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14, 15 y 16 de Octubre de 2010 | Rosario

III JORNADAS DE
ECONOMÍA CRÍTICA

LA CONCEPCIÓN DE LO SOCIAL EN EL
LIBERALISMO ECONÓMICO: UNA REVISIÓN
CRÍTICA

NICOLÁS PAGURA
La concepción de lo social en el liberalismo
económico: una revisión crítica

Nicolás Pagura 1

1. Introducción

Es sabido que la línea hegemónica en economía –proveniente de la escuela


neoclásica– define a ésta en términos puramente formales, como la asignación de
recursos escasos a fines alternativos. Para ubicar históricamente esta concepción, Karl
Polanyi distingue entre dos sentidos del término “economía”: uno real (el modo en que
los hombres se relacionan con la naturaleza y con los otros hombres para satisfacer
necesidades) y otro formal (el análisis lógico de la relación medios-fines). Luego de
señalar que uno y otro “no tienen nada en común”, dice sin embargo: “La relación
entre la economía formal y la actividad económica humana es, en efecto, contingente.
Fuera de un sistema de mercados creadores de precios el análisis económico pierde
buena parte de su importancia como método de investigación de los mecanismos
económicos.” 2 Se revelan entonces las condiciones históricas de posibilidad –en
general no explicitadas por los neoclásicos– de estos enfoques: la sociedad mercantil y,
particularmente, el capitalismo como sistema económico predominante.
De este modo, puede hablarse en un sentido amplio de “liberalismo económico”,
ubicando en él a aquellas doctrinas e ideas que han estudiado las sociedades
modernas colocando al mercado como espacio central de la interacción y regulación
social. Es así que el liberalismo económico –presente desde los clásicos de la economía
política burguesa hasta los actuales neoliberales– puede estudiarse (intentando ir más
allá de la peligrosa ilusión de una economía autónoma respecto al resto de las ciencias
sociales) como una cierta visión respecto de “lo social”, más precisamente, de la
sociedad en tanto mercado. En este trabajo, y siempre teniendo en el horizonte la
necesidad de buscar alternativas frente a la ortodoxia neoliberal, me propongo realizar
una revisión crítica de los presupuestos e implicancias de este tipo de mirada respecto
de la sociedad.
El trabajo se divide básicamente en tres partes. En la primera, se analiza la visión
de lo social que se desprende del liberalismo económico, partiendo sobre todo del
análisis clásico y particularmente de Adam Smith. Esta elección de centrarme en el
enfoque clásico se sustenta en que, como intentaré mostrar, es particularmente aquí
donde se revela lo que posteriormente el análisis económico ortodoxo iba a solapar con
la extensión del uso de modelos formales y matemáticos: que lo que está en juego en
1
Becario doctoral del CONICET, con lugar de trabajo en el Instituto de Investigaciones Gino Germani (IIGG).
nicolas_pagura@yahoo.com.ar.
2
Polanyi, K., “La economía como actividad institucionalizada”, en Polanyi, K., Conrad, K., Arensburg, K., y Pearson, H.,
Comercio y mercado en los imperios antiguos, Barcelona, Labor, 1976, p. 293.

1
esta visión económica es el propósito de dar cuenta del funcionamiento de lo social en
el mundo moderno. En este juego, el mercado se presenta siempre como la promesa
de un orden social espontáneo, impersonal y, por ello mismo, en apariencia neutral.
Delimitado este concepto de sociedad, la segunda parte del trabajo retoma la
pregunta acerca de qué es el liberalismo económico en relación a las sociedades
capitalistas modernas: ¿es una “utopía” irrealizable? ¿es una descripción realista? ¿es
una ideología legitimadora? Aquí se propondrá analizar el destino histórico del
liberalismo no sólo teniendo en cuenta si su programa se ha realizado totalmente en
alguna parte sino también atendiendo a su persistente influjo real sobre la política
económica, bajo la premisa foucaultiana de que el liberalismo económico es ante todo
una práctica de gobierno.
Teniendo a la vista el contexto general de una America Latina arrasada por la
aplicación sistemática –especialmente durante la década del ‘90– de políticas
neoliberales, es que, en la última parte del trabajo, se intentarán esbozar las líneas
generales de un posible horizonte (a la vez teórico y práctico) alternativo al liberalismo
económico, tomando como punto de partida la necesidad de repensar el concepto de
“lo social”.

2. Sociedad y economía en el liberalismo económico

En los economistas clásicos no se encuentra la idea de la economía como disciplina


autónoma respecto a lo social. Esto se debe, en primer lugar, a que, utilizando la
distinción señalada antes de Polanyi, el concepto de economía que manejaban era el
real y no el formal. Pero en segundo lugar, y este es el punto explicativo central, se
debe a que el problema mismo de la regulación social se encuentra en el centro del
liberalismo clásico. Aquí se planteará que lo que se efectúa con estas doctrinas es un
doble movimiento, particularmente visible en el caso de Adam Smith. Por un lado, se
establece que el ámbito económico tiene una autonomía relativa que permite un
estudio especial de las causas de la riqueza de las naciones, diferente, aunque no
independiente, del desarrollo moral y político de las mismas. Pero por otro lado, es en
la propia economía donde se encuentra la clave para resolver el problema del lazo
social en sociedades que se han vuelto complejas en virtud de la relativa disolución de
las relaciones sociales pre-modernas, fundadas en lazos político-morales de
dependencia recíproca. Veamos entonces cómo se plantean estas cuestiones.

La coordinación de las acciones en las sociedades modernas como problema


central del liberalismo económico

Desde sus inicios, el pensamiento moderno estuvo signado por el problema de la


cohesión social en un mundo en transformación. La razón es clara: con el proceso de

