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Argentina

Buenos Aires contra las provincias confederadas


A diferencia de otros países hispanoamericanos, como Méxi-
co y Colombia, cuya integración administrativo-política se pro-
dujo tempranamente en la época colonial, la del territorio que
se llamaría Argentina fue tardía. Las provincias que la consti-
tuirán después de 1810 fueron, hasta la creación del Virreinato
del Río de la Plata en 1776, gobernaciones, o parte de éstas,
dependientes del Virreinato del Perú. Las reformas borbónicas
elevaron a Buenos Aires de capital de gobernación a capital de
Virreinato, con jurisdicción sobre una dilatada geografía que
además del que sería su propio territorio, el actual, comprendía
también el de las futuras repúblicas de Uruguay, Chile, Para-
guay y Bolivia.
Al respecto subraya José Luis Romero la consecuencia políti-
ca de esta centralización: “Las distintas regiones aglutinadas no
sin cierta arbitrariedad adquirieron conciencia de su personali-
dad ante el hecho de su subordinación a Buenos Aires y su inci-
piente conciencia política se manifestó en cierta pasiva resisten-
cia ante la ciudad que de pronto se elevaba a un alto destino”
(Romero, 1956: 54). Romero llama la atención acerca de la in-
fluencia que tuvo el hecho de la conversión de esas regiones en
intendencias, en las que “se acuñó con presteza cierto espíritu
localista”. Observa que esta organización debilitaba los cabildos
y concentraba en el gobernador-intendente hacienda, guerra,
justicia y policía, estableciéndose así un tipo de centralización
regional que inevitablemente entraría en contradicción con la
centralización mayor que se llevaba a cabo desde Buenos Aires.
Contradicción que se manifestaría con toda su carga negativa en
el momento de la fundación de la república.
Por otra parte, el contraste entre un extenso territorio de más
de dos millones de kilómetros cuadrados y una escasa población
(alrededor de 400.000 habitantes a comienzos del siglo XIX) inci-
de, por supuesto, en el aislamiento de las provincias, lo que uni-
do a las precarias vías de comunicación, dificultará su integra-
ción: “hacia la época de su creación –dice el historiador José Carlos
Chiaramonte– los territorios que abarcaban el Virreinato del Río
de la Plata (1776) no eran otra cosa que un inmenso desierto, con
islas de población diseminadas en torno de diversos centros pro-
ductivos o defensivos, unidas intermitentemente por las carava-
nas de carretas que movilizaban el comercio o barridas por los
malones indígenas que practicaban otra forma del mismo basa-
da en el robo de ganados” (Chiaramonte, 1983: 59).
El aislamiento favorece el arraigo en lo propio y extrema la
desconfianza hacia lo que no es de su ámbito: “En una carta diri-
gida al Gobernador de Buenos Aires [...] en enero de 1717 por un
vecino [...] se califica a Tucumán y Cuyo de provincias extranje-
ras. Para Córdoba, Buenos Aires y todo el Río de la Plata eran
países extranjeros”. Se desarrolla así un patriotismo local que
tiene “como núcleo motor, el odio al extranjero, y un amor, el
amor a su país, entendiendo por tal la ciudad y su campiña, y en
cuya virtud se le veía hacer frecuentemente distingos curiosos
entre el hijo del país, es decir él y el cordobés, o el salteño, los
cuales, según este concepto no pertenecían a la misma tierra”
(Ramos, 1907: 277-278).
En estas condiciones se explica que al momento de la inde-
pendencia se impusieran las tradiciones locales y regionales y se
proyectara con mayor fuerza la desconfianza hacia Buenos Aires,
fundamentada desde antiguo en el rechazo de las provincias a
subordinarse a la burocracia de una ciudad lejana que además
les llevaba indebidas ventajas económicas, y se declarara enton-
ces el enfrentamiento de éstas con la capital, enfrentamiento que
constituyó una sólida base para la fragmentación del poder. La
rivalidad de la élite criolla entre centralistas y federalistas, dirimida
mediante guerras civiles, ahondó y le puso velos ideológicos a lo
que será el principal impedimento para la unidad nacional ar-
gentina a lo largo del siglo XIX. Con las guerras civiles, comenta
Ramos Mejía, “el concepto de patriotismo se achicó aún más”
(ibíd.: 150).
En verdad fue la monarquía española la que diseñó el modelo
de administración que aprovechaba la situación geográfica de
Buenos Aires para concentrar en ella, en el virrey, la fiscalización
del movimiento económico, tanto del puerto mismo como de las
provincias. Este modelo sigue funcionando en la república y será
el origen de los conflictos que impedirán durante setenta años la
unidad nacional en el Estado.
En el momento de la independencia entran en pugna tres secto-
res claramente delineados: la provincia bonaerense y Buenos Ai-
res, el litoral (Entre Ríos, Santa Fe y Corrientes) y el interior (las
provincias mediterráneas). En la primera, un pequeño grupo de
comerciantes y ganaderos se hizo al control del aparato institucional

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creado por España. La oligarquía porteña impone al litoral la obli-
gación de exportar sus productos (cueros, tasajos, lanas) por el
puerto y a las provincias del interior, que viven de sus industrias
precapitalistas protegidas por la Corona (vinos, aguardientes y fru-
tas secas de Cuyo, tejidos de Córdoba, minerales, algodones y ga-
nados de Catamarca y La Rioja, alcoholes, suelas y tejidos de Sal-
ta) las lanza a la quiebra al imponer el libre cambio y la consecuente
invasión de los productos ingleses.
Se trata de una estructura agraria atrasada en la que una in-
cipiente economía monetaria presenta un notorio contraste entre
la provincia de Buenos Aires, el litoral y el interior. En las dos
últimas regiones se vive de “la exportación primitiva y [...] de mí-
seras labranzas e industrias” (Arragaray, 1925: 101). El empuje
del campo bonaerense se debe a extranjeros que se asientan
masivamente en él. Ingleses y vascos expanden la ganadería ovina.
Grandes comerciantes extranjeros invierten en la tierra, otros
constituyen también un sector de propietarios medios y de co-
merciantes menores en los pueblos. “En 1854 –constata Halperin
Donghi– los extranjeros forman la mayoría de la población eco-
nómicamente activa de la ciudad” (Halperin, 1987: 204).
La presencia de extranjeros en Buenos Aires viene de atrás,
del período virreinal. Para esa época el 85% de los comerciantes
mayoritarios de Buenos Aires eran europeos y el 15% restante
criollos, por otra parte “el 70% de los comerciantes porteños
estaban casados con hijas de comerciantes. Y si consideramos
únicamente a los comerciantes nacidos en España, la cifra as-
ciende al 85%. El parentesco por matrimonio vinculaba a la
burguesía mercantil porteña en grandes clanes interconectados”
(Migden, 1985: 505-506). Ese dominio de la burguesía mercan-
til seguirá definiendo la política de la gran ciudad y del país en
el siglo XIX.
Cabe señalar, a propósito de esta hegemonía europea en la
ciudad-puerto, la existencia en la naciente república de dos gru-
pos étnicos claramente diferenciados: los blancos de la clase alta
y las capas bajas de la población conformadas por los indios (muy
pocos), negros y mestizos. Esta diferencia bien marcada puede
verse hacia finales del siglo XVIII: en 1778 en Buenos Aires había
15.719 españoles, 544 indios, 674 mestizos, 3.153 mulatos y 4.115
negros, para un total de 24.205 habitantes (Ramos, op. cit.: 257).
La distancia económica y social entre esos dos grupos se mantu-

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vo a lo largo del siglo XIX, a pesar de la inmigración que, iniciada
en forma hacia 1870, aumentó notablemente después de la déca-
da de 1880.
Hacia la década de 1840, se incrementa la población extranje-
ra en Buenos Aires. Según Tulio Halperin Donghi no sólo ingre-
saron después de 1810 grandes comerciantes sino comerciantes
menores, molineros y de otros oficios. Rosas mismo, aunque no
tiene una ideología inmigratoria, “subvenciona la inmigración de
gallegos demasiado pobres para pagar su propio pasaje” (op. cit.:
204). La impronta burguesa de Buenos Aires la diferencia de ciu-
dades como Chuquisaca y Lima, en las que el núcleo social direc-
tor lo formaba una “culta y orgullosa aristocracia”, muy distinta
del “honrado vecino de Buenos Aires [...] Comerciante y activo
contrabandista a sus horas, cuya parquedad en los gastos no
tenía igual” (Ramos, op. cit.: 277-278).
En la década de 1820 surgió un sector de la élite ilustrada de
Buenos Aires que intentó crear un Estado con capital en la ciu-
dad-puerto, pero se le opuso otro sector, porteño también, que
expresaba en buena medida los fuertes intereses que dominaban
en ella. Este sector coincidía con grupos del interior, que por
motivos distintos rechazaban una idea que para ellos no sólo no
se compaginaba con su apego a su “pequeña patria” sino que
aparejaba su sometimiento a la ciudad que los oprimía económi-
camente.
Refiriéndose al período 1825-1826, un momento en el que se
llevó a cabo, desde arriba, ese intento de unificar el territorio en
el Estado central, comenta José Ingenieros: “Desde el primer
momento se acentuaron las hostilidades entre el partido nacional
(llamado unitario) que rodeaba a Rivadavia y el partido autono-
mista porteño que encabezaba Dorrego (llamado federal). Los dos
se disputaban la adhesión de las provincias. El unitario contaba
con la mayoría de los diputados, pertenecientes a la clase letra-
da; el federal era simpático a la mayoría de los caudillos, surgi-
dos generalmente de la clase inculta. La lucha –esto es básico–
no era entre porteños unitarios y provincianos federales, como
equivocadamente se repite [...] luchaban los federales porteños
contra los unitarios porteños [...] Dorrego defendía el autonomis-
mo de su provincia contra el nacionalismo de Rivadavia” (1918:
518-519). Éste, siendo presidente, presentó la ley que convertía a
Buenos Aires en la capital del país y “con este motivo la oposición

