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Argentina 35
vo a lo largo del siglo XIX, a pesar de la inmigración que, iniciada
en forma hacia 1870, aumentó notablemente después de la déca-
da de 1880.
Hacia la década de 1840, se incrementa la población extranje-
ra en Buenos Aires. Según Tulio Halperin Donghi no sólo ingre-
saron después de 1810 grandes comerciantes sino comerciantes
menores, molineros y de otros oficios. Rosas mismo, aunque no
tiene una ideología inmigratoria, “subvenciona la inmigración de
gallegos demasiado pobres para pagar su propio pasaje” (op. cit.:
204). La impronta burguesa de Buenos Aires la diferencia de ciu-
dades como Chuquisaca y Lima, en las que el núcleo social direc-
tor lo formaba una “culta y orgullosa aristocracia”, muy distinta
del “honrado vecino de Buenos Aires [...] Comerciante y activo
contrabandista a sus horas, cuya parquedad en los gastos no
tenía igual” (Ramos, op. cit.: 277-278).
En la década de 1820 surgió un sector de la élite ilustrada de
Buenos Aires que intentó crear un Estado con capital en la ciu-
dad-puerto, pero se le opuso otro sector, porteño también, que
expresaba en buena medida los fuertes intereses que dominaban
en ella. Este sector coincidía con grupos del interior, que por
motivos distintos rechazaban una idea que para ellos no sólo no
se compaginaba con su apego a su “pequeña patria” sino que
aparejaba su sometimiento a la ciudad que los oprimía económi-
camente.
Refiriéndose al período 1825-1826, un momento en el que se
llevó a cabo, desde arriba, ese intento de unificar el territorio en
el Estado central, comenta José Ingenieros: “Desde el primer
momento se acentuaron las hostilidades entre el partido nacional
(llamado unitario) que rodeaba a Rivadavia y el partido autono-
mista porteño que encabezaba Dorrego (llamado federal). Los dos
se disputaban la adhesión de las provincias. El unitario contaba
con la mayoría de los diputados, pertenecientes a la clase letra-
da; el federal era simpático a la mayoría de los caudillos, surgi-
dos generalmente de la clase inculta. La lucha –esto es básico–
no era entre porteños unitarios y provincianos federales, como
equivocadamente se repite [...] luchaban los federales porteños
contra los unitarios porteños [...] Dorrego defendía el autonomis-
mo de su provincia contra el nacionalismo de Rivadavia” (1918:
518-519). Éste, siendo presidente, presentó la ley que convertía a
Buenos Aires en la capital del país y “con este motivo la oposición
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Reproducción facsimilar de la carta que José Cubas, ex gobernador de la provincia de Catamarca,
le dirigió a su esposa antes de ser decapitado en 1841. Cubas fue detenido luego de que
1500 federales, comandados por Mariano Maza, ocuparon el territorio de Catamarca por
orden de Juan Manuel de Rosas.
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impone por la fuerza de las armas y su indudable carisma le per-
mite tener ferviente apoyo popular, proviniendo como proviene
de la capa social privilegiada y defendiendo como defiende los
intereses de sus iguales.
Pero, en realidad, Rosas no gobernaba a la Argentina. Las tre-
ce provincias, agrupadas en confederación, tenían gobiernos in-
dependientes y delegaron en Buenos Aires la defensa y la política
extranjera. Rosas ejercía un control de facto sobre las provincias.
Según John Lynch, el régimen que le dio la hegemonía en Bue-
nos Aires con base en la estancia, el patronazgo estatal y el terro-
rismo, no podía implantarlo en toda la Argentina, de ahí que “la
pacificación del Interior significó la conquista del Interior por
Buenos Aires. La imposición de la unificación por Rosas, no fue
un triunfo para Argentina sino para Buenos Aires. Esta fue una
etapa en la formación del Estado nacional, pero no fue la última,
y cuando Rosas cayó, el proceso de construcción de la nación
apenas había empezado” (1984: 218).2
El período 1820-1827 es de guerra civil ininterrumpida. El
motivo es poderoso: el papel de Buenos Aires en la organización
política del país. La cuestión de fondo radica en que Buenos Aires
no es la capital de la nueva república y la disputa se centra en la
divergencia acerca de si puede serlo sin condiciones, es decir,
una capital en igualdad de derechos con las demás provincias o
si será una capital con privilegios económicos reconocidos por
aquéllas. Se declaró entonces el enfrentamiento de las provincias
del Interior y del Litoral con la capital y la provincia del mismo
nombre, enfrentamiento que constituyó una sólida base para la
fragmentación del poder, en cabeza de los caudillos, miembros,
casi sin excepción, de la capa propietaria que, con ejércitos pro-
pios, defenderán la autonomía de sus provincias.
