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“Democracia y transformaciones políticas en América Latina: el presente en el

espejo de la transición democrática”

Ezequiel Ipar y Martín Cortés

1.- La democracia en América Latina: su pasado, su presente, sus dilemas.

El “No al ALCA” de 2005 fue, sin dudas, un momento constitutivo de la orientación que
los procesos políticos latinoamericanos adquirieron en la última década y media. A partir
de allí, el encadenamiento de victorias electorales de propuestas críticas del
neoliberalismo devino vocación de repensar la cuestión de la integración. Y, con ella, de
recuperar y colocar a la orden del día los sentidos de las viejas luchas latinoamericanistas.
Pero vayamos un poco más atrás: el actual proceso regional encuentra una posible fecha
de inicio en 1998, cuando Hugo Chávez gana las elecciones presidenciales venezolanas.
Su triunfo era mucho más el nombre de la crisis y descomposición del sistema político
que había acompañado la ofensiva neoliberal que la victoria de un programa político de
reformas y transformaciones. Con matices, otros países de la región también eligieron a
gobiernos transformadores en contextos de grandes crisis y conmociones sociales y
políticas. Y en los casos en que no fue así (Brasil y Uruguay), asumen el poder
expresiones políticas que se encuentran por primera vez en su historia sustituyendo a las
anquilosadas elites en el manejo del gobierno. En cualquier caso, aquello que hilvana
todos estos procesos políticos es un elemento común muy preciso: la aspiración al cambio
social a través de la democracia tradicional, al menos a primera vista. La cuestión
democrática vuelve así a situarse como signo de los tiempos, pero ahora en el contexto
particular de una voluntad popular que se había articulado en la resistencia a la hegemonía
del neoliberalismo y de fuerzas políticas que pretenden expresarla a través de los
procedimientos democráticos en el Estado y desde el Estado.

Ahora bien, afirmar que la democracia está en el centro del acontecer político
latinoamericano, y de sus debates, no es decirlo todo: ¿De qué democracia hablamos?
¿Cuáles son sus fundamentos, sus conquistas, sus deudas? ¿Qué batallas se están librando
en América Latina alrededor del nombre “democracia”?

Nos vamos a permitir un pequeño rodeo para pensar esta cuestión, enfocados
especialmente en los debates argentinos. La historia democrática de nuestro país es una
historia de sobresaltos. Desde luego que no contamos con el espacio para dar cuenta de
ella aquí, y no es tampoco el centro de nuestro interés actual. Sí quisiéramos indagar el
modo en que la democracia se “estabiliza” como horizonte de sentido político a partir de
los años ochenta, bajo la hipótesis de que ese legado es el que forzosamente debemos
discutir a la hora de pensar los nuevos problemas de las democracias latinoamericanas.

Recordemos rápidamente que el retorno de la democracia en Argentina, en 1983, coincide


epocalmente con grandes transformaciones al nivel de los debates teórico-políticos, no
sólo en el país, ni siquiera sólo en el continente. Son los tiempos de la crisis del marxismo
y de las grandes categorías políticas de la modernidad: la Historia, el Sujeto, la Política.
Ese clima de discusión aparece en nuestro país –y esto vale para buena parte de la región-
de un modo muy particular: como la necesidad de colocar a la democracia en el centro
del debate político. Esta iniciativa tiene un doble referente al que se opone: por un lado,
los autoritarismos de los que se comienza a salir, frente a los cuales la discusión
intelectual debe aportar elementos para fortalecer las nacientes democracias y evitar
volver atrás. Por otra parte, la tendencia de los debates de las izquierdas de las décadas
anteriores –de las que provienen los principales referentes intelectuales de la época- a
poner en un segundo plano el problema de la democracia, leída como un aspecto accesorio
de las relaciones de dominación. Contra ello, los ochenta amanecen exigiendo que el
debate intelectual admita la complejidad del problema de la democracia, sin reducirla a
apéndice de cosas que suceden en otro lado.

