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Al borde del círculo

Libro I

Filip Lorkopulus
A mi madre que siempre estuvo conmigo, aunque tuvimos nuestras diferen-
cias en el contenido de esta obra.

A Juan Manuel, Arichs, Karen y Nathalie que colocaron también su granito


de arena.

A Dora I. González, mi correctora estrella, que impulsó de corazón este


proyecto, dedicándole un tiempo valioso de su vida para lograr esta meta.
Demostrando así, que el sacrificio, también es parte de una verdadera amis-
tad.
Mateo 18:21 y 22
Entonces se le acercó Pedro y le dijo: Señor, ¿cuántas veces perdonaré a mi
hermano que peque contra mí? ¿Hasta siete?
Jesús le dijo: No te digo hasta siete, sino aún hasta setenta veces siete.
Índice
I ................................................................................................. 1
II .............................................................................................. 31
III ............................................................................................. 55
IV............................................................................................. 81
V .............................................................................................107
VI............................................................................................139
VII...........................................................................................165
VIII .........................................................................................195
IX............................................................................................219
E .............................................................................................251
El escenario:

Monterrey, Nuevo León, México: Una de las capitales industriales del país,
ciudad ubicada a poco más de doscientos kilómetros de la frontera con Estados
Unidos de América. Su situación geográfica la convierte en un punto estratégico
para el establecimiento de cualquier tipo de negocio... para bien o para mal.
Esta Metrópoli ha sido azotada, sobre todo en los últimos años, por las di-
ficultades propias de toda gran urbe: Corrupción, impunidad, malas administraci o-
nes, abuso de autoridad, etc.; si a es to se le agrega un último y creciente factor: La
delincuencia organi zada, tenemos una mezcla corrosiva que sigue creciendo día a
día bajo el cobijo de los que no quieren ver.
Las malas noticias, los actos de violencia, las víctimas inocentes; todo se ha
vuelto una arraigada costumbre en la vida de los ciudadanos, a quienes sólo les
resta observar con impotencia.
Más allá de lo que parece evidente, de los secretos a voces , y en donde
nadie se hubiera atrevido a buscar; existe una organización que manipula con
desdén el corazón del hombre para conseguir sus propósitos. Han sido muy astutos
al permanecer en las sombras por tanto tiempo, entr emezclándose en la sociedad
como cualquier ciudadano común, e influyendo en esta a su conveniencia. Nadie
los observa, nadie sabe de ellos; pero han estado presentes en cada incidente tras-
cendente, ya sea directa o indirectamente.
La ciudad es sólo otro punto más en el mapa, otra intersección en el cami-
no, que durante siglos, han recorrido. Los que piensan como ellos buscan su ayuda,
los contactan, y hacen su labor evitándoles ensuciarse las manos; así es como fun-
ciona.
Siendo el corazón del hombre duro y sus deseos egoístas, alcanzar lo que
se quiere sin importar los medios es sólo el primer paso para tropezar, y muchos lo
han hecho ya.
Cuando alguien ha estado cerca, simplemente confunden la situación o
buscan eliminar el problema. En estos tiempos y con tanto volumen de desinfor-
mación es muy sencillo hacerlo; sin embargo, esta vez no han tenido tanta suerte,
alguien los ha descubierto y está dispuesto a sacarlo a la luz; aunque primero,
quizás, deba transformarse en alguien como ellos.
La batalla puede ser ganada en las calles; pero sólo se ganará la guerra
cuando se conquiste el corazón del hombre.
I

El grifo del fregadero funcionaba a medias, pero era suficiente para limpiar
sus heridas; había sangre en sus manos, aunque no era suya; sentía las pulsaciones
de la próxima hinchazón, de cualquier forma, no creía que fuera grave. El tipo era
rudo, tenía que reconocerlo, y aunado a su inexperiencia para torturar gente sólo
podía dar como resultado el cuadro que ahora experimentaba. Había sido como
golpear algo duro, no había mucho terreno blando dónde trabajar.

El agua fluyendo entre sus nudillos, se sentía muy bien; eso lo hizo desca n-
sar un poco, aunque sólo físicamente. Siempre creyó, que encontrar al que le había
hecho tanto daño iba a ser imposible; de hecho, se había dado por vencido. Ahora
todo estaba bajo su control, así como le gustaba. Miró por la ventana , mientras sus
ojos vidriosos luchaban con una ligera ventisca. La cocina daba a la calle y no se
divisaba un alma en el exterior. Mantener el recuerdo de aquello que debió olvidar,
no era nada saludable, lo sabía; pero ahora, en su nueva vida, pretendía auto -
convencerse que todo tenía un por qué. Finalmente, había encontrado la razón de
haber mantenido esa emoción viva, ahora era tiempo de ejecutar su añorada ven-
ganza.

Hace más de un año...

–Tienes que lograrlo –susurró apretando la mandíbula. Su amigo ya no es-


taba cerca, quizás la treta sí funcionaría .

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El corazón estaba a tope, era de esperarse en medio de aquella situación.
De cualquier manera eso no le preocupaba; sabía que le respondería como siempre
lo había hecho. Ni siquiera había considerado la posibilidad de acabar sus días en
aquel lugar. No recordaba haber experimentado un terror similar, esta ocasión era
tan diferente a otras, como si el ingrediente ex tra que acababa de atestiguar hicie-
ra mortal esta receta.

Agazapado, detrás de un arbusto, sólo tenía que evitar ser encontrado, al


menos por unos minutos. Su compañero ya había tomado otro rumbo, uno que lo
conduciría a su escape, o al menos eso esperaba.

–¡La vas a hacer! –Lo apoyó a la distancia.

Todo fue parte de un plan, uno que fraguaron improvisando en el último


instante: Pensaron que separándose tendrían una mejor oportunidad, al menos
uno de ellos.
Las voces de sus rastreadores se acercaban, como pudo trató de hacerse
pequeño. Era en momentos como este que maldecía el hecho de no ser una pers o-
na de estatura promedio. Las pequeñas ramas secas propias del otoño se rompían
bajo los pies presurosos que lo acosaban; no quería siquiera imaginar lo que le
podía ocurrir si era descubierto, y no tenía a la mano ni una piedra para defender-
se. ¿Quiénes eran estos sujetos?, ¿y qué clase de “fiesta” tenían esa noche?
Las condiciones ambientales habían complicado la escena y el trabajo del
equipo de investigación. Conseguir que el video que acababan de rodar tuviera una
mediana calidad, iba a ser complicado; pero para eso estaba su compañero, para
resolver todos los problemas técnicos. Gracias a Dios que él se había llevado la
cámara.
El reportero trataba de no preocuparse por lo que ocurría a su alrededor;
pero estaba listo para correr si era sorprendido. Recapituló un poco en lo que aca-
ba de observar, no recordaba si a ntes que ellos, alguna fuente fidedigna había
logrado captar algo similar, parecía de película: Un grupo de encapuchados “can-
tando” en medio de los matorrales y alumbrados sólo con algunas antorchas quien
sabe bajo qué misterioso propósito. Sin embargo, de nada serviría tener la eviden-
cia si no lograban salir de ahí con vida.

“Haz que valga la pena, Gordo”, pensó.

Irónicamente, la penumbra era su cobijo y el silencio su mejor arma; pero


sabía que iba a ser muy difícil salir de esta; los que lo asediaban pensaban en algo
más que en sólo darle las “buenas noches”, eso era seguro. Posiblemente estaba
viviendo su última aventura, una que ya no podría ver concretada. Lo único que lo
reconfortaba era creer que su compañero le haría justicia.
Viéndose acorralado y creyendo que ningún esfuerzo rendiría frutos, su-
plicó en voz baja:

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–¡Ayúdame Dios mío!

Luego dibujó una oración en su mente, cosa que no le caracterizaba mu-


cho, sólo repitió lo que alguna vez escuchó de niño, cuando sus padres aún cuida-
ban de él.
La vegetación a su alrededor continuaba moviéndose y los pasos alargados
de sus perseguidores se hacían más cortos, parecía una muchedumbre a paso fi r-
me, como si ya lo hubieran localizado.

–¡Está por aquí! –se escuchó un grito muy cerca de él .

Sus ojos se cerraron poco a poco, como el que se da por vencido, todo a su
alrededor comenzó a transcurrir lentamente, el peor escenario lo torturó, no tenía
escapatoria. Ya había corrido bas tante y su espíritu de lucha no podía continuar.
Oprimió sus rodillas contra el pecho y enlazó los brazos a la altura de los tobillos, su
rostro quedó casi entre sus piernas, como si el evitar verlos pudiera hacerlo invisi-
ble, era lo último que le quedaba, una tonta leyenda de juventud, como el que se
oculta de los fantasmas debaj o de una sábana.

Los retumbos de sus depredadores eran la prueba de que ya estaban ahí;


sin embargo, pasaron a su izquierda y luego a su derecha sin detenerse, y así como
aparecieron, se fueron.

Le tomó unos segundos reaccionar, ¿qué había sucedido?, ¿por qué no lo


habían visto? El solo pensar que su absurda estrategia había funcionado era ilógico,
¿“Lázaro” había vuelto a las andadas ?
No era momento de averiguarlo, corrió en dirección contraria y como pu-
do se orientó hacia la camioneta. Fue aquella luz, la que observaron cuando llega-
ron, la que lo ayudó; quizás era una casa en la colina, quizás una fogata , no lo sabía;
pero seguía ahí, era su única manera de ubicarse en una noche de luna nueva .
Esperaba que su compañero también lo recordara, lo habían platicado desde un
inicio.

–¡No me vayas a fallar “Gordo”! –Aunque sonaba despectivo, era como lo


llamaba para alentarlo, aunque casi siempre lo llamaba así.

Después de correr cientos de metros encontró el sendero al pequeño claro


y a su boleto de salida. Se animó a sí mismo al ver que el vehículo aún seguía ahí,
aunque le preocupaba que sólo él hubiera llegado.
Estaba solo, hasta donde podía percibir; tenía que continuar, ya habían
pactado que el primero en llegar debía ponerse a salvo; aunque nunca creyó que él
lo lograría. Se detuvo un momento justo antes de que terminaran los árboles , su
mente carburaba al ciento por ciento. ¿Podía tratarse de una trampa?, el silencio

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era sepulcral, no se escuchaban ni los animales ni los insectos. ¿Era normal?, ¿y si
lo estaban esperando?

–Bien Encarnación –se dijo a sí mismo en voz baja al inclinarse un poco y


aguzar la mirada –, sólo hay una forma de averiguarlo, o te mueves o te muer es
aquí…

El reportero estaba acostumbrado a estos episodios, pero nunca antes


había sentido tanto temor. Era quizás la segunda vez que consideraba que una
situación se le salía de control, y no le agradaba. Se movió rápidamente hasta ro-
dear la camioneta por atrás y subió al volante. La puerta estaba abierta, tal y como
la habían dejado, se acomodó lo más rápido que pudo y vio las llaves puestas en el
encendido. ¿Debía irse de una vez o esperar un poco?, ¿qué haría su compañero
Francisco en esta situación?, ¿obedecería el acuerdo y se pondría a salvo?, ¿o espe-
raría con el lógico riesgo de que ninguno de los dos lo lograra? ¡Qué diablos, él no
era Francisco!
Ya había decidido esperarlo, así que iba a maximizar las posibilidades.
¿Qué podía adelantar ahora?, encender el vehículo era buena opción, si él llegaba
saldrían rápido, aunque el sonido podía atraer a sus enemigos; y si no lo hacía
quizás no iban a lograrlo. ¡Maldita sea la hora en que se les ocurrió separarse! –
Cambió de opinión respecto a su plan de escape–.
En eso estaba cuando el sigilo de la noche fue perturbado nuevamente por
una persecución, aún con la ventanilla cerrada se podía escuchar. “¡Seguramente lo
encontraron!”, pensó. Su miedo lo hacía creer que eran muchos los que se acerca-
ban, así que encendió el motor ; parecían aproximarse por el lado contrario, justo
por donde él había llegado. Su mirada se concentró en el retrovisor del copiloto,
fue sólo un segundo de distracción...

–¡Ábreme! –su compañero lo sorprendió por su propia ventanilla.


–¡Súbete! –Le señaló la otra puerta.
Francisco se congeló un segundo y miró hacia la derecha, sabía que esta-
ban cerca; además, el ruido los guiaba. Obedeció corriendo tan fuerte como pudo .
–¡Arranca! –ordenó aún con medio cuerpo afuera .

El reportero hizo girar las ruedas rápidamente, el cristal de la cabina se


rompió casi de inmediato, primero atrás y luego adelante, fue un disparo de arma
de fuego. Había voces y gritos que empezaban a inundar su espacio y no les esta-
ban deseando un buen viaje. Una serie de insultos, que prefirieron no interpretar,
los acompañaron como despedida. Se agacharon todo lo que pudieron tratando de
evitar un proyectil, varios impactaron la parte trasera; pero ninguno los alcanzó.
El efecto “todo terreno ” levantó una nube de polvo que dificultó todavía
más la visibilidad a los agresores; aunque no era la intención del hombre, su inex-
periencia en el manejo del vehículo ayudó mucho. Se escucharon entrar con brus-
quedad los cambios de la transmisión ante la mirada molesta del Gordo, quien era

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el dueño del vehículo. El sendero sinuoso los fue guiando mientras sus ojos apenas
se asomaban por encima del tablero, sentían que aún no salían del ángulo de tiro.
–¿Todavía nos siguen? –preguntó el reportero.
–No alcanzo a ver –Francisco apenas alzaba la mirada por la parte trasera.
–¡Hay que salir rápido!
Eso era algo que no estaba a discusión, lo único importante era no errar el
camino de regreso. Después de varios minutos llenos de tensión, durante los que
permanecieron en silencio, no hubo más agresiones; pero aún no se sentían a sal-
vo.
Si aquel par había encontrado ese camino, ¿qué impedía que sus rastrea-
dores lo hicieran?, ¿estarían adelante esperándolos?, ¿podrían alcanzarlos en algún
momento?, no conocían la zona y definitivamente era algo que debía ocuparlos . La
mejor opción era acelerar a fondo y salir a la carretera , no estaban lejos ya. No
hubo otro comentario ni tema hasta que el asfalto se asomó, justo adelante. Cuan-
do por fin se unieron al tráfico nocturno soltaron ese aire de nerviosismo que los
estaba ahogando.
–Pensé que no ibas a llegar –se sinceró el periodista.
–Yo también lo pensé –admitió con humor negro –; pero confiaba en ti .
Miró a su compañero en señal de agradecimiento y chocaron los puños
como los que guardan una gran amistad.
–Tú también me hubieras esperado –aseguró.
El camarógrafo alzó la ceja como dando a entender que tenía razón, luego
se acomodó en el asiento para seguir observando la retaguardia.
–¿Tenemos todo verdad? –preguntó el conductor viendo que abrazaba la
cámara.
–¡Por supuesto! –contestó victorioso aún con la adrenalina a tope.
–¿Y cómo te sientes? –indagó sarcásticamente al notarlo agitado.
–Bien –Su r espiración no se había estabilizado como la de su compañero –
... salvo por algunos moretones y raspones ...
El piloto hizo una mueca como queriendo reír, pero se guardó el comenta-
rio que siempre le hacía a su compañero sobre su mala condición física. En un n e-
gocio como el de ellos, correr, a veces es importante.
–Lázaro –dijo el Gordo –, ¿qué crees que estaban haciendo?
–Ni idea, si no es porque el Comandante estaba ahí, hubiera creído que
nos equivocamos de lugar.
–Lo sé, terminamos en una reunión de locos.
–Tal vez no tanto, esa despedida que nos dieron no era de locos... creo
que trataban algo serio.
–¿No te pareció muy tenebroso?
–Así es... lo sentí hasta los huesos –confesó.
–Espero que el material no se haya dañado... azoté varias veces.
–Está en tus manos ahora Gordo, más vale que lo cuides , hay mucho por
hacer con él...

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Pocas horas atrás, Francisco había sido prácticamente “raptado” de su ce-
na familiar, empezando así una persecución que los llevó hasta aquel sitio del que
tuvieron que salir a toda prisa. Su supuesta misión, era localizar al “Comandante”,
uno de los narcotraficantes más buscados del país .
–No reconocí a nadie más –apuntó el camarógrafo –, aunque batallamos
para identificarlo –Se refirió al malhechor.
–Ni yo –Hizo una pausa –; pero ya descubriremos quién más está involu-
crado... aunque primero quisiera saber –Hizo una pausa –... ¿entendiste algo de lo
que cantaban? –Hubo elementos que aún no se podían explicar.
–No, pero eran como cantos gregorianos, espero poder arreglarlo en el es-
tudio.
En ese momento pasaron el señalamiento que indicaba el límite de la ciu-
dad, ambos se sintieron aliviados al ingresar a la mancha urbana. La luz mercurial y
los semáforos los acompañaron el resto del camino. Había pocos vehículos en la
calle, además de aquel par de locos arries gándose en medio de una ciudad peligro-
sa. Atravesaron prácticamente de lado a lado la localidad hasta acercarse a sus
hogares.
–¿Te importa si llego primero a mi casa? –preguntó Francisco.
–¿Quieres que me lleve tu camioneta? –De momento no había compren-
dido el por qué.
–Tú tienes cochera –Era una ventaja –; además, mi mujer me va a matar
cuando vea lo que le pasó, prefiero que no se entere.
Lázaro asintió con la cabeza, y como una responsabilidad adquirida, pro-
metió arreglarla, se lo debía a su amigo; pero sería después, por ahora sólo quería
descansar.

La madrugada los sorprendió al hacer la primera escala, apenas aparcaban


cuando la luz de la entrada principal se encendió.
–Creo que te esperan Gordo –advirtió Lázaro con ironía.
–Ya sé –se lamentó porque sabía lo que le esperaba, y luego dijo –: ¿Te
quedas con ella? –Le entregó la cámara –, lo que menos quiero ahora es un inter-
rogatorio doméstico, y menos enseñarle esto.
–Claro –Sintió a su compañero un poco avergonzado, aunque no había
razón –, lo revisamos con calma mañana –agregó.
La puerta de la casa dejó ver una figura femenina, era Sofía, su esposa.
–Me esperan –se despidió el jefe de familia.
–Nos vemos en la... “oficina” –concluyó en voz baja, casi susurrando.
A pesar de que estos episodios sucedían con cierta frecuencia, la familia
no se había acostumbrado. Las salidas repentinas del cabecilla del hogar siempre
producían el mismo efecto: Incertidumbre, ansiedad, y a veces hasta odio por su
profesión, aunque el hombre disfrutaba lo que hacía –no podía ser de otra mane-
ra–.
El reportero lo vio entrar, alzando la mano en señal de saludo para la seño-
ra. Alcanzó a escuchar la pregunta obvia :

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–“¿Cómo se quebró el vidrio?” –inquirió ella a la distancia.
La pregunta arrancó una sonrisa al que se iba, ya que presentía la noche
que le esperaba a su compañero, por unos segundos olvidó la parte amarga del
incidente e inició la graciosa huída.
Francisco tenía una gran familia, no cualquiera soportaría lo que soporta-
ban, y envidiaba eso de él; ya que nunca había encontrado a alguien que lo com-
prendiera de la misma forma. Dividirse entre su peligroso trabajo y un matrimonio
no era una cosa sencilla. Las oportunidades del reportero –no muchas–, que había
tenido de convivir con ellos en alguna reunión, le daban la pauta para entender lo
maravilloso que eran; y aunque, aparentemente lo apreciaban, varias veces había
escuchado cómo le proponían a su compañero dejar de lado este tipo de aventu-
ras.
El retorno fue solitario –pero ya estaba acostumbrado–, lo que abrió la po-
sibilidad para una retrospectiva personal: A veces la soledad lo inquietaba; aunque,
cuando empezaba a dudar de las decisiones que lo habían llevado hasta ahí, recor-
daba sus logros profesionales; aquellos que le habían costado sudor y sangre; era
entonces que se convencía de que sus elecciones habían sido las adecuadas.
Su casa estaba en una zona de un nivel socioeconómico muy distinto al de
Francisco, ser soltero le había proporcionado también esa, “ventaja”. Su familia
más cercana había desaparecido desde que era muy joven y siempre había tenido
que luchar solo por alcanzar lo que quería . Era lo que la vida le había enseñado. El
deseo de ser un triunfador había sido abrazado por el reportero desde la primera
golpiza que recibió de pequeño, desde que alguien le dijo: “Tú no lo lograrás”;
desde entonces, había conseguido todo lo que se había propuesto.
Una amplia avenida era la antesala a la caseta de vigilancia , que daba ac-
ceso a su vecindario; los guardias lo reconocieron de inmediato, aunque no a su
maltrecho vehículo. Poco después llegó a su hogar, cuyo patio frontal antecedía la
cochera y la fachada, accionó el portón eléctrico y esperó paciente a que subiera
por completo. Ahí estaba, su molesto vecino, Epigmenio, viéndolo por la ventana.
¿Qué hacía el viejo levantado a esas horas? ¿Qué acaso no tenía nada qué hacer?
Lo miró de reojo sin enterarlo que sabía de su presencia.
La camioneta tomó un lugar al lado de su automóvil de uso diario –el Hon-
da que tanto le gustaba–, el garaje era bastante amplio para los dos, así que ocul-
tarla no sería problema. Lázaro descendió tomando la cámara y se detuvo un mo-
mento a hacer un r ecuento de los daños. Después de examinar un par de impactos
en la parte trasera, así como el cristal roto, agradeció estar entero. Aparentemente
no había mayor daño. Continuó hasta entrar en casa por la puerta interior. Tener la
evidencia cerca de él lo hacía sentirse seguro, siempre había tenido el oscuro temor
de perder el producto de su trabajo. La sostenía con energía, pero a la vez con
delicadeza.
La residencia estaba muda y el ambiente era apacible, como lo es un lugar
solitario. Lázaro sentía que tenía algo grande entr e manos; aunque sólo era un
presentimiento, porque a ciencia cierta, no sabía ni que era. Se sentó en el sillón de
la sala junto con un café. “¡Por fin a salvo!”, pensó. Ahí, sentado en silencio, des-

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menuzó los acontecimientos mientras daba grandes sorbos a su bebida. ¿Por qué la
gente decía que quitaba el sueño?, a él nunca le había afectado. ¡Pamplinas!
Lázaro no era una persona que disfrutara de grandes círculos sociales o
reuniones. De hecho veía sus relaciones personales más como un asunto práctico
que lo ayudaba a realizar su trabajo que como una amistad a largo plazo. Eran po-
cos a los que podía llamar: “Amigos”. Consecuencia de esto, tampoco recibía mu-
chas visitas en casa: La Sra. Gloria, quien hacía el aseo cada tercer día; el Gordo,
quien a veces se reunía a ver algún evento deportivo importante; y tal vez, alguna
“aventura ocasional”, y eso era todo.
Para ser francos lo único que realmente le apasionaba era el periodismo
de investigación. Eso era lo que le había dado significado a su vida a lo largo de
muchos años, no sólo lo había marcado en lo profesional, sino también en lo per-
sonal: “A Encarnación ‘Lázaro’ García, por su destacada labor periodística, demo s-
trando que ni la muerte le ha impedido dar grandes pasos ...”, leyó en una de las
placas de su orgullosa vitrina, ocupaba el centro entre muchos otros premios.

Este objeto era producto de una de sus más redituables, pero a la vez,
amargas experiencias, una que casi le cuesta la vida. Su último jefe en forma, la
había mandado hacer, iniciando así su “leyenda”. Durante una de sus investigacio-
nes fue herido de gravedad y la medicina convencional no le daba ninguna espe-
ranza; sin embargo, se recuperó milagrosamente; y para quien no creyera que el
evento sucedió, ahí estaban las cicatrices en su pecho, testigos inequívocos del
hecho.

El acontecimiento también lo rebautizo, situación que le cayó como anillo


al dedo, ya que detestaba su nombre de pila. “Lázaro” era mucho más místico y
hacía honor a aquel que había resucitado después de tres días de muerto –al igual
que él–, al menos eso era lo que había leído. Así mismo, los extraños factores que
se presentaron en dicho evento lo llevaron a tomar una decisión muy importante:
Dejar de dar servicio a un solo patrón. ¿Qué tenía que ver una cosa con la otra?,
para muchos tal vez nada, para él, una traición que nunca pudo comprobar.
Los recientes años habían sido los mejores para el reportero, mejores, en
cuanto a lo económico y a su autonomía. Había vendido su trabajo al mejor postor
y trabajaba donde quería y cuando quería; esa libertad no tenía precio, y era uno
de los pocos periodistas que lo podían hacer en el país con cierto éxito.
El comunicador se sentía nostálgico esa noche y no sabía ni porque, era
una de esas extrañas ocasiones ; pero ni hablar, tenía que enfocarse a lo que seguía;
así que recapituló un poco sobre la “fiesta nocturna” en la que se habían colado.
Los elementos que pr esenciaron no podían calificarse como propios de la delin-
cuencia organizada, ni como ningún otro tipo tampoco; sin embargo, sucedieron, y
ni aún en sus más extraños sueños recordaba haber sido partícipe de algo, tan
siniestro.
Encarnación García era bien conocido y respetado en el medio, su perio-
dismo era directo y sin tapujos ; pero siempre bien sustentado. El material que tenía

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debía ser tratado con mucho cuidado y profesionalismo, pues una mala crítica
podía calificarlo como falso o amarillista, así como muchas notas que se encuentran
rodando por internet o en medios de poca credibilidad. Mantener la confianza del
público era importante para él, más , contando con presencia en las redes sociales;
último recurso gratuito de libre pensamiento del mundo actual.
Le dio la vuelta a lo que tenía por varios minutos, incluso, pensó en ade-
lantarse a revisar el video; pero se convenció de que era mejor hacerlo con el Gor-
do; fuera de eso, no tenía nada concreto. Lo más inteligente era dejar descansar
sus neuronas, el día siguiente traería su propio afán. Terminó su café de un solo
sorbo y después de un singular eructo, se dirigió sin detenerse hasta su cama. Se
desnudó casi por completo y se dejó caer boca abajo apagando todos sus sentidos,
se quedó dormido.
Para la mayoría de la gente sería difícil conciliar el sueño después de haber
pasado por una experiencia como la de aquella noche, pero Lázaro había aprendido
a desarrollar una especie de “coraza”, su capacidad para deshacerse de las distrac-
ciones era causa de envidia entre sus colegas; así como también su horario abierto,
el cual le permitía moverse libremente; casi siempre la oportunidad lo buscaba a él,
y no al revés.

El silencio en la recámara, particularmente en aquel instante, era abruma-


dor. Había un ambiente fresco, propio de los días del otoño; lo que le permitía
dormir sin necesidad de ambiente artificial. El más mínimo sonido hubiera sido
sencillo de escuchar; pero era extraño, ni siquiera los perros del vecino ladraban;
aunque no había puesto mucha atención si lo hacían cuando recién se acostó. ¿Por
qué estaba poniendo atención en esas cosas si estaba dormido?
Su cuerpo estaba boca abajo en calzoncillos , su rostro descansaba de lado
sobre el cobertor, sus brazos mantenían una escuadra hacia arriba; y aunque tenía
los ojos cerrados, podía percibir todo lo que había en su entorno. Estaba solo, pero
no se sentía así. ¿La Sra. Gloria había entrado a su recámara?, no era un día que le
correspondiera trabajar, ¿y qué tenía que hacer a esa hora en su habitación?, ¿tal
vez era alguien más? La sola idea lo hizo “despertar”.
Se sentó con las fuerzas que pudo reunir, todo su cuerpo estaba sobre la
cama; y ahí, frente a él, no había nadie, sólo la oscuridad. No lograba que sus senti-
dos respondieran al ciento por ciento; aguzó sus oídos, la noche no producía
ningún eco; sin embargo, se sentía extraño, estaba alterado e inquieto; su corazón
latía con gran velocidad, como cuando estuvo acorralado apenas unas horas antes.
Se sentía acompañado.

La habitación era amplia y rectangular, su colchón se apoyaba en el centro


del lado más largo. Por la derecha había un ventanal que casi no dejaba entrar la
luz debido a la gruesa cortina. Frente a él , sabía que había una amplia pantalla, una
de esas de “tecnología de punta”, ¿dónde estaba?, no la podía ver, como tampoco
los arreglos de la pared que parecía haberse tragado la penumbra.

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El silencio cambió por murmullos casi imperceptibles; pero estaban ahí,
junto con él en la habitación, estaba seguro. Sintió congelarse, no podía mover ni
un músculo, sus brazos estaban apoyados hacia atrás y sin capacidad de reacción.
Fue abrazado por un temor extraño, peor que la última vez.

En medio de aquella negrura, como si pudiera ser posible, una serie de fi-
guras oscuras emergieron de la superfi cie de la pared, su estatura era sólo deduci-
ble por la altura de sus ojos, dos puntos contrastantes en lo que suponía era su
rostro. Fueron segundos eternos mientras veía cómo era rodeado. Sus vestimentas
eran como hábitos oscuros , ¿quiénes eran esos sujetos?, ¿cómo es que estaban
ahí?, ¿de qué manera habían entrado? El reportero estaba tieso, como si le hubie-
ran suministrado alguna droga, quería escapar; pero su cuerpo no le obedecía.

Uno de baja estatura se colocó frente a él, justo a los pies de su lecho, em-
pezó a levantar lentamente el brazo como si supiera que su víctima no podía mo-
verse. Los ojos de Lázaro parecían desorbitarse, la extremidad amenazante se fue
alzando más y más, hasta que apenas tocó su frente con el índice. El contacto hizo
recorrer un tremendo calor por todo su cuerpo, como si un veneno le provocara un
gran dolor; su garganta se ahogó en un grito, no podía contenerlo; sus brazos per-
dieron su rigidez cayendo hacia atrás; se retorció entr ecruzando sus dedos sin con-
trol; sentía su interior arder como si se estuviera quemando, pensó que era el fin;
por segunda vez en el día experimentó el mismo sentimiento; pero por alguna
razón lanzó un último alarido, uno inspirado en alguna semilla de su pasado:

–¡Jesucristo...! –fue un grito ahogado con todo lo que su alma, cuerpo y


espíritu fueron capaces de pronunciar… despertó.

Se sentó en su cama con los brazos hacia atrás, como en su sueño, estaba
empapado en secreciones de todo tipo, pero ya no había más calor. Si había sido
una pesadilla, ¿cómo era posible que transpirara así en una noche tan fresca? Rela-
cionó el incidente con su reciente aventura, aunque había sido muy real. Pensar en
eso sólo le quitaría las horas de descanso que necesitaba, lo mejor era olvidarlo. Se
dejó caer quedando boca arriba, su corazón aún palpitaba aceleradamente. Inclinó
su cabeza observando las paredes y todo lo que lo rodeaba, no había nada fuera de
su lugar. Llevó sus manos al rostro dudando si calificar aquello como una experien-
cia meramente onírica. El reloj marcaba las tres de la mañana y algunos minutos.
Intentó tranquilizarse, tenía que descansar, era importante estar lúcido con todo el
trabajo que tenía por delante, así que, volvió a dormir.

Esa mañana, en el canal:


–¿Qué pasó Gordo? –preguntó el investigador con gran vitalidad.
–Llegas tarde –reclamó su compañero fríamente.
–¿Queda mos en alguna hora? –se justificó, aunque sabía que el mediodía
no era exactamente la hora más adecuada.

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–No –aceptó intuyendo por dónde iba –; pero creí que querías ver esto
temprano.
–Son casi las doce Gordo –Señaló el reloj –, aún es temprano –Sonrió cíni-
camente.
El camarógrafo lo observó mal encarado durante unos segundos, y luego
dijo:
–Parece que no dormiste bien –Lázaro tenía un mal semblante –, ¿pesadi-
llas?
–Algo así... ¿y tú?
–Fue una noche tranquila, después de escuchar a Sofía un rato, claro
está...
Dejaron la discusión a un lado y se encaminaron por el corredor.
–¿Estás listo? –advirtió el reportero.
–Tengo más de tres horas listo –le recordó de nueva cuenta.
–Bien, bien... no te esponjes –Notó su tono molesto y mejor guardó silen-
cio.
Alguna vez en el reciente pasado, Lázaro había trabajado en este medio te-
levisivo como un empleado más , antes de su... incidente, pasado este; optó por
hacerse independiente, “diferencias irreconciliables”, había dicho. De esta manera,
se alejó de todo aquello que le incomodaba; aunque seguía conservando una muy
buena amistad con Ricardo, el jefe de informaci ón; quien le permitía ciertas conce-
siones a cambio de tener una ligera preferencia sobre la competencia, una de estas
concesiones incluía el uso las instalaciones de la empresa como un lugar dónde
aterrizar cuando estuviera en medio de algo importante.
La puerta de la oficina se cerró con cuidado, como si anunciara un gran s e-
creto. Pasaron el cerrojo y acercaron un monitor grande para realizar la primera
revisión.
–¡Ahí vamos! –exclamó Lázaro, aún influenciado por el coctel de bebidas
energéticas de la mañana.
Los primeros minutos transcurrieron con el trasero del vehículo del Co-
mandante frente a ellos.
–Llegué a dudar que se tratara de él –señaló Lázaro.
–Y yo, –apoyó Francisco –, quién iba a creer que andaba sin escolta.
–Eso es lo extraño, como si alguien como él pudiera andar con tranquilidad
por la calle –Lázaro anotó la matrícula, esa se veía claramente –... esto me servirá.
–¿Lo adelantamos?
El reportero hizo una mueca de aprobación, no había nada de mayor i m-
portancia en esta parte, así que accionaron la cámara rápida hasta que incursiona-
ron en el camino de terracería, el mismo que los terminó sacando del problema esa
noche.
–¿Crees que fue bueno darles tanta ventaja? –cuestionó el Gordo.
–No –dudó –; pero era la única manera de que no nos descubrieran...
Francisco había grabado todo, cada segundo y hasta cada conversación
estúpida entre ellos; aunque aparentemente no ocurriera nada. Editar en vivo no

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hubiera sido una buena idea. El modo de visión nocturna también les había ayuda-
do mucho, tanto para caminar en la oscuridad, como para lograr las tomas adecua-
das. Después de estacionar la camioneta en un pequeño claro, se apearon hasta
encontrar lo que buscaban.
–Casi lo perdimos –confesó el camarógrafo.
–Así es Gordo –Dibujó una media sonrisa, porque sabía lo que iba a suce-
der ahora –, ¿aquí es donde te caes, no? –r ecordó en tono de mofa.
Fue un poco embarazoso ver desplomarse los más de cien kilos de peso de
su operador. La toma estaba sobre la espalda de Lázaro, y de súbito, en el suelo.
–Te he dicho que tienes que ponerte a dieta y hacer ejercicio –lo reprendió
a medias –, si no lo haces me voy a conseguir a alguien más –amenazó tímidamen-
te.
La barba tenue y a medio rasurar de aquel regordete rostro era el marco
perfecto de un gesto incrédulo. Tantos años de trabajar juntos y el conocimiento de
la forma de ser de su amigo lo hacían sentirse seguro, a pesar del vago intento de
intimidación.
Avanzaron silenciosamente hasta el pico de una pequeña loma, los árboles
propios de la región casi los abrazaban. Varios metros adelante, se escuchaba un
murmullo, eran voces que se levantaban repetitivamente como un coro. Tuvieron
que arrastrarse un poco al percibirlas, situación que fue muy difícil para Francisco.
Se ubicaron a una distancia prudente del origen –o eso creyeron– y montaron la
cámara y la antena de sonido como mejor pudieron.
A la distancia, un grupo de personas ataviadas con algún tipo de hábito o s-
curo, alzaba sus voces sin que pudiera n distinguir lo que decían. Estaban de pie
levantando los brazos en círculo.
–¡Méndigo Gordo! –reclamó el reportero todavía con un extraño ímpetu
en sus espaldas –, tú sí podías ver todo con claridad.
–Es la ventaja de ser el camarógrafo... –presumió.
–Yo no lo había observado tan bien como lo vemos ahora... ¿dónde di ces
que aparece el Comandante?
–Un poco más adelante...
–¿Estás seguro que era él? –inquirió –, yo no pude verlo muy bien.
–Ciento por ciento.
–... Lo que nunca supe fue quién nos disparó, de hecho, no veo a nadie
armado en la toma... sólo que trajeran las armas bajo la sotana –bromeó.
Las voces y lo que cantaban, como lo habían comentado la primera vez, no
eran perceptibles.
–¿Entiendes qué dicen? –pr eguntó el Gordo.
–No, pero, ¿puedes limpiar el audio...? ¿Cierto?
–Claro...
–¡A la brevedad Gordo!, a la brevedad... –se entusiasmó.
La toma se había enfocado en donde la reunión era más “robusta”, fue
hasta que el camarógrafo empezó a panear que detectó la llegada de otro person a-
je.

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–Ahí aparece ese tipo raro –señaló Lázaro.
–¿Por qué raro?
–Es el único que no estaba “cantando” con los demás, como si hubiera es-
tado esperando algo...
–... Al Comandante –completó el Gordo –, es el que va a platicar con él...
Un sujeto de baja estatura entró en la escena, vestía exactamente igual
que los demás, cruzó muy cerca del coro, terminando su recorrido enfrente de otro
tipo y a corta distancia de algo similar a una antorcha .
–Ahí está –lo señaló el camarógrafo en la pantalla.
–¿El de la capucha?
–Ese mismo... no tarda en quitársela.
La razón de toda la operación estaba frente a ellos, el Comandante retiró
lo que cubría su cabeza dando una clara toma de su rostro.
–¡Es él! –exclamó Lázaro victorioso.
–¡Claro que es él!
–¡Bien Gordo! –Sobó su cabeza presionándola hacia abajo –... ¿y quiénes
son los otros, entonces? –cuestionó extrañado.
El narcotraficante y aquel sujeto bajito estaban frente a frente en una apa-
rente charla familiar; parecía más, un encuentro entre amigos que una reunión de
la mafia. Ambos hablaban con la cabeza descubierta, pero el hombre menudo les
daba la espalda. La conversación se perdió un poco entre el viento y los cánticos de
los asistentes.
–¿Estás seguro que esa cosa que tenías para el sonido funciona? –
interrogó Lázaro.
–Sí –r espondió titubeante.
–Por cierto... ahora que recuerdo, no te vi subir con ella a la camioneta.
–La perdí –confesó lamentándolo.
–¿La perdiste?
–Tuve que tirarla en el camino, me estorbaba para correr ; pero el sonido
quedó grabado.
Lázaro había pensado en reconvenirlo por perder la antena; sin embargo,
tomando en cuenta las circunstancias, cualquiera hubiera hecho lo mismo; además,
el aparato pertenecía al Gordo. Prefirió en cambio:
–No te preocupes mi amigo –lo animó –... voy a conseguirte otra –Lo pal-
meó en la espalda –... ¿Crees entonc es que puedas arreglar esto? –Nec esitaban un
material más fidedigno.
–Claro, necesito algo de tiempo; pero puedo hacerlo.
–Necesitamos clarificar la plática de esos dos, es nuestra mejor pista... –Se
distrajo.
–¡Mira! –exclamó el Gordo advirtiendo algo importante, congeló el video.
El desconocido había girado sobre su eje quedando de frente a la lente; sin
embargo, se perdía un poco por la luminosidad de la antorcha. Movieron cuadro
por cuadro hasta que divisaron medianamente bien su semblante.
–¿Lo r econoces? –preguntó Lázaro.

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Francisco se tomó l a barbilla intentando hacer memoria, no le encontró
parecido con nadie. Negó con la cabeza.
–¿Quién puede ser? –se preguntó a sí mismo el investigador.
El Comandante tenía más enemigos que amigos, eso era innegable; para
alguien con actividades de su naturaleza, era lo más normal; pero este, ¿quién
era?, ¿y qué relación guardaba con uno de los líderes más importantes del na r-
cotráfico en México?
–Hay algo más –aseguró Lázaro –. El Comandante parece tenerle cierto
respeto a este hombre... ¿o será miedo? –se atrevió a proponer.
El reportero tenía ese don especial para discernir estas cosas, llámenle ins-
tinto, sexto sentido o como quieran; y era muy difícil que se equivocara . El mismo
Francisco se convenció con rapidez de su teoría.
–¿Y de quién se puede tratar?
–Definitivamente d ebe ser alguien muy importante –supuso con pocas
pruebas –... aunque no lo tenemos ubicado, habrá que revisar los archivos ... y ne-
cesitas mejorar la toma.
–Buscaré cómo hacerla más clara y si la necesitas, te la envío.
–Bien, yo veré qué más puedo hacer con mis contactos... ¿alguna otra co-
sa, Gordo?
–Falta lo mejor...
–¿La mujer?
–Así es.
La escena estaba centrada en la misteriosa plática; cuando una mujer, muy
joven, algo maltrecha, y vistiendo un vestido blanco, apareció llevada por dos
hombres que prácticamente evitaban que se cayera. Su indumentaria no concor-
daba con la del resto de los asistentes. El Comandante se acercó a ella y la sostuvo
por el brazo acercándola al hombre menudo.
–Parece drogada –intuyó el reportero.
–Tal vez todos lo estaban –comentó Francisco.
–Tal vez... sólo espero que también estuviera ahí por su propia voluntad.
–Es lo más seguro –desestimó otra posibilidad.
Pocos segundos después, en un acto de gran fortaleza, los tipos que la
habían traído la levantaron en vilo. Uno la sostuvo de la espalda y otro de las pier-
nas. Ella empezó a temblar, fue algo parecido a una convulsión, situación que no
hubiera sido extraña si había ingerido algún tipo de tóxico. La acercaron hasta do n-
de estaba “el coro”, y antes de que atravesaran aquel círculo humano, un resplan-
dor repentino alumbró la noche; fue provocado por una gran fogata que se des-
prendió de la tierra. Se escuchó un gran alarido de júbilo, y sin origen lógico, el
suelo en medio de la reunión se encendió de la nada , la llamarada alumbró la no-
che.
–Todavía no sé cómo hicieron eso –confesó Lázaro.
–Debieron tenerlo preparado.
–Nunca vi que arrojaran un fósforo o algo así para que se produjera .
–Tal vez debemos revisar la imagen con más calma...

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La luminosidad provocó que la visión nocturna se desactivara.
–¿Quizás fue gasolina? –supuso el Gordo.
–Tenemos que volver... –El reportero no quería quedarse con la duda.
–¿Quieres regresar? –preguntó con cierta precaución el Gordo.
–No ahora, quizás; pero hay que investigar...
El camarógrafo sólo guardó silencio, no estaba muy de acuerdo con la
idea.
La mujer seguía sostenida en el aire, apenas afuera de aquel borde huma-
no, mientras los cánticos subían de tono.
–Aquí es donde nos descubren –lamentó el reportero.
Se escuchó un grito, una amenaza, luego un disparo. La distracción rompió
con el “protocolo” de cualquier cosa que s e estuviera gestando allá abajo, luego, un
par de reporteros corrieron por sus vidas.
–Nunca distinguí a alguien más fuera de los que estaban en la reunión –
insistió Lázaro –, ¿de dónde saldrían los que nos atacaron?
–Seguramente estaban en los alrededores –opinó Francisco –... y hay que
agradecer su mala puntería.
–Lo sé...
Si sucedió algo después o no, ya no pudieron captarlo, la cámara siguió
grabando sin un foco fijo, pero sólo eran dos pares de pies huyendo.

–¿Qué hacen adentro? –Tocaron a la puerta.

La interrupción les provocó un pequeño sobresalto, estaban tan concen-


trados que habían olvidado que estaban en la oficina. Los investigadores se miraron
entre sí, Lázaro apagó el moni tor al tiempo que su compañero quitaba el seguro de
la puerta.

–¡Flores! –exclamó molesto el reportero al verlo –. ¿Qué chingados qui e-


res? –dijo con toda la mala sangre que era posible expresar.
–Escuché ruido –El intruso era hijo de uno de los dueños , pasó sin pedir
permiso –… ¿Qué están haciendo? ¿Viendo porno? –Volteó hacia el reportero y le
preguntó –: ¿Lázaro? –Esperaba una respuesta, era uno de esos que creía que todo
el mundo tenía que rendirle cuentas.
–¡No me llames así! –lo amenazó por enésima ocasión –, ¿acaso yo te lla-
mo por tu apodo?
–¿Tengo apodo! –exclamó el joven enfurecido.
El verdadero reportero no tenía ganas de discutir, dejó al mocoso con la
duda dándole la espalda, era uno de los pocos que podía hacer eso en la empres a.
–¿Prefieres que te llame Encarnación? –fastidió el junior –, ¿ese es tu
nombre de pila?, ¿no? –sabía que así era, pero lo hacía para hartarlo.
–¡García!, ¡García para ti! –Giró rápidamente y le respondió casi gritando –
, igual que lo hacen todos los que “no” son mis amigos –aclaró el punto.
–Más vale que cuides tus palabras, uno nunca sabe cuándo puede ocupar

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a un... “amigo”.
–Pues por lo pronto no ocupo nada de ti –Ya quería deshacerse de él, lo
miró a los ojos como si quisiera acuchillarlo.
El muchacho no era muy alto, así que Lázaro lo veía desde un ángulo supe-
rior. El silencio entenebreció los segundos siguientes. Francisco, como mudo espec-
tador, tenía miedo que aquello terminara en algo peor que una fuerte discusión.
–¿Tienes otra cosa qué hacer por aquí... Flores?, porque nosotros sí esta-
mos ocupados… –concluyó el encolerizado investigador.
El intruso era retador y no se amedrentaba ante nada ni ante nadie. Se
quedó ahí, estoico, observando al experimentado hombre mientras mastica ba un
chicle; luego vio la pantalla y el equipo a su lado izquierdo. En su mente pudo su-
poner muchas cosas; aunque ninguna de ellas era correcta ni edificante; pero si
estaba o no en lo cierto no era lo importante. Alzó su dedo índice como amenazán-
dolos y se fue caminando hacia atrás hasta salir al pasillo.
–Los estoy vigilando –se despidió azotando la puerta.
Lázaro exhaló profundamente siguiendo con la vista su ruta de huída, co-
mo si temiera que el sujeto regresara, luego olvidó el tema y preguntó:
–¿Crees que puedas avanzar con esto?
–Me pongo a trabajar de inmediato –prometió.
–... Como siempre –Trató de concentrarse de nuevo –... Trabajemos sobre
una copia , te quedas con una y yo me llevo otra ... voy a ver qué puedo averiguar
por mi cuenta... si tienes algún avance interesante me avisas.
–De acuerdo.
–Hay que hablar con el “Tío Richard” –Así llamaban a su jefe –, debe saber
que no estamos “güevoneando” y que necesitamos ayuda...
Compartir el asunto, tenía dos buenas razones: Enterar a sus superiores y
conseguir recursos. El proyecto había surgido de improviso y todos los gastos ha -
bían corrido por cuenta del reportero; y aunque luego se los facturaría, prefería
que los fondos salieran de otro bolsillo.

Francisco se puso a trabajar en lo suyo mientras el investigador hizo lo


propio; había decidido hacerlo desde casa, sobre todo para evitar el riesgo de per-
sonas como Flores, que eran peor que un cadillo entre las nalgas.
Las secuelas del insomnio tuvieron a Lázaro bostezando el resto del día;
mas cuando tuvo oportunidad, repitió la dosis de energéticos para mantenerse
alerta.
El único dato duro con el que contaba era una matrícula, aunque lo más
probable es que no fuera importante. Seguramente, se trataba de un vehículo o
lámina robada, lo que lo conduciría a “ningún lado”.
–Sé quién me puede ayudar con esto –Tecleó un número telefónico y es-
peró.
–¿Bueno? –era la voz de un viejo amigo.
–¿Qué onda “Oreja”? –lo llamó por su apodo con gran familiaridad –, ¿qué
dice el hombre?

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–“Lázaro” –lo reconoció, aunque lo hizo más bien a manera de lamento –...
¿qué nec esitas? –preguntó fríamente sabiendo que le iba a pedir algo.
–¿Por qué me pr eguntas eso? –alegó con desvergüenza –, ¿cómo sabes
que nec esito algo?
–Porque sólo hablas cuando necesitas algo –Definitivamente estaba de
mal humor, y tenía razón –... dime rápido, porque voy de salida.
–¿De salida? –se extrañó el reportero –... Es muy temprano... en fin –Se
enfocó –, quisiera que me investigaras una matrícula...
–¿Cuál es? –Se escuchó cómo arrastraba algo para escribir.
–Te la dicto...
–Con la descripción del vehículo también, por favor –Era obvio que tenía
prisa.
–Está bien, hoy nos levantamos de malas, ¿no...?
–Sabes qué –lo interrumpió rechinando su asiento –... mándamelo mejor
por email, lo reviso mañana.
–Me urge un poco –presionó Lázaro –, es muy importante...
–¡Mañana! –Concluyó colgando.

Había cosas que el reportero no podía controlar aunque quisiera, así que
no tuvo más remedio que aceptar los términos. Le envió ese pequeño dato así
como se lo pidió, y dejó la pelotita en el campo de su amigo.
Para continuar con la indagación, Lázaro analizó la crónica del desastroso
escape; que en medio de trompicones , se interrumpió cuando la memoria del apa-
rato se agotó. No había mucho después de esto, sólo el plan para separarse, el
resto era historia ya conocida.
Dejó a un lado su equipo y repasó en la mente los pocos datos que tenía .
Se habían enfocado en tratar de identificar a los asistentes, y sólo tenían tres ros-
tros: El del Comandante, el del hombr e desconocido y el de la mujer que parecía
estar intoxicada. No sólo era importante saber quiénes eran, también era primor-
dial saber qué estaban haciendo ahí. ¡Por Dios!, estaban a mediados de octubre, y
una fiesta de “Halloween” en medio de la nada, no era cosa de todos los días.
El reportero no se tragaba el cuento de que un mafioso de ese nivel disfru-
tara de esas excentricidades. ¿Acaso su dinero lo había comprado?, ¿para qué? En
los años que tenía de perseguirlo, su perfil psicológico no encajaba con algo seme-
jante. ¿Qué había sido aquella reunión?, ¿cuál era su objetivo? Este narcotraficante
no se andaría exponiendo así porque sí. La idea le daba vueltas en la cabeza sin
encontrar una explicación lógica.
Esa noche habían partido con una idea específica : Establecer el paradero
del Comandante y sus posibles actividades; sin embargo, había algo mucho más
intrigante en el otro sujeto, el hombre menudo, el que parecía tener el control de
la situación: ¿Qué influencia ejercía sobre su objetivo?, ¿tendría antecedentes?,
¿sería fácil de identificar?, todo era subjetivo, basado sólo en lo que le pareció
percibir; pero cuando algo así se le metía en la cabeza, l o perseguía hasta las últi-
mas consecuencias.

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Para llegar al punto de reunión habían recorrido un gran trecho, internán-
dose primero en auto y luego a pie. El área seguramente abarcaba varios kilóme-
tros, y no había poblaciones lo suficientemente cercanas para considerar posibles
testigos. Alguien tenía qu e hacer la investigación de campo de cualquier forma, y
no había otro candidato más que él.

La mañana siguiente, el “Tío Richard” los recibió en su oficina:


–¡Adelante muchachos! –exclamó con su acostumbrado paternalismo,
puesto que tenía un gran aprecio por ambos.
Le agradecieron la bienvenida y se sentaron frente a él. Hubo unos segun-
dos en que sólo atinaron a observarse. Las s onrisas a medias caracterizaron la es-
cena hasta que Ricardo les hizo un gesto invitándolos a dar el primer paso:
–Bueno, estoy esperando…
Lázaro y Francisco se miraron, regularmente llevaban algo más concreto a
estas reuniones; pero esta vez no era así.
–¿Qué me tienen? –insistió –. ¿Acaso Lázaro regresa al equipo? –preguntó
con ironía.
–... Richard –El reportero tenía la confianza de llamarlo así –, tenemos un
caso muy interesante y poco ortodoxo entre manos, y queremos compartírtelo.
–¿Es algo de lo que ya sepa?
–No, fue algo repentino.
–Recuerdo que –Empezó a buscar en algunos papeles de su escritorio –...
ya tenían un informe pendiente de entregar –Levantó con su mano der echa un
documento.
–Sí –aceptó –, saliendo de aquí te lo envío, ya lo tenía listo; pero esto es,
muy importante...
–¿Y de qué se trata?
–Hace dos noches recibimos un “pitazo”: El Comandante andaba por la zo-
na –Se recargó en el asiento.
–¿El narco?, ¿y lo encontraron? –Esos asuntos eran una “bomba”.
–Podría decirse que sí.
–¿Y dónde está?
–... Sabemos dónde estuvo –aclaró.
–¿Dónde? –Se inclinó sobre el escritorio mientras empalmaba sus manos .
–Lo tenemos en video –continuó –, se reunió con unos tipos en plena sie-
rra.
–¿Y saben por qué?
–No exactamente, aún nosotros, después de ver las pruebas , seguimos con
dudas... la verdad es que venimos aquí a pedir tu apoyo...
–¿Y qué es lo que sí pueden deducir? –El jefe quería una respuesta concre-
ta.
–¿Le explicas? –Se dirigió a Francisco, quería hacerlo participar, quizás con
su conocimiento técnico quedaría clara esa parte.
–... Jefe –él prefería tratarlo con más respeto –, tenemos problemas técni-

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cos con el video, pero los estoy trabajando. En resumidas cuentas, el Comandante
se reunió con un grupo algo extraño, y nec esitamos mejorar las imágenes y el soni-
do, esto para lograr reconocer los rostros –El Gordo hizo una larga pausa, como si
su explicación sonara lo suficientemente coherente.
Ricardo entendió lo que esto implicaba, pero tenía otras dudas:
–¿A qué se refieren con grupo extraño? –inquirió frunciendo el ceño.
–No quisiéramos adelantar conclusiones –intervino el reportero –, lo im-
portante es que tenemos imágenes , además del Comandante, de uno que parece
un colaborador importante, y no tenemos indicios de que sea alguien ya conocido.
El jefe de información se recargó en su asiento un poco decepcionado.
–Veo que esto está en pañales –Hizo una pausa –... no obstante, siempre
he confiado en ustedes y sé que conseguirán aterrizarlo... ¿qué nec esitan?
–Lo de siempre Richard –señaló Lázaro.
–Esto sigue en exclusiva, ¿verdad? –advirtió al reportero.
–Por supuesto.
–Quiero esa nota y la necesito pronto.
–La tendrás –Se levantaron, y después de un fuerte apretón de manos, el
reportero preguntó –: ¿Mismo protocolo?
–Mismo protocolo...
Ya tenían lo que habían ido a buscar, aunque nunca dudaron que el gran
“Richard” les arrimaría el hombro.

El jefe de información confiaba en sus pupilos, sabía que amaban su carre-


ra como ninguno. Ser periodista en México se había convertido en la profesión más
peligrosa de todas, y para realizarla se tenía que estar loco; pero él adoraba apoyar
esa locura.

Lázaro decidió que regresaría solo al sitio de la reunión, el Gordo seguía


muy ocupado y era mejor trabajando en las cuestiones técnicas que de investiga-
ción de campo; así que, consiguió un vehículo en la empresa y empezó a revisar
cuál sería su ruta. Lo mejor era empezar la labor con el día, eso le daría más horas
de luz natural, las cuales, definitivamente necesitaba.
Acomodaba algunos papeles en su oficina, sobre todo lo que tenía pen-
diente con Ricardo, cuando el timbre del teléfono lo sorprendió:
–Creo que tienes que oír esto –era el Gordo desde el laboratorio acústico.
–¡Voy para allá! –Presentía una buena noticia.
Dejó todo donde estaba, cerró su oficina y se apresuró a alcanzar a su
amigo. Sus pasos eran largos y rápidos, poco le faltó para correr entre los pasillos.
–¿Qué tienes? –pr eguntó agitado al entrar.
Con un ademán Francisco lo invitó a sentarse.
–Empec é con lo que creí más importante –explicó el camarógrafo –, la
conversación... escucha –Manipuló el sonido.
Hubo unos segundos de estática mientras guardaban silencio, y en medio
de una gran sonrisa del responsable, se escucharon las primeras palabras claras:

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–“¿...Estás listo para renovar tus votos...?” –El Gordo detuvo la grabación.
–Esa no es la voz del Comandante –aseguró el reportero.
–No lo es –confirmó Francisco –, es la voz del otro... ¿Qué te parece? –le
preguntó animado.
–No me ayuda mucho una frase aislada –dijo fríamente –, ¿tienes algo
más?
–Sí...
–¡Ponlo!
Después de algunas interacciones con la herramienta, Francisco retornó el
material unos momentos antes del punto que acababan de escuchar, posiblemente
la primera oración concreta de esa noche:
–“¡Fidel!” –era la voz del hombre de baja estatura llamando al Comandan-
te por su nombre de pila.
–“¡Hades, hermano!” –r espondió el delincuente.
Lázaro llevó sus manos a la cabeza tratando de entender. La familiaridad
con que se hablaban aquel par era notoria; y no es que no tuviera sentido, simpl e-
mente era que ignoraban quién era el sujeto que hablaba así con el líder de la ma-
fia de las drogas.
–Tú, ¿qué opinas? –interrogó el investigador a su compañero.
–Ni idea.
–Necesito las mejores imágenes que me puedas conseguir de sus rostros,
creo que alguien me puede ayudar con el reconocimiento facial.
–Claro... ¿y no te dice nada lo que acabamos de escuchar...?
–Me gustaría la conversación completa –Se abalanzó un poco hacia ade-
lante para luego preguntarse –: “¿Hades?”, ¿qué clase de nombre es ese?
–Seguramente una clave.
–Tiene que ser Gordo, tiene que ser, la pregunta es: ¿Quién acostumbra
usarlas? –Un apodo seguía siendo un enigma –... ¿Cuándo tendrás el resto? –
preguntó volviendo al camino.
–No creo que sea ahora –Empezó a recoger sus cosas, ya estaba muy can-
sado.
–¿Te vas?
–Tengo un compromiso en casa y la desvelada de la otra noche me está
pegando...
Lázaro sólo lo observó sin decir palabra, él no era su jefe ni tenía forma de
pedirle que se quedara. La mancuerna que hacían era más por solventar sus histo-
rias que por una obligación contractual. Aunque no estaba muy de acuerdo, ta m-
poco desaprobó su actitud, era mejor comprender a su amigo.
–Bien Gordo –dijo con tranquilidad –... te aviso que mañana no creo que
ande por aquí, voy a regresar al terreno a echar un ojo.
–¿Vas a volver? –preguntó haciendo una mueca –, ¿no te parece peligro-
so?
El reportero perdió su mirada en el fondo de la habitación y después de
una larga pausa concretó:

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–No lo sé... tal vez sí.
–¿Qué tal si regresan?
–Esperemos que no... además, no podemos conformarnos sólo con el vi-
deo... pero si acaso no regreso, ya sabes dónde estuve –concluyó con humor negro.
–Avisas cualquier cosa...
–Ya sabes que sí Gordo...
–Yo ter minaré aquí y espero tenerte algo concreto para mañana...
–No te pr eocupes, nada va a pasarme.
–... ¡Suerte! –Se despidieron con un fuerte apretón de manos.
El gran dorso de su amigo salió por la puerta dejándolo solo en el estudio.
Lázaro se sentó a medias en una de las mesas mientras se cruzaba de brazos, pen-
sativo. Aún era temprano para irse y muy tarde para ir a su “excursión”. El Gordo s e
había llevado toda la evidencia, así como habían acordado hacer. Aunque guardaba
una copia en su oficina, “¿y por qué no?”, pensó. Echaría un vistazo nuevamente.
La cara borrosa de aquel extraño personaje acompañó su soledad esa tar-
de junto con un café negro no tan caliente; aunque la costumbre de la mayoría era
otra, a Lázaro no le gustaba quemarse con la bebida.

–¿Quién diablos eres Hades? –se preguntaba frente al monitor.

El reportero sabía que los alias en el bajo mundo eran muy comunes ; pero
este parecía muy rebuscado, como si obedeciera a un propósito especial. Hades,
según recordaba, era el guardián del inframundo o la morada de los muertos. “¡Va-
ya gran nombre para alguien así!”, pensó.
Se inclinó colocando sus codos sobre la mesa tratando de encontrarle algo
familiar, un indicio, una pista; pero no lograba conectarlo con nadie. Había algo en
él que no dejaba de inquietarlo. De hecho, empezaba a interesarle más que el pr o-
pio Comandante.
Fuera de darle vueltas a los mismos pensamientos, el reporter o no podía
hacer mucho. Se pasó un tiempo en la oficina, no se percató de cuánto. Afuera, los
pasillos no producían ningún sonido, era como si el personal se hubiera puesto de
acuerdo para dejarlo solo.

Cuando por fin decidió retirarse, escuchó unos extraños pasos en el corre-
dor; no eran semejantes a la marcha usual de una persona , eran diferentes, como
rítmicos y pesados. Sus ojos se dirigieron a la puerta, como esperando que alguien
tocara. Escuchó cómo un alma se detenía justo afuera de la habitación, pero pare-
cía haberse quedado ahí, esperando.

–¿Quién anda ahí? –preguntó cansado de la broma.

Al no recibir una respuesta se levantó de su asiento procurando no hacer


ruido y esperando sorprender al intruso. Corrió y jaló la perilla con violencia... el
pasillo se encontraba vacío y no conocía a nadie que corriera tan rápido como para

- 21 -
ocultarse así.

–¿Er es tú Flores, verdad? –intuyó.

El silencio le contestó, miró hacia un lado y luego al otro. Repentinamente,


y apenas con el rabillo del ojo, observó una sombra deslizándose a sus espaldas. Un
extraño escalofrío recorrió su cuerpo sintiendo también que la piel se le erizaba.
Como acto reflejo, dirigió rápidamente su atención hacia el punto donde creyó
haberla visto. Lo único que pudo constatar fue, que sus únicos acompañantes eran
el acero y el concreto.

–¡No puede ser! –exclamó incrédulo –, ¿qué pasa aquí? –Regr esó al inter-
ior –. ¿Qué te pasa Encarnación?, ¿ahora ves fantasmas?

Por un momento creyó que era víctima de la propia presión que se estaba
gestando por lograr la historia, ¿o tal vez la crisis de los cuarenta era una realidad?
¡De ningún modo!, ¡había Lázaro para rato! Lo que sí era un hecho, era que su
amigo había tomado la decisión más sabia, así que lo emularía para aprovechar
desde temprano el siguiente día.

–Vete a descansar Encarnación –dijo para sí. Recogió lo indispensable y se


retiró.

Tal y como lo había planeado, esa mañana recorrió una ruta familiar. No
tenía muy claro qué era lo que iba a buscar, ni siquiera estaba seguro de si podría o
no volver al mismo sitio.
Siendo reportero, también sabía algo de criminalística, medicina forense e
incluso de armas, entre otras muchas cosas . Eso le ayudaba a realizar un mejor
trabajo; pero ahora le hubiera gustado tener habilidades como guía o cartógrafo.
Agradecía en su mente que Ricardo le hubiera prestado aquella camion e-
ta; aunque, siendo un vehículo oficial, también llamaba la atención; no era la mejor
opción, era cierto; pero aquellas “llantas zanconas”, lo podían llevar a cualquier
parte en el monte.
El sol apenas calentaba, era un día medio nublado y el viento del otoño r e-
frescaba bastante, sobre todo cerca de la sierra. El traslado era agradable y tranqui-
lo, sus manos apenas sostenían el volante por abajo. No era la mejor práctica; pero
le daba una sensación de poder y libertad.
Fue examinando la colindancia de la carretera hasta dar con el lugar co-
rrecto, aquella vereda de dos sentidos que los había salvado; cuando creyó recono-
cerla, retornó lo más pronto posible. Las cosas de día no se veían igual que de no-
che; pero un viejo señalamiento, que había visto cuando escaparon, le dio la segu-
ridad de que estaba en el lugar correcto.
Después de avanzar un poco distinguió una bifurcación donde hizo un alto.
El Gordo y Lázaro habían tomado por la izquierda esa noche y seguramente los

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otros por la derecha, por eso tardaron en encontrarlos . Tenía que decidir si conti-
nuaba por la misma ruta o decidía experimentar. Era aún temprano, lo más sabio
era realizar el mismo recorrido, ya luego decidiría si daba un paso atrás para probar
por el otro.
Cientos de metros más adelante volvió a dar con el claro donde se encon-
traron para escapar. Aparcó ahí y se apeó, llevaba una cámara digital por cualquier
cosa, aunque no era experto en su uso. Notó algo peculiar, algo diferente a la otra
vez: El silencio sepulcral estaba ausente, incluso la naturaleza parecía darle la bien-
venida. No caviló mucho en el hecho, quizás todo era una coincidencia.
El reportero giró sobre su propio eje asegurándose de que sólo hubiera un
paso posible de entrada y salida, no quería ser sorprendido. Había considerado que
era poco probable que los tipos regresaran, quería ser positivo.
Después de auto convencerse sacó un gran mapa de la cabina y lo colocó
sobre el cofre. Fuera de los detalles topográficos no pudo obtener mucha informa-
ción, los poblados más cercanos estaban a unos 30 minutos, así que encontrar a
alguien que le pudiera ayudar era prácticamente imposible.
Comenzó a examinar el entorno, eso era mejor que seguir parado viendo
el plano. Algo inteligente se le tenía que ocurrir, siempre era así. Trató de recordar
lo sucedido, de dónde había venido y dónde suponía que estuvieron sus agresores
en el último momento . No era lo mismo pensar con tranquilidad que con la adrena-
lina a tope.
La vegetación era muy alta en esa zona, eso había actuado a su favor. Ca-
minó varios metros alejándose del vehículo sin estar seguro si iba por el lugar co-
rrecto. Se detuvo nuevamente, volvió a levantar la mirada y observó la camioneta.
Seguramente los tiradores anduvieron por ahí, o tal vez más lejos, pero en esa
misma línea de fuego; ya que la parte trasera de la camioneta del Gordo debía
estar frente a ellos desde ese punto. Continuó en esa dirección mientras usaba su
lente para captar algo más allá de su vista .

–¿Qué es eso? –se preguntó al colisionar su mirada contra la blancura de


los cielos –, ¿una casa? –La relacionó de inmediato.

En la ladera que se alzaba no lejos de él había una edificación, la observó


más de cerca con el zoom de la cámara. Efectivamente, constató que se trataba de
una vivienda. Posiblemente era el origen de la luz que lo había guiado durante su
fuga. Fue entonces que ubicó con certeza la ruta exacta de su escape. Miro más allá
del claro y sonrió un poco, recordando, luego volvió su atención a su reciente des-
cubrimiento.

–¿Estará habitada? –se preguntó planeando alcanzarla.

Para llegar hasta allá tenía que trepar por la falda de la montaña, misma
que limitaba aquel pequeño valle. Esperaba que la lejanía de su meta fuera sólo
cuestión de óptica. Si alguien habitaba aquel lugar era probable que tuviera un

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testigo, y entonces podría averiguar algo. “Más vale que haya alguien, si no voy a
lamentar haber subido”, pensó.
Conforme se fue aproximando advirtió que aquella solitaria morada era la
única a la redonda, al menos la única en pie. Por su aspecto era lógico juzgar que
estaba desierta, o al menos, muy descuidada.
Faltando sólo unos metros escuchó el balar de un animal, luego pudo ver-
lo. Se veía bien alimentado, así que eso le hizo suponer que tenía un dueño. Conti-
nuó el camino hasta que estuvo a sólo unos pasos.

–¡Hola! –gritó en señal de saludo, aún no escuchaba nada –. ¡Hola! –


insistió nuevamente
También consideraba la posibilidad de correr si no era bienvenido, caminó
con cautela hasta la puerta de mosquitero tocando varias veces.
–¿Hola? –repitió por tercera vez.

En esta ocasión, el crujir de la madera en el suelo fue su bienvenida, luego


unos pasos muy claros se aproximaron. Frente a él, un hombre desgarbado y avan-
zado en años lo miró fijamente. Su paso era lento; más por la tranquilidad de su
espíritu que por la carga de tantos inviernos.
–¡Buenas tardes! –dijo el hombre con cierta pasividad. Cargaba una gallina
en su mano derecha.
–¡Buenas tardes! –correspondió el reportero contento por haberlo encon-
trado.
Al parecer había interrumpido su almuerzo, ya que la gallina estaba a me-
dio desplumar.
–¿Qué se le ofrece amigo? –Aquel semblante seco dibujó también una
sonrisa, parece que la visita le había agradado.
–¿Puedo pasar? –preguntó sintiendo confianza.
El inesperado anfitrión abrió la puerta, la atmósfera en el interior era ape-
nas menos fría que afuera; a pesar de esto, el hombre vestía apenas una camisa
ligera, seguramente estaba muy acostumbrado a ese clima.
–Mi nombre es Lázaro, señor... –Esperó una respuesta.
–Yo soy José... –Extendió su arrugada y callosa mano. El saludo fue corres-
pondido.
Se sentaron luego en un par de sillas viejas que hacían la función de sala.
–¿Quiere un café? –Le convidó el viejo.
–Se lo acepto con mucho gusto –respondió pensando que el sociable pro-
pietario sería una persona fácil de entrevistar.
El lugar apenas califi caba como una casucha, la madera crujía a cada paso
del viejo mientras se alejaba. Ni siquiera contaba con luz eléctrica. ¿Qué era lo que
lo había guiado la otra noche entonces?; tal vez las velas que descansaban sobre la
mesa cerca de la ventana, quizás un quinqué que colgaba afuera, no lo sabía.
Cuando intentaba explicarse eso, se dio cuenta que era probable que ni siquiera
contara con agua potable, ¡y ya le había aceptado la taza de café!

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El hombre regresó con una gran sonrisa en su rostro, la que apenas se no-
taba en medio de tantas arrugas. Era evidente que la presencia de otro ser humano
lo entusiasmaba.
–Sabe mi amigo –dijo después de entregarle el café al reportero y acomo-
darse en la silla de enfrente –, hace unos años murió mi esposa, desde entonc es he
estado solo...
Lázaro no quería ser grosero; pero después de escuchar esas primeras pa-
labras, sintió que debía encaminar la plática hacia donde él requería, de lo contra-
rio, terminaría escuchando toda la vida de aquel anciano antes de avanzar; además,
ni siquiera sabía si el hombre tenía información que le fuera útil.
–... Entonces –lo interrumpió tomando la taza , pero sin beberla –, Don
José, ¿vive solo?
–Sí –Dio un buen sorbo –; pero no siempre fue así –Recordó inclinándose
un poco hacia atrás y perdiendo la mirada hacia el techo –, hace algunos años, la
gente empezó a irse... –cambió de plática nuevamente.
A Lázaro no le extrañó el comportamiento campechano de su hospedador,
era muy propio de las comunidades limítrofes de la ciudad, así que intentó dirigirse
hacia donde él deseaba:
–Aquí ya no había nada, ¿eh? –agregó al comentario creyendo haber en-
tendido el por qué.
–Se fueron –Clavó sus ojos en los de él como si se hubiera molestado.
–¿Se fueron? –preguntó de vuelta percibiendo su reacción.
–Huyeron por el miedo –El anciano no daba una respuesta completa, era
como si quisiera que le adivinara el pensamiento.
–No le entiendo Don José –Tuvo que admitirlo.
El hombre se calló por unos segundos perdiendo su mirada en una esqui-
na, era como si su mente divagara en algún lugar del pasado.
–Mis hijos se fueron un día... –Sus ojos se enrojecieron.
Lázaro entendió que el hombre parecía haber perdido el orden cronológi-
co de los hechos, era como si su memoria saltara sin control; además, decía las
cosas con tanta familiaridad, como si él ya estuviera enterado.
–... Luego muchos más –continuó.
–¿Qué fue lo que sucedió Don José? –Nec esitaba que el viejo fuera más
explícito, no sabía si el testimonio le sería útil .

–... Las cosas extrañas –Terminó su bebida –... algunos desaparecieron,


luego otros, los demás decidieron irse. Sólo mi esposa y yo nos quedamos en este
lado de la sierra.

–¿Qué quiere decir con las cosas extrañas?


El viejo lo miró nuevamente, ¿qué acaso aquel forastero había vivido en la
Luna?, apoyó su recipiente vacío sobre lo que una vez fue su estómago y respon-
dió:
–... Había sombras, fantasmas, a veces los animales también desaparecían,

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los niños veían volar a las brujas...
Lázaro se llevó ambas manos a la boca arrastrándolas primero por su ros-
tro, trataba de contener una contestación grosera. La historia era absurda, y más
absurdo era que hubiera estado sentado con aquel hombr e durante minutos, es-
cuchándolo. Empezó a dudar de su cordura, tal vez no había sido buena idea ir a
visitarlo.
–Y dígame Don José –prefirió enfocarse, este hombre no le iba a propor-
cionar información fidedigna, tal vez alguien más lo haría –, ¿aquí cerca hay un
pueblo?
–¡Sí! –aseguró cambiando nuevamente su ánimo –, es el pueblo de “Re-
dención”.
–¿Puede indicarme cómo llegar?
El viejo lo miró después de la pregunta directa, como si el visitante hubiera
tocado alguna fibra especial . La taza vacía del anfitrión fue colocada en la mesa con
fuerza, luego el hombre se recargó en su silla y le respondió con otra pregunta:
–¿No va a tomarse el café? –preguntó como el que exige respeto.
El estado cambiante del viejo lo desconcertaba; pero Lázaro había ignora-
do su amabilidad, así que en cierta forma, el anfitrión tenía razón. Determinó que
debía hacer ese pequeño sacrificio para finalizar la plática sin mayores contratiem-
pos, así que la bebió.
–Es agua de pozo –presumió el hombre –, la más limpia que podrá encon-
trar en la región.
Muy a su pesar el investigador aceptó el reto, y ante la mirada fija de su in-
terlocutor le dio un gran trago hasta casi terminarla, tenía que aceptar que contaba
con un gran sabor, posiblemente el mejor que hubiera probado. Esto trajo de vuel-
ta al anciano feliz, que en respuesta dijo:
–El camino que lleva a Redención está cerca de donde pasan todas estas
cosas –Se levantó de su asiento con gran energía –... vamos, yo lo llevo.
¿Sería posible que todo lo que le platicó aquel hombre tuviera relación con
su historia?, quizás después de todo, sí le podía echar una mano, al menos para
llegar a donde quería. Se animó de nueva cuenta.
Don José tomó un gran machete y salieron de su casa. Aquella gran hoja
de metal lo hacía verse más peligroso, pero Lázaro entendía que su nuevo “amigo”
le ahorraría mucho tiempo al servirle de guía.
–No entiendo para qué quiere ir para allá –siguió el viejo con la charla –,
en Redención ya no hay nada, es casi un pueblo desierto.
–Soy repor tero Don José y estoy escribiendo una historia, de hecho, pr efe-
riría llegar primero al lugar que menciona...
–¿Dónde todo pasa? –preguntó sorprendido.
–Sí.
–Yo no entiendo esas cosas –admitió el lugareño –, pero puedo llevarlo
también, aunque no sé para qué quiere verlo... Eso sí, hay que regresar cuando
todavía haya luz...
–¿Por qué lo dice?, ¿hay animales peligrosos en la noche?

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–Sí; pero no son animales de dos patas –Si quería ser sarcástico, lo había
conseguido con creces.
Avanzaron un poco más entr e los matorrales, el anciano sabía utilizar muy
bien su arma y abría el camino para poder transitar. Era indudable que hacía mu-
cho tiempo que la vereda no se usaba.
Lázaro no estaba seguro aún si lo que hablaba con Don José tenía relación
con su caso o eran las historias seniles de un viejo. Por lo pronto, procuró ir rec o-
nociendo el terreno, si todo concordaba, podría encontrar una gran sorpresa al
final.
–¿Está lejos? –preguntó el visitante.
–No, mi amigo, sígame el paso y pronto llegaremos...
No era la mejor idea que un hombre entrado en años lo capitaneara, llegó
a pensar que lo iba a retrasar, pero después de sólo unos minutos , el desgarbado
sujeto le llevaba varios metros de ventaja, y todavía no terminaban de bajar la
ladera; no sólo era hábil, sino que también caminaba muy rápido; la realidad era,
que él estaba retrasando al viejo.
–¡No se me quede atrás! –le gritaba con ironía.
–¡Pinche viejo! –murmuró para así –, me trae en chinga...
La camioneta ya no estaba a la vista, ni siquiera con la lente de su cámara,
estaban de vuelta en el valle y habían rodeado la montaña . Hizo un alto tratando
de reconocer el terreno, situación muy complicada , ya que no tenía un punto de
referencia. Para cuando quiso regresar al camino, ya había perdido de vista a su
guía.
–¡Es por acá! –gritó la experiencia.
–¡Voy! –correspondió.
Lázaro lo alcanzó, estaban en perfecto terreno plano, justo a las orillas de
su objetivo. El viejo dejó que se acercara y le señaló levantando su machete:
–El pueblo queda en esa dirección –señaló una senda aparentemente bien
marcada a su derecha –... y el lugar que busca está allá –Miró justo hacia el frente.
Uno avanzó y el otro se quedó un poco atrás, cada paso que daba lo acer-
caba a terreno familiar. Si la reunión había sucedido hacía sólo tres noches, debía
encontrar algún rastro. Caminó como hipnotizado, su instinto le indicaba que esta-
ba en el lugar correcto.
La espesura era menos densa en un amplio terreno, incluso escaseaba, era
un poco extraño; pero el detalle no le incomodó. Dispuso su equipo para tomar
unas fotografías. No sabía si serían buenas o no; pero de todas formas lo hizo.
–Aquí es –la voz seria de Don José interrumpió su trance.
Lázaro volteó y lo miró tratando de for mular una pregunta inteligente que
sacara algo de información valiosa.
–¿Usted ha estado aquí cuando esas cosas pasan?
–No aquí –levantó su mirada hacia donde los árboles se levantaban de
nuevo –... por allá –extendió su mano.
–¿Y qué es lo que ha visto?

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–Aquí se aparece el Diablo... –aseguró.

El reportero trató de aterrizar el comentario, era obvio que había algo de


bajo razonamiento en el anciano; pero si lo conducía correctamente, podría dife-
renciar lo que realmente vio, de lo que creía haber visto:
–¿Alguien más estaba presente, Don José?
–Eran ellos –No dio una contestación directa, su semblante dibujó temor –
, ellos son los que lo llaman... desde que ellos llegaron todo cambió.
–¿Quiénes son ellos?, ¿cómo eran?
–Están... todos tapados –tartamudeó.
–¿Cómo con batas oscuras?
–¿Batas? –Don José no entendía esa palabra.
–... Como mantas, todos cubiertos –explicó.
–... Sí.
El reportero entendió que se trataba del mismo grupo.
–¿Usted los vio hace poco? –supuso que había estado presente la noche
de la reunión.
–No –Sonrió con incredulidad –... si no soy tarugo, los vi la primera vez
hace años y no volví a bajar en estos días... ellos vienen en estas noches cada año,
cuando empieza a soplar el viento...
–Entonces, ¿no estuvo por aquí hace unas noches ?
–¡Ya le dije que no soy tarugo! –reafirmó como tildándolo de tonto.
El reportero se alejó un poco de su testigo mientras avanzaba en el terre-
no. Si lo que le decía era cierto, estos podían regresar a reunirse nuevamente, lo
que podía ser inseguro para él .
–¿Cree que regresen hoy, Don José? –preguntó algo preocupado.
–“Pue que” –señaló coloquialmente –. Mi hijo era el que más los miraba,
yo sólo lo hice una vez, con esa tuve.
–¿Y qué fue lo que vio?
–Hacen aparecer al Diablo –insistió en lo mismo.
–¿Quiere decir que ese ser con cuernos llegaba de la nada?
–Sí –el hombre no sabía cómo explicarse –... mataron animales, hicieron
brujerías, cantaban de forma extraña –... ¡Ellos tienen la culpa! –fue una exclama-
ción sonora, casi un grito –... Desde que llegaron todo murió por aquí...
–Don José –Trató de tranquilizarlo –, estos sujetos son delincuentes y muy
peligrosos...

–¿Delincuentes? –Sonrió incrédulo –, no, los delincuentes no hacen lo que


hacen estos...
Cada vez que el viejo se explicaba hacía crecer el enigma . Lázaro se quedó
callado cuando escuchó estas últimas palabras, la verdad, ya temía preguntar a qué
se refería.
–¿Y qué es lo que hacen...?
–¡Se roban a los difuntos ! –lo interrumpió abruptamente –... los sacan de

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la tierra...
¡Genial!, ahora tenía también entre manos a saqueadores de tumbas. ¡Va-
ya suerte! El asunto se volvía más complejo. Estos tipos sí que eran un caso pecu-
liar.
–¿Me está diciendo que estas personas, además de hacer sus reuniones
extrañas, vienen aquí a llevarse a sus muertos?
–No se los llevan –Hizo una pausa –, los usan...
–¿Para qué?
–En sus cosas... mi hijo me lo dijo... no sabría decirle cómo.

El reportero abrió los ojos lo más grande que pudo en señal de sorpresa,
digerir lo que estaba escuchando era muy difícil. Había ido a seguirle la pista al
Comandante y se había topado con algo que podía ser mucho más importante. Las
características de la historia semejaban más a una de esas películas de terror; ¡pero
estaba sucediendo ahí!, ¡en su propia comunidad!

