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Lutero enero 18

A veces pasa que alguien se da cuenta de un rasgo que se le impone (por ejemplo, salir con otros que estén en pareja) y,
sorprendida por el hallazgo, lo reconduce a su historia familiar (por ejemplo, los amoríos del padre); entonces, con un
paso más se tiene una interpretación edípica (se identifica con el deseo de su padre, que asume con culpa); esto explica
por qué sus relaciones llegan a un punto en que, cuando podrían consolidarse, las interrumpe (como castigo); esta
explicación conduce luego a una razón pre-edípica (el castigo paterno encubre la traición a la madre, envidiada y temida
al mismo tiempo) que podría expresarse así: yo no le hice daño a mamá, yo le dije que no a padre que me prefirió. Ahora
bien, ¿es equivocada la interpretación edípica? No, porque ninguna interpretación puede ser errónea. Pero sí es típica, y
el movimiento del análisis va más allá de lo típico (no sin antes pasar por ahí). Como suelo decir: los conflictos son
típicos, las soluciones singulares. El análisis va de lo típico a lo singular. Por eso decir Anti-Edipo, no quiere decir Sin-
Edipo, sino a través del Edipo. La pregunta analítica, para un caso semejante, podría ser: ¿qué produce esa máquina de
hacerse preferir e interrumpir? ¿A qué cuerpo sin órganos está enganchada, no en una serie psíquica papá-mamá, sino
en las conversaciones con esa otra singularidad con la que ahora va al cine y deviene imagen de la época del oro? La
misma máquina de deseo que puede sintomatizar histéricamente, también se puede usar para seducir estéticamente.
Sobre estas cuestiones vamos a hablar con Esteban Dipaola en el taller de 4 clases sobre la El Anti-Edipo que vamos a
hacer a partir del 18 de febrero los domingos. No una lectura erudita del libro, sino un atravesamiento clínico. Los
interesados le escriben por inbox a él.

El enunciado es dispensable. Lo que importa es la enunciación. Y un reproche histérico se reconoce por el despecho, sea
que lo haga una esposa celosa o un dealer de merca. La voluntad de escrache de la histeria femenina trasciende la
anatomía, es la suposición de un goce (del Otro) que traiciona y llama a la venganza.

Mi primer libro de psicoanálisis se lo robé a mi papá pediatra; se llamaba "Conversando con los padres", eran unas
charlas radiales de Winnicott en las que daba consejos para la crianza. Más de veinte años después, firmé contrato con
Paidós (la editorial que publicó a Winnicott) para escribir un libro sobre crianza desde el psicoanálisis, que incluirá un
capítulo escrito por mi papá y mi hermano. Winnicott dice en un artículo que los adolescentes roban aquello que
necesitan tiempo para hacer propio y que, por eso, hay que tenerles paciencia y dejarse robar un poco. Porque lo que
roban, en definitiva, es ese tiempo. Por suerte llegó el momento en que le voy a poder devolver a papá su libro, pero
con otro título y otro autor. El primero ya se perdió hace años.

Converso con un amigo que me habla de cómo mucha gente se desilusiona con el psicoanálisis y busca otras terapias.
Me parece un fenómeno interesante: cuando alguien va a un cardiólogo y siente que no le sirve el tratamiento, busca
otro cardiólogo, pero no se desilusiona de la cardiología. Aunque ocurre a veces que también se busquen otras formas
de medicina alternativa, pero no es lo común. En cambio, pocas personas dirían: "Quiero una segunda opinión de otro
analista". Directamente rechazan el psicoanálisis. "No es para mí", dicen algunos. Es algo realmente interesante. Porque
muestra que no tendría sentido separar el psicoanálisis de los psicoanalistas, decir: fue "ese", porque no hay más
psicoanálisis que el de "ese". Podemos hacer la abstracción, para quedarnos más tranquilos, pero no es una distinción
real. Lo que sí es importante es que el rechazo (que hace que nadie sea indiferente a esa experiencia: los que buscan
otras terapias, muchas veces, lo hacen contra el psicoanálisis, es decir, ¡se vuelven detractores! ¡como los amantes
despechados!) es proporcional a la expectativa que se tenía. Esto me parece valioso de pensar: quienes buscan otras
terapias, por lo general esperan menos de un tratamiento después de la decepción con el psicoanálisis. Este efecto ya es
un efecto analítico, que quizá no sirva para avanzar con el análisis, porque no servirá para analizar la transferencia (el
odio al psicoanálisis), pero no es despreciable. Por eso yo no creo que haya que debatir con otras formas de terapia,
porque quien no es capaz de ilusionar ni de producir odio, tiene poco para ofrecer.
Esta semana terminó el taller "Los que aman, odian" (tres grupos en tres días diferentes). Me gusta el ejercicio de decir
lo mismo de otra manera, mucho más el de no volver a decir lo ya dicho. A fines de febrero haré un seminario intensivo
en Centro Dos, para cerrar la cuestión. Luego se publicará la desgrabación en la colección del Centro en Letra Viva. En
este artículo que escribí para Polvo, un breve resumen.

Buena parte de mi análisis tuve que dedicarlo a resolver un síntoma que incidia en mi práctica como analista: el fastidio
que me producía la histeria y sus actuaciones, de las que yo era parte, aunque sin reconocerlo. Era un analista freudiano,
demasiado freudiano, al menos en el punto en que atendía más al desciframiento que al manejo de la transferencia
(como le ocurrió a Freud con Dora). Con el tiempo me volví simplemente freudiano. El viernes de la próxima semana voy
a estar en Letra Viva para hablar de "¿Dónde están las histéricas?" y contar algo de lo que aprendí en el camino.

"Después de esa sesión, por primera vez pudo pedirle al esposo, en el transcurso de una relación sexual, que le apretara
con fuerza los pezones; él lo hizo con intensa excitación, permitiéndole a ella, a su vez, que le clavara las uñas en la
espalda tan profundamente que sangró, y ambos, también por primera vez, alcanzaron juntos un orgasmo intenso"
(Fairbairn, 1954). Me encanta leer posfreudianos, sus relatos apasionados, como si fueran extensas novelas eróticas en
las que relatan los dramas del deseo humano. Qué linda época, cuando los analistas escribían acerca de su práctica, en
lugar de franelearse axiológicamente para ver de qué lado de la grieta está tal o cual colega.

Hay un funcionamiento de pareja que corroboré en varios casos. Me refiero a la situación en que uno de los dos
atraviesa una situación difícil y el otro quiere acompañarlo, pero lo hace una manera en la que asume asume el dolor de
aquél como algo propio. Es una coordenada que suele aparecer cuando hay enfermedades, pérdida de trabajo, en fin,
cualquier experiencia que simbolice una castración. Este acompañamiento a veces tiene un costado altruista, sacrificial,
la empatía se vuelve una forma de sufrir con el otro. Eso implica suponer una identificación, en la que el otro se hace
cargo de la parte castrada de aquél. Un ejemplo: la pareja del diabético que deja de comer dulces. "Para no tentarlo",
puede ser que diga, y la frase es elocuente porque denota un deseo reprimido. Esto demuestra que la identificación se
sostiene en una actitud culpable y que, por lo tanto, se resuelve con un autocastigo. Sin embargo, este aspecto es el
menos importante, interpretarlo sería inútil; lo que importa es el efecto que produce en la relación, porque esta
identificación restringe la posibilidad de ser una fuente derivada de placer para el otro. Otra vez el ejemplo del
diabético: se olvida que ver comer a otro puede ser un placer (de la mirada) en el que recuperemos lo perdido a través
de dárselo a otro. De esta forma, la relación se empobrece, porque no admite la gratitud. La identificación, entonces,
encubre un deseo envidioso proyectado. La otra cara de esta proyección es la introyección de la angustia del otro,
funcionar como depósito de la angustia del otro, lo que lleva a que éste no se pueda angustiar porque uno se angustia.
El resultado es conocido: quien padece termina consolando a su acompañante. Esta dinámica vincular es común en
ciertas parejas, pero también entre padres e hijos (que también son parejas) y lleva al resentimiento, el agobio y la
muerte simbólica de la relación. Es expresión de lo que podría llamarse "superyó de pareja", si es superyoica toda idea
que detiene la experiencia. Pienso en estas cuestiones después de releer el cuento de Cortázar "La salud de los
enfermos".

