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Antología del Concurso Literario Internacional

Ángel Ganivet 2017

Undécima edición
Créditos:
Antología del Concurso Literario Internacional Ángel Ganivet 2017. Undécima
edición

Primera Edición: febrero 2018

Textos:
Adriana Irais Dorantes Moreno, Jaime Ignacio Magnan Alabarce, Víctor
Alarcón, Martha Gantier Balderrama, Sergio Lorente Martínez, Rodolfo Novelo
Ovando, Jesús Cárdenas Sánchez, Clara Schoenborn, Carlos Roberto López
Parra, Jeannette Lozano, José María Muñoz Quirós, Aarón Carlos Andrés
García, Tomás Ortega García, Roxana Carina Mauri Nicastro, Ana María
Elizondo Gasperín, María Paz Valdebenito González, Alejandro Rafael Alagón
Ramón, María Victoria Duque López, Vicente Cervera Salinas, Silvia Claudia
Rivas y Salomé Guadalupe Ingelmo.

Portada: Thomas Cole, Expulsión del Jardín del Edén (1828). Museum of Fine Arts.
Boston
Contraportada: Detalle de Expulsión del Jardín del Edén
Maquetación y diseño: Salomé Guadalupe Ingelmo
Corrección y Prólogo: Salomé Guadalupe Ingelmo

Edición: Concurso Literario Internacional Ángel Ganivet


https://sites.google.com/site/concursoliterariointernacional/

Todos los textos publicados en esta antología son propiedad de sus respectivos autores.
Queda, por tanto, prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos de esta
publicación en cualquier medio sin el consentimiento expreso de los mismos. Los
interesados en reproducir esta antología deberán contar también con la aprobación del
certamen convocante. Puede ponerse en contacto con nosotros en el siguiente correo
electrónico: concursoliterarioaganivet@gmail.com
La patria del escritor es su lengua.
Francisco Ayala
Índice

Prólogo_____________________________________________________________- 9 -
El comienzo, Adriana Irais Dorantes Moreno (México)_____________________- 15 -
La eternidad contenida, Jaime Ignacio Magnan Alabarce (Chile)_____________- 21 -
Hospital de la Santa Creu, Víctor Alarcón (Venezuela)______________________- 27 -
Cuando viajaban a su interior, Martha Gantier Balderrama (Bolivia)__________- 31 -
Buscada y preterida, Sergio Lorente Martínez (España)_____________________- 35 -
El desahucio de la hoguera, Rodolfo Novelo Ovando (México)_______________- 39 -
Tormenta en lento silencio, Jesús Cárdenas Sánchez (España)_______________- 43 -
Humo blanco sobre infierno, Clara Schoenborn (Colombia)_________________- 49 -
Los mares en el siglo XXI, Carlos Roberto López Parra (Colombia)___________- 55 -
El mundo, Jeannette Lozano (México)___________________________________- 59 -
Antífona de la luz para los días del otoño, José María Muñoz Quirós (España)__- 67 -
Solsticio del árbol, Aarón Carlos Andrés García (España)___________________- 73 -
Las auras de la noche, Tomás Ortega García (España)_____________________- 75 -
La corona del bufón, Vicente Cervera Salinas (España)_____________________- 83 -
Peregrina, Roxana Carina Mauri Nicastro (Argentina)_____________________- 87 -
En penumbra a la indolencia, Ana María Elizondo Gasperín (México)_________- 93 -
El alcatraz que aún no logra volar, María Paz Valdebenito González (Chile)____- 97 -
La arena que vive en los lugares ásperos, Alejandro Rafael Alagón Ramón (España)_- 103 -
Breve historia de un país desgarrado, María Victoria Duque López (Colombia)_- 107 -
No es sólo otra fábula sin sentido, Silvia Claudia Rivas (Argentina)__________- 113 -
Cuando los poetas despiertan. Es breve la cordura y larga la demencia. «No es otra fábula
sin sentido»: retrato de un hombre desgajado del paraíso, Salomé Guadalupe Ingelmo___- 117 -
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Prólogo

¡Ah, miserable! ¿Por dónde huiré de aquella cólera sin fin, o de esta
también infinita desesperación? Todos los caminos me llevan al infierno.
Pero ¡si el infierno soy yo! ¡Si por profundo que sea su abismo, tengo
dentro de mi otro más horrible, más implacable, que a todas horas me amenaza
con devorarme!
John Milton, El paraíso perdido, Libro cuarto

Cada uno somos nuestro propio demonio y hacemos de este mundo


nuestro infierno.
Oscar Wilde

Fruto de un largo y laborioso proceso de selección, análisis y evaluación, en


noviembre de 2017, durante la tradicional entrega de premios y también por nuestros
habituales canales digitales, revistas literarias y culturares, así como redes sociales, se hizo
pública la tan esperada acta de fallo de la undécima edición del Concurso Literario
Internacional Ángel Ganivet. Nos disponemos a presentar seguidamente, con gran orgullo,
el poema ganador y los diecinueve poemas finalistas que, entre los muchos presentados
desde todos los rincones del globo, nuestro jurado decidió distinguir el pasado año.
Nos complace acercar ahora al lector las obras de autores de indiscutible talento
que han tenido, además, la generosidad de confiar en notros y han decidido dejar en
nuestras manos sus preciados textos. En nombre de los jurados y el resto de

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colaboradores, me complace darles una vez más las gracias, a ellos y a todos los
compañeros que ‒en ocasiones no por falta de méritos, sino sencillamente por la tiranía
de los números, pues alcanzar uno de los veinte puestos finalistas entre más de 1400
participantes constituye un singular privilegio‒ no han podido llegar a la ansiada final,
por toda la riqueza que sus obras, año tras año, nos aportan.
A lo largo de las páginas que siguen nos adentraremos en las reflexiones,
inquietudes y esperanzas de algunos de nuestros participantes; en sus pensamientos y
sentimientos. En muchos de esos poemas, en sus argumentos y sensibilidades, tantos
otros podrán verse reflejados, pues sus autores se revelan firmemente determinados a
ahondar en conflictos profundamente humanos. Conflictos que, como la lengua
compartida por los escritores de habla hispana, hermanan a individuos de diversos
orígenes y culturas. Porque, como sostenía Vicente Aleixandre, “la poesía tiene que ser
humana. Si no es humana, no es poesía”.
Si bien cada año nuestros autores abordan las cuestiones más variadas, en la
presente antología, curiosamente, advertimos un hilo argumental que, de una forma u
otra, atraviesa cada poema engarzándolos como las cuentas de un rosario con el que
hacer penitencia o fortalecer nuestro propósito de enmienda. Ese eje entorno al que todo
gira es la ‒trágica‒ sensación de pérdida y desarraigo.
Las voces que desde estas páginas nos hablan a menudo han sufrido la expulsión de
paraísos que un día les pertenecieron, que antaño fueron nuestros. De los que todos hemos
sido cruelmente desalojados o que hemos perdido por nuestra propia torpeza y necedad, por
nuestra incurable ceguera. Discurren sobre el papel individuos desorientados, desubicados
en paisajes urbanos hostiles que promueven la soledad, la incomunicación y el abandono;
cada día ‒para deshonra de nuestra especie‒ más deshumanizados . Otras veces, desfilan
miembros de comunidades cuyos modelos y principios no comparten o ni siquiera
comprenden; que a menudo conducen a la propia muerte interior: personas que intentan
sustraerse al control de los profetas de las convenciones, a su lenguaje domesticado y
represivo. El ciudadano medio, común y anónimo, marginado, expulsado también del
territorio de la política, de la toma de decisiones sobre su propio destino, grita su indignación.
Mientras, gentes inocentes, desterradas por la violencia, se ven sometidas, ante
la indiferencia del acomodado, a la dura prueba del mar, a una ordalía azarosa que nada
tiene de justo o razonable.
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A decir verdad, en mayor o menor medida, la existencia es para todos un


arriesgado viaje cuyo desenlace se revela siempre una incógnita. Vivimos bajo la
permanente amenaza del naufragio. Naufragios que a veces toman la forma de un
obligado exilio interior. ¿Acaso el desamor y su vacío, la pérdida que otros poetas
cantan, no se puede considerar un género de hundimiento?
Los poemas que siguen perfilan, en definitiva, seres humanos perdidos y no
pocas veces aislados en su propio universo: el único bastión que les queda y que tratan
de defender con desesperado heroísmo. Desamparados. Aunque saquen fuerza de
flaqueza para gritar su temor sin pudor, asustados. Como todos. También como aquellos
que carecen del valor necesario para reconocerlo. Porque nuestros finalistas son
escritores. Para colmo, poetas. Y los poetas, como en alguna ocasión manifestase Hugo
Gutiérrez Vega, son gente impúdica. En efecto, sea fruto de la generosidad o de la
insensatez y la temeridad, jamás temen desnudarse.
Nuestros galardonados han realizado, por tanto, un enorme ejercicio catártico
con el fin de exorcizar sus demonios. Quizá para aniquilar los demonios de sus
semejantes. Otras veces, incluso, para reavivarlos. Porque parece que sólo cuando la
catástrofe es inminente nos sentimos dispuestos a escuchar las voces de alarma.
Buena parte de los poemas que hoy presentamos se adentran en la psique compleja
y torturada del individuo contemporáneo, analizando el extrañamiento que sufre respecto
al mundo que le rodea. Una brecha ‒herida abierta‒ que sin duda ha de ser aún más honda
en el caso del poeta, cuya introspectiva actividad se revela especialmente ermitaña. En el
fondo buena parte de los escritores coincidimos con Fernando Pessoa, que confesaba:
“ser poeta no es una ambición mía, es mi manera de estar sólo”.
En los textos que siguen advertimos el eco de un paraíso al que nosotros
mismos, con nuestras rencillas, con nuestros sangrientos conflictos bélicos, con nuestra
indiferencia ante el desarraigo forzado de semejantes a quienes nos negamos a dar
refugio, con nuestra incapacidad para firmar la paz con el género humano, hemos
renunciado. Porque el hombre actual, ciego ante el edén que aún se extiende ante sus
torpes ojos, despojado de los recuerdos de una idílica infancia, está condenado a habitar
un paisaje deshumanizado, materialista y hostil.
Pero entre tanta catástrofe y soledad, mediante la palabra, pese a nuestros
temores, pese a que no podemos conjurarlos del todo únicamente reconociendo su
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existencia, el ser humano vuelve a encontrar su lugar y logra combatir el desaliento.


Porque “la patria del escritor es su lengua”, como decía Francisco Ayala, y en ella se
refugia cuando todo lo demás parece derrumbarse. Y así, mediante la palabra, el
hombre, el escritor, consigue escapar de esa estrecha prisión a la que parecía condenado.
Pues el escritor tiene mucho de escapista: gusta de organizar fugas y abrir horizontes
también para sus compañeros de celda. Como presentía el recientemente fallecido
Nicanor Parra: “El poeta es un hombre como todos, un albañil que construye su muro:
un constructor de puertas y ventanas”.
Si bien los argumentos tratados por nuestros autores han sido, como cada año, de
lo más variado, y aunque es cierto que la poesía se revela más proclive a la
introspección y el intimismo, muchos de nuestros concursantes se han mostrado
especialmente preocupados por la sociedad que les rodea, deseosos de denunciar sus
injusticias o deficiencias. “El poeta que estuviera satisfecho del mundo en que vive, no
sería poeta”, aseguraba Giovanni Papini. En efecto los poetas, afortunadamente, aún
desafían el orden establecido, las convenciones sociales, las jerarquías, las
clasificaciones y las fronteras arbitrariamente impuestas. El poeta se enfrenta a las
normas despóticas y, alérgico a la hipocresía, se adentra, temerario, en el territorio de
ese eufemismo que es lo políticamente incorrecto. No le importa incomodar. Y de hecho
incomoda. Es una parte ‒esencial‒ de su cometido sobre la tierra. Ya lo decía Salman
Rushdie en Los versos satánicos, precisamente la obra que convirtió al escritor en
blanco para la intolerancia que denunciaba: “La misión del poeta es nombrar lo
innombrable, denunciar el engaño, tomar partido, iniciar discusiones, dar forma al
mundo e impedir que duerma”.
Sí, los poetas incomodan. Porque aun cuando trabajan de noche, en la oscuridad
y con el temor de ofender a Dios, como cantaba Alda Merini, incluso “en su silencio,
hacen mucho más ruido que una dorada cúpula de estrellas”. Ya lo advertía Miguel
Ángel Asturias, “el poeta es una conducta moral”. Quienes pretenden hacer de él un
mono de feria, un loro de repetición o un perro sumiso y bien amaestrado, no deben
llamarse a engaño. El poeta que realmente lo es no sabe de intereses, no es nada
práctico. No se preocupa del hambre o el frío propio, no aspira a la pompa o el boato.
Muchos de nuestros participantes de este año, como muchos otros años, parecen
estar de acuerdo: la poesía, la literatura en general, se convierte en arma poderosa contra
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la injusticia. Y es nuestra obligación empuñarla con firmeza. Con serenidad y equilibrio,


pero no por ello con menos firmeza. Porque el escritor es producto de su sociedad y, al
tiempo, mensajero de la misma; ha de sentir una responsabilidad hacia ella. Por eso los
poetas prestan su voz a todos aquellos forzados al silencio y el anonimato.
Como Blas de Otero, muchos de nuestros finalistas han decidido escribir en
defensa del reino del hombre y su justicia. Muchos de nuestros concursantes de este año,
muchos, han decidido hacer uso de la palabra. Porque nuestros poetas, como también
nuestros prosistas de otros años, en efecto estiman que siempre ha de quedar la palabra. Y
se comprometen a seguir alzando su voz ante los abusos, su voz ante la deshumanización,
su voz ante el desaliento. Y se disponen a defender la dignidad del hombre mediante esa
palabra, una dignidad a ratos herida; otras veces, sencillamente pisoteada.
Víctimas de la intolerancia, víctimas de la violencia, víctimas de la miseria,
víctimas de la guerra, víctimas del desarraigo, víctimas de la indiferencia... Víctimas.
Víctimas de atropellos de toda índole han circulado ante nuestros ojos: maltratados,
explotados, refugiados sin refugio... La sinrazón y el despotismo de nuestro tiempo.
Pero también hemos leído esperanza, mucha esperanza, entre vuestros versos.
Esperanza en un futuro mejor, construido con sólidas palabras: palabras que convoquen
no menos sólidos actos.
Los poetas, los escritores generosos, nunca están solos. Generaciones pasadas,
presentes y futuras los sostienen en pie cuando las fuerzas propias flaquean.
Respaldemos, pues, su trabajo. Porque con las piedras de sus palabras se
construye nuestro porvenir. Respaldemos su labor, pues, si queremos que nuestro futuro
sea realmente próspero.

Salomé Guadalupe Ingelmo


Coordinadora del Concurso Literario Internacional “Ángel Ganivet”

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El comienzo
Adriana Irais Dorantes Moreno (México)

1.

Entre la espuma de lo perdido una oración detiene el tiempo y teje la ebullición de sus

hilos.

Los días pasan en silencio, nubes se elevan en forma de sonatas.

Cayó el invierno sobre tus párpados y el cielo se pasmó de rojo.

Tardé el llanto en limpiar la sangre que no era tu sangre;

duré la noche en construir el plano de la casa.

El cansancio sembró flores en mi frente.

Dormí soñando palabras lóbregas que nunca habrían de conocer el aire.

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Desperté con los ojos dirigidos al norte.

—Al norte, hubieras aprendido a decir,

al norte, porque aunque todavía no lo sabías,

hacia allá alumbraba la estrella de tu nombre.

Dolía la espera,

sus ojos eran fauces que rompían las sábanas,

sus manos, labios burbujeantes de estertores,

sus gritos, formas agazapadas entre los pliegues de las sombras.

Era precaria la lucidez de mis inundaciones,

sus orillas eran manos que despertaban lámparas de un mundo del que no formábamos

parte.

Y yo sólo tenía diez uñas,

diez uñas que hurgaban la tierra hasta perder el tacto,

que sangraban incansables hasta hallar el regreso.

2.

Querido: los días son cortos

pero existe un ritual milenario sentenciado a continuarse:

la carne de la carne tiene destino final entre la tierra,

en el polvo erosionado con el andar de la agonía.

El refugio se secó y sólo tú supiste que la noche sería la única linterna.

Yo llenaba el cántaro encerrando un tiempo detenido,


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cantaba a la nada esperando un eco de regreso.

Como una niebla ingrávida,

mis palabras flotaban fracturadas, incesantes.

Comencé a hablarte porque no entendía,

pensaba en la felicidad sin saber que sus respiros de bruma

volvían el aliento al fondo,

a la cueva vedada a los pedazos de mi boca.

Entre la ciega angustia de la ignorancia,

el tacto pulverizó los atajos cual vuelo impostergable de pájaros furiosos.

Mi mano comenzó a temblar deshecha en la profundidad de la madrugada.

Piel adentro se podría estrechar un haz de quietud permanente:

en el corazón se marchitaba la semilla de los sueños atrapados.

Las preguntas empezaron a llover de la estancia

mientras los latidos retumbaban más allá de las paredes.

Y como hormigas venenosas, cada una taladraba las raíces de mis huesos:

qué camino andar para dar fin a lo que nunca tuvo inicio,

qué poner en tu piel recién bañada,

cómo arreglarte el ceño si aún no te conocía,

qué atuendo vestiría la noche,

con qué alhajas de adiós se adornaría.

La duda infecta estaba instalada con un zumbido de ponzoña,

con olor a vinagre y sal envejecida.


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En algún tiempo florecieron historias en puertos que no se fatigaban con los visitantes,

la realidad no se derrumbaba a jirones y se podía dormir en calma;

pero ahora sólo tenía entre la carne

un intento agujerado con la constancia del lamento,

en espera de los cuervos que llegarían hambrientos

surcando la atmósfera con sus plumas de hierro.

Querido: tu cabello apenas crecido cascabelea despacio al ritmo de la angustia.

3.

Que nadie sepa de las sombras, me dije.

Que nadie note que no puedo deletrear la verdad amagada entre mis pestañas

entumecidas.

Que nadie hable de esta eternidad helada que marca el sendero del desierto.

He cuidado de ti mirando el reino de los insectos;

y te hablo y te imagino con la devoción que enciende la esperanza.

Mira a la distancia, te digo, la luz pinta las montañas de rosa.

Mira los árboles, las estrellas, el mundo, te digo.

Pero las cosas las veo sola y las imagino entre tus ojos desconocidos.

Estoy atrapada en un tiempo que no comprendo,

con días y noches indistintos,


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y sigo teniendo nada más diez uñas que no alcanzan,

la soledad las acaba, la fatiga les quita el aire,

diez uñas quebradas que no cierran el ciclo, que no digieren este encierro.

Mas la duda no rompe los ímpetus.

Ahora mis manos se sumergen en los frescos bordes de la tierra,

quiero creer que es cierto, que la mezcla de barro y agua va a protegerte.

Pronto vendrá la hora de remover el luto,

estaremos listos para festejar tu cumpleaños

y yo te enseñaré, con la alegría del primer descubrimiento,

qué significado guarda el pasar de los astros.

Entonces habrá también tiempo para perdonar los recuerdos,

para cambiar las flores de este sueño por otro sueño.

Entonces erigiré un palacio, aquí,

encima del misterio que construye el ritual incomprensible,

donde el silencio es palabra y la oscuridad incendio,

aquí, en las fuentes de plata que salvan los naufragios

y encienden los precipicios hasta la llegada del alba.

Llegará un último granizo para cortar la oscuridad tiránica

y fracturar las rejas que alimentan la humedad de las tinieblas,

nacerá una última lágrima para llenar la tierra,

con pasos inaudibles trazará por fin el auténtico verdor del comienzo.
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La eternidad contenida (en una mala copia


del laberinto de Creta)
Jaime Ignacio Magnan Alabarce (Chile)

Al morir mi padre,

entendí que la inmortalidad no existía.

