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Como hemos visto, pertenecemos a una cultura que le cuesta trabajo entender
la complementariedad de los opuestos que nos plantea la filosofía del Yin y el
Yang. Casi sin darnos cuenta caemos en la necesidad de calificarlos con los
adjetivos de bueno o malo, normalmente a partir de una decisión valorativa que
está tomada previamente por la sociedad que nos rodea o, lo que es lo mismo,
en concordancia con lo que hemos aprendido como “socialmente aceptado”.
Desglosemos un poco la definición anterior. Decimos que son históricas porque las
creencias están definidas en el tiempo, es decir, se incorporaron en algún
momento de la historia por una decisión o un acuerdo colectivo y por eso son
sociales. En consecuencia con esta definición, ninguna creencia corresponde al
campo de lo natural. Dicho de otro modo, no es de la esencia de nuestra
naturaleza, no es el resultado de un código genéticamente transmitido y, por lo
tanto, pertenecen al ámbito de lo cambiante.
Cuando decimos que legitiman las acciones de las personas estamos haciendo
referencia a que estas formas de actuar tienen una aceptación de la sociedad
en la que se realizan.
A casi todas las personas las han educado con la pretensión de reprimir la
desobediencia como inconveniente y mala; sin embargo, han terminado
desobedeciendo: la fuerza de la vida es más definitiva que los intentos culturales
por manejarla. A pesar de este aparente fracaso de la cultura, que se evidencia
especialmente en la época de la adolescencia, cuando las personas se hacen
adultas y tienen la responsabilidad de educar, de nuevo repiten lo que les
enseñaron, con la generación siguiente, haciéndolo casi de forma inconsciente.
Es la fuerza de la cultura.
En algún momento de este proceso evolutivo de la vida, todos los seres vivos que
existían y que se reproducían sexualmente, eran hermafroditas, es decir, tenían los
dos sexos y se reproducían consigo mismos, hasta que en algún momento la vida,
y Dios para los que tenemos una visión trascendente de este proceso, separa los
sexos. ¿Por qué sucedió esto? Vamos a explicarlo de forma sencilla.
A A + B
B C
Si B procede de sólo A, las probabilidades de que B sea genéticamente igual a A
son muy altas. Si C procede de A más B, las probabilidades de que C sea
genéticamente igual a A, o genéticamente igual a B, son muy bajitas. La vida
separa los sexos para garantizar la diversidad.
A pesar de las evidencias de la vida, construimos una tendencia cultural que nos
hace preferir lo igual, lo uniforme y, en consecuencia, a desconfiar de lo diverso,
lo distinto. Consecuentes con este aprendizaje cultural, una buena parte de la
historia de la humanidad ha estado dedicada a la destrucción sistemática de lo
que percibimos como distinto. Nos hemos matado por tener distinta opción
religiosa, por tener distintas opciones políticas, por ser de distinta etnia. En aras de
este aprendizaje, hemos terminado agrediendo, y hasta matando, a quienes son
seguidores de un equipo de fútbol distinto al nuestro. Nos hemos matado por todo
aquello que representa ser diversos, intentando ser iguales. Es un código
aprendido culturalmente, que contradice un código de la vida.
Cuando una persona está buscando con quién compartir su vida, lo busca lo más
parecida a sí misma. Con el tiempo la gente se separa y argumenta “es que
salimos tan distintos”.
En un “alto grado de civilidad”, a lo más que hemos llegado es a proponer la
“tolerancia” con el diverso, que significa, de algún modo, el soportarlo. Y la vida,
¿nos enseña tolerancia con la diversidad, respeto con la diversidad o necesidad
de la diversidad? Especialmente necesidad de la diversidad. Las especies que
tienen incorporada mayor diversidad genética, poseen mayores posibilidades de
sobrevivencia. Y nosotros hemos intentado culturalmente destruir la diversidad.
Esta regulación hace que frases como “los hombres no lloran” se conviertan en
determinantes de los comportamientos socialmente aceptados para hombres y
mujeres. Un hombre que llora, que deja ver su lado frágil, es considerado “una
nena” y se duda de su masculinidad. Una mujer que asuma roles considerados
masculinos es tildada como poco femenina. Los afectos, considerados como una
expresión de fragilidad, son para las mujeres, condenando a los hombres a una
permanente incapacidad afectiva y, en consecuencia, mutilándolos de una
característica profundamente humana, deshumanizándolos, por nombrar sólo un
ejemplo de las consecuencias de esta construcción cultural.
La fuerza física también define las relaciones intergeneracionales. Los niños, las
niñas y los adultos mayores son tratados como minusválidos sociales y se
encuentran supeditados a quienes hacen gala de una mayor fuerza.
La economía y la política son espacios sociales que nos ejemplifican esta realidad
cultural. Nos encontramos en medio de una crisis financiera, que se inició por la
incapacidad de un gran número de deudores de vivienda para responder a los
requerimientos económicos de las entidades prestamistas. El mundo de lo político
no pensó en una alternativa que ayudase a los ciudadanos afectados, pero sí ha
acudido, en medio de una preocupación generalizada, a ayudar con los recursos
que recoge de la ciudadanía a través de los impuestos, para intentar salvar a una
banca en crisis por su propia irresponsabilidad especulativa. Para la mayoría de la
gente esto es “normal”, porque “el mundo es de los fuertes” y los frágiles
dependen de ellos.
Otro caso. En el año 2002, al inicio de este gobierno, se aprobó una reforma
laboral que legalizó, entre otras cosas, la reducción de las horas extras y los
dominicales con el argumento de estimular la economía. En otras palabras, se
redujo el poder adquisitivo de los más frágiles económicamente para ayudar a los
más fuertes. Este tipo de medidas ha estado legitimada (entendida como la
aceptación social de la acción) por el mismo imaginario cultural de la
supeditación de los frágiles a los más fuertes.
Hay una construcción cultural que está al fondo: la necesidad de establecer una
línea divisoria entre el bien y el mal. Es un imaginario simple: hay que procurar lo
bueno y eliminar lo malo. Con el mal no se negocia, hay que destruirlo o, en el
peor de los casos, dominarlo.
En el caso de lo igual y lo diverso, los buenos son los que piensan, sienten y obran
como nosotros, es decir, los iguales. Pensar, sentir, obrar distinto no sólo es
inconveniente, sino que se asimila al mal.
Lo mismo sucede entre lo fuerte y lo frágil. Ser fuerte está de parte del bien, ser
frágil es equivalente al mal. Al fuerte se le permiten todo tipo de mecanismos para
lograr sus objetivos.
Las violencias de género estaban hasta hace poco tiempo protegidas por la ley.
Nos sorprendemos con la expresiones de la misma, pero seguimos repitiéndole a
los niños “mijo, no se deje, no sea pendejo”; seguimos perpetuando en la vida
cotidiana que la mujer está al servicio del hombre, educando de distinta forma a
las niñas y a los niños, inculcando una actitud sumisa en las primeras. Las
violencias sexuales, que nos escandalizan tanto, son resultado directo de la
negación sistemática del derecho que tienen las mujeres a ser sujetos de placer.