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En el siglo XVII el Perú se había alejado de España de diversas formas: sus élites
criollas se volvieron más poderosas política y económicamente, su economía
se hizo más diversa y autónoma, y su población cada vez más mixta. Al mismo
tiempo, la producción de plata de Potosí cayó marcadamente, el comercio
transatlántico se desaceleró y las remesas fiscales a Madrid cayeron. Con la égida
de una nueva dinastía reinante, España intentaría revertir estas tendencias a lo
largo del siglo XVIII con miras a revivir la producción y las rentas coloniales, así
como recuperar el dominio peninsular, y por lo tanto metropolitano, del gobierno
virreinal. Semejante «recolonización» del Perú se lograría con un audaz intento de
reforma en la segunda mitad del siglo XVIII. Sin embargo, aunque algo exitosas en
sus fines inmediatos, las reformas españolas provocaron también el descontento
de grandes e importantes segmentos de la población peruana, paradójicamente
abriendo el camino a la independencia de 1824.
era de apenas unos treinta años hacia 1800. La población de Lima alcanzaba los
ochenta mil habitantes antes de los terremotos de 1687 y 1746, cayendo, tras ellos,
a cincuenta mil, manteniéndose constante esta cifra hasta finales de siglo. Por su
parte la población de Potosí disminuyó por el mismo motivo a treinta mil (1750).
Hubo varias otras ciudades con una población de más de diez mil personas, entre
ellas Cuzco, Arequipa, Trujillo, Cerro de Pasco y Huamanga.
Entonces, una población en crecimiento lento y una revivida producción
minera constituyeron los dos ingredientes del gradual, aunque desigual, crecimiento
económico que se dio en Perú entre 1730 y 1770. La producción agrícola y
ganadera se expandió paralelamente en respuesta a una demanda de consumo
mayor. Sin embargo, salvo en el caso de las sumamente eficientes propiedades
jesuitas, productoras de vino y azúcar, contamos con poca información estadística
sobre los precios, la productividad o las ganancias en el sector agrario. El rendimiento
de la inversión en una típica hacienda serrana probablemente era magro, no
superando el cinco por ciento y dependiendo básicamente de los precios altos en
las malas cosechas y la subsiguiente especulación inducida por la carestía.
Lo que está más claro es que durante el último cuarto del siglo XVIII, el
virreinato estuvo enormemente influido, tanto económica como políticamente,
por el programa de reforma imperial conocido como las reformas borbónicas.
En términos económicos, las reformas tuvieron un impacto contradictorio en
el Perú, aunque en general parecen haber contribuido a una recuperación
económica en los Andes entre 1775 y 1810. Las que se aplicaron en el sector
minero aceleraron la producción de plata, y la introducción del comercio libre en
el imperio trajo consigo un marcado renacimiento del comercio extranjero. Las
reformas administrativas radicales contribuyeron paradójicamente a disminuir el
tamaño del virreinato al amputársele vastas regiones en sus periferias septentrional
y meridional, reorientando así los flujos comerciales y desviándolos del centro
y de Lima, su capital comercial y administrativa. En general, el programa de
reformas coloniales emprendido en el tardío siglo XVIII por los Borbones significó
un esfuerzo concertado de España por restaurar el alguna vez profuso flujo de
ingresos provenientes de su tesoro andino.
El cambio del gobierno Habsburgo al Borbón a comienzos del siglo XVIII, puso en
marcha un proceso que llevaría a unas amplias reformas generales, primero en la
península y posteriormente en las colonias. También inauguró más de un siglo de
enemistad entre la España borbónica e Inglaterra, que duró hasta la independencia
de 1824 y que, entre otras cosas, despertó el temor de una invasión inglesa en
ciertos círculos peruanos. En 1700, el enervado Carlos II falleció sin un heredero,
138 Peter Klarén
desatando así una crisis dinástica que culminó con la Guerra de la Sucesión
Española (1700‑1713) y el ascenso al trono hispano de una rama de la familia de
Borbón, los gobernantes de Francia. Con el ímpetu de los Borbones y las nuevas
ideas que se infiltraban de la Ilustración francesa, España fue reorganizada como
un Estado más absolutista con una economía algo más eficiente; una remozada
estructura burocrática ministerial antes que de consejos; y un ejército relativamente
moderno. El nuevo Estado borbónico inició, asimismo, una serie de reformas para
afianzar su nuevo control administrativo de la Iglesia y otros asuntos eclesiásticos.
