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CICERON Y EL IMPERIO

Pedro Badillo Gerena


(Fragmento)

XII

MUERTE

Cicerón seguramente ignoró el fondo y las circunstancias de la conspiración, pero


supo que había algún gran proyecto y contribuyó a él con sus exhortaciones. Cuando
todo hubo pasado, no negó que había previsto el hecho y confesó alegrarse mucho de él,
creyéndose honrado con que se le considerara participante en una acción «tan gloriosa».
Al referirse a los autores, siempre habló de ellos en términos elogiosos:

«La República, decía, les debe eterno reconocimiento, por haber preferido
el bien común a la amistad particular. Los que objetan que los matadores le
debían la vida, podían considerar que era un beneficio de salteador de caminos y
que César había comenzado por usurpar el poder de darles muerte.»1

El asesinato de César fue en cierto modo único en la historia. Es probable que no


se conozca homicidio más «idealista», lo cual es siempre una deficiencia de
consecuencias incalculables en política. Más de sesenta hombres, algunos designados
para altos cargos políticos y administrativos en el año 44 a. C. por el mismo dictador, se
unieron para realizar el atentado, pero sin tomar ninguna precaución seria para asegurar el
éxito duradero de su acción. Persuadidos de que la obra política y constitucional del
dictador estaba unida por completo a su persona, y confiados enteramente en la bondad
de la causa que defendían, creyeron que bastaría suprimir a aquél, para restablecer el
régimen legal tradicional. Esto fue un grave error. Uno de los cónsules, Marco Antonio,
y Lépido, que se encontraba al mando de la caballería, habían sido lugartenientes de
César; por lo tanto, el poder ejecutivo continuó en manos del partido cesáreo. En vista de
ello, Senado se mostró indeciso y no hizo nada por el momento. Marco Antonio, en
cambio, casi dormido por entonces en el seno de los placeres y los vicios, pasó de un
salto de sumisión a la idea de soberanía y siguió con habilidad y vigor el camino del
poder absoluto, sin desmayar ante el número de obstáculos que presentaba. Primero se
apoderó del tesoro público y de los papeles de César, al mismo que Lépido sublevaba a
los soldados acampados en la desembocadura del Tíber. La rápida acción de ambos evitó
que el Senado se atreviera a proclamar tirano a César, ni a abolir sus actos. Cicerón,
entusiasmado primero, ya en abril le escribe a Atico:

«En todo este negocio, nada hallo bien hecho más que lo de los Idus de
Marzo… El valor fue de hombre, pero la conducta de niños.

1
Cit.: Cic., Ob. Comp., vol XVIII. p. 63
2

No hay palabras con que explicarte las muestras de alegría que veo en
todas las gentes. Todos me buscan, me rodean y quieren oír de mi boca la relación
de lo sucedido… ¡Pero cuán absurda es la política que seguimos ahora! Toda
nuestra conducta es una pura contradicción. Murió el tirano, más vive en sus
secuaces y subsiste la tiranía…
Vemos la República aniquilada después de haber restablecido la libertad.

En mi opinión (y deseo que me creas), era menos peligroso durante la vida


del tirano hablar de todas las infamias que se realizaban, que haberlo hoy que ha
muerto. Hecho es éste que no me explico; pero todo lo soportaba de mí con
maravillosa prudencia. Hoy, por el contrario, hacia cualquier lado que demos un
paso nos detienen con el nombre de César, tomando pretexto no solamente de lo
que pudo hacer, sino de lo que pudo pensar.»2

Sin embargo, también el lugarteniente del dictador muerto le trataba con


deferencia y hacía esfuerzos por atraérselo a su bando:

«Verás por su carta, de la que te mando copia, cuanta deferencia me


muestra [Marco Antonio]; pero en el fondo hay tanta corrupción, tanta hediondez,
aparece tan peligroso, que fácilmente comprenderás nos ha de hacer desear
algunas veces a César.»3

Pero había que contemporizar. A propuesta de Cicerón mismo, los dos partidos se
pusieron de acuerdo para proclamar una amnistía. Los conjurados atrincherados en el
Capitolio, descendieron la colina con Marco Junio Bruto y C. Casio a la cabeza y se
reconciliaron con Marco Antonio y Lépido.
Conseguida esta victoria, Marco Antonio acudió a dos golpes teatrales que
tuvieron por resultado sobreexcitar la opinión pública y ganarla por completo a su causa.
El primero fue la lectura del testamento del dictador. En él adoptaba por heredero al
nieto de su hermana y sobrino segundo suyo, Octavio,4 y en caso de faltar éste, a Décimo
Bruto, uno de sus asesinados. Dejaba además sus jardines de la región transtiberina al
estado, y a cada ciudadano una cantidad de trescientos sestercios. El pueblo, en un acto
de justicia, lloró ese día su muerte y clamó contra los que la habían ejecutado.
Estimulado por este éxito, Marco Antonio dio el segundo golpe el día de los
funerales, pronunciando una oración tan hábil que la masa que lo escuchaba se sublevó y
los conjurados, temiendo por su vida, se dieron a la fuga.
Dueño ya del gobierno, usó sin reservas el poder. Los documentos de César,
falsificados sin escrúpulo, le sirvieron para legitimar sus decisiones y gracias a sus
turbios procedimientos reunió en un mes una escandalosa fortuna. Mientras tanto,
Décimo Bruto, salido de Roma, se había hecho fuerte en la Cisalpina y Antonio marchó
con su ejército a sitiarlo.
Los legionarios de Antonio eran los veteranos de César, y el Senado los declaró
insurrectos, a la vez que nombraba a D. Bruto general de la República. Cicerón, a su vez,