Aunque en esos años fundacionales de la república argentina
el Estado se define en las constituciones como un Estado liberal,
2
Por otra parte, la centralización rosista, mirada desde el ángulo sociológico aplicado por
Norbert Elias para analizar el proceso de formación del Estado nacional en Europa occidental
con su concepto de “fuerzas centralizadoras” y “fuerzas descentralizadoras” es, como dice
Lynch, una etapa de dicha formación en Argentina que podemos ubicar en una dinámica que
parte de una primera centralización, la de la monarquía española, pasa por la descentraliza-
ción de la independencia, se continúa con la particular centralización de Rosas, vuelve a la
descentralización en el período 1852-1880 y termina con la centralización de 1880. Esta
dinámica tiene lugar también en México y Colombia. La única diferencia es la existencia ya
anotada de una fase más en Argentina (véase Elias, 1987, [1969]).
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notables ocuparán los puestos de mando del país en los comien-
zos de la independencia: Saavedra, Pueyrredón, Martín Rodríguez,
Viamonte.
El ejército sustenta, desde luego, la dictadura de Rosas hasta
1852. No existiendo partidos políticos, pues lo que existe son
agrupaciones coyunturales que no perduran, en la fuerza arma-
da descansa la posibilidad de que se mantenga, a partir de aquel
año, el frágil equilibrio de instituciones políticas que deben so-
brevivir en medio de la fragmentación del poder, principalmente
con la dualidad del mismo, ya que Buenos Aires tiene gobierno
propio, independiente de las demás provincias durante ocho años
(1852-1860) y luego, mediando la derrota que le infiere a la Con-
federación de las trece provincias en 1861, sin ceder a sus pre-
tensiones, permite que los presidentes ejerzan en la ciudad-puerto,
pero como huéspedes, pues no se ha resuelto aún la querella
entre los que quieren a Buenos Aires como capital de la república
y los que reivindican su autonomía. Estos últimos son dirigidos
por Adolfo Alsina. “Los ‘nacionalistas’ –dice Álvaro Yunque al res-
pecto– [...] son la ‘gente bien’, comerciantes, intelectuales y sus
masas. Los autonomistas [...] son la gente del arrabal y la cam-
paña de los ganaderos. El antiguo pleito con otros nombres” (Yun-
que, 1957: 311).
A partir de 1852 los vencedores de Rosas en Caseros se agru-
pan en partidos que no logran continuidad debido a que se man-
tiene la fragmentación del poder y es la fuerza de las armas la
que decide. En transformaciones sucesivas entre 1852 y 1890
estos partidos (que en verdad no alcanzan a ser tales) van des-
apareciendo y en la década de 1890 surgen nuevos partidos que
se asentarán en el siglo XX. Es, precisamente, un ejército con in-
cipiente sentido nacional, el que se afirma luego de las experien-
cias de la guerra civil y de la guerra contra Paraguay y dará so-
porte a los gobernantes que por elección popular ejercieron la
presidencia entre 1854 y 1880. Se trata de una oficialidad joven,
que descubre en la inmensa topografía argentina, recorrida en el
servicio y en las campañas militares, un país desconocido por los
políticos, sumido en la pobreza y el atraso, pero al mismo tiempo
con enorme riqueza sin explotar y un pueblo capaz de transfor-
marlo si es bien dirigido. El ejército preserva la institucionalidad
en un medio en el cual las facciones políticas, que no partidos, se
muestran excesivamente débiles y respalda las iniciativas lega-
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sarse por alto que el grado de centralización alcanzado no se da
en el Estado sino como reflejo en éste de la dominación de Bue-
nos Aires.
Finalmente, el ejército, en 1880, asegura la presidencia al can-
didato electo, el general Julio A. Roca, al derrotar a la fuerza ar-
mada bonaerense que dirigida por su gobernador, Carlos Teje-
dor, intentó impedir la posesión de quien auguraba el fin del
prolongado conflicto con la capital. Al constituirse de ahí en ade-
lante en el soporte del Estado centralizado, el ejército, bajo la
influencia de Roca, demostró que el sostén que le había dado a
los gobernantes civiles del período 1862-1880, obedecía a la de-
cisión de su oficialidad de participar activamente en la creación
de un Estado moderno en el que se realizara la unidad nacional.