Sin embargo, las reformas españolas no fueron extendidas en general a América
hasta que Carlos III (1759‑1788) subió al trono .
En el siglo XVIII, desde la perspectiva de Madrid, su imperio americano
estaba amenazado tanto externa como internamente. La erosión del poderío
naval hispano en el Nuevo Mundo había llegado a tal estado que los bucaneros e
intrusos extranjeros no solamente habían penetrado en el Caribe, sino que también
daban la vuelta al Cabo y eran activos en el Pacífico, amenazando los puertos
de la costa occidental y capturando y saqueando Guayaquil en 1690. Aún más,
en la década de 1680 los portugueses habían logrado establecer una colonia en
Sacramento, en un estuario del Río de la Plata, desde donde un contrabando
sustancial que incluía cantidades de textiles británicos, penetraba el monopolio
comercial español en Sudamérica meridional.
Igual o más dañino para el control imperial era que mediante el soborno, la
intriga y la venta de cargos, las élites criollas locales habían logrado forjar alianzas
de conveniencia con los oficiales reales, en forma tal que comprometían seriamente
los intereses imperiales. Para revertir estas amenazas internas y externas adversas
a los intereses metropolitanos y revivir las fortunas imperiales, los Borbones
necesitaban reafirmar el poderío militar español en América y recuperar el control
sobre la administración colonial. Una vez alcanzados estos objetivos, España podía
esperar restaurar sus flujos cada vez más rezagados de ingresos de las colonias
mediante la introducción de las reformas económicas necesarias.
La toma de La Habana por parte de Inglaterra en 1762, durante la Guerra
de los Siete Años (1756‑1763), finalmente motivó a España a tomar medidas para
reavivar su posición militar en el Nuevo Mundo. Poco después comenzó a fortalecer
sus defensas generales y a establecer milicias locales en el Caribe y Nueva España.
En Perú, el virrey Amat (1761‑1776) incrementó las fuerzas realistas a cien mil
hombres, la mayor parte de los cuales eran milicias locales, lideradas por oficiales
peninsulares y criollos. En 1776 una expedición realista expulsó a los portugueses
y retomó Sacramento, en la banda oriental del Río de la Plata.
El afianzamiento de las fronteras coloniales estuvo acompañado por la
dramática expulsión de todos los jesuitas del Nuevo Mundo, ordenada por el rey
en 1767. Esta orden se había vuelto rica y poderosa en los dos siglos desde su
Mapa 4. Latinoamérica colonial: organización política. Fuente: Mark A. Burkholder y Lyman L.
Johnson, Colonial Latin America, 3ª ed. (Nueva York, 1998), 257.
140 Peter Klarén
a la nueva política del libre comercio. Después de todo, la ciudad estaba convirtiéndose
en la fuerza principal en la rearticulación de importaciones y exportaciones del sur
(el antiguo eje Lima‑Potosí) al centro/norte (el eje Lima‑Pasco/Hualgayoc), que se
convirtió en el nuevo polo o núcleo de la economía virreinal en el siglo XVIII.
Si bien la actividad económica en general parece haberse recuperado en el
último cuarto del siglo, a algunas mercancías locales peruanas no les fue muy bien.
Esto fue particularmente cierto en el caso de las lanas andinas. La producción
de lana para los obrajes, que surgiera a finales del siglo XVI para producir paños
de baja calidad para el segmento inferior o popular de los mercados de consumo
de Potosí y otras ciudades, se amplió rápidamente en el altiplano sureño, idóneo
ecológicamente para la crianza de ovejas. La lana era entonces llevada a los obrajes
de Huamanga (Ayacucho), Cuzco y otros lugares, o producida en las estancias
alrededor de Cajamarca y Quito, que también tenían obrajes, convirtiéndose las
cuatro ciudades en grandes centros textiles de los Andes.
El creciente flujo de grandes cantidades de textiles británicos baratos,
importados durante el siglo XVIII, así como la abolición del reparto o venta forzosa
de bienes a los indios por parte de los corregidores, golpeó el comercio formal
de paños. La competencia extranjera finalmente forzó a la industria quiteña a
pasar de la producción de telas de gran calidad para Lima, a paños de menor
calidad para el mercado norteño de Nueva Granada. En Huamanga, los obrajes
primitivos estudiados por Miriam Salas dependían casi exclusivamente del reparto
y se vieron forzados a redirigir su producción hacia Lima después de las reformas
de la década de 1780.