2
Ad Att., XIV, 17.
3
Ibid., 13.
4
Era hijo de Atia, que a su vez lo era de Julia, hermana de César.
3

empezó entonces a pronunciar sus famosas arengas, las Filípicas. En la segunda, obra
maestra de la invectiva política latina, dio como en ninguna otra rienda suelta a sus
sentimientos:

«Hubo en César genio, entendimiento profundo, previsión, memoria,


conocimientos literarios, aplicación, actividad infatigable; sus empresas belicosas
aunque fatales a la República son prodigiosas: meditó durante largos años reinar y
con gran trabajo y muchos peligros realizó sus deseos. Tenía ganada la multitud
con dádivas, monumentos, reparto de víveres y banquetes públicos. Obligaba a
los suyos con recompensas y a sus adversarios con aparente clemencia.

Entre los muchos males que ha causado César a la República ha resultado


el bien de que el pueblo romano sabe ya lo que debe esperar de cada uno; a
quiénes puede entregarse y de quiénes precaverse.

… yo por mi parte declaro que en mi juventud defendí la República y no


la desampararé en mi vejez. Desprecié las espadas de Catalina y no he de temer
las suyas; antes bien, ofrezco gustoso mi vida si a costa de ella recupera Roma su
libertad.»5

Esto equivalía a un suicidio; no obstante aún tardaría en cumplirse su sentencia, y


entretanto continuó la lucha. A Marco Junio Bruto, que ahora peleaba en Macedonia
pensando en ser clemente si triunfaba, le escribió:

«Por tus cartas he visto más de una vez que estimas en mucho la
clemencia con los vencidos. Creo que siempre te guías por la prudencia; pero la
impunidad disfrazada con el nombre de clemencia aunque tolerable tal vez en
otras ocasiones la hubiese considerado funesta en la guerra actual. En el espacio a
que alcanza mi memoria no encuentro ninguna guerra civil que haya llegado a
poner en peligro el principio mismo de gobierno. Hoy no me atrevería a decir qué
forma de república tendremos si conseguimos la victoria; pero si quedamos
vencidos desaparece la República. Si pues, he pedido severa justicia para Antonio
y Lépido, no ha sido por espíritu de venganza, sino con el doble objeto de
reprimir por el terror atentados flagrantes contra la República, y mostrar a los
venideros cuánto cuestan atentados tan culpables.»6

La afirmación de que «ninguna guerra civil anterior había amenazado en Roma el


principio mismo de gobierno», nos desconcierta en esta cita. Aparentemente no cabe más
explicación a ella que tomarla como la razón que el orador se daba a sí mismo y a los
demás, frente a la extrañeza que tuvo que causar la diferencia entre su actitud decidida y
valiente de ahora y la vacilante y hasta cobarde que le caracterizó cuando la lucha entre
Pompeyo y César. Para mí, sin embargo, el verdadero principio de este cambio estaba en
el que ya señalé que se operó en su persona luego de la batalla de Farsalia, cuando recibió
la noticia de la muerte de Catón. La actitud entera del ilustre senador, con el que tantas

5
Phil. II, 45; 46. (Cf. Cap. I, nota 1).
6
Ad Brutum, I, 15.
4

relaciones, y no siempre muy cordiales, había tenido, fue el reactivo que estimuló en él
un afán de emulación que terminó cumpliendo.
Octavio, enviado por César a Apolonia para terminar sus estudios, recibió allí la
noticia de su muerte y de que la hacía heredero de su fortuna y de su nombre en el
testamento. Puesto en camino de regreso, desembarcó un mes después en Brindis, de
donde se dirigió a Puteoli por la Vía Apia. Allí le esperaban su madre, Atia; su padrastro,
Filipo, viejo pompeyano; Cicerón y algunos cesáreos.
Desde un principio comprendió que con sus pocos años y sin ninguna experiencia
ni autoridad, le era imposible suceder inmediatamente a su tío-abuelo, por lo que se
propuso mantener la plaza vacante hasta tener la ocasión de apoderarse de ella. Muy
pronto el prestigio de su nombre y los legados que entregó en nombre de César a los
soldados y al pueblo, comenzaron a rehacer tras él un partido numeroso potente. Asumió
el nombre de Cayo Julio César Octaviano sin esperar los trámites oficiales e inició el
reclutamiento de hombres, de modo también ilegal. No obstante, logró reclutarlos con
gran rapidez; según algunos, por el prestigio que le confería su condición, auténtica, de
heredero del dictador; según otros, por su calculada generosidad: «…no hay que
extrañarse, escribe Cicerón, pues cada hombre recibe quinientos denarios».7
Los más avisados de entre los senadores vieron en esta circunstancia, si no un
medio seguro, por lo menos la última ocasión de salvar la causa republicana. Cicerón, en
cambio, dudaba:

