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Jurado

Olga Marta Pérez


Magaly Sánchez
Julio Llanes

Edición: Ena Lucía Portela


Diseño de cubierta: Gipsy Duque-Estrada
Diseño interior y diagramación: Beatriz Pérez Rodríguez

© Susana Haug, 2002


© Sobre la presente edición:
Ediciones UNIÓN, 2002

ISBN 959-209-415-2

Ediciones UNIÓN
Unión de Escritores y Artistas de Cuba
Calle 17 no. 354 e/ G y H, El Vedado, Ciudad de La Habana
Secretos de un caserón con espejuelos

Susana Haug

ediciones UNIÖN
Este libro ha sido tomado de la Biblioteca Esquife
www.esquife.cult.cu

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diseño de las obras.
A mi madre Ángela, siempre
A mi padre
A Esteban Llorach
Y por supuesto, a mi hermano Amir
I. Una historia introductoria

Un escritor, temeroso del mundo, se encerró en una casona


gris. Huyó para crear cuentos entre las sombras; sorbos de
magia en prosa, capaces de transportarlo a la felicidad un
instante y provocar el renacimiento de la gente. Nunca lo
logró. Quizás estaba demasiado vacío y solo en su mesa de
escribir. Jamás había sido feliz más que en sueños; era im-
posible, después de pasarse tanto tiempo sin conocer a sus
propios vecinos, ni abrir la ventana para sorprenderse de
que aún estaba vivo y afuera la brisa despedía las fragancias
de la lluvia y las floraciones, y el cielo enseñoreaba su pen-
dón azul, batallando contra los nubarrones. Había olvidado
las estrellas, a las que confiara sus fantasías de niño, y el
color de las tardes, ese momento único que muchos poetas
se afanaron en inmortalizar. En cambio, prolongaba su en-
cierro en el caserón, envejeciendo a cada sorbo de tristeza.
En lo profundo de su corazón comprendía que no formaba
parte de ese mundo circundante y vocinglero; era un peque-
ño escarabajo sepultado en el interior de su flor.
Su quehacer diario se resumía en pasar horas y horas
frente a un gran escritorio, completamente a oscuras, acari-
ciando varios paquetes de hojas ya apergaminadas, como
un ciego que evade la luz. Tenía un miedo terrible a los

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hombres. Qué les diría si le vinieran a preguntar el motivo
de su vida solitaria: “¿Qué quieren conmigo?, soy un escri-
tor frustrado, no me hace falta su compañía. Ya encontraré
mi ilusión YO SOLO. Déjenme en paz”. Mientras, había
adquirido de tanto enclaustramiento una apariencia de topo,
que espía a las criaturas con dos patas desde su madriguera
sin ellas saberlo.
Le gustaban los cuentos más que nada, y no podía es-
cribir uno. Era una tortura inmerecida, sobre todo para su
cabeza: estaba a punto de quedarse calvo a fuerza de halarse
los pelos y pujar ideas. Incluso le dio por volverse algo su-
persticioso y prendió velas por todos lados y un círculo al-
rededor de su silla en un afán de alejar a los malos espíritus,
supuestos culpables de su enfermedad. Y a la hora de las
brujas, hastiado de tomarse pócimas de yerbabuena, invo-
caba en su socorro a las hadas, los elfos, duendes y demás
criaturas de los bosques encantados. ¿Tendría, después de
todo, incapacidad para soñar? Su árbol genealógico no re-
cogía ningún caso parecido en una larga tradición de hom-
bres de letras. Se sentía peor que una mujer sin hijos o un
árbol infértil. Un escritor incapaz de crear no debía consi-
derarse tal; ni siquiera debería existir, porque cada persona
tiene una razón de ser, y qué iba a explicar él si no poseía
ninguna. Tan sólo lo agitaba un deseo: quería inventar su
propia historia, algo que fuera parte suya inseparable, una
suerte de maternidad. Varias veces en la noche lo asaltaba la
misma pesadilla, que parecía adivinarle el futuro como una
gitana: una flor rompía las cáscaras de su semilla, se incli-
naba en busca de la luz, trataba de desplegar sus pétalos y
volar hacia el sol y se quedaba retenida en su capullo, sin
poder florecer, hasta que se marchitaba y las hojas caían
recordando a los relojes de arena que tarde o temprano de-
positan los últimos granos en el fondo.
Aún no había perdido del todo la fuerza de voluntad,
aunque estaba más desesperado que una mariposa en las
garras de los coleccionistas. Se repetía con una débil vocecita

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que jamás renunciaría a su deseo de escribir, porque entre-
gar los sueños es como dar la vida misma y caer derrotado.
Sin embargo, esa manera de infundirse ánimos le sonaba
como una promesa incumplible.
De noche, la espera lo volvía un fantasma en vigilia, los
ojos saltones de las borracheras con infusiones, por si la
inspiración lo asaltaba de madrugada recibirla preparado.
Mataba entonces el tiempo tendido sobre el escritorio, con-
tando corderitos, estrellas, y cuando estas se terminaban
empezaba a deletrear palabras, el abecedario, los dedos, las
veces que el gallo cantaba antes del amanecer. Los ruidos
nocturnos llegaron a hacerse sus melodías acompañantes, y
una bujía prendida en algún rincón de la casa, semejando
un oráculo. Las horas se transformaban en monstruos y reían
a carcajadas de su inutilidad.
A su lado dormitaba un papel en blanco llamado Sisí
que llevaba veinte años confiando en terminar escrito algu-
na vez, cada día más lejos ese instante maravilloso de pasar
a la posteridad. Si el escritor se apurara un poquito, diga-
mos un poco, y olvidara sus amarguras y complejos, acaso
alcanzaría el tiempo. Ya le faltaba paciencia para contem-
plarlo, vencido e impotente, entregarse a la soledad sin re-
sistencia y emborronar cuartillas con lágrimas. Lloraba y le
rogaba que no se resignase. Si desistía, era un cobarde. Y al
escritor le atemorizaba el olvido. Tras meditar largo rato,
tomaba una hoja y la garabateaba con desgano. Pero cuando
los ojos parecían brillarle, su rostro se despejaba, casi le
nacía una sonrisa y su mano cobraba ímpetu de potro, la
rompía y volvía a hacerse una etcétera sobre su mesa. Sisí
mantenía la esperanza, porque en orden de prioridades es
lo último que se abandona, aunque los proverbios exageran
bastante y no se ponen en el lugar de los hechos la mayoría
de las veces. Más bien se esforzaba por no sumarse al club de
las lamentaciones y terminar como plañidera literaria.
Las arañas reposaban en las paredes del pasillo, los es-
tantes y el interior de unos pocos libros. Las vigas eran

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colonias de comejenes rechonchos y bien alimentados. Por
suerte el yeso no era un plato favorito, y las paredes se con-
servaban intactas, cubiertas de bosques de musgo, sin men-
cionar las goteras que nacían de todas partes e hinchaban la
cal. En toda la casona no existía un retrato de la familia, por
lo que se sospechaba que el escritor también había nacido
solo. Escondido tras el sofá, yacía el dibujo al óleo de un
niño: algo en sus ojos evocaba al escritor.
Cuando sostenía la taza de té, única bebida tolerada,
los dedos del hombre temblaban por una herrumbre
milenaria. A su edad le costaba trabajo abrocharse los cor-
dones de los zapatos. Claro, de quien no hace ejercicios,
apenas se mueve, agotó la fe en los milagros y reza a la vez
por la divina inspiración, se niega a tomar aire fresco y a
probar la tibieza del sol, no se puede esperar otra cosa. Bas-
tante es que no le hayan crecido raíces y un sombrero de
hongo.
Algunas mañanas Sisí se levantaba con el pie equivoca-
do (izquierdo o derecho, cualquiera de los dos le causaba
mal humor) y comenzaba a gritarle que un día se moriría en
el basurero, y el cuento bien gracias, todavía sin dignarse a
aparecer por ningún lado. Él la estrujaba contra la máquina
de escribir y lloraban juntos. “Pobre Bernarda, la máquina de
escribir”, suspiraba Sisí y le echaba un vistazo: le faltaban
cuatro letras y el resto las recordaba trabadas. “Hay que
tener paciencia, verás que hoy o mañana se le ocurre arre-
glarte y sucede el milagro” y se consolaba a sí misma: “Si la
hemos tenido durante veinte años, unos cuantos más no
significan el fin...”.
El escritor continuaba con las manos en las sienes,
apretujándoselas hasta volverlas un pañuelo de plañidera.
El piso le servía de tablado de baloncesto donde se espar-
cían pelotas de papel. Diez canastas en dos minutos, cien
tantos en una hora, no importaba que las pelotas cayeran a
sus pies formando una hojarasca de cuentos mutilados. ¿Se-
ría posible que no tuviera nada que decir? Las bolas eran

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barridas por la escoba de Sisí y se quemaban en el patio o
las donaban a las sociedades ecológicas para ser recicladas.
—Vaya, ¿querrían reciclar también este caserón? En mi
opinión estorba al entorno. Él y sus habitantes son un pu-
ñado de ruinas —decía Sisí en broma—. Cuánto daría por
mudarme y abandonar este encierro.
Calíope bajaba de su telaraña al mediodía, y almorzaba
frutas y vegetales para mantenerse delgada, porque deseaba
ser una estrella. Había pensado que el sitio más adecuado
era una gran mansión del siglo pasado, que junto a uno de
esos fenómenos llamados ESCRITORES estaba su oportuni-
dad. La araña llevaba allí menos de dos años y ya exigía ser
inmortalizada en un bestseller o que le devolvieran el dinero
invertido en muebles y ropas para crearse una imagen ante
las cámaras. Aseguraba que su reputación iría al suelo si
descubrían que aquel escritor no tenía un sólo cuento hecho.
Además, ella se había propuesto ser un personaje famoso
antes de los quince, para darle la sorpresa a su madre, lle-
varla a París en primera clase y comprarse un Rolls Royce.
La tarde en que sucedió el milagro, Calíope se encon-
traba empacando y se disponía a dejar la vida pueblerina. Lo
suyo eran las grandes ciudades, con más luces que un cielo
de medianoche, y un apartamento en la avenida principal.
Sisí y Bernarda parecían enfrascadas en un libro de nom-
bres que rescataron a punto de convertirse en la comidilla
de los basureros.
—...¿Y sabes lo que significa “Bernarda”? —pregunta-
ba Sisí— “Valiente guerrera”. Aunque no te asemejes ni por
casualidad a esa descripción, debes esforzarte y aguantar
otro cuarto de siglo. Ya organizaremos una huelga con tan-
tas demandas como para aturdirlo. Lo pondremos a pan y
té. Así se verá obligado a ir al mercado y saldrá por primera
vez de la casa.
—No sé, suena peligroso —refunfuñaba la aludida, vién-
dose catalogada de pusilánime—, ¿qué tal si lo enfurece-
mos y nos pone de paticas en la calle? ¿No dicen que los

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escritores están chiflados y sin cura? Por favor, olvidemos la
conspiración, siempre pretendes armar una revolución por
cualquier tontería. ¿Y Sisí? —inquiría—, ¿qué simboliza Sisí
en este lenguaje de nombres?
—Pues Sisí es Sofía, y representa “la sabiduría”. Pero a
él no le gusta decirme Sofía, sino Sisí, para que no me vuel-
va presuntuosa.
—¿Y Calíope?
—Calíope era una musa griega y esta araña vanidosa
afirma que desciende de familia olímpica por el apellido que
le pusieron. Pura casualidad. Seguro vino de una tribu afri-
cana. ¿No has escuchado de las horribles y gordas tarántu-
las que hay en África? Se rumora que son venenosas
—¡Alabado! Mejor no entrar en tratos con ella. Claro,
que ni tú ni yo tenemos que preocuparnos. Mientras no me
fundan para fabricar autos, y a ti no te pongan de etiqueta
en una camisa, estamos salvadas —suspiró la máquina de
escribir y se apuró una tacita de té helado con la gracia de la
reina de Inglaterra.
El té hervía en la cocina y el escritor aún permanecía
mirando a las musarañas colgadas como murciélagos. Se
estrujaba la frente y le salían unas arruguitas llenas de su-
dor, una especie de espejismo que se hacía visible cuando
los rayos de sol se filtraban por el agujero de la gotera y le
iluminaban la espalda. Imposible encontrar algo más aleja-
do de este mundo. La cabeza era un coco vacío que apenas
le pesaba. En su delirio daba vueltas y se imaginaba metido
dentro de una lavadora que le exprimía las ideas.
Calíope se sintió herida cuando vio que la ignoraba de
forma tan vulgar, como a una mosca común que tanto mo-
lesta. Al fin se decidió a trepar por una rendija de la ventana
y escapó de incógnito. “Así hacen las actrices cuando quie-
ren evadir a los admiradores”, dijo para animarse y se puso
unas gafas negras.
Él continuaba sumido en su éxtasis, a punto casi de
alcanzar la “Iluminación”. Y la hubiera tocado si él mismo

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no lo evitara. Se impulsaba para el Gran Salto, y al final de la
carrera se detenía amedrentado, a un tris de volar. Su mira-
da vidriosa semejaba la de un sonámbulo llegado en su col-
chón de nube a otra galaxia, hasta que un meteorito le golea
en la barriga y lo despierta del impacto.
Un soplo de luz se escurrió por la persiana y atenuó las
sombras. El escritor se estremeció ante la claridad con te-
mor de vampiro. Se hicieron visibles las migajas de polvo
que flotaban en la atmósfera.
—Voy a quitar el té de la hornilla. Nadie quiere darse
cuenta de que la tetera va a explotar. Si no fuera por mí...
que soy el robot de la casa, la basura alcanzaría el techo y
los papeles saldrían en fila por su cuenta —gritó Sisí.
—Bernarda, corre al jardín y corta las margaritas que
vimos hace una semana.
—Sisí, ya no hay margaritas. ¿No te acuerdas? Las aplas-
tó aquel perro callejero al escarbar la tierra para enterrar un
hueso. Además, las flores mueren cuando respiran el aire
envejecido del caserón.
—¡El colmo! ¿Tampoco los perros comprenden que esta
es una propiedad privada? Ni que fuera el patio de su casa.
A las personas se les perdona porque ellas ignoran cuanto
se les advierte, pero yo imaginaba que los animales serían
un poquito más respetuosos.
—Disculpa un momento, Sisí, pero tienes que ver lo
que pasa en la sala ¿Es normal que un escritor adulto... se
ponga a dar saltos y a reírse? —dijo de pronto Bernarda
medio asustada.
—Él nunca se ríe cuando trata de escribir; imagínate
que siempre nos manda a callar y nos arroja todo lo que
encuentra a mano, sólo falta... ¡ay, qué gritos son esos!
Sisí soltó la bandeja y fue a inspeccionar con una esco-
ba que no venía precisamente a desempeñar su función en
la limpieza... Del asombro casi se cae redonda al suelo: el
escritor daba brincos sobre los muelles del sofá, rebotaba y
giraba en el aire con piruetas de clavadista. Se miraba al

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espejo, le sacaba la lengua al hombre del reflejo, desgreña-
do, flaco y alimentado de luz, y tocándose la nariz con el
pulgar, imitaba a los monos del zoológico que arrojan cás-
caras de plátano al público, agitó los brazos y empezó a imi-
tar los ruidos de un motor desperezándose; volaba, le na-
cían hélices, plumas, ¿pájaro, pez volador, canguro?, era una
avioneta. Los pelos se le pararon en la cabeza y lucía peor
que un erizo acabado de levantar.
—¿Verdad que anda enfermo? —dijo Bernarda—, ¿será
eso, por casualidad, una manifestación de alegría?
—Me han entrado remordimientos de conciencia por
tratarlo mal. Quizás sea cierto que los escritores son perso-
nas en extremo hipersensibles. ¿Y si se disgustó en serio?
Bueno, la culpa no es mía, ¿cómo iba a saberlo?
—¡¡¡Hurraaaa!!!, lo he conseguido —gritaba él, y se reía
de las caras estiradas que ponían las dos solteronas.
—Se está burlando de nosotras.
—Quiere llamar la atención. Malcriado.
—¡Dios mío, le explotó la cabeza al fin! Los males siem-
pre vienen de la mano como hermanitos.
—Frío, frío, las dos se equivocaron —dijo de pronto el
escritor.
Entonces tomó a la vieja Sisí y le mecanografió las pri-
meras palabras de su vida.

MI MUSA HA LLEGADO

Calíope había permanecido con el oído pegado a la puer-


ta, sin perder pie ni pisada a la conversación. Enseguida
asomó la cabeza por la persiana y dio por sentado que su
ausencia repentina era la causante de tantos sobresaltos.
Reconsideró las cosas y decidió otorgarle una segunda opor-
tunidad al escritor, para no matarlo de dolor. Casi nada se
perdía con probar de nuevo.
El vecindario entero estaba reunido en el portal del ca-
serón de donde se escapaba el escándalo del siglo. La poli-

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cía gritaba con sus altoparlantes que se alejaran del lugar,
pues existía peligro de derrumbes. Unos opinaban que los
espíritus habitaban el caserón después que la familia ante-
rior se marchara. Otros aseguraban que aún seguía con vida
el último descendiente, un imitador de Robinson Crusoe, al
cual hacían en una isla desierta.
Un grupo de ancianitas tocó a la puerta para prestarle
ayuda moral al pobre que suponían acosado por almas en
pena. En la oscuridad sólo olieron el polvo y se fueron
acatarradas y echando maldiciones. Se terminó por creer
que la casa permanecía bajo el terrible hechizo de los obje-
tos hablantes y cuando Sisí abrió la puerta y preguntó: “¿A
quién buscan?”, todos desaparecieron como tragados por
la tierra.
—Han arruinado el jardín. ¿Por qué no habrán tocado
el timbre si deseaban hacernos una visita? —dijo feliz de
conocer, después de tantos años y perseverancias, lo que
significaba ser escrita.
Al fin la lluvia borró los pasos marcados sobre el cés-
ped y bendijo al jardín con un agua dulcísima.
En el interior sonó una vocecita de cascabeles.

