diferentes. También observa
que las características anatómicas presentan
correlaciones; por ejemplo, nos dice que los
cuadrúpedos que ponen huevos siempre tie-
nen escamas, que los que tienen pezuñas no
tienen cuernos y que, cuando hay cuernos,
nunca hay colmillos. Establece magistralmen-
te la diferencia entre peces y mamíferos
acuáticos y entre tiburones y peces óseos.
Es importante la distinción que hace Aris-
tóteles entre los animales sin sangre, los de
sangre fría y los de sangre caliente, distinción
que ha llegado de forma canónica hasta
nuestros días. Describe extraordinariamente
bien los calamares y los pulpos y también con
gran minuciosidad muchos crustáceos e in-
sectos. Resalta por primera vez la anatomía
característica del estómago de los rumiantes.
También describe el célebre «pez can», que
durante unos días mantiene unidas a sus crí-
as por medio de un cordón umbilical y una
placenta, como ocurre en los mamíferos; es
posible que una observación tan precisa de
dicho animal no se repitiera hasta el siglo
XIX.
Parece que Aristóteles escribió obras sobre
anatomía humana, que desgraciadamente se
han perdido. Para explicar las disecciones
utilizaba diagramas, que tampoco han llegado
hasta nosotros. Algunos de ellos han sido
reconstruidos a partir de descripciones; es
clásico el que se refiere al sistema genitouri-
nario de los mamíferos, que es de una singu-
lar corrección.
Aristóteles establece tres tipos de repro-
ducción: la sexual, la asexual y la espontá-
nea. Esta última es, en su época, una convic-
ción popular muy arraigada. Aristóteles la
limita a los animales inferiores, idea que per-
sistió hasta los siglos XVIII y XIX. Entre los
animales inferiores Aristóteles incluye pulgas,
mosquitos y algunas moscas, pero también
afirma que muchos insectos como las avis-
pas, las abejas, las langostas y determinadas
moscas se reproducen sexualmente. A los
moluscos los considera capaces de reproduc-
ción asexual por gemación y de
reproducción sexual.
Para la sexualidad toma como modelo al
hombre y considera que el macho es «cálido»
y la hembra, «fría». El primero daría la forma
y la segunda, la materia o potencia. Especula
sobre la fecundación, el sexo de las crías y el
parecido con los progenitores, pero apenas
aporta ninguna idea nueva con respecto a
otros pensadores de la antigüedad, de los
que ya te he dado alguna referencia.
Es curiosa la relación que Aristóteles esta-
blece entre las cualidades de la naturaleza y
los tipos de organismos. Por ejemplo, dice
que los mamíferos son húmedos y cálidos,
respiran por pulmones y tienen crías vivípa-
ras que crecen inmediatamente después de
ser engendradas. Que los tiburones son
húmedos yfríos y ponen huevos que se des-
arrollan dentro del propio animal. Las aves y
los reptiles son secos y cálidos y ponen hue-
vos que se desarrollan fuera del animal. Dice
que los que tienen una naturaleza aún más
fría dan un huevo imperfecto, que se perfec-
ciona una vez que ha sido depositado fuera
del cuerpo, como es el caso de los peces es-
camosos, los crustáceos y los cefalópodos.
Hay un tipo aún más frío, que ni siquiera po-
ne huevos y da una especie de gusano que
más tarde se convierte en huevo, del que
sale el animal perfecto en una segunda trans-
formación. Por tanto desconoce los verdade-
ros huevos de los insectos. De hecho, cree
que las crisálidas son los huevos de los insec-
tos, idea que tardaría mucho tiempo en co-
rregirse.
Uno de los estudios más bellos de Aristóte-
les es el desarrollo embrionario del huevo de
gallina. De él deriva la idea de que el corazón
es el centro del alma porque es lo primero
que se mueve y, cuando se detiene, el animal
muere. También estudió muy bien la repro-
ducción del pulpo y del tiburón.
Las obras científicas de Aristóteles corres-
ponden al periodo de Lesbos.7 De ellas se
conservan diez libros sobre la «Historia de los
animales», de los que tres son probablemen-
te apócrifos, cuatro libros sobre «Las partes
de los animales» y cinco libros sobre «La re-
producción de los animales». Por su interés
biológico, podemos añadir los tres libros del
tratado «Del alma». En estos libros encon-
tramos páginas admirables, que podrían ser
escritas por un naturalista de hoy, pero tam-
bién otras que nos parecen pueriles, fantásti-
cas, excesivamente especulativas y muy ale-
jadas de nuestra mentalidad. Se considera
que estos textos, en la forma en que nos han
llegado, podrían ser una amalgama entre una
versión no crítica de apuntes de clase y una
serie de opiniones, anécdotas y reflexiones
propias del pensamiento de la época.
Aristóteles acepta los cuatro elementos y
cualidades de Empédocles, la tensión entre
opuestos y muchas ideas hipocráticas para
explicar el «zoe». La fisiología aristotélica es
muy deficiente y en algunos casos, inferior a
Hipócrates y al propio Platón. Por ejemplo,
los médicos hipocráticos entendieron mejor la
función del cerebro, y Platón, el significado de
los órganos de los sentidos.
En los animales de sangre caliente, Aristó-
teles ve un paralelismo entre la nutrición y la
reproducción. En la primera, un determinado
tejido es capaz de comunicar a la sangre sus
propiedades, de forma que entonces la san-
gre se convierte en «tejido» nuevo. Del mis-
mo modo, la sangre menstrual sería sangre
parcialmente preparada por la madre para
poderse transformar en todos los tejidos de
un nuevo ser bajo la influencia del semen,
que tiene la capacidad de desencadenar dicha
transformación. Sea como fuere, tanto en la
nutrición como en la reproducción
Algunos autores creen que son posteriores,
pero la importancia del periodo de Lesbos
para los estudios biológicos de Aristóteles
parece indiscutible.
tiene lugar el proceso constante de la ma-
teria viva, que es el paso de la potencia a la
forma. Es muy importante darse cuenta de
que, para Aristóteles, lo que nosotros llama-
ríamos organización es la forma, en la que la
«psyche» no se puede considerar separada
de la materia. En cambio, para Platón el alma
puede existir separadamente.
Ya te he dicho que para Aristóteles las le-
yes que dominan el cosmos son diferentes de
las que rigen la materia viva, y que su cos-
mología no es muy diferente de la de Platón y
su discípulo Eudoxos. Quizá los rasgos fun-
damentales que nos interesa recordar son
que la materia es continua, en oposición a la
idea atomista de Demócrito. El Universo es
limitado en el espacio pero ilimitado en el
tiempo. No hay creación ni destrucción. La
modificación cristiana a este planteamiento
sería introducir la formación por un acto
creador y eventualmente la destrucción, en
un apocalipsis. La Revolución científica se
distinguiría por rechazar la no uniformidad del
Universo, considerándolo infinito y eterno
después de su creación.
Otro punto importante es que el universo
aristotélico necesita algo independiente de él
que lo haga funcionar: el «primum mobile»,
que permaneció en la cosmología cristiana
hasta la revolución científica. Tras ésta, con
la gravitación universal, el mundo se mueve
por sí mismo, sin necesidad de ninguna ayu-
da, y eternamente. Tanto en la idea aristoté-
lica como en la newtoniana queda excluido un
aspecto muy importante de la visión actual
del Universo: su evolución a lo largo del
tiempo. Es decir, hoy el universo es diferente
de como fue creado o, si se quiere, de como
era hace millones de años. Sigue cambiando,
en un proceso que evoca nacimiento, creci-
miento y muerte. Todo el Universo nos pare-
ce comparable a un organismo. De algún mo-
do volvemos al materialismo jónico, en el que
el microcosmos es una prefiguración del ma-
crocosmos. Te reproduzco un esquema del
universo aristotélico, según un códice medie-
val:
Conviene ver las diferencias entre las tres
líneas maestras del pensamiento clásico. Para
Demócrito, todo es azar o necesidad. Para
Platón, el orden causal es determinado por el
designio y la necesidad. Aristóteles establece
cuatro causas: la material, la eficiente, la
formal y la final. El objetivo de la ciencia sería
la explicación del mundo mediante las causas
finales. De hecho, la diferencia principal entre
Aristóteles y Platón es que en éste domina el
«logos» y en aquél, el «telos» o fin.
A partir de la revolución científica se ha
criticado mucho a Aristóteles e incluso se le
ha considerado responsable de detener el
desarrollo de la ciencia durante veinte siglos.
Creo que esta afirmación es totalmente erró-
nea. No fue Aristóteles quien introdujo el obs-
táculo intelectual que representa la separa-
ción entre la física celeste y la física terrestre.
Dicha separación fue obra de los pitagóricos y
en tiempos de Aristóteles ya estaba estable-
cida. El propio Aristóteles, en su «Física»,
aconseja que se trate de comparar su con-
cepción con la forma de ver las cosas que
tenga cada uno. Ello nos sugiere que Aristó-
teles tenía sus dudas y que los que le siguie-
ron durante los siglos posteriores no fueron
capaces de progresar, no por culpa de Aristó-
teles, sino porque a su lado eran intelectual-
mente unos enanos.
Aristóteles había señalado que, si la Tierra
se moviera, la distancia entre las estrellas
cambiaría a lo largo del tiempo, como cambia
entre los planetas. El razonamiento era co-
rrecto, y de hecho se cumple en la realidad,
pero Aristóteles no lo podía verificar con sus
medios, dada la distancia enorme que nos
separa de las estrellas. También hay que
puntualizar que la supuesta rigidez del siste-
ma aristotélico es la que se dio a sus ideas
durante la Edad Media. Ten en cuenta que se
hicieron modificaciones esenciales, como la
que se refiere a la infinitud temporal. No
hemos de confundir el Aristóteles que inten-
tamos situar en la Historia de la Ciencia con
la versión dogmática elaborada por los teólo-
gos cristianos a partir de ideas aristotélicas.
En cambio, el Liceo no dejó de progresar y
admitió diversidad de tendencias. El propio
Teofrasto, sucesor de Aristóteles, era muy
poco finalista y Estratón, que siguió a Teo-
frasto, era un empírico. Creo que lo que te
acabo de contar aboga a favor de la aporta-
ción aristotélica a la perspectiva científica.
También me hace pensar que el dogmatismo
siempre es propio de los que son dogmáticos
por naturaleza, aunque utilicen ideas de
hombres que lo eran menos o no lo eran na-
da.
Afectuosamente,
15. Los CONTINUADORES INMEDIATOS DE
ARISTÓTELES
Begues, 2 de octubre de 1983
Querida Nuria,
Me gustaría dedicar esta carta a los conti-
nuadores inmediatos de Aristóteles, que
constituyen el nexo con el periodo siguiente
de la Grecia antigua. A dicho periodo se le
llama alejandrino, por tener como centro la
ciudad fundada por Alejandro Magno en Egip-
to. De hecho, poco tiempo después de la
muerte de Aristóteles, el centro cultural de
Occidente pasó de Atenas a Alejandría.
Plutarco nos cuenta que Alejandro Magno
recibió de Aristóteles no sólo enseñanzas so-
bre doctrina moral y política, sino también
sobre cosas más secretas y profundas, que
los filósofos llamaban conocimientos epópti-
cos o para iniciados. Algo parecido a lo que
prentenden ser estas cartas que te escribo
sobre la perspectiva histórica del conocimien-
to científico. No obstante espero que, si algún
día se publican, no te resulte tan molesto
como lo fue para Alejandro el hecho de que
Aristóteles hiciera públicas algunas materias
que él creía apropiadas únicamente para ser
recogidas directamente de la boca del maes-
tro y destinadas a pocos. «¿Por qué, en qué
destacamos nosotros sobre los demás, si las
doctrinas en las que hemos sido instruidos
son ahora comunes para todos? Yo preferiría
destacar por el conocimiento de las cosas
más altas que por el poder.»
Reconocerás que la última frase de la carta
de Alejandro que te he transcrito es realmen-
te bella, sobre todo tratándose de un hombre
que, llevado de una extraña furia, conquistó
todo el mundo conocido en la época. De
hecho, Alejandro es el primer caudillo del que
nos consta que fue culto y amante de las in-
novaciones derivadas de un mejor conoci-
miento de la naturaleza. Más tarde, en Napo-
león encontraremos un émulo. En ambos ca-
sos, oficiales de sus ejércitos han pasado a la
historia por sus contribuciones científicas. En
el caso de Alejandro, podemos citar a Nearco
y a Andróstenes, de los que se conservan
fragmentos de botánica y geografía.
El sucesor de Aristóteles en la dirección del
Liceo fue Teofrasto (372-287 a. de C.). Aun-
que sólo era diez años más joven que Aristó-
teles, consiguió la primera generación de sa-
bios del Museo de Alejandría. Había sido
compañero de Aristóteles en la Academia y,
si a éste se le considera el padre de la zoolo-
gía, a Teofrasto hay que considerarlo el de la
botánica. Es posible que Aristóteles también
escribiera sobre plantas, pero hasta nosotros
no ha llegado nada.
Teofrasto continúa estrictamente el estilo
aristotélico del periodo de Lesbos, de donde
era oriundo. Se basa en la observación y es
poco amigo de especulaciones y apriorismos.
No llegó a elaborar una clasificación de las
plantas comparable a la que Aristóteles hizo
de los animales, pero también es cierto que
hasta el Renacimiento no encontramos nada
mejor. Las clasificaciones artificiales -para
entendernos, las comparables al Bonnier- no
empiezan hasta Cesalpino y el propio Linneo.
Las clasificaciones naturales, es decir, las que
tienen en cuenta todas las características en
conjunto, no empiezan hasta De Jussieu y De
Candolle. Los criterios de Teofrasto eran na-
turales y estableció los conceptos de árbol,
arbusto, semiarbusto y hierba. También que-
da establecida desde entonces la importancia
de las plantas por sus propiedades medicina-
les; después de Teofrasto, los libros de botá-
nica serán fundamentalmente farmacopeas.
Por otra parte, has de saber que hasta el si-
glo XVIII las plantas se describieron siguien-
do el orden alfabético de sus nombres vulga-
res.
En muchos casos, el vocabulario introduci-
do por Teofrasto se ha conservado hasta
nuestros días. De ahí que el fruto sea sinóni-
mo de «carpos» y que se llame «pericarpos»
a lo que lo recubre. Teofrasto distingue cla-
ramente las plantas monocotiledóneas de las
dicotiledóneas, basándose en observaciones
sobre la germinación de gramíneas y legumi-
nosas. Es el primero que intenta distinguir el
sexo de las plantas y en sus fragmentos so-
bre la fecundación artificial en las palmeras
se adelanta veinte siglos.'
Lo que se conserva de los escritos de Teo-
frasto es tal vez el principal legado naturalista
de la antigüedad. Por desgracia, la mayor
parte de su obra se ha perdido y lo más im-
portante que conocemos al respecto es una
recopilación hecha cuatro siglos después de
su muerte por alguien llamado Andrónico de
Rodas, que tuvo la excéntrica ocurrencia de
dividir los textos originales en dos tratados,
llamados «Historia de las plantas» y «Las
causas de las plantas». En el primero incluyó
únicamente los elementos descriptivos y en el
segundo todo lo que hacía referencia a las
causas.
Teofrasto distingue los animales de las
plantas principalmente porque los primeros
no pueden perder ninguna de sus partes, algo
que en las segundas ocurre incluso de forma
natural. Por ejemplo, las hojas, las flores y
los frutos se caen y las ramas cortadas son
sustituidas por brotes nuevos. También con-
sidera muy importante y distintivo el hecho
de tener raíces. En otro pasaje lo vemos du-
dar de la generación espontánea. También
critica la doctrina de las causas y, contra el
«telos» aristotélico, se pregunta cuál es la
finalidad de las mamas de los machos,
Es posible que ya fuera conocida por asi-
rios y babilonios.
de los cuernos de los cérvidos o de los ci-
preses estériles. En cierto modo retorna a la
actitud presocrática e incluso critica la teoría
de los cuatro elementos, afirmando que el
fuego no puede existir por sí mismo, sino en
función de algo que se quema.
A la muerte de Teofrasto, la dirección del
Liceo recayó sobre Estratón, que ocupó el
cargo desde el año 287 al 269 a.C.. Parece
que en el momento de hacerse cargo de la
dirección ya tenía cincuenta años. Sabemos
poco de su vida, excepto que era macedonio,
nacido en Lampsac. Diógenes Laercio nos
cuenta que escribió unas cincuenta obras,
pero de ellas nos ha llegado muy poco. En-
contramos referencias a Estratón en escritos
de Polibio y Cicerón, que le llaman «el físico»,
término que quizá significaba algo parecido a
naturalista.
Estratón utiliza la argumentación experi-
mental con más claridad que los pitagóricos y
que Hipócrates. Cree que la materia no es
continua y que hay un vacío intersticial. Esto,
junto al hecho de ser partidario de la necesi-
dad en la naturaleza, lo aproxima a los ato-
mistas. Rechaza el criterio aristotélico de
asignar gravedad a la tierra y al agua y lige-
reza al aire y al fuego, afirmando que todo
tiene peso, aunque éste depende de lo que
hoy llamaríamos densidad. Dice, quizá por
primera vez, que el sonido es consecuencia
del movimiento del aire y cree que la percep-
ción sensible no tiene lugar en los órganos de
los sentidos sino en la mente, adhiriéndose
así a una idea que ya había introducido Dió-
genes de Apolonia. También es interesante
señalar que sospecha que los animales tienen
un cierto grado de inteligencia, toda vez que
sus percepciones están centralizadas. Final-
mente quiero decirte que Estratón tiene un
significado especial en el inicio del Museo o
Biblioteca de Alejandría, ya que el primer rey
helénico de Egipto, uno de los generales de
Alejandro llamado Ptolomeo Sotero, lo recla-
mó a Alejandría para que educara a su hijo,
Ptolomeo II Filadelfo, fundador de la institu-
ción.
Con respecto a otros seguidores tempra-
nos de Aristóteles, debemos citar a dos anó-
nimos, autores de tratados de química y me-
cánica, y a Aristógenes, que escribió un libro
sobre música. Un contemporáneo de Aristóte-
les fue Autólico de Petana (360-300 a.C.),
que trabajó sobre la geometría de la esfera,
sobre todo de cara a su aplicación en astro-
nomía y geografía. Otro peripatético fue Di-
cearco, que concibió la idea de paralelo te-
rrestre y estableció uno que pasaba por el
estrecho de Gibraltar, el Taurus y el Himalaya
y llegaba al Océano Oriental. Quizá también
sea oportuno citar aquí a Pitias de Marsella
(360-290 a.C.), que fue el primero en nave-
gar por el Atlántico, recorriendo todas las
costas de las Islas Británicas y llegando al
norte de Noruega.9 Fue un buen astrónomo y
determinó con notable precisión un equiva-
lente a la latitud.
En relación con la escuela aristotélica du-
rante el periodo helenístico-romano, no pue-
do dejar de hacer referencia a los estoicos,
seguidores de una escuela filosófica fundada
por el chipriota Zenón en Atenas. El nombre
de estoicos viene del término «stoa», que
significa pórtico y hace referencia al lugar del
mercado de Atenas en el que formaban corro
para discutir. Cultivaron una especie de pan-
teísmo según el cual la energía y la materia
se manifiestan en todas partes. Su cosmolo-
gía comienza con el «pneuma», del que se
diferencian los cuatro elementos, quedando
como resto el éter, que ocupa todo el Univer-
so. De ahí surge un cosmos de tipo aristotéli-
co, del que nosotros somos una ínfima partí-
cula que obedece leyes inevitables. El mundo
evoluciona para ir a parar nuevamente al
«pneuma» primitivo y nuestra alma está
constituida por partículas de dicho «pneuma»
que se forman como culminación de un pro-
ceso que pasa por un alma vegetativa, un
alma animal y un alma racional hasta llegar,
después de la muerte, al «pneuma».
La clave de la doctrina de los estoicos pa-
rece ser el término hado o destino. Sus adep-
tos se adiestraron en hacer caso omiso de
todo lo que es inevitable y se consagraron a
perfeccionar la propia alma en el cumplimien-
to del deber, a la espera de la reabsorción en
el «pneuma» universal.
La escuela estoica se caracteriza por una
preocupación fundamentalmente ética y se
nutre de la aportación aristotélica. En Atenas
y en Alejandría fue una escuela de segundo
orden, pero más tarde adquirió gran impor-
tancia en el mundo de la Roma imperial, don-
de la mayoría de sus adeptos pertenecían a
las clases sociales más altas. Entre ellos hubo
grandes políticos, poetas y en general hom-
bres muy cultos. Por ejemplo, recordarás a
Cicerón, Séneca y el emperador Marco Aure-
lio. Para el propósito de este libro, no debe-
mos olvidar a Posidonio (135-50 a.C.), que
dio una explicación acertada de las mareas y
una determinación del diámetro del Sol que,
aun siendo ridícula, supone la ruptura de un
gran obstáculo intelectual al darle un valor
enorme, como nadie había imaginado antes.
En la carta siguiente me gustaría hablarte
del periodo alejandrino, que tiene gran im-
portancia para lo que podríamos considerar la
tercera y última parte de la Historia de la
Ciencia en la antigüedad clásica.
Afectuosamente,
9
Quizá los fenicios navegaron antes por el
Atlántico.
16. EL MUSEO DE ALEJANDRÍA
Begues, 9 de octubre de 1983
Querida Nuria,
A la muerte de Alejandro Magno (323
a.C.), poco a poco su imperio se desmembró.
Nadie contaba con su fin prematuro y proba-
blemente ni él mismo se había planteado de
una manera seria la sucesión. Se dice que,
interrogado en la agonía sobre quién sería su
heredero, sólo balbuceó que el más fuerte.
Fracasado el primer intento de conservar la
unidad y luego el de lograr la hegemonía, los
generales vencedores se repartieron las pro-
vincias del imperio. Así surgieron, en un pe-
riodo de continua inestabilidad, una serie de
reinos: el de Macedonia, donde finalmente se
instaló la dinastía de los Antigónidos, el de
Asia, donde se instaló la de los Seléucidos, y
el de Egipto con la de los Ptolomeos. Esta
última dinastía duró 300 años, hasta la domi-
nación romana con Augusto. Mucho antes se
fusionaron todas las demás, incorporándose
poco poco al imperio romano o bien al reino
de los partos.
Como ya señalé en la carta anterior, la ca-
pital intelectual de la antigüedad clásica pasó
de Atenas a Alejandría. Hay que poner de
manifiesto que con este cambio el movimien-
to cultural dejó de ser autónomo y pasó al
patrocinio real o del Estado, fenómeno único
en el mundo antiguo pero que se reproduciría
frecuentemente en el futuro.
Ptolomeo I Sotero, que significa «Salva-
dor», era un hombre culto que incluso escri-
bió algunos libros. Se proclamó rey en el año
305 a.C. y llevó a Estratón a Alejandría para
educar a su hijo, Ptolomeo II Filadelfo, que
reinó entre el 285 y el 247 a.C. y, como ya
he señalado, fundó el célebre Museo o Biblio-
teca de Alejandría. Es posible que la propia
biblioteca del Liceo fuera materialmente tras-
ladada a Alejandría y que la organización del
Museo estuviera inspirada fundamentalmente
en el patrón de la escuela aristotélica de Ate-
nas. Uno no puede resistir la tentación de
establecer un cierto paralelismo entre la Ate-
nas y la Alejandría de entonces y la Europa y
la América de nuestros días y te recomiendo
que lo tengas en cuenta en todo lo que ire-
mos comentando acerca del periodo alejan-
drino o helenístico.
La plenitud de la escuela alejandrina dura
más de dos siglos, aunque el periodo de ma-
yor vigor es el primero, hasta el año 200 a.C.
Se distingue una etapa intermedia, hasta el
siglo primero de nuestra era, y un periodo
tardío que llega hasta el 400 después de Cris-
to.
Quizá te pueda resultar interesante que
hable un poco de la configuración de la socie-
dad en el imperio tolemaico. Por un lado es-
taban los egipcios que, aunque no eran es-
clavos, constituían en su mayoría un estrato
social de segunda categoría, a excepción de
la clase sacerdotal y de un pequeño número
de advenedizos. Sus ocupaciones eran la
agricultura, el regadío, el complejo transporte
por los múltiples canales del Nilo, la minería y
la pesca. También había una proporción im-
portante de criados y sirvientes. A continua-
ción, los griegos, algunos de los cuales prac-
ticaban el comercio y otros eran artesanos.
Por otro lado había una población judía relati-
vamente importante y significativa desde el
punto de vista de la historia de Israel, por lo
que se refiere al último periodo antes del na-
cimiento de Cristo. También hemos de men-
cionar pequeñas colectividades de otros luga-
res del mundo y un mestizaje relativamente
extendido con los egipcios. Es decir, en aque-
lla época el norte de Africa ya era una con-
fluencia de pueblos diferentes. presididos
entonces por una aristocracia griega gober-
nante y rica, que además tenía sus esclavos,
procedentes principalmente de las guerras y
de la compra en mercados, siguiendo la tradi-
ción griega.
La religiosidad del sustrato de la población
y el peso de la clase sacerdotal egipcia hicie-
ron aparecer una nueva religión mixta. Se
trata del culto a Serapis, que es una adapta-
ción de la antigua religión egipcia a las cos-
tumbres griegas. No sé si recordarás que en
Alejandría aún existe el Serapeum, entre las
pocas cosas que la ciudad actual conserva de
aquella época. El culto a Serapis cruzó las
fronteras del imperio tolemaico y se extendió
por Grecia y Roma. En esta última alcanzó un
notable auge en la época del emperador Calí-
gula, hacia el año 38 después de Cristo.
El Museo da origen a la erudición como co-
nocimiento sistematizado del saber debido a
autores precedentes. Desde entonces la eru-
dición ha continuado hasta hoy, muchas ve-
ces perfectamente diferenciada del experto
en un campo del saber y del sabio creador. Al
lado de la erudición nace el tratado e incluso
el libro de texto. En uno y otro, una determi-
nada materia se desarrolla de forma orgánica
desde sus fundamentos. En este tipo de
obras también suele estar bien desarrollado
el método histórico.
Con frecuencia el objetivo del sabio ale-
jandrino era acumular el saber obtenido has-
ta entonces por otros autores y aplicarlo al
servicio del Estado, ya sea en el plano de la
religión, la política, la sociología o la ingenie-
ría militar y estatal. Hay una tendencia a la
especialización, y los libros de texto tienden a
ser monográficos. Hay menor interés por una
síntesis general del conocimiento o por una
visión filosófica natural del hombre en su
mundo. Quizá desde Aristóteles habrá que
llegar a Galeno para volver a encontrar inte-
rés por esa visión general o gran sistema de
conocimientos.
El Museo tuvo directores de extraordinario
talento, como Eratóstenes y Apolonio, y de
hecho la gran mayoría de pensadores de la
antigüedad clásica que vivieron entre el 300
a.C. y el 200 d. C. fueron profesores en Ale-
jandría. Hay dos figuras gigantestas que
constituyen excepciones –Arquímedes y Ga-
leno–, pero también ellos tuvieron una rela-
ción significativa con Alejandría. Podemos
decir que, a partir del año 300 a.C., la ciencia
griega es fundamentalmente ciencia alejan-
drina, hasta la extinción del periodo clásico.
Hubo algunos núcleos que intentaron riva-
lizar con Alejandría, como Rodas y Pérgamo
en el oeste de Asia Menor. De la emulación
entre Pérgamo y Alejandría surgió el desarro-
llo de lo que se llamaría «membranum per-
gamentum» o pergamino para sustituir al
papiro, cuya exportación había sido prohibida
por los Ptolomeos para que no se pudieran
hacer copias de los libros fuera de su reino.
Una de las figuras más importantes del
primer periodo alejandrino fue Euclides (320-
260 a.C.). Es posible que hubiera sido alumno
de la Academia. Escribió los «Elementos de
Geometría», que han constituido el patrón de
la enseñanza de esta materia hasta nuestro
siglo. Se dice que ha sido la obra más comen-
tada después de la Biblia. De hecho eclipsó a
la mayoría de las obras anteriores de mate-
máticas. Su título es engañoso, ya que abar-
ca mucho más de lo que se entiende habi-
tualmente por geometría. Por lo que respecta
a los números primos e irracionales, la obra
de Euclides no tendrá continuación hasta
Descartes y Euler, muchos siglos después.
Otra figura de primera magnitud es Aris-
tarco de Samos (310-230 a.C.), discípulo de
Estratón. Se le ha llamado el Copérnico de la
Antigüedad, ya que sostuvo que el Sol está
inmóvil y que no sólo Mercurio y Venus giran
a su alrededor, sino también los demás pla-
netas, uno de los cuales es la Tierra, situada
entre
Venus y Marte. También debemos a Aris-
tarco el primer intento científico de medir la
distancia relativa de la Tierra al Sol y la Luna,
así como sus tamaños relativos.
Como la luz de la Luna es reflejo de la del
Sol, cuando es exactamente cuarto creciente,
la visual del observador al centro de la Luna
ha de formar un ángulo recto con la línea
imaginaria que va del centro de la Luna al
centro del Sol. Por otra parte, el observador
puede medir el ángulo que forma la visual
dirigida al Sol con la dirigida a la Luna. En-
tonces podemos establecer la proporción:
LS/LO = ángulo LOS/ángulo LSO
Aristarco estimó el ángulo LOS en 87°; en
realidad es de 89° 52'. De acuerdo con su
determinación, el Sol estaría dieciocho veces
más lejos de la Luna que ésta de la Tierra. En
realidad está trescientas cuarenta y seis ve-
ces más lejos, porque un pequeño error de
medida hace que el resultado varíe mucho.
Pero el método es correcto y el resultado sir-
ve para empezar a hacerse una idea de las
dimensiones del sistema planetario. Cono-
ciendo las distancias relativas entre el Sol, la
Luna y la Tierra, se pueden calcular sus ta-
maños respectivos a partir del diámetro apa-
rente de sus discos, como los ve un observa-
dor desde la Tierra. Supongo que eres perfec-
tamente capaz de resolver este pequeño pro-
blema de geometría y por eso prescindo de
hacerlo aquí. De hecho, Aristarco concluyó
que el Sol era setecientas veces mayor que la
Luna, una medición que también era muy
errónea por defecto. En cualquier caso, Aris-
tarco se dio cuenta de que la Luna era mucho
más pequeña que la Tierra, y de que el Sol
era mucho mayor que una y otra. Es posible
que ello contribuyera a inclinarlo hacia el sis-
tema heliocéntrico, pensando que era impro-
bable que un cuerpo tan enorme como el Sol
girara alrededor de otro tan pequeño como la
Tierra y en tan poco tiempo. Aristarco tenía
en cuenta que la Luna giraba alrededor de la
Tierra.
Ahora quisiera hablarte de los anatomistas
de Alejandría, que también corresponden al
primer periodo del Museo. El más antiguo de
los dos grandes maestros alejandrinos es
Herófilo de Calcedonia, que nació hacia el año
300 a.C.. Este contemporáneo de Euclides se
hizo famoso por sus disecciones públicas del
cuerpo humano. Describió la anatomía del
hombre comparativamente con la de algunos
animales. Es el primero que distingue clara-
mente las venas de las arterias y descubre la
pulsación de estas últimas, aunque no llega a
atribuirla a la contracción del corazón. Toda-
vía hoy, la denominación del punto en el que
se unen las cuatro grandes venas de la parte
posterior de la cabeza recuerda el nombre de
Herófilo.
Siguiendo a Alcmeón y otros hipocráticos,
Herófilo establece en el cerebro el centro de
la inteligencia. Distingue nervios y tendones.
Entre los primeros, separa los sensitivos de
los motores y describe el arco reflejo. Esta-
blece por primera vez un panorama general
del sistema nervioso.
De las obras de Herófilo se conservan
fragmentos del tratado «Sobre la anatomía»,
de un estudio especial «De los ojos» y de un
manual para parteras. Parece ser que había
estudiado en las escuelas médicas de Cos y
de Cnido y se le puede considerar un segui-
dor de Hipócrates. Esta característica se
acentuaría radicalmente en sus discípulos.
Un poco más joven que Herófilo era Erasís-
trato de Quíos, nacido probablemente hacia el
280 a.C. Se ha dicho que era sobrino de Aris-
tóteles; desgraciadamente, sólo tenemos tes-
timonios de su obra por referencias, ya que
sus escritos se perdieron en la antigüedad.
Erasístrato aún mejora la anatomía del ce-
rebro, en comparación con Herófilo. Igual que
éste, se da cuenta de la existencia de los va-
sos linfáticos, de los que no se volvería a
hablar con propiedad hasta el siglo XVII con
Gaspar Aselli. Cree que transportan los ali-
mentos digeridos desde el intestino al hígado,
en el que se transforman en sangre. Fíjate en
que desde entonces el órgano hematopoyéti-
co será, durante siglos, el hígado. Desde esta
víscera, la sangre pasa al corazón, donde se
mezcla con el aire llegado a través de la arte-
ria pulmonar. Siempre encuentran las arterias
vacías, observación corroborada por la expe-
riencia del carnicero: por eso suponen que no
llevan sangre. Erasístrato cree que por esos
vasos circula aire o pneuma, un espíritu vital
formado en el corazón a partir de la mezcla
de sangre y aire. La sangre y el pneuma se
distribuyen por todo el cuerpo por medio del
sistema venoso y el sistema arterial, respec-
tivamente; se supone que entre uno y otro
sistema hay conexiones. En el cerebro, el
espíritu vital se transforma en espíritu ani-
mal, que se transmite a todo el cuerpo a tra-
vés de los nervios, a los que supone llenos de
dicho fluido, y que constituyen otro sistema
de vasos. Más adelante, este sistema fisioló-
gico será desarrollado por Galeno, adquirien-
do la forma en la que llega hasta el siglo
XVII. Como médico, Erasístrato no seguía a
Hipócrates. Se le deben progresos en el te-
rreno de la higiene y el establecimiento de
medidas sanitarias. Sus discípulos también se
radicalizaron y es conocida la hostilidad entre
herofilistas y erasistratistas en la escuela de
Alejandría. Los herofilistas eran más conser-
vadores y los erasistratistas tenían tenden-
cias más innovadoras. Se considera que la
pugna entre unos y otros dio resultados ne-
gativos, contribuyendo a la decadencia que
experimentaron la anatomía y la medicina
después de los dos grandes maestros.
Sobre los anatomistas de Alejandría pesa
la acusación, mantenida durante siglos, de
haber disecado personas vivas, algo que ha
sido puesto en duda por los historiadores
modernos. El material, en cualquier caso,
provenía de delincuentes condenados a la
pena máxima o de la ejecución de prisione-
ros. Parece que la ideadel pneuma de Erasís-
trato está influida por ideas filosóficas; a su
vez, influyó sobre la doctrina estoica. Por otra
parte, este médico alejandrino era un adepto
del
atomismo democritiano.
En la época de la que te hablo, y justa-
mente en Alejandría, se produce un fenóme-
no cultural interesante de conocer, que es la
helenización del judaísmo. Es el momento en
el que aparecen las primeras versiones grie-
gas del Antiguo Testamento, tal vez racionali-
zadas de acuerdo con el pensamiento griego.
De este modo, en la «literatura sapiencial»
aparece el concepto de que por mandato di-
vino se han establecido leyes naturales que
se cumplen siempre. Se considera al corazón
como la sede de la mente, de acuerdo con
Aristóteles y en contra de la antigua idea
hebraica que dice que es el hígado. También
se encuentran numerosas alusiones a los cua-
tro elementos. A partir de aquí y en continui-
dad con el Nuevo Testamento, son frecuentes
las invectivas contra las teorías de los filóso-
fos. Estamos frente a una anastomosis defi-
nida, de la que empezaría a derivarse la
amalgama de dos de los grandes componen-
tes de nuestra cultura.
Dejaremos para otra carta la evolución del
Museo en los periodos medio y
tardío, dentro del contexto de la ciencia en
la antigüedad clásica.
Afectuosamente,
17. Los PERIODOS ALEJANDRINOS MEDIO
Y TARDÍO
Begues, 15 de octubre de 1983
Querida Nuria,
Una de las figuras más importantes de la
ciencia en la Antigüedad clásica es sin duda
Arquímedes de Siracusa (287-212 a.C.). No
pertenece a la escuela alejandrina, pero viajó
a Egipto y mantuvo un estrecho contacto con
los hombres del Museo.
En aquella época, Siracusa era una ciudad
griega de Sicilia, gobernada por el tirano Hie-
rón, con el que Arquímedes mantenía una
gran amistad. Quizá recordarás la anécdota
de la corona de Hierón, que éste había encar-
gado a un joyero después de entregarle su
peso en oro. Corrió la sospecha de que parte
del oro había sido sustituido por plata y Ar-
químedes se propuso aclarar el asunto. Re-
flexionando sobre el problema mientras se
bañaba, y quizá al observar cómo subía el
nivel del agua a medida que se sumergía en
ella, se le ocurrió la solución y ello le produjo
tal euforia que no pudo reprimir un grito de
«¡Eureka!» («¡Lo encontré!»). Con dos pesos
iguales al de la
corona, uno de oro y otro de plata, deter-
minó el volumen de agua que cada uno des-
alojaba al introducirlo en un recipiente com-
pletamente lleno. Descubrió que la masa de
oro hacía rebosar menos agua que la masa
de plata y que, haciendo lo mismo con la co-
rona, se derramaba una cantidad intermedia.
De ahí a cuantificar el porcentaje de adultera-
ción sólo había un paso, que el siracusano dio
fácilmente. En su obra «Sobre los cuerpos
flotantes», Arquímedes desarrolla la teoría de
los que hoy llamamos «pesos específicos», a
la vez que establece el fundamento de toda la
hidrostática.
También se debe a Arquímedes la teoría
de las palancas, pese a que hacía mucho
tiempo que el hombre las había descubierto
empíricamente. Pero Arquímedes estableció
los principios rigurosamente matemáticos en
que se basa su uso y extrajo de ellos todas
las consecuencias posibles. Recuerda su fa-
mosa frase: «Dadme un punto de apoyo y
moveré el mundo». Sin duda era una inteli-
gencia extraordinariamente brillante y un
hombre la mar de simpático. Con su obra
«Del equilibrio plano» se inicia la mecánica
moderna.
Arquímedes también desarrolló de un mo-
do elegantísimo la teoría de los límites. Po-
demos inscribir fácilmente un cuadrado en el
interior de un círculo y es obvio que la suma
de sus lados es menor que la longitud de la
circunferencia. También está claro que su
área es menor que la del círculo. Si duplica-
mos el número de lados podemos construir
un polígono inscrito en el interior de la misma
circunferencia y las dos proposiciones esta-
blecidas anteriormente con respecto al cua-
drado seguirán siendo válidas. Podemos ir
duplicando sucesivamente el número de lados
y cada vez, pese a cumplirse las proposicio-
nes mencionadas, tanto la diferencia entre el
perímetro del polígono inscrito y la circunfe-
rencia como la diferencia entre el área del
polígono y la del círculo serán más pequeñas.
Otro tanto se puede hacer con los polígonos
circunscritos a la circunferencia. En ambos
casos, en el límite, el polígono se convierte
en la circunferencia, y Arquímedes vio clara-
mente que podemos construir polígonos tan
aproximados a ella como queramos. Buscó el
límite de la relación entre la suma de los la-
dos de los sucesivos polígonos inscritos y
circunscritos y el diámetro de la circunferen-
cia, y lo halló comprendido entre 3 + 10/71 y
3 + 10/70.
Esta es la primera determinacion del nú-
mero pi, la mas aproximada durante muchos
siglos. De ahí salen las célebres fórmulas de
la longitud de la circunferencia, 2pir, y del
área del círculo, pir2, además de la equiva-
lencia entre el área del círculo y la de un
triángulo de base igual a la longitud de la
circunferencia y de altura igual al radio.
Uno de los problemas de la matemática en
la antigüedad clásica era la dificultad que
representaba no disponer de un sistema
apropiado de numeración. Usaban una nota-
ción alfabética que, como la numeración ro-
mana que tú conoces, conllevaba grandes
dificultades para las operaciones aritméticas y
para expresar números grandes. En su libro
«Psammites» («El arenario»), Arquímedes dio
muestra una vez más de su extraordinario
ingenio, desarrollando un método para expre-
sar números muy grandes. El título alude a la
pregunta de cómo se podrían contar todos los
granos de arena que hay en todas las playas
del mundo. La solución propuesta por Arquí-
medes consiste en usar unidades de diferen-
tes clases. La unidad de primera clase, llama-
da miríada, corresponde a diez mil unidades
naturales. La de segunda clase es la octada,
que equivale a una miríada de miríadas. La
de tercera clase es la octada de octadas, la
de cuarta clase la octada de octada de octa-
das, y así sucesivamente. Entonces, si de-
terminamos los granos de arena que hay en
un volumen cualquiera, podremos expresar
mediante una cifra el número de granos de
arena que constituirían el volumen de toda la
Tierra. Podemos aproximarnos al de las pla-
yas suponiendo que la arena repartida uni-
formemente formara una capa de mil esta-
dios (un estadio equivale a 185 metros), de
cien o de uno. Expresándolo en unidades de
cada clase, podemos encontrar un límite su-
perior del número de granos de arena que
buscamos. Hay que decir que el volumen de
la Tierra fue calculado partiendo del diámetro
determinado por Eratóstenes.
Otras obras de Arquímedes que han llega-
do hasta nosotros, y que son muy importan-
tes para la historia de las matemáticas, son
«Sobre la esfera y el cilindro», «Sobre los
conoides y los esferoides», «Sobre las espira-
les» y «Sobre la cuadratura de la parábola».
Arquímedes fue el inventor de ingeniosos
aparatos. Entre ellos ha sobrevivido la bomba
de tornillo, que en Egipto todavía se usa para
regar. De hecho, el tornillo de Arquímedes es
una pieza que se estudia en mecánica y for-
ma parte de muchas máquinas. Parece que
también ideó máquinas de guerra para de-
fender la ciudad frente a los romanos, como
una especie de grandes espejos cóncavos
para concentrar los rayos solares sobre las
naves enemigas y hacer que se incendiaran.
No sirvieron de mucho, porque los romanos
sitiaron y tomaron la ciudad. El propio Arquí-
medes murió a manos de un soldado al que
no había llegado la orden de Marcelo, general
de los romanos, de salvar a toda costa la vida
del genio.
Un digno sucesor alejandrino de Arquíme-
des fue Apolonio de Perga, que vivió alrede-
dor del año 200 a.C. Como el propio Arquí-
medes, puede ser considerado un sucesor de
Euclides y, entre otros trabajos, destacan sus
grandes progresos sobre la teoría de las cóni-
cas. Por ejemplo, considera a la circunferen-
cia como un caso particular de elipse, me-
diante sus famosas y elegantes secciones
planas de un cilindro. A la vez muestra que
los puntos de tangencia de las esferas inscri-
tas en el cilindro con cualquier sección plana
son los focos de la elipse y que en el caso de
la sección ortogonal coinciden con el centro
de la circunferencia.
También es importante la figura de Eratós-
tenes (276-194 a.C.). Bajo el patronazgo de
Tolomeo III Evergetes (247-222 a.C.) realizó
una bellísima medición del globo terrestre.
Había observado que en Siena (no la ciudad
italiana actual, sino otra que corresponde a la
moderna Asuán), el primer día de verano, la
luz del sol llegaba hasta el fondo de un pozo.
En cambio, en Alejandría, el mismo día y a la
misma hora, una estaca clavada en el suelo
producía sombra; ello indicaba que en Ale-
jandría, ese día y a esa hora, los rayos del sol
no incidían verticalmente. Entonces Eratóste-
nes midió la distancia entre Siena y Alejan-
dría, trasladándose de una ciudad a otra en
línea recta y contando el número de vueltas
que daba la rueda del carro. La distancia re-
sultó ser de 5.000 estadios. Fíjate en la cons-
trucción que muestro a continuación, en la
que es fácil darse cuenta de que el ángulo
que corresponde al arco de 5.000 estadios
guarda una proporción con 360° igual a la de
5.000 con 2pir. A partir de ahí se puede cal-
cular el valor de r determinando el ángulo
que los rayos solares forman con una barra
vertical en Alejandría, el mismo día del año al
mediodía. Obtuvo un valor bastante correcto
por defecto.
Eratóstenes hizo importantes trabajos
geográficos utilizando el sistema de meridia-
nos y paralelos. Con ese procedimiento llegó
a elaborar un mapa del Mediterráneo que,
pese a sus inexactitudes, identificarías fácil-
mente. Eratóstenes también hizo importantes
trabajos matemáticos, legándonos la famosa
«criba de Eratóstenes» para obtener la tabla
de números primos.
Los progresos de las matemáticas iban pa-
rejos a los de la astronomía. Entre los hom-
bres que contribuyeron a ello se encuentra
Hiparco de Nicea (190-120 a.C.), probable-
mente el más grande astrónomo de la anti-
güedad. Trabajó sobre todo en la isla de Ro-
das, un lugar bellísimo que probablemente
recordarás. Realizó muchas observaciones de
las estrellas, que comparó cuidadosamente
con las realizadas por sus colegas alejandri-
nos y por astrónomos anteriores, griegos y
babilonios. Elaboró un catálogo de más de mil
estrellas, cada una con su latitud y longitud
celeste, dejando constancia de todos los ca-
sos en los que tres o más estrellas estaban
situadas sobre un mismo arco, con la idea de
que sería fácil determinar si con el tiempo
variaba su posición relativa. De hecho, em-
pleando este procedimiento y basándose en
sus propias observaciones, Hiparco detectó
un cambio, que fue confirmado por astróno-
mos posteriores. Dicho cambio sólo se podía
explicar mediante una rotación del eje de la
Tierra en el sentido del movimiento diario
aparente de las estrellas. El retorno a la posi-
ción inicial requiere veintiséis mil años, pero
cada año el equinoccio se adelanta un poco.
Por tanto, descubrió el movimiento llamado
precesión de los equinoccios: un descubri-
miento verdaderamente extraordinario. En la
época de los constructores de pirámides, el
equinoccio de primavera estaba en la conste-
lación de Taurus, cerca de la estrella Aldeba-
rán; en tiempos de Hiparco, dicho punto se
encontraba en la constelación de Capricornio
y actualmente en los Peces.
Hiparco también estudió detenidamente el
movimiento de los planetas. Siguiendo las
observaciones de Apolonio de Perga, se dio
cuenta de que sólo podía ser explicado supo-
niendo que el planeta describe una órbita
circular alrededor de un centro, que a su vez
se mueve sobre una circunferencia que tiene
como centro la Tierra.
A esto se le llama movimiento epicíclico.
Como habían sugerido otros autores anterio-
res, el movimiento aparente también se pue-
de explicar por lo que se llama movimiento
excéntrico. El planeta se mueve alrededor de
la Tierra según una órbita circular, pero la
Tierra está situada fuera del centro. También
se puede imaginar que el centro secundario
se mueve alrededor de la Tierra siguiendo
otra órbita circular. Hiparco explicó el movi-
miento aparente del Sol según un movimien-
to excéntrico fijo, y el de la Luna según un
movimiento excéntrico móvil. Este último es
geométricamente equivalente a un movimien-
to epicíclico. Partiendo de las teorías de
Hiparco se pudieron predecir los eclipses de
Sol y de Luna con mucha más exactitud.
Es curioso que el periodo alejandrino me-
dio, tan rico en progresos en matemática y
astronomía, fuera relativamente pobre en lo
que se refiere a las ciencias de la vida. Quizá
fue una excepción el botánico Cratevas (hacia
el 80 a.C.), que introdujo la representación
de las plantas mediante dibujos muy preci-
sos, algunos de los cuales han llegado hasta
nosotros. Fue en realidad un herbolario que
describió cuidadosamente las plantas con
propiedades curativas.
En el año 50 a.C., Egipto se convierte en
una provincia del imperio romano. El Museo
aún duraría cuatro siglos, pero este periodo
final es de clara decadencia. De todos modos,
hay algunos nombres importantes, como
Herón de Alejandría (hacia el año 100 des-
pués de Cristo), con ingeniosos inventos, en-
tre los que hay que mencionar un juguete
que es la primera máquina de vapor. Tam-
bién hay que recordar al médico Rufo de Efe-
so (hacia el año 100 después de Cristo), que
describió el cristalino. También es importante
la figura de Diofanto (hacia el 180 después de
Cristo), que introduce el álgebra. Por desgra-
cia, la obra de Diofanto no seconoció hasta
una edición latina de 1575 y por tanto no
influyó sobre el renacimiento de las matemá-
ticas en el siglo XVI. En la antigüedad su obra
fue ampliamente comentada por Hipatia de
Alejandría, la única figura femenina importan-
te entre los sabios alejandrinos. En el año
415, coincidiendo con el final del Museo,
Hipatia fue asesinada por un tropel de cristia-
nos fanáticos.
La personalidad más importante del perio-
do final de Alejandría sin duda es Tolomeo
(hacia el 150 después de Cristo), a quien
conviene no confundir con la familia real del
mismo nombre. La obra más célebre de este
autor es la que más tarde recibiría el nombre
de «Almagesto» o «Almagestum», derivado
del título que le pusieron los árabes («Alma-
gist», palabra de origen sirio). Parece que el
título original era «Megale syntaxis», que
significa «Gran obra». Es la síntesis final de la
astronomía de la antigüedad. Se basa sobre
todo en Hiparco y establece el sistema geo-
céntrico que prevalecerá hasta Copérnico. El
movimiento de los planetas se explica por
epiciclos, y el del Sol y el la Luna, por excén-
tricas. En este libro se describe la construc-
ción del astrolabio, que fue el principal ins-
trumento de observación astronómica en la
antigüedad y en la Edad Media. Tolomeo lo
utilizó para determinar la distancia a la Luna,
concluyendo que era unas cincuenta y nueve
veces el radio de la Tierra, lo que no está
nada mal. Por si tienes curiosidad por conocer
el fundamento del método, basta con que te
fijes en la siguiente figura:
Con el astrolabio, el observador determina
el suplemento del ángulo LOC, conociendo
también la distancia OZ, que permitirá la de-
terminación del ángulo OCZ. Dados los tres
ángulos internos del triángulo, se puede de-
terminar la
proporción relativa de sus lados. Tolomeo
también describe un cálculo de la distancia al
Sol, que no es tan bueno pero constituye un
verdadero progreso. Independientemente,
Tolomeo hizo un gran trabajo geográfico en el
que introdujo un sistema de proyección para
representar sobre una superficie plana la su-
perficie curva de la Tierra. Este método se
encuentra en su segunda gran obra, titulada
«Esquema de Geografía», en la que encon-
tramos mejor que en ningún otro sitio lo que
los romanos llegaron a saber de geografía,
pero presentado de un modo muy superior a
lo habitual entre los geógrafos latinos.
En el último periodo alejandrino podemos
incluir la obra de Dioscórides de Anazarba
(Asia Menor). Era un cirujano militar del ejér-
cito romano en tiempos de Nerón. Escribió
una obra sobre las drogas de origen vegetal,
lo que permitió la descripción de muchas
plantas, empleando ilustraciones al estilo de
Cratevas. En rigor es la primera farmacopea
de la historia y ejerció una influencia extraor-
dinaria hasta el Renacimiento. De ella arranca
la nomenclatura botánica moderna.
La ciencia helenística concluye con dos
grandes síntesis. Una es la de Tolomeo, a la
que ya me he referido. La otra es la de Gale-
no y la dejaremos para la carta siguiente.son
un poco así, centradas en un argumento prin-
cipal. Con frecuencia muchos detalles son
demasiados detalles. Si pretendemos ver to-
do lo que ha ocurrido, o incluso lo que ocurre
ante nuestros ojos, no llegamos a ver nada
interesante. Toda la Historia de la Ciencia es
una manifestación elocuente de esta verdad,
que por otra parte ya nos enseñaron hombres
como Tucídides y Plutarco.
Ahora quisiera hablarte de la segunda gran
síntesis del saber clásico en el Helenismo tar-
dío, la del gran médico de Pérgamo. Has de
situar a Galeno en el siglo segundo de nues-
tra era, en la plenitud del imperio romano,
momento en que se produce el primer fenó-
meno de los que de ahora en adelante llama-
remos renacimientos. En aquel tiempo Roma
experimentó un sentimiento generalizado de
admiración hacia todo lo que podríamos lla-
mar el milagro griego; como consecuencia,
sufrió una fiebre de helenización. En los auto-
res de esta época se observa una tendencia a
volver a los antiguos. De este modo, Galeno
representará la culminación de Hipócrates al
cabo de siete siglos (es decir, como si un au-
tor actual se dedicara a culminar la obra de
los franciscanos y dominicos de la baja Edad
Media). La escuela hipocrática había pasado
por grandes altibajos, dentro de un proceso
general de dilución y de sucesivas reformas
introducidas por sus seguidores, a la vez que
dejaba paso al desarrollo de nuevas tenden-
cias.
Afectuosamente,
18. LA SÍNTESIS GALÉNICA
Conviene que veas a Galeno desde dos
perspectivas diferentes. Una es la que te aca-
bo de explicar; la otra consiste en verlo como
la base del principal sistema médico de Occi-
dente —el llamado galenismo— hasta el siglo
XIX (pese a que, como dogma incontroverti-
ble, comenzó a naufragar en el siglo XVI con
la obra de Vesalio).
Begues, 22 de octubre de 1983
Querida Nuria:
Estamos llegando a la recta final de la
perspectiva histórica de la Ciencia en la Anti-
güedad clásica, dentro de las limitaciones
impuestas por el alcance de mi erudición y
por el propio plan global del relato que me he
propuesto escribir para tí. El objeto es dar
una tercera dimensión a tu conocimiento de
la ciencia, una dimensión por la que puedas
viajar en cualquier momento. Aunque no me
he preocupado de hacer un estudio histórico
crítico, como la Historia de la Ciencia no es
un fenómeno separado de la historia del
hombre, hay que evitar de algún modo la
posible desfiguración del devenir histórico.
Por este motivo trato de vez en cuando un
personaje con mayor detalle, procurando di-
bujarlo en la totalidad de su contexto. Espero
que ello te ayude a colocar a los demás de-
ntro de una trama suficientemente verídica.
No obstante, no olvides que todas las buenas
historias
Por otra parte conviene que sepas que en
la personalidad de Galeno, además de la in-
fluencia hipocrática, se nota la de Platón y
sobre todo la de Aristóteles. También hemos
de añadir una asimilación de todas las escue-
las médicas del periodo alejandrino (solidis-
mo, empirismo, pneumatismo, metodismo y
eclecticismo). Finalmente hay que reconocer
a Galeno el mérito de una experiencia propia
extraordinaria, que tuvo consecuencias im-
portantes para la configuración de su pensa-
miento. Por tanto, al considerar el hipocra-
tismo de Galeno hay que tener en cuenta
todo lo que lo alejaba del mundo de la medi-
cina griega del siglo de Pericles, igual que el
siglo de Pericles estaba lejos de los tiempos
del emperador Marco Aurelio en lo que se
refiere a ideas sociales, religiosas y morales.
Galeno representa un nuevo intento de
síntesis del saber, pero su influencia posterior
quedó restringida a sus obras médicas. Como
ya te he dicho, éstas son en gran parte un
comentario a los tratados hipocráticos y tam-
bién destaca una crítica sistemática a Erasís-
trato. Los rasgos aristotélicos se ponen de
manifiesto en su
vitalismo, su corporalismo y sobre todo en
su teleologismo, que lleva quizá más lejos
que el propio Estagirita.
Como Aristóteles, Galeno llega a la necesi-
dad de la existencia de una inteligencia su-
prema, pero está bajo la influencia de un
sentido místico totalmente extraño para los
pensadores atenienses. En sus escritos en-
contramos algunas referencias al relato mo-
saico, pero niega la posibilidad de la creación
a patir de la nada.
En el helenismo tardío es habitual el géne-
ro autobiográfico y, en consonancia con esta
tendencia, en sus escritos Galeno nos propor-
ciona una gran cantidad de detalles persona-
les y de recuerdos de su vida; de ahí que
sepamos muchas cosas sobre él. Nació hacia
el año 130 de nuestra era en la ciudad de
Pérgamo, capital de un antiguo reino helenís-
tico que en esa época conoció un nuevo flore-
cimiento bajo la dominación romana. Era un
importante centro cultural, religioso y comer-
cial, con una biblioteca que competía con la
de Alejandría.
Sabemos que el padre de Galeno se llama-
ba Nicon, que era arquitecto de profesión y
que tenía propiedades. Era un hombre muy
interesado por la filosofía, las ciencias natura-
les y el derecho. Tenía un alto nivel moral y
puso de manifiesto una dedicación extraordi-
naria al cuidado y educación de su hijo. Este
mantuvo, hasta los últimos días de su vida,
un recuerdo imborrable de su padre, que con
frecuencia aparece en sus escritos. «Mi padre
--escribe Galeno– estaba muy documentado
en geometría, artimética, arquitectura, lógica
y astronomía. Sobre todo quería que apren-
diera bien la geometría, teniendo en cuenta
que sus conclusiones son demostrables con
un grado de rigor que no admite controver-
sia, y que en lo que se refiere a esta materia
coinciden los maestros de todas las escue-
las.» Además supo inculcarle una severa ética
estoica y una forma de vida austera.
Se dice que Nicon recibió en sueños un
mandato directo del dios Esculapio para que
orientara a su hijo hacia la medicina. Esta
anécdota es totalmente característica de la
época a la que nos estamos refiriendo. Nicon
y Galeno son representantes de una cultura
en la que pesa mucho una especie de espíritu
religioso que busca en los acontecimientos de
cada día un «quid sacrum». Así, no nos sor-
prenderá descubrir que Galeno considere que
su obra anatómica más importante es en rea-
lidad un auténtico himno a Dios o que nos
explique cómo en diferentes momentos de su
vida ha mantenido relaciones oníricas con
Esculapio.
La madre de Galeno, atenta a las necesi-
dades de cada día, se nos presenta como un
personaje irritable, e inclinada a un tipo de
comportamiento hacia su marido comparable
al de Xantipa hacia Sócrates. Siempre fue
insensible a lafilosofía y a todo tipo de espe-
culación, dando en cambio la mayor impor-
tancia a los contratiempos más insignifican-
tes. Hoy diríamos que Galeno pertenecía a
una familia burguesa del helenismo romano y
que siempre mantuvo un estilo de vida bur-
gués. No tuvo necesidad de gastar su patri-
monio, que según parece administró muy
bien, fue siempre respetuoso con las estruc-
turas sociales y rehuyó todas las situaciones
de crisis. De acuerdo con la mentalidad ilus-
trada de la época, tenía una idea elevada de
la dignidad humana y en este sentido no veía
diferencia alguna entre un ciudadano romano,
un griego, un esclavo y un bárbaro, pero
nunca le preocupó la injusticia dentro de la
perspectiva social y económica de su tiempo.
Para él la filosofía, la ciencia e incluso la me-
dicina eran materias circunscritas a la
perspectiva de la propia persona.
En Pérgamo estudió en diferentes escuelas
filosóficas y médicas. Quizá las enseñanzas
más significativas fueran las que recibió de
un discípulo de Marino, probablemente la
fuente más importante de su formación ana-
tómica. Parece que su devoción hipocrática le
vino de Estratónico, un discípulo de Sabino,
cosiderado como uno de los más destacados
comentaristas de Hipócrates. La afición a la
farmacología posiblemente la debió a las en-
señanzas de un tal Aeschrio, un médico de la
escuela empírica.
Más tarde estudió en Esmirna bajo la guía
de Pelops, que influyó mucho en su forma-
ción. En Esmirna, Galeno escribió sus prime-
ros libros, una especie de tesina sobre los
movimientos del tórax. Después se trasladó a
Corinto y más tarde a Alejandría, donde per-
maneció dos años (152-154 después de Cris-
to). Frecuentó las escuelas anatómicas ale-
jandrinas, denunciando su fanatismo y su
tendencia a lo arcano. Pese a ello, más ade-
lante tampoco él escapó de esas actitudes
decadentes, dejando que la gente creyera
que actuaba bajo la inspiración directa de
Esculapio. Viajó por Egipto durante diez años
y en esa época escribió, entre otras obras,
«Sobre la demostración de las partes anató-
micas», que es una de las más importantes.
De Egipto volvió a Pérgamo, donde ejerció
como médico en una escuela de gladiadores.
En el año 163 se fue a Roma y conviene que
sepas que hizo el viaje andando. Esta primera
estancia en Roma se caracteriza por su carác-
ter polémico. Parece que en un centro llama-
do Templo de la Paz, en el que tenían lugar
las reuniones científicas de la época, dejó
boquiabiertos a los médicos de Roma con sus
espectaculares vivisecciones, con sus brillan-
tes ideas y sus extraordinarias curas, todo lo
cual era el resultado de su gran experiencia.
A instancias de un cónsul, escribió «Sobre el
uso de las partes». Esta obra y la que he
mencionado anteriormente constituyen el
clímax del pensamiento morfológico de la
antigüedad. Todo hace pensar que los médi-
cos establecidos en Roma se volvieron contra
él y le causaron
suficientes problemas como para forzar un
precipitado regreso a Pérgamo en el año 166.
Dos años más tarde, los emperadores Marco
Aurelio y Lucio Vero lo llamaron para que se
reuniera con ellos en los cuarteles de invier-
no. En el año 169, Marco Aurelio lo nombró
médico de su hjo Cómodo y permaneció en la
corte hasta el año 180. Esta época fue proba-
blemente el periodo álgido de su carrera.
Abandonó su cargo tras el asesinato de Có-
modo, pero permaneció en
Roma, donde murió en el año 200.
Es realmente curioso que Galeno nunca se
integrara en el mundo latino en el que vivía,
y que en aquella época alcanzó su máxima
extensión. Es posible que ni siquiera llegara a
aprender la lengua. Siempre adoptó una pos-
tura extraordinariamente conservadora, que
con los años aún fue reafirmando. Nunca dejó
de decir que él escribía únicamente para
hombres de mentalidad griega. Me da la im-
presión de que, aunque los emperadores ro-
manos de la época hablaran y escribieran la
lengua griega y rindieran culto incesante a la
antigua Hélade, el fenómeno griego ya había
pasado y el mundo del siglo II había supera-
do sus moldes en el terreno político, econó-
mico y social. La cultura latina estaba en ple-
na expansión y la rotunda tozudez de Galeno
para no integrarse en ella fue negativa para
él. De otro modo, su obra tal vez hubiera sido
más creadora, menos escolástica y más sus-
ceptible de desarrollo inmediato. Nunca ha
sido sensato intentar detener el carro de la
historia.
La obra anatómica de Galeno se considera
la primera expresión total, orgánica y orde-
nada de la anatomía humana. Sin embargo,
hemos de señalar que sólo era humana inten-
cionalmente, ya que se basaba en disecciones
de monos y cerdos. Parece que Galeno nunca
hizo disección directa del hombre, que en
esta época ya estaba prohibida en todo el
imperio romano y era vista con malos ojos
por todo el mundo. La primera anatomía
humana ordenada y completa será la «Fábri-
ca» de Vesalio, pero tendremos que esperar
hasta el siglo XVI.
Aunque Galeno aportó datos nuevos y so-
bre todo datos personales directos, hay que
ver su obra como una estructuración de toda
la tradición anatómica antigua. Ella será el
contexto morfológico en el que se basará la
medicina como mínimo hasta el siglo XVI, al
que llegará a través de los bizantinos, los
árabes y los médicos escolásticos.
Todavía hoy, la anatomía ocupa un lugar
central en la medicina. Pues bien: ello se de-
be a la obra de Galeno. De todos modos, hay
que tener en cuenta que, igual que en todas
las obras de la Antigüedad, la anatomía es
realmente anatomofisiología. La estructura y
la función se separarán a partir de Vesalio.
Es indiscutible que la obra anatómica de
Galeno tiene como fundamento la morfología
aristotélica. Pero conviene saber que la obra
biológica de Aristóteles llegó a Galeno a tra-
vés de escuelas médicas. Esta circunstancia
conducirá a una situación que aún persiste: la
existencia de una anatomía de médicos, se-
parada de las ciencias naturales y de la ana-
tomía comparada.
La fisiología galénica es descriptiva y de
carácter intuitivo. Niega que el uso influya en
el desarrollo de los órganos, en contra de lo
que creían los epicúreos. Contiene rudimenta-
rios razonamientos cuantitativos como cuan-
do trata de la excreción de la orina, e indicios
de experimentación, por ejemplo cuando
habla de la digestión y de la emisión de la
voz. Su teoría interpretativa se basa en el
concepto de parte anatómica, que es la que
lleva a cabo una función diferente de la que
realizan otras partes. Las partes se apoyan
en los conceptos de elemento y de humor.
Los elementos son unidades radicales de ma-
teria y de energía, de modo que cada uno de
ellos es portador y realizador de propiedades.
Es el esquema empedocliano, que en tiempos
de Galeno tenía una precisión canónica. El
concepto de humor deriva de los escritos
hipocráticos. Los cuatro humores son una
materialización de las potencias naturales:
«Si hay un humor caliente y húmedo (la san-
gre), otro caliente y seco (la bilis amarilla),
otro húmedo y frío (la flema o pituíta) ¿acaso
no debe haber uno que sea frío y seco? ¿Es
que entre los humores no va a haber esa
combinación que encontramos en todas par-
tes? Ese cuarto tipo de humor es la bilis ne-
gra.»
Los humores se forman en el cuerpo a par-
tir de los alimentos, por efecto del calor sobre
el proceso de la digestión. Hay órganos que
tienen un papel preponderante en su forma-
ción: el hígado para la bilis amarilla, la vesí-
cula para la bilis negra, el corazón para la
sangre y el cerebro para la flema o pituíta.
Galeno aceptó el concepto tripartito de al-
ma de Platón. Un alma racional o lógica en el
cerebro, un alma irascible en el corazón y un
alma concupiscible en el hígado. Las faculta-
des del alma derivan de la complexión humo-
ral del cuerpo y se
manifiestan en la acción de cada parte.
Para que las partes puedan poner en juego
sus actividades específicas es necesario que
estén animadas por un principio exterior, que
es el pneuma. Se trata de un principio sutil,
pero material. Hay un pneuma psíquico, un
pneuma vital y otro físico o natural. Se en-
cuentran respectivamente en el cerebro, el
corazón y el hígado.
El motor responsable de los fenómenos vi-
tales es el calor innato. Los alimentos son el
combustible necesario para la producción de
calor innato, que tiene lugar
en el corazón. La respiración actúa como
un sistema de regulación por enfriamiento. El
alimento, dice Galeno, es como el aceite, y la
respiración es como el aire para la llama. Si
pudiéramos entender esto, entenderíamos el
papel de la respiración en la producción de
calor innato.
Galeno acabó con el viejo concepto de que
las arterias y la parte izquierda del corazón
no tienen sangre y están llenas de pneuma.
El pneuma se toma del aire con la respira-
ción, pasa por la tráquea y va a los pulmo-
nes. A través de la arteria pulmonar, que Ga-
leno llama venosa, pasa al ventrículo izquier-
do, donde se mezcla con la sangre. Galeno
cree que los alimentos transformados en qui-
lo pasan al hígado. En este órgano se trans-
forman en sangre venosa y espíritu natural.
Desde el hígado, la sangre venosa se distri-
buye por todo el cuerpo pasando por el ven-
trículo derecho del corazón. Allí se eliminan
impurezas, que a través de la arteria pulmo-
nar llegan a los pulmones y se expulsan al
exterior. La sangre venosa purificada se filtra
pasando por minúsculos canalitos hacia el
ventrículo izquierdo, donde se refrigera y se
mezcla con el pneuma, formándose pneuma
vital. Esta sangre arterial se reparte por todo
el cuerpo. En el cerebro, la sangre se carga
con el tercer pneuma o espíritu animal. Este
pneuma es el que se distribuye por todo el
cuerpo a través de los nervios, que Galeno
sigue considerando vacíos.
Galeno concibe la enfermedad como una
alteración permanente de la ordenación regu-
lar de las diferentes actividades de las partes.
Conviene distinguir la causa, los síntomas con
los que se pone de manifiesto ante los ojos
del médico y las alteraciones de las activida-
des. El nosos es la alteración que se mantie-
ne después de desaparecer la causa, y el
pathos es la alteración que sólo dura mien-
tras persiste la causa.
Siguiendo el criterio hipocrático, sólo ad-
mite causas naturales. Hay, sin embargo,
causas externas o primarias y causas internas
que hacen posible la enfermedad en cada
caso concreto. Además, hay lo que se puede
llamar lesión localizada. En las causas inter-
nas intervienen los temperamentos, de
acuerdo una vez más con el concepto hipo-
crático, y los estados ocasionales de los
humores.
Los síntomas varían según el curso de la
enfermedad. Hay síntomas inmediatos y con-
secutivos. De acuerdo con esta teoría médica,
Galeno llega a una amplia tipificación de en-
fermedades e, influido por los conceptos aris-
totélicos, las ordena en géneros y especies.
Estas enfermedades pueden ser objeto de
diagnóstico inmediato o ser diagnosticadas
después de una reflexión. Así pues, el caso
clínico pierde importancia en la patología ga-
lénica. Ello lo separa profundamente de la
orientación hipocrática, que mira más al en-
fermo que a la enfermedad.
La terapéutica galénica, igual que la hipo-
crática, se basa en primer lugar en la dietéti-
ca. De todos modos, Galeno da una gran im-
portancia a las virtudes curativas de las dro-
gas y también a la cirugía.
Según la mentalidad galénica, la naturale-
za lleva siempre hacia la curación y basta con
ayudarla, una vez eliminadas las causas ex-
ternas de la enfermedad. Sólo hay una ex-
cepción, que es la vejez y no tiene remedio.
Por tanto, es esencial no hacer daño; de ahí
la norma galénica que ha llegado hasta hoy:
primum non nocere.
La dietética también es la base de un ré-
gimen preventivo, igual que ocurre con de-
terminados hábitos saludables. Por desgracia,
todo ello sólo está al alcance de gente sufi-
cientemente rica y ociosa. Por otra parte,
conviene señalar que la fuente principal de la
farmacología galénica es Dioscórides. Galeno
también recomienda la sangría, aunque con
prudencia, y dice que la cirugía es el último
recurso.
Hasta Galeno prevalece la idea de que la
enfermedad es como un castigo. Por contra,
Galeno establece que no es el castigo sino la
causa del pecado. El desequilibrio entre los
humores se extiende a la conducta y a todo el
psiquismo. Galeno es el primero que trata al
delincuente como un enfermo. Fíjate en que
esto es un apriorismo aristotélico: el hombre
ha sido creado para un fin, que es la virtud;
cuando se aleja de ella es porque su orga-
nismo está perturbado.
Es curioso que Galeno menospreciara las
enfermedades del alma, dando por supuesto
que cuando el cuerpo está sano el alma tam-
bién lo está. En cualquier caso, en la medici-
na galénica, los fenómenos psíquicos forman
parte de las cosas no naturales que caen fue-
ra del ámbito de la medicina. La psicoterapia
propiamente dicha habrá de esperar hasta
finales del siglo XIX.
Finalmente, quisiera hacerte notar que al
estudiar a Galeno hallamos una tendencia
muy acusada hacia la ciencia dogmática, ten-
dencia que es armónica con la del pensa-
miento de su época. Ello merece un poco de
reflexión, porque dicho dogmatismo ha sido
considerado como una de las causas de la
decadencia de la creatividad y del pensa-
miento al concluir el siglo segundo de nuestra
era.
Afectuosamente,
19. Los AUTORES LATINOS
Begues, 30 de octubre de 1983
Querida Nuria:
No podemos considerar que los romanos
contribuyeran gran cosa a la ciencia y a la
filosofía. En cambio, en la Antigüedad clásica,
ellos son los primeros en derecho y jurispru-
dencia, así como en la ingeniería civil y mili-
tar. Todavía hoy usamos la expresión admira-
tiva «obra de romanos».
Hay autores latinos que traducen obras
griegas, así como comentaristas de obras
griegas. En realidad, a partir del periodo ale-
jandrino, la mayor parte de los autores son
sobre todo comentaristas. No obstante, hay
un aspecto en el que los autores latinos su-
peraron a los griegos, y es la agricultura. El
romano es fundamentalmente un agricultor,
un hombre del campo, y el cultivo de la tierra
no menoscaba lo más mínimo la categoría de
un senador. Entre las obras clásicas de agri-
cultura romana sobresale «De agricultura» de
Catón. Catón era «optimus orator», «optimus
imperator» y «optimus senator», y además
era un buen agricultor. La obra mencionada,
que tal vez con mayor propiedad podría lla-
marse «De re rustica», pone de manifiesto un
gran conocimiento de la práctica agrícola y
ganadera. Habla del cultivo del olivo y de la
elaboración del aceite, de la viña, de la elabo-
ración del vino y de su almacenamiento y
conservación. La almazara utilizada hasta
hace sólo sesenta o setenta años es la misma
que describe Catón. También encontramos la
elaboración del estiércol, el abonado de los
campos y el cultivo de las habas, el centeno y
la cebada. También la forma de injertar las
higueras, las vides y los olivos. Muchas cosas
sobre árboles frutales e incluso sobre prados.
La cría de los bueyes y su uso para labrar la
tierra. La cría y el pastoreo de las ovejas, la
explotación racional del bosque y una serie
de principios de jardinería. Finalmente hay
una magnífica descripción de los hornos de
cal con leña, de los que tú aún has visto res-
tos; yo he tenido la oportunidad de verlos en
funcionamiento.
Una obra parecida es «Rerum rusticarum»
(«De las cosas del campo»), de Terencio Va-
rrón, de quien dice Cicerón que era el hombre
más sabio de su tiempo. En honor a la ver-
dad, como político no pasó de la mediocridad
y su personalidad es muy inferior a la de Ca-
tón. Parece que escribió «Rerum rusticarum»
en la vejez, y la obra es una ordenación de
los conocimientos de otras personas, másque
el resultado de una reflexión sobre la expe-
riencia propia como en el caso de Catón. Tra-
ta la misma temática y quizá se extiende más
en la parte que hace referencia a aves do-
mésticas y animales silvestres. También es-
cribe con
detenimiento sobre las abejas y los cara-
coles.
El otro gran autor latino relacionado con la
agricultura es Columela, uno de los muchos
personajes ilustres de la Roma imperial que
habían nacido en España. Era hijo de la actual
Cádiz. Su tratado de agricultura, en doce vo-
lúmenes, es quizá el de más valor.
Una obra latina destinada a ejercer una
gran influencia en los siglos siguientes, hasta
el Renacimiento, fue la «Naturalis Historia»
de Plinio el Viejo. Este nació en Como el año
23 de nuestra era, en el seno de una familia
de funcionarios. Tuvo una educación esmera-
da y toda su vida transcurrió en servicios de
administración pública, ya fueran civiles o
militares. En la última época de su vida sirvió
en la marina, circunstancia que quizá le per-
mitió contemplar desde el mar la gran erup-
ción del Vesubio del año 79. Para ver mejor
todas las consecuencias del fenómeno se sir-
vió de una pequeña embarcación, pero al
acercarse a la playa naufragó, muriendo él y
sus acompañantes.
Se ha descrito a Plinio como un hombre in-
fatigable por su capacidad de trabajo. Sus
escritos dan testimonio de una erudición in-
dudable. Su gran fama viene de los treinta y
siete libros de la ya citada Historia Natural,
que constituyen una especie de enciclopedia
de todo lo que se sabía en aquella época
acerca de la naturaleza. Empieza con una
descripción del Universo según la concepción
estoica, escuela a la que pertenecía. Luego
pasa a la descripción de los objetos naturales,
yendo progresivamente de lo general a lo
particular. Los libros 8 a 11 son los que con-
tienen la mayor parte de datos sobre zoolo-
gía.
Plinio nos presenta los animales sin un or-
den determinado. Comienza por los más
grandes o más notables, de modo que el pri-
mero es el elefante; le dedica tantos elogios,
que se cree que es la causa de que en la
Edad Media la caballería tuviera una orden
del elefante. Lo que nos cuenta sobre la for-
ma de domesticarlo es correcto, así como
otros detalles sobre sus costumbres y su uti-
lización; todo ello nos hace pensar que sus
conocimientos eran de primera mano. Otro
tanto ocurre cuando nos habla de animales
domésticos. Ahora bien, Plinio también reco-
ge sin ningún sentido crítico las narraciones
más estrafalarias; por este motivo, a partir
de Plinio y durante muchos siglos, encontra-
remos libros de zoología que nos hablarán
tanto de animales reales como fantásticos.
También vale la pena mencionar que los in-
sectos atrajeron mucho la atención de este
autor, y que hizo de ellos descripciones muy
detalladas, entre las que destaca la que se
refiere a las abejas.
En la Historia Natural también encontra-
mos una anatomía humana y comparada que
se basa totalmente en Aristóteles. Desgracia-
damente, también recoge muchas cosas fan-
tásticas. Finalmente, nos da una relación muy
extensa de plantas medicinales.
Plinio proporciona información sobre sus
fuentes bibliográficas, que fueron extensísi-
mas: según él mismo indica, llegó a consultar
unos dos mil libros de diferentes autores.
Según como se mire, el resultado de una
obra tan ambiciosa puede resultar digno de
compasión, pero la fama no fue insensible al
esfuerzo del autor: en Occidente, fue la fuen-
te principal de conocimientos sobre animales
y plantas durante más de quinientos años.
Cuando, llegado el Renacimiento, Gesner y
Aldrovandi iniciaron la zoología moderna, el
punto de partida eran aún las descripciones
de Plinio.
Dentro de lo que podríamos llamar medici-
na romana hemos de hacer referencia a Cel-
so, del que ha llegado hasta nosotros una
obra titulada «Sobre la medicina», que es de
gran calidad. Quizá es la única escrita en la-
tín, ya que todas las demás seguían estando
en griego: ello da a Celso un mérito especial
como creador del latín científico. Desgracia-
damente, no se trata de una obra original,
sino de una traducción del griego de un autor
siciliano llamado Tito Aufidio. Éste era un
médico de gran reputación, discípulo de As-
clepíades, un griego que llegó a Roma en el
siglo I y puso de moda la medicina griega.
Aunque en la obra mencionada hay muchas
ideas hipocráticas, es básicamente de carác-
ter práctico. Es muy posible que estos discí-
pulos de Asclepíades fueran los mismos mé-
dicos que hostigaron a Galeno en su primer
viaje a Roma, del que te hablé en la carta
anterior.
El gran Julio César (112-44 a.C.), al mar-
gen de sus aportaciones a la literatura, con-
tribuyó más o menos directamente a algunos
avances científicos. Uno de ellos se refiere a
las vías romanas y a sus mapas, con medidas
precisas de distancias. Fue el primero a quien
se le ocurrió poner indicadores con el número
de unidades de distancia, que naturalmente
tomaban a Roma como origen. Parece que el
divino Julio también era aficionado a la astro-
nomía y fue el autor de una de las grandes
reformas del calendario. El año lunar de 355
días o 12 lunaciones se transformó en el año
de 365 días con la interpolación de un dia
cada cuatro años. De este modo se inició el
sistema de años bisiestos. El nombre actual
de los meses deriva del antiguo calendario
romano y de la modificación mencionada. Así
el Quinctilis pasó a llamarse Julius en honor
del fundador. Y, en la época de su sucesor y
para no ser menos, el Sextilis empezó a lla-
marse Augustus. Parece ser que el calendario
juliano es una imitación de un calendario ale-
jandrino del año 283 a.C., que había sido
establecido por Eudoxos (uno de los más
grandes matemáticos de la Academia,de
quien ya hemos hablado). El calendario julia-
no, que empezaba en el mes de marzo, duró
hasta la reforma del papa Gregorio XII en
1582.
Como ya te he dicho en más de una oca-
sión, no podemos entender a los autores de
la antigüedad si no estamos mínimamente
sumergidos en el contexto de su mundo. Por
esto quisiera terminar esta carta hablándote
del epicureísmo, una escuela que –junto con
la estoica– tuvo un gran papel en la cultura
latina.
Epicuro nació en Samos en el año 342 y
murió en el 271 a.C. En el año 307 se esta-
bleció en Atenas y fundó su escuela en un
jardín de las afueras de la ciudad, en el que
hacía vida en común con sus discípulos. El
Jardín, que es como se llamó la escuela de
Epicuro, tenía fines fundamentalmente éticos
y políticos. Pretendía un retorno a la ciudad
sencilla de Platón, opuesta a la ciudad fastuo-
sa del estado ideal. Rechazaba la autoridad
en favor del consentimiento voluntario a tra-
vés del contrato social. Fue, pues, un precur-
sor de Rousseau, y en cierto modo también
del anarquismo moderno y del movimiento
«hippy» de los años 60. Resulta curioso que,
mientras que Aristófanes ridiculizó a Sócra-
tes, Menandro elogiara a Epicuro. Quizá cons-
tituya el cambio de perspectiva entre la lla-
mada comedia antigua, conservadora, y la
comedia nueva, interiorista y más atenta al
conocimiento emocional del pueblo. Dicho
cambio es un fenómeno ligado a las profun-
das transformaciones sociales que siguieron a
la guerra del Peloponeso.
Epicuro se manifestó contrario a todos los
mitos y supersticiones y aceptó una cosmolo-
gía basada en la de los atomistas. Fue mate-
rialista y mecanicista. Su escuela, a diferencia
de casi todas las escuelas filosóficas de la
antigüedad, era proselitista, dando lugar a
pequeñas comunidades en distintas ciudades,
de una forma en cierto modo parecida a los
primeros cristianos. Las «Epístolas» de San
Pablo guardan cierto paralelismo con las
«Cartas» de Epicuro. Ambas comunidades
llegarían a coincidir en el tiempo y tendrían
problemas parecidos; ambas fueron objeto de
persecuciones. El rasgo característico de los
epicúreos fue considerar el placer como un
bien, aunque haciendo hincapié en el desa-
rrollo de los placeres espirituales.
El epicureísmo ha tenido muy mala prensa
y ello tiene su origen en la época romana,
cuando tuvo un gran impacto en la sociedad
imperial junto con el estoicismo. En algunos
sectores degeneró en puro hedonismo, pero
en otros mantuvo un alto nivel de dignidad.
Los estoicos ilustres como Cicerón criticaron
muy duramente a los epicúreos, tal vez con la
excepción de S éneca. Después de la Edad
Media, el epicureísmo fue rehabilitado por
Gassendi, y posteriormente por muchos otros
autores. El propio Marx hizo su tesis doctoral
sobre la relación entre Epicuro y Demócrito.
Puedes considerar a Epicuro como una es-
pecie de reformador. Su idea fundamental es
el respeto a la libertad individual. Se niega a
admitir que alguien establezca que los hom-
bres hayan de ser de un modo determinado y
que los que no lo sean tengan que cambiar
necesariamente.
Tito Lucrecio nació probablemente el año
99 y murió en el 55 a.C.. Era un patricio ro-
mano muy bien relacionado con las persona-
lidades más destacadas de su época. No olvi-
des que esa época es una de las mejor cono-
cidas de la antigüedad, gracias a los escritos
de grandes autores que han dado testimonio
de su tiempo, y cuyas obras han llegado, por
suerte, hasta nosotros. Las obras que hacen
referencia a los tres siglos que van desde el
final de la república al emperador Adriano
han sido objeto de reflexión por parte de filó-
sofos, moralistas y poetas de todas las épo-
cas.
Lucrecio parece haberse mantenido al
margen de la política, dedicando preferente-
mente su atención a la literatura y la filosofía.
Como otros contemporáneos suyos, puso fin
a su vida por propia voluntad. Después de su
muerte se publicó su obra «De rerum natu-
ra», que lo haría célebre para toda la posteri-
dad. Volviendo al estilo del viejo Empédocles,
la obra fue escrita en verso, y constituye el
último poema sobre la naturaleza entre los
muchos que se escribieron en la antigüedad
clásica desde Anaximandro. Al margen de su
valor filosófico, hoy se la considera una de las
mejores muestras de literatura latina.
En su obra, Lucrecio opone la filosofía a la
superstición y a la religión. Manifiesta un
amor apasionado a la verdad y un notable
optimismo en relación con el triunfo final de
la libertad de pensamiento. En su doctrina es
un seguidor de Epicuro y, debido a ello, su
obra es una magnífica fuente de Demócrito, a
quien sin embargo sólo nombra de paso.
También se detecta una cierta influencia de
Aristóteles y de Platón. Una muestra de ello
son las tres clases de alma: «animus, mens
et anima» (espíritu, inteligencia y principio
vital). Considera el principio vital como algo
material y constituido por átomos muy pe-
queños, dispersados por todo el cuerpo. Nos
habla de un «aura» que puede corresponder
al pneuma, y de una especie de calor vital,
del que más tarde nos hablará Galeno. La
conciencia la determinan los átomos más pe-
queños. También hay una versión atomista
de la teoría hipocrática de los humores y un
ataque radical a la inmortalidad platónica del
alma. Es interesante su explicación de la per-
cepción sensorial, en la que supone un mo-
vimiento material desde el objeto al sujeto;
ello determinaría un segundo envío, aún más
sutil, desde los sentidos al cerebro, dando
lugar a las imágenes y a la fantasía.
A Lucrecio se debe la supervivencia del
atomismo durante toda la Edad Media. Es la
fuente que alimentará el atomismo en el Re-
nacimiento y en la revolucióncientífica del
siglo XVII. Acudirán a él los librepensadores
del siglo XVIII y, tal vez gracias a él, Dalton
hallará la que hoy llamamos «teoría atómi-
ca», capaz de explicar los extraordinarios
progresos experimentales de la química del
siglo XIX.
Estamos llegando al final de una historia
que espero te haya interesado y te haya
hecho reflexionar. Para mí es la historia de un
fenómeno cultural extraordinario, que no po-
demos ignorar si queremos entender de for-
ma apropiada el fenómeno científico. Para
despedimos de la antigüedad clásica, a la que
de todos modos no dejaremos de hacer alu-
siones, quisiera transcribir aquí un fragmento
de la última parte de «De rerum natura»,
seguido de otro mucho más antiguo de la
«Historia de la guerra del Peloponeso» de
Tucídides. Ambos hacen referencia a la epi-
demia de Atenas en el inviemo del 431 al 430
a.C.. La epidemia ha sido identificada como
peste bubónica, tifus exantemático y también
como viruela. En calquier caso, es la primera
descripción detallada de este tipo y hay una
abundante bibliografía sobre el tema. Añadiré
que la fuente de Lucrecio es Tucídides y que,
si hubiera de escoger entre las dos versiones,
me quedaría sin duda con la más antigua.
«Así pues, de repente este azote de nueva
clase y esta epidemia, o se abate sobre las
aguas o se asienta sobre las propias mieses,
o sobre otras sustancias que alimentan a los
hombres, o sobre los pastos de los rebaños.
O también su actividad permanece suspendi-
da en la atmósfera y, como al respirar traga-
mos un aire así contaminado, también nece-
sariamente hemos de absorber en nuestro
cuerpo aquellos venenos. De un modo pare-
cido, la peste llega con frecuencia a los bue-
yes y el contagio toca a los errantes rebaños
lanudos. Y da igual que seamos nosotros los
que voluntariamente llegamos a lugares que
nos son adversos mudándonos de casa o que
sea la naturaleza la que nos traiga ella misma
una atmósfera corrupta o cualquier otra sus-
tancia, a la que no estamos habituados y que
puede atacarnos con su llegada repentina.»
(Lucrecio, De Rerum Natura, libro VI,
1125-1135)
«Pero lo más terrible de toda la enferme-
dad era el descorazonamiento del que se sen-
tía enfermo –porque, librando en seguida su
espíritu a la desesperación, se abandonaban
mucho más fácilmente y no intentaban resis-
tir– y también el hecho de que, contagiándo-
se unos al atender a otros, morían como ove-
jas. Y esto es lo que causaba mayor mortan-
dad. Porque si por miedo no querían visitarse
unos a otros, los enfermos morían abandona-
dos, y muchas casas se vaciaron for falta de
alguien que les atendiera. Y si se visitaban,
sucumbían, sobre todo los que hacían gala de
humanitarismo, porque por motivos de honor
no se protegían ellos mismos y entraban en
casa de sus amigos cuando los propios fami-
liares, vencidos por los excesos del
mal, acababan cansándose de los lamentos
de los moribundos. Con todo, eran los que se
habían salvado de la enfermedad los que más
se apiadaban del que moría y del enfermo,
porque tenían experiencia y ya se sentían
seguros. Y es que el mismo hombre no era
atacado dos veces, al menos con efecto mor-
tal. Recibían las felicitaciones de los demás y
ellos mismos, en el exceso de la alegría del
momento, tenían de cara al futuro la vana
esperanza de que ya no morirían nunca de
otra enfermedad.»
(Tucídides, Historia de la Guerra del Pelo-
poneso, libro II, cap. LI, 4-6)
Afectuosamente,
20. EL FINAL DE LA CULTURA CLÁSICA
Begues, 1 de noviembre de 1983
Querida Nuria:
Con la caída del Imperio romano de Occi-
dente termina la antigüedad clásica y empie-
za la Edad Media. El cambio no se produjo
repentinamente y, desde la perspectiva ac-
tual, se ven signos de decadencia a partir del
siglo II. Ya te hice notar que el propio pen-
samiento de Galeno diverge mucho más de lo
que él creía con respecto a la trayectoria de
la ciencia positiva. Pero Galeno estaba aún
más lejos de su tiempo que de la ciencia.
Quizá por eso impresionó tan poco a sus con-
temporáneos como filósofo.
A la época del libro de texto le sigue la de
los comentaristas, que durará hasta el Rena-
cimiento. En los comentarios a los libros anti-
guos se puede distinguir, por una parte, un
reforzamiento del criterio de autoridad, y con
él una especie de culto al saber dogmático;
por otra parte, también percibimos la preocu-
pación del autor por disimular su propio pen-
samiento, lo cual nos da indicios del temor de
topar con la docrtina oficial y la censura. Con
alguna excepción, esto es característico del
fin del imperio romano y de toda la alta Edad
Media, tanto en los cristianos como en los
mahometanos. Además, a los comentaristas
se les nota una creciente falta de interés por
el estudio directo de la naturaleza y una afi-
ción puramente erudita que evoluciona, al
menos desde nuestro punto de vista, hacia
excesos de fantasía y puerilidad. Creo que
este cambio, que se detecta perfectamente
en los escritos que han llegado hasta noso-
tros, refleja la mentalidad predominante en la
época. Comparada con la fuerza creativa de
tiempos anteriores, casi produceangustia.
Quizá te ayudará a comprender lo que quiero
decir una comparación entre la «Historia Na-
tural» de Plinio (siglo I), que no es ninguna
maravilla, y «Sobre las costumbres de los
animales» de Eliano (siglo III). El primero
recoge cosas verdaderas y probablemente
comprobadas, junto con las relatadas por
otros autores (tal vez sin suficiente sentido
crítico, pero guiado siempre por un interés
por conocer la realidad de las cosas). En el
segundo, el interés de las anécdotas recogi-
das se encuentra en lo que puedan tener de
edificante para el hombre, es decir, en la
«moraleja». Hasta los animales más insignifi-
cantes están imbuidos de una reverencia casi
personal hacia el Creador. Tanto es así que,
aunque Eliano fuera un autor pagano, fue
ampliamente utilizado a lo largo de la Edad
Media como fuente de inspiración de sermo-
nes piadosos, en los que muchas veces no se
hacía otra cosa que sustituir en cada relato
los nombres de la mitología romana por los
de los santos.
Se ha dicho que el cambio de mentalidad
ocurrido en Occidente fue determinado en
gran parte por la expansión del cristianismo.
Yo más bien sospecho que ocurrió al revés:
fue la actitud mental del mundo romano al
final del siglo III lo que propició el triunfo del
cristianismo.
Hay una escuela filosófica, la última de la
antigüedad clásica, que tuvo muchos adeptos
en la época que estamos tratando. Se trata
del neoplatonismo, fundado por Ammonio
Saccas en Alejandría en el siglo III. Saccas
era un apóstata y la escuela que estableció
era de tipo hermético, al estilo de la de los
viejos pitagóricos. Uno de sus discípulos, lla-
mado Plotino (204-270), romano de naci-
miento, llevó el neoplatonismo a la capital
imperial. Desde allí se extendió a casi todo el
mundo pagano.
Se podría decir que el neoplatonismo sólo
ejerció un efecto sobre el pensamiento histó-
rico natural de la antigüedad: fomentar su
decadencia. No nos interesa extendernos aquí
sobre su contenido filosófico. Para satisfacer
tu curiosidad te diré simplemente que incluye
tanto ideas platónicas como aristotélicas,
además de una gran influencia de diversas
religiones. Presenta una cosmología antropo-
céntrica: el Universo ha sido creado para el
hombre. En cuanto a la ética, la toma prácti-
camente intacta de los estoicos. La idea pla-
tónica se identifica con la forma aristotélica y
es independiente de la materia. El alma se
libera del cuerpo por la muerte.
Esta es la sinopsis de la doctrina que en el
siglo IV rivalizó seriamente con el cristianis-
mo. Alcanzó su máxima influencia con el em-
perador Juliano el Apóstata, pero el cristia-
nismo la erradicó durante ese mismo siglo
con los emperadores Valentiniano y Teodosio.
Es el fin de la escuela alejandrina, con el ase-
sinato de Hipatia que ya te he relatado en
una carta anterior.
Un mundo como el que intento describirte
había de ser forzosamente hostil al desarrollo
del pensamiento científico. Pese a ello, no
conocemos con certeza las verdaderas causas
del fin de la cultura que llamamos clásica, y
de la consiguiente desaparición de la ciencia
antigua. Podemos decir simplemente que
coincide con un desastre histórico como es la
caída de Roma.
Parece que Roma nunca fue consciente de
su decadencia, y menos aún de la proximidad
de su fin. Se ha escrito mucho a este respec-
to, y desde puntos de vista muy diversos: la
invasión de los bárbaros, la degradación mo-
ral de la sociedad, la disminución de la natali-
dad, las epidemias e incluso el mismo cristia-
nismo. John Bernal, físico e historiador britá-
nico contemporáneo, como otros autores
marxistas, da mucha más importancia al in-
evitable colapso económico de una socidad
basada en los esclavos, los grandes latifun-
dios y un enorme ejército que cada vez debía
proporcionar más esclavos y riqueza ajena,
muy difícil de organizar y de mantener sólo
para la propia defensa. En cualquier caso, la
Edad Media no mejoraría demasiado el siste-
ma económico, ni en el Islam ni en la zona
cristiana, y la esclavitud seguiría hasta el si-
glo XIX.
Bien mirado, la ciencia alejandrina, consi-
derada dentro de su tiempo, fue un fracaso.
La propia medicina griega no deja de ser, en
la práctica, una especie de «meditatio mor-
tis». Todo lo que ahora nos maravilla, al dar-
nos cuenta de su importancia para lo que
habría de venir luego, debió tener la aparien-
cia de una cosa tan trivial como los espejos
de Arquímedes intentando detener a las na-
ves romanas. Los avances técnicos seguían
produciéndose lentamente, y con indepen-
dencia de lo que hoy consideramos la revolu-
ción cultural de la antigüedad clásica. Fue
esta misma revolución cultural la que acabó
llevando a una concepción ética y una con-
cepción política que también se pueden con-
siderar fracasos. Las nuevas corrientes con
capacidad para levantar a las masas y produ-
cir grandes cambios sociales volvieron a to-
mar como fundamento la fe religiosa, la auto-
ridad, la superstición y el inmenso potencial
de miedo que hay en la naturaleza humana,
es decir, todas aquellas cosas que el pensa-
miento griego había intentado destruir al ini-
ciar una maravillosa aventura intelectual, a la
que la época que estamos describiendo se
encargó de poner fin.
En la tragedia griega, la catástrofe es un
infortunio que pone fin al argumento repenti-
namente y que puede tener envergadura va-
riable. Puede tratarse de la muerte del héroe,
víctima de las circunstancias y del destino, de
la destrucción de una ciudad entera o incluso
de toda una civilización. Así ocurrió en el caso
al que nos referimos. Pero, igual que en los
demás, el resto de los hombres sigue su ca-
mino, aunque tal vez miserablemente.
La gran catástrofe final sería la destrucción
de toda la Humanidad. La obsesión por esta
eventualidad ha torturado a muchos hombres
desde la antigüedad e incluso ha participado
en el desarrollo del pensamiento científico.
Recordarás que en el pensamiento de Anaxi-
mandro puede encontrarse una base para el
catastrofismo, quizá no demasiado diferente
de la que se encuentra en todas las mitologí-
as y en algunos pasajes del Antiguo Testa-
mento. El catastrofismo como teoría científica
termina en el siglo XIX, con Cuvier, pero hoy
en día vuelve a estar de moda en el pensa-
miento de la gente. Por eso he querido con-
cluir esta carta tratando un poco este tema.
De paso, servirá para enfatizar el fin del pe-
riodo clásico y el inicio de la Edad Media.
Empezaré diciéndote que, a todo lo largo
de la historia de la Tierra, los fenómenos de
tipo catastrófico parecen haber tenido un al-
cance limitado y cabe esperar que las cosas
sigan del mismo modo en el futuro. Pese a
ello, como bien sabes, en todo el mundo hay
una gran sensibilización frente a la posibilidad
de desastres definitivos.
El año 1981 se vendieron en Francia más
de trescientos mil ejemplares de los «Siglos»
de Nostradamus. Este fue un célebre astrólo-
go de la corte de Enrique II, en el Renaci-
miento. Fue una de esas personalidades ex-
travagantes que han existido en todas las
épocas de grandes cambios sociales o, al me-
nos, que han tenido una influencia particu-
larmente intensa en dichas épocas. Cagliostro
y el propio Paracelso son figuras de este tipo.
Sus coetáneos más prestigiosos (y no preci-
samente reaccionarios) los han tratado siem-
pre con dureza. Por ejemplo, Fernel fue im-
placable con Nostradamus. Ha sido habitual
que este tipo de personajes hayan sido más
tarde mitificados: por ejemplo, Goethe pone
en manos de Fausto el libro de Nostradamus.
Y ahora, cinco siglos después, el hombre con-
temporáneo, el mismo que ha contemplado el
salto a la Luna y utiliza ordenadores y avio-
nes supersónicos, se emociona leyendo las
predicciones del libro de Nostradamus sobre
el futuro que nos espera.
Sobre los diferentes aspectos del catras-
trofismo se podrían escribir gruesos volúme-
nes sin llegar a agotar el tema. Sin duda es
un fenómeno cultural y sociológico importan-
te. Otra cosa es si merece algún crédito de
cara a la posibilidad de predecir catástrofes
objetivas. De todos modos, hay que recono-
cer la existencia de una conexión remotísima
con fenómenos reales.
Un ejemplo de catástrofe, que nos enseña
cómo surgen estas convicciones y cómo lle-
gan a perdurar, es el caso de la Atlántida.
Quisiera presentártelo como un modelo real-
mente interesante.
La primera versión de la Atlántida se debe
a Solón, uno de los legendarios siete sabios
de la Grecia antigua. Todavía es una figura
llamativa para el hombre de hoy, como un
viejo modelo de sabio paternal y simpático.
Intentó regular las
costumbres de los atenienses con sus cé-
lebres leyes. Una vez que consiguió promul-
garlas, sabiendo lo difícil que es contentar a
todo el mundo, tomó el tráfico marítimo como
pretexto para un viaje y se despidió por diez
años. En Egipto oyó a los sacerdotes de Sais
el relato sobre la Atlántida. Se propuso darlo
a conocer a los griegos mediante un poema,
pero lo inició en la vejez y la magnitud de la
obra le impidió sacarla adelante.
Más tarde, Platón, cuatro siglos a.C., tam-
bién se sintió cautivado por el tema de la
Atlántida, posiblemente a través de una ver-
sión egipcia, e inició un poema extraordinario
que dejó a medio escribir para ponerse a tra-
bajar en las «Leyes». Además del preámbulo
del «Atlántico», hay un pasaje alusivo en el
«Timeo», del que aquél había de ser conti-
nuación.
Veinticinco siglos más tarde, ambos pasa-
jes inspiraron a nuestro Verdaguer a escribir
lo que la vejez impidió a Solón (pese a que
éste dejara dicho que la vejez le había dado
un delicioso tiempo libre, tanto para aprender
cosas nuevas como para disfrutar de todo lo
que alegra el corazón de los hombres).
Todos hemos oído decir que la explosión
del Krakatoa ha constituido una de las mayo-
res catástrofes de los tiempos históricos. Ha
habido otra del mismo tipo, pero aún mayor.
En la parte meridional del mar Egeo hay una
pequeña isla llamada Thera. Tiene forma de
media luna con los cuernos mirando hacia el
oeste. En realidad se trata de un gran cráter
volcánico. Las excavaciones han puesto de
manifiesto que, alrededor del año 1470 a.C.,
esta isla era mucho mayor y en ella se desa-
rollaba con esplendor uno de los centros prin-
cipales de la cultura minoica, unos cien kiló-
metros al norte de la isla de Creta, en la que
se encontraba el foco principal de dicha cultu-
ra. Thera explotó como el Krakatoa, pero con
una fuerza cinco veces superior. Todo quedó
destruido y el maremoto subsiguiente devas-
tó todo el litoral de Creta.
Los historiadores sabían desde hace tiem-
po que la civilización minoica terminó repen-
tinamente, pero hasta las relativamente re-
cientes excavaciones de Thera no se habían
podido averiguar las causas. La civilización
griega tardaría mil años en alcanzar de nuevo
un nivel comparable.
Es probable que la explosión de Thera no
causara tantas muertes como la del Krakatoa,
simplemente porque la densidad de población
era mucho menor, pero en cambio constituye
la única explosión vocánica que ha destruido
no sólo unas ciudades sino toda una cultura.
Es posible que los egipcios contemporá-
neos de la civilización minoica registraran la
explosión de Thera de una forma relativa-
mente confusa. Casi milaños más tarde, los
griegos recogieron dicha narración. Es proba-
ble que, al hacerlo, no pudieran creer que en
el mar Egeo, en un sitio donde sólo había
islas minúsculas, pudieran haber prosperado
las grandes ciudades de las que hablaban los
egipcios. Si además pensamos que su inten-
ción al recoger la historia era fundamental-
mente moralizadora, entenderemos que la
situaran en un lugar remoto como el océano
occidental, llamando Atlántida a la ciudad
destruida. Como consecuencia, muchas per-
sonas han llegado a creer que el Atlántico es
el lugar donde se hundió un continente ente-
ro, perdiéndose con él toda una civilización.
La Geología moderna ha dejado bien claro
que no hay ningún continente hundido en el
Atlántico y que América se ha ido alejando de
Africa y de Europa por un fenómeno llamado
separación de plataformas tectónicas.
La ficción de la Atlántida puede haberse
basado en la auténtica destrucción de una
pequeña isla, como acabamos de señalar,
pero el papel que ha jugado y seguirá jugan-
do el mito de la Atlántida no tiene nada que
ver con la realidad. Estoy totalmente conven-
cido de que el conocimiento de la realidad
nunca llegará a impedir que muchas personas
sigan creyendo en una pura ficción.
En Occidente, el catastrofismo ha estado
fuertemente inspirado por los libros del Gé-
nesis que hablan del Diluvio. Científicamente,
la historia de Noé se ha relacionado con una
gran inundación del valle del Tigris y el Eufra-
tes, acontecida hacia el año 2800 a.C. Tam-
bién conocemos la influencia que han ejercido
las profecías de Daniel y el Apocalipsis, que
en determinadas circunstancias incluso han
desencadenado fenómenos de histeria colec-
tiva. Sin duda en los años que han de trans-
currir hasta el fin de este siglo se manifesta-
rán de un modo u otro aprensiones parecidas
a las que sufrió el mundo cristiano al llegar el
primer milenio de nuestra era. De todos mo-
dos, hay que tener en cuenta que hoy en día
este tipo de sentimientos son mucho más
fuertes y frecuentes en los no cristianos, ex-
ceptuando los adventistas y algún otro grupo
reducido. La verdad es que razonablemente
uno no puede preocuparse de otras catástro-
fes que no sean las que puedan originarse en
los propios hombres, frente a las cuales mu-
chas veces parece que no se pueda hacer
nada. Confío en que éste no será el caso de
nuestro futuro. Espero que ni siquiera caiga-
mos en un piélago en el que permanezcamos
miserablemente durante unos cuantos siglos,
es decir, que no repitamos un fenómeno co-
mo el fin de la cultura clásica."
Afectuosamente,
En 1993, el autor de este libro organizó un
seminario sobre «La Catástrofe y el Catastro-
fismo» en la Universidad de Barcelona. Los
textos de las distintas ponencias se publica-
ron en 1995 con el mismo título. La publica-
ción fue obra de Viena Serveis Editorials S.
1., bajo el auspicio del Departament de Cul-
tura de la Generalitat de Catalunya. Constitu-
yen una perspectiva del tema desde el punto
de vista de diferentes campos del saber
21. Los «REYES GODOS»
Begues, 27 de noviembre de 1983
Querida Nuria:
La carta de hoy podríamos empezarla
hablando de los «reyes godos». Por supuesto,
eso no significa nada para tí, ya que en tu
infancia te dieron una versión muy aligerada
de la historia de España. Pero durante mu-
chas generaciones, incluida la mía, era habi-
tual que los niños recitaran como loros una
lista de treinta y cuatro reyes godos que em-
pezaba con Ataúlfo y terminaba con Don Ro-
drigo. Estaba llena de nombres exóticos y
sonoros como Wamba y Chindasvinto. Curio-
samente, estos nombres estaban ligados a un
conjunto de hechos que uno, en su interior,
difícilmente asociaba con la realidad de nues-
tro pasado. Pues bien: algo parecido puede
ocurrirte a tí al leer esta carta y situarla de-
ntro de la perspectiva general de la Historia
de la Ciencia.
Durante los siglos III y IV menudean los
desórdenes en todas las ciudades del Imperio
romano. Hay una inflación galopante, unida a
una asfixiante presión del fisco, todo ello
acompañado del empobrecimiento de las pro-
vincias. Por otra parte, las tribus bárbaras del
norte, cristianizadas y más o menos romani-
zadas, hacen incursiones cada vez más serias
y más difíciles de contrarrestar. Ya sabemos
que esto conduciría al fin del Imperio romano
de Occidente en el siglo V. El Imperio de
Oriente, separado definitivamente después de
Teodosio, aún duró mil años.
En el Occidente europeo, la situación pron-
to se hizo tan enrarecida que originó una
verdadera diáspora de los núcleos importan-
tes del saber. En Oriente, en cambio, durante
el último periodo de la antigüedad aún sur-
gieron escuelas dispersas parecidas al Museo,
entre las que podemos citar Antioquía, Edesa
y otras poblaciones de la antigua Mesopota-
mia. Fue sobre todo en estos lugares donde
se conservaron copias de los manuscritos de
la Biblioteca de Alejandría, experimentando
durante los siglos V y VI un cierto resurgi-
miento cultural que tuvo un papel importante
para la Historia de la Ciencia. También hay
que tener en cuenta los textos alejandrinos
conservados en Bizancio.
Por otro lado, y para que puedas orientarte
dentro del panorama que trato de describir,
te diré que la Galia occidental e Irlanda fue-
ron los países bárbaros que dusfrutaron de
mayor tranquilidad al comienzo de la Edad
Media. Conservaron relativamente la tradición
clásica y sirvieron de refugio a muchas per-
sonas,procedentes de regiones del imperio
que atravesaban situaciones tumultuosas. De
ahí que esas zonas, y especialmente Irlanda,
registraran un cierto florecimiento cultural
durante la Alta Edad Media.
En mi opinión, en el Occidente latino, el
periodo comprendido entre los años 400 y
1000 es una auténtica inmersión en las tinie-
blas. Entenderás que deje al margen deter-
minados pensadores del cristianismo primiti-
vo, como Tertuliano (150222), Lactancio
(260-340), San Jerónimo (340-420) y San
Agustín (354-430), llamados Padres de la
Iglesia. Su influencia fue grande en muchos
aspectos, y totalmente desfavorable para el
desarrollo de las ciencias naturales: no sólo
porque no aportaron nada, sino porque se
esforzaron en estimular otros aspectos de la
actividad intelectual, totalmente incompati-
bles con la actitud científica.
La Edad Media dura hasta el siglo XV y en
el Occidente latino se produce un cambio muy
importante hacia el siglo XII, al empezar la
llamada Baja Edad Media. Este cambio nos
interesa de cara al desarrollo histórico de la
ciencia en Occidente y podemos definirlo a
través de dos fenómenos: la influencia árabe
y el escolasticismo. Has de saber que en la
Alta Edad Media predominó la influencia pla-
tónica, reafirmada por los propios Padres de
la Iglesia. La cosmología de esa época es la
del «Timeo». Hay que tener en cuenta que
entonces las únicas obras de Aristóteles co-
nocidas en Occidente eran los tratados de
lógica; por tanto, las obras aristotélicas de
mayor interés científico eran desconocidas. La
supervivencia de Aristóteles durante la Edad
Media se debió sobre todo a Boecio (480-
524), el último gran pensador clásico.
Hacia el año 500, Marciano Capella sumi-
nistra a la cultura de la época una célebre
enciclopedia elemental de las siete artes libe-
rales: gramática, dialéctica, retórica, geome-
tría, aritmética, astronomía y música. Esta
clasificación no es original, ya que podemos
encontrarla en Varrón, pero refleja el deside-
ratum de la cultura en el Occidente europeo a
lo largo de casi toda la Edad Media. La cos-
mología es de filiación neoplatónica. Además,
parece que en esta época era relativamente
conocida la «Historia Natural» de Plinio. Tam-
bién sobrevivieron diversas tradiciones médi-
cas, mantenidas a través de libros apócrifos
atribuidos a Dioscórides, Hipócrates y Apule-
yo.
Me atrevo a afirmar que los autores de
más valía de esta época son Casiodoro (490-
585) y San Isidoro de Sevilla (560-636). Las
«Etimologías» de este último probablemente
constituyen la mejor expresión del saber de
la época y tuvieron una difusión amplísima
durante siglos. Otros sabios medievales fue-
ron los ingleses Beda (673-735) y Alcuino
(735-804) y el alemán Rabanus Mauro, lige-
ramente
posterior. De todos modos, ninguno de
ellos llegó a elaborar un sistema natural de
conocimientos, sino más bien un tapiz hecho
de retales.
Es curioso que durante los siglos VI y VII
se registre en todo Occidente una gran co-
rriente astrológica. Como sabes, la astrología
era un fenómeno paracientífico, originado
probablemente en Babilonia, que resurgió en
la segunda mitad del Imperio romano. Dicho
resurgimiento continuó durante la Edad Media
y se intensificó en la época de la que estamos
tratando. En otra carta veremos que en el
Islam se produjo un fenómeno paralelo. La
magia también tuvo una gran vigencia duran-
te la Edad Media. En un principio, la magia no
fue rechazada por el cristianismo. En cuanto
a la astrología, el cristianismo no la condenó
formalmente hasta el concilio de Trento.
Durante el siglo IX, el Occidente europeo
experimentó un renacimiento centrado en la
figura de Carlomagno. Se trata de un intento
de restaurar el orden basándose en el Impe-
rio romano (lo cual contribuyó a la conserva-
ción de los escasos textos antiguos disponi-
bles). No es un renacimiento significativo pa-
ra la historia de la ciencia y en términos ge-
nerales podemos decir que la corte de Carlo-
magno estaba constituída por un puñado de
analfabetos. Además, después de la muerte
de Carlomagno se llega al periodo más oscuro
de toda la Edad Media. El siglo X es un siglo
de guerras, de destrucción y de una miseria
terrible, material e intelectual. Las gentes de
esta época permanecen inmersas en una es-
pecie de delirio de crueldad y estupidez. Los
cronistas y las actas de los Concilios de la
Iglesia sólo nos hablan de desolación y de
muerte. Por ejemplo, en las del Concilio de
Crosley se dice que los hombres son como
peces hambrientos que constantemente se
devoran unos a otros, y que en todas partes
los poderosos oprimen brutalmente a los dé-
biles. La propia clerecía es ignorante y disolu-
ta. Los hombres puros de esta época sólo se
sienten reconfortados por una esperanza:
salvar el alma. Los monasterios constituyen
el único refugio seguro y el único remanso de
paz.
Una de las figuras que considero intere-
sante y significativa para el panorama que
quiero trazarte acerca de esta época es San
Odón. Éste fue uno de los fundadores de la
orden de Cluny, que llegó a tener gran impor-
tancia en el mundo cristiano al establecerse
la primacía absoluta del papa de Roma, y
secundariamente en el fenómeno de las ver-
siones latinas de traducciones árabes de au-
tores antiguos. A San Odón le gustaban los
versos de Virgilio y, quizá dando cabezadas
sobre un libro, tuvo una extraña visión: de
una copa de forma admirable empezaron a
salir serpientes amenazadoras que poco a
poco lo rodearon. Era sin duda un grito de
alerta por el riesgo que representaba su afi-
ción a los poetas profanos.
Supongo que te acordarás de la «Marca
Hispanica», dentro de las tierras en las que
empezó a configurarse nuestro pais. En el
siglo X florecieron bellísimos monasterios,
que todavía hoy admiramos, rodeados de un
paisaje que ha conquistado para siempre
nuestro corazón. Estas tierras vivieron una
época relativamente tranquila y además es-
tuvieron en contacto con la España musulma-
na. Es aquí donde se desarrolla la fantástica
historia del monje Gerbert que, procedente
de Auvernia y acompañado de nuestro conde
Borrell II, viajó a la Marca impulsado por un
afán de aventura y sabiduría. En Ripoll tuvo
conocimiento de la sabiduría del Islam y ello
lo animó a inflitrarse hasta Toledo. Allí, des-
pués de seducir a la hija de su maestro mu-
sulmán, sustrajo el libro mágico que éste
guardaba bajo la almohada mientras dormía
y huyó a tierras cristianas. Fue perseguido y
sólo pudo escapar pactando con el diablo.
Pasó por la Marca, volvió a la Galia y años
más tarde llegó a ser el papa Silvestre II. La
figura de este fraile convertido en Papa fue
muy discutida e, incluso después de su muer-
te (1003), fue acusado de haber tenido trato
con el diablo".
La leyenda que acabo de relatarte fue es-
crita por un tal Vicente de Beauvais (1264),
en un libro titulado «Speculum historiae». Un
ejemplar de este libro fue regalado al rey
Alfonso X el Sabio por su pariente el rey San
Luis de Francia. Es todo un símbolo que pue-
de servir para recordar que, en Occidente, el
fin de la Alta Edad Media es anunciado por el
ruido de los árabes.
Afectuosamente,
22. EL ISLAM ENTRA EN ESCENA
Begues, 8 de diciembre de 1983
Querida Nuria,
Parece fuera de duda que durante la pri-
mera parte de la Edad Media el nivel intelec-
tual se mantuvo mucho más alto en los paí-
ses del Oriente medio que en el Occidente
europeo. Supongo que sitúas correctamente
el periodo que corresponde a lo que llama-
mos Edad Media. Conviene que sepas que
algunos historiadores lo sitúan entre la muer-
te de Teodosio el Grande (395) y el descu-
brimiento de América
11
. Esta historia del monje Gerbert parece
ser totalmente falsa. El viaje a la Marca his-
pánica sí que está documentado, pero no pa-
só de Vic y Barcelona. Actualmente su figura
ha sido revalorizada como Papa y como nun-
cio del renacimiento cristiano del siglo XIII.
(1492). Teodosio dividió definitivamente el
Imperio romano, al dejar la parte oriental a
su hijo Arcadio y la occidental a su otro hijo,
Honorio. Para que puedas atar cabos, añadiré
que este último fue cuñado del primero de los
llamados reyes godos de España, a los que de
algún modo estaba dedicada la carta anterior.
Otros eruditos han tomado como referencia la
caída de Roma (410) y la de Constantinopla
(1453). De hecho, entre uno y otro criterio no
hay gran diferencia.
Me fastidia pasar tan rápido por el aconte-
cimiento que representa la mencionada caída
de Roma en manos de Alarico, y con ella el
fin del llamado Imperio de Occidente. Obvia-
mente intento no detenerme más de la cuen-
ta en cosas que nos apartarían de nuestro
objetivo. De todos modos, quizá sea intere-
sante que te fijes en el hecho de que la Edad
Media no empezó con la caída de Roma, sino
que Roma cayó en poder de los bárbaros
porque ya había empezado la Edad Media.
Estamos ante una organización social que no
cambiará hasta la baja Edad Media: el cam-
pesino está irremisiblemente atado a su tierra
y a su terrateniente, igual que el artesano a
su gremio. Uno nace atado a su propio desti-
no y éste es imposible de cambiar. Quien
abandona el campo o el taller es perseguido
por la justicia y no encontrará trabajo en nin-
guna parte. El rico ha de seguir pagando im-
puestos aunque se arruine y, si no lo hace,
tendrá que ir a la cárcel. El antiguo ordena-
miento jurídico de los romanos, que hacía de
cada ciudadano un protagonista de la histo-
ria, ha terminado.
La influencia germánica sobre la Roma de
los últimos tiempos es enorme, especialmen-
te en el ejército; los propios generales bárba-
ros que la invadieron eran antiguos aliados.
El último gran defensor de Roma también era
bárbaro. Roma cayó sin combate y por eso
Alarico prohibió a sus soldados que entraran
en ella. Fue el propio Alarico, solo y desar-
mado, quien pidió al Senado que destituyera
a Honorio. La petición fue aceptada al instan-
te. Pero como Honorio hizo caso omiso, al
cabo de un año Alarico volvió con su ejército
y con menos contemplaciones. De todos mo-
dos, ten en cuenta que para los propios bár-
baros Roma era un mito alimentado a lo largo
de muchas generaciones: es posible que co-
rrieran sin aliento por las calles de Roma,
asombrados de su propia audacia.
La hermana del emperador Honorio, que
sin duda era una mujer de coraje (y además
una de esas mujeres que hacen volver cabe-
zas por donde pasan) acompañó al propio
Alarico en la expedición a África y, si Alarico
no hubiera muerto, probablemente habría
acabado por convertirse en su mujer. Entre-
tanto fue amante de Ataúlfo, pariente de Ala-
rico y, según parece, un tipo de buena plan-
ta. Más tarde ambos vinieron a Barcelona y él
le dijo aquello tan bonito de «Tibi dabo» (pe-
ro, quién sabe, lo mismo nada de eso es cier-
to). A la muerte de Ataúlfo, Gala Placidia vol-
vió a Roma y aúnmandó mucho. Bien, supon-
go que con todo esto te habrás hecho una
idea acerca del final tan parecido que tienen
muchas cosas, tanto si son grandes como
pequeñas.
En el Imperio de Oriente se hablaba y se
escribía el griego, pero la lengua fue evolu-
cionando y muy pronto el griego clásico sólo
fue accesible a las clases más cultas. De ellas
surgió algún comentarista de Platón y de
Aristóteles, pero su idea fija era la teología:
obviamente, los libros de los antiguos griegos
no les eran de gran utilidad. En Bizancio la
medicina se profesionalizó mucho y, a pesar
de conservar un nivel relativamente alto en el
orden práctico, escapó de las esferas cultas
de la sociedad. Resulta muy sorprendente
que el hilo que nos llevaría a la revolución
científica desde la antigüedad clásica pasara
por Bizancio debido a una herejía. Me refiero
a los seguidores de la doctrina del patriarca
de Constantinopla Nestorio, que fue declara-
da herética. Al decretarse la persecución de
los nestorianos, la mayoría de ellos se exilia-
ron. Las familias nestorianas se dispersaron
por la antigua Mesopotamia, Siria, Persia,
China e incluso India. Cuando los jesuitas
fueron a predicar a China en el siglo XVII,
aún encontraron patriarcas de la iglesia nes-
toriana, descendientes de los antiguos fugiti-
vos de Bizancio.
En el sudeste de Persia, en la época de
que estamos hablando, tuvo lugar un floreci-
miento cultural importante. Su centro era
Gondisapur, la capital de los reyes sasánidas,
que fueron los que sucedieron a los partos.
Allí fue a parar lo mejorcito de los nestoria-
nos, que contribuyeron decisivamente al cita-
do renacimiento cultural.
Los reyes sasánidas desaparecieron con la
invasión musulmana, pero no así los nesto-
rianos, que constituyeron la verdadera co-
nexión entre el mundo antiguo y el Islam. La
mayoría de los escritores nestorianos domi-
naban el griego, el sirio y el persa. Conocían
bien a Hipócrates y a Aristóteles y también a
Platón, Euclides, Arquímedes y Tolomeo.
¡Ay, Nuria! Estamos llegando a aquel mo-
mento de la historia de Occidente en que los
musulmanes se lanzaron a la calle. Salieron
del desierto y no tenían como base cultural
otra cosa que su lengua, su religión y su mú-
sica. Además eran proselitistas violentos: o
crees o mueres. Afortunadamente, también
tuvieron líderes muy despiertos, y gracias a
ellos respetaron las instituciones y la cultura
de los pueblos que llegaron a dominar. Más
aún, fueron capaces de asimilar dicha cultura
con una rapidez tan extraordinaria, que algu-
nos autores la han comparado con la asimila-
ción de la cultura occidental por los japoneses
en los tiempos modernos. De hecho la me-
trópolis nestoriana de Gondisapur se convirtió
en el primer gran centro científico del nuevo
imperio musulmán.
El primer periodo del imperio musulmán
fue presidido por la casa de los Omeyas (661-
749). Durante este periodo los sabios nesto-
rianos, en especial los médicos, se traslada-
ron a Damasco. Allí fueron a parar también
una serie de judíos. Unos y otros adoptaron
con frecuencia nombres árabes. Con la llega-
da de los Abbasidas (750), se alcanzó el mo-
mento de mayor esplendor, poder y prosperi-
dad del Islam, pero culturalmente fue el pe-
riodo en el que hubo mayor absorción de sa-
ber griego y sirio. En esta época la gran fami-
lia nestoriana de los Bukht-Yasu, que perduró
hasta el siglo XI, persuadió a los califas para
que propagaran la ciencia médica de los grie-
gos en todos sus dominios.
Los traductores nestorianos de los años
750 a 850 dominaban con frecuencia las len-
guas griega, siria, árabe y persa. Entre ellos,
Ibn Masawaih (el Juan Mesua de los autores
latinos) tradujo al árabe las obras médicas
escritas en sirio, que eran traducciones grie-
gas del siglo anterior. Este Ibn Masawaih era
consejero del legendario Harun-al Rasid, el
califa de «Las mil y una noches» y de casi
todos los films orientales de la «Metro».
El califa Al-Mamun (813-833) creó en Bag-
dad una escuela oficial de traductores, con
una gran biblioteca. El hombre más destaca-
do de esta escuela fue Honain Ibn Ishaq
(809-877), que también era nestoriano. Éste
tradujo al árabe muchos escritos hipocráticos
y toda la obra galénica, contribuyendo más
que nadie al hecho de que Galeno pasara a la
posteridad. También tradujo varias obras de
Aristóteles y el Almagisto de Tolomeo, entre
otros libros de astronomía y matemáticas.
Fueron precisamente estos los originales a
partir de los que se hicieron las traducciones
latinas medievales en Occidente.
Los califas de Bagdad se esforzaron enor-
memente en buscar manuscritos griegos por
todas partes y hacerlos traducir al árabe. En
esta época, los árabes también entraron en
contacto con las culturas hindú y china. Pare-
ce que fueron unos prisioneros chinos captu-
rados durante una campaña en el Turquestán
quienes enseñaron a los árabes el método
para fabricar papel. A mitad del siglo VIII se
instaló la primera fábrica de papel en Samar-
canda y desde ahí el procedimiento se exten-
dió hacia Occidente. Unos ciento cincuenta
años más tarde encontramos por primera vez
el nuevo material en Sicilia y España. Desde
esos lugares se iría extendiendo a toda Euro-
pa. Durante los siglos VIII y IX, el papel