«Te diré que pienso, como tú, que cuanta mayor fuerza tenga Octavio, más
consolidará los actos del tirano;…y todo se volverá en contra de Bruto. Si, por el
contrario, queda vencido, ya verás la intolerancia de Antonio: imposible saber por
cuál decidirse.
…yo mismo lo he dicho a Oppio, cuando me estrechaba para que me
declarase a favor de este joven y de sus veteranos. –Nada haré, le respondí, sin
tener garantías de que, no solamente no se mostrara enemigo de nuestros
tiranicidas, sino que será su amigo.»8

En vista de lo anterior, Octavio, necesitado de su apoyo, fue a entrevistarse con él.


Diecinueve años frente a sesenta y dos; el último republicano filosófico y un adolescente;
uno atento a salvar las esencias de Roma y el otro abierto a todo lo que le empujara hacia
su objetivo: vengar la muerte de su padre adoptivo y reclamar su herencia.
A Cicerón, Octavio le había producido buena impresión, pero sin entusiasmo:

«…veo que tiene inteligencia y arranque».9

Octavio necesitaba más, y con un ingenio admirable para conseguir lo que deseaba, se
condujo con no menor habilidad que Antonio. Recurrió al disimulo, según Plutarco: «…
presentándosele tan dócil y sumiso que le llamaba padre». Quizá esto fuera lo que unido
al carácter sensible al halago del orador y a una vaga esperanza de que Octavio, joven e
inexperto, no abrigaría pretensiones excesivas, terminó por inclinarle un favor suyo. O

7
La equivalencia de una paga normal del legionario durante dos años.
8
Ad Att., XVI, 14; 15.
9
Ibid., XV, 12.
5

probablemente el comprender que el único medio que quedaba para abatir la tiranía de
Antonio, era ganar para la causa del partido republicano a los veteranos de César,
haciendo uso del nombre y del parentesco de Octavio. De todos modos, Cicerón no
podía escoger y tomó la dirección del movimiento. Una vez establecido el acuerdo, el
orador presionado por la amenaza de turbaciones mayores, puso en le puer, el niño, como
solía llamarle, todas sus esperanzas en el instrumento de una revolución legalizada que
trajera de nuevo la normalidad.
Mientras tanto, Antonio había logrado sitiar a Décimo Bruto en Módena y el
Senado envió un ejército opara socorrer la plaza bajo el mando de los cónsules Hircio y
Pansa, a los cuales se unió Octavio en calidad de propretor. El cerco fue roto y Antonio
obligado a huir hacia la Galia, pero los dos cónsules perecieron 10 quedando Octavio como
jefe del ejército victorioso. Cicerón, cuya influencia moderadora sobre su persona y su
carrera había sido, hasta este momento, muy grande, al saberlo con el único ejército serio
que había en Italia bajo su mando, empezó a temer sus ambiciones:

«El joven César tiene las mejores prendas y disposición para lo bueno.
¡Ojalá que se deje gobernar en el alto grado de poder a que ha subido, como lo
hacía antes; pero la cosa me parece un poco difícil, aunque no imposible! Está
persuadido de que se le debe todo, porque nos ha puesto en el estado de seguridad
en que nos hallamos; y yo tengo principalmente la culpa, siendo quien más ha
contribuido a darle esta idea…»11

Sus temores probaron tener fundamento. Octavio reclamó para sí una de las
vacantes de cónsules, y el Senado, que no estaba dispuesto a restaurar la dictadura por sus
propias manos, se negó. Cicerón, con un claro sentido político esta vez, luchó por
conseguir una inteligencia entre ambas partes. A Octavio le argumentó que su acción
dañaba su prestigio, ya que su mayor fuerza se asentaba aún en presentarse como el
defensor de la constitución y lograr un acceso legal al poder. Este, en un principio,
pareció avenirse a esperar que le fuera ofrecido para asumirlo. Para mí es casi seguro que
el orador le prometió, en cambio, hacer la defensa de su persona y sus exigencias en
Roma. Las galas de persuasión de que hace alarde entonces en el Senado, para lograr de
él que le concediera al puer lo que pedía, así parecen indicarlo. En la cuarta Filípica hace
su defensa en los siguientes términos:

«Muchas cosas recuerdo, muchas he leído, muchas he oído, pero nada he


visto en la historia comparable a la determinación de este joven que, cuando
sufríamos servidumbre y de día aumentaba el mal, no teniendo apoyo alguno y
temiendo que Antonio volviera de Brindis, como se teme la muerte o la peste,
reuniendo soldados de su padre, contra la esperanza de todos o sin excitación de

10
Tácito nos transmite los comentarios que se dieron en Roma entre personas que encontraron extraña la
muerte, tan conveniente para Octavio, de ambos cónsules: “…muertos Hircio y Pansa (o por manos de
enemigos, o que Pansa con veneno aplicado a las heridas e Hircio por los soldados, a persuasión de César,
fueron muertos) se apoderó de los ejércitos de entrambos, formando el Senado a que le eligiese cónsul, y
volviendo contra la República las armas movidas contra Antonio”. (Ann., I, 8).
11
Cit.; Cic., Ob. Comp., vol. XVII, p. 459.
6

nadie, organiza un ejército invencible y salva a la República de la destrucción con


que la amenazaba el furor de Antonio, excitado por crudelísimos consejos.»12

Antonio, como vimos, había sido derrotado y huido a la Galia. Allí debían
enfrentársele dos ejércitos que se encontraban bajo los mandos de Lépido y Planco. Pero
Lépido, compañero de Antonio en tiempos del dictador y luego, en Toma, se pasó, como
era de esperar, a su bando; y Planco, viéndose desbordado, se unió a él. Luego, al
sobrevenir un nuevo encuentro con las tropas de Décimo Bruto, éstas se pasaron también
al enemigo y su jefe fue ejecutado.
Cuando Octavio tuvo noticias de estos hechos, alarmado con la posibilidad de
perder la preponderancia militar que había alcanzado, marchó sobre roma y se hizo elegir
cónsul, rompiendo así su acuerdo con Cicerón. Llegaba a la magistratura suprema más
joven que Pompeyo y veinticuatro años antes de la edad estatutaria.
Aquí tocaban a su fin las ilusiones del orador. Aquello no era lo que él había
soñado, sino más bien una nueva monarquía, donde el puer detentaba ahora el poder
supremo en la Ciudad.
No obstante, con los triunfos de Antonio, la situación fuera de roma seguía siendo
para Octavio, que no era general sino por necesidad, difícil e incierta. Antonio, a su vez,
desconfiaba de que sus tropas no se pasaran a las águilas del nuevo príncipe cesáreo. Por
lo tanto, entraron en negociaciones.
La formación del Segundo Triunvirato por Octavio, Marco Antonio y Lépido
(octubre-noviembre del 43 a.C.), fue la sentencia de muerte del partido republicano. Pero
su agonía se prolongó aún durante un año. El aniquilamiento se realizó en dos etapas y
por diversos procedimientos: en Italia, con las proscripciones; en Oriente, por la fuerza de
armas. Los triunviros, dueños de Italia, no tuvieron más que dar órdenes para librarse de
sus adversarios. El primer edicto de proscripción que emitieron llegó a Roma antes de su
entrada en la Ciudad; luego, una vez en la capital, completaron este edicto preliminar
con un decreto general que hacía más larga aún la lista de condenados:

«Si la perfidia de los malos no hubiera respondido con el odio a los


beneficios; si los que César, en su clemencia, había salvado, enriquecido y
colmado de honores después de su desgracia no hubieran resultado ser sus
asesinos, nosotros hubiéramos también olvidado a los que nos hemos visto
obligados a declarar enemigos públicos. Ilustrados por el ejemplo de César,
vamos a prevenir a nuestros enemigos antes que éstos nos sorprendan. He aquí lo
que se ordena…»13

Entre las víctimas designadas figuraban un hermano de Lépido, un tío de Antonio


y Cicerón, al cual Octavio había sacrificado para satisfacer los rencores de la víctima de
las Filípicas.

«Recibida la noticia de las proscripciones [Cicerón y su hermano Quinto],


decidieron ir a Astura, propiedad que Cicerón poseía en la costa. De allí pensaban
embarcar para Macedonia, pues se hablaba de que allí Marco J. Bruto se había

