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Nicolás II: el zar maldito

Hace 100 años abdicó el zar Nicolás II. El hecho marcó el final de una dinastía de tres siglos,
desencadenó el triunfo de Lenin y la llegada del comunismo a Rusia.

Nicolás II fue un hombre bueno y débil,


cuyo destino habría de cambiar el
curso de la historia. Los Románov
gobernaron Rusia durante 300 años en
calidad de autócratas. Es decir, como
monarcas absolutos que regían sin que
nada pusiera en tela de juicio su
mandato divino. El zar tenía el todo
poder y sus 120 millones de súbditos,
aunque en teoría habían dejado de ser
siervos desde el reinado de su abuelo
Alejandro II, eran en un 90 por ciento
campesinos paupérrimos cuyas vidas
Luego de abdicar, tras la revolución popular de febrero de 1917, Nicolás II y su familia dependían del zar. Millones lo
pasaron meses recluidos en su villa de San Petersburgo, ciudad conocida entonces como veneraban, pero unos pocos disidentes
Petrogrado. Foto: Getty Image pensaban y luchaban ya por una Rusia
sin zares al precio que fuera.

A mediados de marzo de 1917, hace 100 años, Nicolás II abdicó y se convirtió de ese modo en el
último zar de Rusia. En un tren cercado por revolucionarios, dejó el trono que había asumido en 1896.
Firmó el documento abatido por una guerra que afectaba el alma y los recursos de su imperio (contra
su primo alemán, el káiser Guillermo), y por el turbulento y desigual escenario social del que brotó una
revolución popular en febrero del mismo año. Lo hizo presionado por revolucionarios y por dos
miembros de la Duma (Parlamento) que viajaron para asegurarse de que sucediera. Con el hecho
consumado se oficializó un gobierno provisional. Nicolás pudo regresar a Petrogrado (San Petersburgo
antes de la guerra), y junto con su familia quedó confinado a su villa Tsárskoye Seló. Allá pasaron
meses hasta que Aleksandr Kerenski, uno de los líderes del gobierno provisional, los reubicó lejos de
Petrogrado, pues temía por sus vidas. No le faltaba razón. Tan pronto Lenin y los bolcheviques
tomaron el poder, convirtieron al zar en su prisionero y lo enviaron a una casona en Ekaterimburgo, en
los Urales.

Su destino quedó sellado cuando los bolcheviques tomaron el poder. Lenin, su líder, creía que “sin
fusilamientos no había verdadera revolución” y, además, tenía una cuenta pendiente con la dinastía
que había colgado a su hermano mayor. Envió el mensaje en código a sus soldados, que borrachos
levantaron a medianoche a la familia (Nicolás, su mujer Alexandra, sus hijas Olga, Tatiana, María,
Anastasia y su hijo Alexéi, y cuatro ayudantes), la llevaron al sótano y la fusilaron sin pestañear. Los
asesinos se vieron obligados a rematar a las princesas pues no murieron con los primeros disparos.
Las joyas y diamantes que habían apilado y ocultado en sus corsés evitaron que murieran en el acto.

Los restos de los Románov solo resurgieron en 1979 tras una búsqueda masiva por la zona. Y se
confirmó que se trataba de ellos gracias a pruebas de ADN. Felipe de Edimburgo, marido de la reina
Isabel II y descendiente de los Románov, resultó determinante pues entregó la muestra que confirmó
las sospechas.

La espiral descendente

El abuelo de Nicolás, el zar Alejandro II, había muerto violentamente en 1881, a manos de terroristas
de la organización Narodnaya Volya que bombardearon su carruaje con granadas y lo remataron. Y
como su padre Alejandro III murió de nefritis, a sus 49 años, en 1894, la línea de sucesión no le dejó
escapatoria al sensible Nicolás, de 26 años, quien había sido educado para regir un campesinado dócil.
Él no se sentía preparado, y las etapas de agitación y cambios en el panorama social del imperio solo
hicieron su labor más turbulenta. En el mismo año de la muerte de su padre se casó con la luz de sus
ojos: Alexandra Fiódorovna. La nueva zarina describió la extraña seguidilla de eventos al asegurar que
las ceremonias de sepelio y matrimonio habían sido la misma, solo que en una se había vestido de
negro y en la otra de blanco.

