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María, la de Magdala

Alicia Sánchez Montalbán


María, la de Magdala
Alicia Sánchez Montalbán

© Alicia Sánchez Montalbán


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Imagen de cubierta: Tania Sánchez Ortiz


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Diseño de portada: Víctor Estévez Polo.


Diseño y maquetación: Javier Labrador

Este ejemplar ha sido impreso bajo demanda.

I.S.B.N: 978-1545296790
Reservados todos los derechos
María, la de Magdala
Alicia Sánchez Montalbán
Este libro está dedicado a todas las mujeres que no creen en sí mismas
y están dispuestas a cambiar la perspectiva.
Esta historia comienza en mi niñez, porque es el momento en
el que se produjo la magia. La vida está llena de ella. Hay magia por
todas partes. Solo tenemos que abrir el corazón para encontrarla.

Me llamaron María, la de Magdala, porque con ocho años llegué


a una tierra que no era la mía. Siempre fui una extranjera en todas
partes, aunque yo sentía que pertenecía al mundo. Tal vez, por eso,
me llamaban rebelde y me miraban como a una extraña. Supe desde
el principio que yo no era como las demás, aunque tardé bastante
en comprenderlo. Hasta que le conocí a él.

También era diferente. También pertenecía al mundo. Lo leí en


sus ojos cuando le vi: él era como yo, o yo era como él. Una misma
esencia encarnada en dos cuerpos. ¡Qué difícil explicar eso a los
demás, en un mundo en el que la mujer era considerada inferior al
hombre!

¿Almas gemelas? Tal vez. Yo siempre pensé y sentí que éramos


parte de lo mismo. Una sola mirada bastaba para comunicarnos;
una sola palabra, para reconciliarnos, en las contadas ocasiones en
las que nos enfadábamos por algo.

Jesús no era un hombre como los demás. Yo, tampoco una mu-
jer como la que esperaban de mí. Me gustaba correr por el campo,
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húmeda y observar cómo las nubes pasaban delicadamente ante
mis ojos. Me atraía tanto su baile sereno… Mecidas por el viento,
las esponjosas nubes se dejaban llevar; mientras, aquí abajo, nadie
parecía darse cuenta de la magia que les sobrevolaba.

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Mi madre se quejaba siempre de mí:

—¡María! ¿Ya estás otra vez? Ven adentro ahora mismo y cú-
brete. No vayas tan destapada por ahí. Van a empezar a murmurar.
¡María!

Gritaba a menudo, para que yo entrara en razón, pero yo no


entraba. No me importaba que la gente murmurase. Me daba igual
que hablaran de mí y de mis brazos desnudos. Me gustaba tanto
sentir el calor del sol sobre la piel, que no quería renunciar a él por
nada del mundo.

—¡María! —gritaba mi madre, y yo me escapaba para correr tras


las mariposas y sentir que la vida era mucho más grande que aque-
llas cuatro paredes, entre las que ella pretendía encerrarme.

—Una joven debe respetar la ley de Dios. Eres demasiado loca,


María. Ningún hombre va a aceptarte.

—No creo que a Dios le importe que yo no me cubra los bra-


zos, madre —protestaba yo, mientras ella se enfadaba—. Dios tie-
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no son motivo de su atención, te lo aseguro.

—¡No digas esas cosas! Tal vez, Dios no te mire, pero los hom-
bres sí lo hacen. Vas a perder la honra, hija.

Y yo resoplaba, porque ni siquiera sabía qué era la honra ni me


importaba. Yo solo quería salir al mundo y disfrutar, a pesar de que
en el mundo, nadie me entendía. Excepto él, que lo hizo desde el
primer instante. Creo que lo que más me emocionó fue su mirada
de reconocimiento. Sé que le deslumbré.

Estaba allí tumbado, en mi lugar preferido. Hacía poco que ha-


bíamos llegado a Nazaret, pero yo ya me había apropiado de aquel
paraje mágico, donde el sonido del agua y el olor del río me ayuda-

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ban a abstraerme por completo. Tenía los ojos cerrados y sonreía.
Tímidamente sonreía, aunque le envolvía una sutil nube de tristeza.
¡Qué extraña combinación! Tristeza y sonrisa. Su cara bañada de
sol me pareció la más hermosa del mundo. Me acerqué a él, dis-
puesta a conocerle.

—Hola.

Se sobresaltó pero, al mirarme, los ojos se le llenaron de estre-


llas. Supe que la había encontrado: la única persona en el mundo
que podía comprenderme.

Nos habíamos trasladado a Nazaret por mi culpa. Eso decía mi


madre, que yo lo había causado con mi falta de moralidad. En Mag-
dala, los vecinos hablaban mal de mí e, incluso, hacían apuestas so-
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mente lograría controlarme. Pero mis padres sabían que yo no era
controlable. Por eso eligieron emigrar de Magdala a Nazaret, para
comenzar de nuevo en otro lugar.

Mi padre, que adoraba cazar y despellejar animales para utilizar


sus pieles, llenó con ellas mi cuarto.

—Si logras cumplir las leyes divinas, durante toda una luna,
me llevaré una de estas pieles lejos de ti. Iré llevándomelas poco a
poco, a medida que tú aprendas a comportarte.

Yo no soportaba el olor de las pieles, ni lo que me inspiraban.


Allá, abiertas y esparcidas por todo mi cuarto, me recordaban que,
una vez, pertenecieron a un ser vivo que trotaba feliz por el monte
o por el prado, hasta que llegó mi padre para acabar con su vida. Tal
vez tenían familia. Tal vez dejaban atrás a sus hijos…

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Aquellos pensamientos me hacían llorar. Se me erizaba la piel y
gritaba:

—¡Quítalas de mi vista! ¡No entiendo cómo puedes ser tan


cruel, padre!

Pero él se reía y me llamaba loca, mientras yo me encogía sobre


mí misma para seguir llorando.

Mi padre. A pesar de todo, cuánto le quería… Se me abría el


corazón de par en par, cada vez que lo veía. Pero él apenas se daba
cuenta de mi presencia. Hubiera querido un hijo. Un hijo que nun-
ca tuvo. De algún modo, yo siempre me sentí culpable de no ha-
berlo sido.

Me llamó María, como su madre, como su abuela y como tres


generaciones más de Marías, que nunca mancillaron el nombre de
su familia. Hasta que llegué yo para cambiar las cosas.

No, decididamente yo no era la hija modélica que él hubiera


preferido, pero fui la única que tuvo. En mi fuero interno sé que, a
pesar de todo, me quería, aunque nunca me lo dijo.

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encontraba a alguien que no me juzgaba ni me despreciaba. Al-
guien que me miraba con admiración y que me mostraba su
amor abiertamente. Sí, yo sé que Jesús me amó desde el princi-
pio, igual que yo le amé a él, aunque fuese un niño, aunque yo
misma lo fuera. El auténtico amor, el que procede del alma, no
tiene barreras ni límites, supera todos los obstáculos, permane-
ce. Por eso, cuando él se fue de Nazaret para iniciar su recorrido
por el mundo, yo seguí amándole desde la distancia, segura de
que a él le pasaba lo mismo.

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Nunca dudé de su amor, aunque él no contestó a ninguna de las
cartas que le escribía, ni vino a buscarme. No volví a verle en años,
muchos años…

Yo sabía que algo muy grande o muy importante debía de estar


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plena, procedía de mi alma. Dudar del amor de Jesús hubiera sido
como dudar de mí misma, y eso yo no me lo permitía. En un mundo
en el que todos hablaban mal de mí e intentaban convencerme para
que cambiara, la certeza de que Jesús me amaba fue como una antor-
cha en la noche oscura.

Pasé mi niñez y gran parte de mi juventud vagando de un lugar


a otro, llevada por el miedo de mis padres a que me señalasen con
el dedo y, más tarde, a que me lapidaran. Huíamos del qué dirán pero
también huíamos de mí, aunque yo era la única que lo veía. A pesar de
todo, yo creía en mí con todas mis fuerzas y rogaba a Dios para que,
algún día, me librase de aquello. Jesús me había contado que él hablaba
con Dios a menudo y que pedirle ayuda era el primer paso para ob-
tenerla. Pero Dios a mí no me hablaba o, tal vez, yo no lo escuchaba.

Tuve que aceptar mi sino. Yo era diferente y no quería dejar de


serlo. No me gustaba llevar velo, ni cubrir mi cuerpo en los espacios
públicos. No me gustaba callar cuando quería hablar, ni guardar si-
lencio cuando el corazón me pedía cantar. Cantar me liberaba, me
permitía desahogarme, gritar para soltar el desconsuelo o para re-
cuperar la alegría. Yo no deseaba casarme con el hombre elegido
por mi padre, ni obedecerle. Yo deseaba vivir con todo el corazón,
disfrutando plenamente de lo que la vida me ofrecía.

Yo me sentía libre desde adentro y no podía, ni quería, vivir


encadenada a las ideas antiguas que me volvían pequeña e insegura.
Pero el mundo en el que yo nací no estaba preparado para mí o, tal
vez, yo no estaba preparada para el mundo. Por eso me extralimité
muchas veces y fui mancillando mi nombre poco a poco. Lo que al
principio era un simple apelativo se convirtió en un despreciativo.

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Decir María, la de Magdala era llamar a la vergüenza, la deshonra y
el escudriño.

El rumor corrió de aldea en aldea. Mi presencia causaba juicio.


Las miradas se escondían en los pies, allá por donde yo pasaba.
Las murmuraciones me perseguían como una estela. Fui tachada
de prostituta, aunque mis ojos nunca miraron a otro hombre que
no fuera Jesús; aunque mis labios nunca besaron otros labios, ni
mi cuerpo conoció el contacto humano, durante los diecisiete años
que pasé sin volver a verlo.

Cuando regresó a Nazaret y comenzó su vida pública, mi fama


ya me cerraba todas las puertas. Por eso dudé mucho antes de acer-
carme a él.

Le había estado observando mientras hablaba a la gente. Desde


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entre la muchedumbre que acudía para escucharle. Algo sucedía
adentro, cuando él hablaba. Era una extraña sensación de plenitud
y gozo que se iba generando poco a poco, al ritmo de sus palabras.
No era que hablase bien, era que conmovía mientras hablaba. No
me cabía duda de que su voz abría las ventanas del alma, para que
esta pudiera salir al exterior y mostrarse. Sí, el alma respondía a su
llamada y gritaba bien fuerte:

—¡Sí! ¡Es eso! ¡Es eso! ¡Escúchale!

Y todos le escuchaban, mientras cambiaban sus semblantes: de


la curiosidad a la calma, de la calma a la alegría. Algunos se emocio-
naban, otros aplaudían. Nadie quedaba ajeno a su efecto embriaga-
dor. Ni siquiera, yo misma, que le conocía bien. Al menos conocía
al niño que fue hasta los trece años, cuando abandoné Nazaret y
nunca más volvimos a vernos.

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Ahora le veía transformado, física y emocionalmente. ¿Cómo
decirlo? Más curtido, más trabajado. Aunque, a pesar de todo, en su
interior seguía siendo un niño, inocente y puro. Al menos, eso era
lo que sus ojos transmitían: inocencia y pureza; sinceridad, verdad,
ternura… Todo ello envuelto en un cuerpo de hombre, atractivo,
exageradamente bello, sin igual. Jesús llamaba la atención por su
aspecto físico, no solo porque era más alto que los demás sino por-
que resultaba un espécimen raro. Eso murmuraban algunas mujeres
cuando hablaban de él.

No me extraña que lo admiren, pensaba yo, mientras mi corazón


se alteraba y me costaba respirar, al escucharle hablar. Me debatía
entre la duda de acercarme a él o de dejar que siguiera su camino,
porque yo ya no era digna… Suplicaba mentalmente a Dios para
que él me reconociese, cuando paseara la mirada entre la gente, en
una de aquellas pausas que hacía para observarnos o invitarnos a
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mí, y entonces mi lucha interior se acrecentaba, creyendo que me
había olvidado, sintiéndome ridícula por estar allí.

Había viajado desde muy lejos hasta Nazaret, llevada por un im-
pulso inconsciente, o consciente tal vez, pero irrefrenable. Cuando
oí hablar del Mesías, que había nacido en Nazaret, supe que era él.
Mi corazón no tuvo dudas y lo sentí como una señal. Llegaba la
hora de emanciparse y volar. Abandonar el nido. Dejar atrás tantos
años de lucha interior y exterior. Los míos no me comprendían,
no me respetaban y, lo peor de todo, habían intentado cambiarme
durante toda mi vida, para que fuera alguien que yo no era ni que-
ría ser. Tampoco podía, ¿por qué negarlo? Muchas veces lo había
intentado.

Solo había una persona en el mundo que me aceptaba como


yo era. Solo uno el que me mostró verdadero amor. Si él había
regresado a Nazaret, yo también lo haría. Me arriesgaría a mirarlo
de frente y a leer en sus ojos el efecto que el paso de los años había
causado en su amor por mí. Fuera lo que fuese, yo tenía que com-

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probarlo por mí misma, aunque resultase la última cosa que hiciera
en el mundo.

Jesús era mi última esperanza de seguir siendo yo misma. Si él


también me negaba tendría que claudicar y adaptarme, dejar de
oponerme a los consejos de los que intentaban cambiarme y casar-
me con el hombre que designaran para mí. Aunque, probablemen-
te, a aquellas alturas, no existiese ya ningún candidato…

Cuando él se acercó al pozo para refrescarse, yo estaba allí espe-


rándole con un cuenco lleno de agua entre mis manos. Le había ob-
servado durante varios días y siempre hacía lo mismo. Al acabar su
discurso se acercaba al pozo, bebía un poco de agua y se refrescaba
la cara. El calor en Nazaret era intenso y, mientras él hablaba, suda-
ba mucho. Más adelante supe, según me dijo, que la conexión con
Dios y con la gente aumentaba mucho su temperatura corporal.

Se acercó a mí sin reconocerme. Cuando faltaba muy poco para


que llegara a mi altura, yo me agaché. Desde abajo le ofrecí el agua,
sin alzar la vista.

—Por favor, levántate —me dijo, tomando el cuenco y lleván-


doselo a los labios.

No pudo acabar el gesto porque, cuando lo miré, sus manos se


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gría, desesperación, anhelo… Al pronunciar mi nombre, sus ojos
se humedecieron. Ahora, no cabía duda, lo que sentía era alivio.
Un alivio profundo que llegaba hasta la raíz de su dolor. Un dolor
antiguo que tenía que ver con la soledad y conmigo.

Yo nunca fui tan perceptiva como él. Nunca desarrollé tanto


mis capacidades síquicas, pero siempre tuve una gran intuición para
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FLOTXHFRQQDGLH/RTXHYLHQVXVRMRVPHFRQÀUPyORTXHPLFR-
razón sabía —aunque, a veces, mi mente lo había dudado—: que él

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seguía amándome; que me había amado siempre; que se había sentido
solo, sin mí, muchas veces. Me necesitaba para sentirse comprendido
en esta tierra. Igual que yo. Ambos, mitades perfectas y completas de
una misma unidad. Polos opuestos de la misma esencia, pero idénticos
en el corazón.

Jesús me miró con lágrimas en los ojos, tiró de mi mano y me abra-


zó, mientras yo daba rienda suelta a todo el sufrimiento que, durante
tantos años, había contenido. La frustración emergió de mí para sanar-
se en aquel abrazo; la tristeza, la incomprensión ante la falta de cordura
que, a veces, sentí en el mundo. Lloraba y me sanaba, porque el contac-
to con él iba directo a mis heridas, para curarlas con amor.

Sé que a él le pasó lo mismo, porque después me lo contó. Un


reencuentro, un solo abrazo y una inmensa luz emanando de nuestra
fusión.

No fue fácil enfrentarse a la reprobación de los hombres que lo


acompañaban. Ni tampoco escuchar sus advertencias acerca de mí,
ni percibir sus miradas de soslayo e intuir sus murmuraciones. Nin-
guno de ellos estaba de acuerdo con que Jesús me tocara, pero él
OHVSLGLyUHVSHWR\FRQÀDQ]D\GLMRFRVDVSUHFLRVDVVREUH mí. Cosas
que yo nunca había escuchado de nadie y que llegaron directas a mi
corazón, para continuar sanando mis heridas.

Escapamos de la mano hacia el monte, donde tantas veces ha-


bíamos jugado juntos, riendo como dos niños que cometen una
travesura. Ninguno de los dos sabía qué nos esperaba más allá de
aquel momento, pero eso no importaba, porque la felicidad que
nos embargaba era tan intensa que apaciguaba todos los temores.

En la cima del monte, él me tomó la cara entre sus manos y me


besó. El beso más dulce, más anhelado, más bonito de mi vida.

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Hasta ese momento, solo me había besado él, una única vez, el
día antes de que yo me fuera de Nazaret; pero aquel había sido un
beso fugaz, inexperto, tembloroso. El de ahora era dulce, seguro,
perfecto. Sentí que mis labios se derretían en los suyos y que la
fusión de nuestros corazones volvía a producirse, llenando de luz
todo el espacio, devolviéndome la esperanza, la alegría y el gozo
que tanto me habían faltado.

—Siempre te he amado —dijo, y yo me eché a llorar como una


niña, sin poder explicarle qué me pasaba.

Dichosa y temerosa al mismo tiempo. ¿Cómo íbamos a en-


frentar a todos los que renegaban de mí? ¿Por qué había tenido
que ensuciarse tanto mi reputación? Ahora yo no era digna de él y
no quería mancillar su nombre. Demasiadas personas creían que
yo era una mujer de mala vida. Una mujer marcada. El Mesías no
podía relacionarse con alguien como yo. Aquellos pensamientos
se llevaron de un soplo gran parte de la hilaridad que compartía-
mos y quebraron, por un instante, nuestra felicidad.

—¿Qué tienes? —me dijo, tomando mi barbilla entre sus de-


dos.

El contacto de su piel con la mía me produjo un escalofrío.

—Estás temblando —musitó junto a mi oído, abrazándome


de nuevo.

Sentí su calor, su aroma, el cosquilleo que me producía su bar-


ba al rozarme la mejilla, e inspiré profundamente para llenarme
de él. Antes de hablar me aparté un poco:

—No quiero ser un problema para ti.

Iba a protestar, pero yo le tapé suavemente la boca con los


dedos y proseguí:

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—La gente cree que soy una mala mujer. Dicen que soy de esas
que todos tocan, pero no es verdad. El único hombre que me ha
tocado eres tú. Me juzgan y me condenan por ser como soy y se
inventan historias acerca de mí. Esas historias se convierten en
murmuraciones y, luego, todos las creen como ciertas. Nadie me
conoce de verdad. Nadie más que tú.

Sentí su corazón latir, su mente empatizando con mi historia,


sus emociones agitándose.

—No quiero que eso te perjudique, Jesús. No me lo perdonaría


nunca.

Ahora, el que tocó mis labios con sus dedos fue él, para indicarme
que no siguiera hablando, que no dijese aquello. Luego me besó, otra
vez, dulce, cálida, suavemente, hasta que poco a poco, el beso se con-
virtió en algo más y yo sentí que me faltaba el aire, que mi respiración
se agitaba y aumentaba la temperatura de mi cuerpo. Entonces, él se
apartó, en seco, y me sonrió, como queriendo borrar el efecto de lo
que acababa de pasar.

—Será mejor que regresemos —dijo.

—Pero, yo…

—María —me interrumpió, tendiéndome la mano para que lo


acompañara—, sin ti no voy a seguir. Estamos juntos en esto.

Su preciosa sonrisa me animó a entregarle la mano que me pe-


día. ¿Quién hubiera podido negarle algo a Jesús?

En el campamento, Jesús me presentó a aquellos hombres


que me miraban con cara de pocos amigos. Especialmente uno,

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el que más se parecía a él. Fue extraño para mí encontrarme ante
su doble, una réplica exacta de Jesús, aunque un poco más bajo
y con menos luz.

De cerca era evidente que no tenían nada que ver, sobre todo
a nivel energético, porque Jesús emanaba honestidad, dulzura,
carisma… El otro mostraba cierto aire de grandeza. ¿Cómo de-
cirlo? En posesión de la razón. Parecía airado, molesto por algo.
Yo creía que era por mí, por haber aparecido de repente en sus
vidas y acaparar tanto la atención de Jesús, pero con el tiempo
me di cuenta de que había algo más. Fueron muchas las miradas
de soslayo que capté de él hacia Jesús, cuando este último no
se daba cuenta. Aquel hombre se llamaba Judas y era hermano
de Jesús, hermano de padre. Me lo dijo él mismo, cuando nos
quedamos a solas el primer día de mi llegada, después de pre-
sentármelos a todos y de que ellos se fueran a dormir.

Estábamos junto a los rescoldos del fuego, disfrutando de la


paz de aquella noche y postergando el momento de irnos a des-
cansar. ¿Cómo iba a ser aquello? Dormir juntos, bajo el cielo es-
trellado y rodeados de doce hombres que, probablemente, iban a
estar pendientes de nosotros. Creo que a los dos nos avergonzaba
un poco aquel momento y, por eso, íbamos dejando que transcu-
rriera el tiempo.

—Judas es mi hermano —dijo Jesús, echando una pequeña


rama al fuego.

—¿Tu hermano? —creí que era Juan.

—Sí, Juan, también. Juan es hijo de mi madre, ya lo sabes.


Judas es hijo de mi padre —hizo una pausa, antes de añadir—:
del verdadero.

Yo sabía que Jesús tenía dos hermanos más, además de Elisa


y de Juan, los hijos que había tenido su madre con José, pero me

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sorprendió muchísimo que hubiera llegado a conocerlos y, aún
más, que uno de ellos estuviera allí, con él.

—Ahora entiendo el parecido —murmuré, absorta en la llu-


via de preguntas que yo misma me formulaba.

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su auténtico padre? Era algo que él siempre había anhelado, al
menos durante gran parte de su infancia. Conocer a su padre,
tenerlo frente a frente y preguntarle por qué le había negado.

—Conocí a Judas junto al río, la última vez que estuve aquí,


hace trece años. Es una historia muy larga. Él no quería presen-
tarme a su padre, a nuestro padre… De todos modos, eso ya no
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que nos encontrásemos, que siguiera mi camino, porque él ya
tenía una familia, en la que yo no estaba incluido.

Su dolor me dolió. Aunque quisiera disimularlo era evidente


que aquello le afectaba.

—Qué crueldad…

Jesús suspiró, mirando hacia la nada.

—Bueno, en el fondo creo que a él también le dolió. A veces,


las personas hacen cosas incomprensibles. Mi padre tomó una de-
cisión hace mucho tiempo y quiere mantenerla. Yo, simplemente,
debo aceptar que las cosas son así. Pero no hablemos de eso. Hoy,
la vida me ha hecho un regalo inmenso, el mejor regalo: tú.

Sonriendo ampliamente me atrajo hacia sí, para abrazarme


otra vez.

—¿Sabes, María? Junto a ti me siento más fuerte aún, con


más ganas de comerme el mundo. ¿Lo entiendes?

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Claro que lo entendía, porque a mí me sucedía lo mismo.
Cada minuto que pasaba, yo iba recuperando la entereza, la con-
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baleado últimamente en mi vida.

—No me malinterpretes —aclaró—. No quiero decir que no


me sienta fuerte, créeme, ha sido un largo aprendizaje durante
todos estos años. Lo que digo es que, con tu regreso, todo se
recoloca, se pone en su sitio, y yo me siento más completo aún.
¿Lo entiendes?

—Sí —contesté, riendo.

—Es algo muy parecido a lo que me sucede cuando hablo


con Dios y él me ayuda a comprender las cosas. Entonces puedo
conectar de nuevo con mi alma.

Me encantó aquella comparación.

—¿Quieres decir que yo te ayudo a conectar con tu alma? —le


pregunté, coqueta.

Él sonrió otra vez y negó con la cabeza.

—No —dijo—. Tú eres parte de mi alma, y mi alma se alegra


de volver a encontrarte, porque junto a ti se siente en casa.

¿Puede alguien escuchar algo más bonito? ¿Puede alguien


permanecer impasible ante una persona así? Yo sabía que lo que
decía era cierto, porque en mi interior sentía lo mismo: una inmen-
sa paz, un gran alivio, como llegar al hogar después de un largo y
duro viaje. Jesús era mi hogar, así lo sentía, aunque nos hubiéramos
pasado diecisiete años sin vernos, aunque los dos hubiéramos cam-
biado. Pero era solo un cambio externo. Nuestras almas seguían
siendo las mismas, y ellas se conocían desde el principio de la eter-
nidad.

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—Tú y yo somos hermanos de luz, gemelos de alma —dijo,
acariciándome la cara con el dorso de la mano—. Dios nos ha
reunido para que nos ayudemos mutuamente. Tú ya me has ayu-
dado inmensamente con tu presencia, María. ¿Cómo puedo ayu-
darte yo a ti?

Los ojos se me llenaron de lágrimas. ¿Qué podía responder? Un


solo día y ya me había rescatado del horror, de una vida sin sentido,
basada en la mentira que otros proyectaban sobre mí. Jesús había
llegado y, con su mirada llena de amor, me había sacado de las
profundidades de mi abismo, para decirle al mundo: ¡Eh! Esta es la
mujer que amo. Que nadie se atreva a hacerle daño.

Más allá de lo que pudiera pensar la gente, aquel gesto me abría


de par en par el corazón. Si ante sus ojos yo era eso, ¿qué me im-
portaba lo que creyeran los demás? Si él estaba dispuesto a amarme,
a pesar de todo, el resto de mi historia perdía importancia y yo la
dejaría atrás. Un solo día y yo volvía a ser la niña feliz e impulsiva
que siempre fui.

—Ya lo has hecho. ¿No lo ves? Vuelvo a ser yo.

La brisa de la noche nos acarició, mientras nos besábamos otra vez.

—Será mejor que nos vayamos a dormir —dijo él, nuevamente


frenando lo que empezaba a surgir.

Cogidos de la mano nos acurrucamos, cada uno en su jubón, el


uno frente al otro, mirándonos a los ojos, hasta que el sueño nos
venció.

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Vivir aquella experiencia junto a Jesús y a los hombres que lo
acompañaban resultó ser lo mejor que me había pasado en la vida,
hasta ese momento. No solo aprendí, también disfruté, aunque
para llegar a eso tuvieron que pasar unas cuantas cosas.

La primera fue mi incorporación al grupo. De repente, una


mujer. Entre todos aquellos hombres orgullosos de sí mismos, en
una sociedad en la que las mujeres éramos complementos, y no
seres humanos completos. En el mundo en el que yo crecí, ser
mujer era como nacer en segunda clase. Por eso, ellos no enten-
dieron que Jesús me tratara como a una igual y, mucho menos,
que se quedara tan prendado de mí. Creo que, cuando yo llegué,
dejaron de admirarlo un poco.

Algunos corrillos se formaron a sus espaldas para hablar de mí


y del modo en que yo le había hechizado. Percibí que me llamaban
bruja, intrusa, entrometida y unos cuantos apelativos más. Hasta que
Jesús se subió a aquella piedra y les pidió atención. Mientras les
hablaba acerca de mí y de lo que sentía a mi lado, volví a emocio-
narme. Dijo tantas cosas bellas… Fue tan hermoso su discurso que
sentí que me enamoraba aún más de él, si es que eso era posible.

Él les animó a que me vieran como a una igual, no como


a alguien inferior. Dijo que debíamos ser el ejemplo vivo de la
igualdad entre hombres y mujeres, que teníamos que expandir
también ese mensaje por el mundo, porque no era cierto que
fuésemos seres inferiores sin criterio. Las mujeres éramos tan
válidas como los hombres y ambos, en unidad, podríamos cambiar
las cosas, lograr que fuera el amor, y no la lucha, la dinámica que

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moviera nuestra sociedad. Les invitó a que trajeran a sus mujeres
y a todas las personas que considerasen importantes, porque
estaba seguro de que, con ellas, les resultaría mucho más fácil y
grato cumplir su labor.

—Un hombre feliz es un hombre que emite satisfacción —les


dijo—, y esa es la mejor ayuda que se puede aportar a los demás
y al mundo.

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de oponerse a mí: la posibilidad de traer a sus familias al grupo,
para compartir con ellas la experiencia.

Así que no nos menosprecian tanto, pensé yo mientras sonreía, al


escuchar sus aplausos. Seremos inferiores en sus mentes, pero están de-
seando estar junto a nosotras…

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—Los hombres hablan mucho de mujeres —dijo—. Hablan de


vosotras todo el rato, cuando no están pensando en luchar o en
oponerse al que consideran su contrario. Hace falta más energía
femenina en esta tierra. Debe recuperarse el equilibrio que se per-
dió. He visitado lugares en los que la mujer es venerada e, incluso,
obedecida. Pero, créeme, eso tampoco es la solución. Los hombres
no pueden ser ellos mismos en esas circunstancias. Cada uno debe
ser lo que realmente es, respetando la esencia de su cuerpo y de
su alma, logrando la unidad en el interior, para manifestarla en el
exterior. La sociedad ideal es aquella en la que hombres y mujeres
se respetan mutuamente y se permiten ser ellos mismos.

Él era así. A veces se enfrascaba en discursos improvisados


llenos de pasión, aunque estuviera hablándome solo a mí. Yo le
contemplaba, admirándome de la fuerza que emanaba de él, de su
energía masculina en acción —voluntad, coraje, movimiento—,
HQSHUIHFWRHTXLOLEULRFRQVXSDUWHIHPHQLQDTXHÁXtDGHPDQHUD

26
natural y fácil. Jesús era tremendamente sensible y amoroso y es-
taba dotado con una gran capacidad empática, para comprender
a los demás. Eso le llevaba a hallar soluciones, sin esfuerzo, a los
problemas más inverosímiles que la gente le planteaba; y a quitarle
importancia a cosas que a los demás nos costaba mucho superar.

—No creas que nací con esto —me decía, cuando yo se lo in-
dicaba—. He tenido que aprenderlo a costa de algunos disgustos.
3HURDOÀQDOWHGDVFXHQWDGHTXHQRPHUHFHODSHQDHQIDGDUVH
tanto. Es mejor intentar comprender al otro, desde el principio. Si
WRGRVORKLFLpUDPRVQRVDKRUUDUtDPRVPXFKRVFRQÁLFWRV

Cuando decía esas cosas, a veces, yo me sentía muy pequeña


junto a él. Aún me faltaba tanto que aprender…

En el tiempo en que estuvimos separados, él había viajado


por el mundo, visitando lugares muy diversos y lejanos, cono-
ciendo otras culturas, otras personas, otras religiones que, a
veces, le confundían. Por suerte, Dios siempre acudía para ayu-
darle a comprender. Creo que aquella comunicación constante
con Dios ayudó a Jesús a mantener el recuerdo de su origen y,
también, a aprender muchísimo de la experiencia humana, como
la llamaba él. Además le ayudó a mantener el rumbo, directo a
su misión de vida, el propósito que lo trajo aquí.

Primero dijeron que era el Mesías. Luego dijeron que era


Dios. Pero Jesús era un hombre como los demás, un ser hu-
mano de carne y hueso, consciente de su origen y entregado a
su labor. Eso le hacía especial, en un mundo en el que todos
vivíamos de espaldas a nuestra divinidad.

V iajar a su lado fue una de las experiencias más increíbles


de mi vida. Cada día representaba una sorpresa; cada minuto,

27
un reto. Al menos, al principio, mientras me adaptaba a la conviven-
cia con aquellos hombres desconocidos, algunos de ellos aún dis-
gustados por lo que llamaban mi LQÁXHQFLDVREUH-HV~V. Dormíamos a la
intemperie, comíamos de la misma olla, pasábamos juntos casi todo
el día. Aunque Jesús les había dicho que sus mujeres podían acom-
pañarnos tardaron bastante en permitir que ellas formaran parte de
aquella aventura. Algunos no las trajeron nunca. Yo era el bicho raro
para ellos. Lo leía en sus miradas cuando hablaban de mí.

³1R WH DÁLMDV 0DUtD ³GHFtD -HV~V FXDQGR PH GHVFXEUtD D


solas, apagándome en un rincón—. Pronto te aceptarán del todo,
porque comprenderán lo hermosa que eres por dentro también.
Acabarán alegrándose de tu presencia en el grupo.

Pero a ellos les costaba, educados durante toda una vida miran-
do a las mujeres como a seres inferiores, considerándonos ajenas a
sus asuntos. Las mujeres éramos personas carentes de inteligencia y
HVWiEDPRVGHVWLQDGDVDXQRVÀQHVTXHVLHPSUHWHQtDQTXHYHUFRQ
ayudarles a ellos en sus cosas: alimentarlos, lavarles la ropa, limpiar
la casa, recibirlos en la cama…

Teníamos que hacer todo eso con devoción y con alegría, siendo
humildes y efectivas, sin destacar demasiado y, por supuesto, sin
mostrar oposición de ningún tipo a lo que ellos imponían. Obe-
deciendo. Obedeciendo siempre. Siendo sumisas y abnegadas. Esa
era nuestra función y, si no la cumplíamos, caíamos en deshonra y
podíamos ser repudiadas.

Yo llevaba toda mi vida incumpliendo aquellas normas. Me ha-


bía ganado a pulso mi reputación. Comprendía perfectamente que
a ellos les costara aceptarme y, mucho más, tratarme con cariño y
respeto, como les pedía Jesús a menudo.

—Déjalos. No pasa nada —le decía yo, pero él se enfadaba, y


VXHQIDGRPHOOHQDEDGHDPRUSRUTXHSRUÀQDOJXLHQTXHUtDSUR-
tegerme y cuidar de mí.

28
Lo peor era el talante de Judas. Yo solía observarlo desde lejos,
mientras él se encargaba de atender a las personas que se acercaban
a Jesús para tocarlo, estar cerca de él o consultarle algo. Muchos
de ellos confundían a Judas con Jesús. A algunos ni siquiera les
sacaba de su error, sino que se regodeaba un poco en permitir que
creyeran que era él y, a veces, hasta les aconsejaba cosas. Desde la
distancia era difícil entender bien lo que les decía, pero estoy segura
de que Judas disfrutaba haciendo aquello, porque se le notaba en el
gesto, en la forma de moverse y en el talante ufano que mostraba.

Me abstuve muchas veces de contárselo a Jesús, porque sé que


a él no le gustaba en absoluto el engaño, y aquel era un engaño
doble: de Judas hacia la gente que se le aproximaba y de Judas hacia
Jesús. Él se lo había advertido: que no era necesario, que prefe-
ría atenderlos personalmente, para no fomentar aquella confusión.
3HUR-XGDVVHMXVWLÀFDEDGLFLHQGRTXHHUDQGHPDVLDGRVTXH-HV~V
quedaba agotado después de cada exposición pública y necesitaba
descansar.

No era verdad. Jesús renacía cada vez que hablaba a la gente.


Era tan grande su entusiasmo que algunas noches hasta le costaba
dormir. Entonces mirábamos juntos las estrellas, ambos enrosca-
dos en nuestros jubones acercándonos cada vez un poco más, pero
sin llegar a tocarnos, porque sabíamos que si lo hacíamos ya no
podríamos parar, y estábamos rodeados de hombres que roncaban
y a los que guardábamos respeto.

Ya llegará nuestro momento, pensaba yo, cuando mi anhelo se exal-


taba y tenía que reprimirme para no acercarme más. Comprendía
perfectamente que Jesús me respetara y, aunque me encantaba su
delicadeza hacia mí, la rebelde que yo llevaba dentro se inquietaba.
Quería saltarse otra vez todos los convencionalismos, recuperar el
tiempo perdido, entregarse plenamente a la vida y disfrutar…

Sin duda, aquel fue un gran reto de templanza para mí. Tres
años durmiendo junto a Jesús, a la intemperie o bajo el techo

29
que a veces nos proporcionaban, con el único contacto de su mano
en mi mano, o de su beso en mis labios, antes de dormir. Creo que
fue así como compensé todos los disgustos que les había dado a
mis padres, oponiéndome siempre a lo que ellos esperaban de mí.
7UHVDxRVVLHQGRXQDFKLFDEXHQDSRUÀQ/DYLGDVHFREUó mi deu-
da y yo aprendí a contenerme desde la aceptación, sin resignarme,
comprendiendo que aquello era lo que debía hacer, a pesar de que,
si él me hubiera dejado, habría hecho todo lo contrario.

Le habría tomado de la mano, le habría dicho: Jesús, vámonos al


monte, como la primera vez, apartémonos un rato de todo esto, y vi-
vamos plenamente nuestro amor. Ya no somos niños y yo me siento
tu mujer. Sé que a ti te pasa lo mismo, Jesús, vámonos. Desaparezca-
mos un rato. A nadie le importará.

