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ALBRECHT, Karl; (2006). Inteligencia social. Javier Vergara Editor, España. Págs. 25 - 59.
Existe algo más poderoso que todos los ejércitos del mundo, y ese algo es una idea cuyo momento ha
llegado.
VICTOR HUGO
A buen seguro, todos conocemos por lo menos a una persona, y es probable que a
varias, de cuya compañía no disfrutamos. No es raro oír que la gente diga cosas como:
Me horroriza tener que visitar a mis padres este fin de semana; estoy seguro de que mi
madre se tirará los trastos a la cabeza con mi padre y me criticará todo el tiempo que esté
allí. No sé ni siquiera por qué sigo yendo a verlos. Remordimientos, supongo.
Otros quizá digan cosas del estilo de:
Odio mi trabajo; mi jefe le encuentra pegas a todo lo que hago. Supongo que tendré
que ponerme a buscar algo mejor.
O:
A lo mejor tendríamos que «olvidarnos» de invitarlo a salir con nosotros. Si viene nos
pasaremos toda la noche discutiendo.
O:
Siento que tendríamos que invitarla a comer con nosotros, pero no soporto la idea de
tragarme su divorcio una vez más. Parece que no sabe hablar de otra cosa.
A la mayoría se nos da mejor detectar carencias de inteligencia social en los demás que
virtudes: lo reconozco cuando no lo veo. Es posible que gravitemos de manera inconsciente
hacia las personas que la tienen, pero de las que no nos alejamos a sabiendas. ¿Qué sucede
con los de en medio, los del centro de la escala de competencia interpersonal? Podemos
«tomarlos o dejarlos».
¿Cuánta gente considera a sus padres o familiares cercanos una influencia negativa en
su vida, en lugar de contarlos entre sus mejores amigos? ¿Cuánta gente ha cortado con su
familia, por lo menos en lo emocional, cuando no físicamente? ¿Cuántos padres se quejan de
que sus hijos los tienen abandonados o parecen no sentir deseos de visitarlos?
Las personas que disfrutan de unas relaciones familiares estrechas y de apoyo a
menudo parecen desconcertadas por las dificultades que otros describen en el trato con su
parentela. Sin embargo, aun dentro de las llamadas familias felices, es posible que
determinados individuos traten a los demás de un modo que los aliene.
A la inversa, la mayoría tenemos al menos un puñado de conocidos que consideramos
especiales: gente con la que nos sentimos cómodos, respetados, afirmados y atendidos.
Poned en los platillos de la balanza un ejemplo de cada extremo: comparad a una persona
que tendáis a evitar con otra cuya compañía busquéis con anhelo, y contrastad sus
comportamientos. No sólo queda enseguida de manifiesto que una persona se comporta de
modo más positivo y propicio que la otra, sino que también se lleva uno la impresión de que
la persona más positiva de algún modo sabe más de la gente que la negativa. Las positivas
parecen «pillarlo»: entienden a la gente y sus interacciones reflejan esa comprensión, más
allá de ser un simple conjunto de comportamientos «simpáticos».
Lo que en este libro llamamos inteligencia social se basa también en la comprensión,
además de en el comportamiento. Pretendemos entender la eficacia humana en un nivel que
vaya más allá de las meras fórmulas: más allá de decir «por favor» y «gracias», más allá de
las cortesías sociales de rigor, más allá de las llamadas «habilidades personales
supuestamente valoradas en el lugar de trabajo. Pretendemos entender cómo maneja con
tanta destreza las situaciones sociales la gente muy eficaz, y cómo sabe—al menos la
mayoría de veces— abordar a los demás de un modo apropiado para el contexto.
Para empezar con una definición de trabajo, podemos pensar en la inteligencia social, o
«IS», como:
La capacidad para llevarse bien con los demás y conseguir que
cooperen con vosotros.
DE TÓXICO A NUTRITIVO
Una experiencia personal, hace más de una década, hizo que por fin apreciara con
claridad el concepto de la IS como proposición conductual. Estaba impartiendo una serie de
seminarios de gestión para un programa de extensión universitaria en el norte de California.
El programa se prolongaba a lo largo de cinco fines de semana consecutivos, con una sesión
los viernes por la tarde y otra el sábado durante todo el día. Los mismos directivos asistían a
todas las sesiones.
Durante la primera presenté un cuestionario de autoevaluación que había elaborado en
un intento de perfilar comportamientos que contribuyeran a la alienación, el conflicto y la
animosidad, por contraste con los que conducían a la empatía, la comprensión y la
cooperación. También presenté los términos «tóxico» y «nutritivo», respectivamente, para
señalar el contraste entre los dos.
Los comportamientos tóxicos, según esa definición, hacen que los demás se sientan
devaluados, inadecuados, furiosos, frustrados o culpables. Los comportamientos nutritivos
provocan que los demás se sientan valorados, capaces, queridos, respetados y apreciados.
Las personas de elevada inteligencia social —las que son primordialmente nutritivas en su
comportamiento— se vuelven magnéticas para los demás. Las personas de baja inteligencia
social —las que exhiben un comportamiento eminentemente tóxico hacia las demás— actúan
como antimagnéticas. A estos efectos, la vieja expresión sobre poseer una «personalidad
magnética» quizá tenga cierto valor.
Durante la sesión, los directivos rellenaron el cuestionario y lo puntuaron. La mayoría
refirieron que lo habían encontrado de personal utilidad, sobre todo en la medida en que les
proporcionaba un conjunto específico de comportamientos sobre los que reflexionar. En la
siguiente sesión uno de los directivos se ofreció a compartir una experiencia que había tenido
en la semana transcurrida:
Tengo un empleado en particular que es muy tóxico en casi todas sus interacciones con
los demás. Me han instado a despedirlo muchas veces. No he sido capaz de encontrar una
solución para lo suyo, hasta ahora.
El lunes pasado, después de nuestro seminario del fin de semana, lo invité a sentarse
conmigo y le enseñé este cuestionario. Sólo le dije: «Estoy yendo a un curso de gestión, y el
instructor nos ha dado un cuestionario que me ha parecido bastante interesante. Me gustaría
pedirte que lo leyeras.»
Esperé sin mediar palabra mientras se leía la lista de comportamientos tóxicos y
nutritivos. Cuando llegó al final, me miró y me dijo: «Esto soy yo, ¿verdad? Todo lo que sale
en el lado tóxico son las cosas que he estado haciendo. La verdad es que nunca lo había
pensado así.»
Yo sólo le dije una cosa: «A lo mejor te convendría pensar en ello.»
Pues bien, no he visto cambiar tan rápido el comportamiento de alguien en toda mi vida.
De un día para el otro, pasó de ser un cascarrabias total a mostrarse solícito, considerado e
incluso simpático. Sus compañeros de trabajo no paraban de preguntarme: «¿Qué le has
hecho? ¿Le has inyectado algo? ¿Lo has mandado a alguna terapia? ¡De repente se ha
convertido en Don Personalidad!»
Desde aquel episodio he sido testigo de muchas pruebas convincentes
de que la mayor causa de baja inteligencia social es la simple carencia de visión. Las
personas tóxicas a menudo están tan enfrascadas en sus propias luchas personales que no
comprenden el impacto que pueden ejercer sobre las demás. Necesitan ayuda para verse
como las ven los demás. Para interpretar esa visión, recurrimos a nuestro modelo de
inteligencia social, y a algunos ejemplos
de incompetencia social de la vida cotidiana.
EL FACTOR «DILBERT»
El mundo del popular personaje de tira cómica Dilbert, de Scott Adams, ofrece una
valiosa ventana a la dinámica social de una importante subcultura en el mundo empresarial
occidental: los especialistas técnicos. Dilbert y sus compañeros de trabajo representan una
población altamente estereotipada pero muy real, que los habitantes del mundo de los
negocios no nos hemos tomado en serio o tratado de comprender de verdad. Abundan los
chistes y anécdotas sobre personas de alta tecnología, y aun así su influencia sobre el resto
de nosotros permanece en gran medida sin examinar, cuando el modo en que su tecno-
teología configura las elecciones de nuestra vida merece una reflexión mucho más atenta.
Esas personas diseñan las páginas web y pantallas de ordenador que vemos, deciden
cómo funciona nuestro software, escriben los manuales y menús de ayuda que leemos
cuando luchamos por comprender su software, responden a las llamadas de consulta que
realizamos, crean los formatos de los extractos bancarios —y los informes de derechos de
autor— y toman decisiones trascendentales sobre el modo en que la tecnología encaja —o
deja de encajar— en las manos de los seres humanos. Ridiculizarlos o despreciarlos sirve de
bien poco; necesitamos comprenderlos e idear maneras de integrarlos con más éxito en las
estructuras sociales de nuestro mundo.
Podemos tomar prestado por un momento el personaje registrado de Adams y
transformarlo de individuo en perfil genérico, con miras a entender las trabas que limitan su
éxito social y profesional y comprender cómo puede beneficiar a la sociedad en su conjunto la
educación de un dilbert, en el sentido genérico.
Los estereotipos llegan a esa condición en parte porque contienen cierto elemento
nuclear de verdad. Aunque el uso cruel o irreflexivo de estereotipos puede producir grandes
injusticias, por un lado, rechazar sus verdades fundamentales también puede tener efectos
destructivos. Si bien muchos ingenieros, expertos informáticos, científicos y técnicos no
encajan en el estereotipo del empollón y el gafotas, otros muchos lo ejemplifican.
A efectos de este análisis, caracterizamos como dilberts no a todas las personas técnica
o intelectualmente orientadas, sino a aquellas que encajen más o menos con un perfil social
característico: un estereotipo, sin duda. En los casos extremos, los dilberts tienden a
presentar las siguientes características:
Desarrollo social atrofiado o retrasado, acompañado por una acusada introversión y
una autocomprensión limitada.
Limitada consciencia y comprensión de los contextos sociales y las motivaciones
ajenas.
Un sentimiento compensado de baja autoestima; adquiere sentimientos de valía propia
por medio de logros intelectuales o técnicos.
Ideologías sociales y políticas excéntricas; rechazo ostentoso de las convenciones y
opiniones sociales; intentos de presentarse como diferentes, inclasificables y únicos.
Sentido del humor adolescente e imaginación truncada, que a menudo se manifiesta
de modos que otros perciben como excéntricos, más que creativos.
Desdén bien racionalizado hacia la autoridad, las reglas y las estructuras sociales;
caracterizan a los jefes y demás figuras de autoridad no técnicas como estúpidos,
ignorantes y motivados por su ego.
Las historias recurrentes en las tiras cómicas del Dilbert de Adams se basan ante todo
en la incompetencia balbuciente del jefe, su desprecio maquiavélico hacia la humanidad de
los dilberts en cuanto subalternos, la estupidez e incompetencia de los altos ejecutivos, casi
invisibles, las políticas absurdas que derrochan tiempo y recursos y, en ocasiones, la
personalidad «friki» del protagonista y sus compañeros.
¿De dónde salen estos dilberts? ¿Qué hace que se comporten como tales? Yo creo que
constituyen el resultado defectuoso de nuestro sistema educativo, en los niveles tanto
secundario como universitario. Por mi experiencia personal, cosechada en una primera
formación como médico, puedo dar fe de que los institutos y facultades han hecho poco en el
pasado por familiarizar los potenciales dilberts con la necesidad de funcionar socialmente. Si
bien este estado de cosas ha cambiado un poco, en algunas instituciones, por lo general los
dilberts tienden a atravesar inalterados el sistema educativo. Habiendo trabajado y dirigido
con dilberts, también he descubierto que las organizaciones hacen muy poco por ayudarlos a
aclimatarse a las sociedades de trabajo diversificadas en las que tienen que manejarse.
Muchos estudiantes con inclinaciones técnicas o intelectuales eligen carreras de
ingeniería, ciencia o campos de orientación tecnológica porque se ven trabajando con cosas
mejor que con otras personas; en el peor de los casos, esperan trabajar con otras personas
parecidas a ellos. Rara vez su experiencia educativa les abre los ojos al hecho de que algún
día tendrán que explicarle sus ideas a otros, convencerlos del valor de sus opiniones y
venderles sus ideas y a ellos mismos. Como corderos inocentes, entran en los entornos
políticos de grandes organizaciones dando por sentado que sus magníficas ideas se venderán
por sí solas, que sólo un estúpido dejaría de comprender el valor de sus contribuciones.
Tras una dosis de caballo de realidad, a menudo concluyen que una cruel fortuna los ha
implantado en pleno centro de una cantidad pasmosa de estúpidos. Con demasiada
frecuencia racionalizan sus fracasos y frustraciones amparándose en el síndrome del dilbert:
«Esta gente es demasiado estúpida, incompetente o insensata para entenderme o
apreciarme.» Los dilberts tienden a desdeñar la «política de empresa», que consideran
despreciable e improductiva. En consecuencia, por lo general no desarrollan el tipo de ingenio
político necesario para prosperar en su carrera. En su visión del mundo inocente y
simplificada, uno debería medrar por méritos exclusivamente técnicos, y no por su capacidad
para «jugar a la política». Muchos tardan en descubrir la verdad, si es que llegan a hacerlo.
Explorar el S.P.A.C.E.
Si queréis desarrollar y practicar las cinco dimensiones de la competencia social —Consciencia Situacional,
Presencia, Autenticidad, Claridad y Empatía—, una buena manera de empezar es adquirir una consciencia más
plena de ellas en el día a día.
Una vez que hayáis leído los siguientes capítulos individuales, planteaos concentraros en cada una de las
cinco dimensiones un día de la semana laborable.
Los lunes, prestad especial atención a la Consciencia Situacional. Observad a los demás en diversas
situaciones y estudiad las que vosotros experimentéis en persona.
Pasad cada martes prestando especial atención a la dimensión de la Presencia; la vuestra y la ajena.
Dedicad los miércoles a observar y aprender sobre la Autenticidad.
Consagrad los jueves a la Claridad, tanto de pensamiento como de expresión.
Los viernes, concentraos especialmente en la Empatía: observadla, aprended sobre ella y desarrolladla.
Los fines de semana, sintonizad deliberadamente con las cinco dimensiones.
Más cosas que podéis hacer para desarrollar vuestras habilidades de S.P.A.C.E.:
Tened tarjetas de notas a mano para recoger vuestras observaciones, descubrimientos y revelaciones.
Comentad esas ideas con otras personas. Explicádselas como manera de reforzar vuestra propia
comprensión. Enseñádselas a los niños de vuestra vida.
Formad un grupo de debate para compartir el proceso de aprendizaje con otros.
Tened el valor de buscar feedback útil en los demás, para conoceros mejor a vosotros mismos. Ofreced
a los demás feedback útil si os lo piden.
Haced de la inteligencia social una experiencia cotidiana de observación, aprendizaje y desarrollo.
“S” DE SITUACIÓN
ALBRECHT, Karl; (2006). Inteligencia social. Javier Vergara Editor, España. Págs 61 - 101.
[Sobre un piloto de río especialmente discutidor a cuyas órdenes trabajaba.] Presentaba sus argumentos
con acaloramiento… y yo los míos con la reserva y moderación de un subordinado a quien no gusta que lo
saquen volando de un puente de mando situado doce metros por encima del agua.
MARK TWAIN
QUÉ BUSCAR
Si pretendemos adiestrarnos en la observación de la dinámica de los contextos sociales y
el aprovechamiento eficaz de lo que observamos, es posible que nos ayude
considerablemente saber lo que hay que buscar. Un modo sencillo de analizar un contexto
social típico podría resultar de gran utilidad.
Aunque los contextos sociales pueden presentar una notable complejidad y una rica
variedad, es posible empezar por una subdivisión, o conjunto de dimensiones, bastante
simple. En aras de la sencillez, podemos pensar en tres dimensiones, o subcontextos, como
manera de observar lo que sucede:
1. El Contexto Proxémico: la dinámica del espacio físico dentro del cual interactúan
las personas, las maneras en que estructuran ese espacio y los efectos del
espacio sobre su comportamiento.
2. El Contexto Conductual: los patrones de acción, emoción, motivación e intención
que aparecen en la interacción entre las personas participantes en la situación.
3. El Contexto Semántico: los patrones de lenguaje empleados en el discurso, que
indican —de manera directa o encubierta— la naturaleza de las relaciones, las
diferencias de estatus y clase social, los códigos sociales imperantes y el grado de
comprensión creado —o impedido— por los hábitos de lenguaje.
Podemos profundizar en cada una de esas dimensiones subcontextuales y luego
recombinarlas para ver cómo operan in toto.
EL CONTEXTO PROXÉMICO
proxémica, f.
1. Grado relativo de proximidad física tolerado por una especie animal o grupo
cultural.
2. Uso del espacio como aspecto de la cultura.
3. Estudio de las diferencias en la distancia, el contacto, la postura y elementos
similares dentro de la comunicación entre personas.
Si alguna vez habéis tenido la experiencia de entrar en la basílica de San Pedro en el
Vaticano, es probable que hayáis reaccionado de inmediato a la pura inmensidad del espacio
interior. Se mira más arriba, y más, y más... las imponentes columnas, las descomunales
estructuras de piedra, el uso opulento del oro y las vistosas decoraciones: todo conspira para
inducir una sensación inmediata de pequeñez y humildad. Uno se siente absolutamente
encogido por las gigantescas estructuras. Ése es el poder del espacio.
Si se observa al resto de visitantes que se pasean, permanecen inmóviles o participan en
cualquier ritual religioso que pueda estar celebrándose en ese momento, enseguida se
constata cómo su comportamiento responde al contexto proxémico. Por lo general hablan en
voz baja, mantienen cerca a sus hijos y los conminan a guardar silencio y suelen mostrar un
considerable respeto a la importancia religiosa del lugar. Rara vez se oye a una persona que
llame a voces a un amigo situado a cierta distancia.
Todo espacio diseñado por el hombre tiene su significado aparente, lo que le «dice» a
quienes entran en él. Un jardín japonés podría decir «serenidad». Un centro comercial quizá
proclame «gastad». Es posible que un vestíbulo de hotel diga «lujo». Un palacio real rezará
«poder». Algunos hogares decorados por profesionales parecen museos: parecen decir:
«Cuidado con dónde te sientas. Este lugar es para mirar pero no tocar.» Otros parecen decir:
«Poneos cómodos. Sois bienvenidos.»
Política proxémica
Después de la guerra civil española (1936-1939), el general Franco, que gobernaba España con mano de
hierro, encargó la construcción de una enorme catedral, con el fin aparente de conmemorar a p1ienes habían
muerto en el conflicto y establecer alguna suerte de reconciliación con la Iglesia católica. Situado al norte de
Madrid, el Valle de los Caídos posee una cruz de 150 metros en la cima de una montaña, bajo la que se extiende
una gigantesca basílica tallada directamente en la ladera de granito.
En un gesto de reconciliación—y autoglorificación—, Franco dispuso que lo enterraran bajo la basílica,
junto con el líder del bando opositor derrotado. Además, enterraron en el enclave a unos 40.000 del millón de
soldados que murieron durante la guerra civil.
Cuando se hubo completado la basílica —un proyecto de veinte años que casi arruinó las arcas del
Gobierno—, los representantes del Vaticano hicieron saber que no sería elegible para la consagración.
El motivo para retener la consagración: la longitud de la basílica —la distancia desde la entrada al
ábside— era de 232 metros. Eso la hacía más larga que San Pedro de Roma
Para satisfacer a los representantes del Vaticano, los arquitectos instalaron un falso muro con un segundo
juego de puertas que cortaba parte de la longitud de la estructura y la hacía más corta que San Pedro.
EL CONTEXTO CONDUCTUAL
Una experiencia que tuve cuando estudiaba séptimo hace mucho me dejó una impresión
de por vida acerca de los modos en que los seres humanos responden al contexto. El
episodio tuvo que ver con contextos tanto proxémicos como conductuales. Me ayudó a
empezar a entender que los seres humanos nos engañamos las más de las veces cuando nos
decimos que en todo momento inventamos nuestro comportamiento según unas decisiones
voluntarias que tomamos nosotros. En realidad, por lo general no es así. Por lo general,
reaccionamos de manera inconsciente a las muchas señales del contexto —proxémico,
conductual y semántico—y en raras ocasiones pensamos de manera consciente sobre cómo
reaccionar.
