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“Si la violación fuera legal…”

––Su paciente es un bruto de mierda y así se lo dije en el


grupo anoche, textualmente.
Sarah, una joven residente de psiquiatría, hizo una pausa y
me dedicó una mirada feroz, desafiándome a que la criticara.
Era obvio que algo extraordinario había sucedido. No to-
dos los días irrumpe un estudiante en mi consultorio y, sin ras-
tros de enojo ––en realidad, se veía orgullosa y desafiante–– me
dice que ha insultado a uno de mis pacientes. Sobre todo a un
paciente con un cáncer avanzado.
––Sarah, ¿por qué no te sientas y me cuentas todo? Tengo
unos minutos antes de que llegue el siguiente paciente.
Esforzándose por mantener la compostura, Sarah empezó
a hablar.
––¡Carlos es la persona más grosera y despreciable que he
conocido en mi vida!
––Bien, sabes que no es mi persona predilecta. Te lo dije
antes de enviártelo. ––Yo había estado tratando a Carlos en
forma individual desde hacía unos seis meses y hacía unas
cuantas semanas se lo había enviado a Sarah para que lo in-
cluyera en su grupo de terapia. ––Pero prosigue. Perdón por
interrumpirte.
––Bien, como sabe, es ofensivo. Olfatea a las mujeres como
si él fuera un perro y ellas perras en celo, y no atiende lo que
tiene lugar en el grupo. Anoche, Martha ––una joven frágil, un
caso fronterizo que se mantiene casi muda en el grupo–– em-
pezó a contar que el año pasado fue violada. Creo que no lo

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había compartido con nadie; por cierto, no en un grupo. Esta-
ba tan asustada, lloraba tanto, pues le costaba decirlo, que era
increíblemente doloroso. Todos trataban de ayudarla y, correc-
ta o incorrectamente, decidí que ayudaría a Martha si le con-
taba al grupo que yo fui violada hace tres años…
––No lo sabía, Sarah.
––¡Nadie lo sabía, tampoco!
Sarah se detuvo y se enjugó los ojos. Podía ver que le cos-
taba decirme esto, pero en este punto no estaba seguro qué
le dolía más: si contarme acerca de su violación, o la mane-
ra en que se había expuesto ante el grupo. (El hecho de que
yo fuera el instructor de terapia de grupo en el programa de-
be de haber complicado las cosas para ella.) ¿O estaba más
molesta por lo que aún no me había dicho? Decidí actuar de
forma natural.
––¿Y luego?
––Bien, fue entonces cuando Carlos entró en acción.
¿Mi Carlos? ¡Ridículo! Pensé. Como si fuera mi hijo y yo tu-
viera que responder por él. (Sin embargo era verdad que yo ha-
bía instado a Sarah a que lo aceptara: se mostraba mal dis-
puesta a introducir a un paciente con cáncer en el grupo. Pero
también era verdad que su grupo se había reducido a cinco, y
necesitaba nuevos miembros.) Nunca la había visto tan irra-
cional, ni tan intrigante. Yo temía que se sintiera turbada por
esto después, y no quería emperorar las cosas con nada que
sonara a crítica.
––¿Qué hizo?
––Le hizo a Martha una serie de preguntas puntuales: cuán-
do, dónde, qué, quién. Al principio eso la ayudó a hablar, pe-
ro no bien yo hablé de mi ataque, él ignoró a Martha y empe-
zó a hacer lo mismo conmigo. Luego nos hizo a las dos
preguntas con detalles íntimos. El violador ¿nos desgarró la
ropa? ¿Eyaculó dentro de nosotras? ¿Hubo un momento en
que empezamos a disfrutar? Todo esto era tan insidioso que
pasó un tiempo antes de que el grupo empezara a darse cuen-
ta de que él estaba gozando. No le importábamos un rábano