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II. Dos versiones del milagro

El escritor no paró de armar letras y adornar a Sisí con todas


las palabras que contenía el diccionario. Proyectaba colec-
cionar las convocatorias de los concursos que lanzaran en
los periódicos, enviaría sus trabajos y se iniciaría en los ri-
gores de la competencia. Planeaba comprarse un radio con
las ganancias de sus premios, y una televisión a color de las
que había en medio vecindario. Claro, primero debía llenar-
se de valor y mandar los cuentos a una editorial. Si resulta-
ban con calidad y eran originales, ya le llegaría el éxito a su
debido tiempo. Juró que nunca perdería la modestia, so pena
de fracasar en lo adelante. No permitiría que los humos de
la fama le nublaran la mente. Habría que inventar una solu-
ción para que le entregaran la televisión: aún no estaba listo
para salir a la calle, y a las hojas de papel no le aceptan
cheques o billetes de banco, ni están autorizadas por la Ley
a firmar los títulos de propiedad.
El acontecimiento duró hasta la otra tarde, y no hubo
entreacto para almorzar. El ayuno le renovaba el apetito de
escritura y tecleaba a una velocidad de octópodo, sin dejar
escapar una oración. Además, no quedaba té en la despensa
y los traficantes de la India se habían perdido del mercado
con sus paqueticos olorosos a especias aromáticas. Bernarda

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quería mantenerse firme, luchaba contra su pata coja, que la
mareaba con su traqueteo, mientras él, mecanografiando, la
agitaba suavemente: “No te muevas ahora, o el cuento me
saldrá jorobado”. Sisí tenía un ataque de cosquillas porque
las teclas se le clavaban con sus punticas llenas de tinta y la
llenaban de pequeñas huellas como si un ciempiés se hubie-
ra mojado las patas y le pasara por encima. “No me falles en
el último instante, Sisí, ya voy terminando.” “Unos teclazos
más... ”
—No tengo nada que envidiarle a las hojas de impren-
ta. Ahora soy alguien con personalidad —se vanagloriaba
ella.
Calíope intentaba leer su nombre por algún lado de la
cuartilla, y se repetía emocionada “Ya soy famosa”. Se ima-
ginó enviando a su mamá una gran postal con la fotografía
de la casona, y ella en el centro firmaba un autógrafo, son-
riente hacia la cámara. Aún mejor que eso eran las recauda-
ciones que obtendría con las ventas del libro. Porque si ha-
blaba de ella, seguro sería un bestseller mundial, y cobraría
un 15 % sobre las ganancias. Al escritor le daría las gracias,
claro está, y la dirección de su nueva mansión. (Era una
araña muy agradecida.)
El escritor, callado, le cantaba a su musa desde el papel
que, por supuesto, no se trataba ni remotamente de la ilu-
sionada Calíope, sino de la verdadera, que había entrado
con el rayo de luz de la persiana. La sentía cerca y familiar,
aunque al principio los dos jugaron a la gallina ciega: ella se
escondía, él tropezaba con todos los objetos de la casa y no
la atraparía más que al final del juego, cuando ambos se
quitaran las máscaras y ella revelara su presencia. Los pri-
meros días no se dejó ver y fue una fragancia nueva en el
aire, con su risa de sonajero hecho de caracoles o cuentecillas,
que se movía con sutileza y dejaba claves secretas. Había
retornado a su templo para darle alas a las ideas dormidas.
Bernarda le seguía los pasos, encontraba una boca pin-
tada en la pared, dos ojos traviesos le guiñaban en el medio

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del espejo. El misterio le ponía las teclas de punta. Otras
veces aparecían burbujas y más burbujas de jabón y se for-
maba una invasión de pompas que no explotaban aunque
las cazaran a escobillazos. El champú del baño se gastó por
completo. Después fue la espuma de afeitarse del escritor,
que tomó para hacer merengues y crema batida.
—Miren lo sucio que está mi cabello por culpa del bro-
mista —decía Calíope—. A ver, por qué usa los productos
de belleza y no los de la limpieza. Si quiere burbujas, puede
emplear detergente.
—Ya la conocerán —prometía Nicolás, que por fin
halló su nombre en el fondo de una gaveta y volvió a llamar-
se Nicolás, el escritor.
Sin embargo, Calíope no estaba muy segura. Podría tra-
tarse de una mentira para herir sus sentimientos. Resultaba
imposible abrigar la menor sospecha de que no fuera la ele-
gida, considerando que ella era la única estrella terrestre
con residencia en los alrededores del pueblo. ¿Cuántas fal-
sificaciones de identidad no aparecen en un solo día? Una
misma persona puede tener dos caras, en sentido figurado,
claro, y combinarlas de acuerdo con la ocasión, como en
una fiesta de disfraces. Bien podría ser el caso de una en-
mascarada que se sirviera de los inocentes habitantes del
caserón. Sin embargo, a ella no lograría engañarla.
Convenció a Sisí y a Bernarda de que todo era un sim-
ple truco de actuación y tenían que vérselas con una autén-
tica profesional del camuflaje.
—¿Y las burbujas?
—Simples efectos especiales para impresionar a las
novatas.
Ambas se sintieron preocupadas por el pobre Nicolás.
Él todavía creía en aquello de la musa. “Otro novato más
que no conoce la maravilla de los efectos especiales y el
cine”, aseguraba la araña. “Yo soy la única inspiración que
tuvo, lo abandoné un minuto y se volvió desesperado.” Ha-
bía que alertarlo de su error, lo cual significaría un duro

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golpe a pesar de todas las explicaciones. Aunque la ilusión
se le encogiera hasta adoptar el tamaño de un chícharo, lo
mejor era ir al grano: estaba venerando a una farsante.
—Nicolás, lo siento mucho por ti. Calíope me contó la
verdad y te prometo que vamos a desenmascararla. No te
preocupes, actuaremos en secreto para engatusarla y zas, la
pondremos de manos y pies en la calle. A ver si encuentra
otro inocente y le repite el truco.
—¿Desenmascarar a quién?
—A la musa con falsa identidad. ¿Es que no lo sabes?
En realidad es una delincuente buscada por la Ley. Ha enga-
ñado a un montón de bonachones. El mundo está repletico
de esas personas con doble cara. Seguro también confiaste
en la impostora —dijo Sisí enojada.
—Bueno, no voy a cogerla por el cuello y meterla en la
bañera hasta que confiese. Hagan lo que les parezca apro-
piado.
Y Nicolás se quedó en silencio, fingiendo que estaba de
acuerdo, mientras las tres buscaban debajo de los muebles
a la supuesta farsante. Empujó uno de los ventanales y con
la mayor naturalidad se dispuso a observar a las personas
que subían y bajaban en tropel, las carretas de tiro y los
caballos rechonchos o huesudos según los tratara el dueño,
los pájaros cantores y los que chillaban, el cielo, la tarde, el
crepúsculo y la noche. Ni siquiera pestañeó admirando el
mundo, y se sintió un niño que estrena los ojos y ve cosas
extravagantes. Fue sencillamente feliz de ser, por fin, un
escritor y reflejar las bellezas que observaba con un puñado
de palabras. Dando gracias a los dioses —por si acaso— co-
menzó a descubrir la alegría simple de vivir.
—Hoy vendrá un invitado especial. Muéstrense tal como
son conmigo.

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III. El visitante desconocido

Cuando Nicolás hacía un anuncio público merecía toda la


atención del mundo, pues era de pocas palabras y tan capri-
choso en las exageraciones que era capaz de atribuir a un
mosquito el doble de la talla de un dinosaurio, y a una libé-
lula la gordura de los hipopótamos. Las tres habitantes del
caserón dedujeron por el discurso del escritor que el visi-
tante merecía ciertas consideraciones: una sala limpia, mue-
bles cosidos y tazas de la vajilla que se guardaban en la
cocina, pertenecientes a la prehistoria de la familia, desti-
nadas a las bodas, funerales, despedidas o bienvenidas, des-
de antes que Nicolás naciera.
Tuvieron que sacudir y echar a la basura veinticinco
años de polvo y generaciones de arañas se fueron a la calle
por falta de espacio. Calíope quedó perdonada porque su
telaraña era discreta y se armaría una guerra interna en caso
contrario (Sisí se encargaría de que al visitante no se le
ocurriera mirar hacia arriba).
Afortunadamente, pensó la hoja de papel, las visitas no
suelen caminar sin permiso por las casas ajenas, ni son ins-
pectoras de sanidad. Más bien vienen a curiosear y critican
a espaldas de los dueños para demostrar su educación. La
mayoría se limitan a quedarse tiesas en una butaca, así esta

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tenga púas y no cojines, a disimular su desagrado forzando
con los labios una sonrisita. Las hay de clase, esas que cru-
zan las piernas, gesticulan todo lo posible dentro de los lí-
mites, usan las frases rebuscadas para decir una bobada y se
colocan las manos una sobre la otra como si les echaran
pegamento o les doliera la barriga.
Nicolás, escritor recién estrenado, dormía plácidamen-
te en medio de aquel terremoto. Hasta la araña italiana (acla-
remos, la lámpara) cayó a los pies de la cama y los cristales
se hicieron trizas con el impacto. Él se rascó los dedos de
los pies y le dio la espalda al asunto.
Bernarda destapó los ventanales cubiertos de sábanas,
y se cubrió los ojos porque le ardían con la luz.
—Prefiero la oscuridad.
—Es comprensible, si tenemos en cuenta que eres una
campesina y nunca has viajado a las grandes metrópolis. Es-
tarías deslumbrada con las luces de neón. Te falta mucha se-
guridad y para qué mencionar la retahíla de teclas que andan
ausentes. No eres una buena máquina de escribir —Calíope
era lo que se dice una “amiga” sincera y persuasiva.
—¡Basta ya! Cuando Nicolás sea famoso comprará una
computadora...y así le hará más fácil el trabajo. Es lo que
está de moda. Caducaron los manuscritos y las obras meca-
nografiadas. Quien no posee una, carece de brazo derecho
—exclamó Sisí.
—No quiero que sea famoso, si tiene que abandonar a
los amigos —terminó Bernarda—. Odio las computadoras.
Nicolás se despertó con la luz. Parpadeó y luego empe-
zó a gritar enfurecido igual que los toros cuando les ense-
ñan una tela roja y le arrojó una pantufla a la primera vícti-
ma que se colocó a tiro.
—¡¡Cierren las persianas, todavía no estoy preparado
para ser un escritor sociable!!
Como si hubieran acordado romper la discusión, el reloj
despertador y el timbre sonaron al unísono. De pronto se
formó un desorden de voces y pasos. Nadie estaba listo aún.

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No habían previsto tal puntualidad en tiempos de
informalidades. Sisí abrió el portón en un crujido de nervios.
—Nicolás, un niño pregunta por ti: es lógico que no se
trata de la musa. Le contestaré que no puedes atenderlo
porque estás en el baño —y se dispuso a inventarle una
mentira piadosa.
—Hooolaaaa —gritó el niño, que había escuchado la
parte final y dispuesto a no dejarse cerrar la puerta en la
nariz, entró decidido con la brisa fresca. El escritor, que no
estaba duchándose, sino robando masitas de puerco del re-
frigerador a espaldas de Sisí, masticó precipitadamente, y
se presentó atragantado:
—Buenas tardes, soy Nicolás.
—Yo también me llamo Nicolás. Quiero conocer tu casa.
—Claro, entra. ¿Qué tal si iniciamos las presentacio-
nes ? Ella es Sisí, mi hoja de papel en... —y se quedó pensa-
tivo— ...mi primer cuento. Aquella muy tímida es Bernarda, la
máquina de escribir que comparte mis secretos, y esta...
bueno... es Calíope, una araña que sueña con brillar más
que la Estrella Polar.
—Son muy simpáticas. Es decir, extrañas. ¡Y qué bien
hablan!
Nicolás niño examinó todo lo que existía entre piso y
techo. Hasta la telaraña de Calíope, pese al esfuerzo que
hizo Sisí por evitarlo.
—Oye, ¿podrías comportarte un poquito mejor y que-
darte sentado como un niño bueno? ¿Qué clase de educa-
ción te dieron tus padres, eh? Se trata de una casa ajena y
vienes en carácter de visitante. No toques las cosas. ¡Con-
trólenlo o buscaré una jaula!
Nicolás le ofreció una taza de té. No lograba disimular
su emoción. Todo lo que el niño hacía le encantaba, incluso
a costa de transformar a Sisí en un barquito de papel.
—¿Es té? No me gusta. A mis amigos tampoco les agra-
da. Dicen que es hábito de personas mayores. Yo prefiero el
refresco y las galletas dulces.

23
Loco por complacerlo revisó los estantes, gaveteros y
aparadores de la cocina. Lo único que encontró fue un trozo
de pan.
—No como galletas dulces desde que era niño —se ex-
cusó Nicolás—. De adulto me he acostumbrado al té —com-
prendió que debía recordar sus gustos antiguos.
—¿Quieres dulce de leche? —le preguntó
—Ajá, pero antes desearía un cuento —respondió Ni-
colás niño—. Voy a abrir las ventanas para jugar con la luz.
¿Sabes? La mañana es un cocuyo que se tragó la risa del sol
y quedó indigestada.
—¿No consideras más apropiado una visita formal, algo
así como una entrevista solitaria en la que nos compe-
netremos?
—Nicolás, sólo tú me has olvidado en el cajón de los
recuerdos, como los días en que el abuelo leía un libro nue-
vo aquí en el portal y nos levantábamos con la boca abierta.
Él nos enseñó a soñar.
—¡Qué dulces eran sus palabras! —el escritor se seca-
ba las lágrimas y patinaba por el tiempo con un pasodoble
de cangrejo—. Abuelo era un cuentero caído de una histo-
ria vagabunda. Nunca pensé que lo extrañaría tanto.
—Sal entonces de tu cueva y enfrenta el miedo que te
causa el mundo. ¿Cómo resistes quedarte dormido en una
concha gris ? Las sombras no saben saltar ni volar. ¿Quién
ha visto una sombra imaginativa?
—Tiene razón —dijo Bernarda pensativa y se apoyó en
su pata coja—.Vivir como los topos es la peor de las solu-
ciones. Mejor dicho, es una antisolución. Mi bisabuela de-
cía que los pájaros y las mariposas pueden ver hasta los
últimos caminos del universo desde que le tomaron gusto
al alba y descubrieron el color del viento.
—¡¡Sí!! Seré yo mismo en lo adelante. Necesito un
arcoiris para desaparecer la tristeza de este caserón. Borrón
y cuenta nueva, pero... ¡No me quedan amigos, los abando-
né! Estoy solo.

25
—Los amigos se conquistan de nuevo —dijo Nicolás
niño—. Ahora usa tu imaginación: ayúdame a colgar un co-
lumpio entre las ramas del cielo.
—¿Y si empiezan a caerse las estrellas? No se sabe quién
le colocó sus clavos de plata a la noche.
—Si de verdad se caen, subiremos a pegarlas. No va-
mos a dejar a la noche llorando toda la eternidad. Y el vérti-
go se cura montando cometas, o con treparse al árbol más
alto del mundo, desde el cual se toca el sol.
—Creo que este es el sueño más largo de mi vida. Lo
extraño es que continúo despierto. Parezco otro niño jugan-
do con hilos invisibles. A fin de cuentas la gente siempre
terminará opinando lo que desee... Hoy tengo que escribir.
—Bravo, has descubierto el mayor de los secretos. Tú
eres igual que yo. Con la punta del dedo borrarás, así de
fácil, la tristeza de este caserón. Prácticamente lo entendis-
te todo en pocas palabras. Ya te han nacido las alas que per-
diste al crecer. Ahora verás lo invisible, me contarás a qué
sabe el viento los domingos por la tarde y cuál es la música
del ocaso
—¿Dónde están esas alas misteriosas? Y he aquí el pro-
blema principal: ¿cómo podré escalar un monte de nubes?
—Bueno, es un secreto y no te lo puedo revelar todavía.
—Otra pregunta: ¿Eres en verdad la musa?
—¿No te has convencido aún? Nicolás, la respuesta la
llevas tú.
Calíope aseguró aquel día que había llorado un millón
de lágrimas bajo la cama.

