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José Rubio Carracedo

Ana María Salmerón


Manuel Toscano Méndez
eds.

ÉTICA, CIUDADANIA
Y DEMOCRACIA

CON TRABAJOS DE:


Pablo Badillo, Enrique Bocardo, Adela Cortina, Ernesto Garzón Valdés,
Juan Carlos Geneyro, Salvador Giner, Antonio Linde,
Juan Carlos Mougán, José Manuel Panea, Marta Postigo,
Alexandra Rivera, José María Rosales, José Rubio Carracedo,
Ana María Salmerón, Rosa María Torres, Manuel Toscano,
Rodolfo Vázquez, Ramón Vargas-Machuca

CONTRASTES
Colección Monografía 12 [ISBN: 978-84-690-4782-8]
Málaga 2007
La educación ciudadana en la sociedad
mal ordenada
Ana María Salmerón Castro y Alexandra Rivera Ríos
Universidad Nacional Autónoma de México

I. Introducción

La conceptualización vigente de la educación, en general, y de la educación


ciudadana, en particular, se sostiene, entre otras cosas, sobre el ampliamente
aceptado reconocimiento de que el ambiente social ejerce la mayor y más po-
derosa influencia formativa. Hay un acuerdo extendido que gira en torno a la
idea de que lo que las nuevas generaciones aprenden en el proceso educativo,
lo que pueden hacer, pensar, recordar, crear, imaginar, modificar (o cualquier
verbo que indique una actividad particular) no es resultado del azar, sino pro-
ducto de aquello que la mente es capaz de poner en movimiento a partir de las
prácticas y exigencias de la vida social corriente en que los individuos crecen
y se constituyen.
A esta idea crucial respecto del impacto ambiental, social y cultural, so-
bre los procesos de formación de los agentes morales y ciudadanos subyacen,
desde luego, una serie de matices que impiden socavar la esperanza de educar
a las nuevas generaciones para que sean capaces de superar y contribuir al
mejoramiento de las malas condiciones de un ambiente social desequilibrado
-repleto de contradicciones, de injusticias sociales y procesos de discriminación
y exclusión- que existen y se manifiestan en las sociedades mal ordenadas. Es
decir, a pesar de que reconocemos la injerencia del ambiente social corriente
en la conformación de las personalidades morales y la agencia ciudadana de las
nuevas generaciones –que, en su mayor parte, ocurre de manera no deliberada,
inconsciente e involuntaria- no desconfiamos del poder de las estrategias de
formación planificadas y de la función de la escuela en los procesos de mo-
dificación, recreación y mejoramiento de las condiciones sociales, políticas y
culturales del entorno.
Quienes nos ocupamos de estudiar y practicar las posibilidades de mejora
de la educación sistemática, creemos fielmente en la capacidad de este complejo
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proceso para potenciar el mejoramiento de los individuos y de las relaciones


sociales de los grupos a que pertenecen.
En sociedades menos complejas que las actuales, o, mejor aún, menos
injustas y más ordenadas que las que imperan hoy -donde la pobreza, la mala
distribución de la riqueza y las oportunidades constituyen las condiciones
definitorias de las relaciones sociales-, la función educativa relacionada con la
formación de futuros ciudadanos podría casi dejarse en manos del ambiente
social y las experiencias cotidianas de intercambio en el espacio público. En
condiciones ideales, las nociones de justicia, las obligaciones de respeto a la
dignidad y la libertad de los otros constituirían, quizá, un aprendizaje casi
involuntario y natural. No obstante, las lecciones espontáneas que ofrecen el
ambiente y las relaciones en una sociedad mal ordenada no son, precisamente,
las que estimamos deseables para la conformación de nuevas y distintas capa-
cidades de transformación y mejora de la intervención que pueden hacer los
individuos en el espacio público.
En este sentido, la labor que la escuela pueda ejercer tiene una importancia
capital en atención a los propósitos de formación ciudadana. Y la tiene –cree-
mos- en dos sentidos fundamentales, a saber:
En primer lugar, la tiene en el sentido en que la institución escolar puede,
como mostró John Dewey, crear un ambiente social distinto, “purificado”, que
filtre las condiciones perjudiciales del ambiente social amplio y potencie las
condiciones que se estiman deseables para la experiencia de los usuarios del
sistema educativo e influyan favorablemente en su crecimiento.
En segundo lugar, la tiene en el sentido en que la escuela, como ninguna
otra institución, puede producir y generar nuevos y distintos hábitos de pen-
samiento que se orienten a la superación de las condiciones fácticas. Hábitos
diferentes a aquellos que suelen movilizarse -de manera natural y espontánea-
en la mente de los individuos y los grupos que conviven en espacios públicos
mal ordenados.
Este segundo sentido es el que ocupa el tema central de este ensayo.
Intentaremos mostrar las razones que nos permiten defender la idea de que
la responsabilidad de la escuela en relación con la educación ciudadana está
cardinalmente atada al impulso que debe ofrecerse al fomento y afinamiento
de la razón teórica. Pensamos que el fomento de la razón, en su orientación
teórica, ha sido desconsiderado en la labor de enseñanza escolar, a pesar de la
incuestionable atención que se ha concedido a algunos postulados progresistas

 De acuerdo con Dewey la escuela puede constituir un ambiente social especial y pro-
metedor a partir de que, como ningún otro espacio de asociación humana, tiene la posibilidad –y
de hecho la función obligada- de simplificar, purificar y liberar las condiciones de intercambio
social de la comunidad más amplia de la que forma parte. Cf. J. Dewey, 1966.
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relevantes en el diseño de las prácticas educativas. Y que la razón fundamental


de tal falta de consideración ha sido, sostenemos, una particular interpretación
de ciertos elementos fundamentales de la filosofía educativa deweyana que no
necesariamente hacen justicia al planteamiento más general y profundo de las
contribuciones de este autor.