Este proceso muestra que durante setenta años (1810-1880)
predominó la fuerza militar sobre la civil, primero como imposi-
ción brutal, con la dictadura de Rosas y luego como voluntario
soporte del ejército en la transición de los gobiernos civiles de
1862 a 1880. La confluencia del poder militar y el respaldo elec-
toral mayoritario en una misma persona, permitió salvar el esco-
llo de 1880 y fundar en la Argentina un Estado moderno basado,
como es propio de él, en el monopolio de la violencia física y en la
unión de las trece provincias con la provincia de Buenos Aires y
la capital. Con plena conciencia sobre el significado de este he-
cho para la sobrevivencia del nuevo orden jurídico, en su discur-
so de posesión Roca enfatiza la disposición de su gobierno de
fortalecer el ejército y de combatir a como dé lugar todo intento
de fragmentación del país por medio de levantamientos armados.
Es el comienzo de la subordinación del ejército al poder civil, y de
su sujeción irrestricta a la Constitución y las leyes. Pero, no hay
que olvidar que se llega a ese punto por una vía militar, atenuada,
es cierto, pero en la que de todos modos el peso de las armas
decidía el destino del país. Cincuenta años después, en 1930, se
iniciará un ciclo en el cual el predominio del ejército, en forma de
periódicas dictaduras, se extenderá, como en siglo XIX, hasta la
octava década del siglo XX.
Es probable, entonces, que pese a los esfuerzos realizados desde
1854 para arraigar el Estado de derecho, al finalizar la influencia
del roquismo, hacia 1910, se haya producido un vacío institucional
que va a ser ocupado por el ejército. El golpe del general Uriburu
en 1930 bien puede explicarse en este contexto, si se tiene en
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en este sentido, a la de otras provincias, pues Santiago del Estero
no disponía sino de dos quintos de su territorio y Córdoba, Santa
Fe y Mendoza, de alrededor de dos tercios” (Bejarano, op. cit.:
77). Otra considerable parte del territorio tendría que ser incor-
porada por la fuerza, en un largo esfuerzo que se inicia con Rosas
y termina con la “campaña del desierto” (1876-1880).
En esa primera mitad del siglo XIX no se había desarrollado la
agricultura ni la industria. Según Milcíades Peña, “El censo de
1869 revelaba que en todo el país había 58 mil sirvientes y 8 mil
mozos de café contra sólo 92 hiladores y tejedores y apenas 8 mil
agricultores, lo que da una idea bastante clara del atraso nacio-
nal. En el comercio exterior y en la producción para el comercio
exterior se asentaba la riqueza de las clases dominantes más po-
derosas: estancieros y comerciantes del litoral. No había indus-
tria nacional ni quien tuviera interés en desarrollarla” (1968: 11).
El cambio se inicia a mediados de siglo. Se pasó a la produc-
ción de lana en gran escala y se desarrolló la agricultura de ex-
portación con el trigo y el maíz. El número de ovejas aumentó
considerablemente: de 14 millones en 1860 a 70 millones en 1883
(Pinedo, 1961: 65). La exportación de trigo empieza hacia 1876 y
llega en 1884 a 100.000 toneladas, la misma cifra del maíz (ibíd.:
67). Entre 1880 y 1890 la producción agraria se eleva del 1.4% al
25% de las exportaciones (Peña, op. cit.: 67). Concomitantemente
las recaudaciones por impuestos y aduanas aumentaron consi-
derablemente. Una incipiente burocracia, en la que todavía no se
diferenciaba lo privado de lo oficial y la posición ocupada por el
funcionario es “el resultado de su subordinación puramente per-
sonal al señor” (Weber), tomará cuerpo en el período de centrali-
zación del Estado, después de 1880.
Por entonces ya se manifestaban tendencias hacia la forma-
ción del mercado interno. La nueva Constitución de 1853 supri-
me las aduanas interiores, nacionaliza las rentas obtenidas del
gravamen del intercambio exterior, establece la libre navegación
de los ríos interiores, elimina las preferencias portuarias o sea el
puerto único de Buenos Aires, y la participación de las provincias
en la fijación de los derechos de protección (artículos IX, X y XI).
