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Preámbulo

N uestra percepción rem ata en unos objetos, y el objeto, una


vez constituido, se revela como razón de todas las experiencias
que del m ismo hemos tenido o podríam os tener. Por ejemplo,
veo la casa vecina desde cierto ángulo, otro individuo, desde la
orilla opuesta del Sena, la vería de form a diferente, de una ter­
cera form a desde el interior, y todavía de una cuarta diferente
desde un avión; la casa de sí no es ninguna de estas apariciones,
es, como decía Leibniz, el geom etral de estas perspectivas y de
todas las perspectivas posibles, eso es, el térm ino sin perspectiva
desde el que pueden derivarse todas, es la casa vista desde nin­
guna parte. Pero, ¿qué quieren decir estas palabras? Ver ¿no es
siem pre ver desde alguna parte? Decir que la casa no se ve des­
de ninguna p arte ¿no será decir que es invisible? No obstante,
cuando digo que veo la casa con mis propios ojos, no digo nada
que pueda ser contestado: no quiero decir que mi retina y mi
cristalino, mis ojos com o órganos m ateriales funcionen y me la
hagan ver: si sólo me interrogo a mí mismo, nada sé al respecto.
Lo que quiero expresar con ello es una cierta m anera de acceder
al objeto, la «mirada», tan indubitable como mi propio pensa­
miento, tan directam ente conocido p o r mí. Nos hace falta com­
prender cómo la visión puede hacerse desde alguna parte sin en­
cerrarse en su perspectiva.
Ver un objeto o bien es tenerlo al m argen del campo visual
y poderlo fijar, o bien responder efectivam ente a esta solicita­
ción fijándolo. Cuando lo fijo, me anclo en él, pero este «alto»
de la m irada no es m ás que una m odalidad de su m ovimien­
to: continúo, en el in terior de un objeto, la exploración que,
hace un instante, los sobrevolaba a todos, en un solo movimiento
encierro el paisaje y abro el objeto. No es casual que las dos
operaciones coincidan: no son las contingencias de mi organiza­
ción corporal, por ejem plo la estru ctu ra de mi retina, lo que me
obligan a ver desvaído su contexto si quiero ver claro al ob­
jeto. Aun cuando yo nada supiese de conos y bastoncillos, no
dejaría de concebir que es necesario desdibujar las inm ediacio­
nes, el contexto, para ver m ejor al objeto y perder en fondo lo
que se gana en figura, porque m irar el objeto es hundirse en el
mismo, y porque los objetos form an un sistem a en el que no pue­
de m ostrarse uno sin que oculte a otros. Más precisam ente, el
horizonte in terio r de un objeto no puede devenir objeto sin que
los objetos circundantes devengan horizonte; y la visión es un
acto con dos caras. En efecto, yo no identifico el objeto detallado

