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CARLOS A S T R A D A

NIETZSCHE
PROFETA DE UNA EDAD TRAGICA

EDITORIAL LA UNIVERSIDAD
CALLAO Í490 - BUENOS AIRES
ES PROPIEDAD. TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS
INCLUSIVE LOS DE TRADUCCION Y ADAPTACION.
SE PROHIBE LA REPRODUCCION TOTAL O PARCIAL
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DE LA P R O P I E D A D I N T E L E C T U A L .

corrai0Hr m s — by e d i t o b i a i . l a t t n x v b e s x d a d
Callao 1490 - Bnenoa Airea (E. A.)

IMPRESO EN LA ARGENTINA , PRINTED IN ARGENTINB


INDICE DE CAPITULOS
Pág.

I Nietzsche, Filósofo Viviente .................... 9


II En el camino de la Vocación ....... 15
III La Musa Trágica .......................................... 39
IV La Concepción Dionysiaca ........................... 51
V LaPersonalidad Creadora ........................... 69
VI El Espíritu Libre .......................................... 89
VII El Mensaje de Zaratrustra ........................ 103
VIII La Voluntad de Poderío ................ ........... 109
IX! El Ethos de la Obra Creadora .................. 121
X La Justicia Social .......................................... 133
XI El Nihilismo Europeo .................................. 141
XII La Irrupción de loa Rusos .......................... 151
XTTT {LaRevolución Social ................................... 159
XIV Allende la Zona Clara ..................•........... 167
I. - NIETZSCHE, FILOSOFO VIVIENTE

Hoy el pensamiento contemporáneo contempla y


estudia a Federico Nietzsche como a un filósofo vivien­
te, y ello es el signo de ,1 a pervivencia y renovación
de su influjo en el área de los problemas que atraen
el interés del espíritu filosófico, movilizando su ini­
ciativa en ,pos de respuestas que, por apremio de la
situación histórica, juzga perentorias. No cabe hablar
de un retorno de Nietzsche como si su estrella se hu­
biera apagado o irradiara mortecina un lejano fulgor y
brillase ahora de nuevo, favorecida por otra conste­
lación de la cultura, puesto que al día siguiente de
eu muerte se tuvo la fundada sospecha de que se es­
taba frente a un clásico de la filosofía y como tal la
posteridad comenzó a troquelar su. figura, aureolada
por la sugestión de una grandeza trágica.
Una cosa es el fenómeno Nietzsche y otra el filó­
sofo, interpretado y valorado en la integralidad de su
mensaje original, en la unidad y fuerza de su estilo
filosófico, en la autenticidad de las interrogaciones
que fo'rmuló a su época y en la sinceridad y pasión
que puso en las fundamentales respuestas que les dió.
Después de su catástrofe espiritual, de la casi súbita
entrada de su mente en una triste zona de sombra, de
la que sólo la muerte vendría a liberarlo, lo que se
impuso y difundió ,en los ambientes intelectuales de
Europa fué el escritor de fuego y brillo meteórico,
el polemista revolucionario, el combatiente espiritual,
el crítico del cristianismo, aspectos que, aunque los
más externos de ,su personalidad y de su mundo ideo­
lógico, subyugaron la atención del público cuitó, que­
dando fuera de este enfoque el filósofo y su proble­
mática medular. Contribuyó, sin duda, a esta apre­
ciación la maestría de Nietzscbe como escritor, la fi­
neza y precisión de su estilo, la sugestión lírica de su
pensamiento, la fuerza y plasticidad idiomática de su
palabra y hasta la destreza aforística de su expresión,
que le permitió presentar sus ideas con netos y atra­
yentes perfiles.
También, antes que en él filósofo y su ideario esen­
cial, se reparó en el sutil psicólogo que había en
Nietzsche, en sus hallazgos de explorador de los tras-
fondos del alma humana, la que, á la mirada pene­
trante y avezada de este insobornable analista de sus
ocultas motivaciones, se ofrecía casi como térra incóg­
nita, rica de humus y de estratos insospechados.
Podemos decir que recién en nuestros días, merced
a la-vigencia de un clima espiritual favorable, comien­
za a ejercer hondo y dilatado influjo el filósofo, por
la gravitación misma de los cruciales problemas que
se propuso y por la fuerza germinativa de sus ideas
que, actuales y vivas, están incidiendo en la temática
especulativa del presente, conjugándose con algunas
de sus dimensiones básicas. Nietzsche, pues, está pre­
sente y operante, señoreando con su pensamiento tu­
telar las nuevas direcciones, en los grandes temas que
hoy polarizan el interés filosófico: filosofía de la vida,
voluntad de poderío, .en la proyección política y cós­
mica de su imagen metafísica del mundo, realismo tem-
poralista, filosofía de la existencia, de la cual él, a la
par de Kierkegaard y Schelling, <es uno de los gran­
des precursores.
Los más destacados intérpretes y continuadores
del pensamiento de Nietzsche, en la actualidad, son
Ludwig Klages y Alfred Baumler, los que, movidos por
auténtica, comprensión de lo esencial del ideario nietz-
scheano, han suscitado la revaloración de b u filoso­
fía, a la que se tiende a considerar y a ahondar en
cus temas fundamentales, aún-más, a abarcarla más
allá de sus diversas facetas expresivas, en su unidad
temática .radical. En este sentido, ellos han condensa-
do la atmósfera para lo que bien podemos llamar re­
nacimiento de Nietzsche, sobre todo en Alemania,
aunque, con ánterioridad, el círculo de Stefan Geor-
ge, en consonancia con la propia tarea, abrió camino
al influjo de una de sus ideas más incisivas: la imagen
anticlasieista del helenismo y la valoración de lo dio-
nysiaco. No obstante haber enfocado aquellos intér­
pretes aspectos fundamentales del pensamiento nietz-
scheano, para desarrollarlos y estructurar sobre esta
base su posición filosófica personal, ellos no lo con­
templan en su totalidad, sino que, al pretender infun­
dadamente que todo lo esencial de este pensamiento
radica en uno de esos aspectos con exclusión del otro,
lo desintegran en sus direcciones y renuncian a la bús­
queda y determinación del núcleo problemático —la
postura radical del filósofo, del hombre filosofante,
ante el mundo y Ja vida— de que ellas emergen. Así,
no es posible, como lo intenta Baumler, reducir, con­
centrar todo el pensamiento de Nietzsche en las ideas
que encontraron formulación en Der Wille zur Macht,
interpretándolas como un sistema filosófico cerrado.
Un filósofo, un pensador como Nietzsche, cuya fi­
losofía aspira a dar testimonio de la existencia huma­
na, asentando su valor y su destino, no conoce, no
puede conocer un sistema lógicamente concluso, abs­
tractamente coherente. Es .que, tal cual lo enunciara
Kierkegaard, “no puede haber ningún sistema de la
existencia”, porque la existencia es lo concreto, lo que,
por ser fluencia temporal, vulnera toda secuencia ló­
gica; es lo contradictorio. A Nietzsche tenemos que con­
templarlo en el todo de la problemática que lo absor­
bió, en la unidad de su postura concreta, en la radica-
lidad de su tarea tan hondamente dramática, anuda­
da a las peripecias y al drama de su propia existencia
y a las etapas de su producción, de su ímpetu creador,
lleno de deslumbramientos, de puras alegrías y de do-
lorosas tensiones, con sus candentes antinomias y con­
trastes. Tenemos que contemplarlo en el bloque ingen­
te de su inquietud, en constante proliferación, en un
continuo aprorar el espíritu hacia nuevas rutas, hacia
regiones repuestas y hasta ignotas de la realidad y de
lo humano; verlo incluso en las proyecciones actuales
de su pensamiento, cortando con su filo más de une
de los nudos de la crisis contemporánea, de esos que
una época en el declive, que una etapa ya caduca df
la cultura ha ceñido a las posibilidades humanas, t
la vitalidad del alma occidental.
II.-EN EL CAMINO DE LA VOCACION
Friedrich Wilhelm Nietzsche nació el 15 de Oc­
tubre de 1844, en la aldea prusiana de Róclsen, situa­
da en los lindes de Prusia y Sajonia. Fué el hijo pri­
mogénito del pastor luterano Karl Ludwig Nietzsche,
que descendía de una familia de pastores y teólogos.
La temprana muerte del padre, acaecida cuando
Nietzsche sólo contaba cuatro años de edad, y el pri­
mer desconcierto de la orfandad, cerniéndose como
fatalidad misteriosa, tras las escenas de la tribulación
familiar y los ritos fúnebres, dejaron una profunda
impresión en el alma pueril, que ya no olvidaría más
el doloroso trance y la ausencia paterna. .
Después Nietzsche, obsedido siempre por este re­
cuerdo y reflexionando sobre la desgracia que dila­
ceró su infancia, llegó a considerar el prematuro falle­
cimiento de su padre como un hado que decidió el
rumbo de su vida y determinó el climax de su mensa­
je y misión espiritual. En Ecce Homo, su extraordina­
ria autobiografía, en la que vida y creación intelec­
tual se enlazan en una síntesis de suprema maes­
tría, iniciando su confesión, escribe (“Warum ich
so weise bin”, 1): “La fortuna de mi existencia, su
unicidad quizás reside en ¡su fatalidad: yo estoy, pa­
ra expresarlo en forma de enigma, muerto ya como
mi padre, como mi madre vivo aún y envejezco. Este
doble origen, por así decir .desde el peldaño más alto
y del más bajo de la escala de la vida, decadent y a
la vez comienzo, esto explica, si alguna cosa puede
explicarlo, aquella neutralidad, aquella libertad de
opinión en relación al problema total de la vida, que
quizás me caracteriza”.
La madre de Nietzsche dejó Rocken y, desde la
primavera de 1850, fue a residir en la ciudad cercana
de Naumburg an der Saale. La acompañaron en su
viudez, yendo a vivir con ella, la madre y la herma­
na del esposo. En este ambiente transcurrió la recata­
da niñez de Federico Nietzsche, tutelada por el re­
cuerdo de su padre, cuyo ejemplo desea seguir y lle­
gar ,a ser pastor, para continuar la tradición familiar.
Son sus primeros años escolares. Su convivencia, en
el hogar, exclusivamente con mujeres, madre, herma­
na, abuela y tía, influyó quizás fundamentalmen­
te en la plasmación de su carácter, en su tempera­
mento inclinado a la ternura, en la delicadeza de sus
rasgos psicológicos.
A los nueve años, su horizonte comienza a dila­
tarse más allá de la rutinaria vida cotidiana. Se en­
tusiasma al oir la música coral de Hándel e incitado
por ella, que le descubre el-mundo de la armonía, es­
tudia el piano; arrebatado por su naciente vocación,
se aplica, con audacia improvisadora, a poner músi­
ca a pasajes bíblicos, a bacer melodías, suites. A la
par de esta inclinación, se anuncia en él temprana­
mente la vena poética, por la que después babía de
discurrir el rico caudal lírico de su espíritu: hace ver­
sos. Además escribe dramas, que lleva a escena en un
teatro erigido, en compañía de dos condiscípulos, con
el pomposo nombre de Teatro de las Artes.
Hechos sus cursos escolares, Nietzsche ingresa en
el colegio de Naumburg, donde por su capacidad y
consagración al estudio, se destaca enseguida como
alumno excepcionalmente ^ventajado, hasta el pun­
to que sus profesores pensaron que, por süs dotes
extraordinarias, debía concurrir a un colegio de más
rango, en el cual pudiese estudiar disciplinas superio­
res, y en este sentido aconsejaron a la madre, quien
después de mucho vacilar por el temor de separarse
de 6u hijo, y habiendo obtenido éste una beca para
costear sus estudios, 6e resuelve a enviarlo 3 la es­
cuela de Pforta, famosa por su severa tradición mo­
nástica, por el rigor de su organización interna y por
el espíritu jerárquico que imperaba en ella. En sus
claustros, donde maestros y discípulos hacían una
vida de comunidad, se impartía una intensiva ense­
ñanza de la religión, del griego, el latín y el hebreo.
En la sapiencia humanista, impregnada del rigorismo
de la moral protestante con cierto acento pietista,
característica del acervo y métodos educativos de
Plorta, ilustre pendant de Port Royal, se forjaron per­
sonalidades germanas tan eminentes como Novalis,
Fichte, el filósofo educador por excelencia, y los her­
manos Schlegel.
Nietzsche no deseaba otra cosa que ir a estudiar
a Pforta. Tiene catorce años y va a iniciar, a compás
de una adolescencia inquieta y anhelosa, un nuevo y
decisivo período de su vida. Mide en su real importan­
cia el cambio que se va a operar en sus hábitos y es­
tudios, y recapacita sobre su corto pasado. Para ce­
rrar el ciclo de su niñez, como si bajase el telón de
su teatro infantil después de haber presentado las
incipientes criaturas de su fantasía —muestrario de
una auténtica ilusión de arte—, escribe casi de un
tirón una historia de ,su infancia.
Ahora, ante otras perspectivas y la seriedad de
una nueva obligación, la vida consciente surgiría a
sus ojos como una tarea difícil y ,de responsabilidad
indeclinable; la propia existencia se le ofrecería co­
mo terreno que debía ser roturado por el pensamien­
to, fecundado por el esfuerzo. Es quizás también el
momento en que en el joven Nietzsche, en su con­
ducta y actitudes, comienza a manifestarse, por el
estilo severo de vida que adopta, el influjo de la re­
ligión y de la moral que informaron el carácter del
hogar paterno, con su culto luterano del deher.
Desde su ingreso a la escuela de Pforta, la aten­
ción requerida por los nuevos estudios y el esfuerzo
para adaptarse a la nueva vida toman todo el tiempo
de Nietzsche; sus incursiones en el dominio de la poe­
sía y la música deben quedar, por el momento, en
suspenso, para hacer lugar a los ejercicios escola­
res, estrictos y metódicos. Hasta su Diario, a cuyas
páginas confiaba con fiel asiduidad el curso de su
existencia y, principalmente, su itinerario interior, es
dejado de lado. Sólo lo abre para consignar en el
cuaderno confidencial reflexiones que tienen un de­
jo de melancolía, y así cerrarlo definitivamente. Pero
algo importante nos comunica en sus impresiones fi­
nales, de última página: el estado de su espíritu es
completamente distinto de aquel en que comenzó el
tDiario, acusando un cambio fundamental; se siente
movido por un enorme deseo de saber, de entrar en
contacto con el acervo de la cultura universal; ha leí­
do a Humboldt y en él encuentra un fuerte estímulo
para acometer semejante empresa. Sin mayores alter­
nativas exteriores transcurren los años de Pforta, años
de serio trabajo, de intenso esfuerzo, espiritualmente
fecundos.
El ardiente deseo de saber que domina a Nietz­
sche recibe efectivamente impulso y orientación con
la lectura de Humboldt, que le revela el horizonte de
la cultura humanista y sus grandes luminarias a la
par que la importancia de ciencias cuyos temas sus­
citaban entonces un interés apasionado. Es así que,
lleno de entusiasmo y decisión, se traza un amplio
plan de trabajo, programando estudiar algunas dis­
ciplinas científicas (astronomía, geología, etc.) al la­
do del hebreo y la literatura y estilística latinas.
Ya, a los diecisiete años, ha leído a Schiller, a
Holderlin, a Byron. Su predilección por la música
lo lleva a familiarizarse con Bach, Beethoven, Schu-
mann; pero, sobre todo, es la poesía, la íntima nece­
sidad de volcar en el verso sus tumultuosos estados
de ánimo lo que absorbe sus momentos libres, las tre­
guas que sé impone en su continuada labor: se sien­
te poeta. Sin embargo conoce momentos en los que
su tensión espiritual se afloja, cede la firmeza de su
empeño.y se siente invadido por una profunda la­
situd; desea verse libre de la monótona labor reque­
rida por los estudios que cursa, y dar rienda suelta a
su fantasía. La perspectiva cercana de entrar en la
Universidad no lo halaga ya y hasta lo disgusta; piensa
que este no es el camino que debe seguir y que su
verdadero destino es ser músico. Comunica a los su­
yos el cambio operado en lo que respecta a su voca­
ción, al nuevo camino que contempla para su futuro,
que sólo vendría a encauzar una antigua y vehemente
disposición; vienen las objeciones y razones mater­
nas para disuadirlo de lo que se estima es tan sólo
una veleidad juvenil. Tras una lucha interior. Nietz­
sche se calma, no sin seguir abrigando sus dudas acer­
ca del rumbo a tomar.
Va a cursar su último año en Pforta; ha acallado
su descontento y con renovado celo se consagra a sus,
labores escolares. Estudia, el volumen de sus lectu­
ras aumenta considerablemente y todavía le queda
tiempo para satisfacer su imperativa necesidad de
crear: escribe, pergeña. ensayos filosóficos, compone
trozos de música. Sin embargo, la preocupación so­
bre su porvenir lo atenacea, vuelve a cavilar acerca
de sus aptitudes vocacionales. En mayo ,de 1863 es­
cribe a su madre: “Me preocupa mi porvenir; por
muchas razones, tanto de orden íntimo como exterio­
res, este se me presenta oscuro e incierto. Creo, cier­
tamente, que soy capaz de tener éxito en cualquier
profesión que elija; pero carezco de fuerza para apar­
tar de mi tantas materias que me interesan. ¿Qué
estudiaré? No surge en mí ninguna decisión, y no
obstante sólo a mí concierne reflexionar y elegir. Lo
único que sé claramente es que, sea lo que fuere lo
que estudie, debo realizarlo a fondo. Más esto sólo
dificulta mi elección, ya que de lo que se trata es
de encontrar el terreno preciso en que poder em­
peñarme por entero”.
Llegó, por fin, para Nietzsche, el momento, re­
vestido de solemnidad y emoción, de alejarse de Pfor­
ta, donde a la par de valiosos conocimientos, adqui-
rió el hábito de una severa disciplina en el estudio de
las lenguas clásicas; también en la convivencia de sus
aulas halló verdaderos camaradas, como Paul Deussen y
el barón de Gersdorff, que habían de ser amigos de
toda su vida.
Ingresa en la Universidad de Bonn, precisamen­
te en compañía de Deussen y de un primo de éste, con
los que se instala en la famosa ciudad universitaria,
llena de atractivos y del prestigio de sus sabios pro­
fesores. Ya en esta época, trabajado por hondas ca­
vilaciones, bordeando quizás una crisis espiritual, se
plantea el acucioso problema de ,su fe religiosa, de
la que paulatinamente se venía desligando, no obs­
tante sus deseos de no romper con su pasado, re­
presentado para él por la tradición familiar, el emo­
cionado recuerdo de su padre y la religión que éste
sincera y firmemente profesó y sirvió.
,A este respecto, Nietzsche comprende perfecta­
mente la magnitud del problema que tironea su es­
píritu, y lo declara. Abandonar la seguridad, el res­
guardo de la fe en que se ha nacido, sin poder an­
clar en otra certidumbre, implica el más peligroso ries­
go puesto que las dudas y nuevos problemas asedian y
desgarran el alma, ya carente de asidero y librada a
sus propias fuerzas. Semejante aventura, piensa, no
es obra de unas pocas semanas, sino que requiere el
esfuerzo de una vida. No es posible destruir la auto­
ridad, el ascendiente religioso y moral de dos mil años
con el arma sin temple de la reflexión ingenua; pre­
tender alejar de uno, con fantasías arrogantes e ideas
rudimentarias, todas estas ansias y bendiciones reli­
giosas que han venido .modelando las almas e impreg­
nando la historia. Es completamente temerario revo­
lucionar creencias que, admitidas y sancionadas por
la práctica y la devoción de milenios, han logrado, con
su influjo bienhechor, elevar a los hombres a la hu­
manidad; es absurda osadía decidir acerca de proble­
mas filosóficos con los cuales desde hace algunos miles
de años viene luchando, sin tregua y sin la esperanza de
una victoria cierta, el pensamiento humano. Cons­
ciente de la enorme trascedencia de este legado de
preocupaciones y angustias humanas, en constante re­
novación e incremento, él reconocerá que seguirán
siendo eternamente problemas la existencia de Dios,
la revelación, la inmortalidad, la autoridad de los
textos bíblicos.
En la posición de estos problemas, en el recono­
cimiento de su legitimidad y en la respetuosa absten­
ción que Nietzsche, después de mirarlos de frente y
pensarlos en relación directa y punzante con nuestro
destino, adopta ante ellos, podemos atisbar la acti­
tud radical con que los enfocará en el futuro, pre­
sentir la sinceridad y ,valentía de las hondas respues­
tas que había de darles, cuando el pensador, para sa­
lir de su encrucijada y desgarrar los velos que la co­
bardía y las concesiones humanas habían arrojado so­
bre ellos, tuvo que afilar su decisión, tirar por la bor­
da el peso muerto de las opiniones recibidas y acata­
das y dar el salto mortal hacia una verdad que, para
él, significaba posibilidad de nueva vida para la agos­
tada criatura humana, de rejuvenecimiento y salva­
ción para la desecada y rutinaria cultura moderna.
Abstenerse ante tales problemas no era, pues, para
un espíritu como el de Nietzsche, dar la callada por
respuesta, sino, abrazarse a ellos inquisitivamente, tan
urgido por la necesidad de responder con una actitud
clara y rotunda que su pensamiento alcanzaría des­
pués, bajo tal acicate, esa tensión —tensión del arco —
de la que sale zumbando la flecha.
Tal estado de ánimo nos explica que el joven
Nietzsche —cuenta sólo veinte años— al plantearse el
problema de la religión, adopte una actitud de
reserva ante las cuestiones suscitadas por la actuali?
dad que de nuevo cobra la Vida de Jesús, de Strauss.
Su adhesión al cristianismo comienza a debilitarse
poco a poco. A algunas consideraciones epistolares de
su hermana, en las que. ésta, que era creyente, le
dice que supone trabajo creer en los misterios del
cristianismo, lo cual es signo de que son verdaderos,
Nietzsche, en carta fechada en Bonn el 11 de junio de
1865, le responde, planteando agudamente el pro­
blema: “Creo poder admitir en parte tu máxima, de
que lo verdadero está siempre del lado de lo más
difícil. Sin embargo, es muy difícil .comprender que
2 x ,2 no sean 4, y no por ser difícil resulta verdade­
ro. Además, ¿es en realidad tan difícil aceptar sen­
cillamente todo aquello en lo que ha sido uno educado,
todo lo que poco a poco ha ido echando profundas
raíces en nosotros, aquello que es tenido por verdade­
ro en el ambiente familiar y en el de muchas perso­
nas excelentes, y que además consuela y eleva real­
mente a los hombres? Aceptar todo esto, ¿crees tú
que es más difícil que emprender nuevos caminos en
lucha contra el hábito, en . medio de la inseguridad
de marchar solo presa de frecuentes vacilaciones del
espíritu y hasta de la conciencia moral, desconsolado
a veces, pero ¡siempre vuelto al eterno fin de lo ver­
dadero, lo bello y lo bueno? Lo que se desea ¿es aca­
so dar con aquella concepción del mundo, de Dios y
de la redención, más cómoda para nosotros? Para
el verdadero buscador, ¿no es el resultado de su bús­
queda algo del todo indiferente? ¿Buscamos paz, tran­
quilidad y dicha? No; buscamos sólo la verdad, aun­
que esta fuese repulsiva y horrible. Una última pre­
gunta : Si desde la infancia hubiéramos creído que to­
da salud espiritual pos venía de otro que no fuera
Jesús, de Mahoma, por ejemplo, ¿no es seguro que
hubiéramos sido partícipes de las mismas gracias?
Sólo la fe salva —no lo objetivo que se oculte tras
una creencia... Toda verdadera fe es siempre infalible;
da lo que el creyente espera encontrar en ella...—
Aquí se separan los caminos de los hombres: ¿quieres
paz espiritual y felicidad?, cree; quieres ser un após­
tol de la verdad, entonces busca” ( 1).
El ambiente de la 4vida estudiantil de Bonn no
agradó a Nietzsche, que, habiendo hecho la experien­
cia, no logró adaptarse a las costumbres y orientacio­
nes ideológicas de los Vereine, las famosas sociedades
estudiantiles, tan expresivas, en ciertos aspectos, de
la vida de las ciudades universitarias alemanas. En la
creencia de que las mismas un resultado positivo pue­
den aportar, mediante hábitos y convivencia, a la for­
mación espiritual del estudiante, ingresa a una de ellas,
para luego abandonarla, sabiendo ya que no era algo
que se aviniese con su temperamento y aspiraciones. No
obstante, su juicio acerca de las mismas no es del to­
do peyorativo. En carta, fechada en Bonn en mayo
de 1865, contestando a una de su amigo el barón de
Gersdorff, en la que éste censura el carácter de las So­
ciedades estudiantiles, le dice a este respecto: “Si, co­
mo dices, compartes ahora la opinión de tu hermano
acerca de las Sociedades de Estudiantes, sólo me resta
(i) Todas las citas de los textos de Nietzsche las hacemos,
en cuanto provienen de las obras, de acuerdo a la edición en pe­
queño octavo, en 16 volúmepies, de Nietzsche’s Werke, de la A-
Kroner Verlag, que coincide en la paginación con la edición en
gran octavo; en lo que respecta a la correspondencia, de acuerdo
a la gran edicción Friedrich Nietzsche-Werke und Briefe; Histo-
risch-Kritische Gesamtausgabe. ordenada por el ‘‘Nietzsche-Ar-
chiv” y publicada por Wilhelm Hoppe en la C. H. Beck’sche
Verlag, Müntíhen, de la que han aparecido, ¡hasta 1940, 8 volú­
menes, 4 de la obra y 4 de cartas.
admirar la fuerza moral con que, para aprender a na­
dar en la corriente de la vida, te has arrojado a un
agua turbia, casi fangosa, y dentro de este elemento
te ejercitas. Perdona la dureza de la imagen, pero
se me ocurre que es acertada. -—Hay, sin embargo, en
esta cuestión algo de verdadera importancia. Aquel
que, siendo estudiante, quiera conocer su época y su
pueblo, tiene, necesariamente, que ingresar en un
Verein. Estos, y sus diferentes orientaciones, le per­
mitirán determinar con la .mayor exactitud posible el
tipo de hombre de su generación. . . Ahora bien, al
intentar esta experiencia personal, hay que guardarse
de ser influido por el ambiente en que se entra. La
costumbre es una fuerza monstruosa. Mucho se pier­
de al perder la indignación moral sobre algo de lo
malo que cotidianamente acontece en torno de noso­
tros, por ejemplo, sobre el excesivo beber y la embria­
guez, y también respecto al desprecio y la burla de
otros hombre y otras opiniones”.
Decepcionado, con un sentimiento de insatisfac­
ción interior, abandona Bonn, sin sentir, según lo con­
fiesa, la más leve pena al alejarse de un lugar tan be­
llo, tan sugestivo por su florido contorno, y la alegría
juvenil que lo exaltaba, tornándolo acogedor. Nietz­
sche había hecho su primer año de estudios, y no vol­
vería más a esta ciudad universitaria, pues había re­
suelto terminarlos en Leipzig, adonde se traslada el
año siguiente, inscribiéndose de inmediato en su Uni­
versidad. Aquí se le abren nuevos horizontes no sólo
en lo atinente a las materias de la especialidad que
cursaba, sino también a problemas hacia los cuales
habían comenzado a gravitar fuertemente sus otras
inquietudes, de orden espiritual y cultural. Sobre to­
do, un encuentro inesperado, verdadero acontecimien­
to, punto de partida de un giro decisivo en su desa­
rrollo intelectual, en la formación de su concepción
del mundo y de la vida, abre cauce y orienta su in­
quietud: un azar, ese azar que está en el camino del
curioso de los libros, del que los hojea con la secreta
esperanza de que le ^revelen algo ya entrevisto, que no
pudo ser fijado y asido por la idea, de sorprender en
ellos un pensamiento capaz de imantar su pasión, de
ponerlo sobre la ruta de lo que busca. Es así que
Nietzsche da con un libro, titulado Die Welt ais Wille
und Vorstellung, cuyo autor le era hasta entonces
desconocido. De este modo, por un azar venturoso,
descubrió a Schopenhauer. Su lectura lo embarga y
lo deslumbra; ahora se encuentra con el guía que ne­
cesitaba para emprender la ¡marcha anhelada, para
buscarse a sí mismo y, en esta tarea, imprimir una di­
rección firme a su vida espiritual y satisfacer sus exi­
gencias formativas.
