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Colección Biblioteca Chilena

RAMAL
CYNTHIA RIMSKY

RAMAL
Distribución mundial para lengua española

Primera edición, FCE Chile, mayo 2011


Primera reimpresión, FCE Chile, agosto 2011

- Rimsky, Cynthia
Ramal
Chile: FCE, 2011
163p.: 16.5 x 23 cm (Colección Biblioteca Chilena)
ISBN 978-956-289-090-8

© Cynthia Rimsky

© Fondo de Cultura Económica


Av. Picacho Ajusco 227; Colonia Bosques del Pedregal;
14200 México, D.F.

© Fondo de Cultura Económica Chile S.A.


Paseo Bulnes 152, Santiago, Chile

Registro de Propiedad Intelectual Nº 202915


ISBN 978-956-289-090-8

Coordinación editorial: Fondo ´de Cultura Económica Chile S.A.


Dirección de arte: Andrea Goic ´
Edición de imágenes: Andrea Goic
Diseño de colección: Ajícolor
Diagramación: www.maquinadecomunicar.cl
Fotografías: Lucas Rimsky, Nadia Prado, Cynthia Rimsky

Este libro contó con la beca de creación literaria del Consejo Nacional del Libro y la Lectura 2008.

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra –incluido el diseño tipográfico y de portada–, sea
cual fuera el medio, electrónico o mecánico, sin el consentimiento por escrito de los editores.

Impreso en Chile - Printed in Chile


Índice

Vuelta 15

Primera vuelta 27

Segunda vuelta 53

Tercera vuelta 81

Cuarta vuelta 93

Quinta vuelta 111

Sexta vuelta 131

Vuelta atrás 157


Habito un nombre con cuatro paredes. Podéis
abatirme, pero ¿qué haréis con las piedras de mi
morada derrumbadas a vuestros pies? (Edmond Jabés)

a Bruno, Cecilia y Vicente

¡Dios mío! he llegado a tu casa y me


he resistido.
¿Dónde la casa que tú despertaste en
mí mismo? En nada se iguala a esta otra.
Un oculto dolor sobreviene al destruir lo que había
soñado, extinguir la luz encendida y borrar los distintos
contornos que había construido (Pedro Prado)

a Marta Hansen, lectora incansable


BUSCARRIL TALCA - CONSTITUCIÓN
Recorrido: 80 km
Tiempo: 3 horas
Estaciones: 11
Ancho de vía: 1 metro
Procedencia: Alemania - continente europeo
Constructor: Ferrostal
Año de fabricación: 1961
Tracción: Diesel
Clase única: económica
Unidades en servicio: 3 buscarriles
Unidades fuera de servicio: 2 (al parecer)
Velocidad máxima: 60 km/h
Baño: en el primer coche con inodoro y lavamanos
Motor: 1 motor Diesel de 180 HP
Capacidad: 80 asientos
Frenos: neumáticos
Composición: 2 coches (motriz más remolque)
Longitud total: 25,5 m
Peso total: 30,3 ton
Vuelta
El madero aguarda en la esquina del cuarto a que él lo coja. Es el único
cuarto que tiene ventanas a la calle; tres largas y angostas ventanas que ori-
ginalmente tuvieron vitrales, y cuatro lucernas demasiado altas de alcanzar
con la mano y que jamás vio abiertas. No las abrió Arnoldo Bórquez, su
abuelo; no las abrió Salomón Bórquez, su padre; no las tocó él. Con las
celosías fue distinto. Tras la muerte del abuelo, su padre continuó dejando
pasar la luz que despedía al atardecer, cuando la oscuridad se zampaba el
sillón dental, el asiento de dos cuerpos, la cámara para esterilizar el ins-
trumental, los cajones negros con las fichas de los pacientes, las facturas
pagadas a distintas compañías que su padre se negaba a botar para que un
día no faltara un papel y por esa falta le arrebataran su casa.
Todas las viviendas del barrio Mapocho tienen lucernas en lo alto. El
abuelo debió comprar el madero en un comercio de avenida Independen-
cia o lo mandó a fabricar a un artesano quien, en un extremo del listón,
hundió un clavo que se usaba para coger el gancho de la celosía e insertarlo
en el anillo de la lucerna. En esa época, él tenía cuatro o cinco años y creía
que sólo existía la casa en la que vivían ellos tres. A pesar de que su padre
se despedía de su madre y de él cada mañana, nunca imaginó que se dirigía
a otra casa. Las tardes, en las que su madre se compadecía de la distancia
que debía atravesar su esposo desde la consulta dental en la ex Estación
Mapocho hasta el barrio alto de Santiago, donde vivían los tres en una casa
DFL 2, pasaba a buscarlo en su automóvil. A la madre no le gustaba el ba-
rrio donde Salomón tenía su consulta. Si bien sus padres también llegaron
a Santiago desde la provincia, no soportaba la nostalgia que se precipitaba
sobre ella al doblar hacia la calle Maruri y, aunque hubiese preferido man-
tener a su hijo apartado de aquel barrio, lo llevaba como acompañante. Así
fue como él conoció la Estación Mapocho.
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La primera vez que su padre le permitió coger el madero, le fue impo-


sible equilibrarlo y más difícil todavía dirigirlo con pericia hacia la lucerna.
Desconoce cómo se habrá comportado el madero al desaparecer de Maruri
el abuelo Arnoldo. Al morir su padre, el madero no volvió a titubear en
sus manos. El nacimiento de su primer hijo lo llevó a pensar que un día
él también querría abrir y cerrar las lucernas con el madero, pero a su hijo
le disgusta la habitación que sirvió de consulta dental a Salomón Bórquez
y de taller a él. Si no existiera el dictamen del Tribunal de Familia que lo
obliga a dejar la casa de su madre, con la que vive en Talca, para visitarlo a
él dos veces al mes, durante tres días en la casa de Maruri, su hijo se hubiese
mantenido alejado de la estación de trenes y de lo que allí ocurrió.
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De los diez ramales que la Empresa de Ferrocarriles del Estado alcanzó


a construir en el país, el ramal Talca/Constitución del que huyó su abuelo
es el único que aún circula, y si no lo han sustituido por un camino se
debe a que no es posible salvar las montañas de otra forma. Ni siquiera las
señales telefónicas alcanzan a pasar. De las once estaciones y doce parade-
ros originales, en el mapa aparecen cuatro. Desconoce si las demás están
funcionando, si alrededor de ellas existe un pueblo o sólo un paradero en
la vía. Colín puede haber desaparecido.
Fue una coincidencia enterarse de que el Servicio Nacional de Turismo
buscaba a un profesional de la zona para encargarle un proyecto turístico
que salvara al ramal. Él acudió a la entrevista con el convencimiento de que
lo descalificarían cuando reconociera que nunca había viajado en el busca-
rril. “Si su abuelo nació allá, lo lleva en la sangre. Espero que entienda la
importancia de este proyecto. Será el primero de muchos que transforma-
rán lugares aislados como el ramal en destinos turísticos ecológicos”, dijo el
funcionario en la única reunión a la que fue convocado. Habló en plural,
pero en la oficina no había nadie más.
A las cinco de la tarde coge el madero con el que su padre y su abuelo
mantuvieron reunidas la luz y la oscuridad, y celosía por celosía despide a
la luz. Cierra la puerta y guarda la llave en el paragüero que está al otro lado
del pasillo. Cierra la mampara, asegura las dos hojas de la puerta principal
con la tranca, saca la cadena y el candado que guarda en el hueco del ladri-
llo que falta en el muro, echa doble llave a la puerta principal y con la ca-
dena enlaza las manijas de bronce. A las nueve de la noche está en Talca.
“–¿Alguien sabe si se restituyo el servicio del ramal? Ayudante.1
–Se encuentra funcionando, mi estimado, por motivos de seguridad el
paso por el km 45.500 se hace sin gente. Atte. Erik.
–¿Cuánto tiene que caminar la gente?
–Es algo de 100-120 metros… entre los andenes provisorios que hay
en el sector.
La idea es que si se cae el tren... sólo sea con el chofer y que ningun
pasajero salga herido. Bastante tercermundista aquella circunstancia, pero
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sera asi hasta que se pongan con las lucas. Frente al ultimo punto sucede
que hubo acuerdos de cooperación en el tema, pero ahora hay algunos
ilustres que estan desconociendo dichos acuerdos, es debido a esto que la
reparacion ha sufrido demoras. Encuentro que es una falta de respeto para
con la gente de la zona. Atte Erik.
–Ok, muchas gracias por la información. Saludos. Aún tenemos trenes
ciudadanos... Por ultimo ponganles chalecos salvavidas a los maquinistas.
–Shusha.... k penca pa los maquinistas… es onda si pasa algo se mueren
uds nomas, tranquilos. Pero es muy positivo el que este funcionando el
ramal, en cuanto supe me alegre mucho. bien bien. Saludos.
–Se podria hacer la analogia con los capitanes de barco… los maquinis-
tas siempre se hunden (metaforica o literalmente) con su tren. Etelvino.
–“Todos los problemas economicos del porvenir de Chile estan ligados
a la construcción de nuevas vias ferreas” (José Manuel Balmaceda, 26 de
octubre de 1890).
–Calculen que el dia antes que se viniera abajo el terraplen, yo estaba
sacando fotos, y se autorizo la pasada, y se acerco el chofer de uno de los
buscarriles, y me dijo “tomame una foto pa cuando me valla cayendo”…
yo nica hubiese pasado ese día… me habría negado.
–Uah, la cago tu experiencia, Erik…
–Medio peligroso ser maquinista del ramal entonces…
–Pero que onda? Tan mala esta la via… Chuuu! Saludos.
–Socito… no es que sea peligroso ser maquinista del ramal, solo
sucede que en la mitad del trayecto hay un punto critico, que precisa
de una reparacion urgente, ya que el estado del terreno en ese sector no
cumple con estandares de seguridad ni para que circule una carreta.
Ademas, a diferencia de la via central, por la fisonomia del terreno, estan
expuestos a derrumbes durante todo el año, pero con mayor frecuencia
en invierno. Cuando sucede esto todos los monos bailan, maquinista,
conductor, billetero, y algún pasajero paleteado… a tierra a tirar pala.
Es esto y otras cosas mas lo que hacen del buscarril un tren diferente.
Saludos. Erik.”
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A las diez de la noche sale del hostal para comprar una cerveza fría.
Ante un boliche de sándwiches al paso, una mujer observa desconfiada
a dos adolescentes que están en la vereda sin hacer nada. Un recolector
de cartones que pasa en un triciclo la insta a denunciarlos a carabineros.
La mujer marca un número en su celular. El que viene de afuera sigue
adelante, ignora lo que ocurrió y no le compete saber lo que puede ocurrir.
Tras una vuelta a la manzana cuenta a cuatro jóvenes que beben cerveza de
una botella de un litro en un solo vaso, a dos mujeres tiesas y sin habla que
empujan rutinariamente la pelvis contra una vieja máquina de videojuegos,
a un matrimonio de mediana edad que espera en silencio a que la heladera
termine de conversar para pedir el sabor que no tienen en casa, a un niño
de la edad de su único hijo que pide monedas con la mano fuera de la
frazada que lo envuelve; en sus dedos sostiene un cordel, del cordel cuelga
una llave.
Al volver al hostal se encuentra con que el dueño de la pensión lo aguar-
da en la vereda. Aunque le pesa haberlo preocupado, siente alivio de no
haber errado cuando, al reconocer a la ausencia que creyó haber dejado
con llave en la casa de Maruri, apuró el paso. La presencia del dueño en la
puerta del hostal confirma que su temor a la oscuridad fue razonable. Lo
extraño es que, en vez de invitarlo a pasar para que beba la cerveza fría que
compró en el centro, lo retiene en la vereda. El temor que el dueño necesita
contarle no es provocado por los ladrones que actúan en la oscuridad. El
dueño del hostal vacila ante un crédito bancario con el que podrá comprar
una casa con el doble de cuartos que esta. Siendo un plan cuidadosamente
afianzado en la realidad, falta un escalón que deberá saltar. Es ante ese
intervalo que el dueño del hostal, de profesión técnico en turismo, en la
práctica vendedor y en el clímax de su carrera supervisor, duda, y es de esa
oscilación que necesita dar cuenta. El de afuera se pregunta por qué lo es-
cogió a él si sólo se han visto una vez. Podría no preguntarse por el origen
de la confianza del dueño del hostal, pero, desconfiado como es, eso le
resulta imposible. El dueño tampoco parece un hombre confiado. Al llegar
lo instó con amable firmeza a registrar sus datos. El único conocimiento
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que el dueño posee del huésped se encuentra en aquel libro. Molesto por
su insistencia, en la columna asignada a la profesión, se le ocurrió colocar
“proyectista”. Al dueño del hostal la habilidad para hacer proyectos le ins-
pira confianza o le da confianza que él venga de afuera, y es ese afuera lo
que está buscando cuando le expone su temblor y la cerveza se entibia.
Los pasajeros que viajarán en el buscarril de las siete y treinta de la
mañana esperan a un costado de la estación de Talca, separados de los
pasajeros que abordarán el tren rápido, en un paradero que podría servir
para aguardar un bus provincial, esperan ellos a que los dos vagones del
buscarril se ubiquen en la trocha angosta que nace a los pies de un muro
ciego. El que viene de afuera juega a descubrir las diferencias entre los pasa-
jeros que viajarán en el buscarril y los que esperan el rápido. Los que van al
ramal traen paquetes, bolsas, carretillas, materiales para la construcción…
Como si fuera pecado ir con las manos vacías, viajan con las manos llenas.
Estando Talca a hora y media de Toconey (los que viven más lejos hacen
sus compras en Constitución), cada vez que los pasajeros llegan a la ciudad,
sienten la necesidad de llevarse algo. El único control lo pone la Empresa
de Ferrocarriles que cobra pasaje también a las cosas.
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El sosiego se triza apenas comienza la parte mecánica; un empleado pasa


la manguera a otro que está sobre el techo. Tras cargar el depósito de agua
del baño, el empleado arroja la manguera al suelo. El otro no la enrolla ni
la deja en el lugar donde la encontró, pero cuando los caminantes le pi-
den agua, les pasa la manguera para que humedezcan sus cabellos o beban.
Los caminantes recorren las estaciones en busca de trabajo temporal. Se les
reconoce porque en sus hatillos asoma una frazada. Alguna vez, entre los
paquetes surge una mochila o la maleta de un turista que cruzó la vía ancha
para seguir por la trocha angosta.
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Los empleados interrumpen su descanso para observar a una pareja


mayor de extranjeros que intenta subir dos maletas con ruedas al vagón –la
distancia entre el andén y el primer escalón supera los cincuenta centíme-
tros. La pareja levanta dificultosamente las maletas hasta el piso del vagón
y titánicamente hasta el portaequipajes ubicado sobre sus cabezas. Bajan al
andén y miran a su alrededor. La mujer sube al segundo vagón y descubre
que los asientos son más cómodos que en el primero, pero el pensamiento
de que durante el trayecto alguien podría robarles las maletas los lleva a vol-
ver al primer vagón, bajar las maletas del portaequipajes y del vagón, para
subirlas al segundo carro y al portamaletas. Los empleados del buscarril se
dan cuenta de que el que viene de afuera tampoco es capaz de aguantar la
carcajada ante la absurda condición de los extranjeros, y las próximas veces
que lo vean subir al tren lo saludarán como a uno de los suyos.
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Primera vuelta
Colín. El tren sigue de largo. Un árbol más alto que los otros.
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La línea férrea deja atrás la confluencia de los ríos Maule, Claro y Lon-
comilla. El tren pasa del encajonamiento de la cordillera al despliegue de
los valles y vuelve a pegarse a los cerros, siempre junto al Claro. Si decide
bajar en una estación, tendrá que aguardar nueve horas a que venga el si-
guiente tren. Si de este segundo tren también quisiera bajar, deberá pasar la
noche en la estación y abordar el de la mañana. No tiene sentido volver a
Talca o seguir hasta Constitución, contaminada por la planta de celulosa.
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La orden de cerrar la estación de Curtiduría debió tardar años en llegar.


Sólo en el extremo más alejado de la casa hay una maceta con un gomero
cuya rama más alta se encorvó al topar con el techo. La misma persona que
dejó allí el gomero dispuso un choapino para sacudirse la tierra de los za-
patos. Excepto el choapino, lo demás es tierra. Abre la puerta una niña, las
trenzas que le tejieron de mañana siguen caminos distintos, una la impulsa
a dejar al extraño afuera y la otra a correr por el pasillo. Las tablas del piso
se quejan de ida y de vuelta. Una blanca estela anuncia a la dueña de casa
que viene con los dedos en alto. En lo que tarda en llegar, el que viene de
afuera aprovecha de mirar hacia el interior: los muebles corresponden a
una vivienda particular, la del jefe de estación, su esposa y su hija.
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“Me pilla con las manos en la masa”, exclama la esposa agitando sus de-
dos enharinados. Si a las ocho y media de la mañana está cocinando, deben
almorzar al mediodía. La mañana ha de pasar más lenta que la tarde y, para
acortarla, el jefe de estación almuerza temprano, después toma una siesta.
Según el horario de la boletería en Talca, el primer tren de la tarde pasa por
Curtiduría a las cinco y cuarenta y dos minutos. El jefe de estación debe
llegar a la oficina a las cinco. Antes necesitará sacarse del cuerpo el sueño,
lavar su cara, escobillar la chaqueta y vigilar que los codos no brillen. Hoy
él fue el único pasajero que descendió del tren, el resto de la semana deben
venir lugareños con los que el jefe de Curtiduría abrevia el tiempo que des-
pliega el primer tren de la tarde y clausura el de las seis y treinta. A esa hora
frota por última vez la suela de sus zapatos contra las cerdas del choapino,
que la esposa desplegó ante la puerta para impedir que la tierra entre a la
casa junto con él, y no vuelve a poner los pies hasta la mañana siguiente.
“No, si mi marido no tiene nada que ver con el tren” –declara la es-
posa–. “Si nosotros sólo arrendamos la casa al ferrocarril para vivir.” Su
suspiro sopla la imagen que el de afuera se había formado de la sobremesa,
con un mantel largo bordado y el jefe de estación acariciando su barba,
mientras la hija mayor lee un cuento ruso en voz alta a la hermana pequeña
que escucha con las manos pegadas al rostro.
Su biblioteca en la casa de Maruri está llena de cuentos rusos que el de
afuera compra a precio de huevo en los mercados y que, de regreso a casa, se
afana en reparar con materiales que recoge en la calle. A los que han perdi-
do su portada, les fabrica otra con imágenes recortadas de revistas de papel
couché. Si algún cuento está incompleto, busca un símil al que le arranca las
páginas faltantes y sobre la tapa hechiza manuscribe el título y el autor. No
es que sienta una afición enfermiza por los autores rusos de primera mitad
de siglo, es su mirada la que arregló entenderse con ellos a su espalda, y en
cualquier pila que duerman, los despierta. Las dedicatorias manuscritas en
las primeras páginas le hacen pensar que fueron legados de padres a hijos, a
hermanos, nietos o amigos estimados por la familia. En un traspaso cayeron
en desgracia ante un libro nuevo y los rusos, que pasaban su jubilación en
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una acogedora biblioteca, fueron echados a circular. Cada vez que se los
encuentra, no puede evitar darles albergue. Algunos han sido tan usados o
maltratados que se deshacen en sus dedos; otros dan asco, en la intemperie
se han contagiado hongos, musgo, basura. Al ponerlos en su biblioteca,
imagina la mano que sustrajo El Capote, La nariz, La pulga de acero, La
muerte de Iván Ilich, El sueño de un hombre ridículo…, el momento en que
el hijo, el nieto o el amigo ejemplar reemplazaron la duda por la certeza. ¿Y
si el matrimonio que arrienda la estación da hospedaje a un ruso? La arren-
dataria esparce sus dudas junto con la harina. “Si usted no fue el único que
bajó en el pueblo, si este no es el pueblo, el pueblo está más abajo y la gente
hace parar el tren allá mismo.” Fue el choapino, el gomero, el anhelo de la
arrendataria de que su casa no quede fuera del camino, como ocurrió con la
estación donde está obligada a vivir, lo que dio origen a su falsa impresión.
“No, si me levanté temprano para hacer una torta porque espero visitas”,
agrega, como si no fuera suficiente humillación.
El que viene de afuera pide a la arrendataria que le permita dejar en su
casa el bolso. Ignora si se quedará a pasar la noche o partirá en el tren de
la tarde. Los sillones de crea floreada se ven tan mullidos que preferiría ser
él quien se quedara en vez del bolso. Cuando las visitas pasen al comedor,
querrán saber si la arrendataria se dispone a viajar en tren, ella les hará ver
que el bolso pertenece a alguien de afuera.
A lo largo del camino, las casas lucen vacías o cerradas. Perezosos racimos
de uva cuelgan de las tapias. Prueba los granos rosados, verdes, amarillos,
negros… Habiendo perdido la noción del tiempo, detiene al conductor de
un destartalado jeep para preguntarle dónde está el pueblo. El conductor
no entiende su pregunta; resulta extraño, por cuanto aquí también se habla
español, a excepción de algunos términos y un cantito que llevan cosido a
la lengua. Prueba con un hombre que en la orilla del camino carga cajones
con uvas en una camioneta. Le pregunta dónde está el pueblo, el viticultor
contesta que el pueblo es lo que dejó atrás.
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En vez de volver al pueblo que pasó de largo, decide seguir hacia una
colina desde la que se debe contemplar el pueblo y el río que dejó de ver
al bajar del tren. El viticultor alza un nuevo cajón de uvas. Al encontrar la
camioneta repleta, lo deja en el suelo y sube a ordenar los demás. Conven-
cido de que el hombre no desea informarle el camino hacia la colina, el que
viene de afuera sigue adelante. Habiendo hecho espacio a los cajones que
estaban en el suelo, el viticultor hace espacio a la pregunta del forastero. Al
que viene de afuera le asombra descubrir que el otro está pensando. Intenta
recordar si alguna vez sorprendió a alguien pensando en la capital, y no
recuerda. Viviendo aquí todos los días, el viticultor nunca encontró a un
desconocido que le preguntara por el camino a la colina.
El que viene de afuera contempla el tiempo que el viticultor se toma
para pensar. En la pausa aparecen los lugareños a quienes dejó con los
pensamientos hechos, mientras, apremiado por el tiempo, creía que no
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deseaban contestarle dónde estaba el pueblo y ellos no entendían su pre-


