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UNIVERSIDAD DE OVIEDO

DEPARTAMENTO DE HISTORIA

RAFAEL ALTAMIRA,
EL HISPANOAMERICANISMO LIBERAL
Y LA EVOLUCIÓN DE LA HISTORIOGRAFÍA ARGENTINA
EN EL PRIMER CUARTO DEL SIGLO XX

TESIS DOCTORAL
DE

GUSTAVO HERNÁN PRADO

BAJO LA DIRECCIÓN DEL PROF. DR. MOISÉS LLORDÉN MIÑAMBRES

Oviedo
2004
2
RAFAEL ALTAMIRA,
EL HISPANOAMERICANISMO LIBERAL
Y LA EVOLUCIÓN DE LA HISTORIOGRAFÍA ARGENTINA EN EL
PRIMER CUARTO DEL SIGLO XX

TESIS DOCTORAL
DE

GUSTAVO HERNÁN PRADO

BAJO LA DIRECCIÓN DEL PROF. DR. MOISÉS LLORDÉN MIÑAMBRES


Y LA TUTORÍA DE LA PROF. DRA. CARMEN GARCÍA GARCÍA

Oviedo
2004

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4
AGRADECIMIENTOS

A la AECI y a la FICyT que financiaron este trabajo; al Director General de Universidades del
Principado de Asturias, Dr. Rodríguez Asensio; al personal de la Biblioteca Central de la Universidad de
Oviedo, especialmente a los bibliotecarios auxiliares Juan Luis Iglesias Álvarez; Manuel Fernández Gó-
mez; María José Ferrer Echavarry; José Manuel García Melgar, Carmen Roseta Llano, y a su director,
Ramón Rodríguez Álvarez, que me permitió trabajar entre el año 2000 y 2001 en el Fondo Rafael Altami-
ra del Archivo Histórico de la Universidad de Oviedo. A las autoridades del Instituto Jorge Juan de Ali-
cante por abrirme el archivo del Legado Altamira y a Mar Santos, del Centro de Documentación de la
Residencia de Estudiantes de Madrid. A Carroll Audrey Kelly por su apoyo y por su auxilio en la organi-
zación de los más de 100kg. de material duplicado de los Archivos españoles.
A los profesores y doctores del Departamento de Filología Española: a sus Directores, Roca y
José A. Martínez por permitirme trabajar en la Sala de Becarios, lugar donde pude investigar entre 1998
y 2003; a Virginia Gil Amate; a Inmaculada Urzainqui, Álvaro Ruiz de la Peña y al personal del Instituto
del Siglo XVIII; a Isabel Iglesias; a Carmen Muñiz; a José María y María Cachero (que recuperaron un
trabajo perdido sobre Altamira como crítico literario) y muy especialmente a mis amigos Álvaro Arias
Cabal y Ulpiano Lada Ferreras por su ayuda, amistad y apoyo permanentes; y a Elena de Lorenzo por su
ayuda en los inicios.
A mis profesores del Área de Historia Contemporánea de la Universidad de Oviedo: Octavio
Montserrat; José Girón; David Ruiz; Francisco Erice; José María Moro y especialmente a mi tutora Car-
men García García, por el apoyo, por aportarme la documentación del Instituto Juan Gil Albert y a Jorge
Uría —mi Director del Trabajo de Investigación—, por sus ideas y consejos.
A los profesores de Teoría e Historia de la Historiografía de la UBA: Pablo Buchbinder; Nora
Pagano; Martha Rodríguez (por los materiales que me facilitó del Archivo Levene); y a Julio Stortini (por
los materiales que me facilitó sobre Paul Groussac).
También a José E. Burucúa, por su aval ante el AECI cuando era Vice-decano de la Facultad de
Filosofía y Letras de la UBA; a Hebe Carmen Pelosi y Alejandro Eujanián por facilitarme sus trabajos; a
Dámaso de Lario por mencionarme los documentos existentes en el Archivo del Ministerio de Relaciones
Exteriores; a Carlos Aguirre de la Universidad de Oregon, por facilitarme bibliografía; a Pilar Cagiao por
su recepción en Santiago de Compostela y por los textos que me facilitó; a Eva Valero de la Universidad
de Alicante por su buena disposición y a Rafael Anes por sus comentarios escépticos sobre Altamira.
A mis compañeros becarios por sus apoyos y auxilios cotidianos, tanto a los que me recibieron o
llegamos juntose, como Mariano Rodríguez; Claudia Rodríguez Monarca y Bibiana Rodríguez Monarca y
Charly; Lutviana Gómez; Luciaelena Mendoza, Julio y Marcela Ogaz; como a los que recibí yo, como
María Crespo, Ruth González y Ricardo Saavedra (por su apoyo y ayuda durante mis últimos dos viajes a
Argentina); Mayra Ibarra; Clara Prieto; Héctor García (por sus ayudas informáticas); Ana Cristina Bena-
vides; Eduardo San José; Ana Bayón (por alentarme con la beca Ficyt); Sophya Monroy; Irene López;
Virginia González; Nancy Fernández; Rosana Llanos; Ismael Piñera; Isabel Vinent; Ángeles Huerta;
Emma Herrán; Gloria Caballero; Courtney Moyer; Laurie Massery; Craig McDonnell; Jayne Reyno;
Miguel Cuevas; Vija Mendelson; Zulema Cohen; Rubén Darío Jaime; Yeira Cortez; Elizabeth Becerra;
Nelson Castillo; Josephine Fuchs; Elisa Pinto; Mayra Noguera; Atticus Robbins; Magaly Guerrero; Rosa-
rio Neira; Sor Elena Salazar; Javier García; Mojles Hajri, Vanesa Hernández.
También debo agradecer las ayudas y apoyos, tanto en Argentina como en España que me dieron
de muy diversas formas y en diferentes momentos a lo largo de estos años difíciles: Noemí Sanz (por su
auxilio en los trámites); Noemí Fernández (por su ayuda en la Hemeroteca Municipal de Madrid); a Bea-
trice Schlee; Dante Klócker; María Sol Balleres; Alberto Sánchez Lerma; Isabel Alonso Martín y Mayi
González Flojeras de A&G (por la confianza y el crédito); Mara Rodríguez; Paulina y Iris Nava; Eduardo
Vega; Tony; Sara Escobar; Noelia Álvarez; Carla (por sus ayudas bibliográficas); Isabel García Martínez;
Isabel Solís; Deissem Ghanem; Natascha Margoulis; Cristián Velasco y Sara Menéndez; a mi parónimo
Gustavo Pardo; a Ángel Prado del Departamento de Historia de la Universidad de Oviedo; María Luisa
Alonso; Josefina García Sánchez; Engracia Álvarez Sordo; Teresa y Miguel Álvarez Teijeiro; Pablo Ál-
varez Álvarez, Juan Carlos Fernández Castañón y Emilio Martínez Fernández (por la seguridad que me
han dado); a María Fernanda Pelayo, (por su ayuda en la corrección de los originales de la primera parte);

5
Roger Bosch; Recaredo Fernández; Susana Yazbek del Instituto Ravignani; Agustín Parrondo; Xoxe
Fidalgo; Luis; César Suárez; Juani Naranjo; a Lorena Villamil; Carolina Taboada; Inés Rey (por su ges-
tión de la estancia 2003 en Argentina) y Guadalupe Fernández de Ficyt; María del Mar y Cristina de In-
ternacionales de la Universidad de Oviedo; Laurentina de Tercer Ciclo; Carlos Tambussi; Claudio Pons;
Román Mussi; Diego Santos; Julia Chindemi; Silvana Perrota; Vanesa Trezza; Georgina Gaya; Gerardo
Traussnig; Gabriela Padrón; Miguel Duarte; Miryam Andino; Silvina Cucchi; Edgardo Colombo; Rodol-
fo Varela; Alejandro Ojeda; Lucio Aquilanti; María del Luján de Lomo; Pablo M.C.L. Bertaccini; Leticia
Amoresano; Isabel; Beatriz Fuchs; Horacio Durazzo; Norma Barnes; Omar Calvo; Belén Calvo; Ricardo,
Laura, Gastón y Silvina Franco; Alicia Franco; Carlos y María Lorena Ferrá; María Luz Ferrá (por su
ayuda en la UNLP); Nélida Broggi; Martín, Susana y María Elena Garmendia.
Para terminar, deseo mencionar a seis personas claves que han sido decisivas para que hoy me
encuentre aquí y a las que quiero agradecer muy especialmente lo que han hecho por mí. A mis padres
Irma Noemí Prieto y Carlos Domingo Prado por el apoyo humano y material y su auxilio desde y en Ar-
gentina; y a Liliana Durazzo Jalifi porque sin su empuje y su ayuda no hubiera venido a España.
A Félix Fernández de Castro, por su apoyo material y logístico incondicional y permanente,
además de su amistad probada en los peores momentos.
A Fernando Devoto ideólogo de este doctorado y el apoyo académico permanente desde Argen-
tina, por sus críticas, por la formación historiográfica y porque si he tenido en la Facultad de Filosofía y
Letras de la UBA un “maestro” —pese a que seguramente no le agrade que le adjudique ese rol— al que
además aprecie personalmente, ese es mi profesor de Teoría e Historia de la Historiografía.
A Moisés Llordén Miñambres, el Director de esta Tesis Doctoral tengo que agradecerle, literal-
mente, todo: la recepción, el apoyo institucional, moral y humano que de forma incondicional y perma-
nente recibí de él en todos estos años; la paciencia y el haber creído en mi y en mi proyecto; la documen-
tación y bibliografía aportada; el dirigir mi investigación y señalarme criterios para organizarla; y el
darme ánimos en los momentos más difíciles de 1998 y 2002, en que esta aventura ovetense pudo haber
naufragado.

Oviedo, 1-VI-2004 y 9-VIII-2004

6
RAFAEL ALTAMIRA,
EL HISPANOAMERICANISMO LIBERAL Y LA
EVOLUCIÓN DE LA HISTORIOGRAFÍA ARGENTINA
EN EL PRIMER CUARTO DEL SIGLO XX

7
Relación de Siglas utilizadas:

AFREM/FA: Archivo de la Fundación Residencia de Estudiantes de Madrid / Fondo Altamira (en proce-
so de catalogación).
AHUO/FRA: Archivo Histórico de la Universidad de Oviedo / Fondo Rafael Altamira (en proceso de
catalogación).
AMAE: Archivo del Ministerio de Asuntos Exteriores de España.
AMEC: Archivo del Ministerio de Educación y Cultura de España.
ANH: Academia Nacional de la Historia (Argentina).
ANP: Asociación Nacional del Profesorado
ARL: Archivo Ricardo Levene (Buenos Aires).
BCUO: Biblioteca Central de la Universidad de Oviedo.
BFFyL/UBA: Biblioteca de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires.
FORA: Federación Obrera Regional Argentina.
HMM: Hemeroteca Municipal de Madrid / Sección Microfilms.
ICE: Institución Cultural Española.
IEJGA: Instituto de Estudios Juan Gil Albert de Alicante.
IESJJA/LA: Instituto Enseñanza Secundaria Jorge Juan Alicante / Legado Altamira (sin catalogar).
IHAAER: Instituto de Historia Argentina y Americana Dr. Emilio Ravignani.
ILE: Institución Libre de Enseñanza.
JAE: Junta para la Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas.
JHNA: Junta de Historia y Numismática Americana (Argentina).
RACMP: Real Academia de Ciencias Morales y Políticas
RAE: Real Academia Española
RAH: Real Academia de la Historia
RAJL: Real Academia de Jurisprudencia y Legislación
SEAAA: Sociedad Española de Amigos de la Arqueología Americana
UBA: Universidad Nacional de Buenos Aires.
UC: Unión Cívica
UCM: Universidad Central de Madrid.
UCR: Unión Cívica Radical
UGT: Unión General de Trabajadores.
UMSM: Universidad mayor de San Marcos de Lima.
UNC: Universidad Nacional de Córdoba (Argentina).
UNL: Universidad Nacional del Litoral.
UNLH: Universidad Nacional de La Habana.
UNLP: Universidad Nacional de La Plata.
UNM: Universidad Nacional de México
UNM: Universidad Nacional de México
UNS: Universidad Nacional de Santiago (Chile).
UNSF: Universidad Nacional de Santa Fe.

8
PRIMERA PARTE

EL VIAJE AMERICANISTA DE RAFAEL ALTAMIRA COMO ACONTECIMIENTO


HISTÓRICO Y COMO PROBLEMA HISTORIOGRÁFICO

9
10
CAPÍTULO I

ANATOMÍA DE UN PERIPLO EXITOSO: DEL PLATA AL CARIBE CON EL


DELEGADO DE LA UNIVERSIDAD DE OVIEDO.

Faltando unos días para el cambio de siglo, el periodista español afincado en Ar-
gentina, Francisco Grandmontagne (1866-1936) formulaba una pregunta retórica que
mucho tenía de reproche y, quizás, de desafío:
“¿Y España? ¿Qué hace por estudiar estos mercados y estas sociedades? Nunca ha mandado un
economista, un sociólogo, un hombre de ciencia, un banquero, o un escritor de talla, ni siquiera
un orador… Castelar, que tanta oración lírica consagró a Sur América, columpiándola incesan-
temente en ondas de éter, fue incapaz de sacrificarle un mareo…”1

Nueve años después de aquella dolorosa constatación del desinterés español por
América Latina, la Universidad de Oviedo enviaba al historiador y jurista alicantino
Rafael Altamira y Crevea, uno de sus catedráticos más activos y prestigiosos, a recorrer
el Nuevo Continente, desde Buenos Aires hasta Cuba —pasando por Uruguay, Chile,
Perú, México y Estados Unidos de América— para tomar contacto con sus universida-
des y academias, con sus autoridades e instituciones del área cultural y pedagógica y
con diferentes organizaciones de la sociedad civil relacionadas con el mundo educativo
y obrero.
Durante aquel periplo, el profesor Altamira, inspirado por un elaborado proyecto
regeneracionista y americanista, apoyado por la labor de un sólido y dinámico grupo de
intelectuales reunidos en torno a la universidad ovetense y portador de propuestas con-
cretas para reestablecer los vínculos entre el mundo intelectual y universitario español y
el americano, llevaría a cabo una notable campaña pública. Durante este periplo —como
ya se ha dicho en otras oportunidades— Altamira pronunciaría cientos de conferencias
en sedes universitarias y de la sociedad civil, recibiría dos doctorados honoris causa y
varias membresías honorarias y correspondientes de instituciones culturales públicas y
privadas, sería atendido por los ministros de educación y recibido personalmente por los
jefes de Estado de seis países latinoamericanos.
Este acontecimiento fue particularmente importante en Argentina, donde puede
ser considerado como un claro punto de inflexión en la centenaria tendencia de desen-

1
Francisco GRANDMONTAGNE, La confraternidad hispano-argentina, Buenos Aires, Nuestro Tiempo, pp.
339-351 (cita tomada de: Daniel RIVADULLA BARRIENTOS, La “amistad irreconciliable. España y Argen-
tina, 1900-1914, Madrid, Editorial Mafpre, 1992, p. 70).

11
cuentros y de mutuo extrañamiento entre el mundo intelectual español y el rioplatense
que abrió el período revolucionario. A pesar de ello, este fenómeno —que en su mo-
mento causó un gran impacto en la opinión pública iberoamericana— fue cayendo en el
olvido y perdiendo sustantividad en la consideración de los historiadores. De esta for-
ma, el viaje protagonizado por Rafael Altamira fue desdibujándose progresivamente
como una anécdota más en el heterogéneo conjunto de hechos y situaciones que deparó
el creciente desarrollo de las relaciones culturales e intelectuales entre España y Argen-
tina en el siglo XX.
Persuadidos de la necesidad de estudiar en profundidad este acontecimiento in-
tentaremos, pues, reconstruirlo y analizarlo desde una perspectiva atenta a ver en él un
evento inaugural, antes que un detalle pintoresco con el que adornar la biografía de su
protagonista o las glorias de una institución; y para ello nada mejor que comenzar por
exponer crudamente los hechos en todo lo que tuvieron de excepcional, de impactante y,
quizás, de desproporcionado.

1.- La visita de Rafael Altamira a la República Argentina

La primera escala del celebrado viaje americano del profesor Rafael Altamira y
Crevea, deparó al catedrático ovetense no sólo el cálido y previsible recibimiento de la
comunidad española, sino una sorprendente repercusión pública en los medios universi-
tarios e intelectuales.
Un relevamiento de las actividades pedagógicas de Altamira en Argentina entre
el 3 de julio —día en que arribó a bordo del steamer británico R.M.S.P. Avon al Río de
la Plata— y el 27 de octubre de 1909, puede ayudarnos a comprender hasta que punto
su presencia fue valorada en las instituciones de enseñanza superior.
Las actividades del catedrático ovetense comenzaron con el dictado de un curso
de Metodología de la Historia en la Universidad Nacional de La Plata (UNLP) de tres
meses de duración. Este curso concluyó, según testimonia Altamira en su informe, con
la entrega de “catorce monografías presentadas por los alumnos de los Seminarios, apar-
te de otros trabajos examinados y discutidos en las sesiones”, que se esperaban fueran
una sólida base para futuras obras acerca de la historia nacional o de metodología histo-
riográfica2.
Además de estas actividades en la UNLP, Altamira recibió el encargo de un cur-
sillo de diez lecciones sobre Historia del Derecho Español en la Facultad de Derecho de
la UBA en el que participaron representantes de todos los claustros, profesionales y per-
sonal del cuerpo diplomático3.

2
Rafael ALTAMIRA, “Primer informe elevado al señor Rector de la Universidad de Oviedo, acerca de los
trabajos realizados por el que suscribe, en cumplimiento de la misión que se le confió”, en: ID., Mi viaje a
América (Libro de documentos), Madrid, Librería General de Victoriano Suárez, 1911, p. 57. Para un
detalle de los hitos del viaje de Altamira, ver los Cuadros I y II de los anexos.
3
“Recepción del Profesor Altamira” en: Discursos académicos, T.1, Buenos Aires, Facultad de Derecho
y Ciencias sociales de la UBA, 1911, pp. 419 a 443 (Biblioteca FDCS/UBA). Agradezco al Dr. Carlos E.

12
La Facultad de Filosofía y Letras de la UBA también confió al profesor visitante
la organización de nueve conferencias sobre historia, historia literaria, filosofía, peda-
gogía y arte4 en las que la policía debió contener la inusitada afluencia de público y se
registraron varios incidentes, que no empañaron en nada el éxito del viajero5.
Además de estos cursos, Altamira fue invitado a pronunciar conferencias en la
Universidad de Santa Fe6 sobre los “ideales universitarios” y sobre diversas materias de
ciencia y metodología jurídicas en la Universidad de Córdoba7.
Fuera del ámbito universitario, Altamira desplegó también numerosas activida-
des sociales e intelectuales. El 21 de julio de 1909 pronunció una conferencia acerca de
la Extensión universitaria en la sede de la Asociación Nacional del Profesorado8. El
inspector general Edelmiro Calvo —responsable de la Dirección de Escuelas de la Pro-
vincia de Buenos Aires— y Federico della Croce —encargado del Museo Pedagógico
provincial— oficiaron de anfitriones de Altamira durante sus visitas a ambas institucio-
nes y a algunas escuelas primarias de La Plata9. El día 14 de septiembre el mismo fun-

Tambussi haberme facilitado este material, así como las diligencias que efectuó para obtener y remitirme
una copia completa del mismo, ya que en el AHUO sólo existe una una copia mecanografiada incompleta
de este material.
4
La aprobación de programa de tareas presentado por Altamira fue comunicada por el Decano Matienzo
y se conserva en Alicante: IESJJA/LA, s.c., Nota del Decano de la Facultad de Filosofía y Letras de la
UBA, José Nicolás Matienzo a Rafael Altamira, Buenos Aires, 11-VII-1909. En el mismo archivo se
conserva el reconocimiento del Decano por su labor: IESJJA/LA, s.c., Carta original manuscrita de José
Nicolás Matienzo —con membrete del Decano de la Facultad de Filosofía y Letras y bajo el número de
despacho 101— a Rafael Altamira, Buenos Aires, 20-IX-1909.
5
“El profesor Altamira en la Facultad de Filosofía y Letras”, periódico sin identificar, Buenos Aires,
VIII-1909 (IESJJA/LA, s.c., Recorte de prensa). En dicho artículo, recortado por el propio Altamira como
testimonio de su viaje, los redactores se quejaban de la organización del evento y hacía responsable a la
Facultad de la falta de comodidades para la prensa y de los incidentes que en la tercera conferencia —
cuyo tema era una discusión entre Sófocles y Platón— en la que varios alumnos que quedaron fuera del
local habilitado, rompieron los cristales de las puertas al comprobarse casos de admisión selectiva al re-
cinto.
6
Altamira pronunció esta breve conferencia en la Biblioteca de la Facultad de Derecho y Ciencias Socia-
les de la Universidad de Santa Fe, el 23-VIII-1909 durante la gira en la que acompañara al Ministro de
Instrucción Pública, Rómulo S. Naón y que lo llevó a visitar Resistencia, capital del Chaco. El paso de
Altamira por este territorio fue registrado en: “El Ministro de Justicia e Instrucción Pública Doctor Rómu-
lo S. Naón. Visita a Resistencia”, en: El Colono, Resistencia, 1-IX-1909 (IESJJA/LA, s.c., Recorte de
prensa). La USF lo invitó posteriormente a disertar con más tranquilidad sobre asuntos jurídicos durante
los últimos días de su estancia, si bien no hay testimonio que nos hable de la vuelta de Altamira a la ciu-
dad de Santa Fe. A propósito de esta segunda invitación, consultar: IESJJA/LA, s.c., Carta original ma-
nuscrita de Santiago Irigoyen —con membrete de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Uni-
versidad de Santa Fe y con número de despacho 49— a Rafael Altamira, Santa Fe, 28-IX-1909; e
“Invitación al señor Rafael Altamira”, en: La Argentina, Buenos Aires, 27-IX-1909 (IESJJA/LA, s.c.,
Recorte de prensa).
7
“Rafael Altamira”, en: La Voz del Interior, Córdoba, 20/X/1909 (IESJJA/LA, s.c., Recorte de prensa).
8
“El profesor Altamira en la Asociación Nacional del Profesorado. La extensión Universitaria”, en: La
Prensa, Buenos Aires, 21-VII-1909 (IESJJA/LA, s.c., Recorte de prensa).
9
“El profesor Altamira en La Plata. Su duodécima conferencia. Visita a los establecimientos de educa-
ción”, en: La Nación, Buenos Aires, 7-IX-1909 (IESJJA/LA, s.c., Recorte de prensa). Otras menciones al
asunto pueden encontrarse en: “El profesor Altamira. La visita escolar”, en: El Día, La Plata, 7-IX-1909
(AHUO/FRA, en cat., Caja IV , Recorte de prensa) y “El profesor Altamira”, en: La Argentina, Buenos
Aires, 7-IX-1909 (IESJJA/LA, s.c., Recorte de prensa).