La teoría dice que en la adolescencia se reactualiza el Edipo. Es una afirmación abstracta. ¿De qué fenómeno concreto se
desprende esta idea? ¿Qué experiencia obliga a proponer esta explicación? Por ejemplo, que para un varón se reedita el
amor con la madre quiere decir que, en el amor juvenil, se vive la relación como algo dado. Es una secuencia habitual, la
del adolescente que no cuida (y hasta maltrata) el cariño de la chica que lo quiere; hasta que un día ella se va y él
entiende, por primera vez, que la relación podía no ser. Eso quiere decir que, en la relación con ella, proyectaba la
incondicionalidad materna. "Sí, te pueden dejar de querer" y esto no tiene que ver con una posición obsesiva, sino que
es lo propio de amor juvenil en el varón; en todo caso, sí puede ser que la decepción lleve a un conflicto con la pérdida
del amor que se sintomatice obsesivamente. Sin embargo, son cosas distintas.

No tener motivos para no hacer algo es distinto a tenerlos para hacerlo. Es la diferencia entre actuar lo posible y crear
realidad.

Fui a que me sacaran sangre. Mientras espero, me pongo al día con los videos de reggaetón. Me gusta mucho la canción
que se llama "Criminal". La conocí el otro día cuando se la escuché cantar en la plaza a una niña, luego la busqué en
youtube. Me acuerdo de esto mientras el extraccionista me pincha con saña. Miro el cartelito en su guardapolvo. El
apellido es "Amoroso". No podía ser de otro modo, pienso y recuerdo que una vez escuché en la radio a un abogado que
se llamaba "Travieso". Hubo también un famoso pediatra: el Dr. Garrote. Me río. Y entonces pienso mi apellido y
entiendo por qué puede ser tan frecuente que pacientes mujeres me hablen de sus asuntos ginecológicos. Una mujer
una vez me contó que sonó que hablaba dentro de un útero. Lo que me hace reír es algo que ya pensé alguna vez, pero
ahora se me presenta de manera novedosa: que la etimología de la palabra "histeria" remite a "L'utero". Gracias al
psicoanálisis pude dejar de ver en mi apellido el retorno de una moral de protesta(nte) para estar un poquito más cerca
de las palabras de las mujeres

Converso con L. que me cuenta la bronca que le dio pagarle una fortuna a un plomero que apenas le cambió un flotante.
Es que no quedaba otra, había que cambiarlo y "Era imposible decirle que no". Luego me cuenta de un amigo que hizo
una comparación entre su profesión y el modo en que cobran los plomeros. Estos no admiten regateos. Sugiero
entonces el concepto de "envidia del plomero" y le cuento a L. que escribí hace un tiempo un artículo en el que uso el
ejemplo del plomero para hablar del pago de honorarios en psicoanálisis. Me pregunto: ¿qué extraña fascinación
produce el plomero en los varones? La respuesta se me hizo evidente: es el hombre al que las mujeres no se le pueden
negar.

"Cuidate" es una expresión horrible. No sólo porque es un imperativo, sino también porque es egoísta. Como mandato
es culpabilizante, pero más terrible es que su correlato narcisista, en una sociedad individualista como la nuestra,
implica desentenderse de lo demás. "Cuidate" se vuelve así equivalente a "Pensá en vos solo", "Que no te importen más
que tus cosas", etc. Por eso la imposibilidad del cuidado de sí, hoy en día, es un indicador de salud. Así entiendo yo la
frase de Charly "Sabés que no aprendí a vivir", en un mundo que exige la autoconservación y produce, como retorno en
lo real, la mayor autodestructividad. En esto pensé mientras escuché a una señora mayor que, al despedirse de una
chica (¿su nieta?) le dijo: "No descuides tanto el amor m'hijita".

Una amiga me cuenta que se bajó una aplicación de citas. En chiste dice que, sin darse cuenta, puso de rango hasta los
60 años. Le escribieron Tito, Don Alberto, etc. Pienso que lo que le pasó es interesante, desde la lógica del inconsciente,
la posibilidad de que le escriban tipos mayores implica el efecto de que lo hagan: así funciona el deseo (o, mejor dicho,
cierto tipo de deseo), de acuerdo con la más básica de las leyes del mercado: con oferta se crea demanda. Y el amor,
como dice la canción de Los Redondos, es un mercado como cualquier otro. "Es muy fuerte que te escriban para coger
tipos que están cerca de la muerte", dice. Y así es más preciso el deseo del que disfruta: "cerca de la muerte" no nombra
un dato objetivo (menos en un sociedad en los varones viven hasta los 80), sino la represión de su hostilidad que, de
acuerdo con la primera indicación, resulta parricida. De este modo, la fantasía con que usa esta aplicación es la de una
escena de seducción, en la que se castiga a un padre por su deseo, estructura que va más allá de la edad de quien le
escriba y se extiende a todas sus relaciones con los varones. Su venganza puede tomar diferentes formas, desde hacer
esperar a un tipo hasta descartarlo después de que, en la primera cita, éste se muestre impotente. De esta forma la
impotencia del varón se generaliza y se vuelve una condición psíquica, salvo cuando el tipo sea impotente de entrada y
ahí sí, entonces, ella lo levanta. Es una fantasía típica, la de mi amiga: antes algunas mujeres podían fantasear con la
prostitución, ahora pueden actuar esa fantasía con las aplicaciones de citas. En la fantasía de prostitución se trata de
jugar con la posibilidad de que el padre aparezca entre los clientes. Esa posibilidad, como dije, es un llamado. Luego me
cuenta que en la app te conecta con el otro cuando ambos se eligen. Yo le pregunto qué pasa si sólo uno elige al otro,
pienso que podría ser inhibitorio que lo avise. "Ah, no querido, esa es tu fantasía".

Converso con un muchacho que se refiere al ex de su novia actual como "la gestión anterior". En otro tiempo se
erotizaban los vínculos laborales, hoy se laboralizan los vinculos amorosos. Y vos ¿cómo amás? ¿Sos el emprendedor que
innova, el monotributista que presta servicios, el telemarketer que está meta wasap? Es el momento de que aparezca
una serie de Suar que se llame "El CEO de tu amor".

Cada uno sabe qué necesita. El problema es que es imposible pedirlo, porque decirle a alguien, por ejemplo, "Necesito
que seas más comprensivo" es reprocharle su falta de comprensión, por lo tanto, el pasaje de la necesidad a la demanda
hace que la relación con el otro se base en querer cambiarlo; en pedirle, en definitiva, que sea otro. Por eso se puede
pedir cualquier cosa, menos lo que se necesita. Y se pide cualquier cosa en una relación, sólo para ver si el otro quiere o
no. Así importa más querer que el otro quiera, que saber qué quiere o qué necesita.

Terminamos ayer el grupo de los lunes con el taller "Los que aman, odian" y D. trajo la viola y nos cantó una canción que
dice: "Aunque hablás mal de mí con los demás/ es peor, no es odio, sé que te burlás/ tengo la esperanza de que es así:
todavía pensás en mí". En el taller citamos más canciones que textos, así que terminamos de manera consecuente

La frustración no es algo que viene de afuera, no es algo que otro nos haga, sino un resultado intrínseco a cualquier
acción, en la medida en que ningún deseo se realiza en el sentido fantaseado, siempre algún tipo de diferencia existe.
Esa diferencia entre lo esperado y lo efectivo es el origen de la realidad. La misma realidad que decepciona puede ser
también la que sorprenda.

Un momento importante en el análisis de la histeria femenina es el pasaje del "no" para llevar la contra al "no" que
implica una toma de posición. El primero es una simple negación, que indetermina al sujeto, el segundo es un "no" que
se afirma, que dice "no", aunque niegue una determinación. De lo indeterminado a lo no determinado, es el movimiento
del análisis.

Leo una entrevista a Lucrecia Martel, en la que se queja (es la palabra justa) de las series. Ve en eso un retroceso. Las
series serían puro argumento, desarrollo de historia, novela del siglo XIX. Sin embargo, ¿no es un retroceso mayor su
esteticismo muy siglo XVIII? En lo que estamos de acuerdo, porque siempre lo digo, es que el XXI realiza las fantasías
perversas del siglo XIX; pero las razones de este retorno no son estéticas, sino libidinales. El espectador de series no
sigue una trama, sino el corte, la secuencia de episodios, goza de terminar temporadas, de esa percepción ansiosa e
hiperexcitada, vacía de experiencia, en la cama o en el living de una casa. La novela del siglo XIX le daba forma a la vida,
implicaba una educación sentimental; las series estimulan el ingenio, el mundo es el mismo después de cada capítulo.
Lucrecia Martel tuvo que leer Zama en un barco en el Río Paraná. Así de amenazado está el tiempo de la lectura, que es
necesario huir... para leer. Antes leer permitía viajar sin moverse. ¿De quién se queja Lucrecia Martel, sino de su propia
tilinguería, del aburrimiento que disfraza con el personaje de una cineasta interesante con anteojos extravagantes? El
ideal de un gesto puro, que retorna como sanción fetichista de que ya no hay nada para ver.