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que ahora tengo con ese otro objeto sobre el que se deslizaba
mi m irada hace un instante a base de com parar expresam ente
estos detalles con un recuerdo del p rim er punto d e ‘vista de con­
junto. Cuando, en u n a película, la cám ara se cen tra en un ob­
jeto al que se acerca p a ra dárnoslo en p rim er plano, podemos
recordar que se tra ta del cenicero o de la m ano de un persona­
je, pero no lo identificam os de m anera efectiva. La pantalla no
tiene, claro está, horizontes. P or el contrario, en la visión, apoyo
mi m irada en un fragm ento del paisaje, que se anim a y desplie­
ga, cuando los dem ás objetos se sitúan al m argen y empiezan a
desdibujarse, sin d ejar de estar allí. Pues bien, con ellos, yo ten­
go sus horizontes a mi disposición, en los cuales está im plicado,
visto en visión m arginal, el objeto que ahora contem plo fijam en­
te. El horizonte es, pues, lo que asegura la identidad del objeto
en el curso de la exploración, es el correlato del poder próxim o
que guarda mi m irada sobre los obietos que acaba de recorrer
v que va tiene sobre los nuevos detalles que va a descubrir. Nin­
gún recuerdo expreso, ninguna conjetura explícita podrían desem­
p eñar este papel: sólo darían una síntesis probable, m ientras que
mi percepción se da como efectiva. La estru ctu ra objeto-horizonte,
eso es. la perspectiva, no me estorba cuando quiero ver al ob­
jeto: si bien es el medio de que los objetos disponen p ara disi­
m ularse, tam bién lo es p ara poder revelarse. V er es e n tra r en
un universo de seres que se m uestran, y no se m ostrarían si no
pudiesen ocultarse unos detrás de los dem ás o detrás de mí. En
otros térm inos, m irar un objeto, es venir a habitarlo, y desde
ahí cap tar todas las cosas según la cara que al m ism o presenten.
Pero, en la m edida en que yo tam bién las veo, las cosas siguen
siendo m oradas abiertas a mi m irada y, virtualm ente situado en
las m ism as, advierto b aio ángulos diferentes el objeto central de
mi visión actual. Así, cada obieto es el espejo de todos los de­
más. Cuando contem plo la lám para colocada sobre mi mesa, le
atribuyo no solam ente las cualidades visibles desde mi sitio, sino
adem ás acuellas que la chimenea, las paredes, la m esa pueden
«ver»; la espalda de mi lám para no es m ás que la cara que ésta
«muestra» a la chimenea. Puedo, pues, ver un objeto en cuanto
que los obietos form an un sistem a o un m undo y aue cada uno
de ellos dispone de los dem ás, que están a su alrededor, como es­
pectadores de sus aspectos ocultos y garantía de su perm anencia.
Toda visión de un objeto p o r m í se reitera instantáneam ente entre
todos los objetos del m undo que son captados como coexistentes
norque cada uno es todo lo que los dem ás «ven» de él. Así, pues,
hay que m odificar la fórm ula que hem os dado; la casa m ism a
no es la casa vista desde ninguna parte, sino la casa vista desde
todas partes. El obieto consum ado es translúcido, está penetrado
p o r todos sus lados de una infinidad actual de m iradas que se
entrecortan en su profundidad y que nada dejan oculto.
Lo que acabam os de decir a propósito de la perspectiva espa­
cial, igualm ente podríam os decirlo de la perspectiva tem poral. Si
considero atentam ente la casa, y sin ningún pensam iento, ésta
tiene un aire de eternidad, em ana de la m ism a una especie de
estupor. Es indudable que la veo desde u n cierto punto de mi
duración, pero es la m ism a casa que vi ayer, un día m ás vieja; es
la m ism a casa que contem plan un anciano y un niño. Sí, tam bién
ella tiene su edad y sus cambios; pero, aun cuando m añana se
derrum bara, seguirá siendo verdad p ara siem pre jam ás que la
casa existió hoy; cada m om ento del tiem po tom a a los demás
rom o testigos, m uestra, al producirse, «como tal cosa tenía que
ncabar» y «en qué h ab rá parado tal cosa»; cada presente hunde
definitivamente un punto del tiem po que solicita el reconocim ien­
to de todos los demás; el objeto se ve, pues, desde todos los
tiempos igual a com o se ve desde todas p artes y po r el mismo
medio, la estru ctu ra de horizonte. El presente guarda aun en sus
manos el pasado inm ediato, sin plantearlo en cuanto objeto, y tal
rom o éste guarda de la m ism a m anera el pasado inm ediato que
le precediera, el tiem po transcurrido es enteram ente recogido v
captado en el presente. Lo m ism o ocurre con el futuro inmi
nente que tam bién ten drá su horizonte de inminencia. Pero con
mi pasado inm ediato yo tengo tam bién el horizonte de futuro
que lo rodeará, tengo, pues, mi presente efectivo visto como fu­
turo de este pasado. Con el futuro inm inente, yo tengo el h o ri
ron te de pasado que lo rodeará, tenso, pues, m i presente efec­
tivo como pasado efectivo de este futuro. Así, gracias al doble
horizonte de retención v protensión, mi presente puede d ejar de
ser un presente de hecho, pronto arrastrad o y destruido ñ o r el
tran scu rrir de la duración, y devenir un punto fijo e identificable
en un tiem po objetivo.
Pero, insistam os, m i m irada hum ana nunca propone del ob­
jeto m ás que una cara, incluso si, p o r medio de los horizontes,
apunta a todas las dem ás. Nunca se la puede confrontar con los
puntos de vista precedentes o con los de los dem ás hom bres, sino
por el interm ediario del tiem po y del lenguaje. Si concibo a im a­
gen de la m ía las m iradas que, desde todas partes, escrutan la
casa v la definen, no tengo m ás que una serie concordante e in­
definida de puntos de vista sobre el obieto, no tengo al m ism o en
su plenitud. De igual m anera, aunque mi presente contraiga en sí
el tiem po transcurrido y el tiem po venidero, sólo los posee en in­
tención, y si, p o r ejemplo, la consciencia que ahora tengo de mi
pasado me parece que recubre exactam ente lo que éste fue, este
pasado que yo pretendo volver a cap tar no es el pasado en perso­
na, es m i pasado tal como ahora lo veo y tal vez lo haya ya
alterado. Asimismo, en el futuro, tal vez desconoceré el presente
que ahora vivo. Así, la síntesis de los horizontes no es m ás que
una síntesis presunta, no opera con certeza y precisión m ás que
en la circunstancia inm ediata del obieto. No tengo ya en m ano
las inmediaciones distantes: no están hechas de objetos o recuer­

