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III JORNADAS DE
ECONOMÍA CRÍTICA
LA CONCEPCIÓN DE LO SOCIAL EN EL
LIBERALISMO ECONÓMICO: UNA REVISIÓN
CRÍTICA
NICOLÁS PAGURA
La concepción de lo social en el liberalismo
económico: una revisión crítica
Nicolás Pagura 1
1. Introducción
1
esta visión económica es el propósito de dar cuenta del funcionamiento de lo social en
el mundo moderno. En este juego, el mercado se presenta siempre como la promesa
de un orden social espontáneo, impersonal y, por ello mismo, en apariencia neutral.
Delimitado este concepto de sociedad, la segunda parte del trabajo retoma la
pregunta acerca de qué es el liberalismo económico en relación a las sociedades
capitalistas modernas: ¿es una “utopía” irrealizable? ¿es una descripción realista? ¿es
una ideología legitimadora? Aquí se propondrá analizar el destino histórico del
liberalismo no sólo teniendo en cuenta si su programa se ha realizado totalmente en
alguna parte sino también atendiendo a su persistente influjo real sobre la política
económica, bajo la premisa foucaultiana de que el liberalismo económico es ante todo
una práctica de gobierno.
Teniendo a la vista el contexto general de una America Latina arrasada por la
aplicación sistemática –especialmente durante la década del ‘90– de políticas
neoliberales, es que, en la última parte del trabajo, se intentarán esbozar las líneas
generales de un posible horizonte (a la vez teórico y práctico) alternativo al liberalismo
económico, tomando como punto de partida la necesidad de repensar el concepto de
“lo social”.
2
secularización que guía a la modernidad, se pierde el fundamento divino o natural
como garantía de legitimidad del orden social. La disolución progresiva de las
jerarquías tradicionales (fundadas en diferencias de status social concebidas como
“naturales”) plantea la cuestión de cómo es posible coordinar (co-ordenar) las acciones
de individuos que se conciben por naturaleza como libres e iguales. El “individuo”,
sobre el que después volveremos, es en este sentido una categoría típicamente
moderna, central en todo el liberalismo, incluido el neoliberalismo de los tiempos que
corren. El contractualismo político es un primer intento de respuesta a este dilema.
Dados individuos libres e iguales por naturaleza, se supone que el Estado político es la
respuesta al problema de la lucha de todos contra todos (Hobbes), siendo entonces el
fundamento de la buscada cohesión social.
El liberalismo económico –cuyo emblema clásico es sin lugar a dudas Adam Smith–
está preocupado también por el mismo problema, pero da una respuesta totalmente
distinta aunque, cabe aclarar, no estrictamente contradictoria con aquel. La clave de la
coordinación social es encontrada aquí en el mercado y su correlato, la división del
trabajo. Se parte de la idea de que en una sociedad de mercado, los individuos son
libres para perseguir su interés y dedicarse a la ocupación para la que se consideren
más aptos (principio de la división del trabajo). Paralelamente, se plantea al mercado
como el lugar en el que ellos pueden adquirir lo que les falta y vender lo que les sobra.
El mercado, entonces, genera un orden espontáneo: la ley del valor y el
funcionamiento de los precios resultan de mecanismos objetivos, siendo entonces
anónimos y abstractos. Este carácter del mercado marca su diferencia, y su ventaja,
respecto al Estado, que como vimos constituía la solución contractualista al problema
de la cohesión social: dado el carácter objetivo y anónimo de las leyes del mercado, se
descarta la posibilidad de la parcialidad y la arbitrariedad, los grandes problemas que el
liberalismo político había intentado resolver por otras vías. 3 Se encontraba entonces la
clave de un orden natural, espontáneo y objetivo, donde no parecía haber más que
egoísmo e intereses individuales:
3
Es el gran problema que suele atribuirse a la filosofía política hobbesiana: la libertad humana sería sacrificada por el
despotismo del Leviatán. Pero cuando los contractualistas liberales se enfrentaron con esta cuestión, no dejaron de
incurrir en paradojas no menos problemáticas. En Locke el problema es salvado legitimando la posibilidad de la rebelión
civil, que sin embargo conduce a la disolución de la sociedad. En Rousseau, la voluntad general podría ser tan despótica
como el soberano hobbesiano. La cuestión central parece ser que si el orden depende de la política, siempre se
presenta el problema de la posible arbitrariedad de los gobernantes. Eso explica lo tentador del mercado como
mecanismo de regulación social: es anónimo y, al menos en apariencia, neutral. Además, en la medida en que se lo
concibe en mayor o menor medida como “natural”, la problemática distinción entre estado de naturaleza y sociedad civil
se hace superflua. Son estas premisas las que conducen al liberalismo económico –y muy especialmente el
neoliberalismo– a identificar, sin más, mercado con libertad.
