Vous êtes sur la page 1sur 125

Artículos Leonardo Padrón.

Calle ciega...................................................................................................................................... 2
Sangre............................................................................................................................................ 4
Los románticos del caos ................................................................................................................ 6
Como si fuéramos otros ................................................................................................................ 8
Fin de año .................................................................................................................................... 10
La difícil esperanza ...................................................................................................................... 12
POR: CARAOTADIGITAL - DICIEMBRE 21, 2017 ................................................................... 12
La vida breve ............................................................................................................................... 14
La ingenuidad revolucionaria ...................................................................................................... 16
La seriedad que somos ................................................................................................................ 18
POR: CARAOTADIGITAL - NOVIEMBRE 30, 2017 ................................................................. 18
Esta no es mi casa ....................................................................................................................... 20
Un día cualquiera ........................................................................................................................ 22
Errantes ....................................................................................................................................... 24
La orfandad ................................................................................................................................. 27
Lo que queda ............................................................................................................................... 29
El desastre ................................................................................................................................... 31
Insistir .......................................................................................................................................... 33
El dilema del voto ........................................................................................................................ 35
Ni un preso más........................................................................................................................... 38
Mienten ....................................................................................................................................... 41
Entre huracanes te veas .............................................................................................................. 44
La incierta calma ......................................................................................................................... 47
Desde la urgencia ........................................................................................................................ 48
Prohibido el odio ......................................................................................................................... 49
¿Y después de la depresión? ....................................................................................................... 51
Calle ciega
POR: CARAOTADIGITAL - ENERO 25, 2018

25 de enero de 2018 | articulos

Compartir

Henos aquí: en la última calle de nuestra actual coyuntura histórica. Y resulta escalofriante
descubrir que es una calle ciega. Pareciéramos atrapados en una emboscada perfecta. Si
aceptamos ir a las elecciones presidenciales en estas absurdas condiciones, la victoria de
Maduro está garantizada. Obviamente, no por su popularidad, que es bastante precaria, sino
por las muchas tretas ya aceitadas y al acecho, y por el sistemático desmantelamiento de la
creencia del venezolano en la institución del voto. Y si decidimos ignorar la convocatoria,
salirnos de esa calle, no asistir a la refriega electoral, el régimen replicará el diseño del 30 de
julio del 2017, donde fue a votar en solitario para instaurar el monumental fraude de la ANC. E
incluso así, jugando solo en el tablero, se vio obligado a mentir descaradamente, pues el
número de votantes en los centros electorales era tan escaso que a ellos mismos les daba
vergüenza.

El hecho es que durante los últimos años, dado su estruendoso fracaso como gobierno, la
dictadura se preparó para el decisivo evento electoral en forma casi milimétrica. Primero se
dedicó a minar la credibilidad de los ciudadanos en el sistema electoral “más confiable del
mundo”. Tibisay Lucena, entonces, se convirtió en el preclaro símbolo de la estafa a un país
entero. Verla caminado -al ras de la oscura medianoche- por la baranda más televisada de la
historia solo nos trae nefastos recuerdos. Por eso el régimen hace punto de honor la presencia
de Lucena en el CNE, así sea extremando la resistencia de su mermada salud. Su sola imagen
es un arma de desestabilización del ánimo de la población electoral. Mientras más Tibisay,
menos votos. Así de simple. Como esa otra ecuación que parece decir: mientras más diálogo,
menos confianza. Mientras más redes sociales, más confusión. Mientras más cerca estamos
del final, más lejos nos ponemos. Habitamos el reino de la paradoja. Es una serpiente girando
sobre su propio eje. Y en la piel de esa serpiente está nuestro destino.

Pues bien, una vez que el régimen logró que la abstención se convirtiera en la respuesta
masiva del ciudadano; atomizada en veinte fragmentos la oposición; inhabilitados, presos o en
el exilio sus líderes tradicionales; asesinados literal y públicamente los focos de resistencia
armada; construida una estructura de alimentación que sojuzga la voluntad del pueblo,
entonces el régimen más repudiado en nuestra historia republicana convoca a elecciones
presidenciales. Ellos conocen el rechazo que generan. Lo sienten en los juegos de pelota, en las
iglesias y procesiones religiosas, en los aviones y restaurantes, en los sindicatos y fábricas, en
urbanizaciones y barriadas, en poblados remotos y hasta en las entrañas de PDVSA, de las
Fuerzas Armadas y de su propio partido político. Pero he aquí el chiste cruel: el régimen que
tanta muerte, hambre y ruina le ha traído a los venezolanos tiene todas las condiciones para
“revalidarse” electoralmente. Claro, son las condiciones que ellos mismos han ido tejiendo
siniestra y aviesamente, centímetro a centímetro, durante largos años.
El gran dilema es qué hacer. Todas las opciones parecen dar error. Ir a elecciones con el mismo
CNE -a estas alturas del agravio- es suicida. Sin duda, en otras ocasiones parecía haber
condiciones ligeramente menos grotescas y abusivas, pero igual fueron escamoteadas el
mismo día de las elecciones. Es un modus operandi probado y eficiente. Ya la mesa del diálogo
estalló en añicos, sobre todo al levantarse el canciller de México quien era la voz con más
ascendencia en el grupo de intermediarios. A su vez, la escalofriante Masacre de El Junquito
está demasiado fresca, sigue goteando sangre en nuestra memoria colectiva, generalmente
tan proclive al olvido o a las sustituciones.

Así estamos. Si votamos, perdemos por trampa. Si no votamos, perdemos por ausencia.
¿Cómo romper el cerco de esta calle ciega? El reloj está corriendo. La cuenta regresiva suena
su tic tac sobre nuestro futuro. ¿Es la aparición de un outsider que nunca ha estado en la arena
política la solución? Sorprende que ya algunos miembros de ciertos partidos políticos de
oposición asomen esa carta. Quizás tienen muy claro que es imposible -en tan corto tiempo-
revertir la matriz de rechazo que hoy tiene el liderazgo opositor. Estamos sumergidos en un
dilema shakesperiano. ¿Votar o no votar? ¿Votar en qué condiciones y por quién? Y si no
votamos, ¿qué se hace? La comunidad internacional está escandalizada ante esta propuesta
del régimen que parece agarrar -¡una vez más!- fuera de base a la oposición. Es, quizás, el
momento más crucial de nuestro penosa crisis como país. Se necesita coherencia, extrema
reflexión y carácter. La decisión que tome la oposición debe ser estrictamente consensuada y
profundamente firme. Por favor, lancen a la basura sus aspiraciones personales. No es posible
que ya un partido como AD se desboque en anunciar su disposición a revalidar su tarjeta
electoral, actuando en solitario. Ya algunos políticos han levantado su mano
autoproclamándose como candidatos a la contienda, como si eso bastara para revertir el
campo minado que tenemos por delante. No lo olviden, señores de la política: el país es el país
y sus 30 millones de almas en estado de desesperación. No hay ego que supere ese
diagnóstico. Es nuestra hora más menguada. No podemos entregarle seis años más a la
dictadura. Sería la lápida definitiva de la esperanza.

El reloj avanza. Abril se acerca a toda velocidad.


Sangre
POR: CARAOTADIGITAL - ENERO 18, 2018

18 de enero de 2018 | articulos

Compartir

Ni siquiera con el rostro salpicado de sangre por las esquirlas de una granada la gente le creía.
Ni siquiera a minutos de ser asesinado grabando un mensaje de despedida para sus hijos. Se
hacían chistes sobre su pelo decolorado. Se ironizaba sobre la satisfactoria señal de internet
que tenía para colgar sus mensajes en las redes. Se hablaba de show, de circo, de trapo rojo y
pote de humo. Ni siquiera muerto se le creía muerto. Se necesitaba ver el cadáver. Incluso ya
con la siniestra estampa de su cuerpo derrumbado sobre su propia muerte y la de sus
compañeros de faena, también se especulaba, se tejían hipótesis rocambolescas. Porque todo
parecía rocambolesco. Pero ya, con su cadáver en la morgue, finalmente todos le creen a
Oscar Pérez.

No se puede juzgar al que no sintió verosimilitud en sus acciones ni aplaudir al que siempre
tuvo la certeza de su autenticidad. La dictadura de Nicolás Maduro nos ha educado para no
creer en nosotros mismos. Los prejuicios, dudas y recelos están a la orden del día. Por
supuesto, nadie cree en la revolución ni en el paraíso terrenal del que alardea en sus cadenas.
Pero ya tampoco se cree en los líderes de la oposición y menos en sus partidos políticos. No se
cree en la institución del voto. No se cree ni siquiera en la esperanza. Hay motivos de sobra
para tanta incredulidad, sin duda. Y ese es un triunfo de la revolución que debemos comenzar
a desmantelar.

Algún aprendizaje debe haber con lo ocurrido. Debemos apelar a una profunda reflexión
colectiva. El chavismo ha logrado despertar el lado oscuro de la sociedad venezolana. El odio
está de fiesta en el país. Neutralizados los medios de comunicación, las redes sociales se han
convertido en la única ventana de información. A su vez, las redes han permitido que todo el
mundo se convierta en reportero de la realidad y han democratizado la opinión a dimensiones
planetarias. Eso tiene sus ventajas y, obviamente, sus bemoles. Lamentablemente, muchas
veces se opina como quien dispara un arma desde la cintura. Sin la más mínima pausa
reflexiva. Sin aquilatar las ideas. Sin esperar que los hechos destilen su propia sintaxis. Hay un
ansia enfermiza por ser el primero en opinar. Por pegarla del techo con una frase que pulverice
las redes y gane muchos “likes” y “Rts”. A eso se le debe agregar –una vez más- el eficaz
trabajo comunicacional del régimen, experto en sembrar matrices de opinión confusas, que
enrarecen donde les conviene, que enturbian el ánimo y dislocan nuestra lectura de los
hechos. Ya ningún evento es visto desde un nicho de mínima objetividad. En la multitud de
tuits que cada noticia genera, los juicios más radicales, los más escandalosos o hirientes, ganan
el rating de la comarca 2.0. Y si alguna figura pública escribe un desatino, inmediatamente se
activa el paredón de fusilamiento. No importa que haya expresado un pensamiento que
habitaba la mente de no pocos venezolanos. No importa que haya sido una figura amada por
la sociedad. En un chasquido pasará a ser vapuleado sin misericordia. Es parte de la fiesta del
odio. En las redes también sangra el país.
El lunes 15 de enero ocurrió algo en nuestro país que quedará inscrito en la memoria de todos.
Una masacre pública con un desmesurado uso de armas letales. La brutal exterminación de un
grupo de venezolanos que optaron por una vía de rebelión, discutible, sin duda, pero dictada
por una genuina preocupación ante la bota horrida de la dictadura.

Los que nunca creyeron en Oscar Pérez lo hicieron porque ciertos hechos les parecían
inverosímiles. Pero ahí está la nuez del problema. Va siendo hora de asumir que desde hace 19
años -en Venezuela- la realidad se volvió extraña, anormal, delirante, sobreactuada. Desde
entonces, nada nos debe extrañar. Pero son muchas las cosas que nos deben preocupar como
sociedad. Para salir del lodazal donde estamos, debemos exigirnos a nosotros mismos una
revisión profunda, debemos domesticar el odio que nos han inoculado luego de tanta
humillación y agravio. Canalizarlo, procesarlo, convertirlo en una forma de redención.

El país hoy es sangre. Sangre derramada. Y esa larga mancha de odio que se ha expandido en
el mapa nos ha atrapado. Ya basta. No podemos más. Es suficiente. No nos cabe más dolor.
Los románticos del caos
POR: CARAOTADIGITAL - ENERO 11, 2018

11 de enero de 2018 | articulos

Compartir

Lo que circula en la mente de cada venezolano es aún más tenebroso que lo que pasa a su
alrededor. La incertidumbre es básicamente neblina. Cubre el horizonte por completo. No hay
nada más allá. Es la duda vestida de luto. Cuando al futuro se lo traga la incertidumbre, no hay
país posible. Las palabras que se asoman en cada esquina del mapa arrastran solo
pesadumbre. El aire nacional se ha vuelto irrespirable. La vida en Venezuela se conjuga con
aspereza. Y eso también rima con tristeza. No hay nación que se merezca tanto agravio.

Amigos cercanos que han tenido que sentarse en la misma mesa con los líderes de la pesadilla
me comentan que algunos de ellos se creen su propio cuento de la guerra económica. Se creen
que la invasión de los marines vendrá en los contenedores de medicinas y alimentos que exige
la emergencia humanitaria. Se creen los doscientos atentados a Chávez y Maduro. Se creen los
cheques de la CIA pagados a humoristas, caricaturistas, escritores y analistas. Se creen capaces
de crear al hombre nuevo, a pesar del escandaloso historial de corrupción, saqueo y violencia
que han ido atesorando en estos 19 años. Se justifican. Dicen que el capitalismo todo lo
envenena. Que la cultura rentista vulneró nuestro tejido moral. Que tantos años de consumir
productos culturales emanados de Hollywood y Disney World nos han llenado la sangre de
toxinas imperialistas. Que resetear el cerebro del venezolano vivaracho, sinvergüenza y
oportunista llevará varias décadas pero, qué duda cabe, para el año 2100 se habrá logrado la
revolución ética que aspiran.

A estas alturas del párrafo se me dirá que peco de ingenuo, que no hay un solo camarada a la
redonda que no piense más que en robar y saquear. Pero, ciertamente, hay algunos –quedan
pocos, fundamentalistas de profesión- que se tragaron sin masticar toda la retórica
revolucionaria que escupieron durante décadas Lenin, Stalin y Trotsky (asesinado por sus
propios camaradas) hasta llegar a los barbudos del habano y el trópico, Fidel, el Che, Camilo
Cienfuegos, Haydée Santamaría y otras leyendas desvencijadas por el tiempo. Son los mismos
que cambiaron el “Padre Nuestro” por el “Patria o Muerte”. Y aferrados a esa frase, llena de
polilla y fracaso, han traído la muerte de la República y la agonía del país. Son los ideológicos.
Los “románticos” de la revolución. Los mismos que se creyeron que la era estaba pariendo un
corazón y entonaron la canción del elegido. Los fanáticos de esa nueva trova que desembocó
en hambre vieja y ese hombre nuevo que devino en pranato y malandraje. Son los mismos que
cantan que la guerra es la paz del futuro y que por eso hay que ir matando canallas con el
cañón de ese mismo futuro ya lleno de sangre.

El problema son los millones de personas que han metido dentro de la palabra canalla. El
problema es cuando tanta estrofa se les convierte en odio al distinto, al que disiente, al
contrario, al que invoca otro rezo, al que alguna vez prosperó por méritos propios, al que
apuesta por la alternancia y la voz de las mayorías, al que cree en las libertades económicas,
políticas e ideológicas. Porque la historia bastante lo ha repetido: libertad y revolución no son
sinónimos, ni siquiera riman. Libertad sirve para decidir tu propio destino. Revolución, esta
“revolución” que desafina Nicolás Maduro, sirve para convertirte en escasez y miseria. Las
neveras no funcionan cuando solo están llenas de consignas. Los estómagos necesitan
proteínas y carbohidratos, no estribillos y canciones de igualdad en re mayor. La pobreza ya no
soporta más poemas a Fidel.

Los “románticos” de la revolución deberían tener la dignidad de asumir su fracaso. No hay


epopeya alguna en este desastre que unta las calles del país de saqueos y turbulencias. No vale
decirle camarada a nadie cuando crujen tantos niños desnutridos. Pablo Milanés llegó a
escribir un verso que decía “renacerá mi pueblo de su ruina/ y pagarán su culpa los traidores”.
¿Será que los estribillos revolucionarios están siempre condenados a estrellarse en la cara de
sus más fieles creyentes?

En realidad, no queda hueso sano en el mito de la revolución chavista. Porque esto no es


revolución. Es estafa. Desfalco. Pillaje. Y de la más baja estofa moral. Porque en nombre de los
desposeídos unos cuantos “camaradas” se han convertido en millonarios. En nombre de los
pobres, hoy son los dueños del país. Y no hay canción ni consigna que soporte el fraude más
grande de nuestra historia.
Como si fuéramos otros
POR: CARAOTADIGITAL - ENERO 04, 2018

4 de enero de 2018 | articulos

Compartir

Uno quisiera amanecer el 2018 escribiendo sobre temas distintos. Quizás un poco más serenos
y luminosos. No sobre nuestras ya largas espinas en la cotidianidad de ser venezolano. Uno
quisiera quizás escribir sobre libros, música y otros fulgores. Comentar –por ejemplo-
“Pureza”, el más reciente libro de Jonathan Franzen, ese gran novelista norteamericano, y
dejar caer en esta ventana, por puro placer estético, líneas como “La belleza de Annagret era
tan asombrosa, tan ajena a la norma, que parecía una ofensa directa a la República del Mal
Gusto”. Uno quisiera leer eso y no hacer asociaciones inmediatas. ¿Acaso no nos hemos
convertido en la República del Mal Gusto? ¿No es de mal gusto tanta ineficiencia y corrupción?
¿Tanta hambre y miseria? ¿Tanta cursilería patriotera? ¿Tanto rojo en la ropa? ¿Tanta
pomposidad en los nombres de los ministerios? Por ejemplo, ¿cómo procesar que hay un
organismo que se llama “Ministerio del Poder Popular del Despacho de la Presidencia y
Seguimiento de la Gestión de Gobierno”? Si ese funcionario realmente le hace seguimiento a la
gestión de este gobierno, ¿no está horrorizado? ¿Qué escribe en su informe diario? ¿Cómo
duerme en paz con tanto título y tanto desastre?

Lo volví a hacer. La prosa se me descarrila y vuelvo a hablar del país y su enfermedad. Porque
esto es una enfermedad. Quién lo duda. Pero lo intentaré de nuevo. A ver. ¿Qué tal escribir
sobre el libro que acaba de publicar la gente de Guataca, esa estupenda plataforma creada en
el país para dar a conocer el talento musical emergente, inspirado en la raíz tradicional
venezolana? El libro se llama “10 años de pura Guataca” y hace un inventario minucioso de
todos los conciertos que han realizado en el país y mucho más allá, gracias al entusiasmo
activo de Ernesto Rangel y Aquiles Báez, fundadores de Guataca. Y uno entonces hojea el libro
y empieza a darse cuenta que ya muchos de esos músicos han emigrado, que las dificultades
del país han sido tantas que, por instinto de supervivencia y necesidad de seguir desarrollando
su carrera, se han visto obligados a cambiar su código postal y reinventarse la vida. Hace poco,
en vísperas de navidad, Guataca realizó un concierto en el Colony Theater de Miami que
reunió en una misma noche a C4 Trío, Mariaca Semprún y Horacio Blanco, vocalista de
Desorden Público. El teatro se atiborró de venezolanos cantando aguinaldos, parrandas y
gaitas con la garganta aturdida de lágrimas. Los ojos acuosos del exilio y la nostalgia. Pero fue
tal la atmósfera y calidez del concierto que, al final, una misma frase emergía de los labios de
artistas y público: “!Parecía que hubiéramos estado en el Teatro Chacao!”. Parecía que estaban
en casa. Y no. Ya no.

Lo he vuelto a hacer. ¿No se suponía que iba a hablar solo de libros? ¿O de música? ¿Por qué
todo desemboca en nuestra tragedia? Quizás porque es demasiado vasta. Porque nos ha
estremecido y sigue, persiste, ataca sin pausa, como una bestia salvaje sobre nuestros huesos.
Porque es inédita. Sobrecogedora.

A ver. ¿Qué tal hablar sobre “Limónov”, la portentosa novela de Emmanuel Carrére donde
retrata la Rusia de los últimos cincuenta años? Uno decide leerla –es el mismo argumento- por
puro placer estético, porque el libro ha ganado el Prix de Prix a la mejor novela francesa en el
2011, el premio Renaudot y el Premio de la Lengua Francesa, y porque ya sabes como escribe
Carrére. Pero entonces a cada salto de página te encuentras con frases como: “Que la policía o
el ejército estén corrompidos entra dentro de lo habitual. Que la vida humana tenga poco
valor entra dentro de la tradición rusa”. Y piensas en el acto en tu país. Y te rechinan los
dientes. Y sigues adelante y luego, en una evocación de la primavera de 1942, escribe de
Veniamín Samienko, personaje que está lejos de su casa y “es la norma más que la excepción
en la Rusia soviética: deportaciones, exilios, traslados masivos de poblaciones, no paran de
desplazar a la gente, casi son inexistentes las posibilidades de vivir y morir donde uno ha
nacido”. ¿Cómo no detenerse en esa última frase? La transcribo de nuevo: “Casi son
inexistentes las posibilidades de vivir y morir donde uno ha nacido”. Este retrato de la Rusia
soviética de 1942 es dolorosamente idéntico al de la Venezuela del 2017.

Me doy por vencido. No puedo, por ahora, escribir hacia los lados. Intentarlo como si fuéramos
otros es imposible. Como si fuéramos normales. No funciona. Somos venezolanos y estamos
viviendo la tragedia más grande de nuestra historia. La frase que inaugura el reciente artículo
de Ricardo Haussman (“El día D de Venezuela”) es demoledora: “La crisis de Venezuela está
pasando, inexorablemente, de ser catastrófica a ser inimaginable”. Y tiene razón.

La imaginación en Venezuela parece estar proscrita mientras la realidad sea tan estruendosa.
Quizás solo sea necesaria –la imaginación- para tejer entre todos, con toda la audacia y
urgencia posible, el fin de la catástrofe. ¿Podremos? Es el mayor reto de los venezolanos en
este decisivo año 2018. Para comenzar a ser otros. Menos tristes y más humanos.
Fin de año
POR: CARAOTADIGITAL - DICIEMBRE 28, 2017

28 de diciembre de 2017 | articulos

Compartir

Todo fin de año amerita un inventario de lo vivido. Un balance de lo hecho y lo no logrado.


Una cuenta de lo ganado y lo perdido. Cuando cada venezolano haga ese inventario a
propósito de lo que ha significado para su vida el año 2017 quedará devastado. Es, sin duda, un
año de pérdidas. No hay venezolano de bien que no haya sido despojado de algo. De su propia
vida. De la vida de un familiar o amigo. De su hogar o su libertad. De su salud. De la
prosperidad de su empresa o negocio. De su capacidad adquisitiva. De su fe en la política. De
su autoestima. Y hasta de su dignidad. Todos hemos perdido algo o muchas cosas a la vez. Por
eso ha sido un año luctuoso. 2017 ha significado para nosotros el menoscabo de la vida. La
merma absoluta de nuestra vocación para la sonrisa. Un año donde el país ha sufrido todo tipo
de heridas: el hambre, la enfermedad, la violencia, la cárcel, el exilio o la muerte. Estamos
abrumados por un presente vuelto estropajo. Aterrados por lo que el horizonte asoma. Porque
esa ventana de tiempo por donde se vislumbra el porvenir parece haber sido clausurada. Los
economistas más objetivos auguran tiempos negros, aún más negros. Como si ya no fuera
suficiente.

¿Qué nos toca hacer a los venezolanos en el año 2018? Sin duda, una labor proteica:
neutralizar nuestra propia desesperanza. Apostar a las fuerzas que nos quedan para la
resurrección del país. Pero encauzarlas en la dirección adecuada. Nos toca exigir y exigirnos a
fondo. Para salvarnos de nuestro propio holocausto, que ya está en proceso. Es, vaya detalle,
un año de elecciones presidenciales. La fecha que tantas veces pedimos anticipar. “!Elecciones
ya!”, dijimos miles de veces. Lo gritamos en todas las marchas y esquinas. Y resulta que hoy,
con tanto daño hecho a la confianza, es mucho el venezolano que ni siquiera acepta esa
opción. Pero podría ser la más inmediata, la más tangible. El resto es neblina. Incertidumbre. El
resto es dejarlo todo a un golpe del azar, a un implosión espontánea del régimen, al caos y
muerte que puede producir una masiva revuelta social. Si las elecciones presidenciales están
allí, en el menú del 2018, no debemos desestimarlo. Todo lo contrario. Debemos asumir la
magnitud de su significado. Entonces, a los políticos opositores que se sentarán el 15 de enero
a dialogar con el régimen hay que exigirles un despliegue de firmeza sin concesiones. Para
voltearle la cara a tanto repudio general deben ajustarse los pantalones, embragüetarse con
honestidad y coraje ante la última oportunidad que poseen. Recuerden, nada puede tomarse
como triunfo si no se cambian las autoridades del CNE. Si no recuperamos la posibilidad de
votar en todos los centros electorales. Si no reconquistamos el derecho al voto que tienen tres
millones de venezolanos en el extranjero. Si el régimen no clausura su chantaje o amenaza al
empleado público para obligar su voto. Si no permiten la ayuda humanitaria que tanto urge (se
trata de salvar vidas cuanto antes, se trata de detener la agonía de todo un país). Y que suelten
a todos los jóvenes que expusieron su vida en el asfalto. Que liberen a todos los políticos aún
presos. Pero, ojo, liberar a un preso político no es darle casa por cárcel, ni sustituir las rejas por
un grillete en el tobillo, ni endosarle medidas restrictivas que le prohíban expresarse como
merece cualquier ser humano. Liberación debe parecerse exactamente a libertad. Triunfo
habrá en el diálogo si se cancelan todas las inhabilitaciones políticas, si se revalidan los
principales partidos opositores, si se le devuelve su fuero constitucional a la Asamblea
Nacional elegida por el país. Si dejan de cerrar medios de comunicación y estrangular a otros.
Triunfo en el diálogo habrá si una semana después se desmantela la Constituyente, entre otras
urgencias. Triunfo en el diálogo será que el odio sea dado de baja.

La oposición tiene que volver a ganarse la confianza del país. Tiene que hacer un mea culpa
radical. Asumir tanto dislate. Purgar su nómina. Aprender a ser coherente. Comunicar sus
intenciones con eficiencia. Dejar de sabotearse unos a otros. La oposición tiene que ponerse a
la altura de la tragedia que estamos viviendo. Tiene que hacer lo indecible para recuperar
tanta fe perdida. Tiene que buscar a sus mejores fichas y aliarse con la sociedad civil para
intentar, sí, una vez más, la unidad perdida. Somos millones y millones sumergidos en el
mismo sótano opresivo del chavismo. Ellos apenas son cientos. ¿De verdad vamos a seguir
dejando que tan pocos nos roben la vida, el país y el futuro a tantos?

Que este fin de año sirva para inventariar nuestros errores y aprender de las vilezas de la
dictadura. Que sirva para urdir la estrategia definitiva que nos devuelva nuestro derecho a la
vida y nuestro gusto de ser venezolanos. Que el año 2018 sea el capítulo final de la pesadilla.
Es nuestro deseo y nuestra exigencia. Es nuestra última oportunidad, en el horizonte cercano,
de volver a ser libres.
La difícil esperanza
POR: CARAOTADIGITAL - DICIEMBRE 21, 2017

21 de diciembre de 2017 | articulos


Compartir

Quizás de todas las navidades que hemos vivido bajo régimen chavista -la cuenta va por
18 – esta sea la más dura de todas. La más desnuda de esperanzas. La que nos consigue
más invadidos por el desánimo. Más desarmados para apostar por el futuro. La gran
paradoja es que a la vuelta de la esquina asoman su rostro las elecciones presidenciales.
Unas elecciones que pedíamos a gritos pero sentíamos demasiado remotas. Mucho se
hizo –aunque mal, muy mal, y a veces con espantosa ingenuidad- para intentar una
solución más inmediata. Unas elecciones que serían –en condiciones normales- la más
simple y serena de las soluciones a esta larga congoja existencial. Pero justamente se
acercan en el peor momento de la oposición. La oposición que somos todos, no solo los
partidos políticos Esas próximas elecciones se acercan y nos encuentran heridos,
desmembrados, arrasados por el desencanto. Y sabemos que habrá elecciones porque ya
pocos creen en elecciones. Es como quien atraviesa un severo y crudo desierto para
llegar, desmayado de sed, a casa de su enemigo mortal. Sabrás que el vaso de agua, de
aceptarlo, tendrá la suficiente dosis de veneno como para matarte.

El caso es que el país no puede más. Anda dándose tumbos contra la hiperinflación y la
miseria con un telón de violencia realmente tenebroso. La cantidad de gente yéndose del
país es algo mucho más que una estampida. Las historias mínimas, adentro y fuera del
mapa, son conmovedoras. Ya mucha gente ha lanzado la toalla blanca de la rendición. Y
asumen la actitud del condenado que entiende que su horizonte es la pura y ruda
supervivencia. En el extranjero no son pocos los que dejaron de asomarse a la ventana
del país, porque no pueden con tanta aflicción y distancia, con tanto intento frustrado,
con tanto líder opositor dándose cabezazos contra su propia torpeza.

Para qué seguir relatando lo ya sabido. La gran interrogante es cómo encarar los días
por venir. El país necesita una urgente dosis de cordura y responsabilidad. Ya no se
puede tolerar más mortandad ni hambre. Las arcas están vacías. Se agota el oxígeno.
Hay que ponerse de acuerdo entre todos para evitar el hundimiento total. Hay que
prender la luz en alguna parte. Hay que volver a creer en nosotros mismos. Hay que
exigirle a los políticos el asesinato colectivo de su ego. Es el momento del despojo total.
Sin ambiciones propias. Sin dobles discursos. Sin esperanzas fatuas. Debemos
resetearnos por completo. Erigir, palmo a palmo, el puente que nos lleve a otra ruta.
Bastante se ha dicho que es el momento de la sociedad civil, pero tampoco debemos
desechar a los políticos, porque –bien lo dijo Aristóteles- el hombre es un animal
político por naturaleza. Lo que amerita la magnitud de la tragedia es un inmenso acto de
contrición de nuestra clase política. Hablo de ambas orillas. Porque alguno debe haber
en el pantano rojo que se sienta secretamente avergonzado. La persona que hoy conduce
el país está ensoberbecida en la telaraña de sus dogmas y en la infatuación de su
cinismo. Y le está haciendo daño a demasiada gente.
Hay que detener esta caída libre. Hay que rearmar la palabra esperanza, tan hecha
añicos. Hay que plantearse el año 2018 como la última franja de terreno disponible para
salvarnos. Es ahora. Es ya. Comencemos. En la necesidad de elegir por consenso un
futuro candidato presidencial, armemos el cómo, porque el cuándo es ya. En la angustia
de interrumpir la pulverización total de nuestras condiciones de vida, presionemos por
una inmediata solución de una forma más efectiva, con un tajante ejercicio de
coherencia y continuidad. En la necesidad de negociar condiciones electorales y otras
urgencias, debemos ser implacables, estrictos, intraficables.

Hay tanto por hacer. Nos toca levantarnos, emerger de los escombros y urdir, inventar,
elaborar una propuesta que tenga algo de futuro. Como si nos tocara volver a nacer.
Como si el mañana dependiera exclusivamente de nosotros. A eso también se le llama
anhelo. ¿Quién dijo que tenía que ser fácil la esperanza? En las situaciones límites, en la
mueca más penetrante de la oscuridad, la esperanza es terriblemente difícil. Pero esa es
su razón de ser. La esperanza siempre es el último peldaño. Nos toca ubicarnos allí. En
su incertidumbre, su latido y su tal vez. En su impulso de día que comienza. Y con él,
comenzar todos otra vez.

Y digamos feliz navidad, por pura porfía y empeño. Por pura voluntad de insistir en la
vida.
La vida breve

POR: CARAOTADIGITAL - DICIEMBRE 14, 2017

14 de diciembre de 2017 | articulos

Compartir

La vida es más corta en Venezuela. Es más corta que en cualquier otro lugar del mundo.
Es más corta que hace treinta años en el mismo sitio. Y estamos en un planeta donde el
ser humano ha logrado extender prodigiosamente su longevidad. Según las revistas de
ciencia, la esperanza de vida en el mundo ha aumentado más de seis años desde 1990.
Ahora la gente vive más tiempo. Menos en Venezuela. Aquí la vida es precaria, violenta
y breve. Ese es quizás el logro más trágico de la revolución de Chávez y Maduro. Los
venezolanos somos ahora más fugaces en nuestro paso por la tierra. Parecemos un país
en estado de guerra permanente. Puertas adentro, todo atenta contra el simple ejercicio
de vivir. Las amenazas surgen desde las primeras horas de nuestra existencia. La cifra
de neonatos que mueren en nuestros hospitales deben ser de las más altas del continente.
Solo en el 2016 llegamos a la alarmante cifra de 4.000 neonatos muertos por distintas
formas de precariedad. Son muertes silenciosas. Casi nunca son noticia. Se convierten
en titulares solo cuando las estadísticas se vuelven impúdicas.

Luego, si alguien logra sobrevivir a los pabellones y quirófanos infectados que abundan
en nuestro territorio, viene la ardua faena de crecer en un hábitat donde la leche escasea
o posee un precio malsano y donde los alimentos vienen en cajas que contienen más
política que proteínas. Cajas que obligan a tus padres a humillarse ante un miembro de
un consejo comunal o un alcalde de camisa roja, a bajar la cabeza y aupar a un líder en
el que no crees o posiblemente detestes, a lanzar a la basura tus convicciones y sacarte
un carnet que solo busca controlarte. La humillación va aún más allá, porque no puedes
elegir lo que comes ni cuándo lo comes. Ni siquiera la dignidad queda a salvo. Es un
nuevo mercado negro, otra forma de especulación, una variante del sórdido bachaqueo
que rodea nuestras existencias. Todo eso se traduce en más hambre. Todo eso es un
atentado a la existencia.

Si vives en un hogar numeroso, tus posibilidades de sobrevivir se reducen


exponencialmente. La desnutrición será el primer invitado a la mesa. Más allá, en las
otras zonas de tu infancia, acecharán enfermedades del pasado que han llegado por un
túnel del tiempo llamado chavismo a convertirse en epidemias de estreno en pleno siglo
XXI. Después de décadas de haber sido erradicadas, la malaria, la difteria, el paludismo,
el sarampión y la tuberculosis son de nuevo noticia. Si vives en una zona popular, tu
jardín de juegos será un mapa de balas perdidas y tus oídos se llenarán con las
“hazañas” de las bandas delictivas de la zona. Si logras llegar a la adolescencia,
aumentará tu riesgo de ser efímero, pues serás un potencial cliente para el crimen
organizado, bien sea para ingresar en sus filas como discípulo –lo que garantiza una
muerte joven- o como víctima.

Si llegas a la universidad, tu cerebro -en alianza con tu conciencia- puede movilizarte


hacia la calle a protestar por tantas penurias. Y ahí también entenderás que la vida es
breve en Venezuela. Porque en sus calles hay cruces de gente asesinada por gritarle
basta a la dictadura. Y ya quizás manejes un carro y entres en el radar de aquellos que
secuestran gente en las salidas de las autopistas y no conforme con maltratarte, saquear
tu casa, y amarrarte junto con tu familia a ocho horas de terror, puedes terminar
convertido en cadáver en el costado de cualquier carretera nacional. Si ya eres mayor de
edad, profesional y de este domicilio, sin duda te asaltará la idea de escapar al asedio del
hambre y la calamidad. Y descubrirás que irte es una pequeña muerte también.

Si eres un hombre o mujer de ciertos años, entonces las enfermedades serán las
encargadas de agregar zancadillas y acelerar tu encuentro con la eternidad o lo
inmaterial. Si eres hipertenso, diabético o portador de VIH, si sufres de alguna
cardiopatía, si necesitas ser nebulizado, operado o trasplantado, si requieres del
antibiótico más simple del mundo para detener una infección, es muy posible que no lo
logres. Te mata la infección. Te mata el hambre. Te mata el secuestrador. Te mata el
guardia nacional. Te mata el incordio y la tristeza. Te mata la nostalgia del exilio. Te
mata dejar de ser quien eras. Esa es la verdad. No hay otra.

En Venezuela hoy la vida es breve. Más breve que todas las veces.
La ingenuidad revolucionaria

POR: CARAOTADIGITAL - DICIEMBRE 07, 2017

7 de diciembre de 2017 | articulos

Compartir

Ponen cara de marido cornudo. Ojos de búho a medianoche. Se agitan de pesar frente a
las cámaras. “¡Traición!”, gritan en cadena nacional. “¡Decepción!”, rugen hacia la
galería. Intentan simular sorpresa. Hacen planas de indignación frente a los micrófonos.
Pero no hay caso. El país no les cree. Ya no existe candor posible en esta antigua tierra
de gracia. Ya es demasiado el tamaño de la devastación. Hoy el país huele a podrido en
todos los rincones donde hay una estampita de la revolución.

En estos días salen a flote, a través de altos voceros del gobierno, escándalos que han
sido denunciados durante más de una década por notables periodistas de investigación y
no pocos diputados de la oposición. Denuncias que caían en un sordo hueco negro.
Denuncias que eran arrojadas en el sótano más profundo de los olvidos. Se ha hablado
de guisos gigantescos, de corruptelas descomunales, de lavado de dinero y testaferros
absurdos, de personeros oficiales con cuentas hinchadas de dólares y euros en remotos
paraísos fiscales. Se ha hablado de Andorra, de Odebrecht y los Panamá Papers. Se ha
hablado del olor a podrido en todas las áreas donde reina el todopoderoso régimen
chavista: en la otorgación de divisas, en la licitación de grandes proyectos, en la venta
de gasolina, en las aduanas, en las fronteras, en el arco minero, en la bolsa de valores, en
la compra y venta de comida. Y, por supuesto, en PDVSA, la descomunal piscina de
petróleo de Rico McPato que la revolución ha convertido en su chequera privada para
costear sus campañas electorales y centenas de acciones de dudosa legalidad.

Se denunciaba siempre y el régimen volteaba hacia los lados, apuraba el paso, cambiaba
de tema. El ministro de turno, el heredero o el propio galáctico, satanizaban a los
medios, los acusaban de golpistas, de desestabilizadores. El régimen entonces era
monolítico en su accionar. Un bloque uniforme y disciplinado en las acrobacias del
saqueo. Actuaba en equipo. Todos para uno y uno para todos. Todos los elegidos, se
entiende. Pero los vientos han cambiado. Las riñas internas dentro del gobierno son
inocultables. Así como las ambiciones de cada grupo. El poder es una toxina demasiado
poderosa. Hoy crujen las columnas del régimen gracias a las sanciones internacionales.
Ya cada cual quiere salvar su propio pellejo. Ya cada quien tiene su trozo de legado en
su chequera y saben que hasta eso está en peligro. Las esposas de la nomenklatura
deben reclamarles a sus maridos en el tenso clima de las alcobas el no poder viajar más
– hijos, abuelas, mascotas – a las montañas rusas de Universal Studios, ni tomarse más
fotos con los muñecos gigantes de Disney ni jugar a las Kardashian en las tiendas de
Rodeo Drive y la Quinta Avenida. ¿De qué sirve el dinero si no puedes hacer
aspavientos del mismo? Huele a podrido también en los bolsillos de algunos opositores
que son más hábiles haciendo dinero que conquistando votos. Huele a podrido en las
arcas de muchos empresarios que supieron birlar a tirios y troyanos. Huele a estafa en
todas partes. Hoy los venezolanos contemplamos con estupor una patética orgía de
dinero mal habido.
Pero eso ya lo sabíamos. Siempre lo hemos sabido. Lo que asombra, por exceso de
descaro, son los golpes de pecho de los líderes de la revolución que, en mitad del
ventilador prendido, dicen sentirse engañados por gente que se ponía una camisa roja
para robar en nombre del comandante supremo. Asombra que fueron tan pródigos en
adjetivos de amistad y elogios pomposos a esos que se sentaban a su lado en cadena
nacional y hoy los señalan como ladrones y corruptos. Como si no hubieran bloqueado
decenas de veces cualquier investigación a sus camaradas de turno. Como si no fueran
corresponsables de tanto dólar hurtado al erario nacional. Como si la complicidad y la
omisión no fueran delito. Asombra que pretendan escurrir el bulto tan limpiamente y
vocear a los cuatro vientos que ellos sí son revolucionarios químicamente puros, y
digan, a estas alturas de la hecatombe, que el único interés en su vida es procurar el bien
de los desterrados de la sociedad, conseguir alimento para el hambriento y vivienda a
los que nunca han tenido techo.

Tanta cancioncita de trovador de izquierda, tanta consigna trillada, tanto Alí Primera en
el metro, tanto Simón Bolívar en el verbo y en las paredes de los ministerios, para
terminar siendo mucho más corruptos que los políticos de la Cuarta República, cuya
mayor deshonra es habernos traído a estos lodos.

Cuesta creer en una cruzada anti corrupción que tarda diecinueve años en despertar.
Cuesta creer que el mismísimo presidente Maduro no sabía nada de lo que ocurría ante
sus narices, si –como bien lo ha recordado el diputado Julio Montoya- en el año 2005
Maduro, en ese entonces presidente de la Asamblea Nacional, “prohibió la
comparecencia de Rafael Ramírez cuando era ministro de Petróleo; en el 2011 fue
directivo de Pdvsa, y en el 2017, el Tribunal Supremo de Justicia prohibió investigar a
Rafael Ramírez”. Maduro dice que ha sido traicionado . Cuesta creer tanta ingenuidad
revolucionaria. Ellos, que han sido tan hábiles, tan zorros, tan impúdicos para burlar las
reglas de la democracia tantas veces.

Todos sabemos que un terremoto, ya no tan subterráneo, estremece al régimen. Se


cumplen diecinueve años de lo que llaman “la victoria perfecta”, pero básicamente ha
sido la burla perfecta a todo un país. Hoy, en vez de la multiplicación de los panes, han
multiplicado el hambre, la violencia, las mafias, el guiso y la rebatiña de un dinero que
le pertenece a todos los venezolanos. El saqueo tiene tantos ceros a la derecha que no
caben en la imaginación. No hay aritmética que soporte tamaño desfalco. Y caerá este
régimen, y algunos de sus prohombres aterrizarán en la cárcel y tal vez otros logren un
exilio VIP, pero pasarán los años y no alcanzarán para desmadejar todo el gigantesco
ovillo de corrupción que, en nombre de los pobres de solemnidad, se armó en las
sórdidas filas del chavismo.