En mi experiencia de séptimo curso, yo era uno de los «chicos de campo» que iba y
venía de nuestra escuela, en la pequeña localidad de Westminster, Maryland, todos los días
en el autobús escolar. El vehículo recogía al mismo grupo de niños todos los días, plantados
ante sus casas o al final de los caminos que llevaban a sus granjas. Todos nos conocíamos,
aunque no por fuerza nos tuviéramos confianza.
Un día en particular empezó a surgir un extraño patrón. Por absoluta casualidad —
presumo— yo y cerca de una docena de los otros chicos a los que recogían primero a lo largo
del trayecto nos sentamos sin pensarlo en el lado izquierdo del autobús. Así las cosas, la
siguiente media docena de niños también se sentó a la izquierda. En algún momento, quedó
claro que nadie se estaba sentando en el lado derecho. Todo nuevo niño o grupo de niños se
subía al autobús, echaba un vistazo y tomaba asiento en la izquierda.
Cuando el autobús empezó a llenarse, miramos todos a nuestro alrededor con divertida
fascinación; observábamos con atención a cada nuevo niño que entraba en el autobús y
elegía un asiento en el lado izquierdo. También noté, mirando el retrovisor del conductor, que
él también reaccionaba ante aquel extraño fenómeno. Ya de por sí taciturno tirando a
gruñón, no paraba de mirar por el espejo y arrugar cada vez más el entrecejo a medida que
la situación se desarrollaba. Al final, llegó a su punto de ruptura.
Con el autobús prácticamente lleno y todos los asientos ocupados menos uno, el
siguiente niño que subió intentó ocupar ese último lugar vacío en la izquierda. El niño que
estaba sentado allí no quiso moverse para hacerle sitio y le espetó: «¡Siéntate allí!» El recién
llegado, que no sabía lo que pasaba y posiblemente se temía una jugarreta, insistió en ocupar
el último asiento. Estalló un duelo de empujones, en el que el ocupante insistía en que el
nuevo se sentara en el lado derecho completamente vacío del autobús mientras el recién
llegado exigía que le hiciera sitio.
La situación entera se volvió de lo más estrafalaria. Al final, el conductor estalló. Paró el
autobús y empezó a gritarnos. «¡Estáis tratando de volverme loco! ¡Pasad al otro lado del
autobús!» Nos redistribuyó a la fuerza hasta que los dos lados del vehículo estuvieron
ocupados. «¡Moveos para allá!» Después de eso, el resto de niños que subieron, ajenos a los
extraños sucesos previos a su llegada, se sentaron al azar en ambos lados del autobús. A día
de hoy no estoy seguro de entender lo que pasó en aquel pequeño episodio, qué lo causó o
por qué adoptamos todos aquel extraño comportamiento colectivo.
Es posible obtener una vívida imagen de la fuerza de los contextos proxémicos y
conductuales —situaciones en las que dominan ciertos patrones de comportamiento—
observando situaciones en las que las personas llevan consigo expectativas muy diferentes.
Caso ejemplar: una conocida mía pasó varios años en la década de 1970 como
profesora de Inglés como segunda lengua. Poseedora de experiencia en trabajo social, se
especializó en trabajar con refugiados asiáticos, en particular el grupo étnico conocido como
hmong, un grupo de las tierras altas y montañas de Laos. Los hmong habían sido un grupo
étnico muy aislado, con unas costumbres muy bien definidas y un conocimiento muy escaso
del mundo exterior. La mayoría eran doblemente analfabetos, es decir, no sabían leer ni
escribir en su propio idioma, por no hablar ya del inglés. Debido al factor del doble
analfabetismo, mi conocida no podía utilizar los materiales impresos normales que se
utilizaban de forma habitual para la enseñanza del Inglés como segunda lengua. También
descubrió que la mayoría de refugiados, que habían llegado hacía poco, estaban tan
abrumados por un entorno desconocido que no entendían cómo comportarse en situaciones
que los occidentales daban por supuestas. Muchos no habían visto nunca autobuses,
televisores o incluso lápices y papel, artefactos familiares de la cultura occidental. «Las
mujeres llevaban a sus criaturas a las clases—me dijo—. Creían que era una especie de
reunión social. Muchas no sabían lo que pasaba en una situación de clase; ni siquiera sabían
que debían sentarse de cara a una parte del aula. Charlaban como si tal cosa; tuve que
pedirles que se callaran para poder enseñarles los ejercicios de recitación.»
Como en nuestro autobús, gran parte del contexto conductual de cualquier situación se
codifica de manera no verbal: posturas corporales, movimientos, gestos, expresiones faciales,
tono de voz. Por ejemplo, la gente transmite autoridad y deferencia según dónde o cómo se
sienten o se sitúen de pie, quién entre primero en una habitación y un sinfín más de detalles
que un observador avezado puede distinguir. La gente transmite su afiliación —o ausencia de
ella— mediante diversos gestos, expresiones e interacciones. ¿Podéis mirar a una pareja
sentada a una mesa en un restaurante y adivinar si se han conocido hace poco o mantienen
una relación duradera?
Los sociólogos identifican muchos sistemas de señalización más, como los relacionados
con la ropa, la joyería, los sombreros, los tatuajes y demás ornamentos como «marcas de
clase»: indicadores de afiliación a una subcultura bien definida. Ciertas combinaciones de
prendas pueden identificar a una persona como perteneciente a una pandilla callejera, un
grupo étnico o un nivel socioeconómico determinado. El traje de negocios sirve desde hace
mucho como marca de clase para la subcultura empresarial.
El dibujante Scott Adams, creador del trabajador técnico por antonomasia Dilbert,
conmina a los directivos a venirse para el éxito, en especial si no tienen a su favor ni cerebro
ni talento. Según el compañero de Dilbert, Dogbert, en el Manual top secret de gestión
empresarial de Dogbert:
La ropa hace al líder. Es probable que los empleados nunca lleguen a respetarte como
persona, pero quizá respeten tu ropa. Los grandes líderes de toda la historia han
comprendido este hecho.
Fíjate en el Papa, por ejemplo. Si le quitaras su imponente gorro de Papa, su autoridad
quedaría seriamente menoscabada. Pregúntate si aceptarías consejos sobre control de
natalidad de un sujeto que llevara, pongamos, una gorra de béisbol. No lo creo.
Parte de cualquier contexto conductual, en cualquier situación, la forma el conjunto de
reglas, costumbres, expectativas y normas sobre comportamiento compartidas que los
participantes llevan consigo. En la medida en que compartan los mismos códigos
conductuales, por lo general se entenderán con éxito. Si una o más de las personas de una
situación concreta no comparten —o prefieren vulnerar— ciertos de esos códigos, pueden
surgir conflictos.
Caso ejemplar: no se toca a la reina de Inglaterra. No se hace y punto; nadie, bajo
ninguna circunstancia, salvo las escasísimas personas que poseen una relación familiar
especial o una relación íntima de servicio personal. En 1992, el primer ministro australiano,
Paul Keating, se ganó el cáustico apodo de Sapo de Oz en la prensa británica por tocar a la
reina en la espalda. Mientras le enseñaba un edificio público, hizo un gesto para mostrarle el
camino y luego le pasó el brazo por la espalda y le puso la palma en el costado. Si bien
muchos lo considerarían un gesto amistoso, la reina se enervó, se detuvo y le lanzó una
mirada que comunicaba a las claras que había vulnerado el código conductual oficial. En
Inglaterra muchos se sintieron furiosos y ofendidos por su reina. En Australia, por contraste,
muchos se enfurecieron con lo que tomaron por esnobismo británico: una reproducción del
continuo antagonismo entre «aussies» y «brits».
Brian Tobin, el premier de Terranova y Labrador, también escandalizó a la
Commonwealth cuando lo fotografiaron tocando a la reina en la espalda mientras la ayudaba
a subir un tramo de escaleras; él protestó afirmando que no pretendía sino asistir a una
dama mayor para que no se cayera. En el 2000, otro primer ministro australiano, John
Howard, consideró necesario negar con vehemencia que hubiera tocado a la reina.
Los expertos en comunicación intercultural citan códigos conductuales únicos que las
personas de ciertas culturas utilizan de manera casi inconsciente pero que para
representantes de otras culturas tienen poco sentido. En muchas culturas árabes, por
ejemplo, la gente no agarra comida ni la pasan a otros con la mano izquierda. Por lo general
utilizan la mano izquierda para asistirse en diversas funciones corporales, y aun con los
modernos estándares de sanidad e higiene, la tradición dicta que la izquierda es impura.
De modo parecido, en muchas culturas mediterráneas, enseñar la suela del pie o el
zapato a otra persona constituye un grave insulto no verbal. Sentarse de modo que se
muestre la suela del zapato o poner los pies sobre una mesa es una señal de falta de respeto
a los demás.
Para los balineses, el alma reside en la cabeza, y por ese motivo es una grave ofensa
que un extraño dé palmaditas a un niño en la coronilla. Los balineses consideran muy
desaconsejable, espiritualmente, hacer el pino o incluso tener los pies más arriba que la
cabeza. Uno de los insultos más graves en su cultura es: «¡Te pegaré en la cabeza!»
En las culturas islámicas estrictas, los códigos conductuales dictan cuándo pueden estar
juntos y a solas los varones y las mujeres, e incluso cuándo pueden ocupar la misma
habitación. Los occidentales que hacen negocios en Arabia Saudí, por ejemplo, quizás
encuentren frustrante que no se permita a empleados y empleadas trabajar juntos en la
misma habitación. Las representantes femeninas de compañías extranjeras, las diplomáticas
y las periodistas a menudo encuentran esas restricciones muy difíciles de sobrellevar.
EL CONTEXTO SEMÁNTICO
El médico Frederic Loomis, en su clásico Consultation Room, cita un incidente en el que
un comentario inocente suscitó una reacción semántica no deseada:
Aprendí algo sobre las complejidades del inglés cotidiano en una etapa muy temprana
de mi carrera. Una mujer de treinta y cinco años llegó un día para explicarme que quería un
bebé pero le habían dicho que tenía cierto tipo de afección coronaria, que tal vez no fuera
obstáculo para conducir una vida normal pero resultaría peligrosa si alguna vez tenía un niño.
Por su descripción pensé de inmediato en la estenosis mitral. Ese trastorno se caracteriza por
un soplo sordo bastante distintivo cerca del vértice del corazón, y en especial por una peculiar
palpitación que se siente con el dedo sobre el pecho del paciente. Esa vibración se conoce
como el thrill («temblor») de la estenosis mitral.
Cuando la mujer estuvo desvestida y tumbada sobre mi camilla con su bata blanca, mi
estetoscopio detectó con rapidez las palpitaciones que me esperaba. Al dictar a mi enfermera
las describí con esmero. Dejé a un lado el estetoscopio y palpé concienzudamente en busca
de la vibración típica que puede encontrarse en una zona pequeña pero variable del pecho
izquierdo.
Cerré los ojos para concentrarme mejor y tanteé largo y tendido en busca del temblor.
No lo encontré y, con la mano todavía sobre el pecho desnudo de la mujer, alzándolo y
apartándolo, me volví por fin hacia la enfermera y le dije: «no hay thrill» (frase que en inglés
puede entenderse como «no me emociona» o «no me excita»).
La paciente abrió de golpe los ojos negros y, con la voz cargada de veneno, me espetó:
«Estaríamos buenos. Ya le gustaría a usted. Yo no he venido para eso.»
Mi enfermera casi se ahoga, y mi explicación todavía parece una pesadilla de palabras
fútiles.
Las palabras son mucho más que meros símbolos y señales inanimados. Son la
estructura misma del pensamiento. Muchos líderes famosos han comprendido y capitalizado
la psicología del lenguaje y han utilizado ese conocimiento para emocionar y movilizar a las
personas, para bien y para mal. Tanto la poesía y la literatura como los eslóganes, metáforas
y canciones patrióticas tienen el poder de afectar a las personas en profundidad.
El estudio de la retórica aborda los patrones primordiales del lenguaje y cómo una
formulación habilidosa de las frases transmite significado más allá del mero nivel simbólico de
las palabras. Por ejemplo, en el momento de la declaración de la independencia
estadounidense de Gran Bretaña, se dice que Benjamin Franklin pronunció una de las frases
más famosas de la época. Cuando uno de sus compañeros estadistas dijo, después de que el
grupo aprobara la Declaración de Independencia: «Ahora, caballeros, tenemos que estar
pendientes todos juntos», Franklin replicó: «Cierto, porque si no seguro que penderemos
separados.»
Alfred Korzybski, un respetado estudioso e investigador que analizó la psicología del
lenguaje, propuso una especie de «teoría de la relatividad» del conocimiento, en su libro
Science and Sanity, publicado en 1933. Él acuñó el término semántica general para describir
su teoría de cómo la estructura del lenguaje configura el pensamiento humano, y en
particular cómo ciertos hábitos de lenguaje contribuyen al conflicto, los malentendidos e
incluso el desajuste psicológico.
Según Korzybski, vivimos en un entorno semántico. Ese entorno consiste en hábitos de
lenguaje, tradiciones, símbolos, significados, implicaciones y connotaciones compartidos
dentro de los cuales interactuamos y tratamos de hacernos entender entre nosotros. En
realidad, la mayoría navegamos a través de una variedad de entornos semánticos, en función
de las personas con las que nos relacionemos e interactuemos.
Korzybski afirmó que no existe nada que pueda calificarse de «verdad universal» o
«conocimiento universal» y, en contravención de las enseñanzas de una larga estirpe de
filósofos occidentales que empieza con Sócrates, Platón y Aristóteles, opinaba que la
estructura y psicología del lenguaje imposibilitaban que dos personas cualesquiera llegaran a
compartir la misma «realidad» exacta. Los anglohablantes, sostenía, no construyen con sus
palabras la misma realidad que quienes hablan japonés, swahili o español. Dado que las
diferentes lenguas representan los conceptos de maneras distintas, las diferencias
estructurales de esos idiomas imponen limitaciones ineludibles a nuestros modelos mentales
de realidad.
Korzybski se refería a menudo a los mapas verbales. Por mapas verbales se refería a
que las cosas que decimos —sea de manera oral o escrita— son nuestros mejores intentos de
«cartografiar» la estructura interna de conocimiento y significado que llevamos con nosotros
en nuestro sistema nervioso para formar un medio compartido de intercambio. Intentad
describir a un niño pequeño, por ejemplo, a una persona que nunca lo haya visto, y cobraréis
consciencia de que «el mapa no es el territorio», como a menudo decía Korzybski. Con
independencia de cuántas palabras utilicéis o de cuántas maneras intentéis plasmar en
palabras la propia experiencia del niño, jamás podréis lograrlo por completo. El mapa verbal
que la otra persona se lleva de la conversación nunca podrá ser más que una aproximación
vaga e incompleta a vuestra experiencia personal del niño.
Peor aún, afirmaba Korzybski: dos hablantes cualesquiera del mismo idioma tampoco
comparten exactamente la misma realidad, porque cada persona crece aprendiendo sus
propios significados únicos para las muchas palabras de su lengua materna.
Korzybski creía que Aristóteles, aunque mereciera un gran respeto como figura histórica,
estaba atrapado dentro de una «jaula mental» que no podía detectar: la estructura de su
propia lengua materna. Sus intentos de definir conceptos abstractos como la verdad, la
virtud, la responsabilidad y la relación del hombre con la naturaleza y con Dios estaban,
sostenía Korzybski, condenados al fracaso. Siempre estarían confinados a las implicaciones de
la perspectiva del mundo de los griegos antiguos, tal y como las codificaba la lengua griega.
Calificaba ese síndrome, con tono peyorativo, como «pensamiento aristotélico».
Muchos significados
Por formular la teoría de la semántica general en sus términos más sencillos:
No hay dos cerebros que contengan exactamente el mismo «significado» para cualquier
expresión o concepto formado por palabras; los significados están fijados en las personas, no
en las palabras.
La influencia del lenguaje sobre el pensamiento humano es fácil de apreciar, en cuanto
uno empieza a prestar atención. Pensad, por ejemplo, en el uso de diversos términos en
cualquier idioma —y «cultura idiomática»— particular para describir las relaciones de
parentesco. En muchas culturas occidentales, la palabra «tío» se refiere por lo general al
hermano del padre o la madre de uno. No existe una palabra de uso habitual —ni, en
consecuencia, un concepto claramente identificado— que indique si el tío del que se habla es
hermano de la madre o del padre. Hay otras culturas, sin embargo, que poseen una palabra
única para cada tipo de hermano, pero carecen de término genérico para esa relación. Es
posible que existan palabras adicionales —y «asideros» conceptuales— para hablar de otros
varones que tienen relaciones fraternales con los propios padres. En esas culturas, se
antojaría muy extraño referirse a un pariente varón como ése con un término genérico, sin
utilizar palabras que señalizaran los importantes elementos del linaje familiar.
De los efectos del lenguaje sobre el pensamiento y el comportamiento nacen también
problemas más serios. Por ejemplo, las discusiones acerca de términos abstractos como
«democracia», «capitalismo» y «justicia» resultan en última instancia fútiles, pues poseen
diferentes significados personales para distintas personas. Las guerras y los conflictos étnicos
a menudo empiezan como resultado de o en relación con el uso temerario de un lenguaje
altamente cargado.
En mi ocupación de consultor para gestores, con frecuencia he oído discutir a personas
sobre la diferencia entre «gestión» y «liderazgo», como si cada término poseyera una
definición fundamental dictada por Dios y lo único que hubiera que hacer fuera encontrarla.
No parecen entender que ningún símbolo —una palabra, o un agrupamiento de palabras—
posee un significado innato. Su significado está incrustado en el sistema nervioso de la
persona que lo dice o lo oye. Por eso las discusiones sobre el «auténtico» significado de una
palabra son en última instancia fútiles. La Reina Roja del cuento para niños Alicia en el país
de las maravillas está técnicamente en lo cierto cuando afirma que «una palabra significa lo
que yo quiero que signifique, ni más ni menos», pero pasa por alto la cuestión más amplia de
si significa lo mismo para los demás.
La mayoría de debates políticos degeneran en un tira y afloja en el que cada
participante intenta imponer al otro su mapa verbal favorito Cada uno construye una
estructura verbal coherente que le funciona. Para evitar que el Otro lo derrote en el combate
verbal, cada uno debe rechazar el mapa verbal del bando opuesto. Hallar un consenso en
última instancia se reduce a analizar los mapas verbales que utilizan las distintas partes y
llegar a unos pocos mapas verbales clave sobre los que puedan ponerse de acuerdo.
Nuestra experiencia práctica nos dice que los seres humanos tienden a usar marcos
lingüísticos múltiples, o «territorios semánticos» demarcados por ciertos vocabularios y estilos
de uso. Esos marcos lingüísticos también sirven como marcas de clase, que identifican a las
personas con ciertas clases socioeconómicas o culturales. Es posible que un marco lingüístico
conlleve un uso generoso de palabrotas y trate el lenguaje «finolis» como provincia de los
extraños. Otro puede preferir un estilo de lenguaje erudito o académico, donde las palabrotas
se consideren una marca de baja condición intelectual o social. Cada marco lingüístico tiene
sus reglas: qué formas de expresión se aceptan y cuáles se consideran extrañas.
Caso ejemplar: un colega contrató a un profesional para que le pintara la casa. Conocía
socialmente al pintor desde hacía muchos años y aquélla era su primera oportunidad de
utilizar sus servicios. El hombre, que tenía inteligencia y talento, dirigía su negocio de pintura
a la vez que trabajaba a jornada completa como empleado en la ciudad. Tenía unos seis u
ocho empleados en plantilla, entre ellos un hombre al que llamaremos «Dave».