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Martha y yo; él se estaba excitando sexualmente. Sé que debe-
ría sentir más compasión por él, pero ¡es tan cretino!
––¿Cómo terminó?
––Bien, los del grupo por fin se percataron y empezaron a
recriminarle su falta de sensibilidad, pero él no demostró nin-
gún remordimiento. En realidad, se puso más ofensivo y nos
acusó, a Martha y a mí, y a todas las víctimas de violación, de
exagerar las cosas. “¿Qué tanta importancia tiene?” preguntó,
y luego dijo que a él, personalmente no le molestaría ser vio-
lado por una mujer atractiva. Su golpe final al grupo fue decir
que daría la bienvenida a una tentativa de violación de parte
de cualquiera de las mujeres del grupo. Fue entonces cuando
le dije: “¡Si eso es lo que crees, eres un ignorante de mierda!”
––Yo creía que le habías dicho que era un bruto de mierda.
Eso redujo la tensión de Sarah, y ambos sonreímos.
––Eso también le dije. Realmente, perdí el control.
Busqué unas palabras constructivas de apoyo, pero resul-
taron más pedantes de lo que intentaba.
––Recuerda, Sarah, con frecuencia situaciones extremas
como ésta pueden resultar ser un punto de cambio si se las
aprovecha bien. Todo lo que sucede puede ser provechoso en
terapia. Tratemos de que esto sea una experiencia educativa
para él. Yo lo veré mañana, y trabajaré sobre el tema. Pero
quiero que te cuides. Estoy disponible si necesitas alguien
con quien hablar, hoy más tarde o en cualquier momento de
la semana.
Sarah me agradeció y me dijo que necesitaba tiempo para
pensarlo. Cuando se fue, pensé que aunque decidiera hablar
de sus problemas con algún otro, aun así yo intentaría reunir-
me con ella más adelante, cuando se tranquilizara, para ver si
podíamos transformar esto en una experiencia educativa pa-
ra ella también. Había pasado por algo terrible, y sentía pena
por ella, pero me pareció que estuvo equivocada al tratar de
introducir terapia personal en el grupo. Mucho mejor que hu-
biera hablado del problema en su terapia individual y enton-
ces, si optaba por discutirlo con el grupo ––lo que era proble-

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mático–– habría manejado mejor la situación para todos los
involucrados.
Entonces entró mi siguiente paciente, y volví mi atención
hacia ella. Pero no pude dejar de pensar en Carlos y en cómo
manejaría la próxima sesión con él. No era extraño que pen-
sara en él. Era un paciente extraordinario, y desde que comen-
cé a verlo, hacía unos meses, pensaba en él mucho más que el
par de horas por semana que estaba con él.
“Carlos es un gato de siete vidas, pero parece que ahora es-
tá acercándose al final de la séptima”. Esto fue lo primero que
me dijo el oncólogo que le recomendó que hiciera terapia. Lue-
go me explicó que Carlos tenía un extraño linfoma de creci-
miento lento que causaba más problemas por su gran tamaño
que por su malignidad. Durante diez años el tumor había res-
pondido bien al tratamiento, pero ahora le había invadido los
pulmones y le afectaba el coarzón. Los médicos se estaban
quedando sin opciones: le habían suministrado máxima radia-
ción y agotado los agentes de quimioterapia. ¿Con qué fran-
queza debían hablarle? Me preguntaron. Carlos no parecía es-
cuchar. Ellos no estaban seguros si él estaba dispuesto a ser
sincero con ellos. Sabían que estaba entrando en una profun-
da depresión y no parecía tener a quién recurrir.
Carlos estaba realmente solo. Aparte de un hijo y una hija de
diecisiete años ––mellizos dicigóticos que vivían con su ex mu-
jer en América del Sur–– Carlos, a los treinta y nueve años, se
encontraba virtualmente solo en el mundo. Hijo único, se había
criado en Argentina. Su madre murió al nacer él, y hacía vein-
te años su padre sucumbió al mismo tipo de linfoma que ahora
estaba matando a Carlos. Nunca había tenido un amigo varón.
“¿Quién los necesita?”, me dijo una vez. “Nunca he conocido a
nadie que no estuviera dispuesto a matar a uno por un dólar, un
empleo, o una concha”. Había estado casado por poco tiempo,
y nunca tuvo otras relaciones significativas con mujeres. “Hay
que estar loco para coger a una mujer más de una vez”. Su ob-
jetivo en la vida, me dijo sin rastros de vergüenza o cohibición,
era coger tantas mujeres diferentes como fuera posible.