II

Un acuerdo amplio respecto de dos ideas básicas ha orientado la dirección


de la reflexión y las prácticas de la educación moral y cívica en la escuela
contemporánea.
La primera idea dicta que la escuela es un medio para el mejoramiento de
la sociedad. La función de la escuela –entendemos y sostenemos todos- debe
aportar, en lo que le toca, a la solución de los problemas sociales prácticos. Esta
idea cobra mayor peso aún cuando la enseñanza escolar atiende a la formación
de las futuras generaciones de agentes morales y ciudadanos, pues la educación
para la ciudadanía y la moralidad presupone un compromiso directo con la
solución de los problemas prácticos en la esfera pública y social.
La segunda idea, ampliamente difundida y aceptada, señala que el pen-
samiento se orienta hacia los problemas prácticos y se origina en la duda, la
dificultad y el conflicto de ese tipo de problemas. El pensamiento es entendido
como una herramienta adaptativa que permite superar los obstáculos y dificul-
tades del medio natural y social.
Estas dos ideas básicas, constituyen los pilares principales de una ten-
dencia extensamente difundida en la escuela actual que supone que formar al
agente moral y al ciudadano es una tarea fundamentalmente unida al fomento
del pensamiento, entendido éste, como herramienta práctica para la solución
de los problemas sociales.
Así, la educación moral y cívica se entiende en función de una orientación
practicista cuyo punto de partida se establece en las dudas y obstáculos que los
estudiantes identifican en el contexto de las dificultades sociales de su medio
y las condiciones adversas de su realidad cotidiana. La tarea docente parecie-
ra consistir en labores de inmersión en las condiciones fenomenológicas del
contexto y en el estímulo a la aplicación de las soluciones prácticas -muchas
veces ya exploradas- de esas condiciones.
A primera vista, esta tendencia –de claro corte progresista- no parece objeta-
ble. Que la escuela debe tener en mente la finalidad de educar para la solución
de problemas sociales prácticos es una premisa incuestionable que respalda a
cualquier proyecto educativo digno de defensa y ofrece el indispensable cobijo
ético y sentido social a las instituciones de enseñanza. Que la responsabilidad
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educativa está sentada sobre la formación del pensamiento, tampoco es una


premisa objetable. Nadie se atrevería a sostener que la educación moral y cívica
no está íntima y crucialmente ligada a la formación y el fomento de la facultad
mental superior que llamamos “pensar”.
John Dewey es, sin duda, uno de los filósofos que con mayor fuerza ha
contribuido a fundamentar y sostener esta tendencia. Pero la lectura que se ha
realizado de su teoría educativa, y la aplicación que de ella se ha operado en
la escuela, particularmente en los últimos años, se han prestado, creemos, al
desvanecimiento de su propuesta de impulso al pensamiento reflexivo. Y este
desvanecimiento ha dado lugar a un esquema de enseñanza que se ocupa, casi
estrictamente, de fomentar prácticas precisas y conductas observables.
Dos poderosas corrientes de la filosofía y el desarrollo científico tuvieron
una gran influencia en el ambiente intelectual en que Dewey construyó su teo-
ría educativa -el pragmatismo de C.S. Peirce y W. James y el evolucionismo
de C. Darwin. Tales corrientes orientaron la comprensión de la relación del
organismo con su medio ambiente como esencialmente conflictiva y la supe-
ración de los conflictos propios de esa relación como la forma inteligente del
actuar humano.
De ahí puede explicarse que Dewey sostuviera que, frente a las barreras
y obstáculos que los ambientes natural y social imponen, los organismos pri-
mitivos emiten respuestas directas, constituidas, primariamente, por esfuerzos
físicos. Que dichas respuestas no son siempre idóneas o suficientemente
eficientes para los seres humanos, y que ello hace necesaria la búsqueda de
respuestas indirectas. De acuerdo con este autor, el ser humano, a diferencia de
otros organismos, tiene que superar los obstáculos con métodos más sutiles de
acercamiento a los problemas, y, en estas formas más sutiles está comprome-
tido el pensamiento. Y éste –pareciera insistir el filósofo- recorre los mismos
caminos que recorren los métodos experimentales de la ciencia.
En este orden de ideas, la doctrina deweyana que defiende la noción del
pensamiento como herramienta práctica de solución de problemas, pareciera
identificar al pensamiento científico como utensilio ideal para la adaptación y,
desde luego, como la forma más sofisticada de reacción ante las dificultades.
En este sentido, se ha interpretado que, para Dewey, la actividad científica
constituye el paradigma del pensamiento en su mejor y más amplio sentido;
el modelo perfecto de pensar, parecería nacer siempre del enfrentamiento a
problemas meramente prácticos y llevar -directamente y sin más- a modos
reconstituidos de conducta.
Hay postulados deweyanos que dan lugar a esta interpretación y permiten
sostener que, para este autor, el método experimental para la resolución de pro-

 C.f. J. Dewey 2004.


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blemas de orden científico no es distinto al método de resolución de todo tipo


de problemas. Hay tramos de su obra que identifican claramente la experiencia
reflexiva con el seguimiento de pasos puntuales –muy similares a los pasos
que compromete el procedimiento experimental de ensayo y error. “Pensar
[señala] incluye todos estos pasos: el sentido del problema, la observación de
las condiciones, la formulación y elaboración de la conclusión sugerida y la
prueba experimental activa” (J. Dewey, 1966, p.151).