Pero nunca se lo dije, porque él era un ejemplo vivo de cordura,


templanza y amor. Él había aprendido a dominar sus emociones
y estaba realizando una inmensa labor, entregado completamen-
te a su propósito de difundir el mensaje que Dios le encomendó.
Ayudando a la gente sin parar, hasta el cansancio, cuidando de los
demás, atendiéndolos a todos. Siempre tenía un momento para el
que lo necesitaba. Siempre encontraba el modo de solucionar cual-
quier entuerto o de consolar al que sufría o de calmar al que se
enfadaba. Jesús encontraba las soluciones y las respuestas en su
interior, porque estaba conectado con su corazón todo el tiempo, y
cuando las fuerzas le fallaban o algo le dolía, se retiraba para hablar
con Dios. Invariablemente regresaba renovado, tranquilo, incluso
feliz; comprendiendo la situación desde otra perspectiva; dispuesto
a resolver desde el amor.

Yo admiraba aquella conexión con Dios, y se lo decía, pero él le


restaba importancia, asegurándome que era algo natural. Algo que
todos podíamos tener, si lo deseábamos de verdad y nos abríamos
a la posibilidad de que Dios nos hablase.

—Pruébalo —me decía—. Es más fácil de lo que crees.

30
Pero a mí me costaba escuchar a Dios, y me enredaba con mis
pensamientos de impaciencia o de derrota, cuando pasaba el tiem-
po y no llegaba ninguna comunicación.

—Venga, María —decía él—. Solo tienes que respirar y relajarte.


A Dios no le cuesta nada hablarte. De hecho, lo está haciendo ya.

—¿Ah, sí? ¿Y qué me dice?

Él sonreía y suspiraba.

—¡Se supone que intentas escucharlo tú! ¿No?

<\RPHUHtDWDPELpQSRUTXHDXQTXHVHPRVWUDUDÀUPHHPDQDED
amor por todas partes.

Fue un auténtico privilegio estar cerca de él y poder aprender, en


poco tiempo, lo que a mí tanto me costaba en soledad. Jesús me ayu-
dó a reconciliarme conmigo misma. A su lado solté mi enfado con el
mundo y con los hombres, aprendí a perdonar. Logré dejar atrás el
sentimiento de culpa que había adquirido siendo niña, mientras mis
padres se enfadaban conmigo, una y otra vez.

Un día, él me preguntó por ellos:

—¿Cuando les viste por última vez?

/DSUHJXQWDPHSLOOySRUVRUSUHVD\FRQÀHVRTXHPHLQFRPRGy
Era una parte de mi vida que quería olvidar.

—No puedes olvidar aquello que formó parte de tu mundo. Sobre


todo si recordarlo te produce rabia.

Yo sabía que tenía razón, pero me dolía adentrarme de nuevo en mi


propia historia, aunque fuera desde la distancia. Ahora tenía una nueva
vida. Era feliz. Me sentía amada.

31
—¿Para que volver atrás? —le respondí, intentando evadirme.

—Para sanar, y también para perdonar.

Su respuesta me dejó sin palabras. Mi corazón sabía que era verdad.

—En realidad —continuó—, si los mirases con los ojos de Dios


no tendrías que perdonarles nada, porque ellos hicieron lo mejor
que sabían hacer. No puedes pedirle a un castaño que te dé bellotas.
Cuando lo haces eres tú el que se equivoca.

$TXHOODVUHÁH[LRQHVPHGHMDEDQPXGD0LPHQWHVHTXHGDEDVLQ
argumentos. Era verdad, pero la parte de mí que seguía enfadada
no tenía bastante con aquello y se revolvía en mi interior.

—Nunca me amaron —protesté.

—Eso no es verdad, María. Ya no te acuerdas de cuando eras un


bebé, pero ¿crees de verdad que tus padres no te amaban desde el
momento en que naciste? ¿Crees que no se les abrió el corazón de
par en par, al tenerte entre sus brazos y oírte llorar?

Nunca me lo había planteado de aquel modo, y la imagen me


gustó. Él siguió hablando, mientras yo me iba abriendo poco a
poco a aquella posibilidad.

—Estoy seguro de que tus padres te amaron nada más verte. Es


imposible no amarte… Recuerda que este mundo es una prueba cons-
tante de superación. Una y otra vez se nos plantean retos evolutivos,
y algunos no son nada fáciles. Tú fuiste para ellos un gran reto. No
encajabas en el modelo que tenía que ser. Pero no te sientas mal por
eso. ¿No te das cuenta de que esa, precisamente, es tu función? Pro-
porcionarles la oportunidad de resolver con amor una situación difícil.

Paró un momento, para que yo integrara lo que acababa de de-


cir, y luego prosiguió con dulzura:

32
—Cariño, tú viniste a transgredir las normas, para que la gente
de tu entorno comenzara a plantearse su sentido. Probablemente
seas la primera que lo ha hecho, pero no serás la última, te lo ase-
guro. El mundo evoluciona, y lo hace gracias a valientes como tú.

—Y como tú —le respondí, completamente entregada a su dis-


curso.

—Y como yo —aceptó, sonriendo—. Pero no estamos hablan-


do de mí. ¡No intentes escaparte otra vez!

La risa me ayudó a calmarme un poco más. La mezcla de


emociones que sentía era demasiado intensa. Mientras mi corazón
se abría, mi mente herida quería rebelarse y protestar. Respiré pro-
fundamente, como él me había enseñado, y le pedí:

—Sigue. Te escucho.

—Tus padres no lo hicieron por maldad. Lo hicieron por miedo.

Aquello me sorprendió, pero él no estaba dispuesto a darme


una tregua.

—Miedo al qué dirán, al reproche de la gente. Dios sabe cuántas


recriminaciones debieron de recibir de sus vecinos, por no educarte
bien. Miedo de que se dañara su reputación y los demás te repu-
diaran. ¿No te das cuenta, María? En realidad fue un acto de amor.
Ellos querían protegerte.

Mi niña interior se enfadaba al oír aquello y debí de manifestarlo


en mi expresión, porque inmediatamente él me dijo:

—Sí, María. Un acto de amor. Aunque te cueste verlo como


tal. Querían protegerte porque te amaban. ¡Claro! Tú dirás: es
que no me dejaron ser yo misma, y tendrás razón, pero ¿puedes,
por un momento, ponerte en su piel? ¿Puedes imaginar lo que

33
sentirías tú, si hubieras tenido una hija en esta sociedad y la gente
comenzara a verla como una amenaza? ¿Si existiera el riesgo de
que la repudiaran, la insultaran, la llenaran de vergüenza y habla-
ran de lapidarla?

Aquellas preguntas, formuladas con pasión, causaron una catar-


sis en mi interior. Me eché a llorar sin poder contenerme. Él guardó
silencio hasta que me calmé.

—Perdona —dije, sonándome la nariz.

—No pidas perdón por llorar. Llorar es una necesidad huma-


na. ¿Cómo, si no, podríamos liberar el dolor y la densidad que
nos causan algunas emociones? En la comunidad donde crecí me
enseñaron a llorar con libertad, sin sentirme mal por ello; sobre
todo, sin reprimirlo. Si les hubieras visto —sonrió—. El primer
día que llegué, intentando hacerme el valiente, mientras mis pa-
dres se marchaban y yo me quedaba allí entre desconocidos, estos
me dejaron solo hasta que rompí a llorar. ¿Te lo imaginas? No fue
agradable, te lo seguro. Pero me ayudó tanto… Aprendí mucho
junto a ellos.

La mirada se le perdió en la distancia, mientras rememoraba


escenas de su vida junto a los esenios, una comunidad de perso-
QDV TXH YLYtDQ GH PDQHUD SDFtÀFD \ VHUHQD VLHQGR UHVSHWXRVRV
con ellos mismos y con los demás, manifestando así que era posi-
ble la convivencia sin lucha y la colaboración.

—Algún día te contaré más cosas sobre ellos —dijo, regresan-


do al presente—. Ahora estamos hablando de ti.

—No entiendo por qué te dejaron allí.

Él suspiró y me tomó de la mano. Cuando alzó los ojos para


mirarme vi en ellos una gran serenidad. No había lucha en su in-
terior. Lo había superado por completo.

34
—Porque creyeron que era lo mejor para mí, y estaban en lo
cierto. Muchos de los conocimientos que los esenios me propor-
cionaron, hoy me sirven para avanzar y, sobre todo, para materia-
lizar el propósito que me trajo aquí. Yo no hubiera sido el mismo
si hubiera crecido en Nazaret. ¡Igual que te pasa a ti! Gracias a tus
padres has recorrido el mundo.

—¡Qué va! Yo no he ido tan lejos como tú —dije, risueña.

—Bueno, pero has conocido muchos pueblos y ciudades. Has


aprendido a adaptarte a los cambios, una y otra vez. ¿Sabes lo valioso
que es eso? La vida es puro cambio, María. Pero los humanos nos em-
peñamos en que no lo sea, aferrándonos a costumbres que nos dañan
RTXHQRVDSDUWDQGHOÁXLU)OXLUFRQORTXHWUDHODYLGDHVORPHMRU
que podemos hacer para vivir en paz y sentir la plenitud. Cuando nos
oponemos a lo que sucede estamos luchando. ¡Y la lucha nos desgasta!

Hizo una pausa y acercó su mano para acariciarme la mejilla.

—La lucha te desgasta, mi amada niña. Deja de luchar contra


tu propia historia, porque en ella naciste y te convertiste en la
hermosa mujer que eres hoy.

Lo dijo con los ojos llenos de pasión, y yo sentí que me tem-


blaban las piernas, que no podría aguantar por mucho tiempo
aquella atracción que nunca culminaba en una fusión completa.

—María…

Sus labios se acercaron a los míos. Él sentía lo mismo que yo,


estoy segura. Percibí su excitación a través de la ropa y suspiré.
Hacía días que habíamos partido hacia Jerusalén y aquella tarde
acampábamos junto a una arboleda. Jesús siempre decía que era
lo mejor. Tener árboles cerca para poder cobijarnos, si era ne-
cesario, o para nutrirnos de su energía. Los árboles nos dan fuerza,
DÀUPDEDDPHQXGR0iVDOOiGHDTXHOORViUEROHVVHHQFRQWUDEDHO

35
campamento, donde los chicos probablemente ya estaban prepa-
rando la cena.

Al separar sus labios de los míos, los ojos de Jesús miraron ha-
cia allí, y yo comprendí que aún tendría que esperar, porque sabía
que él no iba a hacer nada que pudiera perjudicarme, y mucho
menos exponerme a la crítica o al juicio que surgiría de ellos si
nos descubrían allí, entregados plenamente a nuestro amor.

—No me has contestado —murmuró, devolviéndome de gol-


pe a la Tierra—. ¿Cuándo fue la última vez que viste a tus padres?

Me separé de él un poco. Volvía a estar enfadada.

—Hace más de un año. Me fui de casa sin decir adiós. No


lo soportaba. Ya no podía más. Los gritos, los insultos, los re-
proches... ¿Quién puede vivir así, escuchando continuadamente
que lo haces todo mal, sufriendo castigos de niña, cuando eres
ya una mujer? Lo había planeado muchas veces: huir, escapar;
pero tenía miedo. ¿Qué iba a hacer yo, sola por ahí? Mi deshonra
pública crecería mucho más. Me decidí el día en que mi padre
me dijo que me había encontrado un marido. Si hubieras visto lo
FRQWHQWRTXHHVWDED«&RPRVLSRUÀQIXHUDDOLEUDUVHGHPt
Era un pobre chico del pueblo en el que vivíamos entonces. Creo
que ellos aún siguen allí. Un chico sin inteligencia, de esos que a
veces nacen sin acabar. A él le habría resultado tan difícil como a
mí encontrar a alguien que le aceptara. Así que, sin decirnos nada,
nuestros padres lo arreglaron todo y nos comprometieron. Ya lo
YHV'HFLGLHURQSRUPtHQDOJRWDQGHÀQLWLYR

Él suspiró, como hacía siempre que necesitaba serenarse.

—Sigue —dijo, muy serio.

Yo miré hacia lo lejos, porque me costaba sostener aquella ex-


presión llena de dolor. Sabía que él estaba reviviendo mi historia

36
en ese mismo momento, como si fuera yo, poniéndose plenamen-
te en mi lugar.

—No dije nada y me retiré a mi cuarto para llorar. Al día si-


guiente llegó el rumor de que el Mesías había aparecido en Naza-
ret. Mi corazón me dijo que eras tú y comprendí que aquello era
la señal que necesitaba para decidirme a cambiar mi vida. Antes
de que amaneciera salí de casa, mientras mis padres dormían, lle-
vándome solo un hatillo con las cosas más necesarias. Tenía unas
monedas, que me sirvieron para subsistir durante las primeras no-
ches. Caminé muchísimo, alejándome de allí todo lo que pude,
siempre en dirección a Nazaret, segura de que aquello era lo que
debía hacer. Algunas personas me ayudaron por el camino; espe-
cialmente, una familia humilde que me acogió en su casa durante
un par de días. ¿Puedes creer que aquella gente me ofreció, en
poco tiempo, mucho más cariño que el que mis padres me dieron?
Es increíble.

—Es normal. Para ellos no representabas una amenaza social,


ni necesitaban protegerte. Además, ya te he dicho que resulta muy
fácil amarte a ti.

Yo sonreí, pero enseguida retomé mi historia:

—Me hubiera quedado allí, pero el corazón me pedía ir a bus-


carte, Jesús. Si no te hubiese conocido, tal vez me habría conforma-
do con mi nueva realidad, pero mi alma quería encontrarte. Aunque
fuera para volver a verte una sola vez. Tenía que comprobar que lo
que yo sentía lo sentías tú también. Me daba igual todo lo demás.

—Ven aquí —me dijo, mientras tiraba de mí para abrazarme—.


Todo eso ya pasó. Intenta perdonar, María. El perdón te liberará.

37
Durante mucho tiempo, aquella manera de ver a mis padres me
hizo mucho daño. ¿Padres o verdugos? Cuando no comprendes el
comportamiento ajeno te pierdas con facilidad en críticas y juicios
de valor: ¿Cómo pueden? ¡Es increíble! ¿Dónde está su amor por mí? Todo
eso pensaba yo, mientras crecía lejos de Nazaret y lejos de Jesús.
Especialmente los culpaba por eso: por haberme apartado de él, al
castigarme una vez más por ser yo misma. Esa vez, el castigo había
sido demasiado grande. ¿Cómo perdonar al que te ha herido tanto,
al que ve en ti un monstruo, cuando debería ver a un ángel?

Se supone que el amor de madre es incondicional, pero la mía solo me demuestra


amor cuando la obedezco, pensaba yo, y me llenaba de rechazo, creyéndo-
me la chica más desgraciada del mundo. ¿Puede uno acostumbrarse
a que lo traten mal? Yo creo que no. Aunque pasen muchos años, el
alma sufre cuando se topa con el grito, la incomprensión o la violencia.
Yo era su única hija. ¿Cómo podían tratarme así? Aquella pregunta se
repetía en mí, una y otra vez, mientras ellos me decían cosas horribles
desde su desesperación. Estaban desesperados por mi comportamien-
to, por mi actitud rebelde; ya no sabían qué hacer, y por eso habían
GHFLGLGRSRQHUOHÀQDPLWR]XGH]EXVFiQGRPHXQPDULGRPara librarse
de mí, protestaba mi mente, obcecándose en el dolor.

Pero, aunque me dejara llevar por la emoción, yo sabía que aque-


llo no era del todo la verdad. Mis padres me buscaron un marido
porque casarse era lo único que una mujer de mi época debía hacer.
No existían otras opciones: o esposa o mujer de mala vida. La alter-
nativa estaba clara, si una quería tener una vida normal.

Un acto de amor, había dicho Jesús. Ellos querían protegerme.


Aunque al principio me causó rechazo, aquella nueva perspectiva
fue calando, poco a poco, en mí. Llevaba muchos años viéndolos
como mis verdugos y me resistía a considerarlos otra cosa, pero
la semilla de luz que él plantó en mi mente, con aquellas palabras,
germinó y fue creciendo. Él no dejó nunca de regarla. Constante-
mente me invitaba a mirar adentro, a desenmarañar mis emociones,
SDUDTXHHVWDVSXGLHUDQÁXLUFRQOLEHUWDG\\RVROWDUDWRGRHOGRORU

38
³&XDQGRGLFHVDGLyVDOGRORUWHOLEHUDVGHODLQÁXHQFLDTXH
el pasado ejerce sobre ti —me decía de vez en cuando—. El
dolor permanece cuando lo anclas en ti con un pensamiento
de injusticia. Si crees que no fue justo que te trataran así, nun-
ca dejarás de sufrir. En cambio, si piensas en ellos como gente
humilde, que hizo lo único que sabía hacer intentando cuidar
de ti, tu perspectiva cambia y el dolor desaparece. Entonces, el
pasado deja de hacerte daño y puedes entregarte a tu presente
con total plenitud.

Eso era lo que yo quería: entregarme a mi presente con total


plenitud, porque estar a su lado era lo que siempre había anhe-
lado. Ahora, además, vivía la experiencia como una maravillosa
aventura. Cansada de trasladarme de una ciudad a otra por obliga-
ción, veía los viajes como una tortura. Pero, junto a Jesús, estaban
resultando una fuente inagotable de experiencias increíbles. Los
milagros no paraban de suceder.

A él no le gustaba que yo también los llamara así, pero para mí


eran auténticos milagros, y me dejaba llevar por el júbilo de los
demás, cuando sucedía alguno.

³£0LODJUR³PHVXPDED\RDODÀHVWDVRQULHQGRVLQSDUDU\
aplaudiendo.

—No seas niña, María —me decía él—. Un milagro es un


suceso que no tiene explicación, pero esto sí la tiene. La gente no
sabe lo que es capaz de hacer, y yo se lo estoy mostrando. Si yo
puedo hacerlo, los demás también.

—Déjame que sea niña —le pedía yo, sin hacer caso de todo lo
demás—. ¿No ves que nunca pude serlo de verdad?

Él sonreía y me dejaba ser, observándome con amor, mientras


yo corría de un lado a otro entusiasmada, hablando con la gente
o comentando con alguno de los chicos lo que acababa de pasar.

39
Más tarde, él me explicaba:

—En verdad yo no hago milagros, María. Se trata solo de conexión


\FRQÀDQ]D7RGRVORVVHUHVKXPDQRVORSXHGHQKDFHU\FXDQGRVH
den cuenta de eso recuperarán la libertad. No porque llegue otro que
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su propio poder.

Como yo fruncía el ceño, intentando comprender, él me aclaraba:

—La mayor afrenta que uno puede hacerse a sí mismo es consi-


derarse poco válido o inferior. Cuando alguien cree que no puede, o
que otros son más grandes o más sabios, se convierte exactamente en
aquello que imagina. Por ejemplo, si tú hubieras creído que tus padres
tenían razón y que no podías salir adelante sola, te habrías quedado
allí para casarte con aquel chico. Pero decidiste tomar las riendas de tu
vida y arriesgarte a cambiar tu realidad. ¡Y la cambiaste! Mira cuánto la
cambiaste. Pudiste hacerlo, porque creías en ti, porque te considerabas
capaz. Sin ese ingrediente, nunca habrías dado el paso.

Una y otra vez, sutilmente, él regresaba al tema de mis padres,


para que yo recordara que tenía una tarea pendiente.

—Ahora, solo te falta perdonar, y serás libre por completo.

Yo sonreía, porque ya sabía que la historia llegaría, tarde o tem-


prano, a aquella conclusión.

—Nunca te rindes ¿eh? —le preguntaba, sonriendo.

<pOQHJDEDFRQODFDEH]DDQWHVGHDÀUPDU

—Los logros difíciles se consiguen con perseverancia. Aunque,


en verdad, perdonar es mucho más fácil de lo que parece. Ya te
lo he dicho muchas veces: solo tienes que cambiar la perspectiva.
Mirarlos desde la comprensión. ¿Cuándo te animarás a intentarlo?

40
—Ya lo hago. Lo intento todos los días. No es tan fácil como
dices. Surgen muchas objeciones. Pero yo sigo intentándolo, de
verdad. Quiero ser una mujer admirable para ti.

—Ya lo eres —me decía él, llevándose mi mano a los labios—.


Ahora tienes que serlo para ti.

Ser una mujer admirable para mí… ¿Cómo se hacía aquello?

—Comprendiéndote a ti también, María. Aceptándote como


eres y descubriendo todo lo que eres capaz de hacer. Admirando
tus logros. Reconociendo tu valía y dejando que los comentarios
RODRSLQLyQGHORVGHPiVÁX\DFRPRHODJXDGHOUtRVLQFDODUHQ
ti. Van por un cauce diferente. Si no te acercas demasiado a ellas
no pueden mojarte.

Me encantaban aquellas comparaciones que a él le surgían


con tanta facilidad. Me ayudaban mucho a comprender las cosas
que me decía: ideas nuevas para mí, perspectivas completamente
opuestas a la forma de pensar que reinaba en nuestra sociedad.

—¿Dónde has aprendido tanto? —le preguntaba yo, admirán-


dolo cada vez más.

—En el mundo, María. Si abres bien los ojos te das cuenta de


que cada día te ofrece un sinfín de aprendizajes. No hay mejor
maestro que la experiencia.

Miró hacia lo lejos y prosiguió:

—Yo recuerdo que nací acordándome de todo, de la Luz, de


Dios, de mi propósito de vida, y de niño creía que sabía mucho.
Mucho más que los demás, porque me acordaba de cosas que
ellos no, o veía más allá de lo visible. Pero en verdad te digo, Ma-
ría, que no sabía nada. La auténtica sabiduría se encuentra en la
experiencia humana, cuando la enfrentas con los ojos del amor.

41
Te aseguro que los consejos de Dios han sido fundamentales en
mi vida. Sin ellos me habría perdido por completo. Por eso hablo
tanto de lo importante que es conectar con el corazón, porque a
través de él resulta mucho más fácil conectar con Dios. Desde la
mente es muy difícil. ¡La gente vive en la mente todo el tiempo!
Esa es su verdadera cárcel. Una cárcel mucho más grande y hostil
que la que cualquier ser humano les pueda imponer. Salir de la
mente, María. Escuchar al corazón. Ése es el camino que tenemos
que mostrar.

Tenemos. Había dicho tenemos, y esa inclusión en su labor me lle-


naba de felicidad, porque me consideraba parte de ella, contaba
conmigo y me incluía plenamente en su realidad. Jesús no se apar-
taba de mí para ocuparse de sus cosas, como hacían con sus espo-
sas todos los hombres que yo había conocido. Por el contrario me
llevaba con él y me consideraba parte de su empresa.

Debo confesar que comencé a ayudar a la gente que se acer-


caba a él, llevada por el impulso de demostrarle que podía con-
ÀDUHQPtSDUDTXHVLJXLHUDFRQVLGHUiQGRPHSDUWHGHVXPLVLyQ
contando conmigo. Pero pronto, aquella función improvisada
empezó a transformarse en algo más. Algo fuerte e intenso que
iba llenándome de gozo y plenitud, a medida que fui desempe-
ñándola, cada vez con más devoción.

Escuchar pacientemente, hablarles desde el corazón. Ayudarles


a comprender que el amor es la medicina para todos los males,
como decía Jesús. Descubrir en sus semblantes el alivio, después
de ofrecerles otra perspectiva, como hacía él conmigo cada vez que
salía el tema de mis padres. Animarles a actuar desde el corazón y
a dejar que les guiara la voz de sus almas. ¡Qué hermoso ver la luz
que desprendían sus miradas cuando me daban las gracias! Me sen-
WtD~WLOSRUÀQ\HVRD\XGDEDDTXHORVFKLFRVPHDFHSWDUDQ

42
—No te das cuenta del amor que desprendes —me dijo un día
Juan—. Cuando te acercas a ellos te conviertes en un ángel.

El hermano menor de Jesús fue el primero en acercarse a mí,


mostrando a los demás con el ejemplo que se podía hablar conmigo
sin salir perjudicado. Aquel elogio me pilló por sorpresa y sonreí.

—Tienes una sonrisa preciosa —continuó el—. No me extraña


que la gente confíe en ti. Cuando les sonríes caen todas sus barreras.

Estaba tan abrumada por aquel derroche de amabilidad que


apenas me salían las palabras.

—Gracias —dije con timidez.

—Jesús es un hombre afortunado —concluyó Juan, y se fue con


los demás regalándome una sonrisa.

—Tiene razón —dijo Jesús, cuando se lo conté—. La gente te adora.

—No creas que lo hacen todos —aclaré—. Algunos me reco-


nocen y se apartan.

—Dales tiempo. Ya cambiarán. Al igual que dijeron cosas ho-


rribles de ti, sin fundamento, pronto dirán cosas maravillosas, y
entonces sus murmuraciones serán la verdad.

—Ojalá, porque no es agradable cuando lo hacen. ¿Te has dado


cuenta de que son las mujeres las que más se acercan a mí?

—Sí —rió a carcajadas—. Los hombres tienen miedo de quedar


atrapados en tus redes. Eres demasiado bella.

Se aproximó a mí y depositó un beso en mi frente. La caricia de


sus labios me erizó la piel. Sus ojos se hundieron en los míos y leí en
ellos una promesa muda: algún día…

43
Algún día podríamos estar juntos de verdad, para entregarnos
plenamente a nuestro amor humano, que era en verdad amor de
almas expresado a través del cuerpo. Pero ahora estábamos allí,
inmersos en una empresa mucho más grande que nosotros, y te-
níamos que entregarnos a ella, para ayudarla a crecer. Los pueblos
por los que íbamos pasando experimentaban un gran cambio. La
gente se volvía más jubilosa, más alegre. Muchos decían que les ha-
bíamos devuelto la esperanza. Jesús siempre les hablaba del poder
que habitaba en su interior, de la luz de sus corazones, del efecto
sanador del amor. Les aseguraba que podrían transformar sus vi-
das, si dejaban de considerarse pequeños e incapaces y recordaban
que llevaban a Dios en su interior.

—Sois los dioses de vuestras vidas. Dejad de adorar a imágenes


que os desconectan de vosotros mismos, dejad de colocar el poder
en algo externo. El poder está en vuestro interior, pero no puede
expresarse en vuestras vidas si no le abrís paso. ¡Abrid la puerta del
corazón! Dejad que salga la luz que lleváis dentro, y comprobaréis
que los milagros que yo hago también vosotros los podéis lograr.
El único milagro es el amor, os lo aseguro. ¡Probadlo! Probad a
responder con amor, y no con lucha, y veréis como pronto vuestras
vidas se convierten en experiencias de gozo, y no de dolor. ¡Pro-
badlo! Sois capaces. Solo tenéis que intentarlo. Os aseguro que el
amor se encargará del resto.

Cuando él hablaba, los ánimos se exaltaban y la gente acababa


aplaudiendo y gritando cosas como: ¡Viva el Nazareno! ¡Viva el Me-
sías! o ¡$GHODQWH-HVKXi

$GHODQWH -HVKXi, eso gritaba también mi corazón, cuando le


escuchaba hablar así, llenándome de orgullo y de satisfacción.
$GHODQWH-HVKXi, repetía mi mente, convencida de que lo que él
decía era la verdad. Su voz y sus palabras vencían todas las re-
sistencias, derribaban todas las creencias, sembraban esperanza.
Pero no una esperanza efímera que se quedara en nada tras su
marcha. Lo que él mostraba era una luz que indicaba el camino,

44
y todos los que se atrevían a seguirla acababan transformados o
dándose cuenta de que aquella era la verdad que latía en su in-
terior. Porque ningún corazón quedaba impasible ante el efecto
de Jesús, aquella onda expansiva de amor y fuerza que emitía.
Estar cerca de él causaba un efecto certero: transformarse o
apartarse. No había otra opción, porque su energía era tan in-
tensa que calaba en cada mente y en cada corazón. Los que no
estaban dispuestos a recordar que ellos también eran amor y
se aferraban a sus creencias antiguas, como si fueran una tabla
de salvación, se apartaban pronto del lado de Jesús, porque no
SRGtDQVRSRUWDUVXLQÁXHQFLD6LHVFXFKDEDQORTXHOHVGHFtDR
trataban con él se veían obligados a mirar adentro y, entonces,
se generaba una lucha en su interior. Como no se sentían prepa-
rados para afrontarla, escapaban de él, sin darse cuenta de que
estaban escapando de ellos mismos.

—Lo que más me duele —decía él—, es que se vayan hablan-


do mal de nosotros. ¿Por qué no se van en paz, sin criticarnos?

Yo pensaba lo mismo, pero también, en cierto modo, les


comprendía.

—Es difícil, un cambio demasiado grande. Lo primero que


surge dentro de uno, cuando se acerca a ti, es admiración. Cuan-
do les dices que lo que tú haces, también ellos lo pueden hacer,
muchos se abruman. Pero, ¿cómo lo hago?, me preguntan cuando
se acercan a mí. Yo intento explicarles que conecten con su co-
razón, que olviden el pasado y se animen a escuchar lo que les
pide el alma, pero se hacen un lío con todo eso. No saben por
dónde empezar.

—¡Por el principio, María, por el principio! —se exaltaba él.

—Ya, ¿pero cuál es el principio? Ellos nunca han oído hablar


de todo eso. Tú lo ves muy fácil, porque naciste recordando;
pero ellos, no.

45
—Ellos, también, María. Ellos, también. Lo que pasa es que
lo han olvidado. Lo único que tienen que hacer es pararse a re-
cordar. Escuchar a sus almas. Nada más. Pero como les da tan-
WRPLHGRSUHÀHUHQLUVH\FULWLFDUQRV¿Locos nosotros? ¡Locos
ellos, que siguen viviendo en la desconexión!

Los enfados de Jesús duraban poco, porque cuando se des-


cubría a sí mismo atrapado en una emoción densa, respiraba y
anunciaba que se retiraba un momento para hablar con Dios. Yo
admiraba aquella capacidad suya de comunicarse con el Padre
Madre, como él le llamaba.

—Dios es masculino y femenino, María —me aclaró, cuando


yo le pregunté por qué lo llamaba así—. No es hombre ni mujer;
es las dos cosas a la vez, ¿comprendes?

—Más o menos. Pero, ¿por qué nos hablan de él en mascu-


lino?

—Porque los hombres tienen miedo de vuestro poder. La


energía femenina es más propensa al amor; en apariencia, más
suave, pero inmensamente más poderosa, porque es capaz de
abrir el corazón. La masculina tiene que ver más con la acción y
con la fuerza, y eso, mal llevado, puede sumergir a la persona en
el miedo. Desde el miedo se hacen muchas tonterías, entre ellas,
temer al otro, al que consideran el contrario, cuando en verdad
no es el contrario, sino el complementario. Pero el miedo no les
deja verlo así y, entonces, la energía masculina recurre al poder,
para protegerse ante la amenaza. Esa es la verdad, María: que los
hombres de esta sociedad ven a las mujeres como a una amena-
za. Por eso han suprimido la parte femenina de Dios.

—No lo comprendo. ¿Nosotras, una amenaza? Si apenas te-


nemos fuerza…

Él sonrío.

46
—¿Que no tenéis fuerza? Podéis gestar vida en vuestro inte-
rior, os resulta fácil conectar con el corazón, sois intuitivas, crea-
tivas, perceptivas… Gracias a la conexión con el corazón podéis
acceder con gran facilidad a vuestras capacidades psíquicas y eso a
ellos les asusta. Además, llevan tantos años creyendo que la fuer-
za y la violencia es la solución que cuando se acercan a vosotras
y emergen de ellos sensaciones cercanas al amor, se sienten dé-
ELOHVHLQVHJXURV\SUHÀHUHQKXLUGHWRGRHVR+X\HQGHVXSDUWH
femenina, en verdad, lo que les causa mucho dolor inconsciente,
porque están negando una parte de sí mismos. Luego tienen que
canalizar ese dolor a través de la fuerza, la agresividad y la violen-
cia. Se llenan de rabia por dentro y tienen que expulsarla. Cuando
veas a alguien muy agresivo o muy rabioso compadécete de él, en
vez de acusarlo o reprocharle, porque lo que le pasa en verdad
es que se niega a sí mismo la capacidad de amar. Ha apagado su
parte femenina por temor, y ése es el principio de la desconexión.

Yo suspiré, pensando en mi padre. Con aquellas palabras, Je-


sús acababa de describirlo. O sea, que mi padre sentía tanta rabia
KDFLDPtSRUTXH\ROHUHÁHMDEDODSDUWHGHpOTXHQRTXHUtDYHU
¿Era eso?

—Seguramente —Jesús me sacó de mi abstracción, sorpren-


diéndome una vez más con su capacidad de leer el pensamien-
to—. Puede que ahora la esté canalizando sobre otra.

Pensé en mi madre. ¿Sería ella?

—Probablemente —dijo él.

—¡Deja de leerme el pensamiento! —me exalté, elevando la


voz. Conectar con mi pasado me ponía muy nerviosa, pero ense-
guida me corregí—: Perdón, no quería hablarte así.

—No pasa nada, María, lo comprendo. A veces se me olvida


lo incómodo que resulta para los demás.

47
Dijo eso y miró hacia lo lejos, como buscando en el horizon-
te la serenidad.

—No, tienes razón. Es que me he puesto muy nerviosa. ¿Y si mi


madre está sufriendo ahora lo que yo sufrí?

Él se volvió hacia mí y me acarició la mejilla con el dorso de sus


dedos.

—Cuánta luz hay en tu interior —me dijo aquello y me besó,


mientras yo me derretía una vez más entre sus brazos, olvidándo-
me por completo de todo lo demás.

A lo lejos se oyó la voz de Pedro, que gritaba: ¡Maestro!, y tuvi-


mos que volver. El paseo de aquella tarde concluyó, una vez más,
con mi corazón abierto de par en par.

Un día, mientras Jesús hablaba a la muchedumbre, Judas se


acercó a mí y, mirando hacia él, me dijo:

—Lo tienes hechizado, ¿eh?

Se me encogió el corazón. No me esperaba algo tan directo.


Hasta el momento, él y yo solo habíamos intercambiado el saludo.
Llevábamos ya varios meses conviviendo, pero ambos respetába-
mos la distancia que nos separaba, intentando ignorar al otro. Al
menos, yo lo hacía así y me daba la sensación de que él, también.
Pero ese día, Judas decidió cambiar las cosas.

—¿Por qué te acercas a mí, si crees que soy impura?

Él apretó los dientes, sin dejar de mirar a Jesús que, a lo lejos,


hablaba de amor y de respeto.

48
—Eres insolente. La gente tiene razón.

Su comentario me hirió, pero intenté calmarme.

—Antes de que tú llegaras —continuó—él tenía tiempo para


nosotros. Ahora, solo tiene ojos para ti.

De modo que Judas tenía celos de mí. Nunca lo hubiera imaginado.

—Él te ama —le dije, intentando mostrar un tono amable, aunque


me costaba.

Entonces me miró. Noté cierto aire de superioridad en su gesto.

—Por supuesto que me ama. Soy su hermano. ¿No te lo ha contado?

Lo dijo con orgullo, como queriendo dejar constancia de su pree-


minencia sobre mí.

—Claro.

0HPLUyDORVRMRVFRQGHVFRQÀDQ]D1RVHORFUHtD

—Sois hijos del mismo padre.

Al oírlo suspiró y me recorrió con la vista hasta los pies.

³(UHVKHUPRVDSHURHVRQRHVVXÀFLHQWHSDUDpO-HVKXiVHPHUHFH
a alguien mejor que tú.

Los ojos se me llenaron de lágrimas y miré hacia Jesús, para apartar-


me de su energía, que, ahora sí, me hacia daño de verdad.

—Te diré una cosa, María —añadió él, creciéndose ante mi debi-
lidad— Jeshuá tiene una gran labor que cumplir y yo voy a ayu-
darle. No permitiré que nadie se lo impida; y mucho menos, tú.

49
No pude contener las lágrimas, que rodaron libres por mis
mejillas. Judas se alejó, sin decir una palabra más. Al poco de que-
darme sola sentí una mano en el hombro.

—No le hagas caso —la voz de Pedro, grave y poderosa, me


sobresaltó.

Tenía el aspecto de un hombre rudo y enorme, pero ya me ha-


bía dado cuenta de su gran bondad: siempre dispuesto a ayudar en
todo, sorprendiéndose con facilidad, como el niño que al crecer va
descubriendo el mundo, con la lágrima fácil y la sonrisa tierna.

—Judas está siempre de mal humor —añadió—. Es un casca-


rrabias.

Sentí el calor de su mano en mi hombro, aliviando mi pesar.