Ese día, al iniciar su viaje,

cimenté el primer ladrillo

y a partir de éste

comencé a edificar mi propio silencio

desenredando el ovillo de la memoria infantil.

Hoy tenso la cuerda y los recuerdos parpadean

sobre una imaginaria línea roja,


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franqueada por un precipicio.

Selenitas microscópicos ensayan su último baile

y dicen adiós a un pasado supuestamente mejor.

En viejos almanaques y tratados de cosmografía

aprendí que el tiempo vive prisionero en un reloj,

una mazmorra habitada por la parca

quien, en solitaria suerte,

cumpliendo su propia condena,

se divierte barriendo el polvo…

Así, minuteros y horarios avanzan inexorables,

como aguzadas guadañas campesinas

decapitando durmientes que sobreviven al suelo.

Y yo… soy uno de ellos…

Desde que mi padre murió

camino por calles y avenidas sin nombre,

desnudo, practicando indolencia,

ante los anónimos que cruzan mis pasos.

Las existencias que dibujan sus rostros

requerirían una vida entera para entenderlas;

al igual que ellos, sólo dispongo de una,

y es preciso ocuparla en buenos oficios.

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Mi padre partió un frío mes de junio,

lo atestiguan mudas esquelas de condolencias

arrumbadas sobre un polvoriento escritorio

de sutil caoba que ya nadie ocupa.

Mi madre, ante su huida, en secreta penitencia,

comenzó a zurcir la extinta lumbre del lar,

mientras mi hermano ensayaba juegos de agua,

y yo dejaba de creer en la eternidad

esperando que las lluvias de invierno

mojaran mi rostro para vestir luto…

La vida, implacable, continúa;

dan fe las regueras que habitan mi piel,

en cuyos lechos profundos

se ha cristalizado la sal de su escorrentía

sin que el sol de verano la derrita.

Ya no hay brazos que me acunen

ni cuentos de hadas que engorden la esperanza.

Él ya no está.

Ayer lo vestimos con su mejor traje,

el que nunca vistió;

así le dijimos adiós,

cada uno en su propio idioma.


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Ahora su fantasma nos responde

en indescifrable dialecto

mientras recorre la casa.

Su voz sedienta

se aferra en forma inútil

al único mundo que conoce,

en busca del agua de la vida

Ignoro quien cerró el grifo para siempre.

A veces, cuando el cristal devuelve mi rostro

logro reconocerme en él:

sediento, taciturno, desorientado,

ensayando lenguas extrañas

incluidas en mudos diccionarios

que no alcanzaré a leer:

él no me enseñó todas las lecciones

y estoy obligado a aprenderlas por mi cuenta.

Cuando mi padre marchó, descubrí

que esta ciudad no era juego de niños;

que nunca fue construida con bloques de madera

o divertidos mecanos infantiles;

que su pantano de asfalto me absorbe. Me agobia.

Me aprisiona su enmarañada red de muros ciegos


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y experimento el miedo.

Ahora tengo la certeza:

alguien estudió los planos del arquitecto de Creta

y ha construido, a mi alrededor, un laberinto a la medida,

en una mala copia, donde el minotauro,

uno de los monstruos que habitan mi oscuro interior,

aún no se materialice entre los espejos que sirven de pasillos.

Tal vez su rostro no tenga reflejo.

Tal vez el rostro del miedo no tenga imagen

Tal vez desconozca mí propio miedo,

‒el miedo de mi propia mortalidad‒.

Sólo sé,

que desde entonces…

el laberinto crece cada día,

se expande hacia el infinito;

conteniendo una vana cuota de eternidad

‒mi breve tránsito por la vida‒.

En esta nueva versión,

ningún ovillo de lana sirve

porque el monstruo soy yo,

y ya he devorado a Pandora:

y no soy capaz de reconocerlo.


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Hospital de la Santa Creu


Víctor Alarcón (Venezuela)

Qué inquietudes atravesaban tu cuello

cuando caminabas junto al hospital de la Santa Creu

era un giro diario

sus piedras pasarían inadvertidas

y este jardín sería un vistazo

que yo intento detener

para conjurar la memoria de tu lengua

tu sombra es extensa como la calle que une a las ramblas

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en un bolsillo de mi pantalón guardo tu recuerdo

que es una casa donde se apuntan con cuchillos

un apartamento sumergido en la vigilia de las 2:00 a.m.

o un vaso de agua

oportuno sobre la mesa

mientras la luz se cuela por los vidrios

qué puedo conseguir con esta visita

más allá del silencio de las puertas

o el mensaje ininteligible de los pájaros

si existe algo certero

en este continuo de intercambios

es la exactitud de la incertidumbre

vuelvo a este patio cada vez que puedo

a esta cruz inútil que se levanta en piedra

a esta biblioteca donde las señas de vida son un murmullo

atravieso mares océanos kilómetros

para sentarme aquí

y cumplir con la espera infructuosa de tu presencia

ansiar que tu celaje


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como un sueño confuso y mal recuperado

atraviese mi mirada

esta superstición me ayuda a pisar con más calma

aligera el peso y la ansiedad de mis manos

es una vela que se agita

junto a una foto

me transformo

soy el vástago

que asegura a las raíces

que continúen

que sigan su hábito de sombras

que preserven

su confianza en lo incógnito

que mantengan

su paso equívoco

recogeré los hilos del recuerdo

iaia

conservaré las imágenes de tu mito

la ficción de tu rostro en blanco y negro


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la exactitud de tus agujas

para repetirme

para reiterar sobre mi propia angustia

que estas pisadas

no se mueven sobre el vacío

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Cuando viajaban a su interior


Martha Gantier Balderrama (Bolivia)

Cada vez que volvían

sangrándoles la aurora por los hombros,

ajados,

oscuros,

húmedos,

hartos de asistir al mismo ritual,

hartos de subir y bajar escalinatas estériles

y orar la misma plegaria,

despojados de la promesa de Dios, del árbol

y las estrellas.

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Preguntaban a los espejos sucios

que viajaban frente a ellos

¿qué hemos hecho de esta porción de vida

vaciada al azar?

¿qué del tiempo estancado

en el boceto de nuestro ser?

se miraban absortos,

como si acabaran de descubrirse desnudos en un panteón de estatuas blancas

¿qué de estas manos

enjauladas en el sueño de escribas y dioses fatuos?

¿qué de esta pobre existencia embutida en un saco de piel?

Embriagados de ira

arremetían contra los espejos

sin saber que ellos

se chorreaban en pedazos

junto a sus ciudades que como velámenes de media noche

chisporroteaban y se apagaban

y sus hermanos huían por las puertas sin casas

en tropeles, en medio del fuego y nubes de polvareda

cargados de niños y ancianos,

despavoridos

hasta llegar a los linderos en donde Dios no abrió el mar para que pasaran

y dioses marinos engulleron a muchos hasta saciarse


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y escupir las sobras contra los muros y las alambradas

de ciudades ajenas…

Como saliendo de una pesadilla

y entrando a otra

abrían sus vientres,

y extraían sonajas, timbales, arpas, liras y acordeones

y cantaban y tocaban y lloraban y seguían cantando,

mientras sus ciudades seguían cayendo en lluvias de pétalos macabros

y poderosos escribas en nombre de Dios cambiaban los textos de los libros.

Sin embargo, seguían cantando y llorando

y llorando y cantando

hasta ya no ser más ellos, ni sus entrañas, ni sus cantos

ni los espejos.

Al otro día,

volvían por los mismos senderos,

livianos,

transparentes

Sin peso, volvían,

implorando,

implorando
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y los trenes seguían su rumbo

como si estuvieran en otra dimensión

y ellos gritaban y gritaban con sus manos y sus rostros pegados a la alambrada.

Ahora el mar y el universo eran una oreja sorda…

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Buscada y preterida
Sergio Lorente Martínez (España)

Hiriéndonos el tacto

la redondez de las cosas esconde

su borde rugoso, su perfil crespo,

puntiaguda advertencia

de que no se podrá pulir nada por completo.

Lo contrario permitiría al hombre

fundar su corazón

en la certeza de que siempre debe

seguir hacia delante,


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siempre sin excepción.

Pero el dilema humano,

áspero e imperfecto,

consiste en alcanzar una medida,

un punto más allá del cual no tiene sentido

continuar insistiendo,

punto que determina lo hacedero.

Quien tuviera esa cifra

sabría cuánto falta y cuánto queda,

sabría el fin de todos los caminos,

su esperanza nunca sería incierta;

pero sin dolor ni desasosiego

ya no sería un hombre

sino otra cosa, porque nuestro abismo,

nuestra más elemental vaciedad,

la irrellenable nada

que inunda nuestra vida

hunde en su negrura la referencia,

diluye lentamente,

como hace el mar salvaje,

toda eventual palabra

que pretenda decirla,


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hasta que llega a ser indiscernible

de su propia marea.

En la larga cabellera del tiempo

peina el mundo tan sólo

una serie de trenzas

que no puede amarrar,

que duran hasta que otros vientos las desordenan.

Ni el verbo más longevo

llegará a ser comprendido por todos.

Pero la voz supone su esperanza,

no la puede frenar

como no puede el mar frenar sus olas,

y siempre busca dar más largo vuelo

a su corta palabra

para que llegue más hondo, más claro, más lejos,

incapaz pese a todo

de una formulación definitiva;

para que señale desde el abismo

por qué la ilusión se trocó en absurdo,

cómo y cuándo hubiera sido posible

sujetar una trenza,

bajo cuántas olas y sedimentos


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quedó la clave aquélla,

buscada y preterida,

que hubiera dado al hombre

no la felicidad

sino algo parecido a la coherencia.

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El desahucio de la hoguera
Rodolfo Novelo Ovando (México)

Avanzas como si tal cosa sucediera en la penumbra

y no reconoces la amnesia del viento

en la ventana o en tu sombra.

Triste ciudad adentro de su propio enigma,

asilo del viento que envejece en la caída eterna de las horas.

Llega la vida

para engendrar belleza en los suburbios.

Llega la muerte

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para negar respuestas

a los desamparados,

a quienes con dos manos

suplican lo impalpable:

lo sumiso de la misericordia.

De un tiempo a ninguna parte,

en el instante mismo de la lluvia,

la bruma finge el trazo de esa muerte.

Hoy somos almas perseguidas por el ego del salitre,

sargazo agonizante en el insomnio azul del mar,

en el umbral: enigma de su adentro.

Mujeres que no cubren el silencio con sollozos,

gritan plegarias inclinadas de tristeza

porque el fuego es el desahucio de la hoguera.

Aquella catedral arrinconada entre las piedras,

refugio que se habita al prolongarse el sufrimiento,

cura el odio y la ceniza

tras la sucesión de los pecados.

Hemos sufrido, es real.

Somos naufragio de irónicas metáforas;


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como nunca aguardamos

las prometidas alboradas

en ataúdes cotidianos que se vuelven para siempre.

Angustia es anochecer sin verso propio,

ser poeta y esconderse en un cuaderno,

el mismo donde cantan los inquietos su liturgia,

el mismo credo de los arrepentidos,

arrepentidos por morir con Dios ausente.

Imagina las flamas que destrozan,

que dispersan ovejas balando su miseria;

sucedáneo resuello de incertidumbre.

Atardece en las calles

donde todos se callan su amor

y adentro,

en el púlpito,

un hombre

susurra en soledad

toda la ceremonia.

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Tormenta en lento silencio


Jesús Cárdenas Sánchez (España)

Entonces me bastaba así,

transitar cada día, sin más verbo.

que, al abrir las ventanas a la luz,

sonasen los visillos con la furia del aire;

que sólo eso se escuchase en la casa.

No sé si era amor posible o prodigio

tu pelo los domingos de lectura,

tal vez, en su acidez de invierno,

el suave tacto del azul, si estabas

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con un libro enmarcado

entre tus piernas y la manta de cuadros,

con el libro de mi autoría que un día acariciaste,

siempre con los ojos puestos en el horizonte,

ausente retrato tras la lectura;

un misterio más al atardecer

hacia la oscuridad del precipicio.

Fingir que nuestras miradas no se encontraban

o que presentíamos, cercanos, nuestros labios

igual que enamorados en plena efervescencia.

Descubrirte, quizás, algo para descubrirme

torpemente al trasluz de alguna página.

Y así pasaron tantos y tantos domingos prendidos

en las cálidas cimas del deseo

que el resto de los días

cayeron en oscuridad baldía.

Era suave inconsciencia la de sus párpados,

silenciándolo todo, fervor de estancias vacías.

Acaso fuera porque en enero cuesta que las palabras

salgan de paseo entre la débil luz y el frío,

acaso porque el invierno se retuerce

en los pliegues tempranos de la tarde,


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dejando su grueso trazo de luz y un rastro de ternura,

prescindiendo de lo demás,

en tardes como esta, medio huidas,

cuajando las palabras en un pozo helado.

Debí saber que las heridas oscuras no se enseñan.

(Ya se encarga el tiempo de recobrarlas).

Desde el cristal, un cielo intempestivo,

el viento golpeando las contraventanas

−el ruido hacía mayor su quietud−,

una realidad que nos envuelve

bajo el fluir de nubes cada vez más negras,

mientras se deslizaban las primerizas gotas

con el tintineo de notas antiguas

hasta llegar a la abstracción.

Me bastaba así, sin más gestos

que su perfil perenne, su sosiego

de pétalos casi inmortales.

Ya se encargaba la tormenta de abonar nostalgias

o requiebros de amor vencidos.

Me hubiera bastado con que me preguntaras

una vez a la semana lo que pasaba ahí fuera,


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con las aceras acumulando soledades.

Me bastaba sólo con sentir

tu respiración,

aferrarme a tu cintura,

desabrochar algún botón,

con la cabeza puesta entre tus senos

y que nada nos interrumpiera

hasta que la tarde fuera prisión púrpura.

Me bastaba así, sin contradicciones ni mudanzas,

continuamente sugiriendo

el galopar de azulados caballos,

el horizonte siempre limpio,

sólo con nuestras sombras reflejadas

tendidas en los altos mimbrales de la costa.

Me bastaba así, mirarte en silencio,

aunque pensaras que no te miro con atención

porque últimamente ando distraído.

Parece todo pausado,

sin aspiraciones,

en tan negra cantera de carbón.

En suspensión tus ojos se quedaban,


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era tu mirada el aire.

El agua, tus manos,

a las que trataba de arraigarme.

Por desgracia ese tiempo no se fraguó;

para septiembre el pájaro crecido

tuvo que volar hacia otras latitudes

donde las almas beben el olvido.

Yo puse la silueta de tu sombra

en oscuros caminos, huidizos, hacia las hondas

profundidades de su raíz de olvido.

Créetelo:

todas las alas fueron a parar

allí donde se aturden las aves

hasta convertir el mito en experiencia.

Un buen día, las alas ennegrecieron,

descendieron en la espuma de su vuelo,

y comenzaron, húmedas, a pudrirse

como lógico aliento del vacío.

Ahora arde todo eso que llaman vida,

es la ceniza del deseo


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en los brazos del viento,

aventadas pasiones

dentro del corazón del desencanto,

como un buque fantasma de papel.

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Humo blanco sobre infierno


Clara Schoenborn (Colombia)

“ACUERDO FINAL

24.11.2016

INTRODUCCIÓN

Luego de un enfrentamiento de más de medio siglo de duración, el gobierno nacional y las

FARC-EP hemos acordado poner fin de manera permanente al conflicto armado interno”.

Mi pueblo tenía cuatrocientos años.

Había cumplido sus edades: recién nacido, niño, su juventud fogosa.

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Los portales de mi pueblo ordenaban el color entre las flores.

Dentro del rancho, tres papas en la sopa alcanzaban para todos.

Pequeñas historias agujereaban el tiempo.

El mercado dominguero exprimía carnes, afilaba cuchillos y espantaba perros.

Las muchachas engullían muchachos con besos y saltos de potrancas.

En los campos, los cultivos y su truco en la cosecha, del verde al rojo, del amarillo al

blanco, del ramo de hojas al óvalo del fruto.

Ese era mi pueblo cuando vino la vida a imaginarme, cuando no tuve otro camino

que introducir en mis pulmones su aire oloroso a caballos, aguardiente, sombreros

húmedos y faldas de mujeres.

Un pueblo es un ser vivo. Ese pueblo también era mi padre, mi madre, mi hermano.

Colocaba su mano tierna sobre mi hombro cuando mi soledad dejaba de creer en la vida

o expelía música desde su barro para cantar conmigo claves musicales parecidas a su

alma de sencillo guayacán.

Ese pueblo no tenía puertas.

Entraban y salían los vientos lanzando palabras malditas en el terror del pecho. Los

amigos entraban y salían. Entraba y salía la suerte con su vestido roto. Los sueños

entraban y corríamos a atraparlos antes de su fuga.


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Asimismo, los violentos empezaron a entrar y a salir hasta que un día entraron y nunca

más volvieron a salir.

Mi pueblo se fue llenando de tumores, fusiles, botas, insignias aterradoras.

El primer muerto dolió. Nos murió a todos un poco.

Manuel, el dueño de la tienda en la plaza. Ajusticiado por desobediencia. Su camisa en

jirones una nueva bandera ondeando en nuestro miedo.

Luego otro muerto. Cecilia, la maestra de la escuela, por negarse a irse –se murió la

última canción de cuna–.

Otro. Don José, propietario del hato lechero, por no entregar vacas –se murió el sorbo

noble en el hambre–.

Otro. Jacinto. Por sapo.

Otra. Luz Dary. Sospechosa de sospechar.

Todos nos fuimos muriendo con ellos.

Con los gatos que aparecían muertos.

Con los muros que tragaban pólvora y se arrodillaban.

Con las miradas.

Con las curvas del color que iban muriendo.

Un pueblo enferma cuando su gente calla.


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El silencio del oprimido es el mismo silencio de los muertos.

Mi pueblo ya no es joven. No está vivo. Morí hace muchos años de su muerte.

Vivo en otros lugares. Intento ser otro a quien nadie reconozca, a quien nadie

interrogue.

¿Dónde has nacido? ¿De dónde vienes?

Ahora dicen que la vida volverá a mi pueblo, que para ello se escribieron doscientas mil

palabras.

Dicen que las palabras siempre han sido primero que las guerras, primero que las balas.

Así mismo, que vienen después de las guerras, después de las balas. Que tienen brazos y

piernas como nosotros, que podemos agredirlas pero no vencerlas.

Dicen que doscientas mil palabras escribieron “paz”.

Desde ayer he vuelto a pensar en mi pueblo.

¿Qué diría Manuel, el de la tienda? ¿Qué estarán diciendo los nietos de Manuel? Ellos

ya no lo recuerdan con su cielo partido, viven en una esquina del infierno enrollando

piedras de azufre.

¿Qué opinaría Cecilia, la maestra? ¿Qué opinaría Cecilia y la hija que se fue anónima en

su útero?

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¿Será que José, el ganadero, plantará al fin su tumba en el mismo sitio donde nació?

¿Sus huesos absorberán ahora la esencia de maíz y abrazo de la tierra?

Ellos y nosotros. Amigos y enemigos, los muertos de todas las guerras, también

escribimos palabras en esta paz.

No perecimos sólo para abonar túneles de sangre ni para arañar la tierra que hoy nos

perfora; morimos para gritar consignas endiabladas, para ser verdugos, revoltosos,

incansables pregoneros del terror.

Son doscientas mil palabras más que se escribieron –las añadieron los muertos

colombianos–. Son seis millones de palabras más –las agregadas por los desplazados de

esta guerra–. Veinticinco mil palabras más –los desaparecidos en tierras de Colombia–.

Y también se consignaron las palabras de seis millones de judíos, seis millones más por

los caídos en Vietnam, cuatro millones de palabras repintadas por los que abonaron las

guerras napoleónicas. Millones de palabras más por los que signaron muerte en

invasiones bárbaras, en las guerras de independencia americanas, en Siria, en Angola,

en la guerra de las Galias, en la guerra civil de España, en Corea, en Irlanda, en los

siglos, en el mundo.

