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EL ESTRUENDO DE LA MUERTE

Hay dos cosas que los hombres no podemos mirar de frente, advertía La Rochefoucauld: el sol y la muerte. Son las
mismas dos cosas que han marcado el carácter español, y que quizá aún lo sigan marcando, como demostrarían los
auges respectivos del turismo, que vive de la luz del sol, y de las procesiones, que reviven la sombra de la muerte.
A las sensibilidades afrancesadas, sin embargo, les molesta la intensidad solar tanto como les asquea la imaginería
necrófila de los pasos de Semana Santa, cuya emoción demasiado palpitante les está vedada. El cristianismo es la
religión de lo encarnado, de lo divino anatómicamente expresado, y ya se sabe que la visión de la carne cruda
siempre causará escándalo en el hedonista cartesiano, que tiene algo de vegano espiritual. Ahora bien, ni el sol ni la
muerte hacen distingos según nuestro grado de sofisticación intelectual. Podemos buscar consuelo a nuestra
mortalidad en el hilo musical dodecafónico de una gastroteca o en la bizarría de un canto legionario: todos
moriremos igualmente. Y a menudo nos admira el temple sereno del gañán en la hora dolorosa, mientras que el
alma exquisita incurre en patéticas cursilerías al primer golpe serio de la vida.
Desconfíe usted de las metafísicas dulzarronas. Una filosofía a través de cuyas páginas no se oiga el formidable
estruendo de la carnicería universal no es una filosofía.
Ni tampoco una religión, olvidó apostillar Schopenhauer, que amaba el barroco español, su conceptismo y su
desengaño. Para el recuerdo de la carnicería universal sirven muy bien los corresponsales, pero a veces no hace
falta viajar por televisión hasta Siria sino que basta un cadáver prematuro en Ferraz. Ahí se llora seguramente con
más franqueza, porque el kilómetro sentimental se mide en centímetros, pero también porque tenemos firmado con
la muerte el pacto fantástico y pueril de no mirarla de frente hasta la vejez, que es cuando empezamos a asomar la
cabecita por el embozo de la sábana para ojear resignadamente la habitación vacía. Morir antes, irse a los 46 por
ejemplo -no digamos ya en la infancia-, nos parece una traición de la vida. Como si la tuviéramos garantizada.
Como si pudieran luego nuestros llorosos deudos acudir a alguna ventana de reclamaciones en esta sociedad
bienestarista donde se reglamentan hasta los derechos humanos de las mascotas. Andan los científicos atareados en
la legislación del derecho a la inmortalidad, interrupción del envejecimiento creo que lo llaman, y les deseamos
toda la suerte del mundo. Que el redoble de ninguna cofradía les importune mientras trabajan.
Pero el Viernes Santo, se tenga o no fe, debiera ser la ocasión anual para mirar a los vertiginosos ojos claros de la
muerte. No por morboso pasatiempo, ni necesariamente por católico precepto, sino incluso por sensatez pagana,
para celebrar la certeza consoladora de Epicuro: la muerte no me importa porque cuando estoy yo, no está ella, y
cuando está, entonces ya no estoy yo.
Los hombres mueren y no son felices, constató Camus, para quien no hay más dilema que el suicidio. Pero añadía
que era preciso defender la alegría hasta del condenado. Que debíamos imaginar a Sísifo dichoso, acarreando la
piedra de la existencia al menos con la satisfacción del buen profesional. Por algo se empieza, ciertamente. Un
esfuerzo más y será posible entablar animada conversación con el Sísifo que sube su piedra a nuestro lado, bajo el
claro sol del mediodía. Feliz Pascua. (JORGE BUSTOS, El Mundo, 14/04/2017)

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