III

Algunos filósofos han manifestado una clara resistencia a identificar tan cer-
canamente el ejercicio del pensamiento experimental, con otras formas del pen-
sar. Israel Scheffler, por ejemplo, cuestiona la doctrina evolutiva del pensamiento
como herramienta de solución de problemas a partir de dos argumentos.
En primer lugar, señala, sostener que el pensamiento sirve para solucionar
problemas prácticos sólo resulta válido cuando se trata de tipos poco sofisticados
de pensamiento práctico o de aplicaciones tecnológicas. No resulta sostenible,
en cambio, cuando se habla de formas del pensamiento científico en el caso de
que la ciencia sea entendida como empresa teórica autónoma.
“En general [dice Scheffler] las teorías científicas no nacen de los conflictos
prácticos, ni tampoco, en sí mismas, sirven para guiar las actividades prácticas;
están empotradas en estructuras intelectuales complejas, conectadas sólo indi-
rectamente como conjuntos, a contextos de testimonio probatorio y experimento.
Su apreciación depende mucho de estas estructuras intelectuales y abarca, aparte
de la eficiencia práctica, consideraciones teóricas” (1977, p.149).
El segundo argumento de Scheffler en contra de la doctrina del pensamiento
como herramienta de resolución de problemas prácticos, se inscribe en su falta
de abarcabilidad de otras formas del pensar. No resolvemos problema alguno
–dice- cuando “cavilamos, recordamos o imaginamos algo”. Tampoco la activi-
dad intelectiva de los artistas es un buen ejemplo de pensamiento orientado a la
solución de problemas prácticos: “¿De qué problema es Macbeth la solución?”
se pregunta (Ibid., p.148).

 La experiencia reflexiva- dice Dewey- sigue estos pasos: 1º. El sujeto se enfrenta a
una situación incompleta o desventajosa cuyo carácter lo somete a la perplejidad, la confusión
o la duda. 2º. Elabora una anticipación conjetural; una interpretación tentativa de los elementos
dados, atribuyendo a ellos una tendencia al efecto de ciertas consecuencias. 3º. Realiza una su-
pervisión cuidadosa (examen, inspección, exploración y análisis) de todas las consideraciones
alcanzables que definen y clarifican el problema. 4º. Elabora hipótesis tentativas. 5º. Toma un
plan de acción y lo aplica al estado de cosas existente. Es decir, hace algo abiertamente para
acarrear el resultado anticipado y probar así las hipótesis. J. Dewey 1966, p.150.
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Aunque podamos coincidir con Scheffler respecto de que no todo pen-


samiento se orienta a la solución de problemas, es menester reconocer que
el pensamiento moral –que es el que interesa a la esfera de la educación que
ahora nos ocupa- sí tiene un vínculo estrecho con la resolución de problemas.
Y, en algún sentido, hay que decirlo, con la resolución de problemas prácticos.
Pero sólo en algún sentido, porque el pensamiento moral exige de soluciones
teóricas para el enfrentamiento de los problemas prácticos; y los recursos y
procedimientos de examen que exigen los problemas morales no son los mismos
que se aplican en los procesos indagatorios experimentales.
De acuerdo con Fernando Salmerón tanto la moralidad como la ciencia
enfrentan problemas, pero este autor no admite que el pensamiento siga patro-
nes equivalentes en la solución de los problemas de estas dos naturalezas. Las
ciencias, sugiere, operan con procedimientos de fragmentación; subdividen
los problemas en forma precisa y tratan –cada vez- uno solo de ellos. En la
medida en que lo hacen así, no desembocan en cuestiones más generales que
las que en un momento dado plantea el avance de la investigación misma. La
ciencia no responde a sus problemas recurriendo a cuestiones de principio no
decididas; tampoco encuentra entre sus problemas interrogantes que no puedan
ser respondidas con enunciados corroborables.
Con los problemas morales ocurre algo muy distinto, porque responder
a ellos requiere siempre recurrir a una “norma fundamental”, a un “ideal de
bien supremo”. La respuesta a las interrogantes morales exige del recurso a
cuestiones últimas que nunca se consideran decididas. En el ámbito de la moral,
no existen las cuestiones intermedias; por delimitado que sea un problema de
este tipo, su solución siempre conduce a cuestiones últimas de la moralidad
(Salmerón, 1991).
Esta distinción de los requisitos y patrones de acercamiento que son ne-
cesarios para la solución de los problemas científicos y los morales quiebra la
clara identificación –que se desprende de algunos tramos de la obra de Dewey
(1966 y 2004)- de los modos del pensamiento reflexivo sobre la moralidad con
las formas del pensamiento propios da la indagación experimental. La quiebra,
no simplemente porque el pensamiento relacionado con los problemas cientí-
ficos o técnicos comprometa rutas de indagación reflexiva distintas a las que
compromete el pensamiento moral, sino también porque la representación que
nos hacemos de ambos tipos de problemas proviene de formas diferentes de
aprehensión. Y si bien, los problemas de la moralidad no son sino problemas
prácticos, la ruta de acercamiento a su resolución recorre un sendero que no se
constriñe al pensamiento práctico. No es imposible reconocer, como hiciera
Kant, que la razón teórica (o especulativa) juega, en el enfrentamiento al pro-
blema moral, el papel primordial.
La educación ciudadana en la sociedad mal ordenada 305