A partir de las dos secuencias que escribí este finde sobre la represión de la mirada, estuvimos conversando vía inbox
con un colega de España. Llegamos a algunas conclusiones: otra de las formas que toma este fenómeno en la infancia se
comprueba en el acto más cotidiano: bañarse, acto que para muchos niños es una tortura y no por una cuestión de
higiene. No me refiero a jugar en la bañadera o enjabonarse el cuerpo, sino a lavarse la cabeza. No por nada existen
muchas marcas de shampoo que prometen que no habrá lágrimas. Sin embargo, esta promesa se basa en algo simple: a
un niño le cuesta mucho permanecer con los ojos cerrados. Los niños, al igual que el obispo Berkeley, creen que "Esse
est percipi". Para bañarse, en cambio, es preciso disponer del cuerpo propio como algo objetivable, es decir, es preciso
dejar de estar por completo en uno mismo. En cierto sentido, en esto consiste contar con una imagen total de sí. Por lo
general, la imagen del cuerpo que tiene el niño es parcial, relativa a las partes que puede ver o, mejor dicho, al punto en
que coinciden ver y ser visto en el acto de verse. Lo que nunca puede verse de uno mismo, salvo a través de un espejo
(pero, ¿cuántos niños conocen que, en el baño, estén atentos a los espejos?) es la cabeza. Por lo tanto, cerrar los ojos en
la bañadera confronta con el temor de perderla. Por eso el rechazo a lavarse la cabeza es una de las formas que toma la
angustia de castración en la infancia, angustia vinculada con la posibilidad de perder una parte del cuerpo propio. La
amenaza de castración tranquilamente se pude exponer en la secuencia de un padre o madre demasiado pesado con
que "hay que" lavarse la cabeza, en lugar de acompañar ese proceso angustioso. La angustia de castración supone la
diferencia entre fálico y castrado, a partir de la cual se trata de dejar de ser el falo del otro, posición que coincide con el
“ser visto” del que hablo a propósito de la mirada. Por eso también la etapa fálica es aquella en la que se termina de
consolidar la imagen corporal, en la medida en que se trata de tener una imagen completa de sí mismo, aunque no la
veamos. En el pasaje a la consolidación de esta imagen, es preciso atravesar la angustia de que ese cuerpo que no vemos
esté dañado o castrado. La misma angustia de castración que siente una persona cuando se compra pilcha en la calle (y,
cuando se la pone en su casa, no le gusta) es la que siente un pibe a la hora de bañarse y lavarse la cabeza. Quizá
después de esta reflexión podamos tener un poquito más de paciencia con los niños a la hora del baño.

"Friends of mine", de Adam Green, cuenta la historia de un chico que se enamora de la madre de su novia. Esta fantasía
está en muchas canciones (como "Qué linda nena es tu mamá" de Flema). Hasta aquí un motivo clásico de la rebeldía
punk. Pero Adam Green va más allá de lo típico y le propone a la chica presentarle a alguno de sus amigos. Esta
compensación es extraña y requiere análisis. Hay dos escenas enfrentadas: el chico conoce a la mamá, la chica a un
amigo. ¡Son los pasos de consolidación de toda pareja para todo varón! Cuando un chico conoce a la familia de su novia,
inmediatamente vive el conflicto de que le guste la hermana, la prima, en fin, la madre. Y la otra cara de esta
presentación no es llevarla a conocer a los propios padres, sino a los amigos. Porque un chico nunca se pondría celoso
de que su padre o un hermano mire a su novia, pero sí un amigo. Por eso se dice que las novias de los amigos "tienen
bigote". Ahora bien, este desplazamiento debería llevar a reconocer que, en realidad, los celos respecto de los amigos
reprimen la fantasía de que el padre o un hermano también son varones que pueden desear a una novia. Que se trata
de esta cuestión lo muestra la última canción del disco, "We're not supposed to be lovers" cuando dice: "Imagina a una
persona que olvidaste/ besando a tu hermano o a uno de tus amigos". Este disco (homónimo a la canción, del 2003) es
magnífico, con todos los recursos del folk, pero usados contra el folk. Con arreglos al estilo Albert Hammond (padre, el
cantante de los '70, no el guitarrista de The Strokes) pero con todo el reviente post 2000. En conclusión, todo el chiste
de la canción (porque es muy graciosa) se basa en el mecanismo de reproducir activamente lo sufrido de manera pasiva.
De este manera se cuenta de manera anti-heróica la fantasía más temida: compartir una mujer con el padre.

Me tiré a dormir la siesta. Soñé con paciente que atendí hace muchos años. Un niño que hablaba con apenas tres frases,
repetidas con el mismo tono. Una era: "Este país sólo lo gobierna el peronismo". En el sueño de esta tarde de calor,
decía "Para eso falta mucho tiempo" una y otra vez. Yo no estoy de acuerdo con la idea de que los niños diagnosticados
como autistas no hablan.

En "Metafísica de las costumbres", Kant critica la masturbación (¡qué época, cuando los filósofos hablaban de temas
importantes en lugar de escribir papers!) porque apunta a un objeto imaginario en lugar de uno real. Para Kant, la
masturbación "crea" su objeto y esto es objetable. Sin embargo, si pensamos en el lugar de la imaginación en la "Crítica
de la razón pura", toda la filosofía kantiana corre el riesgo de volverse onanista; pero este es otro tema. Lo que me
importa es otra cosa: pareciera que Kant supone un modelo instintivo de lo sexual, una dirección cuyo ejemplo es el
deseo animal, que no necesita el rodeo autoerótico para acercarse al otro; pero ¿cómo pensar el erotismo humano sin
ese pasaje por la fantasía? ¿No es un hábito escuchar a personas que necesitan fantasear para acostarse con alguien?
No sólo fantasear con otra persona, sino con esa misma con la que se acuestan. Que "No hay relación sexual", como
decía Lacan, quiere decir (entre otras cosas) que el erotismo humano depende más de la imagen que de la excitación
como proceso fisiológico.

Seguramente te pasó ir por la calle, frenar en una vidriera, ver una remerita que te gustó. Quizá entraste al negocio y te
la probaste. "Me la llevo", dijiste después. Ya en tu casa, te pareció que te quedaba horrible. Fue a parar a un cajón. Si
no la regalás antes, puede ser que algún día te reconcilies. ¿Cómo analizar esta situación típica? En primer lugar,
muestra que hay una diferencia entre ver y verse. En la calle, en el probador, vemos la remera, no nuestro cuerpo.
Cuando en casa se trata de pasar a tener un cuerpo, la primera reacción es rechazo: ¡castración! Nuestro cuerpo se nos
aparece como dañado; vemos todos los detalles que hacen que pongamos ese objeto infame fuera de la vista, pero esto
muestra que en el inconsciente se trata de la operación inversa: para tener un cuerpo es preciso castrarlo de alguna
manera. No es posible tener un cuerpo sin hacer este pasaje por la castración de la mirada: si la pasividad de "ser visto"
es todavía intensa, cualquier cosa que se añada al cuerpo resultará invasiva; en el pasaje a tener un cuerpo, es preciso
dejar de verse (separar "ver" de "ser visto") para que se constituya el deseo activo de ver, para ver mucho más que lo
que aparece, para ver desde el cuerpo que se tiene (y no se ve); pero para hacer este movimiento es preciso que el
cuerpo como "visto" no se encuentre amenzado, que no deje de existir cuando dejamos de verlo. ¿No están esas
personas que se compran una remera y no pueden dejar de ir al espejo para ver una y otra vez cómo les queda?
Aprender a comprarse ropa es mucho más que un arte, es una de las formas de atravesar la angustia de castración.

