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Dos imágenes: Emily Dikinson y Amy Lowell

"Ansiar es como la semilla que se debate en la tierra." Éste es un


significativo secreto de Emíly Diekinson, pasión que la levantó desde su
clausura corporal al ámbito tnás alto de gloriosa liberación.
Los que trabajan en belleza, es decir, en eternidad, suelen no saber que su ansia
de cielo coito supervivencia es íntima, porque al morir van a su aluna, que es su
elaborado infinito. Ernily Diekinson, quemada de vida y de
muerte, se debate en su obscuridad terrenal para poder florecer los intermi-
nables mutados de su aluna. Es una naturaleza angélica perdida en sí tnistna.
La misteriosa muchacha de blanco encerrada en Atnherst dialoga cota las
tnás terribles presencias. Solamente silenciosos papeles conocen el secreto, la
cotidiana confidencia de su trágico ansiar y padecer. Mujer de pasión y
fortaleza increíbles, se entrega en un lenguaje relanapagueatate, seco,
paradó-jico, donde asottut, ya la ironía de un angustiado resentimiento, _ya la
ternura serena y total de los solitarios.
En su sensibilidad la intuición es experiencia, el sueòo es carne viva y,
sobre todo, la humana felicidad es una tragedia quemante. Sólo de tales materias
surge la conciencia del arte verdadero, y en poesía no ha habido
mujer capaz de vivirlas igual o mejor que Emily Diekinson. Estremece evocar
su valerosa soledad, que soportaba corno una semilla frágil el peso de la
tierra matriz de su pensamiento. Sin embargo, la espera por florecer tao era
impaciente, porque la intuición imaginativa creaba una segura confianza, más
aún, un conocimiento de lo definitivo. Ella describe la más extraòa suerte de
fortaleza y debilidad en una estrofa:

Qué fortaleza contiene el alma para poder soportar


el acento de un paso que se acerca, el abrir de una puerta.

Esta es la medida de su constante estremecimiento: si tanto le pesa una


sugestión física, ecfl no será su temblor ante las cvidencías nnisteriosas. Ya se
•in dicho que Emily Dickitasota es siempre Emily Diekinson, pero muy
Williatn Blake en algunas vidas. Es cierto que los hermana un misnaoestar
solo.y sedentario, una tnisina sed de eternidad conseguida, uta austero
lenguaje similar, un desapego físico que analx)s cuentan con igual
experiencia.
Su vida inquieta y exterior no le permitió echar raíces emocionales; ella íntegra lozanía: su tributo a la "emocióiC, al espíritu tráfico lo paga en urea
tampoco ambicionaba eso, claro está, en la medida que una ambición genial amarillecida soledad.
crea su propio destino. Sin embargo, su figura fue rara e importante, se movió
profusamente, y en todo lo emprendido -libro, idea, •sino- dejó una perdurable Y no es demasiado crnrl recordarlo con sus propias palabras: Eres
marca de entusiasmo y vitalidad.
El severo vecindario de Boston se escandalizaba ante su imponente humanidad hermosa y marchita
fumadora de habanos y escoltada de innumerables perros por el jardín del viejo
Sevenells. El eco literario afilaba su lengua más cruel para reprocharle las
como una vieja aria de ópera ejecutada en clavicordio,
audacias, las innovaciones, los juegos que llenaban su obra. Ella insistía, s•n o como las sedas tornasoladas de un salón del siglo XVIII.
salud, sin descanso, sin desánimo, en su persecución de los poros y lunares de la
poesía. La Nación, noviembre de 1949
De Oriente había traído una afición por la filigrana, el brillo de laca, la
descripción colorista y superficial, que la hicieron fiel partícipe de los
linaginístas:

Brillando enormemente,

la luna de otoòo flota en el delgado cielo y los peces del lago


sacuden su dorso
y encienden sus escamas de dragón cuando pasa sobre ellos.

Su sed es describir, descubrir en las cosas el instante más bello y fugaz,


con las palabras que más se aproximen en color y música. Así dispone paneles
decorativos donde figuran todos los matices posibles menos el de la sangre.
En Las Hermanas, ensayo sobre "el montón de mujeres raras que escriben
poesía", se identifica principalmente con Safo, Elizabeth Browning y Emily
Dickinson, pero se contrad•ce cortfesatido que, pese a su admiración, ninguna
de las tres tiene uta palabra para ella, porque son poetas emocio-nales. Ella está
entre los limitadamente sensuales; su mundo entra por los sentidos y no llega
tnás que al razonamiento, sin trascender a otra más cálida actividad de la
conciencia. Las cosas no despiertan en ella la sugestión profunda de otra
naturaleza invisible, no le desgarran la piel, no la estremecen, no la sofocan,
porque las mira desde utut deliberadamente enfriada distancia.
Supo conseguir lo que quiso: no la originalidad del corazón, sitio :r
extravagancia de la idea. Claro que esta última es conseguible, la primera es
divina.
Si? virtud fue saber congregar, alentar, solidarizarse. Los muchos que iban a oír
su palabra en la hospitalidad de Sevenells la tendrán por bandera inolvidable de
un instante desfogado en el roce de la rebeldía y el renacimien to. Momentos
como éste, por dennasíado heterogéneos, reclaman un tamiz de tiempo que
perdona y exalta a actores como Amy Lou)ell, por su incansable búsqueda, su
fraterno afán, su crear honesto. Pero no la perdona en su

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