Hacía ya algunos años, en el norte del país se había popularizado el tema


de los denominados “narco-satánicos”. Nunca se dio a conocer bien el detalle, era
como si sólo la punta del iceberg se hubiera filtrado al conocimiento de la pobla-
ción. Esto era lo más parecido a su caso actual, según recordaba. Los medios des-
cubrieron una serie de rituales que incluían la hechicería y estaban relacionados
con narcotraficantes en forma. No se supo quiénes, no se supo cuántos, ni nada
que cimentara una buena base para determinar correctamente qué había ocurrido.
Posiblemente, Lázaro había encontrado un indicio que tenía alguna relación; posi-
blemente, el Comandante era parte de ese grupo; posiblemente, estos sujetos,
iban más allá de una simple práctica religiosa.
–¿Puede esperarme un momento? –pidió Lázaro.
El reportero recorrió el terreno, estaba lleno de evidencias: La vegetación
quemada, las pisadas de pies descalzos, rastros de algún líquido que no pudo di s-
tinguir. Todo dejado ahí, como si hubiera sido a propósito. Estos sujetos, o eran
muy estúpidos o no tenían miedo a ser descubiertos.
Un círculo se dibujaba claramente en el suelo, lo habían hecho con alguna
especie de polvo. Era ahí donde aquel “coro” había estado invocando aquellas
extrañas canciones, las que tenía grabadas.
Lázaro tomó todas las fotografías que se le ocurrieron y llevó consigo
muestras de la tierra, sobre todo de la parte chamuscada y del círculo de polvo.
Después de esto regresó con Don José:
–¿Puede indicarme el camino al pueblo?
–¿Todavía piensa ir para allá?
–Me gustaría, sí.
–La noche lo va a encontrar de regreso –advirtió –, yo me r egreso a la casa
apenas le diga cómo llegar.
–Puede que tenga razón Don José –Recapacitó –; pero de cualquier forma
me quiero quedar un rato por aquí, investigando, y si usted me dice por dónde

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irme, quizás otro día pueda ir yo solo.
Era la decisión más sabia, no por temerle a lo desconocido, sino porque
aquellos tipos eran de carne y hueso.
Don José lo miró unos segundos e hizo una mueca como si masticara su
propia lengua, con aquel humor tan cambiante era imposible deter minar si estaba
molesto o no. Finalmente, terminó por asistir a su inesperado huésped.
Abandonaron el lugar y se internaron un poco en la vegetación , acercán-
dose de nuevo a la falda del cerro. Había un paso entre dos laderas angostas que se
levantaban una muy cerca de la otra.
–Ese es el camino –señaló el viejo alzando su machete.
–¿Y qué tan lejos está el pueblo?
–Como a una hora... aunque, así como usted camina... como a dos –Fue
gracioso sin intención.
El comentario arrancó una sonrisa al reportero, quien se despidió d e su
nuevo amigo para continuar. Sus trayectos divergieron después hasta perderse de
vista uno del otro.
Lázaro continuó avanzando hasta el borde de la vegetación alta, justo
donde la senda iniciaba; extrañamente, a su lado izquierdo, la brisa del otoño le
indicaba que había algo más allá; por el sonido, se trataba de una caída, quizás un
valle o un barranco. Llámenlo intuición o curiosidad, el caso es que el reportero se
acercó y pudo observar algunas gruesas ramas rotas, nada propio o natural, ima-
ginó, quizás no significaban nada; pero, al aproximarse, percibió algo sutil y extraño
en el ambiente.

–¿Qué es ese olor? –se preguntó inicialmente, pero recordó segundos


después lo que significaba, ya lo había experimentado antes, aunque era apenas
perceptible.

Se asomó rápidamente hasta la orilla del precipicio, era como una plata-
forma de piedra, como si cubriera un gran hueco en la montaña. Sin embargo,
alcanzó a notar algo en el suelo. El aroma ya se lo había advertido y su experiencia
no se equivocó. Tomó su cámara para asegurarse, aunque sólo eran unos veinte
metros, lo comprobó: Era el cuerpo desnudo de alguien, muy probablemente, una
mujer.

- 30 -
II

Cuando las noticias son malas corren como reguero de pólvora. Bastó una
sola llamada para que el equipo especializado en homicidios se hiciera presente.
–Sigo pensando –ex ternó Lázaro –, que no fue la mejor idea llamar a estos
tipos –Se refería a la autoridad.
–Te entiendo –aseguró Ricardo –; pero no los podemos dejar fuera cuando
hay algo así.
–Pudimos haber esperado un poco, ella seguiría allá abajo de cualquier
forma –dijo con frialdad.
–Las cosas son así, mi amigo –Lo miró unos segundos y lo reconfortó con
una palmada –... y no las podemos cambiar... ¿crees que la chica tenga algo que ver
con lo que estás investigando?
–Estoy casi seguro... y si estos se dan cuenta, seguramente cercarán la zo-
na –lamentó.
El lugar era peligroso, sobre todo en la ya creciente oscuridad. Era necesa-
ria la intervención de especialistas para realizar el trabajo. Lázaro había considera-
do descender con solo una cuerda atada a su cintura, pero hubiera sido una estupi-
dez.
Era incómodo estar entre el gentío, aunque eso de seguro amedrentaría
una “indeseable visita”. El caso era suyo, lo sentía como propio, nadie tenía der e-
cho a estar ahí más que él. Estaba molesto.
Habían transcurrido ya varias horas desde el inicio de la jornada y el día se
había alargado, aunque no había sido tiempo perdido. Lázaro había recabado ev i-
dencia física y estaba al acecho tratando de conseguir algo más.

- 31 -
–¿Quién lo descubrió? –se escuchó una voz familiar a lo lejos.
Lázaro reaccionó de inmediato observando con cierto malestar al que se
aproximaba:
–Guardiola –susurró junto a Ricardo.
–¡Vaya, vaya! –exclamó con soberbia el oficial al alcanzarlos –... Son Ricar-
do y Lázaro...
–“García”, por favor –aclaró el reportero, se notaba incómodo –... ¿Qué
pasa Guardiola?
–Me dicen que tú hiciste el hallazgo –saludó a ambos con un fuerte
apretón de manos.
–Así es.
–¿Y cómo lo hiciste? –preguntó con ironía –, no cualquiera se asoma a un
barranco tan peligroso sólo para ver qué hay a bajo.
–Digamos que sólo andaba paseando por aquí –correspondió con el mismo
tono agresivo –, me gusta pasear por los montes en mi tiempo libre –completó.
–Siempre tan jocoso... García –Le dio una fuerte palmada en la espalda, tal
como lo haría alguien con autoridad.
–¿Cuál es el problema Guardiola? –intervino Ricardo.
–Por ahora ninguno... todavía ninguno, sólo tengo curiosidad por saber
¿cómo encuentran ustedes las cosas antes que nosotros?
El testigo principal dibujó una amplia sonrisa, estaba dispuesto a aprove-
char la estupidez del que tenía enfrente para magullarlo con un hábil sarcasmo:
–¿De veras quieres saber...? –Estaba a punto de disparar.
–¡Lázaro! –interrumpió bruscamente Ricardo al intuir sus oscuras inten-
ciones.
El agente los escudriño de arriba a abajo sin comprender a qué jugaba
aquel par e interrogó de vuelta:
–¿Y esa cámara...? ¿Andan haciendo algo por aquí? –dedujo.
–Sólo es mi cámara personal –manifestó Lázaro –, me gusta fotografiar
aves exóticas –agregó otra vez con ironía.

Hubo silencio por unos segundos y l a tensión se elevaba cada vez más.
Guardiola era hostigoso como pocos, tenía que serlo, más en estos casos. Sin em-
bargo, Lázaro no era de los que se dejaba n, aquello podía acabar en algo peor que
un simple interrogatorio.

–¡Jefe! –se escuchó el grito de Sánchez interrumpiendo, era la mano dere-


cha del policía.

La rigidez del ambiente se quebró con la advertencia. El ayudante de aquel


tipo evitó sin querer que la sangre llegara al río. La importancia del anuncio enma r-
caba la inminente recuperación del cuerpo.

- 32 -
–Te habla tu “Sancho”, que diga “Sánchez”, Guardiola –se mofó Lázaro en
voz baja mientras lo veía alejarse.
–¡Te escuché García! –indicó el ofendido –... me saludas a tu “Gordo” –
correspondió a su broma.
–Parece “amor apache” el de ustedes –convino Ricardo.
–¡Pinche Guardiola! –exclamó el reportero con disgusto.
–Deberías de ser más pol ítico, no sabes si puedes requerir de su ayuda ...
sobre todo en estos casos.
–De ese güey no necesito nada...
Una bolsa del equipo forense ter minó por encumbrar a la reciente víctima.
Era ya de madrugada y el sol saldría en una o dos horas. Los peritos ya habían
hecho toda la labor que una larga noche les podía permitir, empezaron a retirarse.

Lázaro tenía dos preocupaciones: Conseguir una foto de la víctima o cual-


quier indicio que le ayudara a identificarla; y pedir al cielo que la averiguación pol i-
ciaca no estorbara en su trabajo. Como bien dijo Ricardo, si llevara una buena rel a-
ción con Guardiola no sería problema pedirle un favor; pero de ninguna manera iba
a hacerlo conociendo al tipo.

En la primera oportunidad se escabulló tras las “líneas enemigas”. El vehí-


culo forense fue descuidado un momento, tiempo perfecto que aprovechó para
abrir el saco. Sabía que debía ser veloz, así que lo primero que hizo fue fotografiar
el cuerpo desnudo y guardar la cámara entre sus ropas. Se trataba de una mujer
muy joven, difícilmente mayor de edad. Por su estado de descomposición, llevaba
ahí sólo unos días. Estaba golpeada; pero no podía deter minar si había sido por la
caída o por otra causa; también tenía un profundo corte en el cuello, tampoco era
posible deducir por qué. No obstante, una cosa era cierta, ella no se había desnu-
dado sola y saltado al precipicio.

Como era de esperarse, no pudo permanecer mucho tiempo solo frente a


la evidencia, y las voces que se escucharon un poco después eran la señal para huir.
Como pudo, dejó todo como estaba y desapareció por el lado contrario.
–¿Nos vamos? –sorprendió a Ricardo fuera del área de restricción. El am-
plio gesto de felicidad en su rostro lo delataba.
–¿De dónde saliste?
–¿De dónde crees? –palmeó su propio pecho indicando que llevaba algo.
–¿Lo tienes?
–¡Por supuesto!
El jefe de información quedó complacido al escuchar la noticia y sin más,
salió de ahí con su equipo.
En general, los medios habían sido bien contenidos, a excepción del repo r-
tero, claro está. Nadie había estado en primera fila como Lázaro, y tenía que agr a-
decer a las autoridades, y a su... “amigo”, que su participación lo hubiera ayudado a
conseguir su objetivo.

- 33 -
El amanecer lo sorprendió en casa. Entró y dejó su nuevo tesoro sobre una
mesa, caminaba casi como un zombi. Su próxima parada fue la recámara. Ni siqui e-
ra se dio tiempo de quitarse la ropa, cayó tendido sin fuerzas, como el que queda
complacido después de un buen esfuerzo .

No supo más de él hasta que su celular lo despertó. Había luz afuera, al-
canzaba a verla por la rendija que dejaba la gruesa cortina. Sintió que sólo habían
pasado unos minutos . Después de muchos timbres, por fin se animó a tomar la
llamada:
–... Pensé que no ibas a contestar –dijo el Gordo.
–¿Qué pasó? –preguntó con poco ánimo, todavía no despertaba.
–Tengo la transcripción completa... y algo más; pero no lo entiendo...
–¡Fenómeno! –exclamó medio dormido –... sólo déjame echarme agua en
la cara y voy para allá... ¿podemos vernos en mi oficina?
–Sí... Ya casi es la una –advirtió.
–¿La una? –Se sentó sorprendido en la orilla –... fue una noche muy agita-
da –Se justificó.
–Algo escuché...
–Si Ricardo anda por allá puede contarte... de cualquier forma parto en es-
te momento.
–Te espero...
Cuando estuvo a punto de dejar su celular a un lado se percató que tenía
un nuevo email, se trataba del Oreja, le había enviado la información de la matrícu-
la. Hizo una mueca alegrándose y revisó rápidamente el dato mientras iba al baño a
lavarse la cara. Como ya había supuesto, la lámina no correspondía al vehículo, y
además había sido robada. Eso no le decía mucho. Siendo una práctica común, n o
tenía caso localizar al verdadero dueño, quien seguramente sólo terminaría siendo
una víctima en todo esto.
Mientras se echaba agua fría, pensó en darse un baño, se sentía incómo-
do; pero ta mbién le quemaba la idea de revisar lo que había logrado su compañero,
decidió dejar el aseo personal para después.

–¿Qué onda Gordo? ¿Qué me tienes? –dijo al entrar a su propia oficina.


–¿Qué fue Lázaro...? –Lo invitó a sentarse y empezó de inmediato –: Está
dividido en dos partes... primero voy a mostrarte lo que pude entender... después...
bueno, ya que lo escuches me comprenderás.
–Me intrigas Gordo...
El ícono de r eproducción fue en ese momento como un r egalo de Navidad
para el investigador. Se sentó cerca del monitor que le mostraba las ondas del
sonido. Francisco sabía de esto, él no tanto, así que se dejó guiar.

–“¡Fidel!” –inició el audio.


–“¡Hades, hermano!”.
Hubo una pausa, quizás cuando se saludaron.

- 34 -
–“¿Qué dice el cabrón?” –preguntó el capo.
Se escucharon risas.
–“¿Estás listo para renovar tus votos ?” –interrogó el hombre menudo.
–“¡A güevo!”.
–“¿Y qué te ha parecido nuestro servicio...?”.

Con esto confirmaban que aquellos dos tenían algún tipo de arreglo. Láza-
ro se entusiasmó con el descubrimiento, ahora sólo había que definir de qué se
trataba la “compra-venta”.
–“No me ha decepcionado” –era la voz del Comandante en un tono des-
vergonzado.

–“Satanás siempre cumple sus promesas” –aseveró seriamente el desco-


nocido.

¿Qué había sido aquell o?, ¿había escuchado correctamente?, tenía que
escucharlo de vuelta... Regresó sólo esa parte y la repitió.

–“...Satanás siempre cumple sus promesas” –No, no se había equivocado.

Por su mente cruzó la idea de que el Gordo había cometido un error; pero
sólo fue por un instante; en realidad, después del testimonio de Don José y lo que
había recolectado, las cosas podían tener “sentido”.

–“Este año has crecido mucho” –continuó el hombre menudo.


–“¿También se dedican a espiarme...?”.
–“El Círculo tiene ojos en todas partes” –Lázaro entendió que se refería a
algún grupo u organización.
–“Este año me he deshecho de muchos de mis enemigos, eso nos ha abier-
to territorios...”.
–“Te lo dije desde que llegaste conmigo la primera vez, confía en el Maes-
tro y él llenará tus arcas”.
–“... Estoy convencido”.
–“Pero, como sabes, todo pacto es de dos partes, y más, por la magnitud
de lo que estás pidiendo”.
–“Lo sé y estoy listo” –aseguró con firmeza.

La conversación asomaba algún negocio o trueque que ayudaba al narco-


traficante de alguna forma, eso los colocaba a ambos en una escala delincuencial
superior; razón, más que suficiente, para seguir investigándolos y buscar colocarlos
en la vitrina de la opinión pública.

–“¿Quién es tu tributo?” –preguntó Hades.

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–“Ya la traen...”.
Una voz femenina sollozando levemente, interrumpió la conversación.
–¿Es la mujer que vimos en el video? –preguntó el reportero.
–Sí.

No era difícil ligar los hechos. La joven que había encontrado en el barra n-
co podía encajar perfectamente con la descripción de esta chica; pero aún neces i-
taban comprobarlo.

–“¿De dónde ha salido?” –inquirió el hombre menudo como si comprara


una mascota en la tienda.
–“Pariente de sangre, como me pediste”.
–“Perfecto” –Se escucharon risas de satisfacción –... “Todo está listo para
la ceremonia...”.

Unos segundos más, luego, estática.

–Aquí termina esta parte –apuntó Francisco –... y en estos momentos es-
tamos corriendo –rememoró intentando hacerse el gracioso.
Lázaro se recargó en su asiento pretendiendo armar el rompecabezas, to-
davía no le comentaba a su compañero el incidente nocturno.
–¿Qué opinas? –preguntó Francisco.
–... Establece hechos importantes Gordo, no cabe duda... y debe estar en
conexión con lo que pasó anoche –observó –, ¿te dijo algo Ricardo...?
–¿la chica?
–Sí... encontré su cuerpo anoche... muy cerca del mismo sitio.
–¿Crees que sea ella?
–Lamentablemente... sí.
–Salió en las noticias de la mañana... fuimos los primeros...

A Lázaro le incomodó la situación, sabía que tener los reflectores encima


sólo iba a entorpecer su labor. Seguramente habría otros medios inmiscuidos,
además de las autoridades, y era un hecho que ya no podría visitar la zona. Lo úni-
co bueno de todo esto es que había alcanzado a obtener algunas pruebas físicas.
–Sabes –dijo a su compañero –, necesito que trabajes sobre las imágenes
ahora. Tengo que conseguir una identificación positiva de ella y ni que decir del
otro tipo.
–He avanzado algo con eso, pero aún no termino –Hizo una pausa obser-
vando que Lázaro seguía absorto en sus pensamientos –... ¿no quieres escuchar la
otra parte?
El reportero lo miró a los ojos, seguía distraído, recordó entonces que ha -
bía una peculiaridad pendiente.
–Ponla Gordo –le pidió con cierta parsimonia.
El camarógrafo se atravesó frente al monitor para poder manipular el te-

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clado, por alguna razón estaba ansioso.
–¿Acaso es tan interesante? –preguntó al notar su entusiasmo.
–Deja que lo oigas y me entenderás –Inició la reproducción –... ¿recuerdas
los coros?
–Sí... –Vaciló un poco porque contestó primero y pensó después .
–Escucha esto...
Había más estática que en la reciente conversación.
–No está muy clara –alegó el reportero.
–No tengo idea de por qué –confesó –, me tomó mucho tiempo ponerlo
más o menos a tono...

Ambos se sentaron frente a la pantalla, el dispositivo dibujó las ondas del


sonido prácticamente horizontales durante segundos eternos. El par ni siquiera
parpadeaba, como si temieran que al hacerlo se perdieran de algo. Luego escucha-
ron un rítmico y repetitivo canto, como un eco similar al que se escucharía en un
monasterio:

–... HAHARNU... DUKU... NAMARTU... TI... ASHNAN... KIDINU... SUHRIM…


MITTU –La grabación terminó.

Lázaro se hizo un poco para atrás, luego miró a su amigo como si le fuera a
reclamar:
–¿Qué es esto Gordo? –Frunció el ceño.
–La voy a poner otra vez –dijo sin contestar la pregunta.
La segunda vez no fue diferente.
–Puedo oírla mil veces –aseguró el reportero –; pero creo que de cualquier
forma no voy a entender nada... estás seguro que está correcto.
–Ciento por ciento, esa serie de palabras se repiten varias veces, ya lo
comprobé.

Lo fascinante del sonido era su homogeneidad. Las voces se entremezcl a-


ban como en una sola. Producían además , un eco extraño, como si estuvieran ca n-
tando en un lugar cerrado.

–Parece otro idioma –discernió Lázaro.


–No se parece a nada que haya escuchado antes.
–¿Habrá alguien en el canal que nos pueda echar la mano?
–No lo sé...
El reportero, pensativo, se llevó la mano a la barbilla. Ya anteriormente
había escuchado lenguajes poco comunes, al menos para esta región del globo,
pero nada similar a esto. Aún había mucho por hacer con la evidencia que guarda-
ba en casa; pero tenía también que resolver este tema, y tenía una corazonada al
respecto.
–Voy a llevarme una copia Gordo... necesito “masticarlo...” ¿Podrás ma n-

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darme una mejor versión del video después?
–Trabajaré en eso...
–Ya estamos Gordo, ¡buen trabajo! –Se despidieron con un abrazo.

Esa tarde, el reportero acomodó todo en su despacho: Escritorio, laptop,


pizarrón de marcadores, papeles, fotografías, evidencia física...
–Todo listo –Suspiró aliviado.
Acto seguido, dibujó la palabra “Comandante”; luego una línea que lo ll e-
vaba a un círculo, y dentro, la palabra: “Satanistas” –era lo que mejor encajaba sin
sonar tan burdo–; debajo del círculo subrayó también: “¿Servicios prestados?” y se
retiró para ver el diagrama. No estaba completo, era obvio; pero era un buen un
inicio.
Las fotografías las había impreso y colgado junto al pizarrón, también las
tenía en formato digital. Las observó por momentos mientras se tomaba la cintura.
El cuerpo de la mujer se veía un poco tétrico adornando su pared; pero lo nec esita-
ba ahí para compl etar su trabajo.
Se sentó frente a su computadora y repasó la grabación una y otra vez tr a-
tando de detectar algo entre líneas. Seguía convencido de que el sujeto que llevaba
la batuta era el tal “Hades”. En cuanto a la segunda parte, le molestaba no saber si
quiera por dónde empezar, llegó a imaginar que quizás no tenía un significado real,
tal vez sólo eran vocablos repetitivos como, un “grito de guerra”.
Investigó la primera palabra, por qué no buscarlas una por una, internet
era un mar de información oportuna.
Después de sólo unos minutos encontró una pista.

–¿Sumerio? –dijo frente al monitor –... “idioma que data del cuarto mil e-
nio antes de Cristo, es la primera lengua escrita conocida... –Continuó leyendo.

Aquello le condujo a creer que la frase sí tenía un significado real. Ahora


sólo tenía que encontrar ayuda... ¡Claro!, conocía a un profesor de lingüística en la
universidad del estado. Él era el más calificado para darle la mano, al menos el más
calificado y conocido; inmediatamente buscó su teléfono para hablarle.

–¿Dr. Gordillo? –preguntó al escuchar una voz.


–Sí... –respondió extrañado.
–Maestro, ¿cómo ha estado?
–¿Encarnación?
–El mismo... ¿no lo encuentro muy ocupado? –Se alegró que lo reconoci e-
ra.
–¿Cómo estás muchacho? –Siempre lo había llamado así –, y ese milagro
que te dignas a hablarme –sonó un poco a reclamo.
–Ya ve maestro, aquí con mis cosas...

El Dr. Gordillo era un especialista en filosofía y letras, hablaba más de seis

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idiomas y le apasionaba la historia y las lenguas muertas . Le había impartido clases
a Lázaro, a quien siempre consideró como un gran dolor de cabeza; sin embargo,
había surgido una extraña amistad entre los dos desde que el reportero se decidió
por la nada despreciable carrera de la investigación periodística. Ya en el pasado le
había ayudado con otros proyectos y al gran señor le entusiasmaba poder aportar
un granito de arena al trabajo de su ex-alumno.
–¡...Claro que podemos vernos! –exclamó congratulado.
–¿Le parece mañana a las diez en el café de siempre?
–Por supuesto, muchacho, ahí te espero.
–Gracias maestro.
–A ti, hijo, a ti...
¿Qué tan importante podía ser la ayuda del Dr. Gordillo?, aún no estaba
seguro. Le interesaba más la cuestión de la identificación de la mujer. Si podía pr o-
bar que era la misma que estaba con el Comandante y el hombre menudo, tendría
las pruebas de un asesinato. Esa nota, sí que revolucionaría los medios locales y
nacionales. El Gordo estaba en eso y sabía que pronto le tendría buenas nuevas .

¿Con qué más podía trabajar por su cuenta? Tenía en sus manos muestras
de tierra del lugar de la reunión, así como fotografías. ¿A quién conocía que pudi e-
ra hacerle un análisis y qué le pediría que buscara? Sí, sí conocía a alguien, era un
químico que podía orientarlo.
–Busco al Ing. Ramírez –llamó a su laboratorio.
–Permítame –r espondió un tipo hoscamente dejando la bocina abierta.
Después de varios segundos, Leopoldo Ramírez se aproximó al auricular.
–¿Dígame? –preguntó.
–¿Don Leopoldo?
–Sí... ¿quién habla?
–Disculpe la molestia, soy Encarnación García, reportero. Sus datos me los
pasó su hijo Alberto, ya hace algún tiempo... me dijo que hacía trabajos por su
cuenta y quería contratar sus servicios.
–... Por supuesto mi amigo, ¿qué necesita?
–Es un análisis sencillo...
–Mmm –interrumpió –... cuando alguien dice eso, es que no es tan sencillo
–advirtió graciosamente.
Lázaro rio un poco nervioso, no conocía muy bien a su contacto como para
saber si hablaba en serio.
–Es un análisis de tierra, básicamente, me gustaría saber qué contiene.
–Mmm, mi amigo, hay múltiples cosas qué analizar en un pedazo de tierra,
y no creo que quiera pagar por cada uno de ellos...
–Está bien –Pensó –... contiene un polvo blanco, necesito saber qué es,
también restos de algún líquido y vegetación quemada, quiero saber si se uso algún
tipo de combustible... y cualquier otra cosa que pudiera considerar de importancia.
–Entiendo –luego hizo una mueca de desaprobación que no pudo observar
el periodista –... ¿Puede traerme las muestras al laboratorio?, aquí hablaremos de

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mis honorarios.
–¿Se las llevo ahora?
–No, más tarde, fuera de horario de oficina, no hago el trabajo aquí; pero
aquí lo espero para la entrega.
–Me da la dirección...

“Con todo en movimiento el tiempo siempre se aprovecha”, eso era un


lema del reportero y así le gustaban las cosas.

Apenas colgó con el químico cuando una llamada entró a su celular, la


atrapó en el segundo timbre, se trataba de Ricardo.
–¿Cómo estás Lázaro? –le preguntó un poco preocupado.
–Bien, y tú, ¿qué tal la noche?
–Ya lo sabes... ¿pudiste ver la noticia de la chica en la mañana?
–Algo me comentó el Gordo; la verdad no me interesa mucho ver el traba-
jo de otros...
–Lo sé... ¿Te enteraste que acordonaron la zona?
–... Suponía que iban a hacer eso... en realidad ya no importa...
–¿Qué hay con lo que obtuviste?
–Apenas estoy en eso, espero tener algo claro en unos días.
–Dimos la primicia –sonrió queriendo presumir, Lázaro se dio cuenta, a pe-
sar de la distancia.
–Tenía que ser –aplaudió moralmente.
–Si podemos ampliar la información antes que nuestras gloriosas autori-
dades o la competencia, sería fantástico.
–Creo que obtuve lo necesario –lo interrumpió –, además, tardarían se-
manas en descubrir lo que yo ya sé, y para entonces ya habremos resuelto algo.
–Tengo confianza en ti Lázaro, es bueno que estés de nuestro lado... Hay
que apresurar ahora todo y continuar a la vanguardia.
–Así será, Richard –Se sintió adulado –, no te pr eocupes...

A la mañana siguiente, antes de las diez, un jugo de naranja le hacía com-


pañía en una mesa del lugar de la reunión. Había llegado temprano para preparar
todo. Su maestro siempre era puntual, eso lo sabía , y estaba ansioso. Tenía ese
presentimiento que le quemaba las entrañas, sentía que iba a des cubrir algo impor-
tante.
Había traído una pequeña grabadora y unos audífonos , y aunque el Dr.
Gordillo no era muy afecto a la tecnología, tampoco quería que todo el lugar se
enterara de lo que estaban hablando.
La figura regordete y entrada en años de su maestro se apersonó por la
puerta. Su larga barba blanca contrastaba con su calvicie. Vestía un saco y pantalón
gris, de esos que ya pasaron de moda; pero así era él, no le importaba mucho “el
qué dirán”. Sostenía un par de gruesos libros bajo el brazo. Se detuvo unos pasos
adentro del lugar mientras intentaba divisar con su cansada vista a su otrora alu m-

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no. Una señal con la mano en alto, luego una sonrisa, el doctor lo localizó y fue al
encuentro. Lázaro se levantó del asiento para darle un gran abrazo. El aprecio era
recíproco.
–¿Cómo te va muchacho? –Lo seguía llamando así a pesar de sus cuarenta
años.
–Muy bien, maestro, ¿y a usted?
–No me puedo quejar, mírame, todavía tengo cosas que dar a pesar de mis
años.
–Usted siempre tendrá mucho que dar, maestro –Lo estimuló.
–Gracias, hijo, y dime, ¿cuál es el motivo de tu apuro? –El viejo fue directo,
intuía las intenciones de su pupilo.
Hizo que Lázaro se sonrojara, y bien podía cuestionar la pregunta de su
mentor; pero, ¿para qué perder el tiempo?
–¿No quiere tomar algo primero? –ofreció con amabilidad.
–No, hijo, gracias...
Se sentaron y después de mirar los ojos de la experiencia durante unos
momentos dijo:
–Tengo algo aquí –Tomó la grabadora con su mano, cabía perfectamente
en su puño –, es una serie de cánticos, al parecer en otra lengua, si tiene a bien
escucharlos y si es posible traducirlos, me sería de gran ayuda.
–Claro hijo... pero auxíliame con eso –Se inclinó sobre la mesa y señal ó el
dispositivo electrónico.
El reportero dividió los audífonos, eran de esos que se colocaban en el in-
terior del oído. Puso uno en su acompañante y se quedó con el segundo. Luego
reprodujo la grabación.

El Dr. Gordillo dibujaba casi siempre un alegre semblante, era parte de su


personalidad. En aquel momento, antes de esos pocos segundos de mister io, su
expresión fue difuminándose poco a poco con cada palabra. Lázaro permanecía
serio; pero notó la reacción en el rostro de su maestro; propuso repetir el material,
a lo que su mentor asintió. Después de esta segunda vez, la mano temblorosa del
hombre retiró el audífono de su oído.

–¿Pasa algo, maestro? –preguntó viendo como una gota de sudor se desli-
zaba por su frente.
Un pañuelo recorrió el rostro del atribulado especialista.
–¿De dónde sacaste eso? –preguntó con un aire temeroso.
–Es parte importante de una de mis investigaciones –Hizo una pausa–...
¿reconoció algo? –Sabía que sí.
–Hace tiempo –Se recargó en el asiento –... que no escuchaba nada igual...
fue hace como veinte años ; pero aún lo tengo grabado en mi mente...
–¿Qué pasó esa vez?
–Algo terrible hijo, algo terrible...
Lázaro se dio cuenta de que el hombr e no quería hablar de eso.

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–Entonces, ¿cree que pueda ayudarme? –Supuso que sí.
Se quitó los lentes y se talló los ojos con el pañuelo, estaba muy nervioso.
Resopló un poco, como si buscara deshacers e del nerviosismo.
–Ahora sí te acepto algo de tomar, hijo.
Un par de bebidas calientes los asistieron l os próximos minutos, desvián-
dolos por momentos del tema. El reportero intentó calmar el alma de su profesor
haciéndolo reír un poco; sin embargo, no estaba dispuesto a irse de ahí sin una
respuesta.
–... Volviendo a lo nuestro, profe, ¿qué opina de lo que le mostré?

–Encarnación –Cruzó los dedos sobre la mesa –, lo que tienes ahí grabado
es un ritual sumerio... Distinguí la mayoría de las palabras, aunque hay algunas
lagunas...

–Lo sé, no logré la transcripción completa.


–No sé en qué estás metido hijo. Sé que tu profesión es peligrosa; pero es-
to... se sale un poco de lo que regularmente haces, ¿no?

“Así parece”, pensó el cuestionado.

–¿Y sabe qué significa? –reviró.


–¿... Tienes tiempo ahora? –respondió con otra pregunta.
–Si es para resolver esto, claro que sí.
–Llévame a mi casa, ahí tengo algunos libros que nos pueden ayudar...

Una gran biblioteca se erguía cerca de la entrada, ocupando casi la mitad


de la casa del doctor. Siendo un amante de la s obras escritas y partidario de la vieja
guardia, el entender de aquel erudito sólo se conectaba con lo que era tangible.
–¡Fenómeno! –exclamó Lázaro al entrar –... Tiene una gran colección –
Estaba impactado.
–Ha sido el trabajo de toda mi vida, muchacho... de toda mi vida.
Caminaron hasta un escritorio, detrás de este, había un pizarrón móvil que
todavía usaba gises –eso también era anticuado–. El hombre borró lo que había
escrito y lo dejó listo para usarse.
–¿Podemos escuchar lo que traes sin los audífonos? –preguntó el maestro
colocándose a un lado de su gran “libreta verde”.
Lázaro asintió.
–Pon la cinta –le indicó de nueva cuenta y con autoridad.
Cada palabra clara que podía percibirse fue anotada en un reglón, y des-
pués de cada una, su significado; según lo que la memoria y los apuntes del magis-
trado indicaban. Al final, explicó:
–“HAHARNU”, esto repr esenta a un dios desconocido de la teogonía de
Dunnu...
–¿Teogonía de Dunnu? –interrumpió extrañado el reportero, lo había de-

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jado con una incógnita todavía más grande.

–No entremos en detalles muchacho, veamos el cuadro completo, de otra


manera, nunca saldremos de aquí –Observó.
»“HAHARNU”, debe representar una deidad, no tengo mucha información
sobre el tema.
»“DUKU” o “colina santa”, esto es una morada primitiva de los dioses .
»“NAMARTU”, significa ofrenda.
»“TI”, vida.
»“ASHNAN”, virgen o mujer generosa.
»“KIDINU”, protección.
»“SUHRIM”, destructor.
»“MITTU”, arma o maza para destruir a los enemigos...

El sabio se hizo para atrás recargándose en su escritorio para ver el cuadro


en su totalidad, Lázaro se quedó detrás de él tratando de no parecer un estúpido.
El mensaje no estaba completo, y las partes que faltaban sólo podían su-
ponerlas, así que el doctor hizo su apuesta:

–Tenemos a una deidad: “HAHARNU”, proveniente de una morada antigua


o mitológica, a quien le están entregando una ofrenda de vida, quizás una virgen;
“KIDINU” se r efiere a una protección sobrenatural, y ese puede ser el trueque: La
vida de ella por dicha protección; además, está “SUHRIM” que es algo así como un
“demonio destructor” o “perro guardián”; y si consideramos la última palabra,
“MITTU” que puede ser un “arma” para acabar con los enemigos ... Tenemos una
petición completa –Hizo una larga pausa y miró a Lázaro –... ¿qué opinas?

Al reportero sólo le quedaba aplaudir, su nivel de lógica no estaba prepa-


rado para temas tan oscuros; aunque comprendió algo.
–... Sólo estoy tratando de llenar los espa cios –continuó la explicación –,
no estoy seguro; pero parece un ritual en el que se entrega un holocausto para
obtener protección y victoria sobre los enemigos... con los elementos que tengo es
lo que puedo concluir...
–Entonces, ¿es algo así como un ritual de sacrificio...?, ¿humano? –
preguntó con duda, aunque pensaba en la mujer del barranco.
El profesor asintió con fuerza, había cierta frialdad en su afirmación, como
si pudiera asegurarlo, luego miró a su pupilo sin contener su deseo de preguntar
algo que le quemaba:
–... ¿Y de dónde sacaste estos coros muchacho?
–Son parte de una investigación, maestro, no puedo comentarle mucho al
respecto.
El magistrado no quedó muy conforme, pero aún así selló:
–Sin más información es lo que puedo aportar...

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“Y lo mejor que tengo”, pensó.

Todavía discutieron un poco más sobre el tema, nada que comprometiera


al reportero. El Dr. Gordillo era una verdadera eminencia y su respuesta, dentro del
mundo extraño que estaba abordando, tenía cierta lógica. Para cuando se dieron
cuenta ya era de tarde, y una llamada interrumpió la amena charla.
–¿Qué pasa Gordo? –contestó Lázaro.
–... Ya tengo lo que me pediste...
–¿La mujer?
–Y los otros dos también.
–¡Fenómeno Gordo! –exclamó levantándose de la silla.
–¿Puedo descansar ahora? –preguntó sarcásticamente.
–Claro, y deja que veas lo que descubrí –advirtió –, ¡gracias por todo! –se
animó.
El culto anfitrión se dio cuenta que la mejor compañía que había tenido en
mucho tiempo tenía que r etirarse. El hombre vivía solo y había disfrutado mucho
de la presencia de su ex-alumno.
–¿Buenas noticias? –preguntó el letrado.
–Sí –aseguró sonriendo –... tengo que irme profe.
–Lo sé –lamentó un poco –, disfruté mucho de este tiempo.
–Y yo... pero el deber llama –Tomó sus cosas –. Quiero que sepa que ha si-
do de gran ayuda lo que hoy me ha enseñado... esté pendiente de las noticias,
pronto oirá sobre este caso.
–Por supuesto, hijo, estaré pendiente.
Se despidieron con un abrazo más fuerte que al principio, y cuando estu-
vieron a punto de separarse el venerable tomó fuerte del brazo al reportero , tal y
como lo haría un padre con su hijo.

–Ten cuidado con lo que haces –sus ojos tenían un misterioso letrero de
“advertencia” –... esto no es un juego.

Lázaro lo sabía; sin embargo, siempre confiaba en que su “buena suerte”


lo sacaría de cualquier problema, como había sido hasta ahora.
–No se preocupe, siempre estoy alerta y soy cuidadoso –Lo cual no era del
todo cierto.
Francisco había tenido a bien enviarle varias fotografías con la mejor reso-
lución posible. Eran más claras que al principio, pero no perfectas. No pudo esperar
a estar enfrente de su laptop y empezó a echarles una hojeada desde su celular
antes de abordar su Honda. Pudo atestiguar que el trabajo era muy bueno, como
siempre, la confianza en su compañero estaba más que justificada.
Tomó el “paquete” e hizo una llamada mientras conducía apresurando su
próximo paso: Lograr el reconocimiento facial y el reporte forense, y ya tenía a la
persona perfecta para eso; aunque hacérselo llegar implicaba meterse en “terreno
peligroso”, necesitaba de su ayuda y de sus buenas conexiones, sobre todo porque

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sabía que podía operar “desde adentro”.

Una vez en casa, el interés por aquel oscuro personaje, revivió.


–¿Quién diablos eres Hades? –se preguntó otra vez al tenerlo de frente.

Quizás sólo había sido una fracción de segundo; pero Francisco lo había
captado lo mejor posible, nadie hubiera logrado lo que el Gordo. Ahí, delante de él,
un par de ojos vacíos lo observaban directamente. Era un rostro afilado y alumbra-
do con una sonrisa sombría. Aunque sólo era una imagen, el sólo mirarla le hacía
sentir un extraño escalofrío, como si tuviera vida.

Dos días después.


Lázaro ya había recogido los análisis químicos y a su compañero en el canal
para realizar una última visita. Era la escala final antes de reunir toda la evidencia.
Cerrarían con esto la primera etapa de la investigación y podrían presentar algo
concreto a Ricardo, quien estaba ansioso por transmitir la nota.
Empezaba a atardecer en la ciudad, y contrario a los días pasados, el sol
iluminaba el cielo provocando un clima cálido; bastante agradable para la época
por cierto. Eso era más adoc a la fiel costumbre de la gran urbe, donde, de un día a
otro, se pueden tocar espectros opuestos de temperatura .
Monterrey tiene un dicho: “Si no le gusta el clima ahora, regrese en cinco
minutos”; aunque no había sucedido así últimamente, no hasta hoy, al menos.
–Parece que se hizo la luz, Gordo –apuntó Lázaro tras el volante.
–Es una buena señal... –predijo.
Estaban aparcados en una calle del centro, rodeados de la falta de higiene
usual de esa zona. La comunidad no se identificaba exactamente por ser muy culta
en este sentido, y desgraciadamente, era algo notorio; pero nadie se preocupaba
por eso.
–No me dijiste a que vinimos –comentó Francisco.
–Van a traerme algo –Miró por el retrovisor.
–¿Es la identificación?
–Positivo Gordo.
–¿Pudieron lograrlo?
–Me avisaron que sí –Le guiñó el ojo.
–¿A todos?
–Aún no lo sé.
Transcurrieron unos minutos más mientras el silencio les hacía compañía,
luego el camarógrafo inició otro tema:
–Mi esposa ya empezó a preguntar por la camioneta.
–¿Qué le dijiste?
–Que estaba en reparación.
–Y es cierto Gordo, la llevé ayer a un taller de confianza.
–Ya se le hizo mucho...
–Lo sé, no había tenido tiempo y no podía llevarla a cualquier parte sin que

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me hicieran preguntas.
–¿Cuándo crees que la tengan?
–No me han dicho aún... pero te aseguro que va a quedar bien, y por la
factura no te preocupes, corre por mi cuenta.
–Es lo menos que podrías hacer –alegó –... ¿y la antena...?
Lázaro no alcanzó a contestar, una visión femenina bastante atractiva a pa-
reció por el retrovisor distrayendo al reportero.
–... Ahí viene –advirtió Lázaro.
Francisco no se había percatado hasta que ya estuvo muy cerca. Se
aproximó por el lado del reportero, la ventanilla bajó.
–¡Hola! –dijo ella con voz sensual.
–¡Hola! –correspondió él.
–Aquí tienes lo que me pediste –Se dio cuenta de que no estaba solo. Ex-
tendió un sobre tamaño carta mientras se agachaba cerca del rostro de Lázaro, lo
acarició –... y, ¿cuándo nos vemos de vuelta?
El reportero tomó el paquete, ya tenía lo que quería. Miró con una sonrisa
a la mujer, y le respondió:
–Te marco más tarde.
–Pero me marcas... –amenazó al retirarse.
El contoneo de aquella mujer era algo que cualquier hombre no podía de-
jar pasar. Ambos se quedaron mudos hasta que se perdió por la esquina.
–¿Y esa entaconada jefe? –preguntó en tono de burla.
–Es parte de los sacrificios que tiene uno que hacer en esta profesión Gor-
do... y por eso te pedí que vinieras –reveló –, si no, esta me “rapta” otra vez.
–¿Otra vez?
–¿Tengo que explicarte? –lo miró como a un inocente.
–Ya caigo –entendió –... a poco es...
–“La nazi” –completó –. Es la única que me podía ayudar en esto.
–He oído que está bien conectada... y medio loca también...
–Todo lo que quieras saber sobre los archivos policiacos, ella lo puede o b-
tener... bueno –Hizo una pausa –, hablando de lo que nos atañe –No quería ahon-
dar más en el tema –. Tengo en el asiento de atrás los resultados de los análisis
químicos y en este sobre –lo levantó –, las identificaciones que nos hacían falta...
¿vas a acompañarme a que revisemos esto?, tampoco has vis to lo que averigüé con
el Dr. Gordillo... es bastante interesante.
–Preferiría que me llevaras a casa –pidió.
Lázaro lo miró fijamente por unos segundos. Su amigo había perdido sus
ojos al frente, como si no quisiera discutir. El reportero quería hacerlo partícipe del
proyecto; no obstante, comprendía su postura.
–Como quieras Gordo; pero tenemos que juntarnos otra vez antes de sa-
car esto al aire... –Deseaba que se involucrara más.
–Claro –Hizo una pausa –, pero hoy estoy cansado y prefiero llegar a casa –
se justificó –; además, si me voy contigo creo que no llegaría hasta mañana –Sonrió
conociéndolo.

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–Bien, Gordo; pero eres tú el que se está haciendo a un lado...

Ese mismo día, temprano por la noche, Lázaro ya había reunido todo lo
que nec esitaba. Se sentía como niño pequeño en Navidad enfrente de sus juguetes.
Su primera mordida fue sobre lo más importante: El sobre que le acababan de
entregar, era un cuadernillo impreso y una serie de fotografías con señalamientos
técnicos. Ya tenía experiencia en estos documentos, así que encontró rápidamente
lo que buscaba. La media filiación de la mujer y los registros de ADN aseguraban un
mismo resultado: Ella era la hija del Comandante.
La noticia lo dejó pasmado. Lázaro conocía perfectamente la historia del
narcotraficante y creía que él sólo tenía dos hijos varones –que por cierto, lo ayu-
daban en el negocio–. Esta información tenía que estar errada. Continuó leyendo.
“... La joven de dieciséis años, Roxana Treviño, es la hija ilegítima de Fidel
Garza González alias ‘el Comandante’ y Roxana Treviño Rojas. De esta última se
desconoce su paradero...”.
Giró su asiento y observó su pizarra, comparó los registros en su mano
contra la fotografía del cuerpo de la joven. No podía negar que eran la misma per-
sona. Continuó leyendo.
“... Se localiza herida de cinco centímetros a la altura de la yugular con pe-
netración... provocado con objeto punzo cortante... El traumatismo cercenó por
completo la vena yugular provocando que la víctima se desangrara... Se estima que
la muerte ocurrió el día 15 de octubre...”.

“Sabían lo que hacían... fue un corte limpio”, pensó.

Sus ojos terminaron de engullir hasta el último rincón del informe de la


desafortunada joven; luego, en una pequeña nota, leyó: “No se encuentran regi s-
tros relacionados con el hombre de la fotografía”, esto con referencia al denomi-
nado Hades. Habría que investigar por otro lado.
Tomó el teléfono apenas concluyó, ya era tarde; pero tenía que enterar a
Ricardo de lo que acababa de descubrir:
–... ¿Estás despierto? –le preguntó por el celular.
–Apenas...
–¿Y sentado?
–Todavía no –Lo hizo –... ¿Qué conseguiste? –intuyó la buena nueva.
–Tengo en mis manos el reporte forense de la chica que cayó al barranco y
su identificación.
–¡Pinche Lázaro! –exclamó sorprendido –, ¿cómo lo conseguiste?
–Luego te platico eso... te vas a caer de espaldas...
–Te escucho...
–La joven es hija del Comandante, y por las lesiones que presenta, es obvio
que fue asesinada... La fecha estimada de su muerte también corresponde a la de
la noche de la reunión.
–¡Cómo! –Algo no le cuadraba –; ¿pero que no estuvo él presente?, ¿cómo

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permitiría eso?
–Eso mi buen Richard, sí es un misterio... no lo sé.
–... Pensé que el Comandante sólo tenía dos hijos –Analizó en su memoria.
–De acuerdo a nuestras autoridades, esta joven es su hija ilegítima ... y
sabrá Dios cuántos más habrá por ahí...
–Eso es cierto.
–¿Sabes cuándo abrirán esta información a los medios?
–A nosotros todavía no... Puede ser que esto esté calientito.
–¿O no piensan mostrarlo? –propuso con malicia.
–¡No pueden callarse algo as í!, ya salió la nota, aunque sólo fue la prelimi-
nar.
–Espero que no Richard, espero que no...
Ambos respiraron profundamente guardando silencio por unos segundos.
–¿Y qué más tienes? –atacó de vuelta.
–Todavía no termino, esto era lo principal y quise “despertarte” porque
sabía que te interesaba.
–Te agradezco –Hizo una pausa –, ¿y cuándo lo revisamos?
El reportero se puso pensativo, quería darle la mejor fecha posible.
–¿Puedes darme un par de días?
–Había pensado antes... ¿crees nec esitar tanto?, no quisiera que nadie se
nos adelantara.
–Tú no te preocupes por eso Richard, nadie sabe lo que nosotros –Habló
como equipo, aunque en realidad, él era el dueño –... es mejor presentar todo
como debe ser en lugar de apresurarnos.
–¡Te la compro! –Hizo una pausa –... Pero no más de dos días.
–¡Palabra de reportero!
Las próximas cuarenta y ocho horas, Lázaro convirtió su casa en un bunker.
No salió ni siquiera a respirar apegándose a su compromiso. Finalmente, r elamió el
producto de su esfuerzo.
Esa última madrugada, se paró frente a su obra, ¡claro que era una maravi-
lla más allá de lo meramente peculiar y uno de sus más ambiciosos proyectos!;
pero ya era tiempo de tomar un pequeño receso.
El fin de semana estaba encima y se pronosticaba buen clima, –otra vez–,
lo que era una oportunidad inmejorable para realizar una pequeña reunión, y con
tal excusa, preparar una carne asada –muy típico de la región–. Hacía tiempo que
no tenía una y estaba de muy buen ánimo. Para el reportero, prepararla era un
gusto más que un trabajo, lo disfrutaba sobremanera; además, aprovecharía para
mostrar los resultados a su contratante en turno y a Francisco.

Ese sábado, iniciando el día, recibió nuevamente una llamada.


–¿Qué pasa Richard? –preguntó aún adormilado.
–¿Ya viste las noticias?
–¿Qué canal? –Hubo una chispa de consciencia.
–Cualquiera con un noticiero... está en cadena nacional.

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Se levantó sin pensar y encendió la pantalla frente a él con el control re-
moto. Había una rueda de prensa con la declaración de las autoridades sobre el
caso de Roxana.
–¿Lo tienes? –interrogó Richard.
–Lo estoy viendo... ¿Tienes corresponsales?
–Los mandamos temprano...
El reportero permaneció en silencio mientras atendía los detalles de la de-
claración.
–¿Sigues ahí? –preguntó Ricardo aún en línea.
–Sí... –Continuaba observando.
El jefe de pr ensa sólo dio a conocer información concreta y escueta, quizás
un par de minutos.
–¿Qué opinas? –insistió Ricardo.
–No creo que nos estorbe... al contrario, puede ser un buen pr eámbulo.
Hubo un “Mmm” pensativo en la línea seguido de una pregunta obligato-
ria:
–¿Y cómo vas con lo tuyo...? No me gustaría tardarme mucho más, menos
con lo que están transmitiendo ahora.
–Te doy la razón; aunque de hecho, quería invitarte a ti y a Francisco a mi
casa para platicar por la tarde del asunto –Hizo una larga pausa –... además de
disfrutar de unos buenos cortes de carne...
–No suena mal –dijo dudando.
–No lo pienses; porque si no vienes, no te muestro nada –amenazó a ma-
nera de broma.
–Está bien... te caigo en la tarde...

Francisco también confirmó, a pesar de la premura del tiempo y de la ne-


gativa de su esposa.
La Sra. Gloria fue de gran ayuda, quedándose a cargo de la casa mientras
Lázaro iba a conseguir todo lo necesario para una verdadera carne asada al estilo
del norte.
Pasado el mediodía, el improvisado anfitrión había conseguido sus cortes
favoritos: Rib-eye principalmente; chile, cebolla, tomate, queso, aguacate, y las
indispensables cervezas, que completaban el cuadro. Olvidó por un momento todo
lo que rodeaba la investigación y se dispuso a disfrutar lo que quedaba del día.
Era una reunión de hombres con solo dos invitados. El clima, como habían
predicho, era propicio para una fiesta al aire libre. Un asador de piedra, un peque-
ño techo sobre una mesa y una hielera grande, engalanaban el acontecimiento,
¿necesitaban más?
Lázaro había adquirido la casa con todo esto, una familia se la había tras-
pasado y era su primera propiedad en forma. Desde el principio, aquel patio acon-
dicionado le había fascinado; pero no lo había utilizado las suficientes ocasiones.
Eso era algo que tenía que cambiar, aunque siempre se prometía lo mismo.
Sus convidados llegaron temprano, uno detrás del otro, los recibió y pasa-

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ron directamente al área del asador. El carbón estaba encendido, las cervezas frías
en la hielera y una buena cantidad de frituras, cacahuates y guacamole en la mesa.
Cada quien tomó una bebida mientras el fuego intentaba llegar a su punto; la carne
fresca y lista para ponerse en las brasas aún aguardaba en un plato. Francisco y
Ricardo eran de buen diente, y la voracidad de sus ojos era testigo de ello.
–Se ve rica –atestiguó el gran hombre.
–Es de lo mejor –certificó Lázaro.
–¿Y por qué no me habías invitado a tu casa méndigo? –le recriminó en
tono de broma.
Lázaro sonrió y posteriormente dijo:
–La verdad es que no hago muchas reuniones, de hecho casi nadie viene a
visitarme.
–¿Y quién va querer visitarte así como eres? –volvió a mofarse.
El anfitrión estaba ocupado atizando el carbón, y aunque escuchó el co-
mentario, no se ofendió ni le quiso seguir el juego.
–Tu casa es bastante grande –continuó –, y aún contando con esto –abrió
grande los brazos –... ¿no lo quieres compartir con alguien?
El reportero se quedó pensativo y luego dijo:
–Hasta el día de hoy... no he encontrado quién pueda soportarme... Por
supuesto que me gustaría; pero como siempre ando de aquí para allá, no creo que
alguien se pueda acostumbrar.
–Eso dice uno –intervino Francisco –; pero cuando menos lo piensas, salta
la liebre.
–Entonces, ¿piensas quedarte a vestir santos? –Ricardo venía bastante jo-
coso.
La burla levantó las carcajadas de los presentes, a excepción de Lázaro,
quien ya empezaba a calificar sus chistes como escarnio. Sin embargo, sólo le que-
daba aguantar.
–¡Búrlense! –advirtió –, a ver si su comida no sale envenenada –Su revira-
da fue bastante simple y sin efecto.

“Y apenas llevan una cheve”, pensó.

Lo mejor era no darle mucha importancia al asunto de su soltería, si lo ha -


cía, sus amigos continuarían en el mismo tenor y no quería convertirse en el payaso
de la noche.
Sentados a la mesa junto al olor de la carne cociéndose a las brasas y des-
pués de muchas risotadas, el primer momento de aparente tranquilidad marcó la
pauta para el anfitrión.
–... Tengo el reportaje listo –comentó sin más preámbulos –, apenas ter-
minemos estos kilitos de rib-eye y nos pasamos a mi “centro de operaciones”.
–¿Está listo para edición? –preguntó Ricardo interesado.
–En mi opinión, ya está editado; pero tú eres el jefe de información, júzga-
lo tú...

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Su interlocutor asintió con la cabeza mientras apretaba su mandíbula, y en
seguida preguntó:
–¿Podremos presentarlo el lunes temprano?
–Lo dejo a tu criterio.
–Yo no lo he visto –alegó Francisco.
–Te quedaste atrás en muchas cosas Gordo –señaló el reportero –; pero
hoy mismo estarás enterado, no te preocupes... y antes que otra cosa suceda , “a lo
que te truje chencha”.
El alegre anfitrión sirvió los primeros platillos, el aroma de aquell a suculen-
ta cena alborotó su apetito, así que no se contuvieron más y le hincaron el diente.

Poco después –muy poco después–, ya estaban recogiendo la mesa.

El centro de operaciones no era más que el escritorio del despacho, equi-


po de cómputo, varias mesas, la pizarra con fotografías y un pizarrón con marcado-
res; además, había habilitado un monitor más grande para análisis visuales .
El material ya estaba corregido en todas sus dimensiones . Quizás era la
parte más interesante del proyecto; pero antes que nada, Lázar o quería hacer un
resumen en su pizarrón para darles el panorama completo.
El jefe de información y el camarógrafo se sentaron frente a él como un
par de alumnos ante su maestro.
–Como sabrán –el reportero abrió el telón –, he estado muy ocupado or-
ganizando esto. No les había comentado todos los avances; pero ahora es el mo-
mento –Volteó y tomó un indicador láser –... En el centro he colocado al Coma n-
dante –Señaló en el pizarrón –, aunque tengo mis dudas si realmente él debería
estar ahí...
–¿Por qué lo dices? –inquirió Ricardo.
–... Es cierto –explicó Lázaro –, que era nuestro objetivo principal; pero de
acuerdo a lo que descubrí después, quizás haya un pez más gordo detrás de todo
esto...
Sus “alumnos” se miraron mutuamente, no habían comprendido del todo
y Lázaro lo percibió, así que decidió explicarlo mejor:
–... Esa noche, el Comandante asistió a la reunión. Desde el principio el
Gordo y yo notamos la peculiaridad de la misma . Parecía una fiesta disfraces ade-
lantada de Halloween, pero no era así... La verdad, es que estaba organizada por
algún tipo de secta o grupo religioso...
El comentario incomodó a Ricardo. Lázaro los observó por un momento,
como si esperara una pregunta, pero no la hubo, así que prosiguió:
–... Esta secta, hasta donde entendimos en la grabación, se hace llamar: “El
Círculo...”.
–¿Puedes probar todo eso? –interrumpió Ricardo abruptamente manifes-
tando su incomodidad.
–¡Por supuesto! –aseguró el reportero.
–Más te vale, no podemos presentar algo tan deli cado sin las suficientes

- 51 -
pruebas... ¿Cómo quedaríamos como medio de comunicación serio si no lo hac e-
mos?
–Lo sé Richard; pero si me permites continuar, tengo cómo de mostrarlo –
Regresó al pizarrón –... el Comandante está relacionado con esta secta, los conoce
y llevó incluso a su hija a esta reunión...
–¿La joven asesinada? –preguntó Francisco.
–La misma –Exhaló profundamente como si con esto deshiciera un poco el
efecto de la cerveza –... esta mujer –Señaló en la superficie –, es hija del Coman-
dante. Su nombre es Roxana Treviño, tiene el apellido de su madre únicamente. El
Comandante nunca la reconoció... No hasta ahora...
–¿Qué dijo el forense? –cuestionó Ricardo con conocimiento de causa.
–La muchacha fue asesinada, corte en la yugular, se desangró has ta morir,
tomo sólo unos minutos... –respondió con pesadumbre.

El trío hizo mutis unos momentos, segundos que fueron como el minuto
de silencio para la joven.

–... Antes de entrar en conjeturas –Ricardo tomó la batuta –, ¿cuáles son


los hechos duros, Lázaro?, sólo los hechos –recalcó.
–... Ella fue encontraba desnuda, y contrario a lo que se pudiera pensar, no
fue abusada sexualmente. Tenía algunos golpes post mortem, lo que implica que
no fue torturada ni golpeada antes de quitarle la vida, se deduce que fueron provo-
cados al caer. Sin embargo, las marcas en sus tobillos y muñecas, prueban que más
de un sujeto participó sujetándola... la fecha estimada de fallecimiento correspon-
de al 15 de octubre, misma fecha de la reunión.
–¿Alguna otra evidencia física? –Ricardo se tallaba las piernas, nervioso –...
Veo que tienes más cosas anotadas en el pizarrón.
–¡Claro! –exclamó el reportero –, tengo los análisis químicos del suelo y
también –enc erró la palabra “Cantos” –... esto se los explicaré mejor con la graba-
ción... Según el informe, la tierra donde estos tipos estaban contenía varias cosas:
Sal, cera, cascarón de huevo, no contenía residuos de combustible y algo muy im-
portante: Residuos de sangre, misma que correspondía al tipo de la víctima –Dibujó
una señal de “acierto” en el aire con su señalador.
–Podemos confirmar entonces que la mujer fue asesinada en ese lugar –
aseguró Ricardo.
–¡Así es!
–Eso no lo mencionaron en la mañana.
–No, tenemos la primicia y la manera de probarlo.
–¿Qué hay de todo lo demás?, la sal, la cera, etc.
–Hasta donde investigué, son elementos que se utilizan en la hechicería...
lo que si me extrañó fue la ausencia de combustible.
–¿Por qué?
–Cuando veas el video lo entenderás, durante la “fiesta”, encienden una
gran llamarada en el suelo, y aún no sabemos cómo.

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Ricardo se recargó en el asiento con una gran sonrisa. No sabía si lo que
había descubierto Lázaro era algo que las autoridades ignoraban o simplemente no
habían querido informar. Conociéndolos, cualquiera de las dos podía ser una razón
válida.
–¡... Excelente muchachos! –los felicitó.
–Todavía falta lo mejor Richard –dijo el reportero –, déjame mostrarte el
video...
La conversación entre el Comandante y Hades fue puesta en primera fila.
Lázaro la escuchó por enésima ocasión, pero l os otros dos pusieron toda su aten-
ción guardando silencio hasta el final.
–¿Qué te parece? –pr eguntó sonriendo el reportero.
–Bestial, Lázaro, bestial... ¡esto vale oro...!
–Y aún no terminamos –agregó –... tengo la grabación que preparó el Gor-
do, la de los tipos que están cantando en círculo.
–¿Qué tiene de especial?
–Espera a escucharla... es un cántico en un lenguaje antiguo, sumerio,
según investigué con un experto en la materia, pero tengo su transcripción...

La noche se hizo larga en medio de una serie de suposiciones guiadas por


los hechos. Lázaro ya tenía bien establecida su hipótesis y era prácticamente la
misma que los otros dos propusieron. Sin embargo, no podían presentar ante la
audiencia teorías, sólo hechos, y dejar que el público decidiera. Toda la evidencia
era circunstancial, a excepción de la entrevista con Don José, que, para ser francos,
no tenía mucho peso. De cualquier manera había que encontrar mejores testimo-
nios, esa era la siguiente etapa.

Empezaba a enfriar afuera, no obstante, salieron de esa habitación a to-


mar el aire y tratar de desmenuzar todo lo que tenían ahora en la cabeza.
–¿Creen ustedes en estas cosas? –preguntó Ricardo a sus pupilos.
–Sí –señaló rápidamente Francisco.
–Creo –explicó Lázaro –, que lo importante no es si lo creemos nosotros o
no, sino que el Comandante lo cree. Esa es la nota; además, de que aquí hubo un
asesinato, y eso sumaría otro delito a su ya larga lista , involucrando además a los
sujetos de la secta.
–Esa es la parte intrigante –Ricardo miró al cielo –, ¿en qué momento su-
cedió?, ¿para qué llevó a su hija a esa reunión?, me resisto a creer que lo haya
consentido... ¡es su propia sangre!

Ricardo se estaba enfocando en el contex to y no en el núcleo de la n oticia,


comportamiento ex traño en él. Sabía algo más, pero se lo estaba callando.

–El reportaje ahí está, Richard, es tuyo si lo quieres tomar; pero quiero es-
tar presente en la edición, esa es la condición... además de un “gran bono” por la
exclusividad.

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El gran Ricardo lo observó fijamente. El sujeto tenía razón, era un gran ma-
terial y el reportero vivía de eso. Aquello podía mandar a la estación a los cuernos
de la luna, y a él, mucho más allá.
–¿Y no va a haber nada para mí? –intervino Francisco –, yo arriesgué mi
camioneta y el pellejo también.
–¡El pellejo y la carne Gordo! –bromeó Lázaro –, ¡claro que tendrás tu ex-
tra mi amigo!
–Seguramente les conseguiré lo que quieran –aseguró el jefe sin cambiar
su rostro pensativo.
El reportero notó su semblante, no era uno solamente ensimismado, esta-
ba más bien, preocupado.
–¿Pasa algo Richard?
–Espero que nada importante –respondió sin mirar –... hace tiempo –se
confesó –, tuvimos un caso similar, hace muchos años ya. Las cosas eran diferentes
entonces. Los medios estaban más controlados y no teníamos las maravillas del
internet y las redes sociales de hoy. Dar a conocer una nota así con la cen sura de
entonces era complicado; aunque, hoy también lo es.
–¿Ya habías visto algo así?
–Algo parecido, aunque no salimos bien librados, no todos al menos.
–¿Qué sucedió?

El gran tipo lo miró con una cara triste, como si recordara algo, luego quiso
abrir la boca, pero se contuvo.
–Es una larga historia, y ya es tarde, quizás otro día se las contaré.

El celular de Francisco sonó, era su esposa reclamándole el por qué no


había llegado aún a casa, se puso a dar una serie de explicaciones mientras los
otros dos continuaban.
–Esto no puede ser una simple nota matutina –entendió Ricardo –, necesi-
tamos más tiempo, una cápsula especial tal vez.
–¿Tendremos minutos al aire? –Estaba entusiasmado.
–Estoy seguro de poder conseguirlos –Trató de sonreír –... Nunca imaginé
que tuvieras algo así de completo –Estaba sorprendido, planteó después –: Prefiero
dar un preámbulo temprano el lunes para anunciar el reportaje especial por la
tarde; aunque trabajáramos todo el domingo, así capturaríamos toda la audiencia
al mediodía y lo repetiríamos a las diecinueve horas.
–Es una buena apuesta –apoyó Lázaro.

El equipo había tomado una decisión; aunque todavía ignoraban, las con-
secuencias de lo que esta les podía acarrear.

- 54 -
III

Ricardo, como jefe de información, tenía gran influencia en la empresa al


igual que en los medios en general. Era un sujeto conocido y con buenas relaciones ,
diplomático y casi siempre mesurado; aunque en ocasiones , se dejaba llevar por el
espíritu de su investigador estrella.
Después de una serie de llamadas y mucho trabajo en equipo, habían l o-
grado darle forma a la idea de la otra noche. Como ya habían definido, y para evitar
meterse en problemas legales, presentarían las pruebas objetivamente y harían los
cuestionamientos pertinentes , todo en pos de que el mismo público forjara su
propia opinión.

Poco antes de salir al aire la mañana del lunes, hubo una junta final para
afinar detalles.
–... Estaba pensando en Víctor para anunciar el reportaje, ¿qué les parece?
–sugirió el dirigente.
–No teníamos a nadie especial en mente –manifestó Lázaro –, por mí está
bien...
Francisco asintió manteniendo su perfil bajo.
–¿Y para más tarde? –cuestionó luego el reportero.
–¿Qué les parece Beatriz?, creo que si el desarrollo lo da una mujer puede
ser de mayor impacto; además de que es muy buena en estas cuestiones .

El trío estuvo completamente de acuerdo.

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Poco después, en el set televisivo:
La carrera del reportero había iniciado aquí, y desde abajo. No pudo evitar
detenerse un momento a observar. Rara vez regresaba a sus raíces; y aunque segu-
ía apasionado por todo esto, el rencor de la calle y la independencia se habían
vuelto su nuevo amor; pero no dejaba de disfrutar: Del correr de un lado a otro, de
las prisas después del conteo, del maquillaje de último segundo, etc.
–¿Vamos a la cabina? –sugirió Ricardo rompiendo su trance.
El semblante sonriente de Lázaro lo acompañó hasta el área de produc-
ción, ahí donde un arreglo de monitores y un tablero, controlaban los destinos de
las transmisiones en vivo.
Francisco tuvo que atender una emergencia por ausencia de personal, así
que los tuvo que dejar solos. Seguía siendo empleado del canal a fin de cuentas.
El jefe de piso dictó la secuencia regresiva... estaban al aire.
El glamour y el espectáculo detrás de las cámaras no es el mismo que el
que cautiva al televidente en sus casas. Es sorprendente todo lo que se mueve en
un estudio de televisión durante una emisión.

Gladys, la directora del noticiero, manejaba con maestría cada elemento


del programa. Sus más de veinte años de experiencia la avalaban. Ricardo y Lázaro
observaban cruzados de brazos desde la entrada de la cabina. Finalmente llegó el
momento que esperaban, justo para abrir el programa, Víctor tomó el micrófono:

–“... Y continuando con el caso de la menor Roxana Treviño, que fue en con-
trada en el fondo de un barranco hace unos días y cuya causa de muerte no fue
especificada por las autoridades aludiendo un posible ‘ento rpecimien to de las inves-
tigaciones’” –Hizo una pausa –... “déjeme comentarle que esta esta ción, Multi-
fórmula Televisión, compro metida con la verdad, ha elabo rado un repo rtaje espe-
cial al respecto... Gracias al esfuerzo de nuestro equipo de investigación, en cabeza-
do por Encarnación García ” –el reportero sonrió ante la mirada de Ricardo –... “en
punto de las trece horas, transmitiremos lo que hay detrás de este oscuro episodio,
uno más suscitado en esta ciudad... le pro metemos que lo que usted va a a testiguar
es el resultado de una labor periodística siempre enfo cada a encontrar la verdad...”.

El noticiero se fue a corte comercial. Mientras, en la cabina:

–Y ustedes, muchachos, ¿qué están haciendo? –preguntó Gladys a manera


de sarcasmo.
–¡Trabajando como siempre Gladys! –exclamó Lázaro satisfecho... hasta el
momento.
–¿Qué es eso tan misterioso que tienen preparado? –preguntó con curi o-
sidad.
–No te lo pierdas “Hermosa” –intervino Ricardo con confianza –, te va a
encantar.
–Ya me lo imagino... si es la mitad de bueno de lo que le dieron a Víctor ,

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será especial... los felicito...

Ambos se retiraron a la oficina de Ricardo.


–¿Todavía tienes ánimo de revisar la edición? –preguntó el cabecilla entu-
siasmado.
–No, Richard, ¡ya no! –Sabía que bromeaba.
–¿Y de desayunar?
–¡De eso sí!
–¡Pues vamos, yo invito...!

No hubo otro tema de qué hablar sobre la mesa hasta pasado el mediodía,
y cuando llegó la hora marcada, se reunieron en la oficina del jefe de información.
El Gordo seguía perdido en los pasillos de la empresa, aunque tenían confianza en
que podría desocuparse a tiempo para acompañarlos.
–¿Crees que llegue? –pr eguntó Lázaro un poco inquieto.
–Espero que ya lo desocupen a tiempo... pero no te sabría decir.
–Sería una lástima que se lo perdiera.
–Lo sé, lo sé.
Habían sintonizado su propio canal desde hacía veinte minutos. Cada deta-
lle había sido revisado –y más de una vez–, así que, el único resultado posible era el
éxito total.

–“... Soy Beatriz Toledo, conductora de este segmento especial de Multi-


fórmula Televisión...” –se presentó la comunicadora a la hora pactada –... “Como
fue señalado en su momento, el equipo de investigación de este canal, encabezado
por Encarnación García , presenta este repo rtaje especial con el único afán de darle
a conocer a usted los hechos relacionados con el extraño fallecimien to de la menor
Roxana Treviño...”.
–Tiene un porte excelente –aprobó Lázaro.
–“... Este pasado 19 de octubre, co mo todos sab rán, se localizó el cuerpo
desnudo de una meno r de apenas dieciséis años en un barran co en la sierra de
Nuevo León...”.
–¿No dieron la localización exacta? –preguntó Lázaro.
–No podemos hacerlo, habría demasiados curiosos...
El reportero comprendió.
–“...Las causas que le provocaron la muerte no han sido establecidas po r
las autoridades; sin embargo, en manos de esta servidora se en cuentra el reporte
forense... ” –empezó a describirlo.

–Sé que esto no le va a gustar a Guardiola –sonrió cínicamente el investi-


gador, la sensación de victoria lo llenaba hasta los huesos .

–Estoy seguro de eso; pero tampoco tienen derecho a ocultarlo.


–“... Por lo que les he comentado” –Ter minó el informe –... “es posible de-

- 57 -
terminar que la joven Roxana Treviño fue asesinada... ¿cuáles fueron las razones de
mantener esta información o culta y qué es lo que se está p retendiendo con eso?, la
mejo r opinión es la suya...”.

La puerta se abrió de súbito haciéndolos voltear.


–¿Ya empezó? –era Francisco a toda prisa.
–Ya te perdiste una parte Gordo –Lo invitó a sentarse.

–“... Esta meno r es la hija no reconocida del narcotrafican te má s buscado


del país, Fidel Garza González, alias ‘el Co mandante’; pero, ¿qué rela ción tiene este
capo de la mafia con este penoso episodio?, se lo mostra remos a continuación...”.
–¡Apenas van a transmitir el video! –se alegró el camarógrafo.
El buen trabajo del operador fue transmitido con todas sus letras , situa-
ción que lo hizo sonreír orgulloso.
–“... Aquí vemos” –señaló la locutora parada frente a la imagen congelada
–“... al Comandante, a la joven Roxana y a un tercer sujeto que no se ha podido
identificar, el mismo Comandante se refiere a él tal vez po r su nomb re clave:
‘Hades’. Esto sucedió el día 15 de octubre, fecha estimada del fallecimien to de la
menor... estos están realizando algún tipo de nego ciación, ya escucha ron el audio –
señaló –... “¿po r qué esos atuendos?, ¿por qué ocultos en medio d e la noch e?, ¿qué
clase de trato puede estar realizando este delincuen te y quiénes son los que lo
acompañan...?”.
El trío estaba ensimismado, Beatriz era una excelente conductora y le es-
taba dando ese toque especial que se requería para enfati zar los hechos.

Poco después, concluyó:


–“... ¿Acaso tenemos nuevamente narco satánicos en el estado?, ¿quiénes
realizan estas reuniones en la oscuridad de la noche sin que nadie los descubra?,
¿por qué existe una joven asesinada en condiciones que pod ríamos cataloga r como
‘bestiales’?, ¿quién es la persona que acompaña al narco trafi cante...? ¡Esto es in-
dignante...! ¿Qué están haciendo nuestras autoridades para para r esta ola de vio-
lencia?”.
–Es ruda –murmuró el reportero.
–“... Este material fue conseguido arriesgando mu chas vidas, todo pa ra
que usted pudiera conocer la histo ria. Hay demasiadas preguntas sin respuesta,
demasiadas... Estamos cansados de la impunidad con que g ente de esta calaña
puede actuar. Lo que ponemos en sus manos está plenamente susten tado y sólo
nos resta cuestionar: ¿Quién se hará cargo de solucionar este caso?, ¿quién se pre-
ocupará por hacer justicia?; pero sobre todo, ¿quién se asegu rará d e que estas
cosas no vuelvan a suceder?” –Hubo un acercamiento a su rostro –... “Soy Beatriz
Toledo para Multifórmula, que pasen ustedes muy buenas ta rdes”.

Hubo dos aplausos sonoros en la habitación, Ricardo es taba complacido.


Lázaro sólo atinó a cruzar los brazos y dibujar un gesto de felicidad. Francisco se

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preocupó un poco por el último comentario.
–¿Tenía que decir eso? –preguntó el camarógrafo.
–¿A qué te r efieres? –interrogó Ricardo.
–A que pusimos en riesgo nuestra vida.
–Calma Gordo –intervino Lázaro –, a ti ni te mencionaron –percibió que le
preocupaba ser identificado.
–¿No?
–No.
Hizo una mueca, pero el reportero no supo si era de conformidad o todo lo
contrario.
–¡Muchachos! –Se levantó el gran hombre –. ¡Es hora de celebrar...!

Esa misma tarde en otra parte de la ciudad, particularmente en los pasill os


de un reconocido corporativo: La marcha presurosa de un mensajero buscaba al-
canzar la oficina del director general. Tocó a la puerta.
–¿Quién? –se escuchó una voz sonora en el interior.
–Traigo un paquete licenciado –respondió el joven.
–¡Entra!
La puerta de cristal biselado se abrió hacia adentro dejando ver la figura
de espaldas de un hombre no muy alto que obs ervaba hacia el exterior por una
gran ventana.
–¿Qué pasa? –preguntó sin voltear.
–Le envían esto –traía una memoria USB en su mano –, dicen que es ur-
gente que lo vea...
–¿Quién?
–El Sr. Mateo.
–Déjalo en el escritorio –entrelazó sus manos por la espalda.
El muchacho caminó despacio sobre la duela, como si temiera hacer ruido.
Su jefe sabía que estaba ahí, no era necesario ocultarlo; pero por alguna razón le
mostraba un exceso de respeto. Dejó el paquete donde le dijeron y se retiró siem-
pre viéndolo de frente.
El sujeto permaneció sólo unos cuantos segundos más en la ventana, luego
miró lo que le habían dejado y caminó pausadamente hasta su asiento, donde, con
ayuda de una laptop, empezó a revisar el contenido.
El dispositivo sólo contenía un archivo, era un video de reciente grabación.
Sabía que no se lo hubieran enviado si no fuera importante; aunque ni siquiera
sospechaba de qué se trataba.
La reproducción fue al grano, era el reportaje que hacía poco se había
transmitido en los medios. El hombre exhaló por la nariz como tratando de mant e-
ner la calma, hasta que llegaron al punto de la conversación. Entonces su puño se
estrelló con la superficie de su mueble, astillándolo. Aquella delgada mano era
capaz de hacer gran daño, aunque no aparentara tanta fuerza.
Contrario a lo que pudiera pensarse, el hombre sólo se limpió un poco, no
se había lastimado –considerando la fuerza del golpe–. Utilizó su teléfono para

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hacer una llamada:
–¡Convoca al concejo de inmediato! –gritó –... ¡y que alguien venga a cam-
biarme el escritorio...!

Una noticia de esa naturaleza correría como pólvora encendida, el equipo


lo sabía, y así sucedió. Pronto el reportaje se convirtió en el tema con el que ama-
necía la ciudad, y el país. Para mala fortuna de los autores, había involucramiento
de personajes importantes que todavía no se habían manifestado. ¿Estarían prepa-
rados para la reacción?

Después de unos días y luego de atender un poco los ecos del evento , el
reportero le pidió ayuda a su compañero para continuar con la investigación. Que-
ría hacer un nuevo recorrido para buscar testigos .
–... Me pone nervioso subirme a esta camioneta otra vez contigo –admitió
Francisco al recibir su mueble.
–¿Te trae malos recuerdos?
–Dile como quieras.
–No tenemos otra cosa en qué movernos güey, a Ricardo ya no le permi-
tieron prestarme la de la empr esa, así que ni modo... además, alégrate que ya esté
lista, y bastante rápido por cierto.
El Gordo sólo hizo una mueca, de cualquier manera no estaba muy con-
forme con volver a acercarse a aquel lugar.
–¿Crees que vayan a volver? –preguntó un poco nervioso.
–Así como están las cosas, por supuesto que no... –aseguró.
El rechinido del cambio de velocidad interrumpió la conversación, luego un
extraño cascabeleo.
–Parece que no la revisaron bien –comentó el Gordo.
–Creo que ya estaba así.
–No creo que a Sofía le parezca.
–Si quieres la llevo de vuelta.
–Te avisaría... y por cierto, ¿cómo vamos a entrar de vuelta?, hasta donde
sé, el sitio sigue acordonado.
–Lo sé, por eso quiero visitar un pueblito cercano, se llama Redención...,
alguien por ahí puede darnos la mano.
–¿Sabes cómo llegar?
–Lo r evisé ayer, no te preocupes, es sencillo...

El acceso a la población se encontraba unos kilómetros más delante de su


habitual entrada, era un camino de terracería en su mayor parte. A la orilla de la
carretera se levantaban pequeñas casuchas de lámina y madera, entremezcladas
con pequeños negocios de productos regionales: Cantera, viveros, elote desgran a-
do, pan regional, etc. La comunidad fuera de la ciudad vivía prácticamente del tu-
rismo local.

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Cientos de metros más adentro, cuando la vegetación empezó a hacerse
un poco más densa y los rastros de “civilización” se desvanecieron, un letrero mal
cuidado, sostenido apenas por la levedad del tiempo, describía: “Bienvenidos a
Redención, población 1,211 habitantes”.
Tal como lo había comentado Don José, era un lugar casi desierto. El paso
estaba flanqueado por viejas construcciones. Lo primero en el camino era un pa r-
que sucio y un kiosco descuidado, en el que un par de niños jugueteaban. La sor-
presiva visita captó de inmediato su atención.
Francisco fue rodeando la plaza observando una vieja alma sentada en una
banca. Parecía como muerta, no movía ni un dedo, ni siquiera con el andar del
automóvil, quizás sólo dormitaba.
–¿Estás seguro que es aquí? –preguntó dudando el piloto.
–El letrero lo decía –contestó Lázaro.
–¿Qué hacemos?, ¿a dónde vamos? –quería instrucciones.
–Esta plaza debe ser el “centro” del pueblo. Deja la camioneta donde qui e-
ras y vamos a bajarnos.
El ambiente se sentía húmedo y amenazaba lluvia.
–Espero que te apures –señaló el Gordo –, no quiero que el agua nos pes-
que aquí, con tanta terracería sería complicado salir.
–Tú tranquilo... ¿puedes bajar la cámara de una vez? –sonó un poco impe-
rativo.
–“Sí jefe” –respondió con sarcasmo.
Se apearon junto a unos locales comerciales, que habían funcionado en al-
guna ocasión, recorrieron un largo pasillo techado, seguían frente a la plaza. Los
vitrales aún exhibían algunas promociones de los estableci mientos, quizás las últi-
mas.
–¿Qué pasó aquí? –se preguntó el camarógrafo mientras hacía una toma
del lugar.
–Según Don José todos se fueron...
–¿Por? –se detuvieron a charlar.
–Tiene que ver con la secta y sus acciones.
–No entiendo.
–Yo tampoco, Gordo, a eso vinimos, a hablar con alguien que nos pueda
explicar... sólo que primero tenemos que encontrar a “alguien”... parece que esta
zona es la parte comercial, y está más muerta que el pueblo. Tal vez no encontr e-
mos a nadie.
El par de niños seguían observándolos con curiosidad, hasta que al repor-
tero se le ocurrió que podían serle de utilidad.
–¡Mijo! –le gritó como lo haría un mayor a un infante.
Ellos se miraron entre sí con la inocencia propia de su edad, luego acudi e-
ron al llamado juntos.
–¿Pueden indicarnos si hay algún lugar por aquí donde podamos comer a l-
go? –preguntó sin mayor preámbulo.
Los pequeños se miraron entre sí, traían entre sus manos una pelota vieja

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y ponchada, no comprendieron del todo la pregunta.
–¿Quieren ganarse veinte pesos? –El reportero sacó el billete.
–¡Sí! –gritaron al unísono y lo tomaron casi arrebatándolo –... Camine a la
derecha por la esquina... ahí está la fonda de Doña Lucha... –Ahora sí habían en-
tendido.
Corrieron de vuelta al parque sin decir más, admirando su nuevo tesoro.
–...Gracias –dijo Lázaro apenas dejando escapar las últimas letras, pero ya
se habían ido –... Gordo –lo miró –, ¿vamos?
–Qué más queda –dijo con poco ánimo.
El equipo siguió las indicaciones , hasta que más adelante, sólo unas cua n-
tas casas más, una señora de unos sesenta años barría la inagotable fuente de
polvo frente a su puerta. Al lado, un pequeño patio vacío y un par de mesas era lo
más semejante al lugar que buscaban.
–¡Buenos días! –llegó saludando el reportero.
–¡Buenos días! –correspondió sonriendo ella un poco sorprendida.
–¿Es usted Doña Lucha?
–Sí...
–Disculpe, nos dijeron que tenía usted un lugar donde nos podíamos sen-
tar a comer.
–¡Pásele! –se alegró al ver a los primeros clientes del día.
El lugar estaba algo sucio, situación que el medio ambiente propiciaba. Las
calles apenas tenían pavimento y estaban llenas de baches, además del viento que
soplaba por la naturaleza del valle.
Francisco y Lázaro pasaron hasta una de las dos mesas y se escuchó cómo
la señora regañaba a una niña adentro por estar dormida.
–¿Qué quieres hacer aquí Lázaro? –preguntó intrigado el camarógrafo.
–Todavía no lo sé, hay cosas que me dijo Don José en su momento que
quisiera confirmar.
–¿Crees que este sea el mejor lugar para hacerlo?
–Pues es aquí, con la señora dormida del parque o con los niños, ¿qué pre-
fieres?
El Gordo lo pensó un momento, y después comprendió:
–Creo que podemos empezar por aquí –apoyó.
La señora se acercó a ellos sin una libretita o algo con qué anotar, sólo les
preguntó:
–¿Qué desean jóvenes?
–¿Tiene algo de tomar? –preguntó Francisco.
–Café, porque las “cocas” están al tiempo –así le llamaba a los refrescos.
–El café es bueno por aquí Gordo –señaló el reportero acordándose de su
experiencia.
–Café entonces –aceptó el comensal.
–¿Y qué quieren comer? –preguntó de buena gana.
–¿Qué tiene?
–¡Uy! –exclamó con alegría –, tenemos gorditas de harina, frijolitos, chori-

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zo y un queso de rancho buenísimo... lo hacemos aquí mismo.
A Francisco se le hizo agua la boca, le recordó un poco lo que se estaba
perdiendo en casa, para Lázaro era algo diferente, pero apetecible.
–¿Tu vas a querer algo Gordo?
–¡Claro! –abrió grande los ojos.
–Tráiganos un poco de todo señora...
–¡Trabaja de inmediato! –Exclamó para sí. A pesar de su edad, Doña Lucha
tenía mucha energía.
La mujer continuó con su sermón a la pequeña al entregarle la orden,
mientras aquellos dos, además de sentarse a comer, planeaban cómo iban a apro-
vechar mejor el tiempo.
–Por lo menos valdrá la pena la vuelta –se alegró el Gordo y su buen dien-
te.
–Ojalá podamos sentar a la señora para entrevistarla –propuso Lázaro.