Más que la mano era el gesto, su acercamiento, su amabilidad. Se
atrevía a tocarme, por lo tanto, no me consideraba impura. Des-
pués de Juan, él era el único que se mostraba tan amable conmigo.
Los demás iban aceptándome poco a poco, pero de ahí a acercarse
tanto a mí…

—Judas cree que voy a perjudicar a Jeshuá, pero yo no pretendo


hacer eso. Te lo aseguro.

Pedro sonrió.

—Ya te he dicho que es un cascarrabias. No le hagas caso. Ya se


dará cuenta de que eres una buena chica.

$VLQWLyFRQODFDEH]DSDUDUHDÀUPDUVHFXDQGR\RORPLUpH[-
trañada.

—Se ve en tus ojos —aclaró—, así que límpiate las lágrimas,


para que puedan brillar bien.

50
El siguiente en acercarse a mí fue Mateo. Su mirada serena me
transmitía paz. Era un chico joven, que mostraba una madurez ex-
traordinaria, como si hubiera vivido mucho más de lo que aparenta-
ba. Aquella tarde, yo intentaba cocinar algo decente en una pequeña
cazuela, para sorprender a Jeshuá, pero me estaba encontrando con
DOJXQDVGLÀFXOWDGHV1XQFDWXYHJUDQGHVGRWHVSDUDODVDUWHVFXOLQDULDV

—¿Por qué no le dejas eso a Pedro? —me preguntó, mientras


se acercaba—. A él le encanta y se ve que tú no lo estás pasando
muy bien.

Me sorprendió que se dirigiera a mí, pero el tono de su voz era


agradable y eso me ayudó a contestar con calma:

—Solo quiero ayudar.

—Ya ayudas. Tu presencia es una bendición.

Me quedé muda al oír aquello. Él sonrió.

—Sí, María. Nos lavas la ropa, pones orden en nuestro desor-


den, te ocupas de que no nos falte de nada, a ninguno. Cuidas de
nosotros casi mejor que nuestras madres. Siempre estás dispuesta
a ayudar. La cocina, por lo que veo, no es tu fuerte —añadió, con
una mueca.

Yo sonreí, entre agradecida y abrumada. El continuó:

³<SRUVLHVRQRIXHUDVXÀFLHQWHVHUHQDVORViQLPRVGH-HVKXi
cada vez que se acerca a ti. Le ayudas a equilibrarse.

—Gracias —murmuré, poniéndome colorada—. Lo hago todo


de corazón.

51
—Eso se nota.

Se sentó a mi lado, mirando mi guiso de soslayo.

—No debe de resultar nada fácil una vida así, ¿verdad? —pre-
guntó, haciendo un gesto con la barbilla en dirección a los chicos,
que charlaban entre ellos a poca distancia de nosotros.

—¿Qué quieres decir? —pregunté yo, aunque me lo imaginaba.

—Tú, sola entre tanto hombre desconocido y alguno, con cara


de pocos amigos…

Los dos sonreímos sabiendo a quien se refería.

—La verdad es que me siento bien. Sé que estoy en el lugar


apropiado, con las personas apropiadas. No sabría cómo explicár-
telo. Es una certeza interior.

—Debe de ser eso que dice Jeshuá, que cuando habla el cora-
zón no se tienen dudas.

—Sí, debe de ser eso. De todos modos, aquí estoy mejor que
con mis padres, te lo aseguro. Ellos no estaban muy contentos
conmigo. Soy demasiado rebelde.

Él negó con la cabeza, mirando hacia lo lejos.

—Los padres se equivocan muchas veces, creyendo que hacen


lo correcto. No eres rebelde. Eres distinta.

Me gustó la corrección. Siempre me había sentido diferente,


pero no por eso, equivocada.

—Perdónalos —añadió—. Seguro que no lo hicieron por


maldad.

52
Me pareció que se emocionaba y pregunté:

—¿Te pasó algo parecido?

Ahora miraba al suelo, jugueteando con una pequeña rama.

—Bueno, digamos que cuando uno quiere hacer cosas que se salen
GHOSODQÀMDGRSRUVXSDGUHQRUHVXOWDQDGDIiFLO3HURHVRHVDJXD
pasada —concluyó—. ¡Venga! Déjale eso a Pedro y descansa un poco.

Se levantó, como si huyera de su propia historia, y se dirigió hacia


el grupo, que charlaba a pocos pasos de nosotros. Me quedé pensan-
do en lo que había pasado, alegrándome de que poco a poco fueran
cayendo las barreras que nos separaban. Primero, Pedro; luego, Mateo.
Estaba claro que comenzaban a aceptarme. Con una sonrisa me dispu-
se a arreglar el guiso que hervía en la olla. Seguro que podría lograrlo.

María. Fui bautizada con ese nombre por el propio Jesús, una
tarde junto a un riachuelo. Según él, la ceremonia del agua que le
KDEtDHQVHxDGRVXSULPR-XDQHUDXQDFWRGHSXULÀFDFLyQQHFH-
sario cuando uno inicia una nueva vida. En ese acto se dejan atrás
viejas creencias limitantes y patrones de comportamiento dañinos,
pero sobre todo se deja atrás el dolor. El sufrimiento vivido puede
representar un gran lastre cuando uno se dispone a amar con todo
HOFRUD]yQ\DGLVIUXWDUGHODYLGDSRUÀQ7DPELpQFXDQGRSUHWHQ-
de desempeñar una labor de servicio y ayuda a los demás.

En mi caso se daba todo a la vez y él me aconsejó aquel bautis-


PRSDUDSXULÀFDUPHGHPLSDVDGR

—Pero, no lo entiendo —objeté, antes de aceptar—. A veces te he


oído decir que todo es perfecto. ¿Y ahora me propones librarme de mi
pasado? ¿No es perfecto también?

53
Jesús negó en silencio, mirando hacia el cielo, muy serio, como
hacía cada vez que quería concentrarse.

—Todo es perfecto, ciertamente, María. Sin embargo, muchas


veces, la mente humana mantiene el vínculo con lo que ya se fue.
Yo no pretendo liberarte de tu pasado, porque forma parte de tu
historia y fue tan necesario para tu evolución como lo es ahora tu
presente. Yo quiero disolver los lazos que tu mente creó con el dolor,
para que te sientas libre de verdad, sin condicionamientos internos
que te priven de la alegría o te impidan sentir la plenitud.

—¿Y eso puede lograrse con un poco de agua?

Ahora, Jesús sonrío.

—Puede lograrse con la intención, como punto de partida. Evi-


dentemente, luego tendrás que mantener la decisión. Con la cere-
PRQLD KDFHV XQ GHFUHWR VROLFLWDV DO DJXD TXH WH SXULÀTXH \ GHMDV
marchar lo que ya no te sirve o te limita. No es exactamente así como
me lo mostró Juan, pero es como yo entiendo que debe hacerse, al
menos desde mi experiencia aquí.

—Vamos, que has puesto un poco de tu cosecha, ¿no? —pregunté,


divertida.

—Algo así. La ceremonia es una declaración de intenciones. El


DJXDD\XGDDTXHVHPDQLÀHVWHQ'HVSXpV tú tendrás que aplicar esa
intención, cada vez que te descubras pensando cosas relacionadas
con todo eso que dejaste atrás. Ya sabes, incomprensión, tristeza,
rabia…

—¡Yo no tengo rabia! —protesté.

—Todos tenemos rabia, María. La rabia es una emoción que ac-


tiva. Es mejor tener rabia que apatía, porque la apatía causa estanca-
miento, pero la rabia te impulsa a reaccionar, a moverte, a hacer algo.

54
—Ya, pero lo que haces con rabia no es nada luminoso.

—Ciertamente. Sin embargo, al menos haces algo y lo que ha-


ces genera una consecuencia que te ayudará a darte cuenta de
que avanzas en desequilibrio interno. Entonces tendrás que bus-
car una solución. Por ejemplo, alguien que hace daño a otro sin
querer, llevado por la rabia, probablemente se arrepentirá. Se dará
cuenta de que se ha convertido en algo que no desea ser y es muy
probable que se decida a dejar de serlo. Para ello tendrá que bus-
FDUHORULJHQGHVXUDELD\OXHJRVDQDUHQVXLQWHULRUHOFRQÁLFWR
que la generó.

—Entiendo. Y, según tú, yo tengo rabia, ¿no? ¿Por qué?

—Es normal que la tengas, amor. Tu vida no ha sido fácil. Eres


KXPDQDDOÀQ\DOFDER

Recordé las ocasiones en las que me despertaba soñando que,


de nuevo, vivía con mis padres y sentía ganas de gritar. A veces, me
veía a mí misma exigiéndole a mi madre que me explicara por qué
nunca me amó…

—Vale, venga, hagámoslo. Purifícame con el agua. ¿Crees que


así mi rabia se irá?

—No —respondió riéndose—. No lo creo.

—¿Y entonces, para qué sirve?

—No, no vamos a volver a empezar. Hagámoslo y ya está. ¿De


acuerdo?

Acepté a regañadientes y me arrodillé junto a la vereda del río,


para que pudiera depositar el agua sobre mi cabeza con facilidad.
Él tomó un poco de agua entre sus manos y, mientras la derramaba
lentamente sobre mí, pronunció aquellas palabras:

55
³&RQYRFRDOSRGHUGHODJXDSDUDTXHSXULÀTXHWXGRORU\WHD\X-
de a decir adiós completamente a lo que ya no te sirve en tu realidad.
En el nombre de Dios, que habita en tu alma, yo te bautizo con el
nombre de María, para que tu divinidad se haga uno con tu humanidad
y avances en equilibrio interior contigo misma y con los demás.

Sentí un escalofrío. Algo sucedió en mí. No sé bien cómo describir-


lo, porque no duró mucho tiempo, pero fue tan intenso que me aceleró
la respiración y el latido del corazón.

—Gracias —murmuré, emocionada.

—Gracias a ti por aceptar —respondió él, antes de fundirme entre


sus brazos.

Su aroma y su calor me embriagaron aún más y sentí que me mareaba.

—Volvamos al campamento —atajó, como tantas otras veces—.


Es hora de cenar.

Prendida de su mano le seguí, sintiendo al mismo tiempo admira-


ción y enojo. ¿Hasta cuándo duraría aquella distancia prudente entre
los dos? Nuestro amor era evidente, el anhelo de nuestras almas se ma-
nifestaba abiertamente en nuestros cuerpos, pero Jesús siempre deci-
día dejarlo para otro momento, y yo empezaba a enfadarme de verdad.
¿Era realmente necesario?

—Por supuesto que sí —dijo, respondiendo a la pregunta que yo


no había formulado en voz alta—. El momento llegará cuando llegue
el momento. Ni antes ni después.

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GLULJLHUDDPtGHHVHPRGReOORSHUFLELy\GXOFLÀFyHOWRQR

—Yo te amo, María. ¿Qué importa lo demás? Podemos esperar,


porque nuestro amor es más grande que todo eso, y la fusión de

56
nuestras almas ya se ha producido. Esta es una buena ocasión para
que pongas en práctica lo que antes hemos hablado. 0DQLÀHVWRDKRUD
la intención de dejar atrás el dolor. Dilo. Ese disgusto no nace de tu co-
razón, sino de tu mente herida. Corta ahora mismo el lazo que te
ata a la creencia de que los demás no te aman de verdad.

Su recomendación me llenó de ira. Quise gritar, pero me contu-


ve. De modo que sí, la rabia estaba en mí y ahora la sentía hacia él.
¿Cómo era posible? A pocos pasos del campamento me solté de su
mano y eché a correr de nuevo hacia el río.

—María —gritó.

—¡Déjame! Necesito estar sola un rato.

Mientras me alejaba de él, llorando, suplicaba interiormente que


me siguiera, que viniera a buscarme para consolarme entre sus bra-
zos, pero no lo hizo y yo me encontré de nuevo sola junto al río,
abrumada por la desesperación. ¿Cómo puede dejarme sola? ¿Por qué no
ha venido tras de mí? ¿Es que no le importo en absoluto? ¡Claro! Le importa
más lo que ellos piensen que yo. ¡Es todo tan injusto! ¡Qué tonta fui al creer
en él!

Estuve un buen rato lamentándome, hasta que ya no pude llorar


más. Empezó a caer la noche y sentí frío. Era un frío que me nacía
adentro y se extendía por todo mi cuerpo. Me di cuenta de que tenía
que volver, pero no de aquel modo, descompuesta y llorosa. No quería
que me vieran así. Me lavé la cara, para borrar un poco las huellas de
las lágrimas, y pellizqué mis mejillas para devolverles el color. Mientras
caminaba de regreso al campamento me dije a mí misma que ya lo
hablaría más tarde con él. Teníamos que aclarar algunas cosas.

Esa noche dormimos abrazados. No habíamos tenido tiempo


para hablar y, tras la cena, preferí dejarlo para el día siguiente. De-
masiadas emociones en muy poco tiempo. Necesitaba una tregua.
Por primera vez, él se acercó a mí en la noche, para acurrucarse bajo

57
mi jubón. Me abrazó por la espalda y posó sus labios sobre mi
pelo. Te amo, susurró, y yo ya no pude dormir hasta el amanecer.
No quería perderme ni un instante de aquella experiencia: sentir
su cuerpo junto al mío, su aliento cálido llegando a mi cuello, su
agradable calor. Notaba el alma brincando en el pecho o, tal vez,
fuera el corazón, que no paraba de latir. ¿Qué más daba ya todo
lo demás? Aquel abrazo sellaba sin duda nuestro reencuentro y
me permitía decir adiós al enfado que se había apoderado de mí.
De hecho, ahora lo veía como un sinsentido. Entre los brazos de
Jesús, solo era posible el amor.

Me quedé dormida cuando el sol despuntaba en el horizonte


y algunos pájaros empezaban a cantar. Recuerdo que, al abrir los
ojos, me sorprendió lo alto que brillaba ya en el cielo. Normalmen-
te, yo me levantaba con Jesús, al amanecer, pero ese día, él me había
dejado dormir. Una pequeña punzada de tristeza quiso abrirse paso
en mí. ¿Por qué me había dejado sola?, pero recordé todo lo vivido
la tarde anterior y el consejo que él mismo me había dado. Aquella
era una nueva oportunidad para cortar los lazos con el dolor. Por
eso me levanté de un salto, me arreglé el vestido, el pelo, y salí en
busca de los demás. Les oía hablar a lo lejos, como discutiendo. Al
parecer nos habían invitado a una boda. Algunos querían ir y otros,
QR 'HFtDQ TXH QR HUD QHFHVDULR SHUGHU HO WLHPSR HQ XQD ÀHVWD
que había mucho que hacer. Los demás protestaban, alegando que
teníamos derecho a divertirnos un poco.

Al verme llegar, Jesús me sonrió desde la distancia, y yo com-


prendí que ya habían pasado las brumas de la tormenta del día
anterior. Le devolví la sonrisa y me senté junto al círculo que ellos
habían formado para debatir aquel asunto. Juan me hizo un hueco
a su lado.

—No nos ponemos de acuerdo —dijo.

—Ya veo —murmuré, prestando más atención a la mueca de


Judas que a lo que me decía Juan.

58
—¿Qué necesidad tenemos de ir a una boda? —exclamó Ma-
teo—. Mejor sigamos con lo nuestro.

Entonces, Jesús se levantó y pidió calma.

—Hermanos, no nos alteremos. Es cierto que la labor que nos


ocupa es importante, pero ¿por qué no aceptamos divertirnos un
poco y descansar? No hay nada malo en eso.

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dió que aceptaríamos la invitación y Jesús concluyó diciendo:

—Nadie está obligado a ir, por supuesto, pero los que tengan
ganas de disfrutar que me acompañen.

Curiosamente, todos le siguieron, aunque algunos lo hicieron


refunfuñando.

Mientras caminábamos hacia el lugar donde se celebraba el


evento, él me tomó de la mano y preguntó:

—¿Cómo estás?

Yo le devolví una sonrisa y un suspiro. No hacían falta más pa-


labras en aquel momento. Tampoco, yo deseaba hablar de nues-
tras intimidades, tan cerca de aquellos hombres.

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mida y la bebida corría de un lado a otro, de mano en mano, de
grupo en grupo. Todos comiendo, bebiendo y bailando sin parar.
En poco tiempo, los chicos se sumaron a aquella algarabía, in-
cluidos los que se habían negado a aceptar la invitación. A mí me
costaba un poco soltarme, pero Jesús me tendió la mano y nos
pusimos a bailar.

Hacía tanto calor que pronto empezó a escasear la bebida.

59
—Maestro —le dijo Sebastián—, por ahí murmuran que bebe-
mos mucho, y que si no fuera por nosotros…

—¿En serio? —sonrió Jesús, sin ofenderse en absoluto.

—Es muy feo que digan eso —dije yo, pero él le restó impor-
tancia y fue a hablar con Pedro, para enviarlo en busca de más
alimentos.

—Maestro —le dijo Sebastián, cuando regresó junto a noso-


tros—, si Pedro se gasta todo lo que tenemos, ¿qué nos quedará?

Jesús le revolvió el pelo con un gesto cariñoso.

—Tranquilo. Dios proveerá.

Dicho eso tiró de mi mano y volvimos a bailar. Mientras danzaba


feliz entre sus brazos, dejándome llevar por las piruetas que me im-
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mostraba siempre ante la vida. Le había entregado a Pedro nuestros
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comida que necesitaríamos para el camino llegaría justo en el momen-
to preciso. Doce hombres y una mujer no se alimentaban con poco,
pero él estaba seguro de que nada nos faltaría en ningún momento.

Cuando Pedro regresó, cargado de comida y vino, los invitados a la


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traía, satisfecho de su labor. No tardó mucho en llegar hasta nosotros
el rumor de que, nuevamente, el Mesías había hecho un milagro.

60
Todo era armonioso, hasta que los sacerdotes y los romanos
comenzaron a confabularse en contra de Jesús. Decían que él re-
presentaba una amenaza para el pueblo de Israel, que sus prédicas
eran patrañas que nos llenaban la cabeza de pájaros, que los que le
seguíamos debíamos de estar tan locos como él y que, por tanto,
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aislados, igual que a los leprosos, para que no pudieran interferir en
la vida de la sociedad.

Locos o peligrosos, lo cierto era que aquellos rumores nos quita-


ban el aliento. Sobre todo, porque venían acompañados de adverten-
cias funestas que nos partían el corazón. Si apresaban a Jesús, la peor
DPHQD]DHUDODFUX]$ORVURPDQRVOHVJXVWDEDFUXFLÀFDUDVXVYtF-
timas, en señal de su poder. Si ibas en contra de ellos, la ira de Roma
podía ser implacable. Modernos, sociales y educados para muchas
cosas, pero terriblemente bárbaros a la hora de imponer la ley. La in-
vasión de los pueblos limítrofes a su imperio era certera y constante,
creciendo así cada día un poco más. Se imponía a base de violencia.
Muchos se rendían en cuanto les veían llegar, temerosos de que las
represalias acabaran con sus vidas o con las de sus seres queridos.

El pueblo de Israel yacía ahora bajo la dominación romana, y digo


yacía, porque eso es lo que mostraban sus habitantes ante la presencia
de los ejércitos del César. A veces nos hacían creer que eran nuestros
reyes los que tomaban las decisiones, pero el criterio de Roma predo-
minaba siempre.

Muchos creían que Jesús era el Mesías, el enviado de Dios para rei-
nar en nuestra tierra. Contaba la leyenda que el Mesías liberaría a Israel

61
del yugo del opresor. No era difícil imaginar cómo crecía la suspicacia
de los romanos, mientras aumentaba la fama de Jesús.

Él no era un hombre común, desde luego que no, pero tampoco


era el personaje que describía aquella leyenda antigua y, probable-
mente, ya tergiversada. Su cometido era liberar a su pueblo del yugo
de la mentira y la opresión, pero su pueblo era toda la humanidad.
La mentira era que fuésemos débiles e incapaces, que necesitáse-
mos siempre a alguien que cuidara de nosotros, alguien superior,
ya fuera un rey, un césar o Dios. La verdad que transmitía Jesús,
con sus palabras y con su ejemplo, era que podíamos liberarnos del
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mismos y a los demás, respeto mutuo, sinceridad. Belleza en nuestras
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pero hermanos e iguales. Nos hermanaba la luz que todos llevába-
mosHQHOFRUD]yQROYLGDUORHUDODFDXVDGHWRGRVORVFRQÁLFWRVGH
todas las guerras. Teníamos un propósito común: recordar que éra-
mos amor y aplicar amor en nuestras vidas, llenar de él toda la Tierra.
Por algún extraño motivo, lo habíamos olvidado. Jesús había venido
para recordárnoslo. Eso decía, y se le llenaba la boca cada vez que
lo decía. Sus ojos irradiaban amor y luz; su aura se transformaba en
un maravilloso espectáculo de estrellas muy brillantes. Yo lo percibía,
aunque habitualmente me costaba ver el aura de los demás. Pero la
suya la veía y me sorprendía de su extraordinaria conexión con la
divinidad, cada vez que se subía a una piedra para hablar.

La gente le adoraba. No había nadie que quedara impasible


ante él. Por eso se hacía más famoso cada vez. Por eso, su nom-
bre cruzaba fronteras y derribaba muros invisibles, los muros que
muchos llevaban alrededor de su corazón. Él solía disolverlos con
unas pocas frases, sin apenas darse cuenta. Verdaderamente, el po-
GHUGHVXYR]HUDLQÀQLWR

Yo me sentía orgullosa de él y tremendamente afortunada de ser


la elegida de su alma. Entonces se me olvidaban todas las quejas
que solía emitir interiormente, cada vez que frenaba lo que surgía

62
entre nosotros, por pudor o por respeto. ¿Qué más da que no te tome
por completo, María?, me decía a mí misma, si caminar de su mano es el
regalo más grande que podías imaginar.

Pero aquella inmensa felicidad tenía los días contados, porque el


destino o, ¿quién sabe?, tal vez, el libre albedrío de otras personas, nos
condujo hasta una senda que nunca hubiésemos querido transitar.

Sucedió muy rápido, después de la cena con la que Jesús quiso


agradecernos a todos por nuestra labor. Nos había reunido a los
doce y a mí en una preciosa casa que le cedieron para la ocasión.
Dispuso que nos sirvieran los mejores manjares de la zona, el me-
jor vino. Nos había pedido que nos acicalásemos y, para ello, nos
entregó los atuendos que un comerciante de telas nos había pres-
tado: ropas preciosas y llenas de colorido. Acudimos todos a la cita
limpios, peinados y bien vestidos. Él dijo que era una celebración
importante: llevábamos juntos tres años, entregados en cuerpo y
alma a aquella hermosa aventura.

Recuerdo que cuando me senté a su lado pensé: qué maravi-


lloso vivir así, dejando que la vida te sorprenda constantemente,
abriendo los brazos para recibir los hermosos regalos que tiene
guardados para ti, en el momento más inesperado. Le sonreí con
esa certeza y sentí que él asentía. No necesitábamos palabras para
comunicarnos, cuando la dicha nos envolvía.

La cena transcurrió entre carcajadas y brindis. La alegría regre-


VDEDSRUÀQÓOWLPDPHQWHORVUXPRUHVGHODFRQIDEXODFLyQURPD-
na en contra de Jesús eran más abundantes y los chicos andaban
muy preocupados. Tal vez, Jesús organizó la cena para que desco-
nectáramos un poco de todo aquello. Puede que él intuyera lo que
estaba a punto de pasar. No lo sé, porque las cosas sucedieron tan
deprisa que me cuesta recordar todos los detalles.

63
Al acabar la cena, nos quedamos charlando en la sala. Al poco,
Judas se acercó a Jesús para abrazarlo. El gesto me gustó. Parecía que
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le soltó. Me pareció ver que los ojos se le llenaban de lágrimas y en-
tonces quise saber qué le pasaba. Para mi triste sorpresa, me respon-
dió con una evasiva y, al yo insistir, me increpó con un exabrupto:

—Déjame, mujer. No es asunto tuyo.

Nunca lo olvidaré, aunque haya comprendido perfectamen-


te de dónde procedía su enojo y el motivo de su reacción. El
impacto sobre mi corazón fue demasiado fuerte. Me sentí de
repente transportada a otro tiempo y a otro lugar, cuando mi
propia familia y los demás me consideraban un fastidio, alguien
despreciable por su forma de comportarse y, también, por ser mu-
jer. Él me había ayudado a olvidar aquella etapa de mi vida, pero
ahora me devolvía de golpe todo el dolor. Con una sola frase.

Una pequeña sombra de arrepentimiento paso por sus ojos


velados, pero no se quedó a mi lado para enmendar la situación.
Salió corriendo y murmuró que necesitaba retirarse para me-
ditar. A menudo lo hacía. Se alejaba del grupo para hablar con
Dios y recuperar el equilibrio o recibir instrucciones para con-
tinuar. Solía irse al monte más cercano, porque decía que, en las
montañas, era más fácil conectar con Dios. En Jerusalén había
elegido Getsemaní. Cuando decía que se iba a meditar, todos
sabíamos que se dirigía hacia allí.

1ROHVHJXtSRUTXHPHKDEtDTXHGDGRSHWULÀFDGD\QRGHVHD-
ba incrementar su enfado con mi crispación. Como bien me había
indicado en otras ocasiones, cuando dos personas que se aman tie-
nen una discusión o mantienen posturas muy diferentes es mejor
que cada uno se retire a su rincón, para hallar el propio equilibrio,
antes de intentar la reconciliación. De lo contrario pueden decirse
palabras muy hirientes, que queden marcadas en la memoria, cau-
sando mucho dolor.

64
Así fue como, esa noche, yo le dejé marchar; solo y ofuscado
KDFLDHOTXHVHUtDHOSULQFLSLRGHOÀQDO7DUGé tres días en volver a
verle, y cuando lo hice ya nada fue igual.

Jesús murió a los ojos de los hombres, al día siguiente. A las


pocas horas de su marcha, llegaron rumores de que le habían apre-
sado en Getsemaní, y de que la sentencia iba a ser la cruz.

Ninguno de nosotros daba crédito a lo que estaba sucediendo.


¿Cómo era posible un cambio tan drástico en nuestra situación?
Hacía pocas horas que estábamos disfrutando juntos y, de repente,
todo se quebró. ¿Cómo íbamos a decírselo a su madre?

Desde hacía algún tiempo, ella nos acompañaba. Se había unido


al grupo tras la muerte de José. Meses después de que partiésemos
de Nazaret, ella llegó en una carreta en la que viajaba una familia,
camino de la región del Sinaí. Los rumores indicaban que el Mesías
se dirigía hacia allí.

Cuando Jesús nos presentó, ella me dijo:

—Te recuerdo. Mi hijo bebía los vientos por ti.

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su rostro que la vida no había resultado como ella hubiera preferido
y, sin embargo, en ocasiones se reía a carcajadas, mostrando una gran
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hacia ella un gran respeto. Siempre mantuvo una discreta distancia
entre nosotras, hasta que todo se confundió. Aquella noche se había
quedado a dormir en casa de unos amigos que tenía en Jerusalén,
porque estaba muy cansada y no se encontraba bien. Cuando em-
pezaron a llegar los rumores de que habían apresado a Jesús, Juan y
yo fuimos a buscarla para que la noticia no la pillara en soledad. Era

65
mejor que lo oyera de nuestros labios, antes que de algún extraño
que lo adornara con comentarios funestos. Yo misma me las deseaba
para mantener el equilibrio y no desmoronarme, cada vez que oía
TXHORLEDQDFUXFLÀFDU1RVpGHGyQGHVDTXpODWHPSODQ]DQLFyPR
fui capaz de no tirarme al suelo para llorar sin parar. Me mantuve
serena hasta el último momento y, especialmente, ante María, la mu-
jer que se llamaba como yo, la madre del hombre de mi vida. Ella sí
se desmoronó y, para mi sorpresa, se echó en mis brazos gritando
que no, que no, que no podía ser, que no debía ser, que aquello era
tremendamente injusto.

Asida del brazo de Juan y del mío, caminando entre los dos
como si de repente se hubiera convertido en una anciana, nos di-
rigimos hacia la sala donde se habían quedado los chicos después
de la cena, pero ninguno de ellos estaba allí. Presos del temor a las
represalias o a la persecución de los romanos, huyeron de Jerusa-
lén. Algunos de ellos, los más valientes, se quedaron cerca, pero
escondidos en una casa deshabitada, a las afueras de la ciudad. Eso
lo supe más tarde, cuando Juan salió en busca de noticias que nos
indicaran cuál era la situación real. Al parecer, los encontró agaza-
pados, llenos de rabia y de temor. Solo a unos pocos, entre ellos
estaba Sebastián, el chico más apocado del grupo. Cómo engañan
las apariencias, me dije cuando Juan me lo contó. Nunca le hubiera
imaginado capaz.

Tomás, Andrés, Mateo y Pedro también estaban allí, en una


casa ruinosa y oscura, de la que no pensaban salir. Juan inten-
tó convencerlos para que nos acompañaran, pero ellos dijeron
que esperarían allí, hasta que llegaran noticias de Jesús. No sabían
nada de los demás. Probablemente habían huido o se habían es-
condido en otro lugar.

María, Juan y yo pasamos la noche en aquella sala, ahora de-


sierta, contemplando los restos de la cena con el corazón en vilo y
esperando que en algún momento se abriera la puerta y aparecie-
ra Jesús. Pero nada de eso sucedió. Por el contrario, al amanecer,

66
una patrulla de romanos llegó acompañada de un hombre, que nos
señalaba con el dedo indicándoles que nosotros éramos los que
íbamos con él. En ese instante, todo se precipitó.

1RVDSUHVDURQ\QRVFRQGXMHURQDXQHGLÀFLRHOHYDGRGHVGHHO
que podía contemplarse gran parte de Jerusalén. Desde allí pudi-
mos ver el recorrido del horror: el camino lento, arduo y sangrante
que los ajusticiados seguían hasta la cruz.

No puedo describir lo que sentí en aquellas horas interminables,


porque creo que mi corazón se cerró. Era tan grande la violencia del
dolor que pugnaba por atraparme, tan terribles los lamentos de la ma-
dre de Jesús junto a mi brazo, que me volví una roca para sostenerla.
De lo contrario, me habría desvanecido, hasta perder el conocimiento.

Ante nuestros ojos se desarrolló una escena eterna, que yo nun-


ca hubiera querido contemplar: tres hombres bajo tres cruces avan-
zaban lentamente entre el gentío, que aplaudía y gritaba cada vez
que el látigo romano chasqueaba sobre sus espaldas. El primero de
ellos era Jesús. Nadie lo puso en duda, porque todo apuntaba a que
era así. La gente gritaba:

—¡Muerte al Mesías!

Y el Mesías sangraba, bajo una enorme corona de espinas que


le cubría casi toda la cabeza. Sangre, sudor, olor a muerte, a sufri-
miento y a desesperanza. Él mantuvo el tipo hasta que el primer
clavo se hundió sobre su piel. Entonces me desmayé.

Me desperté justo en el momento en que María regresaba jun-


to a mí, con los ojos llenos de dicha. Al principio, no comprendí
nada de lo que me decía. Aturdida como estaba tras el desmayo y
volviendo en mí lentamente, la realidad se volvía opaca y confusa.

67
¿Qué hacía yo tirada en el suelo, junto a aquellos hombres hieráti-
cos que ni siquiera me miraban? ¿Por qué Juan no estaba? ¿Cuánto
tiempo había pasado? Y, sobre todo, ¿qué quería decirme María
con aquella expresión arrebolada? Con mímica y disimulo intenta-
ba que comprendiera algo que yo no comprendía.

—Tranquila —me dijo, intentando mantener la compostura—.


Ahora viene Juan. Está con él.

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PLWtDQDFHUFDUQRVD-HV~VSHURHOODPHGHWXYRSRVDQGRFRQÀUPH-
za su mano en mi pecho.

—No, no, no, no, no. Ahora estás muy débil. Tienes que re-
ponerte —abrió mucho los ojos, para volver a indicarme algo,
pero yo seguía en mi desconcierto.

—¿Por qué? —protesté—. ¿Cómo está? ¿Le has visto?

Ella suspiró y cerró los ojos cuando sentenció:

—Está agonizando.

Algo estaba fuera de lugar. Aquella mujer entera y dueña de


sí misma no era la anciana que, unas horas antes, se apoyaba en
mi brazo. Me levanté, a pesar de sus intentos de que no lo hicie-
ra, y le pregunté a uno de aquellos soldados si podía acercarme
a Jesús. Asintió con un gesto y yo me deshice de la mano de
María, que aún quería retenerme.

—¡No vayas! —exclamó, pero yo ya corría como loca hacia el


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ba por la boca para correr hacia él más deprisa que yo.

Por favor, Dios mío, déjame llegar a tiempo, murmuré sin aliento,
mientras las lágrimas bañaban otra vez mi cara. El olor a sangre

68
y a sudor me abofeteó un instante antes de llegar hasta la cruz
central, la más grande, en la que colgaba ya el cuerpo sin vida
de…

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intentaba decirme.

Un estallido de imágenes danzaron ante mis ojos incrédu-


ORV0LUpKDFLDORVRWURVGRVFUXFLÀFDGRVSDUDFRPSUREDUTXH
estaba en lo cierto. Ninguno de ellos era Jesús. Los oídos me
pitaban hasta casi hacerme daño y, sin querer, dejé escapar una
carcajada, pero enseguida sentí una mano en mi hombro y una
voz conocida que me advertía:

—Disimula. Luego hablamos.

No necesitaba mirar hacia atrás para saber que era Juan. Inspiré
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parte de la tensión retenida. A los pies de Judas di gracias a Dios,
sintiéndome terriblemente culpable de mi alivio.

Cuando descolgaron el cuerpo de la cruz, nos permitieron lle-


varlo hasta un sepulcro. De repente, ya no teníamos vigilancia. Nos
dejaban libres otra vez, como si ya no representáramos ninguna ame-
naza. Era evidente que poco podíamos hacer nosotros: un hombre
joven y dos mujeres que acaban de perder a un ser muy querido.
Nuestro aspecto lastimero debió de convencerles de que no íbamos
a emprender ninguna acción en contra de nadie, porque ahora tenía-
mos que ocuparnos de él y de nuestro dolor.

Con la ayuda de un porteador, llevamos el cuerpo hasta el lugar


donde lo ungiríamos y lo prepararíamos para entregarlo a Dios y des-
pedirnos de él para siempre. La palabra disimula se repetía como un

69
eco en mi mente, mientras la confusión y la amargura pugnaban por
apoderarse de mí. ¿Qué había pasado realmente? ¿Por qué era Judas
el que estaba allí y no, Jesús? ¡¿Dónde estaba Jesús?! ¿Estaba vivo?

Una danza loca de preguntas sin respuesta me atosigaban sin ce-


sar, pero yo avanzaba como una autómata, mostrando únicamente mi
congoja. Cuando nos quedamos solos en el sepulcro, María, Juan y yo
nos miramos en silencio, buscando en nuestros ojos la señal que nos
indicara que ya no teníamos que disimular más. Juan dijo: Espera, con
un gesto de la mano, y salió para comprobar que realmente se habían
ido. Ni curiosos, ni romanos que pudieran darse cuenta de la verdad.

—Todo desierto —dijo, al entrar otra vez—. Parece que nadie se


interesa ya por él.

—Seguramente tienen miedo —dije yo, sorprendiéndome del


sonido entrecortado de mi voz. Llevaba tanto tiempo llorando y
sin hablar que tuve que carraspear para poder hablar con norma-
lidad—. ¿Y ahora qué?

Lo pregunté dirigiéndome a Juan, que parecía el más entero


de los tres.

—Ahora hay que seguir el protocolo. Nos ocuparemos del cuer-


po y lo acompañaremos durante unos días. Nadie debe saber que
no es él. Esperaremos instrucciones. Estoy seguro de que llegarán.

³¢$TXpWHUHÀHUHV"³SUHJXQWpFRQHODOPDHQYLOR

—Él vendrá —sentenció con tanta seguridad que yo misma


me convencí de que estaba en lo cierto.

—¿Y si no viene? —preguntó María, acercándose lentamente


al cuerpo de Judas.

—Vendrá, madre. Vendrá.

70
Juan se acercó a ella para abrazarla por la espalda, mientras
María pasaba la mano suavemente por el brazo de Judas.

—Tengo que decírselo a su padre —murmuró con tristeza.

³1R³-XDQVHPRVWUDEDÀUPHRWUDYH]³1DGLHSXHGHVD-
berlo. Si corre la noticia de que no es él, saldrán de nuevo en su
EXVFD\HVWDYH]VHDVHJXUDUiQGHTXHFUXFLÀFDQDODXWpQWLFR

—Aún no comprendo cómo ha podido suceder… —dijo ella,


peinando a Judas con la mano.