¿Seguiremos naciendo para que se escriba paz?

¿Seguiremos muriendo para que se escriba paz?

Seguiremos reviviendo para que se escriba paz.

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Hoy he vuelto a mi pueblo.

Ya no es joven. Ahora luce adulto, convaleciente y en calma.

En su mirada recia y entristecida, puedo leer la historia de los hombres.

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Los mares en el siglo XXI


Carlos Roberto López Parra (Colombia)

Los mares son bestiarios,

neveras llenas,

caldos impotables,

son selva líquida,

desiertos líquidos,

son pescadores,

son industriales,

son petroleros,

son acuarios.

Los mares son el terreno


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sobre el que se elevarán los rascacielos del futuro,

son pistas para deportes náuticos,

son basureros hermosos,

insoportables piscinas en los veranos.

Los mares son el camino de los sin-techo,

de los sin-tierra y de los sin-agua,

son parqueaderos para yates,

escenarios de películas porno,

la propiedad privada del magnate.

Son redes colmadas de atún en lata,

son la salmuera de las sardinas,

comerciantes de la grasa de las ballenas,

del marfil de las morsas,

de las aletas de los tiburones,

de las lágrimas de las ostras.

Los mares son muros difíciles pero franqueables,

son trampas húmedas en algunas cárceles,

son antros del contrabando,

rutas millonarias para el narcotraficante.

Son el sitio ideal para vacacionar,

para perder la virginidad,

para morir o enloquecer de soledad,

para ir a la deriva,

para mirar las estrellas mientras se naufraga,


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para escapar de Latakia o de Buenaventura,

para mojarse la espalda y cruzar las fronteras,

para navegar desde Trípoli a Sicilia,

para saltar de la balsa y ponerse a nadar.

Los mares son las puertas del migrante,

el porvenir de los australes,

son los que transportan a los conserjes,

los cocineros, los campesinos,

los mensajeros, los aseadores,

los meseros, los choferes,

los barrenderos, las mucamas,

las niñeras, los recolectores,

la base obrera del norte.

Los mares son patíbulos,

son horcas, guillotinas,

catapultas y picotas,

son fosas comunes,

son cementerios sin losas,

son la tumba de Aylan

y son, ante todo,

documento público,

prueba trágica

de la marcha de las civilizaciones.

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El mundo
Jeannette Lozano (México)

El mundo

un cántaro

de agua tan irreal

como lámparas

que en torno

nuestro

nocturnas

flotan.
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¿Qué luz obedecer?

Este ir y venir

nos hunde en el reflejo.

Yo y mi pregunta somos un mismo pozo.

II

Como un cuerpo en el espejo

el tiempo es del espíritu

como el cuerpo es del lenguaje.

Espíritu y lenguaje

roen el mismo hueso.

III

La mirada

en la roca lunar

es quemadura de invierno:
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pasado

hiriente

al que vuelvo.

Las tardes

se derrumban

sobre el manganeso.

Y los insectos,

adheridos

a la piedra

a la línea negra

al origen que no vemos

en la vitrina

óxido y cobalto

recuerdan lo que no soy.

Nadie mira la piedra

perdidos en nacer

de una mano ciega

perdidos en la muerte.

IV

La lengua,
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elfo azul en el estanque,

habla de la luz

que ha visto la belleza

flotar en el lago.

Un cisne

todas las soledades del amor

todas las soledades del dolor.

Ese amor

que bajo

la casa

resplandece:

la plata vieja sobre la consola de una casa vieja.

Es el tiempo

intocado por los dedos de Dios

reavivando en nosotros

el misterio.

El bosque sin edad


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de los ojos que una vez amé

renace

al ardor de la nieve

sobre la humedad

de la casa en el otoño.

El hábito de avergonzarme

es menos ignorante de sí mismo:

fuego en el follaje

y después

presagio del hielo

en estas largas noches de invierno

cuando el azul cobalto de la llama

cede su miedo

a los leños.

VI

El lugar más frío de la tierra

es estar cerca de quien amas

cuando sus ojos no ven

las mismas sombras.

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VII

Estoy a punto de decir

un oleaje de estorninos:

mi casi incertidumbre

como sombra de olmo,

la historia sin historia

que aún reposa en mis entrañas.

El tiempo

es de las nubes

y no sabemos descifrarlo.

VIII

La oropéndola

urde

su nido.

¿Qué plegaria la sostiene

y refleja

los colores

vidriados

de su signo?
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IX

¡Oh, deseo,

eres tan irreal

como mi certidumbre!

Canto a la nieve que resplandece en los olmos como una joya.

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Antífona de la luz para los días del otoño


José María Muñoz Quirós (España)

Alcanza siempre la altura donde el vuelo

recibe entre sus alas invisibles

el dominio de los valles más hondos,

la clamorosa luz de los espacios

que sostienen el color de los campos cansados,

la lentitud de la niebla

absorta cuando acaricia con sus dedos

el sólido plumaje

del corazón de las mañanas,

ese rubor líquido

que se cubre de serena armonía


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como los ojos de las águilas remotas

en los nidos limpios de la cúspide

cristalina del mundo, en el volcán de los paisajes

dormidos entre los árboles desnudos.

Alcanza siempre el supremo desierto de los aljibes

del corazón,

donde la lluvia socava el penacho rubio de las sombras

que encuentra a su paso con caricias de alambre.

Alcanza lo que nunca está escrito

en los libros rituales de la muerte,

lo que nadie puede ocultar cuando descansa

aturdido de fiebre y de vacío.

Solo así el hombre

puede ascender hasta esos límites

de densa plenitud,

puede así cerciorarse de que es muerte y es noche

en un temblor de días y luciérnagas,

en un cauce de sol

y de plumas cansadas.

Solo así podrá zanjar el dolor de ser olvido

en el secreto de la encina,

en el abecedario de los ojos

que te miran para olvidar su paso

entre las lívidas penumbras del agua remansada.


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Toda renuncia se entristece de pronto

como un camino recortado

en la ladera de las horas,

como la mirada de un ciervo

ante el roce delirante de los lobos,

como un caudal de aguas frenéticas

que se derraman en tu fuente.

Solo así el hombre

fertiliza de amor

las cunetas de los precipicios,

el seno virginal donde una alondra bebe

rocío de esperma de silencio,

donde una levedad de pluma

pesa más que la noche.

Y se abre el otoño

con sus ramos dorados

en las hojas de los pinos

que reverdecen de asombro,

se acerca con sus pasos cetrinos

de frutos sazonados,

y el paisaje se adueña

de la melancolía dulce y tibia

que se reviste de agua en calma.

Los pájaros escapan de los nidos


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como fugaces notas de una música extraña,

como el temblor de los días desnudos

donde se hacinan los momentos más lánguidos y libres

en una corona de rosas apagadas y mustias,

y emprende el mar del alma

sus pisadas de noche

en los túneles culminados de oscuras caricias

de murciélagos mudos.

La tentación del agua ha provocado

que la lluvia se derrame

con su pasión rotunda,

y que el mercurio de los termómetros

alcance alturas invisibles

en las alas del corazón

donde residen las cárceles de la melancolía.

Los jóvenes escapan a los parques

donde la música se escucha

y pone en sus dominios de carne tersa

un deseo de nieve, un establo de luz

que produce en la lumbre de sus ojos

el derramado cauce de la sangre

que el otoño convoca en su tristeza de nardo leve.

Aclaman las palomas su derroche de huida,

su escapada hacia el viento trivial donde se esconden


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con los ojos tapados.

El alma de los cisnes está oscura,

batiéndose en las aguas de los lagos

repletos de hojarasca,

y las tardes recuperan esa luz malva y rosa

de los momentos abrazados

a la lentitud de las encinas

que han olvidado su fruto en montoneras

de botones caídos en la hierba.

Y es el otoño con sus desnudos brazos

que sostienen la cumbre de la noche

que suena en el silbido de los sauces

cuando todo está en calma, cuando nada

se recibe de otra forma

en el ciprés de los caminos

porque la muerte augura

un desierto de niebla y de vacío.

El mundo cierra así todas sus puertas

a la memoria de la vida: se apodera de mí

como si fuera un destello en el olmo del camino.

Y me deja atrapado a la semilla

derrotada en el barbecho de mis ojos,

y me abraza. Ya todo vive en calma

y se cuela el otoño
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por las enredaderas de la noche

atravesando la quietud de los días más bellos.

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Solsticio del árbol


Aarón Carlos Andrés García (España)

Te amo como el fénix del ceibo

un mes de octubre o abril preso de hojas

y amo tus colores maniatados,

apósitos de luz en los manglares.

Amo tu corazón de pez metálico

anclado en el camastro de zozobras

que medra con el sueño anaranjado

del súbito arrebol en los tucanes.

Por descontado amo

la terca carantoña inapropiada

de tus lianas muertas nunca muertas,

todo verde alumbrado.


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También las esperanzas aventadas

de inquietados quebrachos (son azules).

Como semillas de miradas rectas

amo tu hermosa tierra santa, sudorosa,

generosa en los ojos

hasta los brazos altos siempre altos

de araucarias y hombres.

Amo cada sombra de Dios acantilada

y en los bolsillos llevo el viejo páramo,

cada bosque oriundo,

de sus tardías alas soy el hálito

y las palabras tristes que lo envuelven.

Hasta los muros amo, sueño el vértigo

que logran sortear las hojarascas,

me despiertan raíces

y sin embargo hablo de poemas.

Y sin embargo escribo versos:

son quimeras

que llegan como pueden a los árboles.

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Las auras de la noche


Tomás Ortega García (España)

Luz que de llegar no acabas,

rasga lo que impide

arrancar la madrugada.

Surge de la oscuridad,

manifiesta las tinieblas;

toma la incierta mañana.

Emerge por fin de la penumbra

y alienta al poniente

para que atesore sus jugosos frutos.


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Y con un haz de luz que rompa la altura,

desvela el misterio

que en ella está escondido:

la prístina imagen de la tierra

sustentada entre los vientos;

rama partida entre derroteros.

Y tú vuela serena al alba,

vuelve tus ojos a la dicha

de tener una brizna de esperanza.

II

Mientras tanto, el ser humano,

calmo y fiero como el tiempo,

no puede evitar sentirse dentro

del mismo jugo implacable;

la sedienta sustancia de una parte.

Y así persigue escapar de la imagen

tantas veces repetida,

para elevar su crimen al incesto.

Pero atrapado en el intento


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esperas avanzar de nuevo.

Resistes en busca de aquello

que te hizo crear el deseo.

Y si acaso alcanzas el objetivo,

este término es momentáneo,

pues la vida impone la terca ley

de todas las disciplinas,

la severa ley que rara vez descubre

el misterio, las mieles y el destino.

Y a su paso,

el tiempo de los números,

ley de la razón humana,

arquea y multiplica exponencialmente la trama.

Al final, crónico y sentenciado,

el fugaz humano busca encontrar

la unidad de los meridianos;

la mitad en los extremos.

III

Sin embargo, el agua es diáfana y cuenta


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y corre como un reloj de arena líquida

en la cuenta atrás del espíritu y la tierra.

Y el más diminuto grano

recuerda a la arena de playa

que si por azar la oprimes

se deshace entre los dedos.

Y a la nieve recién caída,

materia impoluta que se convierte

de pronto en frío témpano negro.

Un gesto capaz de abarcar la vida.

Mas luego vienen los tiempos oscuros

en la estación creada por las fieras.

Y clamas por una realidad

que no alcanzas.

Intentas controlar el aire,

la madre tierra. Pero no llegas

a comprender el valor

de tu propia existencia.

Y vuelves al origen

para encender los líquenes escogidos.


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IV

Oh, luz en la noche enterrada

que persigues imponerte

al limo de tu ávido seno.

Oh, hemisferio de la noche

que atraviesas los tiempos

de la tierra y la carne extendida.

Oh, ser humano que buscas

las preguntas y respuestas

entre los signos y las sombras

de una esencia que no alcanzas.

Oh, gran espíritu eterno,

sal de tu leve carne

para volver al cuerpo.

Oh, dios de letras minúsculas.

Oh, diosa escondida del verbo.

Oh, diosa de la eternidad oculta.


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¿Sabrán las noches guardadas en el manto oscuro

encender lo que se extingue?

Siempre irrumpe la oscuridad,

y se cumple el fin con el principio

en el espacio blando de la noche.

Y se juntan los conjuros

del cielo y del sueño

para hacernos más leves,

más etéreos, más eternos.

Pero todavía nos quedan

por beber las gotas del rocío,

pues siempre existe un gesto

capaz de abarcar la luz

y con ella crear un mundo.

Ahora la imagen es clara y nítida;

el sol se abre paso entre la noche

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y los ojos intentan no ser deslumbrados.

Por fin, las auras aspiran

a tener el sol de duermevela.

Pan de vida, iluminado y eterno.

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La corona del bufón

Vicente Cervera Salinas (España)

Imaginaos mi ajedrez. Enloquece

el rey. De razón y poder se ausenta.

Muévense sus cohortes de peones

en tercas diagonales imposibles.

Sus casillas difuminan grisáceos

intersticios. La torre, agrietada,

exhibe el musgo, y la hiedra denuncia

su voluntad de inmovilismo. Filas,

escaques, cuadrículas y columnas

ostentan relieves y fallas. Nadie

es capaz de proseguir por un terreno

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que dejó de ser superficie firme

y llana. Farallones de quietud

en piedra fósil, campos de heliotropos,

grietas pantanosas de algas y líquenes,

humus enjaulado tras los cerrojos

invaden el tablero de la guerra.

Una furiosa arquitectura de sal

y cieno inunda la tierra en que brota

el croco y germina la genciana.

¿Cómo descubrir a la augusta dama

de silueta soberana e impetuosos

senos con grises lágrimas de escarcha?

Absorta yace en su yermo y observa

la nívea piel de su rival, distante

y anclada en un decir que nada embarga.

Tediosa dignidad de saber que no

se vence aunque se mate ni fenece

subyugada. Con la palabra jaque

se sonrojan los caballos y olvidan

sus cabriolas. Solípedos alfiles

retozan entre juegos sodomitas

bajo la blanca sombra sin sosiego

de una torre que no juzga ni ve.

Violentas herraduras se esparcieron


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oxidadas entre estiércol y herrumbre.

Las espuelas y bridas son objeto

de una vetusta colección de rarezas

y nadie reflexiona ni cavila

en torno al veredicto de avanzar.

Tanto amor. Tanto para que sucumba

el juego sin enroques ni renuncios.

Prosigue, mundo loco, que ya no eres

siquiera alegoría ni proclama

ni cadalso. Eres capricho elevado

al cautiverio. Quien te juega, envuelve

esta tiniebla de abrazos exánimes

y prolijas discusiones. Llevamos

así aparejada la impiedad

al movimiento. Para desandar

caminamos. La voluntad de ser

igual que el otro dejó de tentarnos

y ser cual uno mismo se presume

enjambre y nadería. Pues sabemos

lo que somos y resta la locura

de saberlo como única jugada.

Entre tanto, el alfil de los raptos

retira de la testa una corona

y se la ofrece al portador lascivo


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de sedas y cascabeles, capucha

sonora donde el sueño al fin sucumbe.

La partida concluye entre las tablas

y sus piezas observan los destellos

que adornan la cabeza del bufón.

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Peregrina
Roxana Carina Mauri Nicastro (Argentina)

Ven, Vida, ven, derrámate en mi boca.

Ven a empaparme con agua de tu fuente.

Yo soy tu copa sedienta;

soy tu delta y tu afluente;

soy tu amante, y tu esposa, y tu lecho.

Soy tu fruto y tú, el mío.

Soy tu vehemente reposo y la vigilia pertinaz de tu pulso;

con extática avidez busco acendrarme

dentro del magma voluptuoso de tu carne

y soy paciente

y tengo prisa.

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Enciéndame tu aliento, Libertad.

Yo soy tu matriz y el aire que sustenta tus alas;

soy el mulso regazo donde vibras;

soy la devota que besa los labios

de tus llagas;

soy el cuello, los tobillos, las muñecas

ultrajadas por cadenas

donde brotan tus orquídeas;

soy la sangre arrodillada que se yergue

aferrándose a tus brazos infrangibles;

soy la diadema que engarza tu idea

para nimbar con la gloria tus sienes.

Marcha conmigo.

Ábreme, Poeta, tu canto.

Soy el férvido silencio, la Palabra poderosa,

el puro latir mestizo que distribuye tu acento.

Consiente en que pose el pie sobre el puente de tu verso;

soy la mansa cordillera en que reverbera tu voz

y tengo aún que andar tanto…

Madre, permite que colme con mi ambrosía tus pechos;

dame de mamar al niño.

Deja que escancie mi savia y trepe las venas del árbol,


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deja que nutra la espiga

y seré pan cotidiano.

Padre, ofréndame a tus hijos

y que me muelan sus manos

y con sudor alfarero me amasen y me prodiguen

y multipliquen mi cuerpo y de mi cuerpo se sacien.

Cuéntame, Abuela, tu historia

mientras trenzas en mi pelo

las cintas de tu esperanza, los crespones de tu duelo.

Reclina en mí tu fatiga, Obrera impúber. Campesino:

siembra tus huesos hambrientos

sobre mis anchas caderas;

germinal lucha tu anhelo de hacerme parir dichosa

tu dignidad. Patria una:

envíame todos tus huérfanos

y, ascendiendo por mis muslos y mis espaldas,

que jueguen.

Seré su manta, su escudo y su jardín de delicias;

quiero

el prisma de sus colores,

gozoso caleidoscopio para pintar mi bandera.

Que cada una de sus lágrimas me calcine las entrañas:

sea sobre mí su dolor


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y me perfumen sus risas en tanto sigo avanzando.

Desgarra todos mis velos,

te lo suplico, Verdad.

Muéstrales que soy el cielo en la punta de sus lenguas

y en la yema de sus dedos.

Desnúdame en los mercados y en los campos de batalla

y levanta de las tumbas los gritos de la memoria.

Yo los llevaré en mis hombros.

Sé mi báculo, Equidad:

tú que de lejos divisas la arquitectura sensata,

señálame las murallas y ayúdame a disolverlas

sin que reciba la afrenta de un solo grano de arena

la gota de rocío sobre el trébol,

la hormiga que trajina con su carga.

Muchacha, ponme en tu beso; Hermano, dame a tu hermano;

préstame tu luz, Razón; Pasión, préstame tus fuerzas.

Sueño, amárrate a mi piel y enlázate a mi cintura;

muerde la pulpa jugosa de mis mejillas y vuela,

corre siempre en pos de mí,

no ceses de acariciarme.

Tú no, Locura: detente.

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Yo soy la reina descalza que sólo en servir se complace;

yo soy la hembra perfecta:

plena, raigal, victoriosa

me entrego

sin someterme jamás;

yo soy el cáliz de barro sin mácula

que celebra

la artesanía tenaz de los amares;

soy la ciencia

que construye, que cura y que alimenta;

soy el hogar sin paredes, la puerta que no se cierra,

el templo del claro oído;

soy la virgen perpetua de prole infinita,

de canos cabellos, con rostro de niña;

jazmín bermejo, vientre de fragua

que acrisola

el deseo, la energía, el intelecto

y disemina palomas;

soy el nítido espejo; soy el himno

plural que en las diversas

modulaciones cifra

su armonía.

Yo soy la meta fundante y transito mi propia estela.


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Hombre, no esperes a verme

mendigando ante la máquina de muerte.

Nunca te fíes, Mujer, de quien me rebaja

a enclenque barragana de la guerra.

Soy de tu misma esencia y de tu misma materia

divinal y soberana, fecunda, urgida y sensible.

Piénsame, tócame, siénteme, créeme,

créame y seré tuya.

Yo soy la Paz que peregrina por la Tierra.

Despierta, Corazón: déjame entrar.

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En penumbra a la indolencia
Ana María Elizondo Gasperín (México)

Ocurre. Contempla echada el nacimiento de los días

la esfinge pétrea, del absoluto su guardiana,

mientras hiende la vorágine del tiempo un prístino gemido transmutado en daga,

penetra el infinito, el instante eterno con su canto rasga.