4
Giannetti, E., ¿Vicios privados, beneficios públicos? La ética en la riqueza de las naciones, Buenos Aires, Paidós, 2006,
p. 126.
3
Cualquier planteo que se quiera alternativo al liberalismo económico no puede dejar
de reconocer una cuestión central: que el mismo liberalismo, desde sus comienzos, a
lo que intenta dar respuesta es a la cuestión sociológica central de la regulación social.
Como ha mostrado Pierre Rosanvallon para el caso de Adam Smith, el mercado es un
concepto antes que nada sociológico: 5 permite pensar las relaciones sociales de modo
abstracto e impersonal, superando las inevitables fricciones del cara a cara, y
“reprimiendo” las relaciones de fuerza entre los hombres. Esta ventaja no ha dejado de
ser invocada por el liberalismo económico hasta nuestros días, como muestra esta cita
de un economista neoliberal de la Escuela de Chicago, Milton Friedman:
5
Véase Rosanvallon, P., El capitalismo utópico: historia de la idea de mercado, Buenos Aires, Nueva Visión, 2006, pp.
73-79.
6
Friedman, M. y Friedman, R., Libertad de elegir: hacia un nuevo liberalismo económico, Buenos Aires, Planeta-De
Agostini, 1993, p. 31.
7
Durkheim, E., De la división del trabajo social, Buenos Aires, Schapire, 1963, p. 327.
4
Lo que el individuo esconde
8
La razón principal por la que sostengo esto radica en que la economía política clásica todavía entiende a la economía
como un sistema, en el que si bien los individuos ocupan el lugar privilegiado como operadores en el mercado, no
obstante no podría reducirse a ellos. La muestra más clara de esto es que en los clásicos –en Smith y Ricardo esto es
clarísimo– el funcionamiento del sistema económico se estudia en términos de la interacción entre los diversos factores
económicos (capital, tierra, trabajo), cuyos portadores (el capitalista, el terrateniente, el trabajador) no pueden
reducirse, sin más, a individuos indiferenciados. Por eso el predominio del enfoque microeconómico y del individualismo
metodológico se comienza a dar recién con la imposición del paradigma neoclásico a fines del siglo XIX.
9
Esposito, R., Communitas: origen y destino de la comunidad, Buenos Aires, Amorrortu, 2003, p. 40.
10
Smith, A., La riqueza de las naciones, Madrid, Alianza, 2002, p. 46.
5
habitar un espacio común. 11 Por eso un punto central de toda crítica del liberalismo
económico tiene que ser la revisión de esta categoría –y especialmente de las
negaciones que opera. Otras categorías atribuidas a la acción económica por el
liberalismo, como las de interés y racionalidad, no son sino derivadas y, en ese sentido,
secundarias.
Sobre esto, Mark Granovetter recuerda que entre los siglos XVII y XVIII la economía
política se abrió paso en medio de la distinción –que tiene mucho de arbitraria– entre
las pasiones (supuestamente irracionales) y los intereses (racionales y en tanto tales
pertinentes para la economía). 12 Pero que el problema no está aquí, como el mismo
Granovetter señala, se evidencia en el hecho de que posteriormente el mismo
neoliberalismo, más que nada con el economista Gary Becker, se apoyó en la crítica de
esta distinción para extender el análisis económico neoliberal incluso a conductas
consideradas como no racionales. 13
La persistencia de la idea moderna de individuo explica por qué el mercado como
mecanismo de regulación social continúa generando fascinación: es el hecho de que
regula las conductas de individuos que permanecen separados, independientes entre
sí. Que el mercado sustituya así la violencia de las relaciones personales, pero por un
mecanismo impersonal igualmente violento es la crítica de Marx en el capítulo de El
capital sobre el fetichismo de la mercancía. Pero eso no es algo que a los liberales les
preocupe: para ellos es suficiente con la liberación respecto a los vínculos de
dependencia personal. Por lo demás, la mayor parte de ellos naturalizan el mercado:
es así desde Adam Smith, para quien hay una propensión natural del hombre al
intercambio, hasta Hayek, para quien la sociedad de mercado es el producto de un
proceso evolutivo de corte darwiniano. Por eso cuando Marx se empeñó en
desenmascarar la violencia que esconde el mercado, primero tuvo que
desnaturalizarlo, dando cuenta de las premisas históricas que lo hicieron posible.