Como el empresario sabía que mi colega escribía libros de negocios, debió de
mencionárselo a Dave. Durante una pausa en el trabajo de pintura, Dave se acercó a mi
colega para charlar un poco:
Dave, limpiando sus brochas: «Bueno, tengo entendido que es usted un sayista [sic].»
Colega: «Disculpe, ¿un qué?»
Dave: «Digo que tengo entendido que es usted un sayista.»
Colega: «Lo siento, no me aclaro. ¿Qué es un “sayista”?»
Dave (exasperándose): «Ya sabe, un sayista, un tío que escribe libros serios.»
Colega (con la bombilla por fin encendida): «Ah! Un ensayista. Sí, escribo libros.»
Si uno es un habilidoso navegante de esos marcos lingüísticos, sabrá cómo hablar con
un lenguaje a un niño pequeño, con otro a un adolescente, con otro a un capataz de obra
que repare su tejado, con otro al cajero del supermercado y con otro a su médico.
Más allá de la lógica
Aparte de usar diferentes marcos lingüísticos, el mapa verbal de cada persona —la
traducción simbólica de su realidad interna en un mensaje— codifica su estado emocional
además de la estructura de lo que nos gusta considerar la lógica. Los psicólogos, por
ejemplo, reconocen un aspecto de la señalización no verbal asociado al uso del lenguaje: un
elemento sin relación con las palabras que en realidad se pronuncian. Las señales
metaverbales son los indicios «entre líneas» que pueden indicar un estado mental
inconsciente, una emoción o una aprensión que el hablante preferiría ocultar. Puede
observarse el juego entre proceso mental subconsciente y comportamiento social en las
oscilaciones de lenguaje. Muchas personas, cuando comentan su propia conducta y afrontan
la perspectiva de tener que admitir que quizá se hayan comportado de un modo socialmente
inaceptable, pasarán de la «primera persona» —<hice tal y tal cosa»— a la menos directa
«tercera persona»: «la gente hace tal y tal cosa». También es posible que pasen a la forma
familiar genérica, «tú», como manera de implicar al oyente como protagonista compartido.
La cita de una noticia ilustrará este fenómeno del desplazamiento: sacarse a uno mismo
de la conversación cambiando la persona del enunciado. Un artículo de la página web
CNN.com, durante las polémicas elecciones presidenciales estadounidenses de 2004, citaba
una frase del supervisor electoral del condado de Palm Beach de Florida:
Nuestro personal sabe que se nos exige un estándar mucho más alto, y estamos
haciendo todo lo posible por asegurarnos de que no pase nada —dijo LePore, diseñador de la
«papeleta mariposa»—. Pero somos humanos, y a veces se cometen errores.»
Nótese el cambio de persona —probablemente inconsciente— de «somos humanos» a
«se cometen errores». Alguien comete errores, pero el hablante no dice «cometemos
errores».
Este comportamiento verbal del desplazamiento suele producirse con bastante
frecuencia en el lenguaje humano. Obedece a una necesidad subconsciente de defensa del
ego: protege a quien habla del estrés de la desaprobación que se prevé. En cuanto se
reconoce y se empieza a prestar atención a su presencia, llama la atención la frecuencia con
que aparece y la habilidad que demuestra la gente al usarlo.
Los interrogadores expertos saben que las sutiles oscilaciones en el uso del lenguaje
pueden transmitir sentimientos internos y subconscientes de culpabilidad, aprensión, ira
reprimida y diversos estados mentales más que el interrogado preferiría no revelar. Por eso a
menudo entablan con sus interlocutores conversaciones sin un tema definido, pensadas para
suscitar esas inadvertidas señales de conflicto interno.
Volviendo al terna de la Consciencia Situacional, vemos que leer el contexto semántico y
captar los indicios lingüísticos que apuntan a niveles más profundos de significado puede ser
una habilidad muy útil. Es posible aprender a identificar con rapidez los diferentes marcos
lingüísticos que entran en juego en diversas situaciones: una conversación entre
adolescentes, una reunión de negocios, una cena, un aula, un encuentro de amigos en un
pub. Podemos ejercitar la Consciencia Situacional y establecer una empatía con los
participantes ajustándonos al lenguaje que utilizan… en la medida de lo razonable. En cierto
sentido, es posible que necesitemos ser plurilingües dentro de un solo idioma.
Ojalá algún poder nos concediera el don, de vernos como nos ven los otros: nos libraría de más de un
bochorno, y devaneo.
ROBERT BURNS (poeta escocés)
El factor «P» del modelo S.P.A.C.E. representa la Presencia. Es el modo en que afectáis
a individuos o grupos de personas a través de la apariencia física, el talante y la actitud, el
lenguaje corporal y el modo de ocupar espacio en una habitación. ¿Sois accesibles?
¿Transmitís sensación de confianza, profesionalidad, amabilidad y simpatía o comunicáis
timidez, inseguridad, animosidad o indiferencia? Todos necesitamos prestar especial atención
a la sensación de presencia que comunicamos, sobre todo si queremos que nos acepten y
nos tomen en serio.
ESTAR ALLÍ
En Hollywood, si las estrellas en ciernes del cine o la televisión quieren tener éxito,
deben poseer algo llamado «presencia en la pantalla». Se trata de un concepto abstracto,
pero lo conocemos cuando lo vemos. «Mírala —dijo Robert Redford de Michelle Pfeiffer, que
protagonizó en 1996 la película Íntimo y personal—. La cámara se enamora de ella.»
La gente que tiene presencia en la pantalla puede comunicar sus emociones, utilizando
los menores gestos o expresiones faciales, de un modo tan natural que rompen las barreras
de la pantalla y se vuelven casi tridimensionales.
Sin embargo, la presencia en pantalla quizá no siempre se traduzca en presencia
personal. Se trata de una habilidad única y especial para conectar con una cámara
cinematográfica; conectar con la gente en un plano individual es harina de otro costal.
Además, conectar con un gran número de personas es un asunto distinto por completo, un
estado de empatía de «uno para muchos». Varios personajes famosos han poseído una o
más de esas capacidades; unos pocos han tenido las tres.
Para los simples mortales como nosotros, que no vivimos delante de las cámaras, la
presencia personal es un asunto más práctico: un porte, un elemento físico que da y recibe
respeto y atención. Se trata de algo inmediato, requiere escuchar con atención y crea y
proporciona una cualidad de seguridad y eficacia que te permite conectar con una persona o
un grupo. Puede ser algo tan sencillo como la expresión que uno suele llevar en la cara. La
expresión petrificada y amargada puede ahuyentar a la gente antes de que exista
oportunidad de establecer una conexión. Un talante extremadamente reprimido y retraído
también puede alejar a la gente. Lo mismo sucede con una presencia escandalosa y
«acaparadora». La apariencia cuenta, pero el primer elemento clave de una Presencia
positiva —o al menos una que podamos controlar— es un talante propicio.
Caso ejemplar: reunido con un grupo de ejecutivos japoneses hace unos años, reparé
en algunas de las señales de la política de sexo asiática, y concretamente en cómo algunas
japonesas han decidido afrontar las reglas situacionales en los negocios.
Asistí a la reunión con mi agente japonesa, una mujer divorciada de mediana edad con
la que llevaba varios años trabajando, además de una traductora profesional.
La única otra mujer de la reunión era la auxiliar administrativa del director ejecutivo de
la organización, una joven que rondaría los 25 años. Se pasó sentada al lado del director toda
la reunión, dispuesta a ayudarlo de cualquier modo necesario.
A lo largo de la sesión me fijé en cómo comunicaba y confirmaba, de manera no verbal,
su condición de subordinada. Permanecía sentada e inmóvil, con la cara hacia delante y los
ojos hacia abajo, las rodillas y los pies juntos y las manos apoyadas en el regazo. Tenía un
cuadernito y un bolígrafo sobre la mesa de conferencias, delante de ella. Sólo hablaba
cuando la interpelaban y en ocasiones tomaba notas si se lo pedía el director.
Aquella joven inteligente y capaz se había convertido a sí misma en un mueble.
Contrasté sus patrones con los de mi agente y mi traductora, dos personas que habían
construido una carrera exitosa tratando con ejecutivos japoneses varones.
Las dos habían aprendido a «hacerse sitio» en la mesa, si bien con el consabido talante
japonés de educación y deferencia. Las dos ofrecían ideas, formulaban preguntas y
participaban de lleno en la charla.
Nuestra joven colega, por cualquiera de una serie de motivos —algunos culturales, otros
emocionales y relativos a la autoestima y es posible que algunos relacionados con las reglas
tácitas de aquella organización en particular— escogió reducir su Presencia a un mínimo
absoluto. Para transmitir una Presencia más fuerte, como estrategia mínima de partida,
necesita simplemente ocupar más espacio, es decir, adoptar una postura corporal más abierta
y menos retraída, depositar algunos objetos personales sobre la mesa, moverse algo más y
pasear la mirada por la sala en lugar de quedarse como una planta en una maceta. A partir
de allí puede dar un paso más y hablar sin que la interpelen, plantear preguntas, sumarse a
la conversación y quizás incluso acudir a la pizarra para plasmar los hallazgos de la reunión.
Los comportamientos que su cultura en un tiempo tachó de escandalosos para una mujer se
consideran cada vez más normales en los negocios, y bien podría empezar a comportarse de
un modo más confiado.
¿IMPORTA LA APARIENCIA?
Vive deprisa, muere joven y deja un bonito cadáver.
JAMES DEAN (actor)
Si se quiere «triunfar» en las sociedades basadas en los medios de comunicación del
mundo actual, no hace daño ser guapo. La verdad desnuda es que si uno no está un poco
«bueno» (un varón razonablemente guapo, una mujer más atractiva que la media), tendrá
que ser más trabajador y más listo.
Las películas de Hollywood que parodian la eterna fascinació9 estadounidense por la
apariencia no hacen sino ampliar la brecha entre los verdaderamente guapos y los
verdaderamente normalitos. Además, abundan los tópicos al respecto, ciertos o no: el
«caballero maduro y de aspecto distinguido» puede sobrevivir en un programa local o
nacional durante décadas; cuando una presentadora empieza a aparentar su edad, deja su
silla a un reemplazo más joven. El hombre rico y mayor con la «esposa trofeo» es mucho
más común que el caso inverso.
Un sinfín de estudios sociológicos han utilizado variaciones del mismo experimento para
demostrar esta realidad: las personas gordas tienen las de perder en entrevistas de trabajo,
servicios de citas por vídeo, audiciones para papeles en películas y televisión e incluso en la
vivienda, los gimnasios o los aviones. Estudios parecidos sugieren que la gente más alta
tiende a conseguir trabajos mejor remunerados, ascensos más rápidos y mayor influencia en
su entorno de trabajo que la más baja. El mensaje es: ser alto, guapo y encantador te llevará
lejos.
Eso, por supuesto, no significa por necesidad que quienes llegamos al planeta sin
apariencia de estrella de cine no podamos tener éxito en los negocios gracias al carácter y las
habilidades de inteligencia social. Sólo significa que no conseguimos puntos extra en la
competición.
La actitud cuenta
William F Buckley, un destacado intelectual, escritor y fundador y redactor jefe de la revista conservadora
National Review, tenía por costumbre intimidar a los demás con su comportamiento intelectual. Nacido en el
seno de una familia rica y privilegiada, educado en el extranjero, sometido al reto constante que suponía la
elevada cultura de su familia y- tutores, y habilidoso orador en los debates de Yale, se convirtió en un icono de
la intelectualidad conservadora.
Desbordando esa especial combinación de aristocracia intelectual, condescendencia e ingenio seco,
sostuvo debates con otros grandes pensadores como Norman Mailer, Germaine Creer, el Dalai Lama y Groucho
Marx en su programa de televisión Firing Line,
En un intercambio en particular, un invitado pretendió parafrasear alga que Buckley había dicho. «Señor
Buckley —dijo—», hace un rato ha hablado de tal cosa, cuando imagino que quería usted decir tal otra. ¿No es
cierto?
Buckley clavó en él su semblante patricio y detuvo la conversación por un momento con la frase: «Si
hubiera querido decir eso, hubiera dicho eso.»
UN CASO DE ACTITUD
Si bien tendemos a pensar en la Presencia desde el punto de vista externo —el modo en
que los demás nos perciben—, también posee una importante dimensión interior. El propio
estado mental, o «talante emocional», también influye en la representación del yo. En ello
observamos otra importante conexión con el concepto hermano de la inteligencia emocional.
La presencia radica en parte en vivir en el momento, estar disponible, de manera no
sólo física sino también emocional, para el cónyuge o la persona querida, para los hijos, para
los compañeros y colegas del trabajo o para la gente que lo necesite a uno en ese momento;
ser consciente de sus problemas y necesidades. Se trata también de una cuestión de
equilibrio, ser capaz de calibrar el compromiso emocional de cara a esas situaciones en las
que es precisa una conexión humana, sin excederse ni perder la perspectiva. Eso exige
autoconocimiento y sensatez emocional.
A lo mejor podemos tomar algunas lecciones del pensamiento zen. Uno de los principios
clave del estudio zen consiste en vivir plena y completamente en el momento. El zen, que
según muchos tiene más de filosofía o «camino» que de religión, enseña a sumirse de
manera absoluta en el momento que uno experimenta.
Un enfoque de la vida semejante al zen invita a estar presente y ayuda a complacerse
con los pequeños momentos de la vida: una buena taza de café por la mañana, una canción
estupenda en la radio de camino al trabajo que hacía años que no escuchabas, un lugar
limpio, cómodo y apacible donde trabajar, una comida satisfactoria, un buen libro, un chiste
gracioso, el cálido sol cuando se sale a dar una vuelta o un aguacero estruendoso cuando se
está en casa y a resguardo.
Pensemos en cómo una ecuanimidad parecida a la del zen —un modo de pensar sobre
la experiencia presente— puede ofrecer mejores elecciones, sea en el trato con los demás o
de cara a situaciones importantes.
Un ejemplo común: vas en coche a hacer la compra y en el último segundo, al salir del
coche, te das cuenta, mientras se cierra la puerta, de que te has dejado las llaves dentro.
La respuesta habitual (dando puñetazos en el techo del coche, pateando un neumático):
«¡No me lo puedo creer! ¡Pero qué he hecho! ¡Qué tonto soy! ¡Estoy apañado! ¿Cómo he
podido ser tan imbécil? ¡No me puedo creer que lo haya hecho! ¿Y ahora qué hago?»
La respuesta estilo zen (observando las llaves encerradas en el coche): «Ojalá no
hubiera hecho eso. Lo he hecho.» (Dedicas un poco de tiempo a sentir cómo sube y baja tu
furia, viene y va. Respiración profunda. Un encogimiento de hombros, y de vuelta al
momento.) «Veamos, ¿a quién puedo llamar para conseguir ayuda? ¿A mi pareja? ¿Al club
automovilístico? ¿La policía? ¿Llamo una grúa o aun cerrajero? ¿Puedo conseguir una percha
de alambre en la tienda? En fin, todavía me queda el teléfono móvil. Hoy no llego tarde a
ninguna parte. Además, todavía no he comprado leche o helado, de modo que nada va a
echarse a perder en mi coche. Hay tiempo para solucionar esto…»
Este diálogo interior puede antojarse imposible, impráctico o inocente a la luz de los
hechos evidentes (¡las llaves están dentro!), de modo que quizás ayude analizarlo por partes:
1. ¿Puedes cambiar la situación renegando sobre ella? No.
2. ¿Te ayuda a recuperar las llaves criticarte a ti mismo? No.
3. ¿Vas a sacar las llaves dando puñetazos/patadas al coche? No.
4. ¿Recuperarás las llaves repitiendo la frase «No me lo puedo creer»? No.
5. ¿Sirve de algo quejarse de lo que acaba de suceder cuando sabemos a ciencia cierta
que no puede deshacerse? No.
6. ¿Puedes conseguir de verdad que tu ira suba y baje y luego se disipe? Sí.
7. ¿Existen, en realidad, muchas soluciones a tu disposición, si puedes pensar con calma
sobre ellas? Sí.
8. ¿Podrías hacer incluso algo extraordinario, como ir a comer y ocuparte de las llaves
más tarde o volver caminando a casa para recoger las de repuesto? Sí.
9. ¿Tiene todo eso algún lado positivo? Sí (nadie ha resultado herido, no ha sido el fin del
mundo; sólo son unas llaves).
10. ¿Te invita un enfoque estilo zen a recapacitar sobre soluciones y alternativas en lugar
de quedarte atrapado en el pasado, con el problema? Sí.
A alguna gente le costará horrores adaptarse a este concepto de vivir en el presente,
estar en el momento y permanecer concentrado en el mundo de las posibilidades. Para
algunos, enfadarse y permanecer enfadado es su variedad de ejercicio psíquico; disfrutan en
secreto cuando les hierve la sangre. Para otros, con una visión negativa del mundo, las llaves
del coche encerradas demuestran (una vez más) que el mundo es un lugar injusto y hostil.
La filosofía zen postula que «los seres humanos sufren» y «la causa del sufrimiento es el
deseo». La manera de poner fin al sufrimiento es dejar de quererlo todo ya todas horas. Vivir
en el momento ofrece una gran libertad. Resulta revelador disfrutar de lo que está ante tus
mismas narices, aunque sea el detalle más minúsculo, como la brisa que te acaricia la cara.
La expresión de vuestra madre «Da gracias por lo que tienes» puede parecer trillada,
pero no deja de ser tan cierta como siempre. La gente que vive en las sociedades prósperas
afronta todos los días «problemas personales» que serían la envidia de la mayor parte del
resto del mundo.
Resulta fácil dar por sentados los retretes con cadena, la energía eléctrica, el agua
potable, la televisión, la Internet y el buen café, sobre todo si nunca se ha vivido sin ninguno
de esos lujos. Lo que resulta más difícil es disfrutar de cada una de esas comodidades, con el
tipo de gratitud que proviene de vivir en un país que cuida de sus ciudadanos.
Todos podríamos tomarnos en serio el humilde recordatorio «No tenía zapatos, y me
quejaba... hasta que me encontré con un hombre que no tenía pies».
Vivir en uno de los países prósperos del mundo, incluso en el nivel estadounidense de
pobreza de 9.300 dólares al año, sigue superando al mejor día en Sudán, Irak o Haití. Los
estadounidenses, por ejemplo, representan un 5 % de la población total del mundo, pero
controlan el 50 % de la riqueza global. Casi la mitad del planeta vive con menos de dos
dólares al día.
Una de las herramientas más valiosas para el ajuste de actitud que jamás he encontrado
me la ofreció una amiga hace muchos años. Cuando empiezo a sentir que se me acumulan
los problemas y mi nivel de estrés va en aumento, recuerdo su consejo: «Piensa en el nivel
desde el que te quejas.»
Ojalá todos pudiéramos vivir en el momento y disfrutar cuanto estuviera en nuestra
mano de lo que tenemos; entonces sabríamos de verdad lo que es estar Presente. Y estar
Presentes, tanto emocional como conductualmente, nos permite tender una mano hacia los
demás y entablar las conexiones capaces de contribuir no sólo a nuestro éxito, sino al de
ellos.
“A” DE AUTENTICIDAD
ALBRECHT, Karl; (2006). Inteligencia social. Javier Vergara Editor, España. Págs 125 - 147.
El valor de la humildad
Dos de las leyendas de la comedia, el actor y productor Mel Brooks y el actor Zero Mostel, mantuvieron
una relación de trabajo muy controvertida, pero aun así respetaban a regañadientes el talento del otro. Durante
el rodaje de Los productores, en 1968, se dice que Brooks se puso hecho una furia porque no estaba
consiguiendo lo que quería de los actores.
Según los relatos del incidente; Zero Mostel salió caminando del plató.
«¿Adónde vas?», exigió saber Brooks.