IV

De acuerdo con Kant (1946), es posible distinguir dos maneras disímiles


de construir las representaciones sobre los objetos y sucesos del mundo. Aun-
que estas dos maneras de producir representaciones se suponen mutuamente,
a unas accedemos primariamente por los sentidos (es decir, construimos repre-
sentaciones de las cosas por la vía de la experiencia sensitiva). Gracias a ellas
somos capaces de conocer los objetos de la manera en que éstos nos afectan.
Se trata de una forma de conocimiento pasiva e incompleta, dice Kant, pues
conocemos los fenómenos –en tanto somos afectados por ellos- pero no las
cosas en sí mismas. Hay, por otro lado, representaciones en que interviene
nuestro albedrío; se trata de representaciones que producimos activamente, con
independencia de las condiciones fenoménicas, empíricas.
Esta diferenciación de las maneras en que construimos las representaciones
de lo fenoménico y lo no fenoménico, es lo que fundamenta la base de la distin-
ción kantiana entre el mundo sensible y el inteligible. Una distinción esencial
para comprender la distancia que el filósofo marca entre las posibilidades de
comprensión que tiene el entendimiento y las de la razón. Con el entendimiento
–sostiene- comprendemos las reglas de las representaciones sensibles. En ese
sentido, el entendimiento no puede ir más allá de la experiencia de los fenóme-
nos. De la razón, en cambio, emergen las ideas que sobrepasan lo que la mera
sensibilidad del mundo fenoménico nos ofrece.
Con ello, por supuesto, Kant no pretende decir que la condición a priori
de los conceptos y las representaciones que produce la razón no se dirijan a
la solución de problemas prácticos que existen en el mundo fenoménico. Al
contrario, la formulación del imperativo categórico es justamente el resultado
del uso de la razón práctica. Es decir, de la razón teórica en su indispensable
aplicación a los problemas prácticos de la vida y el actuar humanos.
Kant distingue, incluso, tres tipos de problemas objeto de la razón prác-
tica: los problemas técnicos, los pragmáticos y los morales. Al enfrentarse a
ellos la razón genera tres tipos distintos de mandatos. Los mandatos racionales
para los problemas técnicos dictan “reglas de habilidad”; para los problemas
pragmáticos dictan consejos de “sagacidad”; los mandatos para los problemas
morales dictan “leyes apodícticas” (I. Kant, Op.cit).

 Para Kant “las dos razones, la teórica y la práctica, no son dos tipos distintos de razón,
sino la misma razón que difiere en su aplicación […] la razón en su uso práctico se ocupa de
[…] determinar la voluntad, la libertad, etc, y entonces su uso es ético o moral” F. Mora 1992,
p. 661. La opinión de Dewey al respecto, no es la misma, pues afirma que Kant “separa la razón
moral del pensamiento y el razonamiento en la forma en que se muestran en la vida ordinaria y
en la ciencia [como si se tratara] de una facultad única, cuya sola función es hacernos advertir
el deber y su imperativamente legítima autoridad sobre la conducta”. J. Dewey 1965, p. 145.
 Entendida ésta como la habilidad para elegir medios conducentes al provecho propio.
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Aunque los tres tipos de problemas tienen vínculos innegables con las
condiciones empíricas y subjetivas (pues constituyen precisamente respuestas
razonadas a ellas), los problemas técnicos y pragmáticos se resuelven direc-
tamente en el orden de esas condiciones; los problemas morales no. Éstos
se resuelven bajo leyes que se fundan sobre la libertad y la autonomía de los
agentes –es decir, sobre la independencia de lo sensible- que es propia de su
pertenencia al mundo de lo inteligible. La condición apodíctica del mandato
moral no puede derivarse de la experiencia empírica, sólo la razón teórica es
capaz de construir ese mandato a priori.

Es verdad que Dewey hizo pronunciamientos precisos en contra de algu-


nos postulados de la teoría crítica kantiana, particularmente en relación con
algunas de las asunciones epistemológicas del filósofo alemán. Sin embargo,
es posible también dilucidar encuentros y profundas coincidencias en relación
con la mirada de Dewey respecto de la función de la experiencia reflexiva y
la orientación teórica de la razón que Kant reconoce como fundamental en el
encuentro de soluciones a los problemas morales.
Creemos que es posible encontrar tales coincidencias porque tras propo-
ner que el pensamiento (y las experiencias) parten de las respuestas frente
a los problemas del mundo exterior, Dewey hizo surgir una distinción entre
dos distintos niveles de la experiencia. Hay –decía- un nivel de la experiencia
que es, efectivamente, el resultado de un proceso de indagación marcado por
el método de ensayo y error, pero hay otro nivel de la experiencia que no se
conforma con el ajuste que logra el organismo con su ambiente a partir de ese
método. Este otro nivel, si bien parte de lo mismo, conduce más lejos. Con

 Se trata de los problemas a que responden los imperativos hipotéticos; es decir, a los
imperativos que orientan la acción siempre bajo la condición de un propósito ya atado o prees-
tablecido subjetivamente y no, como sucede con el imperativo categórico, cuya condición no
puede estar preestablecida.
 Un ejemplo de ellos se muestra en el siguiente párrafo: “Cuando la experiencia se
alinea con los procesos de vida y las sensaciones se alinean con procesos de reajuste, el alegado
atomismo de las sensaciones desaparece. Y esa desaparición permite abolir la necesidad de la
facultad sintética de la razón super-empírica que se suponía las conectaba […] así, cesa la ne-
cesidad de acudir a la complicada maquinaria kantiana y poskantiana de los conceptos a priori
y las categorías que sintetizan el material de la experiencia”. J. Dewey 1952, p.85.
 Conviene señalar que Dewey no distingue tajantemente entre pensamiento y expe-
riencia, uno forma parte de la otra; y ambos (en su inexorable conexión con el conocimiento)
constituyen el proceso por el que la vida se sostiene y en cuyas condiciones se encuentran
implicados. Cf. J. Dewey 2004.
La educación ciudadana en la sociedad mal ordenada 307