Aunque se beneficiaban por su mayor cercanía a sus mercados, los obrajes
del Cuzco también se vieron afectados adversamente por las importaciones.
El estudio de Tandeter y Wachtel sobre los precios de mercancías encontró un
descenso drástico en el precio de los paños de lana remitidos por los obrajes del
Cuzco a Potosí a comienzos del siglo XVIII. Los precios se estabilizaron entre la
década de 1740 y 1781, pero en los diez años siguientes cayeron estrepitosamente
debido al gran flujo de textiles británicos baratos importados a Potosí a través
del puerto de Buenos Aires. Con sus operaciones rudimentarias, la mayoría de
los obrajes andinos eran simplemente incapaces de competir con los textiles
extranjeros importados.
La producción de por lo menos otras dos mercancías no llegó a ser robusta o
fue negativa en la segunda mitad del siglo XVIII. Jacobsen sostiene que, fuera de
los animados distritos mineros de Pasco y Hualgayoc, la demanda de ganado en
el virreinato fue modesta en este periodo. En el caso de la producción de azúcar,
se vivía una decadencia general luego de que alcanzara su apogeo a finales del
siglo XVII y comienzos del XVIII. Según Ramírez, la caída en los precios se debió
a varios factores: la creciente competencia internacional del Brasil y el Caribe, la
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del Gran Pajonal. La selva jamás había sido un área en la cual el control imperial,
ya fuera de incas o españoles, fuese mucho más que nominal, de modo que cuando
las autoridades intentaron sofocar este levantamiento enviando expediciones
desde la sierra, fracasaron repetidas veces. Las formaciones de tropas y las tácticas
europeas apenas si eran efectivas en los densos bosques tropicales amazónicos.
Más preocupante para los españoles era la amenaza que la rebelión
presentaba en las áreas contiguas de la sierra central (los distritos de Huanta,
Jauja, Tarma y Huánuco). De hecho, ella estalló en un punto estratégico de
los Andes centrales, la montaña, en donde el tránsito de una zona a otra era
comparativamente fácil. Resulta interesante que esta misma zona engendraría las
guerrillas comasinas ciento treinta años más tarde, durante la Guerra del Pacífico
(1879‑1883), descritas por Mallon (1983). Un área de tránsito similar entre sierra
y tierras bajas es Huanta, en Ayacucho, donde en 1896 tuvo lugar la Rebelión de
la Sal, historiada por Husson, y donde Sendero Luminoso operó en las décadas
de 1980 y 1990.
En el caso de Juan Santos, el temor entre los funcionarios hispanos era que
la rebelión alcanzara la población india de la sierra, donde al parecer sí contaba
con algo de respaldo, y que por lo tanto se convirtiese en un levantamiento
panandino aún más serio. En efecto, en 1752 las fuerzas de Juan Santos ingresaron
levemente a la comunidad serrana de Andamarca. Pero éste resultó ser el último
encuentro serio entre sus seguidores y las fuerzas coloniales. De ahí en adelante
el movimiento parece haber amainado y su líder desapareció inexplicablemente,
tal vez asesinado por uno de sus propios lugartenientes.
A diferencia de la rebelión de Juan Santos, sabemos considerablemente
más sobre la otra gran rebelión andina de 1780, dirigida por José Gabriel
Condorcanqui, quien adoptó el nombre de Túpac Amaru («serpiente real» en
quechua) por el último Inca ejecutado por Toledo en 1572. Terrateniente, arriero
y curaca de moderada fortuna, Túpac Amaru nació en 1738 en el pueblo de
Surimana, a noventa km al sudeste del Cuzco. De figura físicamente imponente,
tenía un metro setenta de altura, más que la mayoría de los indios, y llevaba la
vestimenta de un noble español, incluyendo un saco de terciopelo negro, chaleco
dorado, sombrero de piel de castor, medias de seda y zapatos con hebillas de oro.
Una vez que estalló la revuelta, algunos contemporáneos dijeron que a menudo
llevaba una insignia incaica alrededor del cuello. Esta insignia era significativa
pues al igual que Juan Santos, Condorcanqui intentó aprovechar las corrientes
milenaristas populares como el medio para unir a la población india en contra
del régimen colonial. La guerra civil que siguió fue breve y cruel antes de que las
fuerzas de Túpac Amaru II fuesen derrotadas y su líder capturado y ejecutado.