Otro tema central de la visión económica de lo social tiene que ver con el modo de
entender el espacio social. La concepción liberal del mercado implica un espacio
homogéneo, a lo cual contribuye también la idea consecuente de que el mismo está
habitado por “individuos” en el sentido anteriormente señalado. En ambos casos prima
una lógica de indiferenciación, y es esa la razón de que, por regla, se suponga que la
extensión del mercado no tiene límites geográficos. 14 Es por eso que la idea actual de
11
En efecto, como ya observaba Marx, las relaciones mercantiles se asientan también históricamente sobre la
destrucción de las relaciones comunitarias (véase El capital, Tomo I, Buenos Aires, Siglo XXI Editores Argentina, 2002,
p. 107).
12
Véase Granovetter, M., “Acción económica y estructura social: el problema de la incrustación”, en Requena Santos, F.
(coord.), Análisis de redes sociales: orígenes, teorías y aplicaciones, Madrid, Alianza, 2003, p. 263.
13
Sobre la extensión del enfoque económico neoliberal a toda conducta humana, véase Foucault, M., Nacimiento de la
biopolítica, Buenos Aires, FCE, 2007, pp. 280-284 y 306-309.
14
Como muestra Rosanvallon (ob. cit., pp. 89-94), ya en Adam Smith es claro que el mercado no tiene límites
geográficos, y de hecho debe superarlos: la división del trabajo, fuente de riqueza, es un efecto de la extensión del
mercado, o sea del intercambio. Y el mismo Durkheim veía que una sociedad cosmopolita sólo podía ser posible por la
extensión de la división del trabajo, y por tanto del mercado (véase Durkheim, E., ob. cit., pp. 342-343).
6
la globalización como un proceso en que los mercados traspasan y quiebran las
fronteras nacionales no es nueva, sino que desde siempre se encuentra en la idea
clásica sobre el mercado.
Por lo tanto, esta noción de mercado se opone a la de territorio, no sólo al
delimitado por las fronteras nacionales, sino más profundamente al territorio en tanto
espacio con personalidad propia, con una historia y una identidad. 15 En dicha acepción,
el territorio se define como espacio heterogéneo y discontinuo, no poblado por
individuos sino por comunidades, que además viven un tiempo propio con densidad
histórica. El mercado, por el contrario, homogeniza el tiempo y el espacio, y disuelve a
las comunidades en una sumatoria de individuos que persiguen intereses egoístas.
15
Sobre esta noción de territorio, véase Linck, T., “La economía y la política de la apropiación de territorios”, en A.
Riella (comp.), Globalización, desarrollo y territorios menos favorecidos, Montevideo FCS-UR, 2006, p. 110.
16
Aunque obviamente no ha sido ni el único ni el primero que ha emprendido esta tarea. Piénsese, por ejemplo, en el
papel que según Weber tuvo en este trabajo de legitimación la ética protestante.
17
Smith, A., ob. cit., p. 552.
7
Por esta vía, el interés individual –supuesto móvil de la actividad económica– es
justificado moral y éticamente, en tanto beneficiaría al conjunto de la sociedad. Pero se
trata de algo más que de una justificación de la búsqueda de enriquecimiento: ¿no
podría finalmente la mano invisible del mercado ocupar el lugar de las acciones
morales voluntarias, aquellas que tienden concientemente a la solidaridad con el otro?
En tanto tendencia puede contestarse que sí a esta pregunta, antes que nada si se
tiene en cuenta el argumento anterior de que el mercado desde la perspectiva liberal
es un mecanismo de cohesión social que tiende a reemplazar los vínculos personales
por vínculos abstractos.