13
cionario presentó la conferencia de Altamira sobre los museos pedagógicos y bibliote-
cas escolares en el Teatro Moderno de La Plata10.
Antes de partir en ferrocarril hacia Chile, vía Mendoza, Altamira fue recibido en
Rosario por una comisión de universitarios y notables que lo escoltaría hacia el Colegio
Nacional y la Escuela Gobernador Freyre, donde pronunciaría conferencias sobre mate-
ria pedagógica11.
Altamira también desplegó sus actividades de pedagogo y conferencista en el
mundo obrero. El 9 de septiembre Altamira brindó en La Plata una conferencia en la
sede de la sociedad Operari Italiani, patrocinada por la recientemente creada Universi-
dad Popular12.
El 22 y el 29 de septiembre, Altamira participó de las sesiones de la Asamblea
del Comité de la Extensión Universitaria del Colegio Nacional del Oeste en la que se
discutió la confección del programa de lecciones para 191013.
El 1 de octubre, a instancias de la Asociación de Empleados de Comercio, Alta-
mira ofreció en los salones de Unione e Benevolenza, una conferencia musicalizada
sobre el Peer Gynt de Grieg basado en la obra de Ibsen, con la ejecución musical del
maestro Rafael Nuremberg14.

10
Ver los siguientes reportes periodísticos: “Conferencia Altamira ante el personal de La Plata”, en: El
Republicano, La Plata, 19-IX-1909 (IESJJA/LA, s.c., Recorte de prensa) y “Extensión Universitaria.
Conferencia del señor Altamira”, en: La Prensa, Buenos Aires, 19-IX-1909 (IESJJA/LA, s.c., Recorte de
prensa). Un resumen de la conferencia puede leerse en: “El profesor Altamira en el Teatro Moderno.
Conferencia a los maestros. Dentro de la obra educativa, lo primero es el maestro. Museos pedagógicos”,
en: La Argentina, Buenos Aires, 15-IX-1909 (IESJJA/LA, s.c., Recorte de prensa).
11
Según la documentación de que se dispone, no queda claro si Altamira ofreció dos conferencias, una
para el Colegio Nacional y otra para la Escuela Gobernador Freyre, o si sólo ofreció una, para este último
establecimiento. Por un lado, se conserva una invitación para pronunciar una conferencia en Rosario
formulada por el rector del Colegio Nacional de Rosario, Dr. Candioti con bastante antelación
(IESJJA/LA, s.c., Carta original manuscrita de E. Candioti a Rafael Altamira, Rosario, 21-VII-1909).
También han sobrevivido las notas del profesor ovetense para una conferencia bajo un título inequívoco
(IESJJA/LA, s.c., Notas manuscritas de Rafael Altamira —3 pp. originales una de ellas con membrete del
Grand Hotel Central de Rosario de Santa Fe— tituladas: “Conferencia en el Colegio Nacional de Rosa-
rio”, Rosario, 16-X-1909). Sin embargo, la información de prensa no consigna el hecho de que se hallan
celebrado dos reuniones diferentes, refiriéndose el material hallado a la conferencia en la Escuela Freyre,
la que habría versado sobre “pedagogía para maestros primarios” (“El profesor Altamira...”, información
de prensa sin fuente consignada, Rosario, 16-X-1909 —IESJJA/LA, s.c., Recorte de prensa—). Consultar
también el material fotográfico impreso sin consignar fuente que corresponde a la página 83 de una publi-
cación ilustrada que reproduce dos instantáneas de las conferencias de Altamira en la Escuela Gobernador
Freyre (IESJJA/LA, s.c., Recorte de prensa), “De Rosario. La conferencia de Altamira. El profesor Alta-
mira y el rector del Colegio Nacional entrando en la escuela Gobernador Freyre”). Las informaciones de
prensa posteriores desde Córdoba hablan también de una conferencia o no precisan su número (“Don
Rafael Altamira”, en: Patria, Córdoba, 18-IX-1909 —IESJJA/LA, s.c., Recorte de prensa—). Probable-
mente sólo haya existido esta última conferencia y el equívoco haya sido inducido, quizás, por una confu-
sión del propio Altamira ante las prematuras gestiones de Candiotti, reflejada en el título y contenido de
su propia guía la cual excedía con creces el tratamiento de la pedagogía especial para el nivel primario.
12
“Cartas de La Plata. Noticias Universitarias. Extensión Universitaria”, en: La Prensa, Buenos Aires,
10-IX-1909 (IESJJA/LA, s.c., Recorte de prensa).
13
“Extensión Universitaria”, en: La Prensa, Buenos Aires 22-IX-1909 (IESJJA/LA, s.c., Recorte de
prensa); “Comité de Extensión Universitaria. La reunión de anoche”, en: La Nación, Buenos Aires, 23-
IX-1909 (IESJJA/LA, s.c., Recorte de prensa).
14
“Unión Dependientes de Comercio. Conferencia del profesor Altamira”, en: La Prensa, Buenos Aires,
2-X-1909 (IESJJA/LA, s.c., Recorte de prensa).

14
A la hora del balance, podemos decir, sin lugar a dudas, que este despliegue de
actividades, que luego tendremos ocasión de ampliar y analizar con mayor detenimien-
to, reportó a Altamira muchos cumplidos y distinciones.
La Junta de Historia y Numismática Americana (JHNA) —futura Academia Na-
cional de la Historia (ANH)— lo nombró miembro correspondiente en su octogésimo
novena sesión del primero de agosto de 1909, con el voto unánime de los académicos
presentes15.
La entrega del diploma acreditativo fue realizada en la nonagésimo primera
reunión, el cinco de septiembre de 1909, luego de un breve discurso de circunstancias
del presidente de oficio en ausencia de Enrique Peña (1848-1924), Alejandro Rosa
(1855-1914):
“He sido honrado con el encargo de poner en vuestras manos el título de miembro correspon-
diente de la Junta de Historia y Numismática Americana, en testimonio de la alta consideración
que le merecéis por vuestros profundos conocimientos históricos, por vuestro dominio perfecto
de las ciencias que cultiváis y que tan admirablemente exponéis a cuantos tienen el placer y el
provecho de escucharos o de leeros. [...] Investigadores sinceros del pasado americano, aspirando
sólo a la verdad en la historia, ilumináis con vuestros métodos consistentes el camino para hallar-
la. Por él seguiremos, señor Altamira, animados por vuestras inolvidables enseñanzas y con el
vivo recuerdo de vuestra gratísima visita.”16

El 23 de septiembre Altamira fue el invitado de honor en la fiesta de inaugura-


ción del teatro infantil fundado por la Asociación Mariano Moreno. En este acto, rom-
piendo audazmente el protocolo, el profesor oventense entabló un peculiar diálogo con
los más de mil quinientos niños presentes17. Este gesto simpático y afable corroboraba la
caracterización altruista de la empresa americanista y la semblanza generosa del viajero
que bosquejara el vicepresidente de la UNLP, Agustín Álvarez18, en un discurso de pre-

15
JHNA, “Libro de Actas, LXXXIXª Sesión de la JHNA”, reproducido en: Boletín de la Junta de Histo-
ria y Numismática Americana, Vol. V, Bs.As., 1928, p. 203. La reunión estuvo presidida por Alejandro
Rosa y votaron la moción Adolfo Decoud (1852-1928), Antonio Dellepiane, Jorge Echayde (1862-1938),
Clemente L. Fregeiro (1853-1923), Samuel Lafone Quevedo, Antonio Larrouy (1874-1935), José Marcó
del Pont (1851-1917), Juan A. Pelleschi (1846-1922), José A. Pillado (1845-1914) y Carlos Urien (1855-
1921). La candidatura de Rafael Altamira a miembro correspondiente fue presentada en la LXXXVIIIª
sesión por Ramón J. Cárcano (1860-1946), Antonio Dellepiane, Roberto Lehmann Nitsche (1873-1938),
José Marcó del Pont, José Pillado, Manuel F. Mantilla (1853-1909) y Carlos Urien.
16
Discurso de Alejandro Rosa en la XCIª Sesión de la JHNA, reproducido en: Boletín de la Junta de
Historia y Numismática Americana, Vol. V, Buenos Aires, 1928, p. 206. En dicha sesión se hallaban
presentes, además de los nombrados anteriormente, Juan B. Ambrosetti y Roberto Lehmann Nitsche;
estando Clemente Frageiro, Antonio Larrouy y José Pillado, ausentes.
17
“El profesor Rafael Altamira, cuya presencia en la fiesta fue acogida con estruendosos vivas y demos-
traciones, se dirigió al público infantil en una deliciosa charla, que se hizo tan estrecha, que al final de ella
los niños respondían en masa, con rara unanimidad de sentimiento, a las preguntas del orador. Este les
habló de los niños de España y en particular de los de Oviedo, de los cuales, dijo, era embajador ante los
niños argentinos, pues les traía invitación de iniciar entre ambos países la correspondencia infantil y el
canje de postales y de visitas de sus respectivas tierras.” (“Homenaje a Moreno. La fiesta de ayer”, en:
periódico no consignado, 24-IX-1909 —IESJJA/LA, s.c., Recorte de prensa—).
18
Agustín Alvarez (1857-1914), natural de la Provincia de Mendoza, estudió en el Colegio Militar, llegó
al grado de Capitán de infantería —al final de su carrera, en 1906 se retiraría con el grado de General de
Brigada pero en virtud de su reenganche como asesor letrado del área de Defensa— y participó en la
Campañas de Río Negro, en la represión de la sublevación de Buenos Aires de 1880, y en las campañas

15
sentación, en el que —por otra parte— no se olvidaban los viejos agravios de la antigua
Metrópoli:
“Cien años atrás, el patriotismo español... consistía en mandar funcionarios para que nos gober-
nasen al gusto de su rey, y soldados para que nos metiesen en vereda a sablazos; hoy, consiste en
mandarnos profesores para que nos ayuden con su palabra a prepararnos para ver mejor la vereda
nuestra en beneficio mutuo. Vamos a tener el placer y el honor de escuchar la palabra generosa-
mente luminosa del profesor Altamira, uno de los tres o cuatro espíritus superiores que han
hecho destacarse tan alto en el mundo intelectual el crédito de la pequeña Universidad de Ovie-
do, o para decirlo en nuestro idioma nacional, la palabra de un Mariano Moreno español, en un
salón consagrado a la memoria del Mariano Moreno argentino; y podemos pensar en lo que esto
significa como cambio de los tiempos, las ideas y los sentimientos, para la aproximación simpá-
tica de los hombres y de las naciones otro tiempo tan distanciados por otras ideas y por otras
formas de los mismos sentimientos.” 19

La Escuela Agronómica de Santa Catalina, dependencia de la UNLP, lo convidó


con un festín —al que concurrieron los profesores y autoridades del establecimiento,
Enrique del Valle Ibarlucea, Rafael Calzada20 y César Calzada21 en cuyo brindis, el

de Chaco y Formosa. En 1888 se doctoró en Leyes en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la


UBA. En 1890 se plegó al movimiento revolucionario de la Unión Cívica, siendo electo diputado en
1892. Fue profesor de Derecho Internacional en la Escuela Nacional de Guerra y en la Escuela de Aplica-
ción para Oficiales; miembro del Consejo Nacional de Educación. Representó al Instituto Geográfico
Militar en el Congreso Internacional de Americanistas de 1910 y fue Presidente de la Sociedad Científica
Argentina. También fue Vicepresidente de la UNLP a la que representó en el Congreso de Historia de
Londres (1913). Entre sus libros encontramos: Manual de patología política, s/d ed., 1899; Ensayo sobre
educación, s/d ed.; Teoría de los sacrificios patróticos en la historia interna, Buenos Aires, J. L. Rosso,
1918; South America. El arte de hacer barbaridades. Historia Natural de la razón, Buenos Aires, J. L.
Rosso, 1918; La transformación de las razas en América, Buenos Aires, La Cultura Argentina, 1918; La
herencia moral de los pueblos hispano-americanos, Buenos Aires, La Cultura Argentina, 1919.
19
Discurso de Agustín Álvarez citado en: “Homenaje a Moreno. La fiesta de ayer”, en: periódico no
consignado, 24-IX-1909 (IESJJA/LA, s.c., Recorte de prensa).
20
El asturiano de Navia, Rafael Calzada (1854-1929) estudió Leyes en la Universidad Central de Madrid
(UCM), la Universidad de Barcelona y la Universidad de Oviedo, concluyendo sus estudios en 1875. En
noviembre de ese año arribó a Buenos Aires y un año más tarde se convirtió en el primer extranjero en
revalidar su título de abogado en la Facultad de Derecho de la UBA. Progresó espectacularmente en Ar-
gentina, desde donde acumuló una sorprendente serie de actividades, distinciones, responsabilidades y
cargos convirtiéndose en un referente de la comunidad española. Formó parte de varias sociedades de la
colectividad en Argentina, siendo miembro directivo, presidente y luego presidente honorario del Club
Español; socio honorario del Centro Gallego de Buenos Aires, de la Unión Obrera Española, del Círculo
Valenciano, de la Unión Protectora de Inmigrantes Españoles, del Centro Asturiano de Montevideo y de
la Sociedad de Beneficencia Española y de la Infancia Desvalida de Rosario; fue presidente de la Junta
Central de Auxilios a Andalucía y de la comisión de Socorros para Asturias (1886). Fue director de la
Revista de Legislación y Jurisprudencia y de la Revista de los Tribunales; miembro del Instituto Geográ-
fico Argentino; de la Asociación de la Prensa de la República Argentina, de la Real Academia de Juris-
prudencia y Legislación (RAJL) y de la comisión conmemorativa del Tercer Centenario de la publicación
del Quijote; fue presidente del comité conmemorativo el IV Centenario del descubrimiento de América y
presidente honorario del Congreso Hispano Americano (1900). También fue nombrado académico co-
rrespondiente de la Real Academia Hispano Americana, de Cádiz (1921). Ejerció como abogado del Con-
sulado Español en Buenos Aires; fue director del Banco Nacional Inmobiliario; propietario y director de
El Correo español (1890-1892). Fue integrante y directivo de diversas sociedades culturales, económicas
y políticas españolas, como el Ateneo Español (1879), del Club Liberal de Buenos Aires (1882), la Cáma-
ra Española de Comercio de Buenos Aires (1887), la Junta de la Suscripción Peral —para colaborar con
Isaac Peral en el desarrollo del submarino—. También integró la Comisión Directiva de la Liga Patriótica
Española, constituida con motivo de la guerra entre España y EE.UU —rebautizada luego como Asocia-
ción Patriótica Española— e impulsa una colecta para donar a España el crucero de guerra Río de la Plata
(1898). Fue presidente del Comité central de la “Liga Republicana Española” que luego se convertirá en
Federación Republicana Española de América, abarcando la Argentina, Uruguay, Paraguay, Chile, Cuba

16
mismo Agustín Álvarez puso de relieve que Altamira, “habiendo entrado a la sordina en
nuestro país, había también a la sordina conquistado una a una las simpatías y admira-
ción de todos los universitarios”22. La velada concluyó en un acto público con represen-
tación de las autoridades universitarias y del alumnado en el que se impuso su nombre a
una de las avenidas del bosque integrado en su perímetro, descubriéndose una placa
alusiva23.
Más tarde, el Consejo Superior de la UNLP —a solicitud de la Facultad corres-
pondiente— le concedió la titularidad de la cátedra sobre Metodología de la Historia24 y
le otorgó el título de Doctor en Ciencias Jurídicas y Sociales honoris causa25.

y Puerto Rico (1903) y presidente honorario del Centro Republicano Español de Buenos Aires (1904).
Calzada fue reconocido en su tierra: el Ayuntamiento de Navia, lo designó “Hijo Predilecto de Navia”,
bautizando una calle con su nombre; fue nombrado Doctor honoris causa por la Universidad de Oviedo
(1902). En 1907 fue elegido diputado de las Cortes por Madrid representando al Partido Republicano
(1907). Poco antes de su muerte publicó su libro Cincuenta años de América, 2 vol, Buenos Aires, 1927 y
1928. (Una relación cronológica de la vida pública de Calzada puede encontrarse en: “Vida y obra de
Rafael Calzada” [en línea], en: El Vocero Digital de Rafael Calzada, Año III, Nº 24, Rafael Calzada,
VII-1999, http://elvocerodigital.galeon.com/24julio.htm [Consultado: 20-VI-2002]). Sobre Rafael Calza-
da puede leerse: Rafael ANES ÁLVAREZ, “Rafael Calzada, un asturamericano de Navia”, en: María Cruz
MORALES SARO y Moisés LLORDÉN MIÑAMBRES (Eds.), Arte, cultura y sociedad en la emigración espa-
ñola a América, Oviedo, Universidad de Oviedo, 1992, pp. 215-231. También es importante el libro en el
que se estudia el rol de Calzada en la organización de la comunidad española y de los republicanos espa-
ñoles: Ángel DUARTE, La república del inmigrante. La cultura política de los españoles en Argentina
(1875-1910), Lleida, Editorial Milenio, 1998; y el capítulo dedicado de Calzada en: Hugo BIAGINI, Inte-
lectuales y políticos españoles a comienzos de la inmigración masiva, Buenos Aires, CEAL, 1995, pp.
161-182.
21
César Fernández Calzada (1877-1934), estudió Derecho en Oviedo y en 1900 llegó a Argentina, donde
revalidó su título en la UNC. Más tarde se doctoró en leyes en Paraguay, Brasil y por la UNR de Uru-
guay. Se desempeñó como asesor letrado de la Embajada Española y fue Presidente del Círculo Asturiano
y del Club Hispano-Americano de Regatas. Murió en Madrid durante uno de sus viajes por Europa. Dejó
su fortuna en herencia a la Villa de Navia para la construcción de un Hospital (500.000 ptas) y el Ateneo
Popular (25.000 ptas.).
22
“Calle Altamira. La escuela agronómica de Santa Catalina”, en: La Nación, Buenos Aires, 30-IX-1909
(IESJJA/LA, s.c., Recorte de prensa). Ver también: “En honor de Altamira”, en: El Diario Español, Bue-
nos Aires, 30-IX-1909 (IESJJA/LA, s.c., Recorte de prensa).
23
“La fiesta de ayer en la Escuela de Santa Catalina. Demostración honrosa. El ilustre catedrático de
Oviedo pronuncia un notable discurso. La calle Altamira”, en: La Argentina, Buenos Aires, 30-IX-1909
(IESJJA/LA, s.c., Recorte de prensa).
24
Dado que el designado no podía cumplir con las obligaciones docentes que dicho nombramiento invo-
lucraba, la Universidad dispuso que el dictado efectivo de la asignatura quedara en manos de dos profeso-
res auxiliares designados por consejo de su titular.
25
El 23 de septiembre de 1909 Altamira recibió una comunicación oficial de la UNLP firmada por Agus-
tín Álvarez y secundada por la rúbrica de Enrique del Valle Ibarlucea —Vicepresidente y Secretario Ge-
neral de la institución— en la que se le comunicaba la decisión de otorgarle esa distinción académica y
sus fundamentos: “Me es grato comunicar a usted que el Honorable Consejo Superior, en sesión de fecha
20 de agosto próximo pasado, previa una proposición de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales, en
atención a sus altos méritos y a los valiosísimos servicios prestados por usted a la causa de la cultura de
los pueblos de habla castellana, como un testimonio de reconocimiento por la sabia enseñanza que ha
dado a nuestros alumnos durante su permanencia en el país, y al propio tiempo como una forma de estre-
char aún más los vínculos intelectuales y amistosos que unen a esta Universidad con la muy ilustre de
Oviedo, ha resuelto otorgarle el título de Doctor en Ciencias Jurídicas y Sociales honoris causa.”
(IESJJA/LA, s.c., Comunicación original mecanografiada de la Universidad de La Plata dirigida a Rafael
Altamira bajo el número 3918, fechada en La Plata, 23-IX-1909). Este documento fue reproducido por el
interesado en las páginas 83 y 84 de su libro Mi viaje a América.