En Guiza la leona ha sido mutilada y sólo así, al sentirse herida, duda

si atrás mueren sus hijos cada tarde, desiertos sin hallarse en su mirada.

Rojo sol en el ocaso fútil arde, se inmola a un dios en lontananza

que abraza obseso los levantes. Es un dios y los dioses, a veces, dan la espalda.

Sabe la mirada obscura si la herida a la pax divina horada,

si a la historia condena a caer del bastión defenestrada,

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si ayer, como anciano en Tesalónica, se escudó del despojo con sus lágrimas1

ante el frenesí de las lentes festivas en la acera,

porque erró su respuesta al acertijo de una esfinge-sirena,

porque al rúbeo sol, manando sangre en vano, descubriera,

porque aceptara espejos por monedas, porque antes del llamado

las costas con cilicios se vistieran y, para huir descalzo, tarde fuera.

Y es que el mar arroja cosas a la orilla y nunca las reclama,

sólo es mar y, como tal, no ama.

En llanto de quienes, hacia atrás, miran

alejarse, postrada, a la tibia madre amada,

el mar tranquilamente ha de salar sus palmas

y luego arroja cosas a la orilla, no sabe más, no conoció ni su anhelo, ni sus ansias

y a veces, exhala al otro día, niños ahogados en la playa,

pequeños niños. Porque él es sólo mar y los mares no aman.

En sudor de quienes hacia atrás siempre miran,

ese mar, luego de humedecer sus palmas, ofrenda al niño muerto en sacrificio

para ser devorado por los ávidos ojos de las cámaras,

lo voltearán y engullirán sus vísceras, pero honorables cubrirán su cara.

A veces, con la marca en el rostro de la esfinge, acuciante llamada,

con la sangre del sol en holocausto, con la marisma en oblaciones saladas,

con el himno elegíaco de Mesomedes, la de sigilosa acechanza,


1
En referencia al llanto del jubilado griego Giorgos Chatzifotiadis, que, debido a la crisis griega, a sus 77
años, en 2015, se veía imposibilitado para cobrar la pensión de su esposa en ningún banco de Tesalónica.
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con su rueda sempiterna, es convocada.

Ocurre a veces, desde el fasto allende el muro,

donde intercambian espejos por diamantes,

sus cuencas carcomidas en la torre “Triunfo”2

de tanto aquilatar levantes,

del carruaje del alba, dorado, exuberante,

los custodios del orden de este mundo, decretan se detenga el rumbo.

Se objetan las conciencias un segundo. Con la bondad de un vizconde demediado,

al amparo del visor que esteriliza a la distancia la contemplan de su lado…

…cruz y media luna, escombros, oleaje sin penar, restos de alas blancas,

océano inmenso, lluvia gris, anhelante caravana,

tierra lejana, burkas de ceniza escondiendo las ganas,

trémulas, llanas, suplicantes manos, tropel de bocas olvidadas…

A veces, testigo del instante, si se junta el alma con la daga, es la mancilla del coltán,

renegrida, en las llagas. Pero el mar arroja cuerpos a la orilla y nunca los reclama,

porque la sal de quienes hacia atrás siempre miran

sabor dará a sus aguas. Al fin, el mar es siempre mar y, quien no ama, no ama.

A veces, la impasible Némesis, estoica,

en tinieblas, como siempre florece mi esperanza,

confronta una enemiga: la indolencia, la llama a acunarse en su balanza

2
Alusión a la Torre Trump mediante la traducción al español del apellido del magnate.
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y, a veces, porque sólo a veces pasa, la mira iluminada

en la hora de la tregua. Al purpúreo resplandor del lubricán

ha valido herida y sacrificio, pues la penumbra a un ser con otro iguala,

cuando lobos y canes son los mismos,

la deja junto al mar, entre lágrimas, postrada.

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El alcatraz que aún no logra volar


María Paz Valdebenito González (Chile)

El Morus Bassanus, también conocido como el alcatraz atlántico o el pájaro bobo del

norte, es un ave marina, migratoria, de poderoso vuelo. No va a tierra firme más que

en primavera, escogiendo las islas más desiertas o más inaccesibles. A orillas del

acantilado, junto a otros alcatraces, incuba un solo huevo. Antes de picar siempre

cierra las alas, luego desaparece en un transparente chorro de espuma inmortal.

Espero que el dolor se lo lleve un caballo

que galope a tierras lejanas sin volver,

para que así toda tristeza en mí desaparezca

y esa íntima melancolía,

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presente desde mi más temprana edad,

se disuelva junto a los minerales

de las piedras situadas en mi camino.

Largo es el camino

por el que he decidido avanzar,

largo como los días de un enfermo.

Larga la vigilia,

la búsqueda incesante del sosiego,

interminable búsqueda

en la que la paciencia nos enseña

a transitar la noche con los ojos abiertos,

a hacer de la imaginación una barca

que nos acerca al otro lado del río

cuando todo parece tan lejano.

¡Ay, la paciencia!,

árbol más frondoso de este verde campo,

me ha ayudado a hacer de mis miedos una lanza ligera

que arrojo a las profundidades del cielo

para luego quedarme frente a una luna

que alumbra las manchas

provocadas por el sol de estos años.

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En brazos de una templanza

que a ratos me abandona

he ido sobreponiéndome

a la traición de cercanos amigos,

a la ausencia definitiva de amados familiares,

al temor que a la muerte le tuve

cuando me dio la bienvenida

y yo desesperadamente huí.

Una tras otra vez

toqué las puertas de este mundo

para que me abrieran y me hicieran pasar

a un terreno conocido

donde pudiese reorganizar mis sueños

tal como las hormigas deben

organizar sus reservas al llegar el invierno.

Ahora que el invierno se ha ido

espero desprenderme del frío y volar,

tenderme bajo la sombra de los árboles

como si nada más que el viento

y el aroma de la tierra existieran.

Volar como una polilla

que al cantar se vuelve


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un pájaro de inmensas alas.

Tras el vuelo

toda distancia se convierte en proximidad.

Sin embargo, es hora

de dejar de buscar en las lejanías lo que anhelamos.

Cuando llegue al final del camino

confirmaré que todo lo que en esta vida buscaba

residía en mi propio corazón,

río pedregoso en el que tantas veces

la angustia y la alegría se han bañado

con la misma insistencia

de un borracho frente al vino.

No esperaré más

a que la felicidad venga a visitarme.

Aquí, sin verla tantas veces,

ha estado ella,

en el silencio de mi pieza,

en el aroma de las hierbas del jardín,

en las más simples ofrendas.

Y como todo lo que se puede ofrecer es simple,


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te abro, mendigo,

las puertas de mi casa modesta.

Abro también las alas

de este alcatraz humano

que, a pesar de sus reiterados intentos,

aún no logra volar.

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La arena que vive en los lugares ásperos


Alejandro Rafael Alagón Ramón (España)

El tiempo borra las lápidas votivas,

mutila terracotas, arruina las tinajas,

deshace las ofrendas y abandona

los túmulos, se confunden las ánforas con restos de candiles,

se dispersan las cuentas de un collar en la arena,

las dudas en el sílex. Las urnas funerarias que parecían eternas

yacen desordenadas, un silencio de cinceles cubre aquellos siglos.

Las vitrinas enseñan biberones, fíbulas, sedas con bordados, cantimploras;

los denarios ya no cotizan en bolsa ni el cajero ofrece dupondios oxidados.

En Pripyat,

la ciudad que quedó enmudecida por la catástrofe de Chernobyl,


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hay quicios de ventana improvisados,

a modo de bodegón dantesco,

en los que conviven muñecas polvorientas,

osos de peluche y máscaras antigás

con su aspecto de oso hormiguero. La vida se detuvo.

Hay una pista de autos de choque donde yacen esas máquinas mustias,

con sus elipses de caucho, rodeadas de hierba y piedras,

junto a la noria que parece el timón de un mundo monstruoso.

Ya ningún humano vive allí,

sólo la amnesia destartalada de los cuervos cruza este lugar petrificado,

el aire lleno de uranio.

Quedan las camas desiertas del jardín infantil,

las cunas, los biberones vacíos.

Hay un reloj disecado en la hora fatídica,

en la piscina repleta de cascotes,

junto a los trampolines desgajados

y los pedazos de loza descascarillada.

El piano olvidó su música en el auditorio

y se cubrió de un sudario de notas de plutonio.

Pripyat se convirtió en un inmenso sarcófago.

Tras el derrumbe del techo en la iglesia de San Jorge,

en Praga, en medio de un funeral,

ya no se ofician misas ni acuden feligreses,


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se apoderó el miedo de los bancos vacíos

y las arañas estiran sus trapecios entre los candelabros.

Las carcomas prefieren los santos de madera.

Los ratones, la cripta. Tan solo se atreve a entrar un artista,

que, de vez en cuando, deposita fantasmas,

estatuas con los rostros cubiertos por túnicas.

Componen un séquito espectral que odia a los intrusos,

que espera indiferente el día en que las vigas se fatiguen

y un embudo de polvo acuda a los periódicos,

para anunciar un silencio, un martirio, un epitafio.

Ayer un seísmo derribó los ataúdes colgantes de Sagada,

se despeñó la muerte ante el vuelo de aves de rapiña,

estalló la madera y liberó despojos a merced de los buitres.

Otros féretros resistieron el colosal tañido de la tierra

pero sufren grietas por las que asoman calaveras,

por las que el mundo se oscurece y nos recuerda lo frágiles que somos.

¡Cómo nos cuesta aceptar la resaca de un adiós,

el día en que se enciende el farol de lo inefable!

Con mi tea de aceite ilumino la gruta,

las voces del desprecio

mientras suena a lo lejos la vida pendular del rompeolas.

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Breve historia de un país desgarrado


María Victoria Duque López (Colombia)

En una pródiga geografía

fatigada por lo exiguo de su historia

la palabra es tierra

quien la siembra, quien la ocupa, quien la toma

o quienes arrancados la lloran

en el río de cemento amueblado de indolencia

improvisada morada para su naciente desespero

inhalan y exhalan

aun en el rigor de la usurera desgracia

no se sabe quiénes son

quién es qué somos


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la fatalidad nos es ajena

hasta cuando ya no es ajena

cinco décadas eclipsadas

cuarenta millones

de seres inconmovibles

cinco

de guiñapos humanos

y cien centenas…

en la guerra

certeros

se domina el blanco

campesinosnegrosindígenasmujeresjovenesviejos

viejos campesinos

jóvenes negros

mujeres indígenas

cabezasbrazostorsosilusionesypiernas

esparcidos como estacas

de miseria

nada nos indigna

nada

nada nos conmueve

nada

la voz de los muertos nos arenga


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nada nos asusta nada

En el resquicio lateral de una profunda metamorfosis

de ningún cambio

se despierta inaudita

por ausente

la oriunda templanza

reaccionamos unidos por vez primera

entendemos la advertencia

la voz de los muertos nos arenga

nada nos asusta nada

Amenaza un penetrante

olor a no sangre

un probable terremoto de reposo

un lánguido paisaje de selvas sin estrépitos

la inminencia de un campo de guanábanas creciendo

los números

ya no contarán muertos

Imperturbables

resistimos

no cedemos

el loco del pueblo muestra su risa sin dientes


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se burla insolente

mientras aúllan sus perros

al ver a los fantasmas de la infamia

deambulando tenues

como quien busca

al menos

que los declaren muertos

Condenados a ver en el espejo

las acostumbradas ojeras

que produce el roce de metralla

en los sueños

instalamos eterna la epidemia

para que otra realidad

no sea más que una promesa

En la certidumbre de entrañas corrompidas

por profanar la condición humana

por haber visto

por haber callado

por hacer iconos a héroes y canallas

por taparnos los oídos y cerrar los ojos

frente a la mirada absorta de niños espantados

hijos de la brutalidad extrema


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condenados a morir de desamparo o perecer de miedo

asaltosemboscadasestrategiasterrorcárcelesbombardeosextorsionesasesinatosminassecue

strosdestierrostomasrehenesmasacresejecucionestorturastierraarrasadaorfandadbajasdañ

oscolaterales y balas perdidas

en el reparto de la desventura

expandida como una marcha

que encuentran su destino

como en ajuste de cuentas

¿Reinventarnos?

¿soñar mejores sueños?

¿dejar de poner veneno en las fuentes de agua?

¿hacer otra versión de un destino aprehendido?

¿habitar un país que sí exista?

para que el otro no termine devorándonos

Callar de nuevo demasiado

podemos

refundar el mundo

subvertir el orden

elaborar el duelo

reconciliar la memoria

acabar con la tragedia

tranquilizar las aguas revueltas

dejar de caminar en el mismo lugar

sobrellevar un nuevo desespero


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perdonar al pasado primordial

creer en el futuro incierto

el dolor la fuerza

el miedo el valor

para escindir la historia

desde lo más esencial

de medio siglo

de indolencia

Nada

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No es sólo otra fábula sin sentido


Silvia Claudia Rivas (Argentina)

No, no me nombres las largas estaciones de los profetas.

Ya sabes que siempre he creído en los ciclos lunares del caracol,

más lúcidos que cualquier jardín botánico para sostener la luz de las abejas.

No podría decir ahora mismo cuántos océanos he visto dormir bajo mis pies,

cuántos cuerpos atravesados por el naufragio. Pero sí enumerar todas las caras

por donde huye la luna turgente para que no la acuchillen los lobos.

Ya es tanta la niebla sobre mis párpados

que se borran los trabajos minuciosos de las colmenas

al punto de sentirme otro mortal en el inicio del invierno.

Eran rupestres las manos con las que podía iniciar el pan en mis años más claros

y luego dejar que hablen los peces en sus dialectos brillantes


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y ver el nacimiento de las montañas desde la semilla

(ninguna música es más universal, ningún silencio).

Pero ahora,

estas articulaciones extrañas sobre el techo del planeta

no me dejan ver otra cosa que vidrios amotinados contra las carteras

de las prostitutas y casi no puedo recordar

las faunas durante las que he permanecido despierto.

Y ya sabes,

es mal augurio no poder descifrar las marcas de la sal en los acantilados.

Es como ver desplomarse la sangre en los puentes del frío

mientras persiste el hilado de las arañas desafiando la vertical del viento sudeste.

Es como llegar a un país que camina sobre las bocas despiertas de las tumbas

sin conciencia de la salvación o del patíbulo,

y así, continuase ignorando las piedras iniciales del cielo y de la sombra.

No, no es buena señal tener que ordenar los músculos según la lógica de las casas de té

o las coordenadas de la asfixia cartesiana.

Prefiero el instinto obstinado de las hormigas, que conocen el primer día del mundo

por esa herramienta intangible que las hace perpetuas:

una magistral pericia para sostener la piel bajo los conos de sombra.

Ellas podrían marcar los caminos de Gizeh

desde los fueros del río fundante hasta la balanza del Gran Juicio

soportando todas las muertes del tótem sobre sus espaldas.

Renacerían en el ojo del mundo tanto como en el destierro.


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Nadie las ve nacer. Nadie las ve morir. En eso consiste su historia.

Pero… ¿cuál es la historia de los salvados del diluvio?

Se ha dicho que la de un ancestro iluminado por los rugidos de la caverna.

O la marcada por las doce criaturas celestes.

Por mi parte, nunca he creído en los hemisferios de las brújulas.

He acostumbrado mis flancos a las orillas de la tormenta

y jamás pude adaptarme al borde perentorio de los mapas.

En cambio, te podría hablar de los seres torrenciales que habitan en las bodegas de los barcos,

de sus huesos enumerados verticalmente,

de sus lenguas vivas en las que nadie se atreve a hablar.

Podría llamarte por todos los nombres que he conocido de Eva,

y asegurarte que aún no ha nacido una sola Eva en el mundo;

jurar que la lluvia es un lugar que se oculta

en el hemisferio derecho de los locos.

Y lo entiendas o no, es de lo único que podría dar fe.

No, no me nombres las largas estaciones de los profetas.

Solamente los ciclos del caracol pueden llegar hasta el patio de mi madre,

a esas tardes cuando esperaba al viejo de la bolsa para explicarle

que yo no necesitaba dormir la siesta.

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Cuando los poetas despiertan. Es breve la cordura


y larga la demencia. «No es otra fábula sin sentido»:
retrato de un hombre desgajado del paraíso
Salomé Guadalupe Ingelmo

El poeta, si es poeta, no describe el mero aparecer del cielo y de la tierra.


El poeta, en los aspectos del cielo, llama a Aquello que, en el desvelarse
hace aparecer precisamente el ocultarse, y lo hace aparecer de esta manera:
en tanto que lo que se oculta. El poeta, en los fenómenos familiares, llama
lo extraño como aquello a lo que se destina lo invisible para seguir siendo
aquello que es: desconocido.
M. Heidegger. Poéticamente habita el hombre sobre esta tierra

Ma lontano,
oltre i veli del sole e gli insicuri riflessi,
oltre il trascolorare delle ore,
vive un esiguo mondo
d’erba e di terra.
Antonia Pozzi, Radici

Al principio fue la palabra, ese don que nos hace humanos y nos define como
especie. Y la palabra, arrolladora fuerza creadora, fundó. Pero, como veremos más
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adelante, contemporáneamente la palabra también puso límites. Esos límites que el


poeta, el escritor en general, raramente proclive a detenerse en los umbrales, está
permanentemente llamado a intentar franquear. El escritor, escapista siempre en fuga,
empeñado en zafarse de la mordaza con la que las convenciones sociales intentan
acallarle, se debate por librarse del collar de castigo con el que pretenden amaestrarle.
En efecto a veces lo consigue; pero cuando esa victoria pírrica se materializa en un
discurso que resulta demasiado improcedente, demasiado intolerable, demasiado
subversivo, el visionario que pretende advertir de la artimaña a sus semejantes y
redimirles también a ellos, guiarles en la fuga hacia la libertad cual Espartaco, acaba
pagando su osadía en la estrecha prisión reservada para la locura: una mente libre dentro
de la camisa de fuerza impuesta por un poder que elabora el concepto de demencia
según sus propios criterios y conveniencias.
Sostenía Antonin Artaud que “no hay nadie que haya jamás escrito o pintado,
esculpido o modelado, construido o inventado, a no ser para salir del infierno”. Quizá
todos los artistas lo somos para procurar la evasión del mismo escenario cuyos defectos
ponemos de manifiesto. No es sólo otra fábula sin sentido parece un buen ejemplo de
ello.
En tiempos en los que el hombre permanece ajeno a su consustancial faceta
animal, alejado de esa naturaleza que no comprende y que en general sólo alcanza a
interpretar como una amenaza, su autora, Silvia Claudia Rivas, repudia los paisajes
antrópicos y abomina de su sofisticada artificiosidad, de su insidioso atractivo; de ese
falso brillo que atrae y atrapa al insecto incauto, el que se deja deslumbrar por un
presunto progreso que antepone doctrinas y modelos frívolos, decadentes y efímeros,
mientras olvida todo aquello que realmente importa y construye al hombre por dentro,
todo aquello lo hace más humano. Así, No es sólo otra fábula sin sentido recomienda el
regreso a otros valores y principios, a las esencias. Una búsqueda que siempre ha
constituido el objetivo último de la poesía.
Y es en la naturaleza, en la aceptación de nuestra comunión con ella, hoy
olvidada, donde lograremos encontrar la paz, el equilibro y la dicha que nos falta.
Porque ella posee una sabiduría inherente y espontánea, intuitiva, que no necesita de
razonamientos ni fríos cálculos. Por eso “los ciclos lunares del caracol” se revelan
“más lúcidos que cualquier jardín botánico para sostener la luz de las abejas”. El
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instinto guía a sus criaturas; pero el hombre es un hijo rebelde y extraviado, que ha
cerrado sus oídos ante la llamada y ya no sabe interpretar los mensajes. Cuántas veces
no nos fiamos de la intuición más pura y, ante las señales de peligro, racionalizamos
nuestros temores. Y no encontrando el intelecto argumentos, caemos en la trampa. Y
para cuando queremos escapar, es ya demasiado tarde. Porque ese instinto natural,
sepamos explicarlo o no, se revela mucho más perspicaz que los propios profetas, esos
de los que la autora recela, esos que, como pájaros de mal agüero o tercas bocinas, se
empeñaban ‒se empeñan aún‒ en presagiar catástrofes contra el pueblo impío que ya no
respeta sumisamente los preceptos.
El hombre, al pretender domar la naturaleza, encerrarla en la limitada
representación de un mundo fabricado a medida, de un artificial jardín botánico, la ha
despojado de toda su original magia, apagando para siempre “la luz de la abeja”. Una
imagen tristemente certera, pues el abuso de los pesticidas y fungicidas contra otras
plagas, así como la progresiva reducción de antiguos hábitat ‒a menudo vinculada a la
pérdida de biodiversidad que han causado los monocultivos extensivos‒, la introducción
de especies invasoras ‒a veces portadoras de enfermedades y parásitos contra los que se
carece de defensas‒, los efectos del cambio climático, el estrés provocado por la
sobreexplotación industrial de las colmenas y otros factores ‒de la mayoría de los cuales
podemos responsabilizar al hombre‒ han diezmado la población mundial de estos seres
tan fascinantes como esenciales para la polinización, lo que permite vaticinar desastres
no tan lejanos.
El ser humano, que en realidad ha perdido el uso de sus sentidos, sordo y ciego
ante el prodigio del que antaño él mismo formó parte, avanza por el mundo sin
verdadero objetivo. “Es tanta la niebla sobre sus párpados” que ya parece incapaz de
apreciar “los trabajos minuciosos de las colmenas”. Y es que el hombre, criatura
originalmente gregaria y social, va perdiendo también esa inclinación para volverse un
ser huraño y a menudo egoísta, al que ya no le preocupa el bien de la comunidad. Que
en realidad no convive; sino que, como un capullo vacío del que la crisálida, convertida
ya en mariposa, hubiese huido, sólo coincide en espacios físicos con otros igualmente
ausentes, mientras almas y pensamientos permanecen herméticamente cerrados a los de
sus semejantes.