Venezuela no se merecía tanta inmoralidad.


La seriedad que somos
POR: CARAOTADIGITAL - NOVIEMBRE 30, 2017

30 de noviembre de 2017 | articulos


Compartir

En días pasados, Nicolás Maduro se quejó de lo seria que se había vuelto la televisión
venezolana. La aseveración no puede ser más cierta, pero viniendo del propio presidente
de la republica entraña un cinismo insuperable. En rigor, todo el país se volvió más
serio. Se volvió una tragedia. Y el sustantivo resulta tibio, la verdad. Un país sin
alimentos ni medicinas, sin libertades ni derechos humanos, con sus cárceles atestadas
de presos políticos, sus calles vacías y oscuras, su gente mezclando la basura con sus
jugos gástricos, con las familias rotas y diciéndose adiós día a día, es muy difícil que no
sea un país serio. A pesar de que, como lo dijo Isabel Allende en una entrevista que
circula a cada tanto por las redes, el venezolano tiene una asombrosa capacidad para la
alegría. Pero ya son demasiados años y demasiadas malas noticias. Ya la alegría es un
artículo vintage. Se lo tragó la hiperinflación de la tristeza nacional.

Nuestra televisión es seria porque la revolución no tolera el humor, cuyo reflejo natural
es contraponerse al poder. Mofarse de él. Desinflar su arrogancia. Radio Rochela, la
roca madre desde donde surgieron nuestros grandes humoristas, que ostenta un récord
Guinness por ser el programa humorístico más longevo de la historia, basaba su
atractivo mayor en la reinterpretación paródica de la realidad nacional. Sus guionistas
abrevaban continuamente en los disparates, abusos y exabruptos de los políticos de
turno. ¿Y por qué no está Radio Rochela al aire? Busquen en las cenizas de lo que fue
RCTV. ¿Y quién acabó con ese canal? La misma gente que hoy reclama más humor en
nuestras pantallas. El padre tutelar de todos ellos. Quien, por cierto, hoy también es
ceniza.

Pero no solo no hay humor en nuestra televisión, tampoco hay noticieros reales, ni
programas de variedades, ni telenovelas, ni series infantiles, ni unitarios o ciclos de
cuentos basados en nuestros narradores clásicos, como los que alguna vez se hicieron.
Hoy todo es un eco nebuloso y patético de lo que fuimos.

En estos días, el actor Edgar Ramírez publicó una foto con Marisa Román con una
breve etiqueta (#CositaRicaforever), un guiño a la muy celebrada pareja (o trío, sería
más preciso) que ambos encarnaron en Cosita Rica, la novela que escribí para VV
durante los años 2003-2004. La publicación tuvo más de doscientos mil “likes” y superó
los tres mil comentarios. Una enormidad. El reencuentro de la pareja trece años después
generó un vehemente desfile de comentarios teñidos de nostalgia por la televisión que
antes se hacía en el país. Hoy se comenta en los pasillos de la industria que “Para Verte
Mejor”, la historia de Mónica Montañés que actualmente está al aire, tendrá el raro
privilegio de ser la última telenovela de nuestra televisión. Ya no hay dinero para
hacerlas. A fin de cuentas, si no hay dinero para enfrentar la realidad, menos aún para la
ficción.
Todos hemos entendido que a Maduro no le gusta que nuestra televisión sea tan seria.
Se ha notado claramente. RCTV era un canal muy serio cuando sus noticieros
registraban la realidad del país. Sus programas de opinión ejercían seriamente la libertad
de expresión. Y lo pagó caro. CNN en español fue muy serio reseñando la espantosa y
masiva violación de los derechos humanos por parte de los uniformados del régimen.
Mostró los videos de la represión, los asesinatos, robos y golpes a manifestantes, el país
entero cubierto bajo una nube de bombas lacrimógenas. Entrevistó a los líderes
opositores denunciando la sucesión de fraudes electorales, la emergencia humanitaria, la
crisis tocando fondo. Y lo pagó caro. Lo mismo pasó con las televisoras NTN24, RCN y
Caracol, todas de Colombia, expulsadas de la televisión por Cable en Venezuela. O el
canal argentino “Todo Noticias”. Tan serio se ha puesto todo que solo este año -ojo,
¡este año!- Nicolás Maduro ha cerrado mas de 50 medios de comunicación en
Venezuela. Y los que no cierra, los acorrala y los asfixia, hasta volverlos genuflexos,
ciegos e, incluso, invisibles. Porque a muy pocos ciudadanos les gusta ver una
televisión que les mienta, oír una radio que omita sus problemas o leer un periódico que
falsee sus penurias.

Toda censura es mutilación, invalidez, disminución. Y eso somos. Un país disminuido,


mutilado. Cuando la censura hinca sus dientes es imposible no tornarse serios. Johann
Nestroy, un dramaturgo y actor noruego lo dijo de manera contundente: “La censura es
la menor de dos hermanas despreciables: la otra se llama Inquisición”. Mario Vargas
Llosa asomó la lápida: “Se puede medir la salud democrática de un país evaluando la
diversidad de opiniones, la libertad de expresión y el espíritu crítico de sus diversos
medios de comunicación”. Tomando esa reflexión como lógica, no podemos menos que
decir lo obvio: en Venezuela la democracia es también una nostalgia. Hay que hablar de
ella como pasado imperfecto y como futuro obligante.

Sí, nos hemos tornado un país serio. Un país cabizbajo. Taciturno. La muerte de la
democracia es un acontecimiento luctuoso. No admite chistes, ni bailes en cadena
nacional. Hoy somos tan serios como la tragedia que nos arropa.

Mejor apague la televisión, presidente.


Esta no es mi casa

POR: CARAOTADIGITAL - NOVIEMBRE 23, 2017

23 de noviembre de 2017 | articulos

Compartir

Cuesta entender la idea de la ruina de un país por diseño. Porque así dicen algunos. Que
tanto desastre es una estrategia. Que la calamidad es el plan maestro. Que la bancarrota
colectiva los hace más poderosos a ellos. Y pensar que se supone que toda revolución
entraña una utopía. Pero ya sabemos lo peligrosas que pueden ser las utopías. La manera
que tienen de torcerse en el camino. La mal llamada revolución bolivariana ondeó la
bandera de los oprimidos, la agitó sin descanso y la convirtió en el señuelo perfecto. El
pueblo siempre es carnada para embaucar al mismo pueblo. Y resulta que ya no cabe
más gente en la desesperación. Esa es la única certeza que hay en el suelo nacional.
Porque ni siquiera hay cielo. Hay suelo. Polvo. Escombro.

Nicolás Maduro se encargó de firmar el acta de defunción de la alegría del venezolano.


Sin un resquicio de piedad. Día a día. En un crescendo mortal que ha llevado a
toneladas de venezolanos al hambre, al agobio, a la tristeza, a la cárcel, al exilio. La
redención de los excluidos fue un espejismo que el chavismo estiró hasta el paroxismo.
Pero ya los discursos se agotaron. Ya el populismo se quedó afónico de tanto mentir. Ya
no hay arenga patriotera ni retórica nacionalista que ilusione a la gente. Son demasiados
los estómagos vacíos. Es excesivo el aire a mendicidad que se respira en todas partes. Y
de paso, la muerte, que anda tan libre, tan señora del lugar, tan empoderada del país. La
muerte que entra a los hospitales en barrida, brinca sobre los quirófanos, asesina
neonatos y niños desnutridos. La muerte vestida de epidemia y paludismo, de difteria y
negligencia. La muerte hedionda a miseria y abismo. A narcotráfico y pranato. A
secuestro y plo, plo. La muerte que no es ni mineral ni animal, sino humana de tanto
dolor. Parada en todas las esquinas. Borracha de tanta fiesta negra. La muerte con
exceso de trabajo. Con los oídos rotos de tanto que la nombran. Aquí donde el poeta
Eugenio Montejo decía trópico absoluto y el azul era eterno. Donde antes decíamos
vida, fiesta y entusiasmo. ¿A cuenta de cuál propósito tanta saña?¿Por qué tanto agravio
a todo un país? ¿No son demasiado dieciocho años de oprobio? Se nos van los caballos
del futuro. El perro muerde la cola de la historia.

Esta no es mi casa, dice la gente.

Así no era la vida, repite bajito la gente.

En la cola del supermercado, en los bolsillos vacíos, en los billetes que son nada,
espejismo y chiste.
Así no era el país, dice el país.

Esto es una caverna. Un hueco profundo. Un sobresalto. Una pregunta en el pecho


mismo del dolor. ¿Hacía dónde vamos? Es como si el mapa respirara a través de una
sonda. Que no hay mañana. Que la gente lo que hace es saltar del otro lado del mapa. A
ver dónde cae. Ya no importa cómo ni cuán roto. Importa irse. No permanecer en ese
paredón de tristezas. ¿A qué sabe la revolución? ¿Te lo preguntas? Sabe a podrido, a
cosa corrupta, a gusanera. Por allá corren con las manos llenas de dinero. Cubrieron su
moral con un manual para revoluciones bananeras. Y todo ocurre. Lo feo, lo sórdido, lo
inexplicable. Cada día más. Porque cada día todo es menos.

Ya la vida no se parece a la vida. Decimos Venezuela y es decir oscuridad. Pero hay que
hacer algo, ahí, adentro de esa palabra. Porque hay 30 millones de personas atrapadas en
ella. Sin alimentos. Sin medicinas. Sin dinero. Es la intemperie en su crudeza total. El
desamparo. Y no hay piedad. Solo el escándalo de ser lo que fuimos y lo que ya no
somos.

Esta no es mi casa, dice la gente.


Un día cualquiera

POR: CARAOTADIGITAL - NOVIEMBRE 16, 2017

16 de noviembre de 2017 | articulos

Compartir

“En el hospital los médicos nos engañan a diario. Tenemos doce días con paludismo.
Por la prensa apareció que el tratamiento había llegado y no nos lo dan. ¡Nos estamos
muriendo!”, declara el hombre a cámara, entre indignado y desesperado, y acto seguido
señala a un grupo de personas acostadas sobre el asfalto crudo. Todos están enfermos de
paludismo. Todos abrazados a sí mismos, luchando contra el escalofrío que los recorre.
Uno de los hombres ni siquiera logra frenar los temblores de su cuerpo. El vocero de la
revuelta que ha trancado el acceso al pueblo de El Callao, en el estado Bolívar, asegura
que no liberarán la vía hasta que no los tomen en cuenta. En el video una humilde mujer
-carga a un niño no mayor de tres años que llora sin cesar- reclama que el medicamento
que le da a su hijo tiene más de un año vencido y no funciona. Otro hombre,
desdentado, ruinoso, y con la misma ira, subraya a cámara que el hospital afirma no
tener los insumos necesarios, pero en la esquina del recinto sanitario hay gente que
vende el tratamiento contra el paludismo a Bs. 600.000,00. Una cantidad de dinero que
lo desborda por completo. A él y a todos los que están a su alrededor. “Uno que no tiene
nada y te mandan a comprar la jeringa, el suero, la lámina de rayos X, todo”. Insisten en
el cruel y descarado comercio de remedios, antibióticos y productos médicos que hay en
los alrededores del hospital. Al final, las 300 personas enfermas de paludismo gritan al
unísono: “¡¡Queremos tratamiento!!”. El video dura 1 minuto 53 segundos. Pero la
indignación dura mucho, mucho más. Y uno se pregunta cuántos de los que allí están,
en el abismo de una enfermedad que les está dragando la salud a pasos agigantados,
lograrán sobrevivir.

Días atrás se hizo viral el testimonio de Belkis Solórzano, quien un domingo a las 9:30
de la mañana denunciaba que había perdido su riñón trasplantado porque tenía tres
meses sin recibir sus medicamentos. Esa misma noche falleció. Belkis tenía ya trece
años con su riñón ajeno. Y su vida fluía normal dentro de su condición. Pero la crisis del
país arrasó con ella. Seamos nítidos: la revolución la mató.

Así es un día cualquiera en Venezuela.

Un día cualquiera las noticias hablan de que en el estado Vargas tres de cada diez
diabéticos son amputados por falta de insulina. Es decir, tres de cada diez pacientes
pierden una pierna. Se convierten en minusválidos. Ese mismo día te enteras que en el
estado Lara los pacientes con VIH decidieron marchar por las calles para exigir sus
medicamentos. Que en Yaracuy la gente compra pellejo como sustituto de las proteínas.
Que desde hace doce días no hay carne ni pollo en Margarita. Que los usuarios del
CLAP denuncian que la pasta que viene en las cajas tiene más de cinco años vencida.

Un día cualquiera en Venezuela es un día con escasez de gasolina y gasoil en muchos


lugares. Un día cualquiera sin gas, donde falla la electricidad o colapsa el transporte
público. Un día cualquiera te enteras que un íngrimo, solitario, tomate vale Bs. 4.000,00
y hace apenas dos meses podías comprar cinco o seis tomates con Bs. 1.500,00. Que ya
era un exceso. Y luego te asombras al confirmar que el cartón de huevos supera los Bs.
60.000,00. Ese mismo día te enteras que el Hospital Vargas lleva cinco días sin agua. Y
los especialistas declaran que la salud en Venezuela retrocedió un siglo. Un día
cualquiera las enfermedades de principios del siglo pasado han vuelto con su aliento a
muerte y atraso.

A propósito del deterioro del sistema de salud, quizás el renglón más inhumano de todos
los que padece el país, Maduro solo atina a buscar un responsable que no sea él.
Entonces culpa a Santos, presidente de Colombia, de no querer venderle medicinas:
“¡Trágate tus medicinas, trágate tu droga, trágate tu cocaína, Santos!”, vocifera en su
clásico estilo pendenciero. El punto es que quien necesita tragarse sus medicinas con
urgencias es el pueblo de Venezuela.

Al día siguiente, el ministro de Salud de Colombia, Alejandro Gaviria le respondió al


presidente Maduro en Twitter: “Nunca hemos negado la venta de medicamentos a
Venezuela, ni tenemos injerencia en la relación entre el gobierno de Venezuela y la
industria farmacéutica”. ¿Conclusión? La de siempre. Maduro miente. Maduro miente
todos los días. Lo sabemos.

Un día cualquiera en Venezuela es un día excepcional en cualquier otra parte del


mundo.

Un día cualquiera puedes quedarte sin internet, sin luz, sin agua, no tener dinero para
pagar el uniforme de tus hijos, ser atracado en la bomba de gasolina o secuestrado al
borde de tu edificio. Todo el mismo martes. O jueves. Ya nada es normal. En cada
rincón del país, la penuria da grandes zancadas. El dinero se hace espuma. Los
estómagos rechinan de hambre. El horizonte es neblina y susto.

Un día cualquiera en Venezuela suena estrafalario, grosero, absurdo.

Mientras tanto, Nicolás Maduro le declara al periodista español Jordi Évole en un


programa de gran resonancia mediática: “La revolución le ha dado a nuestro pueblo los
niveles más altos de satisfacción y de estándares de vida que ha tenido en doscientos
años de república”.

Eso dijo. Así, sin un milímetro de pudor. Mientras afuera del Palacio de Miraflores, en
el resto inmenso de país, la tragedia crece de forma exasperante. Un día cualquiera, un
día más, Maduro miente ante las cámaras de televisión. Y ríe, baila, canta. Y cierra los
ojos, indiferente, ante el abismo que se traga a un país entero.
Errantes

POR: CARAOTADIGITAL - NOVIEMBRE 09, 2017

9 de noviembre de 2017 | articulos

Compartir

Estamos en todas partes. Diseminados por el mundo. Como una mancha de aceite que
se expande sin remedio. Cada escupitajo del régimen a la Constitución y cada fracaso
del liderazgo opositor traen una consecuencia inmediata: depresión y estampida. Más
gente huyendo del país. Y huir es el verbo adecuado. Porque la dictadura ha ido
acerando sus colmillos y con ello el trágico deterioro de la vida en Venezuela. Son
tantas la nubes de emigrantes que nos hemos vuelto un tema incómodo en otros países.
En ciertos aeropuertos nos maltratan, nos devuelven, nos deportan. Pero aún así, se está
yendo gente que ni siquiera tiene las condiciones mínimas para hacerlo. A contravía.
Sin ahorros, sin empleo seguro, sin hogar preciso. Huyen a ciegas.

En la Avenida Fuerzas Armadas, en pleno centro de Caracas, se encuentra el terminal de


autobuses “Rutas de América”. De allí salen unidades repletas de venezolanos que
eligen destinos, muchas veces, al azar. Gente que decide irse a Cúcuta, Bogotá, Lima,
Guayaquil, Quito, La Paz o Santiago de Chile. Ya ahí, en las Fuerzas Armadas, se ven
más escenas de despedidas que en el propio aeropuerto internacional de Maiquetía. Ese
terminal de autobuses no posee la famosa Cromointerferencia de Cruz Diez que ha
servido de fondo a tantas fotos del adiós definitivo. Recuerdo el día que un empleado
del aeropuerto, acostumbrado a ver tantas familias despidiéndose en la entrada a
inmigración, me aseguró que ese era el sitio del país donde se derramaban más lágrimas
por metro cuadrado. Me impresionó la imagen. Ahora esa imagen se replica en los
distintos terminales de autobuses del país. Ya todas las clases sociales del país piensan
en cómo huir del hambre, la hiperinflación, la inseguridad y el autoritarismo.

Paul, un amigo, joven y talentoso actor de teatro, me acaba de contar su periplo para
llegar a Chile. Su primer obstáculo fue entender que no tenía el dinero para costear el
pasaje en avión. De paso, ya no hay aerolíneas que viajen directo hacia la patria de
Neruda. Las aerolíneas también han huido, lo sabemos. Paul necesitaba al menos $600
para pagar un boleto con escala en otro país. El dilema era obvio: ¿cuánto tiempo se
requiere para ahorrar esa cifra si te pagan en bolívares pulverizados y el dólar es un
cohete sin freno? Paul, entonces, supo que su única opción era irse por tierra. En su
autobús iban 120 personas. 120 personas que no soportan otro día más bajo la pesadilla
del régimen de Nicolás Maduro. 120 personas que le temen más al ominoso presente
que al futuro incierto. 120 personas que decidieron abandonar su país para ir en busca
de un poco de dignidad para sus vidas. Algunos tuvieron que vender sus carros o gastar
sus liquidaciones y ahorros para poder comprar el pasaje. Padres que dejaron atrás a los
hijos con sus abuelos mientras intentan conseguir un trabajo que les permita llevárselos
luego con un asidero seguro. Uno de ellos había dejado atrás a su esposa y sus dos hijas.
Todo muy atizado de dolor. Muy cuesta arriba. Era un autobús con 120 personas
arrasadas por la tristeza y la incertidumbre, huyendo -quién sabe si para siempre- de su
propia casa.

Al inicio del viaje, la agencia les aconsejó a los pasajeros guardar bien su dinero y
pasaporte. “En la frontera hacia Colombia los guardias suelen quitarle la comida a la
gente”, les advirtieron. Y así ocurrió. A uno de los pasajeros se lo llevaron aparte, lo
desnudaron y le robaron $130. Lo único que tenía. Ese último episodio en suelo
nacional ocurrió quizás para que ese pasajero recordara una de las razones por las que
partía. Luego vino el periplo desde Cúcuta hasta la frontera con Ecuador que duró día y
medio. “En la ruta vas acompañado por el miedo de que te devuelvan al llegar a la
frontera”, me cuenta Paul. Ha ocurrido ya varias veces. Cada línea fronteriza es un
albur. Luego de cruzar a Ecuador, cambias de autobús. Y debes emplear 17 horas para
atravesar el país. Al llegar a la frontera con Perú se bajaron 26 personas. Ya 30 se
habían quedado en Bogotá y 19 en Quito. El resto iba para Chile y Argentina. Cruzar
todo Perú, por su parte, implicaba tres días de travesía. En Tacma, el último pueblo
peruano antes de cruzar la frontera con Chile, Paul volteó hacia atrás. Ya Venezuela era
una postal borrosa.

Luego de tantos días de viaje a una de las pasajeras no la dejaron entrar a Chile porque
su mascota no traía la vacuna que exigían. Ella se quedó con su perro, del otro lado de la
frontera, bañada en llanto. Paul se dispuso para unas nuevas 24 horas de camino sin
mayor chance de pararse, estirar los pies, comer completo o ir al baño cuando sus
esfínteres lo requirieran.

Un viaje de esa naturaleza tiene ingredientes complicados. Las horas de llegada a las
fronteras en plena madrugada. Los pueblos donde solo te aceptan la moneda local. Los
choferes que no conceden más de una parada en un día entero de camino. Pernoctar en
un albergue e intentar conciliar el sueño en una habitación con seis desconocidos. Las
horas muertas entre la llegada de un autobús y la salida del próximo. Muchos pasajeros
se van quedando en el camino sin comida ni dinero. Mientras tanto, van forjando lazos
de amistad, intercambian teléfonos. Los que viajan solos se plantean la posibilidad de
alquilar un lugar juntos en el nuevo destino. Así como se han ayudado en el autobús,
entienden que tienen que seguir apoyándose. Es un viaje sin ilusiones. Es una huida. No
lo olvidemos.

Paul tardó 8 días y necesitó 9 autobuses para llegar a Santiago de Chile. Durante tantas
y tantas horas sentado, viendo por la ventana del autobús cómo el paisaje de
Latinoamérica entera se le escurría a exceso de velocidad, se preguntaba hacia dónde
iba su vida. Había dejado atrás a sus padres, al teatro que tanto amaba y a su ciudad.
Casi todos sus amigos habían emigrado ya. Faltaba él. Ahora le toca aprender lo que
significa la trajinada frase: empezar desde cero. “No le temo a ningún empleo en este
momento. Solo sé que no quiero volver”, sentencia, con un rictus amargo.

Así como Paul, con sus 24 años, cientos de personas abandonan Venezuela diariamente.
Van hacia la incertidumbre. Se sienten expulsados por una revolución que, en nombre
de los humildes, arruinó el proyecto de vida de toda una generación de jóvenes, destrozó
la carrera, obra y legado de generaciones precedentes, ha hecho más miserable la vida
de los oprimidos y arrojó a la basura el esplendor de una tierra de gracia llamada
Venezuela.
Detener la tragedia en proceso es imperativo. Quiero seguir pensando que estamos a
tiempo. Que es una responsabilidad histórica. Que nuestra última opción no puede ser
convertirnos en fugitivos errantes de nuestro sueño original.
La orfandad

POR: CARAOTADIGITAL - NOVIEMBRE 02, 2017

2 de noviembre de 2017 | articulos

Compartir

Pasan los días y se agrava el vacío. Se incrementa la parálisis de la oposición. Más aún,
la zanja de sus heridas. Pasan los días y el régimen aprovecha el cisma para proponer
elecciones de lo que sea, cuando hace apenas tres meses evitaba el tema a toda costa. Al
ritmo que vamos, Tibisay Lucena puede convocar las presidenciales para el próximo
domingo, y así darnos el tiro de gracia, aprovechando la aparatosa fractura de la Unidad.
Hoy, la recién galardonada oposición –vaya ironía- semeja a un boxeador que venía
acumulando puntos en cada round, que el público aupaba cada vez con más entusiasmo
y, de repente, gracias a una suma de clásicas y nuevas artimañas de su contendor –
inescrupuloso in extremis, con hojillas ocultas en sus guantes y compadre del árbitro –
ha recibido un estruendoso jab que lo tiene groggy, tambaleante, con la mirada borrosa
y sin siquiera saber cómo regresar a su esquina. Pasan los días y el país profundiza sus
tragedias. Y ya para qué enumerarlas. Todos sabemos lo que es hoy Venezuela. El
mundo lo sabe. Hemos entrado, entonces, en el territorio de la orfandad absoluta.

¿Qué hacer cuando nuestros propios líderes políticos han malbaratado sus conquistas,
han empañado su credibilidad y comienzan a enrostrarse, a voz en cuello, sus miserias
más recónditas? ¿Cómo ayuda al país ese torneo de dimes y diretes? Tres partidos
políticos de la oposición asumen una nueva unidad. ¿Y los demás? ¿De qué tamaño
necesitamos que sea la tan necesaria unidad? El recelo gana terreno. La decepción
colectiva es ensordecedora. La incertidumbre sube a la velocidad del dólar. La
desesperanza se convierte en epidemia. Y sería nefasto que en nuestro país se volviera a
incubar el virus de la antipolítica, esa toxina que hizo que un personaje como Hugo
Chávez llegara al poder. Pero, sin duda, la oposición debe hacerse una revisión
profunda, descarnada y convocar -¡cuántas veces se les ha dicho!- al inmenso resto del
país que desea cancelar la larga noche del chavismo. Eso que, con prisa, podemos
llamar la sociedad civil.

El problema es que el primer mandamiento de toda organización política es la conquista


del poder. Y eso enturbia el camino, da pie a negociaciones oscuras, genera ruido en la
trastienda. Por eso, insisto en el tema, el convocante debe ser la propia sociedad civil.
Lo que menos importa es que el próximo presidente pertenezca a PJ, AD, VP, a una
organización vecinal, al mundo empresarial o a una red de ONG´S. Lo que importa es
desterrar del poder al grupo de personas –sí, estoy siendo decente con el sustantivo- que
se adueñaron del país con el argumento de una ideología que tiene un historial de
sangre, ruina y luto en el mundo. Lo que concierne es que el próximo presidente sea un
venezolano estructuralmente democrático. Que crea en la independencia de poderes, en
el libre mercado, en los méritos profesionales, en la justicia, en los derechos humanos y
en un largo etcétera de valores que sostienen la decencia de un país y permiten su
progreso. Necesitamos salir del hondo pantano que nos cubre. Es urgente. Es ya.

Podríamos pensar en un liderazgo colectivo. Podríamos urgir a nuestros mejores


economistas, a nuestros juristas, a las universidades. Podríamos tejer cuanto antes una
respuesta de los ciudadanos, una reacción concreta, que supla el descarrilamiento de
nuestros políticos. Por eso no veo descabellada la propuesta de Andrés Velásquez de
procurar un consenso nacional alrededor de una figura que concite un nuevo entusiasmo
y que logre unificar al enorme país herido. Si esa figura surge desde las canteras de los
partidos políticos o desde algún nicho de la sociedad civil es, creo, lo que menos
importa. Ese nombre -elegido por todos, ayudado por todos- deberá encarnar la sensatez
que necesitamos. La gente precisa volver a creer en la existencia de un remedio contra
tanta desdicha. Y ese asidero lo debemos construir entre todos. No se trata de que los
partidos políticos inviten a una reunioncita de tres horas a vecinos, obispos, académicos,
estudiantes, juristas, abogados, periodistas, intelectuales y defensores de los derechos
humanos. La reunión debe ser permanente, inacabable. Y convocada por nosotros
mismos. Todos los días. Noches y domingos. Feriados y almuerzos. Sin agendas
personales ni apetencias de poder. Que participen los que tienen hambre, los que tienen
rabia, los que no pueden con el duelo, los que quieren regresar, los que saben decir
Venezuela con la conciencia limpia. Que se erija un congreso nacional e internacional
de rescate del país. No una mesa de la unidad donde nunca caben todos. No una
coordinadora democrática donde coordinan solo algunos a su interés y provecho. Un
asunto que abarque al mapa entero. Que ocurra en cada estado, municipio y calle. Algo
que debe decidirse pronto. Que se organice, así como se organizaron tantas marchas,
firmazos, trancazos, plantones y plebiscitos, un movimiento nacional de talante sísmico.
Una marcha real hacia la cordura. Un llamado a la responsabilidad colectiva. Donde
estén los más capaces y los agraviados, los genuinos y los vulnerados.

Se nos perdió la democracia hace mucho rato. No puede ser que hoy, en pleno siglo
XXI, con toda la comunidad internacional dispuesta a apoyarnos, no sepamos organizar
el rescate del país. Es el momento de reaccionar con audacia. Sin retórica ni
abstracciones. Es el momento de cancelar tanto candor y tanta patraña. O reaccionamos
los ciudadanos o nos quedamos para siempre sin país. Es el momento de desterrar la
orfandad.
Lo que queda

POR: CARAOTADIGITAL - OCTUBRE 26, 2017

26 de octubre de 2017 | articulos

Compartir

No hay mucho más que decir. Hemos tenido un año realmente triste. El absurdo nos ha
tomado por asalto. Cada acontecimiento político supera al anterior en su patetismo. Hay
una sensación de náusea generalizada. Somos un país estafado por los cuatro costados.
Un objeto de burla masiva. Una calle ciega y podrida. Como si aparte de registrar la
basura para conseguir algo de comer, el venezolano sintiera que el propio aire que
respira también es basura. El inventario de exabruptos y desatinos se ha mezclado con
lo canallesco. Parecemos ratones de laboratorio bajo un experimento que busca precisar
cuánta decepción es capaz de tolerar una sociedad entera. Se nos ha empozado el alma
en un charco que tiende a expandirse cada día más. ¿A qué asirnos? ¿Hacia dónde
mirar? ¿Terminamos de darle de baja a la esperanza? ¿El capítulo que nos queda es el
“sálvese quién pueda”? ¿Ahora se trata del “todos contra todos”? Me niego a aceptarlo.
Me doy de bruces contra mi propio desánimo. Le grito. Le exijo una reacción. No
podemos asumirnos como una enfermedad terminal. Sí, hemos entrado de lleno en la
orfandad. Somos el desierto. Y la noche es intraficable de tan larga. Somos la
exasperación de la derrota. Hasta la muerte nos insulta llevándose poetas a destiempo y
músicos que nos hicieron grande la sonrisa.

Quizás, tal vez, toca viajar hacia adentro de nosotros. Repensarnos como país de una
forma inclemente, sin placebos, sin darnos el chance de tolerar un espejismo más.
Quizás es el momento de entender en toda su responsabilidad lo que significa ser
ciudadano y dueño de un gentilicio. Apostar a nosotros en lo más recóndito, como un
grupo humano sitiado y sin alimentos, emboscado, que ha cancelado las vanas ilusiones,
y necesita desesperadamente sobrevivir. Más aún, reinventarse. Quizás sea la hora del
compromiso más importante con nuestro talante civil. Quizás se trata de organizarnos
entre nosotros mismos. Apelar a todas las estructuras de pensamiento que integran a un
país. No pueden haber existido en vano nuestras aulas de clase, nuestros maestros,
nuestros referentes morales. No puede haberse extinguido todo. Quizás toca buscarnos
con rudeza en esta intemperie. Registrarnos a fondo. En esta llaga viva que hoy somos.
Decantar nuestras miserias y contradicciones. Prohibirnos un paso en falso más. Abolir
las incoherencias. Espantar tanta mediocridad. Apelar a nuestra mejor condición posible
de padres, vecinos, amigos. A eso que nos hace amar cuando amamos. A lo que nos
hace humanos, y no piedra o musgo o poste. A las capas más exigentes de nuestra
dignidad. Y que sea el hambriento, el enfermo, el preso, el exhausto, el deprimido, el
indignado, el terco, el exiliado, el tajante, el herido que hay dentro de todos nosotros el
que nos reúna alrededor de un mismo objetivo. Que tengamos la capacidad de
reaccionar convocando a las juntas de vecinos, a los académicos, a los estudiantes, a los
sindicatos, a los líderes parroquiales, a los que creen en los derechos humanos, a tanta
gente agraviada, a tanta gente decente que aún existe en este mapa de escombros, a los
que les importa un bledo el poder, e incluso a los políticos de buena fe, en definitiva, a
todo aquel que sienta un profundo duelo en su cédula de venezolano, a organizarnos
para salvar el país.
Es una tarea de enorme, inmensa complejidad. Ya el país se ha convertido en un drama
colectivo y, por eso, solo de forma colectiva debemos afrontarlo. Esa lista que apenas
insinúo contiene casi treinta millones de personas. El “patria o muerte” con el que nos
arrastraron hasta esta pavorosa tribulación no puede convertirnos en una pobre patria
muerta. Que en nosotros esté el oxígeno de una nueva oportunidad. Que seamos
protagonistas y ya no seguidores y víctimas. Que seamos capaces de un fenomenal
proceso de redención colectiva. Cruzar el resto de desierto que nos toca, pero solo para
alcanzar esa punta que es todo comienzo. El dilema es claro y arde ferozmente ante
nuestros ojos: o nos refundamos como sociedad o desaparecemos como nación.
El desastre

POR: CARAOTADIGITAL - OCTUBRE 19, 2017

19 de octubre de 2017 | articulos

Compartir

A veces uno quisiera permanecer en silencio. No emitir juicios. Esperar que las aguas
del desánimo se calmen. Tener chance para recuperar el aliento luego del nuevo desastre
que ha ocurrido en el país. Ya se han escrito, en apenas cuatro días, innumerables
artículos, sesudos análisis, detallados reportajes sobre las razones que propiciaron que la
dictadura de Nicolás Maduro se adjudicara dieciocho gobernaciones el domingo 15 de
octubre, y apenas perdiera cinco. Todo se ha dicho y desmenuzado. Ya los defensores
de la abstención armaron su fiesta con el “se los dije”. Ya algunos apologistas del voto
los culpan a ellos. En fin, llueven argumentos. El más grave, notorio e incluso previsto
es el del fraude. Un fraude que comenzó hace un año al Tibisay Lucena no convocar las
elecciones en el lapso que lo exigía la Constitución. Un fraude cuyo mejor prueba y
antecedente fue aquel momento cuando Maduro expresó que no volverían a llamar a
elecciones a menos que estuvieran seguro de ganarlas. Y así, los pranes del voto
tuvieron tiempo de armar su tinglado, aceitar su estrategia y diseñar la emboscada
perfecta. Pero la única certidumbre es que seguimos juntos, todos muy juntos,
hundiéndonos en el mismo lodo. Ese es el único punto de unidad que tenemos hoy los
venezolanos. Esa es la tragedia: todos somos víctimas. Y por eso todos tenemos la
razón. O, quizás, ninguno.

Igual nada termina de explicar cómo el peor gobierno de nuestra historia, el más eficaz a
la hora de arruinar nuestra economía, el que logró convertir a Venezuela en un huracán
de miseria, hambre y violencia, haya obtenido tan demoledora victoria en las elecciones
regionales. La paradoja resulta inaudita, absurda, inverosímil. Por eso no me queda más
que felicitar al régimen. Sin duda, han contado con una asesoría impecable. Han tenido
mentes brillantes en el diseño de un sistema perverso que permite preservarlos en el
poder a pesar del rechazo abismal de todo un país.

Juro que en los últimos tres años yo no me he topado con un solo ser humano que me
hable de cuánto ha mejorado su calidad de vida en Venezuela. Nadie hace gala de la
abundancia de medicina y comida que se derrama en los anaqueles de farmacias y
supermercados. No he conseguido ni un solo vecino que me comente con entusiasmo
cómo ha crecido su empresa o negocio en estos años de revolución. Nadie. Obviamente,
no circulo por el pasillo de la pequeña secta que recibe los privilegios de la corrupción.
Uno gira el rostro y solo se topa -en sus cuatro puntos cardinales- con un país
devastado, arruinado, hondamente deprimido y en fuga. ¿Y entonces?

Yo no soy ni analista, ni político y ni siquiera me considero un intelectual. Soy, apenas,


un escritor. Y el mundo lo observo desde mis ojos de escritor. Deteniéndome en las
complejidades y heridas de la condición humana. Hoy, confieso, estoy arrinconado en la
misma esquina donde estamos tantos. En el desconsuelo. Confieso que me llaman de
programas de radio para que transmita algún mensaje de ánimo y escurro el bulto. Que
hice una vehemente cruzada personal para convencer a lectores y amigos de la
necesidad de no renunciar al voto como herramienta democrática de lucha y, sin duda,
no sirvió de nada. Que discutí horas infinitas con mi propia pareja sobre el dilema de
abstenerse o votar, porque nuestras posiciones eran contrarias, pero profundamente
respetadas por el otro, como lo dictan la sensatez y la tolerancia. Confieso que no peco
de ingenuo y desde hace años he entendido el talante delictivo del grupo humano que
gobierna al país. Confieso que mi optimismo crónico ha ido recibiendo lesiones de
magnitud. Que siempre supe que el gobierno apelaría a su torva habilidad para la trampa
pero a pesar de eso pensé que había que insistir. El caso es que esta vez se superaron a sí
mismos. Estrenaron nuevas argucias. Y agarraron fuera de base, una vez más, a los
líderes de la oposición. Y, sí, uno se indigna cuando observa que tales líderes no se
terminan de blindar con la suficiente astucia para evitar las celadas y zancadillas del
régimen. Sin duda, ya es hora de cancelar el empirismo y la improvisación. No se puede
seguir combatiendo con estrategias amateurs a una organización criminal que cuenta
con asesores internacionales versados, durante décadas de entrenamiento, en las formas
de sojuzgar a todo un pueblo. El adversario es brillante en su impudicia. No quepa ya la
menor duda. Ha aprendido de sus errores y ha construido una maquinaria aviesa y sin
escrúpulos para hacer del fraude un monstruo de mil cabezas. Un monstruo que hoy
pareciera indestructible. Si seguimos combatiéndolo de la misma manera. Si no nos
revisamos a profundidad.

Y, mientras tanto, el país se asfixia en su propio caos, pierde la respiración. El deterioro


de la vida es mayúsculo. Los pronósticos de los economistas son aterradores. La
hambruna se acentúa. Los asesinatos y secuestros se incrementan. La antigua tierra de
gracia es hoy un charco infecto, lleno de miseria y derrota. Los que pueden escapar,
escapan. Incluso a contravía de su propias posibilidades. Damos lástima en el mundo.
Nos damos lástima nosotros mismos. Eliseo Alberto, en ese desgarrador y honestísimo
libro sobre la revolución cubana que es “Informe contra mí mismo”, dice en una de sus
páginas: “sobre Cuba se ha escrito una biblioteca de cuatrocientos tomos”. Me aterra
pensar que ya sobre Venezuela se esté derramando una desmesura parecida de tinta y
dolor. Que la dictadura haya ganado este domingo dieciocho gobernaciones con un
despliegue pornográfico de su habilidad para el fraude tiene una sola lectura: Venezuela
ha entrado en una nueva zona de desastre.

Los venezolanos estamos estremecidos ante lo ocurrido el 15 de octubre. Hemos caído


de nuevo en las arenas movedizas del desaliento. Estamos de cara a nuestro mayor reto.
Para salvarnos queda cada vez menos tiempo. O reaccionamos de una forma
contundente y lúcida o les terminamos de regalar el país a la banda armada que hoy
brinda con champaña. Ya la lucha no puede seguir siendo entre boy scouts y malandros.
Toca aprender a pensar como piensa un criminal. Pero no para envilecernos. No para
convertirnos en lo mismo que repudiamos. No para quedarnos sin futuro moral. Sino
para entender cómo vencerlos. Sin que se nos enlode el alma.
Insistir

POR: CARAOTADIGITAL - OCTUBRE 12, 2017

12 de octubre de 2017 | articulos

Compartir

Pasa cuando te enamoras de una mujer. El objetivo es clarísimo: conquistarla. Entonces


intentas que se fije en ti. Te pones animoso, terco, audaz. Apelas a tus mejores recursos.
Ensayas las estrategias que conoces y las que te sugieren tus amigos. Te pones intenso
un día y paciente el otro. Le escribes un poema, incluso si odias la poesía. La llenas de
flores y espejismos (evita los peluches). Haces flexiones de ingenio. Buscas
sorprenderla. Te obsesionas. En definitiva: insistes.

Pasa cuando persigues tu vocación en la vida. A veces abres la puerta equivocada y te


regresas. Y sigues abriendo puertas. Y buscas cómo instalarte, cómo cultivarla, cómo
hacerte de tu vocación. No importa si es la actuación, el derecho o la carpintería. Y
seguro habrá obstáculos, momentos de duda, bajones en el ánimo. Pero insistes.

Pasa cuando tienes hambre. O cuando necesitas un techo. Pasa cuando el mundo tiene
cara de gol en contra. Insistes. Siempre insistes. Sí, hay los que se desesperan,
claudican, se rinden. Pero, en general, el ser humano insiste. Es parte de su naturaleza.

También pasa cuando estás bajo una dictadura. Es un régimen que produce opresión,
claustrofobia, asfixia. Tu instinto te llevará a buscar el oxígeno de la libertad. Nada
fácil. Vas a sufrir todo el inventario posible de atropellos. Serás agraviado, injuriado,
humillado. Podrás ir a la cárcel, al exilio o a la clandestinidad. Incluso muchos perderán
la vida en el intento. Pero una dictadura afecta a una sociedad entera. Y entonces la
insistencia tiene el tamaño de un país. Nada menos.

