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Universidad y Verdad
Revista No. 273 / Julio - Septiembre

José Olimpo Suárez Molano (Colombia)


Profesor del Instituto de Filosofía de la Universidad de Antioquia

Interrogado san Agustín acerca de si conocía y podía definir el tiempo, respondió: "Si nadie me lo
pregunta, lo sé, pero si quiero explicarlo a quien me lo pregunta, lo ignoro" (Confesiones XI, 17).
Podríamos decir, mutatis mutandi, <cambiando lo que se debe cambiar>, que algo similar ocurre cuando
deseamos enfrentar la cuestión de las relaciones entre la verdad y la institución universitaria: intuimos sus
determinaciones recíprocas, pero no resulta fácil explicar y evaluar sus correspondencias. Pese a lo
anterior, intentaremos elaborar una narración que ponga en claro la dramática relación entre estas dos
instituciones culturales que han dado forma a nuestra vida y a nuestra comprensión de la realidad en la
cultura de Occidente. Y es que el asunto no carece de interés intelectual en cuanto reconocemos que
alguna forma de la verdad, sea la que sea, ha estado siempre presente en el trasfondo del desarrollo de la
Universidad a través de los siglos. Basta recordar aquí un momento particularmente dramático de la
historia de Occidente en el que la idea de la verdad se presentó con toda su fuerza y a la vez con toda su
ambigüedad: el pretor Poncio Pilatos demandó a Jesús de Nazareth: Ti estin aletheia (¿qué es la verdad?).
Tras esta pregunta entraba en juego una comprensión especial de dos situaciones culturales diferentes,
para el pretor romano la verdad, propia de la tradición grecolatina, se entendía como develación o
descubrimiento; en tanto que para el judío la verdad se entendía como confianza, solidaridad, entre seres
humanos. Las consideraciones que ofreceremos a continuación se ocupan sólo de la primera tradición,
tradición nacida de la cultura griega y presente siempre en esa espléndida invención de la Edad Media
denominada universidad.

En efecto, la Institución universitaria, al igual que la invención de los derechos naturales y el


descubrimiento de la electricidad, ha sido uno de los grandes aportes que la civilización ha legado al
mundo cultural moderno. La universidad, dominio cultural centrado en el cultivo de la inteligencia, ha
conocido esplendores y decadencias determinadas por el enfrentamiento de intereses y por las fuerzas
que atraviesan la sociedad. Una de las fuerzas determinantes de la forma universitaria ha estado
encarnada en la subterránea concepción que de la verdad se ha tenido en períodos históricos
determinados. Intentaré justificar esta tesis mostrando que es posible hablar de tres momentos de la
verdad y con ello de tres formas de la vida universitaria. Denominaremos a estas tres formas de educación
superior con los términos: universidad tradicional, universidad moderna, y universidad contemporánea;
relacionados a su vez con tres formas de la verdad: la verdad como correspondencia, la verdad como
construcción y la verdad como interpretación.

La universidad tradicional: la verdad como correspondencia

En su origen la institución universitaria apareció claramente ligada a las necesidades de tipo teológico,
propias de la iglesia católica de la época. A comienzos, del siglo XII los centros académicos más notables
estaban representados por las escuelas de Laon y Chartres, pero muy pronto la Escuela de París habría
de lograr notoriedad y dominio total sobre el mundo académico. El trasfondo cultural de este fenómeno
escolar estaba sostenido por la silenciosa y soterrada transformación de la sociedad medieval, una de
cuyas más importantes manifestaciones correspondió a la valoración que las clases dominantes hicieron
de la educación. En efecto, las clases señoriales habían desdeñado tradicionalmente la lectura y la
escritura considerándolas como una actividad propia de clérigos y copistas de textos clásicos. Pero los
tiempos habían cambiado, ahora se reunían maestros y alumnos en un ambiente favorable a la sombra de
las catedrales y aparecían los escholars y los magistris que darían origen a esa forma de comunidad
académica que hoy conocemos como universidad. Reunidos los estudiosos bajo la forma de un studium
generale, que representaba el organismo autorizado por el papado romano para conceder títulos de
considerasen a sí mismos como buscadores de la verdad, y en muchos casos, como sus auténticos
poseedores. En este mundo universitario no se trataba de descubrir nada nuevo, la verdad ya estaba
establecida de antemano, de lo que se trataba en realidad era de adecuar el alma humana al orden
perfecto del mundo. El objetivo de la vida universitaria así establecido condicionó, naturalmente, los
métodos de la enseñanza representados básicamente por la lectio o comentario de textos sagrados, y la
quaestio, disputatio o argumentación a favor o en contra de un asunto. En suma, se trataba de aprender a
argumentar a favor de lo que ya se conocía, de lo que ya se sabía cómo verdadero y entonces el carácter
de la institución universitaria no fue otro que el de ser una Institución normativizadora del saber humano.
Planteémoslo desde otra perspectiva: la ciencia, para la universidad centrada en la verdad como
correspondencia, no era más que un corpus apriorístico de conocimientos bien definidos. El criterio
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fundamental que determinaba la verdad estaba representado por la idea de la esencia universal, eterna e
inmutable, de tal suerte que todo conocimiento verdadero podía ser reproducido en forma idéntica en
cualquier lugar y en cualquier momento. Es así como la ciencia afianzó el concepto de objetividad y verdad
propio de todo conocimiento científico. Pero quinientos años después de su fundación una nueva
concepción de la verdad habría de modificar la forma de la universidad.