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De este modo describe la autora nuestras ciudades: “estas articulaciones


extrañas sobre el techo del planeta / no me dejan ver otra cosa que vidrios amotinados
contra las carteras / de las prostitutas”. Por algún motivo, estas urbes deshumanizadas,
sometidas a una incomunicación que toma también la forma del amor de pago, de la
banalización del sexo, me recuerdan la descripción que Dámaso Alonso hace de
Madrid, ciudad paradigmática, en su poema Insomnio: “Madrid es una ciudad de más
de un millón de cadáveres (según las últimas estadísticas). / A veces en la noche yo me
revuelvo y me incorporo en este nicho en el que hace 45 años que me pudro, [...] /Y
paso largas horas preguntándole a Dios, preguntándole por qué se pudre lentamente
mi alma, / por qué se pudren más de un millón de cadáveres en esta ciudad de
Madrid, / por qué mil millones de cadáveres se pudren lentamente en el mundo”.
Y así continúa el hombre su loca carrera hacia la muerte, que insensatamente
llama progreso, sin percatarse de que cava su propia tumba: “Es como llegar a un país
que camina sobre las bocas despiertas de las tumbas / sin conciencia de la salvación o
del patíbulo”.
La melancolía por la pérdida del antiguo paraíso natural que rezuma No es otra
fábula sin sentido hace que rememore las palabras de Friedrich Gundolf a propósito de
El Archipiélago, de Hölderlin, que según él “sustituye por nostalgia lo que la realidad
le niega”3. “La poesía es una catarsis del dolor, como la inmensidad de la muerte es
una catarsis de la vida”4, aseguraba Antonia Pozzi.
En efecto la autora de No es otra fábula sin sentido añora un pasado remoto,
uno en el que “eran rupestres las manos con las que podía iniciar el pan”, uno en el
que aún se podían entender los dialectos brillantes de los peces y en el cual el hombre
sabía disfrutar de la melodía más universal: la del nacimiento de las montañas desde la
semilla. En definitiva, un estado de beatitud original de alguna forma incompatible con
el progreso o con el modelo de progreso impuesto por el capitalismo a partir de la
Revolución Industrial, pero latente ya desde mucho antes, como un morbo agazapado en
nuestro ADN. Pues ese extrañamiento de la naturaleza lo advertimos ya muy claramente

3
En su disertación Hölderlins Archipielagus, leída en la Facultad de Filosofía de la Universidad de
Heidelber el 26 de abril de 1911 para obtener el derecho a la docencia. F. Gundolf. Hölderlins
Archipielagus. Heidelberg: Weiss’sche Universitäts-Buchhandlung, 1916. Reimpreso en F. Gundolf.
Dichter und Helden. Heidelberg: Weiss’sche Universitäts-Buchhandlung, 1921.
4
A. Cenni. In riva alla vita: storia di Antonia Pozzi poetessa. Milán: Rizzoli, 2002, 107.
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en la antigua Mesopotamia, donde el hombre procuraba aislarse de ella y definirse por


oposición a los animales. Así lo demuestra el Poema de Gilgamesh ‒ciclo épico que
reflexiona sobre el sentido de la existencia humana y sobre la inevitabilidad de la
muerte‒, donde la humanización se identifica con la pérdida de los vínculos originales
entre el hombre y la naturaleza. Es cuando los animales rechazan a Enkidu, un
humanoide primitivo que en lugar de vivir en las ciudades convive en armonía con las
criaturas salvajes, como un miembro más de los rebaños de gacelas, cuando se puede
considerar que éste se ha civilizado y está en condiciones de pasar a formar parte de la
comunidad humana.
En la epopeya mesopotámica, Enkidu, protector de los animales salvajes frente a
los cazadores, antagonista de Gilgamesh y después fiel compañero del héroe, abandona
definitivamente a las bestias y se integra en el mundo de los hombres cuando, guiado
por una hieródula que le instruye en el sexo, descubre su faceta humana. Es entonces
cuando los animales le vuelven la espalda y, asustados, huyen de él, pues ya no le
reconocen como un semejante5. Así, sucesivamente, la mujer le enseñará a comer pan y
beber cerveza. Enkidu se rasura el cuerpo, se asea, se unge con aceite, se viste como los
hombres y se convierte en un ser civilizado. Incuso ayuda a los pastores a mantener
alejados de sus rebaños a los animales salvajes. La progresiva desvinculación entre el
hombre y la naturaleza ha dado comienzo, y su devastador avance resultará ya
inexorable.
En efecto, el nacimiento de las primeras ciudades marca definitivamente las
fronteras entre ambos reinos: el animal y el humano. A medida que el recelo y el pánico
hacia nuestros hermanos los animales aumentan, el primero comenzará a identificarse
tempranamente con el caos y el segundo, con el orden. El hombre, privado de la
percepción sacralizada de su entorno, cada día más escéptico y menos espiritual, ya no
advierte a su alrededor el prodigio, sino únicamente una presunta amenaza. Así la
ciudad pasa a ofrecer seguridad frente a una naturaleza cada día más ajena, desconocida
y temida.
Con la aparición de las primeras ciudades, el nuevo urbanita demanda de forma
creciente espacios humanizados en los que aislarse. De esta forma, los líderes dispuestos

5
Poema de Gilgamesh I 145-192; trad. en G. Pettinato – S. M. Chiodi – G. Del Monte. La Saga di
Gilgamesh. Milán: Rusconi, 1993, 130-132.
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a facilitárselos son encumbrados al trono. La propaganda oficial legitima al soberano


mediante este mecanismo: en los bajorrelieves neoasirios, el monarca, paladín del orden
y la seguridad, es representado como guerrero y cazador victorioso sobre las bestias
salvajes ‒especialmente el león‒, que a su vez encarnan el caos primordial del que surge
el mundo en la cosmogonía ‒no por casualidad cosmos significa “orden” en griego‒ 6.
Ostensiblemente, el orden se identifica con la civilización, representada por el control
de las bestias. En el incipiente pensamiento, la ciudad, paisaje antrópico, se opone a la
despoblada e indómita estepa, presuntamente habitada sólo por los bárbaros, más
animales que humanos.
El hombre, enclaustrado en sus espacios antrópicos, en esos jardines artificiales
fabricados a medida, olvida progresivamente su naturaleza más primitiva, su faceta
animal, y construye su identidad por oposición a la bestia, temida por el peligro real e
inmediato que entraña para la integridad física, pero también porque al recordarnos
nuestra condición compartida, ésa que pretendemos negar a toda costa, nos atormenta.
El perverso camino de extrañamiento de la naturaleza, emprendido tempranamente,
deja huellas evidentes en el pensamiento hebreo ‒a menudo heredero directo del
mesopotámico‒, que tanto ha influido a su vez en el pensamiento occidental:

Entonces dijo Dios: “¡Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza! ¡Que


domine en toda la tierra sobre los peces del mar, sobre las aves de los cielos y las
bestias, y sobre todo animal que repta sobre la tierra!”. Y Dios creó al hombre a su
imagen. Lo creó a imagen de Dios. Hombre y mujer los creó. Y los bendijo Dios con
estas palabras: “¡Reprodúzcanse, multiplíquense y llenen la tierra! ¡Domínenla! ¡Sean
los señores de los peces del mar, de las aves de los cielos y de todos los seres que
reptan sobre la tierra!”. (Génesis 1:26-28).

Como en el caso de los bajorrelieves asirios, en el Antiguo Testamento dominar


es la clave. Dominar a los animales para demostrar que somos superiores a ellos. Para
vencer nuestro temor a no ser muy distintos de ellos; a ser marionetas en manos del
instinto.

6
Sobre este modelo iconográfico asociado a los soberanos en la antigua Mesopotamia se puede consultar
P. Matthiae. Il sovrano e l’opera: Arte e potere nella Mesopotamia Antica. Bari: Laterza, 1994.
Especialmente el capítulo Le imprese del re e il trionfo sul caos.
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Sin embargo el razonamiento que propone No es sólo otra fábula sin sentido se
revela diametralmente opuesto. El poema reivindica nuestra animalidad, nuestra
pertenencia a ese mundo al que hemos vuelto la espalda y que incluso aniquilamos sin
pudor ni remordimiento: encomia al hombre natural o presocial. Llama a recuperar la
armonía con y en el universo. A volver a mirar de nuevo a nuestro alrededor sin
prejuicios; a redescubrir el prodigio que habita en la naturaleza. Porque lo trascendente
se manifiesta en la unión con las pequeñas cosas, ésa de la que el hombre ya no paree
capaz. “La poesía es el eco de la melodía del universo en el corazón de los humanos”,
aseguraba Rabindranath Tagore.
Esta admiración por la naturaleza que advertimos en No es sólo otra fábula sin
sentido trae a mi memoria la obra de la hipersensible y permanentemente angustiada
Antonia Pozzi, tan tempranamente desaparecida7. Pozzi obtuvo, además, inspiración y
sosiego en la soledad de la montaña8, donde, huyendo de la dimensión social del ser
humano que tanta desdicha había de causarle9, encontró refugio y consuelo temporal
para sus tragedias personales.
Por otra parte, No es sólo otra fábula sin sentido parece también heredero del
tópico del buen salvaje, especialmente conocido a través de la obra de Rousseau. El
argumento surge en Europa a raíz del contacto con las poblaciones indígenas de
América, y es interesante constatar que, en general, la poesía de Silvia Claudia Rivas
se interesa por las tradiciones y la mitología argentina y latinoamericana.
Y es que la autora de No es sólo otra fábula sin sentido desconfía del imperio
de la todopoderosa razón, ésa que pretende someter los músculos a las “coordenadas de
la asfixia cartesiana”. Y también recela de la tiranía de las apariencias, de la estética
más superficial y vana ‒que nos vuelve esclavos de las veleidosas y pasajeras modas‒, o
de las rigurosas formas sociales preestablecidas ‒que en su poema parecen identificarse
con la “lógica de las casas de té”‒, tantas veces arbitrarias, generalmente represoras y
7
Al margen de los datos biográficos que acompañan los diversos estudios sobre su obra poética, merece
la pena comentar la existencia de una reciente biografía novelada: G. de Pascale. Come le vene vivono del
sangue. Vita imperdonabile di Antonia Pozzi. Milán: Ponte alle Grazie, 2016.
8
M. Dalla Torre. Antonia Pozzi e la montagna. Milano: Àncora, 2009. T. Altea. Antonia Pozzi. La
polifonia del silenzio. Milán: CUEM, 2010.
9
Nacida en un hogar acomodado, su madre había heredado un título nobiliario. Víctima de los prejuicios,
sobrecogida por las leyes raciales que comienzan a imponerse y afectan a varios de sus amigos, incapaz
de superar la oposición de la familia a su relación con su profesor de latín y griego, se suicida a los
veintiséis años con barbitúricos. Una muerte que, para seguir respetando las convenciones sociales, su
familia disfrazó de pulmonía.
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nada inspiradoras para la creación. Ella prefiere “el instinto obstinado de las
hormigas”. Tan discretas y anónimas ‒“Nadie las ve nacer. Nadie las ve morir”‒, pero
tan esenciales las unas para las otras. Ellas, al menos, sí saben cuál es su objetivo en esta
vida. Mientras el hombre, para el que la autora reserva la perífrasis “los salvados del
diluvio” ‒en clara alusión a su destino de muerte, burlado sólo temporalmente a través
de su pacto con Dios, al que como criaturas suyas no parece que hayamos hecho
honor‒, vaga sin propósito ni rumbo. “¿Cuál es la historia de los salvados del
diluvio?”, se pregunta mediante una interrogación retórica cuyo objetivo es enfatizar su
desorientación en el mundo.
Porque la poeta, que duda del orden establecido, de las jerarquías, las
clasificaciones y las fronteras, que como declara nunca ha creído en los hemisferios de
las brújulas y jamás pudo adaptarse al borde perentorio de los mapas, no se deja
engatusar por el fulgor ilusorio de este desfile de simulacros en el que hemos convertido
la existencia. Ni por sus presuntas certezas. Por eso, consciente de que no hay
salvavidas infalibles a los que aferrarse, amuletos que nos mantengan a salvo de todo
mal, ella, según sus propias palabras, ha acostumbrado sus flancos a las orillas de la
tormenta. Porque, en efecto, la vida es un arriesgado viaje por un mar proceloso, rara
vez en calma, y el desenlace del mismo se revela siempre una incógnita. Desde este
punto de vista, no parece fortuita la alusión en No es sólo otra fábula sin sentido a los
naufragios: “No podría decir ahora mismo cuántos océanos he visto dormir bajo mis
pies, / cuántos cuerpos atravesados por el naufragio”. Naufragios que en estos
momentos difíciles para las poblaciones en fuga de la violencia, para los refugiados,
pueden estar protagonizados tanto por migrantes reales ‒aquellos a los que el mundo
más acomodado, egoísta, ha vuelto la espalda y para quien sus muertes se han
convertido en meras cifras en los telediarios: “En cambio, te podría hablar de los seres
torrenciales que habitan en las bodegas de los barcos, / de sus huesos enumerados
verticalmente, / de sus lenguas vivas en las que nadie se atreve a hablar” ‒, como por
quienes se ven obligados a un figurado exilio interior. Porque, en general, no corren
buenos tiempos para la solidaridad, la empatía y el diálogo, y son muchos quienes,
especialmente en las grandes ciudades, viven en soledad e incomunicación, en un total
abandono que deshumaniza al individuo y supone nuestra deshonra como especie.

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“No, no me nombres las largas estaciones de los profetas. / Solamente los ciclos
del caracol pueden llegar hasta el patio de mi madre, / a esas tardes cuando esperaba
al viejo de la bolsa para explicarle / que yo no necesitaba dormir la siesta”, pide Silvia,
consciente de que, entre tanta falsa certeza, sólo la infancia, aún salvaje e intuitiva, no
domesticada por las normas sociales, reacia a dejarse intimidar siquiera por los cuentos
de viejas ‒el hombre del saco‒ con los que los adultos pretender cercenar su
independencia, es patria segura y sincera. Sólo de esos recuerdos podemos fiarnos.
Asegura Hölderlin en Hiperión:

Sí, el niño es un ser divino mientras no se haya sumergido en el color de


camaleón de los hombres.
Es totalmente lo que es, y por ello es tan hermoso.
La coacción de la ley y del destino no lo tocan; en el niño sólo hay libertad.
En él hay paz; aún no está en discordia consigo mismo. Hay en él riqueza; no
conoce su corazón la indigencia de la vida. Es inmortal, pues nada sabe de la muerte.
Pero los hombres no pueden soportar eso. Quieren que lo divino se vuelva
como uno de ellos, debe notar que ellos también existen, y antes de que la naturaleza
los expulse de su paraíso, los hombres lo sacan de ahí con lisonjas y o arrastran
afuera, al campo de la maldición, para que, igual que ellos, se agote con el sudor de la
frente10.

Sólo los inmutables ciclos del caracol, gobernados únicamente por el más puro
instinto, sólo un impulso natural y espontáneo, ajeno a la razón –que es siempre un
producto social–, puede conducir a ese estadio libre y silvestre que es la infancia, un
paraíso aún presocial, contrario al lenguaje domesticado y represivo de los profetas, que
se limitan a reproducir las convenciones y las normas impuestas, pretendiendo cautivar
al hombre con su discurso castrador y enajenante.
Con No es sólo otra fábula sin sentido, la autora profundiza en una serie de
conflictos poderosamente actuales. Mediante un verso evocador y rico en imágenes ‒
exigente cuando la premura muerde los talones, cuando la urgencia (que a menudo
banaliza) está sobrevalorada‒ se adentra en la psique compleja y torturada del individuo

10
Del discurso de Hiperión a Belamino. F. Hölderlin, Hiperión: La muerte de Empédocles. Yolanda
Steffens (trad.). Caracas: Fondo Editorial Humanidades, 1998, 26.
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contemporáneo, poniendo al descubierto la artificiosidad de sus sofisticadas comunidades


y la huella que ese extrañamiento respecto a su naturaleza original ha dejado en el
individuo. Con una amargura sosegada nos describe ciudades sórdidas y solitarias,
donde el amor se convierte en sexo de pago. Porque nuestro progreso, medido a través
de factores discutibles, es sólo aparente. Perdimos nuestros orígenes, nuestros antiguos
modelos y principios; pero no hemos sabido reemplazaros con otros nuevos realmente
válidos, sino sólo con vana apariencia.
Es esa misma sociedad que ha olvidado cuanto de verdad resulta esencial, para
suplantarlo por el culto a lo fútil y pasajero que conduce a nuestra propia muerte
interior, la que parece querer denunciar la poeta. Porque, cegados por el espejismo,
caminamos impasibles por un mundo cuya prístina belleza ya no alcanzamos a percibir.
Sin añorar siquiera el cielo que ahora nos ocultan los edificios.
Expliquemos el nacimiento del hombre según las teorías de Darwin o como fruto
de la creación divina ‒“Pero… ¿cuál es la historia de los salvados del diluvio? / Se ha
dicho que la de un ancestro iluminado por los rugidos de la caverna. / O la marcada
por las doce criaturas celestes”‒, el hombre se revela sin duda imperfecto. Impotente y
desarmado frente a la sencilla naturaleza: “Es como ver desplomarse la sangre en los
puentes del frío / mientras persiste el hilado de las arañas desafiando la vertical del
viento sudeste”. Se encuentra, además, en una encrucijada difícil, pues los cambios
cíclicos exigen tomar de nuevo decisiones que marcarán su futuro, como otras lo
marcaron antaño.
Y es que somos funambulistas privados de la pericia de la araña, que consigue
mantenerse en pie y desafiar la verticalidad incluso frente el viento sudeste. Nuestro
destino es la muerte, a la que sólo podríamos derrotar abandonando nuestra individualidad
para convertirnos en seres colectivos. Como las hormigas, que en efecto son eternas
gracias a la comunidad. Justo ésa es su arma, su “herramienta intangible que las hace
perpetuas”, que las hace inmunes a la muerte por encima de cualquier contingencia,
incluida la caída de los propios dioses ‒“Ellas podrían marcar los caminos de Gizeh /
desde los fueros del río fundante hasta la balanza del Gran Juicio / soportando todas
las muertes del tótem sobre sus espaldas‒ o el exilio ‒“Renacerían en el ojo del mundo
tanto como en el destierro”‒.