Y sí. Hay que volver a hablar de lo mismo. Toca hacerlo. El país está en vísperas de un
evento electoral que la oposición ha exigido durante un año entero. El domingo 15 de
octubre hay elección de gobernadores no porque el régimen quiera, sino porque no tenía
otra opción. Tibisay Lucena hubiera preferido un domingo más aburrido en su amplia
casa de La Florida, plácidamente resguardada por sus escoltas. Seguro hubiera elegido
estar derramada en su cama, rezongona, viendo en Netflix “House of Cards”, “Game of
Thrones” o “Marsella”, series que la harán sonreír a propósito de los laberintos
nauseabundos del poder. Sería perfecto no tener que pensar en el vestido que se va a
poner, en la peluquería, en los memes que le harán, en la burlita intraficable de la gente
que ha aprendido a odiarla durante tantos años de baranda e irreversibilidad. Y no tener
que calarse al hermanito Rodríguez llamándola a cada instante: “Elimina todos los
circuitos electorales que puedas. Cambia unos cuántos centros de votación. Si son
doscientos los que necesitamos cambiar, se cambian. Confúndelos. Desanímalos. Hazte
la loca con las sustituciones en el tarjetón, ahí el TSJ nos ayuda. Al rector Rondón no le
aceptes ni un sobrecito de Splenda. Ignora a la prensa. Haz como siempre: cara de
póker, mirada recóndita. Recuerda que ellos cada vez son más. ¿Qué va a decir el
mundo si esa gente gana, no sé, 18 gobernaciones? Que efectivamente no quieren más
revolución, que se hartaron de nosotros, y ahí sí nos fregamos, Tiby. No más escoltas,
no más privilegios, no más poder. Volveremos al pasado. A esa pequeña patria nuestra
que es el resentimiento. Y quizás la cárcel, Tiby. Hay mucho rastro en el camino.
¿Quién sabe cuántas carpetas se llevó Luisa “La Traidora” Ortega y todavía no las ha
sacado a la luz pública? Sigamos en lo nuestro: simulando que el enemigo no somos
nosotros. Que la villana es la MUD. Ellos vaciaron la calle, aunque nosotros fuimos los
que disparamos. Shhhh. ¿No los ves cómo se dicen de todo en las redes sociales?
Porque están molestos, porque se sienten defraudados, porque saben que vamos a
vacilárnoslos otra vez. Vamos bien, Tiby. Deja la flojera. Pide tu cita en la peluquería”.

Es una escena posible. Palabras más, palabras menos. Ellos insistirán en su estrategia.
Cada vez más obvios y delictivos. ¿Qué nos queda a nosotros? ¿A los millones de
venezolanos que no podemos más con tamaño desastre? Lo mismo: insistir.

Ya a los líderes opositores bastante que les hemos dicho lo que se merecen, pero no
votar por ellos es votar por la dictadura. Esa dictadura que nos destrozó la normalidad.
Nos apagó el país. Nos convirtió en miseria y lástima ante el resto del mundo. ¿Y
entonces? ¿Nos quedamos callados un domingo que podemos volver a la calle sin darles
el pretexto de asesinarnos? Votar también es calle y resistencia. No solo colgarse un
escudo de cartón, marchar diez kilómetros y pintarle una paloma al helicóptero del
SEBIN cuando sobrevuela sobre nuestra rabia. Resistir es insistir. Volver a la
democracia significa cortejarla de nuevo. Con todas las herramientas posibles. Desde
nuestra noción de civilidad. Desde nuestro derecho. Desde el voto. Allí, donde somos
millones. Donde somos muchos más que ellos.

Votar es apelar a nuestro instinto de supervivencia. No se trata de votar para cambiar


unos nombres por otros. Vota por ti. Por los tuyos. Vota por tu estado. Por las calles
donde creciste. Vota por la nostalgia y por la indignación que sientes. Vota por el país
que mereces. No es un premio a las incoherencias y debilidades de la MUD. Es un
castigo a la dictadura. Es un rugido de rechazo a tanta mediocridad. Un gesto
multitudinario. Vota contra la sumisión que es el silencio. Vota contra la tragedia que es
hoy Venezuela. Vota para avanzar. Para conquistar a esa amante esquiva y difícil en la
que se ha convertido la libertad. Vota para insistir.

Ese es hoy el verbo crucial para todos los venezolanos: insistir.


El dilema del voto

POR: CARAOTADIGITAL - OCTUBRE 05, 2017

5 de octubre de 2017 | articulos

Compartir

Nunca he dejado de votar. Ni siquiera en los eventos electorales donde sé que mi


candidato será derrotado. Ni siquiera cuando el régimen ha diseñado todas las
estrategias posibles para neutralizar el voto opositor. Ni siquiera con Tibisay Lucena
presidiendo el CNE, aviesa e irreversible. Ni siquiera sabiendo que Jorge Rodríguez es
su verdadero jefe. No acepto renunciar a mi derecho ciudadano. No me da la gana. No
pienso darles el gusto. No me voy a quedar rezongando mi ira solo por las redes
sociales. No tolero resignarme. Ni convertirme en silencio. Porque eso es abstenerse.
Abstenerse es callarse. Desaparecer. No expresar tu parecer. Es dejar que la dictadura
juegue sola y fácil. Es allanarles el camino, dejarles la puerta franca para prolongar el
saqueo. No hay mejor guarimba contra el avance de la dictadura que millones de
ciudadanos plantados en los centros de votación. Digo, por los que estuvieron en tantos
plantones y hoy se sienten decepcionados por el resultado. No hay mejor trancazo que
millones de boletas electorales rechazando esa tragedia que ha sido el chavismo en
nuestras vidas.

Yo, como tantos, también me siento defraudado por el desenlace que tuvo la mayor
protesta ciudadana que ha habido en contra del régimen durante cuatro meses de este
año 2017, con un muy doloroso costo en vidas humanas, gente encarcelada, herida,
arruinada o fugitiva. Yo también le critico actitudes, errores y veleidades a la MUD. Yo
también exijo mayor temple y menos improvisación. Más estrategia y menos candor.
Pero oposición somos todos. Oposición no solo es el cogollo político opositor, no solo
es el líder pusilánime o el carismático, no solo es el analista radical o el conservador.
Oposición es también el venezolano que este año ya no le alcanza el dinero para
inscribir a sus hijos en el colegio y ni siquiera para que en la nevera de su casa haya
cierta dignidad. Oposición son las mujeres que deben parir a sus hijos en la sala de
espera de un hospital público. Oposición es todo aquel que ha tenido que enterrar a un
familiar por culpa del reinado del hampa. Oposición es todo venezolano sumido en la
perplejidad y la depresión al ver en lo que nos hemos convertido. Oposición es el país
en ruinas.

Por eso no creo que hayamos perdido la calle definitivamente, porque salir a votar es
también un acto de calle, el más masivo, el más contundente, y quizás el de mayor
eficacia que podamos realizar. Se ha comprobado hasta el hartazgo que en los eventos
electorales somos millones, mientras en las marchas somos miles y miles, y en los
trancazos, apenas cientos. No hay mayor acto de resistencia pacífica que el voto. Pero
vale el punto: aquí ya todos perdimos la ingenuidad. El argumento abstencionista tiene
su razón de ser. ¿Para qué votar si luego inhabilitarán a los gobernadores, o les dictarán
auto de detención, o los privarán de recursos? Cierto, todo eso puede pasar. Y todo eso
solo servirá para remarcar más aún el carácter delictivo del régimen. Prefiero obligarlos
a seguir delinquiendo que quedarme inerte en la ventana de mi casa. Muchos dicen que
asistir a las regionales es traicionar a los que dejaron su vida en el asfalto de las
protestas. Con todo respeto, creo lo contrario: dejar de votar es olvidar a nuestros
muertos, a los estudiantes asesinados a quemarropa, a los adolescentes caídos, a tanta
historia mínima y terrible que ha ocurrido. Dejar de votar es dejar de seguir luchando.
Es claudicar.

Por eso elijo seguir protestando. Y votar es un acto de protesta. Quizás no se trata -en
Miranda, por ejemplo- de votar a favor de Carlos Ocariz, sino en contra de Héctor
Rodríguez. ¿Alguien se imagina a semejante personaje, que se jacta de la talla y peso de
los niños desnutridos del país, gobernando uno de los mayores bastiones de la
oposición? Los cuentos sobre su campaña son sintomáticos. A cada zona rural de
Miranda donde aparece, lo acompañan decenas de cajas de CLAP. La clásica estrategia
del populismo. Dame tu voto, toma tu CLAP. Si no hay voto, no hay más CLAP.
Chantaje, ventajismo, extorsión, manipulación de la pobreza del venezolano. Todo muy
bajo, muy vil, muy chavista.

¿Se imaginan a ese extraño ente llamado Rafael Lacava, desaforado hasta la ridiculez,
gobernando a Carabobo? Verlo alardeando de los recursos que ya tiene para “resolver”
los problemas del estado es asombroso, indignante. Y él sentencia su satisfacción
concluyendo, con aires de innegable estadista, que está “más contento que niño
comiendo moco”. Me cuesta creer que los habitantes del Táchira permitan que Vielma
Mora repita como gobernador, luego de haber demostrado su voracidad represiva y su
talento para los negocios turbios de frontera. O que en Anzoátegui sus ciudadanos
consientan que la abstención le tienda una alfombra roja nuevamente a Aristóbulo
Istúriz, cuya nulidad como gobernante es proverbial.

No caigamos en una nueva trampa del régimen. No olvidemos que la dictadura hubiera
preferido no ir a ninguna elección. Ni regional, ni municipal, y mucho menos nacional.
Toda dictadura, por definición, evita las elecciones. Las masivas protestas de calle y la
enorme presión internacional desembocaron, por ahora, en al menos un logro a nuestro
favor. El régimen tuvo que mostrarle al mundo algún gesto de talante democrático. Y he
allí las elecciones regionales. Muy a su pesar. Las adelantaron para intentar rentabilizar
la resaca opositora, la inmensa frustración, las ganas de ya no más. Así, a pesar de ellos
mismos, ahí están las elecciones de gobernadores. Uno de los tantos derechos que
hemos reclamado en estos tiempos. Y por eso el CNE elimina centros de votación, por
eso no acepta las sustituciones que reclama la Unidad en el tarjetón electoral, por eso
vuelven a hablar de conspiraciones. No quieren elecciones. Azuzan nuestra rabia,
procuran nuestra confusión, alientan la epidemia de la abstención.

Yo, como millones de venezolanos, he madrugado en colas infinitas, he marchado


incontables veces, he tragado humo, he corrido esquivando perdigones, he firmado
cuanta planilla se me atravesaba, he escrito artículos, crónicas y tuits denunciando los
atropellos, las vejaciones, los asesinatos. He colaborado en campañas por el voto, por la
democracia, por un nuevo gobierno, por una nueva oportunidad para el país. Y seguiré
insistiendo. Votar es una nueva posibilidad de expresar mi rechazo a la dictadura.
Algunos leerán estas líneas y me llamarán colaboracionista. Ya lo han hecho decenas de
veces. Un insulto extraño, la verdad. Porque, en rigor, si yo no voto, con quien
colaboro, y mucho, es con Nicolás Maduro. ¿Y vamos a colaborar con el ser humano
que más daño le ha hecho al país, después de Hugo Chávez?

Dicen que si voto legitimo al régimen. ¿De verdad? ¿No lo legitima más la ausencia
nuestra y el triunfo de sus partidarios? Si el 15 de octubre los demócratas no
expresamos nuestro hartazgo y solo votan los chavistas, los enchufados, los que serán
intimidados o chantajeados con quitarles su casa de la Misión Vivienda o su bolsa de
comida, entonces el inmenso concierto de países que hoy condena a Nicolás Maduro
recibirá un mensaje equivocado. Si el chavismo gana la mayoría de las gobernaciones el
domingo 15 de octubre del 2017, le estaremos diciendo al resto del planeta que eso es lo
que queremos: más dictadura. Hasta el fin de los tiempos.

¿Razones para votar? Todas. Para rechazar la hambruna que estremece a nuestro país.
Para insistir en que somos estructuralmente demócratas. Votar por la libertad de
nuestros presos políticos. Por los miles de venezolanos asesinados a manos del régimen.
Por la repulsión natural que producen las dictaduras criminales. Para repetirles que cada
vez son menos. Para que el mundo siga entendiendo el pedimento del país mayoritario.
Para condenar el saqueo, la estafa y la monumental corrupción. Porque hay que hacerlo
mientras exista la posibilidad. Porque el voto es la voz de todos. Porque el silencio es
darle la espalda al país. Porque luego entonces vendrá la elección definitiva. La de un
nuevo presidente. La que los termine de expulsar del poder. Votar para volver a existir
como país. Es un paso más. No podemos renunciar a darlo. El voto, axiomáticamente,
es nuestro derecho democrático y nuestro deber ciudadano.

No votar sería un error trágico para nosotros. Y una fiesta para la dictadura.
Ni un preso más

POR: CARAOTADIGITAL - SEPTIEMBRE 28, 2017

28 de septiembre de 2017 | articulos

Compartir

No hay ni un solo argumento sobre la tierra que justifique que un ser humano esté preso
por su forma de pensar. Un gobierno que encarcele, humille y veje a sus ciudadanos por
disentir de su ideología no merece regir los destinos de sociedad alguna. El Estado que
haga eso simplemente está delinquiendo, secuestrando hombres y mujeres, violando los
derechos humanos de sus habitantes. Quien te condena por tus ideas es un
fundamentalista. Quien te marca por tu manera de pensar es un fascista. Es
la consagración de la Policía del Pensamiento, según la idea orwelliana.

En Venezuela, en los últimos años, se ha vuelto extremadamente peligroso tener criterio


propio. Lógico. A las dictaduras no les gustan los cerebros con autonomía propia.
Quieren neuronas domesticadas. Quieren súbditos. Necesitan vasallos. Gente que repite
consignas y no discierne. Que corea estribillos y respira con miedo. Gente sojuzgada.
Sumisa. Gente derrotada de antemano. Una simple e inerme célula en el organismo
superior del Estado. Fichas. Peones. Carnets de la Patria.

Y uno no lo va a decir lo suficiente: en nuestro país hay demasiadas personas que no


deberían estar presas. Los casos son escandalosos, infames, obscenos. Una afrenta a la
condición humana de magnitudes impensables. Hoy quiero referirme en particular a
uno de los tantos presos políticos de este régimen: Roberto Picón. No solo lo conozco a
él, sino a su familia. Les conozco su sonrisa tan venezolana, tan igualitos a todos los que
aquí nos ufanábamos de ser un derroche de abrazos y cordialidad. Conozco su don de
bien. Son venezolanos intachables, que han procurado dar lo mejor de sí en el mapa
donde les tocó nacer. Gente con vocación de servicio. Una familia que quiere a su
país. Así de simple y grande. Gente que ha trabajado y vivido para ser mejores en un
mejor país.

¿Por qué está preso Roberto Picón? ¿Cuál es su delito? ¿Ser un brillante ingeniero de
sistemas especializado en la defensa del voto ciudadano? ¿Será eso? Porque Roberto ni
siquiera es político, ni pretende serlo. Su apostolado ha sido ese: perfeccionar las
herramientas civiles que tienen los ciudadanos para expresar su opinión política de
forma civilizada y democrática a través de un sistema electoral. Roberto es un
principista. Un hombre de premisas cívicas. Nunca ha robado nada a nadie. No es un
asesino. No ha violado, secuestrado o golpeado a ningún ser humano. No es hombre de
armas, sino de números y estadísticas. No conoce el lenguaje de la violencia. Ha
querido educar a sus pares en estrategias de confrontación electoral. No sabe conspirar
ni traicionar a la patria. No fabrica explosivos ni colecciona granadas. Es simplemente
un venezolano que se dedicó, estos últimos años, a ayudar a los partidos políticos que
integran a la MUD en la coordinación de sus estrategias electorales. Pero aquí es traidor
a la patria cualquiera. Basta que lo decida un líder revolucionario en un programa de
televisión. Basta que escriba su nombre en una pizarra o en un papel sin membrete. Es
ahora tan fácil ser un traidor a la patria.
Hay algo muy perverso en la actitud de quien encarcela a un ser humano y lo aísla de su
familia. Es enfermo, es siniestro, lo que están haciendo con nuestros presos políticos.
Roberto Picón debió esperar 56 días con todas sus noches para poder ver a sus hijos por
primera vez desde que se lo llevaron preso sin orden de captura ni de allanamiento. ¿Por
qué tanta saña? ¿Hay alguna razón humana o política que justifique arrojarlo a un
calabozo y privarlo de sus derechos más elementales? ¿Por qué tuvo que esperar 70 días
para que por fin sus abogados pudieran verlo? ¿Es que ni siquiera tiene derecho a la
defensa como en cualquier sistema judicial del mundo? ¿Estamos hablando de un
asesino en serie, de un terrorista que enfiló su camioneta contra una calle llena de
transeúntes buscando conseguir la mayor cantidad de cadáveres posibles? No. Roberto
Picón es apenas un ciudadano. Un simple ciudadano. Un consagrado padre de familia.
Un ciudadano graduado con honores en su promoción. Un venezolano para el ejemplo.
Un convencido de la fuerza del voto como símbolo de la democracia. ¿Por qué le
negaron el más mínimo contacto con la luz del sol durante 87 días seguidos? ¿Eso no es
tortura física y psicológica? ¿Por qué lo encerraron durante 17 días en un baño, sin luz
natural, sin ventilación y sin la más mínima condición higiénica? ¿Por qué tuvo que
recibir su cumpleaños número 55 allí, en el suelo, recostado a una poceta pestilente?
Como si fuera un paria de la sociedad. Un engendro. Un criminal de alta
peligrosidad. ¿A cuenta de qué un tribunal militar va a juzgar a un civil? ¿Es otra vez
porque les da la gana? ¿A su arbitrio y antojo? ¿Eso es el socialismo? ¿La romántica
tierra de las utopías donde todos seremos iguales en nuestros derechos y deberes?
¿Quién de los personeros del régimen es tan avieso en su proceder? ¿Son la venganza y
el encono las estructuras morales sobre las que se construirá el hombre nuevo?

No pienso enumerar las abundantes y graves violaciones al debido proceso y al Derecho


a la Defensa que hay en el caso de Roberto Picón. Son las mismas que le han aplicado a
muchos otros venezolanos que hoy ven cómo sus días se extinguen en las mazmorras
del SEBIN. Los abogados de bien que aún existen en el país han sido pródigos en
explicaciones sobre los horrores y vejaciones a las que someten a los presos políticos
venezolanos. Hoy acusan a Roberto Picón de traición a la patria, rebelión y sustracción
de equipos pertenecientes a la Fuerza Armada. Quien conoce a Roberto Picón sabe
perfectamente que esa es una acusación sin sentido. Que es absolutamente inocente.
Que no ha cometido delito alguno. Que debería estar libre. Que su tesitura moral solo
merece aplausos.

En las cárceles venezolanas han comenzado a morir presos políticos por negarles
atención médica, otros han contraído paludismo, algunos han hecho riesgosas huelgas
de hambre, otros han sido torturados, confinados a La Tumba–cárcel de siniestra fama-
o han pasado hasta más de diez años detrás de las rejas esperando que la justicia llegue.
Algunos siguen presos en sus propias casas. Y el crimen de todos es el mismo.
Oponerse al más enfermo de los sistemas políticos del mundo: la dictadura.

Hoy hablo en nombre de Roberto Picón. Pero también en nombre de los


487 presos políticos que inundan las cárceles de Nicolás Maduro. Mañana la cifra
cambiará. Serán 500. O 650. O cualquier otra cifra. Pero ya el resto del planeta lo sabe.
En Venezuela está prohibido alzar la voz para disentir. Todos debemos convertirnos en
un número más. Buscar nuestros carnets de la patria para que puedan vacunar a nuestros
hijos. Y esperar una migaja de comida llamada CLAP. Ser vasallos o libres. Esa es la
gran encrucijada donde se encuentran los venezolanos en este momento del siglo XXI.
Por mi parte, para honrar el mandamiento principal de la obra de Roberto Picón, voy a
votar en todas las elecciones que se realicen en mi país a pesar del régimen y gracias a
la presión ciudadana y a la de la gigantesca comunidad internacional. Voto por la
libertad de Roberto Picón y la de todos los presos políticos. Voto por los torturados y
asesinados. Por la democracia. Por el fin de la dictadura. Por ese otro país que nos
espera y reclama.

Tanto dolor tiene que convertirse en libertad.

Alzo mi voz con la voz clausurada de todos nuestros presos políticos. Y que sepamos
exigir el respeto que merecemos como ciudadanos de libre pensamiento: ni un preso
más. Ni uno más.
Mienten

POR: CARAOTADIGITAL - SEPTIEMBRE 21, 2017

21 de septiembre de 2017 | articulos

Compartir

Lo hacen sin pudor. Cada vez que se acercan a un micrófono. Cada vez que los enfoca
una cámara. En cada rueda de prensa. Fuera y dentro del país. No importa el tema.
Puede ser sobre la crisis hospitalaria, la escasez, la hiperinflación, la epidemia de
asesinatos, la desaparición del dinero en efectivo, la ausencia de gasolina. Cualquier
tema obvio y visible. Y a pesar de eso, de lo irrebatible y manifiesta que es nuestra
miseria, mienten. Dicen que la patria es cada vez más próspera, que el mundo nos
envidia, que somos referencia y paradigma, que si por Dios fuera nos plagiaría para
diseñar el paraíso terrenal a imagen y semejanza de Venezuela. Se ponen
grandilocuentes y pomposos. Retóricos y cursis. Citan a Bolívar hasta el
desfallecimiento. Mienten cuando hablan de guerra económica y conspiraciones
universales. Mienten para sentirse libres de culpa. Mientras tanto, la gente, el ciudadano
común, el mismísimo pueblo, busca sobrevivir entre los escombros de un país arruinado
y saqueado por los insignes prohombres de la revolución.

Mienten a cada hora. Todos los días. Mienten cuando dicen que vivimos en democracia.
Mienten cuando ondean la constitución en sus manos. Maduro dice que Donald Trump
amenazó con matarlo y uno sabe que no fue esa la propuesta. Arreaza dice que el
capitalismo es un sistema anacrónico y uno entiende que el anacronismo está en su
verbo. Delcy Rodríguez dice que la Comisión de la Verdad dictaminó que la GNB no
cometió ninguna violación de los derechos humanos y uno tiene arcadas de asombro.
Ernesto Villegas habla de lo que sea y hay garantía absoluta de que miente, desde que
embaucó al mundo entero pregonando la milagrosa recuperación de Hugo Chávez
cuando ya su cuerpo claudicaba ante la muerte. Tibisay Lucena mintió cuando anunció
la cifra de 8 millones de personas votando a favor de la Constituyente. Uno oye hablar a
cada uno de ellos sobre el País Potencia, los 15 motores de la economía, el salario más
fuerte del continente, y se cansa hasta el óxido de oírlos mentir.

Hace poco, Maduro, sin que se le moviera un milímetro su “perfil Stalin” que tanto lo
envanece, dijo: “Es muy grave el problema de la migración de los refugiados
colombianos hacia Venezuela, eso es diario, son miles y miles”. Y uno se queda
pasmado, boquiabierto, mientras en las redes sociales se ven claramente las imágenes
que lo desdicen. Venezuela peregrinando hacia Colombia. Familias enteras. Personas
durmiendo en las calles de Cúcuta. Yéndose hacia Panamá, Chile, Perú, Miami,
México, España, hacia donde sea y donde se pueda. Pero a pesar de que todos lo
sabemos, él dice lo que dice. Miente. Sin un parpadeo en el pudor.

Maduro miente cuando se vende a sí mismo como el gran representante de los pobres,
no solo de Venezuela, sino también del Tercer Mundo, de los indígenas del Potosí, de
los desclasados de Quito, Belgrano y el Bronx.

Jorge Arreaza dice que la ANC restituyó la paz y la estabilidad en Venezuela. Miente.
Lo sabemos. En Venezuela no hay un metro cuadrado de territorio estable. Andamos en
caída libre, recorriendo el precipicio. Tampoco hay paz. Las calles vacías no son
sinónimo de paz, sino del sangriento triunfo de un aparato represor que no dudó en
asesinar a más de cien personas, en encarcelar a diputados, alcaldes, concejales,
estudiantes, mujeres y hombres de cualquier condición. Lo que hay es un país reprimido
y atemorizado. Esto no es paz. Es miedo. Asco.

Delcy Rodríguez lo repite como un estribillo y miente: en Venezuela no hay hambre, ni


crisis humanitaria, ni nada que se le parezca. Esa, de todas las mentiras, es como
intentar tragarse un elefante sin masticarlo. En una de sus tantas veces dijo: “en
Venezuela no hay hambre, lo que hay es voluntad”. Habrá que entender por voluntad los
esfuerzos que hace cualquier jefe de hogar para llevarle algo de comida a sus hijos.
Algunos, en la suma de la desesperación, llegando a delinquir por primera vez en sus
vidas. Lo sabemos. Delcy miente.

¿No hay crisis en el sistema de salud de un país donde 3,4 millones de niños están en
riesgo de contraer sarampión por falta de vacunas? ¿Donde se habla de la reaparición de
la difteria luego de 24 años de haber sido erradicada? ¿No hay crisis hospitalaria cuando
uno ve que dos neonatos fallecen el mismo día por un corte de luz en la Maternidad
Concepción Palacios?

Todos, desde el presidente hasta el más soez de sus subalternos, niegan que en
Venezuela se violan los derechos humanos. Mienten. Lo confirman los testimonios de
decenas de personas que han sido toturadas en los calabozos del Sebin. Lo confirma el
inaceptable fallecimiento del concejal Carlos Andrés García en plena cárcel por negarle
el acceso a los medicamentos necesarios. Lo confirman la cantidad de personas que
siguen presas a pesar de habérseles librado boletas de excarcelación. Lo confirman los
cientos de videos que registraron la saña y crueldad con la cual los cuerpos de seguridad
reprimieron a los venezolanos en los convulsos cuatro meses de protesta que nadie
olvidará.

Elías Jaua habla de 200 mil estudiantes que han emigrado de colegios privados a
públicos y enumera tres razones: La especulación en el costo de las matrículas, la
violencia política (¿¿??) y la inculcación del odio en las aulas de los colegios privados
(¿¿??). Las tres razones apuntan a resaltar la “villanía” de la oposición. Pero sabemos
que la razón es estrictamente económica. Aquí ya todo, absolutamente todo, cuesta
demasiado dinero. Ya hay mucha gente que no tiene cómo pagar el colegio de sus hijos.
O comen o estudian. Para realizar ambas actividades hay que renunciar a estudiar en un
colegio privado. Así de simple y duro. Esa es la agria verdad para muchos.

Mienten sobre PDVSA, sobre el Arco Minero, sobre el estado real de las finanzas del
Estado. Mienten cuando se sientan a dialogar y ofrecen lo que luego no cumplen.
Mienten cuando le anulan el pasaporte a una figura opositora y le dicen que es porque
en el sistema aparece reportado como “robado”.

Mienten, ofenden, agreden, cuando callan ante el dolor que es hoy ser venezolano.

Nos han intoxicado la vida con sus mentiras. Tan honesto que sería admitir el fracaso.
Tan sanador que sería para todos que entendieran que el país los repudia.

Tan necesaria que es la verdad en la vida de un país.


Pero no, también se mienten a sí mismos. Se creen épicos, históricos.

Como bien lo resume el periodista Luis Carlos Díaz en la frase fijada en su cuenta de
Twitter: “El gobierno miente. No importa cuándo leas esto”.

Mienten. Y seguirán mintiendo. A pesar de que la terrible realidad que asola a


Venezuela es noticia en el mundo entero. Mentir es un verbo indispensable para
cualquier dictadura. Sea de derecha o de izquierda.

Es el azúcar de su veneno.
Entre huracanes te veas

POR: CARAOTADIGITAL - SEPTIEMBRE 14, 2017

14 de septiembre de 2017 | articulos

Compartir

Los venezolanos hemos vivido un exceso de adversidades en los últimos tiempos. El


entrenamiento ha sido extenuante y sin pausa. La política y la ruina se han unido en una
misma frase. La muerte se ha vuelto asunto cotidiano y sórdido. El hambre. El
narcotráfico y la dictadura. Los enchufados y la ruindad. Tantos escombros en el
camino. Tanto episodio turbio en estos tiempos.

Pero los que por casualidad o destino andamos en estos días en Miami nos estrenamos
en otro evento de dimensiones tan abismales como inéditas. Se trata de la señora
naturaleza en uno de sus peores alardes. Irma, el huracán con categoría de monstruo.
Irma, la inmensurable. Irma, la terrible. Sé qué hay muchos venezolanos residentes de
Florida que ya son veteranos en el tema. Algunos tienen dos, tres, hasta cinco huracanes
en su haber. Este vecindario, lo sabemos, es zona de huracanes. Pero para quienes
andamos de paso o quienes estrenan sus primeros días como residentes la experiencia
resultó abrumadora. Nunca, en mi caso, había presenciado un despliegue de información
y advertencias tan intenso. Particularmente resultaba impactante oír a Rick Scott, el
gobernador de Florida, quien aparecía con preocupante frecuencia en las pantallas de
TV anunciando con tono sombrío y grave la inminencia de un evento apocalíptico. Era
imposible no ponerse nervioso luego de escucharlo. Urgía a la población de Miami
Dade County a evacuar la zona, hacía una minúscula pausa, levantaba la vista
directamente a cámara y enfatizaba: “Now!“. Las advertencias provenían también de los
propios narradores de noticias y otros personeros del estado, pero ninguno tan enfático
como Rick Scott (no olvidaré su nombre). Su tono era gélido, mortuorio. Y a cada tanto
sumaba más condados a su alarma. “Mandatory evacuation” era el estribillo que nadie
quería oír, pero él insistía en decirlo. Era un mandato. Una obligación. Irse. Huir cuanto
antes. Lo más rápido posible. “NOW!”, volvía a decir, elevando el tono. En algún
momento llegó a decir que todo el estado- más de 20 millones de personas- debía estar
preparado para partir hacia tierras más seguras: “All Florida residents should be
prepared to evacuate”. La histeria general se activó y fueron muchos los que tomaron
carretera sin destino fijo. Irma, todopoderosa e impredecible, se burlaba de los miles y
miles de personas en fuga cambiando su rumbo, extendiendo su cono mortal, ensayando
cambios de velocidad y giros inesperados. Hubo gente que transitó dos días de carretera
en colas dignas de Julio Cortazar para igual terminar en una comarca vapuleada por los
vientos, la lluvia diluviana y la ausencia de luz eléctrica.

Así como los venezolanos que vivimos el terremoto de 1967 en Caracas, aquí hoy todo
el mundo tiene su testimonio, su cuento, su costal de anécdotas de cómo vivió la
experiencia de Irma, la inabarcable. En mi caso, luego de ver cómo se vaciaban los
supermercados, y tener un obvio deja vu revolucionario, no tuve más remedio que
abandonar Downtown para huir hacia el condado más cercano. Ya no había vuelos
hacía ninguna parte. Ya no había gasolina. Las rutas de escape se agostaban. El tráfico
de la peregrinación era desusadamente lento. Tus amigos más persistentes te azuzaban a
huir más lejos. Mientras tanto, Irma se acercaba, dejando con su furia convertidas en
escombros a buena parte de las islas de Barbudas y Saint Martin. Sin duda lo peor de la
experiencia -para quien no sufrió pérdidas de vidas humanas, casas o vehículos- fue la
agobiante espera de la llegada del descomunal huracán, catalogado como el más grande
que habría surcado alguna vez el Atlántico. Los superlativos eran numerosos para
referirse a Irma. No había medias tintas. Y entonces vino esa otra instancia del evento:
la clausura del lugar que habitas. Ese colocar maderas o láminas de metal (los llamados
shutters) para tapiar todas las ventanas. Ese quedarse sin ojos hacia el exterior. Esa
ceguera voluntaria. Ese replegarse hacia adentro, ya sin luz eléctrica, sin internet, sin
Rick Scott y sus énfasis, sin comunicación alguna con el exterior, y estar a expensas de
un solo sentido: el oído. Porque en la oscuridad todo es sonido. Viento ululante.
Revuelo de hojas y ramas volando. Crujir de tallos que caen. Y uno preguntándose de
qué tamaño será la voracidad del monstruo cuando llegue al lugar que habitas. Si todo
se inundará. Si el blindaje aguantará. Si la comida alcanzará. Si de verdad todo será tan
apocalíptico como predicen. Todas esas interrogantes oscilaban sin cesar entre las siete
personas que nos refugiamos en el segundo piso de un apartamento en Weston, dos
niñas y un perro incluido. Por largas horas nuestra única rendija para observar el mundo
exterior fue el ojo mágico de la puerta. Así de minúsculo. Nunca conseguimos las dos
pilas que nos faltaron para tener radio y todo se volvió incertidumbre. Ante un momento
de calma, la pregunta era, ¿ya pasó todo o acaso estamos justo dentro del ojo del
huracán? Ese momento de ceguera general es quizás el más apremiante. Por eso en un
rapto de ansiedad, mi pareja y yo decidimos salir de la casa y correr hacia el carro para
prender la radio y saber algo, lo que fuera, de lo que estaba ocurriendo sobre nuestras
cabezas. Durante esos eternos cinco minutos dentro del carro, los árboles que nos
rodeaban se mecían frenéticamente de un lado a otro. Como fieras. Como latigazos
coléricos del viento.

Ya desde el día anterior se leían en las redes noticias desconcertantes, surrealistas: como
la presencia de tiburones girando en las vueltas del huracán, sacados de cuajo del mar
(una noticia falsa, obviamente) o caimanes y serpientes cruzando calles y semáforos
(una noticia cierta en un lugar que está cimentado sobre pantanos), o el evento
convocado en Facebook por una persona invitando a la gente a dispararle al huracán
como si se tratara de un intruso que puedes derribar con un fusil de asalto AR-15 o con
una Glock 37. Esto último, por cierto, animó a más de 25 mil personas a decir que lo
harían e hizo que las autoridades emitieran un comunicado alertando de la inutilidad y a
la vez del peligro de disparar balas a un huracán. Cada noticia era más extravagante que
la anterior, cada ancla del Weather Channel preocupaba más que el otro. Y la ausencia
de información sobre la devastación ocurrida en Cuba – la antesala a la Florida- hacia
todo más incierto. En ese largo desfile de horas en encierro forzado se desempolvaron
los juegos de mesa, las conversaciones pendientes, el humor terapéutico y el tamaño del
miedo de cada quien. La naturaleza nos ponía a prueba de una forma escandalosa e
inolvidable. Fueron muchos los destrozos a lo largo de todo el estado de la Florida, aún
hay millones de hogares sin luz eléctrica y las pérdidas materiales siguen siendo una
peripecia aritmética aun incalculable. Pero ni siquiera llegó a ser como se temía. No se
hundió Miami, a pesar de que los adjetivos de alerta que desgranaban los periodistas
eran dramáticos. “Catástrofe” fue una de las palabras que más atravesaron por los
tímpanos de cada habitante del estado. Se esperaba lo peor y no ocurrió con esa
magnitud. Felizmente. Para muchos incluso fue una experiencia leve, benigna. Para los
habitantes de los Cayos, el punto más al sur de la Florida, en cambio, la tragedia se
cumplió como estaba prevista. Quizás lo más impresionante en el después del huracán
ha sido el sol inmediato que se asomó en el cielo de Miami, como si todo hubiera sido
una película y te hubieras salido repentinamente del cine. Y luego la caravana de
camiones de la compañía eléctrica que llenaban las autopistas dispuestos a sustituir
transformadores caídos o cables hundidos en las aguas. Con inusitada rapidez las
autoridades comenzaron a limpiar escombros, apartar la inmensa selva de árboles que se
derrumbó y atenuar los daños en la medida de lo posible.

Vivir esta experiencia con ojos venezolanos te hace establecer analogías inmediatas. Era
inevitable entonces pensar en lo que sucedería en Venezuela si una contingencia de tal
magnitud nos ocurriera. Nosotros, tan improvisados, tan desguarnecidos , tan precarios.
Y uno no podía dejar de recordar el horror de la vaguada que asoló al estado Vargas en
1998 y la arrogancia de un recién estrenado presidente, aquel llamado Hugo Chávez,
que imitando torpemente a Simón Bolívar retaba a doblegar a la naturaleza a punta de
verbo y soberbia. Ocurrió exactamente lo contrario. La naturaleza le calló la boca al
fatuo teniente coronel y sabemos que todavía hay cadáveres bajo el lodo de aquella
tragedia. Desde entonces, quedó girando dentro del país y destruyendo todo -paso a
paso- ese mísero huracán que ha sido la revolución bolivariana. Ya todo el mundo ha
hecho la comparación. El huracán Nicolás. Tibisay ha sido peor que Irma y otros
etcéteras parecidos. No agrego nada nuevo. Lo que me inquieta es pensar cuándo
dejaremos de estar bajo el ojo del huracán y cuánto tiempo emplearemos luego en
recuperarnos de la devastación.

Dieciocho años de huracán no es sobredosis. Es apocalipsis. No otra cosa.


La incierta calma

POR: CARAOTADIGITAL - SEPTIEMBRE 07, 2017

7 de septiembre de 2017 | articulos

Compartir

Que nadie se llame a engaño. Que el régimen no tome como victoria las calles vacías ni
el grito apagado de los manifestantes. Que no se atreva a hablar de paz conquistada.
Que no crea que “una vez más” venció al país (y no hablo de “país opositor” porque ya
el adjetivo es tan estrecho como insuficiente). Que la pandilla del régimen no se solace
en un brindis de triunfo. Porque aquí nadie puede brindar por nada mientras la ruina
continúe su trágico discurso. Porque la gente sigue muriendo, menguando o partiendo.
Porque el hambre permanece inalterable en los estómagos del venezolano. Porque nadie
con poder de decisión ha movido un dedo para detener el derrumbe del país.

En definitiva, así hoy no haya marchas, trancones, consignas al aire, disparos a los
pulmones, bombas lacrimógenas estallando, gente cayendo herida en el pavimento,
perdigones ardiendo en la piel, los venezolanos seguimos bajo estado de emergencia.
No ha habido un solo año de pausa, estabilidad o sosiego desde que el chavismo entró a
nuestras vidas. El huracán Hugo, seguido de esa penosa degeneración que hoy nos
azota, han convertido en catástrofe una nación latinoamericana que tanta admiración
causaba apenas dos décadas atrás. Éramos el futuro. Hoy somos tierra devastada gracias
a un huracán que tiene 18 años girando y girando de manera devastadora sobre nuestra
miserable cotidianidad. Somos un paisaje de vidas caídas, escombros y severa
depresión. Poca cosa queda en pie. Quizás ese viejo roble llamado dignidad. Y bajo su
sombra, la rabia y el dolor han aprendido a convivir. Pero el desaliento que hoy fustiga
al país no se puede convertir en resignación. No debe. Nadie puede acostumbrarse a la
humillante vida que Nicolás Maduro le prodigó a los venezolanos. Nadie. Moralmente
sería inaceptable.

La calma de hoy no es calma. Si escuchamos con atención, hay un río subterráneo


rugiendo su cólera en cada rincón del mapa. Los criminales siguen destapando botellas
de champaña, envanecidos en su aparente dominio de las circunstancias. Pero ya aquí
nadie tiene el control sobre nada. El caos ha adquirido autonomía de vuelo. Y ellos
están cada vez más solos en su borrachera de poder. Mientras tanto, el ruido de fondo se
mantiene. El ruido de la ira. Es el “no más” escribiéndose en cada pecho. Es la incierta
máscara de la calma. Es nuestro propio huracán en ciernes.

Si algo debemos terminar de entender los venezolanos es que hemos batallado sin
descanso, entrado en profundos declives anímicos, vivido alegrías que se esfuman como
burbujas y nos han vapuleado la esperanza decenas de veces, sí, pero a pesar de tanto,
debemos prohibirnos la resignación. No nos podemos acostumbrar a tanta indecencia.
No podemos permitir que conviertan nuestras vidas en un trapo sucio y mohoso
arrojado al basurero de la historia. Ese sí sería el fin del país.

Por eso, insisto, nadie está en calma. Nada está en calma. El ruido de fondo es tan nítido
como inquietante.
Desde la urgencia

POR: CARAOTADIGITAL - AGOSTO 31, 2017

31 de agosto de 2017 | articulos

Compartir

Nunca había sido tan difícil ser venezolano. Uno se mueve dentro de la palabra y solo
hay dolor y espinas. Nos han apedreado el gentilicio de una manera abrumadora. De
tanto gritar patria, con los labios goteando veneno, la dictadura ha roto las costuras más
íntimas del mapa. Vaya forma de demoler el alma nacional. Vaya manera de hacernos
famosos en el mundo entero. Ya no sabemos de autoestima ni confianza. La esperanza
supura sangre en sus bordes. Algunos aseguran que ya no puede ser peor, pero en
realidad sabemos que la cebolla tiene aún capas más oscuras. El país avanza a pie firme
en su proceso final de destrucción. El régimen argumenta que es una potencia, un
orgullo, un hito, mientras asesina y encarcela puñados de gente. Proclama el
advenimiento del paraíso terrenal y en simultáneo nos convierte en éxodo. Habla de
emancipación mientras arruina cada metro cuadrado del país. Dice abajo el
imperialismo y se eleva el hambre. Grita “prohibido el odio” y lo que se escucha es
“viva la venganza”. Cada rodilla en tierra significa bienvenidos a la sumisión. Si el
régimen fuera sincero promocionaría una franela que dijera “Patria o muerte del
opositor”. Y otra que rece: “Todos somos Venezuela, menos el 85% de la población”.
Repudia las sanciones y eleva las persecuciones. Ha descubierto que en nuestra
soberanía alimentaria también caben Rusia, China y Cuba. Y tú, camarada, recuerda que
revolución es amor, denuncia a tu vecino, entrénate para una guerra que no existe. A los
escépticos se les advierte: “Los 15 motores de la economía existen. Tenemos las
pruebas”. En las arengas revolucionarias triunfa un eco que dice: “Que vivan los
estudiantes, pero solo los nuestros”. En fin, todo es paradoja y cinismo. El país es ya
una contradicción insostenible.
Nunca había sido tan difícil ser venezolano, repetimos. Pero tampoco jamás había sido
tan necesario. ¿Acaso nos queda otra opción distinta a insistir, a pesar de sentirnos tan
desvalijados? ¿Tan huérfanos de lideres? En este desierto que nos ha tocado atravesar,
el sol quema cada vez más. Es cierto. Pero ningún pueblo entrega su alma por completo.
Siempre hay un punto de redención. Exánimes, casi sin aire, debemos reinventarnos
dentro de la tragedia. Sin duda, no bastan las palabras y su perfume engañoso. Se
necesita un plan, una estrategia, una revisión de la tormenta. Se impone la táctica de
reaparecer luego de la demolición. Ya solos no podemos. Quedó claro. No sabemos
lidiar contra la barbarie. No somos tan primitivos. El mundo ha girado su rostro hacia
nosotros y su estupor es absoluto. Cada día se suma un nuevo país que condena la
dictadura de Nicolás Maduro. Nos hemos vuelto un problema en el hemisferio. Vivimos
entre el límite y la exasperación. Sin un milímetro de solemnidad, nos queda la
exigencia de la resurrección. ¿Cómo se ejerce esa palabra? ¿Dónde está su clave
maestra?