17
La entrega de esta distinción se efectuó en una solemne ceremonia celebrada el 4
de octubre de 1909 en el salón de actos y recepciones del Colegio Nacional de la
UNLP26. Dicha ceremonia contó con el expreso apoyo del Ministerio de Justicia e Ins-
trucción Pública que, por decreto del 3 de octubre, suspendió las clases en la Universi-
dad platense para favorecer la participación de autoridades, profesores y alumnos27. El
acto de entrega del título contó con la presencia del Encargado de negocios de España,
Tomás de Rueda y Oslome, Vizconde de la Fuente; del Director de Escuelas de la Pro-
vincia de Buenos Aires, Dr. Ángel Garay; del Director del Instituto de Museo, Samuel
A. Lafone Quevedo28; del Director del Observatorio Astronómico y Decano de la Facul-
tad de Ciencias Físicas, Matemáticas y Astronómicas de la UNLP, Dr. Francesco Porro
di Somenzi29 y del Rector del Colegio Nacional de la UNLP, Dr. Donato González Li-
tardo, entre otros.
En esta ocasión, pronunciaron discursos el Presidente de la UNLP, Dr. Joaquín
V. González30; el Vicedecano de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la

26
El Palacio del Colegio Nacional de la UNLP se hallaba, por entonces, en su fase final de construcción y
el salón de actos fue inaugurado en dicha ceremonia. Véase la crónica del acontecimiento en: “Colegio
Nacional. Su nuevo edificio. Homenaje a Altamira”, en: Argentina, Buenos Aires, 4-X-1909 (IESJJA/LA,
s.c., Recorte de prensa).
27
“Cartas de La Plata. Noticias universitarias. Conferencias del profesor Altamira”, en: La Prensa, Bue-
nos Aires, s/f , (IESJJA/LA, s.c., Recorte de prensa).
28
Samuel A. Lafone Quevedo (1835-1920) nació en Montevideo y estudió humanidades en la Universi-
dad de Cambridge y se reinstaló en Catamarca donde fundó el ingenio modelo de Pilciao —con claras
reminiscencias reformistas y utópicas, pero según el modelo que evocaba a las misiones guaraníes— al
sur de Andalgalá, el cual quebraría en 1892. Instalado en Buenos Aires y alentado por Bartolomé Mitre,
Vicente Fidel López, Francisco Moreno y Juan Ambrosetti, se concentró en los estudios arqueológicos,
etnológicos y filológicos indoamericanos. En 1890 recibió el doctorado honoris causa por la UBA, donde
ejerció como profesor de Etnografía. También fue Director del Museo de La Plata (1906), Profesor y
Decano de la Facultad de Ciencias Naturales de la UNLP, y miembro de número de la Junta de Historia y
Numismática Americana.
29
Francesco Porro Di Somenzi (1861-1937) fue otra de las adquisiciones internacionales del cuerpo do-
cente de la UNLP. Este astrónomo italiano dirigió los observatorios de Milán y Turín, antes de hacerse
cargo del de La Plata entre 1908 y 1910. Anteriormente había representado a la Argentina en el Congreso
de Geodesia de Budapest en 1906.
30
Joaquín V. González (1863-1923), el gran mentor de Altamira en Argentina, nació en la provincia de
La Rioja y estudió en el Colegio de Monserrat de la Provincia de Córdoba. Fue periodista en El Interior,
El Progreso y La Revista de Córdoba. En 1883 era profesor secundario de historia, geografía y francés en
la Escuela Normal de Córdoba. En 1886 obtuvo el doctorado en Leyes con una tesis titulada Estudios
sobre la Revolución. Fue diputado nacional en cuatro oportunidades. Entre 1889 y 1891 fue Gobernador
de la Provincia de La Rioja. Fue titular de la Cátedra de Legislación de Minas, de la Facultad de Filosofía
y Letras de la UBA y presidente del Consejo Nacional de Educación (1896). En 1901, el Presidente Julio
Argentino Roca lo designó Ministerio de Interior. Liberal reformista, González fue responsable de la
reforma electoral de 1904. En 1904 fue Ministro del Interior y de Justicia e Instrucción Pública, creando
el Instituto Nacional del Profesorado Secundario de Buenos Aires (que hoy lleva su nombre). El presiden-
te Quintana lo confirmó en este último cargo y en 1905 fue fundador de la Universidad de La Plata, na-
cionalizada al cabo de unas pocas semanas. El sucesor de Quintana, Figueroa Alcorta, lo designó Presi-
dente de la Universidad de La Plata, función en la que permanecería hasta 1918. Entre 1916 y 1923 fue
senador nacional. Fue miembro correspondiente de la Real Academia Española (1906) y formó parte de la
Corte Internacional de Arbitraje de la Haya (1921). Enseñó Derecho Constitucional Americano, Derecho
Institucional Público y Historia Diplomática Argentina en la UBA. Sus principales libros fueron: La tra-
dición nacional, Buenos Aires, Lajouane, 1888; El juicio del siglo o cien años de historia argentina,
Buenos Aires, Roldán, 1913; La Universidad de Córdoba en la evolución intelectual argentina. (Discur-
so). Buenos Aires, s/d ed., 1913; Hombres e ideas educadoras, Buenos Aires, Lajouane, 1912; La paz por

18
UNLP, Dr. Joaquín Carrillo; el Embajador de Chile en Argentina, Dr. Miguel Cruchaga
Tocornal31; el Embajador del Perú, Enrique de la Riva-Agüero y Looz Corswaren; los
estudiantes Silvio Ruggieri y Julio del C. Moreno32; el Dr. José M. Sempere en nombre
de los ex discípulos del homenajeado en Oviedo y el propio Rafael Altamira33, quien fue
nuevamente colmado de elogios:
“El Claustro ovetense ha elegido por su embajador en América al más apto para la misión de
afecto y enseñanza. Surgido, como sus compañeros, del núcleo, del alto origen de una escuela a
la cual habrá de deber España nuevos días de gloria, trae en su espíritu fuerzas invencibles y la
pasión por el ideal humano, vocación científica acendrada, y esa gloria inmensa que es la con-
quista de almas por el sentimiento y la revelación intelectual. Las cualidades dominantes de su
espíritu se hallan reflejadas en su obra; el culto de la literatura y el arte en sus más amables for-
mas, afirmarán su percepción y su poder afectivos, con los cuales sentirá la aproximación simpá-
tica del oyente y abrirá sus poros a la plena absorción de la idea científica. Su dominio de la His-
toria le ha puesto en comunicación con el espíritu de otras edades y culturas, a veces superiores a
la contemporánea, y el convencimiento de las fuentes y de la evolución jurídica de su pueblo y
de la humanidad, ha hecho de su vida como una consagración a los ideales de justicia y de igual-
dad, que acercan y funden las clases en que se divide aún, en su ficticia organización democráti-
ca, la sociedad moderna, Altamira, como Ruskin, ha absorbido, en el huerto cerrado de la cien-
cia, esa vocación evangélica de la educación que inclina su alma con fuerza irresistible hacia los
niños, los humildes y los ignorantes de toda condición, seguros de que la verdad los levantará de
la servidumbre o el envilecimiento, y de que el equilibrio perfecto de la vida sólo podrá estable-
cerse cuando todos los hombres puedan respirar libremente el aire puro de la ciencia.”34

Una vez concluido el acto, Altamira fue convidado con un banquete en el


Sportsman Hotel ofrecido por las autoridades universitarias, profesores y alumnos de la

la ciencia, La Plata, Talleres Gráficos Christmann y Crespo, 1914; Estudios de historia argentina. Buenos
Aires, s/d ed., 1930.
31
Miguel Cruchaga Tocornal, fallecido en 1949, fue un notable político y diplomático chileno, cofunda-
dor en 1933 de la Academia Chilena de la Historia y firmante junto con el futuro Premio Nobel de la Paz,
Carlos Saavedra Lamas, de un acuerdo de intercambio entre Chile y Argentina (Convenio relativo al
intercambio intelectual y cultural y de profesores y estudiantes, 19350702.EDU, Firma: 2-VII-1935, en
vigor 2-IV-1937 [en línea], en: Argentina Cultural, Convenios y Legislación, A.Sur, Chile,
http://www.argentinacultural.org.ar/Plantillas/Pl_conv_legs/Pl_convenios/convenios_texto/ChileConveni
oIntercambioCultural1935.htm [Consultado: 17-VI-2002]).
32
Moreno había escrito a Altamira antes de su arribo al Plata para remitirle un trabajo suyo, confesándole
que Altamira estaba entre sus referentes intelectuales (AHUO/FRA, en cat., Caja IV, Carta orginal ma-
nuscrita de Julio del C. Moreno a Rafael Altamira, La Plata, 23-II-1908 —2 pp.—). Altamira contestó
aquella carta y además de plantearle algunos interrogantes y consultas bibliográficas sobre manuales de
enseñanza histórica, le exponía el deseo de una íntima correspondencia intelectual entre España y Améri-
ca. Moreno, emocionado por la respuesta del alicantino, le aseguraba que la juventud argentina se hallaba
“emancipada ya del bélico ardor y del romanticismo que nos llevó muy lejos de los clásicos modelos de la
madre patria” y que sus obras, junto a las de Ramón y Cajal, Posada, Unamuno y otros intelectuales se
difundían exitosamente en Argentina. Moreno remitía a Altamira una obra “que se recomienda por su
imparcialidad” como el manual del polígrafo Martín GARCÍA MEROU, Historia de la República Argenti-
na, 2 vols., Buenos Aires, s/e, 1889 —que llevaba su 12ª edición por 1908—. Además de este libro, Mo-
reno le recomendaba las obras fundamentales de Mitre y López y el Santiago de Liniers de Paul Groussac
—autor admirado por Moreno— y La década funesta, de Osvaldo Magnasco (AHUO/FRA, en cat., Caja
IV, Carta original manuscrita de Julio del C. Moreno a Rafael Altamira, La Plata, 12-VIII-1908 —2 pp.—
).
33
Despedida de la Universidad y entrega del diploma de Doctor en Ciencias Jurídicas y Sociales, “hono-
ris causa”. Documento oficial de la UNLP, Acta del evento y discursos, reproducido en: Rafael
ALTAMIRA, Mi viaje a América…, Op.cit., pp. 123-182.
34
Joaquín V. GONZÁLEZ, Discurso del Sr. Presidente de la UNLP Dr. Joaquín V. González en ocasión de
la entrega del título de Doctor honoris causa por la UNLP, La Plata, 4 de octubre de 1909, en: Rafael
ALTAMIRA, Mi viaje a América…, Op.cit., pp. 137-138.

19
UBA y la UNLP en la capital de la Provincia de Buenos Aires, en el que el Dr. Enrique
Rivarola35, en representación de sus colegas encomió las cualidades demostradas por el
docente visitante:
“En el breve tiempo transcurrido desde su llegada al país hasta hoy, no le hemos visto sino traba-
jar sin descanso, día a día, ocupando la cátedra universitaria con sorprendente riqueza de produc-
ción. La palabra del maestro, sencilla, precisa y clara, demuestra un conocimiento profundo de
las cosas y un juicio siempre seguro. Las cosas pensadas con mayores dificultades y menos com-
prendidas, exigen los rebuscamientos de la forma para suplir con la magia de la palabra la va-
guedad del sentido; pero el pensamiento maduro como el fruto en el árbol, se desprende fácil-
mente y sin esfuerzo. Bajo ese aspecto de hombre eminente por su talento, hemos admirado al
maestro; pero al mismo tiempo, una aureola de simpatías, cada vez más intensa, se ha formado a
su alrededor; el hombre valía como el sabio, sus cualidades personales, su sinceridad, su constan-
te ensueño de mentalidad, su corrección caballeresca, sus prácticas sencillas, unidas al no inte-
rrumpido estudio, nos advertían de la presencia de un espíritu superior, necesariamente alentado
por un ideal.”36

Por la noche, las autoridades y los profesores de la UBA y UNLP organizaron


una nueva comilona en su honor —esta vez en el afamado restaurante Blas Mago de la
calle Florida de la ciudad de Buenos Aires— que congregó a un sorprendente número
de personalidades del mundo intelectual y político argentino, muchas de las cuales con-
vocaban activamente al homenaje, garantizando de antemano su éxito.
En efecto, la invitación girada a la prensa contaba con el aval de un sugestivo
conjunto de firmas entre las que se contaban las de Eufemio Uballes; Joaquín V. Gonzá-
lez; Eduardo L. Bidau; Agustín Álvarez; Enrique del Valle Ibarlucea y Joaquín Carrillo;
los ministros Norberto Piñero (1858-1938); Marco M. Avellaneda; Eleodoro Lobos;
José Nicolás Matienzo37; Rafael Obligado (1851-1920); Enrique Rivarola; Antonio De-
llepiane38; Juan Agustín García39; Leopoldo Melo (1869-1951); y Honorio Pueyrredón40;

35
El poeta, abogado y periodista Enrique Rivarola (1862-1931) era, por entonces, profesor de Derecho
romano en la UNLP. Más tarde sería nombrado miembro de la Academia Argentina de Letras.
36
“Actos Universitarios, Discurso del Dr. Enrique Rivarola”, Archivos de Pedagogía y ciencias afines,
UNLP, noviembre de 1909, reproducido en: Rafael ALTAMIRA, Mi viaje a América..., Op.cit., pp. 206-
207.
37
El jurista e historiador tucumano, José Nicolás Matienzo (1860-1936), fue uno de los intelectuales más
reconocidos de la “generación del ochenta”. Discípulo de José Manuel Estrada, se graduó en la Facultad
de Derecho y Ciencias Sociales de la UBA en 1882. Miembro del Círculo Científico de Buenos Aires y
del Ateneo, entre los años 1904 y 1927 desempeñó varios cargos en la Facultad de Filosofía y Letras de
Buenos Aires. Como Decano, dispuso la compilación de documentación histórica nacional, iniciativa que
derivaría en la organización de la Sección de Historia que luego se convertiría en el Instituto de Investiga-
ciones Históricas (hoy Instituto de Historia Argentina y Americana, Dr. Emilio Ravignani). Fue juez civil
en la ciudad de La Plata (1889-1890); senador provincial en la Provincia de Buenos Aires; presidió el
Departamento Nacional de Trabajo (1907); y Procurador General de la Nación (1917-1922). Desempeñó
funciones políticas bajo administraciones de diferentes tendencias, apoyando al Presidente Juárez Celman
en la revolución radical de 1890; funcionario del gobierno liberal-reformista de Figueroa Alcorta; y pasa-
do el tiempo, Ministro del Interior del presidente radical Marcelo Torcuato de Alvear, terminando su
carrera política como senador nacional por Tucumán, en 1932.
38
El penalista de gran prestigio internacional, Antonio Dellepiane (1864-1939) se doctoró en Derecho por
la UBA, en 1892 y dedicó parte de su vida profesional al estudio y la teorización de su especialidad, amén
de haberse involucrado como asesor de la Comisión de Cárceles. En 1897 fue designado profesor de la
Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, comenzando una notable carrera docente e in-
vestigadora. Sus intereses se enfocaron en la Filosofía del Derecho y, además, en el plano de los estudios
metodológicos y teóricos de la historiografía proponiendo una analogía entre el historiador y el juez y
entre la función de la prueba judicial y de la prueba histórica. Fue designado miembro de la Junta de His-

20
intelectuales y políticos conservadores de gran influencia en los años treinta como Ma-
tías J. Sánchez Sorondo, Rodolfo Moreno41 y el futuro Presidente de la Nación Ramón
S. Castillo42; Víctor Mercante43; Calixto Oyuela44; Juan Bautista Ambrosetti45; Carlos

toria y Numismática Americana en 1908 —que presidiría entre 1915 y 1919— y más tarde fue nombrado
Director de Museo Histórico Nacional.
39
Descendiente de una familia de abogados y profesores universitarios, Juan Agustín García (1862-1923)
se graduó en Leyes en la UBA en 1882. Fue profesor en el Colegio Nacional y autor de varias obras pe-
dagógicas. Entre 1886 y 1892 se hizo cargo de la Inspección General de Colegios Nacionales y Escuelas
Normales. Siguió una carrera judicial, en la que ofició como Fiscal del Crimen (1892-1893); Juez de
Instrucción (1893-1896); Juez en lo Civil (1896-1902) y como Camarista del Fuero Federal (1902-1913).
En la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires fue profesor titular de
Introducción a las Ciencias Jurídicas, Sociología, Derecho Público Eclesiástico, Derecho Civil, e Intro-
ducción al Derecho. También fue profesor en Facultad de Derecho de la UNLP y en la Facultad de Filo-
sofía y Letras de la UBA. Sus libros más relevantes fueron: Los hechos y actos jurídicos, Buenos Aires,
Imprenta de La Nación, 1882; (su tesis doctoral) Introducción al estudio de las ciencias sociales argenti-
nas (1899), Buenos Aires, Angel Estrada y Cía, 1907; La ciudad indiana. Buenos Aires desde el 1600
hasta mediados del siglo XVIII (1900), Buenos Aires, J. Rosso y Cía., 1933 —reedición: Buenos Aires,
Secretaría de Cultura de la Nación, 1994—; Historia de la Universidad de Buenos Aires y su influencia
en la cultura argentina, Buenos Aires, Coni, 1918. García fundó y dirigió los Anales de la Facultad de
Derecho y Ciencias Sociales, y fue miembro de número de la Junta de Historia y Numismática America-
na.
40
Honorio Pueyrredón (1876-1945) fue jurisconsulto, profesor universitario, dirigente político de la UCR
y diplomático. En 1896 se graduó en leyes en la UBA, donde fue profesor. Fue Ministro de Agricultura
(1916) y de Relaciones Exteriores (1917-1922) en el primer gobierno de Hipólito Yrigoyen. Encabezó la
delegación de Liga de las Naciones en Ginebra desempeñándose como vicepresidente de su primera
asamblea en 1920. En 1922 fue nombrado embajador ante los Estados Unidos, y en 1928 fue presidente
de la delegación argentina a la Sexta Conferencia Panamericana de La Habana. En 1930 fue elegido go-
bernador de la provincia de Buenos Aires por la UCR, pero las elecciones fueron impugnadas y finalmen-
te anuladas por el dictador Félix Uriburu.
41
Rodolfo Moreno (1879-1953) se doctoró en leyes en la UBA en el año 1900 y ejerció la docencia en el
Colegio Nacional de La Plata y en la Facultad de Derecho de la UNLP.
42
Castillo (1873-1944) fue un afamado jurista catamarqueño, doctorado en la UBA en el año 1891. En
1907 fue designado Juez en la ciudad de Buenos Aires, siendo ascendiendo a camarista en lo criminal y
correccional en 1910. Se desempeñó como profesor en la UBA y como catedrático de Derecho comercial
en la UNLP —cargo que disfrutaba durante la estancia de Altamira en 1909—. En 1932, fue elegido
senador nacional por su provincia natal; en 1936 fue designado Ministro de Justicia e Instrucción Pública.
En 1938 fue elegido Vicepresidente de la Nación y en 1940 por la incapacidad del Presidente Ortiz, asu-
miría la titularidad del Poder Ejecutivo hasta 1943 cuando fuera derrocado por un golpe militar.
43
El pedagogo Víctor Mercante (1870-1934) pese a ser un gran conocedor de las distintas corrientes
europeas en disciplinas tales como filosofía, psicología y biología, inclinó sus preferencias hacia el estu-
dio de las teorías científico-positivistas y experimentalistas aplicadas a la pedagogía. Defensor de una
postura cientificista en el estudio y desarrollo de la enseñanza, sostuvo que la ciencia debía ser el eje
preponderante de una educación práctica y utilitaria. En 1893 publicó Museos escolares argentinos y la
escuela moderna, donde argumentaba la necesidad de que el profesor asumiera el rol de facilitador y
estimulador del aprendizaje del alumno. En 1900, escribió Metodología, y fue comisionado por Joaquín
V. González para organizar la Sección Pedagógica en la UNLP, que daría lugar a la Facultad de Humani-
dades y Ciencias de la Educación. También se desempeñó como Inspector General de Enseñanza Secun-
daria, Normal y Especial del Ministerio de Justicia e Instrucción Pública de la Nación. Mercante había
mantenido cierto contacto con Altamira desde la dirección de los Archivos de Pedagogía y Ciencias Afi-
nes de la UNLP, desde donde había solicitado y obtenido colaboraciones de Altamira y Posada. Ver:
AHUO/FRA, en cat., Caja IV, Carta de Víctor Mercante a Rafael Altamira, La Plata, 24-XI-1908 (1 p.).
44
Calixto Oyuela (1857-1935) fue un jurista, traductor, poeta y profesor de Literatura Castellana y de
Literatura de Europa en la UBA. Uno de los hispanistas más convencidos de su generación, presidió en-
tre1931 y 1935 la Academia Argentina de Letras a la que llegó defendiendo una postura casticista desde
tiempos de las polémicas sobre el “idioma nacional” de fines de siglo.
45
Juan Bautista Ambrosetti (1865-1917), considerado el primer arqueólogo científico argentino, estudió
en ciencias naturales Buenos Aires y fue discípulo del naturalista Eduardo Holmberg, decantándose luego

21
Ibarguren46; Carlos Octavio Bunge47; y Ricardo Rojas48. Teniendo en cuenta lo graneado
de la concurrencia, resulta natural que la importancia de tal evento no pasara inadvertida
para un hombre tan interesado en prohijar relaciones sociales como Altamira, quien no
dudó en considerar este banquete como “una nota intensamente representativa, dada la
calidad y prestigio social de los comensales” de la repercusión de su misión en Argenti-
na49. En todo caso, este banquete fue nuevamente excusa para descargar sobre un visi-
tante presto a partir, una última andanada de loas50.

por una formación arqueológica y una especialización en historia precolombina y antropología compara-
da. Como discípulo de Pedro Scalabrini, se formó como zoólogo y paleontólogo, organizando la sección
de Paleontología del Museo de Paraná. En Buenos Aires, Florentino Ameghino lo designó jefe de la sec-
ción Arqueología del Museo de Historia Natural. Fue profesor de Arqueología Americana en la Facultad
de Filosofía y Letras de la UBA bajo cuya órbita, fundaría y organizaría el Museo Etnográfico. En 1910
fue nombrado doctor honoris causa por la UBA.
46
El jurista, político y escritor salteño, Carlos Ibarguren (1879-1956) se doctoró en la Facultad de Dere-
cho y Ciencias Sociales de la UBA en 1898 fue nombrado profesor del Colegio Nacional de Buenos Ai-
res, y desde 1901, en su facultad de origen. En 1911 fue designado profesor en la de Facultad de Filosofía
y Letras de la UNLP, donde ingresó como docente hacia 1911. Por esa época, fue designado, además,
delegado al Consejo Superior de la Universidad de Buenos Aires. En la presidencia de José Evaristo Uri-
buru, fue nombrado subsecretario del Ministerio de Hacienda y luego del Ministerio de Agricultura. Du-
rante el gobierno de Roque Sáenz Peña, entre 1912 y 1914, ocupó el cargo de Ministro de Justicia e Ins-
trucción pública. Enemigo acérrimo de la UCR, en 1922 se presentó como candidato a presidente por el
reformista Partido Demócrata Progresista y en los años treinta, decantó hacia el conservadurismo reaccio-
nario, siendo designado por el dictador Félix Uriburu, Gobernador Interventor federal en la Provincia de
Córdoba. Ibarguren fue uno de los primeros impulsores del Revisionismo Histórico argentino, de índole
nacionalista y antiliberal. Autor del libro reivindicatorio Juan Manuel de Rosas, su vida, su tiempo y su
drama, se hizo acreedor del Premio Nacional de Literatura en 1930. Fue presidente de la Academia Ar-
gentina de Letras (1941-1945) y de la Comisión Nacional de Cultura. Fue designado miembro correspon-
diente de la Real Academia Española de la Lengua, de la Academia Nacional de la Historia, de la Aca-
demia de Filosofía, de la Academia de Derecho y Ciencias Sociales.
47
Carlos Octavio Bunge (1875-1918) se graduó en 1897 en la Facultad de Derecho de la UBA, siendo
designado ese año como profesor de Historia Americana, en el Colegio Nacional. Junto con otros profe-
sionales, Bunge fue enviado a Europa para analizar los sistemas educativos del Viejo Continente, del cual
derivaría su libro: El espíritu de la educación. Informe para la Instrucción Pública Nacional, Buenos
Aires, Ministerio de Instrucción Pública, 1901. Fue novelista, dramaturgo, ensayista y ejerció como do-
cente universitario en la cátedras de Ciencia de la Educación y de Introducción al Derecho, en la Facultad
de Filosofía y Letras de la UBA. Siguió una carrera judicial, siendo nombrado Fiscal del crimen (1910) y
Fiscal de Cámara (1914).
48
Descendiente de una familia tradicional tucumana, el autodidacta Ricardo Rojas (1882-1957) comenzó
estudios preparatorios en la provincia de Santiago del Estero aunque nunca lograría graduarse. Trasladado
a Buenos Aires se dedicó a su vocación literaria, publicando en la revista de Manuel Gálvez, Ideas y
oficiando como periodista en El País, Caras y Caretas y La Nación. Acólito del grupo liberal reformista
y luego emblemático referente de la UCR, formó parte de la llamada “generación del Centenario”, carac-
terizada por su crítica al cosmopolitismo y materialismo de la “generación del ochenta”. Ganaría pronto
gran prestigio en el campo literario como encarnación de un patriotismo liberal aunque, luego, en el pe-
ríodo de entreguerras, sería invocado como antecedente del nacionalismo esencialista. Su desempeño
como publicista y escritor le permitiría acceder a membresías de la Academia Real de Letras de Madrid,
de la Junta de Historia y Numismática Americana y del Consejo Académico de la Universidad de La
Plata. En 1909, la UNLP lo incorporó como profesor de Literatura Española y en 1912 la UBA lo designó
profesor de Literatura Argentina. En 1922, Rojas fundó el Instituto de Literatura Argentina de la UBA.
También fue responsable del Instituto de Filología, del Gabinete de Historia de la Civilización, y de la
Escuela de Archivistas, Bibliotecarios y Técnicos para el servicio de Museos. Entre 1926 y 1930 fue
Rector de la UBA.
49
Rafael ALTAMIRA, Mi viaje a América..., Op.cit., p. 210. Respecto de la concurrencia, consultar:
IESJJA/LA, s.c., Recortes de prensa, “En honor del profesor Altamira”, en: La Nación, Buenos Aires, 4-
X-1909 y otros dos recortes del mismo día de periódicos desconocidos. Otros firmantes de la convocato-
ria fueron: Adolfo Orma; David de Tezanos Pinto; Juan Carlos Cruz; Jacinto Cárdenas; Rafael Herrera