12
Phil. IV, 1.
13
Cit., Alberto Malet: Roma. Bs. Aires, Lib. Hachette, 1958, p. 121.
7

consolidado con grandes fuerzas. Viajaban en literas…, cuando se le ocurrió a


Quinto que, careciendo de todo, mejor sería que Cicerón continuara y que él,
Quinto, regresara a Roma a fin de equiparse y reunirse enseguida con su hermano.
Pocos días después fue entregado por sus esclavos y muerto con su hijo. Cicerón
llegó a Astura, encontró allí un barco y navegó costeando hasta Circeii. Como el
viento era favorable los pilotos querían proseguir sin demora pero o bien
temiendo el mar [Cicerón sufría horriblemente de mareo] o bien no habiendo
perdido toda confianza en Octavio desembarcó y caminó a pie en la dirección a
Roma unos cien estadios [18 kilómetros y medio, unas cuatro horas]. Pero luego,
entre sus incertidumbres y perplejidades, volvió a Astura [es decir, desandando
todo lo navegado]. Allí pasó la noche entregado a terribles reflexiones…,
tomando, en la confusión de su espíritu, resoluciones contradictorias, pero
acabando por ordenar a sus servidores que lo condujeran por mar a Gaeta [en la
costa de Campania], donde poseía tierras que le ofrecían grata estancia en
verano… Al fin desembarcó y entró en la casa de campo donde se acostó para
descansar (era el 7 de diciembre del año 43 a. C.). Medio por persuasión y medio
por fuerza, sus acompañantes lograron transportarlo de nuevo al mar en su litera.
Mientras tanto habían llegado los asesinos: un centurión, Herennio, y un tribuno
militar, Popilio, a quien por cierto Cicerón había defendido, en otros tiempos, de
una acusación de parricidio. Encontrando las puertas cerradas, las hicieron saltar.
Como la víctima no aparecía… el centurión, llevando consigo algunos hombres,
corrió por un atajo hasta la entrada del parque. Esta carrera la había observado
Cicerón y mandó a sus esclavos que pusieran en tierra la litera. El mismo,
adoptando una actitud que le era familiar, apoyando el mentón en la mano
izquierda, miraba fijamente a los asesinos. Su cara, cubierta de polvo y el pelo en
desorden, marcada por sufrimientos que lo minaban, produjo tal impresión sobre
ellos, que casi todos se velaron el rostro cuando Herennio lo inmoló: Cicerón
mismo había tendido su cuello fuera de la litera. Iba a cumplir los sesenta y
cuatro años cuando fue muerto [le faltaban veintisiete días]… Le cortaron la
cabeza y las manos que habían escrito las «Filípicas» y fueron llevadas a Roma.
Antonio estaba entonces allí, presidiendo las elecciones… y las hizo clavar sobre
los rostra…»14

14
Plut.: o. c., Cicerón, XLVII; XLVIII; XLIX.
8

EPILOGO

Octavio no tuvo ninguna concepción política verdaderamente original. A raíz de


su regreso a Italia, después de la muerte de César, Cicerón le había señalado el programa
a realizar:

«C. César, a ti sólo pertenece reedificar todo cuanto la guerra ha derribado


y abatido, y restablecer la organización judiciaria, traer de nuevo la confianza,
reprimir la licencia, favorecer la repoblación, en fin, volver a levantar por medio
de leyes severas todo cuanto vemos deshecho y dispersado. En una guerra civil
tan encarnizada, en medio de semejante agitación de los espíritus y de los ánimos,
era inevitable que la República, tan sacudida, perdiera mucho, tanto de los
ornamentos de su gloria como de los apoyos de su poderío… Es menester hoy
cuidar todas las heridas de la guerra, y nadie sino tú puede curarlas… Lo que te
queda por hacer es esto: dar al Estado una Constitución y disfrutar tú de la calma
y el reposo que le habrás asegurado. He aquí lo que debe coronar tus trabajos y
cuál debe ser el término de tus esfuerzos.»15

Como puede verse, Cicerón le señala también el medio para llevar a efecto ese programa:
dar al estado una nueva constitución.
Octavio debía desarticular una situación política desde tiempo atrás intolerable: la
total insuficiencia de la constitución tradicional para hacer frente a las exigencias de un
gran imperio. Las reservas morales y el sentido de tradición y destino necesarios para dar
al poder romano un nuevo plazo de vida no habían desaparecido aún; también quedaban,
como un resto del régimen en ruinas, las enseñanzas de tres siglos de historia
constitucional. Pero durante el último siglo, patria y régimen se habían revelado
inconciliables, y el poder personal como una necesidad para el mundo romano. Pompeyo
tuvo la oportunidad de establecerlo; le faltó, sin embargo, sentido de la realidad,
penetración de los sentimientos fundamentales de la época e intuición para elegir el
momento oportuno. La muerte violenta de César puso de manifiesto la imposibilidad de
implantarlo como él lo había concebido. La única solución práctica sería la que desde
años antes había venido elaborando Cicerón. En esto también le bastaría el puer con
observar y sacar su conclusión.
La novedad de la fórmula ciceroniana ya hemos visto que consistía en hacer
descansar la esencia de la reforma en el concepto –tan nuevo y de tan antiguo nombre- de