Desde la urgencia hacemos señas. Desde el borde. Venezuela merece una nueva
oportunidad. Construirla es la inmensa tarea que nos toca.

Después del dolor, la vida.


Prohibido el odio

POR: CARAOTADIGITAL - AGOSTO 24, 2017

24 de agosto de 2017 | articulos

Compartir

Amanecieron ojerosos de tanto pensar en una solución. ¿Cómo callar la cólera que surca
al país de cabo a rabo? ¿Cómo ponerle una sordina a la indignación nacional? Y
entonces propusieron una “ley contra el odio y la violencia política”. Ahora, en
Venezuela, el odio será un crimen cuya pena puede ser de 15 a 25 años de cárcel. Hay
una falla de origen en tal propósito. Según la hoy todopoderosa Delcy Rodríguez el
axioma es sencillo: si odias, eres de oposición. Es una ley de costuras gruesas diseñada
para que el miedo enmudezca tanto dolor convertido en furia. Toda manifestación de
“intolerancia”, todo insulto, todo juicio de valor ético a cualquier camarada será
sancionado. Todo aquello que genere “caos y zozobra en la población” será considerado
un crimen de odio. La ley desborda cinismo a manos llenas. Ellos, los dueños del poder
y las armas, los protagonistas de la represión más salvaje que ha vivido el país, son
ahora las víctimas. Gente pura y santa henchida de bondad para con el prójimo.

Y sí, pareciera que hay mucho odio derramado en todas partes. Pero, ¿quién trajo las
semillas? ¿Quién lo ha cultivado con tanta persistencia?

Como el cinismo es gratis, su réplica también. Por eso me permito elaborar un borrador
para complementar la propuesta del presidente Maduro. Apenas asomo nueve artículos.
Agregue usted el número diez. Mi ley contra el odio, la intolerancia y la violencia
política diría así:

1. Se le prohibirá a todo funcionario público denigrar en cadena nacional de su


adversario político. Así, términos como “oligarcas”, “escuálidos”, “terroristas”,
“asesinos”, “mariconsones”, “derecha putrefacta”, serán eliminados del vocabulario
habitual para evitar que los ciudadanos puedan contagiarse de tanta ojeriza y encono. El
primer observante de dicha medida debe ser la máxima autoridad de la República.
Siempre se ha dicho: el ejemplo entra por casa.
2. Se le prohibirá a todo funcionario del gobierno con show de televisión propio utilizar
dicho espacio para injuriar, ofender, mancillar, caricaturizar, ridiculizar o criminalizar a
su adversario político. Por lo tanto, sobrenombres de tinte adolescente como “Nido de
Paloma”, “María Asesina”, “Capriloca”, “Cejota”, “El monstruo de Ramo Verde”, y
otros, serán vedados en dichos espacios. Abstenerse también de elaborar videos contra
líderes opositores con montajes burlescos y musiquita chancera que suscita el bullying
del público asistente.
3. Se le prohibirá a todo funcionario del régimen exhibir su prosperidad de manera
elocuente, bien sea a través de sus trajes de marca, sus relojes insuperables, sus
camionetas blindadas o con imágenes de sus familiares viviendo en países que no
pertenecen a la plenitud revolucionaria y son solo accesibles a través de abundantes
divisas extranjeras. Tanta bonanza es sospechosa. Recuerden, camaradas, ser rico es
malo. Sobre todo si los demás se dan cuenta. Eso activa el odio.
4. Se le prohibirá a la honorable GNB y a la sin par PNB asesinar en nombre de la
revolución. No podrán disparar contra manifestantes desarmados, encarcelar a
estudiantes, torturar a los presos políticos, humillar a sus familiares, allanar residencias
sin permiso judicial y destrozar las rejas y carros de las residencias. Todas estas
acciones pudieran generar cierta animadversión en quien las recibe y por consiguiente
transformarse en rencor oscuro. Prevenir el odio es la mejor manera de atacarlo.
5. Se aplicarán las medidas económicas requeridas para abatir la hiperinflación,
pulverizar –esta vez sí es en serio- al dólar paralelo, acabar con la carestía de alimentos
y surtir de medicinas a farmacias y hospitales. Así se evitará que la población
venezolana anide sentimientos de enemistad hacia todo aquel que conspira contra su
salud y alimentación. “El que come no odia, el que se cura olvida rencores”, diría algún
proverbio chino.
6. Se implementará un nuevo plan de seguridad (¿por cuál vamos ya?) para neutralizar –
juramos, rodilla en tierra, que esta vez sí es verdad- a las bandas criminales que enlutan
diariamente a la sociedad venezolana. Hemos detectado que la abundancia de asesinatos
y secuestros, junto a la impunidad reinante, generan crecientes sentimientos de odio de
la población contra el gobierno encargado de velar por la vida de sus habitantes.
7. Se exhortará a los “patriotas cooperantes” a que cesen en sus hábitos de delación de
vecinos y viejas amistades por poseer una pancarta opositora, una máscara antigás o
cualquier objeto de signo contrario al que dicta la mercancía revolucionaria. Hemos
detectado, luego de exhaustivos estudios, que todo el mundo odia a “los sapos”.
8. Se prohibirá cualquier retaliación política contra todo aquel que piense de forma
contraria a los intereses revolucionarios. La amenaza y la venganza son ingredientes del
odio. Vote por quien usted quiera, jamás le quitaremos su bolsita CLAP, jamás lo
botaremos del trabajo, jamás lo hostigaremos ni perseguiremos. Si usted fue chavista y
ya no lo es, no importa. Si alguna vez fue fiscal general o diputado al parlamento y
ahora cambió de opinión, no lo perseguiremos, no le pediremos a Interpol que lo atrape
como si se tratase de un criminal. Relájese.
9. Y, por último, pero no menos importante, respetaremos la Constitución, de arriba
abajo. Respetaremos a la Asamblea Nacional elegida masivamente por el pueblo.
Respetaremos el derecho a disentir. Respetaremos el derecho al voto, la independencia
de poderes, la alternancia democrática, la libre circulación de ciudadanos dentro y fuera
del país, y el respeto al libre pensamiento.

Sí, lo sé, todos esos artículos pergeñados por quien suscribe pertenecen al mundo de la
ficción. La realidad se nutre de una certeza incuestionable: el odio también es
revolucionario.
¿Y después de la depresión?

POR: CARAOTADIGITAL - AGOSTO 17, 2017

17 de agosto de 2017 | articulos

Compartir

Andamos con el ánimo devastado. Tratando de entender cómo lamernos las heridas.
Porque son demasiadas. La tormenta ha sido tan larga y feroz que solo nos rodean
escombros. No hay un árbol de pie en la faena por la democracia. La dictadura lanza
graznidos de victoria. Mientras, sus manos chorrean sangre de venezolanos de todas las
edades. El final de este tumultuoso capítulo de protestas que se inició en abril del 2017
exhibe cadáveres demasiado jóvenes, gente herida para siempre y hogares destruidos.
Una de sus primeras consecuencias es la nueva y brutal estampida de emigrantes.
Muchos con el cuerpo aun lleno de perdigones están hoy armando la maleta del
mientras tanto o el más nunca. Deambulan resignados entre el hogar y el pasaporte, con
el horizonte tapiado de bombas lacrimógenas. En gran parte de la sociedad civil ondea
el humo de la depresión. En los círculos familiares y chats vecinales solo se habla de
desánimo y frustración. Sobra quien le endose la factura de este terremoto a la MUD,
uno de nuestros culpables preferidos. Sin duda, la coalición opositora tiene una gran
responsabilidad en el tamaño de nuestro desaliento. Ellos mismos no lograron entender
la naturaleza amoral del enemigo. Ni siquiera en sus pensamientos más maliciosos (que
escasearon, lamentablemente) avistaron que la dictadura sería capaz de asesinar a más
de 150 personas con tanta desvergüenza. Quizás es hora de entender que estamos
lidiando contra un cártel internacional cuya principal droga es el poder. Algo inédito. En
países como Colombia o México los carteles de la droga han permeado la clase política
y el mundo empresarial, pero ninguno se ha hecho dueño de un país entero. Venezuela
es la mercancía. Ellos, los dealers.

Piedras contra balas. Escudos caseros contra francotiradores. La constitución versus la


aberración. El voto versus la trampa. Así nos ha tocado enfrentar a esta dictadura que ha
convertido a la bajeza en su primer mandamiento. Los relatos de ensañamiento y
maldad contra tantos venezolanos superan cualquier capacidad de asombro. Una batalla
desigual, asimétrica, cuyo único soporte ha sido el tesón de millones que empuñaron el
gentilicio como gasolina. Este capítulo, qué duda cabe, lo ganó la barbarie.

Otro nuevo capítulo se nos presenta en el horizonte inmediato: la elección de


gobernadores. Y entonces, desde el fango de la frustración y el desánimo, buena parte
del país esgrime su indignación. ¿Para qué elecciones si igual nos robarán cualquier
triunfo? ¿Cómo competir, desde nuestra ética colectiva, contra seres humanos
entrenados para la estafa? Hace apenas una semana pensé en la figura del laberinto. Allí
andamos, extraviados, sin brújula. La dirigencia opositora no tiene, ni por accidente, ese
talento para la jugada aviesa, no sabe de vilezas, la atolondran las emboscadas. Sus
pecados son otros. Como ese fraude semántico que terminó siendo la tan publicitada
hora cero.
En los códigos del mundo de la droga, todo aquel que pretende abandonar la maquinaria
o redimir su destino, será perseguido implacablemente hasta que pague su “traición”. Lo
que ocurre hoy con la fiscal general Luisa Ortega Díaz nos recuerda ese turbio
sacramento. Ver a Iris Varela salivando odio frente a las cámaras y prometiéndole a su
ex camarada que vestirá el color fucsia de las presidiarias fue solo el tráiler de lo que
hoy le ocurre: allanan su casa, convierten al esposo en delincuente, encarcelan a su
doméstica. Van por ella. Como van por todos nosotros.

Tengo días pensando en la próxima celada que nos han montado. Uno podría evitar la
posibilidad de tropezarse de nuevo con la misma piedra. Pero es quedarse demasiado
quieto. Es mucho silencio para tanta tragedia en desarrollo. Y, a fin de cuentas, no se
trata de claudicar. Seguimos siendo una descomunal, inocultable mayoría. Pero hoy
tenemos una resaca tan profunda que estamos fuera de base, aturdidos, llenos de
impotencia y despecho. Por eso ellos decidieron anticipar las elecciones regionales.
Porque saben que muchos opositores castigarán a sus líderes con la abstención. En este
fangoso ajedrez, es el momento perfecto del régimen para fingir ante el mundo que, al
fin y al cabo, también hace elecciones. Buscará lavar su rostro, tan salpicado de sangre.

Me pregunto, siendo el escenario electoral el único donde somos mejores y mayoría,


¿les regalamos la jugada? ¿Nos rendimos de una buena vez? ¿Dejamos el país entero en
sus manos?. Cierto, pasa que nosotros no somos asesinos, ni torturadores, ni gente
resentida y sudorosa a venganza. No sabemos ser así. Somos ciudadanos demócratas,
civiles que creemos en las leyes, las elecciones y la constitución. Quizás toca seguirle
mostrando al mundo y a nosotros mismos lo que mejor sabemos hacer: insistir, persistir,
resistir. Desde el lenguaje de la civilidad. Desde todas las letras de la democracia. Ellos
seguirán delinquiendo. Seguirán encarcelando gente. Haciendo rastrillo las leyes.
Saqueando las arcas del país. Desesperados por su supervivencia, sin importar lo que
eso implique en términos delictivos. ¿Y nosotros? ¿El país? ¿Entregamos lo que queda?
¿Sin levantar una sola pared, sin ofrecer resistencia? En esta ocasión nos tocaría volver
al terreno donde poseemos nuestra mejor arma, la que tiene millones de “balas”: el voto.
Lo sé. Van a jugar sucio de nuevo. Van a inhabilitar a todo el que les apetezca. Van a
cambiar las reglas de juego cada media hora. Y nosotros, en cambio, jugaremos limpio.
El mundo observa cada vez más de cerca. Están cada vez más desenmascarados. La
oposición, sí, está llena de espasmos y cicatrices. Hay cruces de muerte en las veredas.
Pero somos millones. No se nos puede olvidar. Se trata de insistir en el triunfo de la
lógica. O de la historia.

Después de la depresión, toca insistir. Lo otro es la muerte del país. Y su mordisco


negro.
Somos lo accesorio

POR: CARAOTADIGITAL - AGOSTO 10, 2017

10 de agosto de 2017 | articulos

Compartir

Hay una condena mundial, estruendosa, a la dictadura de Nicolas Maduro, nuestro


Erdogan tropical. Ya en los noticieros de USA hablan de él como “el dictador”. Se
acabaron los eufemismos y las buenas maneras. Los voceros del gobierno
norteamericano lo mencionan todos los días con frases que destilan repulsión. Al mismo
tiempo, cada vez se suman más jefes de estado y cancilleres de la región a decir las
cosas por el nombre que merecen. Pero dictadura que se respete no se detiene en
pudores y escrúpulos. Hay una asamblea elegida por todo el país y ellos la sacan a
patadas eligiendo la suya en unas elecciones donde hasta la compañía que puso las
máquinas dijo que eran tan falsas como la muerte del billete de 100 Bs. No les importa
el tamaño del desprestigio. No parpadean cuando se les tilda de asesinos y torturadores.
Se regalan espadas de Bolívar cuando los sancionan internacionalmente. Se reúnen en
pequeños mítines celebratorios cuando los catalogan de narcotraficantes. Irrumpen
como bandoleros ebrios de violencia en el espacio más sagrado de la República. Se
reparten cargos y ministerios, comisiones y dólares, de una forma tan rocambolesca
como ilegal. Son los forajidos públicos del Nuevo Mundo.

El mundo los repudia. Y mientras tanto, ellos eructan su cinismo.

En la otra orilla, la oposición vuelve a sufrir un cisma, las estrategias se agotan de


nuevo, las agendas personales relumbran, la opinión pública sataniza a sus líderes, la
anarquía coloca su música y la esperanza se astilla de nuevo.

Y mientras tanto, el país sigue dándose golpes contra los filos rocosos del abismo. La
ANC se ocupa de ejercer sus venganzas políticas, de encarcelar alcaldes y estudiantes,
de destituir fiscales, mientras las neveras de la población siguen vacías, los precios se
vuelven pornográficos, la violencia sigue su fiesta letal y los que pueden se lanzan fuera
del país como un barco que hace agua por todos sus flancos.
En Margarita la ocupación hotelera no llega al 10% en plena temporada vacacional; la
represa del Guri, uno de nuestros mejores orgullos, colapsa; la inseguridad agarra tanta
confianza que asesina personas en pleno Aeropuerto Internacional de Maiquetía; las
líneas aéreas del mundo evitan volar o detenerse en Venezuela; la canasta familiar llega
a la absurda cifra de un millón y medio de bolívares; los centrales públicos apenas
cubren 2% de consumo nacional de azúcar; para comprar un caucho se necesitan más de
6 salarios mínimos, los economistas declaran con alarma que la inflación de agosto
superará el rictus del asombro, y conseguir la más simple de las medicinas sigue siendo
una proeza para cualquier venezolano.

Mientras la dictadura baila su frenesí porque regresaron las fotos de Chávez al


hemiciclo, todo se desmorona a velocidad de avalancha.

Pero, tranquilos, tenemos patria y revolución. Lo demás es accesorio.


El laberinto

POR: CARAOTADIGITAL - AGOSTO 03, 2017

3 de agosto de 2017 | articulos

Compartir

Aún no nos hemos recuperado de la nauseabunda farsa de las elecciones de la ANC y ya


entramos en otra dimensión de nuestra crisis existencial. Todavía el país sigue llorando
a los 16 venezolanos asesinados el domingo 30 de julio y nuevos conflictos aparecen en
el horizonte. De paso, la vieja aliada del CNE, Smartmatic, ha soltado una bomba
atómica sobre los ya inverosímiles resultados que anunciara Tibisay Lucena en un
siniestro acto de prestidigitación electoral. El pronunciamiento del mismísimo
presidente de Smartmatic es mucho más crucial de lo que parece. Nadie se cree los 8
millones de votos que jura el régimen. Ni sus propios simpatizantes, que hoy se ven
entre sí con una incómoda sonrisa que se balancea entre la complicidad y el estupor.
Hablando de sonrisas, célebres por torvas, hasta el propio Andrés Izarra –ex ministro de
tantas negligencias- desde su refugio europeo, subrayó la duda. Duda que es certeza en
el mundo y que destroza por completo cualquier dosis de legitimidad que quieran
otorgarle a esas elecciones. Maduro, que no escatima en torpezas, dice que si no
hubieran existido güarimbas los votos habrían llegado a diez millones, dejando muy
atrás al propio Chávez, el único de todos ellos con genuino arraigo popular y ya extinto
en el planeta tierra.

Todo eso está ocurriendo mientras en el horizonte inmediato aparece un asunto


neurálgico: las elecciones regionales. En ese sentido, la jugada del régimen fue
inteligente. Poner en el libreto inmediato esa circunstancia ha hecho que hoy el país
opositor se enfrasque en una furiosa polémica sobre si debemos ir o no a elecciones
regionales. Y entonces llueven opiniones de toda índole: unos piden calle y más calle,
se preguntan dónde quedó el 350, exigen no olvidar a los más de cien muertos que hay
sobre el asfalto y sienten como una ofensa cualquier nuevo escenario electoral luego de
lo ocurrido con la Constituyente, algunos gritan “¡gobierno de transición ya!”, aunque
sin explicar muy bien cómo harían los miembros de ese otro gobierno para no terminar
en la cárcel o asilados en alguna embajada próxima a su domicilio, como ocurre hoy con
los nuevos magistrados. Otros piensan que es indispensable participar en las elecciones
y no regalarle 23 gobernaciones a la dictadura. Afirman, no sin razón, que no se pueden
establecer equivalencias entre las elecciones de la ANC y las regionales. En el reciente
fraude el gobierno corrió solo, sin contendores, sin veedores internacionales y sin los
miles de testigos de oposición que supervisaron las parlamentarias de diciembre del
2015. Así, íngrimos en el cuarto oscuro de su impudicia, pueden sacar incluso más
votos que habitantes en el territorio nacional. Pero el asunto cambia cuando la refriega
es real. Por algo evitaron ir a elecciones regionales en el 2016, por algo nos
escamotearon el referéndum revocatorio, por algo han decidido descarar la dictadura.

Y así vamos. Mientras la mafia que ha secuestrado el poder se pelea a dentelladas por
ver quién preside la ANC, el resto inmenso de ciudadanos colisiona ante el dilema de
las regionales:
– “¡La propuesta de Ramos Allup de participar en las elecciones de gobernadores es una
traición al pueblo!”, proclama alguien.

– “¡Traición es dejar que nos quiten 23 gobernaciones!”, replica el otro.

– “¡¿Cómo vamos a ir a elecciones con este mismo CNE que acaba de meternos 8
millones de votos inexistentes por el buche?!”, grita el cuñado.

– “¡Con ese mismo CNE les ganamos las parlamentarias del 2015, ¿o es que no te
acuerdas?!”, insiste un vecino.

– “¿Pero de qué vale ganar todas las gobernaciones si después los van a inhabilitar o
encarcelar?”, argumenta una señora.

– “¡Cierto, además hay que hacer valer el mandato que el pueblo impuso el 16J. Esos
políticos son unos vendidos! Calle y más calle!”, persiste el más joven.

– “¡Hay que participar, sino los malandros se apoderan de todo. Esa siempre ha sido su
estrategia, desmotivar al pueblo!”, subraya otro vecino.

– “!Yo no pienso validar ese CNE tramposo!”, reitera el cuñado.

– “¿Y entonces, les vamos a regalar también las gobernaciones y las alcaldías”, se
desespera el presidente de la junta de condominio.

Y así estamos. En el remolino de una discusión que en ocasiones parece bizantina.


Mientras tanto, la represión se incrementa, las torturas a los prisioneros continúan,
Ledezma y López vuelven a ser pasto de sus carceleros, las líneas aéreas internacionales
abandonan el país, el dólar parece un cohete a la luna, la escasez nos ladra en el
estómago y todo hace pensar que la pesadilla estrena nuevos capítulos.

No somos un país, somos un laberinto.


El choque de trenes

POR: CARAOTADIGITAL - JULIO 27, 2017

27 de julio de 2017 | articulos

Compartir

El sobresalto se ha convertido en nuestro clima natural. Tenemos años –muchos,


demasiados años- refiriéndonos a cada tiempo que se aproxima como “el gran
desenlace”, “los días cruciales”, “la cuenta regresiva”, los capítulos culminantes”. Y,
para asombro de todos, cada momento de tensión final le abre la puerta a un nuevo
capítulo. Como si se tratase de una telenovela que se niega a culminar y enrosca su
trama infinitamente. El infierno de Dante y los nueve círculos que retrata en la Divina
Comedia son apenas literatura ante las distintas capas de horror que hemos ido
descubriendo los venezolanos. Nunca una pesadilla había tenido tantos sótanos. Nunca
en nuestra historia moderna habíamos lidiado con tanta adversidad colectiva. La
revolución chavista se ha convertido en una catástrofe de dimensiones colosales. El
dolor nos ha tumbado la vida a culatazos y patadas.

En estos días previos al domingo 30 de julio, fecha que parece marcar el fin de un país y
la llegada de Cuba a tierra firme, se asomó la posibilidad de una negociación entre la
dictadura de Maduro y la oposición democrática. Dicha negociación no buscaría otra
cosa que evitar el choque de trenes. Se trataría de procurar que las herramientas de la
discusión volvieran a ser las palabras y que no nos entregáramos, suicidamente, al
argumento de las armas y la fuerza bruta. El solo asomo de la palabra negociación, tan
satanizada, tan estigmatizada, gracias a las torpezas y/o vilezas de sus propios
oficiantes, encendió las alarmas de muchos. Pero, a pesar de su ya mala reputación, el
diálogo se jugaba una última oportunidad: o nos comenzamos a entender o nos
terminamos de matar. El espíritu reinante en algunos era procurar un entendimiento que
nos alejara de la barbarie y nos acercara al abecedario de la civilización. Pero fuentes
cercanas a los dialogantes dejaron escapar la noticia: la negociación baja la Santamaría,
la ANC va con todo, se impone la ruta de los radicales del régimen, bienvenida la
confrontación, las sanciones, lo que sea, “nos seguimos volviendo locos”.

Si efectivamente eso es así, si ya no hay nadie apostando a una solución pacífica de la


crisis, entonces volvemos a la teoría más inquietante de todas: el choque de trenes.
Nuestro destino inmediato se inclina con angustia hacia los vientos de guerra. Aunque
ya muchos sentimos que tenemos rato padeciendo los efectos clásicos de una guerra:
asesinatos y terror, confrontación y anarquía, asalto a edificios y hogares, crueldad y
tortura, hambruna, escasez, hiperinflación, gente huyendo en estampida del país. Pero
las propias voces del régimen anuncian que el 30 de julio, luego de las elecciones para
la constituyente, no quedará piedra sobre piedra en el país. Lo anuncian como si se
tratase del juicio final a todo venezolano decente y honesto que quede sobre el mapa. Lo
anuncian con un hilo de sordidez derramándoseles de las palabras. Son el coco, la
operación Tun-Tun en todo su esplendor, la fiesta perfecta para tanto odio y
resentimiento social. El caso es que frente a ellos hay una inmensa cifra de venezolanos
hastiados de tanto ultraje y humillación, de tanto abuso y escándalo. El problema para
ellos es que, a estas alturas, es muy difícil que el país democrático abandone las calles.
No después de todo lo que hay derramado en el pavimento. Es mucha la sangre muerta,
los muy heridos y los demasiado presos. Son tantos los agravios. Y nadie puede olvidar
la gesta civil del 16 de julio. Es sencillamente imposible que la manifestación de 7
millones y medio de venezolanos alrededor del mundo repudiando la dictadura pueda
ser ignorada o soslayada. ¿A qué país piensan gobernar Maduro y Cabello si su siniestro
plan funciona?

Esta vez sí pareciera cierto que nos acercamos al final de algo. Pero sentimos que la
frase la hemos enunciado demasiadas veces. Si la constituyente llegara a imponerse, se
abrirán nuevos capítulos de resistencia. No vislumbro a esta combativa sociedad
alzando una bandera blanca de rendición. Pero, sin duda, serán días aun más difíciles y
oscuros. Si la revolución insiste en aferrarse al poder fraudulentamente será un triunfo
momentáneo y jamás estarán tranquilos en la propia turbulencia que han creado.
Decretaron el caos y el caos los envuelve. Quizás Maduro duerma como un bebé, pero
como un bebé aterrado. Son demasiados fantasmas en la misma habitación. Mientras
tanto, el mundo lo condena y las intrigas palaciegas están a la orden del día.
Shakespeare deambula por Miraflores.

Ya Maduro ha demostrado que tiene un pésimo olfato político. Ojalá apele a la lucidez
desesperada que impone el instinto de supervivencia. Ojalá entienda que avanza hacia
un campo minado que será trágico para todos. Gobernar escombros es un fracaso
imposible de disimular. No funcionaron los 15 motores, ni las leyes habilitantes, ni las
comisiones rimbombantes, ni tanta arenga fidelista en cadena presidencial. Solo hay
humo en todas partes. El humo del fracaso y de la guerra.

¿Queda alguien sensato de aquel lado del país donde se atrinchera el régimen? ¿Alguien
que tenga el coraje de decir que se equivocaron? ¿Alguien que conceda que es hora de
negociar su retirada? Evitar el choque de trenes sería un supremo acto de inteligencia.
Todavía hay chance.
El país que comenzó un domingo

POR: CARAOTADIGITAL - JULIO 20, 2017

20 de julio de 2017 | articulos

Compartir

Hoy, en el siglo XXI, la verdad siempre tiene una cámara que la grabe. Por eso resulta
poco menos que risible ver a Nicolás Maduro diciendo que la consulta popular realizada
por los venezolanos el pasado 16 de julio de 2017 apenas alcanzó 600 mil votos. Da
risa, pero –seamos sinceros- también es un insulto. No se puede ser tan ciego o tan
cínico. Como bien le respondieron a través de las redes, sí, conseguimos 600 mil votos,
pero solo en el exterior. Los otros 7 millones de votos fueron en el propio patio de la
revolución: en Venezuela. Ni vale la pena ocuparse de las declaraciones de otros
dirigentes del chavismo encargados –penosa tarea- de minimizar la gigantesca rebelión
civil que ocurrió ese domingo. Una millonaria manifestación de repudio al régimen de
Nicolás Maduro que fue ejercida, demostrada y grabada en todo el planeta. Millonaria
en votos, se entiende. Desde pueblos remotos e impronunciables en Canadá o Italia,
entonando cánticos en el metro de Santiago de Chile, reconociéndose unos a otros en las
calles de Honduras, Zurich y Nueva York, en la puerta del Sol en Madrid, un poco más
allá en Tenerife, hondo y lejos en Australia o anticipando los relojes en Dubai. Y así,
por donde había vida civilizada, mesa y bolígrafo, allí había un venezolano formando
parte del lapidario plebiscito contra la dictadura que hace trizas al país desde hace ya
largos 18 años. Quizás no ha habido un día en nuestra historia así. Nunca como ese
domingo hubo tanta bandera venezolana en las calles del mundo. Nunca una diáspora
pronunció su dolor y su entusiasmo de forma tan unánime y multitudinaria.

Porque el azar escribe como escribe, con esa prosa espontánea y tajante, me tocó ejercer
mi voto en Miami. Ya venía impactado por lo que transmitían las redes. Por las colas de
ciudadanos tejiendo vueltas a las manzanas de la Candelaria, en Caracas. O por la masa
apretujada y sin miedo en la Bombilla de Petare. Gente mucha, en ese barrio popular,
naufragando en las limosnas del salario mínimo y las bolsas de comida CLAP. En fin,
ya venía con el ánimo en alza cuando finalmente llegué a la Universidad de Miami en
Coral Gables. Y entonces mi entusiasmo trocó en asombro. El estacionamiento del
campus universitario estaba colapsado. Sé que la mayor cantidad de emigrantes
venezolanos han recalado en Florida. Que Miami es la urbanización de clase media más
grande de Venezuela. Ahora bien, una cosa es tropezarte a un venezolano aquí y otro
allá, conseguirte a una familia cumanesa en el Publix, saludar a cada instante a
maracuchos y larenses en el Sawgrass o en un Walmart, comer arepas en Downtown o
abrazar amigos en el Doral, y otra sensación muy distinta es verlos a todos juntos, a
conocidos y miles y miles de desconocidos que, con la bandera en la gorra y el nudo en
la garganta, hacían ese día una cola infinita. Era no solo la cola del exilio, del arraigo en
ristre y la nostalgia en vilo, sino la cola del futuro, del camino de regreso a los abuelos y
primos, del reencuentro con el origen. Confieso que estuve conmovido sin pausa
durante las dos horas que estuve serpenteando por la inacabable fila de votantes bajo un
sol calcinante. Es demasiada gente la que se ha ido del país. Manadas enteras de
familias que andan con la lágrima en la orilla de las pupilas, que han tratado de entender
lo que pasó con sus vidas, que desde lejos observan el itinerario de nuestra desgracia y
no se resignan a ser distancia y convertirse en olvido. Con cada venezolano que hablé
había un estropajo de dolor en los adjetivos. Y uno se pregunta, ¿es así de indolente el
poder?, ¿envanece tanto que le das la espalda a la tragedia que causas?, ¿es así de
inescrupuloso el dinero a manos llenas?.

Una cosa es teclear la frase “el éxodo más grande de nuestra historia” y otra es verle los
ojos, escucharle el paso a cada emigrante, sentirles el acento, la sonrisa oriental, el
guiño zuliano, la picardía caribe, la prosa caraqueña, en definitiva, el gentilicio asomado
en todos los rostros. Punza el alma ver el tamaño de la herida derramada por códigos
postales que no nos pertenecen.

Pero ese domingo inolvidable que nos regalamos entre todos, ese domingo del 16 de
julio donde, en todos los rincones de la tierra y en cada calle y suburbio del país,
pronunciamos nuestra necesidad de ser libres, donde subrayamos el gen democrático
que nos define y donde afirmamos nuestro repudio a tanta estafa disfrazada de paraíso,
ese domingo no puede, no debe, ser en vano. Nadie olvida las muertes de los cien días,
ni las anteriores, ni la prisión de tanto venezolano de bien, ni la ruina de tantos hogares,
ni los perdigones en la cara rotunda de la decencia. Por eso nos toca hacer valer la fiesta
de ese domingo. Convertirla en asunto permanente. En presente inmediato. Siete
millones y medio de personas dijimos tres veces sí. Fue una proeza de la sociedad civil.
Nadie nos la puede arrebatar. Pero habrá que seguir pujando para cobrar su saldo. Nos
toca lidiar con los que aún no entienden o prefieren no entender. Hoy por hoy, la única
negociación posible es esa donde Nicolás Maduro y su equipo de gobierno se conviertan
en adiós. Así que, bienvenida sea la transición, o como quieran llamarla según lo dicte
la glosa política. Para lograr los pasos siguientes necesitamos tener la misma disciplina
y determinación que mostramos como sociedad en la ya histórica jornada. El documento
leído tres días después (miércoles 19) por los partidos políticos de la MUD, titulado
“Compromiso Unitario para la Gobernabilidad” suena inobjetable en su decisión de
querer reconstruir al país desde bases profundas y coherentes. Señores del régimen:
bajen las armas, cancelen la violencia, destierren la arbitrariedad. Entiendan que ya no
se puede obligar a un país entero a tanto desafuero. Asuman que se les venció el tiempo.
Sería sabio y honroso obedecer la voluntad de las multitudes.

A líderes y ciudadanos, a jóvenes y adultos, a todos, nos tocará apagar el fuego que dejó
la jauría, recoger los escombros, ordenar la casa. Nos tocará la parte luminosa de la
historia luego de tanto fango en las uñas y quejumbre en las entrañas. Nos tocará parir
un país desde cero. Eso queremos. A eso estamos dispuestos. Quedó claro, muy claro, el
pasado domingo 16 de julio. Y hablaremos entonces, en los libros de historia que están
por escribirse, del país que comenzó un domingo.
El país toma la palabra

POR: CARAOTADIGITAL - JULIO 13, 2017

13 de julio de 2017 | articulos

Compartir

Usted puede darle el nombre que quiera. Puede decirle consulta popular. O soberana. O,
como dicta la tradición, llamarlo plebiscito. También puede asumirlo como la gran
encuesta nacional, la que recogerá la opinión de todo el país electoral, el país que tiene
edad para votar y elegir, para respaldar o rechazar, para elegir otro destino o persistir en
la pesadilla. En realidad no importa el nombre que le de. Importa el sentido que tiene
ese día. Importa que todos nos hemos puesto de acuerdo para -en un mismo domingo-
expresar nuestra opinión, para responder tres preguntas que contienen el talante
definitivo de nuestro futuro. Importa que la democracia, a pesar de lo sangrante y herida
que está, le pide hoy a los ciudadanos que la invoquen, que digan lo que piensan sobre
sus gobernantes, que lo expresen de la forma más sencilla posible: con un lápiz, con su
cédula laminada y su verdad. Para que el mundo, y nosotros mismos, y los hombres que
rumian su poder en Miraflores, oigamos la opinión de todos y cada uno de los que
forman parte de un mapa, un gentilicio, una razón de ser llamada Venezuela.

Ellos dicen que no es legal, ni vinculante, que es sedicioso, que solo procura violencia,
que si el CNE no participa no vale, que necesita el visto bueno del TSJ, de los
hermanitos Rodríguez, del Contralor, del Foro de Sao Paulo en pleno, y hasta algún
gesto inequívoco del eterno. Ellos andan nerviosos, inquietos, desajustados. No
duermen bien, botan el café, se tropiezan con las vocales. Buscan esquinas oscuras en la
constitución, le tuercen la oreja a los artículos, inventan leyes y sentencias de última
hora. Quisieran saltarse el domingo 16 de julio, expropiarlo, que sea declarado un día
postizo, inexistente, falso en el calendario. Ruegan por un milagro que los ayude a
frenar la avalancha, el tsunami, la tormenta. Porque lo que asoma en el horizonte para
Nicolás Maduro y su siniestro régimen es un desastre natural de enormes proporciones.
Estamos hablando de millones y millones de personas, venezolanos todos, que
expresarán de forma cívica, pacífica y organizada su ya basta, su no queremos más
dictadura, su exigimos democracia y elecciones libres. Gente en todos los municipios y
rincones, en todos los estados y esquinas, en decenas de ciudades en el resto del planeta,
que marcará tres veces sí. Sí para expresar su rechazo a la Constituyente. Sí para
demandar a la Fuerza Armada Nacional obediencia a la constitución y respaldo a la
Asamblea Nacional que nosotros mismos elegimos. Sí para renovar los Poderes
Públicos, para conformar un Gobierno de Todos, para realizar elecciones libres, para
restituir el vapuleado orden constitucional. Tres veces sí para ser enfáticos, para que no
queden dudas, para dejarle claro a la dictadura nuestro multitudinario deseo de volver a
vivir en democracia.

Todos los muertos que han caído bajo la metralla del régimen, todos los que han
recibido perdigones y bombas lacrimógenas en sus ojos, piernas y rostros, todos los que
se llenan de oscuridad y oprobio en las cárceles, todos los que han recibido patadas y
golpes en su dignidad, todos los ultrajados y robados por los colectivos y la Guardia
Nacional, todos los que se tuvieron que ir del país, todos los que se quedaron sin
presente ni sospecha de futuro, todos los que han sido saqueados, allanados, violados,
humillados, amenazados, intimidados, burlados, todos, absolutamente todos, tendrán la
oportunidad de expresar su opinión. Incluso los indiferentes, los temerosos, los
replegados. ¿Acaso hay algo más vinculante que el sentir del propio país expresado en
cada uno de sus individuos? ¿Hay algo más democrático y honesto que pedirle a todos
los ciudadanos que manifiesten su opinión, sin manipularlos, sin obligarlos o
amenazarlos con despedirlos de su trabajo o no darles la limosna de los CLAP?

Eso es lo que va a pasar el domingo 16 de julio, en más de dos mil puntos soberanos y
más de catorce mil mesas de votación en toda Venezuela. Eso es lo que va a pasar en
más de 70 países del mundo y 430 ciudades del exterior, por donde andan tantos
venezolanos, errantes y melancólicos, huérfanos de país y de rumbo, con la nostalgia
atragantada en el alma. Es imposible no participar en el evento más democrático de los
últimos tiempos. Es un nuevo e inmejorable chance para ser protagonistas de nuestra
historia. Es un gesto colectivo que expresará nuestra aspiración de volver a ser un país
normal y decente, y no la región más sórdida del continente. Hemos marchado sin
descanso. Hemos dejado la piel en la calle. Hemos manifestado de todas las formas
posibles. Han sido más de cien días de protesta febril, más de noventa muertes
dolorosísimas, mas de mil heridos y cientos de presos políticos. Ahora nos toca
enfrentar una cifra más pequeña pero decisiva. Nos toca decir tres veces SÍ. Tres veces
en una planilla. Millones y millones de personas diciendo tres veces SÍ.

Y que se exprese el deseo multitudinario de los ciudadanos. Que el país tome la palabra.
Que la dictadura termine de entender que se ha vencido su tiempo. Que es el momento
de irse y darle el paso de nuevo a la democracia.

Es hora de levantar el sol.

De atizar la dignidad.

De volver a empezar todos de nuevo.


El horror patrio

POR: CARAOTADIGITAL - JULIO 06, 2017

6 de julio de 2017 | articulos

Compartir

Ya se agotan las palabras para narrar el espanto. Los adjetivos jadean de cansancio. El
idioma bufa de impotencia ante el hilo de sordidez que recorre el país. Lo ocurrido este
5 de julio en Venezuela, fecha que encarna 206 años de independencia, fue tan grave
que el mundo entero reaccionó con indignación y sobresalto. Nunca había visto una
reacción tan llena de presteza y estupor. La comunidad internacional quedó
boquiabierta. Las imágenes escupían una verdad que millones de venezolanos hemos
insistido en denunciar: estamos bajo el asedio de un régimen de extrema violencia. Ya
no existe disimulo ni pudor alguno. Los cabilleros de la revolución han pateado la
democracia una vez más. Públicamente. Frente a los ojos del planeta. Haciéndola
sangrar en la piel de los diputados electos masivamente por el pueblo. Ya nada calza en
una estructura lógica de pensamiento. El grito de los bárbaros anunció una vez más una
triste certidumbre: nos gobierna el horror.

El saldo fue penoso, vergonzoso en extremo. Cinco diputados heridos, periodistas


secuestrados y robados y personal diplomático acorralado por una horda de malandros a
sueldo cuyos únicos argumentos de debate eran la cabilla, la patada, la piedra, el puño y
la bala. Todo un alarde de civilización. Obviamente obedecían órdenes. Ya a primeras
horas de la mañana, el Vicepresidente -desde el propio Salón Elíptico de la Asamblea
Nacional- había convocado a la toma de la AN por “el pueblo de a pie”. Ya la orden era
oficial. Quizás uno o dos días atrás se había diseñado el asalto. No sabemos si en el
mismísimo despacho presidencial o en alguna de las turbias oficinas de la dictadura. Lo
que resulta casi risible en su cinismo es ver después a Nicolás Maduro, así, al desgaire,
de pasadita, condenar la violencia de lo ocurrido en el hemiciclo parlamentario. Maduro
habló de unos “hechos extraños” y uno advierte que comienza a mentir porque ya no es
extraño que sus cabilleros asalten la Asamblea Nacional. Lo que siempre resulta
“extraño” es ver (sí, se ve, hay decenas de videos que lo muestran) cómo la propia
Guardia Nacional les abre a los vociferantes las puertas de un recinto que están
obligados a proteger. Maduro vocifera “nunca seré cómplice de un hecho de violencia”
y uno lo único que hace es recordar cómo una semana atrás gritó, sin recato y
estentóreamente: “lo que no consigamos con los votos, lo conseguiremos con las
armas”. Nada menos. Nada más. Maduro redacta en su discurso oral “que se investigue
y se diga la verdad”, y uno sabe que sigue mintiendo porque nunca después de frases
similares ha habido sanción alguna, ningún detenido. Maduro dice en cadena nacional,
vestido de pompa y desfile, que condena la violencia y uno adivina el guiño en el ojo, el
codazo cómplice, la sonrisa de soslayo entre sus pares. Maduro dice que condena y uno
sabe que aplaude . Dice que investigará y uno sabe que felicitará. Maduro habla y uno
sabe que calla. Maduro hace de presidente y uno entiende que es un dictador.