Estas decisiones tuvieron la férrea oposición de Buenos Aires: “la
oligarquía bonaerense se negaba con la más firme resolución a la
pérdida del control de la aduana y del comercio exterior; no tole-
raba ningún compromiso con las provincias del interior en cuan-
Inmigrantes y nacionalidad
El avance capitalista va aparejado con el necesario aumento
de la población, que se consigue en tiempo récord con la inmigra-
ción. Comienza hacia 1853 y medio siglo después llega a ser de
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tres millones y medio de personas (ibíd.: 61), cifra que repre-
senta un poco más del doble de los habitantes que tenía el país
en aquel año. Factor importante, por lo que se esperaba de ella
para el desarrollo del país, su volumen crea problemas a la uni-
dad nacional. Los inmigrantes no se integran a su nueva patria
tan fácilmente. Mantienen lealtades con sus países de origen.
Su asentamiento se complica por la falta de planeación y el in-
cumplimiento de las promesas gubernamentales.7 Muchos no
adquieren la nacionalidad. Los hay que introducen un elemento
perturbador al transferir su experiencia revolucionaria a movi-
mientos que fomentan huelgas y agitan consignas de lucha de
clases y utopías socialistas.8 No faltan, por supuesto, las ten-
siones con los nativos. Encendidas polémicas, en periódicos,
revistas y libros dan cuenta del enervamiento que causa la in-
migración masiva. Hubo novelas que denunciaron con pasión
militante el estado de ánimo de quienes rechazaban a los
inmigrantes, por ejemplo En la sangre, de Eugenio Cambaceres.
Por otro lado, novelas y obras de teatro empiezan a describir
personajes típicos y costumbres de los recién llegados. Los gau-
chos judíos, de Alberto Gerchunoff, es una buena muestra de
esta literatura.
He aquí un problema determinante para el futuro del Estado
nacional, que se manifestará con todo su potencial conflictivo en
los años en los que se intensifica la inmigración, entre 1880 y
1910, precisamente los años en que se despliegan esfuerzos para
consolidarla. Todos los gobernantes del período compartían las
premisas planteadas décadas atrás por Sarmiento y Alberdi de
fincar el progreso del país en los inmigrantes europeos. Pero, esa
iniciativa aparejaba un cierto grado de ruptura con la imagen de
una nacionalidad argentina de raíz española, que se había pro-
yectado por primera vez en los escritos de los jóvenes criollos de
fines del siglo XVIII y comienzos del XIX.
7
No fueron pocos los inmigrantes que se vieron abocados a la miseria y a grandes penalida-
des a causa de la improvidencia del Estado. Algunos ejemplos se encuentran en Cúneo (1967).
8
Una muestra de los periódicos editados por inmigrantes: “Le Revolutionaire [...] lo publica-
ron en el año 75 unos franchutes que habían luchado en la comuna de París [...] Después
estaba L’Avenir Social que publicaban los socialistas galos en el 94 y el Vorwaerts, que quería
decir adelante y lo publicaban los socialistas alemanes. Fue el periódico que más duró, desde
1886 hasta el 96” (Giardinelli, 1991: 349-350).
9
Véase Puiggrós (1960), capítulos I y II.
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de religión, pero se instaura un Estado territorial que será obje-
to de pugna entre los miembros de esa minoría y tardará mu-
chos años en lograr el monopolio de la violencia que le permitirá
garantizar los derechos ciudadanos que contempla la Constitu-
ción. Para la élite ese Estado es sinónimo de nación, pero lo que
esta última implica (el fenómeno subjetivo de llegar a ser soli-
darios individuos que han sido extraños entre sí) aún no se ha
desarrollado.
Acerca de ese fenómeno subjetivo reflexiona con mucha pro-
piedad Juan Bautista Alberdi, quien a sus 26 años ya se destaca
entre los jóvenes de la generación del treinta siete. En el Frag-
mento preliminar al estudio del derecho, escrito en 1836-1837,
plantea la necesidad de una clara conceptualización de la na-
ción, porque ésta, dice, no lo es sino “por la conciencia profunda
y reflexiva de los elementos que la constituyen”. Su argumento
de base es que existe una “vida puramente instintiva” de la socie-
dad que debe elevarse hasta la “conciencia de sí”, es decir, que la
razón es el gran instrumento para convertir lo que es puramente
sensible, primario y disperso, en fuerza transformadora, en un
“pueblo”, pues “no es pueblo todo montón de hombres”.10 Ese
pueblo en Argentina está llamado a ser independiente, civilizado
y capaz de desarrollarse por sí mismo. Piensa que para su tiempo
este postulado es tan sólo una aspiración, por eso hay que “co-
menzar la conquista de una conciencia nacional por la aplicación
de nuestra razón a todos los aspectos de la vida nacional” (Alberdi
en Quentin-Mauroy, 1982: 78-80).