constituye una revolución cultural, hasta cier-
to punto comparable a la que se produciría en
el siglo XV con la invención de la imprenta.
En ambos casos se produce una expansión
repentina del mercado de libros, debido al
abaratamiento del coste'.
/2 Hay que tener en cuenta que el uso del
pergamino continuó durante mucho tiempo.
donde más se escribía era en monasterios
aislados, lugares donde era más facil fabricar
pergamino que papel.
Durante el siglo VII se empezó a usar en
Oriente Medio la numeración árabe, que es
de origen indostánico. Al principio el cero no
existía y en su lugar se dejaba un espacio
vacío. Fue Al-Juwarizmi quien expuso por
primera vez, en un libro árabe que se ha per-
dido, el sistema de numeración que nosotros
utilizamos. Del nombre de este matemático
persa vienen las voces de guarismo y algo-
ritmo y conocemos su libro a través de una
versión toledana conservada. La numeración
decimal llegó a Europa en siglo IX, pero su
uso no se generalizó hasta el siglo XIII.
Has de saber que, una vez que los árabes
se instruyeron del modo que ya te he indica-
do, hicieron progresos importantes dentro del
mundo intelectual heredado de la antigüedad
clásica. Quizá por orden de importancia po-
demos poner, en primer lugar, los progresos
en el campo de las matemáticas y la astro-
nomía, y en segundo lugar los de geografía y
medicina. En este último campo, sobre todo
por lo que se refiere al conocimiento de las
plantas medicinales y a la obtención de los
«simples». Además, no hay que olvidar que
fueron, en cierto modo, los creadores de la
química. Ello es muy importante, porque la
química fue la primera ciencia que se des-
arrolló casi enteramente como un conjunto de
conocimientos experimentales. Los árabes
fueron los primeros que provocaron delibera-
damente modificaciones del curso natural de
los fenómenos para obtener un resultado
concreto. La ordenación ulterior de la expe-
riencia que se iba recogiendo permitió el des-
cubrimiento de leyes generales. En este sen-
tido llegaron a un nivel más avanzado que
Arquímedes y Galeno.
El origen de las manipulaciones que acabo
de mencionar se encuentra en prácticas má-
gicas que tenían como objeto encantamien-
tos, hechizos, venenos, filtros de amor y
elixires de larga vida. Es obvio que estas
prácticas son anteriores a los árabes y de
hecho las encontramos en todas las culturas
primitivas. Los sabios de la antigüedad clásica
optaron por un rechazo general de todas es-
tas cosas y ello es indicativo de un progreso
cultural importante. Cuando más tarde todo
decae y lo que es vulgar y fantasioso vuelve
a ser buena moneda, tiene lugar una extraña
transformación que acabará dando lugar a la
alquimia. Ésta se va revistiendo poco a poco
de objetivos místicos, para cuya consecución
hay que realizar una serie de operaciones
magistrales que sólo tienen éxito siguiendo
un ritual complejo. Entre ellas destacan la
transmutación de los metales bajos en oro, el
descubrimiento de la panacea universal y los
modos de prolongar la vida indefinidamente.
En los estadios más avanzados de la alquimia
se llega incluso a la producción de humanoi-
des al estilo de Frankenstein. De todos mo-
dos, no debes contemplar la alquimia desde
una óptica totalmente negativa, ya que los
alquimistas adoptaron un tipo de estrategia
experimental que más tarde caracterizó al
método científico. Además, se realizaron una
serie de avances concretos, como la prepara-
ción de un gran número de compuestos inor-
gánicos y la puesta a punto de operaciones
como
la filtración, la sublimación, la fusión, la
destilación y la cristalización. Ello propició la
invención del alambique, requisito indispen-
sable para la obtención del alcohol y de todos
los aguardientes que los árabes introdujeron
en Europa a través de España. El gran padre
de la alquimia árabe es Geber (hacia el año
850), que era sirio y no profesaba la religión
islámica. A Geber se debe la obteción del
aceite de vitriolo, el sublimado corrosivo, la
alúmina, la sal nítrica, el agua regia y otros
compuestos inorgánicos. Geber tuvo gran
influencia en los siglos siguientes, pero mu-
chas corrientes alquimistas posteriores pue-
den considerarse como una auténtica degra-
dación de la obra de este hombre.
La primera obra original árabe de medicina
se debe a Razés (865-925), discípulo de
Honain, que se formó en Bagdad y es consi-
derado uno de los grandes médicos de la his-
toria. En Razés se funden las tradiciones mé-
dicas griega, persa e hindú. Escribió más de
doscientas obras, de las cuales la mitad tra-
tan de medicina. La más importante que ha
llegado a nosotros es la que en versión latina
se llama «Liber continens». Describe por pri-
mera vez de forma satisfactoria el sarampión
y la viruela. La obra médica de Razés corres-
ponde al último periodo de su vida. En el
primero se dedicó a la alquimia, siguiendo a
Geber. La clasificación de las sustancias natu-
rales según su origen animal, vegetal o mine-
ral, que pronto llegaría a ser un tópico, se
debe a Razés.
Entre los médicos célebres en el islamismo
oriental se encuentra Isaac el Judío (855-
955). Era natural de Egipto y fue médico de
los gobernantes fatimidas de Kairuan en Tú-
nez. Sus obras son las primeras que fueron
traducidas al latín. Entre ellas, la que se titula
«Sobre las fiebres» es uno de los mejores
libros de medicina que se podían encontrar
en Occidente durante la Edad Media.
Otra figura importantísima del Islam fue
Avicena de Bucaram (980-1037). Fue sin du-
da uno de los más grandes pensadores del
mundo árabe y como médico ejerció una gran
influencia en Europa. Ésta se debe fundamen-
talmente a su obra «Canon de la Medicina»,
de la que se ha dicho que quizá sea la obra
de medicina más leída de todos los tiempos.
Es un gran comentarista de Aristóteles y a
través de sus complicados sistemas de clasifi-
cación influyó sobre la Escolástica. También
escribió libros de alquimia.
Quisiera concluir esta carta hablándote de
otro aspecto importante del Islam en la Edad
Media, con respecto a la Historia de la Cien-
cia. Los árabes escribieron muchos libros so-
bre animales; los más antiguos se han perdi-
do, pero se sabe de su existencia gracias a
los más recientes. Entre los autores de estos
libros se encuentra Abd-al-Latif (1162-1231),
que describe animales de Egipto basándose
en autores antiguos y en observaciones per-
sonales.
También hay que mencionar a Mohamed
El-Damiri, que vivió hacia finales del siglo
XIV. Tiene un libro sobre la vida animal en el
que se describen unas novecientas especies,
aunque algunas de ellas son fantásticas. Qui-
zá el más importante sea El-Kasvini, que vi-
vió durante el siglo XIII. Su obra titulada
«Las maravillas de la naturaleza» se basa en
la filosofía aristotélica y describe muchos
animales tropicales, como el orangután y la
vaca marina, que eran desconocidos para los
autores antiguos. Se le ha llamado el Plinio
de los árabes. Hay muchos más y algunos
están siendo descubiertos ahora por los ara-
bistas, ya que no fueron objeto de traduccio-
nes medievales.
En la carta siguiente te hablaré de los ára-
bes en Occidente, enlazando con el final de la
carta anterior. De momento supongo que ha
quedado claro que el legado de la antigüedad
se recoge y fructifica en el Islam. Son los
árabes quienes muestran la antigüedad clási-
ca a Occidente. Sin esa exposición no pode-
mos imaginar qué tipo de evolución cultural
se habría producido en el mundo cristiano.
Afectuosamente,
23. Los ÁRABES EN EL OCCIDENTE
EUROPEO
Begues, 11 de diciembre de 1983
Querida Nuria,
Recordarás que los Omeyas se establecie-
ron en España y fundaron el califato indepen-
diente de Córdoba. En éste se produjo un
fenómeno cultural paralelo al de Oriente, que
tuvo su máximo esplendor en la época de los
califas Abderramán III (912-961) y su hijo Al-
Hakem (961-976). En España hay una verda-
dera cultura musulmana, mientras que en el
resto de Europa sólo se detecta una influencia
de la cultura árabe, ejercida principalmente a
través de los viajeros.
Se fundaron bibliotecas y academias, no
sólo en Córdoba, sino en muchas otras ciuda-
des como Granada, Sevilla, Málaga, Valencia,
Murcia y Toledo. El califa enviaba gente a
Oriente para que compraran todos los libros
que encontraran y hubo algunos que fueron
conocidos antes en Andalucía que en el pro-
pio Irak. Por otra parte, todo el que quería
adquirir una formación sólida viajaba a Orien-
te.
Es curioso que durante esa época se pro-
dujera una situación entre Oriente y Occiden-
te exactamente opuesta a la actual. Los cris-
tianos de Occidente sabían que la sabiduría y
la ciencia estaban en Oriente, mientras que
ellos tenían una religiosidad
más profunda. La España musulmana llegó
a ser para Europa el depósito más accesible
de la sabiduría de Oriente y el punto de equi-
librio entre el Islam y el Occidente latino.
Cuando este último empezó a revivir, los
hombres más aventajados acudían a España
en busca de conocimientos. Una España en la
que, a través de la lengua árabe, uno podía
reencontrar la cultura clásica.
Por desgracia, el florecimiento de Córdoba
duró poco. Al califato le sucedió la dictadura
de Almanzor, que usurpó el poder de los cali-
fas basándose en la intolerancia religiosa y en
la discordia entre árabes y bereberes, una
situación que tiene curiosas resonancias en el
Islam actual. Parece que, una vez que se hizo
con el poder, Almanzor fue un gobernante
liberal. Pero el hecho es que después de Al-
manzor vino la desintegración y los reinos de
Taifas. A mitad del siglo XI, en la Península
Ibérica había más de cuarenta reinos entre
moros y cristianos, tan pronto amigos como
enemigos, y sin muchas diferencias de situa-
ción social. Fue el renacimiento de la Europa
cristiana, que estuvo acompañado de un au-
mento de la población y de una revitalización
del comercio, lo que llevó a la diferenciación
de los dos bandos y al inicio de la progresiva
retirada de los sarracenos.
El año 1071, el destronado rey de León,
Alfonso VI, se refugió en Toledo, donde rei-
naba Al-Mamun, poderoso rey de la España
de aquel tiempo. Al morir Al-Mamun en 1075
le sucedió su hijo Hixem, que murió el mismo
año, pasando a reinar el nieto del primero,
que se llamaba Al-Kádir. Sólo diez años más
tarde, Alfonso VI tomó la ciudad. Los histo-
riadores pintan a Al-Kádir como un hombre
apocado pero cruel, que en los últimos mo-
mentos no se preocupó de otra cosa que de
indagar en las estrellas el momento más fa-
vorable para salir de Toledo. Fíjate que fue
inmediatamente después cuando se organizó
en aquella ciudad un centro que llegaría a
tener un papel clave en el fenómeno de las
traducciones. Todo ello ocurre un siglo antes
de la muerte de Averroes, el último y más
grande representante de la filosofía musul-
mana, y sólo veinte años antes del despertar
del genio cristiano en Occidente, simbolizado
por la figura de Abelardo pregonando desde
la cima del monte de Santa Genoveva.
De la época del califato de Córdoba es im-
portante Hasdai Ben Saprut, un judío que fue
ministro y médico de la corte. Con la ayuda
de un monje bizantino, adaptó al árabe la
«Materia Medica» de Dioscórides, partiendo
de una espléndido manuscrito, obsequio de
Constantino VI de Bizancio al monarca de
Córdoba. En la misma corte, a comienzos del
siglo XI encontramos al médico Abucasis, que
escribió un gran manual de medicina. La úl-
tima parte de dicho manual trata de cirugía,
materia no tratada hasta entonces por otros
médicos del Islam.
La agricultura alcanzó un extraordinario
desarrollo en la España musulmana. Sobre
todo a partir del siglo XI, encontramos una
serie de «geóponos» como Ibn Wafid, Ibn
Bassal, Al-Tignari, Ibn al-Awwam e Ibn Lu-
yem. Todos arrancan de la tradición latina, a
la que añaden los resultados de sus propias
observaciones, realizadas en los huertos y
jardines de los reyes. Escribieron libros que
en el mundo árabe han estado en vigor hasta
nuestros días y en España, en forma de tra-
ducciones castellanas, hasta el siglo XVIII.
El principal astrónomo árabe en España
fue Azarquiel, que desarrolló su labor en To-
ledo y Córdoba. Dejó escritas las llamadas
Tablas Toledanas (1080), que son de notable
exactitud. Otro hombre notable de la España
musulmana fue Al-Bitruji de Sevilla, conocido
también con el nombre de Alpetragius, que
en una de sus obras sustituyó el sistema to-
lemaico por otro sistema planetario absolu-
tamente concéntrico, que influyó en Copérni-
co.
Los siglos X y XI fueron sin duda los gran-
des siglos de la España musulmana y se en-
cuentran hombres destacados en todos los
terrenos. La figura más importante entre los
musulmanes españoles es Averroes (1126-
1198). Nació en Córdoba y su nombre árabe
es Ibn-Rus, hijo y nieto de funcionarios de la
corte. Ejerció de juez, pero se sabe que tam-
bién practicó la medicina. Sus escritos influ-
yeron sobre el pensamiento judaico de los
siglos XII y XIII. Es en esta época cuando, en
plena decadencia de la cultura árabe, el pen-
samiento judaico tuvo un florecimiento im-
portante en España. Ahora bien, Averroes no
sólo influyó sobre los judíos, sino sobre todos
los pensadores de Occidente y durante siglos.
Fue uno de los más grandes comentaristas de
Aristóteles, a quien superó en muchos aspec-
tos. Uno de los más importantes desde el
punto de vista científico es la idea de que el
mundo no fue creado del modo que es ahora,
sino que se encuentra sujeto a continua evo-
lución. También considera que el alma huma-
na es una especie de emanación del alma
universal y que el mundo es eterno, aunque
finito en el espacio (igual que creían el resto
de los pensadores medievales). Desde el pun-
to de vista de la Historia de la Ciencia, Ave-
rroes representa el antecedente inmediato de
Nicolás de Cusa y otros pensadores del Rena-
cimiento. Se ha dicho que Averroes tenía una
visión neoplatónica de la filosofía aristotélica,
pero es difícil saber si ese neoplatonismo era
realmente suyo o de sus comentaristas y tra-
ductores al latín.
Averroes representa el final de la cultura
islámica en Occidente y él mismo sufrió el
destierro en Marruecos por obra y gracia de
los paladines de la pureza de la doctrina de
Mahoma. Parece que fue rehabilitado poco
antes de su muerte.
Entre las grandes figuras del siglo XII
también hemos de nombrar a Moisés Ben
Maimón (1135-1304), nacido en Málaga y
más conocido como Maimónides.
Fue médico y consejero del gran sultán
Saladino y pasó la mayor parte de su vida en
El Cairo. En sus obras de medicina hace algu-
na crítica de Galeno. Su obra «Guía de desca-
rriados», que influyó mucho sobre Santo To-
más, es una de las pocas obras medievales
que uno puede leer sin aburrirse y además
tiene la ventaja de ser relativamente corta.
Empecemos ahora a hablar del fenómeno
de las traducciones del árabe. Las primeras
se realizaron en Ripoll, pero fue principalmen-
te después de la toma de Toledo cuando ad-
quirieron importancia. Alfonso VI de León no
entró solo en la ciudad y es significativo que
le acompañara un monje de Cluny llamado
Bernardo, que fue el primer arzobispo de la
ciudad. Era un francés enviado por Dom Hug,
insigne abad del monasterio de Cluny. Tanto
la influencia francesa como la benedictina
fueron importantísimas para el fenómeno de
las traducciones y, en general, para la España
de la época. El sucesor de Bernardo fue Ra-
món que, con un estilo liberal y culto, consi-
guió repetir en el Toledo del siglo XII el pro-
ceso que se había producido en Bagdad du-
rante los siglos IX y X.
Al frente de la escuela de traductores de
Toledo, Ramón situó a Gundisalvo, que era el
ardiaca de Segovia. Su colaborador más im-
portante fue el judío converso Juan de Sevi-
lla, que tradujo, en colaboración con Gerardo
de Cremona, De coelo et mundo y De anima
de Avicena y Fons vitae de Avicebron, un ju-
dío del siglo XI que escribía en árabe. Gundi-
salvo también hacía traducciones libres, como
por ejemplo De divisione philosophiae, que es
una obra de Alfarabi cuyo título latino original
era De scientiis.
Acudieron a Toledo hombres de todo el
Occidente cristiano, que habitualmente no
conocían el árabe e hicieron las traducciones
al latín en colaboración con un español. Por
ejemplo, Robert de Chester (1110-1160) hizo
una serie de traducciones con la ayuda de
Domingo González: el Corán, tablas astronó-
micas, el que sería el primer texto de alqui-
mia en latín y obras de Al-Juwarismi. Abelar-
do de Bath (1090-1150) tradujo también a
Al-Jwarismi y a Euclides; además escribió
Questiones naturales, una síntesis de la cien-
cia árabe. Entre otros muchos, es importante
Roberto de Cremona (1114-1187), que fue
uno de los pocos extranjeros que llegó a do-
minar el árabe. Tradujo el Almagesto, el «Ca-
non de Avicena, «Sobre la cuadratura del
círculo» de Apolonio y una serie de obras de
Aristóteles.
Como ya te he dicho, en el resto de Euro-
pa la influencia árabe tuvo lugar principal-
mente a través de viajeros. Así, encontramos
que los escritos de Germán el Tullido (1013-
1054) ya ponen de manifiesto una indudable
influencia oriental, pese a tratarse de un mi-
nusválido que no sabía árabe y que pasó su
vida en laabadía benedictina de Reichenau en
Suiza. Del mismo modo hay que explicar el
origen de lapidarios y herbolarios anónimos
de los siglos XI y XII.
Un caso diferente es el de las Dos Sicilias,
la isla de Sicilia y el sur de Italia. En estos
territorios siempre continuó habiendo una
cierta tradición griega. Después de la con-
quista musulmana, se estableció también la
cultura árabe. El posterior dominio normando
no impidió que se constituyera un importante
centro intelectual, alimentado a la vez con
saber griego y árabe. El desarrollo de la me-
dicina adquiere una importancia extraordina-
ria a partir del año 1050. Encontramos figu-
ras como Constantino el Africano (1017-
1087), natural de Cartago, que llegó a Saler-
no el año 1070 y tradujo al latín obras cientí-
ficas y de medicina escritas en árabe. Una de
las fuentes de Constantino fue Isaac el Judío,
de quien ya hemos hablado en otra carta. Por
otra parte, un obispo de Salerno llamado Al-
fano, que era amigo de Constantino, tradujo
por primera vez obras de medicina directa-
mente del griego.
Igual que de España, de este centro de di-
fusión del sur de Italia surgió un gran número
de traducciones durante los siglos XII y XIII.
Entre ellas están las de la Optica y el Alma-
gesto, realizadas por Eugenio de Palermo en
el siglo XII. También el Liber continens de
Razés, traducido en 1285 por el judío Moisés
Farachi, que sirvió a los Anjou. Quizá la figura
más importante fue Miguel Escoto (1175-
1235), que vivió tanto en España como en
Sicilia, donde terminó sus días a las órdenes
de Federico II, stupor mundi. Tradujo del
árabe al latín la astronomía de Alpetragius,
las obras científicas de Aristóteles y algunos
escritos de Averroes. Tiene un gran tratado
de astrología y una obra llamada «Los secre-
tos de la naturaleza», cuyas fuentes fueron
griegas, árabes y hebraicas. Esta obra ha sido
traducida a diversas lenguas modernas. La
vinculación de Escoto con el principal enemi-
go del Papa de aquella época contribuyó al
hecho de que pasara a la posteridad como un
monje corrompido por la brujería y la magia
negra.
Me gustaría resumirte algunos hechos que
sin duda fueron responsables de que, durante
toda la Edad Media, el árabe fuera la lengua
de transmisión de las obras griegas. Por una
parte, entre los siglos X y XIV, la enseñanza
musulmana estaba mucho mejor organizada
y tenía mayor pujanza que la enseñanza en el
imperio bizantino. Las «madrazas» árabes
han sido consideradas como precursoras di-
rectas de las universidades en los siglos XII y
XIII. Por otra parte, el bizantino era muy di-
ferente del griego clásico, mientras que el
árabe clásico era comprensible para los que
hablaban árabe vulgar. Ten igualmente en
cuenta que la enseñanza bizantina estaba
orientada sobre todo a la religión y que Bi-
zancio era un país cristiano estancado, mien-
tras que en España ponía de manifiesto una
creciente y poderosa fuerza expansiva.
Las vías de comunicación entre Oriente y
Occidente estuvieron en poder de los árabes
hasta el siglo XIII, lo que impedía un contac-
to directo. La lengua griega tenía un pequeño
reducto en el sur de Italia, pero fuera de allí
nadie podía aprender griego. En cambio, el
árabe era fácil de aprender en España. Quizá
haya que puntualizar que en aquella época
las lenguas se aprendían hablando. Apenas
había gramáticas y, desde luego, nada pare-
cido a los métodos actuales. Finalmente, es
importante tener en cuenta el papel de los
judíos. Muchos de ellos sabían árabe, pero no
griego.
Nuestra historia llega a un momento que
podemos situar a finales del siglo XII. Esta-
mos en la transición hacia la Baja Edad Me-
dia, en la que encontraremos aires nuevos
para todo Occidente. Pasamos del románico
al gótico, de las pequeñas ventanas tapadas
con pergamino untado de aceite a los gran-
des ventanales de colores. Del color marrón,
uniforme y onmipresente en la Alta Edad Me-
dia, pasamos al arco iris. Se desarrollan las
ciudades y se revitaliza el comercio marítimo.
Todos estos contrastes repercutirán en el
mundo de las ideas y abrirán el camino
hacia la Edad Moderna.
Afectuosamente,
24. EL TIEMPO DE LA ESCOLÁSTICA Y LAS
UNIVERSIDADES
Barcelona, 29 de enero de 1984
Querida Nuria,
Durante la Alta Edad Media el pensamiento
de los autores latinos está impregnado de
neoplatonismo. Tras la influencia árabe llegan
al Occidente cristiano las obras científicas de
Aristóteles, Tolomeo y Galeno, imponiéndose
sobre todo el primero al presentar un sistema
racional completo para explicar el Universo
en función de sus causas. La influencia árabe
también contribuyó al hecho de que, en esta
época, la astrología se convirtiera en objeto
de interés intelectual. Las estrellas fijas, que
se mueven con absoluta regularidad, contro-
larían el curso general de la naturaleza, como
las estaciones, la caída de las hojas y la flora-
ción de los vegetales. Los planetas, con sus
movimientos irregulares, gobernarían los su-
cesos azarosos del mundo que nos rodea.
Todo ello sería consecuencia de la antigua
creencia en la relación entre macrocosmos y
microcosmos, de la que ya te he hablado a
veces. La astrología se convirtió en un arte de
predecir los acontecimientos inciertos. Tam-
bién se desarrolló una medicina astrológica,
basada en el convencimiento de que cadasig-
no del Zodíaco rige una determinada región
del cuerpo humano y de que los órganos son
sensibles a la influencia de diferentes plane-
tas. Ya te he contado que en Occidente la
astrología continúa ininterrumpidamente des-
de el Bajo Imperio Romano, pero su cultivo
se amplía y estimula bajo la influencia de las
traducciones del árabe.
El fenómeno intelectual de la Baja Edad
Media es la Escolástica. Con ella se vuelve a
una vieja aspiración de la antigüedad clásica:
la de un sistema unitario y completo de cono-
cimientos. Naturalmente, en el mundo cris-
tiano ello significaría una unidad con el dog-
ma y la moral. En rigor, el inicio de la corrien-
te escolástica se encuentra en sistemas fun-
damentalmente místicos, como los de Hugo
de San Víctor (1095-1141), Bernardo Silves-
tre (hacia el 1150) y Santa Hildegarda (1099-
1180), los dos últimos ya con influencia ára-
be. Esta unidad entre hechos físicos, verda-
des morales y experiencias espirituales, que
hace que el mundo exterior y el mundo inter-
ior se consideren una cosa común, es un ras-
go característico del pensamiento medieval, y
que quizá culmina en Dante (1265-1321).
El comienzo del siglo XIII viene marcado
por la fundación de dos grandes órdenes, la
de los dominicos y la de los franciscanos. Ello
puede interpretarse como una renovación de
la cristiandad para hacer frente a la necesi-
dad de asentar sólidamente la presencia acti-
va de la Iglesia en una nueva sociedad, que
experimenta un vigoroso fenómeno urbano y
un incremento e internacionalización del co-
mercio. Ello obliga también a internacionali-
zar la vida intelectual y, como consecuencia,
los hombres de las órdenes citadas tienen
una gran movilidad. Por otra parte, se plan-
tea la necesidad de centralizar los estudios y
ello hará surgir las Universidades. Dominicos
y franciscanos son también los primeros
grandes profesores de esta nueva institución.
La orden de los dominicos o hermanos
predicadores fue fundada en Toulouse por
Domingo de Guzmán (1170-1221) y su fun-
dación está vinculada a la aniquilación de los
albigenses, hecho de gran importancia políti-
ca con vistas a la estructuración de Francia,
sobre todo en relación con los países de la
lengua de Oc. Los dominicos se llamaban
«Domini canes», que significa «perros del
Señor». El nombre pone de manifiesto su
obsesión de vigilantes permanentes de erro-
res o herejías. En los reinos cristianos, ello
dio lugar al establecimiento de la llamada
Inquisición, que durante siglos produjo figu-
ras de triste memoria (y que siempre nos son
presentadas como particularmente antipáti-
cas). Por ejemplo, recuerda al Gran Inquisi-
dor de «Don Carlo». Aunque la historia vincu-
la necesariamente a los dominicos con la In-
quisición, también es cierto que la orden pro-
dujo algunas de las figuras más preclaras del
siglo XIII, como San Alberto Magno (1206-
1280) y Santo Tomás de Aquino (1227-
1274).
San Alberto Magno, además de ser uno de
los pilares de la filosofía escolástica, es uno
de los pocos hombres que vuelve sus ojos
hacia la naturaleza. Nos ha dejado grandes
obras de historia natural que, además de
permitirnos conocer el saber de aquel tiempo,
revelan una especie de despertar que sin du-
da se transmitirá a los hombres que le suce-
dan. San Alberto Magno no es un caso aisla-
do. También podemos citar las obras de su
contemporáneo Tomás de Cantimpré (1201-
1276), un agustino que más tarde se hizo
dominico. De él nos han llegado diversos có-
dices, en los que se recogen obras interesan-
tes para el conocimiento de la ciencia medie-
val, como De natura rerum, junto con versio-
nes latinas de otras obras de interés científico
como la llamada «Carta catalana» de cetrería
y el Tecuinum sanitatis, compendio sinóptico
de conocimientos médicos escrito por el mé-
dico cristiano de Bagdad Inb-Butlan.
Discípulo de San Alberto fue Santo Tomás
de Aquino, autor de una impresionante obra
filosófica y teológica. En conjunto, constituye
una cristianización de Aristóteles, a quien
pudo leer directamente en griego gracias a la
ayuda de su compañero Guillermo de Moer-
beke (muerto en 1286).
No es necesario que te recuerde que la or-
den de los franciscanos fue fundada por San
Francisco de Asís, con un espíritu completa-
mente diferente del de los dominicos. Entre
los franciscanos que tienen interés de cara al
cambio de pensamiento que se produciría en
la Edad Moderna, podemos citar a Robert
Grosseteste (1175-1253), que inicia el resur-
gir de la física y la matemática partiendo de
fuentes árabes. Se ha dicho que la figura me-
dieval más importante en relación con la His-
toria de la Ciencia es Roger Bacon (1214-
1294), franciscano discípulo del anterior, que
fue profesor en París y Oxford. Aparte de sus
escritos sobre matemáticas y óptica, resulta
especialmente interesante su visión de que el
conocimiento natural conllevaría grandes
progresos para beneficio del hombre. Llega a
hablar de aparatos para volar y vehículos de
propulsión mecánica. Tanto, en Bacon como
en otros autores de su tiempo, el interés por
la óptica está relacionado con el uso de cris-
tales ópticos y con la introducción en Europa
de las gafas.
Como precursor de la filosofía experimen-
tal, también tiene gran importancia el francis-
cano Guillermo de Occam. Nació en la locali-
dad de Ockham, en el condado inglés de Su-
rrey, en 1290, y murió en Munich en 1349.
Fue un nominalista radical, que en el camino
del empirismo fue más lejos que ninguno de
sus contemporáneos. Fue un seguidor de las
ideas de otros franciscanos como Bacon y
Duns Escoto, que en el tema de los universa-
les tienen raíces que vienen de Avicena y
Boecio. Para Occam, la realidad está consti-
tuida por las cosas concretas que podemos
palpar directamente, y que son objeto de la
experiencia. Los conceptos o términos utiliza-
dos en el discurso son meros productos de
nuestro pensamiento,con los que sólo se llega
a conjeturas. Para llegar a conclusiones cier-
tas, a la hora de hacer un razonamiento no
podemos mezclar una cosa y otra. La lógica
de las palabras debe ser vista como un ins-
trumento verbal, por mucho que pueda servir
para hacernos una idea verosímil del signifi-
cado de las cosas, sobre todo si encontramos
un modo de ponerlo a prueba. Occam levantó
un dique inmenso entre la fe y la razón, no
para desmentir a la primera de ellas, sino
para llevarla a un área exclusivamente místi-
ca, con un poco de talante neoplatónico. Co-
mo era de esperar, tratándose de la época
del Cisma de Occidente, esta ideología le aca-
rreó muchos problemas, y le llevó a refugiar-
se en la corte del rey Ludwig en Munich.
En este punto de mi relato, también de-
bemos hablar de una de las grandes figuras
de la Cataluña de aquella época. Me refiero a
Ramon Llull, nacido en la ciudad de Mallorca
en 1235, hijo de barceloneses que se habían
trasladado a las islas tras la conquista por
Jaime I. Llull fue un hombre de la corte del
infante Jaime, más tarde rey de Mallorca, y
vivió una vida muy curiosa, porque abandonó
repentinamente a su mujer y a sus hijos, y
huyó de la vida cortesana para dedicarse al
estudio, aprendiendo árabe y latín. Una de
sus obsesiones era fomentar el estudio de las
lenguas de los infieles para formar misione-
ros. Ramon Llull se impregnó del saber árabe
y viajó a Montpellier y a París, y más tarde a
Roma, al Oriente y a todo el norte de África.
Parece que allí fue lapidado por los que no
querían convertirse, o como consecuencia de
instigadores que ya estaban hartos de él. Sea
como fuere, murió poco después, hacia 1315.
Las obras de Ramon Llull son muy variadas y
numerosas, pero algunas como el «Arbol de
la Ciencia», «Nueva Geometría» y «Tratado
nuevo de Astronomía» son verdaderamente
importantes desde el punto de vista de la
Historia de la Ciencia. Se ha dicho que entre-
vió lo que hoy conocemos con el nombre de
ley de Weber y Fechner, en relación con el
estímulo y la respuesta biológica. En honor a
la verdad, es posible que Al-Kindí se le hubie-
ra adelantado en varios siglos. También hay
que tener en cuenta que, si Llull intuyó la ley
de Weber y Fechner, lo hizo al tratar de en-
tender el efecto terapéutico de los compues-
tos, es decir, de las mezclas de simples o
principios extraídos de una planta medicinal.
También se ha dicho que Leibniz tal vez en-
contró en la obra de Llull la inspiración para
desarrollar la teoría combinatoria. Lo que es
indudable es que Llull influyó sobre el pen-
samiento occidental de la Baja Edad Media y
del Renacimiento primitivo, y que podemos
establecer algún tipo de nexo entre su figura
y Nicolás de Cusa. Por cierto, se me olvidaba
decirte que Llull también fue franciscano.
Al llegar a este punto uno no puede olvidar
a Alfonso X el Sabio, rey de Castilla (1223-
1284). Además de ser el alma de lo que se ha
dado en llamar el siglo de oro de Toledo, hay
que mencionar sus nuevas tablas astronómi-
cas, conocidas
como «Tablas alfonsinas», que se difundie-
ron rápidamente por Europa. Fueron calcula-
das con la ayuda de una serie de sabios judí-
os y, aunque no aportan muchas ideas nue-
vas, son más completas y exactas que todas
las anteriores. Alfonso X también compiló una
extensa enciclopedia de los conocimientos
astronómicos de la época, principalmente de
fuentes árabes.
En París se enseñaba una astronomía deri-
vada de las obras de Al-Battani y AlFargani,
además de la «Algoritmia», procedente tam-
bién de autores árabes. No obtante, hay que
destacar a un judío francés llamado Levi Ben
Gerson (12881344), que escribió un gran
tratado en el que retorna a Hiparco y estable-
ce las bases de un posible heliocentrismo. Se
le considera un precursor de Copérnico.
Es importante recordar que la numeración
arábica fue introducida en Europa por Leo-
nardo de Pisa (1170-1245), un despierto co-
merciante que viajó por Oriente y llegó a ser
un matemático notable. Resulta sorprendente
que, pese a sus grandes ventajas, este sis-
tema de numeración tardara tres siglos en
imponerse. De todos modos, también en
nuestro tiempo sabemos lo que cuesta intro-
ducir el sistema métrico decimal en los países
anglosajones. Durante la Baja Edad Media
también se introdujeron en Europa dos inven-
tos orientales que llegarían a tener gran éxi-
to: la brújula y la pólvora.
En la perspectiva que nos interesa, que es
la del desarrollo histórico de la ciencia, es
importante mencionar el florecimiento de dos
escuelas médicas de la Baja Edad Media, la
de Bolonia y la de Montpellier. Ambas se en-
cuentran vinculadas a otro logro de la época,
la creación de las universidades. Hablemos
primero de las mencionadas escuelas médi-
cas, que hemos de considerar como una con-
tinuación del renacer de la medicina en el
reino de las Dos Sicilias, del que ya te he
hablado en una carta anterior. A finales del
siglo XIII se consolida en Bolonia una tradi-
ción de la práctica anatómica que ya no cesa-
rá hasta Vesalio. La figuras más importantes
son Roger de Salerno, Rolando de Parma y
sobre todo Mondino da Luzzi (1276-1328). En
la obra de este último la experiencia propia
se mezcla con las ideas de Avicena. Su libro
«Anatomía» es la obra más importante sobre
el tema de toda la Edad Media.
Es también al final del siglo XIII cuando
empieza a florecer la escuela médica de
Montpellier, cuya figura más destacada es
otro catalán universal de la Edad Media, Ar-
nau de Vilanova. Fue un médico famoso, lla-
mado por papas y reyes, que probablemente
nació en Valencia el año 1235. Ejerció en
Barcelona, fue médico de Pedro el Grande,
profesor durante uno o dos años en la Uni-
versidad de Montpellier y más tarde en Nápo-
les. Fue un hombre que viajó mucho y llevó a
cabo una gran actividad como diplomático,
disfrutando de la amistad personal de los pa-
pas en medio de aquel lío del Cisma de Occi-
dente. Escribíaen latín, catalán, árabe y
hebreo y escribió muchas obras de medicina
en latín. Unas son traducciones del árabe,
otras son comentarios de textos hipocráticos
y galénicos que conoció en traducciones ará-
bicas y finalmente están las obras de medici-
na originales. Al margen de las obras religio-
sas, hay que destacar las de alquimia, ya que
Arnau de Vilanova probablemente fue el más
grande alquimista de su época. Su fuente
fue, por supuesto, Geber.
Es una satisfacción constatar que en la Ba-
ja Edad Media los catalanes éramos un pue-
blo de peso en el Occidente europeo, en to-
dos los terrenos y particularmente en el cul-
tural. Pasa también por nosotros aquel hilo
de Ariadna que lleva desde el fenómeno jóni-
co de la antigüedad a la revolución científica
del siglo XVII. Por supuesto, dejo sin nombrar
a una serie de figuras catalanas que sólo es
lógico estudiar a un nivel más detallado. De
todos modos, quiero decierte que entre esas
personalidades había muchos judíos, como
Abraham Ben Hiyya y Abraham Ben Ezra, de
la escuela de astronomía de Barcelona, o los
hombres que formaron la importante escuela
cartográfica mallorquina.
Quiero terminar esta carta con la principal
contribución de la Baja Edad Media a la histo-
ria de la ciencia y de la cultura en el plano
institucional. Me refiero a la fundación de las
Universidades, que hay que situar en los si-
glos XII y XIII. Las más antiguas son las de
Salerno, Bolonia, Reggio, Montpellier, París y
Oxford. Esta última fue fundada por unos
disidentes de París, del mismo modo que
unos disidentes de Oxford fundarían Cam-
bridge. Pocas veces lo que se conoce es la
fecha exacta de fundación de cada universi-
dad, sino más bien la fecha de concesión de
algún privilegio o reconocimiento oficial. Las
universidades españolas más antiguas son de
comienzos del siglo XIII: Palencia (1212),
Salamanca (1215), Valladolid (1260) y Lleida
(1300).
Los privilegios de la Universidad de Lleida
no permitían la existencia de otra universidad
en Cataluña (o, mejor dicho, en la Corona de
Aragón). Esta situación duró hasta el siglo
XIV, con el establecimiento de los Estudios
Generales de Huesca (1354). El propio rey
Pedro El Ceremonioso había fundado los Es-
tudios de Perpinyá diez años antes. La Uni-
versidad de Barcelona fue creada por Alfonso
V el Magnánimo en 1430.
A comienzos del siglo XII, apareció en toda
Europa una nueva clase social, la de los estu-
diantes. En muchas ciudades formaron gru-
pos según su origen geográfico, con objeto de
ofrecerse ayuda y protección. Históricamente,
la palabra «Universidad» no tiene nada que
ver con universo, ni quiere significar la uni-
versalidad del saber. Por supuesto, tampoco
tiene ninguna relación con el problema filosó-
fico de los universales. El término alude sim-
plemente al conjunto
de estudiantes y profesores: «Universitas
magistrorum discipulorumque». Al comienzo
los profesores vivían de los honorarios de los
alumnos. Más adelante empezaron a recibir
su paga de los municipios. Con el tiempo, a
ello se añadieron ayudas de la Iglesia o reales
o donaciones de ex alumnos. De este modo
algunas Universidades llegaron a tener patri-
monios propios importantes.
La universidad aparece en un momento en
el que, como ya te he dicho antes, todo el
Occidente latino experimenta un gran cambio
social. Su objeto es formar una clase de ad-
ministradores juristas, médicos y teólogos.
No obstante, cuando tiene más vigor e in-
fluencia, se encuentra toda ella inmersa en
un gran afán
renovador.
Las universidades nunca han podido sus-
traerse al espíritu de escuela, al canon como
base de la acumulación permanente del saber
y al mantenimiento de una especie de siste-
ma. A la vez hay en ellas un fomento de la
creatividad, de la camaradería y de una fe
inamovible en el hombre y su racionalidad.
Debido a ello, con frecuencia se convierten en
centros de formación de las minorías que en
cada momento dan una configuración reflexi-
va al alma de la sociedad. En cierto modo ello
ha sido así desde el siglo XII hasta hoy, aun-
que la institución universitaria ha pasado por
grandes periodos de decadencia y ha tenido
que sufrir profundas reformas venidas desde
el exterior. Como probablemente tendré oca-
sión de contarte en cartas venideras, la pro-
pia revolución científica originada fuera de la
Universidad será la causa de una de las más
grandes transformaciones de la institución.
Afectuosamente,
25. LAS REGLAS DE SAN BERNARDINO
Begues, 31 de enero de 1984
Querida Nuria,
La última carta me hizo pensar en otra que
te escribí hace mucho tiempo, a comienzos
de tu estancia en Montpellier. En ella te
hablaba de San Bernardino de Siena (1380-
1444), franciscano y gran predicador, que
dejó obras escritas en latín y en italiano. Era
cuando vivías en casa de la señora Palomi-
nos, después de una corta visita que te hici-
mos Eulalia y yo, y en la que ocasionalmente
conocí a Mlle. Astier. He releído esa carta,
gracias a que tú la conservabas, con la espe-
ranza deencontrar en ella algo interesante
para nuestra historia. Y, en efecto, algo he
encontrado: la evocación de las siete reglas
que el santo franciscano propuso el año 1427
a los estudiantes y profesores de la Universi-
dad de Siena. Mi fuente fue Illustrissimi, el
conocido libro que el fugaz papa Juan Pablo I,
aún como Albino Luciani, escribió el año
1976. Como él mismo señala, los estudiantes
de hoy no son muy propensos a aceptar mo-
delos de comportamiento y quizá esas nor-
mas no les interesarán en absoluto. Sin em-
bargo, hay que reconocer que son buenas y
por eso te las envié, pensando que tal vez te
serían útiles cuando te encontrabas por pri-
mera vez sola, lejos de casa, ante el reto de
afrontar una nueva etapa de tu formación
científica. No sé si te sirvieron de algo, quiero
creer que sí, aunque tal vez ya las seguías y
no te aportaron ninguna novedad. A mí, des-
de luego, me gustaron y poco después las
comenté en una alocución de clausura en un
Colegio Universitario de Barcelona. Tengo la
impresión de que, más que las reglas, lo que
llamó la atención de la audiencia fue que un
profesor de microbiología hablara de un fran-
ciscano de principios del siglo XV.
En la última carta hemos hablado del rena-
cimiento cristiano del siglo XIII, de los domi-
nicos y los franciscanos, de los estudiantes y
de las Universidades. De ese «temps de cat-
hédrals» quizá sea oportuno recordar la sabi-
duría práctica de un gran representante de la
escolástica como San Bernardino.
La primera regla es la que podríamos lla-
mar del «afecto». Uno entra en el saber a
través del amor. Quien no ama el saber al
que aspira, quien no siente nada hacia sus
maestros ni hacia los grandes maestros de
todos los tiempos, no tiene nada que hacer.
El estudio y el aprendizaje mimetizan un poco
la propia adquisición de la ciencia, pues am-
bos parten de un fuerte movimiento afectivo
o una extraña forma de simpatía. Ello va uni-
do a una gran atracción hacia los maestros,
tanto los del presente como los del pasado.
Pascal dijo: «Quien se encarama en los hom-
bros de otro ve más lejos que él, aunque sea
más pequeño.»
La segunda regla es «saber pasar». Es
como la preparación de un atleta: si no se
abstiene de una serie de cosas, no llegará a
ninguna parte. Hay que saber pasar, si es
posible con elegancia, de compañías, diver-
siones y caprichos. El mejor remedio es la
cuerda contra las patadas del burro. No tiene
más de dos metros pero, estirándola entre el
asno y tú, no te llega ni una.
La tercera es la «necesaria paz». Nuestra
alma es como el agua de un estanque. Para
ver las profundidades, ha de estar tranquila.
Buda dijo algo parecido. Detenernos a encon-
trar la paz en nosotros mismos es imprescin-
dible para lanzarnos con todas nuestras fuer-
zas en busca del objetivo.
La cuarta es el «orden en todo». Ni mucho
comer ni poco comer, ni mucho dormir ni
poco dormir. Una hora para descansar es
mejor que descansar a cualquier hora. Un
poco de ejercicio y de ocio y ninguna de las
dos cosas en exceso. No abrumarse con las
cosas, sino abordarlas una tras otra, con pro-
fundidad y sin olvidar ningún detalle.
La quinta es la «perseverancia». Más que
un gran talento, es imprescindible la voluntad
y la tenacidad. Según Buffon, el genio es la
paciencia, a veces la tozudez.
La sexta regla es la «discreción». No pre-
tender resultados de un día para otro, no
empezar demasiadas cosas a la vez, no des-
animarse si no se llega a ser el primero.
Hemos de conocer nuestra medida y aceptar-
la con naturalidad. Para saltar un metro de
altura hay quien puede hacerlo por las bue-
nas. Otros, en cambio, aunque pueden llegar
a hacerlo, primero han de entrenarse a saltar
cincuenta centímetros, luego sesenta, seten-
ta, etc.
La séptima y última regla es la del «delei-
te». Algo que no se compra ni se vende, y
que con frecuencia hay que saber esperar. La
regla presupone que el hombre siente un na-
tural deleite o placer en la investigación y el
estudio. De hecho, lo que dice es la primera
frase magistral de Aristóteles en su Metafísi-
ca. Se trata del íntimo placer que conlleva
tomar conciencia de nuestra propia racionali-
dad. Como pez en el agua, como ave pla-
neando majestuosa en el cielo.
Afectuosamente,
26. SOBRE EL AMBIENTE INTELECTUAL
DEL RENACIMIENTO
Barcelona, 4 de febrero de 1984
Querida Nuria,
La filosofía cristiana es un fenómeno im-
presionante en el contexto de la historia del
pensamiento occidental y está vinculada al
redescubrimiento de Aristóteles. Hasta el si-
glo XIII, las únicas obras de Aristóteles acce-
sibles eran los tratados de lógica. En el Occi-
dente latino, desde principios del siglo XIII se
conoce el pensamiento del Estagirita a través
de las traducciones del árabe y los comenta-
rios de Averroes. Finalmente, con Santo To-
más se empieza a trabajar sobre traduccio-
nesdirectas del griego, y es justamente en
esa etapa cuando el pensamiento aristotélico
es decisivo para la conformación de la filoso-
fía cristiana.
Las traducciones al latín de las versiones
árabes de obras griegas continúan utilizándo-
se hasta el siglo XVII, e incluso predominan
sobre las versiones directas del griego. No
obstante, en el propio siglo XIII se inicia una
pugna entre los partidarios de seguir usando
las versiones árabes y los partidarios de
hacer versiones directas del griego. En el si-
glo XVI, este movimiento renovador adquiere
una gran magnitud, y origina el fenómeno
cultural llamado Humanismo, que es una de
las características del paso a la Edad Moderna
a través del periodo que llamamos Renaci-
miento por antonomasia.
De todos modos, la Revolución científica
del siglo XVII es un fenómeno independiente
del Humanismo. Incluso podríamos decir que
será el método científico lo que, en el siglo
XIX, llegará a cambiar la forma de llevar a
cabo los estudios clásicos, permitiéndonos
conocer mucho mejor las obras de Aristóteles
y en general todo el pensamiento griego.
Ya te he contado varias veces que el cono-
cimiento del griego perduró a todo lo largo de
la Edad Media. No obstante, en los centros
culturales de Occidente, el latín y el griego
clásicos no fueron dominados hasta el siglo
XV. El propio Petrarca (1304-1374), que pue-
de considerarse el iniciador del Humanismo y
del Renacimiento, conocía muy poco el grie-
go; en cuanto a su latín, era mucho más pa-
recido al de San Agustín que al de Cicerón.
Además de lo que acabo de contarte, con-
viene que tengas en cuenta otros dos aspec-
tos de la corriente humanista. Por un lado, su
admiración superlativa hacia el pasado clási-
co, considerándolo como la antorcha que
habrá de iluminar el futuro. Como aquel ca-
minante que, habiendo seguido una ruta
equivocada, vuelve atrás para reencontrar su
camino.
El otro aspecto del movimiento humanista
que quiero hacerte notar es su influencia lin-
güística, y esto sí que tiene importancia dire-
cta para la historia de la ciencia. Al estudiar
griego y latín clásicos, los humanistas sientan
las bases de la evolución de las lenguas mo-
dernas, que irán aumentando su capacidad
para expresar el conocimiento. El propio ára-
be quedará pronto atrás. Así podemos consi-
derar que Boccaccio (1313-1375) es el primer
literato moderno que sabe griego y a la vez el
primer gran maestro de la prosa italiana. El
lenguaje que utiliza la ciencia también proce-
de de este proceso y toda la terminología
actual sirve de testimonio de ello. Piensa un
instante en la cantidad extraordinaria de pa-
labras que tienen raíces latinas o griegas, y
sin las cuales no se podrían escribir ni dos
líneas de un artículo científico actual.
Los humanistas descubrieron la mayor
parte de las obras literarias de la antigüedad,
que no interesaron a los árabes. Estos tradu-
jeron cosmología, medicina y matemáticas,
pero prácticamente nada de historia y litera-
tura. Debido a ello, sobrevivieron a la Edad
Media muy pocos autores antiguos (una ex-
cepción es Virgilio). Por este motivo, aún po-
demos señalar otro efecto de la corriente
humanista, que es haber determinado un tipo
de cultura literaria reiterativa que ha llegado
hasta hoy. De ahí que podamos ver y oir ópe-
ras sobre temas clásicos que van desde Mon-
teverdi a Richard Strauss pasando por Glück.
De ahí también que tengamos toda clase de
versiones de Sófocles y Eurípides y que inclu-
so en nuestra canción moderna encontremos
un «Retorno a Itaca». Esta cultura literaria no
sólo no ha tenido nada que ver con la revolu-
ción científica, sino que ha establecido con
ella un cierto antagonismo. Desde el primer
momento ocurrió que los que sabían griego
no podían entender ni apreciar los textos
científicos de la antigüedad, y los científicos
no sabían griego para poderlos leer.
Sería un error que creyeras que el pensa-
miento moderno pueda considerarse derivado
directamente de los humanistas. Nada más
lejos de la realidad. Los humanistas son los
creadores de una erudición clásica que tuvo
una gran influencia sobre la revolución cultu-
ral producida en Europa los siglos XIV y XV.
Leonardo, Vesalio y Galileo, que son tres figu-
ras representativas del Renacimiento, no
pueden de ningún modo considerarse relacio-
nados con el pensamiento humanista. El pro-
pio Leonardo sólo sabía italiano y lo escribía
bastante mal. Su cultura literaria no parece
muy superior a la de cualquier tendero de la
Florencia de su tiempo.
Las traducciones directas de obras de la
antigüedad, ya sea al latín o a las lenguas
vulgares, iban apareciendo lentamente, pero
pudieron difundirse de manera explosiva gra-
cias a la invención de la imprenta por Guten-
berg, en el año 1450. Ello se considera un
hecho fundamental del Renacimiento y, como
puedes suponer, es otro prerrequisito para la
revolución científica del siglo XVII. Una de las
primeras impresiones memorables es la «His-
toria Natural» de Plinio, hecha en Venecia en
1469. Se trataba de una edición en latín; la
primera edición en inglés apareció en 1601.
Anteriormente ya se había impreso a Euclides
en esta misma lengua (1570). Las letras
griegas no empiezan a imprimirse hasta fina-
les del siglo XV. Manuzio (1449-1515) hizo
las primeras ediciones de Aristóteles y de
Teofrasto. Después vinieron Dioscórides
(1499), Galeno (1525) e Hipócrates (1626).
Durante el Renacimiento, las obras de in-
terés científico de las que hay mayor número
de impresiones tratan de medicina. En el si-
glo XVI abundan Hipócrates, Galeno, Discóri-
des, Celso, Razés, Mesua, Avicena y Abuca-
sis. Constituyen la base de la práctica médica
de aquel tiempo. Hay una medicina humanis-
ta y seproduce un fenómeno parecido al que
antes te he señalado, y que podríamos resu-
mir diciendo que la medicina del Renacimien-
to se encuentra dividida entre los partidarios
de Avicena y los del auténtico Galeno. Estos
últimos ganarán la partida. De todos modos,
los nuevos tiempos también traerán consigo
un rechazo de ambas posiciones. Así Paracel-
so (1494-1541), que es otro de los hombres
característicos del Renacimiento, quema pú-
blicamente los textos de Galeno y Avicena al
iniciar su curso de medicina en Basilea. Es
todo un gesto revolucionario, y muy significa-
tivo.
Supongo que te habrás dado cuenta de
que el Humanismo por sí solo no explicaría el
Renacimiento. En cierto modo, en el hombre
del Renacimiento hay una culminación del
pensamiento medieval y por eso hay quien
cree que el Renacimiento empieza en el siglo
XIII, es decir, que no se puede separar de la
Baja Edad Media. Estoy intentando enumerar-
te los factores que de algún modo dan como
resultado el hombre moderno y es obvio que,
con lo escrito hasta ahora, faltan muchas
cosas. Culminación de la Edad Media y
Humanismo resultan insuficientes para expli-
car a Leonardo y a Paracelso. Conviene que
profundicemos mucho más en todo ello.
Los humanistas no tenían gran simpatía
por un verdadero despertar científico, sino
que hay que considerarlos más bien como
una reacción frente a la corriente arabizante
de la época que estaban dejando atrás. El
interés por el estudio directo de la naturaleza
y por la posibilidad de combinar la teoría y la
experiencia podemos encontrarlos en Roger
Bacon o Arnau de Vilanova, pero su labor fue
ignorada durante los siglos XIII y XIV.
En el siglo XV hay una figura destacada y
que constituye el animador de la corriente
científica en el Renacimiento primitivo. Se
trata de Nicolás de Cusa (1401-1464), que
era renano de origen y llegó a cardenal. Fue
una personalidad llena de talento y erudición
que intentó sin éxito la reforma del calendario
y trató de hacer un bosquejo de lo que más
tarde se llamaría filosofía experimental. Es-
cribió un libro sobre el uso de la balanza y
proyectó investigaciones que más tarde serí-
an realizadas por Galileo. Describió un expe-
rimento rudimentario en el que trataba de
demostrar que las plantas absorbían un peso
definido de aire, experimento que sería repe-
tido por van Helmont en el siglo XVII. Sus
teorías incluían dos ideas fundamentales de-
ntro de la revolución científica: el movimiento
de la Tierra y la infinitud del Universo. Gior-
dano Bruno, a quien se considera un proto-
mártir de la revolución científica, no hizo más
que divulgar las ideas de Cusa.
De una forma más inmediata, el cardenal
de Cusa se encuentra vinculado a diferentes
astrónomos de la segunda mitad del siglo XV,
a veces llamados padres
de la astronomía moderna. Uno de ellos es
Juan Besarion (1389-1472), griego de naci-
miento y cardenal. Contribuyó a la difusión de
la literatura griega y al progreso de la astro-
nomía de la época. Entre sus discipulos en-
contramos a Georg Purbach (1423-1461),
que hizo muchos progresos en astronomía de
observación, aunque basándose en la versión
árabe del Almagesto. El otro discípulo alemán
de Besarion fue Johann Müller (1436-1476),
más conocido como Regiomontanus. Este
trabajó sobre textos griegos originales y sus
estudios sirvieron de base para la reforma
gregoriana del calendario. Se ha dicho que
sus tablas astronómicas fueron las que usa-
ron Colón y Vasco de Gama; otros, en cam-
bio, sostienen que se trataba de las tablas de
Abraham Zaculo.
Como ya sabes, en el siglo XVI hay dos
hitos que nos pueden servir para establecer
el final de la Edad Media. El primero es la
caída de Constantinopla en poder de los tur-
cos el año 1453, con lo que desaparece el
Imperio romano de Oriente o Imperio bizan-
tino. La caída de Constantinopla se considera
un factor que influyó en el Renacimiento por-
que el avance de los turcos en Asia Menor y
en la península balcánica ocasionó la huída de
muchos bizantinos hacia diversos países de
Europa, principalmente hacia Italia. De este
modo contribuyeron a la difusión de la cultura
griega y al conocimiento de muchas obras de
la antigüedad que en otras circunstancias
quizá se habrían perdido definitivamente.
El otro hito es el descubrimiento de Améri-
ca en 1492. Con anterioridad, Europa sólo
había asomado la nariz al exterior con las
cruzadas de Tierra Santa y con el extraordi-
nario viaje a Asia de Marco Polo. No hace
falta decir que el descubrimiento de América
es un hecho mucho más importante, ya que
permitió explorar tierras cuya existencia era
completamente ignorada en Occidente. Al
hablar del descubrimiento de América hay
que incluir los viajes de circumnavegación de
Magallanes y Elcano, y los de los portugueses
por la ruta del Cabo de Buena Esperanza. No
sólo desencadenaron una revolución en los
conocimientos geográficos y cosmográficos
(hemisferio austral), sino también en la tota-
lidad de plantas y animales que habitan nues-
tro planeta. Todo lo que habían escrito Aristó-
teles, Teofrasto, Dioscórides y Plinio no re-
presentaba más que una pequeña parte. Era
evidente que esos libros ya no servían, y que
había que estudiar directamente la naturaleza
y hacer ordenaciones nuevas. Sin embargo,
es sorprendente que en la Europa de aquel
tiempo continuara el furor recalcitrante de la
erudición clásica. De este modo, pese a los
libros de Monardes y García de Orta que da-
ban a conocer los nuevos «simples» proce-
dentes de América y de las Indias Orientales,
el doctor Laguna, al margen de todo ello,
editaba la primera traducción castellana de la
«Materia médica» de Dioscórides.
Otro factor importantísimo del Renacimien-
to es el movimiento artístico, que dio lugar a
las obras que lo caracterizan y sin duda tuvo
una gran importancia en el movimiento cien-
tífico de la época. Los grandes pintores y es-
cultores ponen una gran atención en el estu-
dio directo de la naturaleza, y además la ma-
yoría son también ingenieros y arquitectos.
Así, cuando contemplamos la obra de Verroc-
chio (1435-1499) podemos advertir un pro-
greso extraordinario en el conocimiento de la
anatomía superficial humana, y con Botticelli
(1444-1510) una representación sin prece-
dentes de los vegetales. En esta corriente
artística ocupa un lugar destacado Leonardo
da Vinci (1452-1519), considerado uno de los
mayores genios de todos los tiempos. Como
ya he señalado, aunque su formación literaria
y linguística era muy deficiente, Leonardo
iluminó cuanto tocó. Su obra abarca los cam-
pos más variados, desde las matemáticas y la
astronomía hasta la anatomía y la fisiología.
Estudia los problemas del vuelo y analiza el
vuelo de diversas aves. Luego diseña diferen-
tes modelos de aves voladoras, helicópteros y
paracaídas. Parece que incluso construyó una
de esas máquinas, lo que les costó un buen
porrazo. Inventó cañones de disparo rápido y
de retrocarga, junto a los más diversos inge-
nios mecánicos. Insinúa las leyes del movi-
miento que más tarde descubriría Galileo, y
parece inclinarse por el heliocentrismo. Com-
para el esqueleto de diferentes vertebrados,
estableciendo la homología de sus piezas.
Tiene estudios embriológicos y anatómicos
que, pese a estar impregnados de prejuicios
medievales, suponen un enorme progreso,
que en algunos aspectos tardaría siglos en
superarse. Es una personalidad fascinante y
polémica y doy por descontado que sitúas
adecuadamente lo que he descrito en el con-
texto de su extraordinaria obra como pintor y
escultor.
Alberto Durero (1471-1528) es otro sím-
bolo del Renacimiento y una figura compara-
ble a Leonardo. Estudia las proporciones de
las partes del cuerpo humano y sus diferen-
cias dependiendo de la edad y del sexo. Se
interesa por la anatomía de las plantas y hace
experimentos de óptica y de acústica, ade-
más de ser un pintor extraordinario.
A finales del siglo XV también se retorna el
estudio de los animales. El punto de partida
lo constituyen Aristóteles, Hipócrates, Galeno
y Plinio, pero se empieza a avanzar. Los zoó-
logos renacentistas también recogieron la
nueva experiencia de la fauna de Europa
Central y de América, desconocida por los
antiguos. Podemos considerar cuatro centros:
Oxford, Zürich, Bolonia y Montpellier. En Ox-
ford está Edward Wotton (1492-1555), que
escribió «De diferentiis animalium». Sigue a
Aristóteles y, aunque no describe animales
nuevos, elimina a los animales fabulosos y
recoge información interesante acerca de los
«simples» que se pueden extraer de los ani-
males.
En Zürich encontramos a Conrad Gesner,
que escribió 3500 páginas de «Historia ani-
malium». Aunque todavía contiene mucho
Aristóteles y Plinio, agrupa a los vacunos en
el género Bos y a los monos en el Simia. La
descripción de Gesner empieza con el nombre
del animal en diferentes lenguas; a continua-
ción indica el hábitat, el lugar de origen y las
partes externas e internas. Después habla de
las funciones naturales del cuerpo, de las
cualidades del alma, de la utilidad para el
hombre, del uso como artículo alimenticio o
con finalidad curativa. Finalmente hace re-
flexiones de tipo poético y filosófico y añade
anécdotas y reseñas. Lo que dice es resultado
tanto de la lectura como de observaciones
propias. La clasificación que acepta es la de
cuadrúpedos (ovíparos y vivíparos), aves,
peces, reptiles e insectos.
Más importante es Ulisse Aldrovandi, de
Bolonia (1522-1605). Enseñó medicina y filo-
sofía en Padua y Roma. Desarrolló la farma-
cología y creó jardines de plantas medicina-
les. Sobre este tema tuvo grandes controver-
sias con los farmacéuticos de la época. Otro
aspecto interesante de Aldrovandi es su cola-
boración con artistas para hacer ilustraciones
de animales. Su gran obra fue la «Historia
natural», de catorce volúmenes, y otros ma-
nuscritos inéditos. En vida sólo publicó los
cuatro primeros volúmenes, que tratan de las
aves. En ellos se distinguen por primera vez
los grupos de aves de presa, las gallináceas
que se bañan en arena, las palomas y los
gorriones que se bañan con arena y agua, las
aves acuáticas, las canoras y las insectívoras.
Su trabajo de anatomía comparada no será
superado hasta llegar a Buffon, en el siglo
XVIII.
Finalmente llegamos a Montpellier. Tú
misma podrás encontrar en la antigua Uni-
versidad bustos o medallones de Rondelet y
Belon. Guillaume Rondelet (15071556) cono-
ció a Aldrovandi y dedicó su atención a los
animales acuáticos. Su obra «De piscibus
marinis» incluye ballenas, moluscos, equino-
dermos, gusanos y cefalópodos.Tiene un gran
trabajo de disección y en muchos aspectos
difiere y supera lo que había dejado escrito
Aristóteles. Pierre Belon (1517-1564) fue
subvencionado para hacer muchos viajes, y
de hecho murió asesinado por salteadores de
caminos. Dejó escritas la «Histoire naturelle
des estranges poissons marins» y la «Nature
et diversité des poissons». Incluye entre ellos
al hipopótamo, el castor y la nutria (estos dos
últimos porque podían comerse los días de
abstinencia). También describe el camaleón y
el lagarto Uromastix. Distingue los peces con
esqueleto óseo y cartilaginoso, los ovíparos y
los vivíparos y en conjunto puede ser consi-
derado superior a Rondelet. También tiene la
«Histoire des oyseaux», en la que incluye
dibujos de todas las aves que describe. Allí
encontramos las de presa, las acuáticas, las
costeras, las picoteadoras de la tierra, las
picoteadoras de madera, las onmívoras, las
granívoras, las insectívoras y los pájaros. Es
particularmente interesante elestudio del sig-
nificado taxonómico de las patas y los picos.
Belon puede considerarse un precursor de
Buffon y Cuvier en la anatomía comparada.
También hemos de hablar de los llamados
padres alemanes de la Botánica. En conjunto,
su mérito principal consiste en haber repro-
ducido por medio de la imprenta la represen-
tación gráfica de muchas plantas. Encontra-
mos a Brunfels de Maguncia (1480-1534),
que identifica las plantas recogidas en Rena-
nia valiéndose de Dioscórides. Como es natu-
ral, esto le lleva a muchas confusiones. Jeró-
nimo Bock (1498-1554) cae en menos erro-
res y ofrece descripciones más cuidadosas.
Pero el más importante probablemente sea
Leonardo Fuchs (1501-1566). Su tratado de
Botánica es una obra clásica de las Ciencias
Naturales, pese a que no pretende ser otra
cosa que una guía para el recolector de plan-
tas medicinales. En su honor, las fucsias
americanas recibieron ese nombre. La verdad
es que todos estos hombres son más bien
herbolarios y no tienen mucha idea de la cla-
sificación de los vegetales. Pese a ello, este
es el punto de partida de la Botánica moder-
na.
Creo que todo lo que acabo de contarte da
idea de que en la atmósfera del Renacimiento
se produce un cambio muy importante para
el desarrollo de la Ciencia. Pese a ello, las
aportaciones científicas más importantes del
Renacimiento aún no las hemos tratado. Son
la obra anatómica de Vesalio y el nuevo sis-
tema del mundo de Copérnico. Ambos temas
serán el objeto de la próxima carta.
Afectuosamente,
27. LA «FABRICA» Y «DE
REVOLUTIONIBUS»
Begues, 17 de marzo de 1984
Querida Nuria,
La corriente humanista repercutió de for-
ma particular en el campo de la medicina. En
las escuelas médicas de las grandes universi-
dades se repudia el latín bárbaro de los pro-
fesores medievales y se acude directamente y
con entusiasmo a los autores antiguos. El
profesor de medicina estudia las lenguas clá-
sicas y menosprecia las versiones arábicas en
favor de las nuevas ediciones de Hipócrates,
Galeno y Celso que ya te he mencionado en
la carta anterior. Uno de los hombres más
característicos en esta especie de espíritu
ilustrado de la medicina del Renacimiento es
Jacob Silvius, nacido en París en 1478. Dedi-
có la primera parte
de su vida al estudio del latín y griego clá-
sicos y del hebreo, llegando a ser un gran
estilista. Como otros humanistas, también
cultivó la lengua vulgar y de hecho es autor
de una célebre gramática francesa. Fue pro-
fesor de la Sorbona, donde explicaba magis-
tralmente a sus alumnos las teorías de Gale-
no, a quien consideraba infalible e insupera-
ble. Sus clases eran auténticos ejercicios de
oratoria clásica.
Recordarás que la medicina medieval
había hecho progresos importantes princi-
palmente en las escuelas de Salerno, Bolonia
y Padua, en las que se practibaba la disección
de cadáveres humanos. No obstante, en el
Renacimiento, la enseñanza de la medicina
tenía una organización muy peculiar. La di-
sección se dejaba en manos del cirujano, que
era un elemento auxiliar de poca categoría. El
profesor lanzaba su discurso y con el puntero
iba señalando lo que el cirujano iba poniendo
ante los ojos de la concurrencia. Esto acaba-
ba siendo bastante aburrido para los estu-
diantes, sobre todo por la desproporción en-
tre la poca habilidad de las manos del ciruja-
no y la gran calidad oratoria del profesor. La
escena aún se podía complicar con la presen-
cia de un tercer personaje intermedio, el se-
ñalador. Entonces el profesor aún podía en-
tregarse más cómodamente al virtuosismo
oratorio. Con frecuencia se invitaba a los pro-
fesores de filosofía, que tomaban a Aristóte-
les como autoridad. También con frecuencia
se entablaban grandes discusiones entre los
filósofos, el profesor y otros médicos presen-
tes que tomaban a Galeno como referencia, y
esto era lo que más estimulaba a los estu-
diantes. Fue en este ambiente en el que apa-
reció un joven que unos años más tarde haría
nacer una nueva era de la historia de la ana-
tomía. Me refiero a Andreas Vesalio (1514-
1564), nacido en Bruselas en el seno de una
familia de origen renano. Su educación era
fundamentalmente de tipo humanista, como
era característico en los buenos colegios de la
época, pero Vesalio conoció obras anatómicas
antiguas en la biblitoeca de su familia y se
dice que se aficionó a la disección de todo
tipo de animales. A los 18 años fue a París a
estudiar medicina con Silvius y probablemen-
te quedó impregnado de Galeno. De esta
época se cuenta que, por iniciativa propia,
Vesalio sustituía muchas veces al cirujano,
con la complacencia del profesor debido a su
mayor habilidad. Tres años después, de vuel-
ta a su casa, consigue montar un esqueleto
humano entero con restos de catafalco. Más
tarde, a los 22 años, lo encontramos en Pa-
dua, donde es nombrado profesor de anato-
mía. En aquella época Padua pertenecía a la
República Veneciana, en la que había un gran
interés por la medicina y un ambiente intelec-
tual de alto nivel. Sus clases constituyeron
una auténtica revolución: como era de espe-
rar, suprimió al cirujano e hizo él mismo el
trabajo. Ello se muestra muy bien en la por-
tada de la primera edición de la célebre «Fa-
brica» (1543). Las clases tenían lugar en in-
vierno para que el frío retrasara la putrefac-
ción de los cadáveres y asistían a ellas hasta
quinientos alumnos, que se pasaban de uno a
otro las piezas anatómicas y se acercaban por
turnos a la mesa deoperaciones para obser-
var detalles o aprender la técnica del maes-
tro. Había que permanecer en el anfiteatro
todo el día.
Sin duda recordarás las extraordinarias
láminas anatómicas de «De Humani Corporis
Fabrica» en la reimpresión conmemorativa
del cuarto centenario de la muerte de Vesalio,
que imprimió la Typographie Génévoise a
partir de las planchas de cobre hechas por
Thomas Gemini en Londres en 1545. Dichas
láminas son copias fieles de las planchas ori-
ginales de madera, que por desgracia fueron
destruidas por un bombardeo durante la últi-
ma guerra mundial. Además, los autores de
la reimpresión tuvieron la elegancia de usar
papel hecho a mano y caracteres tipográficos
de finales del siglo XV, empleando una prensa
manual. De este modo, las láminas adquirie-
ron el aspecto de las grandes obras del Rena-
cimiento.
Se sabe que la «Fabrica» fue compuesta
durante los años en que Vesalio enseñaba
anatomía en la Universidad de Padua. Es muy
probable que en los diseños interviniera el
propio Calcar, discípulo de Tiziano y amigo de
Vesalio, que algunos años antes había prepa-
rado sus «Tabulae sex» (1538). No se conoce
al excepcional artesano veneciano que hizo el
grabado de las planchas que sirvieron para la
primera impresión, realizada en Basilea en
1543. La copia de Gemini a la que antes me
refería fue hecha por encargo de Enrique VIII
de Inglaterra y publicada en 1545 con el títu-
lo de «Compendiosa totius anatomiae deli-
neatio». Se cree que un tal John Caius pro-
movió la edición de este plagio, con objeto de
usarlo para enseñar anatomía y cirugía en
Inglaterra. No fue un caso único. En todos los
países de Europa aparecieron otras copias,
como la de Gravin en Paris (1564), la de
Baumann en Nürenberg (1575), la de Baudin
en Lyon (1560), la de Platter en Basilea
(1583), la de Botter en Colonia (1600), la de
Valverde en Roma (1556) y una anónima en
Valladolid (1551). Las dos últimas están es-
critas en castellano y la de Valverde es una
de las de mayor calidad.
En la edición original de la «Fabrica», en-
contramos en primer lugar el retrato de Vesa-
lio, que ha constituido prácticamente la base
de toda su iconografía. Le sigue la portada de
la clase de anatomía que antes he menciona-
do. A continuación viene la extraordinaria
lámina de Adán y Eva, el hombre y la mujer,
llenos de fuerza y de belleza plástica. Sigue la
serie clásica de esqueletos enteros, llenos de
animación por su postura que evoca la vida y
que en algún caso recuerda las antiguas re-
presentaciones medievales de la danza de la
muerte. En ellos se pone de manifiesto la
mano del artista, que se permite errores ana-
tómicos fáciles de descubrir, con objeto de
respetar los cánones artísticos. Luego vienen
la musculatura y los sucesivos planos de di-
sección, en los que quizá se encuentra el
punto culminante de la obra, tanto científica
como artísticamente. Algunas posturas estra-
falarias del
cuerpo corresponden a la técnica real de
sujeción del cadáver empleada por Vesalio.
Muchos de los esquemas de detalles se deben
al propio Vesalio.
La parte más defectuosa de la Fabrica pro-
bablemente es la que trata de los vasos y los
nervios, sobre todo porque el desconocimien-
to de su significado funcional contribuye a
damos una imagen que hoy sabemos inexac-
ta. Por eso hay que reflexionar sobre el es-
fuerzo extraordinario que representa como
resultado de una disección real. Más adelante
encontramos las vísceras, de acuerdo con el
modelo galénico: cavidad abdominal, cavidad
torácica y cerebro. A continuación vienen los
órganos de los sentidos, con una incompren-
sible anatomía del ojo basada en la disección
de un animal. En otra lámina podemos hace-
mos una idea de todos los instrumentos utili-
zados por Vesalio, que en gran parte son de
su invención y constituyen precursores direc-
tos del material quirúrgico que ha llegado a
nuestros días.
En la «Fabrica» hay pocas descripciones
del cuerpo femenino, tal vez como conse-
cuencia de una mayor dificultad para dispo-
ner de cadáveres. No obstante, se describe el
aparato genital femenino y se dan detalles
sobre el feto y la placenta.
Desde el punto de vista artístico, la «Fabri-
ca» es un libro extraordinario, con una gran
ambición estética en todas sus representacio-
nes. De ahí que muchos de sus dibujos hayan
quedado como modelos permanentes de la
representación plana y espacial del cuerpo
humano. También está el detalle de las letras
mayúsculas, sobre todo las de la segunda
edición (1555), en las que se pueden identifi-
car las actividades de los anatomistas, que
están representados en ellas en forma de
niños desnudos. La primera de ellas, la única
en la que aparecen adultos, simboliza el de-
safío de Marcyas con su triste fin, descuarti-
zado vivo por el mismísimo Apolo, después
de que las Musas se inclinaran por el dios tras
haber comparado las habilidades de uno y
otro en el arte de la flauta. Alguien ha afir-
mado que ello constituye una altiva adverten-
cia del autor, dirigida a los que pretendieran
emularlo, pero también cabe pensar en una
alusión irónica a la crítica de los intransigen-
tes y acérrimos galenistas, entre los que hay
que poner en primer lugar a Silvius.
No debes olvidar que cuando Vesalio quie-
re explicar algo, recurre a Galeno. Sin em-
bargo, en sus descripciones se olvida de Ga-
leno y sólo tiene en cuenta lo que observa.
Vesalio nunca se preocupó de criticar el pen-
samiento tradicional, ni de teorizar. Desarro-
lla una técnica sin precedentes y, valiéndose
de ella, examina con minuciosidad, con des-
preocupación, sin ningún tipo de considera-
ción hacia lo que ya estaba escrito. Y lo que
él ve, es capaz de ponerlo ante los ojos de los
demás de un modo espectacular, con una
sensibilidad refinada que lo sitúa entre los
prototipos del hombre del Renacimiento.
Lo que acabo de contarte explica por qué
Vesalio no descubrió la circulación de la san-
gre. Su formación galénica suponía un obstá-
culo mental para pensar al respecto. Sólo se
encuentran algunas exclamaciones de sorpre-
sa ante el grosor y continuidad de la pared
que separa los dos ventrículos, ya que su-
puestamente debería permitir alguna filtra-
ción de sangre de uno a otro. El obstáculo
mental se nota cuando dice que ese paso es
un auténtico milagro, en lugar de decir que
es imposible. Pese a ello, los galenistas radi-
cales (y en particular Silvius) se volvieron
contra él. Se publicaron numerosos tratados
polémicos, contrarios a la «Fabrica». Fue
acusado de ateo y de hacer vivisecciones
humanas como los antiguos médicos paganos
de Alejandría. En Francia se le combatió co-
mo mínimo durante un siglo. En cambio, el
número de sus partidarios aumentó rápida-
mente en Italia, España, Alemania e Inglate-
rra.
Un año después de la publicación de la
«Fabrica», Vesalio pasa al servicio de Carlos I
de España, de quien era súbdito. Más tarde
estará al servicio de Felipe II, en cuya corte
tendrá problemas y será objeto de acusacio-
nes. Parece que fue el propio rey quien, con
objeto de salvarle la vida, logró que la con-
dena se limitara a un viaje de penitencia a
Tierra Santa. En el camino, en el año 1564
visitó Venecia, tal vez con la esperanza de
recuperar la cátedra que había abandonado,
y que entonces estaba vacante. Tras visitar
Jerusalén como peregrino, vuelve por mar y
naufraga en una gran tempestad a la altura
de Rodas (probablemente no muy lejos del
lugar donde, como recordarás, nosotros tam-
bién soportamos una, debida a un maremo-
to). Vesalio consiguió llegar a una pequeña
isla, en la que al poco tiempo murió, víctima
de la disentería.
El sucesor de Vesalio fue Realdo Colombo
(1516-1559), que plasmó el resultado de sus
investigaciones anatómicas en un libro titula-
do «De re anatomica». Hizo progresos en el
conocimiento del oído, así como de los vasos
y los pulmones, y se ha dicho que comenzó a
entrever la circulación menor. Le sucedió Ga-
briel Fallopio (1523-1562), que publicó las
«Observationes anatomicae». Es su única
obra, relativamente breve, pero que muestra
grandes progresos en el conocimiento de los
órganos sexuales (trompas de Falopio), los
huesos y el oído. Rinde un gran tributo de
admiración a su maestro Vesalio.
Aunque no pertenezca a la escuela de Pa-
dua, también podemos incluir en el ramillete
de los «anatomici del Cinquecento» a Barto-
lomé Eustacchio (15201574), que ha pasado
a la historia por el descubrimiento de las
trompas que llevan su nombre. Su obra, titu-
lada «Opuscula anatomica», contenía muchos
otros descubrimientos interesantes, pero no
se publicó hasta un siglo después de su
muerte, cuando ya había sido superada.
Su actividad se desarrolló principalmente en
Roma, como profesor de la Academia de Mé-
dicos del Papa.
El sucesor de Fallopio en Padua fue Giro-
lamo Fabrizio (1537-1619). Para evitar con-
fundirlo con un anatómico contemporáneo
alemán llamado Hildanus Fabricius, a veces
se le llama Fabricius ab Aquapendente, en
referencia a su lugar de nacimiento. Hizo mu-
cha anatomía comparada y embriología de
distintos vertebrados. También estudió el
movimiento de los animales, y los órganos de
los sentidos. Pero su aportación principal es
el descubrimiento y la descripción minuciosa
de las válvulas venosas. Ten en cuenta que
su gran discípulo fue el inglés Harvey, que
utilizó dicho conocimiento como pieza impor-
tante para explicar la circulación de la sangre.
De la escuela de Bolonia hay que citar a
Constancio Varolio (1543-1619), que hizo
importantes progresos en el conocimiento de
la anatomía del sistema nervioso. De hecho,
se sigue llamando «puente de Varolio» a una
región del encéfalo.
También hay que citar a Cesalpino, un
hombre polifacético, cuya obra botánica te
comentaré más adelante. Otra curiosa figura
es Marco Aurelio Severino (15801656), re-
presentante de la escuela de Nápoles y discí-
pulo de un famoso pensador de la época lla-
mado Campanella, caracterizado por su anti-
aristotelismo. La obra más famosa de Severi-
no lleva por título «Zootomia democritea».
Viene a ser una anatomía comparada de ani-
males, en forma de miscelánea de notas, en
la que las observaciones propias se mezclan
con referencias a otros autores. Este anato-
mista introdujo el uso de la lupa, que ha
constituído el símbolo del naturalista hasta
nuestros días, aunque en el siglo pasado el
astuto Sherlock Holmes la usara para otros
fines. Pese a la antipatía que manifestaba
hacia Aristóteles, en los escritos de Severino
hay una gran influencia escolástica. En el
contexto renacentista, y como buen seguidor
de Campanella, una contribución muy signifi-
cativa de Severino de cara al pensamiento
moderno fue el hecho de desempolvar al vie-
jo Demócrito.
En el año 1543 muere el gran astrónomo
polaco Nicolás Copérnico, con el primer
ejemplar impreso de «De Revolutionibus Or-
bium Celestium» entre sus manos. Recuerda
que es justamente el año de la primera edi-
ción de la «Fabrica» de Vesalio. Es una coin-
cidencia realmente intrigante. No sólo porque
se trata de las dos obras científicas más im-
portantes del siglo XVI, sino porque además
están vinculadas al hundimiento de dos con-
cepciones seculares: la galénica y la tolomei-
ca.
Ya sabes que el sistema tolomeico había
sido aceptado, con muy pocas excepciones,
durante toda la Edad Media. La Tierra, en el
centro de un mundo finito con sus cuatro
elementos, era el lugar de todo lo que cam-
bia. El Cielo, a partir del círculo de la Luna,
era inmutable e incorruptible desde el día de
la creación hasta el fin del mundo. Tras el
círculo de la Luna estaban situados los de
Mercurio, Venus, el Sol, Marte, Júpiter y
Saturno. Por encima de todos ellos estaba la
esfera de las estrellas fijas y más allá el
«Primum mobile». Mediante una fuerza mis-
teriosa, tal vez parecida a la del amor, el
«Primum mobile» hace que los astros giren
alrededor de la Tierra una vez cada veinticua-
tro horas. Ya sabes también que el movi-
miento irregular de los planetas resultaba
inquietante, y que para explicarlo se había
acudido a la teoría de los epiciclos y de la
excéntrica.
Ya te he contado que, a comienzos del Re-
nacimiento, Nicolás de Cusa y el propio Leo-
nardo da Vinci habían reconsiderado la idea
de Aristarco, y de algún otro autor de la Anti-
güedad, de que pudiera ser la Tierra la que
diera una vuelta cada venticuatro horas, y
describiera un giro anual alrededor del Sol.
Los restantes astrónomos renacentistas que
hemos mencionado siguieron la teoría tolo-
meica, complicándola progresivamente con
hipótesis sobre múltiples esferas cristalinas
entre las que se moverían los planetas. Ade-
más de los que ya hemos citado, conviene
añadir a Frascator de Verona (1485-1453),
que tal vez fue quien llevó la teoría tolomeica
a sus consecuencias más extremas, añadien-
do esferas y más esferas. Frascator es un
hombre a quien también conviene recordar
por haber sido el primero en afirmar que la
cola de los cometas siempre se aleja del Sol.
También estuvo entre los defensores del
atomismo de Demócrito y, en un campo to-
talmente diferente, tiene el mérito de haber
descubierto algunas enfermedades que se
propagan rápidamente pasando del un en-
fermo a una persona sana, directa o indirec-
tamente. Figura en la historia de la Ciencia
como el creador del concepto de infección.
En medio de este panorama surge la obra
de Nicolás Copérnico (1473.1543), que habría
de originar una nueva visión cosmológica,
sobre la que se asentaría la revolución cientí-
fica. Copérnico nació en Torhn o Torun, un
pueblo de Polonia, durante el reinado de Ca-
simiro IV Jagellon. Era hijo de un panadero
oriundo de Bohemia y, por el lado materno,
estaba emparentado con el obispo de War-
mie. Por tanto, era medio alemán, medio po-
laco. La propia población de Torhn había per-
tenecido a Prusia.
Copérnico estudió primero en Cracovia, y
luego en diversas Universidades italianas,
interesándose por las lenguas clásicas, la
medicina, las matemáticas, la astronomía, las
leyes y la teología. Además, era un buen di-
bujante. Más adelante fue ordenado sacerdo-
te y volvió a su tierra, donde fue nombrado
canónigo de Frauenburg (Frombok), una pe-
queña población polaca próxima a Koenigs-
berg.
Todos sabemos que Copérnico establece la
teoría heliocéntrica, dejando a la Tierra como
el tercer planeta que gira alrededor del Sol,
después de Mercurio y Venus. Más allá en-
contraríamos a Marte, Júpiter y Saturno, por
debajo de la esfera de las estrellas fijas. Sólo
la Luna giraría alrededor de la Tierra. Este
sistema del
mundo es inspirado principalmente por el
célebre dibujo de la página 10 del manuscrito
de «De Revolutionibus Orbium Coelestium»,
que terminó de escribir hacia el año 1537,
tras muchos años de reflexión. Se imprimió
en Nuremberg en 1543, el mismo año de su
muerte.
«De Revolutionibus Orbium Coelestium»
consta de seis libros. El primero trata de la
forma esférica de la Tierra, y de sus movi-
mientos. También del orden de los planetas y
de la explicación de su movimiento retróga-
do, calculando el tiempo que tarda cada uno
en recorrer su órbita. Este primer libro es tal
vez el mejor de toda la obra. El segundo trata
de geometría esférica y trigonometría, pro-
porcionando unas tablas astronómicas y un
catálogo de estrellas. El tercero habla del
movimiento anual de la Tierra, el cuarto del
movimiento de la Luna, y el quinto de los
planetas (con una alusión, por cierto, que
hace pensar que cada planeta tiene una es-
pecie de centro de gravedad). Finalmente, el
sexto trata de las latitudes.
«De Revolutionibus» está dedicado al papa
Pablo III en una carta que sirve de prefacio.
En ella manifiesta dirigirse por igual a sabios
y a ignorantes; sin embargo, es una obra que
sólo podían leer los expertos. Siempre discute
detenidamente las ideas de otros autores. De
hecho se basa principalmente en datos aje-
nos, aportando muy pocas cosas que sean el
producto de observaciones propias. Por tanto,
podemos considerar que «De Revolutionibus»
es fundamentalmente la obra de un teórico.
Al principio, la teoría copernicana no tuvo
ni grandes objetores ni grandes partidarios.
Hay que hacer notar que los primeros en
oponerse a ella fueron los astrólogos. Al sacar
a la Tierra del centro del mundo, los astrólo-
gos vieron sus concepciones totalmente tras-
tornadas. La detracción oficial de la Iglesia no
tuvo lugar hasta Giordano Bruno, muchos
años después de la muerte de Copérnico.
La simplicidad del sistema de Copérnico es
más aparente que real. Para explicar los mo-
vimientos de los planetas sigue necesitando
echar mano de epiciclos y excéntricas. Por
otra parte, sigue suponiendo un Universo
esférico y finito, limitado por las órbitas de
las estrellas fijas. Además, se trata de órbitas
rigurosamente circulares.
Después de Copérnico encontramos al
gran astrónomo danés Tycho Brahe (1543-
1601). A diferencia del astrónomo polaco,
Brahe fue sobre todo un gran observador de
los astros. Trabajó bajo el mandato del rey
Federico II, que le hizo construir en la isla de
Huen una especie de palacio observatorio
llamado «Uranieborg», en el que llegó a tener
una treintena de colaboradores trabajando.
Tycho Brahe ideó un nuevo sistema del mun-
do en el que todos los planetas giran alrede-
dor del Sol. A su vez, el Sol y su cohorte de
planetas giran alrededor de la
Tierra, y otro tanto hace la Luna. Para que
te resulte más fácil de entender, te incluyo
los dibujos clásicos del sistema copernicano y
del de Tycho Brahe.
Matemáticamente hablando, ambos siste-
mas son equivalentes.
El gran astrónomo danés determinó el pa-
ralaje de un cometa'', y gracias a ello pudo
calcular que se encontraba más lejos de la
Luna. Insinuó que los cometas no seguían
una órbita circular sino ovalada, lo cual rom-
pe por primera vez un
13
Quizá ya antes lo había hecho el valen-
ciano Geroni Muñoz (1537-1592).
apriorismo milenario. Hizo una recopilación
de informaciones acerca de la posición de los
planetas y de la Luna que no tenía preceden-
tes, y que habría de ser extraordinariamente
útil a los astrónomos que le siguieron, y en
particular a Kepler.
El año 1972, la Academia de Ciencias pola-
ca editó una magnífica reproducción en fac-
símil del manuscrito de la obra de Copérnico.
Este facsímil, junto con la reimpresión de la
«Fábrica» de Vesalio de la que te hablaba al
comienzo de esta carta, constituyen dos jo-
yas para el bibliófilo. Estas dos obras son el
verdadero punto de partida de la ciencia mo-
derna, pero sería un error contemplarlas des-
conectadas del pasado. De hecho, represen-
tan la culminación del pensamiento medieval,
aunque sea a través de unos hombres que,
por el valor que dan a los hechos y por la
independencia de su actitud mental, ya
muestran signos de los
nuevos tiempos que estaban llegando.
Afectuosamente,
28. OPUS NIGRUM
Barcelona, 7 de abril de 1984
Querida Nuria,
En las dos últimas cartas he intentado dar-
te una visión de las características fundamen-
tales del Renacimiento, y hacer una sinopsis
de sus dos grandes aportaciones a la Historia
de la Ciencia: la revolución vesaliana y la
reforma copernicana. No obstante, hay que
tener en cuenta que en esa época ocurrieron
otros muchos cambios en todo orden de co-
sas, relacionados o no con los que te he con-
tado. La consecuencia global es el hombre
moderno, sin el cual el fenómeno de la cien-
cia durante los últimos cuatro siglos no
hubiera podido tener lugar. Con el Renaci-
miento se fraguó un tipo humano apropiado
para la revolución científica.
Naturalmente, el proceso no ocurrió de re-
pente, ni con la misma intensidad en todas
partes. Es un fenómeno que irradia desde
determinados focos de la vieja Europa cristia-
na. Durante mucho tiempo encontraremos
mezclados, a veces en una misma persona,
elementos medievales y elementos moder-
nos. Es como lo que ocurre hoy en países que
han recibido recientemente la civilización oc-
cidental, ya sea porque se hubieran quedado
estacionados en una especie de Edad Media,
porque
aún estuvieran en una etapa cultural muy
primitiva o porque pertenecieran a una cultu-
ra independiente. Lo primero ocurre en los
países islámicos, y lo segundo en algunos
estados africanos. El tercer caso se ha produ-
cido en la India, y en cierto modo hasta en
Japón. No es el momento de profundizar en
este tema, pero viene bien tenerlo en cuenta
para entender que el pensamiento de las per-
sonas que viven en esas situaciones sea una
especie de amalgama. Hoy nos sorprendería
mucho que un físico de Cabo Cañaveral estu-
viera interesado por la astrología, o que
nuestros colegas bioquímicos introdujeran
ideas alquimistas en sus experimentos. Sin
embargo, eso era lo habitual en la Europa de
los siglos XVI y XVII, y hasta del XVIII. Una
de las personalidades más destacadas de la
Revolución científica, Robert Boyle (1626-
1691), practicaba la medicina, y recomenda-
ba curar las hemorragias nasales colocando
en la mano del paciente humus de cadáveres
humanos, preferentemente de cementerios
irlandeses. Otro protagonista de la revolución
científica, Robert Hooke (1635-1703), trataba
los tumores colocando sobre ellos manos de
cadáver. Van Helmont (1577-1644), de quien
pronto volveremos a hablar, usaba imanes y
otros amuletos en su práctica médica. Por
otra parte, no hay que olvidar que, todavía
hoy, algunos periódicos anuncian los efectos
saludables de determinadas pulseras y col-
gantes con cruces imantadas.
Esa clase de prácticas eran muy corrientes
en el siglo XVI, incluso en las figuras que po-
demos considerar representativas de la
transmutación humana que se estaba produ-
ciendo. Jean Fernel (1497-1558), uno de los
mayores desmitificadores, prescribía estiércol
de perro como remedio, y todos sabemos que
Paracelso (1490-1541) mezclaba en sus curas
la experiencia positiva con magia, alquimia,
astrología y religión. En estos casos sorpren-
de la gran tolerancia entre lo estrictamente
científico y toda clase de seudociencias, entre
el sentido común más objetivo y frío y toda
clase de supersticiones. Para Tycho Brahe,
una estrella nueva era una «nova» pero tam-
bién un signo, un augurio. Las órbitas elípti-
cas de Kepler (1571-1630) eran el resultado
de observaciones meticulosas y objetivas,
pero él seguía pensando que estaban gober-
nadas por un espíritu universal que residía en
el Sol. Los zoólogos y botánicos seguían
hablando de seres fantásticos que nunca
habían visto (y lo hacían con una familiaridad
tal que, de encontrarse con ellos, no se
habrían llevado ninguna sorpresa). Conviene
tener en cuenta todo esto, y no sólo para
hacerse una idea acerca del pensamiento de
la época que estamos tratando. Además,
ayuda a entender por qué en el pensamiento
científico actual hay ideas que tienen su ori-
gen en creencias no científicas o seudocientí-
ficas, por mucho que uno de los empeños de
la revolución científica fuera separar la cien-
cia de la seudociencia, como antítesis del
pensamiento medieval basado en la unidad
del conocimiento. El Renacimiento es una
etapa intermedia en el proceso de separa-
ción.
Se pueden distinguir cuatro conjuntos doc-
trinales que se separarán progresivamente:
el dogma cristiano, el legado griego de biolo-
gía y cosmología, las seudociencias hermanas
de la alquimia y la astrología, y finalmente el
confuso y complejo conjunto de las supersti-
ciones medievales (magia, demonología y
brujería). En los pensadores renacentistas, y
de épocas posteriores, estos cuatro conjuntos
estaban parcialmente separados, y de un
modo característico en cada caso. Un aspecto
propio de esta situación era la convicción de
que el secreto de la vida se podía alcanzar
por medio de una intuición estética, de la
revelación, de la superstición y de la lógica,
tanto como por medio de lo que hoy llama-
mos conocimiento científico. Se trataba de
alcanzar el control de la naturaleza manipu-
lando las causas invisibles, fuera cuál fuera el
procedimento por el que se habían descubier-
to.
Para los alquimistas, los fenómenos de la
naturaleza derivaban de unos pocos princi-
pios fundamentales. El mercurio era llamado
«prima materia» y una unión apropiada con
el azufre producía la piedra filosofal o sustan-
cia capaz de transformar los metales vulgares
en metales nobles. Dicha transformación
constituía el «opus magnum». Siempre era
algo muy complicado, e incluía una fase críti-
ca de fusión y separación llamada «opus ni-
grum». De ahí que, en sentido figurado, Mar-
guerite Yourcenar titulara L'Oeuvre au Noir la
novela en que intentaba reflejar la trágica
historia de un hombre que se desprende de la
Edad Media para entrar en los tiempos mo-
dernos.
En la transmutación química se podían in-
cluir pepitas de metal noble, que deberían ser
multiplicadas por influencia de la piedra filo-
sofal. En otros protocolos, la propia piedra
filosofal se considera capaz de automultiplica-
ción. La analogía entre este proceso y el cre-
cimiento de los organismos sugirió la conve-
niencia de realizar el «opus magnum» en ma-
traces o retortas con forma de huevo. La
praxis siempre estaba asociada a diversas
variantes de prácticas sacerdotales y mági-
cas, así como a la aplicación de ciertos dog-
mas astrológicos y ocultistas. Aplicada a los
seres vivos, la alquimia maneja el espíritu
quintaesencial, que en algunos casos puede
separarse por destilación. Este espíritu cons-
tituirá la base del «agua vitae» o elixir de la
vida, que puede ejercer sobre el cuerpo mo-
ribundo un efecto comparable al de la piedra
filosofal sobre el metal innoble.
Entre los cambios más significativos que
tuvieron lugar en el Renacimiento hay que
señalar la profunda escisión del mundo cris-
tiano, tras la cual los reformistas pasarían a
ser protestantes, y los católicos ya no po-
dríamos desprendernos del corsé de la con-
trarreforma. Nacerían los estados-nación con
sus monarquías absolutas, y se desvanecería
el poder temporal del papa de Roma, y su
capacidadaglutinadora de la cristiandad. La
burguesía surgida durante la Baja Edad Media
pasaría a ser una clase dominante, capaz de
imprimir una dinámica nueva y decisiva a la
sociedad. Paralelamente, y al lado de las
grandes monarquías, se engrandecería la
clase de los funcionarios. Con su rostro pro-
pio y a veces siniestro, esta clase alcanzaría
poco a poco un gran poder.
El Humanismo no dio lugar solamente a
una cultura literaria reiterativa. Ya hemos
visto cómo surgió la medicina humanista, que
científicamente hablando puede considerarse
regresiva desde su origen, aunque hubiera de
perdurar –con más o menos fuerza según el
lugar- hasta el siglo XIX. Todavía hoy, la cla-
se médica como grupo tiene algunos rasgos
que se nutren de esas raíces. Por otra parte,
el Humanismo origina un cambio profundo en
la jurisprudencia, y sobre todo en la teoría
política. En esta última encontraremos tanto
la «Utopía» de Tomás Moro como «El Prínci-
pe» de Maquiavelo. Los modelos de la Anti-
güedad clásica propiciaron en el hombre mo-
derno el afán de sentirse protagonista de la
historia o, como mínimo, de su propia histo-
ria.
Aunque la corriente humanista no propicia-
ra el interés por el estudio directo de la natu-
raleza, en el Humanismo hay elementos dis-
persos que lo enlazan directamente con los
profetas de la ciencia. Lluís Vives (1492-
1540), el humanista más importante entre los
de linaje catalán, es quien trata esta cuestión
más directamente. En su obra «De tradendis
disciplinis» expone sus ideas sobre la educa-
ción y, tal vez por primera vez en la historia
de la pedagogía, recomienda hacer experi-
mentos como un medio esencial para des-
arrollar el conocimiento. Vives va más lejos
que Roger Bacon y Ramon Llull. Para él, la
experimentación pasa a ser decisiva. Esto lo
aproxima enormemente a Francis Bacon, que
un siglo más tarde sería el gran promotor del
método experimental. Supongo que recorda-
rás que Lluís Vives fue preceptor de la reina
María de Inglaterra y profesor en Oxford,
aunque pasó la mayor parte de su vida en
Brujas, donde murió."
Jean Fernel fue médico de Enrique II de
Francia, y dedicó al rey un librito titulado «De
adbitis rerum causis», que significa «Sobre
las causas ocultas de las cosas». Este médico
es considerado el padre de la Fisiología, y fue
el primero que la situó como disciplina inde-
pendiente, imprescindible como fundamento
de la medicina científica. Tiene muchas otras
obras, pero la que he citado es particular-
mente interesante para conocer el pensa-
miento del Renacimiento medio. Hace años,
me impresionó la magnífica glosa que de este
libro hizo Charles Sherrington, premio Nobel
de Neurofisiología del año 1932 y uno de los
grandes maestros contemporáneos de tu es-
pecialidad.
14
Supongo que sabrás que era judío
Fernel era un hombre polifacético que
también se había dedicado intensamente a
las matemáticas y la astronomía. Incluso tie-
ne una determinación del tamaño de la Tie-
rra, que sólo se desvía un 1% del valor real.
El libro de Fernel revela la típica mentali-
dad del médico humanista, a la que ya he
aludido repetidamente. Es representativo de
los intentos de restablecer las ideas clásicas
sobre la materia viva en toda su pureza, jus-
tamente en el momento en que quedaban
definitivamente atrás. Sus mejores escritos
son de alrededor de 1542, es decir, inmedia-
tamente anteriores a la primera edición de la
«Fabrica» de
Vesalio.
El librito sobre las causas ocultas tiene
forma de diálogo entre tres personajes. Uno
es Brutus, un hombre culto y aficionado a la
discusión que acude con frecuencia a Platón y
a las ideas alquimistas de la época. Philiatros
es un joven a punto de doctorarse en París,
que en todo lo que dice lleva impreso el sello
de la cultura de su Facultad. El tercer perso-
naje es Eudoxus, que representa al médico
maduro y lleno de experiencia, y en quien se
reconoce al propio Fernel. El diálogo comien-
za con la vieja cuestión hipocrática: Quid di-
vinum? La respuesta resulta muy sofisticada,
como era de esperar después de siglos de
magia, milagros y superstición. «¿A qué se
llama natural? ¿Acaso hay alguien que haya
podido ver alguna vez la Naturaleza, y la
haya tenido entre sus manos?», pregunta
Brutus. Philiatros contesta: «No trato de ver
con los ojos lo que puedo ver con el pensa-
miento». En el siglo XVII, Francis Bacon nos
hablará del fulgor del conocimiento de Dios,
que puede obtenerse a la luz de la naturaleza
y mediante la contemplación de las cosas
creadas. En el siglo XVIII, Bolinbroke escribe
que para él la naturaleza comprende la totali-
dad de las obras de Dios, en la medida en
que nos resultan accesibles. Para Fernel, en
el siglo XVI, se trata de un principio que la
mente alcanza a priori pero es confirmado
inductivamente; es decir, lo que podríamos
llamar «ley natural» como la causa inmediata
de determinadas cosas. Para Eudoxus, el
hombre es obra de la naturaleza, de modo
que su contestación es la misma que había
dado Hipócrates. No obstante, Fernel, que era
compañero de San Ignacio y cristiano de
convicción, profesa una religión basada en la
verdad revelada y en la doctrina de la Iglesia,
y tiene necesidad de armonizar el conjunto
de su pensamiento. Por eso añade que las
leyes naturales son expresión de la voluntad
de Dios, que es justa, ordenada e inmutable.
En consecuencia, dice que cuando el médico
contempla al enfermo no puede ver nada que
no esté sometido a esas leyes, a excepción
de su conocimiento y su voluntad, es decir,
de su alma pensante.
A lo largo de la discusión se observa que
Fernel es aristotélico y galenista por lo que se
refiere a los conceptos de materia y forma y
con respecto a los cuatro
elementos, silenciando casi del todo el
atomismo democritiano. En este último as-
pecto está de acuerdo con toda la tradición
médica clásica, incluidos los arabizantes, y en
contra de la escuela materialista de Padua,
contra la que formula severas críticas. Se
muestra incrédulo con respecto a la alquimia.
Por contra, al afirmar que en el hígado tiene
lugar algo parecido a una fermentación, inicia
la corriente iatroquímica que tendrá muchas
consecuencias en los siglos venideros. Distin-
gue entre mezclas y «combinaciones», y usa
esta distinción para explicar los diferentes
temperamentos. Sigue la teoría galénica de
los humores, y considera que algunas enfer-
medades tienen causas desconocidas que
conviene averiguar. La «Scala naturae» aris-
totélica no le despierta en ningún momento la
menor sospecha de tratarse de un árbol ge-
nealógico. Acepta la generación espontánea
de las formas más simples de vida, idea que
durará hasta finales del siglo XVIII. Para Fer-
nel, la causa de la vida es la «psyche», y no
se aparta de la idea cristiana de la redención.
La separación no se producirá hasta Descar-
tes.
Por otra parte, el alma es la base de toda
la fisiología de Fernel. La facultad nutritiva
del alma vegetativa está repartida por todo el
cuerpo, mientras que su facultad sensitiva se
centraliza en el cerebro, un órgano al que
llega todo lo que captan los sentidos. Entre
los sentidos y el cerebro, y entre éste y los
músculos, viajan espíritus a través de los
cuales se recibe la información o se envían
órdenes. Estos espíritus son los intermedia-
rios entre el alma y el cuerpo. Si te fijas, esto
es una vieja idea platónica que ha pasado por
Galeno antes de llegar a Fernel.
En la fisiología de Fernel, la mente ocupa
una tercera parte del programa, no en el sen-
tido de considerar a la mente como una pro-
piedad de la materia, sino por el hecho de
que todas las acciones del cuerpo se originen
en el alma, de la que la mente es la expre-
sión.
Fernel rechaza la magia que estaba en bo-
ga en su tiempo. También era corriente la
medicina astrológica, y de hecho Fernel la
practicó durante algún tiempo, siguiendo una
corriente que podemos retrotraer hasta Arnau
de Vilanova. Sin embargo, Fernel acaba con-
venciéndose de que es una mentira absoluta,
incompatible con su propia experiencia médi-
ca y con su fe religiosa, que no le permitía
ver al hombre caminando por el macrocos-
mos como un títere. Cuando Nostradamus, el
más célebre astrólogo de la época, visitó la
corte, Fernel se ausentó. Además, aconsejó al
rey que hiciera lo mismo, dejando la astrolo-
gía como un entretenimiento para mujeres y
para cortesanos con pocas luces.
Fernel está convencido de que siempre
puede encontrarse una planta que proporcio-
ne el «simple» apropiado para curar cada
enfermedad. Se cree que era
un hábil cirujano; sin embargo, es incapaz
de ver relación alguna entre la función y la
estructura. Suya es la frase «la geografía es a
la historia lo mismo que la anatomía es con
respecto a la medicina».
El finalismo galénico domina el pensamien-
to de Fernel. Nada es inútil, todo está domi-
nado por la finalidad y el designio. Tendre-
mos que esperar al siglo XIX, con Darwin,
para que este finalismo sea reemplazado por
el oportunismo de la naturaleza. Si hay un
atributo de la vida que sea absolutamente
general, y evidente como ningún otro, es el
calor. Ahí encontramos una nueva expresión
del galenismo de Femel: el calor innato de
todo lo vivo. Textualmente, en el Diálogo en-
contramos el siguiente pasaje: «El calor inna-
to es un calor cuya persistencia podemos no-
tar incluso bajo los efectos del frío y de la
decrepitud de la edad. Ciertamente, la frial-
dad de la vejez domina el fuego material que
existe en el temperamento, pero la vejez,
dado que aún está viva, es incapaz de vencer
al calor innato. Es en virtud de ese calor que
la serpiente vive, aunque su temperamento
sea frío. Otro tanto ocurre con la mandrágo-
ra, la adormidera y muchas plantas de tem-
peramento frígido.» El temperamento frígido
de estas hierbas se infería de sus propiedades
para combatir la fiebre.
El pájaro que ves en un árbol del bosque
puede ser lo que parece, pero también puede
no serlo. Podría ser un agente demoníaco
inclinado al mal o, por contra, un mensajero
angélico otorgando alguna gracia. También
podría ser el alma de algún muerto, inofensi-
va pero en absoluto inactiva. Fernel, iniciando
un hipercriticismo racionalista que deja fuera
de lugar a todas esas posibilidades, diría ro-
tundamente: «sólo hay un pájaro en el árbol
del bosque». Por desgracia, en aquella época
el acervo de observaciones acumulado aún
era demasiado pequeño para sustentar un
sistema de ideas que hiciera comprensible el
mundo exterior. Pese a ello, Fernel se mani-
fiesta como un hombre moderno, pero que
sólo dispone de información antigua e insufi-
ciente. Guy Patin, sucesor suyo en Paris, dijo
de Fernel: «Nos enseñó que nuestros dedos
tienen ojos, pero son unos ojos que sólo pue-
den ver lo que está directamente a su alcan-
ce. Como cristiano creo en una serie de cosas
que no puedo ver ni sentir, pero como médico
sólo creo en lo que ven mis dedos.»
En el diálogo De abditis rerum causis, Bru-
tus acaba retirándose con la cabeza hecha un
lío. En cambio, Philiatros propone hacer un
resumen de todas las conclusiones a las que
han llegado. Son más o menos las que te he
expuesto antes, pero quizá valga la pena que,
para que te familiarices con el estilo de la
época, te las transcriba con un mínimo de
paráfrasis: «Todo lo que la naturaleza produ-
ce está compuesto, desde el momento de su
aparición, de materia y forma. De estos dos
componentes, la forma es, con gran diferen-
cia, el más importante. Determina que la
cosa sea como la vemos. Una consecuen-
cia de esto es que la cosa engendrada no sea
algo estable ni permanente. La forma, don-
dequiera que la cosa inicie su existencia, no
puede permanecer indefinidamente ligada a
su materia. Se reúne con ella en un momento
dado, y de golpe. Esto es, en su verdadera
acepción, lo que se llama nacimiento. De ma-
nera parecida, en otro momento se separará
de la materia, y eso será la muerte. Antes de
que la forma sea solicitada para que entre en
la materia, ésta debe adquirir la disposición
adecuada. De otro modo, la unión entre ma-
teria y forma no podría producirse. Pero se
trata únicamente de una preparación. Los
progenitores colaboran en esta preparación,
ya sea por medio de semillas o de algún otro
modo. La organización preliminar es de diver-
sas clases: la unión de los cuatro elementos
en un temperamento, la proporcionalidad del
cuerpo y de sus partes, la provisión de los
tres espíritus corpóreos como agentes: todo
viene de los padres a través de las semillas.
Cuando termina este proceso de preparación,
la forma, la especie, viene de fuera, natural-
mente, y como se puede adivinar, ello es una
necesidad inevitable. Toda vez que dicha
forma es absolutamente simple, de ningún
modo está constituída por subformas. Las
facultades de la forma le permiten, sin em-
bargo, contener la multiplicidad de cosas que
ha de realizar. Los que juzgan únicamente
por los sentidos y observan únicamente las
causas inmediatas infieren que la forma se
obtiene y se deriva de las potencialidades de
la materia. Pero son muchos los argumentos
útiles que lo contradicen. Los padres, al en-
gendrar otro ser del mismo tipo, no lo crean.
La misión de los padres se limita a ser el me-
dio para que concurran las circunstancias que
hacen posible la unión entre la materia y la
forma. Por encima de los padres está el Artí-
fice, más poderoso y sublime que ellos. Es Él
quien envía la forma, como ocurre cuando se
respira por primera vez.» La obra termina
cuando Eudoxo exclama: «Creo que lo habéis
resumido correctamente.»
Quisiera que la carta de hoy, que quizá
podríamos titular «Opus nigrum», sirviera
para darte una perspectiva de la época que
estamos tratando, y sobre la cual se asentará
de manera inmediata la Revolución científica.
No obstante, en la próxima carta aún he de
tratar dos figuras del siglo XVI que también
son importantes. Me refiero a Paracelso y a
van Helmont, fundadores de la corriente ia-
troquímica que reencontraremos en el siglo
XVIII, e igualmente relacionados con un fe-
nómeno intermedio entre la alquimia y la
química moderna. Dicho fenómeno está rela-
cionado con los progresos de la química far-
macéutica durante los siglos XVI y XVII.
Afectuosamente,
29. LA CORRIENTE IATROQUÍMICA
Begues, 19 de abril de 1984
Querida Nuria,
Es el momento de tratar de dos personajes
que ya te mencioné en la carta anterior, para
que te hagas idea de un aspecto del siglo XVI
que es de gran importancia en el contexto de
la Historia de la Ciencia. Me refiero a la co-
rriente iatroquímica. «Iatrica» quiere decir
medicina. Quizá recordarás el libro de Menón,
que te mencioné al tratar de los discípulos de
Aristóteles. En el Renacimiento hay una tran-
sición desde la alquimia a la química, que es
la iatroquímica. En cierto modo, esta transi-
ción implicará que la química moderna nazca
como una ciencia auxiliar de la medicina.
Debes darte cuenta de que esta transición
significa un cambio importante en el pensa-
miento. Como casi siempre, el cambio se
produjo de un modo gradual. Aunque encon-
tramos indicios en Fernel, Paracelso y sus
sucesores, van Helmont y de la Bóe Silvius
son sus representantes más destacados.
En el Pseudo-Basilio, libro de alquimia del
Renacimiento, se expone que todos los cuer-
pos están constituidos por azufre, mercurio y
sal, de los que proceden respectivamente las
cualidades de combustibilidad, volatilidad y
solidez. Los iatroquímicos buscan las causas
de las funciones vitales en estos principios,
cuya actividad es proporcionada y ajustada a
medida por una especie de entidad indepen-
diente de la voluntad humana a la que llama-
ron archeus. Cuando éste pierde el control de
la situación, se producen las enfermedades.
Por ejemplo, un exceso de azufre produciría
la peste o la fiebre, demasiado mercurio cau-
saría parálisis o melancolía, y la diarrea y la
hidropesía serían consecuencia de la sal. A
través de un mejor conocimiento de los pro-
cesos químicos que tenían lugar en el cuerpo
se esperaba hacer progresos en terapéutica.
Para ello, uno debía esforzarse en analizar
productos naturales, y obtener nuevos com-
puestos químicos en el laboratorio. Llevados
por estas ideas, los iatroquímicos consiguie-
ron algunos resultados interesantes, y una
experiencia sin duda valiosa para el desarro-
llo posterior de la química.
Sabes que hoy los trabajos científicos han
de ser escritos con mucho rigor. Es probable
que en este momento, a punto de terminar la
redacción de tu Tesis doctoral, tengas más
claro que nunca el modo de dar a conocer la
investigación científica, y los resultados obte-
nidos. Sabes que hay una serie de exigencias
que son de obligado cumplimiento. Todo debe
ajustarse a una cierta economía, y las partes
han deencajar perfectamente unas con otras.
En ningún momento podrías aludir a la magia
o a la astrología, ni a tus ideas políticas, ni a
nada que esté relacionado con tu vida emoti-
va, por mucho que esta última esté presente
en todos nuestros actos. Cuando esa chica a
la que Serge dirige el DEA redacte su memo-
ria, no podrá hacer constar que cada día reza
cinco veces, incluso mientras trabaja en el
laboratorio. Sea como fuere, es imprescindi-
ble ser extraordinariamente exigente en ma-
teria de evidencias objetivas. Como sabes, en
los artículos que se publican en las grandes
revistas internacionales, estos requisitos se
llevan a un extremo, dentro de un formalismo
muy riguroso. Un paper sólo será aceptado si
se ajusta estrictamente a determinados re-
quisitos formales. Un artículo redactado de
forma excéntrica sería rechazado sistemáti-
camente, incluso si se tratara de un gran
descubrimiento científico. Incluso hay manua-
les que te explican cómo hay que atender a
cada detalle, y me parece que hace unos
años hice llegar a tus manos el célebre How
to write and publish a scientific paper de Ro-
bert A. Day. Conviene que sepas que los
hombres del Renacimiento no escribían de
este modo, y que en algún caso concreto –
como Paracelso– no se observaba ni una sola
de las reglas actualmente admitidas. Lo que
este autor dejó escrito sobre la materia viva,
tema que le interesaba apasionadamente,
sólo puede entenderse en términos de su
propio estilo intelectual, lleno de complejida-
des, desarticulaciones, contención, autocon-
tradicción y aseveraciones dogmáticas. Lo
mezcla todo: doctrina bíblica, magia natural,
alusiones cabalísticas, alquimia, astrología,
folklore y experiencia positiva. Objetividad y
fantasía, humildad y arrogancia, naturalismo
y superstición.
La historia nos enseña que, con indepen-
dencia de un cierto progreso en dirección al
conocimiento, hay una tendencia constante
hacia las convicciones fantásticas. Es más,
parece que lo que podemos llamar saber ofi-
cial o institucionalizado ha constituido siem-
pre una reacción para frenar dicha tendencia.
Por este motivo, cuando una cultura entra en
crisis y su credibilidad se derrumba, automá-
ticamente se da rienda suelta a toda clase de
tendencias irracionales como supersticiones y
especulaciones místicas. Lo más curioso es
que siempre se siguen los mismos modelos, y
se vuelven a repetir las mismas barbaridades.
Durante el Renacimiento, el éxito de la ma-
gia, la alquimia y la astrología está estrecha-
mente ligado a la decadencia de la escolásti-
ca. La corriente iatroquímica aparece en el
mismo contexto.
Philippus Teophrastus Bombastus von
Hohenheim nació el año 1490 en el famoso
monasterio de peregrinos de Maria Einsie-
deln, en el cantón suizo de Schwyz. Más tar-
de adoptó el nombre de Paracelso, que quiere
decir «superior a Celso». En sus escritos a
veces firmaba como Paracelso, otras como
Aureolus Bombastus, y otras con el nombre
de Eremita. Su padre adoptivo era el médico
del monasterio. Parece que Paracelso era
hijo ilegítimo de un caballero de San Juan, de
la noble familia Bombastus von Hohenheim.
Es probable que su madre fuera una campe-
sina guapetona que más tarde se convertiría
en enfermera del monasterio. Fue bautizado
con el nombre de Teofrasto en honor al gran
botánico griego continuador de Aristóteles.
Paracelso creció en medio de la pobreza, y
durante toda su vida fue lo que se dice un
hijo del pueblo, pese a la esmerada educa-
ción que recibió de su padre adoptivo, y como
estudiante en Basilea. De temperamento re-
belde, abandonó pronto la universidad y du-
rante algún tiempo estudió alquimia con un
célebre monje llamado Trithemius. Éste era
un gran erudito, además de un abad excén-
trico que hizo instalar un laboratorio fantásti-
co en su convento. Más tarde, el joven Para-
celso trabajó como aprendiz de minero en el
Tirol; además de aprender el oficio, se instru-
yó en metalurgia. Abandonó este trabajo para
incorporarse a una clase social que ya te he
mencionado, y que en la época de Paracelso
ya estaba un poco pasada y tenía una imagen
un tanto degradada. Me refiero a los célebres
scholares vagantes, que en el siglo XVI no
eran más que una especie de aventureros
ilustrados. Viajó por Alemania, España y
Francia, para luego alistarse como cirujano en
el ejército con el que Christian II de Dinamar-
ca invadió Suecia en 1520. De este modo
llegó a Estocolmo, y desde ahí viajó por su
cuenta a Moscú. En ese punto se pierde su
itinerario, que reaparece en Estambul, desde
donde volvió a su patria. Se sabe que en sus
viajes visitó muchas universidades, aunque
sin demasiado interés. Prefería relacionarse
con personas extravagantes como curande-
ros, brujas, barberos cirujanos, zíngaros y
verdugos. Adquirió una personalidad singular
que le llevó a ejercer la medicina. Su fama se
extendió hasta tal punto que en 1526 fue
nombrado protomédico de Basilea, con dere-
cho a revisar la farmacopea de la ciudad y
dar conferencias en la Universidad. Su magis-
terio en Basilea comenzó con una escena so-
nada, de la que ya te he hablado: la quema
ceremonial de los tratados de Galeno y Avi-
cena. De hecho, como clínico parece que tuvo
bastantes éxitos, administrando medicinas
sencillas y baratas, y logrando curas atrevi-
das. Sin embargo, se enemistó rápidamente
con todos sus colegas, sobre todo por su
temperamento agresivo y altivo. Los farma-
céuticos de Basilea se enojaron con él y lo
expulsaron de la ciudad, llevándolo a retomar
su vida errante. Recorrió ciudades de Alema-
nia durante diez años, y se sabe que con fre-
cuencia tuvo que escapar de los aguaciles, o
de la persecución de algún enemigo que se la
tenía jurada. Finalmente, el arzobispo Ernst
lo acogió, y alrededor de 1540 lo invitó a es-
tablecerse en Salzburgo. Parecía que tenía
por delante sus mejores días, pero no fue así.
Antes de un año murió violentamente, sin
que se llegara a saber si había sido por acci-
dente o en una pelea estando borracho. An-
tes de su muerte había dejado todos sus bie-
nes a los pobres.
Después de todo lo que te he contado,
puedes entender que Paracelso haya sido
juzgado de formas muy diversas. Para mu-
chos no deja de ser un pillo desvergonzado
que trafica constantemente con la buena fe y
las supersticiones del prójimo. Por contra,
sobre todo entre los comentaristas actuales,
hay quien lo considera uno de los espíritus
más atrevidos de todos los tiempos, y un
gran precursor de la ciencia moderna. Es
probable que ambos tipos de juicios tengan
argumentos a favor. Ya te he hablado otras
veces de personajes interesantes de este
mismo tipo, uno de los cuales es Nostrada-
mus.
Al hablar de Paracelso hay que poner de
manifiesto un cambio lingüístico muy signifi-
cativo. Es uno de los primeros que no da cla-
se en latín sino en alemán. Ten en cuenta
que conocía muy bien el latín, y probable-
mente también el griego y el árabe. La do-
cencia en alemán tiene un paralelismo con
Lutero y su traducción de la Biblia al «hoch-
deutsche». Parecelso admiraba mucho a Lu-
tero, aunque no lo siguiera en su Reforma y
se mantuviera fiel a la Iglesia romana. Otro
rasgo llamativo de Paracelso tiene relación
con el lenguaje, y es característico de deter-
minadas épocas, entre ellas la nuestra: la
sustitución del habla culta y cuidada por un
lenguaje grosero y sin miramientos, adereza-
do con palabrotas.
Otra convicción de Paracelso era que había
que reformarlo todo, y que para entender la
naturaleza se debía partir de cero. Sin em-
bargo, a la hora de la verdad, él toma lo que
le parece del pasado y de la experiencia aje-
na, y lo mezcla sin ton ni son. Esto, que tam-
bién es característico de muchos de los que
hoy llamamos «progres», es una actitud
humana reiterativa a lo largo de la historia.
Siglos más tarde, el encantador Byron, de
ilustre linaje, se le parecerá en el tempera-
mento. Son personas que siempre tienen algo
de charlatanes y embaucadores. Paracelso
era sin duda uno de ellos.
Es típico que en sus escritos médicos Para-
celso se muestre lleno de bondad y morali-
dad, y que pronto pierda el equilibrio y se
deje llevar por expresiones desaforadas: por
ejemplo, que diga que los cordones de sus
zapatos saben más medicina que la que se
pueda aprender en toda la obra de Galeno y
Avicena. En sus escritos polémicos va aún
más lejos, y se muestra decididamente insul-
tante.
Paracelso fue antes que nada alquimista, y
quizá por eso durante toda su vida despreció
la anatomía. Contempla el cuerpo humano y
sus funciones como una parte del mundo,
dependiente del proceso cósmico global y de
sus manifestaciones en cada momento. Las
actividades vitales son el resultado de proce-
sos químicos, pero todo está conectado: los
astros, las cosas terrestres y los seres huma-
nos. Esta conexión oculta entre todo lo que
ocurre en el universo es una idea relacionada
con la cábala, y para captarla parece que
hay que alcanzar un estado místico, tal vez
difícil de entender para una mentalidad como
la tuya y la mía.
Paracelso distingue cinco clases de enfer-
medades, que llama respectivamente «ens
astrale, veneni, naturale, spirituale et deale».
No queda demasiado claro en qué consiste
cada una de esas cosas; parecen algo así
como potencias místicas de diferente origen y
con poder para causar la enfermedad. El ens
astrale proviene de las estrellas, que tienen
vida y pueden envenenar la atmósfera. El ens
veneni causa enfermedades después de inge-
rir algo nocivo. De hecho todos los alimentos,
además de convertirse en materia propia,
originan venenos que hay que expulsar del
cuerpo. Además de lo que se elimina en las
heces y la orina, Paracelso considera que en
el sudor se excreta mercurio, mientras que
por la nariz se elimina el exceso de azufre, y
por el oído el de arsénico. Cada organismo
tiene su propio «archeus», un pequeño al-
quimista que dirige continuamente la obra; si
se descarría, el cuerpo enferma. El archeus
debe ser un ente espiritual que llevamos de-
ntro, independiente de nuestra voluntad y de
nuestra propia alma. Paracelso lo describe
partiendo de la base de que el ser humano es
un microcosmos, y contiene elementos que
se corresponden con toda clase de fenómenos
del mundo exterior, particularmente con los
astros. Por ejemplo, el hígado está ligado a
Júpiter, y la vesícula biliar, a Marte. El cora-
zón, al Sol. El cerebro, a la Luna. El bazo a
Saturno, los pulmones a Mercurio, y los riño-
nes a Venus. Todos estos órganos efectúan
una especie de movimientos planetarios de-
ntro del organismo y, si en un momento dado
se colocan en una posición relativamente
desfavorable, como consecuencia se desen-
cadena una enfermedad. Algunas enfermeda-
des también se deben a la economía de los
cuatro elementos, del mismo modo que los
cuatro temperamentos están relacionados
con los cuatro sabores: ácido, dulce, salado y
amargo.
A continuación tenemos el «ens spiritua-
le», que es un concepto muy peculiar. Para-
celso cree que el alma es obra de Dios, pero
además está el espíritu, que es fruto de la
voluntad humana. Cada hombre puede influir
y ser influido por los demás a través del espí-
ritu. De ahí que un enemigo pueda hacerte
sufrir, y de manera precisa en una parte con-
creta de tu cuerpo: basta con que se concen-
tre ante una imagen tuya de cera y clave un
aguja en la parte oportuna. Es un método al
que los brujos de todas las épocas han sido
aficionados. Finalmente tenemos el «ens de-
ale», enfermedad derivada de la propia vo-
luntad divina. Ante ella, sólo valen las oracio-
nes y prácticas piadosas.
Me gustaría, querida Nuria, que ahora, re-
pasando esta sinopsis de la patología de Pa-
racelso, te plantearas en un caso concreto
cuál es la causa de una enfermedad.
Un retortijón de vientre, por ejemplo, po-
dría tener más de un centenar de explicacio-
nes. Sólo el experto sabe distinguir cuál es la
verdadera en cada caso.
Paracelso también describe la teoría de las
signaturas, según la cual en cada planta hay
una señal indicativa de la enfermedad que
puede curar. Por ejemplo, la peonia tiene
pistilos en forma de cerebro, y ello indica que
contiene un principio que permite el trata-
miento de las parálisis encefálicas.
Uno no puede dejar de encontrar sorpren-
dente que un número tan grande de bobadas
haya influido tanto en la historia de la huma-
nidad. De todos modos, Paracelso también
tuvo logros enormemente positivos, como el
tratamiento de las heridas con curas sencillas
e higiénicas, la utilización del mercurio contra
la sífilis (un remedio que ha durado hasta
nuestro siglo) y la introducción de muchos
medicamentos sencillos que se han usado
largamente. Acertadamente, Paracelso pre-
conizaba un tratamiento diferente para cada
enfermedad, actitud opuesta a las triagas y la