Lo visto en los videos ya lo hemos contemplado demasiadas veces. La jauría sedienta de


sangre, con los brazos como aspas asesinas, enarbolando más cabillas que banderas,
más odio que razones, para atacar a gente elegida por la gente. La dictadura golpeando a
la democracia. Así de grave.
Y mientras el Parlamento Europeo en pleno, y el Departamento de Estado de EEUU, y
Mercosur entero, y Colombia, México, Perú, Panamá, Chile, y España, y el Reino
Unido, y el mundo en general condenaba ruidosamente lo ocurrido en plena fecha de
rituales patrios, la violencia tenía un discurso paralelo. Mientras el Ministro de Defensa
fingía repudiar lo ocurrido, su tropa se encargaba de esparcir más violencia y represión
en el Paraíso, en La Vega, en Quinta Crespo, en Los Teques, en Valencia. En cualquier
rincón donde se pronunciara la palabra democracia.

Una escala más en la sordidez. A la vista del mundo. El dictador está desnudo en su
violencia. Es el momento del horror patrio. Aquí no se puede conmemorar ni celebrar ni
izar una bandera más hasta que la pesadilla de destrucción y saqueo sea cancelada.

La democracia sangra pero insiste, insiste, insiste.

No hay otra opción.


Adios, Doña Bárbara

POR: CARAOTADIGITAL - JUNIO 29, 2017

29 de junio de 2017 | articulos

Compartir

Cada día es más rocambolesco que el otro. Cada noticia supera a la anterior. Vivimos en
sobredosis de acontecimientos. El guionista de la realidad nacional no para. Y su
imaginación posee el hambre de superarse a sí misma. Pero como estamos en una
extraña guerra, ya sospechamos hasta de las intenciones que trae el amanecer. Sale el
sol, le coloca un azul incalculable al cielo, amarra el verde del Ávila y lo primero que
tendemos a pensar es que quizás es una estrategia del G2 cubano para que creamos que
es un día normal, bajemos la guardia y hablemos de lo hermosa y definitiva que es
Caracas. Otro “pote de humo” para disimular el infierno que realmente somos. Así pasó
cuando la fiscal general Luisa Ortega Díaz denunció en voz alta la ruptura del orden
constitucional. Casi nadie le creyó. Las apuestas mayores aseguraban que era un plan
arteramente diseñado en las catacumbas del cerebro cubano que, según consenso
general, maneja los vaivenes de la realidad nacional. Hoy, a tantos días de su primer
desmarque significativo, y luego de una felpa incesante por parte de sus antiguos
compañeros de insignia, ya nadie duda de sus verdaderas intenciones. Hoy hasta le
prohíben la salida del país y congelan sus cuentas bancarias, hoy le preparan un bilioso
antejuicio de mérito. Pasó con las primeras declaraciones de Miguel Rodríguez Torres,
militar de turbia fama, que hoy también salta del barco donde Nicolás Maduro se
esmera en golpearse contra todos los icebergs posibles. Pero no, efectivamente,
Rodríguez Torres no es otra emboscada del G2 cubano. Hoy anda jugando su propio
ajedrez, intentando capitalizar para su provecho político tanto descontento y confusión,
escupiendo contra Iris Varela y Tareck El Aissami detalles impensables tres años atrás.
Y entonces le gritan traidor en cadena nacional, le dictan orden de captura, lo condenan
al patíbulo de la furia “chavista”.

En cada episodio se husmea un gato oculto, una tramoya, una zancadilla para hacernos
caer de bruces sobre nuestra propia inocencia. Así de crónica es nuestra desconfianza.
Hoy pasa igual con Oscar Pérez, el funcionario del CICPC que decidió sobrevolar el
cielo caraqueño con un helicóptero robado a sus superiores para manifestar, a su
manera, su deseo de rebelión. Se nos fue la vida ese día hablando, unos del “burdo
montaje del régimen”, y otras de la apostura cinematográfica del Rambo tropical. La
gran mayoría decidió sentenciar el episodio como una nueva jugarreta del G2 cubano,
pero aún así, seguía siendo el tema protagónico a pesar de que en paralelo un gorila
uniformado carajeaba nada menos que al presidente de la Asamblea Nacional. Y
entonces el debate público, saltando de piedra en piedra, fue que el plan consistía en
provocar a Julio Borges, atizar una respuesta hostil de su parte para luego criminalizar a
la oposición “apátrida y golpista” por violenta. Pero ese debate fue superado por ese
otro donde muchos condenaron la respuesta de Borges por “blandengue” y hasta las más
mujeres clamaban por un puñetazo oportuno entre barbilla y pómulo al tal coronel
Lugo, quien se esmeró en demostrarnos que es la deshonra en uniforme.

De repente, Santos Luzardo y Doña Bárbara volvieron a adquirir actualidad. Pero


seamos sinceros, en rigor, nunca la han perdido, porque la historia de nuestra república
ha sido la de un inveterado duelo entre la barbarie y la civilización. Durante tantos años
de vida republicana, uno aún se siente cabalgando entre “El Miedo” y “Altamira”.

Hoy los bárbaros son los amos del poder, pero la sociedad venezolana -en un arresto de
civilidad asombroso- no ha abandonado las calles, ni el coraje, ni el deseo crucial de
recuperar al país. No sé cuántos episodios de dolor y crudeza aun nos toca soportar. No
sé cuánto absurdo queda en la tinta del grotesco guionista que hoy escribe tantas
torturas, tanta represión, tanta vileza y desatino. No sé si el G2 cubano tiene un contrato
infinito con la revolución y somos los conejillos de indias de sus más peculiares
estrategias. No sé cuánto de lo que pasa es una maniobra para hundirnos más o un
desorden de episodios aislados que procuran el mismo fin, con más o menos desacierto.
Solo sé que cuando terminemos de conquistar la democracia, y la dictadura abandone
las mullidas poltronas del poder, estos días nunca serán olvidados. Esta inmensidad de
días, esta eternidad de meses, estos larguísimos años, estarán mezclados con nuestra
sangre y memoria, con nuestro pundonor y dignidad, y miraremos hacia atrás, donde
quedará relegada entre escombros y moscas la pesadilla, y diremos que lo logramos, que
a pesar de tanto, fuimos el definitivo triunfo de la civilización sobre la barbarie. Y la
trágica guaricha que ha marcado nuestro sino como nación será solo eso, una novela
fundamental, y no el arquetipo que nos define en nuestro anatema ancestral.

Habrá que decir de una vez por todas: Adiós, Doña Bárbara. Bienvenido, Santos
Luzardo, santo y seña de la civilización.
Todo es demasiado

POR: CARAOTADIGITAL - JUNIO 22, 2017 Foto: AFP

22 de junio de 2017 | articulos

Compartir

La crisis venezolana es un largo quejido que cumple ya dieciocho años de edad. Es una
crisis adulta. Una crisis que pide a gritos ser resuelta cuanto antes. Una crisis que no
acepta seguir envejeciendo. Es mucha la sangre derramada. Mucha la tumba abierta.
Son incontables los hogares rotos, los negocios saqueados, los años perdidos. Ya todo
es demasiado.

En todo este tiempo, la sociedad civil ha ejercido todas las opciones posibles de
protesta, ha luchado tenazmente por sus derechos y ha resistido los embates más crueles
e irracionales por parte del régimen. Ha ido a cualquier cantidad de elecciones, siempre
en estado general de sospecha todas ellas. (Hasta que nos convertimos en magnitud y ya
no hay trampa que sirva. Solo les queda –lo sabemos- no hacer elecciones). Ha firmado
planillas, manifiestos, remitidos. Ha llenado las calles con una persistencia abrumadora.
Se han tapizado las esquinas del mundo con nuestro llamado de auxilio. Se han coreado
cualquier cantidad de consignas, himnos y arengas a voz en cuello. Se han escrito libros,
artículos, crónicas, reportajes, canciones. Y después de tanto tiempo, después de
titubeos, breves entusiasmos, dislates, ensayos de unidad y coraje, aquí estamos: con el
país hecho añicos, con más de dos millones de venezolanos fuera del país, con una
economía que parece más bien un acta de defunción, con una moneda inservible y
absurda, con un sistema de valores que se desplomó para darle paso al rostro amoral y
anárquico del venezolano y con un panorama que se parece al clímax trastornado de una
pesadilla.

Estamos en ese punto exacto de la historia donde todo puede convertirse en pólvora y
ruina. O en resurrección y esperanza. Justo en este punto, la Fiscal General de la
República, ideológicamente afiliada al chavismo, lanza al aire una frase cargada de
horror: “Se cierne sobre el país un oscuro panorama de destrucción”. Y este diagnóstico
orbita alrededor de la constituyente propuesta por el también agónico Nicolás Maduro
(porque, vamos a estar claros, aquí todo el mundo está extenuado, todo el mundo está en
la orilla de sus fuerzas).

Pero hay algo que no podemos olvidar. La tragedia no es solo la amenaza de


imponernos una nueva constitución, vestida al capricho de la delincuencia
gubernamental. La tragedia es una cebolla con demasiadas capas. Porque mientras miles
y miles de venezolanos llenan el asfalto con su reclamo y su sangre, con su protesta y su
muerte, mientras el país estalla en infinidad de manifestaciones, marchas y plantones, el
discurso del caos sigue su trabajo.

Los primeros titulares hablan de los asesinatos y las atroces (es contigo, Padrino López)
violaciones a los derechos humanos cometidas por los uniformados de la dictadura. Pero
los demás titulares siguen goteando los detalles de la pavorosa crisis. Porque la gente
también está cerrando las vías para protestar por la falta de gas doméstico. Pues ya ni
siquiera hay lo más elemental: gas para cocinar. Como sigue sin haber pan, otro rubro
simple, cotidiano, normalísimo en cualquier país del planeta Tierra. Y la canasta básica
familiar está a punto de alcanzar la impensable cifra de un millón de bolívares. Y los
barrios se enervan ante los guisos del CLAP y su fugaz duración en la despensa de los
hogares. Y las universidades se quedan sin presupuesto para los comedores. Y centenas
de niños presentan cuadros grotescos de desnutrición. Y en un mismo hospital reportan
veinte casos de paludismo. Y en casi todos los otros hospitales le piden a los pacientes
que traigan desde las gasas y las inyectadoras hasta el jabón y el agua oxigenada. Y
vuelve la difteria. Y venden antibióticos adulterados. Y leche también adulterada. Y el
precio del dólar se vuelve pornográfico. Y siguen secuestrando gente por decenas. Y las
gandolas de PDVSA transportan cocaína, como si fueran sobrinos presidenciales. Y no
hay luz para las escuelas, ni azúcar para el café. Pero tranquilos, que igual no hay café.

Que no se nos olvide que por todo eso también protestamos. Que por todo eso la vida no
vale nada en Venezuela. Que por todo eso queremos arrancar el país de cero y sin
espejismo alguno en el horizonte.

Hoy se habla de un nuevo paso en la lucha contra la dictadura. Un paso más donde se
enarbolan dos cruciales artículos de la constitución. El 333 y el 350. ¿Es el paso
definitivo? Todo lo que viene es inédito para los venezolanos. Tanto como la pesadilla
en proceso. Hay gente que parece prometer la destrucción. En cambio, millones
apuestan por la reconstrucción.

Ya todo es demasiado.

Ya el país no puede.

Ya no hay tierra que acepte tanto dolor en su cielo.


Días decisivos

POR: CARAOTADIGITAL - JUNIO 15, 2017

15 de junio de 2017 | articulos

Compartir

La sensación se ha generalizado. Todo el país siente que estamos en la antesala de un


episodio mayor. El gran misterio que le otorga tanto suspenso a los días que transcurren
es cuál será el desenlace. Podemos estar cerca del fin del mundo – a escala Venezuela –
o a la víspera del inicio de una nueva nación. Cada día, a la vertiginosa trama, se le
añaden nuevos personajes, giros inesperados y escenas de altísima temperatura en su
violencia. Violencia pura y dura. Somos un país no apto para menores de edad.

La actual situación es insostenible por mucho tiempo más, se asegura. Pero en estos días
hemos descubierto que el infierno tiene varios sótanos. Y los gerentes de la pesadilla
han demostrado que no poseen escrúpulos a la hora de extremar sus agravios. Las
fuerzas uniformadas perdieron su mayor insignia: la autoridad moral. La violencia del
régimen se ha convertido en un “servicio a domicilio”. Allanan hogares, roban, asesinan
mascotas, tumban verjas, rompen vehículos y dañan ascensores por el puro placer de
hacerlo. Diseminan terror a manos llenas. Se han hecho trágicamente inolvidables.
Pasarán muchos años para que el ciudadano común vuelva a respetar a alguien vestido
de autoridad. Lamentable. Hoy se han ganado el odio de la gente gracias al
ensañamiento con el que están reprimiendo al país entero. Lo que hacen solo califica de
sórdido. Y esa es una palabra oscura, muy oscura.

Uno de los tantos videos que colapsan las redes sociales muestra, en las adyacencias de
la Plaza Altamira, a un grupo de motorizados de la GNB que ronda la zona atento para
reprimir a cualquier manifestación que surja. Los motorizados, a contra vía, bajan en
dirección norte-sur por la Avenida Luis Roche y cruzan la Avenida Francisco de
Miranda sin importar que el tráfico fluye de acuerdo a las indicaciones del semáforo.
Ocurre lo inevitable. Un carro choca contra una de las motos y los dos guardias caen
aparatosamente al suelo. ¿Cuál es la reacción de la gente alrededor? Alegría, aplausos,
gritos de placer, mofa a los caídos. Nadie mostró preocupación, nadie corrió a
ayudarlos. A fin de cuentas -podría ser el pensamiento general- son nuestros verdugos
los que cayeron al suelo. Una pequeñísima victoria que les regaló el azar. Los guardias,
entonces, se levantan sin mayores saldos que lamentar. Pero ante la emoción de los
peatones por su caída, responden lanzándoles una bomba lacrimógena. Ya es su forma
natural de comunicación. No hablan. No argumentan. No disuaden. Son robots que
disparan. Ah, y roban.

El “hombre nuevo” es un robot diseñado para la violencia.

El mensaje es claro: somos la revolución, y si no nos aceptan, somos la destrucción.


Venezuela se ha convertido en una zona de rabia. Rabia y dolor. Una mueca creciente
de dolor que asola cada rincón del mapa. Cada vez que Nicolás Maduro hace un
llamado a la paz se enluta un hogar venezolano. Cada vez que anochece, el terror sale -
vestido de tanqueta- a invadir los condominios donde la gente come y duerme. Se
esfumó la vida como asunto cotidiano. Así de feroces son estos capítulos de la realidad
nacional.

Son días decisivos, dice todo el mundo. Sin duda, nos estamos jugando el futuro de cada
uno de nosotros y de la nación como organismo vivo. Si la constituyente de Maduro se
lograra imponer sería el fin de la Venezuela que aun sobrevive en la templanza de sus
ciudadanos. Nos convertiríamos en una audiencia agónica ante una cadena presidencial
gritando espejismos en el desierto. Esta vez la diáspora tendría la prisa de las
estampidas. Millones de venezolanos saltando al vacío del éxodo. Y los que queden, los
que no tengan la opción de emigrar, serían pasto de las hienas en su rapiña más
conclusiva.

Por eso vale la pena seguir apostando por la sensatez. El discurso salvaje del régimen
debe detenerse, por su propia supervivencia política. Pero sus cabezas más radicales no
conocen las aguas del equilibrio. Para ellos el lema sigue siendo “Patria o Muerte”.
Patria para ellos, muerte para nosotros. “Nosotros”: ese resto enorme de país que se les
opone. La voz de las calles dice que no quiere dictadura. Y lo dice de una forma tajante,
directa, sin ambigüedades. Lo dice día y noche, marchando, plantándose, insistiendo,
herido de perdigón y metra, gaseado, encarcelado, torturado, pero irrevocable en su
postura.

¿Quién más de aquel lado del río está dispuesto a atravesar las aguas crecidas del
conflicto para detener el desastre?

Se dice que la Fiscal General no está sola. Así lo creo. No parece tener el talante de los
suicidas. Hoy, en su verbo, no solo habla la institucionalidad, sino también el instinto de
supervivencia. El chavismo le esta diciendo adiós al madurismo. Y en la misma escena,
el país le dice basta al régimen.

Todo está a punto. Hay un olor a víspera que es más fuerte que el de las bombas
lacrimógenas. Estamos en la antesala del final de un proceso. Crujen las paredes. Arde
el aire. El terror escupe sus vocales. La dignidad ciudadana resiste y se enfrenta. Falta
poco. Apostemos al triunfo de la tenacidad. Que gane el país. Que se cancele el crimen
vestido de poder. Toca ensayar otra oportunidad de patria. Sin excesos nacionalistas, sin
apostar por caudillos mesiánicos, sin falsos profetas que prometan el paraíso perdido.

Ya hemos tenido suficiente infierno.


Una atrocidad más

POR: CARAOTADIGITAL - JUNIO 08, 2017

8 de junio de 2017 | articulos

Compartir

Uno de los videos más virales de los últimos días ha sido ese donde se ve -nítida y
escandalosamente- cómo un pequeño enjambre de policías (PNB) acorrala en un rincón
a varias mujeres y les roba sus pertenencias. Una de ellas -blusa blanca, pantalón verde
oliva, rostro atolondrado por la asfixia- es llevada hasta el escondrijo. La mujer apenas
puede respirar mientras el uniformado le arranca el reloj y lo escurre furtivamente en su
bolsillo. Ella, a tientas, busca sentarse para recuperar el aliento. Al lado, tres policías
más, como perros hambrientos alrededor de un hueso, forcejean con otra mujer,
tironeándola de un lado a otro, jalonando su morral, sacando objetos de allí,
guardándoselos presurosos en cualquier parte, repartiéndose el botín como míseros
rateros de la calle.

Esa otra mujer, cuyo rostro no logra registrar el video, habla hoy conmigo, con una
cólera inmensa en la garganta. Porque pasó mucho más de lo que se alcanza a ver:

– “Estábamos regresando por la Av. Luis Roche y fuimos emboscados por una gran
cantidad de PNB en motos. No tuvimos cómo escapar. Nos ahogaron con bombas
lacrimógenas. Nos escondimos tras las columnas del Hotel Caracas Palace. El diputado
Paparoni estaba en ese grupo y salió para que pudiéramos escapar. Pidió que no lo
golpearan porque tenía una lesión en el brazo, pero no le hicieron caso. Nos apuntaron
con sus armas despojándonos de nuestras pertenencias. Como en mi morral no estaba el
celular comenzaron a meterme mano por todos lados. Por la espalda, por mis senos y
por dentro del pantalón llegando a mi zona vaginal donde tenía el celular, pero por el
guante que él tenía y lo apretado del bluyín no pudo sacármelo. ¡Estoy endemoniada,
rabiosa, indignada, porque el hecho de tocarle los genitales a una mujer sin su
consentimiento, con o sin penetración, es una violación! ¡Y te digo que la mirada y la
voz de ese policía nunca las olvidaré!”

Aquí detengo su relato. Aquí todo hierve. Aquí la furia es absoluta. Supongo que a esto
también se refiere el ministro Padrino López como atrocidad. No sé si él, o el
comandante general de la PNB, tienen estómago y argumentos para defender tamaño
ultraje. No sé si de esto va amparar a una revolución. No sé si la cotidianidad de estos
uniformados es tan miserable que necesitan robar, manosear, humillar, oprimir, a sus
compañeros de cédula de identidad y gentilicio.

Teresa, llamémosla Teresa para preservar su identidad, continua relatándome la


traumática escena:

– “Uno de los policías le decía al otro ‘¡Si no te da el celular, dale lo suyo!’. Les dije
‘No tengo nada más que me quiten’ y el otro insistía en que le diera el celular,
apuntándome con la cosa esa que dispara bombas. Le pregunté al que estaba
revisándome ‘¿Por qué me quieres matar, por qué me quieres hacer daño?’. Entonces
nos vimos fijamente a los ojos y me dijo: ‘Yo no te voy a matar’. Y me empujó contra
una jardinera. Allí me dejaron. A las otras mujeres que estaban en el grupo les robaron
los celulares, los lentes, todo. A una periodista de prensa internacional le quitaron la
cámara y 1.000 euros. Salimos de allí y nos sentamos en un banco a vomitar”.

Mientras tanto, en los alrededores de la Plaza Altamira el diputado Carlos Paparoni se


afanaba en recoger del piso un gran número de tuercas, como prueba de las insólitas y
letales municiones que dispararon los uniformados. Mientras tanto, hoy, Teresa me
reafirma el tamaño de su ira y el calibre de su resolución:

-“¡Faltan letras en el abecedario para describir lo que siento! Si ellos creen que con esa
actitud de malandros que ni siquiera conocen de leyes y tratados internacionales van a
hacer que dejemos de protestar, pues ¡¡NOOOOO!! Estoy más fuerte que nunca y con
mucha determinación producto de la arrechera! ¡Perdón, pero no tengo otra expresión!
La gente se quedó sin celulares, sin cámaras, sin documentos, sin dinero, sin zapatos,
pero con más ganas de seguir hasta lograr el objetivo. No vamos a entregar tan fácil lo
que nos queda de país y mucho menos vamos a dejar que las muertes de tantos jóvenes
exigiendo libertad sea en vano”.

La voz de esta mujer parece replicar la voz colectiva del asfalto en Venezuela. La voz
que se hizo calle y protesta, calle y mapa de ruta. Ni siquiera permite que sus amigas
lloren cuando les cuenta lo sucedido. Ella sabe que hay tragedias de mayor calibre
ocurriendo cada día en nombre de la detestada revolución de Nicolás Maduro. Ella sabe
que hay sangre que no regresa al cuerpo. Que hay más nombres agregándose a la lista
de muertes. Que hay gente siendo arrojada a calabozos por el puro gesto de manifestar
en paz. Que hay familias arruinadas en el dolor de un hijo que no volverá nunca más al
hogar. Que las otras atrocidades continúan su curso: el hambre, el hampa, la ausencia de
medicinas, la pobreza extrema y las epidemias, el desmoronamiento del país.

Finalmente, me dice “Teresa”:

– “No quiero que mi nombre sea revelado. No quiero ser noticia. La noticia es
Venezuela. Soy visitador médico y he ido a todas las marchas. Tengo 52 años y ahora es
que me quedan fuerzas para luchar contra esto. Seguiré en las calles. Lo tengo en mi
sangre. Mi papá era polaco y vivió la segunda guerra mundial. Él me enseñó que a los
dictadores y tiranos hay que combatirlos. Eso sí, preservando la vida. Es la primera vez
que me agarran. Desde el 2002 estoy en esto y no me canso. No me da la gana. Estoy
más digna y fuerte que nunca. Tengo un compromiso enorme con la tierra bendita que
recibió a mi padre”.

Bendita sea esta Teresa sin nombre que encarna a todas las valientes mujeres del país.
Entre balas y libertad

POR: CARAOTADIGITAL - JUNIO 01, 2017

1 de junio de 2017 | articulos

Compartir

Así anda la vida nuestra. Entre balas de represión y un afán indeclinable de libertad.
Hay una gran dosis de país volcado en las calles. Una avalancha de indignación. Ya son
más de dos meses de calle, vehemencia, represión y muerte. El caos represivo anda de
esquina en esquina con su gramática asesina. Las noticias vomitan a toda hora una
realidad humeante. Eso somos hoy: asunto crudo y duro. Se ha vuelto rutina alzar la voz
y esperar el golpe. Decir basta y esquivar los perdigones, huir de las nubes tóxicas,
espantar la metralla. Se ha vuelto rutina correr a cualquier parte para así poder volver.
La libertad es una palabra costosa. Cuesta sangre, miedo, templanza, persistencia. Hoy
la calle abre sus brazos para recibir bocanadas inmensas de gente. La calle anda llena de
moretones. Si uniéramos todos los kilómetros que han caminado los venezolanos
manifestando su repudio al dictador nos sorprendería la distancia, la magnitud de
nuestra queja. A pesar de eso, se nos hace untuoso el paso por una larga mancha de
aceite que se llama incertidumbre. Hoy ser venezolano es ser una incertidumbre. Hoy no
parece haber final para la rabia, pero tampoco para la determinación.

No hay otra forma de decirlo: hay una bala adentro de todos los venezolanos. Nos arde
el abdomen. Y también el gentilicio. Duele mucho la bala oscura que circula adentro de
todos. Duele tanto agravio. Nos saquearon la alegría que alguna vez fuimos. Hoy solo
podemos preguntarnos, ¿cuántas cajas de perdigones le quedan al odio? ¿Quién
patrocina la carnicería? Hoy hay más balas que sensatez. Más salvajes en las motos
oficiales que harina en las casas del pueblo. Hay más rabia que abrazos. Más ira. Más
cicatrices.

Me topo con una señora en un sitio público. Me abraza duro, como si nos conociéramos
y tocara consolarnos mutuamente. No habla, solo llora y llora. Desconsoladamente. No
le salen las palabras. Es pura agua rota lo que hay en sus ojos. Puro dolor. Su familia la
acompaña y desde cierta distancia me ve, esperando que yo entienda su actitud. ¿Quién
no entiende? En estos días eso es lo que más he visto. Lágrimas. No por la furia de las
bombas lacrimógenas. Es el puro estupor ante lo que nos está pasando. Algo que parece
inconcebible. Algo que nos sobrepasa. Algo que rebosa una ofuscada tiniebla.

Cuando uno ve las imágenes de los GNB lanzando bombas lacrimógenas a los pechos
de las personas, a los balcones de los apartamentos, a clínicas y colegios, uno entiende
que aquí alguien perdió la razón. Alguien parece disfrutar del caos. Alguien ha hecho de
la represión su nicotina personal. Son demasiadas evidencias diseminadas a lo largo de
los días. Guardias y colectivos que entran en edificios y rompen puertas, revuelven,
arrastran, saquean, destrozan. Hay demasiada vileza a la vista de todos. Ya los
uniformados no solo reprimen, ahora juegan –con aire macabro- al gato y al ratón.
Andan de cacería. Buscan hasta sus últimas consecuencias al manifestante, lo alcanzan,
lo golpean, le quitan el reloj, la cámara, el celular. Un guardia que le roba su morral a un
joven entrega a cambio su moral. En los últimos días, luego del pronunciamiento del
Ministerio Público exigiendo respeto a la prensa, la GNB responde robándole sus
cámaras a varios reporteros gráficos. ¿Eso es control del orden público? ¿O descontrol
de su propio orden como autoridad?

¿Quién está disfrutando tanto de esta violencia?

¿A quién entusiasma tanto dolor?

¿Es así de cruel el hombre nuevo de la revolución? ¿Es este el ciudadano que nos trae la
Constituyente de Maduro?

Mientras escribo estas líneas, en mi celular se asoma la imagen de otro joven caído
mientras reclamaba democracia. Tendido en la calzada, su franela es un charco de
sangre.

La muerte es roja. Roja rojita.

La libertad siempre es más plural en sus colores.


La amenaza que viene

POR: CARAOTADIGITAL - MAYO 25, 2017

25 de mayo de 2017 | articulos

Compartir

El azar siempre reescribe el mundo. Y a veces su prosa desconcierta. Hoy iba a


responderle algo a un amigo, vía WhatsApp, y cuando pretendía escribir “la semana que
viene”, el corrector automático puso “la amenaza que viene”. Me quedé perplejo varios
segundos. Quizás la tecnología ya posee una suprainteligencia que la hace advertir los
peligros que entrañan ciertos lugares del planeta. En estos tiempos, seamos francos, una
conversación en Venezuela o que hable sobre el país va a asomar con recurrencia esa
frase: la amenaza que viene.

A estas alturas del infierno, cuando ya lo hemos vivido casi todo, hay mayores
amenazas en el horizonte. Amenazas cada vez más inquietantes. Amenazas firmadas por
un pequeño grupo decidido a escamotearnos nuestros derechos más elementales, para
así ellos seguir disfrutando la gran borrachera del poder.

Ya es imposible ser normal en Venezuela. ¿Quién piensa hoy en su proyecto laboral


inmediato, en la reunión de trabajo del próximo lunes, en la pauta a cumplir para el mes
que viene? ¿Sabemos acaso si hay “mes que viene”? ¿Cuál comerciante sueña con
ampliar su negocio o invertir en una nueva sede, si la lista de comercios saqueados en el
país arroja saldos de llanto? ¿Qué estudiante ocupa hoy sus horas en la cotidianidad de
un día de clases o en los párrafos finales de una tesis de grado, si quizás su mejor amigo
está siendo enterrado por el golpe letal de una bomba lacrimógena? ¿Qué madre anda
pendiente de los dos centímetros que creció su hijo de cinco años cuando quizás el hijo
de la vecina acaba de ser alcanzado por una bala en el cráneo? ¿Quién coloca en su
insomnio los avatares de su vida amorosa, cuando tal vez a su hermano se lo llevó preso
el Sebin por tener una máscara antigas en su closet? ¿Qué caraqueño o barinés o
tachirense ha vuelto a recordar la cita que tenía con el dentista para, por ejemplo, una
limpieza de dientes? ¿Quién anda urgido de hacerle el chequeo al carro, de asistir a una
competencia de natación, una cata de vinos o el próximo festival de cine francés o
libanés cuando ya los días no son días sino pesadillas y perdigones?

¿Cómo volvemos a ser normales en un país donde cada cadena nacional, cada frase
presidencial, cada pronunciamiento del TSJ, nos agita la nueva amenaza que viene en
camino?

Y a pesar de eso, cada día son más los que reniegan de la dictadura. No solo la gruesa,
amplísima y desbordada oposición. No solo los cuatro costados del país. Sino algunos
viejos inquilinos de la revolución. Antiguos emblemas del chavismo más ortodoxo. Se
desmarca la Fiscal General. Cada día más y mejor. Hijos y familiares de prominentes
oficialistas proclaman su rechazo a tanto agravio. Se pronuncian ex ministros contra la
absurda Constituyente. Dice “no” Mari Pili Hernandez, conocida devota de Chávez. El
mismísimo Gustavo Dudamel asoma sus palabras de “basta de represión”. Rubén
Blades, ídolo de Maduro, le dedica un afinado texto de repudio para su total
desconcierto. Melvin Mora, icono del Magallanes y proverbial amigo del Galáctico,
graba un video demandándole a Maduro que oiga el sentir de la calle. Y también Miguel
Cabrera, y Omar Vízquel, y Wilson Alvarez, y una larga ristra de peloteros de grandes
ligas, héroes muchos de nuestro pueblo, le piden lo mismo al dictador. Para. Ya. Basta.
Suficiente. Oye a la gente. Te estás equivocando. No más represión. No más sangre. Y
él, mareado en su soberbia, dándose de bruces contra el muro de su arrogancia, jura que
aquí compraron a todo el mundo, que el imperio está diseminando fortunas para que
ellos y los futbolistas de la Vinotinto, y Edgar Ramírez en Hollywood, y Patricia
Velásquez desde la pasarela de su fama, y Carolina Herrera desde su duelo y su linaje y
hasta Rafael Correa y Ernesto Samper, viejos amigos de francachelas y dominó político,
pidan elecciones con urgencia. Como si fueran el golpismo más rancio y endógeno,
como si el resto del planeta se hubiera vuelto loco y urdiera al unísono un complot
monumental para derrocar al gobierno que más felicidad le ha dado a población alguna
en la historia.

La amenaza que viene para nosotros, demócratas venezolanos que sumamos millones y
millones, es más represión, acoso para todos, cárcel para algunos, y muerte para los más
desafortunados.

La amenaza que viene para Nicolás Maduro y su combo es simple: otro país. Eso es lo
que se vislumbra en el horizonte, a pesar de tanto mar crecido. Otro país. Donde no
hagan falta perdigones, ni bombas lacrimógenas, ni horror, ni anarquía. El país nuevo.
El que nos traiga una próxima oportunidad. El país de la reconstrucción y la sensatez.
La oscura fiesta del odio

POR: CARAOTADIGITAL - MAYO 18, 2017

18 de mayo de 2017 | articulos

Compartir

La borrachera es colectiva. La mal llamada revolución bolivariana terminó inoculando


su rabia originaria al país entero. El resentimiento, que es el alimento estructural del
chavismo, sustentado en el oxidado argumento de la “lucha de clases”, ha mutado en un
monstruo de múltiples perfiles. Hoy en Venezuela el odio campea a sus anchas. Se odia
al distinto y al cercano, se odia de norte a sur, en público y privado, a vecinos y viejos
amigos, a compañeros de trabajo o de generación. Pocos escapan a la turbia borrachera.
El denominado escrache es el nuevo punto de inflexión. Sin duda, abonado por el
régimen durante ya casi dos décadas de acoso a la empresa privada, saqueos al erario
público, expropiaciones indebidas, corrupción vergonzosa y satanización de las clases
media y alta. Se comenzaron a dispensar etiquetas de odio como “escuálido”, “apátrida”
u “oligarca”, para hacer breve el inventario. Pasado el tiempo, la revancha devolvió sus
reflejos. Y hoy somos este desastre.

Nicolás Maduro ha hecho un aporte fundamental para acrecentar la fiesta del odio. Sus
despropósitos en la presidencia del país han sido de tal magnitud que la ruina se ha
convertido en nuestro paisaje natural. Huyéndole a la violencia, a la calamidad
económica y a la persecución política el éxodo de venezolanos se ha multiplicado
exponencialmente en los últimos tres años. Gente que se va de su propia casa, de sus
apegos, de su sitio en el mundo, a como dé lugar. Sin mayores asideros, sin hogar en la
otra orilla, sin norte en la brújula. Gente que se va con la desgarradura como tatuaje. Por
eso ha sido tan masiva y rabiosa la reacción de los venezolanos en el exilio con cada
rastro de saqueo e inescrupulosidad que se topan en el camino, bañándose en lujos
cínicos e impropios. Otro desastre. Otro rasgo de la oscura y peligrosa fiesta de odio en
que nos hemos convertido.

Venezolanos gritándose unos a otros, insultándose, acosándose. Penoso espectáculo que


nadie hubiera querido ver. Pero aún peor es el que ocurre puertas adentro, donde el odio
dispara perdigones, metras de plomo, gases y balas y termina matando a gente que
manifiesta su repulsa y su deseo de cambio a un prójimo que lo oprime y reprime. Y
entonces la revancha vuelve a esgrimir su discurso y el país todo se convierte en un
remolino de guerra. Una guerra asimétrica, sin duda. Plomo contra piedras, tanquetas
contra pancartas, cárcel contra arenga, colectivos contra marchas, decretos contra
derechos, sangre contra solicitud de cambio.

Necesitamos imperiosamente frenar esta borrachera de odio. Necesitamos la gramática


de la sensatez. Mucho ganaríamos todos, no importa nuestra posición política, si
volviéramos a las reglas de juego que están nítidamente escritas en la constitución. Se
hace imperativo que volvamos a ser gente en paz. Hay demasiado dolor derramándose
cada día que pasa. Y cada vez las cicatrices son más hondas. Las zanjas más profundas.
No puede ser que la obsesión de unos cuantos venezolanos que se aferran
desesperadamente al poder termine arrasando con la vida cotidiana de 30 millones de
ciudadanos que comparten los mismos colores en su bandera y su gentilicio. Hay que
parar esta calamidad. Hay que detener el tren desbocado que somos. El abismo no puede
ser nuestro destino como nación. Es hora de que la cordura pronuncie sus primeras
frases. Hay que ponerle fin a la sangrienta fiesta del odio.

Hay un inmenso país que quiere paz y democracia. Quiere elegir un nuevo rumbo.
Quiere otra oportunidad. Ese es un punto de luz monumental. Es tan sencillo y
contundente como eso. Al odio se le puede detener imponiendo el voto multitudinario
por un nuevo destino. Se trata de marchar hacia otra propuesta de país. Es lo que
pedimos todos los días en la calle. Marchar para llegar a nuestro verdadero destino
como nación.
Duelo y determinación

POR: CARAOTADIGITAL - MAYO 11, 2017

11 de mayo de 2017 | articulos

Compartir

Hoy no tengo palabras. Solo este nudo torcido en el silencio. Un silencio denso que se
pasea por las imágenes de guerra que, cada día con más saña, marcan el asfalto entero
del país. Estoy frente a mi computadora y no hallo en el idioma ninguna frase que me
sostenga. Estoy ladeado. Triste. ¿Quién no lo está hoy? Se me caen las sílabas hacia
dentro del silencio. Y me quedo así. Mudo. En estupor. En un duelo profundo. Intento
escribir y no puedo porque encima de mi teclado está el cadáver del joven Miguel
Castillo. Roto. Con un más nunca en el pecho. Y tapándome las vocales está el cuerpo
asesinado de Armando Cañizales. Y cubriendo las consonantes, con toda su sangre,
están los más de 40 asesinados en este apocalipsis firmado por Nicolás Maduro. Y entre
los adjetivos solo encuentro el cuero cabelludo de Oriana Whaskier, la joven
manifestante arrollada sin misericordia por un “hombre nuevo” del régimen. No
encuentro palabras, insisto. Estoy ronco de dolor. Tengo afónico el discernimiento.
Todo aturde en esta hora terrible del país. Solo escucho los gritos de cientos de
ciudadanos que huyen espantados ante el acoso de los paramilitares, jugando a ser el
infierno. Rompiendo sus puertas, saqueando sus negocios, violentando sus domicilios.
Solo escucho perdigones y balas cuando intento dormir. Y ese odio que derrocha la
guardia nacional. Esa virulencia de bestias en delirio. Veo las imágenes de la feroz
represión y se me atascan el duelo y la rabia en la voz. Me asalta el deseo de romper a
llorar. Y me contengo. Porque ya hay tanta gente en el llanto que no cabe más nadie.
Estamos en la olla salvaje de la dictadura, enfrentando su hedor. Ya no quedan
calificativos para tanto desafuero.

Solo nos queda a los venezolanos de bien, que somos mayoría, resistir y luchar. Alzar la
voz. Lo más duro posible. Asumir la calle y el coraje. Como está ocurriendo. Con sus
terribles riesgos. Y esperar que valga la pena. Esperar que tanta gente inmersa en el
dolor valga la pena. Mientras tanto, seguimos. Caminando hacia el desenlace. Para
recuperar el país que nos robaron en el saqueo más infame ocurrido en nuestra tierra.
Para que tanta penuria se convierta, ojalá muy pronto, en alquimia. Solo nos queda
hacer de tanto duelo y tanto espanto la razón definitiva para cancelar la larga pesadilla
que hoy somos.

No tengo palabras. Solo determinación. La misma que mantiene en pie de lucha a


millones y millones de venezolanos. La misma que indica que no hay otra opción sobre
la mesa, que ya no es posible claudicar, que se nos impone triunfar sobre el horror.
Bailando sobre las ruinas de un país

POR: CARAOTADIGITAL - MAYO 04, 2017

4 de mayo de 2017 | articulos

Compartir

Venezuela. Mayo 2017. El régimen de Nicolás Maduro le abre las puertas al horror. No
hay adjetivos para calificar lo que hoy ocurre. El país se sale de control a pasos
agigantados. Se ha desatado la madre de todas las represiones. No hay otro rostro que el
estupor.

Nicolás Maduro baila en televisión mientras Armando Cañizales, de 17 años, muere


asesinado en una marcha de la oposición. Otro corazón reventado en el asfalto salvaje
de Caracas. No importa, ya el régimen se encargará de decir que lo mató su propia
gente. Nicolás Maduro y Adán Chávez ensayan un tumbaíto absurdo mientras una
tanqueta de la GNB arrolla a un manifestante. Nada puede ser más grotesco cuando el
país tiene el alma en vilo. Maduro baila, mientras Tibisay Lucena, ese cometa que solo
aparece a la hora de las ilegalidades, se suma a la farsa constituyente. Maduro baila
mientras los videos muestran a un joven manifestante envuelto en llamas. Maduro baila
y el país cae herido con traumatismos de todo calibre. La represión ha alcanzado niveles
inhumanos. Cada día es peor que el anterior. Este miércoles 3 de mayo Nicolás Maduro
bailó sobre la sangre de los venezolanos. Nadie lo olvidará. Llegada la noche los centros
asistenciales no se daban abasto para atender a los heridos. Pedían insumos, pedían
médicos y enfermeras pues fueron desbordados por el caos. Maduro lo hizo una vez
más. Y quizás solo sea el comienzo. Nadie sabe cuándo terminará su propia versión del
infierno.

No hay lugar en toda Latinoamérica donde hoy se estén violando los derechos humanos
de forma tan repulsiva como en Venezuela. Y mientras tanto, el Defensor del Pueblo
viaja al otro lado del mundo a dar una conferencia, oh ironía, sobre derechos humanos.
La autopista más grande de Caracas se llena de gente herida, golpeada y asfixiada
mientras Tarek William Saab presenta una antología de sus poemas en el Líbano.

El cinismo agrega su música al terror que hoy derrama la revolución bolivariana sobre
el destino de los venezolanos.

Mientras tanto, la noche se llena de rumores oscuros sobre Leopoldo López, el preso
más emblemático de la dictadura. La confusión y el dolor son la única temperatura en
las palabras.

Cada día agrega sus imágenes al catálogo del espanto. En las cruentas jornadas de
violencia hamponil que se han desatado, un video muestra cómo dos hombres abren un
boquete en una pared de un edificio residencial. Horadan el muro. Roen la propiedad
privada para desmantelarla. Pertenecen a los paramilitares del régimen. Otro video
muestra a una jauría en la fiesta salvaje de su anarquía. Un hombre rompe vidrios de
carros ajenos sin ton ni son. Por puro capricho. Otro, bate en mano, rompe uno, dos
faros, le da en los costados a cada carro que encuentra. Van de un lado a otro. Queman
una garita de vigilancia de un edificio que ni siquiera conocen. Disparan a los balcones.
Un hogar se incendia absurdamente. Junto a ellos, la GNB, antigua garante de la paz
nacional, vomita gases lacrimógenos hacia ventanas donde moran ancianos, adultos y
niños. Son el infierno con licencia. Destituyen el orden de las cosas. Arrecian su rabia
ontológica. Son los desclasados eternos que hoy tienen venia presidencial para incendiar
al país. Gente que ejerce la rebatiña del caos porque se lo permite un heredero sin
brújula. Tienen una instrucción. Hacer temblar de miedo a todo aquel venezolano
humilde que se permita golpear una cacerola. Ninguna dictadura acepta disensos. Están
diseñadas para neutralizar a todo el que piense distinto. Así es la revolución. Así de
patética terminó siendo una palabra que alguna vez tuvo un fuego interior y fue la
bandera mítica de tantos movimientos políticos de la historia.