Yo me acerqué un poco y la tomé del brazo.

—Se parecía mucho a él. Recuerda cómo los confundía la gente. A


él le encantaba. Creo que solo le vi sonreír cuando representaba el papel
de Jesús.

María suspiró. Sin mirarme dijo:

—Eran hermanos, ¿lo sabías?

Asentí y ella continúo:

—Nunca hubiera imaginado que esto acabaría así. ¿Qué habrá pa-
sado?

—Nos lo contará él cuando regrese, madre. Ahora ocupémonos de


Judas. Hagamos todo lo que haríamos si se tratara de Jesús. Nadie debe
darse cuenta. Voy a buscar las cosas que necesitamos. Quedaos aquí.
Ahora vuelvo.

—Ten cuidado, hijo.

Juan le sonrió desde la puerta del sepulcro, con tanta dulzura que yo
me emocioné.

71
Al quedarme sola junto a la madre de Jesús me sentí un poco extraña.
Nunca habíamos conversado demasiado. Manteníamos una distancia
respetuosa y cordial, pero ahora, todas las barreras habían caído. La des-
gracia nos unía por primera vez.

—¿Puedo darte un abrazo? —pregunté, conmovida por su aspecto


cansado.

Ella asintió con una sonrisa afable y me abrió los brazos. Sentí tanto
amor de repente, por aquella mujer serena y reservada, que fue como si
mi corazón se abriera de golpe otra vez. Entre sus brazos volví a llorar,
sintiendo una extraña felicidad que me embargaba; como si, por primera
vez, experimentara el abrazo de una madre.

—Gracias —murmuré, aún pegada a ella, como la niña que no


quiere soltar a su mamá.

Ella me acaricio el pelo y susurró:

—Ahora somos tu familia.

Sé que Jesús tenía una gran complicidad con su madre, pero me


sorprendí un poco al descubrir que le había hablado de mi vida.
Sentí vergüenza y me aparté, para secarme las lágrimas. Como si
me intuyera, ella añadió:

—Eres una buena mujer para mi hijo. Tienes un gran corazón.

Y entonces volví a abrazarme a ella, llorando hasta que me desaho-


gué.

Juan regresó con todo lo necesario para la unción y también con


algunas noticias. Al parecer, la vida volvía a su cauce en Jerusalén.

72
Los vecinos regresaban a sus quehaceres, comentando los detalles
GHODFRQWHFLPLHQWRFRPRVLVHKXELHUDWUDWDGRGHXQDÀHVWD

—¿Cómo podían adorarlo yOXHJRFUXFLÀFDUORVLQPiV"³SUH-


JXQWyLQGLJQDGR\\RPHDOHJUpGHTXHSRUÀQGLHUDULHQGDVXHOWD
a alguna emoción. Hasta el momento se había contenido demasiado.

—No han sido ellos —corrigió María.

—¡Bueno, pero ellos han aplaudido y han gritado cosas


innombrables! ¿Cómo es posible!? No lo hubiera imaginado nunca.

—¿Has avisado a los demás? —le preguntó su madre, cambiando


de tema, seguramente con la intención de que no se alterase más.

—¡No, claro que no! —exclamó, todavía enfadado—. Ya os dije


que no debe saberse.

—Pero tienen derecho a saberlo —protesté.

—¡No! —gritó él más fuerte. Luego bajó la voz para añadir—:


No sabemos hasta qué punto serán leales. El miedo es muy traicio-
nero. Ahora mismo, la mitad ha huido y los otros están escondidos.
Muertos de miedo. Es normal, pero no podemos arriesgarnos. Ya
lo decidirá él, cuando llegue.

Se me encogió el estómago al oír aquello y pregunté con la voz


muy pequeña:

—¿Estás seguro de que volverá? Ni siquiera sabemos a dónde


ha ido, ni si está vivo…

—¡Está vivo, María! No lo dudes ni un momento. Jeshuá no es


un hombre común, ya lo sabes. No sabemos lo que ha pasado, pero
estoy seguro de que, en estos momentos, él estará tan indignado
como yo ahora. Mucho más, seguramente. Indignado y triste. Ama-

73
ba mucho a Judas. Sentía por él algo especial. Se conocieron antes
de que empezara todo esto.

—Lo sé, me lo contó —murmuré, sobrecogida, imaginando el


GRORUTXHVHQWLUtD-HV~VDOHQWHUDUVHGHTXHKDEtDQFUXFLÀFDGRD-XGDV

—Ahora tenemos que ser listos, mantener la cabeza fría. Él ven-


drá. Mientras tanto ocupémonos de Judas. Hagámoslo como si se
tratara de él. Nadie debe sospechar. ¿De acuerdo?

Asentimos, mirando con tristeza el cuerpo inerte que yacía so-


bre la losa del sepulcro. Por primera vez sentí una oleada de com-
pasión hacia él. Durante mucho tiempo me había visto acosada
por su mirada exigente y enfadada, sintiéndome muy pequeña
en su presencia, agobiada por la batalla silenciosa que él había
emprendido contra mí. Pero ahora, de repente, todo aquello se
transformaba en compasión. Con lágrimas en los ojos me acer-
qué a él y dije:

—Gracias.

María también se acercó y murmuró:

—Yo también le di las gracias. Cuando estaba en la cruz y ago-


nizaba. No pude reprimirme. Me salió así. ¡Gracias!, dije llorando y
postrándome a sus pies.

Ahora, las dos llorábamos, cogidas de la mano. Ella añadió:

—¿Y sabes lo que me contestó con un hilo de voz?

—¿Qué?

—Que se lo había pedido Dios.

Un escalofrío me recorrió.

74
—A lo mejor deliraba —apuntó Juan a nuestra espalda,
mientras preparaba el material para la unción—. Dios no puede
pedir eso.

—¿Quién sabe? —siguió ella—. Él lo dijo convencido. A lo


mejor tuvo una alucinación o a lo mejor Dios se lo pidió realmente,
porque Jeshuá no tenía que morir.

Mientras ellos debatían, yo me quedé dándole vueltas a aquello.


Así que el propio Judas se había ofrecido voluntario para que lo
FUXFLÀFDUDQ HQ VX OXJDU« /D UHÁH[LyQ PH HUL]ó la piel. ¿Puede
alguien que muestra tanto encono hacia otra persona tener un
corazón tan grande? ¿Había en él tanta bondad? Desde luego había
que ser muy valiente para hacer algo así.

Debí decirlo en voz alta, porque Juan añadió:

—Valiente y arrojado. Hay que sentir un gran amor por la per-


sona a la que vas a salvar, con tu propia vida.

Los tres nos quedamos en silencio un momento, pensando en


lo que acababa de decir. De repente, Judas ya no era el ser odioso
que me despreciaba, sino el salvador de Jesús. Mi mente, aturdida,
empezaba a recolocar las piezas.

—Sea como sea —dijo María—tenemos que agradecérselo.


Judas ha entregado su vida y se ha expuesto a un terrible su-
frimiento para salvar a Jeshuá, y eso solo puede ser un acto de
amor.

Asentimos, en silencio aún. En mi interior nació un profundo


gracias al hombre que yacía sin vida ante mí.

75
Al cumplirse el tercer día de la muerte de Judas lo preparamos
todo para enterrarlo. Aunque lo habitual hubiera sido cubrir su
cuerpo con un lienzo y sellar el sepulcro con la losa, Juan nos con-
venció para que lo sacáramos de allí. Era mejor que no quedasen
pruebas de lo que había pasado. Si lo sacábamos de madrugada y lo
enterrábamos, nunca nadie lo sabría.

—Jeshuá me dijo que, en algunos lugares, la gente entierra a


sus seres queridos cuando han fallecido. Le devuelven el cuerpo a
la tierra, como una especie de ofrenda de despedida. Lo haremos
así —dijo con tristeza.

Había esperado que fuera Jesús quien resolviera aquel asunto,


pero a la vista de que no aparecía por ningún lado, tuvo que hacerlo
él. Aún así, seguía asegurando que no tardaría en volver.

En su nombre, y como nos había enseñado, dimos gracias a


Dios por todo lo que Judas nos había aportado. Aún dentro del
sepulcro formamos un pequeño círculo, tomándonos de las manos
y entonando en voz baja un decreto de amor y de esperanza, con
el que pedíamos a los ángeles que ayudaran al alma de Judas a en-
contrar la Luz. También solicitamos el amparo de la luz azul para
lo que estábamos a punto de hacer: enterrar a Judas en medio de
la noche y cubrir con una losa un sepulcro vacío. No dejaba de ser
XQDPHQWLUDDXQTXHVLQGXGDMXVWLÀFDGD¢4XpGLUtD-HV~V"

Justo cuando ese pensamiento cruzaba por mi mente, la puerta


se abrió y apareció un hombre encapuchado. Casi me muero del
susto. Me quedé sin respiración, mi corazón se puso a latir como
loco. Creo que mi alma lo comprendió al instante, porque antes de
que la luz de las velas alumbrase su cara, yo ya estaba llorando. Tan
emocionada que apenas me moví. Fue él quien se acercó para abra-
zarme y, una vez más, devolverme la vida entre sus brazos.

76
Recuperar al hombre que has visto morir en la cruz, cuando
todo ha cambiado, puede ser un gran choque para tu mente. El
alma sabe que no importa lo que suceda, porque la conexión per-
manece más allá de los hechos y de las palabras, pero la mente duda,
se confunde y empieza a imaginar cosas extrañas: ¿Dejó Jesús que
Judas muriera en su nombre? ¿Lo planearon juntos? ¿Estaba escon-
GLGRPLHQWUDVORFUXFLÀFDEDQ"

Si aquello era así, desde luego que todo había cambiado, empezando
por el mismo Jesús, de quien nunca hubiera esperado algo semejante.

No me juzgues, por favor, dijeron sus ojos tristes, cuando se po-


saron en los míos, un poco antes de que empezara a contarnos lo
sucedido. Yo recibí aquel mensaje como una bofetada. Era cierto.
Sin darme cuenta estaba juzgándolo. ¿Cómo era posible, si él era la
persona a la que yo más admiraba? Me sentí tan avergonzada que
busqué refugio en el suelo del sepulcro, ocultando en la tierra la
mirada.

Tras un suspiro, él empezó a hablar en voz baja:

—Yo no sabía que esto iba a suceder —dijo, a modo de discul-


pa—. Os lo aseguro.

—Claro que no —intervino Juan en su defensa, con tanta segu-


ridad que yo me sentí aún más indigna.

Jesús le sonrió con amargura y cariño, ofreciéndole una sonrisa


que hubiera deseado para mí. Luego me miró de soslayo y continúo:

—Él dijo que tenía que escapar y me indicó por dónde. Lo


había preparado todo para que saliera a escondidas de Jerusalén.
Días antes había conocido a Jeremías y a sus hijos, la familia ese-
nia que me acogió, ya sabéis. Ellos le ayudaron. Habían venido
para contarme que Sarah murió. Querían compartir conmigo
unos días, porque me consideraban de su familia también, pero

77
Judas los interceptó diciéndoles que tenían que esperar su turno,
porque había muchas personas que querían verme en privado.
Bueno, ya sabéis como era…

Al decir eso se detuvo, con lágrimas en los ojos.

—Creo que tenía celos —prosiguió—. Ellos fueron la causa de


que yo me marchara de Nazaret sin avisarle, la segunda vez.

Jeremías y su familia habían acogido a Jesús como a un hijo des-


de los trece años, cuando sus padres lo llevaron junto a los esenios,
para que lo instruyeran en el conocimiento ancestral que nuestro
pueblo había olvidado. Unos años después, Jesús volvió a Nazaret
y conoció a Judas. Se creó entre ellos un vínculo muy fuerte, más
allá del lazo de sangre que los unía. Cuando Jeremías llegó para pe-
dirle que volviera junto a ellos, Jesús no lo dudó. Llevaba ya algún
tiempo desconectado de sí mismo, entregado a los deseos de Judas
más que a los propios, mientras intentaba convencerlo para que le
presentara a su padre, el padre que tenían en común. Pero Judas se
resistía y pasaba el tiempo. Según me dijo, en esa etapa de su vida,
Jesús llegó a negarse a sí mismo muchas veces, con la intención de
agradar a Judas para que no se apartase de él. Dios envió a Jeremías
para rescatarlo. Eso me dijo, absolutamente convencido, cuando
me lo contó.

—Se sintió abandonado cuando me fui sin despedirme de él —dijo,


mirando hacia el cuerpo que yacía bajo la sábana—. Por eso los trató
así, porque los culpaba. Tal vez fue una pequeña venganza. El caso es
que ellos se quedaron cerca, esperando el turno para verme, y así fue
como Judas pudo pedirles ayuda. Sabía que ellos no me traicionarían.

—¿Y cómo sabía Judas que iban a ir a buscarte, esa misma no-
che? —preguntó Juan, con cierta impaciencia.

Jesús asintió, cabizbajo, tomándose un momento para gestionar


sus emociones. Yo conocía bien ese gesto.

78
—Al parecer —comenzó, con la voz entrecortada— se había
GHMDGRHQJDxDUVLQGDUVHFXHQWDSRUXQLQÀOWUDGR/RVURPDQRV
HQYLDURQDDOJXLHQTXHVHDFHUFyD-XGDVSDUDJDQDUVXFRQÀDQ]D
Le dio de beber, hasta emborracharlo. Judas estaba enfadado con-
migo desde hacía tiempo. Creo que nunca me perdonó por haber-
me marchado de Nazaret. Su enfado se incrementó cuando llegó
María y, luego, fue creciendo poco a poco. Aquel hombre empezó
a hacerle preguntas, mientras él daba rienda suelta a su dolor. Bus-
caba consuelo y comprensión en un desconocido, sin darse cuenta
de que aquel hombre era nuestro enemigo.

Aquella última expresión me sobrecogió. Era la primera vez


que oía a Jesús utilizar esa palabra para referirse a alguien, enemigo...
6LHPSUHDÀUPDEDTXHQRH[LVWtDQORVHQHPLJRVTXHHUDQFUHDFLR-
nes de la mente, atrapada en el miedo y el rencor. ¿Hasta qué punto
aquella experiencia le había cambiado?

¿Sigues dudando de mí?, me preguntaron sus ojos tristes, y


yo sentí que se me encogía el corazón. ¿Cómo era posible que
estuviese sucediéndome aquello? A lo mejor, la que había cambia-
GRHUD\R«1RWXYHWLHPSRGHSURIXQGL]DUHQDTXHOODUHÁH[LyQ
porque él prosiguió:

—Le contó a ese hombre todo: dónde acampábamos, dónde


íbamos a cenar esa noche, adónde acudía yo para meditar y equili-
brarme. Sin duda se dejó llevar por la amargura...

—Y por la envidia —apuntó María, que hablaba por primera


vez—. Judas quería ser como tú, o mejor dicho: tú. Eso estaba
claro. No había más que verle, representando una y otra vez tu
papel, siempre que podía. Ya sabes que le encantaba hacerse pasar
por ti, cuando lo confundían contigo.

—Sí… Le dije más de una vez que no lo hiciese, que aquello


era un engaño, pero no me hacía caso. No sé, bueno… Al parecer,
cuando se dio cuenta de que me había traicionado se arrepintió. Eso

79
lo vi en la cena. Percibí sus emociones encontradas. Vi cómo le
contaba a un desconocido cosas que no debía contar. Por eso me
fui de allí tan bruscamente, porque no pude soportar el dolor que
me causó la visión —dijo aquello mirándome a mí, y añadió—:
Siento mucho lo que te dije, María. No sé qué me pasó. Me volví
loco de dolor.

En sus palabras había dulzura, y aquello me reconfortó. Aún


continuaba prisionera de la culpa y de la confusión.

—Judas fue en busca de los esenios, cuando se dio cuenta de lo


que había hecho. No sé cómo supo que iban a venir a buscarme a
Getsemaní. Solo sé que apareció allí, desencajado, apremiándome
SDUDTXHHVFDSDUDFRQUDSLGH]$OSULQFLSLR\RQRPHÀDEDSHUR
no sé, había algo en sus ojos que me convenció. Cuando oí que los
romanos se acercaban eché a correr por la ladera del monte, por
dónde él me indicaba. Dijo: ¡Corre! Yo me ocupo de distraerlos, y yo le
KLFHFDVRSRUTXHKDEtDYLVWRODLPDJHQGHPLFUXFLÀ[LyQ\HVWDED
aterrado. No me siento orgulloso en absoluto. No podía pensar, el
miedo me atrapó…

Se calló porqué lloraba, mostrando la evidencia de una emoción


que aún no había conseguido gestionar. Parecía un niño pequeño
carente de consuelo. Nunca le había visto así, al menos no, en los
últimos tres años. Tal vez sí, en Nazaret, cuando éramos niños y él
compartía conmigo sus tribulaciones.

¿Me conmoví? Aún no lo sé. Mi lucha interior era demasiado


intensa. Una parte de mí buscaba al gran hombre que había desa-
parecido.

—Los esenios me estaban esperando al pie del monte. Me die-


ron esta túnica y me sacaron de Jerusalén en su carreta, en medio
de la noche, como furtivos que escapan del enemigo.

Otra vez aquella palabra…

80
—Conservo un vago recuerdo de lo que pasó después. Esta-
ba muy aturdido. Dominado por las emociones, no podía pensar.
&XDQGRHVWXYLPRVORVXÀFLHQWHPHQWHOHMRVGH-HUXVDOpQDFDPSD-
mos, para pasar la noche y ellos me contaron lo que había sucedido.

³¢&XiQGR VXSLVWH TXH KDEtDQ FUXFLÀFDGR D -XGDV" ³OH SUH-


guntó Juan.

—Al despertarme, la segunda noche. No sé cuantas horas dor-


mí. Caí rendido. Tal vez dormía para escapar. ¿Quién sabe? Me
atormentaba pensar que había huido y que ese sería el recuerdo
que quedaría de mí. El Mesías había huido. Todo lo dicho caería en
saco roto. Realmente estaba muy confundido. Sabía que tenía que
YROYHUSHURVLYROYtDPHFUXFLÀFDUtDQ«

—Difícil elección —murmuro Juan, ensimismado, tal vez po-


niéndose en su lugar para entenderlo.

Intenté hacer lo mismo, pero Jesús continúo:

³&XDQGRHOKLMRGH-HUHPtDVPHGLMRTXHORKDEtDQFUXFLÀFDGRD
él en mi lugar, casi me vuelvo loco. ¡Qué desesperación! Me desgarré
por dentro. No podéis imaginar…

Se echó a llorar sobre sus manos. María se acercó a él para abra-


zarlo y Juan dijo:

—Tranquilo, hermano.

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convirtiendo en una estatua de sal, como le pasó a Salomé cuando
miró hacia atrás? No lo sabía, pero la sensación me aterraba. ¿Cuál
sería ahora mi papel en aquella historia?

81
Jesús tomó mi mano cuando nos marchamos de allí, tras ocul-
tar las señales de una mentira que no habíamos creado nosotros,
pero que mantendríamos por prudencia. De lo contrario, el sacri-
ÀFLRGH-XGDVQRKDEUtDVHUYLGRSDUDQDGD\HOVLJXLHQWHFUXFLÀ-
cado sería Jesús.

El contacto con su piel me reconfortó, a pesar de las dudas que


D~QÁRWDEDQHQPLFDEH]DFRPRSHFHVVLQYLGDTXHVHQHJDEDQD
desaparecer. Estaba aturdida, aletargada; ni yo misma me recono-
cía. Él lo percibió, pero no dijo nada. Simplemente caminó a mi
lado, en silencio. Acogidos por el amparo de la noche nos dirigimos
a casa de la familia que alojaba a María, amigos de su infancia en
Nazaret que ahora nos ayudarían a los tres. Ella estaba segura de
su lealtad y de que nos darían cobijo durante unos días, hasta que
abandonásemos para siempre Jerusalén.

Atrás quedaba el cuerpo de Judas, enterrado en un lugar don-


de nadie lo encontraría, oculta su identidad y oculta la mentira,
para que su hazaña no cayera en saco roto y Jesús pudiera conser-
var la vida. No imaginábamos, ni por un momento, lo que aquello
representaría.

Una vez instalados en una habitación pequeña y sin ventanas,


un lugar ideal para ocultarnos de la ciudad cuando despertara, Jesús
pidió a Juan que lo llevara junto a los chicos que se escondían a las
afueras de Jerusalén. De lo contrario hubiera tenido que esperar
hasta la noche siguiente y no había tiempo que perder.

—Necesito que sepan la verdad —dijo, con tristeza.

—Es arriesgado —objetó Juan.

3HURpOVHHPSHxyDÀUPDQGR

—No podemos dejar que todo se acabe así. Además, tengo que
encargarles algo.

82
Nos quedamos solas, María y yo, en aquella pequeña habitación,
nuestro refugio, vencidas por el agotamiento y sin poder dormir.
El cuerpo no obedece a las órdenes de la mente, cuando esta se
halla muy angustiada. Por mucho que lo intenté, di vueltas y vueltas
en mi jubón sin conciliar el sueño. Al igual que mi organismo, me
encontraba dividida. Quería sentir una cosa, pero sentía otra bien
distinta, y aquello me atormentaba. Además, la inquietud de saber
que podían descubrirlos, a pesar del amparo de la noche que les
protegía, me ponía aún más nerviosa. ¡Qué extraña mezcla de emo-
ciones y pensamientos aciagos! Aquello estaba agotándome mucho
más que el cansancio de todo el día.

Jesús había regresado, le había recuperado. No había motivos


para sufrir tanto. Pero yo sufría, buscando en mis recuerdos al
hombre fuerte, seguro, valiente y sabio que había desaparecido. La
vida me había devuelto a alguien que mostraba una gran debilidad,
una persona que había perdido sus cimientos, y mi mente se
oponía. Digo mi mente, porque estaba segura de que mi alma
no tenía dudas; de ahí, mi dicotomía. Una mujer dividida inte-
riormente no era lo que necesitaba un hombre que había perdi-
do sus cimientos, y eso también me angustiaba. Con semejante
confusión daba vueltas y más vueltas, hasta que María me dijo:

—No intentes dormir, si no puedes. Es peor.

Me sorprendió su voz tranquila, en medio de la oscuridad.


Creía que ella sí dormía.

—Yo tampoco puedo dormir —aclaró—, pero pienso en cosas agra-


dables. Me lo enseñó Jeshuá, cuando era pequeño. Así alejas a las sombras,
mami, me decía. A ellas no les gustan los pensamientos bonitos. Era tan listo…

Conectar con la infancia de Jesús, a través del recuerdo de su madre,


me alivió un poco. ¡Qué fácil resultaba todo cuando éramos niños!

—¿Por qué estás tan inquieta? ¿Te preocupa que no vuelva?

83
La pregunta me pilló por sorpresa. ¿Qué podía responderle?, ¿que
estaba dudando de su hijo? No, desde luego. Como no quería mentir
suspiré, sin decir nada, y ella interpretó que yo asentía.

—A mí también me preocupa, pero intento distraerme pensando en


otras cosas. Si no, me pondría tan nerviosa que saldría a buscarlo ahora
mismo. No es fácil ser la madre de alguien como él, ¿sabes? Tienes que
recordar a menudo que no te pertenece, aunque sea tu hijo.

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que recordaba, posiblemente escenas de momentos difíciles, porque en-
seguida dijo:

—Bueno, basta, que nos dejamos atrapar otra vez por la preocupa-
ción. Venga, cuéntame algo bonito que te haya sucedido últimamente.
Vamos a cambiar la energía, como dice él.

Algo bonito… Lo único en lo que yo podía pensar, en ese


momento, era en lo que ella había dicho: no es fácil ser la madre
de alguien como él. Tampoco lo era ser su compañera, compartirlo
con tantas personas, saber que nunca le tendría por completo,
porque él pertenecía al mundo y estaba entregado a su misión de
vida. En ocasiones, aquello me había hecho sentir muy pequeña,
como si mi función fuera, únicamente, ayudarle a cumplir la
suya. Nunca me había dado cuenta, hasta ese momento. María
me apremió:

—Venga, nena. Te has quedado muda.

—Disculpa, estoy todavía un poco aturdida. Ha pasado todo


muy deprisa.

—Sí, es verdad. Pero lo importante es que lo tenemos con no-


sotros. Si hubiera sido él…

Dijo eso y se quedó callada, mientras un escalofrío recorría mi

84
piel. Si hubiera sido él, yo estaría destrozada, hundida en la desola-
ción, y desesperada, eso seguro. Qué complicado es el carácter hu-
mano, algunas veces. No le había perdido y, precisamente por eso,
algo se había quebrado dentro de mí. ¿Qué nos depararía la vida a
partir de ese momento? ¿Cómo continuaría nuestra historia? No lo
sabía. El futuro se mostraba ahora realmente incierto.

85
Abandonamos Jerusalén a plena luz del día, María, Jesús y yo
en un carro tirado por una mula. Él iba disfrazado de mujer, con
la cabeza y la cara cubiertas por un velo. Atrás dejábamos a Juan
con el encargo de organizarlo todo, para que los chicos que no
se habían marchado se convirtiesen en emisores del mensaje que
Jesús nos había transmitido. Ellos serían el ejemplo viviente de las
enseñanzas que él dejó. Predicarían con el ejemplo y también con la
palabra, para que lo aprendido en aquellos tres años llegara lo más
lejos posible, a cuantos más, mejor.

Eso es lo que dijo Juan al despedirnos, que él se encargaría de que


llegara a cuantos más, mejor, y Jesús le había sonreído con tristeza,
repitiéndole una vez más que prefería que viniera con nosotros. Pero
Juan estaba decidido a hacerse cargo de aquel legado, a continuar la
obra que él empezó. Jesús había encargado a Pedro que sostuviese
unido al grupo que quedaba, porque con su noble corazón y con su
fortaleza poseía las cualidades apropiadas para liderar; pero Juan se
había ofrecido voluntario para ayudar, y ciertamente sus cualidades
organizativas eran necesarias en aquella empresa que estaban a punto
de iniciar: encargarse de que el mensaje se extendiera por el mundo,
venciendo al miedo y a las resistencias internas que aconsejaban pru-
dencia y discreción. Realmente aquellos hombres que no se habían
marchado eran valientes, muy valientes. Aunque ya nadie buscaba al
0HVtDVSDUDFUXFLÀFDUORQLDVXVVHJXLGRUHVSDUDLQWHUURJDUORVQRVH
sabía cómo reaccionarían los romanos ante la noticia de que un gru-
po de hombres seguía predicando lo que él nos enseñó.

A las puertas de Jerusalén oímos con claridad la exclamación


que, a lo lejos, alguien emitió:

87
—¡El Mesías ha resucitado!

Instintivamente, yo espoleé a la mula para que fuera más depri-


sa. Los tres nos miramos con asombro y preocupación.

—Sebastián creyó que había resucitado —dijo Jesús, visi-


blemente afectado—. Me parece que Juan les ha sugerido que
difundan eso. Me dijo que pensarían en algo impactante para
comenzar.

—No —objetó María— tu hermano no dice mentiras. Debe de


haber sido otro. Él, no.

—Tal vez —aceptó Jesús, cabizbajo.

Resultaba tan extraño verlo disfrazado de mujer... Ahora, ade-


más, su energía estaba tan apagada, que costaba mucho conectar
con él.

—En realidad es lo mejor —me atreví a decir, para animarlo un


poco—. Si creen que has resucitado, todo lo que has dicho en estos
tres años tendrá más credibilidad.

—No te entiendo —dijo él, muy serio.

—Quiero decir que, al morir en la cruz, tu mensaje perdió mu-


cha fuerza para los que te idolatraban. Pero ahora, si creen que has
UHVXFLWDGRYROYHUiQDFRQÀDUHQWL

Sus ojos se clavaron en los míos casi con violencia.

—Eso es una gran mentira, María, y yo nunca he basado mi


ejemplo en la mentira.

Fueron tan tajantes sus palabras que ni su madre ni yo abrimos


la boca durante un rato. Finalmente, ella habló:

88
—Es una mentira que no has dicho tú y que tal vez te resulte
EHQHÀFLRVD-HVKXi7DPSRFRHUHVUHVSRQVDEOHGHTXHVHPDQWHQ-
ga o no, porque no puedes hacer nada para evitar que se difunda.

—A lo mejor sí que podría —respondió, algo más calmado.

—¿Ah, sí? ¿Cómo?

Se notaba que aquella respuesta, a su madre no le había gusta-


do. Jesús no respondió y se escondió en sí mismo. Era evidente
que estaba enfadado. Con la situación, con nosotras, con el mun-
do y, probablemente, consigo mismo. A pesar de mis dudas, yo
le conocía bien y sabía que Jesús estaba manteniendo una lucha
interna muy potente, durante aquellos días. Las cosas no habían
resultado como él pensaba que sucederían y ahora tenía que acep-
tar los designios del destino.

Igual que yo, que de repente volvía a encontrarme sola con-


migo misma, a pesar de su compañía y de la de María. Ella era
SDFLHQWH\FDULxRVDFRQPLJRQXHVWUDFRQÀDQ]DFUHFtDSHUR\RQR
podía hablarle de lo que estaba sucediéndome, porque a ella no le
gustaría que dudara de su hijo. Él, que antes cuidaba de mí y me
trataba con dulzura, apenas tenía fuerzas para cuidar de sí mismo.
El hombre fuerte y seguro, que todo lo podía, había desapare-
cido, y yo me encontraba desamparada y sin rumbo, dándome
cuenta de que, otra vez, me sentía sola frente al mundo. Sola con
mis emociones encontradas. Nadie a quien recurrir, para que me
ayudara a superarlas.

No me di cuenta de lo que estaba sucediendo hasta que cayó


la noche y paramos para acampar. Cuando llegó la hora de decidir
dónde y cómo, Jesús seguía escondido dentro de sí mismo, sin
apenas hablar. Su madre me dijo:

—Nena, esto tenemos que hacerlo nosotras. Él ahora nos ne-


cesita más que nunca.

89
Entonces lo comprendí. Fue como una revelación repentina.
Mi mente se llenó de claridad. Aquella era una oportunidad mara-
villosa para demostrarme a mí misma que yo podía, que yo sabía,
que no necesitaba que nadie me salvara, porque era yo mi salva-
dora, una mujer fuerte y capaz. Muchas veces, Jesús me lo había
insinuado, cuando ni siquiera imaginábamos lo que iba a pasar.

—María —me decía—, eres más fuerte de lo que te atreves a


pensar. Cree en ti misma.

Pero yo me negaba, riéndome de la ocurrencia y repitiéndole


que mi vida solo tenía sentido junto a él. Él era mi luz y mi norte.
(O UXPER TXH PH SHUPLWtD DYDQ]DU FRQ FRQÀDQ]D \ YROXQWDG
Siempre se enfadaba un poco, cuando le decía eso.

—Que no, María, que así, no. No me necesitas. Puedes abrirte


camino perfectamente sin mí. No me idolatres, por favor. Yo soy
un hombre como los demás.

Y yo seguía riéndome y negándolo, hasta que él repetía aquella


frase que yo no podía soportar:

—Tú no me necesitas, ni tampoco yo te necesito. El amor no


puede basarse en la necesidad.

¡Cuánto me dolía oírle decir aquello! Se encendía un fuego en mi in-


terior. Quería gritar y huir. Como él se daba cuenta, añadía con dulzura:

—Ya lo sabes. El amor entre un hombre y una mujer debe ba-


sarse en el equilibrio. He visto muchas familias presas de la men-
tira, y la causa siempre es la misma: que falta el equilibrio entre
los dos. Sucede cuando uno de ellos cree que es inferior al otro o
que no puede vivir sin él o cuando lo envidia por sus cualidades,
pensando que esas cualidades no están también en él. ¡Eso no es
amor! Es dependencia ³H[FODPDEDFRQSDVLyQ\\RDVHQWtDÀQ-
giendo que comprendía, pero en realidad no comprendía.

90
No lo hice hasta ese momento. Él ahora nos necesita más
que nunca, había dicho su madre, y la claridad se abrió en mí.
De ahí procedía mi confusión interna y, también, todos los
juicios que estaba emitiendo. Cuando dejó de ser el hombre
fuerte, seguro e íntegro que me sostenía, o en el que yo me
apoyaba, mi confianza en él se tambaleó. Pero en realidad, lo
que se tambaleaba era mi confianza en mí, mostrándome el va-
cío interno que yo estaba llenando con él. Como no confiaba
en mí, ni me amaba suficiente, había depositado en Jesús todas
mis expectativas, creyendo que él era mi salvador, que sin él no
podría seguir.

Mientras ayudaba a María a prepararlo todo, para pasar la no-


che, iba desarrollándose en mi cabeza un largo discurso interior:
me reprochaba, me sorprendía, me daba cuenta de cuántas veces
le había cedido mi poder al hombre que amaba, creyendo que
aquello era un auténtico gesto de amor hacia él, cuando en reali-
dad era un tremendo gesto de desamor hacia mí misma.

-HV~V¢TXpKDJR"¿cóPRORKDJR"'LPHTXpSXHGRKDFHU7~VDEHVPiV
TXH\R7~HUHVYDOLHQWH\FDSD]\RVR\PX\WRUSH-HV~VTXpJUDQGHHUHV0H
VLHQWRWDQSRFDFRVDMXQWRDWL-HV~VQRPHGHMHVQXQFDSRUIDYRUVLQWLQR
podré vivir… Todo eso y mucho más, en forma de pensamientos,
palabras y actitudes, sostenidas durante tres años. ¡Madre mía!
¡Tres años! Y en ningún momento, él me había despreciado ni se
había alejado. Por el contrario permaneció a mi lado, apostando
por mí, recordándome constantemente lo grande, hermosa y di-
vina que yo era. Dios mío…

No pude reprimirme y corrí hacia él, que esperaba cabizbajo


a que acabáramos de prepararlo todo; apoyada la espalda contra
un árbol, la mirada perdida en algún abismo interno. Me eché en
su regazo, lo abracé.

—Perdóname —dije, llorando, y sentí su mano acariciando


mis cabellos con dulzura, con inmenso amor.

91
—Todo está bien —murmuró.

Aunque la voz se le quebró en la última palabra, yo sentí que sí,


TXHDKRUDSRUÀQWRGRHVWDEDELHQ

Es necesario el equilibrio interior para hallar el equilibrio con


los demás. Las relaciones de pareja son una buena muestra de
la vida interior de sus componentes. Ambos buscan en el otro
lo que no se dan a sí mismos, y se enfadan cuando no lo tienen,
porque el otro no se lo da. Amar dista mucho de exigir, juzgar o
criticar, pero es habitual que uno lo haga cuando cree que el otro
es el responsable de su propio dolor. Para que la relación sea au-
téntica y sincera es necesario que ambos se atrevan a mirar hacia
adentro, para buscar el origen de la insatisfacción. Quizás aquello
que te exijo a ti, para que seas perfecto, es exactamente lo que no
me doy a mí.

Esa actitud garantiza la armonía en la convivencia y también la


evolución. Amar no es lo mismo que juzgar. Cuando juzgo exijo
algo diferente de lo que es, y esa exigencia está basada en mi propio
vacío, que procede de mis creencias. Creo que las cosas deben ser
como yo creo que deben ser, y si no lo son, me enfado y critico, exi-
jo y recrimino, para que el otro se dé cuenta de lo equivocado que
está. Pero ¿dónde está el baremo que determina ese error? Tal vez,
lo que para mí es erróneo para el otro es correcto. Si yo le digo que
no lo es, el enfado está servido. No solo me sitúo en una posición
de superioridad sino que, además, le indico que su manera de ser
no me gusta. Es así como hiero su sensibilidad sin querer. El dolor,
entonces, lo confunde todo.

3DUDTXHHQXQDUHODFLyQGHSDUHMDÁX\DHODPRUFRQDUPRQtD\
respeto, es necesaria la comprensión. Ambos componentes deben
predisponerse a comprender al otro siempre; y no, a atacarlo por

92
estar equivocado. Profundizar en el propio abismo ayuda a com-
prenderse a uno mismo y también a ser humilde, para reconocer
FXiOHVPLUHVSRQVDELOLGDGHQHOFRQÁLFWR/DDFWLWXGGHDWDTXH\GH
reproche crea separación y dolor.