26
IV
IV.. Metamorfosis de un caserón

Sisí estuvo una semana en la cocina desempolvando recetas


de dulces caseros. Antes no había utilizado aquellos libros,
porque en la casa se cocinaba arroz, frijoles y huevos todos
los días, aparte del acostumbrado té que era tradicional.
Desde que el nuevo Nicolás vivía con ellos, era necesario
hacer las cosas diferentes y eso le disgustaba. Aprendió a
hornear panetelas y pasteles de guayaba. Al principio, las
humaredas eran espantosas, los buñuelos se quemaban y
ella emergía de la boca del horno, repleta de tizne como un
deshollinador, y hubiera deseado, para calmar su furia, en-
cerrar al renacuajo en una jaula de pájaros durante el día, y
en el cuarto de baño por la madrugada.
Porque Nicolás niño derrochaba buena parte de la ma-
ñana en taponar el hueco de la bañadera y anegarla hasta el
desborde. Luego se sumergía, conversaba con las burbujas
del chapoteo, croaba y entablaba un diálogo con la pared,
donde él era un almirante y aquella el capitán de la fragata.
Le encantaba jugar en el jardín y, en cuatro patas, cavaba
agujeros de hormiga y sembraba allí las historias mutiladas
de Nicolás, para que, apaciguada su sed con el agua y sus
lamentos con la tibieza del mundo subterráneo, resucitaran
y florecieran. Entonces, como en las vendimias, recogería la

27
cosecha y Nicolás escritor recibiría con festejos a sus “mori-
bundos sanados”, y los tacharía de su arsenal de cuentos
fallidos. Nicolás niño concluía estas pasiones de horticultor
con las manos y las uñas de un alfarero, que más bien pare-
cían ellas mismas de barro. Sisí lo agarraba por una oreja,
con una expresión de bulldog que hubiera amedrentado al
Can Cerbero y lo sentaba en la bañadera. Tomaba jabón y,
restregándolo con un cepillo, lo lustraba de pies a cabeza.
Hasta le sacaba brillo a los dientes. Y el churre de uno se
traspasaba a la otra, como un hechizo irrevocable.
La hoja de papel, chamuscada por el incendio de la re-
postería y la domesticación de la musa, terminaba adolorida
de la espalda, con reuma y molida. Se desmoronaba sobre el
escritorio de Nicolás, y juraba que no le aguantaría
malcriadeces a nadie, ella no era una niñera. Y a mitad del
discurso ya roncaba. Al final, tuvo que resignarse a la con-
tienda —si era él, en verdad, la cura de las apatías del escri-
tor—, no sin antes haber manifestado su desaprobación.
Amenazó a su literato con que emigraría del caserón y no
tendría quien le cocinara o le trajera el té al cuarto y le so-
portara las peroratas de intelectual. “Porque eres un insopor-
table”, le gritaba, “y un parásito: no ayudas en la limpieza
del caserón, ni te planchas la ropa, ni friegas, y ni siquiera
educas a tu silvestre inspiración.” Y tras mucho anunciar
que recogía las maletas y los dejaba a su albedrío, las colocó
de nuevo en su lugar, y anudándose el delantal puso agua a
hervir. “Agradece que poseo un noble corazón” —agregaba
para justificar su flaqueza. “Soy una joya.”
Le placía hacer las veces de madre con la musa (Musa-
raña lo llamaba en el había una vez) y le tomó cariño. Acabó
considerándolo como el niño que fue Nicolás escritor (no
entendió jamás esta extraña metamorfosis), lo malcriaba y
asumía un papel de abuela consentidora. Bernarda incluso
llegó a tenerle celos.
Dejaron de cumplirse las normas y horarios del case-
rón, tan estrictos en otro tiempo, y lo mismo amanecían

29
almorzando que se acostaban desayunando. En las tardes
permanecían sentados los unos frente a los otros mirándo-
se las caras y descubriéndose muecas, alegrías ocultas. El
recién llegado emprendió, sin permiso de Sisí, erigida en
ama de llaves por su antigüedad, una renovación general de
los salones. Las paredes del pasillo y los cuartos fueron de-
corados con flores, unicornios de tres cuernos, pájaros y
estrellas coloreadas donde el moho florecía con las goteras.
Calíope observaba los trazos del lápiz que revivía la blan-
cura de las columnas. Bernarda ayudó a Nicolás en la cons-
trucción de un papalote gigante, que fue colgado a modo de
estandarte en la punta del pararrayos. Cuando se gastaban
los crayones, Nicolás escritor iba a comprar pinceles y acua-
relas, disfrazado a lo Robin Hood, para que su amigo le ilus-
trara los cuentos en el piso, como un libro desplegado, y las
losas se volvían un mosaico de historias que se adivinaban
siguiendo los pasos del ajedrez.
—Hoy me apetecen un par de cuentos para dormir. ¿Po-
drías escribirme uno?
Y el escritor inspirado se desvelaba para tenerlo listo la
noche siguiente. El carpintero del pueblo hizo a pedido suyo
cinco sillones para el portal, y en una reunión familiar se
acordó traer mensualmente un invitado a tomar el té. Nico-
lás no conocía a los vecinos y, después de veinticinco años
escondido del mundo, necesitaba sembrar amistades.
Calíope colgó un cartel de la reja oxidada en la entrada del
jardín:

SE BUSCAN AMIGOS PARA NICOLÁS

El niño tejió cinco cojines voladores para los sillones,


pero como se sospechaba que en el caserón vivían espíritus,
Sisí los clavó para que el invitado no escapara volando y se
quedara en las nubes.
Una tarde abrieron la reja del jardín y se sentaron a
esperar.

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V. Lo que contó el primer invitado
(primer cuento de Nicolás el escritor)

El día recién había sacado su paraguas gris para las noches


lluviosas. Las ventanas de la sala tenían cortinas de hilo fino
de arañas. En el centro de las losas terminaba de secarse
una bicicleta con globos tan bien dibujada que daba ganas
de brincarle encima y escaparse a la playa. El papalote se
había aferrado al pararrayos, presintiendo el olor concen-
trado de una tormenta.
Nicolás niño dibujaba nubes rechonchas por el agua. A
su lado descansaba Bernarda apoyada en una pata nueva,
mientras Sisí quitaba la ropa tendida.
—No se preocupen por mí, hoy no pienso bajar a tomar el
té. Esta danza del viento me arruinará el torniquete y no quie-
ro que me describan como una desaliñada en los cuentos.
—Ni falta que haces tú, que no ayudas ni con una pata
en la cocina cuando te sobran siete.
—Parece que tampoco esta semana habrá invitados, al
menos hasta que mayo deje de llamarse “el mes de los agua-
ceros”. Mejor descolgamos el cartel a tiempo o las letras se
pondrán aguadas como el té —sugirió Sisí y cortó la discu-
sión que se avecinaba. La araña y la máquina de escribir se
llevaban lo mismo que un perro acosado de pulgas y un
gato inmaculado.

31
Comenzó a llover. En el aire flotaba una fragancia de
tierra mojada que le daba un gusto especial a las gotas de
agua. El papalote decidió zafarse del pararrayos y refugiarse
en el portal. Nicolás llegó corriendo con una jicotea en la
mano.
—Sisí, dale un poco de sopa caliente y ponla en una
palangana seca. Es una jicotea de sol, no le gusta el agua.
Un vendaval se llevó las flores del jardín para adornar-
se los cabellos. Y en la casona se descubrió una gotera en la
rendija del techo donde vivía Calíope y hubo que secar el
río de colores que iba borrando las pinturas de las paredes y
mezclando las figuras del piso.
—¡Mi peinado! —gritó desesperada la araña.
Todos se asomaron al portal. Algo extraño (y no preci-
samente el grito de Calíope) acababa de suceder. En una
esquina estaba acurrucado un gato gris, con un paraguas
roto.
—Traigan una taza de té y una toalla para el primer
invitado del caserón.
Nicolás niño se sentó en un sillón.
—Yo... soy... Mausidro Gutiérrez, gato de profesión y
trovador aficionado —se presentó el invitado sacando de la
chaqueta una guitarra mojada.
—Mucho gusto —se adelantó Sisí con la bandeja en la
mano—, pero no se me acerque tanto. Le tengo miedo al
agua. Bienvenido al portal de nuestro caserón. Aquí vive el
escritor de cuentos Nicolás y su musa Nicolás.
—Otra vez bienvenido, trovador Gutiérrez.
—Muchas gracias, amigo escritor. Le juro que esta llu-
via me ha reblandecido los huesos y seguro me acatarro.
Prefiero bañarme a lengüetazos, más calmado, con priva-
cidad. No soy amante del agua. Y a los cantantes les sienta
fatal. Se nos van unos gallos de espanto y...
—Olvide la cuestión y dígame qué le parece la receta de
panecillos con poesía. Tiene un verso original que copié de
un libro de poetas románticos para condimentarlos mejor.

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Mausidro revisó el pan por si encontraba letras crudas.
“Excelente, riquísimo”, susurró con la boca repleta. Le dio
un pedazo a su guitarra y luego acarició las cuerdas. Nació
un sonido agudo, de risa enlatada.
—Voy a cantarles una canción de mi propia cosecha
—susurró de pronto sacudiendo con fuerza la guitarra—.
Me ha vuelto el espíritu de trovador a los bigotes. Vamos a
ver qué sale...
La familia estrenó los sillones al ritmo de las notas que
entonaba el gato, frotando las cuerdas con la punta de las
uñas. Marcaba la melodía con unos toques de su pata iz-
quierda, y algunos golpes en la madera de la guitarra.
Mausidro tenía una voz ronca y áspera, que se confundía
con los acordes de la balada.
—¡Miauuuuu, miau mauuuiii..!
Calíope se había soltado el torniquete y daba vueltas
colgada de su hilo, en un desorden de patas. Nicolás escri-
tor tarareaba la canción entre silbidos, mientras Bernarda
intentaba imitar a la araña escondida tras el portón. Sisí
parecía un pájaro con delantal aleteando en el asiento.
—Me encanta su estilo —decía Nicolás niño y dejaba
que los pies bailaran a su antojo.
—Ahora voy a ser cantante —decidió Calíope cuando
terminó la canción—. ¿Por qué no me contratas ?
—Sólo voy por el mundo en busca de un tejado donde
maullar toda la noche y ofrecer serenatas de amor a las es-
trellas. Hay quienes afirman que los gatos somos unos ena-
morados de la luna porque nos entregamos a ella cada atar-
decer que muere, pero yo le canto al cielo y a la tierra, y al
sol también si me piden que toque una mañana. No tengo
más oficio que ser gato y trovador sin tejado, así que no se
me ocurre lo que pueda hacer contigo.
—Sé cantar, dar vueltas, caminar con tacones y tejer un
tapiz en dos horas. ¿Es suficiente?
—A ver, entóname un La sostenido
—Eso de entonar Laes sostenidos no lo entiendo.

33
—Entonces no lograrás ser cantante. Primero tienes que
estudiar música.
—Mausidro, creo que andamos necesitando un trova-
dor por el caserón y tenemos un tejado disponible. Además,
nadie se desvela de noche por un concierto... creo que el
portal del invitado del mes estará muy de acuerdo con ceder
otro sillón para tu guitarra.
—Gracias Nicolás escritor, me quedo en tu tejado para
organizar un rincón de la trova. Una pregunta... ¿Hay veci-
nos gritones por los alrededores?

34
VI. Segunda historia del invitado
(no invitado) del mes: el cartero
pregonero que se hizo por fin
cuentero

Mausidro, gato de profesión y trovador por afición, inaugu-


ró su “hora de la música” en la casa de Nicolás. Después del
acostumbrado té, la familia subía la escalera de incendios y
se acostaba sobre las tejas a cantar hasta la madrugada, sin
remordimientos ni consideraciones por los infortunados
vecinos, e inventar bailes nuevos, aunque Calíope era im-
posible de igualar cuando utilizaba sus ocho patas. Bernarda
ensayaba sus pasos tímidos para no desentonar con el res-
to: ella era una máquina de escribir decente y no una com-
putadora zalamera.
Sisí evocaba sus tiempos de hoja adolescente, en que
solía escuchar rock & roll en la biblioteca del abuelo de Nico-
lás. Ahora tenía impresas las manchas amarillas de la vejez,
aunque tratara de disimularlas con unos toques de polvo.
De todas formas, no le avergonzaba confesar su edad en
público o estirar las piernas arrugadas con las canciones de
Mausidro. Ella jamás se consideró vieja ni le importó que le
llevaran la cuenta de los años. Simplemente hacía una mue-
ca y punto: ignoraba al impertinente.
Y justo esa mañana en que se disponía a empolvarse en
secreto frente al cristal de la ventana, escuchó unos gritos
lejanos que se apoderaban del silencio.

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—Entrega de sueñooos de todas tallas y sazones. Aquí
guardo su correspondencia de fantasías y duendeees...
“¡Qué horror!”, pensó Sisí tosiendo. Se había echado la
caja de talco encima. “En este vecindario no la dejan a una
disimular las arrugas con tranquilidad. Siempre hay alguien
que viene a enredar el mundo.”
Volvió a sonar el pregón a bolero antiguo borrado ya
de los discos. En la entrada del jardín apareció un hombre
con piel de noche oscurísima, de cielos sin lunas ni estre-
llas: una joya de ébano y marfil con el brillo apagado que
no podía resplandecer. A Sisí le llamó la atención su sonri-
sa de río marchito, pese a tener los dientes muy blancos y
juntos, y le buscó los ojos de cocuyo sin luz bajo su gorra
de papel.
—Carta para Nicolás escritor. Entrega especial desde la
ciudad de los soñadores despiertos —el cartero clavó un
aldabonazo en el portón.
Calíope brincó de su hamaca enseguida y bajó sin arre-
glarse.
—¡¡Una carta!! Démela a mí, que yo la recibo por Nico-
lás. Él está ocupado desarmando un cuento y estoy a cargo
de esas responsabilidades. Imagínese que soy su musa. ¿Dón-
de tengo que firmar?
—Estee... —el cartero pregonero puso cara de sorpresa
y se encogió de hombros medio confundido. Las palabras se
le cortaron y durante unos segundos no supo qué decir. Pri-
mera vez que se encontraba ante semejante arácnido, y des-
conocía si en el reglamento estaba permitido firmar ocho
veces, o si la firma era válida—. Mireee... buenoooo...
Sacó todavía indeciso un sobre amarillo con olor a tinta
mojada, y una constelación de sellos desde la Patagonia a la
galaxia.
—¡Un extranjero en la familia! —exclamó—. Porque
esto viene de afuera, ¿no?
—Ni idea. Y cuidado, la carta está un poco fresca. Le
aconsejo tenderla en el patio para que seque y no destiña.

36
Sisí se aburrió de retocarse el maquillaje tras una corti-
na y voló en puntillas a inspeccionar personalmente la si-
tuación.
—Un momento, siéntese en el sillón mientras llamo a
Nicolás. Está en su cuarto muy atareado, cumpliendo sus
labores de escritor. Apuesto a que sigue trabajando a oscu-
ras. Pero qué pena, si no lo mandé a pasar. Siéntese, pruebe
un sillón que no muerde. A propósito, ¿le gustaría un té
helado para combatir el calor?
—Ignoraba que los escritores también reparan los cuen-
tos. Es más, siempre los creí malos padres. Su Nicolás debe
ser uno de esos carpinteros que arreglan letras cojas... pero...
No, prefiero el café. Con permiso —dijo el cartero quitán-
dose la gorra y comenzó a recitar un pregón mientras se
refrescaba en el portal. El sol aquella mañana quería comer-
se vivo a todo el mundo.
La hoja de papel nunca había preparado café. Conside-
raba que tomar té era más... intelectual. Molesta, puso la
tetera y la llenó de polvo. Por suerte, se dijo, conservaba un
par de paqueticos en la despensa, de cuando su tatarabuela
fuera seleccionada mejor cuento en el Liceo. Ningún libro
de cocina traía escrita la fórmula para aquel brebaje fuerte,
de un humo tan penetrante que la hacía estornudar. Ella
misma se vio obligada a inventarla: a la colada, bien espesa,
le añadió canela, una pizca de vainilla, hierbabuena y tres
gotas de limón. En la tazona echó, además, cubitos de hielo
y menta contra el sofoco.
Cuando servía el café, desde el cuarto, Nicolás escritor
asomó la curiosa nariz tentado de averiguar quién estaba en
la casa, por lo desacostumbrado de la bebida (la curiosidad
mató al gato, por eso Mausidro se cuidaba de evitarla), dejó
el oficio a medias y llegó corriendo tras la cola del aroma
que desprendían las tazas. Calíope alargó una de sus patas y
le dio el sobre.
—Aquí tienes tu carta.

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Desplegó una hoja con arrugas de papiro, escrita en un
idioma de caracteres deformados, largos y finos. Era una
tarea de genios leerla, a menos que fuese un código secreto
o jeroglíficos antiguos de los que cuesta un milenio desci-
frar. Sonriente, la dobló de nuevo por los mismos pliegues y
anunció:
—Es de mi tío Gabriel, el poeta de la familia. La carta
tiene el lenguaje de la poesía pura, intraducible, casi una
rareza en nuestros días. Apenas se usa por ser dialecto de
elegidos. Esta aún no ha caído en las garras de ningún edi-
tor con cara de lobo.
—Ah —exclamó Bernarda, que jamás había oído men-
cionar semejante lengua.
—Ahora me llama el deber. Con permiso, tengo que
entregar la correspondencia. Hoy no me acuesto hasta
repartir por el universo las cartas de mi saco.
—¿Y cómo es el oficio de cartero? —preguntó, acercán-
dosele taimada Calíope—. Tal vez yo pudiera...
—No, mi profesión no te serviría. Empezarías a boste-
zar y a confundir las direcciones antes de recorrer el pueblo.
Se requiere de responsabilidad. Esta juventud... Me recuerda
la época en que tenía el entusiasmo de veinte años e iba
acompañado de pájaros y curiosos. A veces memorizaba al-
gunos pregones nuevos y olvidaba las cantilenas, para no
aburrir a la gente. Pero ya no tengo quien me escriba pala-
bras frescas o me componga rimas originales y voy repitien-
do sonidos gastados por las calles. La soledad me sigue los
pasos y apaga mi voz. Estoy cansado y solo en mi oficio de
cartero. Quisiera que me regalaran un sobre lleno de ideas
para convertirme en cuentero, y lanzar historias mágicas a
un enjambre de niños y viejos con ojos iluminados —el car-
tero se detuvo y liberó su emoción en un suspiro—. ¿No
ve? Me he vuelto demasiado sentimental...
—¿Y eso es muy grave?—preguntó Calíope nerviosa.
—Depende. Hay quien puede secarse cuando muere un
sueño, o le salen cicatrices y arrugas de esperar sentados en
un rincón a que se cumplan.