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porteña, autonomista, hostil a toda absorción por las provincias
del Interior, se puso en línea contra el gobierno nacionalista, que
se mostraba dispuesto a sacrificar la provincia de Buenos Aires
en homenaje a los demás” (ibíd.: 521).
Según Ingenieros, uno es el federalismo de los dorregistas
“abstractamente localista e idéntico al que defendió Mitre contra
Urquiza hasta el 62 y toda Buenos Aires contra la nación entera
hasta el 80”, y otro el federalismo de la Confederación y el de
Juan Bautista Alberdi, “que tuvo, en lo esencial, el mismo pro-
grama de Rivadavia [...]” (ibíd.: 522). Es decir, que hubo un
federalismo porteño, verdadera cobertura para mantener la au-
tonomía de Buenos Aires y que fue el que practicó Rosas. El otro
federalismo implicaba la integración de ésta con el resto del país.
Como se ve por las precisiones que hace el pensador argenti-
no, los Unitarios y Federales de los inicios de la independencia se
corresponden con un antagonismo que no permite acuerdo ni
sobre la modalidad de la relación jurídica entre el centro y la
periferia, ni sobre el papel de Buenos Aires, en una u otra forma
de Estado, centralizado o federal. La radicalidad del enfrenta-
miento desencadena la guerra civil, que en la década de 1820
prolonga la anarquía vivida en el decenio anterior. Esta guerra
civil se caracterizará por la emergencia de los caudillos, jefes re-
gionales y locales que en el marco de la contradicción entre el
interior y Buenos Aires, encarnaron en sus personas los intere-
ses de localidades y regiones. En el vacío de poder que sigue a los
cambios de 1810, tradiciones, privilegios e ideología de los gru-
pos altos rurales pudieron prolongarse en el tiempo en razón de
que la coyuntura de las guerras de independencia proporciona-
ron el escenario y los medios para que los líderes potenciales que
había en esos grupos ascendieran a la condición de jefes arma-
dos. Los caudillos dominarán el panorama político durante va-
rias décadas y le darán un sello particular al proceso histórico
argentino del siglo XIX.

El régimen de caudillos y el papel del ejército


Tulio Halperin Donghi explica la disolución de la centraliza-
ción monárquica en Argentina por el impacto de la revolución.
Sostiene que los cuerpos administrativos, judiciales y eclesiásti-
cos son reemplazados por otros, con la particularidad de que en
la Colonia se mantenían con un mínimo de apoyo militar, en una

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Reproducción facsimilar de la carta que José Cubas, ex gobernador de la provincia de Catamarca,
le dirigió a su esposa antes de ser decapitado en 1841. Cubas fue detenido luego de que
1500 federales, comandados por Mariano Maza, ocuparon el territorio de Catamarca por
orden de Juan Manuel de Rosas.

suerte de consenso que en la república es sustituido por institu-


ciones “que se imponen gracias a la fuerza”. Considera que en ese
cambio radica el origen del que llama “régimen de caudillos”,1 ya
1
Argentina fue, por excelencia, la tierra de los caudillos. Existe una extensa bibliografía que
da cuenta de este importante fenómeno en la historia de ese país. A lo largo de los 70 años
que median entre 1810 y 1880 se registra una larga lista de caudillos. El último es vencido
pocos años antes de la creación del Estado nacional en 1880. En 1999 se publicó el volumen
editado por Jorge Lafforgue Historias de caudillos argentinos. Con prólogo de Halperin
Donghi, en esta obra historiadores especialistas en el tema tratan a profundidad la parábola
de once caudillos, todos sobresalientes, que cronológicamente van desde Francisco Pancho
Ramírez, muerto en 1821, hasta Ricardo López Jordán, muerto en 1889.

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que el poder revolucionario “sólo puede imponerse apoyándose
de modo creciente en autoridades locales de ejecución en las que
debe delegar porciones crecientes de poder”, las cuales se afian-
zan sobre la base del progresivo aumento de su militarización.
Una de las consecuencias de la militarización “es la fragmenta-
ción misma del poder político: cuando el gobierno central cae, en
1820, luego del largo marasmo de 1819 [...] lo que surgen [...] son
poderes regionales apoyados de modo muy directo en cuerpos
armados” (Halperin, 1965: 141-142).
El más importante de esos poderes regionales fue el de Juan
Manuel de Rosas, un jefe que en pugna con otras fuerzas seme-
jantes a la suya se impone en Buenos Aires y, desde allí, en todo
el país, con una modalidad de mando que no implica una autén-
tica centralización, pues no se fundamenta en una integración
jurídica en un solo Estado y en el reconocimiento por todas la
regiones de Buenos Aires como capital, sino en la aceptación por
las otras provincias de la supremacía militar de Rosas, en razón
de la cual realizan un pacto con él. Con el tiempo, otro caudillo,
Urquiza, expulsará al dictador y abrirá una etapa de descentrali-
zación, en la que se enfrentarán en guerra civil las dos partes que
habían acordado el mencionado pacto. El triunfo de una de ellas,
Buenos Aires, no significó la centralización sino un nuevo pacto.
La definitiva centralización se logrará por medio de la fuerza ar-
mada en 1880.
Juan Manuel de Rosas, hacendado de la provincia de Buenos
Aires, aparece en el escenario político en 1820, cuando se vincu-
la a la guerra civil apoyando a Dorrego en una de sus campañas
libradas por mantenerse en el poder. Más tarde, ese propietario,
hijo de españoles, “con ciertos pergaminos de hidalguía”, curtido
en las faenas del campo y que no había participado en las gue-
rras de liberación, gobernaría durante largos años a la Argentina
(1829-1831 y 1835-1852), ejerciendo una dictadura represiva que
anuló toda posibilidad de organización de un Estado de derecho
y de formación de partidos políticos.
Rosas se impone como el agente del orden en una república
recién fundada en la que los caudillos impiden con sus huestes
armadas la consolidación del poder central. Su fórmula para ins-
taurar ese orden, la dictadura, es la que corresponde al grado de
anarquía creado por la proliferación de jefes regionales y la divi-
sión de la élite criolla al mando. Él mismo es un caudillo que se

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impone por la fuerza de las armas y su indudable carisma le per-
mite tener ferviente apoyo popular, proviniendo como proviene
de la capa social privilegiada y defendiendo como defiende los
intereses de sus iguales.
Pero, en realidad, Rosas no gobernaba a la Argentina. Las tre-
ce provincias, agrupadas en confederación, tenían gobiernos in-
dependientes y delegaron en Buenos Aires la defensa y la política
extranjera. Rosas ejercía un control de facto sobre las provincias.
Según John Lynch, el régimen que le dio la hegemonía en Bue-
nos Aires con base en la estancia, el patronazgo estatal y el terro-
rismo, no podía implantarlo en toda la Argentina, de ahí que “la
pacificación del Interior significó la conquista del Interior por
Buenos Aires. La imposición de la unificación por Rosas, no fue
un triunfo para Argentina sino para Buenos Aires. Esta fue una
etapa en la formación del Estado nacional, pero no fue la última,
y cuando Rosas cayó, el proceso de construcción de la nación
apenas había empezado” (1984: 218).2
El período 1820-1827 es de guerra civil ininterrumpida. El
motivo es poderoso: el papel de Buenos Aires en la organización
política del país. La cuestión de fondo radica en que Buenos Aires
no es la capital de la nueva república y la disputa se centra en la
divergencia acerca de si puede serlo sin condiciones, es decir,
una capital en igualdad de derechos con las demás provincias o
si será una capital con privilegios económicos reconocidos por
aquéllas. Se declaró entonces el enfrentamiento de las provincias
del Interior y del Litoral con la capital y la provincia del mismo
nombre, enfrentamiento que constituyó una sólida base para la
fragmentación del poder, en cabeza de los caudillos, miembros,
casi sin excepción, de la capa propietaria que, con ejércitos pro-
pios, defenderán la autonomía de sus provincias.
Aunque en esos años fundacionales de la república argentina
el Estado se define en las constituciones como un Estado liberal,
2
Por otra parte, la centralización rosista, mirada desde el ángulo sociológico aplicado por
Norbert Elias para analizar el proceso de formación del Estado nacional en Europa occidental
con su concepto de “fuerzas centralizadoras” y “fuerzas descentralizadoras” es, como dice
Lynch, una etapa de dicha formación en Argentina que podemos ubicar en una dinámica que
parte de una primera centralización, la de la monarquía española, pasa por la descentraliza-
ción de la independencia, se continúa con la particular centralización de Rosas, vuelve a la
descentralización en el período 1852-1880 y termina con la centralización de 1880. Esta
dinámica tiene lugar también en México y Colombia. La única diferencia es la existencia ya
anotada de una fase más en Argentina (véase Elias, 1987, [1969]).