Desde que se adentra en la lectura de Schopen­
hauer, comienza Nietzsche a respirar en una asmós-
fera entre cósmica y humana, escenario de la epifa­
nía de la voluntad; toma nota quizás de que el mun­
do, además de ser “mi representación”, lo cual no
es una verdad nueva, es esencialmente “mi voluntad”,
voluntad que, más allá de la humana autoconciencia,
alienta potente y misteriosa en la oscura profundidad
del ser y, como principio cósmico supremo, se objeti­
va en las múltiples formas de la naturaleza, aunque
ella tienda en el hombre a .su propia negación y ani­
quilamiento, para ofrecerle, con paradójica genero­
sidad, la única escapatoria al dolor en que se cifra su
vida anhelante y efímera.
El joven estudiante de filología se enciende en
fervorosa devoción por el pensador y la obra; en
adelante el influjo de las ideas de Schopenhauer
estará bien manifiesto en el pensamiento de Nietz­
sche y en sus expresiones más íntimas y personales
Así, en carta a su amigo el barón de Gersdorff,
fechada en Naumburg el 7 de abril de 1866, le infor­
ma que durante las vacaciones que está pasando es­
tudia mucho y que el trabajo sobre “Theognis”, que
prepara, ha adelantado considerablemente, y agre­
ga: “Tres cosas me distraen y me proporcionan des­
canso en mi tarea, aunque ellas constituyan extrañas
distracciones: Mi Schopenhauer, música de Schumann
y solitarios paseos. Ayer anunciaba el cielo una es­
pléndida tormenta; subí a una vecina colina llamada
“Leusch” (quizás tú puedas aclararme esta denomi­
nación) y encontré arriba un hombre que, con su hi­
jo, se aprestaba a degollar dos corderos. La tempestad
descargó con tremenda fuerza y lluvia y granizo, pro­
duciendo en mí una incomparable exaltación y ha­
ciéndome conocer que sólo llegamos a comprender jus­
tamente la Naturaleza cuando’en su seno nos refugia­
mos huyendo de nuestros cuidados y aflicciones, ¡ Qué
significaba para mí en aquel momento el hombre y
su voluntad inquieta! ¡Qué el eterno Tú debes o Tú
no debes! ¡Cuán distintos son el rayo, la tormenta, el
granizo, fuerzas libres sin ética alguna! ¡Cuán felices
y poderosos; son voluntad pura, no enturbiada por la
inteligencia!”
¿Qué encontró Nietzsche en Schopenhauer, en el
altivo y agrio eremita de la filosofía, que había de
suscitar en él una admiración tan férvida por el
pensador y sus ideas, por el escritor, por su estilo hu­
mano? 0 dicho con más exactitud, ¿qué buscaba Nietz­
sche ansiosamente, con íntima desazón, movido por
una apetencia de todo su ser, que sólo iba a encon­
trarlo en el filósofo de E l Mundo como Voluntad y
Representación, haciendo de él el mistagogo de un cul­
to apasionado, casi esotérico, “inactual”, ante el cual
se inclinaría emocionado y reverente para tributarle
fidelidad y amor?
La respuesta nos la daría, lúcida y penetrante, en
la tercera de sus magistrales Unzeitgemasse Betrach-
tungen, sugestivamente titulada (título que ya es un
homenaje) Schopenhauer ais Erzieher (1874). Aquí
nos dirá, anticipándonos el motivo fundamental de su
búsquedaf; “Tenemos que responsabilizarnos de nues­
tra existencia ante nosotros mismos; por consiguien­
te queremos nosotros también presentarnos como los
verdaderos pilotos de esta existencia y no permitir que
ésta se asemeje a un azar irreflexivo, sin ideas”. Es el
problema que se le plantea.a todo hombre joven que
ha de emprender la tarea de su formación espiritual.
Cuando un alma joven, echando una mirada retros­
pectiva a su vida, inquiere por aquello que ha ama­
do y se ha sentido atraída, debe estar en condiciones
de hacer desfilar ante sus ojos los objetos a los que ha
tributado veneración, únicos capaces de revelarle la
ley esencial de su verdadero ser. Nietzsche, al descri­
bir el acontecimiento de su primer vistazo a la obra de
Schopenhauer y el consiguiente asombro ante la mag­
nitud del hallazgo, se remonta a la idea que imperio­
samente había dominado su espíritu juvenil: “Cuan­
do en otro tiempo, con corazón alegre desbordaba en
deseos, pensaba para mi coleto, que el destino podría
eximirme del terrible esfuerzo y deber de educarme si
encontrase a tiempo un filósofo para educador, un
verdadero filósofo, a quien, sin más hesitación, pu­
diera obedecer porque confiaría mas en él que en mí
mismo”. El alma a educar está constituida por un cú­
mulo de fuerzas que deben ser llevadas a una ponde­
rada unidad mediante su armónico equilibrio. Se tra­
ta, como subraya Nietzsche, nada menos que de medir
la dificultad en que consiste la tarea de educar a un
hombre para que se haga hombre.
Trabajado por estas ideas y aspiraciones, Nietzsche
conoció la obra de Sehopenhauer. Este, por la auste­
ridad de su pensamiento, por su insobornable vera­
cidad, surgió ante sus ojos como el educador apetecido,
como el auténtico modelo que buscaba, que tanto tiem­
po había echado de menos. Su atención se concentró
en él porque satisfacía plenamente lo que su espíritu
reclamaba, o sea, que un filósofo, para atraer su preo­
cupación y merecer su preferencia, fuese capaz de
darle un ejemplo. Sentía que hasta entonces no había
encontrado al filósofo capaz de orientarlo en los gran­
des problemas de la vida, de enseñarle, con su ejem-
plaridad, a buscar su propio camino, a desarrollar su
ser interior. “Tus verdaderos educadores y formadores
te delatan lo que es el verdadero sentido primario y
la verdadera sustancia fundamental de tu ser, algo que
de por sí no es educable ni formable y que en todo ca­
so es de . difícil acceso, algo constreñido y paraliza­
do. Tus educadores no podrían, para tí, ser otra co­
sa que tus liberadores”. La verdadera cultura ha de
entenderse como una liberación. El mejor medio pa­
ra encontrarse a sí mismo y vivir de acuerdo a la ley
esencial de nuestro ser es dar a tiempo con un ver­
dadero educador. Sólo éste puede liberarnos, asimis­
mo, de las insuficiencias y limitaciones de la propia
época, enseñándonos a ser veraces y auténticos tan­
to en nuestro pensamiento como en nuestra vida y
nuestra conducta. Esto significa, según Nietzsche, que
él ha de enseñarnos a ser “inactuales”, en el sentido
profundo de que no hemos de ser desleales con nues­
tro pensamiento para satisfacer exigencias del am­
biente y los modos corrientes de pensar. Es lo que le
enseñó a él Schopenhauer, es decir, a ser decidida­
mente inactual.
“Yo pertenezco a aquellos lectores de Schopen­
hauer que después de haber leído la primera página,
saben con seguridad que leerán toda la obra y escu­
charán cada palabra dicha por él. . . Le comprendí
como si él hubiera escrito para mí, para expresarme
de una manera inteligible, aunque simple y sin mo­
destia . . . Su lenguaje es una expresión leal, ruda y
cordial, ante un oyente que escucha con amor. Care­
cemos de escritores así. El poderoso sentimiento de
bienestar de quien nos habla se apodera de nosotros
con las primeras inflexiones de su voz; nos acontece
como cuando penetramos en un bosque de altos y vi­
gorosos árboles, de pronto respiramos profundamen­
te y nos sentimos de nuevo revivir”. Sólo existe un
escritor con quien, en este respecto, puede comparar­
lo, y es Montaigne, encomiando la probidad de ambos y,
sobre todo, esa serenidad que los caracteriza y que,
en pensadores de su linaje, es el resultado de una vic­
toria, vale decir de una lucha contra esas inclinaciones
y pasiones que enturbian el juicio y no inclinan el es­
píritu a la ecuanimidad y la ponderación.
En cuanto al mensaje mismo de Schopenhauer, a
su concepción del mundo y de la vida, le otorgaba
Nietzsche una significación especial. Después de Kant,
de su criticismo de raíz y proyección iluministas, de
su frío enfoque gnoseológico de la única realidad ac­
cesible a nuestro intelecto, el autor de E l Mundo co­
mo Voluntad y Representación se le aparecía como el
guerrero que desde las profundidades de la renun­
ciación escéptica nos conduce a la cima de la contem­
plación trágica, dándonos una imagen de conjunto
de la vida. En esto precisamente él se nos muestra
grande, en que es fiel a esta imagen y la sigue. Toda
gran filosofía nos da siempre una imagen de la vida
total, en la cual podemos ver reflejado el sentido de
nuestra propia vida, pudiendo, inversamente, noso­
tros volver las páginas de ésta para sorprender en
ellas algunas de las enigmáticas cifras de la vida cós­
mica. Es andando este camino que el individuo retor­
na a sí mismo, para darse cuenta de sú propia limita­
ción, de sus necesidades y miserias, y conocer, así. el
único consuelo y antídoto, que no pueden consistir
en otra cosa que en el sacrificio del propio yo, en la
sumisión a las más puras intenciones y, sobre todo, a
la piedad, flor suprema que sólo nos es dable coger
cuando, trás largo y sincero esfuerzo de superación,
hemos alcanzado la otra orilla de la corriente tur­
bulenta del deseo, llegando hasta la reconcilación del
Ser y del Conocer. Esta aspiración vehemente y sos­
tenida puso a prueba la naturaleza de Sehopenhauer;
la fuerza de tal deseo no pudo destruirla ni siguiera
endurecerla. El temple de su espíritu era tal que com­
prendió y aceptó el vivir como una manera de estar
en constante peligro.
Nietzsche destaca que, en Sehopenhauer, el deseo
que ló llevaba a afirmar la necesidad de una natura­
leza fuerte, de una humanidad sencilla y de impulsos
sanos no era más que el deseo de hallarse a sí mismo;
y que en cuanto logró vencer en sí mismo el espíritu
de la época, descubrió el genio que habitaba en su
alma. Así le fué revelado el secreto de la naturaleza
y cayó el velo con que las ideas dominantes y con­
venciones de esta época pretendían ocultarle este ge­
nio. Desde ahora, cuando su mirada se detenía sobre la
inquietante interrogación acerca del valor de la vida,
no necesitaba ya pronunciar su anatema sobre un
tiempo débil y lleno de confusiones, sobre una existen­
cia turbia, indecisa y saturada de gazmoñería. Estaba
perfectamente seguro que sobre esta tierra cabe en­
contrar y alcanzar algo mucho más puro y elevado que
una existencia tan actual, tan nivelada por el hoy y
sus epidérmicas tendencias y reacciones. Por consi­
guiente sería cometer una injusticia con la vida si só­
lo se la juzgase y valorase por este feo y superficial
aspecto suyo, enteramente condicionado por el carácter
de la época. Lejos de caer en esta ilusión negativa, el
filósofo educador invoca el genio, ese genio que lo ha­
bita y que en lucha con su tiempo le fuera revelado,
para saber con certeza si puede justificar el supremo
frutó de la vida y, en última instancia, la vida misma.
El autor de esta Consideración inactual no se limi­
ta a mostrarnos el hombre ideal que actúa en Schopen­
hauer y en torno de él, sino que, tomando como pun­
to de partida este ideal, nos muestra también cómo es
posible entrar en comunicación cordial e intelectual­
mente con un fin trascendente mediante una actividad
regular, es decir, pone de manifiesto que este ideal
tiene la virtud de ser un ideal educador, residiendo
en esto su valor formativo. Por una actividad personal
y regular se puede entrar en comunicación con este
ideal, el cual propone nuevos deberes. Estos no son los
deberes de un solitario, cuyo cumplimiento quede re­
cluido, sin trascender, en el ámbito de la vida indivi­
dual, sino que, por, el contrario, con su aceptación y
la voluntad de cumplirlos se entra a formar parte de
una comunidad perfectamente caracterizada, podero­
sa, cuya vida y cohesión no es mantenida por formas
y leyes externas, sino por una idea fundamental, en
la que todos sus miembros coinciden. Esta 110 es otra
que la idea fundamental de la cultura, en cuanto ella
nos coloca a cada uno de nosotros ante una tarea úni­
ca: “acelerar en nosotros y fuera de nosotros el ad­
venimiento del filósofo, del artista y del santo, y de es­
te modo trabajar en la plena realización de la natura­
leza”. La naturaleza necesita, con un fin metafísico,
que no es otro que la propia explicación de sí misma,
la conciencia de sí misma, tanto del filósofo como del
artista; y también tiene necesidad del santo, que es en
quien se opera aquella última y suprema humanización
hacia la cual toda la naturaleza impulsa y lleva para su
salvación, para su liberación de sí misma. Sehopen-
liauer debió enseñar de nuevo el pesimismo a una épo­
ca decadente para estimular y promover una futura
comunidad de filósofos, de artistas y de santos. La cul­
tura exige, si hemos de atenernos fielmente al princi­
pio del ideal superior del hombre sehopenhaueriano,
que aceleremos la venida de semejantes hombres, que
infatigablemente luchemos contra todo aquello que
nos ha impedido alcanzar la más alta plenitud y reali­
zación de nuestra existencia, y devenir verdaderas con­
creciones del hombre definido y exaltado por Schopen­
hauer.
La lucha por la cultura y, correlativamente, la
guerra contra las leyes, hábitos e influencias que des­
conocen y vulneran su esencia, no tienen otro fin que
la producción del genio, que acelerar la formación de
los grandes hombres. Pero no se ha de entender por
cultura el fomento de la ciencia, pues ésta, en su fri­
gidez y sequedad, nada sabe de las aspiraciones supe­
riores y del profundo sentimiento de imperfección que
aguijonea al espíritu empeñado en la conquista de una
forma suprema de realización humana; carece de amor
y no se percata de la existencia de los grandes hom­
bres apasionados y, por lo mismo, únicamente ve en
el sufrimiento algo incomprensible e insólito, porque
ella no atiende a nada más que a sus problemas, al
rendimiento objetivo de sus inducciones, cuantificadas
con implacable frialdad.
Nietzsche distingue el sabio, modelado sobre la ta­
rea y fines de la ciencia, del filósofo, siendo bastante
duro en su juicio acerca del tipo humano en que, en
la época moderna, ha encarnado el primero. Un filó­
sofo, para él, es, a la vez, un gran pensador y un hom­
bre verdadero; de un sabio, en cambio, difícilmente
ee ha podido hacer lo último. En elogio de Schopen-
hauer, el filósofo educador, afirma que tuvo la ven­
taja, además de sus dotes geniales, de no haber sido
destinado ni educado para sabio.
III.-LA MUSA TRAGICA
En las ideas sobre la existencia y la metafísica de
la voluntad de Schopenhauer tiene una de sus más
profundas raíces la problemática en que había de cen­
trarse el pensamiento de Nietzsche, cuya concepción
al alcanzar su pleno despliegue y madurez iba a diver­
sificarse de la de su maestro, trastrocándose en ella
fundamentalmente el signo antepuesto a la voluntad
por el pesimismo schopenhaueriano.
Nietzsche, activo y en excelente estado de ánimo,
apasionado por el arte y lleno de entusiasmo y admira­
ción por el genio de la antigüedad clásica, que le iban
revelando sus lecturas, lleva ya su segundo año en
Leipzig. Sus estudios universitarios los realiza bajo
el severo magisterio del gran filólogo clásico Federico
Ritschl, de quien él dice que es su “conciencia cien­
tífica”. En lo que se refiere a sus inquietudes filosó­
ficas, a las ideas básicas que buscaba para orientar su
formación personal, encuentra en Schopenhauer, en
el pesimista sin sensiblería, un seguro guía intelectual.
Además, su sed de arte, su entusiasmo siempre vivo
por la música, halla un nuevo motivo de afán y un
poderoso incentivo, promisorios de nuevas y complica­
das satisfacciones espirituales, de fecundas inferencias
estéticas e ideológicas: descubre el genio musical de
Ricardo Wagner. Este atraviesa uno de los momentos
más arduos de su carrera artítiea; lucha por imponer
sus primeras grandes creaciones al público alemán,
reacio y hostil hasta entonces al maestro, ante cuyas
obras, llevadas a la escena después de vencer muchas
dificultades, reaccionaba no sólo con una crítica mor­
daz sino también con la burla. Ese público se resiste
a aceptar la genial innovación de Wagner, repre­
sentada por el drama musical.
Emoción y también desconcierto producen en
Nietzsche las primeras obras de Wagner, lo que le lle­
vó a adoptar, al principio, una actitud de reserva que
traducía el estado indeciso de su espíritu ante la nueva
música. Pero escuchó Los Maestros Cantores, y la per­
fección magnífica de esta creación lo emocionó profun­
damente, y desde entonces comenzó a rendir el tributo
de su admiración al maestro, a la audición de cuyas
obraa llevaría, en adelante, otro estado de ánimo, ra-
>ano en la devoción. Así amplía su horizonte artístico,
circunscrito hasta este momento a la música de Schu-
mann, e infiere nuevas dimensiones estéticas y hasta
la posibilidad de una revitalización de la cultura por
el espíritu de una música capaz de infudir en las al­
mas, niveladas en esta época por su falta de sentido pa­
ra la grandeza, por sus plúmbeos sentimientos filisteos,
el soplo vivificante del heroísmo y la tragedia.
Además, un acontecimiento de índole personal vi­
no a fortalecer el estado de espíritu y las emociones que
primicia artística de tal magnitud había suscitado en
él. A principios de noviembre de 1868, en Leipzig,
tuvo la oportunidad, satisfaciendo así lo que íntima­
mente deseaba, de conocer al maestro, y trabar con él,
en un momento ciertamente propicio, una amistad que
cobraría tanta trascendencia en su vida, para después
quebrarse en forma tan ruidosa y dramática para am­
bos. Nietzsche se enciende en un fervor nuevo; pone
en el arte innovador de Wagner su entusiasmo y su es­
peranza, y piensa que ella es la música del porvenir,
la que, regenerándola, elevará hasta la cima de la be­
lleza trágica a la desmirriada y empobrecida alma mo­
derna, la que inyectará nueva vida a la existencia
exangüe dé una civilización que ignora que a la sere­
nidad contemplativa, al arder sosegado de la llama del
espíritu, sólo se adviene a través y después de las gran­
des tempestades que sacuden al ser humano hasta en
sus raíces. En la música de Wagner comenzaba a ru­
gir el vendaval de la tragedia que traería, para una vi­
da mezquina y sórdidamente utilitaria, la catársis sal­
vadora.
Ahora, en el espíritu apasionado y fervoroso de
Nietzsche va a conjugarse la admiración que siente
por Sehopenhauer, el educador, el pensador ejemplar,
con la que ya lo arrebata por Wagner, el mitólogo que
nos presenta resurrecta, en apoteosis sinfónica, a la
musa trágica. Desde el momento en que los dos astros
se encuentran aproximados en la atmósfera de un
amor, de una admiración que los envuelve de modo
igualmente fuerte e ineseindible a ambos, ellos cons­
tituirían la constelación que iba a presidir por algún
tiempo, el del período inicial, la trayectoria vital e in­
telectual de Nietzsche. Este le dice a Rohde, al rela­
tarle, en carta fechada en Lepzig el 9 de noviembre
de 1868, cómo conoció a Wagner y la fuerte impresión
que le produjo este primer contacto con el maestro:
“Comprenderás qué gran placer fué para mí el oirle
hablar con calor indescriptible de nuestro filósofo, de­
cir lo mucho que le tenía que agradecer y cómo había
sido el primer filósofo que hubo reconocido la esen­
cia de la música”. Y en otra carta del mismo mes, tam­
bién a Rohde, escribe: “Pensemos en Sehopenhauer y
Ricardo Wagner y en la indestructible energía con
que mantuvieron erguida su fe en ellos mismos frente
al “escándalo” de todo el mundo ilustrado
El ideario de Nietzsche comienza a plasmarse ba­
jo el doble influjo de la filosofía de Sehopenhauer y
la concepción revolucionaria del arte, aportada por
Wagner, en un genial esfuerzo integrador de elemen­
tos disgregados de una visión única, y ejemplicada de
modo grandioso en su música, en el drama musical. Es
así que, sobre la base dé una revaloración de los sen­
timientos trágicos, de la necesidad de que la vida se
sienta de nuevo exaltada por ellos, en suma, de un
entusiasmo y ardor estético del sentimiento, él intenta
conciliar los postulados de la metafísica de la voluntad
de Sehopenhauer con las teorías del arte de Ricardo
Wagner, fundadas precisamente en la unión, en la ar­
mónica síntesis de esos elementos que el arte del pa­
sado, en detrimento de su potente unidad originaria,
babía separado, es decir en la íntima conjunción de
música y drama, de poesía y música, de canto y plás?
tica, y todos ellos enraizando en una vida caldeada
por el fuego interior de la música, fuego purificador,
atizado por el viento de la tragedia, por el pathos que
dió su temple heroico a los personajes de la tragedia
griega.
En la cuarta de sus Unzeitgemásse Betrachtungen,
Ricardo ¡Wagner en Bayreuth (1875|76), Nietzsche
destaca el significado de acontecimiento artístico sin
par que reviste la representación de las obras de
. Wagner en el gran escenario de Bayreuth. En un am­
biente creado expresamente para ellas, consultando to­
dos los detalles requeridos por su grandiosa compleji­
dad, en una atmósfera casi religiosa, que envuelve
tanto a los espectadores como a los artistas que se mue­
ven en la escena encarnando a los héroes mitológicos,
acontece ahora el misterio sacro del renacimiento de
la vida en el majestuoso vuelo de la música sinfóni­
ca, del apogeo del hado, del fatum que desemboca en
la soberana libertad de la belleza, en un mundo trans­
figurado por el hechizo del arte. Nos dice que lo
acometido en Bayreuth por Wagner es el primer via­
je alrededor del mundo en el dominio del arte, en el
cual, como parece ser, no sólo se ha descubierto uji
arte nuevo, sino el arte mismo, pareciéndonos des­
pués de esto que todas las artes modernas conocidas
hasta ahora han llevado una penosa existencia eremi-
taria o de artes de lujo, semidesvaloradas; que hasta
los mismos recuerdos, incoherentes y mutilados, de
un arte grande, verdadero, que la época moderna con­
serva de los griegos, pueden esfumarse si no se sabe
iluminarlos mediante una nueva interpretación. To­
do el ruido y todas las imposturas que la cultura, es­
tilada hasta ahora, ha producido acerca del arte deben
causarnos el efecto de una vergonzosa impertinencia. El
arte de Wagner habla un nuevo lenguaje a los hi­
jos de una época miserable, prometiendo conducirles
a un mundo también real, pero nuevo, donde impe­
ra la verdadera luz. Parece decirles: tenéis necesidad
de la iniciación en mis misterios, de sus emociones pu-
rificadoras; familiarizaros con ellos para vuestra sal­
vación.
Nietzsche ve en el arte de Wagner el elemento
catársico de que con urgencia necesitaba la cultura mo­
derna, llena de pasiones subalternas y manchada por
una repugnante idolatría. Como antídoto contra el rui­
do que impúdicos propagandistas hacían en torno de
esta cultura, que en vez de cultura le parecía más bien
una feria de productos sin autenticidad con- el marcha­
mo puesto en ellos por la disimulada hipocresía del
filisteo, reclamaba, como un deber, el silencio, ese
silencio de que los pitagóricos, con un sentido de pu­
rificación religiosa, hacían voto durante cinco años.
Por eso, ante tal espectáculo, para él, pues, sólo una
consigna cabía: “¡Callarse y ser puro” !; condición
previa y esencial para buscar con sinceridad y pasión
los verdaderos caminos. Esta fué la misión de Wag­
ner, cuyo arte traducía la aspiración hacia una cul­
tura enraizada en la vida, la necesidad de restaurar el
espíritu en su libre actividad, en su tarea peculiar,
la que sólo cobra significado y adquiere real influjo
en las sociedades humanas en la medida en que, aten­
ta a las germinaciones del presente y a las posibilida­
des del futuro, se nutre de impulsos creadores y re­
novadores.
Para estar a la altura de esta misión gigantea y dar­
le cima en la creación artística, en el lenguaje poli­
fónico de sus obras, Wagner tuvo que asimilarse, sin
ahorrar esfuerzo, el más alto grado de cultura, alle­
gando en creciente cantidad materiales y elementos
por todos lados y de la más heterogénea procedencia
y coordinarlos y unificarlos, transfomándolos en pro­
pia sustancia. Para abarcar en unidad orgánica tal cú­
mulo de conocimientos, para vivificar y modelar ar­
mónicamente el saber asimilado necesito ser, a un
tiempo, el filósofo, el historiador, el esteta, el estilista,
el mitólogo y poeta mítico; tuvo que renovar el dra­
ma simple, descubrir la correspondiente posición de
las artes en la verdadera sociedad humana, interpretar
poéticamente las pretéritas concepciones de la vida.
El enorme conjunto de conocimientos que, para
serlo todo, necesito reunir Wagner no llegó a paralizar
su voluntad de acción, a desperdigarla en tanto deta­
lle atrayente. Nietzsche destaca encomiásticamente la
admirable maestría con que supo sortear todos estos
peligros, preservar la unidad de su potencia creadora
en medio de tan dispares elementos, abarcados en un
solo contacto genial, y afirmarse en la originalidad de
una actitud, cuya medida puede suministrarla compa­
rativamente un parangón con aquella que caracterizó
a Goethe, el gran antípoda de Wagner. Lo que Wagner
encuentra en los estudios históricos y filosóficos no es
el reposo del espíritu, los efectos calmantes y contra­
rios a la acción que estas disciplinas producen.. Tam­
poco él buscaba tales calmantes para la fiebre de ac­
ción, de lucha, de trabajo en que ardía, y de los que no
lo distrajeron su familiarización con los diversos do­
minios de la cultura y el estudio de sus problemas. La
historia es arcilla para la fuerza creadora que lo posee.
La posición que adopta frente a ella no es la usual de
los sabios y eruditos, asemejándose más bien a la rela­
ción en que estaban los griegos con sus mitos, a los que
consideraban como algo que se modela y recrea poéti­
camente con amor y una especie de recogimiento te­
meroso, pero sin abdicar del derecho soberano del
creador. La fuerza poética, modeladora de Wagner se
afirma y triunfa porque no imagina ideas abstractas,
sino fenómenos visibles y sensibles, es decir, piensa de
una manera mítica, como el pueblo ha pensado siem­
pre. Es que el mito no se basa en una idea abstracta;
él es la idea misma, encierra una representación del
mundo, evoca y conjura una serie de hechos vividos,
acciones y dolores.