Sin embargo, hay que aclarar que, dentro de la escuela clásica, pocos liberales
estarían dispuestos a aceptar la eliminación total de estos mecanismos alternativos al
mercado. De hecho, la perspectiva de lo que Giannetti denomina “egoísmo ético” 18 –la
visión heredera de Mandeville, y aceptada por la mayor parte de la Escuela de Chicago,
según la cual las acciones virtuosas son perniciosas para el bien común– no es
aceptada siquiera por Adam Smith. La razón es clara: una cosa es decir que el egoísmo
puede ser fuente del bien común, y otra muy distinta es decir que la virtud (en tanto
búsqueda conciente del bien de otros) es perniciosa.
Puede establecerse una distinción provisoria entre moral y ética que termine de
aclarar algunas consecuencias de la perspectiva liberal respecto de estas cuestiones.
Podría decirse que la moral es voluntaria –quien quiera, puede ayudar al otro–,
mientras que la ética implica obligación (y un derecho como contrapartida). Desde esta
perspectiva, mientras la moral se relaciona con la beneficencia, la ética lo hace con la
justicia social. Podemos decir entonces que el liberalismo, siendo compatible con la
moral, torna en cambio problemática la perspectiva ética. La razón es simple: si el
mercado es un mecanismo de coordinación social espontáneo y “natural”, nadie sería
responsable de quienes resulten perjudicados por dicho mecanismo. Quien quiera,
podrá ayudar, pero no estaría obligado a hacerlo. Es más: la idea de la mano invisible
implica que el mercado lleva al bien general. En cambio, si un sujeto resulta
perjudicado por el movimiento en principio él mismo resultaría el culpable de su
situación. Por eso afirmará posteriormente Hayek que la justicia social es un concepto
sin sentido. 19
La cuestión ética nos lleva directamente al plano político y al ámbito del Estado.
Sean cuales sean las diferencias entre los distintos autores, resulta evidente que la
concepción de un mercado como mecanismo espontáneo de regulación social que
además tiende al bien general, debilita fuertemente el lugar de la política y el Estado.
La afirmación que hace Adam Smith luego de introducir su argumento de la “mano
invisible” resulta reveladora de este movimiento: “Nunca he visto muchas cosas buenas
hechas por los que pretenden actuar en bien del pueblo…”. 20
Surge aquí una cuestión central referida a la mano invisible: ¿De qué invisibilidad se
trata? No se trata, me parece, de una invisibilidad de razón, en el sentido de que sea
18
Véase Giannetti, E., ob. cit., pp. 149 y ss.
19
Sobre la posición de Hayek respecto a la justicia social, véase Gómez, R., Neoliberalismo globalizado: Refutación y
debacle, Buenos Aires, Macchi, 2003, pp. 31-32.
20
Smith, A., ob. cit., p. 554.
8
inexplicable el tránsito del interés individual al bien común. 21 De hecho, se trata de una
cuestión que para Smith tiene una explicación racional: la mejor forma de acrecentar el
capital total de una nación sería que cada agente individual tenga la libertad de
acrecentar su capital como mejor le parezca. Lo que en realidad se hace opaco,
invisible, es el bien común desde la perspectiva de cualquiera –sea un agente
económico o político– que lo quiera buscar voluntariamente. La razón es que nadie
tendría acceso a la información necesaria para entender la economía como totalidad y
actuar en consecuencia. Como señala Foucault refiriéndose a la visión económica:
21
Desde esta perspectiva, se ha visto en la mano invisible un residuo teológico: no habiendo explicación racional para el
tránsito de las acciones individuales al bien general, se trataría de un resultado milagroso, siendo entonces la mano
invisible un equivalente secular de la mano de Dios. Como se podrá ver, considero que esta lectura es errada.
22
Foucault, M., ob. cit., p. 325.
9
exhaustivamente una cuestión tan compleja, sino solamente tomar algunos aportes
que permitan enriquecer la perspectiva que adopté en este trabajo.
¿Fin de la utopía?