Mostel le lanzó una mirada fulminante y le dijo: «Me voy a mi camerino, Estaré allí hasta que se te pase el
berrinche.»
Brooks, horrorizado ante la perspectiva de un corte de producción, preguntó: «¿Me estás diciendo que te
irás a tu camerino y dejarás que toda esta producción se quede congelada y se pierdan millares de dólares
hasta que se me pase el berrinche?»
«Sí», respondió Mostel con desdén.
Con su característica media sonrisa, Brooks anunció: «Se me ha pasado el berrinche.»
Quizá lo único peor que el narcisismo descarado estilo «a que molo» de los ídolos o
iconos públicos sea cuando esos mismos ídolos resultan tener los pies de barro. Pese a todas
sus hazañas en el rombo del béisbol, Joe DiMaggio era un hombre frío y distante que pasó
sus últimos años presa de una preocupación obsesiva por que la gente estuviera obteniendo
beneficios (que deberían haber sido para él) a costa de su nombre.
La habilidad de O. J. Simpson en los campos de fútbol americano universitario y
profesional de su vida siempre quedará eclipsada por su turbulenta relación con su esposa,
Nicole Brown Simpson. Lo más probable es que nunca se llegue a conocer su grado de
implicación en el asesinato de su mujer y el de Ronald Goldman, con independencia de lo que
hayan dicho los tribunales. Simpson era un hombre vanidoso, narcisista y pagado de sí
mismo. Cualquier semblanza de Autenticidad que se ingeniara para mostrar ante las cámaras
se antoja altamente impostada.
Ted Williams era un genuino héroe de guerra con la mejor media de bateo de la historia
del béisbol. También él era un hombre difícil, retraído y distante. Cuando logró un home Run
en su último bateo en casa para los Red Sox de Boston, desapareció en el banquillo y se negó
a salir para brindar su gorra al público de Fenway Park. Como observó John Updike en su
famosa columna sobre el acontecimiento en 1960, «Hub Fans Bid Kid Adieu»:
Como una pluma atrapada en un torbellino, Williams recorrió el cuadrado de bases
rodeado por nuestro griterío suplicante. Corrió como siempre había corrido en los home runs:
presuroso, sin sonreír, con la cabeza gacha, como si nuestras alabanzas fueran un aguacero
del que escapar. No saludó con la gorra. Aunque pateamos, lloramos y cantamos «Queremos
a Ted» durante minutos después de que se cobijara en el banquillo, no regresó. Nuestro
estruendo por unos segundos superó la emoción para dar paso a una especie de inmensa
angustia descubierta, un aullido, un sollozo en busca de salvación. Sin embargo, la
inmortalidad es intransferible. La prensa dice que el resto de jugadores, e incluso los árbitros
de campo, le suplicaron que saliera y nos diera las gracias de alguna manera, pero él se
negó. Los dioses no responden cartas.
“C” DE CLARIDAD
ALBRECHT, Karl; (2006). Inteligencia social. Javier Vergara Editor, España. Págs 149 - 180
La diferencia entre la palabra adecuada y la palabra casi adecuada es como la diferencia entre
el relámpago y la luciérnaga.
MARK TWAIN
A veces el arte de no decir nada con habilidad puede ser un activo muy útil.
Opinionitis (juicios de valor agresivos) «Los fondos de inversión son una ruina»; «El mejor
ordenador del mercado es...»; «Eso es una estafa...»
«Todología» (lenguaje del todo; exceso de «Todos los políticos mienten...»; «Los niños de hoy en día
generalización) no tienen respeto por sus padres...»; «Las personas son
básicamente vagas» (se sobreentiende el «todas»)
«Ología» (lenguaje del o... o...) «O estás con nosotros o contra nosotros...»; «Todo
argumento tiene dos lecturas...»; «¿Eres liberal o
conservador?»
«Debelogía» (consejos o directrices no «Deberías dejar ese trabajo y encontrar uno mejor...»; «Por
deseados) qué no cambias ese coche viejo?»; «Si fueras listo,
harías...»
Dogmatismo (intolerancia con las opiniones «Sólo hay una manera de hacerlo...»; «Hay que ser tonto
ajenas) para votarlo/ la...»; «Yo siempre he votado al partido
“X”...»
Etiquetado (categorizar con términos que «Eso es puro socialismo...»; «Los medios de la elite
incluyen un juicio de valor) liberal...»; «Son un hatajo de trogloditas...»
Sarcasmo (crítica cáustica) «Si te hubieras leído el informe, no harías preguntas tan
tontas...»; «Supongo que mi opinión no es lo bastante
buena para ti...»; «Pareces creer que eres el único que
tiene problemas»
PORRAZOS VERBALES
Los «porrazos verbales» son un tipo específico —y especialmente problemático— de
lenguaje sucio. Un porrazo verbal es una de esas frases agresivas, dogmáticas de «lo tomas o
lo dejas» que provoca en el oyente la sensación de que lo están golpeando figuradamente en
la cabeza con una opinión, creencia o juicio de valor ajenos. Afirmaciones como «Eso es una
tontería», «Te equivocas de medio a medio», «Eso no funcionará nunca», «No sabes de lo
que hablas», «Dices una cosa y luego la otra» y «Te acabas de contradecir» tienden a
enajenar a la gente en lugar de invitarla a plantearse el punto de vista del hablante.
Si desearais asumir el compromiso moral de eliminar los porrazos verbales de vuestra
conversación, podríais empezar por haceros más conscientes de ellos, en especial
detectándolos cuando los usan los demás. Entonces os descubriréis pillándolos antes de que
salgan y adquiriréis maña para reformular vuestras afirmaciones en un lenguaje neutral.
Cuando uno adquiere una aguda consciencia del valor e impacto de un modo
semánticamente flexible de expresar las ideas, es posible ver que aun la más pequeña y
sencilla de las palabras puede influir en la comunicación y el entendimiento. Veamos, por
ejemplo, la sustitución de «pero» por «y» como muestra del modo en que las palabras
pueden influir en los sentimientos ajenos:
El maestro dice: «Johnny, estás haciendo un buen trabajo en lengua, pero (entonces
viene lo malo) necesitas trabajar un poco más duro en matemáticas.»
Johnny oye: «Bla bla bla lengua, bla bla bla trabajar más duro en matemáticas.»
Conclusión de Johnny: «Soy un desastre en matemáticas.»
Supongamos que el maestro realiza en la frase la siguiente alteración, mínima pero
importante:
Maestro: «Johnny, estás haciendo un buen trabajo en lengua. Sigue así. Y ahora
podemos ponernos manos a la obra con las matemáticas.»
Johnny oye: «Estás haciendo un buen trabajo en lengua y (una transición) también
pueden dársete bien las matemáticas.»
Conclusión de Johnny: «Quiero trabajar más duro en matemáticas. »
Si no creéis que esta variación en la percepción sea significativa, intentadlo durante al
menos una semana. Omitid la palabra «pero» de vuestro vocabulario siempre que sea posible
y sustituidla por «y» cuando os encontréis en una típica situación de «sí, pero».
Haced memoria de cuántas veces habéis oído a alguien decir (por la radio o las noticias
de la televisión por cable): «Lamento no estar de acuerdo contigo, Ed, pero...» Fijaos en que
siempre discrepan, aunque acaben de «prometer» no hacerlo. El uso de «pero» después de
una cláusula neutral o positiva casi siempre señaliza el inicio de una proposición negativa:
«Lamento decir que te equivocas, pero...»
«Podrías tener razón, pero...»
«Por lo general estoy de acuerdo, pero...»
«Lo que has dicho es cierto en su mayor parte, pero...»
«Te creo, pero tengo mis propias ideas...»
El sutil efecto de la palabra «pero» en esos contextos puede dificultar un poco el
establecimiento de una conexión eficaz con la otra persona. Intentad otorgaros un período de
pruebas de una semana para reemplazar la «perología» por la «ylogía» tanto en vuestras
conversaciones como en vuestros mensajes escritos.
He aquí otro ejemplo y sugerencia fácil para aumentar vuestra sanidad semántica y
limpiar vuestro lenguaje. Entrenaos para pronunciar las siguientes tres expresiones con
liberalidad, adecuación y sin remordimientos:
«No lo sé.»
«He cometido un error.»
«He cambiado de opinión.»
Queda mucho más que aprender sobre sanidad semántica y lenguaje limpio; por el
momento, aprender a aplicar los métodos que se han comentado puede provocar una gran
mejora de vuestras habilidades de Claridad. Con el tiempo, un mayor respeto hacia el poder
del lenguaje puede ayudaros a comprender, ser comprendidos, convencer a los demás y
atraerlos a vuestros puntos de vista.
EL PODER DE LA METÁFORA
Las metáforas en particular merecen una especial atención como herramientas para la
Claridad de pensamiento y comunicación. Nos demos cuenta o no, utilizamos metáforas en la
conversación a todas horas. Nos proporcionan un modo eficiente de escribir o hablar para
ayudar a la gente a «subirse al carro» (eso es una metáfora, por cierto). Los hombres a
menudo tienden a usar lenguaje metafórico basado en temas deportivos o lenguaje bélico.
Las mujeres con frecuencia tienden a utilizar metáforas de la vida, la naturaleza y la
comunidad. Algunas metáforas son culturales, relacionadas con el sexo o con la edad; otras
son tontorronas sin más. Unos cuantos ejemplos:
Predicar en el desierto (seguir un curso de acción fútil).
Quedarse entre la espada y la pared (quedarse sin opciones prometedoras).
Unir los puntos (agrupar ideas de un modo que tenga sentido).
Pedirle peras al olmo (tratar de conseguir que alguien se comporte de un modo
poco característico).
Tocar demasiados palos (seguir demasiados proyectos al mismo tiempo).
Hacer rayas en el mar (dedicarse a una actividad vana).
Rascarse la barriga (véase «hacer rayas en el mar»).
Tirar piedras contra su tejado (actuar en contra de sus intereses).
Oír campanas pero no saber dónde suenan (comprensión superficial).
Suicidio profesional (una acción que destruye la propia carrera).
Irse por el desagüe (desaparecer del mercado).
El tinglado organizativo (la estructura burocrática).
Radar estratégico (proceso de rastrear el entorno empresarial).
Guerra palaciega (conflicto entre altos ejecutivos de una organización).
Pasad un día atentos a las metáforas y quizás os sorprenda las muchas que oís. Tomad
nota de las que más os gustan y añadidlas a vuestro vocabulario.
Tom siempre es el último en llegar al trabajo. Tom llega tarde al trabajo todos los días
Sue es una jugadora de equipo. Sue trabaja bien con otras personas
“E” DE EMPATÍA
ALBRECHT, Karl; (2006). Inteligencia social. Javier Vergara Editor, España. Págs 181 – 205.
Cuando salí del comedor tras sentarme al lado del señor Gladstone, pensé que era el hombre
más inteligente de Inglaterra. Pero después de sentarme junto al señor Disraeli, pensé que yo
era la mujer más inteligente de Inglaterra.
Una mujer cuando se le preguntó la impresión que le habían causado los estadistas ingleses
Benjamin Disraeli y William Gladstone
El factor «E» del modelo S.P.A.C.E. representa la Empatía. Esta dimensión os invita a
contemplar hasta qué punto sois conscientes y considerados respecto de los sentimientos
ajenos. ¿Sois capaces de sintonizar con otras personas como individuos únicos? ¿Demostráis
tener voluntad y capacidad para aceptarlas como son, por lo que son? La connotación
habitual de ser empático significa identificarse con otra persona y apreciar o compartir sus
sentimientos. Sin embargo, en el contexto de la inteligencia social, existe un nivel adicional
de profundidad —la sensación de conexión— que inspira a la gente a cooperar. A efectos de
este libro, se define la empatía como un estado de sentimiento positivo entre dos personas,
lo que suele entenderse por compenetración.
El sentido común nos dice que las personas tienen más posibilidades de cooperar,
mostrarse de acuerdo, apoyaros y ayudaros si les caéis bien y comparten con vosotros una
sensación de respeto y afecto mutuos.
Lograr empatía con otra persona significa conseguir que comparta un sentimiento de
conexión con vosotros, que la conduzca a moverse «con y hacia» vosotros en lugar de
«contra y lejos» de vosotros.
El estado opuesto, ni que decir tiene, es la antipatía, un sentimiento que provoca que
una persona se desplace lejos y contra vosotros. El comportamiento tóxico, como es
evidente, destruye la empatía.
El comportamiento nutritivo restaura y acumula empatía. Los psicólogos y expertos en
relaciones humanas a veces hablan de «personalidad abrasiva» para describir a las personas
que tienen por costumbre enajenarse a los demás. La vieja expresión «me da repelús» es
una metáfora de abrasión interpersonal.
Si queremos cosechar los beneficios personales y prácticos derivados de la edificación de
empatía con los demás y mantener relaciones de calidad, tenemos que hacer dos cosas: 1)
evitar o abandonar los comportamientos tóxicos y 2) adoptar o incrementar el uso de
comportamientos nutritivos. No es realista pensar que podemos maltratar a las personas,
insultarlas, hacer que se sientan insignificantes, desdeñadas o indignas o alabarlas cuando
necesitamos algo y desentendernos de ellas cuando no y luego pretender que se sientan
conectadas con nosotros. La empatía requiere una inversión a largo plazo, no una aplicación
episódica de «encanto».
Para empezar, asegurémonos de saber cómo no tratar a la gente, y después podremos
explorar métodos para edificar sobre el respeto y el afecto que nos habremos ganado.
Mostrarse condescendiente o “paternal” con Tratar a una persona como a una igual
alguien
Interrumpir a los demás con frecuencia Escuchar a los demás hasta el final
LA REGLA DE PLATINO
La tan repetida Regla de Oro —«actúa con los demás como te gustaría que ellos
actuaran contigo»— quizá sea un consejo fatalmente defectuoso. George Bernard Shaw dijo:
«No actúes con los demás como te gustaría que ellos actuasen contigo; quizá no tengan los
mismos gustos.» La sugerencia de Shaw tal vez sea algo más que un chiste; sugiere una
perspectiva diferente sobre la empatía.
Tiene más sentido reformular el consejo; llamémoslo la Regla de Platino: «Actúa con los
demás como los demás preferirían que actuaras con ellos.»
En cuanto salgamos de los límites de nuestro egoísta ensimismamiento en nuestras
necesidades y prioridades, podremos entender mejor cómo conseguir lo que queremos
asegurándonos de que los demás consiguen lo que quieren. En realidad, podría sostenerse
incluso que intentar tratar a las personas como nosotros creemos que quieren que las traten
puede ocasionar más problemas si cabe.
Por ejemplo, los profesionales de la atención sanitaria —médicos, enfermeras y
practicantes afines— tienden a preferir el trato con pacientes «obedientes», un eufemismo
para personas dóciles que no causan problemas poniendo en duda sus decisiones, solicitando
información o reclamando una atención especial. Aun así, los estudios de investigación de
pacientes indican con claridad diversas variaciones importantes en la preferencia de los
pacientes respecto de su modo de interactuar con los profesionales sanitarios: un «estilo
psicosocial de paciente», por así decirlo.
Desde luego existen los pacientes obedientes, esas almas sumisas que ponen su salud
—y en ocasiones su vida— en manos del personal médico. Sin embargo, existen también
pacientes enérgicos, que esperan que los profesionales sanitarios los traten como a clientes,
y no como a niños obedientes. Hay otros pacientes que se consideran responsables de sus
resultados médicos y esperan que los profesionales les expliquen las cosas.
El defectuoso enfoque de la «Regla de Oro» en la atención sanitaria, por ejemplo,
parece dar a entender que «nos» gustaría que nos trataran con condescendencia, nos
suministraran muy poca información salvo aquella que solicitáramos específicamente y nos
«gestionaran» como si fuéramos meras ovejas. La alternativa Regla de Platino sugiere que
descubramos las necesidades particulares de las personas individuales en las situaciones
particulares y las atendamos como a individuos, con esas necesidades en mente.
Caso ejemplar: mi oftalmólogo, que ha efectuado diversas operaciones en mis ojos, me
entiende como ser humano además de como par de globos oculares. Cuando abordamos por
primera vez la posibilidad de recurrir a la cirugía, adaptó su enfoque explicativo a lo que él
sabía. Sabía que yo había recibido formación de científico y había trabajado de físico, y que
tengo una mentalidad inquisitiva. También sabía que tengo relativamente poco miedo a la
cirugía y que agradezco saber tanto sobre mi condición médica como una persona lega pueda
razonablemente saber.
De modo que, cuando nos sentamos en su despacho para comentar la cuestión, sacó de
inmediato un modelo anatómico de plástico del ojo humano y empezó a explicarme con cierto
lujo de detalles cómo planeaba realizar la operación. Aunque a otros pacientes podría
haberlos horrorizado y amilanado una explicación tan gráfica, en mi caso se trató del enfoque
adecuado. Hay quien «preferiría no saber». Sin embargo, pensando como científico de
formación, encontré fascinante el procedimiento y su lógica. Más tarde adquirí una copia en
vídeo de una operación ocular del tipo de la que nos estábamos planteando y, tras mirarla,
sentí una total confianza respecto del resultado.
Entonces me convertí en un «buen paciente». El oftalmólogo había satisfecho mediante
la Regla de Platino mis particulares necesidades de información y sensación de dominio a
través del conocimiento. Estoy seguro de que en otros casos quizás abordara una charla
como aquélla de manera muy diferente, según las necesidades del individuo.
Ése es uno de los principios clave de la empatía, en el contexto de la IS: establecer una
conexión eficaz con otra persona, basándonos en dónde está, qué necesita, cómo ve la
situación y cómo determina sus prioridades. Hay gente que abraza y gente que no. A algunos
les gusta tocar y que los toquen, a otros no. Algunos tienen querencia por las palabrotas y
blasfemias, otros no. Hay quien comparte sus sentimientos y su vida personal con los demás,
hay quien no. Un componente clave de la empatía es un esfuerzo consciente por comprender
y reconocer las posiciones vitales de los demás y trabajar a partir de ese conocimiento en la
formación de relaciones eficaces con ellos.
Yo que soy ciega puedo darle un consejo a los que ven, una admonición a quienes desean aprovechar al
máximo el don de la vista: usad los ojos como si mañana fuerais a quedar ciegos. El mismo método
puede aplicarse al resto de sentidos. Oíd la música de las voces, la canción de un pájaro, los poderosos
compases de una orquesta, como si mañana fuerais a quedar sordos. Tocad cada objeto que queráis
tocar como si mañana os fuese a fallar el tacto. Oled el perfume de las flores, saboread con fruición cada
bocado, como si de mañana en adelante no fuerais a oler y saborear jamás.
HELEN KELLER
Paso 2
En la hoja de trabajo que se ofrece en la Muestra 7.2, anotad el nombre de cinco
personas «nutritivas», aquellas a las que consideréis especialmente sabias en el trato con la
gente y habilidosas de cara a entenderse con los demás y conseguir que cooperen con ellas.
Escribid todos los comportamientos S.P.A.C.E. específicos propios de esas personas
«magnéticas» que se os ocurran.
¿La persona que habéis identificado tiene la costumbre de afirmar a la gente, alabarla,
escucharla y felicitarla por sus éxitos? ¿Incluye a los demás en la conversación? ¿Muestra
respeto por sus puntos de vista, valores y opiniones? ¿Reconoce su derecho a tomar sus
propias decisiones vitales? ¿Ofrece consejo con reservas y sólo cuando se lo piden?
Después, pensad con atención en cada uno de los cinco factores primarios de la IS —
Consciencia Situacional, Presencia, Autenticidad, Claridad y Empatía— mientras repasáis el
comportamiento de cada persona incluida en vuestras listas tóxica y nutritiva.
Las personas de la lista tóxica ¿exhiben comportamientos en una o más categorías
particulares del S.P.A.C.E.? ¿Hay nombres en la lista nutritiva que destacan en determinadas
dimensiones?
