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JOB
Crisol de la fe
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JOB, CRISOL DE LA FE
Emiliano Jiménez Hernández
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INTERLUDIO !............................................................................................97
HIMNO A LA SABIDURIA ........................................................................................97
EPILOGO!...............................................................................................147
ITINERARIO DE LA FE ............................................................................................147
a) El amor es la última palabra de Dios ...............................................................147
b) Y la fe es la única palabra del hombre ...........................................................149
PROLOGO
Ni Job ni los tres amigos son israelitas. Las preguntas y problemas del
libro de Job son preguntas y problemas de todos los pueblos, de todo hombre. El
hombre de todos los tiempos ha intentado penetrar, con la filosofía o la religión,
en el misterio del mal. A golpes de razonamientos ha abierto diversas brechas
en el castillo inexpugnable. Pero el sufrimiento sigue siendo un misterio. Lo
1
sigue siendo también para Job al final de su historia. El mal es un misterio,
fuente de desesperación y de muerte, que puede transformarse en fuente de
redención y de vida.
Todo creyente se puede ver en Job. Job se atreve a decir en voz alta lo que
todo hombre siente en la hora de la prueba. El choque del sufrimiento hace
vacilar las evidencias, las certezas fáciles y tranquilizantes de la religión. El
sufrimiento coloca al hombre ante Dios, para negarle o para entregarse a él en
la fe. Este combate de la fe, que Job vive y nos ayuda a vivir, es el combate de
todo creyente, que necesariamente pasa por el momento de la prueba, por el
momento del silencio de Dios. La ausencia de Dios es el borrador de todas las
falsas imágenes de Dios, que el hombre ha dibujado en su mente. Job, con su
testimonio, arrastra al creyente hasta los márgenes oscuros de la fe, en donde
se juegan las relaciones del hombre con Dios. El camino de la fe abierto por Job
pasa por la noche de la muerte, de la renuncia de sí mismo ante Dios, que sólo
responde al alba, como en la mañana de Pascua.
b) Itinerario de la fe
En el libro de Job hay lamentos, gritos, sufrimientos, pero sobre todo hay
una lucha con Dios. Job, arriesgando su vida, se enfrenta con Dios. Apela, acusa
y desafía a Dios hasta obligarlo a responder a las preguntas que la experiencia
del mal suscita en el hombre. Job no tiene miedo de las palabras atrevidas,
sospechosas, inaceptables; llama a las cosas por su nombre, poniendo en crisis
todas las certezas de la sabiduría humana, de la tradición sapiencial de la
Escritura. Job se mide con Dios, sin abandonar nunca su relación con él.
Mientras le acusa de cerrar todos los caminos al hombre, le reclama:
¡Manifiéstate! Acusa a Dios de que no se puede hablar con él porque, al final,
siempre tiene razón, pero Job sigue hablando a Dios y le dice todo lo que tiene
que decirle. Con críticas y desafíos provoca a Dios a salir de su escondite y de su
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silencio, a manifestarse y a hablar. La palabras parecen negar la fe, pero los
hechos le muestran caminando en la fe hasta la confesión final: “Ahora te han
visto mis ojos”.
El libro de Job es un drama con muy poca acción y con mucha pasión. Es
la pasión de Job que opone a la teoría tradicional de la retribución su persona,
que la contradice. Su grito de inocente aplastado por el sufrimiento brota “desde
lo hondo” de su ser en busca del misterio de Dios. El dolor provoca el santo
“desvarío de sus palabras” (6,3). En el desvarío de la pasión de Job se estrellan,
una tras otra, las olas de las razones aprendidas y repetidas de los tres amigos.
La debilidad de Job, su sufrimiento aplastante, su angustia lacerante desarman
las razones y argumentos “de arcilla” (13,13) de los amigos.
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Los amigos defienden la justicia de Dios como juez imparcial que premia a
los buenos y castiga a los malos. A Job le revuelve la bilis esa justicia de Dios,
que desmiente su experiencia personal. Por ello, rechazando a los amigos, apela
a Dios mismo. Entabla un pleito con Dios para probar su inocencia, arriesgando
en él su misma vida. Es el largo y lento diálogo del libro. Al final Dios, como
instancia suprema, zanja la disputa entre Job y los amigos. La aparición de
Dios, con sus interrogantes, condena a los amigos, sin dar la razón a Job. A Job,
al hombre, a nosotros, nos encamina a romper las imágenes falsas, que todos
hemos fabricado de él, mostrándonos su auténtico rostro.
Job aparece como un hombre justo y feliz, como Adán al salir de las
manos de Dios, bendecido por Dios con una esposa, siete hijos y tres hijas. Feliz,
se siente en paz en el paraíso de sus riquezas: “Job era un hombre justo y recto,
que temía a Dios y se apartaba del mal. Tenía siete hijos y tres hijas. Tenía
también 7.000 ovejas, 3.000 camellos, 500 yuntas de bueyes, 500 asnas y una
servidumbre muy numerosa. Era, pues, el más rico de todos los hijos de Oriente.
Sus hijos solían celebrar banquetes en casa de cada uno de ellos, por turno, e
invitaban también a sus tres hermanas a comer y beber con ellos. Al terminar
los días de estos convites, Job les mandaba a llamar para purificarlos; se
levantaba de madrugada y ofrecía holocaustos por cada uno de ellos. Porque se
decía: Acaso mis hijos hayan pecado y maldecido a Dios en su corazón. Así hacía
Job cada vez” (1,1-5).
Dios, que conoce a fondo el corazón del hombre con toda su fragilidad, no
duda del hombre. Su confianza en la obra de sus manos le permite aceptar el
desafío del Satán: “¿No has levantado tú una valla en torno a él, a su casa y a
todas sus posesiones? Has bendecido la obra de sus manos y sus rebaños
hormiguean por el país. Pero extiende tu mano y toca todos sus bienes, ¡verás si
no te maldice en la cara!” (1,10-11). No, Dios no cae en la trampa de tocar a Job
con sus manos, pero permite a Satán que lo haga: “Ahí tienes todos sus bienes
en tus manos. Cuida sólo de no poner tu mano en él” (1,12). Dios acepta el
riesgo de poner su honor en manos del hombre libre, como él le ha creado.
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En toda tentación Satán pretende dos cosas: separar al hombre de Dios y
obligar a Dios a rechazar al hombre, porque el tentador ha descubierto su
pecado. La tentación de Job es el prototipo de toda tentación. Satán quita al
hombre absolutamente todo, dejándolo desnudo e inerte. Pobreza, enfermedad,
desprecio, rechazo de los hombres llevan a Job al fondo de las tinieblas. Satanás
le quita todo lo que, como príncipe de este mundo, puede quitar a un hombre. Lo
empuja a la soledad, donde no le queda más que Dios. Y ahí es donde tiene que
demostrar que teme, ama, sirve a Dios por nada, de balde, que ama a Dios no
por sí mismo, sino por Dios. El misterio de la cruz, del silencio y del abandono
de Dios, es la piedra de escándalo, el lugar del rechazo de Dios o del abandono
total en sus manos.
Por otra parte, Satanás intenta probar que Job ni teme ni ama a Dios por
encima de todas las cosas ni se confía plenamente a él. De este modo, al
desvelar el pecado del hombre, Satán pretende obligar a Dios a juzgar y
condenar al hombre pecador. La serpiente antigua no descansa, se arrastra por
la tierra, dando vueltas por el mundo, acechando la ocasión de morder el talón
del hombre. Siembra en el hombre la sospecha sobre el amor de Dios y acusa al
hombre ante Dios. Su nombre ya le define como el acusador. Satanás insinúa
que si Job ama a Dios, lo hace sólo por interés, no por fe en él. Si Dios cambiase
en relación a él, Job dejaría de amarlo. No existe el amor gratuito. Satanás
quiere sembrar la duda en Dios acerca de Job. El sabe que si Dios dudase de
Job, la duda brotaría también en el corazón de Job en relación a él. En medio de
la relación amorosa entre Dios y el hombre, Satán se interpone, intentando
separarles con el muro de la duda, de la desconfianza mutua. Pero, en realidad,
Satanás está bajo el dominio de Dios. Dios no se deja vencer por las astucias del
maligno y sigue amando, confiando en el hombre. Acepta poner a prueba la fe
del hombre, pues confía en él. Y, con la prueba, la fe se purifica de toda escoria
de intereses egoístas hasta llevar al hombre a aceptar a Dios sólo porque es
Dios: “Aunque la higuera no echa yemas y las viñas no tienen fruto, aunque el
olivo olvida su aceituna y los campos no dan cosechas, aunque se acaban las
ovejas del redil y no quedan vacas en el establo, yo exultaré con el Señor, me
gloriaré en Dios mi salvador” (Ha 3,16-19). Aunque Dios lleve a Cristo a la
muerte en Cruz, Cristo entra en ella sabiendo que el Padre no le dejará en la
tumba. Y, al final, al acusador se opondrá el Paráclito, el abogado defensor:
“Cuando él venga, convencerá al mundo de pecado, poniendo de manifiesto la
justicia de Cristo y condenando al príncipe de este mundo” (Cf Jn 16,7-11).
San Gregorio dice que “el diablo no desafía a Job, sino a Dios; y la puesta
de la pelea es Job. Si decimos que Job pecó en medio de los azotes, cosa
impensable, decimos que Dios perdió la apuesta. Si Dios no supiera que Job
mantendría su inocencia, no apostaría por él”. Satán siempre desconfía del
hombre, gozando por adelantado con su caída en las trampas que él le tiende.
Dios, en cambio, permite la tentación, confiando en el hombre, esperando
preocupado el desenlace. Así Satán tienta a Dios en el hombre. Dios acepta la
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tentación del hombre, porque confía en él. Pero Dios no juega a la tentación. No
siempre sale victorioso en la prueba. Dios deja al hombre en la libertad, que él
mismo le ha concedido. La libertad es el riesgo que Dios ha aceptado al crear al
hombre. Para Dios la tentación del hombre es siempre una prueba de amor.
Dios se juega el hombre de su amor en la apuesta con Satanás. Es el misterio de
la libertad del hombre lo que está en juego. Dios confía en el hombre y le deja en
su libertad, pero no es indiferente al dolor del hombre. Entra en él con el
hombre. Sufre por el hombre. Sufre en lugar del hombre. Dios no es apático,
sino simpático. Ama al hombre con pasión.
3. DE LA FELICIDAD AL SUFRIMIENTO
“La muerte entró en el mundo por envidia del diablo” (Sb 2,24). Adán, el
hombre, sucumbió ante la prueba. Abraham, raíz del pueblo de Dios,
experimenta la oscuridad de la prueba (Gn 22) y, al salir victorioso, se convierte
en “padre de los creyentes” “porque en la prueba fue hallado fiel” (Si 44,20). El
pueblo de Israel atraviesa la prueba del desierto (Dt 8,2) y llega a la tierra
prometida. Ahora es el momento de Job, símbolo, como Adán, de todo hombre.
Satán entra en escena con sus armas: la duda que inocula, el sufrimiento, la
mujer del hombre, los amigos que le exacerban...
11
b) ¡Bendito sea el nombre del Señor!
“Desnudo salí del seno de mi madre...”. Desnudo, Job vuelve a ser lo que
el día de su nacimiento: frágil, amenazado, ante un porvenir incierto. Sin
embargo, se vuelve a encontrar independiente; vulnerable, pero más
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auténticamente hombre que nunca, ya que se ha liberado de todo. Pierde el
bienestar, pero le queda la fe. Sigue el creyente, igual a sí mismo y gozando de
una libertad nunca antes alcanzada. Todo lo que tenía no era más que un
vestido inútil y Job experimenta que la vida es más que el vestido (Mt 6,25). Job
no discute, no duda, no acusa. Más aún, bendice a Dios en vez de maldecirlo.
13
Satán no acepta su derrota. La verdadera prueba no consiste en quitarle
al hombre los bienes exteriores, sino en tocarle en su ser personal, en su vida,
por la que está dispuesto a sacrificar todo lo demás: “Todo lo que el hombre
posee lo da por su vida” (2,4). Job está dispuesto a pagar con la piel de los
demás (animales e hijos) para salvar la suya. ¡Pruebe Dios a herirlo en su
misma piel! Satanás, en su maldad, acucia a Dios hasta retorciendo la verdad.
Con otra intención dirá casi la misma frase Jesús: “¿De qué le sirve al hombre
ganar el mundo entero si pierde su vida? ¿Qué podrá dar para recobrarla?” (Mt
16,26). Satán se muestra como el teólogo que da lecciones a Dios. En la fe
auténtica el hombre debe estar dispuesto al despojo total. Job ha sacrificado lo
exterior para salvar su piel, su ser interior. Su fe no ha llegado a la desnudez
total, debe renunciar a sí mismo y no sólo a lo que posee: “quien pierda la propia
vida por mí, la encontrará” (Mt 16,25). Satanás está convencido que el hombre,
reducido al límite supremo, maldecirá a Dios.
Job postrado por tierra no es más que la expresión de quien teme por su
vida e implora que le sea conservada. Ante tal mezquindad, para exaltar al
hombre, Dios permite a Satanás que le toque en los huesos y en la carne, pero
respetando su vida. Satán propone a Dios que sea él mismo quien golpee a Job,
que extienda su mano un poco y le golpee en su integridad física. Dios se niega a
ello y, para los golpes, deja a Job en manos de Satanás. Ante la provocación de
Satanás a Dios: ¡Hiérele tú!, Dios le confía a Satanás una misión imposible.
Según el Talmud, rabí Jisjad decía: “La pena infligida a Satanás es peor que la
infligida a Job. Es como un siervo a quien su patrón dijese: rompe la tinaja, pero
conserva el vino”. Golpea a Job en los huesos y en la carne, pero respeta su vida.
Dios que, en su amor al hombre, “todo lo cree, todo lo espera” (1Co 13,7),
acepta el reto: “Ahí le tienes en tus manos, pero respeta su vida” (2,6). “Mucho
le cuesta al Señor la muerte de los que le aman” (Sal 116,15). Al instante, Satán
sale de la presencia de Dios para herir a Job con una llaga maligna desde la
planta de los pies hasta la coronilla de la cabeza. Se trata de la enfermedad que
excluye al enfermo de la comunidad de Israel (Lv 13,18ss). No se trata sólo del
dolor físico, sino también del aislamiento comunitario. Es la muerte moral de la
persona.
14
Hay una gradación en las desdichas. Satán ataca primero a “lo que es de
Job”(1,11), para atacar luego a “su carne y a sus huesos” (2,5). La acumulación,
el apresuramiento y el contraste con la situación anterior dejan al hombre casi
sin reflejos. Todo hombre, en algún momento de su vida, puede reconocerse en
Job, el hombre irreconocible, “herido por una úlcera maligna desde la planta de
los pies hasta la coronilla” y sentado en medio de la ceniza, entre la basura de la
ciudad. En un instante Job baja al fondo de la miseria humana.
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Job, sumido en el dolor, no interrumpe el diálogo con su mujer. De todos
modos, las palabras de su mujer le tocan el corazón más que los golpes de
Satanás. Ante la primera prueba, el texto dice: “No obstante, Job no pecó”.
Ahora el texto cambia: “No obstante, Job no pecó con sus labios”. Los rabinos
notan la diferencia: “No ha pecado con sus labios, pero sí ha pecado en su
corazón”. La duda, que Satanás intenta sembrar, regada por las palabras de la
esposa, comienza a brotar en el corazón de Job. Después de la primera prueba,
Job bendice a Dios; después de esta segunda prueba, Job calla; y, provocado por
la mujer, llama mal a los sufrimientos que Dios le envía: “Si aceptamos de Dios
el bien, ¿no aceptaremos el mal? (2,10). Satanás, aunque no ha vencido a Job,
que se mantiene fiel, ha vencido en la mujer. La mujer desaparece, pero su
insinuación queda sembrada en el corazón de Job. Resonará en todo el libro,
hasta el final: “¿De verdad quieres anular mi juicio? Para afirmar tu derecho,
¿me vas a condenar?” (40,8).
Job tiene amigos que se enteran de los males que han caído sobre él y se
presentan ante él para consolarlo: “Tres amigos de Job se enteraron de todos
estos males que le habían sobrevenido, y vinieron cada uno de su país: Elifaz de
Temán, Bildad de Súaj y Sofar de Naamat. Y juntos decidieron ir a condolerse y
consolarle” (2,11). Pero, ¿son amigos fieles? Al llegar cerca de Job no le
reconocen: “Desde lejos alzaron sus ojos y no le reconocieron. Entonces
rompieron a llorar a gritos. Rasgaron sus mantos y se echaron polvo sobre su
cabeza” (2,12). ¿Ha cambiado Job o cambian ellos a la vista del nuevo estado de
Job? Es cierto que lloran a gritos, se rasgan sus vestidos y se echan polvo sobre
la cabeza. Todos estos gestos, ¿son expresión de su condolencia o es el
cumplimiento de un rito?
Este silencio espeso sólo será roto por el grito de Job, que recoge el grito
de todos los sufrientes del mundo. Se trata de una larga semana en que la
mirada silenciosa y espantada se nubla y oprime el corazón, haciendo el silencio
insoportable. La contemplación muda llega a la profundidad del hombre y de
ella brota el grito alucinado de Job, que provoca a los amigos aún más que su
desgracia. Llegará el momento en que Job desee volver a encontrar este silencio
de los amigos (13,5).
18
DIALOGOS DE JOB Y LOS AMIGOS
En los siete días de silencio por la mente de Job han pasado muchos
pensamientos y se han ahondado sentimientos y sensaciones. Job rompe el
silencio con un grito que le brota desde lo hondo de su ser (Sal 130,1). En su
grito desgarrador resuena el eco de nuestro dolor, del sufrimiento de todo
hombre, sobre el que pesa la mano de Dios. Job grita a Dios el desconcierto y la
angustia de la humanidad doliente. El dolor de Job se hace palabra, súplica,
plegaria: “¡Perezca el día en que nací, y la noche que dijo: Un varón ha sido
concebido! El día aquel hágase tinieblas, no lo requiera Dios desde lo alto, ni
brille sobre él la luz. Lo reclamen tinieblas y sombras, un nublado se cierna
sobre él, lo estremezca un eclipse. Sí, la oscuridad se apodere de él, no se añada
a los días del año, ni entre en la cuenta de los meses. Y aquella noche hágase
inerte, impenetrable a los clamores de alegría. Maldíganla los que maldicen el
día, los dispuestos a despertar a Leviatán. Sean tinieblas las estrellas de su
aurora, la luz espere en vano, y no vea los párpados del alba. Porque no me
cerró las puertas del vientre donde estaba, ni ocultó a mis ojos el dolor” (3,3-10).