2
secularización que guía a la modernidad, se pierde el fundamento divino o natural
como garantía de legitimidad del orden social. La disolución progresiva de las
jerarquías tradicionales (fundadas en diferencias de status social concebidas como
“naturales”) plantea la cuestión de cómo es posible coordinar (co-ordenar) las acciones
de individuos que se conciben por naturaleza como libres e iguales. El “individuo”,
sobre el que después volveremos, es en este sentido una categoría típicamente
moderna, central en todo el liberalismo, incluido el neoliberalismo de los tiempos que
corren. El contractualismo político es un primer intento de respuesta a este dilema.
Dados individuos libres e iguales por naturaleza, se supone que el Estado político es la
respuesta al problema de la lucha de todos contra todos (Hobbes), siendo entonces el
fundamento de la buscada cohesión social.
El liberalismo económico –cuyo emblema clásico es sin lugar a dudas Adam Smith–
está preocupado también por el mismo problema, pero da una respuesta totalmente
distinta aunque, cabe aclarar, no estrictamente contradictoria con aquel. La clave de la
coordinación social es encontrada aquí en el mercado y su correlato, la división del
trabajo. Se parte de la idea de que en una sociedad de mercado, los individuos son
libres para perseguir su interés y dedicarse a la ocupación para la que se consideren
más aptos (principio de la división del trabajo). Paralelamente, se plantea al mercado
como el lugar en el que ellos pueden adquirir lo que les falta y vender lo que les sobra.
El mercado, entonces, genera un orden espontáneo: la ley del valor y el
funcionamiento de los precios resultan de mecanismos objetivos, siendo entonces
anónimos y abstractos. Este carácter del mercado marca su diferencia, y su ventaja,
respecto al Estado, que como vimos constituía la solución contractualista al problema
de la cohesión social: dado el carácter objetivo y anónimo de las leyes del mercado, se
descarta la posibilidad de la parcialidad y la arbitrariedad, los grandes problemas que el
liberalismo político había intentado resolver por otras vías. 3 Se encontraba entonces la
clave de un orden natural, espontáneo y objetivo, donde no parecía haber más que
egoísmo e intereses individuales:

“a la inversa de lo que se podía imaginar al principio, ese sistema [de


mercado] poseía una lógica interna de funcionamiento y su resultado estaba
lejos de ser caótico. Mientras que el orden impuesto desde afuera por el
Estado condujo al desorden, el desorden aparente del mercado condujo a lo
contrario. No generaría más desorden, sino un orden espontáneo y constituido
desde adentro por el mismo funcionamiento anárquico de las partes.” 4

3
Es el gran problema que suele atribuirse a la filosofía política hobbesiana: la libertad humana sería sacrificada por el
despotismo del Leviatán. Pero cuando los contractualistas liberales se enfrentaron con esta cuestión, no dejaron de
incurrir en paradojas no menos problemáticas. En Locke el problema es salvado legitimando la posibilidad de la rebelión
civil, que sin embargo conduce a la disolución de la sociedad. En Rousseau, la voluntad general podría ser tan despótica
como el soberano hobbesiano. La cuestión central parece ser que si el orden depende de la política, siempre se
presenta el problema de la posible arbitrariedad de los gobernantes. Eso explica lo tentador del mercado como
mecanismo de regulación social: es anónimo y, al menos en apariencia, neutral. Además, en la medida en que se lo
concibe en mayor o menor medida como “natural”, la problemática distinción entre estado de naturaleza y sociedad civil
se hace superflua. Son estas premisas las que conducen al liberalismo económico –y muy especialmente el
neoliberalismo– a identificar, sin más, mercado con libertad.
4
Giannetti, E., ¿Vicios privados, beneficios públicos? La ética en la riqueza de las naciones, Buenos Aires, Paidós, 2006,
p. 126.

3
Cualquier planteo que se quiera alternativo al liberalismo económico no puede dejar
de reconocer una cuestión central: que el mismo liberalismo, desde sus comienzos, a
lo que intenta dar respuesta es a la cuestión sociológica central de la regulación social.
Como ha mostrado Pierre Rosanvallon para el caso de Adam Smith, el mercado es un
concepto antes que nada sociológico: 5 permite pensar las relaciones sociales de modo
abstracto e impersonal, superando las inevitables fricciones del cara a cara, y
“reprimiendo” las relaciones de fuerza entre los hombres. Esta ventaja no ha dejado de
ser invocada por el liberalismo económico hasta nuestros días, como muestra esta cita
de un economista neoliberal de la Escuela de Chicago, Milton Friedman:

“El sistema de precios es el mecanismo que desempeña esta misión [la de


inducir a que individuos con intereses egoístas cooperen entre sí] sin
necesidad de una dirección centralizada, sin obligar a las personas a hablar
entre sí o a que se gusten mutuamente (…) El mérito de Adam Smith consistió
en reconocer que los precios que se establecían en las transacciones
voluntarias entre compradores y vendedores –para abreviar, en un mercado
libre– podían coordinar la actividad de millones de personas, buscando cada
una de ellas su propio interés, de tal modo que todas se beneficiasen. Fue una
brillante idea en aquel tiempo, y lo sigue siendo ahora”. 6

El mismo Durkheim reconoce a los economistas el mérito de haber encontrado en el


mercado y en la división del trabajo –que según él daba lugar a un nuevo tipo de
solidaridad, la “orgánica” en lugar de la “mecánica”– un mecanismo de regulación
social:

“A los economistas les corresponde el mérito de haber sido los primeros en


señalar el carácter espontáneo de la vida social, en mostrar que la coacción
sólo puede hacerla desviar de su dirección natural (…) En este aspecto,
prestaron un importante servicio a la ciencia de la moral”. 7

Visto entonces el liberalismo económico como un cierto modo de concebir el


funcionamiento de las sociedades, veamos algunos elementos más de esta perspectiva,
así como algunas de sus consecuencias más importantes.

5
Véase Rosanvallon, P., El capitalismo utópico: historia de la idea de mercado, Buenos Aires, Nueva Visión, 2006, pp.
73-79.
6
Friedman, M. y Friedman, R., Libertad de elegir: hacia un nuevo liberalismo económico, Buenos Aires, Planeta-De
Agostini, 1993, p. 31.
7
Durkheim, E., De la división del trabajo social, Buenos Aires, Schapire, 1963, p. 327.