Si un individuo en particular destaca —o fracasa— en una dimensión en especial, anotad
la inicial —«S», «P», «A», «C» o «E»— de ese factor junto a su nombre. El objetivo es
identificar comportamientos o patrones de comportamiento específicos en cada dimensión
que esas personas ejemplifiquen para vosotros.
Muestra 7.2. Examen de personas nutritivas que conocéis
Paso 3
A continuación, combinad mentalmente todas las personas tóxicas que hayáis
identificado en un solo individuo imaginario. Dad a esa persona hipotética un nombre
hipotético. Si una de las personas de la lista sobrepasa a las demás en toxicidad, quizá
prefiráis usar su nombre como identidad breve para la «persona tóxica» que habéis
ensamblado. Escribid ese nombre en la línea encabezada por «Modelo tóxico» en el
formulario de puntuación de la Muestra 7.3.
Haced lo mismo con las personas nutritivas que habéis identificado. Tomad los mejores
y más apreciables comportamientos que hayáis observado en esas personas y construid un
supermodelo altamente nutritivo. Otorgad a su vez un nombre hipotético a esa imaginaria
persona nutritiva o utilizad el de uno de vuestros modelos que parezca incorporar la mayoría
de comportamientos positivos. Anotad ese nombre en la Muestra 7.3 en la línea señalada con
«Modelo nutritivo».
Paso 4
Ahora viene lo más difícil. En este paso compararéis vuestro propio patrón de
comportamiento, tal y como lo percibís, con lo que habéis observado en los modelos tanto
tóxico como nutritivo. El valor que tenga para vosotros este proceso dependerá por completo
de vuestra honestidad y voluntad de emprender una autoevaluación franca y no defensiva.
Tenéis derecho a engañaros; silo hacéis, también tenéis la responsabilidad de vivir con las
consecuencias de vuestro autoengaño.
Para cada uno de los cinco factores de habilidad primarios de la IS, rodead con un
círculo un número en la escala del 1 al 10 para indicar dónde creéis que se sitúa vuestro
patrón general de comportamiento —el modo en que soléis interactuar con los demás—
dentro del espectro entre vuestro Modelo Tóxico compuesto y vuestro Modelo Nutritivo
compuesto. Un «1» en la escala significa que os veis igual de tóxicos que vuestro modelo
tóxico. Un «10» significa que os veis igual de nutritivos que vuestro modelo nutritivo.
Consciencia Situacional 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10
Presencia 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10
Autenticidad 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10
Claridad 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10
Empatía 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10
Paso 5
Una vez hayáis obtenido vuestras puntuaciones «T/N», proyectadlas como puntos en los
cinco ejes equivalentes del «gráfico radar» que se muestra en la Figura 7.1.
Para sacar partido de vuestro gráfico y empezar a pasar de la autoevaluación al
autodesarrollo, planteaos algunas de las siguientes preguntas: ¿cuál de las cinco dimensiones
clave de habilidades de 15 parece destacar como ámbito de especial fuerza para vosotros, si
es que hay alguna? ¿Presentan una o más de las dimensiones una necesidad u oportunidad
de desarrollo para vosotros? ¿Qué os haría falta para alterar vuestro comportamiento en cada
una de las cinco dimensiones de habilidades para aproximaros a vuestro Modelo Nutritivo?
¿Queréis de verdad efectuar algún cambio? ¿Veis una necesidad, u oportunidad, de
cambio? ¿Creéis que acercar más vuestros patrones habituales hacia el extremo nutritivo del
espectro aportará beneficios positivos a vuestra vida, vuestras relaciones o vuestra carrera?
¿Qué pasa si vuestras puntuaciones en algunas o la totalidad de las cinco dimensiones
de habilidades de IS recaen en mitad de la tabla? ¿Ni «bueno» ni «malo»? ¿Cómo interpretar
un resultado así? ¿Significa una puntuación medianera que no hay nada de lo que
preocuparse, o aspiráis a más? ¿Satisface esta autoevaluación vuestra ambición personal?
Tened presente que cambiar el comportamiento habitual requiere tiempo, atención y
diligencia, de modo que antes de lanzaros a una «transformación social» total, quizá
convenga seleccionar unas pocas áreas clave por las que empezar. Más adelante ya tendréis
ocasión de identificar prioridades para la mejora. Por el momento, quizá queráis anotar
vuestras ideas preliminares junto al gráfico radar.
Figura 7.1. Gráfico radar del S.P.A.C.E.
Tóxico Nutritivo
Discutidor 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 Diplomático
Aburrido 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 Interesante
Mandón 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 Cooperativo
Frío 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 Afectuoso
Crítico 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 Reconfortante
Inconexo 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 Elocuente
Desconsiderado 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 Considerado
Prolijo 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 Conciso
Manipulador 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 Honesto
Temperamental 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 Ecuánime
Maleducado 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 Cortés
Engreído 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 Humilde
Irascible 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 Tolerante
Tímido 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 Extravertido
El patrón del Conductor combina una elevada energía social con una fuerte
concentración en la tarea. Una persona con esta preferencia tiende a tomar las riendas en
muchas situaciones y a afirmar su punto de vista sobre cómo hacer las cosas. Por bien que
puedan tener habilidades sociales altamente desarrolladas, ‘os Conductores por lo general
trabajan dirigiendo la atención de los demás hacia la tarea acordada que se tenga entre
manos, sin hacer un especial hincapié en las relaciones personales o el espíritu de equipo.
Una persona con la preferencia del Conductor tiende por lo general a utilizar un estilo
directivo de liderazgo cuando ocupa una posición de autoridad formal. En las ocupaciones de
venta, tienden a tomar las riendas de la situación. Las películas de acción y aventuras y las
producciones de televisión a menudo caracterizan al protagonista como un patrón de
Conductor.
El patrón del Motivador también hace gala de una elevada energía social, pero tiende a
influir en las personas a través de las relaciones personales. El objetivo del Motivador suele
ser formar un grupo, al que quizás intente motivar para que trabaje por las metas comunes.
Tienden a valorar las relaciones personales con aquellos con los que tratan ya hacer énfasis
en la cooperación, la implicación y el espíritu de equipo. Como gestores, a menudo tienden
hacia un enfoque inclusivo y basado en el equipo para conseguir resultados. En las
ocupaciones de venta, tienden a «venderse» ellos para impulsar el producto o servicio que
representan.
El patrón del Diplomático muestra una energía social algo menor, pero aun así prefiere
una concentración en las personas para conseguir que se hagan las cosas. Algo menos
directivos o confiados, los Diplomáticos otorgan un elevado valor a la cooperación y la
colaboración, y a menudo intentan ayudar a los demás a alcanzar un acuerdo. Pueden actuar
de «intermediarios» en situaciones que conlleven conflicto o controversia. Como gestores,
tienden a construir y capitalizar unas relaciones de trabajo estrechas con su gente, aunque
quizá no utilicen reuniones y actividades de equipo con tanto vigor como quienes poseen una
energía social superior. En las ocupaciones de venta, los Diplomáticos tienden a construir
relaciones duraderas con sus clientes siempre que resulta posible y a utilizar la fuerza de esas
relaciones para que los ayuden a hacer negocios.
El patrón del Solitario combina una baja energía social con una orientación primaria
hacia la tarea. Si bien muchos Solitarios poseen habilidades sociales bien desarrolladas y son
capaces de tratar con los demás con eficacia, presentan una fuerte tendencia a confiar en
ellos mismos. Los Solitarios tienden a experimentar más «fatiga de contacto» que los demás
y a buscar la intimidad tras una intensa actividad social. Como gestores, tienden a centrar su
atención en el trabajo en sí, ya menudo consideran los temas «personales» como
distracciones. Prefieren trabajar con individuos uno por uno, resolviendo los problemas a
medida que surgen. En las ocupaciones de venta, tienden a hacer hincapié en las
consideraciones prácticas de la situación, tales como los beneficios del producto, las diversas
maneras de añadir valor y las ventajas competitivas de sus productos.
Nada de juicios, por favor
Conviene recordar que vuestro estilo de interacción, tal y como se define aquí, no tiene
connotaciones buenas o malas, correctas o incorrectas. Si bien la habilidad de interacción —la
fórmula S.P.A.C.E.— representa la evaluación de vuestra eficacia relativa en el trato con la
gente, el estilo de interacción representa vuestra preferencia individual. Una persona con un
estilo de interacción determinado puede funcionar con o sin eficacia en diferentes situaciones,
dependiendo de cómo se complementen sus habilidades con su estilo primario. La evaluación
del estilo contribuye al autoconocimiento; la evaluación de habilidades invita al
autodesarrollo.
La mayoría tenemos alguna idea de nuestras tendencias interactivas primarias, pero
repasar nuestro comportamiento con mayor atención en ocasiones puede clarificar aspectos
de nuestras preferencias que no habíamos apreciado plenamente. Algunas hipótesis sociales
pueden ofrecer plataformas para una mejor autopercepción.
Si deseáis plantearos vuestras preferencias interactivas con mayor detenimiento, podéis
realizar el breve cuestionario de la Muestra 7.5, que presenta varias hipótesis y unas cuantas
opciones habituales de comportamiento. Para cada una de las hipótesis, marcad la letra de la
opción conductual que consideréis más próxima a vuestra tendencia primaria. Nota: a efectos
de este análisis, rogaría que dejarais de lado cualquier consideración sobre el modo en que
sentís que deberíais comportaros o las opciones que podrías adoptar en función de la
naturaleza de la situación. Limitaos a escoger la opción que se os antoje más cercana a lo
que preferiríais hacer. Aseguraos de leer las cuatro opciones antes de decidir.
En cuanto hayáis seleccionado vuestras preferencias para las seis hipótesis, contad el
número de opciones «A», «B», «C» y «D» que habéis señalado. Observad que la opción «A»
es propia del patrón del Conductor, la «B» del Motivador, la «C» del Diplomático y la «D» del
Solitario. Anotad el recuento de los cuatro patrones en la columna de la derecha de la
Muestra 7.6.
¿Habéis detectado una fuerte inclinación hacia un mismo tipo de opción en todos los
casos (todo «A», todo «B», todo «C» o todo «D»)? ¿O en todas las hipótesis había varias
opciones que presentaban un atractivo similar para vosotros? ¿Variaba vuestra preferencia de
un caso al siguiente?
Si quisierais realizar una evaluación y comparación algo más concienzudas de vuestras
preferencias para los cuatro estilos primarios de interacción, podéis proyectar vuestras
percepciones como se muestra en el gráfico de la Figura 7.3. Tras plantearos las opciones
que habéis tomado en las hipótesis sociales anteriores y reflexionar sobre la amplia gama de
situaciones que os encontráis en la vida real, distribuid 100 puntos entre los cuatro
principales estilos de interacción: Conductor, Motivador, Diplomático y Solitario. Tratad de
evitar los «empates»; a ser posible, acentuad vuestras preferencias tanto como os parezca
razonable.
Una vez hayáis asignado puntos de preferencia a los cuatro estilos primarios —un
proceso bastante subjetivo, hay que reconocerlo—, anotad vuestras cifras en el
correspondiente cuadrado del casillero de la Figura 7.3. Reflexionad sobre las siguientes
preguntas: ¿superan vuestras puntuaciones la prueba del «sentido común»? ¿Este perfil
parece representaros de manera razonable? ¿La gente que os conoce tendería a compartir
vuestras puntuaciones?
A lo largo de los siguientes días y semanas, tratad de permanecer atentos a las
situaciones sociales verídicas que se os presenten y tomad nota de vuestra tendencia a
comportaros de diversas maneras. Planteaos los posibles méritos y contratiempos de los
diferentes modos de comportarse. ¿Tiene sentido actuar de manera muy dominante en
determinadas situaciones? ¿Parece recomendable en ocasiones el patrón del Motivador? ¿Os
encontráis ocasiones en las que sentís la necesidad de actuar sin exagerar el factor
diplomático? ¿Exigen algunas situaciones colaboración, trabajo en equipo o pacificación?
Tened presente que este modelo para la Interacción social representa la percepción que
tenéis de vuestras propias preferencias. No puede categorizar vuestra «personalidad» ni
deciros cómo «debéis» comportaros en determinadas situaciones. Sí tiene el potencial, sin
embargo, de iluminar vuestras decisiones de cara a afrontar diversas situaciones.
LA IRONÍA FUERZA-DEBILIDAD
En ocasiones, un exceso de algo bueno puede convertirse en algo malo. Durante mi
servicio como oficial del Ejército, observé una situación en la que un joven recluta idealista
llevaba su idealismo y confianza hasta extremos autodestructivos:
El especialista Carter (no es su auténtico nombre) se jactaba de no seguir la corriente
del rebaño. Ferozmente individualista, rara vez dejaba pasar una oportunidad de demostrar
que pensaba por sí mismo. Se trata de un rasgo digno de admiración en un militar, sobre
todo porque presenta ciertos desafíos especiales dentro de un entorno altamente
estructurado. Carter, sin embargo, parecía decidido a encabezar un motín unipersonal contra
el mundo.
Aunque cumplía bien y se comportaba de manera aceptable como miembro de la unidad
de estado mayor que yo supervisaba, Carter a menudo se las tenía con los suboficiales de
mayor rango de la base del Ejército que albergaba el cuartel general en el que trabajábamos.
Mi autoridad sobre sus acciones empezaba y terminaba con la jornada de trabajo, y fuera de
la oficina tenía ciertas responsabilidades como habitante de la base, aunque viviera fuera de
ella con su esposa y su familia. Aunque nunca demostrara una completa insubordinación,
disfrutaba señalando cualquier evidencia de hipocresía, burocracia o injusticia institucional
que pudiera encontrar.
Al final llegó a una colisión casi fatal con un grupo de los «perros viejos»: los
suboficiales de mayor rango que dirigían la infraestructura de la base, Aquellos veteranos
sargentos se conocían y trabajaban juntos desde hacía muchos años, y decidieron que el
chico necesitaba una lección de conformismo. La oportunidad les llegó cuando empezó a
armarla con motivo de una campaña de recaudación de fondos a escala de toda la base para
una de las organizaciones benéficas nacionales. El oficial al mando de la base quería lograr
una tasa de contribuciones del 100 % entre todos los reclutas asignados al cuartel.
Tras una intensiva campaña de motivación, encabezada por los suboficiales en varios
niveles, habían conseguido una participación del 99,9 %, con Carter como única negativa.
Dejó claro que no creía en el organismo benéfico concreto apoyado por el alto mando, que
hacía donaciones a entidades de su propia elección y que no tenía la menor intención de
contribuir, ni siquiera con un dólar. Uno de los suboficiales me abordó de manera informal y
me pidió que intentara convencer a Carter de que realizara una donación para que toda la
base pudiera lograr el objetivo. Aunque mi autoridad no se extendía a imponerle que
cumpliera, accedí a aconsejarlo y apelar a sus mejores sentimientos. Se negó.
Blanco ya de un grado de ira considerable por parte de los suboficiales, decidió
enmendar la ofensa con otro dedo en el ojo. Cuando uno de los sargentos le dijo que
pensaba donar un dólar en su nombre y añadir su apellido a la lista de donantes, Carter lo
amenazó con presentar una protesta formal (no se me ocurre de qué tipo). Peroró largo y
tendido, para cualquiera que quisiera escucharlo, sobre lo hipócrita e injusto de coaccionar a
alguien para que donara a una entidad benéfica sólo para que los mandamases pudieran
jactarse de un índice de participación del 100 %
Una semana después, Carter recibió órdenes oficiales que lo transferían a Vietnam. Su
cómodo trabajo de oficina de repente se había convertido en un destino en zona de combate.
Presentó una apelación ante su representante en el Congreso, en gran medida sin éxito.
Los contactos parlamentarios, sin embargo, sí abrieron la posibilidad de una baja por
infortunio, con el argumento de que necesitaba regresar a su estado natal para cuidar de su
padre, afligido por una enfermedad terminal. Como parte del proceso de la baja, firmó un
documento en el que afirmaba su compromiso de no alistarse en las Fuerzas Armadas
estadounidenses nunca más. Aquella maniobra vino a ser el equivalente moral —a ojos de los
suboficiales— de una baja con deshonor, aunque él dejara el Ejército en términos
«honorables ».
Los psicólogos y expertos en evaluación de aptitudes se refieren al síndrome de Carter
como la ironía fuerza-debilidad:
Cualquier punto fuerte, cuando se lleva a límites
irracionales, puede convertirse en una debilidad.
La regla vale para muchos rasgos que por lo general consideramos activos valiosos: la
determinación puede convertirse en testarudez, la cooperación en blandenguería, el análisis
cauto en parálisis; la espontaneidad y la asunción de riesgos pueden devenir temeridad.
Sin duda debemos reconocer que algunos de los personajes más famosos y admirados
de la historia mostraron algo más que un atisbo de extremismo. Algunos han afrontado la
muerte, o su perspectiva, por sus creencias. Por otro lado, nunca sabremos cuántas personas
de gran talento pero desconocidas hubieran cosechado grandiosos éxitos de no haber
escogido la colina equivocada donde morir.
La habilidad importante, al parecer, conlleva el despliegue de los propios puntos fuertes
con cierto sentido de la estrategia y una comprensión de las repercusiones asociadas. La
macrohabilidad de la consciencia situacional sale a la palestra, y uno debe en última instancia
reconocer las potenciales consecuencias de cualquier opción conductual en particular.
Cómo conectar con las personas
Extracto del Social Intelligence Profile. Utilizado con consentimiento.
1. Entrenaos para «leer» las situaciones sociales. ¿Qué pasa aquí? ¿Cuáles son los intereses, las
necesidades, los sentimientos y las posibles intenciones de los implicados?
2. Respetad, reafirmad y apreciad a las personas y descubriréis que la mayoría os paga con la misma
moneda. desairando a la gente rara vez se consigue algo.
3. Escuchad: con atención, respeto e intención de aprender
4. Paraos por un instante antes de responder a lo que alguien dice; os concede tiempo cerebral adicional
para escoger bien vuestras palabras.
5. Recordad que discutir es una de las maneras menos eficaces para lograr que alguien cambie de
opinión; no siempre hay que luchar para ganar.
6. Cuando discrepéis de los demás reconoced primero su derecho a pensar como lo hacen; después
ofreced vuestras opiniones con respeto.
7. Tratad de utilizar preguntas en lugar de confrontación, invitad a los demás a cambiar de idea.
8. Rehuid los conflictos con personas tóxicas; sorteadlos.
9. Sacad «el perro y el gato» de vuestra conversación; minimizad las declaraciones dogmáticas y
categóricas.
10 Acentuad lo positivo, y eso es en general lo que obtendréis a cambio.
Algunas reflexiones
El primer experto en eficacia fue Simon Legree.
H. L. MENCKEN
¿Dónde encaja el concepto de la inteligencia social dentro del mundo de los negocios?
¿Qué aplicación tiene en el trabajo? ¿Cómo abarca el modo en que la gente trabaja junta?
¿Se aplica al modo en que los equipos cumplen sus cometidos? ¿Se aplica al modo en que los
empleados atienden a los clientes? ¿Se aplica al modo en que interactúan jefes y empleados?
¿Posee alguna aplicación más amplia, a lo largo y ancho de la sociedad en miniatura que
existe en cada organización establecida?
Las respuestas a algunas de estas preguntas todavía se encuentran en proceso de
evolución, y sin duda pasará bastante tiempo antes de que lleguemos a conclusiones
convincentes sobre todas esas cuestiones. Entretanto, sin embargo, existe alimento para el
pensamiento de sobra para aquellos de nosotros cuyas cabezas y corazones anhelan unos
lugares de trabajo más socialmente inteligentes.
Empezamos por la idea de que podemos entender mejor el papel de la IS en el lugar de
trabajo en parte estudiando su ausencia: las organizaciones y culturas organizativas sumidas
en la incompetencia social. Después quizá será más fácil imaginarse qué aspecto pueden
tener las organizaciones de elevada IS.