La universidad moderna: la verdad como construcción.

Como es sabido, los extraordinarios siglos XVI y XVII europeos vieron nacer la ciencia moderna, la
revolución protestante y la concepción liberal de los derechos naturales propios de todo hombre. Estos tres
acontecimientos culturales cambiaron radicalmente la perspectiva del hombre frente al mundo y
modificaron, no sin esfuerzo, la concepción que de la verdad se poseía en la Europa renacentista. Es
necesario señalar, sin embargo, que los tres acontecimientos antes señalados tomaron forma por fuera de
los claustros universitarios y los modificaron radicalmente dando origen a una nueva forma de la
universidad. Tales transformaciones se realizaron por fuera de los claustros universitarios en razón de que
estos permanecieron durante mucho tiempo ligados a la doctrina escolástica que se oponía vivamente a
las nuevas teorías que parecían contradecir las queridas y seguras certezas de la verdad como
correspondencia. No se crea, sin embargo, que esta transformación cultural se opuso radicalmente a la
tradición desechándola como un todo; muy por el contrario, se siguió manteniendo dentro del espíritu
científico el valor de la dilatada tradición escolástica basada en las ideas de objetividad y universalidad. Lo
que sí marcó radicalmente la diferencia, el auténtico punto de inflexión entre estas dos tradiciones fue el
enfoque epistemológico de la ciencia moderna que contrastaba radicalmente con la actitud puramente
ontológica de la tradición greco-cristiana. En otros términos: pasamos de la descripción del mundo
verdadero a la pregunta por la forma de conocimiento del sujeto centrada ahora en la razón.

La Modernidad, entonces, colocó en el centro de la cultura la idea de la razón humana como fundamento
del conocimiento y de la moral, por ello el ordo medieval <orden medieval> dio paso a un nuevo mundo
caracterizado como ordo faciendus <orden por hacer> en el cual el hombre dejó de ser pasivo en relación
con el conocimiento y asumió una actitud voluntarista de descubrimiento y transformación de la realidad.
Se abandonó entonces la actitud de contemplación sobre la verdad y se apostó por una actitud de
transformación activa de la naturaleza y del hombre mismo. La razón dejó de ser la sierva de la teología y
se transformó en la señora del conocimiento; el filósofo alemán Kant lo expresó claramente casi como una
consigna a favor de la Ilustración (Crítica de la razón pura, prólogo a la segunda edición, B XIII) cuando
señaló que:

