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HORA SANTA (36.

c)
EL ANONADAMIENTO
DE LA EUCARISTÍA. III
San Pedro Julián Eymard, Apóstol de la Eucaristía

Iglesia del Salvador de Toledo (ESPAÑA)


Forma Extraordinaria del Rito Romano

 Se expone el Santísimo Sacramento como habitualmente.


 Se canta 3 de veces la oración del ángel de Fátima.

Mi Dios, yo creo, adoro, espero y os amo.


Os pido perdón por los que no creen, no adoran,
No esperan y no os aman.

 Se lee el texto bíblico:

D
DEL EVANGELIO SEGÚN SAN LUCAS 15, 12-16
En aquel tiempo, sucedió que, estando en una ciudad, se presentó
un hombre cubierto de lepra que, al ver a Jesús, se echó rostro en
tierra, y le rogó diciendo: «Señor, si quieres, puedes limpiarme.»
El extendió la mano, le tocó, y dijo: «Quiero, queda limpio.» Y al instante
le desapareció la lepra. Y él le ordenó que no se lo dijera a nadie. Y
añadió: «Vete, muéstrate al sacerdote y haz la ofrenda por tu purificación
como prescribió Moisés para que les sirva de testimonio.»
Su fama se extendía cada vez más y una numerosa multitud afluía para
oírle y ser curados de sus enfermedades.
Pero él se retiraba a los lugares solitarios, donde oraba.