gunta. Una descortesía la suya, piensa, cuando un campo sembrado de
piedras lo distrae. Desde el tren pensó que las piedras afloraban al arar la
tierra, lo extraño es que fueran todas iguales. Cuando las tiene al frente,
descubre que es una plantación de melones. El viticultor mencionó que a
continuación del puente encontraría el camino hacia la colina y, para situar
al de afuera, mencionó el nombre del sector. Creyendo que el nombre de
la estación bastaría, no lo retuvo. Ahora que cae en cuenta del error que
cometió al pasar por alto el nombre, es demasiado tarde. Deberá encontrar
el puente sin su ayuda. Divisa una barrera de cinco árboles, únicamente ve
sus copas, los troncos están tapados por las parras. ¿Quién habrá tomado
la decisión de plantar cinco árboles para que al cabo de cincuenta años
detengan el viento?
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A la entrada del puente, el que viene de afuera encuentra el nombre que


no memorizó. El camino se dirige al siguiente pueblo, la colina está hacia el
río. La otra posibilidad es un sendero que parece regresar del otro lado de
la quebrada y que lo deposita ante una cancha de fútbol. Para comprobar
si el camino continúa después de la cancha, tendría que atravesarla. Mira
hacia arriba. El sol le responde inclemente.
Desde el otro lado se aproxima una mujer con una carretilla. El que
viene de afuera se refugia bajo un espino. La mujer agarra fuerzas y cruza la
tierra baldía. De este lado se detiene a sobarse las manos. Todavía le queda
un montículo que remontar antes de llegar al puente; empuña las manijas
de la carretilla y comienza a subir. El que viene de afuera sale a su encuen-
tro, la mujer no está dispuesta a detenerse, pero él insiste. La mujer deja
la carretilla colmada de uva recién cortada en el suelo. “Sí” –dice–, “por la
cancha de fútbol se llega a la casa de la palmera.” Junto con el orgullo que
le produce haber adivinado la ruta, le avergüenza la pereza que lo indujo
a permanecer en la sombra mientras la mujer espera al sol. Los racimos
de uva negra exudan un líquido pegajoso que atrae a las abejas y que le
despierta un deseo irrefrenable de probarlos. Sin pensarlo dos veces, le
pregunta si puede coger un racimo. La mujer se echa hacia atrás. Su lengua
ya presiente el dulzor de los granos cuando se encuentra con los ojos de la
mujer y su sangre se enfría. Demasiado tarde para devolver la uva que robó
ante los ojos sorprendidos de su dueña, farfulla confusos elogios: jamás ha
comido uva más dulce, grande, oscura. Devora los granos queriendo mos-
trar que fue su deseo el descortés.
Cualquiera que posea conocimientos elementales de física sabe que la
mujer deberá imprimir una fuerza extra para sacar la carretilla del reposo.
Sus pies vacilan y la carretilla por poco se vuelca. El que viene de afuera
deja atrás el nombre, el puente, la cancha, la mujer, las uvas. Busca los ár-
boles plantados por el visionario que quiso combatir el viento y descubre
que crecen en lugares disímiles.
El arraigo fue ilusión suya.
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El alto muro que rodea la casa de la palmera en lo alto de la colina,


impide ver el pueblo y el río. La posibilidad de convencer al administrador
para que le permita alojar en la casa desde la que se ve el pueblo y el río,
mientras trabaja en el proyecto que convertirá al pueblo y el río en una
atracción turística, lo decidió a venir aquí en vez de regresar al pueblo.
En el trayecto se convenció de que al administrador le convendría arren-
darle un cuarto. Si los propietarios de la casona viven en Talca, no tendrán
que enterarse y el administrador ganará un dinero extra, pensó mientras
subía. Ahora que está allí, nadie sale a ver al que espera junto al muro. El
que viene de afuera tampoco llama. Habiendo viajado desde Santiago cua-
tro horas en bus hasta Talca y una hora en tren hasta Curtiduría, ha llegado
a la casa de la que partió hace cuatro horas, una noche y una hora.
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La historia de la casa de Maruri se la contó su padre, o eso le pareció,


que Salomón contaba regularmente la muerte por leucemia de su hermano
mayor, la muerte por diabetes de la abuela Emilia y la muerte sin explica-
ción del abuelo Arnoldo. A los treinta y ocho años –la edad que el de afuera
tiene ahora– su padre se encontró en el umbral de una estación por la que
ya no circulaban trenes. En los cuartos de Maruri fue anidando la ausencia,
un ladrón forzó la cerradura y entró a robar. Su padre compró una gruesa
cadena y un candado para impedir que se la llevaran.
El que viene de afuera conoce la historia de la consulta dental de su padre
en casa de los abuelos. Salomón contaba regularmente el regreso de su fiesta
de graduación. Revoloteando en sueños, se encontró con que Emilia había
transformado la habitación que daba a la calle, donde estaba la máquina de
coser con la que confeccionaba la ropa de la familia, de las camas y las cor-
tinas, en una consulta dental. En el lapso en que el padre atendía pacientes,
el living devenía en sala de espera. A las siete de la tarde, guardaba la llave de
la consulta en el cajón del paragüero y Emilia retiraba las gastadas revistas
de la mesa de centro. Al morir ella, las revistas permanecieron en la sala de
espera.
Su padre hubiese permanecido toda su vida, como el abuelo, junto a la Esta-
ción Mapocho, si la dote de su esposa no hubiese incluido un pie para comprar
una casa DFL 2 a treinta años plazo en el barrio alto. Desde el principio la
esposa insistió en que Salomón debía cerrar la consulta dental de Maruri para
abrir una en el barrio alto, tal como sus colegas. Mientras el abuelo estuvo con
vida, su padre logró postergar el imperativo de abrir una consulta en el barrio
alto: atender pacientes en la casa de Maruri le permitía cuidar personalmente
al viejo y ahorrarse una asistenta. La mención de que habría un ahorro satisfizo
a su esposa hasta que Arnoldo murió. Concluidos los treinta días de duelo, ella
volvió a insistir. Eso fue un domingo. El lunes por la mañana su padre se dirigió
a Maruri. Abrió la puerta principal, fijó una de las hojas en el muro para evitar
que el viento la cerrara, desplazó la tranca para sujetar la otra, escondió la cadena
y el candado en el hueco del ladrillo, abrió la mampara y, con la llave que guar-
daba en el cajón del paragüero, abrió la consulta.
CYNTHIA RIMSKY | 41

Con el paso de los años, la parte no habitada de la casa comenzó a urgir


reparaciones. Los gastos iban en detrimento de un salario devaluado en
relación a la consulta en el barrio alto por la que su padre no se decidía.
Nuevamente, la mención del ahorro hizo que su esposa se encargara per-
sonalmente de arrendar la parte de atrás a un zapatero que atendía en el
barrio. La mujer del zapatero regalaba al dentista el agua caliente donde él
dejaba caer la bolsa de té, mientras deliberaba sobre el paso que su esposa,
sus amigos y colegas esperaban que diera y él postergaba.
El que viene de afuera abandona la casa de la palmera sin haber visto el
pueblo ni el río. Camina por la línea del tren hasta el lugar donde se bajan
los pasajeros que van al pueblo.
42 | RAMAL

Por el pueblo pasa.


CYNTHIA RIMSKY | 43

En la Estación del Poeta lo recibe una oscura multitud. La joven pasaje-


ra, que llevó todo el viaje un arreglo floral sobre sus rodillas, baja junto a su
esposo y sus dos pequeños hijos. Sostiene el arreglo como si fuese un niño o
un animal de leche, un niño mustio y sin color. Debido a la hora temprana
en la que el tren parte de Talca, debió comprar las flores la tarde anterior.
El que viene de afuera supo por su hijo que hoy la temperatura llegaría a
los 38 grados. Es el tipo de información que le proporciona su hijo cuando
él lo llama por teléfono. La noche que alojó en Talca confió en que accede-
ría a acompañarlo a dar una vuelta por el ramal, pero al hijo no le interesa
conocer el lugar donde nació su bisabuelo Arnoldo, tampoco reunirse con
el padre la noche que aloja en Talca. Sí le proporciona la temperatura de
los días venideros.
Para que la joven hubiese visto las flores frescas, el florista debió tener el
ramo todo el día en agua, por la noche el agua se evaporó y las flores lucen
mustias. ¿Por qué la joven las trata como si suspiraran? Duda que haya visto
alguna vez La pasajera en el Museo de Bellas Artes de Santiago. ¿Cómo se ex-
plica entonces que las poses sean similares? ¿Pintó Camilo Mori en su esposa
a todas las pasajeras y no es necesario llevar un pañuelo al cuello, un libro
ni guantes para sentirse personaje de un tren? Arriba del vagón, el esposo le
hizo notar que los pétalos desfallecían. “Vaya trabajo” –pareció comentar ella
mientras recogía los pétalos del suelo con su mano sin guante. Si fuera sába-
do o domingo sería natural pensar que la joven viene a visitar a un familiar,
pero es lunes y para ser lunes en el andén hay demasiados pasajeros.
En internet leyó sobre un alojamiento con vista al río que ofrece comi-
da típica. “Los viejos lugareños hablarán del Poeta o del señor de capa y es-
pada que se vio envuelto en un proceso judicial por hacer lo que la justicia
establecida no hacía: defender a un grupo de campesinos que eran humi-
llados por un dirigente político. Ante dicha situación, el Poeta disparó un
balazo a la persona para amedrentarla. El Poeta estuvo un breve tiempo en
prisión. Los trabajadores le amaban.” El relato considera que el hecho de
que un poeta haya habitado este lugar es motivo suficiente para que los de
afuera hagan aquí una pausa, que en su caso se extenderá por una noche.
44 | RAMAL

La Estación del Poeta es la única en la que se cruzan los trenes que van
a la costa y a la ciudad. Las locomotoras permanecen con los motores en-
cendidos durante diez minutos. La joven pasajera ha encontrado asiento
entre dos mujeres de negro que sostienen frondosas calas recién cortadas.
El arreglo de flores que lleva sobre sus rodillas luce más apagado que en el
tren. Se cansan las mustias en sus brazos.
Al marcharse los trenes y los pasajeros, el jefe de estación cierra la puerta
de su oficina por dentro. El punteo de sus tacos anuncia un camino inte-
rior que conduce hacia la parte de atrás de la casa, donde debe vivir con
una hija y una esposa que no amasa pan. En el andén quedan dos ancianos
que, como pájaros, parecen llevar años empolvándose en el asiento las dos
veces al día que se cruzan los trenes.
CYNTHIA RIMSKY | 45

Mientras Salomón permaneció soltero se desplazó diariamente, excepto


sábados y domingos, entre el sueño en el dormitorio de atrás y la realidad
de la consulta dental con ventana a la calle. Después de casarse, se desplazó
entre la casa DFL 2 del barrio alto, el consultorio de salud pública en calle
Andes y la consulta dental en Maruri. Las modificaciones en la rutina del
padre comenzaron después de que Emilia murió. Había días en que el
abuelo Arnoldo no salía de la cama. Después de abrir la puerta principal,
la mampara y la consulta, Salomón pasaba a la parte de atrás de la casa y
levantaba al abuelo, lo sentaba en el asiento de madera de dos cuerpos y
volvía a la consulta a esperar pacientes.
46 | RAMAL

En la casa del barrio alto su esposa intentaba convencerlo de que no po-


día continuar atendiendo en Maruri: los obreros ganaban sueldos humildes
y si eran despedidos olvidaban la deuda con el dentista. El sueldo del padre
alcanzaba a costear la vida que llevaba con su familia en el DFL 2, pero
su esposa no dejaba de enrostrarle en público y en privado que había una
diferencia entre alcanzar a vivir con la consulta de Maruri y vivir con una
consulta en el barrio alto.
La impresión de que su padre estaba fuera de lugar en la casa DFL 2 y en
Maruri, señalado con persistencia por su esposa, colegas y amigos, atormen-
taba al que viene de afuera. En secreto urgía a su padre para que aceptara el
imperativo de entrar a la ciudad que Arnoldo dejó inconcluso al quedarse
para siempre en la estación. Por la noche le sobrevenía la angustia de que
su muda súplica convenciera a Salomón de dar el paso que lo hacía vacilar.
Nada de esto sabía su padre en aquellas extensas tardes en las que se ponía
a disposición de un llamado que postergaba mientras, en la parte de atrás
de la casa, la familia del zapatero ocupaba el dormitorio en el que, antes de
graduarse como dentista, imaginó tener una consulta en el barrio alto, por
la que no se decidía.
Los pájaros sentados en el andén indican al que viene de afuera que el
cuarto con vista al río está en el almacén de más arriba, pasando el árbol. La
vista son los animales de peluche que la hija de la posadera dejó tras ella al
emigrar a Talca. En la terraza del almacén encuentra nuevamente a los luga-
reños que se empolvaban en el andén. Los pájaros no hablan. Bajo las ramas
se entibian. La comida típica deviene en una sopa instantánea, arreglada
con huevo batido y perejil, igual a como la arreglaba su madre y arregla él
para su hijo en Maruri, y un trozo de lisa2 a la cacerola con arroz, ají y pan
para rebañar el jugo. En los minutos finales aparecen los dos pájaros que
descansaban en el andén y en la terraza, despliegan las sillas como ramas,
no beben ni dicen, viene un tercero que resulta ser el marido de la posadera
y sólo por cortesía responde al saludo del de afuera. La posadera se asila en
la rama más alta. Los viejos pueden estar mirando el noticiero como no. La
posadera relata al que viene de afuera el día que volaron sus hijos, los hijos
CYNTHIA RIMSKY | 47

de los vecinos, los vecinos, los hijos de los parientes, los parientes… Los
ancianos como si lloviera. La posadera cuenta la partida de los robles, los
lingues, los campos de trigo, los molinos, las siembras de porotos, el agua…
Los ancianos en las ramas no se sabe si escuchan. La casa del poeta González
Bastías, las viñas, su defensa de los campesinos. La única que vino en el tren
fue una señorita de la oficina de turismo que aconsejó a la posadera capa-
citarse. En la capacitación le advirtieron que para recibir turistas en su casa
debía mejorar los cuartos y el baño. La posadera invirtió sus ahorros y el
dinero de un crédito que obtuvo con la tarjeta bancaria que les repartieron
gratuitamente en la capacitación. Hasta ahora los únicos que han venido
son los dos pájaros, y a ellos les dan igual los cuartos y el baño. “Vienen
todas las noches; a ese se le murió la mujer, a ese la mujer se le fue con otro
y ese es mi marido.” Cruza sus manos la posadera. A una señal inadvertida,
los viejos se bajan de las ramas y la posadera apila las sillas contra la pared.
48 | RAMAL

El reloj de la hija que emigró a Talca lo despierta a las seis de la mañana


para ir a la escuela que dejó de existir. Escucha movimiento de sillas en la
cocina. Al entrar, las ramas lucen vacías. Imaginó que esperaría con los dos
pájaros el cruce de los trenes, seguiría con ellos hasta que el jefe de estación
cerrara la puerta de la oficina por dentro y juntos subirían a las ramas. Sólo
un accidente impediría a los viejos bajar a la estación las dos veces al día que
se cruzan los trenes. Le gustaría preguntar al jefe de estación si los ha visto,
pero ignora sus nombres.
La perspectiva de pasar una segunda noche junto a los animales de pe-
luche de la hija de la posadera, lo motiva a regresar a Curtiduría. Mujeres y
niños continúan saliendo al jardín para saludar el paso del tren. Junto con
las plantas de tomates, las de ajíes, los cebollines, los porotos, las arvejas y
las lechugas, crecen las calas que estarán en sus velorios.
Un cartel pegado en la puerta del vagón, con las letras achuradas a
mano, de seguro por un amante de la caligrafía, anuncia una fiesta del vino
para las once de la mañana. A la una de la tarde, en el salón de eventos hay
una mesa ocupada por una familia que llegó en automóvil y otra por él,
que llegó en tren. Una abertura en el muro le hace ver que en la cocina se
vive una agitación que contradice la cantidad de comensales. La que hace
de mesera le pregunta si desea almorzar. Para no aumentar su decepción,
contesta que más tarde. “Tal vez quiera empezar con la entrada y más
tarde pide el segundo.” No está seguro si después tendrá apetito y prefiere
una empanada. Como no están listas, pide el chancho en piedra3 que la
mesera sugirió al comienzo. En la espera se dedica a observar los dos toma-
tes olvidados en el mesón. No ve ninguna piedra. Al parecer, las mujeres
compraron demasiados ingredientes; a la una de la tarde la comida no está
preparada y faltan los comensales. Si las discusiones entre las voluntarias
no llegan a las manos, se debe a la presencia de una enérgica joven de pelo
rizado y ojeras que nunca pierde su actitud.
A su mesa llega un pocillo blanco con trozos de tomate nadando en su
líquido. Parte el pan amasado y lo embebe en el chancho en piedra. An-
tes de coger un trozo, el pan se deshace y a su boca ingresa una sustancia
CYNTHIA RIMSKY | 49

reblandecida con sabor a ajo. No son los tomates de antes, la receta perdió
veracidad al ser traducida o, para bajar el costo, no los exprimieron. Llega
un hombre que dice representar al alcalde; le sirven chancho en piedra,
tortillas, cazuela de ave y ensalada a la chilena. El representante pide empa-
nadas. Faltando para que salgan del horno, sube a la camioneta municipal
y vuelve dos horas más tarde. El animador agradece por micrófono el apo-
yo del alcalde. Los agradecimientos los recibe el representante que come
tres empanadas, ríe con los disparos al aire del Potrillo de Santa Rita y se
va, sin pagar.
La calle que pasa por fuera del salón de eventos está repleta de gente
que, habiendo sido convocada por la fiesta, no considera necesario entrar
a la fiesta. A eso de las nueve de la noche unos pocos cruzan la puerta. Del
pasillo no pasan.
50 | RAMAL

En la cocina rematan el chancho en piedra, las empanadas, las tortillas.


Al que viene de afuera le entristece comprobar que el abatimiento hunde
los hombros de las organizadoras. La joven de pelo rizado ha metido su
actitud doblada en cuatro en el bolsillo del delantal manchado con el ají
de color de las empanadas que esperan en el mesón despertar el apetito de
los ausentes.
La mesera le cuenta que hace más de veinte años que no renovaban la
directiva de la junta de vecinos. Si organizaron la fiesta fue para celebrar
a la nueva presidenta, y señala a la joven con ojeras. Después de pagar al
Potrillo de Santa Rita, les quedan mil pesos. El encargado de la música toca
las últimas canciones románticas. Las organizadoras salen a bailar entre
ellas, con vergüenza se ríen y la risa las desvergüenza. La joven presidenta
de la junta de vecinos reclina la espalda contra una viga y deja a su nos-
talgia vagar más allá de su actitud. En el trayecto hacia la salida se inclina
a recoger las botellas vacías que los invitados que no pasaron del pasillo
dejaron caer. Como la señora que brinda alojamiento a los turistas está en
Talca, una de las organizadoras le ofrece con timidez su casa y en el piso del
cuarto deja una bacinica.
La casa de su anfitriona forma parte de una casona dividida en tres por
medio de tablas y cartones que llevan impresas las marcas dejadas por una
familia que pensó vivir allí eternamente. A la medianoche, el que viene de
afuera la escucha abrir la puerta para atender a los que necesitan comprar
un analgésico, un cigarro suelto, papel higiénico, una vela, fósforos. Cada
vez que la cierra, escucha caer las monedas al fondo del tarro de café, sus
pasos sobre el linóleo, los resortes de la cama ceder bajo su peso en el cuarto
que lleva las marcas de la familia que dejaron a la intemperie.
La primera vez en el día que Salomón entraba a su consulta, depositaba
sobre el escritorio su maletín con el periódico, alguna cuenta o letra próxi-
ma a vencer, y salía a almorzar. Atendía a partir de las tres y media de la tar-
de. Había días en que aparecía un paciente y días en que nadie traspasaba
la mampara. Por esa fecha partió el zapatero que arrendaba la parte de atrás
y el que viene de afuera expresó al padre su deseo de ocupar las habitacio-
CYNTHIA RIMSKY | 51

nes libres. Durante meses el padre postergó el deseo del hijo de mudarse
a Maruri. Cuando ese día llegó, el que viene de afuera emprendió algunas
mejoras destinadas a ganar confort en una vivienda construida según la
austera tradición del campo para la que el frío y la lluvia son naturales. La
única modificación que introdujo en la sala de espera fue un sillón floreado
de tres cuerpos que su madre sacó de la casa del barrio alto para dar cabida
a uno más moderno. Salomón trasladó a su consulta el antiguo asiento
de dos cuerpos que Emilia destinó a la sala de espera. Lo ubicó frente a la
puerta y de cara al espejo del paragüero que estaba en el pasillo.
Entre la consulta dental y el baño hay una habitación con una puerta-
ventana que accede a la sala de espera. Para ganar privacidad, el que viene
de afuera clausuró la puerta y destinó el cuarto a ocasionales huéspedes. El
único visitante que ocupó la cama del cuarto oscuro fue su padre. Entre
su arribo a la casa y el inicio de la atención dental, señalado en el horario
que colgaba en la fachada, dormía la siesta. Desde las habitaciones de atrás,
escuchaba el que viene de afuera los latidos de su padre en el cuarto oscuro.
Como no tenía posesiones propias, ocupó la loza, los vasos, las fuentes y
el servicio de sus abuelos. Eran los sonidos que llegaban al asiento de dos
cuerpos en el que permanecía Salomón todas las tardes, después de la siesta
en el cuarto oscuro, a la espera de un llamado que no se producía; los soni-
dos que luego transmitía a su esposa en la casa del barrio alto.
Durante los nueve años que compartió con su padre la casa de Maruri,
Salomón siguió postergando el imperativo de trasladar la consulta al barrio
alto. No teniendo por costumbre cerrar la puerta de la sala de atención,
cada vez que él entraba o salía de la casa, se encontraba ante el espejo del
paragüero con el reflejo de su padre recostado en el asiento; como no le
cabían las piernas, Salomón las encogía.
Segunda vuelta
Los textos que leyó acerca del ramal omiten la orilla del río por la que
no pasa el tren. Mientras de este lado las casas están ubicadas junto a la
línea, en la orilla opuesta no se distinguen casas, tal vez porque no hay lí-
nea. El tren se detiene en Pichamán. En la otra orilla hay un bote. El bote
hace nacer su deseo de cruzar. El vendedor de golosinas le informa que los
botes cruzan a este lado sólo para recoger a un familiar o vecino. “Si usted
quiere pasar, tendría que conocer a alguien.” –Y eleva el pescuezo–. “No
veo a nadie que viva al otro lado.”
Al que viene de afuera le parece que el lado sombrío por el que no pasa
el tren, la sinuosa playa de arena negra, los troncos varados por la crecida,
las colinas sembradas de trigo, los manchones oscuros de los bosques de
pinos, tienen un misterio que el lado iluminado por el sol, la playa, los
troncos, las colinas, los bosques, no tiene.
De lo que leyó sobre el ramal, nada ha visto. “La generosidad de sus
cultivos de tomates”, “pueblos llenos de tradiciones”, “personajes que ama-
blemente saludan a los turistas que llegan para disfrutar de la calidez del
paisaje.” ¿Será que los personajes dejaron de saludar o él no está disfrutan-
do de la calidez del paisaje? “Pudiendo visualizarse desde el tren en movi-
miento a lugareños montando caballos a pelo o a deportistas practicando
canotaje…” Definitivamente algo se le esconde. ¿Y si se encuentra al otro
lado del río?, piensa. Por más que ausculta a los pasajeros, nada indica si
viven en esta orilla o en la otra. Tal vez la marca no es visible para él o estar
del lado de allá no establece diferencia. “¿Y por qué no prueba en Los Ro-
meros? Puede que allí encuentre un bote” –le sugiere el vendedor–. “Si se
decide, es la próxima estación.” No se decide.
56 | RAMAL