Años más tarde, en su célebre obra Bases y puntos de partida
para la organización política de la república argentina (1852),
Alberdi enumera como antecedentes unitarios del período colo-
nial, entre otros, la unidad de origen español, de creencias, de
culto religioso, de costumbres, de idioma y de gobierno y afirma
que “la ciudad de Buenos Aires, constituida en capital de
virreinato, es otro antecedente unitario de nuestra antigua exis-
tencia colonial” (1915 [1852]: 112). Complementa lo anterior con
otros factores que son igualmente de unidad para los argentinos,
propios del “tiempo de la revolución”. Considera que unos y otros
deben ser estudiados a fondo por el Congreso que ha de redactar
la nueva Constitución.
10
En este enfoque Alberdi coincide con el pensamiento de Hegel en Principios de la Filosofía
del Derecho.
11
Sarmiento coincidía con Alberdi en este planteamiento sobre la inmigración selectiva.
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ello el pasado histórico al cual se había referido en los escritos
comentados, cuyas particularidades estaban ligadas a esos gru-
pos sociales que marginaba de su proyecto de nación.
En su negación del pasado histórico Alberdi reflejaba su ta-
lante liberal, que lo identificaba con una línea antihispanista de
“larga duración de la cultura argentina que, desde los intelectua-
les de la Independencia hasta los hombres del Ochenta, pasando
por la generación del 37” (Terán, 1987: 29-30),12 llega hasta prin-
cipios del siglo XX. Por esa época volverán por los fueros del his-
panismo intelectuales como Manuel Gálvez y Ricardo Rojas.
La Constitución de 1853, con notoria influencia de las ideas
de Alberdi, ofrece las condiciones legales óptimas para la inmi-
gración. Y de allí en adelante ingresarán al país numerosos con-
tingentes de inmigrantes, hasta alcanzar la cifra ya mencionada
de tres millones y medio a comienzos del siglo XX. Una masa tan
considerable de individuos que hablan otras lenguas y cuyas cos-
tumbres y valores difieren notablemente de las costumbres y va-
lores propios, amenaza, por supuesto, la identidad nacional ar-
gentina. Los gobiernos posteriores a 1880, ante los efectos
conflictivos de esta convivencia, se empeñarán en contrarrestar-
los con medidas como la de dictar leyes para las escuelas y cole-
gios que induzcan en los hijos de los inmigrantes el amor y la
lealtad hacia el país en donde nacieron.13 Tendrán dificultades
con la nacionalización de la primera generación de inmigrantes,
en gran proporción reacios a llevarla a cabo. Emitirán también
leyes represivas contra los inmigrantes revolucionarios. Más tar-
de, hacia 1916, esa masa ya legalmente asimilada, con su gran
peso cuantitativo inclinará la balanza electoral a favor de un nuevo
partido, el Radical, que se perfila como un partido popular y re-
novador, pero seguirá durante mucho tiempo sin resolverse el
problema de la nueva identidad nacional que ha de forjarse irre-
mediablemente a partir del asentamiento de la numerosa pobla-
ción extranjera.
12
Agustín Álvarez (1857-1914) era, al decir de Terán, uno de los intelectuales más hostiles a
la herencia española. Éste consideraba necesario para el progreso del país “excluir las ideas,
los sentimientos, las supersticiones y las costumbres hispanocoloniales” (ibídem: 30).
13
La preocupación de los dirigentes por este problema se refleja en Ramos, quien “en un
recorrido por las escuelas de Buenos Aires [...] descubre que buena parte de los maestros no
hablan castellano y que los niños reciben lecciones de patriotismo del Cuore de De Amicis y
no de libros que exalten las gestas argentinas” (en Devoto, op. cit.: 32).
Argentina 53
Alsina, ministro de Guerra de Avellaneda en 1875, discrepa de
éste en la estrategia por seguir. En 1877 muere Alsina sin haber
logrado éxito contra los indios y Roca lo sustituye en el cargo. En
1879 se consagra como el jefe que conquista para el país un in-
menso territorio que había sido objeto de campañas frustradas
desde las época de Rosas. Su prestigio asciende hasta el punto
de considerársele candidato opcionado para reemplazar a
Avellaneda en la presidencia.