EL ANONADAMIENTO. 3
CARÁCTER DE LA SANTIDAD EUCARÍSTICA
“Se anonadó a sí mismo” (Flp 2, 7)
Veamos ahora la humildad de las obras.
Jesucristo no está inactivo en el santísimo Sacramento.
Trabaja, intercede y salva las almas. Aplica su redención y nos
santifica. Su acción se extiende a todas las criaturas. Allí es el mismo
Verbo divino que pronunció una palabra por la cual todo fue creado, y
que aún lo conserva con su palabra omnipotente. Él continúa
pronunciando el Fiat que conserva la vida en toda la creación. No
solamente es allí creador, sino reformador y restaurador y rey de toda
la tierra. A Él se le ha concedido el gobierno de todas naciones y el
Padre no obra en el mundo ni gobierna el universo sino por Él. La voz
de mando a la cual obedece todo lo creado parte del santísimo
Sacramento. En su mano está la vida de todos los seres; es el juez de
vivos y muertos.
Los soberanos ostentan grande pompa y mucho aparato en todos sus
actos, y esto es necesario porque el hombre se gobierna por amor o por
el temor.
¿Y nuestro señor Jesucristo? ¿Dónde está el aparato de ese rey, que
tiene un poder absoluto así en el cielo como en la tierra? ¿Dónde la
gloria y ostentación de sus palabras y acciones? Millares de ángeles
parten a cada momento del tabernáculo y vuelven a él, ya cumplidas
sus órdenes; allí tienen su centro y su cuartel general, porque allí está
el general en jefe de los ejércitos celestiales. Y, sin embargo, ¿veis u oís
alguna cosa? Todas las criaturas le obedecen sin que nosotros nos
demos cuenta de ello. ¡He aquí cómo sabe ocultar su acción, cómo sabe
mandar en su anonadamiento! ¡Y los hombres cuando mandan a los
demás creen ser algo! ¡Y no hablan más que con palabras fuertes y
altaneras! ¡Creen que así son más eficaces sus mandatos! Una lección
da aquí. Jesús a los superiores y a los jefes de familia todos deben ser
humildes cuando mandan, si quieren imitar a Jesús sacramentado.
Aun podemos notar algo más en la humildad de nuestro Señor no
manda a los hombres visiblemente, porque en tal caso habría que
obedecer a Él solo, y Él quiere que obedezcamos a nuestros semejantes,
en los que se encuentra un reflejo de su autoridad, y por eso se eclipsa
a nuestros ojos. ¡Qué unión, qué enlace más admirable entre la
autoridad y la humildad!
Además, nuestro Señor oculta la santidad de sus obras. La santidad
tiene dos partes: la una está en la vida interior del alma con Dios, y es
la principal, porque en ella está la perfección y la vida.
Casi siempre ella sola basta, y ella es todo. Consiste en la
contemplación e inmolación interior del alma. La otra parte es la vida
exterior.
La contemplación consta de relaciones del alma con Dios, con los
ángeles y el mundo espiritual: es la vida de oración, que vale lo que la
santidad y que es la raíz de la caridad y del amor. Y esta vida hay que
ocultarla, y es preciso que sólo Dios posea su secreto, porque el
hombre mezclaría con ella su orgullo. Dios se la ha reservado; quiere
dirigirla Él mismo; ni siquiera un santo sería capaz de ello. Es la
relación nupcial del alma con Dios, que tiene lugar en el secreto del
oratorio con las puertas cerradas: Intra in cubiculum tuum, et clauso
ostio, ora Patrem tuum in abscondito –retírate a tu habitación, cierra la
puerta y ora a tu Padre que está en lo secreto (Mt 6, 6).
Cuesta trabajo hacer la oración en secreto. Se prefiere siempre acudir
al terreno de la acción y pensar en lo que se hará o dirá en tal o cual
circunstancia... ¡Y es que no se tiene la clave de la oración! No se sabe
callar. ¡Ved a nuestro Señor que ora de continuo, y es el suplicante por
excelencia de la Iglesia! Más consigue Él con su oración que todas las
criaturas juntas. Y ora en su anonadamiento.
¿Quién ve su oración? ¿Quién oye su plegaria? Los apóstoles le vieron
orar postrado en tierra y pudieron oír sus gemidos en el huerto de los
olivos. ¡Aquí... nada! Su oración tan disimulada y desconocida es tanto
más poderosa cuanto más anonadada y más secreta. Si apretáis una
esponja derramará el líquido que contiene: se necesita la presión para
lograr una potente fuerza expansiva. Por eso Jesucristo se anonada, se
comprime, por decirlo así, y se reduce a la nada para que su amor salte
hasta su Padre con una fuerza infinita,
El alma contemplativa ve en Él su modelo: no quiere ser conocida, y sí
hallarse sola: se recoge y se concentra. ¡Oh, cuántas almas hay que el
mundo desprecia, y que son omnipotentes, porque su oración tiene las
cualidades de la oración humilde y anonadada de Jesús sacramentado!
Para alimentar y conservar esta oración oculta y concentrada tienen
necesidad de la Eucaristía. Si esas almas quedasen concentradas en sí
mismas, caerían en la demencia. Sólo Jesús con su dulzura puede
templar la fuerza de esta oración.
La vida interior consiste, además, en la inmolación. Para que el alma
quede libre y esté tranquila en la oración es necesario que los sentidos,
que el cuerpo y las facultades todas estén recogidas. De aquí que el
alma, deseosa de hacer vida interior, tenga que soportar consigo misma
un combate tan rudo que no admite con nada punto de comparación.
La vida anonadada de Jesucristo es también aquí nuestro modelo.
¿Quién se sacrifica más que Él? Dicen muchos: “Yo no tengo mérito en
hacer tal cosa, porque no me cuesta trabajo ni molestia: todo lo hago
fácilmente, y, por lo tanto, no hago nada por Dios”. Este criterio nos
lleva a dejar el camino de la santidad. ¡Y es que la piedad goza tanto en
ver lo que hace, en sentir que obra y da!
Pero decidme: ¿es que no tenéis en cuenta ni recordáis ya aquel primer
sacrificio que tuvisteis que hacer para comenzar a practicar tal o cuál
virtud? Aquel sacrificio os costó algo, sin duda ninguna. ¿No es nada
tampoco la repetición del acto? ¿No prueba esto la perseverancia de
vuestra voluntad? Sabed que el sacrificio consiste en un acto de la
voluntad. Aunque por habituarse al sacrificio, el dolor sea menos vivo y
el esfuerzo menos costoso, la voluntad permanece constante, y aun se
fortalece con el hábito. La muerte, la renuncia del yo, radica en aquel
primer acto, en aquel primer don: después viene la paz, pero el mérito
dura y se acrecienta con la continuación y repetición del sacrificio. El
amor filial permite sobrellevar sencillamente y con ánimo sacrificios
heroicos: el amor de Dios hace que los santos gocen en medio de sus
torturas. Aquellos sacrificios y estos tormentos, ¿valen menos porque
vayan acompañados de cierto goce que los torna menos dolorosos?
Del propio modo nuestro señor Jesucristo no sufre en el Sacramento,
pero Él adoptó voluntariamente ese estado exterior de anonadamiento.
El mérito lo adquirió Jesús en aquel primer tiempo, cuando conociendo
los desprecios e injurias que tendría que sufrir de los hombres, lo
aceptó todo, e instituyó el Sacramento, colocándose en ese estado. Ese
mérito, ciertamente, no ha cesado ni se ha agotado, ya que la voluntad
del Señor abarca todos los tiempos y lugares y libremente lo aceptó
todo. Y para atestiguar su voluntad siempre viva de sacrificarse, mandó
a su Iglesia que representase su inmolación en la santa misa,
separando las especies del vino de las especies del pan.
En la Comunión pierde su estado sacramental en el cuerpo del que
comulga.
Nosotros no conocemos el secreto de ese misterio que une en la
Eucaristía la vida y el sacrificio, la gloria y la humillación; es éste un
misterio que sólo Dios conoce. También en esto enseña al alma interior
a no manifestar sus sufrimientos internos sino sólo a Dios.
¡Que no sepan los hombres nuestros padecimientos, porque nos
compadecerían y nos alabarían, y esto constituye para nosotros una
gran pérdida! Ved nuestro modelo en el santísimo Sacramento.
¡Cuán pocos de los que oran y comulgan conocen la acción anonadada
de nuestro Señor, ni siquiera la sospechan!
En cuanto a los actos exteriores de la vida cristiana, Jesucristo mismo
nos enseña a ocultarlos y a no aceptar por ellos elogios, aunque sean
merecidos. Para imitarle, tengamos siempre a la vista el lado
desfavorable de nuestras buenas obras: ¡así será tanto más
resplandeciente el lado que mira al cielo! Y debemos hacerlo así
siempre que seamos libres para obrar respecto de la forma y condición
exterior de nuestros actos. Cuando son públicas nuestras obras,
hagámoslas bien para que sirvan de edificación; pero si son obras
personales y privadas, procuremos entonces ocultarlas.
Haciéndolo así permaneceréis en la gracia eucarística. ¿Quién ve las
virtudes de nuestro Señor?
Como consecuencia de todo esto, recordad los abatimientos, los
anonadamientos de Jesucristo en el santísimo Sacramento.
Humillaos como Él, perded como Él vuestro, ser: es preciso que Él
crezca y que vosotros disminuyáis. Que el anonadamiento, que la
humildad sea como el carácter distintivo de vuestras virtudes y de toda
vuestra vida. Sed como las especies sacramentales, que nada propio
tienen y que viven por un milagro. No seáis nada para vosotros; no
esperéis nada de vosotros; no hagáis nada para vosotros y reducíos a la
nada: anonadaos.

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