Hasta el momento de su coronación, Nicky, como le decían sus familiares, había gozado de las
grandes bondades de ser un Románov, pero el destino le cobró cada sonrisa. Asumió en 1896, y su
mandato quedó manchado desde el principio. Su tío Sergio, la autoridad en Moscú, consideró buena
idea ofrecer a los ciudadanos un recuerdo conmemorativo. Invitó a la población al campo Khodynka
donde tenía preparadas 400.000 tazas con panecillos y salchichas. Pero desestimó el tamaño de la
convocatoria. Las autoridades no pudieron controlar la turba de 700.000 personas que, impaciente,
entró en pánico. El festejo abierto se volvió una pesadilla y cobró la vida de 3.000 hombres, mujeres y
niños, cuyos cuerpos aplastados fueron apilados y recogidos en carretas.

El zar no tuvo la culpa, pero muchos no le perdonaron evitar el tema públicamente y no suspender el
resto de actividades relacionadas con su coronación. Como consuelo ante las presiones de familiares y
miembros de la corte, Nicolás recurría a su amada Alexandra, su zarina alemana de costumbres
inglesas por influencia de su abuela, la reina Victoria de Inglaterra. Para el zar, Alix era la luz de sus
ojos y su escape. Se hablaban en inglés, el idioma en el que mejor se entendían, y se escribían cartas
con una pasión enorme. “Puedo dar gracias a Dios por el tesoro que me ha enviado en persona de mi
esposa… Pero el Señor me ha dado también una pesada cruz que soportar”, aseguró en uno de sus
tantos escritos.

Tristemente para él, el entorno la percibía de forma radicalmente distinta. Para sus súbditos, para la
aristocracia y para la pujante y creciente burguesía de San Petersburgo (excluida del gobierno por
Nicolás), Alix trataba con desdén a su pueblo. La pasión que sentía por su marido, por sus cuatro hijas
y por el heredero real, Alexéi, enfermo de hemofilia, nunca se tradujo en popularidad, y la situación solo
empeoró. Cuando Alemania declaró la guerra a Rusia en 1914, el pueblo la tildó de traidora y espía. Y
cuando encontró en el desaliñado monje siberiano Grigori Rasputin el santón capaz de salvar a su hijo
de sus terribles hemorragias con solo susurrar palabras a su oído, la criticaron por supersticiosa y por
darle tanto poder a un loco.

Contra todo y todos

Nicolás II aplicó la lección centenaria: el zar manda, el pueblo se arrodilla. Pero crasos errores
debilitaron esa posición que, hasta ese momento, era incontestable. En 1905 optó por librar un conflicto
contra Japón que terminó en una derrota humillante, devastó a las tropas rusas y destruyó su Armada,
que vio cómo el enemigo acabó con 200 de sus 300 buques de guerra. El desastre mandó a pique la
moral del pueblo y la credibilidad de su monarca. A esto se sumó el Domingo Sangriento, cuando sus
fuerzas masacraron una manifestación pacífica que le exigía voz y derechos para la gente. Presionado,
Nicolás II tenía que escoger entre represión total o establecer una Duma, es decir, un Parlamento
representativo. Eligió la salida constitucional, especialmente, porque en ese momento podía disolver la
Duma a voluntad.

Pero faltaba el gran golpe. Nunca imaginó que su primo Willy, como llamaba al canciller Guillermo II de
Alemania, le declarara la guerra a Rusia, pero sucedió en 1914. El zar vivió su último momento de
gloria cuando habló a su gente y escuchó de su pueblo arrodillado “Dios salve al zar”. En la guerra
murieron millones de soldados rusos, y él asumió el comando de las acciones militares, una jugada
arriesgada que, por su inexperiencia, le saldría cara. Progresivamente su espíritu se quebró, incluso en
la correspondencia que mantenía con su zarina, quien lo animaba a seguir los pasos de los zares del
pasado.

Todo se terminó de derrumbar en febrero de 1917. El pueblo se hizo sentir, tumbó los símbolos del
águila de dos cabezas que representaban a la monarquía y las autoridades se le unieron. La revolución
se consumó. En un tren el zar abdicó, y en un tren, Lenin llegaba. Lo demás es historia. n

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