4
Lo que el individuo esconde

Retomemos la idea moderna de “individuo” y su modo de operar en el liberalismo


económico. Es conocida la afición que los economistas neoclásicos y neoliberales
tienen por el individualismo metodológico, pero incluso ya en la economía política
clásica, a la que no creo que pueda imputarse tal metodología, 8 la categoría es central.
Con la modernidad, la entrada de la categoría de “individuo” lleva aparejada la idea
de que cada uno de ellos es libre de perseguir su propio interés. Esta idea está lejos de
ser inocua. Por el contrario, que el individuo tenga esta libertad presupone que
previamente se haya liberado relativamente de los lazos de dependencia y reciprocidad
que lo atan a los otros y a la comunidad en general. De lo cual se desprende la
naturaleza asocial del concepto: “los individuos modernos llegan a ser verdaderamente
tales (…) sólo habiéndose liberado de la «deuda» que los vincula mutuamente. En
cuanto exentos, exonerados, dispensados de ese contacto que amenaza su identidad
exponiéndolos al posible conflicto con su vecino. Al contagio de la relación.” 9
De ahí la importancia del mercado en el liberalismo económico: es el único
elemento que puede permitir una interacción armónica entre individuos que se
suponen por naturaleza asociales. Cumple la función paradójica de relacionar a las
partes sin que esas partes se vean modificadas por esa relación. De ahí el vínculo
estrecho que se establece entre el mercado como mecanismo social y el individuo
como átomo egoísta. Porque mientras la benevolencia generaría dependencia, la
relación fundamentada en el interés propio (egoísmo) salva la independencia del
individuo, que sin embargo necesita todavía de los demás para subsistir. De ahí la
famosa afirmación de Adam Smith:

“No es la benevolencia del carnicero, el cervecero, o el panadero lo que nos


procura nuestra cena, sino el cuidado que procuran ellos en su propio
beneficio. No nos dirigimos a su humanidad sino a su propio interés, y jamás
les hablamos de nuestras necesidades sino de sus ventajas. Sólo un mendigo
escoge depender básicamente de la benevolencia de sus conciudadanos.” 10

Esta valorización del interés egoísta frente a la benevolencia revela, en un plano


más general, lo “reprimido” tras el individuo del liberalismo económico –que no es otra
cosa que lo que después se llamará el homo œconómicus: la comunidad, o sea,
aquellas relaciones sustentadas en las solidaridades mutuas producto del hecho de

8
La razón principal por la que sostengo esto radica en que la economía política clásica todavía entiende a la economía
como un sistema, en el que si bien los individuos ocupan el lugar privilegiado como operadores en el mercado, no
obstante no podría reducirse a ellos. La muestra más clara de esto es que en los clásicos –en Smith y Ricardo esto es
clarísimo– el funcionamiento del sistema económico se estudia en términos de la interacción entre los diversos factores
económicos (capital, tierra, trabajo), cuyos portadores (el capitalista, el terrateniente, el trabajador) no pueden
reducirse, sin más, a individuos indiferenciados. Por eso el predominio del enfoque microeconómico y del individualismo
metodológico se comienza a dar recién con la imposición del paradigma neoclásico a fines del siglo XIX.
9
Esposito, R., Communitas: origen y destino de la comunidad, Buenos Aires, Amorrortu, 2003, p. 40.
10
Smith, A., La riqueza de las naciones, Madrid, Alianza, 2002, p. 46.

5
habitar un espacio común. 11 Por eso un punto central de toda crítica del liberalismo
económico tiene que ser la revisión de esta categoría –y especialmente de las
negaciones que opera. Otras categorías atribuidas a la acción económica por el
liberalismo, como las de interés y racionalidad, no son sino derivadas y, en ese sentido,
secundarias.
Sobre esto, Mark Granovetter recuerda que entre los siglos XVII y XVIII la economía
política se abrió paso en medio de la distinción –que tiene mucho de arbitraria– entre
las pasiones (supuestamente irracionales) y los intereses (racionales y en tanto tales
pertinentes para la economía). 12 Pero que el problema no está aquí, como el mismo
Granovetter señala, se evidencia en el hecho de que posteriormente el mismo
neoliberalismo, más que nada con el economista Gary Becker, se apoyó en la crítica de
esta distinción para extender el análisis económico neoliberal incluso a conductas
consideradas como no racionales. 13
La persistencia de la idea moderna de individuo explica por qué el mercado como
mecanismo de regulación social continúa generando fascinación: es el hecho de que
regula las conductas de individuos que permanecen separados, independientes entre
sí. Que el mercado sustituya así la violencia de las relaciones personales, pero por un
mecanismo impersonal igualmente violento es la crítica de Marx en el capítulo de El
capital sobre el fetichismo de la mercancía. Pero eso no es algo que a los liberales les
preocupe: para ellos es suficiente con la liberación respecto a los vínculos de
dependencia personal. Por lo demás, la mayor parte de ellos naturalizan el mercado:
es así desde Adam Smith, para quien hay una propensión natural del hombre al
intercambio, hasta Hayek, para quien la sociedad de mercado es el producto de un
proceso evolutivo de corte darwiniano. Por eso cuando Marx se empeñó en
desenmascarar la violencia que esconde el mercado, primero tuvo que
desnaturalizarlo, dando cuenta de las premisas históricas que lo hicieron posible.

Un espacio homogéneo: contra la idea de territorio

Otro tema central de la visión económica de lo social tiene que ver con el modo de
entender el espacio social. La concepción liberal del mercado implica un espacio
homogéneo, a lo cual contribuye también la idea consecuente de que el mismo está
habitado por “individuos” en el sentido anteriormente señalado. En ambos casos prima
una lógica de indiferenciación, y es esa la razón de que, por regla, se suponga que la
extensión del mercado no tiene límites geográficos. 14 Es por eso que la idea actual de

11
En efecto, como ya observaba Marx, las relaciones mercantiles se asientan también históricamente sobre la
destrucción de las relaciones comunitarias (véase El capital, Tomo I, Buenos Aires, Siglo XXI Editores Argentina, 2002,
p. 107).
12
Véase Granovetter, M., “Acción económica y estructura social: el problema de la incrustación”, en Requena Santos, F.
(coord.), Análisis de redes sociales: orígenes, teorías y aplicaciones, Madrid, Alianza, 2003, p. 263.
13
Sobre la extensión del enfoque económico neoliberal a toda conducta humana, véase Foucault, M., Nacimiento de la
biopolítica, Buenos Aires, FCE, 2007, pp. 280-284 y 306-309.
14
Como muestra Rosanvallon (ob. cit., pp. 89-94), ya en Adam Smith es claro que el mercado no tiene límites
geográficos, y de hecho debe superarlos: la división del trabajo, fuente de riqueza, es un efecto de la extensión del
mercado, o sea del intercambio. Y el mismo Durkheim veía que una sociedad cosmopolita sólo podía ser posible por la
extensión de la división del trabajo, y por tanto del mercado (véase Durkheim, E., ob. cit., pp. 342-343).