"Diosa", de Los auténticos decadentes, debe ser la canción más kitsch del rock nacional. Una imagen detrás de otra,
empeora la declaración de amor: "Tan linda como una sirena/ con la cola llena de arena/ y perfumada por la sal/ Diosa
de pelo negro y piel morena/ radiante perla marinera/ como la venus frente al mar". El reforzamiento continuo de la
metáfora trillada, el uso vulgar de la mitología griega ("Era como admirar una nereida") y la referencia bíblica ("Milagro
de la creación"), todo para encubrir la cosificación libidinosa de la mujer que "cuando sus pechos bambolean" es "un
atentado a la moral". Es difícil imaginarse a una mujer seducida por cualquier verso de esta letra, que parece escrita con
piropos callejeros del estilo "Con ese culo te invito a cagar a casa". Sin embargo, ¿por qué en la canción funciona? ¿Por
que varones y mujeres que nunca podrían acercarse con frases de este tipo, cuando la canción suena en una fiesta
bailan de la mano y ellas hasta se dejan dar la vueltita? Esta es una canción muy inteligente, porque juega con un doble
código, con el desdoblamiento de la seducción que, como tal, es un hecho estético. Seducir no es expresar un deseo
real, sino irrealizar el deseo, mostrar su posibilidad, la distancia en que, como no efectuado, se tienta tentando

La represión de la mirada es un momento fundacional de la infancia. Reprimir la mirada quiere decir renunciar al destino
pasivo del goce escópico (ser visto) para erotizar el deseo de ver. El deseo de ver implica que nunca se percibe lo que se
ve, siempre se ve más, al punto de que se ve lo invisible. Ver lo invisible, implica que ver es también buscar, sentir
curiosidad por lo oculto o lo que hay detrás. Un ejemplo concreto: cuando a un niño pequeño le preguntamos si se fijó
bien cuando buscó eso que no encontraba, dice que sí; entonces el adulto va, mira debajo de la cama y se lo da. Los
adultos se enojan por este tipo de circunstancias, "¿Buscaste?", "¿Te fijaste bien?", preguntan, pero el niño no saber
buscar de entrada, no es espontáneamente curioso, para eso necesaria la represión de la mirada. Hay adultos que, con
su mamá o esposa o cualquier otro vínculo de relativa intimidad, aún permanecen en esta actitud: "Mi amor, ¿dónde
están mis zapatos que no los veo por ningún lado?". Alguna vez escuché a un tipo decir en chiste que su mujer le
escondía las cosas. Es una linda manera de reunir a un tiempo esa actitud infantil (que implica depender de la mirada del
otro para ser mirado-amado) y trascenderla en la atribución de un goce malvado. Cada uno reprime como puede.

"Muchas mujeres cuentan en análisis cómo en el momento en que su pareja se molestó sintieron incluso hasta cierto
alivio. Es una forma de decir: 'No soy la madre, no es un niño, es un hombre', a pesar de que el varón que se enoja de
manera desbordada tiene todos los caprichos del berrinche infantil. Así funciona el inconsciente: nos enteramos de la
significación inconsciente de una escena cuando vemos los medios por los que alguien quiere evitar un efecto, porque al
querer evitarlo es que lo realiza. Por esta vía, al hacer enojar al varón, la mujer convoca a un padre al que temer". Escribí
para El Litoral sobre un modo habitual de lazo entre varones y mujeres.

1.

Hay síntomas “de” pareja y también síntomas “en” la pareja. En el primer caso se trata de una formación conjunta, con
circuitos propios; en el segundo, se trata de la pareja como superficie de impacto de un síntoma previo. Es el síntoma-
parásito de una relación. Incluso podría decirse que la salud mental es la capacidad de sintomatizar con el otro, a veces
de sintomatizarlo a él (o ella). Es el síntoma-huésped.

El síntoma-parásito es otra cosa. Es un síntoma que polariza la relación hacia una fantasía recurrente. Por ejemplo, la
fantasía histérica de poner a prueba el amor del otro, de la pelea como causa del erotismo en la reconciliación.

Una pareja puede funcionar una vida con este circuito. O la fantasía obsesiva del miedo a perder al otro como forma de
recuperar el deseo. Son esas parejas que van y vienen, cíclicamente, sin línea de fuga. El síntoma-huésped trabaja,
produce fantasías y las atraviesa, es el de las parejas que se reinventan en los conflictos.

2.

¿Por qué los varones les mienten a sus esposas? Muchas veces escuché a mujeres quejarse de eso. No se trata de
grandes engaños, sino que a veces no cuentan nimiedades. Es que se trata de eso: no es tanto la mentira como voluntad
de engañar, sino la reserva de algún detalle, la preferencia de callar. Entonces, la pregunta se vuelve más interesante:
¿por qué a los varones no les gusta contarle todo a sus esposas?

Al menos, no les gusta responder a todas sus preguntas. Se trata del modo en que el varón frustra el deseo de saber de
la mujer. Es una especie de protesta masculina. Si le respondiera, ella sería su madre y él sería su falo. “No soy tu falo”,
es la posición del varón que prefiere no hablar. Si no es falo, es para tenerlo. Es en este caso, “tengo un secreto”. Y
algunas mujeres se enojan mucho con eso: “¿Cómo no me contaste que…?”. A veces este ocultamiento puede motivar
celos y sospechas. Es inevitable: ser la mujer (y no la madre) de un hombre, sintomatiza. Aunque también es cierto que
el varón que prefiere callar es el que más complicidades tiene con su madre, es el más edípico de todos.
Una de las preguntas clínicas más interesantes (y de sentido común) en el análisis de varones es: ¿por qué no se
masturban pensando en sus esposas, en lugar de fantasear con otras mujeres o ver pornografía? La respuesta salvaje
sería que la mayoría no desea a sus esposas, pero no es cierta.

Muchos de ellos desean bastante a sus mujeres, entonces la pregunta se vuelve más interesante. Es un aspecto
fundamental de la sexualidad masculina. Por un lado, la respuesta se relaciona con la fantasía como forma de recuperar
la posibilidad. El deseo desprecia la efectividad y es línea de fuga.

Por otro lado, la cuestión tiene que ver con un punto específico de la masturbación masculina: el varón se masturba
para tener el falo, y eso implica dejar de serlo. Dejar de ser el falo es una especie de traición (en la infancia, a la madre;
en la adultez, a la pareja) y produce culpa, por eso la masturbación no tiene que ver con un acto “manual” sino que
puede estar en diferentes actividades cotidianas (como perder el tiempo, usar mucho las redes sociales, etc.).

En la niñez es bastante claro: en determinado momento, el varón dice que “extraña” a su mamá. Eso quiere decir se
masturba, porque ya no es su falo. Y eso produce culpa, por eso el niño no quiere quedarse solo a partir de ese
momento. En el adulto ocurre lo mismo, por ejemplo, cuando dice: “¡Que pajero! Pasó todo el domingo y no hice nada”.
Quizá hizo un montón de cosas, pero la culpa masturbatoria no entiende de meritocracia ni de justificaciones. Entonces:
el niño traiciona a la madre, el varón adulto no tiene más remedio que traicionar a su esposa para masturbarse. A veces
es masturbatoria una relación extra-marital; por ejemplo, en los tipos que pueden tener amantes y, por cierto, nunca
van a dejar a sus mujeres.

Por eso los varones tienen mayor predisposición a la “piratería”. Porque son unos pajeros. Y en la masturbación la culpa
por haber traicionado, se resuelve con otro hombre. Por eso los varones disfrutan de contarse sus aventuras con
amantes. Es pura pantalla para el homoerotismo. Es otra idea freudiana: en la fantasía masturbatoria se recibe el golpe
del padre como castigo (“Pegan a un niño”). “Soy un pajero” es una frase que expone el castigo paterno. El padre erotiza
con su golpe. De este modo, el varón se masturba para ser seducido por el padre. Por eso los varones ven pornografía
para masturbarse y no lo hacen pensando en sus esposas: porque al ver pornografía se identifican con la mujer
seducida.

La fantasía de separación es típica en muchas parejas. No quiere decir que quieran separarse, sino que pensarlo les
permite estar juntos. Cuando ésta es la principal fantasía que une a dos personas, la pareja puede prolongarse una
vida… con un costo grande para el erotismo. La fantasía de separación es una fantasía histérica que, como tal, une a
muchas parejas insatisfechas. Así vuelve a introducirse el deseo en la relación, sólo que el histérico nunca quiere lo que
desea, y si desea separarse… más se une, para que no pase nada.

5.

Si la fantasía de separación es histérica, ¿qué ocurre en el obsesivo? Respuesta: el obsesivo bien puede tener fantasías
histéricas, de hecho eso es lo que hace posible su análisis. Quizá no exista la fantasía obsesiva, por el modo de relación
de este tipo clínico con el deseo. En todo caso, al obsesivo (y respondo por el varón ya que la pregunta fue por éste) se
le impone la separación a partir del deseo (que se divide entre términos excluyentes). Me explico: ante la situación de
mirar a otra mujer (o acostarse, da igual) por su tipo de síntoma fundamental (la duda) el obsesivo piensa que tiene que
separarse de su mujer porque ama a otra. El obsesivo es infiel por definición, es decir, por su deseo. Es algo típico: es el
obsesivo varón quien ante la duda del deseo deja claves para ser descubierto y, por lo tanto, hace decidir al otro. El
obsesivo infiel siempre deja pistas, o al revés: el varón que deja pistas innecesarias es un obsesivo.