15
Pro Marc., IX.
9

ciudadano princeps.16 Sus poderes excepcionales reposarían, jurídicamente, sobre el


principio de la soberanía delegada. Con su figura intentaba salvar los dos máximos
inconvenientes del sistema constitucional vigente: la colegialidad y la limitación de
tiempo de la magistratura suprema, pero respetando y asignándole su lugar legítimo, en la
esfera de la política, al pasado. Conciliaba así lo necesario con lo posible: un poder
personal, disfrazado prudentemente de constitucionalidad.
En dicha fórmula quedaba salvado, por lo tanto, el obstáculo que había
encontrado César y ocasionado su muerte violenta. Para no sufrir la suerte de Pompeyo,
exigía, además, en el que asumiera la responsabilidad de instaurarla, toda una serie
adicional de cualidades personales: clarividencia para comprender qué hacer en cada
momento, voluntad para ir siempre hacia la meta y habilidad para salvar las apariencias.
Cicerón creyó encontrarlas en Octavio y depositó en él sus últimas esperanzas de
restauración. Bajo su orientación al acceso del puer al poder resultó, en un primer
momento, aceptablemente legal. No había contado, sin embargo, con la oposición
recalcitrante de la oligarquía, ni previsto ninguna alternativa. Ante ella el Principado
«impuesto».
El Segundo Triunvirato no fue una mera asociación de particulares, como el
primero, sino una magistratura oficial que investía a los tres participantes con poder
constituyente y el derecho de nombrar todas las magistraturas. En Italia, la resistencia
que encontró quedó vencida con las proscripciones. La oligarquía abatida sólo tuvo ya,
por asilo, la provincia de Macedonia. Allí, Bruto y Casio, huidos de Roma, mantenían
aún en alto la enseña de la República, pero sin ninguna seguridad de poder subsistir. En
el año 42 a. C., Octavio y Antonio cruzaron el Adriático para enfrentarse a ellos.
Después de vencerlos en la batalla de Filipos, Antonio partió para Egipto y Octavio
regresó a Italia. Cuando se separaron, ambos anidaban ya la idea de hacer, el uno del
Oriente, y el otro de Occidente, la base de su poder en la conquista para sí del estado
romano. Lépido quedó desde ese momento virtualmente eliminado. La situación de ellos
dos se prolongó, en cambio, varios años. La política que Antonio desarrolló entonces en
el ámbito del imperio que se había adjudicado, constituyó un insulto continuo al orgullo y
al patriotismo romano. Cuando, por último, decidió enajenar una parte considerable del
territorio del estado en provecho de los hijos que había tenido en la reina de Egipto, su
acción fue considerada por todos una traición, y esto arruinó su propia causa. Octavio, en
cambio, aprovechó estos años para irse convirtiendo, a fuerza de habilidad y servicios, en
el hombre del Occidente, y llegado el momento en que el conflicto final se hizo
inevitable, pudo presentar su causa como la causa misma de la patria.
Con su triunfo en Accio (31 a.C.) quedó realizada plenamente, después de trece
años, la herencia de César. Jefe único desde entonces de los ejércitos y las flotas,
concentró en su persona todos los poderes del estado. No obstante, si de hecho era el
dueño, de derecho su situación se mostraba más compleja. La conversión del término rex
en palabra peyorativa17 exigía, para lograr la instauración definitiva del poder personal,
proceder con el tacto cuya ausencia en César había causado su perdición. Por eso,
aunque su autoridad, igual que la de su tío-abuelo, se apoyaba en el ejército y por lo tanto
era militar y seguiría siéndolo siempre, se propuso romper con el sistema monárquico de
aquél y establecer un régimen en la forma prudente y disimulada que había ideado

16
Roberto Paribeni: Optimus Princeps. Mesina, ed. Principato, 1926-27. (2 vols.). Cf. I, pp. 147-48.
17
Cf. Cap. I, nota 7.
10

Cicerón. También se propuso llevar adelante el programa que el insigne orador había
soñado. Pero, dieciséis años adicionales de descomposición y desorden hacían más
difícil su realización, y la posición de princeps ya no brindaba todas las garantías
constitucionales necesarias para su ejecución. Estas las tendría que encontrar aparte, en
la posesión de otras prerrogativas que se fue incorporando de modo gradual, con la
mirada siempre puesta en las condiciones del momento, por una serie de modalidades
prácticas y etapas constitucionales sucesivas, en cada una de las cuales el pueblo iba
desprendiendo de un número creciente de ellas en su favor. Así, los poderes que obtuvo,
lejos de quedar fijados de una vez, no hicieron sino extenderse hasta el fin de su reinado.
Tácito, que recoge este hecho, indica también sus razones:

«Después que por la muerte de Bruto y Casio cesaron las armas públicas,
vencido Pompeyo en Sicilia, despojado Lépido, muerto Antonio, sin que del
bando de los Julios quedase otra cabeza que Octavio César; dejado por él el
nombre de uno de los tres varones [triunviros], llamándose cónsul, y por agradar
al pueblo con encargarse de su protección, contentándose con la potestad de
tribuno; después de haber halagado a los soldados con donativos, al pueblo con la
abundancia y a todos con la dulzura de la paz, comenzó a levantarse poco a poco,
llevando a sí lo que solía estar a cargo del Senado, de los magistrados y de las
leyes, sin que nadie le contradijese. Habiendo faltado a causa de las guerras y
proscripciones los más valerosos ciudadanos; y los otros nobles cayendo en que
cuanto más prontos se mostraban a la servidumbre, tanto más presto llegaban a las
riquezas y a los honores, viéndose engrandecidos por este medio, quisieron más el
estado presente seguro que el pasado peligroso. Ni a las mismas provincias fue
desagradable esta forma de estado, sospechosas del gobierno, del Senado y del
pueblo, a causa de las diferencias entre los grandes y avaricia de los magistrados,
siéndoles de poco fruto el socorro de las leyes, enflaquecidas con la fuerza, con la
ambición y finalmente con el dinero.»18