La revolución bolivariana tiene más bombas lacrimógenas que seguidores. Esa es su


triste posdata. Maduro escribe con sangre el epitafio del legado de Chávez. Para intentar
salvarse arroja a la basura la constitución hecha por su mesías personal. Hoy se pega de
bruces contra el espejo de su ceguera. No ve las autopistas y calles atestadas de
ciudadanos en su contra. Es sordo a millones de venezolanos. Su mirada solo alcanza a
advertir a tres o cuatro figuras opositoras y a un breve puñado de jóvenes que decide
defender con violencia la violencia que recibe. Como ha dicho la propia Fiscal General
Luisa Ortega Díaz ¨No podemos exigir un comportamiento pacífico y legal de los
ciudadanos si el Estado toma decisiones que no están de acuerdo con la ley¨.

El tambaleante presidente solo ve, en el gran río que es la oposición, las dos puntas.
Líderes políticos y jóvenes en la línea de fuego. No observa el país enorme que hay
entre esas dos puntas de la protesta. Grita “terrorismo”. Grita “golpe de estado”. Grita
“caos”. Cada vez que grita dibuja la autobiografía de su tránsito en el poder. Acusa y no
se ve en el espejo. Señala y no oye su propio bufido.

Toda guerra es inútil y mortal. Por eso toda lágrima que se ha derramado en estos años
tiene tu nombre, Nicolás Maduro. Toda madre reventada de dolor. Toda familia rota.
Todo negocio saqueado. Tanta náusea en las cortinas del poder. Tanto asco en las
fortunas del chavismo. Ya no hay ideologías en Miraflores, solo ladridos rabiosos. Esa
es tu fortaleza, Maduro, la violencia. Ya huérfano de pueblo, ya vacío de escrúpulos, te
apoyas en la fuerza bruta. No hay coraje en burlar la ley y hacer añicos la constitución.
No hay mérito en ser un déspota. Es un oficio ruin que solo ha logrado el repudio más
grande que ha tenido gobernante alguno en este país. Hoy hay frente a ti un país
indignado y herido que decidió no aceptar más deshonras ni vejaciones. Nunca más.
Venezuela, el huracán

30 de abril de 2017 | articulos

Compartir

Cuando un venezolano sale a marchar a las calles para manifestar su repudio al régimen
que ha convertido al país en sal y agua, lo hace con dos armas: la gorra tricolor y un
hartazgo profundo. Así de desnudo, así de vestido sale. Esa marcha, que hoy plena el
asfalto de todos los rincones del país, recibe una sola respuesta: represión. Una
represión que con el curso de los días ha ido adquiriendo un talante atroz e irracional.

He asistido a muchas marchas en estos dieciocho años, pero jamás había presenciado
tanta furia represiva. Y, sobre todo, tan gratuita. En un sábado de este abril del 2017 –
otro abril que jamás olvidaremos- marché con miles de venezolanos desde el Municipio
Chacao hacia la Defensoría del Pueblo. Al llegar a la autopista, a la altura de El Rosal,
la muchedumbre detuvo su paso. Un grueso piquete de la GNB había erigido su
particular versión del Muro de Berlín. Como si fuéramos dos países. Como si mi
gentilicio caraqueño ya no pudiera volver a la parroquia San Juan, donde nací y me crié.
Como si tres gritos y un capricho del alcalde Jorge Rodríguez fueran argumento
suficiente para expulsarme de mi propia ciudad. Como si tocara devolvernos en silencio
a un gueto de parias y traidores, porque eso somos -para los fundamentalistas del
chavismo- todos los que vivimos fuera del Municipio Libertador. Como si ya la protesta
no ocurriera en cada rincón del país.

Represados ante esa frontera imaginaria que dibuja el régimen, observaba, junto a mi
pareja, amigos y miles de ciudadanos, cómo se iniciaba la represión contra la primera
línea de la manifestación. Es un libreto harto repetido. El piquete de guardias cierra el
paso hasta que, a la señal convenida, se convierte en un ejército en guerra. Un horizonte
de nubes tóxicas se alzaba quinientos metros más allá. Un helicóptero nos rondaba
siniestramente. Nos suponíamos lejos del peligro. Falso. El peligro nos tenía preparada
una emboscada.

De pronto, desde la calle de El Rosal que desemboca a la autopista, nos inundó una
avalancha de bombas lacrimógenas. Algunas caían desde una altura inconcebible.
Comenzó el caos. Todos corrían hacia donde su instinto o posibilidades se los
permitían. En nuestro caso, el punto de fuga más cercano era el Guaire. Me asomé a sus
márgenes, lo pensé dos veces y corrí con los míos hacia el este, atravesando la selva de
humo. Un humo que te ciega, te asfixia, te desequilibra por completo. Íbamos a ciegas,
asidos a algún trozo de ropa del más cercano. Perdernos, extraviarnos en mitad del caos,
nos haría más vulnerables. A nuestra izquierda, decenas de personas tumbaban una reja,
con la fuerza de la desesperación, para poder acceder a la autopista y huir de la brutal
arremetida. Sin visión, a tientas, solo oíamos el ruido de múltiples toses, gente
asfixiándose, gritando. Y las detonaciones, cada vez más cerca, acechantes. Mientras
corría, sentía que me quedaban pocos segundos de aire y luego vendría el
desvanecimiento. En mi mente se agitaba de un lado a otro un inmenso “¿Por qué?”. Es
lo que todos nos seguíamos preguntando media hora después, ya a salvo y aún aturdidos
por los efectos de las bombas.
La pregunta troca en ira cuando luego ves a las autoridades declarando que la represión
es solo respuesta a la violencia opositora. Obviando las escaramuzas que ocurren al final
del día entre unos pocos jóvenes que optan por confrontar, cara a cara, capucha a casco,
a las fuerzas represivas y que suelen escalar en intensidad y su tanto de anarquía, en
rigor, las marchas de la oposición son estrictamente pacíficas. Todos sabemos en cuál
orilla del conflicto están las armas.

Dos días después volví a marchar a pesar de haber experimentado el mordisco del
peligro. Así como millones de personas en toda Venezuela que siguen saliendo a las
calles con una determinación impactante. A pesar de la dolorosa muerte de cada uno de
los asesinados. A pesar del olor a sangre que mancha el aire. A pesar de la impúdica
violencia del régimen.

***

Van una, tres, seis, ocho marchas, represión, humo, perdigones, detenidos, gente que
grita, y de repente, alguien que cae en el asfalto para nunca más marchar, ni opinar, ni
comer, ni respirar. Alguien que cae de bruces en la muerte. Y otro muerto más en
Mérida. Y en Barinas. Y en Valencia. En el Tocuyo. En Altamira. Se multiplican las
muertes, se atestan los calabozos, crecen los heridos, se expanden los ataques nocturnos
a residencias y barriadas populares. Ya nada se puede ocultar. Por más que amordacen a
los medios de comunicación, allí están las redes, con su desbocada libertad, con su
facilidad para colgar videos, los ciertos y los inciertos, los que reseñan el ataque de los
paramilitares, los que graban los cacerolazos a dirigentes que intentan repartir las
migajas del CLAP y han descubierto que ya no les funciona, que es más la rabia que el
miedo, que este país indignado ya no acepta más vejaciones.

Y mientras tanto, el presidente graba videos para demostrar que él mismo maneja su
carro (¿así como maneja el país?), que juega pelota, que baila, que anda contento. O
simula estarlo. Pero ya aquí no hay alegría posible. Esa palabra fue expulsada del país.

Y mientras tanto, siguen muriendo niños por comer yuca amarga. Y muere un periodista
porque no consiguió los medicamentos para controlar su arritmia. Y mueren pacientes
en los quirófanos porque falla la luz. Y las proteínas escasean en los hospitales de niños.
Y la basura sigue siendo parte de la cesta básica del venezolano.

***

Miércoles, 27 de abril. En plena represión de la marcha es impactado en el pecho Juan


Pablo Pernalete, un estudiante de 20 años. Minutos después, muere. Los testigos hablan
de una bomba lacrimógena lanzada a una distancia brutalmente corta. El país se
estremece. Los padres lloran, incrédulos, la muerte de su único hijo.

En la noche, Diosdado Cabello, en su programa habitual de los miércoles, dedicado al


bullyng y la amenaza, nombra el suceso y se esmera en absolver de culpas a la GNB. Ni
una palabra de condolencia. Ni un ápice de dolor. Ni siquiera una máscara para fingir
tristeza. Total, es un opositor menos.

***
Imagen, metáfora, símbolo:

Decenas de ciudadanos lanzándose a las aguas que nunca en su vida hubieran pensado
tocar. Solo la desesperación puede empujar a un caraqueño a sumergirse en el Guaire.
El país democrático hundido en el detritus de nuestro propio fracaso como nación. La
oposición arrojada al río cloaca, emblema de las promesas incumplidas. La oposición
saliendo empapada, digna, crecida e inevitable.

***

Testimonio de una amiga que vive en un urbanismo de la Gran Misión Vivienda:

“Fíjate que hoy no pude ir a marchar a pesar de que estoy súper cerca, porque los
voceros de cada urbanismo irán a chequear qué personas van a las marchas opositoras.
A mi mamá la tildaron de fascista hace dos días solo por compartir un video de unas
protestas en whatsapp. Nos tienen bajo la mira. Me siento indignada porque son
nuestros propios vecinos quienes nos señalan. En esta Misión Vivienda, por cierto,
viven algunos malandros y sicarios, y algunos irán al punto de concentración de la
marcha opositora. Hace dos días una persona tuvo la valentía de cacerolear, le
levantaron un acta y está siendo amenazada con que le van a quitar su vivienda”.

Así se cuecen las habas en las entrañas del paraíso socialista.

***

Las noches se han hecho exponencialmente largas. Huelen a pólvora y venganza. El


régimen espera la penumbra para atacar a los habitantes de las zonas populares que se
han atrevido, finalmente, a expresar su descontento. En alianza con los colectivos
armados o paramilitares diseminan operativos de terror, allanan casas, escupen tiros,
arrojan bombas lacrimógenas y dejan el tatuaje de su venganza.

El régimen no permite disidencias. Sin tu voto y tu silencio, no hay CLAP, no hay


misiones, no hay dádivas, no hay paraíso. Así sea un paraíso terroso y en ruinas.

Mientras Chávez vive, el país muere.

***

Somos un huracán en desarrollo.

Nuestra vida cotidiana ha sido arrasada. Quedan escombros de ella. Pero lo de este abril
del 2017 tiene visos abrumadores.

Nunca tantos venezolanos habíamos estado tan de acuerdo en una misma idea: es
urgente cambiar el sistema político que nos gobierna. Que nos devasta. Que nos arruina.
Nunca antes la oposición había logrado unificarse de una manera tan coherente en un
solo discurso. Nunca habían crepitado las protestas con tanto furor en las zonas más
populares de la capital, desde El Valle hasta El Guarataro, desde La Vega hasta San
Martín. Nunca tan ensordecedor el grito de basta. Nunca tan frágil y violento el poder.
Nunca tan necesaria la persistencia y la templanza. Nunca tan cerca del final. Así no lo
toquemos con las manos, sino con los ojos. La historia hoy en Venezuela se redacta con
el pulso de millones de ciudadanos sedientos de democracia.
Desnudo

POR: CARAOTADIGITAL - ABRIL 27, 2017

27 de abril de 2017 | articulos

Compartir

La imagen que nadie olvidará: el joven que, ostentando su desnudez absoluta, su figura
lánguida y sin músculos, camina hacia la violencia con un pequeño y ancestral escudo,
la biblia. Y la violencia le ladró, le escupió una salva de perdigones y lo fumigó con
bombas lacrimógenas. Le dijo cállate. Vete. No eres nadie.

Pero sí es alguien. Muchos pensaron que quizás era un loco, un fanático religioso. Y no.
Ya todos sabemos que se llama Hans Wuerich y es un venezolano común y corriente.
Uno más entre millones que piden con urgencia una salida a la crisis más pavorosa que
ha vivido la Venezuela contemporánea.

Hablo con Hans el día que decide asomar su rostro a los medios de comunicación. Y me
consigo con un joven de 27 años, sencillo y risueño, que aún destila cierta inocencia. Su
forma de hablar está salpicada de la clásica jerga caraqueña. Siente que la vida le
cambió después del temerario episodio que protagonizó. Un joven que nunca esperó que
su gesto le diera la vuelta al mundo. Y hoy está conmocionado, abrumado, pero sin
duda satisfecho. Su original forma de protesta fue un torpedo a la línea de flotación del
régimen. Ante la represión, he allí un hombre desnudo. En su vulnerabilidad extrema.
Sin piedras, sin capucha, sin armas ni protección alguna. Un alarde pacifista. Aunque el
único objeto que portaba era, sin duda, contundente. Eso que millones de personas en el
planeta llaman la palabra de Dios.

Hans, por cierto, me aclara que no es ni evangélico, ni Testigo de Jehóva, ni siquiera va


a la iglesia. Cree en Dios a su manera. Lee la Biblia desde hace poco. Y apenas va por el
quinto libro de Moisés, el Deuteronomio.

Hoy su espalda es un colador de perdigones. Una pared humana fusilada. No ha logrado


contabilizar cuantos agujeros hay en su cuerpo. En el momento de la protesta, su temor
era que alguno le impactara los ojos o su miembro masculino.

Hans es egresado de comunicación audiovisual de la Universidad Santa María desde


hace más de dos años. Trabaja en el negocio de su familia, negocio que no revela por
seguridad. Tampoco dice dónde vive. El miedo lo ronda aunque pocas personas tendrían
el coraje de hacer lo que hizo. Ni siquiera los “periodistas” de VTV que han hecho
guasa permanente de su desnudo. El presidente Maduro, en una demostración de
pobreza moral, ha sido el más enconado en la burla, con chanzas de muy baja estofa.
Ante los comentarios de Maduro, Hans responde: “La burla la utiliza el acomplejado
ignorante para sentirse sabio. Por mí que se burle lo que le de la gana. Mejor, porque así
mete más la pata. Mejor, hermano, así que dele”.

Y entonces me hace una revelación inesperada: “Yo voté por Maduro. Pero estoy súper
arrepentido. Ha sido un presidente muy malo. Ahí mismo me decepcioné”. La paradoja
es que nunca votó por Chávez. En rigor, no tiene filiación política alguna. Pero
justamente comenzó a marchar desde el año 2014.

Esta vez decidió hacer algo distinto. Investigó y descubrió las protestas en España de las
activistas por los derechos animales que se desnudaron y bañaron en sangre contra las
corridas de toros; la de las cien mujeres que en Ohio se desnudaron en contra de la
candidatura de Donald Trump; la de la mujer que en Brasil renunció a su ropa para
enfrentar la represión de los militares. Y, finalmente, el gesto de la mujer venezolana de
54 años que –días atrás- se plantó gallardamente frente a una tanqueta de la GNB, lo
terminó de inspirar.

Vio videos de entrenamientos de la Guardia Nacional que están en YouTube, vio cómo
a los jóvenes soldados los embuten en un hueco y los fumigan con bombas
lacrimógenas durante largos minutos: “Muchos salen vomitando, totalmente asfixiados,
pero otros aguantan. Entonces pensé que podría soportarlo.”

Durante dos días lo planeó. No le contó a nadie lo que iba a hacer. Luego de decidirse,
el miedo lo habitó de tal manera que no pudo cenar a la víspera, ni desayunar el propio
día de la marcha. Fue a la autopista lo más ligero posible: un short, una franela, un
koala, una biblia. Esperó el momento. Las bombas y las piedras amainaron por un
instante. Y entonces se “empelotó”, como le gusta decir. Justo cuando caminaba hacia
ellos sabía que iba a su encuentro con el dolor. Que podía terminar preso en un sótano
del Sebin. Que podía venir un itinerario de torturas y represalias. Hans sabía el calibre
moral del enemigo que enfrentaba en ese instante. Pero nada de eso lo frenó.

Cuando se acercó a la tanqueta, les pidió que cesaran de reprimir. Los guardias,
perplejos, solo atinaban a grabarlo con sus celulares. “Yo los veía y ellos bajaban la
mirada. Les dije que éramos la misma gente, que el pueblo de Venezuela solo quiere
libertad”. El militar a cargo del pelotón, ofuscado, le gritó que se bajara de la tanqueta.
Los perdigones comenzaron desde que se arrodilló.

Al retirarse, la gente le ofrecía un coctel de respeto, aplausos y risas. Caminó desnudo


por toda la autopista de regreso a su casa. Al llegar, la adrenalina cesó y despertó el
dolor de los perdigonazos. Un ardor insoportable. Y el rostro atónito de su madre:
“Cuando llegué, se puso a llorar, se tiró al piso, estaba muy asustada, yo lloré con ella.
Hablé, la tranquilicé un poco”.
Hans sabe perfectamente que este es un país de insignes jodedores. Suponía los pros y
contras de su acción. “Yo me esperaba el chalequeo nacional. También es de pinga
reírse de uno mismo. Pero no esperaba tantas llamadas y mensajes de apoyo que he
recibido por Twitter y Facebook. Creo que me cambió la vida. Espero que sea para
mejor”.

Su extrema delgadez llamó la atención. Parece una espiga. Una clara analogía de la
hambruna que azota al país. “Las protestas también son por hambre. El hambre es algo
que produce rencor, odio, envidia, arrechera. El hambre es algo muy fuerte. El próximo
presidente debe ser mucho más humano, tener cuatro dedos de frente y misericordia por
la gente pobre”.

Antes de despedirnos, me suelta una confesión inesperada y ligera: “¡Oye, yo vi Cosita


Rica completica y me la tripeé en banda! Y hasta me enamoré de Fabiola Colmenares”.
Más caraqueño, imposible. No es un loco, ni un fanático religioso. Es simplemente un
venezolano que no aguanta más. Uno más. Uno entre millones. Desnudando la
dictadura.
El último chance de Nicolás Maduro

POR: CARAOTADIGITAL - ABRIL 13, 2017

13 de abril de 2017 | articulos

Compartir

La temperatura se eleva exponencialmente en Venezuela. Los acontecimientos están a


punto de desbocarse. La onda expansiva de las protestas comienza a alcanzar las zonas
populares. Los videos no dejan mentir a nadie. De Petare a La Vega, de Ruiz Pineda a
Quinta Crespo, de San Juan a Cabudare en Lara, de Los Teques a Tovar en Mérida. Ya
a Maduro le resulta imposible dormir como un bebé. En todo caso, dormirá como un
bebé con cólicos, fiebre y susto. Sobre todo después de lo ocurrido en San Félix, en el
remoto sur del país. Aunque, en rigor, en ese caótico final de cadena se mezclaron los
dos países: el que ya se ha acostumbrado a recibir migajas y se acerca al presidente con
pedimentos y ruegos, y el que ya harto de tanta humillación lo repudia y lo manifiesta
sin reserva alguna. Al presidente se le fue el país de las manos. Es como una represa
cuarteándose bajo la fuerza exasperada del agua. Las alarmas no dejan de gritar.

La calle se ha reactivado con una facilidad pasmosa. Los mismos dirigentes opositores
están sorprendidos, pues saben el costo político que trajeron los devaneos con el
régimen en el ya extinto diálogo. Así el hartazgo. Así también el aprendizaje. Porque es
indudable el cambio de estrategia de los diputados del parlamento y demás líderes
políticos. Se les ve como nunca liderando las marchas, arriesgando el pellejo, los
pulmones y la vida. En la vanguardia de la lucha. Pero sobre todo, allí está la gente. Con
un nivel de determinación asombroso. Asistiendo a todas las convocatorias de calle y
generando sus propias protestas.

Por eso Maduro y su combo han apretado el botón de la represión máxima. Pero solo
están acumulando más errores y delitos a su prontuario. Arrojar bombas lacrimógenas a
una clínica con el lazo de “¡Sigan atendiendo diputados!” es poco menos que criminal.
Lanzarlas desde el vientre de un helicóptero es una canallada letal. Apostar
francotiradores en dependencias del Estado para dispararles a los manifestantes solo
logra envilecerlos ante la opinión del mundo. Perseguir con saña a manifestantes que ya
fueron dispersados es morbo en la violencia. Soltar a sus colectivos para disparar a
mansalva es una aberración recurrente. Enviar a un grupo de desadaptados a sueldo a la
Basílica de Santa Teresa para intentar agredir al Cardenal Urosa y a fieles que gritaban
“libertad” es un nivel de degradación inaudito.

A eso súmenle lo más grave e irreversible: el pulso detenido de Jairo Ortiz, Daniel
Queliz y Brayan Principal, tres jóvenes asesinados por la represión. ¿De qué sirve que el
gobernador Francisco Ameliach escriba un tuit diciendo que el policía que arruinó para
siempre los 19 años de Daniel será puesto a la orden del Ministerio Público? ¿Acaso eso
le devuelve la vida? ¿Acaso esos 140 caracteres le lavan la cara a Ameliach, el que
alguna vez también tuiteó incitando a una repuesta “fulminante” contra los opositores?
¿Y quién le saca la bala del abdomen y le restituye la vida a Brayan, que con sus 14
años fue víctima de un país encrespado y fallido?
Escandaliza el silencio enorme de Nicolás Maduro ante esos asesinatos. Y el de Padrino
López. Escandaliza que no alcen las manos y detengan a sus fieras. No sorprende, pero
escandaliza. Perturba sobremanera que el Defensor del Pueblo solo escriba tuits de
rechazo, no active una denuncia formal y no les exija categóricamente, sin medias
tintas, a los esbirros armados que así no es, que así no se resuelve la triste y asediada
vida de los venezolanos, sino que se agrava cruelmente. Indigna que Tarek William
Saab relativice toda afrenta de sus partidarios invocando episodios del pasado. El hoy
de Venezuela es sumamente delicado. Si la represión insiste en subir sus decibeles solo
habrá más muertes, heridas y detenciones, pero también más calle, indignación y
revuelta. Y a todas estas, ¿quién detiene a los delincuentes que aprovechan el caos para
agregar su propio caos?

¿De verdad, Nicolás Maduro, vas a seguir escamoteándoles a los venezolanos su


derecho a tener comida y medicinas como el resto del planeta? ¿De verdad no te da ni
un soplo de vergüenza la minusvalía de los hospitales y la pavorosa orfandad de los
enfermos? ¿Te acostumbraste a ver a tu “querido pueblo” en colas infinitas para buscar
comida y luego se las cambias por otra cola para entregarles un carnet que solo busca
manipularlos? ¿No te abochorna eso ni un milímetro en la soledad del espejo donde te
afeitas? ¿Te importan más tus estrategas de La Habana que la sufrida y hastiada gente
de Venezuela? ¿No ves los videos en las redes sociales? ¿No observas la rabia y el
dolor? ¿O solo ves la película donde imaginas marines gringos invadiéndonos por
Camurí Chico?

No hay épica revolucionaria, Nicolás Maduro. Nunca la hubo. Aquí no hay ni su


poquito de Playa Girón. Aquí el Che Guevara es un hombre disfrazado que ya hasta
reniega de este desastre. La utopía la trocaron en saqueo. Carlos Marx terminó
convertido en la cara de George Washington, porque eso es lo que más han hecho tus
compañeros de sueño y resentimiento: robar dólares de todas las formas posibles.

Si eres tan demócrata, convoca las elecciones que nos debes. Respeta a la abultada
mayoría que eligió un nuevo parlamento. Abre las cárceles de todo aquel preso por
adversarte. Reconoce la hambruna, la ruina, el caos y la depresión monumental de todos
los venezolanos. Te hinchas la boca hablando en nombre del pueblo. Entonces, haz feliz
a ese pueblo. No te digo que renuncies, que ya sería demasiada fiesta. Te digo que
olvides tus quince motores productivos que se oxidaron sin arrancar. Olvida las frases
hechas, la retórica populista, el desenfreno militarista. Activa un solo motor. El de la
democracia. Y que ella diga cuál será tu destino. Y el nuestro.

No escupas más insultos ni amenazas, Nicolás Maduro. No te desfogues dentro de un


liquiliqui impostado. La tragedia es que ya nadie cree en tu palabra. Y eso es lo peor
que le puede pasar a un político. Que hable y nadie le crea. Que hable y las palabras
sean aire y decepción. Que hable y hunda un metro más al país. No hables más. Actúa.
Diles a tus subalternos del CNE que anuncien la fecha de las elecciones regionales ya.
Ordénales a tus uniformados y colectivos que no vuelvan a dispararle o reprimir a un
ciudadano más. Acepta que a la AN la eligió el mismo pueblo que tanto invocas.
Exígele a tu Contralor que revierta las inhabilitaciones políticas que tú mismo le
ordenaste. Dile a tu impúdico TSJ que la función terminó. Acepta con humildad que no
supiste. Ni pudiste. El país se te fue de las manos. Y terminó lanzándote objetos y
maldiciones. El país es San Félix. El país dijo basta. Regálate una noche con tu
conciencia. Quizás es el último chance que te queda antes de entrar al sótano de la
historia.
La dictadura del gas pimienta

POR: CARAOTADIGITAL - ABRIL 06, 2017 FOTO: RunRun.es

6 de abril de 2017 | articulos

Compartir

En el país hay un clima de déja vu, de asunto vivido. La calle ha regresado como forma
de protesta y con ella los ladridos de la represión. Pero esta vez hay un punto de
inflexión que marca una diferencia. La comarca latinoamericana, en rotunda mayoría,
ha expresado claramente su alarma ante los desafueros inconstitucionales del TSJ. Vale
acotar que nuestra pesadilla cambia de tema con una compulsión singular. Pasamos del
penoso chiste del billete de 100 Bs, al desalmado ataque a las panaderías, a la repentina
escasez de gasolina, al cinismo de la Venezuela Potencia, al asesinato de Wilmito, a los
pasillos de la OEA, y finalmente, de nuevo, a la calle. Esa calle que se vació a finales
del año pasado gracias a las torpezas de la dirigencia opositora.

Pero la calle ha vuelto a crujir porque la indignación ha recobrado fuerza gracias a


nuevos elementos. El régimen, en una sucesión de autogoles que lo terminan de
desnudar ante el mundo, ha agravado su crisis de gobernabilidad. Y ellos, revueltos en
el pantano de sus errores, reaccionan desde donde mejor saben hacerlo: desde la
violencia. Han ascendido un peldaño más en la vileza represiva. Ha regresado el silbido
de los perdigones. El aire vuelve a ser gas pimienta. La actuación de la PNB y la GNB
ha sido en extremo vergonzosa. Si pensábamos que no había espacio para más
deshonor, nos equivocamos. Pero allí también ha habido otro punto de diferencia. Y es
que al regreso de los ciudadanos a la calle se le suma la actitud de los diputados
opositores, ahora más coherentes, más conectados con el latido de la gente. En los
recientes actos de calle hemos visto tanto a los jóvenes diputados como a los veteranos
de siempre en la primera línea de fuego, exponiendo crudamente el pellejo. Y no es una
metáfora. Elías Pino Iturrieta dejó caer un tuit harto elocuente: “Apoyo sin vacilación la
reciente conducta de la AN. Es la vanguardia requerida en estas terribles horas”.

La profunda zanja que le abrieron en la orilla del ojo al diputado Juan Requesens los
colectivos del régimen, por nombrar uno de los tantos “impasses” que comienzan a
ocurrir en el recalentamiento de la calle, debería bastarle a la comunidad internacional
para ratificar lo que ya es inocultable: la dictadura se cansó de disimular. La golpiza y
detención del joven cornista de la Orquesta Sinfónica Juvenil de Chacao, por otro lado,
revela el nivel de desesperación de Maduro y su aparato represor. El salvaje
allanamiento a las instalaciones de la Universidad de Carabobo, con su ignominioso
saldo de estudiantes heridos, sigue agregándole decibeles a los errores del gobierno (“el
peor hecho de violencia que ha vivido la institución”, declaró la rectora). La fumigación
inmisericorde de diputados y ciudadanos con el prohibido gas pimienta, y sobre todo,
los desmanes de “la caballería de hierro”, motorizados con licencia para el horror,
engrosan el prontuario de esa violencia que llaman revolución.

Todo se encrespa. El sobresalto estrena nuevas páginas. Es hora de decirle dictadura a la


dictadura. Aclararnos semánticamente puede ayudar a entender las nuevas formas de
lucha que los venezolanos debemos encarar. No es lo mismo confrontar a una
democracia fallida que a una dictadura militarista. No es lo mismo un régimen que patea
la constitución y arroja al olvido las elecciones, que un gobierno que respete las reglas
que impone nuestro texto fundamental y tenga el coraje de someterse al escrutinio
público. Ellos, a estas alturas, lo saben perfectamente. Ir a elecciones es perder los
privilegios del poder, volver a ser ciudadanos de a pie, quedarse sin escoltas ni
inmunidad, olvidarse de vuelos privados y francachelas millonarias, aceptar el juicio de
los tiempos, ser oposición de nuevo. Nada de eso quieren. Se acostumbraron a ser la
nueva burguesía. La dictadura descubrió que ser rico no es malo. Y para no perder su
verdadero legado esgrime su última carta: reprimir a todo costo. Ese siempre ha sido el
más preclaro argumento de las dictaduras. Pero muchas cosas han cambiado.

Vienen días decisivos.


Estamos rodeados

POR: CARAOTADIGITAL - MARZO 30, 2017

30 de marzo de 2017 | articulos

Compartir

Todo ser humano que vive en Venezuela lo sabe: estamos rodeados. Por todos los
puntos cardinales de nuestra cotidianidad. No hay una sola rendija de país que se salve.
Somos una gigantesca zona roja. La delincuencia ha izado su bandera de triunfo.
Finalmente nos gobierna. ¿Cómo eludir tamaña verdad? Busque usted un punto de la
patria grande de Chávez, el redentor, donde estemos protegidos del hampa y no lo
encontrará. Quizás los que ocupan Miraflores estén a salvo. Tigre no come tigre, dirán
algunos.

No hablemos de los crímenes mediáticos. De esos que se pelean la primera página de la


crónica roja. Sino de aquellos que forman parte de la violencia cotidiana pero invisible
para los grandes medios. De los que van horadando la resistencia de cada venezolano.
De esa delincuencia que gotea su herida todos los días. En todas partes.

Hace poco fue noticia un atraco masivo ocurrido en la clínica Leopoldo Aguerrevere.
Un grupo de delincuentes armados hasta los dientes desvalijó las pertenencias y el
ánimo de todos los allí presentes. Gente que fue a visitar a algún familiar ya golpeada
por la desventura de una enfermedad o accidente y terminó perdiendo sus computadoras
portátiles, celulares, relojes y carteras. Pero quizás más significativo es lo que una
escritora reseñó recientemente en su facebook, ocurrido en una clínica del interior del
país: “La enfermera visitó la habitación de mi sobrino a las seis de la mañana y encontró
que mi cuñado estaba profundamente dormido. «Señor, le recomiendo que después de
que yo salga, cierre la puerta con seguro si va a seguir durmiendo, mire que los
familiares de otros pacientes están robando lo que se consiguen mal puesto por ahí».

Estamos rodeados.

El domingo pasado una amiga me narró cómo dos malandros armados se subieron al
transporte escolar de su hija y robaron los morrales, celulares y el poco dinero en
efectivo que pueden cargar unos niños en sus bolsillos. El hampa diciéndole buenos días
a nuestra infancia, con su estela de trauma y desazón.

Hay más.

En numerosos chats vecinales ha circulado la noticia de cómo una corredora


inmobiliaria y la dueña de un apartamento fueron atracadas por dos supuestos clientes
interesados en comprar el inmueble. Ya adentro del apartamento fueron amarradas y
asaltadas. La corredora inmobiliaria cuenta que no mostró mayor recelo ante la estampa
de los personajes porque ya le ha tocado vender inmuebles de alto valor a gente que
simplemente está fungiendo como testaferro de algún boliburgués o funcionario
chavista que prefiere quedar oculto en la trastienda. La observación alude a otro crimen
común en estos tiempos: el lavado de dinero.

En otros chats se ha anunciado el dato de cómo algunos delincuentes se hacen pasar por
empleados de alguna cablera de televisión y con la propuesta de hacer un cambio de
equipos para mejorar su señal terminan incursionando con facilidad en las viviendas. Lo
que viene luego es pánico y lágrimas.

Días atrás una joven profesional me contó cómo la niñera que le cuidaba a sus hijos
menores (empleada de confianza y al tanto de todos los movimientos de su vida)
terminó expulsándola del país. Había un detalle que no conocía. El novio de la niñera
estaba en prisión y su especialidad era la extorsión. Decidieron entonces, niñera y novio,
extorsionar a la pareja. Fue de tal magnitud el acoso y el saqueo de dinero que no
tuvieron más remedio que irse del país. Años de confianza no bastaron. Los tiempos se
han puesto sórdidos y ya son muchos los que lanzan a la basura su equipaje moral para
estrenarse en el negocio más rentable del momento: el crimen.

A los famosos también los asaltan entrando a sus casas en el tremedal de la madrugada.
Soledad Bravo ha sido el caso más reciente. La punta del iceberg.

Hurtan en las iglesias, asaltan y matan en los transportes públicos, saquean instituciones
que deberían ser sagradas para todos los venezolanos como el Palacio de las Academias
(un monumento histórico nacional) o el Instituto de Medicina Tropical de la UCV que
ha sido asaltado veinticuatro veces (!!!) y donde se perdieron veinte años de
investigación científica.

Pudiera seguir enumerando historias mínimas de violencia durante páginas y páginas.

Conclusión: no estás a salvo en una clínica, en un transporte escolar, en una iglesia o


cine, en tu carro o en tu propia casa. No importa tu edad, condición social o posición
ideológica. No lo olvides: estás en la Venezuela Potencia. Potencia Criminal.

Entrégate. Estás rodeado.


Venezuela en Guerra

POR: CARAOTADIGITAL - MARZO 23, 2017

23 de marzo de 2017 | articulos

Compartir

La guerra económica. La mediática. La eléctrica. La psicológica. La diplomática. Así de


versátil es. Así de masiva. Dejen espacio que vendrán más etiquetas.

Plano general de la guerra. De un lado de la épica conflagración: los incorruptibles y


santos hijos de la patria de Chávez. Del otro, la sórdida línea de ataque que reúne a
Dólar Today, Obama (Trump todavía no), los panaderos, Almagro, las embajadas de
USA en el mundo (pero Trump todavía no), Lilian Tintori, CNN en Español, los
oligarcas de la Avenida Baralt, los bachaqueros y la Iglesia, la oposición toda desde
Primero Justicia hasta Bandera Roja, pasando por el terrorismo endógeno de Voluntad
Popular, sin olvidar a Farmatodo, el profesor Santiago Guevara, Macri y Kuczynski,
Uribe y El Nacional, Moisés Naim y su serie de televisión, la Asamblea Nacional,
intoxicada de desacato y voracidad, la derecha apátrida y los Judas de la izquierda,
(pssst, a Trump lo tienen mareado a chismes), las ONG fascistas, tarifadas y golpistas,
Rajoy y el embajador de Uruguay, y el de Perú, y la Unión Europea. Un gentío. Medio
mundo. O mundo y medio. Una guerra asimétrica, sin duda. Una conspiración de
magnitud sideral para desalojar de Miraflores al camarada obrero Nicolás Maduro.

Como si lo hubiera hecho mal. Como si fuera un improvisado. Como si estuviera mal
asesorado. Como si fuera un dogmático. Como si solo le hiciera caso a Raúl Castro.

Nadie toma en cuenta que el cambio climático que nos trajo sequía y crisis eléctrica fue
culpa del capitalismo. Que el guabineo con el billete de Bs 100 es una estrategia cuyo
objetivo no se puede develar. Que la baja del precio del petróleo es un plan perverso de
las trasnacionales. Que si aquí no hay medicinas, ni aceite, ni valores, ni futuro, es
culpa de los grupos económicos que manejan las manecillas del planeta burgués.

Mientras tanto, en el País Potencia las colas por gasolina y pan crecen. Una banda de
niños rateros asciende a nivel de asesinos. Encuentran la osamenta de decenas de
cadáveres en la Penitenciaría General de Venezuela. Matan sin descanso a militares y
civiles, a ancianos solitarios en sus casas, a gente en las esquinas. Seis personas
despedazan a machetazos a un hombre de 66 años para robarle una mano de cambur.
Dos adolescentes matan a golpes a una compañera de clases embarazada. Veintitrés
heridos en riña entre estudiantes y policías en un liceo. Secuestran gente en la noche, en
el amanecer, a la salida de los restaurantes, en el regreso al hogar, a toda hora, en
cualquier rincón del país.

Los pranes imponen toques de queda. Las paredes del centro de Caracas se llenan de
grafitis que prometen violencia. Las granadas llueven sobre los módulos policiales. Los
motines se expanden. Las protestas ciudadanas se clausuran a punta de colectivos
ronroneando sus armas largas.

Pedro Navaja no sobreviviría dos semanas en Caracas.

El país de los pranes. Plo, plo.

La desaparición de los panes. Clap, clap.

¿Cuál es la verdadera guerra que sufren los venezolanos?


El espectáculo portátil

19 de marzo de 2017 | articulos

Compartir

En el libro titulado Los Diarios de Emilio Renzi, alter ego de Ricardo Piglia, el
portentoso escritor argentino cuenta una anécdota de sus 16 años, cuando cortejaba a
Elena, una estudiante con la que cursaba el tercer año de bachillerato. Un día caminaban
por la calle y ella le preguntó qué estaba leyendo. Él, que no estaba leyendo nada
realmente trascendente como para deslumbrarla, recordó que había visto días atrás en la
vidriera de una librería un libro que le llamó la atención. Era “La peste”, de Albert
Camus. Entonces le dijo: estoy leyendo “La peste”. Y ella, emocionada, le preguntó:
“¿Me lo prestas?”. ¿Qué hizo Piglia o Renzi? Cito textualmente: “Me acuerdo que
compré el libro, lo arrugué un poco, lo leí en una noche y al día siguiente se lo llevé al
colegio. Había descubierto la literatura”. Piglia acota que el libro particularmente no le
gustó, le pareció demasiado alegórico, profundo, pesado, pero esa noche, y son sus
palabras, “algo cambió” (…) ”Pienso a veces, si no hubiera leído ese libro, o si no lo
hubiera visto en la vidriera, o si ella no me lo hubiera pedido, no estaría aquí”. Ese aquí
es una obra memorable, un lugar rotundo en la literatura latinoamericana. Ese aquí es un
hombre que testimonia que llegó a ser quién fue por los libros que leyó.

Y esta anécdota podría ser un buen comienzo para hablar de las distintas formas que
tienen los libros de llegar a nuestras vidas e iniciar su proceso de sedimentación.
Siempre funciona invocar a algún autor prestigioso y dejar caer el brillo irrebatible de
sus palabras. Pero estamos en Venezuela, donde la normalidad ha sido expulsada de sus
fronteras. Estamos en una república en caída libre donde hoy sucede en su territorio
insular, en su asfixiado paraíso turístico, el milagro de una feria de libros, a pesar de
todo, a pesar de tanto.

Quizás muchos venezolanos se preguntarán cuán prioritario puede ser una feria de libros
en este momento tan estremecedor que vive el país. ¿Por qué ocuparnos de ensayos,
novelas, poemarios, cuando tantos venezolanos están sumergidos en el oprobio de la
escasez, la violencia y el hambre? Justamente, porque también estamos viviendo una
pavorosa escasez de insumos culturales, porque el estado ha convertido al verbo en
violencia y porque la incesante diáspora y el deterioro de nuestras instituciones
educativas han generado una descapitalización severa de conocimiento. Porque hay
hambre en el cerebro también. He allí lo medular de un evento como la Feria
Internacional del Libro del Caribe en Margarita. En estos momentos, donde la barbarie
parece imponer su aliento deletéreo, su voracidad, su espíritu aniquilador, es donde más
perentorio resulta invocar las sustancias inmateriales que constituyen el lado luminoso
de la especie. Quizás hoy más que nunca necesitamos las aguas subterráneas de los
libros. Arrojarnos a sus páginas en busca de un punto de lucidez, de pozos de
imaginación, de párrafos de reflexión y sensibilidad que nos regresen al centro de
nosotros mismos, asomarnos a ellos en busca de la memoria humana que tanto tiene que
decirnos sobre totalitarismos, abismos sociales, ideologías, miseria y triunfo, voluntad y
redención. Todos los que habitamos la comarca de los libros lo sabemos. Muchos de
ellos nos sirven como analgésico, como alimento, como proteína, como resguardo, y
sobre todo, como ejercicio de vida y civilización.
Hemos sido arrasados durante los últimos 17 años por un lenguaje que se pretende
fundacional y solo ha inoculado diferencias, resentimiento, fanatismo y una retórica
nacionalista y patriotera que muy poco ha abonado al equilibrio de las desigualdades.
Por el contrario, somos hoy un país herido, hostil y amargo. Si no nos acercamos a la
inteligencia de los otros, si no desarrollamos la dialéctica del entendimiento, seguiremos
fracasando como sociedad. Todo libro es un gesto admonitorio contra el silencio y la
domesticación. Es la victoria del alfabeto sobre los materiales bélicos. Es una ventisca
que atiza mentes y moviliza conciencias. En los libros se va depositando la historia de la
sensibilidad humana. Toda jornada de lectura conmemora íntimamente el triunfo de las
ideas sobre la ignorancia. Por eso, no podemos permitir que nos expropien la roca
madre del conocimiento.