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Pero el individuo actual, a diferencia de las hormigas, parece incapaz de


concebirse como una parte de un todo superior, como un elemento dentro de un tejido
complejo. Y eso repercute en su relación con la naturaleza y con los otros seres
humanos. Y en su propio equilibrio emocional.
Ellas, las hormigas, se han ganado la inmortalidad. Ellas, a las que nosotros
pisoteamos con soberbia, están perfectamente integradas en el mundo que habitan. Son
con él uno.
El hombre, sin embargo, no conserva recuerdo de los orígenes fundacionales ‒
ignora “las piedras iniciales del cielo”‒ y tampoco tiene conciencia del tiempo: por eso
ya ha olvidado las faunas durante las cuales ha permanecido despierto, y no puede
descifrar las marcas de la sal en los acantilados ‒ocasionadas por las crecidas y
descensos de las mareas a lo largo de las eras‒. Se cree señor de una creación cuya
historia le precede sobradamente, pues la suya propia es muy reciente; pero se trata sólo
de una ilusión.
Si bien expresada con un pulcritud formal cuidadosamente calculada, en No es
sólo otra fábula sin sentido advertimos una sencilla autenticidad que mucho tiene que
ver con la espontaneidad de la infancia. No de lo racional, sino sólo de lo sensorial y lo
intuitivo se fía su autora: “Podría jurar que la lluvia es un lugar que se oculta / en el
hemisferio derecho de los locos. / Y lo entiendas o no, es de lo único que podría dar fe”.
Porque como decíamos al principio, la razón es mucho más engañosa de lo que pudiera
parecer; mucho más que el tan denostado instinto animal.
Silvia Claudia Rivas, que con afirmaciones como la apenas mencionada podría
parecer incluso demente, en realidad, en un alarde de lucidez, previene contra la
alienación del hombre provocada por el extrañamiento de la naturaleza, por el
desgajamiento voluntario e insensato de nuestros orígenes, por nuestra renuncia a una
parte fundamental de nosotros mismos.
Esta sociedad, coartando nuestra libertad y recluyéndonos en una celda
demasiado estrecha ‒y en una camisa de fuerza cuando no aceptamos voluntariamente
las represoras normas‒, forzándonos al conflicto permanente con nuestra propia esencia,
ha logrado enajenarnos y condenarnos a la enfermedad. “Si se ha hecho de la
alienación psicológica la consecuencia última de la enfermedad es para no ver la
enfermedad en lo que realmente es: la consecuencia de las condiciones sociales en las
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que el hombre está históricamente alienado”, aseguraba Foucault ya en sus trabajos de


juventud11.
Aludiendo al hemisferio derecho del cerebro con la lapidaria sentencia “la lluvia
es un lugar que se oculta en el hemisferio derecho de los locos”, la poeta pretende
desvincularse de todas las funciones racionales que los investigadores le atribuyen al
hemisferio contrario, es decir al izquierdo, en el que, paradójicamente ‒sólo en
apariencia‒, residen las habilidades lingüísticas, tanto verbales como relacionadas con la
escritura12. Este hemisferio, del que dependen muchas de las actividades atribuidas al
consciente, maneja la información lógica ‒aspectos gramaticales del lenguaje,
organización de la sintaxis…‒ y se encarga también de los cálculos matemáticos, pues
en él predominan las actividades racionales, analíticas y, en general, relacionadas con el
orden.
El hemisferio derecho, ése que la autora reivindica, se identifica con las
emociones, la intuición, la imaginación, la capacidad de soñar e incluso de ser empático;
con las sensaciones y sentimientos. Con facultades no lingüísticas sino especialmente
visuales y espaciales ‒que nos permiten aprehender la realidad sensible y ubicarnos
correctamente en el mundo‒, con habilidades e inclinaciones a menudo ligadas al
campo artístico del ámbito auditivo ‒música‒ o visual ‒artes plásticas‒. En definitiva,
con la creatividad.
Mientras el hemisferio izquierdo se asocia al lenguaje, el derecho lo hace a las
imágenes y por tanto a los símbolos. No sorprende, pues, que No es sólo otra fábula sin
sentido haga uso del lenguaje simbólico, y el símbolo ‒la utilización de un objeto para
referirse a otro, ya sea real o imaginario‒ abunde como figura retórica en él: los lobos ‒
por los humanos perversos y crueles‒, la niebla ‒por la ceguera‒, la semilla ‒por la
base‒, el techo del planeta ‒por el cielo‒, las carteras de las prostitutas ‒por el dinero‒,
la fauna ‒por las eras‒, la sangre ‒por el hombre mortal‒, los puentes del frío ‒quizá por
el tránsito en su doble acepción‒, las casas de té ‒por las tiranía de las apariencias‒, la
asfixia cartesiana ‒por la tiranía de la razón‒, la balanza del Gran Juicio ‒por el más

11
M. Foucault, Maladie Mentale et Personnalité. París: PUF, 1954, 104.
12
Sobre el diferente funcionamiento de los hemisferios puede resultar interesante consultar las
contribuciones recogidas en The Two Halves of the Brain. Information Processing in the Cerebral
Hemispheres. K. Hugdahl – R. Westerhausen (eds.). Cambridge/Londres: The MIT Press, 2010.
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allá‒, los hemisferios de las brújulas ‒por los hemisferios del globo‒, el borde
perentorio de los mapas ‒por las fronteras divisorias‒…
Muchas de las actividades atribuidas al inconsciente dependen del hemisferio
derecho, que procesa los datos de los que dispone haciendo uso de una estrategia
integradora. Y este detalle, en coincidencia con la visión holística de la autora, me
parece esencial y muy significativo. El hemisferio derecho, intuitivo, elabora la
información de manera global: mayoritariamente usando el método de síntesis ‒
componiendo la información a partir de sus elementos‒, o partiendo del todo para
entender las distintas partes que componen ese todo. Mientras el hemisferio izquierdo,
el que podríamos denominar lógico, procesa la información de forma secuencial y
lineal. El hemisferio lógico piensa en palabras y en números; el hemisferio intuitivo
piensa en imágenes y sentimientos. Gracias al hemisferio derecho, la parte menos
práctica y quizá incluso la menos sensata del cerebro, entendemos las metáforas,
creamos nuevas combinaciones de ideas, meditamos y soñamos despiertos. Gracias a él
existe la utopía y queremos, como Silvia Claudia Rivas, cambiar el mundo.
Además, la autora no se refiere al hemisferio derecho de cualquiera, sino en
concreto al de los locos, menos sujetos a reglas convencionales que el resto de sus
semejantes, y por ello más libres, más intuitivos, más francos y menos esclavos de
prejuicios. Quizá, incluso, más creativos.
Aseguraba Foucault: “En todos los tiempos, y probablemente en todas las
culturas, la intimidad corporal ha sido integrada a un sistema de coacción; pero sólo
en la nuestra, y desde fecha relativamente reciente, ha sido repartida de manera así de
rigurosa entre la Razón y la Sinrazón, y, bien pronto, por vía de consecuencia y de
degradación, entre la salud y la enfermedad, entre lo normal y lo anormal”13. Por eso el
pensador afirmaba, en una entrevista de 1961 sobre su obra Historia de la locura en la
época clásica, que “la locura sólo existe en una sociedad”, pues se define según
variables sociocuturales que cambian según periodos y lugares. Ese postulado se
desarrolla también en su ensayo Locura y civilización: “la locura no se puede
encontrar en estado salvaje. La locura no existe sino en una sociedad, ella no existe

13
En el capítulo tercero de la primera parte de su Historia de la locura en la época clásica.
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por fuera de las formas de la sensibilidad que la aíslan y de las formas de repulsión
que la excluyen o la capturan”14.
En la antigüedad el loco es considerado mensajero de los dioses. De él se podían
obtener presagios u oráculos. Su razonamiento y lenguaje resultan incomprensibles
precisamente porque responden a una mente superior, que lo usa como su portavoz. La
locura se considera entontes un don divino y el loco es un elegido, un privilegiado, un
escogido entre sus semejantes que se convierte en interlocutor de lo numinoso y
mediador para el resto. Posteriormente, con la expansión del cristianismo, la locura
sufrirá una progresiva demonización y pasará a considerarse fruto de la posesión
diabólica. Con la desacralización del universo y el avance del racionalismo,
naturalmente, el loco perderá su halo místico y también el respeto y veneración que la
comunidad le dispensaba. De hecho se le someterá a ostracismo y encierro. Al loco se le
priva de la voz, de la palabra. Precisamente la mayor condena que se podría imponer a
un poeta, a un escritor en general. Sólo muy recientemente la locura se convierte en
objeto de estudio por parte de la medicina, que la tratará como una enfermedad mental.
Como observamos, la locura no es en absoluto un concepto natural ni universal,
pues se define por valores sociales que van mutando y se han configurado
históricamente.
En resumidas cuentas, partiendo de una posición privilegiada, la locura es
denostada y relegada a la exclusión y el ostracismo. El hombre, íntimamente, comienza
a temer la posibilidad de la demencia. Un ejemplo iconográfico paradigmático de cómo
la locura pasa a considerarse una amenaza que infunde terror y se convierte en una de
nuestras peores pesadillas lo constituye la inquietante obra de El Bosco (1450-1516)15.

Puede decirse que en la Edad Media, y después en el Renacimiento, la locura


está presente en el horizonte social como un hecho estético o cotidiano; después en el
siglo XVII ‒a partir del internamiento‒, la locura atraviesa un periodo de silencio, de
exclusión. Ella ha perdido esa función de manifestación, de revelación que tenía en la
época de Shakespeare y de Cervantes (por ejemplo, Lady Macbeth comienza a decir
la verdad cuando deviene loca), ella deviene irrisoria, falaz. Finalmente, el siglo XX
14
Recogido en el primer volumen de Dits et écrits (1954-1988). M. Foucault. Dits et écrits. Paris:
Gallimard, 1994, texto nº 5, 169.
15
Seguido después por la obra de Pieter Brueghel el Viejo (1525-1569), que regresa una y otra vez,
insistentemente, al argumento de la locura.
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somete la locura, la reduce a un fenómeno natural, la liga a la verdad del mundo. De


esta toma de posesión positivista debían derivar, de una parte, la filantropía
despreciadora que toda psiquiatría manifiesta frente al loco y, de otra parte, la gran
protesta lírica que se encuentra en la poesía desde Nerval hasta Artaud, y que es un
esfuerzo por volver a dar a la locura una profundidad y un poder de revelación que
habían sido aniquilados por el internamiento 16.

“Es a las imaginaciones desordenadas a las que debemos la invención de las


artes; el Capricho de los Pintores, de los Poetas y de los Músicos no es más que un
nombre civilmente dulcificado para expresar su Locura” 17, asegura Saint-Évremond,
efectivamente familiarizado con la transgresión –hasta el punto de ser obligado al exilio
a causa de algunos de sus textos satíricos–. En efecto, la locura se vincula
tempranamente a la creatividad y las actividades artísticas. La misteriosa relación que
existe entre realidad e imaginación y su responsabilidad en el surgimiento de la obra de
arte parece inquietar a los profanos, turbados por la posibilidad de que la frontera que
separa la invención fantástica y el delirio resulte en realidad muy delgada.
En el imaginario colectivo, el artista a menudo toma la forma de un individuo
torturado o claramente desequilibrado. El tópico del pintor, el escritor o el músico loco
ha calado hondo, y su validez se justifica con unos cuantos ejemplos sin duda llamativos
debido al talento desbordante de los protagonistas y a determinadas anécdotas, pero
cuya proporción no justifica la generalización. No obstante, es cierto que entre los
artistas de diversas disciplinas encontramos memorables paradigmas de locura: Goya18,

16
M. Foucault. Dits et écrits I, texto nº 5, 169.
17
Saint-Évremond, Sir Politik would be, acto V, esc. II.
18
No se le conocen desequilibrios mentales diagnosticados, pero los acúfenos que le atormentaron ‒tan
graves que aparecieron asociados a mareos, delirios y alucinaciones‒ y su posterior sordera profunda
debieron condenarle a un aislamiento semejante al destierro de la locura, lo que podría explicar
comportamientos anómalos y la evolución de su obra.
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Munch19 o van Gogh20 entre los pintores21; Mozart22 y Beethoven23 entre los músicos;
Hölderlin24, William Blake25, Poe26, Virginia Woolf27, Charles Baudelaire28, Arthur
Rimbaud29, Antonin Artaud30, Lovecraft31, Sylvia Platt32, Philip K. Dick33, Alda
Merini34, Leopoldo María Panero35 y tantos otros entre los escritores. Algunos grandes
artistas considerados geniales han sido catalogados como perturbados mentalmente y,
sin embargo, sus obras se revelan esenciales para la construcción de una identidad
cultural y para el desarrollo intelectual de nuestras comunidades.

19
Aquejado de trastorno bipolar, alcohólico ‒por lo que también sufrió alucinaciones ‒, depresivo y
fascinado por el suicidio, fue hospitalizado en varias ocasiones.
20
Si bien el origen de su mal sigue siendo discutido, le empujó a la autolesión y el suicidio.
21
La disciplina médica ha demostrado que el envenenamiento por metales pesados, esencialmente plomo,
bastante frecuente entre los pintores cuando estos aún manipulaban los pigmentos personalmente, a
menudo provocaba trastornos del comportamiento y dolencias físicas y mentales. Ese género de
intoxicación crónica, que actualmente está incluida en la Lista de Enfermedades Profesionales de la
Organización Internacional del Trabajo, se denomina saturnismo. Dicha enfermedad pudo haber sido
responsable de la conducta violenta de Caravaggio y de los síntomas que sufrieron otros pintores como
Goya o van Gogh.
22
Padeció el síndrome de Tourette, un trastorno nervioso que le impedía comportarse adecuadamente en
sociedad, pues le empujaba a conductas compulsivas y obsesivas, así como al uso de expresiones vulgares
e insultos.
23
Se le consideró loco en su tiempo debido a su comportamiento taciturno, conflictivo e incluso
antisocial, que es de suponer se agravaría con su sordera.
24
Cuyo caso analizaremos en profundidad seguidamente.
25
Presa de las alucinaciones y las visiones místicas, algunas de las cuales plasmó en sus poemas e
ilustraciones, pudo haber padecido síndrome de Asperger o autismo.
26
Su estado mental confuso parece haber sido producto de la depresión combinada con el abuso de
alcohol y láudano.
27
Torturada por una profunda depresión ‒en la que mucho pudieron tener que ver la temprana muerte de
sus padres y los abusos que sufrió de niña a manos de su hermanastro ‒, probablemente síntoma de un
trastorno bipolar, acaba suicidándose.
28
Entre otros muchos síntomas físicos y mentales, su neurosífilis le produjo confusión mental.
Seguramente el abuso del alcohol y las drogas empeoraron su estado.
29
Cuyos extraños síntomas terminales también pudieron ser obra de una sífilis tratada años atrás.
30
Durante toda la vida, convivió con el dolor y los trastornos mentales, quizá fruto de una neurosífilis
padecida por uno de sus progenitores y de una grave meningitis infantil. Pasó nueve años, distribuidos en
diversas largas estancias, en sanatorios mentales.
31
Solitario desde niño y perseguido por la amenaza de la demencia ya en su infancia ‒Su padre fue
ingresado en el psiquiátrico cuando él tenía tres años, lo que provocó que la relación con su madre se
volviese cada vez más absorbente y enrarecida‒, su comportamiento siempre fue extravagante y esquivo.
Ermitaño y de constitución enfermiza, sufrió varios colapsos y también multitud de achaques físicos.
32
Hoy se cree que sufrió trastorno bipolar ‒quizá agravado por la temprana pérdida de su padre, al cual la
unía una dependencia enfermiza‒ y que fue esta enfermedad la causante de sus múltiples intentos de
suicidio.
33
El propio Dick, víctima de delirios místicos que incluían alucinaciones visuales y acústicas ‒agravadas
por el consumo de drogas‒, especulaba con la posibilidad de padecer esquizofrenia.
34
Pasó casi veinte años en instituciones psiquiátricas y en su obra describió sin pudor, como sólo un poeta
habría podido hacerlo, la experiencia de la locura. Según sus propias palabras, Merini enloqueció de dolor
tras las múltiples pérdidas de seres queridos, traiciones y engaños. Su primer ingreso se produce cuando,
harta de las constantes infidelidades de su marido, una noche le rompe una silla sobre la cabeza. Entonces
comenzaron los electrochoques.
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Ciertamente el artista suele ser un alma sensible, y eso lo hace más


impresionable y en ocasiones emocionalmente frágil, proclive al desencanto e incluso la
depresión. No pocas veces vive atormentado, pues se siente víctima de unas cadenas
que considera su obligación romper. Y esas cadenas residen también, si no
fundamentalmente, en el lenguaje, la herramienta esencial del escritor. El lenguaje y el
discurso están inmersos en el poder, que los moldea y se funde con ellos. Así el poder,
mediante su discurso, va configurando un cierto tipo de sujeto, con un cierto tipo de
pensamiento. Cuando no se respetan esas normas impuestas, esa censura, cuando se
transgreden las reglas, que existen también en el código del lenguaje, y se contravienen
las convenciones establecidas, como hace la locura y también la literatura, se acaba
cayendo en la exclusión.
La literatura, en su exploración desde finales del XIX, descubre que el lenguaje
constituye una reserva inagotable de sentido si se lo libera de sus ataduras, impuestas
por las normas establecidas. En palabras de Ángel Gabilondo, cuando comenta el
pensamiento de Foucault en su introducción a De lenguaje y literatura: “La locura es
un modo de ser del lenguaje, aquel en el que la transgresión es sus propia
confirmación”36.
A finales del XIX, tras Mallarmé37, encontramos una literatura que, como la
locura, se revela transgresora ‒lo que significa también transgresora frente a la esencia
plástica conocida hasta el momento y respecto a toda literatura precedente‒,
caracterizada por un uso nuevo del lenguaje. Según Foucault la literatura se interroga
sobre sí misma, el individuo se pregunta qué es la literatura, sólo a partir de la obra de
Mallarmé38. En resumidas cuentas, para Foucault la literatura nace cuando pasa a
escucharse sólo a sí misma, a tenerse a sí misma como único objeto y referente.

35
Al que se diagnosticó esquizofrenia a los diecisiete años, y que pasó más de cuarenta, hasta su muerte,
en instituciones psiquiátricas.
36
M. Foucaul, De lenguaje y literatura. Barcelona: Paidós, 1996, 22.
37
“De manera más inmediata, las innovaciones más recientes se explican porque hemos comprendido
que la forma antigua del verso no era la forma absoluta, única e inmutable, sino un simple medio de
hacer, sin grandes dificultades, buenos versos. Se les dice a los niños: "No robéis y seréis honrados". Es
verdad, pero existe algo más; ¿es posible hacer buena poesía situándose al margen de los preceptos
consagrados? Hemos pensado que sí, y creo que hemos tenido razón”. Fragmento de la entrevista
concedida a Jules Huret, 1891 (S. Mallarmé. Prosas. Madrid: Alfaguara, 1987, 11).
38
M. Foucaul, “Lenguaje y literatura”. De lenguaje y literatura. Barcelona: Paidós, 1996, 63.
131
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La literatura comienza cuando ha callado, para el mundo occidental, o para una


parte del mundo occidental, aquel lenguaje que no se había dejado de oír, de
percibirse, de estar supuesto durante milenios. A partir del siglo XIX, se deja de estar
a la escucha de esa habla primera y, en su lugar, se deja oír el infinito del murmullo,
el amontonamiento de las hablas ya dichas; en esas condiciones, la obra no tiene que
tomar cuerpo en las figuras de la retórica, que valdrían como signos de un lenguaje
mudo y absoluto, la obra sólo tiene que hablar como lenguaje que repite lo que ha
sido dicho, y que, por la fuerza de su repetición, borra a la vez todo lo que ha sido
dicho, y lo aproxima lo más cerca de si, para volver a captar la esencia de la
literatura39.