22
Sin duda Altamira fue muy bien recibido por la comunidad universitaria argenti-
na. Desde el inicio de sus cursos en La Plata, los directivos y sus colegas lo agasajaron
en reiteradas oportunidades51. La Facultad de Derecho de la UBA —cuyas autoridades
lo habían honrado como al más tenaz y convencido cruzado de la España nueva, de la
ciencia moderna y del intercambio intelectual52— lo invitó a participar de la Asamblea
de Académicos y Profesores en la que se discutieron diversos aspectos pedagógicos del
nuevo plan de estudios53.
Probablemente, Altamira participara de la sesión del 2 de septiembre de 1909 en
la que el consejero Antonio Dellepiane presentó un proyecto de ordenanza acerca de las
obligaciones académicas y la distribución de responsabilidades pedagógicas entre los
docentes universitarios de cada asignatura del plan de estudios54.
Rafael Altamira conservó entre otros papeles, un impreso que recoge el proyecto
de Dellepiane y el Despacho de la Comisión especial designada para dictaminar sobre
aquel proyecto de organización de la enseñanza. Este documento, rubricado por Norber-
to Piñero, Matías J. Sánchez Sorondo, M. Pueyrredón y el propio Antonio Dellepiane,
recomendaba al Decano Eduardo L. Bidau, la aprobación de una iniciativa que perse-
guía la formación del personal docente, la movilización de los recursos humanos exis-
tentes y la transformación de la Facultad “de la simple escuela de abogados que ha sido
hasta este instante, en el centro de investigación científica y de altos estudios jurídicos y
sociales urgentemente reclamados por el progreso del país en todos los órdenes de su
actividad”55.
Sin embargo, a los efectos de ponderar el interés de Altamira en la organización
de los estudios de la Historia del Derecho en Argentina, poseen mayor relevancia sus

Vegas (h); Alberto Tedín Uriburu; Mario Sáenz; Esteban de La Madrid; Sabás P. Carreras; Ricardo
Cranwell; Samuel Lafone Quevedo; Pablo Cárdenas; Daniel Gotilla; Salvador de la Colina.
50
Discursos del Dr. Uballes (Rector de la UBA) y del Dr. Joaquín V. González (Presidente de la UNLP)
en el banquete celebrado en lo de Blas Mango, reproducidos en: Rafael ALTAMIRA, Mi viaje a América...,
Op.cit., pp. 210-218.
51
IESJJA/LA, s.c., Nota original manuscrita (2 pp.) de Enrique A. Sagastuno a Rafael Altamira, Buenos
Aires, 11-VII-1909. En esta nota, el Secretario de la UNLP invitaba al viajero en nombre de las autoria-
des y profesores de la Universidad platense a un almuerzo “sin ceremonia” en el Sportman Hotel de La
Plata a modo de bienvenida y felicitación por el inicio de su curso.
52
Discurso de presentación del Vicedecano en ejercicio Dr. Eduardo L. Bidau (21-VII-1909), reproduci-
do en: “Recepción del Profesor Altamira” en: Discursos académicos, T. 1, Buenos Aires, “Facultad de
Derecho y Ciencias sociales de la UBA, 1911, pp. 420-421. Existe una copia mecanografiada de este
material en AHUO.
53
Rafael ALTAMIRA, Mi viaje a América..., Op.cit., p. 56.
54
IESJJA/LA, s.c., Invitación del Secretario de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la UBA a
Rafael Altamira para asistir a la Asamblea de Profesores del 2-IX-1909 a las 5 p.m., Bs. As., 1-IX-1909.
55
AHUO/FRA, en cat., Caja V, Impreso titulado “Asamblea de Académicos y Profesores”. Altamira
también conservó un ejemplar de: Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Ai-
res, Ordenanza de Tesis (sancionada el 30 de septiembre de 1908), Buenos Aires, 1909 (AHUO/FRA, en
cat., Caja V); y del: “Plan de Estudios de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales en vigencia desde
enero de 1909” (AHUO/FRA, en cat., Caja V, original mecanografiado 2 pp.).

23
propias notas analizando el plan de estudios de 1900 y la inserción de la Historia del
Derecho en el currículo de la licenciatura y del doctorado56.
En todo caso, el éxito del cursillo y la buena impresión que causaron las ense-
ñanzas e intervenciones académicas del profesor español justificaron los votos de las
autoridades por el pronto regreso de Altamira a las aulas del establecimiento57 y, por
supuesto, la proliferación de nuevas adulaciones:
“Por especial y honroso encargo, permitidme eminente profesor, que detenga vuestra partida
unos instantes, pues los estudiantes de esta Facultad —en cuyo nombre os hablo— han querido
dejar constancia de su saludo respetuoso, hacia vos, doctor, que los habéis entusiasmado al con-
vertir esta sala [...] en fuente luminosa de saber, adonde hemos acudido a fortalecer y acrecentar
nuestras ideas, grandes y pequeñas, confundidos y solidarizados todos en la suprema aspiración
de la ciencia. Esta admiración que os declaramos, no tiene por causa, como todos bien lo saben
ese reconocimiento forzado que impone el reclame en algunos petulantes, que a falta de verdade-
ros méritos buscan en el periódico o en la revista la exaltación misma de sus mentidas cualida-
des; este reconocimiento, tenedlo a verdad sabida, es bien sincero, tiene toda la franqueza de la
adolescencia desinteresada, toda la virtud de los que obran incontaminados. Es que el gran hom-
bre, jamás se ha impuesto por la limosna ajena; su autoridad y su prestigio han nacido y se han
producido siempre por el esfuerzo independiente desarrollado por sí solo. Os pido perdón si al
comprobar el vuestro, adquirido de manera tan honrosa, haya quebrado la línea inflexible de
vuestra modestia inalterable.”58

La Asociación Nacional del Profesorado (ANP), cuya Asamblea General de so-


cios lo había nombrado miembro honorario el 23 de junio, organizó un lunch en su
honor el 20 de julio y poco antes de su partida le tributó un homenaje en el salón de

56
En estas notas, Altamira recoge un punteo de los principales argumentos y propuestas de los consejeros
José Nicolás Matienzo, Carlos Ibarguren, Alfredo Colmo, Eduardo L. Bidau, Norberto Piñero, Carlos
Octavio Bunge, Antonio Dellepiane. Ver: AHUO/FRA, en cat., Caja V, Notas originales autógrafas de
Rafael Altamira tituladas “Plan de la Facultad de Derecho. Buenos Aires, 7 pp., Buenos Aires, 1909.
También se puede consultar, en el mismo sentido, las breves notas que hiciera Altamira acerca de las de
las actividades de investigación, rastreo documental en el “Archivo Nacional” y redacción de monografí-
as que Juan Agustín García encargara a sus alumnos en el marco del curso regular en la Facultad de Dere-
cho y Ciencias Sociales de la UBA (AHUO/FRA, en cat., Caja IV, Notas originales autógrafas de Rafael
Altamira tituladas “Cátedra de Historia Universal del Dr. Juan A. García. Bs As”).
57
Respecto de la noticia de la designación de Altamira como profesor y de la eventual reserva “a perpe-
tuidad” la cátedra que temporalmente desempeñó en la Facultad de derecho de la UBA, especie que el
mismo viajero consignara en su “Primer informe elevado al señor Rector de la Universidad de Oviedo...”
(Rafael ALTAMIRA, Mi viaje a América..., Op.cit., p. 56), creemos que deben tomarse con cautela. Esta
cautela es recomendable, habida cuenta de no haber hallado aún testimonios oficiales de dichos nombra-
mientos y de la existencia de una carta oficial del Decano Bidau, en la que el firmante hace —en el con-
texto de un elogio de su embajada cultural y de su desempeño docente— una invitación muy escueta e
informal para reeditar la experiencia pedagógica del catedrático ovetense en caso de su vuelta al país. En
dicha invitación no se menciona la existencia de ningún compromiso o lazo formal alguno entre la Facul-
tad y Altamira: “No necesito expresarle la satisfacción del Consejo por el resultado de su curso en nuestra
Facultad porque tiene Ud. Una elocuente prueba de ello en las efusivas manifestaciones de respetuoso
afecto y especial consideración que le han tributado, no solo las autoridades, sino también los profesores
y alumnos de la Facultad, en el acto de despedida, después de su última conferencia [...] Réstame decirle
que las aulas de esta casa estarán siempre abiertas para el profesor que las ha honrado con su presencia y
su palabra ilustrada durante estos últimos meses si, como lo deseamos y esperamos, vuelve a visitar en
breve este país donde el maestro deja tantos admiradores y el hombre privado tantos amigos sinceros.”
(IESJJA/LA, s.c., Carta original mecanografiada de E.L. Bidau con membrete del Decano de la Facultad
de Derecho y Ciencias Sociales a Rafael Altamira, Buenos Aires, IX-1909).
58
Discurso del señor César de Tezanos Pintos (28-IX-1909), reproducido en: “Despedida del Profesor
Rafael Altamira” en: Discursos académicos, T. 1, Buenos Aires, Facultad de Derecho y Ciencias sociales
de la UBA, 1911, pp. 487-488.

24
actos públicos de la Escuela Industrial de la Nación, especialmente adornado por la Di-
rección de Paseos Públicos. Este colorido evento —amenizado por la palabra de Joaquín
V. González, de propio Altamira y por la banda de la Policía Federal59—, fue convoca-
do por el presidente de la ANP, Manuel Derqui60 y contó con la participación del pleno
del Congreso Nacional de Educación Popular, que se sumó al homenaje a propuesta del
joven congresista, Ricardo Levene61.

59
Los detalles del acto pueden conocerse consultando: IESJJA/LA, s.c., Recortes de prensa, “Homenaje a
Altamira en la Escuela Industrial. Conferencia de despedida”, en: La Prensa, Buenos Aires, 14-X-1909;
IESJJA/LA, s.c., Recortes de prensa, “Homenaje al profesor Altamira en la Escuela Industrial. Discurso
del Dr. González”, en: La Nación, Buenos Aires, 14-X-1909.
60
Manuel Derqui (1878-1933) cumplió diversas funciones políticas en el área educativa, siendo nombra-
do Subsecretario de educación en 1903 y Director General de Educación entre 1903 y 1906. Durante la
visita de Altamira se desempeñaba como presidente de la Asociación Nacional del Profesorado y como
Director del Colegio Nacional del Oeste “Mariano Moreno”, desde donde lanzó cursos de Extensión y
experimentó un programa de intercambio docente con escuelas primarias y secundarias latinoamericanas.
61
Ricardo Levene (1885-1959), quien llegaría a ser uno de los referentes centrales de la Nueva Escuela
Histórica argentina y uno de los más influyentes historiadores argentinos, se doctoró en la Facultad de
Derecho de la Universidad de Buenos Aires en 1906, presentando una tesis titulada Las Leyes Sociológi-
cas. Fue Profesor de Historia en el Colegio Nacional "Mariano Moreno" entre 1906 y 1928. En 1911 fue
nombrado profesor suplente de Sociología —cátedra de Ernesto Quesada— en la Facultad de Filosofía y
Letras de la UBA y, en 1912, profesor suplente de Introducción al Derecho, en la cátedra de Carlos Octa-
vio Bunge. En 1913 ingresó como profesor de la UNLP, donde fue elegido Decano de la Facultad de
Humanidades para los períodos 1920-1923 y 1926-1930. Durante sus mandatos se fundaron la revista
Humanidades y Instituto Bibliográfico, bajo su dirección. También se debe a su iniciativa la creación en
1925 del Archivo Histórico de la Provincia de Buenos Aires. Fue nombrado Presidente de la Universidad
de la Plata en el período 1930-1931 y 1932-1935. También fue Profesor Titular de la cátedra Introducción
a las Ciencias Jurídicas y Sociales, en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la UBA; Profesor
Titular de Sociología y en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA y Profesor Titular de Historia Ar-
gentina y de Sociología en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la UNLP. Levene
ingresó en 1915 a la Junta de Historia y Numismática Americanas, presidiéndola por los períodos 1927-
1931, y entre 1934-1938. Una vez que la JHNA se oficializara convirtiéndose en la Academia Nacional
de la Historia en 1938, fue su presidente entre 1938 y 1959. En 1936 fundó el Instituto de Historia del
Derecho Argentino y Americano, dependiente de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la UBA.
Levene impulsó la ley de 12.665 para la "Defensa del patrimonio histórico y artístico de la Nación". En el
marco de dicha ley se creó la Comisión de Museos, Monumentos y Lugares Históricos que presidió desde
1939 hasta 1946. Sus principales obras fueron: Los orígenes de la democracia argentina, Buenos Aires,
1911; El ideal ético de las Universidades modernas, La Plata, Archivos de Ciencias de la Educación,
1915. Estudios económicos acerca del Virreynato del Río de la Plata, Buenos Aires, s/d ed., 1915; Ensa-
yo histórico sobre la Revolución de Mayo y Mariano Moreno. Contribución al estudio de los aspectos
político, jurídico y económico de la Revolución de 1810, Buenos Aires, Facultad de Derecho y Ciencias
Sociales (UBA), 1920; “Fuentes del Derecho Indiano”, en: Anuario de Historia del derecho Español,
Tomo 1, 1924; La Anarquia de 1820 en Buenos Aires, Buenos Aires, El Ateneo, 1931; Fuerza Transfor-
madora de la Universidad Argentina, Buenos Aires, El Ateneo, 1936 —con prólogo de Rafael Altami-
ra—; Los orígenes de Buenos Aires, La Plata, Centro de Estudios Históricos Americanos, Universidad de
La Plata, 1937; Sarmiento, sociólogo de la realidad americana y argentina, Buenos Aires, Imprenta Ló-
pez. 1937; La fundación de la Universidad de Buenos Aires. Su vida cultural en los comienzos y la publi-
cación de los cursos de sus profesores, Buenos Aires, Baiocco y Cía, 1940; La cultura histórica y los
sentimientos de la nacionalidad, Buenos Aires, Espasa Calpe, 1942; Mitre los estudios históricos en la
Argentina, Buenos Aires, Rodriguez Giles, 1944; Celebridades argentinas y americanas, Buenos Aires,
Emece, 1945; Historia de Moreno, Buenos Aires, Espasa Calpe, 1945; La realidad histórica y social
argentina vista por Juan Agustín García, Buenos Aires, Coni, 1945; Historia de las ideas sociales argen-
tinas, Buenos Aires, Espasa Calpe, 1947; Las ideas históricas de Mitre, Buenos Aires, Coni, 1948; Ma-
nual de Historia del Derecho Argentino, Buenos Aires, Kraft, 1957. Dirigió la monumental obra de la
ANH: ACADEMIA NACIONAL DE LA HISTORIA, Historia de la Nación Argentina. Desde los orígenes hasta
la organización definitiva en 1862, 10 vols. En 14 tomos, El Ateneo, Buenos Aires 1936 y 1950. Para una
bibliografía de Levene: Academia Nacional de la Historia, Obras de Ricardo Levene, Buenos Aires,

25
En dicha oportunidad, el catedrático ovetense fue obsequiado con una obra de
arte, un álbum conteniendo más de cuatro mil firmas de “todo el Magisterio de la capi-
tal, primario, secundario y universitario” y una dedicatoria en la que fue “víctima” de
nuevas alabanzas y lisonjas:
“Los profesores argentinos que suscriben, en representación de sus colegas de toda la República
y en su propio nombre, quieren dejar constancia en las páginas de este álbum, de la gratísima
impresión que ha producido en ellos la personalidad del ilustre maestro español D. Rafael Alta-
mira, cuyas sabias lecciones y nobles cualidades le acreditan como una honra para el gremio en
el mundo civilizado. En su breve permanencia en la República Argentina, ha abierto surcos nue-
vos a la enseñanza, ha atraído y elevado los corazones con el influjo de su entusiasmo y vocación
por la ciencia y su amor de la verdad, y ha hecho revivir, aún más acendrado, el nativo cariño y
respeto por la madre patria España, cuya grande cultura e indeclinable hidalguía ha tenido en él
su más digno heraldo.” 62

Pero no fueron sus colegas docentes los únicos que rindieron tributo al viajero.
Testimonio del cariño y admiración que despertó el viajero entre su alumnado argenti-
no, fue la curiosa y sin duda desproporcionada iniciativa de los alumnos de la UNLP y
la UBA, quienes pusieron en marcha una colecta para obsequiar a Altamira con una
casa en la ciudad de Oviedo63.
La cosecha de Altamira incluyó, también, algunas titulaciones y membresías
honoríficas, entre las que podemos mencionar la de la Academia Literaria del Plata que

ANH, 1961. Para mayores referencias biográficas: “Biografía de Ricardo Levene” [en línea], en: Biblio-
teca Nacional del Maestro; Biblioteca, Museo y Archivo Ricardo Levene,
http://www.bnm.me.gov.ar/i/levene/biografia.php [Consultado: 20-VI-2002]; y “Biografía. Ricardo Le-
vene” en: Proyecto Ameghino. Los orígenes de la ciencia argentina en Internet [en línea], Director: Leo-
nardo Moledo, IEC, UNQ, http://www.unq.edu.ar/iec/ameghino/marco.htm [Consulta: 19-VI-2002]).
Sobre Ricardo Levene en la UNLP puede consultarse: Adrián G. ZARRILLI, Talia V. GUTIÉRREZ y Osval-
do GRACIANO, Los estudios históricos en la Universidad Nacional de La Plata (1905-1990). Tradición,
renovación y singularidad, Buenos Aires, Academia Nacional de la Historia y Fundación Banco Munici-
pal de La Plata, 1998, pp. 23-81; María Amalia DUARTE, “La Escuela Histórica de La Plata”, en:
ACADEMIA NACIONAL DE LA HISTORIA, La Junta de Historia y Numismática Americana y el movimiento
historiográfico en la Argentina (1893-1938), Tomo I, Bs.As., ANH, 1995, pp. 272-277.
62
“Demostración del Magisterio argentino”, en: Revista El Libro, Buenos Aires, Asociación Nacional del
Profesorado, octubre-noviembre de 1909, reproducido en: Rafael ALTAMIRA, Mi viaje a América...,
Op.cit., pp. 184-185. Esta dedicatoria también puede consultarse en: IESJJA/LA, s.c., Recortes de prensa,
“Demostración al profesor Altamira. La velada del miércoles”, en: periódico no identificado, 12-X-1909.
Manuel Derqui se ocupó personalmente de la remisión a España por correo diplomático —a través de su
amigo, el encargado de negocios argentino en Madrid, Eduardo Wilde— de estos obsequios. Ver:
AHUO/FRA, en cat., Caja IV, Carta original manuscrita de Manuel Derqui a Rafael Altamira, Buenos
Aires, 28-V-1910 (3 pp. con membrete: Colegio Nacional Mariano Moreno). Estos envíos tuvieron un
considerable retraso y la estatua de grandes dimensiones tuvo ciertos problemas para llegar a su destinata-
rio, pese a que Derqui había cubierto los gastos de flete internacional y el de Cádiz-Madrid-Oviedo y
había involucrado a Wilde para que no se le cargaran derechos aduaneros. Ver: AHUO/FRA, en cat., Caja
IV, Carta original manuscrita de Manuel Derqui a Rafael Altamira, Buenos Aires, 11 a 16-VI-1910 (3 pp.
con membrete: Colegio Nacional Mariano Moreno).
63
Ver: “Obsequio al profesor Altamira. Casa en Oviedo”, en: La Razón, Buenos Aires, 22-IX-1909
(IESJJA/LA, s.c., Recorte de prensa) y “Crónica. La casa del maestro”, en: Diario Español, Buenos Ai-
res, 21-IX-1909 (IESJJA/LA, s.c., Recorte de prensa).

26
lo nombró socio honorario64 y la del Instituto de Enseñanza General lo nombró miembro
corresponsal en España65.
La prensa periódica, siempre minuciosa en su cobertura de las actividades uni-
versitarias y sociales del profesor ovetense, no hizo más que ponderar —salvo algunas
excepciones puntuales— el valor de sus palabras y actitudes ya fuera a través de la cró-
nica diaria, de editoriales o de artículos de opinión.
El mejor epítome de la intensa campaña de Altamira y de sus espectacular reper-
cusión en todos los ámbitos de la sociedad argentina haya sido, quizás, la ajetreada jor-
nada del 13 de octubre. Ese día, luego de su regreso a Buenos Aires a bordo del Eolo
procedente de Montevideo, el viajero fue recibido por el Presidente de la Nación, José
Figueroa Alcorta66 en una breve audiencia a la que asistió acompañado del Ministro de
Instrucción Pública Rómulo S. Naón67; horas más tarde fue homenajeado por el profeso-
rado de todos los niveles educativos en la Escuela Industrial de la Nación; para concluir
la faena por la noche, pronunciando una conferencia ante multitudes de entusiasmados
compatriotas en el Club Español de Buenos Aires68. Tres días después, la noche del 16
de octubre, Altamira, presto a cumplir las últimas etapas de su estancia en Argentina,
era despedido oficialmente en la estación de ferrocarril del barrio porteño de Retiro por
una constelación de influyentes figuras políticas e intelectuales entre quienes se encon-
traban casi todos sus incondicionales promotores69. Argentina se rendía fascinada ante la

64
IESJJA/LA, s.c., Carta original manuscrita de la Academia Literaria del Plata a Rafael Altamira, Bue-
nos Aires, 8-VIII-1909.
65
IESJJA/LA, s.c., Carta original mecanografiada de Luis Gianetti con membrete del Instituto General de
Enseñanza a Rafael Altamira, Buenos Aires, 5-X-1909.
66
El político cordobés José Figueroa Alcorta (1860-1931), se doctoró en Leyes en la Facultad de Derecho
de la Universidad Nacional de Córdoba, donde fue designado catedrático de Derecho Internacional. Fue
diputado, senador provincial, Ministro de Gobierno y Ministro de Hacienda en la gobernación de Marcos
Juárez. En 1892 fue electo diputado nacional y en 1895 Gobernador de la Provincia de Córdoba. En 1898
fue elegido senador nacional y en 1904, Vicepresidente de la Nación. En 1906 asumió la Presidencia al
morir Manuel Quintana. Su gobierno, liberal reformista y empeñado en la normalización electoral y en la
erradicación del fraude en los comicios contra la UCR, se vio atacado y obstaculizado por las fuerzas
políticas conservadoras orientadas por Julio A. Roca y Marcelino Ugarte que hegemonizaban el Congreso
Nacional. En 1908 clausuró el Congreso para formar una nueva mayoría parlamentaria. En 1909 tuvo que
enfrentar la agitación obrera durante la Semana Trágica de Buenos Aires. En 1910 presidió las fiestas del
primer centenario de la Revolución de mayo, oportunidad en que recibió a la infanta Isabel de España y al
Presidente de Chile, Manuel Montt. Terminado su mandato, el Presidente Roque Sáenz Peña lo designó
embajador en España (1912) y Ministro de la Suprema Corte de Justicia (1915), de la que llegaría a ser
Presidente en 1929.
67
Rómulo S. Naón (1875-1941) se doctoró en Derecho en la UBA en el año 1896, donde asumiría la
cátedra de Derecho constitucional. Fue miembro de la Academia de Derecho y Ciencias Sociales y profe-
sor del Colegio Nacional Buenos Aires. Liberal reformista, su carrera política se inició con su nombra-
miento como secretario del Gobierno de la Provincia de Buenos Aires en 1900, siendo elegido diputado
en 1902 y 1908. El 25 de junio de 1908 fue nombrado Ministro de Justicia e Instrucción Pública por el
Presidente Figueroa Alcorta —cargo que mantenía durante la visita de Altamira—. En 1912 fue elegido
nuevamente legislador nacional y entre 1914 y 1917 embajador argentino en los EE.UU. En 1932 fue
nombrado Intendente de la Ciudad de Buenos Aires por el presidente Agustín P. Justo.
68
“Llegada del profesor Altamira”, en: La Argentina, Buenos Aires, 13-X-1909 (IESJJA/LA, s.c., Recor-
te de prensa); “Homenaje a Altamira en la Escuela Industrial. Conferencia de despedida”, en: La Prensa,
14-X-1909 (IESJJA/LA, s.c., Recorte de prensa) .
69
Una breve crónica de esta despedida —a la que asistieron el ministro Rómulo Naón, Eduardo Bidau,
Agustín Álvarez, Enrique del Valle Ibarlucea, Carlos Federico Melo, Manuel Derqui, José Nicolás Ma-

