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Los Discursos del arte contemporáneo Asiertxo

Tema 9: Estéticas
1. En el origen: un debate
Es evidente que para trabajar con los nuevos planteamientos del arte, marcadamente políticos si
entendemos la definición de “lo político” en un sentido amplio, debemos revisar lo que toda la
modernidad, desde Kant o incluso antes, ha definido como su estética y, en ella, algunos conceptos
fundamentales que, como el de la autonomía del arte, entran en crisis ya a principios del siglo XX.
La primera toma de posiciones al respectos es, sin duda, la discusión sostenida por Theodor Adorno
y Walter Benjamin en 1936. Los frentes estaban francamente encontrados. Para Benjamin, las
técnicas de reproducción permitieron acercar el arte tradicional a las masas y, a la vez, propiciaron
la producción de nuevas formas de acceso masivo como el cine. Desde su punto de vista, el arte
técnicamente reproductible puede convertirse en un instrumento de emancipación que permitiría
establecer una sociedad igualitaria.

El ensayo de Benjamin sobre La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica parte del
intento de renunciar en la teoría del arte a conceptos tales como la genialidad, el valor de la
eternidad o el misterio (herederos directos de la filosofía idealista y fácilmente utilizables por la
política cultural fascista) y sustituirlos por otros introducidos por primera vez en la teoría del arte.
Su tesis principal expone como hacia 1900 la reproducción técnica había alcanzado un nivel que,
por un lado, había convertido en su objeto al conjunto de loas obras de arte y, por otro lado, había
conquistado, por medio del cine y la fotografía, un lugar propio entre los procedimientos artísticos
vigentes.
La definición del aura podríamos describirla como “la aparición única de una lejanía, por cercana
que esté”. Para Benjamin, la sociedad burguesa moderna se relaciona con las obras de arte a partir
del concepto de valor de culto sustituido ahora por el concepto de autenticidad.

Pérdida del aura que es más que evidente en medios que, como el cine, tenían ya un lugar propio en
la producción cultural contemporánea. Pero lo interesante en este caso es que ese nuevo modo de
reproducción técnica altera radicalmente la relación entre la obra de arte y el público. Benjamin
explica esto refiriéndose, como ejemplo, a las películas de Charles Chaplin. La masa que adopta una
actitud conservadora frente a las obras cubistas de Picasso al considerarlas incomprensibles, frente a
una película de Chaplin es capaz de responder con una actitud progresista. Por el contrario, cuando
el espectador se enfrenta a una obra de arte moderno, su condición de inexperto (de no conocedor)
le conduce a una actitud crítica de rechazo.
La segunda consecuencia, más discutible, de esa alteración que los medios de reproducción
producen en la recepción del espectador es lo que Benjamin llama recepción distraída o disipada,
radicalmente enfrentada a la contemplación recogida.

De acuerdo con lo que representa la recepción contemplativa, el sujeto penetra en la obra, se


identifica con ella o con lo que representa, “se recoge, se sumerge en ella” para Benjamin. Está
claro que esto es una manera metafísica de representar la recepción pero, también parece claro, por
otra parte, que expresa una experiencia real.
Cuando nos encontramos en una sala repleta de fotografías de actores como Yul Brenner, George
Mikell o Jan Englert, caracterizados como los mandatarios nazis a quienes encarnaron en algunas de
sus películas, nuestra mirada ya no se distrae. De hecho, si estuvo distraída durante la recepción de
alguna de sus películas. Demoledora, entonces, crítica a las películas, sutil anotación a la mirada
distraída que Benjamin tanto defendía en ellas.

La propuesta de Benjamin es rápidamente respondida por Adorno entre 1936 y 1945. Todavía en su