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Mausidro descendió del tejado guitarra al hombro. Ni-
colás escritor tenía la mirada aguada de escuchar las cuitas
del pregonero infeliz y hubiera deseado pintarle una som-
bra acompañante. De pronto, huyó del portal, y Sisí lo vio
perderse al final del pasillo, con esa prisa alborotada, presa-
gio de trombas marinas. Bernarda lloraba con el caudal de
un aguacero de mayo, casi hasta lograr oxidarse. En el fon-
do del caserón, un huracán había saqueado las gavetas, lan-
zaba búcaros y almohadas contra las paredes y esparcía por
los aires marejadas de lápices y hojas de papel.
—¿Qué pasará en el cuarto de Nicolás escritor? —pre-
guntó Sisí con una risita inquieta, aunque ella, marinera
avezada, adivinaba el rumbo de la tormenta y estaba prepa-
rada.
—Muchas gracias por su café exclusivo, pero creo que
va a lloviznar y las cartas no pueden mojarse —se disculpó
el cartero poniéndose de pie.
—No se vayaaaa —gritó Nicolás escritor en ese preciso
instante, emergiendo desaliñado como una ensalada cruda,
sudoroso y triunfante. Llevaba un libro en la cabeza—. Es el
cuaderno de cuentos que terminé de revisar ayer. Le suplico
que lo acepte. Enséñelo a volar a su lado y caminen los dos
juntos, tomados de la mano, por las calles. Conviértalos en
el pregón que todos repitan, el más original. Suponga que
cada personaje habrá encontrado la magia de la vida y usted
gozará también de ella. Olvídese del refrán “Ver para creer”.
Hace falta poseer el don de un tercer ojo en el corazón, ¿cier-
to? O si no, quién lo apreciará por dentro.
—Carambas y carámbanos, es justo lo que me hacía
falta, material de primera. Mil gracias, y sobra prometerle
que le daré un buen uso “hasta que se me gasten”.
Mausidro dejó juguetear sus uñas entre las cuerdas de
la guitarra, y brotó al cosquilleo un bordado de notas musi-
cales.
—Y yo quiero ofrendarle música al sonido de las pala-
bras, así tu voz nunca volverá a sentirse solitaria. Imagina la

40
balada del mar que guardan cerca del alma los caracoles: si
acercas el oído, te invadirá un canto que nace del infinito y
te despoja de cualquier amargura.
El gato trovador acarició a su inseparable compañera y
soltó un maullido profundo y electrizante, que clavó a los
hogareños habitantes del caserón en los respectivos sillo-
nes. Era un corrientazo de mil doscientos voltios que erizó
todos los pelos y calvas de los presentes. Hubo quienes ni
respiraron de la emoción. Mausidro, inspirado, recorrió el
portal tomando posesión del escenario y literalmente enga-
tusó al público. El conciertazo amenazaba desvelar a la
misma luna. Los fanáticos formaron una rueda de baile alre-
dedor del invitado, con Calíope pendida de su hebra en el
centro a punto de volverse el vórtice de un ardiente ciclón
del trópico.
Bernarda arrojó su timidez al baúl de la ropa sucia.
Movía cuanto es posible a su edad. Menos mal que aún se
consideraba una inexperta aprendiz. Empujaba a Sisí hacia
atrás y la alzaba; esta ejecutaba el vuelo del cisne, “libre
como salpicadura de agua”, según refirió un gallo que no
durmió la noche fatal por culpa de unos “personajes escan-
dalosos” y se fue a un bar nocturno a jugar billar.
El cartero, ahora hombre de noche clara y sonrisa fina,
inauguró sus ojos de cocuyo feliz y se despidió tarareando
la melodía de un futuro pregón. Nicolás niño, que venía de
visitar a la esposa del sol en su papalote, divisó a lo lejos un
punto saltarín y se sintió cómplice de la transformación.

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VII. La visita desanunciada de Gabriel

Sábado a primera hora: día de usar las escobas y sacudidores


y engalanar la vetustez de los pasillos. Se esperaba al invi-
tado del mes. Nicolás escritor quería dar una buena im-
presión y necesitaba quitarle algunas canas a su casona
gris. Los cuartos y las ventanas debían pintarse antes de
las doce, con tiempo para estar secos a la hora del té. Nico-
lás niño cabalgó en el lomo del papalote rumbo al taller del
carpintero, porque no alcanzaban los sillones y le pidió a
Calíope que tejiera otro cojín. El caserón parecía la carpa de
un circo sacado de la manga.
Sisí se acostaba al fin tras recoger la patineta de Nico-
lás escritor, que a veces dormía en el sofá de la sala, y las
medias, las bolas y trompos de su musa saltimbanqui. Nun-
ca había visto que las personas serias y con los pies sobre la
tierra navegaran por el tránsito de las calles en semejante
aparato. Pero ese escritor de cuentos ya no vivía entre ellos
sino en tierras inimaginables, donde se paseaba en una bur-
buja-carroza inflada con el champú de Calíope.
Nadie conocía mejor a los abuelos y tatarabuelos colo-
nizadores de la casona que la propia Sisí. Hasta sabía de
memoria las leyendas de la novela familiar y había descifra-
do toda la parentela de Nicolás. Por eso no imaginó la

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existencia de un pariente sin registrar en el árbol de los an-
tepasados...
A la hora del almuerzo, con exactitud religiosa todos se
reunieron en el comedor, a paladear los sopones de Sisí, y
tolerar las críticas de Calíope al llamarla comida pueblerina.
El sol era a mediodía un mango maduro en lo último del
cielo y las calles permanecían desiertas, con los vecinos atrin-
cherados en sus casas. En el portal se escuchó el tintineo de
unas campanas y alguien sacudió las ventanas.
—¿Q... Quiéen esss..? —preguntó Bernarda sorprendida.
—Un escultor, poeta y loco que viene a rociar poemas
en la cabeza de su sobrino. Traigo un baúl de estatuas
incomprendidas para instalar mi taller y reanimar este jar-
dín marchito con mis sueños esculpidos. Así que aseguren
los techos de este pedazo de casa coja porque hoy se estre-
mece la vejez. ¡Por San Jorge y el dragón!
—¡Tío Gabriel! ¡Qué visita más desanunciada! ¿Por qué
no lo dijiste en la carta?—dijo Nicolás escritor, levantándo-
se con la boca llena para saludarlo.
—¿Cuál carta? No recuerdo haber escrito una en... —el
tío loco-poeta-escultor se quedó pensativo— ...ah, sí, aquellos
versos que te envié hace diez años, cuando ni siquiera pen-
saba visitar el universo... pero qué horror, estos correos via-
jan en jicoteas.
Nicolás niño miró al tío Gabriel y sonrió. Era el ser más
divertido y antiadulto que podía caminar sobre la faz de la
Tierra (flotaba ignorando la gravedad y el resto de las le-
yes). Tenía unos ojos distraídos y enormes para contemplar
el mundo de un solo vistazo, y la ropa al revés, los zapatos
desabrochados y dos tallas extras, el número de los paya-
sos, y también un sombrero desfondado con recuerdos de
sus excursiones y fragmentos de poemas. Su cuerpo pin-
tarrajeado con tinta y trazas de barro, y una paleta de colo-
res, le daba apariencia de un indio en carnavales.
—Es el mejor tío que un escritor pueda desear—dijo
Nicolás escritor—. Gabriel, te presento a mi musa y ami-
go Nicolás.

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El hombre se rascó la cabeza lisa y sin una sombra de
pelo en los alrededores.
—Sobrino, yo no creo en ese mito de las musas que
inventó algún sabio desesperado, aunque está bien soñar
despierto de vez en vez.
—Cómo dice usted, ¿que nosotras no existimos? —saltó
Calíope encrespada—. Habría que preguntarse si es normal
que haya locos-escultores-poetas hablando disparates de las
artistas consagradas. Lo picó la víbora de la envidia —y fin-
gió desentenderse del insulto, pero la indignación le duró el
resto del día y juró no estudiar ni por casualidad la carrera
del tal tío por ser de gente ignorante. “Una musa hoy en día
es la base de todo escritor respetable”, aclaró después.
Mientras se enredaba la discusión sobre espíritus, ins-
piraciones extraterrestres y supersticiones literarias, Sisí
trajo la bandeja de té con su práctico estilo de camarera.
—Tío, ella es mi primer cuento, una hoja de papel que
ha vivido conmigo durante medio siglo y le encanta impar-
tir órdenes con voz de coronela (es la directora de orquesta
del caserón) —la presentó Nicolás y Sisí hizo una reveren-
cia de damisela.
—Muchacho, es encantadora —y le besó la mano—. Yo
prefiero dedicarme a cortejar estrellas fugaces para ilumi-
nar el corazón de mis esculturas.
“Qué será de nosotros con este tío Gabriel colado en el
caserón. De un momento a otro intentará demolerlo o inau-
gurar un museo de antigüedades”, pensó Sisí.
El escultor-poeta-loco parecía haber escapado de un
circo. Se asomó en cada cuarto antes de escoger el lugar
apropiado para construir el taller, volcó el cajón de la basura
en un tropezón con la patineta y echó a pique la galería de
muebles antiguos, mientras colocaba sus estatuas extrava-
gantes a lo largo del pasillo. (Hubo que sentarse igual que
los chinos, en cojincitos.) Poco le faltó para subir al tejado y
tratar de secuestrar a la luna, para sembrarla en medio del
jardín y cultivar un bosque de lunas que dieran un jugo

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refrescante (su hobby era la agricultura y llegar a ser fabri-
cante de vinos añejos).
—¡Deténgase, no toque una sola taza de la cocina!
—Miauuuu, cuidado con esa guitarra. Le va a romper
el corazón si le desafina la voz.
—Tío, bájate de la bicicleta que dibujó Nicolás. Los
cojines voladores están huyendo de ti.
—¡Auxiliooo, me quieren cambiar por una compu-
tadoraaaa...!
La familia intentaba salvar los restos de la casona, pre-
sintiendo un naufragio evidente con el ataque del pirata
Gabriel, celoso guardián de la doncella poesía.
Los vecinos pensaron durante algún tiempo que aquel
rincón era el escondite de los muchos fantasmas, que se les
antojaban sueltos por los alrededores. (A ver, ¿al problema
de los fantasmas no se le había dado solución?) Otros supo-
nían la existencia de un movimiento de personajes extrava-
gantes que Nicolás andaba persiguiendo para encerrarlos
de vuelta a los cuentos.
El desenlace, contra todos los pronósticos, fue más in-
esperado que su llegada, pues el tío sorprendió al papalote
enredado en la punta del pararrayos y se lo robó. Ro-ba-do.
Nicolás no se lo prestó ni lo autorizó a tomarlo.
—Es el pájaro más extraño que ojos de poeta hayan
contemplado. ¿Por qué estará encadenado si no tiene alas
que le permitan escapar de su encierro? ¡Una maravilla de
la creación! Vuela con las plumas de la cola.
Se acercó y montó de un salto antes de que Nicolás
niño lograra capturarlo, entonces espoleó su pájaro de pa-
pel y ambos cabalgaron contra el viento. Al sombrero
desfondado le fue imposible volar y lo cogieron de rehén.
“Socorro, policía”, clamó Sisí y supo que gastaba en
vano sus cuerdas vocales. La policía atiende otras cuestio-
nes de mayor relevancia que un insignificante robo.
—¡¡Adiooos, sobrinooo!! —gritó mientras se alejaba—,
me voy al extranjero para completar mi formación cultural.

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Tengo que seguir la moda. ¿Ok? Guarda mi taller y no ven-
das nada. Algún día vendré a buscarlo.
Y se perdió en las nubes flotantes (que se confunden
con espesas natas), agitando un papalote mareado que no
estaba seguro de regresar a su tejado. Un viejo que disfruta-
ba del paisaje en su balcón y los vio pasar corrió a ponerse
los espejuelos y contó más tarde, calmado del susto, que
“un dragón enlazado por semejante caballero era algo que
no acontecía desde que Don Quijote se obsesionó en cazar
los molinos de viento”.

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VIII. En un cohete de papel

Lo cierto es que Nicolás escritor se quedó esperándolos para


devolverle a Gabriel sus poemas. ¡Qué manera era aquella
de aparecerse repentinamente y tomar la casa por asalto!
Después lo había dejado con las maletas en la mano a me-
dio desempacar. Se las había lanzado como una pelota de
baloncesto y adiós. Se apropió del papalote y ni las gracias
dio. Ni siquiera leyó los últimos textos del sobrino para cri-
ticarlos. Ajenas a la salida espectacular de su creador, las
estatuas continuaban plantadas a lo largo y ancho del pa-
sillo: cualquiera hubiera dicho, por la apariencia, que esta-
ban en proceso de restauración. Lo mismo tenían brazos
que tentáculos, y les faltaba la cabeza; rectifico: el tío Gabriel
las hacía sin ella ex profeso porque era, según alegaba en su
defensa, un estilo muy personal con influencias grecolatinas.
Sus creaciones tenían un aire a restos de ciudad griega
tragada por un cataclismo. Algunas matronas de piedras,
mancas por el azar que les dispusiera el talento del hombre-
cillo, no podían asemejarse más a las Venus desmembradas
de los museos. Carecían de pies, pues el tío jamás gastaba
materiales en dotar de tales apéndices a creaciones que no
los necesitarían. Así, las privaba de cualquier voluntad o
deseo futuro de abandonarlo.

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Por cada docena de estatuas ahorraba suficiente yeso y
mármol como para fabricar otras diez excepcionales. A unas
les dejaba sólo el torso, otras poseían dos cabezas que descan-
saban sobre una pierna, y las más completas ignoraban la exis-
tencia de ojos, nariz y boca en sus rasgos faciales. El tío, con su
originalidad y desenfado, opinaba que sin boca las personas
son más felices y sanas: no corren el riesgo de cometer equivo-
caciones. Bajo esa filosofía, esculpía sus retratos.
Cansado de esperar a que alguien viniera a desemba-
razarlo de los paquetes o le ofreciera disculpas, Nicolás tras-
ladó el equipaje de Gabriel al desván.
¿Por qué los escritores se rodearán siempre de la gente
y los objetos más atípicos? La fuga de Gabriel desató en
Nicolás un turbión de lágrimas y lo mantuvo en cama al
cuidado de Sisí. Su hipersensibilidad había sufrido una es-
pantosa herida, y también su dignidad de anfitrión. ¿Acaso
fue desatendido en su casa? Lo perdonó porque la genialidad
—y la fama— suelen trastornar el seso. Y esto lo conocía
por experiencia propia.
Una tarde recibió un telegrama con sello de Saturno y
adivinó que no regresaría. ¿Habría hallado un rinconcito
divino rebosante de inspiración y sosiego, con las puestas
de sol sobre fondo negrísimo, al efímero candil de los co-
metas, y un prado de estrellas por los cuales vagara, soña-
dora, la luna?
—El viaje costará una fortuna. Apuesto a que viajó de
polizonte. ¿Dónde se ha visto un poeta con dinero? —co-
mentó Sisí, quien sí tenía muy bien afincados los pies a esta
tierra y era bastante ducha en cuestiones monetarias: Nico-
lás, tratándose de economías, valía lo mismo que un cero a
la izquierda.
—O le pidió un aventón a cualquier astronauta —fan-
taseó Bernarda.
—Subido a un papalote, nadie llega tan lejos —senten-
ció la hoja de papel—. Hasta para los locos funciona la ley
de la gravedad.

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—Seguro sus amistades del extranjero le pagaron el
pasaje. Ese tío conoce el mundo entero.
—Es mejor que se haya marchado, o a estas benditas
horas andaríamos peor que los corderitos que Bernarda cuen-
ta a la hora de dormir. Dios mío, un digno representante de
su profesión... impredecibles como el rumbo de las moscas.
—Secuestró a nuestro papalote. ¿Dónde encontraremos
un guardián tan fiel? —gimoteó Nicolás niño.
—Cierto, apenas molestaba con el problema de la co-
mida y no ladraba ni cogía las pulgas. Era un buen amigo. Y
ahora todo está perdido. Me he quedado solo otra vez —se
lamentó el escritor con tono de moribundo, ladeando la ca-
beza y a punto de ahorcarse.
Sisí previó la irrupción de lágrimas, sollozos y suspiros
en una conversación encaminada hacia giros muy dramáti-
cos y pesimistas. Interrumpió las lamentaciones y con sus
ocurrencias salvó al caserón del diluvio, al traer una recon-
fortante bandeja de té servido en las tazas de los brindis y
festines. Le hizo un guiño a Mausidro sin que los presentes
se percataran, y carraspeando anunció:
—Cambien esas caras de velorio. Todavía tendrán tiem-
po para lavar pañuelos con sus lamentaciones. Ahora necesi-
tamos música a gritos, la más viva, la de ritmo más marcado,
capaz de resucitar muertos. Y yo sacaré a bailar al caballero
Nicolás —se amarró el paño de la limpieza a manera de las
campesinas, recogiéndose con él la cabellera, sacó de un
armario cierta saya estampada y una pandereta y con movi-
mientos de gitana, las caderas hechizantes, los brazos cau-
tivadores en su ondular, se crispó en una danza.
—No vamos a morirnos de la pena sentados aquí. Le-
vanten la cabeza y anímense a cantar conmigo una balada
de rock. Cada uno tome la mano del otro y mírense bien a
los ojos. ¡Qué les parece si Nicolás escritor inventa un cuento
de festines y bodegas de jamón, y lo cocinamos a la parrilla?
—maulló Mausidro.