El asiento de la estación de Maquehua, donde los lugareños esperan


el tren, está ocupado por un hombre y un niño. El último tren acaba de
partir y no pasará otro hasta mañana. Si no le avergonzara interrumpirlos,
se acercaría a tomarles una foto. Al dejarlos atrás, alcanza a escuchar que el
hombre consuela al niño: “Para la próxima vez, seguro que nos retratan”.
Le han informado que junto a la línea férrea arriendan cabañas con
vista al río. La propietaria le dice que su hermano mayor puede conseguir
un bote para cruzar a la otra orilla. El que viene de afuera le cuenta que al
día siguiente volverá a Los Romeros. “Allá no siempre se encuentra bote,
¿y qué va a hacer hasta que pase el tren de vuelta? Ahora hablo con mi
hermano. ¿Ya conoció el puente?, ¿no? Vaya a conocerlo.”
El puente carece de pasada para peatones y como no es posible cruzar al
mismo tiempo que el tren, los niños entran a la escuela después de que pasa
el de la mañana y salen después de que pasa el de la tarde. El pito del tren es
su campana. Los lunes las clases comienzan después de que pasa el buscarril
CYNTHIA RIMSKY | 57

de las nueve y media que trae a la profesora de Talca. En el puente siempre


hay un adulto que espera a los niños para ayudarlos a cruzar. Los alumnos
de la escuela aprenden primero a traspasar el vacío y después a leer.
La dueña de las cabañas le dijo que en la escuela podría encontrar a
quien le vendiera pan amasado. Las manos de la profesora no parecen las de
alguien que amasa pan. La mujer le explica que por enseñar en una escuela
rural le corresponderá una pensión mayor a la de una profesora de escuela
en Talca, donde tiene su casa. Faltando tres años para su jubilación, no
está segura de si su sacrificio va a servir de algo. Una escuela rural necesita
cuatro alumnos como mínimo. En Maquehua hay cuatro, pero uno de ellos
probablemente se retire el próximo año. El niño aludido por la profesora
escucha cómo su partida echará por tierra el castillo de la maestra, en tanto
colorea de amarillo un pato. Ayer en el río sorprendió una bandada de patos
blancos con manchas negras. De camino a la escuela los niños ven los patos
blancos con manchas negras, pero los dibujan amarillos. Le creen al libro.
Afectada por la posibilidad de que su jubilación fracase, la profesora está
pensando conversar con su compadre, dueño del Rancho Astillero. El que
viene de afuera recuerda haber leído que se trata de un lugar aislado –sólo
se puede llegar en tren o en lancha– que ofrece la tradicional lisa a la teja.4
Aun cuando el Rancho cerró hace años, los lugareños siguen hablando de
él en presente. Además de vender lisa a la teja, la profesora piensa continuar
con la crianza de caracoles. Ya sacó cuentas y hay dos problemas: no sabe
cocinar ni criar caracoles. Para mala suerte del que viene de afuera, la que
amasa el pan es la cocinera y la profesora se ofende con la confusión. Si
hubiese retenido el nombre que le sopló la dueña de las cabañas... pero no
creyó que lo iba a necesitar.
El esposo de la cocinera que amasa el pan tiene cara de cadáver. Aunque
nunca estuvo cerca de un cadáver, está seguro de que tendría la cara del
esposo de la mujer que amasa pan. El trabajo en el campo le enfermó los
huesos, en el hospital le dieron medicamentos que le perforaron el colon,
le dieron medicamentos que le quitaron el apetito y por no comer está en
los huesos, con cara de cadáver. “Lo único que le dan ganas de comer son
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tallarines. Ojalá fueran de los que se compran, sólo come los que amaso
yo”, dice la esposa cortando los tallarines para el cadáver.
El hombre que esperaba en la estación de Maquehua aparecer en una
fotografía junto al niño, es primo de la hermana que alquila las cabañas.
El niño vive con su madre y dos hermanos en la estación que arriendan
como casa. El que viene de afuera ve a la madre y a sus dos hijos mayores
caminar por la línea férrea. El más alto tiene las piernas combadas. Debió
nacer con displasia a las caderas y por no seguir tratamiento en el hospital
se le acabaron deformando. La cojera de la madre es imperceptible. El
hermano del medio también tiene dificultades con sus piernas. Como al
menor lo vio sentado en la estación, ignora si heredó la displasia, confía en
que hubo una excepción o un error. No le gustaría estar en el lugar de la
madre cuando sus hijos le pregunten por qué no los corrigió.
CYNTHIA RIMSKY | 59

“No me dejan ir a la estación”, dice la niña vestida de rosa. “No me de-


jan ir al puente”, dice carterita rosa. “No me dejan ir al río”, dice tocando
su collar de cuentas falsas. “No me dejan ensuciarme”, dice estirando su
calcetín blanco con vuelos. “¿Y quién te lo impide?” “Mi abuelita”, dice
cintillo con rosas artificiales. Cuatro veces al día la niña rosa aparece tras
la reja de su casa para ver pasar el tren y las cuatro veces le gana el quién
vive al de afuera. La niña quisiera acercarse a la cabaña, pero él no tiene
paciencia para el parloteo de una rosa solitaria que espera el tren en el que
no viene la madre que hace un año la abandonó en casa de la abuela. “Por
poco tiempo”, dice anillito de mentira.
Cree escuchar el tren, el sonido es tan vívido que corre a ver el reloj, no
es la hora. Ahora sí, mira el reloj, y no. El sonido resulta inconfundible, se
asoma a la puerta. Al otro lado de la línea, la niña rosada sonríe: le ganó
otra vez.
60 | RAMAL

Por la noche, la dueña de la cabaña le avisa que su hermano mayor


consiguió un bote. El hermano aparece recién por la tarde. Hacia una pla-
ya de piedras, igual a la de esta orilla, comienza a gritar hasta que aparece
una figura. “Te voy a decir algo para que no te sorprendas, a mí me da lo
mismo porque a las personas hay que aceptarlas como son: la hermana de
mi compadre no es hombre ni mujer. Ella solita nomás. A cada uno hay
que respetarle su gusto, digo yo.” Aunque la hermana del compadre lleva
el pelo cortado a tijeretazos y los pantalones arremangados dentro de las
botas de hule, no hay duda de que es una mujer.
El hermano va a la otra orilla para traer una yunta de bueyes con la que
subirá la madera con la que terminará de construir su casa en la colina. An-
tes de subir al bote, el que viene de afuera le hizo ver que seguiría lloviendo.
El hermano aseguró que no llovería. En la otra orilla comienza a llover.
El compadre vive con la hermafrodita, un primo y un tío viejo; no
hay niños y todo pertenece al patrón extranjero. Los días soleados no les
importa trabajar mandados en tierra de otro, pero la lluvia les arrebata
hasta la posibilidad de servir y, cautivos del alero que gotea, pasan las ho-
ras contemplando en las nubes lo que las nubes no dejan ver. El hermano
se pregunta en qué momento se perdieron las peras enanas, el queule, el
michay, la avellanita, los chaguales, las manzanas ácidas... El compadre,
la hermafrodita, el tío viejo y el hermano demoran tanto en recordar que
escampa. Un vecino llega a avisarles que el gringo, propietario del fundo,
viene en camino. “Mejor nos vamos porque al patrón no le gusta que uno
ande por aquí, hay que respetar a las personas como son”, advierte el her-
mano, posponiendo una vez más su casa en la colina.
Dejan atrás los bueyes, la orilla del río y la posibilidad de volver en el
bote de la hermafrodita. Encuentran a un hombre que arregla una cerca.
Es difícil seguir la conversación; de la vaca en el potrero vecino dicen que
es una bonita vaca, hablan de lo que costó o podría haber costado. No
concuerdan los precios ni la proporción entre lo que se puede obtener de
la vaca y lo que gastaron en alimentarla. No calzan los proyectos a partir de
esa única vaca ni de los apetitos que despierta en las personas de mal vivir,
CYNTHIA RIMSKY | 61

que se instalaron en la costa atraídas por la planta de celulosa en la que no


hay trabajo. Es imposible que a esa vaca la haya robado tanta gente. La úni-
ca explicación es que hablan de todas las vacas que conocen personalmente
o de oídas, no sólo de las que están vivas, muertas o perdidas, también de
las que alguna vez estuvieron vivas, muertas o perdidas.
De camino a la casa del hombre que arregló la cerca para que la vaca del
vecino no cruce de su lado, llegan a la misma paradoja con las aceitunas,
las naranjas, las nueces y las uvas: teniendo un valor que les permitiría vivir
con soltura, en algún momento ese valor desaparece. Como las aceitunas,
las naranjas, las nueces y las uvas continúan allí, se ven obligados a desviar
lo que destinan a su sobrevivencia para hacerlos mal vivir a todos. Así es
como los techos de cuatro aguas se han ido desplomando. En algunas casas
sólo se mantiene en pie la cocina donde duermen. El techo del hombre que
levantaba la cerca se derrumbó después de que su esposa lo abandonó por
un taxista de la costa, le cuenta el hermano, mientras el dueño de la cerca
se viste para acudir a una cita con una mujer mucho más joven que toma
por novia y ella a él por su dinero.
Al ver que anochece, el que viene de afuera pregunta al hermano cómo
harán para cruzar el río nuevamente. Le habría gustado saber si el hermano
lo llevó a la casa del hombre –que aparece peinado y con una camisa recién
lavada, sin planchar– porque estaba enterado de que allí había un bote o al
llegar recordó el bote del hombre.
A oscuras por la corriente, no hablan. El cuerpo del hombre que rema
expele un sudor que no gustará a la joven novia por interés.
En la otra orilla suben a tientas hasta la línea férrea que los conducirá a
la estación. La primera noche que pasó en la cabaña de Maquehua, la her-
mana le dijo: “Después de lo que pasó, mi hermano mayor no está bien”.
Pasó que habiendo regresado de un viaje por trabajo, el hermano se encon-
tró con que su llave no abría la puerta de su casa. Hacía veinte años tenía
la misma llave y la misma cerradura. “A partir del día en que mi familia me
dejó afuera, no me pregunto cómo voy a regresar”, responde el hermano
de este lado del río a la duda que el de afuera le expresó en la otra orilla.
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64 | RAMAL

El que viene de afuera se pregunta cuál será el alcance de la sabiduría del


hermano. Este afirma que desde su casa en la colina se ve todo. La subida
se hace penosa. “¿Ve que no era nada?”
De la casa que el hermano comenzó a construir al quedar a la intem-
perie, hay tres muros exteriores, parte del techo y un tabique. El hermano
le presenta los dormitorios, el baño, la cocina, los armarios. Aventajado el
sueño, lo hace entrar a una caverna remendada con cartones y tablas en la
que vive desde que lo dejaron a la intemperie. A la entrada hay una mesa –el
comedor. En la penumbra se hace difícil reconocer a qué corresponden las
sombras que se abalanzan sobre ellos desde las paredes y el techo. Hacia la
parte que limita con el cerro surge una abertura, el lugar donde duerme –el
dormitorio. La hermana le dijo al llegar: “En este lugar no hay con quién
conversar”. Supone que quiso decir: “No hay quién nos escuche”.
En las seis horas que llevan juntos, el hermano abrió su sabiduría a todas
las cosas. Al único lugar al que la sabiduría no entra es a la caverna donde
por la noche se retira. “Por favor, quédese otro rato, todavía tiene vino, sír-
vase, usted no conocía esta forma de tomar vino con huevo. Aquí no se deja
con el vaso servido.” El que viene de afuera vuelca su vaso. “No se vaya to-
davía”, ruega el hermano llenando otro. Como de todas formas se levanta, el
hermano interpone su cuerpo en la salida. “Hábleme de su proyecto, ¿cómo
piensa hacerlo?” “Es tarde”, le advierte. “Qué tontera la mía no fijarme en la
hora. No es tan tarde, ya sé lo que vamos a hacer: mañana me voy a levantar
a las cuatro para hacer pan y se viene a tomar desayuno conmigo.” “Mañana
iré a buscar los lagares de cuero”, se excusa el que viene de afuera. “Entonces
se viene a almorzar, voy a ver si consigo una lisa; yo mismo la puedo pillar
si salgo temprano, tengo unos clavos por ahí que pueden servir. Apuesto a
que nunca ha pescado con clavos.” “No me interesa pescar con clavos, vine
a hacer un proyecto para salvar el ramal y a eso pienso dedicar mi tiempo.”
Confía en que su aspereza disuadirá al hermano. Al ir hacia la salida siente
en su mejilla el aliento de la caverna. “No se vaya” –suplica el hermano–,
“a esta hora podría resbalar y caer, y no sería gracioso que lo encontraran
herido por la mañana”, sugiere. El de afuera conoce la desesperación del
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hermano. Las ocasiones en las que cedió a ese sentimiento llegó a conocer la
compasión, pero al hermano se lo saca de encima.

Las tres campesinas que subieron en Forel desenvuelven los sándwiches


que prepararon en casa para comer en el tren. Qué gusto da comer arriba
del vagón. La niña que pela un huevo duro pide a su madre más sal. La
madre estima que le hará daño. La niña esparce la sal en la parte superior
del huevo y hunde los dientes en la clara, muy despacio, para no estropear
la yema que rociará con la sal que se humedece en su mano.
En el asiento de atrás viajan dos jovencitas. El cielo se cubre de nubes y
una le dice a la otra: “¿Te imaginas que se pone a llover y debemos pasar los
dos días encerradas en la pensión de Talca viendo películas en el cable? ¡Qué
divertido sería!” “Sí, ojalá que llueva.” “Claro que nadie tendría que saber
que fuimos a Talca y pasamos encerradas viendo películas. ¿Te imaginas?”
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El tren lo deja en la estación de Los Romeros. Dos hombres se acercan


a entregar una bolsa plástica a la cobradora. Sus sombreros resultan pe-
queños para sus cabezotas y, a pesar de que uno carga un rifle cruzado al
hombro, lo que entregan a la cobradora son lisas. El que viene de afuera
les pregunta si acaso cazan perdices, pero el arma que llevan al hombro
no dispara y no se atreve a preguntar por qué la traen al hombro. Siendo
los únicos que hay en el lugar, les pregunta por el bote. Estando arriba
del tren pensó que sería más fácil conseguir que lo cruzaran si exhibía un
propósito. En internet leyó que en los valles del otro lado elaboran vino
en lagares de cuero de vaca, no imagina lo que son.
El del rifle le dice que en esta orilla también hay lagares, arriba del
cerro, señala el cerro. El que viene de afuera no ve nada que se asemeje a
un lagar y tampoco ha visto un lagar para saber si corresponde. “Al otro
lado también hay lagares”, dice. “Hay del otro y de este. Si quiere venir,
nosotros lo dejamos encaminado para que suba el cerro.” “Si hay lagares
al otro lado prefiero cruzar el río.” El que no lleva rifle se rasca la nariz
vinosa. Río arriba hay un bote. Los dos amigos gritan hacia abajo, nada se
mueve arriba ni abajo y es imposible entender el nombre que gritan. Apa-
recen dos figuras que esperan del otro lado del río igual que él de este. Por
la playa se acerca un hombre de corta estatura con un remo en la mano.
No apura el tranco al ver que lo esperan.
Desde el jardín de la casa del botero se divisa la estación en la otra
orilla. Al paso del tren, el hombre se asoma para ver si ha dejado pasajeros
que necesiten cruzar. Los que toman el tren de la tarde pasan a buscarlo
a su casa. Habiendo una hora de diferencia entre el tren que va a la costa
y el que va a la ciudad, después de cruzar a los pasajeros que viajan en el
primero, el botero espera en la otra orilla la llegada del segundo. El viaje
cuesta trescientos pesos. Al botero se le han doblado las piernas y los bra-
zos como campanas por tirar del bote. Fue al hospital, pero no pudieron
componerlo.
Escoltado por la pequeña hija del botero, el que viene de afuera sube
la colina en busca de los lagares de cuero que esgrimió como excusa. Saca
CYNTHIA RIMSKY | 67

la máquina fotográfica para mayor convencimiento. “El camino es largo”,


advierte la niña con desgano. En la primera casa no hay timbre, pasa la
cerca teniendo cuidado con los perros y avanza cauteloso hacia una vieja
que cocina un puñado de huesos en un fuego encendido en el suelo sobre
el que escupe. La hija del botero se hace a un lado. No le gusta la idea
de llevarlo a esa casa, no en su traje de domingo. La vieja lo conduce al
lagar que tiene arrumado en la bodega. En la huerta azuza a la hija del
botero para que suba a un naranjo. “Con dos es suficiente”, grita. La niña
no se molesta en pelar la suya. El que viene de afuera agradece la naranja
caliente. La vieja no vive de agradecimientos y les pide que vayan a dejar
una pomada a un nieto enfermo. Cuando se dispone a aceptar el encargo,
la hija del botero le advierte que serán dos horas de subida. El que viene
de afuera dice que no es posible. Quién sabe si enojada porque no recibió
nada a cambio, la vieja niega que hace vino. “Antes, mucho antes, ahora
no.” Resulta extraño tomando en cuenta que acaba de mostrarle el lagar.
Bajo la aspereza de la vieja anida la sospecha de que él trabaja para el go-
bierno. Por increíble que parezca, a este rancho perdido en los cerros vie-
nen funcionarios a cobrar impuestos por el malogrado vino que venden
clandestinamente en restaurantes de tercera categoría de Constitución.
En la siguiente casa, la hija del botero se queda atrás. Los perros están
tan flacos que no ladran. En una casucha llena de agujeros, una vieja de
mechas tiesas permanece con las piernas cruzadas ante un fogón que la
tapa de humo. A la vieja le es indiferente si hay lagares, más si él desea
conocerlos. Aprovechando que le da igual, el que viene de afuera pasa al
fondo del patio. De un cuarto sale una mujer asustadiza con bigotes. Más
atrás aparecen otras mujeres y niños. La de bigotes lo conduce al lagar que
es prestado. No hay hortalizas ni árboles frutales, nada comestible nace de
la costra que pisan. La mujer explica que no tienen agua para lavar, regar
o beber. Por ella se entera de que los campesinos vendieron sus tierras a
la planta de celulosa que hundió a Constitución en la podredumbre. Las
plantaciones de pinos han dejado sin pasto a los animales. Ahora no tie-
nen tierra, agua, verduras, frutas o carne, sólo los cuartos que le ocupan
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a la vieja, quien en venganza no termina de morir. Los ojos de la mujer


asustadiza son límpidos. De más atrás las cuñadas afilan los dientes para
quedarse con el fogón.
La hija del botero lo transfiere a la hija de la mujer con bigotes que va
mandada a casa de un tío con una botella de agua. A diferencia de la hija
del botero, la hija de la mujer con bigotes no siente culpa de abandonarlo,
y cuando él le hace notar a gritos que nadie responde a sus llamados, agita
la mano en señal de despedida. Los perros lo obligan a dar un rodeo hasta
dar con un hombre largo y flaco que viene saliendo del hospital. Detrás de
él, una niña pecosa, con el pelo atado en una cola de caballo, pasa volando
a hacer un mandado. El del hombre enfermo es el quinto lagar que visita
y no se le ocurre qué más preguntar. Ya sabe que no es un cuero de vaca
sino de toro que estiran sobre un bastidor de madera apoyado en cuatro
patas y que para darle forma cóncava le colocan piedras. Los pelos van
hacia adentro, en contacto con el vino, y donde iba la cabeza del toro va
un tapón. Dependiendo del dulzor que le quieren dar al vino, reposan el
líquido doce o catorce días. Los lagares son para los campesinos igual que
las lechugas o el maíz: nadie viaja hasta aquí para preguntarles cómo los
cultivan. Habiendo manifestado su intención de ver todos los lagares, el
hombre enfermo le indica la dirección que deberá seguir para encontrar
el siguiente.
En un alto del camino, bajo la escuálida sombra de un espino, el que
viene de afuera mastica un huevo duro y un pan. Saben a seco. Una se-
guidilla de pasos cortos y rápidos lo hacen incorporarse, piensa en una
liebre y como una liebre se desliza la niña pecosa hacia abajo. “Ey”, grita.
La niña retrocede. “¿Adónde vas tan apurada?” “A hacer un mandado”,
contesta. Más tarde reconocerá que, al verlo conversar con su tío, a mitad
del vuelo, se devolvió a buscarlo. “Cuando llegue a la casa, mi madre me
va a pegar, pero no importa. Ella después dice que me quiere aunque soy
mala, y a veces no me quiere y ya no me duele que me pegue.”
No hay camino que se escape a la niña y, a pesar de que su madre le
pega, está en su naturaleza irse por ellos. Si por la mañana sale volando
CYNTHIA RIMSKY | 69

