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La vida de Conejo

John Updike
Cecilia Urbina

El conejo ha muerto. Estábamos acostumbrados a verlo saltar de su


madriguera de década en década, y sentarse frente a nosotros moviendo
sus orejas interrogantes.

Harry Conejo Angstrom nació literariamente en l960, aunque


biológicamente pertenece a la generación que surgió durante la Segunda
Guerra Mundial y, desde el punto de vista emotivo e ideológico, es hijo de
la depresión económica y la rigidez macartista. Llegó tarde a los sesenta:
a la liberación sexual, al feminismo, a los derechos humanos, a la
apertura política, a la tolerancia racial. Permanece como una orejuda y
perpleja metáfora de la mayoría silenciosa, o de esa middle-
america cuyos valores desaparecen para ser sustituidos con
meros slogans.

Harry Conejo arrastra su impotente incomprensión del mundo y las


gentes que lo rodean a lo largo de treinta años, y su padre literario, John
Updike, juega con sus traumas y sus peripecias para proyectar una
imagen ambivalente y crítica de la sociedad estadunidense. El Harry
joven –el famoso Conejo que corre– es un prototipo de su tiempo; se
casa “tarde”, a los veinticuatro años, con Janice, su compañera de
trabajo a la que embaraza. Héroe escolar, campeón de basquetbol, se
aferra a sus efímeras glorias como única esperanza de inmortalidad en
un mundo que se estrecha a su alrededor y lo sofoca: un trabajo
monótono, un ambiente restringido, una mujer “sonsa” (es el adjetivo que
con mayor frecuencia adjudicará a su esposa a lo largo de su vida),
incapaz y camino del alcoholismo y, sobre todo, la paternidad inesperada.
Cuando Harry se siente perdido, cuando las cosas amenazan con
aplastarlo sin remedio, corre. Corre en automóvil, ese tradicional
recurso estadunidense de escapismo y libertad; corre en aventuras
sexuales, perseguido por la dicotomía entre placer y culpa; corre en un
último e infructuoso esfuerzo por convertirse en individuo. Pero su
carrera se ve truncada por el medio que lo cerca, por la muerte
accidental de su hija recién nacida a manos de Janice alcoholizada, por
la presión de las familias de ambos. Con la imagen del Conejo en
desesperada huida, queda la frase de un desconocido: “La única manera
de llegar a algún lado es saber de antemano a dónde vas antes de salir.”
Y ese será su problema a partir de ese momento: Harry no sabe nunca a
dónde va, ni cuál es el camino para llegar.

Conejo recuperado (1971) lo encuentra dócil, sin carreras intempestivas,


trabajando como linotipista igual que su padre, resignado a un
matrimonio mediocre y a una esposa que despierta del letargo. Janice
trabaja, se recupera, (mejor que Harry) de la muerte de su hija, y lo
engaña con su amigo Stavros. Harry se debate entre el desamparo
conyugal, la responsabilidad paterna (se queda con su hijo Nelson) y un
universo novedoso; la creciente presencia de los negros lo atemoriza
(“son una raza extraña”), los jóvenes lo indignan (su hijo no es
deportista), la oposición a la guerra de Vietnam lo enfurece. “Es mayoría
silenciosa –lo juzga Janice– sólo que sigue haciendo ruido.” “Es un
producto normal –dice Stavros, griego y liberal– un típico racista
imperialista de buen corazón.”

A pesar de sus prejuicios, Harry se involucra. Una hippie, Jill, y un negro,


Skeeter, drogadictos, vagabundos, se alojan en su casa, lo fascinan con
la posibilidad de ese otro que Harry teme y detesta, hasta que Jill muere
en la casa incendiada y Harry ayuda a Skeeter a escapar. Lo invade la
automatización y pierde su trabajo suplantado por computadoras. El
mundo de Conejo se derrumba: “Las cosas se descomponen. La comida
se descompone, las gentes se descomponen, tal vez el país se
descompone. No sé. No sé nada.” Al final, Harry y Janice se reconcilian.
“El viaje de ella ahoga bebés, el suyo incinera muchachas; están hechos
el uno para el otro.”

Conejo es rico (1981) y El descanso de Conejo (1990) son la cima de la


comodidad y el abismo final. Harry accede a la fortuna de sus suegros,
es próspero, hace intercambios conyugales en su nuevo grupo de
amigos, maltrata a su hijo, “no puede odiar a esta mujer de ojos cafés
que ha sido su indiferente esposa durante veintitrés años. Es rico gracias
a ella, y esta convicción mutua es una especie de adhesivo, como el
sexo, cómodo y sutil”. Entre Harry y Nelson se establece una
animadversión cercana al odio. Es el país de la prosperidad del individuo
y la decadencia nacional; Japón invade con su tecnología eficiente,
el american dream se diluye en Watergate y en una producción
disminuida, en el descrédito político y militar y el remolino de la
especulación monetaria.