Hoy en Venezuela el libro tiene una epidemia de obstáculos en el camino. A ese colosal
rival que es la tecnología y sus señuelos lúdicos, hay que sumarle la abulia de un
régimen que, a pesar de lo que proclama su discurso oficial, en vez de privilegiar la
lectura, la soslaya, la relega a un rol ínfimo y subalterno. Hoy la crisis económica y el
rígido control de divisas han lesionado severamente a la industria editorial. Hoy la
escasez de papel y la descomunal inflación convierten el acto de comprar un libro en un
gesto suntuario, en una acrobacia monetaria. Hoy vemos cómo día a día van cerrando
más librerías que sucumben a la devastación colectiva. Pero también hemos visto la
reacción de los devotos de la lectura. Hemos sido testigos del tenaz ejercicio de
persistencia de las editoriales independientes. Hemos contemplado el afán de algunas
empresas privadas y el empeño de las distintas ferias de libros que surcan el país como
verdaderos nichos de resistencia ciudadana. Y hemos visto también cómo, a pesar de la
tormenta, o justamente por ella, los escritores de este país siguen escribiendo más y
más.

Creo en el poder de la palabra escrita. Lanzarle al cerebro unos cuantos libros puede ser
una gran estrategia de vida. Leer es una aventura que merece ser masiva, que merece
convertirse en virus y ritual cívico. Leer, seamos claros, es tan subversivo como el sexo
en la vía pública. Leer es la gimnasia feliz del discernimiento. No hay mejor antídoto
contra la oscuridad. Cada vez que abres un libro, prendes un fósforo en la nada. Leer te
hace distinto. Leer es esa cabriola que te permite comprender, interrogar y avanzar. Leer
es entender que un orgasmo no necesita piel. Leer en tiempos donde el odio impone su
gramática es un acto de desobediencia civil. Leer como anticuerpo a la hipnosis del
poder. Leer para ser menos vulnerables. Leer para ser mejores, en definitiva.

Un libro, cómo no insistir en ello, es un categórico acto de civilización. Si queremos


sorprender al hastío o deponer el abatimiento, allí esa caja de palabras que convenimos
en llamar libro. Ábrela, lánzate en su estómago blanco, suprime el decoro y los
prejuicios. En los libros está la mejor reunión de aventuras que conozca el mundo. Es un
club para la inteligencia. Una clave para acceder al misterio de la belleza. Leer es una
montaña y una gota. Una zona de revelaciones. Leemos para entender la vida, para
convertirnos en ficción, para recuperar el asombro. Leemos para reinar en la perplejidad
y el conocimiento. El libro es el espectáculo portátil más íntimo y poderoso que ha
creado el hombre.

Por eso no deja de ser heroico que hoy, en una isla que es cada vez más isla, sitiada por
la crisis nacional en ocasiones de una forma aun más perversa y dura que el resto del
país, un pequeño enjambre de ciudadanos, unos magníficos tercos, hayan decidido
desde hace tres años organizar y crear la Filcar. Esa idea, nacida en los espacios de la
Universidad de Margarita y dimensionada por un sólido equipo de colaboradores del
ámbito cultural, ha adquirido piso y estructura gracias al abrigo de empresas locales e
internacionales, organismos públicos, donaciones privadas y hasta esa nueva forma de
conseguir aliento que son las campañas de crowdfunding. Se repite, así, por tercer año
consecutivo una propuesta de país posible en la comarca más hechizante del Mar
Caribe. Y es imposible no aplaudir esta hazaña realizada en mitad de los escombros que
somos. Hoy, hay que decirlo, dentro de los espacios de la Filcar, triunfa el país
testarudo, el país luminoso, el país que honra el conocimiento y la convivencia.

La experiencia milenaria de la lectura inaugura entonces una nueva fiesta. Los libros
son material inflamable que pueden y deben ser parte de nuestra cotidianidad. Por eso
no es poca cosa lo que ocurre hoy en la isla de Margarita. Que todos seamos linterna y
estímulo para que la Filcar se haga cada vez más vigorosa. Que adquiera, en cada año
por venir, aún más consistencia y brillo. Que sea referente para que en toda la cuenca
del Caribe, y mucho mas allá, en todos los confines donde respiran los libros, se sepa
que somos muchos los venezolanos que insistimos en serle fiel a la belleza y al prodigio
de la palabra escrita, y que entendemos que leer no solo tiene sentido, como reza el lema
de esta feria, sino -más aún- leer proclama el sentido homérico de la especie humana
que es la creación y el triunfo simultáneo de la razón y la imaginación.
Torta en la cara

POR: CARAOTADIGITAL - MARZO 16, 2017

16 de marzo de 2017 | articulos

Compartir

Hay que reconocerlo: el régimen le pone bastante empeño a desafiar nuestra capacidad
de asombro. El martes pasado, ese accidente de la economía nacional llamado CLAP
estrenó programa de televisión y para hacer aún más conmovedor su debut en la parrilla
de la programación nacional se le picó una torta porque, ¡oh gloria inmarcesible de la
revolución!, el CLAP está de cumpleaños. ¡Ha llegado a su primer año de vida! Tanta
emoción nos supera.

Ningún ser humano sensato puede unirse a la celebración del primer año de un
mecanismo de emergencia. Es como que alguien festejara que ya tiene 365 días en la
sala de emergencia de un hospital. Digamos, aun no lo han podido curar, estabilizar,
enviar a su casa o siquiera trasladar a una habitación normal, pero ¡qué maravilla que
aún está en la sala de emergencia! ¡Brindemos por eso!

Seamos claros, en rigor, Venezuela entera es hoy una gran sala de emergencia.

No podemos olvidar que el CLAP surgió como una medida transitoria para intentar
paliar la desesperación de la gente ante la cada vez más crónica escasez de comida. Y
aquí estamos, con Freddy Bernal en plan de animador (pésimo, valga acotarlo)
celebrando un año de transitoriedad. Bernal, por cierto, insiste en decir CLA, volándose
impunemente la última sigla de la palabra que uno supone debe nombrar cientos de
veces al día, siendo el coordinador general de los CLAP. Para mayor misterio, debemos
recordar que otros ilustres funcionarios del chavismo dicen CLAC. En fin. El hecho es
que montar todo un tinglado de celebración del primer aniversario de los CLAP subraya
la filosofía del régimen: lo coyuntural convertido en permanente.

Quizás el momento más penoso del primer programa de “La hora de los CLAP” es
cuando, al son de un reguetonero intoxicado de estribillos revolucionarios, los allí
presentes iniciaron un trencito alrededor de la torta. ¡Un trencito! Todos alegres, manos
en la cintura del otro, gorras rojas bien ajustadas, pasitos tun tun, qué dicha, seguiremos
dependiendo de una pírrica bolsita de alimentos. Y, en el medio, Bernal haciendo
palmas, forzando su cuerpo a bailar al rimo de la melodía, incómodo en su propia fiesta.
Confieso que me resultó altamente ofensivo el espectáculo que estaba presenciando. No
hay mayor indicador del fracaso económico de este gobierno que las bolsas CLAP.
¿Tienen las mayores economías del mundo ese sistema? ¿Los ciudadanos de otros
países latinoamericanos viven este privilegio de mendigar su bolsita cada mes, esperarla
con ansiedad, resignarse a comer lo que ella contenga, trancar avenidas y autopistas
reclamando su aparición? No. Ninguno. A excepción de Cuba, que por definición, es
siempre una excepción y un paradigma de fracaso económico. Y, ¡oh, casualidad!,
resulta que ambos países se abrazan en el entusiasmo del socialismo revolucionario.

En esa extraña infatuación que recorre su verbo, Nicolás Maduro, el mismo día de la
magna fecha (¡Primer cumpleaños del CLAP!), expresaba muy orondo, en su habitual
cadena de las seis de la tarde, que ya los CLAP son famosos en el mundo entero. Claro,
nunca precisó la naturaleza de esa fama. Mejor quedémonos en los titulares, habrán
dicho sus asesores. Aquí, en Venezuela, los CLAP son famosos por improvisados,
precarios, esporádicos, inestables e insuficientes. Se habla todo el tiempo de reventas
extravagantes, de bolsas extraviadas en el limbo del quién sabe, de negocio a manos
llenas para unos cuantos y humillación en comida para millones de venezolanos.

En conclusión. Luego de la sostenida y demoledora destrucción del aparato productivo,


henos aquí, en esta modesta y fingida alegría llamada CLAP. Como si nadie hubiera
leído la encuesta de Venebarómetro que concluye lo obvio: el 88,7% de los venezolanos
prefiere adquirir sus alimentos en un supermercado. Es decir, la abrumadora mayoría
del país prefiere surtirse de productos de una manera normal. Abastezcan los abastos y
mercados. Y punto.

Ya hacia el final del programa, el animador Bernal anuncia con euforia que el próximo
martes vuelven con “La hora de los CLAP” (bueno, de los CLA) y pasa a recitar una
suerte de mantra oficial: “CLA es organización. CLA es motivación. CLA es pueblo en
revolución socialista”. Si a ver vamos, el CLAP es una contundente metáfora de lo que
estamos viviendo. Es decir: CLAP es dictadura. CLAP te impone lo que vas a comer.
CLAP no te deja elegir la marca de los alimentos. (Alguien me hablaba en estos días de
la pésima calidad de la harina mexicana y del atún, que se desmenuza de tristeza con
solo verlo). Allí todo es importado y sospechoso. CLAP es comida desbalanceada,
exceso de carbohidrato y nostalgia de proteína. CLAP es una herramienta de control
político. CLAP es la emergencia convertida en norma. CLAP es guiso multimillonario y
corrupción. CLAP es farsa y discriminación. CLAP es un trencito alrededor del fracaso.
Un trencito que celebra la anormalidad. Un trencito que da vueltas sobre sí mismo sin
llegar a ningún lado.

CLAP es, en definitiva, torta en la cara. En la cara de todos los venezolanos.


¡Cuidado con la culebra!

La opinión de Raúl Fuentes

04 de febrero de 2018 12:11 AM

Leyendo un muy bien escrito y estructurado artículo de Federico Vegas, “El Papa y la
culebra” (Prodavinci, 28/01/2018), imaginé un mural elaborado de acuerdo con los
cánones del realismo socialista e inspirado en el fresco pintado por Miguel Ángel –
Creazione di Adamo– en el techo de la Capilla Sixtina. Fue una visión especular y
fugaz, pero vívida, del comandante hasta siempre, cachetón e inflado, cubierto a medias
con una túnica escarlata, y situado a la izquierda de la composición, digitando,
¿pariendo?, con el índice de su siniestra, a un robusto bigotón de impúdica desnudez.
«El alumbramiento de Nicolás», que así podría llamarse la representación pictórica de la
escena percibida en esa alucinación o manifestación espontánea del inconsciente, se
relaciona con el exacerbado culto a la personalidad y la veneración mágico-religiosa del
golpista que duerme su largo adiós en el cuartel de la montaña, mas con los ojos
abiertos en todas partes. Y, especialmente, con el peculiar concepto de pueblo manejado
por el obrero mandón y su divino maestro.

Umberto Eco asegura que la rosa «es una figura simbólica tan densa que, por tener
tantos significados, ya casi los ha perdido todos» (Apostillas al nombre de la rosa,
1983). Probablemente el sustantivo pueblo haya sido afectado por diversas y
contradictorias acepciones. ¿El pueblo que, según Jean Jaques Rousseau, nunca se
equivoca, es el mismo que, de acuerdo con la sentencia de Joseph de Maistre, se da el
gobierno que merece? No creo que para la condescendencia del autor de El contrato
social y la displicencia de un acérrimo enemigo de la ilustración y su «teofobia del
pensamiento», pueblo sean una sola y misma cosa; puedo, no obstante, conjeturar que,
cuando Hugo Chávez se llenaba la boca con ese vocablo, lo hacía, sin tener muy claro
de lo que hablaba, en sentido diverso al de los pensadores citados. Lo mismo ocurre con
el legatario de su autoritarismo. Para uno y otro, pueblo es una mezcolanza de lumpen,
marginalidad y pobres irredentos que siguen creyendo en pajaritos grávidos: un
«pueblo» que le sienta bien a la ambición de perpetuidad del nicochavismo, disciplinado
mediante el clásico condicionamiento pavloviano con base en premios y castigos. Para
asegurarse la lealtad de esa masa domeñada por carencias, compensadas
esporádicamente con un bono navideño, pascual, vacacional, de preñez, de carnaval, ¡te
conozco mascarita!, o un incremento inflacionario de las míseras pensiones y el siempre
insuficiente salario mínimo que no alcanza ni para adquirir un cartón de huevos, la
revolución bonita prescindió de dos tercios del país incurriendo en delitos considerados
de lesa humanidad por el Estatuto de Roma –instrumento constitutivo de la Corte Penal
Internacional, suscrito por Venezuela y adoptado con carácter de ley (Gaceta Oficial
Extraordinaria n.° 5507 del 13 de diciembre del 2000)–, como el apartheid, la
privación de libertad sin el debido proceso y la discriminación por razones ideológicas.
La lista Tascón y el carnet de la patria son ejemplos palmarios de la sectaria exclusión
propiciada por el socialismo del siglo XXI en nombre… ¡del pueblo! ¿Cuál?

Se asegura en el Antiguo Testamento (Génesis 1:26) que Dios creó al hombre a imagen
y semejanza suyas y lo hizo jefe de la misión paraíso para que viviera feliz como una
perdiz con su costilla; Hugo hizo lo propio con su engendro, y lo destinó a reinar en esta
desgraciada tierra de gracia. A diferencia de Adán, Nicolás no será expulsado por su
hacedor, sino por quienes padecen los rigores de su régimen infernal –pero esta es otra
historia que, esperemos, será prontamente escrita–. También pretendió Chávez moldear
con el barro del dogmatismo un nuevo Juan Bimba, cuyo arquetipo, debemos inferir,
sería, ¡qué susto!, el recién bautizado «carnicero de El Junquito», a objeto de que «el
soberano» sirviese de caja de resonancia de sus caprichos. El resultado de esa genética
revolucionaria es la horda de hominicacos y verduleras que invadió el capitolio y en el
relajo prostituyente limita su ejercicio deliberante a la calistenia de la mano alzada, a fin
de respaldar, sin discusión alguna y con la sumisa señal de costumbre, arbitrarias e
inconstitucionales disposiciones con las que se niega identidad y representación popular
a dos tercios del país, para que una irrisoria, aparente y circunstancial mayoría ratifique
a Maduro en un plebiscito calculado para alargar un mandato que apesta a podrido
desde su inicio.

En palabras de Octavio Paz: «Una nación sin elecciones libres es una nación sin voz, sin
ojos y sin brazos». Se me ocurre que una buena forma de poner a prueba su valor
axiomático sería que la Venezuela relegada, contraria a lo que ya es una dictadura sin
disimulo y decepcionada de un liderazgo engolosinado con los caramelitos de cianuro
de un posible acuerdo con un gobierno que, a las primeras de cambio, le pintará una
paloma, como ha sucedido en ocasiones anteriores, se alborote y rebele contra la tiranía
y su oficiosa oposición y decida boicotear la mascarada electoral, postulando como
candidato al ganador de un gran sorteo nacional organizada por los eficientes
administradores de las loterías de animalitos; así, sería un burro, un mono, una jirafa,
una iguana, un chivo, o un ciempiés –no importa si un mamífero, un ave, un reptil, un
pez o un insecto– el que le dispute el cetro de Mr. Venezuela al antiguo metro-cochero.
Entonces tendremos plena certeza de que la Venezuela de hoy es muda, ciega y mocha,
y habremos comprobado que el poeta azteca y premio Nobel de Literatura dio en el
blanco con su alegórica sentencia.

Otro mexicano, Carlos Monsiváis, que ejerció el periodismo con humor y sin pelos en la
lengua y, como Paz, cultivó con inteligencia y brillo el ensayo, amén de la crónica, la
sátira y la ironía, aseveró que «el fraude electoral es la cortina de humo de la clase
gubernamental para ocultar la pésima selección de su candidato». En nuestro caso, es
inocultable la mediocridad del pretendiente; sin embargo, es evidente que el
madrugonazo comicial es un vaporoso telón rojo tras el cual se esconde el premeditado
fracaso de un diálogo intermitente en el que, ¡hasta cuándo!, pierde precioso tiempo
parte de la dirigencia opositora; tiempo que estaría mejor invertido en poner sus células
grises a idear soluciones creativas y viables para exorcizar el hechizo de la serpiente
encomiada por Vegas en el artículo que motivó las divagaciones por concluir de hoy
domingo 4 de febrero, aniversario de un golpe traicionero. Y, ¡atención!, presten oídos
al gran Benny Moré: ¡Cuidado con la culebra que muerde los pies!
Elecciones, un refrán y un bolero

La opinión de Raúl Fuentes

28 de enero de 2018 12:12 AM

Después de una semana de espanto, vértigo y brinco, signada por el asesinato a sangre
fría de 7 hombres que debieron morir para que los tomasen en serio, el pronunciamiento
de la Iglesia, que hizo a rabiar a Maduro y ordenarle al acuseta público que investigase a
un obispo y a un arzobispo por «conspiradores», y el fiasco del apambichao merengue
dominicano en el que la MUD perdió el paso y el gobierno ganó tiempo para perpetrar
un golpe de Estado electoral, mediante una convocatoria no importa si precipitada,
desesperada, improvisada o fríamente calculada y, en cualquier caso, ilegítima. Se trata
de un fait accompli que premoniza una estafa plebiscitaria para perpetuar en la silla
presidencial a quien jamás debió ocuparla y nos coloca a merced de un fraude en pleno
desarrollo que justifica no ya la desobediencia, sino la insurgencia civil, a objeto de
impedir su consumación. Uslar Pietri, hombre docto, de enciclopédico saber y culto
hablar, llamó pendejos a quienes no se beneficiaban del festín que enfermó de muerte a
la república democrática, ¿con qué epíteto, creen los invisibles amigos que nos leen,
calificaría el autor de Las lanzas coloradas al rebaño de manganzones que, pastoreado
por el garrote de Cabello y la campanilla de la Rodríguez, fraguó esta añagaza que
agarra fuera de base al país y deja con ojos claros y sin vista a la oposición
votocentrista? Dejemos a la creatividad de cada quien el hallazgo del adjetivo adecuado.

Que cada ladrón juzga por su condición es cosa resabida. El refrán, que el Centro
Virtual Cervantes, en su sección paremiológica, enuncia de forma ligeramente distinta –
«Piensa el ladrón que todos son de su condición»–, «denota la facilidad con que
pensamos o sospechamos que otros son o actúan como nosotros, en especial cuando se
trata de malas acciones o aptitudes», nos ayuda a entender el comportamiento del
funcionariado gubernamental; comportamiento que, ineluctablemente, nos induce a
pensar que la administración pública está en manos de un hatajo de lambucios –
lambrucios, registra el DRAE, aunque como sinónimo de golosos y no es tal la acepción
que queremos y, además, esa «r» atravesada da grima)– que engancharon el vagón de su
gorronería al tren de la golilla guiado por un maquinista que, cuando dijo pío, nos echó
el vainón que padecemos: un vainón de marca mayor porque, intoxicados de igualación
a juro, sus legatarios suponen que los demás pueden vivir, como vivieron ellos, durante
su ociosa militancia marxista, del sablazo y el tírame algo. Por eso fomentan una
sociedad parasitaria fundada en la subvención y no en la producción. Asimismo, dan por
sentado que a todos entusiasma por igual el relajo comicial que auspiciaba Chávez por
quítame esta paja, y, buscando neutralizar el rechazo a sus intenciones, ensaya
duplicarlo con la presunción de que el pueblo, con «P» respetuosa, será comparsa del
montaje tramado vaya usted a saber si en La Habana o Fuerte Tiuna.

Esa conjetura triunfalista es correlato de la política económica que, por desconocer la


materia, delegó Maduro en sus generales a fin de que negocien y se enriquezcan a costa
del estómago de los venezolanos, a cambio de una lealtad basada en la coima, el
peculado y el enriquecimiento ilícito. La tramoya funciona mientras el cliente aguarde
pasivamente por su CLAP y, como uno de esos viajeros imaginados por Baudelaire en
alguno de sus «pequeños poemas en prosa» (Le Spleen de Paris, 1869) camine «con el
semblante resignado de los condenados a esperar siempre». Pero sucede que no existe
un motor que funcione a perpetuidad y llegará un momento en que los engranajes del
mecanismo de dominación dejarán de funcionar. Este quedará, digamos para utilizar el
lenguaje de los cineastas, fuera de sincro. Y cuando esto suceda, que está ocurriendo y
el que no lo percibe es porque no sintoniza con la realidad sino con sus deseos y/o con
mezquinos proyectos de supervivencia burocrática, es que ha llegado el momento de
armonizar las energías y propuestas de la disidencia para reformular un proyecto
unitario de acceso al poder que no descarte opciones a priori, por más descabelladas que
parezcan a primera vista, sobre todo ante un inadmisible acto de prestidigitación que ya
es cuestionado y repudiado por la comunidad internacional.

Por Agustín Lara supimos de la palidez de la magnolia, flor de múltiple significado


simbólico –nobleza, pureza, amor a la naturaleza–; palidez que, según su estro lírico,
invade el rostro de la mujer atormentada. Claro que, por tratarse de un bolero, el
tormento deriva de un enamoramiento imposible –«en tus divinos ojos, verde jade, se
adivina que estás enamorada»–. Sabemos de enamoramientos que no blanquean el
semblante femenino, sino que lo ruborizan, por amor a la patria y al comandante eterno,
y tiñen de rojo bolichavista los cachetes de Tibisay, sobre quien recaen sanciones de la
Unión Europea «por menoscabar la democracia, al facilitar el establecimiento de la
asamblea constituyente y no garantizar la imparcialidad de la institución que dirige» –la
Casa Amarilla, ¡por supuesto!, rechazó la iniciativa europea, mediante comunicado en el
que afirma, sin análisis ni pruebas, que la misma obedece a deseos y órdenes de Trump–
. Será esa señora, si está en capacidad de desmentir los rumores acerca de su postración
física, quien acate, sin chistar y a pies juntillas, el ucase prostituyente y proceda con la
diligencia y presteza que acostumbra a desplegar cuando se trata de complacer al
mandamás, a organizar el proceso de resultados ya previstos y escrutados. O alguna de
las otras aquiescentes brujas del comadrazgo electorero que, ceñidas al guion, harán
hincapié en la imparcialidad de su prístina gestión. Es seguro que, al dar lectura a las
actas correspondientes, seremos nosotros, que acaso ni votemos, los que palidezcamos
al constatar que se nos contabiliza para inflar la participación. Ante semejante descaro,
nuestra piel, cual papel tornasol, pasará del níveo horror a lo por venir al morado
intenso de la arrechera y la frustración. Y no se tomen las líneas que están por concluir,
perdonen el plagio y lugar común, por crónica de un timo anunciado, sino como
presentimiento de lo que se nos viene encima si le hacemos el juego al gobierno con la
enfermiza convicción de que la salida es puramente electoral, y continuamos en la
afanosa y quizá infructuosa búsqueda del outsider que, ¡por fin!, nos habrá de redimir.
O, peor, nos conformemos, porque ¡es lo que hay!, con un reincidente bate quebrado
que sueña con sacarla de jonrón. ¡Ojo pelao’!
Con la iglesia hemos topado

La opinión de Raúl Fuentes

21 de enero de 2018 12:11 AM

Hace 50 años (1968) apareció la primera edición de País portátil, novela ejemplar y
superlativa donde las haya. Y hace una década (12/01/2008), se marchó de este mundo y
con ese país a cuestas su autor, Adriano González León, hombre que daba sed y «bebió
de la vida su dolor, su alegría y su melancolía», y mercería le dedicásemos la totalidad
de este espacio. Será asignatura pendiente porque se cumplen hoy 60 años de la huelga
general del 21 de enero de 1958, convocada por la Junta Patriótica contra la dictadura
perezjimenista. Es inevitable referirse a esa jornada que precipitó la caída del llamado
«oprobioso régimen», mote que etiquetará en futuro no lejano (esperamos) al
nicochavismo. Quienes tienen edad y memoria para ello, recordarán que era martes y el
país amaneció en suspenso. La prensa, solidaria con la insurrección en curso, acató el
llamado al paro y un ominoso silencio noticioso, que presagiaba conmociones, dio pie a
rumores y conjeturas de toda índole. En la capital, los pocos vehículos que circulaban
por las calles desiertas lo hacían con ramas que, a modo de improvisadas escobas,
colgaban de sus parachoques para barrer tachuelas y miguelitos. La paralización fue
total. 48 horas y 2 toques de queda más tarde, la Vaca Sagrada, con Tarugo a bordo,
levantaba vuelo rumbo a República Dominicana y no precisamente para dialogar. Esa
huida de ópera bufa no fue colofón de azarosas improvisaciones, sino de una tenaz y
prolongada resistencia que comportó exilio, prisión y muerte para centenares de
compatriotas. Y hay antecedentes que debemos recordar, porque contribuyeron al
desplome de un gobierno militar no muy distinto del encabezado por la troika Maduro-
Cabello-Padrino.

«Con la iglesia hemos topado» es frase descontextualizada de un pasaje del Quijote, con
la que se advierte con docta suficiencia sobre el peso de la ley divina. Viene a cuento a
propósito de las órdenes giradas al rapsoda del Ministerio Público –no habla bien de su
poesía el ideólogo del socialismo del siglo XXI, Heinz Dieterich, en su último artículo,
“Batalla entre Herodes y la vieja guardia chavista”–, a objeto de investigar a los
prelados Antonio López Castillo, arzobispo de Barquisimeto, y Víctor Hugo Basabe,
obispo de San Felipe, por presuntos delitos de odio. Una acusación falaz, pues la
prédica y apostolado del buen cristiano se fundamentan en el amor al prójimo; pero, y
echemos mano de otra frase que Cervantes jamás escribió –una cita, asentó Ambrose
Bierce, en su Diccionario del diablo, no es más que la «repetición errónea de palabras
ajenas»–, «cosas veredes, Sancho que farán fablar las piedras». Con la iglesia se topó el
reyecito, cual le ocurrió a la encarnación tachirense del nuevo ideal nacional.

El 1° de mayo de 1957, se leyó en los templos del país una carta pastoral elaborada por
el arzobispo de Caracas, monseñor Rafael Arias Blanco, en la que, a la luz de la
doctrina social del catolicismo, se detallaba la precaria situación de los trabajadores. En
una nación sometida a la censura informativa, las palabras del valiente sacerdote fueron
clarín de libertad que avivó la chispa de la subversión y la impulsó a manifestar su
rechazo a la tiranía. En noviembre del año en cuestión, fue paseado por Caracas un
burro con birrete y un cartel que le acreditaba como ministro de educación, aludiendo al
nombramiento del general Hugo Prato para tal cargo. Y, a pesar de la represión desatada
por los esbirros de Pedro Estrada, y la coacción propiciada por Laureano Vallenilla
Planchart para prolongar el mandato del hombre de Michelena mediante un fraudulento
plebiscito, más pudo la dignidad que el miedo: la razón se impuso a la barbarie y la
democracia venció al despotismo. No para siempre, como se pensó y se aspiraba.
Lamentablemente.

Un chino que, por viejo, fue muy sabio –¿Confucio, Lao Tse?–, a quien endilgan frases
rotundas e incuestionables, más sobre lo profano que lo sagrado, dejó dicho que
«gobernar es el arte de crear problemas con cuya solución se mantiene a la población en
vilo». Para los revanchistas que en mala hora se hicieron del poder en Venezuela,
gobernar es oficio de felones, no un arte; y la política, quehacer de aprovechados, no
ciencia. Y, sin embargo, ¡qué cosa más grande!, pudieron ingeniárselas para que la
ciudadanía permanezca al borde de un ataque de ansiedad y pendiente de un hilo, ¿qué
digo?... ¡de un CLAP! Se valieron de la extorsión a fin de que el menesteroso se
sintiese obligado a gratificarles con su voto porque, carnet de la patria mediante, le
echan de comer y algodón, dos o tres dólares al cambio real, va a parar a su bolsillo.
Dinero basura con el que no se puede comprar lo que no hay y, nada, al saqueo, al
bachaqueo y a noticias como esta: «La ola de protestas por falta de alimentos que se
registró el jueves pasado en el estado de Mérida, en el oeste de Venezuela, dejó unas
imágenes que se han viralizado en redes sociales. En la escena se ve cómo una veintena
de hombres rodea a una vaca en la hacienda Miraflores de Palmarito y terminan
abatiéndola a pedradas. En el video puede escucharse la frase: ¡Tenemos hambre!» (El
País, Madrid, 15/01/2018). Comparada con esta, la situación denunciada por Arias
Blanco era color de rosa. Y Nicolás, ¡yo no fui!, presentando a la prostituyente
cubanoide memorias de puro cuento y festejando la masacre de El Junquito y la
ejecución extrajudicial de Oscar Pérez a cargo de matones a sueldo del colectivo Tres
Raíces (¿torcidas?) y sicarios uniformados de la FAES y la GNB, debidamente
felicitados, condecorados y recompensados.

Rogar para librarnos de «la peste que condujo al país a la ruina moral, económica y
social» no es delito ni pecado. Es obligación moral de los pastores de almas. Así se
plasmó en la homilía que enfureció a Maduro, por la que se acusa al episcopado larense
y yaracuyano de infringir la fascista Ley del Odio. Acusación a la que no teme
monseñor Basabe: «Acá en mi casa estoy, con mis únicas armas: mi fe en Cristo y la
certeza de que mi vida está en sus manos. Allá por aquellos a quienes ni su conciencia
ni la historia les perdonará… No tengo miedo, señor Maduro, la cobardía no es lo mío»
Tampoco se acobardó Oscar Pérez y su sacrificio no ha sido vano. Para tu infortunio,
Nicolás, te metiste con el santo… ¡ojo con la limosna!
¿Cuándo fue que la pusimos?

La opinión de Raúl Fuentes

14 de enero de 2018 12:10 AM

El venezolano, como el neurótico, está detenido en su historia, en su pasado…Curar a


un neurótico es ponerlo en paz con su pasado.

Francisco Herrera Luque

Comenzando el año, mientras, para variar, estrenaba cola en una carnicería recién
abierta, recibí una llamada de un amigo, el doctor Gustavo Méndez Andrade, para
pedirme, si estaba a mi memoria, le indicara de dónde provenía la interrogativa frase
“¿En qué momento se jodió el Perú?”. Entre el asombroso precio de morcillas, chorizos
y chinchurrias, la impaciencia de la cajera y la atención que reclama el punto de venta,
atiné con el autor sin precisar el libro. En casa, recordé el nombre, Conversación en La
Catedral, cuyo inicio, pude comprobar, es con sobrada razón tenido entre los mejores
de la narrativa hispanoamericana y probablemente por ello Mario Vargas Llosa haya
aseverado que sería el único que salvaría de una quema de sus obras. Digamos, en
consecuencia, que debemos estas líneas a la curiosidad del doctor Méndez y, por
supuesto, a la pluma del Nobel peruano español.

Santiago Zavala, Zavalita, protagonista de la novela de marras, “era como el Perú […]
se había jodido en algún momento”. ¿En cuál?, Sí; ¿en qué momento se había jodido el
Perú, es la interrogante que desde el comienzo mismo de la novela atormenta al álter
ego del autor de La ciudad y los perros, y, de sus páginas, devino en cuestión genérica a
objeto de indagar cuándo comenzaron las desgracias y tribulaciones en cada una de las
naciones de la región. En el caso venezolano habría más bien que preguntar cuándo fue
que terminamos de jodernos, porque, en honor a la verdad, la nuestra pareciera ser una
República estropeada desde su gestación.

Hay quienes piensan que la semilla de los males que nos aquejan es el petróleo que no
aprendimos a sembrar como aconsejaba Úslar Pietri en reaccionaria metáfora, buena
para la divulgación didáctica, aunque no sé si para la economía. Otros, quizá bajo el
influjo de pareceres racistas barnizados con matices cientificistas, achacan nuestra
deficiente proactividad a la pereza caribe, a ancestrales carencias proteínicas y al pobre
material genético de los colonizadores. Para el comandante “hasta siempre”, la
malformación nacional, que pretendía enmendar con improvisadas lecciones de historia
no documentada e inventada a capricho, se originó apenas Colón holló con sus
insolentes plantas de almirante de la Mar Océano la costa de lo que denominó Tierra de
Gracia. Esta delirante e hispanófoba hipótesis propició el derrumbe de las estatuas del
descubridor y su anatematización en los textos escolares. No fue esta la única tesis
manejada por el perpetuo que yace en el cuartel de la montaña. A menudo, culpaba a la
Nueva Granada de “todas nuestras angustias y quebrantos” e imputaba a Santander y a
otros prohombres del vecino país conjuras para asesinar, veneno mediante, al inspirador
(¿?) de su ideario. Por eso hizo exhumar los restos del “divino e inmarcesible
Libertador”, profano proceder con visos de necrofilia que los supersticiosos reputan
castigado con la enfermedad que lo llevó a la tumba, vía santeros y curanderos
antillanos. En otras ocasiones, el general José Antonio Páez se convertía en el chivo
expiatorio de turno, y le acusaba de traicionar a Bolívar y propiciar la ruptura de la
utopía gran colombiana; sin embargo, la más de las veces, eran los 40 años de
convivencia civil y democrática –despectivamente despachados con el mote de IV
república– su pagapeos predilecto. A los gobiernos anteriores al advenimiento rojo
achacaba el fracaso de su administración. Pero, como era inevitable, el suyo terminó
siendo, fatalmente, gobierno anterior y la oposición pasó a ser causante absoluta de sus
errores y omisiones.

Así, pues, la historia oficial, la de los vencedores, ¡por ahora!, amañó un póker de
opciones para decidir dónde, cómo y cuándo fue que la cagamos y el país se volvió lo
que es hoy. Mas, a pesar de los recursos dilapidados en publicidad y propaganda de
inspiración goebbeliana, orientadas al lavado colectivo de cerebros –“Miente, miente
que algo quedará, cuanto más grande sea una mentira más gente la creerá”–, el régimen
no puede ocultar que, a finales del siglo pasado, el elector, sin ver queso en su tostada,
se hundió hasta el cuello en las arenas movedizas de la antipolítica y se dejó seducir por
los cantos de sirena de un encachuchado encantador de serpientes. Entonces sí que la
pusimos. ¡Y de oro! Buscando pan para hoy, renunciamos al mañana e iniciamos un
viaje sin retorno al pasado. Y aquí estamos, veinte años después, marchando en azaroso
retroceso, rumbo a la prehistoria y malviviendo, bajo la batuta del más incompetente de
los gobernantes que registren los anales republicanos, de las “teticas”, que sin ellas no
hay paraíso, del trueque y el tírame algo, gracias a la irresponsable prédica de un
chafarote que dictó cátedra de formación moral y cívica cuando, citemos a BBC Mundo,
“en una famosa alocución pública en su primer año de gobierno, preguntó de manera
retórica a la entonces presidente de la Corte Suprema de Justicia, Cecilia Sosa, sí ella no
robaría en caso de que sus hijos tuviesen hambre”.

Retórica o no, esa intervención sentó jurisprudencia para justificar la impunidad, de


modo que, hoy día, quien no roba por necesidad lo hace por diversión u obligación; o,
simplemente, porque no hay motivo alguno para no hacerlo. No se equivocaba el
director del Foro Penal Venezolano, Alfredo Romero, al declarar al servicio británico de
noticias que “la doctrina del ‘si yo fuera pobre, yo robaría’ glorificó el ataque a la
propiedad del otro”. Súmele el lector a esa velada legitimación del delito, la
institucionalización de la mendicidad a través de las misiones, monstruoso mecanismo
de degradación y dependencia ideado por los cubanos –hay confesión de parte y, por
tanto, relevo de pruebas– que, con auxilio de la mano peluda del CNE, salvó al pajarito
de la revocación, y tendrá una idea clara de cuándo perdió la gracia esta tierra que el
audaz navegante genovés, repudiado por la leyenda negra chavista, imaginó paraíso
perdido. No, al país no lo jodieron ni Colón, ni Páez, ni los colombianos; al país lo jodió
Chávez y lo está terminando de joder la dictadura militar que enmascaró su proa con
Nicolás Maduro, y ha sinvergüenceado o sinvergonzado –los participios y verbo del
cual derivan, seguramente inexistente, son atroces– a una clientela dependiente de la
limosna pública y presume resignada a la sumisión, a la que, en algún momento, habrá
que gritarle, cual Carmela al negro Encarnación (así lo cantaba el gran Tito Rodríguez),
“¡se te acabó el jamón, tienes que trabajar!”.
Divagaciones para coleccionistas

La opinión de Raúl Fuentes

07 de enero de 2018 12:11 AM

A horse!, a horse! My Kingdom for a horse!, exclama, no una sino dos veces, el
contrahecho y ambicioso Ricardo en la escena IV del acto final de la muy representada
y versionada obra shakesperiana The life and death of King Richard III. La frase, súbita
alucinación acústica, iluminó mi lectura del fiasco de los perniles portugueses
prometidos a quienes se prestaron a dar una mano de legitimidad al arrebatón de las
alcaldías. “¡Un pernil, un pernil; tu voto por un pernil!”, fue lo que, con lazo y todo,
Maduro y su pandilla ofrecieron a su clientela para no cumplir. Y, claro, si el epítome
de la usurpación y la tiranía es capaz de ceder su dominio por una montura, ¿cómo no
va a hipotecar su mañana un famélico dependiente de la limosna roja a cuenta de una
pierna de cochino? Este episodio, digámoslo con la cursilería de rigor, cerró con broche
de oro un año de hambre, desolación y muerte; de purgas, traiciones y ajustes de
cuentas; de fraudes continuados y traspasos indebidos de minas e hidrocarburos a una
corrupta mafia narco-castrense… un año terrible que, ¡ay de nosotros!, amenaza con
repetirse para peor.

Annus horribilis es un latinajo de forja reciente –que huelga traducir–, atribuido


gratuitamente a Isabel II de Inglaterra que lo utilizó para referirse a una serie de eventos
desafortunados que, en 1992, restaron glamour a su jubileo, afearon la fachada de la
monarquía británica y alimentaron con sustanciosos e indecorosos chismes las páginas
de tabloides amarillistas y revistas del corazón; no salió, empero, de su magín, sino de
la pluma de Sir Edward Fox, servidor de la casa Windsor y áulico de su graciosa
majestad, quien tal vez lo pescó en la biblioteca de Buckingham. Desde entonces, la
expresión ha sido comodín retórico de discursos para despachar, en dos palabras,
calamitosos balances anuales. Quise titular con ella esta, mi primera fechoría de 2018,
pero se me adelantó Adolfo Salgueiro en su postrero artículo del que, hasta ahora, ha
sido, y creo no exagerar, el peor año de nuestras vidas. Aunque no he renunciado a
sumar mis lamentos al ayayay nacional y a hundir mis dedos en la llaga que, gracias a
los desafueros del comandante de los ojitos omnipresentes y la incompetencia de sus
secuaces, es ahora lo que antes fue país, intentaré que el lector sonría, a pesar de que
hasta el más optimista de los adivinos apuesta por que a mediados del año añoraremos
el que atrás quedó.

El de hoy, 7 de enero, es el primer domingo de este virginal 2018 y el santoral lo


consagra a Raimundo de Peñafort, patrono de los juristas, del derecho canónico y de los
abogados –no de los venezolanos que se decantaron por san Ivo, que «era bretón, era
abogado, y no era ladrón»–, y también de santos y santas de nombres raros –Polieucto y
Lindalva–, no tanto como el de Prepucio Rufogalli, quien, según refiere con teológica
erudición Iñaqui de Errandonea, S. J., de joven tuvo amores con la bella Clítoris de
Éfeso y, a las puertas del cielo, fue aclamado por 40 religiosas basilias de Oriente, ¡que
entre, que entre!, y repudiado por las 11.000 vírgenes, ¡que no entre, que no entre!, y,
por ello, es celebrado y cantado en Las Celestiales –«No sale del purgatorio/ por culpa
de un nombre sucio/ un santo tan meritorio/ como lo fue san Prepucio»–. No escatima
admiración a la obra evangelizadora de este santo varón, el sumo jodedor (¿MOS?), al
punto de que, apelando a razones atinentes a la homonimia, justifica su herético rechazo
a ensalzar la circuncisión de Jesús.

Además de los festejos religiosos y de los hechos a recordar porque acontecieron, un


año cualquiera, pero en fecha semejante, se celebra hoy el Día del Coleccionista. De
modo que no es casual la evocación a san Prepucio, pues mientras nos informábamos
respecto a los acumuladores de objetos valiosos y trastos inútiles, nos topamos con un
listado de extravagantes colecciones que seguramente estarán asentadas en el libro
Guinness de los récords o en una de esas guías de lo insólito o lo increíble archivadas
por el memorioso Mr. Google. Así nos enteramos de que, en la gélida Islandia, el
profesor Siguröur Hjartarson ha atesorado unos 250 penes de animales varios –elefantes
marinos, renos, ballenas– que están a la vista de los adoradores de Príapo en su faloteca
(Museo Falológico islandés) de Reikiavik; y también supimos que el australiano
Graham Barker ha almacenado 22 gramos de la pelusa de su ombligo que guarda
celosamente en 3 frascos y enseña orgullosamente a quienes se interesan por su
desvarío. Mejor gusto tenía nuestro Francisco de Miranda que, es fama, coleccionaba
vellos púbicos imperiales. Y hay diseminados por el globo toda suerte de museos de
horrores, torturas y perversiones, pero ninguno se iguala con la exposición itinerante de
modelos en cera provenientes, así lo anunciaban sus promotores, del Museo de
Anatomía Patológica y Teratología Dupuytren de París, cuya escalofriante selección de
malformaciones causadas por enfermedades venéreas hizo que las trabajadoras sexuales
de los poblados caribeños distinguidas con su espectáculo protestaran por una presencia
que estimaban contraria a sus intereses.