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Las causas del descontento campesino en este periodo han sido objeto
de muchos debates por parte de los investigadores andinos. Lewin y Fisher lo
concibieron como una reacción a la opresión colonial, como un anuncio del estallido
posterior de las guerras de independencia. Como veremos, O’Phelan enfatizó la
política de reforma fiscal iniciada por los Borbones. Por su parte, Szemiñski vio la
rebelión en términos más tradicionalmente andinos, esto es como algo que seguía
una lógica y una cosmovisión andina profundamente arraigadas. Del mismo modo,
Burga la atribuye a la resurrección o renacimiento de la idea de una utopía andina
(un «renacimiento andino»). Por último, Flores‑Galindo interpretó la rebelión
como un movimiento anticolonial y protonacionalista, subrayando su énfasis en
150 Peter Klarén
la unión de todos los peruanos nacidos en el país con miras a la expulsión de los
españoles. Aunque todas estas explicaciones contribuyen a nuestra comprensión
de la rebelión, sobresalen las reformas borbónicas, en particular por su «ajuste de
tuercas» de la explotación colonial mediante una creciente exigencia fiscal —y de
otro tipo— por parte de la Corona en la segunda mitad del siglo XVIII.
Los asuntos fiscales, sobre todo los impuestos, estaban esencialmente en
la raíz del descontento social colonial. Aunque diversos sectores del orden social
experimentaron las consecuencias de este proceso, la población india fue quien
soportó el peso de los cambios imperiales y quien se alzó en su contra en una
violenta protesta. En ningún caso esto fue tan claro como en las reformas reales
que tendían a intensificar el reparto de mercancías, o venta forzosa de bienes a
los indios por parte de los corregidores. Desde la década de 1670, la Corona
emprendió nuevas medidas que tuvieron el efecto de intensificar el sistema del
reparto, en un esfuerzo por ampliar forzosamente los estancados mercados y revivir
sus ingresos. Por ejemplo, se limitó el cargo de corregidor a cinco años y se puso
en venta al mejor postor, junto con otros cargos. Dado que la remuneración del
corregidor siempre había dependido del reparto, éste se hallaba ahora bajo un
constreñimiento temporal específico dentro del cual beneficiarse con su «inversión»
y pagar a sus acreedores comerciales los bienes que ahora «vendería». Con la
decadencia del comercio transatlántico, los comerciantes limeños intensificaron,
como lógica alternativa, sus vínculos con los corregidores para explotar el mercado
interno aún más con el reparto.
Junto con la intensificación del sistema de repartos, la corona posteriormente
tomó medidas para incrementar el tributo de la población indígena y la mita
asignada a la minería (la «mita minera»). Jacobsen, por ejemplo, estimó que el
cobro del tributo en el Cuzco se incrementó diez y seis veces entre 1750 y 1820.
Estos tres mecanismos sirvieron para intensificar las demandas sobre la mano de
obra para que aumentara la productividad, además de erosionar la legitimidad
de los curacas, que tenían problemas para cobrar los impuestos y a quienes los
Borbones posteriormente buscarían reemplazar. Frente a la falta de capital y nueva
tecnología, la única forma de incrementar la productividad era intensificando el
nivel de explotación de la mano de obra en minas, haciendas y obrajes. En el
caso del reparto, Golte estima que la cantidad de horas‑hombre movilizadas para
saldar las deudas incurridas por los trabajadores indios con los corregidores subió
en más del triple entre 1754 y 1780.
Una forma de asegurar un mayor número de trabajadores para los mineros,
obrajeros y hacendados era revisar el censo a través del cual se calculaban el
tributo y la mita. Esto fue ordenado por el virrey Castelfuerte en 1719. Castelfuerte
pensaba que los funcionarios locales, sobre todo curas y corregidores, no estaban
registrando el número exacto de indios de sus distritos para así desviar a sus bolsillos
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las rentas reales procedentes del tributo y la mita. También tomó medidas para
eliminar un vacío legal mediante el cual los campesinos indios intentaban librarse
del tributo y sus obligaciones en la mita registrándose como mestizos mediante
el pago de sobornos. El nuevo censo exigía que los mestizos, el sector de la
población que crecía con mayor rapidez, produjeran evidencias documentales de
su nacimiento. Comprensiblemente esta medida, que podía forzar a los mestizos a
ingresar a la categoría de indio, provocó y ultrajó a este segmento de la población.