Norbert Lechner, activo participante de aquellas discusiones, sintetizó el sentido último


de las mismas con la clásica fórmula: “De la revolución a la democracia”. Ese
desplazamiento provee de un título general al clima de época: ya no se trataba de discutir
grandes y traumáticas transformaciones, sino procesos graduales que alejaran los
fantasmas de las conmociones sociales. Todo esto, que parece –y es- comprensible a la
luz de la reciente noche del terrorismo de Estado, no deja de envolver una serie de
mecanismos ideológicos que establecieron límites muy precisos a las (re)nacientes
democracias latinoamericanas. A la hora de caracterizar este tránsito de la revolución a la
democracia, Lechner llama la atención sobre un elemento distintivo de la mutación
temática: la “desestatización”. En sus palabras, “la crítica al Estado autoritario desemboca
en la crítica a la concepción estatista de la política, vigente hasta entonces” (Lechner,
1990: 21). La democracia se reinventa, entonces, tomando distancia del Estado, y también
tomando distancia del marxismo. ¿Cómo se opera conceptualmente este distanciamiento?
La crítica del Estado aparece como el rechazo a una cultura “autoritaria”, un legado que
provendría tanto de las tendencias estatizantes de las tradiciones de izquierda como, sobre
todo, de los procesos populistas que forjaron la identificación entre sectores populares y
Estado. En este marco, la perspectiva de renovación democrática aparece ligada con una
preminencia de la sociedad civil como espacio vital, frente al Estado como momento
autoritario. En el seno de los intelectuales argentinos, uno de los principales vehículos de
discusión de estas problemáticas fue el ya mencionado Club de Cultura Socialista1. Su
“Declaración de Principios” es muy gráfica respecto del modo de pensar el problema de
la democracia y el socialismo, situándose en el manifiesto camino de “renovar la cultura
de izquierda”, en el marco de lo cual sitúa la necesidad de trascender la concepción
instrumental de democracia y de revisar fuertemente el “legado estatalista” de la izquierda
latinoamericana. Para lo primero, se trata de revalorizar el contexto democrático en
términos de derechos políticos y garantías mínimas como patrimonio también de la
cultura socialista, y no sólo de la tradición liberal. Para lo segundo, los principios son
muy gráficos, quizá en ellos podamos hallar el contorno del concepto de democracia que
los ochenta producirán en el marco de este deslizamiento conceptual:

[…] Y una nueva cultura socialista que conlleve una nueva concepción del cambio y de sus
instrumentos, sólo puede elaborarse a partir de la crítica del espíritu y de las prácticas
estatalistas y autoritarias que dominaron las sociedades postcapitalists de este siglo. Revisar
ese legado estatalista, patrimonio tanto del leninismo y sus variantes cuanto de la
socialdemocracia, que hace del Estado el instrumento privilegiado –por no decir único- de
la transformación social y que concibe al socialismo como un orden que se construye de
arriba hacia abajo, es una de las condiciones de innovación para no caer en los estereotipos
del pasado y ser víctima de sus efectos totalitarios (Club de Cultura Socialista, 1984)
Con esta reticencia a la dimensión de lo estatal, se articularía una noción de democracia
que acude para desestatizar la política, involucrando una suerte de “promesa” de contener
un carácter expansivo que sustituiría la supuesta potencia inmediatista -y autoritaria- de
las construcciones “desde arriba”. En una entrevista del mismo año, José Aricó decía:

La idea de democracia es a la vez una noción fuerte y amplia. Hace referencia a una
construcción nunca concluida y a un sistema institucional basado en el estado de
derecho. Creo que en nuestro país la reiteración en torno a esta cuestión (vinculada como
está con la búsqueda de un modo ‘civilizado’ de resolución de las grandes cuestiones
políticas, sociales y económicas) es más el resultado directo de la derrota sufrida por el