6
la globalización como un proceso en que los mercados traspasan y quiebran las
fronteras nacionales no es nueva, sino que desde siempre se encuentra en la idea
clásica sobre el mercado.
Por lo tanto, esta noción de mercado se opone a la de territorio, no sólo al
delimitado por las fronteras nacionales, sino más profundamente al territorio en tanto
espacio con personalidad propia, con una historia y una identidad. 15 En dicha acepción,
el territorio se define como espacio heterogéneo y discontinuo, no poblado por
individuos sino por comunidades, que además viven un tiempo propio con densidad
histórica. El mercado, por el contrario, homogeniza el tiempo y el espacio, y disuelve a
las comunidades en una sumatoria de individuos que persiguen intereses egoístas.

La mano invisible del mercado y el debilitamiento de la ética y la política

La centralidad del mercado como mecanismo de regulación social, apunta también,


como ya se insinuó, hacia la subordinación de otras instancias tradicionales de
regulación, particularmente la ética (junto con la moral, aunque después las
distinguiré) y la política.
En la cita anterior, en la que Adam Smith señalaba que el móvil del intercambio
económico no podía ser sino el interés propio, quedaba explícito el hecho de que para
él –y en esto están de acuerdo la mayor parte de los liberales– la ética y la moral no
podrían ser la guía de las acciones económicas. Pero esta oposición entre economía y
moral no es, de hecho, propia del liberalismo: toda la historia del pensamiento
occidental muestra, en efecto, que la idea de que las actividades económicas son
amorales ha tendido a ser dominante. En lo que ha contribuido el liberalismo ha sido
en quitar la condena moral que recaía históricamente sobre el afán de riqueza. 16 Para
esto, y aunque parezca paradójico, el liberalismo ha tenido que justificar también
moralmente la búsqueda del beneficio individual.
El vehículo que Adam Smith utiliza para esta justificación, y que el liberalismo
posterior retomará de diversas formas, es la famosa metáfora de la mano invisible del
mercado, descripta del siguiente modo por el pensador escocés:

“cada individuo está siempre esforzándose para encontrar la inversión más


beneficiosa para cualquier capital que tenga. Es evidente que lo mueve su
propio beneficio y no el de la sociedad. Sin embargo, la persecución de su
propio interés lo conduce natural o mejor dicho necesariamente a preferir la
inversión que resulta más beneficiosa para la sociedad.” 17

15
Sobre esta noción de territorio, véase Linck, T., “La economía y la política de la apropiación de territorios”, en A.
Riella (comp.), Globalización, desarrollo y territorios menos favorecidos, Montevideo FCS-UR, 2006, p. 110.
16
Aunque obviamente no ha sido ni el único ni el primero que ha emprendido esta tarea. Piénsese, por ejemplo, en el
papel que según Weber tuvo en este trabajo de legitimación la ética protestante.
17
Smith, A., ob. cit., p. 552.

7
Por esta vía, el interés individual –supuesto móvil de la actividad económica– es
justificado moral y éticamente, en tanto beneficiaría al conjunto de la sociedad. Pero se
trata de algo más que de una justificación de la búsqueda de enriquecimiento: ¿no
podría finalmente la mano invisible del mercado ocupar el lugar de las acciones
morales voluntarias, aquellas que tienden concientemente a la solidaridad con el otro?
En tanto tendencia puede contestarse que sí a esta pregunta, antes que nada si se
tiene en cuenta el argumento anterior de que el mercado desde la perspectiva liberal
es un mecanismo de cohesión social que tiende a reemplazar los vínculos personales
por vínculos abstractos.
Sin embargo, hay que aclarar que, dentro de la escuela clásica, pocos liberales
estarían dispuestos a aceptar la eliminación total de estos mecanismos alternativos al
mercado. De hecho, la perspectiva de lo que Giannetti denomina “egoísmo ético” 18 –la
visión heredera de Mandeville, y aceptada por la mayor parte de la Escuela de Chicago,
según la cual las acciones virtuosas son perniciosas para el bien común– no es
aceptada siquiera por Adam Smith. La razón es clara: una cosa es decir que el egoísmo
puede ser fuente del bien común, y otra muy distinta es decir que la virtud (en tanto
búsqueda conciente del bien de otros) es perniciosa.
Puede establecerse una distinción provisoria entre moral y ética que termine de
aclarar algunas consecuencias de la perspectiva liberal respecto de estas cuestiones.
Podría decirse que la moral es voluntaria –quien quiera, puede ayudar al otro–,
mientras que la ética implica obligación (y un derecho como contrapartida). Desde esta
perspectiva, mientras la moral se relaciona con la beneficencia, la ética lo hace con la
justicia social. Podemos decir entonces que el liberalismo, siendo compatible con la
moral, torna en cambio problemática la perspectiva ética. La razón es simple: si el
mercado es un mecanismo de coordinación social espontáneo y “natural”, nadie sería
responsable de quienes resulten perjudicados por dicho mecanismo. Quien quiera,
podrá ayudar, pero no estaría obligado a hacerlo. Es más: la idea de la mano invisible
implica que el mercado lleva al bien general. En cambio, si un sujeto resulta
perjudicado por el movimiento en principio él mismo resultaría el culpable de su
situación. Por eso afirmará posteriormente Hayek que la justicia social es un concepto
sin sentido. 19
La cuestión ética nos lleva directamente al plano político y al ámbito del Estado.
Sean cuales sean las diferencias entre los distintos autores, resulta evidente que la
concepción de un mercado como mecanismo espontáneo de regulación social que
además tiende al bien general, debilita fuertemente el lugar de la política y el Estado.
La afirmación que hace Adam Smith luego de introducir su argumento de la “mano
invisible” resulta reveladora de este movimiento: “Nunca he visto muchas cosas buenas
hechas por los que pretenden actuar en bien del pueblo…”. 20
Surge aquí una cuestión central referida a la mano invisible: ¿De qué invisibilidad se
trata? No se trata, me parece, de una invisibilidad de razón, en el sentido de que sea

18
Véase Giannetti, E., ob. cit., pp. 149 y ss.
19
Sobre la posición de Hayek respecto a la justicia social, véase Gómez, R., Neoliberalismo globalizado: Refutación y
debacle, Buenos Aires, Macchi, 2003, pp. 31-32.
20
Smith, A., ob. cit., p. 554.