a hacer un mandado, seguro vuelve por la tarde. Su madre nunca sabe


dónde anda y ella se cuida de no encontrar a nadie. El que viene de afuera
le pregunta cómo conoce tantos caminos. “Antes, cuando tenía seis años,
no conocía ningún camino, hasta que a los diez salí y los conocí todos.
Siempre sé de dónde vengo y adónde voy, y nunca desde que salí me he
perdido.” El único camino donde se pierde es en el que la conduce a la
escuela. En vez de media hora, demora por lo menos una y hay mañanas
en las que no llega. En el bosque le confía que no sabe quién es su padre.
La madre se niega a decirle. Sí le contó que intentó regalarla y que su
hermano mayor lo impidió. Junto a su madre viven el padrastro, un her-
manastro que nació hace poco y un viejo ciego a quien sus hijos dejaron
botado y que su madre recogió, seis cachorros, dos cabras, un neumático,
una yegua que le pertenece por mitades con su hermana, y dos corderos
que lleva a pastar y aunque a veces se le pierden siempre los encuentra.
“También tengo dos tencas chiquititas que crío en un estanque y conozco
un lugar en el bosque donde vive un pájaro de pico largo y alas negras que
de noche es pájaro y de día, gallina.”
A su madre le quisieron hacer un mal y el mal se metió en el cuerpo de
la niña; casi murió del dolor de estómago, nadie podía sanarla y estaba por
morir. Se levanta la camiseta y enseña orgullosa el tajo del apéndice. “No
me gustan mis pecas.” “Y en el verano te deben salir más”, sugiere él. La
niña sonríe ante la complicidad que le otorga el camino que por primera
vez recorre acompañada. “Ahora tengo que ir a ver a un abuelito que está
solo, lo voy a ver todos los días.” “¿Y por qué está solo?” “Su señora enfer-
mó y el hijo se la llevó a Santiago, ya van dos meses y todavía no vuelve.”
Al abuelo le extirparon a su compañera como a un órgano vital. No
respira, no come, no habla. El que viene de afuera se siente conmovido
por su falta. Durante la visita advierten que el clavel del aire está demasia-
do arriba para que el abuelo alcance a regarlo. La niña se encarama sobre
una piedra y con la punta de sus dedos desata la cuerda que sostiene la
flor. Discuten a qué altura debería quedar. Antes de marcharse, la niña la
riega. Es su aliento el que mantiene con vida al abuelo y al clavel.
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En la casa de la niña es presentado al hermanastro, al neumático, a las


cabras, la media yegua, los seis cachorros y, en fotografías, al padrastro,
la hermana y el hermano. La niña susurra al oído de su madre para que
el de afuera no escuche. Sus palabras se convierten en un plato de sopa
con verduras y un trozo de pan. La misma sopa se la ponen al gato en el
suelo y en un tazón más pequeño, al ciego. La madre y el ciego increpan
continuamente a la niña; le dicen mala, inquieta, insoportable, le piden a
la caminante que se vuelva estatua de sal. Al que viene de afuera se le hace
insoportable la pobreza de esa casa.
De camino al lagar, la madre le cuenta que tuvo a su primer hijo a los
catorce años y así hasta enterar cuatro. No habla del padre o de los padres.
A la niña la tuvo en casa para botarla. La mujer que crió a la madre de la
niña (su verdadera madre es la vieja que lo quiso mandar a buscar la po-
mada) cortó el cordón umbilical y bañó a la recién nacida. El hijo mayor le
suplicó que no la regalara y así fue como la niña se quedó a vivir con ellos.
“Fíjese cómo es la vida, tengo cuatro hijos y al único que quise tener fue a
este último.” Señala a un niño sin pañales al que le cuelgan los mocos y que
se orina a cada momento.
Los verdaderos hijos de la mujer que la crió cerraron con candado la bo-
dega donde está el lagar y deben pasar por un hueco entre las tablas. Como
la casa es una sucesión, cuando los verdaderos hijos de la mujer que la crió
se apoderen de la casa en ruinas, la madre y sus cuatro hijos, el ciego, los
cachorros, las cabras, la media yegua, los dos corderos y el neumático ten-
drán que irse. No ha pensado adónde. “La niña está mal de la cabeza”, le
confidencia. “¿Ah sí?” “Sí, tuvo un mal de la memoria, le empezó a los diez
años. Sale a caminar sin rumbo, a veces se le olvida volver y pasa afuera,
nadie sabe lo que hace. Venga, volvamos a la casa a tomar once.” Él invoca
que debe coger el tren. “Tome once y se va.” “Todavía me queda un largo
camino”, se excusa.
La niña pide a la madre un trozo de pan amasado y media docena de
huevos que mete en una bolsa plástica. Lo único que él tiene para regalarle
es una flor tejida con crin de caballo que compró en una feria artesanal.
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La niña prende la flor en su camiseta y camina adelante para enseñarle el


trayecto al río. La bajada es silenciosa. La niña se detiene a recoger todas
las flores silvestres que encuentra a su paso: la flor de la perdiz, azulillas,
amarillas, naranjas, violetas. El que viene de afuera resiente en sus piernas
el peso de los caminos. Se pregunta si caminan en círculo. Recuerda lo
que dijo sobre la escuela: “Algunas veces tardo media hora o una y a veces
no llego”. Desconoce cuál es el camino que baja al río, si deberían haber
llegado o aún están lejos. Se pregunta si la niña lo dejará partir. Está se-
guro de que ella piensa lo mismo al agacharse a coger las flores. Intenta
convencerla de que es suficiente, pero siempre hay una distinta que es
necesario arrancar.
En la franja de tierra que el río inunda todos los inviernos, ella insiste
en que no se vaya. El légamo se vuelve su cómplice. Sus pasos se hacen cada
vez más lentos. A la niña le entristece perder al único compañero de viaje
que ha tenido. Habiendo descubierto que no está loca como dicen, no
quiere imaginar lo que será volver a estar sola con sus pensamientos. Insiste
en que ese y no Colín es el lugar que él vino a buscar. Dice conocer quién le
puede vender un terreno, construirle una casa y venderle una cocina a leña,
quién are su tierra, plante sus vides y cultive su maíz. La casa tendrá una
gran ventana para que él la vea aparecer por el camino. Ella llevará a pastar
sus cabras y después de la lluvia saldrán a buscar hongos que venderán en
la feria de Constitución, le mostrará todos los caminos que conoce y los
que no conoce los recorrerán juntos, convencerá a su hermana de venderle
la mitad de la yegua y le regalará un cachorro, dos cachorros para que no
se sienta solo por las noches.
La niña le ofrece en un ramo todas las cosas que el abuelo Arnoldo dejó
olvidadas en Colín. Las flores pesan en sus brazos cansados. Intenta con-
vencerla de que cuando ya no le queden caminos por conocer, ella también
partirá a Talca como sus hermanos. La niña contesta que jamás. “Quédese
conmigo.” “Todavía me faltan lugares por conocer”, le explica él. “No va
a encontrar otro lugar mejor que este”, replica ella. El que viene de afuera
guarda silencio. “Prométame que volverá.”
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El hermano mayor de la dueña de la cabaña de Maquehua le muestra


una hierba que crece en la vía. “Le dicen matapollos, ¿ve el pegamento
que sale cuando se la aplasta?” El que viene de afuera observa los dedos
pringosos del hermano. “Si el pollo nuevo pisa la hierba, se queda pegado,
el tren lo aplasta y muere.” Todas las cosas que el hermano mayor cuenta
son por el estilo. Como la niña rosa, esconde tras su parloteo el abando-
no, abandonados los olivos apestados, la casa que construye en la colina,
los parrones secos. Nada de lo que emprende este hermano mayor llega
a buen término y es que le resulta imposible sustraerse a las demás cosas
para dedicarse a una sola. El hermano menor, que habita una casa sólida,
con una huerta, árboles frutales y hasta un automóvil que usa poco, menea
la cabeza: “Ese con sus cosas y yo con las mías”. En realidad las cosas son
una sucesión y para que sean de unos y de otros, los tres hermanos deben
llegar a un acuerdo judicial. En tanto eso ocurre, el menor vive en la ex
casa familiar del plano y trabaja las mejores tierras. El mayor se encaramó
a la colina, donde imagina que construye una casa mientras sus olivos y
vides se apestan. La tierra de la hermana se reduce a una estrecha franja
que nace a los pies del cerro, pasa por encima de la línea férrea y termina
en la playa. En ese menguado espacio mantiene una huerta y una covacha
de madera con piso de tierra en la que se siente más a gusto que en su
cabaña y adonde se traslada los veranos cuando la alquila. Las dos cabañas
en realidad no son suyas sino de un cuarto hermano que, viviendo más al
sur, decidió invertir en la tierra de la infancia y luego enfermó. Durante su
convalecencia, el menor tuvo un modelo para construir sus propias caba-
ñas con la madera de la hostería que el enfermo dejó inconclusa. Ante la
posibilidad de que el hermano menor se apropiara también de las cabañas,
el mayor viajó a Santiago para convencer a la hermana viuda de regresar
al lugar de la infancia y alquilar las cabañas abandonadas por el enfermo.
Como la hermana no entiende de turismo, las reparaciones de las cabañas
que no consigue arrendar le comen la jubilación que era suficiente en
Santiago y, aunque el cuarto hermano falleció, cualquier día se presenta
su hija y las reclama.
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Estando las cabañas de un lado de la vía férrea y la huerta del otro, la


hermana va y viene todo el día a través de los rieles. Si no es la escoba es el
perejil para la sopa, la pala para oxigenar la tierra, las naranjas para el postre,
un vaso que dejó al otro lado, una botella que quedó en este. Si sólo fuera
eso. Los padres también les dejaron una casa en Constitución. Hasta que
alcancen un acuerdo judicial, al hermano menor le corresponde la planta
baja, a la hermana la galería y el mayor se encaramó a la buhardilla.
El que viene de afuera camina por la línea del tren en dirección al Ran-
cho. En la otra orilla aparece la casa del hombre que sudó para venir a de-
jarlos en el bote a remos. Se pregunta cómo habrá sido su cita con la joven
que busca su dinero, la oscuridad en la que habrán dormido.
Crujidos, carreras, caídas, murmullos. Reconoce la corteza que se des-
prende del eucalipto, los pasos inquietos de las perdices, las piedrecillas que
ruedan colina abajo, el viento sobre el río. Si sigue adelante, en algún punto
de la línea se topará con el tren que saldrá a las cuatro y quince de la tarde de
Constitución. No trae reloj. Un lugareño sabría exactamente a qué distancia
se encuentra de Maquehua y del Rancho. Él sólo conoce sus pasos.
A la vera del camino, cuatro palos afirman unas tablas que una vez sir-
vieron de cielo a los pasajeros que esperaron el tren. Unos metros adelante
se encuentra con una casa de piedra que da hacia el río. Le ha tocado pasar
por casas cuyos dueños las abandonaron de amanecida para ir al campo.
En ellas siempre divisó una pala, un pañito colgado al viento, un canasto,
una naranja seca. Aquí todo está en su lugar, como si el fin no quisiera
importunar a las cosas que deja tras de sí.
La profesora mencionó que las piscinas con caracoles estaban hacia
abajo. Desde el camino no se distingue el río. Las ramas de los pinos
cubren las ventanas. Si el Rancho estuviese habitado, el cuidador miraría
por la ventana al que mira en la ventana el reflejo de una niña que queda
junto al río abrazada a su perro; cuando el tren parte, en el reflejo están
sus brazos caídos.
Habiendo descubierto que es en el Rancho donde habita la tranquili-
dad que necesita para ocuparse del proyecto que salvará al ramal, el que
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viene de afuera sigue caminando. En la orilla opuesta aparecen las caba-


ñas que están antes del puente Banco de Arena. Cruzar 320 metros de
vacío, volver caminando por la línea férrea a Maquehua, confiar en que el
conductor del tren que viene desde Constitución lo verá. ¿Cómo se para
un tren en medio de la vía? ¿Agita la mano?, ¿levanta el gorro?, ¿hace la
mímica de arrojarse a la línea?, ¿coloca ambos pies sobre las vías, separa
los brazos y lo mira fijo?
CYNTHIA RIMSKY | 79
Tercera vuelta
Un hombre de mediana edad, que hace las veces de guía a una mujer
algo menor, cuenta la historia de una lámpara de cristal que encontró en
un bar de Constitución y que le dio vergüenza comprar a sus dueños. Su
ropa fina pero anticuada hace pensar que el verdadero motivo por el que
no ofertó comprar el cristal es su ruina. La repetición de la historia que el
aristócrata empobrecido cuenta a la mujer, mientras viajan en el tren de la
infancia, se convierte ella misma en una historia: los diez trenes diarios que
llevaban a los veraneantes a la costa, la vaca de la que tomaban leche, los
huevos frescos, los paseos en bote, los treinta primos, las cazuelas de gallina,
las zambullidas en el río, la trilla, la vendimia y las carreras de caballos a la
chilena. El que viene de afuera espera a que el aristócrata se refiera a la caída.
Él únicamente ve la fachada, los pilares, los doseles, la jofaina.
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En la estación de Pichamán no encuentra a nadie a quien preguntar por


el botero. Sigue un sendero parecido al que le mostraron los amigos de Los
Romeros; en vez de llegar al río, desemboca en un camino paralelo al río,
puede ir arriba o abajo. Aguas arriba hay un bote. Se dispone a soplar el
nombre con el que llamaron al bote los amigos de Los Romeros y el herma-
no mayor de Maquehua. No lo recuerda. Cree adecuado gritar bote. Nadie
aparece, prueba botero, nuevamente bote. Pasa el tren en el que podría ha-
ber regresado a Maquehua. El siguiente tardará nueve horas. El botero de
Los Romeros le dio el nombre de su colega en Pichamán... en el cuaderno
no está. Le parece que el agua sopla las voces que gritaron antes que él, un
nombre viene a sus labios, el nombre es Ismael, grita Ismael.
En el antejardín de la casa que está en la colina, al otro lado del río, apa-
rece una mujer. “¿Qué busca?” “Cruzar.” “¿Viene para acá?” “Ismael, bote”,
insiste el de afuera. La botera comprende que no tiene caso seguir gritando,
baja a la playa y rema contra la corriente. Equilibrándose por las piedras,
el que viene de afuera llega al embarcadero que está al final del camino que
tomó en sentido contrario. Su equivocación hizo dudar a la botera. “Al es-
cuchar los gritos me pregunté quién sería Cote.” “Era bote.” La botera ríe.
“Cuando escuché el nombre de Ismael, la voz no me pareció conocida, salí
a ver quién llamaba a mi marido y era usted.” “El botero de Los Romeros,
olvidé su nombre.” “Róbinson.” “Róbinson, se me había olvidado.” “Hasta
que se acordó.” “Hasta que me acordé.” “La gente de aquí grita el nombre
de los boteros y ya ellos saben que alguien quiere pasar, como todos nos
conocemos...”
La botera vive con su esposo en la parte de atrás de la casa patronal. Las
dueñas son tres hermanas solteras que administran una casa comercial en
Talca. “¿Me va a creer usted que el único que recibe el sueldo mínimo es
mi marido?, le dieron el cargo de administrador y no tiene a quién mandar,
soy su única trabajadora y sin sueldo.” Le va contando la esposa mientras
el botero se hace el que no escucha y continúa llenando los sacos con las
naranjas que ayer recogieron en la quinta. “¿Sabe usted que en el verano
vienen como treinta familiares por dos meses?, ¿sabe usted que hago el pan,
CYNTHIA RIMSKY | 85

traigo las verduras y los huevos, limpio la casa y cuando se van no me dan
ni las gracias? ¿Puede creer que a los niños les dan tan poco de comer que
por pena les preparo una cazuela para que se echen algo caliente al estóma-
go? ¿Cree que alguna vez me han traído un regalo? Y cuando mi marido
viaja a pedir su sueldo al negocio que tienen en la ciudad, las patronas le
dicen que no están dispuestas a desembolsar un peso de sus bolsillos en la
mantención de la casa; si la tierra no produce, no hay plata. ¿Puede creer
usted que nosotros mismos tenemos que cargar los sacos con naranjas y las
garrafas de vino hasta el tren para venderlos en la costa?”, le sigue diciendo
en voz baja, para que su esposo no se entere de que está decidida a enfren-
tar a las tres solteronas porque “después de treinta años de abuso esto no
puede quedar así”.
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La botera lo encamina a la casa de su padre que tiene un lagar. Allí, el


que viene de afuera prueba el mejor vino del ramal. Para que las pipas de
roble no estén en contacto con el suelo, construyó el padre una tarima. La
bodega es aireada y su vino no tiene el gusto a podrido que percibió en
otros. La esposa del padre de la botera no necesita encorvarse para cocer
el pan porque su marido colocó el horno en altura, lo mismo el mortero.
Todo lo que existe en la casa del padre de la botera ha sido visto y adecuado
por él a su habitar. A diferencia del hermano mayor de Maquehua, que
habla de todas las cosas, el padre de Pichamán va hacia las cosas.
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Habiendo observado que los años anteriores escaseó el agua en verano,


el padre de la botera se anticipó a plantar el maíz para que la sequía sor-
prenda los choclos cuando ya están madurando. Recuerda haber visto las
matas a la entrada. Orgulloso de la admiración que despiertan sus cosas en
el afuerino, el padre de la botera decide mostrarle su objeto más preciado.
Salen por la parte de atrás, por un sendero entre los álamos. Los acompa-
ñan la nieta y un mocoso de tres años que no se está quieto. El hombre le
enseña el molino que construyó su padre y en el que durante generaciones
molieron el trigo los lugareños que ahora se desloman en tierras ajenas para
comprarlo en tiendas de otros. “Esto no es todo”, dice al percibir que el de
afuera se dispone a concluir su visita. “Mire hacia abajo.” Por un agujero
abierto en el piso, el que viene de afuera escucha el sonido del agua. “Es
agua.” “Claro, es un molino de agua. Vaya, baje a mirar.”
De todas partes le llega el sonido del agua y el olor del agua que no ve.
A solas con la nieta, no sabe qué decir. En caso de que el niño sea suyo, lo
debió engendrar a los doce años, y de la esposa del padre no puede ser. El
rostro del niño corresponde al de un adulto encerrado en un cuerpo dimi-
nuto y, a pesar de que tiene tres años, no pronuncia palabra. Durante el
almuerzo tuvo la impresión de que los tres temían al niño como a una som-
bra. Consciente del resquemor que despierta su presencia, el niño hace lo
que desea sin preocuparse del disturbio que causa. Como la nieta mantiene
la actitud de quien anda cazando moscas y se le pasan volando, cuesta creer
que sea su hijo, pero al izar los brazos para coger la escalera, su camiseta
deja al descubierto un abdomen lechoso, estriado por el embarazo.
“Venga, le voy a mostrar algo que tal vez le interese”, grita el padre de
la botera desde arriba. Siguiendo su voz, el que viene de afuera llega al te-
soro que el padre mantiene oculto en su jardín. Al final de una refrescante
laguna hay una pequeña casa de adobe, con un alero y flores silvestres que
contemplar desde un asiento parecido al que construyó el abuelo Arnoldo
en la calle Maruri.
El padre de la botera tiende al que viene de afuera un puñado de níspe-
ros. Saben tan dulces como los que Salomón traía a casa durante el verano.
CYNTHIA RIMSKY | 89

Entonces el que viene de afuera no pensaba mudarse a la casa de Maruri.


Le gustaba pasar a recoger a su padre al concluir la tarde para subir juntos
a la casa DFL 2. Una vez encontró en la sala de espera a un paciente de
aspecto pueblerino que sobre sus rodillas mantenía una bolsa con níspe-
ros. El hombre trabajaba en una parcela cerca de Santiago y en la época
de cosecha disponía de dinero para arreglar sus dientes y los de su fami-
lia. Salomón acompañaba el tiempo que demoraba en secar la gutapercha,
conversando con los pacientes. Así se enteró el campesino de que al dentis-
ta le encantaban los nísperos.
Ocasionalmente, el que viene de afuera pasaba a buscar a su padre al
consultorio de salud de la calle Andes para almorzar juntos en algún res-
taurante del centro. A las once de la mañana atendía Salomón a su último
paciente. El contrato le exigía permanecer en su puesto hasta la una de la
tarde. El padre aprovechaba para leer el periódico y beber un té con un pas-
tel que la auxiliar compraba en un kiosco cercano. Como aun así le sobraba
tiempo, salía a dar una vuelta a la manzana.
Diariamente entraba al banco para revisar la cartola de su cuenta co-
rriente, recogía o llevaba una prenda a la lavandería, se detenía en la gaso-
linera para atender la fluctuación del precio de la bencina. En la calle San
Pablo siempre estaban ejecutando algún trabajo vial; le causaba curiosidad
la existencia de cuidadores de autos, “los ingenieros del tránsito”, decía.
A continuación se detenía ante la opaca vitrina de un almacén. Las veces
que lo acompañó pudo constatar que no había ninguna variación en las
cosas que allí se exhibían a excepción del polvo; aun así, el padre entraba
diariamente a comprar una pila, un trozo de alambre, una ampolleta, cla-
vos, pegamento o cualquier adminículo que podía encontrar a un precio
menor en otra tienda. El dueño debía tener la misma edad de su padre,
jamás hablaron. Cuando Salomón comenzó a perder la memoria, el que
viene de afuera le recordó la vuelta que emprendía diariamente alrededor
del consultorio de la calle Andes. Su padre negó la existencia de aquella
vuelta a la manzana. Sólo para el que viene de afuera las acciones de su
padre tenían sentido.
90 | RAMAL

Creyendo que la expresión del que viene de afuera refleja su deseo de


habitar la casa de la laguna, el padre de la botera le pregunta cuánto dinero
estaría dispuesto a ofrecer para quedarse con la casa, los árboles frutales, el
alero, el asiento, las flores, la laguna. La pregunta lo obliga a observar las
cosas perdidas como propietario: debido a que los cerros enmarcan la casa
por sus cuatro costados, el sol debe ocultarse más temprano que en la casa
del padre de la botera. Para traer cualquier cosa deberá bajar en la estación
de Pichamán, caminar un kilómetro por las filosas piedras y esperar a que
el bote lo cruce. Desde la orilla todavía le quedará una hora de camino.
Para traer una pila, un trozo de alambre, una ampolleta, clavos, pegamen-
to… Invierno y verano los únicos sonidos, la única luz emanaría de la casa
del padre. “No lo piense tanto, la casa es de una hermana que viene en los
veranos. Ahora último su marido se enfermó y sólo vienen mis sobrinos,
vaya a saber si aparecen este año.”
De camino a la casa grande, la nieta del padre de la botera le cuenta que
su madre la dejó en casa de sus abuelos y nunca volvió a buscarla. A los
doce años conoció a un hombre de cuarenta y cinco que embarazó a otras
siete jóvenes de la zona. Ella sabía que no debía irse con él, se lo advirtió su
abuela el día que fueron a dejar a su madre al autobús: como acabó su ma-
dre acabaría ella. Toda la sabiduría del padre de la botera no pudo contra el
mal que robó la fruta más pura de su jardín, le dio un mordisco y la botó al
piso. Desde entonces en la casa del padre de Pichamán habita la pequeña
sombra que llegó sin ser invitada.
La parte trasera de la casa patronal es lo que el aristócrata omite men-
cionar a la mujer que sólo recuerda los diez trenes diarios, la vaca de la que
tomaba leche, los huevos frescos, los paseos en bote, los treinta primos,
las cazuelas de gallina, las zambullidas en el río, la trilla, la vendimia y las
carreras de caballos a la chilena.