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A Nicolás escritor, al fin de respeto, en sus estados de
caótica depresión no había quien lo sacara y tampoco quien
lo soportara. Lo invadían una vulnerabilidad y una tristeza
tales que a la menor alusión a sus cuentos se encerraba en
el cuarto y ayunaba. Escuchar al trovador la sugerencia de
comerse uno de ellos y abandonarse al llanto fue cuestión
de un pestañazo. En esas recaídas podía asaltarle el frenesí
de quemar sus papeles. Por suerte, Calíope impediría una
masacre semejante, interesada en rescatar su nombre de las
cenizas.
—Mausidro, ¿pudieras ser un poco menos imaginativo?
—lo reprendió—. Quién ha visto a una araña civilizada co-
merse una sopa de letras. Es verdad que yo soy vegetariana y
las hojas se sacan de las plantas, mas saben a rayo —y con
otras razones, no por interesadas menos cuerdas, convenció
a los hambrientos descuartizadores de historias para que de-
sistieran de borrar su casi biografía de la faz terrestre.
Mientras Calíope amenazaba con abandonar a aquel
hato de desquiciados si tocaban un solo cuento del escritor,
y los llamaba provincianos incultos, ignorantes caníbales
cuyos cerebros no taladraba la alfabetización, Sisí con su
atuendo de gitana sonó la pandereta y haló a Nicolás de una
mano, e iniciaron un atropellado baile. A medida que se
desplazaban alrededor de la pista —los espectadores pega-
ron los sillones a la pared e hicieron un círculo en torno a la
pareja— inventaban la coreografía. Bernarda confeccionó una
corona de margaritas y se la colgó al cuello. Era la estampa
de una ninfa del bosque. Mausidro raspaba las cuerdas de la
guitarra, hacía un pizzicato de ritmo sabrosísimo y lo refor-
zaba con unos golpes en la caja de resonancia y los taconazos
de sus botas alternando con unos maullidos de tenor.
Nicolás niño invitó a Calíope, quien, ofreciendo sus
cuatro patas derechas, aceptó la pieza. Si de música se tra-
taba, la araña sentía los latidos de un bongó despertándose
dentro de su barriga con la melodía. Los transeúntes se aglo-
meraban junto a la reja, aplaudían y chiflaban a la hoja de

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papel, y aunque sabían que era imposible aquello, la música
los contagiaba de una felicidad sin límites y olvidaban los
convencionalismos. Un abuelo, enamorado de la soltura de
Bernarda, le decía piropos y gritaba más que nadie: “Así se
baila, m´hijita. ¡Qué curvas las de esa señorita!”.
Pasada la apoteosis del ritmo, cayeron literalmente en
el piso con la pesadez de objetos encantados que de pronto
han perdido el hechizo de la vida. Mausidro Gutiérrez soltó
un resoplido y dijo entre jadeos que la música hacía mila-
gros con los cuerpos y curaba las apatías y desilusiones.
—Caballeros, les escribiré el cuento-almuerzo si des-
cubren una solución para no aburrirnos el fin de semana en
la casona —propuso Nicolás.
Mientras tomaba hoja y lápiz (le dio pena molestar a
Bernarda que maquinaba sus ideas apartada del grupo), se
reunió el concilio a deliberar de un modo intelectual, o sea,
entre sorbos de té, los melenudos a un lado, a la derecha los
convencionales y acuartelados todos en la biblioteca. Ber-
narda y Sisí proponían excursiones imaginadas en la infan-
cia, edad libre de artrosis, ciática, hipertensiones y proble-
mas cardiovasculares. Una deseaba arrojarse en paracaídas
desde los cúmulos y caer redondita en una isla repleta de
animales salvajes y un Tarzán buen mozo al rescate de las
damas indefensas. La segunda terciaba con ir a París, la Meca
de los artistas. Calíope quería explorar las catacumbas y lle-
varle flores a Apolo, su dios favorito. Mausidro tocaría en la
Casa de la Trova, donde desfilaban los consagrados y ser-
vían leche con menta unas camareras barcinas que ni con
las mininas del paraíso tenían comparación.
Terminaron discutiendo por imponer cada cual sus opi-
niones. A punto estuvieron de convocar a un concurso y
decidirlo por mayoría de votos, democráticamente. Sisí ame-
nazó con apalear a escobillazos, Calíope con dejarlos a su
suerte, sin musa que le salvara el pellejo al escritor. Bernarda
mostró por primera vez entereza de carácter y juró por sus
veintiocho letras y demás signos que no transaría hasta ven-

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cer. Mausidro propuso solicitar de favor a cuantos gatos,
músicos profesionales o aficionados residieran en el barrio,
y tuvieran interés en formar una banda (aportando, sobra
decirlo, los respectivos instrumentos) que se presentaran
en el caserón de Nicolás para una selección.
El escritor colocó maternalmente el punto final a su
cuento y aún no llegaban a un acuerdo los amotinados. Sisí
desistió de París y ahora se empecinó en visitar la biblioteca
de Alejandría y charlar con sus colegas más viejas, sobre
todo hojas de papiro y pergamino que guardaban muchas
leyendas y chismecitos antiguos.
A Nicolás niño, por su minoría de edad, no le tenían en
cuenta ni una microidea. Cuando abría la boca o levantaba
el dedo índice, el de solicitar la palabra, le replicaban: “Us-
ted se calla y deja resolver el asunto a las personas mayo-
res.” Y como no tenía deseos de cruzarse de brazos y rezar
para que se pusieran de acuerdo los queridos vejestorios,
construyó un cohete de papel y lo enseñó triunfante. Trepa-
do al butacón más alto, anunció:
—Adultos civilizados, prestad atención un segundito.
Hoy nos vamos de paseo por el cosmos —el alboroto cesó
de pronto y todos se miraron boquiabiertos buscando la apro-
bación de un ser racional; no el escritor, ni la santa patrona
de los intelectuales, sino un pajarito que se posó en la ven-
tana—. Conoceremos un montón de gente allá arriba. ¿No
es fantástico sembrar nuevos amigos?
—Detesto el campo y la horticultura —informó la ara-
ña, visiblemente afectada por la idea de ensuciarse las patas
plantando tiestos en el fango para que germinaran amista-
des alienígenas—. Me reservan una suite en hoteles cinco
estrellas. Si no, olvídense de contar con mi nombre.
—¿Quéeee, salir al exterior? —tartamudeó Sisí—. Yo
le temo a los extraterrestres... esas criaturas verdosas y con
ojos de sapo... Ahora se ha impuesto la moda de las migra-
ciones. Y yo no tengo alma de pájaro. Del caserón no me
saca ni el Espíritu Santo, así deba aferrarme a un ancla.

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—Yo no salgo de mi país. Aquí estoy sana y salva. Co-
nozco a mis vecinos, a sus perros, gatos y chivos, con sus
manías de comerse las flores del jardín y orinar junto al
muro de la entrada. Prefiero malo conocido que bueno por
conocer —acotó Bernarda.
La exitosa aventura sucumbiría en cualquier instante
si no lograban granjearse la aprobación de las solteronas:
sin cocinera o máquina de escribir, un escritor no se arries-
ga a enrolarse en travesías, y Nicolás pretendía emborronar
unas líneas a diario, para crearse el hábito y el oficio, pues
con su extrema pereza no alcanzaría a publicar ni un
articulito de media cuartilla en la gaceta del pueblo.
—Vamos, Bernarda, no seas conservadora. Me parece
una idea genial. Los cambios hacen la vida mágica y renue-
van los apetitos de gozarla —rio el escritor.
—Imagínate, Nicolás niño es el consentido de nuestro
intelectual. Lo presentan con gran bombo y platillo en cali-
dad de musa. Y a mí, que por turno de llegada deberían
escucharme con más respeto, me ignoran —Calíope siguió
parloteando, enojada, sobre sus derechos, y concluyó la
disquisición maldiciendo a genios, hadas y cuantos seres
fantásticos impiden a una actriz abrirse camino en la
trilladísima carrera de la literatura infantil. El colmo era
la aparición de un niño-musa en el gremio. Claro, nadie le
hizo caso, y clorofílica se trancó en sus habitaciones.
—Aquí nadie sabe pilotear una nave y estamos hablan-
do de un cohetico de juguete que se rompe a la primera
llovizna. Yo discreparé con ese viajecito aunque pretendan
comprarme con el premio Nobel de Literatura —Sisí apre-
taba los dedos y giraba en torno a su sombra como una
veleta enfrascada en plena guerra con el huracán. Por fortu-
na, de sufrir un accidente, su levedad la transportaría ínte-
gra hasta la tierra. Mas Bernarda poseía un sobrepeso con-
siderable. Tan sólo ella y su ligereza abollarían el cándido
medio de transporte. Amén de las incontables gestiones que
habrían de resolverse a última hora: la gasolina, un paquete

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de hojas por si el cohete sufría algún daño en los alerones y
las alas, más los enseres del motor y los frenos. Esto le llevó
un minuto analizarlo y negarse con todas las fibras de su
cuerpo.
—¿Acaso desconfían de la imaginación? No en vano
pasó Nicolás veintitantos años sin una gota de ilusión. Con-
tra, si es tan delicioso soñar... y tan fácil —dijo Nicolás niño
—¿Fácil?
—Bernarda, hasta cuando te golpeas la cabeza y te bro-
ta un moretón sueñas que hay pequeñas estrellitas a tu al-
rededor.
—Tiene razón. Miauu, pero... y ¿qué pasará con noso-
tros? Mi guitarra y yo somos inseparables.
—Un buen trovador también nos hará falta y tú eres
parte de mi caserón. Quizás intercambies experiencias con
los músicos del conservatorio selenita —Nicolás escritor lo
tranquilizó.
—¿Y dejaremos la casa abandonada? Los ladrones ace-
chan constantemente en la oscuridad
—No se atormenten, damiselas. El caserón en persona
queda oficialmente invitado a la travesía.
—Espero que las criaturas del extranjero sean hospita-
larias y nos acoja una familia decente. Adoro la quietud y la
armonía de la vida provinciana, con su cálido ambiente y
sus casitas de igual molde y tejas rojas, habitadas por felices
y solidarios inquilinos —suspiró Bernarda. Empezaba a ex-
trañar su rincón antes de haber partido. A punto estuvo de
recoger llorando un puñado de tierra y guardarla en un
pomito de cristal.
—No iremos al confín del universo, mujer. Enjuga esas
lágrimas medrosas —se moría de la risa Mausidro Gutiérrez,
quien no solía burlarse de los dolores ajenos, pero las exa-
geraciones de Bernarda eran en verdad dignas de risa.
Acordados los demás puntos de la expedición, empaca-
ron hasta lo inimaginable dentro de sus mochilas. El día de
la partida, Calíope estrenó un vestido estampado de marca,

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y no se decidía a quitarle la etiqueta, para que todos supie-
ran que era muy costoso. Sisí vestía un batón fresco y san-
dalias artesanales. Se echó al hombro su delantal de cada
jornada, planchado y sin una mácula. Parecía la viva estam-
pa de las tan imitadas musas. La máquina de escribir se
había embozado una estola, sayón de pliegues, encima de
sus botas y abrigo impermeables. Temía a las heladas y tem-
pestades del espacio sideral, y a los catarrazos que no dejan
pañuelo sano.
Nicolás niño se encasquetó cierto sombrero de mago
que ya había perdido su fondo y el brillo del satín. Entre
todos cargaron el caserón a las espaldas y lo transportaron
al módulo de la nave. El piloto desplegó las alas del cohete
y una vela adicional para aprovechar las corrientes y alisios.
Aspirando grandes bocanadas de aire, las soltó sobre la frá-
gil armazón, que se hinchó y al tiempo que tomaba la lige-
reza de una bailarina en puntas, ascendió oscilando como
un zepelín que le dice adiós a las nubes y sube a realizar un
secreto deseo: acariciar el sol.
El vecindario con la altura cobró el aspecto de una dia-
dema engastada en joyas multicolores por el efecto de las
tejas y la ropa que se oreaba en las tendederas. Sisí extraña-
ba su pueblo discreto y a la vez hermoso, el jardín con sus
príncipes negros a punto de florecer (aguardaba el nacimien-
to de su príncipe azul), las callejuelas de guijarros que hacía
deambular dando tumbos a las carretas. Recordó las ferias y
sus algarabías con los vendedores cuando, después de rega-
tearles los precios una cantilena de veces, no conseguía
ahorrarse ni diez centavos.
Nicolás escritor imaginó a su papalote perdido en las
brumas del cielo. En su sueño el papalote buscaba en vano
su viejo hogar, lo llamaba con voz de oveja desvalida y luego
moría prisionero de las enramadas. El final le puso la carne
de gallina y se abrazó a la carpeta de cuentos. Mausidro
desconocía a quien cantarle: estaba tan asustado como el día
que se refugió en el portal y los dientes le castañeteaban de

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las punzadas que produce el miedo en el estómago. “De
cualquier forma —pensó— conservaré seis vidas si muero
en esta aventura, así que mejor amenicemos el viajecito con
algo de música country.” Y se dispuso a prepararle una sere-
nata a los nuevos vecinos y a los astros de pálido semblante
que se toparía en la Vía Láctea.
—Caballeros, un mínimo de consideración al intelecto.
Con semejante bullicio no consigo concentrarme en la epo-
peya de la creación. Mis dedos se descalabran al mero retin-
tín de la guitarra y se derrengan sin fuerzas para sostener el
lápiz. Qué poco me dura el juicio de literato. Pero tampoco
voy a escribir mientras la tripulación se divierte —dijo Ni-
colás, asumiendo un papel de capitán, y se sumó al grupo
de parranderos. Para ser un escritor, acosado por el estigma
de la timidez y los complejos, bailaba a las mil maravillas.
En medias, libre de sus mocasines, y enfundado en short
y camiseta, saltaba y aplaudía. Mausidro, también descalzo,
caminaba en círculos por la sala y esgrimía su guitarra como
una batuta. Le seguían, asidas a sus hombros, las soltero-
nas, una sonaba la pandereta y la otra subía y bajaba las
teclas a modo de pistones de un cornetín; Calíope improvi-
saba su propia danza en el centro de la pista, con unas mis-
teriosas gafas negras, procurando sobresalir del conjunto.
Metódica en lo que a cumplir los horarios habituales de la
vida terrestre se le podría llamar —o detallismo de ama de
casa—, Sisí tomó bajo su tutela los asuntos gastronómicos.
La cocina le pertenecía incondicionalmente. A las doce de la
noche acababa de hervir el primer té espacial. Todos aplau-
dieron y gritaron “¡Hurra, viva el cosmos, por la salud de
los marcianos!” y les supo diferente porque habían hecho a
un lado la rutina diaria.
—Sisí... ¿tú crees que sea lógico viajar en un cohete de
papel a estas horas? ¿Qué ocurriría si todo fuera un perfec-
to sueño? —preguntó Bernarda
—Supongo que continuar durmiendo —contestó esta
entre ronquidos.

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IX. El día trágico de Bernarda

Regresaron cargados de planes e ilusiones de organizar re-


gulares escapadas a otros planetas, pues si bien ninguno
concebía la vida fuera del pueblito natal, reconocían la ne-
cesidad de visitar las maravillosas regiones del Sistema So-
lar y más allá. Nicolás escritor estaba forzado a ello por las
características de su oficio, para no agotar su caudal de ex-
periencias y aburrir a sus lectores. Conocer e intercambiar
con artistas del orbe era vital para su enriquecimiento espi-
ritual y la novedad de sus textos.
En las Leónidas le presentaron a un club de escritores
aficionados, quienes estuvieron muy de acuerdo en realizar
intercambios culturales con amigos terrícolas como char-
las, conferencias magistrales sobre la literatura de ambos
planetas y la revisión de los trabajos de los principiantes.
En su honor, formaron un taller de vanguardia llamado “Pro-
yecto de Creación Nicolás”. Lo invitaron a la discusión de
algunos cuentos en una sala inmensa: lo sentaron en un
trono y fungió de Gran Maestre, mientras los jóvenes leoni-
nos, temblorosos, leían en un hilito de voz. Nicolás niño se
reía bajito de la pantomima de muecas que hacían los inte-
lectuales de las Leónidas cuando leían, encorvados y con-
vertidos en unas etcéteras en sus asientos.