8
inexplicable el tránsito del interés individual al bien común. 21 De hecho, se trata de una
cuestión que para Smith tiene una explicación racional: la mejor forma de acrecentar el
capital total de una nación sería que cada agente individual tenga la libertad de
acrecentar su capital como mejor le parezca. Lo que en realidad se hace opaco,
invisible, es el bien común desde la perspectiva de cualquiera –sea un agente
económico o político– que lo quiera buscar voluntariamente. La razón es que nadie
tendría acceso a la información necesaria para entender la economía como totalidad y
actuar en consecuencia. Como señala Foucault refiriéndose a la visión económica:

“el mundo económico es opaco por naturaleza. Es imposible de totalizar por


naturaleza. Está originaria y definitivamente constituido por puntos de vista
cuya multiplicidad es tanto más irreductible cuanto que ella misma asegura al
fin y al cabo y de manera espontánea su convergencia. La economía es una
disciplina atea; es una disciplina sin Dios; es una disciplina que comienza a
poner de manifiesto no sólo la inutilidad sino la imposibilidad de un punto de
vista soberano”. 22

La cuestión de la mano invisible termina entonces de dejar clara la perspectiva


desde la cual iniciamos este examen de lo social en el liberalismo económico. La
centralidad del mercado como mecanismo social disputa y cuestiona además el lugar
de otros mecanismos: particularmente los relacionados con la ética (en tanto justicia
social) y la política. La cuestión ahora es: históricamente, ¿estuvo el mercado a la
altura de la eminente misión que el liberalismo le encomendó? De la respuesta a esta
pregunta dependerá el significado histórico atribuible al liberalismo. A estas dos
cuestiones dedicamos el próximo parágrafo.

3. El liberalismo económico y su destino histórico

En el parágrafo anterior, hice un relevamiento de la visión que el liberalismo


económico tiene de lo social. Trabajé fundamentalmente a partir de la hipótesis de
Rosanvallon respecto a que el mercado desde la perspectiva liberal es ante todo un
mecanismo sociológico de regulación social. Ahora se plantea la cuestión respecto a si
esta visión ha tenido realización en la práctica concreta, es decir, en la historia del
capitalismo efectivamente existente. Es trata de hacer el abordaje de una cuestión que
se ha planteado una y otra vez en los últimos ciento cincuenta años, a saber: ¿qué es
el liberalismo en relación con el capitalismo? Naturalmente, no espero abordar

21
Desde esta perspectiva, se ha visto en la mano invisible un residuo teológico: no habiendo explicación racional para el
tránsito de las acciones individuales al bien general, se trataría de un resultado milagroso, siendo entonces la mano
invisible un equivalente secular de la mano de Dios. Como se podrá ver, considero que esta lectura es errada.
22
Foucault, M., ob. cit., p. 325.

9
exhaustivamente una cuestión tan compleja, sino solamente tomar algunos aportes
que permitan enriquecer la perspectiva que adopté en este trabajo.

¿Fin de la utopía?

Algunos autores, fundamentalmente dentro de la línea marxista, han entendido que


el liberalismo económico sería la ideología del capitalismo por excelencia. Esto es: el
liberalismo constituiría de hecho una apología del capitalismo realmente existente,
incluso cuando, para hacer dicha apología, tenga que ocultar algunas cuestiones
cruciales (como el conflicto de clases, por ejemplo). Otros autores se ubican en la
vereda opuesta. Rosanvallon es el caso más claro. En línea con un cuestionamiento a
varios críticos del capitalismo, incluido Marx, que según él habrían pensado que el
capitalismo era la aplicación práctica de los principios del liberalismo económico, se
anima a aseverar:

“Muchas veces se ha afirmado que el siglo XIX marcaba el triunfo del


capitalismo liberal. Esta constatación es ambigua. Si el capitalismo a secas,
efectivamente, impone su ley al mundo entero (…) el liberalismo, en cambio,
está singularmente ausente de este movimiento. En el nivel de los
intercambios internacionales y en la escala del siglo, la regla es el
proteccionismo y el mercado libre es la excepción.” 23

Es desde esta perspectiva que Rosanvallon sostiene su visión del liberalismo como
una utopía totalmente ajena a la realidad histórica. A mi juicio, esta mirada, sin carecer
de un grado de razón, resulta extrema en un punto. El liberalismo pudo no tener una
concreción plena, tal vez ni siquiera parcial, pero señalar su ausencia completa en el
desarrollo histórico resulta demasiado. Mucho más, teniendo en cuenta la influencia
que el liberalismo ha tenido y sigue teniendo en las políticas económicas de los países.
Pero la visión de Rosanvallon puede salvarse, al menos en cierta medida, si se
recurre directamente a una de las fuentes de sus ideas, que es la obra de Polanyi. Él
habla de un doble movimiento gobernando las sociedades europeas desde el siglo XIX,
el cual:

“Puede personificarse como la acción de dos principios de organización en la


sociedad (…) Uno era el principio del liberalismo económico que buscaba el
establecimiento de un mercado autorregulado, contaba con el apoyo de las
clases comerciales, y usaba como métodos al laissez-faire y en gran medida al
libre comercio; el otro era el principio de la protección social que buscaba la
conservación del hombre y la naturaleza, así como de la organización
productiva, que contaba con el apoyo variable de la mayoría de quienes se

23
Rosanvallon, P., ob. cit., p. 197.

10
veían inmediatamente afectados por la acción nociva del mercado –sobre todo
la clase trabajadora y la clase terrateniente, pero no exclusivamente– y que
recurría a los métodos de la legislación protectora, las asociaciones restrictivas
y otros instrumentos de intervención.” 24

En otras palabras, no es que el liberalismo económico esté ausente, sino que


constituye sólo uno de los principios que gobiernan el desarrollo del capitalismo. Pero
el hecho de que haya también otro principio –Polanyi lo denomina “protección social”–
señala el fracaso relativo del liberalismo en un aspecto preciso pero que, sin embargo,
resulta crucial según la exposición que se hizo en el parágrafo anterior: la idea del
mercado como mecanismo central de regulación social.
En efecto, Polanyi señala como principio estructurante del liberalismo económico la
idea de un mercado autorregulado, fundamentalmente en lo que hace a lo que
denomina las tres “mercancías ficticias” (las denomina así en tanto no fueron
producidas originariamente para la venta): trabajo, tierra y dinero. El liberalismo
económico sería la doctrina que defiende la idea de que las mercancías ficticias deben
comportarse como cualesquiera otras, es decir, ser reguladas exclusivamente por un
sistema mercantil de precios. 25 Para Polanyi, esta ficción es autodestructiva tanto social
como económicamente, engendrando entonces el principio opuesto, que da lugar a
mecanismos de protección: pero éstos se oponen a que estas mercancías sean
reguladas solamente por el mercado. 26
Según esta lectura, el liberalismo sería expresión de uno de estos movimientos
“reales”. Evidentemente, tiene una carga utópica al menos en potencia, en la medida
en que la fantasía de eliminar el otro movimiento (protección social) está inscripto en
las coordenadas del liberalismo económico. Pero no creo que esto amerite, sin más,
calificarlo como una utopía, pues sería confundir la parte con el todo.

