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Barbara Andrade)
La primera encíclica de un nuevo Papa suele ser considerada como «programática». Los
teólogos se acercan a ella con la inquietud de discernir algunos indicadores sobre el ca-
mino por el cual el nuevo pontífice se propone guiar a la Iglesia. Una primera encíclica,
por consiguiente, conlleva emociones: la búsqueda de acercarse, dejar claros acentos y
preferencias, presentarse, de parte del Papa; y la inquietud - y aprehensión también – de
vislumbrar algo del camino eclesial que empieza, la pregunta un tanto angustiada del
¿«hacia dónde?», de parte de los creyentes.
En los primeros días del nuevo pontificado hubo alguna especulación sobre el por qué el
Cardenal Ratzinger hubiera escogido el nombre de Benedicto. No ha habido explicación
oficial, pero puede ser útil mirar la primera encíclica del Papa Benedicto XV (1 de sep-
tiembre 1914 - al 22 de enero 1922), o sea Ad beatissimi Apostolorum, del 1 de noviem-
bre de 1914. La encíclica trata de los «límites de la libre discusión teológica» y dice que
«cada quien afirme abierta pero modestamente su posición» sin insistir en que tiene la
razón contra los demás; insiste en la unidad de la fe y recuerda la regla de «nada nuevo,
pero de un modo nuevo» (DH 3625-3626). Estas frases apuntan hacia su programa de
estricta imparcialidad, de mediación y apertura en la primera guerra mundial que devastó
Europa y una Alemania todavía marcada por el Kulturkampf (lucha por la relación Igle-
sia-Estado) que estalló a fines del siglo XIX.
La primera parte de la encíclica la dedica el Papa a un análisis del «amor» y del «eros».
El problema de esta parte es doble: 1. presenta una visión antropológica neoplatónica y,
por eso, dualista, difícilmente apta para esbozar una integración de eros y agapé, por más
que intente lograrla; y 2. hay una ruptura en la argumentación: quiere documentar la uni-
versalidad del amor evocando al Dios “creador del cielo y de la tierra” y, por eso, de to-
dos los hombres (# 9,1). Este Dios “ama al hombre”. De ahí se hubiera esperado un ar-
gumento que deje asentado que el «amor» – agapé y eros integrados – sean capaces de
unir a todos los hombres entre sí. Sin embargo, el planteamiento es llevado a la afirma-
ción de que el amor-eros “orienta al hombre hacia el matrimonio”, porque, en cuanto “ser
de algún modo incompleto”, puede encontrar su complemento solo en la “comunión con
el otro sexo” (# 11, Gen 2,24). El contexto aquí es la imagen de Dios y la imagen del
hombre, y la mera estructura del argumento 1. deja la imagen de Dios sin su contraparte
humana, y 2. deja inacabado el planteamiento de la universalidad del amor.
En el próximo paso se habla del “realismo inaudito” (# 12) del amor de Dios aparecido en
Cristo y de ahí se pasa a la eucaristía: la “mística” de ese sacramento tiene un “carácter
social”, porque en la comunión sacramental yo quedo unido al Señor como todos los de-
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más que comulgan”. En la eucaristía nos alcanza a todos la agapé de Dios. El texto es
muy bello, pero salta a la vista que corre paralelo al argumento inicial y principal de la
universalidad. Además, aquí aparece otro problema: la comunión de cada uno con Cristo
no se traduce en comunión entre nosotros, sino queda en la suma de las vinculaciones
individuales con Cristo. Lo que parece importarle al Papa es lo que señala al final del #
14: la eucaristía comporta necesariamente “un ejercicio práctico del amor”. El manda-
miento del amor “es posible solo porque no es una mera exigencia”; puede ser “manda-
do”, porque antes es dado (# 14). Y en una frase lapidaria que haríamos bien en memori-
zar afirma el Papa que “cerrar los ojos ante el prójimo nos convierte en ciegos ante Dios”
(# 16).