Hace un tiempo leí una nota que titulaba “Los varones son más torpes que las mujeres en la infidelidad”. Es una
generalización inadecuada: son torpes los que se hacen descubrir, y eso tiene un fundamento psíquico propio en la
neurosis obsesiva.

7.

En la relación entre un varón y una mujer, después de cierto tiempo, llega un momento en que el erotismo se detiene.
De manera consciente suele decirse que ella se transformó en su madre, pero en el inconsciente se trata de lo contrario:
se relaciona con el momento en que él comienza a ver los aspectos infantiles de ella (puede ser la relación tierna con su
padre, que no pueda sustraerse a la demanda materna, la complicidad incestuosa con los hermanos, etc.). Es la historia
de Cenicienta, que espera al Príncipe a pesar de la mirada envidiosa de las hermanas; o la de Blacanieves, exiliada por la
competencia con la madrastra. Y así, porque los cuentos de hadas (desde los clásicos hasta Frozen) hablan de la
endogamia femenina. Esta endogamia es deserotizante para un varón, porque conduce a una fantasía pedófila. Es lo que
muestra la novela Lolita, de Nabokov, que desdobla lo femenino en esos dos términos: la mujer y la niña. La caída del
erotismo es una defensa contra la posibilidad de convertirse en un pederasta. Por eso los varones suelen quejarse, y
mucho, de las familias de sus mujeres. Atravesar esta fantasía es parte del erotismo de muchas parejas después de
cierto momento. La idea difundida de que una mujer se puede convertir en la madre para un varón vela este otro
aspecto. La mujer-madre es el retorno consciente de la represión de la fantasía de la mujer-niña.

Una de las cosas más importantes para pensar el lazo de una pareja es cómo administran el dinero: lo comparten,
forman un fondo común, cada uno tiene el suyo y distribuyen gastos, etc. Hay diversas opciones, que se podrían pensar
desde variantes antropológicas, sociológicas, etc., pero también de la fantasía. La economía también es libidinal. Pienso
en un caso típico (de la clínica y está en mil novelas y películas): el varón que se queja de los gastos de su mujer. No sólo
en gastos personales, sino también de la casa: en el supermercado ella compra cosas que él no se permite. Ella compra
un pan rico, él el más barato. No se trata de que él sea un obsesivo (puede serlo o no) sino que es un síntoma de pareja:
él ahorra, ella gasta. Y podría ser al revés también, porque lo que importa es que en esa estructura uno hace pagar al
otro: en este ejemplo, él paga gracias a ella, y al reprochárselo puede proyectar en ella la culpa (por su goce miserable,
muchas veces incestuoso y relativo a privar a la familia que armó con esa mujer, quien tiene a su vez la culpa de haberlo
arrancado del seno materno).

En el caso inverso, las mujeres que se quejan de los gastos de sus maridos, se juega otra cosa, no es simétrico: a veces el
desamor, otras la herencia para los hijos, etc. El común denominador es que no se refiere esta queja a una culpa
proyectada. Por eso las mujeres son más exogámicas que los hombres, aunque se diga lo contrario.

Me entrevistaron para una revista de actualidad. Cuando escribo en circunstancias como ésta, me divierte dar
respuestas burdas, torpemente taxativas y retrógradas. Si la verdad no se dice ridículamente, no es verdad. Porque la
verdad es algo ridículo. Me preguntaron por el “poliamor”. Respondí que no sé qué es, pero que me interesa decir algo
sobre la poligamia y la monogamia.

Esta última no es una restricción social. En nuestras sociedades es una condición psíquica. Es algo propio de las
sociedades cuya filiación depende de la paternidad. Una mujer necesita apenas un marido (que puede ser otra mujer)
para destituir el apellido de su padre. Por eso las mujeres son más fácilmente monógamas, y más fácilmente infieles:
una mujer puede tener un marido para ponerle los cuernos, no es algo raro; mientras que entre las solteras no es
corriente que salgan con varios sin fastidiarse después de cierto tiempo. Las excepciones confirman la regla: la
identificación con el deseo del varón en la fantasía de seducción; la fantasía de prostituirse (que muchas veces es un
modo de degradar al padre), etc. Por eso suele decirse (y quizá sea cierto) que las chicas de colegios católicos no son
ningunas santas.

En el caso de los varones, en cambio, la monogamia tiene otra fuente: el amor materno. Mientras un varón le diga
“mamá” en la infancia a una sola mujer, no tendremos verdaderos poligamos. Porque un varón no soporta más que el
amor de una mujer. Y puede ser que para huir de ese amor insoportable se convierta en seductor, para competir con su
padre, pero sobre todo con el de ellas (porque Don Juan es, ante todo, un ladrón de hijas; por eso se llama “robacunas”
al tipo que sale con mujeres más jóvenes).

La poligamia, en nuestras sociedades, es una fantasía para escapar de la monogamia constitutiva. Todo esto es tan
inexacto, pero tan verdadero al mismo tiempo.

Hace unas semanas me encontré de casualidad con una amiga a la que no veía hace mucho tiempo. Nos saludamos con
afecto. Le pregunté por su novio. Me dijo que se separó. Agrega que no sabe cómo pudo estar tanto tiempo con él. Me
cuenta que el fin de semana pasado leyó en una revista un artículo que describía los rasgos propios de un psicópata. “No
me digas que era un psicópata”, exclamé sorprendido porque no se me ocurría otra cosa. No advirtió la ironía. “¿Podés
creerlo? Vos porque sos psicólogo, pero una que no sabe está en peligro”. Estuve a punto de responderle que ese
artículo que leyó era una barbaridad, que confirmaba algo que ella ya sabía: no que el tipo era un psicópata, sino que
necesitaba inventarse un motivo para separarse y, con ese motivo objetivado como dato real y exterior, justificar una
decisión que podría haber tomado hace mucho tiempo, pero que no tomó porque esa relación le era funcional en más
de un aspecto. ¿De qué hablamos cuando hablamos de varones psicópatas? ¿Cuál es la raíz psíquica de este modo de
relación y por qué a muchas mujeres les cuesta prescindir de este tipo de vínculo?

Hay un conflicto que determina brutalmente el modo en que ama el neurótico obsesivo: su identificación con el
sufrimiento de la madre. Si su síntoma fundamental es la duda, la otra cara de esta es la fantasía con que sostiene al
padre terrible: la mujer víctima, a la que al mismo tiempo le supone un goce. Dicho de otro modo, como le supone un
goce a la mujer, se defiende de esa suposición con la victimización de la madre. Miles de narrativas nacen de este punto:
la anécdota en la que hubo que interceder en una pelea entre los padres porque no pudo dejar de cuidar a la madre
(con la que siempre chusmeó a espaldas del padre), el joven que no le puede cortar a la novia porque le da culpa, el otro
que se engancha con mujeres que le dan lástima, el marido que jamás rompería un matrimonio para no destruir una
familia, etc. No puedo, no puedo, no puedo. Así funciona la impotencia del obsesivo. Por supuesto que el psicoanálisis
no es para que un obsesivo haga lo que no puede; porque, por lo general, cuando cae esa identificación todos esos
conflictos se disuelven y ni se plantean como tales.
Ahora bien, ¿qué sería lo sintomático de que alguien se enamore de mujeres por las que siente pena, a las que les da
culpa dejar, etc.? Respuesta: si un varón se engancha con el sufrimiento de una mujer, tarde o temprano la va a hacer
sufrir, porque no podrá compadecerse sin ser, al mismo tiempo, su verdugo. Muchos de los casos actuales de violencia
de género y maltrato hacia las mujeres no tienen que ver con psicopatías en sentido estricto, sino con el modo en que el
varón obsesivo sintomatiza el amor.

Por último, ¿cuál es la trampa para una mujer en este tipo de relación? La otra cara de la identificación con la mujer
víctima (del varón) es la fantasía, en la mujer, de ser la madre de su pareja, es decir, ser la madre de un niño y, por lo
tanto, se pone a prueba su masculinidad (la de él) a través de que se enoje. Muchas mujeres cuentan en análisis cómo
en el momento en que su pareja se molestó sintieron incluso hasta cierto alivio. Es una forma de decir: “No soy la
madre, no es un niño, es un hombre”, a pesar de que el varón que se enoja de manera desbordada tiene todos los
caprichos del berrinche infantil. Así funciona el inconsciente: nos enteramos de la significación inconsciente de una
escena cuando vemos los medios por los que alguien quiere evitar un efecto, porque al querer evitarlo es que lo realiza.
Por esta vía, al hacer enojar al varón, la mujer convoca a un padre al que temer. No lo hace porque sí, a propósito, sino
que no puede dejar de hacerlo, porque esta conducta tiene una raíz inconsciente.