1
Para un mayor detalle sobre los debates intelectuales en torno de la transición democrática, reenviamos a
dos interesantes libros publicados recientemente: Freibrun, 2014 y Reano y Smola, 2014.
movimiento social argentino que la maduración de una profunda reflexión cultural y
política sobre los males de la nación (Aricó, 1999: 254).
Aquí aparece la democracia como promesa: una noción que partiría de un entramado
institucional incuestionable (allí se ajustan cuentas con los discursos de izquierda que la
conciben como mera máscara de la dominación) para desplegarse como una potencia
social y cultural que tiende a transformar los distintos planos de la vida en común. Esto
no supone necesariamente una elusión de la dimensión conflictiva de las disputas
sociales, sino la necesidad de que ella sea reconducida al interior de un proceso
institucional, de modo que se conjure toda posibilidad de ruptura del orden. De manera
que esta suerte de protección institucional contra las tendencias disruptivas del conflicto
requiere de otro elemento conceptual muy apreciado en la época: la noción de pacto. Con
ella se invitaba a figurar una dinámica política basada en la construcción de acuerdos
normados institucionalmente. El pacto es un término que no llega solo a la teoría política
de la época: es inseparable de una fuerte creencia en la capacidad normativa de las
instituciones, así como de una preminencia de un concepto pluralista de ciudadanía, en
contraposición con los fantasmas corporativistas y autoritarios que provenían de la
valoración negativa del populismo. El pacto es el nombre de un elemento sustancial de
los ochenta, para discutir los legados de los debates de la transición y, especialmente, para
preguntarnos por sus insuficiencias a la hora de enfrentar los dilemas de las actuales
democracias latinoamericanas.

2.- El uso de la democracia: paradigmas, traducciones e intervenciones.

Cuando volvemos a revisar los usos de la idea de democracia en los grandes textos de la
“transición” Argentina vemos cómo se multiplicaron y se anudaron diversas tradiciones
teóricas que cumplían el papel de darle forma y justificar la tríada fundamental de estos
textos: la figura del pacto, los mecanismos de resolución civilizada de los conflictos, el
carácter incuestionable del sistema institucional (o, al menos, de alguna de sus
dimensiones). De Habermas a Searle, de Bobbio a Rawls, todos los paradigmas teóricos
servían para cumplir los requisitos de este trabajo de traducción de las reflexiones
contemporáneas sobre la democracia para intervenir en una coyuntura social, cultural y
política decisiva: la promesa del fin de la dictadura.
Para comprender nuestra historia reciente continúa siendo un trabajo intelectual de primer
orden releer críticamente todas las interpretaciones de las teorías de la democracia a las
que se aludía en las representaciones y las ilusiones de los teóricos de la transición.
Evidentemente, aquí no podemos avanzar en este trabajo directamente, pero podemos
establecer el recorrido de un posible análisis de uno de los movimientos teóricos
fundamentales de la tríada de la transición: el acto de poner fuera del juego político los
principios del orden social que se sometía “civilizadamente” a la denominación
“democracia”, o –para decirlo con el lenguaje de la época, el acto de encontrar las reglas
constitutivas del juego político (democrático) más allá de las posiciones políticas de los
participantes de ese juego.

La búsqueda de las reglas constitutivas de la política se desarrolla en la Argentina de los


años 80, ciertamente, bajo la condición que hemos encontrado en Arico, es decir, no como
el resultado de “la maduración de una profunda reflexión cultural y política sobre los
males de la nación” y sí como el resultado de una derrota política del movimiento social.
Visto a la distancia, este pasaje se transformó en el elemento de larga duración más
conservador y anti-democrático de esa interpretación de la tradición del pensamiento
democrático que una perspectiva vencida no podía interrogar sino a partir de la
despotenciación, la mutilación y la idea de la necesidad de un proceso político dirigido.

Una de las formas canónicas de la metafísica de las reglas constitutivas la encontramos


en un trabajo célebre de Portantiero y de Ipola: “Crisis social y pacto democrático”. Sin
las urgencias del presente, ese texto no puede aparecer más que como un ensamble
contradictorio y trivial de los dos principios que pretendía descubrir su postulación de una
nueva centralidad de la democracia: la contingencia radical de todo orden social y la
necesidad de todo orden social de poseer un núcleo de reglas fundamentales inmunes a
cualquier eventualidad o contingencia de la historia (política).