panacea galénica.
La importancia de las reacciones químicas
en la fisiología es una idea central de la co-
rriente iatroquímica que Paracelso ayudó a
asentar, y que de hecho habría de triunfar en
la ciencia moderna. Es un avance conceptual
con respecto a la cocción aristotélica que el
propio Vesalio todavía admitía. La propia con-
cepción de la vida como una fuerza mística
vinculada a todo lo que existe no ha cesado
de tener eco en el pensamiento posterior.
Con sus discípulos directos, Paracelso no
fue muy afortunado. Como es natural, ningu-
na persona culta y serena era capaz de
aguantarle por mucho tiempo. Su influencia
se debe a sus escritos. Los seguidores que
tuvo en vida eran una pandilla de individuos
sin cultura, que no tenían la menor posibili-
dad de distinguir lo que era válido y lo que no
lo era en las ideas de su maestro.
Jan Baptista van Helmont nació en Bruse-
las en 1577 en el seno de una familia noble y
rica. Parece que fue un chico espabilado que
a los diecisiete años ya había terminado los
estudios universitarios de filosofía. Luego
estudió teología con los jesuítas, y tal vez por
eso permaneció toda su vida obsesionado por
los problemas de la otra vida. Trabajó de lo
lindo los autores neoplatónicos y la obra de
Paracelso, a quien siempre veneró como un
gran maestro aunque ocasionalmente se
permitiera criticarlo. A los veintidós años se
graduó en medicina, y luego se dedicó a via-
jar. A su regreso contrajo un matrimonio de
conveniencia, que era lo más pertinente, y se
instaló en una de sus posesiones en el cam-
po, una especie de Begues en grande. Allí
dividió su tiempo entre hacer trabajos cientí-
ficos y magníficas obras de caridad. Esto úl-
timo incluía el ejercicio continuado de la me-
dicina, con la
particularidad de que nunca cobró absolu-
tamente nada por hacerlo. Este hombre tan
ejemplar pasó a mejor vida, si es que eso es
posible, el año 1644.
Es probable que van Helmont fuera un
hombre mucho más cultivado que Paracelso.
Desde luego, era mucho más educado, y es-
taba perfectamente integrado en el sistema
de los hombres de bien y como Dios manda.
Pese a su temperamento delicado y amable,
tenía algunas afinidades con Paracelso. En
sus cavilaciones místicas se excitaba fácil-
mente, y tenía visiones que se provocaba
mediante autosugestión. Se inspiraba en el
crepúsculo matutino, como aquello del «trino
del duablo».15
Van Helmont se opone a Aristóteles y a
Galeno. Rechaza la teoría de los cuatro ele-
mentos, y sobre todo del fuego como uno de
ellos. Por desgracia, sus escritos son aburri-
dos y difíciles de entender, en parte por la
profusión de alusiones místicas. Sea como
fuere, una cosa importante es que llegó a una
especie de esquema de la naturaleza de tipo
químico. En dicho esquema tiene un papel
destacado la fermentación. Logra demostrar
que en ella se produce un «aire» idéntico al
que se origina al quemar carbón de leña, y
que puede hacer irrespirable la atmósfera de
las bodegas. Para ese «aire» particular inven-
tó el nombre de «gas», que la ciencia poste-
rior adoptaría definitivamente. Por tanto, el
nombre de gas se debe a van Helmont. Ade-
más, introdujo el concepto de que existían
distintos tipos de gases. Por desgracia, sólo
descubrió completamente el que él llamó
«gas silvestre», más tarde llamado «gas fijo»
y finalmente anhídrido carbónico.
Según van Helmont, la digestión de los
alimentos se debe a diversos fermentos. Des-
taca el papel del ácido en la labor digestiva, y
supone acertadamente que se neutraliza por
medio de la bilis. Por otra parte, imagina un
gran número de fermentaciones adicionales
que tendrían lugar en el organismo, todas las
cuales son pura fantasía.
Igual que Paracelso, centra y jerarquiza la
actividad vital en el «archeus», que estaría
situado en el estómago. Complica las cosas
un poco más al suponer que habría un surtido
de «archeus» secundarios en diferentes par-
tes del cuerpo. Cree que además del alma
existe el intelecto, que permite que aquélla
participe de la dicha, y que ha controlado
toda la actividad vital desde el pecado origi-
nal. También cree en la interacción de todos
los cuerpos del Universo a través de una gran
variedad de fuerzas que llama «blas». Hay un
«blas» que viene de los astros.
Van Helmont contempla el agua como el
elemento esencial para la vida. Cree que los
vegetales crecen con el agua de la lluvia, e
intenta demostrarlo pesando a
15
Obra del compositor Giuseppe Tartini
(1692-1770)distintos tiempos la tierra de una
maceta y la planta que crece en ella, obser-
vando el incremento de peso después de des-
contar el agua que se pierde.
Como médico, van Helmont puso de mani-
fiesto una mezcla de fantasía y habilidad que
le hace parecerse a Paracelso. Luchó contra
los abusos de las sangrías y las «curas de
moro» que estaban de moda en su época.
Entre unas cosas y otras, van Helmont tuvo
gran influencia sobre el pensamiento poste-
rior.
También debemos hablar un poco de Frans
de le Boe Sylvius, nacido en Hanau en el año
1614. Primero ejerció de médico y más tarde
fue profesor en Leiden. Sus trabajos estaban
fundamentalmente encaminados a dar una
interpretación química del proceso vital; de
ahí que lo debamos considerar un continua-
dor de la corriente iatroquímica aunque vivie-
ra durante el siglo XVII. Introdujo un gran
número de productos químicos, y murió en
Leiden en 1672.
Otro continuador de la corriente iatroquí-
mica fue Otto Tachenius, que nació en Hers-
forfd, Westfalia. Primero fue aprendiz de boti-
cario, y luego estudió medicina en Italia,
ejerciendo la profesión en Venecia. Fue el
primero en definir la sal como una combina-
ción entre un ácido y un álcali, y estableció
los fundamentos del análisis químico cualita-
tivo. Otro logro relevante de Tachenius fue la
comprobación de que la transformación del
plomo en minio conlleva un aumento de peso.
La corriente iatroquímica, aunque esté al
margen de la revolución científica, da lugar a
un fenómeno importante para el desarrollo de
la química. En las reboticas de los farmacéu-
ticos hay una enorme actividad, con objeto
de preparar nuevos productos químicos con
acción terapéutica para sustituir a los anti-
guos «simples» de origen vegetal. De este
vivero saldrían eminentes químicos a finales
del siglo XVI y durante el XVII.
Entre las combinaciones inorgánicas con
aplicación médica que se descubrieron en esa
época podemos citar el nitrato potásico, el
sulfato y el cloruro. Glanbee obtuvo el sulfato
amónico y, junto con Libavius, desarrolló las
sales amónicas. También se obtuvieron deri-
vados del antimonio y el bismuto. El prepara-
do que Paracelso denominó arsenicum fixum
era el arsenato potásico, obtenido al combi-
nar arsénico con nitrato potásico. Después de
Paracelso, llegaron a tener gran predicamen-
to algunos derivados del mercurio (como el
sublimado corrosivo) y de la plata (como la
«piedra infernal», es decir, nitrato de plata).
En el campo de los productos orgánicos, se
prepararon ácidos acético y tartárico, por
destilación del vinagre y de la madera, y a
partir del cremor tártaro. Se obtuvieron sus
sales, así como el «spiritus tartari». Del ácido
de las manzanas se obtuvo la «tinctura mar-
tis pomata». El éter sulfúrico fue obtenido por
Valerius
Cordus, y se empleó como medicamento
con el nombre de «oleum vitriolum dulce ve-
rum». El propio Paracelso usaba mezclas de
alcohol y éter.
Dejémoslo por hoy.
Afectuosamente,
30. DE LA ÉPOCA DE GALILEO Y KEPLER
Begues, 28 de Abril de 1984
Querida Nuria:
Pronto hará un año desde que te escribí la
primera carta. Con ella ponía en práctica un
propósito que te tenía como destinataria.
Quiero creer que aún te acuerdas de aquella
primera carta. Se podría decir que todo lo
que he escrito desde entonces es una especie
de excavación arqueológica realizada en el
subsuelo de la ciudad de la ciencia. Se trata-
ba de sacar a la luz todo lo que la precedió y,
sin lugar a dudas, la determinó. La ciencia no
nace in vacuo. Es una etapa de la aventura
intelectual del hombre occidental, una etapa
probablemente decisiva para la humanidad.
No quisiera que, llegados a este punto, pen-
saras de nuevo que
Per me si va nella cittá dolente...
Dinanzi a me non fuo cose create se non
etterne, e io eterna duro.
Lasciate ogni speranza, voi che entra-
te...16
El concepto de Revolución científica, que
tanto me gusta usar, está en boga actual-
mente. Es un concepto creado muy reciente-
mente si lo comparamos, por ejemplo, con el
término Renacimiento. Creo que lo introdujo
Herbert Butterfield el año 1948, en un curso
que impartió con el título The Origins of Mo-
dern Science. Desde entonces ha sido poco a
poco aceptado por los historiadores. Butter-
field sitúa la Revolución científica entre 1500
y 1790. De todos modos, a lo largo del siglo
XVI la Revolución científica casi puede redu-
cirse a De Revolutionibus y De Humani Cor-
poris Fabrica, que hemos tratado no hace
mucho. Recordarás, sin embargo, que yo re-
saltaba que ambas obras pueden considerar-
se como la
" La Divina Comedia Canto IV «Por mi irás
a la ciudad doliente,... = antes de mi nada
había sido creado = que eterno no fuera, y
sólo yo duro eternamente = ¡Dejad toda es-
peranza aquellos que habeis entrado!.». Evo-
cación medieval de la esquizofrenia irreducti-
ble del hombre moderno y antiguo. (Por fa-
vor, revisa la Carta 1).
culminación del pensamiento antiguo, más
que como la primera piedra de la ciencia mo-
derna. Pienso que la Revolución científica se
desencadena en el siglo XVII, cuando una
extraordinaria creatividad intelectual se une a
la conciencia colectiva de una nueva filosofía.
Hay quien piensa que la Revolución cientí-
fica tiene lugar en dos fases, una en el siglo
XVII y otra en el XIX. Por otra parte, a partir
de 1900 se desencadena una segunda revolu-
ción científica, caracterizada porque toda la
tecnología cae bajo el dominio de la ciencia.
Es posible que todo ello sea meramente re-
presentativo de las primeras etapas de un
fenómeno único, y de nivel superior: la cultu-
ra científica.
Para explicar la Revolución científica es
importante tener en cuenta los grandes cam-
bios experimentados durante el Renacimien-
to, de orden filosófico, social, económico y
religioso, que ya te he señalado. Quizá vale la
pena considerar también los cambios deriva-
dos de la Reforma y la Contrarreforma, y los
que trajo consigo el establecimiento del capi-
talismo como nuevo sistema de producción.
Este último conllevó una modificación radical
de la estructura de la sociedad occidental, y
le confirió una capacidad de expansión sin
precedentes.
La Revolución científica no se desarrolla en
el seno de las Universidades. Todo lo contra-
rio: coincide con un periodo de decadencia de
dicha institución. La revolución está asociada
a la época de las academias. Entre ellas cabe
recordar la del Lincei de Roma (1600), la flo-
rentina del Cimento (1657), la Royal Society
(1662), la Académie des Sciences de Paris
(1666) y la Academia de Berlín (1700). Estas
instituciones darán lugar a las publicaciones
periódicas que constituyen la fuente principal
de información y el medio habitual de difu-
sión de los trabajos científicos. El número de
revistas de este tipo ha ido aumentando has-
ta nuestros días.
La España de Carlos I y Felipe II fue el
centro de un gran imperio a todo lo largo del
siglo XVI. Su influencia directa abarcaba todo
el globo, y estaba relacionada no sólo con el
poder político y militar sino también con el
desarrollo económico y cultural. Sin embargo,
el Imperio español apenas participó en la
primera revolución científica. En el siglo XVII
se produce la decadencia del Imperio, y Es-
paña está casi ausente de los movimientos
culturales que tenían lugar en Europa. Se
cree que en ello influyeron el espíritu y la
política que animaron las guerras de religión
y la Contrarreforma. Tampoco hay que des-
deñar el estancamiento de la economía del
Imperio español, que permaneció al margen
del movimiento capitalista hasta finales del
siglo XIX.
Una característica del pensamiento del si-
glo XVII es la falta de especialización, en
comparación con los siglos XIX y XX. No obs-
tante, los hombres del siglo XVII
ya no son tan polifacéticos como los del
Renacimiento. Ya has visto que estos últimos
simultaneaban el cultivo de la ciencia, la filo-
sofía y el arte, a la vez que ejercían con gran
eficacia profesiones como arquitecto o inge-
niero. Al final del Renacimiento, el arte se
separará definitivamente, tras la corriente
manierista. La separación radical entre cien-
cia y filosofía sólo se produce tras el idealis-
mo alemán del siglo XIX, pero hay que seña-
lar que los grandes cientificos del siglo XVII
ya manifestaban una actitud intelectual di-
vergente con respecto a los filósofos de la
misma época. El saber científico se desarrolló
fundamentalmente como un saber aparte.
La ciencia del siglo XVII manifiesta una
gran unidad. Sus más ilustres representantes
como Galileo (1564-1642) y Newton (1642-
1727) no sólo fueron capaces de asimilar to-
da la ciencia de su tiempo, sino que produje-
ron obras originales en todos los campos. Por
ejemplo, Newton puede ser considerado as-
trónomo, matemático u óptico tanto como
mecánico o químico. Hooke (1635-1703) tra-
bajó igualmente en todos esos campos, y
además en fisiología y microscopía. Los hom-
bres de aquella época tenían a su alcance una
visión unitaria de la ciencia, que desgracia-
damente está fuera del alcance del científico
de hoy.
En el siglo XVII, la separación entre ciencia
y filosofía es sobre todo formal. De hecho los
llamado profetas de la ciencia son dos gran-
des filósofos: Francis Bacon y René Descar-
tes. Cada uno establece una teoría filosófica
que tendrá un papel decisivo en el desarrollo
del pensamiento científico: el empirismo y el
racionalismo, respectivamente. Con Galileo
aparece un método de trabajo nuevo, que en
cierto modo constituye también una teoría
filosófica, aunque los filósofos no le hayan
prestado gran atención. Me refiero a la filoso-
fía matemática, basada en los métodos de
cálculo heredados principalmente de los anti-
guos griegos y de los árabes. En realidad,
esta filosofía se inspira en ideas de origen
paracientífico, procedentes de la escuela pi-
tagórica y de la astrología. Pretende reducir
la experiencia perceptible a modelos mate-
máticos. De hecho, la filosofía matemática del
siglo XVII hace grandes progresos en el cam-
po de la propia matemática y en aquellas
ciencias en las que el tratamiento matemático
resulta más apropiado, como la mecánica y la
astronomía. Quizá también sea responsable
de los errores cometidos en el campo de la
fisiología (Harvey) e incluso en la ética (Spi-
noza).
La ciencia del siglo XVII está vinculada a la
invención del microscopio y el telescopio.
Después del extraordinario estímulo que re-
presentaron los grandes descubrimientos
geográficos, llega el ensanchamiento de
nuestra visión mediante nuevos instrumen-
tos. El telescopio permitirá un desarrollo ful-
minante de la astronomía de observación, y
el microscopio abrirá las puertas al mundo de
los micoorganismos, las células y los tejidos
de los animales y los vegetales, aunqueel
significado de muchas observaciones no será
entendido correctamente hasta el siglo XIX.
Es curioso constatar el anonimato de los in-
ventores de esos aparatos. Lo cierto es que
los primeros en utilizarlos se los habían cons-
truido ellos mismos.
Galileo fue el primero en describir los crá-
teres de la Luna, las fases del planeta Venus
y los satélites de Júpiter. También vio alrede-
dor de Saturno lo que más tarde se identifica-
ría como un anillo, y describió por primera
vez que la Vía Láctea estaba constituida por
un inmenso enjambre de estrellas. Por su
parte, van Leeuwenhoek (1632-1723) hizo la
primera descripción de los glóbulos rojos, los
espermatozoides, los ojos compuestos de los
insectos, la reproducción partenogenética de
los áfidos, así como los infusorios, los rotífe-
ros, las levaduras y las bacterias.
El año 1593 llegó a Londres Giordano Bru-
no (1547-1600), monje renegado nacido en
Nola, cerca de Nápoles. Tenía 37 años y
había ejercido el magisterio en Lyon, Toulou-
se, Montpellier y París. En todos esos lugares
había tenido contratiempos a causa de sus
extravagancias y su carácter fuertemente
polémico. En el año 1584 publicó tres opús-
culos en lengua italiana: «La cena del Miérco-
les de Ceniza», «De la Causa, Principio y
Uno» y «Del Universo infinito y de sus Mun-
dos». Estos escritos tienen un carácter un
tanto panfletario, pero contienen una filosofia
basada en las ideas de Nicolás de Cusa y Co-
pérnico, que es característica del nuevo tipo
de pensamiento.
Las ideas de Giordano Bruno se pueden
sintetizar en tres puntos fundamentales:
1. Existen otros Mundos además del nues-
tro, y el nuestro no es el centro del Universo.
2. El Universo es infinito, tanto en el espa-
cio como en el tiempo. La posición de un pun-
to cualquiera sólo se puede fijar en sentido
relativo.
3. Existe un alma común que penetra todo
el Universo. Por tanto, el Universo tiene la
misma composición y las mismas actividades
en todas partes.
Hay que insistir nuevamente en que estas
ideas no se presentan como resultado de la
observación o la experimentación, sino como
una filosofía que fue declarada contraria a la
fe cristiana. Más tarde Bruno viajó a Alemania
y aceptó una invitación para visitar Venecia.
Fue detenido por la Inquisición, y trasladado
a Roma. Tras un proceso que duró ocho años,
fue quemado por hereje el 17 de febrero de
1600. Puedes verlo como una especie de sa-
crificio o inmolación, que con el paso del
tiempo simbolizaría el tránsito del pensa-
miento medieval a la ciencia moderna.
William Gilbert (1546-1603) publicó en
Londres un libro titulado «Del imán y de los
cuerpos magnéticos y de aquello que hace
referencia al gran imán que es
la Tierra». Este hombre fue médico de ca-
becera de la reina Isabel, y su obra mereció
los elogios de personas tan significativas co-
mo Bacon o Galileo. Pese a que el pensa-
miento de Gilbert aún está lleno de elemen-
tos medievales, tiene el mérito de valorar de
manera apropiada la importancia de la expe-
rimentación. La última parte del libro se refie-
re al sistema del Universo, y ahí encontramos
la filosofía de Bruno (a quien por cierto no
cita, probablemente por tratarse de un pros-
crito por la ley).
Ya te he dicho que el desarrollo de la filo-
sofía matemática fue concomitante con gran-
des progresos en las propias matemáticas. En
este campo he de mencionar a FranÇois Viéte
(1540-1603), que introdujo el uso de letras
para representar números y, aplicando el
álgebra a la geometría, sentó los fundamen-
tos de la geometría analítica. También hay
que recordar al flamenco Simon Stevin
(1548-1620), que introduce el esquema de-
cimal para representar fracciones, resuelve
una fuerza en sus componentes según la ley
del paralelogramo, distingue entre los dife-
rentes tipos de equilibrio, la caída de los
cuerpos por un plano inclinado y resuelve la
paradoja hidrostática según la cual la presión
hidrostática que ejerce un líquido sobre el
fondo del vaso que lo contiene es indepen-
diente de la forma y el tamaño de éste, es-
tando determinada únicamente por la profun-
didad del recipiente y el área de su fondo.
John Napier (1550-1617) fue un escocés
que sistematizó los conocimientos algebrai-
cos. Fue él quien, estudiando las raíces ima-
ginarias, descubrió una regla general aplica-
ble a las raíces de cualquier grado. El año
1594 concibió los logaritmos, y dedicó los
veinte años siguientes al cálculo de las tablas
de logaritmos. Su obra «Canon Maravilloso de
los Logaritmos» se publicó en latín en Edim-
burgo el año 1714.
También hay que citar a Kepler, de quien
volveremos a hablar en relación con su obra
astronómica. Kepler logró un desarrollo ex-
traordinario de la teoría de las cónicas, en
unos comentarios a la obra matemática de
Witelo, un autor del siglo XIII. En otra carta
también hablaré más extensamente de Des-
cartes, pero ahora hay que señalar que una
parte de su obra está íntimamente ligada al
desarrollo de las matemáticas que te estoy
contando. Descartes es el verdadero inventor
de la geometría analítica, en la que introduce
el movimiento. Se dice que todo empezó un
día que dormía la siesta sentado en el suelo,
en un rincón de la habitación. Le despertó el
vuelo de una mosca de esas que en verano
entran en las habitaciones en penumbra. El
vuelo de la mosca describía una curva, y
cualquier curva podía considerarse la trayec-
toria de un punto en movimiento. Por otra
parte, el punto es la intersección de dos rec-
tas móviles que se cortan en ángulo recto, y
que se desplazan paralelas a tres planos or-
togonales que son las paredes y el suelo de
lahabitación. Descartes hace un gran desarro-
llo de todo el lenguaje matemático, y la teoría
de los gráficos. La aplicación del álgebra a la
geometría se considera un paso gigantesco
en el desarrollo de las ciencias exactas. De
hecho, con Descartes se avanza extraordina-
riamente en el conocimiento de las relaciones
entre el número y la forma, que habían sido
estudiadas por Pitágoras y Platón pero ape-
nas habían registrado progresos desde enton-
ces.
En esta etapa de los progresos de la ma-
temática he de citar a Blaise Pascal (1623-
1662), que hizo aportaciones especialmente
valiosas. El y Fermat establecerían las bases
del cálculo de probabilidades. De nuevo, se
trata de una aportación que contribuirá a
convertir la matemática en un instrumento de
la investigación física. Pascal era también un
gran pensador, y un cristiano extraordinario.
No puedo dejar de recordar aquello de Nier,
croire et douter bien sont á l'homme ce que
le courir est au cheval, lema con el cual Serge
encabezó su Tesis sobre L'Épithalamus et
Régulations Neuroendocriniénnes.
Otro gran matemático de esta época fue
John Wallis (1616-1703), profesor en Oxford.
En su primera gran obra, titulada «Arithmeti-
ca infinitorum», se encuentra la semilla del
cálculo infinitesimal. De esta misma obra de-
rivó Newton la teoría del binomio. Wallis in-
troduce las cantidades imaginarias, y el sím-
bolo 00 para representar el infinito. A efectos
del cálculo, la Tierra y la Luna pueden redu-
cirse a un solo cuerpo de masa aditiva con-
centrada en el centro de gravedad común.
Esto es una abstracción tremendamente posi-
tiva de cara al desarrollo que la mecánica
habría de experimentar en el siglo XVIII.
"Tolomeo, Al Hazen y Witelo sabían que
los rayos luminosos se desvían cuando pasan
de un medio a otro de diferente densidad,
pero no llegaron a una formulación general
de la refracción. El primero en lograrlo es
Wilbrord Snell (1591-1626). Según la expre-
sión dada por Descartes tendremos
El valor de n varía según el medio, y para
el agua es 3/4.
Estas leyes constituyeron un factor decisi-
vo para mejorar la construcción de instru-
mentos ópticos, y Kepler fue el primero en
exponer una teoría matemática del telescopio
de Galileo y del microscopio. Basándose
igualmente en la refracción de la luz, Descar-
tes desarrolló una teoría del arco iris.
Para que te hagas una idea más o menos
completa de los hombres que contribuyeron
al progreso de las matemáticas he de refe-
rirme a Christian Huygens (1629-1695), de
quien hablaremos más veces. Hizo grandes
aplicaciones de las matemáticas a la óptica,
la astronomía y la mecánica. Entre ellas se
encuentra la teoría de la luz como movimien-
to ondulatorio. Además, Huygens perfeccionó
los vidrios ópticos, y construyó larguísimos
telescopios, más potentes y de más calidad
que todos los que se habían fabricado ante-
riormente.
Espero que con esta carta ya te encuen-
tres emplazada dentro del contexto de la re-
volución científica, pese a que todavía he de
contarte muchas cosas para completar el es-
bozo. Hoy me gustaría añadir dos figuras cla-
ve, Galileo y Kepler, a los que ya he hecho
algunas alusiones. Sin embargo, quizá ha
llegado el momento de centrarnos en su
obra. A través de Kepler y Galileo se llega a
una síntesis físico-matemática que sirve de
cimiento a todo el pensamiento científico del
siglo
XVII.
Galileo Galilei (1564-1642) es una de las
figuras máximas del siglo XVII desde el punto
de vista de la cultura occidental. Nació en
Pisa y tuvo una educación de tipo escolástico
y aristotélico. Conocía el latín y el griego, y
estudió medicina, aunque pronto la abando-
nó, prefiriendo Euclides y Arquímedes a Hipó-
crates y Galeno.
De su primera época de catedrático en Pisa
tenemos una serie de obras como Sermones
de moto gravium y Capitolo contra il portar la
toga. Este último constituye una sátira bur-
lesca de algunos colegas suyos que siempre
llevaban toga. Las leyes de la caída de los
cuerpos y los célebres experimentos de la
torre de Pisa son de esta época. Más tarde
pasó a la Universidad de Padua; allí inventó
el termómetro y descubrió la constancia del
tiempo de oscilación completa del péndulo.
En Padua retomó los estudios sobre la caída
de los cuerpos, y construyó el telescopio con
el que mostró al Dogo de Venecia, desde el
campanario de San Marco, que la llegada de
los barcos podía saberse horas antes de que
fueran visibles a simple vista. Luego constru-
yó telescopios más potentes (x 20) con los
que realizó sensacionales observaciones as-
tronómicas. El año 1610 Galileo volvió a Flo-
rencia, donde había vivido de niño, y allí es-
cribió sus obras más célebres y construyó los
primeros oechialini, que más tarde se llama-
rían microscopios. En el magnífico Museo de-
lla Storia de la Scienza de Florencia se pue-
den contemplar, entre otros instrumentos
antiguos, algunos de los construidos por Gali-
leo.
Sería muy largo hablar de la obra de Gali-
leo con detalle. Para el objetivo que me he
propuesto, creo que basta con dividirla en
dos tipos generales de aportaciones, relacio-
nadas con la mecánica y con la astronomía.
Las primeras fueron expuestas básicamente
en un libro titulado Discorsi intorno a Due
Nove Scienze (1638). En él se establecen las
leyes del movimiento uniforme y uniforme-
mente acelerado, los principios de inercia y
de independencia de fuerzas, y la definición
del momento como el producto de la masa
por la velocidad. También describe los expe-
rimentos que le llevaron a determinar la fuer-
za del vacío, llegando a la conclusión de que
el llamado «horror de la naturaleza hacia el
vacío» no es mayor que el que produce una
columna de agua de 35 pies. De este modo
explica porqué las bombas de agua no pue-
den tener una columna de aspiración superior
a 760 mm x 13,6 = 10,33 metros, aproxima-
damente 35 pies. Pese a ello, no descubrió la
presión atmosférica, cosa que quedaría re-
servada a su discípulo Torricelli. En la obra de
Galileo encontramos, maravillosamente des-
arrollado, un nuevo tipo de pensamiento,
caracterizado por el uso del método experi-
mental y la descripción matemática de
los resultados.
La mecánica galileana tuvo mucha influen-
cia sobre la biología, alimentando la corriente
iatrofísica. Si un animal aumenta de tamaño
conservando sus proporciones, el aumento de
peso es en función de los cubos de los au-
mentos de longitud, mientras que las seccio-
nes de los huesos aumentarán según los cua-
drados. Esto hace pensar que para cada tipo
de organización habrá un límite de tamaño
que no podrá sobrepasarse, y que, sólo por
este motivo, el aumento de tamaño sólo pue-
de ser beneficioso hasta cierto punto. En los
animales acuáticos, a causa de la pérdida de
peso del empuje hidrostático, estos límites
serán más altos que en los animales terres-
tres del mismo tipo. Como tú sabes, esto es
cierto y así las ballenas son los mamíferos
acuáticos mayores que nunca han existido y
los mamuts los mayores entre los terrestres.
Los dos de gran envergadura, preo las prime-
ras ganan.
Galileo considera que la forma, el peso y el
estado de movimiento son las cualidades
primarias de los cuerpos, y que en muchos
casos se puede prescindir del resto. De
hecho, esto es lo que hará la mecánica new-
toniana.
La obra astronómica de Galileo se encuen-
tra principalmente en tres libros. El más anti-
guo es «Sidereus Nuncius» (1610). Más tarde
escribió «11 Saggiatore» (1624). El tercero
es «Dialogo supra i due Massimi Sistemi del
Mondo» (1632). Todos están escritos con un
estilo directo, semipopular, claro y contun-
dente. Prácticamente no hay una sola línea
inútil.
La astronomía moderna se basó en Galileo
y Kepler. Este último, Johann Kepler (1571-
1630) era de temperamento bien diferente.
Tenía fuertes inclinaciones místicas, y sus
numerosísimos escritos hoy resultan prácti-
camente ilegibles. Estaba obsesionado por las
viejas ideas platónicas y pitagóricas. Llevó
una vida errante, acompañada de penurias
económicas. Sirvió a diferentes príncipes,
pero éstos no le pagaban el sueldo que le
habían asignado, y Kepler tenía que arrancar
de sus administradores, céntimo a céntimo,
lo imprescindible para subsistir. Trabajó con
Tycho Brahe, quien por otra parte le trató
duramente. «Tycho es un hombre –escribió
Kepler- con quien es imposible trabajar sin
estar continuamente expuestoa los peores
insultos». No obstante, tras la muerte de Ty-
cho, Kepler se convirtió en su gran heredero
literario. Ocho años después publicó su gran
obra «Astronomia Nova Aipologettes Sive
Physica Coelestis, Tradita Comentariis De
Motibus Stella Manis Ex Observationibus Ty-
cho-Brahe» (Praga, 1609). En esta obra, y
siguiendo el sistema de las excéntricas y epi-
ciclos adoptado por Copérnico, calcula la órbi-
ta de Marte sin lograr cuadrar su duración.
Entonces Kepler se atreve a romper definiti-
vamente con la vieja hipótesis de los movi-
mientos circulares uniformes en torno a un
punto excéntrico ideal y de los movimientos
circulares epicíclicos. Supuso que el Sol sería
el centro de los movimientos que se efectua-
ban a lo largo de una trayectoria elíptica, y
que ocupaba uno de los focos de la elipse.
Para eliminar de esta suposición todo carácter
hipotético, llevó a cabo una enorme cantidad
de cálculos usando observaciones hechas en
Uranieborg. Teniendo en cuenta que no tenía
ordenadores ni siquiera tablas de logaritmos,
el logro de Kepler es realmente memorable.
Se dio cuenta de que la velocidad de los pla-
netas no es uniforme, y de que en tiempos
iguales las superficies descritas por su radio
vector son las mismas. Estos cálculos, que le
llevaron a formular lo que hoy conocemos
como las dos primeras leyes de Kepler, habí-
an sido intentados por otros contemporáneos
como Rethicus, discípulo de Copérnico, y Ra-
mus, profesor del Collége de France que mu-
rió la noche de San Bartolomé. Ramus había
prometido ceder su cátedra a quien resolviera
el problema de la órbita de Marte partiendo
únicamente de datos de observación. Así que
Kepler escribió: «Habéis hecho bien en iros
de esta vida, ya que de otro modo estaríais
obligado a cederme vuestra Cátedra; todas
las condiciones que pusisteis en vuestra
apuesta las he cumplido».
La llamada Tercera Ley de Kepler es
anunciada en otra obra, titulada «Harmonices
Mundi Libri Quinque, Geometricus,
Architectonicus, Harmonicus, Psychologicus,
Astronomicus, cum Appendice Continens
Mysterium Cosmographicum» (Linz, 1619).
En efecto, la obra contiene la verificación de
que los cuadrados de los periodos de revolu-
ción son proporcionales a los cubos de los
semiejes mayores. Curiosamente, en el pri-
mer cálculo esta ley no pudo verificarse, pero
Kepler era un hombre muy concienzudo y
repetía sus cálculos decenas de veces, por
largos que fueran. Así se dio cuenta de que
se había equivocado, y de que los hechos
estaban de acuerdo con la suposición anun-
ciada.
Galileo y Kepler mantuvieron una amistosa
y franca correspondencia. Es curioso que en
ella, aparte de los temas científicos, se la-
menten con frecuencia de disgustos familia-
res y otras calamidades. Los dos se casaron
varias veces y siempre tuvieron problemas
con sus mujeres. Qué le vamos a hacer. Es
aquello de la «insoportable levedad del ser»
de Kundera. Como ya he señalado antes, el
carácter
de estos dos hombres era muy diferente.
El protestante alemán era místico y visiona-
rio, francamente radical y pese a ello amigo
de príncipes. No era gran cosa como obser-
vador y experimentador. Escribió muchísimos
libros extraordinariamente extensos, aburri-
dos y cabalísticos. El católico italiano era una
mente clara y objetiva, con un sentido extra-
ordinario de la propia dignidad, e incapaz de
tener con los poderosos un trato que no fuera
de tú a tú. Pese a ello era más flexible. Por
otra parte, su destreza experimental y sus
dotes de observación no admiten compara-
ción. De todos modos, la nueva concepción
del Universo se basaría tanto en la dinámica
galileana como en la astronomía de Kepler,
en la que la propia ley de gravitación univer-
sal se encuentra implícita.
No creo que ignores el célebre juicio de
Galileo, y aquello de «e pur si muove». En
realidad hay mucha literatura acerca de ese
asunto. Como consecuencia de sentencias del
Tribunal de la Inquisición, Bruno fue quema-
do vivo, y Campanella pasó muchos años en
la cárcel. Pero has de tener en cuenta que
estos juicios se hacían en función de las ideas
y del tipo de razonamiento de la Iglesia de
aquel tiempo. Tanto Bruno como Campanella
fueron considerados un peligro público, y de
hecho eran dos exaltados e imprudentes. El
caso de Galileo fue totalmente diferente. Es
cierto que una serie de denuncias contra él lo
llevaron a juicio, pero el sumario fue mante-
nido en secreto, y tanto el Papa como la Cu-
ria temían más a las reacciones de los ultras
que a la herejía de Galileo y otros científicos.
Galileo fue condenado y obligado a su famosa
retractación, pero sólo sufrió un encarcela-
miento nominal en el palacio de uno de sus
amigos. En esta vida retirada pudo completar
su trabajo sobre dinámica y estática, y publi-
carla en los últimos años de su vida. De todos
modos el proceso marcó toda un época, y la
sentencia fue muy mal recibida por todas las
personas cultas, incluso en los países católi-
cos. De hecho contribuyó a dar prestigio a la
revolución científica, y después de Galileo
nadie volvió a rechazar el sistema copemica-
no-kepleriano, prescindiendo –eso sí–de la
cuestión doctrinal. Nadie con dos dedos de
frente, quiero decir. De hecho, los problemas
entre la ciencia y la religión no volverían a
envenenarse hasta el siglo XIX, a propósito
del darwinismo.
Galileo murió en la localidad de Ancetri el
año 1642, y allí fue enterrado inicialmente.
Más tarde sus restos fueron trasladados a la
iglesia de la Santa Croce de Florencia. En
Ancetri hay desde hace años un importante
observatorio astronómico. La prohibición de
los libros de Galileo no fue levantada oficial-
mente hasta el año 1835.
Afectuosamente,31. NULLIUS IN VERBA
Barcelona, 30 de mayo de 1984
Querida Nuria:
Me he dado cuenta de que las últimas car-
tas son más largas que las anteriores. Es algo
que por una parte no me gusta, ya que quizá
te resultará más difícil encontrar un momento
para leerlas de cabo a rabo y sin interrupción.
Por otra parte, lo que trato en esas cartas
hay que verlo en conjunto. He pensado que,
si las subdividía, algunas ideas podían desva-
necerse, con lo cual tendría que reiterar de-
terminados conceptos, y a fin de cuentas me
alargaría más. Hoy me gustaría darte una
visión global del espíritu de la nueva filosofía
y de sus protagonistas durante el siglo XVII,
y de antemano intuyo que caeré en la misma
trampa. Te ruego, pues, que te mentalices
para tener paciencia y para seguir, si es posi-
ble sin interrupción, el hilo de mi discurso de
principio a fin. Me daría una gran alegría que
lo lograras sin tener que esforzarte.
Te he hablado de la filosofía matemática
que, como filosofía, estaba sólo implícita en
los pasos esenciales del comienzo de la revo-
lución científica. Sin embargo, hubo los lla-
mados profetas de la ciencia, los filósofos que
a comienzos del siglo XVII señalaron de for-
ma deliberada y expresa la necesidad de rea-
lizar un cambio profundo en nuestro conoci-
miento de las cosas, y que pusieron especial
atención en el método que convenía seguir
para lograrlo. Se les llama profetas por su
empeño en buscar la tierra prometida, sin
que por desgracia ninguno de ellos la alcan-
zara. Pero su influencia sobre el pensamiento
posterior fue decisiva. Hay profetas mayores
y menores, y los mayores son con toda segu-
ridad René Descartes y Francis Bacon, de
quienes ya te he hablado en las últimas car-
tas.
Tal vez pudiéramos sintetizar la aportación
de Descartes (1596-1650) en tres puntos: (a)
Propuso un conjunto de ideas extraordina-
riamente sugestivas sobre el modo de alcan-
zar el conocimiento científico; (b) Fue el pri-
mer hombre moderno que propuso una teoría
unitaria del Universo, que logró amplia acep-
tación; sin embargo, se trata de un neoaris-
totelismo, doctrinario y rígido; (c) Hizo apor-
taciones fundamentales a la matemática, y
otras de menor importancia a la física y la
fisiología.
En la obra de Descartes, los tres aspectos
señalados no están tan relacionados como
uno podría esperar (y como el propio autor
probablemente habría deseado). El año 1633,
Descartes estaba a punto de publicar un libro
titulado «Le Monde»,
en el que quería sintetizar su cosmología.
Sin embargo, conocedor de la condena de
Galileo en Roma, juzgó prudente retirarlo de
la imprenta.
Descartes recibió una educación esmerada,
que le proporcionaron los jesuitas. En la Eu-
ropa del siglo XVII los colegios de los jesuitas
tuvieron una importancia extraordinaria para
la educación de alto nivel, y alcanzaron un
prestigio que ha llegado prácticamente hasta
nuestro siglo. Aquello del «sabio jesuíta» hoy
ya está un poco pasado de moda, pero sigue
siendo cierto que la educación recibida en los
colegios de esta orden deja huella. En la épo-
ca de la que estamos hablando, los jesuitas
daban especial énfasis a las matemáticas y
las humanidades. Al terminar sus estudios,
Descartes sirvió en el ejército como mercena-
rio, sin que le preocupara demasiado la ban-
dera. De ahí que lo encontremos alistado su-
cesivamente en bandos católicos y protestan-
tes, dentro del marco de las continuas gue-
rras de religión características de su tiempo.
El año 1621 abandonó la lucha y, tras una
visita a Italia, en 1625 se estableció en Paris.
Aún participó en algún episodio militar, antes
de trasladarse a Holanda y vivir veinte años
en ese país. Ten en cuenta que en el siglo
XVII Holanda fue un país muy importante
para el desarrollo intelectual de Occidente. Ya
te darás cuenta de eso en las próximas car-
tas, pero conviene que sepas que en Holanda
se refugiaban todos los que, a causa de sus
ideas, se sentían incómodos en su propio pa-
ís.
Según parece, Descartes era un hombre
más bien tímido, poco comunicativo, católico
practicante y sincero (aunque haya quien
supone que su ortodoxia era meramente polí-
tica). En el siglo XVII los ataques y denuncias
contra intelectuales son un fenómeno corrien-
te, tanto ante la autoridad de la Iglesia como
ante el Estado. Esto último ocurría sobre todo
en los países protestantes. También abundan
los hombres poderosos que protegen a los
filósofos, y parece que Descartes se benefició
de ello. A través del embajador francés en
Estocolmo entró en contacto con la reina
Cristina de Suecia, mujer apasionada y culta.
Curiosamente, Descartes le envió un tratado
sobre el amor y otro sobre las pasiones del
alma. La lectura de estas obras llevó a la re-
ina a requerir la presencia del filósofo en su
corte. Descartes aceptó, pero no tuvo mucha
suerte. Para empezar, la soberana quería
recibir lecciones diarias a las cinco de la ma-
ñana, y Descartes no era aficionado a levan-
tarse antes del mediodía. Si le añadimos el
frío del invierno escandinavo, no es de extra-
ñar que el filósofo cogiera una pulmonía y se
fuera al otro barrio, cosa que ocurrió en fe-
brero de 1650.
Como sabes, la obra más popular de Des-
cartes es el «Discours de la Méthode» (1637).
Se considera que es el padre del racionalismo
moderno, y uno de los pensadores más im-
portantes del siglo XVII. Su influencia sobre
la filosofía modernaestá fuera de duda; en
particular, ha conferido a los franceses un
estilo de pensamiento culto, lógico y sistemá-
tico. La claridad de sus razonamientos nos
deslumbra con frecuencia. De todos modos, a
veces las cosas pueden ser muy claras pero
erróneas.
Descartes pensaba que habitualmente el
hombre no distingue entre hechos, teorías y
tradiciones. Por contra, él aspira a alcanzar
una auténtica claridad de pensamiento, sin la
cual no ve posibilidad de ningún progreso
sólido. Esto debe aplicarse tanto al campo de
las matemáticas como a la física, e incluso a
la religión. El modelo sería aquel «Cogito,
ergo sum» que nos hace ver de forma incon-
trovertible la realidad de nuestra propia exis-
tencia. El método lo expresa muy bien en su
obra póstuma «Regulae ad directionem inge-
nii» (1701): (a) No aceptar nunca como ver-
dadero algo que no podamos reconocer cla-
ramente como tal, evitando la precipitación y
cualquier tipo de prejuicios. Hay que juzgar
teniendo únicamente en cuenta aquello que
no ofrece ninguna duda. (b) Dividir una cues-
tión en partes cada una de las cuales pueda
tener una solución independiente. (e) Condu-
cir ordenadamente los pensamientos, desde
los más sencillos y obvios, e ir subiendo lue-
go, y con todo rigor, hasta los más complica-
dos. (d) Enumerar y ordenar todos los juicios
para no dejarse nada en el tintero. Descartes
da muchas más reglas, pero quizá éstas sean
suficientes para que te hagas una idea de su
estilo.
Descartes admitía que el alma estaba se-
parada del cuerpo, y que esto no ofrecía du-
da. De forma semejante admite la existencia
de Dios. Ya te he dicho que Descartes hizo
grandes progresos en matemáticas y física,
pero no está claro que los lograra usando su
propio método. A mí me parece dudoso que
con ese método se haya descubierto algo. El
descubrimiento científico es irracional; lo que
ocurre es que, para validarlo, hay que recu-
rrir al análisis lógico. No existe un método
para el descubrimiento y la invención, y en
este aspecto nos fallarán tanto Descartes
como Bacon. Ambos preconizaron, eso sí, un
método para la demostración científica. Pero
el descubrimiento científico es otra cosa.
Descartes conoció la obra de Galileo, pero
no parece que la entendiera, ni que la valora-
ra debidamente. Por su parte, Galileo nunca
aplicó el método cartesiano y es probable
que, si lo hubiera usado, su aportación cientí-
fica hubiera sido nula. La cosmología carte-
siana considera un Universo infinito y sin es-
pacios vacíos. La materia es continua, y lo
que consideramos vacío está ocupado por un
éter sutil y elástico. El movimiento de cual-
quier parte produce movimiento de la totali-
dad. Esta concepción se hizo añicos con la
mecánica newtoniana basada en Galileo y
Kepler.
Descartes ve al hombre como un animal al
que se ha añadido el alma, que le proporcio-
na la facultad cognitiva. Imagina que el hom-
bre ha podido existir
anteriormente sin alma, ya que –a excep-
ción del pensamiento– todas las demás facul-
tades son automáticas. Por tanto los animales
son autómatas. En el pensamiento cartesiano
no hay, por tanto, la vieja relación alma/zoe.
Los fenómenos vitales son puramente mecá-
nicos, y el descubrimiento de la circulación de
la sangre por Harvey le sirve de ejemplo.
También trata de explicar mecánicamente el
funcionamiento del sistema nervioso, expli-
cando hasta cierto punto lo que entendemos
como actos reflejos. Supone que la conexión
entre el alma y el cuerpo se produce en la
glándula pineal, cosa que pronto se juzgará
inverosímil.
El automatismo cartesiano se extiende a
todo el Universo, que no necesita «primum
mobile» ya que se controla a sí mismo. Esta
idea estaba más acorde con los nuevos des-
cubrimientos en astronomía y en física que
con el viejo sistema aristotélico. Sin embar-
go, la idea no quedará definitivamente clara
hasta el descubrimiento de la gravitación uni-
versal.
Descartes tuvo un gran opositor en Fran-
cia, el provenzal Pierre Gassendi (1592-
1655), que no admitió la teoría mecánica de
Descartes ni la hipótesis del movimiento per-
petuo. Gassendi adoptó la teoría de los áto-
mos, y consideró absurda la duda cartesiana,
resaltando el poder de la experimentación por
encima de la razón. Aparentemente, Gassendi
entendió mucho mejor que Descartes la tras-
cendencia de la obra de Galileo.
Ahora hemos de hablar de Francis Bacon
(1561-1626), Lord Verulam, Vizconde de St.
Albans y Canciller del Reino con Jacobo I.
Pese a tratarse de un político sin demasiados
escrúpulos, conocedor de la traición, de los
turbios manejos del poder político en benefi-
cio propio, y también de la cárcel y del exilio,
Bacon es una de las figuras más destacadas y
reconocidas entre los artífices de la nueva
filosofía. Para acabar de convertir su figura en
interesante y enigmática, añádele la sospe-
cha de ser el verdadero autor de obras atri-
buidas a Shakespeare. La aportación de Ba-
con a la ciencia es prácticamente nula, muy
inferior a la de Descartes, pero su influencia
sobre el pensamiento científico es igual o
mayor, aunque diferente. Algunos coetáneos
que fueron verdaderos científicos, como el
propio Harvey, no valoraron gran cosa a Ba-
con. Parece que Harvey, reticente, dejó cons-
tancia de que Bacon «escribía filosofía como
un Lord Canciller».
Bacon propugnó una investigación basada
únicamente en hechos. Estos pasarían luego
por una especie de molinillo lógico automáti-
co, del que saldrían las conclusiones por sí
solas. Esto es la base de la doctrina filosófica
llamada empirismo. El método tiene de en-
trada un inconveniente, y es que el número
de hechos es infinito. No podemos abarcarlos
todos. Si hemos de escoger, es cuestión de
fortuna: la elección puede ser acertada, o
vacía y estéril. La buena elección delhombre
de ciencia se halla siempre subordinada al
dominio de su arte, del mismo modo que el
poeta escoge, sin darse cuenta, las palabras
y las oraciones justas. La métrica no hace
poetas. Del mismo modo, la selección de los
hechos críticos y la ocurrencia de una hipóte-
sis acertada no obedecen a ningún tipo de
método. El método sólo es útil para la verifi-
cación. Es más, a veces ocurre que la verifi-
cación enmascara la verdadera génesis del
descubrimiento. El orden con que se cuenta
un gran descubrimiento para que pueda ser
aceptado y el modo de poner en pie una teo-
ría científica, con reglas necesariamente es-
trictas, tienen poco que ver con su verdadero
origen. Esta es una dificultad muy difícil de
superar para hacer una historia verídica de la
ciencia moderna. Por el mismo motivo que la
ciencia no se aprende en los libros, ni en los
artículos de las revistas, sino por medio de la
observación directa de los fenómenos y el
ejemplo de los auténticos maestros. Una vez
generada, la verdad científica se integra en
un cuerpo de conocimientos coherentes, lógi-
co y transferible, pero que no se trasciende
necesariamente a sí mismo. En este sentido
Bacon se queda a oscuras, tanto como los
pensadores que le precedieron.
La gran obra de Bacon es «Novum Orga-
num» (1620), título alusivo al Organum o
lógica aristotélica. En él encontramos los fa-
mosos cuatro ídolos inductores de error: (a)
Idolos de la Tribu, falsedades propias de la
Humanidad, que surgen principalmente de la
suposición de que la realidad a nuestro alcan-
ce ha de corresponder necesariamente con un
orden en la naturaleza; (b) Idolos de la Ca-
verna, inherentes a nuestros prejuicios y a
las peculiaridades de nuestra personalidad;
(c) Ídolos del Mercado, falsedades del siste-
ma de pensamiento que ha surgido de situa-
ciones establecidas o coyunturales; (d) Ídolos
del Teatro o errores que provienen de la in-
fluencia que la dialéctica y las palabras vacías
tienen sobre nuestra mente. Quizá habría que
añadir los Ídolos de la Academia, inductores
de errores debidos a la aplicación ciega de
alguna norma, por sabia que sea.
Bacon supo encontrar un lenguaje sugesti-
vo y pintoresco, que preconiza el espíritu crí-
tico de la ciencia moderna y hace una invoca-
ción mágica del método experimental. «Toda
la verdadera y fructífera filosofía natural tiene
una doble escala o un doble camino, ascen-
diente y descendiente, subiendo de los expe-
rimentos al hallazgo de las causas, y bajando
de las causas a la invención de nuevos expe-
rimentos; creo que estas dos partes deben
ser seriamente consideradas y estudiadas.»
Un poco más adelante en «Novum Orga-
num», Bacon utiliza el símil de las hormigas,
las arañas y las abejas. «Todos los que se
han ocupado de las ciencias han sido hom-
bres de experimento u hombres de dogma.
Los hombres de experimento se parecen a las
hormigas, que recogen materiales y luego los
utilizan. Los dogmáticos se parecen a las ara-
ñas, que tejen la tela a partir de su propia
sustancia. Las abejas, en cambio, están a
mitad del camino entre unas y otras:
toman los materiales de las flores del jar-
dín ... y los transforman y digieren ... hasta
convertirlos en sustancia propia. Parecida a
ésta es la verdadera función de la filosofía;
para ella, nada ha de residir únicamente ...
en los poderes de la inteligencia, y tampoco
debe tomar indiferentemente todo lo que
pueda de la historia natural o de los experi-
mentos mecánicos, y guardarlo todo en la
memoria tal como llega, sino que debe asimi-
larlos y aprovecharlos. De la unión íntima y
pura entre estas dos facultades, experimental
y racional (algo que hasta hoy no se ha
hecho) se puede esperar mucho».
Bacon también pone de manifiesto la gran
brecha intelectual que hay entre el siglo XVII
y la Edad Media. Resumiendo esquemática-
mente su aportación, puedo indicarte lo si-
guiente: (a) Impulsó el empirismo. (b) En-
tendió que la motivación deliberada de la
ciencia podía ser el interés práctico: «Saber
es poder» (c) Subestimó la importancia del
razonamiento, y se le escapó el valor de la
reducción a un modelo matemático. (d) Con-
tribuyó decisivamente a una corriente social
que dibuja el científico como un tipo humano
peculiar, diferente del filósofo y también del
humanista, y que se caracteriza por una acti-
tud nueva, reflexiva frente al mundo exterior.
(e) Contribuyó a una corriente de pensamien-
to que tendría grandes repercusiones en to-
dos los campos: filosófico, ético, psicológico y
político. Esta corriente encaja bastante bien
en una acepción amplia del término liberalis-
mo. Como él mismo afirmó, hizo sonar una
campana que supo convocar a los espíritus.
El verdadero iniciador del método experi-
mental es Galileo, pero Bacon tiene el mérito
de ser el primer gran filósofo del método ex-
perimental. Además, también fue el primero
en señalar la necesidad de una organización
social de la ciencia, considerando que el pro-
greso científico no puede surgir de la activi-
dad de hombres aislados. En su novela utópi-
ca «New Allanas», Bacon demanda el esta-
blecimiento de laboratorios organizados. Este
gran sueño estimuló a sus contemporáneos,
que lo hicieron realidad a través de la Royal
Society.
El primero en poner en práctica los princi-
pios anunciados por Bacon tal vez fue Har-
vey, pese a su menosprecio por los escritos
del Lord Canciller. Por otra parte, cuando el
sueño del «New Atlantis» se puso en práctica
se vio que las más altas adquisiciones de la
naturaleza humana seguían siendo el logro de
investigadores que trabajaban solos en una
atmósfera enrarecida, a la que apenas nadie
tenía acceso. La culminación de la ciencia del
siglo XVII fue personificada por Isaac New-
ton, que fue un investigador de ese tipo. Su
trabajo fue muy personal y pocos –incluso
entre sus colegas de la Royal Society– esta-
ban preparados para darse cuenta de su im-
portancia. Pero la idea de Bacon no era mala,
y la experiencia posterior ha demostrado que
el progreso científico ha ido con frecuencia
unido al trabajocolectivo en pos de un objeti-
vo común. Por desgracia, las universidades
del siglo XVII no fueron receptivas en este
sentido, pero fuera de ellas surgió el movi-
miento de las academias y sociedades cientí-
ficas que ya te he mencionado. De hecho
precedieron a Bacon, pero éste supo enten-
der su sentido, y elaborar su filosofía.
Pese a que la Royal Society no se fundó
hasta el año 1662, sus raíces arrancan de
1645. Por tanto, hoy en día tiene 339 años de
vida ininterrumpida, lo que le permite empe-
zar a competir en duración con las viejas es-
cuelas de la antigüedad clásica: el Museo de
Alejandría y la Academia de Atenas. Hay que
reconocer que la Royal Society ocupa un lu-
gar único en la historia de la ciencia. Sus orí-
genes son casi novelescos. alrededor de
1645, un grupo de jóvenes entusiastas em-
pezó a reunirse periódicamente en una posa-
da de Londres. Nunca pidieron ayuda de la
Universidad, y se llamabam a sí mismos «Co-
legio Invisible». El primer grupo lo formaron
Wallis, Wilkins, Boyle, Ent, Glisson, Hartlib,
Haak, y más adelante Petty, Ward y Chris-
topher Wren. En el año 1648 el rey prohibió
sus reuniones, pero éstas continuaron clan-
destinamente, primero en casa de Wilkins y
luego en el Waldham College de Oxford. Se
conserva el acta de la reunión del 3 de octu-
bre de 1651, a la que asistieron Wren, Pepys,
Evelyn y Hooke entre otros. Alrededor de
1660, al mejorar la situación económica del
país, el número de personas interesadas por
la ciencia aumentó, y con ello el número de
«Invisibles». El 28 de Diciembre de 1660,
tras una lección de matemáticas impartida
por Wren en el Gresham College, hubo una
reunión en el domicilio de Mr. Rocke. Se
habló de fundar una sociedad, colegio o aca-
demia «para impulsar el progreso del trabajo
experimental en los conocimientos físico-
matemáticos». Una cuota de un chelín por
semana serviría para cubrir gastos. Esta cuo-
ta se mantuvo hasta mediados del siglo XIX.
Tras dos años de funcionamiento provisional,
el 15 de julio de 1662 se recibió una notifica-
ción del rey Carlos II que consolidaba la de-
nominación de Royal Society. La fundación de
la Sociedad originó una explosión de literatu-
ra científica, incluida una nueva edición de
«New Atlantis», publicada en 1660 con un
apéndice de Esquire en el que se expone una
serie de útiles y raras invenciones con objeto
de divulgarlas en todo el mundo. Esto sirvió
para situar a Bacon, ante los ojos de todo el
mundo, como el inspirador de esta agrupa-
ción científica. Unos cinco años más tarde, el
obispo Spratt publicó la primera historia de la
Royal Society. En el frontispicio del libro se
representa al rey, en un busto sobre una co-
lumna, a su izquierda Bacon como Artium
Instaurator, y a su derecha el primer presi-
dente. El recinto en el que se encuentran está
rodeado de instrumentos científicos, y en la
parte superior puede verse el escudo de ar-
mas de la Sociedad con el lema «Nullius in
verba». El lema intenta indicar sin rodeos su
misión: no ocuparse de palabras sino de
hechos.
Desde sus inicios, la Sociedad levantó ac-
tas de sus reuniones. Todavía se conservan, y
las actas de determinados periodos han sido
publicadas como una recopilación de la histo-
ria de la Sociedad. En su lectura encontramos
por primera vez ciencia moderna, tanto por lo
que respecta al contenido como por el estilo,
y por la participación de muchos autores.
También se conservan cartas dirigidas a la
Royal Society por sabios extranjeros. Entre
ellas llaman la atención las enviadas por Mal-
pighi, que debieron ser muy numerosas, e
impresionaron tanto a los miembros de la
Sociedad que decidieron publicar la mayoría
de ellas.
Algunas páginas de estos libros de actas
son dignas de ser fotografiadas y enmarcadas
por su gran interés histórico. Por ejemplo, en
el acta del 18 de febrero de 1674 leemos
«Mr. Isaac Newton, James Hoare Jr., Esq.,
son admitidos.» Los problemas tratados son
variadísimos, e incluyen invenciones prácti-
cas, experimentos de hidrostática, problemas
de matemáticas, observaciones astronómicas
o el aspecto microscópico de minúsculos in-
sectos. La Royal Society muestra una cierta
inquietud por promover la innovación tecno-
lógica. El día de San Andrés, 3o de noviem-
bre, había una celebración anual, y se impri-
mía una hoja con todos los miembros. Toda-
vía se sigue celebrando, y si cae en domingo
se aplaza al día siguiente. Una copia del acta
del día de San Andrés de 1663 nos permite
saber que el número de miembros era 130.
La presidencia de la Royal Society es sin lu-
gar a dudas el más alto honor al que puede
aspirar un hombre de ciencia inglés. Fíjate en
algunos nombres de la lista: Newton, Davy,
Huxley, Lord Kelvin, Lord Lister, Lord Raleigh,
Crookes, J. J. Thompson, Sherrington o Rut-
herford. Los más recientes son en su mayoría
premios Nobel. Hija, ante un logro de este
tipo uno no puede dejar de sentirse admira-
do, y de entonar con entusiasmo la segunda
estrofa del «Gaudeamus igitur».
Un tema que, en los primeros tiempos, fue
objeto frecuente de debate en la Royal Socie-
ty fueron las transfusiones de sangre. Ello me
da pie para redondear el cuadro que estoy
intentando, hablándote de uno de los princi-
pales impulsores de esta práctica, pese a que
haya pasado a la historia sobre todo como un
gran arquitecto. Su nombre ya ha aparecido
antes, pero como tú lo conoces poco (o tal
vez nada), debo destacarlo, y con toda justi-
cia, como una de las figuras más representa-
tivas de la Royal Society en el siglo XVII. Me
refiero a Christopher Wren, nacido en 1632.
Estudió hasta los catorce años en la West-
minster School, y destacó en matemáticas y
lengua latina. Después trabajó como ayudan-
te de Sir Charles Scarborough en el anfiteatro
anatómico del Surgeon's Hall de Londres.
Disecó abundantemente y practicó la inyec-
ción vascular de preparaciones anatómicas. A
los 17 años fue a Oxford, y se graduó dos
años más tarde. En 1667 fue nombrado cate-
drático de Astronomía en el Gresham College
de Londres, y más tarde volvió a Oxford para
ocupar una cátedra de la misma materia.
Ayudó a Willis, médico de Oxford y pastor
protestante, a
preparar sus dibujos anatómicos, y las
planchas para imprimirlos. Se ha dicho que
en muchos detalles los dibujos son más pre-
cisos que las descripciones de Willis. En esa
época, Wren practicó la transfusión de sangre
en diversos animales y, bajo su inspiración,
Lower hizo el primer ensayo en humanos.
Algunos resultados espectaculares de revitali-
zación dieron pie a la idea de que mediante
este procedimiento se podría rejuvenecer a
los viejos, e imbuir espíritu combativo a las
personas endebles y pusilánimes. Esta idea
errónea impresionó mucho a la sociedad, y
por desgracia dio pie a prácticas monstruosas
de tráfico de sangre que han llegado hasta
nuestro siglo, pese a que fueron muy pronto
perseguidas por la ley.
Wren desarolló nuevas técnicas de impre-
sión, e inventó máquinas de agua, proyecto-
res de dibujos, los primeros termostatos para
hornos, nuevos compuestos químicos e incu-
badoras para huevos, y mejoró relojes de
péndulo, mediciones astronómicas y de longi-
tud y latitud geográficas. Su cerebro lo devo-
raba todo ávidamente, y sus manos tenían
gran destreza y actividad. En Wren se hace
realidad la unión preconizada por Bacon entre
saber y poder. No olvides que, en el siglo
XVII, esta unión sólo se pudo confirmar en la
astronomía y la mecánica, que permitieron un
progreso enorme en cartografía y en el arte
de navegar.
Entre los veinte y los treinta años, nuestro
hombre tenía una gran afición a las matemá-
ticas, y se divertía resolviendo problemas de
gran dificultad, a los que no se había hallado
solución. Es famosa su resolución de un pro-
blema que Pascal había propuesto a los geó-
metras ingleses, y que éstos devolvieron con
un problema adicional que, según la versión
inglesa, los franceses tardaron cincuenta
años en resolver. Nuestro personaje fue el
primero en recomendar el uso de aceites
aromáticos para limpiar heridas, por lo que
puede ser considerado un precursor de la
cirugía aséptica. Más tarde se dedicó a la ar-
quitectura, en la que su fama alcanzaría la
cima. Entre sus obras destacan el Sheldonian
Theatre de Oxford (1663), en el que se cele-
bran ceremonias académicas, y más tarde la
conclusión de la catedral de Saint Paul de
Londres. En ella está enterrado, bajo una
lápida con la siguiente
inscripción:
SUBTUS.CONDITUR.HUIUS.ECCLESIAE.ET.
URBIS.CONDITOR.
CHRISTOPHORUS.WREN.QUI.VIXIT.ANNOS.U
TRA.
NONAGINTA.NON.SIBISED.BONO.PUBLICO.L
ECTOR.SI.
MONUMENTUM.REQUIRIS.CIRCUMSPICE.OBII
T.XXV. FEB.AETATIS.XCI.AN.MDCCXXIII.
Christopher Wren fue además un gran
gentleman, de quien se dice que tuvo amores
con la reina. Tuvo una vida muy activa y muy
larga: nada menos que noventa
y un años. No te extrañe que se le haya
considerado uno de los hombres más grandes
que ha tenido Inglaterra, comparable a New-
ton y a Shakespeare. En los primeros tiempos
de la Royal Society hubo otras figuras de
enorme talla, como Boyle y Hooke, y otros
personajes dignos de ser recordados, como
Power, Finch y Grew.
Con el soberbio eco de
«SLMONUMENTUM.REQUIRES.CIRCUMSPICE»
, pongo fin a esta carta, casi exhausto de
tanta emoción, pero con el mismo afecto
de siempre.
32. LA FILOSOFÍA EXPERIMENTAL
Barcelona, 9 de junio de 1984
Querida Nuria:
Finalmente leerás tu Tesis de tercer ciclo el
día 25. Para mí es un motivo de gran satis-
facción; para tí, el fin de una etapa de tu
formación. Hoy en día el doctorado no otorga
magisterio universitario como ocurría en el
pasado, pero confiere una cualificación que
permite considerarse miembro de la comuni-
dad científica. Por otra parte, con lo que sé
acerca de tu trabajo y después de dar un vis-
tazo a la Memoria, puedo añadir que es una
buena Tesis. Espero que los colegas franceses
lo reconozcan, igual que ocurriría si la Tesis
fuera evaluada en nuestro país.
Estarás de acuerdo conmigo en que
haciendo una Tesis doctoral se aprenden mu-
chas cosas que sería difícil asimilar mediante
otro sistema. Te adentras en una temática
que es conocida por una o unas pocas perso-
nas con las que te comunicas a todo lo largo
de tu trabajo. Por otra parte, es algo que has
de resolver en solitario. Durante la Tesis
también te familiarizas con las servidumbres
del trabajo experimental. Llega un momento
en el que te sale de dentro una actitud exi-
gente y crítica, que te hace repetir una y otra
vez los experimentos que no están suficien-
temente claros. Luego hay que recapitular
cuáles son las preguntas clave que has sabido
formular experimentalmente, y ver qué te
dicen las respuestas obtenidas. Finalmente
hay que preguntarse para qué ha servido lo
que has estado haciendo durante una serie
de años, y es entonces cuando aplicas el en-
gaño obligado: un orden lógico de exposición
que inventas cuando está todo hecho, y que
sirve para escribir una historia que no ha
existido nunca. Sólo la utilizarás para que tu
trabajo sea admitido por la comunidad cientí-
fica, y para que pueda encajar de modo cohe-
rente en sus antecedentes. Más adelante,
cuando se transforme en artículos de revista,
el trabajo aún sufrirá otro moldeado formal,
que de hecho lo alejará más de la vivenciade
la investigación y del verdadero origen de las
buenas ideas que pueda contener. Si, a dis-
tancia, alguien se interesa por el tema, lo
único que tendrá a su alcance será ese pro-
ducto final. Es un proceso inevitable y gene-
ralizado. Además, al tratarse de temas muy
especializados, cuando en una etapa poste-
rior alguien integra esos conocimientos en un
marco más general —por ejemplo, la regula-
ción humoral en las aves— lo hace forzosa-
mente a mucha distancia del verdadero ori-
gen de los conocimientos, y de un modo no
muy diferente de los autores anteriores a la
revolución científica, que creían que toda la
verdad estaba en los libros.
Ya sabes que he dirigido muchas tesis doc-
torales: cerca de cuarenta. Lo que me ha
resultado más gratificante han sido los mo-
mentos en los que a mí o a mi discípulo se
nos ha ocurrido una buena idea. De todos
modos, tal vez a causa de mis prontos huma-
nísticos, también recuerdo con satisfacción
las ocasiones en que he podido inventar una
historia acerca de descubrimientos que el
doctorando había hecho a base de dar palos
de ciego o, en los casos más afortunados, por
«trial and error». Encontrar un orden lógico
que sirva para explicar los resultados de una
investigación equivale a descubrir cómo debí-
an haberse hecho las cosas. Pero eso está
únicamente en nuestra mente, y las cosas se
hacen como se hacen. Ahora bien, hay que
admitir que una actividad continuada que
incluya todos los elementos de los que te es-
toy hablando produce una mentalidad cada
vez más fértil y creativa, como mínimo en
sentido estadístico.
Ha habido tesis doctorales memorables,
como la de Max Planck sobre la radiación de
un cuerpo negro (1900), que constituye una
de las mayores revoluciones de la física con-
temporánea. Viene a ser como la Cavalleria
Rusticana de Mascagni, la primera y mejor
ópera de este autor, que supuso la creación
de un nuevo estilo en la lírica italiana, que
hoy conocemos con el nombre de verismo.
Pero esto no es lo habitual, sobre todo en las
disciplinas de carácter experimental. Lo más
corriente es que la etapa más creadora de la
vida de un científico se restrinja a un periodo
de cinco o diez años, y que el resto de su
carrera, tanto anterior como posterior, sea
mucho menos interesante. La etapa creadora
se caracteriza por la presentación de verda-
des auténticas y nuevas, fecundas y adopta-
das por otros investigadores que las culminan
y amplían. Como dijo Claude Bernard, «un
gran descubrimiento es un suceso que, al
aparecer en la ciencia, da pie al nacimiento
de leyes luminosas, cuya claridad disipa un
gran número de oscuridades y muestra vías
nuevas. Hay otros hallazgos que, aun siendo
nuevos, no aclaran muchas cosas: son los
descubrimientos pequeños.»
Me parece que tu Tesis te ha dado la opor-
tunidad de experimentar en tí misma el fe-
nómeno de la creatividad humana, del modo
que hoy se considera imprescindible para
dedicarse con éxito a la investigación científi-
ca. Este es el
momento de emprender las mejores aven-
turas intelectuales. Es el momento de dirigir
la mirada a las estrellas y seguir adelante. Es,
desde luego, una opción a tu alcance, y para
la cual se puede decir que estás preparada
adecuadamente. De algún modo, ya eres un
personaje de la historia que estoy intentando
contar en estas cartas. En último término, lo
que lleva a un joven de nuestro tiempo que
quiera dedicarse a la ciencia a seguir el cami-
no que tú ya has andado no es otra cosa que
la revolución científica. De ahí que la historia
esté implícita en lo que has hecho, y en lo
que puedas hacer a partir del próximo 25-J.
En la última carta te hablaba de la filosofía
experimental, e intentaba reflejar el ambiente
intelectual de los protagonistas de la revolu-
ción científica. En realidad, hasta ahora ape-
nas te he hablado de las grandes aportacio-
nes de la ciencia del siglo XVII, pero espero
hacerlo próximamente. Hoy me gustaría
completar la última carta en algunos aspec-
tos.
En el siglo XVII, la filosofía experimental
se consideraba una cosa nueva y revoluciona-
ria. De ahí que haya toda una literatura con-
comitante, tanto para justificarla y defenderla
como para criticarla. En el primer grupo des-
tacan las obras de Boyle; entre sus oponen-
tes, las de Stubbe. Alguien llamado Glanwill
escribió un elogio entusiasta de la nueva filo-
sofía, basado en los experimentos hechos por
miembros de la Royal Society y muy espe-
cialmente por Robert Boyle. El libro se titula
«Plus Ultra» (1668), y dio lugar a otro de
réplica, escrito por Stubbe y titulado «The
Plus Ultra, reduced to Non Plus» (1670). Pese
a su defensa del clasicismo, este libro está
escrito en un estilo genuinamente moderno y
puede verse, más que como la continuidad de
la ciencia humanística, como el inicio de una
actitud neoclásica que ha persistido hasta
nuestros días.
Los filósofos experimentales inventaron lo
que hoy conocemos como revista científica,
una publicación periódica que recogía los tra-
bajos experimentales presentados y discuti-
dos en sus reuniones. La primera de esas
revistas fue «Philosophical Transactions»,
cuyo primer número se publicó en 1664 y aún
perdura en la actualidad. Sólo sufrió una bre-
ve interrupción entre 1678 y 1683, debido a
dificultades económicas. Sus páginas son el
mejor documento para hacer una historia de
la ciencia del siglo XVII.
Ya te he contado que la Royal Society
también publicó actas de sus reuniones, pero
sólo hasta el año 1687. Ese año memorable,
la Sociedad también publicó los «Philosophiae
Naturalis. Principia Mathematica» de Isaac
Newton. El presidente era Pepys, cuyo con-
traste con Newton era tan grande que resulta
difícil entender cómo pudo llegar a presidir la
Institución. La personalidad de Pepys no tiene
nada en común con la de Newton, y hasta
puede considerarse opuesta al verdaderoespí-
ritu de la ciencia. Los escritos de Pepys, hoy
en día, sólo son un documento acerca de las
costumbres de la alta sociedad inglesa del
siglo XVII, y de sus gustos y preferencias. En
especial sobre cancioncillas de amor, la ma-
yoría de las cuales encuentro cursis y enfáti-
cas y, por si fuera poco, escritas para contra-
tenor, una voz que nunca me ha caído en
gracia. Por una extraña ironía del destino, ese
tío habría de salir bajo el Imprimatur de una
de las obras científicas más grandes de todos
los tiempos. Así es la vida. Qué le vamos a
hacer.
También debes tener en cuenta que el
propio Newton era un personaje peculiar,
diferente de los miembros de la Royal Socie-
ty, e independiente del movimiento intelec-
tual de su tiempo. Trabajaba en solitario y no
es fácil evaluar los factores que pudieron in-
fluir en su carrera. Podía haber nacido dos-
cientos años más tarde sin que nadie le
hubiera pisado el terreno. Ahora bien, sin
Newton, el movimiento intelectual del siglo
XVII habría tenido consecuencias mucho me-
nores. Es obvio que Newton se basa en Gali-
leo y Kepler, y es muy verosímil la influencia
de Boyle, pero toda su obra puede conside-
rarse como el resultado de una personalidad
aislada, fortísima y singular.
La revolución científica del siglo XVII se
origina cuando los estudiosos dejan delibera-
damente de contemplar el mundo a través de
los textos clásicos, y pasan a estudiarlo direc-
tamente a partir de los hechos. No obstante,
eso ocurre en un momento en que la cultura
clásica tiene una difusión extraordinaria en
todos los campos. Supongo que tienes bien
situado el siglo XVII, con la guerra civil en
Inglaterra y esa historia de los puritanos, la
decapitación del rey y la hegemonía del par-
lamento con Cromwell. Es la época del barro-
co, de Cervantes y Velázquez, de Corneille,
Racine y Moliere, de Rubens y Rembrandt.
También es la época de los bandoleros, la
picaresca, los piratas y los corsarios.
La Universidades de aquel tiempo eran ex-
traordinariamente clasicistas, y continuaron
siendo así hasta el siglo XIX. La asimilación
de las ideas científicas por esas instituciones
es un fenómeno reciente, y coincide con el
renacimiento de la Universidad; obviamente,
no es una coincidencia casual. Sin embargo,
el espíritu de la revolución científica nunca ha
logrado integrarse del todo en la Universidad.
No ha sustituido al Humanismo, ni se ha pro-
ducido una síntesis entre las dos corrientes
intelectuales. En la Universidad moderna, la
del último siglo, hay una emulsión entre cul-
tura científica y cultura humanística. A veces
predomina una, a veces otra. Al principio, las
sociedades científicas y las academias produ-
jeron más ciencia que la Universidad. Más
tarde, cuando la época de las sociedades
científicas quedó atrás, la Universidad hubo
de competir con otras instituciones. En nues-
tro tiempo la competencia viene de los gran-
des laboratorios industriales y de los institu-
tos estatales de investigación. Unos y otros
contribuyen al progreso de la ciencia, muchas
veces con ventaja clara sobre las Universida-
des más poderosas del mundo. Nadie sabe
exactamente a qué se
debe esta disociación, y se ha llegado a
decir que en el futuro toda la creación cientí-
fica quizá tenga lugar fuera de la Universidad.
A los profesores universitarios de ciencias de
mi generación, esta idea nos repugna profun-
damente. El motivo es que muchos, entre los
que me cuento, hemos visto la carrera docen-
te como la forma más idónea de ejercer la
profesión científica. Por otra parte, no pode-
mos dejar de reconocer que, en nuestra épo-
ca, el papel social de la Universidad está muy
alejado de ese ideal. Es difícil saber qué futu-
ro nos espera en este asunto. Para lo que yo
pretendo con estas cartas, basta con ser
consciente de que la ciencia se originó fuera
de la Universidad o incluso en contra de ella.
De todos modos, tanto entonces como ahora,
la mayor parte de los científicos han tenido
formación universitaria, yen muchos casos
han colaborado en el magisterio.
Haré todo lo posible por asistir a tu exposi-
ción y defensa. Estoy seguro de que te des-
envolverás con brillantez, y con el más cauti-
vador de los estilos.
Afectuosamente,
33. HARVEY Y LA CORRIENTE
IATROFÍSICA
Barcelona, 17 de junio de 1984
Querida Nuria:
Con frecuencia se ha dicho que la Física
siempre va por delante de la Biología. Sin
embargo, el análisis histórico pone de mani-
fiesto lo contrario. Recordarás que la cosmo-
logía de la Antigüedad en el fondo es biología.
Además, en Aristóteles, el desarrollo de los
conocimientos biológicos es muy superior al
de los físicos. Se puede considerar a la «Fa-
brica» de Vesalio como la primera obra cientí-
fica moderna, y al compararla con «De Revo-
lutionibus» hallamos en esta última muchas
menos aportaciones originales, y una ubica-
ción más acusada dentro del pensamiento
medieval.
Si la afirmación de que la Biología va por
detrás de la Física se basa en suponer que el
objetivo de la primera es explicar la vida en
términos físicos, la afirmación es evidente por
sí misma. Pero la afirmación no se refiere a
esto, ni tampoco al desarrollo histórico de
una y otra ciencia, sino a las consecuencias
que los descubrimientos de la Física han teni-
do para el progreso de la Biología desde Gali-
leo hasta hoy. La revolución científica del si-
glo XVII es fundamentalmenteuna revolución
de la ciencia física y repercute directamente
en la Biología, de modo particular en la fisio-
logía cuantitativa, en la introducción del mi-
croscopio, y en la neumática o física del esta-
do gaseoso.
Ya te he indicado que, pese a las grandes
aportaciones hechas por Vesalio, el esquema
fisiológico aceptado siguió siendo el galénico.
Este había desterrado la vieja ilusión de que
las arterias y el ventrículo izquierdo del cora-
zón estaban llenos de aire. Consideraba que
la sangre de color rojo claro debía su color a
la presencia de «pneuma». Éste venía del
aire, y era introducido por inhalación hasta
los pulmones. Desde ahí pasaba al ventrículo
cardiaco izquierdo, para mezclarse con la
sangre y llegar con ella a todas las partes del
cuerpo. La sangre sin «pneuma», de color
rojo oscuro, tenía su centro en el hígado,
donde se formaba a partir de los alimentos
procedentes del tubo digestivo. La sangre
transportada a través de las venas se iba
convirtiendo en carne, y el resto llegaba al
ventrículo derecho del corazón. Allí era purifi-
cada, y el desecho era recogido por las arte-
rias pulmonares. La pared entre ambos ven-
trículos estaba atravesada por finísimos po-
ros, a través de los cuales la sangre pasaba
al ventrículo izquierdo y se mezclaba con el
«pneuma». Este es el esquema galénico, que
ya te había descrito en una carta anterior. En
dicho esquema, el movimiento de la sangre
queda muy impreciso, y se da por supuesto
que en las venas puede moverse en los dos
sentidos. Durante mucho tiempo, antes y
después de Galeno, se ha creído que el alma
residía en la sangre. Todavía hoy, algunas
sectas religiosas lo siguen creyendo, y por
este motivo prohiben comer sangre, así como
hacer transfusiones.
Es interesantísimo darse cuenta de que,
sólo con los textos galénicos como base, el
árabe Ibn Al-Nafis llegó a postular la circula-
ción menor de la sangre (es decir, que la
sangre sale del corazón por la arteria pulmo-
nar, camino de los pulmones, y vuelve al co-
razón por la vena pulmonar). No parece que
esta idea tuviera influencia alguna en Occi-
dente, donde la circulación menor de la san-
gre está asociada al nombre de Servet. Mi-
guel Servet i Revés nació en el año 1511 en
la franja geográfica limítrofe entre Cataluña y
Aragón, habitada originariamente por catala-
nes. El pueblo natal de Servet, Vilanova de
Xixena, fue fundado por Ramon Berenguer
IV, y más tarde dependió de la jurisdicción
episcopal de Lérida. Servet fue un personaje
enormemente inquieto, un renacentista típi-
co. Viajó por Europa y residió una temporada
en Estrasburgo. Allí publicó su primer libro,
titulado «De Trinitatis Erroribus», en el que
desarrolla sus ideas religiosas, que fueron
consideradas de tendencia arriana. De hecho
dieron lugar a ásperas críticas, tanto por par-
te de los católicos como de los protestantes.
Quedó tan desprestigiado que se sintió obli-
gado a huir de la ciudad. Se refugió en Lyon,
en casa de un médico. Según parece, en ese
periodo descubrió su afición por la medicina.
Más
adelante se trasladó a Paris, donde conoció
a Vesalio. Se aficionó a pronunciar discursos
ante los estudiantes, y uno de sus temas pre-
feridos era la influencia de los astros sobre la
salud corporal. Estos discursos le crearon
problemas con los teólogos de la Sorbona, y
hubo de huir de nuevo. Se estableció como
médico en Vienne, junto al Ródano, y pasó
unos años tranquilos. Fue en esa época cuan-
do, como resultado de sus reflexiones teoló-
gicas, escribió un libro titulado «Christianismi
Restitutio». Desde Vienne escribió a Calvino,
e intentó convencerle de sus ideas. Al no lo-
grarlo, optó por criticarlo virulentamente,
hasta el punto de que a Calvino se le acabó la
paciencia y lo denunció a los tribunales de la
Inquisición católica. Servet fue encarcelado,
pero al poco tiempo logró evadirse. Sorpren-
dentemente, no se le ocurrió nada mejor que
buscar refugio en Ginebra. Se cree que pre-
tendía atacar a Calvino en su propio entorno,
sumándose al partido anticalvinista de la ciu-
dad. Pero a Calvino no le pilló de improviso, y
en un abrir y cerrar de ojos Servet se vio otra
vez en la cárcel. El tribunal de Ginebra lo
condenó a morir en la hoguera, con la apro-
bación de las asambleas protestantes. La
sentencia fue ejecutada el 27 de octubre de
1553. Es muy probable que Calvino utilizara
el ataque a Servet simplemente para reforzar
su propia posición política en Ginebra, apro-
vechando que la víctima estaba igualmente
mal vista por los protestantes y por los católi-
cos. La lucha contra algunos tipos de herejes
estaba por encima del interés partidista, y
parece que Servet era un hereje químicamen-
te puro. Más tarde, los católicos rehabilitarían
la memoria de Servet, y tendría una estatua
en París y otra en Madrid.
En «La restauración del cristianismo»,
Servet escribe sobre teología. No obstante,
piensa que para comprender el espíritu
humano hay que conocer el cuerpo, y sobre
todo la sangre, dada su importancia espiri-
tual.
Se cree que pudo ser ésta la razón por la
que Vesalio, Fabrizio y otros anatomistas elu-
dieron abordar el tema. Pero Servet no se
andaba con tonterías, y le gustaba ir al gra-
no. «Para llegar a una idea cabal de las rela-
ciones entre la vida espiritual y la física —
escribe— hay que conocer los tres elementos
vitales: la sangre con su asentamiento en el
hígado y las venas, el espíritu vital en el co-
razón y las arterias, y el espíritu animal si-
tuado en el cerebro y los nervios. El espíritu
vital es comunicado al hígado por el corazón,
tal como vemos en el embrión: el corazón es
lo primero que se mueve. El hígado provee de
sangre al corazón, y éste la envía a los pul-
mones desde el ventrículo derecho. Allí se
purga y se mezcla con el aire inhalado, vol-
viendo al corazón por la vena pulmonar que
lleva al ventrículo izquierdo. No hay paso de
un ventrículo a otro, como lo indica la solidez
de la pared que los separa.»
La descripción que Servet hace de la circu-
lación pulmonar es contundente, pese a ba-
sarse en la pura especulación y a tener esca-
sa o nula relación con la práctica de la disec-
ción, que Servet había practicado con el
mismísimo Vesalio. En el fondo, parece que
únicamente trata de interpretar correctamen-
te a Galeno, con objeto de introducir sus con-
clusiones en la especulación mística y teológi-
ca. Tras la muerte de Servet, la mayoría de
los ejemplares del libro fueron quemados.
Además, la cita mencionada no es fácil de
encontrar dentro del texto. Pese a ello, al
cabo de poco tiempo la idea de la circulación
menor aparece por doquier. Colombo, a quien
ya te he citado como discípulo de Vesalio (y
que, por cierto, es el único autor citado por
Harvey), parece haber adoptado la idea de la
circulación menor de Cesalpino, que pasó a la
posteridad sobre todo como botánico. No es
demasiado creíble que fuera así, y es posible
que su verdadera fuente fuera Servet. En
«De re anatomica», publicado seis años des-
pués de la muerte de Servet, hay una des-
cripción con frases prácticamente textuales
del libro de Servet, y es posible que Colombo
no se atreviera a citarlo. El mérito de Colom-
bo es la adición de una serie de observacio-
nes y de experimentos originales que no se
encuentran en el «Christianismi». El papel de
Cesalpino y del propio Colombo en el descu-
brimiento de la circulación menor de la san-
gre ha sido sobrevalorado por los historiado-
res italianos modernos. Con todo esto, ya te
he puesto al tanto de los precedentes de Har-
vey, y de su obra sobre la circulación de la
sangre, que es fundamental dentro de la
ciencia del siglo XVII.
William Harvey nació en Folkestone en
1578. Allí se puede contemplar una estatua
en su honor, aunque Folkestone no sea más
que un pueblo en el que sólo se ven ancianos
indiferentes a su memoria. Harvey tuvo una
educación esmerada, y se graduó en Cam-
bridge. Luego viajó por diferentes partes del
continente, y pasó por Padua cuando Fabri-
zio, el discípulo de Vesalio del que ya te he
hablado, ejercía el magisterio en su célebre
escuela anatómica. Tras cuatro años en Pa-
dua, Harvey se graduó en medicina y volvió a
Inglaterra para ejercer en Londres, donde
trabajó en hospitales y alcanzó un gran re-
nombre. Fue elegido miembro del Colegio de
médicos de Londres, y fue médico de cabece-
ra de los reyes Jacobo I y Carlos I. En la gue-
rra civil tomó partido por los Estuardo, y su
casa fue destruida. Tras la derrota final de los
realistas del año 1645, se retiró a la vida pri-
vada con ayuda de su hermano. Pese a todo,
Harvey siempre fue respetado por sus cole-
gas y contemporáneos. Murió en 1657, y dejó
todos sus bienes al Medical College de Lon-
dres. Conoció personalmente a Bacon, y
habló de él con indiferencia, como probable-
mente habría hecho el mismo Galileo.
La obra en la que Harvey expone la circu-
lación de la sangre se publicó en 1628, y es
muy corta: sólo 62 páginas. Está claro que la
extensión no es lo más importante. Por su
extensión, el librito de Harvey se asemeja al
«Sidereus nuncius»
de Galileo, y uno y otro son dos milestones
de la ciencia moderna. El título de la obra de
Harvey es «De Exercitatio Anatomica de Motu
Cordis et Sañguinis in Animalibus», abrevia-
damente «De Motu Cordis». La primera tra-
ducción al inglés, de autor anónimo, es de
1653. Después de hacer una relación de las
antiguas teorías y de criticarlas con acierto,
Harvey presenta el resultado de sus observa-
ciones sobre el movimiento del corazón.
Afirma que el corazón es de naturaleza mus-
cular, y que se contrae espontánea y rítmi-
camente. Con la fuerza de la contracción, en
la que intervienen tanto las aurículas como
los ventrículos, impulsa a la sangre por las
arterias. Además, aplica genialmente los
principios galileanos: (a) Cada vez que el
corazón se contrae expulsa dos onzas de
sangre; (b) en un minuto, el corazón se con-
trae setenta y dos veces, y por tanto al cabo
de un hora habrá expulsado 2 x 72 x 60 =
8.640 onzas de sangre, es decir, 540 libras
(aproximadamente 270 kilos: un peso supe-
rior al triple del peso total del cuerpo).
Harvey se preguntó de dónde podía salir
tanta sangre. La sangre ha de ser como un
ejército en el teatro: los soldados que salen
por un lado entran por el otro. La circulación
de la sangre quedaba demostrada de manera
irrefutable.
Harvey describe espléndidamente tanto la
circulación mayor como la menor. Por des-
gracia, deja la función de los pulmones en las
mismas tinieblas que los autores preceden-
tes. En cambio, destruye la vieja idea de que
la sangre se forma en el hígado a partir de
los alimentos que vienen del tubo digestivo.
También refuta la idea de la doble circulación
de la sangre en las venas, utilizando adecua-
damente un descubrimiento de su maestro
Fabrizio: las válvulas venosas. Demuestra
mediante ligaduras el sentido de la circulación
en diversos vasos, y la pulsación de las arte-
rias. Plantea la hipótesis del sistema capilar
como conexión entre el sistema arterial y el
venoso, demostrada poco después por Mal-
pighi gracias al microscopio. Afirma que la
sangre arterial alimenta todo el cuerpo, y que
la sangre venosa es impura. Eso sí, no en-
tiende cómo los alimentos pasan a la sangre,
ni el papel de la respiración. Para ello hacían
falta nuevos conocimientos sobre la neumáti-
ca y el sistema linfático que llegarían más
tarde. Con Harvey la mecánica sustituye a los
espíritus galénicos, aunque no se pueda des-
prender totalmente de su apriorismo.
En el año 1651, Harvey publicó otro libro
titulado «Exercitaciones de Generatione Ani-
malium». Es mucho más extenso que el ante-
rior, pero muy inferior en mérito. En esta
obra lo encontramos muy conservador, y
aristotélico. De todos modos, recoge obser-
vaciones y experimentos realizados durante
muchos años, en una recopilación sin prece-
dentes. Con respecto al desarrollo embriona-
rio de diversos animales, Harvey se puede
relacionar directamente con su maestro Fa-
brizio, a
quien siempre se refiere admirativamente.
Encontramos afirmaciones memorable; por
ejemplo, que todos los animales, incluido el
hombre, proceden del desarrollo de un hue-
vo, aunque éste a veces sea muy pequeño y
no se pueda observa directamente. Por su-
puesto, con el tiempo el microscopio demos-
traría que Harve estaba en lo cierto. Sin em-
bargo, por lo que respecta a organismos más
simples Harvey se resiste a abandonar la ge-
neración espontánea. Es el primer gran epi-
genist moderno (es decir, partidario de la
idea de que, durante el desarrollo de u] orga-
nismo, los órganos se forman paulatinamente
a partir de un materia indiferenciado). En los
animales inferiores, interpreta la metamorfo-
sis como una reforma directa de órganos ru-
dimentarios de la larva. Comparte con Aristó-
teles e error de que las ninfas de los insectos
son los huevos. Es evidente que sus ideas
sobre la reproducción aún son medievales,
pero también es cierto que contiener una
cantidad extraordinaria de observaciones
nuevas.
Harvey tuvo de inmediato una gran in-
fluencia, pero fue combatido por los conser-
vadores. Por otra parte, había ignorado por
completo el descubrimiento de Gaspar Asselli
(1531-1626) acerca de las venas lactescen-
tes, en el que despuntaban conocimientos
imprescindibles para entender completamen-
te la circulación.
Asselli fue inicialmente cirujano militar,
más tarde profesor en Pavía y finalmente
médico en Milán. En la vivivisección de un
perro que acababa de comer, Asselli observó
que el peritoneo y los intestinos estaban cu-
biertos de una trama de hilos blancos. Cor-
tando algunos de ellos, vio que salía un fluido
lechoso, desconocido hasta entonces, que
impedía que esos vasos se confundieran con
nervios. Influido por el apriorismo galénico,
supuso que esos vasos eran la conexión entre
los intestinos y el hígado. El libro en el que
relató todas estas observaciones interesó
rápidamente a otros autores. Entre ellos se
hallaba Johann Vesling (15981649), alemán
de origen pero profesor en Pavía. En 1647,
veinte años después de la publicación de As-
selli, Vesling hizo una descripción detallada
de esos vasos, a los que llamó quilíferos.
Más tarde, Jean Pecquet (1622-1774) des-
cubrió el conducto torácico, tronco común de
los vasos quilíferos y linfáticos. Con ello con-
tradijo a Asselli, poniendo de manifiesto que
los quilíferos no iban del intestino al hígado.
Pecquet es un célebre médico francés del
siglo XVII, que nació en Normandía pero es-
tudió en tu ciudad actual, Montpellier. Fue
médico de Fouquet, famoso secretario de Luis
XIV sentenciado al exilio por fraude. Pecquet
le acompañó, y gracias a eso sabemos mu-
chas cosas de él. Por ejemplo, que prescribía
el aguardiente en exceso.
Thomas Bartholin nació en Copenhague en
1616. Era hijo de un profesor de anatomía de
la vieja escuela y, como era corriente en
aquella época, en su juventud
viajó por diversos países del continente.
En Leiden conoció la obra de Harvey. Luego
trabajó en Pavía, y más tarde en Nápoles con
el viejo Severino. Leyó su tesis doctoral en
Basilea, y no volvió a su patria hasta que se
le ofreció una plaza de profesor. A partir de
1650, Bartholin se convirtió en un hombre
influyente pero improductivo, se volvió fatuo
y practicó un escandaloso nepotismo. Murió
en 1680, y en la Cátedra le sucedió su hijo,
que no tuvo ningún mérito en particular, pese
a estar rodeado de un gran prestigio y recibir
bastantes honores. Bartholin fue el primero
en entender el verdadero significado del sis-
tema linfático. Al comienzo de sus investiga-
ciones no conocía el descubrimiento de Pec-
quet, y tenía ideas parecidas a las de Asselli.
Sin embargo, más tarde descubrió que ese
tipo de vasos estaban conectados unos con
otros, que se extendían por todo el cuerpo y
que contenían un líquido claro como el agua.
En un trabajo publicado en 1653, Bartholin
afirma que el hígado no puede ser un órgano
hematopoyético como se había creído, y que
por tanto el alimento no se convierte en san-
gre en el hígado.
Bartholin encontró en otro escandinavo su
gran competidor. Me refiero a Olof Rudbeck,
nacido en 1630 en la ciudad sueca de Wáste-
ras. Era hijo de un obispo que en su diócesis
había fundado una escuela digna de competir
con muchas universidades. Rudbeck estudió
medicina y empezó a investigar por su cuenta
el sistema quilífero recién descubierto. Viajó a
otros países, y estudió tres años en Leiden.
De vuelta a su país fue nombrado profesor, y
se dedicó con gran energía a reformar la en-
señanza superior en Suecia. A partir de esa
época, la Universidad de Uppsala se converti-
ría en un centro de gran prestigio. Rudbeck
murió en 1702, poco después de que un gran
incendio en Uppsala destruyera gran parte de
la obra científica que había acumulado. Los
mejores trabajos de este anatomista son los
de su juventud. Describe muy bien el sistema
linfático, con los ganglios y las válvulas. Con
Bartholin tuvo una larga polémica acerca de
quién había hecho antes los descubrimientos.
El sistema linfático es un complemento tras-
cendental de la obra de Harvey. La función
hepática pasaría de hematopoyética a diges-
tiva. Eso sí, aún faltaba poner de manifiesto
el sistema porta, como la verdadera conexión
intestino-hígado cuya existencia habían aven-
turado los antiguos.
Entre los médicos y anatomistas del siglo
XVII que pueden considerarse continuadores
de Harvey he de citar a Francis Glisson
(1597-1677), que estudió medicina en Cam-
bridge. Se doctoró en 1634, y dos años más
tarde fue nombrado profesor. La guerra civil
lo llevó a Londres, donde llegó a ser miembro
de la Royal Society (y es posible que por eso
recuerdes su nombre). Publicó libros sobre el
hígado, el estómago y los intestinos. Su obra
anatómica es muy valiosa, y un buen testi-
monio son las cápsulas que aún llamamos de
Glisson (constituidas,como bien sabes, por
parénquima hepático, y recubiertas de una
túnica fibrosa). El pensamiento de Glisson
tiene vestigios aristotélicos, y en sus escritos
hallamos una mezcla de ideas antiguas y mo-
dernas. Entre otras ideas inspiradas, Glisson
escribe que la vesícula biliar evacúa por esti-
mulación nerviosa.
Un amigo de Glisson fue Thomas Wharton
(1614-1673). Estudió en Oxford y ejerció
como médico en Londres, donde alcanzó gran
prestigio y fue uno de los miembros más dis-
tinguidos del Medical College. Creó el concep-
to de glándula como un órgano de secreción
diferente de las vísceras. Describió el pán-
creas y la glándula submaxilar, cuyo conduc-
to aún lleva su nombre. Situó al lado de las
glándulas digestivas las que él llamaba linfá-
ticas y sexuales. Con respecto a la glándula
pineal, negó la importancia que le atribuía
Descartes, pero admitió que recogía produc-
tos de los nervios, y que luego los vertía en la
sangre. Con ello surge el concepto de glándu-
la de secreción interna. Wharton también
asignó un papel parecido a la hipófisis.
Debo mencionar de nuevo a Thomas Willis
(1621-1675), discípulo de Harvey y profesor
en Oxford. Combatió al lado del ejército real
y posteriormente se trasladó a Londres don-
de, como ya sabes, fue uno de los primeros
miembros célebres de la Royal Society. Su
obra principal se titula «Cerebri Anatome», y
fue ilustrada por el famoso Christopher Wren.
Situó en la corteza cerebral el mundo de las
ideas y la memoria, y estableció con éxito las
esferas funcionales de diferentes nervios.
También publicó una anatomía de invertebra-
dos, pero en este aspecto fue ampliamente
superado por Malpighi y Swammerdam. Por
lo que se refiere al conocimiento del sistema
nervioso, debemos añadir la obra del francés
Raymond Vieussens (1641-1715), que es
justamente otra de las celebridades de Mont-
pellier, donde estudió y fue profesor hasta su
muerte, tras un breve periodo en París.
Dentro de la corriente biológica iatrofísica,
en la que debemos incluir a todos los autores
que he mencionado después de Harvey, hay
que añadir otras tres figuras particularmente
significativas. Una es Giovanni Alfonso Borelli,
nacido en Nápoles en 1608. Estudió en Pisa y
en Florencia, y fue profesor en Messina y más
tarde en Roma, bajo la protección de Cristina
de Suecia durante el destierro de esta última.
Murió en un monasterio el año 1679. Gozó de
gran fama y puede ser considerado un conti-
nuador de Galileo. Como miembro de la Aca-
demia del Cimento, desarrolló una actividad
de gran polígrafo. Su obra más conocida se
titula «De Motu Animalium». En ella introduce
el método experimental en Biología, y desta-
ca especialmente en fisiología muscular.
Otro personaje de la corriente iatrofísica,
que presenta paralelismos humanos y cientí-
ficos con Christopher Wren y con Borelli, es
Claude Perrault (1613-1688).
Claude es mucho menos conocido que su
hermano Charles, cuyos «Contes de fées»
han sido enormenente polulares desde enton-
ces; de hecho, «Chaperon rouge» «Petit pou-
cet», «Le chat botté» y «Cendrillon» casi han
pasado a la categoría de cuentos populares.
En cambio Claude fue médico, y estudió ana-
tomía imbuido por las nuevas ideas. Sus
obras principales son los «Essais de Physi-
que» y la «Mécanique des Animaux». Su pen-
samiento fue influido por Gassendi, y por tan-
to se le puede considerar un adversario de
Descartes. Más tarde se aficionó a la arqui-
tectura y, emulando a su colega británico
Wren, dejó a la posteridad, como testimonio
permanente de su genio, la columnata del
Louvre. Se dice que su afición a la arquitectu-
ra se despertó traduciendo a Vitruvio. Otra
obra importante de Perrault, que todavía po-
demos contemplar, es el Observatorio de Pa-
ris.
El tercer personaje, con el que cerraré esta
carta, es Nicholas Steno (16381686). Danés
de nacimiento, estudió medicina, viajó por
Europa y se estableció en Italia. Se convirtió
al catolicismo y volvió a Dinamarca, donde
tuvo grandes contratiempos. Probablemente
por ese motivo, volvió a Italia. Fue ordenado
sacerdote, y más tarde promovido a obispo.
En conjunto, su personalidad es la de un mís-
tico. Sin embargo, dejó una importante obra
anatómica. Por ejemplo, describió la glándula
pineal de muchos animales, con lo cual inva-
lidaba el argumento de Descartes. Desarrolló
el concepto de glándula de Wharton, y des-
cribió los conductos de las parótidas y las
lagrimales. Steno trata también de la fisiolo-
gía muscular, y destaca especialmente por
sus estudios de fósiles, que permiten consi-
derarlo un pionero de la paleontología mo-
derna. Identificó dientes fósiles de tiburón, e
inició rudimentos de estratigrafía. También es
ejemplar su descripción anatómica de los
ovarios del tiburón.
Estarás de acuerdo, querida Nuria, en que
la aportación de estos personajes es realmen-
te impresionante. Ya estamos en plena revo-
lución científica. Ahora bien, hay que admitir
que toda la biología del siglo XVII es un in-
tento un poco frustrado, debido a la falta de
los conocimientos químicos apropiados. Se
ignora totalmente de dónde viene la energía
necesaria para la contracción muscular, y los
procesos de la digestión y la respiración con-
tinuán envueltos en tinieblas. Hará falta todo
un siglo para aclarar un poco la situación.
Entonces, mediante un cierto resurgimiento
de la iatroquímica, se pondrán en juego nue-
vas ideas.
Afectuosamente,34. Los MICROSCOPISTAS
Begues, 20 de julio de 1984
Querida Nuria:
Estoy muy contento de haber podido asis-
tir a la defensa de tu Tesis en Montpellier. Ya
sabes que tenía que ir a Salamanca para for-
mar parte de la comisión de las pruebas de
idoneidad, y que el inicio se aplazó un par de
días para que yo pudiera hacer el viaje. Tu
exposición fue verdaderamente memorable, y
no sé porqué sorprendió tanto a una parte de
la audiencia. Fue ostensible cómo les asom-
bró. La intervención final de Mlle. Astier tuvo
un tono solemne, y ni siquiera quise escuchar
todo lo que estaba diciendo: hube de desco-
nectar para no emocionarme en exceso. ¡Po-
bre de mí! Espero que dentro de poco poda-
mos discutir más serenamente, entre tú y yo,
y así acabaré enterándome de todo. También
espero que me regales un ejemplar de la
memoria para leerla en su redacción definiti-
va.
En Salamanca me alojé en el Colegio Fon-
seca, un edificio del siglo XVII, que es justa-
mente la época donde nos hallamos en nues-
tra historia. La España de aquel tiempo, ex-
traordinaria por lo que respecta a las letras y
las artes, por degracia estaba cada vez más
lejos de la revolución científica que se produ-
cía en Europa, así como de los cambios socia-
les derivados del desarrollo del capitalismo
como nuevo sistema de producción. En el
salón donde estuve trabajando, hoy destina-
do a la Real Academia de Medicina, hay retra-
tos antiguos de ilustres doctores de la Uni-
versidad salmantina, entre los que encontré
un confesor de reyes y Gran inquisidor, falle-
cido en 1630, que muy bien podría ser el té-
trico personaje de «Don Carlo». Mirándolo
pensé: cuántas cosas debía saber este hom-
bre... Ha sido realmente estupendo que, in-
mediatamente después de mi trabajo en la
vieja Universidad española, nos hayamos
reencontrado en Orange para asistir a una
magnífica representación de la misma obra
en el teatro romano. Un programa mágico y
lleno de evocaciones. Por otra parte, el sol
poniente sobre las piedras de Salamanca tie-
ne un gran encanto, y en esta época el vuelo
de los vencejos es espléndido.
En el comedor del Colegio Fonseca hay un
cuadro inmenso, probablemente de un pintor
del siglo pasado, que representa a Berrugue-
te en actitud reflexiva junto al monumento
funerario del arzobispo Fonseca, que acababa
de terminar (y que en realidad se encuentra
en el claustro del convento vecino de las ur-
sulinas).
Conservo muy viva su imagen, tanto como
los recuerdos de las tertulias nocturnas en el
Colegio, con universitarios muy interesantes,
incluido algún profésor extranjero. Quizá ya
hayas adivinado que en alguna de esas tertu-
lias traté los mismos temas de nuestras car-
tas. De ahí que te escriba ésta en un estado
de ánimo que es continuación del que tenía
durante aquellos días.
Es dudoso y discutible si en la antigüedad
clásica se conocían o no las lupas. De hecho,
los testimonios más antiguos de la existencia
de gafas son de China, y en Europa no se
conocieron hasta finales de la Baja Edad Me-
dia. El microscopio compuesto se inventó en
el siglo XVI, pero las primeras observaciones
extraordinarias con este instrumento no se
hicieron hasta el siglo siguiente. El verdadero
inventor del microscopio puedes considerarlo
anónimo. De hecho, lo que encontramos en el
siglo XVII son una serie de hábiles construc-
tores de microscopios destinados a un uso
propio. Entre ellos se llevan la palma Leeu-
wenhoek y Hooke. El primero, por unos tipos
muy particulares de microscopios simples, y
el segundo por los compuestos.
La introducción del microscopio es un
hecho destacado dentro de la revolución cien-
tífica, pero conviene distinguir dos épocas: la
de los microscopistas clásicos del siglo XVII,
que ahora trataremos, y la que va de 1830 a
nuestros días. En el periodo intermedio en-
contramos muy pocos progresos. El primer
tratado científico que se basa exclusivamente
en observaciones microscópicas es un estudio
de la abeja, publicado en 1625 por Francesco
Stelluti.
Uno de los microscopistas más ilustres de
la época clásica es Marcello Malpighi, nacido
en 1623 en Crevalcuore, cerca de Bolonia.
Como estudiante, llegó a conocer bien a Aris-
tóteles. Tras una interrupción de dos años
debida a la muerte de su padre, Malpighi pro-
siguió sus estudios en Bolonia y se doctoró en
1653. Desde entonces se dedicó a la práctica
médica y a la enseñanza, que ejerció en Bo-
lonia, Pisa y Messina. Tuvo gran amistad con
Borelli, que era veinte años mayor que él.
Malpighi pasó la mayor parte de su vida como
catedrático en Bolonia. En 1691 fue llamado
por el papa Inocencio XII para convertirlo en
su médico de cabecera, y murió en Roma en
1694.
A diferencia de la mayoría de sus contem-
poráneos, Malpighi no escribió grandes trata-
dos sino pequeñas memorias o artículos pa-
recidos a los habituales hoy en día, que publi-
có en las Philosophical Transactions. Era
miembro correspondiente de la Royal Society.
Los trabajos de Malpighi no se enmarcan en
ninguna teoría general, y tienen como único
denominador común el microscopio. Su estilo
literario no es muy bueno: le falta calidad e
incluso claridad. Ahora bien, se le puede con-
siderar el verdadero fundador de la anatomía
microscópica, tanto animal como vegetal.
En su primer trabajo, titulado De pulmoni-
bus observationes anatomicae (1661), Mal-
pighi afirma que los pulmones están consti-
tuidos por una red de células de paredes muy
delgadas, unidas a las ramificaciones más
finas de la tráquea. En otro trabajo estudia el
pulmón de la rana, y descubre el sistema
capilar como nexo de unión entre venas y
arterias. Demuestra experimentalmente dicha
conexión inyectando agua por la arteria y
observando que sale por la vena, y valora
perfectamente la importancia de este descu-
brimiento para entender la circulación de la
sangre. Estudia con particular atención los
órganos que considera glándulas, e incluye
entre ellas al cerebro. Descubre las células
piramidales de la corteza cerebral, y propone
que segregan el fluido nervioso que circula
por el interior de los nervios.
Malpighi también estudió el riñón, el híga-
do y el bazo. En el primero, establece la di-
rección de los vasos y los tubuli. Los glomé-
rulos siguen llevando su nombre, igual que
los cuerpos foliculares del bazo. También
describió los músculos y nervios de la lengua.
El microscopista italiano dedicó un estudio
detallado al gusano de seda, reflejado en uno
de sus escritos más importantes: Dissertatio
epistolica de bombice (1669). De ahí viene el
nombre de «tubos de Malpighi». El trabajo
describe igualmente la metamorfosis, los
músculos, los nervios, el corazón, los órganos
reproductores, y los aparatos para segregar
la seda y depositar los huevos. Además, Mal-
pighi se dio cuenta de la función respiratoria
de las tráqueas.
Malpighi inaugura la anatomía microscópi-
ca de los vegetales, y en ese campo sus ob-
servaciones tienen mayor precisión histológi-
ca. Hace un estudio comparativo de las plan-
tas leñosas y las herbáceas, afirmando que
todas están formadas por pequeñas bolsitas o
«utriculi». Descubre la cutícula, el líber de la
corteza y los vasos leñosos, que compara con
las tráqueas de los insectos debido a los en-
grosamientos espirales de sus paredes. Es en
ese momento cuando contempla la posibili-
dad de que tengan una función respiratoria
común, que cree necesaria para todos los
seres vivos. Describe los estomas de las
hojas, y establece que sirven para la entrada
de aire. Avanza en la intepretación de la res-
piración, pero sus ideas se vuelven confusas
por falta de conocimientos químicos; como
consecuencia, no logra desprenderse de las
viejas ideas aristotélicas. También trata de la
anatomía de las flores, sin descubrir la sexua-
lidad en los vegetales y llevando las compa-
raciones entre animales y vegetales a extre-
mos gratuitos. Estudia las agallas de los ve-
getales, y atribuye acertadamente su origen
a los insectos. También descubre los tubércu-
los radicales de las leguminosas, sin ofrecer
ninguna explicación acerca de su origen.
Ahora nos toca Nehemiah Grew, nacido en
1628, hijo de un clérigo, y que sería uno de
los pocos científicos ingleses que tomaría par-
te por el bando puritano.
En 1671 se graduó en Leiden con una di-
sertación sobre los fluidos del sistema nervio-
so. Se estableció en Inglaterra como médico
rural, y más tarde se trasladó a Londres,
donde llegaría a ser secretario general de la
Royal Society. Murió en 1712. Tienen especial
importancia sus observaciones microscópicas
en vegetales, y el establecimiento del con-
cepto de tejido parenquimatoso. Describió
células y vasos del tallo con más precisión
que Malpighi, pero sobre todo identificó al
pistilo como el órgano femenino, y los estam-
bres como el órgano masculino, hablando por
primera vez de flores hermafroditas. Las
obras de Grew y Malpighi se complementan,
y tras ellos el concepto de tejido vegetal que-
da bien establecido, aunque ni uno ni otro
llegaran a intuir el significado universal de la
estructura celular. Para añadir algo nuevo a
los resultados de Grew y Malpighi habría de
transcurrir más de medio siglo.
Para mí, entre los microscopistas clásicos
la figura más atractiva es Antony van Leeu-
wenhoek, nacido en Delft en 1632. De joven
vivió en Amsterdam, dedicado al comercio, y
más tarde volvió a su ciudad natal, donde
llegó a ser un personaje socialmente impor-
tante, y formó parte del consistorio. Murió en
1723 a la edad de noventa años. Fue un au-
todidacta, y nunca llegó a aprender a escribir
en latín. En aquella época, eso era muy gra-
ve, ya que prácticamente le impedía comuni-
carse dentro del mundo científico. Sin embar-
go, sus trabajos alcanzaron gran difusión por
medio de la Royal Society, a la que envió
cartas escritas por su amigo Regnier de
Graaf. El escepticismo inicial que causaron
sus escritos fue pronto sustituido por una
gran admiración y entusiasmo. En 1680, van
Leeuwenhoek fue nombrado miembro de la
Royal Society. Sus cartas, publicadas en las
Philosophical Transactions, serían más tarde
reeditadas en cuatro volúmenes con el título
Arcana natura ope et beneficio exquisitissi-
morum microscopiorum delecta. Todo el éxito
de Leeuwenhoek parece deberse a su gran
habilidad, unida a una vista excepcional, para
tallar lentes de gran aumento, hasta 300
diámetros. Construyó un gran número de
ingeniosísimos microscopios simples, sin ven-
der ninguno (se dice que sólo regaló algunos,
y eran de los peores). Su obra es muy varia-
da, y tiene como único denominador común
el microscopio. En su época nadie avanzó
más que van Leeuwenhoek en el campo de
los objetos invisibles al ojo desnudo. Incluso
introdujo mediciones cuantitativas, eso sí,
basadas en unidades arbitrarias. Rara vez se
aventuró a hacer especulaciones teóricas. Era
un hombre apasionado por su afición, y la
mantuvo durante toda la vida. Nunca des-
aprovechaba una ocasión para mostrar a los
demás las maravillas del mundo microscópi-
co. En Barcelona se pueden leer sus cartas a
la Royal Society, ya que el Museo Botánico
posee la colección de las Philosophical Tran-
sactions. Hace años les di un vistazo. Recuer-
do una carta en la que Leeuwenhoek cuenta
que, habiendo invitado a cenar a una dama
distinguida, logró convencerla para que con-
templara unagota de vinagre a través del
microscopio. La mujer quedó horrorizada al
ver tantos bichos moviéndose, y afirmó que
nunca más tomaría vinagre. Entonces Leeu-
wenhoek le dijo que cualquier precaución de
ese tipo era inútil, y que bastaría con raspar
un poco su bonita dentadura para ver la inn-
mensa población de habitantes que la ocupa-
ban. Incrédula, la señora aceptó, y la obser-
vación microscópica le causó un desmayo, del
que a Leeuwenhoek no le resultó fácil reani-
marla.
En 1673, Leeuwenhoek descubrió los gló-
bulos rojos de la sangre, primero en la rana y
más tarde en humanos y otros animales.
Malpighi también los había visto, pero los
había tomado por grumos de grasa. En cam-
bio, el holandés se dio cuenta de que la san-
gre sin glóbulos rojos es un líquido incoloro.
También completó el conocimiento de la cir-
culación capilar, y describió espermatozoides
de muchas especies (aunque, cronológica-
mente, la primera cita corresponde a otro
holandés coetáneo suyo, llamado Johann
Hamm). Leeuwenhoek también observó la
fecundación en peces y ranas, y descubrió la
musculatura estriada, así como la estructura
de los dientes y del cristalino. Fue el primero
en describir lo que denominó «animáculos» o
animalículos en las infusiones de hojas en
descomposición. Entre ellos tenemos infuso-
rios, rotíferos, bacterias y hongos. En algunos
de los dibujos de Leeuwenhoek se identifican
perfectamente algunos de esos microorga-
nismos. De ahí que se le pueda considerar el
padre de la microbiología, aunque tanto él
como otros científicos —no sólo del siglo XVII
sino también del XVIII— ignorarían por com-
pleto el verdadero significado de los micro-
bios.
Leeuwnhoek hizo muchas otras aportacio-
nes importantes. Se dio cuenta de que los
supuestos huevos de las hormigas en realidad
eran ninfas. Descubrió la reproducción parte-
nogenética de los áfidos, y la diferente es-
tructura del tallo en las monocotiledóneas y
las dicotiledóneas. Incluso hizo cruzamientos
entre ratones blancos y grises, que se pueden
considerar un antecedente de los experimen-
tos de Mendel.
Piensa, querida Nuria, que las observacio-
nes microscópicas crearon una expectación
parecida a la que años antes habían desper-
tado las observaciones telescópicas. Persona-
jes de la época, como el Rey Sol o Carlos II
de Inglaterra, se admiraban contemplando
los gusanos diminutos que se movían, según
frase de Voltaire, en el líquido productor del
género humano, igual que en su día los sena-
dores venecianos habían contemplado los
satélites de Júpiter o los cráteres de la Luna.
Ya sabes que Robert Hooke vivió entre
1635 y 1703, y que es uno de los hombres de
la Royal Society, contemporáneo de Newton.
Trabajó en Oxford como ayudante de Robert
Boyle, con quien perfeccionó la máquina
neumática inventada
por Guericke. Volveré a hablarte de Hooke
en relación con la física y la química del siglo
XVII, pero ahora hemos de incluirle entre los
microscopistas: En su Micrographia or some
physiological description of minute bodies
made by magnifying glasses, escrita en 1665,
ofrece una serie de observaciones de tejidos
animales y vegetales, y por primera vez lla-
ma «células» a los espacios vacíos que en-
cuentra en la estructura microscópica del cor-
cho. Para entender su significado habría que
esperar hasta el siglo XIX, pero es un hito
memorable que hay que conocer. Por otra
parte, Hooke fue el mejor constructor de mi-
croscopios compuestos del siglo XVII.
El otro gran microscopista de la época es
Jan Swammerdamm, nacido en Amsterdam
en 1637. Su padre era un farmacéutico acau-
dalado con un gran interés por las ciencias
naturales, uno de aquellos burgueses que
había reunido en su casa, junto a una gran
colección de libros, otra de objetos naturales
de lo más diverso. Eran una especie de biblio-
tecas-museo que estuvieron de moda entre
los pudientes durante los siglos XVII y XVIII.
Swammerdam hijo estudió medicina en Lei-
den, y fue discípulo de Frans de le Boe, uno
de los primeros iatroquímicos. En Leiden,
adquirió fama por su habilidad en las técnicas
de inyección y disección de cadáveres. Cono-
ció a Steno y viajaron juntos a París, donde
Swammerdam continuó sus estudios. En Pa-
rís, hizo amistad con Melquisedeq Thévenot,
boticario de Luis XIV y protector de hombres
de ciencia. Swammerdam se graduó en Lei-
den en el año 1667, con una disertación so-
bre la respiración, y luego se estableció en
Amsterdam. La gran pasión de su vida fue la
anatomía de los animales inferiores, y sus
escritos sobre este campo tardarían un siglo
en ser superados. Era un hombre apasionado
y polemista, aunque delicado de salud, al
haber contraído unas fiebres palúdicas que no
lo abandonarían en toda su vida. En el siglo
XVII la malaria era muy frecuente en Holan-
da. Además, Swammerdam tenía una amarga
vida familiar, y su padre estaba desesperado
por tener que seguir manteniendo a un hijo
que pasaba de los treinta años. Lo envió al
campo para que recobrara la salud, pero el
hijo no hizo otra cosa que trabajar día y no-
che en el estudio de animales pequeños. Este
hombre inquieto pasó por una gran crisis reli-
giosa, tal vez iniciada durante su amistad con
Steno. La crisis se desbordó cuando Swam-
merdam se adhirió a una secta encabezada
por una visionaria célebre, Antoinette Bourig-
non (1616-1680), que vivía obsesionada por
continuas alucinaciones místicas. Entretanto
murió su padre, y Swammerdam afrontó una
serie de amargos pleitos con su hermana a
causa de la herencia. Es difícil de entender
cómo este hombre, en medio de circunstan-
cias tan poco favorables, fue capaz de escribir
una monografía magistral, titulada Epheme-
rae vita. Murió a los 43 años, en plena mise-
ria y al borde de la locura.
Swammerdam realizó la parte más impor-
tante de su obra científica en sólo seis años.
Además de sus trabajos sobre anatomía de
insectos, también publicó un estudio anató-
mico sobre los órganos genitales de la mujer.
Sus manuscritos llegarían a manos de Théve-
not, y serían publicados cincuenta años más
tarde por Boerhaave, en Leiden, con el título
Bijbel der Nature (1737). Pese al tiempo
transcurrido, sus observaciones no habían
sido superadas, y aún tardarían en serlo. Al
margen de los grandes progresos que supo-
nen en anatomía de invertebrados, Swam-
merdam desarrolla, en oposición a Harvey, la
idea de que no hay preformación sino creci-
miento de órganos preexistentes. Extiende el
principio preformista a las aves, anfibios y
vegetales. Los preformistas posteriores
habrían de llevar las ideas de Swammerdam
a un extremo.
Swammerdam establece las bases de la
clasificación moderna de los insectos. Distin-
gue los que reciben del huevo todas sus pa-
tas, como los piojos; los que luego desarro-
llan alas, como la mosca Ephemera; los que a
partir del huevo dan larvas, que luego se
convierten en ninfas, como las hormigas y las
abejas; y aquellos que no pasan por el estado
ninfal. Al margen de sus esfuerzos de clasifi-
cación, Swammerdam pone de manifiesto el
interés que tienen los invertebrados para el
conocimiento de la vida en conjunto.
Un lado pintoresco del mundo científico del
siglo XVII es la explotación del esnobismo por
parte de algunos monarcas de países periféri-
cos de Europa. Por ejemplo, un amigo de
Swammerdam llamado Frederik Ruysch
(1638-1731) se dedicaba a coleccionar obje-
tos naturales para clientes como Pedro el
Grande de Rusia y para su emulador polaco
Estanislao Leszynski. Parece que ello creó un
submundo en el que a veces se especulaba
con verdaderos embustes.
Aún tenemos que volver a hablar de Reg-
nier de Graaf, ya que la importancia de su
obra obliga a incluirlo entre los microscopis-
tas clásicos del XVII. Nació en 1641, de pa-
dres católicos, y estudió primero en Leiden y
luego en la ciudad francesa de Angers, donde
obtuvo el título de doctor. La Universidad de
Leiden estaba dominada por protestantes, y
por este motivo no pudo doctorarse allí, ni
tampoco encontrar trabajo. Se estableció
como médico particular en Leiden, donde hizo
gran amistad con Leeuwenhoek. Una enfer-
medad puso fin a su vida en 1673, cuando
por fortuna ya había podido llevar a cabo una
importante obra científica.
La Tesis de De Graaf trata de la secreción
pancreática, y fue el primero en obtener jugo
de dicha glándula, por canulación del conduc-
to excretor en un perro. Pero lo más impor-
tante que ha llegado hasta nosotros es su
estudio de los órganos sexuales, que se en-
cuentra en su obra De mulierum organis ge-
nerationi inservientibus. Aunque los ovarios
de los vertebrados ya habían sido descritos,
aún estaba en boga la teoría aristotélica de
que el producto sexual de la mujer era la
sangre menstrual, y que el embrión se origi-
naba a partir del semen masculino; la sangre
menstrual lo alimentaba para que pudiera
desarrollarse. De Graaf demuestra que, tanto
en los mamíferos como en las aves, corres-
ponden a las protuberancias del aparato geni-
tal femenino, ya observadas por Vesalio y por
Falopio, y que en ambos casos son fecunda-
dos por el semen en las trompas de Falopio,
para madurar posteriormente en el útero. De
Graaf usa el nombre de ovario para la gónada
femenina, aunque es posible que antes ya lo
hubiera hecho el danés Niels Steno. Rechaza
la hipótesis de que el embrión derive del ma-
cho, y llega incluso a citar ejemplos de emba-
razo extrauterino. Es obvio que se equivoca
al considerar óvulos a lo que hoy llamamos
folículos de De Graaf; los verdaderos huevos
de mamífero tardarían aún medio siglo en
descubrirse. No obstante, su interpretación
de la fecundación es un hito histórico, y daría
pie, en el siglo XVIII, a la polémica entre
animaculistas y ovistas que discutiremos en
otra carta.
Con los autores que acabo de tratar se cie-
rra una brillante etapa en la historia de la
biología del siglo XVII, que daría lugar a in-
terminables especulaciones durante el siglo
siguiente. También abre camino a nuevos
puntos de vista sobre el viejo problema de la
generación espontánea. Ya sabes que era
admitida por todos los pensadores de la Anti-
güedad, la Edad Media y el Renacimiento,
como pone de manifiesto una abundante lite-
ratura sobre el tema. En el lenguaje vulgar,
se decía que los cadáveres generan gusanos,
y que en la suciedad se originan formas infe-
riores de vida. Otro tanto ocurre en el vina-
gre, y en muchos productos en descomposi-
ción. También sabes que la doctrina de la
generación espontánea se ha atribuido erró-
neamente a Aristóteles. Es un apriorismo
muy generalizado, pero la realidad es otra.
Cuando la doctrina de la generación espontá-
nea empezó a ponerse en duda, se recurría a
Aristóteles para defenderla, ya que Aristóte-
les había reservado un lugar para la genera-
ción espontánea dentro de su esquema bioló-
gico. En realidad hay que admitir que, hasta
el siglo XVII, no cabía otra alternativa. Es
más, la introducción del microscopio propor-
cionó nuevos argumentos para creer en la
generación espontánea. Malpighi demostró
que las agallas de los vegetales contenían
pequeños organismos; Leeuwenhoek, que el
agua de infusión de hojas, al principio clara,
acababa llenándose de pequeños infusorios.
En ambos casos, lo más natural era pensar
que unos y otros organismos se engendraban
de forma espontánea.
El primero en replantear el problema de la
generación espontánea en lenguaje moderno
fue Francesco Redi (1626-1697), médico flo-
rentino nacido en la localidad de Arezzo. Es-
tudiando moscas carnívoras, demostró que si
la carne se tapaba con una gasa espesa no se
producían gusanos, y que éstos venían de los
huevos que las moscasdepositaban en la car-
ne. Ésta no producía gusanos como resultado
de la putrefacción. Sin embargo, el propio
Redi admitía que los insectos de las agallas
se engendraban espontáneamente. Fue el
paduano Antonio Vallisnieri (1661-1730)
quien puso en evidencia que la agalla era una
excrecencia patológica producida por la pica-
dura de un áfido, y que los animales que na-
cían en la agalla provenían de huevos deposi-
tados allí por dichos insectos. En esa misma
época, muchos empiezan a dudar de que las
pulgas y los piojos se generen espontánea-
mente en la suciedad, y el propio Leeuwen-
hoek restringe la generación espontánea al
grupo de los infusorios.
El siglo XVII acaba reduciendo el mundo
microbiano a un gran enigma de la naturale-
za, que uno debe separar del resto de los
seres vivos. Las leyes que gobiernan a unos
no son apliables a los otros. En cierto modo,
este prejuicio habría de llegar hasta nuestros
días. Hasta la publicación de los Studies on
the chemical nature of the substance inducing
transformation of pneumococcal types por
Avery, Mc Leod y McCarty en 1944, los proca-
riotas no fueron incluidos en una visión unita-
ria de la vida en la Tierra. Durante mucho
tiempo uno se podía escudar en el viejo afo-
rismo Minimis non curat lex. Sería a finales
del siglo XIX cuando, tras la teoría celular y
fascinados por la vida de los protozoos, mu-
chos harían suyo otro viejo aforismo, una de
las más brillantes ideas de Plinio:«Natura in
minimis maxima.
Espero volver a verte pronto.