¿Cómo se explica el ascenso tan vertiginoso del comandante
de fronteras, radicado en lejanos parajes del interior, que en poco
más de díez años, se ubica en el primer plano de la política argen-
tina, contando apenas con 37 años de edad? En primer lugar, por
su condición de jefe militar, convertido en el soporte de los go-
biernos de Sarmiento y Avellaneda, ambos provincianos, amena-
zados permanentemente por la intransigencia porteña, dispues-
ta siempre a impedir por medio de las armas el sometimiento de
Buenos Aires a un gobierno nacional. Esa misma condición de
jefe militar le daba la ventaja que un líder civil originario de la
provincia no podía tener frente a Buenos Aires: el poder de las
armas, el único que, como se vio en 1880, era capaz de doblegarla.
En segundo lugar, la debilidad de las facciones políticas, incapa-
ces de superar por medios simplemente electorales la pugna en-
tre Buenos Aires y el interior. Roca, ajeno a las facciones, manio-
bró hábilmente para hacerse al apoyo de los dos bandos: por un
lado, el interior, “La Liga de Gobernadores”, y por el otro, Buenos
Aires, logrando que connotados dirigentes porteños apoyaran su
candidatura. En tercer lugar, el país había cambiado. El aumen-
to de la población, las inversiones extranjeras, el auge de las
nuevas exportaciones, la urbanización, el ferrocarril, apuntaban
hacia una nación unificada en capacidad de manejar las comple-
jas situaciones que se derivaban de esos cambios. Los gobiernos
de Sarmiento y Avellaneda, orientados en esa dirección, habían
despejado el camino.
En cuarto lugar están las condiciones personales de Roca. Es
cierto que éste no partió de cero. Pertenecía a la clase alta de
Tucumán. Su tío Marcos Paz fue vicepresidente de la Argentina
en el período 1862-1868. Y por su matrimonio se integró al nú-
cleo más aristocrático de Córdoba. Contaba, pues, con el estatus
social suficiente como para desenvolverse con soltura en los me-
dios dirigentes del país, en los cuales no bastaba el rango militar
Argentina 55
que para el país fragmentado de entonces el ejército representaba
la clave de su unidad y de su fuerza como nación. Ello implicaba
que debía evitar caer en los partidismos de la sociedad civil y plan-
tearse más bien como objetivo unánime “el sostenimiento, en to-
dos los casos y por todos los medios, del gobierno de la Nación,
fuera quien fuera su titular, su orientación o su color partidario.
Sobre este fundamento se marcharía después hacia la fundación
de un Estado imbuido de las obligaciones que justifican su exis-
tencia en las naciones civilizadas” (Luna, 1994: 68). Para Roca fue
clara entonces la necesidad del vínculo entre la nacionalidad y el
poder político, entendiendo que tal vínculo sólo se lograría en su
país si el ejército se ubicaba en el lugar que le correspondía: como
garante del orden jurídico y de la unidad nacional. Primaba en este
raciocinio el político sobre el militar. Pero esa doble condición fue
decisiva para lo que había de lograr años después.
Argentina 57
Aires “se puede afirmar que al iniciar la década del 80 casi toda la
tierra del Estado bonaerense había pasado de manos del mismo
a la de los particulares. La campaña al desierto de Alsina-Roca
puede considerarse el último mojón de este proceso que llevó la
línea de fronteras a una situación similar a la actual” (Cornblit et
al., op. cit. : 19). Según Milcíades Peña, a través del Partido Auto-
nomista Nacional se constituyó “un verdadero frente único de
estancieros, comerciantes y capitalistas de todo el país ansiosos
por prosperar a la sombra de la paz y la administración roquistas”
(op. cit.: 59).
Al respecto, Thomas F. McGann anota que no cambiaron las
leyes de propiedad rural y que la expansión económica lo que
hace es facilitar la legalización del sistema de dicha propiedad:
“Los prósperos terratenientes, junto con otros hombres que no
tenían tantos recursos pero que eran igualmente perspicaces, se
dejaron dominar por esa orgía de especulación en tierras que,
subsistiendo durante una década después de que Roca hubo
conquistado [entre 1879 y 1880] las zonas que estaban en poder
de los indios, terminó cuando unas pocas personas [y muchas
del mismo grupo mencionado] estuvieron en posesión de mayor
cantidad de tierra” (1960: 41-42).