La razón debe abordar la naturaleza llevando en una mano los principios según los cuales sólo pueden
considerarse como leyes los fenómenos concordantes, y en la otra, el experimento que ella haya
proyectado a la luz de tales principios. Aunque debe hacerlo para ser instruida por la naturaleza, no lo hará
en calidad de discípulo que escucha todo lo que el maestro quiere, sino como juez designado que obliga a
los testigos a responder a las preguntas que él formula. De modo que incluso la física sólo debe tan
provechosa revolución de su método a una idea, la de buscar (no fingir) en la naturaleza lo que la misma
razón pone en ella, lo que debe aprender de ella, de lo cual no sabría nada por sí sola. Únicamente de esta
forma ha alcanzado la ciencia natural el camino seguro de la ciencia, después de tantos años de no haber
sido más que un mero andar a tientas. Repitámoslo la razón moderna no es sierva ni alumna, es un juez
de la cultura; la verdad entonces deja de ser mera adecuación a la realidad y se transforma en un esfuerzo
sostenido por descubrirla o por construirla. A la par con estos acontecimientos Intelectuales la universidad
se modificó adecuándose a esta nueva concepción de la verdad; dejó de ser un mero instrumento
académico para la formación de profesionales y se convirtió en el espacio en que los científicos buscan la
verdad con las más diversas metodologías y con los más diversos intereses. Si la realidad ya no se asume
como eterna e inmutable sino como un dominio al cual el hombre se acerca esforzadamente, entonces el
conocimiento puede ser entendido con la metáfora kantiana según la cual el saber corresponde a unos
cuantos islotes que sobresalen sobre el océano de la ignorancia. Los efectos epistemológicos e
institucionales de esta transformación cultural no sólo modificaron, entre los siglos XVII y XX, la
comprensión del hombre y la sociedad sino el sentido mismo del trabajo universitario. Ejemplos de todas
estas transformaciones surgidas con la Modernidad y que afectaron directamente a la universidad se
encuentran en la estructura institucional de las universidades. La facultad de teología, reina y señora de la
universidad tradicional, se vio desplazada por la facultad de filosofía cuya misión fundamental no consistía
en transmitir una verdad heredada sino en establecer las condiciones de posibilidad del conocimiento
científico, al decir de Kant. Se trataba entonces de enseñar a filosofar no de enseñar filosofía; se trataba
de enseñar a hacer ciencia, no de enseñar teorías científicas. La formación profesional ocupó un lugar
secundario frente a la formación del carácter científico de los investigadores. Ejemplo de la nueva
universidad es la famosa Universidad de Berlín, fundada en 1810 por Wilhelm Von Humboldt, y centrada
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en la investigación científica antes que en la repetición acrítica de verdades teológicas. La razón


demostrativa ocupó el lugar central en el esfuerzo del conocimiento, se trataba de intentar probar la validez
de los enunciados sobre las diversas áreas del conocimiento, pero todo ello implicaba la conciencia clara
de la posibilidad del error y de la necesidad de educar el carácter en términos de pensar por sí mismos.
Una consecuencia particularmente interesante de esta revolución cultural universitaria la representa el
hecho de que al aceptar un principio de la verdad como búsqueda científica, tarea de la educación
superior, se dejaba como tarea de la educación intermedia la formación rigurosa de los alumnos en las
teorías aceptadas como más válidas.

La universidad moderna implicó también el surgimiento de un aspecto ético del trabajo intelectual que ha
marcado profundamente la vida cultural de Occidente: la necesidad de defender un espacio de libertad y
responsabilidad para la comunidad de investigadores. Estos criterios aparecieron ligados no solamente a
la educación de la voluntad del estudioso sino a una concepción del mundo centrada en la tolerancia y el
respeto por las apuestas teóricas de otros, siempre y cuando se respetasen las normas de los
procedimientos científicos estándares. La universidad moderna postuló entonces un nuevo mundo para la
verdad: todo conocimiento es en principio refutable y depende del esfuerzo y del compromiso del
Investigador y de la elaboración de más y mejores argumentos demostrativos. Surgió aquí la idea según la
cual sólo debemos llamar verdadero a un enunciado que pueda ser verificado, demostrado o probado
experimentalmente. Los adeptos de la ciencia moderna, en particular su rama positivista, rechazaron como
metafísico cualquier concepto de verdad que ignorase los procedimientos de verificación y contrastación,
debido a que si tal procedimiento no se llevaba a cabo, entonces todo enunciado estaría al abrigo de la
crítica racional. EI heredero directo de este positivismo científico fue el denominado Positivismo Lógico,
nacido del Círculo de Viena, cuya influencia real sobre el desarrollo de las ciencias formales y de la física
fue inmenso durante la primera mitad del siglo XX. Pero de la autocrítica propia de este positivismo habría
de surgir, a mediados del siglo XX, una nueva concepción de la verdad entendida ahora como
interpretación, tal como lo veremos un poco más adelante. En conclusión, diremos que los últimos
doscientos años de la academia universitaria han conocido un enfrentamiento entre dos concepciones del
trabajo académico con relación a la verdad: la verdad como mera repetición de Juicios elaborados por el
pensamiento clásico o la verdad entendida como un proyecto de construcción del mundo en términos no
tradicionales. Sin embargo, es necesario reconocer que estas dos concepciones, aunque enfrentadas, no
han dejado de compartir ciertos valores propios de la vida académica y de la tradición cultural tales como la
objetividad, la racionalidad y la verdad; valores o ideales que desde mediados del siglo XX han sido
duramente cuestionados por una poderosa corriente de pensamiento conocida como posmodernidad que
ha puesto en duda básicamente las dos formas de universidad antes expuestas y sus correlativas
concepciones de la verdad.