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El lago tranquilo de la bendición y del silencio se rompe con una maldición:
“¡Perezca el día en que nací, y la noche que dijo: Un varón ha sido concebido!”.
Job, remontándose a su concepción, desea abolir la raíz de toda su existencia
Job recoge el grito de Rebeca: “Si esto es así, ¿para qué vivir?” (Gn 25,22;
27,46), el grito de Elías, postrado bajo la retama, en su huida de Jezabel:
“¡Basta ya, Yahveh! Toma mi vida, porque no soy mejor que mis padres” (1R
19,4) y el grito de Jonás bajo el ricino: “Y ahora, Yahveh, te suplico que me
quites la vida, porque mejor me es la muerte que la vida”(Jon 4,3). Es el grito de
la confesión angustiosa de Jeremías (Jr 20,14-18), deseando no haber nacido. Es
el deseo de que el seno materno, fuente de vida, se transforme en el ataúd de un
aborto.
Satanás provoca a Job con el dolor para que maldiga a Dios en su cara y
vencer así su apuesta. Job, aplastado por el sufrimiento, no maldice a Dios.
Maldice su existencia desde su nacimiento, más aún, desde su concepción. Su
maldición es como el deseo de lo imposible: hacer que no sea lo que fue. El día
de su nacimiento y la noche de su concepción se mezclan. Del día pasa a la
noche en su deseo de que las tinieblas se traguen la luz y la noche no conozca el
parpadear del alba. Es el deseo de invertir el orden de la creación, que en él se
ha hecho hostil. Dios sintió algo similar en el momento del diluvio, pero el arco
iris brillando en las nubes del cielo le recuerda su alianza con la creación de sus
manos. Una vez recreada, jamás la destruirá. La recreación ha restablecido de
nuevo las separaciones con sus ritmos: “No faltará siembra y cosechas, frío y
calor, verano e invierno, día y noche” (Gn 8,22). Job quiere volver al momento
anterior a la creación, cuando todo era caos, sin orden ni separación, un caos
envuelto en tiniebla, una noche sin día. Job implora un diluvio de tiniebla que
borre y arrastre en su vorágine su miserable existencia. Es el grito opuesto al
canto de Isaías (Is 60), de Zacarías (Za 14,7) y del Apocalipsis: “La ciudad no
necesita ni de sol ni de luna que la alumbren, porque la ilumina la gloria de
Dios, y su lámpara es el Cordero. Las naciones caminarán a su luz, y los reyes
de la tierra irán a llevarle su esplendor. Sus puertas no se cerrarán con el día,
porque allí no habrá noche” (Ap 21,23-25). “Noche ya no habrá; no tienen
necesidad de luz de lámpara ni de luz del sol, porque el Señor Dios los
alumbrará y reinarán por los siglos de los siglos” (22,5)..
Job, desde lo hondo de su dolor, reniega del día, de la luz, del dar a luz, y
reniega de la noche fecunda del amor: “Yo también soy un hombre mortal como
todos, un descendiente del primero que fue formado de la tierra. En el seno de
una madre fui hecho carne; durante diez meses fui modelado en su sangre, de
una semilla de hombre y del placer que acompaña al sueño” (Sb 7,1-2). Esa
noche de amor y placer, en que Job fue concebido, Job la reniega, deseando que
quede estéril, privada de la bendición de la fecundidad. Ese día de su
nacimiento y esa noche de su concepción se merecen la maldición, por no haber
sido guardianes fieles, cerrando las puertas del vientre materno, para no entrar
en él con la concepción o para no salir de él con el nacimiento. Debieron cerrar
la puerta de su existencia.
Sin embargo, en el colmo del dolor, Job no olvida nada; recuerda la noche
en que fue concebido, el día de su nacimiento, la nodriza que le acoge sobre sus
rodillas, los pechos que le amamantan (3,11-12). Un niño, al nacer, no es dejado
solo. Dios mismo le acoge como confiesa el salmo: “Fuiste Tú quien me sacó del
vientre, me tenías confiado en los pechos de mi madre; desde el seno pasé a tus
manos, desde el vientre materno tú eres mi Dios” (Sal 22,10-11). Es la evocación
de la ternura de Dios cuando, en vez de sus manos, aparecen las fauces del león
abiertas para devorar al hombre. De la solicitud de Dios se pasa a la angustia,
al miedo, a la muerte. ¿Qué sentido tiene la experiencia inicial de ternura si
luego la vida comporta soledad total, sufrimiento, angustia y muerte? Este es el
lamento de Job, sentado en el muladar, solo, rodeado de amigos mudos, que no
tienen para él una palabra.
23
Tras la maldición de la vida, del tiempo, Job hace la apología de la
muerte, expresando el deseo de salir del tiempo con toda su caducidad, para
pasar al lugar de la paz, sin sufrimientos, sin diferencias sociales, sin violencia
ni injusticias (3,13-26). La apología de la muerte es la crítica más dura posible
de la vida. El mundo futuro tras la muerte es un mundo sin lágrimas en los
ojos, sin noche ni tinieblas, es el mundo de la paz eterna. José, hijo del Rabbí
Jochanan, dice a su padre: “He tenido un sueño. He visto el mundo futuro. He
visto un mundo al revés”. “¿Un mundo al revés?”, pregunta el padre. “Sí. Los
superiores estaban abajo y los inferiores en alto”. “Ese no es un mundo al revés,
responde el padre, ese es el mundo de las bienaventuranzas”. Es nuestro mundo
el que es absurdo, al revés. En el reino de Dios, como anuncia constantemente
Jesucristo, “los últimos serán primeros y los primeros serán últimos”.
26
El hombre, imagen de Dios, no puede morir, pues Dios es vida. Este es el
escándalo y la locura, lo inaudito e impensable, lo imposible hecho posible por
Dios hecho hombre para entrar en la muerte, vencerla y afirmar la vida. Job lo
siente en la profundidad de su ser y lo expresa sin saberlo. La experiencia del
hombre, al nacer o ya al ser concebido, es la experiencia de entrar en esta
corriente de vida divina, vida en abundancia, eterna, bendecida. La vida es el
lugar de la bendición de Dios expresada en la fecundidad, pues la vida no se
agota, se multiplica y transmite sin limitaciones. Esta es la realidad de la
imagen de Dios, vida en plenitud y comunicada al hombre. Pero Job, que siente
esto en sus células, se encuentra con la realidad de la muerte, que le cerca, a
punto de devorarlo. Esta contradicción le hace saltar y gritar, porque vida y
muerte se enfrentan en él en un prodigioso duelo, que no quedará aclarado
hasta que Cristo destruya la muerte para siempre y aparezca la victoria de la
vida
En lugar de Dios responden los tres amigos. En forma diversa, pero muy
similar, los tres amigos responden con la teoría de la retribución: a la culpa
corresponde la pena; a la justicia, el premio. Elifaz, el más anciano, habla el
primero. Presenta la teoría con más modestia que los demás, afirmando la
universalidad de la pecaminosidad humana: todos son pecadores (4,17-21),
todos causan infelicidad (5,5-7), todos deben agradecer a Dios la prueba-
purificación (5,17-26). “Se cosecha lo que se siembra” (4,8). Quien ama el mal,
recibirá lo que ama. Quien siembra el bien, cosechará bienes. Job no es una
excepción.
27
b) Los amigos, aliados de Satán
Son diferentes las palabras y los hechos. Si tus palabras convencían antes
a otros, que te convenzan ahora a ti, ya que antes parecías convencido de ellas.
Teoría y vida están en contradicción. Job podría retorcerle el argumento: “Si
estuvieras en mi situación, ¿hablarías así?”. Elifaz se ha acercado al sufrimiento
de Job sin participar de él. Habla desde fuera, a cierta distancia. “Para saber
decir al abatido una palabra de aliento” (Is 50,4), el Siervo de Yahveh carga
sobre sí con los dolores de los demás. Y Cristo “habiendo sido probado en el
sufrimiento, puede ayudar a los que se ven probados” (Hb 2,18)
c) Experiencia y revelación
d) El sufrimiento purificador
El juicio final de Dios sobre los discursos de los amigos es radical: “sus
palabras han sido mentirosas”, han negado la verdad de Dios. Son tachados de
ateos. Se han permitido suplantar a Dios o, al menos, igualarse a Dios. Han
pretendido juzgar a Job en nombre de Dios, pero en realidad han juzgado a
Dios, encasillándole en sus esquemas teológicos. El Dios de los amigos es un
ídolo, bien circunscrito, sin libertad en su actuación. Su transcendencia es
reducida a una ciega forma iluminista de actuar.
32
La amargura insoportable de la existencia presente lleva a Job al deseo
de la muerte. Está harto de vivir y penar. No puede medir su dolor ni controlar
sus palabras, que fluyen como olas del mar de su angustia. Si el asno rebuzna o
el buey muge es porque tienen hambre, y si el hombre grita es porque le aflige
un dolor que no puede acallar (6,5-7). Sólo la muerte, amada, deseada e
invocada, podría callar el dolor y la lengua. Job, en su largo lamento, grita
contra sí mismo, contra los amigos y contra Dios. Job se siente circundado de un
muro de hostilidad: Dios, los amigos y la vida misma le atormentan y le obligan
a una desesperada defensa. La hostilidad de Dios y de los amigos y la náusea de
la vida le roban el sentido de la existencia. Sólo vislumbra como salida posible
la esperanza de la muerte: “¡Ojalá se realizara lo que pido, que Dios cumpliera
mi esperanza, que él consintiera en aplastarme, que soltara su mano y me
segara!” (6,8-9).
Job no pide que paguen su rescate, sino que acepten su inocencia. Deja de
lado el consuelo, que los amigos no saben darle, y pasa a defender su inocencia.
Ya no está en juego su vida o su bienestar; está en juego la justicia y su
inocencia. Job la defenderá aunque se quede sólo, sin amigos: “¿He dicho acaso:
Dadme algo, haced regalos por mí de vuestros bienes; arrancadme de la mano
de un rival, rescatadme de la mano de tiranos? Instruidme, que yo me callaré;
hacedme ver en qué me he equivocado. ¡Qué dulces son las razones ecuánimes!,
pero, ¿qué es lo que critican vuestras críticas? ¿Intentáis criticar sólo palabras,
dichos desesperados que se lleva el viento? ¡Vosotros echáis a suerte al mismo
huérfano, especuláis con vuestro propio amigo!” (6,22-27). Los amigos, aunque
estén presentes, lo han abandonado. Llegados a él para consolarlo se han
situado contra él. Con desesperación les pide comprensión de su desgracia. Los
amigos no saben dársela porque no han pasado por su dolor (Cf. Hb 4,15). No
saben que: “el que retira la compasión al prójimo abandona el temor de
Sadday” (6,14), pues como dice San Gregorio “el amor de Dios engendra el del
prójimo y el amor del prójimo nutre el de Dios”, añadiendo en relación a los
amigos: “Cuando uno está en la prosperidad, no se sabe si los otros aman su
prosperidad o su persona. La desgracia es la prueba del amor”.
34
Job se siente juzgado y rechazado sin que sus amigos hayan comprendido
el sentido de su lamento. El diálogo ha perdido el calor de una discusión
fraterna y ha asumido la forma glacial de la imparcialidad de un juicio formal.
Sin embargo, Job no se resigna a esta situación e implora la ayuda de los
amigos: “Ahora, por favor, volveos a mí, que no os mentiré en la cara. ¡Tornad,
pues, a mí pero sin maldad! ¡Tornad, que está en juego mi justicia! ¿Hay maldad
en mis labios? ¿no distingue mi paladar las cosas malas?” (6,28-30). Job no está
para discusiones teológicas o legales, sólo desea que acepten su persona en el
estado en que se encuentra. Desea confundir la sabiduría de los sabios con la
fuerza de su dolor.
Desde este retrato interior de sí mismo se encara con Dios, con humildad
primero y despiadado después: “Recuerda que mi vida es un soplo, que mis ojos
no volverán a ver la dicha. El ojo que me miraba ya no me verá, pondrás en mí
tus ojos y ya no existiré. Una nube se disipa y pasa, así el que baja al seol no
sube más. No regresa otra vez a su casa, no vuelve a verle su lugar” (7,7-10).
Pero antes de irse para no volver, Job habla y reclama. La vida es corta y llena
de aflicciones, pero es la única vida. La angustia de la existencia marca el tono
de las palabras de Job: “Por eso yo no he de contener mi boca, hablaré en la
angustia de mi espíritu, me quejaré en la amargura de mi alma” (7,11). En su
atropello, Job mezcla el deseo de morir y el deseo de vivir. El ansia de vivir se
abre paso en su desesperación y, enfrentándose con el deseo de morir, lacera y
descoyunta la conciencia de Job: “¡Preferiría mi alma el estrangulamiento, la
muerte más que mis dolores! Ya me disuelvo, no he de vivir por siempre;
¡déjame ya; sólo un soplo son mis días! ¿Qué es el hombre para que tanto de él
te ocupes, para que pongas en él tu corazón, para que le escrutes todas las
mañanas y a cada instante le escudriñes? ¿Cuándo retirarás tu mirada de mí?
¿no me dejarás ni el tiempo de tragar saliva?” (7,15-19).
Job está en pleito (rib) con Dios. Job es la parte lesionada, porque es
quien está sufriendo, es quien aparentemente está siendo golpeado
injustamente por Dios. Por eso se presenta a Dios para entablar el pleito. Lo
convoca a juicio y lo acusa, pone ante él el mal que padece, para que Dios lo
reconozca y cese de maltratarlo. Pero no podemos olvidar que el pleito (rib)
busca siempre la reconciliación de las partes. Por tanto, mientras lanza a Dios
sus palabras durísimas, mientras parece que está rompiendo sus relaciones con
Dios, Job está buscando la reconciliación con Dios. Job desea que se
restablezcan las relaciones amables que antes tenía con Dios. Está intentando
convencer a Dios de su injusticia para con él, pero lo hace para que vuelva a ser
el Dios bueno, amigo del hombre. Mientras le acusa de “malvado”, Job busca la
bondad de Dios, que se restablezca la amistad entre los dos.
Job sabe que Dios está presente en su sufrimiento, él es su autor. Por eso
se encara con él y le pregunta “¿por qué?”. Pero Job, rechazando la teoría de la
retribución, apela a la misericordia: “¿Por qué no toleras mi delito y dejas pasar
mi falta? Pues ahora me acostaré en el polvo, me buscarás y ya no
existiré” (7,21).
Los tres amigos han llegado, tras un largo camino, para “compartir la
pena de Job y consolarlo” (2,11), pero “sobrecogidos de espanto”, “se asustan”.
Perciben que el abismo de la angustia de Job es demasiado vertiginoso como
para que, al intentar rescatarlo de la pendiente por la que se precipita, no
corran ellos el riesgo de precipitarse en el abismo con él. Job les implora:
“¡piedad, piedad de mí, amigos míos!” (19,21) y su grito no tiene eco. Los amigos
no están dispuestos a aliviarlo, sino que se distancian de él. El hedor del aliento
de Job es tan repugnante que hasta su mujer retrocede ante él.
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b) Los dos árboles: el malo y el bueno
Sin el fluir continuo del agua del cenagal el papiro no puede crecer; sin
agua se vuelve amarillento y se seca. Así se seca el pecador, sin la linfa del
temor de Dios que lo alimentaba. La casa del impío se derrumba con la misma
facilidad de una tela de araña. Es la casa construida sobre arena, frondosa como
la planta trepadora, pero que se seca al querer transplantarla a otro sitio. El
pecador desarraigado de Dios no haya donde echar raíces. Su vida se desploma.
c) ¿Hechos o teoría?
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Job y sus amigos no pueden entenderse. Job reconoce su finitud, como la
de todo hombre. Es el único punto en que concuerdan. Pero no puede aceptar
que deduzcan su culpabilidad de sus sufrimientos. Mientras los amigos le
hablan de transgresión, Job replica que es él quien es objeto de la agresión de
Dios. Mientras Job rechaza la teoría de la retribución en nombre de su
experiencia personal, los amigos, sin darle el mínimo crédito, están dispuestos a
sacrificar la evidencia de los hechos en aras de la coherencia de su sistema. Su
negativa a mirar al hombre en la verdad de su condición los vuelve ciegos ante
los designios de Dios.
Job, por un instante, se volverá a sus tres amigos para buscar en ellos la
simpatía que Dios parece negarle: “¡Piedad, piedad de mí, vosotros mis amigos,
que es la mano de Dios la que me ha herido!” (19,21). Pero es difícil llegar al
hombre y consolarle. Se pronuncian palabras, pero al final el dolor sigue ahí.
Los amigos empiezan sentándose en tierra con él, en silencio. Pero después se
pondrán a discutir con él y cuanto más hablan más se distancian. Su palabra
llega a los oídos de Job desde lejos. Llegan con sus evidencias y sus certezas, con
los argumentos de quienes saben de antemano la respuesta a todo y proponen
su consuelo sin haber escuchado las quejas. Para ellos, el sufrimiento de Job se
reduce a un caso particular del principio general y no debe escapar a la conocida
teoría de la retribución. Si Job sufre es que ha pecado. Si es probado es porque
ha sido reprobado. ¡Que se convierta y todo volverá a estar en orden!