Construir una vida en común es una gran oportunidad de evo-


lución. Para que esa evolución se produzca es necesario que ambos
se comprometan con ella, viendo siempre al otro como a un aliado;
no, como a un contrincante o como una amenaza. El amor no pue-
GHÁXLUOLEUHPHQWHHQXQDEDWDOOD(VQHFHVDULDODSD]SDUDSRGHU
hablar. Hablar desde el corazón; y no, desde el ego herido o desde
el ego que se siente superior porque posee la verdad. Cuando el
ego cree eso último, la persona se convierte en justiciera y aplica su
justicia sin piedad.

Amar dista mucho de juzgar. Para que llegue la cohesión entre


dos seres, ambos deben aceptar su humanidad. No existe una única
perfección, porque la vida se desarrolla a través de millones de ma-
tices de perfección. Todos ellos son expresiones de una búsqueda
interior, formas diversas con las que cada uno se va abriendo cami-
no, hasta encontrar su propio equilibrio.

Si amamos a alguien no debemos juzgar su proceso, ni exigirle


que avance del modo en que yo creo correcto. Tampoco debemos
enfadarnos con él cuando hace uso de su poder creador y, en su
SURSLDE~VTXHGDPDQLÀHVWDRVFXULGDGHQYH]GHOX]/RPiVDPR-
roso sería respirar antes de reaccionar, abandonar las trincheras que
inmediatamente crea la mente, situarse en la perspectiva del alma:
somos seres de luz en constante evolución y aprendizaje y, a algu-
nos, unas pruebas les cuestan más que a otros. Comprender que,
tal vez, ha vuelto a estancarse en esa prueba que no logra superar y
que la mejor manera de ayudarle a salir de ella no es, desde luego,
recriminarle lo mal que lo está haciendo; sino, tal vez, simplemente,
acompañarlo con mirada serena, paciencia y amor. Eso cuesta mu-
cho cuando uno, previamente, no ha hecho un trabajo interno de
aceptación de la propia sombra: reconocer la oscuridad que habita

93
en mí, abrazarla y amarla, para poder hacer lo mismo con la oscu-
ridad que habita en ti.

Al igual que no puedo arrancarme mi sombra, no puedo hacer


que el otro se la quite sin más. En cambio, sí puedo ayudarle a acep-
tarla, restándole importancia, mostrándole que yo le acepto tal cual
es. Sin críticas, sin juicios, sin reproches, sin ataques y sin defensas.
¿Por qué voy a defenderme de ti, si eres el ser al que más amo? Eso
sería una buena pregunta para comenzar a cambiar el enfoque.

Jesús y yo nos amamos esa noche por primera vez. Cuando aca-
bamos de cenar y su madre dijo que se iba a dormir, él me tomó de
la mano y propuso:

—Demos un paseo.

Bajo la luna llena podíamos apreciar con facilidad las variaciones


del terreno. A nuestro paso, los grillos se callaban y volvían a cantar
cuando nos alejábamos.

—Me entristece verte así —le dije, cuando nos adentrábamos


en un pequeño bosque.

Él suspiró, sin responder. Se sentó junto a un árbol.

—Ven a mi lado.

Yo le seguí y apoyé mi espalda en su vientre. Desde donde está-


bamos podía contemplarse la luna que brillaba con fuerza.

—¿Sabes, María? Hace mucho tiempo que anhelaba estar así.


Solo contigo. Sin responsabilidades ni asuntos que atender. Sin
miradas curiosas ni oídos que pudieran escucharnos.

Yo me estremecí, porque mientras hablaba me acariciaba la cara


suavemente. Sus dedos me rozaron el cuello.

94
³<DKRUDItMDWH³FRQWLQXy³3RUÀQDTXtHQXQOXJDUDSDU-
tado, junto a ti, sin prisas, sin presiones externas, y yo… Ya no soy
el mismo, María.

Le dejé hablar, porque llevaba demasiados días en silencio, en-


cerrado en sí mismo, sin compartir con nosotras ninguno de sus
pensamientos.

—Ya no sé quién soy. De repente, todo ha terminado. Así, sin


avisar. ¿Qué se supone que debo hacer ahora? Dios dice que me
adapte, pero yo no me siento capaz. ¿Hacia dónde nos dirigimos?
¿Qué será de nosotros? ¿Qué vamos a hacer?

—Fluir —dije, porque ya no podía contenerme más y porque


me hería profundamente su melancolía—Fluir, como tú mismo
decías. Lo dijiste muchas veces, que cuando uno no sabe hacia dón-
GHGLULJLUVHGHEHÁXLU\GHMDUVHOOHYDUSRUODVVHxDOHVTXHPDUFDUiQ
el rumbo. Fluir con los acontecimientos y adaptarse a los cambios
con serenidad y aceptación, a ser posible, también con alegría. Lo
dijiste tú.

Me había vuelto hacia él para mirarlo de frente, porque el ímpe-


tu que sentía no me permitía continuar dándole la espalda.

—Te brillan los ojos cuando hablas así —dijo él, sonriendo por
primera vez—. Estás preciosa.

Y de repente todo sucedió. Sus manos en mi cara, sus labios en


mis labios. Su hermoso cuerpo atrayéndome hacia él con pasión y,
al mismo tiempo, con dulzura. El beso se prolongó hasta que sus
labios bajaron por mi cuello y yo suspiré, porque me iba a estallar
el corazón. Sentía su respiración entrecortada enardeciéndome aún
PiV\XQÁXMRLQPHQVRGHHQHUJtDUHFRUULpQGRPHODHVSDOGD6XSH
que esta vez no iba a parar. Me lo dijeron sus ojos llenos de luz,
FXDQGRVHGHWXYRXQLQVWDQWHSDUDPLUDUPH6XSHTXHDOÀQQXHV-
tros cuerpos iban a fundirse en uno, tal como nuestras almas habían

95
hecho ya tantas veces, en sueños y cuando estábamos despiertos.
Supe que el momento había llegado y me alegré inmensamente de
que fuera bajo la luz de la luna, al amparo de aquel bosque, en con-
tacto directo con la Tierra, que nos daba la vida. Los dos seguíamos
vivos y nuestro amor era el mayor regalo que poseíamos, ahora que
el destino había virado el rumbo.

Jesús se fundió conmigo, lentamente, mirándome a los ojos con


tanto amor y con tanta ternura que dos lagrimas resbalaron por mis
mejillas hacia el suelo, llevándose con ellas la amargura que había
quedado en mí, tras lo vivido en Jerusalén. Podría decir que sentí
un estallido de luz en el pecho, la expansión del alma, la conexión
completa con mi esencia y con la suya, pero me quedaría corta para
describir el éxtasis que experimenté entre sus brazos. Fue el acto de
amor más puro e intenso que un ser humano es capaz de imaginar.

Nos quedamos allí durante mucho rato, absortos en la energía que


había generado nuestra entrega mutua. Cómplices de amor y de ale-
gría, contra todo pronóstico, después de lo que acabábamos de vivir.

Cuando llegó la hora de volver, Jesús dijo:

—María, me quedaría aquí, abrazado a ti para siempre, pero mi


madre está sola. Debemos regresar.

Yo sabía que tenía razón, pero me resistía a romper la magia de


aquel momento. En cierto modo temía que, al separarnos, él entra-
ra en contacto otra vez con aquella melancolía.

—Un poquito más —supliqué, mimosa.

—Venga, remolona —se reía—. Tenemos toda la vida por de-


lante.

Toda la vida por delante. Qué bien sonaba aquella frase. Toda la
vida por delante. Él y yo, como hombre y mujer, simplemente. Sin

96
observadores, sin intrusos que cuestionaran nuestra unión. La idea
me encantaba.

—Empiezo a ver el lado positivo de todo esto —dije, levantán-


dome con jovialidad.

Él se entristeció un poco, probablemente porque conectó con el


recuerdo de Judas.

—Lo siento —musité.

Se acercó a mí, me estrechó entre sus brazos.

—María, María, María… —dijo, suspirando—. Te amo tanto.


Menos mal que estás conmigo. No hubiera soportado perderte a ti.

Nos entregamos a un nuevo abrazo, lleno de pasión y de anhelo.


Ambos necesitábamos conectar con aquella vibración. La alegría que
emanaba de nuestras almas unidas nos ayudaba a sobrellevar lo suce-
dido y a afrontar con valentía el nuevo reto que nos planteaba la vida.

—A dónde iremos, Jesús —pregunté, sin darme cuenta de que


formulaba la cuestión que a él mismo le inquietaba.

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que hagamos eso.

A partir de aquella noche, Jesús comenzó a recuperarse. Parecía


concentrado en una nueva determinación, como si tuviera un objetivo.

—Vivir la vida, María —me respondía cuando se lo pregunta-


ba—. Vivir la vida. Vamos a disfrutar de lo que nunca pudimos
disfrutar. Mi madre, tú, tú y yo…

97
Me regalaba un intenso abrazo, seguido de una caricia. Yo me
estremecía y me entregaba al momento, deseando que fuera ver-
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curiosas, sin reprobación. Pero, de vez en cuando, el recuerdo de
Judas nublaba nuestra alegría y nos conectaba de nuevo con todo
lo que dejábamos atrás.

—Es mejor no pensarlo —decía María—. Lo mejor, para


soportar una ausencia o una desgracia, es no pensar en ella.

Jesús y yo nos mirábamos sonriendo, admirados de la gran


sabiduría que había ido adquiriendo su madre, a lo largo de
los últimos años de su vida. Años que pasó junto a nosotros,
yendo de acá para allá y escuchando el mensaje de su hijo.

—Te has vuelto muy lista —le decía él, y ella negaba.

—¿Cómo crees que soporté tu ausencia? Pensando en otra cosa.


Es lo mejor que se puede hacer.

Jesús me contó que ella, durante mucho tiempo, se había mos-


trado muy sensible y frágil, casi dependiente de José, pero que aho-
ra él mismo se admiraba del gran cambio que había experimentado.
Parecía segura y decidida. Nada que ver con la mujer de la que se
despidió en Nazaret, años atrás, cuando decidió regresar junto a
los esenios.

—Los años vuelven más fuertes a las personas —decía María,


cuando él se lo comentaba—. Ya llegaréis a mi edad.

Al escuchar eso, yo sentía un escalofrío. Había estado a punto


de perder a Jesús para siempre y que aquella sentencia nunca se
hubiera hecho realidad.

Conforme avanzábamos hacia tierras desconocidas, guiados por


Jesús, que había recorrido aquellos lugares con anterioridad, nues-

98
tra relación se fue consolidando. El vínculo que le unía a él con
nosotras era muy fuerte, pero el que me unió a mí con su madre
fue fortaleciéndose poco a poco. Durante aquellos meses llegué a
sentirme en una auténtica familia, rodeada de amor, comprensión
y respeto. No me importaban las inclemencias del viaje, ni que tu-
viéramos que dormir a la intemperie, en lugares donde el frío agui-
joneaba por la noche. El calor que aquellas dos personas le daban
a mi corazón paliaba su efecto, sanando en mí todas las heridas y
preparándome para un renacer. El renacer de una mujer que era yo
misma, pero que necesitaba resurgir plenamente de las profundida-
des del abismo en el que se había escondido para no volver a sufrir,
para protegerse del mundo.

Empecé a comprender por qué Jesús me había repetido tantas


veces que no le necesitaba, que uno debía sentirse completo en
sí mismo, para tener una relación completa y auténtica con otra
persona. Si te escondes del mundo y creas una coraza alrededor
de tu corazón, por pequeña que sea, no puedes entregarte ple-
namente al amor, y entonces este no puede expandirse en ti ni a
partir de ti.

Aquellos meses viajando junto a Jesús y a María fueron disolvien-


do los restos de mi coraza, dejando mi corazón otra vez al desnu-
do. Llegué a sentir más que nunca en mi vida, especialmente entre
los brazos de Jesús, cuando él y yo nos escapamos a algún bosque
cercano, mientras su madre dormía. Habíamos esperado tanto que
ahora, tras la primera vez, ya no podíamos esperar más. En nuestros
encuentros furtivos bebíamos de la dicha de la vida y nos nutríamos
de amor. Amor profundo. Plenitud absoluta. Él y yo, como uno, en-
tregados al gozo del amor, sintiéndonos los seres más importantes
de la Tierra, para nosotros mismos y para el otro. El amor pleno solo
puede manifestarse en la plenitud interna de cada uno de los indi-
viduos que lo experimentan. Jesús y yo nos amamos muchas veces,
fundiéndonos el uno en el otro y dejándonos acariciar por la vida,
sin preocuparnos de nada más. Nuestras mentes necesitaban aquella
explosión de amor, para dejar atrás el dolor y seguir adelante.

99
Recorrimos la Galia en busca de un lugar donde asentarnos. Él, aún
disfrazado de mujer, por si acaso. El imperio romano se anexionaba
territorios sin cesar y no queríamos arriesgarnos a que algún soldado le
reconociera. Por las noches, en la intimidad, él recuperaba su aspecto
masculino y mi mente se rendía ante su inmensa belleza. Una belleza
que no era solo externa, pero que externamente embriagaba. Jesús era
el hombre más hermoso del mundo. Al menos, eso es lo que yo sentía
al mirarlo. Fueron días preciosos de amor y conexión. Fuimos recu-
perando la alegría poco a poco, dejando atrás el dolor, diciendo adiós
al pasado y abriéndonos a la nueva vida que se nos ofrecía. Recuerdo
DTXHOWLHPSROOHQRGHLQVWDQWHVGHSD]DPRU\FRQÀDQ]D

Finalmente nos asentamos en un pequeño poblado, al que


llegamos después de cruzar el mar durante varios días. Necesitá-
bamos alejarnos de las tierras dominadas por Roma, para librarnos
del riesgo de que Jesús fuera reconocido. Hallamos un lugar donde
la gente hablaba una lengua extraña. Nadie sabía quién era él. La
amenaza de los romanos quedaba muy lejos de allí. Al llegar en pri-
mavera no nos dimos cuenta de la inclemencia del tiempo, que, en
invierno, cubría de nieve aquella tierra. Pero no nos importó cuan-
do cayó la primera nevada, porque la recibimos como un símbolo
de renovación y pureza en nuestra nueva vida.

María murió poco después. Su vitalidad se fue apagando len-


tamente, desde el momento en que nos aposentamos allí, una vez
logrado su objetivo de acompañar a su hijo hasta un lugar seguro.
Enterramos su cuerpo en un valle silencioso, poblado de árboles
que ofrecían pequeñas manzanas llenas de dulzura. Los sonidos de
la naturaleza nos acompañaron durante toda la ceremonia. Algunas
aves se posaron sobre el montículo que formamos sobre su cuerpo
inerte, como señal inequívoca de que su alma se disponía a volar
hacia la Luz. Eso es lo que me dijo Jesús, al mirarlas con los ojos
llenos de lágrimas y el corazón encogido. En los últimos meses la
había visto apagarse, percibiendo lo que pronto pasaría, pero aún
no se sentía preparado para separarse de ella. Había perdido dema-
siadas cosas: personas muy importantes en su vida, lugares a los

100
que, tal vez, ya nunca volvería, su propósito de vida… La muerte de
su madre le conectó de nuevo con la melancolía y su brillo se apagó
otra vez. Fue entonces cuando llegó la noticia.

101
Junto a la entrada de nuestra casa nos sentábamos para recibir el
sol cada mañana, practicando un rito antiguo que Jesús había aprendido
en la comunidad esenia, durante su adolescencia: levantarse con el sol;
conectar el alma a su energía; nutrirse de ella y disponerse a emprender
el nuevo día, con el recuerdo pleno de la luz que nos habita. Ambos
sentíamos que aquello nos fortalecía, que nuestra conexión con Dios se
ampliaba y que afrontábamos las adversidades con más equilibrio. Pero
DTXHOODPDxDQDODWULVWH]DGH-HV~VSRUODPXHUWHGHVXPDGUHDÁRUDED
sin cesar. Lágrimas silenciosas nublaban su conexión con el sol.

³'HMD TXH ÁX\DQ PLV HPRFLRQHV 0DUtD 1R TXLHUDV TXH ODV
reprima.

Me lo había dicho varias veces, al notarme preocupada y pen-


diente de él. Ese día volvió a repetirlo, pero no acabó la frase, por-
que algo llamó su atención en la distancia y se levantó para intentar
GLVWLQJXLUORPHMRU8QDÀJXUDVHDFHUFDED

—Pedro… —murmuró, y yo sentí un escalofrío.

Efectivamente. Ataviado con una túnica blanca que apenas con-


servaba su pureza, probablemente, por las inclemencias de un largo
viaje, Pedro se aproximaba a nuestra casa, apoyando su avance con
un largo callado. Tenía el pelo blanco, la barba blanca y larga, había
envejecido y estaba más delgado, pero aún conservaba la robustez;
VXÀJXUDDQFKD\FDVLGHJLJDQWHVHJXtDVLHQGRODPLVPD

—¡Pedro! —exclamó Jesús, esta vez corriendo hacia él, mientras


\RPHTXHGDEDSHWULÀFDGD

103
Desde la distancia observé cómo se abrazaban y sentí el gozo
que estallaba en el corazón de Jesús, al encontrarse con su ami-
go. Por supuesto que me alegraba, pero una sensación extraña
se apoderaba de mí y me impedía reaccionar. Una sensación que
me avisaba de un peligro cercano, un giro en nuestras vidas que,
una vez más, lo revolvería todo, para conducirnos hacia otro
destino.

Fueron acercándose a mí, dichosos de volver a encontrarse,


compartiendo palabras y muestras de cariño que emanaban alegría,
mientras yo pedía a Dios que fuera clemente conmigo, aunque sa-
bía que a Jesús aquellas peticiones no le gustaban, porque asegu-
raba que Dios siempre lo era y que lo que había que pedir no era
clemencia, sino conexión y equilibrio, para poder afrontar, desde el
alma, cualquier cosa que sucediera.

—Si pides clemencia a Dios es que lo consideras más grande


que tú, más poderoso, y además, lo ves como a un juez que castiga
o condena. Dios es amor, María. Tu alma elige las pruebas del ca-
mino. Solo ella decide, aunque luego tú te olvides de lo que incluis-
te en tu plan de vida.

Eso me decía a menudo y, aunque yo sabía que tenía razón, los


recuerdos de niña y las costumbres adquiridas junto a mi familia,
me llevaban a decirlo más de una vez:

—Alabado sea el Señor, que sea clemente con nosotros


—repetía yo, parafraseando a mi madre.

Que Dios me perdone, decía también, sin darme cuenta, y Jesús


sonreía con paciencia antes de explicarme, una vez más, que
Dios no perdona, porque no tiene que perdonar nada. Dios
permite ser, nos observa con amor, contemplando nuestras
decisiones como actos que proceden de nuestra capacidad de
creación: sin juzgarlos, ni criticarlos y, mucho menos, sin en-
fadarse por ellos.

104
—El que se enfada es el que tiene que perdonar, María —me
aclaraba, mostrándome la lógica que a mí se me escapaba—. El
que respeta y acepta no se enfada y, por lo tanto, no tiene nada que
perdonar, porque comprende que cada uno es como es y avanza
del mejor modo que sabe. Inmersos en la dualidad de la Tierra, las
pruebas son constantes. Todos podemos apartarnos del camino de
la Luz, sin darnos cuenta, pero no por ello somos despreciables.
Bien al contrario, somos humanos en evolución, que descubren
cómo ser amor, cuando todo se complica. Ese es el acertijo que
cada alma ha venido a desentrañar en este planeta: ¿cómo ser amor
en medio de la densidad que atrapa, una y otra vez, al ser humano?
Todos los caminos son opciones viables para descubrirlo. Unos,
más largos y complicados que otros, pero todos aportan oportu-
nidades evolutivas. El alma crece y se expande cuando la conciencia
de la persona le permite mostrar amor y aplica sus soluciones. Por
eso, amada mía, no debes pedir clemencia a Dios, sino serenidad
y equilibrio, para que tu mente no se ofusque ante la adversidad y
pueda escuchar a tu alma. La conexión con tu alma te mostrará la
solución más amorosa en cada caso.

Serenidad y equilibrio era entonces lo que yo necesitaba. Cone-


xión con mi alma, para que me ayudara a sobrellevar aquella sensa-
ción desde el amor y no, desde el miedo.

Mientras Pedro y Jesús se acercaban formulé interiormente un


compromiso conmigo misma: iba a mantener la calma, aunque aquella
visita inesperada hubiese despertado en mí a unos cuantos fantasmas.

Pedro se alegró de verme y debo confesar que mi corazón se


abrió al abrazarlo. Fue instintivo, irracional. Si lo hubiera pensado
no lo habría hecho, porque aún quedaban en mí algunas secuelas
de mi vida en Galilea: tocar a una mujer no estaba bien visto… Las
cosas habían cambiado mucho entre aquellos hombres y yo, desde

105
que nos conocimos, pero mi temor inconsciente me impulsó a se-
pararme de él, bruscamente.

—Yo también me alegro de verte —dijo él, con una sonrisa, y la


tensión desapareció por completo.

Pedro tenía la cualidad de abrazar con la mirada. Estaba lleno de


bondad y de dulzura. Hermoso y corpulento, era un hombre que
no pasaba desapercibido. Llamaba la atención por su tamaño, pero
WDPELpQSRUODHQHUJtDTXHWUDQVPLWtD/RPLUDEDV\FRQÀDEDVHQ
él plenamente. Era algo difícil de explicar. De repente me sentí un
poco culpable, por la sensación que había tenido al verlo llegar. Por
el contrario, Jesús sonreía sin parar. Era evidente que la llegada de
Pedro le había sacado de su congoja. Como un soplo de aire fresco
que despeja, Pedro había disuelto en un instante su tristeza.

—Sentémonos —le dijo—. Tienes muchas cosas que contarme.


¿Qué te ha traído hasta aquí, amigo?

Mientras preparaba el desayuno en nuestra pequeña casita, donde


todo estaba unido —la cocina, la sala donde comíamos y nuestra
cama—, escuché a Pedro suspirar varias veces. La piel se me erizaba
cada vez que lo hacía. Hablaba del destino de algunos de los chicos,
especialmente de aquellos que habían decidido continuar con sus vi-
das, de espaldas a todo lo que habíamos vivido. Aunque se vislum-
braba en él cierto reproche, concluía cada relato con la misma frase:

—Yo lo comprendo, porque es duro.

En su mirada titilaba la tristeza cuando lo decía, como si la de-


cisión de aquellos hombres de seguir su propio rumbo fuese una
pequeña traición.

Jesús lo escuchaba todo con paciencia, suspirando también de


vez en cuando, mientras seguía atentamente el ritmo pausado de su
relato. Parecía que Pedro se estaba resistiendo, como si pretendiese

106
SRVWHUJDUDOJRLPSRUWDQWH3RUÀQOOHJyHOWXUQRGHORVTXHVHKD-
bían quedado cerca, para transmitir unidos su mensaje, y la mirada
de Pedro se ensombreció.

—La gente sigue recordándote, Jeshuá. Tendrías que ver cómo


aplican todo lo que tú les enseñaste. No solo los chicos. Cientos de
personas. ¡Miles! Hay un movimiento en tu nombre, que empieza a
traspasar fronteras. Gente que se mueve por impulsos, que escucha
DVXFRUD]yQ\GHÀHQGHDXOWUDQ]DWRGRORTXHW~GLMLVWH,QFOXVRFRQ
sus propias vidas…

Me detuve a mirarlos, porque las últimas palabras me habían


puesto la piel de gallina. Mientras me acercaba a ellos con el desa-
yuno, me di cuenta de que a Jesús le había pasado lo mismo. Su piel
estaba erizada; contenía la respiración.

—¿Qué quieres decir? —musitó.

Pedro lo miró a los ojos con solemnidad, antes de contestar:

³(VWiQ VDFULÀFDQGR D PLOHV GH SHUVRQDV SRU UHXQLUVH HQ WX


nombre.

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VHLQWHQVLÀFDED\XQDDYDODQFKDGHLPiJHQHVIXQHVWDVHQODPHQWH

³£+DEOD£3RU'LRV³H[FODPy-HV~VDOÀQWUDVXQHWHUQRVL-
lencio.

Con la inocencia de su mirada nublada por las lágrimas, Pedro


nos contó que Roma castigaba severamente a los que osaban reu-
nirse en nombre de Jesús. Los llamaban “los cristianos”, utilizando
ese apodo de manera despectiva, al referirse a ellos como a los se-
guidores del Cristo: el que había sido clavado en una cruz. Aquel
era un castigo destinado a los ladrones y a los asesinos, personas
consideradas absolutamente despreciables, en la sociedad romana.

107
—Usan esa palabra para nombrarnos y se mofan de la pasión
que nos mueve; pero empiezan a ponerse nerviosos, porque no
pueden apagarla. Ni con fuego, ni con leones, ni con lanzas…

—¿Qué quieres decir? —pregunté, sin poder reprimirme.

Pedro nos miro intensamente, antes de responder:

³/RVVDFULÀFDQHQORVFLUFRVSDUDGLYHUWLUVH

Con el corazón encogido miré a Jesús, que no decía nada. Dos


lágrimas silenciosas resbalaban por sus mejillas. Comprendí enton-
ces que la paz en nuestras vidas había terminado y que pronto tendría-
mos que partir, porque él no era de los que miraban hacia otro lado.

Tras la supuesta muerte de Jesús, los chicos que decidieron seguir


en Jerusalén, para empezar a transmitir su mensaje, se organizaron al
mando de Pedro y de Juan. Las cualidades organizativas del segun-
do fueron esenciales para coordinar el trabajo que iban a realizar en
unidad, desde diferentes ciudades. El objetivo era llegar a muchas
personas. Para eso, cada uno de ellos viajaría a un lugar diferente,
desde el que comenzaría a predicar en solitario el mensaje de Jesús.

Tuvieron que decidir cuál sería la línea de actuación, para que


todos comenzaran desde el mismo punto y difundiesen la misma
LQIRUPDFLyQGHPDQHUDTXHODÀJXUDGH-HV~VVLJXLHUDODWHQWHHQORV
corazones y los uniera en la distancia. Yo era uno de los hombres que
acompañaban al Mesías, ese sería el inicio de su discurso, cada vez que
llegaran a una nueva ciudad o asentamiento. Yo estuve con él y hoy vengo
a contaros todo lo que aprendí a su lado.

Se hacía necesario un replanteamiento de la historia porque, si Je-


V~VKDEtDPXHUWRHQODFUX]VXFXPELHQGRDVtDODLQÁXHQFLDURPDQD

108
su imagen quedaba completamente dañada y no resultaría creíble.
En la sociedad en la que nosotros habitábamos, la gente necesitaba
un salvador, alguien que representara una esperanza. Una persona
aparentemente superior, que con su ejemplo despertara admiración y
entusiasmo; que abriese una posible salida. Cansados de someterse al
yugo de tantas civilizaciones que los habían dominado, los habitantes
del pueblo de Israel ya no creían en sí mismos, por eso, se aferraron
tanto a la idea de que Jesús era el Mesías, el gran libertador, el que
les conduciría, de una vez y para siempre, al lugar que por derecho
divino les correspondía. A Jesús nunca le gustó esa perspectiva, pero
tuvo que tolerarla porque persistía: la gente continuaba llamándolo el
Mesías, a pesar de sus intentos de que comprendieran que él no era
un libertador ni un salvador del tipo que ellos esperaban.

—Ya lo comprenderán —me decía, apenado, cuando entrábamos


en una nueva ciudad y enseguida corría la noticia de que había llegado
el Mesías o la gente se postraba ante él, como si se tratara de un rey.

Los hombres que decidieron asumir la función de difundir su


PHQVDMHWUDVODFUXFLÀ[LyQVHGLHURQFXHQWDGHTXHDTXHOODDGPLUD-
ción les serviría de llave. Con ella podrían abrir la puerta de muchas
mentes cerradas. No era lo mismo decir: Vengo a contaros algo impor-
tante; que decir: Vengo a contaros lo que aprendí junto al Mesías.

3HURDGHPiVGHHVRSDUDUHFXSHUDUODFRQÀDQ]DHQODÀJXUDGHO0H-
sías de Israel, que había sido clavado en una cruz hasta perder la vida,
tuvieron que inventarse un adorno más para la historia: el Mesías había
resucitado al tercer día de su muerte. Ellos mismos lo habían pensado,
al verle llegar, cuando él regresó para avisarles de que seguía con vida.
Esa sería la explicación que limpiaría su imagen y devolvería la espe-
ranza. El Mesías había cumplido su palabra acerca de la vida eterna,
UHJUHVDQGRGHODPXHUWHHQFDUQH\KXHVR6XSRGHUHUDLQÀQLWRSRUTXH
él poseía la verdad. Su mensaje tenía que ser escuchado.

A la gente de Israel le resultaría más fácil creer esa versión y no,


la otra: que Dios y la vida habían movido los hilos para evitar su

109
muerte, tras el desliz de Judas. Él, con su libre albedrío, se había
dejado llevar por la rabia, los celos y la envidia, provocando un
profundo giro en el plan de vida que el alma de Jesús, en comunión
con Dios, había ideado. Probablemente por eso, el alma de Judas
decidió entregar su vida para compensar el daño causado.

Pero ¿cuál era el plan inicial? Jesús sabía que no tenía que mo-
rir de aquel modo, porque aún quedaba mucho por hacer, pero
desconocía los detalles concretos de lo que había planeado antes
de encarnar, porque la densidad de la Tierra inducía al olvido. A
veces se lo había preguntado a Dios y este siempre respondía lo
mismo:

—¿Qué más da, Jesús? Ya no importa. Ahora, todo será di-


ferente. No quieras controlar lo incontrolable. Atiende a las se-
ñales del camino y a la voz de tu corazón. Irás descubriéndolo
paso a paso.

Convencidos de que aquella versión sería la más apropiada,


los chicos se dispersaron hacia diferentes lugares, para iniciar su
labor. La respuesta de la gente emergió a borbotones y al unísono.
Necesitaban esperanza. Anhelaban un cambio en sus vidas. Esta-
ban cansados de obedecer y de doblegarse, para someterse a unas
leyes que no eran las suyas. Por eso, al escuchar lo que aquellos
hombres transmitían, transformaron su decepción en impulso: el
mensaje del Mesías tenía que llegar a todo el mundo. Ahora, Israel
los necesitaba a ellos. Cada uno de ellos sería la voz del Mesías
en el mundo.

—Cuando alguien se mueve por pasión, nada lo detiene —nos


dijo Pedro, con un aire de tristeza en su voz, tras contarnos todo
aquello.

La respuesta de Roma no se hizo esperar. Envió a sus ejércitos


a los diferentes puntos en los que el movimiento cristiano había
surgido, con la intención de doblegarlo.

110
—Al principio, los mataban sin más, al encontrarlos reunidos.
Luego, la gente se fue haciendo más lista, y se escondían antes de
que llegaran. Juan y yo, que íbamos de un lado para otro, visitan-
do a los chicos para ayudarlos y coordinar todas las actuaciones,
descubrimos que, en una pequeña localidad del norte de Galilea,
el grupo de Santiago se escondía en cuevas bajo el suelo. Uno
de ellos se quedaba vigilando, mientras la reunión tenía lugar, y
avisaba si se acercaban los romanos. Aquella nos pareció una idea
estupenda y decidimos transmitírsela a los demás.

Así, los grupos de cristianos, que se reunían para recibir las en-
señanzas de Jesús, empezaron a construir catacumbas bajo las ciu-
dades. De ese modo podían congregarse sin riesgo de ser asediados. A
pesar de eso, muchos fueron detenidos tras la denuncia de sus vecinos.

Los romanos querían acabar con aquello cuanto antes, porque


estaba convirtiéndose en una auténtica amenaza. Algunos presti-
giosos ciudadanos de Roma estaban sumándose a la iniciativa cris-
tiana. El mensaje de Jesús, transmitido con amor y con pasión, es-
taba abriendo corazones de par en par. Las almas resonaban, las
mentes se rendían, las personas actuaban.

—A eso debe referirse Dios, cuando me dice que el plan va a


cumplirse —murmuró Jesús, cabizbajo—, que el mensaje llegará
a todo el mundo, porque las almas siempre encuentran el camino
para volver a alinearse con su plan divino.

Durante un instante, los tres nos quedamos callados, pensando. Yo


sentía mucho frío. Percibía la guerra interna que estaba desatándose en
-HV~V\ODVHQVDFLyQTXHKDEtDWHQLGRDOYHUOOHJDUD3HGURVHLQWHQVLÀFDED

³$ORVTXHFDSWXUDQORVOOHYDQDORVFLUFRVSDUDVDFULÀFDUORVFRQ
fuego o con animales salvajes —Pedro rompió el silencio, erizándonos
la piel. Nos miró a los ojos y añadió, con algo parecido a una sonri-
VD³3HURHOORVVLJXHQFDQWDQGRPLHQWUDVORVVDFULÀFDQ&DQWDQHQWX
nombre, Jesús. No puedes imaginarte qué energía. Sus voces transmi-

111
ten amor. ¡Amor! ¡Aman a sus asesinos! Lo has logrado, hermano. Has
tocado el corazón de mucha gente. Esto ya no lo detiene nadie.

—¿Cuántos de vosotros seguís con vida? —preguntó Jesús, con


una voz ahogada que me conmovió profundamente.

—Tres —respondió Pedro, tras un largo silencio—. Santiago,


Juan y yo.

No pude reprimir un grito. Jesús le sostenía la mirada, con


las lágrimas a punto de desbordarse en sus preciosos ojos grises.
Grises, porque se habían apagado de golpe.

—¡No! —gritó él también, golpeando la mesa con ambas ma-


nos y poniéndose de pie. Y luego, sin mirarme, sin darme opción,
añadió—: María, prepara tu equipaje. Partimos hoy mismo.

Aunque él estaba ansioso por emprender el viaje, Pedro y yo


lo convencimos para partir unos días más tarde. Nuestro invitado
necesitaba reponerse un poco, antes de volver a viajar, y yo quería
acondicionarlo todo, cerrar bien la casa. Le había tomado un gran
cariño a nuestro hogar y no deseaba abandonarlo de aquel modo,
bruscamente y a lo loco.

Pasé la noche entera cavilando. ¿Por qué la vida nos presenta-


ba ahora aquella prueba? ¿Qué teníamos que aprender de aque-
llo?, ¿o era, tal vez, que los hilos invisibles que movía el universo
se habían alineado para que Jesús retomara su propósito de vida y
continuara cumpliendo su función en el mundo? La angustia me
ahogaba. ¿Qué nos deparaba el destino, de vuelta a nuestra tierra?
Todos allí lo conocían. El riesgo era inmenso. Si habían acabado
con la vida de nuestros hermanos, sin piedad, ¿qué le harían a
Jesús si lo capturaban?

112
Recé una oración silenciosa por el alma de aquellos hombres.
Se habían arriesgado tanto que habían perdido sus vidas. Sus
PXHUWHV VH VXPDEDQ DO VDFULÀFLR GH -XGDV HQJURVDQGR XQD OLV-
ta de dolor y pérdida que me partía el corazón. ¿Era realmente
necesario? Llegué a dudar de la bondad de Dios en algunos ins-
tantes. La incomprensión y el miedo eran demasiado intensos.

Cuando Jesús despertó por la mañana, yo estaba agotada. Ex-


trañamente, él había dormido bien, como si la aventura que se
avecinaba le hubiese devuelto la vida. No pude reprimir una in-
tensa angustia. ¿Por qué sentía ilusión ante tremenda locura? Y,
peor aún, ¿es que no le importaba perder la calma y la plenitud
que habíamos alcanzado en nuestro hogar? ¿Le había atrapado tan-
to la monotonía que, ahora, prefería una posible muerte, antes que
permanecer allí para continuar nuestra vida juntos?

/RVSHQVDPLHQWRVQHJDWLYRVHUDQWDQDQJXVWLRVRV\DVÀ[LDQWHV
que me hicieron olvidar algo evidente: quedarse quieto ante la in-
justicia no era propio del carácter de Jesús. Mucho menos, si esa
injusticia se causaba en su nombre.

Así lo preparamos todo para partir cuanto antes.

—Cada día que pasa mueren más —me repetía cuando yo pro-
testaba, y en mi interior se generaba un sentimiento de culpa que
crecía cada vez más.

¿Cómo podía yo ser tan egoísta y pensar solo en mí, cuando


nuestros hermanos estaban muriendo por defender su mensaje?
Un mensaje que resonaba plenamente en sus corazones y también,
en el mío. De hecho era la base de mi admiración hacia Jesús. Su
esencia se sustentaba en su misión de vida. Él era como era porque
su convicción interna, su integridad y su propósito movían todos
sus actos. Yo le amaba por ser él mismo. ¿Cómo podía ahora cues-
tionar tanto su decisión? Otro proceder por su parte no hubiera
sido digno de él.