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lo cierto es que no predominan en él las leyes sino la voluntad de
los numerosos caudillos, que ejercen una autoridad en sus regio-
nes basada en la tradición.3 Son grandes hacendados con un
ascendiente natural sobre las masas campesinas, cuya sumisión
se da “en virtud de una devoción rigurosamente personal”, y de
las cuales extraerán sus causas armadas (ibíd.). A la multiplici-
dad de poderes se impone la centralización con la dictadura de
Juan Manuel de Rosas, quien organiza su gobierno al estilo de su
propia condición de gran terrateniente, con base en su familia y
sus allegados cercanos4 y controla con su organización policial
todo intento de oposición. No hay, desde luego, en la práctica, lo
que se proclama como Estado liberal y federalismo, sino gobier-
no autoritario, concentrado en la persona del jefe, a nombre de
uno y otro. Rosas consideraba que la revolución de mayo “se hizo
no para sublevarnos contra las autoridades legítimamente cons-
tituidas, sino para suplir la falta de las que, acéfala la nación,
habían caducado de hecho y de derecho”. Su ideal de gobierno
era “una autocracia paternal” (Shumway, 2002: 238).
El proceso anterior muestra una línea de desenvolvimiento
marcada por el franco predominio de la fuerza armada. Empieza
con los jóvenes criollos que, con motivo de las invasiones ingle-
sas de 1806 y 1807, crean la “milicia criolla”, grupo que luego de
la expulsión de los británicos se constituyó “en una nueva fuente
de poder basada en su capacidad militar” (Lynch, 1973: 50). Los
españoles quisieron volver al estado anterior, pero no lo lograron.
No consiguieron que el virrey Liniers la licenciara “y así la milicia
criolla se convirtió en un nuevo núcleo de poder en la colonia y
una nueva molestia para los españoles” (ibíd.: 52). En 1809 los
peninsulares dan un golpe con el nombramiento de una Junta de
gobierno por el cabildo abierto compuesta enteramente por espa-
ñoles europeos, que les fracasa por la intervención de la milicia
criolla. La fuerza política de ésta se acrecentó con la ventaja nu-
mérica que le tomaron a las tropas españolas: en Buenos Aires
en mayo de 1810 la guarnición regular colonial era apenas de
371 hombre contra 2.979 de la milicia criolla. Sus dirigentes más
3
Las normas no escritas del patrimonialismo, según Weber, se basan en la tradición, “en la
creencia en el carácter inquebrantable de lo que ha sido siempre de una manera determinada”
(op. cit.: 753).
4
Las relaciones patrimoniales, dice Weber, aparecen “cuando el soberano organiza en forma
análoga a su poder doméstico el poder político” (op. cit.: 759).

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notables ocuparán los puestos de mando del país en los comien-
zos de la independencia: Saavedra, Pueyrredón, Martín Rodríguez,
Viamonte.
El ejército sustenta, desde luego, la dictadura de Rosas hasta
1852. No existiendo partidos políticos, pues lo que existe son
agrupaciones coyunturales que no perduran, en la fuerza arma-
da descansa la posibilidad de que se mantenga, a partir de aquel
año, el frágil equilibrio de instituciones políticas que deben so-
brevivir en medio de la fragmentación del poder, principalmente
con la dualidad del mismo, ya que Buenos Aires tiene gobierno
propio, independiente de las demás provincias durante ocho años
(1852-1860) y luego, mediando la derrota que le infiere a la Con-
federación de las trece provincias en 1861, sin ceder a sus pre-
tensiones, permite que los presidentes ejerzan en la ciudad-puerto,
pero como huéspedes, pues no se ha resuelto aún la querella
entre los que quieren a Buenos Aires como capital de la república
y los que reivindican su autonomía. Estos últimos son dirigidos
por Adolfo Alsina. “Los ‘nacionalistas’ –dice Álvaro Yunque al res-
pecto– [...] son la ‘gente bien’, comerciantes, intelectuales y sus
masas. Los autonomistas [...] son la gente del arrabal y la cam-
paña de los ganaderos. El antiguo pleito con otros nombres” (Yun-
que, 1957: 311).
A partir de 1852 los vencedores de Rosas en Caseros se agru-
pan en partidos que no logran continuidad debido a que se man-
tiene la fragmentación del poder y es la fuerza de las armas la
que decide. En transformaciones sucesivas entre 1852 y 1890
estos partidos (que en verdad no alcanzan a ser tales) van des-
apareciendo y en la década de 1890 surgen nuevos partidos que
se asentarán en el siglo XX. Es, precisamente, un ejército con in-
cipiente sentido nacional, el que se afirma luego de las experien-
cias de la guerra civil y de la guerra contra Paraguay y dará so-
porte a los gobernantes que por elección popular ejercieron la
presidencia entre 1854 y 1880. Se trata de una oficialidad joven,
que descubre en la inmensa topografía argentina, recorrida en el
servicio y en las campañas militares, un país desconocido por los
políticos, sumido en la pobreza y el atraso, pero al mismo tiempo
con enorme riqueza sin explotar y un pueblo capaz de transfor-
marlo si es bien dirigido. El ejército preserva la institucionalidad
en un medio en el cual las facciones políticas, que no partidos, se
muestran excesivamente débiles y respalda las iniciativas lega-

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les contra los movimientos de fuerza. No es de extrañar, enton-
ces, que fuese un jefe de ese ejército, el general Julio A. Roca,
quien combinando su mando militar con habilidad política, pu-
siera fin al enfrentamiento de Buenos Aires con el resto del país,
constituyéndola definitivamente en la capital de la Argentina so-
bre la base de la centralización del poder del Estado y la unidad
nacional. Cabe señalar que del ejército de las trece provincias
dependió que los gobiernos civiles de Domingo Faustino Sarmiento
(1868-1874) y Nicolás Avellaneda (1874-1880),5 ambos provin-
cianos, se sostuvieran a pesar de las condiciones de indudable
debilidad en las que actúan y mediando hechos como la guerra
contra Paraguay (1865-1870), los levantamientos de varios cau-
dillos provinciales (los más famosos, Ángel Vicente Peñaloza, “el
Chacho”, y Ricardo López Jordán), las guerra civiles de 1874 y
1876 y el levantamiento del gobernador de la provincia de Bue-
nos Aires en 1880. Gracias al respaldo y eficiencia del ejército,
los dos gobiernos salieron victoriosos en todos estos conflictos.
Debe aclararse, sin embargo, que en esta época los ejércitos son
de origen patrimonial, no son ejércitos modernos. Sus “soldados”
se reclutan como “súbditos”, no como ciudadanos.
Peñaloza y López Jordán representaron la última resistencia a
Buenos Aires que, después del triunfo de 1861 ya comentado,
operó como fuerza centralizadora de partes del territorio argenti-
no. Se fortalece entonces de tal manera la ciudad-puerto “que
impone geopolíticamente su preeminencia en la medida en que
refuerza su autonomía y en cuanto no transfiere a una superes-
tructura nacional los elementos en que se basa su supremacía”
(Cornblit, 1971: 35). Esto es así debido a que los dos partidos
vigentes en aquel momento, Autonomistas y Nacionalistas,
“dirimían a través de la consecución del gobierno provincial [de
la provincia de Buenos Aires] el manejo de la república” (ibíd.) En
consecuencia, Buenos Aires, mediante el afianzamiento del po-
der regional, concentra poco a poco casi todas las decisiones po-
líticas de alcance nacional. Con todo, se abre el camino hacia la
unificación política y, en este sentido, el período 1862-1880, puede
ser reconocido en sus efectos positivos, llamado por los historia-
dores, como el de la “Organización nacional”, pero no debe pa-
5
Bartolomé Mitre, presidente de 1862 a 1868, era porteño y partidario de la hegemonía de la
ciudad-puerto. Contó por ello, con el apoyo de la capital y de la provincia de Buenos Aires.
Sarmiento y Avellaneda eran provincianos y enemigos de dicha hegemonía.

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sarse por alto que el grado de centralización alcanzado no se da
en el Estado sino como reflejo en éste de la dominación de Bue-
nos Aires.
Finalmente, el ejército, en 1880, asegura la presidencia al can-
didato electo, el general Julio A. Roca, al derrotar a la fuerza ar-
mada bonaerense que dirigida por su gobernador, Carlos Teje-
dor, intentó impedir la posesión de quien auguraba el fin del
prolongado conflicto con la capital. Al constituirse de ahí en ade-
lante en el soporte del Estado centralizado, el ejército, bajo la
influencia de Roca, demostró que el sostén que le había dado a
los gobernantes civiles del período 1862-1880, obedecía a la de-
cisión de su oficialidad de participar activamente en la creación
de un Estado moderno en el que se realizara la unidad nacional.
Este proceso muestra que durante setenta años (1810-1880)
predominó la fuerza militar sobre la civil, primero como imposi-
ción brutal, con la dictadura de Rosas y luego como voluntario
soporte del ejército en la transición de los gobiernos civiles de
1862 a 1880. La confluencia del poder militar y el respaldo elec-
toral mayoritario en una misma persona, permitió salvar el esco-
llo de 1880 y fundar en la Argentina un Estado moderno basado,
como es propio de él, en el monopolio de la violencia física y en la
unión de las trece provincias con la provincia de Buenos Aires y
la capital. Con plena conciencia sobre el significado de este he-
cho para la sobrevivencia del nuevo orden jurídico, en su discur-
so de posesión Roca enfatiza la disposición de su gobierno de
fortalecer el ejército y de combatir a como dé lugar todo intento
de fragmentación del país por medio de levantamientos armados.
Es el comienzo de la subordinación del ejército al poder civil, y de
su sujeción irrestricta a la Constitución y las leyes. Pero, no hay
que olvidar que se llega a ese punto por una vía militar, atenuada,
es cierto, pero en la que de todos modos el peso de las armas
decidía el destino del país. Cincuenta años después, en 1930, se
iniciará un ciclo en el cual el predominio del ejército, en forma de
periódicas dictaduras, se extenderá, como en siglo XIX, hasta la
octava década del siglo XX.
Es probable, entonces, que pese a los esfuerzos realizados desde
1854 para arraigar el Estado de derecho, al finalizar la influencia
del roquismo, hacia 1910, se haya producido un vacío institucional
que va a ser ocupado por el ejército. El golpe del general Uriburu
en 1930 bien puede explicarse en este contexto, si se tiene en

44 El tránsito hacia el Estado nacional en América Latina en el siglo XIX


cuenta que la estabilidad del período 1880-1910 dependió sobre
todo de la persona del general Roca, en quien confluían el poder
militar y el civil. Por otra parte, los partidos políticos que reem-
plazan a las antiguas facciones en la década de 1890, no están
aún en condiciones de garantizar la continuidad de la estabilidad
política ganada durante el régimen que termina en 1910. Ade-
más, la Unión Cívica Radical que se impone con Hipólito Irigoyen
en 1916, representa a las clases medias, que no son clases domi-
nantes en la sociedad, y se empeña en un proceso de democrati-
zación, rechazado de inmediato por las clases propietarias (cuyo
núcleo fundamental y más poderoso sigue siendo la oligarquía
porteña), que tienen en generales como José Félix Uriburu, de su
mismo clan,6 la salida para poner fin al experimento irigoyenista.

