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AL MOMENTO DE MORIR
Por:
San Alfonso María de Ligorio
Dame cuenta de tu administración (Luc. XVI, 2).
De los bienes que hemos recibido de Dios, oyentes míos, bien sean dones de la
naturaleza, o de la gracia, no somos dueños, de manera que podamos dispones de
ellos a nuestro antojo, sino solamente administradores; por lo cual debemos
emplearlos según la voluntad de Dios, que es el verdadero dueño de ellos y de
nosotros mismos. De donde resulta, que hemos de darle cuenta de ellos a la hora de
la muerte. Porque, como nos dice Jesucristo, por San Pablo, hemos de comparecer
ante el tribunal de Dios, para que cada uno reciba el pago debido a las buenas o
malas acciones (II, Cor. v, 10). San Buenaventura comenta de este modo: «No eres
dueño o administrador de las cosas que se te han confiado; y, por lo mismo, has de
dar cuenta de ellas. Quiero haceros ver en la presente plática, el rigor con que se
nos juzgará el último día de nuestra vida, cuando el alma, abandonando el cuerpo,
se presente ante el tribunal de Dios, para ser juzgada por todas sus obras, buenas y
malas.
1. Decretado está, dice San Pablo, que los hombres mueran sólo una vez, y que
después sean juzgados. (Heb. IX, 27). Es de fe que hemos de morir, y que después
de la muerte debemos ser juzgados de todas las acciones de nuestra vida. ¿Cuál
será pues nuestro pavor y aturdimiento a la hora de la muerte, pensando en el
juicio que nos espera luego que el alma se haya separado del cuerpo? Entonces se
decide la causa de nuestra muerte, o de nuestra vida eterna; y al pasar el alma de
esta vida terrena a la eternidad, la consideración de los pecados cometidos, el rigor
del divino juicio, la incertidumbre de la salvación eterna, hacen temblar a los
mismos santos. estando enferma Santa María Magdalena de Pazis, temblaba de
miedo al acordarse del día del juicio; y animándola el confesor, le respondió: «¡Ah
padre! Es terrible cosa tener que comparecer ante el tribunal de Jesucristo».
También San Agatón, después de haber pasado tantos años haciendo penitencia en
el desierto, temblaba diciendo: «¿Qué será de mi cuando sea juzgado?».
7. «Pesados están en fiel balanza los Juicios del Señor». (Prov. XVI, 11). En la
balanza del Señor no se pesa la nobleza, ni la ciencia, sino la vida y las obras. El
aldeano, el pobre y el ignorante serán premiados, si mueren en la inocencia; y el
noble, el rico y el literato serán condenados, si resultan reos en el juicio, como dijo
Daniel al rey Baltasar: Appensus es in statera, et inventus es minus habens. (Dan.
V, 27) El P. Alvarez comenta estas palabras, diciendo: «No entran en la balanza el
oro ni el poder; solamente fue pesado el rey».
8. Entonces el infeliz pecador se verá acusado por el demonio, que, como dice San
Agustín, «repetirán ante el tribunal de Jesucristo las palabras con que prometimos
ser fieles; y nos echará en cara todo lo que hicimos, y en que día y hora pecamos».
Nos recordará en efecto el demonio, todas nuestras malas obras, señalando el día y
la hora en que las hicimos; y terminará la acusación y el proceso con estas palabras
que el mismo Santo pone en boca del demonio: «Yo no sufrí como vos bofetadas y
azotes por este ingrato; sin embargo, él os ha vuelto las espaldas a vos, que tanto
padecisteis por salvarle, y se ha hecho esclavo mío». También se presentará a
acusarle el Ángel custodio, como escribe Orígenes, y dirá: «Yo he trabajado tantos
años a su lado; él, empero, despreció todos mis consejos e inspiraciones». Entonces
pues, hasta los amigos despreciarán el alma condenada en el juicio. Y la acusarán
sus mismos pecados, según San Bernardo, diciéndole: «Tú nos cometiste, obra tuya
somos, no te abandonaremos». (Lib. Medit. cap. 2).
9. Veamos ahora que excusas podrá alegar el pecador. Dirá que la mala inclinación
natural le indujo al mal; pero se le responderá, que si bien la carne le inclinaba al
pecado, ninguno le violentaba para cometerle: antes al contrario, si hubiese
recurrido a Dios cuando se veía tentado, el Señor le hubiera dado fuerzas para
resistir por medio de su gracia. Con este fin Jesucristo instruyó los sacramentos; y
no habiendo querido valernos de ellos, ¿ de quién podemos quejarnos sino de
nosotros mismos? Por esto dice San Juan: «Ahora no tienen excusa de sus
pecados» (Joann. XV, 22). Dirá para excusarse, que el demonio le tentó; pero San
Agustín dice que el enemigo está atado con cadenas como un perro, y que no puede
morder a ninguno sino al que se acerca a él con demasiada confianza. Puede el
demonio ladrar, más no morder sino a aquél que se le acerque a él y le preste oídos.
