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No hay 18 sin 19 y 20 de diciembre: destellos de una historia que aún no es

historia

Por Hernán Ouviña

La impresionante jornada de lucha de este 18 de diciembre vino a desmentir dos


discursos. El primero, la caracterización que durante todos estos años se hizo, de
diciembre de 2001 como un proceso definitivamente cerrado. La multitudinaria
concentración en Plaza Congreso, la capacidad de resistencia y combatividad
popular durante horas en sus calles aledañas y alrededores, así como la posterior
revitalización de la protesta en diversas esquinas de los barrios capitalinos,
musicalizada por cacerolas y canticos que nos reenviaban al que se vayan todos,
e incluso la confluencia nocturna de miles nuevamente frente al Congreso, dan
cuenta de una memoria política colectiva que se mantuvo en estado latente y
como núcleo de buen sentido en infinidad de activistas, pero también como acerbo
y saber plebeyo sedimentado en la cultura popular de las clases subalternas.
Diciembre de 2001 constituye así una historia tan reciente y viva que -cual tizón
encendido y a pesar de los pretendidos “cierres”- aún no es plenamente historia, ni
parte de un pasado desvinculado de nuestro presente de lucha.
La segunda cuestión que amerita ser problematizada es el relato que tanto el
macrismo como ciertos sectores del kirchnerismo construyeron en torno al 19 y 20
de diciembre como un momento "anti-político", que gracias a la recomposición de
la confianza en las instituciones estatales lograda en todos estos años fue dejado
atrás. En rigor, las jornadas de 2001 fueron anti-política delegativa o anti-política
liberal burguesa, pero estuvieron lejos de resultar contrarias a la política como
intensidad militante con potencialidad emancipatoria. Los espacios colectivos de
solidaridad gestados para paliar el hambre y el desempleo, las iniciativas y lazos
comunitarios vertebrados en barrios, plazas, empresas recuperadas, escuelas o
universidades, así como el crisol de organizaciones populares, medios alternativos
de comunicación, asambleas vecinales y movimientos territoriales que surgieron, o
bien cobraron mayor visibilidad y fortaleza, luego de aquellas calurosas jornadas
de insubordinación de masas, tuvieron en muchos casos una clara proyección
anticapitalista, autoafirmativa y democratizadora, en la medida en que involucraron
un enorme despliegue de potencias que, en conjunto, apuntaban a la recuperación
del protagonismo de las y los de abajo, recobrando la capacidad colectiva y
autónoma de deliberación y acción, e incluso ampliando lo público más allá del
Estado.
Por lo tanto, definir retrospectivamente como “anti-política” a esa creativa y
contradictoria coyuntura que se vivió durante aquellos meses (insisto: visión que
se ha pretendido instalar tanto desde los medios hegemónicos como desde las
fuerzas y coaliciones electorales que, aunque parezca paradójico, emergieron de
aquella crisis), no tiene ningún asidero. Antes bien, resulta un discurso que busca
transfigurar un momento de extrema politización, en preludio dramático y negativo
que -según ese relato maniqueo- logró ser superado, a posteriori, desde lo estatal,
conjurando una peligrosa “crisis de representación”.
Hace un siglo atrás, el experimentado Lenin -que había visto, durante el
convulsionado año de 1905, surgir y eclipsarse abruptamente al inédito fenómeno
de esas extrañas asambleas denominadas soviet- escribía con un dejo de
resignación en los albores de 1917: “Nosotros los viejos quizá no lleguemos a ver
las batallas decisivas de esa revolución futura”. Sin embargo, a las pocas
semanas de esta pesimista lectura, miles de mujeres de diversos barrios de
Petrogrado osaron salir a las calles, dando el puntapié inicial para que el zarismo
se derrumbase a los pocos días como un castillo de naipes. De manera
sorpresiva, los soviets resurgían desde las cenizas como instancias de auto-
organización popular de masas, con mayor fuerza y capacidad de articulación.
Si bien es sabido que la historia no se repite (salvo como tragedia o como farsa),
cabe concebir a la intensa experiencia de la rebelión de diciembre de 2001 y a las
asambleas barriales creadas en aquel contexto, como tizones que aún se
mantienen encendidos en la memoria colectiva de nuestro pueblo, por lo que no
resulta descabellada la posibilidad de que vuelvan a surgir y expandirse por los
barrios en los meses venideros, no solamente para enfrentar las políticas de ajuste
y el empeoramiento de las condiciones de vida que hoy padece buena parte de la
población, sino como una apuesta participativa por reinventar la democracia desde
abajo y más allá de la institucionalidad estatal existente, en tanto praxis militante
que logre pensar, sentir y hacer política más allá de los formatos tradicionales,
incluidos aquellos que resultaron disruptivos 16 años atrás, pero que hoy
devinieron, en algunos casos, rutina y burocratización al compás de
movilizaciones reguladas desde arriba y signadas por los tiempos de negociación
permanente con el Estado.
Las crisis son momentos propicios para producir teoría crítica y al mismo tiempo
recrear las prácticas colectivas; de balancear lo vivido, enmendar errores y
proyectar nuevos horizontes emancipatorios en función de los desafíos que nos
depara un presente tan complejo de asir. En este contexto, más que nunca habrá
que equilibrar el pesimismo de la inteligencia con el optimismo de la voluntad. Y
desde éste último, nos queda la esperanza de que, al igual que ocurrió en Rusia,
hasta los más experimentados "dirigentes" queden rezagados y los asalte la grata
sorpresa de ver aflorar, una vez más, asambleas populares y espacios de
autodeterminación en plazas y barrios. A juzgar por lo acontecido en estos últimos
días donde lo extraordinario devino algo cotidiano, todo parece indicar que ahora
es cuando.

20 de diciembre de 2017

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