el método de ensayo y error –decía el filósofo- logramos entender que cierta


forma de actuar y ciertas consecuencias mantienen una conexión, pero no al-
canzamos a ver cómo se da esa conexión; algunas ligas adicionales se hacen
necesarias. Nuestro discernimiento en el proceso de ensayo y error, reconoció
Dewey, puede ser demasiado grueso; por ello, a veces, acudimos a una forma
de experiencia que empuja nuestra observación más adelante: analizamos qué
radica entre el acto y la consecuencia hasta develar la causa y el efecto, y a esa
forma de experiencia le llamó “reflexiva”.
Algunos rasgos de esta afortunada coincidencia entre la función de la
razón teórica de cuño kantiano y la noción deweyana de experiencia reflexiva
puede ser explicada con mayor claridad, creemos, a partir de las aportaciones
teóricas de Hannah Arendt. Algunos tramos de la obra de esta autora, pensamos,
consiguen iluminar el vínculo que nos interesa establecer entre el lugar y la
función de la razón teórica que Kant establece en el marco de la resolución de
conflictos de índole moral con la dirección análoga de la noción de experiencia
reflexiva que Dewey defiende como esencial en el proceso educativo deliberado
que deberían realizar las instituciones de enseñanza.
Hannah Arendt recupera la distinción kantiana entre razón y entendimiento;
propone equiparar esos términos a los de “pensar” o “pensamiento” y “conocer”
o “conocimiento”, respectivamente (1971, p.114).
Arendt no duda de que todos los individuos seamos poseedores tanto de
razón teórica como de entendimiento (todos podemos pensar y conocer). De
ahí que para ella, como para Kant , el pensamiento (en tanto que razón teórica)
y el conocimiento (en el sentido de entendimiento) sean planteados a modo de
“exigencias” o mandatos, al menos en lo que corresponde a la determinación
de lo que es bueno o malo, es decir, en lo que se relaciona con los problemas de
tesitura moral. Para Kant toda exigencia es práctica y en tanto que es práctica
supone: “una exigencia objetiva de las acciones libres” (I. Kant, 2002, p. 52).
A su vez, esta exigencia constituye “la necesidad de nuestras acciones bajo la
condición de bondad” (Ibid, p.52).
Arendt lo plantea del siguiente modo:

“Si la capacidad de distinguir lo bueno de lo malo debe tener algo que ver con la
capacidad de pensar, debemos poder “exigir” su ejercicio a cualquier persona que
esté en su sano juicio, con independencia del grado de erudición o de ignorancia,
inteligencia o estupidez, que pudiera tener” (1971, p.114).

La postura de John Dewey al respecto no es distinta. El papel que juega


el pensamiento reflexivo en las situaciones morales es, para él, el mismo que
Hannah Arendt le concede. La idea deweyana del “pensamiento reflexivo”
aparece en su teoría como la condición irrenunciable y el motor de las accio-
308 ana maría salmerón castro / alexandra rivera ríos

nes antes, durante y después de las mismas. En este sentido, el pensamiento


reflexivo deweyano constituye, también, una exigencia en relación con el curso
positivo de las acciones.
Hay otra diferencia fundamental entre el conocimiento y el pensamiento
desde la mirada de Arendt que aparece identificada de forma análoga en la
teoría de Dewey.
La autora sostiene que el pensamiento –la razón teórica- “no deja nada
tangible tras de sí” (ibid, p.113), salvo, quizá, que el resultado de su puesta en
juego trasciende hacia las futuras reflexiones y que, sólo a partir de esa trascen-
dencia, éstas puedan desarrollarse. La capacidad de conocer –el entendimiento-,
en cambio, sí deja resultados tangibles e inmediatos. Se trata de resultados que
pueden ser verificables. Cuando procuramos conocer algo, dice, usualmente
logramos alcanzar el objetivo propuesto:

“La cognición siempre persigue un fin objetivo definido, que puede establecerse
por consideraciones prácticas o por ‘ociosa curiosidad’; pero una vez alcanzado
este objetivo, el proceso cognitivo finaliza” (H. Arendt, 1993, p.187).

En este orden de ideas, la experiencia educativa, que se presenta en la teoría


filosófico-pedagógica de John Dewey, concuerda, también, de manera signifi-
cativa con la idea de conocer que propone Arendt. Para Dewey la experiencia
educativa es la experiencia “verdadera”. Si bien tiene, como punto de partida,
un problema que despierta nuestra curiosidad, la experiencia auténtica no tiene
fin una vez resuelto el problema. Pues la experiencia es verdadera y auténtica-
mente educativa si, y sólo si, posibilita el desarrollo de nuevas experiencias. Es
decir, la auténtica actividad de experimentar no se limita a una sola experiencia,
contiene la exigencia de constituir un encadenamiento de experiencias.
Por supuesto, esto no sólo no nos autoriza a deducir que la experiencia
que propone Dewey pueda tener algún carácter mecánico; las experiencias
“verdaderas” son también, y sobre todo, experiencias reflexivas. Es cierto que
podemos describir una experiencia particular señalando su principio y su fin,
igual que es posible hacerlo cuando hablamos de la puesta en juego de nuestra
capacidad de conocer. No obstante, lo que resulta fundamental a efecto de
nuestro intento de equiparar la perspectiva Arendt con la de Dewey es que en
la noción deweyana de experiencia -en tanto que experiencia particular- igual
que en la idea de la capacidad de conocer de origen arendtiano, se encuentran
implícitas las nuevas experiencias o las situaciones que exigen continuar co-
nociendo y experimentando. Mientras para Dewey la experiencia auténtica va
de la mano del pensamiento reflexivo, para Arendt la capacidad de conocer no
está desligada de la necesidad de pensar.
La educación ciudadana en la sociedad mal ordenada 309