De la ganadería a la agricultura de exportación


La primera mitad del siglo XIX fue para la Argentina, como para
México y Colombia, una época de cambio muy lento en el que so-
bresalieron las carencias, el atraso y en buena medida, en algunas
regiones, la miseria. No era ajena a esta situación la anarquía que
prevaleció en esos años, pero en lo fundamental era cuestión de
fuerzas productivas estancadas por múltiples motivos: técnica atra-
sada, latifundios improductivos, gravámenes coloniales, falta de
infraestructura de transporte, escasa población.
La Argentina dependía de la ganadería. Esta se expandió prin-
cipalmente en la provincia de Buenos Aires gracias a la exporta-
ción de cueros; otros productos de la industrialización del gana-
do vacuno, básicamente carne salada y sebo, “completan, hasta
mediados del 40 alrededor del 90 por ciento del valor total de las
exportaciones [...] Esa producción de cueros, como la del sebo, se
dirige hacia el mercado europeo” (Halperin, 1969: 25).
Escasa producción para un inmenso país, en el que una buena
parte del territorio estaba por fuera de la misma. A comienzos de la
segunda mitad del siglo XIX, “sólo la tercera parte de la superficie
actual de la provincia de Buenos Aires había sido incorporada, de
alguna manera, a la vida civilizada [...] la situación era análoga,
6
La familia Uriburu estaba emparentada con los Anchorena, los mayores latifundistas de la
Argentina. Al respecto anota Juan José Sebreli, que “alrededor de 1930, sólo diecinueve
miembros de la familia Anchorena reunían 378.094 hectáreas distribuidas en la provincia de
Buenos Aires” y menciona algunos de esos latifundios con su respectiva extensión, uno de
ellos de 104.621 ha (1972: 229).

Argentina 45
en este sentido, a la de otras provincias, pues Santiago del Estero
no disponía sino de dos quintos de su territorio y Córdoba, Santa
Fe y Mendoza, de alrededor de dos tercios” (Bejarano, op. cit.:
77). Otra considerable parte del territorio tendría que ser incor-
porada por la fuerza, en un largo esfuerzo que se inicia con Rosas
y termina con la “campaña del desierto” (1876-1880).
En esa primera mitad del siglo XIX no se había desarrollado la
agricultura ni la industria. Según Milcíades Peña, “El censo de
1869 revelaba que en todo el país había 58 mil sirvientes y 8 mil
mozos de café contra sólo 92 hiladores y tejedores y apenas 8 mil
agricultores, lo que da una idea bastante clara del atraso nacio-
nal. En el comercio exterior y en la producción para el comercio
exterior se asentaba la riqueza de las clases dominantes más po-
derosas: estancieros y comerciantes del litoral. No había indus-
tria nacional ni quien tuviera interés en desarrollarla” (1968: 11).
El cambio se inicia a mediados de siglo. Se pasó a la produc-
ción de lana en gran escala y se desarrolló la agricultura de ex-
portación con el trigo y el maíz. El número de ovejas aumentó
considerablemente: de 14 millones en 1860 a 70 millones en 1883
(Pinedo, 1961: 65). La exportación de trigo empieza hacia 1876 y
llega en 1884 a 100.000 toneladas, la misma cifra del maíz (ibíd.:
67). Entre 1880 y 1890 la producción agraria se eleva del 1.4% al
25% de las exportaciones (Peña, op. cit.: 67). Concomitantemente
las recaudaciones por impuestos y aduanas aumentaron consi-
derablemente. Una incipiente burocracia, en la que todavía no se
diferenciaba lo privado de lo oficial y la posición ocupada por el
funcionario es “el resultado de su subordinación puramente per-
sonal al señor” (Weber), tomará cuerpo en el período de centrali-
zación del Estado, después de 1880.
Por entonces ya se manifestaban tendencias hacia la forma-
ción del mercado interno. La nueva Constitución de 1853 supri-
me las aduanas interiores, nacionaliza las rentas obtenidas del
gravamen del intercambio exterior, establece la libre navegación
de los ríos interiores, elimina las preferencias portuarias o sea el
puerto único de Buenos Aires, y la participación de las provincias
en la fijación de los derechos de protección (artículos IX, X y XI).
Estas decisiones tuvieron la férrea oposición de Buenos Aires: “la
oligarquía bonaerense se negaba con la más firme resolución a la
pérdida del control de la aduana y del comercio exterior; no tole-
raba ningún compromiso con las provincias del interior en cuan-

46 El tránsito hacia el Estado nacional en América Latina en el siglo XIX


to a la orientación del comercio exterior y la explotación de la
tierra del litoral: tal resultado fue logrado en cierto sentido, pero
a cambio de la aceptación ineluctable de un compromiso definiti-
vo con los países capitalistas. La adopción ulterior de la libre
competencia y de la libre empresa lo ilustra claramente” (Arnaud,
1987: 118-119). En la guerra contra la Federación, la provincia
de Buenos Aires llevaba las de ganar, pues controlaba las rentas
sobre el comercio exterior: dedicó 124 millones de pesos papel
para comprar armamento en Inglaterra, después de romper con
la confederación [...] En los presupuestos de ésta el 33.63% de
los gastos concernía al ejército y la marina, pero era poco respec-
to a lo que disponía Buenos Aires, que en el solo año de 1862
adquirió 7 millones en armamentos en el extranjero, mientras la
confederación en varios años invirtió 10.5 millones en gastos
militares (ibíd.: 120-121). Entre 1863 y 1880 el presupuesto mi-
litar absorbía el 43% de las rentas públicas (ibíd.: 125).
Desde Buenos Aires se destruían los elementos opuestos a la
opción nacional bonaerense: “Las rebeliones de las provincias del
interior y del litoral implicaban una represión permanente; un
verdadero estado de sitio permitió engendrar un cierto tipo de
organización económica favorable exclusivamente a los intereses
de la oligarquía que controlaba Buenos Aires y el futuro de la
explotación de la Pampa [...] los presidentes Mitre, Sarmiento y
Avellaneda dedicaron respectivamente el 83.6%, el 71.4% y el
38% del total de las sumas gastadas al mantenimiento del or-
den”, sumas que provenían de leyes especiales destinadas al gas-
to militar (ibíd.: 126). Por otra parte, “la supresión o la domina-
ción de los poderes regionales por el gobierno central no se
fundamentó [...] sobre la actividad económica heterogénea res-
pecto al exterior; se logró a través de las relaciones con las econo-
mías capitalistas en México y la Argentina, que no existían toda-
vía como entidades” (ibíd.: 127-128). En definitiva se impusieron
las finanzas nacionales sobre las provinciales, entre “1900 y 1910,
cerca del 60% del total de las rentas públicas eran obtenidas por
el gobierno nacional” (ibíd.: 132).

Inmigrantes y nacionalidad
El avance capitalista va aparejado con el necesario aumento
de la población, que se consigue en tiempo récord con la inmigra-
ción. Comienza hacia 1853 y medio siglo después llega a ser de

Argentina 47
tres millones y medio de personas (ibíd.: 61), cifra que repre-
senta un poco más del doble de los habitantes que tenía el país
en aquel año. Factor importante, por lo que se esperaba de ella
para el desarrollo del país, su volumen crea problemas a la uni-
dad nacional. Los inmigrantes no se integran a su nueva patria
tan fácilmente. Mantienen lealtades con sus países de origen.
Su asentamiento se complica por la falta de planeación y el in-
cumplimiento de las promesas gubernamentales.7 Muchos no
adquieren la nacionalidad. Los hay que introducen un elemento
perturbador al transferir su experiencia revolucionaria a movi-
mientos que fomentan huelgas y agitan consignas de lucha de
clases y utopías socialistas.8 No faltan, por supuesto, las ten-
siones con los nativos. Encendidas polémicas, en periódicos,
revistas y libros dan cuenta del enervamiento que causa la in-
migración masiva. Hubo novelas que denunciaron con pasión
militante el estado de ánimo de quienes rechazaban a los
inmigrantes, por ejemplo En la sangre, de Eugenio Cambaceres.
Por otro lado, novelas y obras de teatro empiezan a describir
personajes típicos y costumbres de los recién llegados. Los gau-
chos judíos, de Alberto Gerchunoff, es una buena muestra de
esta literatura.
He aquí un problema determinante para el futuro del Estado
nacional, que se manifestará con todo su potencial conflictivo en
los años en los que se intensifica la inmigración, entre 1880 y
1910, precisamente los años en que se despliegan esfuerzos para
consolidarla. Todos los gobernantes del período compartían las
premisas planteadas décadas atrás por Sarmiento y Alberdi de
fincar el progreso del país en los inmigrantes europeos. Pero, esa
iniciativa aparejaba un cierto grado de ruptura con la imagen de
una nacionalidad argentina de raíz española, que se había pro-
yectado por primera vez en los escritos de los jóvenes criollos de
fines del siglo XVIII y comienzos del XIX.