113
—¿Quieres quedarte? —me preguntó la víspera de nuestra
partida, cuando Pedro salió a dar un paseo, antes de dormir.
Tal era la tristeza que yo manifestaba, al estar presa de mi lucha
interna.

—¡No! —exclamé, súbitamente—. ¡Ni pensarlo!

Él sonrío, se acercó a mí, me abrazó.

—María, yo te amo. No tengas miedo, por favor.

Sus manos acariciando mi cabello con dulzura, el aroma de su


cuerpo tan intensamente varonil, embriagador, el tacto de su piel
junto a mi cara, todo eso me derritió. Me sentí transportada a un
lugar de paz inmensa. Desde que llegó Pedro no me había abra-
zado así, tan nervioso como estaba, intentando acelerar nuestra
partida.

—Necesito que no te desconectes de mí —le dije, casi en un


murmullo, sintiendo que iba a llorar.

Él se apartó un poco, besó mis lágrimas, me miró a los ojos.

—Está bien, María —dijo con amor, aunque en su mirada


percibí una pequeña duda.

—¿Qué sucede? —le pregunté, con el alma en vilo.

No quería que existiera entre nosotros ni un resquicio de con-


fusión. Él suspiró:

—Ya sabes lo que pienso acerca de eso…

Sí, lo sabía, pero en aquel momento no me sentía capaz de


aplicar lo que hubiera sido más correcto, o más amoroso conmi-
go misma, como decía él.

114
—Hoy me cuesta —reconocí, cabizbaja—. Ya sé que no te
necesito para estar bien, que debo sentirme bien aunque no es-
tés tú, pero hoy…

Ya estaba llorando otra vez; mi propio llanto me incomodaba.


¿Por qué tenía que mostrarme tan débil? ¿Por qué no podía sentir-
me más segura de mí misma, más capaz de vivir sin él?

—Porque sufriste una falta de amor muy grande durante muchos


años, mi amor —respondió, leyendo una vez más mis pensamientos.
No podían existir secretos ni medias verdades entre él y yo—. Tu
herida se sana un poco cada día, pero aún permanece.

Me eché a llorar en sus brazos, porque tenía razón y, también,


porque al oírlo se reavivaba mi dolor.

—Todavía no me acostumbro a que adivines lo que pienso—


dije, al recuperarme un poco.

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lo que percibes. Es más fácil de lo que crees. Pruébalo.

—¡Ahora no tengo ganas de probar nada de eso! —protesté, es-


bozando una sonrisa para forzarme un poco a cambiar mi vibración.
Aquella debilidad me apartaba de la mujer fuerte y decidida que un día
fui, antes de que mis padres y la vida se encargarán de doblegarme.

—Ven, siéntate a mi lado —dijo Jesús, acercándose a la cama—.


Quiero decirte algo.

Le hice caso y me tomó la mano.

—Tú eres una mujer fuerte, vital y valiente. Yo te admiro desde


siempre. Desde que te conocí. Nadie doblega el carácter de nadie, si el
otro no se lo permite. Uno puede rendirse o aceptar. Cuando te rindes
te doblegas, y entonces eres dominado por quien se cree más fuerte

115
que tú. Eso genera en tu interior una gran insatisfacción, una protes-
ta que emite y genera dolor. En cambio, cuando aceptas que el que
quiere dominarte es como es y abandonas la lucha, con serenidad y
amor, comprendiendo que él o ella no es más fuerte que tú, sino que
simplemente tiene miedo y un gran vacío de amor, entonces conser-
vas en ti todo tu poder. No se lo cedes, no pierdas energía. Simple-
mente aceptas que es como es. Tal vez modulas un poco tu compor-
tamiento, para no provocar su ira contra ti, pero interiormente no te
has doblegado, porque permaneces en ti, respetándole, sin juzgarlo
ni emitir rencor, y respetándote a ti, al considerarte fuerte y capaz, a
pesar de las creencias ajenas que quieren doblegarte. Manteniendo,
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sentir te está guiando, en que no está mal ni equivocado lo que surge
de ti. ¿Comprendes?

Asentí.

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sabas cuando tu padre te imponía su voluntad?

Se me encogió el estómago al conectar con aquella parte de


mi vida. No me apetecía profundizar en mí, pero entendía que
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para que descubriera el origen de la inseguridad y el miedo que se
habían reavivado en mí.

Inspiré profundamente y respondí:

—Sentía que había hecho algo mal y no sabía qué era. Con-
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No me gustaba que me hablara así, diciéndome cosas tan horri-
bles. Sentía que no me quería, que yo no merecía el amor. Me
llenaba de rabia. Se suponía que tenía que quererme, ¿no? Yo era
su hija…

—Y entonces, ¿qué pensabas de él?

116
Apreté los dientes. Me costaba decirlo en voz alta.

—Que no era un buen padre para mí, que era… despreciable.


Despreciable y ruin.

—¿Te das cuenta, María?

Yo estaba con la mirada perdida, reviviendo de nuevo aquella


sensación.

—¿De qué? —pregunté, regresando al presente, poco a poco,


al mirarle a los ojos.

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hacia los demás. ¿Comprendes?

Comprendía. De hecho, ya lo habíamos hablado muchas ve-


ces, pero a mi mente le costaba soltar aquel dolor.

—Si te aferras al pasado, como si la perspectiva desde la que


lo viviste fuera la verdad o la única posible, nunca lo sanarás. Para
poder soltarlo de verdad tienes que perdonar. Pero para perdonar
a otros, primero debes perdonarte a ti. ¿Qué crees que podrías
perdonarte hoy, María?

Yo sabía que cuando me llamaba María, en vez de referirse a


mí con un apelativo cariñoso, estaba hablándole a mi conciencia,
a mi parte mental, para convencerla y ayudarme a recordar lo
esencial: que el amor era la única solución efectiva y duradera, el
UHPHGLRGHWRGRVORVFRQÁLFWRVLQWHUQRVRH[WHUQRV$FHSWé el
juego. Realmente necesitaba recuperar la paz.

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en mí.

—Eso es. ¿Y qué más?

117
—Podría perdonarme por haber creído que él tenía razón y por
esconderme dentro de una cueva en mi interior, creyéndome inde-
fensa, volviéndome insegura ante él.

—Muy bien, María. Sigue.

—Por haber permitido que los reproches de mi madre calaran


en mí como ciertos. Por dejar que la opinión de todos aquellos
hombres que me insultaban por la calle se convirtiera en mi propia
opinión sobre mí.

Las lágrimas rodaban por mis mejillas silenciosamente pero, esta vez,
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ritmo de mis palabras, fueran sanando la herida que aún sangraba.

—Y dime, María, ¿puedes perdonarte? ¿Puedes comprender a


esa niña que tomó esa decisión?

—Sí —musité, sintiendo hacia ella un inmenso amor y com-


prendiendo que la niña que fui se escondió dentro de sí misma,
volviéndose insegura, porque la prueba era muy difícil para ella.

—Pues abrázala, María. Abraza a esa niña en tu interior y dale


todo el amor que le faltó.

Cerré los ojos e hice lo que me pedía, entregándome al momen-


to plenamente. Un estallido de luz surgió de nuestra unión y sentí
que la sanaba con mi amor. Su imagen se fundió en la mía y algo se
recolocó en mi interior. Cuando abrí los ojos suspiré. Me sentía en
SD]DXQTXHHVWDEDDÁRUGHSLHOWUHPHQGDPHQWHVHQVLEOH\HUL]DGD

—Eso es, mi amor —dijo Jesús al abrazarme—. Vuelves a estar


en ti. Recuerda: siempre con amor.

118
E mprendimos el viaje de regreso a Jerusalén, junto a un
Pedro que se mostraba cariñoso y atento, como si los aconte-
cimientos le hubieran vuelto más sensible aún, más amoroso, y
su inocencia innata se hubiese transformado en madurez.

—Siento haber venido para quebrar tu tranquilidad —me


dijo mientras navegábamos de vuelta al continente, en un pe-
queño barco mercante—. Mi intención era informarle.

Miró hacia Jesús, que oteaba el horizonte desde la popa,


abstraído en sus propios pensamientos o, tal vez, en su cone-
xión con Dios. Luego añadió:

—No pretendía esto.

—Ya sabes que él no puede quedarse quieto ante la injusti-


cia—dije, sonriendo con tristeza.

El también sonrío.

—Es admirable.

Los dos nos quedamos mirándolo, hasta que se dio la vuelta


y vino hacia nosotros.

—¿Qué estáis cuchicheando?

—Nada malo —rió Pedro—. Solo que nos gusta cómo


eres.

119
Jesús nos miró a los ojos, seguramente para comprobar si
decíamos la verdad, y sonrió con tristeza, también.

—Pensaba en todas esas personas que mueren en mi nom-


EUH <R QR TXHUtD XQ VDFULÀFLR KXPDQR <R QR TXHUtD TXH OD
muerte fuera la mensajera de mi voz.

Los ojos se le llenaron de lágrimas al emocionarse. Había


rabia e incomprensión. Suspiró y miró de nuevo hacia el hori-
zonte.

—Dios dice que los humanos necesitamos desgracias para


comprender, que el impacto del dolor abre muchos corazones
y que, aunque no sea la manera más elevada de lograrlo, es con
dolor como aprendemos y soltamos la tendencia a mirar hacia
otro lado. Tenemos que mirar hacia adentro, dice, para encon-
trar la verdad en nuestro interior, y solo nos animamos a hacerlo
cuando ya no soportamos el dolor y buscamos el remedio que
lo alivie.

—Pero, entonces, ¿hay que sufrir para evolucionar?

Jesús se encogió de hombros.

—A mí también me cuesta comprenderlo, hermano.

Pedro seguía indignado:

—Y lo peor, ¿quién provoca ese dolor? ¿Lo hace Dios? Y si


no es él, ¿quién lo provoca?

³/R SURYRFDQ ODV SHUVRQDV ³LQWHUYLQH DO ÀQ³ (O GRORU


solo puede nacer del dolor. Queriendo o sin querer nos hace-
mos daño los unos a los otros, porque no recordamos que so-
mos amor y aplicamos las soluciones que propone el miedo o el
dolor; no, las del corazón.

120
Los dos me miraron como si me vieran por primera vez. Sentí
el impulso de disculparme:

—Es lo que aprendí de mis padres. Yo les veía reaccionar


ante las situaciones difíciles, siempre por miedo o por dolor. Y
veía también lo que se generaba en los demás. Pruebas y prue-
bas que nadie lograba superar, porque siempre respondían con
más dolor. Lo creamos las personas con nuestro libre albedrío.
El dolor…

Los dos hombres asentían, mirándome con cierta admiración,


algo que en cierto modo me abrumaba. No estaba acostumbrada
a que me mirasen así. Muchas veces, Jesús lo había hecho, pero
otros hombres, no.

—Sí, eso es lo que me ha contestado Dios —sonrió Jesús—:


que lo creamos nosotros con nuestro libre albedrío, cuando de-
cidimos ensombrecer en vez de iluminar, en una situación difícil.

Pedro se revolvió, inquieto:

—Pero, ¿cómo se hace cuando el dolor que otro te causa


es tan intenso que no lo puedes soportar y te llenas de rabia
hacia él?

Su cara se había transformado en una mueca arrugada.

—Buena pregunta, amado Pedro. Yo aún estoy lidiando con todo


lo que eso ha despertado en mí. Aún no sé siquiera para qué vuelvo
a Jerusalén, ni cómo voy a reaccionar al llegar allí. Solo sé que tengo
que volver.

—Quizás, dejando de lidiar —me aventuré a decir, y de nuevo,


ante las dos miradas de sorpresa, añadí, a modo de disculpa—: Me
lo has enseñado tú. Siempre dices que, para que se acabe la lucha
externa, tiene que acabarse primero la lucha interna.

121
Jesús asintió, complacido:

—Tienes razón, otra vez. Estoy luchando dentro de mí. No


acepto que lo sucedido sea lo que es. Quiero cambiarlo, que no
haya pasado. Estoy yendo hacia allí con la intención de transfor-
marlo, no aceptando lo que es. Gracias, María, porque me has dado
la pauta que necesitaba para recuperar la paz.

Pedro me miró y yo encogí los hombros. Realmente lo había di-


cho sin pensar, como si las palabras brotaran de mí, impulsadas por
una fuerza irresistible. ¿Sería eso lo que le pasaba a Jesús, cuando
decía que Dios hablaba a través de él? No lo sabía, pero el resultado
me gustaba. Tal vez, la sanación de la niña que fui estaba causando
ya su efecto en mí.

De regreso en Nazaret nos sorprendimos de que, aparentemente,


nada había cambiado y, sin embargo, la vida era ahora totalmente
diferente para nosotros.

Jesús quería visitar a Elisa en primer lugar. Dijo que se lo debía a


su madre, que tenía que asegurarse de que su hermana estaba bien.
Volvía a llevar la barba rasurada; la cabeza y gran parte de la cara,
cubiertas con un velo; y un vestido de mujer. Su aspecto evocaba la
angustia de los últimos días en Jerusalén. Antes de volver allí debía-
mos cumplir aquel trámite necesario.

Yo notaba que, mientras avanzábamos por las calles de la ciudad


en la que nos habíamos conocido, Jesús estaba reviviendo recuerdos;
su melancolía iba en aumento. Probablemente se estaba acordando
de Judas. Tal vez de su madre o de José o de su hermano Juan, que
por ahora estaba en paradero desconocido… Demasiadas pérdidas
importantes, por no hablar de la gran pérdida que había representado
su propósito de vida. Estaba segura de que, en gran parte, regresába-

122
mos al ojo del huracán precisamente por eso: porque aquello le co-
nectaba directamente con la misión que se vio obligado a abandonar.

Elisa nos recibió con cara de pocos amigos, sin darse cuenta de que
uno de nosotros era el hermano que, supuestamente, perdió. Nadie la
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su mente no lo reconocía, aunque su corazón debió de notar su pre-
sencia, porque le dirigió varias miradas de extrañeza y curiosidad. Algo
en él llamaba su atención: una mujer demasiado alta para ser mujer,
con rasgos ciertamente masculinos y ojos de mirada profunda. Elo-
cuentes, porque Jesús no podía disimular la emoción al reencontrarse
con Elisa y comprobar que estaba bien. Pero ella no nos dejó pasar.
Nos pidió austeramente que la dejásemos en paz, porque no quería
complicarse la vida con nada ni con nadie que tuviese que ver algo con
el Mesías. Yo iba a decirle la verdad, pero Jesús me detuvo. Mirándola
intensamente asintió sin decir nada y nos tomó del brazo, para que nos
marcháramos de allí. La puerta se cerró a nuestras espaldas. El suspiro
que él emitió me partió el corazón. Tal vez, Elisa se había dado cuenta
GHTXLpQHUDSHURHOLJLyÀQJLUTXHQR«

—No es bueno que nos quedemos mucho tiempo por aquí—


susurró Pedro, ante la mirada curiosa de algunos vecinos que co-
menzaban a murmurar.

—Nos vamos ahora mismo —dijo Jesús con determinación, y


yo sentí el alivio, porque me daba cuenta de que algunas personas
me habían reconocido. No había romanos por allí, pero el miedo
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que ostenta el poder.

Abandonamos Nazaret sin perder un minuto más, compren-


diendo que íbamos a necesitar alguna estrategia para entrar en Je-
rusalén. Era evidente que no podíamos presentarnos allí, como si
nada. Los tres juntos éramos demasiado llamativos. Tanto a Pedro
como a mí iban a reconocernos fácilmente, y aunque era muy en-
revesado imaginar que alguien pudiera relacionar a aquella mujer

123
desgarbada y masculina con Jesús, lo cierto era que corríamos un
riesgo muy grande al aparecer en la ciudad.

—Tenemos que entrar de noche —dijo Pedro—. Mejor, de ma-


drugada, cuando los centinelas romanos se despisten. Nadie asedia
Jerusalén. Es una ciudad tranquila y sumisa. No están demasiado
alerta. Saben que son superiores a nosotros, porque tienen armas
y usan la fuerza. Ya estamos acostumbrados a movernos de noche
por allí. Iremos directos a uno de los pasadizos que se han cons-
truido bajo la ciudad. La última vez que me encontré con Juan fue
allí, antes de que partiera hacia el norte. Dijo que nuestra misión
continuaba por allí. Espero que él haya tenido más suerte…

Se calló antes de acabar la frase, porque se dio cuenta de que


violentaba a Jesús. Perder también a Juan hubiera sido demasiado.
La posibilidad generaba en él una angustia que poco nos ayudaba
en aquellos momentos.

—Seguro que está bien —corrigió de inmediato—. Tu hermano


es invencible.

Jesús sonrío, probablemente recordando alguna proeza de Juan,


y cerró los ojos. Habíamos comprado un carro, para desplazarnos
con más comodidad y disponer de agua y víveres durante el viaje.
Pedro llevaba las riendas y él se dejó llevar, girando la cara hacia el sol
para recibir su luz plenamente. Siempre que algo le atribulaba, Jesús
buscaba la luz del sol para equilibrarse. Interiormente le pedía que le
ayudara conectar con su propia luz, a sentir amor, recordando que el
amor no teme ni se ofusca. La técnica funcionaba. Yo misma la había
probado muchas veces pero, aunque hoy lo intentaba, algo extraño
estaba pasando en mí, porque a medida que nos acercábamos a Jeru-
salén se acrecentaban mis ganas de vomitar, como si el traqueteo del
carro estuviera impulsándome a hacerlo. Pero no era el carro, porque
la náusea continuaba cuando parábamos. Era la proximidad de Jeru-
salén y de todo lo que allí había acontecido. Probablemente, también,
la cercanía del peligro hacia el que nos dirigíamos.

124
—Jesús, no quiero ir —le dije muy apurada, cuando paramos
para que bebiera el caballo.

Él me abrazo, transmitiéndome calma con su cuerpo cálido.


Sentí que compartía su energía conmigo, porque una ola de calor
me invadió y me di cuenta de que me serenaba. La náusea se des-
vaneció.

—Tranquila —dijo al poco—. Yo estaré junto a ti. No nos se-


pararemos. Todo irá bien.

Quise creer en sus palabras. Quise convencerme de que sería


así, pero una pequeña duda pugnaba por permanecer en mí. ¿Qué
diantres íbamos a hacer allí?

Al adentrarnos en la oscuridad de la primera catacumba le dije


a Jesús:

—¿Qué vamos a hacer aquí?

Pedro, que venía preparado, encendió una antorcha para disol-


ver la oscuridad. Jesús suspiró. El lugar olía a humedad y a huma-
nidad concentrada.

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tó con la antorcha y la insertó en un hueco que había en la pared—.
Nos reunimos aquí todas las noches, para contarnos las novedades
y decidir lo que vamos a hacer. También para hablar de ti. Les en-
canta que les cuente anécdotas del tiempo que compartimos. Mu-
chos formulan una pregunta a menudo: ¿qué haría él?, cuando se
encuentran ante un problema que no saben resolver. ¿Qué haría
él?, y entonces comienza el debate, hasta que acaban preguntándo-
me a mí: ¿Cómo lo resolvería él?

125
Jesús sonreía complacido.

—¿Y qué les dices tú?

—Lo primero que se me ocurre que dirías o harías tú. A veces


tengo que ponerle un poco de imaginación, no te creas.

—Querido Pedro, ya sabes que no me gusta que me idealicen.


¿Por qué no les animas a buscar en su interior?

—No es tan fácil, Jeshuá. Primero hay que mostrar con el ejem-
plo. Lo dijiste tú. Sí, no me mires como si estuviera desvariando.
Cuando no sé qué decirles, busco en mi interior, y entonces hallo
la respuesta. Es como si una voz me hablase desde adentro, como
una certeza. Sé que esa es la respuesta apropiada y se la doy. Todos
quedan maravillados y se abren a tu mensaje cada vez un poco
más. La información entra en sus cabezotas, porque la dijiste tú,
¿comprendes?

—Ya —dijo Jesús, aunque negaba con la cabeza.

No pudo añadir nada más porque se oyó un ruido. Alguien ha-


bía entrado en el pasadizo. Los tres guardamos silencio, con el
corazón en vilo, siguiendo las indicaciones de Pedro, que se
llevó un dedo a los labios. Al poco, la penumbra desveló el
rostro de tres mujeres y un hombre joven, que se acercaban
con sigilo.

—¡Qué susto! —exclamó él, al reconocer a Pedro—. No


sabía que habías vuelto.

Tras los abrazos oportunos y las presentaciones de rigor, en


las que nadie desveló la identidad de Jesús, el chico nos contó
que no habían querido interrumpir los encuentros, para que el
espíritu de amor y compañerismo que habían alcanzado no se
disolviera, tras la ausencia de Pedro.

126
—La gente continúa viniendo. Hay algo muy grande que nos
hermana y nadie quiere prescindir de esa sensación.

Los ojos de Jesús estaban llenos de lágrimas. Pedro parecía azo-


rado. Nunca le había gustado mentir; mucho menos, a personas de
VXFRQÀDQ]D

Los demás fueron llegando poco a poco, mostrando una gran


alegría al descubrir a Pedro. Le habían echado de menos. Se notaba
TXHFRQÀDEDQSURIXQGDPHQWHHQpO-HV~VVHDFHUFyDVXRtGR\OH
susurró:

—¿Hay más grupos como este?

3HGURDVLQWLyUHVSRQGLHQGRFRQÀUPH]D

—Cientos. En decenas de ciudades y poblados.

La emoción embargaba claramente a Jesús. Yo misma me contagié


de ella, al comprender el gozo que aquello representaba para él. Su
mensaje no había caído en saco roto, sino que se expandía sin parar.

—La gente se mueve por amor, ya te lo conté —dijo Pedro—.


Me alegro de que ahora puedas comprobarlo por ti mismo… mis-
ma, quería decir —sonrió, azorado otra vez.

Los asistentes estaban deseosos de que Pedro les contase las


novedades que traía de su viaje. Al parecer les había dicho que iba
a consultar a alguien importante y ellos estaban impacientes por
saber de quién se trataba.

—Fui a buscarle a él —dijo, de repente, y a mí me dio un vuelco


el corazón.

Antes de que pudiera impedírselo, Jesús se quitó el velo que le


cubría la cabeza y giró sobre sí mismo, para ir mirándoles a los ojos,

127
uno a uno. Había allí más de cincuenta personas, que se habían sen-
tado en círculo alrededor de Pedro. El silencio lo invadió todo, otra
vez. Cincuenta pares de ojos esperaban una explicación. Algunos
me miraban a mí, en busca de una respuesta, pero yo estaba tan
muda como los demás, sintiendo un intenso latido en mi interior.
Lo tenían delante, pero no podían verlo. Sus mentes ya se habían
despedido de él. Ni siquiera lo contemplaban como una posibi-
lidad.

—Miradme bien. Soy yo. Pasad por alto estas vestiduras y la


ausencia de mi barba. Miradme con los ojos del corazón. Soy yo.

La incredulidad pasó a ensombrecer algunas miradas, pero a


otras las iluminó. Siguieron algunas exclamaciones y algún sollo-
zo. La primera frase pronunciada fue:

—No puede ser…

/RV PiV FRQÀDGRV EXVFDURQ HQ 3HGUR OD FRQÀUPDFLyQ \ pO


asintió.

—¿Cómo es posible? —protestó uno de ellos.

Se topó con la mirada cálida de Jesús, que enseguida le res-


pondió:

—Hermano, hay cosas en la vida que tienen una larga ex-


plicación. Os lo contaremos todo antes de irnos, os lo aseguro,
pero primero hay algo que necesito expresar, porque está bu-
llendo en mi interior desde que Pedro me habló de vosotros, de
todos vosotros: los que estáis aquí y los que se reúnen en otros
lugares como este. Esa sensación se ha acrecentado cuando os
KHYLVWRHQWUDU/RTXHTXLHURGHFLURVHVJUDFLDV*UDFLDVLQÀQL-
tas, con todo el corazón. Vuestra presencia aquí y vuestra valen-
tía le da sentido a todo. Sin daros cuenta me habéis rescatado de
la desolación. Una parte de mi alma penaba por no haber podi-

128
do continuar, porque todo hubiese acabado tan abruptamente,
por la inmensa pérdida que representaba todo lo que sucedió.
Pero vosotros… —se emocionó—. Vosotros le habéis devuelto
la alegría a mi corazón.

Al oír aquello sentí una punzada en el estómago. Mi humani-


dad se rebeló. Yo creía que aquel logro me correspondía a mí…
Jesús continuó hablando. Era extraño verle desempeñar aquella
función de orador, vestido de mujer. A pesar de ello, a sus oyentes
no parecía importarles. Estaban tan absortos como antes, como si
el tiempo no hubiera pasado.

—Creíamos que tu cuerpo había ascendido a los cielos, des-


SXpVGHUHVXFLWDU³GLMRXQRDOÀQDSURYHFKDQGRXQDSDXVDTXH
Jesús hizo para beber un poco de agua.

El miró a Pedro con una expresión tan fulminante que el alu-


GLGRQRWXYRPiVUHPHGLRTXHMXVWLÀFDUVH

—No, es que, yo… Juan dijo que era lo mejor —resolvió.

Como Jesús no dejaba de mirarlo, a la espera de una explica-


ción, el pobre Pedro adujo, dirigiéndose a todos:

—Dijimos que había resucitado para protegerle. Si decíamos


la verdad, los romanos iban a ir a por él. Por eso añadimos lo de
la ascensión… Ya veo que no fue una buena idea.

Jesús contenía el torrente de emociones que se habían desata-


GRHQpO3RUÀQVXVSLUó largamente y se dirigió a los demás:

—Está bien. Os contaré la verdad.

129
Sinceramente, aquel desatino me llenó de rabia. ¿Qué necesi-
dad había de revelar la verdad? ¿Con qué objetivo se desnudaba él
públicamente, exponiéndose a ser denunciado o descubierto? Aun-
que aquellas personas estuvieran entregadas a su causa, no dejaban
de ser humanas, y los humanos, muchas veces, se dejan llevar por
el ego, sin querer…

Como le estaba pasando ahora a Jesús. Estaba convencida: sin


darse cuenta se dejaba llevar por su necesidad de reconocimiento y
aprobación. Tras la muerte de Judas, aquel sentimiento de culpa e
injusticia permanecía allí, latiendo en su interior, para apartarle de
ODVHUHQLGDG(ODQKHORGHMXVWLÀFDUVHGHFRQWDUOHDWRGRVODYHUGDG
el deseo de seguir cumpliendo su función, todo aquello se le había
enmarañado adentro y ahora le llevaba a cometer un atentado con-
tra nuestra familia; porque una cosa era venir hasta Jerusalén, en
un claro impulso vehemente, y otra muy distinta era exponerse así,
abiertamente, sin reparar en las posibles consecuencias que podían
derivarse. No pude reprimirme y se lo dije, cuando todos se fueron
y nos quedamos allí. Ni siquiera me importaba que estuviera Pedro.
Una furia incontenible se había apoderado de mí.

—¿Por qué estás tan enfadada? —inquirió él, sin responder a


mi pregunta.

—¿Enfadada? —chillé—. ¡No estoy enfadada! ¡Estoy indigna-


da, Jesús! ¿Para qué has tenido que hacer eso? ¿Quién sabe lo que
esa gente va a decir ahora por ahí? ¿Cómo sabes que no van a dela-
tarte? ¡Dime! ¿Cómo lo sabes?

Jesús miró a Pedro, que cruzó las manos y guardó silencio. Lue-
go se dirigió a mí:

—No entiendo por qué te pones así. Creía que estabas conmigo
en esto.

Aquello me encendió aún más.

130
—¡Es increíble! ¡Te he acompañado hasta aquí! ¿No te he
seguido siempre? ¿Cómo puedes reprocharme algo así?

El suspiró, mirándome muy serio. Luego dijo:

—A lo mejor es que tendrías que dejar de seguirme a mí, para


FRQÀDUPiVHQWL

Si me hubiera clavado una lanza no me habría dolido tanto.


Ahora usaba mis debilidades para arrojarlas contra mí. Apreté
los dientes. Le hubiera soltado un improperio, pero la presencia
de Pedro me conminó a callar. Nunca habíamos discutido así.
Nunca le había visto mirarme de ese modo. Nunca yo me había
enfadado tanto. ¿Qué me estaba pasando? Yo ya sabía quién
era Jesús y cuál era su propósito de vida. Le conocía bien. Él
necesitaba aquella acción. No podía quedarse quieto mientras el
mundo seguía su curso. Él tenía que hacer todo lo que estuviese
en su mano para cambiar las cosas, para ayudar a la gente a des-
pertar y a darse cuenta de que vivían en un sueño, lejos de ellos
mismos y de su propia luz. Yo lo sabía, pero hoy no podía so-
portarlo. Con una vez me bastaba. No quería volver a pasar por
aquella angustia, por el sufrimiento de ver cómo me arrebataban
a la persona a la que más amaba, sufrir su muerte...

Las lágrimas rodaron por mis mejillas. Con los ojos clavados en
los suyos forcé una falsa serenidad:

³6tDORPHMRUHVHVRORTXHWHQJRTXHKDFHU&RQÀDUPiVHQ
mí y dejar de creer que tú siempre das los pasos acertados.

Sé que mis palabras le hirieron a él también, porque no existían


secretos entre los dos; su mirada era para mí totalmente elocuente.
Perdida en ella tuve un instante de claridad interna y me dolió su
dolor. Yo no quería hacerle sufrir. Yo solo quería que comprendie-
ra mi angustia y que se diera cuenta de la inutilidad de aquel viaje,
para que regresáramos a casa y pudiéramos vivir en paz, en nuestro

131
hogar. ¿Qué sentido tenía aquella empresa? ¿Qué necesidad había
de exponerse tanto? Como en otras ocasiones, él leyó lo que yo
pensaba y respondió:

³3DUDPtHVLPSRUWDQWH6LORSUHÀHUHVSXHGHVUHJUHVDUDFDVDW~

Necesité un instante para digerir lo que acababa de oír. ¿Estaba


invitándome a regresar yo sola? ¿Hasta qué punto le había cegado
su anhelo de volver a predicar en medio de las masas? ¿Quería que
me alejara de él?

Ya no pude soportarlo más y me eché a llorar sin pronunciar


una palabra, encogida sobre mí misma, presa de la impotencia y del
dolor, como cuando era niña y mi padre me encerraba en mi habi-
tación, después de repetirme a gritos lo mala hija que era.

Una pequeña voz se abrió paso entre mis sollozos y susurró


dentro de mí:

—No te alteres. No estás sola. Yo estoy aquí.

Pasamos la noche en aquel lugar porque, dadas las circunstan-


FLDVHUDORPiVVHJXUR3HGURGLMRTXHpOVROtDKDFHUORDVtVXÀJXUD
era muy conocida entre la gente de Jerusalén.

Jesús y él cenaron un poco de pan con melaza, antes de irse a


dormir. Yo no podía comer nada. No habíamos vuelto a intercam-
biar palabra desde nuestra discusión y había pasado un buen rato.
Nunca estuvimos tanto tiempo sin hablarnos, pero en esa ocasión
los ánimos se habían exaltado mucho y era necesario calmarlos.
Cada uno en su rincón: él, junto a Pedro y yo, conmigo misma,
intentábamos recuperar la paz interna, para dejar de emitir lo que
sabíamos que era una señal clara de ofuscación.

132
Cuando estás ofuscado no puedes hablar desde el corazón. Es
mejor que te apartes de lo que te ofusca, que recuperes tu serenidad
y que intentes comprenderte a ti mismo, antes de intentar arreglar
lo que se estropeó. Jesús y yo se lo habíamos aconsejado muchas
veces a otras parejas, seguros de que aquella era la mejor solución.
Ahora nos tocaba aplicarla a nosotros mismos y no resultaba nada
fácil, porque la mente se empeñaba en revivir la escena y regodear-
se en el dolor. ¡Basta!, me decía yo internamente, pero los pensa-
mientos me llevaban de regreso al mismo punto, una y otra vez: el
momento en el que él me dijo que regresara a casa sola. ¿Dónde
quedaban sus promesas?, todas las veces que me repitió que no nos
separaríamos nunca más. Los hombres se olvidan con facilidad de
las cosas que prometen a las mujeres…

Al repetir esa frase mentalmente me sorprendí. Yo nunca había


dicho ni creído algo semejante, pero mi madre, sí. ¿Qué hacía en mí
una frase como aquella? ¿Con qué estaba conectando? Como si se hu-
biera dado cuenta de mi sorpresa, Jesús me miró un instante y yo bajé
los ojos, porque no podía sostenerle la mirada. En el fondo me sentía
avergonzada de mis propias emociones, de mostrarme tan débil, de no
ser capaz de apoyarle en un momento como aquel. Algo que para él
era de suma importancia, para mí era un desatino. No nos había pasa-
do nunca algo así. Yo siempre le apoyé en todo, pero ahora…

Su frase volvió a mi mente, como una daga certera: VLORSUHÀHUHV


SXHGHVUHJUHVDUDFDVDW~…, y las lágrimas rodaron por mis mejillas,
otra vez. Percibí su mirada compasiva y me incomodé. No podía
apartar la atención de él. Se suponía que yo tenía que ahondar
en mí, para encontrar el verdadero origen de mi ofuscación, que
no era, desde luego, su actitud, sino algo más profundo que me
OOHYDEDDGHVFRQÀDUGHPí misma, pero no podía, porque estaba
pendiente de sus gestos y de las palabras veladas que me llegaban,
mientras él conversaba con Pedro. No hablaban de mí, pero yo no-
taba la tensión. Nuestra discusiyQÁRWDEDHQHODLUHHQUDUHFLHndo
aún más aquel espacio cerrado y oscuro. Solo una antorcha ilumi-
naba la estancia, creando un halo misterioso a nuestro alrededor.

133
Profundizar en mí para encontrar el origen… Desde luego, seguro
que algo tenía que ver con mi madre, porque aquella frase no había
aparecido en mí por casualidad. Las creencias que se instalan en no-
VRWURVFXDQGRVRPRVQLxRVQRVLQÁX\HQGHPDQHUDLQFRQVFLHQWH<R
nunca había tenido una pareja, antes de Jesús. Incluso, durante los tres
años que pasamos juntos, yendo de acá para allá, no vivimos la vida
de una auténtica pareja, pues rodeados de gente y en estrecha convi-
vencia con doce hombres más, disponíamos de muy poco tiempo para
FRPSDUWLUVRORVpO\\RÓQLFDPHQWHKDEtDPRVIRUPDGRXQDIDPLOLD
en el último año. Entonces, sí. Las cosas cambiaron mucho desde que
abandonamos Jerusalén. Aun con la compañía de su madre, Jesús y yo
tuvimos mucho tiempo para hablar y compartir. Fue entonces cuando
se inició verdaderamente nuestra relación de pareja. Pero lo que yo
tenía con Jesús no se parecía en nada a lo que tenía mi madre. Ella no
era feliz junto a mi padre, de eso estaba segura. Fueron muchas las oca-
siones en las que mi madre se escondió para llorar en soledad o para
protestar por lo bajo. Pretendía evitar que él la descubriese. Eso habría
complicado mucho más su situación, porque ellos dos formaban una
pareja típica, acorde con los dogmas de su época y con los mandatos
de su sociedad: el hombre mandaba, la mujer obedecía. No había más.
Las promesas que los hombres hacían, llevadas tal vez por la emoción
de un instante de pasión, eran arrojadas al fuego del olvido cuando lle-
gaba el momento de cumplir lo prometido y se veían ante la disyuntiva
de elegir: hacer lo que les viniese en gana o respetar las palabras que
habían salido de su corazón.

¿Sería eso lo que le estaba pasando ahora a Jesús? Mi mente se


quedó en blanco un instante, ante aquella posibilidad, y al poco llegó
tímidamente la siguiente pregunta: ¿estaba yo enfadada porque me
daba cuenta de que él empezaba a actuar como los demás? Una
sucesión de imágenes y posibilidades fueron apareciendo en mi ca-
beza, mientras me secaba las lágrimas y me daba cuenta de que, tal
vez, estaba llegando al punto deseado: el auténtico origen de mi
dolor. Tantas veces me había prometido que no nos separaríamos
nunca más... Tantas ocasiones en las que se mostró encantado de
nuestra nueva vida, tras un momento de pasión… ¿Estaba yo en-

134
fadada porque se había olvidado de todo eso? ¿Estaba suponiendo
que él actuaba ahora como mi padre, y como todos los demás,
llevado por el egoísmo masculino del que tanto hablaba mi madre?
¿De quién era aquel enfado, de ella o mío? ¿Quién era la dueña de
esa creencia?, ¿ella o yo?