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Bernarda causó sensación en aquellos pobres excluidos
de todo contacto con la civilización, pues allí en la constela-
ción vivían al margen de los descubrimientos científicos,
relegados a una ignorancia total, escribiendo cada quien
como pudiera. La máquina de escribir fue la estrella de la
jornada. La admiraban como a un objeto museable —que
casi era— apretaban sus teclas y al escuchar el chasquido
del martinete retrocedían asustados.
El director del taller literario, célebre en el ámbito de la
literatura, asió de la camisa a Nicolás y le suplicaba que le
regalase a Bernarda. Sisí les sirvió una de sus bebidas fasci-
nantes, “para aguzar el ingenio”, y hamburguesas con pasta
de poesía. Los presentes alabaron la calidad de los poemas
—los del tío Gabriel—, su textura y sabor exquisito. Des-
pués de la suculenta comelata, las lenguas se desenredaron
y perdieron la timidez. Los intelectuales leoninos se volvie-
ron muy locuaces y chistosos. Amenizaron la velada con
unos traguitos de hidromiel —tenía su liga de ron— y
Mausidro descargó uno de sus conciertazos inolvidables, y
con el background de un grupito musical de estreno tocaron
canciones tradicionales del barrio de Nicolás, para nostal-
gia de los visitantes, sazonadas por el gato con arpegiados
de su guitarra y maullidos reforzantes.
No faltó un cazatalentos que se acercara a tentarlo con
la añorada ilusión de “la Fama”, ese bicho que se mete con
tanta facilidad por los ojos y causa muchas enfermedades
en el alma. Pero Mausidro valoraba demasiado a sus amigos
y no los abandonó. Prefería compartir con ellos su música y
el pan de todos los días. Calíope observaba el panorama
desde una esquina, algo mohína, pues no le habían dispen-
sado la atención y los honores de musa. Ni le preguntaron
su criterio acerca de los cuentos analizados. Así que se puso
sus gafas negras para hacerse la interesante y salió al balcón
en espera de que lloviesen sus admiradores. Un leonino la
confundió con la secretaria del escritor, y la araña estuvo a
punto de sufrir un infarto.

60
Tras un mes de gira y debate en las llamadas Casas de
Cultura, a imitación de los terrícolas un vicio de aficiona-
dos, arribaron los viajeros a su provincia, sencillos como al
principio, colmados de presentes, libros, direcciones de edi-
toriales y revistas. Nicolás fue invitado oficialmente con su
musa Nicolás niño a participar en la Feria del Libro que se
celebraría el año próximo en la constelación de Andrómaca.
Los selenitas incluyeron tres cuentos suyos en una antolo-
gía de la Nueva Narrativa Universal, junto a autores laurea-
dos de Venus, Júpiter, Urano y el asteroide B 612, hogar de
una colonia de principitos escritores, horticultores, pilotos
y también inspiradores de cuentos. Un marciano pidió de
favor a Nicolás que le criticara su último libro de ensayos,
titulado: La Tierra, ese planeta que debemos conquistar. En fin, la
excursión resultó al escritor harto beneficiosa. Halló pla-
centera la vida social, e incentivado por la publicación de
sus textos se puso a trabajar sin descanso, abandonando la
dolce vita de haragán.
Entre Nicolás niño y el carpintero, instalaron dos o tres
ventanales nuevos en el caserón, pintaron la reja de la en-
trada (con lo que se le fueron los ahorros al escritor), y
apiadándose del tejado, clavetearon las tejas flojas, taponaron
las goteras con plastilina y restauraron el yeso de los te-
chos. Pasada la alegría del retorno, sus habitantes pusieron
en orden los asuntos domésticos. Algunos vecinos curiosos
rondaban de vez en cuando los alrededores, espiando a los
recién llegados a ver si repartían regalos y nada.
Una mañana, Bernarda se levantó con extrañas pre-
moniciones. Aprovechó la luz del alba para ahorrar un poco
de electricidad y a la vez hojear en la quietud del portal su
libro de nombres. De pronto, una barahúnda interrumpió
su diversión. Dio un brinco de felino y poco faltó para que
cayera de nalgas al suelo. Ya enojada por habérsele
desmarcado la página con el susto, se tomó la molestia de
investigar la situación. Y vio algo más que increíble en el
cielo.

61
Una grúa larguirucha con cuello de avestruz soltó des-
de lo alto un paquete, precisemos, una mole compacta, en
paracaídas. Iba envuelta en papel cartucho, y parecía un re-
galo navideño cubierto de sellos, certificados y un surtido
de globos que frenaban su caída. El paquete exhibía un le-
trero de neón que se encendía y apagaba con parpadeo de
cíclope: calidad cinco estrellas. Se suspendieron los ensayos
de una prestigiosa compañía de pájaros españoles y la baila-
rina flamenca fue sacada en camilla porque el aerolito em-
papelado impactó su cabeza. Mientras dos canarios abani-
caban a la desmayada, se reunían los vecinos en el medio de
la calle, con telescopios e impertinentes. Los niños bombar-
deaban los globos con sus tirapiedras.
Los habitantes de la casona se habían asomado a los
gritos de Bernarda, que anunciaban el fin del mundo, y con-
templaron intrigados el descenso de la caja. Se devoraban
las uñas, y comentaban para quién sería la entrega. Era difí-
cil adivinar su contenido, pues dentro hubiera cabido lo
mismo un hipopótamo encogido que un huevo de dinosau-
rio. Hasta un miniplaneta habría podido esconderse allí. “Las
sorpresas me alteran los nervios —meditó Sisí—. El correo
envía muchas calamidades.” Los astrónomos se desespera-
ban tratando de incluir al objeto-sopresa en alguna clasifi-
cación, al menos denominarlo OVNI, para sosiego de las
masas —tantos habían sido avistados que uno más era ya
cosa del montón—. Como en este caso el “fenómeno” no
volaba, sino que se precipitaba a una velocidad de meteori-
to, aseguraron a la prensa que habían tenido el honor de
observar el primer OCNI en la historia de la astronomía, y
apuntaron las siglas en el catálogo: Objeto Cayente Nunca
Imaginado.
—¿Será una carta del tío Gabriel donde nos escribe que
regresa arrepentido a devolvernos el papalote?—soñaba
Nicolás escritor, entusiasmado—. No, no, es demasiado or-
gulloso y no le gusta dar el brazo a torcer. Antes prefiere
fracturárselo el muy testarudo que admitir el error.

62
—Tiene que ser un fotógrafo. ¡Al fin me sacarán de este
horrible anonimato! Calíope, despídete de estos papanatas
y tu existencia de campesina —a la araña le brillaban los
ojos y se frotaba las ocho patas. Subió enseguida a
emperifollarse. La gloria no la sorprendería desaliñada.
—Podría ser la guitarra eléctrica que me compró el pri-
mo Mogollonez en la subasta de instrumentos pertenecien-
tes a músicos en decadencia —Mausidro ronroneó de satis-
facción e incluso se bañó en público.
—No, Mausidro, algo más significativo. Las guitarras
no se envían con tanto bombo y platillo y menos en paracaí-
das —dijo Sisí—. Es algo o alguien costoso.
—Acaba de aterrizar el próximo invitado —sentenció
Nicolás con una certeza de clarividente—. Seguro que leyó
el anuncio del cartel. O le llegaron los rumores de que aquí
se buscaba amigos.
El misterioso paquete no bien tocó tierra sufrió la em-
bestida de los cinco curiosos. El papel cartucho salió dispa-
rado como en una explosión, e hizo su entrada triunfal, más
radiante que un hotel de superlujo, más atractiva que una
chica de cabaret y más discreta que una pistola con silencia-
dor... bueno, adivínenlo ustedes...
Era una computadora de último modelo, con su velo de
papel metálico ceñido al cuerpo, y unas gafas tornasoladas
al estilo “agente secreto”. Por supuesto, poseía sellos de
garantía y una pantalla de infinitos cromatismos iluminaba
su rostro de diva. Ni Greta Garbo hubiera causado tal sen-
sación.
“¡Qué mujer!”, a Nicolás escritor se le escapó un silbi-
do de admiración. La recorrió de la cabeza a los pies, suspi-
ró emocionado y percibió al burlón de Cupido disparándole
una de sus envenenadas flechas. Lo comprendió al asom-
brarse con los latidos de su corazón, que parecían estertores.
Estaba enamorado... Aquella computadora debía ser suya a
toda costa o moriría de amor. Por primera vez veía una com-
putadora en su vida y ya estaba dispuesto a entregarle sus

63
secretos. En la pantalla se dibujó un candoroso rubor
—¡Qué maravilloso teclado. Es perfecta, inigualable, tan jo-
ven y femenina! —y miró de reojo a la maltratada Bernarda,
que le sonreía con sus teclas postizas y examinaba con cara
de llanto a la bella desconocida. La diferencia en términos
de atractivos físicos, era abismal.
—¿Por qué los escritores vivirán romances de película
con sus computadoras e ignorarán a sus estoicas máquinas
de escribir? Siempre las adoran y miman, y una que fue su
compañera en los malos tiempos, cuando eran perfectos
desconocidos, queda desplazada al plano de segundona,
como las amantes fugaces
La visitante llevaba una pamela del tamaño de los som-
breros mexicanos, desbordante de flores y cintas. Pendía de
su cintura el manual de instrucciones, que aseveraba su noble
cuna. Tenía tatuado el nombre de la compañía en la parte
trasera del ordenador, lo cual Nicolás no quiso revisar por
pudor. Calzaba unos botines vaqueros de cuero negro hasta
media pierna, con tacones de cinco pulgadas, y lucía un ves-
tido de lentejuelas, escotado y ceñido para delinear su figu-
ra de Eva. Traía una carpeta bajo el brazo, un pisapapeles,
bolígrafos y blocks de notas. Todo en perfecto orden. “Una
muchacha organizada y profesional”, dedujo de la primera
impresión Nicolás y la invitó a pasar.
—¡Hola a los presentes! Soy la señorita Emily, de Ciu-
dad Marte. Fui educada en Londres y ensamblada con las
mejores piezas. Mi vocabulario asciende a un millón de pa-
labras, y todas autorizadas por la Academia. Nada de vulga-
ridades. Traigo además recomendaciones de mi fabricante y
varias instituciones —y atropelladamente, sin intención de
permitirle abrir la boca a Nicolás hasta finalizado su discur-
so, prosiguió la andanada—. He aquí la nueva secretaria que
usted requiere. Tome mi tarjeta de identificación. Ya puedo
comenzar a trabajar en la oficina, si gusta. ¿Me expresé bien?
—Sí, sí, demasiado. Grr..accias, señorita Emily, sea tan
amable de sentarse. Nicolás escritor, un admirador suyo

65
—se presentó, a la vez que le alargaba la mano embadurna-
da de tinta.
—Encantada —la señorita Emily le tendió una serville-
ta—. No quiero parecer descortés pero me gusta ser direc-
ta. Hablemos sobre asuntos de trabajo.
—Claro... “qué mujer” —se repitió Nicolás tragando
en seco y reprochándose la torpeza de saludarla con unas
manos tan sucias. A fin de cuentas, auténticas manos de
escritor.
—Le instalaré un fax, el correo electrónico para conec-
tarlo a los focos de información mundial. Lo lanzaré al ciber-
espacio como un verdadero bombazo, ya verá. Hará bum en
la superficie de la Tierra y arrasará con todos. Impondrá
tendencias y estilos: usted aporta el talento y yo mi creativi-
dad de manager. Sólo déjeme obrar. Lo suyo son las letras y
nada más. ¿Okey?
No había entendido ni media palabra de los geniales
proyectos que tenía en mente la señorita Emily, aunque asin-
tió y esbozó una sonrisa. Su palabrería de eficiente mujer
de negocios lo había cautivado. Entonces notó que ella aguar-
daba una respuesta.
—Eso suena complicado. ¿Acaso va a robotizarme el
caserón?
—No, con una docena de equipos bastará. ¿De verdad
no sabe lo que es un fax? Imposible. ¡Ni los cavernícolas de
la Edad de Piedra son tan ignorantes! ¿Estoy acaso en el fin
del mundo? Por favor, dígame qué capital es esta.
—¿Capital? Señorita, nuestro pueblo no aparece ni en
los mapas de carreteras. Sin embargo, le aseguro que las
puestas de sol despliegan aquí una majestuosidad que sólo
el pincel de los grandes maestros ha soñado atrapar. Y el
silencio mezcla en su fondo un rumor de hojas que nacen,
la suave huella de los besos, el rugido del vapor al mordis-
quear el camino de guijarros, el canto de amor del viento.
Yo escogería este pueblo para enamorarme —se atrevió a
confesar el escritor, en un rapto de éxtasis, sin levantar la
vista del piso.

66
—No importa, me da igual vivir aquí o en la Con-
chinchina —respondió con sequedad la computadora, eva-
diendo la alusión—. El trabajo es trabajo, y como su repre-
sentante le daré las orientaciones: escriba cuanto pueda, no
se detenga, y ya me encargaré de enviar sus cuentos a
Internet.
Bernarda quería morir de la rabia. “Presumida.” Su
eterna pesadilla se hacía realidad. Y su angustia aumentaba
al comprobar que la intrusa no tenía un defecto criticable.
Nada, ni talón de Aquiles. En cinco minutos, su cuerpo de
Afrodita había lanzado un embrujo sobre el escritor. Y ella
había perseverado veinticinco años para obtener a cambio
el desdén. Cuándo Nicolás agradeció su constancia, su lu-
cha contra el reuma, el óxido y las horas, para que él nunca
abandonara su oficio; las tardes en que le daba consejos o
iluminaba sus soledades, recostada a su lado, sin forzarlo a
decir una palabra. ¿Quién valoró sus maternales desvelos
aquellas noches de pesadillas que espantaban los sueños
del escritor? Todo lo había cumplido con tácita resignación,
y aun sacaba fuerzas y endulzaba el espíritu de su amigo
con un par de bromas. Sin embargo, no era capaz de agrade-
cerle. Todavía opuso alguna resistencia:
—A ver... qué necesidad hay de un artefacto tan proble-
mático. Nosotros vivimos muy apacibles y tranquilos para
complicarnos la existencia por unos ojos bonitos y una me-
moria de enciclopedia Larousse ilustrada. Deje, deje, con
esos métodos que usted llama rudimentarios Nicolás ha
cosechado sus éxitos. Y gracias a mí, sépalo bien, señorita
fulana. Sus aires de megalópolis no me intimidarán. Seré
vieja y provinciana, pero no tonta.
—¡Por fin diversión! Habrá un duelo... y la vieja
Bernarda lleva las de perder. Le voy a regalar el bastón de mi
abuela para que se retire a un hogar de ancianos... —gritó
Calíope despiadada.
—No se altere así, Bernardita, que le dará un soponcio.
Tome la evolución con calma. Usted ya cumplió su cometi-

67
do, ahora ábrale paso a la juventud —repuso la señorita
Emily, a tiempo que lanzaba una ojeada al rústico lugar donde
había caído. Nicolás no le quitaba el ojo a su teclado relu-
ciente, lleno de signos, comandos y saetas que le indicaban
un rumbo, como brújulas—. Discúlpenme un momento. Voy
a cambiarme de zapatos. Me pondré unas pantuflas para
andar más cómoda en casa —la computadora estiró los pies
y se arrellanó en un sillón.
—Nicolás, ¿le molestaría servirme una Coca Cola bien
fría... dietética, por favor? —mientras hacía el pedido con
inocente vocecita, se alisó el vestido y coqueteó con las len-
tejuelas. Hasta cruzó las piernas y le guiñó un ojo a su jefe.
Este se levantó en el acto y fue a la cocina, terreno que en su
sano juicio no osaba transgredir. Vació el refrigerador, la
alacena, y apenadísimo regresó diciendo que no había
—¿Coca qué? Mire, Emily, esto no es Marte City, ni un
rancho de vaqueros. Y siéntese correctamente, que no está
en su casa —saltó Bernarda enfurecida y casi la empujó del
sillón. Por ella el escritor no se hubiera movido del asiento.
Habría muerto de sed—. Si quiere hacerme la guerra, en-
tonces dígamelo a la cara. Todo es un juego de ella... ella
ocupará mi lugar... será la suplente... —no soportó más y se
echó a llorar en brazos de Sisí. Al menos su amiga no la
rechazaba.
—La competencia es así de fuerte. Unos se perfeccio-
nan y las mayorcitas se van quedando rezagadas. No se alte-
re, Bernardita, ¡venga un apretón de manos y la admitiré
como mi asistente personal! Seamos amigas. ¿Okey? —Emily
sintió lástima y la confortó.
—Una máquina de escribir nunca será amiga de una
computadora, señorita Emily. Eso es tan evidente como el
odio entre Capuletos y Montescos. Usted... usted ha arrui-
nado mi felicidad.
—La contrato enseguida, señorita Emilia —gritó Nico-
lás escritor y le cortó el discurso a Bernarda. Emilia le sona-
ba mejor que Emily, y le españolizó el nombre—. Su oficina

68
estará situada en la biblioteca, llena de luz y frescor. Estará
muy a gusto. Quizás mi casona le parezca un objeto
museable, pero le aseguro que posee magia en el alma de
sus paredes.
—Gracias, ¿quisiera ayudarme a cargar mis pesadas
maletas?
—Un placer, Emilia, por favor, permítame tutearla. Me
tomé la libertad de modificarle algo el nombre.
—Claro, usted es el jefe y pone las reglas. No tendrá
una sola queja de su eficiente secretaria. Lo felicito por con-
tratarme.
Nicolás meditaba sobre el futuro de Bernarda. Prefería
ceder su fantasía a deshacerse de ella. Debía disculparse, le
prometería que vivirían por siempre como hermanos, y él la
adoraría toda la eternidad. La necesitaba a su lado. Sólo ella
aceptaba sus desvaríos y le acariciaba la cabeza, lo dormía
sin quejarse. Porque Sisí era una cascarrabias. Y Calíope
una vanidosa. Pero Bernarda nunca le negó su amor. Esa
paciencia de jicotea, que a veces mostraba cuando Nicolás
se volvía insoportable con sus arrebatos de escritor, y gri-
taba que era un inservible, un mediocre y no llegaría a nin-
guna parte escribiendo sus bobadas. Bernarda barría los
objetos mutilados en la contienda, y callaba. Cuán injusto y
grosero sería si la expulsaba a la nada.
—No te sientas obligado a excusarte, amigo mío. Tú
sabes que no podría guardarte rencor y desde ahora te per-
dono. Yo sé el camino de salida. Permiso
—Mujeres... mujeres. ¡Qué bobadas estás diciendo! Si
somos de la misma sangre tú y yo. En todo caso, me iría a
dormir bajo un puente. No intentes marcharte o te las verás
con un escritor muy ofuscado. ¿Es que no pueden conside-
rarse amigas las dos?
—Emily es mi peor enemiga. Eres noble y cándido,
Nicolás. ¿Todavía desconoces la razón de mi tristeza? Tú
has sido un Gran Egoísta preocupado de tus frustraciones,
y yo apenas importaba.