El liberalismo económico como tecnología de gobierno

Hay un desplazamiento que creo que podría permitir abordar al liberalismo más allá
de todo idealismo. Ocurre que el liberalismo no es simplemente una interpretación más
o menos adecuada a la “realidad” (que podría entonces calificarse de utópica por no
corresponderse a ella). Es también, y en lo esencial, una mirada prescriptiva, y en esa
medida apunta a actuar sobre la política económica de los Estados. En dos de sus
cursos en el Collage de France, publicados recientemente en castellano (Seguridad,
territorio, población, de 1978, y Nacimiento de la biopolítica, de 1979), Foucault ha
hecho un gran aporte en esta línea al estudiar al liberalismo económico no como una
doctrina económica sino como lo que él denomina una “tecnología de gobierno”. Desde

24
Polanyi, K., La gran trasformación: los orígenes políticos y económicos de nuestro tiempo, Buenos Aires, FCE, 2007,
pp. 187-188.
25
Ibíd., pp. 118 y ss.
26
Ejemplos: en lo que hace a la tierra, leyes de protección de granos (aranceles a la exportación, subsidios agrícolas);
en lo que hace al dinero, toda política monetaria a nivel nacional apunta evidentemente a regular los impactos externos
sobre la moneda; en lo que hace al trabajo, las leyes laborales, los salarios mínimos, los convenios colectivos, etc.

11
esta mirada, el liberalismo es antes que nada un modo novedoso (hacia fines del siglo
XVIII) de articular el manejo de los hombres y las cosas, centrado en la necesidad de
facilitar y promover la extensión y la circulación de ambos. 27 También implica una
nueva concepción “económica” (los mejores resultados con el menor costo posible) del
Estado y la acción de los poderes públicos, cuya regla es entonces la limitación de los
mismos en la medida de lo posible. Limitar el papel del Estado y favorecer la
circulación económica serían los lemas del liberalismo en lo que a política económica
refiere.
En este sentido, Foucault analiza al mercado como “lugar de veridicción” de la
práctica de los poderes públicos: “el mecanismo natural del mercado y la formación de
un precio natural van a permitir –cuando, a partir de ellos, se observa lo que hace el
gobierno, las medidas que toma, las reglas que impone– falsear y verificar la práctica
gubernamental.” 28 El mercado es el lugar de la puesta a prueba del gobierno, bajo la
regla de su limitación.
Este punto de vista, que sin embargo no creo que sea incompatible ni con mi
exposición en el parágrafo anterior ni con lo planteado por Polanyi, implica una mirada
más realista del liberalismo y su destino histórico. Si lo juzgamos en términos de
“verdad-falsedad”, es evidente su fracaso: el mercado como mecanismo “natural” de
regulación social y económica no ha existido y probablemente nunca existirá. Pero
pensar que eso debilita la posición liberal es ingenuo. Foucault se percata de esta
fuerza inusual del liberalismo:

“Un liberalismo no tiene por qué ser verdadero o falso. A un liberalismo se le


pregunta si es puro, si es radical, si es consecuente, si es mitigado, etc. Es
decir que se le pregunta cuáles son las reglas que se fija a sí mismo y cómo
compensa los mecanismos de compensación, cómo evalúa los mecanismos de
evaluación que ha establecido dentro de su gubernamentalidad.” 29

Esta interpretación permite entender el por qué de la persistencia del liberalismo a


pesar de su “fracaso”, su vigencia en las políticas económicas, su inesperado
resurgimiento como “neoliberalismo” desde fines de la década del ’70. 30 Sin lugar a
dudas, esto marca un corrimiento del eje en lo que respecta a la discusión sobre el
liberalismo: la cuestión no es tanto si han existido o pueden existir los mercados
autorregulados por los que pregona dicha doctrina, sino que se trata de un problema
de política económica. Esto lo señala el mismo Polanyi cuando saca a relucir el hecho
de que el laissez-faire, lejos de ser históricamente el resultado de un proceso natural y

27
Véase Foucault, M., Seguridad, territorio, población, Buenos Aires, FCE, 2006, pp. 70-71.
28
Foucault, M., Nacimiento de la biopolítica, ob. cit., p. 49.
29
Ibíd., p. 119.
30
Polanyi escribió su libro La gran transformación hacia el año 1944, un momento de fuerte crisis del liberalismo: ¿qué
hubiera pensado de su resurrección arrolladora cuatro décadas más tarde?

12
espontáneo (como entienden los liberales) fue impulsado concientemente desde el
Estado. 31
En la misma línea de Foucault, Deleuze y Guattari hablan de “dos polos de Estado”
en las sociedades capitalistas, especialmente del centro. En primer lugar, un polo
“socialdemocracia”, tendiente a fortalecer el mercado interno y a establecer instancias
de integración social de los actores (seguridad social, pleno empleo, etc.). En segundo
lugar, un polo de Estado “totalitarismo”, que “no es un máximo de Estado, sino más
bien el Estado mínimo del anarcocapitalismo” (el neoliberalismo al estilo
norteamericano), centrado en el equilibrio del sector externo, el nivel de las reservas y
la tasa de inflación. 32 Y si bien un polo puede predominar sobre otro en ciertos lugares
y épocas (por ejemplo, cabría pensar que el polo “socialdemocracia” tiene más fuerza
en el período de posguerra en los países centrales, mientras que el otro polo gana
terreno desde fines de los ’70), aclaran: “las dos cosas van unidas, bien en dos lugares
diferentes pero coexistentes, o bien en momentos sucesivos pero estrechamente
ligados, actuando siempre la una sobre la otra, o bien la una en la otra.” 33
En conclusión, cabe el acuerdo con Polanyi en cuanto a los dos principios de
organización de las sociedades capitalistas. Pero aclarando: ellos son opuestos sólo en
parte, complementándose en la práctica de acuerdo a las diferentes situaciones
históricas y políticas. Se puede releer ahora el plus utópico que carga el liberalismo no
como una demostración de su imposibilidad, sino como el elemento que funciona como
fuerza impulsora: el liberalismo se alimenta de su propia imposibilidad. Su
inaplicabilidad total no sólo lo hace irrefutable, sino que a la vez alimenta en sus
partidarios un espíritu de “cruzada”, que los hace pregonar por el libre mercado, contra
la impaciencia, los prejuicios, el miedo, etc. 34
Es interesante el modo en que Polanyi plantea su debate con el liberalismo,
alrededor de los dos principios antedichos de organización social:

“Autores liberales tales como Spencer y Sumner, Mises y Lippmann, presentan


una explicación del doble movimiento sustancialmente similar al nuestro, pero
lo interpretan de manera enteramente diferente. Mientras que en nuestra
visión era utópico el concepto de un mercado autorregulado, y su progreso se
vio detenido por la autoprotección realista de la sociedad, en la visión de tales
autores todo proteccionismo fue un error debido a la impaciencia, la avaricia y
la miopía, sin el cual el mercado habría resuelto sus dificultades. Determinar

31
Polanyi se refiere al período que va desde la década de 1830 en Inglaterra, sobre todo con la derogación de la Ley de
Speenhamland (la ley que otorgaba un subsidio a los pobres y que, según Polanyi, impedía la creación de un mercado
competitivo de mano de obra) en 1834. Y llega a apuntar: “El laissez-faire no tenía nada de natural; los mercados libres
no podrían haber surgido jamás con sólo permitir que las cosas tomaran su curso (…) el propio laissez-faire fue
impuesto por el Estado.” (La gran transformación, ob. cit., p. 194).
32
Véase Deleuze, G. y Guattari, F., Mil mesetas: capitalismo y esquizofrenia, Valencia, Pre-Textos, 2002, pp. 466-467.
33
Ibíd., p. 467.
34
Un ejemplo es la posición de gran parte de los liberales respecto a la restitución del equilibrio económico. Para ellos,
que el Estado intervenga, supongamos, para abaratar los alimentos en un momento de subas repentinas, se debe a la
impaciencia de la gente, al desconocimiento de las leyes económicas, etc., ya que a largo plazo el sistema de la oferta y
la demanda tendría que volver a una situación de equilibrio. Pero la irónica respuesta de Keynes (que recordaba que en
el largo plazo todos estaremos muertos) ponía de manifiesto los límites del orden a que da lugar el libre mercado, y la
consecuente necesidad de que un principio de otro nivel lo limite en sus efectos socialmente insostenibles.

13
cuál de estas dos visiones es la correcta constituye tal vez el problema más
importante de la historia social reciente, ya que involucra nada menos que la
decisión sobre la pretensión del liberalismo económico de ser el principio de
organización básico de la sociedad.” 35

Esta cuestión podría resultar indecidible, porque los liberales siempre pueden
argumentar que no se ha demostrado la falsedad de ninguna de sus propuestas
porque nunca se han aplicado de modo total y sostenido. 36 Pero evidentemente, la
problemática que está abriendo aquí Polanyi refiere al presente y al futuro, y sigue
vigente. Se trata, sin lugar a dudas, de la cuestión de buscar mecanismos y formas de
organización social que no solamente contrarresten, sino que también puedan resultar
alternativas, respecto al mercado y sus consecuencias disolventes en lo social. Una
temática política muy actual, sobre la que quisiera hacer algunas apreciaciones a modo
de conclusión de este trabajo.

4. Proyecciones a la actualidad: reinventar lo social frente a la


hegemonía neoliberal

El hecho de que, como se sostuvo anteriormente, el mercado tenga consecuencias


disolventes sobre el tejido social, no ha representado un obstáculo para el avance, en
las últimas décadas, de las políticas neoliberales. América Latina es testigo y
protagonista privilegiado de los efectos de estas políticas hechas en nombre de la
libertad de mercado: disolución de las solidaridades colectivas, fragmentación de los
actores sociales, territorios y comunidades arrasadas por la extensión de la lógica
mercantil a todos los espacios sociales. Por supuesto: aparecen medidas de “protección
social” que buscan contrarrestar algunos de estos efectos. Pero en su mayor parte
estas medidas, tomadas de urgencia, apenas llegan a paliar los efectos más extremos
de aquel avance; y, lo que tampoco es menor, no cuestionan al neoliberalismo en lo
que son sus premisas fundamentales.
En realidad, el avance del neoliberalismo no puede comprenderse sin atender a las
estrategias sumamente agresivas que el capital ha venido desplegando a escala global
por lo menos durante las tres últimas décadas. En el terreno productivo, estas
estrategias han buscado fundamentalmente destruir las solidaridades colectivas de la
clase trabajadora, mediante una serie de dispositivos tendientes a individualizar los
salarios, las trayectorias y los procesos de formación, conjuntamente con otros que
apuntan a la identificación del trabajador con los intereses de la empresa. Cabría argüir
que la expansión de la teoría neoliberal del “capital humano”, que, de un modo muy
diferente al de la economía clásica, tiende a considerar al trabajador como un sujeto

35
Polanyi, K., La gran transformación, ob. cit., p. 197.
36
Un ejemplo actual: los neoliberales de nuestro país dicen hoy que el modelo de los ’90 no fracasó por las
privatizaciones, la apertura del comercio, la desprotección de la industria, etc., sino por la persistencia del
endeudamiento público y la indisciplina fiscal.