Es desde esta perspectiva que Rosanvallon sostiene su visión del liberalismo como
una utopía totalmente ajena a la realidad histórica. A mi juicio, esta mirada, sin carecer
de un grado de razón, resulta extrema en un punto. El liberalismo pudo no tener una
concreción plena, tal vez ni siquiera parcial, pero señalar su ausencia completa en el
desarrollo histórico resulta demasiado. Mucho más, teniendo en cuenta la influencia
que el liberalismo ha tenido y sigue teniendo en las políticas económicas de los países.
Pero la visión de Rosanvallon puede salvarse, al menos en cierta medida, si se
recurre directamente a una de las fuentes de sus ideas, que es la obra de Polanyi. Él
habla de un doble movimiento gobernando las sociedades europeas desde el siglo XIX,
el cual:
23
Rosanvallon, P., ob. cit., p. 197.
10
veían inmediatamente afectados por la acción nociva del mercado –sobre todo
la clase trabajadora y la clase terrateniente, pero no exclusivamente– y que
recurría a los métodos de la legislación protectora, las asociaciones restrictivas
y otros instrumentos de intervención.” 24
Hay un desplazamiento que creo que podría permitir abordar al liberalismo más allá
de todo idealismo. Ocurre que el liberalismo no es simplemente una interpretación más
o menos adecuada a la “realidad” (que podría entonces calificarse de utópica por no
corresponderse a ella). Es también, y en lo esencial, una mirada prescriptiva, y en esa
medida apunta a actuar sobre la política económica de los Estados. En dos de sus
cursos en el Collage de France, publicados recientemente en castellano (Seguridad,
territorio, población, de 1978, y Nacimiento de la biopolítica, de 1979), Foucault ha
hecho un gran aporte en esta línea al estudiar al liberalismo económico no como una
doctrina económica sino como lo que él denomina una “tecnología de gobierno”. Desde
24
Polanyi, K., La gran trasformación: los orígenes políticos y económicos de nuestro tiempo, Buenos Aires, FCE, 2007,
pp. 187-188.
25
Ibíd., pp. 118 y ss.
26
Ejemplos: en lo que hace a la tierra, leyes de protección de granos (aranceles a la exportación, subsidios agrícolas);
en lo que hace al dinero, toda política monetaria a nivel nacional apunta evidentemente a regular los impactos externos
sobre la moneda; en lo que hace al trabajo, las leyes laborales, los salarios mínimos, los convenios colectivos, etc.
11
esta mirada, el liberalismo es antes que nada un modo novedoso (hacia fines del siglo
XVIII) de articular el manejo de los hombres y las cosas, centrado en la necesidad de
facilitar y promover la extensión y la circulación de ambos. 27 También implica una
nueva concepción “económica” (los mejores resultados con el menor costo posible) del
Estado y la acción de los poderes públicos, cuya regla es entonces la limitación de los
mismos en la medida de lo posible. Limitar el papel del Estado y favorecer la
circulación económica serían los lemas del liberalismo en lo que a política económica
refiere.
En este sentido, Foucault analiza al mercado como “lugar de veridicción” de la
práctica de los poderes públicos: “el mecanismo natural del mercado y la formación de
un precio natural van a permitir –cuando, a partir de ellos, se observa lo que hace el
gobierno, las medidas que toma, las reglas que impone– falsear y verificar la práctica
gubernamental.” 28 El mercado es el lugar de la puesta a prueba del gobierno, bajo la
regla de su limitación.
Este punto de vista, que sin embargo no creo que sea incompatible ni con mi
exposición en el parágrafo anterior ni con lo planteado por Polanyi, implica una mirada
más realista del liberalismo y su destino histórico. Si lo juzgamos en términos de
“verdad-falsedad”, es evidente su fracaso: el mercado como mecanismo “natural” de
regulación social y económica no ha existido y probablemente nunca existirá. Pero
pensar que eso debilita la posición liberal es ingenuo. Foucault se percata de esta
fuerza inusual del liberalismo:
27
Véase Foucault, M., Seguridad, territorio, población, Buenos Aires, FCE, 2006, pp. 70-71.
28
Foucault, M., Nacimiento de la biopolítica, ob. cit., p. 49.
29
Ibíd., p. 119.
30
Polanyi escribió su libro La gran transformación hacia el año 1944, un momento de fuerte crisis del liberalismo: ¿qué
hubiera pensado de su resurrección arrolladora cuatro décadas más tarde?