Los tres amigos, en vez de ponerse ante Dios al lado de Job para entrar en
el sufrimiento como él lo vive, se sitúan de antemano al lado de Dios y se
arrogan el derecho de hablar en su nombre. “¡Máximas de ceniza son vuestras
sentencias, respuestas de barro!”, les replica Job, “no hacéis más que enjalbegar
con mentiras, ¡matasanos! ¡Ojalá os callarais todos y demostrarais así que sois
sabios” (13,12.4-5). Caminar con Job hasta el borde de la rebeldía, aceptar
mirar con él la angustia cara a cara, sería para los tres amigos arriesgar su fe
cómoda, que poseen con demasiado orgullo. Job tendrá que renunciar al
espejismo de la amistad: “Me han defraudado lo mismo que el lecho de torrentes
turbios de aguas de hielo, sobre los que se disuelve la nieve, pero que en tiempo
de estiaje se evaporan. En ellos esperan las caravanas del desierto. Pero se ve
defraudada su confianza; al llegar quedan confundidos. Así sois ahora vosotros
para mí: veis algo horrible y os asustáis” (6,15-21).
5. LA AUSENCIA DE DIOS
a) La noche de la fe
Job toma la palabra por tercera vez y, sin tener en cuenta a los amigos, se
enfrenta con Dios. Job ha caído en la apatía y en la desesperación. En su
primera intervención reniega de la vida; después, tras el discurso de Elifaz, se
siente abandonado de sus amigos e invoca con todas sus fuerzas la muerte.
Ahora, desalentado, confiesa que no sirve de nada hablar, pues Dios permanece
en silencio, sin responder a sus gritos. Toda discusión es imposible. Job quisiera
procesar a Dios, pero Dios no se presenta al juicio. Y, entre rebelión e ironía,
Job reconoce que ante el tribunal de Dios toda defensa es inútil, sólo cabe
implorar misericordia. Jeremías vive esta misma experiencia: “Tú llevas la
razón, Yahveh, cuando discuto contigo; no obstante, voy a tratar contigo un
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punto de justicia: ¿Por qué tienen suerte todos los malos y son felices los
malvados?” (Jr 12,1).
Sólo con imaginar la fuerza de Dios, a la que nadie puede resistir, Job se
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siente intimidado. Si piensa en el saber de Dios, se ve sin respuesta posible,
pues su saber es insondable. En el juicio contra él, Job comprende que de nada
le servirá su inocencia. Está realmente confundido. Ya no sabe si es inocente o
culpable. Le da igual: “Si me creo justo, su boca me condena, si intachable, me
declara perverso. ¿Soy intachable? ¡Ni yo mismo me conozco, y desprecio mi
vida! Pero todo da igual, y por eso digo: él extermina al inocente y al
malvado” (9,20-22). Si me declaro inocente, mis palabras me condenan, pues
¿quién puede declararse inocente frente a Dios a quien no se puede preguntar
qué está haciendo? Decir que soy inocente es decir que soy más que Dios. Solo el
proclamarse inocente es causa de condena por el orgullo que implica.
Confesarse culpable es igualmente autocondenarse. La conclusión es
desoladora: Ser inocente o culpable es la misma cosa. Dios condena al uno y al
otro. Y no hay una instancia superior a la que recurrir: “Que él no es un hombre
como yo, para que le responda, para comparecer juntos en juicio. No hay entre
nosotros árbitro que ponga su mano entre los dos, y que aparte de mí su vara
para que no me espante su terror” (9,32-34). No es, pues, posible el pleito ni la
apelación a un juicio superior.
Job pone ante Dios el sinsentido de su actuar. Nadie puede librarle de las
manos de Dios, de esas manos que con cariño y ternura le formaron. Job apela a
los sentimientos de Dios, evocando su origen: “Tus manos me formaron, me
plasmaron, ¡y luego, en un arrebato, quieres destruirme! Recuerda que me
hiciste como se amasa el barro y ¿me vas a devolver al polvo? ¿No me vertiste
como leche y me cuajaste como queso? ¿No me vestiste de piel y carne? ¿No me
tejiste de huesos y de nervios? ¿No me agraciaste con la vida y con tu solicitud
cuidaste mi aliento?” (10,8-12). Job pone a Dios ante sí mismo, ante su actuar y,
de este modo, está testimoniando que Dios es Dios, el Creador, el Dios de
bondad, aunque ahora se olvide de ser lo que es. Job, conciencia de Dios, está
recordando a Dios el amor de la creación de sus manos. Está pidiendo a Dios
que sea Dios. El polvo no ha nacido del polvo, sino de las manos plasmadoras de
Dios. A esas manos inolvidables, que imprimen a cuanto tocan la nostalgia de
su contacto, apela Job, a ellas desea volver: “Acuérdate que me modelaste como
el barro, ¿y vas a volverme al polvo?”.
Con complacencia Job canta la maravilla del hombre, plasmado por las
manos de Dios. La génesis del hombre del barro de la tierra (Gn 2) o la
formación del hombre en el seno materno es un prodigio de sabiduría y
delicadeza (Sal 139,13; 2M 7,22; Sab 7,1-2). Job se extasía ante el prodigio de su
formación. Pero ¿tiene sentido destruir una obra tan maravillosa, deshacerla
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antes de concluirla? Su carne destrozada, su piel rota en mil llagas, “este vivir
muriendo” (fray Luis de León), ¿no es irracional e injusto? ¡Tanta grandeza para
acabar en un momento de arrebato!
Si Dios “tenía en su libro escritos todos los días de Job, sin faltar uno” (Sal
139,16), entonces hubiera sido mejor no haber nacido, que Dios hubiera
deshecho su obra antes de comenzarla: “¿Para qué me sacaste del seno? Habría
muerto sin que me viera ningún ojo; sería como si no hubiera existido, se me
habría llevado desde el vientre a la tumba” (10,18-19). De todos modos, ya que
eso no ocurrió, Job suplica a Dios que le conceda una tregua, un momento de
respiro, que se aparte un momento de él y le deje en paz: “¿No son bien poco los
días de mi existencia? Apártate de mí para gozar de un poco de consuelo, antes
que me vaya, para ya no volver, a la tierra de tinieblas y de sombra, tierra de
oscuridad y de desorden, donde la misma claridad es sombra” (10,20-22). La
muerte, lejos de ser el final de la angustia, aparece como lo más angustioso. La
muerte duplica, multiplica la angustia, la lleva al extremo y la eterniza. Job,
una nada, se resiste como la roca a desaparecer. El mal fuerza a Job a pegarse a
su piel, para no caer en la muerte. El mismo dolor, que acabaría con la muerte,
despierta en Job el deseo de la vida, le impulsa a mantenerse vivo incluso a
pesar suyo.
Job termina su discurso sin que Satán pueda cantar victoria. Santán
apostaba que la fe de Job era interesada. Job, enfrentando a Dios, establece una
relación con él completamente desinterasada, hasta poner en juego la vida. ¿No
decía Satán que el hombre con tal de salvar la vida es capaz de todo? Las
palabras de Job suenan como blasfemias, pero no son más que el grito que brota
de su sed justicia. Justicia que Job busca, bajo apariencias de rebelión, sólo en
Dios.
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6. ¿POR QUE ME OCULTAS TU ROSTRO?
El cuadro que Job traza de la vida del hombre pone en cuestión la bondad,
la santidad y la sabiduría de Dios. En esta constatación se basa su crítica de la
justicia de Dios. La existencia humana se muestra efímera. El hombre no goza
ni de la estabilidad de los cielos ni de la plenitud inagotable del mar. Sin raíces
en el mundo, el hombre ni siquiera tiene la esperanza vegetal de sobrevivir por
medio de sus retoños, pues en ninguna parte siente el agua que le haría revivir
(14,7-12). Flor que en un día se marchita, hoja llevada por el viento, paja seca
arrastrada por el más pequeño torbellino de la vida (14,1-6), no tiene más
consistencia que la de una sombra que huye. Su vida es sólo viento (7,7), sus
días se le escapan y deslizan como planchas de papiro (9,25-26), ya que la
permanencia es patrimonio exclusivo de Dios.
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primero en traicionarle. No se ha mostrado fiel en su amor de Creador (10,8).
Más aún, incluso ese amor primero era engañoso, ya que el empeño posterior en
hacer morir las esperanzas del hombre (14,19) se muestra más auténtico que el
deseo de hacerle vivir. Dios, de este modo, ha quebrantado la justicia.
La justicia (sedeq), en todas sus formas, tiene la raíz sdq, que evoca la
conformidad de un ser con lo que cabe esperar de él. Si se trata de seres
humanos, la justicia implica una relación entre ellos y significa la fidelidad a un
vínculo de persona a persona, vivido en las diversas circunstancias de la vida.
Este carácter personal explica que se pueda hablar de justicia a propósito de
Dios. Dios es justo con el hombre, no porque se pliegue a ciertas normas, sino
porque permanece fiel en la relación que ha querido establecer con su pueblo y
con todo creyente. Su justicia, por tanto, es siempre salvífica. Incluso cuando
Dios castiga a su pueblo, su justicia se ordena a la salvación. Y si Dios se
muestra justo con el hombre, éste puede vivir justamente ante él,
correspondiendo a lo que el Dios de la alianza espera de él. La justicia del
hombre es siempre una justicia-respuesta: vivir como justo, para el hombre, es
ajustarse a Dios. Como dirá San Pablo, no hay justicia delante de Dios que no
sea “justicia que viene de Dios”. En forma de protesta lo confiesa también Job.
El mal padecido no guarda ninguna proporción con la culpa; tampoco la
inocencia guarda proporción con la felicidad que se aguarda: “Aunque yo fuera
justo, ¿de qué me valdría replicar? Tendría que suplicar a mi acusador”(9,15).
“Sé muy bien que es así: el hombre no puede justificarse ante Dios” (9,2). La
justicia del hombre es siempre insuficiente ante Dios: “lo sé, no me consideras
inocente” (9,28).
El drama, que vive Job, consiste en que Dios ha roto su justicia. ¿Cómo
reanudar con Dios los vínculos que él mismo ha roto? Job no se resigna al
sinsentido, a la ausencia de Dios. Desde el fondo de su ser anhela, implora,
sueña con reanudar el diálogo con Dios. Espera que Dios, que se ha alejado de
él, haga el camino de vuelta, se convierta a él de nuevo (13,20-22). Si es verdad
lo que le gritan los amigos que el sufrimiento es consecuencia de una culpa, esa
culpa sólo se debe imputar a Dios. Ya que ha sido Dios quien ha roto el pacto,
¡que sea él quien busque al hombre! Job, desde su inocencia, acusa a Dios: ¡Es él
el culpable, que se convierta! En Cristo Dios desciende a buscar al hombre,
carga con el pecado, se hace pecado, sufre la maldición del pecado, entra en la
muerte y, con su resurrección, restablece la alianza de Dios con los hombres.
Por ello Job, con temor, desea plantear su causa ante Dios, entablar el
pleito con él. Job necesita comparecer ante Dios y no que otros le hablen de
Dios: “Pero yo quiero dirigirme al Todopoderoso, deseo discutir con Dios,
mientras vosotros no sois más que charlatanes, curanderos de
quimeras” (13,3-4). Job no cree que su problema se resuelva con un debate
sapiencial, como proponen los amigos. Job lo descarta, pues seguir ese camino
sólo sirve para diferir el pleito con Dios. Está en juego su persona. No acepta ser
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reducido a objeto de discusión. Job no cae en la trampa de ofrecerse como rival y
enemigo de quienes se han colocado de antemano de la parte de Dios, como sus
defensores. Abogados de Dios y fiscales del hombre, ¿qué lugar le dejan a Job en
la discusión? Sólo el de reo. No está dispuesto a ello, pues él es inocente. Pero,
antes de dirigirse a Dios, necesita desembarazarse de los amigos.
Job no se cree menos que los amigos, aunque se burlen de él, por la
desgracia que le ha caído encima. El Eclesiástico también constatará: “El rico
que vacila es sostenido por sus amigos; al humilde que cae sus amigos le
rechazan. Cuando el rico resbala, muchos le toman en sus brazos; dice
estupideces, y le justifican; resbala el humilde, y se le hacen reproches, dice
cosas sensatas, y no se le hace caso. Habla el rico, y todos se callan y exaltan su
palabra hasta las nubes. Habla el pobre y dicen: ¿Quién es éste?, y si se
equivoca, se le echa por tierra” (Si 13,21-23). Es lo que hacen los tres amigos. Se
burlan de Job, le desprecian por su desgracia y hasta, caído, le empujan para
que se hunda más en la tierra. Los satisfechos no logran comprender al que
sufre. Lo dice el piadoso salmista: “Estamos saciados del sarcasmo de los
satisfechos, del desprecio de los orgullosos” (Sal 123,4).
Job supera a los amigos también como cantor de Dios. Job canta su fuerza
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y su saber, su poder y su destreza. Job conoce el poder de Dios, sólo que lo ve,
bajo el prisma de su estado actual, como poder destructor. Con amarga ironía
advierte además a los amigos que ese poder se puede volver contra ellos. Es
mejor el silencio que defender a Dios con falsedad. Es injusto condenar al
hombre para defender a Dios con mentiras, aunque sean bien intencionadas. En
realidad no defienden a Dios, sino su teoría. Esta defensa de Dios no es más que
egoísmo. Defendéis a Dios porque os encontráis de la parte de los privilegiados
de la fortuna. Por eso os mostráis obsequiosos y parciales con quien os puede
dar o quitar la felicidad. ¿No os dais cuenta que Dios ve la podredumbre que
hay bajo un sepulcro blanqueado por fuera? “Quien dice mentiras no durará en
su presencia” (Sal 101,7): “¿En defensa de Dios decís falsía, y por su causa,
razones mentirosas? ¿No equivale eso a tomar su Nombre en vano? ¿Así lucháis
en su favor y os hacéis abogados de Dios? ¿No convendría que él os sondease?
¿Jugaréis con él como se juega con un hombre? El os dará una severa corrección,
si en secreto hacéis favor a alguno. ¿Su majestad no os sobrecoge, no os impone
su terror? Máximas de ceniza son vuestras sentencias, vuestras réplicas son
réplicas de arcilla. ¡Dejad de hablarme, porque voy a hablar yo, venga lo que
viniere!” (13,7-13). Los amigos creen que están defendiendo a Dios, pero en
realidad le están negando. Si Dios, para ser defendido, necesita de la mentira y
de la acusación falsa del hombre, no es Dios. Más les valdría a los amigos callar
que hablar de Dios como lo hacen: “¡Ojalá os callarais del todo! Eso sí que sería
sabiduría” (13,5; Si 20,5). Job no va a hablar de Dios, sino a Dios.
Job, torturado por Dios, ha perdido todo, los hijos, los amigos, la confianza
en el hombre y siente que está casi a punto de perder la fe. Job se rebela, se
enfrenta con Dios, que parece reírse del dolor humano. Pero, por otro lado, Job
habla con Dios. Si no creyera en él, no hablaría con él, no se le enfrentaría. Job
implica a Dios en su situación, le reconoce presente en su sufrimiento. Pidiendo
a Dios explicaciones sobre su estado cree en él. Quizás es la forma más
auténtica de fe. Al final del libro Dios confirmará que Job se ha mantenido fiel.
En medio de su confusión, Job grita a Dios: “Ven, háblame”. Pero, luego, le grita
igualmente: “Vete, no te ocupes de mí”. Sin embargo se corrige; no quiere que
Dios se aleje de él, sino que se ocupe de él de otra manera: “Aleja de mí tu
mano, que pesa sobre mí, y no me espante tu terror” (13,21). Job necesita que
Dios retire un poco su mano de él para poderle ver. Si la mano de Dios le cubre
el rostro con su peso, no puede ver a Dios, demasiado cercano. Job necesita un
poco de distancia entre él y Dios para no sentir el espanto y el terror. Sólo así
“no se esconderá de su presencia”.
d) La doxología de Job
Job presenta sus cargos con vehemencia. Si Dios acusa, que pruebe sus
acusaciones, pues parece complacerse en llevar cuenta de los pecados. Vigila
atentamente, va apuntando y archivando delitos, no perdona nada ni concede el
atenuante de la juventud o la prescripción del tiempo. Y si no puede probar,
¿por qué le es tan hostil? Da pies al hombre y le pone lazos para que caiga en
ellos; lo hace frágil y débil y se encarniza con él. ¿Por qué se ha vuelto su
perseguidor? ¿Es digna de Dios esa actitud? ¿Es justo?: “¿Cuántas son mis faltas
y pecados? ¡Mi delito, mi pecado, házmelos saber! ¿Por qué tu rostro ocultas y
me tienes por enemigo tuyo? ¿Quieres asustar a una hoja que se lleva el viento,
perseguir una paja seca? Pues escribes contra mí amargos fallos, me imputas
las faltas de mi juventud; pones mis pies en cepos, vigilas todos mis pasos y
mides la huella de mis pies” (13,23-27).
Enfrentado con Dios, Job descubre una vez más, con inmensa tristeza, los
límites de la existencia humana, su corrupción, impureza y brevedad. Dejando
aparte por un momento su caso particular, Job hace la elegía de la miseria de la
condición humana universal. Precariedad e inquietud llenan la vida del hombre:
“El hombre, nacido de mujer, corto de días y harto de tormentos, es como la flor,
brota y se marchita, y huye como la sombra sin pararse” (14,1-2). Job se ve a sí
mismo, débil y frágil, en la flor que apenas brota se marchita. Atrapado por esa
imagen, por un momento se calma su fuego interior. La mirada de árboles y
flores, ríos y lagos, montes y rocas le introduce en la contemplación de la
mutación de los seres, semejante a la mutación de su vida, bella pero efímera.
Su vida es como la sombra que se alarga para desaparecer. El árbol,
renovándose desde sus raíces, él... no. Su suerte es más infeliz que la del árbol.
Su vida es como la de los ríos y los lagos, cuyas aguas pasan o se agotan.