LAS CONSECUENCIAS REALES Y LEGALES DE LA INCOMPETENCIA SOCIAL
Robert Mack entró en la sala de conferencias del Departamento de Recursos Humanos
de la planta de General Dynamics en San Diego para encontrarse con su destino: la compañía
había decidido despedirlo. Tras una conversación cada vez más acalorada, Mack sacó una
pistola, disparó y mató al representante de RR. HH. que le había entregado el finiquito y
después tiró contra su jefe, al que dejó paralizado de por vida. Salió de la sala de juntas, con
el arma todavía en la mano. Aunque los aterrorizados empleados de la zona creyeron que
pretendía suicidarse —un acontecimiento típico en la mayoría de homicidios en el lugar de
trabajo—, al final soltó el arma y se entregó a la policía.
La experiencia de Mack pasó a engrosar una larga serie de noticias sobre empleados
descontentos que recurrían al asesinato ante su incapacidad para afrontar las circunstancias.
Según el doctor Steven Albrecht, experto en violencia de empleados, que realizó una
entrevista en exclusiva a Mack en su celda de la cárcel, «Robert Mack era a todas luces un
individuo perturbado... y perturbador. Obviamente, no todas las personas a las que despiden
encajan la noticia matando al jefe o a sus compañeros de trabajo. Sin embargo,
investigaciones posteriores demostraron que Mack y la mayoría de sus compañeros de
trabajo habían estado sometidos a un entorno laboral tóxico. Las reglas draconianas,
prácticas de supervisión opresivas e intensas presiones para satisfacer las exigencias de
producción ciertamente parecen haber aumentado su nivel de estrés, y es posible que
agravaran su estado emocional perturbado».
Si bien ningún experto creíble ha sostenido que la dirección de General Dynamics
hubiera debido cargar con la plena responsabilidad del episodio, sin duda podría postularse
que un entorno de trabajo más humano, que incluyera un acceso adecuado a asistencia
sanitaria mental para los empleados con problemas, quizás hubiera podido evitar las muertes.
Por su parte, Robert Mack reconoció que debería haber utilizado el Programa de
Asistencia para Empleados (EAP) proporcionado por GD como parte de sus prestaciones
médicas, pero no lo hizo. Cuando Steve Albrecht le preguntó por qué, respondió que no sabía
que existiera tal programa. Robert Mack había trabajado en la compañía durante veinticinco
años; General Dynamics tuvo en vigor un programa de EAP durante diecisiete de esos años.
Las organizaciones industriales presentan considerables diferencias de grado en su
mantenimiento de entornos de trabajo que respalden la salud mental y la calidad de la vida
laboral. Algunas han realizado cuantiosas inversiones en programas, servicios, instalaciones y
recursos de expertos para ayudar a los empleados; otras han descuidado y explotado
lamentablemente a sus trabajadores. Cada organización posee su cultura laboral
característica: el entorno psicológico dentro del que la gente trabaja e interactúa.
Los modernos organismos empresariales y gubernamentales, en especial en Estados
Unidos, llevan varios años sirviendo de campo de batalla legal y político para las cuestiones
de justicia en el lugar de trabajo. Algunos han puesto en práctica medidas con mucha visión
de futuro; otros han acabado cediendo a regañadientes bajo el peso de los litigios y la
presión de las entidades gubernamentales. Algunos ejecutivos consideran que la inversión en
el mantenimiento de un lugar de trabajo psicológicamente saludable y una elevada calidad de
vida laboral no sólo es decente y razonable, sino también económicamente sensata. Otros
parecen considerarla un coste engorroso, que sólo se hace efectivo en circunstancias
adversas.
Gestión tóxica
Los expertos en recursos humanos llevan años entendiendo el impacto del
comportamiento directivo —la inteligencia social de los líderes tácticos— sobre la moral de los
empleados y la percepción de la calidad de vida laboral. Aun así, son relativamente pocas las
organizaciones que poseen algún tipo de programa integral para garantizar la calidad de la
supervisión en todos los niveles. En demasiadas organizaciones la gente acaba en cargos de
supervisión y dirección por los motivos equivocados: longevidad, experiencia en la
especialidad técnica practicada por un grupo de trabajo en particular, amistad con los altos
directivos, politiqueo.., casi todo salvo la habilidad de dirigir. Todo gestor tóxico en una
organización representa un gasto evitable, mesurable en moral y eficacia de los empleados,
productividad del trabajo y conservación de empleados valiosos.
Tom Puffer, un experimentado asesor laboral conocido por sus firmes posiciones
antisindicales, me relató una experiencia que da que pensar:
Me descubrí sentado en un avión al lado de un tipo que se identificó como organizador
sindical de uno de las grandes centrales industriales. Empezamos a intercambiar batallitas y
cada uno describió el mundo desde su particular punto de vista. Me dijo algo que me sacudió
como un rayo, y supe de inmediato que lo que había dicho era correcto.
Me dijo: «¿Sabes?, hay una cosa que los ejecutivos de las compañías podrían hacer y
que me haría el trabajo infinitamente más difícil; algo que en realidad reduciría nuestro saldo
ganador a la hora de sindicar sus empresas. Si despidieran a todos los supervisores que
intimidan y oprimen a sus empleados, lucharíamos en desventaja. Eso es lo que
capitalizamos: una mano de obra alienada de personas que sienten que no las tratan como a
seres humanos.»
Pero me dijo algo más interesante incluso que eso —recordó Puffer—. Me dijo: «No
tengo el menor reparo en contárselo, porque sé que no lo harán jamás. Los cretinos que
dirigen las compañías a por las que vamos no se enteran. Al parecer, es demasiado sencillo
para ellos.»
Puffer —y el representante sindical— quizás exagerara un poco la idea, pero
probablemente no por mucho. Estudiar la dirección y el liderazgo a través de la lente de la IS
invita a un enfoque muy práctico. Antes de intentar aplicar las diversas y sofisticadas teorías
sobre el liderazgo que han aparecido y desaparecido con el paso de las décadas, quizá
necesitemos plantear la pregunta más sencilla: ¿saben tratar a la gente como a seres
humanos nuestros directivos?
En los últimos años, los investigadores y expertos en rendimiento empresarial han
empezado a plantearse factores como la inteligencia emocional como elemento fundamental
para el liderazgo.’ Mientras prosigue esta tendencia constructiva, no parece sino sensato
plantearse también el obvio componente de la inteligencia social, y en realidad vincular tanto
la TE como la IS con los principios conocidos y aceptados del liderazgo y los métodos de
gestión. Aun así, por cada organización que realiza un esfuerzo consciente por desarrollar una
cultura de la inteligencia múltiple, existen docenas sumidas en el conflicto y la locura.
CULTURAS DE CONFLICTO Y LOCURA
A lo largo de unos treinta años de trabajo como consultor organizativo, he observado
una amplia gama de patologías sociales capaces de derrotar una empresa desde dentro. En
realidad, diría que he visto más organizaciones derrotarse solas que ser vencidas en buena lid
por competidoras más capaces. Los psiquiatras y psicólogos tienen un manual, titulado
Diagnostic and Statistical Manual, que enumera y explica con exhaustividad el repertorio
completo de desajustes humanos. En el ramo de la consultoría, también tenemos un «DSM»,
aunque sea menos formal y riguroso. Reconocemos las mismas variedades de trastornos
organizativos con incidencia en todas las industrias, tipos de organización y, en verdad, en
todas las culturas nacionales.
Si bien la cordura colectiva tiende a presentar patrones relativamente simples y
uniformes, la locura es amena por su diversidad. La gama de trastornos organizativos
primarios es amplia a la par que variopinta. He identificado unos diecisiete patrones
primarios, o síndromes, de disfunción organizativa. Algunas organizaciones presentan más de
uno; otras tienen muchos. Cada uno impone significativos costes entrópicos a los recursos de
la empresa y contribuye a su tendencia a la podología balística: dispararse en el pie.
1. TDA: Trastorno por déficit de atención. Los altos directivos parecen incapaces de
concentrarse en una sola meta, estrategia o problema primario lo bastante para acumular
impulso en su resolución. El caso típico es el del director general o equipo directivo que salta
de una nueva preocupación a otra, a menudo en reacción a algún acontecimiento reciente,
como una nueva tendencia de moda, una maniobra clave de la competencia o un cambio en
el mercado. Una variación —el síndrome de «demasiadas cosas en la cabeza»— presenta
todo un desparrame de programas, o «iniciativas», la mayoría de los cuales derrochan
recursos y diluyen el foco de atención.
2. Anarquía: Cuando los jefes no mandan. Un equipo ejecutivo débil, dividido o distraído
no logra aportar la sensación clara de dirección, impulso y objetivo que necesita el equipo de
gestión extenso. Una guerra entre el director general y la junta de accionistas o una batalla
enconada entre los miembros del equipo directivo pueden dejar la organización a la deriva.
Despojada de un objetivo claro y un conjunto de prioridades significativas, la gente empieza a
desperdigar sus esfuerzos en actividades de su propia elección. Sin una sensación de
propósito superior, los jefes de unidad sitúan sus prioridades y metas políticas por encima de
los éxitos de la empresa.
3. Anemia: Sólo los mediocres sobreviven. Tras una serie de sacudidas económicas,
recortes, despidos, guerras palaciegas y purgas, la gente de talento ha huido hace tiempo en
busca de pastos más verdes y ha dejado a los perdedores e inadaptados enquistados en el
armazón. Tienen más necesidad de conservar el puesto, de modo que sobreviven a los
empleados más capaces. Cuando las condiciones empiezan a mejorar lo típico es que la
organización carezca del talento, la energía y el dinamismo necesarios para capitalizar en
tiempos mejores.
4. Sistema de castas: Los ungidos y los intocables. Algunas organizaciones poseen una
estructura informal, «en la sombra», basada en ciertos aspectos de estatus social o
profesional, que todo el mundo conoce y de la que la mayoría evita hablar. Las
organizaciones de los cuarteles generales militares, por ejemplo, tienden a poseer tres
bandos diferenciados: los oficiales, los soldados rasos (o, como dicen los británicos, «otros
rangos») y el personal civil. Los hospitales tienden a presentar sistemas de castas muy
rígidos, con los médicos en el vértice de la pirámide, las enfermeras en la casta intermedia y
el personal no médico hacia la parte más baja. Las universidades y demás organizaciones de
investigación tienden a poseer categorías muy claramente definidas de estatus, basadas por
lo general en la titularidad o el prestigio en el propio campo. Esas castas nunca figuran en el
diagrama organizativo, pero dominan el comportamiento colectivo cotidiano. Las categorías
de castas suelen establecer límites de facto, fomentan la fragmentación y tientan a los
miembros de las camarillas a satisfacer sus propias necesidades sociales y políticas a
expensas de la organización y en detrimento de las castas inferiores.
5. Guerra civil: La lucha de ideologías. La organización se desintegra en dos o más
megabandos, cada uno de los cuales propugna una propuesta, sistema de valores, ideología
empresarial o héroe local en particular. La brecha puede propagarse desde las más altas
esferas o expresar profundas diferencias entre subculturas, por ejemplo ingenieros y
marketing, enfermeras y administración o la cultura editorial y los despachos comerciales. En
algunos casos, la tensión dinámica entre ideologías puede obrar en beneficio de la empresa;
en otros, puede inutilizar a la organización entera.
6. Despotismo: Miedo y temblores. Un director general tiránico o una ideología
generalizada de opresión originada en las altas esferas hacen que la gente adopte un
comportamiento de escaqueo a expensas de otro orientado al cumplimiento de objetivos.
Unos pocos episodios en los que alguien recibe la patada por discrepar con el jefe oponer en
entredicho la ética o el liderazgo, y todo el mundo aprende enseguida: pasa desapercibido y
no llames la atención.
7. Gordos, atontados y felices: Si no está roto... El gurú de la gestión Peter Drucker
observó en una ocasión: «A quien los dioses quieren destruir, antes le conceden cuarenta
años de éxitos empresariales.» Aun cuando tienen ante las narices una amenaza inminente al
modelo empresarial básico, los ejecutivos son incapaces de acopiar cierta sensación de
inquietud o alcanzar un consenso sobre la necesidad de reinventar la empresa.
8. Depresión general: Nada en que creer. A veces las cosas se ponen muy feas, como en
el transcurso de un bajón económico o un período difícil para la empresa, y la dirección
fracasa por completo en la creación y mantenimiento de cualquier contacto empático con la
tropa. Sintiéndose abandonada y vulnerable, la gente de la línea del frente se sume en un
estado de desánimo, baja moral y compromiso cada vez menor.
9. Liderazgo geriátrico: Jubilados en el trabajo. Cuando un director general ha conocido
tiempos mejores, sea por motivos de salud física, artritis psicológica u obsolescencia
personal, quizá se aferre al timón durante demasiado tiempo y se niegue a traer caras
nuevas, ideas nuevas y nuevo talento. Este síndrome puede extenderse a todo el equipo
directivo, cuyos miembros quizás hayan envejecido juntos, comprometidos con una ideología
obsoleta que en un tiempo cosechó éxitos para la empresa pero ahora amenaza con hundirla.
10. El director general chiflado: Locura llama a locura. Cuando el comportamiento del
jefe pasa de lo meramente pintoresco y bordea la inadaptación, la gente del círculo interno
empieza a comportarse de acuerdo con su locura particular, en reacción a la ausencia de una
personalidad integrada en la cima. El asunto empieza a parecer una especie de locura
colectiva al personal de los escalafones inferiores, que se encuentra a todas horas
desconcertado, aturdido y frustrado por la creciente falta de coherencia en las decisiones y
acciones ejecutivas.
11. Mala organización: Artritis estructural. Una arquitectura organizativa defectuosa
trabaja de manera pasiva e incesante en contra del buen fin de la misión. Los límites
departamentales que no casan con los procesos naturales de la operación o su flujo de
trabajo, las responsabilidades enfrentadas, las misiones en competencia y las subdivisiones
antinaturales de ámbitos clave de la misión imponen elevados costes de comunicación,
inhiben la colaboración y fomentan la competencia interna.
12. La mentalidad monopolística: Nuestro derecho divino. Cuando una organización ha
disfrutado durante mucho tiempo de una posición dominante en su entorno, sea por un
monopolio natural o una ventaja circunstancial, sus dirigentes tienden a pensar como
monopolistas. Incapaces o reacios a pensar en términos competitivos e innovar o incluso
reinventar el modelo empresarial, se convierten en patos de feria para los competidores
invasores que quieren su trozo del pastel.
13. El hombre orquesta: Que viva Clint Eastwood. Un director general estilo «cowboy»,
que no siente necesidad ni responsabilidad de compartir su plan maestro con los
subordinados, mantiene a todos los miembros de la organización en ascuas acerca de su
siguiente maniobra. Eso crea dependencia y una incapacidad adquirida en la práctica
totalidad de los líderes subalternos, a los que vuelve reactivos en lugar de potencialmente
activos.
14. La carrera de ratas: No paran de mover el queso. La cultura de la empresa, sea por
diseño o por el estilo de un sector industrial o comercial concreto, quema a su personal de
más talento. La noción imperante de qué para salir adelante uno debe sacrificar su bienestar
personal, posiblemente en aras de grandes compensaciones financieras, genera sin duda
concentración en los objetivos, pero a expensas de la cooperación, el compañerismo y la
humanidad individual. Una reducción en las comisiones u otro elemento del queso financiero
crea una sensación de agravio y resentimiento, y no de fatalidad compartida.
15. Silos: Culturales y estructurales. La organización se desintegra en un grupo de
bandos aislados, cada uno de los cuales se define por el deseo de sus cabecillas de lograr una
posición de favor en la corte real, es decir, los altos directivos y «hacedores de reyes» de las
alturas. Con pocos incentivos para cooperar, colaborar, compartir información o hacer piña
para buscar resultados críticos para la misión, los diversos silos desarrollan fronteras
impermeables. Los caudillos locales tienden a propulsar sus objetivos individuales y
provincianos, y desarrollan patrones de funcionamiento que favorecen los intereses
subóptimos de sus unidades a expensas de los de la empresa. El patrón de los silos tiende a
crear fisuras a lo largo de la organización que polarizan a las personas que tienen que
interactuar a un lado y a otro de ellas.
16. Intoxicación de testosterona: Hombres como niños. En industrias o culturas
organizativas dominadas por los varones como las unidades militares, los cuerpos de
seguridad y las industrias primarias, las recompensas a los comportamientos agresivos,
competitivos y dominantes pesan mucho más que las recompensas a la colaboración,
creatividad y sensibilidad a los valores sociales abstractos. En las organizaciones «no mixtas»,
es decir, las que presentan menos de un 40 % aproximado de mujeres en puestos clave, los
ejecutivos, directivos y compañeros de trabajo varones tienden a encasillar a las féminas en
papeles culturalmente estereotipados con poco poder, influencia o acceso a oportunidades.
Este sistema de castas sexuales desperdicia talento y a menudo reprime la innovación y la
creatividad.
17. El estado del bienestar: ¿Por qué trabajar duro? Las organizaciones que no padecen
amenazas naturales a su existencia, como los organismos gubernamentales, las universidades
y las entidades con financiación pública, por lo general desarrollan culturas de complacencia.
En un típico organismo gubernamental, es más importante no equivocarse que tener razón.
Montones de personas tienen el poder del «no», es decir, el de vetar u oponerse de manera
pasiva a la innovación, pero muy pocas poseen el del «sí», o la capacidad para originar y
encabezar iniciativas. Las culturas del bienestar tienden a colectivizar la culpa y la
responsabilidad del mismo modo en que colectivizan la autoridad: no puedes asumir riesgos,
pero si algo sale mal puedes culpar al sistema.
EL ROMPECABEZAS DE LA DIVERSIDAD
Como tema favorito de seminarios de formación para la mayoría de gestores,
supervisores y empleados estadounidenses, la «diversidad» figura justo por debajo de las
reparaciones de su techo y justo por encima de la muela que tienen que sacarles.
Considerada en un tiempo una cuestión propia de la empresa estadounidense, el desafío de
la diversidad se está extendiendo a cada vez más entornos multiculturales. Uno de los
motivos de que el tema ponga tan incómoda a mucha gente en el lugar de trabajo es que en
realidad no entienden en qué consiste.
¿Consiste en una mejor comunicación entre individuos de diferentes razas, edades o
sexos? ¿Consiste en respetar las diferencias entre las personas de distinto color o cultura?
¿Consiste en que las mujeres se lleven bien con los hombres o los hombres entiendan los
problemas laborales de las mujeres? ¿Consiste en entender a las personas discapacitadas?
¿Abarca la homosexualidad, el sida/VIH o a los empleados con cuestiones derivadas de la
transexualidad? ¿Qué pasa con las diferencias de altura y de peso? ¿Eso entra? ¿Cubre las
diferencias religiosas o políticas?
Sí a todo lo mencionado y más aún. La diversidad consiste en ayudar a los miembros de
las organizaciones a comprenderse mejor entre ellos en una multitud de niveles. Consiste en
enseñar o recordar a los empleados a tratarse entre ellos con dignidad y respeto. Consiste en
conseguir que los departamentos, equipos y grupos trabajen hacia metas comunes,
pidiéndole a los empleados que desplacen su concentración a las aportaciones ajenas y no las
personalidades divergentes.
Ahora que hemos definido la diversidad hasta el extremo de la confusión,
concentrémonos en dos aspectos problemáticos de la inquietud por el tema que tanto aflige a
muchas personas: la comunicación entre empleados y el uso de lenguas maternas extranjeras
en el lugar de trabajo.
Respetar la diversidad es un aspecto clave de la inteligencia social en el lugar de trabajo.
Exige el uso de muchas de las habilidades del modelo S.P.A.C.E. y depende de que la gente
se entienda y apoye entre sí. Sin embargo, el modo literal en que los empleados hablan entre
ellos puede convertirse en una línea divisoria «política», sobre todo cuando los hablantes de
lenguas maternas extranjeras utilizan su propio idioma en presencia de anglohablantes
nativos que no las conocen. Todo lo que sigue podría aplicarse con facilidad a cualquier
cultura idiomática, aunque los ejemplos que se ofrecen están arraigados en las anglosajonas.