Poco después recibieron un par de platillos típicos de la región sumamente


bien servidos en un par de platos de barro cocido y adornado con los detalles de la
artesanía del lugar, además de dos tazas bien calientes de café de olla .
Al reportero no le había animado mucho el menú ; pero cuando lo tuvo en-
frente, se dispuso a engullirlo con alegría. Ni qué decir del Gordo que lo disfrutó
como pocos.

–¿Doña Lucha? –la llamó el investigador cuando casi terminaba su almuer-


zo –... ¡venga! –la sorprendió asomándose por la cocina.
La señora se extrañó por la petición. En un principio creyó que no les había
gustado la comida; pero el reportero quería invitarla a sentarse.
–Muy sabroso todo, señora –dijo él.
–Gracias –sintió alivio al escuchar aquello y los acompañó.
–Oiga, ¿le puedo hacer una pregunta?
–¡Claro! –respondió encantada con un perfil muy campirano.
–¿Podemos tomarle video?
–¿Video? –ignoraba la palabra.
–Sí –percibió su ignorancia –, es como una película.
–¡Ah claro! –volvió a exclamar.
El reportero le hizo la seña a su compañero y este enc endió la cámara pre-
parando la toma.
–¿Si ha sabido de las cosas que han pasado por aquí verdad?
–¿Cómo de qué? –frunció el ceño extrañada.
–¿No han llegado a preguntar nada?, ¿policías o alguien más?
–No –negó haciendo una mueca –, ¿quién tenía que venir o qué?

El investigador miró a su camarógrafo, de alguna manera le parecía lógico.


Nadie se había preocupado realmente por el caso de Roxana entonces, sólo ellos.
¿Ineficiencia, olvido o simple cinismo?

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–¿Usted conoce a Don José?
–¿Don José?, no sé, aquí había muchos que se llamaban así.
–El señor que vive en la ladera del valle.
–¡Ah sí! –prorrumpió haciéndose hacia atrás –. Ese viejo nos tiene bombos
a todos con sus historias... hace tiempo que no viene por aquí; pero mi viejo es el
que más platicaba con él, se arrejuntaban en una cantina aquí cerca, hace mucho,
antes de que cerrara.
–¿Su viejo?
–¡Sí! –expr esó moviendo su cabeza hacia un lado –, ha de estar ahorita ti-
rado el güevón en la cama.
–¿No escuchó entonces lo que pasó aquí cerca?, ¿no oyó las noticias en la
tele?
–¿Tele? –pr eguntó a manera de regaño –. ¡No hijito!, aquí no tenemos ni
luz, hace tiempo la cortaron y nadie dijo nada... por eso no tengo cocas frías –
justificó –. Me cuesta conseguir el hielo.
Los investigadores no habían notado ese detalle.
–¿Y qué pasó aquí cerca? –preguntó con inocente curiosidad.
–No mucho Doña Lucha, no mucho –intentó retomar, era él el que quería
respuestas –... ¿su marido hablaba mucho con Don José?
–Sí –aseguró la anciana –, se la pasaba todo el día en la cantina con él y
luego venía a contarme cuentos a la casa... como una es la que trabaja y el venía
bien cuete, ni le ponía atención.
–¿Usted no platicaba con Don José?
–En veces, pero iba poco a la casa. Mi viejo sabía que no me gustaba que
fuera...
–¿Podríamos hablar con él?
–Pos –se quedó pensativa –, si quiere despertarse, aunque nunca quiere.
–¿Dónde se encuentra?
–Permítame –volteó a la cocina y gritó –: ¡Luchita!
Una niña de unos diez años salió corriendo, apenas vestía un vestido viejo
muy ligero, y el clima no era muy propicio para una vestimenta así.
–¡Ve por tu abuelo mija! –ordenó la señora.

El reportero sintió lástima por aquellas personas, tal vez lo habían tomado
en esos escasos momentos sensibles de su existencia, pocos a decir verdad.

–¿Es su nieta? –preguntó mientras la pequeña salía corriendo.


–Sí –dijo la señora mirando la entrada –, mi hija se nos fue muy joven, ya
hace algunos años... y su papá, bueno, nunca supimos quién fue –la mujer se en-
tristeció.
Sin querer, había tocado una fibra sensible, lugar al que nunca hubiera d e-
seado llegar; pero ya estaban ahí.
–Si no es indiscreción –dijo el reportero –, ¿puede decirnos cómo murió? –
no sabía si tenía o no relación con lo que investigaban, sól o era por empatizar.

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–Enfermó un día –la mujer perdió su mirada en el suelo –, nosotros no ten-
íamos cómo atenderla... nunca supimos bien a bien de qué...
No tenía caso seguir ahondando en el asunto.
–Perdónenme –se excusó Doña Lucha –... dejé algo en la cocina –se le-
vantó limpiándose una lágrima.
Lázaro terminó de tomar su café, sintiéndose un poco incómodo.
–Buena la hiciste –reprochó Francisco.
–Lo sé –admitió –, no sé ni por qué pregunté.

Minutos después la niña regresó... sola.


–¿Qué dijo tu abuelo mija? –preguntó Doña Lucha.
–No se quiere mover...
El reportero sabía que quizás aquel hombre era su mejor fuente de info r-
mación, así que intentaría otra cosa:
–Doña Lucha, puedo pedirle algo a la niña.
–Sí –r espondió no muy convencida.
La pequeña se acercó con el extraño y este le dijo en voz baja:
–Dile a tu abuelo que si se quiere ganar un dinero por platicar con nos o-
tros, todo lo que tiene que hacer es venir tan pronto como pueda.
Ella sonrió inocentemente y salió corriendo nuevamente.
El reportero se levantó satisfecho de la mesa y preguntó a la dueña del n e-
gocio:
–¿Cuánto va a ser Doña Lucha?
–Sesenta pesos...
–¿Por cada uno? –preguntó incrédulo.
–No, joven, como cree, por los dos...
Lázaro miró a Francisco, quien entendió de inmediato el mensaje, y mene-
ando su cabeza afirmativamente apoyo el plan.
–Tome –se le acercó y le dio un billete de doscientos.
–Joven, yo no tengo feria...
–Entonces déjelo así –tenía la respuesta preparada.

La señora sólo lo miró mientras el hombre sonreía satisfecho como si


hubiera hecho su buena obra del día, luego guardó el pago y le dio las gracias r e-
gresando a sus labores con un serio semblante.

–¿No viene mucha gente por aquí ya, verdad? –preguntó el reportero.
–No, desde hace un tiempo la gente empezó a irse, quedamos muy pocos.
–Es lo que noté –señaló recargándose en la barra que los separaba –, sólo
vi unos niños en el parque y una señora.
–Ya ni siquiera van a la escuela, cerró también hace tiempo... este es un
pueblo olvidado de Dios.
–¿Ni siquiera sus vecinos vienen al negocio?
–Más tarde quizás, uno que otro viejo como yo –rio un poco –, a veces no

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se para nadie en todo el día. Mucho menos gente de fuera como ustedes... vivimos
de lo que nosotros mismos sembramos en nuestros patios, de las gallinas y los
animales que nos quedan...
–Ya veo...

Poco después, un hombre mal fajado y su nieta llegaron. El tipo tenía una
extraña mueca en su rostro y un letrero en la frente que decía: “Conveniencia”.
–¡Buenos días! –saludó el tipo.
–Ese es mi viejo –dijo Doña Lucha de mala gana.
–¡Buenos días!, señor... –El reportero extendió la mano esperando una
respuesta.
–Llámeme Benito –r espondió.
–Don Benito, soy... Lázaro –No quería complicaciones con su nombre –, y
mi compañero es Francisco –lo señaló en la mesa.
–La niña me dijo que querían platicar conmigo y que iban a pagarme –fue
directo al grano.
–Claro Don Benito, me gustaría habl ar con usted sobre algunas cosas...

Se despidieron de su anfitriona y salieron a la calle.


–Y dígame –preguntó el lugareño –, ¿para qué soy bueno?
–Don Benito –seguían caminando al interior del pueblo –, ¿usted conoce
bien a Don José?
–¡Uy, sí! –exclamó con un ademán –, ¡claro que lo conozco!, ¡es un gran
amigo!
–Pues verá –trataría de ponerlo en términos sencillos –, él nos contó algu-
nas cosas que en su momento nos parecieron un poco extrañas... ¿usted sabe algo
de eso?
La pregunta era muy general, y el hombre no entendía muy bien a qué se
refería.
–No lo entiendo –dijo con franqueza.
–¿Nunca escuchó sus historias sobre brujas y fantasmas?
–¡Uy, sí!, ¡todo el pueblo lo oyó!
Lázaro le hizo una seña a Francisco quien se colocó enfrente mientras ca-
minaban.
–¿Puedo hacerle unas preguntas frente a la cámara?
–¡Claro!
El camarógrafo empezó a rodar.
–¿Qué sabe usted de las personas que se reunían por las noches cerca de
aquí?
–Nada –respondió con franqueza.
–¿Nada?
–No, yo nunca los vi, sólo supe de eso por lo que me contó Don José.
–¿Y qué le contó Don José?
–Que aquí cerca se reunían en el valle... a invocar al... Diablo.

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–¿A invocar al Diablo? –repreguntó.
–Sí... dice que hacían hechizos y aparecían cosas... hubo gente del pueblo
que desapareció, unos se fueron y otros... no sé, dicen que se los llevaron.
–¿Quiénes se los llevaron?
–¡Ellos! –exclamó.

El reportero no estaba muy convencido del testimonio, no sabía si aquel


hombre le estaba dando por su lado sólo para ganarse el dinero o si realmente
hablaba con conocimiento de causa.

–¿Y usted cómo lo sabe?


–Los que vivían más lejos del pueblo, en las orillas del río, esos desapare-
cieron primero –explicó –. Nadie supo si se fueron o simplemente se los llevaron...
Otros se enfermaron de manera rara , hubo mucha muerte por aquí durante algu-
nos años. Decían que estábamos malditos. Los que tenían la fuerza suficiente se
fueron yendo...
–¿Secuestraron gente?
–No que yo sepa.
–¿Ustedes por qué se quedaron?
–¿Para qué nos íbamos?, somos viejos y mi vieja ya no puede iniciar en
otra parte, el negocio es todo lo que tenemos...

“Pero nunca lo trabajaste”, pensó con malicia.

–... Mi hija –recordó –... un día enfer mó y ya nunca se levantó... Muchos


dijeron también, que sacaron a los suyos de las tumbas –Desvariaba un poco con
sus ideas.
El comentario alertó al investigador:
–¿Cómo que se llevaron a los suyos?, ¿quiénes?
–¡Pues de quién hablamos! –exclamó –... ellos hacían eso con frecuencia,
el panteón está lleno de hoyos y cosas raras, ya nadie se acerca ahí, y menos en la
noche.
–¿Puede llevarnos?

El viejo detuvo su andar mientras movía nervios o sus manos. No estaba


muy de acuerdo con el plan.

–Señor –dijo con voz temblorosa –, hace mucho que no voy para allá...
–¡Don Benito! –lo interrumpió bruscamente –, ¿quiere usted ganarse una
buena lana? –Le pasó el brazo por la espalda.
–Claro, señor...
–Pues entonces llévenos allá.
Muy a su pesar, el viejo ventajoso tuvo que aceptar el trato.

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El cementerio se ubicaba a las afueras del pueblo por un camino que dib u-
jaba la periferia; un cerco de madera vieja y podrida anunciaba sus límites.

–¿Esto es? –preguntó el reportero con cierto desdén al observarlo.


–Sí –r espondió su guía con paso pausado.
La vegetación era mudo testigo de años de descuido. La entrada, que
quizás algún día tuvo una puerta, daba libre paso, y ni un alma se divisaba a su
alrededor.

Don Benito se detuvo antes de ingresar y observó pensativo el horizonte.


Después de unos segundos confesó:
–Hace mucho que no visitaba a mi niña ...
El hombre se introdujo primero esquivando la hierba, seguido por el par
de investigadores quienes notaron de inmediato la inmensa magnitud del lugar.
–¿No crees que esto es algo grande para un pueblo? –murmuró Francisco.
–También lo noté Gordo, parece que todo el mundo está enterrado aquí –
se quedaron un poco atrás.
–¿Y qué buscamos?
–Ya lo iremos descubriendo... tú empieza a grabar...

Avanzaron un poco más hacia el centro. El cerco sólo cubría la parte que
colindaba con el camino, luego el camposanto se extendía sin control hacia el inte-
rior perdiéndose en la espesura y las depresiones desordenadas del terreno.
–¿No hay vigilante? –preguntó ingenuo el reportero.
–Lo hubo –r espondió Don Benito mientras alzaba los pies para librar los
matorrales –, pero también se fue hace tiempo... dicen que algo lo espantó.
–¿Vivía aquí?
–Tenía su casita un poco más allá del camino... di cen que una mañana
simplemente ya no estaba.
–¿Y quién se encarga ahora?
–No hay nadie... él también se encargaba de enterrar a los difuntos... hubo
un tiempo en que tuvo mucho trabajo, por eso esto crec ió demasiado –Se detuvo –
. ¿Qué es lo que querían ver? –cuestionó ya un poco nervioso.
–Haz una toma abierta Gordo –indicó el reportero, luego regresó con su
guía –: Don José habló de la desaparición de los cuerpos y usted también lo men-
cionó, ¿qué hay con eso?, ¿dónde están las tumbas vacías?
–Pues –empezó a dudar –... yo no lo vi, sólo lo escuché; pero estoy seguro
que sí sucedió; tampoco era mi asunto, así que no vine hasta acá a ver si pasaba o
no, ni siquiera me acerqué...

Lázaro se molestó un poco, ahora estaban en medio de un cementerio sin


un guía confiable confirmando una historia de dudosas bases.

–¿Entonces no está seguro de dónde buscar?

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–Depende, ¿valdrá la pena esto? –preguntó el lugareño haciendo una seña
con la mano que implicaba: “Recompensa”.
El reportero ahora comprendía, así que rápidamente le externó:
–Le bastarán quinientos pesos Don Benito... pero sólo si encontramos lo
que buscamos –advirtió.
El viejo sonrió contento, la verdad es que pretendía mucho menos.
–¡Por esa cantidad los llevo hasta el infierno! –Mostró su desaseada den-
tadura ampliamente, deshaciéndose también de su temor –... según r ecuerdo,
fueron las tumbas de la familia Hernández las más afectadas, creo que también mi
compadre lo mencionó, ¡vamos para allá! –tomó un segundo aire.

Don Benito los fue llevando hasta acercarse al fondo. El primero que le-
vantó una señal de alerta fue el Gordo, advirtiendo un hallazgo.

–¡Tómalo! –ordenó el reportero al localizar la primera.

El suelo se abría a unos dos metros de profundi dad sin ningún señalamien-
to. La vegetación ya crecía en el fondo al lado de algunos restos de madera, posi-
blemente lo que había sido un ataúd.

–¿Encontraron una? –pr eguntó el lugareño alcanzándolos –... sí, esta fue
una de esas... –Confirmó parándose casi en la orilla.

Por lo descuidado del lugar s eguramente había ocurrido hacia buen tiem-
po, ni siquiera contaba con una lápida o algo que indicara quién había estado ahí.
Don Benito no lo recordaba, habían ocurrido tantos decesos en tan poco tiempo
que era difícil hacerlo; pero lo que sí era seguro, era que se trataba de alguien que
había podido pagar un ataúd. Muchos de los que le siguieron simplemente habían
sido sepultados en una manta. Pocos en el pueblo podían darse el lujo de hacerlo
de otra manera.
Lázaro organizó la escena para entrevistar a Don Benito junto al hallazgo.
Fueron algunas preguntas sencillas, sólo para tener un testigo a cuadro que explic a-
ra los acontecimientos.

–Mija está más allá, creo –dijo el anciano cuando terminaron –, ¿si me
permiten ir a verla?
–Vaya Don Benito, lo alcanzamos en un rato, vamos a echar un ojo por
aquí todavía.
El viejo se les perdió de vista al caminar hacia la espesura.
–Hay que tener cuidado Gordo –indicó Lázaro –. No sabemos cuántas de
éstas habrá y podemos caer en un pozo si no nos fijamos.
–¿Qué crees que haya pasado aquí?, ¿para qué saquear una tumba?
–Según Don José, estos sujetos utilizaban los cadáveres en sus rituales.
–Eso es demasiado macabro.

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–Lo sé Gordo, pero después de lo que hemos visto, creo que nada debería
de sorprendernos...

Un grito sonoro encrespó la piel de aquel par, fue como un lamento , esta-
ba cerca, y era la voz de Don Benito. Ambos giraron su cabeza hacia su origen y
empezaron a correr pensando que el hombre estaba en problemas.

–¡Don Benito! –gritó Lázaro estando cerca, no se veía –... ¡Don Benito! –
repitió.
Ahí, tendido de rodillas, estaba el viejo, llorando, junto a otra tumba abier-
ta cerca de un árbol grande.
–¿Qué pasa? –Se acercó el reportero aminorando su carrera y colocándose
a un lado.
–También se la llevaron –dijo el viejo en medio de un gran gimoteo.

Las condiciones eran muy similares, la tierra separada anunciaba la ausen-


cia de su hija. Para el reportero no implicaba una gran pérdida, era sól o un cuerpo
físico que la muchacha no iba a volver a usar. Francisco en cambió, simpatizaba
más con la causa del hombre.

–¿Cómo sabe que aquí estaba su hija? –preguntó Lázaro sin encontrar ras-
tro de la lápida.
–La enterramos aquí –sollozó –... al lado de este árbol... –Señaló con la
mano.
El reportero no tenía manera de contradecirlo ni sabía cómo reconfortarlo.
El Gordo empezó a grabar después de darle una palmada en la espalda . Más allá,
no lejos de ellos había otro caso, y otro, eran alrededor de una docena.
–¿Qué es esto Lázaro? –preguntó asustado el camarógrafo al observar el
cuadro.
–Esto... es una noticia Gordo...

El camino a casa sucedió en el más absoluto silencio, ambos se quedaron


callados y pensativos tratando de entender lo que acababan de presenciar. Ni si-
quiera el reportero, aún sabiendo lo que le había comentado su primer testigo,
pensó en encontrar algo semejante, ni siquiera estaba seguro de haberlo creído en
su momento.

El silencio fue interrumpido por una llamada al celular de Lázaro, era Ri-
cardo:
–¿Qué pasa? –preguntó el reportero ensimismado.
–Lázaro, ¿cómo andan?
–... “Pasmados” es la palabra correcta.
–¿Algo interesante?
–Bastante, Richard, bastante... ¿qué sucede? –intuyó que no le llamaba

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para preguntarles cómo les había i do.
–¿Pueden llegar al canal?
Lázaro miró al Gordo, quien no opuso mucha resistencia , aunque ya había
considerado que esto último, era el final de su jornada.
–¿Tienes algo? –preguntó el reportero tratando de encontrar una buena
excusa para realizar la escala.
–Me están pasando una serie de llamadas y correos electrónicos con i n-
formación del caso. Supongo que la mayoría no nos servirán; pero me gustaría que
las revisaran.
–Vamos para allá –colgó –... Gordo, si quieres déjame en el canal y vete
para tu casa, lo que tiene Richard lo puedo revisar por mi cuenta.

Francisco volteó un momento a ver a su amigo y coincidió con él, un poco


más tarde hizo como habían convenido.
–¿Todo bien Gordo? –le preguntó antes de apearse.
–Supongo que sí –no se oía muy convencido.
–¿Qué?, ¿te molestó caminar entre las tumbas? –quiso bromear tratando
de mantener su acostumbrada frialdad.
–Sí... y no fue tanto eso... pienso en lo que hacemos, ni siquiera sabemos
con quién nos estamos metiendo. ..
–En eso te doy la razón –aceptó el reportero –, pero para eso los estamos
investigando, para descubrirlos...

–Tengo miedo –confesó.

Lázaro apretó su mandíbula tratando de encontrar las palabras correctas


para estimular a su compañero, pero no lo logró.

–Entiendo esa parte amigo... por ahora, creo que deberías irte a descansar
y ya platicaremos mañana o pasado mañana, ¿qué te parece?
–¿Descansar?, bueno, va a ser un poco difícil ahora, todavía tengo algo
qué hacer –Había algo muy personal que no había comentado.

Francisco hizo un gesto de conformismo, le entregó el nuevo material que


habían conseguido y se despidió.
Lázaro se apeó y esperó a que la camioneta se perdiera en la siguiente es-
quina, luego ingresó a las instalaciones como le había pedido Ricardo, guardó el
video en su oficina y fabricó una copia, recogió después lo que le tenía preparado
su jefe en turno y se fue.

Esa tarde ya en casa, no había excusa para no seguir atareado.


–¡La casa de un hombre es su castillo! –exclamó el reportero con la moral
por las nubes –... ¡y en este castillo es hora de trabajar!
Lo primero que tenía que hacer era descartar lo obvio, en otras palabras,

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el noventa por ciento de la información del gran hombre. Era increíble cómo, las
supuestas pistas se multiplicaban como roedores cuando se trataba de una noticia
así; claro, que la gran mayoría de los que querían ayudar, tenían una idea errónea
de lo que podía ser una pista útil.

Después de muchas llamadas y contactos sólo consiguió perder el tiempo.


En realidad, era lo que esperaba, sólo que no podía descartar ningún indicio. No
consideró que fuera necesario seguir hurgando, así que dej ó esto por la paz:
–Es todo Encarnación, creo que no hay mucho más qué hacer aquí... –
estiró los brazos y todo su cuerpo –... mañana puedes continuar.
Se incorporó y se dirigió a su recámara, era ya de madrugada, tal vez cerca
de las tres de la mañana, su acostumbrada hora de cierre de operaciones . Después
de dar sólo unos pasos, un ruido lo puso en alerta.

“¿Eso se escuchó adentro?”, pensó.

Lo más probable es que se tratara de un animal, los gatos domésticos se


paseaban mucho por el vecindario. Fue a asomarse a la ventana, hasta donde podía
percibir todo estaba tranquilo. Unos segundos después se repitió a sus espaldas,
como si hubiera al guien en la casa.
Lo primero que pasó por su mente fue que el posible allanamiento estaba
relacionado con lo que hacía. El Gordo se lo había advertido, por qué no le había
hecho caso. Si tenía razón, el escenario no era muy halagüeño, estaba desarmado y
en mala posición. Tenía que encontrar algo con qué defenderse y avisar de su si-
tuación, si tenía oportunidad. El teléfono s e encontraba a sólo unos pasos y su
celular no sabía dónde había quedado, o tal vez el temor lo había hecho olvidarlo .
Los guardias de la entrada podían defenderlo, además de ser la única ayu-
da cercana; pero tampoco recordaba cómo marcarles , nunca había tenido que
hacerlo. Estaba por su cuenta.

“¡La cocina!”, en medio de aquella situación era una buena idea .

Era el refugio más a modo y donde podría encontrar un “arma”. Hizo el


menor ruido posible hasta llegar a tomar el cuchillo más grande. En aquel momen-
to lamentó no contar con algo mejor. En fin, no era momento para llorar por eso
ahora.
La habitación quedó a oscuras, todos los interruptores se apagaron a su
paso, la estrategia era alcanzar un rincón cerca del suelo. Esperó y aguzó el oído
tratando de localizar a sus agresores. Después de unos segundos no había sucedido
nada, así pasaron varios minutos, luego, cuando estuvo seguro de que estaba solo,
revisó puertas y ventanas, todo estaba en su lugar; pero estaba seguro de haber
escuchado algo antes, se sentó en la sala, aún con la luz apagada, y trató de tran-
quilizarse.

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–Mañana compro una pistola ... y pongo una alarma –se dijo a sí mismo.
Arrastró sus manos sobre el rostro mientras se preguntaba qué era lo que
había sucedido. No había duda de que no había sido un episodio normal, aunque
las pruebas físicas ahora indicaban todo lo contrario, ¿o acaso se estaba volviendo
loco? Lo mejor era irse a descansar, sin olvidar, claro está, cerrar con llave su dor-
mitorio.
A pesar de su innata habilidad para pasar por alto estos eventos, Lázaro
sólo pudo dormir a medias . Su sueño se interrumpía en lapsos sin poder descansar
del todo.

Para cuando se dio cuenta, el timbre del teléfono junto a su cama lo des-
pertó martirizando sus oídos. ¿Qué hora era?, seguramente después del mediodía
porque ya no veía la luz del sol colarse por la rendija de la ventana, lo confirmó al
mirar el reloj despertador. El aparato seguía sonando, ¿quién era tan insistente?, el
dolor de cabeza ya era de por sí insoportable, fue a contestar con molestia:
–¿Quién es?
–¿Lázaro? –era la voz de Ricardo con cierta seriedad poco característica en
él.
–¿Richard?, ¿qué pasa? –el periodista lo notó.
–Tienes que venir de inmediato al canal.
–¿Qué sucede?
–La gente de tu... “amigo” Guardiola está aquí con una orden para confis-
car el material concerniente al reportaje.
Lázaro se incorporó de inmediato entendiendo la urgencia del caso.
–¿Puedes detenerlos?
–No sé siquiera si pueda impedir que tomen lo que ya tomaron.
–No podr é llegar a tiempo.
–Tal vez no –lamentó el jefe de información –, haz lo posible...

La línea se cortó y el reportero se alistó con lo mínimo requerido para salir


a la calle. Tenía que llegar antes de que el equipo se retirara; aunque, en caso de
llegar a tiempo, tampoco iba a poder detenerlos.

Lázaro violó una serie de señalamientos de tránsito y algunas luces en rojo


para lograr su objetivo, hasta encontrarse con un viejo conocido en el estaciona-
miento del canal:
–¿Qué pasa aquí? –Interrogó pretendiendo demostrar autoridad.
–¡García! –sonrió cínicamente el agente (ahora venía la suya) –. ¿Qué
haces por estos “lares”?
–Esa es una palabra nueva Guardiola... la acaba de aprender –A pesar de la
situación el reportero no podía refrenar su lengua.
–Buen punto García –admitió la autoridad –... pero si no le importa, tene-
mos algo de prisa y queremos llevar a revisar lo que hemos incautado.
–¡Eso que traen ahí es mío! –Reconoció sus documentos y parte del equi-

- 73 -
po del Gordo.
–Ahora forma parte de la evidencia del caso de Roxana Treviño...

El par de sujetos caminaron a paso rápido por las instalaciones hasta el


vehículo oficial.
–¿Qué piensas hacer con eso? –preguntó dándose cuenta que llevaba las
de perder.
–Lo que tenemos que hacer, García, investigar y sacar conclusiones –el ti-
po subió y cerró la puerta dejando la ventanilla abierta.
–Guardiola –dijo a través de ella –, ¿por qué haces esto?, bien pudimos
haberte dado una copia si así lo requerían.
–Las cosas son así García, hay una orden, que ya tiene tu jefe, en la que se
les prohíbe comunicar a la opinión pública cualquier material relacionado con el
caso de Roxana Treviño...
–Guardiola –intentó suavizar su petición –, a veces quisiera saber de qué
lado estás.
–¡Del lado de la ley! –gritó para luego cerrar el cristal y arrancar.

Un pequeño convoy abandonó las instalaciones ante la impotencia del r e-


portero, quien prosiguió hacia las oficinas buscando a Ricardo.

–Veo que no llegaste a tiempo –dijo el cabecilla.


–No, aunque de nada hubiera servido, esto es una mordaza a los medios.
–Lo sé, todos los sabemos; pero ellos tienen las leyes a su favor y las pue-
den mover como mejor les plazca.
El reportero avanzó hasta sentarse enfrente.
–¿Y Francisco? –preguntó.
–Me pidió este día para descansar –Se veía consternado.
–Ya veo –El Gordo no le había comentado nada –... ¿qué se llevaron?
–Irrumpieron en tu oficina y en el escritorio de Francisco, tomaron los vi-
deos correspondientes al caso; de la bodega, se llevaron también todos los origina-
les y las posibles copias... ¿conservaste algo? –preguntó con esperanza, sabiendo
que lo demás no lo volvería a ver.
–Siempre guardo una copia –confió el reportero.
Ricardo resopló con esperanza.
–¿Y qué más te dijeron? –siguió averiguando.
–Dejaron una orden en la dirección general del canal y una copia para mí.
Debemos olvidarnos del caso... ¡finito! –exclamó de mala gana.
–La orden es para ti y para el canal, no para mí, yo soy independiente.
El gran hombre hizo una mueca intentando reflejar su satisfacción por la
valentía del que tenía enfrente; pero hacer eso también podía implicar un alto
riesgo para su apreciado amigo.
–Te entiendo Lázaro, pero aunque no puedo detenerte, te recomendaría
que dejaras las cosas como están y dejes que se calmen un poco... ya vendrá la

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nuestra...
–Y yo entiendo lo que dices, Richard, pero no voy a dejar que ganen.
Se levantó y acomodó su mal fajada camis a, luego salió de la oficina sin
decir otra palabra. Recorrió el pasillo y llegó a su lugar.
Afortunadamente, Ricardo tenía una copia del juego de sus llaves, de otra
manera, sabía que aquellos tipos hubieran terminado rompiendo la cerradura, lo
que lo hubiera encolerizado aún más.

El lugar estaba revuelto y su computadora no estaba. No era la principal,


pero sí guardaba algunas cosas personales. Hizo una mueca pensando en cómo
lograrían descubrir su contraseña de entrada. Ignoraba que para un medianamente
hábil personal de sistemas , sería la cosa más simple del mundo.
Se habían llevado lo que habían podido, incluso papeles de otros casos; en
fin, fuera de este último, no había algo que fuera a extrañar. Aplaudió entonces en
su mente su buen sistema de respaldos, con el que había trabajado desde hacía
años. Sólo una cosa le preocupaba: ¿Tendrían el descaro de hacer algo similar en su
casa?, ¿tendrían el derecho de hacerlo?
Lo mejor era terminar de revisar el desastre, avisarle al Gordo –no le iba a
gustar tampoco saberse ultrajado de esa forma– y regr esar a plantear algún plan
alternativo para resguardar su información. No se dejaría vencer por el sistema.

Habían sido muy precisos, como si supieran exactamente dónde estaba


todo: El video, el equipo, los documentos, las fotografías y hasta la cámara del
Gordo. Todo les pertenecía ahora.

Minutos más tarde, Lázaro se retiró a toda prisa. En el camino intentó l o-


calizar a su amigo, quien tenía el celular apagado.
–¡A buena hora te tomaste el día! –maldijo el reportero repitiendo el i n-
tento –... ¡pinche Gordo, contesta!
Nada, no hubo respuesta, lo intentaría de vuelta llegando a su casa.
Ingresó con prisa al vecindario marcando sus neumáticos en el pavimento
justo antes de cruzar el pequeño patio frontal de su residencia, antesala de su co-
chera. El sonido fue poco agradable.
–¡Siempr e con prisa vecino! –le gritó molesto Epigmenio desde la barda, el
“amable” hombre que vivía a su lado.
–¡Lo siento vecino! –se disculpó con contrarias intenciones al entrar a su
cochera.
–¡Somos gente de paz aquí! –continuó el sujeto, ya entrado en años.
Lázaro sólo hizo una mueca como si lo entendiera, tenía prisa para emp e-
zar a discutir estupideces.
–¡Pendejo! –murmuró junto con la clausura de su portón.
Inmediatamente fue a su computadora y empezó a subir todo en la nube.
No anotaría contraseñas ni ningún otro dato que pudiera guiar a alguien a enco n-
trarla. Todo estaría en su memoria y sería su respaldo de emergencia para cual-

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quier situación.
Su material físico también era importante, aunque digitalmente tuviera
una copia. Empezó a quitarlo de la pizarra y lo guardó en sobres color manila. Aún
no tenía un buen lugar para conservarlo. Fuera del Gordo y Ricardo, no había nadie
de confianza que lo resguardara , y ambos estaban relacionados con él, así que no
eran opción. Pensaría en eso más tarde, los escondió en un cajón del escritorio
mientras decidía qué hacer.
Habiendo hecho esto, intentó de nuevo localizar a su amigo. Siempre le
había dicho que debía estar localizable, no era la primera vez que se descargaba la
pila de su celular. Extendió su brazo al teléfono más cercano y se percató que preci-
samente, tenía una llamada perdida de su casa, intentó devolvérsela; pero obtuvo
el mismo resultado, era obvio que no había nadie en casa.
Tomó el auricular y empezó a darse pequeños golpes en los labios pensa n-
do en lo qué podía estar pasando. El Gordo se había tomado el día y no estaba en
su casa. Lo más probable es que hubiera salido, ya que tenía familia fuera de la
ciudad. Tal vez había ido a visitarla; pero, por qué no le había dicho nada... “y desde
cuando el Gordo tiene que darte cuenta de sus actos”, pensó.
No había más qué hacer, ponerlo al tanto tampoco cambiaba en nada la si-
tuación. Lo mejor sería esperar a que regresara.
Su cuerpo empezó a reclamar la falta de alimento un poco después, el
trajín del día no le había permitido atenderlo, pensó en prepararse algo; pero luego
cambió de opinión, salió nuevamente a la calle a buscar qué comer.

“¿Serán capaces estos tipos de meterse a mi casa con una orden para des-
pojarme?”, pensó en el camino. “Tal vez eso es lo que escuché anoche”, relacionó.
“Tengo que estar preparado”, concluyó.

Sólo eso faltaba ahora, tener que preocuparse por cuidarse la espalda.

Había muchas opciones de comida rápida cerca de su casa. Buscó un lugar


donde pudiera comprar algo para llevar, aún no sentía confianza de quedarse fuera
de casa.
Podía escoger entr e una ensalada, pollo frito, hamburguesa, o los regiona-
les tacos de carne asada. No tenía antojo de nada en especial, sólo tenía un gran
apetito, así que se paró en el que creyó le serviría más rápido y regresó a su hogar.

Su cocina le servía de comedor, casi siempre comía solo, no necesitaba


mucho espacio. Se sentó frente a un televisor apagado mientras su mirada se per -
día en sus pensamientos.
Ya había hecho todo lo que podía hacer en cuanto a su investigación, sólo
restaba encontrar un lugar a dónde enviar el material físico; tal vez un apartado
postal, quizás en el extranjero; o tal vez estaba exagerando, no lo sabía.
Desde anoche se había convencido de adquirir un arma, hacía tiempo que
no tenía una, aunque en México hacerlo legalmente implicaba una burocracia que

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no estaba dispuesto a experimentar. Había considerado no complicarse y hacerlo a
través del mercado negro; pero si sus suposiciones eran correctas y quien mer o-
deaba era la autoridad, lo que menos deseaba era darles una razón más para to-
marla contra él.
El vecindario era seguro, no se había escuchado un caso en varios años, y
eso, tomando en cuenta el ambiente de la ciudad, era todo un logro. No había
preguntado por alguna irregularidad en la caseta de vigilancia, sólo para descartar
su teoría. ¡Qué diablos!, ya le hubieran avisado de haber habido algo. Lo que había
ocurrido en su casa les pasó de noche.

Volviendo a lo de su auto-defensa, había pensado en una pistola calibre


38, que era lo máximo permitido bajo la actual Ley Federal de Armas de Fuego y
Explosivos, según recordaba. Podía escoger una calibre 22 también, más chica y
manejable; pero no iba con él, definitivamente que no.
Lázaro no era ajeno al manejo de armas de fuego, dentro de su larga ca-
rrera había tenido la oportunidad de manipular incluso armamento pesado. Tenía
contactos en el ejército mexicano e incluso amigos en el ex tranjero, donde era
mucho más fácil conseguir y poseer una.
Sin proponérselo, mientras saboreaba sus alimentos, vino a la mente un
episodio de su pasado. Era uno del que no estaba muy orgulloso; pero que cada vez
que lo recordaba, se convencía que no había tenido otra opción.

El Gordo y él habían trabajado como corresponsales siendo más jóvenes.


Claro, el ímpetu de los años mozos, muchos kilos de menos y una familia que to-
davía no figuraba, eran una cosa totalmente distinta a lo de ahora.
El Medio Oriente había sido su destino. Enclaustrados en un hotel durante
semanas esperando que una bomba o una bala perdida no hiciera blanco en ellos
era su levantar de todos los días.
En aquella ocasión, en una de las pocas oportunidades que tuvieron para
salir a la calle, fueron víctimas de un fuego cruzado. Un camarógrafo y un corres-
ponsal sin bandera en medio de una batalla que no era suya.
–¿Qué hacemos? –preguntó agazapado el Gordo atrás de un vehículo a
medio incendiar.
–¡Tenemos que salir! –ordenó el reportero.
Lázaro intentaba infundirle valor a su compañero, aunque él también es-
taba muerto de miedo. A su lado izquierdo había un grueso muro, enfrente un auto
casi destrozado que no los cubriría por mucho tiempo. Atrás uno de los bandos
disparaba contra el otro por la calle en la que ellos estaban. La única salida era un
callejón a unos diez metros a su derecha. Las llamas y el fuego del vehículo apenas
dejaban verlo.
–¡Pronto se darán cuenta que estamos aquí! –advirtió el reportero.
–¡Pero somos corresponsales !
–¡Eso es lo último que van a pensar! –prácticamente se estaban gritando –
. ¡Hay un callejón por allá! –Señaló con la mano –, ¡tenemos que correr en la prime-

- 77 -
ra oportunidad!
–¿Cuándo?
–¡Acércate a la orilla! –ordenó con seguridad.
Francisco sostuvo como pudo su cámara en la espalda y avanzó con su
compañero hasta los límites de su escondite. ¿Cuándo era la “primera oportun i-
dad”?, eso era lo difícil de determinar.
El zumbido de los proyectiles y los sonidos de las percusiones repetitivas
llenaban el ambiente. Pasaron varios segundos hasta que una explosión cercana
levantó un montón de tierra en uno de los bandos. El escombro y las piedras aún
no dejaban de caer cuando el reportero gritó:

–¡Ahora!

Salieron a toda prisa cubiertos con una ligera cortina de polvo. Sus corazo-
nes, mucho más jóvenes que ahora, palpitaban aceleradamente bajo el estruendo
de la metralla. Lázaro no miró hacia atrás, Francisco tampoco, pero uno iba delante
del otro hasta que alcanzaron su objetivo.
La batalla continuó atrás de ellos mientras los periodistas se resguardaban
en el hueco de poco más de dos metros . Una vez adentro:

–¡Vamos! –gritó el líder apresurando el paso y arrojando a su amigo al


frente, él cuidaría la retaguardia.

No estaban seguros de cómo encontrar la ruta de regreso al centro de i n-


formación internacional, el hotel donde estaba resguardada la prensa, se habían
perdido; sin embargo, lo primero que tenían que hacer era salir de ahí.
Caminaron entre las dos paredes paralelas dejando atrás la escaramuza. El
final del camino pintaba mejor; aunque el sonido de las explosiones y proyectiles se
escuchaba por todos lados.
Justo antes de alcanzar la orilla, una figura de un joven lugareño los inter-
ceptó en el exterior. Estaba armado y profiriendo quien sabe que estupidez en su
idioma.
–Calma amigo –Francisco alzó los brazos deteniendo su carrera.
El sujeto se metió al callejón, al parecer venía solo, y por la violencia con la
que gritaba no sería fácil convencerlo que aquellos dos no eran de cuidado.
Aquel pasillo angosto no tenía lugar para esconderse. ¿Quién extrañaría a
un par de corresponsales acribillados en medio de aquel conflicto si nadie los había
invitado?
–Somos reporteros –dijo el camarógrafo con voz tranquila, su cámara se-
guía en su espalda.
El reportero pensó en ponerse al frente y hablar con él, pero tenía que
hacerlo muy despacio:

–¿Do you speak English? –preguntó primeramente.

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Al escuchar los vocablos de su enemigo, el joven agresor se encrespó aún
más y levantó un poco su arma. No había modo de fallar a aquel par de grandes
blancos frente a él. A pesar de su aparente inexperiencia, el sujeto estaba listo a
atacar.

Llámenle suerte, o tal vez la arena del desierto, o quizás simplemente, no


era el día que el destino había marcado para arrancar a aquellos dos de esta tierra.
El caso es que el arma se encasquilló, provocando la ira del muchacho quien la
agitó tratando de hacerla funcionar. Había perdido la ventaja.

El reportero siempre había sido de decisiones rápidas, ahora tenía que


tomar una, sus vidas dependían de ello. ¿Cuáles iban a ser las consecuencias?, un
instante no era suficiente para poder pensar en ellas. Sacó un arma que cargaba en
su espalda, una que ni su compañero sabía que traía . La calibre 38 fue puesta en
sus manos por un oficial del ejército americano muy amigo de él. En aquel suspiro,
el agresor se convirtió en víctima, tres disparos directos al pecho acabaron con su
existencia.

La escena pareció desarrollarse en cámara lenta, Encarnación había mo s-


trado un lado oscuro de su personalidad que ni él mismo conocía. Su puntería y
frialdad los había dejado mudos.
Por varios segundos se quedó con ambas manos empuñando el arma, co-
mo congelado. El sujeto ya había caído, indudablemente muerto. Las explosiones y
disparos alrededor continuaron, no hubo auxilio ni alguien más que se acercara.
Todo había ocurrido en medio de una guerra donde lo único importante, era so-
brevivir.

–¡Amigo! –Francisco lo regresó de su trance –... ¡Vámonos!

Salieron de aquel pasillo de la muerte con bien, y aunque no querían pen-


sar en eso, el temor de ser capturados por la gente de aquel lugareño estuvo laten-
te hasta el final. Tuvieron que concentrarse en regresar y olvidar lo sucedido.

El reportero volvió al presente.


Aquel episodio no fue el último en el que estuvo en peligro; pero sí el que
le enseñó la utilidad de un arma . En cuanto a la vida que había tomado, no se sen-
tía orgulloso de haberlo hecho; pero tampoco se arrepentía, de no ser por su ac-
tuar, la historia del Gordo y la suya hubiera acabado en aquel callejón.

Terminó de comer y se fue a su despacho, ahora lucía particularmente va c-


ío. Probablemente tendría que mudar su centro de operaciones a algún lugar que
sólo el conociera. ¿Y qué iba a hacer con el nuevo material?, era la continuación de
la historia, y ahora estaban bloqueados , nadie lo podría juzgar, al menos no por
medio del canal. Afortunadamente ya ha bía devengado sus honorarios, por lo que

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por ese lado, no habría problema.

Se quedó parado ahí, junto al escritorio y su laptop, con las manos en la


cintura. Tenía que empezar a considerar opciones, pero por ahora, ninguna le venía
a la mente. Nada que fuera medianamente factible al menos.
El fin del día lo tomó por sorpresa sin que pudiera definirlo, tenía prisa; p e-
ro no podía realizar un cambio así de la noche a la mañana. Terminó por consultar-
lo con la almohada.

Esa mañana lo despertaron –otra vez–, era Ricardo nuevamente con su


clásico oportunismo:
–Lázaro... soy Richard –Su tono era similar al del día anterior, pero con
otro sazón.
–Lo sé, te tengo registrado –dijo semidormido –... sé que er es tú.
Hubo silencio como si el jefe de información respira ra profundamente.
–¿Qué pasa? –el reportero volvió a percibir que algo sucedía. Ya estaba
cansado de malas nuevas.
–¿No te has enterado?
–Me acabas de despertar...
–Enciende las noticias...
–¿Y ahora qué pasó? –No podía creer que lloviera sobre mojado.
–Sólo hazlo... y me llamas cuando lo asimiles... –colgó.

Lázaro se preocupó, su contratante en turno tenía una manera tan pec u-


liar de decir las cosas, y siempre lo hacía sentir inquieto. ¿No era ya suficiente con
el problema que tenía encima?
Encendió el televisor, después de todo, Ricardo siempre le había dado una
buena razón para alarmarlo. Encontró rápidamente la causa, ya había pensado en
muchas cosas, todas relacionadas con el caso, pero nada comparado con lo que
ahora estaba viendo: Colgado de un puente, a la usanza del crimen organizado, el
cuerpo de su amigo, de su mejor amigo, Francisco, pendía de una gruesa soga,
mientras el hombre de las noticias lo lapidaba ante la audiencia.
Lázaro soltó el control remoto, sus ojos se pegaron en la imagen, no podía
ni parpadear, estaba incrédulo. ¿Qué acaso era una pesadilla?, ¡no podía ser!, ¡su
hermano no podía estar muerto! Recorrió la cama hasta arrastrarse a la pantalla, y
deteniéndose cerca de esta, profirió un grito que retumbó hasta el tercer cielo.

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IV

–“Yo soy la resurrección, y la vida, dice el Señor: El que cree en mí, aunque
esté muerto, vivirá; y todo aquel que vive, y cree en mí no morirá eternamente. Yo
sé que mi Redentor vive, y al fin se levantará sobre el polvo: Y después d e desh echo
este mi cuerpo, aún he de ver a Dios: Al cual yo tengo de ver por mí, y mis ojos lo
verán, y no otro . Nada hemos traído a este mundo, y sin duda nada podremos s a-
car. El Seño r dio, y el Señor quitó ; bendito sea el No mbre del Seño r...” –hablaba el
ministro.

No hace falta decir que la escena era muy triste. Francisco era un tipo muy
querido por sus vecinos, conocidos, compañeros de trabajo, y por supuesto, por su
familia. El mismo cielo parecía llorar lo sucedido cerrándose en un día nublado y
húmedo. La brisa ligera impregnaba los abrigos poco a poco y dejaba empapado al
que se descuidaba.

El servicio había empezado temprano y se tenía planeado que fuera corto


y sencillo, querían evitar a la indeseable turba que empezaba a aglutinarse. Como
era lógico pensar, las oscuras circunstancias en las que se había presentado el de-
ceso provocaron gran morbo en los medios, a pesar de que ya habían transcurrido
unos días. Algunos reporteros se encontraban presentes, principalmente los de la
competencia, no iban a dar el pésame, sino a buscar la nota. No todos los días al-
guien relacionado con la televisión fallecía en tales circunstancias.
Por lo ya descrito, la despedida del camarógrafo ya se había atrasado mu-
cho tiempo. Pelear con la burocracia del estado para la entrega del cuerpo, las

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presiones mediáticas y los interrogatorios de la autoridad ya eran insoportables. La
familia estaba deshecha y desgastada, l o único que Sofía y sus hijos querían, era
cerrar ese capítulo y regresar a casa.
No era necesario un juicio, los que lo conocían sabían de su integri dad; to-
do el polvo que se levantó tras su misteriosa muerte no ensució su nombre frente a
ellos, no así entre los que sólo buscaban hacer escarnio de alguien a quien ni si-
quiera habían saludado una vez.

–Me alegra que ellos estén bien –dijo Ricardo detrás del tumulto.
–Yo también –agregó Lázaro –, me preocupé mucho cuando vi su número
en mis llamadas perdidas y no me contestaron...
–Gracias a Dios que los cuidó...

“Bien pudo proteger también al Gordo”, reclamó en su interior el reporte-


ro, y luego añadió:

–Veo a Joaquín por allá, y a Carlos también.


–Sí –completó Ricardo agachándose –, es lógico que quieran hacernos
quedar mal.
–Tal vez nosotros hubiéramos hecho lo mismo si la situación hubiera sido
al revés.
El gran hombre sonrió y asintió con la cabeza, puesto que Lázaro tenía
razón.
–¿No pudieron evitar que todos estos se colaran? –el amigo estaba moles-
to.
–En un lugar abierto como este no lo creo. Al menos no con las posibilida-
des de la familia... al menos ya todo acabó –señaló con tristeza –, espero que ahora
Francisco pueda descansar en paz y que su familia supere esto.
–¿Quién podría descansar con las sandeces que están diciendo de él?
–Afor tunadamente él no las escucha –alegó con la voz entrecortada.
–Pero su familia sí...
–Eso será inevitable Lázaro, al menos por un tiempo...

“No si puedo evitarlo”, pensó.

–... Las cosas van a cambiar mucho por aquí... –advirtió Ricardo. El repor-
tero no le prestó mucha atención.

El camarógrafo había desaparecido después de la visita al pueblo. El último


que lo había visto con bien, aparentemente, había sido Lázaro. Ese día no volvió
con sus seres queridos, como lo había planeado; pero fue hasta después que su
esposa lo había intentado localizar en casa del reportero. Esas cuarenta y ocho
horas del fin de semana pasado fueron las más terribles en la vida de la familia
Rodríguez. Seis días después, el cuerpo fue entregado.

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Las sospechas sobre Francisco ocasionaron que su casa fuera cateada, su
honor puesto en duda y hasta fue condenado sin juicio alguno. En opinión de Láza-
ro, todo apuntaba a una farsa muy bien orquestada. La sentencia era una: “Culpa-
ble”. ¿Quién experimentaría una muerte así sin serlo?, eso era lo que todos pens a-
ban. La credibilidad de la víctima y de la estación se fue hasta los suelos, y el golpe
llegó también hasta su jefe.

Lázaro había pasado de la negación al odio; odio hacia Dios, odio hacia los
demás, odio hasta de su misma impotencia. Su mundo, repleto de las leyes natur a-
les que se había formado desde hacía tiempo , se había venido abajo. Siempre se
había creído casi invulnerable, y fue frustrante darse cuenta que no era así.

Una caja mortuoria descansaba cerrada al lado de la familia. Era el mo-


mento de dar el pésame; así que Ricardo y Lázaro se aproximaron. Avanzar entre el
gentío era difícil, y distinguir a los que habían venido a ofrecer sus condolencias de
aquellos que lo hacían con otra intención, era imposible; nadie mostraba su verda-
dera etiqueta. Estuvieron casi unidos todo el camino, hasta que la presencia de un
personaje distrajo al reportero:

–¡Guardiola! –masculló rabioso, lo que menos deseaba ahora era ver a ese
tipo.

Algunos se adelantaron mientras observaba al intruso. Congelado ante la


decisión de continuar o ir a “despedirlo”, simplemente lanzó su mirada retadora
tratando de cruzarla con la del policía, no lo logró. Tal vez no era el momento, tal
vez debía respetar la ocasión. Finalmente, resolvió controlarse y continuar con lo
suyo, ya habría tiempo de vérselas con él.
Ricardo ya había terminado para cuando Lázaro arribó con Sofía. La esposa
de Francisco conocía muy bien al mejor amigo de su marido, sólo bastó con escu-
char su voz ahí, muy cerca de ella, para saber de quién se trataba.
La mujer estaba sentada con un vestido negro junto a sus hijos debajo de
un toldo improvisado y de un sombrero de ala ancha que cubría sus lágrimas , casi
no volteaba a ver a nadie, hasta que aquel necio periodista se acercó. El ataúd
estaba cerrado para evitar suspicacias.

–¿Sofía? –dijo en voz baja.

Lentamente, la mujer levantó la mirada. Sus ojos estaban prácticamente


rojos, y el pañuelo ya lo había cambiado varias veces. Sus ojeras estab an profun-
damente marcadas, y si había algo que no quería en aquel momento , era ver el
rostro del que tenía enfrente.
Su semblante triste se transformó en ira junto con su mirada, se levantó
soltando todo lo que tenía en las manos , apenas se emparejó con el reportero y le

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soltó una tremenda bofetada.

–¡Tú! –gritó –, ¡tú eres el culpable de todo!, ¡Paco iba a venir con nosotros
ese día!, ¡pero tenía que irse contigo!

El reportero escuchó a medias el reclamó. El golpe lo había hecho tamba-


learse, ¡vaya que sabía golpear! Lo que siguió fue intentar sostener la vertical en
medio del agresivo vocifero de la mujer. Alguien la sostuvo y la retiró del lugar,
estaba en shock.

–Vete de aquí Encarnación –advirtió el hermano de Sofía mientras se pa-


raba enfrente de él –, es lo mejor para todos...

Lázaro se reacomodó la quijada, aún estaba aturdido, aunque comprendió


perfectamente. No había pensado dejar el evento tan pronto; pero las circunsta n-
cias lo obligaron. Abandonó el tumulto en silencio y lentamente, sus ojos miraron
por un momento el féretro, quería regresar, no podía simplemente irse así; pero no
lo hizo, todas las miradas estaban sobre él. Seguramente había logrado convertirse
en el detalle que nadie iba a olvidar.

–¡Encarnación! –el grito grave de una mujer mayor lo detuvo.

El reportero giró su cuerpo preparándose para cualquier cosa. La voz era


de Sara, la madre de Francisco, quien se acercaba lentamente con ambas manos
cruzadas en el frente de su cuerpo. No lo tomarían por sorpresa esta vez, menos
con el físico de esta mujer.
–Encarnación –repitió ella alcanzándolo –... sé que mi hijo te tenía en gran
estima...
–Y yo a él señora –aseguró.
–Lo que sucedió, sucedió –alegó con sobriedad –, nadie obligó a mi hijo a
meterse en lo que le apasionaba, aunque finalmente su destino lo alcanzó –
Levantó un pañuelo con su grueso brazo y se limpió una lágrima, buscaba mantener
su sensatez –... Lo que importa es... ¿qué piensas hacer ahora?
–Yo no he dejado este caso señora –Respiró profundamente –, se lo debo
a mi hermano...
–Sí –Sonrió sabiendo que decía la verdad –, sé que lo querías como a un
hermano.
–Y así fue...
–Sabes... hoy no es un buen día para hablar de esto –Sintió cómo se le ce-
rraba la garganta –, hagámoslo después...
–Se lo prometo.
La figura de la gran señora giró sin despedirse y regresó al evento. Su an-
dar y silueta le recordaban un poco a su amigo, claro, era su madre.

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Tanto el Gordo, como el reportero, se habían quedado huérfanos de padre
desde pequeños. Esta situación los había identificado desde entonces, aunque
Lázaro había perdido a su madre también.

Lázaro siguió su camino sin cruzarse ya con Ricardo, ni siquiera había i n-


tentado ubicarlo de vuelta, sólo quería retirarse del lugar. El dolor de la cachetada
no era nada comparado con el que sentía en su corazón por la ausencia de su ami-
go, y ahora más, porque lo creían responsable; aunque en cierta medida, tenían
razón.

El día del incidente, cuando Francisco auxilió a Lázaro con las entrevistas,
este había planeado un viaje familiar, el cual pospuso sólo para su persona , mien-
tras Sofía y sus hijos se adelantaban. Habían quedado en que él los alcanzaría en
Santiago, municipio cercano a la ciudad, de donde era origi naria la familia de ella.
Por supuesto que el camarógrafo nunca llegó. Lázaro ignoraba esta situación, su
amigo pudo haberse negado, ya lo había hecho en otras ocasiones; pero quizás
sintió que últimamente ya se había negado demasiadas veces y quiso ayudarlo. El
conocimiento de lo sucedido lo hizo sentirse mal. Nadie sabe lo que va a ocurrir, es
cierto; pero de haberlo sabido, hubiera cambiado la historia.

El reportero se fue alejando hasta llegar al camino que lo llevaría hasta la


puerta, atrás quedaba sólo el recuerdo. Lázaro se detuvo un momento como qu e-
riendo despedirse, pero sintió que no era la mejor manera. Miró el escenario y al
grupo de hombres y mujeres vestidos de luto. Sabía que ninguno había apreciado a
su amigo como él. ¡Nadie le diría cuándo y cómo hacerlo!, ¡Esto todavía no se había
terminado!, apretó los puños y se retiró.
Manejó por las calles sin rumbo fijo por un rato, hasta que notó que al-
guien lo seguía. ¿Serían los mismos que se llevaron al Gordo?, ¿estarían ahora bajo
su pista? El escenario lo puso en alerta, hasta que conoció el rostro del conductor
por el retrovisor.

–¡Guardiola! –Justo lo que necesitaba, alguien con quién desquitarse.

Los vehículos aparcaron a medias en la primera oportunidad. En aquel


momento el reportero era capaz de cualquier cosa. La culpa, la desesperación, el
deseo de venganza eran parte ya de su naturaleza. Se bajó del vehículo y caminó
por la calle a paso rápido contra el agente. Su placa no lo detendría esta vez.

Contrario a lo que se pudiera pensar, el jefe de homicidios alzó las manos


en señal de paz. Su rostro reflejaba tranquilidad y ganas de hacer un trato.
–¡Calma García! –exclamó rindiéndose de antemano.
–¿Qué quieres Guardiola! –expresó con agresividad.
–Estamos del mismo lado –aseguró, continuaba sereno.
Por un momento el reportero pensó que venía a burlarse. Hubiera sido

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muy propio de él.
–¿Qué hacías allá?, ¿por qué fuiste al funeral?, ¿no ha sido suficiente con
lo que tu gente le hizo a mi amigo?
El agente guardó silencio, sabía lidiar con aquellas reacciones y sabía en
qué momento se encontraba su otrora “enemigo”.
–Créeme que vengo en son de paz –Seguía con las manos arriba –, entien-
do lo que estás pasando, alguna vez me tocó perder a un compañero, así como tú
ahora.
Lázaro quería que aquel tipo le diera una razón para iniciar un plei to. No le
importaba ya nada, sólo quería a alguien con quien descargar su ira.
–¿Por qué me sigues? –preguntó conteniéndose.
–Necesitamos hablar... a mí me interesa resolver esto tanto como a ti, y
supongo que ahora aún más...
En un mundo utópico sería formidable que autoridades y medios informa-
tivos trabajaran en pos del mismo resultado. En la realidad, eso no sucede; pero
aquel sujeto alegaba tener esas intenciones.
–¿Qué es lo que quieres de mí? –Preguntó Lázaro guardando su distancia.
–No creo que sea buena idea que platiquemos en la calle mi buen, vamos
a algún lado, sé que te interesará oír lo que tengo.

El reportero dejó de apretar los puños; objetivamente, no tenía mucho


que perder si hablaba con el agente, quizás ambos podían ayudarse después de
todo, y antes que golpearlo, lo más importante era resolver el caso.

–Me parece que hay un bar aquí cerca –continuó la autoridad.


–¿Te dejan tomar en horas de servicio?
–No estoy de servicio ahora... todo lo que hablemos va a ser de manera
extraoficial...

Lázaro estuvo conforme con la propuesta, la cual empujó su confianza y


venció sus malas intenciones. Terminó por acompañar a su enemigo a un lugar en
el centro de la ciudad, lugar perfecto para la improvisada reunión.

–Un par de cervezas por favor –pidió el agente –, ¿si quieres una, verdad?
–Por qué no –aceptó con reserva.
Los sacos quedaron atrás de los asientos, estaban frente a frente en una
mesa pequeña. Lázaro miraba fijamente a su anfitrión mientras este le rehuía un
poco.
–¿Y para qué es todo esto Guardiola? –interrogó directamente.
–Sé –dijo pausadamente –, que tú y yo no hemos tenido exactamente la
mejor relación...
–Eso es obvio.
–Pero creo, viendo las circunstancias, que deberíamos unir fuerzas en pos
de un objetivo común...

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El reportero se quedó pasmado, quería creer que lo que le estaba comen-
tando era cierto, que r ealmente podía haber una sinergia entre la autoridad y él;
pero debía tener cuidado, ya lo habían traiciona do en el pasado, situación que casi
le había costado la vida.
–La verdad Guardiola –Se echó un poco para atrás en el asiento –... me
hubiera gustado oír esto anteriormente... hace muchos años en realidad... ahora,
espero comprendas, que no puedo creerte a la primera.
–Lo sé, mi buen... entiendo tu desconfianza, y antes de cualquier cosa, me
gustaría compartir algo contigo –Sacó un sobre blanco a manera de carta de su
saco –, quiero mostrarte esto –Lo extendió sobre la mesa.
–¿Qué es? –preguntó sin tomarlo.
–En r esumen –explicó –, es lo que dicen que encontraron en contra de
Francisco, tu amigo.

Lázaro miró el objeto en la mesa con suspicacia, no se animaba a aceptar-


lo. ¿Cuánto le costaría hacerlo?

–¿Por qué me das esto?


–Es una señal de confianza –parecía sincero.
–No entiendo Guardiola –Extendió sus manos sobre la mesa sin tocar la i n-
formación –, ¿por qué estás haciendo esto ahora?
–Porque me inter esa encontrar a los verdaderos culpables, a los que lo i n-
criminaron –contestó inclinándose sobre la mesa
Por lo menos ambos tenían la misma idea.
–... Yo también conocía a Francisco y sé que él no hizo lo que dicen que
hizo, aquí hay algo chueco y quiero descubrirlo.
El reportero se inclinó también quedando frente a frente.
–Suponiendo que te crea –habló más bajo –, y no quiero decir que te crea,
¿qué es lo que estás esperando a cambio?
–Sólo tu apoyo García, sólo tu apoyo, y no ahora ni obligatoriamente,
quiero que de ti salga compartirme lo que tú tienes o lo que descubras en el futuro
para dar con estos hijos de la chingada –masculló enfurecido entre dientes.

“Para aceptar mi ayuda debe en serio estar desesperado”, comprendió


Lázaro.

–La información que tengo ya la tienes Guardiola –aseguró el reportero –,


fue la que confiscaron sin más ni más aquel día...

Un par de cervezas llegaron a su mesa.

–Está bien García –confió el agente –, voy a creerte, aunque me gustaría


que platicáramos del asunto un poco más, tal vez haya algo que aún no hemos
detectado.

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–Me parece –Tomó la cerveza y el sobre, se aseguró que no fueran pape-
les en blanco y los guardó.

Aquel par terminó su primera bebida y pidieron otra ronda, parecían un


par de apostadores blufeando con sus mejores cartas. Lázaro, aunque no lo desea-
ba, tuvo que terminar abriendo algunas para contentar a su interlocutor.
–¿... Crees en estas cosas García? –preguntó el agente después de un rato.
–Yo ya no sé en qué creer –alegó –, desde el día que nos paramos en esa
colina persiguiendo al Comandante, nada ha tenido sentido.
–¿Sabes qué dicen en el cuartel?
–Ni idea...
–Que todo fue actuado.
El reportero calló unos segundos acariciando el sudor de su botella y r e-
viró:
–¿Y tú qué piensas Guardiola?
–Siendo objetivo... el asesinato de la chica sucedió, nadie se molestaría en
montar una obra de ese tamaño para culpar a un grupo de locos , no tiene sentido.
El rumor tuvo su origen en otro lado; pienso, que alguien intenta desviar la aten-
ción, y me molesta no saber quién o por qué.
–¡Brindo por eso! –Chocaron sus botellas en señal de acuerdo –... y el tipo
que sale en el video –preguntó aprovechando el momento –, al que llaman
“Hades”, ¿no han encontrado nada?
–No tiene registro alguno, está limpio. Ni siquiera tenemos su rostro regis-
trado, es como si no existiera, o al menos nunca ha tenido un problema con la ley.
–Entiendo...
–Sabes, volviendo a lo que sucedió, hace tiempo perdí a un amigo –se
identificó –... también sucedió violentamente, era mi compañero... Después de eso
llegó Sánchez, y desde entonc es estamos en esto.
–Tu labor es peligrosa –admitió.
–Creo que con lo que pasó, sabemos que la tuya también...
Se quedaron callados un momento.
–... Sí –aceptó el reportero perdiendo su mirada en el suelo –, el Gordo era
como el hermano que nunca tuve, éramos amigos desde la i nfancia.
–¿Y no temes que estén tras de ti ?
–Lo he pensado desde que lo vi colgado de ese puente, créelo; pero es
mayor mi deseo por destapar esta cloaca que el miedo que pueda sentir... yo no
tengo a nadie que me vaya a extrañar si me voy –citó con falsa valentía.
El agente lo miró sonriendo y aunque no lo dijo, aceptó que aquel tipo pa-
recía decidido.

El alcohol bailó por la mesa hasta ya tarde en medio de gritos y sombrera-


zos por el partido de futbol que se transmitía , jugaba uno de los equipos locales.
Los únicos que no se interesaban en el evento eran aquellos dos.

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–¿Qué dijeron entonces del caso?, ¿qué línea de investigación están si-
guiendo? –preguntó el reportero.
–Por las evidencias –su voz empezaba a trastabillar por el efecto de lo be-
bido –, relacionaron a Francisco como un distribuidor minorista... se clasificó como
un simple ajuste de cuentas... caso cerrado.
Lázaro ya esperaba esa respuesta, es lo que habían dicho en los medios;
pero quería escucharlo de una fuente fidedigna , agregó luego:
–Son rápidos cuando quieren hacer las cosas –era un sarcasmo.
–Así es... –Sonrió comprendiendo la intención.

Un par de cabezas empezaban a menearse con cierta discreción, disminu-


yendo así también sus defensas, aquellas que bloqueaban lo que no querían decir.

–¿Y tú qué piensas, García?, ¿qué crees que pasó?


–Sabemos que el Gordo es inocente –Vio al agente asentir –, y creo que
esto tiene relación con el reportaje –Volvió a mirarlo con el mismo resultado –, así
que sólo puede haber dos responsables: La gente del Comandante o los sujetos de
la secta...
–¿Y para qué tomarse las molestias de asesinarlo así...? –razonó –. ¿No era
más fácil hacerlo en la calle?
–Después me di cuenta... querían destruir su credibilidad, aunque, lo que
todavía no entiendo es ... ¿Por qué no fueron en mi contra?, yo era el responsable...
¿Y cómo mierdas dieron con él si nunca se mencionó su nombre...? Debe haber
alguien muy bien conectado.

De los titubeos pasaron a los mareos, la situación ya no se prestaba para


más preguntas. Intercambiaron información de contacto, pagaron la cuenta y sali e-
ron del establecimiento.

–¿Crees que haya anti -alcohólica? –preguntó cínicamente el agente.


–Sólo espero que no nos pesque –Hizo una pausa mirando la calle –...
¿puedes manejar?
–... No –negó con gracia –... ¿y tú?
–... Tampoco.
–Pues, voy a poner el ejemplo... Pediré un taxi...
–De acuerdo –ahora no podía contrariar a la autoridad –... déjame hablo
con el dueño para deci rle que vamos a dejar los autos ...
–Bien García, bien...

La partida de Francisco cerró el capítulo para muchos, pero no para el re-


portero. Él seguiría buscando la manera de limpiar su nombre, resolver el caso y
hacer pagar a los malditos. Cualquiera de las teorías tenía sus cabos sueltos e iba a
ser difícil llegar al final. Lázaro sabía que su amigo era inocente y tenía que encon-
trar cómo probarlo, se lo debía a su familia. Esa era, su mínima obligación.

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En la primera oportunidad revisó lo que le había entregado Guardiola: In-
cluía fotografías explícitas del evento y el informe forense; así como las supuestas
evidencias que se habían encontrado en su contra. Habían aprovechado la provi-
dencial escapada de la familia para sembrarlas. Afortunadamente sucedió así, no
quería pensar lo que les hubiera ocurrido de haberlos encontrado en casa.

La naturaleza del asesinato era la usual, la que el crimen organizado había


puesto de moda en los recientes años : Uno o más sujetos colgados del cuello sobre
un puente, ya fuera peatonal o de tránsito; a veces los cuerpos ya eran tendidos sin
vida; a veces, eran masacrados ahí mismo. Todo delante de los ciudadanos o de
cualquier autoridad, la que era incapaz de contrarrestar el potencial de fuego de
estos sujetos. Eso sucedía en la ciudad, a diestra y siniestra.
Francisco, según el informe, había sido torturado y asesinado antes de ser
colgado en solitario en una avenida principal de la ciudad. Lázaro empezó leyendo
con tristeza los detalles, no pudo ter minar con el escrito, y en r ealidad no era nece-
sario. Sus lágrimas corrieron en medio de la desesperación y la impotencia de un
acto semejante. ¿Qué había hecho su amigo para merecer eso? Arrugó el papel y
golpeó la mesa dejando que los hilos de la venganza se entretejieran en su corazón.
No iba a permitir que aquello quedara impune, movería cielo mar y tierra para
hacer justicia, al menos lo que él entendía por tal .

El inicio de la semana trajo consigo nuevas noticas, Ricardo citó a Lázaro


ese lunes, necesitaba aclarar algunos puntos .
–¡Pasa! –gritó el gran hombre desde el interior.
Lázaro se introdujo a la oficina y se sentó rápidamente confiando en que
por fin le tuviera una buena nueva.
Ricardo estaba recogiendo algunos papeles, asimismo, tenía encima de su
escritorio varias de sus cosas. Dejó que el reportero se ambientara un poco antes
de comentarle la razón de su visita.
–¿Qué sucede Richard? –preguntó ya preocupado, no quería darle crédito
a lo obvio.
Ricardo se recargó en su sillón y se cruzó de brazos exhalando con fuerza,
como el que se deshace de su nerviosismo.
–¿Recuerdas que te dije que las cosas iban a cambiar?
–... Vagamente –No le había prestado mucha atención.
–Me lo dijeron hace unos días; pero con lo de Francisco no había tenid o
mucha oportunidad de comentártelo.
–¿Qué es todo esto Richard?, ¿te vas? –No lo quería decir.
–Sí –Lo miró con un semblante de impotencia, como si no le quedara otro
camino –... a veces –Hizo una pausa –, es mejor hacerse a un lado...
–¿Te vas a rendir?, ¿vas a dejar que ellos ganen? –Lo r etó.
–No puedo seguir con esto, amigo...
–¿Te están obligando, verdad? –Sabía cómo sucedían las cosas en el me-

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dio.
–Digamos que es lo mejor para todos, para el canal, para mí y sobre todo
para mi familia... –Sus palabras ocultaban algo.

Lázaro se quedó callado viéndolo a los ojos. Había algo atrás de ellos que
escondían un secreto; pero también conocía al gran hombre y sabía que aunque lo
interrogara por horas, no iba a sacarle nada.
Sus pupilas reflejaban temor, un temor como nunca antes había visto en
él.
–¿Qué vas a hacer? –preguntó el reportero intentando estar tranquilo.
–Voy a tomar vacaciones por tiempo indefinido... Alguien vendrá a suplir-
me.
–¿Así nada más?
–No soy sólo yo Lázaro, mi familia también está metida en esto –Dejó en-
trever algo.
–Nunca te habías echado para atrás.

Ricardo resopló apretando los dientes después.

–Hay cosas de las que no te puedo hablar, amigo, y es mejor dejarlas así,
ya de por sí tu posición es bastante... delicada... Si me aceptas un consejo, deja las
cosas como están, olvídate del asunto y sigue con tu vida –Hizo una pausa –; aun-
que sé, que a fin de cuentas, harás lo que tú quieres.

El reportero simplemente se hizo para atrás y se cruzó de brazos mostra n-


do su inconformidad, qué más podía decirle, ni uno ni otro se convencerían de
cambiar lo que ya habían decidido.
–¿Hay alguna otra cosa que quieras comunicarme? –preguntó concluyen-
do el tema.
–Sólo eso.
–Ignoro tus verdaderas razones, Richard, y aunque no quiera, tengo que
respetarlas. Creo que Francisco merece algo más que esto y yo veré la manera de
hacerle justicia...
–Te entiendo, y sabía que pensarías así. Muchas veces, uno tiene que to-
mar decisiones que no parecen las mejores, sino las más prácticas. Ese es mi caso...
–Sólo espero –Se levantó –... que si un día amanezco colgado de un puen-
te, alguien sí se preocupe por limpiar mi nombre –Se retiró sin despedirse.

Ricardo quiso hablar antes de que esa puerta se cerrara para siempre; pe-
ro sólo alcanzó a murmurar para sí:
–Por eso lo hago, mi amigo...

La familia de Francisco se había ido de la ciudad apenas terminando el fu-


neral, de eso todos se enteraron. Atrás quedaron los buenos recuerdos mezclados

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con la tragedia de los últimos días. Lo que Sofía y sus hijos necesitaban era desca n-
sar de todas las presiones a las que fueron sometidos. Regresaron con su fa milia a
su lugar de origen.

Lázaro había dejado algunos asuntos pendientes, como la compra del ar-
ma que tanto había alardeado adquirir o la instalación de la alarma en su casa;
incluso también había olvidado ocultar la documentación física del caso. Sin em-
bargo, para él, todavía había algo qué hacer para dar por terminada esta historia.

Esa tarde, le tomó la palabra a Sara, la madre de Francisco, y se puso de


acuerdo con ella para visitarla.
–No tardaste mucho –dijo la señora al abrir la puerta.
–Se lo prometí y aquí estoy –Trató de sonreír.
–Pasa –dijo dándole la espalda y dejándolo cerrar la puerta.
–¿Está sola?
–Desde que mi marido murió, Encarnación, tú lo sabes.

Fue una pregunta tonta.

Continuó caminando hasta una pequeña sala, su casa era modesta; pero
en ese pequeño espacio, Francisco y Lázaro tejieron su historia por muchos años.
–No quise decir eso señora –pensó que la había ofendido –... sólo pregun-
taba si alguien más de su familia la acompaña...
–Lo sé Encarnación, lo sé –sonrió contenta por la visita –. ¿Quieres tomar
un café?
–Como el que hace usted, ¡por supuesto!
La señora era de fuerte carácter, muy distinta a lo que era Francisco, quien
se parecía más a su padre, al menos en eso. Lázaro lo había conocido por poco
tiempo, pero eso le habían dicho.
Se sentaron viéndose de fr ente con una mesita de centro soportando las
bebidas. Era un día frío, más que en días pasados, incluso para el mes de noviem-
bre.
–Me alegra que hayas venido.
–Es un placer, Doña Sara, sabe que usted fue como mi segunda madre.
Su regordete rostro dibujó una sonrisa, el reportero hablaba con verdad.
–Sabes –dijo ella –, Paquito no venía muy seguido, lo sé, aunque casi
siempre nos juntábamos en su cumpleaños con Sofía y mis nietos... la próxima
semana estaría cumpliendo cuarenta –recordó.
–Lo sé –dio un buen sorbo al café, caía muy bien con ese ambiente –...
hubiera sido otra excelente reunión.
–Sí –acarició su taza.
–La verdad Doña Sara –Notó su buen ánimo –, ese día pensé que me iba a
dar una repasada como lo hizo su nuera...
–Cómo crees hijo –rio acordándose –, tú también eres como un hijo para

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mí –extendió su mano tomando la de él. El cariño era recíproco –. Las cosas son
como son, como ya te había dicho. Paquito y tú siempre fueron muy unidos, él no
tuvo her manos y siempre te vio a ti de esa manera.
–Y yo a él, señora –Le pegó justo en el corazón.
–Cómo olvidar las tarugadas que hacían aquí, como cuando le quebraron
la ventana a la vecina de atrás y se escondieron debajo de la cama... Y de cualquier
manera tuve que pagar eso.
–¡Sí! –recordó con euforia, prefería los momentos alegres –... ¡o como
cuando tiramos la olla de frijoles! Recuerdo que tuve que salir corriendo de aquí y
Francisco se quedó sin cenar.
–Sí, hijo... son cosas que no se olvidan... ¿quieres unas galletitas?, me s o-
braron bastantes del fin de semana.
–¡Claro que sí Doña Sara!

La tarde se hizo larga hasta anochecer. Lázaro había pensado hacer otra
cosa después de su visita; pero ya no era tiempo.
–Sabes, el primer día que llegaste aquí, siendo niños, eras un flacucho del
que todos se aprovechaban...
–Sí –Dibujó una gran sonrisa –, ese día Francisco se metió contra dos niños
para ayudarme, siempre fue algo “grande”, desde pequeño... Ese día lo conocí...
–Y se hicieron amigos –aportó ella.
–Sí... los mejores, Doña Sara.
–Llegaron los dos maltrechos y golpeados, me acuerdo bien cuando abri e-
ron la puerta, estaban todos cochinos. Tuve que curarlos a los dos.
–Lo r ecuerdo bien.
–No puedo negar que me dio gusto que por fin Paquito tuviera un amigo,
siempre batalló con eso...

Lázaro guardó silencio un momento, en realidad no creía haber hecho ta n-


to por el Gordo como ella creía, más bien había sido todo lo contrario.

–Cuando perdí a mis padres –recordó –, Francisco siempre estuvo conmi-


go, fue el único de la clase que me acompañó; ese día de la pelea, también estuvo
conmigo, esos niños no volvieron a molestarme; luego, desde que empezamos a
trabajar juntos, siempre estuvo a mi lado... la verdad, le debo mucho...

La mujer sonrió meciéndose un poco, por más que quería, sabía que nunca
dejaría de extrañarlo.

–¿... No tienes miedo hijo? –preguntó ella bruscamente.


–Claro que lo tengo –dijo con seriedad –; pero lo que hicimos Francisco y
yo ya está hecho y no lo podemos echar para atrás.
–¿Crees que tenga que ver con su trabajo?
–Estoy seguro...

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Se miraron fijamente, en realidad Lázaro no quería volver a tocar el tema
con ella, no creía que fuera lo más adecuado.

–Paquito sabía lo que hacía –aseguró ella poniéndose seria –, siempre le


atrajo todo esto de la reporteada y pegado a alguien como tú se sentía vivo. No te
imaginas las maravillas que hablaba de ti y de lo que hacían, sobre todo cuando
regresaron del Medio Oriente... ¿recuerdas?
–Cómo olvidarlo –Fue un momento crucial en sus vidas.
–Dijo que le salvaste la vida esa vez, aunque no fue muy específico... Se
casó poco después y casi no lo veía. Vivía intensamente lo que le gustaba, eso sí...

El reportero resopló intentando no llorar, se levantó y miró por la ventana.


Ya estaba oscuro.
–Sabe Doña Sara –volteó a verla –, estaba pensando en despedirme de él
hoy mismo, ya que no pude hacerlo la otra vez.
–Lo sé hijo... creo que Sofía fue muy dura, aunque la entiendo.
–Y yo... no la culpo, debo aceptar que tenía algo de razón –Empezó a pa-
searse por la sala –... ¿Quiere acompañarme mañana? –Ofreció repentinamente.
La señora accedió contenta.

Se pusieron de acuerdo, pasaría por ella a las nueve de la mañana. Era


prácticamente de madrugada para él, pero valía la pena.

Esa noche fue particularmente triste. Sólo habían pasado unos días des de
la desaparición del Gordo y el reportero no lo había asimilado aún. No era lo mismo
llegar a casa sabiendo que alguien lo podía apoyar a estar por su propia cuenta. Su
persona era irremplazable y le dolía, por eso quería ir a “despedirse”. No estaba
seguro si su amigo lo iba a escuchar o no, pero hacerlo lo hacía sentirse mejor.
Tenía que concluir esta etapa y seguir adelante.
Doña Sara le había hecho recordar episodios maravillosos de su infancia ,
muchos ya estaban un poco empolvados; pero seguían vivos en algún escondido
cajón; sin embargo, era maravilloso mantener esas cenizas encendidas.
Se sentó en la sala a oscuras, sólo pensando. El silencio de la noche le hizo
compañía un buen rato. No sabía que su amigo le había comentado a alguien lo del
incidente del callejón, cuando tuvo que mancharse las manos para conservar sus
vidas. Tampoco imaginaba que la señora lo tuviera en tan buen concepto. Cómo le
hubiera gustado poder despedirse decentemente de él. Su corazón fue arraigando
más y más una deuda ineludible. Su hermano, el que siempre le había dicho que
“sí” a todas sus aventuras , merecía mucho más de lo que la sociedad le había paga-
do.
Tampoco podía quitarse de la cabeza lo que hubiera sucedido si aquella
noche no hubieran seguido aquella pista, o si se hubieran perdido en el intento. Lo
más probable es que se hubiera convertido en una anécdota más: Un par de inves-
tigadores tontos perdidos en medio de la nada. Todo seguiría igual.

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¿Por qué había sacado a su amigo de casa? Se echó para atrás en el asien-
to lamentándose. Casi lo había levantado de la mesa, ¿quizás Sofía tenía razón?, el
ansia que siempre lo acompañaba también había condenado a su hermano . Si
hubiera sabido lo que iba a suceder hubiera mandado la nota al carajo ; pero claro,
no lo sabía.

Al día siguiente, pasadas las nueve horas .


Doña Sara no era muy alta y aún vestía de luto, el reportero hizo lo posible
por asirla fuertemente y apenas lo lograba. Estaban frente a la tumba de Francisco,
junto a una tibia y modesta lápida. Lázaro había pensado mucho en lo que iba a
decir, pero todo se le había olvidado.

–¡Paquito! –dijo ella llorando, no se pudo contener.

El día era frío, peor que el día anterior, aún así, la señora se agachó casi
arrodillándose con su vestido negro. La escena consumió aún más al reportero,
quien tragaba saliva sin poder contenerse.

–¡Pinche Gordo! –murmuró pasando de la tristeza al enojo –... No es justo


–masculló entre dientes... ¡y si tú no haces nada! –alzó la mirada al cielo –, ¡yo lo
voy a hacer!

Doña Sara acarició la inscripción y se contagió de la sangre de Lázaro.


Pensó lo mismo. Alguien le había quitado a su hijo, y además había destruido su
imagen. No se iba a quedar así.
–Tienes razón hijo –se dirigió al reportero –... no es justo.
Lázaro se arrodilló también. Un fuerte viento frío los golpeó de frente
helándolos hasta los huesos, como si quisiera apartarlos del lugar. Ambos tocaron
la fría piedra.
–¿Y qué vas a hacer ahora Encarnación?
–¡Lo que tenga qu e hacer! –exclamó limpiándose con la manga –, yo no te
puedo traer de vuelta, hermano –dijo con fiereza –; pero te juro, que los que te
hicieron esto van a pagar con su sangre, no sólo los voy a descubrir, voy a hacerlos
pagar con sus vidas... ¡Te lo juro!

Doña Sara volteó con él. Su semblante apoyó asintiendo, como de común
acuerdo. Su corazón deseó lo mismo.
–No volveré aquí, hasta que haya cumplido mi promesa, Gordo... –Se in-
corporó y ayudó a la señora.
–Descansa en paz Paquito –dijo como pudo, luego abrazó al reportero –...
gracias hijo...