Porque la historia es, para Wagner, tan cambian­
te como un sueño, puede dar concreción poética, en
un hecho, en un acontecimiento particular, al carác­
ter peculiar de una época entera y lograr, en la expo­
sición y en la representación simbólica, un grado de
verdad, que jamás puede ser alcanzado por el his­
toriador. En los estudios históricos y filosóficos no só­
lo encontró armas para su empresa, sino que en ellos
supo recoger el soplo de inspiración que se eleva de
la tumba de los grandes luchadores, de los grandes
pensadores y de todos los grandes angustiados que apu­
raron el dolor y la tribulación. Para Nietzsche, toda
esta lucha, que es la lucha del individuo contra lo que,
bajo la forma de una necesidad ineluctable, se opone
a sus designios creadores, está patente en la imagen
que nos ofrece la obra de Wagner, obra trágica, que
cobra su pleno y profundo sentido para los que afron­
tan el combate y saben encontrar en ella un bálsamo
para sus heridas. El arte, nos dice, no es un remedio
ni un estupefaciente mediante el cual pudiéramos li­
berarnos de todas las circunstancias miserables de la
existencia. La mirada llena de misterio con que la tra­
gedia nos contempla no es un hechizo que nos ador- ,
mezca y paralice. Mientras ella nos mira, pide de nos­
otros calma, pues el arte no está hecha para la lucha
misma, como un estimulante, propio para enardecer al
combatiente, sino para los momentos de calma antes
o en medio del combate, para aquellos minutos en que
por la evocación o el presentimiento comprendemos lo
simbólico y, con el sentimiento de una suave fatiga,
nos invade un ensueño restaurador. Es que el arte no
puede servirnos de educador ni orientarnos en la ac­
ción inmediata; el artista no es nunca un mentor ni
un consejero. Lo que hallamos deseable y encomiable
en el héroe a que da vida la obra de arte, mientras ésta
ejerce su hechizo sobre nosotros, no posee, en la vida
real, el mismo valor y rara vez se nos ofrece como dig­
no del esfuerzo y del sacrificio. Precisamente, por esta
distancia e incompatibilidad entre los héroes que re­
presenta la tragedia y la vida real, “el arte es la acti­
vidad del hombre que reposa”.
Por encima de los múltiples seres que, según
Nietzsche, animados por una pasión poderosamente in­
dividualizada, hacen oir su voz en la música de Wag­
ner, por encima del soplo huracanado de las contradic­
ciones, impera una gran inteligencia sinfónica que, to­
cada de un designio superior, inspirada por una razón
suprema, hace nacer la concordia y la paz del seno
mismo de la guerra, del encuentro tempestuoso de las
pasiones y contradicciones. Para él, la música de Wag­
ner en su conjunto es cahal imagen del mundo tal co­
mo éste fué concebido por el gran filósofo de Efeso, o
sea como armonía engendrada por la lucha, como uni­
dad de justicia y enemistad. En síntesis, para Nietzs­
che, Wagner, el músico, en la convicción de que no de­
be existir cosa alguna necesariamente muda, ha dado
voz y prestado acento a todo lo que hasta el presente
no podía o no quería expresarse en la naturaleza.
Cuando el filósofo, es decir Schopenhauer, que, para
esta etapa del pensamiento nietzscheano, es el filósofo
por antonomasia, dice que existe una Voluntad que,
tanto en la naturaleza animada como en la inanimada,
tiene sed de existencia, el músico, es decir Wagner,
añade que esta Voluntad quiere, en todos sus estadios,
una existencia en el mundo de los sonidos, busca expre­
sar sus potentes impulsos, revelar en la música sus
ocultos y trascendentes designios. El soplo de la tra­
gedia, subraya él, ha pasado por la existencia de Wag­
ner y por todo aquello a que su arte ha dado vida e
infundido superadora inquietud. Las almas que pue­
den adivinar algo de todo esto, aquellas para las cua­
les no son ideas y sentimientos extraños la ilusión trá­
gica acerca del fin de la vida y el renunciamiento y la
purificación por medio del amor, tienen que recordar,
en lo que Wagner nos muestra en la obra de arte, el
aletazo fugaz del ensueño de una propia existencia
heroica, en la que alentaba el grande hombre.
En esta valoración ditirámbica que nos da Nietz­
sche del arte de Wagner están ya en pleno desarrollo
sus ideas sobre la tragedia y su íntima relación con la
música y aquellas acerca del significado del arte para la
vida; se encuentra también pre-bosquejada, sobre la ba­
se de una concepción dionysiaca del mundo y de la vida,
su ulterior filosofía. Etapas de aquel desarrollo habían
sido Die Geburt der Tragódie, las tres anteriores Un-
zeitgemásse Betrachtungen, además una serie de ensa­
yos, fundamentales algunos, en que se expresan ideas
y motivos estéticos y filosóficos afines con los que
constituyen el tema básico de aquellas obras. Pero pa­
ra comprender el significado y alcance de esta temáti­
ca, para valorar sus impulsos centrales, en una palabra,
para asistir al despliegue y elucidar la motivación fun­
damental de aquellas ideas de Nietzsche, tenemos que
retomar la vida de éste donde la hemos dejado, en
Leipzig.
IV. - LA CONCEPCION DIONYSIACA
Nietzsche cursa su último año de estudios en Leip­
zig y, pensando que muy pronto estarían ya termina­
dos, se forja un sinnúmero de ilusiones acerca del tiem­
po de plena libertad de que, antes de afrontar las pro­
saicas obligaciones de la vida, quería disfrutar, para
dedicarlo a tranquilas lecturas sobre las cuestiones que
más lo inquietaban, a viajes, que había proyectado y
hasta imaginativamente pregustado, en fin, al ocio im­
productivo pero espiritualmente fecundo del ensue­
ño, del libre divagar, que ansian y necesitan, como in­
centivo para la labor intelectual, las naturalezas super­
abundantes y creadoras. Pero todas estas perspectivas
halagüeñas se truecan súbitamente para él por el ros­
tro severo de una nueva e inmediata responsabilidad,
cuya existencia ni remotamente había podido sospe­
char. La Universidad de Basilea quería nombrarlo
profesor de filología clásica, habiéndolo consultado
respecto a esta posibilidad a su maestro Ritschl, quien,
autorizado para formular la propuesta al candidato, au
discípulo, causó en éste profunda sorpresa con seme­
jante noticia. Nietzsche, que a la sazón tenía veinti­
cuatro años y que no había obtenido aún su título uni­
versitario, comprendió la importancia de la seductora
oportunidad que se le brindaba y el bonor que con
ella se le discernía, pero, no obstante, tironeado por su
ansia de libertad interior, por ensueños amorosamente
acariciados, todavía duda sobre si debe aceptar un
ofrecimiento tan tentador, que venía a imprimir a su
vida un rumbo inesperado y fuera de las previsiones
trazadas con respecto a su futuro inmediato. Sin em­
bargo, el influjo y los casi paternales consejos de Rits-
cbl lo persuaden, y él acepta; su destino profesional
estaba decidido: sería profesor en la Universidad de
Basilea. Sin el requisito último de la tesis doctoral,
y teniendo sólo en cuenta sus optimos trabajos anterio­
res y sus excepcionales aptitudes, la Universidad de
Leipzig le otorga diploma. Federico Nietzsche era ya
profesor al lado de sus profesores.
Antes de trasladarse a Basilea, va a pasar unas se­
manas con su familia, en Naumburg; es su despedida.
La víspera de la partida, en carta al barón de Gers-
dorff, fechada el 13 de abril de 1869, da expresión a
los sentimientos e inquietudes que lo embargan, al
melancólico y desazonado estado de alma que experi­
menta ante la nueva y difícil labor en que va a em­
peñar su esfuerzo y a probar su capacidad. Le dice a
su amigo: “El último plazo ha expirado. Ha llegado
la última noche que paso en mi patria; mañana tem­
prano partiré hacia el vasto mundo para dedicarme a
una nueva y no acostumbrada actividad, en una pesa­
da atmósfera de deberes y trabajo. De nuevo hay que
decir adiós; ha pasado sin remisión la dorada época
de libre actividad ilimitada, del presente soberano,
del gozar del mundo y del arte como espectador desin­
teresado o, por lo menos, apenas interesado. Ahora
reina la severa Diosa de la obligación cotidiana... No
encuentro en mí todavía, ni por asomo, esa propen­
sión a la gibosidad, característica del profesor ¡Zeus y
todas las musas me preserven de ser filisteo, hombre
abandonado por las musas, hombre gregario! Además
no sé cómo me tendría que arreglar para llegar a ser­
lo, ya que actualmente no lo soy. Cierto que estoy ex­
puesto ahora a una clase de filisteísmo, la del hombre
especializado, pues es muy natural que el peso cotidia­
no y la continua concentración del pensamiento so­
bre determinadas cuestiones y sectores de la ciencia
emboten la libre sensibilidad, y ataquen, en sus raíces,
al sentido filosófico. Pero me imagino que podré li­
brarme de este peligro con más calma y seguridad que
la mayor parte de los filólogos. La severidad filosó­
fica ha enraizado muy profundamente en mí, y el
gran mistagogo Schopenhauer me ha mostrado con de­
masiada claridad los verdaderos y esenciales proble­
mas de la vida y el pensamiento para que tema nunca
llegar a una vergonzosa apostasía de la “Idea”... Si he-
mos de llevar al exterior el aporte de nuestra vida, in­
tentemos, al menos, emplearla de manera que, cuan­
do la felicidad nos redima del esfuerzo que le hemos
exigido, los demás la estimen y bendigan como va­
liosa”.
Con el establecimiento de Nietzsche en Basilea y
la iniciación de sus tareas docentes comienza, puede
decirse, una nueva vida, para él. Es una etapa de su
pensamiento, caracterizada por el entusiasmo y el fer­
vor que pone en la búsqueda de una verdad en que
poder asentar su propia concepción del mundo y de
la vida, ya en germinación, de un ideal de la cultura
que se avenga con las más altas exigencias de la vida,
que se inspire, haciéndole justicia, en la vocación
creadora del espíritu, siempre urgido hacia nuevas
metas y conquistas, siempre necesitado de brillar y
afirmarse en sus obras y, más allá de estas, en su lumi­
nosa plenitud de potencia rectora de los afanes hu­
manos. Para el desarrollo y armónica estructuración
de estas ideas, para avanzar por este camino, en cuyo
rumbo, atisbaba quizás muchas cosas originales y fe­
cundas, tenía un punto de partida y un norte en la fi­
losofía de Sehopenhauer, y un poderoso incentivo en
el ideal estético de Ricardo Wagner, su futuro ami­
go, a quien acompañaría y secundaría espiritualmen­
te en la lucha por este ideal.
Al instalarse en Basilea, Nietzsche se encontraba
lleno de temores respecto al género de vida que esta­
ría obligado a llevar, en un ambiente social que le era
desconocido y del todo nuevo en lo universitario e in­
telectual. Temía, alejado del círculo de sus amigos y
de sus afectos familiares, sentirse demasiado solo, pri­
vado de toda convivencia intelectual amistosa, sin el
“pensamiento que consuene y rimé” con el suyo; la
sola idea de esta soledad lo inquietaba y entristecía.
Pero sus temores eran, felizmente, infundados, pues
la vida y la actividad a que ingresaba le tenían reserva­
das más de una sorpresa agradable y confortadora. En
la Universidad encuentra excelentes colegas, que lo
acogen cordialmente; hace amistad con Jacobo Burck-
hardt, que adquiriría merecida fama como esteta e his­
toriador del arte, y con el economista Schonberg, com­
placiéndose en el trato personal de ambos. Pero lo
que había de colmarlo de satisfacción, alejando su te-
jnor a la soledad, fué una circunstancia inespera,-
da, algo que él estaba lejos de sospechar: Ricar­
do Wagner se había instalado en Tribschen, cer­
ca de Lucerna, en una villa a orillas del lago. Nietz­
sche se dirige al retiro del maestro y, desde la prime­
ra entrevista, el fugaz encuentro de Leipzig se con­
vierte en amistad. Desde entonces, Tribschen es, para
Nietzsche, meta y solaz de los días libres, lugar de la
más alta y fecunda convivencia espiritual. En carta a
Ja madre, fechada en Basilea en junio 1869, le dice
a este respecto: ”De la mayor importancia para mí es
el tener, en Lucerna, no tan cerca como lo deseara,
pero tampoco tan lejos que no puedan aprovecharse
los días libres para reunimos, al amigo y Vecino más
deseado: Ricardo Wagner, que, como hombre, és en­
teramente de igual grandeza y singularidad que co­
mo artista... La villa de Wagner, maravillosamente
instalada, se levanta a la orilla del lago, al pie del Pi-
latus, en una encantadora soledad de lago y monta­
ña. Vivimos allí en la más animada conversación, den­
tro del más amable círculo familiar y completamente
apartados de la trivialidad vulgar de las reuniones
sociales. Esto significa para mí un gran hallazgo”.
En lo que se refiere a su actividad docente, las pri­
meras experiencias son distintas de las que, con un
poco de pesimismo, se había imaginado; sus aprensio­
nes ante la labor de la cátedra, su temor a caer en el
filisteísmo de la espeeialización también le resulta­
ron infundados. Sobre este aspecto de la tarea docen­
te, que tanto le diera que cavilar, escribe a su maes­
tro Ritsehl, en carta fechada en Klimsenhorn, el 2
de agosto de 1869, lo siguiente: “Mis años de estudian­
te no han sido nada más que un voluptuoso holgaza­
near por los campos de la filología y del arte, de mo­
do que, con íntimo agradecimiento hacia usted, que
ha sido el “destino” de la vida que he llevado hasta
ahora, reconozco lo necesario y oportuno del nom­
bramiento que me convirtió de “estrella errante” en
“fija”, y me dejó saborear de nuevo el placer del tra­
bajo áspero, pero ordenado, y del fin seguro e indes-
plazable. ¡De cuán distinto modo crea el hombre cuan­
do tras de sí está la santa fatalidad de la profesión!;
¡qué tranquilo duerme, y qué seguramente sabe al
despertar lo que de él demanda la jornada! Esto no
es de ningún modo filisteísmo”.
Durante estos primeros años de Basilea, tan impor­
tantes en el desarrollo intelectual de Nietzsche, el pen­
samiento de éste, apremiado por grandes y vitales in­
terrogaciones, cobra intenso ritmo; su espíritu cono­
ce el entusiasmo ante las certidumbres recién conquis­
tadas, ante las verdades apasionadamente buscadas y
ya entrevistas. Es el momento en que se está gestan­
do su concepción dionysiaca del mundo y de la vida,
en que se plantea “el grandioso problema griego”. El
entusiasta admirador del helenismo, vinculando aquel
problema a las necesidades espirituales de su tiem­
po, emprende la lucha por una cultura alemana ori­
ginal y vigorosa. Sus reflexiones y penetrantes pun­
tos de vista son, por la seguridad y maestría con que
enfoca tan ardua cuestión, los de un verdadero cono­
cedor y crítico de la cultura. De este complejo de in­
quietudes y problemas surge Die Geburt der Tragodie,
su primer libro orgánico, su obra de juventud. Nietz­
sche buscaba aquí el grado más alto de exaltación de
la vida, y cree encontrarlo en la unión de música y
tragedia. Esta culminación está representada por el
artista trágico, el que, al sentirse consustanciado con
la voluntad cósmica, se sumerge en la embriaguez
dionysiaca y se expresa en su lenguaje natural, que es
el de la música. Así, mediante superación del dolor
universal por la contemplación de la belleza, libera­
do ya del pesimismo que infunde todo sufrimiento,
afirma y exalta la vida, conquistando el sentido trágico.
Según Nietzsche, las tragedias griegas fueron origi­
nariamente tragedias musicales, cuya música se per­
dió para la posteridad; él ha visto con acierto genial
cuál fué la verdadera función del coro en la tragedia
griega. El héroe, el actor real es el coro, como acon­
tece con el coro de las Danaides, en Las Suplicantes,
de Esquilo.
En El Origen de la Tragedia, Nietzsche parte del
principio de que, para aquella identificación de la
sustancia trágica de la existencia con la voluntad cós­
mica, es el arte, y no la moral, la peculiar actividad
metafísica del hombre; que la existencia del mundo
sólo puede justificarse como fenómeno estético. Tra­
ta de alcanzar y valorar, por vía intuitiva, la certeza
inmediata de que el ulterior desarrollo del arte está
esencialmente atado a la duplicidad de lo apolíneo y
de lo dionysiaco, así como la generación depende de
la dualidad de los sexos, que viven en continua lucha
con sólo reconciliaciones periódicas. Aquellas dos de­
nominaciones proceden del mundo de los dioses grie­
gos, de las dos divinidades del arte, Apolo y Dionysos,
que expresan la radical oposición entre el arte escul­
tórico, o apolíneo, y el arte musical, que tiene por Dios
a Dionysos. Son dos impulsos distintos que discurren
uno al lado del otro, pero en abierta escisión recípro­
ca para perpetuar aquella oposición, superada sólo
aparentemente por la expresión común “arte”, apli­
cada a ambos impulsos. Del apareamiento de estos,
mediante un acto metafísico milagroso de la “volun­
tad” helena, nace, como obra de arte dionysiaca y apo­
línea, a la vez, la tragedia ática. Así surgen, en el ám­
bito griego, los dos mundos separados, pero no distan­
tes, del ensueño y de la embriaguez. Bajo el sortilegio
de lo dionysiaco se estrecha de nuevo la alianza en­
tre hombre y hombre, e inclusive la naturaleza, su
enemiga o sojuzgada, que se había tornado extraña
a él, celebra otra vez la reconciliación con su hijo
perdido, el hombre.
Nietzsche considera lo apolíneo y su contrarió, lo
dionysiaco, como potencias artísticas que, sin la me­
diación del artista humano, irrumpen de la naturale­
za misma, y en las cuales por vía directa se satisfacen
los instintos artísticos de ambas tendencias. Frente a
estos inmediatos estados artísticos de la naturaleza, to­
do artista es sólo un “imitador” ; es decir, o es un ar­
tista apolíneo del ensueño o un artista dionysiaco de
la embriaguez, o, finalmente, como acontece de modo
ejemplar en la tragedia griega, es, a un tiempo, artis­
ta ebrio y artista ensoñador. La tradición griega nos
dice con plena certeza que la tragedia ha surgido del
coro trágico y que, en su origen, ha sido coro y nada
más que coro, y no drama. Con la misma seguridad,
según Nietzsche, puede afirmarse que, hasta Eurípi­
des, Dionysos jamás ha cesado de ser héroe trágico,
sino que las más famosas figuras de la escena griega,
como Prometeo, Edipo, etc. son solamente máscaras
de Dionysos, en tanto éste es el héroe originario. Pre­
cisamente, la razón fundamental de que se contemple
con asombro la idealidad típica de estas figuras famo­
sas consiste en que detrás de aquellas máscaras se ocul­
ta una Divinidad, la que no es otra que Dionysos.
Sentadas estas premisas, Nietzsche nos va a decir
que si la más antigua tragedia griega sucumbió, con
Eurípides —cuya tendencia anti-dionysiaca, al pre­
tender fundar el drama sólo sobre lo apolíneo, se ex­
travió en una dirección naturalista y anti-artística— el
agente homicida fué el socratismo estético, cuya ley
suprema reza que “todo tiene que ser comprensible,
para ser bello”. Debemos ver en Sócrates, el héroe
dialéctico en el drama platónico, al adversario de Dio­
nysos. El representa típicamente al hombre teoréti­
co, al optimista del conocimiento, que, en la investi­
gación de la naturaleza de las cosas, otorga la prima-
cia al saber y atribuye al conocimiento la fuerza de
una medicina universal, viendo en el error el mal en
sí. Es así que surge y se define el secular antagonismo
entre la concepción trágica del mundo y la esencial­
mente optimista de la ciencia, con Sócrates, su pre­
cursor ilustre, a la cabeza. Porque la tragedia antigua
fue interceptada en su camino por él impulso dialéc­
tico hacia el saber y el optimismo de la ciencia, se
desemboca, como consecuencia de tal encuentro, en
una eterna lucha entre la concepción teorética del
mundo y la trágica. Pero la posibilidad de un rena­
cimiento de la tragedia está dada por el ineluctable
proceso a que, conforme a su esencia misma, es im­
pulsada la ciencia. En cuanto el espíritu de ésta es
llevado hasta sus límites, y, por la comprobación de
la existencia de estos, es aniquilada su pretensión de
validez universal respecto a sus principios y a la con-
pideración teorética del mundo fundada en los mismos,
nos es dable esperar un renacimiento de la tragedia.
Nietzsche encara radicalmente el fenómeno del
pensamiento griego y de sus proyecciones teóricas, y,
como él mismo lo confiesa en el “Ensayo de una Au­
tocrítica” antepuesto a la obra quince años después,
lo que, en realidad, también logró ver, en E l Origen de
la Tragedia, fué un problema nuevo e incisivo, cierta­
mente peligroso, el problema de la ciencia misma, que
le resultó, como gráficamente lo dice, “un problema
con cuernos”, aunque “no precisamente un toro”,
puesto que pudo asirlo bien y darle una respuesta
fundamental y revolucionaria. Al preguntarse por la
relación en que está la ciencia con la vida y con el
arte, considera a la ciencia, a esta precipua actividad
que con tanto orgullo y criterio absolutista ha venido
desarrollando el hombre occidental, como algo proble­
mático y hasta precario, y afirma que el problema de
la ciencia no sé puede discernir sobre el terreno de la
ciencia misma. En consecuencia, proclama, con osadía
genial, la necesidad de “ver la ciencia bajo el ocular
del artista, pero al arte bajo la óptica de la vida’4.
En Sócrates, como representante de la ciencia y
de la dialéctica, y en Platón, su discípulo, ve Nietz­
sche los síntomas de la decadencia del helenismo y los
instrumentos de la disolución del auténtico espíritu
griego, de su ímpetu vital primigenio. Su apasionada
polémica contra la dialéctica socrática y la hegemo­
nía absoluta de la racionalidad sobre los instintos pri­
marios, instaurada por la concepción agonal que aflo-
ra y se define en el diálogo platónico, la retoma y pro­
sigue desde nuevos enfoques y con argumentos más in­
cisivos, en E l Crepúsculo de los Idolos, bajo el título
“El Problema de Sócrates”. Aquí nos dirá abiertamen­
te, sin eufemismos, que con Sócrates el gusto griego,
un gusto distinguido, se echa a perder por obra de la
dialéctica, que señala el ascenso de la plebe y el triun-
Jo de lo plebeyo. “Las cosas honestas, como los hom­
bres honestos, no llevan sus razones en la mano. Es
indecente mostrar los cinco dedos. Aquello que nece­
sita previamente ser demostrado, es de poco valor. En
todas partes, donde todavía la autoridad pertenece a
las buenas costumbres, donde no se aducen razones
sino que se manda, el dialéctico es una especie de Po­
lichinela: es objeto.de risa y no se lo toma en serio.
Sócrates era el Polichinela que se hacía tomar en
serio”.
Todavía él se replantea el “problema de Sócrates”,
en L a Voluntad de Poderío (427-477), con mucha más
amplitud, centrando en el mismo un penetrante in­
tento de “Crítica de la Filosofía Griega”, lleno de acier­
tos y hallazgos de primera magnitud. En éstas re­
flexiones, los dos términos antagónicos, que definen
una oposición fundamental, el sentimiento trágico y
el sentimiento socrático, son medidos y valorados de
acuerdo a/la ley de la vida. “La aparición de los filó­
sofos griegos desde Sócrates es un síntoma de la de­
cadencia; los instintos anti-helénicos suben a la su­
perficie . . . ”
Considera que enteramente helénico todavía, pero
como forma de transición, es el “sofista”, inclusive
filósofos del tipo representado por Anaxágoras, De-
mócrito y los grandes pensadores jónicos. “La cultura
griega de los sofistas había surgido de todos los instin­
tos griegos; ella pertenece a la cultura del tiempo de
Pericles tan necesariamente como Platón no pertene­
ce a ella: tiene sus predecesores en Heráclito, en De-
mócrito, en los tipos científicos representantivos de la
vieja filosofía, y alcanza su expresión en la alta cultu­
ra de Tucídides”. La reacción de Sócrates, que preco­
niza la dialéctica como camino hacia la virtud, signi­
fica exactamente la disolución de los instintos griegos,
cuando se antepone la demostrabilidad como supues­
to de la aptitud personal en la virtud. Todos los gran­
des virtuosos y verbalistas son tipos del periodo de di­
solución. Los juicios morales, arrancados del fondo
griego que los condiciona y desde el cual ellos han
surgido, son, bajo una apariencia de sublimación, des­
naturalizados. “Los grandes conceptos “bueno”, “jus­
to”, desprendidos de los supuestos a que pertenecen,
y como “Ideas” devenidas libres, llegan a ser objetos
de la dialéctica. Se busca detrás de ellos una verdad,
se los toma como entidades o como signos de entida­
des: se inventa un mundo, donde ellos están como en
su hogar, y del cual proceden.. . ” Ya con Platón tal
subversión está en su apogeo. “Ahora se necesitaba ade­
más inventar también al hombre abstractamente per­
fecto: bueno, justo, sabio, dialéctico, en síntesis, el
espantajo del filósofo antiguo; una planta separada de
todo suelo; una humanidad sin ninguno de los intin-
tos seguros y reguladores; una virtud, que se “demues­
tra” con razones. ¡El perfectamente absurdo “indivi­
duo” en sí!, la monstruosidad de más alta jerarquía. . . ”
La decadencia se denuncia en la preocupación por la
felicidad, es decir, por la “salvación del alma”, porque
el estado de ésta se lo siente como un peligro. “La al­
ternativa ante la cual todos estaban colocados era ser
racional o sucumbir. El moralismo de los filósofos
griegos muestra que ellos se sentían en peligro. . . ”
Según Nietzsche, los filósofos griegos propiamente
dichos son los anteriores a Sócrates. Por eso su espí­
ritu se vuelve nostálgico a esa época ciertamente trá­
gica en que los griegos, filosofando, dejando en liber­
tad su ímpetu volitivo y resueltos a aprender y a vi­
vir, al mismo tiempo, lo que aprendían, crearon la
filosofía, trazaron el horizonte tempestuoso de la lu­
cha titánica del pensamiento con los grandes enigmas,
de ese pensamiento que vivía en el trance heroico
de conquistar las primeras verdades. Acerca de este
carácter vital y creador de la filosofía entre los pen­
sadores pre-socráticos, muchas cosas fundamentales y
profundas nos dice en su magistral ensayo, titulado
L a Filosofía en la Epoca Trágica de los Griegos, frag­
mento de una obra más extensa, planeada en sus par­
tes principales, pero que quedó sin escribir.
Los griegos, que supieron plantar el comienzo de
la trayectoria de su pensamiento en la madurez de
su magnífica virilidad, justifican, como hombres ver­
daderamente sanos, la ¡filosofía misma por tendencia
expansiva dp su propio ser. La justican por el hecho
simple y decisivo de que ellos filosofaron con la misma
naturalidad con que los manantiales fluyen, buscan­
do la luz del sol para sus aguas. Sólo una cultura co­
mo la griega puede justificar a la filosofía porque
Unicamente ella puede saber por qué y cómo el filó­
sofo no es una aparición casual y arbitraria. Una ne­
cesidad acerada lo encadena a una verdadera cultura.
Cuando ésta no existe, entonces el filósofo es un co­
meta cuya presencia en su ámbito no puede ser cal­
culada ni prevista. “Los griegos justifican al filósofo
porque éste sólo entre ellos no es un cometa”. Los pen­
sadores griegos osaron cumplir en sí mismos la ley
de la filosofía, ajustando a ella, a sus exigencias, el
paso de su vida. La filosofía en la trágica época de
los griegos encarnó y vibró, como un desafió al des­
tino, en figuras como la de Anaximandro de Miléto,
el gran modelo de Empédocles. De él, en su elogio,
nos dice Nietzsche que “vivió como escribió; habla­
ba tan solemnemente como vestía; levantó la mano
y asentó el pie como si esta existencia fuese una tra­
gedia en la que él, como héroe, tuviese que represen­
tar un papel para el cual hubiera nacido”.