Montañas que caen, rocas que se desgatan igual que su esperanza. La vida no
es más que un proceso de desintegración, que se inicia desde el nacimiento. Es
indigno de Dios encarnizarse sobre una larva tan frágil y efímera: “¡Y sobre un
ser tal abres tú los ojos, le citas a juicio frente a ti!” (14,3). Bajo esta forma
patética late el rescoldo de la plegaria a Dios, el deseo de intimidad, de
comunicación personal y directa con Dios, su único confidente. Es casi un sueño
fugaz que cruza por la mente de Job, como una plegaria imperceptible: “Oh
Dios, tú que oyes el temblor de alas de la mosca en el cáliz de la flor, escucha el
desplazamiento del aire que hace mi plegaria”. Al despertar y chocar con su
dolor, se asusta y pide a Dios un momento de paz.
El piadoso salmista anhela los ojos de Dios sobre él, como signo de su
protección (Sal 103,13). Job, en cambio, reclama una tregua, un poco de
descanso. No soporta los ojos de Dios fijos sobre un ser tan débil, siempre
espiándole, para ver si tropieza: “Si es que están contados ya sus días, si te es
sabida la cuenta de sus meses, si un límite le has fijado que no franqueará,
aparta de él tus ojos, déjale, hasta que acabe, como un jornalero, su
jornada” (14,5-6). Noé se encierra en el arca, esperando que pase el diluvio de la
cólera de Dios (Gn 7). Los israelitas se refugian en sus casas cerradas mientras
pasa el ángel de la muerte por las casas egipcias. Moisés se refugia en una
cueva mientras pasa Yahveh. Jacob se refugia en Jarán “hasta que se le pase a
su hermano la ira contra él” (Gn 27,45). Dios se lo recomienda a su pueblo:
60
“Vete, pueblo mío, entra en tus cámaras y cierra tu puerta tras de ti, escóndete
un instante hasta que pase la ira” (Is 26,20). Job quiere refugiarse en el Seol
mientras pasa la cólera de Dios, con la esperanza de que, luego, Dios se
acuerde de él y su recuerdo sea eficaz, creador: “¡Ojalá en el Seol tú me
guardaras, me escondieras allí mientras pasa tu cólera, y una tregua me dieras,
para acordarte de mí luego pues, muerto el hombre, ¿puede revivir? esperaría
todos los días de mi milicia, hasta que llegara mi relevo! Me llamarías y te
respondería; reclamarías la obra de tus manos” (14,13-15). Job presenta a Dios
el sueño imposible de todo hombre, el anhelo más profundo del corazón del
hombre, que la muerte no sea la palabra final, sino un lugar de espera, un
refugio donde esconderse mientras pasa la cólera de Dios, esperando que Dios
cambie y vuelva a desear, a añorar, a amar la obra de sus manos. La muerte es
vista, no como algo final y sin esperanza, sino como un seno materno, donde el
hombre es recreado y vuelve a la amistad de Dios. Este es el sueño absurdo de
Job, el deseo imposible, que Dios hace posible en Jesucristo, vencedor de la
muerte. Morir y volver a la vida de un modo nuevo es el deseo de Job y la
esperanza que Dios ofrece al hombre.
Job ve su vida como agua que se evapora, como un río que se seca (14,11),
pero su corazón no se resigna a morir del todo, busca símbolos de sobrevivencia,
como el árbol que puede ser arrancado de raíz y ser transplantado, o cortado y
de su tronco brota de nuevo un retoño en cuanto siente el agua. Cualquier
vegetal tiene más motivos de esperanza que el hombre: “Una esperanza guarda
el árbol: si es cortado, aún puede retoñar, y no dejará de echar renuevos. Incluso
con raíces en tierra envejecidas, con un tronco que se muere en el polvo, en
cuanto siente el agua, reflorece y echa ramaje como una planta joven. Pero el
hombre que muere queda inerte; cuando un humano expira, ¿dónde
está?” (14,7-10). Mientras el árbol recibe nueva vida de la tierra, el hombre, una
vez enterrado, se deshace en la tierra. Teniendo más libertad, tiene menos vida.
Job contempla el milagro vegetal -vejez, muerte y vida renovada- en contraste
con su caducidad, como el anhelo de su ser. Isaías ante la misma contemplación
de la primavera ve renovarse en él la esperanza: “Saldrá un vástago del tronco
de Jesé, y un retoño de sus raíces brotará” (Is 11,1). ¡Ah si el hombre que muere
pudiese resucitar! “Me llamarías y yo te respondería, reclamarías la obra de tus
manos” (14,15). Job expresa el deseo íntimo de su corazón de no ser olvidado por
Dios. Job espera que Dios se acuerde de él con amor, más aún, que Dios le
desee, sienta nostalgia de la obra de sus manos. Es la maravilla del amor de
Dios, que siente que el hombre le hace falta, por lo que le añora, le busca, le
llama cuando se esconde: “¡Adán!, ¿dónde estás?” (Gn 3,9). El hombre en su
libertad puede huir de Dios y Dios, en Cristo, desciende a buscarle, pues ama la
obra de sus manos.
Ante el árbol seco que retoña Job da voz al deseo imposible que anida en
lo hondo del ser del hombre, el deseo de que la muerte no sea muerte, sino
tiempo de gracia. Sueño imposible y real. Real porque Dios siente nostalgia de
61
su criatura, “obra de sus manos”, y su amor es más fuerte que la muerte. Dios
puede llamar de nuevo a la vida, puede vencer la muerte. La memoria de Dios
es su misericordia y su fidelidad: “En lugar de contar mi pasos, como ahora, no
te cuidarías más de mis pecados; dentro de un saco se sellaría mi delito, y
blanquearías mi falta” (14,16-18). Job anhela el perdón de Dios, ansía vivir con
Dios. Pero la realidad presente se le impone y toda esperanza cae por los suelos:
“Ay, como el monte acabará por derrumbarse, la roca cambiará de sitio, las
aguas desgastarán las piedras, inundará una llena los terrenos, así aniquilas tú
la esperanza del hombre. Le aplastas para siempre, y se va, desfiguras su rostro
y le despides. Que sean honrados sus hijos, no lo sabe; que sean despreciados,
no se entera. Tan solo por él sufre su carne, sólo por él se lamenta su
alma” (14,18-22). La certeza de la muerte desgasta y erosiona la esperanza del
hombre, aunque sea más estable que una montaña, más dura que la roca, más
firme que la tierra. “Los muertos no viven, las sombras no se alzan” (Is 26,14),
“se acabaron sus amores, odios y pasiones, y jamás tomarán parte en lo que se
hace bajo el sol” (Qo 9,10).
Con esta evocación de la miseria del hombre, Job merece más compasión
que rigor. Dios no queda insensible a los gritos de su siervo. En una religiosidad
de pura retribución, el hombre se porta bien para alcanzar bienes de Dios, y
cuando los alcanza bendice a Dios por ellos. De ahí deduce Satán, en su apuesta
con Dios, lo contrario: Si el hombre recibe males, maldice a Dios. Dios se fía de
su siervo Job, no piensa que su fe sea interesada, por eso acepta la apuesta,
sabiendo que Job, aunque reciba males, le bendecirá. Los amigos introducen
una tercera posibilidad, cercana a la de Satán: si el hombre recibe males,
confesará su pecado, pedirá gracia y la obtendrá. Job, al momento presente, no
ha maldecido a Dios, más bien ha cantado un himno a la sabiduría y poder de
Dios, aunque pida explicaciones sobre su justicia. Tampoco ha pedido perdón y
gracia, sino que pide audiencia y justicia.
63
El pecado de orgullo contra Dios es la raíz de toda miseria humana:
“¡Alzaba él su mano contra Dios, se atrevía a retar a Sadday! Embestía contra
él, el cuello tenso, tras las macizas gibas de su escudo; porque tenía el rostro
cubierto de grasa, en sus ijadas había echado sebo, y habitaba ciudades
destruidas, casas inhabitadas que amenazaban convertirse en
ruinas” (15,25-28). Su ruina es total, es como rama de árbol cortada, que se seca
y no puede dar fruto: “Agotará sus renuevos la llama, su flor será barrida por el
viento. No se fíe de su elevada talla, pues vanidad es su follaje. Se amustiará
antes de tiempo y sus ramas no reverdecerán. Sacudirá como la viña sus
agraces, como el olivo dejará caer su flor. Sí, es estéril la ralea del impío, el
fuego devora la tienda del soborno. Quien concibe dolor, engendra desgracia, su
vientre incuba decepción” (15,30-35). El salmista también recoge el proverbio:
“Mirad: concibió el crimen, está preñado de maldad, da a luz un fraude” (Sal
7,15). Santiago da su versión: “El deseo concibe y da a luz pecado, y el pecado,
consumado, engendra la muerte” (St 1,15).
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b) ¡Tierra, no cubras mi sangre!
66
Job no sabe lo que dice, pero un día Cristo defenderá al hombre porque no
sabe lo que hace. La situación de Job exige una respuesta urgente. Está al
borde de emprender el viaje sin retorno. Lo ha empeñado todo, hasta el aliento,
y el plazo llega a su fin. Sólo Dios puede salir fiador por él: “Pues mis años
futuros son contados, y voy a emprender el camino sin retorno. Mi aliento se
agota, mis días se apagan, sólo me queda el cementerio” (16,22-17,1). Job,
deudor de la vida ante Dios, no le queda tiempo para pagar la deuda. No le
queda ya ni la respiración. ¿A dónde volverse más que a Dios, que sigue callado?
Sólo a Dios puede volver su mirada y su súplica: “Depón entonces una fianza
por mí ante ti mismo. ¿Quién si no chocaría mi mano?” (17,3). Puesto que nadie
quiere salir fiador de Job, Dios mismo realiza ese gesto (Is 38,14; Sal 119,122).
Dios será el garante de su siervo, sustituyendo a Job, asumiendo sobre sí la
responsabilidad en litigio. Dios será a la vez el que da y el que recibe la fianza.
En ausencia de todo fiador humano, pide a Dios que haga de mediador entre los
dos. La tradición profética ya lo había anticipado, al repetir que la vuelta a Dios
se haría por medio de Dios (Lam 5,21; Jr 31,18). Dios mismo creará las
condiciones del retorno a él; se comprometerá por el hombre chocando su mano
con él. Su súplica, aparentemente absurda, es que Dios salga fiador ante el
acreedor, que es Dios mismo. Es el misterio de Dios, a quien Job desdobla
paradójicamente. Job invoca a Dios contra Dios, confía en Dios contra Dios. En
la alianza de Dios con Abraham, entre los animales partidos, sólo pasa Dios.
Dios es garante de la alianza por parte suya y por parte del hombre. Dios no
falla, pero si falla el hombre es Dios quien paga. Cristo, Dios hecho hombre,
paga las deudas del hombre, muriendo como las víctimas del pacto.
67
Job se calma tras su desahogo y vuelve a caer sobre sí mismo. Los días
pasan con las faenas cotidianas. Con planes y deseos, el hombre anticipa su
tiempo y le imprime una dirección. Al fracasar sus planes, la vida pierde su
sentido. Entonces al hombre le brota la angustia, el deseo de prolongar su vida,
para realizar sus proyectos o simplemente para seguir viviendo. Casi siempre la
vida alargada se vuelve un ir tirando, un seguir viviendo, un ver pasar los días.
Job se rebela contra ello. Quiere arrancar la luz de las tinieblas, como renovada
creación. Desea romper la noche, que el día cante victoria sobre ella. En el
crepúsculo de su vida añora la aurora. Pero le falla el pulso y exclama: ¡Nada
espero! Lo acogedor, su familia, ahora es la muerte y el sepulcro. Son los únicos
que no le abandonan. Con el salmista se dice: “Tengo mi cama entre los
muertos, como las víctimas que yacen en el sepulcro” (Sal 88,6). Su “esperanza
son los gusanos” (Si 7,17): “Mis días han pasado con mis planes, se han
deshecho los deseos de mi corazón. Algunos hacen de la noche día: se acercaría
la luz que ahuyenta las tinieblas. Mas ¿qué espero? Mi casa es el Seol, en las
tinieblas extendí mi lecho. Y grito a la fosa: ¡Tú mi padre!, a los gusanos: ¡Mi
madre y mis hermanos!” (17,11-14).
70
Bildad encara a Job: Piensas y hablas de tu vida como si de ti dependiera
la salvación o perdición de todos. No porque tú mueras se va acabar el mundo.
¿Crees que cuando te alejes de la tierra se derrumbará el mundo como si tú lo
sostuvieras? Con tú pasión te podrás desgarrar a ti mismo, pero el mundo sin ti
seguirá igual su curso, las rocas no se moverán de su sitio... ¿Qué hubiera dicho
Bildad si hubiera contemplado la muerte del nuevo Job, Cristo, cuando “el velo
del Santuario se rasgó en dos, de arriba abajo, tembló la tierra y las rocas se
partieron” (Mt 27,51)?.
Bildad, complacido de sí mismo, traza los rasgos oscuros del cuadro con
las desgracias de Job: el hogar abandonado, la enfermedad, los terrores
mensajeros de la muerte, los hijos perdidos. “Por todas partes le estremecen
terrores, y le persiguen paso a paso. El hambre es su cortejo, la desgracia se
adhiere a su costado. La enfermedad devora su piel, el Primogénito de la
Muerte roe sus miembros. Se le arranca de la paz de su tienda, para llevarlo
donde el Rey de los terrores. Se ocupa su tienda, ya no suya, se esparce azufre
en su morada. Por abajo se secan sus raíces, por arriba se marchita su ramaje.
Su recuerdo desaparece de la tierra, no le queda nombre en la comarca. Se le
arroja de la luz a las tinieblas, expulsado del mundo. Ni prole ni posteridad
tiene en su pueblo, ningún superviviente en sus moradas. De su fin se
estremece el Occidente, y el Oriente queda horrorizado” (18,11-20). Bildad se
detiene a respirar y concluye: “Tal es la morada del malvado, el lugar del que no
reconoce a Dios” (18,21).
71
8. MI DEFENSOR ESTA VIVO
Job comienza, de nuevo, polemizando con los amigos. Bastante tiene con
sus penas, sus yerros, con la hostilidad de Dios, para que encima los amigos le
opriman con sus palabras. El afán de discutir es humillante e insoportable. Su
triunfo fácil es sólo aparente, pues la victoria no es de ellos, sino de Dios. Dios
no le ha herido para probar la doctrina de la retribución, sino, al contrario,
hiriendo al inocente, la ha desbaratado: “¿Hasta cuándo afligiréis mi alma y con
palabras me acribillaréis? Ya me habéis insultado por diez veces, me habéis
zarandeado sin reparo. Aunque de hecho hubiese errado, en mí solo quedaría mi
yerro” (19,2-4). Las palabras despiadadas trituran y machacan. “La lengua falsa
hiere en lo vivo” (Pr 15,4). Los amigos llegaron para consolar a Job, pero se
dedican a afligirlo. Comenta fray Luis de León: “¡Dios nos libre de un necio
tocado de religioso y con celo imprudente, pues no hay enemigo peor!”. Los
amigos lo humillan, haciéndolo pasar por culpable y negándole la razón, sin que
admitan ningún error en sí mismos. Job está dispuesto a reconocer sus yerros,
pero eso es asunto suyo y no les toca a los otros rebuscar y condenar. Los yerros
son fáciles de disculpar o perdonar y no merecen un castigo como el que él está
sufriendo. Por eso si llamáis error a mis palabras me quedo con mi error. No
cambio nada de lo dicho hasta ahora. Sólo cuando Job se enfrente con Dios
reconocerá realmente su ignorancia y sus errores.
Job suplica a los amigos que se callen, pues están agotando su paciencia.
El, en lamento sálmico, muestra que Dios es la fuente de todo su mal. Es Dios
quien le está demoliendo, arrancándole las raíces de la esperanza: “Si es que
aún queréis triunfar de mí y mi oprobio reprocharme, sabed ya que es Dios
quien me ha transtornado, envolviéndome en sus redes. Si grito: ¡Violencia!, no
obtengo respuesta; por más que apelo, no hay justicia. El ha vallado mi ruta
para que yo no pase, ha cubierto mis senderos de tinieblas. Me ha despojado de
mi gloria, ha arrancado la corona de mi frente. Por todas partes me mina y
desaparezco, arranca como un árbol mi esperanza” (19,5-10). ¡Dios golpea y los
amigos se aprovechan de ello!
72
Lo que Job desea es que los amigos pasen de la injuria al reconocimiento
de su situación. Es la invitación del salmista acosado por Dios: “Vosotros,
hombres, ¿hasta cuándo seréis torpes de corazón, amando vanidad, rebuscando
mentira? ¡Sabed que Yahveh ha distinguido a su elegido!”(Sal 4,3-4) con
tormentos. Aunque la acusación contra Dios sea grave, en realidad el lamento
de Job coincide con el lamento de Dios, al ver que ha afligido a su siervo “sin
motivo” (2,3). Es la lamentación de Habacuc: “¿Hasta cuando, Señor, pediré
auxilio sin que me escuches, te gritaré: ¡violencia! sin que me salves?” (Ha 1,2).
Es la lamentación del profeta ante las ruinas de Jerusalén: “Por más que grito:
¡socorro!, se hace sordo a mi súplica!” (Lm 3,8). Job lanza su grito a los amigos y
no se conmueven ante su dolor. Dios le ha cerrado toda salida, encerrándolo en
la oscuridad. Ha arrancado de cuajo las raíces de su esperanza. Ha tronchado el
vigor de su vida, “arrancando sus raíces del suelo vital” (Sal 52,7). No, no es Job
quien “se desgarra con su cólera” (18,4), es “el furor de Dios el que le
desgarra” (16,9). Job ve la tienda de su persona como una ciudad amurallada
que Dios asalta, como los sitiadores asaltaron Jerusalén. “Como un enemigo
tendió el arco, aplicó la diestra y dio muerte, enemistado, a la flor de la
juventud. El Señor se portó como enemigo destruyendo a Israel” (Lm 2,4-5):
“Enciende su ira contra mí, me considera su enemigo. En masa sus huestes han
llegado, su marcha de asalto han abierto contra mí, han puesto cerco a mi
tienda” (19,11-12). No me queda salida. Su cerco me oprime.