Él ya no dijo nada, sólo pensó en muchas cosas, las ideas se amontonaban


en su cabeza sin orden alguno. No era su plan original haber hecho lo que hizo;

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pero el sólo ver labrado el nombre de su amigo lo encolerizó a lo sumo. Aquel sería
un parte aguas, dejaría de llorar su muerte y buscaría venganza. La justicia ya no
tenía nada más que ver aquí. Para lograr aquietar el violento espíritu que se erizaba
dentro de él, sólo había una forma, haciéndolos pagar sangre por sangre.

Dieron unos pasos hacia atrás y se retiraron dejando el sepulcro sin guar-
dia, como un caído más en la oscura batalla.

Poco tiempo después, Ricardo cumplió s u palabra y se retiró de la empresa


sin hacer más ruido. No volvió a hablar con Lázaro, no por un tiempo al menos. La
empr esa contrató a un nuevo jefe de información, el cual no conocía a Lázaro, tal
como ya le habían advertido. Una de sus primeras decisiones fue revocar los permi-
sos especiales del reportero, y con ello, el lugar que regularmente tenía reservado
para él. El nombre del nuevo jefe era Fernando Elizondo, tipo regordete y mal en-
carado que parecía disfrutar de molestar a la gente. Entre los pasillos de la empresa
corría el rumor que se trataba de un incondicional de las autoridades, alguien que
venía a “amordazar” la libertad de expresión.

Esa misma semana, Fernando citó a Lázaro en su oficina. Quería aclarar al-
gunas cosas con él sobre su situación laboral.
–... Encarnación García –dijo con un aire de cinismo cuando lo tuvo enfren-
te –, eres famoso en este lugar –Quiso adularlo con falsedad.
–Eso dicen –No se tragó el anzuelo –, aunque no sé por qué.
–Tu trabajo habla por sí mismo, no me digas que no.
El reportero sólo hizo una mueca, prefería que el tipo hablara para detec-
tar sus intenciones.
–Ricardo alcanzó a recomendarte muy bien, aunque también mencionó
que trabajabas como independiente y no tienes un contrato fijo con la empresa.
–Eso es cierto, no hay nada que me obligue a estar aquí.
–No estoy muy de acuerdo con eso –dijo directamente, por lo menos era
sincero –. Creo que todos los que trabaja n en la empresa deberían de tener un
contrato.
–Ricardo y yo nos entendíamos muy bien de esa forma... sabía también
que si por cualquier cosa no nos poníamos de acuerdo podía llevarme mi trabajo a
otra parte.
–¿Y lo hacías?
–No r ecuerdo nada recientemente –admitió –, tal vez en alguna ocasión.
–Ya veo –Hizo una pausa –, creo que tengo que r evisar tu caso aparte, la
verdad es que me gustaría que tú y yo también nos pudiéramos poner de acuerdo.
Sé, que tu trabajo es muy bueno.
–Gracias –dijo a secas.
–Tengo que analizar cuál va a ser tu situación contractual, espero no tar-
darme... ¿si te avisaron de la cuestión con la oficina que ocupabas?
–Me notificaron, así es.

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–Bueno –Hizo una pausa –, por el momento sería todo Encarnación, te
mantendré al tanto apenas tome una decisión...

“La verdad me importa un carajo lo que decidas”, pensó sonriendo cínica-


mente.

El reportero se retiró. Al salir de la oficina, notó una larga fila de emplea-


dos que esperaban a ser atendidos, se extendían por todo el pasillo hasta la puerta
del nuevo dirigente.
El cambio había provocado toda una revolución, hubo quien simplemente
tomó sus cosas y se fue. Lázaro no era sujeto a ser despedido; pero si podían dejar
de requerir sus servicios, cosa que realmente no le importaba; como tampoco le
dolía haber perdido su lugar de trabajo. Con Richard y el Gordo fuera de la jugada,
no tenía para qué pararse en la estación.

Como en su momento fue advertido: Ni Multifórmula, ni ningún otro me-


dio de comunicación tenían la facultad de seguir extendiendo la nota del caso de
Roxana Treviño; a menos que hubiera una revocación oficial de esta orden por
parte de la autoridad competente –el ciudadano común era totalmente ajeno a
esta resolución–. ¿Cómo se había conseguido esto o quién coartaba la libertad de
expresión?, sólo se podía especular al respecto: Era difícil que se tratara de un caso
con una sola vertiente, era más bien multifactorial.

Un buen día, cuando las cosas parecieron enfriarse, los archivos del cajón
del reportero saltaron de vuelta a sus manos. La intención por llevarlos a un escon-
dite había quedado atrás, y afortunadamente así había sucedido, pues ahora los iba
a necesitar.
Analizando su situación, Lázaro sólo tenía una opción de libre expresión:
Las redes sociales; y aunque sabía que no era experto en su uso, conocía de su
potencial. Muchas veces había considerado actualizarse en el tema; pero siempre
una cosa o la otra terminaban distrayéndolo, era todo un dinosaurio de la gener a-
ción “X”.
El reportero podría no conocer bien la herramienta; sin embargo, tenía
otras habilidades: Era muy bueno redactando e impactando a través de sus ideas
por escrito. Tenía un blog, uno que había abandonado desde hacía meses por falta
de interés, uno de esos experimentos que hacía cuando tenía tiempo. Lo que esta-
ba pasando era la excusa perfecta para revivirlo.
Siendo dueño de su reportaje, nada le impedía dar a conocer lo que le per-
tenecía, incluyendo lo que había investigado con el Gordo en la última visita. El
anonimato era también un escudo importante del que tendría que hacer uso. Sabía
que la autoridad no iba a estar de acuerdo; pero lo importante era dar a conocer la
información, las consecuencias de sus actos ya las meditaría después.
Un sitio en internet ta mbién podía ser interesante, y contratarlo con un
hospedaje en el extranjero podía evitar que fuera rastreado por la autoridad del

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nacional, esa era una excelente idea. Cualquiera con mediana curiosidad, podía
consultar el informe detallado de su trabajo, hacerle preguntas, aportar pistas, etc.
Por supuesto que nadie conocería quién era el verdadero dueño de la nota. Cami-
naría en la supercarretera de la información con una máscara –por el momento–.
¿Qué podía perder?, al menos se sentiría vivo al poner nervioso a más de uno.

–¿Qué estás haciendo Lázaro? –se pr eguntó a sí mismo frente a la compu-


tadora, justo antes de apretar el botón de “Enter” que daría curso a todo –... Espe-
ro no sea una pendejada debida a tu calentura... –Se congeló un momento, y final-
mente, lo hizo.

El ambiente entre los que conocía se había puesto muy tenso desde que la
autoridad fijó su postura –tampoco era muy claro quién era esa autoridad–, nadie
en los medios regulares le iba a dar la mano, menos con dicha amenaza rondando
por ahí, todos preferían proteger su cuello. Tenía, sin embargo, una corazonada;
además de no quererse quedar quieto, como si tuviera que hacer lo que estaba
haciendo; aunque la razón le dijera otra cosa, estaba dispuesto a jugarse esta par-
tida.

Las fiestas decembrinas ya estaban a la vuelta de la esquina. Regularmente


la ciudad se tiñe de cierto colorido y reina en el ambiente el consumismo y la ale-
gría artificial. Muchos habitantes optan por hacer uso de sus aguinaldos, prestacio-
nes o ingresos extras del otro lado de la frontera, esa es una costumbre muy típica
en Monterrey, de la cual el reportero casi no era partícipe.
La fecha para Lázaro era exactamente lo mismo, sobre todo aquel año. Si
había o no luces en la calle o si los vecinos adornaban sus casas impulsados por el
“espíritu navideño”, era algo que a él, lo tenía sin cuidado, le interesaba su proyec-
to y sólo eso, y no había nada más .

Su trabajo reposó en la red por unos días, tal vez esperaba una buena re-
troalimentación, no era su estilo, eso era cierto; pero alguien en algún lado debía
saber algo, un indicio fresco que le pudiera dar una nueva pauta .

Una noche, después de un tiempo de tranquilidad, dejó que el sueño pro-


fundo se apoderara de sus sentidos. El agradable clima artificial también ayudaba,
estaba completamente inconsciente; hasta que su descanso fue perturbado por un
extraño evento: Alguien lo había tomado de los pies, hubiera jurado que había sido
una mano fría, despertó de súbito tratando de identificar algo en el interior de su
recámara, no había nadie. ¿Habría sido un sueño?, quería convencerse de que así
era. Seguramente estaba nervioso, todo lo que estaba disparando últimamente lo
tenía alterado, así que regresó a lo suyo.
Poco después, habiendo dormido sólo un instante, experimentó lo mismo.
Esta vez se sentó sobre su cama recogiendo sus extremidades. Arrastró su mano
sobre el rostro intentando despertar, aguzó su mirada en la oscuridad con el mismo

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resultado, estaba sudando; sin embargo en su primer aliento despidió vaho, ¿cómo
era posible?, luego su piel empezó a erizarse, hacía frío. ¿Se habría equivocado al
encender la calefacción? El eco de una risa femenina burlona se escuchó, no disti n-
guió si el origen se ubicaba adentro o afuera de la habitación, encendió rápido la
luz y se aseguró de que estaba solo. La ambientación artificial marcaba treinta
grados; pero se seguía sintiendo frío. Fue a revisar la ventana, estaba cerrada; la
puerta también, y el cuarto de baño. ¿Acaso estaba volviéndose loco?, no era la
primera vez que experi mentaba una situación semejante, aunque hacía tiempo que
no.

–¿Qué pasa contigo Encarnación? –se preguntó a sí mismo.


Repentinamente, la temperatura volvió a subir, ¿acaso también se estaba
imaginando eso?, finalmente se estabilizó en la marcada por su aparato. La atmós-
fera había regresado a la normalidad.
El reportero se dejó caer hacia atrás, estaba cansado y agobiado, aunque
no sabía por qué. Era más fácil culpar al estrés que creer que algo sobrenatural
estaba sucediendo. El resto de la noche descans ó por partes, seguía nervioso, como
si algo le preocupara; pero aún así, intentó dormir.

Lázaro mantuvo su expectativa laboral durante un tiempo. Esperaba po-


nerse de acuerdo con Fernando para seguir dando servi cio en el canal, aunque
tampoco se alarmaría si no sucedía así. La última vez que lo había visto no le había
dado buena espina, y siendo el reportero, un pupilo de Ricardo, no tenía muchas
esperanzas; sospechaba que alguien había dado una línea muy clara, y él no estaba
incluido en ella.

Un día, ya muy cerca de Navidad, mientras el reportero desayunaba, al-


canzó a escuchar el final de un boletín especial, uno que se relacionaba directa-
mente con su persona.
–“... Repetimos “ –Era Beatriz Toledo en un horario que no le correspondía
–... “Esta estación ofrece una disculpa formal por la información vertida el veintisi e-
te de octubre del año en curso con respecto al caso de Roxana Treviño...” .

–¿De qué diablos están hablando? –masculló Lázaro al escuchar aquello.


Casi se atraganta al hacerlo.

–“... Lo que aquí mostramos fue una información... falsa” –La mujer estaba
incómoda, era notorio que no estaba diciendo la verdad –... “El autor de la misma,
Encarnación García, ex-integrante del equipo de investigación de este canal mani-
puló información oficial para presentar una nota sensacionalista ...” –Prosiguió
mintiendo.

El reportero quedó en shock, ¿qué estaba sucediendo?, ¿ahora lo estaban


convirtiendo en la peor persona del mundo?, ¿quién estaba detrás de todo esto?,

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¡Tenía que tratarse de un error!

Se decidió de inmediato a no dejar las cosas así y salió disparado para el


canal con una idea muy clara en su cabeza, vérselas con el autor de esta mala pa-
sada.
No pudo acabar con su desayuno, y eso lo hacía enfurecer aún más. Segu-
ramente todo era una treta del tal Fernando, ¡claro!, para eso lo habían traído.
Ricardo lo sabía y no estuvo de acuerdo, por eso se fue. Tal vez había juzgado mal
al gran hombre.

La pluma del estacionamiento estaba abajo y su Honda se detuvo de súbi-


to apenas a unos centímetros del metal. El guardia se acercó viendo al reportero.
–Raúl –Así lo llamó, lo conocía muy bien –, sube por favor la pluma –
intentaba mantenerse calmado.
–Sr. García –dijo con sentimiento –, ya no puedo dejarlo entrar, usted ya
no trabaja aquí...

Lázaro lo observó con fiereza; pero el hombre, ya entrado en años, no te-


nía la culpa de lo que estaba sucediendo. Tenía dos opciones, hacerse para atrás e
intentarlo a pie o romper esa pluma y provocar una revuelta. Pensó en que su au-
tomóvil no mer ecía tampoco ese trato, así que optó por retroceder , estacionarse
afuera, e intentar pasar a pie.
–... Sr. García –Raúl detuvo su paso colocándose enfrente de él –, no pue-
do dejarlo pasar, tenemos órdenes de no hacerlo.
–¿Quién te las dio? –preguntó con molestia.
–Son órdenes de la dirección general.
El guardia era más bajito que el reportero y como veinte años más viejo,
sería fácil controlarlo, más con la cólera que ya traía encima.
–Raúl, déjame pasar, esto no es contra ti, tengo que hablar con alguien.
–Señor, por los años que tenemos de conocernos...
–¡Por los mismos años te digo! –lo interrumpió –, ¡no quiero hacerte daño!

Se miraron unos segundos. Los ojos del intruso decían que estaba dispues-
to a todo. Raúl sabía que debía hacer su trabajo; pero tenía en gran estima a su
agresor. ¿Cómo podía quedar bien con ambas partes? Finalmente, cedió, pensando
en un plan alternativo del que el reportero se enteraría más adelante.

Las puertas de cristal se abrieron de par en par dejando entrar el alma


vengativa del que venía dispuesto a todo. Iba directo contra aquel regordete hijo
de perra, estaba seguro que él era el responsable.
La imagen de Lázaro recorrió enfurecida los pasillos de la empresa . Los que
lo alcanzaron a reconocer se hicieron a un lado. Sus ojos estaban fijos y enfurec i-
dos, parecía que iba a destrozar a todo el que estorbara su paso.

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Llegó hasta su objetivo, la oficina que anteriormente era de Ricardo. Las
letras del nombre de aquel idiota ya estaban tatuadas en la superficie. Ni siquiera
tocó a la puerta, simplemente entró.

Lo que menos esperaba el nuevo jefe de información era toparse con Láza-
ro aquel día. No lo conocía bien, ni siquiera tenía idea de lo que podía ser capaz.
–¿Qué haces aquí Encarnación? –preguntó sorprendido al verlo entrar.
–¡Tú lo arreglaste! –gritó sin preocuparse por ser escuchado.
–¿De qué hablas? –No lo tenía muy pr esente.
–¡Tú cambiaste mi historia! –Empezó a caminar lentamente hacia él
apuntándole con el dedo.
–¿Tu historia...? ¡Claro! –expresó con cinismo –, por eso estás aquí... va-
mos Encarnación, tú y yo sabemos que todo fue una farsa...

Ya estaba enfrente de él, sólo los separaba un escritorio y Fernando estaba


sentado.
–¿... Quién iba a creer lo de la secta o los narco-satánicos? ¡Pamplinas! –
continuó calmadamente.

Los ojos desorbitados del reportero pudieron haber acuchillado a aquel ti-
po con sólo mirarlo. Lázaro estaba como poseído, quería dar rienda suelta a sus
instintos con tal de darle su merecido... s e dejó llevar.
El hombre era fuerte por naturaleza y aunque el otro era pesado, sintió
cómo su coraje levantó en vilo al sujeto de la camisa , jalándolo hacia él sobre el
escritorio. Fernando apenas se pudo sostener en los brazos de su agresor pero de
cualquier manera cayó al suelo. Aquello se sintió bastante bien.
Lázaro se transfiguró. Lo tenía a su merced. Lo miró un par de segundos
dándose cuenta de que podía desquitar toda su rabia en aquel instante, ¿las cons e-
cuencias?, ¿quién pensaba en eso ahora?
Fernando se cubrió el rostro con los brazos tratando de evitar el ataque de
su acosador, hicieron bastante ruido; además de la alarma que ya había hecho
correr el guardia de la entrada. El equipo de seguridad llegó antes de que el repor-
tero cumpliera su cometido sosteniéndolo de ambos brazos mientras forcejeaba.
Aquel idiota sólo alcanzó a recibir algunos golpes, se levantó más impresionado por
el susto que por los impactos del que buscaba venganza .

–¡Sáquenlo! –ordenó cuando pudo recobrar un poco el aire.

Los guardias arrastraron a Lázaro hasta la puerta. Seguía encolerizado e in-


satisfecho por los resultados.
–¡Esto no se va a quedar así! –advirtió desde el pasillo antes de ser sacado.
–¡Seguro que no! –respondió Fernando mientras se sobaba los golpes –...
¡Vas a pagar por esto!

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El resto del camino fueron empujones. Raúl ya estaba afuera donde final-
mente fue “depositado”, justo en el estacionamiento.
–Yo me encargo –pidió el de la experiencia –... Le dije que no se metiera –
lo reprendió.
–Lo sé Raúl –Resopló afuera con impotencia.
–¿Qué fue lo que hizo?
–No lo que quisiera –Se encaminó a la salida muy magullado por el trato.
–Las cosas cambiaron mucho aquí –advirtió el guardia.
–Sí, ya me doy cuenta.
–Espero no haya hecho una tarugada –Le seguía el paso.
–¡Ya qué más da! –Sus ojos se tornaron vidriosos.
–Váyase a casa... y cálmese.
–Lo haré Raúl... gracias por todo... –comprendió que había hecho más de
lo que debía por él.

Se despidieron afectuosamente. Raúl tenía toda la vida en la estación y es-


taba a punto de jubilarse. Había visto la carrera de Lázaro desde sus inicios y ahora,
era testigo de su intempestiva salida. No podía decir que estaba de acuerdo, pero
también tenía un patrón al cual darle cuentas.

El reportero siguió caminando hasta cruzar la calle, dio media vuelta y ob-
servó parado por unos segundos las instalaciones, fue como una despedida defini-
tiva, y tal vez lo era.
El hombre no había analizado la magnitud de lo que había hecho. Golpear
a Fernando lo hizo sentir bien, de eso no había duda; pero cuáles eran las reperc u-
siones legales. ¿Qué podía hacer ahora en su contra? Todo por no haberse podido
controlar, como ya le había pasado otras veces también; además, estaba la cues-
tión de la desacreditación del reportaje. ¿Cómo lo hacía quedar a él ante el públ i-
co? Seguramente habría quien lo iba a creer, y no pocos.

En su momento, la investigación fue evento de primera plana, pero la re-


percusión de la desacreditación fue aún mucho peor. México es un país que gusta
de practicar un deporte muy propio del pensamiento latinoamericano, algunos le
denominan el síndrome del cangrejo: “Si existe una forma de hacer caer a tu próji-
mo, hazlo”.
El rostro de Lázaro no era muy familiar para la sociedad en general; pero
los que sí lo conocían empezaron a observarlo con cierta reserva. El reportero em-
pezó a sentir esa desavenencia hacia su persona. Incluso las opiniones se dividieron
radicalmente en las redes sociales. Todos los días recibía correos de todo tipo,
apoyándolo o insultándolo, extremos opuestos del espectro.
Cada día era más difícil levantarse, lo hacía con pesadez, como derrotado;
era como si el desánimo lo estuviera minando poco a poco. Había veces que ni
siquiera se bañaba y había dejado un poco de lado su promesa porque no sabía
dónde reanudar su investigación. El temor por ser despojado de su información fue

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infundado, y nunca sucedió. Ahora tenía la confianza de que no pasaría, menos por
lo que ahora decían de él en los medios.

Un día antes de la Noche Buena de ese año, estando aún las cosas calien-
tes, recibió una inesperada visita:

–¿Guardiola? –Estaba parado enfrente de él, en la puerta de su casa.


–¿Cómo estás García?
Era un día particularmente frío y húmedo. Se quedaron quietos un mo-
mento, observándose. El reportero bebía un café –ahora sí, bien caliente– y vestía
una bata casera.
–¿No vas a invitarme a pasar? –preguntó el agente, creyendo que ya ha-
bían limado todas las asperezas.
–Depende.
–¿De qué?
–¿Vienes como amigo o como policía?
El agente hizo una pequeña pausa para contestar:
–La verdad, un poco como ambos...
Lázaro no tenía muchas ganas de platicar. De hecho, no tenía ganas de
hacer nada. Se la había pasado deprimido muchos días y sólo había escuchado
malas noticias. La presencia de Guardiola ahí, tampoco era un buen augurio.
–Supongo –dijo el anfitrión –... que si viniste hasta mi casa por primera
vez, debe ser porque algo importante vienes a decirme.
–Supones bien, mi buen...
–Pasa entonces y ya no te congeles... ¿quieres café? –Caminó hacia el i n-
terior.
–Por qué no –Cerró la puerta.

La reunión se desarrolló en la sala.


–¿Volviste a dejar a Sánchez? –preguntó el reportero mientras le entrega-
ba la bebida.
–Sí, quería hablar a solas, contigo.
–Si vienes a preguntarme sobre la investigación, seguramente ya has escu-
chado lo que se dice allá afuera, y en realidad, lo que tú sabes es lo mismo que yo
sé.
–No venía a hablar de eso, García, más bien quería hablarte de otra cosa...
–Se puso serio.
El reportero sólo veía cómo se apilaban más y más problemas, ¿y ahora le
traían uno nuevo a casa?
–Suéltalo Guardiola –Sentó su taza en la mesa.

–Encarnación –Resopló –... tenemos noticias que hace dos días la familia
de Francisco sufrió un accidente. Su esposa y sus hijos fallecieron cerca de la carre-
tera...

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La noticia lo dejó sin habla. Su estado pasivo se vino más abajo apretando
su cabeza con ambas manos mientras se mecía en el sillón.
–No puede ser... –murmuró.
Tenía ganas de golpearse a sí mismo, era l a peor noticia que le podían
haber dado.
–Desgraciadamente así fue mi buen. Como tú no eres familiar no te iban a
avisar y sé que los apreciabas, por eso decidí venir... es algo que querrías saber.
–¿Lo sabe Doña Sara, la mamá de Francisco? –Tomó el brazo del agente.
–Ya se lo notificamos.

El reportero apretó sus manos contra sus piernas . ¿Qué otro desastre to-
davía tendría que ocurrir para que las cosas se detuvieran?

–¿Estás bien mi buen? –preguntó Guardiola.


–No –Estaba destrozado.

El policía bebió rápidamente su café mientras buscaba las palabras ade-


cuadas. Muchas veces había dado una noticia así, era su trabajo; pero aquella rel a-
ción que se estaba gestando entre los dos tenía algo especial. El actual estado de
Encarnación García lo afectaba también.

–No sé qué decirte la verdad –Concluyó.


–¿Están seguros que fue un accidente? –preguntó el reportero inclinándo-
se hacia adelante, tenía sus sospechas.
–No tengo el parte detallado del peritaje –respondió –; pero es lo que sé,
aparentemente sí.
–¿Podrías investigarlo?
–Te lo prometo mi buen.
–Gracias por venir a decírmelo, esto que has hecho es de un buen amigo.
Guardiola sonrió y luego dijo:
–Encarnación...
–Llámame “Lázaro” –lo interrumpió –, así me llaman mis amigos... –
Empezaba a calmarse.
–Bien, Lázaro... tú dime “Felipe”, ese es mi nombre.
–Hasta ahora lo sé...
–Pues no recuerdo ni cuándo nos conocimos ni cuándo empezamos a p e-
lear o por qué.
–Tal vez porque somos como perros y gatos, reporteros y policías... no sé.
–¿Tendrás más café? –Alzó la taza vacía.
–Claro –Se paró a la cocina –, tengo que hablar con Doña Sara, debe estar
desecha, creo que Sofía y los niños eran ya su única familia...
–Me imagino... Sabes, con lo que sucedió con Francisco y el caso de Roxa-
na hubo muchas especulaciones en el departamento y querían investigarte seria-
mente...

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–¿Y qué pasó? –Regresó a la sala con la segunda taza.
–De una u otra forma se fue rezagando el tema, hasta que hubo otras co-
sas más importantes por atender. Si algo no se resuelve los primeros días ahí se
queda, y así sucedi ó... claro, que también ayudé en algo –Hizo una mueca.
Lázaro no sabía cuándo había surgido esa repentina simpatía; pero daba
gracias por eso.
–Pues sólo me resta agradecerte otra vez –alegó el reportero.
El oficial se incorporó e hizo un ademán, ya tenía que retirarse.
–Bien –Ter minó su café de un sorbo –... era todo lo que venía a comunicar-
te... Lázaro. Me alegra que por fin podamos tener una comunicación decente y
estando sobrios, además.
–Y a mí –Sonrió –, cuando quieras nos podemos reunir otra vez, sólo aví-
same para preparar suficiente café –bromeó.
–¡Dalo por hecho mi buen! –dejó su vasija en la mesa.

El policía caminó hasta la puerta, pero antes de retirarse le dio un último


consejo:
–Lázaro... deja de pelear solo. Estás en un terreno muy peligroso y esos
que andan afuera seguramente te tienen en la mira.
–No han podido hacer nada hasta ahora –dijo con valentía.
–No los subestimes... cuídate...
–Tendré cuidado, eso es lo que te puedo prometer...

Abrieron sus manos al máximo para darse un buen apretón.

–Lo que necesites –afirmó el agente –, podemos hacer una gran sinergia.
Yo no creo en todo lo que sale en las noticias, ¿y tú? –preguntó con ironía.
–Tampoco...

Felipe se retiró por el patio y a medio camino gritó:


–¡Y feliz Navidad!
Lázaro sólo respondió alzando la mano con desánimo.

Lo siguiente fue buscar nuevamente el teléfono de Doña Sara. Tenía que


platicar con ella sobre lo que había pasado. Le marcó apenas su visita se hubo reti-
rado. Nadie contestó.
El reportero sabía más o menos dónde vivía la familia de Sofía; pero des-
pués del último incidente de ninguna manera era sabio aparecerse por allá. Segu-
ramente la señora ya había partido y por eso no contestaba , eso quería pensar. Su
mejor opción era esperar. Tal vez ella misma terminaría comunicándose.
Esperar sin hacer nada no era exactamente su acción predilecta y la idea
de que lo que había sucedido no había sido un accidente lo inquietaba aún más.
Quizás podía encontrar algo por internet, quizás había alguna pista que le ayudara ,
lo único que quería era no quedarse sentado. Encendió su computadora y se puso a

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buscar, Google era una maravilla en estos casos; pero ante la saciedad de informa-
ción y el poco detalle que tenía, no encontró más que una nota común. Luego
pensó en sus posibles contactos. Con la última investigación ya les debía más de un
favor, no era prudente importunarlos en este momento.

Como ya estaba sentado, emprendió la nada envidiable tarea de revisar


sus correos, la mayoría era bas ura. Los seleccionó por bloques y los borró casi en su
totalidad. Había usuarios que ya tenía identificados y de los cuales ni siquiera d e-
seaba saber. Fue entonces que llegó a uno que decía: “Tienes que ver esto”. Ini-
cialmente lo había destinado a desaparecer; pero algo lo detuvo, tenía un archivo
anexo, así que decidió dejarlo para el final.

Se quedó con lo que suponía le servía, y con ese correo en particular, lo


abrió, contenía un video, que por su tamaño no debía durar más de unos segundos.
Inició la reproducción: Era el interior de la cabina de un vehículo en movimiento –
similar al video del Gordo–, el archivo no tenía sonido, lo más probable es que se lo
hubieran quitado, avanzaba por la calle. ¡La reconocía!, ¡era cerca del canal! Se
inclinó para ver más de cerca: A tan solo unos metros, la camioneta de Francisco
era perfectamente identificable, lo estaban siguiendo. Guardaba una distancia
prudente, luego una camioneta pickup negra se le atravesó. Dos tipos armados
bajaron sin dar oportunidad de más a su amigo. Lázaro estaba siendo testigo de la
noche del secuestro. Uno se lo llevó golpeándolo hasta subirlo al mueble negro, el
otro se llevó su camioneta. El aparente testigo ocular había filmado todo.

Lázaro volvió a recordar y ya no quería hacerlo, no de esta manera . Sus


ojos volvieron a quejarse por la impotencia. ¿Quién le había enviado el video?, sólo
era un mail genérico; pero, en la parte final decía: “Comunícate...”, anexando tam-
bién un número de c elular y un pequeño tex to.

- 106 -
V

La noche había sido larga, mucho más de lo habitual, y eso era mucho de-
cir, ya que la mayoría de éstas en los últimos dos meses habían sido terribles. Tan
sólo recordar las imágenes que acababa de observar lo ponía nervioso. ¿Cuál era la
verdadera razón de enviarle eso?, el correo no especificaba si era amigo o enemigo.
Tenía que tomar una decisión: Hacer o no la llamada.

¿Y si se trataba de una trampa?

Posiblemente lo estaban manipulando, ¿quién con tanta puntería podía


tener en video justo el momento del secuestro de su amigo?, ni el reportero más
osado hubiera podido obtener ese material de manera tan oportuna. Era muy ex-
traño, como si hubiera sido preparado; aunque también se trataba de la única pista
que tenía.

El silencio en casa era impresionante, ni siquiera se escuchaba soplar el


viento. Lázaro estaba solo con sus ideas, justo enfrente de su pantalla, a la cual
hacía revivir de su protector cada vez que intentaba a pagarse. Se mordía las uñas
por levantar el teléfono. ¿Qué podía salir mal?, o más bien, ¿qué podía salir peor?
sólo tenía que tener cuidado.
El sonido ríspido de la cuchara rasgando las paredes de su taza de café era
todo lo que resonaba en el ambiente. De vez en cuando, el reportero hacía una
caminata por la casa o iba a asomarse por la ventana sólo para distraerse. ¿Debía o
no marcar ese número?

- 107 -
Regresó a releer la pequeña nota electrónica:

“Comunícate, sé que estás diciendo la verdad...”.

Por lo menos el celular era local, eso le daba a pensar que la persona esta-
ba cerca. Antes de tomar una decisión, probó respondiendo de la misma forma .

–¿Quién eres? –murmuró mientras escribía.

Presionó: “Enviar” y volvió a una posición más cómoda , dio un sorbo a su


café. Lo más probable es que tuviera que esperar a que el extraño se dignara a
contestarle. No sabía si iba a ser lo suficientemente paciente para esperar una
respuesta tardía.
Para su fortuna, recibió la agradable sorpresa de una contestación casi in-
mediata: “Un amigo que busca lo mismo que tú, llámame”. El texto volvió a ser
corto y directo, una verdadera tentación para alguien tan curioso como el comuni-
cador. Simplemente, ya no quiso resistirse, haría la llamada con las reservas nece-
sarias.

–¿Bueno? –saludó de inmediato al escuchar engancharse la comunicación.


–¿Quién habla? –era un sujeto usando un distorsionador de voz.
–¿Er es tú el que me ha estado mandando los emails? –inquirió consi-
derándose en desventaja.

Quien quiera que estuviera del otro lado calló un momento , como si pen-
sara en una contestación adecuada.

–¿Er es el reportero? –contestó con otra pregunta.


–Amigo –dijo Lázaro notando su renuencia –, creo que esto no está avan-
zando –Quería negociar su posición –, te propongo que cada uno dé una respuesta
por turnos y si no te opones, yo empiezo... sí soy el reportero, Encarnación García...
–Sí, conozco tu nombr e –Hizo otra pausa –, y sí, yo te he mandado los
emails.
–¿Y quién eres tú, amigo?
–Esa es otra pregunta –advirtió con razón –, es mi turno... ¿dónde has con-
seguido todo lo que tienes en tu website?
Lázaro sonrió un poco, su información no era un gran secreto, todo estaba
en la red –salvo algunos detalles–, y no sabía cuál era la importancia de comentar
sus fuentes; aunque eso también le daba un poco de confianza, ya que alguien
relacionado con sus enemigos no hubiera preguntado tal cosa, ¿o trataba de con-
fundirlo?
–... Hay un pueblo llamado Redención –respondió –, a unos treinta kilóme-
tros de los límites de la ciudad, hacia el sur –La ubicación no era del todo exacta –...
ahora, ¿puedes decirme tu nombre?

- 108 -
–No puedo...
–¿Por qué usas un distorsionador? –atacó rápido –, ¿no quieres que te
identifique?, ¿te conozco?
–No puedo decirte quién soy... todavía.
–¿De dónde sacaron el video?
–Fue una casualidad –Hizo una pausa –... nos interesamos en tu reportaje
desde que fue transmitido por primera vez y tocó que decidimos seguir a tu amigo
cuando lo vimos salir del canal ... Nunca creímos que sucediera algo así...

Lázaro permaneció en silencio digiriendo lo que había escuchado. El tipo


sonaba sincero –al menos así lo quería creer–; sin embargo, reviró:

–El video es verdadero, eso no lo puedo negar, ¿por qué se lo han guard a-
do?, a tiempo pudo haber ayudado para localizar a Francisco –expresó un poco
molesto.
–Reportero –dijo la voz con seriedad –, tu amigo estaba muerto desde la
noche que hicieron ese reportaje... ¿aún no te has dado cuenta de con quién estás
tratando?
–Dímelo tú...
–Definitivamente no lo sabes –No respondió la pregunta –... Hemos estado
tras ellos desde hace tiempo, aunque no contamos con los recursos ni el nombre
que tú tienes. El reportaje que presentaste en televisión y el material con el que
cuentas es de gran valía; pero estoy seguro que carece de la directriz más impor-
tante...
–¿Y cuál es? –Le pr eocupó notar que la voz lo conocía muy bien.
–No creo que hayas logrado deducir quién es el verdadero responsable.
–¿Y tú sí? –preguntó retándolo.
–Sí... –aseguró, indicando su intención de revelarlo.

Era demasiado ilusorio pensar que repentinamente alguien podía resolver-


le el caso con una simple llamada. No podía ser así, no podía ser tan sencillo.

–Compr enderás –dijo Lázaro con cautela –, que es muy difícil creer que de
buenas a primeras alguien tenga la respuesta.
–Es un juego de confianza –Traveseó.
–Suponiendo que te crea, y no digo que sea así –Hizo una pausa –, ¿qué es
lo que tú ganarías diciéndomelo?, ¿por qué diablos querrías ayudarme?

No hubo respuesta inmediata en la línea, sólo la respiración de la voz,


quien terminó contestando:

–Porque tengo un interés especial , digamos que es algo personal...


La respuesta se escuchó prefabricada, pero Lázaro le siguió el juego para
ver hasta dónde llegaba.

- 109 -
–¿Y vas a decírmelo?
–No por teléfono.
–¿Qué propones?
–¿Tienes con qué anotar?
–Sí...
Le dictó una dirección en un lugar público, eso lo tranquilizó en cierta for-
ma. La cita quedó pactada, aunque apenas tenía tiempo para llegar.
–Me queda algo apretado –confesó –, y... ¿cómo te r econoceré?
–Yo lo haré, no te preocupes –la llamada se cortó.
Por un momento Lázaro sintió ser el protagonista de alguna película de
espionaje; pero intuía que había algo importante aquí, era demasiado elaborado
para pensar que pudiera ser un truco. En fin, el compromiso estaba hecho, sólo
había que continuar.

La fecha no era la mejor para conseguir lugar en un restaurante, el fin de


año traía consigo muchos eventos y trabajo para los establecimientos públicos;
además de que todo el mundo traía dinero para gastar en el bolsillo.
Lázaro pasó varias veces por el exterior del lugar donde habían quedado
en verse. Los grandes ventanales sólo reflejaban su figura y un gentío moviéndose
de un lado a otro. Iba a ser imposible identificar al sujeto y eso lo dejaba en des-
ventaja, y odiaba estar en desventaja. Fueron sólo unos instantes a la expectativa
mientras esperaba en la calle.

“¿Para qué darle más vueltas ?”, pensó.

El lugar estaba repleto y el anfitrión en turno se acercó hasta el reportero


invitándolo a sentarse en la barra, ya no había lugar en las mesas. La ocasión no era
la mejor para pedir una bebida con alcohol, necesitaba estar en sus cinco sentidos,
así que sólo pidió un jugo de naranja. Seguramente el tipo ya estaba ahí, tendría
que esperar a que hiciera su movimiento, así que procuró hacerse visible.

Pasaron unos minutos, hasta que sintió un toque en la espalda.


–¿Encarnación García? –dijo el hombre.
–Así es –volteó a mirarlo.
Era joven, unos diez años menor que él. A simple vista no representaba
ninguna amenaza.
–¿Y tú er es? –interrogó.
–Llámame Miguel –posiblemente no era su verdadero nombre.
–¿Hablé contigo por teléfono?
–Sí –dijo cortante mientras sacaba una fotografía de su chaqueta con el
rostro del comunicador.
–Pensé que ya me conocías –dudó cuando lo comparó con la imagen.
–Sólo me aseguro.
Habían hablado un poco por teléfono solamente y era imposible reconocer

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su voz debido al distorsionador; pero el ritmo de su plática no era el mismo, Lázaro
sospechó que se trataba de alguien más. Se sentaron juntos en la barra y lo acom-
pañó con un café, el comunicador ya no esperó más tiempo:
–Y bien, ya estamos aquí –empujó ansioso –, ¿qué es lo que tienes? –fue al
grano.
–Paciencia, paciencia –tranquilizó su ímpetu –, quisiera hablar un poco
primero.
–¿De qué quieres hablar?
–Son sólo unos cuestionamientos personales...

Miguel le hizo una serie de preguntas muy particulares, propias de un ex-


pediente detallado, ¿cómo sabía tanto acerca de él? Le siguió el juego intrigado por
saber a dónde iba a parar aquello, hasta que se cansó y lo interrumpió:
–... Amigo, creo que no estamos llegando a ningún lado, sé que no eres tú
con quien hablé por teléfono, y no sé de qué se trata todo esto; pero si continúas
haciéndome perder el tiempo me voy...
El joven sonrió como si le hubiera complacido su reacción, lo observó un
momento y luego volteó hacia el interior del local para contactar con la mirada a
otra persona.
Lázaro se percató de esto, aunque era obvio que el sujeto no pretendió
ocultarlo.
–Venga conmigo –le indicó Miguel.

El par se levantó de la barra y caminó por entre las mesas hasta llegar casi
al fondo, una mujer joven de hermoso parecer lo esperaba.
–Te lo dejo –dijo Miguel retirándose.
Era innegable que la presencia de la dama impactó de primera al investi-
gador, tenía un aire de misticismo que la hacía muy atractiva. Su vestimenta era
algo informal y su rostro irradiaba una belleza más allá de lo objetivo.
–Siéntese Encarnación –pidió la mujer –, ¿o prefiere que le llame Lázaro?
–Encarnación está bien –dudó si guardar la distancia, desde el principio la
mujer le atrajo.
–Claro –sonrió como si ya supiera la respuesta –, olvidé que sólo sus ami-
gos le dicen “Lázaro”.
–Parece conocerme muy bien –se sentó a la mesa –, y yo ni siquiera sé
cómo se llama.
–Llámeme Esther.
–¿Ese es su verdadero nombre? –interrogó dudando.
–Téngalo por seguro –afirmó.
–Pues mucho gusto, Esther.
–Igualmente –Hizo una pausa dejando que él se acomodara –... y puede
decirme atrevida, pero me siento afortunada en conocerlo en persona, lo admiro
mucho en verdad... su trabajo quiero decir –Tenía una sonrisa encantadora.
–Gracias por lo que me toca, pero después de conocerla creo que yo soy el

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afortunado... –intentó cortejar.

Ella soltó una carcajada sin ningún recato, parecía sentirse en control de la
situación, y definitivamente, le importaba muy poco cómo lo tomara el resto de la
gente, eso agradó mucho al reportero.
Se quedaron unos momentos viéndose sin pronunciar palabra, como si ya
se conocieran, era obvio que la presencia de Esther había provocado algo especial
en él.
–Entonces –dijo Lázaro sin dejar de sonreír –, sí hable contigo por teléfo-
no, ¿verdad? –Se quemaba por tratarla con familiaridad.
–Así es...

Estaba cayendo en un juego peligroso: Dejar que su buen juicio se nublara


por aquella repentina atracción.

Trató de controlarse y empezó a jugar golpeteando la mesa con sus dedos .


–... Y volviendo a lo que nos atañe –retomó –... creo que tenías algo que
decirme.
–Sí –su semblante alegre cambió por uno serio –... creo que la información
que tengo en mi poder debe serte de mucha utilidad.
–¿El video?
–Además del video, ese a fin de cuentas ya lo tienes .
–Lo dices con mucha seguridad.
–Es porque sé de lo que hablo –Hizo una larga pausa –... Sin embargo, creo
que antes que nada debemos tenernos confianza –advirtió –... esa sería la base de
todo. Estar aquí nos pone en riesgo a los dos , ni tú ni yo nos conocemos bien...

Lázaro escuchaba con atención, las palabras de Esther eran ciertas; aun-
que él se sintió muy confiado desde el momento en que se sentó en aquella mesa;
quizás para ella no había sido igual.

–Estoy de acuerdo –admitió –, ¿qué propones para entablar ese círculo de


confianza?
–Que ni tú ni yo nos guardemos nada, de aquí en adelante vas a confiar en
mí y yo lo haré en ti... no hay tiempo que perder.
–Esther –dijo estableciendo –, creo que tienes una gran ventaja en todo
esto: Conoces mi trabajo al cien por ciento, y yo no sé nada de ti... ni siquiera sé si
tienes algo que pudiera ayudarme...
–¡Sé para dónde vas! –Lo interrumpió con autoridad alzando un poco la
mano –, y aunque todavía no te muestro lo que poseo, créeme, sé que estarás
contento de haberme contactado...

Sus ojos café claro se clavaron en los de él. Lázaro se sentía desarmado an-
te aquella mirada. Estaba en una disyuntiva, podía creerle y seguir con esto o si m-

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plemente r etirarse sin nada. Se inclinó un poco hacia atrás tratando de no obser-
varla, aunque sin mucho éxito.

–Necesito saber algo primero –condicionó –... ¿tienes identificados a los


responsables del secuestro de mi amigo? –Quería tener algo seguro.
–Puedo decirte cómo encontrarlos –aseguró negociando.
–¿Y están relacionados con el reportaje?
–Completamente...

La respuesta no fue sorpresiva, aunque, ¿quién le aseguraba que le estaba


diciendo la verdad?

–Como te comenté por teléfono –observó un poco incrédulo –, si tienes


esa información y me la proporcionas..., ¿qué me pedirías a cambio?
–¿A ti?, nada... sólo quiero que saques todo a la luz. El crédito no me i n-
teresa, sólo quiero que el mundo sepa quiénes son...
–¿Y quiénes son? –se apresuró a preguntar.
–Dímelo tú, repor tero –lo retó.
La camarera vio detenido su paso por un repentino pedido, el cual ta m-
bién interrumpió la plática. Ella había logrado manipular muy bien a su acompaña n-
te, aunque eso a él, no le molestaba del todo.
Luego de que hicieron un pedido ligero, Lázaro externó su teoría:
–... Por el modus operandi debió ser la gente del Comandante...
–¡Esa es una deducción muy simple! –exclamó decepcionada –, y es lo que
quieren que creamos.

El reportero frunció el ceño y luego interrogó:


–¿Quién tiene el poder para escenificar un asesinato ritual del narco,
además de ellos mismos...?
–... Y hacer parecer a tu amigo como un delincuente más –completó mien-
tras ponía azúcar en su café –, sólo existe una organización capaz de eso...
Lázaro sabía a quién se refería; pero dejó que ella terminara.
–Es una sociedad secreta que se denomina: “El Círculo...”.

“Fenómeno”, pensó.

–Lo menciono en mi reportaje, no es nada nuevo –dijo en tono de des-


acreditación.
–Lo sé reportero, lo que no sabes es todo lo que hay detrás de años de i n-
vestigación. Soy la segunda generación de mi familia que intenta ponerlo s al des-
cubierto.

Eso ya sonaba mejor; sin embargo, había algunas atenuantes.


–Antes de esa noche –explicó él –, nunca había escuchado de ellos ... y es-

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toy en el medio, y no es que dude de tu capacidad; pero, ¿cómo descu briste algo
que nadie siquiera ha mencionado?
–No soy la primera –señaló con seriedad –; pero sí una de las afortunadas.
Ellos han tenido mucho cuidado de actuar en silencio y son muy astutos. Desconoz-
co puntualmente el origen de todos sus recursos financieros, pero sé que son muy
vastos; junto con esto, sus relaciones con otros grupos similares o de carácter
público son muy fuertes.
–¿Como cuáles?
–Políticos, narcotraficantes, autoridades, gente de los medios, etc., y aun-
que no tengo una “lista certificada”, sé que muchos están relacionados de alguna
manera.

Lázaro miró directamente aquel par de ojos café claro, la mujer no le r e-


huía a la vista, parecía sincera, al menos ella estaba convencida de lo que estaba
diciendo. La aseveración era intrépida, pero después de descartar lo que parecía
posible, lo imposible era la única respuesta correcta.
–¿Y qué más sabes de ellos?
–Son satanistas –dijo en voz baja, y agregó inmediatamente –: Encarna-
ción, hay cosas más allá de este mundo que quizás ni tú ni yo comprendamos , pero
existen...
–Entiendo tu punto –Intentaba ser objetivo –, lo que no me cabe en la ca-
beza es: Cómo un grupo religioso puede tener tanta influencia.
Esther dibujó una sonrisa mientras pensaba en una explicación más razo-
nada; sin embargo, terminó siendo directa:
–Veo que eres neófito en el tema, reportero, así que creo que tendr emos
que desmenuzar el asunto poco a poco...
–Por favor...

“Enséñame”, pensó con ironía.

–Antes que nada –explicó –, debes de saber que el satanismo en sí, al me-
nos como lo practican ellos, no es una religión como la conocemos. No es simpl e-
mente creer en el Diablo como se cree en Dios...
–¿Entonces cómo es? –pr eguntó con curiosidad.
–... El mundo en el que se mueven transgrede todas las leyes naturales
que conocemos...
–¿Cómo?
–A través del poder del Demonio en esta tierra...
–Sigo confundido –confesó.
–Creo que sería mejor que lo vieras, en lugar de platicártelo.
Eso sonaba mucho mejor.
–En fin –Sonrió ella –, ¿podrás esperar un poco a que comamos algo?, de
veras me muero de hambre.
–Claro, de hecho pensaba en lo mismo...

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La mesera llegó con el almuerzo.

–Y tú, ¿cómo te metiste en esto? –Tomó sus cubiertos.


–Es la herencia de mis padres –rasguñó la comida con el tenedor –. Papá
estaba obsesionado con el tema y me lo transmitió a mí. Se convirtió en la lucha de
la familia, una lucha difícil... y un día –Suspiró –, perdí a los dos en un supuesto
accidente, desde entonces he intentado desenmascararlos. En un principio me
costó creer en esto, hasta que tuve que aceptar que estaba equivocada –Sus ojos
se tornaron vidriosos –... He tenido que mover me de aquí para allá, aunque papá
me dejó algo con lo que vivo decentemente...
–¿Y quién era el tipo al que me mandaste, el tal Miguel? –Preguntaba para
saber si tenía alguna relación con ella.
–... Un a migo –señaló con un toque de inocencia –, me ayuda con lo que
hago, ha sido como un hermano para mí... ¿por qué la pregunta, reportero? –Ella
no era tonta.
–No, por nada –Fingió –... sólo por platicar –Rio sabiendo que no era cier-
to.

Después de la improvisada cita, Lázaro y Esther salieron del restaurante,


Miguel esperaba afuera, quizás desde un principio. Ella lo despidió, decidiendo que
acompañaría a su nuevo amigo en su auto, aún había otro destino en sus planes. El
supuesto “her mano” no estaba muy contento con la decisión, pero se fue de todas
formas.

–Me gusta tu auto –dijo ella tocando el tablero.


–Gracias.
–Tuve uno parecido hace no mucho tiempo –recordó con un poco de nos-
talgia.
–¿Y qué le hiciste?
–Por una u otra cosa no me resultaba muy útil, así que lo vendí; como te
comenté, viajo mucho, aunque procuro estar aquí la mayor parte del tiempo.
El motor encendió.
–¿Hacia dónde vamos?
–Sigue de frente, te iré guiando, rento una casa no muy lejos de aquí; aun-
que no creas que es un gran vecindario.
–Me he metido en los agujeros más extraños que puedas imaginar –
Pretendió hacerse el valiente.
–Sigue presumiendo r eportero –insinuó –, aún no tienes idea de lo que re-
almente es un agujero...

Minutos después arribaron a un barrio de dudosa reputación. La sola apa-


riencia de las calles daba miedo. ¿Por qué esta chica vivía en un lugar así?
Se detuvieron en una casa de una sola planta. Contaba con un amplio te-

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rreno y un portón, que era más semejante a la puerta de un taller mecánico que a
una residencia habitable.
–¿Aquí vives? –preguntó él extrañado.
–Sí –r espondió sin comprender el por qué de la sorpresa.
–¿Sola?
–Casi siempre –Se bajó del coche para abrir las pesadas puertas antes de
que él pudiera intervenir.
–¡Me las hubieras dejado a mí! –exclamó todavía con el motor encendido.
–¡No te preocupes!, ¡puedo sola grandulón! –respondió sin voltear. Para
cuando quiso bajarse ya las estaba moviendo.

La mujer vestía un pantalón de mezclilla y un saco de pana beige, de esos


que ya no se usan. Su silueta era mucho más atractiva desde donde él estaba, así
que ya no insistió. ¡Vaya que podía sola!
Hacía mucho tiempo que el reportero no se entusiasmaba con alguien, y
tenía que admitir que la compañía de Esther lo hacía sentir diferente. Ella era inde-
pendiente, positiva y alegre, detalles que le encantaban y que eran difíciles de
encontrar en una sola persona.
–Menos mal que puedo meter el carro –murmuró para sí aún en su vehícu-
lo –, no me hubiera gustado dejarlo aquí afuera.

La entrada abierta mostraba un amplio patio que más bien equivalía a un


estacionamiento, había algunos vehículos viejos en el interior, la mayoría , camione-
tas. Lázaro se sorprendió con la escena, y todavía no avanzaba.
–¿Qué pasa? –preguntó Esther sonriendo desde el portón –, ¿tienes miedo
a entrar?, no muerdo –bromeó.
El comentario le arrancó una sonrisa , en realidad no era miedo, sino más
bien desconcierto. Avanzó hasta colocarse en lo que equiparó a la entrada de la
casa, ya en el patio interior. Las puertas de hierro se cerraron pesadamente atrás
de él, tal como lo haría la reja de una celda. Poco después, una pequeña sala vieja
los recibió.
–Tienes mucha confianza conmigo –advirtió el reportero –, y apenas me
conoces.
Esther rio y luego le dijo:
–Te conozco mucho más de lo que crees y sé de tus intenciones, no serías
capaz de dañarme; además, tampoco soy una chica fácil, sé defenderme.
Sin más, lo tomó del dedo índice de la mano derecha y con alguna especie
de llave le dobló el brazo hasta que el reportero puso una rodilla en el piso.
–... Te creo, te creo –dijo con la voz ahogada dándose por vencido. La ver-
dad era que no tenía muchas ganas de oponer resistencia tampoco.
El hombre sonrió tratando de regresar todo a su lugar, ya había descubier-
to otra de sus habilidades .
–¿Y por qué vives aquí? –preguntó agitando todavía su mano –, no parece
que este sea tu ambiente.

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–Empec é a rentar este lugar hace tiempo, aquí es donde más he estado
desde que mi vida de nómada comenzó. Estas paredes me han dado buen espacio y
protección, no llamo mucho la atención y me sirven perfectamente para mis
propósitos.
–¿Y a qué te dedicas?, además de perseguir fantasmas...
–Vivo de mis rentas, ya te lo había comentado. Papá me dejó algo de dine-
ro con el que puedo vivir decentemente, eso también me da tiempo a investigar...
–¿Son tuyas las camionetas de afuera?
–Las usamos de vez en cuando, algunos amigos que me ayudan, como Mi-
guel, dejan sus cosas aquí.
–No imagino a una mujer como tú metida en algo tan tenebroso.
–¿Qué tengo de especial?, reportero, ¿o no confías en el poder femenino?

Lázaro hizo un gesto pensando algo que finalmente no dijo, tenía un poco
de rec elo acerca del tema: Hombres vs mujeres. Dudaba aún, que Esther pudiera
ser tan capaz, así que complementó:

–Eres muy joven y atractiva para hacer lo que haces...


–Ahora me coquetea “detective” –dijo acompañando su sarcasmo con una
gran sonrisa que lo dejó mudo –... Bueno, creo que lo que buscas lo tengo archiva-
do por allá...
Se incorporaron y abandonaron aquella sala tímidamente iluminada para
recorrer un pasillo igualmente oscuro hasta lo que parecía l a habitación principal.
La casa, a simple vista, contaba apenas con lo indispensable para funci o-
nar. Era obvio que se trataba de una casa antigua que también necesitaba repara-
ciones y un toque femenino, aunque la actual dueña no parecía darle mucha i m-
portancia a eso. No había retratos en las paredes ni arreglos por ningún lado, no
todas las luces funcionaban y las ventanas estaban cubiertas con gruesas cortinas,
como si guardara un gran secreto. Por un momento esto puso en alerta a Lázaro,
cada paso que daba hacia el interior era uno más que se alejaba de la salida, ¿no
podría ser todo aquello una bien orquestada emboscada? No, eso no era posible,
ella no podría atreverse a hacerle eso, o al menos, eso quería pensar.

Esther enc endió la iluminación de la habitación del fondo, dejando ver una
serie de aparatos electrónicos y pizarras en la pared, el lugar era semejante a una
oficina policiaca, el reportero quedó nuevamente impresionado.
–¿Qué es todo esto? –dijo –, ¿acaso eres investigadora privada?
–No –respondió mientras seguía dándole la espalda –, pero me gustan es-
tas cosas; además, tengo algunas deudas morales que pagar...
Lázaro se detuvo ante los primeros recortes , eran copias digitales de pe-
riódico y estaban pegados en la pared a su izquierda, las notas eran algo viejas y
algunas se referían a él.
–Me costó mucho conseguir ese –regresó a comentárselo, señalando un ti-
raje en la pared –, los busqué el día que salió tu reportaje, el primero claro está –

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precisó.
–Lo r ecuerdo bien –Sus ojos se clavaron en la nota en particular.
La copia no podía ocultar la tonalidad amarillenta del papel original, tenía
varios años, era del día en que atentaron contra su vida, el día que lo marcó para
siempre.
–Encarnación “Lázaro” García –dijo ella mientras se dirigía a un refrigera-
dor en el fondo –, ¿quieres algo de tomar?
–¿Tienes agua?
–De acuerdo –completó el pedido –, Lázaro, ¿cómo es que te escapas te de
esa? –Ya lo había llamado por su apodo –, ¿no te molesta que te llame así, verdad?
–No –La miró un momento y regr esó a la superficie amarilla tratando de
recordar –... Ni yo mismo sé bien qué pasó.
–Te daban por muerto.
–Sólo sé que desperté después de tres días sin explicación aparente... eso
fue lo que me dijeron al menos.
–Dios debe quererte mucho para haberte devuelto –colocó las pequeñas
botellas con agua en la mesa –, o quizás era porque tenía un propósito contigo.

El hombre rio sin ganas, no quería discutir de ese tema. Prefirió seguir ob-
servando la pizarra.
–Veo que también tienes algo de cuando fui al Medio Oriente –volteó a
mirarla, lo estaba esperando en la mesa –... no sé cómo hiciste para conseguir esto.
–También tengo mis trucos.
El recorte digital plasmaba a Francisco en una de las pocas publicaciones
que había de él, los camarógrafos muchas veces son los que más se arriesgan y los
que menos crédito se llevan. Por la vestimenta, quizás era la del día que escaparon
de aquel callejón.

Un poco más allá había una serie de pedazos de periódico más recientes,
periódicos amarillistas en su mayoría. El común denominador era que trataban
algún hecho sobrenatural.
–¿Crees en todo esto? –preguntó el hombre haciendo una mueca.
–No en todo, pero algunas cosas sí son reales.
–¿Y cómo lo determinas?
–En realidad no tengo tiempo de revisarlo por completo, casi siempre ten-
go que ser selectiva, y muchas veces me apoyo con alguien más cercano, he cono-
cido a mucha gente a lo largo del país, ya tengo mis contactos fiables .
–¿Entonces no estás sola?
–Si lo que quieres decir es si trabajo sola, no, no lo hago. Somos un pequ e-
ño equipo convencido de hacer algo por el bien de todos y na da más –Miró a su
invitado.
Lázaro seguía hipnotizado con los recortes, hasta que ella le dijo a manera
de reclamo:
–... Cuando quieras –y señaló con la mano el lugar vacío en la mesa.

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–Perdona –Se apresuró a acompañarla.

Un pequeño proyector, una laptop y un par de botellas con agua eran las
mejores herramientas en aquel momento.
–Sabes –Se puso pensativa mientras encendía los aparatos –, desde el día
que vi tu reportaje me inter esó tu trabajo...
–¿Antes no? –preguntó interrumpiendo.
–Digamos que no manejabas la línea que me interesaba... hasta hoy –
explicó –... me topé entonc es con lo de tu “accidente” y todo lo demás. Me llamó
mucho la atención...
–Hiciste un gran trabajo en muy corto tiempo, parece que me conoces me-
jor que yo mismo... quizás deberías dedicarte a esto.
–Lo llegué a pensar –Sonrió –... ¿Conoces la historia de Lázaro el que está
en la Biblia?
–Sí, ya la escuché muchas veces créelo...
–Lázaro era amigo de Jesús y enfermó –quería que quedara bien claro –;
pero Jesús no fue a verlo mientras convalecía, así que falleció. Fue hasta el tercer
día que el Señor visitó su tumba y lo levantó de los muertos...
–Dicen que algo parecido sucedió conmigo, me declararon legalmente
muerto; aunque una máquina me mantenía respirando, la verdad no recuerdo
nada.
–¿No r ecuerdas qué pasó? –Tenía curiosidad.
–Sólo sé que perdí tr es días de mi vida –Perdió su mirada en la pared.
Esther siguió pensativa, todo era un preámbulo para lo que iba a pregun-
tar después:
–¿Crees en Jesús, Lázaro?
–Sé quién fue y qué se supone que hizo; aunque no soy un fiel seguidor, si
es lo que quieres saber.
Ella percibió su falta de fe y se decepcionó un poco.
–Después de lo que vas a ver deberías acercarte a él, es el único que te
puede ayudar si sigues adelante con esto –Y sin más, inició la proyección.
Un manchón de pintura blanca sobre la maltratada pared funcionaba co-
mo pantalla. La película era uno de muchos archivos que el reportero alcanzó a
percibir en el escritorio de la computadora .

–Esto fue tomado en algún lugar en la colindancia entre Veracruz y Tabas-


co, papá y mamá disfrutaban del turismo extremo cuando les tocó presenciarlo.
El video no era de gran calidad, era obvio que se había hecho con una
cámara casera; pero sí se podía distinguir lo que estaba ocurriendo: Era una reu-
nión muy peculiar donde un grupo de bailarines desnudos danzaba alrededor de
una fogata –similar a lo que el Gordo había tomado–; aunque esa parte no era la
más interesante, sino lo que ocurría al fondo de la toma, donde otros personajes
con hábitos oscuros observaban todo. Cuando el reportero los distinguió captaron
de inmediato su atención.

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Había un susurro apenas perceptible, eran las voces de la pareja. Un fuego,
que parecía avivarse con cada paso de los “salta rines”, se elevaba en el centro del
lugar; así sucedió hasta que sobrepasó sus cabezas. Los que estaban al fondo pr o-
ferían con grandes voces y en algún lenguaje extraño una serie de palabras que los
testigos no podían comprender. Repentinamente, una figura humanoide se elevó
de entre las llamas, inici ando con un gas hasta que finalmente su apariencia se
volvió sólida. Su cintura iniciaba en la cresta del fuego y se elevaba muy por encima
de los presentes, era imponente.
–¿Esto es real? –preguntó él con cierta incredulidad.
–¡Por supuesto! –aseguró ella –. No te traje hasta aquí para enseñarte algo
falso –contestó un poco molesta mientras congelaba la imagen.

Lázaro clavó sus ojos en Esther convirtiendo la escena en una lucha de ob-
servaciones penetrantes, como cuando juegas a quién de los dos desvía la mirada
primero. La pregunta no llevaba mala intención, aunque así sonó.
–¡Perdón! –ter minó por rendirse –, no era mi intención decirlo así...
–... Discúlpame tú –dijo ella tranquilizándose después de un momento –,
siempre que veo esto me tenso mucho...
–Supongo que no es fácil comunicar algo así.
–No... uno siempre está a la defensiva...
–¿Puedes acercar la toma a los que están al fondo? –pidió tratando de vol-
ver al camino.
–Se distorsiona un poco –advirtió.
–Haz lo que puedas...

En primer plano, la extraña presencia se alzaba delante de los danzantes


quienes, como rindiendo pleitesía, extendían sus brazos arrodillados en el suelo. En
medio de la oscuridad, hacia el fondo, una pila de piedra sostenía a alguien atado a
ella. Apenas era perceptible, apenas.
Uno de los encapuchados, no muy alto por cierto, empezó a proferir can-
tos en algún lenguaje similar al que Lázaro había interpretado, parecía dirigirlos a
aquella criatura. La manera en que el sujeto se manejaba era muy familiar.

–Ese tipo –dijo convencido el reportero –, ¿es el que ando buscando?


–¡Lotería! –exclamó Esther.
Los ojos del investigador se incrustaron en los de ella mientras las ideas
que se agolpaban en su mente lo dejaban congelado. Bien, había comprobado que
Hades tenía estas “fiestas” con frecuencia, ¿y ahora qué?
–¿Qué van a hacer ahora? –preguntó mientras trataba de organizar su
mente.
–Van a entregar un sacrificio –respondió con crudeza –, espero que tengas
buen estómago para esto –advirtió.
El lente bailaba un poco con la distancia y el pulso nervioso del “camaró-
grafo”. Hades se acercó a la víctima, al parecer un hombre. Estaba de frente a la

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cámara, su rostro estaba semicubierto por la capucha, blandía un cuchillo algo
extraño en su mano, el cual no tardó en abalanzarlo sobre el cuerpo de su víctima.
La impresión fue estremecedora, los autores del video no pudieron resistir más y
corrieron de inmediato.
–¿Quieres decir que...? –preguntó con tristeza.
–El tipo murió, tal como lo viste... mis papás no tuvieron la fuerza para s e-
guir grabando –Cerró el archivo.
–¿Cómo lograron esto? –estaba intrigado.
–Estaban de vacaciones. Simplemente acamparon por accidente en un lu-
gar solitario, lo demás fue puro instinto y curiosidad... y eso es lo que me tiene aquí
también.
–Debo aceptar que contiene elementos muy similares...
–Por eso me impresionó tu reportaje cuando lo transmitieron, qué crees
que pensé al ver al mismo tipo...
Lázaro se quedó pensativo, claro que el material era bueno y le podía ser-
vir; pero, necesitaba otro tipo de información.
–¿Tienes algo más? –preguntó.
–Sí... pero antes, quisiera comentarte algo –Hizo una pausa respirando
profundo, trataba de apaciguar un dolor de su pasado –... este fue el primer video
que grabó papá, y terminó tocándolo para el resto de su vida. Haber sido testigo de
semejante acto y que lo creyeran loco cuando lo mostró a la policía local se volvió
un trauma para él; así que tomó una decisión, que para bien o para mal nos
arrastró a mamá y a mí: Se dedicó a investigar por su cuenta consiguiendo mucha
información. Sus archivos se han mezclado con otros que circulan en Internet, mu-
chos son falsos, y son subidos con esa intención...
–¿Entonces nadie le creyó?
–¿Tú lo harías? –lo retó.
–De no haber experimentado lo que experimenté, seguramente no; pero
probablemente lo investigaría –Hizo una pausa y luego volvió a preguntar –: ¿Y qué
pasó después?
–Mamá apoyó a papá, y siguieron por un tiempo con esto, viajaban mu-
cho; hasta que un día, tuvieron un accidente, ambos fallecieron... hasta el día de
hoy nada me quita de la cabeza que no fue fortuito...
Aquello le trajo a colación lo sucedido con la familia de Francisco, su teoría
podría no estar tan errada.
–... Habiéndote colocado en antecedentes –continuó ella –, sólo me resta
poner en tus manos la investigación de mi padre, más lo que yo pude agregar des-
pués... si te sigue interesando analizarla, claro está...

Lázaro se recargó pensativo, aunque se consideraba una persona muy ra-


cional e inteligente, tenía que aceptar que no era omnisciente. Abrir su mente para
escuchar opciones alternativas podía revelar caminos que hasta ahora no había
explorado. La clave de toda la investigación –como ya lo había sospechado–, no era
buscar al Comandante, sino entender cómo funcionaba la dichosa organización. Eso

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lo podía conducir a un mejor destino.

“Entiende a tu enemigo y podrás vencerlo”, pensó.

–¡Por supuesto que lo quiero! –exclamó.


Esther se levantó y recogió un grueso grupo de papeles maltratados que
tenía en un archivero, regresó y los dejó caer pesadamente sobre la mesa.
–Esta es una copia –Ya la tenía preparada –, sé que sabrás qué hacer con
ella.
Lázaro miró la documentación acariciando la cubierta del folder superior.
Fue como cuando un niño acaricia un juguete nuevo.
–¿Si estás enterada de la desacreditación que pende en mi contra? –
Quería dejar las cosas claras.
–Lo sé, es una de sus estrategias... y espera cosas peores.
–¿Dices que ellos están detrás de esto? ¿Influyeron para desmentir mi r e-
portaje?
–Te lo puedo asegurar...
La aseveración hizo que el reportero se preocupara, y su semblante lo de-
mostró.
–¿Qué? –dijo ella notándolo –, ¿miedo?
–... No –Lo pensó mucho –, sólo estoy... preocupado...
–Te advertí que no tenías idea de con quién te estabas metiendo...

El reportero se quedó en silencio, lo mejor era dar un pas o a la vez. Ya no


había vuelta atrás y no podía darse por vencido. No sabía si seguirían empujando
en su contra o dejarían las cosas así, lo mejor era estar preparado para regresar el
golpe.
–Necesito revisar esto cuanto antes –Resopló mientras presionaba los do-
cumentos.
–Están en tus manos, Lázaro, haz buen uso de ellos...
–Te aseguro que sí.
–Espero que tengas la credibilidad que mi padre no tuvo, esa sería una
gran recompensa para su memoria.
Lázaro hizo un gesto de afirmación. Todos ganarían algo si hac ía bien su
trabajo.
–Me gustaría que nos viéramos en unos días –propuso Esther –, una vez
que hayas terminado de revisarlo, tengo algo más que sé que te va a encantar;
pero necesitas entender bien las bases.
El reportero no comprendió muy bien esta última parte y se quedó
pensándolo mientras fruncía el ceño, ¿le había dicho ignorante?; prefirió no pensar
en ello. Ya había llegado hasta ahí, confiaría y haría lo que a él le tocaba.

La pareja era movida por motivaciones en común y eso los podía hacer
fuertes. Dentro de todos los infortunios recientes, encontrar una aliada era lo me-

- 122 -
jor que le podía pasar ahora. A pesar de la confianza que le inspiraba la mujer –o tal
vez sólo era atracción–, seguiría teniendo cuidado.

Más tarde, ese mismo día, sentado en su centro de operaciones, empezó


con el escrutinio de la información. La mayoría de los documentos estaban escritos
por un tal Benjamín, el padre de Esther. A su juicio, estaban bastante bien redacta-
dos.
La evidencia se dividía en varios volúmenes pequeños y cada uno explicaba
algo en particular sobre el tema, venían acompañados también por un DVD. Des-
pués de una revisión superficial decidió abrir el que estaba originalmente en la
parte superior.

“¿Qué es El Círculo?”: Era el título de la primera página.

–Esto parece un documental –murmuró al observar la estructura –, ¿estar-


ía pensando en presentarlo al público?
La labor comenzó aquí. El contenido daba muy buena impresión, no podía
negar eso, no se trataba de una serie de frases empujadas al azar. El autor había
hecho un trabajo bastante profesional; era simple y conciso, nada de palabrerías.

“Orígenes de la organización:”.

“Los registros encontrados señalan que fue aproximadamen te a prin cipios


del s. XIX qu e sus fundadores, provenientes de Eu ropa, se establecieron en distin tos
países a lo largo del continente; aunque su mayor fu erza fu e enfocada en una na-
ciente nación, Estados Unidos”.

“Funcionamiento:”.

“El Círculo es una especie de célula autónoma , parte de un cu erpo mu cho


más grande, trabaja en fo rma similar a co mo lo hace el terro rismo. No se ha encon-
trado suficiente información sobre sus regidores. Como organismo, es relativa men-
te nuevo en el país, si se considera la existencia de estru ctu ras mu cho má s antiguas
en otras partes del mundo”.
“Evolucionando y permaneciendo o cultos con un orden simple, divididos en
pequeños destacamentos independientes, donde la s decisiones importantes son
tomadas por un concejo corporativo –co mo una empresa–. Así funcionan en lo
general”.

“Geografía:”.

“La mayor concentración de miembros se divide en tres ciudades, las má s


importantes del país: Cd. de México, Guadalajara y Monterrey. Siendo esta última,
la sede del concejo ”.

- 123 -
“Membresía y liderazgo:”.

“Para pertenecer a este grupo es necesa rio haberlo adquirido po r heren cia
o ser escogido en una especie de pro ceso de selección del que aún no se tienen
todos los detalles. El convertirse en miembro también obliga a la persona a obed e-
cer ciertos reglamentos y firmar un contrato, no se tiene toda la información acerca
de sus cláusulas. Los miembros destacados regularmen te no participan en activida-
des menores, ni nadie, fuera de la o rganización, tiene conocimiento de quiénes son.
Regularmente, dentro del grupo todo se maneja por un nombre clave. Esta investi-
gación sólo ha podido identificar a uno de sus líderes, que es conocido como
‘Hades’; sin embargo, su verdadero nombre, actividad en la sociedad o cualquier
otra información personal sigue siendo desconocida...”.

El reportero se detuvo un momento aquí, no podía negar que, si consid e-


raba cierto todo lo que acababa de leer, era información muy valiosa; sin embargo,
le hubiera gustado encontrar uno o dos nombres específicos para seguir investi-
gando. Miró el DVD que acompañaba el volumen y decidió examinarlo.

–¡Veamos qué tienes! –exclamó animado.

El disco, contrario a lo que esperaba, no arrancó inmediatamente. Exploró


entonces el contenido, sólo contaba con un archivo, era un video del padre de
Esther en un monólogo. Básicamente explicó lo mismo que había leído más algún
otro detalle sin mayor importancia. Le dio la impresión de que estaba inconcluso.

El segundo volumen estaba marcado con un asterisco, como señalando


que era importante, eso le dio buena espina, así que lo analizó de inmediato.

El título decía: “Fuente de su poder”.

Lázaro levantó sus cejas como gesto de inter és y emprendió la lectura,


topándose de inmediato con una serie de conceptos no muy familiares; en realidad
se perdió después del primer párrafo. Se detuvo casi de inmediato y observó lo que
le faltaba, era el volumen más grueso de todos, y por mucho. Prefirió hacer uso del
video.

Era nuevamente Benjamín, que después de la presentación habitual c o-


mentó:
–... “¿Qué es lo que hace que este organismo, El Círculo, sea tan podero-
so? ¿Por qué nadie lo ha puesto al descubierto hasta el día de hoy? ¿Y cuál es la
fuente de su autoridad?” –sonrió a la cámara –... “Porque tiene poder, y este no es
meramente financiero, o político; ni siquiera delincuencial o armado; no encaja del
todo en ninguno de estos aspectos , ni en ningún otro usualmente conocido. Tiene

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además, la capacidad para influir en la sociedad, aunque ni siquiera nos demos
cuenta” –Hizo una pausa trayendo a sus manos una Biblia –... “Pero antes de conti-
nuar, me gustaría leerles algo que seguramente ya habían escuchado y que sentará
las bases de la respuesta a los cuestionamientos que hago... dice su Palabra en
Isaías 14:11 al 15: ‘Descendió al Seol tu soberbia, y el sonido de tus arpas; gusanos
serán tu cama, y gusanos te cubrirán. ¡Cómo caíste del cielo, oh Lucero, hijo de la
mañana! Cortado fuiste por tierra, tú que debilitabas a las naciones. Tú que decías
en tu corazón: Subiré al cielo ; en lo alto, jun to a las estrellas de Dios, levanta ré mi
trono, y en el monte del testimonio me sen taré, a los lados del norte; sobre las altu-
ras de las nubes subiré, y seré semejante al Altísimo . Mas tú derribado eres hasta el
Seol, a lo s lados del abismo...’” –Miró al lente como el que tiene soberanía –, “esto
nos enseña la caída de Satanás a la tierra... amigos, si están escuchando este testi-
monio y no creen en Dios, tampoco creerán en su enemigo, y si no creen en su
enemigo, de nada sirve que sigan revisando este material, ya que lo que aquí hay,
debe discernirse de manera espiritual... ¿aún siguen conmigo?” –preguntó –... “Lo
que intento explicarles puede parecer increíble, pero es cierto” –Tomó aire –: “Exis-
te un ser sobrenatural que fue arrojado de los cielos y que se opone a todo lo que
hace el Señor. Si ustedes, amigos que me escuchan, tienen el corazón abierto para
determinar que su existencia es verdadera, ¡ya dimos el primer paso...! Ahora,
¿contra quién estamos peleando?, y cito nuevamente, Efesios 6:12: ‘Porque no
tenemos lucha contra sangre y carne, sino contra prin cipados, contra potestades,
contra los gobernantes de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de
maldad en las regiones celestes’, esto nos describe la batalla de este tiempo contra
el mal, ¡no entre nosotros mismos, los seres humanos ! ¡No! ¡Es contra él!; como
también dice en Segunda de Co rintios 4 :4: ‘en los cuales el dios de este siglo cegó el
entendimiento de los incrédulos, para que no les resplandezca la luz del evangelio
de la gloria de Cristo , el cual es la imagen de Dios’; ¿Quién es el dios de este siglo?,
¡Satanás!” –exclamó con firmeza –, “quien también es señalado como el príncipe
de este mundo en Juan 12:31, 14:30 y 16:11... Si ustedes amigos, todavía están
conmigo y creen en esta palabra, comprenderán que el Demonio ha influido desde
siempre en la vida del ser humano, tratando de destruir la obra de Dios, ¡ese es su
objetivo...!” –concluyó.

Lázaro estaba como hipnotizado, Benjamín era un excelente orador y la


pasión por lo que estaba realizando transpiraba por cada poro de su piel. El repo r-
tero aplaudía esa actitud.

–... “Dando esto por asentado“ –continuó el hombre colocando la Biblia a


un lado –, “y considerando la existencia de Satanás como un hecho, así como su
potestad en la vida de los seres humanos; me enfoco a responder los cuestiona-
mientos que hice desde un principio, ya que todos tienen la misma contestación:
Satanás tiene poder, poder per mi sible de Dios, y este es utilizado para sus fines por
los miembros de esta secta, El Círculo. Sin embargo, para poder utilizarlo, deben
convertirse en servidores incondicionales del Maligno. Lo que él coloca en ellos no

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tiene una explicación lógica según el mundo natural que conocemos y no es motivo
de este volumen explicarlo; pero sí cabe aclarar que esta fuente ‘limitada’, es sufi-
ciente para proporcionar el cumplimiento de los deseos egoístas de la carne de
aquellos que quieren obtener lo que desean a cualquier precio, aunque finalmente,
los caminos que siguen, son caminos de muerte...”.

El reportero se detuvo ahí, había sido demasiado “duro” este segmento


para él. Se recargó en el asiento observando que había mucho más por examinar
en el disco y fue hurgando en el explorador de archivos hasta encontrar algo que le
llamó la atención: Parecía una grabación vieja y no era de la autoría del padre de
Esther. En esta ocasión la escena se desarrollaba en una casa antigua, como las
muchas que existen en el centro de la ciudad. Lázaro reconoció el barrio; pero lo
ubicó muchos años atrás.
Había un narrador que hablaba en voz baja, estaba agitado en medio de
un callejón oscuro. Seguramente cargaba un equipo pesado, muy propio de la épo-
ca, ya que trastabillaba un poco al caminar, eso le recordó a su finado compañero.
Un micrófono bastante burdo se acercó a la ventana de una casa con pro-
tector es de madera, que eran como puertecillas de vaivén. Había una luz trémula
que se colaba por las orillas. Lo interesante empezó cuando un cántico familiar se
plasmó en la cinta. Era semejante a lo que ya había escuchado, al menos en la foné-
tica.
Después de dos o tres minutos el cronista hizo un comentario tonto, luego
desvió la toma, desde la ventana hasta la entrada del callejón, donde un par de
figuras oscuras, como dos guardias, lo hicieron correr, ahí terminó todo.
Además de este video viejo, había también testimonios en audio y en ima-
gen de supuestos testigos en diferentes épocas. Narraban situaciones sobrenatura-
les que podían tener relación con El Círculo: Apariciones fantasmales, supuestos ex-
miembros de la secta platicando sus experiencias –que no eran muy creíbles; pero
entrevistarlos podía ser provechoso–, etc.

Después de pasar varias horas hipnotizado por el tema, se incorporó y se


dirigió a la cocina, fue a prepararse algo de tomar mientras se estiraba un poco.
Regresó y colocó su bebida a un lado destapando el resto del archivo , el cual fue
husmeando al azar, hasta que leyó:

“...Hades, uno de los líderes id entificados de la organización, ha participa-


do en todas las reuniones conocidas del concejo. Sin embargo, se sabe que no es la
máxima autoridad en el grupo. No existe una descrip ción exacta del sujeto, ni se
conoce su nombre verdadero; aunque las investigaciones indican que lleva una vida
pública como cualquier otro miembro activo...”.

Lo último que leyó le daba otra pista: Los socios llevaban una doble vida ;
entonces, era posible localizarlos con más facilidad, intuyó el reportero.
Siguió saltando párrafos hasta que encontró:

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“... El Círculo influye indirecta mente en el gobierno, o rganizaciones delicti-
vas, sociedad, medios de comunicación y prácticamen te en cualquier grupo so cial
importante. Todavía no se ha recopilado la evidencia suficien te para p robarlo...”.

El informe se truncaba bruscamente.


–¿Es todo? –exclamó extrañado.
Al adentrarse más y más en aquel bosque tenebroso, los caminos iban
mostrándole diferentes vertientes, y todas lo llevaban a una encrucijada . “Tengo
que entenderlos primero para poder vencerlos”, recalcó.
Había sido selectivo en su lectura, sin escudriñar el total ; pero ya había si-
do bastante por una noche. Para cuando se dio cuenta, ya estaba en cama div a-
gando sobre el tema, y no percibió el momento en que se había quedado dormido.

Estaba desnudo con los brazos y piernas atados a una superficie dura, y no
era su colchón. La experiencia onírica era bastante real. Aromas de calor y humo
fueron surgiendo de la nada, su habitación había desaparecido dando lugar a una
profunda oscuridad. Encontró cierta semejanza con la escena que poco antes había
examinado con Esther: Estaba sujeto a un altar de piedra con voces a su alrededor
que empezaron a murmurar hasta rodearlo. Una figura oscura, cuyo rostro borroso
no le aseguraba que fuera humano, apareció a sus pies dando grandes voces. Se-
gundos después, una serie de criaturas aladas fueron divisadas por sus temerosos
ojos haciendo círculos por encima . El corazón del reportero se aceleró. ¿Cómo
había llegado hasta ahí?
Aquel humanoide, quien parecía tener el control de las criaturas, las hizo
descender hasta posarse muy cerca de la víctima. Los dedos de sus patas eran co-
mo grandes garras que lo herían al cami nar sobre su cuerpo; eran semejantes a
murciélagos de gran tamaño, pero con una cabeza similar a la de un ave; el sonido
que proferían sus picos era similar al de un cuervo, pero mucho más sonoro; sus
ojos negros daban la impresión de reflejar cierta inteligencia, como si supieran lo
que hacían.
Hubo entonces otra voz proveniente de lo profundo de la oscuridad. Aque-
llas criaturas se abalanzaron sobre él como perros amaestrados desgarrando su piel
hasta lo más profundo, el sufrimiento era insoportable... despertó.

Se levantó agitado, y abandonando la cama recorrió la habitación como


tratando de encontrar pruebas de lo sucedido, como si la pesadilla hubiera sido
real. Físicamente no había evidencia de daño alguno; pero su cuerpo guardaba
tibiamente el recuerdo del dolor. Su paseo terminó sentado en el suelo un poco
descontrolado, tenía algo de frío, cosa que tampoco era usual en él . Trató de con-
vencerse –otra vez– que todo había sido sólo su imaginación.

Días después, Esther localizó al reportero. Iba a mostrarle lo que le había


prometido, así que lo citó en una dirección específica.