27
personalidad del delegado de la Universidad de Oviedo, pronto seguirían otras escalas
del viaje donde ese éxito sería rotundamente corroborado, pero aún quedaban pendien-
tes algunos escenarios argentinos para alimentar la gloria de la embajada ovetense.
Luego de su escala en Rosario, Altamira fue recibido en Córdoba con gran, y tal
vez desproporcionada, expectativa en el medio intelectual y pedagógico:
“Otro español ilustre se encuentra hoy en Córdoba, el señor Rafael Altamira. ¡Bienvenido el que
llega a nuestras puertas trayendo por presentes la ilustración del sabio y la aureola gloriosa del
profesor! [...] ¡Bienvenidos los hombres, que abandonando un momento a nuestra antigua madre,
España, influyen en nuestra civilización y cuidan amorosamente de nuestro perfeccionamiento.
Tutelaje intelectual, en que los discípulos ansiamos oír a los maestros, esperando que en días no
lejanos contemos con genios, que en castellano idioma ejerzan influencia tanta o igual a ellos.
[...] Contadnos sobre vuestros estudios históricos relacionados con nuestro continente, ahora que
estáis entre nosotros. Mostradnos la verdad tantas veces diseñada en vuestros escritos. Destruid
por medio de vuestra ciencia, tanto absurdo y dato falso, que existe sobre España y América. En
la universidad os oyen hombres que mañana serán la fuerza intelectual y política del país; algu-
nos, los más grandes, se incorporarán tal vez a la corte gloriosa de la fama. Y bien. Buscad otra
fuente intelectual, oculta y benéfica, que humilde va sembrando los frutos que después recojerán
[sic] las generaciones venideras, artífices oscuros de la sociedad, que según ellos sean, así será la
fuerza o decadencia del país. Os hablo de los maestros de escuela. Queremos oíros. El profesor
insigne debe enseñar a los demás. Sois la antorcha que debe guiarlos. La Extensión Universitaria,
valientemente defendida por vos, debe dejar aquí su semilla civilizadora.” 70

Las autoridades de la Universidad Nacional de Córdoba (UNC) organizaron una


recepción oficial el 18 de octubre quedando a cargo de Juan Carlos Pitt el ampuloso
discurso de bienvenida, a quien sólo ofrecería unas breves conferencias de materia jurí-
dica:
“Tres siglos de tradición universitaria y de cultura intelectual, consagrados por el más alto respe-
to hacia el nombre y hacia el recuerdo de este histórico instituto, se asocian en este momento pa-
ra dar bienvenida al ilustre huésped que con los prestigios de su vigorosa mentalidad, y de su in-
discutido concepto científico, llega de nuestro Oriente, como la luz para irradiar sus reflejos
sobre nuestro secular establecimiento y sea motivo de satisfacción para nosotros acogerle en este
santuario del pensamiento americano al que Tempus edax homo edasior ni las edades han mina-
do ni los hombres han podido destruir. Viene en la hora oportuna el maestro y el apóstol de la
ciencia para apartar cuas hominum, quantum est in rebus inane la grave preocupación de los
hombres y la inconmensurable vanidad de las cosas, con solicitaciones más persuasivas y benéfi-
cas de la cátedra que imprime rumbos y modela las ideas colectivas, como si fuera su vocación
precisa llegar a la tribuna universitaria para romper los ligamentos que aprisionan la idea o para
biselar las asperezas del pensamiento. Y así, desde Oviedo hasta Buenos Aires, su nombre y su
fama mundial le han aclamado como el del razonador y del sociólogo, del sabio glosador y del
maestro.” 71

La sociedad cordobesa también supo agasajar a Altamira ofreciéndole, además


del uso transitorio de la cátedra, un banquete nocturno en el Splendid Hotel el 20 de
octubre72 y un opíparo almuerzo al día siguiente, organizado por la comunidad universi-
taria en el Salón Blanco del Café del Plata. Esa misma tarde del 21 de octubre, Altamira

tienzo, Fermín y César Calzada y el cónsul de España— puede consultarse en: “Partida del doctor Altami-
ra”, en: La Argentina, Buenos Aires, 17-X-1909 (IESJJA/LA, s.c., Recorte de prensa).
70
SRTA. VIRTUDES, “Rafael Altamira”, en: La voz del interior, Córdoba, 20-X-1909 (IESJJA/LA, s.c.,
Recorte de prensa).
71
“El profesor Altamira. Conferencia en la F. de Derecho. Resumen interesante. Discurso del doctor
Pitt”, en: La Verdad, Córdoba, 19-X-1909 (IESJJA/LA, s.c., Recorte de prensa).
72
“Banquete a Altamira”, en: Patria, Córdoba, 20-X-1909 (IESJJA/LA, s.c., Recorte de prensa).

28
partía hacia Mendoza, última escala —en este caso, meramente turística— desde donde
pasaría a la república transandina con la esperanza de reeditar sus triunfos argentinos.

2.- El viaje americanista en sus ulteriores escalas.

2.1.- De Uruguay a Cuba.


Altamira visitó la República Oriental del Uruguay durante una semana entre el 4
y el 12 octubre de 1909, abriendo un paréntesis en su estancia argentina. El viajero to-
caba así su segundo destino, siendo recibido en medio del clima propicio que crearon
los estudiantes universitarios73, la colonia española, algunos publicistas afines al espíritu
de esta embajada cultural74 y, por supuesto, el propio éxito que la precedía en la banda
occidental del Río de la Plata.
El Diario Español se plegó activamente a la promoción del catedrático ovetense,
publicando un llamamiento y una invitación nominal a las personalidades más relevan-
tes de la colectividad en Montevideo75. Pocos días después, ese mismo periódico edita-
ría un panegírico del catedrático ovetense cuya extensión y minucioso relevamiento bio-
bibliográfico, pueden considerarse como indicio del completo desconocimiento del per-
sonaje en la opinión pública uruguaya. Esta presentación hacía hincapié en dos aspectos
de su perfil profesional; por un lado, en su versatilidad intelectual y, por otro, en la im-
portancia de sus labores pedagógicas en la Extensión Universitaria ovetense:
“Altamira es historiador, jurista psicólogo, economista, literato, pero es ante todo y sobre todo
un pedagogo. [...] Con ser tan grande el nombre que se ha conquistado en cualquiera de las mani-
festaciones antedichas, produciendo obras de tal importancia como la Historia de España y la Ci-
vilización española y la Propiedad comunal, entre otras, que pasarán a la biblioteca de la inmor-
talidad por suponer un eslabón más en la cadena que forma la investigación del conocimiento...,
llega a una altura envidiable, al considerar su labor de maestro. [...] Luchador constante y decidi-
do contra el analfabetismo, la más grande desdicha que sobre nosotros pesa, prolonga su cátedra
hasta la extensión universitaria, círculos obreros, no sólo de la capital, sino de la provincia, lle-

73
La propaganda estudiantil trajo polémica en Montevideo debido a las críticas que se dispararon sobre
Anatole France y Enrico Ferri aprovechando la ocasión de contraponerles la figura más humilde y austera
de Altamira. A propósito de esta polémica pueden consultarse los editoriales de L’Italia del Plata, Mon-
tevideo, 6 –X-1909 y IESJJA/LA, s.c., Recortes de prensa, “Altamira, France y Ferri. Un manifiesto estu-
diantil”, en: Democracia, Montevideo, 7-X-1909.
74
IESJJA/LA, s.c., Carta original manuscrita de Víctor Pérez Vehil a Rafael Altamira, Montevideo, 8-
VII-1909, 2 páginas. Víctor Pérez Vehil, redactor de El Tiempo, escribió antes de la llegada de Altamira,
editoriales sobre la personalidad del viajero y al momento de su arribo al Río de la Plata se puso a dispo-
sición del mismo —a través del contacto de Enrique Rodó—, al que consideraba un sabio y un colega
periodista.
75
“El mérito de Altamira como historiador no tiene igual en nuestro idioma por haberse orientado en la
nueva corriente de la historia de la civilización, escuela alemana, de sentido amplio, democrático y prácti-
co, que perdurará en los anales de la humanidad. La Historia de España y de la civilización española es
un monumento y gloria nacional que basta para levantar al más alto nivel intelectual la personalidad del
señor Altamira. Nuestros compatriotas deben asociarse y secundar la obra de la Universidad de Montevi-
deo, honrándose y honrando al señor Altamira, en su residencia en esta capital. El Diario Español que en
cada compatriota ilustre desea honrar a la patria lejana, se permite hacer este llamamiento. A los españo-
les: Se invita para concurrir al muelle de pasajeros a las ocho de la mañana de hoy miércoles, para recibir
al señor Altamira, gloria de España y honor de la Universidad de Oviedo...” (“D. Rafael Altamira en
Montevideo”, en: El Diario Español, Montevideo, 4-X-1909 —IESJJA/LA, s.c., Recorte de prensa—).

29
vando su voz clara y sabia por pueblos, villas y lugares, removiendo cerebros donde deposita
ideas y principios, que hacen de aquellos sencillos y rústicos seres que se mueven y trabajan au-
tomáticamente, obreros conscientes, reflexivos, aptos para la prosperidad y engrandecimiento de
aquella región donde consumen su esfuerzo. [...] ¡Qué alegría debió producirle ver sentados
completamente confundidos elementos de todas las clases sociales, sin que decayera el entusias-
mo, ni se elevara una sola protesta, en Asturias, país de tan ilustre abolengo! La socialización an-
te la ciencia se había conseguido, como primer triunfo. Allí no había sitios reservados para nadie,
eran ocupados como iban llegando; guardaban solo el sillón de la cátedra, que ocupaba el maes-
tro, único que tenía este privilegio. Solo dos clases se reunían en aquella gloriosa aula: profeso-
res y discípulos. [...] Maestro siempre, dotado de facultades sorprendentes, triunfa en el Ateneo
ante un público de profesionales, de maestros; triunfa en la cátedra contribuyendo a formar esa
pléyade ilustre de jóvenes, que entregados por completo al estudio, camina gloriosamente, con
esforzado ánimo en las filas compactas que forman nuestros intelectuales, marchando al igual de
las demás naciones hacia la conquista del mundo para someterlo a los dictados de la ciencia...” 76

A poco del desembarco del vapor Viena en Montevideo, el profesor español co-
menzó a transitar un nuevo tramo de lo que se preanunciaba ya como un paseo triunfal
por toda América.
Las actividades sociales y de protocolo pronto absorbieron la atención de Alta-
mira. Por la mañana del día 6 de octubre recibió en el Hotel Lanata los saludos de la
comisión de bienvenida que incluía a Pablo de María77, José A. de Freitas —decano de
la Facultad de Derecho—, José Enrique Rodó78 y Matías Alonso Criado79, entre otros80.
Horas después fue recibido en la casa de gobierno por el Presidente de la República

76
Pascual SÁENZ, “Altamira y su obra social”, en: El Diario Español, Montevideo, 6-X-1909
(IESJJA/LA, s.c., Recorte de prensa).
77
El jurista argentino, Pablo de María (1850-1930), nacido en Gualeguaychú, fue catedrático de la Facul-
tad de Derecho de la Universidad de la República, formando parte del grupo espiritualista contrapuesto al
positivista, por entonces dominante. Ocupó el cargo de Rector en tres oportunidades: 1893-1895, 1899-
1902, e interinamente, entre 1908 y 1911. Ver: “Rectores de la Universidad de la República. Rectorados
de 1880 a 1922. Doctor Pablo de María” [en línea], en: Universidad de la República, Rectores,
http://www.rau.edu.uy/universidad/uni_rec2.htm, [Consultado:17-VI-2002]).
78
José Enrique Rodó (1871-1917), además de ser el autor de Ariel —libro que impresionó a Altamira y
su generación intelectual— actuó en la Cámara de Diputados, fue Director de la Biblioteca Nacional,
profesor universitario y periodista.
79
Alonso Criado estudió en Salamanca se graduó en Derecho y se doctoró en Filosofía y Letras en la
Universidad de Valladolid. En la Primera República fue secretario personal del presidente Emilio Caste-
lar. En 1874, a los veintidós años, emigró a Uruguay, estableciéndose en Montevideo. Fundó el Boletín
Jurídico y Administrativo (1876), La Colonia Española (1877) y publicó la Colección Legislativa de la
República Oriental del Uruguay y la Historia y Geografia del Paraguay (1888). Fue designado Cónsul
General de la República del Paraguay en España y más tarde Cónsul General por ese mismo país en Mon-
tevideo. Chile también lo designó Cónsul General en la capital uruguaya. En España se lo premió con las
cruces de Carlos III e Isabel la Católica, y con la designación de miembro correspondiente de la Real
Academia de la Historia (RAH) y de la Real Academia de Legislación y Jurisprudencia.
80
“El profesor Altamira. Su llegada a Montevideo. Saludos y visitas al ilustre huésped. Temas de las
conferencias”, en: El Siglo, Montevideo, 5-VII-1909 (IESJJA/LA, s.c., Recorte de prensa).

30
Claudio Williman81 en una audiencia privada a la que concurrió con el rector De Ma-
ría82, la cual se reeditó días más tarde, esta vez junto al ministro español.
Pronto comenzaron a resonar las palabras de elogio. Durante su visita al Hospital
Español, el doctor Ignacio Arcos Pérez pronunció un encendido —y algo desmesura-
do— discurso españolista, en el que se lo festejaba como el “heraldo de una nueva era”:
“España la hidalga, España la caballeresca, España la conquistadora, siente en sus entrañas las
fecundas palpitaciones de un movimiento evolutivo intenso, que la renuevan, la transforman y la
encauzan en las vías del progreso científico moderno; y es esta España nueva, la que os envía
como su primer apóstol a predicar través del mundo, el credo de su potente renacimiento a la vi-
da de la ciencia. La presencia vuestra en estos países de América, enseñando a nuestros alumnos
vuestra ciencia propia, crea una nueva vinculación entre España y sus antiguas colonias, repre-
senta una nueva era de consanguinidad, una renovación del antiguo sentimiento de familia, que
será fecundo en beneficios materiales, sociales y políticos. El alma española vuelve a ocupar
ahora con ese nuevo derecho de conquista del siglo XX, con el derecho intelectual, la tierra de
América, que los esforzados conquistadores había dominado por la espada, prestando un servicio
inmenso a la humanidad. Ojalá que en un futuro no lejano en los dominios de la ciencia española
no se ponga nunca el Sol, como no se ponía en los dominios políticos de Felipe II. Salve augusta
Madre España. Salve profesor Altamira, su hijo preclaro.” 83

Las autoridades y profesores de la Universidad de la República le tributaron un


fastuoso banquete en el Hotel del Prado, al que asistieron como invitados especiales, en
“una manifestación sin ejemplo ni precedente” el primer mandatario uruguayo y todo su
gabinete84.
Este despliegue social dejó espacio para algunas tareas académicas las que, en
esta ocasión, se limitaron a la visita del Museo Pedagógico y de diversas escuelas y Fa-
cultades; al dictado de tres conferencias en el salón de actos de la Universidad de la Re-
pública en Montevideo85 y de una conferencia en el Ateneo —solicitada por la Direc-
ción Nacional de Instrucción primaria— destinada a los maestros de las escuelas
públicas y privadas86.

81
El jurista positivista uruguayo, científico experimental y profesor de Física, Claudio Williman (1863-
1934) fue rector de la Universidad de la República entre 1902 y 1904, y entre 1912 y 1916. En la esfera
pública, se desempeñó como Decano de Enseñanza Secundaria, Ministro de Estado y Presidente del Ban-
co de la República. Ver: “Rectores de la Universidad de la República. Rectorados de 1880 a 1922. Doctor
Claudio Williman” [en línea], en: Universidad de la República, Rectores,
http://www.rau.edu.uy/universidad/uni_rec2.htm, [Consultado:17-VI-2002]).
82
“El profesor Altamira. Su llegada a Montevideo. Saludos y visitas al ilustre huésped. Temas de las
conferencias”, en: El Siglo, Montevideo, 5-VII-1909 (IESJJA/LA, s.c., Recorte de prensa).
83
“El señor Altamira en Montevideo. Visita al Hospital Español”, en: El Diario Español, Montevideo, 9-
X-1909 (IESJJA/LA, s.c., Recorte de prensa).
84
AMAE, Correspondencia Uruguay 1901-1909 Legajo H – 1796, Despacho Nº128 del Ministro Pleni-
potenciario de S.M. en Uruguay dirigido al Excmo. Señor Ministro de Estado —4 pp. manuscritas + cará-
tula, con membrete de la Legación de España en Montevideo y con firma autógrafa de Germán M. de
Ory—, Montevideo, 12-X-1909.
85
Rafael Altamira pronunció en la UNR tres conferencias. La primera, el 7 de octubre, acerca de “La
Universidad ideal”; el 10 de octubre, otra titulada “Historia del derecho y Código de las siete partidas” y
un día después, otra sobre “Las interpretación de la historia de España”.
86
Rafael ALTAMIRA, Mi viaje a América..., Op.cit., pp. 65-66. Esta conferencia sobre “La educación del
maestro” fue dictada el 10 de octubre de 1909 y en ella Altamira pretendía transmitir la experiencia de la
Universidad de Oviedo en su relación con la escuela primaria asturiana y desgranar algunas consideracio-
nes respecto del ideal formativo del maestro, partiendo del supuesto de que en pedagogía —como en
cualquier otra ciencia moral— era casi imposible decir algo radicalmente novedoso. Sin embargo, según

31
Tal como había ocurrido en Argentina, los profesores universitarios honraron
efusivamente tanto el proyecto americanista que alentaba aquel viaje, como a la Univer-
sidad de Oviedo:
“Traéis un especial encargo de la Universidad de Oviedo; de aquella colmena laboriosa y brillan-
te, que al mismo tiempo que elabora y difunde a la patria el panal de rica substancia para el espí-
ritu, extiende las alas del enjambre por toda la América, para esparcir gérmenes de luz y de vida
recogiendo en cambio la savia fecundante que hierve en estos pueblos de Hispano América, para
trasvasarlo a las venas de la Nueva España. Venís de esa escuela de Oviedo, que está, sin duda
alguna, a la vanguardia de la cultura española y que es portaestandarte de la Universidad moder-
na por la intensidad de la obra colectiva que realiza; por la dirección científica amplia que im-
prime en el espíritu de renovación y de crítica en todas las manifestaciones de la vida intelectual;
por la disciplina metodológica que pone en todas las ramas del saber, y por las aplicaciones re-
alistas del conocimiento, de la ciencia, del arte, que extiende a los rangos más menesterosos de la
sociedad.” 87

A este homenaje se unieron muy especialmente los estudiantes montevideanos,


quienes veían en Altamira, el portador no de la “afirmación petulante de doctrinas que
allá han envejecido y tal vez caducado para siempre”, sino el “mensaje cordial de aque-
lla nueva civilización española” abierta y progresista88.

Este reconocimiento rebasaría, también en Montevideo, el estrecho círculo de la


comunidad universitaria, tal como lo testimonia el satisfecho balance que, al momento
de la despedida de Altamira, ofreciera la prensa española en el Uruguay:
“El profesor Altamira, desde muchos años atrás, era conocido de nuestro espíritu, que se había
deleitado con sus graves estudios críticos primero, y que se había robustecido con sus sabias en-
señanzas después. Desde aquellos lejanos tiempos en que el gran maestro Leopoldo Alas anun-
ció, el primero, el brillante porvenir del joven Altamira a raíz de un largo estudio por este publi-
cado sobre el realismo contemporáneo, hasta estos días en que la labor del eminente escritor
asturiano, consagrado a una tan nobilísima propaganda cual es la de la extensión universitaria, se
ha hecho más profunda y reflexiva, hemos seguido el desenvolvimiento de este espíritu que es

Altamira, existiría un divorcio entre la elaboración teórica y la práctica educacional efectiva cuya forma
más adecuada de salvar sería insistir en una mejor educación del educador, sin la cual el gasto en edificar
escuelas, comprar material y aumentar el presupuesto terminaría siendo perfectamente inútil. Esta educa-
ción debería ser sostenida en el tiempo a través de la oferta de conferencias, del subsidio de viajes de
estudio periódicos y de la labor constante de inspecciones técnicas y evaluaciones de los supervisores
pedagógicos (IESJJA/LA, s.c., Notas originales manuscritas de Rafael Altamira para su conferencia orga-
nizada por la Dirección Nacional de Instrucción primaria en el Ateneo de Montevideo bajo el título “La
educación del maestro”, Montevideo, 10-X-1909, 7 pp.).
87
Carlos M. DE PENA, Discurso en la Universidad de Montevideo, reproducido en: Rafael ALTAMIRA, Mi
viaje a América..., Op.cit., pp. 232-233.
88
“No traéis en vuestras manos la espada rutilante y flexible de las controversias académicas sino un
atributo de paz; y es porque sabíais, con anticipadas revelaciones de vuestro destino como educador de
muchedumbres, que en los luengos y novedosos peregrinajes por las ciudades americanas, rumorosas,
cosmopolitas y animadas por un progresivo espíritu de modernidad, vuestra noble cruzada no iba a reno-
var el estruendo de las antiguas disputas y de las apasionadas justas dialécticas; porque no veníais a discu-
tir, sino a confraternizar con nosotros; no a imponer vuestras enseñanzas, sino a difundirlas por el con-
vencimiento; no a conquistar prosélitos para ningún dogma científico, sino a traer corazones con la
inagotable bondad que unge con óleos de persuasión vuestra palabra; humana y compadecedora bondad
que, como la ternura profunda y cordial de que nos habla el poeta francés, se siente perpetuamente estre-
mecida ante todos los injustos dolores del mundo.” (Francisco A. SCHINCA, Discurso en ocasión de la
despedida de R. Altamira de la Universidad Nacional de la República, reproducido en: Rafael ALTAMIRA,
Mi viaje a América..., Op.cit., pp. 242-243).