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Teoría Estética de 1970, este filósofo sigue cuestionando la posición de Benjamin en términos
globales: de entrada la considera una antítesis simple entre la obra con aura y la obra reproducida
masivamente. Lo importante para Adorno, es que el veredicto sobre el aura salta fácilmente por
encima del arte cualitativamente moderno, que se aleja de la lógica de las cosas habituales, y se
refiere más bien a los productos de la cultura de masas, que llevan impreso el beneficio hasta en los
países presuntamente socialistas. Es decir, el veredicto sobre la desaparición del aura no afecta a las
obras de arte “auténticas”, mientras que los productos de la cultura de masas no dejan de ser
prácticamente Kitsch y en ellos la pérdida del aura resulta poco menos que indiferente.
Con ello, Adorno quiera plantear una revalorización del arte autónomo y, sobre todo, del poder
crítico del arte autónomo, frente a la postura de Benjamin. En una carta a Benjamin en marzo del
36, este filósofo llegó a expresar su aprobación (que retirará luego) en lo que se refiere al
planteamiento de la pérdida del aura por parte de la obra de arte, e incluso asegura que él mismo
está reflexionando en esa época acerca de “la liquidación del arte”. Pero, puntualiza
inmediatamente, hay cosas que los separan. Y son bastante serias. El problema, para Adorno, es que
en su ensayo sobre la reproducción técnica este filósofo traslada el concepto de aura mágica a la
obra de arte autónoma y, en consecuencia, la imbuye de una condición contrarrevolucionaria de la
que Adorno se empeñará en sacarla. Y lo hará a través de la forma.

Sin negar en ningún momento la autonomía del arte, incluso rearfirmándola abiertamente (“la
autonomía del arte es irrevocable”, dice en su Teoría Estética), Adorno intenta llevar su carácter
dialéctico a un problema de técnica y de forma. Él reconoce que hay un aspecto mágico en la obra
de arte burguesa y que su labor como filósofo se orienta a desvelar el carácter mítico que la filosofía
idealista atribuye a las obras de arte. Su modo de hacerlo consiste en pensar que el núcleo de la obra
de arte autónoma no es completamente mítico, sino dialéctico. Adorno objeta a Benjamin el hecho
de que enfoque dialécticamente la tecnificación y la alienación social, sin tener en cuenta el aspecto
dialéctico de la obra de arte incluso manteniendo ésta su autonomía.
Las consecuencias de este pensamiento son devastadoras para Adorno. En primer lugar, difumina o
limita el arte no canonizado y el arte comprometido políticamente, lo que ya es un problema. En
segundo, su limitación estética resulta evidente en su contradictoria relación con las vanguardias.
Por eso en su Teoría Estética insiste con tanta fuerza en la autonomía del arte. “Irrevocable”, había
dicho, porque su esfuerzo está dirigido a recoger el impulso vanguardista y, al mismo tiempo,
desterrarlo al interior de la estética. Al final, obedeciendo al postulado de la autonomía, restituye las
categorías idealistas que quería cuestionar en sus momentos esenciales.

Para Adorno las tendencias vanguardistas constituyen la señal de una superación sin más de la
autonomía del arte, y por ello una traición del arte a la sociedad vigente. La autonomía del arte es,
para Adorno, irrenunciable. Greenberg se encargará de salvar a la vanguardia de esta quema
aplicándola, sin dudarlo y sin temer por su desactivación, el concepto de autonomía del arte con
más facilidad de lo que podría parecer.
Porque lo cierto es que Adorno parte de una visión histórica del arte según la cual éste no puede ser
definido sino que tiene su concepto en la constelación de momentos que van cambiando
históricamente por lo que, en principio, el arte no podría deslindarse de su origen. Pero es que es en
el origen donde estaría el problema y las obras de arte sólo pueden llegar a ser tales negando su
origen, es decir, su vieja dependencia respecto a servidumbres y divertimentos.

Todo el significado político del debate Adorno/Benjamin, tan importante en aquel momento, queda
en suspenso en el periodo de Greenberg. Desde un punto de vista político, la postura de Benjamin
significaría reconocerle al proletariado, de manera inmediata, una función revolucionaria. A juicio

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de Adorno, mucho más paternalista, la transformación sólo podría cumplirse de manera mediata a
través de los intelectuales concebidos como sujetos dialécticos que interactúan con la clase o las
masas. Para Greenberg, al intelectual nada le va ni le viene en el círculo del proletariado o incluso
de las masas, incluida la clase media.
Los artistas minimal (Robert Morris, Donald Judd) buscarían, en principio, “objetos tautológicos”
(que remitan a sí mismos) ajenos a cualquier discurso de tipo iconográfico o iconológico, y ajenos,
por supuesto, al ilusionismo que todavía perciben en las obras de Rothko o de Pollock. Por eso sus
propuestas suelen ser figuras geométricas, simples (formas gestálticas), construidas de manera
industrial. Pero las cosas no son tan sencillas. Cuando Didi-Huberman se para a pensar con la obra
de Tony Smith se da cuenta de varias cosas. De entrada, la obra tiene una presencia y frente a ella,
por mínima que sea, tenemos que tomar una postura. Nuestro ver se inquieta. Eso es lo que saben
hacer las imágenes del arte. La obra tiene, además, una latencia: su medida, los seis pies, nos
permiten recordar la escala humana y, desde allí, el volumen de un féretro.