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–¡Buen día! –dijo el hombre cuando ella abrió la puerta.
–¡Buen día, Lázaro! –Lo dejó entrar, animada como siempre.
–Me gustó oír tu voz en mi celular, fue mejor que el distorsionador que
usaste la primera vez.
Ella sólo sonrió.
–Y por cierto –continuó él –, aún no me has dicho si tienes un apodo, tú ya
me dices “Lázaro”.
–Sí, pero es sólo para mis amigos –dijo bromeando.
–Gracias por lo que me toca –comprendió su tono.
–En r ealidad no tengo, reportero, pero si me quieres poner uno –ahora pa-
recía que ella era la que jugueteaba.
La vio adentrarse al lugar, estaban a oscuras y sin luz eléctrica, sólo ilumi-
nados con un par de linternas .
–Sí se me ocurren algunos –murmuró con otras intenciones.
–Yo te llamo “Lázaro” porque tampoco me gusta tu nombre... –alegó en
son de burla sin haber escuchado el cuchicheo.
Él hizo una mueca para luego agregar:
–¿Y a dónde me has traído?, ¿qué es este lugar?
–¿Revisaste todo lo que te di? –contestó con otra pregunta.
–De cabo a rabo...
–Bien –iluminó su rostro con la linterna –, te explico: Esta casa abandona-
da es la que aparece en uno de los videos del segundo volumen. Ha permanecido
así por mucho tiempo, es seguro que ya no la usan.
El reportero empezó a recorrer las paredes con su luz. No podía constatar
lo que Esther le decía desde adentro; pero sí recordó perfectamente lo que había
visto.
–¿El callejón está aquí afuera por el lado derecho? –preguntó.
–Así es reportero...
El lugar estaba completamente a oscuras. La primera habitación no conta-
ba con ventanas, o quizás habían sido clausuradas en algún tiempo; los escombros
y la falta de iluminación no permitían descubrirlo. Como muchas de las residencias
de ese entonces, esta se ex tendía en línea recta un cuarto tras otro hasta llegar a la
habitación final, que dejaba entrar un resquicio de luz por una ventana rota, y por
la que también se colaba una ventisca fría del invierno.
–¿Te acuerdas de esto? –preguntó ella señalando la abertura.
–¿Da al callejón? –preguntó él.
–Sí, por aquí entr é la primera vez.
Lázaro se aproximó asomándose por el hueco, ya no había cristal y la ma-
dera del protector estaba podrida. Era el punto exacto donde había estado el tipo
del enorme micrófono.
–¿De quién era la grabación? –preguntó con curiosidad.
–De alguien que colaboró con papá, yo no lo conocí, como ta mpoco cono-
cía a muchos que le enviaron otras cosas . Sin embargo, papá sólo recopiló lo que
consideró verdadero, que es, finalmente, lo que tienes en tus manos.

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–¿No es suyo entonces? –ya lo sospechaba.
–No... pero si lo incluyó en su informe final es porque era importante –
Dirigió su atención hacia el interior –... Papá no fue el único que supo de ellos; pero
sí el único que quiso hacer algo.
–Noté que dejó inconcluso su trabajo –Hizo el comentario recordando la
manera brusca en que terminaba el informe.
–Sí, papá falleció antes de terminar...; pero para eso estás tú, reportero,
¿vas a ser capaz de concluirlo, verdad?
Él sonrió como afirmándolo; pero su rostro no era visible en medio de la
penumbra.
–¿Lázaro? –repr eguntó ella ya que no había notado su gesto.
–Te prometo que así será –recalcó mientras se concentraba en no pisar al-
go que lo desnivelara.
Esther también hizo un gesto complacida por su respuesta.
–Ahora vamos por este lado –le indicó siendo la guía.
Algo similar a una puerta se dibujaba trémulamente por la linterna. Se en-
caminaron hacia ese punto y abrieron el obstáculo sin problema. La entrada se
perdía entre las tonalidades de la pared y el escombro. Era evidente que en el pa-
sado, un fuerte cerrojo la había resguardado.
–Nos costó trabajo la primera vez –señaló Esther al empujarla –; pero
nuestro premio fue descubrir lo que había allí abajo... ¿estás listo? –advirtió parán-
dose en el umbral.
–¡Claro! –respondió con inquietud.
–Ten cuidado con el primer paso...
No era común que estas casas contaran con sótano, aunque las escaleras
decían lo contrario. Quizás había sido fabricado después, no lo podían asegurar.
La luz de la lámpara de Esther iluminaba sus pies, los peldaños parecían es-
tar hechos de piedra, lo que era aún más extraño, era que habían sido labrados
desde la pared y preparados para soportar un gran peso.
–Esta casa, ¿tiene dueño? –preguntó él.
–Está a nombre de un particular; aunque nunca logramos conectarlo con la
investigación.
–¡Fenómeno! –exclamó con sarcasmo –, ¡Estamos cometiendo allanamien-
to de morada!
–Tienen años de no visitar esta propiedad –argumentó con seguridad –, tú
no te preocupes, reportero...

Siguieron avanzando. La escalera topaba y daba vuelta en la pared del


fondo, algo similar a una espiral, llegando finalmente a una cámara pequeña. Los
muros eran más gruesos en esta parte y no había manera de que la luz del sol en-
trara. Había algunos pebeteros en las esquinas, seguramente como método de
iluminación.
–Debimos traer una lámpara más grande –comentó Lázaro a manera de
broma.

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El lugar parecía entenebrec erse más con cada paso en su interior .
–Encenda mos eso –Esther venía preparada.
Los recipientes prendieron con cierta dificultad, pero lo hicieron. El pano-
rama no mejoró mucho, no era la función de aquellos nichos.
–Apenas ayudan –señaló el reportero.
–No te quejes, sólo es para ayudarnos un poco, el ambiente que tenemos
es el que tenían ellos cuando hacían sus reuniones ...
–Entiendo –Giró mirando a su alrededor.
Estaban frente a frente, cada uno sosteniendo en su mano derecha su lin-
terna, se congelaron un momento sin decirse una palabra mientras se miraban,
hasta que Esther atinó a decir:
–¿Qué pasa? –Su innata sensualidad era evidente aún en una situación tan
tétrica.
–Nada –La verdad es que se quemaba por decirle algo más .
–¿Ya viste dónde estamos parados? –prosiguió ella concentrada en lo que
les atañía. Señaló sus pies.

Los tonos oscuros, el moho y la suciedad propia del paso de los años no
dejaban ver con claridad la superficie. Lázaro tuvo que acercarse al suelo para des-
cubrir que lo que estaba pisando no eran sólo una serie de manchas. Cuando es tu-
vo reclinado, Esther se fue haciendo hacia atrás hasta que estuvo a unos dos me-
tros de él, luego dijo:
–¡Mira! –empezó a caminar como si pisara una línea imaginaria.
El reportero notó el trazo que dibujaba, era una circunferencia apenas
perceptible, y él estaba en el centro de la mis ma. Ella caminó alrededor has ta com-
pletar la forma.
–¿Qué te parece? –pr eguntó como presumiendo su gran descubrimiento.
–Es un círculo –giró sobre su eje asegurándose de ello.
–¿Sabes qué hacían en este lugar?
–Por lo que tu padre documentó, es donde... “todo sucede”.
–Así es, estás parado en el centro de uno de sus primeros centros ceremo-
niales. Fue abandonado hace ya varios años... Observa bien tus pies –recalcó –...
hay un símbolo justo en el centro que seguramente reconocerás...

Lázaro alzó su lámpara sobre la cabeza buscando obtener un mejor ángulo,


sus ojos empezaron a hilar los puntos y deshacer los manchones.
–¿Es un diablo? –Así lo identificó su limitada experiencia.
–Un “macho cabrío”, a decir verdad –corrigió Esther –... Mira los símbolos
en las orillas del círculo.
Los pies del reportero rasparon el suelo que parecía cubierto con hollín.
Muy levemente se identificaban algunos símbolos, caracteres completamente ex-
traños, al menos para él.
–¿Por qué el suelo es diferente aquí que allá arri ba? –preguntó con la es-
peranza de que ella lo supiera.

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–Algunos de sus rituales los hacían aquí, en este círculo. Hubo mucho de-
rramamiento de sangre...; allá arriba, sólo era la fachada.
El reportero no quería pensar en algo tan desagradable, pero tenía que
preguntar:
–¿Quieres decir...?
–Papá examinó varias muestras –intentó decirlo objetivamente –, y sí, hay
restos de sangre humana y de animales también. Ese es un elemento que no puede
faltar en sus reuniones... ¿Sabías que es prácticamente imposible borrar un rastro
de sangre?, aunque ellos no se preocupaban mucho por hacerlo tampoco –externó
como colofón.
Lázaro sabía que estas pruebas le interesarían mucho a Guardiola. Se sent-
ía obligado a compartirlo con él; aunque no lo había hecho hasta el momento. Ya
pensaría en eso más tarde. Salió del círculo y empezó a recorrer la habitación, ha -
bía algunos dibujos en la pared que podían observar se sólo estando muy cerca, uno
en particular, le llamó la atención.
–¿Es un arte inter esante, verdad? –dijo Esther irónicamente al notar su
atención en la imagen –, r epresenta a Satanás y sus huestes dominando la tierra.
–... Hace poco tuve un sueño –r ecordó –, lo que vi era muy similar a lo que
aquí está pintado –alzó su mano para tocar la pared.
Ella se alarmó al escucharlo decir eso, y le preguntó después:
–... ¿Qué fue lo que soñaste?
–Una pesadilla –No le dio importancia, pero tampoco quitaba su mirada
del muro –, estaba atado sobre una pila de piedra mientras un tipo al que no pude
distinguir hacía que criaturas como estas –las señaló –... me atacaran. Fue muy
real, hasta que desperté...
Esther guardó silencio sin poder esconder su preocupación, Lázaro no se
percató de esto, hasta que su silencio hizo que le iluminara el rostro.
–¿Qué pasa? –preguntó intrigado.
–¿... Y qué ha pasado después? –interrogó sin responder primero.
–¿Qué ha pasado de qué? –el reportero no entendía el cuestionamiento.
–Mejor vámonos –dijo ella dando la vuelta y queriendo salir, parecía mo-
lesta.
–¿Qué sucede? –Era lógico que siguiera intrigado, huir no era propio de
ella, pero parecía hacerlo.
–Nada, me pusiste a pensar en algo...
–No te entiendo.
–... Tu sueño es muy similar al que tuvo mi padre antes de morir –Alcanzó
las escaleras –, ellos le llaman: “La marca”.
–¿Y qué significa? –la tomó del brazo sólo unos peldaños arriba buscá ndo-
le la mirada.
–Espero equivocarme –Se detuvo –, en serio lo deseo, ojalá todo haya sido
una sugestión y no signifique nada... de veras espero que así sea... –La respuesta
fue muy vaga y un tanto esquiva.

- 131 -
Abandonaron el sitio y el reportero la invitó a comer, Esther se veía muy
afectada.
–Me preocupa verte así –dijo él ya cuando estaban en la mesa –, ¿qué fue
todo eso que me comentaste del sueño de tu padre?
–Lázaro –pidió –, quisiera que no me pr eguntarás más... podría hacerme
ese favor –Tomó su mano.
El reportero se derritió al sentir su toque y se rindió. Deseaba que Esther
no se diera cuenta del poder que había adquirido sobre él, ya que lo pondría en
desventaja; pero era muy evidente.
–Está bien –aceptó sin retirar su mano –... creo que un día podremos plati-
car más del asunto.
Ella sonrió tratando de recuperarse.
–... Pero fuera de eso –cambió de tema –, hay muchas otras cosas que aún
no me quedan claras o quisiera confirmar.
–Dime, reportero.
–Tu padre no logró la identificación de los miembros de la organización.
No tenemos nombres ni manera de localizarlos, sólo un rostro y un nombre clave:
“Hades”, ¿tú averiguaste algo más?
–No –meneó la cabeza algo apenada.
–Será difícil lograr algo si no sabemos quiénes son.
–Para eso estás aquí, para lograr descubrirlos, ¿qué no?
–Claro –Se inclinó en la mesa –... sólo te menciono que no será fácil.
–Eso lo sé –perdió su vista en el horizonte como buscando una esperanza.
–... Además –continuó mirando hacia donde ella lo hacía –, tampoco en-
tiendo muy bien otras cosas: Es la gente capaz de comprometerse tan profund a-
mente que apuestan todo para conseguir lo que quieren.
–“Ancho es el camino que lleva a la perdición” –citó Esther –. Y no sé por
qué te preguntas eso, Lázaro; seguramente en tu ambiente hay mucho más frivoli-
dad y egoísmo que en el mundo común.
–Tal vez –comprendió él –; pero nunca he escuchado de alguien que haya
hecho un pacto con el Diablo para obtener lo que quiere.
–De seguro no lo escuchaste; pero eso no quiere decir que no sucedió... –
apuntó, sembrándole la duda –. Cada miembro de El Círculo ha hecho un pacto
irrevocable con Satanás a precio de su alma; y sólo puede ser roto por la sangre del
Cordero de Dios... Hay algunos que lo han logrado...
–Sí, lo vi en el material –la interrumpió.
–... Todo contrato debe firmarse con sangre, ya que la vida está en la sa n-
gre, cada miembro lo hace con la suya propia. Fuera de ellos, los que compran un
favor también se comprometen de la misma manera, aunque no todos se convier-
ten en integrantes –Hizo una pausa suspirando –... Lo que todos ellos no saben, es
que están condenándose al infierno al hacerlo.

El reportero se tomó la barbilla, pensativo; aunque había visto lo suficiente


para creer en sus palabras, tenía que tomar en cuenta que si querían sacar algo así

- 132 -
al público, debían ser muy cuidadosos en las formas.
–Cuéntame de sus finanzas –dijo él –, sé que no es fácil obtener tanto po-
der sin dinero.
–Es innegable que han adquirido riquezas por muchas generaciones. El
Diablo tiene poder para manipularlas: Fragua negocios ilícitos, roba, utiliza a sus
huestes espirituales para influir; todo claro, solapado directa o indirectamente por
servidores de carne y hueso... es complicado de entender.
–Me doy cuenta –Hizo una pausa recordando algo más –: Mencionaste
también lo del derramamiento de sangre y que siempre debe haberlo... ¿por qué?
–Satanás es un mentiroso y busca imitar las cuestiones celestiales. Como
Jesús murió por nosotros y mediante su sangre podemos ser salvos; de la misma
manera, él realiza este acto como burla a su sacrificio. Quiere recibir adoración por
este medio, quiere ser como Dios...

Lázaro asintió creyendo haber entendido. Después de este último cuesti o-


namiento, no hablaron mucho más del tema. El reportero seguía con buen ánimo;
pero ella seguía pensativa, todo a partir de su comentario sobre el sueño y la rel a-
ción con las imágenes de aquel muro.
–Tienes un buen rato callada, ¿no está buena tu comida?
–La verdad sí –jugaba con un espagueti –, sólo... pensaba.
–Te veo más como preocupada... ¿puedo ayudarte?
–Lázaro –dijo con seriedad –, ¿puedo pedirte algo?

“La cosa es seria”, pensó él.

–Si está en mis manos, por supuesto que sí –afirmó.


–Ac ércate a Jesús, tú vienes de una familia que lo conocía, necesitas de él,
sobre todo ahora...
–¿Sabes de mi familia? –preguntó sorprendido.
–¡No es el tema ahora! –exclamó mostrando prisa –... Sé mucho sobre ti...
Pronto tendr é que irme por un tiempo, y me será difícil comunicarme.
–¿Y a qué viene todo esto?, no entiendo.
–Lázaro –Hizo una pausa –, estás en peligro...
–Muchas veces lo he estado –señaló engullendo con tranquilidad su comi-
da.
–No de esta manera, créelo –miró el reloj –... tengo que irme ya.
–Ni siquiera has acabado el plato –alegó.
–Perdona –se levantó y se colocó junto a él –, intentaré comunicarme des-
pués, ¡cuídate mucho por favor! –Exclamó sorprendiéndolo con un beso final que
apenas tocó sus labios –... y no hagas estupideces.

El reportero se quedó como en shock mientras veía salir aquella figura que
tanto le atraía por la puerta. Ella ya no volteó hacia atrás, pero aparentemente
estaba llorando. ¿Había sido una despedida?

- 133 -
–¡Wow! –exclamó suspirando después, no se lo esperaba.
Hacía mucho tiempo que no sentía eso en el estómago ni esa sensación
que lo hacía sentir como adolescente.
Transcurrieron unos segundos para cuando entendió que se había ido;
atrás, un plato a medio terminar y una situación confusa. Desde que habían dejado
la casa abandonada estaba así, inquieta; aparentemente, era por causa de él, pero
no había comprendido bien por qué. Fue hasta entonces, que repasando su fugaz
despedida, advirtió que no la vería pronto.

Una mañana de enero, regularmente la época más fría en la ciudad, y des-


pués de comprobar que su amiga no contestaría más el celular, la Sra. Gloria hizo
acto de presencia después de un tiempo ausente:
–¿Cómo está? –la recibió él con gusto en la puerta –, ¿la pasó bien en sus
vacaciones?
–¡Maravillosas, Sr. García!, ¿y usted...? ¿Qué tal de Año Nuevo?
–Pues aquí, trabajando, ya sabe...
–Usted debería salir más y conocer más gente –sugirió como todo buen
consejo de una persona mayor.
–He estado ocupado, y sabe que trabajo mejor así.
Ella entró a la casa con buen humor, como siempre.
–Y qué bueno que ya está aquí –señaló él –, porque ahora sí tiene mucho
trabajo –bromeó.
–No se pr eocupe, ahorita queda –Hizo una pausa –... ¿va a salir? –
preguntó por hacer plática.
–Sí... voy a bañarme primero y la voy a dejar sola un rato... sólo estaba es-
perando a que llegara.

Ella sólo asintió con fuerza mientras lo veía retirarse por el corredor , acto
seguido, empezó con sus labores.
Efectivamente, la casa era un desastre y la señora no encontraba por don-
de comenzar. Todos los años era lo mismo, ya sabía lo que iba a encontrar, no era
nada nuevo.
La cocina era lo peor, había acabado con la vajilla, ni siquiera se había
atrevido a lavar una taza. En fin, era su trabajo y lo tendr ía que hacer, así que em-
pezó por el fregadero.

–¡Gloria! –un grito autoritario resonó a lo lejos.


¿Había escuchado bien?, ¿la habían llamado? Fue una voz masculina; pero
su empleador no la llamaba de ese modo, quizás estaba en problemas. Dejó lo que
estaba haciendo y se apresuró a segui r el corredor hasta la recámara. La puerta
estaba abierta y el sonido de la ducha indicaba que su patrón seguía ahí. Se detuvo
un momento antes de entrar, no era prudente llegar a asistirlo si no estaba segura
de qué era lo que sucedía.
–¿Sr. García? –dijo tímidamente desde donde estaba. Al no obtener res-

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puesta, repitió con más fuerza –, ¡Sr. García! –Dio un paso al interior dispuesta a
correr si era necesario.
–¿Sra. Gloria? –Respondió el hombre un poco sorprendido desde el cuarto
de baño.
–Sí, Sr. García, ¿me llamó? –Se tranquilizó al escucharlo.
–No... ¿todo está bien?
–Sí... perdón, creí que me había hablado –entrelazó un poco sus dedos
pensando que había quedado como una tonta.
–¡Aquí todo bien señora, no se preocupe! –gritó.

La mujer se retiró pensativa, estaba segura de que había escucha do su


nombre. No era correcto culpar al cansancio, acababa de llegar de vacaciones , y era
imposible que se lo hubiera imaginado.
Regresó al fregadero para tallar con fuerza la vajilla, quizás el sonido había
venido desde el ex terior y sólo se parecía a su nombre; pero, la calle estaba muy
lejos. En esto cavilaba cuando sintió la presencia de alguien a sus espaldas, tenía las
manos ocupadas. ¿Su jefe ya había salido de la ducha?
–¿Se le ofrece algo? –preguntó la mujer captando una sombra con el rabi-
llo de su ojo.

No hubo respuesta.

Cuando giró para ponerse de frente, la figura se movió con rapidez per-
diéndose en el corredor, se quedó congelada unos segundos mientras sus manos
enguantadas temblaban escurriendo el jabón, reaccionó caminando hacia un pasi-
llo vacío.
–¿Sr. García? –ahora su voz tiritaba.
Lázaro se asomó por la puerta de su recámara hasta el fondo, vestía una
bata larga y una toalla más pequeña en la cabeza, estaba empapado.
–Dígame –dijo mientras se secaba.
–¿Tiene mucho que salió?
–Acabo de salir Sra. Gloria –señaló alegre y ajeno totalmente al hecho –,
¿por qué la pregunta? –se quedó en el pasillo.
–Por nada –Se dio la media vuelta temblorosa y deshaciéndose de sus
guantes.
El reportero la notó extraña, como nunca antes en tantos años ; pero dejó
las cosas así, no mucho tiempo después se quedó sola.

La señora había planeado preparar algo especial para comer, lo estuvo


pensando todo el camino de regreso; pero a hora estaba bastante nerviosa. Algunas
ideas de su pasado y viejas historias la inquietaban. Los relatos de su abuela y su
madre venían a colación con lo que ahora sucedía. No se sentía a gusto.
El menor ruido empezó a inquietarla y estaba muy nerviosa. Como pudo
intentó cumplir con sus labores. No dejó de lado su idea y empezó a preparar algo

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en la cocina sin dejar de mantenerse alerta. El silencio en la casa era abrumador, así
que encendió el televi sor para distraerse: Las noticias, una serie de televisión o
alguna película vieja, qué importaba.

–Gloria... –un susurro la detuvo por su espalda e hizo que volteara brus-
camente.

Abrió los ojos al límite, sabía que no había nadie en la casa y nada en este
mundo podía haberla llamado así. Su corazón se aceleró dejando encendido el gas
de la parrilla. Caminó hasta afuera de la habitación notando cómo se le erizaba la
piel. Lo que estaba sucediendo, a su juicio, era totalmente sobrenatural; pero al
dirigirse hasta la sala todo parecía normal. Regresó temblando hasta donde se
había quedado, tomó un encendedor de mano cuando por fin olfateó el aroma. Su
primer instinto fue cerrar la salida; pero una mano fría por la espalda la interrum-
pió provocando que apretara fuerte los dedos. El gatillo del encendedor se accionó
ocasionando un flamazo sobre su rostro y pecho. Sus manos se convirtieron en
extintores, dejándose caer luego al suelo.
Su cuerpo quedó boca arriba cuando por fin pudo apagarse, estaba adolo-
rida y sentía su piel estirarse con cada gesticulación, no sabía qué tan graves eran
sus heridas, y busco ponerse de pie. Seguramente se había golpeado también en
otras partes pues todo le dolía. Apenas se inclinó hacia adelante cuando sintió que
alguien la tomó con fuerza por el cabello. El terror y la desesperación se apodera-
ron de ella al ser halada por el suelo hasta la puerta principal donde fue proyecta-
da. Una risa masculina se escuchó en la habitación; pero no podía visualizar a na-
die. La mujer rompió en llanto encogiendo sus piernas y cayendo de lado.

Después de un tiempo, una llave en la entrada indicó que Lázaro estaba de


vuelta, las piernas de la Sra. Gloria topando en la madera , advirtieron de su presen-
cia. La escena puso en alerta al reportero quien i nmediatamente la auxilió:

–¿Qué le pasó Sra. Gloria? –preguntó asustado.

La mujer estaba en shock; pero alcanzó a extender su brazo señalando la


cocina. El aroma en el ambiente le indicó al dueño de la casa lo que aparentemente
había sucedido. Corrió a cerrar la hornilla encendida y apagó el televisor, para lue-
go regresar con ella. Las huellas del incidente eran evidentes, y sin preguntar más,
la levantó en brazos para llevarla al hospital.

–No son heridas graves Sr. García –dijo el doctor Marcos ya en el consulto-
rio.
–¿Va a estar bien entonces? –preguntó el reportero.
–Su estado físico no me preocupa –señaló el galeno –, sino su estado emo-
cional.
–Pasó un buen susto, y creo que es normal –alegó el reportero

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–Puede ser Sr. García; pero me gustaría observarla unos días más.
–Como usted considere doctor, yo me haré cargo de cualquier gasto.
–¿Quiere pasar a verla?
–Claro...

La Sra. Gloria estaba recostada con la cara y manos vendadas, sus heridas
físicas sanarían en unos días, pero su mirada alertaba sobre una consciencia extra-
viada. Ni siquiera la presencia del reportero la hizo reaccionar.
–¿Cómo se siente? –preguntó el hombre con amabilidad acercando una si-
lla.
Los ojos de la mujer giraron hacia él, estaba un poco sedada; pero lo esc u-
chaba, parpadeo como dándole una buena señal.
Lázaro se quedó a platicar un rato.
–... Ahora, ¿quién me hará el que hacer, Sra. Gloria? –apuntó en broma. –,
seguramente para cuando regrese la casa será un muladar... –Sonrió pensando en
animarla.
Los ojos de la mujer derramaron una lágrima mientras su mano intentó
tomar la de Lázaro, estaba haciendo un gran esfuerzo por comunicarle algo:
–... Salga de ahí –dijo casi murmurando.
–¿Qué? –pr eguntó para confirmar, porque sí la había escuchado.
–Salga de ahí –repitió –, algo pasa en su casa.
–No la comprendo.
–... Algo malo pasa en su casa –aunque lo deseaba no podía alzar la voz.
La mirada atemorizada de la Sra. Gloria hizo que encendiera sus cinco sen-
tidos.
–¿No fue un accidente verdad? –intuyó –, ¿quién le hizo esto?
–No –empezó a menear la cabeza de un lado a otro lentamente, conforme
la droga la dejaba hacerlo –, ¡algo malo pasa en su casa! –rompió en llanto
abrazándose a sí misma con fuerza.

La enfermera intervino haciendo que Lázaro se levantara. No era conve-


niente importunarla más, de una u otra forma encontraría al culpable; pero iba a
dejarla descansar por ahora. Regresó a casa sabiéndola en buenas manos , lo demás
le correspondía a él . Su primer pensamiento al entrar a su hogar fue el de localizar
a un responsable, uno de carne y hueso; pero, ¿quién pudo haber entrado a la casa
a hacerle daño a la señora, y para qué?
Fuera del desorden propio de un accidente hogareño no había nada que
destacar. Se acercó a rectificar que todo estuviera bien en la cocina, no parecía
haber averías, ya ni siquiera quedaban rastros del olor a gas. Caminó a lo largo de la
casa verificando las puertas y ventanas, todo estaba en su justa medida.

–¿Qué pasó aquí? –se preguntó .

La Sra. Gloria tenía años trabajando con él, conocía perfectamente cada

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rincón de su hogar, de la misma manera era una persona muy precavida. Pensar
siquiera que había tenido un accidente típico de una cocinera novata era muy poco
probable.

Días después, la Sra. Gloria regresó ya recuperada.


–Pase –dijo Lázaro contento al verla –, veo que ya está sana.
–Gracias, Sr. García, pero aquí estoy bien.
–¿No va a pasar?
–Sólo vengo a despedirme –se quedó en el pórtico.
–¿A despedirse? –Hizo una mueca –, ¿tan mal la he tratado?
–Claro que no Sr. García –No se atrevía a avanzar.
–Dígame –Cerró la puerta tras él y platicaron afuera, a pesar del clima –,
¿qué fue lo que realmente pasó ese día?
La mujer guardó silencio unos segundos levantando y bajando sus pupilas,
no sentía la confianza de contar su historia, a pesar de conocerlo muy bien.
–Usted no cree en esas cosas –argumentó.
–¿En qué cosas? –sabía por dónde iba.
–Ya lo sabe, en fantasmas y cosas así.
–Pues le diré que he descubierto muchas últimamente y mi perspectiva ha
cambiado –la abrazó –, cuénteme con confianza –Intentó empujarla hacia el inte-
rior, pero se resistió.
Ella derramó una lágrima y explicó detalle a detalle lo que había sucedido.

–¿Es por eso que no quiere entrar?


–Sí –Hizo una pausa –, y le recomendaría que usted tampoco lo hiciera...
debería hablarle a alguien para que bendiga su casa...

Lázaro observó su rostro, las huellas del accidente todavía estaban ahí,
aunque desaparecerían con el tiempo. Muy a su pesar, tuvo que dejarla ir despi-
diéndola con un fuerte abrazo y un agradecimiento monetario más allá de lo que le
correspondía, no estaba de acuerdo con su partida, pero tampoco la iba a poder
retener.

La partida de la Sra. Gloria coincidió con la confirmación del cambio de


domicilio de la madre de Francisco, Doña Sara. Después de muchos días, y a partir
de la desaparición de Sofía y sus hijos, la señora había optado por abandonar la
ciudad para hacerle compañía a una amiga –aunque eran otras sus razones verda-
deras–, ni siquiera tuvo tiempo de decirle “adiós”. El reportero pudo averiguar eso
después de muchos intentos. Deseaba intensamente, que ambas hubieran tomado
la mejor decisión.

- 138 -
VI

El invierno estaba en su apogeo y ya se habían anunciado bajas tempera-


turas para este año, las mismas que también estaban congelando las finanzas de
Lázaro. Su estilo de vida lo estaba rebasando y el tener tanto tiempo sin conseguir
un trabajo remunerado, además de sus conocidos imprevistos, lo había sacado del
presupuesto; todo esto lo distraía de sus principales actividades .
Enero no es la mejor época para buscar colocarse; aunque en realidad,
ninguna época es buena para hacerlo en México.
Sin que él se enterara había corrido un rumor, incluso entre sus clientes
pequeños, quienes habían dejado de contratar sus servicios : Lo sucedido en Multi-
fórmula había llegado más allá de una simple desacreditación por el reportaje; el
incidente con Fernando también rodaba por ahí como una leyenda más del domi-
nio público. La sentencia sobre su persona, como sucedió con Francisco, ya había
sido dictada sin siquiera darle oportunidad de defenderse.

–... Entiendo –dijo el reportero en el teléfono –, entonc es, ¿por el momen-


to todo está detenido?
–Así es Sr. García, tal vez si se comunica por ahí de marzo le tendríamos
algo –Era una voz femenina muy diplomática.
–Bien –aceptó con frialdad.

Era la enésima ocasión que lo rechazaban y ya se había cansado de colgar


el teléfono ese día. La situación aún no era crítica; pero no pretendía que llegara a
serlo, tenía que prepararse.

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Además de lo que veía venir, este tiempo había sido particularmente atípi-
co en sus relaciones personales. Su círculo social no era muy amplio, pero todos sus
conocidos estaban lejos o incomunicados por una u otra razón. Aunque la soledad
no le incomodaba, sentía que algo era diferente este año. Ni siquiera el haber co-
nocido a Esther lo animaba. Por lo menos conservaba la esperanza de volverla a
ver. No había podido hablar con ella desde el día que se fue –aunque se lo había
advertido–. También sentía algo extraño en el ambiente, era algo subjetivo, como
si cada día le costara trabajo levantarse, como si no encontrara una razón para
seguir adelante, aunque la tenía.

Había prometido a Esther que investigaría el caso, y lo estaba haciendo;


sólo que no encontraba una sola persona a quien entrevistar, una pista, o una línea
de investigación clara; era como si toda la información en su poder perteneciera a
otra dimensión. Entre tanto y tanto, también tenía que preocuparse por la manera
en que subsistiría después de haber roto relaciones con el canal; y también le debía
un favor a Guardiola, a quien no había intentado locali zar con mucha insistencia, a
pesar de tener algo que podía interesarle –en aquella encrucijada tal vez era lo
mejor–; aunque una parte de él todavía guardaba su particular sentido de perte-
nencia: “Ni se te ocurra hablarle”.

Esa tarde, cuando ya había agotado sus opciones, luchó contra sí mismo y
decidió apoyarse en el agente. Sólo esperaba que estuviera disponible, a pesar de
la premura del tiempo.
–¿Felipe? –dijo el reportero al escuchar su voz.
–¿Lázaro...? ¿Y ese milagro mi buen?
–¿Cómo andas?
–Pues igual que siempre, todos los meses del año es lo mismo en esta
maldita ciudad.
–Me imagino...
–¿A qué se debe el honor?
–Sabes, tengo algo aquí con lo que me gustaría que me ayudaras –era la
mejor estrategia, hacerlo sentirse importante –... extraoficialmente, claro está...
–¿Ex traoficialmente? –sonrió repitiéndolo –... Por supuesto que podría,
¿qué es?
–Básicamente evidenci a del caso de Francisco –Hizo una pausa –... Es un
video del secuestro.
Guardiola guardó silencio sorprendiéndose a lo sumo, luego agregó:
–¿Alguien más lo ha visto?
–Sólo mi fuente y yo...
–Voy para allá –advirtió de inmediato.

El caso estaba “congelado”; sin embargo, el jefe de homicidios seguía inte-


resado en resolverlo –junto con el reportero eran los únicos que empujaban –; pero
tenía que hacerlo un poco a escondidas de sus superiores.

- 140 -
Lázaro tenía que tomar una decisión ahora, ¿le mostraría todo lo que ten-
ía, o sólo el video del secuestro? Sabía que tenía luz verde con Esther, lo que a ella
le interesaba era que todo se aclarara sin importar el medio. Ojalá no hubiera apre-
surado las cosas y la llamada –por impulso– le fuera a traer más problemas.

Poco después, el timbre de la puerta anunció la llegada de la autoridad. El


reportero se levantó, y después de resoplar un poco, caminó despacio hacia la
entrada como si no quisiera llegar; aún no había tomado una decisión.
–¿Cómo estás mi buen? –preguntó el hombre cuando le abrieron.
–Pues algo atorado –confesó.
–Por eso me llamaste, ¿verdad?
–Para qué negártelo –contestó con algo de frustración.
Guardiola se introdujo y se quitó el saco.
–Afuera está helando –señaló.
–Ha sido un invierno duro... ¿quieres tomar algo?
–Vengo de tomarme tres cafés, creo que ya tuve suficiente líquido por
hoy... ¿Dónde tienes eso?
–Pásale –Lo guió hasta su despacho.
–No me habías mostrado esto –notó los recortes y apuntes colgados en la
habitación.
–Es donde regularmente trabajo...
–Cualquiera estaría cómodo aquí –aseguró el agente.
–Gracias... siéntate por favor.

Lázaro tenía preparada la pantalla y el archivo en cuestión. Sólo hizo una


pequeña introducción:
–Este video –dijo –, me lo hizo llegar uno de mis contactos, sé que es ver-
dadero, cualquiera se daría cuenta de eso. Conozco al Gordo mejor que nadie y la
imagen es lo suficientemente clara.
El policía observó la escena, estaba inclinado sobre su brazo y este sobre
su rodilla, no hizo un solo gesto de principio a fin.
–¿Qué opinas? –preguntó Lázaro cuando terminó.
–¿Es todo? –respondió algo insatisfecho.
–Sí, es todo lo que tengo.
–¿Quién lo grabó?
El anfitrión sonrió, no era ético contestar esa pregunta, y no lo iba a hacer.
No pondría en peligro a Es ther o a su gente.
–Sabes que no puedo decírtelo –Hizo una pausa y lo imitó –: “Mi buen”.
Guardiola hizo un gesto de aprobación, no insistiría en el punto.
–Dices que no se lo has mostrado a nadie.
–No.
–¿Ni siquiera en tu página? –El policía sabía de ella.
–Aún no.
–No lo hagas –Se incorporó y dio un par de pasos para luego señalar –: Te

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voy a ser franco... Lázaro. Este caso se fue hace tiempo al caño. Después de lo ca-
liente que estuvo los primeros días y sin encontrar soluciones inmediatas , lo deja-
ron por la paz... creo que alguien más influyó para eso también; pero no lo puedo
probar... ya te había comentado cómo se trabaja en el departamento, ¿no?
Lázaro asintió confirmando el comentario.
–... Podría llevarme eso –dijo el agente mostrándose interesado –, pero en
realidad sólo respaldaría la teoría del “ajuste de cuentas”, no creo que vayamos a
resolver nada...
–¿No?
–No –señaló tajante.
–Pensé que podía servir para identificar a los secuestradores, o a su grupo.
El investigador rio sin ganas para luego completar:
–¿Sabes cuántos rostros se manejan a diario en las oficinas?
–Ni idea, deben ser muchísimos...
–Tengo que aceptar –alegó dándole la espalda –, que a nadie le interesa
resolver estos crímenes... incluso hay quinielas en el departamento para ver quién
mata a quién primero y cuándo será... yo he comprado la mía... todos lo hacen –
aceptó con descaro.
El reportero perdió su mirada en el monitor y agregó:
–Es decepcionante...
–Lo sé –admitió –, no se puede luchar contra el sistema... –dijo con un aire
de impotencia.
–Aunque no parece que tú pienses de esa manera –observó.
–No, mi buen; pero el esfuerzo de un hombre no es suficiente... tú más
que nadie lo sabe.

“Sí, lo sé”, caviló abatido.

–Bueno –señaló Guardiola después de apagar los ímpetus de su amigo –,


el día todavía es largo y tengo otras cosas qué hacer. No sé de qué manera puedo
ayudarte con esto. Creo que no tengo los suficientes medios para armar el desma-
dre y lo que tienes no deja las cosas en claro –Hizo una pausa –... Si me das una
copia lo único que puedo prometerte es anexarla al archivo; pero como te dije, las
cosas no van a cambiar sólo con esto...
–Te la mando por correo –Ac eptó quedándose en silencio mientras sus
ojos se perdían en el suelo.
El policía ya quería retirarse, y aunque esperaba que su anfitrión lo acom-
pañara, cambió de parecer al verlo absorto frente a aquel telón cerrado:
–Conozco el camino, no te molestes mi buen... –Salió al corredor.

Lázaro no podía dejar las cosas así, tenía que sacar provecho de aquella
junta, aunque tuviera que arriesgar más de lo que tenía pensado.
–¡Guardiola! –le gritó apenas este dio unos pasos fuera de la habitación.
El policía regresó.

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–¿Qué pasa?
–Tengo algo más interesante aún –se decidió.
–¿Qué es?
–Sólo te lo puedo mostrar –advirtió con seriedad –, no puedo permiti r que
te lleves una copia...
Felipe lo miró con expectativa, correspondiendo a aquella mirada seria
que se le clavaba, la había visto en muchos otros anteriormente, su instinto le decía
que había algo importante ahí, aunque no estaba de acuerdo con el último comen-
tario.
–Pensé que me tenías confianza –dijo pretendiendo ser l a víctima.
–Bien lo dijiste –citó el reportero –, no todos los que te rodean están de
acuerdo con tus ideales... tal vez tú quieras ayudar; pero no todos lo harán.

“Eso suponiendo que sea cierto”, especuló dudando.

El policía miró su reloj, sabía que no tenía mucho tiempo, la cita ocurrió
fuera de su horario programado; pero quedarse, estaba seguro, que valdría la pe-
na.
–¡Veamos lo que tienes! –se sentó de vuelta.
El reportero le mostró el portafolio de documentos del padre de Esther.
Un día iba a tener que hacerlo; aunque aquel no parecía ser el mejor momento,
jugaría una mano arriesgada, quería que el investigador le diera algo por dónde
continuar.
Revisar todo el material no era el plan, eso los haría estar sentados ahí
hasta el día siguiente, deci dió sólo mostrarle lo que consideraba podía retroalimen-
tarlo.

Después de casi dos horas de indagación, Guardiola no había dicho una s o-


la palabra. Lázaro no sabía si estaban en el mismo canal o si todo había sido una
pérdida de tiempo.
–¿Benjamín es tu contacto? –preguntó el agente.
–Así es –No podía negar lo obvio, aunque era una verdad a medias.
–En mi vida había escuchado de ese sujeto –aclaró.
–Hasta donde sé, hicieron caso omiso de su primer reporte.
–No somos una unidad policiaca perfecta, mi buen, como ya te lo había di-
cho. Dudo mucho que este tipo de... “información” se mueva a lo la rgo y ancho de
nuestro departamento.
–Eso ya me lo suponía.
–Y todo esto, ¿a dónde nos lleva?
–Dímelo tú... te hablé para que me ayudaras , además de enterarte de las
cosas que suceden en tu país –apuntó sarcásticamente.
–¿Crees en todo esto?
–En este momen to ya no sé en qué creer –Hizo una larga pausa –... He sido
testigo de tantas cosas últimamente que ya no lo sé...

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–¿Por qué no hablas más con este sujeto?, el tal Benjamín.
–Lo haría si pudiera... está muerto.
Guardiola levantó la ceja sin ocultar estar s orprendido.
–¿Y cómo te hizo llegar esto si está muerto?, ¿o desde cuándo lo tienes?
–Sólo te puedo decir... que lo tengo desde hace poco.
–¿Puedes decirme cómo murió?
–En un accidente –Lo miró de frente –, así como la familia de Francisco...
¿no te parece curioso?
–Los accidentes suceden todo el tiempo en este país, mi buen, no es algo
extraño.
Lázaro hizo un gesto sin estar muy de acuerdo. Luego se r ecargó en su
asiento, al igual que su acompañante.
–Parece que tienes mucho que enseñarme todavía, ¿verdad? –inquirió el
investigador.
–No ahora Felipe, no ahora –Se veía abatido y era evidente.
–¿No estás de ánimo?
–No tenía pensado siquiera enseñarte esto –Ya tenía suficientes cosas en
qué pensar.
El agente hizo algunos sonidos con su garganta sin hablar, como si pensa-
ra, luego dijo:
–Tal vez te pueda ayudar...
–Créeme que eso sería como un oasis en el desierto.
–Extraoficialmente claro está –aclaró.
El reportero sonrió sin ganas.
–¡Suéltalo! –Exigió.
–Tengo el teléfono de alguien que tal vez tenga más conocimiento de es-
tos temas, alguna vez nos ayudó con un caso en el pasado... es conocido de
Sánchez –Le entregó una tarjeta vieja y maltratada.

“Harala mb Popescu – Parapsicólogo...”, eso decía la tarjeta, junto con un


número de teléfono.

–No sabía que pedían este tipo de... “ayudas” –Imaginó cuál era el objeto
de llamar a alguien así.
–No es para lo que crees –advirtió Guardiola con cierto recelo –, teníamos
otro tipo de... problema.
–... Me imagino –completó con ironía –... De cualquier manera, gracias,
creo que lo voy a buscar –Tomó la tarjeta.

El agente se retiró y Lázaro se quedó pensativo haciendo girar aquel inten-


to de cartoncillo con sus dedos . Era todo lo que tenía y ya no mucho que hacer en
otros sentidos, así que, ¿por qué no hablarle?
El tipo, como su nombre lo indicaba, tenía un ligero acento extranjero de
Europa del este, según alcanzó a deter minar quien le hablaba. No le quiso hacer

- 144 -
preguntas por teléfono, era mejor verlo; le platicó sin embargo, un poco sobre el
material que tenía y se concretó a establecer una cita bajo el supuesto de pedir su
opinión. El hombre parecía interesado, era su área después de todo, lo notó muy
cooperativo.

El siguiente día por la mañana, el reportero se estacionó en las afueras de


su casa. Haralamb vivía en los límites de la ciudad, en una casa pequeña frente a
una calle apenas pavimentada , en uno de los ejidos locales . El reportero tardó más
de una hora en encontrar la dirección y esperaba no haberse equivocado.
La propiedad contaba con una cerca de madera de apenas metro y medio;
el pasto en el interior como en el exterior estaba algo crecido, al igual que el des-
cuido del hogar.
Lázaro se aproximó hasta la entrada sin atreverse a traspasar los límites.
Desde donde estaba no alcanzaba a ver si había algún perro resguardando la pr o-
piedad. Buscó un timbre o algo que le avisara a su anfitrión que ya estaba ahí; pero
no lo encontró. Finalmente decidió gritar desde donde estaba. El sujeto salió de
inmediato.
–“¡Buna Dimeneata!” –exclamó el hombre con una sonrisa al verlo.
–¡Buenos días! –devolvió el reportero, al menos creía que aquello había
sido un saludo.
–¡Buenos días! –repitió el anfitrión, según su entender, una vez acortada la
distancia. Le abrió la puerta y lo dejó entrar –. ¿Encarnación García?, supongo –dijo
Haralamb casi en perfecto castellano.
–Así es... ¿Sr. Popescu?
–Pase, pase –Cerró la puerta tras de sí.

Recorrieron unos metros en un pasillo de adoquines sueltos hasta un par


de escalones a la orilla de la casa que se elevaba medio metro del suelo.
La propiedad estaba particularmente descuidada y parecía estar hecha
completamente de madera. Algunas macetas colgantes contenían plantas que
daban la impresión de haber crecido sin cuidado durante años.
–¿Vive solo, Sr. Popescu?
–Sí, desde hace mucho...
El interior no era muy diferente al exterior, contaba con lo indispensable
para vivir y parecía que para aquel hombre, ya no tan joven, era suficiente.
Una sala con muebles propios para jardín los recibió. Lázaro se sentó en el
sillón grande, mientras su anfitrión lo hizo en un sofá. El reportero cargaba su la p-
top. Por un momento llegó a dudar si habría lugar dónde conectarla, aunque co n-
taba con la batería llena.
Lázaro observó un título universitario en la pared, entonces le preguntó:
–¿Estudió en la universidad del estado?
–Así es –respondió sonriendo –, y actualmente doy clases ahí
–¿De casualidad no conoce al Dr. Gordillo?
–¡Claro! –admitió con ánimo –, a veces nos topamos por los pasillos y pla-

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ticamos... ya no hay mucha gente con tanta experiencia como nosotros –presumió.
Eso le dio más confianza.
–¿Y cuál es su rama de estudio?
–Como habrás notado –dijo el hombre con seriedad –, soy extranjero; pe-
ro tengo –Pensó un momento –... veinticinco años de vivir en el país... cuando las
cosas se pusieron duras por allá , decidí emigrar. En mi país natal estudié algunas
ramas de la psicología que no son comunes aquí...
–¿Parasicología? –interrumpió.
–Así es... luego revalidé mis estudios en psicología y sociología aquí en
México y desde entonc es doy clases en la universidad...
–No lo había visto por ahí –apuntó.
–Hace apenas unos años que vivo en Monterrey, antes daba clases en el
centro del país... de un lado para otro... tú sabes.
–Ya veo...
–Pero no vino aquí para que habláramos de mí –señaló con sabiduría.

Lázaro quería medir que el sujeto no fuera un charlatán, ese era el por qué
de sus cuestionamientos, aunque sólo se convenció a medias.
–... No, Sr. Popescu –respondió haciendo una pausa después –... Quería
que usted me ayudara con un material que tengo. Me lo recomendó Felipe Guar-
diola, ¿lo recuerda?
–Guardiola –repitió –, sí lo conozco, le ayudé hace tiempo con algo.
–¿Con qué?
El viejo sonrió y enigmáticamente le dijo:
–No puedo hablar de eso Sr. García... es algo confidencial... como tampoco
hablaría con nadie de lo suyo.
El reportero se congratuló con su comentario, sólo esperaba que fuera
cierto.
–Me alegra escuchar eso Sr. Popescu... y antes que nada –lo pondría en
antecedentes –, debo enterarlo que soy reportero y estoy en medio de un caso
algo complicado. Mis conocimientos no son especializados en esta área, de la que
supongo que usted es experto, así que me gustaría mostrarle unos videos para
conocer su opinión. Cualquier indicio que me proporcionara podría serme útil para
mi investigación...

Su hospedador estuvo de acuerdo, e incluso muy interesado.


Lázaro se instaló en una mesa y flanquearon con dos sillas la pantalla. Des-
pués de una pequeña explicación, el investigador descubrió su reportaje:
–... Esto se presentó en televisión hace como tr es meses –apuntó antes de
reproducirlo.
–Yo casi no veo televisión, Sr. García, creo que la que tengo ni siquiera
funciona.
–Entonces será la primera vez que lo vea...

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El ánimo de Haralamb era mucho; sin embargo, conforme el material fue
avanzando, su sonrisa iba disminuyendo. El reportero intuyó que su reacción se
debía no a un desconocimiento del caso; sino, más bien, a que Popescu entendía
perfectamente lo que estaba viendo.

El viejo se talló los ojos cuando todo terminó. No usaba lentes, y la peque-
ña pantalla parecía haberle afectado.
–¿De dónde sacó esto Sr. García? –preguntó en tono serio.
–Es parte de mi trabajo, Sr. Popescu.
–¿Tiene más cosas similares?
–Bastante –aseguró.
–No pensé que se tratara de esto –dijo pensativo mientras lo veía con ojos
muy diferentes al del atento anfitrión de hacía unos minutos .
–¿Entonces ya había visto algo así?

Se quedó callado sin responder. Su semblante era otro, ahora parecía mo-
lesto por la presencia de su invitado.

–No puedo ayudarle –dijo ya sin mirarlo a los ojos.


–¿Así de simple?
–Voy a pedirle que se retire...
Lázaro quedó pasmado, ¿por qué reaccionaba así ahora?
–Discúlpeme Sr. Popescu... pero no entiendo en qué lo he ofendido. Si
me...
–¡Salga! –Ahora se tornaba violento.

Lázaro no comprendió qué era lo que había molestado a aquel tipo, parec-
ía tan afable en un principio que su giro de ciento ochenta grados simplemente lo
desorientó. Tomó su laptop y el resto de sus cosas con rapi dez, temía que cualquier
descuido iba a ser aprovechado por su aparente enemigo. Salió de la casa mucho
más rápido de lo que había entrado.

–Algo oculta este güey –murmuró cuando ya estaba en la calle mientras


observaba su casa.

Haralamb lo observó desde la ventana durante todo el trayecto hasta que


se perdió de vista, entonces tomó su celular e hizo una llamada:

–¿Puede comunicarme con Mateo...?

Fue hasta más adelante que el reportero se dio cuenta que quizás había
abierto la boca de más; aunque nunca estimó que esta persona fuera a reaccionar
así. Sólo había dos posibilidades válidas: Que estuviera ocultando algo o que pade-
ciera demencia senil.

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Pensó seriamente en hablar con Guardiola una vez en casa, lo haría en la
primera oportunidad, ¡claro que sí!, tenía que reclamarle que lo hubiera enviado
con este sujeto.
Ya más tranquilo en su destino –pero con la misma idea–, se quitó el abri-
go y se sentó en la sala; el celular del investigador no respondía, era como si lo
tuviera apagado. Miró un momento la pantalla y comenzó a pensar en nuevas op-
ciones. En eso estaba cuando escuchó un ruido, venía del patio. Fue un sonido
metálico, tal vez en el asador. Se asomó a la ventana, todo estaba en aparente paz,
pero de cualquier forma, salió para asegurarse.
Recorrió un camino de piedra que adornaba el jardín; llegó hasta la mesa,
aquella donde Francisco y Ricardo habían comido junto con él la otra noche; se
acercó despacio al asador, donde sospechaba que se encontraba el problema; pero
no había nada. De nueva cuenta el sonido se repitió con más fuerza.
Atrás, había una pequeña habitación a la que casi no entraba. Era como su
cuarto de herramientas , posiblemente tenía meses sin abrir esa pequeña puerta.
Nuevamente, algo se cayó, había alguien adentro. Se aproximó con cautela, sin
nada a la mano con qué defenderse. La puerta estaba bien cerrada y la ventana de
un lado era muy pequeña para que alguien cupiera; sin embargo, había algunos
cristales en el suelo.

–¿Quién anda ahí? –preguntó tocando fuerte a la puerta.

No hubo respuesta.

La perilla no estaba forzada; pero tampoco tenía llave. No recordaba si así


la había dejado. Ya la estaba girando, sin saber si alguien adentro podía sorprender-
lo, y así sucedió:

Un grito temeroso llenó el patio trasero al distinguir una masa negra y pe-
luda abalanzarse encima de él.

¡Un gato!, sí un gato de los que abundaban en el barrio se había metido


por la ventana y estaba revolviendo todo. Lázaro fue a dar de sentaderas al pasto
mientras veía cómo se alejaba hacia el lado contrario. Se levantó como pudo para
no seguirse mojando. Se sacudió y maldijo al animal, luego fue a investigar el des-
orden.
Había herramientas tiradas, no muchas, y una escalera de aluminio grande
que había quedado atravesada en la entrada. Lo primero que hizo fue levantarla y
hacerla a un lado, asegurándose de recargarla bien y engancharla en la pared, o al
menos eso había pensado; luego siguió con un par de tijeras de jardinería, que ni
siquiera recordaba que tenía. Estaba casi de rodillas y dándole la espalda a la en-
trada. Un “clic”, y después, el sonido del filo del aluminio golpeando su cabeza
cerca de la coronilla.
El impacto lo derribó, pero no perdió el sentido, lo hizo caer hacia adelan-

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te junto con la escalera, que quedó frente a su cara , apenas pudo meter las manos.
El dolor se trasladó por su bóveda craneana como una pulsación, se sentía como
una pera de boxeo. Trató de localizar el punto de mayor afectación para sólo topar-
se con un poco de sangre, no estaba en un lugar propicio para visualizarlo. Se in-
corporó con cuidado y miró la pared. El clavo que usaba para colgar la escalera
seguía ahí, era imposible que se hubiera caído sola. Dejó todo como estaba y fue a
revisarse.
En el cuarto de baño tenía un espejo de mano pequeño que tuvo que re-
flejar contra el del lavabo. La herida estaba justo en el punto opuesto a sus ojos, no
había forma de observarla. Era casi un hecho que no se trataba de algo de grave-
dad, y odiaba ir con el médico; pero sabía de la peligrosidad de esos golpes, así que
prefirió vencer sus temores.

–¿Cómo está Sr. García? –dijo el doctor Marcos extrañado al verlo de vuel-
ta, era el mismo que había atendido a la Sra. Gloria.
–Ahora el accidente lo tuve yo.
–¿Qué le ocurrió?
–Me golpee la cabeza con una escalera –estaba sentado en la camilla y con
una compresa sobre la herida.
–¿Y cómo se siente? –empezó a examinarlo.
–Creo que sólo fue el golpe.
El médico lo examinó exteriormente y le hizo algunas preguntas básicas.
–Creo que va a necesitar unos puntos –señaló –... pero los golpes en la ca-
beza pueden ser peligrosos –Iba a sugerir algo –... Tiene un poco hinchada la heri-
da, me gustaría tomarle unas radiografías para descartar una posible fisura... o
cualquier otro problema –Hizo una pausa –, ¿hace cuánto le pasó?
–Creo que casi una hora...
–Pues ya vamos tarde mi amigo, voy a pedirle una orden de rayos X y para
que le atiendan esa herida a la brevedad...
Lázaro odiaba los hospitales, fobia que adquirió desde el día de su inciden-
te, y hacía todo lo posible por evitarlos; pero en esta ocasión, no tuvo más remedio
que soportar todo el procedimiento.
Después de sus estudios, le pidieron permanecer en la sala de espera.
–¡Buen día! –saludó uno con sonrisa alegre, estaba sentado a su lado.
–Hola –correspondió secamente el reportero, y sólo como cortesía.
–¿Esperando a alguien?
–No, sólo mis resultados –Conversar no estaba en sus prioridades .
–Yo espero a mi esposa –Hizo una pausa mirándolo con atención –... ¿lo
conozco de algún lado?
Era extraño que alguien lo reconociera en la calle, aunque había salido al-
gunas veces a cuadro, sólo una extraordinaria memoria lo hubiera hecho.
El hombre lo seguía observando con toda desfacha tez, así que prefirió de-
cirle la verdad:
–Tal vez me ha visto en televisión, hago reportajes.

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–¡Sí! –exclamó alegrándose –... ¡Usted es el del reportaje del año pasado
sobre el narcotraficante!
Tal vez el sujeto era algún tipo de admirador; o quizás sólo pretendía mo-
lestarlo, ya no sabía qué esperar.
–Así es –se mantuvo a la defensiva.
–¿Encarnación García? –recordó su nombre y le extendió la mano, tenía
buenas intenciones –... soy Abraham Ríos, ¡mucho gusto! –El tipo sí estaba emo-
cionado.
El reportero sonrió forzadamente.
–Lo veo bastante sano, Encarnación –dijo ya con suma confianza –, ¿qué le
sucedió?
–Me di un golpe en la cabeza –le mostró la curación y la venda que porta-
ba.
–¿Nada grave? –preguntó con un poco de preocupación, como si lo cono-
ciera.
–No lo creo... aunque todavía no me dicen...

Lázaro se sintió un poco incómodo al principio, estaba malhumorado; pero


el carisma de aquel tipo empezaba a agradarle. Le hablaba con mucha confianza y
eso no le molestaba, él también era directo, así que se engancharon durante unos
minutos en una afable conversación.

–¿Sr. García? –El médico que atendía a Lázaro los interrumpió –, ¿puede
acompañarme?
El reportero se incorporó y se despidió, notando luego cómo el galeno le
hacía una seña a Abraham, parecía conocerlo.

–¡Encarnación! –Le gritó su fugaz acompañante antes de que se alejara –,


¿puedes aceptarme algo?
–... Sí... –Hizo un gesto sin comprender del todo la propuesta.
–Me complacería mucho que leyera este pequeño folleto... y recuerde:
Jesús le ama...

El hombre era evangelista, lo que hizo pensar a Lázaro que había sido un
error hacerle compañía –sus padres lo fueron–. Ya no se lo quitaría de encima.
Hizo una mueca recibiéndole el papel pensando de primera en tirarlo en el
primer bote de basura; sin embargo, se lo guardó en la cartera, no quiso ser grose-
ro, no frente a él. Olvidó después que lo había guardado.

Médico y paciente se retiraron por el pasillo en dirección al consultorio.


–Me llegaron sus resultados –dijo el Dr. Marcos –... y veo que ya conoció a
Abraham –Sonrió un poco como diciendo: “No sabe en la que se metió”.
–¿Lo conoce?
–Es un asiduo visitante de este hospital, aunque debo admitir que nos ha

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ayudado mucho con los pacientes ter minales... los reconforta con la Palabra y los
ayuda a pasar esos últimos momentos.
–¿Entonces los marea antes de irse? –dijo con humor negro.
–¿Usted no es creyente Sr. García? –inquirió haciendo a un lado el comen-
tario.
–No soy asiduo practicante, debo admitirlo, y creo que este mundo re-
quiere de más personas de acción que personas de rodillas.

El de blanco lo observó por un momento y se identificó con él, al menos en


algún tiempo de su pasado.
–Créame que yo pensaba de la misma manera –entraron en su consultorio
–... pero en esta profesión he visto lo suficiente para saber que hay alguien más allá
arriba que tiene el poder que este servidor no tiene.
Lázaro también creía en Su existencia; pero no concordaba con la manera
en que muchos se relacionaban con Él. Ya no quiso entrar en más polémica, sólo
quería finiquitar su asunto y regresar a lo suyo.
El experto se sentó en su escritorio y miró el expediente junto con lo que
acababan de entregarle.
–Todo parece estar en orden –señaló sin mayor preocupación –... de cual-
quier manera le voy a prescribir algo para las posibles molestias... y puede llamar-
me en caso de que se presente cualquier síntoma posterior...
El reportero ya sabía que no tenía nada, agradeció de cualquier forma la
atención de su médico y se retiró.

Cuando llegó a casa no pudo evitar husmear de vuelta en el lugar de los


hechos. Recogió la escalera, que claro, seguía en el suelo, y la colocó de vuelta en
su lugar. La observó por un momento aún tratando de descubrir cómo se había
bajado por sí sola. La golpeó pretendiendo emular el accidente sin ningún éxito.
Físicamente, no había manera de que hubiera sucedido y no era posible que la
hubiera colocado mal desde un principio.
–¿Qué diablos pasó? –se preguntó colocando sus manos en la cintura y
sintiendo aún punzadas en la cabeza.
Había vidrios en el suelo y todavía parte de la herramienta , se agachó a re-
cogerla, sólo que esta vez no perdió de vista a su inmóvil agresor. Cerró la puerta y
salió del lugar.

Esa noche fue muy tensa; más, cuando no puedes ocupar tu mente en otra
cosa que no sean problemas y malos recuerdos : La desaparición de su ami go, el
avance negativo en el informe de Esther, los extraños incidentes en casa, su preca-
ria situación económica, etc.
En esto último, había notado ya una extraña repulsión hacia su persona
desde el día del incidente con Fernando. Llegó a sospechar que él tenía algo que
ver; pero, ¿qué tanto poder podía tener aquel imbécil para hacerle daño? Era i m-
probable que repentinamente el mundo se hubiera puesto en su contra...

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“Es como si estuviera maldito...”, pensó en un instante de lucidez.

Los últimos tiempos habían sido particularmente deprimentes, y aunque


usualmente no le sucedía, se sentía afectado; no se trataba sólo de la situación,
había algo más: La soledad, el ambiente pesado en casa, los accidentes, etc.
En un instante y sin saber cómo, el cansancio mental hizo presa de él y se
quedó dormido. Experimentando este estado creyó escuchar un susurro, era como
si varias personas estuvieran hablando; pero estaba solo en su recámara, sólo esta-
ban la oscuridad y él.
Sin previo aviso sintió un jalón desde sus pies, así como la vez anterior;
sólo que ahora, tuvo tanta fuerza que lo hizo resbalar hasta el piso. Apenas alcanzó
a reaccionar para cubrirse la cabeza.
Lo siguiente fue incorporarse y mirar hacia todos lados buscando al culpa-
ble. ¿Qué había sido aquello?, ¿estaba soñando?, ¿había alguien con él? Sus ojos
escudriñaron sus alrededores, y aunque es taba oscuro, sus ojos estaban lo suficien-
temente acostumbrados para estar seguro de que estaba solo. Tratando de co m-
prender el suceso, recordó en mal momento, el incidente de la Sra. Gloria , ¿podía
tener relación con lo que estaba pasando? Tenía que reconocer una cosa, no había
ido a parar ahí por su propio pie. Cuando la lógica no le dio respuestas, el miedo se
apoderó de él.
Estaba despierto, estaba seguro. De nuevo empezó a escuchar voces, lue-
go sintió un empujón y otro más. Sus ojos se abrieron más sin lograr ver a nadie;
pero se sentía rodeado. Como pudo se abrió paso tirando golpes al enemigo invisi-
ble hasta el interruptor, encendiendo así la luz. Su espalda se mantuvo contra la
pared, como si eso le sirviera de escudo para la retaguardia .
Los murmullos bajaron de intensidad como si se alejaran, luego desapare-
cieron. El reportero se dirigió hacia la puerta abandonando la habitación sin dejar
de prestar atención a lo que ocurría adentro. Salió al corredor y luego a la sala,
donde, con la luz encendida, terminaría pasando la noche.

Con los ojos a medio cerrar, la madrugada lo alcanzó. La luz de día le dio
cierta tranquilidad, como si eso le asegurara que no volvería a pasar. Estaba muy
cansado y nervioso. ¿El incidente había sido real?, ¿con quién podría apoyarse para
resolverlo?, estaba en un terreno desconocido.
La única persona que él conocía que sabía del tema, era Esther; pero no
había podido localizarla desde el día que se despidieron; sin embargo, era su única
esperanza ahora, así que le marcó en un intento desesperado.
La única respuesta que obtuvo fue el servicio de mensajes automáticos ,
mismo que utilizó como confesionario hasta que el tiempo se agotó.
Sintió como si su compañera de investigación ya no quisiera hablar con él,
¿también lo había abandonado? Ya anteriormente le había dejado recados y no se
los había contestado. Dejó caer su celular a un lado sobre el sillón y se tomó la
cabeza meciéndose. No podía mantener la calma ni podía enfrentar lo que ocurría
solo.

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–¡Ayúdame! –exclamó al cielo en esa posición.
Unos segundos después, tenía una nueva llamada:
–¿... Lázaro? –era ella.
–¡Esther! –se animó en extremo –, ¡no sabes cómo me alegra escucharte!
–Te oyes mal reportero –reconoció ella –, acabo de escuchar tu mensaje...
no siempre tengo suerte de tener señal.
–Pues qué bueno que esta vez sí...
–Dime qué pasa –Había una ligera estática, parecía que se estaba movien-
do.
–... Tuve un incidente en casa, la verdad no sé cómo explicártelo.
–Lo escuché en tu mensaje... –le recordó.

Esther guardó silencio unos segundos, pensaba. El recado había sido poco
menos que un grito sofocante de auxilio. Ella conocía los antecedentes y entendía
perfectamente lo que ocurría.

–Las cosas que físicamente han pasado, no son posibles –señaló él aprove-
chando el silencio –, me tiraron de la cama, asustaron a la señora que me ayuda
con el aseo...
–Te entiendo –lo interrumpió como si tuviera prisa –... créeme que sé de
lo que hablas, y temía que sucediera. He orado mucho por ti desde que dejamos de
vernos.
–Sabes –dijo preocupado –, eres la única persona que conozco que puede
ayudarme, ¿qué puedo hacer?
–La distancia ahora es un problema para mí –señaló –, estoy fuera del país
y no voy a regresar pronto.
–¿Dónde estás?
–En Sudamérica –Hizo una pausa intentando encontrar opciones –... Láza-
ro –agregó con seriedad –, debes acercarte a Jesús, él es el único que te puede
ayudar.
–¿Jesús?, ¿y cómo? –No entendía.
–El Señor no es un Dios pasivo, pero hay que buscarle.
–¿Quieres que vaya a una iglesia a pedir ayuda?
–Ve a donde se predique la sana doctrina del Señor, debes conocer algún
lugar –la estática aumentaba –... en la primera oportunidad... –dejó de escucharse.
–¿Esther?

Al final sólo escuchó el ensordecedor silencio.

Además de los problemas con los que ya se ha bía acostado, ahora ama-
necía con uno nuevo y no iba a estar tranquilo hasta poder resolverlo.
Su mente aún no encontraba la ra cionalidad entre los sucesos sobrenatu-
rales y su relación con Dios. Para alguien que aparentemente siempre había conse-
guido todo a base de esfuerzo personal, era complicado entender, que la voluntad

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propia tenía sus límites.
Esther le había dado una idea y quería hacerle caso; pero aún había resis-
tencia. Trató de hacer memoria: ¿Dónde era el lugar donde sus padres se congr e-
gaban?, ahí le podrían ayudar; pero, ¿dónde era? Desde niño que no visitaba esos
rumbos. ¿Seguirían ahí? Una pesadez empujó su corazón hasta el tope, la tristeza lo
envolvió hasta caer de rodillas ahí mismo en la sala. Sólo había alguien que le podía
dar una respuesta verdadera:

–¡Dios mío! –clamó –, sé que no hablo mucho contigo, y sé que te he


hecho a un lado, aún sabiendo que existes no seguí lo que me enseñaron mis pa-
dres... perdóname... ayúdame a salir de esto, yo solo no puedo –Le costó decirlo –
¡no me dejes seguir cayendo!

La oración sincera de un corazón contrito y humillado es aroma agradable


para Dios, y es más efectiva que cualquier vana palabrería. La extensión del tiempo
que pasamos con Él no es lo que logra una respuesta efectiva, sino la fe y sincer i-
dad de lo que estamos pidiendo.
Continuó en el mismo sentir como pudo, de acuerdo a sus limitaciones.
Recordó vagamente lo que alguna vez le enseñaron, justo hasta antes de ese pun-
to, antes, de esa bifurcación en su vida, cuando decidió continuar por sus propios
caminos.
En medio de aquel tobogán del terror, empezó a sentir una paz que sobr e-
pasaba todo entendimiento, una que no había experimentado ni siquiera en los
días de sus mayores logros. Era absurdo, es cierto, cómo podía sentirse bien en
medio de semejantes circunstancias, no se lo podía explicar.
Sus brazos temblaron sin poder sostenerlo un momento más mientras ll o-
raba inconsolablemente. Las ideas en su mente se empalmaban unas con otras sin
tener principio ni fin, había experimentado demasiadas cos as en muy corto tiempo
y ya ni una palabra más salió de su boca; aunque quería expresarse, sólo atinaba a
engarruñar su alma.
Repentinamente, como en una visión, recordó algo. Se levantó y se dirigió
a su recámara –con el cuidado correspondiente –. Buscó sobre su buró y localizó su
billetera al lado de las llaves. Un pequeño papel sobresalía, lo extrajo y observó sin
pensar lo que tenía escrito, era el folleto que le había dado Abraham, aquel buen
tipo que había conocido en el hospital. Ni siquiera recordaba haberlo guardado,
¿cómo lo había encontrado? Los ojos enrojecidos del hombre se abrieron con sor-
presa, ¿sería este capaz de ayudarlo? Era de cualquier forma el único instrumento
disponible a su alcance.

Su cuerpo experimentó ese impulso como choque eléctrico que nos empu-
ja cuando nos apresuramos a hacer algo, intentó contactarlo:
–¿Bueno? –dijo en su celular al creer escuchar un eco del otro lado.
–¿Sí? –era la voz de un hombre.
–¿Abraham?, ¿estoy marcando al celular de Abraham Ríos?

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–Sí –r espondió con alegría –... ¿con quién tengo el gusto?
–Soy... Encarnación, nos conocimos en el hospital...
–¡Claro!, mi amigo Encarnación –afirmó con familiaridad –, ¿qué me cuen-
tas?
El reportero sonrió, aunque Abraham no podía verlo. ¿Por dónde tenía
qué empezar?, el sujeto al otro lado apenas lo conocía y de repente le llamaba para
pedirle ayuda, ¿cómo lo iba a tomar?
–La verdad –Hizo una larga pausa –, ni siquiera sé si debí llamarte o no...
–Los caminos del Señor son misteriosos, mi amigo –Eso fue como un pre-
sagio –, dime con confianza que te escucho –el evangelista notó la necesidad en su
voz –... noto cierta angustia, habla con confianza... –recalcó.
El reportero exhaló profundamente como sintiendo alivio y con voz entre-
cortada empezó a resumir los acontecimientos , ¿qué era lo peor que podía pasar al
contarle sus problemas? Abraham lo escuchó con atención, como lo haría un buen
amigo. En medio de su aturdimiento mental sólo se estaba dejando guiar, soltando
todo lo que había en su corazón.
–Entiendo –dijo con seriedad Abraham después de unos minutos –...
¿estás solo hermano?
–Sí –Aún estaba afectado.
–¿Te animaría un poco de compañía?
–Me ayudaría mucho... –La nec esitaba.
–¿Puedes recibirnos en tu casa?
–Claro.
–Vamos para allá entonces , ¿me das tu dirección...?

Poco tiempo después, el timbre de la entrada interrumpi ó el paseo nervio-


so del reportero por la casa.
–¡Buenos días! –saludó la visita en primera instancia, era Abraham, quien
no venía solo.
–¡Buenos días! –los recibió –... Llegaron muy rápido.
–Vivimos por el rumbo... sólo tuvimos que dejar encargados a los niños.
Abraham venía con compañía, era su mujer.
–Ella es mi esposa Magdalena –la presentó –... él es...
–¡Lázaro! –lo interrumpió –. Mis amigos me llaman Lázaro... –saludó luego
de mano.
–¿Lázaro? –pr eguntó el evangelista con curiosidad –, ¿es tu segundo nom-
bre?
–No, es un apodo con una larga historia...
–¿Y tiene algo que ver...?
–Con Lázaro el de la Biblia, sí –se adelantó a responder –. Digamos que vi-
vimos situaciones similares.
–¡Vaya! –se sorprendió Abraham –, entonces conoces de la Palabra.
–No mucho, de niño leía más que ahora, debo confesarlo.
–¿Tus padres eran creyentes?

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–Sí...
–¿Y por qué te alejaste hermano?
–La verdad es que es una larga historia...; pero pasen por favor... –Los
llevó a la sala –... ¿quieren algo de tomar?
–No por ahora, hermano, no por ahora –Quería enfocarse en el problema.

Después de observar por unos segundos dónde estaban parados, Abraham


tomó la batuta:
–Lázaro, lo que me contaste por teléfono es algo bastante impresionante...
–¡Sé que así sonó, pero es verdad! –interrumpió abruptamente como te-
miendo que lo juzgaran mal .
–Y te creemos hermano –aseguró Abraham palmeando su hombro –. No
es algo que escuchemos todos los días, eso sí –Sonrió –, y no eres el único que ha
tenido una experiencia semejante... Existen fuerzas oscuras que pueden moverse
en este mundo –explicó –. El mal es real y lo peor que podemos hacer es darle la
espalda...

Las palabras fueron como un verdadero bálsamo.


–De verdad les agradezco mucho que estén aquí –recalcó.
–Hacemos lo que podemos para el Señor, Lázaro, y si en algo podemos
ayudar lo hacemos, por eso estamos aquí, porque tú necesitas ayuda... pero por
nosotros mismos o por nuestras fuerzas nada es posible; sin embargo, todo lo po-
demos en Cristo que nos fortalece. Él ha prometido que donde dos o más es tamos
reunidos en su nombre, ahí estará él también... ¿podemos ponernos de pie? –
tendió su mano invitándolo a pararse –... ora con nosotros, por favor.

“Y eso cómo lo hago”, pensó.

–Habla con Dios –dijo Magda como respondiendo a su pensamiento –,


suelta lo que esté en tu corazón.
Abraham sonrió como si también hubiera sido testigo del hecho. ¿Acaso la
cara del reportero había sido tan evidente como para que supieran lo que pensa-
ba?
–Apóyame –instruyó Abraham a su mujer.

La valiente pareja empezó a clamar elevando su voz mientras hacían un


círculo de manos unidas con su anfitrión. Lázaro tenía tiempo de no escuchar algo
similar; de aquella reunión se desprendía poder, poder que parecía horadar el te-
cho de su casa y subir has ta el cielo, lo podía percibir, aunque no sabía cómo. La
semilla que de niño había sido ahogada entre cardos y espinos, quería abrirse paso
nuevamente; pero aún había que romper muchas ataduras para fl orecer.
La experiencia hizo temblar al audaz comunicador, quien habiendo sortea-
do tantos peligros, no sabía cómo enfrentar este. No lo asustaba lo que sus visita n-
tes estaban haciendo, era más bien el temor a lo que podía venir después. Se sentía

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en medio de una guerra, como aquella del Medio Oriente, sólo que en esta ocasión,
correr no era la solución.
Abraham y Magda lo sostenían mientras él no se atrevía a abrir los ojos. Si
el reportero hubiera percibido la confianza y paz que en medio de la batalla refl eja-
ban sus rostros, no hubiera estado tan asustado.
El ambiente empezó a enrarecerse, como si algo pestilente los observara.
Con mayor razón, Lázaro no se atrevió a mirar. Ni nguno de aquellos dos calló un
solo segundo, al contrario, redoblaron esfuerzos, ordenando y reprendiendo a lo
invisible en el nombre de Jesús, sabiendo que estaba ahí.
Algo sucedía alrededor, había como una muchedumbre, nunca había escu-
chado tantas voces arremolinándose en un mismo lugar. Murmuraban con rencor,
era la impresión que tenía el reportero; mas no comprendía lo que decían.
Abraham oraba en voz alta y Magda le hacía segunda, Lázaro los acompa-
ñaba como podía. Algunos objetos cayeron en un instante como impulsados por un
viento que no era posible que corriera en el interior, luego, el azote de una puerta
los perturbó, pero no cejaron.

–¡No te distraigas! –advirtió Abraham a Lázaro.

Entonces el reportero fue colocado en medio de la pareja, como si sus


cuerpos levantaran un muro alrededor de él; se sintió protegido, como un mudo
testigo de una guerra que no lo podía tocar.
La oración continuó sin parar, sin importar el cansancio de las voces o de
las piernas, hasta que los susurros y las manifestaciones pararon. El ambiente vol-
vió a la normalidad, como cuando se disipa una tormenta. El grupo cayó rendido en
la sala.
–... Ahora sí te aceptamos un vaso con agua –pidió Abraham con lo que le
quedaba de aliento.
–Claro –dijo el anfitrión todavía sorprendido.

Había algunas cosas en el suelo las cuales no estaban ahí cuando iniciaron,
no muchas por cierto. Abraham observó un momento a Lázaro mientras estaba en
la cocina, luego miró a su alrededor. No era la primera vez que enfrentaba algo así;
pero esta vez, el fenómeno lo había impresionado.
Lázaro tenía muchas dudas de lo sucedido, as í que lo primero que hizo fue
preguntar:
–Disculparán mi ignorancia, pero, ¿qué fue lo que pasó?
–Mi hermano –el evangelista trató de explicarlo –, nosotros simplemente
somos instrumentos del Señor, así que empezamos a orar por ti, por tu casa y por
discernimiento para conocer tu caso... mi esposa Magda tiene el don de profecía, si
Dios tiene algo que decirte, ella podrá expresártelo... ¿Magda? –miró a su mujer
mientras se refrescaba un poco la garganta.
–Dios me mostró –Hizo una pausa como queriendo encontrar las palabras
adecuadas –... que has sido objeto de algún tipo de hechicería –Lo miro fijamente,

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hablaba en serio –. Alguien muy poderoso en las artes oscuras busca hacerte da-
ño...
–¿Algo así como una bruja? –preguntó según su experiencia.
–No en el sentido que el mundo las conoce, Lázaro, pero es algo así... au n-
que no te puedo asegurar si se trata de una bruja o un brujo, también hay hombres
que se dedican a eso –Rio un poco tratando de hacer el momento menos tenso.
El comentario les hizo gracia a los otros dos.
–¿Y a qué se debe que todo esto haya sucedido? –Continuó cuestionando,
aunque casi podía asegurar la respuesta .
–Dios me dice que es a consecuencia de tu trabajo... –lo miró con sus pro-
fundos ojos inocentes.

El reportero se echó para atrás pensativo.


–¿Te hace sentido hermano? –pr eguntó el evangelista.
–Por supuesto –afirmó –, desde aquella noche del reportaje mi vida se ha
convertido en un verdadero infierno... desde que desvié mi investigación del narco-
traficante hacia los otros suj etos... los de la secta satánica...

Abraham sabía algo sobre su ocupación; pero el sólo escuchar lo último –


aunque no conocía los detalles –, hizo que se preocupara más.

–¿Han escuchado hablar de alguna secta que trabaje en la localidad? –


preguntó Lázaro.
La pareja se miró con interrogación, no parecían estar enterados.
–En realidad no... –dijo él.
–Ni yo... –confirmó ella.
–Resumiendo –Los pondría en antecedentes –, lo que ustedes vieron en
televisión tuvo su origen una noche de octubre, cuando seguí al Comandante, uno
de los narcotraficantes más buscados del país; pero terminé en una extraña reu-
nión, en la que también participaba él. Dicha reunión estaba organizada por algún
tipo de sociedad secreta, lo cual no me hubiera llamado la atención, de no ser por
la presencia del capo y el asesinato que se llevó a cabo en ella de una joven... Hizo
mucho ruido durante un tiempo, ¿no lo escucharon?
–Sí recordamos la nota mi hermano –dijo Abraham –, pero no pr estamos
mucha atención en los detalles, para serte franco.
–¿Creen que ellos tengan que ver con lo que me pasa ? –ató los cabos.
–Lázaro –intervino Magda –, desconocemos el tema; pero sí sabemos de lo
que son capaces los servidores del Enemigo. Si lo que está ocurriendo en tu casa es
consecuencia de lo que hiciste, ayudarte no va a ser cosa sencilla –Fue completa-
mente clara...

“¿Entonces qué puedo hacer?”, pensó turbando su alma.

–El asunto es delicado –agregó Abraham viendo su reacción –; pero re-

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cuerda lo que Jesús dice: “En el mundo tend réis aflicción; p ero confiad, yo h e ven ci-
do al mundo”. Al Diablo le fue dado un poder con limitaciones en esta tierra; mas
no se compara con el poder del Señor... ten fe...
El reportero recordó algo ampliando aún más el horizonte:
–¿Son ellos los culpables de todo lo que pasa? –insistió –, ¿de lo que le
pasó a mi compañero también?
–¿Qué le pasó a tu compañero? –preguntó con desconocimiento.
–Lo asesinaron...
Abraham lo miró con la pesadez lógica de una confesión semejante. Le
hubiera gustado tener una respues ta para aquellos ojos tristes, pero no era así.
–Lázaro, eso es algo que no podría contestar. He procurado que mi boca
siempre hable la verdad, y aunque no siempre lo logro... ¿Quién es el responsable
de lo que mencionas?, no lo sé...
La respuesta no lo dejó muy conforme.
–Hay algo más –intercedió Magda –. Algo que tiene que ver contigo –
explicó dándole un aire de interés –. Han intentado hacerte daño, pero no lo han
conseguido... porque cuentas con una protección especial.
–¿Protección especial? –Ahora entendía menos.
–Esto se debe a la herencia de tus padres, quienes se preocuparon por ti
hasta el día que murieron.

“Eso no se lo había dicho, ¿cómo diablos lo supo?”, pensó.

–... Dios tiene algo muy especial para ti –continuó –; un propósito que
quiere que cumplas; pero antes, debes ser pasado por el fuego...
Guardaron silencio unos segundos mirándose entre sí, luego el reportero
agregó:
–¿Eso es bueno o es malo?
–Todo lo que Dios hace tiene un propósito y todo lo que nos sucede a los
que estamos en Cristo nos ayuda para bien. Sólo que hay que dejarnos guiar...
–¿Y eso significa que...?
–Es algo que tienes que descubrir poco a poco Lázaro... lo que sí puedo a n-
ticiparte es que vendrán cambios muy fuertes que tú solo no podrás enfrentar.

“Eso suena a problemas”, pensó.

–¿Cómo te sientes ahora? –Abraham palmeó la espalda de Lázaro.


–Mejor; pero muy confundido...
–¿Tú no has hecho tu decisión todavía?
–¿Decisión?
–¿Has recibido a Jesús en tu corazón?
–No –conocía vagamente el término.

La pareja se miró meneando la cabeza afirmativamente.

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–Su Palabra dice en Juan 10:9 al 11 –afirmó Abraham vehemente –: “Yo
soy la puerta; si alguno entra por mí, será salvo; y entra rá y saldrá y hallará pasto.
El ladrón sólo viene para robar y matar y destruir; yo he venido para que tengan
vida, y para que la tengan en abundancia. Yo soy el buen pastor; el buen pastor da
su vida por las ovejas”. Esta puerta es el Señor Jesús, y este ladrón, es Satanás,
quien solo desea destruirte; mas por el sacrificio de Jesús en la cruz podemos ser
salvos y alcanzar esa vida abundante que nos ha prometido... como también dice
en 1ra. de Juan 3:8 “El que practica el pecado es del diablo; porque el diablo peca
desde el prin cipio. Para esto apareció el Hijo de Dios, para d eshacer las obras del
diablo.” –colocó su mano sobre la espalda del reportero –, hermano, Satanás tiene
a sus propios servidores en este mundo, gente que por ignorancia o dureza de
corazón le son fieles, así como nosotros le somos fieles a Dios; pero no tema s, por-
que su Palabra también dice, que despojó a los principados y potestades y los ex-
hibió públicamente, triunfando sobre ellos en la c ruz. Él ya ha ganado la batalla...
Lázaro, entiendo que no sepas mucho acerca del Señor, pero eso te hace más vul-
nerable... esto que estás viviendo no puedes hacerlo solo y nosotros, Magda y yo,
sólo somos carne, como también lo eres tú. Necesitas del Señor Jesús.