35. NEWTON COMO CULMINACIÓN DEL


SIGLO XVII
Begues, 29 de julio de 1984
Querida Nuria:
La invención del barómetro y el descubri-
miento de la presión atmosférica son avances
producidos en el siglo XVII. Parece que el
origen de estos descubrimientos fue circuns-
tancial. En el año 1640, el Gran Duque de
Toscana tuvo el capricho de colocar unos sur-
tidores en la terraza de su palacio. Las bom-
bas instaladas al efecto no lograron hacer
subir el agua más de treinta y cinco pies –
unos diez metros–desde el nivel de los pozos.
El Duque escribió a Galileo describiéndole lo
ocurrido, con objeto de buscar una solución.
Fue Evangelista Torricelli (1608-1647), uno
de los discípulos de Galileo, quien dio la ex-
plicación acertada. Cuando se levanta el ém-
bolo de una bomba aspirante, por debajo se
hace el vacío, y la presión
atmosférica que se ejerce sobre el líquido
libre hace entrar el agua por el tubo de aspi-
ración. Ahora bien, como te decía antes, el
agua sólo puede subir unos diez metros como
máximo. Torricelli tomó un tubo de cristal de
un cuarto de pulgada de diámetro y cuatro
pies de longitud, cerrado por un extremo. Lo
llenó de mercurio y, tapando con el dedo el
extremo abierto, lo introdujo en una palan-
gana llena de mercurio, dejándolo en posición
vertical y con el extremo cerrado en la parte
superior. Torricelli había previsto que el mer-
curio descendería por su propio peso, hasta
equilibrarse con la presión atmosférica. Dado
que el mercurio es unas catorce veces más
pesado que el agua, la altura sería 35/14 pies
= 2,5 pies, es decir, unos 76 cm. La previsión
se cumplió con toda exactitud, dejando por
encima de la columna de mercurio el llamado
«vacío torricelliano». Para solucionar el pro-
blema del Duque de Toscana, bastó con colo-
car las bombas a menos de diez metros por
encima de la superficie del estanque de cap-
tación, y empujar el agua hacia arriba con
suficiente potencia. Al mismo tiempo, se
había inventado el barómetro. El propio Torri-
celli fue el primero en observar que la altura
de la columna de mercurio tenía pequeñas
fluctuaciones de un día a otro, y también que
descendía sistemáticamente a medida que
aumentaba la altitud del sitio de determina-
ción. Todo ello fue confirmado por Descartes
y Pascal. El fenómeno también fue investiga-
do por Huygens, Halley y Leibniz, y todos
llegaron más o menos a la misma conclusión:
a 5.000 metros de altitud, la columna baro-
métrica se reduciría
a la mitad con respecto al nivel del mar.
Galileo inventó el termómetro de aire, que
consistía en una bola de cristal llena de aire,
conectada a un tubo sumergido en un líquido.
La altura del líquido dentro del tubo disminu-
ye con la temperatura, pero también depende
de los cambios barométricos. Más tarde
(1612) Galileo inventó el termómetro actual,
aunque con unos apéndices muy largos y una
escala arbitraria. Algunos de estos aparatos
construidos por Galileo, en su día pertene-
cientes a la Academia del Cimento, se con-
servan en el Museo di Storia della Scienza de
Florencia. Ante nuestros ojos
resultan muy poco refinados.
No basta con el barómetro y el termóme-
tro. Otro instrumento que habría de desem-
peñar un gran papel en el desarrollo de la
ciencia moderna, y que también fue inventa-
do en el siglo XVII, es la bomba neumática.
Fue ideada por Otto von Guericke (1602-
1686), burgomaestre de Magdeburgo, ciudad
de Prusia. Son célebres los llamados «hemis-
ferios de Magdeburgo», fáciles de separar
antes de extraer el aire con la máquina neu-
mática. Después de hacer el vacío, ni siquiera
dos tiros de dieciséis caballos cada uno, ti-
rando en sentido opuesto, lograban separar-
los. Otto von Guericke también inventó la
primera máquina eléctrica, que consistía en
una bola de azufre que se cargaba de electri-
cidad al hacerla girar bajo la presión de las
manos. Observó quelos cuerpos se podían
electrizar con cargas de dos tipos diferentes.
Cuando tenían carga del mismo tipo se repe-
lían; de lo contrario, se atraían.
Con el telescopio, el microscopio y la ba-
lanza, así como con el termómetro, el baró-
metro y la máquina neumática, la revolución
científica introduce la utilización rutinaria de
instrumentos. Con ellos se amplía enorme-
mente la capacidad exploradora de nuestros
ojos y la pericia de nuestras manos. Desde
ese momento el desarrollo de la instrumenta-
ción será incesante y progresivamente acele-
rado hasta llegar a la sofisticación de los ob-
servatorios y laboratorios modernos. El pro-
greso científico se irá haciendo dependiente
de la construcción de costoso: equipos, y del
desarrollo de tipos concretos de tecnología.
Robert Boyle (1627-1691) es una de las fi-
guras más destacadas de la Royal Society, y
ya lo hemos citado varias veces. Junto con
Hooke, perfeccionó la máquina neumática y
logró demostraciones definitivas de la com-
presibilidad y el peso de aire. Es el célebre
experimento de la esfera de cristal que pesa
menos después de hacer el vacío en su inter-
ior. Boyle observó que el aire era imprescin-
dible para la respiración y para la combus-
tión, y que en ambos procesos se consumía
una parte del mismo. De hecho, esto es un
predescubrimiento del oxígeno, y con él se
escribe
una de las páginas más brillantes de la
Historia de la Ciencia, que abarcaría más de
un siglo.
Boyle demostró experimentalmente, usan-
do un tubo en U cerrado por un extremo e
introduciendo por el otro cantidades definidas
de mercurio, que el volumen del gas era in-
versamente proporcional a la presión, siem-
pre que la temperatura fuera constante. Con
este principio se inauguró la Neumática, una
rama de la Física que habría de ser decisiva
para el desarrollo de la Química.
Aunque el principio de la conservación de
la materia no se enuncie formalmente hasta
Lavoisier, es muy posible que desde Arquí-
medes estuviera más o menos implícito en el
pensamiento de muchos. Es obvio que, desde
la Antigüedad, todos los comerciantes lo apli-
caban empíricamente en sus transacciones.
Ahora bien, del modo que lo vemos hoy, di-
cho principio representa mucho más, y es el
resultado de tres siglos de ciencia experimen-
tal. La teoría moderna de la materia comien-
za cuando Gassendi rehabilita la vieja teoría
atómica. Su definición de átomo –una partí-
cula de masa que se mueve en el vacío– pro-
bablemente fue aceptada sin reparos por
Boyle y Newton.
Una de las obras más importantes de Boy-
le es Skeptical Chymist (1661). Representa el
fin de la doctrina de los cuatro elementos, y
el comienzo de la química moderna. «Los
elementos son ciertos cuerpos simples que no
están hechos de otros, y que son capaces de
componerse para dar lugar a los cuerpos mix-
tos,
que llegado el caso pueden resolverse en
ellos.» Se trata realmente del concepto mo-
derno de elemento, y no parece que sea una
idea original de Boyle sino de un modesto
profesor alemán de Hamburgo llamado Joa-
chim Jung (1587-1657). Éste la hizo pública
en 1642, y Boyle se enteró en 1654 por una
carta del propio Jung. Boyle introduce el uso
de indicadores para averiguar el carácter áci-
do o básico de las soluciones, y aisla el fósfo-
ro elemental. Es uno de los principales líderes
de la llamada filosofía corpuscular, que fue
adoptada por Newton en su Optiks y por el
filósofo Locke (1632-1704) en su célebre An
Essay Concerning Humane Understanding
(1690).
La ciencia del siglo XVII culmina en Isaac
Newton, nacido en 1642, exactamente el año
de la muerte de Galileo. Uno y otro serían los
dos hombres clave de la revolución científica.
Newton nació en el seno de una familia de
la burguesía rural, una clase de la que salie-
ron muchos hombres importantes de la Ingla-
terra de aquella época, incluido el propio
Cromwell. Newton estudió en Cambridge,
donde apenas destacó en ningún aspecto. Se
dice que fue el catedrático de matemáticas
Isaac Barrow el primero en fijarse en las apti-
tudes intelectuales del joven Isaac, hasta el
punto de proporcionarle un puesto en la Uni-
versidad (1669). Por tanto, Newton no tuvo
que hacer ningún gran esfuerzo para entrar
en Cambridge. Siempre cumplió meticulosa-
mente sus obligaciones, y en la cima de su
fama representó a su Universidad en el Par-
lamento. Al final de su vida, en la época de la
reina Ana, fue nombrado tesorero real. Murió
en 1727 y fue enterrado en la abadía de
Westminster. Ahora bien, todo lo que él fue
se encuentra en su obra inmensa, una de las
más grandes de la Historia de la Ciencia. Fue
un hombre que pasaba casi de todo: no se le
conoce ninguna pasión afectiva, refractario al
amor y la amistad, insensible a toda clase de
placer y con una única y fija orientación hacia
el trabajo intelectual, sin interés por ninguna
recompensa y sin la mínima ambición. Esta
idiosincrasia confundía a mucha gente. Con
frecuencia le preguntaban cómo era posible
que no hubiera decidido ordenarse Sin darse
por aludido y con la mayor naturalidad, New-
ton contestaba que no le parecía adecuado,
dado que no podía evitar tener dudas sobre
algunos aspectos del dogma. De todos mo-
dos, tuvo preocupaciones religiosas, y dejó
algo escrito sobre la cronología bíblica. Tenía
un temperamento muy autocrítico, pero le
irritaban las preguntas de los ignorantes y las
objeciones de las personas insuficientemente
preparadas. Parece que toleraba a los demás
a base de dedicarles muy poca atención o de
mantenerse respetuosamente alejado de
ellos. Tardó veinte años en publicar la teoría
de la gravitación universal, con objeto de
acumular pruebas suficientes. La propia ley
de la fuerza centrífuga, atribuida a Huygens,
había sido descubierta por Newton diez años
antes. Eso sí, no la había publicado. Newton-
tuvo la fortuna de suscitar la amistad y la
admiración de Halley. Éste se convirtió en un
extraordinario y eficaz promotor suyo, y lo
defendió eficazmente en polémicas académi-
cas, como una muy célebre que Newton tuvo
con Hooke. Newton fue presidente de la Royal
Society, y su representante más ilustre en la
segunda etapa de esta institución. Escribió en
latín y en inglés. Sus obras más importantes
son los Philosophiae Naturalis Principia Mat-
hematica y la Optiks. Los tres puntos álgidos
de su aportación científica son la gravitación
universal, el cálculo infinitesimal y la teoría
de la luz y de los colores.
No sabría decirte por qué, encuentro algo
de reconfortante al constatar una especie de
indentidad en el espíritu humano. San Agus-
tín, tan diferente y lejano del hombre que nos
ocupa, escribió: «Caminando a la orilla del
mar, meditaba sobre el misterio de la Trini-
dad. De repente encontré un niño que había
hecho un hoyo en la arena. y con una gran
concha recogía agua y la echaba dentro.
«¿Qué estás haciendo? –le pregunté– ¿Cómo
puedes hacer esto con lo grande que es el
mar?. Te diré una cosa –contestó el niño– no
creo que tú estés empeñado en resolver un
problema más fácil.» Trece siglos más tarde,
Isaac Newton escribía en una nota: «No sé
qué parezco a los demás, pero yo me veo
como un niño que se entretiene en la orilla
del mar buscando conchas, y que de repente,
mirando la inmensidad del mar, se pregunta
cuántas cosas que nadie conoce debe escon-
der.»
Newton es un inglés del siglo XVII, y su
estilo ya es muy diferente del de los autores
de épocas anteriores. Para que te hagas una
idea, te transcribo un fragmento de una carta
enviada por Newton a Boyle: «He dejado pa-
sar tanto tiempo antes de enviarle mis ideas
sobre las propiedades físicas de que hemos
estado hablando que, si no fuera porque me
siento obligado por una promesa, creo que
tendría la obligación de avergonzarme de
enviárselas finalmente. Lo cierto es que mis
ideas en relación con ese tema aún están
poco trabajadas. No estoy satisfecho de ellas,
y no puedo considerarme digno de comunicar
a otro lo que a mí me parece tan poco con-
vincente, sobre todo tratándose de filosofía
natural, en la que si nos ponemos a especular
por especular no encontraremos límite. Pese
a todo, y aprovechando la ocasión de que un
amigo común me haya hecho saber que va a
proporcionarle la incomodidad de una visita,
me ha resultado imposible dejarle partir sin
convertirle en mensajero de la carta que aho-
ra tiene en sus manos.»
Es famosa la frase Hypotheses non fingo,
que se encuentra casi al final de los «Princi-
pia». El término «hipótesis» se usa aquí en su
sentido original, y no en el que empleamos
actualmente. En cualquier caso, lo que New-
ton quería decir era que no hacía suposicio-
nes gratuitas, y que no aceptaba de antema-
no ningún sistema que diera por sentada la
causa de un acontecimiento natural. Explicar
algo consiste
simplemente en describirlo en términos
objetivos, cuanto más simples mejor, de mo-
do que no haya lugar a un análisis ulterior.
En ese momento, el porqué deja de tener
sentido.
La mecánica newtoniana se encuentra re-
unida en los Principia. En ellos, no sólo se
enuncian de modo totalmente generalizado
los principios del movimiento de los cuerpos,
sino que se da una explicación funcional de
todo el Universo. Se refutan todos los siste-
mas, antiguos y modernos, y se expone la
teoría del modo empleado en la geometría
griega. Se establece un tipo de cálculo que
permite determinar con exactitud la posición
de la Luna y de los planetas en cualquier
momento, y basándose en un número reduci-
do de observaciones. Halley lo aplicó de in-
mediato, y con éxito, al predecir el regreso
del famoso corneta que lleva su nombre.
La gravitación universal constituye la es-
cena final en la transformación de la imagen
secular del mundo que se había iniciado con
Copérnico. La visión de las esferas celestes
movidas por el primer motor es sustituida por
un mecanismo automático, de acuerdo con
una ley natural simple que no hace necesaria
la aplicación continua de ninguna fuerza. La
intervención divina ya sólo haría falta para el
acto de la Creación. Luego, el mundo andaría
solo. En cierto modo, esto coincide con el
llamado compromiso social en el plano políti-
co, que se desarrolló en la misma época. Dios
se convierte en una especie de supermonarca
constitucional, y el texto de la constitución es
la mecánica newtoniana. No incluye nada que
haga referencia a la vida humana, ni a las
aspiraciones humanas. Estas cosas quedan
como estaban, es decir, directamente en ma-
nos de la Providencia. De este modo, con
Newton desaparece el conflicto entre ciencia
y religión, tan característico del siglo XVI y
comienzos del XVII. Dicho conflicto no reapa-
recerá hasta el siglo XIX con el evolucionis-
mo.
El desarrollo producido, después de New-
ton, en los campos de la electricidad y el
magnetismo se hará con el mismo modelo
formal. De ahí que más adelante, en el siglo
XVIII, se pueda pasar fácilmente de la mecá-
nica newtoniana a la física newtoniana.
Newton utilizó un nuevo procedimiento
matemático que hoy conocemos con el nom-
bre de cálculo infinitesimal, y que él llamó
método de las «fluxions» (de flux, flujo, indi-
cando una función continua). Este método
culmina la obra de muchas generaciones de
grandes matemáticos desde los antiguos
griegos. Su forma actual es la que, indepen-
dientemente de Newton, le dio Gottfried Wil-
helm Leibniz (16461716). Se ha discutido
cuál de los dos es el verdadero inventor del
método. Ya te he dicho que Leibniz es una de
las pocas figuras del siglo XVII de talla com-
parable a Newton. Para el tema que nos ocu-
pa, lo interesante es saber que fue Newton
quienutilizó por primera vez el cálculo infini-
tesimal, aplicándolo al estudio de cuestiones
físicas fundamentales como las leyes del mo-
vimiento y el trabajo. Gracias a ello se puede
pasar de las leyes de Kepler a la gravitación
universal, y de ésta a cualquier movimiento
particular. Aunque Newton no quisiera hacer
hipótesis, no por eso dejaba de inquietarle la
posible causa de la gravedad, tema que pre-
cisamente trata en la carta a Boyle que antes
te he mencionado. De hecho, hoy sigue sien-
do un enigma y, entre todas las fuerzas co-
nocidas, es la única que tiene un solo signo.
El cálculo infinitesimal pronto se aplicó a la
resolución de problemas de mecánica e
hidrodinámica. Pasaría rápidamente a conver-
tirse en el instrumento fundamental de la
ingeniería mecánica, y es un símbolo caracte-
rístico de la nueva ciencia.
Newton intentó evitar la formación de
imágenes de contornos irisados que habi-
tualmente se producen a través de las lentes,
y que hoy llamamos aberración cromática. Lo
consiguió con el telescopio de reflexión, que
todavía hoy se llama telescopio de Newton, y
que constituye el prototipo de los grandes
telescopios actuales. Continuando los estu-
dios de Descartes sobre el paso de un haz de
luz a través de un prisma óptico, demostró
que la luz blanca está compuesta por los siete
colores simples, consiguiendo su recomposi-
ción mediante el llamado disco de Newton,
instrumento con el que también se pueden
poner de manifiesto los colores complemen-
tarios. Newton dio la primera explicación co-
rrecta del arco iris, y elaboró la teoría mate-
mática de la reflexión, refracción y dispersión
de la luz. Al atribuir la aberración cromática a
la dispersión, concluye que es imposible co-
rregirla. Sin embargo, Klingentsjerna (1698-
1765) pondría en marcha nuevos estudios,
que finalmente permitirían a Dollond contra-
poner cristales diferentes para anular la abe-
rración cromática. De este modo, en 1758 se
pudo empezar a usar la óptica acromática,
fundamental para el desarrollo del microsco-
pio y otros instrumentos refractores.
En la obra de Newton, la reflexión, la re-
fracción y la dispersión de la luz se explican
partiendo de una teoría corpuscular de la luz
paralela a la de la materia. Se rechaza la teo-
ría ondulatoria y se dan algunas explicaciones
de los fenómenos de propagación de la luz
parecidas al movimiento de las olas. Sobre
todo, se trata de casos en los que la luz no se
propaga de forma rectilínea, como en el paso
por orificios muy pequeños o en los fenóme-
nos de difracción. Fue Grimaldi (16181663)
quien sugirió por vez primera que la luz se
propagaba como un movimiento ondulatorio,
y que cada color se caracterizaría por una
longitud de onda definida. La teoría ondulato-
ria fue formulada en términos matemáticos
por Huygens, permitiendo una explicación
correcta de la reflexión, la refracción y la dis-
persión.
Además, permite entender los fenómenos,
antes mencionados, que la teoría corpuscular
es incapaz de justificar. La formación de colo-
res por la reflexión de la luz blanca en capas
muy finas con diferente índice de refracción,
como el aceite sobre el agua –los llamados
«anillos de Newton»– pueden ser descritos
satisfactoriamente por ambas teorías, la cor-
puscular y la ondulatoria. La doble refracción
de la luz en el espato de Islandia (una varie-
dad de calcita que cristaliza en el sistema
hexagonal) se explica mucho mejor con la
teoría ondulatoria. De hecho, en el siglo XIX
la teoría ondulatoria de la luz se impondría.
Eso sí, a finales del siglo entraría en crisis con
el descubrimiento del efecto fotoeléctrico, y
más tarde del efecto Compton, que sólo se
pueden describir correctamente con la teoría
corpuscular de los fotones formulada por
Planck en 1900. La teoría de Planck surgió
para explicar la emisión de luz por un cuerpo
totalmente negro, fenómeno completamente
refractario a explicaciones basadas en el mo-
delo ondulatorio. Por tanto, la doble naturale-
za –ondulatoria y corpuscular– de la luz sería
un dilema del pensamiento científico iniciado
en el siglo XVII con Newton y Huygens, que
no lograría una síntesis coherente hasta la
física de nuestros días.
Newton escribe para matemáticos, y en
general para personas que hayan seguido de
cerca el rápido desarrollo del conocimiento.
De ahí que sus escritos resultaran ininteligi-
bles para la mayoría de sus contemporáneos.
El propio cálculo infinitesimal fue bastante
poco conocido hasta mediados del siglo XIX.
Sin embargo, en su época, Newton ejerció
una gran e inmediata influencia, gracias a la
aparición en la historia de la Ciencia de un
nuevo tipo de personaje: el intérprete o di-
vulgador. Uno de sus primeros representan-
tes ilustres fue Voltaire (1694-1778), que por
otra parte es uno de los filósofos más impor-
tantes de la Ilustración, y un gran escritor de
la lengua francesa. Residió en Inglaterra des-
de 1726 a 1729, y parece que fue entonces
cuando conoció la obra de Newton. A Voltaire
se debe la célebre ocurrencia de la caída de
una manzana sobre la cabeza de Newton
mientras éste dormía la siesta en el huerto de
su casa. Voltaire tradujo a Newton al francés,
con la ayuda de su amante Émilie de Breteuil,
marquesa de Chátelet (1706-1749), que fue
una matemática muy competente (mucho
más que Voltaire). Gracias a ello, las ideas de
Newton llegarían a influir poderosamente en
la Ilustración, y por tanto en la preparación
ideológica de la revolución francesa. En Ingla-
terra, a través de los filósofos Locke y Hume,
la física newtoniana se convertiría en la base
del liberalismo.
En una carta anterior ya te indiqué que
una de las obras de Claude Perrault fue el
Observatorio de París, el primero de los tiem-
pos modernos. Fue puesto en marcha por
mandato de Luis XIV, y con la finalidad de
acoger a hombres de ciencia de todos los
países y facilitarles el trabajo. La empresa fue
un éxito, y lahistoria del Observatorio de Pa-
rís es memorable. Entre sus personajes en-
contramos a Jean Picard (1620-1682), que
fue un observador preciso y meticuloso. Sus
mediciones del globo terrestre fueron utiliza-
das por Newton, ya que eran las más precisas
hechas jamás. Fue también Picard quien dio
valor astronómico al reloj de péndulo cons-
truido por Huygens, y el primero en elaborar
las llamadas vistas telescópicas sistemáticas
del cielo. Ya hemos hablado anteriormente
del holandés Christiaan Huygens (1629-
1695), que permaneció en el Observatorio de
Paris entre 1771 y 1773. Antes ya había rea-
lizado una gran labor científica, en la que
hemos de destacar el descubrimiento del ani-
llo de Saturno, la invención del micrómetro
para los telescopios y la medición exacta del
tiempo con el reloj de péndulo. Su libro
«Horologium» (1658) se puede considerar la
base de toda la relojería moderna. También
construyó grandes telescopios refractores,
que uno puede contemplar en grabados de la
época. En su periodo parisino publicó el fa-
moso «Horologiorum oscillatoriorum», en el
que da a conocer la ley del péndulo, así como
el concepto de cantidad de movimiento sobre
el que ya habían trabajado Wallis y Wren. De
ahí surge la primera de las leyes de conser-
vación, la de la cantidad de movimiento en
un sistema cerrado, de la que se desprende
el concepto de que la cantidad total de mo-
vimiento en el Universo es constante. Desa-
rrolla los conceptos de movimiento angular y
lineal con momentos no intercambiables. Con
la determinación de la longitud de un péndulo
con un segundo de oscilación completa, halla
por primera vez el valor de la aceleración de
la gravedad, g = 4n21. Este valor equivale a
32,16 pies por segundo cada segundo. De
vuelta en Holanda, Huygens también inventó
un nuevo tipo de ocular que todavía hoy se
utiliza para microscopios y telescopios, y que
lleva su nombre.
Otro huésped del Observatorio de París fue
Olaus Christensen Roemer (16441701), el
primero en demostrar que la velocidad de la
luz tenía un límite (1675). Esta conclusión se
basó en observaciones en las cuales se com-
probó que los intervalos entre los eclipses de
las lunas de Júpiter eran más breves cuando
el planeta se acercaba a la Tierra que cuando
se alejaba. En un principio, la idea no fue
aceptada por todo el mundo, y otro científico
del mismo observatorio la rechazó. Se trata-
ba de G. D. Cassini (1625-1712), que había
comenzado siendo ingeniero del Papa, y que
se hizo famoso por sus escritos sobre come-
tas y sobre los periodos de rotación de Júpi-
ter, Marte y Venus. En 1669, ya convertido
en la figura más importante del Observatorio
de Paris, demostró que la Tierra estaba acha-
tada por los polos, y llevó a cabo una exce-
lente determinación del paralaje de Marte.
También hizo determinaciones de las distan-
cias Marte-Sol y Tierra-Sol. A lo largo de un
siglo y medio, sus descendientes le sucedie-
ron como directores del Observatorio de Pa-
rís. Los Cassini eran de tendencia conserva-
dora, y se ha dicho que por este motivo
influyeron desfavorablemente en el desa-
rrollo de la astronomía francesa. Aunque
pueda tener algo de cierto, esta valoración es
difícil de aceptar sin más, teniendo en cuenta
el gran número de astrónomos franceses de
primera fila que encontramos a lo largo de los
siglos XVIII y XIX.
El interés de Inglaterra por la navegación
puede ser la causa de que fuera en ese país
donde se hiciera la primera determinación
precisa de la longitud geográfica en alta mar.
John Flamsteed (1646-1719) había demos-
trado que ello sólo sería posible más que con
un conocimiento muy preciso de la posición
de las estrellas fijas. Fue Flamsteed quien
construyó el segundo observatorio moderno,
en Greenwich, donde trabajó intensamente
determinando la posición de veinte mil estre-
llas fijas. Construyó el primer arco mural,
precursor del aparato astronómico que hoy
llamamos círculo meridiano. Edmond Halley,
a quien ya hemos citado anteriormente, le
sucedió en la dirección del Observatorio de
Greenwich en 1720. Halley halló discrepan-
cias entre las órbitas calculadas de Júpiter y
Saturno y las realmente observadas. En bus-
ca de una explicación, en 1676 viajó a Santa
Elena, con objeto de determinar la posición
de trescientas cuarenta y una estrellas del
hemisferio austral. Aprovechó el viaje para
realizar una serie de observaciones meteoro-
lógicas que le permitieron hacer el primer
mapa de los vientos periódicos. Otras aporta-
ciones importantes de Halley están relaciona-
das con la órbita de Mercurio y las de los co-
metas, en especial la del que lleva su nom-
bre.
Creo que podemos ir cerrando esta sinop-
sis del primer siglo de la revolución científica.
Se ha dado un paso extraordinario, y sin nin-
gún género de duda nos hallamos ante una
singularidad dentro de la cultura humana.
Toda la historia que he intentado describirte
tiene la intención de poner de manifiesto los
fenómenos intelectuales que la precedieron, y
que de algún modo son sus determinantes.
La mayor parte de las cosas que te he conta-
do tienen interés simplemente en la medida
en que nos hacen comprensible dicho procer-
so, porque no cabe duda de que la revolución
científica tuvo una infancia muy larga, y en
ningún caso puede considerarse un fenómeno
in vacuo.
No quiero terminar esta carta sin decirte
que he hojeado de nuevo y con detenimiento
la memoria de tu tesis doctoral. Me parece
que tu Étude indirecte de la rétroaction des
hormones thyroidiennes sur la fonction thy-
réotrope hypophysaire de la caille. Importan-
ce de la désiodation de la thyroxine está muy
bien. Yo también diría que parmi les charac-
teristiques fondamentales des oiseaux, deux
d'elles, l'homéothermie et le vol, assurent
una grande capacité d'adaptation ainsi qu'une
précieuse liberté d'action. No podemos llegar
a entenderlas satisfactoriamente sin entender
los mecanismos de regulación metabólica que
lashacen posibles. Entre dichos mecanismos,
las hormonas tiroideas tienen un papel de
primer orden. Las preguntas que has formu-
lado y las respuestas experimentales que has
recibido permiten conocer mecanismos ex-
treordinariamente sutiles y significativos.
Además, en tu Tesis, el proceso de aprendi-
zaje y de introducción a la problemática de la
investigación científica resulta muy satisfacto-
rio. También lo es el estilo. N'importe qui a le
droit de poser á la nature une question. En
tout cas, maintenant, je peux dire que c'est
simplement merveilleux. Supongo que Jean
Rostand no se enfadaría por mi paráfrasis.
Afectuosamente,
36. LE SIÉCLE DES LUMIÉRES Begues, 15
de agosto de 1984 Querida Nuria:
Con Newton como culminación del siglo
XVII, el gran siglo de la Revolución científica,
concluí la última carta. Unos días después,
Serge y tú vinisteis a visitarnos, como estaba
previsto, para pasar unos días de vacaciones
en Begues. Recuerdo que, comentando las
cartas y muchas otras cosas, hablamos del
siglo XVIII, que ahora, siguiendo el hilo de
nuestra historia, tenemos ante nosotros. En
esta carta me he propuesto resumir lo que
ese día dijimos acerca del siglo XVIII. Discul-
pa el carácter esquemático de lo que voy a
contarte. Me ha parecido que, aunque fuera
como un mero recordatorio, sería una buena
pasarela para a continuación entrar en la
ciencia del siglo XVIII, que de este modo em-
plazarás más fácilmente en el contexto de la
evolución cultural.
De antemano conviene que recuerdes al-
gunos hitos históricos. En nuestro país, el
siglo XVIII comienza con la Guerra de Suce-
sión, que habría de traer el establecimiento
de los Borbones. A la depauperada Cataluña
de finales del siglo XVII sólo le faltaba seguir
con tozudez la causa del perdedor. Vendría el
once de septiembre de 1714, el Fossar de les
Moreres y una buena ración de calamidades
adicionales.
En Inglaterra se produce la Restauración,
pero el Parlamento ya no dejaría de ser el
poder ejecutivo. De este modo, las monar-
quías absolutas iniciarán su inexorable deca-
dencia, y los ingleses podrán presumir de
haber sido los primeros en instaurar un régi-
men parlamentario. En Rusia tenemos a los
Romanov, que
durarán hasta la Revolución, ya en nuestro
siglo. Con Pedro el Grande, Rusia se incorpo-
rará como una gran nación a la Europa del
siglo XVIII. Recuerda también al Imperio aus-
trohúngaro, que en esa época constituirá el
dique de contención del Imperio otomano.
Por su parte, el Imperio otomano asumirá la
representación del Islam en la Edad Moderna,
tras el gran periodo mongol. En Centroeuropa
y en los países nórdicos subsiste un cúmulo
de pequeños reinos y principados, algunos de
los cuales aún habrán de conservar durante
largo tiempo un régimen casi feudal, hasta
las guerras napoleónicas.
El siglo XVIII es el de los Borbones en
Francia, España e Italia. Los estados papales
están en decadencia, y lo mismo ocurre con
las célebres repúblicas italianas, tan vincula-
das al desarrollo de la ciencia en los siglos
XVI y XVII. Federico el Grande de Prusia
también representará una singularidad signi-
ficativa en la historia de Europa. El latín como
lengua culta tendrá un gran competidor en el
francés. El siglo XVIII es el gran siglo de la
lengua francesa. De hecho, el francés es la
lengua del siglo XVIII, y establece un nuevo
protocolo en las relaciones internacionales,
igual que en las afectivas y en los grandes
actos académicos.
La campana de la historia sonará tres ve-
ces en el siglo XVIII para aglutinar los espíri-
tus bajo un nuevo signo de los tiempos: la
conquista británica de la India (1760), la gue-
rra de la Independencia norteamericana
(1776), con la consiguiente incorporación de
ese gran país a Occidente, y la revolución
francesa (1789).
El siglo XVIII es el siglo de los nacionalis-
mos, con un cambio radical de mentalidad
que nos llevará hasta el movimiento románti-
co. El carácter unitario de la ciencia del XVII
va desapareciendo y sus representantes son
cada vez menos polifacéticos y más sedenta-
rios. Aquella magnífica convección de científi-
cos típica del siglo XVII, y heredada del XV y
el XVI, ha desaparecido.
El movimiento romántico agudiza las dife-
rencias entre los pueblos y genera el concep-
to místico de patria o nación. Del área geo-
gráfica delimitada por la soberanía de un mo-
narca se pasa a la toma de conciencia del
concepto de pueblo o país, como una especie
de gigante individualizado con su propia vo-
luntad personal. Se invierte la tendencia psi-
cológica dominante. En el siglo XVII, el ideal
es el self-control, la objetividad, el orden y la
estabilidad social. El siglo XVIII es el de los
soñadores, de los apasionados y, al menos en
teoría, de los que consideran degradante todo
aquello que conduce simplemente al confort y
la seguridad.
El gran triunfo de la física newtoniana de-
terminó un cierto estancamiento de la ciencia
durante el siglo XVIII. Por otra parte, parece
que ello sirvió para dedicar más atención a
campos que habían quedado rezagados, co-
mo la química, la electricidad e incluso la bio-
logía. Del mismo modo, algunas naciones que
habíanpermanecido al margen de la revolu-
ción científica se ponen al día con más o me-
nos energía, impulsadas por lo que se deno-
mina corriente liberal. España es una de
ellas. En los reinados de Fernando VI y Carlos
III se hace un intento más o menos exitoso
de recuperar el tiempo perdido, que por des-
gracia no hallaría continuidad en sus suceso-
res. Los gobiernos españoles de la época de
la Ilustración fundarán con Josep Quer el Jar-
dín Botánico de Madrid (1755), intentarán la
emigración de Lagrange y lograrán la de
Proust. Es gracias a los discípulos de este
último, y a otros que hicieron sus estudios en
el extranjero, que los españoles podemos
alegrarnos de haber contribuido al decubri-
miento de nuevos elementos como el platino
(Ulloa, 1775), el tungsteno o wolframio (El-
huyard, 1783) y el vanadio (Río, 1801). En
esta misma línea has de considerar la partici-
pación de Jordi Juan (1713-1773) en la medi-
ción del grado de meridiano. Juan fue por
otra parte un gran marino, igual que lo sería
Churruca, malogrado en Trafalgar. También
es característico el florecimiento de los Cole-
gios de Cirugía, el primero de los cuales fue
el de Cádiz, fundado por Pere Virgili en 1748.
Este gran cirujano catalán también pondría
en marcha el de Barcelona, en 1760. Entre
sus discípulos destaca Antoni de Gimbernat
(1734-1816), pensionado por Carlos III para
estudiar en el extranjero, donde alcanzó gran
fama. Estando en Londres en 1777, asistió a
las lecciones del famoso cirujano inglés Hun-
ter. Al tratar de la hernia crural, Hunter resal-
tó el gran riesgo que conllevaba, ya que uno
podía seccionar la arteria epigástrica o el cor-
dón espermático; en el mejor de los casos, la
sección del ligamento de Poupart era inevita-
ble. En ese momento Gimbernat se dirigió a
Hunter y le expuso las ventajas de su propio
método quirúrgico. Entonces Hunter pronun-
ció en público aquel contundente You are
right, Sir, añadiendo que en adelante él mis-
mo adoptaría ese tipo de cirugía. Gimbernat
también fue fundador del Colegio San Carlos
en Madrid. En el antiguo Hospital de la Creu i
Sant Pau de Barcelona, donde hoy se encuen-
tra la Real Academia de Medicina, puedes
contemplar, en el centro del anfiteatro, su
mesa de operaciones. El espíritu de la Junta
de Comercio de Barcelona es también repre-
sentativo de estos nuevos aires. Recuerda
que fue esa institución la que promocionó a
Orfila (1787-1853), que acabaría integrándo-
se en la ciencia francesa, en París, y que
puede ser considerado el creador de la mo-
derna toxicología.
En el siglo XVIII, el Nuevo Mundo entra a
formar parte activa del curso de la ciencia. Su
papel iría aumentado progresivamente, hasta
alcanzar un protagonismo máximo en nuestro
siglo, tras la Segunda Guerra Mundial. A par-
tir del siglo XVIII, la revolución científica dejó
de ser un movimiento exclusivamente euro-
peo. Como hito de la entrada de los Estados
Unidos de Norteamérica puede servir la fun-
dación de la American Philosophical Society
en Filadelfia, por Benjamin Franklin, en 1743.
Quizá el cambio más importante registrado
en Occidente en el siglo XVIII sea el paso de
la economía agraria a la del carbón. Durante
milenios, el hombre había empleado energía
solar mediante la fuerza hidráulica, la eólica y
la combustión de la leña. El carbón mineral
no es más que energía solar fósil, pero su uso
sistemático como combustible produjo una
evolución técnica y social sin precedentes.
Los mercaderes y pequeños fabricantes se
convertirán en financieros y grandes indus-
triales. Este cambio se produce principalmen-
te en las zonas donde la Revolución científica
había tenido más fuerza, y ello no es causal.
Son Inglaterra, los Países Bajos y el norte de
Francia. La burguesía puede financiar la pro-
ducción con expectativas de un gran benefi-
cio, en un mercado cada vez más extenso.
Ello fue facilitado por el desarrollo de la na-
vegación. Los antiguos artesanos y mercade-
res quedarían escindidos en dos grupos radi-
calmente diferentes: de un lado, los jornale-
ros; del otro, los grandes fabricantes. Estos
últimos tendrían en sus manos un poder que
antes sólo habían tenido algunos príncipes y
monarcas. De este modo, llegaron a competir
con éxito con la nobleza y los grandes terra-
tenientes.
El uso del carbón va unido a una gran re-
novación de la minería, y a un progreso im-
portante en la fabricación de hierro y acero.
El siglo XVIII es el siglo de la máquina de
vapor y la mecanización de la industria textil,
rasgos que caracterizan la llamada revolución
industrial. No creas que ésta fuera una con-
secuencia directa de la revolución científica.
La revolución industrial tuvo más influencia
en el desarrollo de la ciencia que viceversa.
De hecho, hay un fuerte feed-back entre am-
bas corrientes, y a partir de finales del siglo
XIX la influencia del progreso científico sobre
el desarrollo tecnológico será predominante.
Los primeros exponentes de este fenómeno
fueron la industria química y la eléctrica. Esto
se irá acentuando, y en el siglo XX la ciencia
presidirá y determinará el proceso tecnológi-
co. A causa de este cambio radical, algunos
consideran que se puede hablar de una pri-
mera y una segunda revolución científica.
La revolución industrial del siglo XVIII crea
la figura social del ingeniero, diferente de la
del científico. Esta diferencia ha perdurado
hasta nuestros días. Paralelamente se crea la
antinomia entre el práctico o experto y el
teórico, prejuicio totalmente erróneo que per-
siste en la mentalidad de mucha gente. El
conocimiento científico siempre es práctico:
ha de funcionar o deja de ser válido. No hay
ciencia teórica y ciencia práctica, sino en todo
caso buena y mala ciencia.
Como has visto, durante el siglo XVII do-
mina el pensamiento científico orientado
hacia una mejor comprensión del mundo me-
cánico, susceptible de ser descrito en térmi-
nos matemáticos. En el siglo XVIII surgirá
una voluntad de realizaciones prácticas que
constituirán hitos importantes para el desa-
rrollo de latermodinámica, la química y la
electricidad. No hay ninguna discontinuidad
radical y todo interacciona: ciencia, técnica,
economía y política. Hoy, con suficiente pers-
pectiva histórica, podemos situar el momento
clave de la revolución industria entre 1760 y
1770, mientras que la revolución política se
produce entre 1760 y 1830
En el siglo XVIII los núcleos de impulso
científico en Gran Bretaña, que hasta enton-
ces habían estado en Oxford, Cambridge y
Londres, pasan a Edimburgo y Birmingham,
ciudades en las que se produce el principal
desarrollo industrial En Francia, donde se
encuentra el otro foco de progreso, ocurre
que, en contra de lo sucedido hasta entonces,
cada vez se produce con más independencia
del podes político. Paralelamente, todas las
mentes avanzadas de Francia se orientan
hacia un cambio de régimen. La obra repre-
sentativa de esta situación es la gran Ency-
clopédie ou Dictionaire Raisonné des Scien-
ces, des Arts et des Métiers. publicada en
veintiocho volúmenes entre 1751 y 1772,
gracias principalmente a la actividad de Dide-
rot (1713-1784) y D'Alembert (1717-1783).
En principio, todos los gobiernos revoluciona-
rios dieron gran importancia a la ciencia, pese
a aquello de que la République n'a pas besoin
de savants con que un tribunal popular des-
pachó el recurso contra la condena de Lavoi-
sier. De hecho, algunos científicos importan-
tes como Monge (1746-1818) y Carnot
(1796-1872) fueron republicanos entusiastas
y participaron activamente en la nueva admi-
nistración. Otros, en cambio, como Bailly
(1736-1793), Condorcet (1743-1794) y el
gran Lavoisier (17431794) cooperaron ini-
cialmente, pero ya fuera por los lazos que
mantenían con el antiguo régimen, por su
disconformidad con el curso que tomaban las
cosas o por otra causa, lo cierto es que paga-
ron el tributo de sus vidas. Es lo que simboli-
za el personaje de Andrea Chénier.
Otros cambios importantes del siglo que
estamos empezando a tratar son la introduc-
ción del sistema métrico (1799) y la reforma
de la enseñanza, que a mitad del siglo XIX se
habrá extendido a toda Europa. Se introduce
la planificación de los estudios superiores y se
constituyen cuadros orgánicos de profesores
contratados por el Estado en calidad de fun-
cionarios, en principio elegidos entre los ex-
pertos más eminentes en cada materia. Este
tipo de profesor sustituirá al noble amateur,
al clérigo ilustre y al médico científico. Des-
aparecerán otras cosas características del
siglo anterior, como las cátedras subvencio-
nadas por una fundación de un gran mece-
nas. También se produjo una reacción en la
que florecieron un gran número de hetero-
doxos, embaucadores y sabios locales (les
savants sont tout á fait différents des sa-
ges)17
La corriente de pensamiento conocida con
el nombre de Ilustración, de la que la «Ency-
clopédie» constituye una expresión fidedigna,
se puede considerar una
17 Juego de palabras que contrapone al
sabelotodo con el hombre sensato y experi-
mentado.
continuación del espíritu racionalista del
siglo XVII. Ahora bien, en el propio siglo
XVIII surgirán como reacción el Romanticis-
mo y el Idealismo alemán. Este último será
responsable de una separación radical entre
ciencia y filosofía, tras la cual hallaremos
grandes científicos que menospreciarán la
filosofía como una mera palabrería burda que
no va a ninguna parte, y una multitud de filó-
sofos con una tranquila y pavorosa ignorancia
del conocimiento científico. En cualquier caso,
de los filósofos de finales del siglo XIX pro-
vienen una serie de ideas con notable in-
fluencia en el mundo contemporáneo, proba-
blemente más que el propio materialismo
derivado de la Ilustración. El objetivo perse-
guido es la felicidad del género humano, ba-
sada en el mayor grado posible de libertad
para disfrutar de la vida en paz y con el ma-
yor bienestar, dejando a un lado las reglas
tradicionales de conducta. Estas corrientes
del siglo XVIII representan una reacción espi-
ritualista, que se puede justificar por la de-
cepción ante la esperanza de que la ciencia
proporcionaría una doctrina convincente acer-
ca de la existencia humana. La ciencia no ha
alcanzado un objetivo de ese tipo ni entonces
ni ahora, pero me parece que esto no es mo-
tivo para volverse contra ella, teniendo en
cuenta que constituye el único recurso del
hombre para afrontar las dificultades inheren-
tes a su propia permanencia en la tierra.
La corriente espiritualista del siglo XVIII
tiene como precursores lejanos a Paracelso y
van Helmont, de quienes ya te hablé en su
momento. En relación con el desarrollo cientí-
fico, los principales representantes de esta
corriente son Stahl, Swedenborg y Wolff. Sus
juicios sobre la vida se fundamentan en la
consideración de los fenómenos naturales
como una expresión de poderes espirituales,
de modo que la explicación mecánica consti-
tuye un aspecto superficial. En rigor, esta
actitud intelectual es vieja, y tú misma po-
drás comprobar por lo que llevo escrito que
se encuentra en el pensamiento occidental
desde los antiguos griegos. La he citado repe-
tidas veces, y creo que en conjunto la puedes
considerar como una actitud paracientífica.
Siempre se encuentra vinculada a doctrinas
morales, políticas e incluso religiosas, así co-
mo a una irresistible tentación del género
humano hacia la sabiduría irracional, secreta
o mística. Sea como fuere, se puso de moda
a medida que avanzaba el siglo XVIII, y ha
persistido hasta nuestros días.
La figura principal del Idealismo alemán es
Immanuel Kant (1724-1804). Se le considera
uno de los máximos exponentes de la filosofía
de todos los tiempos. Estuvo influido por las
corrientes espiritualistas de las que te habla-
ba, y al final las rechazó. Tiene estudios so-
bre filosofía natural, pero sin gran interés. Su
punto fuerte es la filosofía crítica, y es inne-
gable que representó un gran avance. Consi-
dera el espacio y el tiempo como dos concep-
tos a priori, es decir, anteriores a la experien-
cia. También sería apriorística la idea de cau-
sa. Sobre esta base, los conocimientos obte-
nidos a posteriori, tras la experiencia, sólo
tienen sentido enlos términos de la ciencia
natural. Dicho conocimiento no tiene porqué
desvelarno la realidad en sí misma. Las pro-
pias leyes naturales han de ser forzosamente
subjetivas, dado que están basadas en nues-
tra capacidad de conocimiento, que es común
a todos los hombres, y por tanto apriorística.
Del significado intrínseco de las cosas no se
puede decir nada. Sólo podemos describir el
fenómeno. Si hay influencias de un mundo
espiritual, escaparán por completo a nuestro
conocimiento La ciencia no puede hacer jui-
cios de valor, y nunca nos dirá qué es el al-
ma, Dios o el libre albedrío, o si todas esas
cosas son sandeces.
La influencia de Kant ha sido muy grande,
principalmente sobre el pensamiento filosófi-
co posterior pero también sobre el modo de
pensar de los hombres de ciencia. Toma lo
que te he dicho de Kant como una simple
alusión, y en ningún caso como una sinopsis
de su pensamiento. Es el punto de partida de
la filosofía de Herder (1744-1803), Fichte
(1762-1814) y Schelling (1775-1854). Me
resultaría extremadamente difícil escribir con
brevedad algo que fuera inteligible y exacto
acerca de su pensamiento. Además, tampoco
viene muy al caso para lo que nos interesa en
este momento. De todos modos, no puedo
resistirme a decirte que Schelling resulta casi
imposible de leer para una mentalidad con-
temporánea de tipo científico. No hay manera
de poner en pie lo que dice. Sin embargo hay
que reconocer que influyó sobre el pensa-
miento histórico natural de la segunda mitad
del siglo XIX. Ya haré alusiones concretas al
respecto, cada vez que venga al caso.
Dentro del Idealismo alemán, finalmente
encontramos a Hegel (1770-1831), cuya in-
fluencia sobre el pensamiento posterior fue
mucho mayor que la de los filósofos antes
citados. Es la fuente de Marx y de Marcuse, a
mi entender todos igual de aburridos. El mé-
todo dialéctico de la tesis y la antítesis para
llegar a la síntesis no es radicalmente nuevo,
pero constituye una magnífica descripción del
modo de proceder del intelecto humano, tras
analizar la historia del pensamiento. Hegel es
considerado el padre de la filosofía de la his-
toria, y el creador del método dialéctico se-
guido por Marx. Desde nuestra perspectiva,
puedes considerarlos unos platónicos tardíos,
en el sentido de que nos presentan doctrinas
idealistas, puramente especulativas.
¿Te acuerdas de le veau d'or est vainqueur
des dieux?" Bien, esto es de Jules Barbier y
Michel Carrer, pero se basa en el «Fausto» de
Goethe. Éste es uno de los más grandes per-
sonajes de la cultura occidental de finales del
siglo XVIII y comienzos del XIX. Sabrás que
con su Werther lideró el movimiento románti-
co en la literatura. Es uno de los grandes
poetas de este periodo, junto con Schiller y
Heine. Los tres elaborarían un nuevo idioma
alemán sobre la base del hochdeutsch, que
sería la lengua de la gran universidad alema-
na del siglo XIX. Goethe es un
N. T Pasaje de la ópera «Fausto» de Gou-
nod
gran hombre de mundo, polifacético e in-
teresado por la filosofía natural. Si no desfa-
llezco en mi intento, en las próximas cartas
hablaremos de él en varias ocasiones. Son
célebres sus libros sobre la teoría de los colo-
res y sus hallazgos anatómicos en el hombre
y el orangután, así como sobre la metamorfo-
sis de las plantas. Pese a todo, principalmen-
te es un gran artista, y tengo la impresión de
que su aportación científica ha estado con
frecuencia sobrevalorada. Él mismo, hacia el
final de su vida, cometió la bobada de consi-
derarla superior a su obra literaria.
Desde nuestra perspectiva, el Idealismo
alemán se puede ver como una contrarrevo-
lución científica, con efectos positivos y nega-
tivos. Conviene que lo tengas en mente como
el contexto cultural en el que se desarrolla la
ciencia natural durante la segunda mitad del
siglo XVIII y la primera del XIX.
No quisiera cerrar esta carta sin recordarte
los grandes aspectos de la biología del siglo
XVIII. Es la época de la Sistemática vegetal y
animal, con figuras como Linneo, Buffon y
Cuvier, entre otros. También progresan la
química de la combustión y la física de los
gases, que desde el flogisto de Stahl nos lle-
vará a la química moderna con Lavoisier, con
sus grandes consecuencias para la compren-
sión de la respiración y la fotosíntesis. Tam-
bién hay que destacar que en el siglo XVIII se
establecen las bases de la teoría de la evolu-
ción.
Espero que podamos seguir hablando de
todo ello.
Afectuosamente,
37. MÉDICOS Y CIRUJANOS DEL SIGLO
XVIII
Begues, 23 de agosto de 1984
Querida Nuria:
La iatrofísica del siglo XVII no fue capaz de
resolver problemas como la respiración y la
digestión. Una teoría general del funciona-
miento del Universo como la basada en la
gravitación no parecía tener nada que ver con
el funcionamiento de la materia viva. Por eso
en los siglos XVII y XVIII muchos siguieron
creyendo en la existencia de otra fuerza como
causa de la vida y de sus peculiares propie-
dades, corriendo sin darse cuenta el riesgo de
volver a caer en el misticismo. El clínico más
importante del siglo XVII quizá fue Thomas
Sydenham(1624-1689) y se caracterizó por
situarse al margen de las dos corrientes, la
iatrofísica y la iatroquímica. Rechazó las es-
peculaciones teóricas, tan abundantes en la
medicina de su tiempo, y siempre estuvo
convencido de que la única fuente del arte de
curar era la experiencia. A quienes le pedían
que les recomendase algún libro les decía que
leyeran el Quijote. Este hombre influyó mu-
cho sobre el pensamiento médico posterior,
abriendo una tercera vía empírica, que en
muchos momentos podemos considerar un
retorno a la vieja actitud hipocrática.
Sydenham comenzó sus estudios en Ox-
ford, interrumpiéndolos para servir en el ejér-
cito de Cromwell durante cuatro años. Al
terminar la guerra civil había olvidado el latín,
y ello le dificultó terminar sus estudios, con-
tentándose con un título equivalente al de
practicante. De hecho no se doctoró hasta los
52 años, cuando ya tenía una gran fama. Fue
amigo de Locke y de Boyle, pero no pertene-
ció a la Royal Society ni a al Royal College of
Physicians. Dejó pocas cosas escritas, y entre
ellas destaca un estudio sobre las fiebres titu-
lado Observationes medicae (1676). Fue uno
de los primeros médicos que prescribió pre-
parados de hierro para la anemia, y quina,
recién importada del Perú, para las fiebres
palúdicas. También utilizó el opio como anal-
gésico.
La introducción de la corteza de «chincho-
na» es uno de los avances terapéuticos más
importantes de la época. En 1629, la esposa
del virrey del Perú, Luis Fernández de Cabre-
ra, conde de Chinchón, fue –que se sepa– la
primera persona curada del paludismo por la
quina. La droga fue introducida en Europa por
los jesuitas, y en especial por el cardenal Lu-
go. Su uso fue habitual en la segunda mitad
del siglo XVII. De todos modos, el estudio
científico de la quina comenzó en el siglo
XVIII con la expedición al Perú dirigida por La
Condamine.
Hoffmann y Stahl son las dos figuras más
destacadas de la llamada escuela de Halle, en
la que conviene que nos detengamos un poco
en el tránsito del siglo XVII al XVIII. Friedrich
Hoffmann nació en Halle en 1660, hijo de un
médico bien situado. Desgraciadamente per-
dió a sus padres, víctimas de la peste; ade-
más, su hacienda fue devastada por un in-
cendio. Estudió en Jena con un gran químico
y médico llamado Wedel. Más tarde residió en
Erfurt y luego en Inglaterra, pasando final-
mente a ejercer la medicina en Alemania. En
1693 fue llamado a Universidad de Halle,
donde permaneció el resto de su vida, excep-
tuando un periodo relativamente breve en la
corte de Berlín. Murió en 1742 después de
haber alcanzado un gran éxito como profesor
y como clínico.
Hoffmann describió muchas enfermedades,
estableciendo un diagnóstico exacto y una
terapia pensada para cada caso, basada en
remedios sencillos que preparaba él mismo.
Algunas de sus fórmulas magistrales han lle-
gado hasta nuestros días.
Escribió mucho sobre temas médicos, y su
obra capital son los nueve volúmenes titula-
dos Medicina rationalis sistematica, publica-
dos entre 1718 y 1740.
La teoría biológica de Hoffmann parte de la
iatroquímica en declive, basada en la compo-
sición del cuerpo por mercurio, azufre y sal.
Cree que los fenómenos vitales son funda-
mentalmente el resultado de cambios quími-
cos, pero incorpora las nuevas aportaciones
de los iatrofísicos, en especial Borelli y Pe-
rrault. Según Hoffmann, el cuerpo es una
máquina que se mantiene en movimiento
gracias a la circulación de la sangre, exclu-
yendo el «psyche» como causa. Al morir, el
alma abandona el cuerpo que ha dejado de
funcionar.
El movimiento de la sangre se debe al co-
razón, cuya actividad depende a su vez del
sistema nervioso. A través de las fibras ner-
viosas se distribuye un «fluido animal» pro-
ducido por el encéfalo a partir del éter uni-
versal que tomamos del aire. En la sangre
hay una parte sulfurosa, éter y un componen-
te terroso. El azufre y el éter proporcionan el
calor vital. El esperma es parecido al fluido
nervioso, y comunica la vida al huevo.
El hombre tiene cuerpo, espíritu y alma. El
funcionamiento del primero es determinado
por el segundo, y es en virtud del alma que
obramos, comprendemos y pensamos. Ade-
más, añade a todo ello la mente, siguiendo
una idea de autores antiguos que ya hemos
citado. La mente transforma la percepción
sensible y la pone al alcance del alma. Tam-
bién actúa de intermediaria para que el alma
pueda actuar sobre el cuerpo. Las anomalías
del alma pueden causar locura, igual que al-
gunas enfermedades del cuerpo. Por otro
lado, observamos que Hoffmann está muy
influido por diversas ideas pietistas.
Georg Ernst Stahl fue profesor de medicina
gracias a Hoffmann, que le dejó su puesto y
se nombró a sí mismo instructor de prácticas.
Ha habido algún otro caso de este tipo, pero
es algo bastante excepcional. Comentándolo
con un viejo y memorable profesor, me dijo
que lo encontraba monstruoso y nada digno
de imitación. Mi opinión es que, en los pocos
casos registrados, este tipo de intercambio
sólo ha servido para aumentar la gloria del
que cede una posición que ya no puede darle
lo que tiene de ventajosa. De hecho, Stahl se
sintió anulado por Hoffmann y renunció a su
cátedra, aceptando en 1716 una plaza de
médico en la corte de Berlín. De tempera-
mento, Stahl era totalmente opuesto a Hoff-
mann: austero e inaccesible, agrio en la po-
lémica y físicamente insignificante. Ello no
quita que Stahl fuera un hombre de gran
honradez científica, ni que guardara un pro-
fundo sentimiento de gratitud hacia sus
maestros y predecesores.
Stahl había nacido en Ausbach en 1660, en
una familia protestante muy piadosa cosa que
no dejó de notar durante el resto de su vida.
Estudió en Jena, donde f profesor durante
algún tiempo. Más tarde pasó por la corte de
Weimar como médio palatino y finalmente,
como ya te he contado, llegó a Halle. Trató
de la materia vi en su gran obra «Theoria
medica vera». En ella menosprecia la anato-
mía y la obra los microscopistas. Contrapone
el concepto de organismo al de mecanismo, y
atribuye al alma el papel principal como cau-
sa del movimiento y del mantenimiento de
vida. No hace falta decir que no había enten-
dido nada de la obra de Galileo y Newto Sin
embargo, tuvo una extraña premonición
acerca de la importancia de la organizaci(
para la vida. Distingue la textura como la
organización de las partes mínimas, y estruc-
tura como la combinación de los elementos
así formados. Por tanto, aquí tener» el con-
cepto fundamental que más tarde serviría de
base a Bichat para la creación de histología
moderna. Más adelante veremos que sus
ideas también influyeron sob Wolff, el creador
de la teoría epigenética moderna. Otra apor-
tación de Stahl que puede tener interés espe-
cial para nosotros es la teoría del flogisto,
que trataremos en la próxima carta. Ahora
bien, en conjunto debes ver a Stahl como un
nuevo, iatroquímico, con una serie de intui-
ciones geniales que tuvieron consecuencias
concreta que resulta dífícil saber si estaban o
no implícitas en su pensamiento.
El principal sistematizador de la medicina
en el siglo XVIII es sin duda Herma Boerhaa-
ve. Nació cerca de Leiden en 1668, y era hijo
de un pastor protestante rural. Inicialmente
estudió teología, pero tras leer a Spinoza
perdió el interés por la religión. Se graduó en
filosofía en Leiden y en medicina en Harder-
wijk. Tod lo contrario que su hermano, que
primero estudió medicina pero acabó siend
pastor. Herman se estableció como médico y
fue nombrado profesor en Leider logrando
fama y fortuna. Ya sabes que salvó los escri-
tos de Swammerdam, y qu fue quien hizo
posible la permanencia de Linneo en Holanda,
y la realización d su obra. Boerhaave murió
en 1738.
Aunque escribió sobre medicina práctica,
fisiología y química, la obra más importante
de Boerhaave es Institutiones medicae
(1708), en la que compendio ideas y descu-
brimientos de muchos otros autores a través
de una concepción propia Separa el alma del
cuerpo. Con frecuencia se muestra muy
pragmático bajo 1. influencia de Sydenham,
pero también recoge los avances de Borelli,
Malpighi Ruysch, Leeuwenhoek y De Graaf.
Según Boerhaave, los vasos quilíferos
al sistema venoso el alimento recogido en
los intestinos. En cambio, no cree que el aire
de los pulmones pase a la sangre. Supone
que ésta se purifica en el encéfalo y que a
partir de la sangre se origina el fluido nervio-
so en la corteza cerebral. Pan él, el fluido
nervioso es la causa del movimiento de los
músculos, y sostiene que el semen también
es sangre purificada que fecunda los óvulos,
a los que identificaba
con los folículos de De Graaf. Los respon-
sables del proceso serían los animáculos que
se mueven en el semen, y que supone que
contienen rudimentos de los órganos.
Las «Institutiones» de Boerhaave tuvieron
una difusión extraordinaria, alcanzando vein-
ticuatro ediciones latinas en el propio siglo
XVIII, además de traducciones a diversos
idiomas, incluido el árabe y el turco. Tuvo
discípulos de gran valía, como Swieten
(1770-1772) y De Haen (1704-1776) que
desarrollarían la medicina austriaca. También
fue discípulo de Boerhaave el gran fisiólogo
Albrecht von Haller (1708-1777), de quien
volveremos a hablar.
Entre los médicos del siglo XVIII son re-
presentativas algunas figuras que, llevadas
por ideas extravagantes, alcanzaron gran
fama y tuvieron mucha influencia sobre el
pensamiento posterior. Un ejemplo es Swe-
denborg, que nació en 1668 y estudió en
Uppsala. Fue una personalidad polifacética e
inquieta que finalmente se decantó hacia la
mística. Fundó una religión propia y, acom-
pañado de sus seguidores, terminó sus días
en Londres en 1772. En sus escritos encon-
tramos ideas interesantes. Por ejemplo, en
De cerebro se dice que los corpúsculos de la
corteza cerebral tienen prologaciones filifor-
mes que se extienden por todo el cuerpo,
formando como una infraestructura de las
funciones del alma. Otras figuras polémicas
fueron Joseph Gall (1758-1828), autor de una
fantástica teoría frenológica, y Franz Anton
Mesmer (1723-1815), inventor del magne-
tismo animal, en el que tal vez haya, escon-
didos entre concepciones irrisorias, los fenó-
menos de la sugestión y el hipnotismo, y sus
aplicaciones terapéuticas.
En el siglo XVIII se inició la psiquiatría,
quizá bajo la influencia de la atmósfera crea-
da por la Ilustración y la proclamación de los
«derechos del hombre». Gracias a pioneros
como Philippe Pinel (1745-1826), el trata-
miento de los locos empezó a ser como mí-
nimo racional y humanitario?'
Sin cambios espectaculares, la anatomía
del siglo XVIII es continuación de la del XVII,
aunque profundizando en determinados as-
pectos. Bernard Sigfried Albinus es uno de
sus grandes maestros. Nació en Frankfurt an
der Oder en 1697, hijo de un médico. Estudió
en Leiden, ciudad a la que volvería tras tra-
bajar en diferentes lugares de su país nativo.
Fue siempre muy valorado y murió en 1770.
Se interesó por la Historia de la Ciencia, y
publicó ediciones críticas de Vesalio, Harvey y
Eustaquio. Su obra más importante es Tabu-
lae sceleti et musculorum corporis humani.
Estudió el desarrollo de la estructura ósea y
muscular en el embrión humano. Las plan-
chas de cobre hechas por Vandelaar permitie-
ron unas ilustraciones extraordinarias, que
aún no han sido superadas.
17
Hay que admitir la existencia de prece-
dentes en los árabes.
Aparte de von Haller, uno de los discípulos
más importantes de Albinus fue Johann Nat-
hanael Lieberkühn, nacido en Berlín en 1711.
Más tarde fue a Leiden y leyó la tesis De val-
vula coli con Albinus. Viajó por Inglaterra y
Francia, estableciéndose finalmente como
médico en Berlín en 1756. Construyó exce-
lentes microscopios, y algunas de sus prepa-
raciones todavía se conservan en Berlín. Des-
cubrió las que en su honor llamamos «criptas
de Lieberkühn», así como las células de Pa-
neth, situadas en el fondo de las criptas.
Otro discípulo de Albinus fue Peter Cam-
per, nacido en 1722 en Leiden, donde se gra-
duó en medicina y filosofía. Fue profesor de
diversas universidades, y finalmente se esta-
bleció en La Haya, donde participó en la vida
política. Murió en 1789. Fue una gran perso-
nalidad, polígrafo y experto cirujano, ginecó-
logo e higienista. Practicó también medicina
legal y veterinaria. Dibujaba de una forma
excelente. Introdujo el ángulo facial, y con él
comienza la moderna craneología. Estudió un
orangután vivo, y demostró que ni éste ni
ningún otro simio pueden proferir lenguaje
articulado ni andar verdaderamente erguidos,
en contra de lo que creían pensadores coetá-
neos como La Mettrie.
Camper publicó una anatomía detallada de
animales poco conocidos como el elefante, el
reno, el rinoceronte y otros. Describió la es-
tructura ósea de las aves, con los huesos lle-
nos de aire y los sacos aéreos. También hizo
estudios comparados de los órganos auditivos
de peces, cetáceos y reptiles.
En este punto debo recordar a Peter Simon
Pallas, nacido en Berlín en 1741. Era hijo de
un médico, y estudió en Góttingen y Leiden.
Su tesis trata de los helmintos intestinales, y
es el primero en poner de manifiesto que
proceden del exterior. Pasó seis años deam-
bulando por Siberia y llegó hasta el río Amur.
Volvió cargado de materiales, que elaboró en
San Petersburgo. Por encargo de Catalina II,
exploró Crimea. Estudió zoofitos y la relación
entre plantas y animales, y describió nuevas
especies de roedores. Finalmente volvió a
Berlín y murió en 1811.
Para cumplir el objetivo de esta carta falta
hablarte de los cirujanos, que en el siglo
XVIII lograron por fin una cierta equiparación
con los médicos. Pese al gran prestigio de
antiguos cirujanos como Ambroise Paré
(1510-1590), en Francia la equiparación fue
un proceso muy costoso, y de hecho lo acele-
ró un episodio de la vida cortesana. El ciruja-
no Charles François Félix operó con éxito una
fístula anal del Rey Sol, y ello le hizo merece-
dor de honores y sueldo superiores a los del
médico principal de la corte. Finalmente, Luis
XV promulgó un decreto de equiparación.
Vino entonces un gran florecimiento de la
cirugía, dentro del cual hemos de situar a
Pere Virgili (1699-1776) y Antoni Gimbemat
(1734-1816), dos grandes cirujanos catala-
nes que estudiaron en París, y de los que ya
te he hablado en la carta anterior.
En Alemania la equiparación llevó más
tiempo. Los cirujanos seguían iniciando su
carrera haciendo de barberos, y en el ejército
habían de seguir durante toda su vida afei-
tando a los oficiales. En Inglaterra, en cam-
bio, el prestigio de la cirugía aumentó rápi-
damente durante el siglo XVIII. Allí destacaría
John Hunter (17281793), que se puede con-
siderar la máxima figura entre Ambroise Paré
y Joseph Lister (1827-1912).
Hunter era hijo de un granjero de los alre-
dedores de Glasgow. Descubrió su vocación
ayudado por su hermano William, que era
médico en Londres. Siguió las lecciones prác-
ticas de Cheselden y Pott, los dos grandes
cirujanos ingleses de la época, pero no termi-
nó su formación en Oxford por la gran dificul-
tad que hallaba en el latín y el griego. Termi-
nó alistándose como cirujano en la flota de
guerra que salía hacia América durante la
Guerra de los Siete Años. De vuelta y con una
gran experiencia, se estableció en Londres y
alcanzó un éxito extraordinario, que además
le proporcionó una gran fortuna. Ello le per-
mitió montar un museo en su propia casa.
Llegó a contener más de trece mil piezas, y
hoy se conserva en el Royal College of Sur-
geons.
Las investigaciones de Hunter condujeron
a una larga serie de descubrimientos en los
campos de la anatomía, la fisiología y la pato-
logía. Estudió la sífilis, cuyo tratamiento en-
tonces estaba enteramente en manos de los
cirujanos, distinguiendo entre «chancro duro»
y «chancro blando». Sin embargo, cometió
un grave error al intentar establecer la rela-
ción, entonces discutida, entre la gonorrea y
la sífilis. Se inoculó a sí mismo pus gonorrei-
co, ignorando que el enfermo del que lo había
extraído era además sifilítico. Contrajo la en-
fermedad, concluyendo que las dos enferme-
dades venéreas eran la misma cosa. Su obra
Natural History of Human Teeth (1771) puede
considerarse un pilar de la odontología mo-
derna. De todos modos, la relevancia históri-
ca de Hunter radica sobre todo en la trans-
formación de la cirugía en una disciplina cien-
tífica. Era un hombre vehemente e irascible.
Murió repentinamente a los 65 años, durante
un altercado con sus colegas.
En el siglo XVIII, la humanidad estaba tan
desvalida ante las epidemias como los grie-
gos de la época de Pericles. Pero fue en ese
siglo cuando se encontró una defensa eficaz
contra la viruela, que era una de las infeccio-
nes más temibles. Igual que había ocurrido
con la quinina, se trató de un descubrimiento
empírico, y constituyó el punto de partida de
la inmunología.
Era sabido desde antiguo que las personas
que habían sobrevivido a la viruela no volvían
a padecerla. Eran resistentes para el resto de
su vida, y con frecuencia lo mostraban visi-
blemente. Eran los «picados de viruelas», que
aún recuerdo haber visto en mi infancia. De
ahí surgió la idea de provocar artificialmente
la enfermedad
en personas sanas, por medio de una pun-
ción con una aguja que contenía pus variólico
desecado. La enfermedad subsiguiente era
benigna, y tenía el mismo efecto protector.
Es la técnica llamada variolización, practicada
primero por los turcos e introducida en Euro-
pa occidental por Emmanuele Timoni en
1713. Sin embargo, la variolización conlleva-
ba el riesgo de que la enfermedad fuera gra-
ve, y de transmitir otras enfermedades como
la sífilis. También se dieron casos de sujetos
que padecieron la viruela pese a haber sido
variolizados.
Edward Jenner (1749-1833) fue un médico
rural que había sido discípulo de Hunter.
Ejercía en Berkeley, su pueblo natal. Observó
que los campesinos que habían sufrido la va-
cuna (cow-pox), que es una enfermedad be-
nigna que se transmite de las ubres de las
vacas enfermas a las manos de los ordeñado-
res, nunca sufrían viruela (small-pox). Jenner
utilizó linfa de enfermos de vacuna y la inocu-
ló en personas sanas, que de este modo ad-
quirieron resistencia permanente a la viruela.
El método de vacunación de Jenner se exten-
dió rápidamente por Europa y América, susti-
tuyendo a la variolización. La vacunación era
mucho más eficaz y menos arriesgada. Este
descubrimiento es de una importancia singu-
lar: tras dos siglos de vacunación, la viruela
ha podido erradicarse en todo el mundo. Cier-
tamente, nada es gratuito, y en un pequeño
número de casos la vacunación origina pro-
blemas gravísimos. Pero, a escala de la
humanidad, es el tributo anónimo y aleatorio
que suele ir asociado al progreso.
En el siglo XVIII también se inicia la medi-
cina social en sentido moderno, tal vez fruto
del propio despotismo ilustrado de los gober-
nantes partidarios del sistema de «todo para
el pueblo pero sin el pueblo». Entre los pione-
ros de la medicina preventiva hay que citar al
alemán Johann Peter Frank (1745-1821), que
fue el primero en sistematizar medidas de
orden público que constituyen el único medio
para controlar determinadas enfermedades.
No quiero terminar esta carta sin advertir-
te que todo este rápido movimiento de mo-
dernización de la medicina y la cirugía en el
siglo XVIII no impidió la continuidad de la
medicina humanista, de la que aún encon-
tramos genuinos representantes. Entre ellos,
y refiriéndonos a nuestro propio país, pode-
mos citar a Andrés Piquer, médico de cámara
de S. M., aragonés de origen y catedrático de
Anatomía en la Universidad de Valencia. De él
conservo un magnífico ejemplar de «Las
obras de Hippocrates mas selectas, con el
texto griego y latino puesto en castellano, é
illustrado con las observaciones prácticas de
los antiguos y modernos para la juventud
española, que se dedica a la medicina», edi-
tado en Madrid el año 1757. En su «Prefa-
cion» podemos leer lo siguiente:
Conviene, pues, por el lustre de la profe-
sión médica, y para aficionar más á la juven-
tud al estudio de las lenguas matrices, poner
á Hippocrates en griego, y oirle
hablar en el mismo lenguaje, en que él
quiso explicarse. Más atendiendo también á
que los principiantes de Medicina en las Uni-
versidades oyen á sus maestros los textos de
Hippocrates en latín, por ser esta lengua la
mas familiar, é introducida en las escuelas,
me ha parecido ser necesario poner tambien
la traduccion latina, para que los lectores
encuentren conformidad entre la doctrina que
encierra esta obra, y la enseñanza sólida, que
han recibido en la Cathedra. La version caste-
llana la he hecho para hacer de todos modos
comprehensible la doctrina hippocratica, y
tambien porque estando traducidos en caste-
llano, con grande honor, y aprovechamiento
de nuestra nacion los mejores escritores
griegos, y latinos, asi philosophos como his-
toriadores, me parece que faltaba la traduc-
cion de Hippocrates, que es uno de los mas
principales de la Grecia, y de quien han to-
mado muchas cosas buenas los mejores phi-
losophos, que huyo en ella.
Más adelante añade que
...resta ahora mostrar á la juventud la ex-
celencia de la doctrina hippocratica, e hacer
ver á todos, que en ella consiste el funda-
mento de toda la verdadera Medicina.
Afectuosamente,
38. LA TEORÍA DE LA COMBUSTIÓN
Begues, 29 de agosto de 1984
Querida Nuria:
En el siglo XVIII se hicieron grandes pro-
gresos en el intento de reducir los procesos
químicos a la combustión. Aunque John Ma-
yow (1643-1679) ya había observado que al
calentar metales se producía un aumento de
peso, y otros miembros de la Royal Society
habían demostrado que el aire era imprescin-
dible para la vida y para la combustión, entre
todos no lograron influir lo suficiente sobre el
pensamiento químico de la época. De todos
modos, hubo una racionalización progresiva,
que al menos permitió disipar los elementos
más negativos de la alquimia –sus aspectos
astrológicos y místicos– así como abandonar
la quimera de fabricar oro.
La teoría del flogisto supone que todos los
combustibles contienen una sustancia que
pierden al quemarse. A esa sustancia, que
viene a ser equivalente del azufre de los ára-
bes y de los partidarios de Paracelso, Becker
(1635-1682) y Stahl le dieron el nombre de
flogisto o principio de la llama. Los cuerpos
que contenían mucho flogisto ardían muy
bien, y los que carecían de él eran incombus-
tibles. Un cuerpocon mucho flogisto como el
carbón podía transferirlo a otro que lo hubie-
ra perdido, como el mineral de hierro, que de
este modo se convertía en un metal brillante.
El flogisto era una sustancia que no pesaba,
como la electricidad, el magnetismo y el ca-
lor. Si se objetaba que algunos cuerpos au-
mentaban de peso al perder flogisto, la con-
testación era que ello se debía a un creci-
miento secundario, o que era la propia ligere-
za del flogisto la que quitaba peso. La época
que va desde comienzos del siglo XVIII hasta
los grandes descubrimientos de Lavoisier en
1775 se denomina época del flogisto. El con-
cepto central de la teoría se basa en la exis-
tencia de los procesos antitéticos de flogisti-
cación y deflogisticación. Fíjate en que des-
pués de Lavoisier la deflogisticación se con-
vierte en oxidación, o sea en una adición, y la
flogisticación en una reducción, o sea una
sustracción. Actualmente entendemos que las
sustancias que tienen un exceso de electro-
nes fácilmente desplazables –como el hidró-
geno, los metales y el carbón– son las más
oxidables por un proceso de sustracción. En
cambio, las que toman electrones son las que
se reducen por un proceso de adición. Por
tanto, la teoría del flogisto no andaba del to-
do desencaminada, al menos desde un punto
de vista formal, pero fue formulada de un
modo que no podía cuadrar con la realidad
experimental. Además, el concepto de elec-
trones fácilmente desplazables no estaba de
ningún modo implícito en la explicación de
cómo se producía la llama.
Para poder llegar a Lavoisier hemos de re-
pasar una serie de progresos en el estudio de
los gases. Tienen su origen en los espíritus
indomables de van Helmont, y se basan en el
conocimiento del peso del aire, en la consu-
mición de una parte de éste durante la com-
bustión, y en la relación inversa entre volu-
men y presión establecida por Boyle. En el
siglo XVIII eran bien conocidos, al menos en
la práctica, el traidor grisú y otros aires in-
flamables de las minas, así como el gas de
los pantanos. Todos ellos se podían embote-
llar y quemar. También se sabía que se des-
prendía un aire no respirable de las tinajas de
los cerveceros y de las cubas de vino. Steve
Hales (1677-1761) fue quien empezó a des-
arrollar la técnica de recogida de gases, y a
medir su volumen sobre agua. Más tarde
Priestley y Cavendish mejorarían la técnica de
medición recogiéndolos sobre mercurio. En
cada caso se aplicaría el tratamiento cuanti-
tativo iniciado por Boyle.
Joseph Black (1728-1799) fue el primero
en demostrar cuantitativamente que el gas
desprendido por la cal, cuando se trata con
un ácido, puede ser reabsorbido por el agua
de cal, volviendo al material original con una
ganancia de peso igual a la pérdida que se
había producido al principio. De este modo se
demostró que un gas podía formar parte de
un cuerpo sólido. Black estableció todo esto
en su tesis, leída en 1754 y ganadora del
premio de cinco mil libras esterlinas' que la
Cámara
18
No he podido comprobar esta cifra, cita-
da en muchos libros, pero que considero exa-
gerada.
de los Comunes había establecido para el
mejor trabajo relacionado con el mal de pie-
dra, muy común entre los bebedores del siglo
XVIII. Black abandonó la teoría del flogisto
tras conocer los trabajos de Lavoisier.
Henry Cavendish (1731-1810) descubrió el
hidrógeno, que él llamó aire inflamable. Más
tarde demostró que el agua se compone de
hidrógeno y oxígeno, que el aire es una mez-
cla de oxígeno y nitrógeno en una proporción
constante, y que estos tres elementos se
pueden combinar formando ácido nítrico. Pe-
se a estas grandes aportaciones y en oposi-
ción a Lavoisier, siguió siendo partidario de la
teoría del flogisto.
Joseph Priestley nació en 1733 en un pue-
blo cercano a Leeds. Fue un típico hombre de
la nueva generación, la de Franklin y Watt.
Se hizo pastor protestante, y más tarde fue
profesor de una escuela religiosa disidente.
Llevado por su extremismo radical, tanto en
cuestiones religiosas como políticas, tuvo una
vida llena de aventuras. Murió en Estados
Unidos en 1810. Fue amigo de Franklin, con
quien compartía intereses científicos y políti-
cos. Los primeros estaban relacionados con
experimentos acerca de la electricidad, y so-
bre ellos escribió The History and Present
State of Electricity. El libro fue publicado en
1767, e incluye la primera descripción deta-
llada del experimento de Franklin con la co-
meta-pararrayos, que Franklin nunca detalló.
Es posible, querida Nuria, que lo que aca-
bo de contarte te recuerde el artículo The
Lunar Society of Birmingham de Lord Richtie-
Calder, que leíste hace poco y que hemos
comentado juntos. Tengo a la vista unas no-
tas que dejaste olvidadas aquí en Begues, y
en ellas leo: «Sociedad Lunar: grupo memo-
rable en la historia de la ciencia y la técnica,
y asociado a tres cosas: (1) la revolución in-
dustrial, (2) la independencia de Estados Uni-
dos, y (3) la revolución francesa.» Más ade-
lante, entre los nombres de Boulton, Wilkin-
son, Watt, Murdoch y otros, encuentro:
«Priestley, pastor protestante, descubre el
oxígeno, al que llama aire desflogisticado».
En el artículo también se citan los nombres
de Erasmus Darwin y de los Wedgwood. En
generaciones posteriores, estos nombres se
unirían originando figuras del máximo nivel
para nuestra historia. Sí, eso también apare-
ce en tus notas. Pero, como las dejaste
abandonadas, no estará de más dejar cons-
tancia de ello. Priestley obtuvo oxígeno calen-
tando óxido rojo de mercurio o bien minio. Lo
reconoció como un gas que no era absorbido
por el agua, y que producía atmósferas en las
que la combustión tenía una actividad extra-
ordinaria. Ello ponía de manifiesto una afini-
dad para el flogisto superior a la del aire. De
ahí lo del aire desflogisticado. El oxígeno
también fue descubierto, de manera indepen-
diente, por Carl Wilhelm Scheele (1742-
1786). Era sueco, nacido en Stralsund, y lle-
gó aser un químico muy hábil, mucho más
que Priestley. Antes que el oxígeno, descubrió
el cloro, y más tarde el manganeso y el bario.
Para producir oxígeno, Scheele usó bióxido de
manganeso, calentándolo con ácido fosfórico
o sulfúrico. También lo obtuvo por calenta-
miento a partir del nitro.
En el primer volumen de sus Experiments
and observations on different kinds of air,
Priestley nos dice: «Uno podía suponer que,
dado que el aire ordinario es tan necesario
para los animales como para los vegetales,
las plantas y los animales deben afectarse
igualmente, y yo mismo mantenía esa espe-
ranza cuando coloqué una rama de menta en
un vaso de cristal invertido sobre una palan-
gana con agua, encontrando que, después de
haber crecido allí unos meses, el aire ni apa-
gaba una vela ni afectaba de ningún modo a
un ratón que introduje en su interior... Pensé
que en la vegetación había algo que restau-
raba el aire viciado por la respiración, y que
dicho proceso también podía restaurar el aire
viciado por haber ardido en él una vela». A
continuación describe la comprobación expe-
rimental pertinente. Este descubrimiento de
Priestley llamó mucho la atención, dejando
entrever la perfecta economía de la naturale-
za que compensa por medio de las plantas la
alteración del aire producida por la respira-
ción de los animales.
Jan Ingenhousz nació en Breda (Holanda)
en 1730, y estudió medicina en Leiden. Viajó
mucho y estuvo en contacto constante con el
movimiento científico de su época. Trabajó
con Hunter en Londres y como médico se
especializó en la variolización, de la que ya te
he hablado al tratar de Jenner. También fue
en Londres donde conoció a Priestley y se
enteró de sus experimentos con plantas, inte-
resándose por el tema. En un trabajo publi-
cado en Londres en 1779, Ingenhousz pone
de manifiesto la relación existente entre la
producción de aire desflogisticado por las
partes verdes de las plantas y la luz solar. El
escrito se titula Experiments on Vegetables,
discovering their great power of purifying the
common air in sunshine, but injuring in the
shade or at night. O sea que, en propiedad,
Ingenhousz es el descubridor de la fotosínte-
sis. Murió durante un viaje a Inglaterra en
1799. En 1796 había abandonado la teoría
del flogisto, en su obra On the Nutrition of
Plants. En ella queda establecido que en la
oscuridad las plantas respiran como los ani-
males y que, expuestas a la luz, realizan el
proceso contrario; por otra parte, las raíces,
las flores y los frutos absorben oxígeno y ge-
neran aire fijo
La obra de Ingenhousz fue completada por
Jean S enebier (1742-1809), eclesiástico y
director de la Biblioteca de Ginebra, que es-
tableció la necesidad de CO2 para la vida de
los vegetales. Parece que nunca abandonó la
creencia en el flogisto. Más importante fue la
obra de su conciudadano Nicolas Théodore de
Saussure (1767-1845), botánico y geólogo,
profesor en el Consejo de Representantes
de Ginebra. En su obra Recherches chimi-
ques sur la végétation, publicada en 1804, se
revela como un experto químico y físico, y es
el primero en dar valores cuantitativos preci-
sos. Por ejemplo, precisa la relación entre la
cantidad de CO2 absorbido y la de 02 produ-
cido en la fotosíntesis, así como la cantidad
de agua necesaria. Queda establecida la es-
tequiometría
CO2 + H20 -> Materia vegetal + 02
Saussure concluyó que todo el nitrógeno
procede de compuestos amoniacales del sue-
lo, y estableció la necesidad de sales minera-
les haciendo un análisis riguroso de las ceni-
zas del vegetal. Rechazó el flogisto, pero ca-
yó en el error de no dar importancia al pig-
mento verde, a causa de resultados obteni-
dos con hojas de otros colores.
Fíjate, Nuria, en cómo se fueron estable-
ciendo sucesivamente la producción de oxí-
geno, la necesidad de luz y de clorofila, el
papel del CO2 y el del agua. Con el conoci-
miento del proceso respiratorio quedan pues-
tos de manifiesto los aspectos fundamentales
de los llamados ciclos del oxígeno y del car-
bono.
Hablemos ahora del personaje clave en to-
do este proceso, uno de los genios más gran-
des de la Química y de la Fisiología. Antoine-
Laurent Lavoisier nació en
París en 1743. Era hijo de un abogado que
le procuró una esmerada educación, espe-
cialmente en matemáticas y ciencias natura-
les. Sin embargo, Lavoisier fue funcionario
del gobierno, y su trabajo era parecido al de
los actuales inspectores de hacienda. Los tri-
bunales revolucionarios condenaron a muchos
de ellos, y Lavoisier no fue una excepción.
Murió guillotinado en 1794. Sus amigos influ-
yentes intentaron salvarlo, basando la peti-
ción de indulto en la propia ideología de La-
voisier, afín a la Ilustración, y en sus extraor-
dinarios méritos científicos. Ya sabes que la
contestación fue que la République n'a
pas besoin de savants. Tatatachán, ta-
chán, tatá, tachán...
Cuando Lavoisier tuvo noticia del descu-
brimiento de Priestley, se dio cuenta inmedia-
tamente de su significado, y puso de mani-
fiesto de manera convincente que la combus-
tión consistía simplemente en la adición de
oxígeno. Fue precisamente él quien le puso
ese nombre. De esta manera se oponía radi-
calmente a la existencia misma del flogisto.
También llegó a la conclusión de que la vida
era una especie de combustión lenta con el
oxígeno del aire. Los alimentos se quemaban
produciendo anhídrido carbónico y agua, cosa
que más tarde se conocería con el nombre de
proceso respiratorio.
La teoría de Lavoisier sobre la combustión
tiraría por los suelos la teoría del flogisto. El
dominio de su obra sobre la química sería
comparable al de Galileo y Newton sobre la
física. Lavoisier enunció el segundo gran prin-
cipio de la conservación, el de la cantidad
total de materia en las transformaciones
químicas. Recordarás que el primero había
sido el de la cantidad de movimiento. Des-
arrolló la teoría de los elementos de Boyle,
llegando a identificar veintitrés, a los que él
llamaba radicales simples. Estableció que los
ácidos estaban formados por oxígeno y meta-
loides, y las bases por oxígeno y metales,
mientras que las sales eran el resultado de la
combinación de ácidos y bases. Introdujo la
nomenclatura química actual; es decir, es
desde Lavoisier que hablamos de carbonato
potásico o acetato de plomo. También puede
ser considerado el descubridor propiamente
dicho del hidrógeno.
Con Lavoisier el agua deja de ser un ele-
mento, al demostrar cuantitativamente las
proporciones de oxígeno e hidrógeno que la
componen. Con Lavoisier se unen la física y la
química, y se producen avances extraordina-
rios en química aplicada. El instrumento bási-
co de Lavoisier es la balanza. Naturalmente,
su obra deberá ser completada por hombres
como Bertholet (1748-1821) por lo que res-
pecta a la teoría de la afinidad, y por Richter
(1757-1807) con respecto a la exactitud de
las proporciones en las reacciones químicas.
La combustión y la respiración producen la
misma cantidad de calor. Sin embargo, La-
voisier creyó erróneamente que la combus-
tión de los alimentos tenía lugar en el cora-
zón, y que generaba el calor vital. Ya Lagran-
ge (1736-1813) había observado que el calor
que se desprendía del cuerpo según las medi-
ciones calorimétricas, si fuera generado por la
respiración en los pulmones, sería suficiente
para quemarlos.
Spallanzani (1729-1799), haciendo expe-
rimentos en animales, había llegado a la con-
clusión de que la combustión no tenía lugar
en los pulmones ni en el corazón. El oxígeno
se mezcla con la sangre, y la combustión se
produce lentamente
en todas las partes del cuerpo. Sumer-
giendo caracoles en una atmósfera de nitró-
geno o de hidrógeno, siguen produciendo
anhídrido carbónico en la misma proporción y
durante mucho tiempo, como si estuvieran en
el aire. Volveremos a hablar de Spallanzani
en relación con la digestión, y también con
respecto a la generación espontánea, durante
el siglo XVIII.
Me gustaría concluir esta carta volviendo a
hablar de la Sociedad Lunar a la que antes
me he referido. Ya sabes que su nombre se
debe a la costumbre de sus miembros de re-
unirse la tarde de los lunes más próximos al
día de luna llena, simplemente para que, al
terminar la sesión, cada uno pudiera volver a
su casa con luz. Había bastantes médicos, ex-
alumnos de la facultad escocesa. Otros eran
escoceses o habían estudiado allí. Nunca fue-
ron muchos: como máximo catorce. Ten en
cuenta que en aquella época Oxford y Cam-
bridge estaban obsesionadas por la teología,
y prácticamente las únicas universidades que
iban en hora eran las de Leiden y Edimburgo.
La primera, más importante y citada muchas
veces en nuestro relato, fue fundada en
1575, y la segunda en 1583. Tuvieron mucha
relación entre ellas, y sus enseñanzas eran
prácticamente intercambiables. Piensa que el
propio Boerhaave fue alumno en Leiden de
Alexander Pitcairne, fundador del Royal Co-
llege of Physicians de Edimburgo. Se dice que
a finales del siglo XVIII más de cuarenta ca-
tedráticos de las universidades escocesas se
habían formado en Leiden.
La pequeña Sociedad Lunar dio nueva vida
a la ciencia británica, que tras Newton y sus
contemporáneos había entrado en decaden-
cia. Los virtuosi de la época de Carlos II fue-
ron seguidos por los dilettanti de la primera
mitad del XVIII. La Royal Society necesitaba
un rejuvenecimiento, que llegó con la revolu-
ción industrial y con los «lunáticos», muchos
de los cuales serían llamados a pertener a
ella: por ejemplo, Boulton, Watt, Priestley,
Wedgwood y Franklin. La Sociedad Lunar no
fue un caso único. La propia Royal Institution
de Londres, fundada por el conde de Rum-
ford, tiene un espíritu comparable. Allí fue
donde Faraday oiría las lecciones de Sir
Humphry Davy.
A la época de la teoría de la combustión
siempre le asociaremos los hombres que im-
pulsaron la revolución industrial. La máquina
de vapor con condensador de Watt, las porce-
lanas finas de Wedgwood, la fabricación de
sulfúrico de Roebuck y la de álcalis de Keir
son algunos ejemplos. Ello es significativo, ya
que en los avances venideros la ciencia y la
tecnología irían cada vez más ligadas.
Con un poco de nostalgia de los días en
que podíamos hablar todo el tiempo
que nos apetecía.
Afectuosamente,