32
honra y prez de las ciencias y las letras españolas. Teníamos pues plena consciencia de que el
señor Altamira se impondría entre nosotros y lograría más grandes y legítimos triunfos que otras
celebridades que nos han visitado; y por ello, nos apresuramos a prestigiar su venida y a encare-
cer a nuestras autoridades competentes para que arbitraran la mejor forma de hacernos oír al
maestro. Hoy podemos con legítima satisfacción, declarar que no nos habíamos equivocado y
que nuestros pronósticos se han cumplido acabadamente.” 89

Luego de la visita a Uruguay y de completar sus asuntos en Argentina, Altamira


cruzó la Cordillera de los Andes, permaneciendo en Chile por el plazo de una semana
durante el mes de noviembre de 1909.
Esta breve escala, prevista en el itinerario original, pudo concretarse gracias al
esfuerzo de la Universidad Nacional de Santiago de Chile y en especial de su rector,
Valentín Letelier Madariaga90, quien se encargó de interesar al gobierno y de negociar
con el Consejo de Instrucción Pública un acuerdo que asegurara materialmente la estan-
cia de Altamira en Chile. A partir de estas gestiones, el Poder Ejecutivo instruyó al em-
bajador de chileno Cruchaga Tocornal, para acordar con Altamira el dictado varias con-
ferencias, así como arreglar las cuestiones relacionadas con el traslado del viajero al
país transandino91.
Finalmente, pese al deseo de Letelier de convenir un ciclo extenso de conferen-
cias de Historia del Derecho y de enseñanza de la historia92, se acordó el dictado de cin-
co lecciones sobre temas variados y la asunción por parte del erario público de los gas-
tos del tránsito ferroviario internacional e interno del profesor y su secretario93.
Altamira fue recibido en la estación Los Andes por una delegación oficial que lo
escoltó hasta la capital, donde fue agasajado por el Ministro de Instrucción Pública —
quien además asistió a la conferencia inaugural en la UNS—, otras autoridades y perso-

89
“El profesor Altamira”, en: El Diario Español (?), Montevideo, 12-X-1909 (IESJJA/LA, s.c., Recorte
de prensa).
90
Profesor de historia y abogado, Valentín Letelier (1852-1919) fue representante del pensamiento posi-
tivista comteano, liberal, reformista y laico en Chile. Formó parte de la Academia Literaria fundada por
José Victorino Lastarria y fue secretario de la Liga Protectora de Estudiantes. Fue nombrado profesor de
Literatura y Filosofía en el Liceo de Copiapó donde creó una Academia Literaria. También se desempeñó
como periodista en Las Novedades, Los Tiempos, y El Heraldo. Fue secretario de la Sociedad de Instruc-
ción Primaria y en 1878 fue proclamado diputado En 1881 fue designado secretario de la legación chilena
en Alemania, permaneciendo en Berlín hasta 1885. Vuelto a Chile se convirtió en un prestigioso reforma-
dor pedagógico. Sus principales libros fueron: De la Ciencia Política en Chile, Santiago de Chile, 1886;
Por Qué se Rehace la Historia, Santiago de Chile, 1886; Los Pobres; Santiago de Chile, 1896; La Evolu-
ción de la Historia, Santiago de Chile, Suárez,1900; Génesis del Estado, Buenos Aires, Cabaut, 1917 y
Génesis del Derecho, Santiago de Chile, Imprenta Universitaria, 1919. Fue profesor de Derecho adminis-
trativo en la Escuela de Leyes de la Universidad de Chile; formó parte del Consejo de Instrucción Pública
y, entre 1906 y, en 1913, fue rector de la Universidad de Chile.
91
AHUO/FRA, en cat., Caja IV, Carta original manuscrita —con membrete personal— de Valentín Lete-
lier a Rafael Altamira (en La Plata), Santiago de Chile, 29-VII-1909.
92
Valentín Letelier se excusaba ante Altamira por no haber podido negociar mejores condiciones debido
a que “no tengo actualmente injerencia en la administración docente de la República” y a que la UNS no
podía brindarle por sí misma las mismas condiciones que se le dieron en Argentina: “Si nuestra Universi-
dad no hará por cierto lo de La Plata, no lo atribuya usted a otra razón sino al estado de penuria en que se
la mantiene por motivos políticos” (AHUO/FRA, en cat., Caja IV , Carta original manuscrita —con
membrete personal— de Valentín Letelier a Rafael Altamira —en La Plata—, Santiago de Chile, 29-VII-
1909).
93
Rafael ALTAMIRA, Mi viaje a América..., Op.cit., pp. 67-68.

33
najes del mundo político e intelectual. Más tarde fue recibido en La Moneda por el Pre-
sidente de la República, Pedro Montt Montt (1842-1926), en compañía del embajador
español94.
Las conferencias en la UNS tuvieron gran concurrencia de público95 y dieron pié
para renovadas profesiones del más zalamero españolismo:
“Por sus méritos indiscutibles, por la importancia de su obra histórica y literaria, por su brillante
actuación de maestro dentro y fuera de la Península, por su ingénita simpatía, Altamira ha des-
pertado una verdadera explosión de sentimientos cariñosos, que se hallaban comprimidos en el
alma chilena, acechando ocasión propicia para expandirse al sol del mediodía. La razón de este
triunfo es evidente. Altamira no sólo representa para nosotros un escritor eximio, un abnegado
maestro, un sabio historiador; sino también el heraldo de España, que nos trae el mensaje de ma-
yor precio que podíamos esperar: tierno abrazo de una madre amante para el hijo creado en sus
entrañas. Con afable actitud, con su aguda mirada, con su habla genuinamente castiza, nuestro
distinguido huésped ha descubierto toda la atracción irresistible que ejerce sobre los corazones
de este país (sin distinción de hombres ni de damas, de jóvenes ni de ancianos, de estudiantes ni
de iletrados) la nación activa y generosa que nos dio el ser, el recuerdo de los conquistadores
que, gracias a sus músculos de acero, colonizaron la América; en suma, la raza española.” 96

Claro que en otras ocasiones, las metáforas y las alegorías trilladas daban lugar a
juegos de palabras y tópicos retóricos que, en cualquier otra circunstancia, hubieran
causado escándalo:
“Conocida la persona del enviado, es el caso de preguntarle qué se habrá propuesto el Instituto
ovetense al enviarnos esta misión; y en este punto me parece que no puede haber divergencia. Si
hubiera dado las credenciales a cualquier extraño, cabría, por cierto, la duda; pero habiéndolas
dado en realidad a uno de los nuestros, bien se adivina que el maquiavélico designio de aquella
ilustre Universidad es conquistar por segunda vez a Chile, apoderándose de nuestros corazones,
y, para evitar una nueva emancipación, atarnos para siempre con los vínculos indestructibles de
una amistad desinteresada y sin recelos. El maquiavelismo de aquella Universidad hermana se
patentiza mejor en el hecho de haber elegido, para enviarnos esta misión, el preciso momento en
que, según los políticos jeremíacos, hemos llegado al último tramo de la decadencia del carácter
nacional, cuando el pueblo chileno se siente sin vigor para rechazar esta nueva tentativa de con-
quista, cuando nuestras almas débiles sólo tienen alientos para regocijarse con la expectativa de
las cadenas que nos esperan. ¿No es, señores, para desesperarse de la suerte de la patria?”97

Estas conferencias, tituladas “La obra de la Universidad de Oviedo”; “Los traba-


jos prácticos en la Facultad de Derecho”; “Bases de la Metodología de la Historia”; “La
extensión Universitaria” y —la ya infaltable— “Peer Gynt de Ibsen”, fueron seguidas

94
AMAE, Correspondencia Chile Legajo H-1441, Despacho Nº 164, del Ministro de S.M. al Excmo.
Señor Ministro de Estado, referente al catedrático señor Altamira —3 pp. manuscritas + carátula, con
membrete de la Legación de España en Santiago de Chile y con firma autógrafa de Silvio Fernández
Vallín—, Santiago de Chile, 8-XI-1909.
95
IESJJA/LA, s.c., Notas originales manuscritas (en papel cuadriculado) de la 2ª y 4ª conferencias de
Rafael Altamira en la UNS, Santiago de Chile, XI-1909.
96
Discurso del profesor D. Domingo Amunátegui Solar en el banquete de despedida organizado por la
Universidad de Santiago de Chile, noviembre de 1909; reproducido en: Rafael ALTAMIRA, Mi viaje a
América..., Op.cit., pp. 263-264.
97
Discurso del Rector de la Universidad de Santiago de Chile, D. Valentín Letelier, en la inauguración de
las conferencias, noviembre de 1909; reproducido en: Rafael ALTAMIRA, Mi viaje a América..., Op.cit.,
pp. 255-256.

34
por una serie de alocuciones dirigidas a la colectividad española en la capital98, en Val-
paraíso99 e Iquique.
Pese a que Altamira no lo consignara en sus informes oficiales, su estancia chi-
lena también estuvo signada por una sucesión de eventos de carácter eminentemente
protocolar. En pocos días Altamira fue invitado por el Presidente de la República a un
almuerzo oficial con los miembros de la Legación y altos funcionarios chilenos; la UNS
le ofreció otro de trescientos cubiertos y las autoridades de la ciudad de Iquique hicieron
lo propio convocando otro festín en su honor, antes de su partida.
Perú fue su próxima escala que, en esta ocasión, se prolongó entre el 22 y el 29
de noviembre de 1909. Como ya había sucedido en Uruguay y Chile, la prensa y los
medios intelectuales, prepararon el terreno para un recibimiento acorde a los que le
habían tributado las naciones hermanas. Días antes de la llegada se pronunció en la Uni-
versidad una conferencia acerca de la personalidad intelectual de Rafael Altamira, en la
que Pedro Dulanto, alumno de la institución100, realizó una reseña bastante ajustada de
la labor del catedrático ovetense en las áreas historiográfica, pedagógica, crítico-literaria
y literaria, algunos de cuyos extensos pasajes serían publicados por la prensa limeña101.

Los pruritos que había manifestado el viajero respecto de las demostraciones ca-
llejeras en Montevideo, debieron ser, esta vez, convenientemente apartados. A su arribo
a El Callao, Altamira fue recibido por comisiones de la Universidad mayor de San Mar-
cos de Lima y del Instituto Histórico, a las que se agregaron las de otros institutos de
enseñanza, las de las asociaciones estudiantiles y las de las colonias españolas de ese
puerto y de la capital. Ya en Lima fue recibido por el Ministro de Justicia, Instrucción y
Culto, Matías León Carrera y el rector Luis Felipe Villarán Angulo102 quienes, en repre-
sentación de su gobierno y de la Universidad, negociaron un programa de cuatro confe-
rencias y aseguraron al viajero la cobertura de sus gastos de manutención en el Perú103.
El 24, 26 y 28 de noviembre Altamira pronunció tres conferencias en el Aula
Magna de la Universidad mayor de San Marcos. La primera, casi de rigor, sobre la sig-

98
Altamira pronunció a pedido del Círculo Español una conferencia titulada: “Formas del concurso de los
españoles de América en la obra de las relaciones hispanoamericanas”, cuyas notas orientadoras se con-
servan: IESJJA/LA, s.c., Notas originales manuscritas (en hojas cuadriculadas) de la conferencia de Ra-
fael Altamira en el Círculo Español de Santiago de Chile, Santiago de Chile, XI-1909.
99
La colonia española de Valparaíso encargó a Altamira una conferencia durante su visita, la cual versó
sobre “Motivo y significación del viaje de la Universidad de Oviedo” y cuyas notas se conservan:
IESJJA/LA, s.c., Notas originales manuscritas de la conferencia de Rafael Altamira en Valparaíso (escri-
tas en hojas cuadriculadas), Valparaíso, XI-1909.
100
Pedro Dulanto llegaría a Rector de la Universidad de San Marcos y moriría durante la represión de la
dictadura de Manuel Apolinario Odría (1897-1974) a la huelga estudiantil limeña de 1951.
101
“La llegada de Altamira”, en: El Comercio, Lima, 22-XI-1909 (IESJJA/LA, s.c., Recorte de prensa).
102
El Jurista Luis Felipe Villarán Angulo fue Ministro de Justicia del Perú en 1886 con el Presidente
Andrés Avelino Cáceres Dorregaray (1833-1923) y en 1895 en el fugaz gobierno de Manuel Candamo
Iriarte (1841-1904). También fue Rector de la UMSM entre 1905 y 1913.
103
Informe sobre las gestiones y trabajos realizados en la República Peruana, reproducido en: Rafael
ALTAMIRA, Mi viaje a América..., Op.cit., pp. 287-288.

35
nificación del viaje y de los trabajos de Extensión Universitaria de Oviedo104; la segun-
da, se tituló “La Universidad moderna”105 y la tercera discurrió acerca de metodología
de la Historia.
El 25 de noviembre, Altamira dio una conferencia en el paraninfo de la Escuela
de Medicina, precedido del discurso del estudiante de medicina y presidente del Centro
Universitario, Carlos Enrique Paz Soldán106. Este joven universitario, en un rapto de
exaltación retórica y de fervor literario, compuso un texto laudatorio que conviene revi-
sar no por su originalidad, sino porque en él aparecen claramente expuestos los tópicos
a los que recurrieron casi todos los locuaces anfitriones de Altamira. El primer tópico es
el de prefiguración de un futuro venturoso para las relaciones hispano-americanas, aquí
expresado en forma de una “profecía” panhispanista107.
El segundo tópico argumental aparecía cuando, aspirando a dar fundamento
científico —o al menos lógico— a aquella ensoñación profética, Paz Soldán recurrió a
la historia y al influjo de la raza, construyendo una visión del pasado que justificaba ese
porvenir de confluencia entre España y sus antiguas colonias, y en la que quedaba muy
clara la filiación hispánica que la elite intelectual peruana trazaba para pensarse a sí
misma:
“Pero permitidme, señores que abandone por un instante esta visión luminosa del porvenir, per-
mitidme que la justifique y que muestre los hechos pasados, profetizadores elocuentes y eternos,
de este futuro de unión y belleza. Toda profecía, ante el criterio científico, no es en realidad otra
cosa que una inducción lógica, fundada en una serena y exacta apreciación del pasado, que per-
mite encontrar el momento inicial de cada fuerza histórica, seguir su trayectoria, intensidad y vi-
cisitudes a través de los tiempos y deducir cuál será en el futuro su alcance y consecuencias. […]
No tengo la pretensión de realizar un desfile histórico que justifique esta afirmación… me limita-
ré simplemente a señalar esta fuerza que nos une con España con todo el poder de una imposi-
ción histórica. Pero no sólo esta razón nos obliga a la solidaridad con la madre patria, sobre ella
y con eficacia abrumadora actúa el factor poderoso de la raza , porque nosotros los americanos
no somos sino íberos a quienes modificó los calores de la zona tórrida y las exuberancias infini-
tas de esta tierra virgen. Nosotros los americanos, representamos el producto de una raza por un
medio, de una raza en quien se unieran la vista y la agilidad del árabe, la fuerza y la robustez del
godo, la inteligencia y el corazón del romano (arenga del general Don Antonio Ros de Olano) y
de un medio en el que las fuerzas naturales parecen haber recibido misteriosa exaltación. Noso-
tros los americanos nacimos de ese puñado de intrépidos guerreros que España envió a la con-
quista de estos mundos, impulsada sobre todo, por el afán de glorias y aventuras, y en la que
hombres, hoy casi legendarios, dieron a la Península días de grandioso poderío, pero esta conse-
cuencia inmediata de la posesión orgullosamente grande ante la historia, es pequeña comparada
con otras más intensas y duraderas. Quiero referirme al nacimiento de estas nacionalidades libres
ahora, que engendradas por el amor a la gloria, crecidas silenciosamente en tres siglos de con-
quista, contemplan hoy, con legítimo orgullo y cariñosa solicitud, a la madre santa y noble, que
en un arrebato grandioso de amor les diera vida. [...] España conquistó la América movida por el

104
IESJJA/LA, s.c., Notas originales manuscritas de Rafael Altamira, Conferencias en Lima, 1ª Universi-
dad, Lima, 24-XI-1909.
105
IESJJA/LA, s.c., Notas originales manuscritas de Rafael Altamira. Lima, 2ª Conferencia en la Univer-
sidad, Lima, 26-XI-1909.
106
Carlos Enrique Paz Soldán (1885-1971) llegaría a ser un destacado sanitarista y consultor en temas de
medicina social de diferentes gobiernos peruanos. Para un panorama de su trayectoria puede consultarse:
“Dr. Carlos Enrique Paz Soldán” (Galeno, V-1975), reproducido [en línea], en: Centro de Documenta-
ción e Información “Carlos Enrique Paz Soldán”, http://www.per.ops-oms.org/doc_8.html [Consultado:
15-VI-2002].
107
Carlos Enrique PAZ SOLDÁN, Discurso de salutación del Presidente del Centro Universitario, en: La
Escuela Peruana, S/D, Lima, 1909, p. 270 (AHUO/FRA, en cat., Caja VIII).

36
deseo de grandezas, característico de su raza y al lado de la posesión inmediata que obtuvo, po-
sesión perecedera, recoge hoy, como derivación tardía de aquel esfuerzo, el cariño intenso de to-
do un continente.” 108

Finalmente, el tercer tópico, el de la cruda apología y el culto del personaje —


calificado como el “nuevo conquistador de cerebros y corazones”, o “el maestro más
popular de España”109— aparecía al momento que el orador entroncaba argumentalmen-
te la profecía y su fundamento histórico, cultural y biológico, con la acción específica
de la Universidad de Oviedo y su delegado, individuo especialmente cualificado para
pensar y llevar a buen término un proyecto de reconstrucción de las relaciones intelec-
tuales y culturales.
El 29 de noviembre, el Ateneo de Lima organizó una reunión literaria en los sa-
lones del Teatro Nacional a la que asistió el Presidente de la República, Augusto Ber-
nardino Leguía110, en la que luego de los discursos de ocasión, Altamira conferenció
sobre “El sueño de una noche de verano de Shakespeare y su interpretación musical por
Mendelhsson”.
Altamira visitó, también, el Colegio Nacional Guadalupe, la Escuela Industrial,
la Escuela de Artes y Oficios, el Instituto Meteorológico, un par de conventos coloniales
y la Biblioteca Nacional, dirigida por Ricardo Palma111, con quien Altamira tenía una

108
Ibíd., p. 270.
109
“… este, es el hombre a quien debe la Península, en el libro, la reconstrucción de su pasado y en la
acción, la preparación de su futuro, porque el profesor Altamira, como historiador, ha evocado con mara-
villoso colorido toda la historia y la cultura de su gloriosa estirpe, y como creador de la extensión univer-
sitaria en España, ha echado las bases de un futuro progreso.” (Ibíd., p. 270).
110
Augusto Bernardino Leguía (1863-1932) tuvo, sin duda, una sinuosa carrera política que bien podría
haber inspirado a muchos de los posteriores políticos peruanos y latinoamericanos. Importante comercian-
te de Lambayeque, ejerció como abogado civilista y llegó a ser nombrado Ministro de Hacienda por el
presidente Pardo y Barrera entre 1904-1908. Su gestión hizo que el Partido Civil en alianza con el Partido
Constitucional, lo propusiera como candidato a la Presidencia. Luego de ganar las elecciones asumió su
cargo en 1908, pero el 29 de mayo de 1909, fue capturado por los cabecillas de un intento golpista alenta-
do por el Partido Demócrata. Reinstalado en el poder tuvo que enfrentar una dura crisis económica, el
descontento social y varios problemas diplomáticos con los países limítrofes por la delimitación fronteri-
za. En 1919, luego de ser elegido Presidente por segunda vez en 1919, Leguía encabezó un golpe de esta-
do contra el saliente Presidente con el objeto de disolver el Congreso y convocar a un plebiscito en el que
propuso una reforma constitucional. La Asamblea Nacional, eligió a Leguía como Presidente para el
período 1919-1924. Pero, luego de ampliar su mandato en un año, volvió a reformar la Constitución para
quedar habilitado a la reeleción. Su gobierno, autodenominado, “La Patria Nueva” se prolongó hasta 1930
cuando, tras los intentos de volver a reformar la Carta Magna peruana para seguir gobernando, fue de-
puesto por un golpe encabezado por el comandante Sánchez Cerro, que ocuparía el poder, a su vez entre
1930 y 1933.
111
El escritor peruano Ricardo Palma (1833-1919), se desempeñó desde muy joven en el periodismo,
colaborando a lo largo de su vida como cronista o poeta con El Diablo, El Comercio, El Liberal, Revista
del Pacífico, Revista de Sud América, El Mercurio, La Campana, El Correo y La Patria. Entre 1849 y
1861 publicó: Poesía, Corona patriótica, Juvenilia y Dos poetas. Por entonces, comienza a aparecer en
diversos periódicos sus Tradiciones peruanas. En 1863 publica un trabajo histórico: Anales de la Inquisi-
ción de Lima (3ª ed., 1897) y en 1865 publica en Francia Armonías, París, Rosa y Bouret, 1865, y Lira.
En 1872 se publica como libro la primera serie de sus célebres Tradiciones; la segunda se publicaría en
1874; la tercera en 1875; una cuarta en 1877 y seis series más, desde entonces y hasta 1900. En 1877
publicó un trabajo histórico titulado Monteagudo y Sánchez Carrión, Lima, 1878 y un libro de poesías
festivas: Verbos y Gerundios, Lima, Benito Gil,1877. En 1879, las tropas chilenas que ocuparon Lima
quemaron su casa y su biblioteca, sobreviviendo aquellos tiempos de ocupación chilena como correspon-
sal de La Prensa de Buenos Aires. En 1883, se le encarga de la reconstrucción bibliográfica de la Biblio-

37
relación epistolar bastante fluida112 y quien, a poco de comenzar el periplo, se había ma-
nifestado un tanto escéptico respecto de la conveniencia de que Altamira visitara Chile
y Perú dada la tensión diplomática existente entre ambos países113.
La Universidad mayor de San Marcos, a través de su Facultad de Letras, nombró
a Altamira doctor honoris causa y catedrático en Jurisprudencia, habilitándolo para par-
ticipar de tribunales de graduación doctoral que por entonces se substanciaban en Li-
ma114.
Altamira fue recibido en la institución a través de un discurso del historiador
Carlos Wiesse Portocarredo (1859-1945), en el que se pasaba revista a la influencia in-
telectual española en la Universidad peruana, desde los dominicos y el Virrey Toledo en
siglo XVI hasta la generación de liberales españoles del siglo XIX afincados en Perú —
entre quienes se encontrarían José Joaquín de Mora115 y el educador e historiador Sebas-

teca Nacional que había sido saqueada, utilizada como cuadra de caballería e incendiada por los soldados
chilenos. En 1892 viajó a España, acompañado de su hija Angélica de doce años, para asistir al congreso
americanista, literario y geográfico celebrado en Madrid en el IV centenario del descubrimiento de Amé-
rica —donde conoce a Altamira—. En esa ocasión intenta hacer aprobar por la Academia muchos térmi-
nos del castellano del Perú, pero no encuentra mucho eco a sus propuestas, que recogería en su libro Neo-
logismos y americanismos, Lima, Carlos Prince, 1896; Recuerdos de España, Buenos Aires, Peuser, 1897
y Papeletas lexicográficas, Lima, La Industria, 1903.
112
Rafael Altamira recibía de Ricardo Palma una respuesta a su carta del 12 de noviembre de 1908, en la
que el escritor peruano confesaba que la mayoría de los profesores de la Universidad de San Marcos eran
“hombres linfáticos”, explicándose así, que Perú no hubiera designado representante alguno en el Cente-
nario de la Universidad de Oviedo celebrado ese año en Asturias —y en el que Altamira representó a la
Universidad de la República, uruguaya—. En la misma epístola, Palma solicitaba a Altamira la remisión
de España en América, le comentaba la graduación de su hijo Ricardo y comentaba la realidad política
española: “Veo que hay ahora, en España, bastante actividad intelectual. Lástima que no suceda lo mismo
en a vida política de la Nación. Ese señor Maura, con su jesuitismo absurdo, es una rémora. Felizmente
veo que pronto se libertarán ustedes de él. ¡Qué lástima que la energía de su carácter se haya ejercitado en
contra del progreso liberal!” (AHUO/FRA, en cat., Caja IV , Carta original manuscrita —con membrete
personal y sello circular de la Biblioteca Nacional de Lima— de Ricardo Palma a Rafael Altamira, Lima,
25-XII-1908).
113
“Hoy por hoy, en el Perú, no hay campo para la labor pacífica de los hombres de letras. Ya estará
usted ampliamente informado, por los prohombres argentinos y por la prensa, del conflicto bélico con
Bolivia, conflicto azuzado por Chile. Dejo al buen sentido de usted el resolver si las circunstancias de
actualidad son propicias para su proyectado viaje a Chile y Perú.” (IESJJA/LA, s.c., Carta original ma-
nuscrita —con membrete personal y sello circular de la Biblioteca Nacional de Lima— de Ricardo Palma
a Rafael Altamira, Lima, 25-VII-1909).
114
Véanse las reproducciones del diploma acreditativo y de la carta de anuncio del nombramiento en:
AA.VV., Rafael Altamira 1866-1951 (Catálogo de la exposición organizada bajo ese título por el Instituto
de Estudios Juan Gil-Albert y la Diputación Provincial de Alicante) Alicante, 1987, p. 111.
115
José Joaquín de Mora (1783-1864) se graduó como abogado por la Universidad de Granada en 1805.
En 1808 se enlistó para combatir a los franceses, que lo hicieron prisionero en 1809, reteniéndole en
Francia hasta 1814. Vuelto a Cádiz, participó de la revolución liberal de 1821, por lo que, tras la restaura-
ción absolutista de Fernando VII en 1823, tuvo que huir a América. En 1827 fundó en Buenos Aires el
periódico Crónica Política y Literaria de Buenos Aires, y un colegio para señoritas. En 1828 se trasladó a
Santiago de Chile, donde una comisión del Congreso Constituyente chileno recurrió a sus conocimientos
y convicciones liberales para la redacción del texto constitucional. En 1829 fundó el Liceo de Chile —
donde se enseñaba Álgebra, Geometría, Trigonometría, Probabilidades, Cálculo Diferencial, Estática,
Dinámica y Química— con el apoyo del Presidente Francisco Antonio Pinto. Tras la revolución conser-
vadora de 1829, el Liceo fue integrado Instituto Nacional y de Mora expulsado de Chile, refugiándose en
Perú y luego en Bolivia. Luego de desempeñarse como diplomático del gobierno de Andrés Santa Cruz,
retornó a España en 1843.

