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Transfiguración del Señor Seminario San Antonio Abad

(06.08.2017) P. Ciro Quispe

LA TRANSFIGURACIÓN
(Mt 17,1-9)
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Seis días después, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano
Juan, y los lleva aparte, a un monte alto. 2 Y se transfiguró delante de ellos:
su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como
la luz. 3 En esto, se les aparecieron Moisés y Elías que conversaban con él. 4
Tomando Pedro la palabra, dijo a Jesús: «Señor, bueno es estarnos aquí. Si
quieres, haré aquí tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para
Elías». 5 Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con
su sombra y de la nube salió una voz que decía: «Este es mi Hijo amado, en
quien me complazco; escúchenle». 6 Al oír esto los discípulos cayeron rostro
en tierra llenos de miedo. 7 Pero Jesús, acercándose a ellos, los tocó y dijo:
«Levántense, no tengan miedo». 8 Ellos alzaron sus ojos y no vieron a nadie
más que a Jesús solo. 9 Y cuando bajaban del monte, Jesús les ordenó: «No
cuenten a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre haya resucitado de
entre los muertos».

Dos veces al año escuchamos-rezamos-reflexionamos este texto. En el segundo do-


mingo de cuaresma (año A) y en la fiesta de la Transfiguración del Señor (6 de agosto).
No es usual en la liturgia, pero sucede. Y cuando se repite un texto, como cuando Jesús
repite algo o cuando un judío repite una cosa, significa que se trata de algo demasiado
importante. Importante para la liturgia cristiana, importante para la figura de Cristo e
importante para el hombre y su relación con el Dios de la alianza.

El cielo y la tierra
Distintos personajes se encontraron aquel día “teofánico” y misericordioso. Por un
lado – vayamos por el orden normal – Pedro, Santiago y Juan, quienes fueron invitados
por el Nazareno a subir junto con Él al Monte, a la Montaña Santa. Éstos eran tan hom-
bres y tan humanos como nosotros. Aquel maravilloso día, y ya en el Monte, ante seme-
jante fenómeno celestial, se exaltaron y se emocionaron tanto, que quisieron quedarse
en aquel sitio para siempre. «¡Qué bueno estar aquí!» (4b). Pero el gozo duró poco,
como le sucede a todo humano, demasiado humano. Inmediatamente, cuenta Lucas, se
apoderó de ellos el miedo: «se llenaron de miedo» (6). Se trata del miedo al otro y del
miedo al totalmente Otro, del miedo frente al misterio y del miedo a lo celestial, del
miedo a lo inefable y del miedo a lo incomprensible. Se trata del miedo a la voz del
Otro y del miedo al proyecto paradójico de Dios (la Transfiguración sucede entre el pri-
mer y segundo anuncio de la pasión (Mt 16,21; 17,22) y en la Transfiguración se ratifica
el sufrimiento que le espera a Jesús en Jerusalén; precisamente sobre esto es que habla-
ban Moisés y Elías con Jesús, como lo cuenta el tercer evangelista (Lc 9,31). No se
trata, entonces, de un miedo cualquiera. Por eso, algunas Biblias prefieren usar otra ex-
presión, más adecuada y más teológica: «se llenaron de temor».
Por otro lado – siguiendo a los personajes – aparecen en escena Moisés, Elías y el
Señor, quien no es presentado directamente ni aparece personificado sino por medio del
símbolo glorioso, que cualquier judío de la época de Jesús lo reconocería: la Nube, She-
kinahk (lo pongo en mayúscula porque se trata de Dios). Moisés y Elías son personajes

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Transfiguración del Señor Seminario San Antonio Abad
(06.08.2017) P. Ciro Quispe

celestiales, que no solo representan la Ley y los Profetas de la tradición veterotestamen-


taria y que vivieron muchos siglos antes, sino que continúan viviendo. No están muer-
tos. Aparecen junto a Jesús y conversan directamente con él (3). E incluso sabemos el
contenido de aquella conversación celestial (Lc 9,31). Y aparece también en escena la
Nube (Shekinahk) que dice muchas cosas, según la tradición judía. Entre otras, la nube
representa el símbolo que separa la tierra del cielo (Ex 19,16-20; Sal 104,3) y es, ade-
más, el símbolo de la morada de Dios (Ex 24,16.18; 40,34). Junto a estos personajes,
podríamos subrayar el Monte, que Mateo no lo identifica. Conocemos el monte Car-
melo de Elías o el monte Sinaí de Moisés. Pero el nombre del Monte de la Transfigura-
ción, Mateo lo omitió para que, seguramente, también nosotros buscáramos ascender a
ese Monte. Por otro lado, el Monte es el lugar privilegiado de las teofanías del Señor.
Porque a Dios se sube, pero nunca se baja para encontrarse con Él (los templos anti-
guos, incluso paganos, se edificaron en las partes altas; las iglesias antiguas tenían siem-
pre gradas en el atrio. Pero hoy las cosas van cambiando).
Un detalle interesante sucedió el día de la transfiguración: La tierra y el cielo se unie-
ron. Los seres humanos vieron y escucharon a los seres celestiales. Los hombres peca-
dores oyeron la Voz del Señor. Los discípulos escogidos, como el pueblo de Israel al pie
del Sinaí, sintieron y vieron la «Nube luminosa» que los cubrió, como cubrió la Santa
Sanctorum, el Tabernáculo del Arca (Ex 40,34). Pero esta vez, a diferencia del anterior,
de la Nube, dónde Moisés no podía entrar (Ex 40,35), salió una voz clara y potente que
decía: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escúchenle» (5b). El misterio
que une al hombre con Dios y Dios con el hombre, ya no es un misterio oculto o velado,
tampoco es un misterio esotérico, enigmático, misterioso, que contiene ciertos arcanos
solo para los iniciados, como se difundía en las religiones paganas antiguas y se repiten
hoy entre las religiones esotéricas del New Age. Todo lo contrario. El misterio de la
unión del cielo y de la tierra, el misterio de Dios y el hombre se construye por medio de
la relación. Relación que significa: un Padre que tiene un Hijo amado. Un Hijo que con-
versa con los seres celestiales y con los hombres. Tres pecadores que oyen a los más
grandes santos del AT. Tres hombres que escuchan nítidamente la voz de Dios. Tres
personas que oyen el único mandato divino: ¡Escuchen a mi Hijo! (5b).