El argumento central de este texto canónico de las representaciones sobre la democracia


de la transición, puede dividirse en cuatro pasos lógicos de un mismo argumento, que
coinciden con el establecimiento de dos hallazgos y la formulación de dos imperativos:
a) las catástrofes de la violencia política y el terrorismo de Estado manifestaron la
necesidad de “incorporar” dentro del pensamiento político general y de las
interpretaciones emancipadoras de la izquierda en particular una profunda reflexión moral
que estaba ausente en las concepciones unilateralmente estratégicas de los movimientos
políticos modernizadores; b) frente a la ceguera de las concepciones economicistas,
mecanicistas y evolucionistas que determinaban una especie de mandato religioso sobre
las “las tareas políticas del presente” para la izquierda, ha surgido la necesidad de
introducir un pensamiento de la contingencia radical de lo social y de la heterogeneidad
del tiempo histórico; c) en el nuevo medio de la contingencia social se debe poder
(re)descubrir aquello que hace posible la particularidad de un orden social político; d) y
este orden social político sólo puede existir si previamente se identifican sus reglas
constitutivas, más allá de todas las pretensiones de institución de reglas o de las
preferencias valorativas que dependen del punto de vista particular de los diferentes
actores sociales y políticos.

Los puntos a y b provienen del testimonio y la constricción moral sobre el pasado, hablan
finalmente en la forma de la primera persona –y en nombre de una generación– que
confiesa “nuestras” culpas y “nuestras” cegueras, pero conectan con problemas reales de
la política del siglo XX y ofrecen diagnósticos relevantes para pensar la democracia en
los distintos procesos de modernización social (o en las diferentes modernidades
políticas). Por el contrario, los puntos c y d son el núcleo de la elusión de los problemas
de cualquier intento de modernización democrática de la política en el contexto del
capitalismo, contribuyen a falsear las teorías de la democracia posteriores a la segunda
guerra mundial a través de una interpretación conservadora del concepto de regla y le
dan forma a la ilusión de poder deducir de las reglas trascendentales del lenguaje
instituciones políticas inmunizadas frente a la contingencia histórica y los problemas de
los grupos sociales determinados por mecanismos violentos de integración social y
formas de socialización represivas. En este pasaje del diagnóstico a la terapéutica política,
un diagnóstico fecundo sobre las relaciones entre moral y política, así como la apuesta
post-metafísica a la dimensión discursiva de la construcción del poder político, del orden
social y una pretensión metafísica de encontrar un universalismo originario despojado de
subjetividades y conflictos. En una formulación que se volvió clásica, la apelación a la
diferencia entre reglas constitutivas y reglas regulativas2 se establecía como preámbulo y
cura de la praxis política frente a los extremos de la anomia y el despotismo:

2
Un elemento sintomático del carácter conservador de esta operación lo encontramos en la propia
traducción que hacen Portantiero y de Ipola de los términos de Searle. Lo que buscan es llevar al extremo
una diferencia entre lo “normativo” y lo “constitutivo” que no existe en la versión original, apelando así a
una instancia de “lo constitutivo” de la política radicalmente exonerada de subjetividades, preferencias
evaluativas de los grupos afectados por las reglas y mundos de la vida sostenidos por tradiciones culturales.
De este modo la diferencia entre constitutive y regulative rules de Searle termina misteriosamente traducida
como “reglas constitutivas” y “reglas normativas”. Cfr. Searle (1994, pp. 42-51).
A partir de esta indicación, retomemos las dos situaciones (“anomia” vs. “orden”) antes
referidas. Diremos entonces que esas dos situaciones poseen algo esencial en común, a
saber, la propensión, más o menos acabada según los casos, a anular la distancia, a borrar
la diferencia, entre reglas constitutivas y reglas normativas (Portantiero y De Ipola: 179)
La distinción entre reglas constitutivas y reglas regulativas había sido introducida por
Searle para analizar las propiedades elementales de los actos de habla. Es decir, tenía una
explícita limitación al campo de la filosofía del lenguaje y servía para dar cuenta de las
instituciones sin memoria, sin historia y –en apariencia– sin conflictos como lo son las
estructuras pragmáticas del lenguaje humano. Esta distinción, reconocida por Searle
como equívoca y relativa, pretende dar cuenta de la diferencia que existe entre aquellas
reglas (regulativas) que “regulan formas de conducta independiente o antecedentemente”
a la existencia de las reglas, frente a aquellas reglas (constitutivas) que pueden “crear o
constituir nuevas formas de conducta”, que no existirían sin esas reglas (Searle, 1994:
42). Los ejemplos típicos de las primeras son las reglas de cortesía en un determinado
ámbito de relaciones interpersonales, mientras que las reglas un juego cualquiera (como
el ajedrez o el lenguaje comunicativo) son el ejemplo típico de las últimas.

