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Mamá, no soy niño | España


Manuel Jabois
8-10 minutos

Un sábado de abril de 2016, en su piso de Madrid, Carmen


García de Merlo se puso unos pantalones vaqueros ajustados,
una peluca larga, un niki a rayas y unas botas azules que había
comprado a domicilio. Tardó 50 años en llegar desde su cuarto
hasta la calle. Fue el tiempo que pasó hasta que Carmen decidió
mostrarse públicamente como había sido siempre, mujer. Cruzó
así vestida el pasillo de casa, y a los 50 años de espera le añadió
media hora pegando la oreja en la puerta para no cruzarse con
algún vecino. Recuerda que era una tarde agradable, que la
Gran Vía estaba llena de sol y de luz, y que la clandestinidad
había hecho mella: con los pantalones tan ajustados, fuera de
casa necesitaba el bolso que nunca llevaba dentro. Recuerda
también que se subió a un autobús para ir a Kinépolis, que por
primera vez hizo cola en el servicio de mujeres, que en el metro
la miraban sin disimulo y que a ella le daba igual porque,
después de más de medio siglo, "estaba contentísima de ser yo".

Carmen es abogada y enfermera. Habla en la sede del Colectivo


de Lesbianas, Gays, Transexuales y Bisexuales de Madrid
(COGAM) mientras atiende las últimas demandas del colectivo
transexual referidas a la Ley Integral de Transexualidad de esa
comunidad. "Yo me crié en Valdepeñas en los años sesenta.
Empecé a ser consciente de que no era un niño a los cuatro
años. A esa edad jugaba a intercambiarme ropa con mi hermana,

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luego lo seguí haciendo sola. A los 11 me encerraba en mi cuarto


y me vestía con su ropa, me miraba en el espejo, me reconocía a
mí misma. En aquellos años lo que me pasaba no tenía nombre.
Yo era mujer. ¿Pero transexual? Entonces esa palabra no se
escuchaba en ninguna parte. Empezó a hacerse familiar en los
ochenta". Una semana después de la conversación con EL PAÍS,
Carmen le escribió una carta a la juez María Elósegui, famosa
esta semana por sus declaraciones homófobas. "Aunque en mi
partida de nacimiento escribieron 'varón', nunca me lo
preguntaron: pasé toda una vida de represión hacia mí misma".

Rut y Mario, nombres supuestos de una pareja que vive en


Roma, decidieron que le iban a preguntar a su hijo de qué genero
se sentía. O más bien, dejar que el niño lo descubriese por sí
mismo. Cuando Rut se quedó embarazada, los dos se
enfrascaron en un debate sobre la educación de su primer hijo.
Mario, profesor catalán, se pone al teléfono para hablar de su
bebé de cinco meses, razón por la que prefiere proteger su
identidad. "Primó que vivimos en Roma y no en Suecia", dice
para referirse a la libertad con la que una de sus mejores amigas,
que vive en el país nórdico, educa a sus hijos. "Pero al nuestro",
dice Mario, "vamos a intentar hacerle ver desde el principio que
no existe una esencia totalmente masculina ni femenina". De
momento, no corrigen a nadie cuando les dice "qué bonito el
niño" o "qué bonita la niña", y la ropa, heredada, se la ponen
indistintamente sea de niña o niño. Los primos del bebé lo siguen
haciendo a los siete años: dependiendo del día se ponen falda o
no, según les apetezca, sin atender a roles convencionales. "Hay
dos formas de explicar el hecho trans. Una, más clásica, dice que
se ha nacido en el cuerpo equivocado. Hay otra, de Paul B.
Preciado, que prefiero: las personas son demasiado complejas
para reducirlas a una esencia femenina o masculina; se actúa

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como hombre o como mujer, a veces como las dos cosas, a


veces como ni una cosa ni la otra", dice Mario, que recuerda que
es más conveniente hablar de ‘comunidad trans’, el colectivo que
incluye a transgéneros, identidades de género que no se
corresponden al género asignado al nacer..

"No todo es rosa o azul"

