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¿Hay que ser obligatoriamente embustero para ser Presidente1?

Más bien, eso ayuda. Mal imaginamos cómo un hombre decidido a sacrificar su vida a la verdad podría hacer una
carrera política, ya sea en el más bajo escalafón o en la cima. Pues, en materia de política, no existen más que dos
cuestiones: ¿cómo acceder al poder? Y una vez alcanzada la cima, ¿cómo mantenerse en ella? Los dos
interrogantes tienen la misma respuesta: todos los medios son buenos. Llamamos maquiavelismo a este arte de
apartar completamente la moral para reducir la política a puros problemas de fuerza. En otros términos,
principalmente los del decir popular: el fin justifica los medios: todo es bueno, con tal de que se obtenga lo que se
perseguía. Desde esta perspectiva, la mentira proporciona un arma temible y eficaz.
El acceso al poder supone la demagogia, es decir, la mentira para con el pueblo. Los candidatos a las funciones
oficiales han renunciado desde siempre a la verdad para limitarse a sostener un discurso adulador destinado a los
electores: pueblo francés2, excepcional, genial, ancestral, inventivo, creador, etcétera. En lugar de atender al
interés general que la función demanda, el político ansioso de mandato busca muy a menudo el asentimiento de la
mayoría -cincuenta y uno por ciento, eso basta. Para obtenerlo, halaga, seduce, engatusa y promete, tiene un
propósito útil para recoger los votos, pero ninguna intención de hacer honor a sus promesas –de las cuales
afirmará, más tarde, que solo comprometen a quienes las creyeron.

El motor de los mentirosos


La mentira destinada a aumentar las intenciones de voto, a crear una dinámica electiva, a falsear los sondeos se
duplica con una mentira sobre el adversario con el fin de desacreditarlo. Nunca se le reconoce talento, inteligencia
o mérito, todo lo que propone es malo, está mal hecho, perdido de antemano. Esta categoría de hombres o mujeres
jamás sale de la lógica gubernamental u opositora: la verdad es relativa al campo en el que uno se encuentra,
verdad es todo lo que piensa y hace el candidato defendido, erróneo todo lo que procede de su adversario. No hay
un absoluto para la verdad que permita pensar en términos de interés general, de destino del país, de salud de un
Estado, del papel de la nación en el planeta, y que permitiría reconocer al opositor, por poco que fuese, algo de
virtud, sobre todo, cuando sus propuestas van en ese sentido; nada de verdad absoluta, por tanto, sino una
subjetividad, verdades de circunstancia.
Mentira dirigida al pueblo, al adversario, pero también mentira sobre uno mismo: se ocultan las propias zonas
sombrías, se borran las molestas huellas del trayecto, los fracasos, las blasfemias, las tomas de posición tajantes
en función de la verdad del momento (respecto a la energía nuclear, civil o militar, la reducción del mandato
presidencial a quinquenio, la realización de una Europa de moneda única, la supresión de la mili en provecho de
un ejército profesional, las opiniones de los responsables políticos al más alto nivel cambian siguiendo las épocas
y las estaciones electorales...). Y se pretende presentar un proyecto para el destino de Francia, cuando este se ha
elaborado minuciosamente por gabinetes de consejeros en comunicación, con el fin de que corresponda al perfil
del mejor producto vendible.
Cuando esas mentiras han seducido suficientemente a los electores como para que el poder no sea un objetivo,
sino una realidad, se trata, segundo tiempo importante de la acción política en las democracias modernas, de
mantenerse en su lugar. ¿Cómo quedarse? ¿De qué manera llegar hasta el final? ¿No irse? ¿Volver lo más rápido
posible? Las mismas respuestas que en el caso precedente: todos los medios son buenos y, entre ellos, la mentira.