En este sentido, es posible decir que para ambos filósofos, a diferencia del
conocimiento, el pensamiento envuelve en un proceso continuo de reflexión,
en un constante acudir a la razón teórica a modo de un mecanismo que facilita
la más acertada conducción de las acciones.
Hay, además, otras condiciones que hacen posible sostener las coinciden-
cias que nos interesa destacar. Habíamos señalado ya que el pensamiento –en
el sentido arendtiano- era entendido como exigencia (o en términos kantianos,
como mandato), pues bien, además de ser una exigencia, el pensamiento apa-
rece, en la teoría de H. Arendt, como una necesidad:

“El hombre tiene una inclinación y además una necesidad […] de pensar más allá
de los límites del conocimiento, de usar sus capacidades intelectuales, el poder
de su cerebro, como algo más que simples instrumentos para conocer y hacer”
(H. Arendt, 1971, p.113).

El pensamiento, la capacidad de pensar, tanto desde el punto de vista


arendtiano como desde el deweyano, se concibe como una pausa. Arendt habla
de un “detente”, porque pensar paraliza cualquier otra actividad, a excepción
de la actividad de pensar misma. Así, para la autora, “la característica princi-
pal del pensamiento es que interrumpe toda acción, toda actividad ordinaria,
cualquiera que ésta sea” (H. Arendt, 1971, p.115). Para Dewey lo es también:
“[…] pensar es detener la manifestación inmediata del impulso hasta que se
ha puesto a éste en conexión con otras posibles tendencias a la acción, de
suerte que se forme un plan de actividad más comprensivo y coherente […] El
pensar es así un aplazamiento de la acción inmediata, efectuando un control
interno del impulso mediante una unión de la observación y la memoria, siendo
esta unión la médula de la reflexión” (J. Dewey, 2004, p.104).
Ligada a esta pausa, al “detente” que supone la puesta en juego del pen-
samiento, aparece, en la teoría arendtiana la necesidad de comprender. En el
marco de la formación de la ciudadanía, para Arendt, la idea de comprensión está
directamente relacionada con el espacio público. Si la necesidad de comprensión
se relaciona con el espacio público, con aquello que acontece como resultado
de nuestras acciones en ese espacio compartido, hay, entonces, una dimensión
moral presente en la necesidad y en el ejercicio mismo de la comprensión.
Igual que la idea de comprensión arendtiana, la noción de pensamiento
reflexivo de cuño deweyano, remite a la más amplia consideración de la di-
mensión colectiva que cada experiencia tiene y sin cuya influencia no puede
explicarse. Para Dewey la noción de experiencia no puede ser entendida sin la
consideración del significado público y compartido que le da sentido y contenido
a la propia experiencia. En otras palabras, tanto la noción de comprensión como
la de pensamiento reflexivo, se soportan sobre el reconocimiento del elemento
310 ana maría salmerón castro / alexandra rivera ríos

social que carga a la propia comprensión o a cada experiencia y su significado.


De aquí que, para Hannah Arendt, la comprensión sea un mecanismo por el que
podemos ‘reconciliarnos’ con lo que sucede en el espacio que compartimos. In-
cluso, una vez que logramos comprender las cosas que pasan podemos crearnos
un imaginario posible. Es decir, se abren un sinnúmero de nuevas situaciones
posibles donde, principalmente, procuramos evitar la repetición de los fracasos
anteriores. De ahí, también, que para Dewey la experiencia educativa que genera
hábitos de pensamiento reflexivo constituya la posibilidad de generación de
nuevas circunstancias y diferentes relaciones sociales.
La necesidad y obligación de pensar, cuando es vista en unión con la ne-
cesidad de comprender, cobra un carácter de responsabilidad, en relación con
nuestras acciones morales y ciudadanas. Resalta la posibilidad de solución que
esta capacidad pueda tener para lo que ocurre en la esfera de lo público y el
sentido que a ello quieren dar tanto Arendt como Dewey.
Con esto no queremos afirmar -como no afirman ni Dewey ni Arendt- que
sólo pensando podamos “salvar” –de forma mesiánica- el espacio público, ni
que sólo pensando podamos construir mejores formas de relación colectiva o
resarcir los defectos de las condiciones mal ordenadas de la vida social. Lo que
pretendemos afirmar es el reconocimiento arendtiano y deweyano de que el
pensamiento –la razón teórica- tiene un poder insustituible de influencia en la
comprensión, la planificación y la construcción de una sociedad mejor ordenada.
De la misma manera en que Kant lo mostró al señalar que:

“Una idea no es otra cosa que el concepto de perfección no encontrada aún en la


experiencia. Por ejemplo, la idea de una república perfecta, regida por las leyes
de la justicia, ¿es por esto imposible? Basta que nuestra idea sea exacta para que
salve los obstáculos que en su realización encuentre” (I. Kant, 1983, p.33).