Rosa supo que tenía un bebé diferente. "No sé si esto es común,


pero desde el principio supe que era distinto". En el colegio,
cuando representaron Caperucita, todos los niños eligieron ser el
cazador y todas las niñas Caperucita. Riley eligió ser la abuelita.
Lo que ocurría es que Riley no era niño, pero tampoco estaba
seguro de ser niña. Su madurez a los 12 años es asombrosa: es
un menor trans no binario que está encajando en un universo
que no concibe oficialmente a nadie como elle, género neutro
con el que se denomina a las personas no binarias; un universo
dividido en dos sexos de acuerdo a sus genitales. A los baños
del instituto Riley prefiere no entrar porque sólo tener que elegir,
le agobia. Aparece en el salón de su casa con una bata morada.
Dice señalándosela: "No todo es rosa o azul, también hay otros
colores". Rosa, como Emilio, como Belén (madre de una menor
trans que ha preferido no hablar de su hija para este artículo), se
encuentran con un problema común: la falta de referencias. Que
en el caso de Rosa y Riley es mucho más evidente. Hasta que
Riley no se encontró a los 10 años con Pau, un monitor de
campamento, no supo quién era. Hablando con Pau, 12 años
mayor, supo que había más gente que no se sentía niño ni niña,
menores y mayores para los que la identidad era algo más
complejo y abierto que la tradicional separación de géneros. A
propósito de la polémica de las drag queen en la cabalgata de
Vallecas, Belén rescata un tuit de la poeta Álex Portero: "A mí,

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niña transgénero de los ochenta, me colocas en la cabalgata a


La Prohibida en aquellos años de dolor constante y creo en la
magia durante el resto de mi vida. Y hasta pensaría que puedo
ser bonita y querida en lugar de dar vergüenza". Rosa cuenta
que las carrozas llevaban un cartel que decía "las niñas y los
niños son el futuro". "Imagina Riley lo triste que se puso".

"No había nadie", coincide Rosa. "Y a mí no me habían


enseñado nada de esto. Tienes que aprenderlo tú y tu hije solos.
Si yo hubiese visto antes muchas cosas lo hubiera hecho mejor".
Con 10 años, Riley le dijo a su madre que tenía claro que no era
un niño, pero no sabía si era una niña. En el Ramón y Cajal de
Madrid no tuvieron suerte: "La persona que lo atendió creo que
no supo encontrar las palabras con Riley. Básicamente le dijo
que no se juntase con niños como él, que se relacionase con
gente normal. Salí de allí espantada". Antes de despedirse le
presta al periodista Tránsito (Bellaterra, 2015), un libro de
Bermúdez y Cantero. "Esto nos ayudó. Y El sexo sentido, el
documental sobre la transexualidad en menores".

Emilio, padre de Jonay, llenó su biblioteca de libros sobre


transexualidad. Hoy divide su vida entre su trabajo y el activismo,
ayudando a otras familias desde COGAM, como hace Carmen.
"Yo no salí del armario, yo salí del trastero", dice recordando su
matrimonio, cuando se vestía de mujer en un trastero. Jonay, que
ya ha hecho la transición y es chico a efectos administrativos,
tiene un nuevo frente: mantiene su cuerpo abierto a la posibilidad
de quedarse embarazado. La ley estatal que regula el acceso a
la reproducción asistida se refiere sólo a mujeres; en Madrid, y
alguna otra comunidad, se menciona a "personas con capacidad
gestante", otra contradicción administrativa a la que hacer frente.
Mario, desde Roma, advierte de que no está criando a su bebé
para que sea transexual, sino para que tenga toda la información

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y libertad para sentirse quien es cuando tenga la capacidad de


serlo, y no se encuentre con un mundo preconfigurado en el que
no encajar. Riley, antes de irse a cenar, responde a la pregunta
de por qué eligió ese nombre: uno de sus significados es
"valiente", dice.

Una concesión que no termina

Hace 15 años, Emilio García y su mujer se encontraron con que


la que ellos creían su niña de cuatro años quería ir al colegio con
pantalones. "Se quejaba, lloraba", cuenta él en una
hamburguesería del Paseo de la Castellana. No le dio mucha
importancia. En el colegio exigían uniforme, y se resignó. Fue la
primera de muchas resignaciones; ser transexual es una
concesión que no termina, ni siquiera con la transición acabada y
los papeles: siempre hay una explicación más que dar o una
claudicación ante algo o alguien. Las señales con el tiempo se
hicieron evidentes. A Jonay, su nombre, le espantaban las
fotografias. Solía encerrarse en su cuarto, donde se desarrollaba
su identidad a salvo del resto. El mundo da por hecho que el
haber nacido con genitales de mujer le convertía en mujer. Eso
es difícil de asumir porque él siente, vive y sabe que es un
hombre; por tanto o el mundo es monstruoso, o el monstruo era
él. Tuvo, como otros niños en su situación, problemas de
autoestima, y todo se aceleró en casa cuando en el colegio se le
encontraron autolesiones. "A mi hijo, como a cualquier
transexual, le habían dicho que no existía. Y lo que los demás
veían, desde su propio nombre, él no lo sentía como propio".
Para ser reconocido como hombre o mujer, un trans tiene que
presentar un certificado de disforia de género y acreditar dos
años de tratamiento. La mayor Unidad de Género de España, la
del Hospital Ramón y Cajal, cumplió el pasado año una década:

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1.500 consultas y 400 cambios de género.

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