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No, en mi primera sesión encontré muy poco atractivo en
el carácter de Carlos, o en su aspecto físico. Era flaco, con pro-
tuberancias (nódulos linfáticos visibles en los codos, el cuello,
detrás de las orejas) y, como resultado de la quimioterapia, to-
talmente calvo. Sus patéticos esfuerzos cosméticos ––un pana-
má de alas anchas, cejas pintadas y una bufanda para ocultar
las hinchazones del cuello–– sólo lograban llamar más la aten-
ción a su apariencia.
Estaba obviamente deprimido ––buena razón tenía–– y ha-
blaba con amargura y cansancio de sus diez años de ordalía
con el cáncer. Su linfoma, me dijo, lo estaba matando por eta-
pas. Ya había matado la mayor parte de él: su energía, su for-
taleza y su libertad (debía vivir cerca del hospital Stanford, en
un exilio permanente de su propia cultura).
Lo que era más importante, había matado su vida social,
con lo que se refería a su vida sexual: cuando recibía quimio-
terapia, era impotente; cuando terminaba el tratamiento de
quimioterapia, y empezaban a circular sus fluidos sexuales, no
podía acostarse con una mujer debido a su calvicie. Inclusive
cuando le volvía a crecer el pelo, unas semanas después de la
quimioterapia, aun así no lograba nada: ninguna prostituta lo
aceptaba porque creían que sus nódulos linfáticos significa-
ban que tenía SIDA. Su vida sexual actualmente estaba redu-
cida por entero a la masturbación mientras miraba películas
sadomasoquistas en video.
Era verdad ––dijo, a mis instancias–– que se sentía solo y,
sí, eso constituía un problema, pero sólo cuando estaba dema-
siado débil para ocuparse de sus propias necesidades físicas.
La idea de placer derivado de un estrecho contacto humano
(no sexual) le parecía algo imposible. Había una sola excep-
ción ––sus hijos–– y cuando Carlos hablaba de ellos surgía una
verdadera emoción, con la que yo podía identificarme. Me
conmovía ver su cuerpo frágil sacudido por los sollozos cuan-
do describía su miedo de que ellos también lo abandonaran:
que su madre lograra por fin envenenarlos en su contra, o que
ellos se sintieran repelidos por su cáncer y se apartaran de él.

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––¿Qué puedo hacer para ayudar, Carlos?
––Si quiere ayudarme, ¡enséñeme entonces cómo odiar los
armadillos!
Por un momento Carlos disfrutó de mi perplejidad, y lue-
go procedió a explicar que había estado trabajando con imá-
genes visuales, una forma de autocuración que intentan mu-
chos pacientes de cáncer. Las imágenes visuales para su nueva
quimioterapia (a la que sus oncólogos se referían como OC)
eran Oes y Ces gigantescas: Osos y Cerdos. Su metáfora para
sus nódulos linfáticos cancerígenos era un armadillo de pla-
cas óseas. En sus sesiones de meditación, él visualizaba osos
y cerdos atacando los armadillos. El problema era que él no
podía lograr que sus osos y cerdos fueran lo suficientemente
feroces para partir los armadillos y matarlos.
A pesar del horror de su cáncer y la mezquindad de su es-
píritu, yo me sentía atraído por Carlos. Quizá se trataba de ge-
nerosidad nacida de mi alivio de que era él, y no yo, el que se
estaba muriendo. Quizás era por el amor que sentía por sus hi-
jos o la forma lastimera en que me tomaba de la mano con las
dos suyas cuando se iba del consultorio. Quizás era por su ca-
prichoso requerimiento: “Enséñeme a odiar los armadillos”.
Por lo tanto, mientras pensaba si podía tratarlo, minimicé
los obstáculos en potencia y me convencí de que no era malig-
namente antisocial sino carente de sociabilidad, y que gran
parte sus creencias y rasgos odiosos podían ser modificados.
No analicé claramente mi decisión e, inclusive después de
aceptarlo para la terapia, no estaba seguro acerca de los obje-
tivos apropiados y realistas del tratamiento. ¿Iba yo simple-
mente a acompañarlo a través de su quimioterapia? (Como
muchos pacientes, Carlos se sentía enfermo y abatido duran-
te la quimioterapia.) O, si estaba entrando en una fase termi-
nal, ¿debía comprometerme a permanecer con él hasta su
muerte? ¿Debía satisfacerme con ofrecerle sólo mi presencia
y mi apoyo? (Quizás eso fuera suficiente. ¡Dios sabía que no
tenía a nadie más con quien conversar!) Por supuesto, él era
responsible de su propia soledad, pero yo ¿iba a ayudarlo a re-