El mismo autor postula que los orígenes de ese cambio, la semilla primera,
habrían de colocarse a finales del XVIII, en la obra de Sade, que Foucault considera el
umbral histórico y paradigma mismo de la literatura, pues da origen a cualquier lenguaje
transgresor y, con la referencia constante a sus predecesores, pretende profanar y borrar
la filosofía, literatura y lenguaje precedente40.
Lamentablemente, en ese afán por burlar las limitaciones del lenguaje conocido,
no pocos creadores recurrieron al alcohol o las drogas para, en la búsqueda de una
conciencia superior, de la genialidad, inducir los procesos asociativos, provocar la
exaltación del humor y estimular el pensamiento. Naturalmente este consumo, en
diversos casos, pudo generar estados psicóticos o agravar trastornos mentales
precedentes.
Por otro lado, la literatura ha abordado frecuentemente la locura como
argumento. Especialmente en escenarios de crisis, en los que se pretende promover la
ruptura con los sistemas conocidos y el cambio pero se teme la represión consecuente,
la locura ofrece una excusa perfecta para ejercer la crítica más libremente. La locura,
convertida en conciencia crítica de la humanidad y adoptando la forma de parábola,
permite denunciar un mundo en descomposición.
Al loco, precisamente por su condición de paria, de excluido social, se le
consiente cualquier discurso, pues no se le presta oídos. El loco, al ser considerado
insensato, a diferencia de los cuerdos, no es sometido a censura. También por ese
39
M. Foucaul, “Lenguaje y literatura”, 79.
40
M. Foucaul, “Lenguaje y literatura”, 70.
132
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motivo la figura del loco ha sido ampliamente explotada por la literatura, que lo
convierte en mensajero de una verdad que nadie puede acallar. A partir del siglo XVI, el
loco adquirió protagonismo dentro de las artes y especialmente en el teatro, donde
actúa como eje de piezas dramáticas. El Renacimiento reivindicó el vínculo entre la
locura y el conocimiento en obras como Elogio de la locura, de Erasmo de
Rotterdam, Hamlet, de Shakespeare y Don Quijote de la Mancha, de Cervantes. Así
la locura pasa a interpretarse, al menos en las artes, como un espacio privilegiado desde
el cual el loco puede expresar y denunciar cuanto le parezca. Expulsado de la
comunidad, aunque haya de pagar un alto precio, no se encuentra ya sometido a sus
normas.
Con el pretexto de la enfermedad mental, una categoría que él mismo define, el
poder ejerce su control sobre el individuo desobediente, el que no responde a sus
cánones. Un individuo indefenso que además, en el pasado, se vio sometido a
diagnósticos clínicos y tratamientos más que discutibles.
La triste historia de Hölderlin ilustra perfectamente cómo la locura, además de
un concepto social y no natural, es una región de confines vaporosos e imprecisos.
Cuando comienzan a aparecer sus síntomas, Hölderlin es ingresado en un sanatorio
privado de Tübingen del cual era el primer y único enfermo mental. Sólo ocho meses
después, ya más dócil quizá por obra de las rudas e incluso brutales terapias de la época,
lo abandonará para hospedarse en la casa del ebanista Ernst Zimmer, que alquilaba
algunas habitaciones a estudiantes. Allí vivirá hasta su muerte, en 1843. Los treinta y
seis años que pasó encerrado en esa habitación siguió escribiendo, aunque con una
actividad menos febril que la que había precedido ‒y quizá anunciado‒ a su
enfermedad: poemas en apariencia más sencillos y calmados, a menudo sobre la
naturaleza que tanto le había fascinado y que seguía contemplando desde su ventana.
Ejemplo del cruel ostracismo que se solía reservar para los dementes, desde que se
manifestó su trastorno, su madre jamás volvió a visitarlo.
La cuestión es que quienes tuvieron estrecho trato con él en sus últimos años de
vida, a pesar de que se le hubiese diagnosticado demencia, se mostraban reticentes a la
hora de clasificarlo como loco. El ebanista que lo hospedó en su casa todo ese tiempo
afirmaba: “Está en mi casa desde el momento en que le soltaron de la clínica. Le
tuvieron allí dos años, le medicaron, le revolvieron de arriba a abajo sin encontrar qué
133
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era lo que tenía. No pudo decir a nadie qué le faltaba. A decir verdad no le falta nada.
Lo que tiene de más, eso es lo que le ha vuelto loco […]. A decir verdad, no está loco,
lo que se dice loco”41. Es decir que, para quien tanto tiempo compartió con él, parece
que el problema del poeta consistía en un exceso de sensibilidad y probablemente de
inteligencia; en un exceso de reflexión. Y tampoco debemos pasar por alto que las
palabras del ebanista podrían sugerir, además, que en parte su dolencia se había visto
agravada por el tratamiento médico recibido.
Wihelm Waiblinger, estudiante que frecuentó al poeta y nos dejó testimonios
sobre él en su diario42, sospechaba que sus síntomas habrían podido ser producto de la
soledad. “Más se halla en un estado de debilidad que de locura. [...] Su vida es
totalmente interior, y esto es sin duda una de las causas principales de que haya caído
en ese estado de embotamiento del que ni la postración física ni la increíble debilidad
de sus nervios le permiten salir”, aseguraba43. De hecho Waiblinger describe cómo el
contacto con la humanidad, la presencia de visitas, turba y excita a Hölderlin,
agudizando rarezas como la de conceder títulos altisonantes a sus antiguos conocidos 44.
Se deduce que, según sus amigos, es el propio ostracismo en el que la locura sumerge al
poeta el que origina los comportamientos anómalos que le llevan a ser declarado
demente. Así que resulta muy difícil asegurar si la locura ocasiona la soledad o si es la
soledad la que ocasiona la locura.
El propio Don Quijote renuncia a su locura, acepta dar la espalda a su
percepción presuntamente alterada de la realidad, como la sociedad le exige, sólo para
ser admitido de nuevo entre sus semejantes, para lograr su aprobación. Pero es
precisamente entonces cuando el personaje, paradigma de loco lúcido, muere.
Cabría preguntarse si muchas veces no es el loco un visionario ‒incómodo‒, un
adelantado a su época. Como el loco más memorable de la literatura hispanoamericana,
Arcadio Buendía, origen de la estirpe de los Buendía y fundador en mitad de la selva de

41
Poemas de la locura, precedidos de algunos testimonios de sus contemporáneos sobre los «años
oscuros» del poeta. Traducción y notas de Txaro Santoro y José María Álvarez. Edición bilingüe.
Madrid: Hiperión, 1978, 16.
42
W. Waiblinger. Vida, poesía y locura de Friedrich Hölderlin. Edición de Txaro Santero y Anacleto
Ferrer. Madrid: Hiperión, 1988.
43
Poemas de la locura, 12.
44
Poemas de la locura, 6.
134
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Macondo, fruto de la imaginación ‒o la locura‒ de Gabriel García Márquez, que con


Cien años de soledad en efecto denunció la decadencia de Latinoamérica45.
La locura, al caer en manos de la literatura, se convierte en código y pretexto a
través del cual la conciencia crítica de la humanidad, ésa a la que el poder raramente da
voz, se cuestiona, denuncia y propone nuevas categorías.
La locura, ese género de locura que desafía la norma y la convención social, se
revela una forma de razón, de otra razón que incomoda y no se quiere reconocer, porque
demuestra que siempre hay una alternativa distinta, otra realidad posible y diversa de la
que se nos ofrece como única.
La locura pone en tela de juicio los valores de otro tiempo, de otro arte, de otra
moral. Y desde luego la locura que habita en la literatura lo hace no por insensatez, sino
por convicción y responsabilidad social. Como en Don Quijote, en el escritor esa locura
cobra una dimensión ética. Por eso el autor, como el caballero, emprende dicha vía aun
a sabiendas del alto precio que habrá de pagar.
Esa responsabilidad del escritor, en concreto del poeta, se manifiesta de especial
forma en Hölderlin. Hölderlin, que pasó los últimos treinta y seis años de vida
encerrado, confinado en su locura real o supuesta 46, a pesar de ello siguió escribiendo
hasta el final. En su canto Timidez (Blödigkeit), el poeta reafirma su intención de
continuar adelante con lo que él consideraba un deber y un compromiso hacia sus
semejantes y hacia sí mismo, hacia su propia naturaleza; con lo que estima su objetivo
vital y el propósito de su existencia: “Entra, pues, genio mío, desnudo en la vida/ y no
te preocupes de nada/ lo que ocurra, ¡todo será en buena hora!/ Armonízate con la
alegría, pues”47. Todavía en Poemas de la locura, en una breve composición titulada
Visión, a pesar del largo encierro y del evidente abatimiento, escribe: “Oscura,
cerrada, parece a menudo la interioridad del mundo,/ sin esperanza, lleno de dudas el

45
Esta imagen desencantada de una Latinoamérica subdesarrollada que persiste en sus faltas, vicios y
lacras, representadas frecuentemente a través del incesto, alegoría del anquilosamiento intelectual y el
aislamiento, es ampliamente comentada en E. Camayd-Freixas. Realismo mágico y primitivismo:
Relecturas de Carpentier, Asturias, Rulfo y García Márquez. Lanham (Maryland): University Press of
America, 1998.
46
Recordaremos la obra recientemente publicada Hölderlin no estaba loco, cuyo título resulta bastante
elocuente (J. I. Eguizábal. Hölderlin no estaba loco. Sevilla: La Isla de Siltolá, 2013).
47
F. Holderlin. Odas. Trad. de Txaro Santoro. Madrid: Hiperión, 1999.
135
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sentido de los hombres,/ mas el esplendor de la Naturaleza alegra sus días/ y lejana
yace la oscura pregunta de la duda” 48.
Igual que sus predecesores y compañeros de locura, Silvia Claudia Rivas
pretende, con su No es sólo otra fábula sin sentido, lanzar una voz de alarma. Aunque
la poeta parece confiar poco en la capacidad de redención del hombre, en su voluntad de
abandonar el complaciente sueño letárgico que habita.
Sin embargo, si bien toda la composición podría considerarse un gran mempsis,
una queja o lamento, la autora, aunque afligida, demuestra una serenidad desconcertante.
Aparentemente toma distancia y narra con un desapasionamiento ficticio. No hay
recursos o figuras retóricas destinadas a favorecer la emotividad: ni rastro de
paroxismos, exclamaciones, obsecraciones, apóstrofes, imprecaciones o execraciones,
con las que a veces la poesía intenta implicar al lector y apelar a su sensibilidad.
Muy por el contrario, realmente contenida, se expresa con mesura. No recurre a
artificios ni al dramatismo. El uso del estilo directo y la sinceridad que ello sugiere se
convierten en su principal arma para recrear una profunda complicidad con el lector.
No obstante, la firmeza de sus convicciones se atisba, por ejemplo, en el uso de
la parastasis, que le ayuda a reforzar sus argumentos en el siguiente símil: “es mal
augurio no poder descifrar las marcas de la sal en los acantilados. / Es como ver
desplomarse la sangre en los puentes del frío / mientras persiste el hilado de las arañas
desafiando la vertical del viento sudeste. / Es como llegar a un país que camina sobre
las bocas despiertas de las tumbas / sin conciencia de la salvación o del patíbulo, / y
así, continuase ignorando las piedras iniciales del cielo y de la sombra”.
Sin embargo no es la razón quien predomina en No es sólo otra fábula sin
sentido. Sus recursos estilísticos involucran más al propio contenido del discurso, a los
significados, que a aspectos formales del mismo. No encontramos, por ejemplo, juegos
de palabras o figuras de dicción. Por el contrario, constatamos un predominio de los
tropos y las figuras de pensamiento, con especial predilección por lo sensorial; por
mecanismos mucho más intuitivos e inmediatos, que exigen menos elaboración lógica
por parte del lector. Observamos que las sugerentes figuras retóricas de las que hace uso
la autora, que en efecto decía fiarse sólo del hemisferio derecho, el emotivo e intuitivo,

48
Poemas de la locura, 24.
136
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dotan a la realidad de una atmósfera mágica y apelan a los sentidos y el instinto más que
al intelecto.
Por ello abundan las imágenes sensoriales visuales: “para sostener la luz de las
abejas”, “la niebla sobre mis párpados”, “en mis años más claros”, “en sus dialectos
brillantes” ‒al tiempo, sinestesia‒... En ese contexto encontramos también un curioso
ejemplo de sinestesia ‒tan apreciada por el simbolismo y el modernismo‒ que implica a
la vista ‒“iluminado”‒ y el oído ‒“rugidos”‒ incluyendo, además, una metagoge
‒“rugidos de la caverna” ‒: “un ancestro iluminado por los rugidos de la caverna”.
No obstante, junto al símbolo, que como ya vimos adquiere un papel
protagonista en esta composición, quizá la figura más abundante sea la personificación
o prosopopeya: “más lúcidos [los caracoles] que cualquier jardín botánico”, “cuántos
océanos he visto dormir”, “para que no la acuchillen los lobos”, “que hablen los
peces”, “el nacimiento de las montañas”; “articulaciones extrañas sobre el techo del
planeta”, “vidrios amotinados”, “las bocas despiertas de las tumbas”, “soportando
todas las muertes del tótem sobre sus [de las hormigas] espaldas”, “la lógica de las
casas de té”, “la asfixia cartesiana”...
Y es que para la autora el mundo está plagado de vida, de una vida cuya
dignidad desea reivindicar, pues a menudo se revela más llena de sabiduría y humanidad
que el propio hombre. Por eso se anima incluso aquello que, a todas luces, en la realidad
permanece inerte. Un ejemplo claro lo ofrece la metagoge “nacimiento de las montañas
desde la semilla”, donde una formación geológica, obviamente inanimada, se identifica
con los vegetales y con la promesa de vida que encierra la semilla.
Pero además, y no menos importante, estas personificaciones contravienen la
razón y, asombrándonos, nos empujan a reflexionar más profundamente sobre un
mundo del que generalmente sólo nos molestamos en contemplar la fachada.
No es sólo otra fábula sin sentido, en efecto, fomenta voluntariamente el
desconcierto en el lector, sorprendiéndole con construcciones fuera de la habitual
lógica: “las orillas de la tormenta”, “huesos enumerados verticalmente”, “eran
rupestres las manos”49. Por eso su autora también muestra predilección por el

49
Que se diría una hipálage ‒es decir una figura retórica que rompe la relación lógica entre el sustantivo y
el adjetivo al atribuir al primero una cualidad propia de otro sustantivo cercano ‒, pues rupestre alude al
arte prehistórico que sale de esas manos ‒sobreentendido, aunque no mencionado explícitamente ‒ y no
define propiamente las extremidades humanas.
137
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enfrentamiento entre conceptos, palabras o campos semánticos ‒“renacerían en el ojo


del mundo tanto como en el destierro”, “sin conciencia de la salvación o del patíbulo”
o “estaciones de los profetas” como opuesto a “los ciclos del caracol”‒, y hace uso
constantemente de antítesis y paradojas: “ninguna música es más universal, ningún
silencio”, “los seres torrenciales que habitan en las bodegas de los barcos”, “lenguas
vivas en las que nadie se atreve a hablar” 50, “herramienta intangible que las hace
perpetuas”, “Podría llamarte por todos los nombres que he conocido de Eva, / y
asegurarte que aún no ha nacido una sola Eva en el mundo”, “la lluvia es un lugar”…
Esas antítesis y paradojas, contrarias a la armonía, al sugerir tensión, generalmente
ponen de manifiesto la contradicción que existe entre el hombre y el mundo ‒que es al
tiempo la contradicción interna del hombre, en permanente lucha con su propia
naturaleza‒; la inadaptación del primero al segundo, que ya sólo se puede habitar como
algo ajeno e inhóspito.
Pero además No es sólo otra fábula sin sentido hace uso de la paradoja porque
este recurso, al sugerir tensión, es automáticamente fuente de debate, lo que equivale a
decir análisis. Y su autora está empeñada en obligarnos a ahondar en una realidad que
habitualmente sólo miramos de forma superficial. Así, causando un asombro inicial con
sus contradicciones, espera invitar a una reflexión más profunda. Porque el mundo es
mucho menos banal de lo que nos empeñamos en creer, y está lleno de matices: no es
blanco o negro, falso o verdadero, posible o imposible. La realidad se revela mucho más
compleja de lo que pudiera parecer en un primer momento, y sólo entrando en
discusión, en diálogo con ella, lograremos entenderla íntimamente. Si no, obtendremos
sólo una imagen preconcebida que en nada se ajustará a la verdad. Igual que esos
turistas que regresan al hogar sabiendo tan poco de los lugares visitados como antes de
salir de casa.
Sólo del debate, del enfrentamiento entre los contrarios, surge el progreso y
también el conocimiento. Por eso el principio de autoridad puede aniquilar el
pensamiento; mientras discrepar, por el contrario, nos mantiene vivos y mentalmente
activos.