La universidad contemporánea: la verdad como interpretación.

La posmodernidad, esa corriente de pensamiento que ha osado poner en cuestión el corazón mismo de la
Ilustración, no sólo ha criticado la naturaleza y sentido de la razón, sino que ha propuesto una nueva
comprensión de la verdad que de asumirse seriamente pondría en grave riesgo los valores o las ilusiones
más queridas de la universidad tradicional. En efecto, en el trasfondo de todo este nuevo movimiento
cultural se yergue el polémico pensamiento de Nietzsche que parece cuestionar las más sentidas certezas
de la intelectualidad occidental. Afirma Nietzsche en La voluntad de poder:

Desde el punto de vista moral, el mundo es falso. Pero en tanto cuanto la moral forma parte de este
mundo, la moral es falsa. La voluntad de hallar lo verdadero es un modo de fijar, de volver verdadero, de
hacer duradero ese carácter falso, de interpretarlo en el sentido del Ser. Por consiguiente, la "verdad" no
es una cosa que existiría y que se trataría de encontrar, de descubrir, sino una cosa que es preciso crear y
que permite denominar un determinado proceso, más aún permite a una voluntad forzar los hechos hasta
el infinito; introducir verdad en los hechos, por un proceso in infinitum, una determinación activa, no es la
Inserción en la conciencia de una realidad sólida y determinada por sí misma. Es uno de los nombres para
designar la "voluntad de poder".

La vida se basa en la hipótesis de una creencia en lo perenne, en el retorno singular de las cosas; cuando
más poderosa es la vida más indispensable es que el mundo previsible, y en cierto modo hecho existente,
sea vasto. Reducción de los hechos a la lógica, racionalización, sistematización: medios auxiliares de la
vida. De algún modo el hombre proyecta fuera de sí su instinto de verdad, su "finalidad" en la forma del
mundo del Ser, el mundo metafísico, de la “cosa en sí”, del mundo dado a priori. Su exigencia de invención
inventa a priori el mundo que él mismo transforma, lo anticipa; esta anticipación (esta fe en la verdad) es
su punto de apoyo.
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Digámoslo directamente: se trata de un movimiento dirigido a criticar a la razón como soporte de la


Modernidad y de la ciencia nueva. Las consecuencias que tal actitud crítica puede generar para la vida
universitaria se muestran impredecibles. Recordemos aquí solamente uno de los grandes ideales de la
academia formado, claro está, por las dos versiones culturales de la verdad antes reseñadas: el
conocimiento científico como conocimiento verdadero y progreso social. Si preguntásemos a los
posmodernos si la función del trabajo científico consiste en alcanzar estos dos ideales, responderían,
apoyándose en Nietzsche, que no resulta adecuado abrigar tal esperanza: ni progreso, ni verdad objetiva.
Un ejemplo particularmente serio de esta actitud, la encontramos en la propuesta del epistemólogo
Thomas Kuhn, para quien el objetivo básico del trabajo científico se centra en la resolución de problemas o
en el enfrentamiento con enigmas intelectuales que al disolverse dan satisfacción a la inteligencia humana.
La consecuencia, nada aceptable para la ciencia tradicional, es que la resolución de problemas consiste
en la eliminación de anomalías y obstáculos teóricos, y que en consecuencia el saber científico no tiene
nada que ver con la verdad en cualquiera de los dos sentidos tradicionales.

