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Paul Oquist nos plantea que “la violencia es un proceso estructurador importante y a veces
decisivo en la historia colombiana... (esto) puede hacer parecer que el país haya tenido un
pasado particularmente violento. Sin embargo, una histeria violenta es común a la
humanidad en su conjunto. Una de las principales características de la violencia es su
universalidad en los procesos estructuradores de las sociedades humanas. Aun así, este no
es el punto fundamental: más importante es el hecho de que los seres humanos son
pacíficos bajo determinadas circunstancias estructurales, y son violentos bajo otras...”
(Oquist, 1978).
I.Acción colectiva conflictual “es la de una categoría social (los miembros de una clase, un
raza, un grupo sexual, religioso, lingüístico, urbano, rural) que evidencian una desigualdad
de la que ellos son víctimas, y que es consecuencia de sus intercambios con otra categoría
social, definida como adversaria. Esta evidencia de la desigualdad no lleva, por el contrario,
a excluir al adversario, ni a romper la relación: ésta, por el contrario, apunta a mejorarla, a
hacerla más soportable, a darle nuevas bases. Al mismo tiempo, la categoría social
adversaria, que se beneficia de la desigualdad, no puede o no desea optar por una
estratagema de exclusión y se ve abocada a un intercambio conflictual”.
II.Acción colectiva contradictoria “es la de una categoría social (un ejército, una guerra,
una minoría amenazada, un partido revolucionario opuesto a un Estado, un grupo
delincuencial...) que busca excluir de la relación a otra categoría social, o es amenazada de
ser excluida por la otra. Que quede claro que la exclusión pone fin a la relación, no
necesariamente a la existencia física de la otra. Aquí no existen, como en el conflicto,
finalidades comunes en juego: cada uno busca la eliminación de la otra para ejercer el
control del entorno... No hay “reglas del juego”: todos los golpes están permitidos si
ayudan a reforzar o a destruir la desigualdad”.
Con todo esto, y a efectos del análisis, hemos establecido una distinción entre estas dos
dimensiones del conflicto social. La dimensión conflicto, que implica un campo de
enfrentamientos sociales, casi siempre por reivindicaciones societarias, alrededor de la cual
hay posibilidades de llegar a la negociación entre los actores, que se miran a sí mismos
como adversarios. La dimensión contradictoria, que hace referencia a aquel campo de los
enfrentamientos sociales, alrededor de reivindicaciones políticas y sociales, que ya sea por
las prácticas de los antagonistas o por las imágenes implícitas del otro (percibido como un
enemigo), hace casi inexistentes los espacios de acuerdo y da margen al enfrentamiento,
caracterizado por la primacía de la coerción, en este caso (Colombia), la utilización de la
violencia como elemento fundamental.
Los diferentes conflictos que vive la sociedad colombiana, muchas veces desplazados hacia
tratamientos violentos, tienen un trasfondo que no se puede olvidar, ni minimizar, porque es
dentro de éste donde se originan, se reproducen y resuelven o agudizan.
Una sociedad autoritaria produce comportamientos autoritarios. Sin duda, la ideología del
dogma, de la intransigencia y la intolerancia, la de verse como únicos “portadores de la
verdad”, ha orientado la conducta de los actores de la sociedad colombiana: los políticos
(armados o desarmados) y los sociales; la tendencia histórica ha sido la de resolver las
insatisfacciones sociales y políticas con la violencia-
Por eso, la represión frente a las luchas sociales, casi siempre como transformadoras del
orden establecido, ha sido una respuesta recurrente. La parcialidad de las instituciones
estatales en los diferentes conflictos en contra de los intereses de sectores sociales
subordinados, ayudó a deslegitimar el Estado y transformarlo en un elemento de
legitimación de los actores que lo conforman.
Los grupos guerrilleros, más allá de situaciones coyunturales, han mostrado a lo largo del
tiempo un crecimiento sistemático y continuado y un proceso de expansión en todo el
territorio nacional. “En 1985, 173 municipios presentaban en el pasado presencia
guerrillera, mientras que en 1995 esta cifra llegaba a los 622” (Observatorio de la
Violencia, Bogotá, 1996).
Hoy en día, los grupos alzados en armas ponen todo su esfuerzo en controlar o influir sobre
los poderes regionales y locales, manteniendo ante estos una ambigua y contradictoria
relación: se atacan como espacios de clientelismo y corrupción, al mismo tiempo que se
establecen relaciones de convivencia y adecuación mutua. Parece existir una relación
pragmática de beneficio recíproco, que para muchos hace confusos los objetivos de la
guerrilla, aunque no se puede interpretar como el abandono en su pretensión de acceder al
poder nacional.