38
tián Lorente— y en la que se daba la bienvenida a la que se veía como una nueva gene-
ración destinada a influir intelectualmente en Perú 116.
El Instituto Histórico, en sesión extraordinaria del 27 de noviembre, lo nombró
socio honorario de esta corporación en un acto presenciado por el pleno de los académi-
cos peruanos ante los cuales se pronunció el discurso de bienvenida a la institución por
parte del general e historiador Juan Norberto Eléspuru —héroe de la guerra hispano-
peruana de 1863-1866 y de la Guerra del Pacífico de 1879— y Altamira expuso sobre
“La historia colonial española y la esfera de trabajo científico común a los historiadores
peruanos y españoles”117.
En el orden político, Altamira fue agasajado en las más altas esferas y fue objeto
de grandes honores. La Casa de la Moneda acuñó una medalla alusiva a su visita a Perú;
el Ayuntamiento de Lima entregó al viajero su distintivo con las armas imperiales de
Carlos V y la medalla de oro de la ciudad y, como había ocurrido en Uruguay y Chile,
fue recibido por el Presidente de la República. También tuvo ocasión de proponer al
Ministro de Instrucción Pública peruano —tal como había hecho con el chileno capitali-
zando la experiencia en Argentina— un marco de acuerdo para futuras acciones de
acercamiento intelectual118.
Por supuesto, los homenajes de sus colegas, de la comunidad española y de los
funcionarios del área pedagógica no fueron más frugales que en las ocasiones anterio-
res. En los salones del Club Nacional, el Ministro de Instrucción Matías León ofreció un
banquete en honor del profesor español al que asistió, según propias palabras de Altami-
ra, “lo más escogido de la sociedad limeña” y en el que el alto funcionario puso de re-
lieve la importancia política de la misión de Altamira y el necesario rol de las Universi-
dades en la transformación política y social de las naciones119. El Decano de la Facultad

116
“...la generación de los Canella, los Altamira, los Posada y otros de la Universidad de Oviedo, cuyo
espíritu expansivo preludia el advenimiento de un nuevo período intelectual y ético en el proceso de la
civilización, continúa una influencia remota, análoga a la que experimentamos los obreros de esta Aca-
demia limense: la de la fuerza creadora del alma española que determinó al Arzobispo Valdés Salas a
encender el sagrado y vivificador fuego de aquella vieja Academia ovetense.” (Discurso de Carlos Wies-
se, Incorporación a la Facultad de Letras, reproducido en: Rafael ALTAMIRA, Mi viaje a América; Op.cit.,
p. 300).
117
Rafael ALTAMIRA, Mi viaje a América...; Op.cit., pp. 290-291. Una reproducción del diploma acredita-
tivo puede verse en: AA.VV., Rafael Altamira 1866-1951, Op.cit., p. 112.
118
IESJJA/LA, s.c., Copia manuscrita de la Carta enviada por Rafael Altamira al Ministro de Instrucción
del Perú, Matías León, Salinas, 18-XII-1909. Las propuestas de Altamira fueron bien recibidas por el
gobierno peruano. Ver también: IESJJA/LA, s.c., Carta original mecanografiada —con membrete del
Ministerio de Justicia, Instrucción y Culto y con firma autógrafa del ministro— de Matías León a Rafael
Altamira, Lima, 15-I-1910; y IESJJA/LA, s.c., Carta original mecanografiada —con membrete del Minis-
terio de Justicia, Instrucción y Culto y con firma autógrafa del ministro— de Matías León a Rafael Alta-
mira, Lima, 20-I-1910.
119
Discurso del Ministro de Instrucción Pública, Dr. José Matías León en el banquete y manifestación
oficial del días 26 de noviembre 1909, reproducido en: Rafael ALTAMIRA, Mi viaje a América...; Op.cit.,
pp. 323-325. El mismo discurso fue reproducido por La Escuela Peruana, S/D, Lima, 1909, pp. 277-278
(AHUO/FRA, en cat., Caja VIII ).

39
de Letras, Dr. Javier Prado y Ugarteche120 ofreció otro almuerzo al que asistieron profe-
sores, autoridades académicas y altos funcionarios.
Pese a que Altamira recibió pedidos de desviarse unos días a Ecuador y Colom-
bia, la necesidad de llegar a Estados Unidos en el momento estipulado, hizo que el via-
jero no alterara su hoja de ruta y se embarcara hacia México luego de pasar en Perú el
mismo lapso que en Chile.
La estancia mexicana comprendió entre el 12 y el 20 de diciembre de 1909 y el
12 de enero y el 12 de febrero de 1910, interrumpida por el viaje de Altamira a los Esta-
dos Unidos de América.
Una vez llegado a la capital, Altamira se entrevistó con el Secretario de Estado
de Instrucción Pública y Bellas Artes, licenciado Justo Sierra121, con quien convino un
programa de conferencias y actividades oficiales del visitante. Esta negociación estuvo
precedida por las ingentes diligencias del influyente Telesforo García122, quien había

120
Javier Prado y Ugarteche (1871-1921), hijo del Presidente peruano Mariano Ignacio Prado, se graduó
en la UMSM como doctor en Letras (1891) con la tesis “La evolución de la idea filosófica en la historia”
y en Jurisprudencia (1899). En la misma universidad ofició sucesivamente como profesor de Literatura
Castellana, Estética, Historia de la Filosofía Moderna. Fue Decano de la Facultad de Letras entre 1907 y
1915 y Rector de la UMSM entre 1915 y 1921. Durante su rectorado se fundaron los museos de Arqueo-
logía y el de Historia Natural. fue también miembro fundador del Instituto Histórico del Perú, en 1905;
también director de la Academia Peruana de la Lengua entre 1918 y 1921. Prado y Ugrateche fue miem-
bro del Partido Civil y se desempeñó como Ministro de Plenipontenciario en Argentina, Ministro de Re-
laciones Exteriores y Vocal de la Corte Suprema durante el gobierno de Pardo y Barreda. Como jurista,
asumió una vocalía en la Corte Suprema (1906); Senador por Lima (1907-1913 y 1919); Presidente de la
Comisión Diplomática del Senado (1908-1912); Ministro de Gobierno y Presidente del Consejo de Minis-
tros (1910). Intervino activamente en las labores del Congreso Constituyente que consagraría la reforma
constitucional impuesta por Leguía. Sus principales libros fueron: Estado social del Perú durante la do-
minación española, Lima, El Diario Jurídico, 1894; El problema de la enseñanza, Lima, E.Moreno, 1915;
El genio de la lengua y de la literatura castellana y sus caracteres en la historia intelectual del Perú,
Lima, Imprenta del Estado, 1918; La nueva época y los destinos históricos de los Estados Unidos, Lima,
Tip.Unión, 1919.
121
Justo Sierra (1848-1912), graduado como abogado en 1871, ofició tempranamente de periodista y,
debido a sus actividades en El Globo se relacionaría tempranamente con los intelectuales y poetas libera-
les, entre los que se hallaba Ignacio Manuel Altamirano y también el emigrado español, Telesforo García.
Además de escritor y periodista Sierra fue político, siendo elegido varias veces como diputado, nombrado
Ministro de la Suprema Corte de Justicia (1894) y designado Secretario de Instrucción Pública y Bellas
Artes (1901-1911). Fue catedrático de Historia en la Escuela Nacional Preparatoria —institución que
llegaría a dirigir en los años noventa— y autor libros históricos como: Compendio de la Historia de la
Antigüedad, México, 1880 (para escuelas secundarias); Elementos de Historia General para las escuelas
primarias, México, Dublán, 1888; Historia General, México, Secretaría de Fomento, 1891; México. Su
evolucón social. Síntesis de la historia política, de la organización administrativa y militar y del estado
económico de la federación mexicana…, México-Barcelona, J. Ballascá, 1900-1901 (como director litera-
rio); Juárez, su obra y su tiempo, México, Villanuevay Geltrí, 1905-1906. A Sierra se debe la ley de en-
señanza primaria obligatoria de 1881y la aprobación, en ese mismo año, de la ley fundacional de la Uni-
versidad Nacional, cuya apertura se verificaría en 1911. Como Secretario de Instrucción Pública impulsó
la enseñanza laica, pública, universal y gratuita; la unificación lingüística castellana de México; la auto-
nomía de los jardines escolares; la promoción de la arqueología y el establecimiento de un sistema de
becas para el alumnado superior mexicano —todos estos aspectos muy presentes durante las gestiones
que trabaría con Altamira en 1910—. Es significativo recordar que Sierra presidió la Academia Mexicana
correspondiente de la Española. Tras la caída de Porfirio Díaz perdió sus cargos, pero en 1912 el Presi-
dente Francisco Madero lo designo Ministro Plenipotenciario en Madrid, donde murió ese mismo año.
122
Telesforo García (1844-1918), exiliado republicano español en México, formó parte del grupo de
jóvenes publicistas que editaran el periódico “político, científico y literario” de orientación positivista y
profirista La Libertad (1878-1884) —escindido de El Federalista afín a Sebastián Lerdo de Tejada—.

40
entablado tempranamente conversaciones con el gobierno mexicano para reforzar lo ya
conversado con Fermín Canella y quien se encargó de fijar un marco de acuerdo para
las actividades de Altamira en México123.
Altamira pronunció cuatro conferencias en la Escuela Nacional de Jurispruden-
cia. El ciclo de disertaciones —en líneas generales muy apreciado124— se abrió con un
discurso de bienvenida del Secretario Sierra ante la presencia de los secretarios de
Hacienda y de Fomento, las autoridades de la institución, el embajador español, Bernar-
do de Cólogan, representantes de las sociedades españolas, profesores, maestros y estu-
diantes; y el mismo se cerró, días más tarde, con un discurso del director de la Escuela
de Jurisprudencia y presidente de la Academia de Ciencias Sociales —fundada en
1905—, licenciado Pablo Macedo (1851-1918) ante la presencia del Presidente de la
República, Porfirio Díaz (1830-1915) y de altos funcionarios de su gobierno125. Una
quinta conferencia en la misma Escuela fue dedicada a los estudiantes bajo el título de
“La colaboración activa del alumno en la enseñanza”.
En la órbita de las instituciones estatales, pero fuera del ámbito de la enseñanza
superior, Altamira disertó en la Escuela Nacional Preparatoria sobre “La organización
universitaria”; en la Escuela de Artes y Oficios sobre “La Extensión Universitaria”126;
en la Escuela Normal de Maestros sobre “El ideal estético en la educación”; en el Mu-

Con Porfirio Díaz en el poder, García, Sierra y los demás miembros de este grupo fueron moderando sus
iniciales aspiraciones liberales-reformistas, valorando progresivamente el orden y la estabilidad e inte-
grándose críticamente a los círculos del poder. El sucesor de La Libertad fue el periódico Orden y Pro-
greso, dirigido por Telesforo García en el que trabajaron activamente Ignacio Manuel Altamirano, San-
tiago y Justo Sierra —encargado de los artículos editoriales y de educación— y el joven escritor Manuel
Gutiérrez Nájera.
123
IESJJA/LA, s.c., Carta original mecanografiada —con membrete personal y firma autógrafa— de
Telésforo García a Rafael Altamira, México, 29-IV-1909.
124
Telesforo García remitió a Altamira durante su excursión al Yucatán un artículo del periódico Los
Debates en el que como celoso defensor de la misión y del prestigio español, comentaba al viajero la
pedantería del crítico: “artículo si bien cariñoso para España y para Ud., hecho con cierto aire de protec-
ción y suficiencia muy propias de la petulancia que solemos encontrar en muchos ejemplares de este
Nuevo Mundo al cual nosotros queremos tanto. En gracia del amor puede perdonarse el desliz; pero sin
duda el autor ha querido demostrar que no sólo estaba en el asunto, sino sobre el asunto tratado por usted
en la Escuela de Jurisprudencia [...] Tales pedanterías resultarían enojosas si no conociéramos el móvil
infantil que las inspira, esto es, el propósito de causar sorpresa, o como dicen los franceses de épater le
bourgeoise” (IESJJA/LA, s.c., Carta original mecanografiada —con membrete personal— de Telesforo
García a Rafael Altamira, México, 27-XII-1909).
125
Las conferencias dictadas en la Escuela de Jurisprudencia fueron las siguientes: “Organización prácti-
ca de los estudios jurídicos en las Universidades españolas” (18-I-1910); “Educación científica y educa-
ción profesional del jurista” (20-I-1910); “El ideal jurídico en la Historia” e “Historia del derecho espa-
ñol”. El conjunto de estas conferencias fueron publicadas recientemente: Rafael ALTAMIRA, Lecciones en
América (Edición y estudio preliminar de J. del Arenal FENOCCHIO), México, Escuela Libre de Derecho,
1994. Por otra parte, en AHUO/FRA, en cat., Caja VI , se conservan los originales mecanografiados de
las tres primeras.
126
Entre los papeles de Altamira se conservaron los apuntes de esta conferencia. Ver: IESJJA/LA, s.c.,
Notas originales manuscritas de Rafael Altamira para la conferencia en la Escuela de Artes y Oficios de
Méjico, México, 19-I-1910, 11 pp.

41
seo Nacional de Arqueología, Historia y Etnología sobre “Principios de la Ciencia His-
tórica”127 y en el Colegio Militar sobre “La educación jurídica del militar profesional”.
También pronunció cuatro conferencias128 en los salones del Casino Español;
tres para el Nacional Colegio de Abogados (el 25 de enero, “Ideas jurídicas de la Espa-
ña moderna”, el 27 de enero, “Historia y representación ideal de las Partidas” y el 31 del
mismo mes, “El problema del respeto a la ley en la literatura griega”); una en el Ateneo
de la Juventud; y otra en el Salón de Actos de la Escuela Nacional de Artes y Oficios,
para la Academia Nacional de Ingenieros y Arquitectos (“Las funciones sociales de in-
genieros y arquitectos”)129. En el puerto de El Progreso Altamira habló acerca del balan-
ce del viaje americanista y de las perspectivas futuras de las relaciones intelectuales
hispanoamericanas.
Más allá de las conferencias, Altamira visitó varios establecimientos pedagógi-
cos y culturales, sitios históricos y sedes institucionales, entre ellos la Sociedad Mexi-
cana de Geografía y Estadística130, la Biblioteca Nacional, las excavaciones arqueológi-
cas en las Pirámides de Teotihuacán, el Liceo Mexicano, la Casa de Correos, el
Manicomio de la capital y el Kindergarten Spencer —donde se celebró la fiesta de los
jardines de infantes de México con la presencia del Secretario de Instrucción y del Pre-
sidente de la Nación—, el Colegio de la Marina y la Estación de Faros de Veracruz.
Fueron visitadas la escuela de niñas indígenas de Xochiman y la Escuela Supe-
rior de niños y niñas en Xochimilco, cuyas comunidades educativas organizaron un
emotivo homenaje, en el que puede verse claramente con qué comodidad y soltura se
movía Altamira en este tipo de demostraciones protocolares131.

127
El 24 de enero de 1910, Altamira pronunció en la Biblioteca del Museo Nacional de Arqueología,
Historia y Etnología, una conferencia titulada “Principios de la ciencia histórica”. Una fotografía de la
esquela de invitación puede verse en: AA.VV., Rafael Altamira 1866-1951, Op. Cit., p. 114.
128
Una reseña de la primera conferencia en el Casino español —para la Escuela de Jurisprudencia— fue
publicada un día después: “Notable conferencia del Doctor Altamira en el Casino Español. El Sr. Presi-
dente felicita al sabio maestro”, en: El Diario, México, 17-XII-1909 (IESJJA/LA, s.c., Recorte de pren-
sa).
129
IESJJA/LA, s.c., Impreso de invitación y programa de actividades de la sesión de la nueva Mesa Di-
rectiva de la Academia Nacional de Ingeniería y Arquitectura para el 2 de febrero de 1910, México, I-
1910.
130
IESJJA/LA, s.c., Invitación impresa de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística a la sesión
del 27 de diciembre de 1910, firmada por el Vice-presidente Félix Romero, y por los secretarios Luis M.
Calderón y José Romero, México, I-1910.
131
“Cantáronse en seguida hermosos coros, se dijeron conmovedoras poesías alusivas a España, y la
profesora de Gimnasia presentó vistosos y bien ejecutados ejercicios con sus alumnas. A fin de éstos, el
Sr. Altamira, conmovido por la galantería de ver cruzadas en manos de las niñas la bandera mexicana y la
española, así como emocionado por las bellas composiciones que se recitaron, dirigió la palabra a las
alumnas, diciendo que se hallaba tan honda y tiernamente conmovido, que si no fuera porque entre las
convenciones sociales está la de que un hombre no llore delante de los demás, él derramaría lágrimas en
aquellos momentos. Y con la elocuencia de este eximio orador, con el sentimiento de una alma nobilísi-
ma, se dirigió a las niñas de Xochimilco, diciéndoles cuánto deseaba que por medio de la escuela, se
levantase la raza indígena, hasta el nivel que alcanza la clase más afortunada por la educación, a fin de
que todos los mexicanos, unidos en el santo espíritu de la Patria, formasen mediante el trabajo y la cultu-
ra, un pueblo respetado, próspero y feliz, en que cada uno de los individuos disfrutase de los bienes de la
civilización. Todo eso lo expresó con palabras tan tiernas, tan patéticas, con un acento tan patéticas, con
un acento tan apasionado, tan conmovedor, que las niñas y el auditorio sintiéronse subyugados, y con los
ojos puestos en el caballero español... prorrumpieron en una estruendosa y prolongada ovación.” (Bruno

42
También se visitaron las escuelas primarias de Veracruz y la “Escuela Ignacio
M. Altamirano”132, donde Altamira participó de la fiesta en homenaje del educador
mexicano que le daba nombre al establecimiento133.
La Academia Central Mexicana de Jurisprudencia y Legislación, —fundada en
1885 y correspondiente de la de Madrid— lo nombró académico honorario el 29 de ene-
ro de 1910, entregándole un diploma acreditativo134 en una sesión oficial donde hicieron
uso de la palabra los académicos Rodolfo Reyes y Roberto A. Esteva Ruiz y el propio
Altamira leyó un texto correspondiente al tomo IV (todavía inédito) de la Historia de
España y de la civilización española.
La Sociedad Científica Antonio Alzate lo designó miembro honorario135; la So-
ciedad Mexicana de Geografía y Estadística lo nombró Socio Corresponsal en su sesión
del 13 de enero de 1910136 y la Sociedad de Alumnos de la Escuela Nacional de Juris-
prudencia lo nombró socio honorario y protector137.
En el plano político, Altamira fue recibido por el titular del Poder Ejecutivo y
varios de sus ministros, por el Gobernador del Estado de Yucatán138 y obispo de Mérida
y las autoridades de las instituciones de enseñanza superior mexicanas. El Secretario de
Instrucción consultó a Altamira y solicitó su dictamen a propósito del proyecto de fun-
dación de la Universidad Nacional de México, designándolo como futuro profesor titu-
lar de la cátedra de Historia del Derecho:

MARTÍNEZ, “Un paseo a Xochimilco”, en: La escuela mexicana, Vol. VI, Nº 33, México, 30-I-1910, p.
541).
132
Ignacio M. Altamirano (1834-1893) hijo de un alcade indígena de Tixla en el Estado de Guerrero, fue
un intelectual liberal y reformista, que luchó contra Maximiliano como coronel de infantería, participando
de la reconquista de Querétaro. Fundó en 1869 la revista El Renacimiento y restableció el Liceo Hidalgo,
que presidió. Se desempeñó como profesor, como escritor y como diplomático. En 1889 fue nombrado
cónsul general en España, con residencia en Barcelona y luego en París, muriendo algunos años después
en Italia.
133
“Fiesta en honor de Altamirano”, en: La escuela mexicana, Vol VI, Nº 33, México, 30-I-1910, pp.
520-534.
134
Puede verse una reproducción fotográfica de este documento en: AA.VV., Rafael Altamira 1866-1951,
Op. Cit., p. 115.
135
IESJJA/LA, s.c., Carta de la Sociedad Científica “Antonio Alzate” —con membrete y firma autógrafa
de R. Aguilar y Santillán— a Rafael Altamira, México, 25-I-1910.
136
IESJJA/LA, s.c., Carta original mecanografiada —con membrete y firma autógrafa del Secretario
Calderón— de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística a Rafael Altamira, México, 14-I-1910.
Una reproducción del diploma acreditativo puede verse en: AA.VV., Rafael Altamira 1866-1951, Op.
Cit., p. 113.
137
AHUO/FRA, en cat., Caja VII , Nombramiento de Rafael Altamira como socio honorario y protector
de la Sociedad de Alumnos de la Escuela Nacional de Jurisprudencia, México, 1-VIII-1910.
138
El gobernador yucateco en funciones interinamente durante el viaje americanista, Martín Arteaga,
escribía a Altamira para enviar la memoria administrativa del período de gobierno concluido y su discurso
parlamentario, solicitar la remisión un ejemplar de la Ley Obrera y comentar la repercusión de su mensaje
en Mérida: “Las impresiones que la permanencia de usted aquí dejó entre nosotros, son aún el tema favo-
rito de las conversaciones de nuestra sociedad, y lo serán por mucho tiempo más, ya que ellas se grabaron
gratamente en nuestra memoria por la persuasiva palabra de usted y por los altos conceptos que informa-
ron sus inolvidables conferencias.” (IESJJA/LA, s.c., Carta original mecanografiada de Martín Aristegui
—membrete de Correspondencia Particular del Gobernador del Estado de Yucatán— a Rafael Altamira,
Mérida, 25-II-1910).