39. LA CLASIFICACIÓN DE LAS


PLANTAS Y LOS ANIMALES

Begues, 30 de agosto de 1984


Querida Nuria:
Sin duda te costará muy poco darte cuenta
de que tenemos una tendencia natural a
agrupar conjuntos de objetos con una sola
denominación. ¿Cómo? Pues por el análisis
del lenguaje de pueblos primitivos, por el
desarrollo que vemos en los niños y por el
estudio de escritos de la antigüedad. Ya sa-
bes que los antiguos griegos trabajaron mu-
cho el análisis conceptual. De ahí que las ca-
tegorías utilizadas para la clasificación pue-
dan considerarse procedentes de Platón, así
como el uso de la dicotomía. Aristóteles dis-
tinguió el «genos» y el «eidos», quizá equiva-
lentes a nuestro género y especie. Además,
logró establecer una serie de tipos de organi-
zación que van desde la especie humana a
los seres más sencillos. Como naturalista,
prácticamente no sería superado hasta finales
del XVIII. Otro tanto ocurrió con Teofrasto,
su sucesor en la dirección del Liceo, que fue
la máxima autoridad en el campo de la botá-
nica hasta el siglo XVIII.
En la Baja Edad Media, el número de plan-
tas y animales conocidos era relativamente
pequeño, y casi todo se puede referir a Plinio
y a Dioscórides. La situación cambió con los
llamados padres alemanes de la botánica y
con los zoólogos del Renacimiento. De todos
ellos ya hemos hablado. También recordarás
que en el siglo XVI se conocieron muchas
plantas nuevas procedentes de América y del
Extremo Oriente. Entre los contribuidores
más relevantes podemos citar a García de
Orta, Cristóbal de Acosta, Francisco Hernán-
dez, Nicolás Monardes, Charles de l'Escluse
(Clusius), Prosper Alpino, Jakob de Bondt
(Bontius) y Guillaume Piso. El sistema mo-
derno de clasificación hay que atribuirlo a
Linneo en el siglo XVIII', pero hay un nexo
entre Linneo y el marco que acabo de descri-
bir. Por eso en esta carta me permitirás que
para llegar a Linneo parta del siglo XVI.
Casper Bauhin nació en Basilea en 1555, y
estudió en Tübingen con Fuchs, de quien ya
hemos hablado. Más tarde fue profesor en
Basilea, donde vivió hasta su muerte en
1624. Sus obras más importantes probable-
mente sean Prodomus y Pinax theatri botani-
ci. Se basa en Fuchs y en los herbolarios se-
mimédicos del XVI, pero introduce una acer-
tada visión de la afinidad entre diferentes
plantas. Se le considera
2
0 Es posible que pudiéramos encontrar
precursores más antiguos.
el fundador de los sistemas de clasificación
llamados naturales o politéticos, porque
atienden a la totalidad de los caracteres, o al
menos a un gran número, sin considerar que
algunas características sean más importantes
que otras. Se trata sin lugar a dudas del mé-
todo usado espontáneamente para el estable-
cimiento de los nombres comunes, y median-
te el cual la gente distingue e identifica dife-
rentes objetos. Este sistema fue patrocinado
por Federico Cesi (1585-1630), fundador de
la célebre Academia dei Lincei, y sería defen-
dido por Pierre Magnol (1638-1715), John
Ray, de quien hablaremos con más detalle
dentro de poco, Bernard de Jussieu (1699-
1777) y su sobrino Antoine-Laurent de Jus-
sieu (1748-1836), así como por Augustin-
Pyramus de Candolle (1806-1893). Beuhin
clasificó más de seis mil especies de plantas,
distribuyéndolas en grupos como gramíneas,
liliáceas, zingiberiáceas, dicotiledóneas, ar-
bustos y árboles. En ningún caso distingue
géneros.
A los sistemas naturales de clasificación se
pueden oponer los llamados sistemas artifi-
ciales, basados en una o unas pocas caracte-
rísticas consideradas como distintivas, algo
parecido a las camisetas del Barca o a las
banderolas que llevaban en el cogote los an-
tiguos guerreros japoneses, como pudimos
ver en la película «Kagemusha» del director
Kurosawa. Los sistemas de agrupación de
este tipo se llaman monotéticos, y son los
que nos chocaron, tanto a tí como a mí,
cuando empezamos a estudiar botánica y
zoología. Es aquello de que con un manco
nunca llegaríamos a la especie humana, o
que todo dependa de aquellas cuatro o seis
quetas para ir hacia uno u otro lado de la
clave taxonómica. Lo de menos es el aspecto
conjunto de los animalitos que, sin embargo,
una vez asimilado, será lo que nos los hará
reconocer de un vistazo. Podemos considerar
a Matthias de l'Obel (1538-1616) como el
iniciador de este criterio taxonómico.
Ya señalé en una carta anterior que An-
drea Cesalpino (1519-1603) fue un botánico
de relieve. En su obra De Plantis inició una
diferenciación de tipo peripatético entre plan-
tas y animales. Las plantas no tienen sensibi-
lidad ni movimiento. Las compara con los
animales, y concluye que el anillo de la raíz
que une a ésta con el tallo, corresponde al
corazón. El aparato reproductor es el tallo, ya
que produce los frutos. La planta, no obstan-
te, conserva la potencia en muchas partes, y
por eso puede reproducirse por esquejes. Los
frutos son los embriones, protegidos por las
hojas. También señala que los pétalos son
hojas modificadas, idea que Goethe recogerá
más tarde. Dice que los vegetales no tienen
sexo, y que los frutos se producen a partir de
una gema que sale de la médula. Cree que el
fruto es distintivo para cada tipo de planta, y
que es la característica apropiada para distin-
guir unas de otras. Curiosamente, en vez de
ilustraciones, Cesalpino añade a su obra un
herbario con plantas disecadas. Parece que
estemétodo fue inventado por un tal Luca
Ghini (1490-1556), maestro de Cesalpino.
Ambos fundaron jardines botánicos del tipo
que se pondría de moda en el siglo XVII. Las
ideas de Cesalpino influyeron sobre Jung y
sobre Linneo. Para nosotros, Cesalpino será
el primero en dar relevancia al fruto como
característica taxonómica distintiva.
Joachim Jung (Jungius) nació en Lübeck en
1587. Fue profesor de matemáticas en Gies-
sen, y más tarde rector de un Gymnasium en
Hamburgo. Su vida transcurrió permanente-
mente agitada por controversias sobre reli-
gión. Murió en 1657. Sus obras botánicas se
publicaron mucho después, y la principal es
«Isagoge phytoscopica». Se basa en Cesalpi-
no, pero sin las elucubraciones filosóficas de
éste. Adoptó un tipo de descripción de la
morfología vegetal que sería seguido tanto
por Linneo como por sus sucesores.
August Quirinus Rivinus (1652-1723) nació
en Leipzig, estudió medicina y más tarde fue
profesor. Su obra principal en el campo de la
botánica es Ordo plantarum, en dos grandes
volúmenes ilustrados de forma excelente. Fue
el primero en insistir en la necesidad de re-
chazar la vieja clasificación en árboles, arbus-
tos, matas y hierbas. También fue quien atri-
buyó a la flor las características distintivas
que deberían servir para la clasificación, cri-
terio que sería adoptado por Linneo. Final-
mente puso de relieve la conveniencia de una
nomenclatura simplificada.
Joseph Pitton de Tournefort nació en Aix-
en-Provence en 1656. Pese a graduarse en
medicina, se dedicó únicamente a la botánica,
y fue profesor del entonces llamado Jardin du
Roi en París. Tuvo ocasión de hacer numero-
sos y largos viajes, y murió en un accidente
en 1708. Define al vegetal como un cuerpo
vivo que siempre tiene raíces, y casi siempre
semillas, tallo, frutos y flores. Por lo que se
refiere a la estructura de los vegetales, se
basa en Cesalpino y también en Malpighi.
Tomó como criterio de clasificación tanto los
frutos como las flores. Dio importancia al gé-
nero, y dentro de él distinguió las especies
mediante unos pocos detalles complementa-
rios, referidos de modo especial a diferencias
en el tallo y las hojas. Se opuso al sistema
natural de clasificación preconizado por Bauh-
in, y estableció por primera vez categorías
taxonómicas superiores: las clases, y por
debajo de ellas las secciones. El criterio para
definir las clases son las flores: con y sin co-
rola, con y sin corola gamopétala, y además
cruciforme, lenguada y otras. Mantuvo la di-
visión en árboles, arbustos, matas y hierbas,
en contra de la opinión de Rivinus. Propuso
diecisiete clases de hierbas y cinco de arbus-
tos y árboles. Da poco importancia a la ana-
tomía, y ninguna a la fisiología. Conoció la
fertilización artificial de la palmera datilera,
que ya había sido descrita por Teofrasto, y
que se lleva a cabo suspendiendo inflorescen-
cias
masculinas sobre las femeninas. No obs-
tante, Tournefort no fue capaz de extraer
ninguna conclusión de tipo más general.
Es realmente sorprendente que, pese a las
observaciones mencionadas sobre la palmera
datilera y al uso de denominaciones como
«helecho macho» que aluden explícitamente
a la sexualidad de las plantas, ésta fuera ne-
gada tanto por los botánicos de la antigüedad
como por los de los siglos XVI y XVII. Tal vez
se debió a que muchas plantas son herma-
froditas.
En otra carta ya te he contado que Grew
fue el primero en afirmar que las flores son
los órganos sexuales de las plantas, y que
muchas de ellas se reproducen como los ca-
racoles, pero ni siquiera Malpighi se lo creyó.
El que verdaderamente puso de manifiesto el
sexo de los vegetales, y de un modo convin-
cente, fue Rudolph Jakob Camerarius (1665-
1721). Siguiendo la costumbre de la época,
publicaba los resultados de sus trabajos en
cartas o escritos breves, y en uno de 1694
titulado De sexu plantarum epistola describe
experimentos definitivos, extirpando las ante-
ras de las flores masculinas o provocando la
fecundación artificial en plantas muy diver-
sas. Concluye que hay flores unisexuales, y
plantas monoicas y dioicas, y que, en cual-
quier caso, «se justifica considerar las ante-
ras como la parte masculina y el ovario con
su estilo como la parte femenina». La teoría
de Camerarius fue aceptada por Linneo, que
basó su clasificación de las plantas en los
órganos sexuales, aunque no añadiera nada
nuevo sobre el tema. Tendríamos que esperar
un poco, hasta que lo hicieran Kölreuter y
Sprengel.
John Ray nació en 1627 en un pueblo del
condado de Essex y estudió en Cambridge,
donde llegó a profesor de griego y matemáti-
cas. Allí se ordenó sacerdote, pero en 1662 la
Act University propugnada por Carlos II res-
tringió la libertad de conciencia, y ello motivó
que Ray dejara la Universidad y la Iglesia. Se
dedicó a sus estudios en privado, gracias a su
amigo Francis Willughby, joven muy rico y de
noble familia, que había sido alumno suyo en
Cambridge. Viajaron juntos por toda Europa y
decidieron preparar una descripción sistemá-
tica, en la que Willughby se encargaría de la
zoología y Ray de la botánica. Volvieron a su
patria cargados de colecciones, y se instala-
ron en la casa de campo de los Willughby
para elaborar todo el material recogido. El
anfitrión era diez años más joven que Ray,
pero se puso enfermo y murió en 1672, de-
jando una renta de sesenta libras anuales a
su amigo, con el encargo de educar a sus
hijos. Ray permaneció unos años con la fami-
lia de su compañero, pero más tarde se casó
y se instaló en la granja de sus padres. Murió
en 1705.
En 1676, Ray publicó con autoría de Wi-
llughby un extenso ensayo sobre pájaros titu-
lado Ornithologi libri tres, y en 1686 uno so-
bre peces, «De historia piscium libri qua-
tuor». La «Historia insectorum» se publicó
después de la muerte de Ray. Resultadifícil
distinguir lo que es de uno y de otro. De
hecho, Ray escribió otras obras importantes
de zoología, como «Synopsis methodica
avium et piscium» (1713) y Synopsis met-
hodica animalium quadrupedum et serpentini
generis (1693). No está de acuerdo con la
falta de sensibilidad que Descartes suponía
en los animales, y niega la generación espon-
tánea. Trata las teorías de la epigénesis y el
preformismo, así como el ovismo y el esper-
matismo, pero sin añadir nada nuevo. En
cambio, Ray rechazó definitivamente la exis-
tencia de los animales fantásticos que se
habían ido incluyendo en los libros desde los
autores clásicos. Ray sigue un sistema de
clasificación basado en Aristóteles, pero in-
cluyendo novedades importantes. Distingue
por primera vez, dentro de los animales de
sangre roja, los que tienen pulmones y los
que tienen branquias. Divide los primeros
entre los que tienen dos ventrículos y los que
tienen uno solo, y coloca a estos últimos de-
ntro del grupo de los reptiles o cuadrúpedos
ovíparos. Los de dos ventrículos se dividen en
ovíparos (o aves) y vivíparos, tanto terrícolas
como marinos, siendo un rasgo característico
de los terrícolas su hirsutismo. Es importante
la distinción entre pezuñas y garras. Dentro
de los ungulados tenemos los equinos con un
casco, los rumiantes y porcinos con dos, y los
que tienen muchos como el rinoceronte y el
hipopótamo. Entre los unguiculados o anima-
les que tienen dedos terminados en uñas,
distingue los que sólo tienen dos, como los
camellos, y los que tienen muchas, ya sea
juntas como los elefantes, separadas y planas
como los simios, o estrechas como los carní-
voros y los rumiantes. Ray nos habla de ani-
males como el murciélago, el perezoso, la
musaraña y el topo, que no habían sido des-
critos hasta entonces. En cambio, por lo que
se refiere a los invertebrados, sigue siendo
inferior a Aristóteles.
Las contribuciones más importantes de
Ray se encuentran sin embargo en la botáni-
ca. En 1660 ya había publicado una flora de
Cambridge, y diez años más tarde un catálo-
go práctico de plantas de Gran Bretaña. De
todos modos, sus obras más representativas
fueron su Methodus plantarum nova (1682),
y sobre todo la Historia generalis plantarum
en tres volúmenes, publicada entre 1686 y
1704. En esta última se encuentra un resu-
men de todos los conocimientos botánicos de
la época por lo que se refiere a estructura,
fisiología, distribución, hábitat y clasificación.
Describió dieciocho mil seiscientas plantas
distribuidas en ciento veinticinco secciones,
algunas de las cuales siguen siendo reconoci-
das como órdenes naturales en la actualidad.
Aprovechando las observaciones de sus pre-
decesores –especialmente Cesalpino, Bauhin
y Jung– fundamentó su esquema, que puede
calificarse de natural, en las características de
los frutos, las flores y las hojas. Había reco-
nocido inequívocamente la sexualidad de los
vegetales, y estableció de forma definitiva la
diferencia entre monocotiledóneas y dicotile-
dóneas; de hecho, fue el autor de estas de-
nominaciones. Dio valor al género y precisó el
concepto de especie, reconociendo su carác-
ter fijo dentro de un margen de variabilidad.
Ahora ya podemos hablar de Linneo. Caro-
lus Linnaeus nació en Rashult, Suecia meri-
dional, en 1707. Su padre era un pastor pro-
testante muy aficionado a la jardinería. De
este modo, el pequeño Linneo se familiarizó
muy pronto con las plantas, y aprendió los
nombres de muchas de ellas. En primer lugar
estudió en el pueblo vecino de Váxjó, donde
aprendió latín y leyó la «Historia Animalium»
de Aristóteles. Después se inscribió en la Uni-
versidad de Lund pero, por consejo de su
maestro Rothman, al año siguiente se trasla-
dó a Uppsala. Parece que en esa época cono-
ció los escritos de Tournefort y Boerhaave. El
decano Celsius acogió a Linneo como un
miembro de la familia, y en el año 1730, an-
tes de terminar sus estudios, ya fue nombra-
do lector de botánica. Dos años más tarde, la
Sociedad de Ciencias de Uppsala le confió la
responsabilidad de una campaña en Laponia
con la finalidad de «explorar los tres reinos
de la naturaleza» y estudiar además «la ex-
traña forma de vida de sus habitantes, y las
ventajas e inconvenientes que ese tipo de
vida pudieran tener para la salud». Uno no
puede resistir la tentación de establecer un
cierto paralelismo entre este viaje de Linneo
y el que cien años después haría el joven
Darwin a bordo del Beagle.
Linneo se doctoró en medicina en Holanda,
en la pequeña universidad de Harderwijk,
como había hecho Boerhaave, pagándole la
estancia su futuro suegro Celsius. Después
pasó a Amsterdam y a Leiden, donde gozó de
la protección de Boerhaave e hizo la primera
edición del Sistema Naturae (1635). Volvió a
Suecia y se estableció como médico en Esto-
colmo hasta el año 1741; entonces se trasla-
dó a Uppsala como catedrático de botánica.
Más tarde tomaría parte en la fundación de la
Academia Sueca de Ciencias, de la que fue su
primer presidente. Hoy en día esta institución
es mundialmente famosa por ser la que otor-
ga los premios Nobel. El acme de la fama de
Linneo se produjo alrededor de 1750. Moriría
en 1778, tras una larga temporada en la que
sus facultades, tanto físicas como mentales,
menguaron progresivamente de forma la-
mentable. Recomendó a su hijo como sucesor
suyo en la cátedra, lo cual fue verdaderamen-
te desafortunado. Al margen de su manifiesta
mediocridad científica, el hijo de Linneo tuvo
malas relaciones con su familia. Al morir y
liquidarse la herencia, las colecciones de Lin-
neo (herbario, biblioteca y correspondencia)
fueron vendidas por su viuda al naturalista
inglés James Edward Smith (1759-1828), que
las legaría a la Linnean Society, fundada por
él mismo con un grupo de amigos en Londres
en 1778. En Suecia, este hecho es visto como
una vergüenza nacional. De hecho, mientras
las colecciones viajaban hacia Inglaterra, el
mismísimo rey envió un barco para apresar la
nave que las transportaba, pero no lo logró.
En Holanda, Linneo conoció las obras de
Camerarius, Jung y Ray, y demostró que es-
taba particularmente preparado para asimi-
larlas. No obstante, resulta sorprendente que
un hombre con una formación envidiable y
con unas relaciones privilegiadas dentro del
mundo intelectual de su época fuera tan ne-
gado para comprender la revolución científi-
ca. En la última edición del «Sistema Natu-
rae» (1765-1768) todavía nos habla de los
cuatro elementos, y mezcla descripciones
poéticas de la vida y del Universo basadas en
la religión con conceptos de su época o como
mucho un poco anteriores, como máquinas
hidráulicas o fenómenos eléctricos. Sus fuen-
tes son la Biblia, Séneca, Aristóteles, van
Helmont y Cesalpino. Sorprendentemente,
ignora tanto a Galileo y Newton como a Har-
vey, Malpighi y Leeuwenhoek. En el fondo es
un gran coleccionista, capaz de agrupar y
ordenar mejor que nadie un «universo» de
cosas diversas.
Peter Artedi (1705-1735) fue un amigo de
Linneo del periodo de Uppsala. Es posible que
Artedi fuera el zoólogo sueco más importante
de su época. Se trasladó a Londres y más
tarde a Holanda, donde se reencontró con
Linneo. Éste pudo ayudarle, puesto que ya
estaba bien situado allí, pero por desgracia
Artedi habría de caer en un canal y ahogarse.
La obra de Artedi fue publicada por Linneo
con el título de Philosophia ichthyologica. En
ella defiende el género a la manera de Tour-
nefort, es decir, como un grupo de especies
que armonizan entre sí y se diferencian de las
que corresponden a otros géneros. Incluye
las clases y los órdenes como categorías
taxonómicas superiores. Las clases han de
ser grupos naturales: por ejemplo, los peces.
Linneo adoptó los órdenes de Artedi, y en
general recibió gran influencia de éste para la
clasificación de los demás animales.
La primera edición del «Sistema Naturae»
no tiene más de doce páginas de texto, y
abarca los tres reinos. Por su novedad y cla-
ridad, fue acogida con gran entusiasmo. Las
sucesivas ediciones fueron cada vez más vo-
luminosas. La décima, de 1753, que se consi-
dera la clasificación linneana prototípica, tie-
ne dos volúmenes de más de quinientas pá-
ginas cada uno. La número trece, que es la
última, tiene tres tomos de esa misma exten-
sión. Lo que Linneo dejó escrito sobre clasifi-
cación de minerales es mejor olvidarlo. Ten
en cuenta que en su época no se sabía nada
de cristalización ni de composición química. El
resto, sobre plantas y animales, todo muy
bien puesto en órdenes, géneros y especies,
es un progreso evidente de la sistemática.
Para las plantas, Linneo toma la flor como
criterio de clasificación. Recoge el concepto
de Camerarius; de ahí que llame a su sistema
«clasificación sexual».
Establece veinticuatro clases, la última de
las cuales es la Cryptogamia. De la primera a
la vigésima, todas presentan flores hermafro-
ditas, que Linneo clasifica según el número
de estambres y pistilos, y según su posición
relativa. Según el número de estambres, te-
nemos: 1, Monandria; 2, Diandria; 3, Trian-
dria; 4, Tetrandria; 5, Pentandria; 6, Hexan-
dria; 7, Heptandria; 8, Octandria; 9, Enean-
dria; 10, Decandria; 11, Dodecandria; 12,
Icosandria; 13, Polyandria; 14, Didynamia;
15, Tetradynamia; 16, Monodelphia; 17, Dia-
delphia; 18, Polyadelphia; 19, Syngenesia; y
20, Gynandria. La 21 es Monoecia, la 22,
Dioecia, y la 23, Polygamia. Sólo por el nom-
bre entenderás qué plantas se incluyen las
clases 21 y 22. La 23 está representada por
pies con uno, dos o tres tipos de flores. Para
satisfacer tu curiosidad, añadiré una clave de
las clases 11 a 20:
MENOS DE 20 ESTAMBRES -DE ONCE A
DIECINUEVE
MÁS DE 20 ESTAMBRES Insertos en el cá-
liz Insertos en el receptáculo
ESTAMBRES DESIGUALES Cuatro, dos más
largos
Seis, cuatro más largos
ESTAMBRES ADHERIDOS ENTRE SÍ POR
LOS FILAMENTOS
En un cuerpo En dos cuerpos En más de
dos
ESTAMBRES ADHERIDOS POR LAS
ANTERAS -ESTAMBRES ADHERIDOS AL
PISTILO O ENCIMA DE ÉL
Los órdenes los establece según el número
de pistilos. De este modo, Monandria queda
en Monogynia, Diandria en Digynia, Triandria
en Trigynia, y así sucesivamente. También
utiliza criterios relacionados con la forma y
estructura del ovario y del fruto (Clases 14 y
15), el número de estambres (Clases 16, 17,
18, 20, 21 y 22) y la disposición de las flores
(Clase 19). La Clase 23 se divide según el
número mínimo de individuos para los tres
tipos de flores. Finalmente, la Clase 24 inclu-
ye cuatro órdenes; 1, Helechos; 2, Musgos;
3, Hongos; y 4, Algas. En todos los casos,
vienen a continuación las familias, los géne-
ros y las especies.
Con respecto a la clasificación de los ani-
males, Linneo llega a una división bastante
parecida a la de Aristóteles, y en ningún caso
superior a la de Ray:
CORAZÓN CON UNO O DOS VENTRÍCULOS
Y DOS AURÍCULAS. SANGRE ROJA Y
CALIENTE
1. Vivíparos: Mamíferos
2. Ovíparos: Aves
CORAZÓN CON UN VENTRÍCULO Y UNA O
DOS AURÍCULAS. SANGRE ROJA Y FRÍA.
1. Respiración pulmonar: Reptiles
2. Respiración branquial: Peces
CORAZÓN CON UN VENTRÍCULO Y SIN
SANGRE FRÍA E INCOLORA
1. Con antenas aurículas. Insectos
2. Con tentáculos: Vermes
El nombre de mamíferos sustituye al de
cuadrúpedos para poder incluir la ballena. El
hombre aparece bajo dos especies: Horno
sapiens, que se ha mantenido, y Horno tro-
glodytes, el legendario hombre de las caver-
nas. El orangután es colocado dentro del
mismo género.
Por lo que se refiere a los invertebrados,
esta clasificación es un verdadero retroceso
con respecto a la aristotélica, que distinguía
como mínimo cuatro tipos de organización. La
ignorancia de Linneo acerca de invertebrados
marinos resulta chocante. Sea como fuere,
conviene tener en cuenta que, hasta La-
marck, la visión global de los invertebrados
será muy deficiente.
Donde Linneo sobresale es en las categorí-
as inferiores de género y especie. Este último
concepto queda establecido de un modo muy
definido, e influirá hasta nuestros días. En el
Genera Plantarum (1737) escribió: «Species
tot sunt, quot diversas formas ab initio pro-
duxit Infinitum Ens». En 1751, en la célebre
«Philosophia Botanica», repetirá: Species tot
numeramus, quot diversae formae in princi-
pio sunt creatae. La cosa está clara: las espe-
cies son inmutables. Linneo conocía muy bien
las variedades hortícolas, pero las considera-
ba monstruosidades que, sin la atención con-
tinuada del jardinero, desaparecerían rápi-
damente. Más adelante sus ideas serían me-
nos rotundas, y llegaría a decir que no estaba
totalmente seguro de que el conjunto de to-
das las especies de un género no fueran obra
del tiempo, a partir de una o unas pocas es-
pecies, hijas directas del Creador (1759). En
cualquier caso, la especie actual está consti-
tuida por un conjunto de individuos que se
parecen tanto entre sí
11. Dodecandria
12. Icosandria
13. Polyandria
14. Dydinamia
15. Tetradynamia
16. Monodelphia
17. Diadelphia
18. Polyadelphia
19. Syngenesia
20. Gynandria
como si hubieran tenido un origen común.
De hecho, el taxónomo actual utiliza el con-
cepto linneano de especie, aunque formal-
mente no crea en él.
La nomenclatura binaria fue introducida
por Linneo en 1749, en su obra «Pan suedi-
cus». En Species Plantarum (1753) lo aplica a
más de seis mil plantas, y en el Systema Na-
turae de 1758 a más de cuatro mil especies
de animales. Desde entonces, la nomenclatu-
ra binaria no ha podido ser sustituida por
nada mejor (ni siquiera en los virus, que tan
lejos se encuentran del pensamiento linnea-
no). Las reglas de nomenclatura y las sinoni-
mias también se conservan prácticamente sin
enmienda. En cambio, de sus clases y órde-
nes apenas queda nada. En cualquier caso,
tras Linneo, la clasificación monotética y la
nomenclatura binaria aparecerán como el
mejor sistema para ordenar la enorme diver-
sidad de las formas organizadas.
En la Philosophia Botanica, Linneo recono-
ce que sería mejor un sistema natural de cla-
sificación, y propone el establecimiento de
sesenta y siete o sesenta y ocho grupos natu-
rales. Algunos los son realmente y otros no.
Por otra parte, no dice en ningún sitio cuál
fue el criterio que usó para establecerlos.
Quizá usó un principio muy empleado por los
microbiólogos taxónomos actuales, que dice
que a fin de cuentas un grupo natural es
aquel que es visto como tal por los buenos
especialistas.
En el libro que acabo de citar, Linneo reco-
noce la importancia de la hibridación en la
formación natural de grandes masas de va-
riedades intermedias, y tiene una noción
perspicaz de que en la naturaleza hay un lu-
gar para cada especie, o de que cada lugar
acaba siendo ocupado por una o unas pocas
especies definidas. También empieza a hablar
de los factores que influyen en la distribución
de las especies en la vegetación. Por desgra-
cia, todo lo que se refiere a anatomía y fisio-
logía es lamentable, incluso dentro del con-
texto de los conocimientos de su época.
Linneo fue un maestro extraordinario. Tu-
vo muchos discípulos y colaboradores entu-
siastas. Muchos de ellos emprendieron viajes
y expediciones en busca de nuevas especies.
Bajo su influencia se puso de moda el gusto
por la vida al aire libre, y se promovieron el
excursionismo y el naturalismo. En todo el
mundo surgieron sociedades parecidas a la
Linnean Society de Londres. Todo ello se ha
relacionado con el movimiento romántico y
con muchas figuras literarias. El espíritu na-
turalista, satirizado mediante el hombre con
salacot, pantorrillas al aire y cazamariposas,
cautivó de un modo especial al clero y a la
aristocracia rural de todos los países occiden-
tales. También se sumaron a la moda muchos
coleccionistas y aficionados procedentes de la
burguesía industrial. Charles Darwin puede
considerarse un producto de esta corriente.
El movimiento naturalista da lugar a la fi-
gura del coleccionista y buscador de nuevas
especies sin mayor preocupación acerca de
su significado científico, asícomo a la prolife-
ración de expertos identificadores de anima-
les o plantas –a veces sólo de un grupo con-
creto, como pájaros, serpientes o setas– sin
la menor formación científica. Ello contribuyó
a separar la biología de la medicina y, por
otra parte, de las ciencias físico-quimicas. En
cambio, favoreció la relación de la biología
con la geografía y la geología.
Afectuosamente,
40. LE STYLE, C'EST L'HOMME
Begues, 15 de septiembre de 1984
Querida Nuria:
Esta carta me ha preocupado más que la
mayoría de las otras. Se trata de hablar de
Buffon, y siempre me ha sorprendido el con-
traste entre su gran fama y lo poco que la
mayoría de la gente sabe acerca de su obra.
Recuerda que en Francia no hay ciudad ni
pueblo sin una rue de Buffon. Sin embargo,
me parece que pocos franceses de hoy sabrí-
an decir qué hizo el personaje en cuestión.
Su iconografía nos lo presenta con un porte
altivo, peluca blanca y casaca dorada. Ello
nos permite suponer que debió ser un perso-
naje de la época de María Antonieta. También
sabemos que escribía en un francés brillante
y ampuloso, y que por este motivo fue objeto
de admiración por parte de literatos como
Chateaubriand, Victor Hugo y Balzac. Le style
est de l'home méme, dijo en su célebre dis-
curso de entrada en la Académie, y la frase,
deformada bajo la forma de Le style, c'est
l'homme, se ha convertido en un tópico. Buf-
fon fue coetáneo de Linneo, de quien te hablé
en la carta anterior, y tuvo una gran influen-
cia sobre el pensamiento científico del siglo
XIX.
La gran obra de Buffon es la Histoire Natu-
relle, que en cierto modo puedes considerar
como un complemento de la Encyclopédie.
Ambas, cubiertas del mismo polvo, son los
grandes monumentos de la Ilustración, aun-
que la primera no tenga el carácter subversi-
vo de la segunda. Buffon no quiso colaborar
directamente en la Encyclopédie, pero ésta
recogió directa o indirectamente una gran
parte de su pensamiento. Buffon mantuvo
una actitud de independencia, evitando siem-
pre la posibilidad de verse envuelto en algún
tipo de complot contra príncipes o institucio-
nes. Uno tiende a pensar que era ambicioso,
cauto y quizá también un poco cínico. Parece
indudable que no habría podido salvarse del
hundimiento del
Ancien Régime, al que estaba estrecha-
mente vinculado, pero tuvo la suerte de morir
un poco antes, y a una edad muy avanzada.
He leído el Buffon de Pierre Gascar que me
regalaste. Está planteado correctamente, y
bien escrito, pero es posible que al autor —un
hombre de letras—se le escapen cosas impor-
tantes, y que trate diferentes aspectos con
acierto desigual. Gascar dibuja un personaje
muy poco atractivo para la mentalidad actual,
y que el propio autor acaba encontrando an-
tipático. Quizá es un truco de escritor profe-
sional, una especie de «gag» para impedir
que, al dar vida al personaje, éste se le pue-
da escapar del contexto de su tiempo. Como
contrapunto, también he repasado algunos
comentarios sobre Buffon hechos por con-
temporáneos suyos, y ello gracias a las Mé-
moires pour l'Histoire des Sciences et des
Beaux Arts de 1750 a 1760, que encontré en
casa entre los libros antiguos. Son más diver-
tidos que el libro de Gascar, ya que puedo
examinar los pros y los contras que exponen
sin salir de mi propia perspectiva intelectual.
Todo ello ha abierto ante mí un panorama
bastante interesante, pero que no puedo ana-
lizar exhaustivamente sin sobrepasar los lími-
tes que me he impuesto al escribirte estas
cartas. Por otra parte, dicho sea con franque-
za, tampoco me atrae tanto como para traba-
jarlo en profundidad. Sin embargo, de esos
materiales he entresacado para tí una serie
de cosas que, si te lo propones, sin duda
identificarás a lo largo de esta carta. Al ver
que tendría que tratar el tema de puntillas,
sin profundizar mucho, me han ido surgiendo
las dudas que acabo de exponerte.
Nuestro personaje nació en el año 1707 en
Montbar (Borgoña), en el seno de una familia
perteneciente a la nobleza burocrática, una
clase social muy influyente durante el reinado
de Luis XIV, y que dio muchos hombres im-
portantes, igual que ocurrió con la alta bur-
guesía rural en la Inglaterra de la misma
época. Buffon recibió una educación esmera-
da, y destacó por su afición a las matemáti-
cas. En la colonia británica de Dijon conoció a
Lord Alexander Gordon, que le presentó a su
sobrino de diecinueve años, duque de Kings-
ton. Éste planeaba un viaje por Francia en
compañía de Nathanael Hickman, un hombre
de gran cultura, miembro de la Boyal Society
a los treinta y cinco años. Hickman se dio
cuenta de que el joven Georges Louis Leclerc,
que era como se llamaba Buffon, era lo que
se dice une bonne téte. Por este motivo, el
duque le propuso que les acompañara, cosa
que Buffon aceptó sin pensarlo dos veces.
Con sus compañeros hizo también un recorri-
do por Italia, y más tarde viajó con ellos a
Inglaterra, y permaneció allí un año. Fue esa
época la que decantó la vocación naturalista
de Buffon, además de permitirle conocer a
muchas personalidades que ejercerían gran
influencia sobre él. En Inglaterra, estudió
matemáticas, física y botánica. De vuelta a
Francia, publicó traducciones del Method of
Fluxions de Newton y de Vegetable Statics de
Hales. Se relacionó con Maupertuis, Voltai-
re, la marquesa de Chátelet y otros newto-
nianos. En 1839 fue elegido miembro de la
Académie des Sciences, y el mismo año fue
designado conservador del Jardin du Roi —
más tarde, Jardin des Plantes— que con Buf-
fon se convirtió en el primer centro de inves-
tigación biológica en Francia. Consiguió des-
pertar interés por las ciencias naturales entre
las clases dirigentes de la sociedad francesa,
y en la propia corte de Luis XV. Recibió sub-
venciones importantes, y el rey lo nombró
conde de Buffon. La Académie Française lo
recibió tras oir su Discourse sur le style.
Como ya te he dicho, una diferencia im-
portante entre Buffon y otros contemporá-
neos suyos radica en la belleza y grandiosi-
dad de su pluma, pero quizá más aún en la
osadía de intentar dar, con toda libertad de
pensamiento, una explicación total del Uni-
verso y de la vida sobre la Tierra. Ello no sólo
lo situaría por encima de figuras tan impor-
tantes en el progreso científico como Réau-
mur y Charles Bonnet, sino que constituiría a
largo plazo su mayor mérito: ser el punto de
partida del evolucionismo del siglo XIX. Por
este motivo, dentro de la Historia de la Cien-
cia, los primeros volúmenes de la «Histoire
Naturelle» pueden considerarse revoluciona-
rios.
Buffon fue un hombre de grandes dotes
sociales en una época en la que eso era muy
valorado. Naturalmente, tuvo enemigos y
oponentes, y entre ellos encontramos tanto a
viejos cartesianos como a la Facultad de Teo-
logía de París. A diferencia de determinados
personajes de siglos anteriores, Buffon supo
eludir sin dificultad las acusaciones de las que
fue objeto. Por ejemplo, al inicio del cuarto
volumen de la Histoire Naturelle, puntualizará
qu'il n'y a aucune intention de contredire
le Texte de l'Écriture; qu'il croit tras ferme-
ment tout ce qu'elle rapporte de la création;
qu'il abandonne tout ce que dans son livre est
contraire a la narration de Moise, et qu'il n'a
présenté son hypothése que comme une pure
supposition philosophique,
y así hasta diez artículos más con los cua-
les apaciguó a la oposición, que se conformó
con una prudente y benévola crítica filosófica:
Nous prions M. de Buffon de agréer, ou du
moins de nous permettre ces observations;
elles nous empéchent de gouter et d'adopter
tous les principes de son systéme, avec au-
tant de sécurité et de confiance, que nous
estimons et que nous admirons la beauté de
son génie.
Buffon siempre gozó de gran influencia y
riqueza. Activo hasta el final, murió a los
ochenta años en 1788. Su hijo y heredero fue
guillotinado a finales de 1793. No le sirvió de
nada volverse hacia la multitud gritando Cito-
yens, je m'apelle Buffon!. Nadie le oyó, pero
de todos modos habría sido en vano. Para
unos, no era más que el hijo del seigneur de
Montbard; para otros, el hijo del seigneur du
Jardin du Roi.
La Histoire Naturelle générale et particulié-
re es una obra monumental. Sus quince pri-
meros volúmenes fueron publicados entre
1740 y 1767, y contienen la teoría de la Tie-
rra y la historia general de los mamíferos. La
Histoire Naturelle des oiseaux, en nueve vo-
lúmenes, apareció entre 1770 y 1783, y la
Histoire Naturelle: suppléments, en siete vo-
lúmenes, entre 1774 y 1789. Uno de estos
últimos es tal vez la parte más original de la
obra, y se titula «Les Époques de la Nature»
(1779). Tras la muerte de Buffon, su obra fue
continuada por Bernard-Germain Étienne La-
cépéde (1756-1825), que publicó sucesiva-
mente Ovipares et serpents, en dos volúme-
nes (1788 y 1789), «Poissons», en cinco vo-
lúmenes aparecidos entre 1798 y 1803, y
finalmente Cétacés, aparecido en 1804.
Buffon contó con la colaboración de distin-
guidas figuras. Entre ellas es fundamental el
papel desempeñado por Louis Daubenton –o
D'Aubenton– (17161799), un gran anatomis-
ta que puede ser considerado precursor de
Cuvier en anatomía comparada, y que tam-
bién colaboró en la Encyclopédie. Philibert
Guéneaude Montbeillard (1720-1785) y su
mujer contribuyeron acerca de aves e insec-
tos. El abad Gabriel-Léopold-Charles-Aimé
Bexon (1748-1784) estudió aves y minerales,
y el geólogo Barthélemy Faujas de Saint-Fond
(1741-1819) participó en la parte de minera-
logía. Todos ellos además de Lacépéde que,
como ya te he dicho, se ocupó de los volú-
menes póstumos. Durante el siglo XIX se
publicaron en Francia más de diez ediciones
de las obras completas de Buffon.
Buffon contempla todos los fenómenos que
tienen lugar en la Tierra, tanto en lo que con-
cierne a los seres organizados como al mundo
inorgánico, como consecuencias particulares
de leyes exactas que gobiernan todo el Uni-
verso, y con las cuales uno puede entender
tanto el presente como el pasado. Los fenó-
menos biológicos no son más que un eslabón
en la cadena del gran proceso cosmológico.
En esto va mucho más lejos que los autores
del siglo XVII que, como Borelli y Perrault,
únicamente intentaban aplicar las leyes de la
mecánica al cuerpo humano y al de los ani-
males. Desde nuestra perspectiva está claro
que Buffon no podía dar forma a una teoría
capaz de soportar el análisis de la ciencia
actual. Sin embargo, pese a la escasez de
información y a la relativa ingenuidad de su
pensamiento, su obra está en la línea del de-
sarrollo científico posterior.
Buffon es consciente de las limitaciones del
conocimiento humano y nos advierte del ries-
go de empeñarnos en creer que Dios no pue-
de tener otras ideas que aquellas que se nos
ocurran a nosotros. Cree que lo más impor-
tante es conocer el orden de los aconteci-
mientos, y no sus causas primeras. Se mani-
fiesta totalmente contrario a los sistemas
artificiales de clasificación como los preconi-
zados por Tournefort y Linneo. Critica dura-
mente a éste último, y pone el dedo en la
llaga por lo que se refiere a las grandes cla-
ses de insectos y vermes. Nadie es capaz de
imaginar –dice– que los cangrejos sean in-
sectos, ni que las cochinillas sean gusanos.
Para Buffon, en la naturaleza no hay más que
individuos, y las categorías taxonómicas sólo
existen en nuestra cabeza. Es evidente, que-
rida bióloga, que al margen de la antigualla
del problema de los universales, las categorí-
as taxonómicas constituyen la única estrate-
gia intelectual eficaz para entender la enorme
diversidad de las formas orgánicas, y esto es
precisamente lo que Buffon no vio.
Buffon preconiza un método parecido al de
la moderna pedagogía. El hombre situado en
medio de los objetos naturales aprenderá a
distinguir entre los animales, las plantas y los
minerales. Observará sus rasgos característi-
cos, sus costumbres y su distribución, así
como sus interrelaciones. De este modo, Buf-
fon llega a un antropocentrismo exagerado.
Una especie será tanto más noble cuanto más
singular y cuanto más difícil de confundir con
otras. Por eso el hombre se encuentra en la
cima, porque no se parece a ninguna otra
criatura. El caballo está demasiado
próximo al asno. El león es más noble por-
que no se puede confundir con el tigre ni con
el guepardo. Los roedores son inferiores por-
que constituyen un verdadero galimatías de
especies colaterales, y los insectos han de
considerarse especies ínfimas porque es im-
posible separar unas de otras. Con todo esto
se comprende que Linneo ignorara a Buffon,
y que en más de una ocasión no pudiera re-
sistir la tentación de escribir la familia Bufo-
nidae con dos «f». En favor de Buffon, y en
detrimento de Linneo, hay que decir que,
antes que él, nadie había logrado presentar
unas especies tan plenas de vida. Buffon
también cree que por influencia del medio
ambiente las especies varían, eso sí, conser-
vando las características de un prototipo ge-
neral, debido a la existencia de una especie
de molde, el moule intérieur.
En relación con la obra de Buffon, hay dos
aspectos que conviene tener en cuenta. En
sus ideas repercute la estructura social del
mundo en el que vivió. Más adelante diremos
otro tanto de Darwin, en cuyas ideas se tras-
lucen las condiciones sociales de la Inglaterra
de la segunda mitad del siglo XIX. Otra idea
clave de Buffon es la convicción de que todo
está relacionado con las leyes generales de la
Física. En comparación con Linneo, podemos
establecer un cierto paralelismo con las posi-
ciones antagónicas de Empédocles y del mé-
dico hipocrático en la Antigüedad clásica, que
ya te comenté en la carta 5, al hablar de la
«antigua medicina».
Ya sabes que el significado de los fósiles es
un problema antiguo, y que Steno representó
un paso importante para el nacimiento de la
geología.
Buffon supondrá otro paso adelante, y mu-
cho más decisivo. En Les époques de la Natu-
re sostiene: (1) que todas las cosas del Uni-
verso físico están sujetas, como las del mun-
do moral, a un cambio continuo; (2) que la
Tierra fue inicialmente un esferoide incandes-
cente que se ha ido enfriando, si bien conser-
va un calor interno mayor que el que recibe
del Sol; (3) que dicho calor interno interviene
en la formación de las rocas; y (4) que hay
fósiles en muchos lugares diferentes, inclui-
das las cimas de las montañas. Advierte que
en las rocas calcáreas de las montañas, tanto
del norte de Europa como de Asia y de Amé-
rica, los fósiles presentan características co-
munes. En las partes superiores son formas
más o menos parecidas a los organismos vi-
vos de la zona. En cambio, en las partes pro-
fundas corresponden a formas marinas y sin
relación con los seres actuales, o solamente
parecidas a organismos marinos de océanos
muy alejados. Ello le hace suponer que, en el
pasado, esas zonas estuvieron sumergidas en
aguas pobladas por organismos muy diferen-
tes de los actuales. Durante mucho tiempo
Voltaire no creyó ni una sola palabra de la
teoría de Buffon sobre el origen de los fósiles.
Para él, las conchas marinas que se encon-
traban en lo alto de las montañas habían si-
doabandonadas allí por peregrinos o viajeros.
Sin embargo, acabó por convencerse, y de-
claró que Buffon era un segundo Arquímedes.
Buffon agradeció el cumplido, y dijo estar
convencido de que probablemente nunca
habría nadie digno de ser llamado Voltaire II.
Esta anécdota nos sugiere que a Buffon le
gustaba que le consideraran sobre todo como
un físico.
La primera «época» es el periodo en el que
se originó la Tierra, junto con los demás pla-
netas. Todo habría empezado al chocar un
cometa con el Sol. Al principio el esferoide
incandescente de la Tierra habría sido alarga-
do, dando origen a la Luna por efecto de la
fuerza centrífuga. Extrapolando los datos ob-
tenidos en experimentos de enfriamiento de
bolas incandescentes de hierro, llegó a la
conclusión de que la Tierra habría permaneci-
do en ese estado unos tres mil años.
Buffon supuso que en una segunda época
se habría producido una consolidación gra-
dual, con sucesivos resquebrajamientos de la
superficie y la consiguiente salida de magma.
Le asignó una duración de unos treinta y cin-
co mil años. En la tercera época de la Tierra,
los vapores atmosféricos se habrían precipi-
tado formando el primer océano universal.
Habrían aparecido los continentes y la vida en
el mar, empezando la acumulación de sedi-
mentos marinos. Buffon calcula que para todo
ello se habrían necesitado de quince mil a
veinte mil años. La cuarta época habría esta-
do presidida por una gran actividad volcánica,
y habría durado unos cinco mil años. Llama la
atención que Buffon pretendiera definir con
gran precisión —de hecho mayor de lo que te
estoy contando— la duración de cada perio-
do, pero parece que asumió ese riesgo para
dar más verosimilitud a su hipótesis, teniendo
en cuenta la mentalidad de su tiempo.
En la quinta época habría empezado a es-
tablecerse la calma, aunque debido al calor
interno las zonas ecuatoriales continuaran
siendo extraordinariamente cálidas. Sólo en
las regiones polares habrían aparecido los
grandes animales terrestres, como elefantes,
mastodontes, rinocerontes y otros. En este
punto, Buffon sugirió que la influencia de la
disminución progresiva de la temperatura
sobre la aparición de nuevos organismos po-
dría continuar, no descartando que cuando la
Tierra esté más fría que ahora puedan apare-
cer nuevas especies que difieran de las ac-
tuales, igual que el reno difiere del elefante.
Buffon considera una sexta época, al final
de la cual aparece el hombre, después de
producirse grandes terremotos y explosiones
de masas montañosas. En la sexta época el
hombre afirma su predominio. Todo ello po-
dría haber durado otros diez mil años, de los
que seis mil habrían transcurrido con presen-
cia humana. La Tierra continuaría enfriándose
hasta la extinción de la vida. Para ello tal vez
harían falta unos cien mil años.
La existencia de siete épocas viene a de-
cirnos que los siete días de la creación co-
rresponden a periodos de tiempo. No es,
pues, casual que en la séptima época aparez-
ca el hombre. La importancia histórica de
este esquema es indiscutible, ya que rompe
con el apriorismo derivado de la cronología
bíblica, que da a la Tierra una edad de seis
mil años. El periodo contemplado por Buffon
sigue siendo muy corto si se compara con los
datos de la geología moderna, pero el paso
está dado. La idea del estado incandescente
inicial no es nueva, y ya la habíamos encon-
trado en Leibniz y en Kant. Sin embargo, Buf-
fon sugiere por primera vez la intervención
de un segundo cuerpo celeste. Él supone que
se trató de un corneta, y la cosmología mo-
derna, de una estrella que habría pasado cer-
ca del Sol. Buffon también tiene en cuenta la
posible influencia de las mareas en la evolu-
ción de la Tierra primitiva, y sobre todo da
gran importancia al vulcanismo.
Por lo que se refiere al origen de las rocas,
después de Buffon tendremos las corrientes
vulcanista y neptunista. Esta última se basa
fundamentalmente en los trabajos de Abra-
ham Gottlob Werner (1750-1817), profesor
de la escuela de minas de Freiburg, que prác-
ticamente no escribió nada y que nunca salió
de su tierra natal. Fue el primero en estable-
cer una serie estratigráfica que consideró
válida para todo el globo. Werner tuvo un
éxito excepcional con sus discípulos y es el
padre de la petrografía. Su influencia llega
hasta el joven Charles Darwin.
Para Buffon no hay una frontera definida
entre animales y vegetales. La característica
común de unos y otros es la capacidad de
producir nuevos individuos parecidos a los
progenitores. La reproducción y la capacidad
de crecimiento diferencian al mundo vivo del
mundo mineral. La materia es común, pero la
vida es una propiedad adicional. Buffon supo-
ne que los animales y plantas más sencillos
son los más primitivos, y ello es un rasgo del
pensamiento moderno. Para explicar la re-
producción asexual y la regeneración, Buffon
se vale de «moléculas orgánicas», que pue-
den desarrollarse hasta producir un individuo
completo. Esta idea procede sin duda de las
mónadas de Leibniz, y en el futuro estará
presente en las propiedades del núcleo celu-
lar y más tarde en el ADN cromosómico. Sin
embargo, Buffon no es preformista como la
mayoría de sus contemporáneos. Piensa que
es completamente irracional creer que el in-
dividuo original de cada especie pudiera con-
tener toda su descendencia. Acepta una teo-
ría de la fecundación en la que participan mo-
léculas móviles masculinas y femeninas que
se fusionan (idea basada, por cierto, en ob-
servaciones microscópicas erróneas). En opo-
sición a Descartes, Buffon admite que los
animales gozan de una cierta inteligencia,
aunque no tengan capacidad de reflexión.
Es importante, querida Nuria, que te des
cuenta de que, aunque no lo exprese con
claridad, cuando Buffon propone la aparición
sucesiva de nuevas especies contempla tres
posibilidades: generación espontánea, crea-
ciones sucesivas y transformación. Él se
muestra muy reticente a admitir cualquiera
de las dos primeras. Por este motivo, de aquí
a la evolución sólo hay un paso.
Buffon es el fundador de la Antropología
como historia natural del hombre, es decir,
como tú la estudiaste. Aunque no aporte no-
vedades de importancia, la recopilación de
Buffon es bastante buena, e incluye embrio-
logía y psicoantropología, así como la influen-
cia de la edad y de la cultura. Hace curiosas
aplicaciones del cálculo de probabilidades, y
nos da una de las primeras versiones científi-
cas de las tribus salvajes.
Hay unos pasajes muy interesantes de
Buffon que, sin ser una concesión a la religión
tradicional, no encajan muy bien en el con-
junto de su pensamiento biológico. Es la teo-
ría que él llama del «Homo duplex», y que
constituye una nueva versión de la esquizo-
frenia del hombre moderno que de un modo
u otro estoy glosando a todo lo largo de
nuestra historia. Concluye que
... notre moi nous parait alors divisé en
deux personnes, dont une est la faculté rai-
sonnable et l'autre la faculté animale, qui
nous dominant tour á tour, constituent pour
nous deux états de bonheur, l'un oú nous
commandons avec satisfaction, l'autre oú
nous obéissons avec plus plaisir. Lorsqu'un de
ces principes agit sans l'opposition de la part
de l'autre, nous ne sentons aucune contrarié-
té intérieure, parce que nous n'éprouvons
qu'une impulsion simple; car, pour peu que
par les réfléxions nous venions á blámer nos
plaisirs, ou que par la violence de nos pas-
sions nous cherchions a herir la raison, nous
cessons alors d'étre heureux; nous perdons
l'unité de notre existence, en quoi consiste
notre tranquillité. La contrariété intérieure se
renouvelle, et les deux personnes se répre-
sentent en opposition.
Buffon añade que en el niño prácticamente
se encuentra sólo la segunda de estas perso-
nas, sobre todo sin la influencia de la educa-
ción. En el joven también predomina la se-
gunda, y es cuando puede hallar mayor reali-
zación.
Mais ce bonheur va passer comme un son-
ge, le charme disparoit, et le dégoút fuit...
L'áme au sortir de ce sommeil létargique a
peine á se reconnoitre... Elle cherche un nou-
vel objet de passion, qui disparoît bientót
pour étre suivi d'un autre qui dure encore
moins.
Más adelante continúa
Dans le moyen áge, les hommes son les
plus sujets aux langueurs de l'áme, aux ma-
ladies intérieures, aux vapeurs... [...] Á cet
áge on a pris son état; c'est una carriére qu'il
est toujours honteux de ne pas fournir, et
souvent tras dangereux de fournir avec éclat.
On marche péniblement entre deux écueils, le
mépris et la haine; on s'affoiblit par les
efforts qu'on fait pour les éviter; on tombe
dans le découragement: á force d'avoir vécu,
et d'avoir éprouvé l'injustice des hommes, on
á pris l'habitude d'y compter...; on arrive á
cet état d'indiférence, a cette quietude
indolénte, dont on aurait rougi quelques
années auparavant.
Buffon concluye que entonces, si las dos
personas que hay en nosotros se mueven con
igual fuerza, caemos en
l'ennui le plus profond et cet horrible dé-
gout de soi-méme, qui ne nous laisse d'autre
désir que celui de césser d'étre, et ne nous
permet qu'autant d'action qu'il en fait pour
nous détruire, en tournant froidement contre
nous des armes de fureur.
He encontrado un comentarista anónimo
de las últimas frases, que dice que, por fortu-
na, situaciones como las que describe M. de
Buffon no son frecuentes en ningún sitio, si
exceptuamos Inglaterra. ¡Dónde hemos ido a
parar, Nuria! Quiero decir que, en contra de
los rasgos aparentes de su carácter, Buffon
ya tenía el coco comido por un movimiento
característico de finales del XVIII, y que
habría de llegar mucho más lejos con Leopar-
di, Byron, Hólderlin y Kleist. Estamos en la
concepción melancólica de la vida típica del
romanticismo.
Buffon es un precursor directo de Lamarck
y Cuvier. Contrarresta el tipo de hombre co-
leccionista de las sociedades linneanas y
complementa la personalidad del naturalista
moderno. En realidad es un pensador, más
que un descubridor o experimentador, pero
con él se produce un cambio de mentalidad
que hará posibles los grandes descubrimien-
tos científicos del siglo XIX. Para concluir,
fíjate en que uno de los principios fundamen-
tales de la geología y de toda la ciencia mo-
derna, al menos hasta los enigmáticos cos-
mólogos actuales de la teoría de la singulari-
dad, ya fue enunciada por nuestro personaje:
Pour juger de ce qui est arrivé et méme de ce
qui arrivera, nous n'avons qu'á examiner ce
qui arrive. Es el principio llamado del actua-
lismo, Supongo que coincidirás conmigo en
que es una barbaridad decir que Buffon es el
personaje plus momifié de l'histoire de la
science. Después de esta carta me gustaría
que lo vieras pas si enfermé dans son nom
que çá!.
Afectuosamente,

41. OTROS ASPECTOS DE LA


BIOLOGÍA DEL SIGLO XVIII

Begues, 27 de septiembre de 1984


Querida Nuria:
Quisiera dedicar esta carta a una serie de
aspectos de la biología del siglo XVIII que
hasta ahora he dejado a un lado, y que me
parecen suficientemente significativos como
para dedicarles nuestra atención.
Hasta Lamarck, el estudio de los inverte-
brados es una continuación de los trabajos
iniciados por Malpighi y Swammerdam en el
siglo XVII. La figura más destacada de la
primera mitad del XVIII es René Antoine Fer-
chault de Réaumur (1683-1757), nacido en
La Rochelle e hijo de un magistrado de gran
fortuna, perteneciente a la nobleza. Réaumur
se dedicó desde joven a estudios muy diver-
sos y en campos muy diferentes. Gracias a
un trabajo matemático ingresó en la Acadé-
mie des Sciences, institución que más tarde
le encargaría una Description générale des
Arts que no terminó. Sus artículos no son
recopilaciones de información ajena, sino el
resultado de su propia experiencia en talleres
y fábricas. Entre ellos ocupan un lugar desta-
cado los que se refieren a la fundición de los
metales y la obtención de acero. También se
ocupó de la fabricación de porcelana, así co-
mo de la hilatura de oro y de la fabricación de
perlas artificiales.
Réaumur estudió la dilatación de los gases,
el calor específico y, como sabes, estableció
la escala termométrica que lleva su nombre,
y que va desde 0°, punto de congelación del
agua, hasta 80°, cuando empieza a hervir.
Aquí en Begues tengo un termómetro que
aún lleva esa escala. Sin embargo, el trabajo
más importante de Réaumur está relacionado
con los invertebrados, y se recoge en sus
Mémoires pour servir á l'histoire des insectes,
en siete grandes volúmenes y con excelentes
láminas. Estos volúmenes aparecieron entre
1734 y 1742, y constituyen una obra inaca-
bada. Piensa que la Histoire Naturelle de Buf-
fon no trata las dos clases de invertebrados,
insectos y vermes, de la clasificación de Lin-
neo. Para Réaumur el término «insectos» es
muy amplio, e incluye prácticamente todos
los animales inferiores. Estudió más especies
que Swammerdam, abarcando prácticamente
todos los grupos que hoy se conocen. Tam-
bién se asocia a Réaumur el descubrimiento
de los fenómenos eléctricos de la raya, el
estudio de la regeneración de las extremida-
des del cangrejo y, en relación con la forma-
ción de perlas, la existencia de un proceso
secretor en la cloaca de los moluscos.
Réaumur fue el primero en obtener jugo
gástrico, haciendo tragar a un gavilán una
esponjita que luego era vomitada, como
hacen las aves con todo aquello que no pue-
den digerir. No pudo discernir si la acidez del
jugo era un fenómeno normal o patológico, ni
observar la digestión in vitro. Recogió vómi-
tos en ayunas y experimentó con su poder
digestivo, pero no obtuvo resultados conclu-
yentes. En cambio, pudo comprobar la diges-
tión de trozos de carne introducidos en el
estómago del gavilán dentro de cápsulas me-
tálicas perforadas. Cuando las extraía, la car-
ne se había disuelto. Sus experimentos sobre
la digestión fueron repetidos –y mejorados
significativamente– por Spallanzani (1777), a
quien ya he citado. Spallanzani logrará la
digestión in vitro y comprobará que el jugo
gástrico es imputrescible, refutando definiti-
vamente la idea de que la digestión es una
putrefacción. Los trabajos de Réaumur y Spa-
llanzani sobre este tema tendrán continua-
ción, ya en el siglo XIX, con los estudios de
Prout, que identificará el ácido clorhídrico del
estómago, y con los célebres y definitivos
experimentos de la fístula gástrica de Beau-
mont y Claude Bernard.
La obra de Réaumur sobre los invertebra-
dos fue completada por el holandés de origen
sueco Carl de Geer (1720-1778), que entre
1752 y 1778 publicó siete volúmenes con el
título Mémoires pour servir á l'histoire des
insectes. También influyó sobre Abraham
Trembley (1710-1784), que desde Holanda
dio a conocer, en 1788, sus Mémoires pour
servir á l'histoire d'un genre de polypes d'eau
douce, que sirvió para que el propio Réaumur
se interesara por este tipo de organismos y
por el descubrimiento de la naturaleza animal
de los corales, realizada en 1727 por Antoine
Peysonnel. Finalmente, podemos situar en la
misma línea la obra de August Johann Roesel
von Rosenhof (1705-1759), de Turingia, que
estudió extensamente la vida de los animales
inferiores, publicando sus resultados con
magníficas ilustraciones propias. También se
debe a Rosenhof el procedimiento para man-
tener ranas en un acuario indefinidamente,
un procedimiento que ha tenido gran utilidad
para el desarrollo de la fisiología. También
podemos añadir a Pierre Lyonet (1707-1789),
un hugonote refugiado en Holanda, que pu-
blicó un Traité anatomique de la chenille qui
ronge les bois de Saule (1760), con dibujos
de magníficas disecciones.
Ya he citado a Albrecht von Haller (1708-
1777) como uno de los discípulos de Boer-
haave. Fue una gran figura del siglo XVIII,
fisiólogo, anatomista, botánico e incluso no-
velista y poeta. A nosotros nos interesa parti-
cularmente bajo dos aspectos: como fisiólogo
y como uno de los más grandes representan-
tes de la corriente vitalista de su tiempo.
Como botánico y como escritor fue respecti-
vamente rival de Linneo y de Jean-Jacques
Rousseau, y hay que admitir que en ambos
casos se quedó bastante atrás. El contrapun-
to de su vitalismo está personificado en De la
Mettrie, que tuvo el detalle sarcástico de de-
dicarle su libro L'homme machine, que von
Haller rechazó indignado. Sus Primae Lineae
Physiologiae de 1747,pronto traducidas a
diversos idiomas, constituirán el libro de fisio-
logía más extendido hasta bien entrado el
siglo XIX, y sus Elementa Physiologiae Corpo-
ris Humani (17571776), en ocho volúmenes,
la síntesis fisiológica más grande de su épo-
ca.
Albrecht von Haller nació en Berna en
1707. Estudió en Tübingen y obtuvo el docto-
rado en la célebre Universidad de Leiden,
donde fue discípulo destacado de Boerhaave
y de Albinus. Luego amplió estudios en París,
Londres y Basilea. En esta última ciudad cur-
só matemáticas superiores con Jean Bernoui-
lli, y además publicó una gran obra sobre la
flora suiza. Pasó un tiempo en su ciudad na-
tal, y luego se trasladó a Góttingen para ocu-
par durante diecisiete años la cátedra de ana-
tomía, cirugía y botánica. Allí fundó la célebre
revista «Göttinger gelehrte Anzeigen», en la
que llegaría a publicar no menos de doce mil
artículos y reseñas. Sin que se sepa porqué,
en 1753 abandonó la cátedra para volver a
Suiza, donde llevó una vida más bien oscura,
aunque continuó relacionándose con la mayo-
ría de los sabios de su tiempo. Era un devotí-
simo cristiano, padre de once hijos. Hoy en
día diríamos que con toda probabilidad sería
miembro del Opus. De hecho, como antes
Kepler y Newton y más tarde Faraday y Pas-
teur, Haller será un ejemplo más de una au-
téntica pero difícil coexistencia entre un gran
misticismo religioso y un poderoso raciona-
lismo científico.
La obra fisiológica de Haller trata, entre
otros temas, del desarrollo embriológico, la
formación de los huesos, el mecanismo de la
respiración y la acción del jugo gástrico y de
la bilis. No obstante, la parte más innovadora
es sin duda la que se refiere a la irritabilidad
como característica básica de la materia viva.
Por ejemplo, pone de manifiesto que los
músculos se contraen como respuesta a dife-
rentes tipos de estímulos: mecánicos, térmi-
cos, químicos, eléctricos o nerviosos. La reac-
ción es de tipo todo o nada, sin que haya
proporción entre la intensidad del estímulo y
la de la respuesta. Para Haller, ello significaba
que la fisiología no era reducible a una expli-
cación física o química.
Julien Offroy de La Mettrie nació en Saint
Malo (Bretaña) en 1709. Estudió teología en
la Sorbona, y luego medicina en Leiden con
Boerhaave. Se estableció como médico en
Paris, donde publicaría la traducción de las
obras de su maestro, cosa que estuvo mal
vista en el ambiente intelectual de la capital
de Francia. Como La Mettrie era un gran po-
lemista, en lugar de apaciguar los ánimos los
soliviantó. Como consecuencia, igual que
habían hecho otros pensadores de su época
cuando se habían encontrado con dificulta-
des, emigró a Holanda, que se había conver-
tido en un refugio de librepensadores. Allí
publicó sus dos célebres obras, L'Histoire Na-
turelle de l'ame» y «L'homme machine. Las
cosa se le puso negra incluso en Holanda,
pero tuvo la suerte de ser acogido por Federi-
co II de Prusia, un monarca liberal y absolu-
tamente
indiferente a los problemas religiosos,
comparable en algunos aspectos a otro Fede-
rico II –el de las Dos Sicilias, de comienzos
del siglo XIII– que ya ha aparecido en una
carta anterior. Se dice que La Mettrie murió
de un empacho de trufas, y que de hecho
alardeaba siempre de disfrutar sin límites de
todos los placeres de la vida. Fue uno de los
autores más denostados del siglo XVIII, pero
quiero creer que su objetivo era crear un es-
tado de opinión universal que tuviera como
base los principios científicos, a base a arre-
meter contra todas las ideologías y conven-
cionalismos. De todos modos, es posible que
se preocupara más de persuadir que de bus-
car objetivamente la realidad.
De la Mettrie puede considerarse el funda-
dor de la psicofísica. Preconizó que lo que
llamamos alma no puede ser diferente del
cuerpo, y admitió la existencia de enferme-
dades que pueden afectarla. También decía
que los animales no difieren del hombre en
este aspecto. Partiendo de las «moléculas
orgánicas» de Buffon, supuso que los seres
vivos se habían originado espontáneamente
en una Tierra primitiva diferente de la actual.
Creía que los órganos podían seguir ejercien-
do sus funciones separados del cuerpo, una
idea que ha resultado trascendental en fisio-
logía por lo que se refiere a las técnicas de
perfusión de órganos aislados. Como ya te he
señalado, podemos considerar a La Mettrie
como un líder del materialismo del siglo
XVIII, en oposición al vitalismo de Haller.
Aunque el dualismo preformación-
epigénesis tiene origen aristotélico, desde el
gran naturalista de la Antigüedad hasta los
microscopistas del siglo XVII dominó la tesis
epigenista. Por ejemplo, ya sabes que Harvey
fue de esa opinión. En el siglo XVIII, en cam-
bio, tras los descubrimientos de Malpighi y
Swammerdam, la mayoría de los sabios de
pro se hicieron preformistas. El desarrollo
embrionario se reducía a un simple creci-
miento de órganos preexistentes, y se forma-
ron dos bandos: los ovistas y los espermatis-
tas. Estos últimos reclamaban para Adán el
privilegio que los ovistas concedían a Eva. El
espermatozoide es un abrégé d'enfant, según
la conocida expresión de Nicolas Andry, mé-
dico francés del XVIII. Pero en éstas apareció
Wolff como un nuevo campeón de la epigéne-
sis, afirmando que la sustancia germinal era
originalmente homogénea y amorfa, y que las
diferentes partes del embrión sólo aparecen
después de la fecundación, sucesivamente y
con formas totalmente diferentes de las que
irían adquiriendo en su evolución posterior,
ya que la fenogénesis era un proceso gradual
de metamorfosis continua. Este modo de
pensar estimuló los estudios embriológicos,
que los preformistas descuidaron por conside-
rarlos irrelevantes. En cierto modo, podemos
considerar el pensamiento actual como una
síntesis de las dos teorías.
Caspar Friedrich Wolff nació en Berlín en
1733. Era hijo de un sastre, y estudió medi-
cina en su ciudad, y más tarde filosofía en
Halle, donde se seguía elsistema de Leibniz.
Entre sus escritos tenemos la Theoria genera-
tionis de 1759, que fue acogida más bien con
frialdad. Más tarde Wolff emigró a Rusia,
donde reinaba Catalina la Grande. En San
Petersburgo publicaría De formatione intesti-
norum, en el año 1768. Son sus dos obras
fundamentales, que pasaron casi inadvertidas
en su tiempo pero ejercieron una gran in-
fluencia a comienzos del siglo XIX. Wolff mu-
rió en 1794.
Según Wolff, el desarrollo estaría presidido
por una fuerza que él llama «vis essentialis».
Dicha fuerza actuaría sobre un material indi-
ferenciado, dando lugar a la formación de
«vesículas» visibles al microscopio. De este
modo se formaría un tejido uniforme del que
surgirían progresivamente los futuros órga-
nos. Wolff aplica esta idea tanto a las plantas
como a los animales. Con respecto a estos
últimos, Wolff describió con detalle las suce-
sivas modificaciones que experimenta el in-
testino del polluelo, que inicialmente es una
simple membrana que luego se pliega y se
curva para convertirse en un tubo. Hay que
reconocer que se anticipó a Schleiden y
Schwann al afirmar que los tejidos «vesicula-
res» existían tanto en animales como en
plantas. Por otra parte, al señalar que la hoja
origina los restantes órganos de los vegeta-
les, Wolff adelanta la teoría que más tarde
formularía Goethe. Pero lo más importante de
todo es el hecho de comparar los tejidos pri-
marios del animal con las hojas de las que
surgirán nervios, músculos y vasos, estable-
ciendo así el punto de partida de la teoría de
las hojas germinales de von Baer, Pander y
Remak.
Pese a lo que acabo de contarte, debes ver
a Wolff sobre todo como un teórico, un hom-
bre muy influido por el movimiento románti-
co, y más afín a los Naturphilosophen que a
los científicos del siglo XVII o de su propia
época.
En el siglo XVIII tuvo mucha más influen-
cia Charles Bonnet que Wolff. Bonnet nació
en Ginebra en 1720, en el seno de una fami-
lia hugonote que había emigrado desde Fran-
cia. Ejerció de abogado pero dedicó primor-
dialmente su atención a las ciencias natura-
les. Fue discípulo de Réaumur, y de ahí que
se interesara sobre todo por los «insectos».
Por desgracia, una enfermedad ocular le obli-
gó a dedicarse preferentemente a trabajos
especulativos. Murió en 1793, y contrasta con
los librepensadores de su época ya que fue
toda su vida un devoto cristiano. Tuvo gran
influencia de Haller, y fue muy apreciado por
sus contemporáneos y sucesores, incluido
Cuvier.
Bonnet suele ser recordado sobre todo por
el descubrimiento de la partenogénesis. Con-
siguió aislar la hembra del pulgón, observan-
do que se reproducía sin la intervención de
ningún macho, dando lugar a una numerosa
descendencia de hembras. Descubrió igual-
mente la alternancia entre la generación par-
tenogenética de verano y la sexual de invier-
no. Esto fue un golpe de gracia
para los espermatistas. Muchos llegaron a
la conclusión de que, aunque Eva proviniera
de una costilla de Adán, todas las generacio-
nes futuras estaban ya en su ovario. Por otra
parte, conviene recordar que la reproducción
partenogenética de los áfidos ya había sido
observada por Leeuwenhoek.
Bonnet también estudió celentéreos y brio-
zoos, anélidos de agua dulce y el gusano de
tierra, sobre todo por lo que se refiere a su
capacidad de regeneración. También nos des-
cribe los cambios anatómicos que se produ-
cen durante la metamorfosis de algunos in-
sectos, y se da cuenta de que el tejido adipo-
so tiene un papel de reserva. También hay
que señalar que fue el descubridor de los tro-
pismos.
Para explicar la regeneración, Bonnet su-
puso que había una especie de simientes vi-
tales repartidas por todo el cuerpo. Esta idea
procede de Leibniz y de Buffon. Ahora bien, a
diferencia de este último y de La Mettrie,
Bonnet no la relacionó con la generación es-
pontánea, que rechazó explícitamente. Creía
en una evolución progresiva de las partículas
germinales de cada especie, lo cual conlleva-
ba una mejora gradual. Por este motivo, pen-
saba que en otros planetas podían existir las
mismas especies, pero con un grado diferente
de evolución. Aplicaba esta idea a la propia
especie humana, y admitía que en otro plane-
ta podía hallarse en un estadio más próximo
a los ángeles que en la Tierra. El pensamiento
de Bonnet puede considerarse precursor del
de Lamarck, e incluso puede haber influido en
la moderna teoría ortogenética y en el famo-
so «punto omega» de Theilard de Chardin.
En el año 1780, Bonnet escribió una carta
a Lazzaro Spallanzani (1729-1799) en la que
le decía: «En pocos años usted ha hecho más
experimentos que todas las academias juntas
en un siglo.» En efecto, Spallanzani, a quien
ya me he visto obligado a citar repetidamen-
te, representa por su sentido experimental y
por su tipo de pensamiento un verdadero
adelanto de la biología del siglo XIX. Nació en
Scandiano (Reggio Emilia). Aunque estudió
abogacía en Bolonia, se dedicó de lleno a las
ciencias naturales, probablemente por in-
fluencia del gran naturalista Vallisnieri, a
quien ya he citado en relación con el origen
de las agallas de los vegetales, y de su prima
Laura Bassi, que era profesora de Física en la
Universidad de Bolonia. Spallanzani recibió
los hábitos religiosos, y fue profesor en Reg-
gio, en Módena y finalmente en Pavía, donde
realizó su labor principal. En aquella época
Pavía albergó a otras figuras importantes,
como Scarpa en anatomía y Volta en física.
Independientemente, Spallanzani hizo exten-
sos viajes de ampliación de estudios, y alcan-
zó una gran fama internacional.
Dejaremos a un lado la respiración y la di-
gestión, que ya hemos tratado, para centrar-
nos en otros dos aspectos importantes de la
obra de Spallanzani: la generación espontá-
nea y la fecundación artificial.
En la época que estamos tratando, el
presbítero inglés John Tuberville Needham
(1713-1781), que fue colaborador de Buffon,
había hecho experimentos de generación es-
pontánea de microorganismos en líquidos
susceptibles de fermentación inicialmente
limpios. Obtuvo resultados positivos usando
recipientes cenados, y tras un calentamiento
relativamente largo. Sus trabajos fueron pu-
blicados en un libro titulado New Microscopi-
cal Discoveries (1745) y en las Philosophical
Transactions de 1743. Spallanzani repitió los
experimentos de Needham evitando cuidado-
samente cualquier clase de contaminación
procedente del exterior y aumentando el
tiempo de calentamiento del líquido. En esas
condiciones no había generación, y el medio
permanecía libre de vida indefinidamente.
Poniéndolo en contacto de nuevo con el exte-
rior aparecían los microorganismos, poniendo
de manifiesto ad oculos que los gérmenes
venían de fuera. Tras lo expuesto por Spa-
llanzani en sus escritos Saggio di osservazioni
microscopiche concernenti
sistema della generazioni di signori di
Needham e Buffon (1765) y Oservazzioni e
sperienze intorno alli animaluzzi delle infusio-
ni (1767), la gente dejó de creer en la gene-
ración espontánea de los microorganismos.
Por ejemplo, Voltaire escribiría al respecto:
Des animaux nés sans germes ne pouvaient
vivre longtemps. Ce sera votre livre qui vivra,
parce qu'II est fondé sur l'expérience et sur
la raison. Pese a ello se produjo una gran
controversia, de la que finalmente surgiría el
problema de si era el aire residual calentado
el que impedía el fenómeno de la generación
espontánea. De este modo se pasaba de nue-
vo la pelota, que en el siglo XIX sería recogi-
da por Schwann y Pasteur para marcar el gol
definitivo.
Pocos de los que hoy hablan y escriben
sobre niños probeta saben que este asunto
viene del siglo XVIII. Fue nuestro Spallanzani
el primero en lograr la fecundación experi-
mental en batracios, y en conseguir la prime-
ra inseminación artificial en el perro. Obvia-
mente, en los batracios la fecundación y el
desarrollo son extracorpóreos. Por desgracia,
en este tema, Spallanzani fue víctima de sus
propios apriorismos mentales. !Nadie es per-
fecto! Viendo que el líquido seminal filtrado
perdía el poder de fecundar, no fue capaz de
ver que éste residía en los espermatozoides
retenidos en el filtro. Ovista radical, no pudo
creer en una participación equivalente de los
dos sexos en la reproducción; para él, el óvu-
lo había de contener el embrión preformado,
que sólo necesitaba ser estimulado por con-
tacto directo con el líquido seminal. Habría
que esperar hasta 1875 para que Oscar
Hertwig pusiera en evidencia la unión entre el
espermatozoide y el óvulo. De todos modos,
en el campo de la biología, Spallanzani fue el
experimentador más hábil del siglo XVIII. Tal
vez por ese motivo Pasteur colgó su retrato
en el lugar de honor de su despacho en París.
Ya sabes que en el siglo XVIII la botánica
estuvo dominada por Linneo, con objetivos
fundamentalmente sistemáticos. Stephen
Hales (1679-1761), a quien ya he citado, fue
una excepción, y es un precursor de los
grandes fisiólogos vegetales de finales de
siglo, que también hemos tratado. Ahora
quiero hablarte de Joseph Gottlieb Kólreuter,
nacido en Würtemberg en 1733. Estudió en
Berlín, Leipzig y San Petersburgo. Fue profe-
sor de Historia Natural y conservador de los
jardines botánicos de Karlsruhe. Murió en
1806. Fue un continuador de Camerarius en
el campo de la fecundación de las plantas.
Examinó al microscopio la emisión del tubo
polínico, considerándolo un líquido aceitoso
semejante al que desprende el pistilo; la
unión de uno y otro constituiría una reacción
del tipo de la que ocurre entre un ácido y una
base para formar una sal.
Kólreuter fue el primero en darse cuenta
de que algunas flores siempre son fertilzadas
por insectos, mientras que otras lo son exclu-
sivamente por el viento. Mediante fecunda-
ción artificial obtuvo híbridos de manera sis-
temática, cruzándolos entre ellos y recupe-
rando los tipos paternos. Por tanto, tenemos
un antecedente preciso de los experimentos
de Mendel. Incluso registró casos que hoy se
interpretarían como mutaciones. Sin embar-
go, no fue capaz de interpretar sus resulta-
dos, probablemente ofuscado por ideas exce-
sivamente vagas sobre la fecundación, y por
una cantidad abrumadora de prejuicios místi-
cos y alquímicos. Para que te hagas una idea,
te diré que llegó a comparar la obtención de
híbridos con la transmutación de los metales.
Con este tipo de cosas en la cabeza, era muy
difícil que entendiera el significado de sus
propios experimentos.
Christian Conrad Sprengel también trabajó
sobre la fecundación de las plantas. Nació en
Brandeburgo en 1750, y llegó a rector de
Spandau (¡nada que ver con el campo de
concentración nazi!). Murió en 1816, prácti-
camente desconocido, pero tuvo la fortuna
(póstuma) de ser salvado del olvido por Char-
les Darwin, que se valió de los experimentos
de Sprengel para apoyar la teoría de la selec-
ción natural. Sprengel observó que los necta-
rios de las flores siempre están protegidos de
la lluvia y tienen colores especiales, llegando
a la conclusión de que su función es atraer a
los insectos. Comprobó que éstos trasladan
polen de los estambres a los pistilos, y obser-
vó que algunas plantas siempre son poliniza-
das por la misma especie de insecto, mien-
tras que otras lo son por más de una. Se dio
cuenta de que la forma y la posición de los
nectarios se adapta al tipo de insecto, y des-
cubrió que en muchas flores hermafroditas
los estambres y los pistilos maduran en mo-
mentos diferentes, de modo que la fecunda-
ción por medio de los insectos sólo puede ser
cruzada. Concluyó que la naturaleza no quie-
re que una flor sea fecundada por su propio
polen. La obra de Sprengel no fue valorada
con justeza por los Naturphilosophen de su
tiempo, pero sobrevivió y contribuyó al pro-
greso posterior en su campo.
Le Siécle des Lumiéres desembocó en la
revolución de 1789. Pero esto fue en Francia,
y no en el resto de Europa. En Inglaterra no
había lugar para una revolución, tras la gue-
rra civil y los consiguientes cambios políticos
ocurridos en el siglo XVII. En Alemania, don-
de este periodo se conocería más tarde con el
nombre de Aufklärung, inicialmente no tuvo
otra consecuencia que una renovación litera-
ria. Tras la guerra de los treinta años, Alema-
nia permaneció dominada culturalmente por
Francia, hasta el resurgimiento de Prusia con
Federico el Grande. Es entonces, hacia la se-
gunda mitad del siglo, cuando se produce un
gran renacimiento literario, junto con la filo-
sofía idealista y la Naturphilosophie, todo ello
con suficiente fuerza expansiva como para
repercutir más o menos en los restantes paí-
ses de Europa. Algunos científicos de la época
estuvieron muy influidos por estas corrientes,
y otros, poco o nada. Entre los primeros hubo
quien se entregó a especulaciones delirantes.
Entre los segundos, algunos alternaron la
especulación con la investigación específica y
rigurosa. Esto último acabó siendo la tónica
dominante a medida que avanzaba el siglo
XIX.
Lorenz Oken (1779-1851) es tal vez uno
de los principales representantes de la Na-
turphilosophie. Fue profesor en Jena, y allí
publicó su teoría de que el cráneo era una
modificación de unas cuantas vértebras. Ello
le hizo caer en desgracia ante Goethe, que
era la máxima autoridad intelectual en Ale-
mania. Oken fundó la revista «Isis», que du-
rante mucho tiempo constituyó un foco de la
vida científica alemana. También tuvo la inte-
resante iniciativa de organizar reuniones de
sabios de diferentes países y escuelas, por lo
cual podemos considerarle el fundador de los
congresos y simposios de nuestro tiempo.
Hay que reconocer que Oken promovió el
interés por el estudio de la naturaleza, pero
su pensamiento es bastante estrafalario, sin
el rigor formal de Schelling ni la belleza de las
ideas de Goethe.
Fuera de Alemania, la corriente filosófica
natural produjo dos figuras realmente dignas
de recordar. En Inglaterra tenemos a Eras-
mus Darwin (1731-1802), de quien ya hemos
hablado en relación con la Lunar Society. En
realidad tenía un espíritu muy diferente del
que caracterizó a dicha institución. Nació en
Nottingham, y estudió en Cambridge y Edim-
burgo. Ejerció como médico rural en Lichfield,
y tuvo dos nietos que habrían de perpetuar
su memoria: Charles Darwin y Francis Galton.
Aunque escribió acerca de casi todo, haciendo
un pequeño esfuerzo podemos salvar su Zoo-
nomia (1794). En ella se muestra epigenista
y espermatista, y admite la evolución de las
especies. Por este motivo se ha dicho que
influyó en su nieto; sin embargo, éste sólo le
consideró un precursor de Lamarck.
Étienne Geoffroy de Saint-Hilaire nació
cerca de París en 1772. Se interesó por la
química, la cristalografía y la anatomía. Du-
rante la revolución se dedicó a
salvar la vida a bastantes curas con el
riesgo de perder la suya. Pese a ello, el go-
bierno revolucionario lo nombró profesor de
zoología en un centro de nueva creación,
donde pronto lograría fama por su talento y
energía. Recomendó a Cuvier, que entonces
era totalmente desconocido. Gracias a ello,
Cuvier acabó ocupando otra cátedra. En cali-
dad de zoólogo, acompañó a Napoleón en su
expedición a Egipto y obtuvo excelentes co-
lecciones, que salvó de manos de los británi-
cos. Menos loable fue el desmantelamiento de
los museos españoles y portugueses, en el
que participó igualmente por orden de Napo-
león. Los útimos años de su vida estuvieron
marcados por su enemistad con Cuvier. Murió
en 1844.
La anatomía comparada abanderada por
Buffon y Daubenton fue continuada con gran
entusiasmo por Saint-Hilaire y Cuvier. Real-
mente fue este último quien la convirtió en
una de las bases de la biología contemporá-
nea, y quizá valga la pena dedicarle una car-
ta. Sin embargo, Saint-Hilaire también mere-
ce un lugar destacado en la corriente filosófi-
ca natural que estamos tratando. Creía que
todos los animales tienen un tipo único de
organización. Se interesó especialmente por
la estructura ósea, y hay que reconocer que
tuvo ideas brillantes en este aspecto. Inter-
pretó acertadamente que el hueso del oído de
los peces procede del hueso craneal, y que el
cartílago de la laringe procede de los arcos
branquiales. Sin embargo, también estableció
homologías totalmente fantásticas, sobre to-
do en invertebrados. Uno de los espectáculos
intelectuales más famosos de principios del
siglo XIX fue la discusión pública entre Saint-
Hilaire y Cuvier. Desde lejos, Goethe la siguió
atentamente, defendiendo a Saint-Hilaire. Sin
embargo, el ganador indiscutible fue Cuvier,
que en ese momento ya tenía un enorme
prestigio. De todos modos, Saint-Hilaire, que
le sobrevivió, continuaría empecinado en sus
propias ideas.
Quiero creer que, integrando esta carta en
las anteriores, irás teniendo un
panorama satisfactorio de este segundo
siglo de la revolución científica.
Afectuosamente,
42. EL DESARROLLO DE LA
ASTRONOMÍA
Begues, 12 de octubre de 1984
Querida Nuria:
Hemos empezado un nuevo curso, este
año con los problemas de la incorporación del
nuevo catedrático y de los futuros titulares, y
de la reinserción de los becarios que han
vuelto del extranjero después de hacer un
postdoc. Tú ya
conoces este mundo tan particular, mu-
chas veces enrarecido pero casi siempre lo
bastante atractivo como para continuar que-
brándome la cabeza al respecto. Ciertamente
los caminos de la ciencia nunca han estado
circunscritos al «Alma mater», pero hay que
reconocer que ésta también sobrepasa el
campo de la ciencia real y tangible. Tanto
desde el punto de vista institucional como por
lo que respecta a las personas concretas, la
Universidad ha sido y sigue siendo una gran
circunstancia en el desarrollo de la corriente
científica, pero tal vez nada más. Creo que
esto queda bien claro en lo que llevo escrito
hasta ahora en estas cartas, pero hoy no
puedo evitar puntualizarlo, coincidiendo con
el inefable acto inaugural de este año, que ha
sido un homenaje al poeta Josep V. Foix con
motivo de su nombramiento como doctor
honoris causa. En su discurso se dignó ofrer-
cernos solemnemente las primicias de un
ramillete de treinta y seis «células líricas» o,
como él también las llama, «núcleos emble-
máticos». Sirva de muestra el cuarto, que
dice:
«L'espetec de les motos esglaia les
bruixes; les bruixes han deixat de sortir a les
nits de lluna. Llurs ombres s'allargassen per
damunt dels terrats i s'estimben.»21
¿Qué es lo que quiere decir? No lo sé. Su-
pongo que exactamente aquello que tú seas
capaz de entender, igual que en una pintura
de Tapies. Además del sonido, la estética del
conjunto verbal, su fuerza.
Hace aproximadamente un año te escribía
acerca de los grandes astrónomos del periodo
alejandrino de la Antigüedad clásica. Ahora
volveré a la Astronomía, tanto dentro de este
siglo XVIII que intento desgranar y hacerte
digerible como en su continuación inmediata,
con lo cual casi llegaremos a los fundamentos
de la perspectiva actual.
James Bradley (1693-1762) sucedió a
Halley, de quien ya hemos hablado, en la
dirección del observatorio de Greenwich, y
aportó dos nuevas e importantes ideas: la
aberración de la luz (1729) y la nutación del
eje de la Tierra (1748). He buscado una des-
cripción sencilla y convincente de la aberra-
ción. No es fácil. Al final me he inclinado por
Watson, un profesor de física del Imperial
College of Science and Technology del primer
cuarto de nuestro siglo, y miembro de la Bo-
yal Society. Dice que en 1727 Bradley calculó
la velocidad de la luz basándose en la varia-
ción observada en la posición de las estrellas.
Si el rayo de luz que llega de una estrella
A es recogido por un telescopio T, tendremos
la dirección AB. Pero si la Tierra se mueve del
modo que indica la flecha, cuando la luz lle-
gue al ojo, el rayo de luz incidirá en B' y no
en B. Ello obligará al telescopio a girar un
poco hacia la derecha, para que la estrella
quede
2
/ Una traducción literal puede ser: «El es-
truendo de las motos aterra a las brujas; las
brujas han dejado de salir en las noches de
luna. Sus sombras se alargan por encima de
los tejados, y se despeñan por ellos.»
en el centro del campo. Si a es el ángulo
girado, y v y u son respectivamente las velo-
cidades de la Tierra y de la luz, tendremos
que taga = v/u, o sea, u = v/taga. Bradley
fue el primero en observar este fenómeno, y
en darle una explicación. Fíjate en que la Tie-
rra, al cabo de medio año, se moverá en sen-
tido opuesto, y habremos de girar el telesco-
pio un poco hacia la izquierda. Esto es lo que
comprobó Bradley. Lo que ocurre es que, si el
telescopio está lleno de agua, por ejemplo,
BB' será más pequeña, y a también. Esto, en
cambio, no se cumple, y la explicación no es
fácil de encontrar. Tendríamos que recurrir a
la teoría de la relatividad, y ello nos llevaría a
la física del siglo XX, que no es lo que hemos
de tratar en este
momento