7
No fueron pocos los inmigrantes que se vieron abocados a la miseria y a grandes penalida-
des a causa de la improvidencia del Estado. Algunos ejemplos se encuentran en Cúneo (1967).
8
Una muestra de los periódicos editados por inmigrantes: “Le Revolutionaire [...] lo publica-
ron en el año 75 unos franchutes que habían luchado en la comuna de París [...] Después
estaba L’Avenir Social que publicaban los socialistas galos en el 94 y el Vorwaerts, que quería
decir adelante y lo publicaban los socialistas alemanes. Fue el periódico que más duró, desde
1886 hasta el 96” (Giardinelli, 1991: 349-350).

48 El tránsito hacia el Estado nacional en América Latina en el siglo XIX


En efecto, desde las últimas tres décadas del siglo XVIII se insi-
núa en la mente de los jóvenes criollos la idea de nación. Por las
contradicciones con las medidas borbónicas y la influencia de las
ideas liberales, españolas y francesas, individuos como Manuel
Belgrano y Mariano Moreno, y otros de su misma edad llegan a
1810 definidos en su condición de “nacionales” americanos.
Belgrano vivió siete años en España, de 1787 a 1794. Fue amigo
de Jovellanos, el gran reformador liberal, y recibió el impacto de
la Revolución francesa, a cuyos principios adhirió de inmediato.
Moreno regresó a Buenos Aires en 1805 con un grado de abogado
obtenido en Chuquisaca, centro universitario en donde estudió a
Rousseau y a los enciclopedistas con amigos en grupos clandes-
tinos. Se convirtió allí en un jacobino integral.9 Redactó, como
secretario de la Primera Junta de gobierno de 1810, un “Plan de
Operaciones”, en el que “planteaba una verdadera política revo-
lucionaria, no porteña [...] sino nacional americana” (Ramos, 1961:
28).
La idea de nación desarrollada por los criollos incluye en su
perspectiva teórica a todos los estratos sociales del nuevo país, y
concilia con los intereses de éstos los intereses del grupo social
privilegiado al cual pertenecen, pero, en la práctica el pueblo real
está separado de ellos por barreras étnicas, económicas, sociales
y culturales, que el triunfo revolucionario no derriba. Dice al res-
pecto José Luis Romero: “La burguesía criolla no miraba a los de
tez parda como el vencedor al vencido, como se mira algo distinto
y separado. Quizás los miraba como el superior al inferior y, a
veces, como el explotador al explotado; pero los miraba como
miembros de un conjunto en el que ella misma estaba integrada,
que constituía su contorno necesario, del que aspiraba a ser la
cabeza y sin el cual no podía ser la cabeza de nada” (1984: 180).
En otras palabras, esta minoría privilegiada se sentía la repre-
sentante de los intereses populares. Es claro que percibe las ne-
cesidades de los blancos pobres, indios, negros y mestizos que
conforman su sociedad y una vez en el poder crea instituciones
para elevarlos a la igualdad de ciudadanos, pero no se trasciende
la igualdad formal, pues estos grupos no acceden a la propiedad
ni disfrutan de la mayoría de los derechos que prescribe la Cons-
titución. Es cierto que existe entonces la comunidad de lengua y

9
Véase Puiggrós (1960), capítulos I y II.

Argentina 49
de religión, pero se instaura un Estado territorial que será obje-
to de pugna entre los miembros de esa minoría y tardará mu-
chos años en lograr el monopolio de la violencia que le permitirá
garantizar los derechos ciudadanos que contempla la Constitu-
ción. Para la élite ese Estado es sinónimo de nación, pero lo que
esta última implica (el fenómeno subjetivo de llegar a ser soli-
darios individuos que han sido extraños entre sí) aún no se ha
desarrollado.
Acerca de ese fenómeno subjetivo reflexiona con mucha pro-
piedad Juan Bautista Alberdi, quien a sus 26 años ya se destaca
entre los jóvenes de la generación del treinta siete. En el Frag-
mento preliminar al estudio del derecho, escrito en 1836-1837,
plantea la necesidad de una clara conceptualización de la na-
ción, porque ésta, dice, no lo es sino “por la conciencia profunda
y reflexiva de los elementos que la constituyen”. Su argumento
de base es que existe una “vida puramente instintiva” de la socie-
dad que debe elevarse hasta la “conciencia de sí”, es decir, que la
razón es el gran instrumento para convertir lo que es puramente
sensible, primario y disperso, en fuerza transformadora, en un
“pueblo”, pues “no es pueblo todo montón de hombres”.10 Ese
pueblo en Argentina está llamado a ser independiente, civilizado
y capaz de desarrollarse por sí mismo. Piensa que para su tiempo
este postulado es tan sólo una aspiración, por eso hay que “co-
menzar la conquista de una conciencia nacional por la aplicación
de nuestra razón a todos los aspectos de la vida nacional” (Alberdi
en Quentin-Mauroy, 1982: 78-80).
Años más tarde, en su célebre obra Bases y puntos de partida
para la organización política de la república argentina (1852),
Alberdi enumera como antecedentes unitarios del período colo-
nial, entre otros, la unidad de origen español, de creencias, de
culto religioso, de costumbres, de idioma y de gobierno y afirma
que “la ciudad de Buenos Aires, constituida en capital de
virreinato, es otro antecedente unitario de nuestra antigua exis-
tencia colonial” (1915 [1852]: 112). Complementa lo anterior con
otros factores que son igualmente de unidad para los argentinos,
propios del “tiempo de la revolución”. Considera que unos y otros
deben ser estudiados a fondo por el Congreso que ha de redactar
la nueva Constitución.
10
En este enfoque Alberdi coincide con el pensamiento de Hegel en Principios de la Filosofía
del Derecho.

50 El tránsito hacia el Estado nacional en América Latina en el siglo XIX


Sin embargo, esta reivindicación del pasado no le parece a
Alberdi que se contradiga con su idea de poblar el país con ex-
tranjeros. Por el contrario, reafirma su convicción acerca de las
ventajas de la inmigración para la nacionalidad argentina y aun
para la sudamericana: “No temáis tampoco –dice en las Bases–
que la nacionalidad se comprometa por la acumulación de ex-
tranjeros, ni que desaparezca el tipo nacional. Ese temor es es-
trecho y preocupado. Mucha sangre extranjera ha corrido en de-
fensa de la independencia americana [...] El pueblo inglés ha sido
el pueblo más conquistado de cuantos existen [...] No temáis [...]
la confusión de razas y lenguas. De la Babel, del caos saldrá al
día brillante y nítida la nacionalidad sudamericana” (Alberdi en
Halperin, 1980: 99). Esa nación sólo será posible a su entender
con la inmigración. Su interés se centra en el desarrollo material,
que no podrá lograrse con las capas sociales bajas nativas. Para
su diagnóstico de la situación de la Argentina de su tiempo se
vale de la experiencia civilizatoria europea y norteamericana, tra-
ducida en progreso por efecto de la industrialización. Su modelo
de Estado se inspiró en las realizaciones en este campo obteni-
das en los países avanzados. Considera que el progreso ostensi-
ble que los caracterizaba dependió de la fuerza de trabajo, de la
población, que a lo largo del tiempo adquirió habilidad y destreza
para manejar las máquinas que produjeron el aumento de la ri-
queza y del bienestar general.
Señalando el contraste entre la escasa población (un millón de
habitantes a mediados del siglo XIX) en un territorio de más de dos
millones de kilómetros cuadrados, advertía que “no tiene de na-
ción la República Argentina sino el nombre y el territorio” (Alberdi
en ibíd.: 120); luego, si se quería que llegase a ser nación, el cami-
no era poblarla, pero no con cualquier tipo de inmigrantes, sino
con aquellos ya portadores de civilización, los europeos, aunque
no todos, sino los que habían sido instruidos en los conocimientos
y en la práctica del mundo industrial. Si se cumplía este requisito
habría también un Estado con autoridad en el inmenso territorio.
Como contrapartida lógica de este análisis Alberdi planteaba que
ni los indios, ni los mestizos (gauchos), ni los negros podrían rea-
lizar esa tarea, porque carecían de las cualidades necesarias para
transformar el desierto en un país industrializado.11 Ignoraba con

11
Sarmiento coincidía con Alberdi en este planteamiento sobre la inmigración selectiva.

Argentina 51
ello el pasado histórico al cual se había referido en los escritos
comentados, cuyas particularidades estaban ligadas a esos gru-
pos sociales que marginaba de su proyecto de nación.
En su negación del pasado histórico Alberdi reflejaba su ta-
lante liberal, que lo identificaba con una línea antihispanista de
“larga duración de la cultura argentina que, desde los intelectua-
les de la Independencia hasta los hombres del Ochenta, pasando
por la generación del 37” (Terán, 1987: 29-30),12 llega hasta prin-
cipios del siglo XX. Por esa época volverán por los fueros del his-
panismo intelectuales como Manuel Gálvez y Ricardo Rojas.
La Constitución de 1853, con notoria influencia de las ideas
de Alberdi, ofrece las condiciones legales óptimas para la inmi-
gración. Y de allí en adelante ingresarán al país numerosos con-
tingentes de inmigrantes, hasta alcanzar la cifra ya mencionada
de tres millones y medio a comienzos del siglo XX. Una masa tan
considerable de individuos que hablan otras lenguas y cuyas cos-
tumbres y valores difieren notablemente de las costumbres y va-
lores propios, amenaza, por supuesto, la identidad nacional ar-
gentina. Los gobiernos posteriores a 1880, ante los efectos
conflictivos de esta convivencia, se empeñarán en contrarrestar-
los con medidas como la de dictar leyes para las escuelas y cole-
gios que induzcan en los hijos de los inmigrantes el amor y la
lealtad hacia el país en donde nacieron.13 Tendrán dificultades
con la nacionalización de la primera generación de inmigrantes,
en gran proporción reacios a llevarla a cabo. Emitirán también
leyes represivas contra los inmigrantes revolucionarios. Más tar-
de, hacia 1916, esa masa ya legalmente asimilada, con su gran
peso cuantitativo inclinará la balanza electoral a favor de un nuevo
partido, el Radical, que se perfila como un partido popular y re-
novador, pero seguirá durante mucho tiempo sin resolverse el
problema de la nueva identidad nacional que ha de forjarse irre-
mediablemente a partir del asentamiento de la numerosa pobla-
ción extranjera.