En síntesis, para Nietzsche, la filosofía de esta épo­
ca del espíritu griego sería, en última instancia, una
faceta de la sabiduría dionysiaca, sabiduría que me­
diante procedimientos apolíneos alcanza plasmación
estética en el mito trágico. Lo dionysiaco, medido por
lo apolíneo, manifiéstase “como la eterna *y originaria
potencia artística que, en general, trae a la existencia
al mundo total de los fenómenos, en cuyo seno es ne­
cesaria una nueva apariencia de transfiguración pa­
ra mantener en la vida al mundo animado de la in-
. dividuación”.
Acerca de esta audaz y profunda interpretación de
la cultura griega, y de la concepción dionysiaca de la
vida que nuestro pensador funda en aquélla, es decir,
en las fuerzas primarias que se conjugan artísticamen­
te en el mito trágico, debemos anotar, desde un punto
de vista crítico, lo siguiente: Nietzsche ve la culmina­
ción del desarrollo de la cultura y del espíritu griegos
en Homero o en el apogeo de la tragedia, valorando así
con criterio absoluto y pathos romántico los tiempos
primitivos. Sin duda, el alma griega alcanzó la plenitud
de su triunfo y expansión a costa del doloroso sacri­
ficio de su juventud, de sus potentes impulsos prima­
rios, de su primitividad turbulenta y creadora, que,
por superabundancia, engendraba dioses, héroes y
monstruos en el seno tempestuoso de sus sueños; pero,
en virtud del proceso ineluctable e irreversible que
condiciona históricamente toda cultura y toda civili­
zación, el ave simbólica de Minerva, como nos dice
Hegel, sólo inicia su vuelo en el crepúsculo, vale decir
en la hora en que, sobre un fondo de penumbra y por
contraste con la sombra que se aproxima, es más clara
y sosegada la luz del espíritu, y las formas, ya distantes
del caldeado mediodía, se dibujan más netas y recor­
tadas en el claroscuro.
V.-LA PERSONALIDAD CREADORA
En este período de su desenvolvimiento intelectual
y laborioso aporte de elementos para su Weltan-
schauung, a que nos venimos refiriendo, Nietzsche trata
de formular y cimentar un ideal de la cultura en fun­
ción del' fomento y desarrollo de la personalidad crea­
dora, de las grandes individualidades. Su exaltación
del artista trágico, para el que reclama condiciones
estimulantes y un clima espiritual y estético propicio,
así como su búsqueda y apasionada petición de mode­
los humanos educadores, en lo artístico y en lo intelec­
tual, tienden deliberadamente a aquel fin, es decir,
a revitalizar la cultura alemana de esta época, a infun­
dirle nueva savia, a centrarla en las exigencias del pre­
sente y a la vez dotarla de sentido prospectivo. Para
alcanzar este propósito era necesario superar serios
obstáculos; había que luchar contra el tipo del filisteo,
del supuesto representante de la verdadera cultura, al
que Nietzsche lo veía encarnado en David Strauss, y
sobre todo combatir la hipertrofia de la cultura histó­
rica, cuya preponderancia tiene un efecto depaupe­
rante sobre la vida, paralizando la iniciativa espiritual
del hombre; consecuencias bien graves que resultan de
la manera, .entonces en boga, de considerar las disci­
plinas históricas, y cultivarlas. A este problema, a este
verdadero escollo que impedía el desarrollo, la progre­
sión viviente y fecunda de la cultura, frenando toda
apetencia hacia lo nuevo y original, consagra Nietzsche
la segunda de sus ZJnzeitgemasse Bcirachtungen, titu­
lada : De la Utilidad y del Daño de los Estudios Histó­
ricos, para la Vida.
Dilucida con extraordinaria penetración el carácter
y las consecuencias inmediatas y visibles, como tam­
bién las remotas y ocultas, del fenómeno apuntado. A
diferencia del animal, cuya vida discurre, conforme a
un estático y reducido ritmo temporal, de una mane­
ra no-histórica, el hombre, celoso de aquél, que al
punto olvida y ve morir y extinguirse para siempre en
sombra y niebla cada uno de sus instantes, está conde­
nado a recordar y a doblegarse bajo el peso, cada vez
mayor, del pasado, como si lo agobiase un fardo oscuro
e invisible, que lo inclina hacia un lado y retarda su
paso. De esta experiencia ineludible saca él la convic­
ción de que la existencia es un pasado ininterrumpido,
una cosa que vive de negarse y contradecirse a sí mis­
ma, de su propia destrucción. El hombre niega, en
apariencia, esta fatalidad, pero, por inercia, suele resig­
narse a ella. Ahora bien, un hombre que quisiera sen­
tir sólo de una manera puramente histórica se aseme­
jaría a alguien a quien se privase completamente del
sueño. Es posible vivir casi sin recuerdos y hasta vivir,
así, feliz, pero es absolutamente imposible vivir sin ol­
vidar; toda acción exige el olvido. El exceso de insom­
nio, de sentido histórico perjudica al ser viviente, ya
sea éste un hombre, un pueblo o una cultura. Para
que éstos no se conviertan en los sepultureros del pre­
sente, es necesario determinar el grado de sentido his­
tórico tolerable y, conforme a él, los límites en que el
pasado tiene que ser olvidado, a fin de permitir a la
fuerza plástica de que dispone un hombre, un pueblo,
una cultura, desarrollarse y crecer más allá de sí mis­
ma, de una manera peculiar, transformando e incor­
porando lo extraño y lo que le llega del pasado. De
acuerdo a ésto, la aptitud de poder sentir, en un cierto
grado, de una manera a-histórica tendría que ser consi­
derada como la aptitud más importante y primaria,
por cuanto en ella yace el fundamento sobre el cual
únicamente puede surgir algo grande y sano, algo ver­
daderamente humano. Sólo mediante la capacidad de
utilizar el pasado para la vida, y de transformar de
nuevo lo acontecido en historia, el hombre llega a ser
hombre. Pero entregado a un exceso de estudios his­
tóricos y abrumado por el recuerdo de lo pasado, el
hombre cesa nuevamente de ser y jamás podría reto­
marse y recomenzar si no pudiese refugiarse en aque­
lla atmósfra de lo no-histórico. Si él antes no hubiera
estado envuelto en la nebulosa de lo no-histórico, no
se habría atrevido a llevar a cabo acto alguno de signi­
ficación, de esos que delatan su potencia y su espíritu
de iniciativa, al servicio de la vida.
Hay que saber olvidar en el momento oportuno,
y también, en el momento oportuno, recordar; saber
discernir con instinto vigoroso cuándo es necesario
sentir de manera histórica, y cuándo de manera no-his­
tórica. De aquí deriva, según Nietzsche, el siguiente
principio: “Lo no-histórico y lo histórico son en la
misma medida necesarios para la salud de un indivi­
duo, de un pueblo y de una cultura”. La historia, pen­
sada como ciencia pura, devenida soberana, se nos im­
pondría como una especie de acabamiento de la vida
y balance de todos los hechos y acontecimientos huma­
dos. Contrariamente, la cultura histórica sólo es salu­
dable y promisoria para el porvenir cuando sigue y
se pliega a una nueva y poderosa corriente de vida,
al proceso vivo de una cultura en devenir; es decir,
únicamente cuando ella está dominada por una fuerza
superior y no es ella la que domina y dirige. ”La his­
toria, en cuanto está al servicio de la vida, se encuentra
al servicio de una potencia no-histórica, y, por esta
razón, acatando tal subordinación, no podrá ni deberá
nunca ser una ciencia pura, como lo es aproximativa­
mente la matemática”. La historia pertenece, princi­
palmente, al tipo de hombre activo y poderoso, al que
ha empeñado sus fuerzas en una gran lucha, y también
al que, necesitando de maestros, de modelos, de con­
fortadores, no puede encontrarlos entre sus compañe­
ros ni entre los hombres del presente.
Pero no sólo en este aspecto, el más seductor quizá,
pertenece la historia al hombre, sino que éste, en razón
de su esencia misma, instaura con aquélla otras rela­
ciones, que son aspectos de dicha pertenencia, y todas
ellas delatan el complejo y delicado problema de la
relación fundamental de la historia con la vida en
general, con sus grandes intereses y supremas preocu­
paciones. Es un hecho incuestionable que hasta la his­
toria misma decae y su cultivo se vuelve tedioso y ruti­
nario cuando ella, en vez de mantener un saludable
equilibrio con los intereses vitales, predomina en
demasía sobre la vida, y ésta degenera y se disgrega
bajo el peso inerte del pasado. Si la historia debe estar
al servicio de la vida, ésta, a su vez, necesita de los
servicios de la historia. Esta pertenece al hombre, en
tanto ser viviente y temporal, bajo tres aspectos: la
historia le pertenece como a ser activo y que aspira,
también porque conserva y venera y, por último, por­
que sufre y está necesitado de liberación. “A esta tri­
nidad de relaciones corresponde una trinidad de es­
pecies de historia: si es lícito distinguir así en los estu­
dios históricos, una historia monumental, una anticua-
ria y una historia crítica” .
El hombre activo, obligado a convivir cjon los dé­
biles y ociosos desesperados, se vuelve a la historia
monumental, tiene necesidad de mirar detrás de sí
para no asfixiarse y asquearse. Su precepto reza: lo
que sea capaz de dilatar más el concepto del “hombre”
y realizarlo con más belleza, tendría que existir eter­
namente, para eternamente poder realizar esta tarea.
No otra es la idea fundamental que late en la fe en la
humanidad, idea que se expresa en la exigencia de una
historia monumental; pero justamente esta exigencia,
de que, lo grande debe ser eterno, engendra una de las
más terribles luchas porque todo lo demás, todo lo que
vive, responde con un rotundo no, proclamando, como
solución opuesta, que lo monumental no debe surgir.
En el camino que debe recorrer lo sublime, toda gran­
deza, para alcanzar la inmortalidad, todo lo que es
pequeño y bajo, que llena los rincones del mundo, tien­
de sus ardides y obstáculos, para envolver y ahogar en
6U plúmbea atmósfera a lo que es grande y noble. Pero
la historia monumental, superando estos obstáculos,
es una carrera de antorchas, a través de la cual única­
mente la grandeza triunfa y sobrevive. En este senti­
do, la gloria es la fe en la homogeneidad y en la conti­
nuidad de lo grande de todas las épocas, es la protesta
contra la transitoriedad de las estirpes y la caducidad.
La consideración monumental del pasado, la ocu­
pación con lo clásico y raro de épocas anteriores puede
ser útil al hombre del presente, porque este piensa
que la grandeza que ya existió fué ciertamente
posible en otra época y que por consiguiente será po­
sible otra vez. Pero también el cultivo de la historia
monumental no sólo puede acarrear perjuicios y males
entre los hombres activos, con espíritu de iniciativa
y poderosos, sino que, sobre todo, sus efectos son más
nocivos para la vida del presente, cuando se apoderan
de ella los inactivos e impotentes, y, podríamos agre­
gar, los eruditos sin alma, sin intuición del futuro, que,
por delatora afinidad, se adocenan en las llamadas
“Academias de Estudios Históricos”.
Hasta el mismo pasado sufre una deformación cuan­
do la consideración monumental del pasado prima
sobre las otras maneras de considerarlo, es decir sobre
la anticuaría y la crítica. Además la historia monumen­
tal induce a engaño por las analogías, y por semejan­
zas seductoras excita al hombre valeroso a la audacia,
y al entusiasta al fanatismo. Asimismo sus efectos pue­
den ser perniciosos y negativos en el dominio del arte,
en lo que respecta a la comprensión y estímulo que re­
quiere toda nueva y auténtica creación artística, desde
que las naturalezas artísticamente débiles o simple­
mente antiartísticas, escudadas en la historia monu­
mental del arte, suelen dirigir sus armas contra sus
enemigos hereditarios, los espíritus vigorosamente ar­
tísticos, los únicos aptos para extraer de aquella historia
algo para la vida y de transformar lo aprendido en una
elevada práctica. A estos espíritus creadores, tempera­
mentos artísticamente dotados, es a los que se les cierra
él camino cuando se ensalza, sin comprensión, como
único arte verdadero, un monumento de cualquier
gran época pasada. Los que tal hacen poseen, en apa­
riencia, el privilegio del “buen gusto”, aparecen como
conocedores del arte, pero en realidad, porque desea­
rían suprimir el arte, han aprendido que se puede
“matar el arte mediante el arte”. Como no quieren que,
en arte, se cree nada grande, proclaman enfáticamente
que lo que es grande ya existe aunque esta grandeza
les importe tan poco como la que está en trance de
surgir. De este modo, la historia monumental es el
disfraz bajo el que se oculta su odio contra los grandes
y poderoso de su época y que, para despistar, se pre­
senta como profunda admiración por los grandes y
poderosos de épocas pasadas. Merced a esta máscara,
“ellos truecan el sentido peculiar de. esta manera de
considerar la historia en sU opuesto, como si, lo sepan
o no, su divisa fuese: Dejad a los muertos enterrar
a los vivos”.
La historia pertenece también al hombre que con­
serva y venera, al que es fiel a su pasado y con amor
vuelve su mirada hacia el lugar de donde es oriundo,
experimentando un piadoso reconocimiento por haber
advenido en él a la existencia. Esta disposición carac­
teriza a la historia anticuaría. El espíritu de conserva­
ción y veneración del hombre anticuario sirve a la vida
cultivando devotamente lo que existe desde antiguo,
porque así él logra conservar para sus sucesores las
condiciones bajo las cuales ha nacido. Reviste de dig­
nidad y torna intangible lo pequeño, lo limitado, lo
vetusto con su pátina, haciendo de ello su hogar, trans­
formándose en nostálgico inquilino del pasado. La his­
toria de su ciudad nativa llega a ser su propia historia.
El hombre con alma anticuaría es el tipo opuesto del
que se deja seducir por el espíritu de aventura, por el
prurito migratorio, actitud proclive que, cuando es un
pueblo el que la adopta, puede llevarlo a ser infiel a su
pasado, a una incesante búsqueda de lo nuevo con sello
cosmopolita, a complacerse en lo exótico. Este es, por
otra parte, el peligro a que están expuestos los pueblos
jóvenes, de corta tradición, sin instituciones totalmente
cimentadas en su idiosincrasia, es decir pueblos que
todavía no han llegado a la plenitud de sentido históri­
co y que, por lo mismo, no pueden pregustar “el bien­
estar que siente el árbol en sus raíces”.
Por su carácter mismo, el sentido anticuario, ya lo
posea un hombre, una comuna o todo un pueblo, tiene
siempre una perspectiva muy limitada, quedando ce­
rrada para él la visión de lo universal, y lo poco que
abarca en su horizonte lo ve en una excesiva proximi­
dad, aislado y fragmentado. De aquí que, impotente
para medir y diferenciar, asigne a todo lo que discierne
en su ámbito la misma importancia, desde que no po­
dría evaluar con justicia las cosas del pasado en su
relación recíproca porque carece de criterio valorativo
y de proporción. Debido a este estrechamiento de su
horizonte y a las anejas deficiencias o limitaciones, ya
apuntadas, a la consideración anticuaría de la historia
la amenaza un peligro serio e inmediato, el de consi­
derar, en última instancia, todo lo antiguo y pretérito
y que está dentro del campo visual, como digno de la
misma veneración y, por el contrario, rechazar y com­
batir todo lo nuevo y que acusa la progresión de un
desarrollo. Es así como el sentido anticuario, por servir
exclusivamente y someterse a la vida pasada, llega al
extremo de minar la vida presente y viviente y, sobre
todo, sus posibilidades de superación. La historia anti­
cuaría misma degenera cuando la atmósfera fresca y
vivificante del presente no la anima ya, vale decir
cuando el sentido histórico, paralizado y minimalizado
por una morosa delectación ante lo antiguo y vetusto,
no conserva e incrementa la vida, sino que la disgrega
y momifica. Así el árbol muere lentamente, y de una
muerte no natural, desde su ramaje, hasta que se seca
la raíz al declinar y anularse su función de impulsar
la savia hacia el follaje. Entonces asistimos “al espec­
táculo repugnante de un furor ciego de colección, de
una sórdida acumulación de todos los vestigios de tiem­
pos pretéritos”. El hombre, merced a esta proclividad,
“se envuelve en una atmósfera mohosa, llegando a reba­
jar nobles necesidades y disposiciones por la manía an­
ticuaría, por un insaciable apetito de todas las anti­
guallas”.
Esta manía tiene todavía una forma degenerativa,
la del coleccionismo que se ceba con toda clase de co­
sas vetustas, así sean abolorios u objetos de similor, ese
coleccionismo que también suele especializarse en con­
teras de bastón, sables, llaves, mangos de paraguas, me­
dallas conmemorativas, etc.; toda esa chatarra “his-
'tórica” que “atesoran” los “museos privados”, en todas
las latitudes donde el hombre anticuario cree familia­
rizarse con la vida de épocas pretéritas, y rendirle efi­
ciente culto, aferrándose a esos vestigios y detritus que
ha depositado a su paso la corriente vital, ni más ni
menos como si alguien pretendiese saber de la magni­
tud e ímpetu del mar por los caracoles y escamas de
peces que él en su reflujo deja sobre la playa.
Aunque la historia anticuaría no perdiese el suelo
en que puede enraizar para beneficio de la vida, siem­
pre existiría el peligro, cuando ella llega a ser dema­
siado absorbente y exclusivista, de que ahogue las
otras maneras de considerar el pasado. Por cuanto
ella, conforme a su índole, únicamente atiende a con­
servar la vida y no a engendrar nueva vida, subestima
siempre lo que está en devenir y desarrollo; carece
de ese instinto adivinatorio del que, por ejemplo, no se
encuentra privada la historia monumental. Por fal­
tarle, precisamente, este instinto y comprensión para
lo que surge y está en estado de formación, la historia
anticuaría anula toda firme decisión en pro de lo nue­
vo, traba y paraliza al hombre de acción, que, por serlo,
tiene siempre que desoir y vulnerar toda clase de pie­
dad por lo caduco, por las formas de vida ya perimidas,
por lo vetusto, por la ‘venerable’ antigualla. Ahora, si
se piensa cuánta piedad y veneración han sido nece­
sarias por parte del individuo y las sucesivas genera­
ciones para que algo susceptible de ello adquiera ca­
rácter de antigüedad, aparecerá como una osadía y
una perversidad sustituir una tal antigüedad, recono­
cida y venerada durante el lapso de una vida humana
y más allá de él, por una novedad, por un producto
recién surgido del movimiento de la vida; parecerá
enteramente temerario y absurdo oponer al cúmulo
de actos, piadosos y de veneración, que han hecho in­
tangible e inmortalizado lo antiguo y sancionado por
la costumbre, las formas flamantes del devenir, de lo
actual, de lo naciente e inédito.
Si el hombre ha de evitar aquellos errores necesita
muy a menudo al lado de la manera monumental y de
la anticuaría de considerar el pasado, una tercera, la
manera crítica, la que también debe estar al servicio
de la vida. Para poder vivir, para obedecer a las pe­
rentorias exigencias del presente, tiene que tener la
fuerza de romper un pasado y anularle. Logra este pro­
pósito indagando severamente este pasado, juzgándolo
y finalmente pronunciando condena contra él. Pero
la instancia que aquí juzga no es la justicia, en la que
suelen ampararse las valoraciones históricas y lá pre­
sunta objetividad del juicio histórico; mucho menos es
la gracia, dispuesta a tender un piadoso velo sobre
los errores y desafueros del paBado, la que dicta el
fallo, sino que la que juzga es únicamente la vida,
aquella potencia oscura, toda ímpetu y que insacia­
blemente se apetece sólo a sí misma. De aquí que sus
sentencias, por no emanar de una fuente pura del co­
nocimiento, sean siempre inmiserieordes e injustas, y
aunque, en la mayoría de los casos, fuese la justicia
misma la que se pronunciara, aquéllas no serían otras.
“Tanto son una sola y misma cosa vivir y ser injusto
que se precisa mucha fuerza para saber vivir y olvi­
dar”. Pero la vida, que necesita de olvido, reclama mo­
mentáneamente la anulación de este olvido, y someter
a las cosas y valores perviventes del pasado a un seve­
ro examen para enjuiciarlos con ánimo implacable,
porque estima que deben desaparecer. Entonces se
los considera históricamente desde un punto de vista
crítico y, con resolución enérgica, haciendo tabla rasa
de todos los actos piadosos que han contribuido a erigir
y consolidar esas cosas y valores, se destruyen sus raí­
ces. Esta tarea es, sin duda, arriesgada y peligrosa para
la vida, para esa vida cuyo servicio aquélla invoca
para justificarse. Cuando hombres o épocas sirven a
la vida de este modo, es decir enjuiciando despiada­
damente el pasado y atacando en su raíz a las cosas,
instituciones y privilegios a que aquél dió vigencia,
ellos son peligrosos y exponen a graves peligros a la
humanidad y a las épocas.
En este sentido, Nietzsche vería a nuestra época
y a la humanidad actual como anómalamente peligro­
sas, y expuestas ellas mismas a los mayores peligros,
por cuanto lo que sus comandos pretenden destruir no
es el pasado, sino un presente en germinación, desde
que es este mismo pasado, en sus aspectos y estructu­
ras más caducas, en la forma de civilización decadente
que él encarna, el que así pugna por sobrevivirse. Pa­
ra lograrlo tiende a presentarse bajo el disfraz de un
presente promisorio merced al albur histórico de su
frágil y circunstancial maridaje con lo que es su an­
títesis, con lo que representa una forma opuesta de
civilización en cierne, la cual, habiendo terminado su
gestación subterránea, avanza hoy a la luz del día con
incontenible pujanza. Semejante paradoja histórica,
ilusión creada por obra de los lemas y consignas acu­
ñados por el capitalismo occidental, sólo ha podido
prender y prosperar en los países colonizados y colo­
niales, en sus clases, más bien que dirigentes, dirigidas,
mas ella es inoperante en los pueblos protagonistas
de la historia, los que fueron a la guerra ya animados
por un espíritu revolucionario, que en Europa era al­
go más que un estado latente, y ahora van a la “paz”
dispuestos a precipitarse en la revolución, a vivir las
dramáticas peripecias del despuntar de una nueva
época.
En la negación del pasado, a la que es muy difícil
fijarle un límite, se trata en el fondo de algo que no
es el mero prurito de negar y de destruir, sino que
en aquella negación irreverente de lo tradicional mani­
fiéstase la lucha por conquistar una dimensión fun­
damental para el logro de lo peculiar del hombre, de
su vida individual: la afirmación de la personalidad.
Para conseguirlo, el hombre ha de rebelarse y luchar
contra lo que le ha sido trasmitido por la herencia,
contra lo innato y lo adquirido por la educación, hasta
crear en él un nuevo hábito, un instinto nuevo, una
segunda naturaleza, de modo que la primera, que es
resultado del acervo hereditario y viene configurada
por costumbres y hábitos inveterados, es desplazada
y suplantada por aquélla.
Cada una de las tres maneras posibles y justifica­
das de considerar la historia únicamente está en su
derecho y tiene sentido para la vida en un solo terreno
y bajo un solo clima, adecuados a una determinada
finalidad del hombre; en cualesquiera otras condicio­
nes ella está fuera de su órbita y se desarrolla como
cizaña desvastadora. “Cuando el hombre quiere crear
algo grande, en general necesita del pasado y se apode­
ra de éste mediante la historia monumental; quien,
por el contrario, quiere perseverar en lo usual, en
viejas verenaciones, ese se ocupa del pasado como histo­
riador anticuario; y únicamente aquel a quien angus­
tia una urgencia del presente y quiere a toda costa
desembarazarse de este peso, sólo ese tiene necesidad
de la historia crítica, es decir de la que juzga y con­
dena”. Del irreflexivo trastrueque de estas tareas, del
transporte de la planta a un suelo que no es el suyo,
pueden nacer muchos males. Así “el crítico sin an­
gustia, el anticuario sin piedad, el que conoce lo gran­
de y no puede realizarlo, son plantas que se transfor­
man rápidamente en malas hierbas, extrañas a su suelo
nativo natural y que a causa de ello han degenerado”.
El desmesurado lugar que en la vida moderna ocu­
pan los estudios históricos, su hipertrofia, ha tenido y
tiene graves consecuencias para la cultura y sobre todo
para el nexo que ésta debe mantener con la vida. El
saber desmedido, adquirido aún contra la necesidad,
el hartazgo de conocimientos históricos, que no reme­
dia el hambre, no obran ya como transformador e
incitador, impulsándonos al exterior, predisponiéndo­
nos a la actividad, sino que esa informe copia
queda oculta en una especie de mundo interior
caótico. Una cultura que se nutre de tal saber
no es algo viviente, siendo éste el caso de nues­
tra cultura moderna que precisamente por ello
no es una verdadera cultura, sino una especie de saber
acerca de la cultura, que se reduce a una idea de la
cultura, a un sentimiento de la cultura, pero que no
llega a ser una decisión y una vocación para la cultura,
una reacción espiritual condicionada por ésta, vale
decir por un saber perfectamente asimilado y trans­
formado en propia sustancia. Lo que en esta supuesta
cultura aparece como motivo real, lo que visiblemente
se manifiesta al exterior como acción no es nada más
que actitud convencional indiferente, una imitación
lamentable cuando no un gesto grotesco. La identifica­
ción de “cultura” con “cultura histórica”, realizada
por el hombre moderno, llenaría de asombro a un
griego, para quien una persona puede ser muy culta
y sin embargo carecer en absoluto de cultura histórica;
el griego, afincado en un sentimiento no-histórico, con
todos sus impulsoso creadores, no atinaría a reconocer
en la cultura moderna, atiborrada de historia, una
forma de cultura. En cambio, si un hombre moderno
pudiese, por arte mágica, incursionar en el mundo de
los griegos, es más que probable que a éstos los encon­
trase “muy incultos'”, entregando, con esta impresión,
a la burla pública el secreto, tan cuidadosamente guar­
dado, de la cultura moderna.
El espíritu moderno ha solido infructuosamente
acudir a la historia como remedio contra-las tendencias
innovadoras, contra el impulso subversivo de lo nuevo,
dispuesto a abrirse camino. Quizá para esto hubiese
servido la historia, es decir como narcótico contra el
disconformismo y las tendencias revolucionarias, si
ella —subraya Nietzsche— no fuera siempre una teo­
dicea cristiana disfrazada, si fuese escrita con más jus­
ticia y fervor de simpatía. Pero los historiadores, para
quienes la historia es esta fable convenue, no se han
propuesto la más orgullosa de las tareas, no quedar al
margen y rezagados con relación a todo avance viril,
sino que sólo han tratado de asegurarse, lejos de toda
inquietud, en una peculiar especie de felicidad apa­
cible. De aquí que ellos, delatando iin estado de debi­
lidad, una inclinación hacia lo anoerónico, sean los
sistemáticos opositores de todos los movimientos revo­
lucionarios y reformadores. Cuando un pueblo, en su
lucha espiritual, busca exclusivamente su mira en el
pasado, ello es un síntoma de relajamiento, de regre­
sión y de caducidad. ,
El exceso de los estudios históricos lleva aparejado
serios peligros. Debilita la personalidad e impide al
individuo, así como a la comunidad, encaminarse a la
madurez, alcanzar la plenitud vital; difunde la creen­
cia negativa de que todos somos seres tardíos, llegados
a la vida con retardo, y, por lo mismo, condenados a
eer epígonos de ejemplares anteriores, de una gran­
deza que sólo ha conocido el pasado. De este modo la
época se torna escéptica y egoísta, estado de espíritu
que termina por paralizar y hasta destruir la fuerza
vital, consecuencia tanto más grave para el hombre
moderno, que ya padece de un debilitamiento de la
personalidad. Todo esto nos dice que la historia, con
su pesadumbre y peligros intrínsecos sólo puede ser
soportada por las grandes personalidades, por aquellas
que se sienten fuertemente imantadas por el futuro y
movilizadas por una tarea original; en cambio, a las
personalidades débiles termina por esfumarlas, por
convertirlas en eco amortecido del pasado, de ejem-
plaridades pretéritas, bajo cuyo peso quedan anona­
dadas. Unicamente los intérpretes del presente y auda­
ces constructores del porvenir poseen la aptitud y la
necesaria acuidad de visión prospectiva para entender
el mensaje de la historia, la palabra del pasado, que
“es siempre palabra de oráculo”.