Recordó las palabras de Esther, que básicamente le dijo lo mismo. Para es-
te momento, el reportero ya estaba muy atribulado, y su espíritu estaba sediento.
Todo lo que deseaba era esa fuerza para luchar y terminar de una vez por todas
con sus problemas.
–Necesito ayuda –reconoció.
–Lo sabemos hermano –lo abrazó sintiendo cómo empezaba a quebrarse.
–Quiero ya salir de esto.
–El Señor te ayudará.
–¿Es algo que debo hacer? –preguntó con su último aliento de resistencia.
–Es algo que todos debemos hacer –afirmó el evangelista –... Lázaro, Jesús
dice: “He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta,
entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo ” –sonrió al ver que el hombre r eacciona-
ba favorablemente –, esta noche, en esta hora, el Señor te pregunta: ¿Quieres
tener una relación personal con Él?
–... Sí –aceptó mordiéndose el labio –, ¿qué tengo qué hacer? –Clavó su
mirada en Abraham.
–Es algo muy sencillo, sólo requiere de una decisión sincera... –advirtió.

El reportero asintió.

–Sígueme entonc es –prosiguió Abraham –... repite después de mí –Lo


tomó del hombro mientras Lázaro cruzaba sus dedos sobre sus rodillas –... Señor
Jesús, reconozco que soy un pecador, y delante de ti lo confieso, me arrepiento y te
pido que me limpies de todo pecado y en esta hora declaro –continuaron con la
oración –... te invito a entrar a mi corazón y te pido que seas mi Señor y Salvador...
¡Amén! –Concluyó.

- 160 -
*****
Romanos 10:8-10: “Mas ¿qué dice? Cerca de ti está la palabra, en tu boca
y en tu corazón. Esta es la palabra de fe que predica mos: Que si confesa res con tu
boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu cora zón que Dios le levantó de los mue r-
tos, serás salvo. Porque con el corazón se cree para justicia , pero con la boca se
confiesa para salvación”.
Juan 1:12 al 13: “Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su
nombre, les dio po testad de ser hechos hijos de Dios; los cuales no son engendrados
de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de va rón, sino de Dios ”.
*****

Una plegaria de corazón, corta y sincera, nada más es necesario, mucho


menos la vana palabrería.

Cuando terminaron, Lázaro sintió nuevas fuerzas, fuerzas como las del
búfalo; era como si sus problemas, aún estando presentes, se hubieran apilado en
otro lugar.
–¿Cómo te sientes ahora hermano? –preguntó Abraham, aunque ya co-
nocía la respuesta.
–Mucho mejor –admitió tragando saliva y limpiando sus lágrimas –, mucho
mejor –repitió contento.
–Cuando un pecador se arrepiente hay fiesta en el cielo –añadió Magda.

Lázaro sonreía sintiéndose ligero; aunque aún no comprendía el compro-


miso y las implicaciones de lo que había hecho.

La improvisada reunión siguió adelante en un ambiente más apacible. No


se tocaron más las cuestiones del pasado, ahora se enfocarían en las nuevas cosas,
lo que estaba por venir.
Las horas transcurrieron, Abraham, Magda y Lázaro comieron y bebieron
hasta que la tarde los sorprendió. En aquella hora surgió rápidamente un vínculo,
era como si se conocieran de años atrás.

Durante la visita no se volvió a presentar ningún otro fenómeno, aunque el


recién nacido aún tenía sus dudas:
–¿Creen que todo haya terminado? –preguntó con cierta reserva.
Abraham le respondió con una media sonrisa, y tratando de explicarle lo
que estaba por venir, dijo:
–Hermano –Cómo decirlo sin que se preocupara –, lo que de aquí sigue no
será sencillo; pero es la mejor opción que pudiste elegir... habrá pruebas, habrá
luchas, seguramente caerás más de una vez... ¿volverás a experimentar algo en tu
casa...?, no lo sé; pero lo que sí sé, es que no vas a estar solo. Clama al Señor en
tiempos de aflicción y Él enderezará tus veredas... como te dijo mi esposa, habrá

- 161 -
cosas que vas a tener que aprender por ti mismo, y conforme el Señor quiera en-
señártelas...

Unos segundos después, Magda interrumpió:


–Ya es tarde amor –Señaló su reloj –, y todavía tenemos que recoger a los
niños.
–¡Es cierto! –exclamó Abraham –... Creo que ya es tiempo de dejarte des-
cansar mi hermano...

Lázaro hubiera preferido que su compañía no se fuera , pero sabía que te-
nían compromisos ineludibles y era él quien los estaba importunando.
Abraham no se retiró sin darle un último consejo:
–Ahora, mi hermano en Cristo, lo importante es que empieces a “alimen-
tarte”. Debes encontrar un templo en el que se predique su Palabra, quizás sería
bueno que asistieras al que nosotros vamos, como un inicio...
–Me parece.
–No está muy c erca de aquí; pero te lo recomendaría –Hizo una pausa
pensando, luego se dirigió a su esposa –: Amor, ¿no tienes la dirección del templo?
–No, sabes que no soy buena para esas cosas.
–Bueno –dijo mientras hurgaba en sus bolsillos –, te la mando lo antes po-
sible, tengo tu c elular registrado y apenas la encuentre me comunico... Es impor-
tante que te fortalezcas en Jesús , debes congregarte y dedicarle tiempo al Señor en
oración. Supongo que sabes cómo.
–Haré mi mejor esfuerzo... –aseguró.

Se despidieron. Era una pareja que se amaba y se complementaba, eso se


notaba a leguas. Lázaro los observó todo el camino, no podía negar que sentía
cierta envidia. Ambos mer ecían una relación así.

Los siguientes días transcurrieron en completa calma, tanto en casa como


en su persona. Lázaro sintió paz y tranquilidad por un buen tiempo, y aunque su
situación económica aún no mejoraba, sentía confianza en que todo se arreglaría.
Extrañamente, Abraham tampoco se había comunicado, ¿cuánto tiempo
podía tomarle encontrar una dirección?, ¿lo habría olvidado?, no, él no era de esos,
se veía un hombre comprometido y de palabra, aunque claro, ya había hecho bas-
tante, quizás estaría mal exigirle más.

Un día, cuando pensó que había transcurrido un tiempo prudente, decidió


hablarle; pero lo único que pudo conseguir fue el clásico mensaje de: “Fuera de
servicio”. El reportero sólo atinó a fruncir el ceño y a preguntarse si no se había
equivocado. Lo intentó de vuelta con el mismo resultado, todo parecía en orden, al
menos de su lado. Su ánimo empezó a enfriarse después de no conseguir conta c-
tarlo.
Para una persona alejada de los medios resulta ba relativamente fácil en-

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contrar un lugar donde se predi cara la Palabra de Dios –así como cualquier otro
establecimiento–, cuánto más para un reportero de experiencia; sin embargo, algo
bloqueaba su entendimiento, prefería esperar a su amigo; o quizás, así era como
tenía que ser.

Aquella tarde se volvió a sentir particularmente solo. Desde el día en que


Abraham estuvo en casa algo más había cambiado en su interior, lo sentía. ¿Sería
provechoso o no para él ?, no estaba seguro, pero no le agradaba mucho, porque
percibía que coartaba su innata independencia.
Mientras tanto, lo laboral y su investigación seguían igual , estaba atorado
en el vaivén de la vida. Pensaba mucho en Esther, a veces quería volver a verla;
pero luego pensaba en las cuentas que tendría que darle y se alegraba que siguiera
ausente. El caso se había vuelto una persecución directa contra Hades y su gente, el
Comandante simplemente había quedado en el olvido, de cualquier manera no
tenía pistas qué seguir en ningún caso.

La calma después de la tormenta lo había llevado hasta un punto donde se


había descuidado un poco. La Biblia vieja que aún tenía en casa quedó abandonada
cerca de su cama esa noche, mientras que la oscuridad traía algo más que un sueño
profundo.

–¡Lázaro! –un grito lo hizo sobresaltarse.

Abrió los ojos, el sonido parecía provenir del pasillo, o quizás más allá; pe-
ro desde el interior de la casa, eso era seguro. Aún estaba recostado y su mente
empezó a razonar, no era la primera vez que lo despertaba n, aunque en esta oca-
sión el sentimiento no era de temor. Seguramente lo había soñado.
Se sentó en su cama y aún adormilado fue al baño a orinar. Regresó de
inmediato y continuó en lo que estaba.

–¡Lázaro! –volvió a escuchar.

Sus sentidos percibieron algo diferente esta vez, había un aroma extraño...
¿era humo?
La sola idea hizo que se levantara de un brinco. La puerta de su recámara
estaba entreabierta y no recordaba ha berla dejado así. Había un reflejo en la pa-
red, como esos que se producen en una superficie metálica cuando le acercas una
vela. Entendió entonces que algo andaba mal, le dio la vuelta a su cama y se dirigió
al corredor.
El olor se hizo más fuerte, junto con el miedo que subía por sus venas.
Cuando salió, observó el final del pasillo, a un lado la cocina y al otro, un poco más
cerca, su centro de operaciones.
Sus ojos se abrieron a tope al observar la luz proveniente de las llamas,
habían alcanzando sus muebles y bloqueaban totalmente el paso a la entrada pri n-

- 163 -
cipal, así como a la salida posterior que daba al patio. Sin embargo, antes de pensar
en su seguridad, recordó que su trabajo estaba en su laptop, justo en la habitación
de adelante.
El siniestro avanzó con gran rapidez, en sólo unos segundos lo tenía cerc a-
do. ¡Tenía que actuar ya! Corrió descalzo hasta la puerta para sacar el esfuerzo de
su trabajo, su vida estaba dentro de ese lugar.
Cuando tomó la perilla fue repelido por sus sentidos, estaba ardiendo.
Percibió entonces el humo que salía por debajo de la puerta , seguramente había un
infierno ahí adentro. Alzo ambas manos y las colocó al lado de la pared entendien-
do que ya nada podía hacer por rescatar sus cosas. Su cabeza se balanceaba nega-
tivamente sintiendo la impotencia del momento. Giró su rostro a su derecha vien-
do cómo se consumían sus muebles, no había manera de salir por ahí.
En medio de la tragedia, las luces y el sonido de algunas sirenas entraron
por la ventana, venían en su auxilio. La respiración se dificultaba, tenía que regr esar
a un lugar más seguro y buscar salir... su recámara.
Cerró la puerta para ganar más tiempo, sabía que el fuego avanzaba por el
pasillo y el humo empezaba a alcanzarlo. La mejor opción era la ventana con aque-
llos gruesos barrotes que escogió como protectores, ahora sería imposible tirarlos.
Arrancó las cortinas desde la base y rompió los cristales. No pudo hacer nada con-
tra los barrotes de hierro, estaba atrapado.

–¡Ayúdenme! –gritó acercándose al vidrio, sabía que había alguien afuera.

La ventana daba al patio trasero, así que nadie podía verlo, no por el fren-
te al menos. Seguramente los bomberos estaban intentando entrar por adelante,
tal vez no llegarían a tiempo.
Respirar era difícil, y la irritación en su garganta y nariz eran el primer
síntoma de una posible intoxicación. Los objetos parecían bailar a su alrededor
junto con lo que quedaba de su consciencia . Estaba cerca del exterior, lo más cerca
del aire fresco que era posible en tal situación; pero ya no podía inhalar oxígeno, la
habitación ardía por fuera, pronto, aquel manto gris inundaría todo...

- 164 -
VII

Lo primero que captaron sus oídos fue un repetitivo “beep” electrónico, y


no se trataba de su celular. Todavía no abría los ojos, cuando lo hizo, lidió contra el
ambiente blanco de la habitación. ¿Qué había pasado?, aún sentía algo de picor en
su garganta y nariz, estaba aturdido, como el que despierta de una mala noche de
copas.
Junto a su cama había un botón para llamar a la enfermera, lo hizo, tenía
mucha sed.
Pasó uno o dos minutos cuando su auxilio llegó:
–Sr. García –dijo ella, sabía quién era –... ¿ya despertó?
–Señorita... ¿qué me pasó?
–Permítame –dijo con profesionalismo y tomando el expediente –... Lo tra-
jeron aquí anoche, parece que sufrió un desmayo por inhalación excesiva de dióxi-
do de carbono

“¿Por qué no me acuerdo?”, pensó mientras ordenaba sus ideas .

–¿Cómo se siente? –analizó ella.


–¿Podría traerme agua? –pidió, su garganta estaba seca.
–Enseguida se la pediré –Empezó a auscultarlo –... ¿puede decirme cómo
se siente? –insistió.
–No muy bien, tengo mucha sed... –Apenas regresaba al mundo conscien-
te.
–¿Tiene algún otro malestar?

- 165 -
–No...
–Voy a traerle lo que me pidió e informaré al médico en turno...
Lázaro sólo hizo una mueca conformándose. Otra vez estaba en el lugar
que tanto detestaba y con una especie de amnesia temporal , aunque poco a poco,
desaparecía.
Cuando se quedó solo se movió hacia arriba para estar casi sentado. Las
imágenes de la noche anterior fueron llegando. Su casa, su historia, su vida, segu-
ramente todo se había ido al carajo. No supo cómo; pero alguien tuvo que haberlo
sacado de aquel infierno con sólo repercusiones menores, o así era aparentemen-
te. Se examinó exteriormente, sólo para estar seguro, todo parecía estar en su
lugar.
Meditar en todas las implicaciones que seguramente le traería lo sucedido
sólo lo hicieron sentirse peor –antes de observar su salud, pensó en lo que vendría
después–. Si se había preguntado antes qué más podría pasar, ya tenía su respues-
ta.

–¡Sr. García! –exclamó un viejo conocido al entrar a la habitación –, parece


que ya se encuentra mejor –Sonrió al aproximarse.
–¿Dr. Marcos? –se extrañó al volvérselo a encontrar –... parece que es el
único médico de la ciudad –dijo de mala gana.
–Estamos de buen humor –apuntó contento, pero entendiendo el comen-
tario.
–No exactamente... –No era lo que había querido decir.
Empezó la revisión de rutina mientras el paciente aguardaba en completo
silencio.
–¿Molestias Sr. García?
–Sólo el estar aquí –Quería irse, pero ahora... ¿a dónde?
–... No encuentro mayor razón para retenerlo más tiempo... –dijo compla-
ciéndolo.
–¿Puedo irme entonces?
–Así es...
El reportero suspiró, un poco por la desesperación y otro tanto por pensar
en cómo lograría salir de ahí. Hasta donde se acordaba no traía más ropa que la
que traía puesta.
–Sr. García –se adelantó el galeno –, noté las condiciones en que llegó al
hospital, de hecho, pedí atenderlo.
Lázaro le agradeció con un gesto, dentro de lo triste del asunto parecía
haber encontrado a un amigo.
–También –continuó –, noté que no tiene parientes ni nadie cercano que
le pueda ayudar con este evento.
–Eso es cierto doctor...
–No creo que quiera irse de aquí con la misma ropa con la que llegó –Por
ahora sólo vestía la bata de paciente –... podría conseguirle algo del personal médi-
co; aunque se verá algo extraño por la calle...; pero, si no le incomoda.

- 166 -
–Se lo agradecería mucho... –señaló sabiendo que era su mejor opción.
–Quisiera poder hacer más Sr. García, si me espera podría...
–No se preocupe –interrumpió sus buenas intenciones –, con eso estará
bien, lo único que quiero es retirarme lo más pronto posible.
–De acuerdo... ¡Ah!, también... –Sacó algo de efectivo y se lo entregó.
El reportero estaba muy sorprendido, qué obligaba a aquel hombre a rea-
lizar una obra semejante si apenas lo conocía.
–¿Por qué hace esto doctor?
El médico lo tomó del hombro, no como lo haría un desconocido, sino más
bien como lo haría un hermano, y entonces dijo:
–Por cuanto tuve hambr e y me diste de comer, tuve sed y me di ste de be-
ber... por cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me
lo hicisteis –parafraseó –... Así dice el Señor en su Palabra –Sonrió –. Lo necesitará
para irse... ¿o me equivoco?
Lázaro no pudo evitar que el hecho lo afectara gratamente. Miró a su ayu-
dador y no pudo pronunciar palabra, sólo atinó a agra decerle con otro gesto.

El primer paso era regresar a casa. No sabía cuáles eran las condiciones en
las que había quedado o si el fuego y la rapiña habían dejado algo. El camino fue
largo y silencioso, hasta que el taxi se detuvo frente a su acera.
Su residencia se extendía en una sola planta hacia atrás, el jardín frontal
estaba muy maltratado. Las secuelas del incidente eran evidentes en toda esta
zona; pero eran mucho peores sobre las paredes exteriores y no quería ni pensar
en lo que encontraría adentro.
La puerta principal ya no existía, mucho menos las ventanas ; víctimas de
las llamas o los instrumentos de los bomberos. El caso era que sólo un listón de
protección civil le impedía el paso. Esperaba que sus vecinos, o cualquiera que
hubiera pasado por ahí hubieran respetado lo que era suyo.
A su mano izquierda, el portón de la cochera estaba consumido, junto con
un conjunto de fierros que una vez fueron su Honda. Se paró en la entrada y miró
el panorama con tristeza. De esta parte no había quedado nada. Adentro, la sala y
la cocina, sólo eran negros recuerdos. El fuego parecía haberse iniciado aquí; pero
no estaba seguro. Luego, caminó a la habitación donde guardaba toda su vida,
había pedazos de la puerta en el suelo, junto con residuos de su equi po y muebles.
Seguramente la placa que conmemoraba su hazaña estaba retorcida en algún lado.
El aroma aquí era particularmente insoporta ble, aún se sentía la humareda y no
había quedado un solo rincón sin tocar. Prosiguió por el pasillo hasta llegar a su
recámara, la puerta estaba abierta. No podía asegurar quién había estado ahí; pero
las llamas no habían sido las únicas. Recuperó algo de su ropa y lo que más le i m-
portaba, su cartera; no tanto por el efectivo, ese de seguro había desaparecido;
sino por sus documentos y tarjetas, esas que sólo él podía utilizar.
No había mucho más por hacer. Aquellas paredes que tanto amaba, su
hogar, estaba en ruinas. Ni siquiera era factible pensar en pasar ahí la noche, debía
buscar una alternativa.

- 167 -
Se sentó en su colchón, todavía apestaba, como de seguro el resto de sus
cosas; no pudo evitar reflexionar sobre el hecho: ¿Qué había sucedido?, ¿se trató
de un mero accidente o alguien l o había provocado? –pero por qué pensar que fue
a propósito–, ¿y qué había escuchado un poco antes de despertar?, si no hubiera
sido por esa voz quizás no estaría vivo; o si hubiera salido la primera vez tal vez
hubiera evitado o disminuido el problema . La impotencia y la desesperación se
apoderaron de él mientras veía su mundo derrumbars e, alguien le debía una expli-
cación:

–¡Dios mío! –exclamó arrodillándose y alzando la vista al techo –, ¿por qué


has permitido esto?, ¿no fuiste tú el que me llamó primero?, ¿no me acerqué a ti?,
¿no eres tú el que nos protege debajo de sus alas...? –recordó parte de un versícu-
lo.

¿Por qué el Señor permite situaciones que parecen ilógicas según el razo-
namiento humano? En realidad, siempre será difícil explicar este punto; es como
querer hacerle entender a un niño por qué puede o no hacer tal cosa.
Las palabras que en su momento pronunció Magda empezaban a tener
sentido, aunque Lázaro no las recordaba.
En su opinión, la imposición de su Creador era una total injusticia. ¿Ese era
el justo pago de los que se acercaban a él?, ¿era esta la forma que utilizaba para
animar a sus hijos?, necesitaba respuestas claras.

Pocos días después, luego de encontrar un lugar temporal de residencia,


regresó nuevamente. Ni siquiera sabía por qué lo hacía, ya no había nada más que
rescatar; quizás era sólo la nostalgia, o quizás el shock por la situación lo hacía
creer que un día volvería a encontrar su casa en pie, quizás todo era una pesadilla
de la cual pronto iba a despertar.
Se paró en la acera, todo seguía igual –de qué otra forma podía ser–. Entr e
sus pensamientos encontró el hecho de que tenía s ervicios pendientes de pago, rio
de mala gana pensando que nunca más se los iban a poder cobrar. Contempló por
unos minutos el lugar, no podía negar que lo extrañaba.
El viento era fresco y constante, como regularmente es en este mes del
año, meneaba su cabello en la frente; ya le hacía falta un corte. El pantalón de
mezclilla casi reventaba con su celular nuevo, aún no le conseguía una funda d e-
cente. Su agenda de contactos se había perdido también con el dispositivo anterior,
el cual nunca pudo encontrar; de seguro, alguien estaba disfrutando de él ahora
mismo.
Recuperarse del evento sería complicado, ni siquiera tenía claro qué es lo
que iba a hacer ahora. Estaba endeudado, sin ingresos y con una investigación que
se había quedado en el olvido.
Desafortunadamente, había alguien que sí aprovechó su visita, era Epi g-
menio, el vecino molesto, quien se acercó como el que está listo a dictar la orden a
un pelotón de ejecución:

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–¡Buen día! –saludó Lázaro como si nada, maldiciendo por dentro al tener-
lo a su lado.
–¡A usted lo andaba buscando! –reclamó el hombre ya entrado en años.
–¿Para qué? –Se puso a la defensiva.
–¿Cuándo pretende que revisemos las reparaciones de mi casa?

“¿De qué está hablando este tipo?”, pensó intrigado.

El reportero miró entonces los límites de su propiedad, un poco más allá,


la casa de aquel hombre también había sido afectada. Fuera mucho o fuera poco,
no tenía manera de responderle.

–Vecino –dijo sin ganas de discutir.


–¡Epigmenio Rosales! –lo interrumpió molesto –. ¡Nunca se aprendió mi
nombre!
–Bien... Epigmenio, mire, voy a ser completamente franco con usted. Por
el momento no tengo forma ni siquiera de reparar los daños de mi propia casa,
cómo pretende que me haga cargo de los suyos...
–Los demás no tenemos la culpa –interrumpió nuevamente.
–¿Los demás?, ¿alguien más está en esto?
–¡Con un incendio de ese tamaño era lógico! –el hombre casi gritaba.
No había sido una buena idea regresar. Legalmente estaba en un probl e-
ma que no había visualizado –¡otro más!–.
–¿No cuenta con seguro de responsabilidad civil, verdad? –atacó el viejo
de vuelta.
–No –Maldijo el momento en que rechazó haberlo tomado –... y como le
dije antes, no tengo forma de responder ; pero si usted tiene una solución... –lo retó
con imprudencia.
Lejos de enfurec erse, como el reportero hubiera esperado, aquel hombre
maduro se quedó pensativo, había logrado conducir a su odiada contraparte a
donde él quería:
–Quizás haya una forma –propuso algo que había pensado con antelación.
–Dígame cuál –Rio incrédulo.
El experimentado cascarrabias volteó hacia lo que quedaba de la propie-
dad, le expondría lo que ya tenía preparado.
–Su casa ya no es habitable –apuntó con certeza.
–Eso es obvio.
–Yo me dedico a las bienes raíces...
–¿Y quién querría comprar una casa en estas condiciones? –preguntó con
ironía.
–La casa no; pero el terreno sigue siendo valioso, sobre todo en esta zona
de la ciudad –Hizo una pausa volteando a verlo –... véndame, eso podría resolver su
problema.
–¿Mi problema o el suyo? –Ahora entendía a dónde iba, deshacerse de él

- 169 -
era lo que siempre había deseado.
–Encarnación –dijo con un aire de soberbia –, véalo como quiera, el caso
es que tiene una deuda conmigo y si no tiene cómo pagarla, entonces tendré que
tomar otras medidas...
Lázaro se quedó callado, el hombre hablaba con verdad y la ley lo respal-
daría. Echarse encima otra dificultad era muy poco provechoso. No veía una mane-
ra de escapar.
–Piénselo un poco, pero no mucho... y deme un número dónde localizarlo,
estoy seguro que nos entenderemos –palmeó su hombro sin evitar transmitirle su
desprecio.

Estaba acorralado. La rabia que le provocaba hacer lo que este quería era
lo que le molestaba, no en sí el trato; ya que dentro de todo, no era una mala o p-
ción considerando las circunstancias; pero el sólo hecho de saber que le ganaría la
partida lo hacía enfurecer. Tenía que cavilarlo con frialdad.

Ese mismo día se propuso localizar al evangelista, no sabía ni para qué,


sólo era una corazonada. Podía empezar visitando al Dr. Marcos, puesto que él lo
conocía. Los números de Abraham y Esther los había recuperado en los registros de
la compañía, aunque ninguno de los dos contestaba.

En el hospital.
–... Entonc es, ¿Abraham no ha venido? –preguntó interceptando en el pa-
sillo el paso presuroso del buen samaritano.
–No... de hecho, la última vez que lo vi fue el día que lo atendí del golpe en
la cabeza, Sr. García...
–¿Tiene alguna idea de dónde lo pueda localizar?
–Escuché algo –recordó –, aunque creo que sólo fue un rumor... aparen-
temente tuvo un accidente, al menos es lo que supe en estos mismos pasillos...
–¿Y no tiene ni una pista, entonces?
–No; pero puede preguntar al personal, casi todos lo conocen... –se sepa-
raron, debía atender una emergencia.

Lázaro se detuvo frente a la puerta, aquella de vaivén que separa a los cu-
riosos de los que buscan truncar las intenciones de la muerte. El reportero siguió el
consejo, pero no obtuvo nada de provecho en el lugar, sólo vagas especulaciones.
La teoría del doctor Marcos tenía sentido, eso explicaría la repentina des-
aparición de su amigo; aunque, por su bien, prefería que no fuera cierta .

Más tarde, esa misma noche, encerrado en un cuartucho barato, su celular


anunció una llamada, el número era conocido, sabía quién era, pero no quería
contestar; aunque tuvo que hacerlo.
–Encarnación, habla Epigmenio, tu vecino.
–Dime –¿Que no pensaba darle un poco de tiempo?

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–¿Qué has decidido?
Para el reportero el tema no era precisamente su prioridad. Aquel hombr e
en serio tenía prisa. Con tanto por hacer, a él también le convenía c errar el asunto,
así que se dejó llevar:
–... Te tomaré la palabra –respondió vencido –, ¿cómo sugieres que lo
hagamos?
–Ven mañana a mi casa, por la mañana, y aquí lo platicamos.
–Ahí estaré entonces –Colgó desconsolado.

El hombre se dejó caer de espaldas sobre la apolillada cama . La situación


lo había orillado a tomar una decisión de la que tal vez se arrepentiría. Epigmenio
había sabido muy bien cómo y cuándo presionarlo. El otrora peor vecino del mundo
parecía mucho más interesado en ayudarlo que él en resolver su propio problema.
Para el reportero no era extraño que quisiera desapa recerlo del mapa, siempre lo
había querido, y ahora, tenía la manera ideal para lograrlo.

El día señalado se presentó temprano a la reunión, procuró ya no contem-


plar más su propiedad durante su paso, tenía que quitarla de su mente. Segura-
mente al terminar de convenir con su enemigo no volvería a poner un pie en ella.
Caminó lentamente por el camino que atravesaba la parte de enfrente
hasta la puerta de la residencia Rosales, así como el que camina al cadalso. Tal vez
estaba retomando fuerzas , o tal vez sólo se estaba arrepintiendo.
Cuando estuvo a punto de anunciar su presencia escuchó un barullo en el
interior. ¿Por qué había gente discutiendo?, ¿ya lo estaban esperando o había ll e-
gado muy temprano? Observó el timbre y lo oprimió durante varios segundos,
quería estar seguro de que lo escucharan.

–¡Encarnación! –lo recibió el propietario con extraña amabilidad –, ¡pasa


por favor! –En realidad preparaba una puñalada por la espalda.

Lázaro no había escuchado mal, una docena de personas mal encaradas


aguardaban adentro. Logró identificar a algunos por su físico, aunque desconocía
sus nombres.
–¿Llego en mal momento? –preguntó sin entender la presencia de los
otros.
–De hecho no –Epigmenio se quedó atrás como impidiéndole que se reti-
rara.
–¿De qué se trata esto? –pr esintió que le preparaban una jugarreta, pero
de cualquier manera avanzó.

Su hospedador hizo lo mismo frente a él, junto con la mayoría de los pre-
sentes, no todos alcanzaron lugar. La reunión parecía más bien un juicio.
–Encarnación –El anfitrión tomó la batuta –, ¿ya habrás reconocido a algu-
nos de los que están aquí?

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–Me parece haberlos visto, claro que sí –Aún no entendía.
–... Mauricio, Héctor, Omar, Edgar... –empezó a señalarlos y a llamarlos
por su primer nombre hasta llegar al que estaba sentado a su lado –... y finalmente,
el Sr. Lazcano, mi abogado... Todos son parte de esta pequeña y bella comunidad
en la que vivimos.
–Pensé que esto iba a ser un “trato entre amigos” –Era lógico no sentirse
bien entre tantos que parecía querían ahorcarlo –, ¿qué tienen que hacer los de-
más aquí?
–No los ubicas, ¿verdad? –preguntó como reclamándole.
Lázaro negó con la cabeza.
–Son los afectados por el descuido en tu casa...
–¿El descuido? –lo interrumpió –, ¡fue un accidente! –alegó molesto.
–... Y la ley lo marca a usted como responsable Sr. García, no lo olvide –
intervino el abogado dejándolo callado.
–... Fuera lo que fuera –retomó el cabecilla –, te habrás dado cuenta ya
que no eres un “miembro apreciado” en este lugar... ¡ja!, ni siquiera te has preocu-
pado por conocer a los que viven cerca de ti.
–¡Y desde cuándo es un requerimiento conocer a los que te rodea n para
vivir en un vecindario! –exclamó con coraje.
–Ese es el problema, Encarnación –explicó –, hay detalles que la gente de
aquí deseamos conservar, y tú simplemente no encajas.
El reportero se hizo para atrás comprendiendo el teatro que estaban ar-
mando luego de mirarlos por un momento, como si pudiera amenazarlos de esa
manera, y dijo:
–Ya veo... –Consideraba que todo era una exageración.
Era como una oveja entre los lobos, y había caído de una manera tan inge-
nua que hasta se sintió como un novato; pero todavía podía darle una solución:
–¡Señores! –Se incorporó –. Creo que venir aquí ha sido un error, así que
con su permiso... me retiro.
–¡Siéntese Sr. García! –intervino el legista con voz firme.
Lázaro lo observó con la poca valentía que le quedaba clavando sus ojos
como puñales en los de él, este no se amedrentó.
–Siéntese por favor –insistió bajando su tono de voz –, creo que tiene que
oír la propuesta antes de tomar una decisión que a todas luces será perjudicial para
usted.

Fueron segundos muy tensos, Lázaro sabía que lo estaban “amenazando


diplomáticamente”; pero también sabía que llevaba las de perder, finalmente, ganó
el razonamiento.
–Sea rápido, Sr. Lazcano –advirtió como si estuviera en posición de nego-
ciar y regresó a su lugar.
–Bien –sonrió el mediador –... Sr. García, voy a ser muy directo, porque es-
ta situación, para todos, ya es bastante incómoda –amoldó unos papeles en un
folder que ya tenía preparado –. Las personas aquí presentes , mis clientes, no están

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de acuerdo con su presencia en este vecindario, y siendo francos, están aprove-
chando la oportunidad para hacerle una propuesta –Hizo una pausa desviando la
mirada hacia los documentos –... en mi poder tengo un estimado de los daños
causados por el incendio, mismos que se convierten en su responsabilidad –recalcó
–... Se los entrego para que los revise...
El reportero tuvo que escuchar en silencio todo el discurso mientras enga-
rruñaba su ego. Después tomó la información con reservas, sabía que podía ser un
ardid. La observó con detenimiento y sin una base muy sólida. Los números no le
sonaron nada descabellados. Los devolvió a su dueño después de revisarlos.
–... La oferta en sí –prosiguió –, considerando las malas condiciones en que
quedó su propiedad, es bastante atractiva –afiló la guillotina.
Lázaro observó con rencor a Epigmenio, aunque básicamente sus planes
no cambiaban, se sentía traicionado.
Un papel con una cantidad escrita a mano paseó por la mesa hasta las ma-
nos del comunicador. Inmediatamente hizo un gesto de incredulidad, como riendo,
y se mostró inconforme:
–Esto es menos de la mitad de lo que vale mi casa –Arrojó la propuesta al
centro de la mesa.
–De lo que valía Sr. García –completó su contrincante –; además, esa es
una cantidad neta que recibirá ya descontando la cuenta pendiente con estos señ o-
res.
–¿Quiere decir que ya no tendré que pagarles nada si acepto la oferta?
–Así es –Sonrió con malicia, sabía que lo tenían en su poder.

Hubo un silencio impresionante, el reportero se cruzó de brazos pensativo


y apretó puños y dientes. El trato, muy a su pesar, parecía justo; aunque eso signifi-
cara deshacerse de lo poco que le quedaba en la vida –pero, qué podía hacer con
aquel montón de cenizas –. Tenía que ser frío para tomar la decisión. Dentro de las
muchas cosas que le pasaron por la cabeza fue pensar que le estaban ocultando
algo; pero también estaba cansado de todo, si podía librarse de aquella preocup a-
ción y sacar algo de provecho para proseguir su camino sería fenomenal. Resopló
varias veces bajando la cabeza. ¿Cuál era la decisión correcta?

–¿No te parece justo, vecino? –preguntó Epigmenio con cierta soberbia.


Las palabras le sonaron al reportero como una especie de burla, volteó a
verlo y se mordió los labios para luego señalar:
–No puedo decidirme ahora, tengo que pensarlo.
–No lo hagas mucho, porque puede que las cosas cambien –Ahora sí lo
amenazaba.
–No lo haré –Se volvió a levantar –. Sólo espérenme un poco...

El grupo le permitió retirarse. El paso lento del reportero les dio la espalda
mientras otro asunto le seguía incomodando.
–¡Aún tengo una duda! –giró dirigiéndose a todos –, ¿por qué me odian

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tanto? –Fue directo.
Se miraron entre sí como esperando que uno contestara, el vecino in-
cómodo se les adelantó:
–... Pensamos –dijo con seriedad –... que este vecindario debería compo-
nerse de cierto tipo de gente; la familia que habitaba esa casa era gente muy qu e-
rida, y cuando llegaste muchos nos pusimos nerviosos... Digamos que no nos alien-
ta vivir al lado de una persona que se gana la vida como tú, somos gente de paz... y
cuando sucedió lo del incendio simplemente ya no lo soportamos...
–¿En serio creen que fue mi culpa?, ¿acaso haría algo así para alterar sus
perfectas vidas? –preguntó con sarcasmo.

Nuevamente hubo silencio, el cual terminó coronándose con un gran ci-


nismo:
–La verdad... ¡No nos importa! –Punto final.

El indeseable visitante observó a aquel grupo de viejos decrépitos. Era ca-


paz de hacer cualquier cosa en aquel momento, pero se contuvo y prosiguió a la
salida.
–¡Tienes dos días! –fue un último grito de advertencia a sus espaldas.
La puerta se cerró de golpe y el reportero abandonó lo que una vez había
sido su “patria”, no sin antes observar de reojo lo que quedaba de su hogar . ¿Sería
la última vez que lo hiciera?

Cuando por fin estuvo solo, se sentó a analizar sus opciones. Estos tipos
tenían el sartén por el mango, y desafortunadamente, también eran una buena
elección.
Ya cerca del tiempo límite, Lázaro aceptó la propuesta. No había transcu-
rrido ni una semana desde el accidente cuando ya había perdido su hogar en defini-
tiva. El capital adquirido fue destinado a pagar sus deudas y redirigir su plan de
vida.
Un departamento de r enta modesto en el centro de la ciudad era ahora su
nuevo domicilio, de ninguna manera era similar a lo que tenía; pero había calculado
que lo podía pagar durante un buen tiempo, aunque su escenario no cambiara .
Ahora debía redirigir sus esfuerzos para volver a empezar.

Pasó un mes y luego otro...

Su postrer estado fue tornándose peor que el primero: El trabajo en su


área siguió escaseando, al punto que tuvo que desempeñar otras ocupaciones
fuera de lo que sabía hacer, en las que simplemente no duraba mucho. P oco a poco
tuvo que prescindir de algunas cosas, se le dificultaba trasladarse y su salud empe-
zaba a verse afectada. El barrio no era de lo mejor, fue víctima de dos asaltos; y
aunque no le quitaron mucho, sí se ganó algunos golpes.
El dinero que había conseguido en la venta de su casa era lo que le permi t-

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ía sobrevivir; pero no sería eterno. Abraham, –el único amigo que le quedaba –,
había desaparecido de su horizonte, y había dejado de buscarlo desde hacía tiem-
po, era como si se lo hubiera tragado la tierra; aunque el evangelista tampoco se
había preocupado mucho por localizarlo a él tampoco. Llegó a dudar de los buenos
principios de su amigo. Esther era el mismo caso, y ahora, ni siquiera con su celular
contaba, era como un hombre invisible.

Una noche, trabajando como mesero, no soportó la manera en que un


comensal se dirigió a él y provocó una trifulca. En ese mismo momento fue a parar
a la calle.
De cuántos empleos de este tipo lo habían despedido, ya no lo recordaba;
y no fue tanto el hecho en sí lo que lo hizo explotar, sólo estaba esperando esa
chispa para mandar todo al carajo. Estaba peleado con la vida, qué más daba un
empleo más o uno menos.

Lo único bueno de su departamento era un pequeño balcón que daba a la


calle. Se encontraba en el segundo piso y a veces se entr etenía ahí por mucho
tiempo; más, cuando necesitaba tranquilizarse por algún incidente como el que
acababa de pasar. El clima era benigno en esta época del año; aunque ni eso evita-
ba que se la pasara ensimismado en sus problemas tratando de combatir al mundo
entero.
Hubo un cuadro que le llamó la atención esa noche: En uno de los recolec-
tores de basura del callejón de enfrente, un par de indigentes se aproximaron a
husmear. Este se llenaba cada tarde de los desperdicios de una fonda cercana. No
fallaban, eran rellenados siempre a la misma hora; así mismo, esos dos se aperso-
naban puntualmente. Lázaro no pudo evitar observarlos. Se recargó en el barandal
y sintió cierta repulsión. ¿Cómo era posible que comieran de ahí? El reportero no
conocía su historia. Sólo eran dos desafortunados que aprovechaban una oportun i-
dad. Aquella imagen se quedó grabada en su memoria.

La primavera se llevó su buen humor, el verano sus ganas de salir adelante


y el otoño, era el colofón que le decía que se diera por vencido. Una raíz de amar-
gura crecía en su corazón; y mientras se daba de golpes contra el aguijón, no se
acordó de aquel a qui en una vez ya había llamado: “Señor”.

–¡Sr. García! –hubo un grito en la puerta, era su casero.


Lázaro lo escuchó; pero sabía que sólo podía recibir esa visita por una
razón y no era nada bueno. El sujeto insistió un par de veces más mientras su inqui-
lino aguardaba prácticamente congelado en una silla. Finalmente, un papel escrito
a mano a manera de advertencia se deslizó por debajo de la puerta.
El reportero esperó un poco y luego caminó a recoger el mensaje, sólo le
echó un vistazo. Sabía que su renta se había vencido; pero no había mucho qué
hacer al respecto. Guardó la nota con otras que tenía en un cajón.
Aquel había sido el peor año de su vida , y todo había ocurrido tan rápido.

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Son de esas veces en las que observas tu situación y te dices: “Si hubier a sabido
que iba a terminar así me hubiera preparado o hubiera hecho esto o aquello”.

“Sirve de algo vivir otro día”, tuvo ese pensamiento, pero no era suyo.

La sombra del reportero se paseaba como fantasma en la habitación, de-


jando crecer sus cabellos y descuidando su aseo personal. ¿Qué día era?, qué más
daba. Su única preocupación era atender sus necesidades más básicas, como si sólo
esperara el fatídico final; pero no, no se iría así de fácil, no sin antes desquitarse
primero. Eso era lo único que lo mantenía vivo, su deseo de venganza.

–¡... Pero no moriré antes de acabar con el responsable de todo esto!, ¡Lo
juro! –exclamó entr e un apretón de puños y dientes.

Un día de los finales del otoño, el frío que se abría paso por el cristal roto
del ventanal no lo dejaba dormir; aunque era más bien el hambre el verdadero
autor de su insomnio; se levantó entonces a ver el desperfec to. Ya no r ecordaba
cuándo y cómo había sucedido, ni siquiera el pedazo de cartón que había colocado
evitaba que la ventisca lo molestara.
La mayor parte del tiempo se la pasaba “hibernando”, eso le ayudaba a
matar el tiempo, como si dejarlo trascurrir fuera a traerle una solución. Sin emba r-
go, no había doblado su rodilla ni se había acordado de su Creador, al contrario, él
lo consideraba el responsable de todo lo que ocurría. Como cuando te enojas con
alguien y ni siquiera deseas hablarle.
El frío en los huesos lo hizo recordar la acidez en su estómago, sabía que
había comido algo, pero no recordaba cuándo. Lo que quedaba d e sus cortinas se
mecían hacia atrás dejándolo ver el exterior, junto con el contenedor de basura de
enfrente, ese que se llenaba por la fonda de la esquina.
En momentos como este, cuando tus neuronas dejan de conectarse y lo
único que hace clic en tu cuerpo es el llamado de la supervivencia, el reportero se
dejó guiar por la necesidad y sin saber cómo, ya había llegado a la calle. No sabía
qué era peor, si el frío o el hambre. Por el primero no podía hacer nada, la única
chaqueta decente que le quedaba lo cubría como podía, y era quizás la falta de
peso lo que lo hacía maximizar el malestar.
El aroma de la comida casera llenaba la calle, estimulando aún más su s u-
frimiento. Llegó a pensar en cosas terribles para provocar un cambio; pero tampo-
co tenía muchas fuerzas; en aquel punto, su ética y moral se estaba n yendo a la
basura; aunque tenía otra opción, y estaba justo enfrente de él.

El contenedor de metal estaba solitario, al igual que la vía hasta él, nadie
lo veía; avanzó con reservas y hurgó en las bolsas más grandes primero, era como
un autómata, sin razonar sus movimientos .

“No se ve tan mal”, intentó convencerse.

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Había un pedazo de pan y restos de milanesa empanizada revuelta con
otras cosas que prefiri ó no identificar. Las engulló sin detenerse para luego lamer
con prisa un envase de refresco, lo siguiente fue tomar todo lo que pudo casi con
inconsciencia, como si alguien fuera a arrebatárselo, mas seguía solo.

“¿Qué estoy haciendo?”, pensó después de un tiempo.

Sus manos estaban sucias a la luz de sus ojos, y no sólo de restos de comi-
da.
–¿Qué estoy haciendo? –r epitió con decepción mientras se dejaba caer
lentamente al suelo.
Se tomó la cabeza y ensució su cabello, qué importancia podía tener ya.
El otrora reportero de primer nivel estaba ahí, tirado y derrotado en el
suelo, alimentándose de la basura de alguien más.
–¿Por qué me pasó esto? –se dijo a sí mismo.
Su angustia superó cualquier otro sentimiento, y olvidando lo que su cuer-
po le pedía, se sentó al borde de la locura.
¿Sería posible que sus días terminaran ahí, en una calle, olvidado por todo
el mundo?
–¡Dios mío! –se acordó de Él –, ¿dónde estás ahora? –preguntó humillado
y cubriendo su rostro con las manos .
–¿Lázaro? –una voz familiar se le acercó sin que se diera cuenta .
Era como si Dios mismo le hubiera contestado; aunque, no era posible que
estuviera parado enfrente de él .
Los rayos del sol estaban a espaldas del visitante, no podía ver con claridad
su rostro, ¿quién reconocería en su actual estado al que había sido un gran repor-
tero?, ¿y quién lo podía llamar por su apelativo?
–¿Er es tú? –volvió a preguntar el extraño.
El reportero alzó su mano para cubrirse un poco el resplandor, sólo para
descubrir que su antiguo amigo estaba parado ahí, frente a él.
–¡Abraham! –exclamó aún el suelo, y aunque quiso levantarse, no pudo.
El evangelista se dio cuenta inmediatamente y extendió sus manos para
ayudarlo, se enfrascaron en un abrazo de dos hermanos sin importar sus particula-
res condiciones.
–Abraham... –dijo llorando casi en su oído, estaba lleno de tantas emocio-
nes.
–Lázaro –correspondió –... no sabes lo que me costó encontrarte –también
lloraba.
Cualquiera que hubiera pasado por la calle se hubiera preguntado qué
hacía ese hombre abrazando a aquel vagabundo, ¿estaría en problemas?, no, sim-
plemente manifestaban su sincera amistad.
–¡Perdona! –reaccionó el reportero al recordar su mal estado.
–No te preocup es mi hermano, esto se limpia –sonrió sinceramente –, al

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igual que todo lo que te ha pasado...
–¿Dónde habías estado?, te busque muchas veces...
–La verdad, es algo de lo que ni me quiero acordar... un día el Señor puso
en mi corazón el deseo de buscarte... Han pasado muchas cosas en mi vida en este
tiempo –La lengua se le trababa tratando de hilar sus ideas.
–Ni qué decir de mí... –completó el reportero.
–Te busqué en tu casa y me dijeron que ya no vivías ahí, supe entonces
que algo te había pasado...
–Y que lo digas...
Abraham lo miró con sentimientos encontrados. Estaba feliz de haber fina-
lizado su búsqueda; pero a la vez, le preocupaba mucho el cómo se encontraba su
amigo, sólo había una solución posible y tenía que proponérsela. No dejaba de
apretar su hombro.
–Sabes –dijo el evangelista –, ¿podríamos platicar en otra parte?
–Te invitaría a mi departamento –dijo mirando la ventana del segundo pi-
so –; pero no tengo nada que ofrec erte.
–Por eso no te pr eocupes, vamos a poner las cosas en orden...

El lugar estaba lleno de tristeza, el desorden y la desesperanza habitaban


cada centímetro, y su dueño, ya se había contaminado también de eso, ¿o habría
sido al revés?
–Siéntate por favor –ofreció el anfitrión mientras miraba a su alrededor, se
sentía miserable.
Abraham tomó la primera silla que encontró, mientras Lázaro hacía lo
propio en la cama.
–Como verás –dijo el reportero –, aquí vivo –abrió los brazos como inten-
tando bromear.
Un gesto casi de locura se dibujó en su rostro, encontrar a Abraham había
sido bueno; pero, su situación aún seguía igual. Empezó a reír sin control mientras
lloraba y entonces el evangelista se sentó junto a él para reconfortarlo.
–Calma hermano –dijo a su lado mientras lo abrazaba.
Pasaron algunos minutos mientras se desahogaba. No le gustaba que lo
vieran así.
–¿Por qué me pasó esto? –murmuró con la saliva que le quedaba.
En aquel momento Abraham pudo haber dicho muchas cosas, pero no era
lo más adecuado, y así lo midió; en cambio, prefirió suplir sus necesidades más
inmediatas para darle tiempo.
–... Podemos platicar de eso después –advirtió el evangelista –... pero en
este momento, preferiría que comiéramos algo. No sé tú, pero yo me muero de
hambre.
El reportero no quería admitirlo, pero él se encontraba peor.
–Te parece que traiga algo que comer mientras arreglas tus cosas.
–¿Mis cosas?
–¡Sí! –recalcó incorporándose –, ¿o prefieres seguir viviendo aquí?, te vie-

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nes hoy mismo conmigo a la casa. Tengo mucho espacio y no sería cristiano darte la
espalda ahora –justificó.
Lázaro lo miró sorprendido. ¿Qué lo obligaba a actuar así?
–¿Pero qué diría tu esposa? –intentó encontrar una excusa.
Abraham lo miró reflexivo y respiró profundamente para luego completar:
–Ya hablaremos de eso después...
El invitado caminó hacia la puerta. Había un sua ve renqueo en su pierna
derecha, el reportero lo notó, pero no dijo nada, hasta que estuvo casi afuera,
entonces le gruñó:
–¡Pero no desaparezcas esta vez!
Abraham volteó y sonrió diciendo:
–Esta vez no Lázaro, ten por seguro que volveré... prepara tus cosas –Hizo
una pausa –... y serviría también que te asearas un poco –advirtió en tono de burla.
El hombre hizo una mueca tomando a bien el comentario. La puerta se
cerró y él termino murmurando:
–...Sí, me haría bien hacerlo.

Poco después, Abraham regresó con un par de bolsas con comida rápida.
Lázaro ya esperaba sentado a la mesa.
–Espero que te gusten las hamburguesas –dijo al entrar –, era lo más a la
mano que encontré por aquí.
–En realidad ya olvidé cuándo fue la última vez que comí una –añadió.
Los dedos presurosos, pero limpios, del reportero, desenvolvieron casi con
desesperación sus alimentos hasta darle una mordida que alcanzó a rasgar el papel.
Abraham apenas se estaba acomodando, había otra cosa de la que quería hablar:
–... Me topé con el rentero aquí abajo...
Lázaro no había contemplado ese detalle. De seguro no lo dejaría irs e tan
fácil.
–Creo que me vio entrar hace rato –continuó –... y me interceptó cuando
regresé, me dijo que le debías dinero –Lo miró.
–... Sí –El hecho hizo que detuviera su engullidora avanzada –... creo que le
debo dos meses –se preocupó.
–Ya no le debes nada mi amigo –alegó rápidamente –... Come tranquilo
que pronto nos vamos.
El reportero respiró nuevamente.
–... No sé cómo te voy a pagar todo lo que estás haciendo...; pero lo voy a
hacer –aseguró con orgullo.
–Deja de pensar en eso –pidió –, no tienes idea del favor que tú me haces
a mí al acompañarme... créelo.
De principio, Lázaro no le encontró sentido a tal aseveración, no lo enten-
dió en ese momento, pero lo haría después.

Esa tarde, ya sentados en la sala de la residencia Ríos.


–... Así que vives aquí –dijo Lázaro.

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–Aquí vivo... –Estaban frente a frente.
–... Hay mucho silencio, ¿dónde está tu gente? –preguntó con inocencia.
–... Lázaro... –Desvió un poco la mirada mientras se frotaba la pierna.
–¿Pasa algo? –Intuyó una mala nueva.
–... Me gustaría empezar bien desde el principio, así que debes enterarte
de cómo están las cosas –Hizo una pausa –... Hace ya un tiempo tuve un acciden-
te... mi familia y yo –compuso –, ellos ya no están más conmigo, sino con el Señor...
Lázaro se quedó sin palabras, sin querer había sacado un tema que segu-
ramente le incomodaba a su compañero.
–Lo siento mucho, Abraham, no lo sabía –alegó.
–No te pr eocupes hermano –dijo con buen ánimo.
–Siento haberte hecho recordar eso...
–Tenía que decírtelo tarde que temprano, y me hace bien hablar de ello...
–Bueno –Era momento de cambiar de tema –, y ya que estamos aquí, ¿en
qué te podría ayudar...? ¿O pretenderás que me quede aquí sin hacer nada?
–Sabes Lázaro –Sonrió, puesto que ya tenía un plan–, tengo una librería, y
siendo tú un comunicador con experiencia, quizás te interese r elacionarte con las
letras.
–Claro, por qué no... ¿Qué quieres que haga? –No lo pensó dos veces.
–Lo veremos en su momento, en realidad hay mucho trabajo.
–No tengo cómo agradecerte todo... –se sinceró de vuelta.
–... Ya lo harás hermano, ya lo harás –señaló como advertencia.

Ya era tiempo de instalarse. El nuevo inquilino llevó sus pocas pertenen-


cias a una de las recámaras. Por la decoración supuso que había pertenecido a la
hija de Abraham. Enfrente de su habitación había otra puerta cerrada.
–Puedes quedarte con esta –señaló el padre una vez adentro –, creo que la
cama apenas se ajusta a ti, pero la otra de aquí enfrente está ocupada y es del
mismo tamaño.
–¿Está ocupada? –preguntó arriesgándose.
–Se me pasó comentarte que no er es el único huésped.
–¿Hay alguien más?
–Es Juan, mi mejor amigo.
–¿Lo ayudas igual que a mí?
–Mmm, Algo así...
–¿Te dedicas a recoger vagabundos? –preguntó como queriendo burlarse.
–El caso de Juan es... diferente, digamos que le estoy ayudando a concluir
un “proyecto” –La explicación no sonó muy convincente.
–¿Un proyecto...? –Se quedó pensativo –. ¿Y va a regresar más tarde?
–Creo que tendrás que esperar un poco para conocerlo, salió a ver a su
familia que está fuera de la ciudad. No estoy seguro de cuándo va a volver...
Lázaro se sentó sobre la cama, estaba fatigado por las circunstancias y su
cuerpo ya no le daba para más. De ninguna manera le pareció extraña la historia de
Juan, aunque había mucho más que su anfitrión no le había comentado.

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–... Descansa –Abraham lo tomó del hombro –, mañana iremos a la librería
y te mostraré cómo puedes ayudarme...

El negocio, acorde con los principios de su dueño, manejaba una temática


religiosa y llevaba por nombre: “El Pescador de Hombres”, aunque siempre ter mi-
naban refiriéndose a este solo por: “El Pescador”.
Durante los siguientes días, Lázaro aprendió lo que implicaba el arte de
vender y se fue empapando de mucha más literatura relacionada con el tipo de
vida de Abraham de la que jamás había leído; aunque la estudiaba con reservas,
puesto que aún seguía molesto con el Señor.

Ese fin de semana, la noche del sábado, después de una buena cena:
–... Los caminos del Señor son misteriosos... –dijo el evangelista cerrando
un comentario.
–¿Misteriosos? –Lázaro ya se había guardado sus sentimientos por mucho
tiempo y ahora, sintiéndose con nuevas fuerzas, los externó –: Hay cosas que to-
davía no entiendo... no compr endo la magnitud de su justicia ... –hablaba con ren-
cor.
Abraham lo escuchó con atención, de hecho, no le pareció extraño su ac-
tuar, lo había estado esperando. Ahora, al observarlo sentirse en confianza ya lo
sentía preparado para dar oídos a su explicación.
–Mi casa... mi trabajo –continuó –, ¿era necesario hacerme esto?, ¿para
qué?, ¿con qué propósito?, pensé que al aceptarlo, mi vida iba a ser mucho mejor –
confesó –... ¿O no es acaso Él soberano de todo lo que pasa?
–¿Entonces lo aceptaste por eso? –preguntó con seriedad –, ¿para ver
cómo el Señor te daba una “vida mejor”?
Lázaro se dio cuenta de lo que había dicho. Había sido sin pensar, pero, ¿lo
había dicho en serio? Buscó en los días de su cercano pasado para encontrar una
respuesta, desafortunadamente no pudo convencerse de una.
Abraham retomó entonc es el tema y redarguyó con autoridad:
–“... Y habéis ya olvidado la exhortación que como a hijos se os dirige, d i-
ciendo: Hijo mío , no menosprecies la disciplina del Señor, Ni desmayes cuando eres
reprendido por él; porque el Señor al que a ma, disciplina, y azota a todo el que
recibe por hijo. Si soportáis la disciplina, Dios os trata como a hijos; porque ¿qué
hijo es aquel a quien el padre no disciplina? Pero si se os deja sin disciplina, d e la
cual todos han sido participantes, enton ces sois bastardos, y no hijos.” –r ecitó
Abraham, y después de una pausa agregó –... Hebreos 12:5-8...
–¿Disciplina? –preguntó aún en rebeldía –... ¿o injusticia?, ¿sabe alguien
más del sufrimiento inmerecido que yo? –señaló con soberbia.
–Tú eres único Lázaro, eso es innegable, pero no creas que por ser único
también sólo tú has sufrido. Él ha puesto sobre ti sólo la carga que puedes resistir...
¿injusticia?, ¿quién dictará lo que es correcto o incorrecto?, ¿lo que es justo o i n-
justo?, ¿el padre o el hijo...?
–Pues créeme que fue tú llegada y no una “carga medida”, lo único que

- 181 -
me mantuvo a flote –lo interrumpió abruptamente.
–Las coincidencias no existen mi hermano –Hizo una pausa –, sé que ha si-
do un año difícil para ti, como lo fue para muchos que vivimos diferentes pruebas, y
otros tantos que las están padeciendo ahora –Suspiró –... todo tiene un propósito y
a los que estamos en Cristo todo nos ayuda para bien.
–¿Te parece justo que hayas perdido a tu familia? –Intentó “ganar” con un
razonamiento directo, quería que su contraparte aceptara su punto.

Abraham perdió su mirada en algún punto en el espacio delante de él . Ya


había pensado en lo que Lázaro mencionaba, y alguna vez lo consideró así; pero el
tiempo y las enseñanzas del Señor ya lo habían hecho comprenderlo.
–Sería difícil explicarte eso, aún; aunque no te niego que llegué a pensar
como tú; por lo mismo, creo que un día podrás llegar a entenderlo como lo hago yo
ahora, todo es cuestión de dejarte guiar...
Las palabras del evangelista se produjeron con gran serenidad y aplomo,
como si alguien más estuviera hablando por él . Lázaro quería seguir discutiendo,
pero su amigo parecía tan seguro de sus afirmaciones que probablemente le regr e-
saría cualquier cuestionamiento de la misma forma, así que sólo resopló inconfor-
me.
–¿Y qué fue de tu investigación? –se adelantó el anfitrión cambiando el
tema.
La consulta lo tomó por sorpresa, y como le gustaba hablar sobre su traba-
jo, se enganchó con facilidad.
–Detenida, supongo –alegó recordando que todo su material físico lo ha -
bía perdido en el incendio –... pasaron demasiadas cosas juntas que me distrajeron
y tuve que dejarla para buscar sobrevivir.
–De hecho no volví a escuchar nada... aunque debo confesarte que ta m-
bién estuve un poco fuera de combate.
–¿Fuera de combate?
Abraham sonrió un poco pensando en que tal vez no era momento de co n-
tarle esa etapa de su vida.
–Es una larga historia mi hermano...
–¿Tiene que ver con tu accidente?
–Sí –contestó secamente –, luego platicaremos de eso.
–Entiendo...
–Entonces, ¿no pudiste concluir nada?
–Me quedé a medias... además, perdí mucho de lo que tenía en el incen-
dio... aunque todavía tengo un respaldo en la nube... que podré bajar cuando recu-
pere mi contraseña...
Se comprendían mutuamente, ambos habían tenido temporadas muy tris-
tes y acompañadas además de pérdidas irreparables. Se quedaron como estatuas
un instante, hasta que Abraham concluyó:
–Me encantaría verte salir adelante con tu trabajo... –lo animó y luego se
adelantó a su recámara.

- 182 -
Lázaro todavía permaneció un poco más en la sala, hasta que decidió sa-
cudirse las migajas de la cena para imitar a su amigo.

La época prenavideña es muy especial en México, los hogares se llenan de


visitas familiares y comida, aunque aquellos dos sólo se tenían a sí mismos , y apa-
rentemente, así querían continuar.

La mañana siguiente, después de muchos años, regresó al investigador a


un lugar que ya conocía, la congregación de una iglesia. Decir que extrañaba estas
reuniones era mentir; las frecuentaba, era cierto, y a veces se emocionaba en ellas ;
pero la mente de un niño es muy difer ente a la de un adulto, y más, después de
haber padecido ciertas experiencias .
Abraham por su lado, era muy conocido en la comunidad, y saludaba a casi
todos con familiaridad. Era un grupo bastante compacto y alegre a quien Lázaro
tuvo que ir identificando con prisa. El reportero se sentía algo incómodo; pero
siguió a su mentor hasta donde este le indicó.
El templo estaba a reventar y aquel par se fue hasta el frente, justo bajo la
mirada del ministro en turno, era el lugar que el evangelista prefería. Lázaro co-
menzó a voltear a su alrededor tratando de ocupar su mente y acoplarse, si tenía
que estar ahí este y los siguientes domingos, lo mejor era acostumbrarse. Pudo
notar una constante: La gente reflejaba una gran alegría en sus ros tros.

“Seguramente no tienen problemas”, pensó.

Claro, estaban tan cerca del Señor que este les libraba de todos los males;
aunque no había sucedido así con él, ¿o cuál era la fórmula que él desconocía?
El servicio comenzó puntual, como siempre. El líder de la congregación dio
la bienvenida a los que eran de “casa” y a los que asistían por primera vez, en este
caso: Lázaro y algunos más. Después de un alegre himno de bienvenida comenza-
ron a saludarse entre sí. La muchedumbre se cruzó de un lado a otro estrechándose
las manos por lo menos, y los más allegados se abrazaban. Lázaro perdió de vista a
Abraham en un instante y se quedó cómodamente en su lugar, esperando a que el
resto tomara la iniciativa.
Sobre la gran tarima del frente, justo atrás del púlpito del pastor, un grupo
musical amenizaba el evento. Eran jóvenes en su mayoría, y la alegría con que se
manejaban era su estandarte. No ejecutaron ninguna canción conocida, no una que
se tocara en la radio y mucho menos propia de un autor de los medios; pero lo que
cantaban hacía que la congregación saltara y aplaudiera. La voz única que se expe-
lía se alzaba con gran fuerza llenando el recinto, alababan a quien los había llevado
hasta ahí, al Rey de Reyes y Señor de Señores.
¿Quién se imaginaría a dos hombres cuarentones en primera fila alzando
su voz y sus manos? Afortunadamente había una pantalla al frente en donde podía
leerse la letra de la canción, de otra manera el reportero no hubiera logrado hacer
la mímica suficiente para aparentar seguir la tonada. Abraham por su lado, lo hacía

- 183 -
con gran ímpetu. Se sabía también la lírica que hasta con los ojos cerrados seguía la
canción.
Lázaro no estaba muy concentrado, incluso desviaba su mirada al rostro
de su amigo, pues tenía curiosidad. En ese momento notó que empezó a llorar.

“Seguramente la balada le había llegado al corazón”, pensó.

La realidad era otra: Cada domingo –además de cada día– dejaba un poco
de sus lágrimas en presencia de Dios por lo que le había sucedido, deshaciéndose
cada vez, de un pedazo más grande del peso que se le había impuesto cargar, el
cual ahora colocaba en Sus manos .
Después de un tiempo de alabanza y adoración, se dieron algunos avisos
relacionados con las actividades de la iglesia y finalmente, el mensaje; que como
siempre, fue muy interesante. Lázaro se enfocó sobre todo en esto, era algo que
podía razonar mejor que el resto de la estructura del culto, definitivamente era
mucho mejor que los cantos y la danza.

Cuando hubieron terminado, Abraham se acercó a su amigo y le dijo:


–Quisiera que conocieras al pastor.
–¡Vamos! –afirmó interesado, tenía algunas preguntas para él.
Regularmente el líder del grupo terminaba rodeado a esa hora, así que les
llevó unos minutos poder obtener su atención.
–¿Cómo le va mi hermano? –apretó fuerte la mano de Lázaro en la presen-
tación –, soy el pastor Sergio Salazar.
–Encarnación García... reportero –correspondió –, aunque mis amigos me
dicen Lázaro.
–Espero me considere su amigo –sonrió amablemente.
–¡Claro que sí!
–Pastor –intervino Abraham –, no sé cómo ande de tiempo, me gustaría
invitarlo a comer para poder platicar más a gusto, aquí mi hermano tiene un testi-
monio muy interesante que contar.
El comunicador se sorprendió gratamente, pensó que todo aquello iba a
terminar en un efusivo saludo; pero si querían que hablara, hablaría.
–Pues déjeme ver hermano cómo anda la pastora –alegó el posible invita-
do refiriéndose a su esposa–, y nos vamos, nos vamos... permítanme –los dejó
solos un momento.
El reportero lo vio alejarse y entonces mur muró a Abraham.
–No me dijiste que querías que hablara con él .
–Me gustaría que lo hicieras –propuso Abraham –, te hará mucho bien
desahogarte con alguien más... aparte de mí, claro está. El pastor es una persona
muy sabia y puede darte un buen consejo.
–¿Crees que nec esito un buen consejo? –sonrió con ironía.
–Ahora es lo que más necesitas mi amigo –Había veces en que el amoroso
Abraham soltaba un varazo de autoridad que lo descontaba.

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Sergio regresó casi de inmediato sin borrar su sonrisa del rostro. Sus meji-
llas ya estaban marcadas, no sólo por el paso de los años, sino también por una
constante gesticulación gozosa.
–¡Vámonos mis hermanos! –exclamó al reencontrarlos –, mi esposa va a
hacer una visita y los muchachos se van a comer con otros jóvenes de la iglesia...
¡soy todo suyo!
El pastor era bastante expres ivo y sencillo, tenía tres hijos y esposa y daba
un gran testimonio como todo buen líder. Palmeó a aquellos dos y los siguió hasta
el automóvil, partieron.
Abraham había decidido i r a comer cabrito, alimento típico de la región, y
no exactamente el más barato; pero el evangelista se sentía bastante desprendido
aquella tarde.

–Así que es reportero mi hermano –comentó Sergio una vez que estuvi e-
ron sentados a la mesa –, ¿y qué tipos de temas transmite a la comunidad?
–En realidad, hace tiempo que dejé de hacerlo –respondió.
–¿Y por qué mi hermano? –preguntó ex trañado.
–Es una larga historia... pastor... y si no fuera por este buen hombr e –
señaló a Abraham –, quién sabe si seguiría aquí.
–Mi hermano siempre ha sido de gran corazón, lo sé; y aunque desconoz-
co los detalles, no er es el pri mero al que le tiende la mano –Hizo una pausa –, está
también mi otro hermano... Juan...
–¿El que vive en tu casa? –Lázaro se dirigió a Abraham.
El evangelista asintió con la cabeza.
–Pero dime hermano... –volvió al tema inicial –, entonc es qué clase de pe-
riodismo practicabas.
–De investigación... sobre todo los últimos años, y anteriormente fui c o-
rresponsal –Sonrió acordándose de todo lo que había hecho –... Regularmente,
todo mi trabajo lleva una alta dosis de peligro. Últimamente, y Abraham lo sabe,
me he internado en el terreno de lo sobrenatural.
–Lázaro investigaba a un grupo satanista –intervino Abraham.
–¡Vaya! –exclamó Sergio –. ¡Esos sí son terrenos peligrosos ...! Y hemos te-
nido algunas conversiones por ese lado recientemente.

El reportero hizo un gesto, eso era algo que Abraham no le había comen-
tado. Quiso entender que el pastor se refería a que gente perteneciente a estos
grupos habían aceptado a Cristo como su Salvador, al igual que lo había hecho él.

–No sabía que eso fuera posible –argumentó incrédulo.


–¿Qué mi hermano?
–Que alguien que hubiera estado involucrado en esos grupos pudiera to-
mar la decisión por el Señor.
–¡Claro que es posible! –exclamó con seguridad –, no tendría entonces ca-
so predicar lo que predicamos. La sangre del Cordero es suficiente para perdonar

- 185 -
cualquier pecado, mientras tengas vida claro está. Eclesiastés 9:4, dice: “Aún hay
esperanza para todo aquel que está entre los vivos; porque mejor es perro vivo que
león muerto ”. El Señor aborrece el pecado más no al pecador y Jesús vino al mundo
para que este fuera salvo por Él. Ama al pecador, así como Él nos amó a nosotros
primero. A fin de cuentas, todos somos pecadores...

Lázaro hizo una mueca como desaprobando la postura , para él había nive-
les de quienes podían o no arrepentirse de acuerdo a lo que habían hecho –para
él–; pero la Palabra dice otra cosa.
Ponerse a discutir con el pastor esos términos teológicos no tenía cas o,
seguramente había un versículo especial preparado para cualquier cuestionamien-
to que él tuviera. Lo mejor era dejar las cosas así, al menos por ahora.

El resto de la tarde se la pasaron hablando del trabajo del reportero. Láza-


ro no podía negar que se s entía henchido cuando hablaba sobre lo que hacía, aun-
que su último proyecto no había tenido precisamente el mejor de los finales. Ta m-
bién platicaron sobre sus pérdidas: La desaparición del Gordo, su trabajo, su casa...
–¡Sí que ha tenido una vida agitada mi hermano! –exclamó el pastor como
si enfrente tuviera a una celebridad.
–Lo sé... soy un apasionado de lo que hago y espero volver a retomarlo
pronto.
–Los caminos del Señor son misteriosos...

“Eso ya lo había escuchado, ¿vendrán de la misma escuela?”, pensó.

–Hermano –prosiguió –, no sé qué tiene preparado Dios para tu vida; pero


créeme, Él siempre nos sorprende... y estoy seguro también de que restaurará todo
lo que el Enemigo te quitó; pero el camino puede estar lleno de obstáculos, como
veo que ha sucedido contigo. Ten paciencia, ten fe, no flaquees y Él enderezará tus
veredas... a veces aprender duele, es lo mismo que en la escuela... oremos.

La voz de aquel líder no se levantó más allá de la mesa en la que estaban,


muchos podrían sentirse agredidos en tal caso; pero sí era lo suficientemente audi-
ble para los habitantes de aquel pequeño grupo. El reportero descubrió algo nuevo
mientras escuchaba las palabras sabias de Sergio. Poco a poco iba acumulando esa
información para desmenuzarla y dejarla entrar en él.

La Navidad iba a ser muy diferente en la residencia Ríos a la de otros años.


Abraham no había hecho arreglos especiales como en otras ocasiones; ahora, su
única familia era Lázaro, quien también acostumbraba pasarla solo estas fechas.
Esa Nochebuena, ya por la tarde, después de haber decidido no abrir el
negocio, el evangelista se había pasado el día en su recámara. Quizás había salud a-
do a su compañero temprano; pero después de varias horas , el reportero notó su
ausencia. No pudo evitar preguntarse qué estaría haciendo.

- 186 -
Hacía poco que había adquirido una laptop, no era la mejor del mundo;
pero le servía. Desgraciadamente, aún no recordaba el password que le daría acc e-
so a su respaldo en la nube. Sería la fecha, la rutina, o cualquier otra c osa; pero
estaba sentado ahí, frente a la pantalla , sin el más mínimo deseo de hacer nada.
Repentinamente, se acordó de su amigo y decidió investigar en su recámara.
–¿Abraham? –preguntó al tocar la puerta, la televisión estaba encendida –,
¿puedo pasar?
–Pasa –se escuchó una voz desganada.
–¿Qué estás viendo? –preguntó al entrar.
–Una película vieja.
–¿Te gustan las películas viejas? –se sentó en la cama con él.
–A vec es, si la película es buena... –Su rostro estaba pegado a la almohada
y hacía el menor esfuerzo posible por comunicarse.
–¿Te sientes mal?
–Más bien cansado.
–Hoy es Nochebuena, ¿no tienes planes? –supuso que por la fecha un cre-
yente sincero los tendría.
–No esta vez, hermano.
El reportero no nec esitó de otra explicación, sabía por qué se sentía de esa
manera y agregó:
–Es curioso... me siento igual.
–¿Qué hacías tú en estas fechas?
–Tal vez lo mismo que ahora. Muchos negocios no abren y a veces hay que
prepararse para la cena... ¿vamos a comer algo especial?
–Hasta en la congregación hoy es un tiempo muerto, todos hacen planes
con sus familias; pero, bueno... tú ya conoces mi caso. No me siento con ánimo de
nada.
Lázaro sólo hizo un gesto. Quizás nunca debió haber entrado a su cuarto a
preguntarle tales cosas; pero ya estaba ahí.
–¿Quieres quedarte solo? –preguntó con cordura.
–Quédate si quieres, la película es buena –Cambió de posición.
Los dedos del evangelista se cruzaron sobre su abdomen y en el siguiente
corte comercial abrió el cajón de su buró tomando una pequeña caja que entregó a
su amigo:
–Te conseguí esto... aprovechando que estás aquí te lo entrego de una vez.
–¿Qué es? –preguntó con sorpresa.
–Tu Navidad –indicó en tono de broma.

Lázaro se quedó pasmado, él había gastado todo lo que había podido ju n-


tar hasta el momento en su equi po de cómputo mientras su amigo le había com-
prado un regalo.

–Abraham, yo... –se quedó sin palabras.


–No digas nada mi amigo, vas a necesitarlo...

- 187 -
Mientras lo desenvolvía, vio que se trataba de un celular.
–... Y logré recuperar tu viejo número –añadió Abraham.
–¿Cómo lo lograste? –exclamó contento.
–Sólo fue cuestión de reactivarlo, hermano... –Y tenía razón.
El reportero se le quedó viendo a la caja unos segundos. No era el costo
del dispositivo lo importante, sino lo que significaba. Sintió como si todas las cosas
estuvieran volviendo a caer en su lugar. Agradeció de nueva cuenta y se sintió cul-
pable por no tener una manera de corresponderle.
–Posiblemente un día la situación será al revés –inspiró Abraham al notar-
lo incómodo –, entonces tendrás la oportunidad de regresarme el favor... hoy por
ti, mañana por mí...

El comentario fue solo para hacerlo sentir mejor, de ninguna manera espe-
raba una recompensa a cambio; sin embargo, confiaba en que su amigo, en una
situación contraria, hubiera hecho lo mismo –era muy poco realista–.

Lázaro hacía un alto en su vida, y era el momento de reencaminarla. Una


vez ya había dicho que no se iba a dar por vencido, que “ellos” no podrían ganar;
aunque hasta el momento lo estaban haciendo. Sin embargo, ya era el momento
de volver al ataque, empezaba a sentirse fuerte otra vez; y no en lo físico, sino en lo
espiritual; además, tenía una promesa que cumplir.
Poco a poco se fue introduciendo y aprendiendo más del mundo de Abr a-
ham y su corazón empezó a tener paz. Cla rificar una nueva estrategia para su tra-
bajo, sí quizás eso era lo que tenía que hacer, pero cómo.

Un día, cuando las fiestas de fin de año ya habían pasado, su nuevo celular
registró una llamada. No había podido hablar con nadie en meses y repentinamen-
te alguien que lo conocía –o al menos eso esperaba–, le estaba marcando. Debido a
que no recordaba su agenda de memoria, sólo le pareció familiar la secuencia, y
contestó con curiosidad:
–¿Bueno?
–¿Lázaro? –era una voz femenina, y sólo podía ser una persona.
–¡Esther! –exclamó con sorpresa.
–¡Por fin contestas! –reclamó con su peculiar estilo –, ¿dónde has estado?
–¿Yo? –¿Cómo se atrevía ella a decir eso? –, ¿tú dónde has estado?
–Regresé hace tiempo; pero no pude localizarte, ya no contestabas tu c e-
lular... si fue pura suerte que decidí marcarte otra vez.
–No tienes idea de todo lo que he pasado... tengo tantas cosas que decir-
te.
–... Fui a buscarte al canal y nadie sabía de ti, y tú sabes el por qué estaba
preocupada.
–Es una larga historia... –r esumió.

Se pusieron de acuerdo para verse, y aunque ya era de noche y no había

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muchos lugares abiertos a esa hora, se encontrarían en el mismo sitio donde se
habían conocido.
Lázaro tuvo que pedir otro favor a su hospedador –nuevamente–, necesi-
taba que le prestara su automóvil, a lo que este accedió gustoso al enterarse de
que su... “amiga” había aparecido.
El recorrido se hizo extenso. El hombre se comportaba como un adoles-
cente ansioso por verse con la chica que le gustaba. No podía negar que estaba
entusiasmado, no había tenido una cita en años... porque, ¿era una cita, no?

Ya en el lugar, sus ojos caminaron presuros os buscándola, el lugar no ha-


bía cambiado mucho desde la primera vez. La figura de su espalda sentada de rojo
en la barra del bar detuvieron su paso. Sonrió para sus adentros y se encaminó con
seguridad, él mismo no sabía lo diferente que se veía .
–¿Puedo sentarme señorita? –preguntó galante una vez cercano a ella.
–¡Lázaro! –lo abrazó efusivamente, él no se lo esperaba.
–No creí que me extrañaras tanto –confesó, pero le alegraba saberlo.
–¿Acaso tú no? –reclamó ella.
–¡Pero por supuesto!
–Siéntate...
El reportero acomodó su gabardina en el asiento y la acompañó.
–Cuéntame entonces, ¿qué ha sido de ti ...? –Lo miró con extrañeza para
luego comentar –: Te veo más delgado...
–Sí –La mayoría diría que es bueno bajar de peso; pero no en aquellas cir-
cunstancias –... Digamos que he sido víctima de una serie de eventos desafortuna-
dos, pero ya estoy saliendo, y a ti, ¿cómo te fue en tu viaje?
–Precisamente de eso quería hablarte...

La noche se transformó en madrugada mientras la pareja se ponía al día.


Esther sólo tenía una idea muy vaga de lo que le había pasado a Lázaro, y este no
pudo evitar que sus ojos reflejaran su pesar –una vez más–, al platicar su historia.
Por su parte, ella guardaba muchos secretos, y procuró mantenerlo así escuchando
la pasión con que su acompañante platicaba.
–... Dentro de todo –r esaltó ella –, me siento muy feliz de que hayas acep-
tado al Señor Jesucristo como tu Salvador... ahora cuentas con el mejor apoyo que
pueda existir y me dejas mucho más tranquila.
Lázaro sólo hizo una mueca, aún estaba en su proceso de comprensión.
–Pero dime tú –interrumpió su monólogo –, ¿qué andabas haciendo en...
Sudamérica? –recordó atinadamente.
–Tuve que atender algunos asuntos que dejó pendientes papá, la verdad
no es nada de importancia; pero sí muy tedioso.
–Pues tardaste bastante tiempo para considerar que no era algo de impo r-
tancia.
Ella sonrió y desvió la mirada. Era evidente que no quería hablar de eso.
Sin embargo, había algo más que sabía que sí le iba a interesar.

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–Sabes –dijo acercándose –, platiqué con algunas personas allá, fue algo
casual realmente; pero creo que puede atraerte.
–¿De qué se trata?
–¿Has pensado en publicar la información que tienes... tenemos? –
recompuso.
–¿Cómo?, ¿un libro?
–Sí...
Justo hacía poco el reportero había pensado en reinventarse o utilizar
nuevas estrategias; pero respetaba mucho su profesión para pensar en una varia n-
te así.
–No lo había pensado –Pero no sonaba nada mal la idea.
–Conozco tu experiencia, sé que serías capaz de hacerlo.
Lázaro se quedó pensati vo, un libro tenía sus ventajas, sería más compli-
cado de bloquear o desacreditar. Si hay tanta basura rodando por ahí y nadie pue-
de detener su avance viral, ¿no sería más interesante una obra que hable con la
verdad? Tal vez con el apoyo adecuado y los contactos , podría resultar, sobre todo,
porque los medios que conocía parecían haberle dado la espalda.
–Puedo considerarlo –señaló empezando a resolver nuevas ecuaciones en
su mente.
–Me gustaría que lo desarrollaras, confío en tu buen criterio.
Ella le daba mucho mérito y eso lo hacía sentirse bien nuevamente.

Se quedaron absortos viéndose. Aquel rostro angelical lo cautivaba, y más


con unas copas encima. Si algo lo había detenido antes, ahora deseaba que no
fuera así. Repentinamente, quiso dejar de hablar de temas profesionales. Tenía
mucho tiempo de no estar con alguien y la deseaba con todas sus fuerzas.
–Sabes –dijo él –, la última vez me diste un beso –recordó con picardía.
Ella sonrió, no lo podía negar.
–Es que estaba preocupada por ti; pero veo que saliste adelante, sobre to-
do en el terreno que más me preocupaba...
–¿Sólo fue por eso? –la miró intentando ser atrevido.
–Nada más –Su risita decía otra cosa.
–¿Y de aquí a dónde vamos? –insistió.
–De aquí –dijo ella levantándose –, vas a dejarme a mi casa y luego tu re-
gresas a la tuya... un par de redimidos, como lo somos nosotros, no debemos hacer
estas cosas... no todavía –mur muró esto último.

El reportero vio frustradas sus oscuras intenciones. Por lo poco que la c o-


nocía, la chica era de principios, y estaba seguro que su comportamiento era el más
adecuado, así con él como con cualquiera; aunque sus hormonas por poco logra-
ban hacer explotar su cuerpo.

Una vez en el auto, ella comentó:


–Recuerdo que tenías un Honda.

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–También lo perdí en el incendio.
–¿Y este de quién es?
–Es de Abraham, con quien te comenté que me estoy quedando.
Lázaro se sentía un poco frustrado, como el chico a quien todas le niegan
una pieza de baile. Esther, siempre intuitiva, lo notó; pero se guardó cualquier
comentario al respecto, ya prepararía algo para el final.
–Casi amanece –dijo ella mientras arrancaban.
–Sí... supongo que vives donde mismo.
–Así es; pero llévame a otra dirección por favor, es en la colonia Roma.
–No sabía que tenías otra casa –procuraba hablar sin verla, como con
frialdad.
–Es la casa de mis padres.
–Ajá...

Fue lo último que comentó el reportero, el resto del camino se limitó a r e-


cibir instrucciones, hasta que llegaron a su destino.
–¿Te pasa algo? –preguntó ella cuando se estacionaron, sabía que sí y sa -
bía por qué.
–No, sólo estoy cansado.
Ella espolvoreó un poco su cabello y sonrió hacia el frente, no quería que
su compañero tomara aquello como una burla.
–Sabes –comentó ella volteando, pero él no reaccionó –, ya habrá tiempo
para eso...
–¿Para...?

Lo sorprendió con un beso, uno mucho más apasionado que la primera


vez. Sus manos en su rostro hicieron que dejara el volante y cayeran hasta el suelo.
Esther estaba en completo control de la situación y él no estaba nada molesto con
eso. Ya había olvidado lo que un par de labios de la persona amada podían provo-
carle.
–¿Así está bien? –dijo ella retirándose un poco, su corazón también estaba
acelerado.
–No –dijo con poco aliento –... continúa.
–Es suficiente por hoy r eportero... –tomó su bolsa y abrió la puerta sin dar
lugar a más –... espero que me llames –dijo antes de cerrar.
–... Claro –su voz bajó de tono, todavía estaba estupefacto –, te prometo
que lo haré.
Ella se retiró subiendo las escaleras del pórtico de la entrada principal.
Hasta para caminarlas tenía una gracia encantadora. Volteó y se despidió entrando
al lugar. Fue hasta entonces que Lázaro reaccionó.
El sol ya había salido, y él no había considerado que Abraham seguramen-
te estaría preguntándose dónde estaba. Antes de arrancar revisó su celular, se
había quedado sin batería. Quizás su amigo le había estado marcando. En fin, no
podía hacer otra cosa más que regresar y disculparse.