Entre 1876 y 1903, años en que tuvo lugar la ocupación del
desierto, el Estado regaló, o vendió a precios irrisorios, 41’787.023
hectáreas a particulares (Peña, op. cit.: 79).14 En su mensaje al
Congreso en 1904 Roca informa que hasta diciembre de 1903 se
concedieron en propiedad 32’ 447.045 de hectáreas de tierras
fiscales (Museo Roca, 1966: 135). El proceso de las concesiones
fue tal que, según Juan José Sebreli, “en los comienzos del siglo
XX, la tierra estaba completamente repartida. El Censo Nacional
de 1914, indicaba la existencia de 2.958 propiedades de 5.000 a
10.000 hectáreas, 1.474 de 10.000 a 25.000 hectáreas y 458 de
más de 25.000. Entre éstas, aunque el censo no lo diga, existían
algunas cuyas superficies pasaban las 100.000 hectáreas”
(Sebreli, op. cit.: 226).
14
En el patrimonialismo, dice Weber, “aparece la imprevisibilidad y el voluble arbitrio de los
funcionarios cortesanos y locales, el favor o disfavor del soberano y de sus servidores. Así,
mediante un hábil aprovechamiento de las circunstancias y de las relaciones personales, pue-
de perfectamente un simple hombre privado obtener una posición privilegiada que le ofrezca
probabilidades de lucro casi ilimitadas. Pero de este modo, y como es evidente, se ponen
grandes trabas a un sistema económico capitalista” (op. cit.: 839).
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crisis –la primera a partir de este momento en 1890–, y cuando
en 1930 se quiebran los mercados internacionales de mercan-
cías y capitales se cierra el período de nuestro crecimiento, basa-
do en la división internacional del trabajo” (Cornblit et al., op.
cit.: 55).
Con unas pocas cifras se puede dar cuenta de la importancia
del crecimiento capitalista del período en referencia. El valor de
las exportaciones totales pasó de 57 millones de pesos oro en
1881 a 100 millones en 1888 y el intercambio comercial entre
1881 y 1889 ascendió de 113 millones a 254 millones de pesos
oro. Las rentas nacionales eran en 1880 de 19’594.000 pesos oro
y de 72 millones en 1889 (ibíd.: 51).
En datos globales, en los años que van desde cuando se
estabiliza el sistema de gobierno liberal (1860) hasta 1910, al
final de las reformas de la era Roca, el historiador Botana aporta
cifras que demuestran el extraordinario cambio sufrido en la eco-
nomía argentina: “Las exportaciones crecieron más de diez ve-
ces, alcanzando una tasa de incremento de 1.183%. En 1888, el
área cultivada era de 2’422.922 ha y en 1914, de 14’313.630 ha.
La población se había duplicado en veinte años: 3’956.060 habi-
tantes en 1895; 7’888.237 en 1914. La red ferroviaria alcanzaba
en 1880 los 2.313 km, representaba un capital de 62’964.486
pesos oro, transportaba una carga de 772.712 toneladas y obte-
nía ganancias por 3’488.232 pesos oro [...] en 1913 el ferrocarril
se extendía desde Buenos Aires hacia todo el país, trasladaba
42’916.636 toneladas de carga a través de una red de 33.478 km
que, junto con la maquinaria y los bienes inmuebles, significaba
un capital de 1.358’949.967 pesos oro con ganancias que llega-
ban hasta los 52’742.416 pesos oro” (Botana, 1977: 284).
Dos medidas tomó el general Julio A. Roca una vez posesiona-
do de la Presidencia: la federalización de Buenos Aires y el
reforzamiento y profesionalización del ejército. Sobre la primera
dijo en su mensaje al Congreso: “El Congreso de 1880 ha comple-
mentado el sistema de gobierno federal y puede decirse que des-
de hoy empieza recién a ejecutarse el régimen de la Constitución
en toda su plenitud. La ley que acabáis de sancionar fijando la
capital definitiva de la República, es el punto de partida de una
nueva era en que el gobierno podrá ejercer su acción con entera
libertad, exento de las luchas diarias y deprimentes de su autori-
dad que tenía que sostener para defender sus prerrogativas con-
Argentina 61
nos Aires. Por otra parte, aunque formalmente existe la separa-
ción de poderes, en la práctica están concentrados en Roca. De-
cía Roque Sáenz Peña al respecto: “el sistema federal ya no exis-
te, como no existe el régimen republicano porque falta la
independencia y la división de los poderes, y falta la independen-
cia porque el Congreso se integra bajo las órdenes que imparte el
presidente a los gobernadores de provincia” (Sáenz en González,
1945: 238).16 D’Amico, ex-gobernador de la provincia de Buenos
Aires y exiliado por oponerse al gobierno de Roca, ratifica el jui-
cio de Sáenz Peña, “el único elector de la Argentina es el Presi-
dente de la República, que elige los gobernadores provinciales,
las legislaturas, el Congreso y su propio sucesor” (ibíd.: 47-48).