1
En este apartado encontraremos muchas referencias a la política explícitamente francesa. En la mayoría de los casos
bastaría suprimir el adjetivo «francés/a» para que el texto gane mayor alcance.
2
Podríamos suprimir «francés», no creo que esos atributos sean «exclusivos».
Pues ningún político dice amar el poder por el disfrute que su ejercicio procura, nadie dice gustar de ese fuerte
alcohol por la embriaguez que proporciona, sino que todos hablan de su obligación de permanecer por el bien de
Francia y los franceses5, para terminar lo que no ha dado tiempo a hacer, para realizar lo que no se ha tenido
tiempo de hacer a causa del destino, de la fatalidad, de los otros, de la coyuntura —nunca de uno mismo.
Siempre triunfa la voluntad particular en detrimento del interés general. Las células de información y de
comunicación de las instancias de poder —el Estado o el Gobierno— ceban a los periodistas con informaciones
creadas para seducir. Mentira, todavía allí, asociada a la propaganda, a la publicidad, llamada hasta hace poco
reclamo. El verbo sirve para perjudicar, las palabras de un hombre de la oposición salen de su boca como si la
realidad del poder no existiese, y valen para aumentar las promesas electorales, para dar lecciones, criticar,
anunciar que se hará mejor, etc. Las declaraciones de un electo en el ejercicio del poder dan siempre la impresión
de que se ha quedado en la oposición. Porque la función política obliga a una mentira particular, caracterizada por
una práctica sofística.

Celebración del envoltorio, desprecio del contenido


Los sofistas eran grandes enemigos de Platón (428-347 a. de C). Para ellos, lo esencial reside en la forma, nunca
en el fondo: poco importa lo que se dice, el contenido, el mensaje, el valor de la información o lo que las palabras
anuncian para el futuro, pues solo cuenta la forma, la manera, la técnica de exposición. Antepasados de los
publicistas, preocupados únicamente por vender un producto y atraer la atención sobre el envoltorio más que
sobre el contenido, esos filósofos cobraban un alto precio por enseñar a hablar, exponer, seducir a la
muchedumbre y asambleas sin ninguna consideración por las ¡deas transmitidas. El conjunto de los combates de
Sócrates y Platón, su portavoz, persigue a esta calaña, esta profesión singular.
Para un sofista, la verdad reside en la eficacia. Es verdadero lo que alcanza sus fines y produce sus efectos. Es
falso todo lo que malogra su meta. Fuera de la moral y de las consideraciones del vicio o la virtud, lo que
importa, para los alumnos de los sofistas, es, en las condiciones de la democracia griega, tomar la palabra en la
plaza pública, seducir a su auditorio, complacer y, sobre todo, obtener su voto para ser elegido y ocupar un escaño
en las instancias decisorias. Mientras Sócrates enseña verdades inmutables, los sofistas -Protágoras (siglo v a. de
C), Gorgias (hacia el 487-380 a. de C), Hipias (segunda mitad del siglo va. de C), Critias, Pródico (siglo V a. de
C.) y algunos otros- se vanaglorian de los méritos de la palabra seductora y el verbo arrebatador.
El arte de la política es un arte de la sofística, por lo tanto, de la mentira. Para disimular esta evidencia, algunos
teóricos del derecho incluso han forjado el concepto de razón de Estado, que permite justificar todo, sostener el
silencio, intervenir como más alta instancia en el curso normal de la justicia, clasificar asuntos secretos de defensa
o de Estado, negociar con terroristas a los que se pagan tributos o con Estados sanguinarios, pasar contratos
discretamente para vender armas a los gobernantes oficialmente enemigos, porque contravienen el principio de los
derechos del hombre, pero oficiosamente amigos, cuando pagan en moneda fuerte.
Abiertamente, la razón de Estado existe para evitar que las negociaciones importantes fracasen, para impedir una
transparencia de la que se servirían los enemigos del interior (la oposición) o del exterior. En realidad, prueba que
el Estado existe raramente para servir a los individuos, contrariamente a lo que se dice de él para justificarlo, sino
que, al contrario, los individuos no existen más que para servirlo y que, en caso de negarse a obedecer, dicho
Estado dispone, todopoderoso, de medios de coacción: la policía, los tribunales, el ejército, el derecho, la ley.
Sabelo, no lo olvides, y vota si lo deseas...

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