Ahora que ha descubierto el nombre que abre las aguas, le parece que el
lado iluminado del río posee un misterio que la sombra perdió.
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Cuarta vuelta
Los textos que leyó acerca del ramal producen la impresión de que
en alguna parte hay una pérdida. Primero fueron los faluchos que trans-
portaban los robles y lingues arrancados a los cerros por los empresarios
forestales con el propósito de hacer prosperar la zona. Se llegaron a cons-
truir ochenta y tres faluchos a orillas del río. Sucesivos ministros de Obras
Públicas recibieron propuestas de ingenieros y empresarios para corregir
los bancos de arena que amenazaban obstruir la navegación fluvial. Los
estudios durmieron una siesta de años en los estantes. Al despertar, el río
estaba embancado. El trabajo de los astilleros terminó y la tradición se
perdió. Veintiséis años demoraron en construir el ramal que salvaría del
aislamiento a los lugareños que vivían entre Talca y Constitución. Los que
vivían del comercio de los faluchos pensaron que vivirían del tren. En
1915 llegaron a circular diez vagones diarios desde y hacia la costa. Los ve-
raneantes viajaban atraídos por el Hotel Central, el Hotel La Playa, el Club
de Regatas, El Dique, El Edén, El Pullucullán. Hasta que el nieto de una
familia aristócrata instaló una planta de celulosa –las familias adineradas
se habían trasladado a balnearios más elegantes, y el mal olor ahuyentó a
los veraneantes. Contingentes de desempleados vinieron a instalarse a los
cerros para trabajar en la planta de celulosa y todavía no encuentran de
qué vivir.
Entre los planes de ayuda del gobierno hay un estímulo para la cría de
corderos. El préstamo alcanza para tres corderos, pero como los lugareños
no tienen experiencia, los animales que no mueren crecen flacos. Ahora
último aparecieron un par de funcionarias de turismo. Estuvieron en las
cabañas de la hermana en Maquehua. Después de beber su té y probar su
mermelada de guinda ácida, determinaron que el lugar no es apto para el
96 | RAMAL

turismo. El que viene de afuera ha sido el primer turista que alojó en las
cabañas. Al mencionar que el proyecto para salvar el ramal lo haría volver,
la hermana creyó que comenzaría a vivir del turismo.
La segunda vez que baja en Maquehua, la esposa del hermano menor
le dice que la hermana se encuentra en la costa y le ofrece alojamiento en
una de sus cabañas. Al parecer ella sabía que la hermana llegaría esa tarde
de Constitución y de todas formas ofreció alquilarle una de sus cabañas. El
que viene de afuera los escucha discutir en la cabaña contigua. El hermano
mayor intenta convencer a su hermana de que no vale la pena enojarse con
la cuñada, ya que el de afuera volverá a visitarlos y entonces le tocará a la
hermana.
El día de su partida, en el vagón viajan la hermana, el hermano menor
y su esposa. La hermana debe saber que el matrimonio va a comprar víve-
res con el dinero que obtuvieron del turista y se consuela pensando que la
próxima vez le tocará a ella.
CYNTHIA RIMSKY | 97

Al bajar del tren en Constitución, la esposa del hermano menor le pre-


gunta en voz baja si le gustó la cabaña. “Qué bueno, para la próxima vez
encontrará mejor hecho el aseo, ahora no tuvimos tiempo.” Los tres des-
aparecen calle arriba hacia la casa que están obligados a compartir. El que
viene de afuera cruza la plaza, pregunta dónde queda el Hotel Central, el
Hotel La Playa, el Club de Regatas, El Dique, El Edén, El Pullucullán.
Nadie los conoce. Pregunta si todavía existe el Hotel Central, el Hotel La
Playa, el Club de Regatas, El Dique, El Edén, El Pullucullán. No existen.
Bajo la nube maloliente que desciende sobre la costa, el hijo contesta
de mala gana el llamado del padre que pide hablar con su ex esposa. No
está en casa. Cuando pregunta al hijo por qué está solo, el hijo cuelga. La
podredumbre que despide la planta de celulosa impide al padre insistir en
que el hijo vaya a su encuentro.
98 | RAMAL

Entre los pasajeros del tren hay un hombre que dejó su trabajo en la
celulosa para mejorar las vides que su padre tiene al otro lado del río, frente
a la Estación del Poeta. El que viene de afuera le pregunta de quién era el
funeral que tuvo lugar aquel lunes en la Estación del Poeta, adonde llegó
siguiendo a la joven pasajera que llevaba un arreglo de flores en sus rodillas.
El pasajero bebió lo suyo y el movimiento del vagón lo tiene sujetándose la
cabeza. Aun así, recuerda que ese lunes velaban al esposo de la mujer que
vende humitas delante de la florería de Talca, donde trabaja la joven que
cargaba en su regazo las mustias.
Al acercarse a la Estación del Poeta, el que viene de afuera sorprende al
jefe de estación en medio de la línea férrea con ambas manos en la palanca
que cambia las vías. A segundos de ser arrollado, el jefe de estación salta al
segundo vagón. En la pisadera se encuentra con que la puerta está cerrada
por dentro y debe viajar agarrado de las manillas. El cobrador tiene entre
sus funciones abrir la puerta del lado derecho para que el jefe de estación
salte hacia dentro después de accionar la palanca que cambia las vías, pero
al cobrador le preocupa cualquier cosa menos su oficio. Durante el viaje no
se despega del vendedor de golosinas; le hace ver que no es cobrador, sino
profesor con estudios universitarios, y que si lo dejaran tomar las riendas
de la educación los niños recibirían una verdadera educación, y el proble-
ma de la educación estaría solucionado. Tan convencido está de su discurso
que no advierte la mirada de aburrimiento del vendedor. La chaqueta roja
que este lleva sobre la camisa blanca sin planchar debe pertenecer a otro
colega que se la cedió sin lavar. En una próxima vuelta se enterará de que
perteneció al padre del vendedor, quien en vida mantenía tres servicios a
bordo: desayuno, almuerzo y once. Al hijo le alcanza para una bandeja con
golosinas, gaseosas, café en tazas cascadas y marraquetas con margarina.
Al detenerse el tren en lo del Poeta, el jefe de estación camina por la
línea férrea para desplazar la vía del buscarril que viene en dirección con-
traria. Recién ahora comprende por qué los trenes se detienen aquí diez
minutos. ¿Cómo sabe el jefe de estación cuál buscarril llegará primero?
En el siguiente viaje, escucha al conductor llamar por radio a la Estación
CYNTHIA RIMSKY | 99

del Poeta para avisar que llegará en siete minutos. Si no reparó antes en el
trabajo del jefe de estación se debe a que siempre viajó en el primer vagón
y, después de cambiar las vías, el jefe de estación salta al segundo. Cuántos
acontecimientos se habrá perdido por sentarse en el primer vagón y, de
viajar en el segundo, otros va a perderse. Si se espera a la escritura en vez de
al tren, siempre se llega con retraso.

En el andén encuentra a una mujer vestida de blanco, con cofia. La


vendedora ofrece churrascas y huevos duros en un canasto que mantiene
tapado con un paño tan albo como ella. El muro contra el que se apoya
el asiento donde se empolvaban los ancianos fue rayado. “¿Le gusta el di-
bujo?”, le pregunta medio en broma la vendedora de churrascas. Medio
en broma, él contesta que no le encuentra objeto. “No hay objeto, es la
muerte”, dice ella.
100 | RAMAL

Diez minutos antes de la partida del buscarril de la estación de Talca,


acostumbra hacer su entrada una mujer de pelo corto rubio que viste cha-
queta azul con botones dorados, blusa blanca y sombrerito azul ladeado.
A todos los viajes la cobradora del ramal lleva su maletín y un bolso. La
primera vez que la vio aparecer, venía llegando el tren desde Santiago y
pensó que la mujer subiría al rápido y no al ramal. Más tarde, la hermana
de Maquehua le contó que antes de trabajar en el buscarril la cobradora fue
conductora del rápido.
La segunda vez que se encontraron, la mujer venía en el tren que él de-
tuvo en medio de la vía, más allá del Rancho. La cobradora no salía de su
asombro. “¿Y no le dio miedo que apareciera alguien?, la línea es tan sola
por esos lugares, imagínese que encuentra a alguien.” La tarde anterior ella
había salido por primera vez a pasear sola en bicicleta. Al llegar al puerto,
lo encontró tan vacío que le dio miedo y volvió a su casa.
Las siguientes apariciones de la cobradora lo desconciertan. Es imposi-
ble que viaje en el tren a Constitución de las cuatro de la tarde si la encontró
de mañana en el de las siete y treinta. No tiene oportunidad de preguntarle
cómo lo hace. Su lugar lo ocupa el cobrador que, en vez de abrir la puerta
al jefe de estación, sueña con solucionar la educación escolar.
Antes de que la mujer desapareciera, la encontró de camino a la Esta-
ción del Poeta. En el asiento delantero iba una pareja; ella era más joven,
él rondaba los cincuenta. Para aprovechar el descuento que beneficia a los
ancianos, al disponerse a comprar un boleto, el hombre declaró tener se-
senta y cinco años. La cobradora detuvo el perforador al borde del cartón.
El hombre agregó con sorna que los había cumplido el día anterior y se
dio media vuelta para reír con su compañera. El que viene de afuera pensó
que la cobradora iba a pedirle el carné de identidad. Está seguro de que
ella lo pensó y que luego pensó qué más da extender un boleto falso si a
la palabra le queda tan poca verdad, pero al entregar el boleto rebajado al
falso anciano, no fue igual.
CYNTHIA RIMSKY | 101
102 | RAMAL

TALCA.- Cerca de treinta pasajeros debieron pernoctar en el hogar de ferro-


carriles de Talca luego que el servicio del ramal a Constitución presentara
una falla mecánica en su barra estabilizadora. Los viajeros esperaron por casi
seis horas, ya que éste es el único medio de transporte de los sectores aislados
y rurales costeros. El viejo y tradicional tren de trocha angosta viaja por una
vía que sigue el trayecto del río Maule y se detiene en estaciones de poblados
tan hermosos como remotos. Este mismo tren es engalanado en las navida-
des y lleva al Viejo Pascuero que reparte regalos entre los niños campesinos.
6 noviembre 2007, El Mercurio
CYNTHIA RIMSKY | 103

TALCA.- Sólo esta mañana cerca de 30 pasajeros pudieron llegar a sus des-
tinos en las alejadas localidades de la costa de la región del Maule, debido
a que fueron abandonados por el servicio del ramal Talca Constitución que
este martes presentó una falla en su barra estabilizadora. Los pasajeros, que
debieron esperar más de cinco horas por una solución de traslado que final-
mente no fue entregada, fueron albergados en un hogar de la empresa de fe-
rrocarriles donde debieron pernoctar. El administrador del buscarril, Alejan-
dro Chávez, explicó lo ocurrido. “Tuvimos un problema mecánico que tiene
que ver con una barra estabilizadora y eso no permite que el tren traccione
bien. Son hechos puntuales y los equipos son antiguos, del año 60. Con un
equipo de esa antigüedad no va a prestar un mejor servicio aparte de los pro-
blemas mecánicos”, sostuvo. El ramal Talca Constitución, un monumento
histórico nacional, posee tres máquinas de dos carros, una de ellas ya estaba
en reparación. Recibe 8 millones de pesos para mejoras técnicas. El buscarril,
funciona desde 1889 y constituye el único medio de transporte de sectores
carentes de adecuados caminos, sin recorridos de buses. Posee 10 estaciones
entre Talca y la costa de Constitución, con 88 kilómetros de vía férrea.
7 noviembre 2007, El Mercurio
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TALCA.- Debido a que el buscarril del ramal Talca-Constitución presentó fa-


llas en su barra estabilizadora, alrededor de 26 personas no pudieron retornar
a sus hogares la tarde de ayer, teniendo que esperar más de cuatro horas en
la Estación para que alguien les diera una solución, puesto que había gente
que no tenía donde pasar la noche en Talca. Usuarios dijeron que no es pri-
mera vez que se registran estos problemas. Todo comenzó a las 16.30 horas
cuando el tren ya había partido rumbo a Constitución. A la altura del cruce
al camino antiguo a Maule, a unos seis kilómetros de la estación de Talca, la
máquina presentó problemas, por lo cual tuvieron que devolverse. Una vez
que solucionaron el percance, el buscarril nuevamente partió. Esta vez quedó
en pana al término de la ciudad de Talca, y no volvió a salir. Ricardo Rojas,
usuario del ramal, dijo que “se supone que este es un servicio que está al
servicio de la gente. Yo pedí un libro de reclamos, no existe, nadie responde.
Esto pasa siempre, entonces la gente no reclama y hay quienes tienen todas
sus cosas en el tren y no hayan qué hacer”. Ximena Rojas, otra usuaria, ma-
nifestó que el buscarril es monumento nacional, las líneas, las estaciones, los
puentes más cuatro automotores, los cuales son subsidiados por el Estado, y
solamente hay dos funcionando. Delia Muñoz, quien había viajado a Talca
con su pequeño hijo para acudir al médico, dijo que llevaba desde las 4 de la
tarde esperando, pero que tenía que devolverse al campo. Como Delia, había
otras tres mujeres con sus hijos esperando alguna solución, puesto que no
tenía donde alojar en Talca. En tanto, otro de los afectados se preguntó por
qué el encargado no los envió en el otro tren que llegó desde Constitución,
pero cansado de la larga espera se fue a la casa de un familiar. Recién cerca
de las 21.30 horas llegó el jefe de servicios del ramal, Alejandro Chávez.
“Lamentablemente el tren salió a la hora, pero tuvo que devolverse y después
trató de salir, pero no hubo caso. Para mi, esta falla nos lleva a que no poda-
mos ofrecer un servicio seguro, por lo cual decidimos suprimirlo”.
7 noviembre 2007, El Centro, Talca
CYNTHIA RIMSKY | 105
106 | RAMAL

En su siguiente encuentro, la cobradora se concentró en la lectura de


un libro. Si a través de la ventana advertía que en una parada aguardaban
más de dos personas, se paraba con hastío a abrir la puerta. A punta de
estirar el cogote, el que viene de afuera logró leer el título del libro. Lo
único que diferenciaba a la cobradora de La pasajera era el pañuelo al
cuello y los guantes. En ese viaje subieron más pasajeros que de costum-
bre y la mujer se vio obligada a cerrar el libro. La hermana de Maquehua
le dijo que algunas veces el tren paraba frente a la cabaña. El que viene
de afuera preguntó a la cobradora si podía pedir al conductor que para-
ra. Ella le contestó con dureza que estaban retrasados. La hermana y su
prima opinaron que debía tener problemas con otro funcionario o con la
empresa que la hizo descender de conductora del rápido a cobradora del
ramal. Una persona que viajó ese día notó que tenía los ojos irritados y le
costaba respirar.
El que viene de afuera está seguro de que la explicación de su com-
portamiento se encuentra en el libro. Si bien la lectura no llegó a hacerle
faltar a su puesto de cobradora, se volvió tedioso recibir a los pasajeros
y escuchar la cuenta de sus enfermedades. Hay una forma de saberlo, se
dice escribiendo el título del libro, que la cobradora leía, en un buscador
de internet. Cuentos del alma, una autoedición de Rosario Gómez que
ya lleva 27 mil ejemplares vendidos. Existen Cuentos del alma I, II y III.
“Pienso que nosotros venimos a hacer algo, pero no algo sólo para noso-
tros, sino que venimos en misión a la Tierra. El paso por la Tierra es un
momento, algo transitorio.” Más adelante la autora cuenta que su último
trabajo “con uniforme” fue en un banco como ejecutiva de negocios. “Esa
fue mi última pega más formal, aunque ya estaba en un camino diferente
y, desde el primer día, pensé que no tenía nada que hacer ahí, pero estaba
recién separada y necesitaba trabajar, tenía dos hijos que mantener. Uno
se queda trabado en esos ‘peros’. Es como tratar de saltar una cerca y que-
darse agarrado en alguna parte de la ropa con el alambre de púa; hay que
atreverse, sacarse el suéter y atreverse a cruzar, porque si tú no te atreves,
no lo vas a lograr. En la vida hay que atreverse a tomar riesgos, claro que
CYNTHIA RIMSKY | 107

el tomar riesgos no significa enloquecerse. El cumplir los sueños hace


tan diferente la vida, cuando puedes hacer algo que tenga sentido, que te
represente por dentro y por fuera; es decir, que coincidan tus mundos. Es
algo maravilloso” –lee el que viene de afuera, como la cobradora, el paso
postergado.

¡La cobradora ha vuelto! Reconoce su bolso, el maletín, los pantalones


azules, no lleva la chaqueta con botones dorados ni el sombrerito ladeado
y, en vez de la blusa blanca de tela, usa una camiseta corriente de manga
corta. Siendo la misma cobradora, su vestimenta la hace nueva. El que
viene de afuera espera a que le diga: “Usted de nuevo por acá, ¿adónde va
ahora?”. Pero ella se limita a perforar los boletos. No escucha la cuenta
de las enfermedades que llevan los ancianos, no repite que la vida se debe
tomar al pie de la letra; se atrinchera en la cabina del conductor, enfras-
cada en la lectura de una escueta hoja de papel. Lee sin creer en lo que
lee. Agotada por el intento, muestra las palabras al conductor y ambos
reprueban con la cabeza. El conductor va más allá y, con otro movimiento
de cabeza, da a entender que él continuará haciendo lo de siempre y que
las palabras se jodan. La cobradora sabe que la actitud del conductor es
ilegible. En la Estación del Poeta enseña las palabras al jefe de estación y
al conductor del otro tren; estando en desacuerdo, ambos opinan que de
todas maneras las palabras van a pasarles por encima. Al sonido del pito,
el jefe de estación vuelve a la oficina y los conductores al tren. Semanas
más tarde, el que viene de afuera lee en un periódico que la Empresa de
Ferrocarriles del Estado suspenderá el servicio de trenes al sur porque los
trenes no son financieramente viables. Más abajo, la palabra del sindicato
acusa que la empresa no mantiene las vías y asegura que los pasajeros co-
rren el riesgo de morir cada vez que suben al tren. Aquella vez, en el ramal,
la cobradora leía su desaparición.
108 | RAMAL
CYNTHIA RIMSKY | 109
Quinta vuelta
La tercera vez que baja en Maquehua escoge nuevamente la cabaña del
hermano menor. Mientras en la de la hermana se contempla el río desde
el dormitorio, en la cabaña del hermano menor también se aprecia desde
la sala y el comedor. A diferencia de la hermana –que durante su primera
estadía insistió en invitarlo a cenar casi todas las noches–, el hermano me-
nor lo deja solo.
En aquellas cenas íntimas con la hermana, la mujer hablaba y hablaba.
Los sábados llegaba una prima con la que podía hablar. El lunes por la
mañana la prima volvía a la costa y a la hermana no le quedaba con quién
hablar, salvo el hermano mayor. “Y ese siempre anda en alguna cosa, que
un tipo no le quiso pagar, que se equivocaron en la plata que le debían, que
el que le tenía la vaca a medias la vendió; alguna cosa le tiene que pasar.”
En sus soliloquios la hermana le contó que le preocupaba tanto su si-
tuación económica que algunas noches no la dejaba dormir. Sabiendo que
necesita del dinero más que el hermano menor, el que viene de afuera no
disfruta de la vista del río que se aprecia por igual desde el dormitorio y
desde el comedor.
Pudiendo ver más, ve menos.
114 | RAMAL