VI - EL ESPIRITU UBRE
Después de estos años de intensa labor, de entu­
siasmo productivo, de rotundas afirmaciones vitales,
de fe en una restauración de la cultura sobre la base
de una revitalizaeión de las fuerzas creadoras del es­
píritu, de lucha por una concepción de la vida fundada
en la exaltación de los valores artísticos y del senti­
miento trágico, años en que Nietzsche, saturado de
pathos romántico, incursiona en el mundo griego y se
enciende de apasionada admiración por el espectáculo
auroral de las potencias primarias que plasman y ani­
man su cultura; tras este período, de animosa frecuen­
tación de la tertulia de Tribschen, de amistad espiritual
y solidaridad artística con Wagner, de fervor por lo
dionysiaco, preconizados como antídoto para el le­
targo en que yacía la cultura moderna, de esperanzas
en que una nueva situación, un nuevo clima espiritual
favorezca el advenimiento del artista trágico, del ge­
nio, de grandes personalidades orientadoras, sobreviene
una etapa crítica en la vida y en el pensamiento de
Nietzsche, coincidente con un principio de quebran­
tamiento de su salud física, de suyo un tanto precaria
ya. Es un'período en que hacen crisis ciertas tendencias
básicas de su ideario, hasta el punto de producirse un
vuelco en las mismas, un cambio de signo. También su
amistad con Wagner, trabajada por tensiones que pau­
latinamente iban ahondando un íntimo desacuerdo con
el maestro, con la orientación que estaba tomando
su arte, se aproxima a su punto neurálgico, de crisis.
Durante este lapso (1876-1882), cuyos hitos inte­
lectuales son Humano, Demasiado Humano, E l Viajero
y su Sombra, Aurora y L a Gaya Ciencia, Nietzsche
está de vuelta del mundo alucinante de la fantasía, ha
reaccionado violentamente contra el pathos romántico,
que interpuso un velo ilusivo entre su visión de pen­
sador y la realidad, la que, desplazada de su enfoque,
se le ofreció sólo refractada en una artificiosa perspec­
tiva; en una palabra, ha puesto vallas críticas al des­
borde de su entusiasmo por lo dionysiaco y a sus espe­
ranzas en un renacimiento del arte trágico, cifrado en
la música de Wagner. Si antes había exaltado la vida,
y hasta las ilusiones que tienden a afirmarla, aún a
costa de la verdad, ahora, dirigiendo una mirada des-
prejuiciada a la realidad misma, sin concesión alguna
a sugestiones románticas, someterá a implacable crí­
tica los errores en que ha incurrido o que deliberada­
mente ha pasado por alto, antepondrá los derechos de
la verdad y del severo examen objetivo de la realidad a
los de la vida, a los engañosos rodeos de la ilusión, de
que ella se sirve para deslumbramos y cerrarnos el
acceso a las verdades modestas, pero firmes y claras
y, en última instancia, liberadoras. Para afirmar la
vida y servirla en sus exigencias y contenidos auténti­
cos no es necesario sumirse en la niebla de un entu­
siasmo fácil y cegatón, en la embriaguez de lo fantás­
tico, y dar la espalda a la vida real, en sus aspectos
cotidianos, sino que es imperativo afrontarla con obs­
tinada lucidez, sin cerrar los ojos a sus fealdades y
dolores y dispuestos, a pesar de sus sombras, de su
prosaica aridez, a responder rotundamente con un sí
a su llamado, a la tarea que, condicionada por un co­
nocimiento insobornable, nos impone. Sólo así podre­
mos orientarnos libremente, sin prejuicios, con intelec­
ción clara, en la trama turbia y polifacética de su rea­
lidad.
Esta tarea se compendia, para Nietzsche, en el
ideal del “espíritu libre”, al que lo verá encarnado,
no en el artista, incapaz de madurez espiritual, y que,
por lo mismo, no está vaciado, como él lo creyó antes,
en el molde de la gran personalidad, sino en el cognos-
cente, en el pensador de visión perspicua, que es quien
verdaderamente tipifica a aquella. Sólo el pensador, el
“espíritu libre”, emancipado de ideas tradicionales, le­
yes, hábitos e inveteradas valoraciones del mundo y
de lo humano, puede planear por encima de la co­
rriente del acontecer y elevarse a diáfana y gélida alti­
tud para contemplar, sin velos, el total panorama de
la vida. Esta gran posibilidad está reservada a muy po­
cos, y en los más no puede ser despertada por obra de
la educación ni por aleccionamiento magistral alguno.
En la concepción de su ideal del espíritu libre,
Nietzsche festeja, con un fugaz estremecimiento de di­
cha, su propia liberación espiritual, al tiempo que veía
los amplios lincamientos estructurales de un mundo
nuevo de ideas, al que se encaminaba. Trata de abar­
carlo y expresarlo en su compleja unidad, apelando a
la concisión aforística, en las precitadas obras. Inicia
en éstas la crítica de la religión y de la moral cristia­
nas, atacando el carácter heterónomo de la última;
asimismo combate, con sarcástica agudeza, el eudemo­
nismo superficial y a ultranza, preconizado por la mo­
ral del filisteo. En Menschliches Allzumenschliches,
poseído por el pathos de la verdad, peticiona, como
elevada meta del cognoscente, una cultura cimentada
en los postulados del espíritu libre y orientada ha­
cia la plena vigencia de éste. Nos dice, aquí, que toda
creencia en el valor y dignidad de lá vida radica en un
pensadimpuro. Aún los pocos hombres bien dotados,
que pueden ir más allá de sí mismos con el pensamien­
to, no logran contemplar esta vida universal, sino sólo
limitados aspectos parciales de la misma. Para la mayo­
ría de los hombres, todo lo extra-personal no es otra co­
sa, a lo más, que una débil sombra. De donde, el valor
de la vida sólo consiste, para el hombre vulgar, eo-
tidiano, en que él se considera a sí mismo más impor­
tante que el mundo. Caracteriza a una cultura más
alta y desarrollada el saber apreciar en más las verda­
des pequeñas e insignificantes, descubiertas con mé­
todo estricto, que los errores deslumbrantes y bienhe­
chores, que proceden d« épocas y de hombres dotados
metafísica y artísticamente. Antiguamente, se recurría
al espíritu no mediante el pensar estricto, sino que su
tarea más seria consistía en acabar de tejer, sobre un
fondo de ilusión, la tranin de símbolos y formas; pero
esto ha cambiado, y aquella seriedad de lo simbólico ha
llegado a ser la característica de las culturas más ba­
jas. Las formas de nuestra vida devienen cada vez más
espirituales, aunque, para el ojo de épocas anteriores,
quizá más feas, pero sólo porque él no puede ver có­
mo el reino de la belleza espiritual interior continua­
mente se ahonda y diluía.
Si antes, para Niei/Hche, el impulso hacia el co­
nocimiento era antípoda del que nos lleva hacia la vi­
da y a su incondicionada afirmación, y por consiguien­
te nocivo; si llegó a pensar, como lo expresa en una
sus cartas (la que dirige, desde Basilea, el 13 de di­
ciembre de 1875, al barón de Gersdorff), que “el
querer conocer es la últ ima región del querer vivir, al­
go así como un reino intermedio entre el querer y el
no querer ya, un trozo de purgatorio, por cuanto se
mira hacia atrás, hacia la vida, con desprecio y des­
contento”, ahora, en esi<* período de crisis y transición,
proclama la primacía del conocer y de la verdad sobre
la vida, y concibe a ésta como un camino hacia la
verdad, como un medio para el conocimiento.
Esta postura nueva no supone, en Nietzsche, una
decepción de la vida ni un aflojamiento en el esfuer­
zo hacia una valoración positiva de sus contenidos,
ni mucho menos. Con ella, simplemente, inicia lo que
él, con expresión significativa, llamaría, después, una
transmutación de los valores, o sea, una valoración de
la vida desde otra perspectiva. En Die fróhliche JVis-
senschaft, el libro que, a aquellos que antes han sabi­
do de guerra y victoria, enseña a vivir y a reír alegre­
mente, escribe: “¡No! La vida no me ha decepciona­
do! De año en año la encuentro, por el contrario, más ri­
ca, más deseable y más misteriosa, desde el día en' que
el gran liberador vino hacia mí, es decir aquella idea de
que la vida puede ser un experimento del cognoseente,
y no un deber, no una fatalidad, no un fraude. Y hasta
él conocimiento mismo, para otros puede ser algo dis­
tinto, por ejemplo, una silla poltrona o el camino hacia
la holgazanería, o un entretenimiento, o un ocio; en
cambio, para mí él es un mundo de peligros y victorias,
en el que también los sentimientos heroicos tienen sus
palestras y salas de baile”.
En esta etapa del desarrollo de su pensamiento, él
se ha empeñado en el combaté contra los grandes y di­
fundidos errores tras los que se han extraviado los
hombres, atraídos por,el señuelo ,de la ilusión. Con
su Humano, Demasiado Humano, obra de la cual dirá,
después, que es “el monumento de una crisis”, encien­
de una antorcha, que no da humo sino pura claridad,
para iluminar el mundo subterráneo del Ideal y descu­
brir en cada uno de sus encondrijos, donde el Ideal
está en su casa, un error tras otro, manifestaciones di­
versas de una misma “cosa en sí”, y mediante despia­
dado análisis llevarlos a una mortal temperatura de
congelación. Así, envueltos en el sutil sudario de su
crítica, nos exhibe, yertos, al “genio”, al “santo”, a
la sedicente “convicción”, a la “compasión”.
Entre la aparición dé Humano, Demasiado Huma­
no (1878) y la de Aurora (1881) la dolencia que pa­
decía Nietzsché se agrava, poniendo en peligro su vi­
da, a lo que se agrega la crisis espiritual, por que atra­
vesaba, doblada de un desgarramiento en su intimidad,
conflicto ya existente que, por haber alcanzado su
punto álgido, llega a un deáenlace inevitable, todo lo
cual somete a dura prueba la admirable entereza de
su carácter y la fidelidad a su concepto de la vida y de
las circunstancias, conquista, esta última, más difícil
y valiosa. Así, con su caso personal, sobreponiéndose
al dolor, él supo dar testimonio dé su posición y sus
ideas. Ya al comienzo del año de 1878, antes de la pu­
blicación de Humano, Demasiado Humano, su aleja­
miento de Wagner, que se había acentuado en los úl-.
timos tiempos, llega a la ruptura definitiva, tácitamen-
.mente en lo que respecta a la publicidad, ya que ella
no deja de trasuntarse en expresiones privadas de
carácter epistolar. El motivo, la gota que hace desbor­
dar el vaso fué el Parsifal, obra en la que el arte de
Wagner, que ya preludiaba su vuelco hacia el cristia­
nismo, se convierte resueltamente a éste, dando la es­
palda al culto del héroe trágico y a la visión griega y
germana de la vida, en cuyo soplo vivificante se me­
cieron los primeros acordes de su música y renació,
para acompañarla en su vuelo, la poesía dramática,
conjugada con el canto.
En carta al barón de Seydlitz, desde Basilea, de
fecha 4 de enero de 1878, Nietzsche le dice lo siguien­
te: ‘‘Ayer recibí el Parsifal, que me fué enviado por
Wagner. A la primera lectura, mis impresiones son
éstas: Toda la obra está llena del espíritu de la contra
Reforma, y hay en ella mucho más de Liszt que de
Wagner. Además, acostumbrado yo a lo griego y a lo
humano en general,1encuentro la producción wagne-
riana excesivamente limitada dentro del cristianismo y
del tiempo. Sobre todo esto, hay en Parsifal una abso­
luta falta de carne y, en cambio, demasiada sangre
(en la Cena' ya es una verdadera plétora de ella). Le
diré, por último, que no me agradan las mujeres his­
téricas... El lenguaje suena como una traducción de
un idioma extranjero. En cambio, las situaciones y su
desenvolvimiento son de la más elevada poesía y lo
más alto que se puede alcanzar en música”. En otra
carta, al mismo destinatario, fechada en Basilea el 18
ele noviembre del mismo año, escribe: “Mis sentimien­
tos sobre Wagner son ya libres por completo. Todo es­
to tenía que'pasar tal cual ha pasado. Ello me ha he­
cho bien y ahora contemplo mi emancipación de Wag-
Ker como un progreso espiritual”. El vínculo amisto
so, tan fuerte y fecundo otrora, quedaba para siem­
pre roto, y Niezsche, mientras Wagner triunfaba y el
éxito le sonreía, erguido ante su doloroso y grande des­
tino, consignado, sin desviaciones ni interferencias, a
su órbita de aBtro solitario. Moral pura y diamantina
de estrella que vive de su propia luz, parecía ser su
consigna en este trance, como, con alusión simbólica
quizá, cantó en el “Prólogo en rimas alemanas” a
L a Gaya Ciencia:
Vorausbestimmt zur Sternenbahn
Was geht dich, Stern, das Dunfcel an?
Der fernsten Welt gehort dein Schein...
(“Predestinada a tu órbita, ¿qué te importa, es­
trella, de la'oscuridad...? Al mundo más remoto per­
tenece tu fulgor...”).
El estado de salud de Nietzsche empeora hasta el
punto de que ni él confía ya en que sus agotadas fuer­
zas físicas puedan resistir al mal que lo aqueja, y se
siente a un paso de la muerte. Previendo su fin, que
cree sobrevendrá en forma repentina, en un espasmo,
como expresión de última voluntad pide a su herma­
na le prometa, con lo que testimonia, una vez más, su
firmeza interior y soberana libertad de espíritu, que só­
lo sus amigos, y no los indiferentes, acompañaran sus
restos: “Como yo no podré defenderme ya, hazlo tú;
que ningún sacerdote, que nadie pronuncie sobre mi
ataúd palabras sin sinceridad. Dispon todo de modo
que me entierren sin farsa, como a un buen pagano”.
No obstante sus fundados temores, la enfermedad no
logra quebrar su frágil naturaleza y la crisis pasa,
dejándolo sumamente debilitado y basta avejentado.
En esta situación, Nietzsche se desliga por completo
de sus deberes profesionales, renunciando a su cáte­
dra de Filología clásica en la Universidad de Basilea,
la que recompensará anualmente sus servicios, en for­
ma modesta, pero suficiente, para que su ex-profesor
pueda subvenir, también con modestia, a sus necesi­
dades. Ya libre de su oficio y las solicitaciones del
ambiente habitual, se dirige, acompañado por su her­
mana, a la alta Engadina, buscando aire puro, de
altura, para reponer sus escasas fuerzas y tonificar
sus pobres nervios, cuerdas tensas y finísimas que mi­
lagrosamente resisten la vibración demasiado fuerte
que les comunica un pensamiento que no conoce pau­
sa. En su viaje, se detiene tres semanas en Wiesen, lu­
gar de altura media, instalándose después en el alto va­
lle, rodeado de apacible soledad y próximo a los ven­
tisqueros. Se aomete a una absoluta privación de todo,
y, como él nos lo hace saber, su alojamiento, toda su
comodidad, sólo consiste en “una celda con una cama
por único mueblaje, y una comida ascética”. ¡Digna
morada, allá en la altura, solo, sin amigos, sin trato
de ningún género, la de este verdadero y grande asce­
ta del pensamiento!
Durante los tres meses que permanece en la En-
gadina, la idea de un fin próximo y súbito no lo aban­
dona, mira a la muerte de frente todos los días, co­
mo un guerrero, pero trabaja y da cima a los aforis­
mos de la segunda parte de Humano, Demasiado Hu­
mano y a E l Viajero y su Sombra . Al remitirle el ma­
nuscrito a su amigo Peter Gast, le dice, en carta, des­
de Saint Moritz, del 11 de septiembre de 1879: “Me
hallo al final de mis treinta y cinco años, o como se
dijo unos siglos antes de nuestra época: “enmedio del
camino de la vida”... En esta mitad de la vida estoy
tan “cercado por la muerte” que ella me puede sor­
prender á cada instante... Sé que he dado ya mi gota
de buen aceite y que ello hará que no se me olvide.
He hecho la prueba de mi concepción del universo;
otros la probarán en el porvenir... Al leer este mi últi­
mo manuscrito vea usted, mi querido amigo, si pue­
de encontrar en él huellas de sufrimiento y depresión.
Creo que no ha de hallarlas y ya esta creencia es un
signo de que en mis doctrinas se ocultan fuerzas y no
defallecimientos y lasitud, que es lo que en ellas bus­
carán mis adversarios”.
Alguna mejoría ha experimentado, aunque transi­
toria, quedando siempre bajo la amenaza de una nue­
va crisis de una salud, tan en extremo precaria y vaci­
lante que debe defenderla día por día. En estas con­
diciones resuelve ir a pasar el invierno a Naumbúrg,
con su familia porque “hay estados en los que lo me­
jor que puede hacer uno es refugiarse en su patria
junto a una madre, y rodeado de los recuerdos de la
infancia”. Aquí su mal se reagrava; los efectos del
invierno, muy frío, y la nieve dañan su sistema ner­
vioso, débil y excesivamente excitable a causa de la en­
fermedad. Otra vez se siente rondado por la muerte y
hasta desea que ésta llegue pronto a liberarlo de sus
terribles sufrimientos. En carta, desde Naumburg, di­
rigida a Malwida von Meysenbug el 14 de enero de
1880, le dice: “El horrible y casi continuo martirio
de mi vida me hace anhelar su fin, y, según muchos
signos, está muy cercano el ataque cerebral que ha de
confirmar mi esperanza. Mi vida de estos últimos años
puede compararse, en lo que se refiere a torturas y
privaciones, con la de cualquier asceta de cualquier
época. A pesar de todo esto, he logrado en este tiempo
suavizar y purificar mi alma de tal modo que ya no ne­
cesito para conseguirlo ni de la Religión ni del Arte...
Ningún dolor ha podido conseguir ni conseguirá ja­
más que yo dé un falso testimonio de la vida, o con­
trario a como ésta se ofrece ante mis ojos”.
Con el declinar de los últimos fríos invernales,
Nietzsche siente un alivio en su estado físico y mo­
ral, y buscando clima más propicio y distracción se
dirige a Venecia, donde le hará compañía su amigo
Peter Gast; son “agradables días de mimo y abando­
no” para el enfermo y su ánimo fatigado pero siem­
pre valeroso. En septiembre está de regreso en Naum-
burg, mostrándose a los suyos de buen humor y comu­
nicativo; por su expresión diríase que disfruta de una
tranquila dicha, iluminada por nuevos pensamientos.
Al cabo de un mes, para sustraerse a las nieblas del
otoño, que tanto mal hacían a sus nervios, emprende
de nuevo viaje hacia Italia, aposentándose en Geno­
va por una temporada, que obró en él como un sedan­
te, pues encontró calma y pudo hacer vida apacible en
el ambiente alegre y hospitalario de la vieja ciudad
marina. Es éste un período, en la vida de Nietzsche,
que podemos llamar de convalecencia y recobro de
energías, en el cual logra concentrar de nuevo su pen­
samiento y retomar ideas, que había dejado como esla­
bones sueltos, para acabar de pensarlas. Da fin a la
redacción de los aforismos de Morgenrothe, libro, en
cierto sentido, afirmativo, restaurador de rutas deli­
beradamente borradas, en el que inicia una campaña
indirecta contra la moral y sus valores consagrados y
prosigue su labor, comenzada con Humano, Demasiado
Humano, de desenmascarar al “Ideal” en otros de sus
avatares. En el frontispicio se lee, alusivamente a la
tarea y finalidad perseguida, la sentencia india: “¡Hay
tantas auroras que no han alumbrado todavía” !
A uroraos, pues, una obra de convalecencia, en la
cual, con el renacimiento a la vida y el prurito de re­
descubrimiento que lo acompaña, cosas y problemas
son vistos bajo una luz nueva, en una perspectiva en
la que lo tradicionalmente preterido y habitual se
ofrece al autor con un-sabor de novedad, de primi­
cia. La consigna de Nietzsche, en esta etapa de su
desenvolvimiento intelectual, podemos sintetizarla en
estas palabras: Nada de refugiarse en el habitáculo
inerte de una religión,, de una metafísica, de una mo­
ral, sino entregarse con sacrificio, con pasión, a la
actividad reclamada por una cultura que, en trance de
alumbramiento, necesita instaurar nuevos valores, in­
ferir posibilidades nuevas y, finalmente, contemplar
y afirmar al hombre, de cuerpo entero, bajo una cla­
ridad ortal. Con esta consigna queda también bosque­
jada, con un sentido de transición, la próxima y fruc­
tuosa etapa del pensamiento nietzscheano.
Vil - EL MENSAJE DE ZARATHUSTRA
Después de Aurora y L a Gaya Ciencia, se abre pa­
ra Nietzsche, siempre impelido por la poderosa pasión
de la búsqueda, ávido de un continente ignoto más allá
de los mares explorados por el pensamiento, el parén­
tesis lírico y profético de Also sprach Zarathustra. Su
espíritu avizor ha escalado una cima para desde ella
tender hacia el futuro el arco de una esperanza visio­
naria. La ascensión fué uii delirio lleno de lucidez, y
la silenciosa llegada de Zarathustra a la tienda del so­
litario una sorpresa sin más testigos que la montaña.,
el cielo y el lago, ese lago en cuyo espejo vió recor­
tarse la silueta del huésped que hacia él venía para
hacerlo depositario de su mensaje. Entonces la soledad
de Nietzsche se pobló de un canto, de esos que antes
no brotaron del estro de los poetas, pues el peregrino
Je traía el zumo de un lirismo nuevo, decantado en
ritmos má6 rotundos y alados que los que ya fluyeran
de su vena poética. ¿Cómo y en qué circunstancias
nació Zarathustra?; ¿qué contempló desde la cima,
que echó a caminar en dirección a los hombres, para
hacerles partícipes de su visión y empujarlos con su
palabra, con sus armoniosos “sermones morales”, ha­
cia una meta lejana, hacia una necesaria y difícil su­
peración?
Nietzsche pone fin a su estada en Genova y se di­
rige a un pueblito del Véneto, en los Alpes italianos,
donde queda unos días en la grata compañía de Pe-
ter Gast, trasladándose luego a Sils María, en la En-
gadina, cuyo clima de altura y la rústica tranquilidad
de estos valles alpinos influyeran favorablemente en
su delicado estado de salud dos años antes. Durante
una caminata, de las que diariamente hacía por esta
bella región boscosa y lacustre de la alta Engadina,
un día de agosto de 1881, en que se dirigía a través
de los bosques hacia las orillas del lago de Silvaplana,
hizo un alto ante una enorme roca piramidal, cerca
de Surlei. Aquí, su espíritu se sintió traspasado por
un pensamiento nuevo y deslumbrante, que ya se le
había quizá insinuado, pero sin la fuerza de evidencia
y arrastre que posee ahora, a punto de encarnarse y
vestirse con el ropaje de la poesía en el personaje sim­
bólico. Tuvo, pues, el solitario, para confirmación del
rumbo que llevaba, también su camino de Damasco,
pero en su marcha ininterrumpida hacia la Hélade.
Aquella idea, de no corta prosapia y con la que él “tro­
pezó en pensadores anteriores”, leit-motiv del poema,
fué la del “retorno eterno”, concepción fundamental
que aspira a ser una suprema fórmula de afirmación.
Todas las cosas, en un devenir sin pausa e insaciable,
la vida misma, con el ascenso y descenso de sus fuer­
zas, están consignadas a un eterno recomenzar, a un
movimiento circular sin fin, pero acaso con la direc­
ción ascendente de la espiral que- paradójicamente
vuelve a su punto de arranque para, en contra de una
concepción mecanieista que vería en este regreso un
estado final, reiniciar su recorrido, en el que se da
una repetición absolutamente idéntica de todo, de cada
proceso, de cada serie de acontecimientos, y combina­
ciones de series.
Entre cantos y lágrimas, “no lágrimas sentimenta­
les, sino de júbilo”, crea Nietzsche a Zarathustra, el
profeta encargado de anunciar y predicar con su ejem­
plo una radical “transvaluación de los valores”, para lo
cual, apuntando al super-hombre, avizorado en la re­
mota lontananza de los tiempos, proclama, contra los
valores tradicionales, signos de decadencia y aminora-
miento de la vida, una nueva tabla de valores, medida
y jerarquizada por el impulso hacia una vida ascen­
dente, afanosa de plenitud y expansión. Es necesario
deslindar entre valores auténticos y falsos, entre vida
afirmativa y decadente. Zarathustra llega para decir­
nos, con tono premioso, con el acento sugestivo de
la parábola: “Es ya la época de que el hombre se pro­
ponga su finalidad, es ya la época de que el hombre
plante la simiente de su más alta esperanza”. Clama
contra la imagen vigente del hombre, resultado de una
sistemática falsificación operada en nombre de los in­
tereses de ciertas épocas, religiones, sectas y de las
normas sociales por ellas establecidas. Lucha por in­
fundir de nuevo en el hombre “el sentido de la tierra’'’
y devolverlo al oscuro seno del instinto, donde ger­
mina todo aquello que asciende hasta la luz, así como,
, tal cual lo dice Das Nachtlied, “en la noche se eleva
más sonora la voz de todos los surtidores...” en pos de
lo luminoso, de las “ubres lumínicas” de los astros
(“Nachtist es: nun reden lauter alie springender
Brunnen...”). Al “hombre moderno”, abúlico y desvi­
talizado por la moral opone Zarathustra el modelo del
super-hombre, modelo lejano, pero, no obstante,
“nuestro más próximo estadio”. ¿Cómo debemos con­
cebir al super-hombre nietzscheano? Nietzsche mis­
mo, tras ?us primeras e infundadas ilusiones a este
respecto, nos da la pauta para ello. La “gran indivi­
dualidad” buscada, coronación de lo humano, ya no
es, para él, como lo creyó antes el gran artista ni el
gran cognoscente, que carecen de potencia y no tipi­
fican al hombre cabal, sino el super-hombre, no co­
mo una nueva especie biológica (supuesto infunda­
do desde el punto de vista biológico y morfológico), si­
no en el sentido de un hombre posible y superior, en
poderío intrínseco, al hombre común. Así pensada, en
su verdadero alcance, la idea del super-hombre posee,
más que el sentido de un ideal, un carácter simbóli­
co y un valor polémico. Ella se erige como contrafi­
gura del hombre despotencializado y exangüe, forja­
do por la sublimación ascética y racionalista de una
cultura decadente.