Harry se sumerge en la decadencia física, en la obsesión por la comida,


el desencanto y la vejez prematura; semi retirado en Florida mientras
Nelson, drogadicto, quiebra la compañía, se convierte en el títere de su
mujer y su hijo, hasta que muere, solo, en un relámpago de nostalgia
juvenil, jugando basquetbol en un ghetto con un grupo de jóvenes negros
y recupera la dimensión trágica de su juventud.

Harry Angstrom es una figura de peculiar fascinación; el joven Conejo,


con la débil aureola de su gloria deportiva, con su intuición de libertad
truncada por la mediocridad doméstica, se anquilosa en una metáfora de
todo lo que hay de ingenuo y de amenazador en el estadunidense medio:
racista, ignorante, burdo, machista, puritano libertino, fascista, militarista,
y a la vez dueño de una capacidad espontánea de relación con los seres
que más desprecia y teme, spics , wops , blacks . Marido dominante y
subyugado, engaña a su mujer, admite que lo engañen, la maltrata y la
obedece alternativamente. Empeñado en una relación de competencia
con su hijo Nelson, al que desprecia y combate, tiene sin embargo
relámpagos de comprensión intuitiva. “Creo que uno de los problemas
entre el muchacho y yo es que cada vez que metía yo la pata él estaba
ahí para verlo. Es una de las razones por las que no me gusta tenerlo
cerca. Y él lo sabe.” “¿Qué hará para lograr que su hijo se interese en los
deportes? Algo, para darle alguna cosa, algún tipo de felicidad, que lo
sostenga después. Si se queda vacío ahora no podrá durar, porque nos
quedamos más vacíos cada vez.”

La riqueza derrota a Harry: “¿Qué sabe? Nunca lee un libro, sólo el


periódico para tener algo de qué hablar. Ama el dinero, aunque no
entiende cómo le llega, y cómo se le va”. Conejo nunca va a ningún lado,
pasa sus vacaciones en la casa. Alguna vez soñó con ir a Florida, a
Alabama, pero era un sueño de niño y murió con su hija. “Una vez vio
Texas y eso tiene que ser suficiente.” Heredero de la moral protestante
del trabajo, no la conserva como recurso: Harry no es un self-made man,
su riqueza procede de la familia de su mujer, él no es más que “una
figura de cartón”, una fachada en el negocio. El consumismo lo atenaza,
pero es una gloria ajena. Su “América” se desmorona en la revolución de
los sesenta, en el desprestigio de los setenta, en la apatía de los
ochenta; Harry se refugia en la televisión, en la comida como medio lento
de suicidio, en sus aventuras amorosas. Marcado por la moral calvinista,
las mujeres tendrán siempre para él la ambivalencia madre-esposa-
prostituta. Acepta la infidelidad de su mujer, acepta el intercambio de
parejas, él mismo obedece a una promiscuidad casual que lo lleva de
cama en cama, buscando a la mujer-objeto, la mujer-refugio, con la
chispa inicial del “enamoramiento” y la imposibilidad final de comunicarse
a fondo. El físico femenino lo obsesiona, cualquier cuerpo pone en
marcha el mecanismo anticipatorio del encuentro sexual; cuando sucede,
lo deja convencido de su propia potencia de macho y tan solo como
antes.

“Sigo intentando quererte, pero tú no lo deseas en realidad. Te da miedo,


te da miedo que te ate. Toda la vida has tenido miedo de atarte”, le dice
Nelson, y sin querer interpreta la característica más desoladora de su
padre. Conejo corre, corre toda su vida, sin levantarse de enfrente del
televisor, sin conocer un átomo de mundo, sin renunciar –en la riqueza–
a sus hábitos puritanos de mezquindad, corre huyendo de lo que no
entiende, que en el fondo es todo.

La figura de Harry, prematuramente viejo a los cincuenta y seis años,


amenazado por el infarto y suicidándose con kilos de más y comida
chatarra, recupera cierto encanto perdido durante sus años de
prosperidad. Lo rebasa su familia; su hijo se hunde en las drogas y el
fraude, su mujer –más madre que esposa– lo aparta de todo rol de
autoridad y toma las riendas de su herencia. En un último destello de
cachondería irresponsable se deja seducir por su nuera y huye una vez
más, paria familiar, a esconderse en su aséptico y plasticudo condominio
de Florida, a deambular con sus bermudas de colores y sus nikes nuevos
mientras lo alcanza el infarto. En un patético retorno a su único momento
luminoso, su única gloria, el mito estadunidense del campeón, se
desploma en un intento pueril por deslumbrar a un grupo de negros con
sus habilidades basquetbolistas.