Cinco minutos tarda en dar la vuelta a Toconey para reaparecer en la


estación, donde un viejo que conversaba con un pasajero del primer tren
de la mañana, le conversará nueve horas más tarde a él, que espera el tren
de la tarde. Antes de arribar a Toconey, el vendedor de golosinas preguntó
a una estudiante regordeta qué promedio de notas llevaba a su “mami”. La
estudiante no entendió la ironía y contestó que casi seis.
La misma estudiante abre la puerta de la casa donde la hermana de Ma-
quehua dijo que podrían alojarlo. Hasta donde alcanza su vista las baldosas
imitan ladrillos, los enchapes maderas nobles, las molduras ventanas ciegas
y los vidrios de colores, vitrales. Cuando descubre que le resulta imposible
alojar en la casa de la prosperidad, ya tiene los pies adentro. Sobre la mesa
de la cocina divisa una lisa gigantesca. La dueña de casa lo invita a pasar.
La hija muerde una pera. El que viene de afuera no quiere pasar. La suela
de sus zapatos se refleja en las baldosas, lo mismo que su bolso, ¡el bolso!…
La dueña de la casa de la prosperidad no pone reparos en guardar su bolso
CYNTHIA RIMSKY | 115

hasta la tarde. Si su propósito es conocer –eso les dijo el de afuera–, la due-


ña de la casa de la prosperidad le recomienda el mirador. Apurado por salir
de allí, asegura que ya reconoció el mirador que ella señala con su índice.
Ahora que está lejos de la prosperidad cae en cuenta de que faltan nueve
horas para que pase el siguiente tren y ya hace calor. El sendero atraviesa
un puente, una iglesia cerrada, dos niños intentan alcanzar una nuez verde
con un palo. Un matrimonio y su hijo bajan con un cajón de lechugas re-
cién cortadas. Le sale al camino un cruce. En una de las esquinas, un hom-
bre riega los tomates de su huerta vestido con un pantalón azul con pinzas
que le llega hasta la rodilla, lleva camisa a cuadros y calcetines blancos. El
hombre trabajó treinta años mandado por un patrón que usaba pantalones
con pinzas, camisa a cuadros y calcetines blancos. Al jubilar compró el traje
con que el patrón lo mandaba.
El hombre comenzó a ser mandado a los doce años por el poeta, que pa-
saba sus últimos años con dos hermanas, una soltera y una viuda, en el gran
caserón que tenían junto a la línea del tren. El fundo abarcaba ambas orillas
del río. “Fíjese que cuando cruzaba para la otra orilla a caballo, con este
calor, se ponía cuatro mantas encima el hombre y cuando yo le preguntaba:
patrón no tiene calor, me decía que con las mantas se le pasaba el calor.”
Una sola vez el hombre de los mandados volvió a la casa del poeta. Fue para
la inauguración del monumento póstumo –intentó decir estatua, pero pre-
firió monumento. “Me dijeron que todo se terminó por allá.” Después de
que el poeta y sus hermanas murieron, al único nieto se le olvidaron las tie-
rras en ambas orillas. Tanto vino había en las bodegas para olvidar la tierra,
que concluyó sus días en el hospital de la costa cuidado por las monjas.
El hombre de los mandados le indica el camino. Preguntó por el mi-
rador, podría haber preguntado por otra cosa. El jubilado señaló que a la
entrada encontraría unas “latas” y una reja. Hay una reja y está abierta. La
vista no abarca todo el valle como publicitó la dueña de la casa de la pros-
peridad, piensa tendido en el suelo, bajo las ramas de un espino. El pino
que hay más abajo tampoco posee la estampa para ser distinguido desde
la casa de la mujer. Por momentos tiene la certeza de que no está en el
116 | RAMAL
CYNTHIA RIMSKY | 117

mirador y por momentos le da lo mismo. El jubilado comentó que la gente


subía hasta allí para hablar por celular. De ser así, habría colillas de cigarros
y únicamente ve piedras. Había pensado esperar bajo las ramas del espino
las nueve horas que faltan para que pase el tren, pero el pensamiento de
que el mirador está en otro lugar lo inquieta.
Después de la curva del camino encuentra las “latas” que protegen a los
automovilistas de caer al precipicio. No existe una reja, sí un pino más alto
que los otros, cuyas ramas observa tendido de espalda.
Había pensado esperar bajo el pino las cinco horas que faltan. Pasando
tres se levanta. En el descenso se cruza con el matrimonio y su hijo que
vuelven con el cajón de lechugas vacío. En la banca, junto a la iglesia, en-
cuentra el arma que los niños fabricaron con la nuez verde que cogieron
del árbol, mientras él contemplaba las ramas.
La dueña de la casa de la prosperidad le da la mala noticia: al ir a trozar
la lisa que fritaría en celebración del casi seis de su hija, se hirió el dedo
índice, del corte brotó sangre y no pudo seguir cocinando. La ruma de
loza hace dudar que la estudiante haya logrado un casi seis. La dueña de la
casa de la prosperidad espera entre los trastos a que su herida cicatrice para
limpiar lo que la hija ensució en la celebración que no fue.
El que viene de afuera salva las dos horas que faltan tendido en un asien-
to de la estación a la que una hora más tarde llegará el viejo que encontró
por la mañana al bajar del tren. Varias veces se levanta porque le parece oír
el tren y no es el tren. Se pregunta si de las casas lo verán levantarse. Dos
hermanos cruzan la cancha de fútbol. Vuelven con sendos helados. Una
mujer imparte instrucciones a su pequeño hijo que se dispone a viajar al
internado de Talca. A último momento aparece el anciano que saludó por
la mañana. El que viene de afuera lo embroma con que no viene a esperar
pasajeros sino al tren. El viejo señala el asiento en el que estuvo tendido
las dos últimas horas. “Lo hice yo para que la gente tenga donde sentarse.”
Un doctor que vino de la ciudad le recomendó caminar cuarenta minutos
diarios. “De mi casa hasta aquí me demoro cinco minutos, así que vengo
cada vez que viene el tren y son cuarenta minutos.”
118 | RAMAL

Por la mañana despertó su curiosidad la presencia de tres carros expen-


dedores de comida guardados en la estación. El viejo le explica que su hijo
los compró para que la gente del pueblo venda comida a los pasajeros. No
entiende cuál puede ser la ganancia del hijo, pero el tren tiene la obligación
de esperar a los que bajan a comprar. Al que viene de afuera le sorprende
que atribuyan la amabilidad al tren y no al conductor. No conoce otra
máquina con más consideración.
Quince minutos después de la hora a la que acostumbra llegar, aparece
el tren. La mujer encarga al cobrador el cuidado de su pequeño, le preocu-
pa que el pariente que acordó recogerlo en Talca se retrase. Le parece que
esos minutos en la ciudad amparan todos los fantasmas que no se atreve-
rían a aparecer si estuviese junto a él.

La siguiente parada es la Estación del Poeta. El fin contado por el hom-


bre de los mandados abrió su apetito por conocer personalmente la casa del
poeta, pero la idea de dormir junto a los animales de peluche y despertar
a la hora en la que no irá a la escuela lo disuade. Tampoco tiene sentido
seguir hasta Talca para insistir en que el hijo conozca la estación de Colín
de la que huyó su bisabuelo. Podría bajar en Curtiduría y dormir en la casa
de la mujer que estaba en Talca durante la fiesta del vino. Saltarse las ruinas
de la casa del poeta implica colocar en el informe los datos que obtuvo
de los pájaros, las ramas, el hombre de los mandados, la posadera… Si el
Servicio Nacional de Turismo se da cuenta de que no realizó una encuesta
científica, podría rechazar el proyecto y se quedará sin dinero para el pie de
una casa en el barrio alto que guste al hijo.
En vez de la mujer que ofrece churrascas y huevos duros en su canasto,
en la Estación del Poeta hay un carro igual a los que estaban guardados en
Toconey que ofrece huesillos con mote. En las vueltas anteriores nunca
encontró un carro como ese. Hasta que esta mañana el viejo que va cua-
tro veces al día a esperar el tren le explicó su procedencia. No es lo único
diferente. Alguien distinto al que dibujó “el funeral de pensamientos” ha
borrado la muerte del muro.
CYNTHIA RIMSKY | 119

Cree reconocer a los dos viejos que estaban sentados en el andén de la


Estación del Poeta la primera vez que estuvo aquí. La noche que pasó junto
a ellos en la cocina del almacén no creyó que volvería a verlos. Le parecen
más altos. Alejados del revuelo que produce el carro de mote con huesillos,
como pájaros en una rama, alineados uno al lado del otro, no se miran,
tampoco a los pasajeros ni al carro. El más delgado se queja de que le due-
len las rodillas, dice que caminando le duelen menos. El otro le explica que
eso ocurre porque en la cama las rodillas pesan más.
El que viene de afuera abarca con la mirada la cocina de la pensión, la
terraza del almacén y el andén. Alguien que sufre de las rodillas necesitaría
descansar; en las sillas de la cocina, en las sillas de la terraza y en el asiento
de la estación. Caminando despacio tardaría unos veinte minutos en dar
la vuelta completa. El hecho de que aquí se crucen los trenes significa que
pasan dos veces al día y no cuatro como en Toconey. Justo los cuarenta
minutos de caminata que el doctor de la ciudad debe haber recetado a los
pájaros que habitan el ramal.
120 | RAMAL

“El tren ramal actualmente se detiene sólo en la Estación del Poeta, sin
embargo los vecinos pidieron a las autoridades regionales realizar gestiones
con la Empresa de Ferrocarriles del Estado para analizar la posibilidad de
que el tren se detenga cinco minutos aquí, en Curtiduría. Aprovechando
el recorrido que hicieron en julio pasado las autoridades regionales con
gente de la empresa, les hicimos entrega de una carta donde solicitamos
considerar la opción a futuro de establecer una detención de cinco minutos
del tren en la estación, ello con el propósito de entregar a los vecinos la
posibilidad de vender productos como tortillas, pan amasado, frutas, vinos
y otros que son característicos de esta zona. Estamos a la espera de una res-
puesta. Sabemos que es complicado y de concretarse demoraría bastante,
sin embargo no perdemos las esperanzas porque creemos que es justo para
un sector de mucha tradición y donde viven personas de trabajo y amantes
de su tierra”, señala la presidenta de la junta de vecinos en la prensa.
CYNTHIA RIMSKY | 121

La perspectiva de pasar otra noche en la Estación del Poeta, en compa-


ñía de los animales de peluche, lo impulsó a concurrir a la fiesta del vino. Si
hubiese sabido entonces que Curtiduría estaba a la espera de sus cinco mi-
nutos… En esta segunda visita, el que viene de afuera se dirige nuevamente
a la casa de la palmera desde la que esperó ver el pueblo y el río. En vez del
viñatero que subía cajones de uva a la camioneta, un empleado cambia las
tejas de una bodega que, según el cartel instalado por las funcionarias de
turismo, tienen doscientos años. Las tejas nuevas son falsas.
122 | RAMAL

En sentido contrario se aproxima una mujer cuya actitud le parece co-


nocida. La joven presidenta de la junta de vecinos sigue de largo hasta que
él se devuelve y la saluda. “Parece que le gustó por aquí”, dice burlona.
“Vine a hacer un proyecto para salvar el ramal”, le cuenta. La joven no pue-
de creerlo, el pueblo lleva años esperando una detención de cinco minutos
y a él, que hace meses ignoraba la existencia del ramal, el Servicio Nacional
de Turismo le otorgó dinero para sentar las bases de otro proyecto desti-
nado a salvar el ramal. El que viene de afuera intenta explicarle que no es
exactamente un salvavidas. Para eso tendría que poseer un conocimiento
acabado de la zona. En los labios inflexibles de la presidenta asoma el des-
precio, de seguro el de afuera la toma por una pueblerina que achura las
letras de los afiches a mano.
La satisfacción que le produjo tener dinero para encontrarse con el hijo
y viajar juntos por el ramal se transforma en culpa y la culpa en desprecio
por un Servicio Nacional de Turismo que cree que un proyecto puede
cambiar el destino de un ramal.
La presidenta de la junta de vecinos está convencida de que el de afuera
asistió a la fiesta del vino en busca de información que luego presentó al
gobierno. Esta nueva decepción encuentra cobijo junto a los vecinos que no
cooperan y a la mala voluntad de la ex presidenta que se negó a compartir
su experiencia organizando fiestas que dan ganancias y no pérdidas como la
fiesta que ella dirigió. “Al menos el dinero del Servicio de Turismo servirá
para ayudar a la mujer que no tiene baño”, le dice. El que viene de afuera
confiesa avergonzado que aloja en la casa de la mujer que entonces andaba
en Talca y que resulta ser la ex presidenta de la junta de vecinos que no quiso
traspasar a la nueva directiva su experiencia en la organización de fiestas.
Permanece ante el portón de la casa de la palmera, desde donde no se
puede ver el pueblo ni el río. Nadie sale a preguntar quién está afuera. Baja
hacia la cancha de fútbol. La han cercado. Busca la loma que remontó la
mujer con la carretilla cargada de uvas. Siendo imposible que nivelaran el
terreno, debió haberlo imaginado o el terreno cedió. Aunque la espera es
la misma, como misma es la presidenta, la casa sin baño, las plantaciones
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de melones, la casa de la palmera, la cancha de fútbol, la estación alquila-


da por la arrendataria que hornea tortas, el salón de eventos, los cajones
con uva, el puente, los lugares le son desconocidos o el desconocido es él,
tendido sobre la incómoda banca desde la que los espectadores siguen los
partidos de fútbol y desde donde él mira las ramas de un árbol que no le da
su nombre, para él un árbol y un viento que sacude las hojas y que durante
nueve horas, que parecen nueve años, no lo tocan.
La muerte de su padre sumó una nueva ausencia en la casa de Maruri.
De acuerdo a la tradición, fueron cubiertos los espejos de la casa DFL 2 en
el barrio alto y del paragüero en Maruri. Su madre descubrió los espejos
de su casa al cabo de un mes. El que viene de afuera dejó Maruri y el país.
Prometió que no volvería.
Al cabo de nueve años en el extranjero, comenzó a tener la sensación de
que había olvidado algo. Lo que partió como un fogonazo se asentó como
un desvelo. Por más que buscó el origen de la falta –creyó haber dejado
una olla hirviendo, el gas licuado abierto, la llave de su casa en el extranjero
en otra parte– la falta estaba más allá de él. Habiendo prometido que no
volvería al país ni a la casa de Maruri, volvió al país y a la casa.
Las llaves estaban en la mochila con la que partió de Chile y que llevó
en los viajes cortos que emprendió en el extranjero para liberarse de la
ausencia que lo seguía a todas partes, en el mismo bolsillo donde las dejó
caer tras haber cerrado la casa de Maruri hace nueve años. Durante su
estadía en el extranjero, la madre le pidió las llaves. Los emigrantes pe-
ruanos habían escogido el barrio Mapocho como asentamiento temporal
y se propuso arrendarles la casa. Estaba seguro de que una llave no sería
impedimento para la madre, por esa razón reservó un cuarto de hotel. Aun
así, fue a Maruri. El hecho de que a las nueve de la noche no hubiese luz
encendida lo impulsó a insertar la llave. A un costado de la puerta persistía
la plancha de madera –vacía desde que un ladrón se llevó el nombre y la
profesión del padre–, carcomida por las lluvias y ondulada por el sol. Las
celosías impedían ver el hueco en el piso que dejaron los hombres que
arrancaron el sillón dental en el que los pacientes abrían la boca. El piso
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de la entrada estaba cubierto de cuentas impagas. No intentó pulsar el


interruptor de la luz.
En nueve años ni una sola vez recordó la casa de Maruri. Su forma de mo-
verse le reveló que nada había olvidado. La taza en la que bebió café antes de
que pasara a recogerlo el minibús que lo condujo al aeropuerto, estaba sobre
la mesa de centro junto a las revistas que ya eran viejas en la sala de espera.
Abrió las puertas que daban a la galería: allí estaba el guindo, el cerezo, la
cama desecha, el libro sobre el velador, las sandalias que usaba para andar en
la casa, el plástico que nunca quitó por completo del cordón del televisor, el
sartén sobre el hornillo. Las cosas le recordaron que el ausente era él.
En esta segunda visita a Curtiduría, los lugareños sacaron las mesas
desde el comedor hacia el jardín. Afuera están los juguetes, la bolsa con
el tejido, el saco de porotos para desvainar, la radio, la batidora, la cocina,
las zapatillas. En una casa trasladaron el televisor y montaron un sistema
eléctrico en el que enchufan la lavadora y un foco. Del lado de afuera
observa la vida que se lleva afuera. Si pudiese dejar el proyecto y meterse
dentro. ¿Bastaría con la casa o sería necesario comprar el árbol, el parrón,
el mantel, el florero, las plantas, los juguetes, la bolsa con el tejido, el saco
con porotos, la radio, la batidora, la cocina, la lavadora, las zapatillas, el
televisor, el sistema eléctrico en paralelo?
Al que viene de afuera le parece que en esta vuelta las cosas no encajan
como en la primera; entonces el camino le brindó uvas y ahora por sobre
las tapias se empinan las ciruelas.
La ex presidenta de la junta de vecinos lo conduce a un enorme cuarto
con cinco catres de bronce. La única ventana está tapiada. La ex presidenta
omite el precio de la habitación y las comidas. Intenta decirle algo y no
encuentra la forma. Él desea entornar la puerta y la presencia de ella no
lo deja. “Es que todavía no nos ha dado su nombre”, explica la mujer. Su
nombre trae el nombre de ella y del fabricante de vinos que es su esposo.
Si desde la ventanilla del tren las antiguas casas de adobe evocaban cuar-
tos frescos y penumbrosos, en la oscuridad de lo deseado contempla la
promesa que quedó afuera.
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Dijo a la ex presidenta que pasaría dos noches en su casa. Ayer fue di-
rectamente a la cama ¿y hoy? Las altas temperaturas hacen imposible salir
a la calle entre el mediodía y las cinco de la tarde. La joven presidenta de
la junta de vecinos le dijo que estaría por la mañana en el salón de eventos.
Las puertas están abiertas. En la plazoleta dos mujeres se columpian. Al
verlo entrar, bajan disparadas, una al consultorio y la otra al salón. Confía
en que podrá aclarar la oscura impresión que la presidenta se llevó de él.
La mujer que se columpiaba le informa que la presidenta no viene por la
mañana, no dice si desistió de venir, si nunca ha venido y lo inventó para
escapar de él. El fabricante de vinos mencionó unos baños termales a cinco
kilómetros de allí. “La única forma de llegar es caminando y los dos prime-
ros kilómetros son pura subida, no creo que resista”, agregó.
Entre las diez de la mañana y las siete de la tarde permanece en un baño
termal que nadie atiende, recostado bajo la sombra de un árbol que no le da
su nombre. En las nueve horas que pasa bajo las ramas, contempla el paso
que no dieron su abuelo y su padre en el asiento de dos cuerpos donde se
encogieron.
Por la tarde, en el salón de eventos, la presidenta enseña a leer y a escribir
a un campesino. “Lo hago en forma desinteresada. No como la ex presidenta,
que se negó a entregarnos el secreto de la fiesta del vino.” No sólo estuvo la ex
presidenta veinte años dirigiendo la junta de vecinos; como actual presidenta
del comité de turismo, sigue ganando dinero con los grupos organizados
que trae desde Talca a almorzar al salón de eventos, con el Potrillo de Santa
Rita y sus disparos a fogueo. A diferencia de la fiesta del vino, que alcanzó
para pagar la orquesta, los eventos del comité de turismo son pura ganancia.
Descubrir el secreto de la ex presidenta con el fin de comunicarlo a la joven
presidenta puede ser el sentido que perdió interrogando a las ramas.
Encuentra a la ex presidenta en el jardín. El que viene de afuera no se
va por las ramas, predice que en el futuro los hijos volverán al campo por-
que en el campo está el futuro. La ex presidenta se muestra dubitativa. El
que viene de afuera le habla acerca del pasajero que dejó su trabajo en la
celulosa para mejorar la viña del padre. La ex presidenta le cuenta que ella
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también ha visto. Él le pregunta qué ha visto. “La gente de afuera se inte-