Desde la perspectiva posmoderna, la ciencia se corresponde con una concepción ambigua de la verdad: o
bien se asume como mera interpretación de los acontecimientos determinada por el modo y el lugar, por el
tiempo y el contexto, y entonces no podríamos hablar de ninguna manera de una verdad como
adecuación; o bien, la verdad no es más que un modo de hablar sobre los enunciados que consideramos
más aptos para vérnoslas con el mundo, y en este caso la verdad deviene un enunciado superfluo, una
reliquia metafísica propia del positivismo y escolasticismo europeo de los siglos pasados y, para decirlo
con Nietzsche sólo deberíamos aceptar que la verdad no es más que "un ejército móvil de metáforas".
Pero si ello es así, ¿qué ocurriría con la universidad y sus ideales de objetividad y universalidad? Digamos
en primer lugar que la actual crítica a la verdad no debe ser asumida como un momento particularmente
trágico de la cultura; no se trata ni de abandonar la tradición ni de comenzar desde cero a construir el
mundo. La posmodernidad se ha ofrecido básicamente como una discusión entre estudiosos de la filosofía
y las ciencias humanas en relación con el lugar y valor de la ciencia frente a la cultura no se trata de una
discusión sobre el valor de las ciencias particulares. Aún más: la denominada posición posmoderna, crítica
de la razón, no es ni asumida ni defendida de la misma manera por todos los críticos de la modernidad;
esto por supuesto, puede ser más bien un aspecto negativo que uno positivo al interior de las academias,
pues genera profundas ambigüedades conceptuales que se prestan a todo tipo de charlatanerías. Pero
compártase o no la crítica a la razón, los estudiosos no pueden quedarse al margen de este debate que en
el fondo es un debate sobre la verdad.

Lo que la universidad contemporánea enfrenta hoy es un reto particularmente interesante pues, en esta
ocasión, los elementos de la crítica no parecen provenir del exterior de la institución misma sino que
surgen del propio sentido de su labor intelectual. Las batallas por una política democrática, por el
reconocimiento de las diferencias raciales, sexuales y culturales son apenas ejemplos mínimos que
presuponen un cambio de marcha en cuanto al valor y alcance de la investigación científica. Un caso
particularmente difícil para el currículo universitario contemporáneo se encarna en la dura discusión sobre
el sentido de la educación a partir de los clásicos: ¿clásicos para quién?, ¿clásicos para qué grupo, para
qué objetivo, con qué intención? No resulta fácil dar respuesta a estas preguntas y a muchas otras que
parecen cuestionar la existencia misma de la universidad. Dos respuestas de pensadores posmodernos
podrían ayudarnos a pensar que la salida a la dura crisis actual se encuentra en una concepción nueva de
las relaciones del hombre con el mundo: de un lado, Nietzsche nos convoca a pensar que la objetividad y
la verdad no son más que escapatorias a nuestra condición de seres humanos finitos y aislados, pero que
si asumiésemos con plena conciencia esta soledad de los seres humanos, encontraríamos mejores
posibilidades de autorrealización; de otro lado, el filósofo norteamericano Richard Rorty nos invita a
abandonar la objetividad y a cambiarla por la solidaridad, en los siguientes términos: (¿solidaridad u
objetividad?)

Si alguna vez pudiésemos estar motivados únicamente por el deseo de solidaridad, dejando sin más de
lado el deseo de objetividad, concebiríamos que el progreso humano hace posible que los seres humanos
hagan cosas más interesantes y sean personas más interesantes, y no como el movimiento hacia un lugar
que de algún modo ha sido preparado para la humanidad de antemano. Nuestra autoimagen utilizaría
imágenes de realizar en vez de encontrar, las imágenes utilizadas por los románticos para elogiar a los
poetas más que las imágenes utilizadas por los griegos para elogiar a los matemáticos.

Que la universidad contemporánea pueda o no adecuarse a este modo de entender la verdad y la cultura,
con todas sus consecuencias, es asunto que sólo el tiempo y la voluntad de los hombres decidirán. De lo
que sí podemos estar seguros es de que nunca la institución universitaria podrá desligarse del sentido de
la verdad que la sociedad determine como una de sus estructuras fundamentales.

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