El ejercicio del pensamiento, el “detente” al que obliga la razón teórica,


permite imaginar, dilucidar nuevos caminos, otorgar nuevos sentidos a las
acciones, comprender y “reconciliarnos con el mundo donde ciertas cosas son
posibles” (H. Arendt, 2005).
Por otro lado, de acuerdo con Dewey, los individuos nos formamos en la
interacción por, con y en el mundo. Nos movemos en un espacio compartido
con otros individuos. Incluso, así acontecen nuestras experiencias y, de hecho,
sólo por ello ocurren.
“Una experiencia es siempre lo que es porque tiene lugar una transacción
entre un individuo y lo que, en el momento, constituye su ambiente, y si este

 Para mayor detalles, ver: H. Arendt 1953: “Comprensión y política (Las dificultades
de la comprensión)” en: H Arendt 2005.
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último consiste en personas con las que está hablando sobre algún punto o
suceso, el objeto sobre el que se habla forma parte también de la situación” (J.
Dewey, 2004, p.86).
La presencia de la dimensión social en nuestras experiencias abre paso
a la responsabilidad que conllevan nuestras acciones, por sus consecuencias.
Es decir, si las experiencias no sólo ocurren en función de lo que es real en
el espacio público que comparten quienes las sufren, sino que también esas
experiencias han de afectar a lo que ocurre en la vida colectiva, entonces, el
pensamiento reflexivo ha de ser inherente a la experiencia educativa. Debemos
procurar el fortalecimiento, como hábito intelectual, de la capacidad de pensar
reflexivamente. Y ese hábito, en palabras de Dewey, significa la “[…] formación
de disposiciones intelectuales y emotivas así como un aumento de facilidad,
economía y eficacia de la acción. Todo hábito marca una inclinación, una pre-
ferencia y elección activa de las condiciones comprendidas en su ejercicio. Un
hábito indica también la disposición intelectual” (J. Dewey, 2001, p.51).
Por ello, insiste el autor, debemos procurar que con el hábito logremos
crear una disposición intelectual de pensamiento reflexivo. Con el hábito,
entendido como un modo de inclinación a cierta forma de acción reflexiva,
nuestras acciones en el espacio público serán, sin duda, más racionalizadas, más
razonables, más prometedoras y comprometidas con un ordenamiento social
más justo y mejor ordenado. Dewey así lo entiende: cuando el pensamiento re-
flexivo deviene en hábito intelectual para cada individuo, aparece, nuevamente,
el aspecto social y responsable que tiene. “Nuestros hábitos individuales son
eslabones que forman la interminable cadena de la humanidad; su significación
depende del medio heredado de nuestros antecesores y se intensifica a medida
que vemos por anticipado los frutos que nuestras obras rendirán en el mundo
en que vivan nuestros sucesores” (J. Dewey, 1975, p.31).
En el contexto de la formación y el ejercicio de la ciudadanía, la capacidad
y necesidad de pensar (que Arendt liga a la comprensión) o, lo que es lo mismo,
el pensamiento reflexivo (tal como lo entiende Dewey), debe fomentarse como
hábito intelectual. Un constante cuestionamiento (en términos del qué, el cómo
y el por qué) sobre las condiciones de la vida social en general y lo que allí
acontece, son los elementos clave para el entendimiento cabal de la realidad
y la condición de acción inteligente sobre ella; mucho más que la inmersión
llana en sus condiciones fácticas. Particularmente porque el cuestionamiento
constante, guiado por la capacidad de pensar, o el pensamiento reflexivo, con-
duce a una dilucidación de múltiples y variadas realidades posibles, distintas,
mejores, más ordenadas, incluso ideales.
Es por ello que sostenemos que el fomento de la actitud teórica de la razón
constituye la herramienta fundamental para formar ciudadanos capaces de me-
jores acciones en el espacio público. Esto sólo puede ocurrir si procuramos el
312 ana maría salmerón castro / alexandra rivera ríos

fomento del pensamiento reflexivo, de la necesidad de pensar y comprender,


en el sentido arendtiano, o de la razón teórica entendida en el seno del discurso
kantiano.
La razón teórica, por una parte y, la razón práctica, por otra, se relacionan
con los principios a priori del conocimiento y de la acción, respectivamente;
el entendimiento, por su parte, es “la actividad mediante la cual se ordenan los
datos de la sensibilidad por las categorías” (J. Ferrater Mora 2001, p.3001).
Si, como hemos sostenido, para Kant la razón teórica y la práctica son una
sola razón con diferente aplicación, es posible aventurar, que la necesidad y
capacidad de pensar y comprender (en el sentido que les asigna Arendt) y el
pensamiento reflexivo (desde la perspectiva de Dewey) pudieran ser interpre-
tados como eslabones de encadenamiento entre la razón (práctica y teórica) y
el entendimiento.
Es decir que, por medio de la capacidad y necesidad de pensar y comprender
-del pensamiento reflexivo- podemos conocer las condiciones fácticas. Ambas
actividades mentales nos permiten una más clara representación de lo que ex-
perimentamos fenoménicamente. A partir de esa representación podemos, nue-
vamente, con la ayuda de las mencionadas actividades, formular ideas, ideales
y acciones posibles. En otras palabras, las capacidades de pensar, comprender
, o de pensamiento reflexivo, se convierten en eficaces herramientas para, por
un lado, lograr una representación fenoménica de las condiciones actuales bajo
las que actuamos y, por otro lado, formular ideas que nos permitan acciones
que afecten positivamente al espacio público, ideas para las futuras acciones
a emprender.
Tanto la comprensión como el pensamiento reflexivo, suponen, obliga-
damente, una toma de conciencia. Se mueven en un ir y venir, en un retorno
constante y reflexivo que compromete a la razón y al entendimiento. Este
movimiento reflexivo, que es, en sí mismo, una búsqueda de comprensión y
dilucidación para la toma de decisiones, mantiene como punto de partida a la
razón teórica. Y constituye el proceso necesario de toma de conciencia de lo
fáctico que es el indispensable respaldo de las acciones orientadas a la inter-
vención en el espacio público. Ser conscientes supone, como bien entiende
Dewey, considerar la previsión de las consecuencias de nuestras acciones. Esa
previsión es fundamental, de acuerdo con el filósofo norteamericano, para la
fundamentación racional de la conducta.
En este orden de ideas, se devela el más cardinal encuentro entre las pos-
turas kantiana y deweyana en relación con el papel de la razón teórica, o del
pensamiento reflexivo, en torno a la fundamentación de los mandatos racionales
para la acción. Para Kant, la verdad moral se apoya en presupuestos formales
del razonamiento puro-práctico y esos supuestos formales (que existen a prio-
ri) sólo pueden encontrarse por la vía de la argumentación racional y probarse
La educación ciudadana en la sociedad mal ordenada 313