Por otra parte, también ha habido un cambio en los grupos de autodefensa o grupos
paramilitares. Cada día buscan construir mayores niveles de legitimación en las regiones
donde tienen presencia, volviéndose abanderados de reivindicaciones regionales y cada vez
más críticos del Estado y de la forma de actuar de las Fuerzas Armadas. Un informe
reciente del gobierno refleja con claridad la naturaleza del paramilitarismo, cuando dice:
“Se definen como una organización civil defensiva, armada, surgida como consecuencia de
las contradicciones de carácter político, económico, social y cultural de la sociedad
colombiana, agravadas por la conducta omisiva del Estado...”
Manifiestan que: “el abandono secular del Estado constituyó el centro del discurso político
de la insurgencia armada para buscar un orden revolucionario, de la misma manera que el
abandono de los deberes de proteger la vida, el patrimonio y la libertad de los ciudadanos
dio origen político y militar al movimiento de las autodefensas...las dos expresiones
armadas comparten el mismo origen desde el punto de vista de las causas de su
nacimiento... pero rechazan, eso sí, el desbordamiento de los medios utilizados para
conquistar estos fines”.
Nunca como ahora, en la historia reciente colombiana, ha estado tan amenazado el debate
electoral. El ELN, tradicionalmente tenía una posición antielectoral, heredada de la
posición de Camilo Torres Restrepo, un abstencionista teórico, y sólo en casos muy
asilados se daba un sabotaje real de los procesos electorales. Las FARC tenían una
tradición de hacer treguas unilaterales durante la época electoral, con la finalidad de que las
fuerzas de izquierdas ganasen espacios en los concejos, asambleas o en el Congreso.
Estos comportamientos se modifican este años (1997) por dos razones aparentes: la
primera, el asesinato de numerosos miembros de la UNIÓN PATRIÓTICA y de otras
fuerzas de izquierda en los últimos años, los ha dejado sin dirigentes regionales y locales
capaces de avanzar la tarea proselitista con posibilidades reales de éxito. Esto parece
deducirse de la consigna del ELN, “habrá democracia para todos o no habrá para nadie”; la
segunda, la intensificación del conflicto armado que se refleja en una guerrilla extendida
por toda la geografía nacional, que todavía no tiene posibilidades de una victoria militar, sí
que le da una mayor capacidad de obstaculizar el proceso electoral, y de intimidación de los
candidatos y de los electores.
En relación con los intentos de control coercitivo de los territorios municipales es
importante tener en cuenta el siguiente análisis: “En la práctica, las organizaciones armadas
(guerrilleras y paramilitares) han sustituido el propósito de conseguir influencia política
mediante candidatos y electorados propios, para la práctica, cada vez más numerosa, de la
intimidación. Esto les permite establecer las reglas del juego y compromisos con los
candidatos, para que no escapen a su control.” (Observatorio de la Violencia, Bogotá,
1997).
Ante todo esto, la Fuerza Pública parece apostar por una acción táctica defensiva, más
ocupada en proteger instalaciones fijas (incluyendo las suyas) sin una estratagema clara de
ataque. Esto hace que se acentúe la sensación de pasividad por parte de al Fuerza Pública
(equivocada desde el punto de vista de Alejo Vargas). Esto genera una doble actitud, ambas
preocupantes por sus repercusiones para la vida institucional: buscar un acomodamiento
con las fuerzas de la guerrilla en consolidación, o bien, un apoyo abierto en algunas
ocasiones y soterrado la mayoría de las veces, a las autodefensas, como las únicas
organizaciones con capacidad de infringir derrotas a la guerrilla.
Y claro, como componente de esta Política Integral de Paz estaba incluida la solución
negociada del conflicto armado que incluía básicamente el diálogo útil, la construcción
conjunta de una estratagema de paz (agenda, procedimientos, calendarios, tratamiento de la
información), el reconocimiento del carácter político de las organizaciones guerrilleras, la
negociación en medio del conflicto, la participación activa, permanente y efectiva de la
sociedad civil, la priorización de los acuerdos en relación con la aplicación del Derecho
Internacional Humanitario.
Pero la crisis del régimen no tiene que ser un obstáculo para iniciar el tránsito hacia una
salida política negociada, al contrario, es necesario afrontar la situación de forma seria y
persistente, para introducir reformas en nuestro sistema político, que completen lo que la
Constitución de 1991 dejó a medio camino, o al menos que se desarrollen algunos aspectos
que se mencionan.
Como constatación general, existe hoy día una mayor comprensión de la dinámica del
conflicto armado y una mayor sensibilización en la búsqueda de salidas políticas
negociadas del mismo. Esto es un nuevo elemento positivo de gran importancia, en la
medida en que refleja la toma de consciencia de los efectos devastadores de la
confrontación armada en la sociedad colombiana.