Me quedéWDQDQRQDGDGDDQWHDTXHOGHVFXEULPLHQWRTXHÀQJí
echarme a dormir, para evadir su mirada inquisitiva. Necesitaba
estar en mí, solo en mí, para seguir profundizando, para desmadejar
el hilo que se había enredado en mi interior. Les di la espalda, pero
sentí los ojos de Jesús clavados en mí y, al poco, unos pasos que se
acercaban. Sabía que era él. Su energía era inconfundible. Se tumbó
a mi lado, me abrazó. Con la palma de su mano sobre mi corazón
acercó su boca a mi oído y musitó:

—Te amo. Perdóname.

Yo suspiré profundamente, mientras dejaba que las lágrimas


volvieran a brotar. Esta vez eran lágrimas de alivio. Alivio y
amor. Coloqué mi mano sobre la suya y la acaricié. Cerré los
ojos para entregarme al sueño, que de repente me vencía. Se-
gundos antes de quedarme dormida volví a oírla, aquella voce-
cilla interna:

—¿Lo ves? Todo irá bien.

Al día siguiente no hablamos de lo que había pasado, porque


Jesús quería visitar otros enclaves, para transmitirles a todos un
mensaje de esperanza. Eso decía, que quería devolverles la es-
peranza, pero yo seguía sin comprender la utilidad de aquello.
¿Qué lograba al decirles que seguía vivo? ¿Que se dieran cuenta
de que él se había salvado pero otros, no? Ellos se exponían a
diario, reuniéndose en su nombre para mantener vivo su mensaje.

135
Cuando los romanos los descubrían, muchos perdían la vida en
circunstancias muy dolorosas, expuestos a una tortura pública,
con la que los gobernantes querían aleccionar al pueblo: que na-
die osara sumarse a aquel movimiento cristiano. Así los llamaban,
los cristianosFRQXQWDODQWHGHVSHFWLYRUHÀULpQGRVHDHOORVFRPR
ORVVHJXLGRUHVGHXQFUXFLÀFDGR3HURDTXHOODJHQWHVHVHQWtDRU-
gullosa de recibir ese apelativo. Pertenecemos al Cristo, decían con el
pecho henchido. ¿Dónde estaba la necesidad de demostrarles que
el Cristo seguía vivo?

—Ya te lo explicaré, María —me contestaba él, incómodo,


mostrándome claramente, con su tono de voz, que no le apetecía
volver a abrir el tema conmigo.

1XHVWUD SULPHUD GLVFXVLyQ D~Q ÁRWDED HQ HO DLUH FRPR XQD
amenaza funesta. De repetirse, uno de los dos volvería a salir
herido.

Empecé a pensar que estaba dejándose llevar por el ego, eso


que tantas veces, él mismo había advertido a los chicos.

³1R RV LGHQWLÀTXpLV FRQ HO SHUVRQDMH ³OHV GHFtD³ 6RLV


mensajeros del amor. Para serlo verdaderamente tenéis que con-
vertiros en amor puro, transmitirlo con el ejemplo, que vuestros
actos estén plenos de amor, humildad y respeto; que la intención
que os guíe no sea la de demostrar que sois sabios, importantes
o diferentes, sino el deseo puro de ayudar a los demás y disfrutar
ayudándolos. Esa será la señal del corazón: el disfrute. Vuestra la-
bor interna consiste en evitar que el ego tome el mando y quiera
perpetuar al personaje. No sois el personaje. Sois la esencia, la luz,
y la luz no necesita demostrar nada, ni perpetuar nada, porque es
eterna en sí misma.

¿Estaba éO KDFLHQGR HVR H[DFWDPHQWH"¢6H KDEtDLGHQWLÀFDGR


con el personaje, dejándose llevar por el ego, para demostrar a los
demás que seguía vivo y así recuperar lo que tuvo que abandonar

136
abruptamente? Cuando me atreví a sugerírselo me miró con una
inmensa frialdad.

—Me haces daño con esa pregunta —dijo, con los ojos llenos
de lágrimas.

Yo sentí el impulso de abrazarlo. Quería aclararle que no era esa


mi intención, pero un nudo en el estómago me impidió moverme.
En el fondo estaba enfadada, ahora lo comprendo. Enfadada y
nerviosa. Algo estaba sucediendo en mi energía, algo desconoci-
do y diferente que me llevaba a enojarme con gran facilidad y a
sentirme más vulnerable que nunca. En otras circunstancias se lo
habría dicho, para compartir con él todo lo que sentía, pero en ese
instante lleno de tensión, con su atención tan ocupada en planear
su estrategia de avance, me sentía más lejos de él que nunca.

¿Cómo puedo distanciarme tanto de Jesús e incluso juzgarlo?,


me preguntaba a mí misma, mientras sucedía todo y también, en
mis momentos de silencio. ¿Cómo puedo ser tan obtusa? Y las pre-
guntas me llenaban de culpa y también, de miedo: si seguía así, tal
vez él elegiría prescindir de mí, y eso no podría soportarlo…

A veces, las personas nos ofuscamos con nuestras emociones y


no nos damos cuenta de lo que verdaderamente está pasando. Es
entonces cuando el ego toma el mando y empieza a confundirnos
con pensamientos de baja vibración, que nada tienen que ver con el
alma. Yo estaba segura de que eso me estaba pasando a mí, aunque
me sentía incapaz de remediarlo, como si una fuerza superior es-
tuviese apoderándose de mis actos y de mi energía. Estaba segura,
también, de que eso mismo le estaba pasando a Jesús, aunque él se
negara a verlo y mucho menos, a cambiarlo.

Empecé a apagarme poco a poco. Siguiéndole por diferentes


enclaves y ciudades, en las que se reproducía una y otra vez la mis-
ma escena: nos escondíamos en las cuevas subterráneas que los
FULVWLDQRVKDEtDQFUHDGREDMRORVHGLÀFLRVHVSHUiEDPRVDTXHOOH-

137
gasen y entonces, él realizaba su actuación estelar, para contarles
que seguía vivo, que había esperanza, que estaba a su lado, dis-
puesto a acompañarles en aquella dura prueba, como uno más,
exponiendo su propia vida, porque todos juntos formábamos un
equipo de luz. Eso decía, que éramos un equipo de luz con una
misión divina, pero yo no me sentía en absoluto luminosa. Bien al
contrario me sentía una sombra. Cada vez más apagada, cada vez
más cansada, con menos energía, durmiéndome por todas partes,
a cualquier hora, con la cabeza llena de pensamientos muy desa-
gradables, que acrecentaban mi dolor y también, mi frustración.

Sal de ahí, María, me decía a mí misma, pero no podía. Cada vez


más hondo, cada vez más profundo. Ya ni siquiera escuchaba aque-
lla voz interna que me animaba a verlo todo desde la alegría. Ahora,
solo escuchaba los consejos de mi mente, que me impulsaba, cada
vez con más insistencia, a dar un paso atrás, a volver a casa…

A veces descubría a Jesús mirándome desde la distancia, que no


era solo física, y el corazón se me cerraba un poco más. ¿Dónde
TXHGDEDQ QXHVWURV GtDV GH FRQH[LyQ LQÀQLWD HQ ORV TXH QRV OR
decíamos todo, solo con mirarnos? Ambos nos ayudábamos a
avanzar, pero ahora, ¿dónde estaba nuestro amor eterno? ¿Era así
la vida? ¿Un regalo, tras un largo sufrimiento, una breve etapa de
alegría y luego, adiós para siempre a aquel regalo?

Si la vida era eso, ¿para qué seguir con vida? Yo no encontraba


ningún sentido en aquella dinámica y ni siquiera me acordaba de las
decenas de veces en que oí a Jesús hablar a los demás de aquel tema.
En el juego de la dualidad, decía, hay momentos de luz y momentos de sombra.
Tenemos que aprender a disfrutar plenamente de los primeros y a no hundirnos
durante los segundos, para que nuestro carácter vaya fortaleciéndose poco a poco y
nos volvamos cada vez más sabios, que es precisamente lo que hemos venido a ha-
cer en la Tierra: adquirir sabiduría, para regresar a Dios con esa ofrenda. Dios
se nutre de nuestra sabiduría y puede expandir su luz cada vez más lejos, para
crear vida y universos allá donde no existen, donde reina el vacío. Lo contrario
de Dios es el vacío. Por eso, Dios habita donde hay vida, por pequeña que sea.

138
Yo no me acordaba de eso en aquellos instantes, en los que mi
desconsuelo era tan grande que apenas podía pensar con claridad
y, mucho menos, conectar con la luz de mi alma. Siempre había
utilizado ese recurso para recuperar la paz interna: concentrarme
en la luz que brillaba en el centro de mi pecho, expandirla hasta
que me abarcara por completo, dejarme acunar por ella… Pero
ahora no podía. Solo quería llorar a escondidas y encerrarme en
mi interior, desaparecer del mundo. De repente, la vida ya no era
XQEHOORMDUGtQGHÁRUHVH[TXLVLWDVVLQRXQYDOOHRVFXUR\GHVROD-
do, donde nadie me veía. Ni una sola mano amiga…

Pedro intentó acercarse a mí un par de veces, para charlar con-


migo y ayudarme, pero en ambas ocasiones le despedí con una mala
contestación y ya no a volvió insistir. En el fondo de mí misma, yo
le culpaba por lo que estaba pasando. Si él no hubiera aparecido
seguiríamos viviendo nuestro romance eterno y toda aquella de-
solación, ese hambre, ese frío, estarían muy lejos de nuestras vidas.

Lo descubrí una mañana, al amanecer. Viajábamos de noche, para


impedir que la luz delatara nuestra presencia. Pedro era demasiado co-
nocido y yo, también. Acampábamos para descansar, cuando faltaba
poco para que clarease el día y nos echábamos a dormir o nos ocultá-
bamos en algún lugar apartado, esperando que regresara la noche.

Como los encuentros de los cristianos se producían siempre


de noche, habitualmente llegábamos a las catacumbas cuando es-
taban a punto de reunirse. En algunos enclaves, los grupos eran
muy reducidos; en otros, muy numerosos. No dependía del vo-
lumen de la población, sino de la huella que alguno de los chicos
había dejado en aquellos corazones: Andrés, Sebastián, Tomás,
Juan o cualquier otro de los que aceptaron transmitir el mensa-
je de Jesús. Allá donde uno de nuestros hermanos había estado
predicando, el número de cristianos crecía como la espuma. La

139
tristeza se apoderaba de nosotros cuando oíamos hablar de los
que habían sido ajusticiados.

Yo notaba que, en esos instantes, Jesús se encendía, que le bu-


llían adentro emociones como la rabia o la culpa, aunque intentara
disimularlo. A mí, en cambio, me atrapaba la tristeza y también, la
apatía. Me dejaba llevar muchas veces por pensamientos derrotis-
tas: pronto acabaremos como ellos, no sirve de nada… Todos creían que
lloraba por los fallecidos, pero en realidad lloraba por la felicidad
perdida. Por supuesto que me entristecía su ausencia y la injusticia,
pero estaba tan ofuscada y perdida que únicamente podía verme a
mí misma como a una víctima. Por eso, cuando lo descubrí, sentí
que recuperaba la vida, que un soplo de aire puro entraba en mi
realidad oscura.

Aquel amanecer, cuando Pedro y Jesús lo preparaban todo para


ocultarnos de la luz del día, me dirigí a un riachuelo cercano, cu-
briéndome la cabeza por completo con el velo, para que ningún
curioso madrugador me reconociera.

El lugar al que llegué era hermoso: la luz serena del alba acari-
ciaba el ambiente, se oía el canto de los pajarillos que despertaban
al nuevo día, la naturaleza se preparaba para resurgir renacida.
Algo me conectó con mis recuerdos de niña, porque me acordé
de los días en que acudía al río, en Nazaret, para sentirme libre y
calmarme. A menudo me bañaba desnuda, cuando nadie me veía,
\QRWDEDFyPRHODJXDSXULÀFDEDPLPHQWHOOHYiQGRVHODVSUHR-
cupaciones o los disgustos. ¿Por qué no?, me dije. Puede que esta vez
también me sirva.

Comprobé que no había nadie en los alrededores y me fui despo-


jando poco a poco de la ropa. Entré en el agua, con la intención de
que ella me renovara. El riachuelo no era muy profundo, apenas me
llegaba a la cintura, pero me tumbé para que todo mi cuerpo quedase
sumergido y, mientras el sol despuntaba en el horizonte, pedí ayuda:
al agua, a los elementales del lugar, a Dios, a mí misma…

140
Sentí que algo sucedía. El viento se alzó un poco y agitó el agua.
Yo sabía que la naturaleza me respondía. Noté la fuerza de la Tierra
llegando a mí desde las piedras que tocaba con mis manos. Real-
mente era mágico lo que sucedía. Lloré para liberarme del dolor y
de la angustia. Dejé que el viento se llevará todo aquello de lo que
me desprendía. El viento, el agua, la misma Tierra eran ahora mis
aliados, me ayudaban a recuperar el equilibrio. Y entonces llegó
la luz, la caricia cálida del sol sobre mi cara. $\~GDPHW~WDPELpQ, le
pedí, anhelando que me nutriera con su energía. Al poco me sentí
fortalecida.

&XDQGRVDOtGHODJXDPHYLUHÁHMDGDHQHOOD$OJROODPyPLDWHQ-
ción, me detuve a observarme. Mis senos parecía más grandes, más
ÀUPHVKDVWDFRQXQFRORUGLVWLQWR)XHODLQWXLFLyQRODFHUWH]DQR
lo sé. Mi mano resbaló hasta mi vientre y allí se detuvo. Un cosqui-
lleo interno me erizó la piel, un poco antes de que la voz brotara de
nuevo:

—Ya lo sabes. Ya lo sientes. Estoy aquí. Estoy en ti. Nunca más


estarás sola.

Llevar una vida en tu interior… Sentir su presencia y compren-


der que hay alguien más que ahora depende de ti. Asumir la respon-
sabilidad. Percibir la emoción que se despierta en el alma, la ilusión,
la alegría… Todo eso pasaba al mismo tiempo en mí: una maraña
de sensaciones y pensamientos que me abstraían por completo del
lugar y del presente. Había regresado junto a ellos sin decirles nada,
sintiéndome completamente renovada y emocionada.

Jesús se dio cuenta de mi transformación y me miró a los ojos


desde la distancia, a la espera de alguna explicación por mi parte,
pero yo no quería contárselo todavía. Necesitaba ordenar mis ideas,
desgranarlo previamente, prepararme para tomar las decisiones acer-
tadas. Era evidente que aquella noticia cambiaba el rumbo de nuestra

141
historia. No era lo mismo exponernos a un gran peligro, nosotros
solos, que exponer a un bebé aún no nacido. Estaba segura de que
Jesús recapacitaría y por eso quería serenarme primero, para poder
pensar con claridad. Ahora, la densidad ya no me atrapaba; mis emo-
ciones de rabia, tristeza y culpa se habían evaporado. En su lugar
me sentía dichosa, bendecida. Una vida en mi interior… El fruto de
nuestro amor inmenso creciendo en mi vientre cada día. La felicidad
regresaba a mí para quedarse, porque un hijo era para toda la vida.
Un hijo mío y de Jesús. ¿Podía haber algo más grandioso? Su semilla
XQLGDDODPtDÁX\HQGRDWUDYpVGHPLVDQJUHSRUWRGRPLFXHUSR
Unidad pura. Ese bebé representaba la materialización completa de
nuestra unidad. ¡Qué maravilla!

Me eché a dormir para evitar su mirada. No podría ocultárselo


por mucho tiempo, porque el leía con facilidad mis pensamientos.
Algo debió de intuir, porque me preguntó sin acercarse:

—María, ¿estás bien?

—Mejor que nunca. Voy a dormir, que tengo mucho sueño.

Una pequeña mentira. Sabía que no estaba bien, pero necesitaba


tiempo. Me puse a recordar cosas pasadas, asuntos intrascendentes,
para evitar que me descubriese. Si pretendía leerme el pensamiento
no lo conseguiría. Cuando sentí su respiración acompasada esperé
un poco, hasta estar segura de que se había dormido, y entonces
me entregué a la dicha. Imaginé al bebé que crecía dentro de mí. Le
hablé desde el corazón para darle la bienvenida. Le agradecí tanto
su llegada…

Cuando ya había disfrutado plenamente de todo lo que su pre-


sencia despertaba en mí me dispuse a planear los pasos que iba a
dar, a partir de ese momento. Si se lo decía a Jesús, él probablemen-
te dejaría de empeñarse en aquella empresa loca y lo dispondría
todo para que nos marchásemos de allí, para regresar a casa. La
idea me atraía tanto que casi estuve a punto de despertarlo para

142
contárselo, pero la vocecilla de mi hijo —ahora sabía que lo era—
me advirtió de repente:

—¿De verdad quieres que haga eso?

0HGHWXYHDUHÁH[LRQDU¢3RUTXpPHDGYHUWtD"<RVtTXHTXH-
ría que Jesús hiciera eso. Era lo que más quería en el mundo, y
mucho más ahora, ante la inminente llegada de un hijo. No sabía
cuándo nacería, porque ni siquiera recordaba cuánto tiempo lle-
vábamos viajando, ni había tenido en cuenta la ausencia de mi
menstruación, tan ofuscada como estaba. ¿Tal vez tres meses? No
lo sabía con certeza. En cualquier caso, en aproximadamente seis
o siete lunas, mi bebé nacería, y yo no quería que eso sucediera en
una catacumba fría y bajo la energía del miedo que aquella aven-
tura loca me producía. Yo quería que llegara en un lugar seguro,
en nuestro hogar, con la compañía de sus padres, de los dos. Pero
¿sería eso lo que querría también Jesús? Él parecía entregado por
completo a aquel empeño de contarles a todos que seguía vivo,
de seguir predicando, de buscar a Juan. Su hermano aún no ha-
bía aparecido, ni siquiera había dado señales de vida. En algunos
pueblos nos decían que había pasado por allí, hacía algún tiempo,
pero nadie sabía nada de su paradero. Jesús amaba a Juan con
toda su alma. ¿Tenía yo derecho a pedirle que dejara de buscarlo?
Hacía muy poco que había perdido a su madre y a muchos de los
chicos. ¿Debía yo obligarle a vivir con la incertidumbre de no
saber si su hermano amado seguía con vida?

0HTXHGpÀQDOPHQWHGRUPLGDGiQGROHYXHOWDVDDTXHOODLGHD
mientras el amor y la compasión se abrían paso a través de mis
miedos. Soñé con una playa, donde un mar agitado recuperaba la
calma tras una intensa tormenta. Un mar que me impregnaba con
su espuma mientras yo, tumbada en la orilla, me dejaba acariciar
por sus aguas. Alguien se acercó a mí, hizo sombra al sol que me
daba en la cara. Era Jesús. Un Jesús intensamente iluminado, que
me miraba con amor pero también, con tristeza. Sus ojos habla-
ron para entregarme un mensaje que no necesitaba palabras:

143
—María, déjame ser yo mismo, por favor.

Dos lágrimas rodaron por mi cara, un instante antes de que


abriera los ojos y me diera cuenta de que eran de verdad. Sentí el
sabor salado de una de ellas llegando a mis labios. Estaba a punto
de ponerse el sol. Pronto retomaríamos el viaje, pero yo ya había
tomado una decisión.

144
No era la primera vez que viajaba sola. De hecho era mucho
más seguro para mí. Junto a Pedro y a una mujer un tanto sospe-
chosa, yo me encontraba en el centro del huracán. Sin ellos podía
pasar desapercibida y, de ser reconocida, mostrar mi vulnerabi-
lidad, para que nadie pudiera verme como una amenaza para la
causa romana. En realidad, mi presencia podía suscitar más com-
pasión que miedo, pues había perdido a alguien muy importante
para mí. Una mujer sola no aparentaba más que fragilidad. Sin
embargo, yo me sentía fuerte, segura de lo que estaba haciendo.

Ya había viajado en circunstancias parecidas, antes de reen-


contrarme con Jesús. No temía viajar sola. Ahora había una vida
dentro de mí y yo tenía que ponerla a salvo. De repente podía
manifestar todo el arrojo y la valentía que me faltaron en las
semanas anteriores, para cuidar de mí misma. Por mi hijo, sí.
Por él, lo que hiciera falta. Iba a volver a casa. Iba a recuperar
la paz y la armonía en nuestro hogar. Lo prepararía todo para
su llegada, le apartaría del peligro, le proporcionaría un entorno
amoroso y agradable en el que nacer. Yo no quería que naciera
de una madre atribulada y triste. Yo quería ser para él su mejor
refugio, su bienestar, su alegría. Un hijo mío y de Jesús. Aquel
era un regalo que iba a tratar con gran respeto.

Tuve que armarme de valor para decirle que me marchaba de


allí, que regresaba a casa. Pedí ayuda a Dios y a mi propia alma,
SDUDPDQWHQHUODÀUPH]D\QRÁDTXHDU7DPELpQSDUDHQIRFDU
la atención en algo que no fuera mi embarazo. No quería que
él conociera la verdad. De haberlo sabido lo habría dejado todo
para acompañarme y yo le estaría impidiendo ser él mismo. Pue-

145
de que se hubiese negado a que me marchara o, incluso peor,
que me hubiera dicho que me fuera sin él. Esa posibilidad se me
antojaba demasiado insoportable…

En el futuro se lo explicaré todo, me decía a mí misma, para con-


vencerme de que no estaba mal lo que iba a hacer. Le diré la
verdad, le hablaré del sueño y él comprenderá. Mientras tanto, yo gestaré a
mi hijo en un lugar seguro. Daré a luz en nuestro hogar y allí le esperaré,
con la sorpresa de su llegada al mundo, cuando él se decida a regresar.

No fue tan fácil como me imaginaba. Jesús me miró a los


ojos con rencor. Nunca le había visto mirar así. ¿Era posible?
Si él era puro amor… ¿Cómo había llegado a sentir por mí esa
emoción? Ciertamente llevábamos muchos días sin comunicar-
nos y sin hacer el amor… ¿Qué ideas le pasaban por la cabeza
para que ahora me viera como su enemiga o como su rival? Su
ULYDOVtSRUTXHVRORDXQULYDOORPLUDVFRQHVDDFWLWXGGHVDÀDQ-
te e indignada. Incomprensión, desilusión, rechazo, todo eso
mostraban sus ojos hacia mí, y enfrentarlos fue una de las expe-
riencias más difíciles que tuve que vivir. Enfrentarlos y no de-
UUXPEDUPHVLQRPDQWHQHUPHDOOtHUJXLGDWDPELpQGHVDÀDQWH
creando un muro de contención a mi alrededor, una muralla de
frialdad que me protegiera del dolor y escondiera lo que sentía,
porque no quería que accediera a lo que estaba pasando en mí.

—¿Te vas, entonces? —me asestó, sin oponerse apenas, mien-


tras por dentro, yo me quebraba de dolor.

No luchó. No insistió. No quiso detenerme. Dejó que acatara mi


decisión, con tanta frialdad como la que yo mostraba hacia él, para
impedir que descubriera la verdad.

Se marchó al anochecer y yo me quedé sola, observando cómo


se alejaban. Ya no necesitaba viajar de noche. Esperaría allí, hasta
que el día clarease y sacaría de mí las fuerzas necesarias para avan-
zar sin derrumbarme. Ya lo hice una vez. Podría repetirlo con faci-

146
lidad. No lloré. No me lo permití. Ahora tenía que ser fuerte para
cuidar de mí misma y del hijo que crecía en mi interior.

No fue fácil llegar a casa. El viaje resultó más largo de lo que


esperaba; las emociones me confundían constantemente. ¿Me
habré equivocado?, pensaba muchas veces cuando, tumbada a la
intemperie, me daba cuenta de que el cielo o Dios o el universo
no estaban apoyando aquel viaje. Yo había aprendido junto a Jesús
que, cuando uno hace algo que está alineado con su corazón, algo
que procede del alma y no del ego, la energía universal se mueve
a su favor para impulsarlo. Lo había comprobado muchas veces,
tanto en mí misma como en el grupo: frecuentemente aparecían
soluciones de la nada, ante cualquier problema o carencia. Era real-
PHQWHGLYHUWLGR\JUDWLÀFDQWHYLYLUDVtHQWUHJiQGRVHDODPDJLDGH
ODYLGDFRQÀDQGRÁX\HQGR\PDUDYLOOiQGRQRVGHFyPRODDEXQ-
dancia nos rodeaba, para facilitarnos el avance. Pero en mi viaje
en solitario, nada de aquello sucedía. Ni abundancia, ni víveres, ni
medios de transporte, ni refugios para pasar las noches, ni ayuda
de ningún tipo. Todo eran inclemencias y complicaciones. A me-
nudo tenía que luchar contra la tendencia a pensar que me había
equivocado. Las señales eran claras, pero no, yo no me permitiría
ÁDTXHDU+DEtDWRPDGRXQDGHFLVLyQHLEDDOOHYDUODDFDER

A todo eso se sumaban las náuseas. Comencé a tenerlas todas


las mañanas, una descomposición interna que me obligaba a vo-
mitar o a deshacerme frecuentemente de lo poco que comía. Si
es lo que se necesita para traer una vida al mundo, yo lo acepto, me decía,
mareada y trémula, empeñándome en seguir adelante.

A menudo, por la noche, tendida sobre la hierba mirando las


estrellas, me comunicaba con mi futuro hijo y le decía que con-
taba conmigo, que yo no me rendiría, que ahora le tenía a él para
que le diera sentido a mi vida. Una vida que se había vuelto ma-

147
ravillosa para después apagarse… Aunque aquello me llenaba de
angustia, yo no permitiría que esa emoción se apoderase de mí
nuevamente, porque ahora estaba él, y por él yo lucharía, ven-
cería todas las inclemencias, resolvería todos los inconvenientes,
saldría airosa de aquella triste aventura. Le llevaría sano y salvo,
GH UHJUHVR DO KRJDU D QXHVWUD TXHULGD FDVD GRQGH SRU ÀQ GHV-
cansaría. Crearía el entorno apropiado para él. Yo sabía labrar la
tierra, coser la ropa, cocinar un poco... Dios me ayudaría para que
saliéramos adelante, estaba segura.

Pero aquella seguridad se mezclaba en ocasiones con el enfado


y este lo nublaba todo. Sin darme cuenta apartaba mi atención
de las estrellas y la colocaba en el pasado, en las palabras que
Jesús había pronunciado, en sus gestos y desplantes, y entonces
me ahogaba. Inmediatamente reprimía las ganas de llorar, porque
no quería transmitirle aquella angustia a mi hijo. Entonces me
acordaba de lo que me decía Jesús, acerca de las emociones: que
QRGHEtDUHWHQHUODVQXQFDVLQRGHMDUTXHÁX\HVHQSDUDTXHQR
cristalizaran en mí y me causaran un daño silencioso. Pero ahora,
yo no quería escuchar a Jesús sino a mí misma. Él había preferido
dejar que me fuese, continuar sin mí, ocuparse de los demás antes
que de su hijo. Su hijo… Claro, él no lo sabía. Si lo hubiera sabido
me lo habría dicho. No llegó a intuirlo, porque estaba tan cegado
por su empeño de salvar al mundo que dejó de ver en mi interior.

Cuando llegaba a ese punto la angustia se diluía en la tristeza y


entonces notaba la caricia, una especie de brisa, una energía suave
que se acercaba a mí y me susurraba, con una voz casi imperceptible:

—No estás sola. Estoy aquí. Te amo.

¡Cuánto me ayudaron aquellas palabras! Me llenaban de paz y


de ternura. Por él, todo merecía la pena, por mi hijo.

Cuando embarcamos rumbo a nuestro hogar, en un pequeño na-


YtRFX\RWULSXODQWHVHDSLDGyGHPtVXSHTXHSRUÀQGHVFDQVDUtDTXH

148
todo iría bien, porque ahora la energía me apoyaba. Quizás me había
equivocado al tomar la decisión de marcharme sin decirle nada, pero
no al querer llevar a mi hijo a casa. Mi bebé no nacería en circunstan-
cias peligrosas, sino al abrigo de un hogar tranquilo y seguro.

Al iniciar la travesía me propuse dejar atrás el pasado, mirar hacia


adelante para empezar de nuevo, sin culpas ni apegos. Una nueva
vida, llena de luz y de alegría… Mi hijo se lo merecía. Le pedí ayuda
al mar: que las olas y el viento se llevaran todo lo que yo ya no quería,
que el pasado quedara atrás, que mi vida se renovara. Sol, espuma
blanca, brisa fresca… Quise tomarlas como señales del nuevo ciclo
que ahora comenzaba.

Entrar en casa no fue tan grato como imaginaba. Nuestro hogar


llevaba cerrado muchos meses. La hierba había crecido sin control
alrededor de la casa y, en su interior, olía a humedad. Algunos in-
sectos me recibieron al abrir la puerta e inmediatamente corrieron
a esconderse. Una espesa capa de polvo lo cubría todo. Decidida a
no decaer ante los inconvenientes abrí todas las ventanas, para que
corriera el aire y entrara la luz. Era allí donde esperaría a mi hijo y,
tal vez, a Jesús, si pronto se daba cuenta de que me añoraba…

Pensar en él me entristeció. ¿Dónde estaría? ¿Cómo se


encontraría? ¿Qué experiencias estaría viviendo, llevado por aquel
impulso loco? Rogué a Dios que le ayudara a conservar la vida. Mi
enfado estaba transformándose en nostalgia. Durante aquel largo
viaje de regreso a casa, mis emociones habían ido cambiando casi
cada día, mostrándome muchos matices de mí misma. Como no
quería derrumbarme fui dejándolas a un lado, posponiéndolas has-
ta que llegara a casa. Ahora, la primera que salía era la nostalgia,
pero yo sabía que había mucho más: una maraña de sentimientos
enredados dentro de mí. No importaba. Tendría tiempo de desen-
marañarla, en cuanto acondicionara la casa. De momento había

149
mucho que hacer: limpiarlo todo, arar la tierra, sembrar nuevas se-
millas, preparar una pequeña camita para mi bebé…

Cuando lo tuviese todo listo me ocuparía de ahondar en mí,


SDUDUHVROYHUPLFRQÁLFWRLQWHUQR0LHQWUDVWDQWRSRQHUPDQRVD
la obra me ayudaría a no pensar. Era mejor comenzar cuanto antes.

150
Mi hijo está punto de nacer y Jesús no aparece por ninguna
parte. Estos meses de soledad me han ayudado a comprender-
me. He descubierto que, sin darme cuenta, actué por miedo. Me
dejé llevar por mis temores inconscientes, olvidándome de que
él y yo formábamos una unión sagrada. A este lugar no llegan
noticias de nuestra tierra. Desconozco si aún sigue con vida…

Solo puedo esperar y ser paciente, intentando que el miedo


no me atrape otra vez. Me he derrumbado en muchas ocasio-
nes. Las emociones se rebelan cuando las niegas. Por mucho que
intenté huir de ellas, postergando el momento de profundizar en
mí, no lo conseguí. Cuando se vive sola resulta muy difícil escapar
de una misma. He pasado por intensos momentos de tristeza,
desolación y enfado. Esta vez, el enfado era hacia mí: ¿cómo no
pude darme cuenta de que me dejé llevar por el ego? Mi mente
tenía miedo y yo la escuché a ella antes que a mi corazón.

Sé que no debo juzgarme, que debo aceptarme como soy y


aprender de mis errores, para no perder la conexión conmigo
misma, pero cuesta tanto cuando, tras un error, la vida se vuel-
ve gris y sombría… Además, precisamente por eso, me siento
muy culpable. Vine aquí para proporcionarle a mi hijo un hogar
tranquilo y una madre en equilibrio. El hogar es tranquilo, desde
luego, pero no hay equilibrio en mí; hay tristeza, culpa, angustia
y miedo. Sí, sobre todo, miedo. Vine aquí huyendo del miedo y
resulta que venía a encontrarme de frente con él. Temo que a
Jesús le haya pasado algo, que nunca regrese, que me haya olvi-
dado. Sé que, si hubiera fallecido, su alma habría volado hasta
mí y yo lo habría notado. De eso estoy segura. Si no lo he nota-

151
do es que sigue vivo, y entonces su ausencia se prolonga porque
no pretende regresar…

No creo que pueda soportarlo. No quiero que viva lejos de


nosotros, que desconozca la existencia de su hijo. Debí quedar-
me a su lado, darle la noticia, enfrentarme al miedo junto a él,
para que me ayudara a superarlo, como hizo tantas veces con
mis emociones y carencias.

Es cierto que, durante estos meses, he recordado cómo cuidar


de mí misma. Lo había olvidado, entregándome por completo a
QXHVWUDXQLyQ\FRQÀDQGRHQpOPás que en mí. Sé que, en ese
punto, era necesario que recuperara el rumbo, sin embargo…
La ausencia de noticias y el inmenso vacío que se ha generado
entre él y yo me atrapan en una rueda de tristeza, miedo y culpa
de la que me cuesta salir.

—Perdóname, hijo. Prometo ser una buena madre para ti, en-
tregarte todo el amor del mundo. Yo cuidaré de ti y tú me darás
fuerzas para seguir cuidando de mí misma. Como haces ya…

El momento del parto ha llegado. Siento miedo y, a la vez, una


gran fortaleza. Sé que voy a ser capaz de afrontarlo. El instinto me
lleva. No soy la primera mujer que dará a luz sola.

Me encierro en la intimidad de mi cuarto, pero algo me impulsa a


salir afuera. Necesito respirar aire puro, estar en contacto con la Tierra.
Por suerte, la gente no suele pasar por aquí cerca. Escogimos este lugar
para estar a salvo de miradas curiosas. Podré entregarme al momento
sin temor a los intrusos. Me hubiera gustado que Jesús me acompaña-
ra, pero ahora no puedo confundirme con lamentos. Necesito toda mi
energía, para dar a luz a mi hijo. Ya siento como empuja mis entrañas
para abrirse camino. Estoy deseando verlo. Esta vez, la debilidad no va

152
a atraparme. Puedo afrontar esto yo sola. Soy una mujer fuerte. Siem-
pre lo he sido, aunque me dejara llevar por las emociones y me olvidara
de mí misma… Hoy renazco junto a él. Mi hijo se merece una madre
segura. Esa soy yo misma. Voy a demostrarle, a él y a mí, que yo puedo,
que soy fuerte. Aunque el dolor apriete voy a soportarlo.

Me tumbo sobre la hierba para recibir el abrazo de la madre.


6LHQWRVXHQHUJtDOOHQiQGRPHGHDPRU\FRQÀDQ]D6pTXHOD7LHUUD
me acompaña. Recibo también el calor del sol sobre mi cuerpo y
la piel se me estremece. Me desprendo de la ropa; quiero entregar-
me plenamente a este momento. El sol y la Tierra me acompañan.
Ellos me guían, no estoy sola. Me siento profundamente sostenida
SRUXQDLQPHQVDHQHUJtDGHDPRU\FRQÀDQ]D(VWR\SUHSDUDGDYa
puedes empujar más fuerte, hijo mío.

(OGRORUVHLQWHQVLÀFD\JULWR(VPXFKRPiVLQWHQVRGHORTXH
imaginaba. Una pequeña duda me hace temblar: ¿podré soportar-
lo? ¡Por supuesto!, sentencia mi propia alma, con tanta vehemencia
que me convence, y recuerdo que yo misma estoy ahora renaciendo.

—Vamos, hijo mío. Yo te acompaño. Vamos a nacer juntos en


este día.

Las contracciones se aceleran y entro en una catarsis de dolor, éx-


tasis y miedo. Yo puedo…, me repito ya casi sin conciencia, porque me
hallo en un estado para mí desconocido: como si el tiempo hubiera
desaparecido, como si el lugar se hubiera diluido. Me siento unida a la
Tierra como nunca antes, mientras mi sangre se derrama sobre ella.

—¡Madre, alúmbrame de nuevo! Más fuerte y más segura.


Llévate todo lo que ya no soy.

Lo digo murmurando, porque apenas puedo hablar, antes de emi-


WLURWURJULWRHOGHÀQLWLYR1HFHVLWRLQFRUSRUDUPH\ORKDJR,QV-
tintivamente, mis manos se van hacia la cabeza de mi hijo, que se
desliza hacia abajo y cae sobre ellas. Lloro y me río. Las emociones

153
se desbordan. Es una niña preciosa que me mira un segundo, antes
de echarse a llorar conmigo. La llevo a mi regazo, para abrazarla con
todo mi ser, y me tumbo de nuevo. El calor del sol calienta nuestros
cuerpos húmedos, mientras le susurro:

—Te amo, gracias, gracias, gracias…

Noto el amor de la Tierra, que nos envuelve desde abajo, y sien-


to que este momento es único. Ahora, todo cambia. Nunca más
seré la misma.