La primera parte puede resumirse así: el Cardenal Ratzinger, en cuanto persona, está ex-
presando, en palabras y entre líneas, experiencias de una fe profunda, de sentido de mi-
sión, y el envío, emotivamente experimentado y confesado, de decir una palabra divino-
humana al mundo de hoy. Visto formalmente, sin embargo, la argumentación de la pri-
mera parte hubiera debido llevar a una exposición de la moral sexual de la Iglesia. Si no
llevó ahí, solo queda que el autor, en cuanto Papa, quiso 1. reconocer la realidad humana
del amor-eros que de hecho marca la existencia humana, es decir, manifestar un acerca-
miento y 2. fundamentar no la globalización del amor al prójimo, sino la postura oficial
de la Iglesia en moral sexual, para lo que se viera necesario en el futuro. Habría, enton-
ces, algo como una segunda intención que se hubiera metido entre la intención manifiesta
y su elaboración concreta.
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A continuación es recogida la pregunta seria por la diferencia entre la actividad caritativa
de la Iglesia y la de otras organizaciones asistenciales, o bien, de cuál sería la diferencia
entre un servicio de amor creyente y uno no creyente. A esta pregunta el Papa da dos res-
puestas: una aparentemente no intencional y otra claramente intencional. En la no inten-
cional, casi escondida, plantea que la fe capacita para actuar con amor, “aun cuando esto
estuviera en contraste” con los propios intereses. Y la respuesta teológicamente importan-
te es precisamente ésta. En la segunda respuesta parecen sacrificarse los avances logrados
a favor de los laicos en el Concilio Vaticano II. El servicio caritativo debe aparecer como
tarea específica de la «Iglesia» y esto se arguye así: los laicos forman parte del estado po-
lítico a quien está adjudicado la «justicia», porque son ciudadanos; lo cual no hace que no
siga “siendo verdad que la caridad debe animar” toda su existencia. La dificultad de esta
argumentación reside en que corre el riesgo de convertir en eclesialmente irrelevantes las
acciones de los laicos. La postura de la encíclica es ambigua, sin embargo: por un lado,
revalora en lo que sigue la contribución caritativa de los laicos, llamándola “caridad so-
cial”, pero aun así los laicos siguen siendo una población aparte del sujeto «Iglesia», al
que pertenece el servicio de la caridad como “obra propia”; por otro lado, aparece el
mismo interrogante que se suscitó al discutir la visión de la eucaristía: los laicos no for-
man comunidad, sino que son considerados aislada e individualmente.
Luego el texto vuelve sobre el sujeto «Iglesia», un paso que le lleva al Papa al centro de
su eclesiología: el que sabe que, en Cristo, “Dios mismo se ha entregado por nosotros
hasta la muerte”, ya no puede hacer otra cosa que vivir para Cristo “y, con Él, para los
demás. Quien ama a Cristo ama a la Iglesia y quiere que ésta sea cada vez más expresión
e instrumento del amor que viene de Él” (# 33). Es evidente que aquí se está expresando
con toda claridad la intención de la encíclica. El Papa elabora más este centro en los # 34-
35, donde vuelve al tono emotivo y al sentimiento de urgencia que marcaron la primera
parte.
En lo que queda del texto, el Papas reflexiona la oración y pasa de ella, por el misterio de
Dios, a la esperanza. Una frase memorable es “quien reza no desperdicia su tiempo” (#
36); otra, que está en el centro del párrafo sobre el misterio de Dios, es la cita de Agustín:
si comprehendis non est Deus (si entiendes, no es Dios) (# 38, Sermo 52,16: PL 38,360).
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El último párrafo antes de la Conclusión (# 39) habla de la “esperanza segura de que el
mundo está en manos de Dios”. Por esto, el “amor es posible y nosotros podemos ponerlo
en práctica”. A esto, a “llevar la luz de Dios al mundo”, quiere “invitar” Benedicto XVI;
ésta sería su indicación del camino.