Para la Corona significaba más tributarios, extraídos ahora tanto de los sectores
indio como mestizo de la población.
La presión sobre las comunidades nativas de campesinos también se
intensificó en el siglo XVIII de otros formas. Para empezar, la población comenzó
a crecer nuevamente después de 1720, dando origen al deterioro en la relación
hombre‑tierra en las comunidades de indígenas. Al mismo tiempo, las propiedades
agrícolas ampliaron sus fronteras a expensas de las tierras comunales, en reacción a
los incentivos estatales para que incrementaran la producción. Una base territorial
cada vez más pequeña y una población creciente no sólo hicieron más difícil para
el sector de subsistencia campesino alimentarse o generar un excedente que se
pudiera comercializar en el mercado externo, sino que además expulsaron su
fuerza laboral a un mercado de trabajo cada vez más explotador.
El resultado de estas tendencias fue un deterioro en el nivel de vida del
campesinado andino en la segunda mitad del siglo XVIII. Golte habló del «saqueo»
de la sociedad rural peruana, en tanto que Larson describió «la pauperización
gradual» del campesinado. Otro historiador más señaló que durante este periodo el
sistema de explotación colonial perdió toda huella del paternalismo y adaptación
que antes había tenido. En suma, en los Andes, el colonialismo español asumió
su forma más desnuda y despiadadamente opresiva. Bajo estas circunstancias,
las estrategias de resistencia indígena cambiaron de encubiertas y pasivas (las
prácticas religiosas subrepticias, por ejemplo) a la confrontación abierta y violenta,
iniciando la era de la insurrección andina. El blanco obvio de la ira indígena serían
los corregidores, que simbolizaban los peores rasgos de la intensificada opresión
colonial.
Aunque se produjeron esporádicamente revueltas desde la década de 1720
que fueron relativamente breves, limitadas y localizadas; la gran rebelión de Túpac
Amaru que estalló en 1780 fue un movimiento de masas organizado que abarcó
a todo el sur andino, desde Cuzco a La Paz. Significativamente, el epicentro del
movimiento se hallaba en el centro del Perú indio y de los circuitos productivos y
comerciales basados en las minas de Potosí, que estaban sujetos a las exacciones
del tributo y la mita, pero la economía y política del Alto y Bajo Perú estaban
sustancialmente integradas, y eran sumamente sensibles a toda presión fiscal y
comercial.
152 Peter Klarén
mitad del siglo XVIII. Desde por lo menos la década de 1750 y probablemente
antes, los descendientes de la élite incaica intentaron recuperar y validar las
tradiciones culturales andinas, encarnadas en una reafirmación nostálgica y
romántica de las pasadas glorias y triunfos de los antiguos reyes. Una manifestación
de este renacimiento era la veneración de los incas y la celebración de su legado
por los miembros de la nobleza india del Cuzco. De hecho, un auténtico culto de
la antigüedad incaica floreció en la vieja capital imperial alrededor de mediados de
siglo. En ceremonias públicas en el Cuzco, los curacas se vestían orgullosamente
con una sofisticada vestimenta inca y lucían otros símbolos de la cultura incaica,
entre ellos banderas, pututos y el antiguo símbolo del dios sol y de los Incas. Según
Rowe (1976), las pinturas y retratos de estos reyes también buscaban legitimar aún
más el pasado regio incaico. Resulta interesante el hecho de que hasta algunos
criollos adoptaran la vestimenta y los adornos incas.