La nutación es un cabeceo del eje de la


Tierra, que se añade al movimiento que de-
termina la precesión equinoccial que, como
ya sabes, fue descubierta por Hiparco. Tras
Bradley, muchos otros astrónomos han estu-
diado cuidadosamente los movimientos de la
Tierra, y han llegado a la conclusión de que la
nutación es simplemente una de las compli-
caciones de los tres movimientos fundamen-
tales: rotación, traslación y precesión equi-
noccial.
Durante el siglo XVIII, la figura más desta-
cada en el campo de la astronomía de obser-
vación fue sin duda Friedrich Wilhelm Hers-
chel (1738-1822). Nació en Hannover, que en
aquella época pertenecía a la corona británi-
ca. En 1757 se trasladó a Inglaterra, donde
fue profesor de música y dirigió la orquesta
de la ciudad de Bath. Como aficionado a la
astronomía construyó diversos telescopios,
algunos de grandes dimensiones. A comien-
zos de 1781 hizo un descubrimientomemora-
ble: el planeta Urano. Sólo con esto ya ten-
dría un sitio en la historia. Fíjate en que hasta
entonces el sistema solar terminaba en Sa-
turno, y ello había sido así desde los días de
Babilonia, es decir, casi desde la prehistoria.
Por tanto, Herschel rompe un viejo molde. Su
mérito fue reconocido en su tiempo, y le valió
ser nombrado astrónomo real con paga ase-
gurada. Cerca de Windsor pudo montar teles-
copios gigantes, con los que hizo muchos
otros descubrimientos. También hay que re-
cordar a su hermana Carolina, que fue una de
las astrónomas más competentes de todos
los tiempos. No sólo fue ayudante infatigable
de su hermano durante toda su vida, sino
que continuó sus trabajos cuando él murió.
Descubrió al menos ocho cometas y otros
astros, y continuó activa hasta los 99 arios.
Herschel dirigió cuatro revisiones comple-
tas del cielo, cada vez con reflectores más
potentes. De ellas surgió el descubrimiento
de los satélites de Urano (1787) y de Saturno
(1789). El conjunto de sus observaciones le
llevó a concluir que la totalidad del sistema
sideral tiene forma de lenteja, y que la Vía
Láctea no es más que su borde. El Sol se en-
cuentra en una posición relativamente cen-
tral. Todo el inmenso conjunto de estrellas
está en movimiento, y el propio Sol se dirige
–con nosotros y con los demás planetas–
hacia un punto del cielo llamado «ápex so-
lar», situado en la constelación de Hércules.
Herschel también descubrió cientos de nebu-
losas, algunas de las cuales se podían resol-
ver en estrellas y otras no. Ello le llevó a
pensar que las nebulosas difusas se irían
condensando poco a poco para formar estre-
llas (1814). Herschel también afirmó que en
general las estrellas menos brillantes para
nuestra vista son las que están más alejadas
de nosotros, y descubrió que la mayoría for-
man parejas, es decir, son estrellas dobles.
Como podía verlas desde diferentes perspec-
tivas a lo largo del año ya que la órbita de la
Tierra tiene unos trescientos millones de ki-
lómetros, también concluyó que las estrellas
dobles giran una alrededor de la otra (1802).
En el siglo XVIII hay una verdadera apo-
teosis de la mecánica celeste, y conviene que
nos detengamos en ella. Leonhardt Euler
(1707-1783), natural de Basilea y que sin
duda te sonará como matemático, puso de
manifiesto que ciertas irregularidades del
movimiento de la Tierra conocidas desde la
época de Tolomeo se explicarían mejor admi-
tiendo que la órbita descrita por nuestro pla-
neta es una elipse con un eje mayor móvil,
en vez de suponer que se trataba de una
elipse fija. Tomando como centro el Sol, el
eje giraría en sentido contrario a las agujas
del reloj, a razón de unos cinco grados en dos
mil quinientos años. Joseph Louis de Lagran-
ge (1736-1813) nació en Turín y, a la muerte
de Euler, le sucedió en la Academia de Berlin
(1766), siendo nombrado por Federico el
Grande. En 1787 se trasladaría a Paris para
convertirse en profesor de la École Normale.
Lagrange es considerado uno de los matemá-
ticos más grandes de todos los tiempos. Des-
cubrió
y explicó el movimiento de libración de la
Luna, gracias al cual este astro nos muestra
un poco de cada uno de los lados de su cara
oculta. Distinguió dos clases de perturbacio-
nes en las órbitas del sistema solar, las pe-
riódicas y las seculares. Las primeras se
completan en un ciclo que coincide con una o
unas pocas revoluciones del cuerpo perturba-
dor. Las segundas son perturbaciones conti-
nuas sin vestigio de ningún factor cíclico.
Como la posición relativa de los diversos pla-
netas cambia continuamente, en sus órbitas
se producen perturbaciones variables que se
ponen de manifiesto según ciclos periódicos.
Además, hay cambios debidos a fuerzas per-
turbadoras constantes, que originan cambios
seculares pequeños pero
acumulativos.
La obra de Lagrange interacciona conti-
nuamente con la de Pierre-Simon Laplace
(1749-1827). Éste fue profesor de matemáti-
cas en la École Militaire y en la École Norma-
le. Tuvo actividades políticas, y llegó a minis-
tro. Tras la restauración borbónica fue nom-
brado marqués. Laplace descubrió que la per-
turbación causada por los demás planetas
hace disminuir la excentricidad de la órbita de
la Tierra, y que ello redunda en un aumento
de la velocidad en el movimiento de la Luna
en torno a aquélla. Como consecuencia, la
duración del mes lunar disminuye a razón de
1/30 de segundo al siglo. Laplace y Lagrange
hallaron una ley general que puede expresar-
se como
siendo X un valor diferente para cada pla-
neta, resultado del producto
P

y constituye una especie de garantía de la


estabilidad del sistema solar. Viene a decir
que cuando aumenta la excentricidad de una
órbita disminuye la de otra.
La obra más importante de Laplace fue el
«Traité de Mécanique Céleste», en cinco vo-
lúmenes, publicados entre 1799 y 1825. En
ella se presenta un cuerpo homogéneo de
doctrina que lleva la gravitación universal a
sus últimas consecuencias. En este sentido, la
obra de Laplace se considera definitiva y sin
posibilidad de superación. Napoleón, que ha
sido uno de los pocos jefes de estado prepa-
rados para entender la ciencia de su tiempo,
leyó a Laplace, hemos de suponer que con
admiración, y le preguntó porqué no aparecía
Dios en ningún momento. Laplace se limitó a
contestar que no había tenido necesidad de
recurrir a esa hipótesis.
En su «Exposition du systéme du monde»
(1796), Laplace señala que los movimientos
del sistema solar tienen todos la misma di-
rección, exceptuando los satélites de Urano, y
que se encuentran sobre un mismo plano.
Además, al margen de los cometas, son todos
casi circulares. Como conocía los estudios de
Herschelsobre las nebulosas, insinuó la posi-
bilidad de que todo el sistema solar fuera la
condensación de una gran masa gaseosa do-
tada de movimiento circular. Hay que recono-
cer que esta idea ha impactado profunda-
mente en la imaginación de la mayoría de los
pensadores posteriores, hasta nuestros días.
Recuerdo, querida Nuria, cómo el «Traité
de Mécanique Céleste» se vincula deliciosa-
mente con mi pequeña historia científica, de
hecho con sus inicios, y constituye uno de los
recuerdos más entrañables de mi adolescen-
cia. Unas mujeres insólitas me mostraron, en
la década de los cuarenta, la habitación don-
de había muerto el ilustre astrónomo barce-
lonés Josep Comas i Solá (1868-1937). Eran
la viuda y la cuñada del astrónomo, y me
mostraron con verdadera devoción la habita-
ción, que permanecía intacta desde hacía
años. Junto a una gran cama de matrimonio,
sobre una mesita de noche, había dos volú-
menes de la obra de Laplace. Del resto sólo
recuerdo que todo me pareció muy recarga-
do, un poco angustioso –hoy diría proustia-
no–, de una sociedad fantástica pero como
enferma y en proceso de desintegración.
Johann Elert Bode (1747-1826), fundador
del «Berliner Astronomisches Jahrbuch»
(1774), descubrió una sucesión numérica que
se obtiene añadiendo el número 4 a la suce-
sión simple 0, 3, 6, 12, 24, 48, 96, ... (4, 7,
10, 16, 28, 52, 100, ...). Coincide con gran
aproximación con la proporción de las distan-
cias al Sol de Mercurio, Venus, la Tierra, Mar-
te, 28, Júpiter y Saturno. El vacío del término
28 le hizo suponer que faltaba un planeta. De
hecho, en 1801, Giuseppe Piazze (1746-
1826), de Palermo, encontró en ese sitio el
pequeño planeta Ceres, cuyo diámetro es 1/4
del de la Luna. Más tarde, en esa misma zona
–entre Marte y Júpiter– se han encontrado
más de mil. Algunos son rocas de poco más
de un kilómetro de diámetro. La búsqueda de
asteroides o pequeños planetas ha durado
hasta nuestros días. El citado Comas y Solá
descubrió doce, y tuvo el detalle de poner a
dos de ellos los nombres de Amélia y Merce-
des, que era cómo se llamaban, respectiva-
mente, las dos damas de las que te he habla-
do más arriba. Tuve de profesor de Física a
un discípulo de Comas i Solá, el doctor Isidre
Pólit, que descubrió dos asteroides más. Era
un hombre muy modesto, que estaba orgullo-
so de haberle llevado a Roentgen la cartera
de mano, durante un congreso en París. No
se atrevía a hacer públicos sus cálculos acer-
ca del descubrimiento de dos nuevos asteroi-
des. Finalmente lo hicieron sus colaborado-
res. Se supone que los asteroides han sido
producidos por fragmentación de un planeta
de gran tamaño. La mayor parte de los aero-
litos tienen el mismo origen.
El descubrimiento de Urano planteó la po-
sibilidad de que existieran planetas aún más
alejados. El procedimiento para averiguarlo
era el estudio de las perturbaciones, del que
ya te he hablado. De hecho, Urano no se mo-
vía como
cabía esperar. La explicación era un plane-
ta transuraniano. El gran astrónomo y físico
Jean François Dominique Aragó (1786-1853),
nacido cerca de Perpinyá aunque francés de
sentimientos, encargó a un joven matemático
llamado Urbain Leverrier (1811-1877) el es-
tudio de las perturbaciones del planeta Ura-
no. Éste presentó su trabajo a la Académie
des Sciences, concluyendo que todo podía
explicarse por la existencia de un planeta
más alejado. Leverrier estimó el tamaño de
dicho planeta y determinó el lugar del cielo
en que debía buscarse. El día 23 de septiem-
bre de 1846, el astrónomo Galle del Real Ob-
servatorio de Berlín, usando los datos que le
había enviado Leverrier, localizó el nuevo
planeta, que habría de llamarse Neptuno,
como un astro de octava magnitud situado en
el lugar predicho por Leverrier.
Neptuno era un gran triunfo de la inteli-
gencia. Como dijo Aragó, había sido descu-
bierto «con la punta de la pluma». Hay que
reconocer que, independientemente de Leve-
rrier y al mismo tiempo (1846), un joven ma-
temático inglés llamado John Couch Adams
(1819-1892) había presentado un cálculo
parecido al de Leverrier, pero en Inglaterra
no fue tomado muy en serio. La historia del
descubrimiento de Neptuno era fascinante, y
el tema habría de continuar. Las perturbacio-
nes de este planeta y de algunas órbitas co-
metarias indicaban que el dominio del Sol
podía extenderse aún más lejos. Uno de los
defensores de esta idea fue Camille Flamma-
rion (1842-1925), el célebre divulgador de la
astronomía a quien el mecenas M. Méret de
Bordeaux ofreció un palacio en Juvisy para
que instalara en él un observatorio astronó-
mico, además de su propia casa. No creas
que era cualquier cosa. En ese palacio habían
residido Luis XIV, Napoleón y Louis Philippe.
A la llegada de Flammarion, aún vivían allí
dos ancianos que habían asistido al trágico fin
de la princesa de Lamballe, amiga de la reina
María Antonieta. El éxito de la «Astronomie
populaire» hizo posibles las transformaciones
necesarias en la mansión. Tiempos fantásti-
cos si los comparamos con los de hoy. Flam-
marion entusiasmaba a todo el mundo, y
consiguió alejar de los negocios a un multimi-
llonario americano llamado Lowell, que cons-
truyó un telescopio inmenso en el desierto de
Arizona. En ese lugar, un joven granjero afi-
cionado a la astronomía tuvo la fortuna de
ser el primero en fotografiar el último planeta
de nuestro sistema. El astrónomo aficionado
se llamaba Tambough, y el nuevo astro halla-
do en febrero de 1930 recibió el nombre de
Plutón. Es un poco más pequeño que la Tie-
rra, y se encuentra a unos seis mil millones
de kilómetros del Sol.
El paralaje de las estrellas tuvo como pio-
neros al escocés Thomas Henderson (1798-
1844) y al alemán Friedrich Wilhelm Bessel
(1784-1846). Según los trabajos de este úl-
timo, la estrella de la constelación del cisne
llamada «Cisne 61» se encuentra 587.000
veces más lejos de nosotros que el Sol. Por
tanto, la luz emitidapor dicha estrella tarda
nueve años y medio en llegar hasta nosotros
(hoy se sabe que realmente son diez y me-
dio).
La mecánica newtoniana no decía absolu-
tamente nada de la estructura física y la
composición química de los astros. Un viejo
problema, como ya sabes, dejado a un lado
desde Galileo. Wollaston (1766-1828), al
examinar el espectro solar, fue el primero en
advertir que estaba surcado por líneas negras
(1802). Creyó que eran líneas divisorias entre
los colores naturales. Doce años más tarde,
Joseph Fraunhofer (1787-1826), fabricante
de instrumentos ópticos y autodidacta, colocó
un telescopio entre un prisma y el ojo, des-
pués de recoger sobre el primero un fino haz
de luz. De este modo observó en el espectro
solar más de seiscientas líneas negras, que
todavía hoy llamamos «líneas de Fraun-
hofer». Éstas tenían una posición constante,
y estaban presentes en toda luz procedente
del Sol. Las encontramos en la que viene de
la Luna, en la de los planetas y en la que re-
flejan las nubes. En cambio, las líneas de
Fraunhofer de la luz de las estrellas son dife-
rentes. Este descubrimiento, como afirma el
epitafio de Fraunhofer en Munich, «nos acer-
có a las estrellas». Efectivamente, en 1859,
dos profesores de Heidelberg, Gustav Robert
Kirchhoff (1824-1877) y Robert Wilhelm Bun-
sen (1811-1899) lograron demostrar que
existe una relación invariable entre ciertas
líneas del espectro y la presencia de determi-
nados elementos químicos. Distinguieron los
espectros de emisión y de absorción. De este
modo descubrieron el cesio y el rubidio, y
Kirchhoff identificó muchos elementos pre-
sentes en el Sol. Ello tendría grandes reper-
cusiones en el desarrollo posterior de la As-
tronomía. Ahora que hablo de todo esto, no
puedo dejar de recordar aquellos inolvidables
experimentos de espectroscopía de mi ado-
lescencia, en la «Mentora Alsina». Quizá aún
guardo algún cliché fotográfico de entonces.
Durante el eclipe solar de 1869, en el es-
pectro solar se descubrió un gas nuevo, que
se llamó helio. Veintiséis años más tarde se
obtendría por primera vez en la Tierra. Las
protuberancias solares que con un telescopio
sólo eran visibles durante los eclipses pudie-
ron examinarse a pleno día gracias al espec-
troscopio (1863). Dichas protuberancias se
relacionaron con las manchas solares y con
las tormentas magnéticas en la Tierra. Con el
espectroscopio se pudo demostrar la existen-
cia de una cromosfera externa separada de la
fotosfera solar por una capa de inversión del
espectro.
Quiero terminar esta visión sinóptica del
fabuloso desarrollo de la astronomía en los
siglos XVIII y XIX refiriéndome a un descu-
brimiento trascendental realizado en 1842.
Hoy lo conocemos con el nombre de principio
de Doppler y Fizeau. Christian Doppler (1803-
1853) fue un matemático y físico austriaco
con quien se relaciona especialmente el des-
cubrimiento. Hyppolite Louis Fizeau (1819-
1896), a quien debemos la primera determi-
nación experimental de la velocidad de la luz,
al continuar los estudios de Fresnel llegó a
conclusiones muy parecidas. El principio de
Doppler y Fizeau se aplica tanto al sonido
como a la luz, y en este último caso consiste
en el corrimiento de las líneas del espectro en
dirección al rojo si el cuerpo luminoso se ale-
ja, y en dirección al violeta si se acerca. En el
caso del sonido, el pitido de una locomotora
se va haciendo más agudo a medida se acer-
ca, y progresivamente más grave cuando se
aleja. Gracias al efecto Doppler se ha podido
conocer con detalle la rotación del Sol, el mo-
vimiento de las estrellas y su evolución, y el
movimiento de las nebulosas. Esto último dio
pie a la teoría de la expansión del Universo.
De este modo hemos llegado a la Astrofísica y
la Cosmología de nuestros días. Ellas nos
muestran que las estrellas tienen una evolu-
ción definida, que comienza con la contrac-
ción de una gran masa gaseosa y continúa
con el desencadenamiento de sucesivas reac-
ciones nucleares cuando se alcanza la tempe-
ratura apropiada. Obviamente, ha sido en la
actualidad cuando se han podido hacer estos
tipos fabulosos de análisis. De todos modos,
puedes considerarlo como una continuación
de lo que acabo de contarte, lograda después
de una conjunción extraordinaria entre física
atómica y astrofísica. Para ilustrar este nexo,
puedo añadir que las mismas líneas de
Fraunhofer del espectro de las estrellas sir-
vieron para determinar la temperatura de su
superficie. En este sentido, hoy se usan los
diez tipos espectrales de Harvard, que las
distribuyen de más calientes a más frías con
las letras O, B, A, F, G. K, M, R, N y S. Ello
constituyó un gran paso en el conocimiento
de la física estelar, y te recomiendo que leas
algo al respecto si aún no lo has hecho. Ex-
tenderme más en este punto sería salirme de
madre.
Quizá sea apropiado despedirme con la
frase que usan los astrónomos de lengua in-
glesa para recordar los tipos espectrales, si
es que el divertido Gamow no nos tomó el
pelo: Oh, Be A Fine Girl, Kiss Me Right Now,
Smack.
Afectuosamente,
43. Kosmos
Begues, 2 de noviembre de 1984
Querida Nuria:
Hasta el siglo XVIII no se tuvo una idea
exacta de la forma de la Tierra. Ya sabes que
tradicionalmente se consideraba que era es-
férica. Las primeras dudas surgieron al ob-
servar que a nivel del mar la duración T de la
oscilación del péndulono era constante. En las
zonas tropicales iba más despacio que en las
latitudes de Europa. Ello podía interpretarse
como una consecuencia de la disminución de
la gravedad al alejarse del centro de la Tierra
por un aumento del diámetro ecuatorial. La
forma de nuestro planeta se convirtió en te-
ma de discusión, y se enviaron expediciones
a diferentes lugares para medir la longitud de
un gran arco de meridiano y hacer observa-
ciones pendulares. Una de las más importan-
tes fue de la de C. M. de la Condamine
(1701-1774) a América del Sur, en las
proximidades del ecuador. También es céle-
bre la de P. L. M. de Maupertuis (1698-1759)
a Suecia. La conclusión fue que la Tierra es
un esferoide aplastado en los polos. A partir
de mediados de siglo esta conclusión fue
aceptada definitivamente.
Ahora hemos de considerar los progresos
en la construcción de instrumentos. Geroge
Graham (1673-1751) inventó el péndulo de
mercurio, que conserva siempre la misma
longitud ya que compensa cualquier dilata-
ción con una elevación del centro de grave-
dad de una columna de mercurio que forma
parte del propio péndulo. John Harrison
(1692-1776) inventó otros péndulos de com-
pensación, y un mecanismo para que los relo-
jes continuaran andando cuando se les da
cuerda. Jesse Ramsden (1735-1800) inventó
el ecuatorial, que con un aparato de relojería
permite que un telescopio siga el movimiento
aparente de cualquier punto del cielo. Tam-
bién fue este autor quien transformó comple-
tamente el instrumento de medición de ángu-
los, transformándolo en el moderno teodolito.
La disponibilidad de nuevos instrumentos
hizo posible una cartografía cada vez más
precisa. En este campo destaca J. B. Bour-
guignon d'Anville (1697-1783), muchos de
cuyos mapas aún eran utilizados hace sólo un
siglo. En 1793 se publicó la «Carte Géométri-
que de la France», basada en las mediciones
de César François Cassini (1714-1784) y de
su hijo Jacques-Dominique (1748-1845). Wi-
lliam Roy (1726-1790) midió una base para
la triangulación de las Islas Británicas, en la
que se siguió trabajando hasta 1858. No obs-
tante, en 1801 se publicó la carta de una pul-
gada por milla y en 1846, la de seis pulgadas
por milla. En otros países se hicieron trabajos
semejantes, aunque generalmente no tan
precisos.
La segunda mitad del XVIII y la primera
del XIX se caracterizan por la abundancia de
exploraciones marítimas. Ello fue facilitado
por los progresos realizados en los métodos
para determinar la longitud y la latitud, así
como por la mejora de las condiciones sanita-
rias de los marineros. El riesgo de escorbuto
fue eliminado mediante el uso de zumo de
naranja o de limón, preconizado por el sar-
gento naval británico James Lund (1736-
1812), lo que permitió aumentar considera-
blemente la duración de los cruceros. Son
memorables los viajes del capitán James Co-
ok (1728-1799), que permitieron realizar el
mapa del Pacífico. Dignos émulos de Cook en
su obra
cartográfica fueron los oficiales franceses
Jean-François de Galoup, conde de La Pérou-
se (1741-1789), y Joseph Antoine Bruni d'En-
trecasteaux (1739-1793), que trabajaron en
los mares de China y Japón, así como en
Oceanía.
En otra carta ya te he señalado que Halley
fue el primero en estudiar los vientos a escala
planetaria. George Hadley (1685-1768)
enunciaría más tarde la teoría de los vientos
alisios, según la cual éstos se originan a cau-
sa de la rotación de la Tierra y la elevación de
aire cálido en los trópicos. La primera obra
general sobre los vientos fue publicada por el
matemático francés Jean Le Ronde d'Alem-
bert (1717-1783), que también ha sido cita-
do. Entre otros avances de la meteorología
durante el siglo XVIII y principios del XIX
hemos de incluir el estudio del contenido
acuoso de la atmósfera realizado por Saussu-
re (1783), las variaciones de las característi-
cas de la atmósfera con la altitud, hechas en
ascensiones aerostáticas por Gay-Lussac
(1804), la introducción de la escala de los
vientos por el almirante Beaufort (1805) y la
teoría del rocío propuesta por el americano
Charles Wells (1814).
En 1855, el también americano Matthew
Fontaine Maury (1806-1873) publicó su
«Geografía Física del Mar», que había de
constituir una verdadera revolución para la
navegación marítima. Por influencia de dicha
obra, muchos gobiernos pusieron en marcha
observatorios meteorológicos. También se
establecieron los servicios meteorológicos
internacionales. En Inglaterra, el almirante
FitzRoy (18051865) fue nombrado primer
director del Servicio Meteorológico, veinte
años después de su célebre viaje con el Bea-
gle, en el que le acompañó Charles Darwin.
En esta época también se hicieron grandes
progresos en la teoría de las mareas, y en la
predicción de su altura en un sitio determina-
do.
Otro aspecto interesante en el desarrollo
de la geografía física está relacionado con el
magnetismo terrestre. La separación entre el
Norte geográfico y el Norte magnético había
sido descubierta por Colón en su primer viaje
de 1492. El ángulo que separa las dos direc-
ciones es la declinación magnética. En el siglo
XVI se descubre la inclinación, y se observa
que una y otra varían en diferentes puntos
del globo. Halley fue el primero en dibujar un
mapa con la distribución de los puntos que
tienen la misma declinación, mediante las
líneas que llamamos isogónicas. En el siglo
XVIII se halló la relación entre las variaciones
irregulares del campo magnético y las auro-
ras polares, así como la influencia de las
manchas solares. Humboldt fue el primero en
estudiar la intensidad del campo magnético y
sus variaciones en diferentes puntos de la
Tierra. En 1827, Aragó demostró que dicha
intensidad también tiene variación diurna.
Pasemos ahora a la palentología y la geo-
logía. Ya sabes que a principios del siglo
XVIII se había admitido que muchos restos
fósiles pertenecían a especiesactualmente
inexistentes. Ahora bien, para tener una
prueba rigurosa de ello habría que esperar a
Cuvier. En sus dos grandes obras, Essai sur la
géographie minéralogique des environs de
Paris (1811) y Recherches sur les ossements
fossiles (1812), Cuvier daría un fundamento
sólido al estudio sistemático de los fósiles de
los vertebrados, e indicaría el método apro-
piado para reconstruir animales desapareci-
dos a partir de sus restos parciales. Será su
coetáneo Lamarck quien desarrolle la paleon-
tología de los invertebrados. Curiosamente,
Cuvier era fijista, y afirmaba que las especies
fósiles son tan inmutables como las vivientes.
Para explicar su desaparición, Cuvier recurrirá
a la teoría de las catástrofes periódicas, la
última de las cuales habría sido el diluvio bí-
blico. Lamarck, en cambio, es transformista,
y cree en una evolución continuada y perma-
nente de las especies. Desde la perspectiva
de estas cartas, ambos tienen suficiente im-
portancia como para hablar de ellos otro día y
con más profundidad.
Ya me he referido a la importancia de Buf-
fon y Werner en la geología del XVIII. A ellos
hay que añadir la figura de James Hutton
(1726-1797), que puede ser considerado el
fundador de la geología histórica. Hutton se
dio cuenta de que los fósiles se distribuyen en
capas horizontales sucesivas, lo cual invita a
pensar en una lenta y continua acumulación
de sedimentos a lo largo del tiempo. En los
plegamientos, inversiones y translocaciones
de dichos estratos es en lo que insistirán los
partidarios de la teoría de las catástrofes. La
obra más célebre de Hutton es la «Teoría de
la Tierra», publicada en 1795.
El segundo gran geólogo británico fue Wi-
lliam Smith (1769-1839), que además fue
ingeniero de caminos, puentes y canales.
Conviene citarlo para remarcar que la geolo-
gía recibió un impulso extraordinario como
consecuencia de las grandes obras realizadas
en el siglo XVIII para mejorar las comunica-
ciones y el transporte de carbón. Con este
motivo, en Inglaterra se abrieron numerosos
canales, y un poco más tarde caminos para el
ferrocarril. En ambos casos quedaron a la
vista los estratos geológicos. Smith publicó el
primer mapa geológico en color, y en su obra
«Sistema estratigráfico de los fósiles orgáni-
cos» llegó a una serie de conclusiones impor-
tantes. Por ejemplo, establece una relación
entre los fósiles y las épocas geológicas, con-
vencido de que la antigüedad relativa de los
estratos podría inferirse de la relación entre
formas todavía existentes y formas extingui-
das. A medida que aumentan estas últimas,
los estratos son más antiguos. También des-
cubre que cada capa tiene sus fósiles caracte-
rísticos, y que algunas especies desaparecen
lentamente al pasar de una capa más antigua
a otra más moderna, pero nunca de forma
súbita (lo cual va en contra de la teoría de las
catástrofes).
Después de Smith tenemos a su gran dis-
cípulo Charles Lyell (1797-1875). Los Princi-
pies of Geology de este último, publicados
entre 1830 y 1833, son memorables en mu-
chos aspectos. Siguiendo a su maestro, esta-
blece el principio de actualismo en geología,
algo que –como ya sabes– Buffon ya había
establecido de forma más general. Lyell re-
chazó rotundamente el catastrofismo de Cu-
vier, y se mostró muy influido por Lamarck.
Es el primero en resucitar el lamarckismo: no
es exagerado decir que todo el lamarckismo
posterior pasa por Lyell o por Haeckel. Por
otra parte, Lyell será el gran inspirador de
Darwin, y su mentor en el viaje alrededor del
mundo. Pese a este ascendiente, Lyell estará
cada vez más influido por Darwin, y acabará
siendo un gran defensor del darwinismo.
Tras Lyell, el estudio de los fósiles registró
un gran desarrollo, sobre todo desde los si-
guientes puntos de vista: (a) clasificación
dentro de la misma sistemática animal o ve-
getal de las especies vivientes, lo cual obliga-
ba a revisar el sistema de clasificación; (b)
establecimiento de la filogenia de los grupos
actuales de animales y plantas; y (c) conoci-
miento detallado de los fósiles característicos,
con vistas a la geología histórica.
Una de las figuras más significativas en el
periodo de la historia de la ciencia que esta-
mos tratando es sin duda Alexander von
Humboldt (1769-1859). Fue discípulo de
Werner, junto con otro gran geólogo alemán,
Leopold von Buch (1774-1852). Ambos se
alejaron bien pronto de las doctrinas de su
maestro, y reconocieron que el vulcanismo
había jugado un gran papel en la formación
de las rocas. Humboldt colaboró con Gay-
Lussac en trabajos acerca de la composición
del aire, que preludian los de este último so-
bre los volúmenes constantes en gases de
diferente composición. También estudió el
magnetismo terrestre. Los trabajos de Hum-
boldt le cualifican como físico y como quími-
co.
Humboldt empleó gran parte de su vida en
viajes, y de hecho gastó su propia fortuna en
este empeño. Es célebre su viaje a Canarias,
y su ascensión al Teide. Más tarde viajó a
América meridional y central. Exploró el Ori-
noco y la Cordillera de los Andes, y subió al
Chimborazo, que en aquella época se consi-
deraba la montaña más alta del mundo. Su
compañero de viaje fue Aimé Bompland
(17731858), botánico discípulo de Jussieu.
Fruto de estos viajes fueron los treinta volú-
menes titulados Voyage aux régions équi-
noxiales du nouveau continent du 1799 au
1804, publicados en París entre 1805 y 1834.
La primera parte trata de la historia y el co-
nocimiento geográfico del Nuevo Mundo, y
contiene un atlas con treinta y nueve mapas.
La segunda es una zoología y una anatomía
comparada, para lo cual Humboldt colaboró
con Cuvier, con De Latreille (acerca de insec-
tos) y con Valenciennes (peces y moluscos).
La tercera parte es la historia y geografíapolí-
tica de las posesiones hispánicas en América.
La cuarta contiene observaciones astronómi-
cas, trigonométricas y barométricas hechas
durante el viaje. La quinta se ocupa de la
geología de la región, y de la distribución
geográfica de las plantas. Finalmente, la sex-
ta parte, escrita con la colaboración de Bom-
pland, trata de la botánica. Otro viaje impor-
tante de Humboldt es el que realizó a Siberia,
acompañado por Ehremberg, que fue uno de
los más grandes observadores de microorga-
nismos de todos los tiempos, y por el minera-
logista Rose. Se puede considerar a Humboldt
el fundador de la geografía botánica y de la
geomorfología. En su vejez publicó «Kos-
mos», una gran obra de síntesis que repre-
senta la transición entre las ideas del siglo
XVIII y las del siglo XIX. También se ocupó
de la historia de la ciencia.
La geografía botánica se inicia con Teofras-
to, y prácticamente se deja de cultivar hasta
llegar a Humboldt. Éste se ocupó de ella en
muchas obras, especialmente en Ideen zu
einer Geographie der Planzen (1805) y «Aus-
sichten der Natur» (1808). Establece regiones
botánicas, así como la influencia de la altitud.
Observa la regularidad de la vegetación en el
Teide y en los Andes, preguntándose si es
posible que a partir de unas pocas especies
iniciales se haya producido una gran diversi-
dad según como sea su hábitat. Tiene en
cuenta las fisonomías vegetales determinadas
por las plantas que dominan el paisaje, como
ocurre con las palmas, las mimosas y las or-
quídeas. Tiene noción de los centros geográ-
ficos de dispersión, y de la influencia del fac-
tor humano. Podemos considerar que en este
campo su continuador sería Alphonse de
Candolle (1806-1893).
Humboldt fue agente diplomático y conse-
jero de estado. Contribuyó de manera espe-
cial a la creación de la nueva Universidad de
Berlín (1850), que se convertiría en el proto-
tipo de la Universidad contemporánea hasta
la primera guerra mundial. Coetáneos de
Humboldt fueron FitzRoy, de quien ya te he
hablado, y Joseph Banks (1743-1820), que
llegaría a presidente de la Royal Society, y a
quien Volta enviaría en el año 1800 la comu-
nicación del descubrimiento de la pila. Banks
viajó en el Endeavour con el capitán James
Cook (1728-1779), dando la vuelta al globo.
Banks estudió la flora australiana. En este
campo también destacó Robert Brown (1773-
1858), que por cierto descubrió el llamado
«movimiento browniano».
En esta época se hicieron grandes avances
en el conocimiento de la vida marina, espe-
cialmente con las exploraciones del Erebus y
del Terror a las órdenes del capitán James
Ross (1800-1862) en las expediciones de los
años 1839 y 1843, respectivamente. En ellas
participó como naturalista Joseph Dalton
Hooker, que más tarde sería un gran evolu-
cionista y director del jardín botánico de Kew.
Este tipo de exploraciones culminó con la del
Challenger (1872-1876) y las llevadas a cabo
por el príncipe de Mónaco. Con ellas se ponen
los cimientos de la oceanografía.
También conviene que sepas que los estu-
dios que he citado permitieron establecer una
serie de regiones zoogeográficas y fitogeo-
gráficas en nuestro planeta. A ello contribuyó
muy especialmente Alfred Russell Wallace
(1823-1913), que en 1875 publicó su «Distri-
bución geográfica de los animales», que aún
es una de las obras más importantes sobre el
tema. Wallace distinguió seis regiones: la
paleártica (Europa, Asia y el Norte de África),
la neártica (América del Norte), la etiópica
(resto de África y Arabia meridional), la
oriental (India, Sudeste asiático, islas de
Sonda y Japón meridional), la australiana
(Australia y todas las islas de Oceanía), y la
neotropical (Centro y Sur de América). Son
muy parecidas a las que admitimos hoy en
día. La delimitación de estas regiones es un
hecho destacado. Piensa, por ejemplo, que
entre las islas de Bali y Lombok, cerca de
Java, hay un estrecho de no más de quince
millas. No obstante, como apuntó Wallace,
«por lo que se refiere a sus aves y cuadrúpe-
dos difieren más que Inglaterra y el Japón».
Dicho estrecho se conoce con el nombre de
«línea de Wallace», y se considera el límite
entre la región oriental y la australiana.
Hablaremos nuevamente de Wallace al refe-
rirnos al origen de las especies por selección
natural, ya que llegó simultáneamente y de
forma independiente a la misma teoría que
Darwin.
Quiero terminar esta carta hablándote de
Félix de Azara (1742-1821), un ingeniero
militar aragonés que se encuadra muy bien
en el contexto que acabo de describirte. En
1781 recibió el encargo por parte de la corte
española de ocuparse de la demarcación de
las fronteras entre Brasil, Paraguay, Argenti-
na y Uruguay. Empezó a trabajar en colabo-
ración con colegas españoles y portugueses,
pero pronto surgieron trabas de todo tipo a
causa de agitaciones políticas. De este modo
su labor no podía avanzar. Ello haría que su
estancia se prolongara casi veinte años, a lo
largo de los cuales tuvo ocasión de viajar por
toda América del Sur y dedicarse a sus aficio-
nes. Además de su labor cartográfica, estudió
sobre todo la fauna, y en particular las aves y
los mamíferos. De vuelta a España, en 1802
publicó una obra sobre los mamíferos y otra
sobre las aves del Paraguay y Río de la Plata,
cuyas versiones francesas aparecieron casi
simultáneamente. En 1809 también se publi-
có en francés su libro «Viajes por la América
Meridional», que viene a ser un resumen de
sus trabajos en aquella zona. Azara encontró
tan diferente la fauna de América Central y
Meridional, comparada con la de Europa, que
no pudo menos que considerar que eran el
resultado de creaciones independientes y
sucesivas. Si los cuadrúpedos provinieran del
Viejo Mundo deberían haber pasado por el
Norte, pero resulta difícil creer que pudieran
recorrer distancias tan grandes, sobre todo
teniendo en cuenta que algunos tienen hábi-
tos sedentarios y otros están muy adaptados
a su hábitat. La hipótesis de las creaciones
sucesivas se pondría más tarde en boga gra-
cias a la influencia de Cuvier. No debes verla
como unaalternativa a la teoría de la evolu-
ción, sino como un paso intermedio en el de-
sarrollo del pensamiento humano, entre el
creacionismo y el evolucionismo. Félix de
Azara también fue un precursor de la teoría
de las mutaciones de Hugo de Vries. Rechazó
la idea de Buffon de que la influencia del cli-
ma fuera suficiente para explicar el origen de
las variaciones. Preconizó que éstas pueden
producirse por causas de origen interno y
perpetuarse, como ocurre con el «toro mo-
cho». «La Naturaleza –dice Azara– produce
alguna vez por accidente individuos singula-
res que se perpetúan como los otros.» En
este sentido estudió casos de albinismo, así
como variedades lampiñas y de pelo crespo.
Azara también tiene en cuenta la influencia
humana, especialmente en el caso de las
plantas nitrófilas que desplazan a la vegeta-
ción primitiva.
Los trabajos zoológicos de Azara sobresa-
len por su precisión, y fueron ampliamente
utilizados por Darwin, y también por Cuvier.
Pese a ello, su fama y su influencia serían en
gran medida eclipsadas por la aparición si-
multánea de la gran obra de Humboldt, que
era de mayor envergadura y gozaba del apo-
yo y la colaboración de los científicos más
importantes de la época.
Afectuosamente,
44. PHILOSOPHIE ZOOLOGIQUE
Begues, 10 de noviembre de 1984
Querida Nuria:
En las postrimerías del siglo XVIII, Francia
tiene tres figuras muy destacadas en la histo-
ria de la biología: Geoffroy de Saint-Hilaire,
Lamarck y Cuvier. Ya te he hablado de ellos,
pero debo insistir. ¡Vale la pena, te lo asegu-
ro! Hoy lo haré sobre Lamarck.
Jean Baptiste de Monet nació en la región
de Picardía, al norte de Francia, en 1744. En
su juventud heredó el título de Caballero de
Lamarck, nombre que utilizaría para firmar
todos sus escritos, y con el que pasaría a la
posteridad. En su infancia fue a los jesuítas, y
se orientó hacia los estudios eclesiásticos.
Ingresó en el ejército a los diecisiete años, al
morir su padre. En la Guerra de los Siete
Años alcanzó el grado de oficial, pero por
razones de salud dejó el ejército, y en 1770
se estableció en París con la intención de es-
tudiar medicina. Durante un tiempo llevó una
vida errante, durante la cual aumentó su afi-
ción a la botánica, que ya había sido su en-
tretenimiento predilecto mientras estaba en
la milicia. En 1778 publicó una obra sobre la
flora francesa que
llamó la atención de Buffon. De ahí que
Buffon propusiera a Lamarck primero como
miembro de la Académie des Sciences y más
adelante para una plaza en el Jardin du Roi.
En los años que siguieron, Lamarck hizo al-
gunos viajes de estudio por Europa como
acompañante del hijo de Buffon. De todos
modos, Lamarck no tuvo un puesto de traba-
jo fijo hasta la Revolución. La Convención
Nacional, que pretendía reorganizarlo todo,
creó una serie de nuevas cátedras, entre las
que había dos de zoología. No encontrando
candidatos más apropiados, ofreció una a
Lamarck, que era botánico, y otra a Saint-
Hilaire, que era mineralogista. El primero se
quedó con los invertebrados, y el segundo
con los vertebrados. Así son las cosas.
Debido a estas circunstancias, Lamarck
empezó a dedicarse a la zoología cuando ya
había cumplido cincuenta años. Sin embargo,
ello no impidió que llegara a alcanzar fama
universal en ese campo. Sin embargo, nunca
dejó de estar en una posición muy modesta,
tanto económica como por lo que se refiere a
su prestigio personal, y eso que trabajó in-
tensamente durante el resto de su vida. Mu-
rió en 1829, y dos años antes se había que-
dado prácticamente ciego. Se casó cuatro
veces y tuvo siete hijos. Dos de sus hijas le
ayudaron a continuar su labor hasta el final.
Lamarck fue valorado por sus contempo-
ráneos exclusivamente como zoólogo siste-
mático. Pese a sus otros méritos, hay que
tener en cuenta que su obra sobre inverte-
brados no tiene parangón desde los tiempos
del viejo Aristóteles. Publicó muchos libros de
carácter especulativo, sin ningún tipo de éxi-
to. En parte, ello puede atribuirse a su imagi-
nación desbocada y a su mal estilo, oscuro y
árido. Por otra parte, siempre mostró una
gran ignorancia y pobreza de visión en todo
lo que se refiere a química y física. Las ideas
de Lamarck sobre la evolución de los seres
vivos tendrían gran influencia en el futuro,
pero eso sería después de su muerte y, como
ya te he indicado, gracias a Lyell, y más tarde
a Haeckel. Un cierto modo de pensar lamarc-
kiano, casi en toda su pureza, ha sobrevivido
hasta la primera mitad de nuestro siglo, prin-
cipalmente en paleontología pero también en
otros campos del pensamiento biológico.
Lamarck dio a conocer por primera vez su
concepción acerca de la transformación de las
especies en 1800, en una conferencia de in-
auguración de curso. Dichas ideas fueron tra-
tadas con mayor amplitud en la Philosophie
zoologique, publicada en 1809 y que acabaría
siendo su obra más célebre. Pese a ello, pien-
so que la obra más importante de Lamarck
probablemente sean los siete volúmenes de
su Histoire naturelle des animaux sans verté-
bres, que publicó entre 1815 y 1822.
Lamarck llevó a cabo una profunda refor-
ma del reino animal. Distinguió los Infusorios
de los Pólipos y los Cirrípedos de los Molus-
cos, estableciendo diezclases de invertebra-
dos: Infusorios, Pólipos, Radiados, Vermes,
Insectos, Arácnidos, Crustáceos, Anélidos,
Cirrípedos y Moluscos. Dentro de estas cla-
ses, subdividió los Radiados en Celentéreos y
Equinodermos, y agrupó los Cirrípedos con
los Cangrejos y los Pólipos con los Celenté-
reos. Todo ello constituye la base de la clasi-
ficación actual de los invertebrados. Compa-
rado con Linneo, constituye un avance real-
mente extraordinario, por mucho que La-
marck no dejara de considerar a Linneo como
uno de los sabios más grandes de todos los
tiempos. Lamarck también recomendaba la
adopción de una nomenclatura internacional,
que no se haría realidad hasta tiempos mu-
cho más recientes.
Curiosamente, en su etapa como botánico,
Lamarck era tan fijista como el propio Linneo.
Por contra, el estudio de los animales, tanto
invertebrados como vertebrados, le llevó a la
idea de una evolución lineal y siempre reno-
vada. Su pensamiento quizá se pueda resu-
mir en los siguientes puntos: (a) La Naturale-
za ha producido todos los seres vivos a lo
largo de grandes periodos de tiempo; (b) la
Naturaleza empezó –y sigue empezando «ca-
da día»– por la generación espontánea de los
organismos más sencillos; (c) una vez origi-
nados los primeros vegetales y animales en
lugares y circunstancias favorables, a lo largo
del tiempo se van transformando poco a poco
en el resto de los organismos, gracias a una
fuerza inherente a la propia vida, y como
consecuencia de nuevas condiciones ambien-
tales; (d) las especies actuales tienen ese
origen, habiendo aparecido gradual y sucesi-
vamente, de modo que su constancia es sólo
relativa.
Lamarck consideraba a la Naturaleza como
un poder u orden de cosas sometido a la vo-
luntad de Dios. Conocía la Scala naturae aris-
totélica y, al establecer el orden que va desde
los organismos más sencillos al hombre, en
cierto modo la seguía, aunque asignándole
contundentemente un significado histórico.
En el evolucionismo lamarckiano tenemos la
generación espontánea como punto de parti-
da, pero recomenzando en todos y cada uno
de los momentos de la historia de la vida en
la Tierra. Lamarck considera que hay dos lí-
neas evolutivas fundamentales e indepen-
dientes: la vegetal y la animal.
Después, la correspondiente a los gusanos
seguiría así:

Es el primer esquema filogenético de la


historia, y contiene ideas fundamentales, co-
mo que las aves y los mamíferos son dos ra-
mas procedentes de los reptiles. Lamarck se
dio cuenta de que el paso de los moluscos a
los peces era arriesgado, y supuso que se
aclararía mediante el estudio de organismos
todavía desconocidos. Por supuesto, el es-
quema tiene éste y otros defectos, pero cons-
tituye una perspectiva realmente genial. En
su «Histoire naturelle des animaux sans ver-
tébres», Lamarck comenta detenidamente
este árbol genealógico, mencionando diversas
dificultades y admitiendo que a nivel de gé-
neros y especies el árbol es mucho más rami-
ficado.
Para los vegetales, Lamarck supuso la
existencia de un proceso parecido, aunque
mucho más difícil de establecer, incluso en
líneas generales, debido a la falta de conoci-
mientos.
En el lamarckismo no debes ver tanto la
idea de la transformación gradual de las es-
pecies y el establecimiento de determinadas
líneas filéticas como las causas de una y otra
cosa. En primer lugar tenemos la idea de la
generación espontánea como inicio de la evo-
lución que, como ya he señalado, sería un
proceso permanente. Luego tenemos una
tendencia de la naturaleza a pasar de las
formas más sencillas a organismos cada vez
más complejos. Finalmente, el medio acelera-
ría este proceso, y lo diversificaría. La in-
fluencia del medio, que ya había sido sugeri-
da por Buffon, cobra ahora mayor entidad por
medio de los llamados principios del lamarc-
kismo. Por un lado tenemos la herencia de los
caracteres adquiridos: el medio ambienteda
lugar a modificaciones que pasan a la des-
cendencia. En las plantas, esas modificacio-
nes se originarían directamente, pero en los
animales los cambios del medio pondrían en
marcha otro mecanismo de variación: el uso
y el desuso. Éste es el segundo principio la-
marckiano, que se puede sintetizar en aquello
de que la función crea el órgano. Así se expli-
caría la atrofia de los ojos de los topos y de
muchos animales cavernícolas, la pérdida de
las extremidades en las serpientes, la apari-
ción de insectos ápteros, la longitud del cuello
de la jirafa, las peculiares extremidades infe-
riores de las zancudas y la forma de los pies
de las palmípedas. Lo que no se utiliza se
atrofia, y lo que se usa intensamente se de-
sarrolla y diversifica. De esta propiedad surgi-
rían las diferentes adaptaciones, como cam-
bios hereditarios que mejoran la superviven-
cia de los individuos de la población, y que
son resultado de un efecto directo del medio.
Por lo que respecta al hombre, Lamarck
admite que puede proceder de los cuadruma-
nos superiores, por desarrollo de la posición
bípeda y de otras facultades. No obstante,
trata este tema con mucha prudencia, lo que
invita a pensar que tenía un cierto temor a la
censura. Por otra parte hay que señalar que
conocía bien las diferencias entre el hombre y
los simios superiores, como habían puesto de
manifiesto los estudios de Camper. En gene-
ral, Lamarck no parece predispuesto a admitir
la inteligencia de los simios, ni siquiera la de
los hombres primitivos y de los salvajes ac-
tuales. Ello le enfrenta a las ideas defendidas
por otros autores de la época, como el céle-
bre La Mettrie. Tal vez como consecuencia de
los grandes trastornos sociales que le había
tocado vivir, Lamarck es bastante pesimista.
Opina que la inteligencia verdaderamente
desarrollada es un atributo de muy pocas
personas, gracias a las cuales han sido posi-
bles los progresos de la civilización.
Al estudiar la obra de Lamarck, uno se da
cuenta de que está muy influido por Buffon,
como ocurre con casi todos los biólogos de
finales del siglo XVIII y comienzos del XIX. El
propio concepto lamarckiano de especie bio-
lógica procede de Buffon, igual que la negati-
va a admitir unos límites precisos entre espe-
cies, y la opinión de que las categorías taxo-
nómicas son puras creaciones de la mente. Si
comparamos los dos personajes, encontra-
mos que Buffon es mucho más culto, y más
capacitado para distinguir entre hecho e hipó-
tesis. Por contra, Lamarck le superó amplia-
mente como sistemático.
Nuestro autor también aprendió mucho de
Charles Bonnet, y lo reconoce expresamente
en sus escritos. Es probable que fuera Bonnet
quien le inspirara la clasificación lineal de los
animales. Lamarck también recuerda a Vicq
d'Azyr (1748-1792) cuando habla de degene-
ración o evolución regresiva de ciertos anima-
les por pérdida o atrofia de órganos. De Vicq
d'Azyr no hemos hablado,
pero fue un médico destacado, tanto en la
clínica como por sus contribuciones a la ana-
tomía comparada y a la fisiología. Poco antes
de la Revolución fue nombrado médico del
rey. Como puedes suponer, ello le habría de
traer muchos problemas sin haber tenido
tiempo de gozar de ninguna ventaja. Pese a
encontrarse mal de salud, fue obligado a
asistir a la famosa fiesta de la «Diosa Razón»,
donde le dio un patatús que a los pocos días
lo llevó al otro barrio. Finalmente, por extra-
ño que resulte, quiero señalar que Lamarck
se dejó influir mucho por Cuvier, pese a que
éste era mucho más joven y además sostenía
una posición intelectual casi opuesta. Cuvier
influyó en las ideas sistemáticas de Lamarck,
e incluso sobre la propia historia de la evolu-
ción, que cada uno interpretaba de manera
bien diferente. Cuvier siempre menospreció a
Lamarck. A la muerte de éste, a Cuvier le
correspondió pronunciar el discurso funerario,
que aprovechó para desacreditarlo aún más.
En vida, la reputación de Lamarck siempre
fue escasa. Napoleón, que estaba al corriente
de casi todas las obras de los sabios france-
ses, a los que acostumbraba a invitar con
objeto de comentarlas personalmente, nunca
manifestó el menor interés por Lamarck. La
verdad es que esta desconsideración tenía su
fundamento. Ya he hecho algún comentario al
respecto hablando de sus libros. Puedo, ade-
más, añadir que se da la sarcástica circuns-
tancia de que el hombre que quizá tenía las
ideas más avanzadas acerca de la evolución
era en términos generales uno de los profe-
sores más caducos. Ni siquiera al presentar
su propia teoría de la evolución dio una justi-
ficación sistemática muy sólida, y olvidó todo
lo referente a la distribución geográfica y al
testimonio fósil conocido. Estas cosas no eran
adecuadas para las mentalidades cultivadas
de la época. El propio materialismo de La-
marck correspondía a una corriente superada,
y bien diferente de la manera de pensar de la
mayoría de sus contemporáneos. Como ya he
señalado antes, la resurrección de Lamarck
se debió a Lyell, pese a las críticas más bien
severas que éste le hizo. Pero sobre todo se-
ría rehabilitado por Haeckel y por la corriente
alemana materialista de finales de siglo. El
lamarckismo también se iría enraizando pro-
gresivamente en el pensamiento biológico
francés, lejos de lo que se podía esperar te-
niendo en cuenta el poco éxito que Lamarck
había logrado en vida. Luego el larmarckismo
se convertiría en un signo regresivo y deca-
dente, patrimonio de los que quedarían al
margen del brillante desarrollo de la genética
de la primera parte del siglo XX.
Afectuosamente,45. DISCOURS SUR LES
RÉVOLUTIONS DU GLOBE
Begues, 17 de noviembre de 1984
Querida Nuria:
Hoy debo hablarte de Georges-Léopold-
Chrétien-Fréderic Dagobert, barón de Cuvier,
coetáneo de Napoleón, Humboldt, Saint-
Hilaire y Lamarck, nacido en 1769 en Mont-
béliard, que en aquella época pertenecía al
ducado de Würtemberg. La familia de Cuvier
era hugonote, y tiempo atrás había ido a pa-
rar a Würtemberg en busca de refugio. Como
estudiante, Cuvier fue brillante desde su in-
fancia y conoció muy pronto la obra de Buf-
fon, que le dejó una huella imborrable. Junto
con Lavoisier, puedes considerar a Cuvier
como una de las cumbres de la ciencia fran-
cesa en el periodo que comprende el final del
siglo XVIII y el comienzo del XIX. Cuvier es-
tudió en la célebre Escuela Carolina (Karlss-
chule) de Stuttgart, que inicialmente era una
escuela militar, posteriormente ampliada con
estudios civiles. La disciplina del lugar era tan
estricta que no era raro que algún alumno,
encontrándola insorportable, se fugara: así
ocurrió, sin ir más lejos, con el gran poeta
alemán Schiller. En cambio, parece que Cu-
vier se encontraba allí como pez en el agua,
lo cual es un dato interesante sobre la idio-
sincrasia del personaje. Además, sacó prove-
cho de tener como profesor de biología a Karl
Friedrich Kielmayer (1765-1844), un maestro
extraordinario que le dio una sólida formación
en ese campo del saber. Generalmente, los
que salían de la Karlsschule ocupaban direc-
tamente buenos puestos en la administración,
militar o civil, pero Cuvier tuvo mala suerte y
no pudo acceder directamente a un puesto de
funcionario. En espera de una oportunidad
favorable se fue entretanto a Caen, junto al
Canal de la Mancha, como preceptor de una
familia aristocrática protestante. Conocía muy
bien el «Systema Naturae» de Linneo, que en
aquella época se usaba como libro de texto, y
se dio cuenta del gran vacío existente en di-
cha obra con respecto a la zoología, y sobre
todo en relación con los invertebrados. Cuvier
se dedicó con gran interés al estudio de ani-
males inferiores que la bajamar dejaba al
descubierto, e hizo extraordinarios dibujos de
ellos. Cuvier había asimilado muy bien a Aris-
tóteles, con quien compartía el interés por la
fauna marina. Para Cuvier, Aristóteles era el
más grande naturalista de la Antigüedad. No
es, pues, extraño que Aristóteles tuviera una
gran influencia sobre su pensamiento.
Algunos de los trabajos de Cuvier llegaron
a manos de Geoffroy de SaintHilaire cuando
éste era profesor en París. Ello fue decisivo
para la carrera de Cuvier: Saint-Hilaire se
quedó maravillado, y trato de persuadir a
Cuvier para que se fuera a París. «Venid –le
dijo en una carta– y sed entre nosotros un
segundo
Linneo, un legislador de la Historia Natu-
ral.» Cuvier le hizo caso, y con el tiempo aca-
baría teniendo justamente ese papel. Inicial-
mente fue auxiliar de Daubenton y de Lacé-
péde que, como ya sabes, eran discípulos de
Buffon y continuadores de su obra. Al cabo de
poco, Cuvier fue nombrado profesor en el
Collége de France y más tarde en el Museo,
siempre gracias a la recomendación de Saint-
Hilaire. Una gran capacidad de organización,
una brillantez intelectual poco frecuente y
una habilidad que llegaría a ser legendaria
para reconstruir animales extinguidos a partir
de unos pocos fragmentos fueron las cualida-
des que le permitieron alcanzar una gran fa-
ma, que se extendió rápidamente por todo el
mundo culto. Su autoridad fue indiscutible
durante más de treinta años, y tuvo una gran
influencia sobre la organización de la Univer-
sidad francesa y el desarrollo de la instruc-
ción pública en su país. Pese al riesgo que
conllevaba su posición destacada en el seno
de la colectividad protestante, fue lo suficien-
temente prudente como para superar, sin
detrimento de su elevada posición, tres regí-
menes políticos bien diferentes, como los
presididos sucesivamente por Napoleón, Luis
XVIII y Louis Philippe. Cuvier murió en París
en 1832, victima de una epidemia de cólera,
a los sesenta y tres años de edad.
Cuvier era un hombre fuertemente impre-
sionado por la vieja idea aristotélica de la
«forma». Remarcó que la materia en sí está
cambiando continuamente en los seres vivos,
y que se renueva totalmente en un margen
de tiempo relativamente corto. Por otra par-
te, probablemente no hay dos organismos de
la misma especie que tengan sus componen-
tes en igual proporción. Lo que es constante
y se mantiene en ellos es una misma «for-
ma», que involucra íntegramente la función
de los diferentes órganos.
La primera de las grandes obras de Cuvier
está constituida por los cinco volúmenes de
sus Leçons d'Anatomie comparée (1800-
1805). En ellas encontramos un gran cambio
de estilo literario en relación con todos los
autores anteriores. Es la forma de escribir del
siglo XIX, ya mucho más cercana a la actual:
objetiva y crítica, y sin permitirse teorizacio-
nes huecas. Sin ningún tipo de duda, en esta
obra notamos --más que en ninguna otra
posterior– la huella de Daubenton, Camper,
Blumenbach (1758-1840) y Vicq d' Azyr, pero
sin el antropocentrismo que caracteriza a
todos estos autores (tal vez debido a que
eran médicos). El sistema circulatorio de una
sanguijuela se describe ahora con la misma
atención e identidad propia que el del hom-
bre: es la verdadera anatomía comparada. En
su concepción general de los animales, Cuvier
establece la universalidad de las diferentes
funciones. Por ejemplo, contempla a la vez la
respiración pulmonar de los mamíferos, los
diferentes sistemas de branquias, la respira-
ción traqueal de los insectos y la cutánea de
los animales más simples.
Todo ser organizado constituye un sistema
cerrado en el que cada parte está relacionada
con el resto, cooperando unas con otras de
un modo definido dentro del conjunto del
cuerpo. Ninguna parte puede cambiar sin que
se modifiquen las demás; como consecuen-
cia, una parte analizada por separado puede
servir para indicar cómo es el resto. Esto
constituye el principio llamado de correlación
de las partes, que desde Aristóteles ya había
sido usado implícitamente por muchos natu-
ralistas. Pero nadie lo había formulado tan
claramente como Cuvier, ni lo había llevado a
sus últimas consecuencias. Del mismo modo
que un matemático que conozca la ecuación
de una curva puede reconstruirla a partir de
algunos de sus puntos, también el biólogo
que dominara las leyes de la anatomía podría
reconstruir un animal entero tomando como
único dato un omóplato, un fémur, una uña u
otros fragmentos sueltos del animal. En esta
idea es evidente la influencia de los grandes
éxitos de la mecánica newtoniana, así como
la confianza ilimitada en el determinismo de
las leyes naturales que caracteriza el pensa-
miento del siglo XIX. Recordarás que, tras
Lagrange y Laplace, bastan algunas observa-
ciones astronómicas para describir la trayec-
toria de un astro, o que las desviaciones de
una órbita calculada conducen directamente
al descubrimiento de un nuevo planeta.
Cuando Cuvier inició el estudio de los res-
tos fósiles de grandes mamíferos, ya se cono-
cían los trabajos de Gmelin (1709-1755),
Pallas y otros sobre este tipo de animales. Se
trataba de los hallazgos siberianos de elefan-
tes, rinocerontes e hipopótamos. No obstan-
te, ninguna de esas investigaciones habría
conducido a la
principal tesis de la paleontología que, co-
mo sabes, dice que hay una cantidad extra-
ordinaria de especies que, habiendo estado
profusamente representadas en el pasado,
hoy no se encuentran sobre la Tierra. Aunque
algún autor anterior había entrevisto algo al
respecto, fue Cuvier quien enunció la tesis
mencionada, apoyándola con pruebas incon-
trovertibles.
Las excavaciones en las canteras de
Montmartre, que Cuvier realizó con la valiosa
ayuda de un gran amigo suyo, el geólogo
Brogniart (1770-1847), son célebres por
haber proporcionado abundantes restos fósi-
les de grandes

cuadrúpedos. Dado que el número de es-


pecies conocidas de ese tipo de animales es
más bien reducido, y pareciendo improbable
encontrar nuevas especies vivas, dichos res-
tos ofrecían una oportunidad inmejorable pa-
ra demostrar la existencia de especies extin-
guidas en todo el reino animal.
«Me encontraba en la situación de un
hombre que hubiera recibido un montón de
fragmentos mutilados e incompletos proce-
dentes de algunos centenares de esqueletos,
restos de una veintena de tipos de animales
diferentes. Era preciso que cada hueso en-
contrara su vecino, al que había estado unido
en el cuerpo del animal vivo. De este modo,
tenía que hacer una especie de resurrección,
pese a no disponer de la todopoderosa trom-
peta de la Providencia. Podía, sin embargo,
sustituirla por las inmutables leyes prescritas
a los organismos vivos. Siguiendo el orden
establecido por la anatomía comparada, cada
hueso e incluso cada fragmento de hueso iba
a ocupar su lugar. No encuentro palabras
adecuadas para describir mi júbilo al compro-
bar cómo las características previstas desde
un fragmento surgían sucesivamente: los pies
concordaban con lo que habían anunciado los
dientes, y los dientes concordaban con lo
anunciado por los pies. Los huesos de las
piernas, del muslo, todo lo que había de for-
mar las extremidades, encajaba perfectamen-
te con la estructura que había imaginado an-
ticipadamente. En pocas palabras: cada una
de las especies renace, por decirlo de algún
modo, sobre la base de uno solo de sus ele-
mentos».
Del modo que acabo de expresar, usando
sus propias palabras, Cuvier logró evocar el
aspecto de muchas especies extinguidas. Re-
construyó esqueletos completos de Palaeot-
herium magnum como un paquidermo del
tamaño de un caballo, y de Xiphodon gracile,
que se hallaría entre los paquidermos y los
rumiantes. Descubrió el Megatherium, un
perezoso del tamaño de un rinoceronte (cuyo
primer ejemplar, sin embargo, ya había sido
desenterrado y reconstruido en Argentina por
Manuel Torres en el año 1787).
La gran obra de Cuvier sobre palentología,
en la que se encuentra todo lo que te estoy
contando, lleva por título «Recherches sur les
ossements fossiles», y fue publicada en 1812.
Contiene el estudio de ciento sesenta y ocho
especies de vertebrados fósiles, cuarenta y
nueve de los cuales se describían por primera
vez.
Cuvier corrigió una gran cantidad de erro-
res anteriores en la interpretación de restos
fósiles. Por ejemplo, el Pterodactylus había
sido considerado un ave marina, el Proteo-
saurus, un cocodrilo, y las vértebras de Ictio-
saurus, vértebras humanas. También hay que
citar la famosa salamandra de Oeningen que
había sido descrita como los restos del peca-
dor testigo del diluvio (Horno diluvii testis).
El ejemplo del Horno diluvii testis nos hace
pensar en la antigua creencia, todavía popu-
lar hoy en día, de que todos los fósiles son de
la misma época, anteriores al diluvio bíblico.
«Este caracol de piedra es de un animal an-
tediluviano», dice todavía la gente, pese a
que ya sabemos que los fósiles pueden per-
tenecer a edades muy diversas. Su antigüe-
dad relativa fue establecida por Smith y Lyell,
aunque podríamos encontrar precursores que
se aproximaron a ello. Cuvier adopta con ri-
gor el criterio de los geólogos ingleses en sus
trabajos con Brogniart, que ya he citado an-
tes: el Essai sur la géographie minéralogique
(1811) y la Description géologique des envi-
rons de Paris (1821). Este último es un do-
cumento básico para el conocimiento del Ter-
ciario, igual que los trabajos de Smith lo son
para el Secundario. Uno se pregunta por qué
Cuvier no se dio cuenta de que cuanto más
antiguos eran los fósiles menos se parecían a
las formas actuales, lo cual sería incongruen-
te con su fijismo. En cambio, Cuvier remarcó
muy bien el hecho de no hallar formas inter-
medias entre las del pasado y las actuales, y
tampoco entre dos épocas diferentes del pa-
sado geológico. Esto sigue siendo un proble-
ma en la actualidad, y Cuvier lo utilizó para
sostener que las especies fósiles eran tan
inmutables como las actuales. Efectivamente,
Cuvier se mostró siempre tan fijista como
Linneo, en oposición a sus colegas transfor-
mistas Lamarck y Saint-Hilaire. Por otros mo-
tivos, estos últimos se encuentran más vincu-
lados que Cuvier al pensamiento del siglo
XVIII. Sin embargo, debido a su fijismo y a
todo lo que se refiere a las creaciones sucesi-
vas, hemos de situar a Cuvier en una posición
todavía intermedia entre los siglos XVIII y
XIX.
En el Discours sur les révolutions du globe,
que es el más famoso de sus escritos, Cuvier
argumenta que la extinción de especies fósi-
les se explica por sucesivas catástrofes plane-
tarias. «Los que estaban en tierra firme fue-
ron víctimas de diluvios; otros, que poblaban
el interior de los mares, quedaron sobre la
tierra seca cuando los fondos marinos fueron
repentinamente levantados.» Cuvier admite
que, como mínimo, ha habido tres grandes
cataclismos, el último de los cuales sería el
diluvio bíblico. Es importante darse cuenta de
que Cuvier suponía que en todos los casos se
salvaría una región más o menos considera-
ble del planeta, y que serían las especies que
vivían allí las que luego repoblarían el mundo.
Por tanto, la fauna actual sería el resto de
una fauna primitiva mucho más variada, en la
que las especies actuales tal vez ocupaban un
lugar muy pequeño: por eso no siempre ten-
drían representantes fósiles. El hombre sería
un caso especial, ya que Cuvier supone que
es el resultado de una creación diferente tras
la última catástrofe. Algunos discípulos de
Cuvier se mostraron partidarios de un mayor
número de creaciones sucesivas. Uno de
ellos, D'Orbigny (1802-1857) multiplicó ade-
más el
número de catástrofes. Recordarás que del
catastrofismo ya habíamos hablado en las
primeras cartas, y especialmente al tratar del
fin de la cultura clásica.22
Cuvier creía que la clasificación es la ex-
presión más concisa de nuestros conocimien-
tos sobre la naturaleza. El mismo año 1812
en que publicó sus célebres «Recherches»
también dio a la luz Sur un nouveau rappro-
chement á établir entre les classes qui com-
posent le régne animal, y en esta obra dio a
conocer sus principios para la clasificación de
los animales. No obstante, su labor sistemáti-
ca se encuentra recogida principalmente en
Le régne animal distribué aprés son organisa-
tion pour servir de base á l'histoire naturelle
des animaux et d'introduction á la anatomie
comparée, publicada en 1817. Podemos con-
siderar a esta obra como la culminación de
todos los esfuerzos de sistematización reali-
zados a lo largo del siglo XVIII.
Cuvier amalgamó la morfología tanto con
la paleontología como con la zoología siste-
mática, entendiendo la morfología como la
anatomía y la fisiología comparadas. Descu-
brió la debilidad de la taxonomía linneana
aplicada a los animales, y estableció nuevas
categorías. Puso de manifiesto que, si bien la
existencia de vértebras permite definir una
clase, su ausencia no permite establecer otra
clase equivalente. Sostuvo que en los inver-
tebrados hay muchas categorías diferentes,
todas de rango equivalente a la de Vertebra-
dos, y –no hace falta decirlo– rechazó la clase
Vermes. En su sistemática, Cuvier dio mayor
importancia a los órganos y las funciones que
existen en una gran diversidad de especies,
en detrimento de los que sólo aparecen en un
número reducido de especies. Es el principio
llamado de la subordinación de las partes. Por
ejemplo, la médula espinal permanece inva-
riable por muchos cambios que ocurran en la
dentadura (incluida su ausencia, como en las
ballenas). En cambio, pequeñas modificacio-
nes en la médula espinal determinan grandes
modificaciones en la dentadura, como ocurre
entre los diferentes tipos de vertebrados. Por
este motivo, las correlaciones orgánicas con
la médula dorsal tienen un rango superior a
las correlaciones asociadas a la dentadura.
Conviene recordar que, en botánica, este cri-
terio de subordinación de las partes ya había
sido usado por Jussieu.
Cuvier estableció cuatro ramificaciones,
que más tarde situaríamos en la
categoría de tipos:
Nuria, la destinataria de estas cartas, ha
hecho recientemente una traducción al cata-
lán del «Discours sur les révolutions du globe
et sur les changements qu'elles on produit
dans le régne animal». Fue publicada en el
año 2002 por el Institut d'Estudis Catalans y
las editoriales Eumo y Pórtic. Constituye el
volumen 5 de la colección «Classics de la
Ciéncia». Incluye una introducción sobre la
vida y la obra de Cuvier con una extensa bi-
bliografía, así como un breve análisis de su
mundo y de la relación entre la obra de Cu-
vier y la teoría actual de las extinciones ma-
sivas producidas por cataclismos. La fuente
principal de dicha introducción es esta carta
45, aunque mucho más desarrollada.
I. Vertebrados, con esqueleto axial y cavi-
dad medular.
II. Moluscos, con un sistema nervioso
compactado en masas separadas.
III.Articulados, con un sistema nervioso
constituido por dos cuerdas ventrales
y transición a la respiración traqueal.
IV. Radiados, sin sistema nervioso ni circu-
latorio diferenciados.
Cuvier subdividió estos tipos o «phyla» en
clases, órdenes, géneros y especies. Si uni-
mos sus trabajos a los de Lamarck, tenemos
el progreso más importante en el conocimien-
to de los animales desde la época de Aristóte-
les. Evidentemente, es fácil percatarse de las
deficiencias en los tipos III y IV establecidos
por Cuvier. Justamente para intentar subsa-
nar esas deficiencias se iniciaron muchas in-
vestigaciones taxonómicas en el siglo XIX.
Al contrario que Buffon y Lamarck, Cuvier
sostuvo que las categorías taxonómicas tie-
nen una realidad igual o superior a la de los
individuos que las componen. Ya te he seña-
lado la importancia de la «forma» aristotélica
en el pensamiento de Cuvier. Para él, cada
categoría es una «forma», la única cosa cons-
tante y permanente. Además, está el otro
concepto importante: que los cuatro tipos de
organización correspondientes a las cuatro
ramas del reino animal son independientes,
sin transición posible entre ellos.
Saint-Hilaire defendía la unidad del plan en
la organización animal, frente a la diversidad
de modelos sin transición posible que por-
pugnaba Cuvier. Éste fue el origen formal de
una de las más célebres discusiones académi-
cas de principios del siglo XIX. Quizá también
contribuyeron a ella otras causas puramente
personales, probablemente variadas y difíciles
de averiguar. Como casi siempre, en lo que
mueve a los hombres suele haber algo más
que las razones formales que se dan para
justificarlo.
Sabemos que inicialmente Saint-Hilaire fue
un protector de Cuvier. Luego se hicieron
amigos y trabajaron juntos mucho tiempo,
pero finalmente se fueron distanciando y el
pensamiento de cada uno empezó a diverger.
Cuvier era altivo, pero poco amigo de dispu-
tas. Objetivo en sus argumentos y en sus
maneras, respetuoso y cortés. Está claro que
a este juicio moral se le puede poner la obje-
ción de aquel desafortunado discurso funera-
rio sobre Lamarck que ya te conté en la carta
anterior, y que no se publicó hasta después
de la muerte de Cuvier. Es cierto que en ese
caso se manifestó como un hombre despia-
dado, lanzando un ataque terrible al pobre
Lamarck con un desprecio casi absoluto por la
totalidad de su obra.
Saint-Hilaire había presentado compara-
ciones entre los segmentos de los articulados
y las vértebras, la concha de las tortugas y la
de los moluscos, y otras parecidas. Cuvier
siempre consideró todo eso como inadmisible
y absurdo, y en 1830 se produjo el choque
inevitable. La chispa que lo desencadenó fue
un trabajo que Saint-Hilaire presentó a la
Académie des Sciences en el que consideraba
a los pulpos como vertebrados. Por si fuera
poco, aunque no consta en el texto de la pu-
blicación, parece que aprovechó la exposición
oral para atacar directamente a Cuvier. Éste
no pudo contenerse, y contestó de forma
educada pero áspera, poniendo de manifiesto
contundentemente que la tesis de Saint-
Hilaire era una bobada. Ello propició una críti-
ca de Saint-Hilaire a toda la obra de Cuvier.
Poco a poco se fueron enzarzando, y pasando
de una polémica a otra. De hecho, todo el
mundo se sumó a la pugna, y aquello acabó
siendo el espectáculo del siglo. Desde lejos,
el propio Goethe se sumaría a la diatriba para
defender a Saint-Hilaire. Sin embargo, la ma-
yor parte de los asaltos los ganó Cuvier con
holgura. Sin que nadie se lo hubiera propues-
to, en esta polémica se decidiría definitiva-
mente la suerte de una corriente de pensa-
miento característica del cambio de siglo. Me
refiero a la Naturphilosophie, de la que ya he
hablado repetidamente. La controversia entre
Cuvier y Saint-Hilaire acabaría siendo el acta
de defunción de la Naturphilosophie. No obs-
tante, más adelante se reconocería que Cu-
vier había pecado de estrechez de visión, no
llegando siguiera a entrever la unidad última
de todos los seres vivos a través de un único
proceso evolutivo sobre la Tierra.
Conviene recordar aquí que Cuvier escribió
algunas obras sobre Historia de las Ciencias,
una de ellas por encargo directo de Napoleón.
Tras su muerte, se publicó la Histoire des
Sciences Naturelles (1841-1856), que tal vez
es la más importante. Entre los numerosos
discípulos de Cuvier destacan Valenciennes
(1794-1865) y Ducrotay de Blainville (1777-
1850). Este último fue el sucesor
de Cuvier en el Museo.
Afectuosamente,46. TEORÍA DE LOS
TEJIDOS Y TEORÍA DE LOS CRISTALES
Barcelona, 1 de diciembre de 1984
Querida Nuria:
En las últimas cartas te he descrito cómo
el periodo comprendido entre 1760 y 1830
representa la culminación del siglo XVIII.
Como ya he señalado, la primera mitad del
XVIII es una continuación del XVII, casi un
periodo de transición, en el contexto de la
revolución científica. Por otra parte, el tramo
final del siglo XVIII fue importante por los
grandes cambios producidos en la historia de
Occidente: la caída del Ancien Régime y el
triunfo irreversible del capitalismo dentro de
la evolución del sistema económico. Es el
comienzo de lo que se llama la Edad Contem-
poránea.
Al principio del siglo XVIII había dos co-
rrientes de pensamiento, a las que ya me he
referido anteriormente: la mecanicista y la
vitalista. Los fenómenos de la vida ¿eran pu-
ramente mecánicos? ¿o los organismos vivos
existían por y para el alma? La doctrina vita-
lista estaba liderada por Stahl, y a lo largo
del siglo se desarrolló de modo especial en la
Facultad de Medicina de Montpellier. Las
ideas básicas eran la complejidad química del
cuerpo, la estructura propia de cada una de
sus partes y la tendencia espontánea a la
descomposición y la muerte. Sería la fuerza
vital la que se opondría a esa tendencia, y
mantendría la actividad ordenada de las par-
tes en un todo unitario. Un mecanicismo puro
era insostenible a finales del siglo XVIII: el
mundo se consideraba claramente dividido
entre los seres vivos y la materia inanimada.
El movimiento autónomo, la fotosíntesis y el
proceso respiratorio eran características ex-
clusivas de los primeros. Los propios fenóme-
nos eléctricos puestos de manifiesto por Gal-
vani (1737-1798), que fueron estudiados de
nuevo por Humboldt y otros, así como los
trabajos de Mesmer sobre el magnetismo
animal, contribuyeron a ahondar dicha sepa-
ración.
En la corriente neovitalista hemos de re-
cordar a Bordeu (1772-1776), que se formó
en Montpellier aunque posteriormente se es-
tableció en París. Para Bordeu, los órganos
son las partes últimas dotadas de vida inde-
pendiente, y el organismo vivo es el resultado
de su cooperación mutua, controlada por el
encéfalo a través de los nervios. Éstos esti-
mularían a los órganos, que tomarían su ali-
mento de la sangre. Tomarían de manera
selectiva las sustancias apropiadas, y forma-
rían otras nuevas que excretarían como con-
secuencia de su actividad. Este mecanismo
glandular es fundamental, y puede aplicarse
a todas las partes del cuerpo. Algunos órga-
nos como el estómago –y en cierto modo los
órganos de los sentidos– tomarían
materiales del exterior, siempre de manera
selectiva y rechazando todo lo que sea noci-
vo, como ocurre violentamente en el caso del
vómito.
Barthez (1734-1806) también es represen-
tativo de esta escuela. Fue profesor en Mont-
pellier y llegó a rector, aunque durante la
Revolución fue postergado temporalmente.
Publicó una obra titulada «Science de l'hom-
me», en la que admite un principio vital inde-
pendiente de la vida psíquica, que determina-
ría la irritabilidad y la sensibilidad de cada
órgano. En cierto modo, se trata de un retor-
no a las ideas de los médicos del Renacimien-
to.
Los dos autores citados no coinciden en
todo, pero representan a la misma corriente
neovitalista, que por otra parte ya se encuen-
tra muy alejada de Stahl. En cambio, dicha
corriente tiene una conexión directa con
François Xavier Bichat, fundador de la histo-
logía moderna. Nació en un pueblo del Jura
francés el año 1771, estudió en Lyon y más
tarde se trasladó a París. Murió en 1802, a
los 31 años, probablemente víctima de una
fiebre séptica contraída en el propio hospital
de la Facultad de Medicina.
Bichat fue un hombre extraordinario por su
gran laboriosidad y por su pensamiento crea-
dor. De temperamento modesto y altruísta,
vivió para su trabajo e indiferente a todo lo
demás, pese a los grandes trastornos políti-
cos y sociales de su época. Fue ante todo
médico, y centró exclusivamente su atención
sobre los fenómenos morbosos. Aunque sea
el fundador de la histología, nunca utilizó el
microscopio. Hoy ello resulta sorprendente,
pero Bichat consideraba que el microscopio
no servía más que para engañarse con falsas
ilusiones. Tampoco quería saber nada de di-
bujos y representaciones gráficas, que según
él sólo servían para deformar la realidad. Ne-
gó tanto la teoría del alma de Stahl como el
materialismo de Boerhaave, pero se le puede
considerar un neovitalista cuando escribe que
la vida es la suma de las funciones que resis-
ten a la muerte. Por lo que se refiere a la
esencia última del fenómeno vital, es agnós-
tico y afirma que no se puede hacer nada
más que describirlo por medio del conjunto
de hechos con los que se exterioriza. Recono-
ce la importancia de la complejidad química,
cosa que Stahl ya había hecho anteriormente,
pero añade un nuevo concepto trascendental:
la base de cada una de las funciones orgáni-
cas es una estructura específica, viva por sí
misma. Se trata de una idea nueva, crucial
para la comprensión de lo que hoy llamamos
organismos superiores: la estructura anató-
mica diferenciada en tejidos. Sobre esta ba-
se, más tarde Haeckel podría establecer el
nuevo reino de los Protistas con los seres
vivos que realizan todas sus funciones sin
tener un cuerpo diferenciado en tejidos.
El cuerpo humano está formado por dife-
rentes tejidos o materiales de estructura
homogénea. Ello es extensivo a los animales
y las plantas superiores. Cada órgano está
formado por diversos tejidos, y su estudio es
el objeto de la anatomía descriptiva. Los teji-
dos son los verdaderos conservadores de la
vida del cuerpo, y las propias funciones de los
órganos y los aparatos (conjuntos de órganos
con una función común) son el resultado de
la peculiar configuración de su actividad en
cada caso. La función elemental se encuentra
en el tejido. Bichat distinguió veintiuna clases
de tejidos: celular (actualmente, conjuntivo),
nervioso animal (correspondiente al sistema
nervioso central), nervioso orgánico (corres-
pondiente al sistema nervioso vegetativo),
arterial, venoso, tejido de exhalación (que
constituye los alvéolos pulmonares), absor-
bente (epitelial), óseo, de la médula ósea,
cartilaginoso, fibroso, fibro-cartilaginoso,
muscular animal (de fibra estriada), muscular
orgánico (de fibra lisa), mucoso, seroso, sen-
sorial, glandular, dermoide, epidermoide y
capilar. Cada tejido tendría vida propia, inde-
pendiente de la del órgano, en contra de la
idea de Bordeu que la situaba en estos últi-
mos. La enfermedad se localiza en los tejidos,
en contra de lo que se suponía en su época,
es decir, que se originaba en los fluidos, si-
guiendo la vieja idea hipocrática. Los tejidos
muertos pueden mantener sustancialmente
su estructura, pero han perdido sus propie-
dades: por ejemplo, los nervios dejan de ser
irritables y los músculos ya no se pueden
contraer. La vida consiste en estas propieda-
des y en su interacción, que registra grandes
variaciones entre el estado de salud y el de
enfermedad.
Las propiedades de los tejidos pueden ma-
nifestarse como resultado de diversas inter-
acciones. Por ejemplo, el músculo se contrae
por impulsos del encéfalo transmitidos a tra-
vés de los nervios, pero también por influjos
físicos y químicos, como ocurre con los flui-
dos orgánicos que le dan el tono que desapa-
rece con la muerte, o con el efecto del sec-
cionamiento, que persiste después de la
muerte y sólo se pierde por putrefacción. Bi-
chat también distingue la sensibilidad orgáni-
ca o vegetativa de la animal o central.
La obra de Bichat contiene histología en
sentido estricto, sobre todo por lo que se re-
fiere a la topografía de los tejidos. En cambio,
no nos habla de su estructura íntima, a la que
se había aproximado mucho más el viejo
Malpighi. No obstante, el verdadero significa-
do del trabajo de Bichat no adquiriría relieve
hasta llegar a la teoría celular de Schleiden
(1804-1881) y Schwann (1810-1882), así
como a la patología celular de Wirchow
(1821-1902).
La importancia de la estructura no atañe
sólo a los seres vivos sino también a la mate-
ria inanimada en estado sólido. Ello empezó a
tomarse en consideración justamente en la
misma época, y el nombre clave al que
hemos de asociar esta idea
es el de René-Just Haüy (1743-1822).
Hasta entonces, las formas cristalinas habían
sido muy poco estudiadas. Hay algunas refe-
rencias a ellas en la «Micrographia» de Hooke
y en «De solido intra solidos» de Steno. Bert-
holin dedicó cierta atención al espato de Is-
landia. Pero eso es más o menos todo. De ahí
que la clasificación del reino mineral de Lin-
neo sea lamentable. El primero que empezó a
darse cuenta del problema fue Jean-Baptiste
Louis Romé de l'Isle (1736-1790), que en
1772 publicó una Cristallographie ou descrip-
tion des formes propres á tous les corps du
régne minéral. Aunque no pasara de ser un
clasificador, Romé de l'Isle tuvo la idea ma-
gistral de medir los ángulos diedros de los
cristales, y llegó a la importante conclusión
de que para todos los cristales de la misma
especie dichos ángulos eran iguales. El paso
siguiente era la conexión de la geometría con
la física y la química. En ello, sobre todo con
respecto a la física, fue pionero Haüy. Era un
hombre de origen humilde, que estudió en
París y se ordenó sacerdote. Durante la Revo-
lución trabajó en la Comisión de Pesos y Me-
didas, y fue nombrado conservador del Gabi-
nete de Minas. Más tarde llegó a la cátedra de
Mineralogía de la Facultad de Ciencias. En
realidad, Haüy se ocupó de botánica, física,
mineralogía y cristalografía. En su «Traité
élémentaire de Physique», publicado en
1803, describe por vez primera los fenóme-
nos de la piroelectricidad y la piezoelectrici-
dad. Sus obras Essai sur la structure des cris-
taux (1783), Exposition abrégée sur la struc-
ture des cristaux (1793), Traité de Minéralo-
gie (1801) y Traité de Cristallograp-
hie»(1822) representan un avance sin prece-
dentes en los campos de la mineralogía y la
cristalografía.
La forma cristalina es una propiedad carac-
terística de los minerales, que depende de la
ordenación sistemática de sus «moléculas
integrantes». Así nace el llamado «haz de
Haüy», que es el conjunto de caras posibles
de un cristal, dibujadas de modo que pasen
por un punto común. Haüy también describió
los elementos de simetría que más tarde da-
rían origen a los sistemas cristalinos, y a su
clasificación. Finalmente, se debe a Haüy la
introducción del concepto de anisotropía,
consecuencia de su teoría de los cristales. En
el siglo XIX, todo ello daría lugar a grandes
progresos en el campo de la óptica y de la
propia cristalografía. También sería entonces
cuando la cristalografía se relacionaría con la
química.
Afectuosamente,