resa por este lugar donde todo es natural.” “¿Usted organizaba la fiesta del
vino?”, pregunta con cautela el que viene de afuera. “Hace tiempo, ya perdí
la energía”, miente ella. “Yo veo que todavía posee mucha energía”, la adu-
la. La ex presidenta desvía la mirada. “Me dijeron que trae grupos de afue-
ra, debe ser muy difícil organizarlos.” “Ya tengo un sistema hecho.” “Qué
interesante, es lo que le falta al turismo, un sistema.” “¿De verdad lo cree?”
Ha picado. “Claro que debe ser difícil convocar a toda esa gente...” “Yo
arriendo un tren especial.” “¿Lo arrienda?” “Parte a las once de la mañana
de Talca. Antes volvía a las ocho de la noche pero tuve tantos problemas
que ahora le enganchan un tercer vagón al tren de recorrido que pasa a las
seis y media de la tarde.” “Supongo que le hacen pagar el tren especial con
anticipación, ¡qué arriesgado!” “No tanto, pago cuando ya tengo asegurada
una cantidad mínima de personas.” “Debe conocer a mucha gente.” “Pon-
go aviso en dos radios y a la gente que vino en años anteriores le mando un
correo electrónico, usted también me va a dejar su dirección.” “¿Cómo hace
para entretenerlos todo el día; además de la bodega de doscientos años, no
hay mucho que ver.” “Organizamos la fiesta de la esquila y la del chancho.”
“No he visto corderos o chanchos.” La ex presidenta le cierra un ojo: “Mi
esposo compra los corderos y los esquila aquí mismo, en el jardín” –indica
la piel de cordero que cuelga del árbol–. “Mientras ellos visitan la bodega
se prepara el asado al palo y la cazuela que servimos en el salón de eventos
con un cantante de rancheras.” “¿Y la fiesta del chancho?” “Lo matamos a
principios de la semana para tener tiempo de faenarlo. En el tren servimos
café de trigo tostado con sándwich de queso de cabeza.5 Los llevamos a
visitar la vieja bodega y luego aquí mi esposo les da a probar vino pipeño6
en calabaza. Esa que está allá” –indica una larga y flaca calabaza ahuecada
junto a la piel del cordero. “Lo acompañamos con chicharrones de cerdo7
y una marraqueta que corto bien delgadita. Viera usted cómo comen. Mi
esposo vende los licores que prepara” –indica las botellas en el aparador– “y
los llevamos caminando hasta el salón de eventos; almuerzan chanfaina8
y asado. Para la once servimos pan amasado con arrollado, y después al
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tren.” “¡Qué manera de comer!” “Yo creo que después no comen en toda la
semana”, ríe. “¿Y cuánto cuesta todo eso?” “Doce mil pesos por persona.”
“¿Y compensa?” La ex presidenta sonríe condescendiente. “Qué lástima
que la directiva que hizo la fiesta del vino no sepa organizar eventos como
usted, no ganaron casi nada.” “Yo les dije cómo tenían que hacerlo, pero
ellas creyeron que era fácil.” “Si el día de la fiesta del vino usted no estaba
aquí…”, intenta pillarla. “Tuve que ir a la ciudad a ver a un familiar que
estaba enfermo.” No se deja pillar. “¿Y en el pueblo no despierta envidia
lo que hacen?” La ex presidenta se apura: “Siempre hay gente que habla; si
fuera por mí yo donaría una pequeña parte al salón de eventos, aunque está
ahí para que lo use cualquiera” –aclara. “Lástima que mis amigas no están
de acuerdo” –cruza las manos sobre el delantal.
Temprano por la mañana abandona la casa de la ex presidenta con el
secreto de la organización de la fiesta. El salón de eventos está cerrado. Da
una vuelta por el consultorio; un aviso con letras achuradas informa que
el dentista no vendrá hoy. Le quedan cuatro minutos para coger el tren. Si
espera a la joven dirigente deberá quedarse en Curtiduría y alojar en la casa
de la ex presidenta o esperar el tren que va a Maquehua y escoger entre la
cabaña de la hermana y la del hermano menor.
La primera mañana que el de afuera despertó en Maruri, tras nueve años
fuera del país y de la casa, se encontró con que no necesitaba emprender
ningún cambio para continuar viviendo allí. Como si nunca hubiese dejado
de hacerlo, sacó la cadena que enlazaba las manijas, abrió la puerta princi-
pal, sujetó una de las hojas con un gancho para impedir que el viento la
cerrara, desplazó la tranca para asegurar la otra, guardó la cadena y el canda-
do en el hueco del ladrillo, abrió la mampara, cogió la llave escondida en el
paragüero y abrió su taller. En la esquina del cuarto lo esperaba el madero.
Con la ayuda del clavo, abrió las celosías de las lucernas y permitió a la luz
entrar en la oscuridad. Al salir al pasillo se encontró con que el espejo del
paragüero estaba cubierto por una sábana. Antes de partir había protegido
los muebles para que no se estropearan y pensó que era el caso del paragüe-
ro. Al ir a levantar la tela se encontró cara a cara con su olvido.
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Sexta vuelta
Al llegar a Talca siente la imperiosa necesidad de llamar al hijo. Si no
telefonea al hijo, le será imposible conciliar el sueño. Con esa idea sale del
hostal. Ante un boliche de sándwiches al paso, una mujer mira desconfiada
a dos adolescentes que no hacen nada. Un recolector de cartones que pasa
en un triciclo la insta a telefonear a los carabineros: “Denúncielos nomás”.
La mujer marca un número en su celular. Tras una vuelta a la manzana, el
que viene de afuera cuenta a cuatro jóvenes que beben cerveza con un solo
vaso, a dos mujeres tiesas y sin habla que empujan rutinariamente la pelvis
contra una vieja máquina de videojuegos, a un matrimonio de mediana
edad que espera en silencio a que la heladera termine de conversar para
pedir el sabor que no tienen en casa. Ve a un niño de la edad de su hijo que
pide monedas envuelto en una frazada; su mano queda afuera, en los dedos
sostiene un cordel y del cordel cuelga una llave. Su ex esposa responde al
teléfono que el hijo no está, no dice dónde está ni por qué salió. El que vie-
ne de afuera acuerda volver a llamar. Al acercarse al hostal, con la botella de
cerveza que salió a comprar dos horas antes, se encuentra con que el dueño
de la pensión no lo espera en la puerta. No ha llegado cuando recibe el
llamado urgente de su ex esposa y la ausencia que lo viene siguiendo desde
Maruri se desliza en el cuarto junto con él.
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Colín se encuentra a ocho kilómetros de Talca. Esta proximidad atrajo


a las inmobiliarias que comenzaron a construir condominios en el límite
de la ciudad y la estación. La afluencia de nuevos vecinos convocó a la
locomoción colectiva y postergó al tren con sus cuatro horarios. A pesar
de esto, el que viene de afuera escoge el buscarril de las siete y treinta de la
mañana. En el vagón no viaja la joven con el arreglo floral sobre las rodi-
llas. Si hubiese venido en el tren, el que viene de afuera la habría seguido
adonde las mustias los llevasen. En vez de eso, baja en la estación de la que
huyó su abuelo. Las ocasiones que pasó por aquí en tren, advirtió que la
fachada necesitaba una reforma. En Colín comprueba que sólo permanece
en pie la fachada.
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La línea de buses que va y viene entre Talca y Colín tiene a la calle que
pasa por detrás de la estación como paradero. En su recorrido por Talca,
los buses F comparten paradero con la línea E. Los buses E llegan hasta
un colegio pagado, que es tradicional en la ciudad, y donde su ex esposa
matriculó al hijo de ambos. El que viene de afuera no estuvo de acuerdo:
fue casualidad que el hijo naciera en Talca y así como llegó a esa ciudad,
podía irse, por lo que no necesitaría los contactos que el colegio tradicional
le proporcionaría. Su ex esposa no tomó en cuenta su opinión. Luego co-
mentó a su hijo que el padre opinaba así por tacaño.
El juzgado donde el padre deposita el cheque para la alimentación del
hijo es el F. No cree que su hijo sepa el número del juzgado. Fue una coin-
cidencia que, en vez de abordar el bus E que lo deja en el colegio, su hijo
subiera al F. No es posible confundir una E con una F. Al hijo esas cosas
le suceden. El mes anterior le sucedió ser asaltado a una cuadra de su casa.
La madre había decidido que a los doce años el hijo podía ir y venir solo al
colegio en locomoción colectiva. Camino al paradero le robaron la billetera
con la mesada y una lámina que ganó al mejor jugador de láminas del cur-
so. El hijo no volvió a salir solo a la calle. La madre le exigió al padre que
pagase un transporte escolar. Este le hizo ver que la decisión de que el hijo
viajara en autobús fue de ella. La madre comentó al hijo que su padre era
un egoísta.
El lunes el automóvil de la madre sufre una avería y el hijo se ve obliga-
do a recorrer la cuadra en la que lo asaltaron. En vez de coger el bus E que
lo lleva al colegio, aborda el F que lo llevará a Colín. A la salida de Talca
comprende que algo anda mal, pero calla. Si pregunta al chofer, todos los
pasajeros sabrán que se equivocó de bus.
En las primeras seis cuadras no percibe grandes diferencias con Talca.
A la séptima cuadra termina el pavimento. Las casas más antiguas son de
madera y las restantes, una pegatina de cartones y planchas usadas. En los
jardines se amontona lo que se desecha en las cuadras principales. Recolec-
tadas bajo la fantasía de emular la vida que se lleva en Talca, las cosas pasan
por el olvido y envejecen al sol.
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El hijo nunca estuvo en una estación de trenes. Si su padre le contó


acerca del ramal, guardó silencio el hijo ante el intento del padre por com-
partir sus gustos. Puede que el mapa con las estaciones haya estado sobre
la mesa durante los tres días al mes que el hijo visita al padre en la casa de
Maruri. Si fue así, el hijo no lo vio.
En los últimos años, el barrio de la ex Estación Mapocho ha recibido un
flujo permanente de inmigrantes peruanos que alquilan las casas en grupos
de a veinte, cuelgan la ropa mojada en las ventanas que dan a la calle y,
como las mantienen abiertas hasta entrada la noche, se escucha afuera lo
que se disputa adentro. Ante las quejas del hijo por tener que ir a Maruri,
respondía el padre que entender a los inmigrantes era más educativo que
las lecciones del colegio. El hijo aborrecía esa casa oscura (melancólica,
lo corregía el padre), sobre todo cuando su padre insistía en que habitar
esa casa lo haría mejor persona e intentaba obligarlo a leer unos cuentos
roñosos que recogía de la calle con el propósito de hacerlo dudar de sus
pocas certezas.
Siendo la estación de Colín el último paradero de los buses F, los cho-
feres se detienen a descansar durante diez minutos. Convencido de que
todos los pasajeros bajaron, el chofer que condujo el bus en el que viajó el
hijo se acerca a conversar con un hombre que vende comida en su triciclo.
En un momento, cree distinguir una cabeza arriba de la máquina. Mira de-
tenidamente hacia el interior del bus, sí, es el hijo que no se ha movido del
asiento. Creyendo que el adolescente está haciendo la cimarra, se le ocurre
darle un susto, pero la seriedad del hijo lo disuade. La actitud de reserva –la
mayor parte del tiempo francamente huraña– que el hijo mantiene hacia
el mundo, como si no fuera cosa suya lo que ocurre afuera, lo hace parecer
mayor de lo que es. “Le dije que partía en veinte minutos y que podía es-
perar arriba de la máquina. Él se quiso bajar y no lo vi más.”
A diferencia de los que vienen en tren, el hijo atraviesa las ruinas para
llegar a la fachada. Son las ocho y treinta de la mañana. Al colegio entraba
a las ocho. Aunque cogiera el bus F de vuelta a Talca no llegaría antes de las
nueve. Será el sexto atraso en el mes. El padre se enterará de que la madre
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lo deja en el colegio después de la hora. Resolver que no irá al colegio lo


hace distenderse. No hay nadie a quien preguntar si por Colín todavía pa-
san trenes. El muro en el que pegaron el horario se desmoronó.
Las veces que el tren pasó de largo por Colín, al que viene de afuera le
pareció que el lugar estaba abandonado. Ahora que está allí, descubre un
sendero frecuentado por mujeres de distintas edades. Si un varón las acom-
paña, llega hasta los matorrales. Desde el tren notó que en los alrededores
había varios invernaderos de tomates. Las mujeres que desaparecen entre
los arbustos deben trabajar en un packing.
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Al atravesar Colín, los pasajeros del tren se apresuraban a coger el ce-


lular para llamar con inexplicable urgencia a sus familiares. Más adelante,
el que viene de afuera se enteró de que allí se interrumpían las señales
telefónicas. El hijo tiene un teléfono móvil, el padre no. Su ex esposa se lo
compró por seguridad. La única vez que lo necesitó –su madre lo mandó
con la empleada doméstica a una lavandería del centro para recoger una
chaqueta que usaría por la noche; a las siete de la tarde el hijo perdió de
vista a la empleada, la empleada dice que lo buscó, el hijo dice que ella se
fue– el móvil quedó sin batería. El hijo no tenía dinero y le dio vergüenza
pedir monedas para el bus.
Al día siguiente la madre exigió al padre que le traspasara más dinero
para llevar al hijo al psicólogo. Él le hizo ver que ella le endosó la responsa-
bilidad de recoger una chaqueta a un niño de doce años. La madre comen-
tó al hijo que su padre no tenía sentimientos. El hijo estaba al otro lado de
la línea telefónica, no escuchaba los sonidos de la casa del padre, estaba en
la casa de la madre.
A las nueve y treinta de la mañana los alumnos del colegio al que asiste
el hijo salen al primer recreo. El amigo del hijo está comprando una bolsa
de papas fritas en el kiosco cuando recibe la llamada del hijo. Acuerdan
encontrarse a las tres de la tarde en una plaza de Talca a la que acostumbran
ir en bicicleta. Cuando el amigo le pregunta dónde está, el hijo se niega a
decirle. En realidad aquel niño no es su mejor amigo. El mejor amigo del
hijo se mató en su fiesta de cumpleaños. Los padres saben que no deben
dejar armas cargadas en lugares accesibles, pero siempre hay uno que lo ol-
vida. Tras el accidente, el profesor jefe aconsejó a los apoderados acercarse
más a sus hijos y llegó a insinuar que el niño fallecido sabía que la pistola
estaba cargada. El que viene de afuera preguntó a su hijo si era verdad que
su mejor amigo planeó suicidarse. Al día siguiente, la madre telefoneó al
padre para decirle que el hijo se había encerrado en el cuarto y no había
forma de sacarlo.
Los lunes por la mañana el tren generalmente se retrasa. Al hijo le sor-
prende que tenga sólo dos vagones sin locomotora. Su padre lo ayudó a
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estudiar la historia del ferrocarril para una prueba parcial. La profesora les
exigía aprenderse de memoria las características de las locomotoras a car-
bón, eléctricas, petroleras. Una estupidez, se enardeció el padre contra la
profesora que privilegiaba la memoria por sobre el entendimiento. Al hijo
le dio un ataque de pánico al constatar que no era capaz de memorizar.
Después de almuerzo se sintió enfermo del estómago y la madre pasó a
buscarlo a Maruri. Al día siguiente no fue al colegio.
En Colín hay dos líneas férreas. Al que viene de afuera no le resulta
fácil dilucidar por cuál de ellas pasa el tren. El hijo sabe de inmediato que
circula por la del fondo. Al que viene de afuera le resulta sorprendente el
sentido de orientación de su hijo.
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Al extraviarse en el centro de Talca, sabía en qué dirección se encontraba


la casa y cuál línea de buses debía coger; estuvo horas queriendo atreverse a
pedir dinero. Cuando la madre insistió en que debían llevarlo al psicólogo,
el padre le contestó que necesitaban un psicólogo las personas que vieron a
un niño de doce años, solo, en un paradero de noche, y no se acercaron a
preguntarle si tenía dinero para el pasaje. La madre comentó al hijo que su
padre era un loco. El hijo estaba en la casa de la madre y le creía a la madre,
estaba tres días al mes en la casa del padre en Maruri y no creía en nada.
Frente a la línea del tren hay un sitio eriazo. El que viene de afuera
cree distinguir un almacén. La almacenera le asegura que hace años –no
especifica cuántos– este era un barrio tranquilo y se vivía con las puertas
abiertas. “Se conocían todos de cuando construyeron el ramal. Cada uno
tenía su hijuela, no como ahora que hay puras mediaguas y nadie siembra.”
Lo que necesitan para vivir están obligados a comprarlo; del almacén salen
con un pedazo de cada cosa, de cada pedazo la almacenera hace un recorte.
Ella culpa de la inseguridad a los que vinieron a trabajar a los packings.
“Hemos ido a la municipalidad a pedir que iluminen la calle; pusieron un
poste y desde que apareció quebrada la ampolleta nadie vino a cambiarla.
Ahí está.” A la entrada del almacén hay una silla plástica en la que la al-
macenera se sienta cuando no vienen clientes, dice que huye del calor de
las máquinas frigoríficas. Da la impresión de que la vida de los otros es el
producto que más circula por los estantes.
“El niño estuvo horas caminando arriba y abajo del andén, no se cansa-
ba de caminar. Pensándolo bien, eso fue al principio, después no se levantó
más del asiento, como si tuviera pegamento, no sé cómo no le dolió el
trasero de tantas horas que estuvo ahí solo. A mí se me tienden a adorme-
cer las piernas, por eso voy y vengo entre el almacén y acá afuera; no será
mucho dirá usted, pero si viera la cantidad de veces al día que lo camino...
Parecía asustado. No sé de qué o de quién. Tal vez fueron esos de ahí que
lo asustaron. Están todos los días en el sitio eriazo, por eso yo obligué a mi
hijo a hacer el servicio militar, se las canté bien claro: vagos en mi familia sí
que no.” La almacenera indica a cuatro jóvenes que se aproximan con una
CYNTHIA RIMSKY | 141

botella de cerveza de a litro. Detrás de la puerta, la mujer esconde una jaba


de cervezas que debe vender en forma ilegal a los vagos.
El hijo no conoce vagos como Tom Sawyer y Huckleberry Finn. Los
únicos vagos que conoce son los delincuentes que aparecen en la televisión.
El padre hubiese dado cualquier cosa por parecerse a Tom Sawyer y a su
amigo Finn, contó el padre al hijo durante una de sus visitas obligatorias a
Maruri. Por la tarde llamó al hijo a tomar once. Había olvidado la discu-
sión del almuerzo, no así el hijo que estuvo hasta esa hora navegando en
internet sin encontrar un sitio donde aparecieran los vagos descritos por
el padre. “Los únicos vagos que aparecen son los perros vagos”, retrucó el
hijo. El padre lo conminó a buscar la definición de vago en el diccionario
de la RAE. El hijo se terminó de convencer de que los vagos eran peligro-
sos. “Por más que conozcas la definición de vago, no conoces el olor de los
vagos. Tú conoces el olor de tu madre, de tu abuela, el olor a pies de tus
compañeros de colegio; hay que haber vagado para entender”, le contestó
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el padre. El hijo se llevó el tazón con leche y la marraqueta con manjar al


cuarto. Pasaba los tres días obligatorios al mes encerrado en el cuarto oscu-
ro donde durmió la siesta su abuelo. Si el padre no lo hubiese llamado para
desayunar, almorzar y cenar en la mesa, permanecería en aquel cuarto los
tres días que pasaba con el padre.
Al llegar el hijo a la casa de Maruri, los postigos del cuarto oscuro ya
estaban cerrados. La única fuente de luz provenía de una pequeña ventana
rectangular ubicada a más de un metro del suelo. El hijo esperó a tener la
altura necesaria para asomarse a la ventana y se encontró con que del otro
lado estaba la sala de espera, un sofá de tres cuerpos y una mesa con nú-
meros viejos de la Mecánica Popular, el Reader’s Digest y Condorito, que leía
en vez de los cuentos rusos que el padre le dejaba en el velador. Cuando la
madre aclaró al padre que el hijo no era feliz en la casa de Maruri, el padre
le preguntó al hijo si era feliz. El hijo contestó que no había problema. El
padre creyó que le diría si tenía problemas.
El chofer del bus F enciende el motor. Dentro de una hora el hijo deberá
encontrarse con el amigo que no es su mejor amigo en la plaza de Talca, pero
el hijo no se atreve a pasar delante de los cuatro vagos que beben cerveza en
un vaso de vidrio que hacen circular entre ellos. Estaba con el padre, en la
casa de Maruri, cuando vieron por televisión la noticia de dos menores de
edad que asaltaron a un hombre en el puente Pío Nono y después de robarle
lo tiraron al río Mapocho por las piernas. El hijo preguntó a su padre por
qué lo hicieron si ya tenían el dinero. El padre le explicó en forma sencilla la
teoría de Freud. Al hijo le desconcertó saber que también poseía un instinto
violento. “De muerte”, repitió asombrado. El padre le hizo ver que también
estaba Eros. Al hijo le disgustaba tratar ese tema con su padre.
En la vida de fantasía que su ex esposa hace llevar al hijo, todos los que
beben alcohol en la calle son peligrosos. El hijo ignora que el ritual de
sacudir el vaso para que al compañero no le toque la espuma, hace la dife-
rencia. Por la diferencia el que viene de afuera saluda a los vagos. Los vagos
le responden que el lugar está bien durante el verano y que en invierno
tienen uno bajo techo. “Con calefacción central”, agrega otro. El que viene
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de afuera se deja caer en el asiento al final del andén. Escucha las risas de
los vagos. Hasta el asiento no vendrán, el asiento se ve desde el almacén.
Volver al asiento es volver al hogar.
Si el hijo no coge el bus F que está por partir, le será imposible llegar
a las tres de la tarde a la plaza de Talca. ¿Y si los vagos planean arrojarlo al
tren en marcha? El amigo del hijo recibe un segundo llamado telefónico
del hijo avisándole que no irá a la plaza. El amigo se ofrece a ir a su encuen-
tro. El hijo corta la comunicación. En un momento posterior la batería de
su móvil se descarga.
144 | RAMAL