Job concluye advirtiendo a los amigos, aliados con Dios contra él, que
estén atentos y vigilen sus palabras contra él, “pues hay un juez que al final
intervendrá”: “Y si vosotros decís: ¿Cómo atraparle, qué pretexto hallaremos
contra él?, temed la espada por vosotros mismos, pues la ira se encenderá
contra las culpas y sabréis que hay un juicio” (19,28-29). Dios ahora me
persigue y se ensaña conmigo, tratándome como enemigo, vosotros me
perseguís con vuestras acusaciones, creyendo estar de la parte de Dios. No os
hagáis ilusiones. Dios dejará de actuar como enemigo de Job y no será para él
como un extraño. Reconciliado con él, entablará un juicio contra quienes han
perseguido injustamente al inocente. Job les anticipa el final, en donde él se
mostrará como verdadero amigo, intercediendo por los que ahora le acosan con
sus acusaciones.
c) Diálogo de sordos
Para Sofar, de todos modos, la felicidad del impío es solo aparente, lista
para desaparecer como un sueño dorado que se desvanece en un amargo
despertar, presagio de la muerte: “Si el mal era dulce a su boca, si bajo su
lengua lo albergaba, si allí lo guardaba tenazmente y en medio del paladar lo
retenía, su alimento en sus entrañas se corrompe, en su interior se le hace hiel
de áspid. Vomita las riquezas que engulló, Dios se las arranca de su vientre.
Veneno de áspides chupaba: lengua de víbora le mata. Ya no verá los arroyos de
aceite, los torrentes de miel y de cuajada. Devuelve su ganancia sin tragarla, no
saborea el fruto de su negocio” (20,12-18). El salmista constata lo mismo: “Vi a
un malvado que se jactaba, que prosperaba como cedro frondoso; volví a pasar y
ya no estaba, lo busqué y no lo encontré” (Sal 73,35-36).
Sofar habla de los vicios del malvado: ambición, que pretende escalar el
cielo; codicia, mezclada de gula, y explotación del pobre. El castigo, reduciendo
la justicia de Dios a la ley del talión, le obligará a devolver lo que robó, los
hombres se vengarán de él, cielo y tierra le acusarán y Dios descargará su ira
sobre su cabeza. La ira de Dios se encenderá como un fuego abrasador, que en
vez de alumbrar sumirá al malvado en las tinieblas, inundándolo en las aguas
de la muerte. Incendio e inundación caerán simultáneamente, como lluvia de
fuego, sobre el malvado: “Hará llover sobre los culpables ascuas y azufre, les
tocará en suerte un viento huracanado” (Sal 11,6). Job se ha quejado de la ira
77
de Dios (16,9), que arde en sus entrañas, Sofar le restriega la herida.
Durante la segunda rueda del diálogo los tres amigos se han turnado para
describir la desgracia del malvado. Ha sido un cerco triangular cerrado en torno
a Job, a quien ven como un inconsciente que no cae en la cuenta de su situación.
Tocado ya y herido gravemente, no se convence de que el desastre se le viene
encima. La desgracia final pende sobre su cabeza. Job, con su paciencia
proverbial, acepta seguir el diálogo con los amigos, entrando en sus esquemas
sapienciales. Con cortesía les invita a escucharle: “Escuchad, escuchad mis
razones, dadme siquiera este consuelo. Tened paciencia mientras hablo yo,
cuando haya hablado, os podréis burlar” (21,2-3) . Los amigos no han sabido
escuchar a Job, ni han querido. Si han escuchado ha sido únicamente para
cogerlo en las palabras, para refutar sus razones, para encontrar en sus
discursos la razón de sus sufrimientos. Job les pide que le escuchen una vez y se
verá si pueden burlarse de él. Llegaron para consolarle y le han ofrecido para
ello la doctrina de la retribución: ¡gran consuelo para uno que se retuerce en el
dolor decirle que se lo tiene merecido! A Job le suenan sus palabras como una
burla cruel. Mejor consuelo sería el que callaran de una vez y escucharan sus
desahogos.
Job se lanza a refutar directamente a los tres amigos. Toma sus temas e
imágenes y las deshace invirtiendo la perspectiva. En vez de describir la
desgracia de los malvados, canta su bienestar escandaloso, que los amigos
intentan negar: “¿Por qué siguen viviendo los malvados, envejecen y aún crecen
en poder? Su descendencia ante ellos se afianza, sus vástagos se afirman a su
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vista. En paz sus casas, nada temen, la vara de Dios no cae sobre ellos. Su toro
fecunda sin marrar, sin abortar su vaca pare. Dejan correr a sus niños como
ovejas, sus hijos brincan como ciervos. Cantan con arpa y cítara, al son de la
flauta se divierten. Acaban su vida en la ventura, en paz descienden al
Seol” (21,7-13). Con ironía les devuelve la pelota: Si es posible gozar de los
dones de Dios sin buscar su amistad, ¿por qué rechazar el camino de los impíos
que lleva a una felicidad tan barata? Es la conclusión que ya los malvados han
sacado desde hace mucho tiempo: “Y con todo, decían a Dios: ¡Lejos de nosotros,
no queremos conocer tus caminos! ¿Qué es Sadday para que le sirvamos, qué
podemos ganar con aplacarle?” (21,14-15). Los amigos repiten el principio que
les parece calmar todas las dudas: la muerte del impío será necesariamente
cruel. Pero Job sarcásticamente les replica: “¿Cuántas veces se apaga la
lámpara de los malos, irrumpe sobre ellos la desgracia? ¿Cuántas veces les hace
morir por su cólera?” (21,17).
Job anticipa a Pablo que, asombrado pero con gozo, canta el misterio de la
cruz, de la muerte del inocente por los malvados: “Porque no me envió Cristo a
bautizar, sino a predicar el Evangelio. Y no con palabras sabias, para no
desvirtuar la cruz de Cristo. Pues la predicación de la cruz es una necedad para
80
los que se pierden; mas para los que se salvan para nosotros es fuerza de Dios.
Porque dice la Escritura: Destruiré la sabiduría de los sabios, e inutilizaré la
inteligencia de los inteligentes. ¿Dónde está el sabio? ¿Dónde el docto? ¿Dónde
el sofista de este mundo? ¿Acaso no entonteció Dios la sabiduría del mundo? De
hecho, como el mundo mediante su propia sabiduría no conoció a Dios en su
divina sabiduría, quiso Dios salvar a los creyentes mediante la necedad de la
predicación. Así, mientras los judíos piden señales y los griegos buscan
sabiduría, nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los
judíos, necedad para los gentiles; mas para los llamados, lo mismo judíos que
griegos, un Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Porque la necedad divina
es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad divina, más fuerte
que la fuerza de los hombres” (1Co 1,17-25).
Este desinterés de Dios, que no gana nada del hombre, es para Elifaz la
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garantía de su imparcialidad, de su justicia: “¿Acaso por tu piedad él te corrige
y entra en juicio contigo? ¿No será más bien por tu mucha maldad, por tus
culpas sin límite?” (22,4-5). Elifaz, queriendo defender a Dios, en realidad coloca
en el centro al hombre. Su fe es interesada. El hombre encuentra en su virtud
los bienes y en sus culpas los males. Dios es desinteresado pero el hombre es
interesado. El hombre es religioso por conveniencia, porque ha sacado provecho
y porque espera seguir sacándolo. El culto, en el que el hombre intenta
aprovecharse de Dios, es intento de soborno, contra lo que previene el
Eclesiástico: “No lo sobornes, porque no lo acepta, no confíes en sacrificios
injustos” (Si 35,1). Es vana la pretensión del hombre de hacer favores a Dios,
para obligar a Dios a recompensarlos. Pero, ¿no era éste el desafío de Satanás?
Job, según Elifaz, se ha unido a los impíos y, por ello, la ira de Dios ha
caído sobre él: “Y era él el que colmaba sus casas de bienes, aunque seguían
lejos de él. Al verlo los justos se recrean, y de ellos hace burla el inocente:¡Cómo
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acabó nuestro adversario! ¡el fuego ha devorado su opulencia!” (22,18-20).
Elifaz supera a Satán respecto a Job. Satán admitía que Job daba gracias a
Dios cuando de él recibía bienes. Elifaz, en cambio, al unir a Job con los
malvados, da a entender que no ha sabido agradecer a Dios los beneficios
recibidos de su mano y por eso los ha perdido. La justicia de Dios ha triunfado y
con ella su teoría. Como “justo” se alegra de la desgracia de Job y se burla de su
adversario.
Los tres amigos proponen a Job la misma vía para recobrar la felicidad:
volver a Dios. A ello Job no se cansa de responder que nunca ha abandonado a
Dios, a quien ellos le muestran tan alejado de él. Además, ¿por qué una
conversión momentánea va a traerle la felicidad si toda una vida de honradez
no ha bastado para garantizarla? Su problema no es aceptar la conversión a
Dios, sino saber qué es lo que Dios le reprocha. Lo que aflige a Job es el silencio
de Dios.
La fe de Elifaz sigue siendo utilitarista hasta el final: “Haz las paces con
Dios y, de este modo, tus rentas serán buenas” (22,21). Los bienes que promete
están ligados a unas condiciones de conducta. La conversión será la fuente de la
felicidad, que Dios se sentirá obligado a dar a Job. Job, con su atormentada fe,
busca, en cambio, la felicidad no en sí mismo, sino en el corazón de Dios. Es lo
que Pablo, embajador de Dios muy distinto de Elifaz, anuncia: “Por tanto, el que
está en Cristo, es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo. Y todo
proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por Cristo y nos confió el ministerio
de la reconciliación. Porque en Cristo estaba Dios reconciliando al mundo
consigo, no tomando en cuenta las transgresiones de los hombres, sino poniendo
en nosotros la palabra de la reconciliación. Somos, pues, embajadores de Cristo,
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como si Dios exhortara por medio de nosotros. En nombre de Cristo os
suplicamos: ¡reconciliaos con Dios! A quien no conoció pecado, le hizo pecado por
nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él. Y como cooperadores
suyos que somos, os exhortamos a que no recibáis en vano la gracia de Dios.
Pues dice él: En el tiempo favorable te escuché y en el día de salvación te ayudé.
Mirad ahora el momento favorable; mirad ahora el día de salvación” (2Co
5,17-6,2).
Job no apela a la fuerza y poder de Dios, a las que recurren los amigos, y
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ante la cual Job se siente anonadado (9, 19-20;7,13-20; 13,21). Tampoco apela a
su misericordia, como hace el salmista. Job apela a la justicia y equidad de Dios,
que nada pueden contra la verdad y la justicia, contra su inocencia. Job está
seguro de que, si Dios acepta el debate, él gana la causa. El juicio de los
hombres no le interesa, pues sólo ven las apariencias. Job quiere que Dios, que
todo lo ve y sabe, pues excruta el corazón del hombre, declare públicamente su
inocencia. Sólo Dios conoce el dolor y angustia de donde brotan sus lamentos.
Los hombres sólo oyen las quejas, pero no penetran en el manantial de ellas, no
pueden entenderlas, se equivocan en su juicio. Sólo se fijan en el exterior y se
equivocan como Elí, que juzgó borracha a Ana (1Sm 1,13) por sus gestos
externos, mientras que ella, por la amargura de su alma, se desahogaba ante el
Señor con rostro, gestos y boca turbados.
b) Job, descentrado
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Job, también cuajado por Dios en el seno de su madre (10,8-9), ha
conocido la presencia envolvente de Dios. Huellas, camino, mandatos y palabras
de Dios han llenado el horizonte de su vida, que ahora está vacío. “Mis pasos
eran firmes en tus sendas y no vacilaron mi pies” (Sal 17,5). ¿Dónde le ha
conducido su camino de fidelidad a Dios, si ahora no lo encuentra en ninguna
parte? Probado al fuego, no sólo se ha quedado sin escorias, sino sin Dios, sin
amigos y sin su persona. Sin encontrar a Dios, a Job no le queda más que el
terror y la desolación: “Mas él decide, ¿quién le hará retractarse? Lo que su
alma ha proyectado lo lleva a término. Así ejecutará mi sentencia, como tantas
otras decisiones suyas. Por eso estoy, ante él, horrorizado, y cuanto más lo
pienso, más me espanta. Dios me ha enervado el corazón, Sadday me ha
aterrorizado. Pues no he desaparecido en las tinieblas, pero él ha cubierto de
oscuridad mi rostro” (23,13-17).
El grito de los pobres se eleva hasta el cielo que permanece sordo a sus
súplicas: “Pasan la noche desnudos, sin vestido, sin cobertor contra el frío.
Calados por el turbión de las montañas, faltos de abrigo, se pegan a la roca. Al
huérfano se le arranca del pecho, se toma en prenda al niño del pobre.
Desnudos andan, sin vestido; hambrientos, llevan las gavillas. Pasan el
mediodía entre dos paredes, pisan los lagares y no quitan la sed. Desde la
ciudad gimen los que mueren, el herido de muerte pide auxilio, ¡y Dios sigue
sordo a la oración! Otros hay rebeldes a la luz: no reconocen sus caminos ni
frecuentan sus senderos. Aún no es de día cuando el asesino se levanta para
matar al pobre y al menesteroso. Por la noche merodea el ladrón. El ojo del
adúltero espía el crepúsculo: Ningún ojo dice me divisa, y cubre su rostro con
un velo. Las casas perfora en las tinieblas. Durante el día se ocultan los que no
quieren conocer la luz. Para todos ellos la mañana es sombra, acostumbrados a
los miedos de las tinieblas” (24,7-17).
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El reino de las sombras acoge y encubre asesinatos, robos y adulterios.
Parece que Dios no vigila la oscuridad. En realidad, día y noche se suceden las
injusticias y Dios, en la frontera de ambos reinos, no interviene. Los malvados
huyen de la luz y ven con claridad; aman las tinieblas del error y se sienten
resplandecientes; caminan a oscuras y no tropiezan; andan sin estrella que les
guíe y no yerran el camino de la dicha. Se dicen: “La oscuridad me rodea, las
paredes me encubren, nadie me ve” (Si 23,18). “Traman iniquidades en su lecho
y al amanecer las ejecutan, porque tienen poder” (Os 2,1). Los malvados quizás
sean castigados, pero, mientras tanto, poseen licencia plena para perpetrar sus
crímenes. Aunque sólo dispongan del territorio de las tinieblas, ese territorio les
pertenece y dominan en él con absoluta libertad. Partiendo de su experiencia
personal absurda, Job se hace voz de todos los pobres de la tierra, y lanza su
desafío a Dios y a los amigos: “¿No es así? ¿quién me puede desmentir y reducir
a nada mi palabra?” (24,25).
Job defiende una vez más su inocencia, aún a costa de acusar a Dios.
Satán ha pretendido, con las pruebas, confirmar que Job sirve a Dios por
interés. Los amigos han intentado, con la tortura de promesas y amenazas,
hacerle confesar su culpa. Si Job confiesa su culpa, Dios le perdonará, lo
restablecerá y todo acabará bien, incluso mejor que antes. Si se niega a
confesar, su fin será terrible. Para forzar esa confesión, los amigos han cantado
himnos a Dios, han exaltado, una y otra vez, de una manera y de otra, la
doctrina de la retribución, se han mostrado amables y duros, han soportado los
insultos y las palabras escandalosas de Job. Todo para arrancarle la confesión.
Pero Job no puede aceptar tal confesión contra la verdad. ¿Es justo el Dios que
exige una confesión falsa? Paradójicamente, Job jura por el Dios “que le niega
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su justicia”. Job no reniega su fe en Dios, el Dios garante de la verdad. Job no
conoce el prólogo, donde Dios declaraba, por dos veces, la inocencia de su siervo
y era incitado por Satán para “herirlo sin motivo”. Job, sin conocer este diálogo
del cielo, lo vislumbra en el fondo de su conciencia y, por ello, se dirige a Dios,
jura por él, el único que cree en él, que le conoce de verdad, que no juzga según
las apariencias, sino que ve su interior.
Los hombres, por muy religiosos que sean, no aceptan la libertad de Dios.
Siempre le ponen límites. No toleran la libertad de Dios. Debe actuar según la
definición que ellos dan de Dios. Así pretenden encerrar a Dios en la jaula de su
idea de Dios. Su deseo de certezas o su necesidad de seguridades les lleva a
imaginar un Dios inmóvil, que reacciona siempre igual, un Dios sin misterio.
Pero la realidad niega esta concepción de Dios. El creyente, que no cierra los
ojos a la historia, debe confesar irremediablemente: “Verdaderamente tú eres
un Dios escondido” (Is 45,15). La justicia divina, como la dibujan los tres
amigos, responde a una idea, pero la vida la niega. La misericordia de Dios
constantemente hace saltar esa idea. Dios es padre y tiene corazón. Ante el
pecado de Israel decreta un castigo, pero su corazón le hace gritar: “¿Cómo voy a
dejarte, Efraím, cómo entregarte, Israel? ¿Voy a dejarte como a Admá, y hacerte
semejante a Seboyim? Mi corazón está en mí trastornado, y a la vez se
estremecen mis entrañas. No daré curso al ardor de mi cólera, no volveré a
destruir a Efraím, porque soy Dios, no hombre; en medio de ti yo soy el Santo, y
no vendré con ira” (Os 11,8-9). El es Dios y se salta la “justicia”, tiene
misericordia con quien quiere, como le dice a Moisés: “Yo haré pasar ante tu
vista toda mi bondad y pronunciaré delante de ti el nombre de Yahveh; pues
hago gracia a quien hago gracia y tengo misericordia con quien tengo
misericordia” (Ex 33,19).
Job apela a este Dios, que actúa con libertad y que no cabe en la mente de
los tres amigos. Dios, con Job, rompe la jaula de los sabios y reivindica su
transcendencia, su libertad. Por eso, las palabras de Job, que a los oídos de los
sabios suenan como blasfemias, no son más que la expresión de la fe en Dios. Es
la fe que acepta a Dios como Creador y Señor de la historia. Es la fe que ve a
Dios presente en los acontecimientos de la vida, incluso en los más
desconcertantes como el sufrimiento del inocente. A este Dios causa de su
sufrimiento injustificado se dirige Job. Job, sintiendo su ausencia, ve a Dios
presente en su historia, autor de ella: “Estaba yo tranquilo cuando él me golpeó,
me agarró por la nuca para despedazarme. Me ha hecho blanco suyo: me cerca
con sus tiros, traspasa mis entrañas sin piedad y derrama por tierra mi hiel.