A la época en que nace Así Habló Zarathustra, pe­
ríodo de audaz afirmación espiritual y de crítica, tam­
bién pertenecen, por su orientación y finalidad, dos li­
bros claros e incisivos, de prosa límpida y rotunda:
Más Allá del Bien y del Mal-Preludio de una Filoso­
fía del Porvenir y Para la Genealogía de la Moral. En
ellos Nietzsclie hace la crítica de los prejuicios filosó­
ficos, morales y religiosos, elucidando certeramente
sus últimos planos y disimuladas motivaciones. En el
primero, atento a una transvaluación de los valores
hasta ahora vigentes, hace una crítica de la modernidad
en sus aspectos científico, artístico e incluso político,
apuntando a un tipo opuesto al hombre moderno, a
un tipo de hombre distinguido, lo menos moderno po­
sible, o sea no moralizado y capaz de decir sí a los
grandes llamamientos de la realidad y de la vida. Aquí
ya aparece la voluntad de poderío en su forma más
espiritual, representada por la filosofía, por cuanto
toda filosofía tan pronto como comienza a creer en
sí misma tiende siempre, en virtud de que ella es un
impulso tiránico hacia la causa prima, a crear el mun­
do a su imagen. En Genealogía de la Moral aborda con
espíritu polémico los prejuicios morales, analizando
sutilmente su origen; nos muestra al hombre atenido
a la tarea que le prescribe su deseo de conocimiento,
pero alejado de su propia esencia, extraviado en el
laberinto de los prejuicios. En tanto eognoscente él es
un desconocido para sí mismo; así permanecemos ne­
cesariamente extraños a nosotros mismos hasta el ex­
tremo de que “cada uno es para sí mismo el más le­
jano”. Mediante un riguroso examen de los valores
morales cristianos llega a la conclusión de que el cris­
tianismo, cuyas raíces psicológicas pone al descubier­
to, ba nacido del espíritu del resentimiento, y no del
“espíritu”, tal cual lo delata la forma en que históri­
camente se ha realizado; que él es la gran rebelión
contra los valores de jerarquía principal; que la con­
ciencia moral de que habla no es “la voz de Dios en el
hombre”, sino la de un instinto de crueldad que, al no
poder descargarse más hacia afuera, se vuelve hacia
atrás; en fin, que el ideal ascético, el ideal sacerdotal,
no obstante ser un ideal pernicioso, decadente, ex­
presión de una voluntad de acabamiento, dispone de
una enorme fuerza no porque Dios actúe detrás de los
sacerdotes, sino en virtud de que, siendo el único ideal
existente hasta ahora, no tenía ningún competidor,
faltaba el contra-ideal... hasta la llegada de Zara-
thustra, reencarnación de Dionysos, el que retornaba
para oponerse al Crucificado.
VIII.-LA VOLUNTAD DE PODERIO
A medida que la vida cerebral de Nietzscbe está
próxima a extinguirse, más lúcida y potente se torna
su intelección, más seguras y audaces se vuelven sus
ideas. Es el último período de su actividad creadora,
en el que llega a rápida madurez su concepción filosó­
fica fundamental, la idea revolucionaria de una trans­
valuación de los valores, girando en torno del postu­
lado axial de la voluntad de poderío. Esta postrera
etapa de su producción, en la que la llama del espí­
ritu, en su impetuoso arder, proyecta la más intensa
claridad, ve nacer al Crepúsculo de los Idolos, El An­
ticristo, Ecce homo, L a Voluntad de Poderío y esos
libelos, de extraordinaria fuerza polémica adunada a
un tono irónico, ligero, que se titulan E l Caso Wagner
y Nietzsche Contra Wagner. Todos estos escritos están
en la misma línea de la gran embestida que, a las
puertas ya del mutismo definitivo, realiza el pensa­
miento apasionado de Federico Nietzsche.
En “El Crepúsculo...”, “Anticristo” y el autobio-
gráfico “Ecce homo” se abre paso, a través de una
crítica implacablemente destructora y del deliberado
cinismo en la referencia a su persona, una desespera­
da afirmación, nutrida de certezas anticipatorias. Es
el delirio de una razón traspasada de evidencias, obsedi­
da de claridad, grávida de supremos y luminosos hallaz­
gos, que la queman, y necesita comunicarlos, procla­
marlos, gritarlos. En Der Wille zur Macht, a pesar
del tono acucioso' y apodíctico de este escrito —tan só­
lo bosquejo y notas para la gran obra que había pro­
gramado y que no tuvo tiempo de concluir—, su pensa­
miento, urgido por dar expresión a sus verdades úl­
timas, se remansa en tranquila lucidez, se vuelve se­
reno, lleno de esa serenidad terriblemente diáfana
en que sólo una certidumbre decisiva, crucial, puede
culminar.
Durante todo este tiempo, el filósofo ha vivido so­
litario y errante, cambiando continuamente de lugar de
residencia, impulsado por su inestable y delicado es­
tado de salud y también por la inestabilidad mucho
mayor que una enorme inquietud, gravitante y angus­
tiosa, comunicaba a su vida y a sus hábitos. Así, des­
pués de un frustrado viaje a Córcega, donde deseaba
pasar una temporada, lo vemos ambular de la Engadi-
na a Ruta, cerca de Rapallo, después a Niza, necesita­
do de su luz y de su atmósfera; aquí, sus lecturas li­
bres, casi ocasionales, lo llevan a conocer la obra de al­
gunos escritores franceses contemporáneos: Baudelai-
re, Maupassant y particularmente Guyau, del cual
suscita en él gran interés por la raigal afinidad en el
enfoque de los problemas morales, la Esquisse D’Une
Morale Satis Obligation Ni Sanction, libro que lee y
cubre de notas marginales. Pasa luego a los lagos ita­
lianos, cuya belleza lamenta no haber descubierto an­
tes. Tras una breve estada en Turin, se dirige de nue­
vo a Sils María para retornar, huyendo del aire frío de
la montaña, a esta última ciudad en el otoño de 1888,
estación final de su peregrinaje. Nietzsche vive su
“séptima soledad”, aliviada apenas por una intermi­
tente y cada vez más distanciada convivencia epistolar
con Peter Gast, su madre y uno que otro de sus anti­
guos conocidos. Siente hondamente este aislamiento, y
más cuando, después de algunos desacuerdos, se le ale­
ja uno de los más íntimos y queridos amigos, Erwin
Rohde. Pocos años antes, Nietzsche había visto acer­
carse el fin de esta amistad, presintiendo que se iría
quedando cada vez más solo, como se lo expresa al mis­
mo Rohde en carta, desde Niza, de 22 de febrero de
1885: “No sé explicarte cómo fué, pero al leer tu car­
ta... me pareció que estrechabas mi mano mirándome
con melancolía y como si quisieras decirme: “¡Cómo es
posible que tengamos ahora tan pocas cosas comunes
y que vivamos como en mundos distintos! Hubo una
épocas..,” Esto mismo, amigo mío, me sucede con todas
las personas que me son queridas. Todo pasó; se ha­
bla aún, se escribe aún, pero tan sólo para no callar.
La verdad, empero, surge de la mirada y en los ojos
de todos leo claramente estas palabras: “Amigo Nietz-
eche, ya estás completamente solo”. Hasta esto be lo-
logrado llegar. Pero yo sigo mi camino, mejor dicho,
mi travesía, y no en vano he vivido largos años en la
ciudad de Colón”. Efectivamente, en medio de su
soledad, que se adensa, Nietzsche avizora impertérri­
ta una térra incógnita y sabe sobrellevar con valor su
destino de nauta solitario, que, sólo atento al nisus del
pensamiento migratorio que lo trabaja, ha aprorado
su nave hacia el continente del futuro.
Aquellas obras,E l Crepúsculo de los Idolos y las
que están directamente bajo el signo de la transmuta­
ción de los valores, como E l Anticristo y L a Voluntad
de Poderío, son obras de plenitud intelectual. Se ha
querido ver en ellas síntomas e incluso una expresión
de la demencia que, en esta época, aquejó a Nietzsche
y duró hasta el fin de su vida. Esta es la tésis sostenida
por los psiquiatras, siempre tan solícitos y oficiosos
para enjuiciar la obra del genio, los que, entontecidos
por las conclusiones seudo científicas que apresurada­
mente extraen, al pasar de un orden de realidades a
otro muy distinto, no se han percatado todavía de
que los hombres de extraordinaria potencia de intelec­
ción, es decir, los genios no son genios por ser locos o
anormales, sino que, a veces, devienen locos por ser
genios, perdiendo el equilibrio harto inestable de su
sistema nervioso y la salud del cuerpo y del alma, que
se derrumban bajo el peso de un enorme esfuerzo
mental, de una lucidez que los agosta. El espíritu so­
pla con tal fuerza, son tan deslumbrantes sus eviden­
cias y visiones, que arrastran consigo, desgajándolo,
al organismo frágil, sometido ya a las altas tensiones
de una vida intelectual que ha alcanzado un grado de
intensidad muy raro entre los mortales.
La voluntad de dominio o de poderío es el meollo
de la filosofía de Nietzsche, el núcleo de irradiación
de su ideario, y con esto está dicho que su pensamien­
to, aunque no haya tendido hacia el sistema, en el sen­
tido de lo abstractamente concluso y congruente, po­
sibilidad excluida por la índole misma de su filoso­
far, se inspira en una actitud sistemática frente a la
vida y sus grandes problemas. Si Schopenhauer equi­
para la voluntad de vida con la voluntad de conocer,
porque él entiende por este último no el conocimiento
abstracto y discursivo, sino el acto de asentar un mun­
do representativo, intuitivo, Nietzsche, en cambio, es­
cinde la voluntad de vida en voluntad de dominio y
voluntad de conocer, considerando a éstas como aspec­
tos de aquella, los que pueden surgir o manifestar­
se ya unidos, actualizados en un impulso unitario, o
ya alternativamente.
Para Nietzsche, la esencia más íntima del ser es
voluntad de poderío. El ser orgánico no es algo impo­
tente e insignificante frente a un todo cósmico inmen­
so e inanimado, sino que en la vida de aquel, tal cual
ella acontece como caso especial en el mundo, llega a
su más perfecta representación el ser universal de este
mismo mundo. La vida, en lo que atañe a su valor, “es
un caso particular. Se debe justificar toda existencia,
y no únicamente la vida; el principio justicador es un
principio mediante el cual se desarrolla la vida, la que
no es un medio para alguna cosa, sino la expresión de
formas de aumento de poderío”. El comportamiento
de los organismos no es un proceso mecánico de selec­
ción, como lo sostuvo Darwin, sino una lucha vivien­
te por el poder, la que tiende a un activo articularse
de los mismos dentro de la estructura del propio mun­
do circundante. El organismo no se adapta pasiva­
mente a un mundo circundante ya dado, sino que él
adapta éste a sus necesidades, sometiéndolo a la ac­
ción de su fuerza formadora. en vista a satisfacer el
impulso hacia el poderío vital, primum movens de sus
reacciones instintivas primarias.
La vida misma, más allá de su caso particular, en
cuanto es una tendencia irrefrenable hacia el aumen­
to de poderío, se traduce por un proceso, por una ac­
ción que desemboca en el ser cósmico y que en el
ímpetu de su fluir va alcanzando grados cada vez más
elevados en valor y correlativamente contenidos que
son concreciones unitarias de fuerza. En este su de­
venir ascendente va plasmando seres, organismos múl­
tiples sin quedar circunscrita, apresada en las formas
espacialmente delimitadas y conclusas de tales orga­
nismos, puesto que los trasciende como asimismo a
todos los centros de fuerza que ella va anudando en la
corriente del acontecer, para continuar su movimiento,
el cual no es un minúsculo movimiento sobre este pe­
queño planeta, sino un soplo metafísico, una embes­
tida, un impulso en el sentido de todas las posibilida­
des del ser, una de las cuales es el hombre, con la can­
tidad máxima de poder que puede asumir.
La voluntad de dominio, en su acepción total y no
en la de los actos volitivos individuales, no está diri­
gida a ningún fin fuera de sí misma, sino que ella es
simplemente voluntad de ser y de crecer e incremen­
tarse; ella no es mero instinto de autoeonservación,
mera voluntad de vida, o sea únicamente voluntad de
ser, como la concibió Schopenhauer, sino también vo­
luntad de crecer, voluntad de poderío. Si, en un senti­
do fundamental, el querer consciente, dirigido a fines
de dominio y de aumento de poder, inmanentes a la
voluntad misma, es una exteriorización o mera función
del desarrollo biológico de la vida, del despliegue de
la potencia vital, en otro sentido, para Nietzsche, aquel
querer, enderezado a fines que trascienden la vida in­
dividual y que implican para ésta grandes tareas, tien­
de también a la más alta forma de la voluntad de do­
minio, encarnada en el hombre de voluntad fuerte y
dominadora, es decir, en un ejemplar de la moral de
los señores.
“Valor —enuncia Nietzsche— es la mayor canti­
dad de poder que el hombre puede asumir”. Se trata
aquí del hombre, como único ser facultado a arrogarse
tal poder, y no de la Humanidad. Esta, antes que un
fin, es un medio, es el material de ensayo que ha de
utilizarse para alcanzar el tipo, ofreciéndose ella, en
este sentido, en relación al hombre cuyo formato tra­
sunta la voluntad de poderío, como una “enorme su­
perabundancia de fracasados: un campo de ruinas”.
La Humanidad es, pues, el largo rodeo que da el desti­
no, el proceso de la historia para cuajar en los grandes
ejemplares o tipos humanos, únicos depositarios del
verdadero valor. La vida sólo es valiosa cuando ella
está en función del aumento de poder. Por eso el
débil, es decir, el que es pobre en vitalidad, emprobre-
ce también la vida, en cambio, el que es fuerte, el que
es rico en vitalidad, la enriquece. De aquí que
Nietzsche, inspirado en estos postulados de una nueva
valoración, haya encontrado el camino que conduce
a un sí y un no, y nos enseñe a oponer el no a todo lo
que nos debilita, nos agota y deprime, y a decir sí
“a todo aquello que fortalece, que acumula energías
y justifica el sentimiento de poder”. “La vida, como
la forma para nosotros más conocida del ser, es, es­
pecíficamente, una voluntad de acumular fuerza:
todos los procesos de la vida tienen aquí su palanca:
Nada quiere conservarse, todo debe ser sumado, y
acumulado”. Nuestras tablas de bienes, nuestras va­
loraciones (morales, históricas) están en relación di~
recta a la “vida”, cuya equivalencia, en la acepción
nietzsclieana, es “voluntad de poderío”. Esta sería una
nueva y más exacta expresión del concepto de “vida”.
El hombre natural, unidad de cuerpo y alma, es
el depositario del valor, concebido éste como expre­
sión vital de potencia. A este hombre real hay que
afirmarlo contra el hombre meramente consciente, fal­
sificado por el espíritu y la ratio. Para Nietzsche, “el
hombre verdadero representa un valor muy superior
al del hombre que podría desear cualquier ideal de
los que se han conocido hasta ahora”. El hombre real,
total, verdadero, tiene que avanzar hacia el escenario
de la vida desgarrando el velo de todas las “ilusiones
trascendentales”. A abrirle camino tiende la crítica del
cristianismo. El hombre, domesticado y desvitalizado
por una moral que niega y rebaja su naturaleza, ha
llegado a concebirse como pasivo, no queriendo recono­
cerse a sí mismo en sus momentos más fuertes. Todo
lo grande y fuerte lo concibe como sobrenatural, como
extraño a su ser y le llama Dios. Aquí estaría la raíz de
la oposición de “verdadera vida” y “falsa vida”, en­
tendida erróneamente como oposición de “vida futu­
ra” o celestial y “vida presente” o terrena, es decir,
“vida eterna” como “inmortalidad personal” en oposi­
ción a vida perecedora. Por consiguiente, la participa­
ción en la vida futura es considerada como ingreso en
la verdadera vida, después de la muerte, que es así
un mero tránsito, un episodio. La filosofía seculariza
esta antinomia creada por el ideal religioso. Por este
camino ,se opera la sobrestimación del espíritu, de la
conciencia, la que, en virtud de esta infundada evalua­
ción, es erigida en la más elevada especie de ser.
En el concepto de “otro mundo” está la fuente de
las ilusiones trascendentales. Tal idea de “otro mun­
do”, como opuesto a éste en que vivimos, considerado
como mundo aparente, tiene, según Nietzsche, una tri­
ple raíz: 1) el filósofo inventa un mundo de la razón,
al que concibe como “mundo verdadero”, tal cual hace
Platón con el mundo de las “ideas” ; 2) el hombre
religioso inventa un mundo divino, que es el origen del
mundo desnaturalizado; 3) el hombre moral inventa
un mundo del libre arbitrio, del que se origina el
“mundo bueno”, “perfecto”. De este modo el mundo
en que vivimos se presenta, en relación con el “otro
mundo”, como sinónimo de la no vida, del no ser, del
“deseo de no vivir”. El cristianismo, al suspender sobre
el hombre el memento mori para recordarle que debe
encaminarse hacia una vida futura de beatitud, le qui­
ta el entusiasmo por esta vida, lo aparta de su destino
terreno, tornándole amargos y tristes sus afanes; a toda
esperanza, a toda germinación de vida las ha declarado
cosas vitandas. El memento viviré, lema de la época
moderna, opuesto a aquel tétrico memento mori, suena
todavía como algo tímido y pecaminoso. “Una religión
que predice un fin a la vida terrena en general y con­
dena a todos los vivientes a vivir en el quinto acto de
la tragedia, tal religión excita ciertamente las fuerzas
más nobles y más profundas, pero ella es hostil a todo
ensayo de plántaeión nueva, a toda tentativa audaz,
a toda libre aspiración; le repugna todo aventurarse en
lo desconocido, porque en todo ello nada ama ni espe­
ra. A todo lo naciente lo deja prosperar de mala gana,
para en el momento oportuno desplazarlo o sacrificar­
lo como una incitación a la existencia, como una men­
tira sobre su valor”.
Es necesario destacar que el pensador de El Anti­
cristo distingue entre el cristianismo que se ha realiza­
do históricamente y la actitud espiritual y la doctrina
de su fundador. En múltiples pasajes de su obra esta­
blece y valora esta distinción, derivando de la misma
consecuencias esenciales. Así nos dice: “No se debe con­
fundir al cristianismo, como realidad histórica, con
aquella raíz que su nombre recuerda: las demás raíces
de que ha crecido han sido mucho más poderosas. Es
un abuso sin precedentes señalar con aquel santo nom­
bre esos productos decadentes y deformaciones que se
.llaman “Iglesia cristiana”, fe cristiana” y “vida cris­
tiana” ¿Qué es lo que Cristo ha negado?: todo lo que
hoy se llama cristiano”... Jesús instituyó una vida real,
una vida en la verdad enfrente a la vida ordinaria:
nada más lejos de su ánimo que el grosero absurdo de
un “Pedro eternizado”, de una existencia personal
eterna”... “La iglesia es justamente aquello contra lo
cual Jesús predicó y contra lo que enseñó a sus dis­
cípulos a luchar”... “Después que la Iglesia se desem­
barazó de todas las prácticas cristianas y sancionó en­
teramente la vida en el Estado, aquella vida que Je­
sús había combatido y condenado, tuvo ella que co­
locar el sentido del cristianismo no importa donde: en
la creencia en cosas increíbles, en el ceremonial de
rezos, adoración, fiestas, etc. Los conceptos de peca­
do, perdón, castigo, recompensa, todo ésto, comple­
tamente baladí y casi excluido por el primer cristia­
nismo, pasan ahora al primer plano”.
Por lo demás, es bien sugestivo y elocuente que
en el repudio del cristianismo realizado y en los fun­
damentos críticos que informan esta actitud coincidan
.Nietzsehe, el heterodoxo y destructor, y Soren Kien*
kegaard, el místico y cristiano absoluto, quien señala,
para llegar hasta Cristo, un sólo camino, el que con­
duce a través de la paradoja y la desesperación.
IX. - EL ETHOS DE LA OBRA CREADA
La voluntad no sólo dirige su querer a un fin
inmanente a sí misma, que implica un constante au­
mento de poderío, sino incluso a uno que,trascendien­
do la mera función del desarrollo biológico, intrín­
seco a la vida individual, apunta a una tarea, en la
que ella deja su impronta creadora.
Este último fin supone, por parte del hombre, la
realización de una obra, de la cual el hombre es el
1creador, el forjador que, como una finalidad cons­
ciente, se- la propuesto. Por esta actividad creadora,
el hombre se inserta en la corriente de la vida, en
el proceso vital de la naturaleza. Esta también es
creadora puesto que trae a la vida formas en las que,
como naturaleza que se organiza así misma, impri­
me su sello, así como el artista deja el suyo en la obra
de arte. En Nietzsche, el modelo del hombre crea­
dor, cuyo espíritu se expresa en la obra, se opone al
del mero trabajador, y el valor de la obra al del me­
ro trabajo. Este, para no devenir trabajo mecaniza­
do, sin alma, ha de exhibir el troquel espiritual del
hombre productivo, o sea, debe traducir una activi­
dad con cuyo resultado el trabajador, en tanto es
un hombre animado de sentido creador y vocación
de obra, establece una íntima relación vital y exis-
tencial.
Así, en la concepción nietzscheana, surge el ethos
de la obra creada y el de su creador, el hombre pro­
ductivo, como aristada contrafigura del trabajo me­
canizado y del ente exangüe encadenado al mismo.
Este contra ethos es consecuencia negativa y necesa­
ria del maqumismo industrial y de la producción ca­
pitalista que caracterizan a una época a la que Nietzs­
che le hizo el certero diagnóstico de su decadencia,
época responsable de la civilización mercantilista y
filistea, a cuyo colapso agónico hoy asistimos. “Si se
quiere, pues, determinar el valor del trabajo, cuánto
tiempo, dedicación, buena o mala voluntad, coerción,
inventiva o haraganería, honradez o apariencia se em­
plea en él, entonces jamás se puede juzgar su valor,
porque toda la persona tendría que ser puesta en el
platillo de la balanza. Esto significa: ¡no juzgues! Pe­
ro el grito por justicia es el que ahora nosotros escu­
chamos de aquellos que están descontentos con lá eva­
luación del trabajo. Si se piensa más, se encuentra a
toda personalidad irresponsable de su producto, el tra­
bajo: jamás se puede, por consiguiente, derivar de él
un beneficio; todo trabajo es tan bueno o malo como
él tiene que ser en la necesaria constelación de fuer­
zas y debilidades, conocimientos y deseos. No está en
el arbitrio del trabajador, si trabaja; tampoco cómo él
trabaja. Sólo los puntos de vista de la utilidad, los
más estrechos y los más amplios, han creado la va­
loración del trabajo”.
Nuestro tipo de civilización científico-técnica, con
su progresiva tendencia a la tecnificación integral y
a la evaluación del trabajo por su utilidad, con el em­
pobrecimiento vital que ello implica, no puede invo­
car para subsistir, en la forma que ella ha asumido
hasta ahora, principios fundamentales ni ampararse en
la tabla vigente de los presuntos valores eternos. Ella
no es- eterna y está minada por antinomias destructi­
vas y catastróficas. Su consigna es la de la máquina
que debe marchar, es decir acelerar el proceso de des­
personalización del trabajo. Pero “la máquina es im­
personal, ella sustrae a la porción de trabajo su orgu­
llo, su bien individual y su defecto, lo que se adhiere
a todo trabajo no maquinal, por Consiguiente le quita
su poco de humanidad. Antes, toda adquisición hecha a
los artesanos era una distinción de personas, con cuyos
distintivos uno se rodeaba: el utensilio y el vestido lle­
garon a ser símbolo de recíproca valoración y conexión
personal, mientras nosotros ahora, parecemos vivir
sólo en medio de una esclavitud anónima e imperso­
nal. El alivio del trabajo no se debe pagar tan caro”.
El rasgo saliente de lo que —de acuerdo a la ha­
bitual división de la Historia— se llama edad contem­
poránea, es la realidad del progreso material, el incre­
mento adquirido por las formas externas de la civili­
zación: técnica, maqumismo, industria, y su común
denominador, la forma capitalista de producción.
Este proceso arranca desde el Renacimiento, en
cuyo magnífico orto también emerge, en el decir de
Jacobo Burckbardt, el mundo imponderable de la
personalidad humana. Esta, apenas producido su pro­
misorio realumbramiento, es olvidada y preterida por
el absorbente impulso de la ciencia moderna hacia el
dominio de la naturaleza exterior. La ciencia deviene
un instrumento para la ambición utilitaria del hom­
bre europeo. Este, trás afanosas etapas, subrayadas
-por los grandes inventos, por el vuelo prodigioso de
la mecánica, comprueba que el instrumento posee una
enorme eficacia, siendo aún susceptible de mayar
precisión y poder, y que su sueño se está realizando,
aunque dominios inexplorados y enigmas todavía re­
beldes se levanten en la ruta de la experiencia, para
acicatear aun más sus ansias de conquistas, su afán por
encadenar a sus designios, con vistas al rendimiento
útil, los fenómenos de la naturaleza.
Es la edad científica por antonomasia. El apogeo
de la ciencia, con su corolario el perfeccionamiento
de la técnica y el progreso de la industria, ha engen­
drado el vértigo de las conquistas materiales, la sed
insaciable de riquezas. Es un paso decisivo hacia la
inediatización y despersonalización del hombre. Se
acusa un descenso en la vida del espíritu, un empo­
brecimiento de todos sus contenidos vitales; el hom­
bre occidental comienza a eclipsarse como hombre,
como finalidad inmanente de sí mismo, a transformar­
se en un tornillo de la gran máquina de la producción
capitalista, en un autómata de la especialización cien­
tífica. Por este camino se acentúa cada vez más la pri­
macía de las cosas y del factor mecánico, devenido
omnipotente, relegándose a un último plano el mundo
de lo humano, de los intrínsecos impulsos vitales, que
alumbró la aurora del Renacimiento.
Así, el hombre, reducido a un mero engranaje de
la vida industrial, mutilado en las tendencias expan­
sivas de su personalidad, de su ser total, sólo ha apren­
dido a tener fe en las cosas, resignándose al proceso
fatal en que ellas lo envuelven, pero carece en abso­
luto de fe en sí mismo. Al aprender de la técnica el
empleo de la fuerza mecánica, pierde la fe en el ejer­
cicio de las propias energías, las que definen su esencia
íntimamente creadora.
El mundo moderno ha visto prosperar la idea de
progreso, que se ha extendido a los distintos dominios
de la actividad humana. Se habla de “progreso cien­
tífico”, de “progreso material” e incluso de “progre­
so moral”, etc. Esta idea, cara al espíritu occidental,
se robustece y cobra vigencia hasta el punto que lle­
ga a ser dogma indiscutido. El progreso material, en
sus diferentes aspectos, es, desde luego, el hecho más
evidente, la realidad que traduce, casi integralmente,
el carácter de esta época. Es cierto que el hombre oc­
cidental pondera, como algo efectivo, el progreso mo­
ral y se enorgullece hasta el éxtasis del progreso cien­
tífico. En lo que hace a este último, bien examinadas
las cosas, se comprueba que sus resultados, en su ma­
yor parte, se circunscriben a las ciencias aplicadas y
que son escasos, aunque de mucha monta, en la esfera
de la ciencia pura, sobre todo en la física. En tal sen­
tido, el interés puramente especulativo de la ciencia
no es muy grande, siendo sus objetivos preferente­
mente prácticos. Por eso, más que de progreso cien­
tífico, en sentido estricto, cabe hablar propiamente
de progreso técnico e industrial.
El decantado progreso de la ciencia, lejos de con­
tribuir al enriquecimiento vital y a la elevación es­
piritual del hombrease resuelve en mecanización, en
avasallante progreso material. La labor especializada
de la ciencia, sin duda, beneficia materialmente a la
civilización, pero al precio de la mutilación espiritual
de los que hacen profesión de ella. La especialización
científica, la llamada división del trabajo —especie
de fiat utilitario de la civilización moderna— practi­
cados a ultranza y sin contralor, han terminado por
hacer del hombre un autómata, transformando su in­
teligencia en un mecanismo inánime, en una máqui­
na de inducciones cuantitativas. La investigación cien­
tífica, en estas condiciones, carece de un princi­
pio unificador, de una visión integral, y tiende fatal­
mente a mecanizar al hombre; agosta su emotividad,
mata su alma.
Los cultores de la ciencia, confinados en los com­
partimientos estancos de sus especialidades, son impo­
tentes para elevarse a una visión que abarque en su
conjunto el panorama de la múltiple y variada activi­
dad humana; no han podido lograr, en su tarea al
servicio de la comunidad, una síntesis ideal que unifi­
que, otorgándoles finalidad ética, los resultados par­
ciales y siempre fragmentarios de su pesquisición uni­
lateral. La actividad del profesional de la especiali-
zación científica es una actividad que, por su propia
naturaleza, propende a despersonalizarse cada vez
más, porque a medida que se intensifica y acota rí­
gidamente su dominio, más se sustrae al ritmo creador
del espíritu, perdiendo todo contacto con la fuente de
la espontaneidad vital.