Mi pequeña duerme plácidamente sobre mi regazo. Dormir junto


a ella se ha convertido en algo inmensamente placentero: sentir la co-
nexión que nos une, el modo en que ella se entrega a mí con absoluta
FRQÀDQ]D6DEHTXH\RVR\VXPDGUH\VXIXHQWHGHDOLPHQWR+D\
una energía invisible que nos une. No se ve, pero puede palparse. Me
siento plena. Nunca imaginé que la maternidad pudiera aportarme
tanto gozo. Imaginar un hijo de Jesús en mis entrañas era algo mara-
villoso, pero esto es diferente. Mucho más grandioso. Una vida que
depende de mí y que me entrega tanto amor que, a veces, me desbor-
da. Hay días en que me acuerdo de mi madre y me pregunto cómo
SXGRROYLGDUVHGHHVWDIDVHGHPLGHVDUUROORGHHVWDXQLGDGLQÀQLWD
que se creó entre nosotras. No es algo que pueda olvidarse.

El instinto te guía todo el tiempo y surgen de ti conocimientos


TXHQLVLTXLHUDVDEtDVTXHWHQtDV(ODPRUVHH[SDQGHÁX\HFRQVROR
mirarla. Es imposible que mi madre se abstrajera de esta sensación.
Entonces, ¿cómo pudo pasar de ella al desprecio? Yo no lo com-
prendo, pero ahora no puedo pensar en eso. Mi bebé y yo somos
lo más importante. Quiero estar tranquila y contenta para que ella
lo perciba y se nutra así de esa energía. Sé que no solo se alimenta
de mis pechos. Se alimenta del amor con el que yo la trato, de la
alegría con la que yo la miro, de la satisfacción que me produce su

154
llegada. A veces me parece que la escucho, que me habla, como
cuando estaba en mi vientre y me susurraba mensajes de esperanza.
Sé que le resulta difícil estar lejos de mí, por eso apenas la dejo sola
en su camita. Enseguida se despierta y siente miedo. Se desorienta.
Necesita el calor y la seguridad que le proporcionan mis brazos.
Noto que junto a mí se relaja, me busca para sentirse protegida. Es
tan pequeña, tan dulce, tan bonita…

Cuando Jesús la vea se enamorará de ella al instante. Hay una


parte de él que brilla intensamente en mi hija. Es algo energético, no
VDEUtDGHÀQLUOR8QDFRQH[LyQGHDOPD1RORVpSHURPHKDFHVHQWLU
tanta plenitud que a veces lloro. Es un llanto de emoción. Entonces
doy gracias a la vida por este inmenso regalo y pido a Dios que me
escuche, que cuide de Jesús, que lo conserve con vida, para que él
también pueda disfrutar de nuestra hija. Conocerla, sentir su energía,
abrazar su pequeño cuerpecito y notar la magia que se genera. No sé
si para un padre será diferente, pero para una madre es algo único.
Nada que ver con lo que me imaginaba. Una fuerza potente y decisi-
va me lleva a sentir que mi bebé es ahora el centro de mi vida. Todo
gira en torno a ella. Las horas de sueño y de vigilia, los ratos que
dedico a arar la tierra, el ritmo de las comidas. Todo va en función de
sus necesidades y de los momentos en que está dormida.

Empiezo a agradecer profundamente el vivir esta fase sola. Sola


con ella, para poder atenderla plenamente, para que nada ni nadie
me distraiga. El tiempo es nuestro y podemos disfrutarlo a nues-
tro ritmo, sentir el lazo que nos une, que cada vez se vuelve más
intenso. Sí, mi hija y yo estamos disfrutando de nuestra vida juntas.
Como ahora, en este momento tan sereno. Ella duerme y yo la
siento. Percibo su respiración agitando suavemente su cuerpecito,
que descansa sobre el mío. Me entrego al instante y aprovecho para
VHQWLUWDPELpQPLSURSLRFXHUSRODVHUHQLGDGLQÀQLWDTXHPHHP-
barga, el amor que surge de mí a raudales.

Esta conexión consciente con mi hija está sanando todas mis


heridas. La debilidad se desvanece. Emana de mí una seguridad

155
tan grande que a veces ni me reconozco. Yo sé. Yo puedo. Saldremos
adelante, hija mía. No lo dudes nunca.

Aun no he elegido un nombre para mi hija. La tradición dice


que ese derecho le corresponde al padre, y yo quiero respetarlo.
Quiero que Jesús se sienta parte, que llegue y vea que no todo
está resuelto ya, que hay algo que él tiene que aportar, que yo le
he esperado. Quiero que sienta eso porque, en el fondo, también
tengo un poco de miedo. ¿Y si se enfada?, ¿y si me reprocha que
no se lo dijera? Es probable que lo haga. Cuando me despedí de
él le sentí tan lejano… Algo en él había cambiado. ¿Qué estará
pasando?

Estoy segura de que se acuerda de mí. Nuestra conexión es in-


ÀQLWDSHURDYHFHVGXGR+DSDVDGRGHPDVLDGRWLHPSR\ODQLxD
está creciendo. Ya tiene tres lunas y empieza a hacer algunos gestos.
Me divierto tanto contemplándola... Por las mañanas me despier-
ta, cantando y jugueteando con sus pies, que representan para ella
todo un descubrimiento. Se los toca, se los mira, intenta mordérse-
los. Se divierte tanto que yo acabo contagiada de su risa. Entonces
me mira y me dice algo con un sonido gutural, lleno de ternura. Yo
sé que dice te quiero, aunque su voz aún no exprese palabras.

—Y yo te quiero a ti, hija. Te quiero tanto…

Es así como la llamo: Hija. De momento es el único nombre


que tiene. Hasta que llegue Jesús y todo cambie. Al pensar eso me
estremezco. Ciertamente, todo cambiará cuando él llegue. Nuestras
rutinas tendrán que variar, para incluirlo en ellas. Tendremos que
adaptarnos a su ritmo o él al nuestro. Ya veremos.

—Cuando conozcas a tu padre, Hija, te vas a sentir la niña más


feliz del mundo.

156
Han pasado los meses y Jesús no ha regresado. Me planteo ir a
buscarlo, envolver a mi hija con una sábana, alrededor de mi cuer-
po, y regresar a Nazaret. Seguro que allí alguien sabe algo. Su her-
mana, tal vez. Cuando conozca a su sobrina no se atreverá a pedir-
nos que nos marchemos de allí. Elisa es bondadosa, aunque tenga
miedo. Voy a prepararlo todo para emprender el viaje. Cerraré la
casa, abandonaré esta tierra, otra vez. No puedo quedarme aquí, a
la espera. Tengo que averiguar si le ha pasado algo. Cuento las lunas
desde que me aparté de él. Ya son quince. Demasiadas. Un peque-
ño desencuentro no termina con una conexión como la nuestra.
Voy a ir a buscarle. Si no regresa es porque no puede. Estoy segura
de eso. Me he demostrado a mí misma que puedo lograr cosas
importantes sola, sin ayuda de nadie, sin que nadie me sostenga
o me proteja. Yo lo hago. Ahora también sostengo y protejo a mi
hija. He crecido. He madurado. Puedo afrontar este nuevo reto, y
lo haré. No me detiene nada. Voy a buscarlo.

—Espérame, amor. Estés donde estés voy a encontrarte.

Avanzo decidida hacia la puerta. Lo he dejado todo listo para


marcharnos. Llevo a mi hija anudada a mi cuerpo con una tela
ÀQD (OOD VXGD PXFKR \ OR SDVD PDO SHUR QHFHVLWR ORV EUD]RV
libres para poder desenvolverme. Tengo algunas monedas que
guardábamos para una necesidad especial. Cuando llegue a la
Galia compraré una carreta y así iremos más cómodas las dos.
Tal vez deba transportar en ella a Jesús, si no se encuentra bien.
La idea me estremece y la descarto. No quiero pensar en esa
posibilidad, me resta fuerzas.

—Amor mío, voy a por ti. Ya nada me detiene. Aguarda.

157
Cierro la puerta, recojo el hatillo que dejé en el suelo y echo
una última ojeada al lugar. El trigo se estremece al compás de
la suave brisa que se levantó hace un rato. Los árboles del bos-
que cercano reciben los primeros rayos del sol de la mañana y
adquieren un aspecto diferente, como si cambiaran de color,
como si se alegraran del regreso de la luz. Yo misma me deten-
go a recibirla sobre mi cara. Me pongo frente al sol, cierro los
ojos y formulo un deseo interiormente: que todo salga bien, que
regrese a casa con mi hija y con Jesús…

Cuando los abro, algo llama mi atención. Algo que se mueve,


allá en el horizonte. Al principio creo que es un animal y espero,
porque me sorprende. Aparte de ardillas, liebres y alguna comadreja,
nunca he visto otros animales por aquí, y HVHGHEHGHVHUJUDQGH/DÀ-
gura se aproxima y me doy cuenta de que es un caballo. Un caballo que
avanza lentamente, como si estuviera muy cansado. No se detiene, ni
gira, ni toma otra dirección. Viene directo hacia la casa. Con paso lento,
SHURÀUPHFRPRVLVXSLHUDTXHHVHVWHHOOXJDUDOTXHGHVHDOOHJDU

Mientras se aproxima mi corazón comienza a latir más rápido.


Antes de que vea lo que lleva sobre su lomo siento el ahogo que
me oprime la garganta. Trae a un hombre tendido sobre él. Ten-
dido y atado, porque parece desmayado o muerto…

Durante unos segundos no sé qué hacer. Justo ahora que iba


a marcharme… Finalmente decido abrir la puerta, dejar a mi hija
en su camita y correr hacia él. Sea quien sea no puedo mirar hacia
otro lado. Apenas puedo pensar. Solo siento el corazón que se
desboca y una voz interna que me dice que aquello es más impor-
tante de lo que parece. Corro hacia el caballo y, antes de alcan-
zarlo, ya lo sé. Ese hombre desmayado o quizás muerto es Jesús.

158
A veces, solo hace falta tomar la decisión de traspasar el miedo,
volverse valiente y dar el primer paso, para que la vida mueva los
hilos del destino y te demuestre que no necesitas más para superar
la prueba de evolución ante la que te encuentras, que la historia
cambia con tu decisión de superarte y avanzar.

Yo iba a ir en busca de Jesús, a pesar del riesgo para mí y para mi


KLMDSHURODYLGDGLMRTXH\DHUDVXÀFLHQWH\ORWUDMRKDVWDPt1XQ-
ca dejaré de maravillarme de lo mágico que se vuelve todo, cuando
uno confía en sí mismo y resuelve desde el corazón.

Llegó exhausto y herido; permaneció inconsciente durante tres


días, durmiendo todo el tiempo. En varias ocasiones abrió los ojos
y me sonrió, para después, al instante, volver a quedarse dormido.
Yo ungí sus heridas con agua de sal y algunas plantas medicinales
que conservaba en la casa. Puse paños de agua fría sobre su frente,
lavé su cuerpo poco a poco; su cuerpo, extremadamente delgado
y enjuto... Con el corazón encogido iba rezando a Dios para que
conservara la vida, para que aquello no representase una despedida.

—Lo has traído hasta mí. No te lo lleves. Deja que conozca a


nuestra hija.

Yo no sabía qué le pasaba. Las heridas no eran profundas, ape-


nas algunos rasguños y un corte en una pierna, que probablemente
le había impedido caminar, pero que no tenía mal aspecto. No pa-
recía infectado. Yo sabía curar aquel tipo de heridas, pero descono-
cía la causa de su inconsciencia. Un sueño tan largo, sin actividad
apenas, como si allí solo estuviera su cuerpo. Me sentía tan perdida

159
que, a ratos, me echaba a llorar de impotencia. Yo puedo con esto, me
decía. Si me lo ha enviado Dios es que yo puedo.

Mucho después fui consciente de cómo la vida había ido plan-


teándome retos, para que abandonara mi tendencia a la debilidad
y me diera cuenta de que yo era capaz de superarlos. Durante mis
primeros años junto a Jesús, yo le había cedido mi poder, pero
ahora los acontecimientos me ofrecían, una y otra vez, la oportu-
nidad de recuperarlo. Y yo la aprovechaba. Temía, pero afrontaba.
Dudaba, pero resolvía. Daba pasos adelante y me convertía, poco
a poco, en la mujer segura que fui antes de que mi niña interior se
quebrara. Esta de ahora, la que ungía las heridas de Jesús mientras
amamantaba a su bebé, era yo misma, la mujer decidida y valiente
que siempre llevé dentro, aunque durante muchos años la escondí
por miedo.

Pasados tres días, Jesús abrió los ojos y me miró, como si


lo hiciera por primera vez. No se perdió en el sueño tras una
sonrisa, sino que permaneció allí tumbado, mirándome inten-
samente, hasta que las lágrimas llegaron a sus ojos. Como si
lo hubiera intuido, nuestra hija gimió en su camita y emitió un
suspiro.

Jesús agrandó sus ojos maravillosos, comprendiendo de repente


lo que sucedía, o tal vez asombrado, no lo sé. Todo sucedió muy
deprisa. Se incorporó en el lecho y la vio. Yo contuve la respiración,
mientras el tiempo se detenía. Esta vez se echó a llorar como un
niño, sin decir nada, como si liberase una gran pena, o puede que
un gran sufrimiento. Yo estaba en vilo. ¿Qué había pasado para que
hubiera regresado así? Me moría de ganas de preguntárselo, pero
ahora los acontecimientos se precipitaban y había algo más urgente
de lo que ocuparse. Me puse de pie. Tomé a la niña entre mis bra-
zos y se la entregué:

160
—Amor mío, esta es nuestra hija.

Él la abrazó con tanta delicadeza que yo también me eché a


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tres entonábamos un canto lastimero que desgarraba el alma y
al mismo tiempo la liberaba. Cuántas emociones desbordándose
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habló:

—¿Cómo se llama? —preguntó con la voz quebrada.

Yo negué con la cabeza.

—Aún no tiene nombre. He esperado, para que se lo pongas tú.

Él me sonrío con tanta dulzura que mi corazón recuperó en un


instante la conexión con el suyo.

—Gracias —dijo, y entonces supe que valía la pena todo lo vivido.

Sarah, el nombre de otra mujer para mi hija. Alguien que había


sido muy importante en la vida de Jesús, mientras vivió con los ese-
nios. Una mujer que falleció poco antes de nuestra huida. Dijo que
fue para él como una madre. Yo me sorprendí de que escogiera ese
nombre, en vez del nombre de su verdadera madre, que además era
el mismo que el mío…

—Precisamente por eso. Con dos Marías en casa, las dos res-
ponderíais a mi llamada. Sarah era una mujer admirable. Me gusta-
ría que sus dones estuvieran en nuestra hija.

El nombre me gustaba, a pesar de todo. Además, no quería em-


pañar su mejoría con un pequeño desacuerdo. Por eso, mi bebé

161
pasó a llamarse Sarah, aunque al principio a mí me costaba dirigir-
me a ella de ese modo.

Resuelto el asunto del nombre y conforme Jesús mejoraba fue


llegando la hora de enfrentar la pregunta:

—¿Por qué no me lo dijiste, María?

Yo sabía que, en algún momento, tendría que responder a eso, pero


me pilló desprevenida, mientras amamantaba a la niña disfrutando de
su sonrisa. Creo que di un respingo, porque Sarah se sobresaltó y em-
pezó a llorar. Mientras la calmaba iba buscando en mi memoria las
palabras que había preparado con anterioridad, pero no las encontré.
Tendría que improvisar, y eso era mejor hacerlo desde el corazón. Di
un suspiro, mientras apelaba interiormente a la sabiduría de mi alma.
/DVSDODEUDVÁX\HURQGHVGHPí, sin que apenas las pensase:

—Por miedo. Callé por miedo y también, por amor. Pero amor ba-
sado en el miedo. Lo que más temía era enfrentarme a tu rechazo, en el
caso de que hubieras decidido seguir tu viaje, a pesar del embarazo. Te-
mía también que, por mi causa, dejaras de ser tú mismo, y quise realizar
un acto de amor: asumir yo sola la responsabilidad, para permitirte
seguir tu camino. Pero no lo hice desde la perspectiva adecuada. Lo
hice por temor. Temía que dejarás de quererme, si te impedía ser tú…

Me tomé un instante para respirar, porque había hablado muy


deprisa, y también para observar la expresión atenta de Jesús. Parecía
calmado. Ningún gesto de sorpresa o incomodidad. Seguí hablando:

—En todo este tiempo he aprendido mucho. He descubierto


que soy capaz de mucho más de lo que imaginaba. Digamos que
KHUHFXSHUDGRODFRQÀDQ]DHQPt(VDOJRTXHQHFHVLWDED$KRUDVp
que puedo enfrentarme a cualquier reto.

Entonces él sonrió, con la sonrisa más dulce y amorosa que yo


le había visto dedicarme.

162
—Realmente has crecido —dijo—. Vuelves a ser la María de la
que yo me enamoré como un tonto.

Los dos reímos:

—Esa era una niña —aduje.

—No. Ésa era una gran mujer. Me siento orgulloso de ti.

—Gracias —yo también me sentía así—. Lamento habértelo


ocultado.

Él tendió la mano para que me acercara. Dejé a Sarah en la


cama, porque se había dormido, y me senté a su lado. Seguía recos-
tado; aún no podía estar de pie sin marearse. Puse mi mano en su
mano y enseguida lo sentí: aquel calor inmenso, aquella conexión
TXHÁXtDDWUDYpVGHODSLHO\TXHLPSXOVDEDHODQKHORGHIXVLyQ
Jesús me miró a los ojos:

—Está bien empleado, si era necesario para que volvieras a ser tú.

Había imaginado decenas de posibilidades, la mayor parte de


ellas con enfado por su parte. El hombre del que me separé se
había convertido en un extraño para mí. Pero este de ahora, el que
había regresado herido y vencido, se parecía más al niño que un día
conocí en Nazaret.

—Tú también has vuelto a ser tú —le dije, emocionada.

Sonrió, con cierta tristeza.

—En mi caso —dijo— no sé si ha merecido la pena tanto su-


frimiento.

Los ojos se le humedecieron y de repente se ofuscó. La mirada


viajando hacia el pasado, hacia otro lugar nada grato, al parecer.

163
—Cuéntamelo —murmuré, notando el latido de mi corazón,
que empezaba a acelerarse.

—Está bien.

164
Pedro y Jesús entraron en contacto con muchos grupos de
cristianos, difundiendo la noticia de que el Mesías había regresado.
Tras la incredulidad inicial, la reacción solía ser siempre la misma:
aplausos, lágrimas y entusiasmo. Si él seguía con vida, aún había
esperanza. Las muertes de todos los hermanos que habían sido
apresados por los romanos cobraban sentido. Jeshuá se ocuparía
de arreglar las cosas.

El anhelo de un salvador seguía latente en sus mentes asustadas,


a pesar del gran arrojo que estaban demostrando, al continuar reu-
niéndose para mantener vivo el espíritu cristiano. Las muertes de
tantos compañeros en los circos romanos y la desaparición de los
impulsores de cada grupo habían ido mermando el entusiasmo,
pero la aparición de Jesús reavivaba el fuego.

Poco a poco iban acercándose a Roma, recorriendo el camino


que previamente había marcado Santiago. Todo iba bien, hasta que
un día los apresaron: a Pedro, a él y a todo el grupo con el que esta-
ban durante aquellos días. Al parecer se había corrido la voz entre
los vecinos: algo extraño estaba pasando en una cueva. Temerosos
de las posibles represalias habían avisado a los romanos para librar-
se del castigo.

Los sorprendieron de noche, se los llevaron a todos. Nin-


guno pudo huir. Ni siquiera Jesús, que afortunadamente pasó
desapercibido, como uno más del grupo. Vieron a Pedro y cre-
yeron que era él el responsable. Lo apartaron para interrogarlo.
'HVSXpVORFUXFLÀFDURQ6ROtDQKDFHUORFRQORVLPSXOVRUHVGH
cada grupo.

165
Protegido y amparado por los demás, en una mazmorra fría
\RVFXUD-HV~VWXYRWLHPSRGHUHÁH[LRQDUDFHUFDGHVXYLGD0H
contó que estuvo allí cuatro días. Solo les daban agua, para mante-
nerlos con vida, mientras se preparaba la función en la que serían
ajusticiados. Pasó hambre, pasó frío, pasó miedo. Sus compañeros
esperaban que él hiciese un milagro, pero estaba tan angustiado y
confuso que difícilmente podía mantener el equilibrio. Solo pensa-
ba en mí, me dijo. En mí y en nuestra vida juntos, en nuestro pe-
queño hogar, seguro y tranquilo. Dijo que se había dado cuenta de
algo importante, algo que le costó reconocer en sí mismo. De algún
modo, de manera muy sutil, se había dejado llevar por el impulso de
salvar al mundo, olvidándose de salvarse primero a sí mismo.

Yo sabía de qué hablaba, porque lo había visto cuando se em-


peñaba tanto en correr hacia el peligro, pero a él le costaba ex-
plicarlo, porque aquel anhelo permanecía en su interior, como
una voz que clamaba por cumplir un objetivo, y eso le causaba
tristeza. Los acontecimientos le impedían, otra vez, manifestar
aquello para lo que había venido al mundo; y él no era de los que
se rendían…

Lloró por Pedro, lloró por todos los chicos, lloró por Juan, del
cual había tenido noticias. Se encontraba en un país lejano, a salvo,
pero lejos. No había vuelto a verlo. Tal vez, ya no lo vería nunca.

Lloró también por los meses perdidos, por mi ausencia y por


la crueldad de los hechos que se desarrollaban ante sus ojos. En
aquella mazmorra fría, en medio de la angustia, se reconectó con-
sigo mismo. Había estado tan ocupado deshaciendo el malenten-
dido de su muerte, a escondidas, a hurtadillas, viviendo de noche,
con el riesgo de ser descubierto pisándole los talones, que apenas
había podido pararse a sentir, a observarse, a descubrir sus verda-
deras emociones y el impulso que las movía. Sin darse cuenta ha-
bía caído en el ego, considerándose demasiado importante: el sal-
vador del mundo. Finalmente, la imagen que todos proyectaban
sobre él había cristalizado en su interior, llegando a confundirlo.

166
Ahora se daba cuenta y se arrepentía. Ahora que ya no tenía
remedio, porque iba a ser ajusticiado en un circo público. De-
lante de cientos de romanos que aplaudirían y gritarían para que
un toro o un león o el fuego acabaran lentamente con su vida.
Esta vez como un anónimo, porque nadie lo había delatado.
La lealtad seguía latente en las miradas de sus compañeros, a
pesar de todo. Ningún reproche. Ni siquiera una pequeña de-
cepción en aquellos ojos asustados que esperaban la muerte a su
lado. Asustados, pero valientes. Se admiró de la fuerza interior
de aquellos hombres y mujeres que lo rodeaban y comprendió
que no todo estaba perdido, porque el mensaje había calado en
aquellos corazones, generando un gran cambio en las personas.
La semilla había germinado. Solo había que esperar a que se
expandiera por el mundo.

Al comprenderlo se sintió aliviado y se dijo a sí mismo que era


posible que su función hubiese terminado. Ya había hecho lo que
vino a hacer. Ahora debía dejar que la energía universal hiciera el
resto, que las personas fueran tomando sus propias decisiones,
dando sus pasos para mover los hilos de la evolución y crear su
propio mundo.

Sintió paz. También, consuelo, una sensación que duró poco,


porque inmediatamente llegó la nostalgia de su refugio: su ho-
gar, su propia vida, yo…

Lloró por mí y por lo perdido, por lo que ya no sería, por la


muerte que se acercaba, sin volver a vernos, sin despedirnos…
Él sabía que la vida no se acababa, que su alma podría venir a
mi lado, una vez que su cuerpo hubiese fallecido, pero a mí me
costaba comunicarme con los que se habían ido; por eso apeló
a la energía divina, para que facilitara nuestro reencuentro más
allá de esta vida. No sabía que pronto cambiaría su destino.

Llegó el día de la función. Se oían los gritos de los asistentes espe-


rando el espectáculo. Decenas de cristianos serían ajusticiados, bajo

167
las fauces de los leones que esperaban, hambrientos, a que les
dieran de comer. Jesús le pidió a Dios que le diera valor para
enfrentarse a aquello. Al poco, sus compañeros comenzaron a
cantar y él se estremeció. Pedro se lo había contado, pero vivirlo
de cerca era sobrecogedor. Una fuerza poderosa nacía de aquella
canción, entonada al unísono por tantas voces. Poseía el poder
de un decreto pronunciado con la fuerza de la unidad. Un canto
PDJQLÀFRTXHSURFODPDEDHODPRU$OJRDVtFRPRnuestros cuerpos
morirán, pero las almas volarán hasta el sol, para brillar con más fuerza
y ayudaros a recordar que sois amor, que el amor es la fuente que mueve el
universo, y está en vuestro interior.

Mientras Jesús me lo contaba, yo contenía el aliento y lloraba.


Él iba desgranando la historia sin detenerse a respirar, como si
tuviera prisa, como si quisiera acabar pronto con aquel trámite
incómodo y necesario.

Salió a la arena junto a los demás. El sol le deslumbró. Lle-


vaba varios días en penumbra. El público gritó, los ánimos se
exaltaron, mientras los cristianos seguían cantando. Él mismo
se sumó a aquel canto y notó que las fuerzas regresaban, que
aquella canción se llevaba el miedo y la tristeza. Caminando ha-
cia la muerte, entonando un canto de amor y sintiendo alegría;
era algo inaudito y casi inexplicable.

Un instante de silencio precedió a la salida de los leones a la


arena. Sus compañeros habían formado varios círculos a su al-
rededor, de manera que el quedó, sin darse cuenta, en el centro
GHOJUXSRSURWHJLGRGHORVSULPHURVHQYLWHVGHODVÀHUDVTXH
enseguida comenzaron a devorar a sus presas.

De manera extraordinaria e increíble, los que quedaban se-


guían cantando. Imposible de creer cuando no lo has vivido, eso dijo,
antes de hacer una pausa y perderse en el recuerdo, durante
unos instantes. Sus ojos brillaban, velados por la emoción, muy
lejos de donde ahora nos encontrábamos.

168
Cuando llegó su turno, casi todos los leones se habían retira-
do, hartos ya, saciados. El terrible espectáculo que había queda-
do a su alrededor le encogió el corazón. Cuerpos destrozados,
algunos vivos todavía. Se oían lamentos; la canción, ya no.

Uno de los animales se acercó a él. Jesús se arrodilló, lo miró


a los ojos. Dijo que se lo había indicado Dios, que durante todo
el tiempo, él lo había estado guiando, especialmente desde que co-
menzó el horror. El león se acercó un poco más. Sintió su aliento,
pero alzó la mano y el animal se detuvo. Interiormente se comu-
nicó con él, repitiendo las palabras que le indicaba Dios. Lo llamó
hermano, le habló desde el corazón. Dijo que una fuerza extraña se
apoderó de él, que se sintió en paz, entregado al instante, aceptan-
do plenamente lo que tuviera que pasar.

El león le dio la espalda y se marchó. El público gritó, aplaudió y


exigió al César que le perdonara la vida. Fue tanta la insistencia, que el
político accedió. Qué importaba un solo cristiano, si acababa de ajusti-
ciar a tantos. Levantó el pulgar y los encargados de aquel circo obliga-
ron a los leones a regresar a sus jaulas. Jesús, anonadado, miraba a su
alrededor con tristeza y horror. Un par de soldados se lo llevaron de
allí, mientras el público aplaudía y gritaba: ¡Larga vida al cristiano!

Con las manos atadas a la espalda lo acompañaron más allá de


Roma. Lo soltaron en un bosque, le hirieron en la pierna, para
asegurarse de que no saliera con vida de allí. A pesar de la herida,
solo en aquel bosque perdido, supo que iba vivir. Dios no le había
llevado hasta allí para morir en soledad. Esa certeza le dio fuerzas
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no, varias personas le ayudaron, demostrándose una vez más que
ODFRQÀDQ]DHQXQRPLVPR\HQODYLGDHVHOLPSXOVRYLWDOTXHVH
necesita para avanzar.

169
El amor entre un hombre y una mujer es algo sagrado, una lec-
ción de vida permanente. En soledad podemos aprender muchas
FRVDVHQXQLGDGQRVUHÁHMDPRVPXWXDPHQWHODSDUWHGHQRVRWURV
mismos que no queremos ver. Es así como salen a la luz compor-
WDPLHQWRV \ DFWLWXGHV DQWLJXRV TXH GLÀFXOWDQ OD FRQH[LyQ FRQ HO
corazón y, por tanto, la expresión del alma.

Junto a Jesús, yo pude darme cuenta de que mi herida antigua


aún sangraba y de que, por su causa, reaccionaba a menudo desde
ODGHELOLGDGFHGLHQGRPLSRGHULQWHULRUGHVFRQÀDQGRGHPt

El recuerdo de nuestro amor y mi ausencia le ayudaron a él a


comprender que se había alejado de la primera obligación que tenía
como ser humano: la lealtad a sí mismo, el cuidar de su propia vida
en primer lugar.

Compañeros y aliados, aunque alguna vez lleguemos a creer


que estamos enfrentados. La actitud de evolución, la paciencia y
la comprensión posibilitan el aprendizaje y la unidad. Aquella ex-
periencia tremendamente dolorosa nos volvió más fuertes, como
personas y como unidad. A veces es necesario separarse para llegar
a descubrir en qué momento uno se desconectó del corazón y se
dejó llevar por su ego. El ego tiende a la desconexión, al miedo, a
la lucha, a la inconsciencia que mueve los actos sin una dirección.
La dirección que marca el alma siempre es elevada, por eso acaba
siendo la mejor opción.

El alma de Jesús lo trajo de regreso a mí y yo pude comprobar que


SDUDDWUDHUDTXHOORTXHPiVDPDEDGHEtDFRQÀDUHQPLYDOtDYROYHU-

171
me valiente, superar mis limitaciones enfrentándome a mis fantasmas
internos y decidiéndome a cuidar de mí, en primer lugar. El auténtico
amor de pareja nace del amor a uno mismo y crece sobre él.

Jesús también tuvo que respetar sus propios deseos para descu-
brir de dónde procedían. En ocasiones es necesario errar el paso
para darse cuenta de que no es por ahí. La senda que eligió lo llevó
a un callejón sin salida plagado de horror, una experiencia parecida
a la que ya vivió, pero mucho más dolorosa e intensa. La vida vol-
vía a mostrarle que su función pública terminó. La primera vez se
resignó, la segunda lo comprendió.

Cuando regresó a casa y vio a Sarah, su corazón se abrió de


nuevo plenamente. En sus noches de insomnio, Dios le habló.
Le mostró que no solo había venido al mundo para predicar. Su
función incluía algo más, algo de suma importancia que él no
debía menospreciar. Ese algo era la causa de que siguiera con
vida, tras enfrentarse al riesgo por segunda vez. Su vida era valio-
sa. Su cuerpo era valioso. Su sangre era valiosa. En él habitaban
las semillas del crecimiento evolutivo de la humanidad. No solo
su mensaje las había sembrado; él mismo era parte de esa siem-
bra: su sangre, vertida en el cuerpo de varios seres humanos, que
nacerían a partir de él. De él y de mí, porque ese era el propósi-
to principal de nuestra reunión. Nuestras almas habían pactado
cumplir una misión: sembrar sobre la Tierra el recuerdo del amor,
la conexión con la luz divina que está en el corazón. Las personas
se habían olvidado de su luz interna. Jesús, en cambio, conservó
ese recuerdo toda su vida y lo manifestó en su realidad: superó las
GLÀFXOWDGHVTXHOHSODQWHDEDODH[SHULHQFLDKXPDQDHOFRQWDFWR
con las emociones densas —como el miedo, los celos, la rabia o
la frustración—, el envite de la culpa, la debilidad que causa la
tristeza, todo eso lo afrontó desde el corazón, recordando que el
amor resuelve, transforma y eleva, generando una onda expansiva
a su alrededor. En las ocasiones en que sintió que no podía solo
recurrió a la conexión con Dios, para que sus palabras amorosas y
pacientes le ayudaran a recuperar el equilibrio en su interior.

172
Su vida era un ejemplo evolutivo. Su sangre era un tesoro,
porque llevaba impreso ese modo de afrontar la dualidad, esa
perspectiva: la certeza de que la verdad se halla en el corazón y
GHTXHODFRQÀDQ]DHQXQRPLVPRHVODOODYHGHODHYROXFLyQ3RU
eso, antes de abandonar este mundo para regresar a Dios, Jesús
debía engendrar a varios hijos, seres humanos conscientes que
esparcirían su semilla por toda la Tierra.

(VROHGLMR'LRV\-HV~VORFRPSUHQGLyDFHSWDQGRSRUÀQ
los envites del destino, que lo habían obligado a apartarse de la
que creía su única misión. Quizás, las cosas no sucederían como
se habían planeado, quizás podría haberse evitado gran parte del
sufrimiento que muchos tuvieron que pasar, pero el libre albe-
drío de los hombres había hablado y eso se tenía que respetar.
Respetar las decisiones de los demás, adaptarse a los cambios y
ocuparse de seguir siendo uno mismo, en medio del caos que
se generó. La mejor manera de seguir siendo uno mismo, con-
tra viento y marea, era escuchar y atender a la voz del corazón,
recurriendo a la conexión con Dios cuando el ego o la mente o
la conciencia colectiva impulsaba a dar pasos en otra dirección.

173
Amado lector, el libro se acaba aquí, pero la historia continúa
en tu propia vida. Yo solo fui testigo de una vida extraordinaria,
compañera afortunada de un ser especial y único en su especie, en
el momento en el que yo viví. Hoy, su esencia se encuentra en ti. El
mensaje de Jesús recorrió la Tierra. Su voz resuena en cada corazón
que siente la verdad. No importa que lo que dijo fuese tergiversado.
Importa la resonancia que su recuerdo genera en ti. Probablemen-
te, en tu sangre se encuentre parte de la suya, porque nuestros hijos
se expandieron por el mundo, para cumplir su función.

El alma de Jesús despierta hoy en cada corazón, para que todos


recuerden el mensaje de la semilla crística que él sembró: que el
respeto a uno mismo es el primer paso de la evolución, que todos
somos capaces de llevar a cabo lo que nos pide el corazón, que el
amor incondicional hacia todos los seres que pueblan la Tierra es la
dirección que la humanidad necesita, que podemos obrar milagros
HQQXHVWUDSURSLDYLGDFRQÀDQGRHQODIXHU]DGHODPRU

¿Te animas a intentarlo tú?

175
Alicia Sánchez Montalbán nació en Sevilla y vive en Barcelona
desde 1996. Después de estudiar Derecho y Fiscalidad y trabajar en
diversas entidades bancarias se dedicó al mundo de la formación,
donde encontró su verdadera vocación.

Hace unos años comenzó a canalizar por intuición y, desde en-


tonces, no ha parado de hacerlo. De sus canalizaciones han surgido
mensajes para difundir, meditaciones, cursos, conferencias, terapias e
incluso la creación de Agartam, una agrupación sin ánimo de lucro que
se basa en la fuerza de la unidad y ayuda al despertar de conciencia.

http://www.agartam.com

En la actualidad ofrece diferentes cursos espirituales, junto a


Víctor Polo, ambos como componentes de Ananda Sananda. Entre
ellos se encuentran Aprender a Canalizar, Regreso a la Luz y Cómo
amarse a uno mismo.

http://www.aprenderacanalizar.com

http://www.anandasananda.com
OTROS LIBROS DE
ALICIA SÁNCHEZ MONTALBÁN

Las Enseñanzas de Je- Cuando Jesús era un


sús (2012): Libro canaliza- niño (2014): Novela inspira-
do que sirve como libro de da en la infancia de Jesús de
consulta y de autoayuda. Nazaret narrada en primera
persona por él mismo.

Yo, Jesús de Nazaret Diálogos entre mente y


(2014): Novela que continúa corazón (2014): Libro de au-
la historia de Jesús y desvela toayuda que facilita el trabajo
pasajes ocultos de su vida. en equipo entre mente y co-
razón.
Cartas Arcangélicas (2013): Libro
con cartas que ofrece una nueva perspecti-
va de la labor de los Arcángeles.

Aprender a canalizar Hermanos del Bajo Astral


(2014): Todos tenemos un (2016): Libro que recoge una guía
guía espiritual y podemos práctica y clara para ayudar a las
comunicarnos con él. almas en tránsito a volver a la luz.

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