Abre en mí brecha sobre brecha, irrumpe contra mí como un
guerrero” (16,12-14). Con todo el desgarramiento de su carne, la fe le lleva a
gritarle que salga de su ocultamiento, que se muestre y le hable. La ausencia de
Dios le resulta insoportable. Hasta el final seguirá enfrentándose con Dios sin
atenerse a ningún formalismo.
94
Y hasta el final seguirá proclamándose inocente, sin culpa, manteniendo
sus tres recriminaciones: la injusticia de Dios, -los buenos sufren y los malos
disfrutan-, su hostilidad contra él y su silencio. Es su protesta ante Dios: ¿Cómo
puedes castigar a un justo?
Al final del triple ciclo de diálogos, podemos preguntar: Los tres amigos,
que se han presentado como sabios, ¿son realmente sabios? Sabio es quien
busca una clave de lectura de la realidad. Se enfrenta a los hechos, les
interroga, busca su sentido, una razón para vivir. El sabio no se contenta con
adquirir sabiduría para sí, sino que transmite su saber a los demás, para
ayudarle a entender la realidad y a vivir con sentido la vida. Sabio no es quien
repite una lección aprendida. El sabio vive, reflexiona sobre lo que vive, observa
los hechos, descubre las constantes de la historia, que iluminan el hilo
conductor del andar del cosmos y de la historia. Así encuentra las leyes que
gobiernan la existencia; de ellas extrae las consecuencias y, de este modo,
descubre la propia vía de comportamiento y acción. El sabio no se expresa en
términos de leyes determinantes, sino que busca convencer, suscitando
preguntas, de modo que el discípulo, ayudado por los interrogantes del maestro,
descubra la vía de la verdad y de la vida, la haga suya desde dentro y no como
impuesta desde fuera. Para el sabio no tienen valor las imposiciones, sino las
convicciones interiores. Por ello el sabio no enseña comportamientos
prefabricados, sino que ayuda, más bien, a hacerse las preguntas justas para
hallar las respuestas justas. La sabiduría es apelación y no ley. El sabio no
determina el actuar del otro, sino que le ayuda a colocarse en la perspectiva
justa para ver el sentido profundo de las cosas y de los hechos para vivirlos en
plenitud, en armonía con Dios y con la creación. Salomón es considerado como el
sabio ideal. Salomón es el juez que pone al desnudo los corazones, interviniendo
a tiempo y justamente. Conoce la realidad con sabiduría. Ve la realidad con
verdad, no se aleja de ella, sino que en ella descubre el designio de Dios. ¿Han
hecho esto Elifaz, Bildad y Sofar? Esperemos el juicio de Dios.
96
INTERLUDIO
HIMNO A LA SABIDURIA
97
la fragilidad y caducidad del hombre. Más aún, puede ser instrumento de la
pedagogía de Dios, para llamar al hombre hacia él. El sufrimiento es una
llamada de Dios a la conversión (Jr 2-4,30-31). Y en el sufrimiento del inocente
se encierra una fecundidad escondida. La “expiación vicaria” es el misterio del
dolor del Siervo de Yahveh (Is 52,13-53,12). El Siervo rompe el binomio
sufrimiento-culpa personal. El dolor del Siervo se convierte en salvación de los
culpables. Sus sufrimientos nos dan la paz, generan en nosotros el
arrepentimiento y nos alcanzan el perdón. Sus cicatrices curan nuestras
heridas. Su muerte hace florecer el misterio de fecundidad que el dolor
encerraba. Los hombres liberados por el sufrimiento del Siervo son el botín (Is
53,12) de su triunfo sobre el mal. Su vida, pasión y muerte son sacrificio
expiatorio para nosotros, su silencio se ha hecho plegaria escuchada, su dolor
nos ha justificado y reconciliado con Dios. Traspasado por nuestros delitos,
aplastado por nuestras iniquidades, nos ha salvado a nosotros. Nuestras
ofensas las ha aceptado y ofrecido en favor nuestro.
Plata y oro son los metales más apreciados por el hombre, mientras que el
hierro y el bronce son los más útiles. El canto a la tierra prometida menciona el
hierro y el bronce como los metales usados para herramientas y para armas:
“tierra que lleva hierro en sus rocas y de cuyos montes sacarás bronce” (Dt
8,7-10). El hombre, con su ciencia y su técnica, logra descubrir sus yacimientos,
extraer los metales y refinarlos. Con su luz el hombre consigue penetrar en el
reino subterráneo de las tinieblas. Esta victoria sobre las tinieblas,
arrancándolas sus tesoros, es un triunfo increíble del hombre. Como es una
hazaña el que el hombre pueda descender más abajo de donde llegan sus pies,
descolgándose con cuerdas, hasta el fondo de los pozos de las minas. De este
modo, la tierra que cultivaba el labrador y “se vestía de mieses” (Sal 65,14), con
98
los picos de los mineros, la revuelven de abajo arriba, como si el fuego de un
volcán la estremeciera, sacando a relucir zafiros y piedras de oro. Lo invisible al
buitre y al halcón, inaccesible a las fieras, el hombre lo hace visible y accesible.
Todo, por escondido que esté, se puede hallar, pero el saber de Dios, si él
no lo da, ni se halla ni se compra. Su valor excede todo precio. El mero intento
de comprarla es prueba de insensatez: “Si uno quisiera comprar el amor con
todas las riquezas de su casa, se haría despreciable” (Ct 8,7). Todo lo que el
hombre conquista se devalúa en comparación de la sabiduría. “No se puede dar
por ella oro fino, ni comprarla a precio de plata, ni evaluarla con el oro de Ofir,
el ágata preciosa o el zafiro. No la igualan el oro ni el vidrio, ni se puede
cambiar por vaso de oro puro. Corales y cristal ni mencionarlos, mejor es pescar
Sabiduría que perlas. No la iguala el topacio de Kus, ni con oro puro puede
evaluarse” (28,15-19).
La sabiduría se oculta a las aves que tienen una vista privilegiada y a las
fieras que se aventuran en la espesura del bosque donde el hombre no se atreve
a penetrar: “Se oculta a los ojos de todo ser viviente, se esconde a las bestias y a
los pájaros del cielo. Muerte y Abismo dicen: Sólo de oídas conocemos su fama.
Sólo Dios distingue su camino, sólo él conoce su sendero, sólo él conoce su
yacimiento” (28,21-23).
Sólo Dios conoce el designio total del mundo y de la historia. Sólo de Dios
le puede llegar al hombre la sabiduría, como un don gratuito. Dios la conoce y
posee, como Creador del mundo. Sólo él puede hacer al hombre partícipe de ella,
revelándosela. Por ello, sólo la fe abre al hombre las puertas del misterio,
superando todas las barreras con que ha tropezado su razón: “Sólo Dios conoce
su camino, sólo él conoce su yacimiento. Porque él otea hasta los confines de la
tierra, y ve cuanto hay bajo los cielos. Cuando dio peso al viento y aforó las
aguas con un módulo, cuando a la lluvia impuso ley y un camino a los giros de
99
los truenos, entonces la vio y le puso precio, la estableció y la escudriñó. Y dijo
al hombre: Mira, el temor del Señor es la Sabiduría, huir del mal, la
Inteligencia” (28,23-28).
100
EL ENFRENTAMIENTO DE JOB Y DIOS
Dejando, pues, de lado a los amigos, Job queda solo en el escenario. Dios
aún no aparece. La ausencia y el silencio de Dios se hacen tan densos, que le
hacen presente, aunque invisible. Ante el Dios ausente y en silencio, Job abre
sus labios en un largo monólogo, en el que desgrana sus recuerdos, penas y
protestas de inocencia. Al final, Dios sale de su ocultamiento, irrumpe desde lo
alto, en una magnífica teofanía, aceptando discutir con Job. Job, asombrado, se
queda con la boca cerrada y sólo la abre para confesar su derrota y su triunfo.
Confiesa su nada ante Dios y su alegría de haber hecho hablar a Dios. Ha oído
su voz y le ha visto. Esa es su victoria. Victoria retardada por la irrupción
inoportuna de Elihú, que alarga la espera de la respuesta de Dios. De momento
es Job quien se desahoga en su amplio lamento.
Lo que Job recibía de Dios, luz y camino, lo ofrecía a los necesitados, por
lo que recibía un título perteneciente a Dios: “padre de huérfanos y defensor de
viudas” (Sal 68,6), que aconseja a sus fieles seguir sus huellas: “No rechaces al
suplicante atribulado, ni apartes tu rostro del pobre. No apartes del mendigo
tus ojos, ni des a nadie ocasión de maldecirte. Pues si maldice en la amargura
de su alma, su Hacedor escuchará su imprecación. Hazte querer de la asamblea,
ante un grande baja tu cabeza. Inclina al pobre tus oídos, responde a su saludo
de paz con dulzura. Arranca al oprimido de manos del opresor, y a la hora de
juzgar no seas pusilánime. Sé para los huérfanos un padre, haz con su madre lo
que hizo su marido. Y serás como un hijo del Altísimo; él te amará más que tu
madre” (Si 4,4-10).
104
c) La cruz del presente
Job, antes honrado por hombres nobles, que lo reconocían como jefe
indiscutible, y por los pobres, que lo bendecían como bienhechor, ahora se
encuentra despreciado por hombres viles, que merodean por las afueras de la
ciudad, donde Job, golpeado por la enfermedad ha ido a parar. Muchachos y
105
chiquillos se burlan de él, le desprecian e insultan. En los oídos de Job resuenan
las palabras de desprecio que Nabal, el necio, como indica su nombre, dirige a
David: “¿Quién es David y quién es el hijo de Jesé? Abundan hoy en día los
siervos que huyen de sus señores. ¿Voy a tomar acaso mi pan y mi vino y las
reses que he sacrificado para los esquiladores y se las voy a dar a unos hombres
que no sé de dónde son?” (1Sm 25,10-11). Dios ha aflojado la cuerda que
sostenía la tienda de Job y nadie le respeta. Sin pudor alguno le insultan y
atacan. Todos se aprovechan de su debilidad: “Porque él ha soltado mi cuerda y
me maltrata, ya tiran todo freno ante mí. Una ralea se alza a mi derecha,
exploran si me encuentro tranquilo, y abren hacia mí sus caminos siniestros. Mi
sendero han destruido, para perderme se ayudan, y nada les detiene; como por
ancha brecha irrumpen, se han escurrido bajo los escombros” (30,11-14).
Con Dios a su derecha, antes, Job no vacilaba (Sal 16,8). Pero Dios ha
dejado inerme a su aliado y ha dado la señal de asalto al enemigo. Job se siente
aterrorizado ante el enemigo, que le persigue sin tregua y en forma misteriosa.
En el fondo de su ser se ve consumido, como un cadáver. Su mente se siente
invadida de terrores, sin que pueda librarse de ellos. La felicidad se ha
evaporado como una nube. La noche no es reposo, sino presagio de la muerte:
“Los terrores se vuelven contra mí, como el viento mi dignidad es arrastrada;
como una nube ha pasado mi ventura. Y ahora en mí se derrama mi alma, me
atenazan días de aflicción. De noche traspasa el mal mis huesos, y no duermen
las llagas que me roen. Con violencia agarra él mi vestido, me aferra como el
cuello de mi túnica. Me ha tirado en el fango, soy como el polvo y la
ceniza” (30,15-19). El dolor le atenaza, día y noche le tortura. Sobre todo de
noche, cuando el dolor le envuelve y le penetra, como asaltado por el enjambre
de animales roedores que la noche cobija. En la soledad y el silencio de la noche
la sensación del dolor se exacerba. La noche se hace presagio de la muerte que
ya ha hecho presa de su cuerpo para no soltarlo. Fango, polvo y ceniza son ya
los precursores de la muerte.
Dios ha querido ser el guardián del hombre (7,20) para salvarlo y no para
espiar sus actos y gestos, pues ha hecho a Job objeto de su gracia (hesed)
(10,12). Dios no puede destruir lo que ha amado. ¿De qué le serviría al hombre
verse amado por Dios, si no es para siempre? ¿Sería divino el hesed si fuera sólo
provisional, mientras la muerte es definitiva? (30,23). El grito de Job es el grito
de todo hombre, que interpela a Dios desde el dolor: “¿Por qué, oh Dios, me has
abandonado? ¿Hasta cuándo, Dios mío? ¿Por qué retraes tu mano izquierda?
(Sal 74,1.10-11). El grito de Job llega hasta el grito de Cristo en la cruz: “Dios
mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27,46).
Job apela a Dios contra Dios. Jura ante Dios “que ve los caminos y cuenta
los pasos”. Ante Dios examina su conducta y no encuentra falta alguna. Bajo
juramento se declara inocente. El juramento ante Dios, cuya “sublimidad teme
y respeta”, es la prueba de su sinceridad. El ni siquiera ha puesto sus ojos sobre
una virgen: “Había hecho yo un pacto con mis ojos, y no miraba a ninguna
doncella. Y ¿cuál es el reparto que hace Dios desde arriba, cuál la suerte que
manda Sadday desde la altura? ¿No es acaso desgracia para el inicuo,
tribulación para los malhechores? ¿No ve él mis caminos, no cuenta todos mis
pasos?” (31,1-4). Job, para asegurar la paz interior, de donde brotan todas las
maldades, ha sometido los sentidos a las exigencias morales. Dominando los
ojos ha evitado dejarse arrastrar por el deseo: “No te quedes mirando a doncella,
para no quedar preso en sus redes. No te enredes con prostituta, para no perder
tu herencia. No andes fisgando por los calles de la ciudad, ni divagues por sus
sitios solitarios. Aparta tu ojo de mujer hermosa, no te quedes mirando la
belleza ajena. Por la belleza de la mujer se perdieron muchos, junto a ella el
deseo se inflama como fuego” (Si 9,5-8). Job no es como los que “se comen con los
ojos a las mujeres” (2Pe 2,14). Pues “todo el que mira a una mujer con deseo ya
ha adulterado en su corazón” (Mt 5,28). Y los deseos de los ojos no se reducen al
campo sexual, sino que abarcan cuanto excita la codicia: “De cuanto me pedían
mis ojos, nada les negué ni rehusé a mi corazón ninguna alegría” (Qo 2,10). Tras
los ojos se van las manos, como le sucedió a Acán: “Vi entre el botín un hermoso
manto de Senaar, doscientos siclos de plata y un lingote de oro de cincuenta
siclos de peso, se me fueron tras ellos los ojos y los tomé” (Jos 7,21).
Esto es lo que dicen sus palabras. Pero bajo ellas late oculta una secreta
esperanza. Job, antes de poner punto final a sus palabras, provoca una vez más
a Dios para acercarse a él, para obligarle a salir de su ocultamiento y de su
silencio. En el mismo momento en que reafirma orgullosamente su propia
justicia y parece poner toda su confianza en sí mismo, se pone en marcha hacia
Dios, el único que tiene en sus manos el juicio. No le basta su justicia, necesita
la justicia que viene de Dios. Es lo que proclama Pablo: “A mí lo que menos me
importa es ser juzgado por vosotros o por un tribunal humano. ¡Ni siquiera me
juzgo a mí mismo! Cierto que mi conciencia nada me reprocha; mas no por eso
quedo justificado. Mi juez es el Señor. Así que, no juzguéis nada antes de tiempo
hasta que venga el Señor. El iluminará los secretos de las tinieblas y pondrá de
manifiesto los designios de los corazones. Entonces recibirá cada cual del Señor
la alabanza que le corresponda” (1Co 4,3-5).
109
Dios es un ser personal; nada tiene que ver con una ley fija, inflexible,
impersonal. Los celos de Dios, su ternura, su impotencia ante la inconstancia de
su amada Israel marcan las relaciones increíbles de Dios y su pueblo. Su
potencia y la debilidad de su amor son una misma realidad. Dios, como ser
personal, es imprevisible, rico en perdones. Entrar en comunión con él es
abrirse a lo sorprendente, a lo nuevo, a lo inesperado. La fe en Dios engendra la
esperanza. Y fe y esperanza son fruto del amor desbordante, que une a Dios con
el hombre. El ateo dice: si Dios existiera, no permitiría el mal. El creyente,
desde su experiencia existencial, puede decir: sin el mal, Dios no existiría. Es el
sufrimiento el que nos abre el camino para el encuentro con Dios. El camino
tortuoso y atormentado ha llevado a Job a los umbrales de Dios. El mal,
escándalo para los religiosos y necedad para los sabios, es sabiduría y fuerza de
Dios para los creyentes (1Cor 1,24). La religión interesada de los amigos sigue
los razonamientos de Satán y no los de Dios (Mt 16,23). Especialistas en el
poder de Dios, los sabios no han visto al Dios del poder. Los atributos de Dios
les han ocultado a Dios mismo. La ley no salva. Sólo la gracia rompe los límites
del hombre y le abre al don de Dios, que supera todo lo que el hombre imagina o
espera.
Así, pues, después de todos los esfuerzos de los amigos por convencer a
Job, él ha respondido con un solemne juramento de inocencia. Es inútil seguir
discutiendo. Ante este silencio de los amigos, que ya no responden a Job,
dejándole en su convicción de inocencia, se alza el joven Elihú, como ardiente
abogado de Dios, haciendo alarde de su nombre, que significa “El es mi Dios”.
Lleva el mismo nombre del profeta Elías, a quien también “le consumía el celo
por el Señor, Dios de los ejércitos” (1R 19,10) . Con el fuego de Elías irrumpe en
la escena Elihú: “Aquellos tres hombres dejaron de replicar a Job, porque se
tenía por justo. Entonces montó en cólera Elihú, hijo de Barakel el buzita, de la
familia de Ram. Su cólera se inflamó contra Job, porque pretendía tener razón
frente a Dios; y también contra sus tres amigos, porque no habían hallado ya
nada que replicar y de esa manera habían dejado mal a Dios. Mientras
hablaban ellos con Job, Elihú se había mantenido a la expectativa, porque eran
más viejos que él. Pero cuando vio que en la boca de los tres hombres ya no
quedaba respuesta, montó en cólera. Tomó, pues, la palabra Elihú y dijo: Soy
pequeño en edad, y vosotros sois viejos; por eso tenía miedo, me asustaba el
declararos mi saber”(32,1-6) .