47. LA CIENCIA DEL SIGLO XIX


Begues, 26 de diciembre de 1984
Querida Nuria:
Recordarás que el verano pasado aprove-
chamos una estancia tuya en Begues para
esbozar una visión de conjunto del siglo
XVIII. De un modo parecido, ahora intentaré
dibujar un esquema de la ciencia del siglo XIX
en su contexto histórico, aprovechando estas
vacaciones de Navidad que también pasamos
juntos.
Una conclusión en la que estamos de
acuerdo es que, en el siglo XVII, la Revolu-
ción científica resolvió muchos de los proble-
mas planteados por los antiguos griegos, a
base de emplear nuevos métodos matemáti-
cos y experimentales. También hemos visto
que, en la segunda mitad del siglo XVIII, esos
mismos métodos plantearon y empezaron a
resolver problemas enteramente nuevos.
Además, se estableció un nexo definitivo en-
tre el avance científico y los mecanismos de
producción de los bienes de uso y consumo.
Piensa que inicialmente la revolución científi-
ca estaba situada en un plano casi exclusi-
vamente ideológico, y que en el terreno prác-
tico sólo repercutió en el arte de navegar. En
la época de la máquina de vapor todo eso
cambió, y a comienzos del siglo XIX ya en-
contramos la opinión generalizada de que la
ciencia era lo que había soñado Bacon, una
fuente prácticamente ilimitada de poder prác-
tico.
El final del siglo XVIII es una época de re-
voluciones, dirigidas fundamentalmente co-
ntra el poder de la iglesia y de las monarquí-
as absolutas. Ello determinó la caída del An-
cien Régime, un hecho histórico suficiente-
mente relevante en la historia de Occidente
como para marcar el fin de la Edad Moderna
y el comienzo de la llamada Edad Contempo-
ránea. En diferentes países de Occidente, el
proceso se prolongará prácticamente a todo
lo largo del siglo XIX. Simultáneamente, y sin
solución de continuidad, irá surgiendo una
corriente antiliberal que buscará, y en cierto
modo sigue buscando, cambiar la estructura
socioeconómica establecida por el capitalismo
burgués. No sé hasta qué punto esa corriente
política, así como el papel atribuido a la cien-
cia, están implícitos en aquella frase de Karl
Marx que dice: «Hasta ahora los filósofos han
tratado de comprender el mundo; de ahora
en adelante, lo que deben hacer es tratar de
cambiarlo.»
Como ya he señalado numerosas veces, la
física newtoniana y la filosofía liberal tomaban
como base el conocimiento de las leyes natu-
rales, que dominarían tanto el sistema solar
como la vida y la sociedad humanas. Dichas
leyes serían inmutables e intemporales. Lo
que hay que hacer es intentar conocerlas, y
organizarse de acuerdo con ellas. Con el
cambio de siglo se introduce el concepto de
evolución, que trastornará profundamente
todo ese esquema, tanto en lo que respecta a
la historia del Universo como a la propia his-
toria humana.
Es importante tener presente la perspecti-
va social existente a mitad del siglo XIX. En
las zonas industriales tiene lugar la formación
de las grandes ciudades, con extraordinarios
aumentos demográficos debidos a fenómenos
migratorios. Los nuevos sistemas de produc-
ción iniciados en el siglo XVIII son comple-
mentados y potenciados por los nuevos sis-
temas de comunicaciones. Los símbolos ca-
racterísticos del siglo XIX serán el tren, la
navegación a vapor y el telégrafo. Al margen
de la época de las conquistas, la riqueza nun-
ca se había podido acumular con tanta facili-
dad, y el propio poder político cada vez esta-
rá más relacionado con los progresos mate-
riales generados por la nueva situación.
La economía política nace con Adam Smith
(1723-1790) y Jeremy Bentham (1748-1832)
a finales del siglo XVIII. De ahí surgió la co-
rriente utilitarista de Ricardo (1772-1823) y
John Stuart Mill (1806-1873), cuyo objetivo
último era la máxima felicidad para el mayor
número posible de personas. Es posiblemente
en esa época cuando se inicia la carrera, que
continúa en nuestros días, para mejorar la
calidad de vida y el bienestar. Entretanto, un
gran contingente de población iría pasando a
la condición de empleados a sueldo, y empe-
zaría in crescendo una lucha continua para
lograr reivindicaciones frente al patrón, lucha
que también ha llegado hasta nosotros.
Gran Bretaña representa el prototipo de la
sociedad resultante de la revolución indus-
trial. La primera industria importante fue la
textil, cuya producción fue aumentando con
el maquinismo y gracias a un mercado cre-
ciente, que se hizo realidad a base de ir au-
mentando los medios de comunicación y
transporte. Muy pronto se incorporaron a la
competencia industrial otros países, como
Francia y Alemania.
Para nuestra perspectiva también hay que
tener en cuenta la configuración de una nue-
va clase de profesionales, constituida por los
modernos ingenieros. Ellos promoverán un
desarrollo técnico cada vez más directamente
vinculado a los avances científicos. Esta co-
nexión se va poniendo de manifiesto a medi-
da que avanza el siglo: como ya te he seña-
lado, hasta el siglo XVIII inclusive, la técnica
había evolucionado básicamente con inde-
pendencia de la ciencia. Entre los nombres
ilustres de ingenieros del periodo que esta-
mos tratando tenemos a Stephenson (1781-
1848), Brunel (1806-1859) y Trevithick
(1771-1833).
El tren fue un producto de la minería del
carbón. Primero se extendió por Gran Breta-
ña, y luego por el resto del mundo. Conviene
señalar que, igual que había ocurrido con la
construcción de canales, el tendido de vías
férreas promovióenormemente el desarrollo
de la geología. Junto con la navegación a va-
por, constituiría un elemento decisivo en la
mejora del transporte de todo tipo de mer-
cancías. En 1822, el físico danés Hans Chris-
tian Oersted (1771-1851) descubrió los efec-
tos de la corriente eléctrica sobre la aguja
magnética. Ello serviría de base para la in-
vención del telégrafo electromagnético, coin-
cidiendo con el desarrollo del ferrocarril. Con
frecuencia ambas líneas se tenderían a la vez,
como hemos podido ver en tantos westerns.
De hecho, lo que estimuló a los inventores
del telégrafo –Morse, Wheatstone y otros
físicos– no fue el deseo de satisfacer una ma-
yor necesidad de comunicación entre perso-
nas de todo el mundo, sino la conveniencia
de conocer rápidamente los cambios en los
valores monetarios de las mercancías, los
valores bursátiles y toda clase de aconteci-
mientos que pudieran afectar a unos y otros.
Uno de los mayores acontecimientos en el
siglo de la comunicación fue el tendido del
cable trasatlántico, en el que intervinieron
científicos de la talla de lord Kelvin.
Hacia la mitad del siglo se inició el desa-
rrollo industrial de la química, que fundamen-
talmente fue promovido por la necesidad de
sosa y ácido sulfúrico para la industria textil
en expansión. Muy pronto se produciría un
gran cambio debido al descubrimiento de los
colorantes de anilina, que serviría de base
para el desarrollo de la gran industria química
alemana, y en general para el desarrollo de la
química orgánica. El tercer escalón en el as-
censo de la indutria química fue la producción
de abonos artificiales, con los que se produci-
ría un cambio espectacular en la producción
agrícola. Es en esa época, al iniciarse la se-
gunda mitad del siglo XIX, cuando encontra-
remos a Pasteur intentando evitar la acidifi-
cación de los vinos, de la cerveza
y del alcohol de remolacha, cosa que lo-
graría mediante el tratamiento que hoy lla-
mamos pasteurización. Con ello se puso de
manifiesto que los microbios tenían un gran
papel en la economía humana. En este senti-
do también es representativo el estudio que
el mismo autor llevó a cabo sobre una enfer-
medad de los gusanos de seda, de extraordi-
naria importancia práctica. Pasteur pudo de-
mostrar que los gusanos en realidad padecían
dos enfermedades: la pebrina, que era here-
ditaria, y la llamada «flacherie»,
parecida al cólera. No quedaba otro reme-
dio que destruir todos los gusanos y los ali-
mentos contaminados, y reiniciar el proceso
industrial con gusanos sanos. De este modo,
el trabajo de Pasteur salvó a la industria se-
dera francesa.
A mediados del siglo XIX hay grandes epi-
demias por todas partes. Ello fue consecuen-
cia de los grandes movimientos de población,
a los que ya me he referido, y a la rapidez de
los viajes. Naturalmente, también contribuye-
ron las grandes concentraciones humanas en
las ciudades y las malas condiciones de los
suburbios. De ahí que surgiera un aran interés
nor la medicina social y la asistencia hospita-
laria.
En este contexto hemos de situar el desa-
rrollo de la microbiología de Pasteur y Koch
por lo que respecta a los agentes causantes
de enfermedades infecciosas, así como la
vacunación y la mejora racional de las medi-
das sanitarias.
A comienzos del siglo XIX, las antiguas
Academias habían decaído, y la mayor parte
de las Universidades continuaban al margen
de la revolución científica. En esas circuns-
tancias aparecieron nuevas sociedades cientí-
ficas, que son también una característica de
todo el siglo XIX. El prototipo puede estar
constituido por la Versammlung Deutscher
Naturforscher, fundada por Oken en 1822, y
otra que aún llegaría a tener más importan-
cia, la British Association for the Advance-
ment of Science, fundada por Babbage en
1831. Las sociedades científicas que irían
apareciendo con posterioridad serían cada
vez más especializadas, es decir, químicas,
geológicas, astronómicas, etc.
Los cambios experimentados por la ense-
ñanza universitaria a lo largo del siglo XIX
configuraron el tipo de universidad en la que
han estudiado todas las personas de nuestro
siglo hasta los años sesenta. Los puntos de
partida fueron la reforma napoleónica en
Francia y la del Kaiser en Alemania, en este
caso tomando como patrón las universidades
de Göttingen y Giessen. Dos figuras determi-
nantes para dichos cambios fueron Cuvier y
Humboldt, cada uno en su país, como ya te
he comentado en una carta anterior. Desde
mediados de siglo la Universidad alemana
adquiere una hegemonía indiscutible, llegan-
do incluso a establecer el perfil humano de lo
que hoy se entiende por profesor y por cientí-
fico. Ello contribuyó en gran medida al hecho
de que la lengua alemana tuviera un gran
predicamento en la literatura científica hasta
las dos guerras mundiales de nuestro siglo.
En los primeros dos tercios del siglo XIX,
los progresos más característicos se producen
en la química, la energía y la evolución. En
química encontramos el extraordinario desa-
rrollo de la teoría atómico-molecular. El cre-
cimiento de la industria química que antes te
he comentado también hizo que, a partir de
la primera mitad del siglo, la mayor parte de
los científicos cualificados fueran químicos. En
el terreno de la física, la gran aportación del
siglo XIX es la termodinámica. El principio de
conservación de la energía permitirá entender
una amplia gama de fenómenos, la intercon-
vertibilidad y la unificación del calor, la luz, la
electricidad y la energía mecánica. El segundo
principio de la termodinámica determinará la
disponibilidad energética y la eficacia de las
máquinas, factor decisivo para el progreso
tecnológico. Además, la termodinámica
habría de tener un gran papel en nuestras
ideas sobre la evolución del Universo. Final-
mente, en el tercer aspecto, la evolución bio-
lógica y el darwinismo constituirán el signo-
dominante de la biología del siglo XIX, con
extraordinarias implicaciones filosóficas y
socioeconómicas.
La etapa final del siglo XIX se caracteriza
por la química orgánica y la microbiología. En
el campo de la biología también hemos de
señalar el gran desarrollo de la teoría celular,
que continuará durante el siglo XX, y el tra-
bajo de Mendel sobre cruzamientos de plan-
tas, que será trascendental para la genética
moderna. En física, la teoría electromagnética
de la luz unificará la electricidad, el magne-
tismo y la óptica, constituyendo uno de los
más grandes monumentos de la física mate-
mática. Es la culminación de la física clásica.
También encontramos el germen de la física
atómica en la tabla periódica de Mendeleiev
(1834-1907) y los descubrimientos de la ra-
diactividad y los rayos X.
El pensamiento filosófico de la última parte
del siglo está caracterizado por cuatro co-
rrientes: el utilitarismo inglés, el positivismo
francés, el pragmatismo americano y el ma-
terialismo alemán. Este último, que adquirirá
formas diferentes después de Hegel, tiene
como representantes a Haeckel (1834-1919)
en el campo de la biología, y a Engels (1820-
1895) y Marx (1818-1883) en el terreno so-
cioeconómico.
La competencia entre las industrias será el
origen de las grandes sociedades anónimas,
precursoras de las multinacionales de nuestro
tiempo. La industria textil irá siendo despla-
zada, primero por la industria metalúrgica y
posteriormente por las nuevas industrias
química y eléctrica. Estas últimas tendrán ya
una conexión muy directa con la ciencia, y
establecerán el modelo de desarrollo tecnoló-
gico que prevalecerá de forma general en el
siglo XX. Aparece el fenómeno de los invento-
res que se hacen millonarios, y de los científi-
cos que se convierten en hombres de nego-
cios. Edison (1847-1931), Siemens (1816-
1892) y Zeiss (1816-1888) pueden ser bue-
nos ejemplos.
A finales del siglo XIX hay un gran pres-
sing de la industria del acero, debido a su
producción a gran escala y al abaratamiento
de los costes. Ello debe atribuirse a las apor-
taciones de Bessemer (1813-1898) y Thomas
(1850-1885). El acero tendrá un gran papel
en el comercio exterior de los países produc-
tores, desencadenando una lucha implacable
por los mercados exteriores.
El papel de la electricidad tiene como pun-
to de partida la revolución de las comunica-
ciones. No obstante, pronto adquirirá impor-
tancia como forma de transportar energía a
gran distancia, superior al transporte de car-
bón. Se desarrollará el motor eléctrico, y se
construirán las grandes redes de distribución,
convergentes con las de agua, gas, telégrafo
y teléfono. El desarrollo de la energía eléctri-
ca irá acompañado de grandes obras hidráuli-
cas. Tanto la industria eléctrica como los
telégrafos y teléfonos serán objeto de
grandes monopolios, y establecerán los pri-
meros laboratorios industriales de investiga-
ción.
Quizá haya que llegar a la segunda mitad
del siglo XIX para poder levantar aquella acu-
sación de meditatio mortis que se había
hecho a la medicina hipocrática, y que en
cierta medida podía extenderse a la medicina
posterior. La propia cirugía no podía hacer
grandes progresos sin la anestesia y la asep-
sia, dos grandes aportaciones del siglo XIX.
Los medicamentos realmente eficaces se re-
ducían a la quinina y la vacuna antivariólica.
La vacunoterapia y la seroterapia constituye-
ron avances decisivos, capaces de erradicar
graves enfermedades históricas. Por otra par-
te, tomando como base los progresos de la
química, con el salvarsán se inició una nueva
terapia, que culminaría con las sulfamidas y
muchas otras drogas de síntesis, ya en nues-
tro siglo. El propio desarrollo de la microbio-
logía del siglo pasado sería la base para que
más tarde se llegara al antibiótico como un
nuevo tipo de medicamento revolucionario.
Ahora quisiera señalar algunos aspectos
adicionales del contexto histórico del siglo
XIX. Por una parte, el nacionalismo exacer-
bado dio lugar a una serie de guerras en Eu-
ropa, con la creación de nuevos grandes es-
tados. Entre estos últimos, tras el éxito de
Prusia, se inició una hegemonía alemana que
de algún modo ha estado ligada a los aconte-
cimientos bélicos más importantes hasta
nuestros días. También se produce la inde-
pendencia de los países americanos que
habían formado parte de los imperios español
y portugués. Por contra, también tenemos el
fenómeno colonial como rasgo distintivo del
siglo XIX. Por una parte, la mecanización
agrícola disminuye la necesidad de mano de
obra para la producción. El desarrollo de las
zonas industriales crea una demanda crecien-
te de transporte de alimentos desde las zonas
productoras a las zonas consumidoras. El
trigo y otros cereales constituyen ejemplos
característicos en este aspecto. Los exceden-
tes económicos de los países industrializados
tienen entonces su inversión más rentable en
la explotación de otros países, no industriali-
zados, que producen alimentos y materias
primas. Ello traería consigo la competencia
entre los grandes estados por las colonias.
También es característico de la segunda
mitad del siglo XIX el gran desarrollo de Nor-
teamérica, que acabaría convirtiéndose en la
primera potencia mundial. El fin de siglo es la
época de los grandes multimillonarios ameri-
canos. Tras la guerra ruso-japonesa también
se produce el singular progreso del país del
Sol Naciente, que igualmente pasaría a ser
una gran potencia.
La fin du siécle tiene en general un tono
pesimista con respecto al futuro de la huma-
nidad, grandes tensiones sociales e inestabili-
dad política. Se originó unacorriente anticul-
tural y anticientífica, al menos frente a aque-
llo que el hombre del siglo XIX había creído
ver en la ciencia. Dicha corriente se acrecen-
taría tras los dos grandes conflictos bélicos de
nuestro siglo.
Para nosotros, resulta sorprendente el
gran prestigio que llegaron a tener la ciencia
y el científico en el siglo XIX. Me refiero al
interés social y de cara al profano. Los círcu-
los llamados de intelectuales, que hoy en-
cuentran gracioso haber olvidado la tabla de
multiplicar, en el siglo pasado mantenían dis-
cusiones sobre temas científicos como un
asunto de interés preferente. Ello tiene pre-
cedentes en la época de Buffon y Voltaire,
pero a lo largo del siglo XIX el interés por la
ciencia llegaría a un círculo mucho más am-
plio, y sin el matiz filosófico que tenía en el
siglo XVIII. Fijémonos en que Napoleón ya
organizó, en el año 1807, una sesión pública
para informar sobre el progreso de las cien-
cias. El propio Napoleón dio un premio a
Humphry Davy (1778-1829), que éste fue a
recoger personalmente pese a la guerra que
sostenían Francia e Inglaterra. Las clases que
daban Davy, Faraday (1791-1867) y Tyndall
(1820-1893) eran sesiones populares, y ver-
daderos acontecimientos. Piensa que las cla-
ses de Tyndall en Estados Unidos, en los años
1872 y 1873, le permitieron ganar más de
13.000 dólares, que equivalían a una verda-
dera fortuna. Otro tanto podríamos decir de
Humboldt, Liebig (1802-1873) y Helmholtz
(1821-1894). La primera edición del libro
«On the Origin of Species» de Darwin (1809-
1882) se vendió totalmente el día de su pu-
blicación. La segunda edición, de tres mil
ejemplares, también se agotó en pocos días,
pese a aparecer sólo seis semanas más tarde
que la primera. Otras obras de Darwin tuvie-
ron el mismo éxito popular, comparable al de
las novelas más leídas de la época. Claude
Bernard (1813-1878) despertó el interés por
la fisiología en un público totalmente profano
mediante la Revue des Deux Mondes, y cuan-
do en 1865 publicó su Introduction á l'étude
de la médecine experimentale, la obra corrió
de mano en mano entre un público amplísi-
mo. En otra carta ya te hablé del éxito extra-
ordinario de las obras de Flammarion.
Los debates públicos entre científicos des-
pertaron un interés enorme. En otra carta ya
hemos hablado del que se produjo entre Cu-
vier y Saint-Hilaire. Ahora podemos añadir las
discusiones entre Huxley (1825-1895) y el
obispo Wilberforce, que congregó a más de
mil personas en Oxford, y que The Times si-
guió en su primera página. Otro tanto se
puede decir de las célebres discusiones entre
Pasteur (1822-1895) y Pouchet sobre la ge-
neración espontánea. Poco después, la granja
de Pouilly-le-Fort se convirtió en un centro de
interés internacional, cuando periodistas,
hombres de ciencia, granjeros e intelectuales
se reunieron para testimoniar que las ovejas
podían ser inmunizadas contra el carbunco.
En 1807, durante la enfermedad de
Humphry Davy, se publicaron boletines sobre
su estado de salud, y ningún médico se atre-
vió a cobrar por atenderle. Darwin fue ente-
rrado en Westminster con grandes ceremo-
nias religiosas, y Pasteur en una capilla del
instituto que lleva su nombre. Era el año
1895, y las exequias nacionales del gran
hombre de ciencia se celebraron con una
pompa sólo comparable al sepelio de Victor
Hugo.
En 1899, Wallace –de quien ya te he
hablado, y a quien volveremos a referirnos al
tratar de Darwin– publicó un libro titulado
«The Wonderful Century». En él hace un pa-
negírico del siglo XIX y señala que, tomando
los veinticuatro avances más importantes
realizados durante el siglo, en el resto de la
historia sólo se encontrarían quince de impor-
tancia comparable.
En este punto no puedo dejar de contar
por escrito que, cuando en mi adolescencia se
me despertó la afición científica, era aún bajo
la influencia de la brillantez de la ciencia del
siglo XIX, de esa época en la que el sabio era
más admirable que el militar y que el político,
más serio que el literato y el pintor, y más
actual que el sacerdote. Creo que mis viejos
maestros, de los que te he hablado tantas
veces, era eso lo que veían y hacia donde me
empujaban. Quizá se trataba de un verdadero
eco del siglo XIX. Sea como fuere, el espíritu
del siglo XIX sobrepasó los límites del calen-
dario. Me parece que aún está presente en
las conferencias de Einstein subvencionadas
por Guillermo II, y en las grandes discusiones
que originaron. Por lo que respecta a nuestro
país, no puedo dejar de recordar al entonces
joven Esteve Terrades, a Comas y Solá y a
don Julio Palacios, los dos últimos en una
posición conservadora y el primero en una
defensa clarividente de las nuevas teorías.
Las floristas de las Ramblas llevando ramos
de flores a Fleming, el propio viaje de Fle-
ming por España, igual que más tarde el de
Waksman, todo ello era continuación del es-
píritu del siglo XIX. Es más, si me permites
que insista, el propio Trueta, a quien tuve la
suerte de tratar, representa más o menos lo
mismo. Quizá el siglo XIX no moriría hasta
Hiroshima.
Afectuosamente,48. THE ORIGIN OF
SPECIES
Begues, 30 de diciembre de 1984
Querida Nuria:
Tal vez no sepas que Odón de Buén (1863-
1945) fue el primer catedrático de Historia
natural de la Universidad de Barcelona, en
1899. Su darwinismo, unido a su juventud,
encendieron una gran polémica que a los po-
cos años determinó su traslado a Madrid.
Nuestro ambiente intelectual era entonces un
verdadero bastión antidarwinista. Odón de
Buén no podía imaginar que, casi un siglo
después, la conmemoración del centenario de
la muerte de Darwin tendría el éxito y la re-
percusión social que ha tenido. En Cataluña,
es posible que en 1982 se hablara y se escri-
biera más sobre Darwin que en todo un siglo.
Yo también dí algunas conferencias y partici-
pé en muchos actos. El 19 de abril, día exacto
del centenario de la muerte de Darwin, el
paraninfo de la Universidad se llenó a rebo-
sar, y pude dirigirme a una audiencia como
jamás había tenido. Era un público heterogé-
neo de jóvenes y mayores, pero todos escu-
charon encantados. Lástima que te lo perdie-
ras. Hoy volveré a tratar de Darwin, pero
para tí sola.
Charles Robert Darwin nació en 1809 en
Shrewsbury, una ciudad del oeste de Inglate-
rra. Su padre, Robert Waring Darwin, era
médico de profesión y nieto de Erasmus Dar-
win, de quien ya hemos hablado como miem-
bro de la Lunar Society y representante de la
Naturphilosophie en Inglaterra. La madre de
Darwin, Susannah Wedgwood, procedía de
una familia burguesa ilustrada y enriquecida
en el negocio de la porcelana.
Tras una educación típica de la época en la
escuela de su ciudad natal, Darwin se trasla-
dó a Edimburgo para estudiar medicina, si-
guiendo la tradición familiar. Al cabo de dos
años abandonó la carrera y se fue a Cam-
bridge para seguir estudios eclesiásticos. A la
hora de la verdad dedicó mayor atención a
los deportes y a la caza, siguiendo la moda
en boga entre los estudiantes ingleses de la
época pertenecientes a familias acomodadas.
También se aficionó a la entomología, y pare-
ce que recibió una sólida preparación elemen-
tal en geología por parte de Adam Sedwick
(17851873), un eminente profesor a quien
acompañó en breves expediciones.
A los veintidós años de edad (1831) y con
la ayuda de un amigo de la familia, consiguió
una plaza de naturalista, a título honorífico,
en el viaje que emprendió la fragata Beagle,
comandada por el capitán FitzRoy. El Beagle
iba a dar la vuelta al mundo con propósitos
fundamentalmente cartográficos. Este viaje
fue decisivo
en la vida de Darwin, y en él recibió su
verdadera formación como naturalista. Duró
cinco años, y proporcionó a Darwin la ocasión
para visitar las costas de América del Sur y
muchas islas del Atlántico y el Pacífico. Dar-
win envió multitud de colecciones a su país.
Entre ellas, sus contemporáneos valoraron
especialmente las de carácter geológico. Pa-
rece que en Brasil Darwin contrajo la enfer-
medad de Chagas, que debilitó su salud du-
rante el resto de su vida.
De vuelta a Inglaterra, Darwin publicó el
«Diario de viaje de un naturalista alrededor
del mundo» (!837). En esa época leyó el
«Ensayo sobre la población» de Malthus, que
le impresionó profundamente.
En 1830 se casó con su prima Anne
Wedgwood, y tres años más tarde se trasladó
de Londres a Down, donde viviría el resto de
sus días en una magnífica casa rodeada de
jardines y en una atmósfera confortable, ca-
racterística de la burguesía acomodada de la
época victoriana. Tuvo recursos suficientes
para dedicarse en privado a sus estudios sin
otros quebraderos de cabeza.
En 1839, Darwin publicó la «Estructura y
distribución de los atolones de coral». Desde
un año antes ya trabajaba en «El origen de
las especies», que habría de ser su obra más
importante, y que inicialmente tenía forma de
un ensayo de doscientas treinta y una pági-
nas. Entre sus amigos, y por lo que influyeron
tanto en su vida como en su pensamiento,
hay que destacar al botánico Hooker y al geó-
logo Lyell. En 1856, Darwin recibió un ma-
nuscrito de Wallace en el que se proponía la
misma teoría de la selección natural en la que
él llevaba trabajando, de manera totalmente
independiente, desde hacía años. Un extracto
de todo lo que había hecho al respecto, junto
con el trabajo de Wallace, fueron presentados
a la Linnean Society de Londres, y publicados
el año 1858 en su journal como una sola co-
municación. Un año más tarde, el 24 de no-
viembre de 1859, se puso en venta la prime-
ra edición de «The Origin of Species», que se
agotó en menos de veinticuatro horas. Las
sucesivas ediciones fueron ampliadas hasta la
sexta, que se considera el prototipo.
Otras obras relevantes de Darwin son «La
variación de los animales y las plantas en
estado doméstico» (1868), «La descendencia
del hombre» (1871), «La expresión de las
emociones» (1872), «La fecundación de las
orquídeas» (1862), «Las plantas insectívo-
ras» (1875) y una autobiografía. De su nu-
merosa correspondencia también se ha publi-
cado una recopilación que ha tenido amplia
difusión.
Leyendo a Darwin, uno puede concluir que
su formación científica descansa fundamen-
talmente en la geología y en la sistemática,
tanto animal como vegetal. Las principales
aportaciones de Darwin a la biología están
relacionadas con la biogeografía y la paleon-
tología. Sorprende un poco su relativa falta
deconocimientos sobre anatomía comparada,
sobre todo porque sus seguidores utilizarían
dicha rama del conocimiento como base del
darwinismo.
Darwin fue un hombre meticuloso y siem-
pre hizo su trabajo a conciencia, pero tenía
una gran propensión a considerar todos y
cada uno de los posibilismos más diversos a
la hora de interpretar sus observaciones. Fue
un hombre totalmente representativo de su
época y de su sociedad, en la que disfrutó del
mayor crédito y consideración personal, tanto
entre los científicos como entre el público en
general. Murió el 19 de abril de 1882, a la
edad de 73 años, y fue enterrado con gran
solemnidad en la abadía de Westminster, a
pocos pasos de la tumba de Newton.
La obra de Darwin ha ejercido una extra-
ordinaria influencia sobre la biología contem-
poránea y sobre toda la configuración del
pensamiento actual. Por doquier ha suscitado
controversias apasionadas, y puede conside-
rársele responsable de que la propia idea de
la evolución biológica haya sido universal-
mente aceptada: continuidad de la vida desde
su origen y diversidad de formas orgánicas en
cada momento como resultado histórico. Eso
sí, determinados aspectos acerca de la impor-
tancia de la selección natural en la evolución,
así como acerca de la herencia, han cambiado
significativamente desde entonces hasta
nuestros días.
El darwinismo se propagó rápidamente por
toda Europa y América, con sus defensores y
detractores. Con los avances de la citología y
el desarrollo de la genética, el darwinismo
entró en crisis a finales del siglo XIX y princi-
pios del XX. Más tarde, la escuela llamada
sintética establecería un neodarwinismo que
ha dominado el pensamiento biológico hasta
hoy.
Dada la gran importancia de la obra de
Darwin sobre el pensamiento contemporáneo,
debemos profundizar un poco más en ella.
Podemos intentarlo desde tres perspectivas
diferentes: la teoría de la evolución, la selec-
ción natural y la crisis del darwinismo.
a) Evolución
La evolución biológica se basa en compa-
rar los animales y plantas del pasado con los
actuales. Establece que son diferentes, que
cuanto más antiguos son más sencillos, y que
proceden unos de otros sin solución de conti-
nuidad.
Los diversos organismos vivos pueden
agruparse en diferentes especies. A su vez,
las especies pueden ordenarse desde tipos
sencillos a otros cada vez más complejos,
constituyendo lo que desde hace mucho
tiempo se ha llamado «scala naturae». La
teoría de la evolución establece que dicha
«scala naturae» es el resultado histórico de la
transformación de las especies.
La teoría de la evolución se ha convertido
en un tema común del pensamiento científico
posterior a Darwin, pero ello no quiere decir
que se deba a él. De hecho, es una de las
aportaciones fundamentales del progreso
científico del siglo XVIII.
La Antigüedad clásica no es evolucionista.
Hay ideas evolutivas sobre cada especie en
particular, pero no sobre la transformación de
unas especies en otras. Por ejemplo, Anaxi-
mandro de Mileto, en el siglo VI a.C., ya sugi-
rió que la especie humana actual debía pro-
ceder de una forma primitiva sin una infancia
tan larga y tan dependiente del cuidado pa-
terno. De otro modo el hombre se habría ex-
tinguido por efecto de las adversidades y de
sus enemigos. Empédocles de Agrigento, en
el siglo V a.C., dice que las especies se for-
maron por selección de los individuos más
aptos para la lucha por la existencia, desapa-
reciendo muchas formas poco adecuadas.
Aristóteles establece el concepto de «scala
naturae», pero en ningún caso admite la
transformación de las especies.
Durante el siglo XVII, la revolución científi-
ca es todavía fijista. Será en el siglo XVIII
donde ya encontraremos totalmente formada
la idea de la evolución. En la «Histoire Natu-
relle», Buffon nos propone un esquema de
evolución de la Tierra, con una etapa en la
que aparece la vida. Señala que en los maci-
zos calcáreos los fósiles de las partes superio-
res están constituidos por formas parecidas a
los organismos actuales, mientras que en las
partes profundas hay formas totalmente dife-
rentes de organismos marinos. Es el propio
Buffon quien introduce el principio del actua-
lismo: «Pour juger de ce qui est arrive, et
méme de ce qui arrivera, nous n'avons qu'á
examinen ce qui arrive.»
En el mismo siglo XVIII, Herschel descubre
las nebulosas difusas, y considera que se re-
solverán poco a poco en nebulosas constitui-
das por multitud de estrellas. Sobre esta ba-
se, Laplace sugiere que todo el sistema solar
se ha formado a partir de una nebulosa. La
evolución cosmológica ha ejercido una gran
influencia sobre la necesidad racional de una
evolución biológica.
La geología registra un desarrollo gigan-
tesco a lo largo del siglo XVIII y a comienzos
del XIX. Con William Smith se establece la
relación entre fósiles y épocas geológicas, y
se compruba la lenta desaparición de las es-
pecies, así como la aparición de nuevas.
Lamarck considera que las formas vivien-
tes tienen una tendencia natural a variar
hacia formas más complejas. Establece las
primeras líneas filogenéticas o genealogía de
las categorías taxonómicas. Tiene la brillante
intuición de que las aves y los mamíferos
proceden de los reptiles. Además, propone el
mecanismo de la evolución. Supone, influido
por Buffon, que el medio ambiente tiene un
efectodecisivo, produciendo cambios adapta-
tivos hereditarios. En los animales, ello sería
completado por la ley del uso y el desuso.
Cuvier hace progresar extraordinariamente
la paleontología. Curiosamente es uno de los
fijistas más radicales. Por eso ha de recurrir a
catástrofes sucesivas que destruyeron mu-
chas especies que hoy sólo encontramos co-
mo fósiles. La inexistencia de formas inter-
medias avala el catastrofismo. Sin embargo,
Cuvier parece no darse cuenta de que las
formas fósiles, cuanto más antiguas, son más
diferentes de las actuales, y más sencillas.
Los discípulos de Cuvier añadieron, además,
la hipótesis de las creaciones sucesivas tras
las catástrofes para explicar la aparición de
nuevas especies.
Darwin tiene una formación geológica rela-
tivamente buena, y está influido por el gran
geólogo Charles Lyell, que admite la evolu-
ción de las formas fósiles y la explica de un
modo fundamentalmente lamarckiano.
El viaje emprendido por Darwin a bordo de
la fragata Beagle entre 1831 y 1836 tuvo una
importancia extraordinaria para el desarrollo
posterior de su pensamiento. El memorable
«Diario de viaje» todavía constituye una lec-
tura muy estimulante para el naturalista, y es
imprescindible para hacerse una idea acerca
del mundo intelectual en el que nació la co-
rriente darwinista. Hay que resaltar, entre
otras, la parte correspondiente a las islas
Galápagos, a las que el Beagle llegó en sep-
tiembre de 1835. Lo primero que llamó la
atención de Darwin fue la gran abundancia de
especies indígenas, que no había visto en
ningún otro sitio. Sin embargo, se da cuenta
de que tienen un cierto aire de familia con
especies de América del Sur. Por otra parte,
Darwin llega a la conclusión de que las Galá-
pagos habían estado cubiertas por el océano
hasta una época relativamente reciente. Es
entonces cuando se pregunta, tras un exa-
men detenido de las diversas plantas y ani-
males, cómo se poblaron las Galápagos, y
cómo se produjeron las diferencias con las
poblaciones continentales (o incluso entre las
plantas y animales de diferentes islas del ar-
chipiélago).
El citado capítulo del «Diario» es importan-
te en muchos aspectos, pero sobre todo por-
que ayudó al propio autor a convencerse de
que la tendencia a la variación es una propie-
dad natural de los seres vivos, y de que las
formas nuevas pueden mantenerse adapta-
das a una determinada economía dentro de
su medio. El caso particular de las Galápagos
también pone de manifiesto la importancia
del aislamiento geográfico y de unas dimen-
siones de población reducidas para poner de
manifiesto, con facilidad excepcional, la capa-
cidad de diversificación. Por otra parte, esto
constituiría un darwinismo atenuado por el
propio Darwin, por el hecho de admitir el es-
tablecimiento de modificaciones neutras ante
la selección.
Este fenómeno sólo sería interpretado de
forma coherente en una fase muy posterior,
dentro del neodarwinismo.
b) La selección natural
Tras una larga maduración, Darwin expuso
la teoría de la selección natural en un escrito
a la Sociedad Linneana de Londres en 1858.
Fue presentada simultáneamente con un es-
crito que Alfred Russell Wallace había enviado
al propio Darwin para que lo publicara. En ese
escrito, Wallace proponía la misma idea de
evolución por selección natural. Todo el mun-
do sabe que Darwin se llevó una sorpresa con
el trabajo de Wallace, que iba a quitarle la
prioridad de una idea que él llevaba años ela-
borando. La simultaneidad en la presentación
fue idea de Lyell y del botánico Hooker,
hallándose Wallace lejos de Inglaterra e igno-
rando la situación. Según la autobiografía de
Darwin, la idea de la selección natural se le
había ocurrido veinte años antes de la publi-
cación de esos escritos, que a su vez se ade-
lantaron un año a la publicación de la obra
capital «El origen de las especies».
En «El origen de las especies», Darwin es-
tablece una importante generalización: la
tendencia de todos los organismos a multipli-
carse en progresión geométrica con indepen-
dencia de su sistema de reproducción. Los
descendientes siempre son más abundantes
que sus progenitores, al menos en los prime-
ros momentos de su existencia.
La generalización en cuestión no era origi-
nal, y parece probable que a Darwin le pasara
por la cabeza como consecuencia de la lectu-
ra del «Ensayo sobre el principio de la pobla-
ción» publicado por Malthus en 1798. Dicha
obra se refería sobre todo a la especie huma-
na, y estaba directamente relacionada con la
filosofía liberal, característica de la Inglaterra
del siglo XIX. Malthus advertía de la necesi-
dad de limitar la natalidad, de modo que el
aumento demográfico no constituyera un
obstáculo infranqueable para lograr la paz
universal y evitar la miseria. Es muy probable
que Darwin leyera el «Ensayo» en 1838, de
vuelta de su viaje en el Beagle, y que el prin-
cipio le pareciera aplicable a todos los seres
vivos.
La generalización malthusiana fue incorpo-
rada al pensamiento darwiniano junto con
otra: pese a la tendencia al aumento geomé-
trico, en la naturaleza el número de indivi-
duos de cada especie permanece relativa-
mente constante. Es más, si en un momento
determinado se puede observar un aumento
de la población de una especie concreta, el
incremento de individuos es siempre inferior
al aumento potencial.
La combinación de las dos generalizaciones
que acabamos de mencionar llevaron a Dar-
win a la idea de la lucha por la existencia. Si
se producen más descendientes de los que
pueden sobrevivir, entre ellos se establecerá
una rivalidad para sobrevivir. Cada estirpe
particular tendrá una probabilidad definida
desupervivencia, potencialmente diferente de
la de otras estirpes de la misma especie que
convivan en la misma área.
La probabilidad diferencial de superviven-
cia es una deducción complementaria, deri-
vada de la primera generalización establecida
por Darwin acerca de la variación en la des-
cendencia. Como ya hemos señalado, Darwin
admitió la existencia de variaciones neutras,
pero llegó al convencimiento de que en la
mayoría de los casos las variaciones en la
descendencia determinan una mayor o menor
probabilidad relativa de supervivencia. Esta
última deducción constituye el principio de la
selección natural. La diversificación es conse-
cuencia de la eliminación preponderante de
los individuos menos dotados para luchar por
la existencia en unas condiciones determina-
das. Los descendientes que no llegan a la
madurez —y que por tanto no pueden repro-
ducirse— no mueren por azar, sino por po-
seer características desventajosas para la
lucha por la existencia.
En «El origen de las especies», Darwin tra-
ta de poner de manifiesto que la evolución
biológica puede ser el resultado histórico de
la diversificación por medio de la selección
natural. Como apoyo a su teoría se fija en la
diversidad producida por el hombre en los
animales domésticos y las plantas cultivadas.
Pone de manifiesto cómo la selección artificial
ha sido capaz de producir un número impre-
sionante de formas diferentes y relativamente
estables, que el naturalista clasificaría como
especies diferentes si no conociera su origen.
Darwin señala que la selección es la causa
principal de la evolución pero no la única, y
entre otros factores da importancia al uso y
desuso de las partes del cuerpo, a las condi-
ciones externas e incluso a ciertas variaciones
que a veces aparecen espontáneamente.
Cree posible que las plantas y los animales
actuales puedan proceder de formas inferio-
res o intermedias y que, en último término,
todos los seres orgánicos que han vivido so-
bre la Tierra puedan estar emparentados con
alguna forma primordial. Darwin también dio
una gran importancia a la selección sexual,
sobre todo en su libro «La descendencia del
hombre». Es curioso que Wallace nunca estu-
viera de acuerdo con respecto a la selección
sexual. Adicionalmente, Darwin introdujo una
serie de teorías auxiliares a la selección natu-
ral, como el efecto de la variación en una
parte del organismo sobre el resto del mismo
o la existencia de tendencias a evolucionar en
una determinada dirección
con independencia de la selección natural.
c) La crisis del darwinismo
Las generalizaciones establecidas por Dar-
win siguen considerándose ciertas, así como
el principio de la lucha por la existencia. Por
contra, el rasgo más
característico del pensamiento darwiniano
—o al menos el que se consideró distintitivo
del darwinismo inicial, es decir, la evolución
por selección natural— fue pronto objeto de
una controversia de lo más vivo. Desde el
punto de vista de la evolución del pensamien-
to biológico, se puede considerar que el prin-
cipio de la selección natural entró en crisis a
finales del siglo XIX, hasta el punto de que
algunos historiadores han llegado a afirmar
que en ese momento se produjo la muerte
del darwinismo.
Las principales dificultades con que trope-
zó el principio de la selección natural tienen
su origen en la endeblez de las ideas de Dar-
win acerca de la herencia. Para empezar, su-
ponía que las variaciones que se producían en
los seres vivos eran generalmente heredita-
rias. Por otra parte, señaló que las variacio-
nes no hereditarias no tendrían ninguna im-
portancia para la evolución. Sin embargo,
insistió en que el número de variaciones
hereditarias, tanto de mucha como de poca
importancia selectiva, eran siempre infinitas.
En la época de Darwin no se conocían los
principios de la genética. Mendel no publicó
su célebre trabajo «Experimentos sobre plan-
tas híbridas» hasta 1865. Además, dicho tra-
bajo pasó desapercibido, tanto para Darwin
como para la práctica totalidad de los científi-
cos de su tiempo. Habría que esperar hasta el
redescubrimiento del trabajo de Mendel, en
1900, realizado simultánea e independiente-
mente por De Vries, Correns y Tschermack.
La selección actúa sobre las variaciones here-
ditarias y no hereditarias, pero su significado
evolutivo sólo puede deberse a su efecto so-
bre las primeras. Como ya he señalado, Dar-
win siempre concedió una cierta importancia
a los principios lamarckianos. De ahí que con-
siderara que tanto los efectos del uso y el
desuso como las influencias del medio son
hereditarios. Más tarde este aspecto fue clari-
ficado por Weismann, que separó el germen
del soma. La parte del cuerpo que no está
relacionada con la reproducción puede modi-
ficarse por los factores antes señalados, sin
que ello tenga la menor influencia sobre la
descendencia, igual que ocurre con la ampu-
tación de un miembro. Solamente son heredi-
tarias las variaciones que afectan al plasma
germinal, y éste no está influido por el uso y
el desuso, y rara vez por el medio ambiente.
Es más, cuando se altera el plasma germinal
nunca es de forma lamarckiana, porque las
variaciones transmisibles a la descendencia
no tienen sentido adaptativo.
Para Darwin, y en general para los biólo-
gos de su tiempo, la herencia biológica se
entendía como una transmisión mezclada de
los caracteres de los padres a los hijos. Ello
constituía una dificultad para la teoría de la
selección, ya que resultaba muy difícil enten-
der cómo un carácter de nueva aparición po-
día conservarse íntegro en la descendencia.
En la época de Darwin, el clásico cruza-
miento entre un ratón blanco y un ratón ne-
gro que da una primera generación totalmen-
te gris, y una segundacompuesta de animales
grises, negros y blancos en proporción 2:1:1
no podía ser interpretado correctamente.
Tampoco podía entenderse el cruzamiento
entre gallinas con cresta de roseta y cresta
de guisante, que en la primera generación
origina animales con cresta de nuez, y en la
siguiente generación, además de animales
con cresta de roseta, de guisante y de nuez,
aparecen algunas crestas sencillas. Para el
biólogo de la época darwiniana, los ratones
grises serían una reversión al tipo silvestre, y
otro tanto ocurriría con las gallinas de cresta
sencilla. Los ratones negros y blancos de la
segunda generación serían un caso de «ata-
vismo» o «salto atrás», y las crestas en for-
ma de nuez, una «variación espontánea».
Hoy
sabemos que, en ambos cruzamientos, lo
que se producen son nuevas combinaciones
de genes preexistentes. Darwin no sólo no
sabía distinguir las variaciones somáticas de
las germinales, sino que no podía distinguir
cuándo un carácter nuevo era simplemente
una nueva combinación de características
hereditarias ya existentes o un carácter de
nueva aparición.
La selección natural darwiniana se basa en
la herencia mezclada o intermedia. Cuando
hoy hablamos de la selección natural, supo-
nemos que actúa sobre una herencia particu-
lada totalmente diferente. En el primer caso,
la selección natural tendría un papel creador
como causa de un proceso evolutivo conti-
nuo. La evolución neodarwinista es un proce-
so discontinuo y la selección tiene un papel
fundamentalmente destructivo, ya que dismi-
nuye la frecuencia de lo que no sirve y favo-
rece la propagación de lo que es favorable.
Históricamente, la crisis del darwinismo la
hemos de achacar a varias causas. Una fue el
descrédito causado por muchos zoólogos es-
peculativos, que multiplicaron el número de
árboles genalógicos y de adaptaciones. Otra
fue la demostración de la variación disconti-
nua por Bateson. Finalmente, el ya mencio-
nado descubrimiento de las leyes de Mendel y
la teoría de las mutaciones de Hugo de Vries.
En los primeros veinticinco años del siglo
XX se produjo el fenómeno del neodarwinis-
mo, liderado por Fischer, Haldane, Morgan y
otros biólogos. Constituye la primera y crucial
etapa de un proceso unificador de la biología,
que ha continuado incesantemente hasta
nuestros días.
Afectuosamente,
49. VERSUCHE ÜBER PFLANZENHYBRIDEN
Begues, 12 de enero de 1985
Querida Nuria:
Las ideas sobre la herencia anteriores a
Mendel se basan en la observación y la espe-
culación. Mendel fue el primero en aportar
pruebas experimentales, y en proponer un
mecanismo sencillo para explicarlas. De este
modo se pueden obtener resultados total-
mente pronosticables. El trabajo de Mendel
no es sólo el inicio de la genética moderna,
sino un cambio sustancial, que alejará defini-
tivamente a la Biología contemporánea de las
viejas especulaciones de los filósofos de la
naturaleza.
La herencia era un punto clave para la teo-
ría de la evolución, dado que ésta sólo puede
deberse a cambios o variaciones que sean
transmisibles a la descendencia. Sobre el ori-
gen de las variaciones hereditarias había cua-
tro grandes teorías:
a) Medio ambiente (Buffon, Saint-Hilaire)
b) Uso y desuso (Lamarck)
c) Fuerza interior, ortogénesis (Nágeli, Ba-
teson)
d) Selección natural (Darwin, Wallace)
Ya sabemos que la teoría de Darwin sobre
la descendencia se apoya en la herencia de
los caracteres adquiridos. La «pangénesis»
supone la existencia de pequeños elementos,
llamados «gémulas», producidos por todas
las partes del organismo, y repartidos por su
interior mediante la sangre. Los productos
sexuales tendrían gémulas de todo el cuerpo,
y al unirse en el huevo permitirían una
transmisión mezclada de los caracteres de los
padres.
El estudio de los híbridos sería fundamen-
tal para comprender la herencia. En este
campo, entre los autores antiguos que mere-
cen ser citados hay varios del siglo XVIII. Por
ejemplo, Kólreuter (1733-1806) y su conti-
nuador Gártner (17721850), cuyos trabajos
fueron utilizados por Darwin. También hay
que recordar a Vilmorin (1816-1860), sobre
todo por sus estudios sobre la remolacha
azucarera, destinados a la obtención de va-
riedades que contuvieran más azúcar.
Francis Galton (1822-1911), que era primo
de Darwin, introdujo el método estadístico en
los estudios sobre la herencia. Intentaba de-
mostrar la teoría de las gémulas inyectando
sangre de ratones exóticos en ratones grises,
y viendo qué ocurría en la descendencia.
Nunca obtuvo ningún resultado positivo. Ello
le indujo a pensar que las unidades portado-
ras de las características hereditarias sólo
seencontraban en las células sexuales, y por
tanto no estaban influidas por el medio am-
biente. Se trataba de una conclusión muy
parecida a la de Weismann acerca del plasma
germinal. Usando métodos estadísticos, Gal-
ton estudió la herencia de la altura en la es-
pecie humana. Halló que se ajustaba a una
distribución normal, y haciendo un segui-
miento de la descendencia en las clases ex-
tremas pudo observar una tendencia hacia los
valores medios. Los hijos de los padres más
altos eran más bajos que ellos, y los hijos de
los padres bajos, un poco más altos. La se-
lección no permite realizar progresos en una
dirección como suponía Darwin, y en una po-
blación general y mezclada no cambia la cur-
va de variabilidad de la descendencia.
Hugo de Vries nació en 1843 en Haarlem
(Holanda), y estudió con Sachs en Würzburg.
Más tarde fue profesor en Amsterdam. Prime-
ro se dedicó a la fisiología vegetal, y más
tarde a la evolución y la herencia. En 1900
redescubrió el trabajo de Mendel, simultánea
e independientemente con Tschermack y Co-
rrens. A De Vries se debe la teoría de los
pangenes, entidades hipotéticas pero con
naturaleza material, portadoras de las carac-
terísticas hereditarias, y capaces de modifi-
carse con independencia unas de otras. De
Vries estaba preocupado por el hecho de que
las especies fueran un conjunto cerrado de
caracteres, con variaciones que no estaban
asociadas a ningún tipo de transición. Ello no
era compatible con la teoría darwiniana, pero
por otra parte no había de ser obstáculo para
que a escala de tiempo geológico unas espe-
cies se hubieran transformado en otras. Re-
cogiendo una idea de Kölliker, optó por la
necesidad de cambios bruscos, algo que ya
habían considerado Féix de Azara y el propio
Darwin. Faltaba obtener una prueba real, y
De Vries creyó que la había encontrado en la
descendencia de Oenothera lamarckiana, una
planta de origen americano. En ella se encon-
traban una serie de formas nuevas que se
mantenían en la descendencia. Daba, pues, la
impresión de que esta planta explotaba pro-
duciendo nuevas especies a partir de descen-
dientes normales. Ello era una mutación, y su
establecimiento podía ser consolidado por la
selección, sin una nueva creación ni un lar-
guísimo periodo de tiempo como proclamaba
el viejo darwinismo. En realidad, investiga-
ciones posteriores mostraron que Oenothera
era lo que se llama un heterocigoto complejo,
y que no producía otra cosa que nuevas re-
combinaciones de caracteres preexistentes.
En cualquier caso, las mutaciones se produ-
cen, y pronto se obtendrían pruebas induda-
bles de ello. Por otra parte, la hipótesis del
pangen no estaba mal del todo.
El botánico danés Johannsen (1857-1927)
estudió la descendencia de muchas semillas
de judías. Consiguió líneas puras, todas las
cuales presentaban una curva de variabilidad
constante. Dentro de cada una de ellas, care-
ce de importancia que cojamos una judía pe-
queña o una grande: siempre darán la misma
descendencia. Johanssen llamó homocigotos
a los organismos de cada línea,
mientras que los procedentes de líneas di-
ferentes serán heterocigotos. Las variaciones
en la descendencia de los homocigotos son
debidas al medio, de modo que difieren feno-
típicamente pero no genotípicamente.
A la vista de este panorama podemos
apreciar mejor el trabajo de Mendel. Éste se
llamaba Gregor Johann, y había nacido en
1822 en Heinzendorf, un pueblo de Silesia
que entonces formaba parte del imperio aus-
trohúngaro. Mendel tenía ascendencia alema-
na y checa. En 1843 ingresó en la orden de
los agustinos en Brünn, pequeña ciudad de
Moravia. Mendel ejerció de profesor de griego
y de matemáticas elementales, y estudió en
la Universidad de Viena hasta 1853. Sin que
se sepa bien por qué, fracasó dos veces en
las pruebas de grado. Pese a ello, continuó
como profesor en el colegio de Brünn, e in-
cluso llegó a director. Durante toda su vida
tuvo interés por los animales y las plantas,
tal vez porque al fin y al cabo descendía de
granjeros y agricultores.
Mendel se interesó por el problema de la
evolución de las especies. Había comprado
todos los libros de Darwin escritos entre 1860
y 1870, que se encuentran en la biblioteca
del convento de Brünn con muchas anotacio-
nes a mano del propio Mendel. Parece que no
consideraba satisfactoria la teoría de la selec-
ción natural, y además opinaba que los carac-
teres adquiridos no eran importantes para la
evolución. En el propio trabajo «Experimentos
sobre híbridos de plantas», Mendel señaló
que el conocimiento de la descendencia de las
formas híbridas podía tener gran importancia
para entender la evolución de las formas or-
gánicas.
Darwin no conoció a Mendel, ni tuvo noti-
cia de sus trabajos. Siete años después de la
publicación de éstos, en la edición de 1872
del «Origen de las especies», Darwin escribe:
«Las leyes que gobiernan la herencia son
prácticamente desconocidas. Nadie puede
explicar porqué una misma peculiaridad a
veces se hereda y a veces no, en individuos
de una misma especie o de especies diferen-
tes; porqué motivo el hijo retrocede a veces
hasta el abuelo, la abuela o incluso un ante-
cesor más lejano...». Esto es justamente lo
que Mendel ya había resuelto. Por tanto, uno
piensa que si Darwin hubiera conocido el tra-
bajo de Mendel se habría dado cuenta de su
valor. De haber sido así, es posible que la
biología del último tercio del siglo XIX hubiera
sido diferente.
En 1856, poco después de su segundo fra-
caso en los exámenes, Mendel empezó los
cruzamientos de guisantes en el pequeño
huerto del convento. En 1865, tras ocho años
de trabajo, dio a conocer los resultados de
susinvestigaciones en una comunicación a la
Sociedad para el Estudio de las Ciencias Na-
turales de Brünn, que se publicaría un año
más tarde en el boletín de la Sociedad. En los
treinta y cuatro años siguientes su obra no
tuvo ningún eco, y los pocos que tuvieron
noticia de ella apenas le hicieron caso.
Mendel escogió los guisantes por tres mo-
tivos: presentan muchas variedades puras,
tienen flores protegidas del polen foráneo, y
producen híbridos fértiles. En primer lugar
comprobó durante dos años la pureza de
treinta y cuatro variedades compradas a los
vendedores de semillas. De ellas, veintidós
producían una descendencia homogénea, y
ésas fueron las escogidas para hacer cruza-
mientos. La técnica empleada por Mendel
consistió en abrir las flores antes de que ma-
duraran completamente, para extraerles los
estambres con unas pinzas. Luego echaba
sobre el pistilo el polen obtenido de flores de
otra variedad. Las semillas obtenidas serían
híbridas, y sembrándolas obtendría la primera
generación. Procediendo del mismo modo,
cruzaría los híbridos entre ellos o con las
plantas paternas.
El éxito de los experimentos de Mendel se
debe a la elección acertada de las caracterís-
ticas del organismo, a la distribución de los
individuos de la descendencia en clases y a la
determinación de la frecuencia de cada clase.
Por otra parte, analizó muestras lo suficien-
temente grandes como para poder despreciar
las desviaciones debidas al azar. Probable-
mente recuerdes que los caracteres fenotípi-
cos elegidos por Mendel fueron: (1) la super-
ficie de las semillas, lisa o rugosa; (2) el color
de los cotiledones, verde o amarillo; (3) el
color de la piel, gris o blanco; (4) la forma de
las vainas maduras, con o sin constricciones;
(5) el color de las vainas maduras, verdes o
amarillas; (6) la posición de las flores, axiales
o terminales en racimos; y (7) la longitud del
tallo, alto o bajo.
Mendel descubrió primero la ley de la uni-
formidad de la primera generación. Por ejem-
plo, el cruzamiento de variantes rugosas y
lisas dio lugar a plantas cuyas semillas eran
todas lisas. Estas semillas híbridas dieron
lugar a plantas que le proporcionaron 5.474
semillas lisas y 1.850 rugosas, o sea una
proporción de 2,96/1 que se podía redondear
a 3/1. El carácter rugoso debía haberse man-
tenido críptico en el híbrido: por eso Mendel
le llamó «recesivo», frente al carácter liso,
que era «dominante». La segregación de ca-
racteres en la F2 constituye la segunda ley.
Para explicar estos resultados, Mendel supuso
que para cada carácter existían dos determi-
nantes, y que éstos se separaban en el polen
maduro y en la
oosfera. En la fecundación, se unían al
azar para formar el cigoto. De este modo, el
resultado del cruzamiento Ll x Ll sería

que explica una proporción de 3/1 entre


semillas lisas y semillas rugosas. Mendel
comprobó esta hipótesis estudiando sucesivas
generaciones de estas semillas, hallando que
unas (LL) daban variedades lisas indefinida-
mente. Otras (L1) daban variedades lisas y
rugosas, siempre en proporción 3/1. Final-
mente, las rugosas (11) sólo daban rugosas.
Con otros caracteres obtuvo resultados idén-
ticos.
Los cruzamientos L/ x // o ll x Ll, llamados
retrógrados, confirmaron la hipótesis de que
los determinantes eran autónomos y no se
influían unos a otros: es lo que más tarde se
conoció como el principio de la pureza del
gen. Mendel también descubrió que en algu-
nos caracteres no había dominancia, como en
la longitud del tallo o en la época de la flora-
ción. Es la herencia de tipo intermedio, que
en la F2 produce la clásica proporción 1:2:1
en vez de la 3:1 de la herencia dominante.
También recordarás que Mendel hizo cruza-
mientos en los que estudiaba simultáneamen-
te dos características (el llamado dihibridis-
mo). El cruzamiento LL AA x ll aa da una Fi
uniforme, Ll Aa, y una F2
que se puede obtener fácilmente usando el
método de los cuadros que he empleado an-
tes. Es la ley de la herencia independiente de
los caracteres. Mendel tuvo la fortuna de es-
tudiar caracteres que se encontraban en cro-
mosomas diferentes; de otro modo, no habría
podido llegar a esta tercera ley.
A comienzos del siglo XX, W. S. Sutton ex-
plicó las leyes de Mendel en términos del
comportamiento de los cromosomas en la
mitosis y la meiosis. Mendel no sabía nada al
respecto, ya que en su época esos conoci-
mientos no estaban nada claros. Es posible
que fuera Weismann el primero en sospechar
que los cromosomas constituían la base ma-
terial de la herencia. Sea como fuere, ya sa-
bes que los determinantespostulados por
Mendel son los genes, y que están colocados
en fila india en los cromosomas. Los genes de
un mismo cromosoma se heredan juntos, y
por tanto incumplen la tercera ley de Mendel.
Ahora bien, como consecuencia el crossing
over durante la profase meiótica, incluso los
genes de un mismo cromosoma pueden se-
gregar
Es interesante detenernos brevemente a
discutir porqué el trabajo de Mende no tuvo
la repercusión que cabía esperar, tanto por su
importancia intrínseca como por haber sido
realizado en un siglo, el XIX, lleno de confian-
za en el progreso científico. Ante todo hemos
de creer que Mendel se adelantó a su tiempo.
Ello había ocurrido otras veces, pero en el
siglo XIX no deja de ser sorprendente. E po-
sible que la mentalidad colectiva de la comu-
nidad científica estuviera absorta en el darwi-
nismo y sus consecuencias, y por tanto fuera
refractaria a todo lo que supusiera un cambio
de enfoque. El caballo de batalla era la varia-
bilidad de las especies, y no su constancia,
que era el tema de Mendel. Aún quedaba le-
jos entender que la evolución biológica sólo
es posible si la variabilidad de las especies se
contrapesa con su constancia como rasgo
básico y primordial. Sin dicha constancia la
variabilidad no llevaría a la evolución sino al
caos.
En la época de Mendel, la unión de mate-
máticas y botánica resultaba sospechosa,
propia de quimeras de un racionalismo radical
descreditado en biología y como mínimo fuera
de contexto. Si alguien hubiera usado el mé-
todo de los cuadros en vez de la formulación
algebraica, tal vez se habría entendido más
fácilmente. Por otra parte, el cálculo de pro-
babilidades y la estadística aún no estaban de
moda, y la gente no les hacía mucho caso.
También hemos de tener en cuenta otro pre-
juicio de la época: Mendel era fraile, y ade-
más de un talante muy conservador: po tan-
to, no ofrecía demasiadas garantías. Además,
aunque su trabajo fue recibido en ciento vein-
te instituciones diferentes, se había publicado
en una revista sin ningún relieve y plagada
de artículos mediocres, que muy pocos tenían
interés siquiera en hojear. Añadamos final-
mente el atraso de la citología, tanto por lo
que respecta a conocimiento de la mitosis y
la meiosis como acerca de la propia fecunda-
ción.
El caso de Nágeli (1817-1891) merece un
comentario aparte. Era profesor de botánica
en Munich y tenía un gran prestigio. Había
estudiado la herencia de los híbridos y era un
experto en evolución. Mendel le tenía un gran
respeto, y en 186( le envió una copia de su
trabajo sobre los guisantes. De la contesta-
ción de Nágeli y de las notas que dejó acerca
de la publicación de Mendel, se deduce que
consideró imposible que los híbridos pudieran
dar una descendencia parcialmente formad:
por líneas puras. Creía que las formas cons-
tantes obtenidas por Mendel producirías va-
riaciones tarde o temprano. Mendel había
tenido la misma duda, y había comprobado la
pureza hasta la sexta generación. Entonces
Nágeli le pidió analiza

él mismo la descendencia, pero nunca lle-


gó a hacerlo de forma exhaustiva. Además,
en ninguno de sus escritos encontramos refe-
rencia alguna a Mendel. Vista la actitud de
Nágeli, no es extraño que otros no entendie-
ran nada, o que no tuvieran el menor interés
por los estudios del padre de la genética.
Hasta 1900, sólo hay dos referencias co-
nocidas acerca del trabajo de Mendel: un li-
bro de botánica de Hoffmann (1869), que
recoge investigaciones sobre problemas de
especies y variedades en relación con la teo-
ría de Darwin, y el libro de Focke titulado
«Die Pflanzenmischlinge» (1881). Parece que
ninguno de estos autores atisbó el alcance de
la obra de Mendel.
Tiene interés fuera de lo común el hecho
—que los anglosajones calificarían de dramá-
tico— de que en 1900 tres autores redescu-
brieran, independientemente y de forma casi
simultánea, las leyes que Mendel había halla-
do cuarenta años atrás. Entretanto, la citolo-
gía había hecho progresos enormes, y
Weissman había sugerido que los cromoso-
mas podían ser el soporte material de la
herencia, y que debían registrar una división
reductora.
El holandés Hugo de Vries fue el primer
botánico que comunicó sus resultados. Era el
mes de marzo de 1900, y De Vries dio a co-
nocer dos trabajos, uno en alemán y otro en
inglés. Ambos son una especie de resumen
de sus investigaciones. Sin usar guisantes,
halló las proporciones de Mendel, y dio el
mismo sentido a los términos dominante y
recesivo. En la publicación alemana atribuye
el descubrimiento a Mendel, y cita a Focke
como la fuente que le había permitido darse
cuenta de ello. Hay que recordar que Mendel,
en su trabajo, dice que había ensayado otras
plantas —por ejemplo, habas— obteniendo
los mismos resultados. De Vries no aportó
nada que ya no estuviera más o menos explí-
cito en el trabajo de Mendel.
El segundo botánico que redescubrió a
Mendel fue Carl Correns, de Tübingen (Ale-
mania). Su trabajo apareció en la misma re-
vista alemana que había publicado el de De
Vries, pero en el número siguiente. Explicó
que, en sus experimentos con el maíz y el
guisante, había llegado a las mismas conclu-
siones que De Vries, y que creía haber des-
cubierto algo nuevo, antes de darse cuenta
de que Mendel se le había adelantado muchos
años. Correns no está de acuerdo con De
Vries por lo que respecta a la dominancia
como norma general, afirmando que hay mu-
chos casos de herencia intermedia. Ahora
bien, esto ya lo había dicho Mendel. Además,
Correns sólo lo aplica a los híbridos raciales,
mientras que Mendel lo extiende a los híbri-
dos interespecíficos.
Erich Tschermack, de Viena, fue el tercero,
justamente en un número posterior de la
misma revista. Sólo hace referencia a los gui-
santes, y no llega a la ley de lasegregación
independiente de los caracteres. Dice que
fueron los trabajos de Darwin sobre autofe-
cundación y fecundación cruzada los que ins-
piraron sus experimentos. Las conclusiones
de Tschermack sobre la dominancia y la se-
gregación sólo pueden considerarse como un
trabajo preliminar. En un postscriptum,
Tschermack alude a Mendel, afirmando que le
había ocurrido lo mismo que a De Vries y a
Correns.
No puedo dejar de recordar, querida hija,
que en 1951 hice un comentario del Versuche
über Pflanzenhybriden para terminar el curso
de Historia de las Ciencias Naturales. Lamen-
tablemente no conservo nada escrito, ni re-
cuerdo cómo me las arreglé, pero te confieso
que al escribir esta carta he sentido ciertas
reverberaciones misteriosas.
Afectuosamente,
50. CE SONT LES MICROBES QUI DIRONT
LE DERNIER MOT
Begues, 19 de enero de 1985
Querida Nuria:
Has de tener en cuenta que, formalmente,
la Microbiología actual es el resultado del de-
sarrollo del cultivo puro. Consiste en estudiar
poblaciones, cada una formada por muchos
individuos idénticos y originada a partir de
uno solo, con un tiempo de generación muy
corto y un medio ambiente igual para todos
(y, si es preciso, constante). Todo el mundo
está de acuerdo en que el cultivo puro ha
sido extraordinariamente fructífero, tanto
para conocer mejor la materia viva en gene-
ral como para el estudio de la diversidad mi-
crobiana, y también para un gran progreso
tecnológico que continúa en la actualidad. Es
cierto que muchos microorganismos aún no
han podido ser estudiados en cultivo puro, y
que este método no permite analizar direc-
tamente los microbios en la naturaleza (algo
que sólo se puede hacer por vías indirectas, y
por medio de las llamadas aproximaciones
ecológicas). En cualquier caso, antes de con-
vertirse en la ciencia de los cultivos puros la
microbiología no era casi nada. El salto se
produjo a mitad del siglo XIX, es decir, en la
misma época que hemos estado tratando en
las últimas cartas. Lo que entonces se logró
ha sido calificado por algunos como la época
heroica de la microbiología. Lo cierto es que
desde entonces se han hecho progresos ex-
traordinarios, pero ello pertenece a la micro-
biología de nuestros días y éste no es el sitio
para abordarlo. Lo que ahora quisiera descri-
bir, con objeto de completar una de las pers-
pectivas generales dibujadas anteriormente,
es cómo el mundo de los organismos más
pequeños ha terminado integrándose en
un conjunto unitario con el resto de los seres
vivos. Hoy creemos que los microorganismos
forman parte de la historia evolutiva de la
vida en la Tierra, y que, al margen del rele-
vante papel que tienen en la economía te-
rrestre, parecen constituir los tipos más sim-
ples de organización desde el punto de vista
histórico. Sin ellos, la vida en nuestro planeta
no sería posible. Por otra parte, sin pasar por
los microbios no se habría llegado nunca a las
formas superiores, ni se habría generado un
ambiente apropiado para su desarrollo. A
estas conclusiones trascendentales se ha lle-
gado sobre todo en mi época, pero hay que
reconocer que Haeckel (1834-1919) defendía
algo parecido en la época de mis bisabuelos.
Este autor, que ya hemos citado antes, tiene
trabajos muy interesantes sobre animales
inferiores y protozoos. Desgraciadamente,
llevado por una vena especulativa, retornó a
una especie de filosofía de la naturaleza, ca-
rente de interés para nosotros y alejada del
pensamiento científico de su propio tiempo.
Sin embargo, tuvo ideas verdaderamente
geniales, como la del principio biogenético y
la del reino de los protistas. Su influencia en
épocas posteriores es innegable, y hemos de
considerarle un precursor de las ideas actua-
les acerca del lugar que ocupan las formas
microscópicas dentro de la evolución.
Creo que se puede afirmar con todo fun-
damento que Pasteur es el fundador de la
microbiología moderna. No obstante, la técni-
ca más apropiada para obtener cultivos puros
es la de Koch (1843-1910). Su nombre com-
pleto era Heinrich Helmann Robert Koch, y
era hijo de un minero de las montañas del
Harz. Estudió medicina en Göttingen y en
Berlín, y tuvo maestros de categoría como
Wöhler, el de la urea, y Henle, uno de los
pioneros de la teoría microbiana de la enfer-
medad. En 1876, a los treinta años y siendo
un oscuro médico de provincias, Robert Koch
presentó a Ferdinand Cohn (1828-1898) una
descripción completa de la biología del bacilo
del carbunco. Cohn era profesor del Instituto
Botánico de Breslau, y una de las figuras más
importantes de la época en el campo de los
microbios. En 1878, Koch publicó la «Etiolo-
gía de las enfermedades infecciosas traumáti-
cas», y en 1882 alcanzó fama internacional al
aislar el bacilo turberculoso. Un año más tar-
de haría otro tanto con el vibrión colérico.
Sus éxitos se debieron a la introducción de la
técnica de aislamiento y cultivo puro, así co-
mo a la tinción con colorantes de anilina. Con
sus discípulos, Koch puso a punto los méto-
dos que, con muy pocas diferencias, segui-
mos usando hoy. Tras Koch, la escuela ale-
mana de microbiología produjo un elenco
deslumbrante de grandes figuras, que se
concentraron principalmente en la identifica-
ción y el estudio de los agentes causales de
diversas enfermedades infecciosas. Sus tra-
bajos constituyen los fundamentos de la ac-
tual microbiología médica. En 1901, Emil von
Behring (1854-1917), uno de los discípulos
de Koch, recibió el primer premio Nobel de
Medicina por el
320 RAMON PARÉS
suero antidiftérico. De hecho, se puede
considerar a von Behring el padre de la sero-
terapia. En 1905, cuando ya era una autori-
dad indiscutible, Koch también obtuvo el
premio Nobel. Lamentablemente, en los últi-
mos años de su vida Koch se comportó como
un déspota, y fue poco receptivo a nuevos
descrubrimientos y a la aparición de nuevas
figuras.
Ya sabes que Alfred Nobel (1833-1896)
fue un químico e ingeniero sueco que dedicó
su vida al estudio de los explosivos, montan-
do fábricas por todo el mundo y vendiendo
los derechos de sus patentes. Era un solterón
un poco excéntrico, y al morir donó su fortu-
na de modo que los intereses bancarios gene-
rados permitieran conceder los cinco premios
anuales –de química, de medicina, de fisiolo-
gía, de literatura y de la paz– que tanta fama
han llegado a tener. Ya te he indicado que se
concedieron por vez primera en 1901. Aun-
que todo lo referente a los Nobel es sociología
del siglo XX, entre los primeros galardonados
todavía hay típicos representantes del siglo
XIX, como el propio Koch. Otro tanto se pue-
de decir de nuestro Ramón y Cajal, que reci-
bió el premio Nobel en 1906, junto con Golgi,
por sus estudios sobre la neurona y los mé-
todos de impregnación argéntica. Está claro
que los premios Nobel mantienen un prestigio
indiscutible en todo el mundo, por supuesto
muy superior a la recompensa material, que
no llega a los diez millones de pesetas. Eso
sí, libres de impuestos.
Me apetece escribir detalladamente acerca
de Pasteur, y creo que el tema entra de lleno
en nuestra historia. Sin embargo, tengo cier-
tas reservas. Todo el mundo conoce la vida y
milagros de Pasteur. Se ha escrito muchísimo
al respecto, todos hemos visto películas y
hemos oído historias. No dudes de que lo
tengo en cuenta.
Pasteur dedicó los diez primeros años de
su vida científica, entre 1847 y 1857, al estu-
dio de la propiedad de ciertas sustancias or-
gánicas de desviar el plano de polarización de
la luz. El punto de partida fue la existencia de
cristales de cuarzo dextrógiros y levógiros,
así como el descubrimiento de Biot de que
algunas sustancias orgánicas naturales desví-
an el plano de polarización cuando están di-
sueltas. Pasteur supuso que esto último esta-
ría relacionado con la forma cristalina. Entre-
tanto, tuvo conocimiento de que Mitscherlich
había observado que el ácido tartárico y el
paratartárico tienen propiedades idénticas
excepto la actividad óptica en solución: el
primero es dextrógiro, y el segundo inactivo.
Pasteur descubrió que el ácido tartárico cris-
taliza en una mezcla de dos tipos de cristales.
Separados manualmente y disueltos aparte,
unos desvían el plano de polarización hacia la
derecha, y los otros hacia la izquierda. Si se
mezclan las dos soluciones, la actividad ópti-
ca desaparece. El paratartrato resultaba ser
una mezcla de dos tipos de cristales: unos
asimétricos hacia la derecha, y otros asimé-
tricos hacia la izquierda. Luego
vino el descubrimiento de la síntesis de los
ácidos paratartárico y mesotartárico, la reso-
lución del racémico o paratartárico, y final-
mente la conclusión de que la actividad óptica
es una propiedad molecular que no se refleja
necesariamente en la forma cristalina. Ca-
sualmente, más tarde Pasteur descubre que
el crecimiento de un hongo en una solución
del ácido paratartárico hace desaparecer el
componente dextrógiro, pero no el levógiro.
Ello fue decisivo para concebir la idea de que
la actividad fisiológica es asimétrica. Digo que
fue decisivo ya que se trata de la conexión
con el siguiente tema de Pasteur: la fermen-
tación. Pasteur sabía que durante la fermen-
tación alcohólica se produce una pequeña
cantidad de alcohol amílico ópticamente acti-
vo, y concluyó que era el resultado de una
actividad biológica. La síntesis química produ-
ce el racémico; la biológica, el compuesto
asimétrico.
El trabajo de Pasteur sobre asimetría mo-
lecular es extraordinario, y él estaba prepa-
rado para continuarlo mucho más de lo que
realmente hizo. Sin embargo, y aunque
siempre siguiera teniendo cierta fascinación
por ese tema, se dedicó a otro problema.
Poco después, Couer y Kekulé establecerían
la tetravalencia del átomo de carbono, y van't
Hoff la disposición espacial de las valencias
según la teoría del tetraedro regular. Si Pas-
teur hubiera continuado como profesor de
química en la Universidad de Estrasburgo en
vez de trasladarse a la nueva Facultad de
Ciencias de Lille, es probable que su nombre
se hallara aún más vinculado a la nueva Quí-
mica Orgánica. De todos modos, lo que hizo
en Estrasburgo no está nada mal. Además,
allí se enamoró de Marie Laurent, hija del
rector de la Universidad, con la que se casó.
Por otra parte, el éxito de su trabajo sobre la
actividad óptica de los compuestos orgánicos
y el entusiasta recibimiento de sus trabajos
por parte de científicos prestigiosos le dieron
una confianza en sí mismo que ya no perdería
nunca.
En Lille, Pasteur inició sus estudios sobre
fermentaciones, que fueron promovidos por
consultas procedentes de la industria alcohó-
lera de la región. En adelante, Pasteur siem-
pre condicionará su trabajo a objetivos prác-
ticos, y hará investigación fundamental en
ese contexto. Sin embargo, afirmará repeti-
damente que sólo hay una Ciencia, eso sí,
con sus aplicaciones. Esta idea es totalmente
actual. Su obra constituirá un ejemplo extra-
ordinario de los grandes progresos científicos
que se pueden realizar a partir de estudios
orientados a solucionar problemas prácticos.
Quizá sea bueno pensar de vez en cuando
que lo que es útil siempre funciona, y que lo
que está prohibido en ciencia es lo que no
funciona.
Hacia 1850 se creía que las fermentacio-
nes y las putrefacciones eran reacciones es-
pontáneas que tenían lugar en las sustancias
orgánicas en solución. Se suponía que se de-
bían a «fermentos», entidades complejas y
misteriosas que actuaban por su mera pre-
sencia, sin tomar parte en la reacción. Es el
concepto de procesocatalítico introducido por
Berzelius. Por otra parte, algunos cambios
químicos de ese tipo —por ejemplo, las fer-
mentaciones alcohólica y acética— estaban
bien definidos. Es decir, se conocía lo que hoy
llamamos sustratos y productos finales, así
como las proporciones entre unos y otros. No
obstante, Cagniard de la Tour y Schwann
habían sugerido que el desarrollo de microor-
ganismos era necesario para la fermentación.
Además, en una memoria publicada en 1837,
Kützing había escrito que «es obvio que los
químicos han de quitar la levadura de la lista
de los compuestos químicos, puesto que es
un cuerpo organizado, un ser vivo». Primero
Berzelius, y más tarde Wóhler y Liebig, nega-
ron todo valor a las observaciones de esos
autores «vitalistas» que, según ellos, no
hacían otra cosa que dar un paso atrás,
cuando la ciencia positiva ya había expulsado
todas las fuerzas vitales del campo de la fisio-
logía.
El primer trabajo de Pasteur sobre la teoría
microbiana de la fermentación es la Mémoire
sur la fermentation appelée lactique (1837),
pese a que ya llevaba tiempo estudiando la
fermentación alcohólica. Fue una buena es-
trategia, porque se trataba de un proceso
más simple y menos estudiado que la fer-
mentación alcohólica. Además, la fermenta-
ción láctica no se debía a la levadura, sino a
otro microorganismo que podía cultivarse de
una forma prácticamente pura. Al añadirlo a
una solución de glucosa, producía rápidamen-
te ácido láctico. El fermento era el microor-
ganismo. Cada fermentación es producida por
un microorganismo específico. La pureza del
fermento y las condiciones apropiadas para
un buen crecimiento son los factores que
permiten una buena fermentación. En la Mé-
moire sur la fermentation alcoolique, publica-
da de forma preliminar en 1857 y con carác-
ter definitivo en 1860, Pasteur mostró una
serie de evidencias experimentales que deja-
ban bien clara la participación de seres vivos
en la fermentación.
Más adelante Pasteur estudió la producción
de ácido tartárico por Aspergillus niger, la
fermentación butírica por clostridios móviles y
la producción de vinagre por Mycoderma ace-
ti. En estos trabajos aprendió a manejar cul-
tivos puros, aunque con una técnica inferior a
la de Koch, y desarrolló las bases de la nutri-
ción microbiana. En años venideros, la conti-
nuación de sus trabajos llevaría al descubri-
miento de nuevos microbios y nuevas fer-
mentaciones. Poco a poco se haría realidad
su predicción: «Estoy convencido de que lle-
gará un día en que los microbios serán utili-
zados para ciertas operaciones industriales
debido a su capacidad para atacar la materia
orgánica.»
El estudio de los clostridios móviles del
ácido butírico proporcionó a Pasteur dos re-
sultados interesantísimos: la toxicidad del
aire para este microbio y su capacidad para
sustituir a los lácticos si contaminan un culti-
vo. De la primera observación deriva uno de
los descubrimientos más importantes en el
campo de la
fisiología: las fermentaciones son un tipo
de vida sin oxígeno. En el segundo descubri-
miento se encuentra el germen de diversos
conceptos microbiológicos: la sucesión ecoló-
gica, la competencia y la antibiosis.
Pasteur llegaría a entender perfectamente
el significado metabólico de la fermentación:
la obtención de energía para el crecimiento,
es decir, un proceso equivalente a la respira-
ción. También se dio cuenta de la existencia
de anaerobios obligados y facultativos y, en
estos últimos, de las diferencias en el consu-
mo de sustrato cuando hay oxígeno y cuando
no lo hay. Con Pasteur, la fermentación y la
putrefacción se incorporan al ciclo de la ma-
teria orgánica en la naturaleza, completando
el esquema anterior constituido por respira-
ción y fotosíntesis. El balance de CO2 en la
biosfera ya se puede cuadrar razonablemen-
te. En una carta dirigida al ministro de Edu-
cación Pública, Pasteur explica todo esto, y
concluye: «La investigación rigurosa pondrá
de manifiesto que los microbios tienen un
papel fisiológico inmenso dentro de la eco-
nomía general de la naturaleza».
La teoría microbiana de la fermentación
entró en crisis en 1897, cuando los hermanos
Buchner lograron la fermentación alcohólica
con extracto de levadura libre de células vi-
vas. Ello sólo representaría una vuelta a las
ideas de Liebig en el aspecto formal: las en-
zimas sólo son producidas por seres vivos. No
invalidó nada de lo dicho por Pasteur, e inau-
guró la bioquímica, un nuevo y fabuloso cam-
po para los científicos del siglo XX que permi-
tiría descifrar los mecanismos fisiológicos a
nivel molecular.
He dejado aparte todas las consecuencias
prácticas de los estudios de Pasteur sobre la
fermentación, que, como ya he señalado,
fueron el verdadero motivo de sus investiga-
ciones. En rigor, la pasteurización y la com-
prensión de las enfermedades del vino y de la
cerveza, así como las mejoras en la produc-
ción de vinagre, fueron progresos técnicos
importantes pero meras consecuencias de
todo lo que te he contado. En cambio, debo
mencionar en este punto la relación entre los
estudios sobre fermentación y la teoría mi-
crobiana de la enfermedad. En 1859, Pasteur
escribía: «Todo hace pensar que las enfer-
medades infecciosas deben su existencia a
causas parecidas.» Pero antes de adentramos
en este punto debemos tratar otros dos te-
mas de la obra de Pasteur: la generación es-
pontánea y la enfermedad del gusano de se-
da.
Ya sabemos que el origen del mundo mi-
croscópico no estaba definitivamente aclarado
en la primera mitad del siglo XIX. Tanto es
así que en 1858 Félix Archiméde Pouchet leyó
en la Academia de Ciencias de París un traba-
jo en el que proclamaba haber conseguido la
generación espontánea a voluntad, insuflan-
doaire en el interior de materia putrescible
previamente esterilizada por el calor. Pasteur
pronto tomó cartas en el asunto, ya que la
aparición fortuita de microbios era incompati-
ble con la especificidad de los microorganis-
mos de la fermentación. Biot y Dumas inten-
taron que Pasteur desistiera, porque conside-
raban el tema más polémico que otra cosa, y
casi al margen de la investigación científica
seria. Pero fue en vano. Pasteur era tozudo e
hizo incontables experimentos tomando como
punto de partida los que habían hecho ante-
riormente Schwann, Schróder y von Dusch.
En dichos experimentos, el aire calentado,
pasado por sosa o sulfúrico o filtrado con al-
godón no permitía que el agua de carne su-
friera putrefacción. Pasteur obtuvo el mismo
resultado con recipientes abiertos, simple-
mente aislados del aire con tubos en forma
de cuello de cisne. Ello le indicó que los gér-
menes se transmitían por el aire, y que éste
estaba más sucio en unos sitios que en otros.
Las discusiones públicas con Pouchet se hicie-
ron célebres, pero hacia 1854 el triunfo de
Pasteur era total. Tras la publicación del es-
tudio Sur les corpuscles organisés qui exis-
tent dans l'atmosphére. Examen de la doctri-
ne des générations spontanées, Tyndall es-
cribiría: «Rara vez se ha dado tanta claridad,
fuerza y cautela, junto con una gran habilidad
experimental, como en los ensayos que se
describen en ese libro.» En 1872 aún apare-
cería en Inglaterra un trabajo famoso sobre la
generación espontánea. Se trata del extenso
libro de Henry Charlton Bastian titulado The
Beginning of Life; Being Some Account of the
Nature, Modes of Origin and Transformation
of Lower Organisms. La controversia llevaría
a un mejor conocimiento de las esporas bac-
terianas, de su resistencia al calor, y de las
condiciones de germinación. Las esporas
también habían sido estudiadas por Cohn y
por Tyndall. Este último puso a punto el pro-
ceso hoy llamado tindalización, que a base de
calentamientos sucesivos va destruyendo las
formas vegetativas producidas por la germi-
nación de las esporas. Por su parte, Pasteur
introdujo el uso de un horno a 160° para la
esterilización en seco. Mediante difracción de
la luz, Tyndall visualizó las partículas suspen-
didas, y construyó cámaras en las que el aire
se mantenía limpio. El resultado práctico de
todo ello fue un gran progreso en las técnicas
bacteriológicas. Sin embargo, la quimera de
la generación espontánea aún hizo una última
aparición, y justamente por obra de dos ilus-
tres colegas de Pasteur: Claude Bernard y
Berthelot. Este último defendió un artículo
póstumo de Bernard a favor de la generación
espontánea. «Al leer estas líneas de Bernard
—dice Pasteur— experimenté tanta sorpresa
como tristeza. Sorpresa porque la mente es-
tricta que tanto me gustaba admirar no esta-
ba ahí en absoluto. Tristeza porque nuestro
ilustre colega parece haber olvidado todas las
demostraciones experimentales que he hecho
hasta ahora. También estoy dolido al darme
cuenta de que todo esto ha surgido bajo los
auspicios de nuestro ilustre colega M.
Berthelot.» Sin embargo, Pasteur recoge el
guante, se pone de nuevo a trabajar y de-
muestra una y otra vez que ni las levaduras
ni ningún otro microorganismo se genera es-
pontáneamente. En realidad, Pasteur nunca
pretendió demostrar que la generación es-
pontánea fuera imposible. Simplemente dejó
bien claro que nadie había sido capaz de de-
mostrar su existencia: «No se conoce ningu-
na circunstancia en la que se pueda afirmar
que los seres microscópicos lleguen a este
mundo sin germen, sin antecesores parecidos
a ellos mismos.» A veces, reflexionando so-
bre la implacable antipatía que se tenían Au-
gust Pi y Suñer y Jaume Ferran, he pensado
si no se trataría todavía de un eco de la pu-
ñetera pugna entre fisiólogos y microbiólo-
gos, entre Claude Bernard y Louis Pasteur.
Dentro de la evolución del pensamiento
científico, la creencia en la generación espon-
tánea no fue eliminada fácilmente. Ya lo has
podido ver en esta carta, y en otras anterio-
res. Aunque disfrazada, la idea de la genera-
ción espontánea aún subsiste en la hipótesis
de que los microorganismos pueden trans-
formarse unos en otros. He conocido gente
de buena fe que nunca pudieron librarse de
ese engaño. El monomorfismo radical es sin
duda estrecho de miras, pero no hay que
hacerse ilusiones. Detrás de un pleomorfista
siempre hay una mente que no ha digerido
que la diversidad microbiana sea tan antigua
como la del resto de los seres vivos, y que
por tanto está necesariamente jerarquizada.
A petición de Dumas, que era senador,
Pasteur se encargó de estudiar una terrible
enfermedad que afectaba a los gusanos de
seda, pese a su manifiesto desconocimiento
del problema. Dicha enfermedad se caracteri-
zaba por la aparición, tanto en la piel del gu-
sano como en su interior, de puntitos que
recordaban a los granos de pimienta. De ahí
el nombre de la enfermedad: pebrina. Causa-
ba una gran mortandad, y los gusanos que
llegaban a desarrollarse totalmente producían
poca seda. El problema era complejo, porque
en realidad padecían dos enfermedades sola-
padas: la pebrina y la llamada flacherie o
debilidad. Pasteur no llegó a determinar con
precisión la etiología de ninguna de las dos,
pero las diferenció claramente. La pebrina es
causada por un protozoo que tiene un ciclo
complicado, mientras que la flacherie todavía
no se ha definido con seguridad. Sin embar-
go, Pasteur logró hacer el diagnóstico precoz,
y encontró un método para distinguir los
huevos sanos. También determinó cuáles
eran las mejores condiciones para evitar el
desarrollo de ambas enfermedades, y llegó a
ser un experto criador de gusanos de seda.
La mayor parte de las investigaciones se
hicieron cerca de Alais, uno de los centros
más importantes de la industria de criadores
de gusanos de seda, y la campaña duró cinco
años. El laboratorio de Pont Gisquet era una
auténtica planta experimental para la cría de
gusanos de seda, y la familia Pasteur al com-
pletoestuvo comprometida en la empresa.
Pasteur desarrolló un nuevo sistema de cría
de gusanos de seda, que él mismo puso en
práctica, y sobre el que adiestró a todos
aquellos que solicitaron su ayuda. Topó con
muchos incrédulos y oponentes, que comba-
tió incansablemente y con pasión. «Usted no
sabe nada de mis trabajos, de sus resultados,
de los principios que han permitido estable-
cer, ni de sus consecuencias prácticas. No ha
leído casi nada al respecto, y lo que ha leído
no lo ha entendido.» En 1869, la Comisión de
la Seda de Lyon le pidió una muestra de hue-
vos garantizados. Pasteur les envió un lote de
huevos sanos, un lote que moriría de pebrina,
uno que moriría de flacherie, y otro que sufri-
ría una u otra enfermedad. Añadió una nota
que decía: «Me parece que la comparación
entre los resultados de estos lotes ilustrará a
la Comisión acerca de ciertos principios que
he establecido, con más fuerza que el simple
envío de una muestra sana.» Pocos meses
más tarde la Comisión reconocería el acierto
de todas las predicciones de Pasteur.
Para Pasteur, el estudio de las enfermeda-
des del gusano de seda constituyó una mag-
nífica iniciación al estudio de las enfermeda-
des infecciosas. Fue plenamente consciente
de ello, y en adelante recomendaba a sus
colaboradores nuevos: «Leed los estudios
sobre gusanos de seda; creo que serán una
buena preparación para los trabajos de inves-
tigación que vamos a emprender.»
Los grandes éxitos posteriores de Pasteur
están relacionados con el origen microbiano
de las enfermedades infecciosas y con la va-
cunación. Estudió especialmente el carbunco,
el cólera de las aves, la erisipela del cerdo, la
fiebre puerperal, la fiebre séptica y la rabia.
Con este último tema adquiriría su máxima
fama, y popularidad mundial. Por otra parte,
los trabajos de Pasteur sirvieron de base a
otros descubrimientos y progresos, que otros
científicos llevarían a cabo en muy poco
tiempo. Por ejemplo, aun siendo pionero en
el campo de la vacunación, Pasteur práctica-
mente no salió del uso de vacunas vivas ate-
nuadas. La inmunidad a las toxinas de la dif-
teria y el tétanos se descubrió durante su
vida, y en cierto modo puede considerarse
una consecuencia lógica de su descubrimiento
de la toxina del cólera de las gallinas. Podía
haber intentado inmunizar con bacterias
muertas, pero eso lo harían Salmon y Smith
en 1889. También son de Pasteur las prime-
ras observaciones sobre antagonismo entre
saprófitos y patógenos, así como la idea de
aprovecharlo para combatir a los agentes
infecciosos.
La idea del origen microbiano de las en-
fermedades fue costosa de introducir entre
los médicos de la época, y no fue aceptada
fácilmente. Fue un fenómeno parecido al que
he descrito antes sobre el origen microbiano
de la fermentación y la putrefacción. Por un
lado resulta sorprendente, puesto que ya se
conocían enfermedades parasitarias, como la
sarna (producida por un ácaro) y la tiña (de-
bida
a la invasión de la piel por hongos), Ade-
más, en muchos casos se había descrito la
presencia de microbios en los tejidos enfer-
mos. Sin embargo, se consideraba una con-
secuencia, más que una causa. Desde Wir-
chow, la enfermedad era vista como una alte-
ración de las células de los tejidos corporales
como consecuencia de una transformación
fisiológica. Hubo ciertamente excepciones:
por ejemplo, Davaine (1812-1882) fue el
primero en demostrar la presencia de bacte-
rias en la sangre de animales muertos de
carbunco, y suposo que eran la causa de la
enfermedad. Sin embargo, ni siquiera los
magistrales trabajos de Koch y de Pasteur
evitaron que la discusión continuara durante
muchos años.
Una de las polémicas más interesantes que
puedo contarte es tal vez la que sostuvieron
Max von Pettenkofer y Robert Koch a propósi-
to del cólera. El primero creía que lo que te-
nía importancia era el «terreno»; el germen
era imprescindible para causar la enferme-
dad, pero en un segundo lugar. Estaba tan
convencido que decidió hacer un ensayo con-
sigo mismo. El 27 de octubre de 1892, von
Pettenkofer ingirió una gran cantidad de vi-
brión colérico, cultivado a partir de un aislado
procedente de un caso mortal de la epidemia
que asolaba Hamburgo. Se lo tomó en las
condiciones que Koch consideraba óptimas
para el contagio: en ayunas y con el jugo
gástrico neutralizado con bicarbonato. Sólo
padeció una ligera diarrea, pese a que en las
heces se pudo demostrar una gran prolifera-
ción del microorganismo. Poco más tarde,
Emmerich y Metchnikoff, dos futuros grandes
microbiólogos, repitieron el experimento con
idéntico resultado. Con ello se demostró que
la enfermedad infecciosa y la epidemia eran
cosas más complicadas de lo que se suponía.
De lo que no queda duda es del coraje de von
Pettenkofer. Hay que señalar que en aquella
época ese tipo de actos se pusieron de moda,
y más de uno pagó con su vida el intento de
demostrar que el agente sospechoso era
efectivamente la única causa de la enferme-
dad. Desde luego, es conmovedor. Pero ya
sabes que hoy también hay quien se inmola a
lo bonzo, a veces sin ton ni son. Es difícil en-
contrar un límite a lo que el hombre puede
llegar a hacer llevado por la obcecación. A
veces incluso parece que la causa en sí no es
lo más importante.
Los estudios de Pasteur sobre la genera-
ción espontánea contribuyeron a la invención
de la cirugía aséptica. Joseph Lister (1827-
1912) fue un gran cirujano –tal vez el más
grande después de Hunter– y empezó a des-
arrollar dicha técnica en 1864. En 1879, des-
de Edimburgo, escribía a Pasteur:
«Permitidme rogaros que aceptéis un es-
crito que os envío en el mismo correo acerca
de unos experimentos acerca del problema
que tanto habéis contribuido a esclarecer: la
teoría microbiana de los cambios fermentati-
vos. Me halaga pensar quepodáis llegar a
contemplar con algún interés lo que he escri-
to sobre organismos que fuisteis el primero
en describir en vuestra Mémoire sur la fer-
mentation appelée lactique' .
Ignoro si los anales de la cirugía británica
han llegado a vuestras manos, pero de ser así
habréis podido ver periódicamente los pro-
gresos del tratamiento antiséptico que he ido
perfeccionando a lo largo de nueve años.
Permitidme aprovechar esta oportunidad
para expresaros mi agradecimiento por
haberme demostrado, gracias a vuestras ad-
mirables investigaciones, la veracidad de la
teoría microbiana de la putrefacción, y
haberme facilitado el principio sobre el que
descansa únicamente el sistema antiséptico
que he desarrollado. Si alguna vez visitáis
Edimburgo, creo que os complacerá ver en
nuestro hospital de qué modo tan extendido
se ha beneficiado la humanidad de vuestros
trabajos.»
Pasteur fue un hombre ejemplar. Repre-
senta el paradigma de las virtudes preconiza-
das por la burguesía: el trabajo, la familia y
la patria.
... Je vous le recommande encore: travai-
llez. Une fois que l'on est fait au travail, on ne
peut plus vivre sans lui. D'ailleurs, c'est de lá
que dépend tout dans ce monde...
Louis Pasteur fue un hijo admirable, y las
numerosas cartas que podemos leer entre él
y su padre son de una nobleza y sencillez
conmovedoras. El padre de Pasteur, antiguo
suboficial de Napoleón, era un modesto curti-
dor. A su muerte, acaecida en 1865, su hijo,
ya famoso, pudo decir de él: Ce qu'il y eut de
touchant dans son affection pour moi c 'est
qu'elle ne fut jamais mélée d'ambition. 11
m'aurait vu avec plaisir régent du collége
d'Arbois, pueblo en el que vivía, y en el que
Pasteur creció.
Hacia su madre y sus hermanas, y más ta-
de hacia su mujer y sus hijos, encontramos el
mismo testimonio permanente de una cálida
atmósfera sin reservas. Lo mismo podría de-
cirte de la consideración que siempre tuvo
hacia sus maestros: Dumas, Biot, Balard. Su
relación con sus discípulos es más difícil de
analizar en pocas palabras. Evidentemente
era exigente y un poco distante, pero el
hecho es que todos lo adoraban.
Pasteur era un patriota apasionado. En
1869 fue nombrado Doctor en Medicina por la
Universidad de Bonn. El 18 de Enero de 1871,
tras la guerra franco-
prusiana, devolvería el diploma con un es-
crito que decía:
La vue de ce parchemin m'est odieuse, et
je me sens offensé de voir mon nom, avec la
qualification de Virum Clarissimum dont vous
le décorez, se trouver placé sous les auspices
d'un nom voué désormais á l'éxecration de
ma patrie, celui de Rex Guilhelmus.
Pasteur estaba en contra del cientifismo de
finales de siglo, convencido de la existencia
de algo más allá de lo que es asequible al
método científico, pero tenía muy claro que el
progreso científico es inconcebible en el mar-
co de un sistema cualquiera. Hay que estar
siempre preparado para admitir que las cosas
son diferentes de lo que habíamos supuesto,
o de como uno cree que deberían ser. Para
Pasteur, el buen método científico reside en
último término en someterse al objeto: los
hechos físicos deben ser aceptados como ta-
les, los hechos morales como tales, y los
hechos religiosos como tales.
Louis Pasteur nació el 27 de diciembre de
1822 en Dole, y murió en Villeneuve l'Étang
el 28 de septiembre de 1895. Sus restos re-
posan en la cripta del Institut
Pasteur en París. Su epitafio reza:
Heureux celui qui porte en soi un dieu, un
idéal de beauté et qui lui obéit: idéal de l'art,
idéal de la science, idéal de la patrie, idéal
des vertus de l'Évangile.
Afectuosamente,
51. LA CRISIS DE LA FÍSICA TEÓRICA
Begues, 2 de febrero de 1985
Querida Nuria:
La Física del siglo XIX llegó a entender
prácticamente todos los fenómenos percepti-
bles en nuestro entorno. De ahí que la aten-
ción de los científicos se fuera centrando cada
vez más en fenómenos que están más allá de
nuestra experiencia corriente, y que sólo se
ponían de manifiesto mediante experimentos
cada vez más delicados. Se perfeccionaron y
multiplicaron los instrumentos de medida, y
la técnica experimental se hizo cada vez más
imaginativa y más precisa. Se empezaron a
estudiar fenómenos de cuya existencia el
hombre de la calle ni siquiera tenía noticia.
El progreso del conocimiento tuvo y sigue
teniendo lugar por medio de dos vías simul-
táneas que han de encajar a la perfección.
Por un lado, el experimentador ha de llegar a
unas leyes empíricas exactas; por otro, el
teórico ha de obtener el mismo resultado a
partir de conceptos abstractos. Éstos últimos
acabarán originando un mundo que ya no
está al alcance de nuestros sentidos, pero
que responde satisfactoriamente al análisis
de los hechos de observación. En nuestro
siglo, el mundo de la Física teórica ha reavi-
vado el interés por viejos problemas filosófi-
cosque ya parecían negligibles para el hom-
bre de ciencia, y que hemos discutido en car-
tas anteriores al tratar los antecedentes de la
revolución científica.
Tras la publicación del libro de John Dalton
(1766-1844) titulado A New, System of Che-
mical Philosophy, la existencia de átomos y
moléculas quedó sólidamente establecida. El
estudio cuantitativo de las reacciones quími-
cas llevaría a medir el pese atómico relativo.
Más tarde, mediante experimentos directos,
sería posible determina] el peso absoluto y
las dimensiones de los átomos individuales,
así como el número de átomos que hay en un
centímetro cúbico de materia.
La teoría cinética de los gases se desarro-
lló en la segunda mitad del siglo XIX Según
ella, un gas está constituido por un número
muy alto de moléculas er rápido movimiento.
La presión ejercida por el gas sobre las pare-
des del recipiente que lo contiene se debe a
la colisión de sus partículas con las paredes, y
la temperatura del gas mide su agitación me-
dia, que aumenta con la temperatura. Las
propiedades de los estados líquido y sólido de
la materia se deben a una mayor proximidac
entre las moléculas.
La teoría molecular de la materia dio una
explicación adecuada del calor. Er contra de
lo que se había propuesto, no se trataba de
un fluido sino simplemente del grado de agi-
tación molecular. Si ponemos en contacto dos
cuerpos a diferente temperatura, las molécu-
las con movimiento más rápido del cuerpo
más caliente chocarán, en el límite entre am-
bos, con las más lentas del cuerpo más frío, y
una parte de la energía cinética del primero
se transmitirá al segundo. Ello proseguir has-
ta llegar a un estado de equilibrio en el que
las moléculas de los dos cuerpos tendrán la
misma energía cinética media. Los dos esta-
rán a la misma temperatura y habrá termina-
do el «flujo de calor» del más caliente al más
frío. Viendo de este modo la naturaleza del
calor, forzosamente se deduce la existencia
de una temperatura que será la más baja
posible, un cero absoluto en el que todas la:
moléculas permanecerán inmóviles. Ello fue
establecido por William Thompson más tarde
lord Kelvin (1824-1907), que tendría el acier-
to de relacionarlo con la cantidad de trabajo
que puede realizar una máquina térmica, que
no sólo depende de la diferencia de tempera-
tura entre la parte fría y la parte caliente,
sino también del valor absoluto de cada una
de ellas.
El átomo se consideró portador de todas
las características de cada elemento No obs-
tante, al intentar averiguar porqué dichas
características variaban entre unos átomos y
otros, surgió la duda de si el átomo era real-
mente tan indivisible como su nombre indica-
ba. En ello también influyó el progreso en los
conocimiento acerca de los fenómenos eléc-
tricos, especialmente la corriente voltaica y 1
electrólisis. Sobre todo tras los estudios de
Michael Faraday (1791-1867), se vio que
había una especie de atomicidad de la carga
eléctrica parangonable a la de la materia. Por
ejemplo, el fluido eléctrico negativo podría
estar constituido por una corriente de partícu-
las con electricidad negativa, llamadas elec-
trones. De hecho, se logró extraer electrones
de la materia, y medir tanto su carga absolu-
ta (R. A. Millikan, 1911) como su carga espe-
cífnca (W. Thompson, 1897), lo que permitió
determinar igualmente su masa. Ésta resultó
ser pequeñísima, unas dos mil veces menor
que la del átomo de hidrógeno. A comienzos
de siglo, los físicos llegaron a la conclusión de
que la electricidad positiva se encontraba
igualmente en corpúsculos, que ahora llama-
mos protones. Fue entonces cuando resultó
tentador plantear que los átomos podían es-
tar constituidos por diferentes agrupaciones
de electrones y protones. La idea cobraría
fuerza con los geniales trabajos experimenta-
les de lord Rutherford (1911) y los de tipo
teórico de Niels Bohr (1922), pero eso es otra
historia, y queda fuera del propósito de estas
cartas. De todos modos, no puedo dejar de
hacer constar un aspecto de esta cuestión
que me parece apropiado para completar esta
visión general del final del siglo XIX por lo
que respecta al conocimiento de la materia.
Para desarrollar satisfactoriamente su teoría
del átomo, Bohr tuvo que introducir una idea
extraña, inspirada en la entonces reciente
teoría de los cuantos de Max Planck (1900).
Dicha teoría había puesto de manifiesto que
tanto la emisión como la absorción de luz sólo
podían tener lugar en múltiplos de unidades
discretas de energía o «quanta». Si bien el
electrón, cuando viaja libremente, se compor-
ta de acuerdo con las previsiones de la Mecá-
nica clásica para una partícula con una de-
terminada masa y carga eléctrica, cuando se
mueve en torno a un núcleo atómico sólo
puede realizar determinados movimientos,
que se designaron como «cuantificados». Ello
ha resultado ser la base de todas las propie-
dades de los átomos, pero es incomprensible
dentro del mundo de la Física clásica.
La luz, que puede viajar a gran velocidad a
través de espacios inmensos y vacíos, es una
realidad independiente de la materia. Tras los
trabajos de Thomas Young (1773-1829) y
sobre todo de Auguste Jean Fresnel (1782-
1827), la teoría corpuscular de la luz sería
definitivamente abandonada a favor de la
teoría ondulatoria que, como ya sabemos,
había sido propugnada por Huygens en el
siglo XVII. Valiéndose de esta última, se dio
una explicación rigurosa a todos los fenóme-
nos luminosos conocidos, incluidas las inter-
ferencias, la difracción y la polarización, que
eran totalmente incompatibles con la hipóte-
sis corpuscular de Newton. Como la luz se
propaga en el vacío, Fresnel imaginó la exis-
tencia de unaespecie de medio sutil, el éter,
que impregnaría todos los cuerpos materiales
llenaría los espacios vacíos y serviría de so-
porte a las ondas luminosas.
La luz blanca, como la que emiten los
cuerpos incandescentes, está formad por la
superposición de una sucesión continua de
luces simples de colores, qu varían progresi-
vamente, y con transiciones indetectables,
desde el rojo al violeta Ello constituye el lla-
mado «espectro». La teoría ondulatoria de la
luz ha permitid caracterizar cada tipo de luz
por medio de una longitud de onda. Dichas
longitudes d onda se pudieron determinar
perfectamente por medio de fenómenos de
interferencia De este modo sabemos que el
espectro visible va de 400 a 800 nanometros.
La teoría de las ondas, pese a sus grandes
éxitos en el plano experimenta topó con
enormes dificultades en el campo teórico. Los
grandes físicos teóricos d la segunda mitad
del XIX –Poisson, Green, MacCullagh, F.
Neumann y más tard lord Rutherford, C.
Neumann, lord Rayleigh y Kirchhoff– intenta-
ron sin éxil elaborar una teoría mecánica que
explicara las vibraciones del éter. Sin embar-
go hacia 1870 la concepción ondulatoria se
desarrolla de un modo completameni nuevo,
a costa de renunciar totalmente a su repre-
sentación intuitiva. En esa época. James
Clerk Maxwell (1831-1879), ahondando en
una idea de Faraday, crea 1 teoría electro-
magnética. La teoría de Maxwell se basa en el
concepto de campo electromagnético, irre-
ductible a un estado de éter. De hecho, Max-
well mostró que la luz puede ser incluida en
una categoría de fenómenos más generales:
h perturbaciones electromagnéticas. Gracias
a la genial visión de Maxwell, la óptica fue
fagocitada por el electromagnetismo.
A finales de siglo, la interacción entre luz y
materia se convirtió en r espectáculo lleno de
patetismo. H. A. Lorentz (1853-1928) des-
arrolló su teor matemática del electrón, y la
ley de interacción de los electrones con el
campo electromagnético, pero ni la teoría
electromagnética de Maxwell ni la electrón(
de Lorentz servían para explicar la distribu-
ción de energía en el espectro. Pa resolver el
problema, Planck introdujo la idea, radical-
mente nueva, de que materia sólo puede
emitir energía radiante en cuantos iguales a
hv, siendo
frecuencia emitida, y h una nueva cons-
tante universal. El mismo autor trató de ex-
plicar que, aunque la emisión de luz fuera
discontinua, no ocurriría lo mismo con su ab-
sorción por la materia (Zweite Fassung der
Quantentheorie). Fue fracaso. Poco después,
Albert Einstein, al explicar el efecto fotoeléc-
trico, most que había que volver a la hipóte-
sis inicial de Planck (Erste Fassung). Había qi
llegar a una especie de compromiso: los in-
tercambios de energía entre materia
radiación se pueden explicar desde el as-
pecto corpuscular, pero para entender la pro-
pagación libre de la luz hay que recurrir a la
teoría ondulatoria.
La física teórica de nuestro tiempo, tras el
espectacular éxito de la física clásica, parte
de la crisis originada por la estructura atómi-
ca y por la doble naturaleza de las radiacio-
nes, que he intentado esbozar en los párrafos
precedentes. Hay que reconocer que en lo
que llevamos de siglo los avances han sido
fascinantes, pero quedan al margen de nues-
tro objetivo.
El desacuerdo entre determinados datos
experimentales de gran sutileza y la teoría
física también dio lugar a la Relatividad. En
este caso, el problema fue la imposibilidad de
medir el movimiento absoluto de la Tierra con
respecto al éter. La mecánica clásica enseña
que mediante la observación no se puede
saber si un observador está en reposo o en
movimiento uniforme y rectilíneo con respec-
to al conjunto de estrellas fijas. Pero en los
fenómenos ópticos la cosa es diferente. Se-
gún la teoría electromagnética, los campos
eléctricos y magnéticos que se propagan en
el espacio han de tener el éter como soporte,
pero no hubo manera de determinar la natu-
raleza del éter. Sin embargo parecía que, si el
éter exisitiera realmente, los fenómenos elec-
tromagnéticos y ópticos no podrían producir-
se del mismo modo para un observador que
estuviera inmóvil con respecto al éter y para
uno que estuviera en movimiento. Ahora
bien, cuando Michelson y Morley intentaron
medir el movimiento de la Tierra con respecto
al éter, hallaron que el viejo planeta estaba
inmóvil, lo cual es obviamente absurdo. Ini-
cialmente se propusieron explicaciones poco
satisfactorias, como la llamada contracción de
Fitz-Gerald, pero fue Einstein quien resolvió
el problema en 1905. Para observadores do-
tados de un movimiento de traslación unifor-
me unos con respecto a otros, todos los fe-
nómenos de la naturaleza, tanto ópticos y
electromagnéticos como mecánicos, obede-
cen a las mismas leyes, de modo que ningu-
no de los observadores puede detectar su
propio movimiento de traslación haciendo
observaciones desde dentro del sistema. To-
dos tienen el mismo derecho a considerar que
están en reposo absoluto. De este «principio
de la relatividad» Einstein dedujo, gracias a
un penetrante análisis, que las coordenadas
de espacio y tiempo empleadas por cada ob-
servador están relacionadas entre sí por fór-
mulas de transformación conocidas como
«transformación de Lorentz». Más tarde, di-
chas relaciones fueron consideradas por Min-
kowski como un continuo de cuatro dimen-
siones: el universo o el espacio-tiempo. En
todas las fórmulas relativistas, el espacio y el
tiempo tienen un papel totalmente simétrico.
Entenderlo queda al margen de nuestra intui-
ción, ya que para ella las variables de espacio
pueden tener dimensiones diversas, pero el
tiempofluye siempre en la misma dirección.
¿Y con el éter qué ocurre? ¡No se habla más
de él, y es una lástima! ¡Es tan bonito todo lo
que es intuitivo y a la vez misterioso! El éter
fue sustituido por algo mucho más fastidioso,
quizá mucho más claro perc completamente
abstracto.
Una consecuencia importante de la teoría
de la relatividad es el concepto de inercia de
la energía, según el cual a toda cantidad de
energía W está asociada una masa W/c2,
siendo c la velocidad de la luz. Por tanto, si
dicha cantidad de energía tiene una velocidad
y
, también tendrá una cantidad de movimien-
to W/c2 x v. El principio de la relatividad tam-
bién implica modificaciones en la mecánica
clásica del punto material, y de modo general
nos dice que la mecánica clásica no es válida
para cuerpos dotados de grandes velocida-
des. Las fórmulas de la mecánica relativista
han sido repetidamente verificadas en el te-
rreno experimental, pon ejemplo en los expe-
rimentos de Guye y Lavanchy.
En su forma inicial, la teoría de la relativi-
dad no comparaba las coordenada: de espa-
cio y de tiempo más que para observadores
en movimiento rectilíneo uniforme. Más tarde
Einstein elaboraría la relatividad generaliza-
da, que ha: proporcionado una explicación de
la gravitación.
Está claro que para entender la Relatividad
hay que profundizar en el tema. S sólo la
contemplas superficialmente, quizá llegues a
la chocante conclusión que, después de la
Relatividad, ya no sabemos dónde estamos,
ni dónde vamos, n qué hora es. Ello sería
lamentable.
Lo que he escrito hoy me recuerda mucho
las trifulcas intelectuales de rni juventud.
Incluso di algunas conferencias sobre estos
temas, en los ya lejanísimo años cuarenta, en
el apogeo de la dictadura franquista. Luego
me interesaron má los microbios, y de hecho
son el único campo en el que he podido pro-
fundizar u poco. De forma totalmente subje-
tiva, para mí el final de la Historia de la Cien-
ci se sitúa en aquella época, aunque lo que
yo pudiera atisbar entonces correspondier en
realidad a la ciencia de veinte o treinta años
antes.
Afectuosamente,
52. CONCLUSIÓN
Begues, 10 de febrero de 1985
Querida Nuria:
He llegado al final de mi historia. Me ale-
gra haber podido cumplir lo que te prometí
hace casi dos años. Por otra parte, una media
de una carta cada dos semanas no está nada
mal. En cambio, tengo mis dudas de si he
sabido darte una visión coherente de la Histo-
ria de la Ciencia, y de si estas cartas han lo-
grado mantener tu atención suficientemente
despierta como para enriquecer tu vida inte-
lectual.
Está claro que estas cartas no constituyen
una Historia de la Ciencia propiamente dicha.
Son más bien una recopilación ordenada de
reflexiones sobre los orígenes de la ciencia
moderna, hechas desde su contexto actual.
Cada cuarenta o cincuenta años podrían es-
cribirse de nuevo. Por desgracia, es poco
probable que yo pueda volver a hacerlo, pero
tú quizá sí que podrías, añadiendo tus propios
puntos de vista.
La Ciencia es una de las grandes adquisi-
ciones del pensamiento. En su totalidad y
profundamente, nadie puede dominarla. Nos
hemos de contentar con una visión general,
que siempre es muy superficial, y que se
aprende igual que cualquier otra cosa que se
pueda meter en un libro. Un científico sólo
llega a serlo con la práctica intensa de la in-
vestigación en un área concreta y en contacto
con otros científicos. La pura erudición, ade-
más de estéril, siempre es propensa a enma-
rañarse, y a acabar sin entender nada. El
trabajo científico sólo puede ser comprendido
enteramente por otros científicos, aunque no
sean exactamente de la misma especialidad.
Quizá algún día las cosas cambien, pero por
ahora es así. Por otra parte, conviene tener
en cuenta que dentro de la comunidad cientí-
fica hay niveles muy diferentes, y por su-
puesto personas de lo más negado, igual que
en cualquier otra colectividad.
Me resulta estimulante pensar que, duran-
te el tiempo en que te he escrito estas cartas,
puedas haber aprendido una serie de cosas,
al margen de lo que hayas ido profundizado
en tu trabajo de investigación. Nadie está,
por supuesto, en la mente de otra persona,
pero me agrada saber que tú y yo nos mo-
vemos en el mismo mundo, y que potencial-
mente podemos llegar a entender las mismas
cosas. Por supuesto, también nos interesan y
nos seguirán interesando cosas que no son
científicas, pero esas son más difíciles de
compartir. En las personas hay muchos nive-
les, incluido lo irracional e impercetible, pero
en ciencia todo ha de ser objetivo, verificable
y reproducible. Por eso se puede comunicar,
y compartir.
La Historia de la Ciencia no ha hecho más
que empezar. Si hubieran pasado dos siglos,
el contenido de las cartas que vendrían a
continuación no es en absoluto previsible.
Como sabes, estoy lejos de los que creen que
la última consecuencia de la revolución cientí-
fica pueda ser el holocausto de la humanidad
en una guerra nuclear, la destrucción de la
Tierra y la guerra de las galaxias, la extinción
de la especie humana y su sustitución por
robots, o simplemente el «mundo feliz». Todo
eso son tonterías, y tienen la misma verosi-
militud que las imágenes absurdas y mons-
truosas de los extraterrestres de la ciencia-
ficción. Todo es consecuencia del miedo, de la
desconfianza del hombre hacia el hombre y
de la ignorancia, o alternativamente de la
explotación deliberada de esas amenazas.
Son cosas mucho más antiguas que la cien-
cia, y siempre han funcionado del mismo mo-
do. Creo que es tan aventurado predecir el
futuro de la Ciencia como su repercusión so-
bre la vida humana.
Dedicarse de lleno a la actividad científica
es apasionante, mucho más de lo que imagi-
na la mayoría de la gente. Mira, por ejemplo,
cómo Pasteur describió los inicios de su trato
con Biot, cuarenta años mayor que él:
«Me llamó para que repitiera ante su vista
los diferentes experimentos, y me dio una
muestra de ácido racémico que había exami-
nado previamente, y que había comprobado
que era completamente inactivo bajo la luz
polarizada. Lo preparé delante de él, y tam-
bién la sal doble de sodio y amonio, para lo
cual me dio la sosa y el amoníaco. El líquido
para la evaporación se dejó en una de las
habitaciones de su laboratorio y, cuando ya
se habían separado entre treinta y cuarenta
gramos de cristales, me citó de nuevo en el
Colegio de Francia para que pudiera recoger
los cristales dextrógiros y levógiros delante
de él y los separara por sus características
cristalográficas, pidiéndome que verificara la
afnrmación de que los cristales que colocaba
a su derecha desviarían la luz a la derecha, y
los otros a su izquierda. Hecho esto, me dijo
que él se encargaría del resto. Preparó las
soluciones haciendo las pesadas con cuidado
y, cuando iba a ponerlas en el polarímetro,
me llamó otra vez. Puso en primer lugar la
solución más interesante, la que yo suponía
que desviaría el plano de polarización hacia la
izquierda. Antes de hacer la lectura, a prime-
ra vista y sólo por el color que daban las dos
placas en el campo del polarímetro de Soleil,
se dio cuenta inmediatamente de que había
una intensa levorrotación. Entonces el ilustre
anciano, que estaba visiblemente emociona-
do, cogió mi mano diciendo: 'Mon cher en-
fant, j'ai tant aimé les Sciences dans ma vie
que cela me fait battre le coeur'.»
A mi historia sólo le falta una moraleja,
como en los cuentos de la época en que tus
hermanos y tú érais niños. Se me ocurre
aquello que Gil Blas dedicó al lector de la his-
toria de su vida. Los dos estudiantes que se
detuvieron junto a una
fuente, y por casualidad se dieron cuenta
de que a ras de suelo había una losa con
unas cuantas palabras grabadas. Después de
limpiarla pudieron leer: «Aquí está enterrada
el alma del licenciado Pedro García». Ya sa-
bes que uno se lo tomó a broma y continuó
su camino. El otro, en cambio, se quedó allí
para levantar la losa. Encontró una bolsa de
cuero que contenía cien ducados y un escrito
en latín con estas palabras: «Sé mi heredero,
tú que has tenido suficiente ingenio como
para descifrar el secreto de la inscripción, y
usa mi dinero mejor de lo que lo hecho yo.»
El estudiante, muy satisfecho con aquel
hallazgo, retomó el camino de Salamanca con
el alma del licenciado, etc., etc.
Afectuosamente,
Las cartas que siguen, escritas más tarde
y de forma ocasional, corresponde a otra
época de la vida, tanto por lo que se refiere a
la destinataria como al propio autor. Éste,
hacia el final de su carrera, aquélla, hacia la
mitad de la suya. Ur viene inexorablemente
detrás de la otra. De algún modo, estas car-
tas sc continuación de la historia que hemos
seguido hasta aquí.
53. DETERMINISMO, PROBABILIDAD E
INCERTIDUMBRE
Begues, 15 de enero de 1987
Querida Nuria:
En una carta fechada el 10 de febrero de
1985 daba por terminada la Historia d la
Ciencia que te había prometido. De todos
modos, estaba seguro de que ese tipo de co-
municación entre tú y yo tendría algún tipo
de continuidad. Ocasiones no habían c faltar,
pero la verdad es que han pasado casi dos
años. Finalmente, aquí tienes un nueva carta.
Espero que también te sirva para rememorar
un poco la ristra de cartas que te envié, des-
de los antiguos griegos a la Relatividad y los
quanta.
También recordarás que a finales de 1985,
durante las fiestas de Navida( hablamos lar-
gamente de un coloquio que se había cele-
brado en el Teatro-Muse Dalí de Figueres,
que había tenido un gran eco y al que lamen-
tablemente no habn podido asistir. Los po-
nentes eran P. T. Landsberg, G. Ludwig, R.
Thom, 1 Schatzman, R. Margalef e I. Prigogi-
ne. Un matemático, un físico, otro matemáti-
co una astrofísico, un ecólogo conocido nues-
tro, y un químico premio Nobel e 1977. Todos
ellos figuras de peso indiscutible. El tema era
el determinismo y indeterminismo en la cien-
cia moderna. Más o menos al cabo de un año
se ha publicado todas las ponencias y discu-
siones y, en la Navidad que acabamos d pa-
sar Margalef me ha regalado el librito corres-
pondiente. Después de leerlo, ni ha parecido
que, en nuestra historia, de este tema
habíamos hablado muy poco superficialmen-
te, casi a hurtadillas. Me gustaría hacerlo
ahora, para hacer mas explícito lo que en su
día comentamos acerca del coloquio, y sobre
todo pan bosquejar mi opinión personal acer-
ca del alcance del método científico Natural-
mente, en el coloquio se trataron y discutie-
ron muchas cosas que renunci a comentarte,
en parte porque quedan lejos de donde llegan
mis luces.
Ya sabes que Galileo fundamentó la física
en experimentos ingeniosos y e matemáticas.
Al hacerlo, en seguida se dio cuenta de que
tenía necesidad c introducir una nueva forma
de medir el tiempo (diferente, huelga decirlo,
c nuestra forma de estimación subjetiva). Ello
exigía disponer de procesos repetitivo
es decir, diferentes de fenómenos irregula-
res como el tiempo atmosférico o el batir del
oleaje. Habían de ser repetitivos y periódicos.
En la naturaleza existen procesos de este tipo
que son muy fiables, como la rotación de la
Tierra, pero no son apropiados para medir
tiempos cortos. El pulso resultó útil a Galileo,
pese a sus irregularidades, pero de todos
modos se generalizó el interés por encontrar
o fabricar nuevos procesos reproducibles que
superaran ampliamente a las clepsidras, los
relojes de arena, los de Sol o los de balancín.
De ahí la gran importancia que tuvo el descu-
brimiento del péndulo, con el que se inicia la
relojería moderna. Hoy se ha llegado mucho
más lejos, y se han construido máquinas que
reproducen periodos iguales con una preci-
sión tan grande que el margen de error no
llega a sobrepasar 1/1014 de segundo. El inte-
rés de los procesos reproducibles, sin embar-
go, no queda reducido a la construcción de
relojes, dado que también repercute directa-
mente sobre la capacidad de hacer máquinas
fiables y precisas con diversas finalidades
prácticas. A nadie le gustaría utilizar, por
ejemplo, un automóvil sin estar bien seguro
de que su comportamiento es altamente re-
producible.
Corno ya te he indicado anteriormente, el
desarrollo de la mecánica, que primero hizo
Newton y luego Lagrange y Laplace, puso en
nuestras manos una bellísima teoría que pue-
de describir a la perfección diversos procesos
predecibles, tanto naturales como artificiales.
Un ejemplo de los primeros es el sistema pla-
netario. En cambio, la mecánica clásica no
resultó tan adecuada para la descripción de
otros fenómenos, como el tiempo atmosférico
o el simple movimiento del agua en un surti-
dor. En cualquier caso, los éxitos de la mecá-
nica fueron tan impresionantes que genera-
ron la convicción de que toda la evolución
temporal estaba determinada por el principio
de causalidad. De hecho, este principio esta-
ba considerado, sobre todo después de la
filosofía de Kant, como una idea innata del
hombre, igual que las de espacio y tiempo.
Conviene darse cuenta de que se trataba de
una estructura filosófica superpuesta. En rea-
lidad, lo que teníamos a nuestra disposición
era una mera teoría útil para describir mu-
chos procesos predecibles, por más que la
generalización filosófica concomitante favore-
ciera la extensión de dicha teoría a otros
campos de la física, como el de los fenóme-
nos electromagnéticos. Es decir, como quien
no quiere la cosa, pasamos de la mecánica
newtoniana a la física newtoniana. Fue un
gran éxito, y hoy, en nuestra vida cotidiana,
usamos un número enorme de procesos me-
cánicos y electromagnéticos, de los que nos
resultaría muy difícil prescindir.
Hecha esta pequeña sinopsis de la ciencia
llamada determinista, conviene que te des
cuenta de que su capacidad de predicción es
extraordinaria, pero de ningún modo ilimita-
da. Permite hacer cálculos enormemente pre-
cisos de los eclipses solarescon cientos de
años de antelación, predecir las mareas con
fiabilidad absoluta, y hasta poner hombres en
la Luna y luego devolverlos a la Tierra. Pero,
como te he dicho, también podemos encon-
trar resquicios de incertidumbre, incluso en
fenómenos muy sencillos. Un caso muy cono-
cido es el del péndulo colocado hacia arriba,
sobre la vertical del punto de suspensión. Si
se desplaza mínimanente a la derecha o a la
izquierda, cae y vuelve a su posición de equi-
librio estable. Si tomamos todas las precau-
ciones posibles para dejarlo exactamente
sobre la vertical en el punto más alto, cae
hacia un lado o hacia el otro, y la alternativa
tiene un 50% de probabilidad. Es decir,
haciendo muchos ensayos para dar con el
punto de equilibrio inestable, encontraremos
un número más o menos igual de caídas
hacia la derecha y hacia la izquierda. En la
física clásica hay muchas situaciones como
ésta, en las que no se puede establecer una
predicción fiable, dada la existencia de un
punto crítico en el que el error más leve pro-
duce efectos diferentes. En estos casos se ha
introducido el concepto de probabilidad para
poder hacer una predicción. La predicción
concreta se sustituye por la frecuencia repro-
ducible. Naturalmente, ello exige repetir mu-
chas veces el mismo experimento.
La física clásica ha aplicado ampliamente
la probabilidad, como ocurre en la mecánica
estadística. En los sistemas constituidos por
muchas partículas en movimiento, como los
gases, podemos conocer la probabilidad de
encontrar una partícula dentro de un interva-
lo dado de velocidades, pero no podemos
saber cuál es la velocidad de una partícula
individual en un momento determinado. Algo
parecido pasa con la predicción del tiempo.
Para un lugar en el que pueda llover o no, el
meteorólogo no puede ir más allá de una
probabilidad, es decir, de una cuantificación
de su propia expectativa. De hecho, el méto-
do científico resulta aplicable tanto a la pre-
dicción puramente determinista como a la
probabilista.
El problema de las probabilidades en el co-
nocimiento científico reside en la duda de si
la indeterminación es consecuencia de una
limitación práctica o se debe a la ignorancia
de determinadas leyes. Tanto en un sentido
como en otro se podrán hacer progresos.
Ahora bien, en algunos casos el problema es
intrínseco, es decir, nos hallamos ante un
indeterminismo radical. Así ocurre en la me-
cánica cuántica, y en algunas interpretaciones
—no todas— de la teoría de la relatividad. Es
posible que esta situación sea transitoria. De
no ser así, el propio indeterminismo que pre-
supone no pasaría de ser una simple convic-
ción filosófica, como lo es el propio determi-
nismo. El conocimiento científico busca cons-
tantemente aumentar nuestra capacidad de
predicción, y las limitaciones actuales tal vez
sean superadas en el futuro. Lo que está cla-
ro es que todo aquello que sea absolutamen-
te aleatorio caerá fuera del campo de la cien-
cia.
Hoy por hoy, la ciencia trata de hechos
predecibles y de hechos probables. Conviene
darse cuenta de que los propios hechos pue-
den ser a la vez de uno u otro tipo. Por
ejemplo, puede haber un 30% de probabi-
lidad de que mañana llueva en un determina-
do sitio, pero en ese mismo lugar está abso-
lutamente claro si ayer llovió o no. El «ahora»
es un punto clave para el conocimiento cientí-
fico, que con frecuencia separa dos conjuntos
asimétricos: el pasado, constituido por
hechos determinados, conocidos o no, y el
futuro, formado por hechos que pueden ser
predecibles o probables. Naturalmente, tam-
bién puede haber hechos totalmente nuevos.
En algunos casos, como en la paleontología,
aun tratándose del pasado, la mayor parte de
los conocimientos son probables y otros,
aunque sean más que eso, no podremos
comprobarlos nunca.
No quiero ocultarte que éste es mi punto
de vista sobre la ciencia determinista, y le-
yendo las actas del coloquio he podido com-
probar que es una postura adoptada por cien-
tíficos de gran valía, aunque no sé si por to-
dos. Hay que tener en cuenta que, cuando se
trabaja a escala atómica, aparece el principio
de incertidumbre establecido por Heisenberg
en 1927, que es fundamental para la mecáni-
ca cuántica. No podemos medir con precisión
dos variables asociadas a una partícula como
la posición y la cantidad de movimiento. Por
este motivo, parece que a los físicos cuánti-
cos les preocupan cuestiones profundas acer-
ca del limite del conocimiento científico. Sin
embargo, estas cuestiones carecen de impor-
tancia para una gran parte de la física, que
puede seguir avanzando sin tenerlas en cuen-
ta. Es parecido al problema creado por el
principio de indecidibilidad, formulado por
Gódel en 1931: hay afirmaciones matemáti-
cas que son verdaderas pero que nunca se
podrán demostrar. Sin embargo, hay otras
que podrán demostrarse. Naturalmente, el
principio de Gódel tampoco invalida nada de
lo que se había demostrado en el pasado.
Además, parece que las afirmaciones indeci-
dibles de Gódel sólo se pueden encontrar en
ciertas regiones extremas de la matemática.
Sea como fuere, hay que admitir que uno y
otro tipo de incertidumbre nos hacen pensar
en la existencia de límites del método expe-
rimental, y de la propia racionalidad.
Después de lo que acabo de explicarte, no
puedo resistir la tentación de añadir un deta-
lle pintoresco. En el librito sobre el coloquio
de Figueres hay una pequeña introducción del
propio Dalí —el marqués de Dalí y Púbol— en
el que, entre otras cosas, dice: «Después de
Heisenberg y su principio de indeterminación,
sabemos que hay átomos encantados, habida
cuenta de que el encanto es una propiedad
de determinados átomos». No sabemos si,
entendiendo o no acerca del tema, Dalí quería
tomarnos el pelo. Sin embargo, hay que re-
conocer que la idea del átomo encantado no
está nada mal, por aquello de que nunca po-
demos cogerlo. Cuando lo intentamos, siem-
pre resulta que ya no está donde creíamos.
Siempre se nos escabulle.
Con el mismo afecto de siempre,54. LA
ESCUELA DE QUÍMICA DE BARCELONA
DE COMIENZOS DEL
SIGLO XIX
Begues, 18 de Junio de 1998
Querida Nuria:
El último viaje a Montpellier ha sido breve
pero lleno de cosas interesantes. En principio,
sólo íbamos para asistir a la sesión pública de
tu Habilitation á Diriger des Recherches, pero
el acontecimiento tenía el encanto añadido de
producirse en la antigua sede de la Facultad
de Medicina. Recuerdo muy bien
cuándo estuve ahí por primera vez, el año
1957, con motivo de las IVes Journées Bio-
chimiques, en las que presenté dos comuni-
caciones sobre el transporte de glucosa a
través de la membrana celular de la levadura.
Me quedé muy impresionado, desde la entra-
da de la Facultad, presidida por las solemnes
esculturas de Barthez y Lapayronie, hasta la
clausura del congreso en el antiguo Paranin-
fo. La visita de ahora ha sido como un eco de
la primera. Si aquélla fue un hito al comienzo
de mi carrera, la de ahora quizá señale el
ocaso, cuarenta años después.
Como sabes perfectamente, estoy termi-
nando el último curso de mi vida académica.
Tal vez por ello, las circunstancias que te he
contado me hicieron sentir cierta nostalgia...
¡Adiós, Mr. Chips!
No hace falta que te repita que estuviste
muy bien, tanto en la exposición como en el
debate. El jurado me pareció muy competen-
te, aunque he de reconocer que en esa área
de conocimiento cada día que pasa entiendo
menos cosas. No hace falta decir que en otras
áreas me ocurre lo mismo: es la miseria del
hombre. En cambio, me quedé un poco de-
cepcionado del trato personal que mostraron
los miembros del jurado, tanto conmigo como
entre ellos. Tanto es así que poco después,
en la Universidad Henri Poincaré de Nancy,
no pude dejar de comentarlo con mi buen
amigo Louis Schwartzbrod en presencia de
otros profesores que conozco desde hace
tiempo. Me dijeron que hoy en día era muy
corriente, y que no había que darle ninguna
importancia. Que no todo el mundo es igual,
obviamente, pero que entre los profesores de
la generación del 68 es normal. No le dimos
más vueltas, pero me vino a la cabeza lo que
dijo Guillemin, premio Nobel de Medicina,
cuando fue nombrado honoris causa por
nuestra Universidad: lo peor y más sorpren-
dente es que ese tipo de talante no impida la
tranquila aceptación de un lamentable inmo-
vilismo por lo que se refiere a otros rasgos de
la Universidad francesa.
En otras cartas, de hace mucho tiempo, te
hablé de la Escolástica y de las Universidades
en el siglo XIII. Naturalmente, ahí aparecía la
Universidad de Montpellier, así como las dos
grandes figuras de la Cataluña de aquel tiem-
po que
estuvieron relacionadas con ella: Ramon
Llull y Arnau de Vilanova. Este último estudió
en la Facultad de Medicina de Montpellier, y
más tarde fue profesor en ella durante mucho
tiempo, influyendo de forma extraordinaria
sobre la medicina académica, en Francia y en
todo el Occidente cristiano. Llull y Vilanova no
sólo forman parte de nuestra historia, sino
que son universalmente estudiados. Por lo
que respecta a Arnau de Vilanova, entre los
historiadores recientes son muy conocidos los
estudios de García Ballester y de su discípulo
M. R. McVaugh de la Universidad de Carolina
del Norte. Este último tiene un magnífico ca-
pítulo, dedicado exclusivamente a Arnau, en
«La Ciéncia en la História deis Països Cata-
lans». En dicho capítulo se atestigua el gran
protagonismo de Arnau en el desarrollo de la
medicina académica en toda Europa durante
la baja Edad Media. Conviene que no olvides
que sus fuentes eran las versiones en árabe
de Hipócrates y Galeno, y los propios grandes
maestros árabes, Avicena y Razés. Arnau
también es importante en el tema de la al-
quimia medieval, y ahí su fuente es Gerber.
Llull y Arnau de Vilanova son dos grandes
figuras del Renacimiento cristiano del siglo
XIII. También quiero decirte que no puedo
olvidar sus nombres escritos en las grandes
placas de mármol del vestíbulo de la Facultad
de Medicina, ni en catalán, ni en latín, ni en
francés. ¡Verdaderamente lamentable!
Otras veces también te he hablado de pro-
fesores ilustres de Montpellier como Rondelet
y Belon y, entre otros más recientes, de
Barthez. De todos modos, y dada la circuns-
tancia de tu habilitación, hoy me gustaría
hablarte de Francesc Carbonell, y de la Es-
cuela de Química de Barcelona de comienzos
del siglo XIX. Vale la pena, y nunca te he
contado nada al respecto. Naturalmente, ello
se debe a que yo mismo sabía bien poco del
tema antes de ingresar en la Real Academia
de Ciencias y Artes de Barcelona. Es ahí don-
de he podido conocer mejor nuestros siglos
XVIII y XIX, especialmente obligado desde
que soy presidente, y desde que estoy impli-
cado en el monumental proyecto «La Ciéncia
en la História deis Paisos Catalans». Esto úl-
timo, por haber caído ingenuamente en la
trampa que me pusieron Joan Vernet y el
Presidente del Institut d'Estudis Catalans.
Pero, como dice el proverbio castellano: «a lo
dicho, hecho, y a lo hecho, pecho».
Francesc Carbonell i Bravo nació en Barce-
lona en 1768 y murió en la misma ciudad en
el verano de 1838. Por tanto, nos hallamos
ante un hombre del final de la Ilustración, y
de la época de la llamada «Guerra grande» o
«Guerra del francés». Al hablar de la Ilustra-
ción, ya te he señalado que durante el reina-
do de Carlos III se hicieron notables esfuer-
zos para impulsar la enseñanza de la química
moderna en España. Los ejemplos principales
son la contratación de Louis Proust, en 1778,
para dirigir la Cátedra de Química del Semi-
nario Patriótico de Vergara, la creaciónde la
Cátedra de Química de la Escuela de Artillería
de Segovia (1792), dirigida por el propio
Proust, y donde su discípulo Juan Manuel Mu-
nárriz tradujo el Traité de Lavoisier (1798),
ya con Carlos IV como rey de España. Pode-
mos añadir la cátedra en Madrid de Domingo
García Fernández (1787), discípulo de Chap-
tal en Montpellier, y la de Pedro Gutiérrez
Bueno (1788) y Chaveneau.
En 1767, la Real Academia de Ciencias
Naturales y Artes de Barcelona ya había
tomado algunas iniciativas en relación con la
enseñanza de la química, impartiendo deter-
minados cursos. En 1788, el conde de Flori-
dablanca, que era miembro de la Academia,
solicitó un informe a la Junta de Comercio de
Barcelona para instaurar una escuela de física
y otra de química. Enterada la Academia, se
apresuró a notificar que ambas disciplinas ya
se impartían en la propia institución, lo que
originó una cierta competencia entre la Junta
y la Academia para tutelar ese tipo de ense-
ñanzas. Por dificultades financieras, el pro-
yecto se postpuso, y en 1793 se volvió a to-
mar en consideración, teniendo en cuenta la
importancia de la química aplicada en el con-
texto de las manufacturas, la
industria y el comercio de Cataluña. La
Junta de Comercio se inclinaba por contratar
un profesor extranjero, como se había hecho
en la Corte con Proust y Chaveneau. Por co-
ntra, Domingo García Fernández, una de las
figuras clave de la Junta General de Comercio
y Moneda, abogaba por promocionar expertos
del propio país. En este contexto, se planteó
la candidatura de Francesc Carbonell como
director de la nueva institución docente. Con-
viene que sepas que Carbonell ya tenía una
merecida reputación, especialmente como
médico y hombre ilustrado, pero también
como químico. Era un genuino representante
de la figura del médico-químico propugnada
por Chaptal. Durante la estancia de Carbonell
en Montpellier de los años 1798 y 1799, su
interés por la química aplicada se hizo aún
mayor gracias a Chaptal. También contribuyó
a ello el par de años que Carbonell trabajó en
Madrid con Proust y Hergen.
Carbonell era doctor en Medicina por la
Universidad de Huesca (1795), pero se docto-
ró de nuevo en Montpellier en 1798. Defendió
su tesis en latín, pero la memoria fue rápi-
damente traducida al francés y al castellano a
causa de su gran interés. La estancia de Car-
bonell en Montpellier contribuyó a hacerlo
famoso en
toda Europa. Su célebre «Elementos de
farmacia fundados en la química moderna»,
editado en 1801, es la traducción de la obra
escrita en latín y publicada igualmente en
Montpellier en 1796. Francesc Carbonell con-
siguió el nombramiento oficial como director
de la Escuela de Química de Barcelona, y a
partir de ese momento se preocupó de mon-
tar su laboratorio en la Academia de Ciencias,
a imagen del que Proust tenía en Madrid.
El 30 de abril de 1805 apareció en el Diario
de Barcelona un anuncio de la inminente
apertura de la Escuela de Química en los lo-
cales de la Academia de Ciencias Naturales y
Artes de Barcelona, en un intento de captar
alumnos. Todas las mañanas había clases
teóricas, y los sábados se hacían prácticas. La
mañana del 16 de mayo, Carbonell hizo el
discurso inaugural ante las autoridades mili-
tares y civiles en la Llotja. Además de las
entonces obligadas florituras retóricas, en su
discurso Carbonell dejó bien sentadas las ba-
ses de su proyecto: las artes químicas que se
podían cultivar en Cataluña o en cualquier
otra región, comparadas con las que se podí-
an cultivar en Cataluña con algún tipo de
ventaja y con más esperanzas de éxito que
en otro sitio. En esta segunda parte usaba
criterios basados en la tradición artesana, la
posibilidad de obtener materias primas, las
conexiones comerciales, la demanda, la natu-
raleza del suelo, la relación con otras indus-
trias, etc. Un siglo más tarde, Puig y Cada-
falch propugnaría más o menos lo mismo.
Los primeros resultados de las lecciones
impartidas por Carbonell se mostraron en los
singulares «Ejercicios públicos de química»,
celebrados por primera vez en 1807. Los
alumnos distinguidos, entre los que encon-
tramos apellidos que llegarían a ser célebres
—como el de Agustín Yáñez, que habría de
ser el primer Rector de la Universidad de Bar-
celona tras su restauración definitiva— mos-
traban al público algunos experimentos de
laboratorio, a la vez que comentaban el fun-
damento teórico de cada práctica. Se trataba
de pruebas públicas, en las que todo el mun-
do podía preguntar lo que le pareciera opor-
tuno a los que se examinaban. Las respues-
tas eran evaluadas por un jurado calificador.
Todos los exámenes fueron preparados por
Carbonell, y se imprimieron para su divulga-
ción posterior. Gracias a ello se puede cons-
tatar que las preguntas teóricas hacían refe-
rencia a las grandes aportaciones de Chaptal,
Bertholet, Guyton de Mordeau, y sobre todo a
las grandes contribuciones analíticas y la cla-
sificación de sustancias de Fourcroy. En los
ejemplos prácticos escogidos, muy concretos,
siempre se procuraba hacer hincapié en su
proyección aplicada.
El 8 de junio de 1805, en los locales de la
Academia y siendo día de prácticas, se produ-
jo una explosión de hidrógeno en un experi-
mento de síntesis de agua. La descripción
hecha por Yáñez, que estaba presente y re-
sultó herido, es realmentepatética: «Carbo-
nell quedó desfigurado, perdió un ojo y su
vida corrió gran riesgo.» Un ayudante tam-
bién perdió un ojo y, malherido, murió unos
días más tarde. Como es natural, la noticia
causó un gran alboroto en la ciudad, origi-
nando reacciones diversas, algunas muy ai-
radas y casi todas negativas. No obstante,
una vez recuperado, Carbonell continuaría
hasta 1808 con el mismo empuje. Ese año las
clases se suspendieron a causa de la «Guerra
grande». Se volverían a impartir de 1815 a
1820. Durante la guerra, Carbonell estuvo en
Mallorca, donde hizo una importante labor
docente, y de ayuda desde la retaguardia.
Los cursos en la Escuela de Química de
Barcelona constituyen el núcleo fundamental
de la obra de Carbonell. Desde el punto de
vista de la docencia, de los cursos surgió un
elenco de discípulos memorables. Las aporta-
ciones en investigación se recogen en las
«Memorias de Agricultura y Artes», que pu-
blicó la Junta de Comercio y tuvieron gran
difusión en toda España.
Sin quitar a la Junta de Comercio el mérito
que le corresponde en el desarrollo de la Es-
cuela de Química, es de justicia constatar su
simbiosis con la Real Academia de Ciencias
Naturales y Artes de Barcelona. La Academia
actuó como precursora y luego participó ma-
terialmente en los cursos; además, fue tanto
la cantera como la consagración de los profe-
sores más destacados. El alma de todo ello
fue Carbonell, académico numerario desde
1798. Como académico, tuvo una colabora-
ción activa y continuada, que se prolongó
hasta octubre de 1837, pocos días antes de
su muerte. Treinta y nueve años después de
su nombramiento, aún presidió la sesión pú-
blica de apertura de las nuevas cátedras de la
Academia, rodeado de muchos colegas de la
Sección de Ciencias que habían sido discípu-
los suyos, como Yáñez, Roura, Arbós, Agell y
su propio hijo, Francesc Carbonell i Font. Re-
cuerda que, en el plano internacional, el dis-
cípulo más famoso de Carbonell fue Orfila. La
« Guerra grande» le pilló en Francia, de don-
de ya no se movería, totalmente integrado en
la ciencia francesa.
El advenimiento del régimen liberal en
1920, pese a las optimistas expectativas que
despertó de entrada, fue el inicio de la deca-
dencia de la carrera de Carbonell. Para empe-
zar, la Junta cerró la Escuela de Química, en
espera de la reforma del nuevo gobierno, y
Carbonell se trasladó a Madrid para tratar de
influir en los proyectos científicos de la Corte.
En ese periodo, el director de la Escuela pidió
ser sustituido por su hijo y por el ayudante
Joaquim Piñol, pero las confusiones políticas y
la fiebre amarilla mantuvieron cerrada la Es-
cuela de Química en 1820 y 1821. Durante la
efímera restauración de la Universidad de
Barcelona, Carbonell fue nombrado formal-
mente catedrático de química de la «Segunda
y Tercera Enseñanza de la Universidad Res-
taurada» e intentó infructuosamente reabrir
la Escuela de
Química. Poco después sufrió una hemiple-
jía, de la que se recuperó aunque quedó
menguado en el habla. Pese a todo, en enero
de 1822 aún haría un último intento de reini-
ciar el curso de la Escuela de Química, sólo
con 14 alumnos. Finalmente Carbonell perde-
ría su cátedra y sería sustituido interinamente
por Josep Roura i Estrada. Éste se consolidó
pronto en el cargo, dando paso a una nueva y
brillantísima época que culminó con la aper-
tura de la Escuela Industrial de Barcelona.
Hay que decir que la Junta de Comercio asig-
nó a Carbonell una pensión digna.
Hay que situar a Francesc Carbonell i Bra-
vo en el gran resurgimiento de nuestro país
durante la Ilustración y a comienzos del siglo
XIX. Como ha escrito el gran historiador de la
ciencia J. M. López Piñero, ello fue «antes de
que se produjera la catástrofe para la ciencia
española que sucedió a los ilustrados y a sus
discípulos inmediatos». Pese a dicho colapso,
hay que reconocer que los hombres formados
en la Escuela de Química de Barcelona fueron
realmente importantes en el proceso de in-
dustrialización y en la renovación de la ense-
ñanza técnica durante la segunda mitad del
siglo XIX. El colapso es tremendo, si nos fi-
jamos en la Europa posterior a Cavendish y
Lavoisier, la de Berzelius, Dalton, Gay Lussac
y Dumas, que también es la de Gauss, La-
grange, Laplace, Cuvier, Humboldt, etc. Sin
embargo, la Academia de Ciencias y Artes y
la Junta de Comercio propiciaron una ense-
ñanza de la química permeable a las innova-
ciones de la nueva química francesa, de
acuerdo con la corriente renovadora y pro-
gresista de aquella época y contrapesando el
estancamiento y la debilidad universitaria
coetánea en nuestro país.
Disculpa la extensión de esta carta, quizá
excesiva. Es a causa del respeto y la admira-
ción que me merecen figuras como Carbonell
y el propio Yáñez, a quien he tenido el honor
de suceder, dos siglos más tarde.
Afectuosamente.55. LAS DOS CULTURAS
Begues, lo de agosto de 1998
Querida Nuria:
La medalla del III Congreso Internacional
de Bioquímica celebrado en Bruselas en
1955, al que tuve la fortuna de asistir, lleva-
ba acuñado el busto de Vesalio. Quizá por eso
en 1964, aniversario número cuatrocientos de
su muerte, encontrándome en Ginebra por
causas relacionadas con los microbios, com-
pré un ejemplar de la extraordinaria edición
facsímil de las láminas de «De Humani Corpo-
ris Fabrica», que la Typographie Génévoise
había hecho para la ocasión. Me enteré de su
existencia por la prensa, leyendo el Journal
de Genéve mientras desayunaba. Poco des-
pués sucedí al Profesor Santiago Alcobé en el
curso de Historia de las Ciencias Naturales,
que Odón de Buén había empezado a impartir
en 1899, y que luego estuvo a cargo de Te-
lesforo Aranzadi, y más tarde de Alcobé, has-
ta llegar a cumplir conmigo el centenario. Ello
me llevó a intensificar mis contactos con los
hombres de letras, sobre todo con mi amigo
Joan Vernet i con el malogrado Josep Alsina,
que me ayudaron a madurar mis criterios en
una temática en la que me había iniciado fue-
ra de las matrices disciplinarias tradicionales.
Desde entonces, la historia y la filosofía de la
ciencia me han interesado profundamente,
más que antes, aunque nunca he dejado de
considerarme más que un simple aficionado.
Fue en aquella época cuando me di cuenta de
que, pese a la influencia que la geología y el
darwinismo habían tenido en el desarrollo del
pensamiento occidental, hasta la primera
mitad del siglo XX –o tal vez más tarde– la
filosofía de la ciencia era básicamente filoso-
fía de la física, incluso cuando se aplicaba a
temas relacionados con la materia viva. Sin
embargo, posteriormente surgió con fuerza
una auténtica filosofía de la biología y de las
ciencias naturales. Las conjeturas de estas
últimas no siempre coincidían con las que
venían del campo de la física, pero en mu-
chos puntos convergían o eran complementa-
rias. Creo que en mi discurso inaugural del
curso académico 1997-98 en la Universidad
de Barcelona podrás encontrar, más desarro-
llado, lo que te estoy diciendo. Las nuevas
corrientes de pensamiento han influido en
nuestro mundo intelectual, y han causado
impacto general en la sociedad. Con frecuen-
cia subyacen en el modo de pensar del hom-
bre de la calle, pese a que no representan ni
mucho menos una lectura inequívoca del
avance científico. La llamada epistemología
evolutiva es uno de los aspectos de dicha
filosofía de la biología que ha despertado más
interés, y ha sido objeto de muchas reflexio-
nes entre los biólogos de mi generación.