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conocerlo o a cambiarlo? ¿Ahora? Ante la muerte, estas con-
sideraciones parecían sin importancia. ¿O no? ¿Era posible
que Carlos lograra algo más “ambicioso” en la terapia? ¡No,
no, no! ¿Qué sentido tiene hablar de un tratamiento más “am-
bicioso” con alguien cuya duración máxima de vida, en el me-
jor de los casos, podía llegar a ser una cuestión de meses?
¿Quiere alguien ––quiero yo–– invertir su tiempo y energía en
un proyecto tan evanescente?
Carlos aceptó de inmediato reunirse conmigo. Con su típi-
ca manera cínica, me dijo que su póliza de seguros pagaría el
noventa por ciento de mis honorarios, algo que él no rechaza-
ría. Además, él era una persona que quería probar todo una
vez, y nunca había hablado con un psiquiatra. Dejé nuestro
contrato de tratamiento sin especificar, aparte de decirle que
tener a alguien con quien compartir sentimientos y pensa-
mientos dolorosos siempre ayudaba. Le sugerí que tuviéramos
seis sesiones y luego evaluáramos si parecía que el tratamien-
to valiera la pena.
Para mi gran sorpresa, Carlos hizo un uso excelente de la
terapia, y después de seis sesiones quedamos en continuar con
un tratamiento prolongado. Llegaba todas las reuniones con
una lista de cuestiones que quería discutir: sueños, problemas
de trabajo (era un exitoso analista financiero, y había seguido
trabajando durante su enfermedad). A veces hablaba de su in-
comodidad física y su odio por la quimioterapia, pero la ma-
yor parte del tiempo hablaba de las mujeres y el sexo. Cada se-
sión describía todos sus encuentros con mujeres de esa
semana (muchas veces no eran más que una mirada en el su-
permercado) y sus obsesiones acerca de lo que podría haber
hecho en cada caso para consumar la relación. Estaba tan
preocupado por las mujeres que parecía olvidar que tenía un
cáncer que estaba infiltrando todos los resquicios de su cuer-
po. Lo más probable ése era el propósito de su preocupación:
poder olvidarse de la infestación.
Pero su fijación con las mujeres era muy anterior a su cán-
cer. Siempre había merodeado a las mujeres y las consideraba