El problema surge cuando se pretende establecer una analogía entre las reglas del juego
del ajedrez (o del lenguaje) y las reglas de la política (democrática). Debemos prestarle
especial atención al hecho de que, en un sentido estricto, las reglas constitutivas de un
juego: 1) dependen de una génesis irreproducible por parte de quienes “usan las reglas”;
2) raramente tienen sanciones particulares (ya que violar este tipo de reglas no implica
una falta dentro del juego, sino quedar automáticamente fuera del juego); por lo que 3)
funcionan en el régimen “tómalas o déjalas en bloque”; 4) no pueden ser internamente
controversiales para quienes lo juegan durante el transcurso del juego, 5) no son
susceptibles de crítica, y 6) no son reformables siguiendo el interés de los participantes.
Resulta dudoso que el propio Searle pretendiera semejante reduccionismo entre las
instituciones lingüísticas y las instituciones morales, jurídicas y políticas (Cfr. Searle,
1994: 178 y ss.), ya que si tomamos en consideración las condiciones 1-3 de la definición
de las reglas constitutivas éstas se vuelven difíciles de aplicar para pensar las relaciones
intersubjetivas de la política, pero, y esto es tal vez lo más relevante para nuestra
discusión, las condiciones 4-6 las vuelven absolutamente incompatibles con el sentido de
la democracia, inclusive con la definición formal de la democracia entendida como un
sistema de reglas específicas.

Se puede apreciar mejor el giro que tomaban las traducciones argentinas de los años 80´
de las discusiones de las teorías de la democracia si confrontamos brevemente el
idealismo de las reglas constitutivas de la política al que apelan Portantiero y de Ipola con
la propuesta de reconstrucción del marxismo en clave democrática del otro autor que
aparece aludido en su texto: Jürgen Habermas. En primer lugar, Habermas rechazó una y
otra vez la atribución de un carácter originario y no conflictivo de las reglas de la moral
y –más aún– de la política que son susceptibles de justificación racional,
fundamentalmente por el carácter monológico y anti-democrático que el estatuto de esas
reglas supondría:

Los discursos prácticos han de admitir que su contenido esté dado de antemano. Sin el
horizonte del mundo vital de un grupo social determinado y si no hubiera conflictos de
acción en una situación determinada en la que los participantes consideren que su tarea sea
la regulación consensual de una materia social conflictiva, carecería de sentido querer
realizar un discurso práctico. (Habermas, 1994: 128-129)
Finalmente, todos los intentos de Habermas para articular una teoría social basada en la
revalorización crítica de la acción comunicativa con una ética del discurso que no asuma
fundamentaciones metafísicas se basa en el rechazo –teórico y práctico– de cualquier
sistema de reglas que pretenda cobrar validez “más allá” y por encima de los intereses de
los participantes. En su concepción de la justificación democrática de las reglas esto se
va a transformar en un principio de universalidad dialógico que sólo considera válidas a
las normas cuando “todos pueden aceptar libremente las consecuencias y efectos
colaterales que se producirán previsiblemente del cumplimiento general de una norma
polémica para la satisfacción de los intereses de cada uno” (Habermas, 1994: 116).

En esta rápida confrontación vemos como la interpretación que pusieron en circulación


autores como Portantiero y de Ipola durante nuestra transición democrática se emparenta
más con la teoría de los sistemas sociales y la interpretación conservadora del
republicanismo que con las teorías de la democracia a la que aludían sus representaciones
de la democracia. Mediante una distorsión ideológica paradigmática de esa época, se
confundía el universalismo al que aspira la ética del discurso (que depende de la auto-
comprensión crítica de los interesados), con la fascinación eterna de la teoría de los
sistemas sociales y el republicanismo conservador por delegar el poder regulador de las
sociedades en instancias trascendentes y/o “contra-mayoritarias”. De este modo, la
doctrina dominante de la “transición democrática” iba malogrando uno a uno sus intentos
por recuperar la contingencia de lo social y la productividad de las crisis (del concepto de
crisis para poder intervenir en las crisis reales) para un pensamiento emancipador.
Obsesionados por transformar a Gramsci a través de Rawls, olvidaron la crítica
democrática de Habermas al capitalismo y terminaron elevando a las reglas de la
estatalidad jurídica instituida al rango del fetiche abstracto de una política elitista, que
aparecerá luego en la forma suave y cálida de Arendt o en la versión brutal y autoritaria
de Schmitt.