12
Agustín Álvarez (1857-1914) era, al decir de Terán, uno de los intelectuales más hostiles a
la herencia española. Éste consideraba necesario para el progreso del país “excluir las ideas,
los sentimientos, las supersticiones y las costumbres hispanocoloniales” (ibídem: 30).
13
La preocupación de los dirigentes por este problema se refleja en Ramos, quien “en un
recorrido por las escuelas de Buenos Aires [...] descubre que buena parte de los maestros no
hablan castellano y que los niños reciben lecciones de patriotismo del Cuore de De Amicis y
no de libros que exalten las gestas argentinas” (en Devoto, op. cit.: 32).

52 El tránsito hacia el Estado nacional en América Latina en el siglo XIX


El camino hacia la centralización. Julio A. Roca
Julio Argentino Roca (1843-1914) provenía de una familia
patricia empobrecida de Tucumán. Su padre, coronel del ejérci-
to, enviudó y por falta de recursos tuvo que distribuir a sus hijos
entre los miembros de la familia. A Julio le consiguió una beca en
el colegio de Concepción del Uruguay, fundado por Urquiza. Era
un colegio ejemplar, dirigido por un profesor francés, Larroque,
en donde se pretendía formar a los futuros dirigentes del país. El
criterio de selección debió ajustarse a dicho objetivo, pues allí
estudiaron jóvenes, compañeros de Roca, que más tarde ocupa-
rían altos cargos en la dirección del país (presidentes, ministros).
Otros se destacarían en las letras. En la sección militar del cole-
gio, se gradúa Roca de subteniente, a los 15 años. A los pocos
meses de graduado participará en la batalla de Cepeda (1858)
como miembro del ejército confederado. Más tarde será uno de
los derrotados de Pavón (1861). Incorporado posteriormente al
ejército nacional su carrera será meteórica, pues llegará a gene-
ral a los 31 años, por ascensos obtenidos en las múltiples cam-
pañas que libró el ejército en el agitado período de la “reorganiza-
ción nacional”.
Pero Roca no era un oficial común y corriente. En él había un
fino político de estirpe maquiavélica. Destinado a guarniciones
del interior, establece vínculos con las élites provinciales y va
creando, poco a poco, una red de amistades, con la que intervie-
ne en el juego político nacional, sin mostrarse directamente. Su
apoyo principal lo tiene en Córdoba, en donde opera su concuñado,
Miguel Juárez Celman: “En 1869 Roca y Juárez Celman –dice un
biógrafo de este último– eran ya, potencialmente, los jefes de la
política del interior. Para serlo tuvieron que conciliar voluntades
e intereses, apetitos y pasiones, en una labor tanto más fecunda
cuanto más silenciosa. Únicamente así podrían concretar un fuerte
estado de opinión para acabar con la odiada supremacía de Bue-
nos Aires [...] Sarmiento desde la presidencia facilitó esa campa-
ña” (Rivero, 1944: 49).
Fue a Roca a quien recurrió el presidente Sarmiento para li-
quidar los levantamientos de los caudillos Felipe Varela y López
Jordán y quien derrota al general Arredondo, jefe de la revolución
de 1874, desatada por los amigos de Mitre para impedir la pose-
sión de Avellaneda como presidente. Luego vendrá su golpe defi-
nitivo de opinión: la “campaña del desierto”. Iniciada por Adolfo

Argentina 53
Alsina, ministro de Guerra de Avellaneda en 1875, discrepa de
éste en la estrategia por seguir. En 1877 muere Alsina sin haber
logrado éxito contra los indios y Roca lo sustituye en el cargo. En
1879 se consagra como el jefe que conquista para el país un in-
menso territorio que había sido objeto de campañas frustradas
desde las época de Rosas. Su prestigio asciende hasta el punto
de considerársele candidato opcionado para reemplazar a
Avellaneda en la presidencia.
¿Cómo se explica el ascenso tan vertiginoso del comandante
de fronteras, radicado en lejanos parajes del interior, que en poco
más de díez años, se ubica en el primer plano de la política argen-
tina, contando apenas con 37 años de edad? En primer lugar, por
su condición de jefe militar, convertido en el soporte de los go-
biernos de Sarmiento y Avellaneda, ambos provincianos, amena-
zados permanentemente por la intransigencia porteña, dispues-
ta siempre a impedir por medio de las armas el sometimiento de
Buenos Aires a un gobierno nacional. Esa misma condición de
jefe militar le daba la ventaja que un líder civil originario de la
provincia no podía tener frente a Buenos Aires: el poder de las
armas, el único que, como se vio en 1880, era capaz de doblegarla.
En segundo lugar, la debilidad de las facciones políticas, incapa-
ces de superar por medios simplemente electorales la pugna en-
tre Buenos Aires y el interior. Roca, ajeno a las facciones, manio-
bró hábilmente para hacerse al apoyo de los dos bandos: por un
lado, el interior, “La Liga de Gobernadores”, y por el otro, Buenos
Aires, logrando que connotados dirigentes porteños apoyaran su
candidatura. En tercer lugar, el país había cambiado. El aumen-
to de la población, las inversiones extranjeras, el auge de las
nuevas exportaciones, la urbanización, el ferrocarril, apuntaban
hacia una nación unificada en capacidad de manejar las comple-
jas situaciones que se derivaban de esos cambios. Los gobiernos
de Sarmiento y Avellaneda, orientados en esa dirección, habían
despejado el camino.
En cuarto lugar están las condiciones personales de Roca. Es
cierto que éste no partió de cero. Pertenecía a la clase alta de
Tucumán. Su tío Marcos Paz fue vicepresidente de la Argentina
en el período 1862-1868. Y por su matrimonio se integró al nú-
cleo más aristocrático de Córdoba. Contaba, pues, con el estatus
social suficiente como para desenvolverse con soltura en los me-
dios dirigentes del país, en los cuales no bastaba el rango militar

54 El tránsito hacia el Estado nacional en América Latina en el siglo XIX


para acceder a ellos. Su origen social le hubiese servido para ob-
tener distinciones y algunos cargos de valía, pero no le asegura-
ba la presidencia. Debía tener, como en efecto tenía, cualidades
especiales que le permitieran ver más allá que los demás y con-
ducirse con objetivos claros en un medio político por demás con-
flictivo y cruzado por vectores contradictorios. Esas cualidades él
mismo las sintetizaba en una de las metáforas de Maquiavelo, la
del zorro y el león: “Mi nombre político –le confía en una carta a
Juárez Celman– debe tener de zorro y de león. Hay muchos ton-
tos a quienes se les desarma con cualquier cosa y se les puede
hacer servir a nuestras miras” (ibíd.: 99); principio que le reitera
Juárez Celman en una misiva posterior: “La fuerza del político
está en saber ser león y zorro al mismo tiempo. Casi podría ase-
gurarle que, debido a esa actitud, tendremos de nuestra parte al
doctor Quintana” (ibíd.: 144). Y al mismo Juárez le había aconse-
jado a propósito de un posible conflicto con la Iglesia: “conviene
no dar ni pretexto a la especie y no dar importancia a las barba-
ridades de los ultramontanos. Si es necesario, ¡haga una Novena
en su casa y hágase más católico que el Papa!” (ibíd.: 117). El
hecho de que lo llamaran “el zorro”, indica que la gente de su
tiempo percibía su verdadera naturaleza.
Roca dominaba, pues, el arte de la política. Era un conductor
nato que había perfeccionado su capacidad de mando en el ejer-
cicio militar. Intuyó su destino tempranamente. Se preparaba para
algo importante. En los días de comandante de frontera en Río IV
le comunicaba a su confidente y concuñado: “Continuamente le
he estado mandando los periódicos de provincia [...] Entre ellos
encontrará mi pequeño discurso de despedida de los sanjuaninos,
entre quienes he dejado buenos amigos, pensando siempre en el
porvenir. No hay como sembrar con tiempo y sin apresurarse a
las estaciones!” (ibíd.: 65). Con paciencia tejió los hilos que le
llevarían a lo más alto del poder. Unía a su carisma personal una
racionalidad asentada en un carácter reservado que lo hacía ana-
lítico y calculador. Había cultivado su espíritu con buenas lectu-
ras y su liberalismo se nutría en gran medida de las ideas de
Juan Bautista Alberdi.
Según uno de sus biógrafos más autorizados, fue en los años
de la guerra contra el Paraguay que Roca tomó conciencia del
papel estratégico que estaba llamado a cumplir el ejército en la
creación de un Estado nacional del que carecía la Argentina. Vio

Argentina 55
que para el país fragmentado de entonces el ejército representaba
la clave de su unidad y de su fuerza como nación. Ello implicaba
que debía evitar caer en los partidismos de la sociedad civil y plan-
tearse más bien como objetivo unánime “el sostenimiento, en to-
dos los casos y por todos los medios, del gobierno de la Nación,
fuera quien fuera su titular, su orientación o su color partidario.
Sobre este fundamento se marcharía después hacia la fundación
de un Estado imbuido de las obligaciones que justifican su exis-
tencia en las naciones civilizadas” (Luna, 1994: 68). Para Roca fue
clara entonces la necesidad del vínculo entre la nacionalidad y el
poder político, entendiendo que tal vínculo sólo se lograría en su
país si el ejército se ubicaba en el lugar que le correspondía: como
garante del orden jurídico y de la unidad nacional. Primaba en este
raciocinio el político sobre el militar. Pero esa doble condición fue
decisiva para lo que había de lograr años después.