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en términos altamente sexualizados y degradantes. Por eso el
comportamiento de Carlos en el grupo, relatado por Sarah, por
más ofensivo que fuera, no me sorprendió. Yo sabía que era
perfectamente capaz de portarse de una forma tan grosera, y
peor aún.
Pero ¿cómo manejar la situación con él en la hora siguien-
te? Sobre todo, yo deseaba proteger y mantener nuestra re-
lación. Estábamos progresando, y en este momento yo era su
principal conexión humana. Pero también era importante
que él continuara asistiendo a su grupo de terapia. Lo había
ubicado en el grupo hacía seis semanas para proporcionarle
una comunidad que ayudaría a paliar su soledad y también,
al identificarse con los demás, pudiera alterar su objetable
comportamiento social y lo ayudara a establecer relaciones
en su vida social. Durante las cinco primeras semanas hizo
un uso excelente del grupo pero, a menos que cambiara su
comportamiento en forma dramática, alienaría al grupo de
manera irreversible (yo estaba seguro de ello), si es que no lo
había hecho ya.
Nuestra siguiente sesión comenzó plácidamente. Carlos
ni siquiera mencionó al grupo. Quería, en cambio, hablar de
Ruth, una atractiva mujer que acababa de conocer en una
reunión social de la iglesia. (Era miembro de una media do-
cena de iglesias porque creía que constituían oportunidades
ideales para levantar mujeres.) Habló brevemente con Ruth,
que se excusó porque debía volver a su casa. Carlos se des-
pidió de ella pero luego se convenció de que había perdido
una excelente oportunidad al no ofrecerse a acompañarla
hasta el auto; de hecho, se convenció de que existía una bue-
na probabilidad, quizá de un diez o quince por ciento, de ha-
berse casado con ella. Su autorecriminación por no haber
actuado con celeridad siguió toda la semana. Se insultaba y
se mortificaba, pellizcándose y golpeándose la cabeza con-
tra la pared.
Yo no insistí en sus sentimientos acerca de Ruth (aunque
patentemente eran tan irracionales que decidí retomarlos en

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otra oportunidad) porque pensé que era urgente discutir el
grupo. Le dije que había hablado con Sarah sobre la reunión.
––¿Ibas a hablarme del grupo hoy? ––le pregunté.
––No en especial. No es importante. De todos modos, voy a
dejar de asistir. Estoy muy avanzado para eso.
––¿Qué quieres decir?
––Todos son deshonestos y hacen su propio jueguito allí. Yo
soy la única persona con coraje suficiente para decir la verdad.
Los hombres son todos perdedores, o de lo contrario no esta-
rían allí. Son cretinos sin cojones; se quedan sentados gimien-
do y no dicen nada.
––Dime lo que pasó en la reunión desde tu perspectiva.
––Sarah habló de su violación. ¿No se lo dijo?
Asentí.
––Y Martha también. La tal Martha. Por Dios, ¡qué mujer! Es
una enferma, un desquicio. Una loca, que vive con tranquilizan-
tes. ¿Qué hago yo en un grupo con gente como ella, de cualquier
manera? Pero óigame. Lo importante es que hablaron de su vio-
lación, las dos, y todos se quedaron callados con la boca abier-
ta. Por lo menos yo reaccioné. Les hice preguntas.
––Sarah me dio a entender que algunas de tus preguntas no
eran de gran utilidad.
––Alguien tenía que hacer que siguieran hablando. Además,
yo ––siempre he sentido curiosidad por las violaciones. ¿Usted
no? ¿No pasa eso con todos los hombres? ¿Cómo se hace, có-
mo es la experiencia de la víctima?
––Ah, vamos, Carlos, si eso te interesaba, podrías haberlo
leído en un libro. Esas eran personas reales, no fuentes de in-
formación. Pasaba otra cosa allí.
––A lo mejor. Lo reconozco. Cuando empecé en ese gurpo,
sus instrucciones eran que debía ser honesto para expresar mis
sentimientos en el grupo. Créame, se lo juro, en la última reu-
nión yo fui el único honesto. Me excité, lo admito. Es fantás-
tico pensar en Sarah cogiendo. Me encantaría participar y po-
nerle las manos en las tetas. No lo perdono por impedirme que
saliera con ella.