Janice, esta mujer fea (peor aún, morena, oh supremo horror de la


estética wasp ), tonta, con tendencias alcohólicas y homicida de su
propia hija, demuestra una capacidad de supervivencia mucho mayor
que la de su marido. Si los sesenta desconciertan y enajenan a Harry,
ella encuentra “la nueva dignidad de no tener que emperifollarse”. Su
amante Stavros “le devuelve no sólo su cuerpo sino su voz”; su
mentalidad evoluciona muy por delante de la de Harry. Janice se
mantiene esbelta, aprende a pensar por sí misma, conserva la relación
con su hijo y su nuera, adquiere un círculo propio, desplaza a su marido
del negocio y lo deja morir en la soledad con algunas lágrimas de
nostalgia y un pensamiento práctico: si se muere, puede vender su casa
sin oposición.

Updike ha escrito una saga de cuatro novelas; una saga como la de los
pioneros. Pero su pionero está fatigado. Desde la primera y
deslumbrante Corre conejo , la mejor de la tetralogía, con su prosa fría y
clara como una mañana de invierno, hasta la barroca y prolijamente
descriptiva El descanso de Conejo, Updike recorre un mundo que
adivinamos parcialmente suyo. Sus críticas al universo caótico de los
sesenta, al liberalismo político, a los niños de las flores y los evasores de
la conscripción, parecen sólo en parte propiedad de Harry; de alguna
manera sentimos en Updike la añoranza por el american
dream destrozado en la modernidad. Sus mejores momentos son
aquellos puramente estadunidenses; la fascinación por la carretera, los
anuncios, los cafés, los campos que huyen a la vista del piloto encerrado
en su burbuja mecánica; la nostalgia por un mundo asimilable, donde
“América está más allá del poder, actúa como en un sueño, como una
cara de Dios. Donde está América, hay libertad, y donde no está, la
oscuridad estrangula a las masas. Bajo sus pacientes bombarderos, el
paraíso se hace posible.” ¿Palabras de escritor o lamento propio por
interpósita persona? No nos queda claro cuál es la verdadera ideología
de Updike; en su relación de amor/odio con Conejo, lo eleva a las alturas
de héroe trágico y lo sume en la ridiculez del analfabeto prepotente.
Reconoce el lado oscuro de la sociedad estadunidense; en sus correrías
automovilísticas, a Harry le preocupa traer en su coche placas diferentes
a las de los lugares que atraviesa, como si ese simple hecho lo hiciera
vulnerable a algún irracional ataque. La presencia a través de toda la
obra de los programas de televisión más despreciables, de las comidas
preparadas, de la estúpida superficialidad de las relaciones humanas, de
la intolerancia y la incultura es en sí una denuncia. Sin embargo,
tampoco demuestra simpatía por la juventud, por las nuevas
generaciones, cuyos representantes son –en el mejor de los casos–
víctimas de su medio (Jill) y, en el peor, irresponsables y absurdos, como
Nelson –juguete involuntario de los errores de sus padres– que va de la
perplejidad a la drogadicción y de ahí a la gazmoñería sin pasar jamás
por la inteligencia. Y esa es una característica de la tetralogía; hay
personajes indefensos, entrañables, patéticos o irritantes, víctimas casi
todos de su medio y de su tiempo, pero no hay un sólo individuo que
merezca el calificativo esperanzado de homo sapiens.

John Updike es un escritor liberal e innovador (habrá que


recordar Parejas, casi tan notoria en su tiempo como el Reporte Kinsey)
en materia de sexo. Curiosamente, entre tantas y tan explícitas
descripciones de encuentros sexuales, no se vislumbran momentos en
verdad eróticos. Desconoce el juego, el encanto lúdico de la insinuación
y la conquista. Como Harry, Updike “se va al bulto”, y eso seguramente
es una cualidad literaria, la integración absoluta al personaje. Sin
embargo, aún en estos choques –más que encuentros– de biológico
realismo, se antojaría alguna chispa para rescatar la calidad amorosa del
asunto. Harry, como un metafórico Midas, convierte todo lo que toca a la
vulgaridad absoluta. Y esto en el fondo es el secreto de su condición de
héroe: la derrota de aquel ingenuo sueño juvenil de inmortalidad en la
cancha pulverizado por una sociedad sin valores y sin esperanza, que
con su magia descriptiva y crítica Updike diseca como bajo el
microscopio.

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