Elihú, aunque joven, sin la sabiduría que dan las canas, se siente
investido por el espíritu de Dios: “Soy pequeño en edad, y vosotros sois viejos;
por eso tenía miedo, me asustaba el declararos mi saber. Me decía: Hablará la
edad, los muchos años enseñarán sabiduría. Pero en verdad, es un soplo en el
hombre, el espíritu de Sadday el que da inteligencia. No son sabios los que
están llenos de años, ni los viejos quienes comprenden lo que es justo. Por eso
he dicho: Escuchadme, voy a declarar también yo mi saber” (32,6-10). Como don
de Dios, la edad no cuenta: “Yo derramaré mi Espíritu en toda carne. Vuestros
hijos y vuestras hijas profetizarán, vuestros ancianos soñarán sueños, y
vuestros jóvenes verán visiones. Hasta en los siervos y las siervas derramaré mi
Espíritu en aquellos días” (Jl 3,1-2).
b) El sueño y el ángel
114
Elihú defiende a Dios como juez bien informado e imparcial, al mismo
tiempo que condena a Job, al acusarle de razonar como los malvados (34,5-9).
Es lo que Job niega y pide a Dios que lo pruebe. Dios, como parte ofendida, en la
liturgia penitencial, entabla un pleito con los hombres, a los que acusa, para
convencerles de pecado y ofrecerles el perdón (Sal 50-51; Is 1,10-20). La audacia
de Job consiste en tomar la iniciativa y, como parte ofendida, acusar a Dios. Es
lo que hace el piadoso salmista cuando considera injustificado su sufrimiento:
“Todo el día está ante mí mi ignominia, la vergüenza cubre mi semblante, bajo
los gritos de insulto y de blasfemia, ante la faz del odio y la venganza. Y todo
esto nos llegó sin haberte olvidado, sin haber traicionado tu alianza. ¡No se
habían vuelto atrás nuestros corazones, ni habían dejado nuestros pasos tu
sendero, para que tú nos aplastaras en morada de chacales, y nos cubrieras con
la sombra de la muerte! Si hubiésemos olvidado el nombre de nuestro Dios o
alzado nuestras manos hacia un dios extranjero, ¿no se habría dado cuenta
Dios, él, que conoce los secretos del corazón? Pero por ti se nos mata cada día, se
nos trata como ovejas llevadas al matadero. ¡Despierta ya! ¿Por qué duermes,
Señor? ¡Levántate, no nos rechaces para siempre! ¿Por qué ocultas tu rostro,
olvidas nuestra opresión y miseria? Pues nuestra alma está hundida en el
polvo, pegado a la tierra nuestro vientre. ¡Alzate, ven en nuestra ayuda,
rescátanos por tu amor!” (Sal 44,22).
Elihú afirma de Dios (34,10) lo mismo que Job implora, como hizo
también Abraham: “¡Lejos de ti hacer tal cosa! Matar al inocente con el
culpable, confundiendo al uno con el otro. ¡Lejos de ti! El juez de toda la tierra
¿no hará justicia?” (Gn 18,25). Para Elihú Dios es justo porque tiene el poder
originario sobre todas las cosas. El, que ha dado la vida a los seres, no les hace
ninguna injusticia cuando se la retira, pues puede poner límites al don: “¡Lejos
de Dios el mal, de Sadday la injusticia! Dios paga al hombre sus obras, le
retribuye según su conducta. En verdad, Dios no hace el mal, Sadday no tuerce
el derecho. ¿Quién le confió a él la tierra, quién le encomendó el universo? Si él
retirara su espíritu, si hacia sí recogiera su soplo, expiraría toda carne y el
hombre volvería al polvo” (34,10-15). Job, contemplando su vida, creación de las
manos de Dios, razonaba de otra manera: “Tus manos me formaron... ¿y ahora
me aniquilas?” (10,8). Al dar la vida al hombre, Dios se hace garante de esa
vida.
Dios es imparcial, porque sus ojos miran las sendas del hombre y vigilan
todos sus pasos. No hay sombra que les encubran (34,17-22). Dios tiene sus
plazos y sus días, que para el hombre son siempre inminentes. Tiene plazos de
penitencia, como en la historia de Jonás, y tiempos de gracia: “Así dice Yahveh:
En tiempo favorable te escucharé, y en día nefasto te asistiré” (Is 49,8). No toca
al hombre señalar el plazo para comparecer a juicio con Dios, como pretende
Job (34,23). Dios puede aniquilar un ejército en una noche, por ello puede diferir
su intervención y dar al hombre un tiempo de espera. ¿Quién puede acusarlo
porque esconda por un tiempo su rostro? El sigue velando sobre el mundo
115
(34,30). Dios, sin necesidad de indagar, castiga el crimen y el abuso del poder
sobre los débiles e indefensos. Y Dios escucha las reclamaciones de los
oprimidos y les hace justicia (34,26-28): “Dios no olvida los gritos de lo
oprimidos” (Sal 9,13), “cuando uno clama, el Señor le escucha” (Sal 34,18).
d) La pedagogía de Dios
A Elihú le quedan aún muchas palabras que pronunciar y algo que decir
“en defensa de Dios” (36,2). El sufrimiento tiene un valor pedagógico (36,21).
Dios corrige al malvado con el sufrimiento. Si el pecador lo acepta, el dolor
denuncia su pecado y así le exhorta a la conversión. El pecador, en su libertad,
puede también resistirse y no hacer caso, transformando el sufrimiento,
ordenado a la salvación, en castigo. El endurecimiento y la contumacia le llevan
a perder la vida. Ciertamente Dios no se apresura siempre en castigar con la
muerte, sino que da tiempo al malvado para que se convierta: “Dios no quiere la
muerte del pecador, sino que se convierta y viva” (Ez 18,23): “Dios no desprecia
el corazón sincero ni deja vivir al malvado en plena fuerza. Hace justicia a los
pobres, y no aparta sus ojos del justo, lo sienta en el trono real y lo exalta para
siempre, pero si se engríen él los amarra con cadenas, y quedan presos en los
lazos de la angustia. Entonces pone al descubierto sus acciones y sus culpas
nacidas del orgullo. Les abre el oído para que aprendan y les exhorta a
convertirse de la iniquidad. Si escuchan y son dóciles, acaban sus días en la
prosperidad y sus años en delicias. Si no escuchan, pasan el umbral de la
muerte y expiran por falta de cordura. Los obstinados, que acumulan cólera y
no piden auxilio cuando él los encadena, mueren en plena juventud, y su vida
acaba en la edad juvenil” (36,5-14). El impío se resiste y, en vez de aceptar la
corrección de Dios, aumenta el rencor contra Dios que le castiga. Así frustra la
intención salvífica de Dios.
e) Adiós a Elihú
Enfrentado, como los tres amigos, con el misterio del sufrimiento del
justo, Elihú da por sentada la culpabilidad de Job. El misterio del dolor humano
sigue reducido a las dos ecuaciones tradicionales: acción buena igual a felicidad
y desgracia igual a culpabilidad. Ciertamente, para Elihú, esta retribución no se
lleva a cabo de una forma totalmente impersonal, ya que está subordinada a la
justicia y al poder de Dios. Elihú muestra muy bien que los fenómenos
atmosféricos, por ejemplo, no actúan para el premio o el castigo del hombre sin
un mandato concreto del creador (37,12-13). Pero esto mismo vuelve a plantear
la cuestión: si el cosmos no es más que un instrumento en las manos de un Dios
justo, ¿cómo puede encarnizarse con un inocente? Paradójicamente, al subrayar
el carácter personal del gobierno divino, Elihú hace más injustificable la teoría
de la retribución.
Sin embargo, hay algunos rasgos que salvan a Elihú de intromisión inútil
al retardar la respuesta esperada de Dios. En primer lugar, Elihú subraya con
acierto la transcendencia divina. Para Elihú en Dios las perfecciones se
complementan mutuamente: la omnipotencia garantiza la justicia, y la
omnisciencia exalta el derecho. Por ello, la santidad y la sabiduría de Dios
constituyen un punto inatacable para el hombre. Esto le permite rebatir
indefectiblemente las quejas de Job contra Dios: “En esto no tienes razón,
porque Dios es más grande que el hombre” (33,12). “El es sublime en su fuerza,
¿quién enseña como él?, ¿quién le impondrá su camino? (36,22-23). El hombre
no puede contemplar más que “de lejos” la obra de Dios (36,24-25); su obrar,
pues, escapa siempre a toda concepción que el hombre se haga de él. Estas
afirmaciones claras, que doblegan al hombre bajo la obediencia de la fe, están
presentes en la tradición profética (Is 29,16; 40,13; 45,9; Jr 18,6; 23,18; Sb
12,12; 15,7) y las recogerá también San Pablo cuando emprenda la defensa de
Dios contra las acusaciones de injusticia o de infidelidad (Rm 9,20-21; 11,33-36).
Dios pone a Job ante los misterios del mundo con una buena dosis de
ironía: “Así, pues, ciñe tus lomos como un hombre, te voy a preguntar para que
me hagas saber” (38,3). Pero esta ironía es desde el principio hasta el final una
ironía benévola y paternal. Dios no intenta disminuir ni degradar al hombre, le
concede el honor de hacerle su interlocutor, aunque le lleva a la humildad, a
apearse de sus pretensiones falsas. De cuestionador, Dios convierte a Job en
cuestionado. El mundo, que Dios ha dado al hombre, es suyo, pero Job apenas le
conoce. El mundo está lleno de secretos inaccesibles al hombre. Dios con sus
preguntas le hace levantar los ojos, sacándole del repliegue sobre sí mismo, de
la concentración en su problema, para abrirle la mirada a otros problemas más
grandes e insolubles para él. Colocándole ante los misterios del mundo, Dios
ayuda a Job a encontrar su lugar en el mundo. El mundo es creación de Dios y
no de Job. Es un mundo bueno, bello, maravilloso, muy por encima de la mente
del hombre. La maravilla de la creación con sus misterios desdramatiza la
angustia obsesiva del hombre, que hace un mundo de sus pequeños problemas.
124
Después de haber enfrentado a Job con sus propios límites, Dios se pone a
desmenuzar despacio su primera respuesta para llevar a Job a arrodillarse ante
él. Job reclamaba un proceso judicial. Dios le ofrece, en cambio, un torneo
sapiencial. Este desplazamiento del eje del diálogo muestra la intención
pedagógica de la intervención de Dios. No se presenta como juez, según la
imagen que Job y los amigos esperaban, sino como maestro o padre que educa a
su discípulo o hijo, abriéndole los ojos a la realidad de la creación. Dios, con su
sabiduría, ve hondo y lejos, se pasea por los espacios desconocidos, suscitando
en Job, no sólo el conocimiento, sino el asombro y la admiración. Y Dios, que se
mueve con libertad en medio de los seres infinitamente grandes, se muestra
también como el Dios de las más delicadas atenciones para cada una de sus
criaturas. En ese gran fresco de la creación Dios se mueve con dominio y
libertad, traza el camino, el sendero o el surco de cada cosa, se complace
igualmente en cuidar de lo superfluo y hasta lo aparentemente nocivo. Su
providencia es gratuita y sobreabundante.
b) Desde la tormenta
Dios no responde a Job con una teoría, sino revelándose a él. Dios deja oír
su voz en la tempestad. En lo incomprensible para el hombre Dios se muestra
como Dios. Dios no pretende explicar a Job el enigma del dolor, sino llevarle a la
fe. Mientras el hombre pretende medir el bien y el mal, ser “conocedor del bien y
del mal” (Gn 3,5), está a merced de Satanás, fuera de Dios. El hombre que
pretende ser juez de Dios y le presenta la lista de sus méritos se queda
encerrado en sí mismo, en su mundo cerrado, sin abrirse a la acción gratuita y
bondadosa de Dios. Limitado a su visión miope, el hombre no alcanza a
vislumbrar la sabiduría y bondad de Dios. Sólo la renuncia a toda
autojustificación abre al hombre el camino hacia Dios. Abierto a la confianza
total en Dios, el hombre no sabrá explicarse el misterio del sufrimiento, pero lo
puede vivir como misterio de amor. Si el hombre se siente el centro del universo
y pretende medir a Dios, a sí mismo y al mundo con el corto metro de su yo, no
sólo el dolor, sino todo cuanto ocurre ante sus ojos le es incomprensible e
inaceptable. Vuelve al caos y a la nada.
125
El torbellino de la tempestad es el signo de la distancia, de la
trascendencia de Dios, el totalmente Otro, pero la voz es el signo de la
intimidad, de la cercanía de Dios, que se deja oír del hombre, se comunica con
él. Dios y hombre se encuentran en la palabra, en el diálogo, en la comunicación
que crea la comunión. La experiencia de Job es la experiencia de Israel (Ex 16)
y la experiencia de todo hombre. Job, desolado por el sufrimiento, como Israel
angustiado por el hambre, se lamentan contra Dios. Dios se aparece a Job en el
centro de la tormenta, como la Gloria del Señor se mostró a Israel en la nube.
Dios habla a Job y su palabra lo salva como salvó a Israel con el maná. Job e
Israel en la palabra descubren a Dios, confiesan su fe en él y Dios se une a ellos
en alianza de amor.
Desde la tormenta, Dios se pasea con Job por la creación, mostrándole sus
obras. Job queda sorprendido y maravillado por los misterios de los que él sólo
vislumbra una microscópica parte, mientras Dios les recorre con su soberanía
absoluta. Dios, ha quien Job ha interrogado insistentemente, responde
interrogando a Job. Ahora se invierten los papeles: el interrogado es Job. Job es
interpelado por Dios en un plano completamente diverso del que él había
señalado: “¿Dónde estabas tú cuando la tierra fue fundada?” es la primera
pregunta que Dios hace a Job. Job, que se ha atrevido a citar a Dios a juicio,
ahora se encuentra con el interrogatorio que Dios le hace a él: ¿Tú, quien eres?
¿Eres tú acaso el Creador? Del misterio de la creación Job es conducido al
misterio de Dios y, por él, a la fe en Dios en cuanto Dios.
c) Viaje cósmico
2 Para no perderse en el largo discurso en conveniente tener ante los ojos su esquema:
a) La creación del mundo: 38,4-21
¿Quién ha creado la tierra?: 38,4-7
¿Quién ha domado el mar?: 38,8-11
¿Quién hace surgir la aurora?: 38,12-15
¿Quién equilibra luz y tinieblas?: 38,16-21
b) La dirección del mundo: 38,22-38
¿Quién controla los depósitos de la nieve y el granizo?: 38,22-24
¿Quién dirige la lluvia, el rocío y el hielo?: 38,22-24
¿Quién guía los astros?: 38,31-34
¿Quién desencadena los huracanes?: 38,35-38
c) La dirección de los animales: 38,39-39,12
¿Quién nutre a las bestias salvajes?: 38,39-41
¿Quién preside su reproducción?: 39,1-4
¿Quién les ha dado la libertad?: 39,5-8
¿Quién controla a las bestias incontrolables?: 39,9-12
d) La determinación de los instintos animales: 39,13-30
¿Quién les da la rapidez?: 39,13-18
¿Quién les da la fuerza?: 39,19-22
¿Quién les da el gusto por el peligro?: 39,23-25
129
está muy por encima de la mezquina teoría de la retribución. Que la lluvia caiga
sobre la estepa sin buscar beneficio alguno es un derroche de gracia
maravilloso. Como es maravilloso contemplar la vida del caballo salvaje o del
búfalo sin ninguna utilidad para nadie... La creación es un canto extraordinario
a la bondad infinita y gratuita de Dios. Si el hombre no logra comprender más
que una mínima parte de estas maravillas, sí puede adorar a su Creador. La
creación es la clara manifestación del amor salvífico de Dios en la historia.
Y si nubes y nieblas cubren por encima el mar, por los extremos está
encerrado como una ciudad amurallada por las arenas de la playa (38,10). Así
es domeñado el “mar borrascoso que no sabe calmarse” (Is 57,20). San Juan
Crisóstomo comenta: “El agua marina, agitada, azotada, hinchada desde dentro,
al no poder propasar sus límites, proclama el poder de Dios”. Y cuando Dios
habla de los límites y fronteras que pone al mar, es como si le susurrase a Job:
“Debes saber que en la creación hay cosas secretas; la creación tiene sus
misterios. Aunque no los descubras, conténtate con saber que existen”.
Job, con sus palabras, ha querido hacer de un día noche (c. 3),
oscureciendo el designio luminoso de Dios. ¿Sabe él acaso por dónde se va a la
morada de la luz o a la de las tinieblas? Como el sol pasa la noche en su tálamo
(Sal 19,6), así la luz y las tinieblas se recogen cada una en su morada cuando se
retiran de la tierra, para volver a aparecer en su giro diario. Hay unas puertas
de la aurora y del ocaso (Sal 65,9). Luz y tinieblas necesitan un guía que
conozca su respectiva morada y el camino asignado desde el principio a cada
uno. Job no puede explicar lo que le sucede, porque no puede abarcar el tiempo
que le desborda por delante y por detrás. Le falta perspectiva para conocer el
designio original y el final de la historia. Frente a los días contados de Job se
alza el tiempo de Dios, para quien “mil años son un ayer que pasó” (Sal 90,4) y
“es Dios desde siempre y por siempre” (Sal 90,2).