69
—Querida Bernarda, nunca sospeché que pensaras así
de mí —Nicolás se contuvo de abrazarla y llorar reclinado
en su hombro. Tenía razón. Era un perfecto egoísta y se
creía el ombligo del mundo. ¿Acaso no existían otros igual
o peor de desgraciados? ¿Por qué considerarse el único
desafortunado e incomprendido?
—Las chatarras baratas se arrojan a la basura, lo sé, fui
una ilusa. Emily es el regalo de los dioses mil veces añorado.
Ni Dios en su sano juicio rechazaría una computadora caída
del cielo, gratis y en perfectas condiciones. Yo tampoco le
cerraría la puerta a las oportunidades —susurró la máquina
de escribir, secándose dos lagrimones—. He dicho que me
voy y nadie podrá impedirlo.
—Un momento, el que se mueva, dese por muerto. Mi
guitarra lo fusilará con una ráfaga de arpegios —Mausidro
había permanecido al margen de la conversación. Llevaba
poco tiempo en el caserón para meterse en una conversa-
ción entre los miembros más antiguos. Ahora llegaba el
momento de suavizar la discusión y el remedio infalible era
la música, sana, vital y sin efectos secundarios en el orga-
nismo. Ningún ermitaño, por malhumorado o desengañado
de la vida que anduviese, se le resistía a un bolero
—Vamos a organizar un concierto en el tejado. Arriba,
gente. Muchacho, ayúdame a levantarlos —dijo Mausidro a
Nicolás niño, quien tampoco deseaba interferir en asuntos
tan delicados y de índole sentimental—. Y apuesto que a ti
te fascina el baile, señorita Emily. En tu planeta toqué para
excelentes bailarines —agregó. Tras vocalizar unas cuantas
veces doremifasolfamiredo, misoldo, sol mido, viva viva la música,
tralalaá, carraspeó y dio unas palmadas en el aire. La atmós-
fera estaba cuajada y a punto para el contrapunto. Se respi-
raba el aroma de la fiesta. De un instante a otro estallarían
los acordes, el maullido del trovador, como un lamento, y
luego la guitarra marcaría el ritmo con las notas graves: pam-
pam-pam y pampam.

70
—Ey, acérquense, junten sus manos y trencemos una
ronda —la propuesta de la computadora entusiasmó a los
presentes, a punto casi de momificarse en los asientos, y
levantó los ánimos en el portal. Emily danzaba con la ligere-
za de una pluma o un copo de nieve y balanceaba las cade-
ras como poseída por el ímpetu de mil tambores tocados al
unísono. La brisa le quitó la pamela y onduló su cabellera.
Se deslizaba entre los presentes igual a una gata; chan-
cleteaba con descarada familiaridad, arrancaba movimiento
a las notas musicales. Se le habían esfumado sus ínfulas
con el descenso “al reino de este mundo”.
—Bernarda, qué difícil es verte sonreír. ¿Por qué no te
alegras con las canciones? Le pediré a Emily que te enseñe a
bailar —el trovador empujó a la máquina de escribir al cen-
tro de la ronda
—Gracias, Mausidro, pero hoy no me quedaré hasta el
final de la trova. Me marcho en serio. Adiós, Sisí. Cuídate
de ese aparato peligroso.
—Oiga, yo soy una secretaria profesional. Y tengo un
nombre propio, muy bonito, valga la aclaración. Así que
nada de “aparatos peligrosos” conmigo. ¡Artefactos prehis-
tóricos y sentimentalistas! ¡Chatarra! Exijo respeto. ¡Nico-
lás, di algo!
—Espera, Bernarda, no me abandones.
Bernarda volvió la cabeza sin pronunciar una palabra y
con paso alicaído salió arrastrando un discreto bulto de ro-
pas. La computadora se había quitado el sombrero y termi-
naba de acomodar sus maletas, un escaparate y dos arma-
rios en la sala, además de su vídeo de ejercicios y un kiosco
de revistas para entretenerse los fines de semana. La gui-
tarra del gato trovador entonaba largos acordes de despedida,
era la melodía de una marcha fúnebre y el rumor de las olas
rompiendo contra los barrancos: un sonido hueco, vacío.
En ese instante apareció un cartero cometa, todo agita-
do y nervioso. Hacía señales a la grúa del inicio, que se posó
entre las rosas y asustó a las abejas del jardín.

72
—Les pedimos disculpas, caballeros. Nos hemos equi-
vocado de dirección. La computadora era para una familia
de extraterrestres. La enviaba su tío E T, el artista famoso.
Qué torpeza haber descuidado el servicio. Despreocúpen-
se, no sucederá otra vez. Chicos, recojan el paquete —ex-
clamó y dos cigüeñas, a cual más flaca, ataron a la señorita
Emily y su paracaídas desinflado a la espalda de la grúa.
—Adiosito —clamaba ella y se defendía a patadas de
sus captores. Hubo que amordazarla y quitarle las chancle-
tas, porque metía unos golpes que hubiera lanzado a cual-
quiera rumbo a la luna.
Nicolás lloró: la ocasión lo requería. Bernarda lo había
abandonado justo cuando su felicidad se hizo añicos en
menos de un pestañazo. Estaba destrozado por la pérdida
de su amor, la bella computadora Emily y sus atractivos de
último modelo. Y además temía a la soledad.
—Auxilioooo, me han secuestrado... —se debatía la se-
cretaria agarrada a los globos y le envió un romántico beso
de despedida al escritor. Así concluyó la triste historia de
los enamorados. Y corramos un velo para respetar el dolor
de Nicolás.
—...Luego la alzaron a bordo del helicóptero, atrapada
entre unas redes de pesca y transparente del susto. Puso
una estúpida cara de pez. Los colores le huyeron de la pan-
talla —contó Sisí a Bernarda unos días después de calma-
dos los humos y la confusión— y los extraterrestres la des-
pidieron enseguida. Regresó a Marte City sin cartas de
recomendación.
—Adoro a esa raza de clorofílicos... porque me salva-
ron... —respondió ella y no aguantó la risa.

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X. El muy solicitado final
(no la última historia de Nicolás
Nicolás)

Era domingo, el día de feria por excelencia, y la plaza del


mercado se despertaba en pleno apogeo. Los vendedores
venían de lejanas comarcas con sus cestas de junco y mim-
bre desbordantes de frutas, cuadros y artesanías que se com-
praban a precios baratos. Allá se estacionaban los fruteros,
rollizos y joviales campesinos, picaban en dos los melones y
ofrecían tajadas de mamey, guayabas y mangos para atraer-
se la clientela.
Sisí se levantaba de madrugada, a la hora en que toda-
vía los fanáticos de hacer compras los fines de semana ron-
caban en sus camas. Escogía con el privilegio del madruga-
dor las mejores verduras para Calíope, quien se había
proclamado vegetariana absoluta, compraba un racimo ma-
duro de plátanos que no vería la noche con el voraz apetito
de los Nicolases, un pellejo de puerco para freír chicharro-
nes, cebollas blancas y rojas, infalibles a la hora de llorar, y,
como un gusto especial, una piña, porque costaban carísimo.
A veces se enojaba por las cifras estratosféricas de las
viandas y en sus famosas discusiones con los tenderos,
jamás terciaba hasta conseguir una rebaja. Los descendien-
tes de la Bruja de Blancanieves llevaban manzanas frescas,
que se pudrían y nadie tocaba por temor a que estuviesen

74
envenenadas. Los infelices eran muchachos nobles, pero
su tía les había creado una fama que no congeniaba con
los negocios.
Mausidro vivía un romance con una gata persa y ape-
nas se ocupaba de organizar la hora de la trova. Su guitarra,
antes lustrosa y afinada, se desgañitaba llamándolo y las
telarañas se enredaban entre sus cuerdas. El gato se afeitó
los bigotes y la perilla a petición de su novia —a ella no le
gustaban los pretendientes con barba— y se hizo un peina-
do a lo punk que nada se avenía con su personalidad. Ahora
metía miedo ver sus pelos erizados gracias al gel; le daban
el aspecto de un minino engrifado y huraño. El trovador no
se encontraba en sus cabales, era obvio. Incluso una noche
perdió el equilibrio y se cayó del tejado. Se rompió no sé
cuántas costillas, una pata y se fracturó el rabo. Lo
entablillaron y lo cubrieron de vendajes. Lucía más dema-
crado que una momia. Durante las noches de eclipses luna-
res, resonaban los gemidos de su guitarra, que elevaba sus
plegarias a las estrellas.
Bernarda esperaba ansiosa el regreso de Sisí, acodada en
el poyo de la ventana en función de vigía. Cuando la hoja de
papel aparecía por una esquina del camino, doblada por el
peso de las jabas, corría a preguntarle qué le había traído.
Muy lejos, casi un laberinto de callejuelas atrás, resonaban
los pregones, flautas de encantar serpientes. Escuchaba sus
cantos hipnóticos y estuvo tentada en dos ocasiones a gastar
los ahorros de la alcancía y atragantarse de galleticas y chu-
cherías. Pero Nicolás le había encomendado suficientes ta-
reas en qué ocuparse mientras él salía a probar suerte en su
misión favorita: la captura de un individuo desahuciado, va-
cío o harto de las miserias cotidianas: el invitado mensual.
—¿Me habrán visto cara de tonta? —refunfuñaba la
máquina de escribir, plumero en mano, y en cuatro patas,
poniendo algo de concierto en el cuarto del escritor—. Ellos
de vacaciones, y yo aquí, interpretando el papel de Ceni-
cienta. Mi paciencia tiene un límite.

75
La máquina de escribir se irguió amenazadora, arrojó
la escoba como se lanza una jabalina, y, cansada de espantar
a las impertinentes moscas, las encerró en el refrigerador
para que se helaran. Mandó al trapeador a freír él solito sus
espárragos, y en vez de tenderle la cama a Nicolás y arre-
glarle el escaparate, se acostó en el sofá haciendo buen uso
de las comodidades hogareñas por las cuales tanto se sacri-
ficaba.
Por la calle del mercado se arrastraba una sombra
larguirucha. Se deslizaba entre los puestos y las vendedoras
con aires de fantasma perdido en su camino hacia el purga-
torio. Le costaba un trabajo enorme caminar, y tropezaba
con cuantas personas tenía delante, pues andaba cabizbajo
y retraído, igual que un poeta. La escasez de sus carnes le da-
ba un cierto aire de caballero de la triste figura, las rodillas
se le doblaban cual junquillos que no soportaban el peso
del cuerpo. No eran rodillas ni lejanamente, sino panes de
flauta doraditos al horno solar. Usaba unos lentes redondos
y con fondo de botella que a ratos se le resbalaban de la
nariz, un bastón de vejete. Sostenía un papelucho en la mano,
y lo escudriñaba detenidamente, luego levantaba la mirada y
oteaba a su alrededor. Escrutaba las fachadas de las casas
y suspiraba ante el bullicio de las vendedoras de pescado,
que se robaban los clientes unas a otras. Cerraba los ojos y
trataba de ahuyentar la visión de aquella algarabía
Nadie se detenía a ayudarlo, aunque su marcha vaci-
lante, a pasitos entrecortados, denotaba un cansancio de
viajero inhabituado a los rigores del peregrinaje. Un
vientecito platanero se lo hubiera llevado sin esfuerzo. Su
piel estaba quemadísima por el sol, y su cara se había estru-
jado hasta convertirse en pasa. Visto de lejos, se confundía
con un espagueti.
Los principales transeúntes eran las moscas y moscones.
Ellos gozaban de la temporada y lucían colores rozagantes en
los cachetes, gracias a los festines que se regalaban en coci-
nas ajenas. Los insectos de ciudad, algo más sofisticados e

76
instruidos en el arte del buen comer, zumbaban de un lado a
otro, atormentados por el fango y los frutos pasados de esta-
ción. Los baratijeros ambulantes rozaban al hombre con sus
cestas y le enseñaban las mercancías. Él decía que no, que
muchas gracias, solo necesitaba hallar una dirección en el
pueblo y se marcharía enseguida. Como los vendedores nada
más entienden de dinero, les sacaba su billetera flaca, y ellos
persistían con las manos a la cintura, entrando en calores,
hasta que perdían la paciencia y el tiempo con alguien inca-
paz de aportarle un céntimo a su bolsa. El hombre alisaba su
esperanza tan maltratada y secaba el sudor de la frente. Era
evidente que nadie en aquel vecindario lo socorrería, ni se
acercaría a interesarse por el rumbo que llevaba.
Con estas razones desistió de molestar a los ya malhu-
morados habitantes. Iba tan distraído, admirando las belle-
zas de las mujeres del vecindario y las casitas de madera
sacadas de un dibujo infantil que tropezó con Sisí y se le
desparramaron las hojas de su carpeta. La cesta de Sisí tam-
bién cayó bocarriba y se regó el contenido.
—Discúlpeme usted, señorita, venía entretenido y creo
que me aturdí un poco con este vocerío —pidió disculpas
mientras colectaba las naranjas y coles.
—Eso sucede. Supongo que no viva aquí, porque noso-
tros ya nos acostumbramos. ¿Se siente bien? —inquirió,
notando que el hombre perdía los colores al inclinarse.
—El calor es el causante de mis desgracias, y la gente
es muy descortés con un viajero extraviado; casi lo muer-
den a uno o le saltan al cuello por una preguntica.
—Es que mis vecinos no son amantes de la comuni-
cación.
—Estas temperaturas abusivas del trópico me van a
matar. Yo nunca salgo de casa más que a festejar la Navidad
y al club de unos amigos, los fines de mes. Le temo a esta
agresiva sociedad.
—Usted me recuerda a cierta persona que conozco de-
masiado. Por suerte, cambió hace un tiempo y créame, le ha

77
sentado de maravillas. Aprendió a buscar el lado hermoso
que las personas tienen, e ignoran a veces.
—Es una teoría. Pero yo detesto la sociedad. Esa usure-
ra despiadada que se ríe de tus complejos.
—Bueno, todos estamos protegidos con máscaras y se-
cretos. Nos aterroriza lo que piensen las otras criaturas de
nuestra actitud. Cuando algo resulta atípico, enseguida lo
rechazamos por el miedo a lo desconocido. La desconfianza
traza un límite. Esa es la causa de la incomunicación. ¿Por
qué rechazar a un extraño que podría ser nuestro amigo si
le obsequiamos una sonrisa? Caramba, lo debo tener aburri-
do con mi cantilena de vieja —dijo Sisí, asombrada de su
locuacidad ante el hombre. Ella misma promovía la senten-
cia de “nunca hables con extraños” y ahora le daba una cla-
se de psicología.
—No se preocupe. Usted es encantadora, señorita. A
propósito, me recuerda a alguien.
—¿Yo?
—Sí, vaya memoria la mía. Hay una foto suya en el club
de artistas, fue en aquella reunión... donde nos informaron
sobre un gran acontecimiento del mundo literario... Apun-
té su nombre en mi agenda. ¡Ya sé, la famosa Sisí!
—¿Quéee, famosa yo? Seguro me confundió. Permane-
cí encerrada muchísimo tiempo, suficiente para que se olvi-
daran de mí en la literatura. Alucina, amigo mío.
—No, no, Dios mío, que no estoy loco. Usted fue el
primer cuento de Nicolás el escritor, lo leí en el periódico
del club.
—Deja que se lo cuente a Calíope. Sisí en los titulares
de las noticias. ¿Qué me decía?
—Fantástico, mi suerte es inmejorable, ha caído del
cielo y...
De pronto, el hombre, que del asombro se había torna-
do del color del hielo y respiraba peor que un motor tupido,
se desmayó redondito en brazos de la hoja de papel, igual
que hizo Gulliver en el país de los liliputienses.