La nueva estructura que instauró por este medio, el Imperio,19 duró dos siglos más como
gobierno romano, al menos en lo esencial. La continuidad, que en César había cortado la
muerte, dio cima al proceso de sustituir la Ciudad por el Estado; no en el orden de la
teoría, ya que el Estado-Ciudad no llegó a superarse nunca, como concepción política,
llegándose a un Estado Mundial, pero sí en el de los hechos, al destruirse el patriotismo
local en pro de una tendencia cosmopolita. No obstante, su orden no fue concebido como
una capa rígida e igualitaria que ignorase las tradiciones regionales o las particularidades
locales. La norma seguida fue: autoridad en el principio y condescendencia en la
práctica, entendiendo la incorporación a manera de una organización que ni se tragaba los
pueblos sometidos, ni anulaba su carácter propio, dejando en delante de ser sinónimo de

18
Ann., I, 2.
19
Cf. Adv. Prel., nota 1. Como emperador, Augusto reunió en su persona las siguientes prerrogativas:
consulado permanente, poderío tribunicio e imperium proconsular, todos en forma ampliada y libres de
trabas; la dignidad de Princeps Senatus, por la cual se convirtió en el primero de los senadores; el poder
legislativo en su plenitud; el soberano pontificado; la dirección del servicio de la anona; los derechos de paz
y guerra, de recomendación a las magistraturas, de fundar colonias, de conferir la ciudadanía y de acuñar
moneda con su efigie.
11

la muerte de los grupos como tales. Así, a medida que los hombres del imperio
-hispanos, galos, africanos- se sintieron romanos, el romano se fue sintiendo universal.
¡Cuánto camino recorrido desde la sumisión total de Grecia! Entonces se había
producido en Roma una corriente nacionalista, intransigente y patriótica. No se trataba
sólo de un nacionalismo político, sino también cultural. Catón el Viejo, con su fiero
desdén por las formas de la cultura griega, representa como nadie esa tendencia, pero
otras figuras ilustres de la romanizad antigua le acompañaron en su actitud. Tal postura
tenía un fondo campesino de tradición y orgullo nacional. Sin embargo, esa misma
campesinidad conquistó el mundo y fue, paradójicamente, la «causa operante» de la
universalización.
Las provincias cultivaron, a su vez, una actitud recíproca de resistencia a su
identificación con Roma. De haber triunfado semejantes direcciones, la comunidad de
pueblos lograda hacia los siglos II y III no hubiera sido un hecho. El gran «agente»
universalizador de aquel mundo fue la política occidental inaugurada por César. El
Imperio la mantuvo de manera decidida hasta el final de su vida histórica, encontrando
desde Augusto, en cada una de sus grandes figuras, un renovador abnegado e inteligente.
La proclamación de Galba emperador por el ejército de España, señaló una fecha
memorable:

«El secreto del Imperio, escribía Tácito, acababa de ser revelado: podía
hacerse un emperador fuera de Roma.»

Desde Galba hasta Cómodo, con quien podemos afirmar que la Edad de Oro terminó para
siempre, no faltaron perturbaciones, muchas de ellas profundas, pero éstas se limitaron
generalmente a la persona imperial o a la aristocracia, afectando sólo a la capital. Por
otro lado, las guerras tuvieron por teatro los países enemigos o las fronteras. El mundo
romano en su conjunto no padeció por ellas o por lo menos, en la medida en que
afectaron su territorio, fueron siempre de corta duración, lo cual posibilitó la plenitud de
todas las regiones que abarcó el Imperio.
El cristianismo, difundiéndose entre las grandes masas de la población del
imperio, constituyó a su vez, más aún que las conquistas y la expansión militar, el gran
«factor» universal de la historia de Roma. Son, pues, tres las grandes causas que
contribuyeron a transformar a Roma en una especie de patria general: las agregaciones
territoriales; la forma estatal, de increíble flexibilidad, forjada por César y por Augusto y,
finalmente, la propagación de la religión cristiana. Por ellas Roma pasó a ser una de las
etapas centrales de la historia universal.20
Hablar indistintamente, como se solía hasta hace muy poco, de Grecia y de Roma
como los dos pueblos clásicos, perjudica la comprensión de ambos. Los griegos
inventaron los temas sustanciales de nuestra cultura. En rigor, Roma no colaboró con
ellos en este sentido. Su cultura fue, en los órdenes superiores, refleja, y sus estudios, la
predicación en lengua itálica del evangelio del arte y de las costumbres de los helenos.
Como afirmara Menéndez Pelayo, «…Roma no tuvo ni realizó otra gran poesía que su
historia y su derecho…» Lo interesante, lo grandioso en ella fue hacer sustancia de su
vida lo que aquéllos entrevieron, y saberlo transmitir a otros pueblos, hijos de su poder