Lo que acabo de indicarte me lleva a tratar


un tema importante en relación con el lugar
de la ciencia en el contexto cultural durante
el último siglo. Como muchos otros, a finales
de los años sesenta leí el libro de Snow sobre
las dos culturas. Snow escribía:
«En todos los países occidentales, perso-
nas de una misma raza y con una historia
común se pueden dividir en dos grupos inte-
lectualmente diferentes, pese a ser compara-
bles entre ellos en cuanto a inteligencia, clase
social y estructura familiar. Tan pronto como
empiezan a hablar, se pone de manifiesto su
incapacidad para lograr un grado de comuni-
cación satisfactorio, como ocurriría si un
miembro cualquiera de uno de los dos grupos
se pusiera a comentar sus impresiones per-
sonales con un tibetano.»
En aquel tiempo, yo ya llevaba unos años
como profesor de ciencias en la Universidad,
y estaba familiarizado con la distinción entre
gente de ciencias y gente de letras. Por otra
parte, no hacía ni siquiera un siglo desde que
nuestras Facultades de Ciencias se habían
separado de las de Filosofía y Letras. En es-
pecial, me preocupaba el hecho de que la
gente de letras no estuviera suficientemente
capacitada ni motivada para hacerse una idea
de muchos progresos del conocimiento cientí-
fico, ni de la importancia creciente de sus
aplicaciones, que podían producir a corto pla-
zo una transformación radical de nuestro
mundo. ¡Es justo lo que ha ocurrido! Hay que
decir, sin embargo, que la lectura de Russell,
Eddington, Gamow, Jeans y otros que tenía-
mos muy a mano, así como la influencia de
algunos miembros del propio claustro particu-
larmente consistentes, tanto de letras como
de ciencias, me habían llevado al convenci-
miento de que no había más que una sola
cultura, propia de nuestro tiempo, de la que
la ciencia formaba parte. Más que dos cultu-
ras, me parecía que había que pensar en dos
tipos de incultura, la del hombre de ciencias y
la del hombre de letras. Aunque esto me si-
gue pareciendo evidente, en los últimos
tiempos me he dado cuenta de que hay algo
más.
Tras la publicación del libro de Snow, las
cosas se complicaron un poco. En todo Occi-
dente surgió un movimiento social contracul-
tural que incluía una visión corrosiva del co-
nocimiento científico y del progreso de la
Ciencia. Tal vez atenuado, aún colea. Dicho
movimiento se puede asociar a Mayo del 68 y
al periodo llamado de la guerra fría entre los
dos bloques. Como consecuencia, determina-
dos grupos de filósofos y sociólogos de la
ciencia han manifestado un escepticismo ra-
dical acerca de la racionalidad misma de la
ciencia. El llamado programe fort, salido de la
Universidad de Edimburgo a finales de la dé-
cada de los setenta, nos quiso convencer de
que el éxito o el fracaso de las teorías cientí-
ficas se debe a los intereses de cada momen-
to, y a los poderes políticos y sociales. Se
dice que esta visión corrosivadel pensamiento
científico ha marcado el llamado pensamiento
moderno y que aún subsiste en mucha gente
postmoderna, sobre todo en el ámbito de la
cultura literaria y de las bellas artes, así como
de muchas corrientes de opinión puestas en
boga por los medios de comunicación de ma-
sas. En nuestro país, la contracultura ha es-
tado más o menos presente durante la última
parte del siglo XX.
Siguiendo al gran astrofísico contemporá-
neo Steven Weinberg, hoy se puede distinguir
entre una ciencia «dura» y una ciencia «blan-
da». No pienses que se trate de la mayor o
menor dificultad para asimilar su contenido.
La ciencia «dura» es la que realmente no
cambia, y tiene carácter acumulativo: lo anti-
guo se recoloca en los nuevos progresos, y
sigue funcionando. Por ejemplo, ahora no
creemos en el éter de Maxwell, pero sus
ecuaciones siguen siendo buenas; lo que ha
cambiado es nuestra idea acerca de las con-
diciones en las que pueden seguir aplicándo-
se con éxito, y constituir una buena aproxi-
mación. La ciencia «dura» es la base principal
del progreso tecnológico. En este tipo de sa-
ber, es como si la naturaleza actuara sobre
nosotros como una máquina para aprender
progresivamente.
La parte «blanda» de la ciencia está cons-
tituida por la visión que nos hacemos de la
realidad para explicamos a nosotros mismos
porqué las cosas funcionan de un modo de-
terminado. Va desde las pseudociencias más
arbitrarias hasta las teorías provisionales y
las conjeturas más o menos probables. Sirve
poco para la técnica, pero suele ser la ciencia
que fascina a la mayoría de las personas, la
que se difunde más fácilmente y da paso a
conclusiones tan radicales como pueriles,
naturalmente mudables, hoy unas y mañana
otras.
A veces la ciencia «dura» puede ser aplau-
dida con entusiasmo sin entender nada. Co-
mas i Solá escribía en La Vanguardia el año
1923:
«Nada tan curioso como observar la avidez
con que no poca cantidad de público se ha
precipitado para oir y ver a Einstein, sin en-
tender nada, ni estar mínimamente prepara-
do ni previamente motivado por unas teorías
matemáticas muy complicadas, como si se
tratara de una romanza que un nuevo tenor
va cantando en una mundial tournée.»
Hay que decir que Comas i Solá no acep-
taba la teoría de la relatividad o no h enten-
día bien. Pero lo que dice es cierto: ha ocurri-
do muchas veces a lo largo de siglo XX, y
sigue ocurriendo.
El científico —quiero decir el científico de
verdad, y de peso— cree que se aproxima
progresivamente a una realidad exterior,
porque la ciencia «dura» es inamovible y su
alcance es cada vez mayor, constriñendo
continuamente otras posibles formulaciones
de cómo ha de ser el mundo exterior para
que funciones
como funciona. El conocimiento científico
está en una posición intermedia entre el co-
nocimiento aprendido por pura experiencia y
el teorema matemático. Desgraciadamente,
hoy por hoy la solidez de una no es compara-
ble a la del otro, y probablemente no lo será
nunca.
En relación con el tema de las dos cultu-
ras, quisiera terminar diciéndote que estoy
convencido de que el sentido mismo de la
verdad y la realidad no es igual para la cien-
cia que para las humanidades. Las difíciles
discusiones de los filósofos sobre estos dos
términos, verdad y realidad, pueden ser muy
estimulantes, pero no tienen una formulación
clara para la ciencia, y es posible que se re-
fieran a algo que ésta difícilmente podrá re-
solver. Nos guste o no, hasta ahora los cono-
cimientos científicos y humanísticos han ido
siempre emparejados con actitudes y tradi-
ciones intelectuales diferentes, acuñadas en
dos matrices disciplinarias independientes.
Ello no quita que hayan podido interaccionar
en cada uno de nosotros, tanto científicos
como humanistas, y probablemente seguirán
haciéndolo durante mucho tiempo. Quizá la
propia carta que acabo de escribirte es un
buen ejemplo de ello.
Afectuosamente.
56. LA TEORÍA DEL PARADIGMA
Begues, 18 de agosto de 1998
Querida Nuria:
Tienes toda la razón al preguntarme si en
el tema de las dos culturas que traté en la
carta anterior no hay que considerar la teoría
del paradigma de T. S. Kuhn, de la que tanto
se ha hablado, y que se sigue citando con
frecuencia. De hecho, cuando ahora encon-
tramos la palabra «paradigma» tenemos que
preguntarnos si se utiliza con la acepción tra-
dicional de ejemplo modelo o en el sentido
que introdujo Kuhn. Hablemos de ello.
Para empezar, hay que tener claro que
una teoría científica nunca puede ser demos-
trada al mismo nivel que un teorema mate-
mático. Una teoría científica es simplemente
una conjetura altamente probable, basada en
las pruebas que se han podido obtener al
respecto. Incluso las teorías más ampliamen-
te aceptadas tienensiempre un pequeño com-
ponente de duda. A veces la duda disminuye,
pero nunca desaparece del todo. Otras veces
se pone de manifiesto que la teoría era inco-
rrecta. Esta debilidad de la demostración
científica ha originado las llamadas revolucio-
nes científicas, en las que una teoría hasta
entonces considerada correcta es sustituida
por otra, que puede consistir en un mero per-
feccionamiento de la anterior o ser totalmen-
te opuesta a ella.
En «La estructura de las revoluciones cien-
tíficas», Thomas Kuhn describe las historia de
la ciencia como un proceso cíclico. Dentro de
dicho proceso hay periodos de ciencia nor-
mal, caracterizados por un amplio consenso
sobre cuáles son los fenómenos importantes
y cómo se explican, sobre qué clase de pro-
blemas vale la pena abordar y sobre qué tipo
de solución es asequible y aceptable. Es el
concepto de paradigma introducido por el
autor. Los periodos de ciencia normal termi-
nan con una crisis, ya sea debida a nuevos
experimentos, contradictorios con el para-
digma establecido, o a contradicciones inter-
nas generadas a partir de las propias teorías
admitidas. Tras un periodo de sobresalto,
forcejeo y confusión, empiezan a surgir ideas
extrañas que uno tiende a rechazar espontá-
neamente, pero que finalmente se imponen
desencadenando una revolución: los científi-
cos adoptan otra forma de ver las cosas. Se
establece un nuevo paradigma y viene un
nuevo periodo de ciencia normal.
La teoría de Kuhn es sugestiva, pero desde
su formulación en 1960 ha sido objeto de una
intensa polémica. Es posible que resulte ad-
misible si se usa para comparar, como hace
el propio Kuhn, la física aristotélica con la
física newtoniana. Ahora bien, en vez de ver
la física aristotélica como una mala física, uno
también puede verla como una buena filoso-
fía griega. De hecho, desde el punto de vista
de la ciencia, se la puede considerar más bien
un fenómeno intelectual protocientífico. En la
física aristotélica se lleva hasta el extremo la
construcción lógica de una teoría o epistema
a partir de unos postulados. En esas condi-
ciones, uno puede ser víctima de un postula-
do erróneo. Incluso en biología, a la que hace
una aportación extraordinaria para la ciencia
posterior, muchas veces Aristóteles es vícti-
ma de sus propios postulados. Si acepta la
infinitud del tiempo, tanto en el pasado como
en el futuro, cómo quieres que pueda dar un
sentido histórico a la Scala naturae, que va
desde los seres más sencillos a los más com-
plejos? Si el tiempo es infinito, el concepto de
evolución es absurdo.
Me parece que el geocentrismo y el helio-
centrismo son un ejemplo más ajustado a la
teoría de Kuhn que la física aristotélica y la
física newtoniana. Tal vez también el gale-
nismo de la medicina escolástica y humanísti-
ca frente a la medicina moderna.
En uno y otro caso, desde la perspectiva
de un científico moderno sería muy difícil
aceptar una visión de las cosas basada en la
teoría pasada de moda.
Si nos fijamos en cambios como el paso de
la física newtoniana de los siglos XVIII y XIX
a la relatividad de Einstein del XX, o el paso
de la electrodinámica maxwelliana a la física
cuántica, las cosas son bastante diferentes.
Ambos representan una evolución, más que
una revolución en el sentido de Kuhn. En la
carta anterior ya he citado la distinción de
Steven Weinberg entre la parte «dura» y la
parte «blanda» de la ciencia. La primera no
cambia y siempre es acumulativa. Las ecua-
ciones de Maxwell siguen siendo buenas en
determinadas condiciones. Lo mismo puede
decirse de la mecánica newtoniana tal como
la dejaron formulada Laplace y Lagrange. La
parte «blanda» sería la visión que nos for-
mamos de la realidad para explicarnos a no-
sotros mismos porqué funcionan unas deter-
minadas ecuaciones, que de hecho funcionan.
En este sentido, quizá deberíamos incluir el
geocentrismo y el heliocentrismo, e incluso
los métodos y las recetas de la medicina ga-
lénica (o al menos algunos de ellos).
El núcleo duro del conocimiento científico
es tan sólido y estable que resulta difícil evi-
tar la impresión de que se trata de una res-
puesta inevitable a los continuos experimen-
tos que la naturaleza hace con nuestra inteli-
gencia. No sabemos cuáles serán las nuevas
preguntas, pero sí que para resolverlas
habremos de tener muy clara y muy presente
la totalidad de ciencia dura que hemos llega-
do a acumular. Eso sí, manteniéndonos lo
suficientemente ágiles como para evitar los
prejuicios propios de la época, de modo que
podamos cambiar nuestra visión de las cosas
y de este modo incrementar la ciencia dura y
estable.
Lamentablemente, la ciencia blanda es la
que fascina a la mayoría de los humanos, y la
que se difunde más fácilmente. Este tipo de
ciencia puede hacer llegar a pensar, como
han creído algunos seguidores de Kuhn, que
las teorías científicas son construcciones so-
ciales, no demasiado diferentes de la demo-
cracia, los derechos humanos o el fútbol. Por
otra parte, los propios innovadores están in-
mersos en una visión de las cosas más propia
de la etapa anterior que de la que vendrá tras
ellos. Newton es más inteligible para un
hombre de su época que para un hombre
actual. Los propios Principia tienen muchos
aspectos, como el estilo de su geometría, que
son claramente prenewtonianos. Fueron sus
sucesores los que elaboraron la mecánica
newtoniana tal como la entendemos nosotros,
igual que Heaviside dio a la teoría de Maxwell
su forma moderna. La naturaleza impone la
nueva teoría científica, pero lo hace a través
de personas imbuidas de la visión precedente
del mundo, y forzosamente condicionados por
la cultura política y social de su tiempo. En
cualquier caso, pasar de un paradigma a otro
nunca es como cambiar de religión.
La idea de Kuhn invita a pensar en el cam-
bio generacional. Las personas de diferente
generación, los viejos y los jóvenes, los
maestros y los discípulos habitualmente tie-
nen dificultad para conciliar sus respectivos
enfoques sobre mucha; cosas de la vida. Ello
también ocurre entre los científicos. Recuerdo
el espectáculo de Warburg, uno de los máxi-
mos expertos en fotosíntesis de su época,
negándose a creer en los trabajos de Calvin.
O la incredulidad de muchos físicos de repu-
tación que no aceptaron la teoría de la relati-
vidad. O, más recientemente, los astrofísicos
que aún hoy rechazan la teoría del big bang.
La dificultad también se produce a h inversa.
Por ejemplo, un gran astrofísico contemporá-
neo como Chandrasekhan necesitó algunos
años para transcribir los Principia de Newton
a una forma que fuera finalmente asequible a
los físicos actuales.
Efectivamente, en el curso del conocimien-
to científico hay periodos que podemos llamar
de ciencia normal y periodos revolucionarios,
pero sin los primeros no serían posibles los
segundos. Unos y otros son interdependien-
tes, y determinan una evolución progresiva e
irreversible. El paradigma de Kuhn es un fe-
nómeno cultural: no es más difícil para un
físico de hoy entender la teoría de Maxwell
que para un historiador las guerras carlistas.
Estoy de acuerdo con Steven Weinberg cuan-
do considera que la teoría de Kuhn sólo es
aplicable si se compara la visión de las cosas
de una etapa precientífica con la de la ciencia
moderna. En la primera puede haber elemen-
tos útiles para hacer ciencia dura, pero sin
posibilidad de continuidad conceptual: de ahí
que la revolución sea imprescindible.
¡Ya está bien de paradigma! Ya sabes que
tu hermano Ramón siempre me dice que no
use tanto esta palabra.
Afectuosamente,
57. LA EPISTEMOLOGÍA EVOLUTIVA
Begues, 12 de septiembre de 1998 Queri-
da Nuria:
Recuerdo que en una carta anterior,
hablando de las dos culturas, señalé que la
epistemología evolutiva era una característica
del pensamiento biológico en la segunda par-
te del siglo XX. De ahí que me haya decidido
a reflexionar un poco al respecto. Supongo
que no has leído nada de K. R. Popper, ni de
E. O. Wilson, ni de D. L. Wilson (que por cier-
to no son hermanos ni primos), ni de E J.
Ayala.
Hablando en serio, estos señores son figu-
ras representativas de la corriente de pensa-
miento mencionada, de la que trataré de
hacer una breve sinopsis. En otras ocasiones
he escrito sobre epistemología evolutiva, pero
no soy ningún experto en el tema. En reali-
dad, he de decirte que mi fuente principal de
información sobre el tema no es internet, sino
nuestro amigo Antoni Prevosti, que ha leído a
los autores citados y además tiene relación
personal con Ayala desde hace tiempo. Sin
duda ha discutido con él, y más de una vez,
acerca del tema.
Tras cien años de darwinismo, ya sabes
que los seres vivos se nos muestran como
sistemas formados por agrupaciones de mo-
léculas complejas, entre las que podemos
destacar un componente: el genoma. Éste
contiene información codificada sobre la con-
figuración propia de cada sistema vivo, y so-
bre el mundo en que cada uno de ellos se
encuentra inmerso. La emergencia del geno-
ma es un acontecimiento capital en la evolu-
ción del cosmos, un salto hacia la compleji-
dad más allá de las posibilidades de la evolu-
ción físico-química que determinó el paso de
la materia no viva a la viva. El ADN de los
genomas se perpetúa por la reproducción,
pero las mutaciones aleatorias que se produ-
cen en el ADN de cada individuo pueden –
ciertamente, con baja probabilidad– aumen-
tar sus posibilidades de reproducirse, y por
tanto de consolidarse en la población. Ello
determina una dinámica de acumulación pro-
gresiva de nueva información. A medida que
el proceso se desarrolla se hace intrínseca-
mente irreversible.
Visto así, el proceso que acabo de relatarte
es una especie de aprendizaje o adquisición
de conocimiento. Es como resolver un pro-
blema por tanteo, usando un proceso de eli-
minación que permite llegar a una solución
cada vez mejor.
En el conocimiento humano hay conscien-
cia e intención, y además, representaciones
mentales de lo que suponemos que es la lla-
mada realidad. En el contexto de la epistemo-
logía evolutiva se plantea el problema de si
dichas representaciones son simples repre-
sentaciones imaginarias adaptativas o algo
más. Es verosímil que puedan ser modelos
simplificados originados por un procesamien-
to adaptativo de la percepción sensible, que
recoja los elementos necesarios para que la
percepción sea eficaz. Es evidente que el
hombre, además, puede elaborar, por desa-
rrollo lógico, patrones más complejos que
tengan poco valor adaptativo para el indivi-
duo, pero que puede contrastar con el mundo
exterior.
En el sentido amplio que le da la epistemo-
logía evolutiva, en los seres vivos se pueden
distinguir tres tipos de conocimiento, que
determinan respectivamente el comporta-
miento instintivo, el aprendizaje por asocia-
ción y la inteligencia. El primero está contro-
lado por los genes, al menos en gran parte.
Por tanto, tiene muy poca eficacia frente a
situaciones que la especie no ha experimen-
tadopreviamente. Con la aparición del siste-
ma nervioso no sólo se desarrolla el compor-
tamiento instintivo de los animales, sino tam-
bién el aprendizaje por asociación, cuya ca-
pacidad va aumentando hasta llegar a los
mamíferos y al hombre. Dado que no está
controlado por los genes, no pasa a la des-
cendencia, y está determinado principalmente
por el ambiente. Sirve para aumentar la efi-
cacia del individuo a la hora de solucionar
problemas inéditos en su historia evolutiva.
La evolución del sistema nervioso conduce
al cerebro humano, que determina un cambio
cualitativo extraordinario porque permite un
nuevo sistema de acumulación y transmisión
de información que es el lenguaje, formado
por símbolos fonéticos y gráficos. La capaci-
dad de transmitir el conocimiento adquirido
por una via no genética sólo la presenta ple-
namente la especie humana. Mediante el len-
guaje pasa los conocimientos adquiridos a los
otros individuos de la especie, no sólo de su
generación sino también de las posteriores.
Con el cerebro humano se abre un nuevo
nivel de la evolución: la evolución cultural.
Por ejemplo, el paso del hacha de piedra al
kalashnikov.
En la ciencia actual se pone de manifiesto
una gran capacidad de formalización del co-
nocimiento, que extrema la diferencia entre
el nivel puramente biológico y el nivel cultu-
ral. En cierto modo, dicha formalización tuvo
lugar de un modo comparable a la acumula-
ción de información en el genoma. En ambos
casos, el juego inventa libre y continuamente
cosas que se ven como posibles, para poder-
las confrontar con el mundo exterior. Sin em-
bargo, cada uno tiene una base totalmente
diferente. Además, es innegable que el desa-
rrollo racional ha permitido llegar a formula-
ciones abstractas muy complejas, de alcance
superior a lo que es directamente útil. Hay
que tener en cuenta que este tipo de conoci-
miento se obtiene por un proceso lógico y no
histórico. Por tanto, en la adquisición del co-
nocimiento, la selección natural que implica la
epistemología evolutiva ha dejado de tener
sentido. También hay que tener en cuenta
que para la epistemología evolutiva no exis-
ten los teoremas matemáticos ni el nivel so-
brenatural de nuestro pensamiento. Esas co-
sas no cambian porque son eternas.
Uno llega a creer que una misma pregunta
puede provocar una respuesta sabida, y por
tanto inofensiva. Pero siempre hay una pe-
queña probabilidad de una nueva respuesta
devastadora. Más aún, también hay una pe-
queña probabilidad de una nueva pregunta.
Entonces, con un poco de suerte, aumenta
extraordinariamente la posibilidad de una
respuesta devastadora. ¿Hay alguien que
juega con nosotros para ver qué hacemos?
¿Hasta cuándo seguirá jugando?
Afectuosamente,
58. EL TEOREMA DE FERMAT
Begues, 23 de marzo de 1999
Querida Nuria:
nadie había logrado demostrar. Fermat de-
jó escrito que tenía una maravillosa demos-
tración al respecto, y que no la especificaba
porque no cabía en el margen de la hoja de la
Aritmética de Diofanto, en la que escribía sus
notas. Cabe pensar que quería indicar que la
verdad matemática no necesita abogados. Es
irrefutable y antes o después se hará eviden-
te, una y mil veces. Daos prisa, si queréis.
Te escribo esta carta movido exclusiva-
mente por las ganas que tenía de hablarte del
llamado último teorema de Fermat. Creo que
se trata de un hito importante en la historia
de las matemáticas.
Mira de nuevo, te lo ruego, la ecuación pi-
tagórica z2 = x2 + y2. El teorema de Pitágoras
es fácil de demostrar, como sabes, y la de-
mostración se puede hacer de varias mane-
ras. El teorema es irrefutable, y durante los
últimos 2500 años ha guiado a los matemáti-
cos para llegar a muchos otros teoremas,
igualmente irrefutables. Sin embargo, has de
tener en cuenta que para números enteros el
teorema de Pitágoras, sólo se cumple con las
llamadas temas pitagóricas –como 3,
4 y 5– que son infinitas.
En el siglo XVII, el matemático Pierre de
Fermat hizo la sorprendente afirmación de
que la ecuación pitagórica no tiene solución
para exponentes enteros superiores a 2, o
más concretamente que, con números ente-
ros, la ecuación zn = x" + yn para valores de
n superiores a 2 no tiene ninguna solución.
Como a otros muchos matemáticos de los
siglos XVII y XVIII, a Fermat le gustaba
guardarse para él las demostraciones de nue-
vos teoremas. Por otra parte, en sus comuni-
caciones con otros matemáticos, parece que
sentía un extraño placer en hacerles enfadar.
Descartes decía que era un fanfarrón, y John
Wallis se refería a él como «ese maldito fran-
cés». Parece que a Fermat nunca le interesó
lo más mínimo el éxito y el reconocimiento
público. En cualquier caso, desde su época
hasta hoy, todo el mundo está de acuerdo en
que fue un gran matemático. Fermat fue juez
en Toulouse en la época de Richelieu, pero
eso ya no interesa a nadie. Teniendo en
cuenta la dureza de la justicia en la Francia
de aquel tiempo, en vida de Fermat sí que
debió interesar a más de uno.
Si no hubiera sido por su hijo mayor, Clé-
ment-Samuel, los descubrimientos de Fermat
se habrían perdido, y no habrían quitado el
sueño a tantos matemáticos durante los 358
años transcurridos desde su muerte. Como es
sabido, en 1670 su hijo publicó en Toulouse
la «Aritmética de Diofanto conteniendo ob-
servaciones de P. de Fermat». Además del
texto original de Bachet, en latín y en griego,
había 48 observaciones, la segunda de las
cuales era la antes indicada, que se conoce
con el nombre de último teorema de Fermat.
Todas las demás tenían su demostración,
muchas veces obtenida por matemáticos pos-
teriores, pero quedaba el último teorema,
que
Muchos matemáticos posteriores a Fermat
se interesaron por la demostración del último
teorema, pero ninguno lo lograba. El propio
Fermat había dejado una demostración que
podía ser una pista. Mediante una forma par-
ticular de reducción al absurdo conocida co-
mo el método del descenso infinito, puso de
manifiesto que z4 = + y4 no tiene soluciones
enteras. Sin embargo, este método no sirvió
para demostrar otro tanto para cualquier otro
valor de n superior a 2.
En 1753, Euler logró demostrar que para n
= 3 la ecuación pitagórica no tenía ninguna
solución entera. En dicha demostración, Euler
hubo de incorporar el
entonces todavía extraño número imagina-
rio i = (-1)1/2, que se había descubierto poco
antes. Por otra parte, los matemáticos se
habían dado cuenta de que para demostrar el
teorema de Fermat para todos los valores de
n sólo era necesario demostrarlo para todos
los valores de n correspondientes a números
primos. En todos los casos restantes se trata
de simples múltiplos de los valores corres-
pondientes a números primos, añadiéndoles
el 4 que es el primer mútiplo de 2, y por tan-
to quedarían implícitamente demostrados.
Cada vez que se anunciaba una demostra-
ción acababa resultando incorrecta. Por otra
parte, y sin ponerse como meta el último teo-
rema de Fermat, en los siglos XVIII, XIX y XX
las matemáticas hicieron progresos que
habrían de ser decisivos para llegar finalmen-
te a la demostración correcta.
El autor de la gesta, como sabes, ha sido
Andrew Wiles, un inglés que había emigrado
a Estados Unidos en los años 80 y había ob-
tenido un puesto de profesor de matemáticas
en Princeton. En 1963, cuando sólo tenía diez
años, a Wiles ya le gustaban las matemáti-
cas, y descubrió el teorema de Fermat en una
biblioteca local. Él mismo ha dicho que:
«Parecía tan simple y, sin embargo, nin-
guno de los grandes matemáticos de la histo-
ria había conseguido resolverlo. Tenía ante mí
un problema que yo, un niño de diez años,
podía entender. Desde ese momento supe
que nunca lo abandonaría. Tenía que resol-
verlo.»
Y así fue. Wiles había pasado toda su vida
obsesionado por el teorema de Fermat, pero
en los años anteriores a la demostración no
pensaba en otra cosa desde que se levantaba
hasta que se acostaba. No hablaba del tema
con nadie: era
un asunto totalmente personal. Finalmente
llegó la memorable sesión del Newton Institut
de Cambridge del 23 de junio de 1883. Era
una ocasión extraordinaria porque allí podría
presentar su demostración con todo detalle, y
discutirla con los matemáticos más importan-
tes del mundo. Para colmo, era en Cambrid-
ge, su ciudad natal, en la que había crecido y
donde se había enfrascado en el problema
que había ocupado toda su vida. Terminada
la exposición, 200 matemáticos aplaudieron
largamente, y muchos de ellos se pusieron a
gritar con entusiasmo.
El título de la conferencia de Wiles en
Cambridge era «Formas modulares, curvas
elípticas y representaciones de Galois». Pare-
ce que el objetivo principal era demostrar una
conjetura llamada de Taniyama-Shimura. No
es necesario que te diga que soy absoluta-
mente incapaz de exponer mínimamente este
tema. Supongo que no me ocurre sólo a mí
sino a muchos, más aún cuando nadie sabía
que todo ello, además de relacionar ramas
muy diferentes de las matemáticas, podría
permitir demostrar el último teorema de Fer-
mat. En veinticuatro horas, Wiles se convirtió
en el matemático más famoso del mundo, y
la revista People lo incluyó en la lista de los
25 personajes del año, junto con la princesa
Diana de Gales entre otros.
Se puso en marcha la verificación meticu-
losa de la demostración del último teorema
de Fermat propuesta por Wiles. Era larga y
compleja, y se hacía necesario que un equipo
de especialistas la analizara con todo rigor.
La Gesellschaft der Wissenschaften de
Göttingen tenía establecido desde hacía años
un premio para el que lograra demostrar el
teorema, pero tenía que publicarse, y habían
de transcurrir dos años para que los matemá-
ticos de todo el mundo dieran la demostra-
ción por válida. Sin embargo, la Gesellschaft
der Wissenschaften tuvo noticia inmediata de
la conferencia de Cambridge. Un gran núme-
ro de revisores se ponían en contacto, una y
otra vez, con Wiles, pidiendo aclaraciones que
él daba con presteza, casi siempre por e-
mail, tanto con respecto al manuscrito global
de 200 páginas como a los capítulos de su
especialidad que tenían encargados. Fue así
como llegó el momento en que el experto
Nick Katz pidió, entre otras, una aclaración
que Wiles no pudo contestar satisfactoria-
mente. Wiles se dio cuenta de que en su de-
mostración había un error importante. Se
trataba de algo tan sutil que, según afirmó el
propio Wiles, requería uno o dos meses de
estudio detallado para explicarlo a un mate-
mático. La objeción no descalificaba todo el
trabajo de Wiles ni mucho menos, pero era
devastadora de cara al resultado final. Pese a
la preceptiva confidencialidad de los reviso-
res, comenzaron a circular rumores de que en
la demostración del teorema de Fermat pro-
puesta por Wiles había un error.
Todos los grandes matemáticos coincidie-
ron en que el trabajo de Wiles era extraordi-
nario. Ahora bien, mientras no se resolviera
la dificultad hallada en eltercer capítulo de la
memoria, no había demostración del teorema
de Fermat. Wiles trabajó durante meses al
límite de sus fuerzas. Finalmente, llegó a la
feliz intuición que le permitiría arreglar la
demostración. Estábamos ya a finales de
1994 cuando Wiles pudo enviar dos manus-
critos, el segundo en colaboración con Ri-
chard Taylor, que serían defnnitivos. Suma-
ban 130 páginas, y probablemente sean los
manuscritos más concienzudamente exami-
nados de toda la historia de las matemáticas.
Se publicaron en los Annals of Mathematics
en mayo de 1995. La matemática aún tiene
grandes problemas sin resolver, pero el tra-
bajo de Wiles es un paso de gigante, y no
sólo por haber terminado con el desafío de
Fermat. Además, ha supuesto un gran pro-
greso para unificar áreas de la matemática
que no parecía que fuera posible relacionar.
La demostración de Wiles del último teo-
rema de Fermat se basa en una conjetura
surgida en los años 50. La argumentación
aprovecha una serie de técnicas desarrolladas
en las décadas de los 80 y los 90, algunas
por el propio Wiles. Ello hace pensar que su
demostración no es aquella «maravillosa de-
mostración» que Fermat afirmó tener en el
siglo XVII. Hay quien cree que no tenía nin-
guna, o que la que tenía no era buena. Tam-
bién hay quien piensa que Fermat tenía una
demostración mucho más sencilla que aún no
se ha hallado. En cualquier caso, el 27 de
Junio de 1997 Wiles recogía el premio Wolfs-
kehl de 50.000 dólares, dado que se cumplí-
an todas las condiciones. Francamente, creo
que se lo merecía de sobra. A veces pienso
que Fermat y Wiles marcarán el comienzo y
el final del periodo que se ha llamado segun-
da edad de oro de las matemáticas.
Afectuosamente,
59. ORDENADORES
Begues, 15 de abril de 1999
Querida Nuria:
El abuelo Ramón, como sabes bien, murió
en 1969, a los 96 años de edad. Unos días
antes estaba bastante bien, y el verano ante-
rior aún había querido quedarse hasta altas
horas de la madrugada para ver por televi-
sión, en directo, cómo Neil Armstrong pisaba
por primera vez la superficie de la Luna. Era
mi abuelo materno, y había nacido cuando su
padre, que también se llamaba Ramón, tenía
65 años. Fue el menor de diecisiete herma-
nos, trece de los cuales vivieron más de
ochenta años. Fueron protagonistas de la
revolución lanera en la zona pirenaica. Mi
abuelo
opinaba que había habido más cambios
sociales a lo largo de su vida que en los mil
años anteriores. Visto desde su perspectiva,
quizá tenía razón.
En 1969 yo tenía aproximadamente la
edad que tú tienes ahora. Era profesor de
Microbiología en la Universidad de Barcelona,
y ya hacía años que batallaba con los micro-
bios. La rápida evolución de la sociedad que
antes mencionaba seguía acelerándose cada
vez más. Tú misma puedes darte cuenta si
comparas tu mundo con el que yo viví en
aquella época (y con el que había conocido
antes, durante mi periodo de formación). Los
científicos, con la tabla de logaritmos; los
ingenieros y arquitectos, con la regla de cál-
culo. Yo era de los primeros, pero también
tenía una magnífica Faber de 250 mm. que
todavía conservo. Las máquinas de calcular
que yo conocía eran mecánicas, propias de
los comercios con mucho movimiento y de los
tranviarios. Lichtenstein era famoso por la
industria de ese tipo de artefactos, posible-
mente la única que tenía ese pequeño país.
Mi máquina de escribir era la célebre Under-
wood. Con ella, en los años cincuenta, escribí
mi tesis doctoral, con cinco copias en papel
cebolla hechas con papel carbón. Las figuras,
dibujadas directamente a mano sobre papel
vegetal, para hacerles copias con ferrocianu-
ro. Aún había manejado apuntes escritos a
mano por los profesores, y copiados por ci-
clostil. Las imprentas, que usaban el sistema
de la linotipia con sus célebres cajistas, eran
muy caras.
Aquí en Begues, el teléfono era de maneci-
lla, y en el pueblo había una centralita ma-
nual. Sin duda habrás oído hablar de Pepeta,
la telefonista. Es posible que ya no hubiera
automóviles de recuperación, pero aún que-
daban «haigas» americanos, y estábamos en
el apogeo de los utilitarios y de los scooters.
El campo de mi investigación era funda-
mentalmente experimental. Hasta entonces,
toda la gran química orgánica se había hecho
sólo con dos instrumentos: la balanza y el
termómetro. Bueno, si quieres, añádele el
polarímetro. El resto era arte e imaginación.
En mi entorno fui de los primeros en usar un
Beckman DU. Dicho sea con todo respeto, por
lo mucho que le debe la bioquímica. Desde
hacía poco, podíamos usar balanzas de com-
pensación, que permitían llegar hasta 0,1 mg,
en vez de los célebres granatarios. Era muy
frecuente fabricarse uno mismo los aparatos
necesarios para la investigación, habitual-
mente con la ayuda de algún artesano maño-
so y romántico. Tardé años en tener una
buena centrífuga refrigerada, quizá cinco o
diez años más de lo que tardaron en tenerla
muchos laboratorios franceses, como pude
comprobar en Montpellier, con el profesor
Hédon, en 1963. No puedo olvidar que yo era
una especie de crack porque tenía para mí
solo un extraordinario microrespirómetro
Warburg, que fue decisivo para mi tesis. Con
él, además, podía hacer el arbitraje de los
barcos de melaza de remolacha francesades-
tinadas a la fabricación de glutamato para
fabricar los célebres «cubitos de caldo». Utili-
zaba el método de la glutamato deshidroge-
nasa. También recuerdo como una pequeña
gesta, haber logrado modificar, un poco más
tarde y con la ayuda de algunos colaborado-
res, un espectrotofómetro convencional que
llegaba al ultravioleta cercano, para poder
determinar el punto de fusión del ADN bacte-
riano, y de este modo calcular la proporción
de G+C. Este espectrofotómetro sucedió al
Beckman al que antes me refería. Me gustaría
saber si, antes de los años 70, alguien había
usado esa técnica en nuestro país. ¡Toma!,
como se dice ahora.
Estábamos muy lejos del e-mail y la inter-
net. El ordenador mismo era totalmente in-
existente en mi área de trabajo. Sólo lo veí-
amos en las películas, aunque se hablaba
mucho de ordenadores en otros tipos de acti-
vidad. Por supuesto, los que entonces se em-
pezaban a utilizar hoy nos parecerían unos
armatostes. Sin embargo, estaba muy claro
que sin ordenadores el abuelo Ramón no
habría podido contemplar cómo Armstrong
pisaba la luna. Como contrapartida, he de
decirte que Wiles sí que habría llegado a la
misma demostración del teorema de Fermat
que obtuvo en los años 90. Es justamente
eso lo que ha motivado el escrito que tienes
ahora en tus manos, tras la última carta en la
que te hablaba del teorema.
Sin ordenadores, hoy el mundo entero se
paralizaría, pero es un campo que progresa
tan rápido y tan extraordinariamente que tal
vez pronto no tengamos suficiente alimento
para los ordenadores ni suficiente tiempo
para dedicarles. ¡Tendremos que inventar
algo! Porque más memoria y más velocidad
ha de servir para algo más que para hacer
juegos cada vez mejores para distraerse
compulsivamente, como para esperar la
muerte misma sin damos cuenta. ¡Disculpa,
hija! Es que en casa, entre nuevos y anti-
guos, ya veo más ordenadores que pares de
zapatos, contando los puestos y los guarda-
dos en el armario. ¡Empieza a ser alarmante!
Tras la Segunda Guerra Mundial, algunos
equipos de informáticos y matemáticos de-
mostraron, gracias al ordenador, que el teo-
rema de Fermat se cumplía para todos los
valores de n hasta 500, más tarde hasta
1000 y luego hasta 10.000. En los años
ochenta se llegó a 25.000, y finalmente a
4.000.000. Sin embargo, procediendo de este
modo no se puede considerar que se haya
demostradc el teorema. El infinito no se pue-
de obtener con la simple fuerza bruta del tra-
tamientc computado de los números. Una
evidencia para millones y millones de casos
no se puede extrapolar a todos los casos.
Esto último sólo se obtiene por medio de la
demostración absoluta.
Como ya sabes por la carta anterior, para
poder demostrar el último teorema de Fer-
mat, Wiles había de demostrar la conjetura
de Taniyama-Shimura: toda ecuación elípitica
simple se corresponde con una forma modu-
lar. Esta conjetura
se puede aplicar a un número infinito de
ecuaciones, y aunque un ordenador puede
verificar cualquier caso particular en pocos
segundos, nunca podrá verificar todos los
casos. Wiles sí que lo hizo, siguiendo la más
pura tradición de Pitágoras y Euclides, aun-
que utilizando los avances más modernos de
la teoría de números.
Hay otro problema clásico, del siglo XIX,
llamado de los cuatro colores. ¿Son suficien-
tes cuatro colores para colorear cualquier
mapa imaginable sin que haya ningún trozo
de fontera común entre dos estados con el
mismo color? La demostración no es fácil.
Con métodos convencionales, se llegó a de-
mostrar sucesivamente que cuatro colores
bastaban para cualquier mapa de 25 regio-
nes, luego de 27 y finalmente de 39. Sin em-
bargo, no se podía demostrar si cuatro colo-
res serían suficientes para un mapa con un
número infinito de regiones. Estando así las
cosas, un matemático llamado Heesch llegó a
la conclusión de que se podía obtener un nú-
mero infinito de mapas a partir de un número
finito de mapas finitos. Dicho número sería
1482. Con todas las configuraciones posibles
de este número finito de mapas se pueden
obtener los infinitos mapas posibles. Entonces
dos matemáticos de la Universidad de Illinois,
Haken y Appel, se propusieron demostrar que
estos mapas elementales podrían construirse
sólo con cuatro colores. Abordaron el proble-
ma con ordenador, buscando la estrategia
oportuna. Tardaron unos años en encontrar
un programa eficaz, pero también descubrie-
ron, sin esperarlo, que dicho programa, ade-
más de facilitar el trabajo mecánico, les pro-
porcionaba estrategias complejas que ellos no
habrían podido imaginar de antemano. En
1976, pudieron anunciar que los 1486 mapas
elementales habían sido completamente ana-
lizados, en 1200 horas de ordenador, de mo-
do que ninguno de ellos necesitara más de
cuatro colores. Ello implicaba que todos los
mapas imaginables también eran factibles
con cuatro colores. Esto provocó una gran
inquietud en el colectivo de matemáticos. El
proceso de arbitraje era difícil, y no se podía
garantizar que no hubiera ningún error. Pese
a ello, recientemente algunos matemáticos
han llegado a otorgar aún más poder a los
ordenadores, usando los llamados algoritmos
genéticos. No soy entendido en el tema, pero
parece que se trata de diseñar programas
que puedan hacer mutaciones aleatorias que
uno puede seleccionar, y repetir el proceso
las veces que se quiera, para escoger final-
mente el programa que resuelva mejor un
determinado problema. Se espera que, sin
ningún otro tipo de intervención, el programa
evolucione progresivamente por sí mismo.
Incluso se ha llegado a convocar un premio
para el primer programa informático que
permita plantear un nuevo teorema que ten-
ga efectos profundos sobre las matemáticas.
Ciertamente, hay quien no cree en absoluto
en todo esto. Otros piensan que, sea como
fuere, no se trataría de matemáticas nuevas,
sino de otro modo de hacer matemáticas.
Sería una especie de simbiosis suficientemen-
teinteligente para que, como hace años dijo
Asimov, el ordenador no mate al hombre ni
éste acabe aplastando el ordenador.
Con independencia de los ordenadores,
también vale la pena considerar preocupante
que la demostración de Wiles fuera aceptada
tranquilamente, pese a que sólo la entendie-
ron completamente un 10% de los expertos
en teoría de números que la estudiaron, to-
dos los cuales la aceptaron como verdadera.
Aún es más alarmante la llamada clasificación
de los grupos finitos, una demostración que
comprende 15.000 folios, y que sólo ha sido
verificada en su totalidad por una sola perso-
na, el matemático Gorenstein, fallecido en
1992. Todas las secciones de la demostración
han sido verificadas docenas de veces por
otros matemáticos, pero aparte de Gorens-
tein nadie más la ha verificado en su totali-
dad. En el caso de una demostración por or-
denador, está claro que el problema sería
mucho más grave, porque su verificación no
la podría hacer nadie, como ocurre con el
problema de los cuatro colores.
No puedo dejar de pensar que, desde Eu-
clides a Wiles, lograr una demostración abso-
luta, irrefutable y eterna es otra cosa.
Afectuosamente,
60. EL CAMBIO DE SIGLO Y DE MILENIO
Begues, 15 de diciembre de 1999 Querida
Nuria:
Te escribo para hablarte brevemente del
final del siglo XX, y también del segundo mi-
lenio, que se acerca pero está más lejos de lo
que algunos suponen. Es sorprendente lo que
muchas personas, y más aún los medios de
comunicación, dicen al gran público, y cómo
se manipula la opinión a causa de intereses
comerciales. De hecho, se aprovecha que la
gente es muy receptiva a esta polémica.
El final del siglo XX y el comienzo del ter-
cer milenio de la Era Cristiana es una inferen-
cia derivada del conocimiento del cómputo
del tiempo y del calendario actual. La confu-
sión, persistente y extendida, acerca de si el
último año del siglo XX es el 1999 o el 2000
no parece justificada.
La Real Academia de Ciencias y Artes de
Barcelona, que acumula experiencia de cerca
de 250 años en materias de Astronomía y
medición del tiempo, ha sido consultada con
frecuencia acerca de problemas de este tipo,
y siempre ha procurado informar al público
de la mejor forma posible. Gracias a ello, he
podido comprobar
que lo que ahora ocurre con respecto al fi-
nal del siglo XX es lo mismo que ocurrió al
final del siglo XIX, aunque ahora haya que
añadirle el cambio de milenio. Naturalmente,
uno puede recurrir a otras fuentes de infor-
mación fiables, sobre todo hoy que hay tan-
tas y tan asequibles. Bien pensado, quizá no
haría falta, dado que el tema es propio del
nivel primario de enseñanza.
Por sabido que sea, y como si se tratara
de explicarlo a niños, conviene recordar que
mil es diez veces cien, y cien, diez veces diez.
De ningún modo es nueve veces cien más
noventa y nueve en el primer caso, ni nueve
veces diez más nueve en el segundo. Un siglo
tiene dos acepciones principales: periodo de
cien años o centuria, de 1 a 100 ambos in-
cluidos, y también cada una de las divisiones
de cien años a partir de la fecha convencio-
nalmente establecida del nacimiento de Jesu-
cristo, contando hacia adelante o hacia atrás.
Por ejemplo, el siglo XIX es el periodo de cien
años que va desde 1801 a 1900, ambos in-
cluidos, después del nacimiento de Cristo. Del
mismo modo, un milenio es un periodo de mil
años, del 1 al 1000, ambos incluidos. Dos
milenios son un periodo de dos mil años, del
1 al 2000, ambos incluidos. Los siglos se de-
nominan mediante las cifras del número de
centenas del último año de cada uno de ellos:
el último año del siglo I fue el 100, o sea un
centenar: final del primer siglo, y en ningún
caso comienzo del segundo. El último año del
siglo XIX es 1900 y, del mismo modo, 2000
será el último año del siglo XX, y el último
año del segundo milenio después del naci-
miento de Cristo. Colocar el año 2000 en el
siglo XXI, aunque fuera por un acuerdo explí-
cito, sería quitar un año del segundo milenio
de la Era Cristiana, es decir, hacer un milenio
de 999 años.
Como sabes, suelo seguir los deportes del
motor. Tal vez por este motivo, ese asunto
de considerar 1999 como el fin del siglo XX y
del segundo milenio me recordó la célebre
carrera de motos de 1997, en Jerez, cuando
en la penúltima vuelta nuestro Crivillé iba
primero y la gente, llevada por el entusiasmo,
se lanzó a la pista. Es cierto que el corredor
podía levantar el brazo, y la carrera habría
terminado, proclamándose vencedor. Pero no
lo hizo, y lo que ocurrió fue que, aprovechan-
do la confusión, el que iba segundo lo adelan-
tó. Luego, con afán de recuperar la primera
posición, Crivillé se cayó, y ni siquiera pudo
puntuar. Todo el mundo lo aceptó. Sin em-
bargo, lo más justo habría sido dar por ter-
minada la carrera en la penúltima vuelta,
porque está previsto así en el reglamento,
aunque llegar a la última vuelta nunca sea lo
mismo que haberla corrido.
La historia del Calendario, del cómputo del
tiempo y de las divisiones cronológicas son
temas extraordinariamente interesantes. Al
margen de otras cosas,constituyen un paso
capital de lo que se llama civilización, en toda
cultura que no se haya quedado estancada en
un estadio primitivo de desarrollo. Como sa-
bes, nuestro calendario se basa en las refor-
mas juliana (46 a. C.) y gregoriana (1582 de
nuestra era). Muerto Julio César al año si-
guiente de la primera reforma y debido a un
error en el decreto original, se añadió un día
cada tres años en lugar de cada cuatro, du-
rante los 36 años siguientes al año 45 desde
su instauración. Ello fue corregido por el em-
perador Augusto, suprimiendo los años bi-
siestos que se habían puesto de más y esta-
bleciendo que en adelante habría que añadir
un año cada cuatro. Ello coincide con el inicio
de la Era Cristiana. Por tanto, los años 1, 2 y
3 tuvieron 365 días, y el 4, 366. Este sistema
acumulaba un exceso de un día cada 128
años. La reforma gregoriana corrigió este
error, estableciendo que se quitaran tres años
bisiestos cada 400 años. La regla fue que los
años que terminan cada siglo sólo serían bi-
siestos cuando sus centenas fueran divisibles
por cuatro. Como 16, 17 y 18 no son divisi-
bles por 4, los años 1700, 1800 y 1900 —
últimos de los siglos XVII, XVIII y XIX— no
fueron bisiestos como les correspondía según
la reforma juliana. En cambio, el 2000, último
del siglo XX, será bisiesto ya que 20 es divisi-
ble por 4. Pese a todo, aún se comete un pe-
queño error, debido a que la regla gregoriana
acumula un día cada 3600 años, pero de
momento se considera suficientemente buena
para salir del paso. Obviamente, hoy no
habría ninguna dificultad para usar un méto-
do que ajustara mucho más el calendario a la
inmovilidad de las estaciones, pero se consi-
dera superfluo. En nuestro calendario, el siglo
XX comprende desde el 1 de enero de 1901 a
las O horas (tiempo universal) hasta el 31 de
diciembre de 2000 a las 24 horas (igualmen-
te, tiempo universal). El tiempo universal es
el del meridiano de Greenwich. Para otros
husos horarios hay que tener en cuenta la
diferencia horaria y de fecha, tanto para el
inicio como para el final.
Otra cosa sería analizar la historia de la
adaptación del calendario romano al actual,
los intentos fracasados de cambiarlo, así co-
mo otros calendarios usados a lo largo de la
historia. Eso sería muy largo, y creo que no
viene al caso. Supongo que en Montpellier
también te habrás encontrado con confusio-
nes acerca de cuándo terminan el siglo XX y
el segundo milenio. Las noticias que tengo
indican que se trata de un hecho social gene-
ralizado en Occidente. Pero no lo dudes: si
hemos de organizar alguna celebración al
respecto, será más sensato dejar que aún
transcurra todo el año 2000.
Afectuosamente,
61. LA CIENCIA Y LA TÉCNICA EN
NUESTRA SOCIEDAD
Begues, 18 de agosto de 2001
Querida Nuria:
Sigo embotellado, como el genio de Aladi-
no, en la obra «La Ciencia en la história deis
Petisos Catalans». Después de tres años, el
contenido puede considerarse prácticamente
listo. Ahora queda por hacer la corrección del
Institut d'Estudis Catalans, que suele ser lar-
ga, y la edición, aún por resolver. Mi com-
promiso era desarrollar el texto orgánico con
los especialistas, de acuerdo con un proyecto
que había diseñado yo mismo, y con la ayuda
de una comisión asesora de seis investigado-
res. Los autores son alrededor de sesenta,
jóvenes y viejos, principalmente catalanes,
valencianos y mallorquines. También hay un
alemán, un italiano y dos norteamericanos.
Todo ello podía haberse convertido en una
pesadilla, pero hasta ahora ha ido bastante
bien y si he hecho la apuesta, hay que seguir
adelante, aunque se trate de un trabajo que
no es el mío (ni puede llegar a serlo), y aun-
que a veces me sienta a merced de otros e
incapaz de mantener el control de todo. Pese
a ello estoy contento del resultado logrado,
sobre todo por lo mucho que he podido
aprender. Sé que la etapa que falta puede ser
pesada y menos estimulante, propicia para
perder ilusión y desfallecer de cansancio. Es-
pero que no sea así, y que pueda llegar a
sentirme orgulloso de tener en mis manos
estos dos volúmenes, de más de mil páginas
cada uno, listos y publicados.
La Ciencia y la Técnica son un vacío en
nuestra historiografía social, sol todo si com-
paramos el espacio que ocupan una y otra
con el de la política, religión, el arte o incluso
la filosofía. Ello no parece proporcionado al
peso q tienen la ciencia y la técnica en prácti-
camente todas las sociedades actuales, y q
en ningún caso ha aparecido repentinamente.
La ciencia y la técnica acaban siendo la refe-
rencia indiscutible para casi todas las cues-
tiones prácticas, y configuran parte más obje-
tiva de nuestro saber. No hemos de olvidar
que la ciencia y técnica no son fenómenos
lógicos, ni derivados de ideología alguna. Son
fruto un proceso histórico de carácter acumu-
lativo, en el que todo lo que funcion mejor va
sustituyendo a lo anterior, y en el que la teo-
ría científica concomitan sufre sucesivas crisis
seguidas de progresos espectaculares en la
tecnología.
Por sí solas, las trayectorias globales del
conocimiento científico y de la técnica perte-
necen al campo de la abstracción. En reali-
dad, son la integración de aquel que ha ocu-
rrido en cada sociedad, y en cada cultura par-
ticular. De este modo se fiel a un dibujo mu-
cho más genuino de cada país, y en cualquier
caso mucho más cercar a la realidad que los
que se basan en reliquias eruditas y docu-
mentales relacionad con el poder político, sin
que ello quiera decir que éste no tenga su
papel. I Ciencia y la Técnica a lo largo de la
historia de cada país ponen de manifiesto
personalidad propia de su evolución social.
Éste es también el caso de los País( Catala-
nes desde la Marca Hispánica del siglo XX
hasta nuestros días.
El punto de partida de nuestra historiogra-
fía de la ciencia es el Assaig d'históri de les
idees fisiques i matematiques a la Catalunya
medieval de Josep M. Millás Vallicrosa, apare-
cido hace setenta años. Dicha obra debía te-
ner tres volúmene pero sólo se publicó el
primero. Millas nunca llegó a escribir el resto
Sorprendentemente, en el primer volumen
del «Assaig» no hay apenas matemática y
nada de física, pero constituye un estudio
genial de la primera introducción en Europa
medieval de la nueva astronomía árabe, a
través de una serie de texto sobre la cons-
trucción y uso del astrolabio estereográfico —
la calculadora de bolsillo que empleaban los
astrónomos medievales—, del cuadrante con
cursor y de 1 esfera celeste. Con dicha obra,
Millás daba fundamento sólido a la tesis de
que Cataluña, y no Lorena, fue la puerta de
entrada en Europa de esta nueva astronomía:
Con ello también iniciaba un proceso de des-
mitificación en relación con 1 importancia de
la llamada «Escuela de traductores de Tole-
do» y a la vez empezab a valorar la de los
traductores del valle del Ebro. Afortunada-
mente, la obra d Millas ha sido continuada
por las tres generaciones siguientes de histo-
riadores, u fenómeno infrecuente que convie-
ne destacar. Ahora, desde la perspectiva de
200] en el siglo X tenemos una Cataluña
emergente a la vanguardia de la ciencia e
todo el Occidente cristiano. Es el corredor a
través del cual la ciencia grecc
arábica se infiltró primero hacia Europa, a
través de textos latinos y hebreos, instru-
mentos científicos y la viva voz de los viaje-
ros. Cataluña seguiría en la vanguardia du-
rante toda la Edad Media, y su acme tal vez
lo podemos situar en el siglo XIV. De ahí que
nuestra historia medieval sea estudiada en
todo el mundo como parte de la historia de la
humanidad. En cambio, desde el nacimiento
de la ciencia moderna a la época actual,
nuestra historia nos afecta más directamente
a nosotros. Por decirlo de algún modo, es una
historia de la Ciencia más doméstica.
En los últimos quince años se han recupe-
rado cinco astrolabios catalanes, entre los
que destaca el llamado astrolabio carolingio
(el astrolabio latino de Barcelona, que es del
siglo X y es el más antiguo que se conoce en
Europa). Para valorar la importancia de este
hecho es necesario darse cuenta de que, en
el resto del mundo latino, de toda la Edad
Media sólo sobrevive otro astrolabio relativa-
mente tardío. Por este motivo, cuando supe
que todos nuestros astrolabios se encontra-
ban fuera de Cataluña, me empeñé en obte-
ner una buena copia facsímil del más antiguo.
No ha sido nada fácil, pero lo hemos conse-
guido, entre otras cosas gracias a tu ayuda,
aunque el crédito principal se lo deban llevar
los profesores Samsó y King. Del astrolabio
carolingio ahora tenemos tres copias que po-
demos ver y tocar cuando queramos: una en
la Real Academia de Ciencias y Artes de Bar-
celona, otra en el «Museu de la Ciencia i de la
Técnica de Catalunya» y una tercera en el
Museo Nacional de la Ciencia y la Tecnología
de Madrid. Por tanto, el testimonio más em-
blemático del pequeño Renacimiento de la
Cataluña Condal ahora está a disposición de
todos los estudiosos, y obviamente de todos
los catalanes. Se me ha dicho con sincera
intención elogiosoa que era «un verdadero
eslabón científico que muestra que seguimos
teniendo mucho que aprender acerca de
nuestro pasado». ¡Por supuesto que sí!
En nuestra historia social, desde la Edad
Media hasta nuestros días el desarrollo
de la ciencia y la corriente tecnológica han
tenido más continuidad de lo que muchas
veces se ha creído. Sin embargo, hay que
admitir la decadencia de los siglos XV, XVI y
XVII, sobre todo si establecemos una compa-
ración con lo que pasaba en otros países del
mundo occidental. El contraste es evidente, y
es posible que en nuestros días aún no se
haya superado del todo. De todos modos,
empieza a ser hora de tirar hacia adelante sin
sentirnos acomplejados. De hecho, la revitali-
zación empezó en el siglo XVIII con la Ilus-
tración, justamente después del momento
más propicio a la pérdida completa de la con-
ciencia colectiva de identidad. El siguiente
empujón vino con la Industrialización, a la
que el movimiento catalanista dio un aire
nuevo. Otro impulso llegó con el Noucentis-
me. Finalmente, con la normalización de la
última parte del siglo XX se ascendió otro
escalón, ciertamente importante.
Fue precisamente durante el siglo XVIII,
cuando en nuestro país sólo estábam empe-
zando a darnos cuenta de las grandes nove-
dades introducidas por la Cien en los últimos
cien años, en tanto que Europa ya sufría los
tumultuosos efectos aquellas novedades, en
forma de profundas subversiones que habrían
de continu durante todo el siglo XIX y la pri-
mera mitad del XX. En su monumental insufi-
cientemente valorada História de les institu-
cions catalanes i del movime cultural a Cata-
lunya, Alexandre Galí señala la importancia
del padre Tomás Cero en la introducción de la
nueva matemática y la mecánica newtoniana
en el Col.le de Cordelles de Barcelona. Como
consecuencia, se produjo un movimiento ciu-
dadano que finalmente llevó a la creación de
la Academina de Ciencias 1764. El discurso
fundacional de Francesc Subirás, su primer
director, sigue sien( una obra memorable. La
Ilustración no podía empezar con mejor pie
en nuest casa. Como afirma Galí, la visión de
la ciencia de Subirás y las consecuencias
práctic que de ella se derivan son tan límpi-
das que uno no puede dejar de encontrar
más bien pobre lo que, cien años más tarde,
Valentí Almirall escribiría al respecto en su lib
innovador Lo Catalanisme. Otro tanto puede
afirmarse, dicho sea —parafraseando Galí—
con todo respeto al creador del Institut d'Es-
tudis Catalans, de la noción de ciencia esgri-
mida por Puig i Cadafalch para iniciar sus
campañas, que adolece ingenuidad. En cual-
quier caso, lo que sí hay que reconocer es
que tanto uno con otro, desde posiciones po-
líticas bastante diferentes, afirman con ro-
tundidad la m auténtica vocación científica
del movimiento catalanista que propugnaban.
De hech es esa vocación la que conduciría a
la nueva Escuela Industrial, a la Junta de His-
toria Natural, a la Junta de Museos, al Labo-
ratorio Municipal, a la primera Universidad:
Autónoma, y a tantas otras instituciones nue-
vas o profundamente reformadas, siemp co-
mo resultado de un desarrollo nronio y autó-
nomo
Afectuosamente,
62. 50 ANIVERSARIO DE LA FACULTAD DE
BIOLOGÍA
Beques, 30 de noviembre de 2002
Querida Nuria:
Como puedes suponer, hemos mirado con
gran atención las fotografías que nos has en-
viado de tu estancia en Miami, motivada por
el simposio sobre últimos avances en la far-
macología de las insuficiencias venosas cróni-
cas. Supongo que tu foto con un caimán en
brazos debe ser una cosa obligada.
Supongo también que te invitaron para
que mostraras gracias a tu espectacular vi-
deomicroscope la formación de nuevos vasos
en el coroide de rata. La inhibición in vitro del
crecimiento por efecto del dobesilato de
calcio es sorprendente. Supongo que tu
trabajo está en línea con los nuevos y espe-
ranzadores avances para tratar la rinopatía
del diabético. Llama mucho la atención la
selectividad de este efector artificial sobre el
sistema capilar del ojo.
Este año se celebra el 50 aniversario de la
carrera de Biología en la Universidad españo-
la, la de tu ordenación académica. Yo todavía
soy de Ciencias Naturales. Con este motivo,
en la Facultad de Biología de Barcelona se ha
presentado una exposición conmemorativa,
que tiene carácter itinerante entre todas las
Facultades de Biología del Estado. Durante su
paso por Barcelona también se han celebrado
una serie de actos académicos. En uno de
ellos se hizo una especie de sinopsis «de
dónde venimos, quiénes somos y dónde va-
mos», en un intento de abrir un debate entre
estudiantes y profesores. Como era de espe-
rar, me tocó hacer de ponente para exponer
el «de dónde venimos». Digo que era de es-
perar, pero no por mi supuesta fama de his-
toriador amateur, sino por la encantadora
situación de llevar en la espalda más años de
profesor que los que tiene la propia Facultad
de Biología. Hace treinta años, en el VI Colo-
quio de la Sociedad Catalana de Biología me
habían encargado una ponencia acerca de
«Hacia dónde va la biología moderna». Ahora
es obvio que adónde vamos deben saberlo
mejor otros. Qué quieres que te diga, quizá
sea cierto.
Los científicos de mi generación, en líneas
generales, son los que han vivido en la se-
gunda mitad del siglo XX. Por lo que se refie-
re a los biólogos, los genuinos éramos licen-
ciados en Ciencias Naturales, en una u otra
de las correspondientessecciones de las Fa-
cultades de Ciencias de Madrid o de Barcelo-
na. En el Estado español no había ninguna
otra. Por otra parte, hay que tener en cuenta
que también había biólogos que procedían de
otras carreras: medicina, farmacia, agróno-
mos, veterinarios y aficionados de otros orí-
genes, como algunos eclesiásticos con una
sólida formación recibida en el extranjero.
Por lo que se refiere al contexto catalán, la
perspectiva de los biólogos de hace cincuenta
años está marcada por el dique que les sepa-
raba de sus colegas anteriores a la Guerra
Civil. Para ellos, como para mí mismo, lo que
se llama la Renaixença y el Modernisme ya
eran muy lejanos y casi legendarios, pero el
Noucentisme y la Segunda República pesaban
mucho más y siempre habían estado más o
menos presentes en nuestra consciencia, fre-
cuentemente como ideales colectivos, quizá
fracasados o malogrados, pero misteriosa-
mente atractivos. Incluso los maestros más
respetados por nosotros —los que tuvimos
realmente— lo eran en gran medida por el
grado de conexión directa
que tenían con los protagonistas de aque-
lla especie de intento o preludio de lo que
podía haber sido una edad de oro. Yo mismo
sucedí al Dr. Trueta, figura destacada a nivel
internacional de la que tantas veces te he
hablado, como presidente de la Sociedad Ca-
talana de Biología aún en la clandestinidad. Y
un discípulo mío, hoy catedrático en nuestra
Facultad, pudo hacer la tesis en el Departa-
mento de Patología del Albert Einstein College
de Nueva York, del que entonces era directo-
ra la viuda de Duran Reynals. Éste es otra
figura señera de la época que precedió a la
que estoy tratando.
Cuando entramos en escena, teníamos cla-
ra conciencia de que había habido una diás-
pora de biólogos catalanes, así como un exilio
interior de muchos otros que podíamos ver
por la calle. Me refiero al llamado periodo de
autarquía de los años cuarenta y cincuenta, al
que seguiría el «desarrollismo» y luego la
etapa más larga de modernización o, si quie-
res, de normalización. Las Facultades de Bio-
logía surgieron en España durante el desarro-
llismo.
En el periodo de autarquía encontramos
una Universidad realmente enclenque. Ello no
era obstáculo para que nos introdujéramos en
ella con ilusión de futuro, por cansados que
estuviéramos de oir que las carreras científi-
cas y literarias no
servían más que para dar clases, clases de
bachillerato, naturalmente. En aquel tiempo,
plantearse las posibilidades que existen hoy
hubiera sido completamente utópico. Un poco
más tarde, para los que teníamos apego a la
investigación científica, la aparición del CSIC
representó una esperanza atractiva. Como
sabes, yo mismo pertenezco a la generación
de los primeros colaboradores científicos del
CSIC, tras reñidas oposiciones estatales en el
año 1958.
Con el desarrollismo llegaría la reforma
educativa, y una verdadera explosión del sis-
tema universitario español que, a través de
muchas vicisitudes, incluyendo la LRU y el
cambio político, tres décadas más tarde cul-
minaría en lo que tenemos hoy. Lo que te-
nemos ya no es muy diferente de lo que co-
nocíamos en otros países, que cincuenta años
atrás nos llevaban años luz de ventaja —o al
menos eso nos parecía— sobre todo en recur-
sos materiales y humanos. Por otra parte —
hay que puntualizarlo—, con la escasez que
se quiera, aquí siempre había habido profe-
sionales competentes y figuras destacadas
prácticamente en todos los campos, y la Bio-
logía no es una excepción. El progreso ha
sido evidente, indiscutible, pero no se trata
de haber pasado de un desierto a los jardines
del Edén. Ver en el pasado tan poca cosa co-
mo a veces se dice es un error.
No hace falta precisar que el camio al que
me refiero no ha sido exclusivo de Cataluña,
sino de todo el Estado, aunque no haya ido
siempre acompasado. Desde el punto de vista
social, es posible que constituya un progreso
sin precedentes en la historia moderna de
España.
Toda mi vida activa como catedrático de
Microbiología en la Facultad de Biología de la
Universidad de Barcelona se ha desarrollado
a lo largo de esos cincuenta años. Nuestra
Facultad tuvo una gran fuerza innovadora en
sus inicios,e influyó en todo el Estado. Su
propia creación, independizándose de la Fa-
cultad de Geología, fue una iniciativa que
partió de aquí, y fue un paso decisivo para la
dotación de las nuevas cátedras de Genética,
Microbiología y Ecología, que dieron un giro
fundamental a toda la enseñanza. La innova-
ción anterior de la Edafología, que nos llegó
de fuera, pronto perdió relevancia. Luego
vinieron la Bioestadística, después de un in-
tento fallido de mejorar la formación mate-
mática de los biólogos, y la Bioquímica, sepa-
rada de las Fisiologías, en un proceso compli-
cado a causa de la intersección con la Facul-
tad de Química, sobre todo después de la
creación de las áreas departamentales. En
nuestra Universidad, las Divisiones estable-
cieron una frontera artificial con las discipli-
nas equivalentes de Farmacia y Medicina, no
solamente en la Bioquímica, sino también en
otras áreas como la Microbiología.
Durante sus primeros veinte años de vida,
la Biología de Barcelona tuvo un peso relativo
muy grande, que poco a poco —hay que ad-
mitirlo— se iría diluyendoen el contexto del
desarrollo general de las Facultades de Biolo-
gía de la Universida española. Hubo una épo-
ca en la que venían estudiantes de otros dis-
tritos, atraídc por el prestigio de la Facultad y
por sus programas innovadores, que luego s
generalizaron, siendo especialmente adopta-
dos por las Facultades de nueva creación
La primera parte del periodo al que me es-
toy refnriendo incluye también 1 época dora-
da del CSIC, muy por debajo de la que tuvo
en Madrid, pero tambié importante aquí ya
que, además de los numerosos centros ads-
critos, se crearo otros centros propios como
el Instituto de Investigaciones Pequeras, hoy
Ciencia del Mar, y el Centro de Investigación
y Desarrollo. Es también la época de creació
de la nueva Universidad Autónoma de Barce-
lona, y de una decidida volunta política de
recuperación de las figuras supervivientes del
exilio exterior, así com de las nuevas prome-
sas formadas en el extranjero. Varias cáte-
dras de la entonces Sección de Biología de la
Facultad de Ciencias recibieron ayuda eco-
nómic discrecional para financiar estancias de
profesores extranjeros. Visto desde 1 pers-
pectiva de hoy, uno no puede dejar de pensar
que tal vez no supimos aprovecha del todo
las posibilidades de aquella época.
En la década de los años cincuenta ya se
había configurado mi vinculacid definitiva a la
Microbiología. Mucho antes, quizá cuando aún
no había empezad la carrera universitaria, ya
había descubierto por casualidad los corpús-
culi birrefringentes de los ciliados. Fue en el
antiguo Gabinete de Física de la Mento] Alsi-
na, utilizando casualmente un microscopio
polarográfico. Años más tare hablaría del te-
ma con algunos de mis profesores, que no los
habían visto nunca pese a conocer bastante
bien los protozoos. Con algunos de ellos hici-
mos un trabaj sistemático de exploración di-
recta y meticulosa revisión bibliográfica.
Cuand estábamos ultimando la publicación
del trabajo, el entonces joven Margalef, fa-
moso pero aún no graduado, nos vino con
una publicación muy reciente de u protozoó-
logo francés, que hablaba del tema como un
descubrimiento sorprenden, de un fenómeno
hasta entonces desapercibido, pese al gran
número de estudie detallados que se habían
hecho sobre los protozoos desde el siglo XIX.
Publicamo nuestro trabajo, porque era más
vasto que el del profesor francés, pero nunca
n preocupé de seguir esta linea de investiga-
ción. Algunos especialistas se interesar( más
tarde por el mismo tema, pero el hecho es
que no llegaron mucho más lejos Lamenta-
blemente, después de medio siglo, ahora me
doy cuenta de que no 1 podido aprender na-
da más de esos corpúsculos birrefringentes
de los ciliado Quedaría como un testimonio de
la fascinación que ejercían los seres vivos m
pequeños en nuestra generación y en la ante-
rior, debido al convencimiento de qi eran
esenciales para progresar en la comprensión
de la materia viva y de desarrollo sobre la
Tierra. De hecho, el microbio influyó extraor-
dinariamente sobre toda la biología en aque-
lla época.
En los años cincuenta se podía notar aquí,
como en toda España, un nivel relativamente
alto de la citología y la histología clásicas,
subyacente al fenómeno Cajal. En nuestro
entorno también estaba de moda la Citogené-
tica, sobre todo por lo que se refiere a Dro-
sophila y las plantas cultivadas. El uso habi-
tual del contraste de fase era una novedad,
acompañada de una cierta espera angustiosa
de la microscopía electrónica. Según parece,
el primer microscopio electrónico que llegó a
Barcelona —para el Dr. Xalabarder en los
Dispensaris Blancs— había sido pasado de
contrabando, aprovechando la vuelta de un
viaje al extranjero de la Orquesta Municipal
de Barcelona, con la complicidad del maestro
Toldrá. Al menos, ésta era la historia que
circulaba entonces.
De la Facultad de aquellos tiempos hay
que señalar la solidez de la botánica catalana,
que venía de lejos, vinculada a nombres tan
ilustres como Cadavall, Font i Quer y Bolós.
También hay que recordar al entomólogo Es-
pañol. Estaba en alza la biología marina, bajo
la promoción de García del Cid. Por lo que
respecta a la Antropología, la escuela de Al-
cobé habría de hacerse célebre. Era la época
de Caballero hijo, discípulo de Bustinza en
Madrid. Éste había sido discípulo de Fleming,
y logró fama a causa de su amistad con él,
que duró toda la vida. También recuerdo que
se hizo famoso Crusafont como expresión
relevante del theilardismo.
En el mundo del que te estoy hablando, la
Bacteriología se veía más que nada como una
técnica y una cocina particulares, eso sí, con
aplicaciones extraordinariamente útiles para
el hombre tras la gran obra de Pasteur y
Koch, base de una transformación radical de
la sanidad. La expresión catalana de este
fenómeno fue el Laboratorio Municipal de
Barcelona, con Jaume Ferran, Ramon Turró y
Pere González, y todo el brillante elenco de
discípulos de los dos primeros. Es verdade-
ramente memorable como base del desarrollo
de la sanidad en Cataluña, que en algunos
momentos llegó a alcanzar un nivel muy
avanzado y reconocido por doquier. El papel
del Laboratorio Municipal como sede de la
Microbiología en nuestro país sobreviviría a la
guerra civil. Sin embargo, profundamente
trastocado por diversas calamidades, el Labo-
ratorio Municipal llegaría a nuestros días casi
como un recuerdo del pasado, asociado sobre
todo a un noucentisme mítico. Resulta un
poco irónico que haya sido la Universitat
Pompeu Fabra, creada a finales del siglo XX
como universidad pública catalana y de élite,
la que decidiera derruir su antiguo edificio,
único testimonio arquitectónico en nuestro
país de la época de Pasteur. No sirvió de na-
da que algunos, como yo mismo, pusiéramos
el grito en el cielo para evitarlo. Con la des-
aparición del Laboratorio Municipal, laremo-
delación del Hospital del Mar y la práctica
extinción del Laboratorio Experimental de
Terapéutica Inmunológica, en Barcelona ya
no queda ni la más pequeña reliquia de los
centros en los que se desarrolló la microbio-
logía médica en Cataluña, y desde donde se
introdujo en España y en América Latina.
Requiescant in pace.
Lo que acabo de contarte me trae a la
memoria las visitas a España primero de Fle-
ming y luego de Waksman, un poco esper-
pénticas y tal vez como unas fiestas rezaga-
das de fnnales del siglo XIX. Naturalmente,
también me recuerda el desarrollo industrial
de las sulfamidas, así como la primera obten-
ción de penicilina a pequeña escala. Todo ello
fue el inicio de una gran actividad sanitaria e
industrial, que precedieron al «desarrollis-
mo». Sin una cosa y otra no habríamos llega-
do a la modernización efectiva del país, ni a
lo que se llama estado del bienestar.
Después de la etapa pasteuriana y la de
los antibióticos y quimioterápicos de síntesis,
la obra de Kluyvert y van Niel en la Politécni-
ca de Delft, continuando la iniciada a princi-
pios del siglo XX por Beijerinck, y el hito con-
creto del Congreso de Bruselas del año 1955,
significaron un gran cambio de época en el
conocimiento de los microbios. Dicho cambio
aún era reciente en el momento de formar mi
propia visión global de la Microbiología, sobre
la que se asentaría y se desarrollaría mi acti-
vidad docente y de investigación en esta Fa-
cultad de Biología de Barcelona, hasta llegar
a la apoteosis de la escala molecular coinci-
diendo con mi jubilación.
No hace falta que te recuerde que la acti-
vidad a la que me refería siempre estuvo
complementada por la enseñanza y el estudio
de la Historia de la Ciencia, continuando la
tradición iniciada en 1899 por Odón de Buén,
el primer catedrático de Historia Natural de la
Universidad de Barcelona. Como ya te he
contado en una carta anterior, Odón de Buén
fue el gran mensajero del darwinismo en
nuestro país.
La Historia viene a ser en la evolución cul-
tural el equivalente del genoma en la evolu-
ción biológica, es decir, una preformación del
mundo intelectual que encontraremos en
nuestra existencia, y a partir del cual surgirán
todas las innovaciones, imposibles partiendo
de cero. Más tarde, muchas serán desestima-
das y otras no, continuando un proceso pro-
gresivo e irreversible.
Afectuosamente,
ACABOSE DE IMPRIMIR ESTE LIBRO UNA
FLEMÁTICA
TARDE QUE PRELUDIABA EL FINAL DEL
MES DE LOS
CONTRAPONIENTES DE MELOCOTÓN Y
AZUCAR. UN 26
DE AGOSTO DEL AÑO 2004. FESTIVIDAD DE
LA SANTA
CATALANA QUE FUE HOMÓNIMA DE LA
MÍSTICA.
SANTA TERESA DE JESÚS Jornet e Ibars.
LAUS DEO
NOTA DEL AUTOR
Las fuentes bibliográficas de esta colección
de «Cartas a Nuria: Historia de la Ciencia»
son diversas y numerosas. Dado el género
literario y el propio nivel de la exposición, se
ha optado por incluir en el propio texto sólo
las de mayor interés omitir las restantes. Por
otra parte, resulta evidente la influencia que
han tenido sol todo el conjunto epistolar los
cursos de Historia de la Ciencia impartidos c
anterioridad por el autor en la Facultad de
Biología de la Universidad de Barcelona Tam-
bién han dejado su huella las ideas surgidas
en muchas de sus conversaciones c amigos y
colegas interesados en esta temática. Sin
duda, en este caso ocupan un lugar; destaca-
do los profesores Josep Alsina y Joan Vernet,
prestigiosos especialistas ciencia griega y
árabe respectivamente. Justamente, cabe
señalar que el último ellos puede considerar-
se como principal responsable de haber des-
pertado, hace muchos años, el interés del
autor por los estudios históricos.
La presente edición de las Cartas es ade-
más fruto de una total reconsideración epis-
tolario original. En ella, la participación del
Prof. Josep Casadesús ha ido mucho más allá
de lo que podríamos llamar con justicia una
buena traducción, fiel y respetuc A través de
un largo diálogo, a veces hasta apasionado,
con sus siempre atinadas preguntas, suge-
rencias, dudas y aun objeciones, se ha llega-
do, más que a una traducci a cierta transfigu-
ración del original catalán, a la cual el autor
reconoce que difícilme hubiera accedido por sí
mismo.
En general, se ha mantenido el nombre en
latín de los autores anteriores al siglo XV
porque es como fueron conocidos exclusiva-
mente en su tiempo. Después se transcriben
er lengua materna. La traslación de nombres
griegos y árabes, de acuerdo con el gén lite-
rario y siguiendo el consejo de los entendi-
dos, se hace de la forma más habitual, que se
ajuste necesariamente a la normativa adop-
tada para los trabajos especializadc
Se han intercalado párrafos en distintas
lenguas, igual que se ha hecho con algunas
títulos de las cartas, con la intención de evo-
car los cambios más significativos er contexto
lingüístico a lo largo del curso global del pen-
samiento científico. En e caso, el uso del
francés podría considerarse abusivo, pero se
justifica por la intenc de resaltar el hecho de
que todas las cartas se dirigen a una hija que
trabaja er. Universidad de Montpellier, donde
vive y se comunica inmersa en un ambie ex-
clusivamente francés.
Finalmente, el autor quiere señalar que
hay ilustraciones que corresponden efectiva-
mente al texto epistolar original, pero otras
se han añadido por considera] enriquecedo-
ras en un libro dirigido a un público amplio.

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