12
espontáneo (como entienden los liberales) fue impulsado concientemente desde el
Estado. 31
En la misma línea de Foucault, Deleuze y Guattari hablan de “dos polos de Estado”
en las sociedades capitalistas, especialmente del centro. En primer lugar, un polo
“socialdemocracia”, tendiente a fortalecer el mercado interno y a establecer instancias
de integración social de los actores (seguridad social, pleno empleo, etc.). En segundo
lugar, un polo de Estado “totalitarismo”, que “no es un máximo de Estado, sino más
bien el Estado mínimo del anarcocapitalismo” (el neoliberalismo al estilo
norteamericano), centrado en el equilibrio del sector externo, el nivel de las reservas y
la tasa de inflación. 32 Y si bien un polo puede predominar sobre otro en ciertos lugares
y épocas (por ejemplo, cabría pensar que el polo “socialdemocracia” tiene más fuerza
en el período de posguerra en los países centrales, mientras que el otro polo gana
terreno desde fines de los ’70), aclaran: “las dos cosas van unidas, bien en dos lugares
diferentes pero coexistentes, o bien en momentos sucesivos pero estrechamente
ligados, actuando siempre la una sobre la otra, o bien la una en la otra.” 33
En conclusión, cabe el acuerdo con Polanyi en cuanto a los dos principios de
organización de las sociedades capitalistas. Pero aclarando: ellos son opuestos sólo en
parte, complementándose en la práctica de acuerdo a las diferentes situaciones
históricas y políticas. Se puede releer ahora el plus utópico que carga el liberalismo no
como una demostración de su imposibilidad, sino como el elemento que funciona como
fuerza impulsora: el liberalismo se alimenta de su propia imposibilidad. Su
inaplicabilidad total no sólo lo hace irrefutable, sino que a la vez alimenta en sus
partidarios un espíritu de “cruzada”, que los hace pregonar por el libre mercado, contra
la impaciencia, los prejuicios, el miedo, etc. 34
Es interesante el modo en que Polanyi plantea su debate con el liberalismo,
alrededor de los dos principios antedichos de organización social:
31
Polanyi se refiere al período que va desde la década de 1830 en Inglaterra, sobre todo con la derogación de la Ley de
Speenhamland (la ley que otorgaba un subsidio a los pobres y que, según Polanyi, impedía la creación de un mercado
competitivo de mano de obra) en 1834. Y llega a apuntar: “El laissez-faire no tenía nada de natural; los mercados libres
no podrían haber surgido jamás con sólo permitir que las cosas tomaran su curso (…) el propio laissez-faire fue
impuesto por el Estado.” (La gran transformación, ob. cit., p. 194).
32
Véase Deleuze, G. y Guattari, F., Mil mesetas: capitalismo y esquizofrenia, Valencia, Pre-Textos, 2002, pp. 466-467.
33
Ibíd., p. 467.
34
Un ejemplo es la posición de gran parte de los liberales respecto a la restitución del equilibrio económico. Para ellos,
que el Estado intervenga, supongamos, para abaratar los alimentos en un momento de subas repentinas, se debe a la
impaciencia de la gente, al desconocimiento de las leyes económicas, etc., ya que a largo plazo el sistema de la oferta y
la demanda tendría que volver a una situación de equilibrio. Pero la irónica respuesta de Keynes (que recordaba que en
el largo plazo todos estaremos muertos) ponía de manifiesto los límites del orden a que da lugar el libre mercado, y la
consecuente necesidad de que un principio de otro nivel lo limite en sus efectos socialmente insostenibles.
13
cuál de estas dos visiones es la correcta constituye tal vez el problema más
importante de la historia social reciente, ya que involucra nada menos que la
decisión sobre la pretensión del liberalismo económico de ser el principio de
organización básico de la sociedad.” 35
Esta cuestión podría resultar indecidible, porque los liberales siempre pueden
argumentar que no se ha demostrado la falsedad de ninguna de sus propuestas
porque nunca se han aplicado de modo total y sostenido. 36 Pero evidentemente, la
problemática que está abriendo aquí Polanyi refiere al presente y al futuro, y sigue
vigente. Se trata, sin lugar a dudas, de la cuestión de buscar mecanismos y formas de
organización social que no solamente contrarresten, sino que también puedan resultar
alternativas, respecto al mercado y sus consecuencias disolventes en lo social. Una
temática política muy actual, sobre la que quisiera hacer algunas apreciaciones a modo
de conclusión de este trabajo.