En alguna oportunidad sostuvimos que «así como hay gente meticulosa que dedica
tiempo y dinero a la acumulación compulsiva de objetos sin importar su naturaleza o
dimensiones, existen quienes hacen acopio de intangibles». Cuando eso escribimos no
habíamos reparado del todo en la cantidad de despropósitos e iniciativas sin sentido
perpetrados por la revolución bonita a lo largo de casi dos décadas: un abultado
prontuario de disparates nunca vistos, digno de ser catalogado, ilustrado, comentado y
expuesto en una galería de arbitrariedades y errores económicos y administrativos
inherentes a las dictaduras militares tercermundistas, en la que no desentonaría –muy al
contrario, la complementaría– un muestrario de los yerros políticos cometidos por sus
adversarios y que, sin querer queriendo, contribuyen a sus subsistencias; no obstante,
más urgencia reclama documentar las sistemáticas violaciones de los derechos humanos
que a lo largo de 2017 costaron vida y prisión a centenares de venezolanos y que,
confiada en los dividendos que le reportará el diálogo merenguero, la camarilla escarlata
y verde oliva silencia, a la espera –con la artillería del CNE presta a ametrallarnos con
cifras inventadas y avaladas en el nido de ratas prostituyente–, ¡que siga la fiesta!, de
una tempranera reelección. Así, 2018 será para el narco-gobierno un annus mirabilis.
Domingo de solemnidad

La opinión de Raúl Fuentes

17 de diciembre de 2017 12:40 AM

El 17 de diciembre de 1935, para conmemorar, con gravedad nunca antes vista, la


muerte del Libertador, y quién sabe si súbitamente consciente de haber abusado durante
demasiado tiempo de la paciencia de sus súbditos, el general Juan Vicente Gómez
Chacón, primer mandatario vitalicio de Venezuela, decidió estirar la pata y embarcarse
en la nave de Caronte. Faltaban apenas 2 días para que se cumplieran 27 años del golpe
de Estado (19 de diciembre de 1908) que perpetró contra su jefe y compadre, Cipriano
Castro. Sus adversarios conjeturaron que la fecha fue ajustada por los aduladores para
que su canto de cisne coincidiera, en mes y día, con el testamentario adiós de San Pedro
Alejandrino, ese que memorizamos por exigencia escolar y repiten, argumento magister
dixit, quienes arrellenados en el diván de la antipolítica abogan porque «cesen los
partidos y se consolide la unión», sin mover un dedo para que ello suceda. No escapaba
a sus panegiristas, aspirantes a seguir chupando de la sucesión andinista, el valor
simbólico del paralelismo onomástico –seguramente envidiado por Chávez– iniciado
por doña Hermenegilda Chacón, el 24 de julio de 1857, cuando parió en La Mulera al
hombre que gobernaría a Venezuela con puño de hierro y guantes de seda o cabritilla,
según la ocasión, y sería Pacificador y Benemérito, bagre… ¡y bigotón! Como Stalin y
Maduro.

No malicie el lector suspicaz que espero se produzca hoy una coincidencia similar,
¡claro que no!; puedo todavía distinguir entre la objetividad y el pensamiento ilusorio
(wishful thinking) y no apuesto por una azarosa simetría que ponga punto final a este
gobierno. Además, lo dijo un presidente de la República civil, la IV, tan denostada por
el revisionismo histórico al uso, «deseos no empreñan»; no, hoy, en el Panteón
Nacional, pompas y circunstancias impondrán la solemnidad del caso y un maestro de
ceremonias, con el profundo registro vocal de un bajo ruso, dará lectura a la postrera
voluntad de Simón José Antonio de la Santísima Trinidad y desgranará, por exigencias
épicas, versos de José Joaquín Olmedo –«Oh capitán valiente/ blasón ilustre de tu
ilustre patria/ no morirás, tú nombre eternamente/ en nuestros fastos sonará glorioso»–
o, por apremios ideológicos y revolucionarios, hará lo propio con Neruda –«Yo conocí a
Bolívar una mañana larga,/ en Madrid, en la boca del Quinto Regimiento,/ Padre, le
dije, eres o no eres, o ¿quién eres?/ Y mirando el Cuartel de la Montaña, dijo/ Despierto
cada cien años cuando despierta el pueblo»–, mientras, en audio, un dilatado fade
out arrastrará consigo el eco de esa oración fúnebre y dará paso, fade in, a «las
marciales notas del “Gloria al bravo pueblo”». En video, nos toparemos con un primer
plano del catafalco que guarda los huesos del Libertador (profanados y revueltos por su
avatar rojo) al que, dissolve mediante, seguirá una secuencia estroboscópica de planos
cortos de su rostro, reinterpretado en photoshop por mandato del comandante eterno, y
el de este idealizado por la estética socialista.
El acto visualizado en parte en el párrafo anterior y que soportaremos, si no hay otra
opción, en cadena radio-televisiva, estará presidido por un sujeto que amenaza con vetar
la participación de los partidos políticos que no comieron de la torta municipal en una
eventual elección presidencial –reacción pueril ante la certeza de lo que ni siquiera el
maquillaje de sus celestinas pudo ocultar que se hizo de las alcaldías, de acuerdo con
cálculos y proyecciones de analistas calificados, con menos de la cuarta parte del padrón
electoral, lo cual solo motiva tísica alegría–, para despejar el camino a unas pretensiones
hegemónicas que prescriben altas dosis de jarabe patriótico. Se empeña en que
aceptemos, pasivamente y como ineluctable fatalidad, su ambición de mantenerse en el
poder, ¿será Matusalén?, «por las décadas y siglos que están por venir», tal manifestó
antes de la ronda de conversaciones previstas para el viernes pasado en “Quisqueya de
mis amores yo te comparo con una estrella”, cuyas resoluciones, buenas para empedrar
otra senda de promesas incumplidas, querría refrendar a ritmo de merengue.
Conversaciones con aires de infructuoso ritual que deberían ser, para la oposición,
último round de una pelea preliminar librada por el qué dirán, en la búsqueda de unas
garantías imposibles, a objeto de medirse en un combate, definitivo y desigual, perdido
de antemano.

¿Por qué sostenemos que son tan escasas como el talento ministerial, el dinero en
efectivo o las medicinas –y una larga lista de productos que, valga la cursilería, son
melancólica evocación de un pasado feliz comparativamente superior al presente– las
posibilidades de un agreement entre la fuerza bruta de la dictadura y la mansedumbre de
la oposición democrática? En primer término, por la falta de transparencia del régimen y
la «contagiosa opacidad» de su jefe nominal: un régimen militar que oculta y no
publica, cual si fuesen cuestiones atinentes a la seguridad nacional o de valor estratégico
para la guerra económica decretada por Chávez y mal interpretada por su cola de ratón,
los indicadores que la ley le obliga a divulgar para conocimiento ciudadano, y un
presidente aficionado al hermetismo que, apenas siente que el barco se menea, vuela a
La Habana para recibir secretas instrucciones a fin de mantenerse a flote. Pactar con
poderes ocultos es pactar con el diablo. En segundo lugar, y tan determinante como las
razones anteriores, la condición sine qua non del oficialismo que ni querer queriendo la
oposición podría aceptar: el reconocimiento de la asamblea nacional cons(pros)tituyente
y el irremediable vasallaje a su espuria autoridad.

No importa qué haya acontecido en Santo Domingo. Hoy es ineludible el homenaje a la


memoria del «hombre de las dificultades» y también lo es recordar que un 17 de
diciembre, pero en 1819, el Congreso de Angostura decretó la creación de la Gran
Colombia, por lo que, quienes no vemos con muy buenos ojos el culto a la mítica
heroicidad del más ilustre de los caraqueños, cuestionamos su paternidad de la
República, progenitura que, para ser justos, correspondería a José Antonio Páez. Y resta
otro motivo para… ¿festejar?: el domingo 17 de diciembre de 1999, en medio de un
catastrófico deslave, del que aún no se han repuesto los varguenses, y con una
descomunal abstención, se sancionó un bodrio que defendemos a falta de algo mejor: la
Constitución de la República Bolivariana de Venezuela. Por eso, ¡chiiito!, Gómez tiene
velas en este entierro, pues de él copiaron Chávez y su vestigio la recurrente violación
de la carta magna en función de sus designios, lo cual la convierte en letra muerta.
Q.E.P.D.
Poco más (o menos) de lo mismo

La opinión de Raúl Fuentes

10 de diciembre de 2017 12:11 AM

G. K. Chesterton, escritor británico admirado y profusamente citado por Borges, que


pensaba que los ángeles podían volar porque se tomaban a sí mismo a la ligera y que
solo los bígamos creían en el matrimonio, concibió, para solaz de quienes gustan de un
buen asesinato inglés, al Padre Brown, entrañable y entrometido cura con dotes
detectivescas –más de un lector sabrá de sus peripecias gracias a una serie de la BBC
que emite a saltos Films & Arts–, y cultivó con brillo el periodismo, género que, según
dejó dicho, “consiste esencialmente en decir que ‘Lord Jones ha muerto’ a gente que no
sabía que Lord Jones estaba vivo”. Gilbert Keith (nadie le llama así) se anticipó con
jocundidad a quien acuñó la frase bad new is good new, seguramente el editor de algún
tabloide que alimenta sus páginas con las desgracias de celebridades para satisfacer a un
público prejuzgado de morboso, fórmula complaciente de comprobado éxito que la
prensa amarillista comparte con el discurso populista tan en boga a diestra y siniestra en
la región.

En tiempos de sequía informativa o de censura extrema, el comunicador social se las


ingenia para derivar de hechos en apariencia anodinos o intrascendentes aspectos
capaces de sorprender a quien los lee; en estos días, al contrario, nada necesita inventar,
sino ingeniárselas para que, en un país en el que pocas cosas suscitan asombro o
estupor, lo que en otras circunstancias sería acontecimiento excepcional no sea
despachado con la presteza de lo que, a fuer de repetirse, es tenido por trivial o aburrido.
Así, un día cualquiera puede toparse uno con denuncias de situaciones límites que, pese
a su gravedad y dramatismo, no consiguen espantarnos ni quitarnos el sueño, como
estos titulares, aparecidos simultáneamente, a principios de semana, en la edición digital
de El Nacional: “Más de 30 niños con VIH están en riesgo en Nueva Esparta”; “El
gobierno tiene 10 años en mora con los discapacitados”; “Vecinos de Brisas de
Maiquetía sufren de un brote de escabiosis”; “Venezuela acumula 465 casos
confirmados de sarampión”; “Prevención del VIH en Venezuela retrocedió a los niveles
de inicio de la epidemia en 1980”; “Sectores populares de Vargas sin agua desde hace
dos meses”; “Cerraron 4 estaciones del Metro por fallas eléctricas”. De esta
enumeración se infiere que no exageran quienes sostienen que en el país hay una crisis
humanitaria y claman por la apertura de canales de ayuda humanitaria; sin embargo,
Maduro se empeña en negar la crisis. “¡Somos un país pujante, no somos mendigos de
nadie!”, aseveró el hombre que carnetizó la mendicidad; por su parte, el valido para la
salud la sacó de jonrón al afirmar que “la matriz mediática que se ha desarrollado sobre
la difteria en Venezuela hay que eliminarla con la aplicación de la vacuna” (¿¡!?)

El día reseñado fue lunes y algunos medios, por obligación o adulación, dieron cuenta
del “milagro de la multiplicación de los CLAP” que el candidato a perpetuarse comparó
en su programa dominical con el portento mediante el cual Jesús alimentó, a partir de
escasos panes (2 o 5, dependiendo del evangelista que lo relate) y muy pocos peces (un
par, contabilizó Mateo) a unas 5.000 personas; una minucia frente a la hazaña de
Nicolás que de esta guisa, y con peculiar sintaxis, pontificó: “Los CLAP son la
expresión del verdadero cristianismo. Cuando Jesús, frente a su pueblo, multiplicó los
panes y los peces… Nosotros multiplicamos los panes y los peces con los CLAP y se lo
llevamos a todo el pueblo venezolano, a los más humildes […] ¿Qué fuera (sic) de
Venezuela si no existieran los CLAP?”. ¿Existirán vacunas contra la estulticia y la
megalomanía? De haberlas, es necesario inocular de urgencia al ministro y al
presidente, no vaya a ser que contagien sus delirios a la población.

Mientras inventariaba los agravios a la integridad y seguridad de los venezolanos y


reflexionaba sobre un proceso involutivo que, como bien hubiese sostenido Rómulo
Betancourt, nos ha retrotraído a etapas ya superadas, recibí, vía WhatsApp, un mensaje
que meses atrás se había hecho viral, tal reportó en agosto pasado el portal del Diario
las Américas. Se trata de un fragmento de Casas muertas (Miguel Otero Silva, 1955)
que no está de más reproducir aquí, advirtiendo, eso sí, que cualquier semejanza con la
realidad presente es pura coincidencia. No todo, unas líneas no más: “Yo no vi las casas,
ni vi las ruinas. Yo solo vi las llagas de los hombres. Se están derrumbando como las
casas, como el país en el que nacimos. No es posible soportar más. A este país se lo han
cogido cuatro bárbaros, veinte bárbaros, a punta de lanza y látigo. Se necesita no ser
hombre, estar castrado como los bueyes, para quedarse callado, resignado y conforme,
como si uno estuviera de acuerdo, como si uno fuera cómplice”.

Los bárbaros de hoy, como los de ayer, visten uniformes verde oliva. Pero teñidos de
rojo. No portan lanzas ni látigos, sino fusiles Kaláshnikov y bombas Made in China.
Esos desechos reciclados de la Guerra Fría, las echonerías de Chávez cuando loco de
contento celebró, para que todos se enteraran de su aggiornamento, la apertura de su
cuenta en Twitter –cual se tratase de una proeza tecnológica de reprogramadores,
técnicos en computación e ingenieros y analistas de sistemas y no de una operación tan
simple que cualquier tonto de capirote, ¡dodo, do-do!, puede realizar en un abrir y cerrar
de ojos–, y la criptobrejetería del petro cacareado por Nicolás han sido, excepción hecha
de los satélites de utilería operados por el imperio amarillo, las únicas y tangenciales
aproximaciones a la modernidad de una revolución que se vende como del sigo XXI,
pero es un producto ochocentista. Bastaba escuchar al comandante y sus arrebatos de
nostalgia por la guerra de emancipación, las montoneras de Zamora y las andanzas de
Maisanta para saber que el porvenir se nos estaba negando; no obstante, a
contracorriente de la historia, hoy, 10 de diciembre, Día de los Derechos Humanos, el
castrochavismo nos clavará el chuzo de la sovietización municipal y consolidará el
poder de una tiranía militar disfrazada de “dictadura del proletariado”. Es, entonces,
apropiado, ¿razones de simetría?, concluir estas líneas citando nuevamente a
Chesterton: “Es posible que la frase ‘dictadura del proletariado’ no tenga sentido
alguno. Tanto valdría decir; ‘la omnipotencia de los conductores de autobús’. Es
evidente que si un conductor fuese omnipotente, no conduciría un autobús”. A buen
entendedor…
Modelos para exportar

La opinión de Raúl Fuentes

03 de diciembre de 2017 12:43 AM

Después de más de medio siglo de desatinos y despropósitos, el régimen cubano sigue


tratando de convencer a quienes quieran escuchar su disco rayado que la culpa de su
fracaso no se debe a la inviabilidad de una utopía anacrónica, sino a la sañuda
incomprensión imperialista con sus embargos y sus leyes Torricelli y Helms-Burton.
Estas iniciativas algún efecto tuvieron, claro, pero el desastre estuvo cantado desde que
Castro y su pandilla de barbudos descartaron, por liberal, burguesa y capitalista, la
democracia como sistema de gobierno, y se decantaron por el socialismo a la manera
soviética y, ¡óyeme, tú!, ni el swing & ron pudo con el autoritarismo, el burocratismo y
la represión estalinista al estilo caribeño y ahí, inocultable botón de muestra,
estuvieron, ¡patria o muerte, venceremos!, los balseros, el Mariel y el país ahogándose
en el mar de la felicidad: Cuba que linda es Cuba, pero Miami me gusta más.

Porque carecía la de los recursos con que cuenta Venezuela –puestos gentilmente a sus
órdenes por el comandante de ojitos eternizados por el mal gusto mural–, la azucarada
isla caimán tuvo en la URSS un “benefactor” que la convirtió en peón ajedrecístico de
la guerra fría y evitó se repitieran episodios como el de Bahía de Cochinos.
Envalentonado por el respaldo del gigante eurasiático, el Caballo quiso hacer de la
revolución producto de exportación y apoyó, con hombres, armas y bagajes, aventuras
guerrilleras en Latinoamérica y África, política injerencista que le condenó al
aislamiento continental. Derrotado en todos los frentes, salvo quizá en Nicaragua –
porque en Chile puso un petardo de feria con una indeseada y prolongada presencia que
contribuyó al derrocamiento de Allende–, cantó ¡bingo! cuando Chávez llegó al poder
en Venezuela.

Para no seguir machacando con historia conocida de lecciones olvidadas, solo diremos
que el redentor galáctico, al reeditar como comedia negra la trágica experiencia cubana
–empresa continuada por un heredero (el lector es libre de colocar en este espacio el
adjetivo que juzgue conveniente)–, es el responsable supremo de la catástrofe que hoy
vivimos por intentar, con montañas de dinero providencialmente habido, mal gastado y
peor repartido, exportar, constituyente y reelección indefinida incluidas, el paquete
bolivariano, modelo congénitamente corrupto, autoritario e ineficaz. Y ahora, sin
Mariel y sin balseros, la historia vuelve a repetirse, no con fatalidad marxiana, sino al
tanguero ritmo de “Por la vuelta” en arreglo de Billo Frómeta para un mosaico bailable
en la melodiosa voz de Felipe Pirela; sí, estamos por la vuelta –el mismo amor... la
misma lluvia... el mismo, el mismo loco afán– al planeta de los simios, pues el hombre
digitado para seguir adelante con la revolución bonita cedió a los gorilas las riendas de
la administración pública. En bandeja de plata le entregó al Ejército nada menos que
Petróleos de Venezuela, emblemática joya de la corona que no ha visto ni verá luz con
el chavismo porque para gestionarla se requiere mucho más que disciplina cuartelaria. Y
ni soles ni estrellas en doradas charreteras son credenciales que puedan sustentar el
nombramiento del mayor general Manuel Quevedo, glorificado por Maduro como
“padrino del estado Trujillo”, para ocupar simultáneamente la cartera de petróleo y la
presidencia de Pdvsa. El economista y diputado José Guerra ha criticado este
encumbramiento por la crasa ignorancia del nuevo capo en materia de hidrocarburos. A
quien fue artífice de la represión de las protestas de 2014 se le ha encomendado barrer la
casa y esconder el polvo bajo las alfombras para que feos asuntos no sigan
ensombreciendo la imagen de la estatal petrolera.

De ese general no hablan bien ni sus compañeros de armas y se le tiene por medroso
lleva y trae. Así opinan, entre otros, Alcalá y Rodríguez Torres, que algo sabrán del
merequetengue y, por ello, suponen que no es el sujeto ideal para contener las
pestilentes aguas negras que están salpicando a enchufados de las facciones oficialistas
en pugna por el resto del botín. Muy a pesar de los cuestionamientos, quedan bajo
control de la FANB yacimientos mineros y petrolíferos que son bienes de dominio
público. ¿Y, entonces –pregunta uno sin que nadie le responda–, cómo cuadra esa
impulsiva y graciosa concesión con el artículo 12 de la Constitución? Con el último
enroque, además de Quevedo, otros tres militares se engancharon en el descarrilado tren
ministerial: el capitán José Gregorio Vielma Mora (Comercio Exterior) y los generales
Ildemaro Villarroel (Hábitat y Gran Misión Barrio Nuevo y Barrio Tricolor, GMBNBT)
y Carlos Osorio (Transporte). Si quedaba alguna duda acerca de la naturaleza castrense
de la dictadura, la misma ha sido despejada con estos cambios de piezas en el tablero
del poder. Y, ¡no faltaba más!, con el respaldo de Vladimir Padrino que despachó un
apresurado mensaje en la red del pajarito –“Desde la Fuerza Armada Nacional
Bolivariana apoyamos al presidente Nicolás Maduro en la cruzada por la recuperación,
producción, reorganización y lucha contra la corrupción de nuestra querida Pdvsa”–,
mensaje con muchas palabras terminadas en “on” que, por rimar con avión, de vaina
no se publicó antes del anuncio hecho por el jefecillo civil, lo que impele a conjeturar
que es en Fuerte Tiuna donde se cuecen las habas de la política económica.

Quién sabe cuántos tenientuchos, sargentones y milicianos se colarán en las alcaldías,


como corresponde a una castrocracia –que no es gobierno de los Castro ni de los
castrados, sino de soldados– para militarizar también el poder municipal, dejando para
luego y no muy tarde, en manos de la anc (en minúsculas, aunque aquí cabe, en
mayúsculas, una mentada de madre) la culminación de la faena a fin de, con una
Constitución prêt-à-porter, vestir de verde oliva, o camuflarlos con uniformes de
campaña, los poderes Legislativo, Judicial, Electoral y Ciudadano. Una tarea con la que
Maduro se dará por satisfecho, pues así creerá haber perfeccionado el legado del santo
varón barinés. Falta saber si la ciudadanía, chavistas comprendidos, se cruzará de brazo
ante tal arrebatón y se seguirá calando que oficiales ineptos manejen a su antojo una
economía que conspira contra su bolsillo, su salud y su bienestar. O si se resignará a
madrugar con toques de diana y marchar disciplinadamente, ¡un, dos, tres!, por un
mendrugo de pan. Y, aunque nada tiene que ver con lo hasta aquí escrito y no se diga
que no hablamos de diálogo, finalizaremos afirmando que, sin la aquiescencia
castrocrática, el encuentro quisqueyano no tiene vida.
Maldiciones

La opinión de Raúl Fuentes

26 de noviembre de 2017 12:18 AM

Puede que sea cuestión de superstición, pero hay quienes creen, y así se colige de
cuentos y leyendas, en el influjo de las maldiciones, sin importar que se requiera la
mediación de fuerzas sobrenaturales para garantizar su efectividad. El creyente descarta
el azar cuando arguye sobre su fatalidad y la necesidad de invocar espíritus protectores
o recurrir a ensalmos y talismanes para exorcizarlos.

El Dr. Google y otras autoridades en cultura inútil y saber misceláneo suministran


exhaustivas listas de famosas maldiciones, siempre encabezadas por la que cayó sobre
quienes profanaron la tumba del faraón Tut-anj-Amón (Tutankamón) y la que lanzara,
con profética precisión de sus decesos, el Gran Maestre de la Orden del Temple,
Jacques Bernard de Molay, contra el papa Clemente V, el rey Felipe el Hermoso y su
áulico, Guillaume de Nogaret, que ofició de advocatus diaboli durante el juicio que
culminó con la quema del templario.

De menor alcurnia que esos maleficios, pero de mayor dominio público, al menos del
público beisbolero, fue la mala racha, bautizada “maldición del Bambino”, que durante
80 años afectó a los Medias Rojas de Boston por, se dijo y hubo quien lo creyó, haber
prescindido de los servicios de Babe Ruth.

Consecuencia mayor a la de este empavamiento deseaba concitar Liborio Guarulla


cuando, meses atrás y cumpliendo con los rituales y ceremonias indígenas de rigor,
imprecó al gobierno de Maduro y su legión de enchufados con el chamánico conjuro del
Dabucurí, a fin de que pagasen con tormentos y sufrimientos, el daño ocasionado por
“su maldad”; conjuro, por lo visto, y para frustración generalizada, de efectos anodinos
o acción retardada.

¿Por qué me refiero a estos hechizos y sortilegios? Porque, más de una vez, he pensado,
y hasta compartido con ocasionales contertulios de taberna, que somos objetos de una
ordalía dispuesta por alguna deidad a la que hicimos enojar con quién sabe cuál
imperdonable pecado. No soy el único en sospechar tal cosa. Con frecuencia he
escuchado en las habituales colas voces que se preguntan: ¿qué he hemos hecho para
merecer esta maldición? Porque de eso, ni más ni menos, pareciera tratarse: de una
maldición que nos condenó a soportar carencias, penurias y represión por creer en
pajaritos preñados y en el paraíso terrenal del socialismo castrochavista y su mar rojo de
felicidad. También me ha tocado oír que esta nación fue bendecida por Dios con una
portentosa naturaleza e inagotables (¿?) riquezas y, por eso, fue motejada Tierra de
Gracia; sin embargo, en nuestro caso, la oleaginosa fortuna del subsuelo –satánico
excremento para el fundador de la OPEP, Juan Pablo Pérez Alfonzo– ha sido más bien
una desgracia. Y es que Venezuela es víctima de la “maldición de los recursos”
(concepto elaborado en 1993 por el británico Richard Auty) o “paradoja de la
abundancia” –nunca aprendimos a administrar esta con criterios de escasez–, fenómeno
analizado, entre otros, por Joseph Stiglitz, premio Nobel de Economía y columnista de
este diario, y que se refleja en el bajo crecimiento de las economías en países
dependientes de la exportación de minerales. Pareciera que lo hados nos obligan a
transitar el sendero de las vicisitudes. Y no solo económicas. Guzmán se nos colgó el
sambenito bolivariano y, desde que somos República, cargamos a cuesta la cruz del
militarismo, al punto de que hoy día hasta los comisarios políticos son uniformados. Por
allí anda Padrino oliscando con su insensible nariz en los comités productivos de
trabajadores, última coca-cola del desierto de ideas maduristas que no logrará frenar la
escalada de precios, impúdicamente altos en una moneda que envilece el nombre del
Libertador y ridículamente bajos en dólares que no cesan de revalorizarse respecto a
nuestros billetes de monopolio.

Ahasverus fue un zapatero de Jerusalén que, por negar a Jesús un vaso de agua camino
al Calvario, fue sentenciado a deambular sin rumbo hasta el fin de los tiempos. Se le
conoce como el judío errante, mítica figura del antisemitismo profusamente fabulada
por la literatura y representada por las artes plásticas y escénicas. Borges lo hace
anticuario turco y lo nomina Joseph Cartaphilus en El inmortal; García Márquez,
en Cien años de soledad, le imputa calamidades que aquejaron a Macondo; y el
novelista y académico francés Jean d'Ormesson (Jean d'O) le dedicó una
novela, Historia del judío errante, que duerme en el anaquel del olvido de mi exigua
biblioteca, pero que vino a cuento en estas líneas porque su autor, considerado
imprescindible (confieso haber leído pocas páginas), es asimismo quien, avant la lettre,
describió con el apelativo de ineptocracia el modelo administrativo nicochavista: “Un
sistema de gobierno en el que los menos aptos para liderar son elegidos por los menos
capaces de producir, y en el que aquellos miembros de la sociedad menos capaces de
sustentarse a sí mismos o de triunfar son recompensados con bienes y servicios
procedentes de la riqueza que le ha sido confiscada a un número cada vez menor de
productores”.

Es difícil salir de un modelo que convirtió el voto en unidad monetaria para “comprar”
su continuidad, y ha conseguido que una parte de la oposición sostenga que, tal ironiza
el Roto: “¡Hay que movilizar al electorado! ¡Pero sin que se despierte!”, a fin de
garantizarle un contrapeso para “vender” una imagen democrática en el exterior. Es la
parte que “ha renunciado a sus sueños para masturbarse con la realidad” y, sin rubor,
compartirá con los hermanitos Rodríguez, el 2 de diciembre, día del nuevo ideal
nacional perezjimenista, una mesa servida con trampas retóricas. Lo afirma el
secretario general de la OEA y así se lo hizo saber a Antonio Ledezma, el hombre que
se perfila como referente obligatorio en una redefinición estratégica de la unidad. La
confianza de Almagro en el rol que está llamado a desempeñar en lo adelante el alcalde
metropolitano de Caracas avala nuestro supuesto, sobre todo porque la comunidad
internacional lo ve con buenos ojos y aplaude que, en nombre de los presos políticos –
rehenes de una organización criminal, diría Héctor Schamis– reciba el Premio Sájarov.
Su fuga ha insuflado un muy necesario segundo aliento a la resistencia. Especialmente
cuando, como para probar que a la Rusia putinesca nos une algo más que un vello
púbico de Catalina, el gobierno alardea de un acuerdo para refinanciar parte de la deuda
externa que, en términos globales, no significa un carajo. Ojalá brujos radicales no
claven alfileres en un muñeco del burgomaestre mayor.
Los pies delante de los zapatos

La opinión de Raúl Fuentes

19 de noviembre de 2017 12:13 AM

El pasado domingo, en hora en la que hasta los gallos roncan, recibí con el inevitable
sobresalto suscitado por llamadas tempraneras, un correo de voz de un enigmático
remitente, identificado con un número inútil de marcar –“El suscriptor que usted ha
llamado no puede ser localizado; por favor, intente su llamada más tarde”–, que
descubrió, ¡eureka!, un error y una omisión en artículo de mi autoría, “¡Llegó el oso!”,
publicado en estas páginas ese mismo día. Nada comentó del contenido, disfrutó de sus
imperfecciones formales; y, aunque el abaritonado trémolo de su voz no ocultaba el
sádico placer de quien se solaza con la desgracia ajena, logró que me abandonara el
sueño. Una vez despabilado, revisé las ediciones digital e impresa del periódico: en
ambas, obscenamente conspicuo, como mosca pataleando en un vaso de leche, saltaba a
la vista un «que» relativo no suprimido en apremiante revisión; a tal urgencia ha de
atribuirse también la falta de un vocablo que desequilibró una oración. No encontró el
gramático madrugador ninguna coma desubicada. Por fortuna, pues, según Cortázar, ese
signo de puntuación es «la puerta giratoria del pensamiento», metáfora con la que nos
invita a colocar una virgulilla antes o después de “la mujer” en la frase «Si el hombre
supiera realmente el valor que tiene la mujer andaría en cuatro patas en su búsqueda», a
objeto de saber cuán machistas o feministas somos.

Digresión aparte, las erratas señaladas, pasadas por alto en vertiginosa lectura, dan fe de
la sensatez de quien conceptuó a la prisa de plebeya y del soberano, ¿Napoleón?,
¿Fernando VII?, ¡vaya usted a saber!, que solicitó a su ayuda de cámara le vistiese
despacio porque estaba apurado. Sí, desde que el hombre pudo dimensionar el espacio y
mesurar el tiempo, supo que, además de un lugar adecuado para cada cosa, hay
momentos oportunos para la acción. Por eso, el juicioso sugiere dar tiempo al tiempo;
por eso mismo, la paciencia es virtud y se la encomia en mitos y leyendas ancestrales.
Se cuentan por centenas, si no millares, máximas y aforismos productos de la sabiduría
popular y la reflexión intelectual. Es bíblica la paciencia de Job y proverbial la china –
esta puesta a prueba por el vernáculo default fríamente calculado para sufragar la
religiosa limosna con que la mafia roja domeña a los adherentes indispensables para su
supervivencia–, y se cita indistintamente a Confucio y Lao Tse como autores de una
sentencia –«La sabiduría y la prudencia de nada sirven si no se presenta una ocasión
propicia; los buenos arados nada pueden por sí solos, si no se presenta una estación
favorable»– que acaso no pertenezca a ninguno de los dos. Newton, que además de
alquimista, matemático y físico era teólogo, se preciaba de su paciencia y pensaba que a
ella debía su enorme contribución a las ciencias. Quevedo, que murió cuando Isaac
apenas gateaba, dejó dicho lo que ahora es refrán: «La paciencia es virtud vencedora. La
impaciencia es vicio del demonio». Y es la impaciencia –intranquilidad producida por
algo que molesta o no acaba de llegar (DRAE)– lo que aquí y ahora nos ocupa y
preocupa.

A juicio del columnista colombiano Andrés Hoyos (“Epílogo venezolano”, El


Espectador, 7/11/2017) «el gobierno de Maduro ha demostrado ser inepto para
absolutamente todo, menos para mantenerse en el poder». Agregaríamos a su dictamen
que, con tal ineptitud, el régimen colmó el vaso de la paciencia de sus antagonistas y
precipitó un salto al vacío para que cada quien arrimara la sardina al brasero de su
proyecto particular y navegara por los meandros de la atomización, abandonando la
corriente unitaria, de modo que hoy, sin cohesión alguna, la fallida oposición no
encuentra en qué palo colgar la soga de su ahorcamiento. Parte de ella, con la
aquiescencia del conformismo burocrático y leguleyero, es pastoreada hacia el redil
merenguero del diálogo quisqueyano, buscando lo que no se le ha perdido; otra, más
radical, se decanta por un libreto inmediatista sin pensar en la escenificación. Parecen
ignorar que cambios trascendentes no ocurren de repente como en la ya vieja Onda
Nueva de Aldemaro Romero –“De repente/ como el niño que se vuelve adolescente/
como quien se vuelve loco/ y confunde su pasado y su presente”–. La Revolución
francesa no comenzó el 14 de julio de 1789 con la toma de la Bastilla. Esta fue el punto
de inflexión de un movimiento que venía gestándose desde que la ilustración
cuestionara el derecho divino de la realeza, la burguesía emergente recogiera el guante
para reclamar protagonismo político y el pueblo llano se hartara de privaciones, altos
precios y gravámenes abusivos. Tampoco la Revolución rusa se inició en 1917: tuvo su
embrión en 1905 con las huelgas y protestas contra Nicolás II, historiadas con el
remoquete de Domingo Sangriento. Hay, entre los moderados y exaltados del patio, una
corriente, ¿alterna?, que, desde el destierro, se propone tumbar al nicochavismo a punta
de golpes de 140 caracteres. A estos ciberinsurgentes Fernando Mires les recordó que
«la política de y en el exilio no existe, y se debe abandonar la idea de conducir un
proceso político en el que no se participa».

«Nunca permitas que tus pies vayan por delante de tus zapatos», aconsejan los
escoceses, gentes que, con jóbico aguante, esperan la maduración de sus espirituosos
para prevenir el ratón de la impaciencia, ese que nos afecta cuando consumimos
whiskies baratos embotellados fuera de las highlands. Por no seguir tan inteligente
advertencia, apostando al todo o la nada, rescatamos una embarcación a punto de
naufragar, cuyo mascarón de proa salió a flote e indemne y, con inocultable
satisfacción, respira el oxígeno del continuismo. Al constatar los efectos
contraproducentes del exceso de velocidad de quienes creen llegada la hora sin
consultar el reloj de las condiciones objetivas y subjetivas, evoco la meditabunda
postura de El pensador de Rodin, entre otras cosas, porque hoy se celebra el Día
Mundial del Retrete –así lo dispuso la ONU en el contexto de la iniciativa Saneamiento
para Todos, argumentado que los retretes salvan vidas, aumentan la productividad,
crean empleo y hacen que las economías crezcan–, sitio para el cavilar profundo en el
que convendría recluir a esos pilotos de fórmula uno a ver si aflojan la chola. Un poco
de parsimonia les vendría bien. Por mi parte, espero tener paciencia suficiente para
revisar a fondo estas mil y tantas palabras.
Groucho y las aguas del comandante

La opinión de Raúl Fuentes

10 de septiembre de 2017 12:11 AM

Imagino que todo columnista tiene su peculiar manera de abordar el tema sobre el que
se propone opinar; no me refiero a un método de organizar la narrativa, sino más bien a
un recurso o artificio que le permita superar la parálisis psicológica o «síndrome de la
página en blanco» que, en más de una oportunidad, dificulta precisar el rumbo de la
escritura. Cuando ese culipandeo inmoviliza la pluma, suelo hacer de una frase, una
imagen o una contingencia, sin aparente relación con lo que intento exponer, el punto de
partida para la perpetración –fea palabra– de las fechorías que, periódicamente, someto
a consideración del lector. El truco funciona, sobre todo si nos decantamos por una
efeméride significativa y tenemos la suerte de que la publicación coincida con su
celebración. Es el caso de hoy, cuando el memorial deportivo nos recuerda que hace 57
años, el 10 de septiembre de 1960, el atleta etíope Abebe Bikila ganó, con registro
récord, el maratón de cierre de los Juegos Olímpicos de Roma –los primeros en ser
televisados en vivo y en directo–, hecho que no tendría mucho de particular, si no fuese
porque corrió completamente descalzo los 42 kilómetros y 195 metros de la prueba. En
Venezuela, donde el revanchismo igualitarista bolichaviano, a juro y por debajo, redujo
al habitante promedio a la menesterosa condición de pata en el suelo, y en el que un par
de alpargatas, de conseguirse, cuesta lo suyo, la proeza del maratonista africano debe
servir de ejemplar consuelo de tontos.

No es la histórica carrera de fondo citada el único acontecimiento a festejarse hoy, pues,


en su santoral, la Iglesia Católica consagra el día al místico monje agustino Nicolás de
Tolentino, la rima es casualidad, que es santo patrón de al menos cinco localidades
colombianas y ya me dirán usted si es casualidad acaso que, en razón de este
onomástico, al mandón nacional se le cuestione su venezolanidad y se le asigne por
terruño la cuna de Nariño y Santander, dos próceres de la hermana república de los que
Hugo Rafael hablaba pestes. Hay también evocaciones tardías o adelantadas que sirven
de pábulo para continuar la andadura dominical, aferrados a la idea de que, cual
encomiaba un entrañable y desaparecido predicador de cantinas, recordar es tan
instructivo y divertido como beber y vivir. Vamos, entonces, a divertirnos e instruirnos
con el marxismo. No con las paparruchas derivadas de especulaciones teóricas
endilgadas a Carlucho, que de esas estamos ahítos, sino con los corrosivos apotegmas
de la tendencia Groucho.

El pasado mes de agosto cumplió 40 años de haber partido al paraíso de los humoristas,
que debe ser el infierno de la gente de rostro adusto, Julius Henry «Groucho» Marx, y el
venidero mes de octubre, de vivir, estaría coleando a la sorprendente y provecta edad de
127 años, así que estamos atrapados entre 2 aniversarios de este insigne comediante
que, sin querer queriendo, dejó para la posteridad, además de desternillantes películas
protagonizadas por él y sus hermanos, una colección de frases que siguen maravillando
por su agudeza y podrían pasar como ocurrencias de un tuitero inconforme que, de
escuchar las interminable chácharas encadenadas de Chávez y el eco adormecido de los
lamentos de Maduro, tal vez trinaría: «Si eres capaz de hablar sin parar, al final te saldrá
algo gracioso» y, seguramente, acotaría que «partiendo de la nada, hemos alcanzado las
cotas más altas de miseria». Y, después de casi 2 décadas de fallida administración, sin
que el gestor nominal del socialismo militar haya podido determinar las causas de su
fracaso, provoca lanzar pedradas de este tenor: «Él puede parecer un idiota y actuar
como un idiota. Pero no se deje engañar. Es realmente un idiota».

¿Cómo no tener presente su mordaz fraseología cuando oímos disparatar a algún


ministro y concordar con él en que «es mejor estar callado y parecer tonto, que hablar y
despejar las dudas definidamente»? O, en relación con el encausamiento de civiles por
tribunales militares, cómo no traer a colación lo que pensaba al respecto: «La justicia
militar es a la justicia lo que la música militar es la música». Pensando en la oposición,
y a propósito de las declaraciones de Chúo Torrealba, desmarcándose de las estrategias
de la MUD, podríamos echar mano a su concepto de la política: «Arte de buscar
problemas, encontrarlos por todas partes, hacer un diagnóstico falso y aplicar después
los remedios equivocados»; una definición que cuadra con su singular código de ética
para camaleones, sintetizado en un solo precepto, endosable a los saltadores de
talanqueras: “Estos son mis principios, si no le gustan, tengo otros».

Podríamos continuar hurgando en su catálogo de dichos y pensamientos y maravillarnos


con la cantidad y calidad de asertos que acuñó a lo largo de su carrera, muchos de ellos
recogidos en libros de su autoría. No es mi idea convertir esta entrega en antología de
aforismos marxianos. Para eso están los suplementos literarios; sin embargo, me
gustaría, para aterrizar, no dejar por fuera un par de preguntas muy propias de quien
profesó indistintamente la ironía y el sarcasmo y fue capaz de sostener que no podría
pertenecer a un Club que lo tuviera a él entre sus miembros: «¿Por qué debería
preocuparme por la posteridad? ¿Qué ha hecho la posteridad por mí?». Probablemente
no le inquietase de verdad trascender, pero lo hizo. Hay quienes acaparan boletos con la
fatua esperanza de que la lotería de la fama se ocupe de ellos más allá de los 15 minutos
que le corresponden. Lo hizo el oficialismo al exacerbar el culto a la personalidad del
santo paracaidista celestial; culto que rebasa los límites de la racionalidad y es parte de
una epopeya forjada en la fragua de las mixtificaciones históricas, en la que el
despropósito es norma. Por eso –esta gente es capaz de lo impensable–, creo factible
que el gobierno, a través de los comités locales de producción y abastecimiento
(CLAP), esté distribuyendo una línea de productos higiénicos, exornados con los ojitos
de quien resulta pavoso nombrar insistentemente, bajo la denominación “Aguas del
comandante”. –Si la información no proviene de un bromista opositor, ya podrá
Maduro, en sus procaces arrebatos, mandar al objeto de su ira a lavarse el paltó con las
fulanas aguas. Menos mal no se trata de papel toilette. Sonaría muy feo eso de ¡a
limpiarse el rabo con el comandante!

Vous aimerez peut-être aussi