1880-1910: El Estado nacional


Existe un cierto consenso en la historiografía argentina en vin-
cular el proceso que comienza en 1880 a una generación, la “ge-
neración del ochenta”, a la que atribuyen calidades intelectuales
y políticas superiores que la hicieron capaz de producir un cam-
bio de tal envergadura como para dar la largada de la Argentina
moderna. Al mismo tiempo hay cierto acuerdo en calificar el tipo
de gobierno que se instaura como una “oligarquía”, que extiende
su influencia entre 1880 y 1912. Algunos historiadores pusieron
a circular la denominación del período 1880-1910 como “la repú-
blica conservadora” o “el orden conservador”. A Julio A. Roca, el
hombre clave del período, le reconocen haber sido decisivo para
las transformaciones que se llevaron a cabo a partir de 1880.
Pero, a diferencia del Estado nacional europeo occidental, li-
gado al ascenso de la burguesía moderna, al amparo del régimen
de Roca se fortalece y, en buena medida, se renueva el reducido
núcleo de terratenientes, con las concesiones de tierras efectua-
das por los gobiernos del período: “A comienzos de la década del
ochenta –se lee en un estudio sobre la llamada generación del
ochenta– la participación en el ingreso de los sectores propieta-
rios de la tierra había alcanzado niveles tan altos que, unida al
prestigio social que otorgaba su tenencia, la constituían en uno
de los elementos básicos de la distribución de poder en la Argen-
tina”. Puntualiza dicho estudio que para la provincia de Buenos

56 El tránsito hacia el Estado nacional en América Latina en el siglo XIX


Proyecto de ley incorporando al ejercito nacional los batallones provinciales, 1880.

Argentina 57
Aires “se puede afirmar que al iniciar la década del 80 casi toda la
tierra del Estado bonaerense había pasado de manos del mismo
a la de los particulares. La campaña al desierto de Alsina-Roca
puede considerarse el último mojón de este proceso que llevó la
línea de fronteras a una situación similar a la actual” (Cornblit et
al., op. cit. : 19). Según Milcíades Peña, a través del Partido Auto-
nomista Nacional se constituyó “un verdadero frente único de
estancieros, comerciantes y capitalistas de todo el país ansiosos
por prosperar a la sombra de la paz y la administración roquistas”
(op. cit.: 59).
Al respecto, Thomas F. McGann anota que no cambiaron las
leyes de propiedad rural y que la expansión económica lo que
hace es facilitar la legalización del sistema de dicha propiedad:
“Los prósperos terratenientes, junto con otros hombres que no
tenían tantos recursos pero que eran igualmente perspicaces, se
dejaron dominar por esa orgía de especulación en tierras que,
subsistiendo durante una década después de que Roca hubo
conquistado [entre 1879 y 1880] las zonas que estaban en poder
de los indios, terminó cuando unas pocas personas [y muchas
del mismo grupo mencionado] estuvieron en posesión de mayor
cantidad de tierra” (1960: 41-42).
Entre 1876 y 1903, años en que tuvo lugar la ocupación del
desierto, el Estado regaló, o vendió a precios irrisorios, 41’787.023
hectáreas a particulares (Peña, op. cit.: 79).14 En su mensaje al
Congreso en 1904 Roca informa que hasta diciembre de 1903 se
concedieron en propiedad 32’ 447.045 de hectáreas de tierras
fiscales (Museo Roca, 1966: 135). El proceso de las concesiones
fue tal que, según Juan José Sebreli, “en los comienzos del siglo
XX, la tierra estaba completamente repartida. El Censo Nacional
de 1914, indicaba la existencia de 2.958 propiedades de 5.000 a
10.000 hectáreas, 1.474 de 10.000 a 25.000 hectáreas y 458 de
más de 25.000. Entre éstas, aunque el censo no lo diga, existían
algunas cuyas superficies pasaban las 100.000 hectáreas”
(Sebreli, op. cit.: 226).

14
En el patrimonialismo, dice Weber, “aparece la imprevisibilidad y el voluble arbitrio de los
funcionarios cortesanos y locales, el favor o disfavor del soberano y de sus servidores. Así,
mediante un hábil aprovechamiento de las circunstancias y de las relaciones personales, pue-
de perfectamente un simple hombre privado obtener una posición privilegiada que le ofrezca
probabilidades de lucro casi ilimitadas. Pero de este modo, y como es evidente, se ponen
grandes trabas a un sistema económico capitalista” (op. cit.: 839).

58 El tránsito hacia el Estado nacional en América Latina en el siglo XIX


Por lo demás, en los años de las presidencias de Roca y Juárez
Celman (1880-1890) creció notablemente la economía. Las ex-
portaciones agrícolas pasaron del 1.4% al 25% del total de las
exportaciones (ibíd.: 67). Según McGann, se produjo entonces
“una descomunal inflación en el valor de la tierra y en precios de
exportación” (op. cit.: 28) cuyos beneficiarios fueron los grandes
terratenientes y ganaderos y junto a ellos los políticos y los abo-
gados de las grandes sociedades.
Se proyectó así un claro dominio de terratenientes y comer-
ciantes. El resultado no fue, sin embargo, el rompimiento de la
estructura de poder tradicional afincado en las formas de pro-
ducción premodernas. Esta alianza no realiza una revolución
desde arriba para dar paso al desarrollo del capitalismo indus-
trial. El régimen instaurado si bien lleva a cabo cambios funda-
mentales, como la centralización política y la creación del merca-
do interno, no sienta las bases de la industria ni auspicia la
formación de una clase burguesa ligada a las formas más avan-
zadas de la producción.
Lo afirmado anteriormente se corrobora con el cuadro de la
situación económico-social del período, que resumen muy bien
los investigadores de la generación del ochenta en los siguientes
puntos: a) se observa un retraso manifiesto del sector manufac-
turero; b) se agrava el estancamiento de las provincias no perte-
necientes a la zona del litoral; c) la estructura de tenencia de la
tierra permanece invariable; d) el ingreso masivo de capital in-
glés y de hombres de negocios del mismo origen fue factor de
desajuste (Cornblit et al., op. cit. : 52-53). En La generación del
80 y su proyecto Cornblit subraya que “los ingleses tenían un
peso muy grande en la economía argentina y faltó el surgimiento
de una clase capitalista nativa que asegurara la dinámica autó-
noma del proceso” (ibíd.: 55).15
En todo caso, la coyuntura histórica no fue favorable a la for-
mación de una burguesía industrial, debido a que “la Argentina
pasó, a partir de este momento, a depender definitivamente de
las vicisitudes del mercado internacional de materias primas y
de la afluencia persistente de capital extranjero para asegurar la
continuación del proceso. De esta manera se vio sujeta a fuertes
15
En clara coincidencia con este punto de vista, Sebreli afirma que “la industrialización del
país, es decir, el desarrollo autónomo, encontraba su principal obstáculo en la burguesía
ganadera aliada al imperialismo inglés” (op. cit.: 229).

Argentina 59
crisis –la primera a partir de este momento en 1890–, y cuando
en 1930 se quiebran los mercados internacionales de mercan-
cías y capitales se cierra el período de nuestro crecimiento, basa-
do en la división internacional del trabajo” (Cornblit et al., op.
cit.: 55).
Con unas pocas cifras se puede dar cuenta de la importancia
del crecimiento capitalista del período en referencia. El valor de
las exportaciones totales pasó de 57 millones de pesos oro en
1881 a 100 millones en 1888 y el intercambio comercial entre
1881 y 1889 ascendió de 113 millones a 254 millones de pesos
oro. Las rentas nacionales eran en 1880 de 19’594.000 pesos oro
y de 72 millones en 1889 (ibíd.: 51).
En datos globales, en los años que van desde cuando se
estabiliza el sistema de gobierno liberal (1860) hasta 1910, al
final de las reformas de la era Roca, el historiador Botana aporta
cifras que demuestran el extraordinario cambio sufrido en la eco-
nomía argentina: “Las exportaciones crecieron más de diez ve-
ces, alcanzando una tasa de incremento de 1.183%. En 1888, el
área cultivada era de 2’422.922 ha y en 1914, de 14’313.630 ha.
La población se había duplicado en veinte años: 3’956.060 habi-
tantes en 1895; 7’888.237 en 1914. La red ferroviaria alcanzaba
en 1880 los 2.313 km, representaba un capital de 62’964.486
pesos oro, transportaba una carga de 772.712 toneladas y obte-
nía ganancias por 3’488.232 pesos oro [...] en 1913 el ferrocarril
se extendía desde Buenos Aires hacia todo el país, trasladaba
42’916.636 toneladas de carga a través de una red de 33.478 km
que, junto con la maquinaria y los bienes inmuebles, significaba
un capital de 1.358’949.967 pesos oro con ganancias que llega-
ban hasta los 52’742.416 pesos oro” (Botana, 1977: 284).
Dos medidas tomó el general Julio A. Roca una vez posesiona-
do de la Presidencia: la federalización de Buenos Aires y el
reforzamiento y profesionalización del ejército. Sobre la primera
dijo en su mensaje al Congreso: “El Congreso de 1880 ha comple-
mentado el sistema de gobierno federal y puede decirse que des-
de hoy empieza recién a ejecutarse el régimen de la Constitución
en toda su plenitud. La ley que acabáis de sancionar fijando la
capital definitiva de la República, es el punto de partida de una
nueva era en que el gobierno podrá ejercer su acción con entera
libertad, exento de las luchas diarias y deprimentes de su autori-
dad que tenía que sostener para defender sus prerrogativas con-