La pareja varón obsesivo con mujer víctima, cuyo reverso es varón que se enoja y mujer que se alivia, es una de las
estructuras de relación más habituales y difíciles de resolver en un análisis.

Terminé de atender y me vine a escuchar a Nahuel Briones cantar: "El amor es simple y lo simple nunca es fácil" en el
Recoleta. Él hace con canciones lo que yo quiero hacer con la clínica.

En un hueco de la tarde bajo a la plaza y en un banco hay una chica que toca un instrumento raro de percusión. Un pibe
se acerca y la mira, le quiere hablar, pero ella es indiferente. Le habla, le pregunta por el instrumento, parece que se lo
pide para "probarlo". Ella le responde: "Es un instrumento místico, no lo puede tocar nadie más que yo, si te merecés
uno el universo se va a encargar de hacértelo llegar, y si no podés esperar, comprate uno en Mercado Libre". El chico se
va. Yo me quedo pensando en la escena y sin saber bien cómo, paso a reflexionar en otra cosa, me pregunto por qué es
tan común que los varones cuando se quieren separar de una mujer le planteen seguir como amigos: podría ser una
cuestión de culpa, pero también una forma de retener al otro, de indeterminarse, de borrar con el codo lo escrito con la
mano, es decir, de querer separarse pidiéndolo al otro que se quede de alguna manera. Me acuerdo de la chica que una
vez me contó que le dijo a su novio: "Si me dejás, a mí no me ves nunca más en tu vida". Este recuerdo me hace pensar
de nuevo en el pibe y la chica del instrumento, en que ya no le tenemos confianza al universo, porque si así hubiera sido,
él le podría haber dicho: "¿Cómo te pensás que llegué hasta acá?", o bien podría haberse alejado con una sonrisa, en
lugar de estar ahora sentado en el bar con el teléfono en el mano. Espero no esté mirando precios en Mercado Libre.

Después de la reunión de anoche, uno de los colegas tuvo un efecto de resonancia y, acerca del pasaje a través de lo
homoerótico para el hombre, recordó un pasaje de Pasolini: "La sociedad preconsumista necesitaba hombres fuertes y
por tanto castos. La sociedad consumista necesita en cambio hombres débiles, y por tanto lujuriosos. El mito de la mujer
encerrada y aislada (cuya obligación de ser casta implicaba la castidad del hombre) ha sido sustituido por el mito de la
mujer abierta y accesible, siempre disponible. El triunfo de la amistad entre varones y de la erección ha sido sustituido
por el triunfo de la pareja y de la impotencia. Los varones jóvenes están traumatizados por la obligación que les impone
la permisividad: o sea, la obligación de hacer el amor continua y libremente. Al mismo tiempo están traumatizados
porque su 'cetro' decepciona a las mujeres, que antes no lo conocían y lo mitificaban aceptándolo servilmente. Por otro
lado, la educación o iniciación a la convivencia, que antes se daba en un ámbito platónicamente homosexual, es ahora
heterosexual desde la primerísima pubertad, a través de acoplamientos precoces". Es un fragmento de "Cartas
Luteranas" (1975). Es hermoso cuando pasan estas cosas.

Sorprende a veces que algunos pacientes hasta sean capaces de querer pagar más. Con gesto heroico dicen “Estoy
pensando en pagarte más, creo que mi análisis lo vale”. Aquí se ve cómo se puede gozar de la culpa. Esto es un espanto,
así no hay análisis posible. La disyunción es clara: masoquismo o análisis. A veces a los practicantes les cuesta mucho
intervenir sobre los honorarios, porque piensan que se trata de cobrar. Dicen que no saben cómo cobrarle a un
paciente. Y es comprensible, porque si fuera así, la primera fantasía que supone esa actitud es la de prostitución o bien
la del estafador. Hacerse la puta puede ser el modo en que un analista histérico obtenga un goce narcisista y
fantasmático del dispositivo, pero esa es una forma de rechazo de la transferencia. Otra manera de pensar esta cuestión
podría ser decir que el analista no cobra; en todo caso, pide un pago, pero esta es una formulación más cercana a la
obsesión. Hay mucho más para entender qué es el deseo del analista, en una clínica del modo en que cada uno se las
arregla con los honorarios, que en páginas y páginas de teoría con citas de Lacan. [Tempranito me puse a tomar notas
para el último encuentro de "Los que aman, odian"].

Esta noche nos reunimos con el grupo de los jueves y nos hicimos algunas preguntas muy importantes: ¿por qué muchas
parejas suelen deserotizarse en el momento de su consolidación? ¿Por qué muchos varones huyen de la instancia de
conocer a la familia de la novia? ¿Por qué la primera idea que tienen muchos tipos, cuando les presentan a la hermana,
prima, tía, madre de su mujer, es: "Qué buena que está" o un pensamiento en torno a si está para darle? ¿Qué significa
este desplazamiento reactivo del erotismo, que surge cuando se formaliza una relación, que hace que la consolidación
de una pareja muchas veces venga de la mano de la aparición de amantes? ¿Qué otra cosa puede implicar este erotismo
reactivo sino una forma de encubrir la pasividad respecto del padre (de la novia)? ¿De qué otro modo eligen los varones
a sus mujeres si no es a partir de un rasgo homoerótico, un aspecto paterno-masculino en la mujer? ¿Cómo se sostiene
una pareja en la que, entre el varón y la mujer, está el padre (de ella, como lo demuestran todos los chistes que se hacen
con "la hija-prima-hermana-sobrina-etc" de otro varón)? ¿Cómo Levi-Strauss no se dio cuenta de que, antes que de
intercambiar mujeres, los varones gozan de robárselas entre ellos? ¿Por qué uno de los momentos de mayor plenitud
sexual en una pareja es cuando se están por separar? Todas preguntas conceptuales.

Hace un tiempo conversaba con una amiga, que dijo que salía con alguien "más chico". La corregí y le dije que sale con
alguien con "menos años", pero eso no lo hace a él "más chico". A partir de eso me puse a pensar en lo de "mayor" y
"menor" en las relaciones, no sólo de pareja, sino también familiares. Pensé en el lugar del "hermano menor" en la
literatura argentina, en las relaciones entre hermanas en los cuentos de hadas y me detuve en un tipo clínico específico:
la hermana mayor. Es hermana "mayor" la más envidiosa de todas; la que primero pudo ocupar el lugar de la madre,
pero recibió el castigo de que ésta tuviera más hijos; la "mayor" es la que (sin importar la edad) se alegra por la
desgracia amorosa de sus hermanos, pero paga con su soledad; suele quedarse soltera. Es la hermana de quien no sólo
se vengó la madre, sino quien fue destituida del amor paterno. La hermana mayor es autoritaria, egoísta y
profundamente sufriente, que siempre tiene que estar demostrando que no está dañada, en respuesta al odio que
produce, que no es más que el suyo. Me acordé luego de "Hannah y sus hermanas" (de Woody Allen), de "Tres
hermanas" (de Chejov) y así de muchos otros ejemplos. Es toda una posición subjetiva que también se verifica en la
práctica analítica.
No es amor. Es la forma monotemática en que los varones se preocupan. La viscosidad que hace que no puedan dejar de
pensar en algo. No es una idea obsesiva. Es la adherencia que busca la identidad entre el pensar y lo pensado.
Pensamiento masculino, retentivo, pegoteado y pegoteante, como cuando se recuerda no para que algo vuelva sino
para que no se vaya. "Para no olvidar", como dice la canción de Los Rodríguez. "No hago otra cosa que pensar en ti y no
se me ocurre nada", dice la canción de Serrat, pero no es algo amoroso, es la boligoma con que piensan los varones,
paradójicamente apropiante: "Hoy me desperté y me di cuenta de que ya no pensaba en vos", escuché a uno decir
alguna vez. Te pienso tanto que hasta pienso que no te pienso. Tampoco tiene que ver con la compulsión. Es un modo
normal y sano de pensar, porque así funciona el pensamiento. "No te puedo sacar de mi cabeza", dice una canción de
The Ramones. Y podría seguir la lista. ¿Por qué la hiperexcitación del pensamiento es una de las maneras más habituales
en que un varón hace frente a alguna afectación sensible? Funciona como un recipiente en el que se busca meter algo y
guardarlo. Ni amoroso ni obsesivo ni compulsivo, sí voraz. Como cuando las serpientes devoran un animal que tardan
días en digerir. Pensamiento no rumiante, sino masticador. Por eso me acuerdo del amigo medio loco que decía: "Es al
revés, las cosas nos piensan a nosotros: la tostadora te envía ondas para que te acuerdes de mandarla a arreglar, decile
que se quede tranquila, que te vas a ocupar; y cuando vos pensás mucho en una mujer y sufrís por eso, en realidad, es
ella quien piensa en vos y vos pensás para que ella no te piense, pero ella te llama con la mente, te obliga a pensar y vos
te protegés, te encerrás pensando siempre lo mismo, pero dejá que hable adentro tuyo y te diga alguna cosa que nunca
se te ocurrió". Este consejo debería figurar en cualquier guía práctica.