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dos aún discem ibles, son un horizonte anónim o que no puede ya
a p o rta r un testim onio preciso, deja al objeto inacabado y abierto
com o lo es, en efecto, en la experiencia perceptiva. A través de
esta ap ertu ra transcurre, fluye, la sustancialidad del objeto. Si
éste h a de llegar a una densidad perfecta, en o tras palabras, si
debe existir un objeto absoluto, es necesario que sea una infi­
nidad de perspectivas diferentes contraídas en una coexistencia
rigurosa, y que, como a través de una sola visión, se ofrezca a
m il m iradas. La casa tiene sus tuberías de agua, su suelo, tal
vez sus hendiduras que secretam ente se agrandan en el espesor
de los techos. N osotros jam ás vemos esos elementos, que la casa
posee al m ism o tiem po que sus ventanas o que sus chimeneas,
visibles p ara nosotros. Olvidaremos la percepción presente de la
casa: cada vez que podem os confrontar nuestros recuerdos con
los objetos a los que se relacionan, tom ando en cuenta los dem ás
m otivos de erro r, nos quedam os sorprendidos ante los cambios
que aquéllos deben a su propia duración. Pero creemos en una
verdad del pasado, apoyamos n uestra m em oria en una inm ensa
M em oria del mundo, en la que figura la casa tal como verdadera­
m ente era en aquel día y que funda su ser del m om ento. Tomado
en sí m ism o —y, en cuanto objeto, exige que así le tom en—, el ob­
jeto nada tiene de envuelto, está enteram ente expuesto, sus p ar­
tes coexisten m ientras n u estra m irada las va recorriendo una a
una, su presente no b o rra su pasado, su futuro no b o rra rá su
presente. La posición del objeto nos hace reb asar los lím ites de
n uestra experiencia efectiva que se estrella en un ser extraño,
de modo que ésta cree sacar del m ism o todo cuanto nos ense­
ña. Es este éxtasis de la experiencia lo que hace que toda per­
cepción sea percepción de algo, de alguna cosa.
Asediado p o r el ser, y olvidando el perspectivism o de mi ex­
periencia, en adelante tra to al ser como objeto, lo deduzco de
u na relación entre objetos. Considero mi cuerpo, que es mi pun­
to de vista acerca del m undo, como uno de los objetos de este
mundo. La consciencia que tenía de mi m irada como m edio
para conocer, la contenciono (refouler), y tra to a mis ojos como
fragm entos de m ateria. A p a rtir de este m om ento éstos se insta­
lan en el m ismo espacio objetivo en el que quiero situ ar el ob­
jeto exterior, y creo engendrar la perspectiva percibida con la
proyección de los objetos sobre mi retina. Asimismo, trato mi
propia historia perceptiva como un resultado de mis relaciones
con el m undo objetivo, m i presente, que es mi punto de vista
acerca del tiem po, se convierte en un m om ento del tiem po entre
todos los dem ás, mi duración en un reflejo o un aspecto abstracto
del tiem po universal, como mi cuerpo en un m odo del espacio
objetivo. Asimismo, si los objetos que rodean la casa o la habi­
tan siguieran siendo lo que son en la experiencia perceptiva, eso
es, m iradas obligadas a una cierta perspectiva, la casa no se pro­
pondría como ser autónom o. Así, la pro-posición de un solo ob­