Parecería que las fuentes de inspiración de este nacionalismo neoinca fueron
versiones de la historia incaica como la de los Comentarios reales de los incas, de
Garcilaso de la Vega, publicados por vez primera en 1609. Su reedición en 1722
resultó ser incendiaria para la nobleza india, como los curacas, quienes aprendieron
en sus páginas no sólo la gloria y la justicia del pasado inca, sino también la crueldad
y perfidia de los conquistadores españoles. La relevancia de los Comentarios se hizo
más importante en el contexto de las reformas centralizadoras de los Borbones, que,
en el caso de los curacas, fueron sentidas en la limitación de sus poderes y en la
pérdida de estatus que experimentaron a manos de los corregidores. Al afirmar su
legado inca, la aristocracia indígena intentaba reafirmar sus derechos corporativos
establecidos con los Habsburgos, pero que ahora venían siendo restringidos por
los reformadores borbónicos. El obispo del Cuzco señaló un vínculo directo entre
la obra de Garcilaso, el renacimiento inca y Túpac Amaru II en 1781:
El nacionalismo neoinca que floreció entre la nobleza india del Cuzco y otros
lugares del sur andino estuvo acompañado por el resurgimiento de difundidos
sentimietos milenaristas entre las masas indígenas de la región, que hacía tiempo
creían en el milagroso retorno del Inca para liberarles de sus sufrimientos. En
efecto, a lo largo de los siglos transcurridos desde la conquista, el milenarismo
había avanzado y retrocedido entre la población nativa andina. Su eje era el
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mito de Inkarrí, el antiguo dios creador andino Viracocha, quien regresaría para
restaurar una utopía andina alternativa de justicia y armonía en las tierras del
antiguo imperio. Por ello, muchos andinos creían que el cuerpo decapitado del
último Inca estaba regenerándose bajo tierra y que en un momento predeterminado
reaparecería liderando una recuperación del viejo orden mitificado. En el sistema
de creencias andinas el tiempo era cíclico y los grandes momentos de cambio
temporal, denominados pachacuti o cataclismos, eran liderados por representantes
de Viracocha, de quienes se pensaba que habían vuelto a la tierra para derribar
el injusto orden existente de las cosas.
Si al tomar el nombre de Túpac Amaru II, José Gabriel estaba intentando
asumir el manto de tal redentor —según la mitología andina—, el potencial
revolucionario del alias entre el campesinado indio, cada vez más irritado con
el «nudo colonial» más ajustado, no pudo ser mayor. Es más, la adopción del
nombre de José Gabriel llegó cuando las masas indígenas, según Flores‑Galindo,
estaban viendo el pasado incaico como una sociedad igualitaria idealizada, libre
de los señores y amos del mundo colonial. En este sentido, la identificación del
campesinado con los incas tuvo un timbre decididamente subversivo. Además, esta
visión utópica del pasado se unió con la experiencia universal de la servidumbre
colonial, simbolizada con el término indio, ahora usado comúnmente por los
españoles para categorizar a todos los nativos, sin importar su origen étnico. El
término sugiere a Flores‑Galindo un estigma socioeconómico y racial que sirvió para
construir una perspectiva colectiva andina de opresión compartida, que polarizó a
la sociedad sobre la base de clase y raza en vísperas de la Gran Rebelión.
Frustrado por su incapacidad para lograr que los funcionarios reales de Lima
adoptaran sus propuestas de reforma, Túpac Amaru II regresó a su hogar en Tinta
y decidió montar una rebelión, ostensiblemente para forzar a las autoridades
a emprender la revisión del ordenamiento colonial. Él y sus compañeros de
conspiración eligieron el 4 de noviembre, santo del rey Carlos III, para dar inicio
a su planeada rebelión. Al igual que otros dirigentes de levantamientos populares
premodernos, Túpac Amaru II enarboló la bandera de la rebelión a nombre del
rey, resumida con la frase «viva el rey y muera el mal gobierno». Su supuesta lucha
era contra los subordinados inmorales del rey en las colonias, que subvertían las
justas leyes del monarca y explotaban inmisericordemente a las masas indígenas
para su propio beneficio. Expresar el movimiento de tal modo era, en ese entonces,
la forma usual y acostumbrada de negociar los derechos y agravios políticos.
El suceso detonante del levantamiento fue el apresamiento, por parte de
Túpac Amaru II, de Antonio de Arriaga, el ampliamente odiado corregidor de
Tinta, a quien acusó de haber excedido los límites legales del reparto al vender
más bienes y cobrar a los indios derechos más elevados de lo permitido. En
subsiguientes declaraciones, los rebeldes pidieron la abolición de la alcabala,
156 Peter Klarén
el sistema del reparto y la mita de Potosí, así como la reducción del tributo en
cincuenta por ciento. Túpac Amaru II también tenía motivos personales para
detestar a Arriaga, pues éste le había estado persiguiendo para que cancelara las
considerables deudas que tenía, no sólo con el corregidor sino también con la
aduana. Los rebeldes juzgaron sumariamente a Arriaga y le condenaron por sus
«crímenes», y el 10 de noviembre fue ahorcado en una ceremonia pública.