Mi Hijo amado
En este misterio de relación, en esta nueva unión entre el cielo y la tierra, ya no es la
Nube el principal e único intermediario. Tampoco un símbolo misterioso o un talismán
sagrado. Es una Persona, el nuevo e único mediador. Es un hombre, amado por Dios Pa-
dre, el único puente establecido. Es el Nazareno el pontifex maximus. Es Jesús quien
puede conversar con los seres celestiales (Moisés, Elías y su Padre) y con los hombres
pecadores (Pedro, Santiago y Juan). Aquellos eran, ya lo dije, los más grandes santos
del Antiguo Testamento, estos, en cambio, son los pecadores del Nuevo Testamento:
Pedro, el mayor de todos, a quien el Maestro resondró varias veces con palabras duras;
y quien traicionó al Maestro, a pesar de haberle jurado fidelidad (Mc 14,31). Santiago y
Juan, uno adulto y el otro jovencito, ambiciosos de reconocimiento y honor, y no lo
ocultaban (Mt 20,22), eran, como muchos de nosotros, coléricos e iracundos; por eso,
no fue casualidad que el Maestro los tildara como «hijos del trueno» (Mc 3,17). La vida,
en esta tierra, y la vida celestial se construyen sobre las relaciones. Y el mejor modelo
de relación lo reveló aquel día, la voz potente que salió de la nube: «mi Hijo amado».
La misma expresión lo dijo durante la primera teofanía, o sea, durante el bautismo de
Jesús (Mt 3,17).

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Transfiguración del Señor Seminario San Antonio Abad
(06.08.2017) P. Ciro Quispe

Escúchenle
La Transfiguración sucedió, entonces, para los pecadores. Para aquellos que, a pesar
de todo, quieren subir al Monte del Señor. Para aquellos que se dejan guiar por el Maes-
tro. Para aquellos que sin tantos cuestionamientos y sin necesidad de silogismos perfec-
tos, obedecen al Maestro (1b). Aquí radica, entonces, el misterio de nuestra religión y el
misterio de nuestra existencia. Lo ha revelado el mismo Señor: «¡Escúchenle!» (5b). Si
quieres acercarte a Dios o si quieres ver la Gloria del Señor, no vayas detrás de explica-
ciones esotéricas, tampoco detrás de amuletos y reliquias, ni mucho menos detrás de ta-
lismanes e ídolos. Aprende a «escuchar», y escucha la voz del Hijo, de su Hijo. Él es
quien ahora nos conduce al Señor. Él es quien nos abre la puerta para entrar en el nuevo
Templo del Señor. Él es quien te invita a ser miembro de su reino, reino de amor, justi-
cia y paz. Él es el único, porque lo conoce (Mt 11,27). Y Él es el único quien te trans-
mite el amor de Dios, que no es energía, la fuerza o buenas vibras, sino el amor de Dios,
o sea, la gracia. Y lo demostró el mismo día de la Transfiguración. Las únicas palabras
que dijo, las pronunció a sus discípulos: «¡Levántense, no tengan miedo!» (7b). Fue lo
primero que dijo Dios al anciano Abrahán (Gn 15,1) y lo primero que le dijo a la joven-
cita María (Lc 1,30). Esa misma palabra poderosa la repitió a Pedro, Santiago y al joven
Juan. Y eso mismo te lo dice hoy: «No tengas miedo». Si, así es. «¡Levántate, no tengas
miedo!» (7b). La relación del hombre con Dios no está marcada por el miedo. Del
mismo modo, la relación entre los hombres no puede fijarse a partir del miedo. No tras-
mitas miedo ni te dejes devorar por el miedo. No heredes miedo a tus hijos ni a los
otros. No edifiques tu fe sobre el miedo. Lo dijo el Señor el día de su Transfiguración:
«¡Levántate, no tengas miedo!».

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