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Cuando se unió al grupo, hacía seis semanas, no hacía
más que hablar de la atracción que sentía por Sarah ––o más
bien por sus pechos–– y estaba convencido de que ella esta-
ría dispuesta a salir con él. Para ayudar a asimilarlo al gru-
po, durante las primeras semanas lo aconsejé sobre el com-
portamiento social apropiado. Lo convencí, con dificultad,
de que acercarse a Sarah con propósitos sexuales sería fútil
e impropio a la vez.
––Además, no es ningún secreto que los hombres nos exci-
tamos con las violaciones. Vi que los otros hombres del grupo
me sonreían. ¡Fíjese en el negocio de la pornografía! ¿No ha
visto los libros y videos sobre violaciones y cautiverio? ¡Hága-
lo! Vaya y visite las tiendas porno en el Tenderloin, será bueno
para su educación. Imprimen todo eso para alguien. Hay un
buen mercado. Le diré la verdad: si la violación fuera legal, yo
lo haría, de vez en cuando.
Carlos dejó de hablar y sonrió, satisfecho consigo mismo,
¿o sería una sonrisa lasciva, como invitándome a ubicarme
junto a él en la hermandad de los violadores?
Permanecí en silencio unos minutos tratando de identifi-
car mis opciones. Era fácil convenir con Sarah: parecía un de-
pravado. Sin embargo, yo estaba convencido de que gran par-
te era bravata, y que existía una manera de acceder a algo
mejor, algo superior en su persona. Me interesaron sus últimas
palabras, y se las agradecí: “De vez en cuando”. Esas palabras,
agregadas como una idea tardía, parecían sugerir algún dejo
de vergüenza o cohibición.
––Carlos, tú te enorgulleces de tu honestidad en el grupo,
pero ¿fuiste en realidad honesto? Es verdad, fuiste más abier-
to que los otros hombres del grupo. Expresaste algunos de tus
verdaderos sentimientos sexuales. Y estás en lo cierto con res-
pecto a lo generalizado de estos sentimientos: el negocio por-
no debe de estar ofreciendo algo que atrae los impulsos que
tienen todos los hombres. Pero ¿eres verdaderamente hones-
to? ¿Qué hay de los otros sentimientos dentro de ti que no has
expresado? Déjame imaginar algunos. Cuando dijiste que las

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violaciones de Sarah y Martha no tenían tanta importancia,
¿es posible que estuvieras pensando en tu cáncer y lo que tie-
nes que enfrentar todo el tiempo? Es mucho más duro enfren-
tarte a algo que pone en peligro tu vida ahora que algo que su-
cedió hace un año o dos. A lo mejor quieres recibir afecto del
grupo, pero ¿cómo sería posible, cuando actúas de esa mane-
ra? Todavía no has dicho nada acerca de tu cáncer.
Yo había estado instando a que revelara al grupo que tenía
cáncer, pero él lo demoraba: decía que temía que le tuvieran
lástima, y no quería sabotear su oportunidad sexual con las
miembros mujeres.
Carlos me sonrió. ––Buen intento, doc. Tiene sentido. Us-
ted es inteligente. Pero le voy a ser sincero: nunca pensé en el
cáncer. Desde que suspendí la quimioterapia, hace dos meses,
pasan días enteros en que no pienso en el cáncer. Eso es fan-
tástico, ¿no? ¿poder vivir una vida normal por un rato?
¡Buena pregunta! Pensé. Pero ¿era conveniente olvidar? Yo
no estaba tan seguro. En todos esos meses que veía a Carlos,
descubrí que podía trazar un diagrama sorprendentemente
exacto del curso del cáncer basándome en las cosas en que él
pensaba. Cada vez que empeoraba y él se enfrentaba a la muer-
te, volvía a disponer las prioridades de su vida y se tornaba más
pensativo, más compasivo, más sensato. Por otra parte, cuan-
do se producía una remisión, se sentía guiado por su pito ––se-
gún él mismo decía–– y se volvía más vulgar y superficial.
Una vez vi un dibujo humorístico en un diario de un hom-
brecito regordete que decía: “De repente, cuando uno tiene
cuarenta o cincuenta años, un día todo se aclara… ¡Y luego
vuelve a oscurecerse!” Ese chiste era especial para Carlos, ex-
cepto que él no tenía un solo episodio de claridad, sino varios
y repetidos, y siempre volvía a oscurecerse. Muchas veces yo
pensaba que si lograba una manera de conseguir que estuvie-
ra permanentemente consciente de su muerte y de la claridad
que produce, entonces yo podría ayudarlo a efectuar cambios
fundamentales en la forma en que se relacionaba con la vida
y con los demás.