Pero no todo el mundo piensa así. Persisten todavía sectores que creen sinceramente en una
salida militar a la confrontación. También muchos sectores dirigentes, sobre todo
regionales, esconden detrás de su discurso de solución política negociada, el apoyo a
salidas de confrontación. Expresadas con simpatías hacia grupos de autodefensa o
estrategemas como las de las Asociaciones Privadas de Vigilancia (CONVIVIR).
Dentro de esta dinámica expansiva del narcotráfico se inició una confrontación limitada
entre algunas instituciones estatales y grupos dedicados a la comercialización y distribución
al detalle de la droga, acudiendo a métodos terroristas indiscriminados, como una
estratagema para incrementar al máximo su capacidad de presión sobre el Estado y de
intimidación generalizada de diversos núcleos sociales. Es por esto que no se entiende que
el Estado colombiano no permita la extradición de colombianos a Estados Unidos.
Desde el punto de vista legal, el Estado empezó tratándolo como un delito común más, pero
progresivamente se ha ido considerando como un delito “cuasi político”, que por sus
singularidades (su carácter colectivo, la presión sobre las instituciones estatales,
atemorización de miembros destacados de las clases dominantes primero y después de toda
la sociedad, etc.) requiere un tratamiento sui generis.
Por supuesto que una buena capacidad negociadora puede ayudar, pero no se ha de perder
de vista lo más importante: se trata de un proceso de negociación política entre actores con
poder (que no significa que estos poderes sean equiparables). No se trata de negociar la
desmovilización de grupos guerrilleros virtualmente paralizados, sin medios ni fines, ni se
trata de imponer las condiciones de la rendición a un enemigo derrotado. En el trasfondo
hay un conflicto planteado entre el Estado y los sectores dirigentes de la sociedad, por un
lado, y las organizaciones insurgentes que pretenden disputar este poder.
Como señala R. Launay, en un esfuerzo por acercar el conflicto y la negociación, ésta “es
una dinámica compleja, que combina procesos conflictivos y cooperativos, dinámica
momentánea y frágil con predominio cooperativo, escogida o no por los
partidarios/adversarios, que tiende a arreglar de forma pacífica un conflicto pasado, actual o
potencial, excluyendo, provisionalmente al menos, la fuerza, la violencia, el recurso a la
autoridad, e implicando el reconocimiento de los partidarios/adversarios como diferentes y
teniendo cierto poder. El retorno al conflicto, más allá del objeto de las negociaciones, está
presente como la amenaza y el motor de la negociación en la medida en que es un proyecto
común” (Bellenger, 1995).
Llegados a este punto del análisis es importante recordar las recomendaciones del Proyecto
de Negociación de Harvard cuando afirma: “Un fundamento paradigmático de los procesos
de negociación y de los mecanismos para gestionar los conflictos bélicos, laborales, legales
u otros, radica en que su enfoque principal ha de ser el de los intereses de las partes. No sus
posturas de negociación, ni su poder de coerción ni sus derechos legalistas.” (Ertel, 1996).
Para avanzar hacia un diálogo y una negociación útiles, es necesario acordar unos
principios iniciales que orienten el comportamiento de las partes. Al respecto consideran
los elementos presentes en los procesos de negociación exitosos:
1. ¿Se conocen de forma clara los adversarios, sus lógicas, discursos, prácticas, demandas y
aspiraciones?
2. ¿A cambio de qué las organizaciones guerrilleras están dispuestas a modificar sus
prácticas y vaciarlas dentro de las institucionalidad?;
3. ¿Qué está dispuesto a negociar el gobierno y la sociedad colombiana a cambio de poner
fin al conflicto político armado? ¿qué está dispuesta a negociar la Coordinadora
Guerrillera?
La persistencia del enfrentamiento armado comporta que una importante proporción de los
recursos nacionales se destinen a la guerra, cuando podrían, bajo circunstancias diferentes,
destinarse al desarrollo de las regiones. Pero el desarrollo de las regiones no es sólo tarea
del Estado, sino también una responsabilidad colectiva de la sociedad regional.
Esto implica repolitizar la sociedad y socializar la política, por lo que es necesario colocar
en primer lugar de la acción política y social la estrategema de negociación, que por esencia
la lógica de la acción política y de la acción democrática. Es necesario crear mecanismos
permanentes de concertación de las políticas públicas, que junto con el Congreso refleje
adecuadamente la realidad social y política del país, que sea por excelencia el espacio de la
toma de decisiones.
Construir la gobernabilidad para la Colombia de final de siglo implica considerar a todos
los actores relevantes y su poder relativo, y hacer compatibles éstos con la representación
en el proceso electoral democrático, es decir, el de las mayorías. No se puede pensar en una
gobernabilidad democrática excluyendo a grupos importantes de la sociedad.