50
A su vez, una dilogía, pues las lenguas pueden ser al tiempo los apéndices de las bocas y el lenguaje.
Mientras vivas significa tanto vivaces, elocuentes –paradójicamente, las lenguas de los muertos
naufragados–, como en uso, si es que se refiere al idioma hablado.
138
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En ese gusto por los pares antitéticos que No es sólo otra fábula sin sentido
manifiesta, podemos reconocer una huella de Octavio Paz, quien, en su esfuerzo por
ordenar e interpretar el mundo, utilizó a menudo este recurso para evocar la
reconciliación que se alcanza en la totalidad, representada por la comunión de los
contrarios, origen de una eterna búsqueda del equilibrio inestable entre pares opuestos.
Así, los contrarios de Octavio Paz no son excluyentes, sino que en realidad se necesitan
entre mutuamente. Mientras en la dialéctica hegeliana, que sin lugar a dudas le
influencia51, del conflicto entre opuestos surgen nuevos conceptos, para Octavio Paz la
otredad empuja a los contrarios a intentar recuperar su comunión originaria.
Concluimos, pues, que Silvia Claudia Rivas, a pesar de ensalzar la parte menos
racional de nuestro cerebro, maneja muy conscientemente sus recursos: No es sólo otra
fábula sin sentido no es fruto de la insensatez o de la visceralidad. Su locura, si existe,
es la del poeta.
Igualmente consciente y coherente parece su elección del verso libre, que con la
ausencia de sometimientos a normas estrictas, voluntaria o involuntariamente, sugiere
un estado mental o emocional confuso por parte del autor. Sensación que a veces se
refuerza mediante artificios que, solo en apariencia, se dirían fruto de la improvisación,
y que sin duda añaden emotividad.
Esa libertad propugnada por el verso libre normalmente tiene como
consecuencia un lazo más estrecho e íntimo entre el argumento abordado por el poema y
su aspecto formal. Amado Alonso52 explica: “Los versolibristas han vuelto el ritmo a
sujeciones prosísticas (sintácticas), sin duda huyendo de las excesivas mecanizaciones
del ritmo métrico […]. El ritmo poético libre consiste en los pasos con que se ordenan
linealmente las intuiciones que dan salida y forma al pensamiento”.
Para Tomás Navarro53 “el único elemento tradicional que el versolibrismo
acepta como indispensable es el ritmo. Por lo menos en este punto se reconoce que el
verso libre no es enteramente libre. No se tratan sin embargo del mero ritmo acentual y
silábico producido por la proporcionada regularidad de los tiempos marcados. En el
51
Igual que la antropología estructural de Lévi-Strauss, que comienza a aplicar en el análisis de los
mitemas el principio de las oposiciones binarias: lo crudo y lo cocido, lo seco y lo húmedo… L.
Weinberg. “El humanismo crítico de Octavio Paz”. En Alberto Saladino (comp.). Humanismo mexicano
del siglo XX. Tomo I. Toluca: Universidad Autónoma del Estado de México, 2004, 375.
52
A. Alonso. Materia y forma en poesía. Madrid: Gredos, 1969, 122.
53
T. Navarro Tomás. Métrica española. Barcelona: Labor, 1986, 454
139
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verso libre el factor que coordina artísticamente las palabras en sus grupos respectivos
se funda en la sucesión de los apoyos psicosemánticos que e poeta, intuitiva o
intencionalmente, dispone como efecto de la armonía interior que le guía en la
creación de su obra. Por su propio sentido individual esta clase de ritmo exige de parte
del autor una fina sensibilidad expresiva y un perfecto dominio del material lingüístico.
Con mayor riesgo que cualquier metro de forma definida y corriente, el verso libre
pierde su virtud si sus cambios, divisiones y movimientos carecen de ritmo perceptible
o resultan vanos e injustificados en el desarrollo de la composición”.
El versolibrismo huye del ritmo del isosilabismo del verso tradicional, que a
veces podía caer en la monotonía, para buscar ritmos más sutiles en una “música
callada”54.
De hecho, al prescindir de la métrica regular y de la rima, el verso libre se apoya
fundamentalmente en el ritmo, aunque ciertamente ese ritmo no siempre es fónico, sino
de estructura rítmica de pensamiento. Las repeticiones, que constituyen la base del
ritmo, pueden, por tanto, ser sintácticas o semánticas. Entonces el ritmo poético viene
dado por la reiteración de palabras, conceptos, frases o estructuras, o por el ritmo
léxico-sintáctico y/o semántico: mediante, por ejemplo, paralelismos y otros
mecanismos de simetría, anáforas y otras figuras de repetición, recurrencia de
expresiones, ideas…
El verso libre, que sigue siendo objeto de controvertido análisis teórico, ha
encontrado definiciones de lo más variadas. Por norma general todas ponen el acento,
principalmente, en la ausencia de rima55. Sin embargo, especialmente interesante me
resulta la definición de López Estrada56: “El poema nuevo, al desligarse del rigor en
la medida del verso y de la rima y también de las estrofas comunes, establece el centro
de gravitación rítmica en el conjunto de la obra entendida como una unidad poética.
En consecuencia, el poema no cuenta como una sucesión de versos perfectos, de rimas
logradas, de estrofas pulidas, sino que extrae de sí mismo, de la fuerza interior,
54
“Si en el verso hay música, mi preferencia se orientó hacia la «música callada» del mismo” (L.
Cernuda. “Historial de un libro”. Poesía y Literatura, Prosa I. Obra Completa, vol. II. Edición a cargo de
D. Harris y L. Maristany. Madrid: Siruela, 1994, 650-651).
55
Aunque se contempla la existencia del verso libre rimado y también del verso libre métrico, lo que ya
pone de manifiesto la dificultad de conciliar definiciones. Por lo que, en lugar de ausencias taxativas,
conviene esperar más bien relajaciones rítmicas y métricas.
56
F. López Estrada. Métrica española del siglo XX. Biblioteca Románica Hispánica. Manuales 24.
Madrid: Gredos, 1969, 17.
140
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desarrollada por los elementos que integran el conjunto, la ley de cohesión rítmica
como manifestación creadora”.
Como vemos, el verso libre, en busca de una mayor libertad creativa por parte
del poeta, nació con la clara intención de romper con las formas de expresión
predominantes en la poesía europea hasta fines del siglo XX. Una ruptura que autores
como Quilis57 consideran casi total: incluso asistimos a la división sintáctica de la frase
y el aislamiento de la palabra.
Al margen de algunos experimentos precedentes, por lo general se acepta que el
verso libre aparece con Whitman. No obstante, su afianzamiento en Europa llega de la
mano de los simbolistas franceses y sus precursores: Baudelaire, Verlaine, Rimbaud y
Mallarmé. En lengua hispana, la divulgación del verso libre comienza con el
modernismo. Precursor en Hispanoamérica es el poeta boliviano Jaimes Freyre,
seguido por José Asunción Silva, Rubén Darío o José Santos Chocano entre otros.
Mención especial merece José Martí ‒a quienes algunos consideran verdadero
introductor del versolibrismo en la poesía modernista hispánica 58‒ y la declaración de
intenciones que supone el título de su poemario Versos Libres. En España el
versolibrisco cobra importancia por primera vez con Diario de un poeta recién casado,
de Juan Ramón Jiménez, volviéndose después común en la generación del 27 y
sucesivas. De hecho su máximo esplendor llega con los istmos de la vanguardia59. Con
el ultraísmo, creacionismo y surrealismo, el verso libre, empeñado en romper con las
antiguas formas, logró su mayor aceptación y desarrollo. Hasta encontrar, de algún
modo, la exacerbación teórica de sus postulados en el surrealismo, que se afana en
plasmar la escritura automática y por lo tanto despojada del yo consciente y sus normas.
La intención de los primeros propugnadores del verso libre es liberar el
pensamiento, la voluntad y el sentimiento del poeta de esquemas métricos regulares, de
las tiranías del propio lenguaje literario conocido. Pues su objetivo último consiste en
transmitirlos al lector en su forma más pura. El arte es sobre todo un estado del alma,

57
“El poema de versos libres, o verso libre, como se acostumbra denominar, es, a primera vista una
ruptura casi total de las formas métricas tradicionales: en él no hay estrofas, no hay rima, los versos no
tienen las mismas medidas, la posición de los acentos es arbitraria...” (A. Quilis. Métrica española.
Barcelona: Ariel, 2001, 170-171).
58
A. Acereda Extremiana. “Versolibrismo martiano y modernista: la libertad poética de José Martí”. La
Torre. Revista de la Universidad de Puerto Rico 1-2 (1996), 5-18.
59
F. López Estrada, Op. cit, 103.
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aseguraba Chagall. Mallarmé resultaba muy claro al respecto: “¡No le parece algo
demasiado incómodo que, al abrir cualquier libro de poesía, uno encuentre, con toda
seguridad, de cabo a rabo, ritmos uniformes y preestablecidos, allí donde el autor
pretende interesarnos en la esencial variedad de los sentimientos humanos! ¡Dónde
está la inspiración, dónde la sorpresa... qué cansancio!”60.
Parece por tanto lógico que el versolibrismo se convirtiese inmediatamente en
instrumento para la poesía contestataria. El movimiento poético español de los años
1950 y 1960, denominado Poesía social, contrario a la dictadura franquista, también
recurrió al verso libre.
Así, el verso libre por el que Silvia Claudia Rivas opta en No es sólo otra
fábula sin sentido parece la elección formal más lógica, la más acorde con su mensaje,
que en efecto manifiesta la necesidad de romper con patrones de comportamiento
arbitrariamente establecidos como los socialmente aceptables, a pesar de que son
responsables de la decadencia y el envilecimiento del ser humano.
Quién mejor que la poesía, que escarba en la esencia, para denuncia la vacuidad
de nuestra sociedad, perdida sin rumbo por un paisaje ya totalmente antrópico y,
paradójicamente, cada día más deshumanizado. Por eso, a través del presunto delirio, de
un sano y salvífico delirio, el poeta visionario, paria a menudo marginado e incluso
segregado, pero siempre generoso y solidario, transmite a sus semejantes el terrorífico
mensaje de alarma sobre un mundo en franca descomposición.
Quién mejor que la poesía para encender un faro que ilumine y guíe. Para
prender la mecha de la revuelta que nos despierte definitivamente de esta injustificable
apatía, de esta insoportable catatonia, hipnótico sueño de muerte en el que nos encontramos
inmersos. Ése que Silvia, que se negaba a dormir la siesta siquiera bajo la amenaza del
hombre del saco, ha rehusado desde la infancia.
Silvia Claudia Rivas convoca en No es sólo otra fábula sin sentido un mundo
plagado de signos, aunque ya pocos humanos sepan percibirlos. Muchos menos aún,
descifrarlos y revelar su significado a nuestros semejantes a través del lenguaje, de un
lenguaje artístico.

60
Fragmento de la entrevista concedida a Jules Huret en 1891 (S. Mallarmé. Prosas. Madrid: Alfaguara,
1987, 11).
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La búsqueda de señales o mensajes en la naturaleza es la búsqueda de la


trascendencia. Pero el racionalismo exacerbado, con su desacralización, ha dejado sordo
al hombre y muda a la naturaleza, cuya voz manifestaba antes la presencia de Dios. Por
eso el ser humano ya no puede establecer diálogo alguno con el universo.
Por tanto, no se trata de alejarse del mundo para acercarse a Dios, como
postulaban muchas corrientes de pensamiento medievales; sino de sumergirse en el
mundo para fundirse con Dios. Algo que parecería haber entendido San Francisco de
Asís.
En Silvia, como en Hölderlin, asistimos a la separación entre hombre y
naturaleza. El héroe nace justo en esta escisión, cuya conciencia, una vez pasada la
infancia, genera el dolor primero. A partir de ese momento, el héroe hölderliniano lucha
por superar su situación. Periódicamente, buscando asilo y refugio, queriendo olvidar su
fracaso, regresa a la naturaleza. Pero si el héroe está herido y se aísla de sus semejantes,
es porque ha intentado con todas sus fuerzas redimir a la humanidad elevándola hacia sí.
Hölderlin se niega a desacralizar el mundo y persigue lo absoluto ‒entendido
como un elemento vivificador presente en la realidad‒ en la naturaleza con un
entusiasmo que podríamos describir como suicida, pues tras su lenguaje entusiasta y
vital advertimos la conciencia del propio fracaso, que le conduce a una mirada
finalmente trágica y quizá incluso responsable de su locura. En palabras de Gonçal
Mayos Solsona:

Hölderlin insiste en enfatizar la inmanencia y pertenencia a este mundo de lo


divino absoluto. La finitud, la miseria de nuestra situación caída, consiste
precisamente en el olvido ‒la ausencia de percepción o de empatía ‒ de lo divino que
permanentemente nos envuelve. La finitud es sencillamente la privación del absoluto
vivificador que rodea al débil sujeto humano. El entusiasmo es la señal divina de la
presencia actual, efectiva y plena de la divinidad en nosotros. Su pérdida o su
inadvertencia ‒aunque lo divino no se halla apartado de nosotros ‒ nos sume en un
lúcido reconocimiento de nuestra indigencia, es nuestra indigencia y miseria; pero no
el signo de su trascendencia o imposibilidad61.

61
G. M. Solsona, “Hölderlin, un proyecto emancipatorio fracasado”. Convivium. Revista de Filosofía 3
(1992), 58.
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Por el contrario, compartir ese absoluto que nos rodea hace al hombre divino:
“ser uno con todo, ésta es la vida de la divinidad, éste es el cielo del hombre. Ser uno
con todo lo viviente, volver, en un dichoso olvido de sí mismo, al todo de la
naturaleza”62. Porque “la plenitud del mundo infinitamente vivo nutre y sacia con
embriaguez mi indigente ser” 63. Y es en esa comunión con lo divino cuando el hombre
es realmente él mismo, cuando realiza sus aspiraciones y escucha su verdadera
naturaleza. Cuando se encuentra y, al regresar al todo del que en realidad forma parte,
está completo. Pero también cuando se supera y se convierte en la mejor versión de sí
mismo, liberándose de lastres y ataduras para redimirse. Pues, como Hölderlin sostenía
en su ensayo El punto de vista desde el cual tenemos que contemplar la Antigüedad,
de no aceptar aquello que somos acabaremos ultrajándonos, traicionando a nuestro más
íntimo yo. Precisamente la misma advertencia que encontramos en No es sólo otra
fábula sin sentido.
El postulado sobre el cual se asienta la obra de Hölderlin implica una
fraternidad y comunión íntima universal que incluye a todo el cosmos y a nuestros
semejantes. En A los jóvenes poetas, lanzaba la consigna a la cual intentaría mantenerse
siempre fiel: “amad a los dioses y recordad con benevolencia a los mortales”64.
Como se afirma en su ensayo El más antiguo programa sistemático del
idealismo alemán, que desarrolla durante el invierno de 1796 en colaboración con
Hegel y Schelling, la poesía y los poetas, mediadores entre ambos mundos, han de ser
los encargados de renovar el sistema de pensamiento, de desvelar y propagar el nuevo
mensaje, el ideal emancipador que liberará al hombre, y de encender en el pueblo el
entusiasmo por él65.
En el poema Como cuando en día de fiesta, Hölderlin instruye a los poetas
sobre su tarea:

Los pensamientos del espíritu, que a todos son comunes,


confluyen silenciosos al alma del poeta,
que, alcanzada de súbito, y desde largo tiempo acostumbrada
62
Hölderlin, Hiperión. Yolanda Steffens (trad.), 25.
63
Hölderlin, Hiperión. Yolanda Steffens (trad.), 24.
64
F. Hölderlin. Poemas. Traducción e introducción de Eduardo Gil Bera. Prólogo de Félix de Azúa.
Barcelona: Lumen, 2012.
65
G.W.F. Hegel. Escritos de juventud. México: Fondo de Cultura Económica, 1998, 219-220.
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a lo infinito, aquel recuerdo la estremece,


e inflamada del rayo sagrado logra el fruto
nacido del amor, obra de hombres y dioses,
el canto, testimonio de unos y otros.
Así, según nos dicen los poetas, cayó sobre Semele
el rayo, pues deseaba ver al dios,
y la divinamente herida concibió,
fruto de la tormenta, al sagrado dios Baco.
Por eso beben ahora sin peligro
el fuego celestial los hijos de la tierra.
Pero nos corresponde, ¡oh poetas!, resistir,
la cabeza desnuda, las tormentas del dios
y agarrar con las manos ese rayo del Padre,
para ofrecerle al pueblo el don divino
envuelto en nuestros cantos.
Pues si somos de puro corazón,
cual niños, e inocentes nuestras manos,
no nos consumirá del Padre el rayo puro.66.

Efectivamente, Foucault habla de un “lenguaje mudo, anterior a los lenguajes”,


un lenguaje “que era la verdad, que era la naturaleza, que era la palabra de Dios, y
que, en cierto modo, ocultaba en él y pronunciaba al mismo tiempo toda la verdad”. Y
continúa el filósofo:

Y ese lenguaje soberano y retenido era tal que, por una parte, cualquier otro
lenguaje, cualquier lenguaje humano, cuando quería ser una obra, debía lisa y
llanamente volver a traducirlo, volver a transcribirlo, repetirlo, restituirlo. Pero, por
otro lado, el lenguaje, de Dios, de la naturaleza o de la verdad, estaba, sin embargo,
oculto. Era el fundamento de cualquier desvelamiento y, no obstante, él mismo estaba
oculto, no se podía transcribir directamente. De ahí la necesidad de los
deslizamientos, de las torsiones de palabras, de todo ese sistema que se llama
precisamente la retórica. Después de todo, ¿qué eran las metáforas, las metonimias,
las sinécdoques, etc., sino el esfuerzo por, con palabras humanas que son oscuras y

66
F. Hölderlin. Antología poética. Traducción de Federico Bermúdez-Cañete. Madrid: Cátedra, 2002.
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ocultas en sí mismas, reencontrar, mediante un juego de aberturas y como a través de


enredos, ese lenguaje mudo que la obra tenía como sentido y como tarea restituir y
restaurar?
Dicho de otro modo: entre un lenguaje charlatán, que no decía nada, y un
lenguaje absoluto, que lo decía todo, pero no mostraba nada, era preciso que hubiera
un lenguaje intermedio, lenguaje intermedio que llevaba de nuevo del lenguaje
charlatán al lenguaje mudo de la naturaleza y de Dios, y era precisamente el lenguaje
literario67.

El hombre crea un lenguaje simbólico, el lenguaje poético, para evocar eso que
tan difícilmente se puede capturar mediante las palabras: el verdadero ser, la esencia. El
lenguaje se revela la casa del ser. De tal forma que cuanto más vacuo volvemos al
primero, más nos alejamos del segundo.
Como dice Heidegger comentando a Hölderlin: “poetizar y pensar son dos
modos de hacerse cargo de lo real bien diferentes” 68. Pero poetizar también nos
permite ordenar el mundo: comprenderlo y así comprendernos. Precisamente es esto lo
que habían intuido ya las antiguas civilizaciones, en cuyas composiciones poéticas
descubrimos una rica mitología. Cuando poetizamos utilizamos el pensamiento
representativo para crear una medida que nos consienta conocer nuestro entorno e
imaginar a Dios, porque todo ello nos permitirá, además, construir una imagen de
nosotros mismos. Por eso, en un mundo sórdido y miserable como el que pinta No es
sólo otra fábula sin sentido, en un mundo totalmente desacralizado y carente de magia
o raíces, ¿qué decadente imagen podrá crear el hombre de sí mismo? ¿La de un
neurótico egoísta y superficial?
Poéticamente habitamos la tierra porque es el único modo humano de hacerlo.
Porque si no tomamos la medida de cuanto nos rodea y de nosotros mismos, si no
indagamos en nuestra naturaleza, sólo podremos vivir desarraigados y errantes, sin
rumbo, en un universo repleto únicamente de representaciones y estructuras artificiales,
sin ningún sentido para nosotros. Precisamente el escenario que anuncia y denuncia No
es sólo otra fábula sin sentido.

67
Foucault, De lenguaje y literatura, 78.
68
M. Heidegger. “Poéticamente habita el hombre sobre esta tierra”. En Conferencias y artículos.
Barcelona: Ediciones Serbal, 1994, 144.
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Así, mediante el lenguaje, los hombres, los poetas, generan el mundo. Lo


rescatan para aquellos que ya no logran ver bajo su superficie. Son ellos, los poetas, los
últimos defensores y custodios del lenguaje natural ‒el que realmente dice el ser de las
cosas‒ frente a un lenguaje tecnificado, formalizado y vacuo ‒que dice mucho para, en
realidad, no decir nada‒; quienes garantizan que podamos seguir habitando
humanamente esta tierra. El propio Heidegger proponía una desalienación frente al
desarraigo del mundo contemporáneo, salvajemente colonizado por la tecnología,
mediante el poetizar, que dejaría ser al ser, liberándolo de sus actuales cadenas.
Si escarbásemos en nuestras raíces, la cultura occidental redescubría cómo
antaño tuvimos una mentalidad totalmente distinta, cómo los presocráticos advertían y
admitían la conexión orgánica entre ser humano y naturaleza, entre lo divino y lo
terreno, y de esa forma cultivaban un sentido de pertenencia a un todo superior. Es decir
cómo, hasta hace no tanto, el saber no estaba al servicio del poder sino de la vida, y aún
se interrogaba sobre el misterio del ser y su esencia.
En sus últimos trabajos y reflexiones Heidegger, desalentado, dudaba de que
el riesgo de deshumanización implícito en la técnica pueda ser conjurado mediante la
razón, ya muy tecnificada ella misma. Por eso conjeturaba que “sólo un Dios puede
salvamos todavía”69. Pero quizá sí pueda salvarnos la otra forma de ver y pensar la
realidad, de ordenar el mundo, la que poetiza: quizá puedan salvarnos aún la poesía y
los poetas. No es sólo otra fábula sin sentido demuestra elocuentemente que ellos
todavía lo intentan.
Porque el poeta jamás se rinde, y con su tozudez nos acerca a la inmortalidad:
“¿Qué sería la vida sin esperanza? Una chispa que salta del carbón y se extingue, o
como cuando se escucha en la estación desapacible una ráfaga de viento que silba un
instante y después se apaga, ¿así seríamos nosotros?” 70.

69
Entrevista concedida al semanario Der Spiegel ‒realizada por los periodistas Rudolf Augstein y Georg
Wolff‒ el 23 de septiembre de 1966, pero solamente publicada el 31 de mayo de 1976 (pp. 193-219), una
semana después de su muerte.
70
Hölderlin. Hiperión. Yolanda Steffens (trad.), 38.
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