Leo "El silencio femenino", nuevo libro de Juan Ritvo publicado por Nube Negra. Ritvo pregunta "¿Qué es un hombre?" y
da una respuesta freudiana: hombre es todo lo que separa a una mujer de su madre. No se trata de una cuestión
anatómica, sino de un corte con el incesto materno. Por esta vía pueden entenderse muchos conflictos actuales de
pareja, pero también la maternización creciente de todos los vínculos. Por eso la otra cara de la pregunta anterior es
"¿Qué quiere una mujer?" y la respuesta no puede ser "gozar", sino que Ritvo vuelve a ser freudiano: una mujer quiere
hacer de su pareja un hijo. Cabe agregar la inversa: y de su hijo una pareja. Así se aclaran muchos síntomas de niños, no
vinculados hoy con lo sintomático de la pareja parental, sino con la destitución familiar. No por nada, actualmente,
volvemos a preguntarnos por cuestiones de crianza antes que por tratamientos propiamente dichos con niños. Ritvo es
brillante y sorprende una vez más con su capacidad para hacer clínica del (y con el) concepto. ¿Qué es un hombre? ¿Qué
quiere una mujer? No hay manera de pensar lo masculino y lo femenino sino como significantes reprimidos, por sus
retornos sintomáticos. Este libro es un ensayo hiperlúcido, una respuesta a contrapelo a la demanda actual de hablar
sobre género, feminismo, etc. Ritvo no calla. Responde con silencio. No satisface la demanda, la subvierte.

No estoy de acuerdo con la idea de que el amor "feminiza" al varón. Esta idea supone que el varón queda afectado por
el amor, al que no puede responder con la demostración de potencia. Pero esto implica una pasivización, que no tiene
nada que ver con la feminidad. Es un prejuicio llamar femenino al amor del varón. Por eso escribí hace poco que la
castración para un varón inplica dejarse querer, es decir, se plantea en términos de posición pasiva. A propósito,
después de que escribí eso un amigo me contó que hace poco se despertó pensando en que iba a salir con la chica que
le gusta; se bañó y salió a la calle; cuando tuvo ganas de ir al baño, se desabrochó el pantalón y ¡no había nada! Se dio
cuenta de que se había puesto al revés el calzoncillo, algo que nunca le había pasado, no la parte de adentro afuera, sino
la parte atrás adelante. ¡Estaba castrado! Y la parte de adelante atrás, con la ventanita del amor (el agujero para hacer
pis) en el culo. Por eso la fantasía homosexual es la primera interpretación de la pasividad masculina. Pero no es nada
más que amor.

Quisiera entender por qué los errores ortográficos producen un efecto en el erotismo. Varones y mujeres que se sienten
atraídos por alguien hasta que escribe "cansión" por wasap, pero también puede ocurrir el efecto contrario: ternura
hacia la letra aniñada del otro, o su prolijidad, etc. Nada de esto se puede explicar con un ideal o motivo consciente. No
hay explicación racional, pero ¿por qué? Ahora se me ocurre que admitir el error ortográfico (o la falla sintáctica;
recuerdo a un muchacho que se excitaba con que ella conjugara mal los verbos, pero también a otro que se ponía loco
de furia porque ella equivocaba sílabas en los nombres de otras personas) implica una regresión a una herida narcisista,
a veces insoportable; supone la capacidad de identificarse con un yo destituido, no amado, reprendido, al que hay que
corregir. Por eso, frente al mismo hecho puede haber rechazo o deseo (¡nunca indiferencia!): identificación con la
transgresión (al padre) o satisfacción narcisista (con la demanda materna). Esta misma explicación podría desplazarse al
erotismo con quienes hablan otro idioma, o usan otro acento; pero también al horror que hace que, para aprender una
lengua, se prefiera empezar por la gramática.

Ayer tuvimos el segundo encuentro del taller "Los que aman, odian" y una de las cuestiones que conversamos es por
qué las mujeres que idealizan a los varones suelen ser despreciadas, o bien "seducidas y abandonadas" (lo que realiza la
más básica de las fantasías histéricas, por eso muchas mujeres prefieren a los malos). La respuesta freudiana sería que la
sobrestimación es un rasgo del enamoramiento masculino; por lo tanto, una mujer que admira demasiado a un tipo,
actualiza una posición homosexual para un varón. Y la misoginia en los varones no sólo se basa en el odio hacia las
mujeres, sino también hacia otros hombres, en la medida en que impliquen una pasivización. El varón odia todo lo que
le imponga una posición pasiva. Por eso "dejarse querer" es la fórmula del complejo de castración para el varón, porque
supone una destitución de la masculinidad compensatoria. Así suele ser que ellas, si son histéricas, buscan tipos que las
seducen y luego desaparecen; y ellos, si son varones (alcanza con eso), rechazan a las que los quieren y se quedan con
las que los maltratan. Si luego un día piensan "Ah, pero ¿por qué no me quedé con la que me quería bien?", ahí sí ya se
trata de un obsesivo capaz de llamar a una chica después de varios años y decirle: "Me acabo de dar cuenta de cuánto te
amaba". Es encantador ese don del obsesivo de reaparecer como si nada, que dan ganas de pegarle un tiro, sino fuera
porque ese impulso homicida, ese odio, también es una forma de amor.

Converso con mi amiga S. sobre los chicos con los que sale. Me dice que está cansada de los seductores. Se queja de que
tiene un imán para los "pelotudos". En chiste le digo, parafraseando el saber popular: "La culpa no es del pelotudo, sino
de quien le da de coger". S. se molesta, me pregunta por qué le digo eso. Le digo que ella sale con tipos que no sean
gorilas, no sean machistas, etc. ¡Muchos requisitos! Especialmente si pensamos que todos esos criterios son defensivos,
porque muestran que necesita algún tipo de seguridad previa, algo que la tranquilice... ¡No sea cosas que salga con un
pelotudo! ¿Hay algún varón que no lo sea? Por otro lado, la búsqueda de rasgos en común (ideológicos, etc.) supone una
idealización; pero, ¿quién puede salir con alguien que idealiza sin exponerse al sometimiento que implica la admiración?
Entonces, ¿de quién es esa condición? ¿A quién le cuesta salir con tipos que no sean admirables, porque tarde o
temprano se le "caen"? El temor al tipo "ordinario", ese que tiene "deseos comunes", que implica renunciar al... padre,
ese hombre ideal, que no existe. No son los seductores, amiga, es el patriarcado que llevas adentro. Siempre le digo a S.
con afecto: "¿Terminó la escuela, tiene casi todos los dientes, labura de vez en cuando? ¿Qué más querés de un
hombre?".

Nadie es hijo de su tiempo. A veces hay que esperar para terminar de entender algo. Mucho más si se trata de sentir. A
mí me cuesta más sentir que entender. Pero como dice la canción: "Nada bueno nace desde el apuro". Hay algunos que
son hijos del futuro. Guerrera/Soldado es un disco del año pasado que necesité escuchar mucho. Todavía lo escucho
seguido. Esta mañana: al menos 20 veces los dos últimos temas del disco, que tienen la antena de la que Charly hablaba,
que no describen lo que pasó ni los infortunios de un chico de su época. Nahuel Briones hace una especie de sociología
musical, conecta paisajes, ensambla perceptos, nos canta las tramas que entrelazan la afectividad propia de Buenos
Aires hoy por hoy. Es mi disco para empezar este 2018. Hace mucho no escuchaba letras de alguien que estuviera tan
atento y un pasito adelante. Me hace acordar a lo mejor de "El asesino del romance", a "Los campos magnéticos" si me
gustaran. Tiene lo mejor de lo que me gusta y puede hacer que cosas que no me gustan, me gusten. Porque canta con
una voz tan auténtica, que podría incluso parodiarse y no dejaría de tomarlo en serio. Eso lo pone a salvo de la ironía y el
doble sentido. Musicalmente, la banda suena fuertísima, compacta, tiene arreglos exquisitos. Ojalá tenga ganas de
volver a escribir sobre alguna canción en particular. Por ahora les digo: escuchen todo el disco, muchas veces. Hay un
santo entre nosotros, que canta cosas del estilo: "No quise ser tu padre, ni menos tu psiquiatra", "Gasté una luca en
taxis", "Yo ganaré la guerra solo". No es un héroes de causas perdidas, es quien nos dice cuáles son las batallas
cotidianas que a todos nos tocan, cada uno en su singularidad. Encantado me sumo detrás suyo, en sus filas.