Se trata, entonces, de una imagen dialéctica, aunque no tal como Adorno la había entendido (su
forma no puede ser más simple, es un dado), sino en el sentido en que la explica el Benjamin de El
libro de los pasajes: una imagen capaz de recordarse sin imitar, capaz de volver a poner en juego y
criticar lo que había sido capaz de volver a poner en juego. Su fuerza, se belleza, residían en la
paradoja de ofrecer una figura nueva hasta inaudita, una figura realmente inventada de la memoria.
Es decir, anacrónica.
Porque una imagen dialéctica es una imagen auténtica, es decir, una imagen crítica, en crisis, una
imagen que critica la imagen y critica nuestras maneras de verla en el momento que, al mirarnos,
nos obliga a mirarla verdaderamente. Y así puede proporcionar justamente el motor dialéctico de la
creación como conocimiento y del conocimiento como creación.

2. Nuevas posiciones para viejos planteamientos


Ya hemos visto que lo que hace Benjamin es cambiar radicalmente la constelación arte-política-
estética en la que había cristalizado la modernidad del siglo XX gracias (o a partir de) su
entendimiento crítico de la sociedad de masas. Por eso molesta tanto a Adorno: toda la historia del
pensamiento estético queda destrozada en su ensayo.
Pero a Susan Bück-Morss lo que más le interesa del ensayo de Benjamin, y sobre lo que basa el
desarrollo de todo su artículo, es el último trozo. En él, el filósofo dice que la alienación sensorial
(propia del mundo tecnificado que expone) yace en el origen de la estetización de la política, que el
fascismo administra. Lo que le preocupa a Bück-Morss es el hecho de que ambas cosas (la
alienación sensorial y la estetización de la política) han sobrevivido hasta hoy y, con ellas, el placer
del hombre de contemplar su propia destrucción.

Bück-Morss acepta, con Benjamin, el schock como la esencia misma de la experiencia moderna y
acepta también, por supuesto, el hecho de que el ego funcione como un amortiguador ante los
innumerables schocks a los que nos somete el mundo contemporáneo. Y lo desarrolla
cuidadosamente.
Estaríamos entonces ante un sistema de conocimiento (el sistema sinestésico) que no está contenido
dentro de los límites del cuerpo, sino que comienza y acaba en el mundo, que abre su ámbito al
ámbito de la experiencia. El problema es que, en el saturado mundo moderno, este sistema se ha
programado para detener los estímulos, el exceso de schocks, con lo que invierte su función: “en
lugar de experimentar, su meta es entumecer el organismo, matar los sentidos, reprimir la
memoria”. Se ha convertido en anestésico.

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En este contexto el papel que desempeña el arte es complicado. Sería difícil mantener la idea de que
el arte es una realidad completa que, en consecuencia, no tendría sentido diferenciar de la realidad
en general, cuyos privilegios comparte. Parecería, más bien, que es una duplicación imaginaria (e
ilusoria) de lo real, una realidad compensatoria, es decir, una fantasmagoría con todas sus
implicaciones. Su efecto es anestesiar el organismo, no entumeciéndolo, sino inundando los
sentidos, saturándolo.
Parece que el arte, tal y como lo quería Benjamin, es imposible. O así lo despacha Bück-Morss. No
analiza su capacidad política en el mundo actual.