Dios sigue mostrando a Job los tesoros que tiene en reserva para el
hombre: agua, nieve y rocío para sus necesidades, y granizo como arma para su
liberación de los enemigos. Sólo Dios les controla y dirige según la oportunidad
del momento (38,22-30). Dios ensancha los confines de la tierra habitable,
derramando la lluvia en regiones no habitadas, en un derroche que parece inútil
y es providente. Con la lluvia generosa y continua Dios defiende la tierra
cultivada de la amenaza de la sequía y el bochorno, fuerzas que intentan
devolverla al caos amorfo y estéril. ¿Puede Job mandar la lluvia en el momento
oportuno? La pregunta delata de nuevo la ignorancia de Job y muestra la
sabiduría escondida de Dios. La lluvia, en forma de agua, nieve, escarcha o
granizo, el rayo y el trueno esconden un sentido, benéfico siempre, incluso como
instrumentos de castigo, que Job no comprende; tienen un poder, que Job no
controla. El Creador tiene un designio preciso incluso cuando derrocha la lluvia
donde no se espera ni hace falta. Su designio es más amplio de cuanto el
hombre puede imaginar. Sólo Dios guía los astros (38, 31-34), que “ocupan su
puesto a una orden de Dios” (Si 43,10). Job no tiene ningún poder sobre ellos, ha
de contentarse con contemplarlos admirado, como el cantor del salmo 8. Sólo
Dios “ha establecido las leyes del cielo y de la tierra” (Jr 33,25). Desde el
principio Dios ha encomendado al sol “regir el día y la noche, separar la luz de
131
las tinieblas” (Gn 1,18) y a la luna “determinar las fiestas y las fechas” (Si 43,7).
La tierra está subordinada al cielo y el cielo obedece a Dios. En el Padrenuestro
el creyente desea e implora que “se haga la voluntad de Dios en la tierra como
en el cielo” (Mt 6,10). Job no tiene una voz tan potente que alcance las nubes ni
tan perentoria que las haga obedecer. Igualmente, los rayos cumplen
velocísimos las órdenes de Dios y se presentan a él a dar cuenta de su
cumplimiento y a recibir nuevos encargos (38,35). Sólo Dios tiene dominio sobre
el rayo: “envía el rayo y él va, lo llama y le obedece temblando” (Ba 3,33). Sólo
Dios desencadena los aguaceros y huracanes (38,37-38).
Del mundo mineral Dios pasa al mundo animal: leona y cuervo, gamuza y
cierva, onagro y búfalo, avestruz y caballo, halcón y buitre. Los diez animales
pertenecen al mundo del desierto, mundo caótico, ajeno u hostil al hombre. Son
animales nocivos o, al menos, sin utilidad para el hombre, no se dejan
domesticar. Son presas de caza que, al máximo, como el caballo, sirven sólo para
la guerra. Pues bien, Dios los ha creado y no los destruye, sino que los alimenta
y cuida, aunque les mantiene a raya. Dios no elimina los poderes hostiles, pero
los controla. Así responde a las quejas de Job sobre la impunidad de los
malvados y el desorden del mundo. Los dones de Dios a cada animal muestran
su atenta solicitud por los seres de su creación: a todos da su sustento,
asistencia en el parto, libertad al asno salvaje, robustez al búfalo, velocidad a
falta de inteligencia al avestruz, enseña a saltar al caballo, a volar al halcón, da
casa inaccesible y vista de largo alcance al buitre. Dios se complace en la
contemplación de la obra de sus manos. El león es valeroso, amable la cierva,
libre el onagro y fuerte al búfalo; el caballo es bello e intrépido, velocísimo el
avestruz, seguro en el vuelo el halcón, de ojos penetrantes el buitre. 3
El reino de los seres vivos, con sus instintos que les impulsan a la
conservación de la vida, es un prodigio: “¿Cazas tú acaso la presa a la leona?
¿calmas el hambre de los leoncillos, cuando en sus guaridas están acurrucados,
o en los matorrales al acecho? ¿Quién prepara su provisión al cuervo, cuando
sus crías gritan hacia Dios, cuando se estiran faltos de comida?” (38,39-41), La
descripción empieza por el león, “el más valiente de los animales, que no
retrocede ante nadie” (Pr 30,30). Dios le procura el sustento para sus crías: “Los
cachorros rugen por la presa reclamando a Dios su comida. Todos ellos esperan
que les des a su tiempo su alimento; tú se lo das y ellos lo toman, abres tu mano
y se sacian de bienes” (Sal 104,21.27-28). Al león sigue el cuervo, que se
alimenta de carroña, de los despojos que dejan para ellos la leona y sus
cachorros.
Y del caballo veloz, Job es invitado a levantar la vista a las aves rapaces,
para contemplar la agudeza de su vista y la rapidez de su vuelo: “¿Acaso por
orden tuya el halcón emprende el vuelo, despliega sus alas hacia el sur? ¿Por
orden tuya se remonta el águila y coloca su nido en las alturas? Pone en la roca
su mansión nocturna, su fortaleza en un picacho. Desde allí acecha a su presa,
desde lejos la divisan sus ojos. Sus crías lamen sangre; donde hay muertos, allí
está” (39,26-30). Desde su altura vertiginosa, gracias a su vista agudísima,
puede observar y descubrir la presa y sobre ella se lanza con velocidad
incontenible.
134
3. AHORA TE HAN VISTO MIS OJOS
Al desvelarle a Job sus límites, Dios, más que condenarle, le abre los ojos
para que se sitúe en la realidad. Dios hojea ante la mirada de Job el álbum del
universo, señalando su presencia en cada fotografía, para que Job también la
descubra. En realidad, Dios da la palabra a sus obras para que ellas conduzcan
al hombre desde su pequeño misterio al misterio de Dios. La creación recobra
todo su esplendor y misión: lejos de ser la aliada de Dios en sus designios contra
el hombre, como le acusaba Job, se convierte en la aliada del hombre para llegar
al misterio del amor de Dios. La creación se convierte en el lenguaje de Dios que
interpela al hombre y le lleva a pasar de ella al Creador. Los seres le marcan las
pistas para volver a acercarse a Dios. Así, sin violencia, la palabra de la
creación entra en el ánimo de Job, se hace suya y despierta en él la alabanza del
corazón y de los labios. La indigencia congénita del saber humano se convierte
paradójicamente en pedagogía que abre al hombre el acceso a la sabiduría de
Dios.
Dios, tras mostrar las obras de su creación, con la ironía del amor, invita
a Job a responder: “¿El adversario de Sadday quiere seguir el proceso? ¿El
censor de Dios va a replicar aún?” (40,2). Job, con sus interpelaciones, ha
conseguido una victoria de la que puede estar satisfecho: Dios le ha respondido.
Entre el silencio de Dios y la fulminación de Job, Dios ha hablado y Job resta
con vida. Ahora Dios interpela a Job, que se siente desbordado por la respuesta
de Dios. La cascada de preguntas, seguidas de las descripciones fascinadoras de
los seres de la creación, han dejado a Job estupefacto: “tus torrentes y tus olas
me han arrollado” (Sal 42,8), podría decir Job.
135
confiesa que ha hablado sin discernimiento. Ante la aparición de Dios, constata
el fallo de la ley que pretende reclamar automáticamente, mediante la
perfección del hombre, el don divino de la felicidad.
Dios no está airado contra Job, sino contra los amigos. Sin embargo, Job
se siente culpable ante Dios. El sufrimiento de Job no es debido a su culpa, sino
a su justicia. Esta es la paradoja del actuar gratuito de Dios, que hace saltar
todos los esquemas humanos. Job ha sido probado con el dolor precisamente por
su fe y justicia. Job tenía razón en rebelarse contra el sufrimiento como fruto de
su culpa, como le repetían los amigos. Pero esta razón acaba cuando no se halla
ante los hombres, sino ante Dios. Ante Dios se reconoce culpable. El gran
sufriente se convierte en el gran creyente: Job ha encontrado el verdadero
rostro de Dios.
Ante Job, que ha citado tantas veces a juicio a Dios, ahora se abren dos
posibilidades: replicar a Dios o callar para escuchar a Dios en la fe. Job,
balbuciendo, acepta la segunda. Dios no considera blasfema la primera
alternativa. Dios ha aceptado la réplica de Moisés en Rafidim por la falta de
agua (Ex 17,1-7) y luego la áspera réplica por la falta de carne (Dt 1,37;3,26).
Ha aceptado las amargas confesiones de Jeremías (Jr 12,1-6;15,10-12;20,7-13),
la de Habacuc (Hb 1,12-2,5). Pero, ahora, Job ha encontrado a Dios y seguir la
discusión no tiene sentido. Job retira todos los cargos. Job, que había
amenazado a los amigos: “¿no os sobrecoge su majestad?”, hace él mismo esa
experiencia. Y como había aconsejado a los amigos que “callarse es lo
mejor” (13,5), retira sus cargos y decide retirarse. Pero Dios no acepta la
retirada. Job había propuesto: “pregunta tú y yo te responderé” (13,22). Dios ha
preguntado y preguntado, pero Job no tiene nada que responder. Se excusa:
“¿qué replicaré?”. Dios apela a su hombría: “si eres hombre, cíñete los lomos”. A
Dios le queda aún algo importante que decir.
136
b) Creación e historia
Job y los amigos hablan, pero no se hablan. Ninguno escucha al otro. Dios
y Job se hablan. Dios habla a Job, Job le escucha y le responde. Dios, ante los
reproches de Job, se presenta ante él: “¿Quien es éste que empaña el consejo con
razones sin sentido?” (38,2). Job, ante la revelación de Dios, queda sin palabra,
se tapa la boca con la mano (40,3-4). Pero Dios, con su palabra, suscita en Job
una palabra de respuesta auténtica. Job comienza por confesar: “Era yo quien
empañaba el consejo con razones sin sentido” (42,3). Dios acepta y suscita el
diálogo con el hombre contrito y humillado. Job puede presentarse ante Dios
reconociendo su nada y su pecado: “Sí, he hablado de grandezas que no
entiendo, de maravillas que me transcienden. Ahora sé que eres todopoderoso y
ningún plan te es irrealizable” (42,1-3). Job se abre a la fe de Abraham: “¿Hay
algo imposible para el Señor? (Gn 18,14), a la fe de María, que experimenta que
140
“ninguna cosa es imposible para Dios” (L.c. 1,37). Y Job ríe como Abraham, ve la
gloria de Dios, recibe el hijo de la fe: “Yo te conocía de oídas, pero ahora te han
visto mis ojos” (42,5).
Job confiesa su ignorancia. Y su ignorancia le abre los ojos para ver a Dios
como creador amoroso y como salvador: “Yo te conocía sólo de oídas, mas ahora
te han visto mis ojos. Por eso me retracto y me arrepiento en el polvo y la
ceniza” (42,5-6). Ahora, sin las escamas de lo que había oído de Dios, Job ve a
Dios “con los ojos iluminados del corazón” (Ef 1,18), entrando en comunión de
amor con él. La experiencia personal de Dios borra todos sus interrogantes.
Dios ha repetido a Job una pregunta: ¿Qué es lo que sabes, qué es lo que
conoces? Job, con la humildad de la verdad, responde: “Sé que lo puedes todo:
ningún proyecto te es irrealizable. Sí, he hablado de maravillas que no entiendo,
que me superan y que no conocía” (42,2-3). Job confiesa que no hay nada
imposible para Dios. Es la afirmación de Dios a Abraham después de la risa de
Sara ante el anuncio de la concepción de un hijo en su ancianidad. Es lo que
proclama Zacarías ante las dudas que el Resto de Israel abriga sobre su
salvación: “Así dice Yahveh Sebaot: Si ello parece imposible a los ojos del Resto
de este pueblo, en aquellos días, ¿también a mis ojos va a ser imposible? He
aquí que yo salvo a mi pueblo del país del oriente y del país donde se pone el sol;
voy a traerlos para que moren en medio de Jerusalén. Y serán mi pueblo y yo
seré su Dios con fidelidad y con justicia” (Za 8,6-8). Es lo que el ángel
proclamará ante María, al anunciarla que Isabel, la estéril, ha concebido un hijo
en su vejez: “Porque nada es imposible para Dios” (L.c. 1,37). Es la experiencia
de todo creyente que deja a Dios actuar en su vida. La acción de Dios oculta
maravillas, que desbordan no sólo las fuerzas del hombre, sino incluso lo que el
hombre puede imaginar. Dios puede llevar a cabo un plan rico de sentido, sin
que el hombre, en su limitación, descubra en él más que enigmas: “Cuanto más
grande seas, más debes humillarte, y ante el Señor hallarás gracia. Pues grande
es el poderío del Señor, y por los humildes es glorificado. No busques lo que te
sobrepasa, ni trates de escrutar lo que excede tus fuerzas. Lo que se te
encomienda, eso medita, que no te es menester lo que está oculto. En lo que
excede a tus obras no te fatigues, pues más de lo que alcanza la inteligencia
humana se te ha mostrado ya. Que a muchos descaminaron sus prejuicios, una
falsa ilusión extravió sus pensamientos” (Si 3,18-24). Job ahora puede
proclamar con el salmista: “Yahveh, no es ambicioso mi corazón, ni mis ojos
altaneros. No pretendo grandezas ni prodigios que me vienen anchos, sino que
acallo y modero mis deseos, como niño amamantado en el regazo de su madre.
¡Como niño amamantado está mi alma en mí!” (Sal 131). El sufrimiento, por
muy incompresible que resulte para el hombre, siempre tiene un sentido oculto
en Dios: “Ciencia misteriosa es para mí, demasiado alta, no puedo
alcanzarla” (Sal 139,6).
146
EPILOGO
ITINERARIO DE LA FE
El libro de Job se cierra con un final feliz. Después de que Job hace su
confesión de fe pura, se vuelve al plano de la felicidad tangible. El cambio
interior de Job se muestra en su vida exterior. Este final muestra que Dios no
quiere los sufrimientos por sí mismos. Una vez alcanzado su objetivo y ganada
la apuesta mediante la fe de Job, Dios pone fin a la prueba. Reafirmada su
libertad, Dios puede desplegar su bondad sin riesgo de ser tergiversada por la
religión utilitarista de los amigos. Cumplido el deseo de ver a Dios, renunciando
a todo, Job puede recibir gratuitamente lo que no ha pedido, lo mismo que
Salomón: “Porque, en vez de pedir para ti larga vida, riquezas, has pedido
discernimiento para saber juzgar, cumplo tu ruego y te doy un corazón sabio e
inteligente como no lo hubo antes de ti ni lo habrá después. También te concedo
lo que no has pedido, riquezas y gloria, como no tuvo nadie entre los reyes” (1R
3,11-13).
Los amigos no podrán cantar victoria pensando que Job ha recobrado sus
riquezas porque se ha convertido y que Dios les da la razón a ellos. Dios critica
el teísmo fundamentalmente ateo de los amigos, rechaza la visión utilitarista de
la salvación, en la que no hay cabida para la gracia y en la que el amor de Dios
es sustituido por la necesidad de garantía y seguridad personal. Es la negación
147
de Satanás que sospecha que toda fe en Dios es interesada. Dios condena
formalmente los discursos de los amigos. Dirigíendose a Elifaz, el más anciano,
les dice: “Mi ira se ha encendido contra ti y contra tus dos amigos, porque no
habéis hablado con verdad de mí, como mi siervo Job” (42,7). En su búsqueda
angustiada del rostro de Dios, Job se había enfrentado duramente a los amigos:
“Vosotros no sois más que charlatanes... ¿En defensa de Dios decís razones
mentirosas? ¿Así lucháis en su favor y os hacéis abogados de Dios? ¿No
convendría que él os sondease? ¿Jugaréis con él como se juega con un hombre?
El os dará una severa corrección” (13,4.7-10). Ahora Dios le da la razón. El
profeta Zacarías nos ha descrito la replica final de la asamblea celeste del
prólogo, aunque Job ahora se llame Josué: “Yahveh me hizo ver después al
sumo sacerdote Josué, que estaba ante el ángel de Yahveh; a su derecha estaba
Satán para acusarle. Dijo el ángel de Yahveh a Satán: ¡Yahveh te reprima,
Satán, te reprima Yahveh, el que ha elegido a Jerusalén! ¿No es éste un tizón
sacado del fuego? Estaba Josué vestido de ropas sucias, en pie delante del ángel.
Tomó éste la palabra y habló así a los que estaban delante de él: ¡Quitadle esas
ropas sucias y ponedle vestiduras de fiesta. Y colocad en su cabeza una tiara
limpia! Se le vistió de vestiduras de fiesta y se le colocó en la cabeza la tiara
limpia” (Za 3,1-5).
-¿Quién me consolará?
Jeremías se acerca a ella y le dice:
-Si eres mujer, habla conmigo; pero, si eres espíritu, quítate de mi
presencia.
-¿No me conoces? -le respondió- Yo soy aquella madre que tenía siete
hijos. Se fue su padre allende el mar y, mientras estaba llorando por él, vinieron
a decirme: “Se ha derrumbado tu casa sobre tus siete hijos y han muerto”. Y
ahora no sé por quién llorar ni por quién arrancar mis cabellos.
-No eres tú mejor que la madre de Sión, que se ha convertido en pasto
para las bestias del campo.
-¡Yo soy la madre de Sión! De mí está escrito: ¡Desgraciada la que diera a
luz siete hijos! (Jr 15,9).
-Se parece tu herida a la de Job -le replicó Jeremías, expresando por su
boca las palabras de Dios-: A Job le quitaron los hijos y las hijas, como a ti te
han quitado hijos e hijas. A Job le quité su plata y su oro, como a ti te he
quitado plata y oro. A Job le arrojé en la inmundicia, como tú te has convertido
en un estercolero. Pero de la misma forma en que volví y me compadecí de Job,
así también volveré a compadecerme de ti. A Job le multipliqué sus hijos y sus
hijas, lo mismo haré contigo: te multiplicaré tus hijos y tus hijas. A Job le doblé
151
su plata y su oro, y lo mismo haré contigo. A Job le sacudí de la inmundicia, y
sobre ti está escrito: Sacúdete el polvo y levántate, cautiva Jerusalén (Is 52,2).
Los hombres te construyeron, los hombres te han derruido, pero en el futuro Yo
te reconstruiré, pues está escrito: El Señor reconstruye Jerusalén, congrega a
los dispersos de Israel (Sal 147,2).
152