78
—¡Oigan, auxilio, ayúdenme aquí! Se ha caído el
pobrecito.
La gente estaba demasiado ocupada en atender sus vi-
das y quehaceres para socorrer a excéntricos desmayados.
Además, los pillos podían saquear sus timbiriches. Mejor
era quedarse al margen, y que otros se entendieran con el
asunto. Alguien saldría de la multitud a ayudarlo, sólo que
uno delegaba la responsabilidad en el de al lado, pensando
que su vecino lo haría, como suele acontecer entre nobles
ciudadanos. Al final, Sisí tuvo que pagarle a un ropavejero
que pasaba cerca con su carretón, pues ella no abandonaba
a los menesterosos. Este asió al hombre por los brazos, Sisí
le agarró las piernas y entre ambos lo montaron en la carre-
ta y lo cubrieron con las prendas usadas.
Se apeó a la entrada del caserón. Llamó a Mausidro para
que la ayudara o terminaría aún más plana de lo que había
sido. El gato lo acomodó en un sillón, le roció agua y, bardo
al fin, se dispuso a cantarle deliciosas melodías. La máqui-
na de escribir, hecha un merengue, le humedecía la frente
con toallitas. Pensaba que el invitado —ya lo había catalo-
gado de tal— moriría en su casona y luego su espíritu la
atormentaría día y noche. La música le calentó los miem-
bros y le dio vigor al desfallecido. Lentamente abrió los ojos,
todavía exhausto, y dibujando una sonrisa temblorosa, agra-
deció las gentilezas. Bernarda, más calmada, le sirvió una
tazona de té, la bebida-ritual y avisó a los dos Nicolases que
habían traído a un herido grave.
Calíope fue despertada con el alboroto de su siesta de
belleza. Se quitó los pepinillos de la cara, la mascarilla de
miel y envuelta en un batón, despeinada y ojerosa, descen-
dió en su hilo. Sus peludas extremidades se posaron en la
nariz del hombre y lo recorrieron hasta la barriga. Al con-
tacto de las ocho patas el infeliz resucitó espantado del le-
targo y vació los pulmones con un grito enorme, de recién
nacido. No bien olía un arácnido a dos leguas y le empeza-
ban unas sudoraciones frías en el cuerpo.

79
—Me come una tarántula. ¿Adónde me raptaron? ¿Es-
toy en África? —gimió, azul del pánico y limpió el cristal de
sus espejuelos. Luego cogió a la araña por la espalda y la
arrojó lejos de sí—. ¡Fuera, bicho del demonio!
—Me ha llamado bicho. ¡Bicho a mí, la bella entre las
bellas! ¡Grosero!
—Pero si habla y todo. ¿Qué alquimia perversa la go-
bierna? Cuán milagrosa es la literatura; rectifico: la fanta-
sía, ¡porque debo estar soñando! —musitó el desvaído per-
sonaje con tono afectado.
—¿Le apetece un baño con la manguera del jardín? Así
sabrá que continúa bien despierto. Bienvenido a la casona
de Nicolás escritor, querido invitado —exclamó Nicolás niño,
se guindó de su cuello y le dio un apretón que le sacó los
jugos como a un limón.
—¡Vaya, al fin encontré la dirección! —alcanzó a balbu-
cear.
—Mejor diga que ha sido transportado hasta aquí, y no
precisamente por obra y gracia del Espíritu Santo.
—¡Qué pena con ustedes! Les he causado un celemín
de problemas y todavía no me he presentado. Mi nombre es
Leonardo, Leonardo Pérez Pérez, para evitar las confusio-
nes con Da Vinci... Seguro que jamás habrán oído mentar a
un Leonardo Pérez Pérez famoso.
—La verdad, no, pero ni la celebridad es infalible. Bue-
no, ahora lo tenemos en persona. ¿A qué se dedica? —se
interesó Nicolás.
—Bueno, creo que soy... escritor.
—¿Escritor ha dicho? Oiga, olvídese de eso, por su bien,
que nada más aporta dolores de cabeza —aconsejó muy se-
ria Calíope.
—No le haga caso, señor Pérez. Está desquiciada —lo
palmeó en el hombro Bernarda, aunque con una cara de
tristeza que parecía decir “está perdido sin remedio”.
—Desde niño me gustaba escribir y hacía cuentos acep-
tables. Escribía de pie, bajo la cama, en el baño, sentado a la

80
mesa, incluso en las libretas de la escuela. De buenas a
primeras, crecí. Fue una enfermedad mortal que aniquiló
mis anticuerpos literarios. Y ahora no consigo emborronar
una cuartilla. Lo peor es que no sé hacer más nada, ¿entien-
de por qué soy tan desgraciado? —interrumpieron su dis-
curso unos quejidos espantosos.
Las paredes del caserón lloraron de pena. Los dibujos
que Nicolás niño garabateara sobre ellas palidecieron. La
bicicleta se desinfló a cuenta de soltar suspiros. El té se
amargó. De beberse aquel dolor se hubiera intoxicado cual-
quiera, peor que en la mejor telenovela. Calíope estaba a
punto de ofrecerse en calidad de musa para salvarlo del sui-
cidio. Unas semanitas con ella y la imaginación del infeliz
quedaría de fábrica, más colorida que el arcoiris.
—No hace falta que lo explique... Yo sufrí ese padeci-
miento durante veinte años, época en que envejecí el doble
de lo normal. Había decidido morirme encerrado en el case-
rón, más fracasado que una oruga incapaz de metamorfo-
searse en mariposa o un angelito sin sus alas para regresar
al cielo —Nicolás evocó las tristezas de su pasado, el aban-
dono que sufriera la casona, el desaliento de Bernarda y Sisí
cada vez que lo veían tirado en un rincón, mesándose el
pelo, lloroso. Le dolía el estómago y no estaba enfermo,
alucinaba sin padecer la locura, sudaba en noches de frío
polar, y tiritaba los veranos. Tales padecimientos causaban
en él la pérdida de la inspiración, ese efímero trance en el
cual un escritor roza la felicidad.
—Olvidemos las cosas tristes. Aquellos son tiempos
pasados... ¿verdad? —tosió Mausidro Gutiérrez—. Aparte
de sus rarezas, todos los invitados que acudían al portal se
hallaban enfermos del alma, habían extraviado la ilusión,
las ganas de chapotear en los charcos de lluvia y equivocar-
se, reírse a carcajadas de ellos mismos o salir a la calle con
la ropa al revés, como niños. Ignoraban la otra forma de
mirar el mundo, su reflejo juguetón. ¿Alguno de ellos ha-
bría conversado con su sombra, le habría preguntado lo que

81
deseaba ser cuando creciera, además de seguirle los pasos?
¿Osó usted embarrarse de mermelada y repartir besos y
buenos días a los amargados? ¿Si no fue loco un día, unas
horas, un minuto en su vida o acaso lo soñó, pretende escri-
bir? ¿Cómo evocará la fantasía quien no la concibe en su
mundo?
—No, señor trovador, desgraciadamente no han pasa-
do para mí. Nicolás logró vencerlos. A mí me hace falta una
musa, un ángel dorado que baje a iluminarme el camino
—respondió Leonardo Pérez Pérez.
—Hombre, dentro de poco querrá usted que la musa le
dicte los cuentos. Hay que esforzarse para sobresalir —re-
plicó Mausidro—. Si a cada artista el azar le asignara una
deidad protectora, muy pronto ninguno trabajaría, les cre-
cería la panza, la barba, y las ínfulas de la vanidad los harían
insoportables. Las autoras de los cuentos, en resumen, se-
guirían a la sombra, como obreras clandestinas, afanándose
sin el debido reconocimiento, y los escritores colecciona-
rían lauros a su nombre. ¡Serían sólo leyendas...!
—Si me concedieran tres deseos, pediría una musa, la
inmortalidad y convertirme en el mejor narrador del uni-
verso. Ganaría los concursos de los ya ungidos literatos, me
concederían el Premio Nobel de Literatura, las masas me
aclamarían, firmaría autógrafos en las librerías con la publi-
cación de mis libros. Los editores me besarían los pies —y
los ojos le brillaron.
—Amigo mío, pretende ver la realidad igual que en un
cuento de hadas —dijo Nicolás algo molesto y apenado por
Nicolás niño, que escuchaba la discusión con la boca inflada
de caramelos.
—Un momento. Discrepo ahí. Por ejemplo, analicemos
a las hadas madrinas, las protagonistas de tales histo-
rias que manejan a princesas y príncipes a sus caprichos:
las obesas señoras apenas caben por la puerta del palacio,
pues no se pierden una comelata. El verbo de sus creadores
las encumbra y las describe como dechados de virtudes.

82
¿Y por qué? Evidente: ellas les escriben los relatos y po-
nen las reglas.
—¿Y dónde quedaría el papel de los escritores? A su
juicio no somos más que fantoches de la inspiración. Y yo,
amigo mío, vuelco mi alma en cada página que relleno. Le
juro que son auténticas. Nadie me las dictó. Les he dado el
corazón y la sensibilidad, la vida misma, gotas de sudor,
sangre y llanto —ripostó Nicolás.
—Bueno, caballeros, explíquenme entonces la razón por
la cual no logro poner cuatro letras seguidas y salir del agu-
jero negro que se tragó mis sueños —casi le espetó Leonardo
dos Pérez, como si el escritor fuera un adivino.
—Quizás el problema sea usted mismo —le respondió
con franqueza.
La tarde rasgaba el silencio y desplegaba su paleta. A
las nubes las coloreaba de rojo, esparcía con pinceladas el
fuego a lo largo del cuadro, suavizaba aquí las llamas con
una franja de azul, fundía los naranjas y amarillos, los
magenta; el púrpura declinaba hasta la noche.
—¿Yo?... —el invitado esbozó una mueca de increduli-
dad—. Me resulta difícil comunicarme con los demás, y por
eso busco refugio tras mis papeles. Ellos son el umbral en-
tre el exterior y mi caverna, la línea que forman luz y som-
bra al besarse. Escribo lo que amo y me conmueve, aquellos
diálogos que en mi mente compongo y la timidez acalla.
Durante unos minutos el portal acogió el silencio. La
brisa combinaba las voces de sus elementos para entonar
un blues. Despacio, con la oscuridad, los objetos perdieron
su forma, se trocaron en murmullos, esencias, brumas que
aumentaban el sustento de la Nada. Y por fin, fueron tam-
bién ellos la Nada.
—Luché con todas mis fuerzas contra el vacío. Imité el
lenguaje de algunos, la gracia de los clásicos, las metáforas
de los poetas. Y al final, nada mío quedó allí. Eran palabras
inventadas por otros. Míreme hoy: la estampa perfecta de
un fracasado.

83
—Hasta que una persona no es ella misma y encuentra
su personalidad, no consigue realizarse —sentenció Nico-
lás, como si recitara la Biblia.
—Usted ha causado sensación. Sus cuentos lucen más
apetitosos que las barras de chocolate con leche. Hace un
año estaba en la ruina total y, de pronto, rejuveneció en
menos tiempo del que toma un milagro —comentó el invi-
tado sin disimular la envidia.
—Les revelaré el secreto: vivan la vida como los niños,
sin importarles aquellos que los contemplan con malos ojos
y desaprueban su conducta, o los que tienen el corazón enco-
gido y no logran librarse de sus miedos y complejos al punto
de desear que el resto también se vuelva acomplejado e infe-
liz, para cobrar una venganza. Encuéntrate a ti mismo y no
permitas que te venzan o te hagan pequeño e insignificante.
—¿Y qué clase de secreto es ser un niño ? ¿Una contra-
seña, un enigma para abrir la cueva de Alí Babá? Necesito
una respuesta clara, de adultos. Mis años infantiles son cosa
del pasado. He crecido bastante, estudié en la universidad y
me olvidé de las bobadas y sueños absurdos que tuve a esa
edad. Aprendí a comedirme, a usar la razón, la ciencia.
Nicolás niño se sintió ofendido.
—Parece que se te fue la mano... eres la estampa de la
represión moderna. Recuerda que la musa está dentro de ti.
—Entonces... la musa era una ilusión, el paraíso inal-
canzable. ¿No existe esa divinidad? ¿Tampoco se puede
tocar, ni es de carne y hueso? Aguanta, cabecita mía. Permi-
so... voy a sentarme.
El hombre se recostó en el sillón, muy confundido.
Consideraba a los habitantes del caserón cada vez menos
cuerdos. ¿O era él quien enloquecía? ¡Qué enredo!
—Definitivamente, no entiendo ni jota. Vine buscando
un conocedor de musas y resulta que hasta tengo una es-
condida dentro de mí, y con cara de niño. Vaya suerte la
mía, nadie me va a escuchar si le comento estas teorías. Me
han desbaratado la razón.

84
—Chirrín chirrán. Se acabó la discusión. Hora de jue-
gos, vejestorios —irrumpió de pronto Nicolás niño—. ¿Acep-
tas una competencia para ver quién camina mejor utilizan-
do un pie? —le preguntó al invitado y sus ojazos tomaron el
color del mar antes de la noche.
—Disculpa, ¿qué has dicho? ¿Caminar en un pie? ¿Y
por qué piensas que andamos en dos? Las cosas no se in-
ventan de una forma por capricho. ¿Cuál es la gracia de per-
der el equilibrio y rodar calle abajo como un cilindro de
amasar pizzas, para que todo el mundo se burle de ti?
Mausidro afinó la guitarra y soltó una tonadilla que
almibaró a los incrédulos y hubiera desprendido sombreros
al aire. Sisí y Bernarda se propinaban pisotones en el baile,
una se disculpaba y la otra se quejaba de los golpes. El tro-
vador restañaba sus botines nuevos contra el piso y cabal-
gaba del portal a la sala mejor que los cowboys.
—Supongo que te guste la música —decía Nicolás niño
y zarandeaba al pobre Leonardo dos Pérez, que semejaba
partirse al medio en su etérea flaquencia y soltar los peda-
zos del esqueleto hacia los cuatro puntos cardinales.
—Sí, claro, Mozart, Chopin y Beethoven. Pero este tipo
de música... Además, hago el ridículo. No sé los pasos. Los
del Club Lingüístico no están metidos en esta onda... Que
no me encuentren. Si acaso enviaron espías a seguirme...
—No importa, los invitamos a que pasen y dejen colga-
do el disfraz —dijo Nicolás niño.
—Sisí, apenas logro seguirte el ritmo. Tú eres delgadita
y a mí me sobran las libras, hija —se lamentaba la máqui-
na—. Si todo el mundo se rejuvenece yo tengo que poner-
me a dieta.
—Dime, Leonardo, ¿cómo te va? ¿Has desenredado por
fin la madeja de la musa? —exclamó Nicolás—. Si incluso
resulta mejor, no tienes que ir al Olimpo, con lo lejos y caro
que sale el viajecito. Una musa casera.
—Hombre, no sé que explicación darle al fenómeno,
pero ha ocurrido un milagro. Imagínense que si doy un brin-

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co toco el cielo y les traigo una estrella de regalo. ¡Me nacie-
ron alas...!
—¿Entonces me regalarás un cuento?
—Trataré, aunque lo voy a extrañar mucho. Hagamos
un intercambio. Así jamás estaré solo con semejantes ami-
gos —bromeó Leonardo—. Te prometo que a partir de ma-
ñana aumentaremos la familia de Pérez con un nuevo miem-
bro: mi musa Pérez.
—Voy a pedirte un favor: que seas muy muy feliz (el
límite lo colocas tú) —le dijo Nicolás.
—No te preocupes, los amigos están para ayudarse y
pedirse favores. ¡Mira eso qué hora es! —exclamó mirando
el reloj—. Debo marcharme a casa. Hoy les llevaré la histo-
ria de un caserón habitado por musas, hombres felices
—raza casi extinta de la historia—, y enamorados de la amis-
tad. Adiós es una palabra demasiado larga.
—Propongo no despedirnos nunca. De esa manera,
nuestra visita permanecerá en pie —dijo Nicolás.
Al final del día, Sisí cayó sobre un butacón muerta de
cansancio. Todavía fregaba la vajilla de la repisa, incluidas
las cazuelas y un plato adicional, pues la visita del mes, a
fuerza de no querer despedirse, había aceptado la invita-
ción a comer en la casona. Después de una siesta, hubo
que montarlo en una carreta tirada por cuatro chivos por-
que aún roncaba y le dolían los pies. Lo depositaron en
brazos de su familia. Enseñaba triunfante un manojo de
papeles que le guardaba su ayudante inseparable, un niño
menudo, de ojos pardos, que azuzaba al chivo guía y so-
plaba el cuerno como Robin Hood en sus buenos tiempos
de forajido.
El histórico cartel que pusiera Calíope, SE BUSCAN AMI-
GOS PARA NICOLÁS, se quedó eternamente colgado, y el case-
rón fue escala obligada hasta de los extraterrestres. Nadie
escuchó los rumores que esparció el viento sobre este escri-
tor, en su tarea de transportar los secretos valiosos y dignos
de perpetuarse, por la sencilla razón de que se transformó

86
en pájaro y voló a reunirse con su musa en un paraíso perdi-
do. Él no poseía pasado, ni presente, ni futuro. Sin embar-
go, al fin había descubierto un camino hacia sus sueños. Se
elevó en los forzudos hombros de los Cuatro Vientos, cada
vez más incorpóreo y se diluyó en las pequeñas burbujas
del primer rocío que respiran los elegidos, esos seres utópi-
cos que creen en la esperanza como los habitantes del Case-
rón con Espejuelos.

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Índice

I. Una historia introductoria / 6


II. Dos versiones del milagro / 17
III. El visitante desconocido / 21
IV. Metamorfosis de un caserón / 27
V. Lo que contó el primer invitado (primer cuento
de Nicolás el escritor) / 31
VI. Segunda historia del invitado (no invitado) del mes:
el cartero pregonero que se hizo por fin cuentero / 35
VII. La visita desanunciada de Gabriel / 42
VIII. En un cohete de papel / 48
IX. El día trágico de Bernarda / 59
X. El muy solicitado final (no la última historia
de Nicolás) /

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