Luego de la ejecución, Túpac Amaru II encabezó una fuerza rebelde hacia la
provincia de Quispicanchis, donde derrotó a una milicia española apresuradamente
reunida en la batalla de Sangarará. Un informe calcula los muertos en 576
personas, entre ellas varios criollos y mujeres, muchos de los cuales se habían
refugiado en una iglesia que fue incendiada por los rebeldes. Las noticias de esta
supuesta atrocidad hicieron que el obispo del Cuzco denunciara a Túpac Amaru
II, y que las autoridades presentaran el movimiento como una guerra de castas de
los indios contra los blancos (criollos y europeos) en la propaganda subsiguiente.
Esta versión costaría mucho a los rebeldes, puesto que habían esperado atraer a
criollos y mestizos al movimiento. Asimismo, antes del combate, las fuerzas rebeldes
habían saqueado dos obrajes en donde Túpac Amaru II, actuando como un Inca
según las tradicionales normas andinas, tomó y distribuyó cantidades de textiles y
coca a sus seguidores. Significativamente, luego de la batalla él y su esposa Micaela
encargaron un retrato que representaba a ambos como un rey Inca y su coya,
rechazando el sombrero emplumado tricorne y la vestimenta mestiza de antes.
En la provincia de Quispicanchis, los rebeldes decidieron dividir sus fuerzas
en lugar de atacar el Cuzco, retornando una parte a Tinta para reunir refuerzos
en tanto que la otra, encabezada por Túpac Amaru II, se dirigiría al sur para
extender la ofensiva a la zona del lago Titicaca. Sin embargo, la demora en tomar
el Cuzco resultó ser un gran error táctico, porque dio a las fuerzas realistas el tiempo
necesario para desplazarse desde Lima y fortificar la ciudad. En consecuencia,
cuando Túpac Amaru II retornó del sur y finalmente asedió la ciudad el 28 de
diciembre, con alrededor de seis mil hombres, se topó con una fuerte resistencia,
no sólo del ejército realista enviado allí a defenderla, sino también de indios leales
movilizados por el clan rival de los Pumacahua. La resistencia de los indios leales
revela los complejos antagonismos y divisiones étnicos entre las comunidades
nativas andinas, que sería una de las razones principales de la derrota de la
rebelión. Incapaz de tomar el Cuzco cercándolo, Túpac Amaru II retrocedió a su
base original en Tinta el 10 de enero.
Al final, el cerco del Cuzco resultó ser el punto crítico de la rebelión, luego
de lo cual las fuerzas de Túpac Amaru II experimentaron una serie de derrotas
militares a manos de las tropas realistas y los indios leales de Pumacahua. Estos
reveses culminaron con la captura y apresamiento de Túpac Amaru II y su esposa
Micaela el 6 de abril, a manos de realistas dirigidos por el mariscal de campo José
IV / De la reforma imperial a una independencia a regañadientes 157
del Valle, quien comandaba una fuerza de 15.000 hombres. Los jefes rebeldes
fueron entonces llevados al Cuzco y juzgados sumariamente y condenados por
traición. El 18 de mayo de 1781, delante de una multitud reunida en la plaza de
armas de la ciudad, Túpac Amaru II fue obligado a ver el ahorcamiento de varios
miembros de su familia y la ejecución de su esposa por el garrote. La horrenda
escena quedó completa cuando el jefe rebelde fue decapitado, luego de ser
torturado e infructuosamente descuartizado (los caballos no pudieron separar los
miembros de su cuerpo).
Con la captura de Túpac Amaru II y su ejecución, la fase cuzqueña (o
tupamarista) de la Gran Rebelión (1780‑1781) llegó a su fin, aunque algunas de
sus fuerzas siguieron operando bajo el mando de Diego Cristóbal en la región del
lago Titicaca y el Alto Perú. Estas fuerzas tuvieron éxito en unirse brevemente a
una rebelión similar dirigida por los hermanos Catari, que había estallado unos
cuantos años antes en el Alto Perú (la actual Bolivia) y que amenazó con tomar
La Paz en 1781. La insurgencia catarista duró hasta 1783.
Luego de la Gran Rebelión, Gálvez (ministro de Indias) tomó medidas para
intentar «reconquistar» los Andes del sur y asegurar que otro levantamiento indio
masivo no volviera a producirse en la región. Por ejemplo, se desató un reinado
de terror no sólo contra Túpac Amaru II y su familia, sino contra todo aquel que
hubiese mostrado el más mínimo respaldo a la rebelión. La tortura y ejecución
de Túpac Amaru y la exhibición pública de sus miembros amputados por toda
la región del Cuzco antes de su entierro sirvió como una advertencia brutal a
los potenciales rebeldes. Una demostración aún más directa fue la aplicación
del infame «quintado» (la ejecución de cada quinto hombre) en diversas aldeas
tupamaristas en toda la región.