Inquietar la visión, suspender el momento, inventar lugares... Ideas que Ranciére no dejará caer en
saco roto. Para él, a diferencia de Bück-Morss o de Clement Rosset, da la impresión de que el arte sí
puede ser una realidad completa con una capacidad política firmemente ajustada en lo que él
entiende por “estética”. Lejos de la idea de la fantasmagoría, el arte tendría una capacidad
individual y colectiva en absoluto anestesiante. Todo lo contrario.
En el mundo contemporáneo, afirma, hemos liquidado la utopía estética: la vieja fe en la capacidad
del arte de contribuir a una transformación radical de las condiciones colectivas de vida. Estamos,
pues, en lo que llama “el presente postutópico del arte”. En él hay dos grandes posiciones: la que
pretende aislar el arte de cualquier relación directa con la vida, heredera de alguna manera de la
vieja idea del arte autónomo, y la que se conforma con un arte modesto, con formas modestas de
una micropolítica que se limitan a redisponer los objetos y la imágenes que forman el mundo común
ya dado o a crear situaciones dirigidas a modificar nuestra mirada y nuestras actitudes con respecto
a ese entorno colectivo. Ambas posiciones, evidentemente encontradas, no son más que los
fragmentos de una alianza rota entre radicalismo artístico y radicalismo político, una alianza que
designa el término de “estética” y que hay que recuperar. Y ambas posiciones, aunque no lo parezca,
tienen algo fundamental en común: en los dos casos se construye un espacio/tiempo específico del
arte, un lugar y un momento en el que se crece la incertidumbre con relación a las formas ordinarias
de la experiencia sensible.

En las dos posiciones postutópicas del arte hay una política que consiste en interrumpir las
coordenadas normales de la experiencia sensorial. Y es una política para todos, mucho más para los
trabajadores que no tienen tiempo para ocupar ese espacio y, por lo tanto, no tienen voz. Para esos
trabajadores para los que ya Benjamin (a partir de Marx) entendía su explotación como una
categoría cognitiva (en ningún caso el sistema defensivo anestésico es tan claro como en la fábrica
que los convierte en autómatas) y en una categoría económica.
Para Ranciére su trabajo consistirá en rebajar los flecos idealistas (obvios en su idea de autonomía
del arte) a posiciones materialistas.

“El arte pertenece a un sensorium específico”. Esta afirmación de Ranciére podría poner a las
formas del arte en contraposición (como algo diferente) a las formas ordinarias de la experiencia
sensible. Aparentemente esencialista, per no le falta razón.
De este modo Ranciére rechaza por adelantado cualquier oposición entre un arte autónomo y un arte
heterónomo, un arte por el arte y un arte al servicio de la política, un arte del museo y un arte de la
calle. Porque la autonomía estética no es esa autonomía del “hacer” artístico (tal y como Greenberg
hubiera querido) que la modernidad ha oficiado. Es, más bien, la autonomía de una forma de
experiencia sensible, ésa que, al poder todos disfrutar de ella, constituye “el germen de una nueva
humanidad”. La mayoría de los artistas cercanos al activismo, por ejemplo, harán sus propuestas
desde estas premisas.
Pero Ranciére lo entiende para cualquier propuesta artística.

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Puede parecer demasiado ambicioso, incluso grandilocuente, pero lo cierto es que hemos bajado
mucho nuestras expectativas con respecto al arte y aceptamos pequeñas declaraciones
micropolíticas como “arte político”. Declaraciones pertinentes la mayoría de las veces, no todas,
pero en cualquier caso, para Ranciére, podríamos incluir en lo que él llama “la capacidad
disminuida del arte”. Y la paradoja de nuestro presente es que este arte incierto políticamente se ha
visto promovido a una mayor influencia por el déficit mismo de la política propiamente dicha. Todo
sucede como si la desaparición de la inventiva política en la era del consenso diera a las
minimanifestaciones de los artistas una función política sustitutiva.

Sigamos a Ranciére: “El problema consiste en trabajar una reconfiguración de la división de lo


sensible donde las categorías de la descripción consensual se encuentren puestas en tela de juicio,
donde una ya no se ocupa de la lucha contra la exclusión, sino de la lucha contra la dominación; no
consiste en reparar fracturas sociales o preocuparse por individuos o grupos desheredados, sino en
reconstruir un espacio de división y capacidad de intervención pública, poniendo de manifiesto el
poder igualitario de la inteligencia”.

Sólo en estos términos puede entender Ranciére el arte político, el arte en general porque desde
estos presupuestos todo arte es político, igual da un Rothko, que un Warhol, que un Martha Rosler.
Todo arte es político.

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