Al sistema político instaurado por Roca se le llamó el “Unicato”
en el cual, según José Luis Romero, “apuntaban las viejas ten-
dencias del autoritarismo autóctono, pero, contenido por el vigo-
roso formalismo constitucional, conducía al mismo tiempo a una
solemne afirmación del orden jurídico y a una constante y siste-
mática violación de los principios por el fraude y la violencia. El
eje del sistema era, en efecto, una concepción absolutista del poder
ejecutivo [...] robustecida por el afán centralizador de Roca y Juárez
Celman y, en menor escala, los que le siguieron en el ejercicio de
la presidencia, como Pellegrini, Quintana o Figueroa Alcorta”
(1956: 189).
La unificación efectiva del país se llevará a cabo desarrollando
las vías de comunicación: “Es indispensable –dice Roca en el ci-
tado mensaje– que los ferrocarriles alcancen en el menor tiempo
posible sus cabeceras naturales por el norte, por el oeste y por el
este, con sus ramales adyacentes, complementando el sistema
de vialidad y vinculando por sus intereses materiales a todas la
provincias entre sí [...] El que haya seguido con atención la mar-
cha de este país, ha podido notar [...] la profunda revolución eco-
nómica, social y política que el camino de hierro y el telégrafo
operan a medida que penetran en el interior. Con estos agentes
poderosos de civilización se ha afianzado la unidad nacional” (Roca
en Halperin, op. cit.: 436). Integración económica de las provin-
cias mediante una adecuada infraestructura que sustente el
mercado interno (elemento básico del Estado nacional), en una
Argentina lanzada hacia el progreso por la vía capitalista. La sín-
16
Al decir de Alberdi, sostiene este autor, Roca era una especie de archiduque austríaco.
17
Según Gastón Gori, Sarmiento, Mitre y Vicente López, expresaban “las más desdeñosas
reservas frente al advenedizo roquismo” (1964: 248).
Argentina 63
en función del crecimiento industrial años más tarde. Por lo pron-
to, predominan en la estructura de poder los rasgos patrimonia-
les que obstaculizan el libre crecimiento de la burguesía, que actúa
de manera subordinada.
El régimen de Roca, o lo que se considera como tal, que inclu-
ye sus dos presidencias (1880-1886 y 1898-1904) y el peso de su
influencia en el rumbo del país hasta 1910, fue sin duda autori-
tario, como correspondía al momento histórico en que se dieron
las condiciones para la centralización del poder en el Estado. Fue
una especie de absolutismo, al estilo de las monarquías euro-
peas (una “monarquía consentida”, decía Sarmiento), con el cual
lo comparan algunos historiadores. Y como en aquéllas, el Esta-
do se ubicaba por encima de todos los grupos sociales: “José
Manuel Estrada en Problemas argentinos, Vicente Fidel López en
las digresiones de actualidad que incluye en el prólogo a su His-
toria de la república argentina y Sarmiento en los artículos reuni-
dos en Condición del extranjero en América –registra Halperin
Donghi– coinciden en efecto en denunciar en la excesiva autono-
mía ganada por el Estado frente a la entera sociedad el problema
y el defecto central del orden roquista” (Halperin, 1987: 249). En
consonancia con lo anterior, Sarmiento reclamaba el derecho de
las “clases propietarias” a dirigir el Estado; le preocupaba que en
las provincias, individuos salidos de las capas pobres, hubiesen
reemplazado en los puestos de mando a los “representantes de
su riqueza y saber” y por lo tanto le parece necesario que las
“clases propietarias” vuelvan a asegurar su legítimo influjo sobre
el Estado para devolverlo a un rumbo menos únicamente aventu-
rero” (ibíd.: 249-250).
Lo mismo se puede decir de sus homólogos de México y Colom-
bia. Ese autoritarismo se ejerció como franca dictadura por Díaz y
con parecida modalidad a la de Roca por Núñez y su continuador
Rafael Reyes. Su influencia cubre también el mismo período, 1880-
1910. Y el resultado fue igualmente la centralización del poder en
el Estado y los comienzos de la unidad nacional.