El mal profundo y general de nuestro tiempo, su
acentuado carácter negativo, consiste en la ausencia
de una síntesis vital, de un ideal humano orientador.
Es que nuestra civilización ha desintegrado al hom­
bre, reduciéndolo, para satisfacer sus fines exclusiva­
mente utilitarios, a una pieza de su complicado y om­
nímodo mecanismo. Todo ésto conduce, en el orden de
la utilización de los inventos de la ciencia, es decir
de las consecuencias de la ciencia aplicada, a la tec-
Edificación progresiva, proceso justificado y sancionado
por una religión de la técnica y una tecnocracia, pa­
ladina confesión de la nueva barbarie que ha hecho
presa del hombre, para deshumanizarlo y disponer
así de él como de un mero valor instrumental.
Ante esta dolorosa y descarnada realidad debemos
poner en duda el ‘progreso moral’ y humano que con
tanta ligereza se pregonan. No se acusa un verdadero
progreso en la moralidad, ni en el desarrollo general
de la vitalidad humana, pese al moralismo y al culto
de la vida de que alardea la civilización occidental.
Moralismo carente de contenido e industrialismo efec­
tivo, con su aneja barbarie politécnica, se correspon­
den perfectamente. La moral, la cultura ética que pro­
clama y no practica el hombre occidental, no es nada
más que una especie de salvoconducto para su acción
utilitaria desmedida, en una palabra, la bandera que
cubre la mercancía.
Ha sido olvidado el concepto de “técnica”, en' la
originaria y noble significación con que lo formulara
Sócrates, es decir, la técnica entendida, no sólo como
el empleo inteligente de las fuerzas y recursos natu­
rales para informar y dominar una materia dada por
la naturaleza, sino también el procedimiento que po­
ne esencialmente la fuerzas naturales al servicio de fi­
nes específicamente humanos. Si prestamos fe a teó­
ricos solemnes, que han escrito sesudos y voluminosos
tratados sobre el sistema del trabajo técnico y, en ge­
neral, sobre la técnica y sus presuntas virtudes, ésta
tiende a liberar al hombre de parte del pesado, yugo
del trabajo material, a mejorarlo humana y espiritual­
mente. Según estos especialistas, lo primordial en el
trabajo técnico es la actividad espiritual, de la que de­
pende, en principio, la “actividad” automática que
hay en el mismo. El trabajo técnico, nos dicen, “de­
be ser humano, humanamente dirigido”. En este su­
puesto, superando lo puramente mecánico, la técnica
nos orientaría hacia un ideal en virtud del cual ella sea
comprendida y aceptada no como “fin”, sino como
“medio”.
La gran ventaja de la técnica, de acuerdo al mis­
mo supuesto, es que “tiende a hacer cada día más
innecesario el trabajo manual”. Que el progreso de
la técnica encamina a este resultado, es un hecho evi­
dente; pero debemos reconocer que por ello se engen­
dra una grave anomalía, una desventaja en un aspecto
fundamental. Porque si es cierto que el hombre se
libera del trabajo manual, es al precio de una verda­
dera mutilación de su personalidad, desde que pau­
latinamente se convierte en una pieza de las máqui­
nas, al ser absorbido por una función automática, la
que anula en él la posibilidad de perfeccionamiento
mental y humano y asimismo constriñe el despliegue
de direcciones vitales, esenciales para su desarrollo
armónico e integral. Una cosa es lo que debe ser, se­
gún los principios ideales que la técnica presupone, y
otra muy distinta lo que en realidad sucede:
los desastrosos efectos del trabajo técnico, la acción
deshumanizadora del maqumismo. La máquina per­
fecta, cuyo funcionamiento haga innecesaria la coo­
peración mecanizada del factor humano, es y será una
quimera.
Los teorizadores de la técnica, reconociendo los
males ocasionados por ésta, apuntan la necesidad de
imprimirle un carácter cultural y humano. ¿Es posi­
ble esta humanización de la técnica? Abrir semejan­
te interrogación es abocarnos al difícil problema que
plantea el marcado desacuerdo existente entre el pro­
greso técnico y el llamado progreso moral, el grado
efectivo de perfeccionamiento espiritual y humano.
Este desacuerdo, que denuncia el interno desequili­
brio de la civilización occidental, proviene de que el
progreso técnico y, en general, el progreso material,
se han realizado a expensas del desarrollo espiritual,
a cambio de un retardo, de una detención en el pro­
ceso vital. Tan patente es la desproporción entre am­
bos, que el incremento adquirido por el primero nos
parece, con razón, monstruoso, y, ante su realidad, nos
punza el ánimo un angustioso sentimiento de inadap­
tación. Es que el hombre occidental, al sacrificar su
desarrollo espiritual y la progresión de su vitalidad
al progreso técnico, ha acabado por depender de los
instrumentos que ha forjado. Ha quedado reducido él
mismo a un instrumento secundario. En medio del
complicado andamiaje de la civilización moderna, lo
vemos accionar cual fantasma, en el que un estricto
automatismo ha suplantado la iniciativa de la vida es­
pontánea. La máquina, de cuyo funcionamiento él
llego a ser pieza accesoria, ha despotencializado su
vitalidad, mecanizado sus impulsos, disgregado su al­
ma, reduciéndola a la peor servidumbre, la que, por
ausencia de toda inquietud de humano perfecciona­
miento, amenaza cristalizar en un estado de resigna­
da abdicación de la libertad interior.
La civilización capitalista, carente de un ideal
esencial, de principios fundamentales y permanentes,
sin raigambre en el estrato primigenio de los instin­
tos básicos del hombre, es por dentro distorsión y do­
lor, y sólo externamente esplendorosa y brillante. Por
esta ruta, hoy llena de ruinas, ¿hacia dónde va esta
civilización? A través de su ilusivo brillo externo, de
su férrea armazón, de su ruidoso y sórdido industria­
lismo, de su deshumanizadora tarea utilitaria ¿cómo
reencontrar al hombre en la pureza de su humana dig­
nidad, en sus espontáneos y saludables impulsos?. ¿Có­
mo individualizarlo por estas manifestaciones pri­
marias de una fuerza expansiva que, si no es repri­
mida, lleva a la vida plena, exaltada en la voluntad
de poderío, cifra del destino telúrico del hombre?
¿Llegará, acaso, a ser realidad la profecía de Samuel
Butler, que ve en el hombre un parásito exangüe
de la maquinaria, un simple auxiliar del vasto en­
granajé de la industria? En la marchu voraginosa de la
civilización a que pertenece ¿podrfi este hombre re­
signarse a no ser nada más que unu nombra que sólo
vive del recuerdo de un pasado glorioso? ¿Podrá él
aceptar el papel de triste y dcHinirriado epígono
de la grandeza de ejemplares humanos que en épocas
pretréritas constelara la voluntad du poderío en tra­
yectoria victoriosa?
X. - LA JUSTICIA SOCIAL
Todos los interrogantes, que acababamos de
formular, sé apretaron trágicamente en el nudo
gordiano que la crisis bélica, que acaba de tener
su desenlace en el terreno militar, mas no en
el social, no ha desatado y sí parcialmente cor­
tado con la espada, con una espada de áurea empuña­
dura, bien forjada por la técnica y de doble filo políti­
co. Los hilos sueltos se reanudan en el mismo drama
secular, sólo que en un acto más avanzado y con otra
dimensión, en el drama del hombre de hoy, agobiado
por la enorme interrogación de su destino futuro.
Tantos interrogantes juntos requieren una respuesta
integral y ésta parece venir envuelta —pliegues en que
se oculta la musa trágica conjurada por Nietzsche—
en la tormenta que ya ruge en el horizonte social de
Europa y del mundo.
La humanidad occidental, después de haberse pre­
cipitado impetuosamente en la primera guerra mun­
dial y en la revolución subsecuente, acusó un notable
descenso en sus pulsaciones vitales. Pensó que había
corrido en vano tras utópicas aventuras, y se sintió
postrada por el cansancio y la decepción. Pero este
estado tan sólo era la pausa en que se relajaba una
acometida frustrada de la voluntad de poderío. Esta
humanidad, por haber apurado quiméricos afanes, fué
presa, momentámente, de honda desilusión. Pero, obli­
gada a afrontar la realidad insobornable, buscó en ésta
nuevos motivos para ilusionarse, para tender hacia el
futuro el arco de una renaciente esperanza utopista.
Vino la labor reconstructiva; la vida recobró su ritmo,
y el alma de los hombres se encaminó de nuevo hacia
su anhelada plenitud. Contra lo decretado por los
ideólogos de la decadencia de Occidente, estaba, sin
duda, reservada una primavera más para la planta
humana. Se anunció una nueva floración de los
ideales.
Es que el alma occidental no había agotado todas
sus posibilidades. Un presente grávido de formas iné-
ritas, de nuevas estructuras sociales, iba descubrien­
do a nuestra curiosidad y afán creador, en un ámbito
humano cada vez mejor explorado, nuevos motivos de
esperar, de vivir, de perfeccionarnos. El hombre, dila­
tando su propio paisaje, se planteaba, con más intensi­
dad que nunca, los grandes problemas del mundo y de
la vida, y todos aquellos que atañen directamente a su
naturaleza moral y a su trayectoria terrena. Preocu­
paciones más hondas, encaminadas a la vigencia de un
ideal de justicia social y dignidad humana, se insinua­
ron a su sensibilidad aguzada, enriquecida y alerta.
Hoy, a este alma, tan persistente en sus ensueños, tan
propensa a dejarse electrizar por grandes y súbitas
ilusiones, la hemos visto vivir y lacerarse en una peri­
pecia bélica mucho más terrible que la anterior, y, sin
embargo, pugna y reverdece en ella la esperanza en
un futuro mejor; sueña con una proficua era de paz
y dé concordia, de comprensiva convivencia de todos
los hombres, bajo el signo de la justicia social. En la
hora actual, lo que concentra y moviliza todas sus
energías es precisamente la pasión de la justicia social,
la cual, por la forma y volumen que ella asume en es­
ta etapa de radical transformación, delata la presen­
cia de la voluntad de poderío, en uno de sus grandes
avalares.
Ella aun no ha salido, puede decirse, del horror de
la última guerra, que ha destruido los tesoros artísticos
y sembrado de ruinas el suelo de una civilización egre­
gia, y ya dibuja en lontananza los luminosos perfiles
de nuevas utopías. Es que la vorágine bélica misma,
especie de fenómeno cósmico destructor, iba impelida
por el pathos de un ideal revolucionario de proyeccio­
nes planetarias, es decir, utópico. En el hórrido seno de
la destrucción y de la muerte se incubaban, para
este alma siempre capaz de esperanza, floras de ilu­
sión. El rumbo de embestida del huracán, con la tem­
pestad que le sigue, apunta a un futuro incierto, pre-
fiado de sombras y de peligros, pero el alma ilusionada
se enciende en la visión radiosa de una tierra prometi­
da, que, a la postre, se esfumará como uno de los tantos
mirajes que, en el pasado, la hicieron acelerar la mar­
cha y quemar etapas. Si ha logrado la paz, si la dulzura
del oasis suaviza sus pasiones y aquieta sus ímpetus,
se le aparece de nuevo el demonio tentador con el se­
ñuelo de una promesa y le infunde, para materiali-
"zarla, el ansia de tentar otra vez el albur bélico. Di­
ríase qué vive alucinada por los consejos que, en esta
coyuntura, Zarathustra da a los hombres: “Debeis
amar la paz como medio para nuevas guerras. Y la
tregua corta mejor que la larga”. “Yo no os aconsejo
para el trabajo, sino para la lucha. No os aconsejo pa­
ra la paz, sino para la victoria. ¡Que vuestro trabajo
sea una lucha, que vuestra paz sea una victoria!”.
Ahora ella tiene que guerrear por la paz para conquis­
tar la victoria de la justicia social, la pasión que hoy
informa totalmente su tormentoso querer.
Dispuesta siempre a superar la realidad, a hacer
de ésta trampolín para el salto a las regiones idéales,
para las aventuradas construcciones utópicas, ella arro­
ja el velo de sus ilusiones sobre las más trágicas antino­
mias sociales, sobífe las miserias y dolores de una hu­
manidad sangrante y desgarrada. Por obra de esta ilu­
sión creadora asiste a su propia palingenesia y se tem­
pla en el hervor milenario de los grandes mitos que la
impulsan hacia metas lejanas. Tras los momentos de
decepción y desaliento, viene siempre el del entusias­
mo, que la galvaniza y le comunica nuevos ímpetus.
Corre de nuevo en pos, de las utopías, de los fines que
le anticipa su voluntad de poderío, y conoce así la ten­
sión de un gran anhelo, que ella identifica con una
gran tarea, en el que concentra todas sus potencias. Y
así le acontece que después de haber desarrollado un
esfuerzo enorme, empleado en su mayor parte en el
vacío, torna a experimentar un aflojamiento en sus
íntimos resortes. Son alternativas y avatares de un alma
que dispone de inagotables reservas de ilusión, las que
luego de cada derrota de sus esperanzas, de cada caída
en la más profunda desesperación, le permiten rena­
cer, optimista, de su propia sustancia.
Pero más acá de este fondo psicológico de ilusión
renaciente se yerguen los problemas, las contradiccio­
nes y conflictos que dramatizan la cotidiana vida hu­
mana, y que nos dicen que lo está en juego es el desti­
no mismo del hombre, víctima propiciatoria de las
grandes hecatombes, desencadenadas precisamente
por esos conflictos y pasiones, que parecen constituir
la trama última e insuperable de las sociedades huma­
nas. Se trata de la vida del hombre dentro de una civi­
lización determinada y condicionada por tales antino­
mias y pasiones, que el afán utilitario y los intereses
materiales han sabido diabólicamente poner a su ser­
vicio. •
En medio de la vida ruidosa y sórdida de nuestra
civilización, que sacrifica al hombre a sus monstruosos
fines impersonales, surge más acucioso el problema del
desarrollo pleno y armónico del hombre vivo e inte­
gral, de una cultura anímica y espiritual que resguar­
de e incremente la espontaneidad vital y todas las posi­
bilidades creadoras,, esencialmente humanas. La re­
ciente catástrofe bélica, que sacudió en sus cimientos
a las sociedades humanas y ha despojado al hombre de
muchas de sus saludables ilusiones vitales, ha venido a
clarificar el espíritu para enfrentarlo con decisión sa­
piente y enérgica a los problemas y a las motivaciones
que se ocultan en el último plano de la realidad histó­
rica.
Aunque sea doloroso reconocerlo, parece haber si­
do necesario el estallido de esta última guerra, conse­
cuencia de la inhumana hipertrofia de la tecnificación,
para que se imponga con operosa evidencia la tarea
ineludible de encaminarnos a una verdadera vida mo­
ral y humana, pauta integrada por todas las direcciones
e intereses del ser del hombre. En medio de la perni­
ciosa vigencia de los seudos valores, se insinúan ya po­
sibilidades constructivas y despunta el rumbo del com­
bate espiritual. Se trata nada menos que de la funda­
mental tarea de revitalizar, salvaguardando sus gérme­
nes más valiosos, la actividad anímica, de reconstituir
la vida consciente, mediante la iniciativa de la inteli­
gencia responsable y libre. No sería, entonces, aventu­
rado confiar que nuestro siglo realice todavía una re­
habilitación del hombre, lo encamine hacia un ámbito
soleado, propicio para el despliegue de todas sus fuer­
zas vitales. Cabe, quizás, esperar que un soplo prima­
veral remoce a la agostada humanidad, que el fuego sa­
grado del espíritu se encienda de nuevo en el viejo
crisol de las purificaciones, que la mutilada criatura
humana se reencuentre en la totalidad de su ser, hoy
escindido y ultrajado.
XI. - EL NIHILISMO EUROPEO
Nietzsche, afincado en el principio de una nueva
valoración de la vida, la que, como ya hemos visto,
gira en torno de una transmutación de los valores, di­
lucida el fenómeno que él llama “el nihilismo euro­
peo”. El nihilismo, en general, es una consecuencia de
la fe en la moral, del imperativo de veracidad que ella
ha formulado y desarrollado; es, pues, el estado que
tiene que resultar necesariamente de la concepción de
la vida de la era cristiana. En tanto es derivación y
contera de la interpretación del valor de la existencia
por el cristianismo, aquel es una expresión de decaden­
cia. Para erigir una nueva tabla de valores, medida por
una vida, ascendente y afirmativa, Nietzsche llega a un
rechazo radical de todos los valores hasta ahora vigen­
tes, consistiendo en ésto su nihilismo axiológico. Mien*
tras seguimos manteniendo nuestra creencia en la mo­
ral, condenarnos la vida. Hay un nihilismo activo, que
es signo de un incremento de poder en el espíritu,
camino que nos conduce a una nueva valoración, y un
nihilismo pasivo, que es signo de decadencia e implica
un aminoramiento del poder del espíritu. La única
escapatoria al nihilismo —nombre doctrinario con el
que Jacobi bautizó a la absoluta negación y la tesitura
que inclina a ella— es afrontar una radical transvalua­
ción de los valores.
En el desarrollo del “nihilismo europeo”, como
síntoma y diagnóstico de un proceso de declinación y
caducidad, ve Nietzsche una serie de períodos, con sus
correlativas proyecciones sociales y políticas, el último
de los cuales es “el período de la catástrofe”, que, des­
de el abismo de la crisis, debe quizá conducir a la salud
y fortalecimiento del hombre europeo, quien se reco*
nocerá a sí mismo en una nueva tabla de bienes y valo­
res, en la que él, como primer signo rúnico del idioma
de la vida, asumirá el grado más alto de la escala, con
su voluntad de poderío cristalizando en una moral
de señores, de dominadores. Este último período será
el del “advenimiento de una doctrina que pasa a los
hombres por el tamiz, que lanza a los débiles, y tam­
bién a los fuertes, a decisiones”. No cabe detener la
caducidad levantando instituciones, como ingenuamen­
te lo imagina el socialismo, que propugna un ideal de
decadencia. Al bosquejarnos el cuadro de las perspec­
tivas que resultarán de este desenlace catastrófico de!
nihilismo, la visión de Nietzsche se torna profética.
Sus ideas son anticipaciones: la cuestión social misma
es el resultado de la decadencia de una forma de vida
con sus instituciones y valores. “El socialismo, como
objetivo de la tiranía de los más insignificantes y los
más tontos, es decir, de los superficiales, envidiosos y
de los “en sus tres cuartas partes actores”, es de hecho
la consecuencia de las “ideas modernas” y de su anar­
quismo latente; pero en la atmósfera tibia de un bien­
estar democrático dormita la facultad de concluir o
bien de llegar a una conclusión. Se sigue, pero no
se concluye más. Por esto el socialismo en conjunto es
una cosa agria y desesperada... No obstante, como topo
inquieto bajo el suelo de una sociedad que rueda hacia
la estupidez, el socialismo puede ser útil y salvador;
retrasa la “paz sobre la tierra” y la total compensación
del rebaño democrático, y obliga a los europeos... a no
abjurar del todo de las virtudes viriles y guerreras...”.
A la moderna democracia, con sus artilugios repre­
sentativos y parlamentarios, la caracteriza como una
forma de disolución y caducidad del Estado. “En todo
tiempo el democratismo ha sido una forma de deca­
dencia de la fuerza organizatoria”. Con el apogeo de
las instituciones en que la democracia se apuntala, la
libertad, en cuyo nombre y servicio precisamente tales
instituciones fueron creadas, perece. “Las instituciones
liberales cesan de ser liberales tan pronto como ellas
son alcanzadas; después no hay nada más malo y más
profundamente perjudicial para la libertad que las ins­
tituciones liberales..., ellas son la nivelación de monta­
ña y valle, elevada a moral, 'empequeñecen, hacen co­
bardes y sensuales; con ellas triunfa siempre el animal
de rebaño”. La verdadera libertad, capaz de traer al
mundo instituciones indemnes por mucho tiempo al
declive, al virus de la decadencia, entraña voluntad
para la auto-responsabilidad; libertad significa que los
instintos viriles y guerreros tienen el predominio sobre
otros instintos que inclinan a la molicie, como el de la
felicidad. Con gran sagacidad y amplitud de enfoque
histórico, Nietzsche confronta estos principios con la
vida y posibilidades de las naciones europeas, con la
distribución de poderío entre las potencias mundiales.
“Para que haya instituciones —nos dice— tiene que
haber una especie de voluntad, de instinto, de impera­
tivo antiliberal hasta la maldad: voluntad de tradi­
ción, de autoridad, de responsabilidad más allá de las
centurias, de solidaridad retrospectiva y prospectiva
en el encadenamiento de las estirpes in infinitum.
Cuando existe esta voluntad, entonces se funda algo
como el imperium Romanum: o como Rusia, la única
potencia que hoy tiene fuerza de duración, que puede
esperar, que algo aún puede prometer; Rusia, el con­
cepto opuesto del deplorable particularismo estatal y
nerviosidad europeos, los que con la fundación del
R.eich alemán han entrado en un estado crítico...”.
Nietzsche escribía esto en 1888! (Gotzen-Dammerung,
par. 39). El Occidente, con sus dependencias cultura­
les y técnicas, relativamente autónomas (América), no
posee más aquellos instintos de los cuales nacen las
instituciones, de los cuales nace, estructüralmente con­
figurado, el futuro. “Se vive para hoy, se vive muy de
prisa, se vive con demasiada irresponsabilidad: justa­
mente a esto se le llama “Libertad”. Aquello que de
instituciones hace instituciones es despreciado, odiado,
rechazado: Cuando a la palabra “Autoridad” se la pro*
nuncia en voz alta, uno se cree expuesto a una nueva
esclavitud. Tan lejos va la decadencia en el instinto de
valoración de nuestros hombres políticos, de nuestros
partidos políticos que ellos instintivamente prefieren
lo que disuelve, lo que apresura el fin...”. Lo que pre­
cede parece escrito hoy en presencia de los aconteci­
mientos. Nietzsche percibía, merced a la disposición
hipersensible de su espíritu, el rugir de la tormenta le­
jana, sentía en sus nervios la carga de electricidad
histórica que se estaba acumulando en los senos de la
vida europea y vió venir y anunció la época dramática
en que había de entrar el mundo occidental como con­
secuencia de la grave crisis de valores y pugna de ideas
por que estaba internamente trabajado y escindido:
“Yo prometo uña edad trágica: el arte supremo de de­
cir sí, la tragedia, renacerá cuando la Humanidad ten­
ga a sus espaldas, sin sufrir por ello, la conciencia de
la guerra más dura, pero necesaria... Habrá guerras
como no las ha habido hasta ahora sobre la tierra”.
Agitado por esta terrible certidumbre, arroja una
penetrante mirada sobre la posible y probable distri­
bución del poder entre las grandes naciones del mun-
do: “Me parece que el don de inventiva y la acumula­
ción de fuerza de voluntad son, merced a un gobierno
absoluto, mucho mayores y están más intactas entre
los eslavos; y un gobierno germano-eslavo del mun­
do no pertenece a las cosas más inverosímiles”. Los
ingleses no saben superar las consecuencias de su
testaruda auto-soberanía; con el tiempo admiten cada
vez más a los homines novi en el timón, y últimamen­
te a las mujeres en el parlamento. Pero hacer políti­
ca es, en última instancia, capacidad hereditaria: na­
die comienza de hombre privado para llegar a ser una
personalidad política con inmenso horizonte”. Previo
él, con singular acierto, que en el presente siglo el es­
tado de Europa, que ya vivía en constante peligro,
llevaría de nuevo al cultivo y afirmación de las virtu­
des viriles. El problema que se cernía en el horizon­
te histórico era, nada menos, que el del dominio del,
mundo, el de una lucha por el poder hegemónico y
la expansión. Atisbando las futuras constelaciones de
los grandes grupos humanos, afirma: “Rusia domina­
rá a Europa y Asia; tiene que ser colonizadora y ganar
a China y la India. Europa será como la Grecia ba­
jo el dominio de Roma...” “El poder ya ha sido una
vez dividido entre eslavos y anglosajones. El influjo
espiritual podría estar en manos del europeo típico...
Pero si Europa cae en manos de la plebe, entonces se
acabó la cultura europea. Lucha de los pobres con-
tra los ricos. Por consiguiente esto sería un último ar­
der de la llama”.
Es sintomático, en el sentido del acierto de su prog­
nosis, que no compute, para nada, a las naciones lati­
nas, ni a España ni tampoco a los pueblos de Hispano­
américa. Es que vio perfectamente que, de estas nacio­
nes, algunas aceleraban el ritmo de una ;decadencia
casi irremediable (Francia, España, Italia) y las otras
eran frustrados conatos, lastimosos proyectos de estruc­
tura estatal y nacional, sin existencia histórica, cuyos
territorios se valoraban únicamente como lugar propi­
cio para la incursión utilitaria de las corrientes migra­
torias (los países de Hispano-América y más precisa­
mente Iberoamérica), Sobre todo España, que desde
hace tanto tiempo se debate estérilmente en una fla­
grante desproporción entre el querer y el poder, delata
la caducidad que la carcome cuando a esta altura de
la evolución del mundo histórico, después de haberse
desgarrado en una cruenta guerra civil, viene a rema­
tar en un valetudinario remedo de Estado teocrático y
clerical, con invocación al cristianismo, como si Hegel
no hubiera enseñado, con su filosofía del derecho y su
filosofía de la historia, a distinguir rigurosamente la
esfera del Estado de la religión y no hubiese su­
perado para siempre la limitada y exclusiva concepción
religioso-eclesiástica de la esencia y tarea del Estado;
como si Nietzsche, consignando algo decisivo y funda­
mental, no hubiese subrayado esta verdad: “El cristia­
nismo es posible como la más privada forma de exis­
tencia supone una sociedad estrecha, retirada, abso­
lutamente apolítica, pertenece al conventículo. Un
“Estado cristiano”, una “política cristiana”, por el
contrario, es una impudencia, una mentira, así coma
un comando cristiano del ejército, que finalmente ter­
minase por tratar al “Dios de los ejércitos” como jefe
de estado mayor. El papado tampoco ha estado jamás
en situación de hacer política cristiana...” ; en fin, co­
mo si todas las realizaciones históricas del Estado, des­
de el comienzo de la modernidad europea, no alejasen
definitivamente de aquel modelo anacrónico, hoy de
imposible actualización.
Nietzsche vio, pues, que las naciones latinas, pues­
tas en la pendiente de la decadencia, entrarían en el
cono de sombra, de la sombra proyectada por aquellos
grupos monitores, centrados en un impulso hegemóni-
co hacia el gobierno y dominio del mundo. Si contras­
tamos los pronósticos nietzscheamos con los resultados,
ya a la vista, mas no el fin, de la crisis bélica en que
se debatió la civilización occidental, comprobamos
(sin abrir juicio alguno n i . valorar orientacio­
nes ni idearios políticos), al hilo del acierto de
los mismos, lo siguiente: En esta última guerra,
sólo los alemanes y los rusos han luchado con
pasión política por un ideal político; detrás de sus
máquinas bélicas había hombres impelidos por una
voluntad de poderío, de troquelar las estructuras 80-
cíales del futuro y señorearlas. En cambio, detrás de
la maquinaria de guerra y la superabundancia de ma­
terial y recursos técnicos de los ejércitos anglo-yanquis
-asomaba la cabeza el mercader, producto de un orden
social y una civilización moribundos. Les hicieron y
Ies hacen séquito, como satélites sin voluntad ni sobera­
nía, las naciones latinas e Iberoamérica, en la creen­
cia de que por tratarse de los señores monopolizado-
res del oro serán ellos, mañana, los mismos señores del
dominio del mundo; Iberoamericana, el continente,
hasta ahora, sin destino, a menos que la Argentina,
por propia gravitación histórica de país monitor, per­
file uno autético, iniciando la revolución continental
para abolir las oligarquías económicas y políticas
que han traicionado a Hispanoamérica. Principalmen­
te las naciones iberoamericanas —felizmente sólo
sus gobiernos con sus claques cosmopolitas—, Hin-
terland colonizado y todavía eolonizable, despensa de
reserva a disposición de los señores del oro, se han cons­
tituido, en una reiterada abdicación de sus posibili­
dades autonómicas, en su comparsa (hors de Vliistoi-
re) vocinglera, fanfarrona y temerosa. Pero el úl­
timo acto del drama mundial, su desenlace revolucio­
nario, recién parece estar a punto de comenzar...