Ved, pues, cuán necio es aquél a quien muerde el perro que está atado a la cadena.
Alegará quizá para excusarse el mal hábito, pero no le valdrá semejante excusa,
porque el mismo San Agustín añade: que aunque es difícil resistir a los malos
hábitos, sin embargo, si se quiere de veras, se vencen con la ayuda de Dios. «El
Señor›, -como asegura San Pablo-, ‹no permite que ninguno sea tentado más allá
de lo que puede resistir». (I.Cor. X. 13).
10. «¿Que será de mi, -decía Job-, cuando Dios habrá de venir a juzgar?» «¿Ni que
podré responderle cuando me pregunte?» «¿Y que le responderé cuando me
buscare?» ¿Que podrá responderle a Jesucristo el pecador? ¿Que ha de poder
contestar cuando se vea convencido? Callará confuso, como calló el hombre que
según San Mateo (22, 12) fue hallado sin el vestido nupcial. Toda iniquidad cerrará
su boca. Entonces dice Santo Tomás de Villanueva, no habrá intercesores a quienes
pueda recurrir. ¿Quién te salvará entonces? ¿Dios? Más ¿cómo podrá salvarte Dios,
dice San basilio, si tú le despreciaste? El alma que sale de esta vida en pecado se
condena a sí misma, aún antes de que se pronuncie la sentencia contra ella.
TERROR DEL ALMA CUANDO SEA CONDENADA
11. Cuanta será la alegría de un alma, cuando sea recibida por Jesucristo a la hora
de la muerte con aquellas dulces palabras: «Siervo bueno y leal, ya que has sido fiel
en lo poco, yo te confiaré lo mucho, ven a tomar parte en el gozo de tu
Señor» (Matth. XXV, 21). Tan grande será la pena y desesperación del alma
condenada que se vea desechada por el Juez con aquellas palabras. «Apartaos de
mi, malditos, id al fuego eterno» (Ibid. 41). ¡Oh, que acento tan terrible será para
ella una sentencia semejante! Pero hagamos oyentes míos, unas reflexiones sobre
nuestra conducta antes de terminar esta plática. Dice Santo Tomás de Villanueva
(Conc. 1, de Jud.) que muchos oyen hablar del juicio y de la condenación de los
réprobos; pero hacen tan poco caso de ello, como si estuviesen seguros que no les
ha de caber esta suerte, o como si el día del juicio no hubiese de llegar para ellos. Y
añade: Pero ¡que locura es tener seguridad en una cosa tan peligrosa! Algunos
aunque vivan en pecado, dice San Agustín, no pueden ni siquiera imaginarse que
Dios quiera enviarlos al Infierno, y dicen: ¿Será cierto que Dios nos ha de
condenar? No hijos, dice el Santo, no digáis eso: reflexionad que muchos
condenados no creían que habían de ser enviados al Infierno, pero murieron en
pecado, y fueron arrojados a él, según la amenaza de Ezequiel: «El fin llega, ya llega
el fin… y yo derramaré sobre ti mi furor, y te juzgaré». (Ezech. VII, 2 et 3). Pecador
que me escuchas, ¿quién sabe si el castigo está ya próximo, y tu te burlas en el
pecado? ¿Quién no temblará oyendo aquellas palabras del Bautista? «Ya la segur
está aplicada a la raíz del árbol; todo árbol que no produce buen fruto, será cortado,
y echado al fuego». (Matth. III, 10) ¿Cuál es este árbol que no da buen fruto, sino el
pecador que no sigue la recta senda que Jesucristo le trazó? Sigamos, oyentes míos,
el consejo del Espíritu Santo, que dice: «Antes del juicio asegúrate de tu justicia».
(Eccl. XVIII, 19) Esto es, antes de presentarnos ante el juez, ajustemos las cuentas.
Busquemos a Dios ahora que podemos hallarle, porque vendrá tiempo en que
querremos, y no podremos. «Me buscaréis, y no me hallaréis» (Joann. VII, 36);
porque entonces ya habrá expirado el plazo que Dios nos ha concedido para hacer
penitencia y asegurar nuestra salvación. Por eso dice San Agustín: que «al juez que
ha de juzgarnos de ha de aplacar antes del juicio, pero no en el juicio». Ahora,
ahora, oyentes míos, podemos aplacar a Jesucristo, enmendando nuestra vida,
abandonando la senda de los vicios y recobrando la gracia divina que perdimos por
la culpa; cuando empero nos presentemos al Juez, si nos encuentra en pecado, por
lo mismo que es justo, se verá precisado a hacer justicia, y no habrá remedio alguno
para nosotros. ¿De qué os servirá entonces haber nacido en el seno del
cristianismo? ¿De que los sacramentos instituidos por Jesucristo para vuestra
salvación? ¿De que la sangre de Cristo derramada en el árbol sacrosanto de la cruz.
De hacer más intolerables las penas del Infierno, pensando que pudisteis salvaros
tan fácilmente, y os condenasteis por vuestra culpa.