Si sois nativos de un país anglohablantes, puede que os haya pasado algo parecido a lo
siguiente, posiblemente como clientes: estáis ante el mostrador de la entrada del restaurante,
esperando mesa. Dos empleados que trabajan en el restaurante y se encuentran cerca
empiezan a conversar en un idioma que no conocéis. Os miran, se dicen algo más y rompen
a reír. Con la imaginación a todo trapo, quizá tengáis la desagradable sensación de que
acaban de reírse a vuestra costa.
En otra escena, es posible que los empleados alternen con rapidez entre hablaros en
inglés a vosotros y luego en su lengua materna entre ellos. ¿Por qué no usan sólo el inglés
durante toda la conversación? Este juego del ping-pong verbal puede contribuir a crear
tensión y animosidad entre ellos y la otra parte. Es como si intentaran, quizá de manera
deliberada, distanciarse y quedarse dentro de los confines de su zona idiomática de
comodidad, con independencia de la situación.
En el lugar de trabajo «entre bastidores», lejos de los clientes que pagan, este problema
del idioma se manifiesta de muchas maneras: en el espacio de trabajo de un equipo, todos
los empleados hablan la lengua «oficial» local y algunos además hablan otros idiomas.
Cuando los hablantes nativos locales están fuera de la habitación, los restantes miembros
quizá retomen su lengua materna. Cuando los hablantes nativos regresan a la sala, los otros
siguen hablando en su idioma, con lo que es posible que creen la percepción de que
comentan algo que no quieren compartir con los demás.
Como las vulneraciones contra la igualdad de oportunidades en el empleo —«EEO»— y
la discriminación positiva —«AA», acción afirmativa— son una preocupación significativa en
los lugares de trabajo estadounidenses, las empresas y los organismos laborales estatales y
federales se cuidan mucho de no imponer restricciones que repriman la diversidad o la
expresión étnica. En el plano de las comunicaciones, la mayoría de mesas laborales del
Gobierno y comisiones de igualdad de oportunidades recomiendan a las organizaciones lo
siguiente:
Podéis exigir que todos los empleados hablen en inglés cuando trabajen cara al
público o en áreas de contacto con los clientes (al teléfono, en la recepción de un
hotel, en la caja de una tienda, en la «fachada» de un restaurante, por contraste
con la cocina, etc.).
Sin embargo, en muchos estados, dado el número de desafíos legales, un negocio
no puede impedir que cualquier empleado hable en su lengua materna cuando no
trabaja en locales de contacto con el público/clientes o interactúa con el
público/clientes. En consecuencia, el citado problema de «están hablando o
riéndose de nosotros» no se está abordando.
No es infrecuente oír a empleados anglohablantes nativos que se quejan en privado y
con amargura ante sus jefes de ese comportamiento de segregación social. Cuando prosigue
sin remediarse o se vuelve más frecuente, en ocasiones veremos formarse auténticas fisuras
en el lugar de trabajo, donde varios grupos de empleados no se hablan entre ellos en
absoluto.
Todo eso deviene algo más que mero problema de diversidad o un simple asunto de
comunicación entre empleados. Se convierte en un problema con impacto para toda la
empresa que puede afectar la moral, conservación y rendimiento de los empleados y, en el
peor de los casos, conducir a traslados, peleas o despidos.
Así pues, ¿qué puede hacerse para aumentar la inteligencia social colectiva del grupo de
trabajo? ¿Qué puede hacer un directivo para mantenerse dentro de los límites apropiados de
respeto a la diversidad ya la vez evitar que sus empleados se dividan en dos bandos hostiles?
La respuesta a cada una de las preguntas reside en la raíz del problema: la necesidad de
comunicarse, de manera honesta y abierta y aun así con tacto, en el lugar de trabajo.
Muchas sesiones de resolución de conflictos entre grupos se centran en torno al
problema de: «¿Por qué no podemos llevarnos bien? ¿Por qué no pueden volver a ser las
cosas como antes?»
Los jefes de departamento, sea procurándose un intermediario exterior o afrontando
ellos mismos el problema, deben juntar a todos los miembros en una sala y decir: «Nos
debemos a nosotros mismos establecer algunas reglas básicas de comunicación que nos
faciliten a todos el hablar y trabajar juntos. Vamos a dedicar este rato a oír las diversas
preocupaciones y quejas, sin juicios ni críticas. Vamos a encontrar un terreno intermedio,
donde la gente pueda usar su propia lengua cuando sea tanto cómodo como apropiado.
Vamos a charlar sobre cómo satisfacer las necesidades de nuestros clientes y compañeros de
trabajo, con respeto. No se trata de imponer un montón de normas y sacar a la gente de su
zona de comodidad. Se trata de encontrarnos todos en el medio.»
Este proceso de fijación de límites y purificación de la atmósfera, si bien no siempre
resulta agradable, puede poner al grupo en camino hacia un mejor entendimiento y elevar la
inteligencia de la organización.
Se dice que el ex director del FBI, Louis B. Freeh, le dijo a sus lugartenientes en su
primer día en el nuevo cargo: «Mi idea del trabajo en equipo es un montón de gente
haciendo exactamente lo que les digo.»
Ya conocéis al personaje: «Lo que yo digo va a misa», «Si quiero tu opinión, ya te la
pediré», «No estoy aquí para ganar un concurso de popularidad; mi trabajo es conseguir
resultados», «Si no le enseñas a la gente quién manda, te pisotearán».
¿Tiene que «patear traseros» un gestor para cosechar éxitos? ¿Forma parte del trabajo
hacer que la gente te odie o te tema? ¿Depende el rendimiento de un equipo de trabajo,
departamento, división o de una empresa entera de una política de «ley y orden»? ¿Puede un
gestor combinar autoridad y empatía?
Esas preguntas han dado que pensar a incontables personas que se han encontrado en
cargos de liderazgo y gestión en todo tipo de organizaciones. Mandos militares, agencias del
Gobierno, entidades benéficas, corporaciones... todas adjudican exigencias únicas a quienes
tienen la responsabilidad de conseguir resultados. Cada gestor debe aclarar, de manera
consciente o inconsciente, sus actitudes y creencias sobre el uso de la autoridad y la
influencia personal.
EL FACTOR «CABRÍO»
El intento de ocupar un papel de autoridad pone a prueba la inteligencia emocional a la
par que la inteligencia social de una persona. Muchos expertos en liderazgo sostienen que las
personas con una inteligencia emocional relativamente baja —caracterizada por una baja
autoconfianza y un sentimiento reducido del propio valor— tienden a «esconderse detrás de
la placa». Carentes de la confianza o las habilidades necesarias para explicar sus puntos de
vista, convencer a los demás de la solidez de sus decisiones y solucionar los problemas
recurriendo a la colaboración, quizás utilicen su autoridad para intimidar a los demás. El
gestor temeroso o inseguro tal vez reprima la disensión, rechace las ideas de los miembros
del equipo, los abronque y critique y mantenga con ellos una relación distante, ante todo por
miedo a perder el control.
Trabajar o vérselas con un «macho cabrío» que está al mando de una situación también
requiere una combinación de habilidades de IS.
Caso ejemplar: Aprendí algo sobre la necesidad de comprender las reglas del contexto
en las situaciones y el valor de pensar en términos tácticos sobre cómo afrontarlas durante
los inicios de mi instrucción militar como candidato a oficial del Cuerpo de Preparación de
Oficiales de la Reserva del Ejército de Estados Unidos durante la universidad.
Participé en un campamento veraniego de instrucción de seis semanas durante las
vacaciones entre el primer y el último año de mis estudios. Como aspirantes a oficial militar
pero sin rango todavía, nuestros oficiales nos llamaban «cadete Fulanito» o simplemente
«señor Fulanito». El trato que recibíamos de nuestros superiores e instructores se encontraba
algo por encima del nivel de hostigamiento reservado para los reclutas pero muy por debajo
del que se consideraría apropiado para los oficiales reales. Cuando llegó el momento de
recoger nuestra —excesivamente modesta— paga, acudí con mis compañeros cadetes al
barracón donde el pagador tenía montado su escritorio. Uno por uno fuimos acercándonos a
la mesa, a la que estaba sentado un joven capitán del ejército, un hombre de rango modesto
para los estándares militares estadounidenses. Cuando me llegó el turno, me presenté al
capitán, hice el saludo y dije: «Cadete Albrecht, señor.»
Él se negó a devolverme el saludo y me espetó: «Quiero un saludo completo.» Me erguí,
realicé un saludo más formal y dije: «¡Señor, cadete Albrecht, Primer Pelotón, Compañía
Foxtrot, presentándose para la paga, señor!» Al identificar mi unidad, había empleado el
consabido «alfabeto fonético» militar: la compañía «F» se convertía en la «Foxtrot».
Quizás algo aturullado, y posiblemente nuevo en el cargo, el capitán replicó: «Eso está
mejor. Ahora firme aquí para recibir su paga, señor Foxtrot.»
Aquí vivimos un momento extraño en la psicología de la autoridad. Técnicamente, lo viví
yo. Después de reforzar mi condición de subordinado, acababa de cometer una pifia verbal
que contradecía el sentido implícito de infalibilidad que le confería el contexto. Sin embargo,
mi consciencia situacional instintiva me decía que preservar la relación de autoridad ocupaba
el primer lugar en la lista de prioridades contextuales. Podría haberme aprovechado de su
metedura de pata y encontrar un medio sutil de intensificar su vergüenza, pero al precio de
algún coste potencial para mí. Dejé pasar la oportunidad y me limité a firmar el recibo de la
paga, darle las gracias y saludarlo en señal de despedida.
La tradición del liderazgo, especialmente en las organizaciones
militares, refleja desde hace tiempo esta ambivalencia entre humanidad y poder. Las
organizaciones militares occidentales han desaconsejado por lo común la «fraternización»
entre oficiales y «reclutas» (o entre oficiales y «otros rangos», como dicen los británicos). El
principio subyacente parece ser el de que dos personas que tienen una relación personal de
algún tipo no pueden funcionar con eficacia en un nexo jefe-subordinado. Es probable que en
el caso de algunas personas eso sea cierto; queda la pregunta que nunca ha sido contestada:
«¿Es siempre, o casi siempre, cierto?»
Añadamos a esta ambivalente doctrina social la sensación de incertidumbre y duda en sí
mismos que suelen experimentar las personas que ocupan cargos de autoridad —en
particular los recién llegados a esos puestos— y tenemos una fórmula para las culturas
disfuncionales.
A muchos periodistas económicos y autores de libros sobre el tema les encanta evocar la
imagen del director general «cabrito». Procura lecturas entretenidas: el competidor
implacable que derrota a todos los enemigos, castiga a quienes lo contrarían y elimina a los
que lo cuestionan o ponen en entredicho su autoridad (más divertido todavía es encontrar a
una ejecutiva mujer que haga lo mismo). Como la estructura cerebral humana es como es,
un periodista siempre podrá pergeñar una historia más interesante sobre un líder que sea un
redomado macho cabrío que sobre uno simpático. Si alguien escribe sobre una persona
agradable, tendrá que encontrar alguna rareza o defecto de carácter que haga la historia
interesante.
Uno de estos héroes cabrunos fue el legendario Al Dunlap, apodado Al Motosierra por
capitalistas de riesgo y periodistas económicos. Según David Plotz, editor de slate.com:
Terror de los directores generales, Dunlap ha surgido como mascota de un nuevo tipo
de capitalismo. El dunlapismo empieza y termina en Wall Street. Su único credo es: «¿Cómo
podemos hacer que nuestras acciones valgan más?» Nada de lo que valoran los hombres de
negocios menos despiadados —lealtad a los trabajadores, responsabilidad hacia la
comunidad, relaciones con los proveedores, generosidad en la filantropía corporativa—
importa para Dunlap. Los catedráticos de ética empresarial propugnan el «capitalismo
pluralista»; Dunlap se ríe de la expresión.
Hay otros ejecutivos que comparten su credo, pero ninguno iguala sus métodos. En las
últimas dos décadas, este ejecutivo de sesenta años ha dirigido nueve compañías en Estados
Unidos, Australia e Inglaterra. Trabajó de mano derecha/ejecutor del magnate australiano de
la comunicación Kerry Packer y el recientemente fallecido multimillonario británico sir James
Goldsmith. A lo largo de este camino se ha ganado la reputación de ser el artista del
reflotamiento más implacable del mundo.
A saber: como director general del apurado fabricante de tazas Lily Tulip Corp, en la
década de 1980, Dunlap despidió a la mayoría de los altos ejecutivos, vendió el avión de la
empresa, cerró la sede central y dos fábricas, finiquitó a la mitad del personal de oficina y
despidió a un montón de los demás trabajadores. El precio de las acciones subió de 1,77$ a
18,55 $ en los dos años y medio que permaneció en el cargo. En Scott Paper —su destino
previo a Sunbeam— despidió a 11.000 empleados (entre ellos la mitad de los directivos y el
20 % de los trabajadores por horas de la compañía), eliminó el presupuesto filantrópico de
tres millones de dólares de la empresa, recortó drásticamente el gasto en I+D y cerró varias
fábricas. El valor de mercado de Scott rondaba los 3.000 millones de dólares cuando llegó
Dunlap a mediados de 1994. A finales de 1995 la vendió a Kimberly-Clark por 9.400 millones,
de los que se embolsó 100 para su bolsillo: una modesta compensación, dice, por los 6.000
millones de incremento en el valor de los accionistas.
Dunlap vilipendió públicamente al director general de AT&T Robert Allen por no despedir
a bastante gente. Posó como Rambo para la portada del USA Today, y recogió su sistema de
creencias y métodos fundamentales en su best seller Mean Business: How I Save Bad
Companies and Make Good Companies Great.
Comparad el dunlapismo con la filosofía y métodos de gestión I de «Ben y Jerry», los
fundadores de la heladera Ben & Jerry’s Ice Cream. Ben Cohen y Jerry Greenfield, dos
irredentos liberales de la década de 1960, fundaron una exitosa compañía de productos para
el consumo sobre las ideas de la responsabilidad social, el microcapitalismo, el reparto de
beneficios y el apoyo a los desfavorecidos. Tras veinte años de admirable rendimiento
empresarial, escribieron su manifiesto contracultural Ben & Jerry´s Double Dip: How to Run a
Values Led Business and Make Money Too.
En 2001 Ben & Jerry’s fue adquirida por el gigante de la alimentación angloholandés
Unilever, pero la compañía ha conservado su compromiso con sus valores. Unas cuantas
sucursales de Ben & Jerry’s todavía están en manos de organizaciones sin ánimo de lucro, y
todos los beneficios de esos negocios van a parar a las entidades patrocinadoras. La
compañía es reconocida como líder indiscutible en responsabilidad social corporativa, y a
través de su obra benéfica corporativa dirigida por los empleados y la Fundación Ben &Jerry’s
contribuye con unos 2,5 millones de dólares al año al apoyo de sus valores fundacionales: la
ayuda a las comunidades de Vermont y el fomento de la justicia económica y social, la
recuperación del medio ambiente y la paz por medio del entendimiento. En palabras de
Cohen para un grupo de universitarios de Rhode Island: «La última superpotencia que queda
en la Tierra debe aprender a medir su fuerza por el número de personas que puede alimentar
y vestir, y no las que puede matar.»
Dunlapismo o Ben-y-Jerry-ismo: dos visiones del mundo distintas por completo y dos
definiciones radicalmente distintas del concepto social de la empresa. Es probable que la
contradicción entre las dos no se resuelva jamás.
EL ÁLGEBRA DE LA INFLUENCIA
¿Cómo influye uno a los demás en una situación en la que no tiene P.O.D.E.R. ni
autoridad formal? Como aspirante a ejecutivo, líder político u organizador —o aspirante a
déspota—, ¿cómo puede adquirir influencia en los asuntos humanos? El secreto reside en
comprender la diferencia entre autoridad formal y autoridad ganada.
La autoridad formal, como es obvio, llega con una posición de poder: alguien de cierta
entidad, como un presidente o primer ministro, un gobernador, un alcalde, un consejo de
administración o un electorado os ha concedido un cierto grado de autoridad. La autoridad
ganada, en cambio, no proviene de otros que ocupen posiciones de poder; se consigue de la
gente, de uno en uno.
Podéis ganar autoridad comportándoos de un modo que haga que los demás os
consideren merecedores del derecho a influirles. Vuestras ideas, vuestras habilidades
prácticas, vuestro conocimiento situacional, vuestra preocupación por el bienestar de los
demás y vuestra disposición a proporcionar orientación en situaciones de desgobierno se
suman en un marcador inconsciente dentro de la cabeza de cada uno de los implicados.
Cuanto más responda a vosotros como posible líder la gente en cuanto individuos, más
tenderán a buscaros colectivamente cuando necesiten liderazgo. Si la situación conlleva
decisiones conscientes, quizá tiendan a «elegiros» como su líder, sea de manera formal o
informal.
En estos casos se observa una especie de álgebra de la influencia. En cualquier situación
que conlleve poder o influencia, vuestra autoridad total utilizable consiste en una combinación
de vuestra autoridad formal, si tenéis alguna, y vuestra autoridad ganada, si tenéis alguna.
Cualquiera de los aspirantes que compiten por influencia en una situación orientada al poder
puede disponer de una autoridad formal alta o baja y una autoridad ganada alta o baja.
Puede que en la práctica una persona de autoridad formal relativamente alta, que no haya
logrado ganarse la confianza y el respeto de quienes están bajo su control, tenga una
puntuación de autoridad total baja. En verdad, si alguien de algún modo ha adquirido una
puntuación negativa de autoridad ganada, la puntuación neta de autoridad —autoridad
formal más el tanteo negativo de autoridad ganada— quizás obtenga una suma total de
autoridad negativa.
A la inversa, una persona de escasa o ninguna autoridad formal quizá se haya ganado
un elevado nivel de autoridad personal ante los demás, y tal vez disfrute de una mayor
puntuación en autoridad neta que el poseedor de la posición formal.
S.P.I.C.E.: LIDERAR CUANDO NO ESTÁIS AL MANDO
Muchas personas, entre ellas las que sienten un fuerte deseo de influencia y control, no
tienen una idea clara de cómo empezar a ganarse autoridad. No entienden las estrategias
para adquirir influencia sin tener poder formal. Las que saben por lo general pueden explicar
los métodos específicos que utilizan. Podemos incluso encontrar una fórmula que funcione,
más o menos, como estrategia general para ganarse influencia.
Una persona puede surgir como líder de facto en una situación desestructurada o
ganarse una dosis significativa de autoridad informal, aun en un grupo que tiene un líder
formalmente designado, si ofrece alguna o la totalidad de cinco variedades características de
asistencia al grupo, cuando —y sólo cuando— sea necesario. Será fácil recordar esos cinco
tipos de comportamiento de liderazgo recordando el acrónimo S.P.I.C.E., que representa:
1. Saber. Si uno sabe cómo hacer los cálculos orbitales para que la nave regrese a la
Tierra y nadie más del grupo los conoce, entonces puede ayudar al grupo con su saber. Los
demás perciben, de manera consciente o inconsciente, el práctico uso del conocimiento como
comportamiento de liderazgo. Si se hace lo bastante a menudo —y sólo cuando sirva de
contribución constructiva—, la gente empezará a confiar en ello. El conocimiento
especializado, las habilidades manuales, las de organización, las técnicas y las sociales
pueden servir para ganarse influencia a ojos de los demás.