3.- Notas de actualidad

Como sugeríamos al inicio, este rodeo por los debates de la transición democrática tiene
como fondo una hipótesis: algo del modo en que la democracia fue pensada en los años
ochenta resulta inactual para abordar los desafíos de esta época en la que la cuestión
democrática ha cobrado una nueva centralidad. La noción restringida de pacto, que
funcionaba como modelo de la sociabilidad democrática, tenía por objeto devolverle al
sistema político la legitimidad que había perdido durante la dictadura. A su vez, la
idealización de las “reglas constitutivas” suponía la producción de un entramado
institucional que pudiera contener todo posible deslizamiento hacia la ruptura del orden,
sentando así las bases para una democracia que quedaba confundida con la interpretación
conservadora del republicanismo. En tal sentido, la pregunta por la emancipación (el
socialismo, la revolución o el nombre que tomara) quedaba desplazada hacia un futuro
incierto, vagamente implicada en el prometido despliegue de la democracia –siempre y
cuando no reclamara actualidad o, mucho menos, inminencia–. Se pretendía así separar a
la democracia de eso que es su deseo constitutivo, la permanencia de la revolución (en las
leyes y las instituciones).

Ahora bien, la realidad latinoamericana de los últimos años mostró algunas torsiones que
pusieron en cuestión este esquema, a veces desde lugares inesperados. Por un lado,
aparece una conmoción en el modo de pensar la dimensión conflictiva de la democracia.
El “No al ALCA” no fue una decisión política aislada. Antes que eso, fue un modo de
reconstruir a la democracia como un proceso esencialmente conflictivo, donde la disputa
frente a poderes fácticos, internos y externos, es presentada como la forma plena de su
vida política. Esto es lo que ha permitido la conquista y ampliación de derechos que en
muchos países de la región presenta un tono inédito. Frente a esto, las derechas han
desplegado, bajo la forma de golpes de Estado, intentos de golpe y maniobras
destituyentes de diversa índole, una serie de resistencias manifiestas que llegaron en
algunos casos a lesionar las reglas formales de la democracia. Y aquí es fundamental decir
que esas reglas formales, las mismas que bajo la noción de pacto y bajo la protección de
las “reglas constitutivas” prometían ser el terreno propicio para la expansión de la
democracia, son absolutamente respetadas por los gobiernos transformadores a los que
aludimos al iniciar este texto (incluso el elemento central de la democracia formal, las
elecciones, se ha multiplicado sensiblemente en estos países, bajo la forma de plebiscitos,
consultas, reformas constitucionales, etc.). De este modo, esos intentos desestabilizadores
revelan un límite “exterior” a ese pacto, un dique para la promesa democrática. Echan
luz, en ese sentido, sobre una cláusula no escrita: al parecer, las reglas constitutivas no
eran solamente una serie de procedimientos institucionales neutrales, sino que entrañaban
también un entramado de privilegios políticos y, sobre todo, económicos, que las clases
dominantes se reservaban estratégicamente para sí. Y como ha sucedido a lo largo de la
difícil historia de la democracia a nivel global, cuando estos privilegios son amenzados,
aun con las reglas formales en estricto cumplimiento, el pacto comienza a mostrar su
debilidad.