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jeto en sentido pleno exige la com posición de todas estas expe­
riencias en u n solo acto politético. Al respecto, ésta excede la
experiencia perceptiva y la síntesis de horizontes —como la no­
ción de un universo, eso es, de una totalidad consum ada, explí­
cita, en donde las relaciones sean de determ inación recíproca, ex­
cede la de un m undo, eso es, de una m ultiplicidad abierta e in­
definida en la que las relaciones son de implicación recíproca.1
Despego de mi experiencia y paso a la idea. Como el objeto, la
idea pretende ser p ara todos la m isma, válida p a ra todos los tiem ­
pos y todos los lugares, y la individuación del objeto en un pun­
to del tiem po y del espacio objetivos se revela finalm ente com o
la expresión de u n poder pro-ponente universal.2 Ya no me ocupo
de mi cuerpo, ni del tiem po, ni del mundo, tal como los vivo
en el saber antepredicativo, en la com unicación interior que con
ellos tengo. No hablo de m i cuerpo m ás que en idea, del uni­
verso en idea, de la idea de espacio y de la idea de tiem po. Así
se form a un pensam iento «objetivo» (en el sentido kierkegaar-
diano) —el del sentido común, el de la ciencia— que, finalmente,
nos hace perd er el contacto con la experiencia perceptiva de la
que es resultado y secuencia natural. Toda la vida de la cons­
ciencia tiende a pro-poner objetos, ya que no es consciencia de
los m ismos eso es, saber de sí, m ás que en la m edida en que se
reanuda y recoge en un objeto identificable. No obstante, la pro­
posición absoluta de un solo objeto es la m uerte de la conscien­
cia, ya que ésta envara toda la experiencia como un cristal
introducido en una solución la hace cristalizar súbitam ente.
No podem os perm anecer en esta alternativa de no com pren­
der nada acerca del sujeto o de no com prender nada acerca del
objeto. Es preciso que encontrem os el origen del objeto en el
corazón m ismo de nu estra experiencia, que describam os la apa­
rición del ser y com prendam os cómo, de form a paradójica, hay
para nosotros un ensí. Sin querer prejuzgar nada, tom arem os el
pensam iento objetivo al pie de la letra, sin hacerle preguntas
que él no se haga. Si nos vemos obligados a encontrar detrás
del mismo a la experiencia, no será m ás que m otivados po r sus
propios apuros. Considerémoslo, pues, operando en la constitu­
ción de nuestro cuerpo com o objeto, ya que tenem os aquí un m o­
mento decisivo de la génesis del m undo objetivo. Veremos que el
propio cuerpo rehúye, en la m ism a ciencia, el tratam iento que se
le quiere im poner. Y como la génesis del cuerpo objetivo no es
más que un m om ento en la constitución del objeto, el cuerpo, al
retirarse del m undo objetivo, a rra stra rá los hilos intencionales
que lo vinculan a su contexto inm ediato y nos revelará, finalmen­
te, tan to al sujeto perceptor como al m undo percibido.

1. H u sserl , Umsturz der kopernikanischen Lehre: die Erde als Ur-Arche


bewegt sich nicht, (inédito).
2. «Yo entiendo por medio del solo poder de juzgar, que reside en mi es­
píritu, lo que yo creía ver con mis ojos», lie Méditation, AT, IX, p. 25.

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