La culpa es silenciosa. Se confiesa, pero eso no la resuelve. Se dice como secreto, pero así también se la conserva. El
culpable busca castigo, porque no quiere perder la culpa. Con el castigo, goza de la culpa. Así puede pagar del modo que
sea (y con lo que sea), siempre que la culpa pernanezca. Se paga enfermando, se paga con síntomas, se paga con dinero.
Por eso es tan importante que el pago con dinero no quede en la serie de un castigo. Separar pago de castigo, para que
la culpa sea tratable, es una operación fundamental. Cuando se separa el pago del castigo, el goce de la culpa se
transforma en deuda y deseo. Que el pago sirva para reducir la culpa es una tarea fundacional del análisis.

La culpa es muda. Eso quiere decir dos cosas: por un lado, que quien se siente culpable no lo sabe; por otro lado, que el
culpable no habla. Por eso a veces muchas personas tardan mucho en contar ciertos detalles. Por ejemplo, hay quienes
tardan mucho en contar que se separaron. En la conciencia, se cree que es por vergüenza; en el inconsciente es
indicador de culpa. Y hasta tal punto la culpa no se reconoce como tal, que muchas veces se expresa de manera
indirecta, como cuando se dice de alguien que está "sensible": siente lástima excesiva por los demás, todo lo afecta y, en
realidad, eso indica que ve en otros el castigo realizado. Como Nietzsche, Freud ve en la empatía piadosa un sentimiento
derivado, cuya fuente es la culpabilidad. [Tomo notas para el segundo encuentro del taller "Los que aman, odian"]

Para el sentido común la tolerancia a la frustración consiste en que un niño entienda que le toca perder. Sin embargo,
para el psicoanálisis se trata de una operación complejísima que tiene varios pasos previos: por un lado, para aceptar
perder, antes hay que aceptar que el otro gane sin sentir envidia, es decir, no vivir el triunfo del otro como un castigo
por haberle deseado que pierda; por eso la otra cara de la dificultad para perder, es la situación de aquellos niños que
renuncian al deseo hostil perdiendo a propósito. Por eso estoy de acuerdo con quienes dicen que un niño tiene que
"aprender a perder", el tema es que ese aprendizaje supone complejísimas operaciones psíquicas y no meramente un
consentimiento que se parece más bien a la resignación. La tolerancia a la frustración no es aceptar que todo no se
puede, el fracaso de la omnipotencia, sino que implica enriquecer la relación con los demás al punto de que los impulsos
hostiles no se vivan como destructivos. Algunos adultos resignados nunca lo consiguen. Son los moralistas, de cualquier
índole. Los frustrados.

Por Luciano Lutereau (1)

Los padres de Tomás consultan porque están cansados de retarlo. No saben ya cómo decirle que no haga ciertas cosas
que le dicen que están mal. A veces incluso lo ponen en penitencia en su habitación y ocurre que, a los pocos minutos, lo
ven jugando. No entiende que está castigado.

Les pregunto qué tipo de cosas hace mal Tomás. Por ejemplo, me dicen, el otro día empujó a una nena en la casa de
unos amigos. Y ¿qué dijo cuando le preguntaron si había sido él? Respondió que sí, que él había sido. En este punto, la
respuesta es determinante. Les digo a los padres que eso muestra que Tomás aún no sabe que hay una relación entre
sus actos y sus consecuencias. Tomás tiene tres años, y esta relación es un logro psíquico que no se produce hasta los
cuatros o cinco años.
Por eso las penitencias con este niño no funcionan. Es cierto que desde el punto de vista físico entiende la relación entre
causa y efecto; pero algo muy distinto es entender esta serie desde el punto de vista psíquico. Esto es lo que define la
aptitud moral de un niño. Y pensar la distinción entre el bien y el mal, como valores opuestos y contradictorios, es un
logro mental que sólo se consigue tardíamente, en la fase fálica, cuando la primera versión que tiene esta oposición es la
de fálico y castrado.

En este punto, pregunto a los padres por cómo fue el control de esfínteres de Tomás. Me dicen que dejó los pañales
hace unos pocos meses y que padece fuerte constipaciones. Este es un aspecto muy importante, le digo. Porque
muestra que Tomás todavía no terminó de aceptar la renuncia que implica el control esfinteriano. Y lo que pasa es que
su manera de transitarlo es con enojo hacia los padres; esto le produce culpa y, entonces, busca hacerse retar. ¡Es lo que
pasa!, me dicen los padres, porque las escenas del baño terminan en fuertes peleas y reproches, con ellos llevándolo a la
fuerza, una escena violenta que los pone muy mal.

Les pregunto, entonces, por otros indicadores de crianza importantes y me cuentan que Tomás duerme solo, de corrido
durante la noche, que está empezando a jugar a solas, que presta sus juguetes en la escuela. Les respondo que, por
ahora, no es necesario iniciar un tratamiento, que su hijo está cursando de manera satisfactoria esta fase de
crecimiento. Que, en todo caso, les pido que ellos entiendan que crecer implica conflicto y no se impacienten.

Seguramente lo que ocurre es que, como Tomás tiene un hermano dos años más grande, ellos quieran criar a ambos
juntos y decir las cosas una sola vez, pero hay un abismo entre un niño de tres y otro de cinco. Por esta vía podemos
ubicar y desactivar una situación habitual: que el hermano mayor se ponga a la par de los padres para retar al más chico.

Le digo a estos padres que es muy importante que Tomás esté empezando a jugar solo, que no lo interrumpan cuando
esto ocurre, ya que éste es el destino de la renuncia que está empezando a practicar: porque en el control de esfínteres
no sólo se renuncia a una parte de uno, sino también a la presencia del otro. Se puede ir a hacer pis de muchos, pero
hacer lo segundo es el acto íntimo por excelencia.

Para concluir la entrevista, hablamos del modo en que ellos pueden responder a los berrinches de Tomás, que ahora
entienden que no son expresiones caprichosas, sino que tienen un contexto en la etapa que le toca vivir. Como un niño a
los tres años no sólo aún no entiende la relación entre un acto y sus consecuencias, sino que tampoco puede orientarse
de manera temporal cronológica y secuencial, es inútil que le digan que si no le compran algo ahora lo harán en una
semana. Es preferible que le digan que no pueden porque es preciso comprar otra cosa, o bien porque no tienen dinero.
Es importante, sí, que no desautoricen el deseo del niño, sino que soporten la impotencia que produce no poder
satisfacerlo. La etapa del control de esfínteres es la que lentamente construye la capacidad de tolerancia a la frustración,
no como un logro individual en el niño, sino a partir del vínculo con los padres, cuando estos pueden frustrar de una
manera que no sea agresiva. En este sentido, antes que tratar de que un niño entienda que no está bien que haga un
berrinche porque quiere que le compren algo, es mejor proponerle hacer otra cosa, invitarlo a hacer juntos algo mejor,
para no reforzar el lugar de culpable en que suele ponerlo la impotencia parental.

Por último, nunca jamás, la indiferencia. Son muy perjudiciales esas escenas en que un adulto dice a un niño, si no
caminás te dejo, o directamente sigue caminando indiferente al llanto del niño. Sólo un amaestrador de perros u otros
animales podría creer que si se responde al sufrimiento se corre el riesgo de reforzar esa conducta inadaptada. Ya
bastante soledad hay en mundo, como para dejar solos a los niños.
Hay un conflicto amoroso típico en la neurosis obsesiva femenina: la disyunción entre una "relación posible" (basada en
peleas que relanzan el vínculo todo el tiempo) y una "relación efectiva" (angustiante, porque no se puede modificar). Me
explico mejor: el conflicto entre la relación con alguien que no termina de meterse en la relación, a quien se reprocha
indiferencia, es decir, el enganche es con la posibilidad de una relación no termina de comenzar; y el vínculo con un tipo
que, aunque disponible, se vive como agobiante. ¿Qué agobia? La impotencia de no poder usar la hostilidad más que
para poner en cuestión la relación, antes que para hacerla crecer; esa hostilidad se reprime y produce la fantasía culposa
de que si hubiera distancia con el otro, éste podría irse (enojado), por eso no puede decirle que no. Es un conflicto
típico, que suele actualizarse en transferencia, por ejemplo, como respuesta ante la sugerencia de aumentar los
honorarios: "¿Me queda otra?", "Sí, claro", "Pero quizá no pueda", "Bueno, fijate y decime", "¡No quiero dejar de
venir!", "No es necesario que por un desacuerdo nos separemos

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