60 El tránsito hacia el Estado nacional en América Latina en el siglo XIX


tra las pretensiones invasoras de funcionarios subalternos. Ella
responde a la suprema aspiración del pueblo, porque significa la
consolidación de la unión y el imperio de la paz por largos años”
(Halperin, op. cit.: 435-436).
Sobre la segunda anunció: “Consagraré a las reformas que son
reclamadas en este ramo [el del ejército] mis mayores esfuerzos,
para evitar los peligros del militarismo, que es la supresión de la
libertad, en un porvenir más o menos lejano, y para hacer del
ejército una verdadera institución, según la Constitución lo en-
tiende y el progreso moderno lo exige. De esta manera, ajeno al
movimiento de los partidos y enaltecido como ya lo está ante la
opinión de la República, podrá en el caso desgraciado en que los
derechos de la patria estuviesen en peligro, desarrollar una fuer-
za incontrastable” (ibíd.) Más adelante, completa su idea sobre el
papel del ejército: “necesitamos paz duradera, orden estable y
libertad permanente [...] y a este respecto lo declaro bien alto
desde este elevado asiento, para que me oiga la República entera:
Emplearé todos los resortes y facultades que la Constitución ha
puesto en manos del Ejecutivo nacional, para evitar, sofocar y
reprimir cualquier tentativa contra la paz pública [...] En cual-
quier punto del territorio argentino que se levante un brazo fra-
tricida, o en que estalle un movimiento subversivo contra una
autoridad constituida, allí estará todo el poder de la nación para
reprimirlo” (ibíd.: 438). En 1900 Roca crea la Escuela Superior
de Guerra. En este mismo año trae una misión alemana que in-
trodujo los Mauser y los cañones Krup. En 1901 aprueba la Ley
de servicio militar obligatorio.
Con la federalización de Buenos Aires y la profesionalización
del ejército Roca enuncia las bases del Estado nacional. La
federalización consagra la unidad nacional, al integrar en la Cons-
titución en un solo cuerpo a Buenos Aires y las provincias, uni-
dad que debe respaldarse con un ejército profesional, subordina-
do al poder civil, que asegura el monopolio de la violencia física
por el Estado. En desarrollo de estos principios, Roca suprime
los ejércitos de las provincias, pero durante su hegemonía, el ejér-
cito de Roca será un cuerpo armado dependiente de su voluntad.
Es diciente al respecto el hecho de que en la oficialidad del ejér-
cito estarán dos de sus hermanos y un familiar de Juárez Celman,
su cuñado; otro hermano suyo actuará como proveedor del ejér-
cito y la armada y un primo será el director de la policía de Bue-

Argentina 61
nos Aires. Por otra parte, aunque formalmente existe la separa-
ción de poderes, en la práctica están concentrados en Roca. De-
cía Roque Sáenz Peña al respecto: “el sistema federal ya no exis-
te, como no existe el régimen republicano porque falta la
independencia y la división de los poderes, y falta la independen-
cia porque el Congreso se integra bajo las órdenes que imparte el
presidente a los gobernadores de provincia” (Sáenz en González,
1945: 238).16 D’Amico, ex-gobernador de la provincia de Buenos
Aires y exiliado por oponerse al gobierno de Roca, ratifica el jui-
cio de Sáenz Peña, “el único elector de la Argentina es el Presi-
dente de la República, que elige los gobernadores provinciales,
las legislaturas, el Congreso y su propio sucesor” (ibíd.: 47-48).
Al sistema político instaurado por Roca se le llamó el “Unicato”
en el cual, según José Luis Romero, “apuntaban las viejas ten-
dencias del autoritarismo autóctono, pero, contenido por el vigo-
roso formalismo constitucional, conducía al mismo tiempo a una
solemne afirmación del orden jurídico y a una constante y siste-
mática violación de los principios por el fraude y la violencia. El
eje del sistema era, en efecto, una concepción absolutista del poder
ejecutivo [...] robustecida por el afán centralizador de Roca y Juárez
Celman y, en menor escala, los que le siguieron en el ejercicio de
la presidencia, como Pellegrini, Quintana o Figueroa Alcorta”
(1956: 189).
La unificación efectiva del país se llevará a cabo desarrollando
las vías de comunicación: “Es indispensable –dice Roca en el ci-
tado mensaje– que los ferrocarriles alcancen en el menor tiempo
posible sus cabeceras naturales por el norte, por el oeste y por el
este, con sus ramales adyacentes, complementando el sistema
de vialidad y vinculando por sus intereses materiales a todas la
provincias entre sí [...] El que haya seguido con atención la mar-
cha de este país, ha podido notar [...] la profunda revolución eco-
nómica, social y política que el camino de hierro y el telégrafo
operan a medida que penetran en el interior. Con estos agentes
poderosos de civilización se ha afianzado la unidad nacional” (Roca
en Halperin, op. cit.: 436). Integración económica de las provin-
cias mediante una adecuada infraestructura que sustente el
mercado interno (elemento básico del Estado nacional), en una
Argentina lanzada hacia el progreso por la vía capitalista. La sín-

16
Al decir de Alberdi, sostiene este autor, Roca era una especie de archiduque austríaco.

62 El tránsito hacia el Estado nacional en América Latina en el siglo XIX


tesis de su programa de gobierno, “Paz y Administración”, es la
misma de Porfirio Díaz en México y de Rafael Reyes en Colombia
(1904-1909), el hombre que lleva a la práctica las ideas del diri-
gente que sentó las bases del Estado nacional en este país, Ra-
fael Núñez. El general Roca completa su obra fundadora, sepa-
rando la Iglesia del Estado (matrimonio civil, educación laica,
nacionalización de los cementerios), pero consciente de la influen-
cia de la religión católica en el pueblo y de su importante papel
como factor de unidad moral y, en consecuencia, elemento vital
para la paz, establece buenas relaciones con la Iglesia y le garan-
tiza el ejercicio de su culto.
Visto el carácter de las reformas realizadas en los años del
roquismo, es posible decir que Roca y la élite que lo acompaña
favorecen el desarrollo capitalista que, por lo demás, es útil para
la consolidación del régimen, pero ni él ni su grupo están integra-
dos al estamento privilegiado que se reclama de ancestros colo-
niales y concentra en sus manos la mayor parte de la riqueza.17
De hecho, como puede comprobarse en el trabajo de Sebreli ya
mencionado, se dio una definida compactación de los grandes
propietarios de tierras y por los datos que aduce puede verse cómo
éstos mantuvieron una continuidad en su poder económico a lo
largo del siglo XIX y comienzos del XX: “En cuanto a la provincia de
Buenos Aires –dice Sebreli–, según datos extraídos por Jacinto
Oddone de la Guía de contribuyentes del año 1928, sólo cincuen-
ta familias eran dueñas en ese año, en conjunto, de más de cua-
tro millones de hectáreas. Entre esas familias se contaban los
clásicos apellidos de la oligarquía”, y enumera a continuación
esos apellidos, anotando además el número de hectáreas de al-
gunas de sus propiedades (Sebreli, op. cit.: 227). Cambiaron, pues,
los gobiernos sin que se alterara la situación de privilegio de es-
tas pocas familias, que se cuidaron bien de preservar y ensan-
char su dominio económico sobre la tierra dando su apoyo a los
dirigentes políticos y participando en esos gobiernos con varios
de sus miembros, sin importar mucho los cambios de color polí-
tico. Las mismas están detrás del golpista Uriburu en 1930. La
centralización y los fundamentos del mercado interno quedan
como avances institucionales que sólo podrán ser aprovechados

17
Según Gastón Gori, Sarmiento, Mitre y Vicente López, expresaban “las más desdeñosas
reservas frente al advenedizo roquismo” (1964: 248).

Argentina 63
en función del crecimiento industrial años más tarde. Por lo pron-
to, predominan en la estructura de poder los rasgos patrimonia-
les que obstaculizan el libre crecimiento de la burguesía, que actúa
de manera subordinada.
El régimen de Roca, o lo que se considera como tal, que inclu-
ye sus dos presidencias (1880-1886 y 1898-1904) y el peso de su
influencia en el rumbo del país hasta 1910, fue sin duda autori-
tario, como correspondía al momento histórico en que se dieron
las condiciones para la centralización del poder en el Estado. Fue
una especie de absolutismo, al estilo de las monarquías euro-
peas (una “monarquía consentida”, decía Sarmiento), con el cual
lo comparan algunos historiadores. Y como en aquéllas, el Esta-
do se ubicaba por encima de todos los grupos sociales: “José
Manuel Estrada en Problemas argentinos, Vicente Fidel López en
las digresiones de actualidad que incluye en el prólogo a su His-
toria de la república argentina y Sarmiento en los artículos reuni-
dos en Condición del extranjero en América –registra Halperin
Donghi– coinciden en efecto en denunciar en la excesiva autono-
mía ganada por el Estado frente a la entera sociedad el problema
y el defecto central del orden roquista” (Halperin, 1987: 249). En
consonancia con lo anterior, Sarmiento reclamaba el derecho de
las “clases propietarias” a dirigir el Estado; le preocupaba que en
las provincias, individuos salidos de las capas pobres, hubiesen
reemplazado en los puestos de mando a los “representantes de
su riqueza y saber” y por lo tanto le parece necesario que las
“clases propietarias” vuelvan a asegurar su legítimo influjo sobre
el Estado para devolverlo a un rumbo menos únicamente aventu-
rero” (ibíd.: 249-250).
Lo mismo se puede decir de sus homólogos de México y Colom-
bia. Ese autoritarismo se ejerció como franca dictadura por Díaz y
con parecida modalidad a la de Roca por Núñez y su continuador
Rafael Reyes. Su influencia cubre también el mismo período, 1880-
1910. Y el resultado fue igualmente la centralización del poder en
el Estado y los comienzos de la unidad nacional.

64 El tránsito hacia el Estado nacional en América Latina en el siglo XIX

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