- 191 -
Abraham estaba en la puerta, esperándolo. Cuando lo vio llegar, regresó al
interior sin hacer ningún ademán. El reportero pudo observar su movimiento, en-
tendió que podía estar molesto; pero ya lo único que podía hacer era entrar.
La puerta principal se quedó abierta, lo estaba esperando. Sin embargo, l e-
jos de encontrarse con un iracundo hombre, este se hallaba preparando el desayu-
no.
–¡Siéntate "brother"!, ¿quieres almorzar? –lo recibió.
Lázaro estaba dos pasos dentro de la casa y lo observaba mientras jugue-
teaba dándole vuelta a las llaves del automóvil, finalmente las colgó en su lugar.
–Sí –dijo un poco avergonzado.
–Casi termino, ven a sentarte –Su voz sonaba tan normal como siempre.
El huésped continuó hasta el comedor sin dejar de observar las reacciones
del cocinero, quien incluso había empezado a entonar una canción. Lázaro nunca
había sido muy bueno para pedir perdón, era algo que no practicaba a menudo ;
además, quizás el hecho no había trastocado tanto su día .
–¿Quieres que te ayude? –preguntó tímidamente.
–Ya tengo todo, gracias.
Se sentaron a la mesa.
–Abraham, yo...
–¿Café? –interrumpió su intento de disculpa.
–Sí...
–¿Y qué tal te fue anoche? –Le sirvió una taza.
–Pues –no pudo ocultar su alegría al recordarlo –... no puedo quejarme.
–Sólo espero que no hayas hecho nada en el coche –acomodó su silla.
–¿Qué...?, ¡no, claro que no!
–Confío en ti mi amigo... pero sírvete, se enfría esto.
–Abraham, siento...
–No digas nada Lázaro –lo volvió a interrumpir –, no te preocupes, lo últi-
mo que podría hacer es reclamarte algo a tu edad. Tamaño grandulón, ¡te imagi-
nas! Tú sabes qué haces...

El reportero sintió cómo se le quitaba un peso de encima.

–Pero sí te comento que me preocupé al no localizarte. Estos episodios


siempre tuve miedo de experimentarlos con Juan.
–¿Con Juan?, ¿tu otro huésped?
–Sí...
Ahora entendía menos.
–Tú como él, siempre estarán en el “borde”, sólo siguen aquí porque el
Señor así lo ha permitido... y aunque aparentemente las cosas se han tranquilizado,
siempre existirá el riesgo de que un día, simplemente ya no los encuentren.

Lázaro entendió perfectamente la preocupación de su amigo, Francisco


era el mejor ejemplo de ello; pero, ¿qué r elación tenía en todo esto Juan?

- 192 -
–Perdona si hice que te preocuparas; pero, ¿qué tiene que ver Juan en to-
do esto?
Abraham se hizo un poco para atrás en su asiento. Quizás había sido la ma-
la noche, quizás la confianza que ya tenía en Lázaro, no lo sabía, el caso es que ya
había revelado algo que debió callar.
El reportero miró directamente a su hospedador, ahora sabía que algo le
había ocultado y quería saber qué era.

–Lázaro –dijo con seriedad mientras se tallaba los ojos, tal vez estaba pen-
sando cómo decir lo que iba a decir –. Juan perteneció a una secta, como aquella a
la que has investigado, ahora lo tienen amenazado; de la misma manera que cree-
mos que lo estás tú.

–¿Por qué no me lo habías dicho? –reclamó en voz alta.


–Existen dos razones –explicó con tranquilidad –: La primera y la más i m-
portante: No me corresponde a mí juzgar quién debe conocer su pasado y quién
no, es algo que sólo le compete a él, desafortunadamente, y por lo que acaba de
ocurrir, ya te lo he mencionado; y la segunda: Los tiempos no correspondían para
que volvieras a preocuparte por un tema semejante, apenas estás saliendo de tu
problema y no lo consideraba adecuado...
–¡Gracias por decidir por mí! –Se levantó molesto y continuó por el pasillo
hasta cerrar de golpe la puerta de su recámara.

Abraham lamentó su actitud. Sabía que tarde o temprano sus inquilinos


tendrían que conocerse, y era lógico esperar una reacción así. Lo que aún no com-
prendía era por qué Dios había permitido que los dos estuvieran juntos en su casa ;
pero así se lo había indicado y pronto sería así –tal vez lo había interpretado mal –.
Seguramente había un propósito para todo esto; pero aún lo desconocía.

Regresar a hablar con su amigo no era lo más conveniente, no ahora por lo


menos. Ya había decidido no ir a trabajar; pero ante las circunstancias, lo mejor era
dejarlo solo durante un rato; así que, con las fuerzas que le quedaban, tomó las
llaves y fue trabajar al “Pescador”.
El reportero no podía entender las razones para haber callado algo tan i m-
portante, y seguramente había más, algo que todavía no le había dicho.

“Cómo pude estar aquí tanto tiempo sin siquiera enterarme de nada”,
pensó.

Si Juan, había pertenecido a una secta, e ignoraba cuántas podía haber en


la ciudad o en el país, seguramente era alguien que le podía dar la tan importante
pista que andaba buscando. Ahora , con la propuesta de Esther, y tratando de r e-
tomar la investigación, una entrevista con este sujeto podía tener un gran valor
periodístico; pero, ¿para qué esperar?, si Abraham no había querido comentarle

- 193 -
nada, lo mejor era averiguarlo por él mismo.
Lo había escuchado salir, sabía que l o había hecho, se había llevado el co-
che y ahora estaba solo en la casa. El cuarto de Juan estaba enfrente, sólo era cues-
tión de cruzar el ancho del pasillo y descubrir lo que aquella habitación tenía para
él. ¿Qué había que perder?
Empezó a caminar sigiloso, sólo por precaución. Gritó una y dos veces sin
recibir respuesta. Ahora sólo tenía que abrir la puerta, la cual cedió al primer inten-
to. Su confiado anfitrión no había tenido la precaución de cerrarla, lo que lo hizo
pensar que posiblemente no tenía na da que ocultar. Al menos él hubiera tenido
esa precaución si hubiera estado en su lugar.
La recámara quedó al descubierto con un pequeño rechinido. La luz estaba
apagada y el sol por la ventana no alcanzaba a iluminarla a esa hora. Husmeó por
un lado y por otro. Sí había algo de ropa y pocas pertenencias personales del tal
Juan, y había muchas otras arrinconadas dentro del closet, seguramente eran del
pequeño de Abraham.
A simple vista no había nada tampoco en los cajones; aunque a ciencia
cierta, tampoco sabía qué podía encontrar que le fuera de interés. Volteó entonc es
a una repisa, la más alejada de su posición actual. Había algunos retratos, tres para
ser precisos. Caminó hasta ellos y vio de reojo los primeros dos, pero fue el último
el que captó su atención, y lo levantó con su mano. Había dos personas en él, uno
era Abraham, pero el otro... al otro no lo ubicó en primera instancia. La fotografía
había sido tomada en alguna reunión de la iglesia. Siguió observando, hasta que
percibió cierta familiaridad con sus recuerdos. Había algo en ese otro sujeto, algo
familiar, algo que encajaba con aquella mirada penetrante que juró que nunca
olvidaría. Ahora sabía quién vivía enfrente, era la maldad misma personificada.
Sintió en aquel momento cómo cortaba su alma en dos, aún con sólo observarlo en
una imagen plasmada en una débil superficie.

- 194 -
VIII

El descubrimiento hizo recorrer un escalofrío por todo su cuerpo. No que-


ría siquiera imaginar en cómo había ocurrido aquello, ¿acaso el destino lo premiaba
ahora por tanto tiempo de sufrimiento? En realidad no importaba, estaba seguro
de que de hoy en adelante el viento soplaría a su favor. La sombra que persiguió
durante más de un año estaba ahí, a sólo el ancho de un pasillo de distancia. Había
descubierto por fin, quién era y dónde se escondía.
Desafortunadamente, también, era como si el otro lo hubiera hecho; y no
porque aquella imagen tuviera vida, sino porque un día regresaría y no podría evi-
tar toparse con él . Durante mucho tiempo en su cercano pasado había tenido que
enfocarse en sobrevivir; pero había una parte de él que conservaba vivo el recuer-
do y la idea de vengarse –Eso también lo había ayudado a mantenerse vivo–.
El viejo Lázaro resurgió en un instante mezclando ira y temor, se volvió i n-
teriormente como un animal acorralado buscando escapar. Deseaba con todas sus
fuerzas que su enemigo estuviera enfrente de él. No podía esperar a que eso suc e-
diera; pero tenía que ser astuto.
La sangre en su cabeza lo obligó a sentarse en la cama sin soltar lo que tra-
ía entre las manos, y agradeciendo su “suerte”, pensó: ¿Cómo era posible que el
sujeto a quien había estado buscando por tanto tiempo viviera justo en la habita-
ción de enfrente?, ¿y qué tenía que ver Abraham con todo esto?, ¿sería él también
parte de una compleja conspiración en su contra?; y si acaso, todo hubiera sido una
improbable coincidencia, ¿por qué no le había hablado de Juan desde el principio?
Esto menguó la confianza que tenía en el evangelista. ¿Cuál debía ser ahora su
próximo paso?

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“.. Mantén un perfil bajo... no menciones siquiera que ya sabes quién es
Juan”, meditó con frialdad.

Las circunstancias podían incriminar a su amigo; pero él se negaba a creer-


lo. Dejar la habitación sin cuidado alguno para que su merodeo descubriera el se-
creto, no era para nada, inteligente; no al menos para alguien que buscara ocultar
algo. Optó por otra teoría: Juan tenía un plan, e involucraba de alguna manera a
Abraham –sin que él lo supiera–; quizás se estaba escondiendo, o quizás se trataba
de algo peor, gente como el sujeto menudo no podía ser confiable. De cualquier
manera, tener a alguien como este en medio de ellos implicaba peligro, peligro
para Abraham, peligro para él, peligro para todo aquel que estuviera cerca. Había
que ponerle un alto. Y trataba de convencerse de que él era el instrumento perfec-
to de Dios para hacerlo.

El tiempo con Abraham había cambiado sus malas circunstancias, y junto


con esta comodidad, había resucitado su parte oscura, esa que podía ser buena, si
era bien encaminada; pero que también era capaz de un arrojo desmedido e in-
consciente.
El hallazgo había renovado sus fuerzas –para mal–, las cuales eran guiadas
más por un escondido deseo de venganza que por una razonable sed de justicia.
Las memorias que tímidamente había bloqueado en su mente, se abrieron paso
hasta poseerlo. Lo poco o mucho que había asimilado en su estancia con el evange-
lista fue guardado en el baúl de los recuerdos. Entonces tomó una decisión: Fr a-
guaría un objetivo; todavía no sabía el cómo, pero lo llevaría a cabo, tenía qué
hacerlo. La cautela debía ser su sello; pero definitivamente, ante la gran oportuni-
dad, buscaría sacar provecho y conseguir sus egoístas pretensiones.
Podía elegir también, y lo sabía: Entregar a aquel tipo, sólo era cues tión de
localizar a Guardiola; pero, en qué ter minaría aquello, sólo tenía un video no muy
claro de la famosa reunión –y faltaba recuperarlo–. ¿Qué poder tenía eso en medio
de un sistema legal corrupto? Él único que conocía la verdad era él y no tenía ma-
nera de probarlo. Abraham ya le había expresado que Juan era su “mejor amigo”,
entonces no contaría tampoco con su testimonio para hundirlo. Estaba en una
encrucijada; sin embargo, de ninguna manera permitiría que la “justicia” del hom-
bre siguiera quedando sin efecto.
Su cuerpo sintió incendiarse dejando de nueva cuenta libre al soldado de
la información, Lázaro estaba de vuelta –eso lo hacía sentir fenomenal –. Empero,
en esta ocasión, estaba en terrenos muy diferentes a los que acostumbraba; ten-
dría que convertirse en un astuto manipula dor, incluso, tendría que serlo con el
único amigo que le quedaba .

Empezó a escribir en un archivo electrónico lo que tenía qué hacer . Este


asunto complicaba los preparativos que ya ha bía hecho para retomar su carrera.
Había pensado seriamente en la propuesta de Esther, aunque tenía varias cosas
que lograr antes, como recuperar su contraseña.

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Cómo lograría embonar sus sombríos planes con su proyecto, eso era algo
que todavía no sabía, estaba esperando una... repentina iluminación, de esas que
había sufrido tantas veces en el pasado. Trabajar en lo suyo le daría alguna idea,
estaba seguro que así sería. De tal forma que se empeñó vehementemente durante
una hora hasta que el bloqueo en su mente cedió. Sonrió frente a la pantalla de su
computadora al contemplar de nuevo sus documentos.

Esa tarde, Abraham regr eso más temprano de lo habitual. Al igual que
Lázaro, tampoco había dormido mucho; pero no era el cansancio lo que lo hizo
volver, sino el deseo de platicar con su invitado.
–¿... Todo bien en el frente? –preguntó desde la entrada de la recámara.
Lázaro lo observó un momento con seriedad, estaba en la computadora.
Lo invitó a pasar.
–Sí... ¿y cómo está todo en “El Pescador”? –le siguió el juego evadiendo el
tema que tenían que tratar.
–Bien, creo que hoy no me nec esitarán más –Se sentó en la cama –... ¿y
qué haces?
–Continuando con mi trabajo –dijo secamente –, he recuperado mi infor-
mación.
–¡Eso es fantástico! –exclamó el evangelista.
–Aunque no sé si eso le moleste a tu amigo... –comentó con veneno.
–¿Por qué habría de molestarle? –preguntó con cierto dejo de inocencia.
El reportero dejó de teclear abruptamente y giró su asiento para ver de
frente a Abraham.
–Porque voy a destapar la cloaca que significa su organización... ¿qué no lo
sabías?
El hombre bajó sus ojos como sintiéndose culpable mientras el comunica-
dor esperaba algún tipo de disculpa, luego comentó:
–Si te refieres a que si sabía en qué... estuvo... metido, sí, sí lo sabía.
–¡En que está! –aclaró –... Eso no es gripe, no se quita de un día a otro.
–Lázaro –gimió –, Juan hace tiempo que se apartó... y estoy seguro que
entenderá lo que haces, quizás hasta te ayude...
El reportero sólo suspiró y le volvió a dar la espalda.
–¿Y por qué no me habías dicho nada? –volvió al ataque –, como si te es-
tuvieras haciendo de un delito.
–No puedo negar –admitió –, que ese fue mi gran error... lo que consideré
o no que debía hacer ya no lo puedo cambiar –se excusó –. Debí decírtelo desde un
principio, más, bajo las circunstancias en que están los dos aquí.
–Eso es un hecho –machacó.
–Perdóname her mano –Su facilidad para disculparse desarmaba .
El reportero esperó unos segundos como si meditara, sus dedos se movían
mientras sobre el teclado, luego contestó:
–No te pr eocupes, Abraham, no hay problema –seguía con su plan –... creo
que no empezamos bien el día, ¿eh? –Sonrió mirándolo como si nada hubiera ocu-

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rrido.
–Creo que no –se alegró al creer que se sentía mejor.
–¿Aunque me gustaría saber si hay algo más acerca de él que deba saber?
–Tiraba el anzuelo.
–¿Algo?, ¿cómo qué?
–Detalles de lo que hacía, actividades, cómo supuestamente se salió de
todo eso –Hizo una pausa para recalcar –... ¿Sabes quién es realmente al que tienes
como huésped?, ¿de veras lo sabes?
Abraham volvió a bajar la vista con algo de tristeza , lo que Lázaro le pedía
no le correspondía a él comunicárselo.
–Cuando alguien como Juan –explicó –, llega arrepentido. No nos interesa
tanto lo que haya hecho, sino cómo salvarlo. “Las cosas viejas pasa ron, he aquí
todas son hechas nuevas” –parafraseó –. No nos toca a nosotros juzgar sus accio-
nes, eso sólo le compete a Él. Quien así mismo lo puso a mi cuidado para guiarlo...
Tampoco me corresponde a mí decirte lo que hizo, aunque estuviera enterado de
todo...
Lázaro se talló los ojos sin poder creer lo que escuchaba. Tenía ganas de
discutir y quería expresar su malestar por las creencias de su amigo; pero se contu-
vo, necesitaba ser frío, era imperante no levantar sospechas. Tenía un objetivo y
apenas empezaba a gestar el cómo, una mala reacción lo podía poner en evidencia.
–Entiendo –dijo el reportero mintiendo, lo que desarmó a Abraham –, ¿y
crees que Juan estaría dispuesto a platicar conmigo de sus experiencias ...? Habién-
dose arrepentido, sería interesante que platicara su historia... ¿no te parece?
El evangelista hizo un gesto afirmativo y se cruzó de brazos. Su amigo tenía
razón –además de que le fascinaba la idea por ellos dos–; pero era una propuesta
que sólo Juan podía responder.

Quedando claro el punto y estando en aparente paz, platicaron un rato


más. Lázaro convenció con su actuación, mientras Abraham se sintió mucho mejor
al ver que todo ter minaba bien, ahora creía entender por qué Dios había permitido
que aquellos dos estuvieran juntos –estaba equivocado–.

Esa noche en particular fue muy estresante. A pesar de no haber dormido


en todo el día, los ojos del reportero seguían abiertos. Estaba acostado mirando el
techo en aquella cama en la que apenas cabía. Hacía tiempo que había os curecido y
realmente deseaba dormir; pero todo lo que le daba vueltas en la cabeza lo traía de
un lado a otro sin dejarlo descansar. Se sentó sobre el colchón meciéndose los
cabellos cuando se dio cuenta de que no lo lograría . Ya había olvidado la última vez
que había tenido insomnio. Se paró y caminó por el cuarto dos o tres minutos,
luego, por mera inercia, salió y se paró unos segundos afuera de s u recámara mi-
rando con cierto rencor la puerta de enfrente, siguió adelante y se comió el pasillo
hasta la cocina, donde un vaso con agua le acompañó. No le apetecía nada ni tenía
sed, simplemente buscaba hacer algo.
Cada instante transcurrido agregaba una partícula de arena más a su i m-

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paciencia. Ya estaba ahí, ansioso frente a la mejor oportunidad que se le hubiera
podido presentar, desperdiciarla, de ningún modo.
Las imágenes del Gordo llegaban como flashazos entre muchas otras cosas
impulsándolo como una falsa voz de ataque. A veces se veía en el cementerio, a
veces estaba frente a su cuerpo inerte. No sabía cómo, pero ese cuadro lo record a-
ba como si hubiera estado enfrente de él el día que lo asesinaron, y ni siquiera
había tenido oportunidad de acercarse. Había hecho un juramento, una palabra
solemne a su hermano frente a su lápida; y aunque lo había abandonado un poco,
ya no sería más así. El factor sorpresa estaba de su lado, Abraham confiaba en él;
Juan, su objetivo, no sabía de s u presencia, o al menos eso creía; cualquier acción
que fuera a tomar la tendría que realizar solo; pero, ¿y qué con el evangelista?,
¿cómo lo iba a manejar?, ¿y si intentaba intervenir? Todavía no tenía un plan con-
creto; aunque tenía muy claro hasta dónde iba a llegar, sólo que no contaba con los
medios; además, el tipo podía reconocerlo, si había asesinado al Gordo y luego
intentado destruirlo, seguramente sabía quién era. Tenía que actuar de alguna
manera en que pudiera acercarse sin antes ser visto, per o... cómo. Eso era lo más
delicado, cómo hacerse invisible. De nada serviría hacer justicia por su propia mano
si lo consideraban responsable después. El peor escenario era suponer que Juan lo
reconocería de inmediato, pero era el más probable. De ser de otra manera, ten-
dría más amplitud de campo, aunque desechaba por defecto esta opción.
Su trance fue interrumpido por un murmullo que se escuchó hasta su habi-
tación, era un sollozo, y sólo podía tratarse de Abraham. Era extraño escucharlo en
ese tono. En todo el tiempo que llevaba ahí nunca había sucedido una situación
semejante. ¿Qué estaría pasando?

Abandonó su cavilar para avanzar sigilosamente hasta la recámara de su


amigo. Nunca lo había hecho de esa forma, se sintió un poco como invasor de su
privacidad; pero como todo buen reportero, también era curioso, así que se quedó
a escuchar tras la puerta.
El evangelista clamaba fuerte, pero no muy claro, porque su voz se que-
braba en medio del llanto. Hablaba con alguien, pero no escuchaba una respuesta;
así que supuso que hablaba con Dios. No se hubiera preocupado de no ser por lo
descontrolado de su oración, fue entonces que no r esistió más y tocó a la puerta:
–¿Abraham? –No le contestó –... ¿Todo está bien? –Sabía que no.
Un par de segundos después, el hombre respondió:
–Pasa...
Sin pensarlo dos veces, el reportero entró, lo encontró de rodillas en el
suelo y dándole la espalda a la entrada.
–Perdona –dijo el intruso confirmando que había interrumpido su plegaria.
–No te pr eocupes –apuntó volteando un poco la cara –... pero entra, que
ya he ter minado...
El reportero obedeció.
–Creí que algo te sucedía –dijo excusándose.
–A veces es así... –Seguía dándole la espalda, había llorado mucho.

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–¿Te puedo ayudar?
–Si te quedas un rato, quizás...
–Soy todo oídos –Se sentó en la cama.
Abraham se incorporó y tomó una silla para quedar de frente, inmediata-
mente pr eguntó:
–¿...Has experimentado una pérdida tan grande que sientas que ya no
puedes salir adelante?
El reportero lo pensó un momento, sabía lo que el hombre que tenía en-
frente había sufrido, y ante eso, lo que más se le acercaba, era la muerte de sus
padres y del Gordo, a quien consideraba su hermano.
–Sé –respondió –, que no puedo equipararlo a lo ocurrido con tu familia;
pero, cuando tenía ocho años perdí a mis padres, y recientemente a mi mejor ami-
go, Francisco.
–Supongo, que siendo apenas un niño, eso te pesó mucho.
–Las cosas se ven diferentes a esa edad –perdió un poco su mirada recor-
dando –, uno no puede entender el por qué... Mis padres eran cristianos y me es-
taban inculcando el amor hacia el Señor... que es lo que ahora aprendo contigo –
Sonrió –; sin embargo, y aún ahora –Descubrió eso –, creo que sigo echándole en
cara que se los haya llevado...
Abraham lo miró como lo haría un padre, sabía a qué se refería, ya había
enfrentado situaciones similares en el pasado.
–Y empezaste a ver a Dios de otra forma –intuyó su mentor.
–Sí...; aunque debo aceptar también que aprendí a hacerme más fuerte, y
terminé saliendo adelante...
El reportero comenzó a lagrimear, ¿qué tenía esa habitación y ese mo-
mento que le estaba provocando tal reacción?, aquel hombre lo había llevado de la
nada a uno de los recuerdos más tristes de su vida. Se sentía repentinamente sen-
sible.
–¿Estuviste enojado? –interrogó Abraham.
–Mucho tiempo –Le rehuía la mirada.
–¿Lo sigues ahora?
–Sí... –confesó dándose cuenta, no lo había meditado antes .
–Eso que sientes... necesitas soltarlo mi hermano...
–Es muy difícil –Los recuerdo lo atormentaron.
–Lo sé mi hermano, lo sé –hablaba con conocimiento de causa. Se levantó
y se sentó junto a él, abrazándolo –... Señor, permite que mi hermano libere ese
rencor que tiene contra ti... y hazlo comprender el propósito... –oró por un tiempo,
hasta que sintió que Lázaro mejoró.

Abraham paseó después un poco por la recámara, hasta que el reportero,


enjugando sus lágrimas, le preguntó:
–¿Cómo puedes vivir tú con eso...? Yo no tengo hijos, ni esposa, sólo pu e-
do imaginarme tu situación... y no debe ser nada fácil...
–No es sencillo –aceptó –, debes dejar que Él te quite ese peso, es un día a

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día... yo solo no hubiera podido, menos, cuando recuerdo la manera en que se
fueron...
–¿Y cómo sucedió? –preguntó con indiscreción.
Abraham lo miró, y conociendo cómo era su compañero, sólo atinó a decir
una verdad a medias:
–... Repentinamente mi amigo, repentinamente...

El reportero encontró nuevamente la espalda del abrumado hombre. Si al-


guna vez había tenido dudas de él se disiparon en aquel momento. Su instinto le
decía que su amigo era bueno. ¿Quién en estos tiempos ejerce la profesión de
“buen samaritano” de tal forma? El no podía estar de acuerdo con Juan ni con
ningún plan maquinado por este, seguramente lo había engañando, como a mu-
chos otros en el camino.

“¿Cómo podré hacerlo a un lado llegado el momento?”, pensó Lázaro pre-


ocupado, luego prosiguió:

–¿Eso hacías cuando entré?, ¿dejabas tus cargas en Él?


–Sí...
–Me gustaría poder hacer eso.
–No es tan complicado, hermano –Se acercó –, es lo mismo que cuando
oras, sólo sé sincero y cuéntale al Señor tu problema, pídele que Él lleve ese peso,
así como lo dice su Palabra: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y ca rgados,
y yo os haré descansar”...; además, yo estaría orando por ti...
Lázaro sólo atino a hacer un gesto aprobatorio y aceptó todo el afecto que
su amigo tenía para dar.
–Voy a intentarlo...
–¿Por qué no ahora?, yo te apoyaría –La ocasión era oportuna.
–... Está bien... –no lo dijo muy convencido, todavía había algo que no
quería soltar.
Se arrodillaron juntos, ahí mismo; y aunque era más bien Abraham el que
hablaba, levantaron juntos su voz. Sólo Dios sabía lo que experimentaba el corazón
del reportero, sólo Él, podía medir la sinceridad de su petición y sólo Él , podía arre-
glar las cosas; pero el hombre tenía que querer que así fuera.
–... Gracias –dijo Lázaro cuando terminaron.
–Ahora hazlo tú por mí... –le indicó con seguridad.
–¡¿Qué?! –exclamó incrédulo.
–¿Hay alguien más que lo haga?
–Yo no sabría qué decir –alegó.
–Dios te ayudará a encontrar las palabras correctas, sólo déjate guiar...
Sin más remedio, Lázaro colocó su mano sobre la espalda de su amigo,
nunca había hecho algo semejante; aunque ya bastantes ejemplos había visto.
Aquel ejercicio era bueno para fortalecer su espíritu, así que como pudo, devolvió
el favor.

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–... Gracias –correspondió Abraham levantándose –... sabes –dijo con tris-
teza–, no puedo negar que los extraño, sucedió hace meses; pero, aunque ahora es
menor el dolor, todavía sigue ahí.
–... No puedo comparar lo tuyo con lo de Francisco, pero me gustaría con-
tarte algo más...
–Dime.
–Él era prácticamente mi hermano... en los tiempos que perdí a mis padres
estuve mucho tiempo solo, hasta que lo conocí a él. También era hijo único y su
madre fue como la mía durante esos años... y no te imaginas cuántas cosas hicimos
juntos –Rio perdiendo la mirada.
–... No me imagino qué podrían hacer un par de adolescentes traviesos –
agregó con ironía acompañando el comentario con una sonora carcajada.

El ambiente cambió bastante después de eso. Ninguno de los dos quería


seguir llorando.
–¿Abraham? –preguntó con seriedad, quería medirlo –, me dijiste que
Juan era tu mejor amigo...
–Así es.
–¿Qué soy yo entonces?
El evangelista lo pensó un momento y contestó:
–¿Mi segundo mejor amigo? –Sonrió.
El reportero no pudo evitar hacerlo también, y luego agregó:
–¿Y hasta dónde estás dispuesto a ayudar a tus amigos?
–Una vez Jesús les dijo a sus discípulos –Hizo una pausa para darle énfasis
–: “Ahora son mis amigos, ya no son más siervos, porque el siervo no sabe lo que
hace su señor; pero ustedes ya saben todo lo que me co municó mi Padre ” –
parafraseó –... y terminó dando la vida por ellos ... De la misma manera, yo debo
estar dispuesto a hacer cualquier cosa por mis amigos.

El reportero lo miro entrecerrando los ojos como con cierta incredulidad,


la afirmación se escuchó bastante épica para ser cierta . Rieron mucho después de
eso.

Esa mañana, ya se les había hecho tarde para abrir el negocio y corrían de
un lado para otro procurando minimizar su tiempo de salida. Ya un día de descanso
había sido suficiente. Estaban en la cocina cuando el celular de Abraham los inte-
rrumpió.

–¡Juan! –exclamó gustoso.

La sorpresa alertó a Lázaro quien estuvo atento en todo momento a la


conversación. El famoso inquilino tenía planes de retornar al día siguiente, situa-
ción que no le era favorable, ya que no tenía aún una mediana estrategia para
enfrentarlo.

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Abraham no pudo quitarse el gesto de gozo de su rostro, estaba feliz de
escucharlo después de tanto tiempo.
–Supongo que es el mismo Juan que imagino –comentó Lázaro con ironía.
–Sí, llega mañana, ya muy noche, tal vez tenga que ir a recogerlo a la cen-
tral de autobuses.
–Parece que pronto nos conoceremos –intentaba ser cordial, aunque la
angustia lo estaba consumiendo.

El camino a la librería fue silencioso, más por el ensimismamiento del p a-


sajero que por otra cosa. Así permaneció hasta que llegaron al negocio.
–¡A trabajar! –expresó Abraham al llegar colgando su saco –... no creas
que no te voy a descontar el día de ayer –se dirigió a Lázaro como bromeando,
pero hablaba en serio.
El reportero sólo asintió con la cabeza sin oponer mayor resistencia, lo que
llamó la atención de su patrón.
–¿Te sientes bien? –preguntó detectando ese inusual sometimiento.
–Sí –dijo sin mayor ánimo.
–¿En serio?
–Claro... –lo palmeó en la espalda y se dispuso a iniciar sus labores.

“¿Qué voy a hacer ahora?”, se comía las uñas con inquietud, “Juan no
puede verme, ¡tengo que pensar en algo!”

Estaba en esto cuando su celular le advirtió que se quedaba sin energía.


–¿No lo recargué? –mur muró observándolo, lo había olvidado nuevamen-
te.
Después de todo el alboroto de anoche era de esperarse.
Y como siempre sucede en situaciones como esta, una llamada “oportu-
na“, intentó localizarlo. Se apresuró a contestar al identificar el número.
–¿Esther? –habló con cierta reserva.
–Sí, soy yo –se oía un poco molesta –, ¿por qué no me has hablado? –
preguntó sin dar tiempo a más.
El cuestionamiento lo tomó por sorpresa, lo que menos había hecho re-
cientemente –la verdad–, era pensar en ella. Tampoco consideraba que el hecho
fuera para tanto, ¿era eso lo que la tenía así?
–Perdona –r ecordó que se lo había prometido, aunque no pensó hacerlo
tan rápido y no tenía ánimos de pelear tampoco –, tuve algunos contratiempos y...
–la llamada se cortó –. ¡Maldición!
El reportero buscó rápidamente cómo regresá rsela, si antes estaba enoja-
da, tal vez se pondría furiosa pensando que le había colgado.
–¡Abraham! –le gritó pidiendo auxilio –, ¿me prestas tu celular?, es Esther
y se me ter minó la pila.
–Claro hermano, tómalo.
Trató de recordar la secuencia, la acababa de ver en la pantalla, y no podía

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permitirse no recordar un número tan importante. Escuchó sonar el timbre del otro
lado.
–¿Lázaro? –preguntó extrañada –, ¿qué pasó?
–Perdona –Otra vez –, me quedé sin batería y se me cortó la llamada...
–Me decías... –quería escuchar todo de nuevo.
–Ah sí... –r ecapituló –, disculpa que no te haya llamado, la verdad, se me
atravesaron unos contratiempos; pero estuve meditando en lo que me comentaste
del libro... –intuyó lo que quería decirle.
–Por eso precisamente te llamo... bueno, tengo que pedirte un favor tam-
bién: Voy a salir de nueva cuenta de viaje y me gustaría que me llevaras al aer o-
puerto el sábado temprano; pero quisiera cerrar esto antes de irme...
–¿A qué te r efieres? –todavía estaba distraído.
–... A tu respuesta afirmativa.

El reportero empezó a tartamudear de gusto. No imaginaba que ya hubie-


ra una propuesta en firme, y con el nuevo estatus de la presencia de Juan en casa,
esta oportunidad podía caerle como anillo al dedo. Empezó a atar algunos cabos en
su mente de los cuales surgieron varias vertientes, todas tenían sus inconvenientes
y terminaban en un probable fracaso; pero, qué podía hacer, sólo dejar que la his-
toria se desarrollara, y, en dado momento, si no lograba cuadrar el balance, hacer-
se a un lado y refugiarse en ella, quien se convertiría en su mejor salida.
–Esther ... –dijo –, claro que me interesa; pero, ¿podemos comentar los de-
talles? –Su interés era ver cómo lo acomodaba a su plan –... Dedicarme a desarro-
llar un libro seguramente ocupa rá todo mi tiempo, ¿de qué viviré mientras?;
además de que no tengo experiencia.
–Eso ya lo tenía contemplado –señaló como si tuviera todo bajo control –,
si prefieres, vamos a comer y te explico.
–¡Fenómeno! –estaba muy entusiasmado –, ¿puedo invitar a Abraham?,
me gustaría que lo conocieras.
–Hazlo, sería buena idea...

En ese instante, llevado por el calor del momento, el reportero quiso com-
partir su fortuna con su amigo. No era la mejor idea involucrarlo en la entrevista,
no con lo que tenía pensado hacer; pero no lo consideró bien en su momento,
simplemente se dejó llevar. Ya era muy tarde para cuando lo analizó fríamente.

Más tarde, en el lugar de la reunión.


–Esther, te presento a Abraham... –dijo Lázaro al encontrarse.
Ella estaba enterada de la historia, y también estaba agradecida con el
evangelista por su intervención. No se lo había comentado al reportero, pero tenía
curiosidad por encontrarse con quien lo había rescatado.
–No existen las coincidencias –resaltó ella con referencia a su afortunado
encuentro –, todo sucede por algo... y... aquí estamos...
–Completamente de acuerdo hermana –afirmó su nuevo amigo.

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Esther y Lázaro se sentaron muy c erca uno del otro, y no podían ocultar
sus miradas del que les hacía mal tercio, quien también llegó a sentirse un poco
incómodo; pero bueno, ya estaba ahí.
–Me da gusto conocerte Esther –dijo Abraham como lo diría un padre –...
Lázaro me ha hablado mucho de ti, y cuando me contó que iba a verte y quería que
lo acompañara, inmediatamente le dije que s í...
–Espero que haya dicho cosas buenas –dijo ella con su acostumbrado buen
humor.
–Por supuesto.
Los hizo reír a ambos, y además provocó que Abraham levantara el pulgar
de la victoria como señal aprobatoria, cosa que Lázaro entendió perfectamente.
–Bueno, muchachos –continuó –, mi hermano me contó muy someramen-
te de lo que se trataba esto, aparte de conocerte –Miró a Esther –, creo que tienen
un asunto de interés entre ustedes...
–... Es básicamente un proyecto profesional –intervino ella –, algo que
quiero que Lázaro desarrolle.
–¡Eso es grandioso hermano! –exclamó contentó, aunque no entendía del
todo.
–Es una apuesta –dijo Lázaro tratando de minimizar el hecho –... y confia-
mos en que funcione –Se moría por tomarle la mano –, y ahora sí me gustaría escu-
char con calma la propuesta... –dijo ya un poco impaciente.
Esther lo observó con una amplia expresión de felicidad en su rostro mien-
tras jugueteaba un poco con los dedos de él, también quería tener contacto. El
reportero se sentía un poco incómodo por su compañero; pero no podía dejar de
admirarla.

–Tengo un inversionista –reveló Esther comenzando desde el principio –...


que está interesado en patrocinar un libro con información que ha recopilado Láza-
ro recientemente... con un poco de mi ayuda claro está –Se dio algo de crédito –.
Tiene contactos en España con una casa editorial que se especializa en temas simi-
lares...
Abraham felicitó a su amigo, quizás era la opción que este requería para
volver a figurar, luego dijo:
–Dios siempre actúa de maneras que no comprendemos –aseguró con fe
creyendo que esto venía de Él .
–... Y vaya que sí –mur muró Lázaro. Sólo él se entendía.

Ella estaba muy contenta, incluso parecía estarlo más que el reportero. Él ,
en cambio, seguía como pasmado, era como estar viviendo un sueño, no exacta-
mente el que hubiera deseado, pero no le podía decir que “no” a una propuesta de
ese tamaño. Probablemente, ese podía ser un parte aguas en su vida , quizás el
otrora reportero, podía extender sus alas hacia otros horizontes y seguir teniendo
éxito.

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Si tan sólo no tuviera atravesado aquel asunto que tenía que resolver.
–¿Y qué decides? –preguntó ella apretando su mano.
El no se pudo resistir a aquel toque, y tampoco quería. Fuera esto o fuera
cualquier otra cosa, no se hubiera podido negar, aceptó de buena gana.
–... Pero –continuó Esther –, existen ciertas condiciones...

“¿Que podrían pedirme que no estuviera dispuesto a cumplir?”, pensó el


reportero.

–Habrá un tiempo límite para la entrega del primer borrador, y quieren


mantenerme a mí como representante legal de la obra... será tuya, claro está, pero
quieren que yo me haga cargo del papeleo y las cuestiones legales. Siendo conoci-
dos de papá me tienen total confianza –Hizo una pausa mirándolo –; así que, ten-
dremos que estar juntos un largo tiempo –advirtió en tono de broma.
El reportero no observó ningún inconveniente en lo que mencionaba Es t-
her, tenía completa confianza en ella y sabía que cuidaría perfectamente sus inter-
eses; además, hubo algo en sus palabras que de pronto le hizo “clic” en su cerebro:
Vislumbró una manera de aprovechar la situación.
Su pulgar hacia arriba terminó por indicar que aceptaba, y posteriormente
aprovecharon los siguientes minutos entre un buen ambiente y buena comida. Sin
embargo, además de disfrutar del momento, Lázaro también maquinaba otra cosa:
Los tiempos y los movimientos parecían entrelazarse apretujadamente con un
propósito perfecto, aunque muy riesgoso; pero era el mejor escenario, consideran-
do las circunstancias; aunque para lograrlo, también tendría que proponer al go:

–Esther –dijo con cierta frialdad, como si no fuera importante –... tal vez lo
mejor sería mudarme contigo...

Ella y Abraham lo vieron con intriga. A primera instancia sonó atrevido –


aunque había una importante razón personal para ello–, pero lo que el reportero
pretendía era que creyeran algo diferente.
–¡No piensen mal! –corrigió conociendo su integridad –. Quise decir que,
como Abraham va a recibir de nueva cuenta a Juan en su casa y el inversionista que
conoces se va a encargar de solventar mis gastos, creo que sería más profesional de
mi parte dedicarle todo el tiempo posible al proyecto... tú sales continuamente –la
miró –, y tu casa está sola, eso me daría espacio y tiempo para concentrarme;
además, podríamos revisar el material cuando estés en la ciudad... ¿qué opinas?

La idea tenía una verdad más profunda: Apartarse de la casa del evangelis-
ta. Hacerlo era fundamental ahora y el proyecto era la ocasión perfecta. Tenía tam-
bién que definirlo a la brevedad. Toparse con Juan no era opción, no en este mo-
mento y no en condiciones desventajosas. Cómo llegaría a él después, eso tendría
que verlo paso a paso. De alguna manera lo conseguiría, sabía que sí.

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–Nosotros no te molestaríamos hermano –aseguró su amigo después de
escucharlo.

“¡Cállate hombre, déjame hacerlo a mi modo!”, pensó apretando los dien-


tes.

–... No le veo problema –admitió ella fingiendo decirlo de manera reserva-


da, aunque en el fondo le encantaba la idea.
Esther observó a un reportero feliz, y quiso entender que le entusiasmaba
la idea de estar cerca de ella, y aunque esto era verdad, era algo más lo que lo tenía
así.
Abraham se echó un poco para atrás en el asiento, no le entusiasmaba la
idea de que Lázaro se fuera a vivir a otro lado; sin embargo, tenía que a ceptar que
tenía razón, al menos según como se los quería hacer creer.
–Es tu vida hermano –terminó aceptando al verlo decidido –. Por mí no
hay problema, si crees que lo mejor para ti es retirarte, no tengo por qué oponer-
me...; aunque, mi casa siempre será tu casa.
–Creo que es tiempo –agregó con seriedad sabiendo que ya los había con-
vencido –, ya has hecho mucho por mí y lo que plantea Esther , creo, es el proyecto
que me puede r egresar al primer plano... ¡sería fenomenal!

Los tres se quedaron en silencio unos segundos. El semblante de Lázaro ya


reflejaba la victoria, entonces:
–¿Y qué hay de la plática pendiente con Juan? –recordó el evangelista i n-
oportunamente.
Ella no sabía nada del asunto, y el manipulador no quería que se enterara,
eso podía entorpecer todo. Tenía que parar en seco a su amigo y distraer la conver-
sación.
–Ya nos pondremos de acuerdo para eso –Hizo una seña sutil como pi-
diéndole que se callara.
–¿Quién es Juan? –preguntó la curiosa con inocencia. No se le escapaba
nada.

El reportero ya estaba en un problema.

Abraham había entendido perfecta mente el gesto de su amigo; aunque n o


sabía por qué quería ocultar el tema . Se quedó callado viéndolo, ahora le dejaría
toda la responsabilidad a él.
–... Juan –dijo Lázaro haciendo una pausa pensativo –... es alguien que
puede ayudarnos con información de primera mano, pero ya lo entrevistaré en su
momento.
–¿Fue testigo de alguna forma? –intuyó ella equivocadamente.
El reportero la tomó de la mano y la apretó con afecto para luego decir:
–Algo así, Esther, algo así –Miró a Abraham nuevamente advirtiéndole que

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ya no lo metiera en más problemas.
El evangelista no entendía de estas cosas, quizás así tenía que ser. Lo me-
jor era quedarse ya con la boca cerrada.

Esa misma tarde, mientras el dueño regresaba a su negocio, Lázaro acom-


pañó a Esther a la casa que era de sus padres. Necesitaba ponerlo al día antes de su
partida, si iba a quedarse finalmente ahí, tenían algunas situaciones que aclarar.
–Recuerdo que me dejaste aquí la última vez –dijo el reportero antes de
subir las escaleras del frente, rememorando lo sucedido hacía dos días.
–Y si no te comportas ahí te vas a quedar –señaló ella ya en la puerta prin-
cipal.
El sólo correspondió con una sonrisa, en realidad, sólo lo había comentado
por molestar.
Entraron a la casa, a su mano izquierda, un corredor terminaba en la coci-
na; a su derecha, había más habitaciones y una escalera que conducía a las recáma-
ras de la planta alta.
–¿Cuánto tiempo viviste aquí? –preguntó él.
–Hasta que fallecieron mis padres, luego todo fue una revolución. Él ya
había dictado instrucciones por si algo le pasaba, eso incluía no permanecer aquí.
–¿Por eso te fuiste?
–Sí... –Se dirigía a la cocina –, ¿quieres tomar algo?, no tengo mucho; pero
creo que algo hallaremos.
–Por ahora no –respondió escudriñando el lugar –, quisiera terminar pri-
mero con esto... después nos podemos sentar.
–¿Tienes prisa por trabajar? –notó ella, creyendo que esa era su motiva-
ción.
–... Sí –escogió como mejor respuesta –, tú sabes, tengo mucho tiempo sin
hacerlo y se me cuecen las habas por empezar.
–Eso es bueno –felicitó.

A medio corredor, una puerta que aparentemente no debería estar ahí le


llamó la atención al reportero:
–¿Eso a dónde conduce? –preguntó.
–Mmm..., podemos empezar por ahí, creo que te va a interesar.
La puerta se abrió con un rechinido, estaba muy oscuro; pero el interru p-
tor cambió eso a medias rápidamente. Unas escaleras hacia abajo conducían a un
sótano. Desde ese punto, Lázaro no pudo reconocer el lugar, pero tenía una cora-
zonada. Fue hasta que estuvieron abajo que estuvo seguro.
–Conozco esto –aseguró mirando los alrededores –. Es el lugar donde tu
padre grabó sus videos... ¿cierto?
–Así es reportero –afirmó ella –. Papá habilitó esto para sus investigaci o-
nes, era su... estudio.
Al fondo, un viejo y empolvado equipo VHS, muy útil en su momento, des-
cansaba como mudo testigo. Una mesa de madera sencilla y algunas sillas ocup a-

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ban el centro, se encontraban en el mismo estado. Seguramente todo el mobiliario
llevaba ahí muchos años.
–¿Hace cuánto que no estás aquí? –preguntó él abriendo grande los ojos.
–Creo que desde el día que tuve que salir corriendo... hace mucho –No
quería especificarlo.

Miró a su alrededor con asombro girando sobre su eje, si Esther hubiera


sabido lo que pasaba por su mente, habría sabido que el que parecía un niño
asombrado, tenía una razón bastante adulta para hacer eso. Para el reportero era
como haber encontrado el escenario perfecto para su obra. De pronto todo encajó,
el lugar era lo indicado.

“Esto es lo que necesitaba... Tú quieres que haga esto, ¿verdad?”, caviló


en lo más oscuro de su corazón como si se dirigiera a Dios .

–El día que me trajiste –dijo ella –, tenía unos días aquí. Hace poco decidí
retomar mi vida y dejar de esconderme...
–Eso es algo que tienes que explicarme –advirtió mirándola con cierta du-
reza –... Si tenías esta casa, ¿por qué preferías vivir en el otro agujero...? Digo, esto
no es una mansión; pero la zona y el lugar son mejores para... –Se detuvo.
–¡Dilo! –reclamó ella –, para una mujer indefensa –Caminó un poco más
sin verlo a la cara –... Creo que ya te demostré que no soy tan frágil como aparento.
–Lo recuerdo –Hizo un gesto mirando hacia el pasado –... No quise decir
eso; pero hasta yo hubiera preferido vivir aquí...
–Fueron cuestiones de seguridad las que me mantuvieron allá –Hizo una
pausa –; pero ahora, tú estarás aquí para defenderme, ¿no? –señaló con su sensual
inocencia.
Lázaro sólo atinó a afirmar con la cabeza, le daba mucho crédito a un sim-
ple reportero golpeado por la vida .
Esther tenía una habilidad innata para pasear su comportamiento de un
extremo a otro, y regularmente siempre terminaba en el mejor lado. Esa forma de
ser lo tenía atontado, pero también le fascinaba.
Él empezó a husmear en los cajones, no tenía para qué hacerlo, y tampoco
sabía para qué lo hacía, simplemente se dejó llevar. Ella lo observaba en silencio
como consintiendo su acción, no sabía lo que iba a encontrar.
–¿Y esto? –dijo él al levantar un arma –... calibre 38, ¿eh? –la observó con
cuidado.
–Era de mi padre –se sorprendió al verla.
–¿Le gustaban las armas?
–No exactamente... la compró cuando empezó su... “aventura”.
–Imagino por qué –La manejó con suma destreza percibiendo que no tenía
municiones.
–¿Sabes usarla? –Ella no estaba muy de acuerdo en tenerla.
–No soy experto –señaló –; pero sí la sé usar.

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–Imagino que... por tu profesión.
–Sí –La empuñó hacia arriba y recordó aquel incidente del Medio Oriente –
, hay veces que no hay más remedio...

Era adecuada para la ocasión, no había considerado adquirir una para su


plan, pero tenerla, ¡claro que iba a ayudarlo!

Hurgando un poco más en el mismo sitio encontró lo que le faltaba, abas-


tecimiento para su nuevo “juguete”.
Esther se puso nerviosa y quiso salir de inmediato. No recordaba haber
guardado el objeto. Si por ella fuera se hubiera desecho de eso en aquel instante;
pero parecía interesarle al reportero, de cualquier manera, intentaría convencerlo.
–¿Crees necesitarla?

“Ahora qué le digo”, pensó buscando una excusa.

–No lo sé –Fue una respuesta vaga –... tal vez nos sirva.
–¿Para qué?, hasta ahora no la hemos necesitado, y seguimos aquí... ¿cr e-
es que un arma haría la diferencia si Dios permitiera que ellos nos hicieran daño?
La aseveración tenía bastante fe de su parte, y sería difícil convencerla de
lo contrario. Ya había pensado ir demasiado lejos, una mentira más no lo iba a
hacer más culpable, así que lo hizo:
–Creo que tienes razón –Hizo una pausa mirando el artefacto –... si no te
importa, puedo llevármela, sé dónde deshacerme de estas cosas.
Era más seguro si la guardaba él, de lo contrario, Esther sería capaz de ti-
rarla a la basura.
–Si no tienes algo más que ver aquí abajo –ordenó encaminándose a las
escaleras –, te mostraré el resto de la casa.
–¡Vamos pues! –obedeció –... ¿Y quién me defenderá de ti? –murmuró
con ironía al escuchar su último rugido.

Subieron al segundo piso, había tres recámaras y una estancia. Dos de


ellas tenía una ventana al patio trasero.
–Papá y mamá dormían en el primer cuarto –indicó ella –, es la habitación
más grande, yo dormía enfrente y al lado hay otra recámara... creo que esa la pu e-
des ocupar tú. Es también la más cercana a las escaleras... por si hay algún “inco n-
veniente” –previó.
–Me parece...
En aquel momento la distribución no le preocupaba mucho, hubiera acep-
tado cualquier cosa, él estaba concentrado en su plan, sabía que después de reali-
zarlo, habría tiempo para todo lo demás.
–¿En qué piensas reportero? –pr eguntó ella notándolo distraído.
–No te entendí –alegó él un poco ensimismado.
–No hiciste ningún pícaro comentario cuando te dije lo de las recámaras –

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señaló conociéndolo.
–¡Ah! –Hizo una mueca intentando sonreír –... Pienso en todo el trabajo
que va a implicar esto.
–¿Y ya tienes una idea de la estructura que piensas darle?
Estaban en el corredor enfrente de la puerta de la habitación de Esther.
–Aún no estoy seguro, quisiera primero recopilar la información de vuelta.
–Necesitas el informe de papá... otra vez, ¿verdad?
–Sabes que perdí el otro.
–Bien... creo que puedo recogerlo y traerlo... ¿Cuándo piensas mudarte?

Lázaro sabía que Juan estaría en casa de Abraham para el viernes en la n o-


che, eso significaba: “Al día siguiente”. Dijo que llegaría tarde, así que podía evitar-
lo esa noche, pero no más tiempo. Sólo esperaba que no se adelantara y que Abr a-
ham mantuviera la boca cerrada acerca de su persona unas horas más, eso era
todo lo que requería. Las figuras estaban acomodándose en el hueco perfecto por
difícil que pareciera. Otra opción era cambiarse el mismo viernes, eso evitaría un
improbable encuentro; pero, ¿cuál sería entonces la excusa para regresar a casa de
Abraham? El necesitaba estar sólo con Juan, y sin testigos, además de otras
“herramientas” que aún no sabía cómo iba a conseguir.

–¿A qué hora tienes que estar en el aeropuerto? –Necesitaba medir los
tiempos.
–Mi vuelo sale a las ocho de la mañana.
–Tendríamos que salir como a las cinco –meditó –... No creo que Abraham
se moleste en pr estarme su auto nuevamente...
–... No será necesario –argumentó interrumpiéndolo –, podemos usar la
van que está en el patio.
–Creí que no tenías en qué moverte.
–Y no tenía –Regresó por el pasillo –, acabo de habilitarla, era de papá y no
la había movido desde hacía tiempo.

Salieron por la cocina, por otras escaleras que daban a un patio trasero
que se podía alcanzar también desde un pasaje que conectaba con la calle, y que a
veces también servía de cochera. Ahí estaba, una incógnita más de la ecuación
descifrada. Repentinamente, todo estaba resuelto. Las piezas terminaron de em-
bonar y sólo él sabía porque torcía la boca a manera de sonrisa. Había pensado en
rentar un auto si no lograba conseguir el de Abraham; pero ahora, ya no sería n e-
cesario.

“Definitivamente quieres que haga esto”, se convenció; aunque muy en el


fondo sabía, que era macabro pensar que Dios apoyara su egoísta inspiración.

Esa misma tarde, después de ponerse de acuerdo en todos los detalles, se


sentaron en la cocina junto con un par de tazas de café.

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–Te ofrecería otra cosa –se excusó ella –; pero no he hecho la despensa y
apenas compré unos sobres.
–No te pr eocupes –dijo él sin darle importancia, su mente estaba en otro
lado –. Ya veré eso más adelante.
–Pues quizás lo vas a tener que hacer pronto –señaló –. Tengo muchas co-
sas por hacer y te voy a dejar la casa tal y como la ves ahora .
–Yo también tengo algunos pendientes –dijo tratando de conectarse en la
misma dimensión que ella –, pero conseguiré lo que necesite en su momento, no te
preocupes.
Esther dio un buen sorbo a su café, estaba muy caliente; sin embargo, lo
bebió con valentía. Su compañero estaba muy ido y no era difícil de notar.
–¿Te pasa algo? –ya se lo había preguntado.
–... No –dijo después de un momen to –, sólo que me parece algo tan ex-
traordinario lo que está pasando que no lo puedo creer –Buena salida.
–Lázaro –dijo ella con seriedad –... ¿Te intereso? –cambió de tema siendo
muy directa, tal como siempre.

En aquel momento maldijo la situación que tenía encima y hasta dudó en


realizarla –todavía podía echarse para atrás –, pero sólo fue por un momento. En
otra circunstancia hubiera enfocado sus baterías a contestar que “sí” rápidamente;
pero lo tomó por sorpresa.
El reportero regresó a la tierra y la miró a los ojos, tuvo que hacer a un la-
do sus intrincados planes para poder responder lo que realmente sentía.
–Esther ... nunca nadie me había interesado tanto como tú. A pesar del po-
co tiempo que nos hemos visto, la verdad es que me gustas mucho.
–¿Esa es una declaración? –Ella esperaba más.
–Han sido tiempos difíciles para mí, Esther –dijo tratando de meterse a la
conversación. –Vaya momento en que se le había ocurrido preguntarle eso –...
Nec esito rehacer mi vida y aclarar mi cabeza... apenas estoy viendo la luz al final
del camino... no quisiera simplemente vivir de lo que otros me pueden dar.
–Te comprendo, reportero –admitió ella frunciendo un poco su boca.
Hubo unos segundos de silencio mientras se mecía los cabellos y se cruza-
ba de brazos.
–¿Y tú? –preguntó él contraatacando –, ¿sientes algo por mí?
Ella hizo una mueca como queriendo dibujar una sonrisa.
–Siempre admiré tu trabajo –estableció con sinceridad –... es algo que yo
nunca pude hacer; pero nunca pensé que de alguna manera nuestros caminos se
llegarían a cruzar... aquel día que nos conocimos me pareciste... interesante.
–¿Inter esante...? –Sonrió sabiendo lo que en realidad significaba la palabra
“interesante”.
–... Y espero que todo esto de mudarte conmigo –se apresuró antes de
que dijera otra cosa –, no sea una estrategia para seducirme de alguna manera.
–¡Nunca! –exclamó –, ya sé lo que sabes hacer –bromeó recordando
cuando lo tuvo rodilla en piso. Tenía que abandonar el terreno sentimental por lo

- 212 -
pronto.
Ninguno de los dos podía negar que ese buen tiempo que pasaban juntos
era más que una casualidad. Había química , y parecía que el destino también se
encargaba de que siguieran encontrándose.
–¿Y cuándo conoceré a mi patrocinador? –interrogó el reportero cam-
biando la charla.
–Pronto, ya lo verás, muy pronto.
–Sabes –apuntó –, no sé cuánto tiempo vas a pasar allá. Trabajaba con
Abraham; pero no era mucho lo que podía pagarme, de hecho estoy algo escaso de
dinero, y si voy a mudarme para acá, no creo poder solventar mis gastos inmedia-
tos... mencionaste que “él” se haría cargo.
–Así es, mañana o el sábado puedo conseguirte un adelanto. ¿No sé si pr e-
fieras que te lo deposite o te lo dé en efectivo?
Lázaro lo meditó un momento, de acuerdo a lo que intentaba hacer, lo
mejor sería tener el dinero a la mano, y así se lo pidió.
–Y en cuanto a tu partida –dijo él una vez que ya había dibujado su mapa
de acción –, creo que lo mejor sería llevarte en la madrugada... puedo tomar un
taxi de casa de Abraham y llegar por ti, de aquí nos llevamos la camioneta... ¡y listo!
–Chasqueó los dedos.
Ella aceptó, parecía un buen plan.

Aún oscurecía temprano en esta época del año, el horario de verano to-
davía no entraba en vigor. Para cuando se dieron cuenta, el manto de la noche ya
ocupaba las calles.
–... La verdad es que me sorprendes cada vez más –halagó el reportero
con el enésimo tema que trataron esa tarde –, creí que eras una chica en apuros
económicos y repentinamente me doy cuenta que tienes negocios en otras partes
del mundo.
–Tú tampoco me dices todo... ¿o s í? –acusó atinando por mera casualidad.
Lázaro sonrió como pudo, definitivamente era cierto; pero no podía inv o-
lucrarla en lo que iba a hacer. En el fondo sabía que hacía mal; pero no podía evi-
tarlo. Sin embargo, ella no tenía por qué mancharse las manos. No sabía si saldría
bien librado y no iba a arriesgarla.

Un poco más tarde, la vieja van recorría el camino hasta la casa de Abra-
ham.
–¡Funciona! –exclamó el reportero con gusto.
–¡Claro que funciona! –recalcó Esther –, es algo antigua pero papá la utili-
zaba seguido. Casi siempre cargaba su equipo aquí.
–Sí, me doy cuenta –Notó que sólo tenía dos asientos, eso le facilitaba las
cosas –. ¿Y qué vas a hacer hoy en la noche?
–Tengo que dejar todo listo, sobre todo lo que tiene que ver contigo... s u-
pongo que tú tienes que hacer lo mismo.
–Sí... –Y no sospechaba siquiera cuánto.

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Poco antes de dor mir, Lázaro empezó a sufrir de insomnio otra vez –y
cómo no, después de lo que había maquinado–. A su memoria llegaron las imáge-
nes de Sara y él en el cementerio, el día que se despidieron en la tumba de su me-
jor amigo. No podía quitarse de la cabeza la promesa que le había hecho; puesto
que la había hecho con todo su corazón, y de ningún modo sólo llevado por el calor
del momento.
Olvidar el nombre grabado en aquella fría piedra era imposible, y menos
las circunstancias en que se había ido. Recordar aquello le hacía daño; aunque en
realidad sólo estaba buscando de dónde sacar la entereza para reali zar sus planes.
Muchas veces desde el instante en que supo que Juan cohabitaría con él había
pensado en buscar el consejo de Dios. Ahora era cuando más lo necesitaba; pero,
¿cuándo le había contestado antes de manera que él entendiera?, o quizás, era una
simple excusa para evitar que el Señor le dijera: “No”. Después de todo, las circuns-
tancias se habían acomodado a la perfección para elaborar su estrategia, ¿qué otra
señal necesitaba?
Estaba recostado viendo hacia el techo, que como oscuro gigante se el e-
vaba entre el cielo y él; y así era también a nivel espiritual, ya que no quiso exponer
su caso más allá de lo que quería entender. A veces así sucede en tantas situacio-
nes de la vida, nos contestamos a nosotros mismos lo que quer emos escuchar y no
lo que Dios quiere que hagamos, vemos en cada circunstancia el supuesto empujón
que el Señor nos está dando para dirigirnos , pero este camino es en realidad, a
donde nosotros finalmente queríamos ir.

–Cumpliré mi promesa, Gordo –murmuró en medio de su locura.

Ese viernes, Lázaro se puso de acuerdo con Abraham; ya que, tal vez por
los tiempos, no lo vería más ese día, eso era lo más adecuado para el reportero; así
que, se despidieron de antemano:
–... Esta será siempre tu casa hermano –Abraham ya estaba resignado.
Lázaro agradeció con un gesto para luego agregar:
–Seguiré en contacto...
–Lo sé... la vida sigue su curso y es bueno verte salir adelante.
–También es bueno ya no ser una carga para ti –apuntó.
–Nunca lo fuiste hermano –Se fundieron en un fraternal abrazo –... ¡que
Dios te bendiga!
Este tipo sabía cómo aplastar lo más profundo del corazón, eso era cierto.
La declaración lo hizo sentirse peor, arrancándole una lágrima de culpa. Su gargan-
ta se cerró al mirar el rostro del amigo al que iba a traicionar. Ahí quedó plasmada
una amistad llena de secretos, que no era muy diferente a cualquier otra.

En cuanto al arribo de Juan, todo seguía igual –providencialmente–. Lázaro


preparó todas sus cosas con la mayor naturalidad y salió casi todo el día con la
excusa de adquirir algunos enseres antes de su partida . El evangelista, por su parte,
salió en busca de su mejor amigo a la central de autobuses. Para cuando el reporte-

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ro regresó a casa, todas sus herramientas ya estaban en su lugar, todo era cuestión
de esperar el momento adecuado.
Eran cerca de las once de la noche. La central de autobuses se encuentra
en el corazón de la ciudad y es una zona muy complicada, sobre todo por la noche.
Tampoco es el lugar más cercano a la residencia de Abraham. Lázaro ya había me-
dido todo eso. Pudo haber dor mido antes de la llegada de aquel par ; pero no quiso
conciliar el sueño –además de que no pudo–, quería escucharlos entrar, quería oír
de nueva cuenta esa voz, como la primera vez que lo hizo sentado con Francisco en
su oficina. Cerró su cuarto con llave y esperó recostado sin hacer ruido. Ya no quer-
ía ver el reloj, sólo apretaba sus puños sobre la sábana hasta que escuchó d os pares
de pisadas entrar por la puerta principal. El ansia en el cuerpo del reportero era
mayúscula. ¿Qué le impedía levantarse y darle su merecido al tal Juan en aquel
instante?, ¿acaso Abraham podría evitarlo?

“Calma Lázaro, calma, todo tiene su tiempo”, trató de enfocarse.

–¿Está aquí? –se escuchó una voz por el pasillo, y no era la de Abraham.
–Sí –dijo el anfitrión –; pero seguramente está dormido...
Los ojos del reportero estaban abiertos en medio de la penumbra. Había
apagado la luz para dar más credibilidad a la escena. De cualquier manera conocía
a Abraham, sabía que no intentaría abrir la puerta si creía que estaba dormido, y
así fue. Sólo sintió cómo alguien se reclinaba al otro lado de la puerta como escu-
chando, luego se alejó.
La habitación de enfr ente se abrió y se cerró más de una vez, luego los pa-
sos regresaron a la cocina. Aquel par estaba platicando a esa hora. El reportero no
pudo evitar incorporarse procurando no hacer ruido. Su curiosidad era mucha, así
que se quedó a escuchar lo que llegaba hasta sus oídos, eran sólo murmullos.
No hubo nada que resaltar durante la conversación, nada que le pudiera
ser útil de acuerdo a su plan, a excepción de una cosa. Juan llegaba muy cansado
del viaje y se quedaría a dormir hasta tarde ese sábado, mientras Abraham iría al
negocio como siempre. Se verían ahí más tarde. El comentario amplió aún más el
panorama, ahora tenía mayor tiempo de acción; pero no tenía que alejarse de su
idea original, sólo mejoraba, Juan se quedaría a su merced.

Pocos minutos después, aquellos dos se levantaron, lo que provocó que el


reportero regr esara a la cama con cierta prisa. Su nerviosismo era superlativo. No
sabía cómo lograría pegar los ojos esa noche, y lo necesitaba. Dio la espalda a la
entrada y escuchó cómo se cerraban un par de puertas. Ahora, sólo restaba espe-
rar, el momento crucial ya estaba muy cercano.

Esa madrugada se levantó muy temprano para alcanzar a bañarse, luego


pidió un taxi, tal y como se lo había comentado a Abraham y a Esther. Alcanzó en
su casa a la mujer que le interesaba, y tomaron su camioneta para ir al aeropuerto.

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La ter minal en cuestión se encuentra en la periferia de la ciudad; aunque a
esta hora y en sábado se puede uno encontrar con una vía relativamente libre.
Lázaro no había dormido bien, como era de esperarse; pero había vuelto a su co s-
tumbre de bebidas energéticas para mantenerse despierto. Por su parte, Esther se
veía muy fresca y decidida.
El camino fue silencioso y conversaron muy poco, ambos pensaban en las
cuestiones inmediatas, así que no hubo un gran interrogatorio. Fue hasta que se
tuvieron que separar que cruzaron más palabras.
–Ese es mi vuelo –dijo ella al ver la pantalla.
–De aquí no puedo pasar –advirtió apuntando a la puerta donde revisa ban
los boletos.
–Lo sé... y será un largo viaje –lamentó un poco.
–Tendrás tiempo de dormir –la consoló.
–Ojalá no tuviera que irme.
–Supongo que tienes que hacerlo...
–Sí, sólo espero que sea la última vez.
–Y yo también... –dibujó un gesto que sólo él sabía qué significaba.
–¿Dónde iremos a parar tú y yo? –preguntó con inoportunidad.
–Te diré una cosa –La abrazó con fuerza esta vez –, te prometo que habla-
remos de ti y de mí seriamente cuando regreses –Entonces tendría todo su tiempo
y atención.
Ella sonrió muy cerca de él animada por lo que hizo, luego deslizó su índice
en la nariz de él para poner distancia.
–Está bien reportero, pero hasta entonces, no habrá más de esto...

Se le adelantó y la besó –como ella se lo había hecho anteriormente –, se


estaba quemando por dentro, quería tenerla; pero su frío pensar estaba más bien
dirigido a retirarse lo más pronto posible, los minutos eran muy valiosos en ese
momento.
Ella no se negó en ningún momento, aunque se zafó graciosamente de
aquellas tenazas para hacerle una última advertencia antes de cruzar la puerta que
los separaría:
–... Sólo no hagas estupideces en mi ausencia –advirtió proféticamente.
–Claro que no –contestó como autómata, mintiendo.
Sus dedos terminaron por separarse con un último toque antes que su fi-
gura desapareciera con una graciosa señal de adiós.

Lázaro cambió su semblante al girar ciento ochenta grados hacia la salida.


Su mente estaba cansada; pero enfocada en el objetivo, ahora había que ejecutar
el siguiente paso.
Abraham ya sabía que el reportero se retiraría temprano, quizás se verían,
quizás no. Él tenía que ir a abrir el negocio y Juan se quedaría en casa hasta más
tarde. Lázaro había pensado en esperar a que el evangelista se retirara, eso era lo
más prudente, aunque corriera el riesgo de que Juan lo hiciera con él .

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Todo había salido bien hasta el momento, tenía el vehículo, tenía la sor-
presa y todo era cuestión de esperar un poco más.
La van aparcó a unos veinte o treinta metros de la casa. El auto de Abr a-
ham era visible, lo que significaba que todavía estaba en casa. El acosador perma-
necería en su sitio hasta verlo retirarse. Contaba con que su amigo no notara su
presencia; quién se fija, después de todo, en los vehículos estacionados en los alre-
dedores de su domicilio.
El sol tenía tiempo de haber ascendido, fue entonces que la figura del
dueño del hogar salió por la puerta, efectivamente iba solo. Todo bien hasta el
momento. Enc endió su vehículo y se fue.
El reportero no podía negar que el nerviosismo lo consumía, o tal vez era
la voz de su consciencia que lo redargüía; pero ya estaba decidido, no habría una
mejor oportunidad para salirse con la suya, cumplir su palabra, y lograrlo sin que
nadie pudiera culparlo.
Esperó un minuto, quizás dos, sólo para asegurarse que Abraham no r e-
gresara, luego prosiguió, eran cerca de las ocho de la mañana de ese sábado. La
mayoría de los habitantes del vecindario seguramente estaban en sus casas y no
tardarían en despertar.
Introdujo la van en reversa por el patio frontal de manera que las puertas
traseras, al abrirse, cubrieran la mayor parte de la entrada principal. Tenía manera
de justificar su regreso, si es que alguien lo veía; lo que no podía justificar es lo que
iba a hacer después.
Entró a la casa con el mayor sigilo posible, para aquel momento ya no i m-
portaba si Juan lo veía o no, sólo eran ellos dos, y conociendo el físico de su enemi-
go, sabía que lo podría dominar con facilidad. Lo que le hacía falta estaba en su
habitación, ya lo había preparado. Se aseguró de que Juan siguiera dormido y entró
un momento a su propia recámara. Se sentó en la cama resoplando y tratando de
enfocarse.

“Ya llegaste hasta aquí, Encarnación, sólo hazlo”, pensó.

Una botella de vidrio con algún líquido especial descansaba debajo de la


cama junto con un grueso pañuelo. Nunca había hecho es to, sólo le dijeron que
funcionaba; pero que debía tener cuidado.
Llevó consigo el envase y el pañuelo hasta la otra habitación. Aquel hom-
bre menudo dormía como un inocente, boca abajo y sin siquiera haberse cambi a-
do. Tal vez llevaba puesto lo que había vestido el día anterior, a excepción de sus
zapatos. El reportero utilizó la dosis que le indicaron sintiendo un poco el golpe al
derramarlo. Juan tenía la cabeza volteada hacia un lado, de modo que podía verle
la cara –la misma que había perseguido por tanto tiempo–. Por un momento pensó
en terminar todo ahí mismo, era mucho el odio que sentía por aquel hombr e; pero
no podía ser tan simple, el Gordo no había tenido esa oportunidad.
Finalmente, avanzó con lentitud dejando el frasco a un lado, y antes de
que su víctima pudiera reaccionar, aplicó el cloroformo en su nariz y boca, tal y

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como se lo habían indicado.

Acto seguido, fue por una soga, cinta y unas bolsas grandes para la basura,
envolviendo al hombre menudo con apenas un resquicio para respirar. Lo dejó
acostado un momento mientras recogía algunas cosas propias y de su víctima –las
necesarias para el próximo engaño–; también dejó listo el cuadro para simular una
repentina escapada, eso era parte del plan.
Ahora, la parte peligrosa era avanzar sin ser visto. Salió con la mayor natu-
ralidad posible hasta el patio y abrió la van dejando las puertas traseras abiertas.
Estas cubrieron una parte de la entrada y la calle no estaba tan cerca. La mejor
parte era que no había testigos en los alrededores ; aún así, su estómago estaba por
explotar. Subió su equipaje y accesorios como lo haría cualquiera y regresó al inte-
rior, Juan no se había movido un centímetro. Lo cargó sobre su hombro preocupa-
do sólo por el par de metros que lo separaban de la van. Antes de salir se asomó
como pudo por la ventana, y decidido, lo cambió de posición hacia el frente cons i-
derando que así sería más fácil arrojarlo a la camioneta sin hacer ruido. Segundos
después, así lo hizo. Juan no despertó con el golpe, y aunque lo hiciera, estaba
atado y amordazado.

“Todo va bien Gordo”, pensó enajenado.

Al llegar a este punto, aparentemente sin haber sido visto, lo único que
importaba era salir de ahí. Lázaro no era alguien que acostumbrara hacer esto, y los
detalles, no eran exactamente su especialidad. Subió con cierta prisa y arrancó la
camioneta. Tuvo que concentrarse para no acelerar despavorido por la calle, eso se
vería sospechoso. Miró por los espejos en múltiples ocasiones cuando se retiró, y
dejó de hacerlo hasta que estuvo muy lejos.
El hombre menudo se había comportado muy bien, ni siquiera había
opuesto resistencia. Todo había salido mucho mejor de lo que había pla neado,
ahora debería ejecutar la siguiente parte de su plan.

- 218 -
IX

–¡Despierta! –gritó.

El chapuzón provocó que los ojos de la víctima parpadearan hasta lograr


enfocar un poco, su camisa estaba empapada y sus pies muy fríos; alrededor, una
habitación que parecía un sótano, le daba la bienvenida.
¿Qué había sucedido?, las imágenes eran borrosas, lo último que recorda-
ba era haber estado dormido en su cama. El escenario era aterrador, sobre todo
para alguien con su pasado. La habitación estaba tenuemente iluminada con un
foco sucio y las ventanas brillaban por su ausencia.

“Por fin lo lograron”, se dijo a sí mismo el hombre menudo exhalando te-


mor.

–¿Qué te parece ser la víctima ahora? –la pregunta vino desde atrás.
Estaba fuertemente atado a una silla vieja ; pero resistente, y no r econocía
la voz del que le hablaba, sólo pudo suponerlo:
–Parece que por fin me tienen –dijo con desánimo.
–¿Te tienen? –Su captor pasó al frente –, entonces, ¿no soy el único con el
que tienes cuentas pendientes?
–... ¿Y quién eres tú? –interrogó muy sorprendido al no identificarlo.
–¿Esperabas a alguien más?
Era obvio presumir que alguien como Juan debía tener muchos enemigos;
pero el frenesí del momento le impidió a Lázaro relacionar las palabras de su pri-

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sionero con los que él suponía eran sus captores. Abraham ya se lo había advertido;
pero el reportero no lo creyó.
–No te conozco –señaló retador –, ¿qué tienes tú contra mí?
–¿Seguro que no me conoces? –Se acercó molesto y lo tomó por la barbilla
para mirarlo directo a los ojos –, ¡mírame bien!
La sangre le hervía, y apenas podía contenerse, quería golpearlo. Ahora
tenía en sus manos al responsable de todos sus males. ¿Justicia o venganza?, “daba
lo mismo”, pensó. Todos los principios morales ganados en el tiempo con Abraham
se fueron por la borda ante la oportunidad de desaparecer del planeta a un ser tan
despreciable como el que tenía enfrente; aunque, no le daría el gusto de hacerlo
rápido.
–No te conozco –insistió todavía con valentía.
–¡Entonces voy a refrescarte la memoria! –Torció la cabeza de su víctima
al soltarlo y se alejó –... mi nombre es Encarnación García y soy reportero investi-
gador. Me especializo en... “noticias de alto riesgo”, por así decirlo. Aquellas que
nadie quiere publicar, aquellas que se quedan en el tintero sin que alguien tenga el
valor de presentarlas –Miró a su prisionero haciendo una pausa y esperando una
respuesta rápida, la cual no llegó –... hace más de un año saqué a la luz, junto con
mi compañero, una nota sobre una extraña reunión cerca del pueblo de Redención,
un importante narcotraficante estaba involucrado, ¿te suena?
–¿De qué se trata esto? –contestó sin poner atención al cuestionamiento.
–¡No es lo que te pr egunté! –gritó enc endido.
–¿Qué tengo que ver contigo? –siguió oponiéndose a aquel juego.
–¡Contesta! –Esta vez la paciencia terminó, lo quería hacer desde un prin-
cipio y ya no se contuvo más, lo golpeó en el rostro –, ¡podemos hacerlo fácil o
difícil!, ¡tú eliges!
La diferencia de tamaño y peso era mucha, además de que el hombre es-
taba bien sujeto. Lázaro se sentía en completo control de la situación, tal y como le
gustaba. No había decidido muy bien cómo, pero lo iba a desaparecer, y no iba a
ser de inmediato, lo haría sufrir; pero primero, le sacaría provecho a sus memorias;
y también, le tenía que dejar bien claro el por qué.
El impacto hizo rebotar su cabeza hacia un lado mientras su pómulo i z-
quierdo empezaba a hincharse. La adrenalina del instante no le permitió a Lázaro
sentir el golpe. El rostro afilado y delgado de Juan era como un aguijón que podía
dañar los nudillos de cualquiera; más, si no se tenía la práctica correspondiente.
–Está bien –masculló entre dientes la víctima comprendiendo su desventa-
ja –... Hace tiempo estuve relacionado con un grupo en actividades como esa; pero
fue hace mucho... ignoro si tiene relación con lo que dices.
–Te lo voy a poner más fácil –explicó –. El narcotraficante que asistió a esa
reunión fue “El Comandante”... No creo que hayan tenido reuniones continuas de
fin de semana con alguien como él... ¿ya lo recuerdas? –Se acercó amenazante otra
vez.
Juan asintió tímidamente tratando de evitar un nuevo golpe.
–¡Habla! –ordenó insistiendo y exigiendo una plena confirmación.

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–¡Sí! –Admitió casi gritando para luego intentar agregar –: Escúchame...
Una bofetada lo interrumpió, luego otra y otra más. La frustración del re-
portero se iba liberando con cada golpe, era como aporrear una pera de boxeo en
un mal día.
El Lázaro de costumbre no aprobaría lo que estaba haciendo; pero no po-
día detenerse. Fue hasta que se agotaron sus fuerzas que dejó de apalearlo. Se
sentó en la silla frente a su víctima sintiendo que su cuerpo iba a explotar.
–¡En otro tiempo te haría trizas! –alcanzó a decir Juan apretando los dien-
tes y escupiendo un poco de sangre.
–¿En otro tiempo? –rio el reportero jadeando –, ¿cómo lo harías “pe-
queñín”?, soy mucho más grande que tú. .. –Lo miró directo a los ojos con un odio
que no recordaba haber sentido nunca, y continuó –: ¿Recuerdas a Francisco
Rodríguez, el camarógrafo?
Juan detuvo un momento su respiración, el episodio llegó claramente a su
mente, ahora sabía quién estaba enfrente.
–... El reportero –mur muró.
–¡El mismo! –Fue el primer sentimiento grato que había experimentado
esa mañana –, me asombra que no me recuerdes. Pensé que alguien como tú
tendría presente a sus enemigos, más, a los que nunca pudo eliminar.

El hombre menudo se echó un poco para atrás en la silla dibujando un ges-


to hacia el cielo, luego rio con aparente cinismo.
–Dios, ¿por qué dejas ahora que mi pasado me alcance? –gritó.
–¿Dios? –exclamó molesto Lázaro –, ¿por qué te diriges a Dios?, ¿cómo
una mierda como tú tiene el descaro de hablarle?
–Escucha, amigo –dijo volteando hacia él –, sé que hice muchas cosas
horribles en el pasado; pero todo eso quedó atrás , y no puedo cambiarlo. El Juan
que tú buscas no es este, este Juan es otro.
–¿Otro? –Se levantó con violencia de la silla, y si no hubiera estado tan
adolorido por estarlo golpeando, lo hubiera seguido haciendo –, eso cuéntaselo a
algún incauto de la iglesia...
–¿Cómo?, ¿eres parte de la congregación? –dedujo.
El reportero se percató muy tarde de que había cometido un error al co-
mentarlo; pero, qué más daba, de cualquier forma, el sujeto no saldría de ahí con
vida.
–Si quieres saberlo –dijo dándole la espalda –, sí, me congrego donde tú lo
hacías –habló en pasado teniendo muy en claro lo que iba a ocurrir –; y además,
soy el tipo que vive en la recámara de enfrente, esa que no quisieron abrir anoche.
Juan hizo un gesto como queriendo sonreír. Consideraba increíble la coi n-
cidencia; pero ta mbién sabía que los caminos de Dios eran misteriosos. Quizás este
terminaría haciendo justicia en lo que muchos otros antes, no pudieron; pero no se
rendiría tan fácil, buscaría convencerlo de que estaba cometiendo un error.
–... Entonces con más razón debes entender –imploró queriendo razonar –
, así como lo hice yo, que la sangre del Señor Jesucristo nos limpia de todo pecado

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si somos sinceros y nos arrepentimos...
–¡Cómo puedes decir eso! –volteó sorprendido al escuchar lo que conside-
raba una irreverencia –, ¿cómo puedes ser tan... florido en tu lenguaje?, ¡que te lo
crea tu madre!, ¡porque yo no lo haré!

Lázaro ya estaba pre-dispuesto a no aceptar nada de lo que Juan dijera;


aunque fuera la verdad. Su corazón ya estaba ennegrecido por el odio y la venga n-
za. Tal vez aquel hombre menudo, bajo la ley de los hombres, merecía todo el cas-
tigo; pero, ¿era así ante los ojos de Dios?

El reportero estaba seguro de que había engañado a todos , menos a él;


claro, las buenas personas que lo recibieron en la iglesia no tenían el colmillo nece-
sario para juzgar estos casos , ellos no conocían lo suficiente al mundo y a las per-
sonas para darse cuenta, y esto incluía a Abraham. Sin embargo, lo que más le
inquietaba, era la razón por la que lo había hecho. ¿Qué podía ganar haciéndose
pasar por un delincuente arrepentido? Por su mente pasaron un sin número de
hipótesis y todas llegaron a donde mismo: Un callejón sin salida.
–¿Qué es lo que estás planeando? –interrogó jalando el cabello negro de
su prisionero por detrás, la curiosidad lo corroía.
–¿De qué hablas? –preguntó con el cuello estirado.
–¿Cuál es tu verdadera intención? –insistió –, puedes engañar a la comu-
nidad porque son confiados; pero yo sé que una persona como tú, no cambia...
–¿Qué has aprendido con Abraham entonces? –reclamó intrigado aún con
la cabeza en vilo.
Lázaro lo empujó hacia el frente en señal de desprecio, era irónico que
ahora, el gran líder satanista, le diera lecciones a él.
–¿No sé por qué lo pienso! –gritó alardeando mientras se alejaba –, ¡de-
bería colgarte aquí mismo como lo hiciste con el Gordo!, o quizás –Sacó la calibre
38 que había prometido desechar –... sólo debería volarte la cabeza –Le apuntó.
Para qué meterse en más líos, para qué averiguar c uáles eran las verdade-
ras intenciones de Juan al mezclarse en la iglesia , para qué esperar que aquel tipo
le diera información acerca de las actividades de El Círculo. ¿Tenía sentido?, sí,
llegó a pensarlo.
Estaba ahí, a sólo un par de centímetros de acabar con todo, sólo era jalar
del gatillo. Un solo disparo en el interior de aquella habitación –de la cual casi no
escapaba el sonido– y sería todo. Sin embargo, eso era poco para aquel monstruo,
él merecía algo más “elaborado”.
–Perdóname –dijo Juan en voz baja.
–¿Qué dijiste? –frunció el ceño.
–Perdóname –alzó la voz sin dejar de mirarlo.
El reportero no sabía si enfurecerse más o tomar aquello como una mala
broma. Estaba seguro que se trataba de otro ardid para tratar de salvar su vida.
Sólo atinó a golpearlo para hacerlo caer hacia atrás con todo y silla.
–¡Cómo puedes pedir perdón ahora! –gruñó rabioso –, ¡como si con eso

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pudieras revivir a mi amigo o a aquella muchacha que asesinaron en esa reunión!,
¡o a no sé cuántos más!, ¡eres un cáncer para esta sociedad!
Jaló sus propios cabellos gritando hacia el techo desesperado; la actitud de
aquel tipo lo desquiciaba.
–¿Y sabes qué? –continuó –, ¡yo soy la cura! –Lo pateó en las costillas ya
en el suelo.
Entonces, Lázaro contempló su “obra”: Su rehén estaba tirado y maltre-
cho, respiraba con dificultad, todo producto de los golpes. Él todavía sostenía el
arma en la mano.
–... Reportero –batallaba un poco para hablar –, no hagas esto... no lleves
en tu consciencia mi sangre... no es una carga sencilla...