Al disponerse a almorzar, la almacenera decide llevar al niño algo de


comer y lo olvida. Los clientes le hacen olvidarlo todo. Ahora que pasa de
la silla del comedor al asiento del almacén, a la silla de afuera, comprueba
que el niño continúa pegado al asiento. Le recuerda a su hijo. Se pregunta
cómo lo estarán tratando en el regimiento de Punta Arenas, si pasa ham-
bre, solo, en una ciudad extraña. Tal vez si socorre a ese niño desconocido,
alguien socorrerá al suyo.
Los vecinos observan a la almacenera atravesar el sitio eriazo con una
marraqueta con mortadela envuelta en una servilleta y una cajita de jugo.
Todos comentan la presencia del niño en el andén, no se les ocurre avisar
a carabineros. Los carabineros sólo llegan por un hecho de violencia y el
niño está quieto. “Pobrecito, cuando le llevé la colación se puso como un
puercoespín, me dieron tantas ganas de hacerle cariño al ver el apetito con
que devoraba el sándwich…”
La almacenera sugiere al hijo que sus padres deben estar preocupados.
“La estación no es lugar para un niño, puede ser peligroso sobre todo de
noche”, dice que le dice. El hijo no informa de dónde viene ni qué hace
allí. La única pregunta que formula a la almacenera es si pasan más trenes.
No pregunta adónde van los trenes. La almacenera le dice que faltan dos
más. No dice adónde van.
Al acercarse la hora de la once, las vecinas del sector envían a sus hijos
al almacén para comprar té, pan y mortadela. El ajetreo impide a la alma-
cenera ver lo que hace el niño cuando pasa el tren de las cuatro y treinta
hacia Constitución. Ignora si no supo detenerlo o se contentó con verlo.
“No despegaba sus ojitos claros de la línea.”
Lo que el hijo mira en la vía a nadie puede decirlo ya. Tampoco el que
viene de afuera sabe ya qué mira. Cuando conoció a su ex esposa, ella alabó
que él mirara más allá de las cosas. Al abandonarlo y llevarse al hijo de la
casa de Maruri, lo acusó de que no era capaz de ver las cosas que tenía al
frente: los ramales, las estaciones, las revistas Mecánica Popular, los maderos
con clavos en la punta, los paragüeros, puras cosas perdidas. No era justo
para ella y el hijo vivir con el padre y sus inútiles proyectos de salvación.
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El tren de las cuatro y treinta completa la visión fragmentaria que el


hijo se formó del tren: comprueba que la locomotora está en el primer
vagón, que el conductor se ubica del lado derecho y que es necesario espe-
rarlo en la plataforma entre las dos vías. Ya han pasado dos trenes, en una
dirección y en otra. Si el primero iba a la ciudad y en sentido contrario está
Constitución, hay una alta probabilidad de que el último tren del día se
dirija a Talca. Una vez allá podrá caminar o coger un bus hacia la casa de
su madre o del amigo, que se convirtió en su mejor amigo después de que
su mejor amigo se disparó en la sien. El tren lo devolverá al lugar del que se
fue por equivocación. Si se atreviera a pasar delante de los vagos, estaría en
un cerrar de ojos en el bus F, pero el hijo ya no puede cerrar los ojos. Ahora
que los ha abierto, le parece que no podrá cerrarlos más.
El tren de las cuatro y treinta hace recordar al que viene de afuera las
tonterías que inventó para detener el tren en mitad de la vía. Sus panto-
mimas obedecían al temor irracional de que el tren siguiera de largo. En
un viaje posterior, el conductor le permitió visitar la cabina y pudo darse
cuenta de que a través del parabrisas se distinguía claramente a los que es-
peraban el tren; aun así, el temor de quedarse abajo lo acompañó cada vez
que debió esperar en medio de la vía.
Los vecinos sacan la cuenta del tiempo que el hijo lleva en la estación:
apareció poco después del primer tren y hace una hora pasó el tercero. An-
tes, la almacenera le llevó un sándwich con mortadela y un jugo de piña.
Un vecino sugiere llamar a carabineros. A nadie convence la presencia de
los carabineros.
En una de sus visitas a la casa de Maruri, el hijo preguntó a su padre
si su madre y él desearon tenerlo. El padre no quería que el hijo creciera
entre algodones y reconoció que su origen fue un accidente, pero al saber
que vendría, no tuvieron dudas en tenerlo. Al día siguiente la madre llamó
al padre para decirle que el hijo se rehusaba a salir del cuarto. Como él no
quiso intervenir, la madre decidió llevar al hijo a un psicólogo que lo ayu-
daría a ser feliz. “Ya verás cómo lo logras”, le dijo. La madre quiere a toda
costa que el hijo sea feliz, al padre le interesa que el hijo haga lo correcto.
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El hijo no quiere ser feliz o correcto, va más lejos, no es capaz de ser feliz
o correcto, más lejos, ya que no es feliz ni correcto no tiene sentido existir,
más lejos, la felicidad y la corrección no existen, y como no es posible ser
feliz ni correcto, se convertirá en una decepción para todos.
Se escuchan gritos del lado del río. Por el sendero se acercan una traba-
jadora temporera y un hombre. Desde el asiento no se alcanza a escuchar
lo que dicen. El hombre va delante, la temporera tira de su chaqueta, le
desgarra la chaqueta, el hombre arranca la mano de su chaqueta, la tem-
porera saca unos billetes y los arroja al suelo, el hombre los recoge y sigue
adelante, la temporera grita su nombre. Las demás trabajadoras no miran,
miran y no hacen nada, no hacen nada y vuelven a sus casas, no cogen el
bus, ahorran el dinero. Se ven cansadas, piensa el que viene de afuera.
El silencio que sigue resulta más angustiante que la discusión. A la edad
del hijo los sonidos atemorizan más que las palabras. A la edad del que
viene de afuera atemoriza la repetición de la palabra. El hijo desconoce
los motivos por los que otras parejas discuten, conoce las disputas entre su
padre y su madre. No conoce lo que las disputas ocultan, sí la desesperanza
que las disputas le causan.
En media hora pasará el último tren, si es que no se atrasa. La madre
vive con atraso, queriendo llegar, prometiendo llegar, haciéndose esperar,
insistiendo en que llegará, llegando cuando ya no es necesario. Al padre no
le es permitido ningún atraso, paga cada retraso en la comisaría, acusado
por su ex esposa de infringir el dictamen del Tribunal de Familia. El hijo
no necesita que su padre le repita que la madre no llega a tiempo, él sabe
que su madre no llegará a tiempo.
Los dos trenes que pasaron antes son insuficientes para que el hijo se
forme una imagen del ramal. El hijo desconoce que antiguamente los pa-
sajeros alumbraban con una vela el camino del paradero hasta su casa, que
los perros esperan en la línea el regreso de sus amos, que durante la deca-
dencia del tren un caballero arrendaba palitos para mantener las ventanas
abiertas. Ignora que dos estaciones más adelante hay un carro que vende
huesillos con mote, churrascas y huevos duros con sal, y que el jefe de la
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Estación del Poeta cambia las vías de los trenes. Necesitaría recorrer varias
veces el mismo trayecto, sentarse en el primer asiento del lado del conduc-
tor y escuchar cómo este avisa por radio su llegada. Aun así, de no viajar en
el tren que llega primero a lo del Poeta, no alcanzará a ver al jefe cambiar
las vías. De todas formas, el hijo no cree que se puedan cambiar las vías.
Desde hace diez años, cada mes pasa tres días con su padre y veintisiete con
su madre. En diez años se ha percatado de muchas cosas, entre ellas, que el
conocimiento de las cosas no mejora las cosas.
El hijo escucha al padre proclamar que deben salvarse los huevos du-
ros, las varillas que sostienen las ventanas, la palanca que cambia las vías,
los huesillos con mote, los cuentos rusos... El hijo no conoce la Estación
Mapocho, conoce a la madre, al padre, a los abuelos maternos, a los com-
pañeros de colegio, el barrio pudiente de Talca, la plaza, el mall, el muro de
escalada. El conocimiento que tiene de los lugares y las cosas no lo apega a
ellos como apega a su padre, la cobradora del tren, la niña que conoce los
caminos, los tres hermanos de Maquehua, el esposo cadáver de la mujer
que amasa pan.
El que viene de afuera no sabe bien cómo empezó con su misión. Un
día subió a internet una lista de cosas y lugares perdidos. La gente co-
menzó a añadir sus propios objetos y lugares. La lista se volvió infinita.
El que viene de afuera se ofreció a elaborar proyectos para salvar las cosas
y lugares que la gente daba por perdidos. Pero, en vez de disfrutar con la
descripción detallada de las cosas y lugares ausentes, los clientes sentían un
inesperado desasosiego. “Yo creo que sus proyectos son para criticar, en vez
de contarnos algo bueno y positivo. Para tus próximos espero que te guíes
mejor y compartas más con la gente, y a ver si encuentras más sentidos a
tus recuerdos”; “qué pobre tu proyecto, lamento que tengas tribuna y no
la aproveches de mejor manera. Cero aporte”; “lo que se intenta con este
proyecto, ¿qué es?... incentivar a la gente para que recuerde o tratar de
desanimarla con informaciones que en realidad no son tan detalladas?... lo
más probable es que este profesional ni siquiera haya investigado y sólo se
dedique a criticar.”
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Ante la vulgaridad de sus clientes, el que viene de afuera se vio obligado


a cobrar la mitad del dinero por anticipado. En venganza ellos abandona-
ban los proyectos que acompañaban al hijo durante las horas que permane-
cía en el cuarto oscuro, reclinado en el asiento de madera donde se encogió
su abuelo. A diferencia de Salomón, el hijo extendía las piernas por encima
del posa brazo. Desde allí escuchaba el hijo las quejas del padre. No in-
tentaba convencer a su padre, como hizo su padre con Salomón Bórquez,
que dar vueltas alrededor de las cosas y lugares desaparecidos tenía sentido.
Guardaba silencio el hijo ante el sentido.
En diez minutos, veinte si se atrasa, el hijo habrá cumplido nueve horas
lejos de su casa. Jamás estuvo tan lejos con sus pensamientos. Ha llegado
con sus pensamientos más lejos que nunca del hogar. Sería una traición
que habiendo llegado tan lejos con su pensamiento ahora niegue su pensa-
miento y viva fingiendo que no llegó a pensar.
A la rama más alta del árbol llega una garza. La rama se agita junto a la
garza, parece que va a romperse, y se acostumbran la una a la otra. Puede
que la garza se haya sosegado allí por primera vez o que todas las tardes an-
tes de que pase el último tren se detenga en aquella rama. La primera ma-
ñana que el de afuera despertó en la cabaña de la hermana en Maquehua,
escuchó un fuerte golpe en la ventana de la sala. Pensó que algo se había
caído y fue a ver. En la baranda de la terraza había un pájaro. A la mañana
siguiente corrió nuevamente a la sala y vio al pájaro arrojarse contra el
ventanal una, dos, tres veces. Todas las mañanas despertó al que viene de
afuera el estrellamiento del pájaro contra el vidrio. Por la tarde aprovechó
la ausencia del pájaro para acuclillarse delante de la baranda y quedar a la
altura de los ojos del ave; en el vidrio apareció un reflejo borroso que no
llegó a identificar. La madre con displasia conocía al pájaro. “Es el turco,
en su época de apareamiento confunde su reflejo con una pareja y se arroja
sobre ella.”
El que viene de afuera siente la vibración del tren y de la garza, aletea de
inquietud su corazón ante la perspectiva de que el conductor no lo vea y
siga de largo. Piensa que si la garza se posa sobre la rama más alta del pino,
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todas las tardes a la misma hora, el hijo podría escuchar el coro de pájaros
errantes que buscan su reflejo.
Cada vez que el hijo lo visita en Maruri, el padre insiste en mostrarle
lo que hay más allá del facilismo del presente. Al hijo no le interesa salir
del presente. Su padre se entrometió en el encogimiento de Salomón y en
la vida de su hijo, cuando le preguntó si estaba enterado de que su mejor
amigo había planeado suicidarse. Al hijo le afligió que su padre dudara de
su mejor amigo. Al padre le preocupó que su hijo lo engañara. Si escondía
lo que había ocurrido con su mejor amigo, podía esconder otras cosas y el
padre no tendría forma de llegar a la verdad. Por eso le dijo que si él hubie-
se sabido que su mejor amigo planeaba suicidarse, aun cuando significara
traicionar la confianza de su mejor amigo, la conservación de la vida de
su mejor amigo hubiese sido más importante que perder la confianza del
mejor amigo. Como el hijo guardara silencio, el padre decidió preguntar
al amigo, que se volvió el mejor amigo del hijo después de que su mejor
amigo se disparó en la sien.
El amigo del hijo recibió la llamada telefónica del padre en su casa y sin-
tió pena. El padre no entendió que sintiera pena. “Si te consideras su amigo
debes hablar conmigo”, le advirtió. El amigo aceptó contar al padre la con-
fidencia del hijo. “Tiene pavor”, dijo. El padre se preguntó por qué en el
colegio les enseñaban palabras como esa, no era posible que un niño sintiera
pavor; siendo parte de la lista de palabras que debían memorizar, aprendían
a sentir pavor. Podría no haber preguntado a qué tenía pavor su hijo, ya que
es imposible que un niño conozca el pavor. Pero preguntó. El amigo confe-
só que el hijo sentía pavor de parecerse a su padre, y últimamente al pavor
de parecerse a su padre se añadía la certeza de parecerse cada vez más.
Por la noche, el hijo guardó silencio ante el llamado del padre a cenar.
No supo por qué sus labios se mantuvieron sellados. Las veces anteriores
en las que no contestó el llamado del padre a comer, su padre lo olvidó.
Esta vez el padre lo siguió llamando a través de la galería que corre paralela
al patio embaldosado, donde el bisabuelo que huyó del ramal plantó un
cerezo y un guindo que el padre del hijo cortó porque atraían hormigas.
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En la puerta de cada habitación llamó el padre al hijo y el hijo en el


cuarto oscuro calló. A pesar de que no tenía sentido que el hijo se escondie-
ra bajo su cama, el padre se acuclilló sobre el tapete que la madre compró al
hijo después de que este le contó que las tablas de madera que cautelaban
la ausencia enfriaban sus pies.
Antes de que el padre lo llamara a cenar, no pensó el hijo que callaría.
Al ser requerido por segunda vez no le encontró sentido a contestar con
tardanza. Cada vez que escuchó su nombre se dijo que la próxima vez con-
testaría al llamado del padre. Si hubiese estado en su cuarto podría haber
aducido que dormía o que el volumen de la música le impedía escuchar.
En el asiento de dos cuerpos era imposible conciliar el sueño. Los únicos
sonidos provenían del padre.
El padre llegó hasta el último cuarto sin haber encontrado rastro del
hijo. Podía volver por la galería o por los cuartos. Traspuso los cuartos hasta
el comedor. A continuación del comedor viene el baño. Las tres puertas del
baño son las únicas de la casa que permanecen cerradas. Una de ellas da
hacia el comedor, otra a la galería y la tercera al cuarto oscuro. En el baño,
sólo una puerta separaba al padre del cuarto oscuro donde el hijo esperaba
el paso que su padre no daba. El padre abrió la puerta y salió a la galería.
Desde la galería pasó a la sala de espera. Se detuvo ante la puerta del cuarto
oscuro y, sin asomar la cabeza, la entreabrió. Desde ese día, la puerta que
comunica el cuarto oscuro con la antigua sala de espera, permanece entre-
abierta; a cambio de ello, el padre no metía la cabeza en la oscuridad del
hijo.
La vibración del tren lleva al hijo a recordar la vez que estuvo más cerca
de subir a un tren. En el camino hacia el Parque O’Higgins demostró a
su madre que sabía todo sobre montañas rusas. Al llegar a Fantasilandia
prefirió mirar desde abajo. Le hacía feliz ver a los demás niños subir al
carro, extender los brazos, gritar y reír. Ahora que está en la plataforma,
a la espera del tren que corregirá la equivocación que lo llevó a Colín, el
hijo extiende los brazos como si estuviese subiendo una montaña rusa.
En todas las sesiones intentó el psicólogo convencer al hijo de que debía
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despegar los brazos del cuerpo. Ahora que los ha separado, el hijo des-
cubre que si los mantenía pegados a su cuerpo era para tapar el agujero
que anidaba en su pecho, o el agujero nunca estuvo y aparece ahora que
separó los brazos. En una revista leyó el hijo que un dolor insoportable se
mitiga con un dolor mayor. El dolor que se inflinge al estirar los brazos es
terrible, pero no alcanza a borrar el vacío con el que vivirá ahora que abrió
los brazos.
El conductor del tren jala la campanilla para alertar a los que se dispo-
nen a cruzar la vía. El que viene de afuera comprobó con sus propios ojos
que desde la cabina es posible ver a los pasajeros que esperan junto a la
línea. Aun así, siente un temor irracional a que el conductor siga de largo
y lo deje para siempre en el ramal.
El hijo observa al tren que viene por él. Los anteriores se presentaron de
improviso. Ahora tiene la posibilidad de observar que el foco se mantiene
encendido, su nariz azul y amarilla, el parabrisas curvo, un reflejo en el
vidrio. El hijo no alcanza a distinguir qué se refleja. El amigo que no es su
mejor amigo insistió en que él no se parecía a su padre, le hizo notar todas
las cosas que los hacían diferentes, llegó a enviarle una lista con semejanzas
y diferencias. Como el hijo no se convenció, el amigo le propuso que se
mirara al espejo. Al hijo no le gustaban los espejos de la casa de la madre
y el de Maruri estaba en el pasillo, frente a la puerta del taller que el padre
mantenía abierta.
El aire que el tren despide a su paso atraviesa el pecho del hijo. Un frío
como nunca antes sintió lacera los bordes del agujero. El hijo baja de la
plataforma y coloca un pie en cada riel sin bajar los brazos. Sólo un dolor
más fuerte podrá aplacar ese dolor innombrable, piensa el hijo arrojándose
contra su reflejo.
El que viene de afuera corre a alcanzar el segundo vagón. Desde la
primera vez que lo encontró en medio de la vía, la cobradora intenta des-
cubrir dónde antes vio ese rostro. “¡Usted es el padre!”, se cubre la boca
para impedir que salga el horror que sintió al abrazar el cuerpo quebrado
del hijo sobre la línea férrea, pavor que desde entonces le impide salir de su
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casa sola, a menos que sea en bicicleta y siempre en las inmediaciones. El


que viene de afuera no mira, no dice, no se sabe si escucha. La cobradora
comenta al oído del conductor: “Si es su vivo retrato”.
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Vuelta atrás
A las ocho de la mañana sale de Talca en un bus. Habiendo asientos
disponibles junto a la ventana, escoge el pasillo. Su vecina le busca conver-
sación. El que viene de afuera le cuenta que arrienda para vivir una vieja
estación, sí, por allí todavía circula un tren ramal, pero los pasajeros bajan y
suben directamente en el pueblo que está más abajo. ¿Turístico? Podría ser
un buen negocio si no fuera por las excentricidades del Servicio Nacional
de Turismo, que odia la mermelada de guinda ácida. A él lo ayudaba el es-
poso de la vendedora de humitas que murió dejando a tres niños huérfanos
con problemas a la cadera. Él mismo tiene dificultades con sus rodillas y
no es mucho lo que puede hacer solo. Los campesinos pierden las vacas y
los olivos se apestan. Sin embargo, a la presidenta de la junta de vecinos,
que lleva veinte años en el cargo, el gobierno le otorgó un proyecto para
salvar el ramal y ella es la única que lucra. Sí, tiene una hija de doce años,
mitad niña y mitad pájaro, que anda por los caminos con un clavel del aire
colgando al cuello.
El bus llega a Santiago al mediodía. El que viene de afuera sale del me-
tro en la Estación Mapocho. Su padre solía contar la historia de la estación,
o eso le pareció, que Salomón Bórquez contaba regularmente cómo un
malentendido hizo que, tras haber huido de Colín, el abuelo permaneciera
para siempre junto a la Estación Mapocho.
A pesar de que sacaron los rieles, la estructura de hierro que diseñó
la oficina de Eiffel en París permite evocar la llegada del tren rápido del
sur; a los campesinos que sacaban los bultos más pesados por las venta-
nas, mientras sus mujeres esperaban junto a las maletas de cartón piedra
y los canastos cubiertos por paños blancos. Un poco más allá, las vecinas
del sector hacían antesala para ofrecer a los recién llegados un cuarto de
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alquiler en su casa. Si un provinciano insistía en seguir hacia el centro, ellas


lo convencían de que la Estación Mapocho era la capital y no su antesala.
Así fue como su abuelo nunca pasó más allá de la estación y, cuando dis-
puso de ahorros para comprar una casa, transformó aquel umbral en su
residencia definitiva.
A diferencia del río Maule, las aguas del Mapocho bajan agrisadas y
mansas. El que viene de afuera escucha el graznido de las gaviotas que los
niños en la escuela de Maquehua colorean de amarillo. Cruza el puente por
la vereda destinada a los peatones. Le parece tan natural atravesar el río,
aspirar el olor de las flores en la Pérgola. Por la avenida circula un carro ates-
tado de verduras, lo arrastra un hombre que se ha quitado la camisa y corre
con los pies descalzos. Bajo el pavimento se traslucen los rieles por los que a
principios de siglo corrían los tranvías. Le parece tan extraño haber salido de
la Estación Mapocho para buscar otra estación y tan familiar haber vuelto.
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Durante los nueve años que estuvo fuera del país, varias veces soñó que
caminaba por la calle Maruri y que, al llegar al lugar donde debía estar la
casa de sus abuelos, se encontraba con otra. Creyendo que había confun-
dido la numeración, seguía hasta la esquina con Pinto. Creyendo que se
trataba de un malentendido, revisaba el letrero con el nombre de la calle.
Creyendo que eran sus ojos los que fallaban, se devolvía por Maruri hasta
Lastra y recomenzaba: la botillería, la casa que las inquilinas arrebataron al
polaco, la del carabinero retirado, la casa abandonada en 1973, la fábrica
de sombreros El Viajante, la casa del estudiante de violín… Sólo la casa
que heredó de su padre y que tras su muerte heredaría el hijo que perdió
en el ramal, faltaba en el sueño.
El que viene de afuera dobla por Lastra y llega a Maruri. Saluda al bo-
tillero, pasa por la casa abandonada en 1973, la fábrica El Viajante que
cerró, la casa del carabinero retirado, la del estudiante de violín, la casa que
compró Arnoldo Bórquez, donde tuvo su consulta dental Salomón Bórquez
y ahora tiene él su taller.
La aparición de la plancha de madera –vacía desde que un ladrón se llevó
el nombre y la profesión del padre–, carcomida por las lluvias y ondulada
por el sol, lo tranquiliza. Saca del bolso las llaves. Desenlaza la cadena que
anuda las manijas y asegura cuidadosamente la tranca contra las dos hojas
de la puerta principal. Cierra la mampara, coge la llave que guarda en el
paragüero con espejo y abre su taller. Deja sobre el escritorio las ideas para
el proyecto que pretendía salvar al ramal. En la esquina del cuarto espera el
madero con el que su abuelo, su padre y él abrieron y cerraron diariamente
las celosías, permitiendo a la luz entrar y salir de la oscuridad. Desde el
asiento de dos cuerpos donde dos generaciones se encogieron, León Bór-
quez contempla su reflejo.
NOTAS

1
www.trenchile.com/portal/index.php?name=PNphpBB2&file=viewtopic&t=51
2
Pez típico del río de la zona.
3
Se limpia la piedra, se incorpora el ajo, el ají verde y se chanca con un medio gra-
so. Se incorporan los tomates pelados y aquí va el truco: el primer tomate va con todo
su jugo y los siguientes se aprietan para que la preparación no quede tan líquida. Lo
tradicional es colocar la piedra en el centro de la mesa con marraquetas, pan amasado
o tortillas de rescoldo calentitas; una vez que el dueño de casa da el comienzo, todos
los comensales parten el pan y lo untan en el chancho en piedra. www.labuenavida.cl
4
La lisa se inserta entre dos tejas de greda que se ponen sobre una parrilla.
5
Aunque se le llama queso es un fiambre con gelatina muy común en zonas rurales
y populares.
6
“Vino elaborado con la ‘uva País’ en forma totalmente artesanal. Se estrujan
las uvas en moliendas muchas veces improvisadas junto con el hollejo y el escobajo,
fermentando todo junto sin filtración. Luego se guarda en ‘pipas’, de ahí su nombre:
pipeño”. www.midulcepatria.cl
7
Se corta la piel del cerdo en trozos de regular tamaño y se cocinan en una sartén
de hierro hasta que se doran en su propia grasa. Cuando los trozos adquieren un color
dorado, es el momento de escurrirlos, salarlos y servirlos bien calientes.
8
Se le quitan los interiores al cerdo, se pica el pulmón con tijera en trozos peque-
ños y se pone a cocer con agua y sal. En una sartén, donde previamente se ha calen-
tado aceite y manteca en partes iguales, se fríe el bofe, el corazón, el riñón y el hígado
con la sal, los ajos (asados y machados), el laurel y el pimiento. Cuando está a medio
hacer, se saca el pimiento, un poco de hígado y se machacan. Se le agrega vino tinto
y se cocina a fuego lento.
Este libro se terminó de imprimir y encuadernar en el mes de agosto de 2011,
en los talleres de Salesianos Impresores S.A., Santiago de Chile.
Se tiraron 1.000 ejemplares.

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