Es más, reconociendo que el nacionalismo inca podía servir como un
medio para la rebelión de otro líder como Túpac Amaru II, las autoridades se
movieron con presteza para intentar erradicarlo. Entre otras cosas, el gobierno
decretó la abolición del cargo hereditario de curaca en 1787 y prohibió el uso de
la vestimenta real incaica; la exhibición de toda pintura o símil de los antiguos
reyes Incas; la producción de todo drama o espectáculo que mostrase Incas; el
uso de todo símbolo incaico, como las banderas o pututos; e incluso los escritos
del Inca Garcilaso de la Vega, y otros, que sirvieran para estimular la recuperación
de la cultura incaica. En suma, todo vestigio del pasado inca que pudiera servir
para revivir la idea general de una «edad de oro» imaginada fue prohibido por el
Estado, en una campaña secular que recuerda los esfuerzos de la Iglesia casi dos
siglos antes para extirpar las idolatrías.
Además del garrote, el régimen colonial también empleó la zanahoria para
impulsar su estrategia de pacificación andina tras la rebelión. En el tema de la
reforma del sistema de explotación colonial, que constituía la otra dimensión de
158 Peter Klarén
la rebelión de Túpac Amaru II, la Corona asumió una posición más conciliadora.
Se estableció una nueva audiencia en el Cuzco en 1787, que sería abiertamente
más receptiva a las necesidades y preocupaciones locales, especialmente a los
pedidos de justicia por parte de la población indígena. Además, no solamente
se abolió el reparto de mercancías en 1784, sino que los corregimientos fueron
reorganizados y remplazados con el nuevo sistema de intendencias, de tal modo
que el cargo popularmente odiado de corregidor fue eliminado. Lo reemplazaron
nuevos funcionarios reales llamados subdelegados, que servían bajo la autoridad
del intendente, pero que resultaron ser tan abusivos con los indios como los
corregidores a los cuales reemplazaron.
El visitador Areche también intentó abolir a los curacas, alcanzando un
éxito relativo porque los caciques nativos libraron una lucha prolongada en los
tribunales para retener el control de sus cargos. Sin embargo, con el tiempo la
aristocracia indígena se marchitó, perdiendo todo el estatus y posición que alguna
vez tuvo como «intermediaria» en el ordenamiento colonial. Esta pérdida de estatus
produjo un efecto nivelador gracias al cual todos los nativos fueron considerados
cada vez más como «indios», como parte de la inmensa clase baja indígena cuyos
derechos disminuían cada vez más y cuyas privaciones y humillaciones parecían
intensificarse.
Aunque estas reformas administrativas, posteriores a la rebelión, cambiaron el
rostro del sistema colonial, no alteraron su finalidad fundamental: cobrar el tributo
a la población indígena, necesario para financiar la seguridad interna después
del alzamiento y las interminables guerras en las que la España borbónica estaba
involucrada en Europa. Como Sala i Vila (1996) muestra, en lugar del sistema
curacal un gran grupo de criollos, mestizos y otros «forasteros» alcanzaron el
control del cobro del tributo, ganando así acceso al trabajo y tierras comunales que
explotaron y que tomaron en propiedad. Con ello, las corrientes subterráneas de
alienación social y política continuaron agitando a la población indígena más allá
de fines de siglo, generando protestas locales e incipientes movimientos separatistas
que se convirtieron en un rasgo notable de la tardía sociedad colonial andina.
En cuanto a la seguridad interna luego de la rebelión, después de 1783,
la Corona desplegó tropas regulares españolas en diversas provincias andinas
y desmovilizó las milicias criollas en las cuales no confiaba. Reflejando así la
concepción que la élite tenía de los peligros de una rebelión indígena, la defensa
virreinal asumió una función interna de control social, además de su tradicional
papel externo contra las posibles invasiones extranjeras.
En respuesta a los esfuerzos para Gálvez para pacificar la población nativa
después de la Gran Rebelión, la población indígena comenzó a defenderse
de diversas maneras. Uno de los más efectivos según Walker (1999), quien
examinó más de mil expedientes judiciales que datan de entre 1783 y 1821, fue
IV / De la reforma imperial a una independencia a regañadientes 159