35
Polanyi, K., La gran transformación, ob. cit., p. 197.
36
Un ejemplo actual: los neoliberales de nuestro país dicen hoy que el modelo de los ’90 no fracasó por las
privatizaciones, la apertura del comercio, la desprotección de la industria, etc., sino por la persistencia del
endeudamiento público y la indisciplina fiscal.
14
que estratégicamente calcula el modo de utilizar y aumentar los recursos de que
dispone (el trabajador como un empresario de sí mismo), debe comprenderse también
en el marco de la multiplicación de estos dispositivos individualizantes. 37
En un terreno más amplio, resulta interesante comprobar cómo el concepto mismo
de “lo social” que tiende a imperar, se encuentra impregnado por la mirada neoliberal.
El modo en que se visualiza la “cuestión social”, ejemplificado fundamentalmente en
las políticas sociales, muestra en las últimas décadas un desplazamiento decisivo: de la
problemática de la desigualdad (entendida en términos de justicia social en la
distribución del producto social entre las clases) el eje se ha corrido hacia la temática
de la “exclusión”, en una perspectiva individualizante, con ribetes incluso humanitario-
filantrópicos. Se concibe que las políticas sociales tienen como finalidad atender a
quienes “quedan fuera” del mercado, a la vez que los “problemas sociales” resultan ser
casi exclusivamente la exclusión, la desocupación, la indigencia, etc. En otras palabras,
reencontramos aquí la idea del mercado como regulador central de la vida social,
mientras que se supone que la política social apunta a resguardar a quienes quedan
fuera con la perspectiva de que se “integren” en un futuro más o menos cercano –
desde una perspectiva más moral que ética, según los conceptos esbozados en el
segundo parágrafo. El paradigma neoliberal, que sigue vivo, separa la política
económica de la social, y entiende que la segunda tiene como finalidad (en el mejor de
los casos) rescatar a los perdedores del sistema económico. Sobre este último, en
cambio, parece sobreentenderse que obedece a reglas propias (de mercado) sobre las
cuales la política tiene bastante poco que hacer. 38
Frente a la hegemonía neoliberal, se trata entonces de reinventar lo social. Pero,
¿en qué sentido? En primer lugar hay una cuestión teórica fundamental, que radica en
recuperar una acepción más rica del concepto. Para esto hay que romper con la
supuesta separación entre lo económico y lo social, que asigna al último una función
marginal. Lo social no es un modo de regulación subsidiario a la economía, ni un
residuo de estadios históricos precedentes, ya superados. Como han mostrado diversas
investigaciones empíricas dentro del campo de la sociología económica, incluso para
explicar el comportamiento de entidades que se suponen “puramente económicas”
(por ejemplo, la empresa) hay que recurrir a elementos que no se derivan de ningún
cálculo racional en términos de costos y beneficios, sino de la estructura social.
También se ha planteado que la idea clásica del mercado como una entidad
homogénea, anónima e indiferenciada, no existe en la realidad. 39 No obstante, las
políticas neoliberales insisten en la tentativa de instaurar un espacio global
homogéneo, signado por la presencia de una única lógica, que es la del cálculo de
costos y beneficios monetarios. Ante esto, reinventar lo social es fundamentalmente
una labor práctica. Sin más pretensiones que la de marcar una diferencia frente al
discurso dominante, podemos enumerar algunos principios orientativos en esta tarea,
esbozando un horizonte de acción diferente al concebido por los mandatos liberales.
37
Sobre la teoría del capital humano, véase Foucault, M., Nacimiento de la biopolítica, ob. cit., pp. 255-274.
38
Sobre las políticas sociales neoliberales, y especialmente respecto a la separación que operan entre la política
económica y la política social, con la consecuente idea de que esta última tiene como finalidad atender a quienes
quedan “fuera del juego” (del mercado), véase Foucault, M., Nacimiento de la biopolítica, ob. cit., pp. 233-248.
39
Véase por ejemplo Granovetter, M., ob. cit., pp. 247-261.