Si hubiera que arriesgar algunas características de esta frágil pero valiente democracia,
habría que ir un poco más allá de estas amenazas que la acechan. Hay otros elementos
que la distinguen de esos años ochenta que todavía le pesan. Y aquí debemos volver a la
cuestión del Estado. Frente a los ochenta, nuestra época se coloca en una evidente
paradoja: los intentos de democratización que emprenden los procesos políticos
contemporáneos encuentran un momento clave de unidad de lo popular al nivel del
Estado. No solamente porque allí se articulan los múltiples sujetos que encarnan
posiciones políticas transformadoras, sino fundamentalmente porque las resistencias más
fuertes provienen de espacios de la sociedad civil que, además, se reivindican de manera
manifiesta como tales. Es decir, son las derechas las que asumen posiciones
“societalistas” que se levantan, amparadas por las presuntas homologías entre Estado y
autoritarismo, contra las conquistas sociales cristalizadas estatalmente. Evidentemente,
esta cuestión no debiera desalentar los abordajes críticos del Estado en América Latina,
hoy fuente de unidad tanto como espacio de realización autoritaria de los intereses
dominantes en otros períodos de la historia de la región. Pero la coyuntura sí nos obliga
a poner en cuestión la tesis de que la democracia es un movimiento que celebra cualquier
práctica societal y condena como mediación perversa todo acto estatal.
Decíamos que la representación de la democracia de los ochenta era más el efecto de una
profunda derrota que el resultado productivo de una reflexión auto-crítica. Pues bien,
podríamos arriesgarnos a decir que nuestra democracia comienza a delinear el contorno
de sus propias apuestas estratégicas, ya no como espejo de otras metodologías de lucha
que no han funcionado, sino como apuesta por la construcción de un camino original de
rediscusión del problema de la transformación social. No queremos ser excesivamente
optimistas con esto -el contexto global no es propicio para ello-, y es preciso reconocer
que los nombres de la emancipación son en nuestros días menos radicales que en otros
tiempos. Pero los enemigos de las reformas de hoy son los mismos que los de las
revoluciones de ayer, también por eso es necesario defender con inteligencia cada avance
y rehuir de las invitaciones a terrenos aparentemente más definitivos y finalmente más
impotentes. Por todo esto, la reinvención de la democracia es hoy una tarea ineludible.

Para concluir, vayamos más allá de las fronteras de la región. La pregunta por nuevas
formas democráticas que permitan pensar alternativas populares al neoliberalismo
también se plantea, de modo dramático, en el presente europeo. De cara al referéndum
griego del 5 de julio de 2015 (en el cual el pueblo heleno resolvió –más allá de lo que
luego harían sus dirigentes- rechazar el ajuste propuesto por la Union Europea), la
ministra española de Agricultura, Isabel García Tejerina dijo, casi como si encarnara el
incontenible inconsciente del capital: “Ojo que las urnas son peligrosas”. Se trataba, por
supuesto, de una advertencia también dirigida a los españoles, para que no cometieran
errores “populistas” al elegir su gobierno en los meses sucesivos. Pero también se trataba
de una confesión muy precisa del neoliberalismo a nivel global: la democracia sólo puede
sostenerse en la medida en que se respeten sus “reglas constitutivas”, pero ellas no remiten
a un entramado institucional destinado a evitar el desborde de las pasiones políticas, sino
al respeto a rajatabla a una racionalidad económica excluyente. Por eso, esta época, en
América Latina y más allá, es el tiempo de la disputa democrática contra el
neoliberalismo, y también es el tiempo de la disputa por qué significa la democracia y
cómo puede enlazarse por la pregunta por la emancipación. Acaso aquella picaresca
imagen de Lula, Chávez y Kirchner disgustando a un descolocado visitante del norte
brinde algunas pistas sobre un modo de concebir el horizonte democrático del presente.

Bibliografía
Aricó, José, [1974-1991] 1999. Entrevistas. Córdoba: CEA.
Club de Cultura Socialista, 1984, “Declaración de Principios”. Disponible en:
http://www.clubsocialista.com.ar/sobre_el_club/declaracion_de_principios/index.php
Reano, Ariana y Smola, Julia, 2014. Palabras políticas. Debates sobre la democracia en
la Argentina de los ochenta. Buenos Aires: UNDAV-UNGS

Freibrun, Nicolás, 2014. La reinvención de la democracia. Intelectuales e ideas políticas


en la Argentina de los ochenta. Buenos Aires: Imago Mundi.

Habermas, Jürgen, 1994. Conciencia moral y acción comunicativa. Buenos Aires:


Planeta.

Lechner, Norbert, 1990. Los patios interiores de la democracia: subjetividad y política.


Santiago de Chile: Fondo de Cultura Económica.

Portantiero, Juan Carlos. y de Ipola, Emilio, [1984] (1988). “Crisis social y pacto
democrático”, en Portantiero. La producción de un orden. Ensayos sobre la democracia,
entre el Estado y la sociedad. Buenos Aires: Nueva Visión.

Searle, John, 1994. Actos de habla, Buenos Aires: Planeta.

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