20
Santiago Montero Díaz: Introducción al Estudio de la Edad Media. Murcia, Imp. Suc. de Nogues, 1948.
Cf. pp. 60-67.
12

creador. Al decaer las nacionalidades de segundo orden, las dos superiores establecieron
silenciosamente un gran compromiso con la historia. Ambas renunciaron a su espíritu
exclusivista y una en el campo del saber y la otra en el de la política, derramaron sus
bienes por el orbe conocido. No cabe duda de la vivacidad y conmovedora emoción con
que los ideales de la Antigüedad pasaron a la conciencia colectiva del hombre medieval.
Esos ideales, en lo que tenían de más noble, no eran de elaboración romana, pero Roma
los difundió manifestando en esto un genio tan peculiar como el griego para la filosofía,
la literatura o el arte. Pueblos sobremanera inteligentes han carecido de él. Ella, en
cambio, con un exquisito saber querer y saber mandar, cumplió su misión. Roma fue
entonces madre de las naciones. Por su esfuerzo entró en escena lo que luego iba a ser
Europa, se latinizó el Occidente y para siempre recibió moldes radicales de sentir y de
pensar. Por eso la historia de esta etapa es ya el primer estrato de la nuestra y no sólo un
precedente, como la historia de Grecia; el momento del pasado mediterráneo, por lo
tanto, que más nos importa. 21
Cicerón, gran occidental, fue transmisor insigne del pensamiento greco-romano.
Muy poco sabríamos hoy del estoicismo, cuyos textos originales nos han llegado tan
diezmados, si el cúmulo de ideas helénicas que hablan en su obra no nos hubiera
orientado en los estudios. De ellas, y de manera muy especial a través de San Agustín, se
nutrió también en sus primeros tiempos el pensamiento cristiano.22 No entraremos, pues,
a discutir el cargo que se le hace falta de originalidad; hacía carne lo que era letra, lo cual
es ya una originalidad fundamental. Preguntémonos, en cambio, cuál fue el recuerdo que
de él se tuvo después de morir.
Nos cuenta Plutarco que años más tarde, un día que Augusto entró en la
habitación de uno de sus nietos:

«…éste tenía en sus manos un rollo de Cicerón y se asustó, escondiéndolo


bajo su toga. Augusto lo vio, cogió el libro y estuvo leyendo largo rato de pie;
luego se volvió al joven y le dijo: «Fue un gran orador, hijo mío, un gran letrado
y amó mucho a su patria.»23

La anécdota demuestra, que aunque se reconocía su valor, todavía mucho tiempo después
el mero hecho de leer una obra del arpinate se suponía intolerable para el Emperador. No
obstante, a raíz misma de su muerte, Atico,24que calibró con seguro instinto la
importancia de las cartas que en vida le había escrito, convenció, sutilmente primero a
Antonio y luego a Octavio, de que representaban una excelente propaganda política para
justificar las proscripciones. Con irónico ingenio consiguió, también, el favor imperial
para Marco, el único hijo de Cicerón, a quien una vez vencido Antonio, Augusto tomó
como colega suyo en el consulado (año 30 a.C.). Desde su posición de cónsul, Marco
hizo demoler las estatuas de Antonio y ejecutó contra él la damnatio memoriae.
Además, colaboró con entusiasmo en la publicación de las cartas de su padre, aportando
muchas que no se conocían, y Atico dio con ello una obra maestra a la humanidad y se
erigió a sí mismo un monumento más perenne que el bronce. Cicerón estaba rehabilitado
y vengado.
21
Ortega y Gasset: o. c., cf. vols. I, p. 342; III, pp. 51; VI, p. 53.
22
Cf. Adv. Prel., nota 7.
23
Plut.: o. c., Cicerón, XLIX.
24
Cf. Cap. III, nota 2.
13

Sin embargo, ni Horacio, ni Virgilio, ni Propercio, ni Tríbulo, ni Ovidio lo


mencionaban. Su fama póstuma fue continuamente in crescendo sólo a partir de los
Flavios, llegando entonces un momento en que nadie dudó en contestar a la pregunta:
«¿Quiénes fueron los más grandes romanos?», con: «Augusto y Cicerón».

Referencias:

Badillo Gerena, Pedro. CICERON Y EL IMPERIO - XII. Muerte (pp. 175-188)


(Editorial Universitaria, Universidad de Puerto Rico; 1976)

Badillo Gerena, Pedro. CICERON Y EL IMPERIO - EPILOGO (pp.189-199)


(Editorial Universitaria, Universidad de Puerto Rico; 1976)

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