15
En primer lugar, se plantea la necesidad imperiosa de reconstruir las solidaridades
colectivas. El liberalismo, como vimos, concibe un espacio social homogéneo habitado
por “individuos”. Siguiendo esta lógica, el discurso dominante proveniente de los
medios de comunicación interpela a los sujetos como consumidores (plano económico)
o, la mejor de las veces, como ciudadanos (plano político). En uno y otro caso,
predomina una lógica individualizante, que desdeña las acciones de los sujetos
colectivos (la mirada prejuiciosa que predomina en los medios de comunicación de
nuestro país respecto a las organizaciones sociales es una muestra de ello). Pero no
hay modo de reconstruir lo social más que por la acción y movilización de estos actores
colectivos, estructurados alrededor de sentidos y prácticas compartidas.
Para esto, se trata además de revalorizar y reimpulsar los territorios, en tanto
lugares impregnados de sentido cultural e histórico, y como el terreno desde el que se
construyen solidaridades colectivas. Como vimos, el liberalismo pregona por la
unificación de los espacios bajo una sola lógica, que hoy es la de un supuesto mercado
global. De ahí la oposición mercado-territorio. El territorio no tiene necesariamente que
ver con un espacio circunscrito geográficamente a una región local, sino que ante todo
se define como un conjunto de recursos apropiados colectivamente. 40 Así, existen
incluso territorios virtuales, definidos por ciertas reglas comunes y cursos de acción
colectivos en cuanto al modo de utilizar determinados recursos (el movimiento del
software libre, por ejemplo). En este sentido, la idea de construir y reconstruir
territorios tiene poco que ver con lo que la mirada prejuiciosa dominante podría
entender como una vuelta a comunidades uniformes y bucólicas, supuestamente ya
enterradas en un pasado remoto. Por el contrario, se trata de recuperar la
heterogeneidad de los espacios colectivos contra la homogenización impulsada por la
cultura individualista del mercado global.
Pero la posibilidad de construir estos espacios alternativos depende también de que
se avance en un cuestionamiento profundo de la idea del mercado libre como espacio
ideal de regulación social. Es cierto que en Latinoamérica, por ejemplo, se ha avanzado
bastante en esta línea en la última década, con gobiernos que han cuestionado la
hegemonía neoliberal. Sin embargo, se trata de un proceso sumamente complejo.
Cuando el neoliberalismo liberó su batalla durante las décadas del ’80 y del ’90, jugó
en dos terrenos: la apología del libre mercado por un lado, y el desprestigio del Estado
y de la acción política en general por otro. Así, la “antipolítica” se ha extendido como
una apreciación generalizada, que afecta tanto a los políticos y partidos tradicionales,
como a los movimientos sociales de aparición más reciente. Hoy el neoliberalismo se
apoya más en la desconfianza hacia la política que en las virtudes del libre mercado,
seriamente cuestionadas. 41
40
Véase Linck, T., ob. cit., p. 141.
41
El debate reciente en nuestro país sobre la Ley de Medios Audiovisuales fue una muestra clara. La ley que se sustituía
databa de la dictadura, pero no obstante había sido modificada varias veces en democracia. El resultado: más que una
ley represiva era en la práctica una ley tendiente a la desregulación del mercado de los medios de comunicación. No
obstante, de entre quienes cuestionaban la nueva ley no fueron muchos los que se animaron a reivindicar abiertamente
el espíritu de desregulación que tenía la ley anterior (¿quién podía hacerlo cuando estaba a la vista de todos que la
desregulación condujo al monopolio del grupo Clarín?). Por eso en la práctica, los detractores de la ley intentaron
cosechar la adhesión de la ciudadanía mediante críticas negativas, que ponían en tela de juicio las aptitudes e
intenciones del gobierno para emprender tal proceso de regulación.
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Es por esto que la posibilidad de reinventar lo social frente a la hegemonía
neoliberal descansa en último término en la difícil tarea de relegitimar la política, para
lo cual habrá que impulsar y fortalecer las tentativas de reinventarla en la práctica.
Sólo desde ahí se podrán retomar los principios éticos de justicia social que, como
vimos, desde la perspectiva del neoliberalismo y la regulación exclusiva por el
mercado, carecen de sentido.
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