2. Procedimientos. A veces, quizás a menudo, un grupo de personas quedará atascado
en sus propios procesos. Los consultores habilidosos con frecuencia cavilan sobre la
frecuencia con que los grupos parecen incapaces de emprender el vuelo. La reunión de
acción comunitaria empieza con todo el mundo aportando sus puntos de vista, opiniones y
recomendaciones. No tardan en surgir las desavenencias, y el proceso queda empantanado
mientras la gente discute su curso de acción preferido. Preguntad con educación por el
objetivo real de la reunión e invitad a los participantes a decidir qué quieren conseguir antes
de irse. Invocad el «poder del rotulador» —coged el permanente y empezad a anotar sus
comentarios en la pizarra— y os habréis convertido en el líder del grupo, al menos de
momento.
3. Información. La mayoría de decisiones de grupo o debates sobre resolución de
problemas dependen en gran medida de contar con la información adecuada y utilizarla con
eficacia. Aun así, rara vez se da en una reunión en la que a alguien se le ocurra preguntar:
«Qué información necesitamos para resolver este problema?», «La tenemos?» y «Si no la
tenemos, ¿ cómo o dónde podemos conseguirla?». La persona que proporciona información
crítica o ayuda al grupo a utilizar su información con eficacia se marca «puntos de líder» a
ojos de los demás.
4. Consenso. A veces lo único que necesita un grupo es a alguien que resuma el debate
o proceso de pensamiento, proponga o confirme el curso de acción preferido o guíe a los
miembros a través de algún tipo de proceso humano para decidir qué hacer. Muchos
participantes de grupo poco experimentados carecen de la más mínima idea sobre cómo
avanzar hacia una conclusión o decisión. La persona capaz de aportar ese servicio también
consigue puntos de líder.
5. Empatía. También conocida como clima del grupo o sentido del espíritu de equipo, la
empatía respalda el proceso del pensamiento en colaboración, sin animosidad o conflictos
innecesarios. Puede que el grupo tenga por costumbre discutir, incluso con acaloramiento,
pero si la controversia llega al extremo del rencor personal, el grupo tiene un problema de
empatía. En cualquier momento del proceso grupal, una persona que actúe para devolver al
grupo a un clima positivo y constructivo puede llevarse puntos de líder por el servicio.
Restaurar la empatía no significa aplastar las desavenencias o echar tierra sobre el conflicto;
significa ayudar a la gente a entenderse humanamente mientras solventa sus diferencias.
La clave para usar la fórmula S.P.I.C.E. de cara a ganarse autoridad es utilizarla de
manera selectiva, sin abusar y —sobre todo— de forma útil. Un grupo experimentado quizá
necesite bien pocas intervenciones de ese tipo. Un grupo atrancado o en estado de conflicto
puede beneficiarse significativamente de una o más ayudas provenientes de alguien que sepa
cómo adaptar la intervención a la necesidad.
Una reflexión final
Queda mucho por decir en este análisis del liderazgo, el poder y la inteligencia social. El
ingente material literario y académico dedicado al tema da fe de su complejidad y su
duradera fascinación para quienes piensan en tales cosas.
En verdad, el análisis genera más preguntas que respuestas: ¿Podemos—y si la
respuesta es afirmativa, ¿cómo?— educar y desarrollar una generación de líderes inteligentes
y socialmente responsables? ¿Cómo puede una empresa, un gobierno o cualquier otra
institución —y en verdad una sociedad entera— poner sus cargos de poder a resguardo de
quienes desean explotarlos en su propio beneficio? ¿Cómo animar a los poseedores de la
necesaria combinación de capacidad y ética a que ofrezcan sus servicios como líderes?
Un paso pequeño pero significativo en la dirección de esas respuestas tal vez se
encuentre en un proceso de suscitar expectativas por medio del debate y el diálogo. A
medida que el concepto de la inteligencia social se vaya abriendo paso en la consciencia
pública y en el discurso sobre nuestros líderes y el liderazgo que ofrecen, quizá vayamos
subiendo el listón por el que medimos a nuestros dirigentes en todos los ámbitos de la
sociedad.
Un lugar común de la medicina es «Los médicos sonrientes rara vez reciben denuncias
por negligencia.»
Como la mayoría de generalizaciones, ésta contiene cierto grado de validez. Si dejamos
de lado el número de demandas por negligencia motivadas por avaricia, malicia y
excentricidad por un lado, y las resultantes de una incompetencia médica clamorosa por el
otro, las demandas que vemos en la gama intermedia —posiblemente la mitad de todas,
según algunos expertos— parecen participar de relaciones agriadas. Parece, sin duda, que
una porción significativa de ellas, una cantidad sujeta a discusión, por supuesto, nunca
habrían seguido adelante si los profesionales de la medicina hubieran mantenido una
estrecha relación personal con sus clientes o hubieran dado un paso rápido para reconocer su
responsabilidad y expiarla activamente de algún modo generoso.
La gente que presenta demandas contra doctores y centros médicos suele citar la
«actitud» del médico o los administradores. La percepción de arrogancia, despreocupación
por el sufrimiento humano, frialdad, condescendencia o cierto aire de infalibilidad puede
sentar las condiciones. «Al principio sólo quería que se disculpasen —puede decir el
demandante—. Ni siquiera se les pasó por la cabeza admitir que habían cometido un error.»
CONVERSACIONES CRUCIALES
Tratar de evitar los malos sentimientos causa más malos sentimientos que cualquier otra
cosa. La mayoría de gente encuentra el conflicto con los demás, sobre todo cuando es uno
contra uno, extremadamente desagradable. Salvo por la pequeña población de personas
altamente combativas, la mayoría haremos cuanto sea razonable por evitarlo. Permitimos que
se prolonguen malentendidos sin aclararlos, consentimos que los demás se aprovechen de
nosotros o nos traten con desconsideración sin plantarles cara por ello y nos refrenamos de
afirmar nuestros derechos morales y civiles por miedo a que los demás se enfaden con
nosotros.
Para la mayoría, este reflejo automático empieza en la infancia y nunca desaparece. «No
hagas enfadar a papá o a mamá», «No hagas enfadar al profesor», «No hagas que los demás
se enfaden contigo». Si lo trasplantamos al sinfín de situaciones sociales que nos
encontramos en nuestra vida adulta e interactuamos con otros que hacen lo mismo, caemos
en patrones deshonestos de engaño, falsa armonía y guerra encubierta.
El experto en conflictos Steve Albrecht propone que «bajemos el listón de la censura
emocional» y le digamos a los demás lo que pensamos y sentimos más a menudo. «La gente
puede aportar un enorme beneficio a su vida —dice— haciendo un uso eficaz de las
“conversaciones cruciales”, básicamente, aireando las cosas cuanto antes mejor. Si creo que
otra persona o grupo de personas pretende actuar de un modo que tal vez ponga en peligro
mis intereses en una situación, tengo dos opciones principales. Puedo afrontar su
comportamiento de forma encubierta: elaborando mi propia interpretación de su conducta,
imputándoles diversos motivos aviesos y, en última instancia, tratando de contrarrestarlos
con algún método indirecto en lugar de plantarles cara. La alternativa es sostener una
“conversación crucial” con ellos en cuanto descubra cualquier posible causa de preocupación.
»Con la segunda opción—el curso de acción abierto— empiezo por hacerlos partícipes
de mis preocupaciones y ofrecerles la oportunidad de modificar sus acciones o encontrar un
modo de acomodar mis intereses. Cuanto antes tenga lugar esa conversación, más opciones
tendremos para trabajar a partir de allí. Si espero a que exista un conflicto declarado con
ellos, es posible que dispongamos de muy pocas opciones atractivas.»
Steve Albrecht ofrece una fórmula básica, o plan, para decidir si y cómo debemos
entablar una conversación crucial:
1. Aclaraos con la situación. ¿Qué sabéis de la otra parte o partes implicadas?
¿Entendéis sus intenciones? ¿Qué pruebas tenéis que os lleven a concluir que han actuado —
o piensan actuar— en contra de vuestros intereses? ¿Necesitáis mantener una conversación
para aclarar las cosas?
2. Definid con claridad vuestros intereses. ¿Qué queréis de vuestras interacciones o
relaciones con ellos? ¿Qué queréis proteger, conservar o conseguir?
3. Escoged una estrategia de acercamiento. Tal vez podáis empezar sin más una
conversación con la otra parte, con poca animosidad de por medio. A veces no queda otra
que expresar vuestros intereses y pedirle a la otra parte que los respete. En una Situación
más delicada, quizá prefiráis «telegrafiar» vuestras inquietudes a la otra parte de alguna
manera poco arriesgada. Un mensaje privado, transmitido por alguien de confianza para
ambos, puede conseguir que la otra parte medite sobre el tema antes de la conversación.
Podrías abordar el asunto con educación en un e-mail, solicitando una conversación en
privado. Escoged el método que tenga más posibilidades de iniciar la conversación en clave
positiva y de cooperación.
4. Conducid la conversación con un espíritu positivo. Haced de ella una búsqueda
compartida de soluciones mutuamente aceptables. Explicad vuestros intereses a la otra parte
y decidle por qué los veis en potencial peligro. Aseguraos de que también entendéis
plenamente los suyos. Preparaos para los posibles sentimientos de recelo, defensa o
competencia por parte del otro.
5. Buscad un resultado claro. A ser posible, invitad a la otra parte a mostrarse de
acuerdo con vosotros sobre una declaración de principios, un punto específico de acuerdo o
al menos una política de la que podáis fiaros para seguir adelante. A lo mejor el encuentro
sólo sirve para mitigar vuestros sentimientos de aprensión o animosidad. Quizá sirva como
punto de partida para mejorar la relación con el paso del tiempo.
Fijaos en que el proceso tiene menos que ver con la consecución de vuestras metas que
con la apertura de líneas de comunicación y el mantenimiento de una conversación continua.
Formulado en el lenguaje de la IS, sostener una conversación crucial significa poner en
práctica todas vuestras habilidades S.P.A.C.E. para desactivar un potencial conflicto y quizás
encontrar un modo de satisfacer con el tiempo los intereses de ambas partes.
Somos ovejas discretas; esperamos para ver adónde se dirige la manada, y luego marchamos
con la manada. Tenemos dos opiniones: una privada, que nos da miedo expresar, y otra —la
que utilizamos— que nos obligamos a vestir para complacer a los mojigatos, hasta que el
hábito nos la vuelve cómoda y la costumbre de defenderla llega a hacernos amarla, adorarla y
olvidar el lamentable aspecto que nos confiere.
MARK TWAIN
Podemos criar una generación de niños socialmente inteligentes? ¿Qué pasa si no? ¿Es
demasiado tarde para hacer algo acerca del secuestro psicológico de nuestros hijos por parte
de mensajes comerciales manipuladores y los valores cínicos y narcisistas proyectados por los
medios de entretenimiento popular? ¿Hemos perdido ya la guerra para salvar a nuestros hijos
de lo peor de la cultura popular estadounidense moderna? Por último, ¿crean problemas con
nuestra cultura los problemas con nuestros medios de comunicación?
Este capítulo es desvergonzadamente «político» en su orientación: está escrito con una
actitud reconocida. Proyecta ciertos juicios de valor sobre el estado actual de la cultura
estadounidense en el momento de escribirlo y esboza ciertas opiniones que tengo sobre «el
modo en que tendrían que ser las cosas». Me imagino que esta visión tendrá eco en una gran
cantidad de lectores —es posible que la mayoría—, pero reconozco que algunos pueden
interpretarlo como antiempresa e incluso «poco americano». Solicito la indulgencia de los
lectores de otros países y culturas, y espero que lo perciban como algo más que el consabido
ensimismamiento narcisista estadounidense. Las patologías sociales que se antojan
acusadamente estadounidenses tienen por costumbre migrar a otros países y culturas con el
tiempo.
Vivimos en tiempos extraños, y creo que necesitamos mirar a nuestro alrededor para ver
lo que pasa y decidir —individual y colectivamente— si eso es lo que queremos que pase.
¿DENTRO O FUERA?
En su best seller, Queen Bees and Wannabes: Helping Your Daughter Survive Claques,
Gosszp, Boyfriends, and Other Realities of Adolescente, Rosalind Wiseman aboga de manera
convincente por saber cómo y por qué ayudar a las adolescentes a afrontar esa edad difícil. Si
bien su texto cubre en profundidad los últimos años de primaria y toda la secundaria, el
verdadero objeto de estudio es la transición entre escuela e instituto. Gran parte de sus
consejos valen también para los chicos.
Escribe sobre niñas que se ven a sí mismas o son vistas por las demás en función de si
están «en la caja» o «fuera de la caja». Como tal vez recordéis de vuestras experiencias en el
instituto o las de vuestros hijos, estar dentro de la figurada caja social es mucho mejor que
estar fuera. La caja, por supuesto, es donde se afanan por estar la mayoría de adolescentes
y, para Wiseman, las reglas de entrada en ese capullo social son duras y exigentes.
Para los niños, estar en la caja significa ser guapo, tener el pelo bonito y una
constitución atlética. Eres listo sin ser «demasiado listo», manipulas a los profesores y demás
adultos, eres machote, atraes a las chicas y ellas te atraen y puedes presumir de coche
bonito y acceso a dinero para tus gastos.
Para las niñas, las características del interior de la caja son parecidas a las masculinas:
eres físicamente atractiva, con el pelo largo y un cuerpo atlético ni demasiado musculoso ni
demasiado enclenque. Eres popular, con montones de amigas y acceso a cositas buenas
(dinero para comprar en el centro comercial, permiso de conducir, novio). Te va bien en la
escuela sin tampoco esforzarte demasiado y sabes conseguir cosas de tus padres.
Todo niño de este estrato social sabe (o aprende con rapidez) qué características de
fuera de la caja los mantienen al otro lado del espejo.
Para los niños, se trata de cualquier atisbo de «empollonería» (habilidad en los juegos
de ordenador, las matemáticas, el ajedrez o las ciencias), torpeza física o desinterés por el
deporte o cualquier «tara», desde un pelo chungo hasta las gafas, pasando por estar
regordete o tener voz o risa de chica. Este último rasgo, condimentado con el menor indicio
de homosexualidad (real o no), convertirá los años del instituto en un mal trago o un
auténtico calvario.
Para las niñas, los rasgos de fuera de la caja empiezan con estar gordas, ser las
damnificadas de una piel/pelo/ropa feos, mostrarse excesivamente listas o ser «demasiado
buenas» en deporte (lo que puede sugerir tendencias lesbianas, como de modo parecido
revela el ostracismo paralelo de los niños afeminados).
Irónicamente, el mismo comportamiento que sirve de barómetro para la popularidad de
los chicos, una conducta sexual o de flirteo con una serie de chicas del campus, resulta
terminal para las hembras. En el caso de las chicas un comportamiento demasiado sexual o
provocador puede dejarlas fuera, en gran medida porque se ve como una amenaza territorial
a las relaciones con chicos que las jóvenes de «dentro» tanto se afanan por crear o nutrir.
Al recordad esa época de vuestra propia vida, los criterios tácitos para el «éxito» social
quizás os resulten dolorosamente familiares, aun después de pasadas tantas décadas. La
mayoría de personas, que habitaron dentro de la caja, rememoran esas colisiones sociales
entre los ricos (en estatus) y los pobres (en aceptación) con alivio por no tener que repetir
aquella experiencia de sus patios y situarse «dentro» o «fuera».
Puede que lo único más duro que ser un estudiante en ese entorno sea ser padre o
responsable de uno de ellos. Uno siempre quiere lo mejor para su hijo, y a cualquier padre o
cuidador le duele ver sufrir a su niño emocional además de físicamente. El impulso es
cabalgar al rescate y salvar al niño del mismo tormento que ellos padecieron a manos de sus
compañeros de similar talante. Ese deseo de resolverlos problemas de los hijos ofreciendo
carretadas de consejos bienintencionados, llamando al director del centro o sermoneando a
los padres de los niños de «dentro de la caja» suele ser un enfoque erróneo, según Wiseman.
La solución al problema de un grupo de niños que le hace la vida imposible a otro no es
tan fácil como quejarse ante otros adultos (que quizás en sus años mozos llevaran
«puntuaciones» como ésas). Wiseman sostiene que los padres deben permitir que los niños
libren sus propias batallas sociales, apoyándolos, callando sus juicios todo el tiempo que sea
posible y limitándose a escucharlos despotricar sobre lo difícil que es su situación en el
momento en que los envuelva.
Se trata de un comportamiento antiintuitivo para la mayoría de padres, sobre todo los
que consideran que deben resolver problemas, tomar decisiones e implicarse en la vida de
sus hijos. Sin embargo, lo que puede ser un buen consejo en un entorno empresarial
(afrontar un rendimiento pobre, ofrecer feedback y soluciones, etc.) quizá no funcione como
intervención en el microcosmos social de los adolescentes.
En estos casos inciden dos factores: las respuestas emocionales excesivas de los
adolescentes a los posicionamientos sociales (malo, sobre todo si vuestro hijo se considera
«fuera de la caja») y la intuición adolescente (buena, aunque todavía no esté plenamente des
arrollada). Los chicos a menudo no oyen a sus padres cuando llegan las sesiones de
consejos, porque están demasiado absortos en el drama del momento. Sus sentimientos de
ansiedad, baja autoestima y poca madurez les dirán que sus padres no los entienden ni a
ellos, ni el tema ni su crítica importancia. Oyen las palabras, pero son incapaces de aplicarlas,
sobre todo si les parecen irrelevantes para entrar en la caja.
Los padres por lo general se acostumbran al papel de Eterno Protector y Sermoneador,
con un repertorio que construyen en gran medida durante las etapas de supervisión de
seguridad del bebé cuando crece, es decir, «¡No toques eso! ¡Quema! 1Baja de ahí! ¡No te
metas eso en la boca!», etc. Cuesta romper esos hábitos una vez que el niño es lo bastante
mayor para razonar por su cuenta. Lo que al padre le suena razonable al hijo se le antoja una
reprimenda, a la que suele hacer oídos sordos.
Según Wiseman, la expresión «Ayúdame no ayudándome» resulta más apropiada, aun
cuando estéis tratando con un ser querido, vuestro hijo. La estrategia consiste en escuchar
con atención y paciencia, ser una fuente empática de información (sólo cuando os la pidan)
y, por último, apoyar los procesos de pensamiento de vuestro hijo, aun cuando difieran de los
vuestros. Con este enfoque, la clave es permitir que salga a la superficie, con algo de ayuda
de los padres, la comprensión intuitiva que tiene el niño de la situación.
Por ejemplo, vuestro hijo os cuenta que acaban de detener por robar en una tienda a un
chico al que admira (uno que está en la caja). Para muchos padres, el primer intento de
hallar una solución pasaría por soltar un discurso-granada: «¡Sabía que no era trigo limpio!
¡No te quiero ver más con ese matón! ¡Te va a meter en líos!»
La estrategia alternativa de Wiseman consiste en empezar con un enfoque no valorativo
y unas cuantas preguntas cuidadosas:
Padre: «Sé que te debe de haber costado contarme eso. Gracias por decírmelo. Ya
sabes que hace mucho hablamos de que robar en una tienda estaba mal. Con que sé que eso
ya lo sabes. ¿Qué te parece lo que hizo?»
Hijo: «Sí, sé que robar está mal, ¡y por eso no puedo creerme que lo hiciera! Quiero ser
su amigo, pero no quiero que me meta en líos.»
Padre: «Me imagino que ahora mismo desearía no haberlo hecho. ¿Has pensado en qué
le dirás cuando lo vuelvas a ver?»
Hijo: «Bueno, si me cuenta lo que pasó, como si fuera lo más gracioso del mundo, le
diré que fue una estupidez. Si me dice que hizo una tontería, es probable que siga siendo su
amigo.»
Padre: «Son ideas bastante buenas. Me parece que has optado por ver con qué te sale
antes de decidirte.»
La diferencia entre este último enfoque y la típica Sesión de Gritos Paternos es que el
joven del ejemplo llega a la solución, su verdad (que de paso es cercana a la vuestra), por su
propio proceso intuitivo. Hablarle «a» los niños rara vez cosecha mejores resultados que
escucharlos o hablar «con» ellos.