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John Updike
Cecilia Urbina
Updike ha escrito una saga de cuatro novelas; una saga como la de los
pioneros. Pero su pionero está fatigado. Desde la primera y
deslumbrante Corre conejo , la mejor de la tetralogía, con su prosa fría y
clara como una mañana de invierno, hasta la barroca y prolijamente
descriptiva El descanso de Conejo, Updike recorre un mundo que
adivinamos parcialmente suyo. Sus críticas al universo caótico de los
sesenta, al liberalismo político, a los niños de las flores y los evasores de
la conscripción, parecen sólo en parte propiedad de Harry; de alguna
manera sentimos en Updike la añoranza por el american
dream destrozado en la modernidad. Sus mejores momentos son
aquellos puramente estadunidenses; la fascinación por la carretera, los
anuncios, los cafés, los campos que huyen a la vista del piloto encerrado
en su burbuja mecánica; la nostalgia por un mundo asimilable, donde
“América está más allá del poder, actúa como en un sueño, como una
cara de Dios. Donde está América, hay libertad, y donde no está, la
oscuridad estrangula a las masas. Bajo sus pacientes bombarderos, el
paraíso se hace posible.” ¿Palabras de escritor o lamento propio por
interpósita persona? No nos queda claro cuál es la verdadera ideología
de Updike; en su relación de amor/odio con Conejo, lo eleva a las alturas
de héroe trágico y lo sume en la ridiculez del analfabeto prepotente.
Reconoce el lado oscuro de la sociedad estadunidense; en sus correrías
automovilísticas, a Harry le preocupa traer en su coche placas diferentes
a las de los lugares que atraviesa, como si ese simple hecho lo hiciera
vulnerable a algún irracional ataque. La presencia a través de toda la
obra de los programas de televisión más despreciables, de las comidas
preparadas, de la estúpida superficialidad de las relaciones humanas, de
la intolerancia y la incultura es en sí una denuncia. Sin embargo,
tampoco demuestra simpatía por la juventud, por las nuevas
generaciones, cuyos representantes son –en el mejor de los casos–
víctimas de su medio (Jill) y, en el peor, irresponsables y absurdos, como
Nelson –juguete involuntario de los errores de sus padres– que va de la
perplejidad a la drogadicción y de ahí a la gazmoñería sin pasar jamás
por la inteligencia. Y esa es una característica de la tetralogía; hay
personajes indefensos, entrañables, patéticos o irritantes, víctimas casi
todos de su medio y de su tiempo, pero no hay un sólo individuo que
merezca el calificativo esperanzado de homo sapiens.