El timbre del celular interrumpió la tensión en la “entrevista”. ¡Maldita la


hora en que se le olvidó dejarlo fuera! Se trataba de Esther. Lo mejor era contesta r-
le, pero no ahí. Dejó todo como estaba y se apresuró a subir por la única salida, las
escaleras. Ya había sonado varias veces, así que debía darse prisa.
–... ¿Esther? –dijo una vez en el pasillo dejando tras de sí la puerta entre-
abierta.
–¿Qué pasa? –notó que estaba agitado.
–Nada, me agarraste un poco a la carrera, corrí para contestar el celular.
–¿Cómo está todo por allá?, ¿estás bien?, ¿ya estás en la casa?
–¡Claro!, ¿y tú?, ¿llegaste bien?
–Estoy en mi primera escala, pero s í... –Hizo una larga pausa –... ¿me ex-
trañas?
–¡Pero por supuesto! –trató de escucharse convincente.
–Te oyes raro –Nada se le escapaba.
–¿Raro?, ¿cómo?
–No lo sé, espero que no haya algo que no me estés diciendo.
–¡Para nada! –se apresuró a responder tratando de escucharse convincen-
te.
–Eso espero –advirtió como bromeando –... sabes, posiblemente tarde una
semana.
–No hay problema, estaré trabajando en el libro.
–Ellos esperan un buen producto... no me defraudes.
–Sabes que no lo haré.
–Confío en ti, Lázaro, siempre he confiado en ti –Sus palabras lo hicieron
sentirse mal... –. ¡No te pierdas, háblame aunque sea un poco! –concluyó con gra-
ciosa ironía.
–Claro que lo haré... –Se despidieron.

La llamada terminó turbándolo. Lo que menos hubiera querido hacer en


aquel instante era platicar con la chica que le interesaba, no en esa hora. Sólo logró
distraerlo y hasta cierto punto, hacer que se arrepintiera.

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Su “huésped” seguía en el piso. Por ahora sentía que lo había “ablandado”,
y la idea original era continuar; pero l a interrupción lo había distraído. Ya habían
sido demasiadas emociones para un día, tal vez debía hacer una pausa. El Lázaro
que regr esó al sótano no fue el mismo que había salido.
Levantó a Juan y se miraron estando cerca, su semblante no reflejaba te-
mor. Las huellas de su estancia empezaban a notarse.
–¿De qué trata tu libro, reportero? –preguntó súbitamente.
Lázaro se hizo para atrás extrañado.
–¿Escuchaste? –interrogó.
–Tengo buen oído –admitió.
–No es algo que te importe –Buscó dónde asegurarlo en la pared.
–¿Estás escribiendo sobre tu experiencia, verdad? –Era fácil suponerlo.
–¡Ya cállate! –Terminó por asirlo a una tubería y caminó luego a las escale-
ras.
–¿Cambiaste de opinión? –Se refirió al hecho de asesinarlo.
–No será hoy, pero sucederá, tampoco será rápido, no mereces que sea
así.
–¡Piénsalo bien!, ¡el camino que eliges es un camino difícil! –La luz se
apagó dejándolo a oscuras, luego se cerró la puerta –, ¡yo lo caminé muchas veces!
–gritó sin ser escuchado.

El silencio en el interior era sepulcral, eso le hizo rememorar aconteci-


mientos que ya creía olvidados. De principio soportó la paliza; pero sus efectos
empezaron a incomodarlo, y sus manos atadas con aquel cincho a la base de la silla
empezaban a entumirse, así como sus pies; necesitaba mantenerse en movimiento
y sólo conseguía agitar un poco sus dedos y tobillos.
Poco a poco sus ojos se fueron adecuando a la penumbra, aún así, casi na-
da se distinguía. Había un mueble parecido a una cajonera en “L” delante de él, lo
recordaba, y encima, un equipo VHS, aunque a esa distancia, Juan no lo podía iden-
tificar. No había ventanas, sólo una puerta que conducía a las escaleras y otra que
estaba delante de él. Por la arquitectura, estaba en un sótano, así que no era posi-
ble que esa segunda puerta fuera una salida. El interruptor eléctrico estaba muy
lejos y no contaba con los medios para moverse, no había escapatoria, tenía que
conformarse con esperar el regreso de su captor.

Los pies vacilantes de un desconocido Lázaro lo llevaron hasta la cocina,


iba en silencio, como si lo que ocurriera a su alrededor no le impo rtara. Ya había
dado un gran paso, así que no podía echarse para atrás, aunque lo pensaba; no por
consideración al tipo que tenía en el sótano, sino por el mismo, y por ella. ¿Qué
sucedería si las cosas sal ían mal? –No lo había meditado lo suficiente–. Desaparecer
a una persona creyendo conocer todos los recovecos que esto implicaba podía no
ser tan sencillo. Afortunadamente Esther no sabía nada, en todo caso quien termi-
naría pagando sería sólo él.

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El grifo del fregadero funcionaba a medias, pero era suficiente para limpiar
sus heridas; había sangre en sus manos, aunque no era suya; sentía las pulsaciones
de la próxima hinchazón, de cualquier forma, no creía que fuera grave. El tipo era
rudo, tenía que reconocerlo, y aunado a su inexperiencia para torturar gente sólo
podía dar como resultado el cuadro que ahora experimentaba. Había sido como
golpear algo duro, no había mucho terreno blando dónde trabajar.

El agua fluyendo entre sus nudillos, se sentía muy bien; eso lo hizo desca n-
sar un poco, aunque sólo físicamente. Siempre creyó, que encontrar al que le había
hecho tanto daño iba a ser imposible; de hecho, se había dado por vencido. Ahora
todo estaba bajo su control, así como le gustaba. Miró por la ventana, mientras sus
ojos vidriosos luchaban con una ligera ventisca. La cocina daba a la calle y no se
divisaba un alma en el exterior. Mantener el recuerdo de aquello que debió olvidar,
no era nada saludable, lo sabía; pero ahora, en su nueva vida, pretendía auto -
convencerse que todo tenía un por qué. Finalmente, había encontrado la razón de
haber mantenido esa emoción viva, ahora era tiempo de ejecutar su añorada ven-
ganza.

Se sentó en el antecomedor frente a una taza de café instantáneo que en-


contró en la alacena, sólo esperaba que no terminara haci éndole daño. La miró
profundamente sin pronunciar palabra . Resopló tratando de tranquilizarse y de
ordenar sus ideas. Estaba ahí, en una casa solitaria con un rehén en sus manos,
¡eso no era nada fácil de digerir!, él se había metido en eso por una buena razón –
así lo creía–, pero quería concluir su obra bien librado y sin levantar sospechas.
Hasta el momento todo había encajado, los tiempos, los movimientos, las
oportunidades. Las últimas doce horas habían sido de alarido, como si Dios hubiera
permitido que todo sucediera de acuerdo a lo planeado “¿Qué otra cosa podía
suponerse?”, pensó.
La última etapa de su vida había sido un verdadero tobogán del terror, pe-
ro los eventos recientes eran todo lo contrario; y aunque compararl os entre sí era
un poco absurdo, de cualquier manera, le daban pie a pensar que ahora todo ca m-
biaría para bien. El inicio de su relación con Esther fue el primer paso, era como si
las puertas que habían estado cerradas se abrieran repentinamente; luego el pr o-
yecto del libro, nada mal para un neófito en el área; y finalmente, la ocasión per-
fecta para atrapar al responsable de todos sus males. Sólo era cuestión de tiempo,
sólo unos días, sólo para hacer pagar a este tipo por todo el daño que había hecho
y cumplir su promesa; luego regresaría a la vida que empezaba a asomarse. En
poco tiempo el mundo sabría, que Encarnación “Lázaro” García, todavía seguía
vivo; en poco tiempo su vida, volvería a tener un propósito.

Él sabía que no tenía ni un mendrugo para acompañar su bebida, Esther ya


se lo había dicho. Tendría que salir a comprar algo si quería quedarse esa semana;
pero antes, se sentó un momento a examinar la situación: El evangelista debía
seguir en la librería y Juan había acordado alcanzarlo más tarde, cuánto más tarde,

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no estaba seguro, consideraba que para eso del mediodía. Abraham notaría la
ausencia de su “mejor amigo” pronto, y entonces, probablemente le llamaría o
regresaría a casa, encontrando el escenario que él había preparado. El celular de
Juan estaba en sus manos, por ese lado no habría problema; aunque, conociendo a
Abraham, seguramente también le marcaría a él cuando entrara en pánico. Sólo
esperaba que no advirtiera a las autoridades de inmediato y que su idea de hacer
parecer todo como una inesperada salida , le diera el tiempo suficiente para actuar.
Seguramente tenía la mañana libre para hacer cualquier movi miento, si tenía que
salir, debía hacerlo ahora; y aunque no era lo mejor dejar sólo a su rehén, lo debía
hacer, a menos que quisiera ayunar por completo. Pensó en una vuelta rápida y
con regreso lo antes posible para abastecerse lo suficiente y enc errarse después en
casa, así que partió.

Tal como era de suponerse, Abraham se inquietó al ver cómo avanzaban


las manecillas del reloj sin que Juan apareciera. Las primeras dos horas lo consideró
normal, venía muy cansado; después de otras dos, un mal presentimiento lo puso
nervioso. Le marcó a la casa y luego a su celular, en ambas ocasiones no hubo res-
puesta. Antes de alarmarse, pensó en lo lógico: “Tal vez se está bañando o quizás
se quedó sin pila... o de seguro viene en camino”. Esperó un poco más, hasta que
decidió regresar a buscarlo.

La puerta de su residencia lo recibió con un inusual silencio.


“Que extraño... no se oye nada”, pensó.
De seguro Juan seguía dormido, al menos eso quería creer; pero su c o-
razón le decía que algo andaba mal. El temor relacionado con su pasado resurgió.
Caminó con cierta precaución, como si alguien lo pudiera oír; pero era evidente
que estaba solo. La recámara de Juan era la primera a la izquierda, así que se fue
directo a ella. La puerta estaba entre abierta; y aunque no acostumbraba violar su
espacio, la ocasión lo ameritaba. Lo que vieron sus ojos fue una escena que no era
del todo alarmante; no obstante, Abraham sospechaba . La habitación estaba un
poco desordenada, los cajones movidos y una de las maletas faltaba –recordaba
que traía dos anoche–. No parecía haber muestras de violencia, era más bien, como
si se hubiera levantado a toda prisa.
–Sólo espero que no sea lo que estoy pensando –murmuró preocupado.
Casi de inmediato revisó las puertas y ventanas, todo estaba en orden.
–¿Habrá tenido que salir? –se preguntó a sí mismo queriendo creerlo.
Volvió a sacar su celular y le marcó, quizás estaba por los alrededores, tal
vez había ido a comprar algo; pero nuevamente encontró silencio. Se dio por ven-
cido.

El evangelista expulsó todo su nerviosismo en una exhalación, la duda y la


preocupación lo invadieron al mismo tiempo . Aquel no era un caso como cualquier
otro, Abraham sabía que no era tan fácil comunicar su desaparición a las autorid a-
des, no con los antecedentes que precedían a Juan. Estaba indeciso, pero temer o-

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so; aunque era casi un hecho que se equivocaba; ya que si hubiera sido secuestra-
do, seguramente el lugar sería evidencia misma del hecho.
Lo siguiente que pensó fue en hablarle a Lázaro, quizás él sabría algo.
–... ¿Hermano? –se apresuró a preguntar apenas escuchó su respiración.
–¿Abraham? –fingió estar sorprendido, aunque esperaba su llamada –, ¿ya
me extrañas tan rápido? –bromeó siguiendo con su papel.
–Disculpa –dijo con seriedad –, te hablo porque pasó algo.
–Dime –Ahora estaba seguro que ya estaba en su casa.
–No encuentro a Juan, no está en su cuarto y parece que parte de sus co-
sas tampoco.
–¿Habrá salido?
–No me contesta el celular –estaba agitado.
–Lo primero es calmarte –aseguró con falsa sabiduría –, debe haber una
explicación para esto.
–¿No r egresaste en la mañana?
–... Sí –dijo dudando, ya que lo tomó por sorpresa –, no podía llevarme to-
das mis cosas en el taxi, así que regresé con la camioneta de Esther.
–¿Y no lo viste?
–Cuando regresé ya no estabas y no estoy seguro si estaba o no, la verdad
no soy de los que se meten a husmear...
–... Entiendo –atinó a decir –... esto está muy raro. Él no se iría sin avisar-
me, menos así.
–¿Crees que le pasó algo? –Necesitaba quitarle esa idea de la cabeza.
–Sería poco probable, pero pudieron llevárselo.
–¡No alucines Abraham!, si no lo hicieron antes, ¿por qué lo harían ahora?
–¡Juan siempre estará amenazado! –alegó con razón –; aunque, no hay
nada forzado –No quería pensar en lo peor.
–¿No hay señales de pelea? –Era la oportunidad.
–No.
–¿Puertas o ventanas abiertas?
–No.
–¡Lo ves! ¿Cr ees que si se lo hubieran llevado habrían cerrado por buena
voluntad todo?, ¿o Juan les abrió la puerta?
–... Tienes razón... –Tuvo que aceptar.
–Olvídate de eso y no hagas algo de la nada –Se oía muy seguro, y era el
único que conocía la verdad –, dale tiempo, de seguro pronto se comunicará –Ya
tenía un plan.
–Creo que te haré caso... esperaré un poco –concluyó.
–Es lo mejor –lo tranquilizó –, estoy seguro que todo está bien...
Abraham hizo un gesto de conformidad, su compañero no pudo verlo; p e-
ro su silencio se lo hizo saber.
Después de colgar, el buen samaritano seguía experimentando esa extraña
inquietud, era como una voz interna que lo instaba a doblar la rodilla . Miró los
muebles de la sala, buscó un espacio y se fue al suelo:

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–... Señor, tú sabes que siempre hemos confiado en ti, que debajo de tus
alas siempre estamos seguros; desconozco tus planes porque esos están en tu sola
potestad revelarlos; pero sé que trajiste a Juan a mi cuidado y sabes que hemos
pasado días tormentosos para llegar hasta aquí. Lo sacaste del fango para levanta r-
lo como un sirviente tuyo, de las profundidades lo trajiste y lo perdonaste. Veo
difícil que ahora permitas que algo malo le suceda si no es con un propósito. Sé que
tú tienes cuidado de él y que no per mitirías que el camino que ahora recorre quede
trunco por una consecuencia del pasado, puesto que tú ya tiraste eso en el fondo
del mar. Señor, no sé qué esté ocurriendo y siento oprimida mi alma , háblame y
minístrame. Si está en peligro, cuídalo, si todo está bien haz que se comunique
conmigo, y si todo esto tiene un propósito que aún desconozco, házmelo saber y
úsame para completar lo que estés realizando, en tus manos estamos Padre... te
pido esto en el poderoso nombre de Cristo Jesús... amén... –continuó postrado.

Lázaro espero sólo unos minutos después de colgar, y después fue a la


habitación del fondo en el primer piso, que era una especie de estudio, ahí estaban
los objetos personales de Juan. Era el momento de quitarle a Abraham la estúpida
idea de que algo malo ocurría. Tomó el celular de su víctima, lo encendió y mandó
un mensaje de texto que consideró bastante convincente: “Tuve que regresar a
casa, nada de cuidado, me comunico después, voy aprisa y tengo problemas con la
señal”, escribió.
–Espero que sea suficiente –murmuró.
Apagó el dispositivo y pensó un poco, ya no tenía a qué salir, se encerraría
a piedra y lodo hasta terminar con su labor. Ahora sól o estaban su enemigo y él, y
tenía toda la ventaja.

Comió algo cuando tuvo hambre, privilegio que no pretendía otorgar le a


su rehén, no ahora al menos. Cuando se sintió satisfecho, determinó que le haría
una visita rápida, era tiempo de negociar con el hombrecito, además de hacerle la
vida miserable.
El camino hacia el sótano se abrió con un peculiar rechinido, esa puerta no
lo podía evitar. Juan estaba prácticamente inconsciente, no podía dormir profun-
damente en su posición y tampoco se podía mantener despierto.
–¿Ahí sigues? –preguntó el reportero con sarcasmo mientras encendía la
luz.
–¿A dónde más puedo ir? –respondió tratando de que su espíritu no s u-
cumbiera. Sus ojos resintieron el repentino resplandor.
–... Hay algo que me inquieta –señaló bajando lentamente –. ¿Por qué te
persiguen?
–¿De qué hablas? –su boca estaba seca.
–... Tus colaboradores –explicó –, ¿por qué pensaste que habían sido ellos
los que te secuestraron? –Hiló la situación con lo sucedido temprano –... ¿Tan mala
relación tienes con ellos? –Él sabía cuál era la supuesta situación; pero quería leer
entre líneas.

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–¿Tengo que explicártelo...? ¡No lo entiendes! –exclamó –... yo me salí,
eso no se lo permiten a nadie, ¡no puedes desertar...!
–¿Te están “cazando”?
–No últimamente, pero sé que lo seguirán intentando...
Lázaro se paseó un momento por enfrente de él, estaba claro que no se
tragaba esa historia, su instinto le decía que todo era una obra muy bien montada .
–Por qué será que no te creo.
–No puedo hacer nada por ti en ese aspecto –señaló.
El reportero no lo tomó tan mal como al principio. Lo tenía en el punto que
deseaba y nadie le podría ayudar, estaba en sus manos hasta que él lo decidiera.
–¿Cómo acabaré contigo? –preguntó en tono sádico buscando amedren-
tarlo.
–¿Podrás hacerlo? –intentó retarlo; atado a esa silla, sólo tenía un arma, el
poder de su lengua.
–Podría colgarte como hiciste con Francisco –sugirió sin prestarle atenci ón
–, quizás simplemente te dispare, o podría dejarte aquí a morir de hambre o frío,
eso llevaría más tiempo...
–¿Y crees que siete días serán suficientes? –hizo alusión a la llamada de
Esther.
Era obvio que la intención era molestar, y el reportero sólo había bajado a
concretar su “propuesta”, así que fue al grano, ya no discutiría más.
–... Escucha, hombrecito de mierda, voy a dejarte solo un rato para que
medites algo: Si quieres seguir con vida vas a tener que abrir la boca . Te traje aquí
para que me digas lo que sabes, para que confieses las bajezas que tú y tu gente
cometieron; además, quiero saber, ¿cuál es el verdadero motivo por el que estás
en la congregación?, ¿quedó claro? –Empezó a subir las escaleras sin darle oportu-
nidad de responder –, ¡y no creas que no tendré el valor de hacerte lo que sea para
sacártelo! –concluyó.

–¡Sí que eres un buen cristiano! –le gritó antes de que saliera, no fue escu-
chado.

Abraham apreciaba en demasía a Juan, la manera en que se pr eocupaba y


hablaba de él lo delataba, era como si tuvieran un nexo más allá de lo habitual , y el
enigma volvía loco a Lázaro. No era que le preocupara cuál de los dos iba a ser el
mejor amigo del evangelista, sino que intuía que había algo importante de lo que
no estaba enterado. ¿Qué podría haber unido tan cercanamente a estos dos?

–¡Señor! –el clamor venía de la habitación oscura –, sé que hice muchas


cosas equivocadas en el pasado; pero tu palabra dice que er es fiel y justo para
perdonarnos si confesamos nuestros pecados y nos arrepentimos... estoy aquí,
atado de pies y manos a merced de uno de tus hijos. Sé que él no sabe lo que hace,
lo comprendo, yo estuve en su mis ma posición muchas veces, hasta que te conocí.
No lo dejes cometer una tontería y no dejes desamparados a mis hijos y a mi ma-

- 229 -
dre. Yo no sé cuál sea el propósito de todo esto, tampoco sé si pretendes que p a-
gue de esta manera todo el mal que hice, lo cual no sería injusto; pero te pido, que
si es tu voluntad, me saques de esta situación e impidas que mi hermano manche
sus manos, te lo pido en el nombre de Jesús...

Pasó un tiempo, Juan no pudo determinar cuánto. En medio de aquella


negrura, con falta de alimento y agua; además de las consecuencias naturales de
los golpes, su mente sólo divagaba tratando de mantener el funcionamiento no r-
mal del cuerpo.
La puerta volvió a abrirse, luego la luz lo molestó de nueva cuenta hasta
que pudo acoplarse. Lázaro estaba enfrente con un poco de comida.
–¿Y qué decidiste? –preguntó mientras masticaba.
–Déjame ir al baño –pidió.
El reportero lo pensó un momento; quizás tenía que c eder en ese aspecto,
lo que menos necesitaba era un tipo que oliera mal , no sin antes ejecutar lo que
seguía.
–Está bien –aceptó de mala gana.
Buscó una navaja o cuchillo para romper el cincho y lo liberó con cuidado
de las piernas mientras le apuntaba con el arma , luego lo hizo igual con las manos.
La segunda puerta era la entrada a un sanitario. No se había usado en
años, pero parecía funcionar. Juan se acercó y lanzó un suspiró cuando por fin logró
desocupar su vejiga.
–¿Ya acabaste? –lo apresuró el reportero.
El rehén no respondió, simplemente se subió el cierre y regresó.
–Ponte de rodillas –le ordenó el captor.
Con sumo cuidado volvió a asegurar las piernas y luego las manos por
detrás, en esta ocasión, no lo ató a la silla.
–¿Vamos a cambiar el juego? –preguntó Juan con ironía.
–Algo así... –en realidad tenía planeada otra cosa.
Lázaro caminó por detrás de su víctima mientras buscaba algo en los cajo-
nes. Juan no podía percibir lo que estaba haciendo. Sus pies se estaban helando.
Repentinamente, una gruesa cuerda cayó sobre su cabeza. Había pasado por enc i-
ma de la viga del techo y ahora colgaba delante de él. El reportero la alcanzó y con
paciencia empezó a manejar la soga, era fácil determinar cuál era su intención.
–Soy bueno con esto –advirtió, mientras creaba con gran facilidad un nudo
del ahorcado –... ¿te gusta? –Se lo mostró ter minado.
–Parece que lo disfrutas... en algún tiempo, yo también lo hice –Intentaba
que se identificara –; pero te he de decir, que no es correcto que un r edimido haga
estas cosas.
–Alguna vez quisiste hacer esto conmigo, ¿verdad?
–No puedo negarlo, era mi viejo yo; mas no es así, ahora.
–No retrasemos más las cosas –Colocó su obra alrededor del cuello de
Juan –, te voy a hacer una pregunta y quiero que la contestes, si por alguna razón
no te creo, vas a terminar balanceándote con la lengua de fuera aquí mismo... ¿fui

- 230 -
claro?
–Detente –suplicó –, todavía puedes...
–¡Suficiente! –Jaló la cuerda logrando que se levantara desde su posición.
Sus dedos apenas tocaban el suelo –... ¿por qué fingiste tu conversión? –interrogó
molesto –, ¿qué es lo que pretendes hacer en la iglesia?
–¡Ya te lo dije! –respondió ahogándose –. ¡He pedido perdón, igual que tú!
Hubo otro jalón; pero, aunque Lázaro era fuerte y Juan no muy pesado,
sus brazos sólo lo sostenían unos segundos.
–¡Contesta! –insistió mientras lo levantaba.
El dolor en el cuello y tórax, junto con la falta de oxígeno, no lo dejaban
responder; cuando por fin pudo, sus fuerzas ya no le daban para sostener su propio
cuerpo, la cuerda lo hacía. Perdió el conocimiento.

Lázaro no tuvo otro remedio que dejar de insistir. Lo dejó caer inconscien-
te. Ahí quedó, tendido en el suelo, parecía como muerto. ¿Habría acabado todo?
Pensó mucho en lo que tenía que hacer ahora: ¿Debía asistirlo o dejarlo ahí? Unos
segundos después, las circunstancias decidieron por él , Juan reaccionó y empezó a
toser.
–Pensé que te habías ido –argumentó siniestramente su castigador.
El ex-satanista sólo atinó a mirarlo de reojo, no podía contestar; sus es-
pasmos se volvieron más fuertes y se percató que algo no andaba bien con sus
costillas; aunque pudo incorporarse un poco.
Lázaro escuchó la molesta e interminable carraspera, si este no podía
hablar, de nada le serviría, así que fue por un vaso que encontró sobre la cajonera y
le trajo agua. Logró calmarle el malestar.
–¿Y bien? –continuó el reportero.
–... No hay ningún plan –confirmó agitado –, todo está en tu imaginación...
he sido sincero contigo.
El “celador” le dio la espalda mientras lo escuchaba recuperarse. Juan ya
había demostrado ser duro, y Lázaro se estaba cansando de la situaci ón; además,
con las sospechas de Abraham, posiblemente tenía menos tiempo del que había
planeado.
–¿Vas a confesar o no?
–No tengo nada qué confesar, todo lo malo que he hecho ya lo he confe-
sado. No hay ninguna farsa en todo lo que hice, de hecho me he jugad o la vida por
aceptar este cambio.
–Entonces que así sea –Volvió a sujetarlo con la cuerda , lo intentaría nue-
vamente.
Juan se tiró inteligentemente al suelo para luego citar:
–“No os venguéis vosotros mismo s, amados míos, sino dejad lugar a la ira
de Dios; porque escrito está: Mía es la venganza, yo pagaré, dice el Seño r...” .
–¡Ahora resulta que eres una enciclopedia de la Palabra! –se burló.
–Yo conozco la Palabra desde pequeño, a nosotros nos fue exigido cono-
cerla casi desde que nos enseñamos a leer; fue lo único bueno de ese tiempo...

- 231 -
–¡No puedo creer tu cinismo!
–Abraham tiene mucho trabajo que hacer contigo –alegó buscando ganar
tiempo –... lo que haces te perjudicará más a ti que a mí: Yo iré a la presencia del
Señor y tú te echarás encima este pecado.
–Esto no va a ningún lado, ¡levántate! –sacó su pistola e intentó jalarlo –,
¡levántate, cabrón!, ¡o te juro que te dispararé en cada parte no vital hasta que lo
hagas!

El rostro del reportero reflejaba exactamente las palabras que acababa de


pronunciar, Juan sabía perfectamente leer ese tipo de cosas y no era conveniente
contradecir a quien ahora lo tenía en su poder.
En medio de su encierro había recordado un “plan B”, uno que no depen -
día ahora completamente de él o de sus actuales recursos. Sólo esperaba que su
amigo lo pusiera en marcha y que su acosador no lo descubriera; además de que
las herramientas adecuadas estuvieran en su lugar –eso no lo sabía–. Lo único im-
portante que estaba en sus manos , era comprar tiempo.
–¡Está bien! –exclamó fingiendo rendirse –, voy a decirte todo desde el
principio.
–... Te escucho.
–No comenzaré con lo que hago en la iglesia, eso te lo diré después –
mentía buscando tranquilizarlo –... Haz perseguido a la organización durante mu-
cho tiempo y yo sé de todas las cosas que se hacían desde adentro, te encantará
sacarlas a la luz, créeme; además, podrás recuperar tu reputación con eso y limpiar
el nombre de tu amigo... puedo decirte todo y tendrán que creerte.

La aseveración era muy atractiva y esa iba a ser su siguiente pregunta,


aunque menguaría un poco su intención de atormentarlo. Si el sujeto cooperaba
obtendría información valiosa y ahorraría tiempo, lo cual ahora era valioso; de
cualquier forma, eso no cambiaría su final intención.
–¿Vas a traicionar a tu gente? –todavía dudaba.
–Ya no son mi gente...
–¿Cómo sé que me dirás la verdad? –Enfurecido, lo levantó casi en vilo
hasta que pudo apoyarse en sus pies.
–Créeme, cuando escuches lo que voy a decirte juzgarás por ti mismo y
sabrás que es la verdad... yo puedo mostrarte las entrañas más profundas de El
Círculo...
Lázaro le quitó la soga del cuello y lo llevó de vuelta a la silla, aseguró nue-
vamente sus manos al respaldo y amenazó:
–No sé qué pretendas con esto; pero si me estás engañando va a ser peor
para ti.
–Te diré la verdad, aunque sé que no te va a gustar, pero te prevengo... lo
que vas a escuchar te marcará de por vida, y si lo das a conocer, ellos nunca te
dejarán en paz...
–Tú tampoco lo hiciste, y sigo aquí, ¿no?

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–En eso tienes razón –sonrió –, pero todo tiene un por qué y una razón de
ser y lo vas a saber también en esta plática...

“... El ‘favor’ que me está haciendo este, y que definitivamente usaré, sólo
va a sumarle un poco más de tiempo a su miserable existencia ... voy a dejarlo
hablar y luego, todo terminará...”, pensó.

Los “documentales” del padre de Esther habían sido grabados en esa habi-
tación, Lázaro recordó el equipo que estaba sobre el mueble, si funcionaba podía
ser de mucha utilidad, se acercó a revisarlo. El polvo lo cubría por completo. Trató
de enc enderlo sin éxito, requería un cartucho VHS, que era difícil de conseguir en
estos tiempos. Descartó pronto la opción, tendría que conformarse con grabar
únicamente el sonido.
Entre sus cosas tenía una grabadora digital , fue por ella y regresó.
–Vienes preparado –comentó Juan.
Lázaro no le respondió. Notó que su dispositivo sólo tenía un micrófono,
esperaba que el rango fuera suficiente para no estarlo paseando de boca en boca,
hizo unas pruebas y quedó satisfecho.
–Sabes –continuó el prisionero –, deberías darme algo de comer primero,
seguramente tú ya te saciaste; pero yo no, y esto va para largo.
Lo observó fijamente pensando un poco y después le contestó:
–No tientes a tu suerte...

El reportero ter minó de acomodarse y giró instrucciones:


–Así es como lo vamos a hacer: Me referiré a ti como si no te conociera.
Tú, no mencionarás mi nombre... llámame: “Reportero” Para cada pregunta que te
haga contestarás específicamente lo que te pida y sólo eso... yo controlo el ritmo y
si considero que es bueno ampliar te lo indicaré con otra pregunta... ¿estamos
claros?
–Sí...
Lázaro grabó la bitácora, luego, arrancó con el primer cuestionamiento:
–¿Puede mencionarnos su nombre completo y actividad principal?
–Mi nombre es Juan Reyes de Aragón y soy publicista independiente...
–¿Independiente? –interrumpió Lázaro –, ¿y anteriormente?
–Tenía mi propia agencia de publicidad, Reyes y Asociados S.A. de C.V.
–¿Cuál fue el motivo de su separación?
El hombre menudo dibujó una ligera sonrisa pensando en cuál podía ser la
respuesta más adecuada para una situación tan peculiar:
–... Diferencias irreconciliables con otros socios.
–¿Entonces no era el dueño único?
–Era el mayoritario.
–¿Cómo pudieron entonc es “expulsarlo” de su propia empresa?
–Reyes y Asociados es sólo una cortina de humo para otro tipo de activi-
dades que no están totalmente bajo mi control y donde se encuentran muchos más

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intereses involucrados que los de una simple empresa. Para mantener estos inte-
reses hay que estar de acuerdo con ciertos “estatutos” que ya no estaba dispuesto
a cumplir.
–¿Reyes y Asociados es entonces, la fachada de alguien más?
–Sí.
–¿De quién?
–De una organización denominada: “El Círculo”.
–¿A qué se dedica?
–Es una organización... “religiosa”.
–Y siendo una organización religiosa, ¿por qué se oculta? ¿Qué acaso no
tenemos en este país libertad de culto?
–Sus actividades no son del agrado de Dios, y tampoco de la opinión públi-
ca, aunque eso ha estado cambiando mucho últimamente –puntualizó.
–¿Cuáles son esas actividades?
Juan exhaló levemente; tendría que hablar, muy a su pesar, de las mis mas
entrañas de su pasado, el reportero no estaría contento con menos.
–Su principal función es difundir el reino de Satanás en este mundo.
–Se r efiere a...
–A Satanás –repitió –, Belcebú, Lucifer, el Príncipe de las Tinieblas, el Ma-
ligno, o cualquier otro nombre con el que se le conozca... ¡El Círculo procura propa-
gar la influencia de este ser a todos los ámbitos de la sociedad, a todos los corazo-
nes, a todo el mundo! –se exaltó.
–Es algo complicado de entender –habló tratando de conservar la objetivi-
dad –, yo ya había escuchado sobre sectas satánicas, si este es el caso claro está, ¿o
acaso se trata de alguna nueva religión?
–¿Nueva? –sonrió como pudo –, de ninguna forma. El Círculo es una orga-
nización con siglos de antigüedad y está presente en cada país medianamente i m-
portante del mundo, de ninguna manera representa una religión. Desde el principio
de los tiempos, cuando la Serpiente Antigua fue expulsada del paraíso, ha buscado
ser exaltada igual que Dios. Esta “asociación” es el resultado de su influencia sobre
el corazón del hombre...
–¡Wow! –dijo sorprendido mientras detenía la grabación –. Cr eo que vas a
tener que ser más “aterrizado” en tus comentarios o explicar tus alegorías. Recuer-
da que no todos los que escuchen esto sabrán de qué hablas.
Juan asintió con la cabeza y prosiguieron de inmediato:
–... Mencionó que la empresa a la que pertenecía servía a los propósitos
de esta organización y que usted era el socio mayoritario; así mismo, que estaba en
desacuerdo con los estatus del organismo denominado: El Círculo, que se oculta
tras esta fachada. No me queda claro, ¿cuál era su papel con estos últimos ?
–Era uno de sus líderes.
–Sin embargo, ¿lo expulsaron?
–Pertenecer a este grupo no es como pertenecer a una empresa cualquie-
ra o a una iglesia común. Cuando estás adentro no puedes salirte, hacerlo te cuesta
la vida.

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–Entonces, si usted los abandonó, ¿existe una “sentencia” en su contra?
–Así es... la agencia es sólo uno de los muchos pilares que sostienen la es-
tructura financiera. Yo era socio en ella y líder en El Círculo, al abandonar uno,
perdí por consecuencia el otro. Cuando los dejé fui perseguido, al igual que mi
familia, huí y perdí todo lo material; aunque recuperé mi alma...

Las palabras del hombre menudo tenían credibilidad, y si no es porque


sabía realmente de quién se trataba, hubiera creído en su supuesto arrepentimien-
to.

–El Círculo, ¿cómo obtiene sus recursos?


–Del poder de Satanás –dijo con seguridad; aunque sonara irrisorio, des-
pués recibió una seña para que se explicara –: Como príncipe de este mundo, él
tiene potestad sobre las finanzas y todo medio terrenal, siempre y cuando rindas
estas a su control.
–¿Quieres decir que los miembros de El Círculo obtienen sus finanzas de
una manera sobrenatural?
–Sí.
–Y esto se debe a que han cedido el “control” –recapituló –, ¿a qué se re-
fiere con esto?
–A que han entregado todo a él, sus almas, sus vidas, su voluntad, todo lo
han pactado para obtener lo que el mundo les puede dar.
–¿Cómo un pacto satánico?
–Se escucha burdo; pero así es...
–¿Como en las películas?
–Sólo esencialmente.
–¿Firmas con sangre un papel o algo así?
–Similar, y debe ser con tu propia sangre.
–Entonces, ¿el Diablo se encarga de conseguirles todo?
–Sí.
–¿Y cómo lo hace?, ¿llega con una bolsa llena de dinero? –preguntó como
burlándose.
–De ninguna forma –se molestó –, mueve situaciones, personas, infesta el
corazón de los hombres para que pequen, consigue quién necesite algo a cambio
de un favor, etc.
–¿Puedes darme un ejemplo?
–Alguien con suficiente dinero puede llegar a requerir “algo”; los favores
cuestan, y eso va directo a las arcas del concejo libre de impuestos. De la misma
manera, un negocio sucio o ventajoso puede beneficiar a la organización ; además
de lograr seguir destruyendo almas . Recuerda que han hecho esto por siglos.
–Si todo lo que nos has comentado es real, ¿cómo es posible que nadie los
haya descubierto?
–Algunos han hablado, pocos; pero el mundo no está ni estará listo para
escuchar la verdad. Aún el día de hoy se debate si el Diablo tiene cuernos o no , o si

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es una invención del hombre. Créeme, el Diablo existe y se mueve en la oscuridad...
De qué manera puede una organización como esta pasar inadvertida, es muy sim-
ple: Trabaja bajo los mismos principios. Recuerda también que él es un mentiroso,
nunca se aparecerá con su verdadero aspecto, siempre vendrá de manera sutil con
algo que te gusta para convencerte; si pudo engañar a la tercera parte de los áng e-
les en el principio de los tiempos, cuanto más no podr á hacer con el ser humano.
Por eso hay que velar y buscar al Señor.

Lázaro hizo una parada en el camino, se talló los ojos y se estiró un mo-
mento; su rehén también lo deseaba, pero estaba imposibilitado.
–Creo que será suficiente por hoy –Se levantó –, mañana empezaremos
temprano y le daremos a morir.
–¿Vas a dejarme aquí amarrado?, me duelen los brazos y se me congelan
los pies.
–Lo siento –comentó con el primer dejo de misericordia que había expre-
sado –, así tiene que ser.
–¿Tampoco vas a darme algo de comer? –exigió cuando casi estaba en las
escaleras.
–... Te voy a ayudar con eso, no quiero que mañana te desmayes en medio
de la entrevista.
Lázaro estaba realmente sacudido. El reportero tenía nociones de muchas
de las aseveraciones de su invitado; pero escucharlas de primera mano era algo
muy diferente. El valor de aquella información iba a dar un plus muy importante a
su proyecto.

Ya era de noche, y entre una cosa y otra, no se había dado cuenta de que
estaba preparándole la cena a su peor enemigo; eso sí era irónico. Tampoco pre-
tendía cocinar ninguna exquisitez, ni sabía ni quería hacerlo, sólo algo para que el
tipo se mantuviera lúcido.
Lo más rápido fue la elaboración de unos rollitos de jamón con queso,
mismos que tuvo que darle en la boca. Le proporcionó también un par de pantuflas
que le quedaron grandes. Esperaba que con eso fuera suficiente para que no se
enfer mara y echara a perder la entrevista.
–No creas que hago esto con mucho gusto –señaló al ver cómo los devo-
raba.
Masticó con velocidad y terminando dijo:
–Es bueno para los dos... no había comido nada.
–Mañana platicaremos –tenía prisa por retirarse.
–Gracias...
El agradecimiento lo sorprendió al pie de la escalera, lo que menos espe-
raba de aquel hombre era un comentario semejante, sólo volteó a verlo sin decir
palabra y siguió su camino. No imaginaba cómo se hubiera comportado él en una
situación contraria, pero seguramente no hubiera dicho eso.
La puerta quedó asegurada como siempre y la última parada fue la re-

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cámara. Empezó a pensar si sería oportuno hablar con Abraham, sólo para sondear
el terreno, y ter minó haciéndolo.
–... ¿Abraham? –preguntó al escuchar su voz.
–¡Lázaro! –exclamó este al identificar a su amigo –, ¡tenías razón! –, pare-
ce que Juan tuvo problemas con su celular y no podía comunicarse; pero ya me
mandó un mensaje para decirme que estaba bien.
–¡Qué bueno! –expresó falsamente –, te dije que no pasaba nada.
–Es bueno contar con tu experiencia, hermano.
No podía evitar sentirse mal por estarle mintiendo.
–Bueno, ¿y en dónde está?
–Regresó a ver a sus hijos, no me dijo por qué; pero parece que no es de
cuidado.
–Era lo que necesitabas saber, ¿no?
–Sí.
–Entonces deja el asunto por la paz, ya hablarás con él con calma en su
momento.
–Tienes razón... ¿Todo bien allá?
–Sí, avanzando con mis cosas ...

Lo que siguió fue un mero saludo social. Se despidieron y el reportero se


quedó más tranquilo –sólo en este aspecto–. No quería hablar mucho con Abra-
ham, sabía, muy en el fondo, que no hacía lo correcto; pero creía que el fin justifi-
caba los medios, al menos los suyos.
Se dejó caer hacia atrás en el colchón. El fuego de la ira que se había l e-
vantado en un principio empezaba a confundirse con las declaraciones de su pri-
sionero. Ese sujeto, o era un gran actor o realmente estaba arrepenti do; y si fuera
cierto, ¿era correcto entonces, hacer justicia por su propia mano?

“Creo de todas formas, que arrepentirse no implica borrar todo lo malo


que hizo, debe pagar de cualquier manera “, creyó pensar; “¿y es correcto que lo
haga yo, por qué no dejar que las autoridades se encarguen?”, continuó cavilando;
“porque la justicia no existe en este país, seguramente podrá salir de alguna man e-
ra sin pagar todas las que debe”, se contestó; “además, tengo una promesa que
cumplir, no le voy a fallar a mi hermano”, concluyó.

No podía tampoco dejar de considerar el resto de los factores relacionados


–aunque ya era un poco tarde para eso–, como su actual relación con Esther, ella
había sido como un ángel en su vida y no se merecía esto. Estaba arriesgando en
esta jugada el futuro de los dos , aunque estaba seguro de salirse con la suya.

–“Mas los perros estarán fuera, y lo s hechiceros, los fo rnica rios, los homi-
cidas, los idólatras, y todo aquel que ama y hace mentira” –una voz casi audible
hizo retumbar este versículo en su cabeza provocando que se levantara.

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Lo había leído alguna vez, lo recordaba, y sonrió como si Dios mismo le
hubiera hablado aprobando su accionar –así lo hacía con Abraham, por qué con él
no–. Creyó entonc es, en su deseo egoísta, que Juan era como un trofeo por haber
llegado hasta ahí y por haber sufrido tanto. El reportero era el instrumento de Dios
para hacer justicia, porque la justicia del hombre es imperfecta, pero la de Él es
perfecta y oportuna. Se conformó con entender lo que quería entender.

Después de una pésima noche, para ambos, Lázaro bajó las escaleras des-
pués de desayunar, llevando consigo un vaso grande en la mano, encendió la luz y
despertó al huésped:
–¡Es hora de levantarse!
–¿Qué pasa? –se quejó tratando de acomodarse el cuello –, ¿qué hora es?
–¡Es hora de trabajar!
–Por favor –suplicó –, déjame ir al baño, me estoy reventando otra vez.
El reportero resopló, y aunque no lo quería hacer, se lo concedió; así que
dejó el batido que le traía y lo liberó mientras le apuntaba con el arma .
Los hombros magullados por fin regresaron a su lugar después de una lar-
ga noche; las ligaduras de las muñecas habían dejado una marca importan te; y
aunque quisiera, no podía escapar en esas condiciones . Se levantó lentamente
adolorido por la postura, pero mucho más por los golpes que tenía en la cara.
La operación no fue muy diferente al día anterior, Juan ya sabía qué hacer.
Lavó su cara y notó que todavía había un poco de humedad en su camisa, parte por
un poco de sangre, parte por la cubeta de agua que le dio la bienvenida. Empezó a
hacer algunas gesticulaciones y estiramientos todavía en el cuarto de baño.
–¿Terminaste? –lo apresuró Lázaro.
–Dame unos minutos por favor –pidió.
–Está bien, pero acá afuera.
Regresó a la silla donde se mantuvo libre de sus ataduras.
–Aprovecha para tomar tu “desayuno” –le señaló el vaso.
–Muy gentil de tu parte –dijo con ironía.
–Aprovéchalo, no habrá más hasta mañana –advirtió.
Juan levantó el vaso como si brindara con su acompañante y lo ter minó de
un solo golpe.
–No sé cómo cabe tanto en un cuerpo tan pequeño –exclamó asombrado.
Juan sólo sonrió.
–¡Amárrate! –le ordenó arrojándole un cincho a los pies.
–¿Quieres que lo haga yo?
–Y bien apretado.
El prisionero obedeció y acto seguido, Lázaro aseguró sus manos.
–Parece que estás disfrutando esto –observó Juan.
–Y todavía falta lo mejor –agregó siguiéndole el juego.

El reportero tomó su lugar y dijo:


–...Sesión número dos... –grabó en la bitácora –... Sr. Reyes, continuando

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con lo que vimos en la primera sesión, ¿podría comentarnos cuál es el organigrama
o estructura de la organización denominada como El Círculo?
–El líder de esta organización –Se detuvo a pensar –...tanto aquí como en
el extranjero, es el mismísimo Satanás...
–¿Satanás? –interrumpió por lo increíble de la afirmación –, ¿es el alias de
alguien?, ¿cuál es su verdadero nombre?
–Me refiero al Demonio en persona.
–¿Quiere decir que ese ser sobrenatural abandona su morada, infierno, o
donde sea que esté para presidir sus juntas de concejo? –hizo la pregunta de ma-
nera burlona.
–Hay algo de verdad en eso; puesto que no es omnipotente, ni omniscien-
te y mucho menos omnipresente, como sí lo es Dios. Simplemente aparece en
algunas de las reuniones o en momentos que se le invoca, no siempre inmediata-
mente, o en pocas ocasiones por su simple gusto; y aunque casi nunca preside las
juntas de la organización, sí se siguen sus órdenes.
–Suponiendo que este ente existiera –Intentó aterrizar el comentario –, y
que todo lo que nos está mencionando sea verdad, quiere decir que, ¿él es el que
dictamina lo que se debe hacer? ¿Algo así como lo haría un dictador?
–No hay mucho que determinar en l as acciones que hay que tomar, éstas
han quedado claras desde que se fundó el grupo. Existe más bien un pequeño con-
cejo que preside, un tipo que podíamos denominar como el segundo de abordo,
que también es el sacerdote en cada reunión, y doce consejeros, yo fui uno de
ellos; además de esto, hay grupos pequeños distribuidos a lo largo del país, casi
todos concentrados en la Ciudad de México, Guadalajara y Monterrey. Sólo existen
dos reuniones ordinarias, una en la Semana Mayor y otra en octubre. De cualquier
forma, siempre se terminan atendiendo situaciones menores durante el resto del
año.
–Siendo un grupo pequeño, ¿cómo logran formarlo?
–No cualquiera puede entrar a El Círculo. Como es entendible, no se publi-
can vacantes en internet para solicitar un puesto específico. Casi todos los que
están o estuvimos dentro, fue por herencia o por alguna selección especial indicada
por el Maligno.
–¿Sus padres formaron parte de esta organización?
–Así es, mi padre falleció aún perteneciendo a la organización y mi madre
y yo pudimos escapar...
–Aún permaneciendo ocultos, ¿cómo logran influenciar a la sociedad?
–El Círculo se nutre de negocios bien establecidos, de pactos con políticos,
autoridades religiosas de toda índole e incluso de la delinc uencia organizada. Cada
miembro del concejo tiene sus propias empresas o manera de generar dinero, casi
todo bien habido o aparentemente, así es.
–¿Entonces muchos saben sobre ustedes?, ¿no es eso una contradicción a
lo que mencionaste sobre “per manecer en las sombras”?
Juan sonrió con ironía al notar la falta de conocimiento del que tenía en-
frente, meneó la cabeza de manera negativa y apunto:

- 239 -
–Los que tienen relación con el organismo sólo saben l o que ellos quieren
que sepan. Se paga por un favor y obtienen lo que van a buscar, a veces no saben
ni cómo. Los favores implican algo a cambio, a veces algo especial, a veces ciertas
concesiones. Los incautos ni siquiera saben con quiénes están tratando... En oca-
siones, simplemente se fuerza a alguien a hacer lo que El Círculo dicta, así funciona
esto. A veces llegan por un rumor o por recomendación de alguien atreviéndose a
pactar con lo más valioso que tienen: Hay artistas, políticos, narcotraficantes, etc.
–¿A qué te r efieres con lo más valioso?
–...Sus almas...

Lázaro guardó silencio un momento mientras digería lo que acababa de


escuchar, después hizo la siguiente pregunta.
–Mencionaste a un líder del concejo, ¿cuál es su nombre?
–El se llama Mateo Reyes y es mi tío.
El reportero no se sorprendió.
–¿Tienes más familiares relacionados además de él?
–Es el único que queda.
–¿Quiénes son los otros miembros del concejo y específicamente qué
otras "personalidades” están relacionadas con El Círculo?
–Bien –Resopló –... empezaré por sus nombres y “disfraces...”

Ese mismo día, ya se le había hecho tarde a Abraham, era día de culto y
confiaba que recargar sus baterías le daría esa paz que, por ahora, su nerviosismo
vencía. Se levantó rápido y se dispuso a arreglarse lo más pronto posible. Había
pasado una noche inquieta a pesar del mensaje de Juan. Cuando estuvo a punto de
partir, rompió un poco su rutina para caminar de vuelta por el corredor hasta la
habitación de su mejor amigo. Se introdujo y miró cada centímetro del lugar sin
entender qué era lo que estaba buscando, como si un presentimiento lo guiara; y
como experto investigador, dirigió su mirada a una botella con un líquido extraño
que no recordaba haber visto el día anterior ; pero tuvo que haber estado ahí desde
antes.

–¿Qué es esto? –se preguntó aproximándose.


El recipiente estaba cerrado y su primera reacción fue olfatearlo. La sor-
presa lo hizo alejar el líquido inmediatamente y un ligero mareo le confirmó de lo
que se trataba. Entendió entonces que lo que había ocurrido ahí no había sido una
precipitada salida.
Abraham conocía los métodos de los acosadores de Juan, y ellos no eran
de los que cuidaban los detalles, utilizar cloroformo y llevárselo con sigilo no era su
estilo; al contrario, hacían todo el ruido posible y no ocultaban las reprimendas.
Aunque cualquier cerradura podía abrirse, ¿quién podía tener acceso a la casa con
cierta facilidad...? Sólo había una persona, pero se negaba a creerlo.
Hubiera sido quien hubiera sido, ya había perdido mucho tiempo. ¿Qué
podía hacer ahora por su amigo? ¿Reportarlo a las autori dades?; lo terminarían

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clasificando como una persona extraviada, no había señales de violencia y era im-
posible mencionar los antecedentes del caso, no era probable que lo consideraran
un secuestro; además, con sus métodos y prioridades , era más probable que Juan
apareciera solo, a que lo encontraran. Sin embargo, hacía tiempo que el evangelista
había preparado un plan “B” para estos casos; pero como nunca lo había utilizado,
no recordaba bien su funcionamiento. Estaba por su cuenta...

En el interrogatorio.
–... Hemos hablado de cuestiones y detalles muy relacionados a la organi-
zación de la que usted fue miembro –aterrizó Lázaro –, dentro de las actividades
que realiza este grupo, ¿algunas pueden considerarse ilegales?
–Creí haber mencionado que sí.
–¿A qué grado...? Asesinato, extorsión, lavado de dinero, secuestro...
–Así es... todas ellas.
–En su caso en particular –lo miró unos segundos –, ¿participó usted en al-
guno de estos crímenes?
–Sí –r espondió parcamente.
–¿Cuál?
–Si tomamos en consideración únicamente las leyes que rigen esta soci e-
dad –Hizo una pausa –, debo señalar que debí haber violado cada ley del código
penal.
–¿Asesinato?
–Sí.
–¿Ex torsión?
–Sí.
–¿Asociación delictuosa?
–Sí.
–¿Tiene o tuvo relación con el narcotraficante conocido como “El Coma n-
dante”?
–Sí.
–¿Qué clases de negocios tenía con él?
–Le ayudábamos a mantener la plaza.
–¿A qué se refiere?
–Él señalaba la región o ciudades que deseaba controlar y nosotros nos
asegurábamos de que lo lograra.
–¿De qué manera?, ¿armas?, ¿personal?
–De la mejor manera que su dinero o “favores” podían comprar, dándole
poder sobrenatural para enfrentar a sus enemigos.
–¿Magia negra?
–Si el mundo así lo entiende, sí, se puede decir así, aunque es mucho más
complicado...
–¿Cómo un narcotraficante de esta calaña puede creer en esas cosas?
–¡Todavía no enti endes verdad! –reprimió –, ¿desde cuándo creer en esto
implica ignorancia?, al contrario, no hacerlo es estúpido... ¿Acaso no estás enter a-

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do?, ¿no ves las noticias, reportero? De unos años acá ese sujeto controla el norte
del país y la frontera con Estados Unidos, es el punto estratégico más importante
para cualquiera que esté en ese negocio; ¿crees que lo logró solo?, ¿acaso no viste
caer a su competencia mientras él seguía ahí afuera? A Satanás le interesa la gente
como él, atrae a muchos a la boca del infierno; a los que asesina, a los que mueren
en todo el mundo por lo que vende; esos no pudieron encontrar la salvación, esos
no pudieron conocer a Jesús...

Lázaro no dejaba de sorprenderse. Su manera de mezclar lo correcto con


lo incorrecto era simplemente, demencial.
–Entonces –regresó al tema –, suponiendo que le damos cierto valor de
verdad a lo que menciona, el Comandante pagaba por esta “protección o poder
sobrenatural” –Hizo una pausa –... debió tener un alto precio.
–Así es, El Círculo se nutre de estas... “aportaciones”; pero casi siempre
existe un extra, cuando necesitas algo de ese tamaño.
–“De acuerdo al sapo es la pedrada” –parafraseó un refrán popular –, ¿no
sólo fue el dinero?
–No.
–¿Qué más?
–Cualquier tipo de pacto, desde el más pequeño hasta el más grande, se
sella con sangre; en ocasiones sólo se utilizan animales, en otras, personas...
–Permítame entenderlo –Trató de conservar su cordura –, quiere decir
que se sacrifican animales y/o personas para... “cerrar el trato”, ¿no es eso muy
“hollywoodesco”?
–Pero es verdad.
–¿Personas? –insistió –. ¿A quiénes?
–A veces es alguien que simplemente estaba en el lugar equivocado en el
momento equivocado, a veces se busca a un enemigo; pero cuando el “favor”, es
algo tan importante, se requiere de un pariente consanguíneo... como fue su caso.

Al reportero se le heló la sangre al recordar que la muchacha asesinada en


la reunión había sido la hija ilegítima del comandante, un pariente de sangre. Tenía
que reconocer que la declaración concordaba.

–¿Es verdad todo lo que me está diciendo? –prosiguió.


–Es verdad –aseguró.
–¿Quién sería capaz de hacer algo así?, sacrificar a un hijo, o un hermano,
no sé...
–Te sorprendería, reportero, saber lo que hace la gente para alcanzar sus
deseos egoístas. He visto cosas tan terribles que ni la mente más depravada hubi e-
ra imaginado. No cualquiera puede dormir después de haber visto lo que yo...
Lázaro se levantó de su asiento y giró alrededor de la habitación sin impo r-
tarle que la grabadora continuara. Después de unos segundos regr esó y continuó
con la pregunta más importante:

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–... Hace más de un año –se enfocaría a su caso –, el camarógrafo Francis-
co Rodríguez fue asesinado a la usanza del crimen organizado, la policía encontró
droga en su casa y se determinó que había sido perpetrado por algún competidor,
una clase de escarmiento. A pesar de no tener antec edentes y de no enc ontrar más
pruebas, el caso quedó cerrado. El día de hoy, en esta hora, quiero preguntarle:
¿Quién ordenó ese atentado?
Fue la primera pregunta en que Juan vaciló, sabía lo que el reportero que -
ría oír y también conocía la respuesta. Hubo unos segundos de silencio y ante la
mirada fija de Lázaro, el rehén respondió:
–Fue ordenado por la organización, por El Círculo mismo.
–¿Por qué no se hizo cargo de es to el Comandante? –Tenía esa duda–, me
parece una labor más acorde a sus “habilidades”, además de que también estaba
relacionado.
–Pedimos hacernos cargo de esa situación en particular –Sonrió un poco al
probar la ignorancia de su entrevistador–. No todo lo que ocurre en este país es
obra material del narcotráfico... pero eso, reportero, es otra historia...
–¿Quién ordenó sobre el asunto en particular, entonces? –Lo dejaría claro.
–El tema estaba directamente a mi cargo, yo ordené el asesinato de Fra n-
cisco Rodríguez e indiqué las formas, todo debía parecer como un ajuste de cuen-
tas.
–¿Confirma entonces usted que Francisco Rodríguez no tenía ningún nexo
con el narcotráfico y que todo fue una bien orquestada farsa?
–Así es, él era inocente.
–¿Qué hay con su familia? –Quería oírlo de sus labios, aunque estaba se-
guro.
–Lo hicimos parecer un accidente.
–¿Intentaron dar el mismo escarmiento a alguien más de los medios impli-
cado en el caso?
–... Al reportero Encarnación García, incendiamos su propiedad con él
adentro, lo quisimos hacer parecer un accidente.

El diálogo se detuvo, no así la cinta ; Lázaro hizo un paréntesis recordando


lo sucedido. Sospechó desde un principio que el incidente no había sido fortuito,
ahora, después de tanto tiempo, lo comprobaba. No pudo evitar que una lágrima
rodara por su mejilla con el recuento de sus pérdidas; pero debía continuar:

–¿... Ordenó también entonc es el asesinato del reportero Encarnación


García? –quería que quedara claro.
–Sí.
–¿Por qué de esta forma y no como lo hizo con Francisco Rodríguez?
–Intentamos hacerlo de otra manera para incriminarlo, más de una vez;
pero el reportero... tiene algo especial.
–¿A qué se refiere?
–... Hay designios más allá de lo entendible, más allá de lo que el hombre

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puede comprender. Este r eportero tenía una protección especial, una, otorgada
posiblemente desde su nacimiento, un destino y un propósito encausado por Dios
mismo... no cualquiera puede librarse de las intenciones de la organización una vez
que ha sido señalado...; pero él podía. Cuando nos dimos cuenta, sólo nos quedaba
una opción, si no podíamos matarlo, tendríamos que destruirlo...

Lázaro se quedó callado unos segundos sin poder reaccionar, intentaba


comprender lo que le estaba diciendo. ¿Qué acaso era algo así como un tipo de
“elegido”?

–Supongo –dijo con voz pausada y redirigiendo el camino –, que para lo-
grar todo esto, debe haber complicidad de las autoridades... digo, no debe ser
sencillo desaparecer gente así como así.
–Es correcto.
–¿Quién se hizo de la vista gorda para dejarlos actuar?
–Te lo diré...

El celular de Juan tenía un GPS, y según los proveedores, incluso con el


dispositivo apagado era posible su localización. El que se había llevado a su amigo
seguramente lo tenía en su poder, de otra forma, cómo había enviado el mensaje.
Encontrara a quien encontrara en el final del camino, tenía la esperanza de q ue sus
sospechas fueran infundadas.
Abraham, en su rol de detective, entró a una página de internet que había
escrito en una libreta vieja, sólo esperaba que los datos escritos fueran los correc-
tos. Como pudo halló la llave y solicitó su localización, fue sólo cuestión de segun-
dos.

–¡Gracias Padre! –exclamó victorioso cuando se percató que funcionaba –,


¿dónde es esto? –frunció el ceño.

El aparato se encontraba en una colonia al sur de la ciudad, y no muy lejos


de la salida a la concurrida Carretera Nacional, ¿seguiría ahí?
Súbitamente tuvo otra idea. Sabía que no era correcto pensar mal de su
amigo; pero pensando objetivamente, él tenía los medios, los tiempos y las razones
para hacerle daño a Juan. Sacó del cajón algunos papeles más nuevos, original men-
te había contratado el mismo servicio para el celular de Lázaro, por un temor simi-
lar al que tenía con su mejor amigo; pero su idea era usar el servicio para descartar
su mal pensar.

La sorpresa fue mayúscula cuando comprobó que ambos estaban en la


misma dirección.

La sangre se le heló, ahora menos que nunca podía involucrar a las autori-
dades, esto se había convertido en un tema personal y no quería que ninguno sali e-

- 244 -
ra dañado; aunque no se sentía capaz de manejarlo solo. Conocía la historia de
ambos; pero vislumbró cómo podían llegar a desembocarse las cosas. Alzó los ojos
al cielo y pidió consejo como nunca antes lo había hecho.

Acto seguido, tomó sus llaves y partió en busca de ambos. Sólo esperaba
que no fuera demasiado tarde. “No, él no sería capaz de lastimarlo”, pensó.
En el trayecto recordó que Lázaro había utilizado su teléfono para marcar-
le a Esther, y él no utilizaba mucho su celular, así que sería fácil encontrar el núme-
ro en los registros. Tenía una corazonada sobre el asunto; además, ¿a quién más
podía marcarle para pedir ayuda...? ¿Y si estaba implicada en esto...? ¡No!, ¡eso ya
sería demasiado!
–¿Esther?
–¿Quién habla?
–Soy Abraham, el amigo de Lázaro.
–¡Ah sí! –dijo con buen ánimo –... ¿cómo estás Abraham? –le extrañó reci-
bir su llamada.
–Bien –Exhaló fuerte mientras manejaba –... me gustaría que esta llamada
fuera por otra razón, pero te marco por algo importante.
–¿Qué sucede...? Me estás preocupando.
–Necesito preguntarte algo...
–¿Le pasó algo a Lázaro? –se adelantó.
–No está conmigo, y no te quiero mentir; no sé si está bien o no, tal vez...
esté haciendo algo de lo que luego se va a arrepentir.
–¿Y qué necesitas saber?
–¿Sabes de memoria la dirección de tu casa ?, donde se supone que se
quedó Lázaro...
–¡Claro! –exclamó sin dejar de inquietarse por el último comentario.
Se la dictó como un autómata, y coincidió perfectamente con la que había
obtenido. Abraham se puso más nervioso, ya no supo cómo explicarle a Esther lo
que acontecía... ni él estaba seguro.
–¿Qué sucede?
–Todavía no lo sé –dijo como lamentándose –... Espero que pueda impe-
dirlo...
–¡Voy para allá...! –Colgó sin decir más.

Abraham se quedó mudo, estaba como en shock. El sonido de la línea cor-


tada llenó el ambiente, luego el celular fue a dar al asiento en tanto el evangel ista
empr endía su loca carrera, no se detuvo, hasta llegar al final.

La casa parecía muy tranquila desde afuera, no se escuchaba un solo soni-


do, pero la dirección era la correcta. Después de bajarse de su coche esperó unos
segundos para examinar el lugar. El barrio era tranquilo. Las cortinas de la casa
estaban corridas y seguía sin percibirse movimiento. Abraham tomó el celular y le
marcó a Juan, hizo como si se dirigiera a otra parte; pero cruzó la calle y empezó a

- 245 -
caminar por la acera correcta hasta ver el inmueble en diagonal. La respuesta fue:
“No disponible”; situación que esperaba, sólo quería percibir si el dispositivo era
audible; ahora, como segundo intento, le hablaría a Lázaro...

Una fuerte alerta sacudió la entrevista, el volumen estaba en lo más alto.


Otra vez se había equivocado en bajar con él a la habitación; pero esta vez no que-
ría contestar. Apagó la grabadora y cuando estuvo a punto de ignorar la llamada, se
percató que se trataba de Abraham. No podía contestar ahí, y mucho menos igno-
rarlo, así que subió las escaleras con prisa dejando la puerta entreabierta.

–¿Bueno? –r espondió después de un buen tiempo, su voz se alcanzó a es-


cuchar en la calle.
–¿Qué hay hermano? –se oía serio, confirmó que Lázaro estaba en la casa .
–Nada, aquí, trabajando –daba la impresión de estar ocupado.
–¿Todo bien?
–Claro –Se mordió el labio nervioso –, ¿qué cuentas?, ¿hay novedades
acerca de Juan?
–Tal vez sí.
–Mmm –pensó –, ¿ya se comunicó?
–Algo así.
–Eso... ¿es bueno? –Vaciló, algo raro sucedía. Sabía que Juan no podía co-
municarse con Abraham.
–Digamos que ya encontré su celular –se lo dijo para ver cómo reacciona-
ba.
–¿Su c elular? –sabía que mentía, este estaba guardado en una de las habi-
taciones de la casa, ¿o tenía otro?
–Sí –Hizo una pausa para darle una oportunidad, pero no confesó –... Tie-
ne un GPS activado desde hace tiempo... al igual que tu celular... ambos están do n-
de mismo.

Lázaro se despegó el aparato del oído y lo miró con cierto rencor. No esta-
ba muy seguro cómo funcionaba eso; pero sabía que un dispositivo con GPS era
fácilmente localizable. Comprendió que había sido descubierto.

–... Encontré el cloroformo en el cuarto de Juan –prosiguió el evangelista –


... ¿qué es lo que está pasando hermano?
Lázaro hizo una rabieta golpeándose la frente, cómo había sido tan estúpi-
do para olvidarlo.
–... No sé de qué hablas –trató de sortear el problema. Lo mejor era salir
rápido y llevarse a su huésped. No sabía que Abraham estaba a sólo unos pasos.
–Sé que Juan y tú están donde mismo, y ya hablé con Esther. De seguro
viene en camino –Quería presionarlo por ese lado.
–... Quizás su celular se fue entre mis cosas –titubeó.
–Lo llegué a pensar –señaló Abraham decepcionado –; pero, creo que es

- 246 -
tiempo de desenmarañar este asunto, ¿no crees? –Iba a entrar.

Estaba cercado, tenía que salir rápido y eso era ¡ahora! Ya pensaría en
cómo arreglar las cosas después .

–¿Puedes abrirme? –pidió Abraham. Sus pasos se escucharon afuera.


–¿Estás aquí! –Se asomó por la ventana, estaba prácticamente encima.

Su figura se detuvo fr ente a la puerta mientras pensaba si girar o no la pe-


rilla, claro que dudaba en hacerlo; pero no tenía más opción, lo habían descubierto.
Permitió entonces entrar al evangelista. Esta vez un par de rostros serios se encon-
traron entre sí en silencio. El cerrojo dejó a los tres encerrados y a Lázaro con la
única llave.
–... ¿Ahora puedes explicarme qué sucede? –interrogó el nuevo invitado –,
¿Juan está aquí, verdad?
El reportero miró aquel semblante casi colérico con tristeza y le hizo un
ademán señalando la puerta del sótano. Abraham lo obedeció con total inocencia,
pensando que ahí terminaría todo. El perpetrador de todo todavía no se iba a dar
por vencido.
La puerta se abrió con un rechinido, como siempre. Abraham iba adelante,
y Lázaro lo seguía muy de cerca, la habitación seguía iluminada.

–¡Juan! –hubo una exclamación cuando cruzaron sus miradas, luego, las
luces se apagaron.

Para cuando el nuevo inquilino despertó ya le hacía compañía a su mejor


amigo, aunque sólo estaba atado de las manos en una silla contigua a él .
–¿Qué estás haciendo? –reprendió Abraham aún aturdido.
–¡Esto no era para ti! –escupió Lázaro –; ¡pero no podías quedarte dónde
estabas! –Maldijo mientras apretaba la correa.
–¡Bienvenido! –dijo Juan con humor negro.
Lázaro se paró frente a los dos como un guardián frente a sus prisioneros.
–¡Detén lo que haces! –exigió el evangelista, creyendo tener algo de auto-
ridad sobre él –. ¡Todo acabó!
–¿Crees que tu pr esencia impedirá que haga lo que tengo que hacer?
–¡La policía está en camino! –advirtió Abraham, mintiendo –, ¡y también
Esther!
Hubo unos segundos de silencio, el reportero dudó. Fuera cierto o no, te-
nía que apresurar sus planes, los “testimonios” habían terminado, sólo había que
terminar con todo y seguir adela nte. Para ese momento había dejado de pensar
con claridad.
–Si acabo con él –dijo abriendo grande los ojos y apuntándole con su 38 a
Juan –, ¿tú no me acusarías, verdad?

- 247 -
Abraham lo miró con desesperación, Lázaro estaba a punto de hacer una
locura, lo leía en sus ojos, ¿cuál era la respuesta adecuada en aquel momento?

–... Después de todo –continuó –, sabías lo que él había hecho y como


quiera te lo callaste... ¿o me equivoco...? Si fuiste capaz de ocultar a alguien como
él, podrás hacerlo conmigo también... ¿no es eso en lo que crees?

El hombre estaba como poseído, la ruptura del momento y la premura del


tiempo; además de una opresión que había dejado que llenara su corazón, lo te-
nían al borde del precipicio.
–No nos corresponde a nosotros juzgar los actos de los demás –expresó
Abraham –, ¡cómo podríamos hacer a estas ovejas volver al redil si les echamos en
cara todo lo que han hecho!
–No insistas –intervino Juan ya cansado –, está decidido... tal vez es lo me-
jor para todos...
Lázaro lo golpeó muy fuerte con la cacha de su pistola y le gritó:
–¡Ya cállate!
Juan se tambaleó hacia el lado de Abraham quedando casi inconsciente,
no volvió a pronunciar otra palabra ese día.
–¡Lo vas a matar! –exclamó gritando y a la vez preocupado por el estado
de su amigo.
–¿Por qué te inter esa este tipo? –seguía intrigado –, ¿qué le debes?,
¿cómo pudiste hacerte amigo de alguien así?
–¡Quién soy yo para juzgar los designios de Dios! –explicó.
–¿Los designios de Dios? –se alejó dándole la espalda –, ¡no te entiendo
nada!
–Dios lo puso a mi cuidado personal, él fue una gran prueba para mí, ll e-
varlo hasta donde está ahora fue una gran victoria.
–¿Estás enterado de todo lo que hizo?
–Palabra por palabra.
–¿Y cómo entonces lo apoyas?
–Jesus murió por nosotros, por todos nosotros, y nosotros no éramos na-
da. De no ser por su sacrificio ninguno podría alcanzar la salvación. Él no se de tuvo
a ver quién había hecho que cosa, él simplemente se dio, para que todo aquel que
en el creyera tuviera vida eterna; nos dio una vida nueva y una oportunidad que
por nosotros mismos no somos capaces de alcanzar.
–Son palabras muy bonitas...
–Tú las creíste una vez –Lo miró como el que tiene autoridad –, cuando es-
tuviste derrotado en tu casa, cuando mi esposa y yo te visitamos. Ese día aceptaste
al Señor como tu salvador, ¡no lo eches a perder ahora! –gritó desesperado.
–Lo siento Abraham –lamentó –; pero tengo una promesa que cumplir y
aún si no fuera así, tengo un deseo ex tremo por desaparecer a este tipo, o nunca
podré estar tranquilo –le apuntó con el arma nuevamente.
–¿Crees que esto te hará sentir mejor?, ¡te equivocas!, su sangre te pers e-

- 248 -
guirá hasta el último día de tu existencia, no nos es dado a los hombres quitar la
vida de otro...
–... Me arriesgaré.
Abraham se atravesó en la línea de fuego, cubriendo con su cuerpo el del-
gado torso y la cabeza de su amigo.
–¿Qué estás haciendo? –reclamó Lázaro sorprendido. ¿Se sacrificaría
Abraham por este?
–¡No importa lo que te haya hecho! –suplicó –, ¡no lo hagas!, ¡no por él!,
¡sino por ti!
–¡Asesinó a mi mejor amigo!, ¡a mi hermano!, y no conforme con eso,
¡también acabó con su familia!, ¡destruyó mi vida arrojándola al punto hasta donde
estoy ahora!, ¡te parece poco!
–Hermano Lázaro –Se sentía impotente –... ¡P erdónalo!
–¿Perdonarlo? –se agachó para verlo a la cara, no creía lo que estaba es-
cuchando –, ¿cómo puedes pedirme algo así? –exclamó alzando los brazos.
Juan estaba arropado por la humanidad de Abraham y obstruía comple-
tamente un disparo limpio.
–Jesús te perdonó, siendo lo que eres.
–¡No tiene comparación!
–¿Quién es el dueño de la verdad?, ¿quién puede decir si un pecado es
más chico o más grande?, ¿no son todos pecados al fin?
–¡No vas a enredarme! –lo sujetó de la camisa intentando hacerlo a un la-
do, pero era pesado.
La tela se iba a romper antes de que lograra mover lo, se alejó un poco y
amenazó por última vez:
–¡Quítate!
Un segundo después, un par de impactos acabaron en la pared como ad-
vertencia, apenas unos centímetros sobre la cabeza de ambos.
Juan seguía en su trance sin saber con exactitud qué estaba sucediendo, el
golpe lo había dejado muy mal. Abraham se encogió un poco al escuchar la perc u-
sión; pero no se hizo a un lado.
–¡Puedo acabar con los dos! –cambió su estrategia –, ¡así no habrá testi-
gos! –aunque no tenía la intención de lastimar a su ayudador.
–Lázaro –imploró otra vez –... perdónalo.
–¿Sabes cómo mató a mi amigo? –intentó razonar –... lo colgó como cual-
quier criminal, lo torturó y luego fue por su familia... hoy en día su nombre sigue
manchado, ¿cómo puedes arriesgarte por un perro como él?
–Ninguno somos más o menos ante los ojos del Señor, nuestras obras son
como trapos de inmundicia, y aún así nos amó pri mero al darnos a su hijo para que
alcanzáramos la salvación... El Señor no quiere que el pecador perezca, sino que
proceda al arrepentimiento... ¿Eres acaso tú el juez del Señor?
–¡Por qué nos comparas! –gritó arrugando el ceño y frunciendo la garga n-
ta –, ¡no hay comparación entre alguien como él y nosotros!
–Nadie tiene ganada la salvación por obras, para que nadie se gloríe, todo

- 249 -
es por gracia, por la gracia de nuestro Señor Jesucristo. No hay otro camino Lázaro,
sólo uno, y tú ya lo has caminado, olvídate de esta venganza y perdónalo como
Jesús te perdonó a ti...
–¡Mató a mi hermano!
–Perdónalo.
–¡Destruyó mi vida!
–Perdónalo.
–¿Qué puedes saber tú acerca del perdón?, ¡sólo predicas lo que no has
vivido! –Alzó el arma, cansado de la discusión –... ¿qué harías tú en mi lugar?

–¡Perdonarlo! –gritó con fuerza y lloró–... ¡Él mató a mi familia!

Las palabras resonaron por toda la habitación, fue como una ola directa a
la médula de los huesos del reportero, quien sintió paralizarse. Su vista se nubló un
instante; pero aún así, sostuvo el arma lo mejor que pudo y deseó accionar el per-
cutor, y casi con inconsciencia, terminó deslizando su índice fuera del gatillo.
La explosión nunca se produjo, luego su brazo se fue para abajo colgando
como un péndulo mientras sus ojos se abrían grandes y sin parpadear.

–¡Él los mató! –repitió Abraham rompiendo en llanto.

Lázaro se quedó mudo, el hombre que usaba su cuerpo como escudo es-
taba diciendo la verdad.
–... Cuando te dije que mi familia había fallecido en un accidente –
recapituló –, no era verdad, Juan nos secuestró y asesinó a mi familia, a mí me
dieron por muerto, pero logré sobrevivir. Mi pierna es una de las secuelas, por si no
lo habías notado...
Lázaro cayó de rodillas y junto con él , la pistola. Las cenizas del pasado se
agolparon en su mente recordando a l Gordo; el rencor seguía ahí, muy en el fondo
de su alma; pero tal confesión terminó desarmándolo. Comenzó a llorar hasta que
su frente fue a dar al suelo. Abraham se levantó entonces del asiento al ver extin-
guirse la amenaza, se acercó a su amigo y le dijo:
–... Es difícil al principio; pero puedes lograrlo, necesitas lograrlo. No pue-
des vivir con ese peso encima, necesitas dejarlo ir, y cuando sientas que no puedes
más, encuentra fortaleza en el Señor Jesús... si yo lo pude hacer, tú lo lograrás
también.

El reportero se levantó sin decir palabra, su rostro era otro. Miró un mo-
mento al inerte Juan y luego a Abraham, para después retirarse dejándolos a su
suerte.

- 250 -
Epílogo

–¡Qué diablos hiciste! –dijo ella tirando una bofetada, luego otro golpe y
otro más; pero sus delicadas manos no hicieron gran mella en el reportero , quien
no procuró evadir ninguno de sus intentos –... ¡¿En qué estabas pensando?!

Lázaro estaba parado frente a la tumba del Gordo y después de dejarla


desquitarse, procuró abrazarla. Más que físicamente, sus golpes inquietaron su
espíritu, el cual estaba cansado ya de tantas torpezas.
–Perdona –se disculpó él en voz baja en su oído.

Ella seguía intentando moverse, pero los brazos de él se lo impedía n.


–... Me dejaste a dos moribundos en casa –Empezó a llorar –, no sé cuánto
tiempo llevaban ahí cuando llegué.
–¿Y cómo están? –estaba como ido.
–Juan está en el hospital –hablaba casi contra el pecho de Lázaro–, dicen
que está delicado; pero que se va a reponer. Abraham no tiene nada grave, saldrá
pronto...

Una ventisca fría fue a chocar con el par de gabardinas de invierno de la


pareja. Estaban prácticamente solos en medio del jardín de piedra.

Cuando se tranquilizó un poco se separó apenas del cuerpo del reportero


e interrogó:
–¿Qué fue lo que pasó ahí? –quería una explicación.

- 251 -
–Todo se trató de una promesa... –Y se calló.

En realidad la situación era mucho más profunda , y siempre quiso colocar


ese juramento como el móvil principal, cuando más bien era su propio deseo lo que
lo había llevado hasta ese extremo.

–¿No vas a decirme bien el por qué? –insistió, pues su explicación había
sido my escueta.
–Ni siquiera yo lo he comprendido aún... –Lo reconocía.
–No puedes dejar a dos personas encerradas en mi sótano y no decírmelo
–reclamó con razón.
–Hice mal, lo sé, pero no quería inmiscuirte en el asunto. No quería que
estuvieras involucrada; además, pensé que lo lograría sin que nadie se diera cuen-
ta.
–¿Así nada más?
–Así nada más...

Se miraron entre sí con los ojos vidriosos. Lázaro no tenía excusa alguna, ni
tenía ganas de discutir. Para Esther todo era muy confuso ya que no conocía las
raíces del asunto.

–... ¿Y por qué lo hiciste?, ¿quién era ese Juan para que le hicieras eso?

–... Uno de los líderes de El Círculo –reveló sin más preámbulos –, y miem-
bro del concejo –Hizo una pausa para acentuar lo siguiente –: Juan era el famoso
Hades –Lo que contestó cualquier otro posible cuestionamiento.

–¡¿Y por qué no me lo habías dicho?! –se molestó de nueva cuenta.


–Lo supe un poco antes de que te fueras. Tuve que tomar una decisión.
Sabía que sólo tendría una oportunidad.
–¿Y qué ibas a hacer...? ¿Matarlo? –su voz se quebró.
–Sí... –confesó.
–¿Por qué Lázaro?, ¿ese no eres tú? –Empezó a tartamudear sin creer lo
que escuchaba –. ¡No entiendes que el hacerlo no era correcto y además te metías
en un problema mayor! ¿Qué hubiera sucedido si te descubren?
–¿Qué puedo decirte ahora? –Aceptaría cualquier reproche –. Tienes toda
la razón...

El reportero también se alegró de no haberla involucrado en su momento .


Se dio cuenta de que no hubiera estado de acuerdo; aunque eso sólo era confirmar
lo obvio. También observó que se preocupaba por su futuro estado, qué hubi era
sucedido si lo hacían responsable del secuestro, o del asesinato –aunque eso esta-
ba por verse–. Lo que le confirmó que era alguien importante para Esther.

- 252 -
–A veces pienso que ni yo mismo me conozco –apuntó –. Pongo como ex-
cusa la promesa que le hice hace tiempo a Francisco, pero creo que finalmente
ejecuté lo que yo quería hacer.
–Yo detesto a esta gente tanto como tú, Lázaro; pero intentar algo así no
iba a arreglar las cosas.
–Lo sé... afortunadamente Abraham me detuvo.
–¿Y qué tiene él que ver con esto?
–Juan estaba al cuidado de Abraham, y supuestamente ya se había arre-
pentido de todo ...
–Entonces ya no pertenece al grupo –aclaró.
–... ¿Crees que eso sea posible?
–Para el Señor no hay imposibles... por lo que me has contado de Abraham
y lo poco que lo conozco, parece un hombre íntegro, sí él lo cree así, no habría por
qué dudarlo.
–Todavía no estoy seguro... y si fuera cierto, qué...
–¿Cómo que “qué”?, ha redimido su vida Lázaro, ya no es más el de antes
y si Dios lo perdonó, nosotros no somos nadie para juzgarlo –Hizo una pausa –...
Me preocupa que sigas haciendo estupideces como esta.

El reportero sonrió al mirarla enojada. Hasta en esos momentos se veía


hermosa; y quizás era lo que un hombre bronco como él necesitaba, esa ayuda
idónea.

–¿Crees que levanten cargos? –preguntó preocupada.


–No he pensado en eso –Alzó su rostro contra el viento, su semblante i n-
dicaba que había llorado mucho –... y si lo hicieran, creo que lo merezco.
–¿Puedes decirme qué más pasó ahí abajo?
–Fueron tantas cosas que me tomaría todo el día hacerlo... o quizás más.
En mi muy particular punto de vista la relación que tienen esos dos es algo enfer-
mizo. Lo que sí puedo asegurarte es que averigüé muchas cosas de importancia en
ese sótano...

Hubo un largo silencio, Lázaro meditaba profundamente con la mirada


perdida mientras abrazaba a la mujer que amaba , aunque no se lo había dicho bien
a bien. Considerando los hechos, era de suponerse que ella lo amaba mucho más.
No cualquiera pasaba por alto las cosas que el investigador había hecho o el temor,
lógico, de que lo repitiera en un futuro.

Esther cambió el tema:


–... ¿Lo querías mucho? –miró la lápida.
–Éramos como hermanos.
–No sé qué decirte, todos tenemos nuestros fantasmas y lloramos a los
que se van.
–Sí –Resopló tratando de quitar la presión de su estómago –; aunque algu-

- 253 -
nos todavía tenemos la oportunidad de hacer algo por esos que se han ido.
–¿Qué quieres decir?
–Dejé algo importante en tu casa –La miró –, quisiera que lo oyeras, está
relacionado con el proyecto y te enterarás entonces de todo lo que pasó ese día.
Cuando lo escuches entenderás; además, tengo que volver a hablar con esos dos,
sé que tienen una larga historia que contar...

FIN
LIBRO PRIMERO

- 254 -
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- 255 -
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