mediante la posibilidad de acuerdo intersubjetivo universal. Dewey, por su


parte -si bien no coincidiría con Kant en la suposición de que los mandatos
formales existieran a priori- sí parecería mantener algún acuerdo con el filóso-
fo alemán en cuanto reconoce que el pensamiento reflexivo es la herramienta
indispensable para la argumentación racional en la orientación de la acción y
la reconstrucción de la conducta.

VI

En lo que respecta a nuestro análisis, pues, si Kant tiene razón, la tiene


también Dewey; y no parece descabellado aseverar que, al conducir la ense-
ñanza por las directrices practicistas que insisten en que basta con sumergir al
estudiante en las condiciones fenoménicas y confinar su pensamiento exclusi-
vamente hacia la resolución de los problemas en el marco de esas condiciones,
quizá estamos traicionando el espíritu más profundo de la filosofía educativa
deweyana. Quizá, estamos fomentando el desarrollo del entendimiento; tal vez,
incluso, estemos contribuyendo a formar la razón práctica relacionada con los
problemas técnicos y pragmáticos. Pero educar la razón para los asuntos morales
y cívicos supone ir más allá de la inmersión en la realidad de los problemas que
suscita un medio ambiente desequilibrante y más allá del estímulo a la proposi-
ción de soluciones a ellos desde el mero espacio de lo empírico. Arrinconar el
pensamiento a lo inmediato de la práctica, no puede sino castigar la poderosa
capacidad de transformación que tiene la teoría sobre las condiciones reales.
No parece suficiente, por ello, restringir el pensamiento al contacto estricto
con las circunstancias fácticas y a la búsqueda de soluciones atadas irremisible-
mente a condiciones ya determinadas. La reflexión sobre los problemas sociales
y la orientación de las conductas a favor de la resolución de esos problemas
exige de distancias críticas respecto de las meras condiciones fenoménicas en
que las dificultades se inscriben; exige del recurso de búsqueda de la “norma
fundamental” a que alude Fernando Salmerón cuando distingue los tipos de
examen que requieren las soluciones de los problemas científicos y los morales.
Y, en ello, la razón teórica tiene su función primordial. Es la función que Kant
reconoce al mostrar el carácter no empírico de la razón en su contraposición
con el entendimiento.
“El entendimiento [dice] es el conocimiento de lo general. El juicio es la
aplicación de lo general a lo particular. La razón es la facultad de comprender
la unión entre lo general y lo particular” (I. Kant, 1983, p.64).
De ahí que el filósofo alemán sugiera que el ejercicio de la creación de
ciertos conocimientos derivados de la razón no pueda inducirse partiendo sólo
desde lo general; ni haciéndolo estrictamente desde lo particular. Cualquiera
314 ana maría salmerón castro / alexandra rivera ríos

de estos caminos, de acuerdo con él, engendraría meras comprensiones mecá-


nicas, y éstas no pueden sino limitar el desarrollo de las facultades superiores
del espíritu (Ibid., p.66).
La tarea educativa tendría que comprometerse con el fomento de la flexi-
bilidad teórica necesaria –que no se restringe a la mera experiencia particular-
para situarse en condiciones de trascenderla; de modificarla. El examen de las
condiciones reales no puede detenerse en ellas, el pensamiento reflexivo –la
razón teórica- da para más, y a ello habría que orientar, como sugiere Dewey,
los esfuerzos de la educación.
Si la razón teórica no es fomentada en la escuela, quizá no lo sea en nin-
gún otro espacio educativo. Esa es una de las prerrogativas privilegiadas de la
enseñanza deliberada, planificada, no espontánea: la de fomentar, afinar, sofis-
ticar la actitud teórica, el hábito de pensar reflexivamente. Y con ello, lejos de
restar valor a la idea básica respecto del compromiso de la institución escolar
con la solución de problemas sociales prácticos, no se haría sino acrecentar las
posibilidades de contribuir a ello con el poder transformador de las prácticas
que caracteriza a la reflexión teórica.
Debemos desencadenar a la teoría de Dewey del corsé que ha encerrado a
su noción del pensamiento en la reducida prisión del método, y en la estrecha
comprensión de su utilidad meramente práctica y adaptativa. Esa es la tarea
pendiente de un proyecto educativo que pueda ajustarse a las impostergables
necesidades de formación de ciudadanos reflexivos capaces de intervenir ra-
cionalmente en las tareas de modificación sustantiva de nuestras sociedades
mal ordenadas.

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