XII.-LA IRRUPCION DE LOS RUSOS
La edad trágica que anuncia Nietzsche es la que
debe venir después de la época plúmbea y decadente
en que, con todos sus artilugios técnicos, alcanza su
apogeo la civilización mercantilista y que necesaria­
mente debía desembocar en el “período de la catástro­
fe” ; es decir después que la humanidad, nivelada por
el afán igualitario de las masas en trance de accesión al
destino histórico y al dominio político, allanada por
los valores puestos en vigencia por la “moral de los
esclavos”, se haya purificado en el crisol de la guerra
“más dura y necesaria”, de una guerra que como
fuego desvastador ha pasado sobre el suelo milenario
de Europa, quemando todas sus malezas, para pre­
pararlo para una nueva siembra, para que el espíritu
de la tragedia y de una vida renaciente enciendan una
primavera más en el viejo tronco de la cultura greco-
latino-germana.
Con la llegada, con el ascenso de los rusos al área
histórica de Occidente un temblor inédito, pre-anuncio
de futuras gestaciones recorrerá el cuerpo y el espíritu
de Europa, en cuyo predio, testigo de tantas y tan
egregias floraciones y humanizado y embellecido por
tantos sueños, se sentirán, se sienten ya, un tanto apa­
gados por el redoble de los tambores, los pasos danzari­
nes de Dionysos redivivo, que al pronto se presenta
bajo el disfraz igualitario, pero que, conforme a su
verdadera esencia, será prepotente y sensual. Se arro­
jará con su exuberancia vital, con sus instintos victo­
riosos, sobre su bella presa inerme, cubierta de glorio­
sos cicatrices, pero todavía estremecida por esa inquie­
tud creadora que le permitió decantar en sus propios
vasos las esencias clásicas e imponerles el sello y el esti­
lo de una cultura original. El sátiro estepario, que vivió
al acecho de su. ardiente mediodía y está sobresaturado
de energías cósmicas y telúricas, se arrojará sobre su
codiciada presa para fecundarla, para iniciar una nue­
va promoción de la vida, del espíritu encarnado, vitali­
zado e impelido por la fuerza expansiva del instinto.
Desde el fondo de la estepa, desde el país inmenso
y enigmático que “limita con Dios” (Rilke), desde el
pueblo de los instintos primarios y bárbaros y de los
deslumbramientos místicos llegará una corriente, le­
gamosa pero cargada de gérmenes vitales, a galvanizar
estirpes en el declive, a inyectar sangre nueva en una
cultura sublimada en demasía, a abonar y fertilizar
con humus virgen un ámbito superlabrado por la cien­
cia, arado por la reja del exámen, de una inteligencia
fríamente analítica y sólo atenta al rendimiento técni­
co e industrial, reja que ha descuajado simientes y bro­
tes de la mejor flora espiritual y humana. Bajo el to­
rrente de sangre eslava Europa, la Europa estatalmen­
te atomizada, muere para renacer a nueva vida y en­
tregarse a una embriaguez entre dionysiaca y mística,
siguiendo así la vía trágica del dolor y de la supe­
ración.
No otro es el sentido de la predicción de Nietzsche.
“Comienza una época de barbarie, y las ciencias esta­
rán a su servicio”. El ideal, que es la anticipación de
las esperanzas de nuestros instintos, requiere, si ha de
ser conservado en medio de la barbarie, una prepara­
ción ascética. Serán tiempos de ensayos y experimen­
tos, en el terreno social y político; el hombre se senti­
rá ganado por un sentimiento de irresponsabilidad y
hallará un placer en la anarquía. Una especie vulgar
de hombres tomará el gobierno: primero, los mercade­
res, después los trabajadores. Es un momento en que
la masa tendrá el dominio, y el individuo, que habrá
sustituido el orgullo por la prudencia, se verá obligado
a aparentar acatamiento a la masa, si no quiere sucum­
bir y renunciar a su destino, a su ideal, al fin supremo
de su propia realización. Es una época de transición,
y así la siente el individuo en lo que atañe a su suerte
y a sus posibilidades históricas.
Nietzsche previo el rumbo y los grandes aconteci­
mientos de la actual centuria por ciertos signos que
considera inequívocos. “En primer lugar, la entrada de
los rusos en la cultura. Una finalidad grandiosa. Pro­
ximidad de la barbarie, despertar de las artes, genero­
sidad juvenil y delirio de la fantasía y efectiva fuerza
de la voluntad. Segundo signo: advenimiento de los
socialistas. Parejamente impulsiones y fuerza de volun­
tad efectivas. Asociación. Inaudito influjo de los indi­
viduos. El ideal del sabio pobre es aquí posible. Ar­
dientes conspiradores y visionarios, lo mismo que las
grandes almas, encuentran sus iguales. Llega una épo­
ca de brutalidad y rejuvenecimiento de fuerzas. En
tercer lugar, las' potencias religiosas siempre podrían
cobrar bastante fuerza para una religión ateísta a lo
Budha, la que supere las diferencias de las confesiones,
y la ciencia no tendría nada en contra de un nuevo
ideal. Pero universal amor humano no habrá! Un hom­
bre nuevo tiene que perfilarse”. Este hombre nuevo
no será un hombre gregario y que se conforme con se­
guir el ritmo del movimiento de la masa y nivelarse a
sus exigencias y reclamos igualitarios, sino que sabrá
centrarse en su tarea peculiar e intransferible, tendrá
vocación para una soledad digna y productiva, propi­
cia al despliegue integral de sus fuerzas, a las audaces
empresas del arte y al lujo vital. “Cien profundas so­
ledades forman juntas la ciudad de Yenecia; éste es su
encanto. Una imagen para los hombres del futuro”.
El hombre anunciado por Nietzsche es el hombre
que para ser fiel a sí mismo y a los designios históricos
de la época en la cual le tocará vivir, debe identificarse
con el profundo llamado de sus instintos y de su ser to­
tal; apurar la concepción agonal de la vida, sentir su
destino como tragedia y abrazarse a la más dura lucha
por la propia afirmación. Será libre en la medida en
que sepa cumplir con estas exigencias, encaminándose,
así, a través de la libertad conquistada, al goce de su
poder intrínseco, a una armónica y soberana plenitud
vital. El ideal del hombre futuro, aquí bosquejado,
es el hombre libre y plenipotente, que no se ha reali­
zado de modo exhaustivo en ningún ejemplar históri­
co, siendo el tipo del hombre romano y el de algunas in­
dividualidades del Renacimiento sólo aproximaciones
al mismo. Ser libre, para Nietzsche, es: “Querer ser
responsable de sí mismo, conservar firmemente la dis­
tancia que nos distingue (de la multitud de seres no
libres), permanecer indiferente al sufrimiento, a la
dureza, a la vida misma. Estar pronto a sacri­
ficar los hombres a su obra, sin exceptuarse
a sí mismo. Libertad significa predominio de
los instintos viriles, belicosos y victoriosos sobre los
otros, por ejemplo sobre el de la felicidad. El hombre
liberado, y mucho más el espíritu liberado, huella la
despreciable clase de felicidad con que sueñan los
mercaderes, los cristianos, las vacas, los ingleses y otros
demócratas. El hombre libre es un guerrero” . Nietzs­
che adopta el lema de un margrave brandenburgués
del tiempo de la Reforma: “Adelante en el duro com­
bate”, y 'nos dice (en una de sus cartas, la de fecha 28
de abril de 1874, dirigida al doctor Carlos Fuchs) que
“el soldado es el único hombre libre. Aquel que quiera
ser permanecer, o llegar a ser un hombre libre, no pue­
de elegir: ¡Adelante en el duro combate!”.
El tipo de hombre futuro, que Nietzsche contem­
pla, está llamack) a predicar con el ejemplo el apasiona­
do evangelio de la potencia y del vigor, motivos centra­
les del ideario nietzscheano. Para abrir camino a esta
posibilidad, a este proceso encaminado hacia su meta,
hay qué instaurar sin demora al hombre volitivo e ins­
tintivo, y ésto, a su vez, requiere, urge una transvalua­
ción de todos los valores puestos en vigencia por la mo­
ral de los esclavos, a cuyo triunfo abrió cauce el cris­
tianismo al predicar la piedad, el amor, el culto de los
débiles y de los miserables, negando todo derecho a los
fuertes. Nietzsche afirma al individuo fuerte, despla­
zado por el cristianismo, por su moral ascética, que
sólo concede a los débiles el derecho a la piedad y al
respeto. No es extraño, entonces, que él lógicamente
vea en la moral cristiana la raiz originario de la deca­
dencia, y que defina al cristianismo como una rebelión
de esclavos en la moral. Esta moral proscribe, después
de estigmatizarlas, todas las virtudes naturales del
hombre que ignora la corrupción y que por la salud y
vigor de sus instintos y sentimientos no puede caer en
ella; declara vitandas todas aquellas virtudes natura­
les y viriles que exhornaron a griegos y romanos de la
mejor época, la del apogeo y floración de su cultura e
ideales políticos y estatales. El hombre que aspira a
restaurarse en la integralidad de sus potencias y a exal­
tar en su propio ser los valores vitales, las posibilidades
de este mundo, tiene, ante todo, que luchar por dar un
sentido a la tierra, al mundo y al ser terreno, agostados
y desvalorados por el cristianismo y su moral ascética.
XIII. - LA REVOLUCION SOCIAL
Su preocupación por el destino del individuo, su
enfoque del hombre futuro no le impiden a Nietzsche
apreciar la trascendencia del problema social, ya agu­
damente planteado en su época, e interpretar el senti­
do y alcance de las trasformaciones futuras, anticipan­
do certeramente el carácter revolucionario de las es­
tructuras sociales y políticas implicadas en gérmen por
el proceso histórico que veía desplegarse ante sus ojos
avizores. Reconoce que el estado de la masa está en
función del nivel moral del hombre llamado de élite,
reflejándose en aquella la conducta de éste. Tal como
es el individuo dirigente así es la masa. “Se protesta
por el desenfreno de la masa; si ésto estuviese proba­
do, recaería del todo el reproche sobre los indivi­
duos cultivados, por cuanto la masa es tan bue­
na y mala como lo son aquellos. Ella se muestra
mala y desenfrenada en la medida en que los hombres
cultivados se muestran desenfrenados; se la pre­
cede como conductor, se puede vivir como se quiera; se
la eleva o se la corrompe, según que uno mismo se
eleve o se corrompa”.
El drama y el sufrimiento de las masas, que con
tintes sombríos nos describe el socialismo, son, en no
escasa medida, producto de la ilusión, del error en que
cae el espectador respecto a los dolores y privaciones de
las capas populares bajas porque involuntariamente
aprecia y juzga según el propio sentimiento, colocándo­
se en la situación de aquellas. “En realidad, los males y
privaciones aumentan con el desarrollo de la cultura
del individuo; las capas bajas son las más apáticas; me­
jorar su situación significa hacerlas más capaces de pa­
decimiento”. Por lo demás es un hecho que los fermen­
tos de descontento y rebeldía por el estado en que se ha­
llan las clases populares, el pathos de la justicia social
y la formulación de los ideales reivindicatoríos de tipo
revolucionario han surgido, como un grito de protesta
en presencia de una humanidad expoliada y mutila­
da, en la conciencia de los mejores, de los más sen­
sibles.
Ahora bien, si se contempla no el bienestar del in­
dividuo, sino los grandes fines de la humanidad, cabe
entonces preguntarse una y otra vez si en aquellas si­
tuaciones sociales ordenadas, que exige el socialismo,
podrían obtenerse parejamente grandes resultados pa­
ra la humanidad, como se lograron en las situaciones
socialmente sin ordenación, y hasta rayanas en lo caó­
tico. “Verosímilmente el grande hombre y la obra
grande sólo crecen en la libertad de los países incultos.
La humanidad no tiene otros fines que los grandes
hombres y las obras grandes”.
Porque en la sociedad, dentro de la organización
y orden imperantes, mucho trabajo duro y ordinario
tiene que ser hecho, es necesario mantener hombres
que se sometan al mismo, mientras las máquinas no
puedan ahorrar este trabajo. Cuando en las clases tra­
bajadoras penetra la necesidad y el refinamiento de
la alta cultura, ellas no pueden hacer más aquel traba­
jo sin sufrir en exceso. Así, un trabajador evoluciona­
do, con cierto grado de formación, busca el ocio y de­
sea no alivio en el trabajo, sino la liberación del mis­
mo, es decir quiere que otro cargue con aquel. “De he­
cho, en los Estados de Europa, la cultura del trabajador
y la del patrón frecuentemente se han aproximado tan­
to que la rutinaria exigencia del extenuante trabajo me­
cánico engendra el sentimiento de rebelión”.
Desde que los socialistas quieren el completo de­
rrocamiento del orden social vigente y la implantación
de instituciones que aseguren el mantenimiento de una
nueva forma de sociedad, de convivencia económica,
ellos tienen que apelar a la fuerza para conseguirlo.
Una evolución pacífica en este estado de cosas sólo es
posible si, por ser igualmente fuertes las exigencias
opuestas, se deriva la lucha a un equilibrio resultante
de un compromiso. “Sólo si los representantes del or­
den futuro se enfrentan en lucha a los de las viejas or*
denaciones y ambas potencias se encuentran igual o
semejantemente fuertes, entonces son posibles los pac­
tos, y sobre la base de éstos surge después una justicia,
pero derechos humanos no hay”.
Los socialistas están aliados con todas las fuerzas
que destruyen los usos, las costumbres, las restriccio­
nes tradicionales, merced a las cuales hubo bienestar
en el mundo; pero “nuevas aptitudes constitutivas no
han llegado todavía a ser visibles en ellos”. “Lo mejor
que el socialismo trae consigo es la excitación que él
comunica a los más amplios círculos: entretiene a los
hombres e introduce en las clases más bajas una espe­
cie de conversación filosófieo-práctica. En este sentido
él es una fuente de energía para el espíritu”.
Nietzsche ha reconocido claramente los síntomas
premonitorios de una subversión revolucionaria del or­
den social instaurado. desde la Revolución francesa;
ha visto que todas las antinomias de que está tejida la
vida moderna no tienen otro desenlace qué guerras y,
como epílogo, la revolución social; pero no ha puesto
muchas esperanzas en la magnitud del éxito de ésta.
“Las guerras son provisoriamente las más grandes ex­
citaciones de la fantasía, después que todos los éxtasis
y horrores cristianos han languidecido. La revolución
social es quizás algo aún más grande, y por esto ella
viene. Pero su éxito será más insignificante que lo que
uno se imagina: la humanidad puede mucho menos de
lo que ella quiere, como se vió en la Revolución france-
sa. Cuando el gran efecto y la embriaguez de la tormen­
ta ba pasado, resulta que para poder más se tenía que
tener más fuerzas y más ejercicio”. Pero, con todo,
las revoluciones y las guerras son el antídoto que ne­
cesita la vida moderna para neutralizar el exceso de
protección que ella infundadamente reclama contra
todos los peligros, sin los cuales desaparecerían toda
vivacidad, arrogancia e incitación, ingredientes que re­
quiere la vida para no amortiguar sus ímpetus y estan­
carse en calma sepulcral.
Las grandes esperanzas que Nietzsche pone en el
futuro de Europa se nutren de la convicción de que
volverán a brillar las virtudes viriles, precisamente
porque las naciones europeas viven en constante peli-.
gro. Considera que la revolución es inevitable y que
la primera consecuencia de ella será la disgregación
en la anarquía de la burguesía liberal y capitalista. El
vendaval revolucionario acabará de atomizar a Euro­
pa, de suvo estatalmente ya atomizada, para llevarla
a una grandiosa síntesis, a la unidad cultural y políti­
ca e inclusive económica. “Todo tiende hacia una sín­
tesis del pasado europeo en los más altos tipos espiri­
tuales”. En la síntesis total habrá que contar con una
nueva dimensión fundamental, dinámica y plasma­
dora: la irrupción de los rusos en la cultura y en la
política europeas.
Nietzsche ya vió en la Rusia de su época la marea
en formación que incontenible se volcaría sobre Euro-
pa, la germinación de posibilidades y fuerzas llamadas
a interferir, a corto plazo en la perspectiva histórica,
en el ulterior desarrollo de la vida europea y en la
orientación de su cultura. “Veo más propensión a la
grandeza en los sentimientos de los nihilistas rusos que
en los de los utilitaristas ingleses”. Dos acontecimientos
de incalculable alcance habían de colocar en el primer
plano de la más grande y dramática transvaluación de
valores sociales y políticos la misión europea de Rusia,
la que con aceleración y poderío apenas sospechados
marcaría su hora en el cuadrante Tiistórico de Occiden­
te: la primera guerra mundial, con su secuela, la revo­
lución comunista y el advenimiento del régimen sovié­
tico, y la segunda, que acaba de terminar en su aspecto
militar y que, en definitiva, ha sido y es —con la re­
volución social, que la prolonga y será su epílogo—
una guerra por la hegemonía política y la organización
económica, cuya secuela será la estabilización y expan­
sión del régimen soviético, con su enorme poder ma­
terial y su espacio ideológico en aumento, sobre ámbi­
tos étnicos, políticos, económicos y culturales mucho
más dilatados...
El gigante ruso, tras su sueño milenario en la
estepa, durante el cual no ha envejecido y sí acumulado
fuerzas y juvenil entusiasmo misionero, ha desperta­
do y está presente en todas partes, imantando aspira­
ciones y esperanzas con su mensaje entre ideológico y
místico, explosivo de más alta potencia que todas las
bombas atómicas de que pueda disponer la civilización
capitalista para preservar su imperio sobre una huma­
nidad expoliada. Ya dijo Dostojewski, con el sentido ve­
lado de la profecía, presintiendo el influjo ecuménico
de su patria: “Nosotros, rusos, somos un pueblo joven,
comenzamos recién a vivir, aunque ya tenemos mil
años de existencia, pero un gran buque, para hacerse
a la mar, necesita también aguas profundas”. Hoy ve­
mos al gran bajel ruso, después de haber surcado sigi­
losamente el mar profundo de su largo sueño, enfilar
su proa hacia otros mares, hacia aquellos en cuyas cos­
tas de dulce clima floreció, sobre la penumbra del mito
y por obra de estirpes proceres, la vigilia msá bella y
diáfana que conocieron los hombres.
Es el comienzo de la época trágica, añorada por
Nietzsche, y con ella del despuntar también de grandes
luchas, de la programación y acometimiento de gran­
des tareas, y, entre éstas, una de dimensión planetaria,
la atinente a la dirección política y organización social
del mundo. “La tarea del gobierno mundial viene. Y,
con ella, el problema de saber de qué modo nosotros
queremos el porvenir de la humanidad! Son necesarias
nuevas tablas de valores; y la lucha contra los repre­
sentantes de los viejos valores “eternos”, como supre­
ma oportunidad”... “El refrán de mi filosofía práctica
es éste: ¿Quién debe ser el dominador del mundo?”
Dominio del mundo, troquelación y enderezamien­
to del acontecer humano para acrecentar la vida sobre
el planeta y proporcionar, así, al hombre la oportu­
nidad de asumir el máximo de poder compatible con
su capacidad, tal es la concreción integral de la volun­
tad de poderío. El hombre, eje de la nueva valoración,
habrá aprendido el supremo arte de decir sí a la vida
renaciente, la que, impelida por el soplo de la tragedia,
por la necesidad y la fuerza de una decisión agonal,
ee le revelará como lo que ella es, como aventura pla­
netaria de un destino en pos de su plenitud, como el
más audaz impulso metafísico urgiendo el flanco de
una posibilidad cósmica. Sólo en esta última y total
proyección política de sí misma puede la voluntad for­
jar y señorear una imagen del mundo, que será tam­
bién la imagen de su propio e intransferible poderío,
espejando su ímpetu plasmador y su trayectoria te­
lúrica.
XIV.-ALLENDE LA ZONA CLARA..
Nietzsche vive sus últimos días de Turín, que tam­
bién son los últimos de lucidez de su conciencia. Di­
versos signos premonitorios anuncian la catástrofe in­
minente. Su salud está al borde del derrumbe.
Se produce el conocido episodio del 3 de enero de
1889: Al salir de la casa donde se alojaba vio, en una
parada de coches de alquiler, en la plaza Cario Alber­
to, que un viejo y desmirriado jamelgo era brutalmente
castigado por un cochero inmisericorde. Ante la tor­
tura ingligida al pobre bruto, sobrecogido de compa­
sión — ¡él que quería proscribir la compasión por los
hombres como una debilidad, como un sentimiento
depresivo!—, se arroja sobre el animal y sollozan­
do se abraza a su cuello para protegerlo con su cuer­
po de la ira del hombre. Fué el rayo que lo abatió,;
y con él quizá alumbró subterráneamente, en uno
de los pliegues de la sombra que se cernía sobre su
espíritu, una verdad vivida, apurada en el cáliz de
la vivencia más dolorosa: un capítulo fundamental,
que no alcanzó a escribir, sobre el sentimiento de
compasión hacia los animales, como imperativo pa­
ra el hombre. Este es el único ser capaz de explicarse
su dolor, de proyectar la luz de la conciencia sobre el
sufrimiento que le acarrea el destino o la maldad del
prójimo. Esta luz de la autoconciencia es el destello
del diamante más duro de la creación, brillando en
la criatura más frágil y proyectándose hasta las zo­
nas más oscuras de la realidad y de lo humano; ella
es la coraza y la fuerza del hombre: le permite, in­
quiriendo el porqué de su dolor y del dolor en los
demás seres, superarlo en el plano del espíritu e in­
corporarlo, como algo fatal y hasta necesario, a su
visión del mundo y de la vida. El animal, en cambio,
no puede explicarse el sufrimiento físico que le in­
flige la maldad del hombre, y, con los ojos muy abier­
tos, con esa mirada en la que los poetas han creído
sorprender una cifra del misterio de la vida exterior,
sucumbiendo a su destino de irracional, soporta la
flagelación, y al soportarla nos condena con la impo­
tencia de su mutismo, como si la vida misma, en su
éxtasis milenario, herida y mutilada se asomase a
aquella rfiirada para acusarnos, para reprocháramos
nuestra crueldad y nuestra culpa. ¡Todo lo que debió
sentir Nietzsche, y cuán profundamente, en aquel
minuto en que esta verdad, asida viva y palpitante,
sangró, mucho más que las otras que supo conquis­
tar, hasta cegar su conciencia con el caudal de su ve­
na! No en vano nos advirtió: “Yo he escrito siempre
todos mis libros con todo mi cuerpo y toda mi vida;
no sé lo que son problemas puramente espirituales.
Todas las verdades son para mí verdades sangrantes”.
Nietzsche, doblegado por una experiencia supe­
rior a sus fuerzas físicas, cayó sin sentido. Por fortu­
na, en ese momento, atraído por la conmoción calle­
jera provocada por suceso tan insólito, atinó a pannr
su huesped, el que, reconociendo a su inquilino en el
protagonista del hecho, lo recogió y se lo llevó a bu
casa, recostándolo en un sofá, donde Nietzsche largo
tiempo quedó inmóvil, mudo, desvanecido. Cuando
se recobró, cuando retornó de su ausencia de sí mis­
mo, del dominio de una vivencia que yacía más allá
de toda comprensión, allende la zona clara de la con­
ciencia, sintió que un doble ser divino alentaba en b u
espíritu: Dionysos y Jesús, el héroe de la embriaguez
trágica y el héroe de la resignación trágica.
Entre el 3 y el 7 de Enero, Nietzsche escribe una
serie de cartas, algunas muy bellas y sugestivas, diri­
gidas a algunos de sus viejos amigos, como Jacobo
Burckhardt, Erwin Rodhe, Peter Gast, Overbeck, y
a personalidades con las que hacía poco había traba­
do conocimiento epistolar, como Jorge Brandes y Au­
gusto Strinberg. De estas cartas, unas están firmadas
por “El Crucificado”, y otras por “Dionysos”. Son
significativas, en su concisión, las destinadas a Peter
Gast y a Brandes, y firmadas por “El Crucificado”.
Al primero le dice: “A mi maestro Pietro. Cántame
una nueva canción: el mundo está transfigurado, ra­
biante, y todos los cielos se regocijan” ; la que diri­
ge a Brandés reza: “jAl amigo Jorge! Después que
tú me has descubierto, no es ningún truco el encontrar­
me: lo difícil, ahora, es perderme”. Erwin Rohde, a
su vez, recibe un billete de “Dionysos”, en el cual
éste lo eleva hasta la altura en que él se encuentra,
para que también more “entre los Dioses”.
Nietzsche vivió aproximadamente once años, des­
pués del eclipse de su conciencia —melancólica puesta
de sol hacia el cielo de la Hélade, sobre la alegría diony-
siaca que discurre a la vera de las viñas— ; conservó
casi intacta su afectividad, y no perdió el gusto por
la música. De vez en cuando se encendían en él so­
bre el fondo de sombra, lampos de ideación, como si
el intelecto, refugiado en misteriosa cripta, prosiguie­
se su labor en torno a viejos problemas y meditacio­
nes. Murió en Weimar el 25 de agosto de 1900. In-
comprendido y hasta vilipendiado por sus contempo­
ráneos, dijo de sí mismo, con referencia a la suerte de
6U obra, que “habia nacido postumo”, y dijo la
verdad.
Después de la muerte de Federico Nietzsche, “el
último de los grandes pensadores europeos”, según
certera expresión de Baumler, comenzó a difundirse
'su obra, a cobrar influjo su pensamiento, a suscitar
admiración la nobleza moral de su vida, siendo hoy
universal su renombre y grande e indiscutida su glo­
ria de filósofo y de poeta.
... De la enorme bibliografía sobre la vida, la obra y la
filosofía de Nietzsche, nos limitamos a consignar lo esen­
cial entr,e las obras que, sin reservas, podemos llamar
buenas, vale decir, además de las muy conocidas e indis­
pensables por los datos que aportan, sólo aquellas que,
en un ponderado esfuerzo de comprensión, han estrecha­
do de más cerca el tema, de acuerdo a los resultados de
la más reciente y ahondada investigación
Elisabeth Forster-Nietzsche, Der einsame Nietzsche, 1915.
Alois Riehl, Nietzsche, der Künstler und Denker, 1897.
Karl Heekel, Nietzsche. Sein Leben und seine Lehre (una
de las exposiciones más precisas), 1923.
Karl Jaspers, Nietzsche, Einführung indas Verstandnis
seines Philosophierens (la obra que quizá más ahon­
da en la porblemática nietzscheana), 1936.
Alfred Baeumler, Nietzsche der Philosoph %nd Politiker ■
1929.
Jjudwig Klages, Die psychologischenErrungenschaften
Nietzsches, 1925
Gerg Brandés, Friedrich Nietzsche. Eine Abhlandlung
über aristokratischen Radicalismus, 1925.
Charles Andler, Nietzsche, sa vie et sa pensée (Examen
amplio y minucioso de la vida y el pensamiento
4e Nietzsche, pero que asigna un papel excesivo a
las influencias), Í931.
Henrí Lichtenberger, La Philosophie de Nietzsche, 1924.

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