14
que estratégicamente calcula el modo de utilizar y aumentar los recursos de que
dispone (el trabajador como un empresario de sí mismo), debe comprenderse también
en el marco de la multiplicación de estos dispositivos individualizantes. 37
En un terreno más amplio, resulta interesante comprobar cómo el concepto mismo
de “lo social” que tiende a imperar, se encuentra impregnado por la mirada neoliberal.
El modo en que se visualiza la “cuestión social”, ejemplificado fundamentalmente en
las políticas sociales, muestra en las últimas décadas un desplazamiento decisivo: de la
problemática de la desigualdad (entendida en términos de justicia social en la
distribución del producto social entre las clases) el eje se ha corrido hacia la temática
de la “exclusión”, en una perspectiva individualizante, con ribetes incluso humanitario-
filantrópicos. Se concibe que las políticas sociales tienen como finalidad atender a
quienes “quedan fuera” del mercado, a la vez que los “problemas sociales” resultan ser
casi exclusivamente la exclusión, la desocupación, la indigencia, etc. En otras palabras,
reencontramos aquí la idea del mercado como regulador central de la vida social,
mientras que se supone que la política social apunta a resguardar a quienes quedan
fuera con la perspectiva de que se “integren” en un futuro más o menos cercano –
desde una perspectiva más moral que ética, según los conceptos esbozados en el
segundo parágrafo. El paradigma neoliberal, que sigue vivo, separa la política
económica de la social, y entiende que la segunda tiene como finalidad (en el mejor de
los casos) rescatar a los perdedores del sistema económico. Sobre este último, en
cambio, parece sobreentenderse que obedece a reglas propias (de mercado) sobre las
cuales la política tiene bastante poco que hacer. 38
Frente a la hegemonía neoliberal, se trata entonces de reinventar lo social. Pero,
¿en qué sentido? En primer lugar hay una cuestión teórica fundamental, que radica en
recuperar una acepción más rica del concepto. Para esto hay que romper con la
supuesta separación entre lo económico y lo social, que asigna al último una función
marginal. Lo social no es un modo de regulación subsidiario a la economía, ni un
residuo de estadios históricos precedentes, ya superados. Como han mostrado diversas
investigaciones empíricas dentro del campo de la sociología económica, incluso para
explicar el comportamiento de entidades que se suponen “puramente económicas”
(por ejemplo, la empresa) hay que recurrir a elementos que no se derivan de ningún
cálculo racional en términos de costos y beneficios, sino de la estructura social.
También se ha planteado que la idea clásica del mercado como una entidad
homogénea, anónima e indiferenciada, no existe en la realidad. 39 No obstante, las
políticas neoliberales insisten en la tentativa de instaurar un espacio global
homogéneo, signado por la presencia de una única lógica, que es la del cálculo de
costos y beneficios monetarios. Ante esto, reinventar lo social es fundamentalmente
una labor práctica. Sin más pretensiones que la de marcar una diferencia frente al
discurso dominante, podemos enumerar algunos principios orientativos en esta tarea,
esbozando un horizonte de acción diferente al concebido por los mandatos liberales.

37
Sobre la teoría del capital humano, véase Foucault, M., Nacimiento de la biopolítica, ob. cit., pp. 255-274.
38
Sobre las políticas sociales neoliberales, y especialmente respecto a la separación que operan entre la política
económica y la política social, con la consecuente idea de que esta última tiene como finalidad atender a quienes
quedan “fuera del juego” (del mercado), véase Foucault, M., Nacimiento de la biopolítica, ob. cit., pp. 233-248.
39
Véase por ejemplo Granovetter, M., ob. cit., pp. 247-261.

15
En primer lugar, se plantea la necesidad imperiosa de reconstruir las solidaridades
colectivas. El liberalismo, como vimos, concibe un espacio social homogéneo habitado
por “individuos”. Siguiendo esta lógica, el discurso dominante proveniente de los
medios de comunicación interpela a los sujetos como consumidores (plano económico)
o, la mejor de las veces, como ciudadanos (plano político). En uno y otro caso,
predomina una lógica individualizante, que desdeña las acciones de los sujetos
colectivos (la mirada prejuiciosa que predomina en los medios de comunicación de
nuestro país respecto a las organizaciones sociales es una muestra de ello). Pero no
hay modo de reconstruir lo social más que por la acción y movilización de estos actores
colectivos, estructurados alrededor de sentidos y prácticas compartidas.
Para esto, se trata además de revalorizar y reimpulsar los territorios, en tanto
lugares impregnados de sentido cultural e histórico, y como el terreno desde el que se
construyen solidaridades colectivas. Como vimos, el liberalismo pregona por la
unificación de los espacios bajo una sola lógica, que hoy es la de un supuesto mercado
global. De ahí la oposición mercado-territorio. El territorio no tiene necesariamente que
ver con un espacio circunscrito geográficamente a una región local, sino que ante todo
se define como un conjunto de recursos apropiados colectivamente. 40 Así, existen
incluso territorios virtuales, definidos por ciertas reglas comunes y cursos de acción
colectivos en cuanto al modo de utilizar determinados recursos (el movimiento del
software libre, por ejemplo). En este sentido, la idea de construir y reconstruir
territorios tiene poco que ver con lo que la mirada prejuiciosa dominante podría
entender como una vuelta a comunidades uniformes y bucólicas, supuestamente ya
enterradas en un pasado remoto. Por el contrario, se trata de recuperar la
heterogeneidad de los espacios colectivos contra la homogenización impulsada por la
cultura individualista del mercado global.
Pero la posibilidad de construir estos espacios alternativos depende también de que
se avance en un cuestionamiento profundo de la idea del mercado libre como espacio
ideal de regulación social. Es cierto que en Latinoamérica, por ejemplo, se ha avanzado
bastante en esta línea en la última década, con gobiernos que han cuestionado la
hegemonía neoliberal. Sin embargo, se trata de un proceso sumamente complejo.
Cuando el neoliberalismo liberó su batalla durante las décadas del ’80 y del ’90, jugó
en dos terrenos: la apología del libre mercado por un lado, y el desprestigio del Estado
y de la acción política en general por otro. Así, la “antipolítica” se ha extendido como
una apreciación generalizada, que afecta tanto a los políticos y partidos tradicionales,
como a los movimientos sociales de aparición más reciente. Hoy el neoliberalismo se
apoya más en la desconfianza hacia la política que en las virtudes del libre mercado,
seriamente cuestionadas. 41

40
Véase Linck, T., ob. cit., p. 141.
41
El debate reciente en nuestro país sobre la Ley de Medios Audiovisuales fue una muestra clara. La ley que se sustituía
databa de la dictadura, pero no obstante había sido modificada varias veces en democracia. El resultado: más que una
ley represiva era en la práctica una ley tendiente a la desregulación del mercado de los medios de comunicación. No
obstante, de entre quienes cuestionaban la nueva ley no fueron muchos los que se animaron a reivindicar abiertamente
el espíritu de desregulación que tenía la ley anterior (¿quién podía hacerlo cuando estaba a la vista de todos que la
desregulación condujo al monopolio del grupo Clarín?). Por eso en la práctica, los detractores de la ley intentaron
cosechar la adhesión de la ciudadanía mediante críticas negativas, que ponían en tela de juicio las aptitudes e
intenciones del gobierno para emprender tal proceso de regulación.

16
Es por esto que la posibilidad de reinventar lo social frente a la hegemonía
neoliberal descansa en último término en la difícil tarea de relegitimar la política, para
lo cual habrá que impulsar y fortalecer las tentativas de reinventarla en la práctica.
Sólo desde ahí se podrán retomar los principios éticos de justicia social que, como
vimos, desde la perspectiva del neoliberalismo y la regulación exclusiva por el
mercado, carecen de sentido.

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