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Era evidente por la manera ostentosa en que hablaba hoy,
y como había procedido en el grupo hacía dos días, que su cán-
cer estaba dormido otra vez y que la muerte, con la sensatez
que traía aparejada, estaba lejos de su mente.
Intenté otra táctica.
––Carlos, antes de que empezaras en el grupo traté de ex-
plicarte los principios básicos que controlan la terapia de gru-
po. ¿Recuerdas que te dije que todo lo que sucede en el grupo
puede usarse para ayudarnos en la terapia?
Asintió.
––¿Y que uno de los principios más importantes es que el
grupo es un mundo en miniatura, que el ambiente que crea-
mos allí refleja la manera en que hemos elegido vivir? ¿Recuer-
das que dije que cada uno de nosotros establece dentro del gru-
po el mismo tipo de mundo social que tenemos en la vida real?
Volvió a asentir. Estaba escuchando.
––Y fíjate lo que te ha sucedido en el grupo. Empezaste con
un grupo de personas con quienes podrías haber establecido
una relación de intimidad. Y cuando empezaste, los dos estu-
vimos de acuerdo en que necesitabas trabajar sobre la mane-
ra de entablar relaciones. Fue por eso que empezaste con el
grupo, ¿recuerdas? Pero ahora, después de tan sólo seis sema-
nas, todos los miembros y por lo menos una de las terapeutas
asistentes están fastidiados contigo. Y por tu propia culpa. Has
hecho dentro del grupo lo que haces fuera de él. Quiero que
me respondas con honestidad: ¿estás satisfecho? ¿Es esto lo
que quieres de tu relación con los demás?
––Doc, entiendo perfectamente lo que me está diciendo, pe-
ro hay un error en su argumento. A mí esa gente del grupo no
me importa un carajo, ni un carajo. No son gente de verdad.
Yo nunca me voy a asociar con perdedores como ésos. Su opi-
nión no significa nada para mí. Yo no quiero entablar intimi-
dad con ellos.
Yo ya lo había visto cerrarse de esta manera en otras oca-
siones. Sospechaba que dentro de una semana o dos sería más
razonable, y en circunstancias ordinarias yo habría tenido más

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paciencia. Pero a menos que algo cambiara pronto, él dejaría
el grupo o, para la semana siguiente, habría roto irremediable-
mente su relación con los otros miembros. Como yo tenía
grandes dudas de que, después de ese encantador incidente,
pudiera llegar a convencer a que otro de los terapeutas del gru-
po lo aceptara, perseveré.
––Oigo tus airados y juiciosos sentimientos, y sé que son
sinceros. Pero, Carlos, trata de ponerlos entre paréntesis por
el momento y de ver si puedes tomar contacto con algo distin-
to. Tanto Sarah como Martha sufren mucho. ¿Qué más sentis-
te por ellas? No hablo de sentimientos predominantes, sino al-
go más que puedas haber sentido.
––Sé lo que busca usted. Está haciendo lo mejor que pue-
de por mí. Yo quiero ayudarlo, pero estaría inventando co-
sas. Usted quiere ponerme sentimientos en la boca. Aquí, en
esta oficina, éste es el único lugar en que puedo decir la ver-
dad, y la verdad es que, más que nada, ¡lo que quiero hacer
con esas dos hembras del grupo es cogerlas! Hablaba en se-
rio cuando dije que si la violación fuera legal, yo violaría. ¡Y
sé por dónde empezar!
Probablemente se estuviera refiriendo a Sarah, pero no se
lo pregunté. Lo último que yo quería era entrar en ese tipo de
discusión con él. Quizás entre nosotros dos había una compe-
tencia edípica que dificultaba la comunicación. El nunca per-
día la oportunidad de describirme con términos gráficos lo que
le gustaría hacerle a Sarah, como si considerara que yo era un
rival para él. Sé que creía que la razón por la que al
principio lo había disuadido a que la invitara a salir era
porque yo que- ría reservarla para mí. Pero este tipo de
interpretación sería to- talmente inútil ahora: él estaba
demasiado cerrado, y a la de- fensiva. Si yo quería llegar a él,
debía usar algo más acuciante.

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