43
“Falta esta materia en los actuales programas, y el señor Ministro de Instrucción pública, al in-
corporarla al nuevo programa que regirá en el próximo año académico, ha querido que sea un
profesor español quien inaugure esta clase de estudios. Hecha la proposición y aceptada por mí,
el compromiso concertado con fecha de 29-31 enero de 1910 me obliga a explicar, durante un
número indefinido de años, un curso de tres meses de aquella disciplina a los alumnos de la Es-
cuela o Facultad de Jurisprudencia; lo cual significa el establecimiento de un lazo íntimo y dura-
dero entre la Universidad mejicana y la española.” 139

Altamira fue agasajado con numerosos banquetes por cuenta de los Secretarios
de Estado, del profesorado universitario, secundario y primario, del Colegio de Aboga-
dos, de la Legación española, de la Embajada argentina, del Liceo, del Centro Asturiano
y del Casino Español de Ciudad de México, del Centro Español, de la Liga de Acción
Social de Mérida —que lo nombró Socio Correspondiente—140, de Círculo Español
Mercantil de Veracruz —que lo nombró Socio Honorario141— y de la colonia española
del puerto de El Progreso.
En su informe oficial, Altamira destacó el acontecimiento social que significó su
partida de la capital mexicana rumbo a Yucatán142. En esta ocasión la Escuela Nacional
Preparatoria organizó una demostración en su honor en la estación ferroviaria convo-
cando a los intelectuales por medio de publicidad callejera obteniendo un exitoso resul-
tado, como así lo testimonia la emotiva crónica de un periódico:
“Se comprendía que la despedida al señor Altamira iba a ser en grande, y así fue, y grandiosa.
Como a alto personaje se le formó valla desde la entrada de la estación por lo más selecto de la
cultura de México [...] se presenta el señor Altamira y la multitud se abalanza hacia él y no cesa
de aplaudirlo y vitorearlo [...] Faltaban minutos para la partida del tren. Conmovido hondamente
hasta las lágrimas, frente a aquella manifestación de triunfo, de pié en uno de los pasamanos de
su carro le salen del alma en una última arenga palabras de despedida: Os había dicho ayer que
las despedidas no son tristes; pero me he equivocado; esta despedida es triste, porque se me
arranca de lo más hondo de mi alma. Siento que ahora véis en España una hermana dispuesta a
ir con vosotros sea como fuere. ¡Benditos seáis vosotros, porque habéis hecho que mi palabra
fructificara e hiciera de dos pueblos una sola alma! Y todavía [...] cuando se alejaba el tren, el
ilustre apóstol de Oviedo, con la cabeza descubierta y llorando, en medio de una atronadora ráfa-
ga de aplausos y vivas, gritó a aquella inmensa multitud: ¡Viva México! Viva la juventud mexi-
cana que habrá de hacer la patria grande. Y partió.” 143

139
Informe sobre los trabajos realizados en la República de Méjico por el delegado de la Universidad de
Oviedo, reproducido en: Rafael ALTAMIRA, Mi viaje a América..., Op.cit., p. 350.
140
En el banquete ofrecido por la Liga de Acción Social de Mérida, su presidente dirigió unas palabras en
las que, no casualmente podemos encontrar el mismo énfasis que en Perú —la otra república heredera de
un gran virreinato y donde subsistía una realidad indígena— en los elementos tres elementos claves (his-
toria, idioma y raza) de la identificación hispana de la elite local: “Durante tres siglos fueron vivificándo-
se con sangre española, con civilización española, con espíritu español, los nuevos organismos etnológi-
cos (los pueblos americanos), cual robustas ramas de un mismo tronco; y hace cien años que esas ramas,
por ineludible y constante ley histórica, probaron a alimentarse con savia propia, con anhelos propios,
para constituir árboles nuevos en cuyos lozanos ramajes suena la misma música del árbol secular, el in-
comparable idioma de vuestros mayores, y sobre cuyas copas brilla el mismo lampo ideal como común
aspiración de la misma raza.” (IESJJA/LA, s.c., Carta original mecanografiada —con firmas autógrafas
de Gonzalo Cámara y Tomás Castellano Acevedo— de la Liga de Acción Social de Mérida a Rafael
Altamira, Mérida de Yucatán, 11-II-1910).
141
Véase reproducción del diploma acreditativo en AA.VV., Rafael Altamira 1866-1951, Op. Cit., p. 114.
142
Informe sobre los trabajos realizados en la República de Méjico por el delegado de la Universidad de
Oviedo, reproducido en: Rafael ALTAMIRA, Mi viaje a América..., Op.cit., p. 352.
143
“El último día de estancia en México del Señor Altamira. Cariñosa despedida en la estación”, en: El
Imparcial, México, 3-II-1910 (AMAE, Política México 1905-1912, Legajo H–2557, Despacho Nº 8 del

44
Estados Unidos fue visitado por Altamira, abriendo un paréntesis en su estancia
mexicana, entre el 20 de diciembre y el 12 de enero. Esta escala estuvo contemplado
desde que, con fecha 13 de mayo de 1909, la American Historical Association lo invita-
ra oficialmente a asistir a las celebraciones del vigésimo quinto aniversario de su funda-
ción y para asistir al Congreso Histórico Nacional a celebrarse en Nueva York entre el
27 y el 31 de diciembre de 1909 144.
En este congreso profesional, Altamira leyó una memoria acerca de la labor de
la Sociedades y Academias históricas de España y expuso un trabajo titulado “Acción
de España en América”, ambos publicados posteriormente en el Anuario de la Asocia-
ción145.
Altamira tuvo oportunidad de visitar las universidades de Columbia y Yale y la
Biblioteca y Museo de la Hispanic Society of America. Esta sociedad americanista ya lo
había distinguido con una membresía en diciembre de 1909, otorgándole ahora su me-
dalla de plata “como premio a los relevantes servicios que ha prestado usted a la litera-
tura y a la admirable influencia que ha ejercido a favor del estrechamiento de las rela-
ciones y del más completo conocimiento entre España y los pueblos americanos”146.
Las conferencias universitarias que se le habían encargado a través de una carta
de William R. Shepherd147, Leo Stanton Rowe148 e Hiram Bingham149 de la HSA, fueron

Ministro Plenipotenciario de S.M. la al Excmo. Señor Ministro de Estado. La Misión en México del Sr.
Altamira catedrático de la Universidad de Oviedo —con membrete de la Legación de España en México
y firma autógrafa del embajador Cólogan, 5 pp.+ 2 carátulas + recortes de prensa—, México, 12-II-1910).
144
Invitación de la American Historical Association a Rafael Altamira, New York, 13-V-1909, reprodu-
cido como anexo del Informe sobre los trabajos realizados en lo Estados Unidos de Norte América (di-
ciembre de 1909 – enero de 1910) en: Rafael Altamira, Mi viaje a América..., p. 649.
145
La American Historical Association fue fundada en 1884. Rafael Altamira sería incorporado como
miembro honorario extranjero de la American Historical Association junto a Domingo Amunátegui Solar,
Johan Huizinga y otros historiadores en 1944, un año después de la designación de Benedetto Croce.
Antes, los únicos historiadores distinguidos con esta membresía honoraria —reservada a aquellos que
habían colaborado con la formación de estudiantes estadounidenses en sus países—, habían sido: Leopold
von Ranke, en 1886; William Stubbs, Obispo de Oxford y Samuel Rawson Gardiner en 1899; Theodor
Mommsen, en 1900 y James Bryce en 1906. Para la lista completa de miembros honorarios extranjeros
ver: AMERICAN HISTORICAL ASSOCIATION, General Information, AHA Award Recipients, [en línea],
http://www.theaha.org/prizes/awarded/Honorarywinners.htm, [Consultado: 10-VI-2002].
146
Comunicación de la Hispanic Society of America a Rafael Altamira, New York, 31-XII-1909, repro-
ducido como anexo del Informe sobre los trabajos realizados en lo Estados Unidos de Norte América
(diciembre de 1909–enero de 1910) en: Rafael Altamira, Mi viaje a América..., p. 648.
147
El historiador hispano-americanista William Shepherd (1871-1934) realizó estudios universitarios en
Columbia, Madrid y Berlín y fue designado como miembro correspondiente de la Academia de la Histo-
ria española.
148
El economista y jurista Leo Stanton Rowe (1871-1946) fue profesor de Ciencias políticas en la Uni-
versidad de Philadephia y sucedió a John Barrett, en la dirección general de la Pan-American Union entre
1920 y 1946. Visitó las UNLP, UMSM de Lima y la US en Chile y asistió a las diversas conferencias y
reuniones inter-americanas que se desarrollaron durante ese período en Montevideo, Buenos Aires, Lima,
Panama, La Habana y Río de Janeiro.
149
Hiram Bingham (1875-1956) se doctoró en la Universidad de Harvard en 1905, siendo luego profesor
en Princeton. En 1906 inició un viaje por Venezuela y Colombia, reproduciendo la ruta seguida por Bolí-
var en 1819. Luego realizó otro viaje entre Buenos Aires y Lima, este viaje dio lugar a la publicación en
1911 del libro Across South America. En 1911, Bingham encabezó una expedición al Perú que descubrió
el sitio incaico de Vitcos y que en 1912 descubriría Macchu Picchu. Bingham se alistó en la aviación
norteamericana de la Primera Guerra Mundial y luego siguió una carrera política hasta ser electo senador.

45
pospuestas, a fin de planificar más detenidamente una política de intercambio con Esta-
dos Unidos desde Oviedo150.

Finalmente, la última escala del viaje americano fue Cuba, donde Altamira arri-
bó en el vapor Mérida el 15 de febrero, permaneciendo hasta el 22 de marzo. La entrada
en el puerto fue singularmente pintoresca:
“Al entrar el Mérida en el canal, entre el Morro y la cortina de Valdés, estalló una ovación gran-
diosa y prolongada; millares de manos batían palmas y agitaban los pañuelos, las sirenas de los
buques del Puerto atronaban el espacio; y los acordes de las bandas de música, las explosiones de
los cohetes y los vítores de la multitud, dieron simultáneamente en su enorme desconcierto, una
de las más grandes concertaciones de entusiasmo y confraternidad entre cubanos y españoles,
que registraban las crónicas habaneras. Al fondear el Mérida se repitieron las ovaciones con sire-
nas, monteretes, músicas y vivas. El entusiasmo era inenarrable. Centenares de voces sobresa-
liendo entre el general clamoreo decían: ¡Bienvenido sabio Altamira!”151

Durante los seis días en que los pasajeros debieron permanecer en observación
en Triscornia —debido a los controles de sanidad impuestos por las leyes cubanas—
Altamira fue visitado por comisiones universitarias y estudiantiles y por representantes
de sociedades españolas y cubanas.
El 21 de febrero Altamira entraba en La Habana en medio de manifestaciones
populares organizadas por las sociedades españolas y los estudiantes. Tal como venía
dándose en las anteriores escalas, el viajero—acompañado por el embajador español
Pablo Soler y Guardiola— realizó visitas oficiales al Presidente de la República, José
Miguel Gómez (1858-1921), al Vicepresidente, al Ministro de Instrucción Pública y al
Ministro de Estado y a otros altos cargos gubernamentales y municipales. Cuatro días
después, Altamira fue agasajado en el Teatro Nacional de La Habana, en cuya recepción
pudo departir nuevamente con el Presidente Gómez.
Durante su estancia en Cuba, Altamira contó con el contacto más sólido de la
Universidad de Oviedo en América, el doctor Juan Manuel Dihigo quien fuera uno de
los ideólogos originarios del viaje americanista y un gestor eficaz de los asuntos de la
universidad ovetense en la isla152.

150
Invitación a las conferencias en Universidades norte-americanas. Carta de la HSA a Rafael Altamira
(en Buenos Aires), New York, 9-VI-1909, reproducido como anexo del Informe sobre los trabajos reali-
zados en lo Estados Unidos de Norte América (diciembre de 1909 – enero de 1910) en: Rafael
ALTAMIRA, Mi viaje a América..., p. 64.
151
Noticia publicada en La Correspondencia, 15-XII-1909, citado en: Victoria María SUEIRO
RODRÍGUEZ, “Las ideas de integración en la prédica y programa educativo-americanistas de Rafael Alta-
mira y Crevea y su influencia en Cuba a principios de siglo”, paper inédito para el Instituto Superior
Técnico de Cienfuegos, Departamento de Español y Literatura, Cienfuegos, marzo de 1994.
152
Del interés persistente de Juan Manuel Dihigo en los resultados del viaje americanista dan fe sus cartas
a Rafael Altamira antes de embarcarse a América y mientras se desarrollaba el periplo, en las que aparte
de los buenos deseos, exploraba posibles actividades del viajero en Cuba y trataba de armonizar su itine-
rario con las necesidades de la ULH. Ver: IESJJA/LA, s.c., Carta original manuscrita (con membrete de la
Universidad de La Habana, Facultad de Letras y Ciencias) de Juan Manuel Dihigo a Rafael Altamira, La
Habana, 14-I-1909; IESJJA/LA, s.c., Carta original mecanografiada (con membrete de la Universidad de
La Habana, Laboratorio Dihigo, Fonética experimental) de Juan Mauel Dihigo a Rafael Altamira, La
Habana 8-VII-1909; IESJJA/LA, s.c., Carta original manuscrita (con membrete de la Universidad de La
Habana, Facultad de Letras y Ciencias) de Juan Manuel Dihigo a Rafael Altamira, La Habana, 2-XII-

46
Altamira dictó seis conferencias en la Universidad de La Habana. La primera de
ellas, acerca de “La obra americanista de la Universidad de Oviedo”153 fue antecedida
por el discurso de bienvenida a cargo de Dihigo154; la segunda, sobre “Organización de
los estudios históricos”155, fue antecedido por el discurso del doctor Evelio Rodríguez
Lendián, Decano de la Facultad de Letras; la tercera, se tituló “Ideas e instituciones
pedagógicas españolas, con particular examen de los Museos pedagógicos” 156; la cuarta,
dedicada a los estudiantes, sobre “Asociaciones escolares y deberes del estudiante como
tal y como ciudadano”157; la quinta, sobre “Extensión Universitaria” y la sexta y última,
sobre la “Historia del Municipio español, según las últimas investigaciones”158, luego de
la cual, pronunció un discurso de despedida, el Decano de la Facultad de Derecho, doc-
tor González Lanuza.
También dictó conferencias en el Instituto de Segunda Enseñanza sobre “Orga-
nización de los estudios de cultura general”159; una en las Sociedades de Color, sobre

1909; IESJJA/LA, s.c., Carta original mecanografiada (con membrete de la Universidad de La Habana,
Facultad de Letras y Ciencias, Decanato) de Juan Mauel Dihigo a Rafael Altamira, La Habana, 9-XII-
1909; IESJJA/LA, s.c., Carta original manuscrita (con membrete de la Universidad de La Habana, Facul-
tad de Letras y Ciencias, Secretaría) de Juan Manuel Dihigo a Rafael Altamira, La Habana, 20-XII-1909.
153
Esta conferencia fue editada en: Rafael ALTAMIRA, “La obra americanista de la Universidad de Ovie-
do”, en: COMISIÓN DE HOMENAJE A RAFAEL ALTAMIRA, España-América.... Homenaje al ilustre delega-
do de la Universidad de Oviedo, D. Rafael Altamira Crevea, Oviedo, X-1910, pp. 59-64. Los papeles
preparatorios de esta conferencia pueden consultarse en: IESJJA/LA, s.c., Notas originales manuscritas de
R. Altamira: Iª Conferencia en la Universidad, (6 pp.).
154
Juan Manuel DIHIGO, “El Doctor Rafael Altamira en la Universidad de La Habana”, en: AA.VV.,
Colección de Estudios Históricos, Jurídicos, Pedagógicos y Literarios. Melanges Altamira, Madrid, C.
Bermejo, 1936, pp. 246-250. En este discurso, Dihigo elogiaba la iniciativa de la Universidad de Oviedo
por su propósito de “estrechar más y más las relaciones intelectuales que mantiene con las instituciones
análogas” y por “el envío de hombre de positiva cultura a las repúblicas latinoamericanas para que a ellas
concurren, tomen nota de cuanto bueno en ellas encuentren sobre estudios superiores, den conferencias
referentes a temas científicos, literarios o artísticos; para que vulgaricen bien en América la vida intelec-
tual de España, desvirtúen la especie de que ella se limita a perpetuar el tipo de su decadencia, tipo que la
presenta atrasada en lo científica, intransigente, cerrada y misoneísta a todas las manifestaciones de ele-
vación mental y afinacen las buenas relaciones de amistad y surja más activo el comercio de ideas con los
compañeros del Nuevo Mundo” (Ibíd., p. 247).
155
IESJJA/LA, s.c., Notas originales manuscritas de Rafael Altamira: 2ª Conferencia. Universidad de La
Habana, Organización de los estudios histórico, 10 tarjetas, La Habana, 1910.
156
IESJJA/LA, s.c., Notas originales manuscritas de Rafael Altamira: 4ª Conferencia, Universidad de La
Habana, Factores de la Pedagogía española moderna, 6 pp., La Habana, 1910.
157
IESJJA/LA, s.c., Notas originales manuscritas de Rafael Altamira: Habana. Conferencia a los estu-
diantes de la Universidad, 6 pp., La Habana, 1910. Esta conferencia fue pronunciada el 9 de marzo de
1909, y en ella Altamira no dudó en promocionar a las universidades españolas: “Otra nota que caracteri-
za las instituciones educativas españolas es la libertad. Sobre esa libertad no se tiene una idea clara fuera
de España. Excede ella en mucho a la que se disfruta en otros países (...) La libertad de enseñanza se
manifiesta en España, por último, es este hecho: la mujer ha entrado en el instituto y en la universidad, sin
que por ello se hayan caído las estrellas. Ni los estudiantes ni el cuerpo social se ha extrañado de ello”
(noticia de La Correspondencia, 8-III-1910, citado en: Victoria María SUEIRO RODRÍGUEZ, “Las ideas de
integración en la prédica y programa educativo-americanistas de Rafael Altamira y Crevea y su influencia
en Cuba a principios de siglo”, paper inédito elaborado para el Instituto Superior Técnico de Cienfuegos,
Departamento de Español y Literatura, Cienfuegos, III-1994, p. 12.
158
IESJJA/LA, s.c., Notas originales manuscritas de Rafael Altamira: 3ª Conferencia. Universidad de La
Habana, Historia del municipio español, 4 pp., La Habana, 1910.
159
IESJJA/LA, s.c., Notas originales manuscritas de Rafael Altamira: Habana. Conferencia en el Institu-
to, 6 pp., La Habana, 28-II-1910.

47
“La fraternidad humana”160 y una en el Ateneo de La Habana. Altamira visitó el Centro
Castellano el primero de enero y la Asociación de Maestros Públicos de La Habana lo
invitó a pronunciar una conferencia161 en un acto donde también hicieron uso de la pala-
bra el Subsecretario de Instrucción Pública y el Presidente de dicha asociación. La
Asamblea de esta asociación, en sesión del 3 de marzo, lo nombró Presidente de honor,
entregándole el diploma acreditativo en un “festival escolar” celebrado en el Teatro Na-
cional. En dicho festival, celebrado el 5 de marzo, alumnas de la Escuelas Nº 14, 24, 30
y 36 de La Habana ejecutaron “Saludo a Altamira” —una composición coral a dos vo-
ces—, recitaron poesías, cantaron marchas y representaron fragmentos de comedias y
zarzuelas162.
El viajero también pronunció varios discursos doctrinales, que a menudo toma-
ron el carácter de conferencias como ocurriera en la Academia de Ciencias y en la re-
cepción del Ayuntamiento de La Habana.
Altamira visitó, además, diferentes Facultades de la ULH, la Academia de Ta-
quigrafía, la Escuela de Artes y Oficios, la Escuela de Comercio, la Biblioteca nacional,
la Junta de Educación, el Colegio Franco-Hispano-Americano, y varias escuelas prima-
rias. Una de estas escuelas habaneras, el establecimiento privado La Primera Luz, tribu-
tó en homenaje a Altamira remitiéndole un extenso mensaje en el que, además de la
admiración que le profesaba el maestro Jorge Batista —firmante del texto—, se relataba
la desbordante emoción que embargó al alumnado luego de una clase alusiva de la per-
sonalidad intelectual del viajero y el posterior encargo de que se le remitiera un saludo.
Más allá de lo verosímil de tales cuadros, es interesante tomar nota de los términos en
que este maestro rendía tributo a quien percibía como un gigante intelectual y cómo un
representante genuino de lo mejor de raza y la ciencias hispanas:
“Hasta aquí mi tranquilidad estuvo en verdadero reposo [...] pero desde ese momento de superior
compromiso agitáronse en mi ser todas las actividades, y no por cierto para ayudarme a salir del
intrincado camino [...] Pensé en los libros antiguos, que de tantos apuros libran algunas veces;
para buscar en ellos la frase, tomar nota del estilo, estudiar en los mismos la filosofía del lengua-
je y en serio y breve repaso de la ciencia de las letras, con el fin de contrariar el vulgarismo, en-
contrar los adornos que en afiligranados conceptos e imágenes bellas, pudieran hacerme llegar en
nombre de mis educandos, a la altura que el caso demanda; cuando de súbito, la reflexión se in-
terpuso, haciéndome llegar a esta apreciación ¡Altamira conoce todos los libros, es su cerebro
una biblioteca, en su alma lleva las ciencias, es su filosofía su espíritu, la literatura sus nervios,
su mente una enciclopedia, el arte del buen decir es su traje!”163

Altamira visitó la ciudad de Matanzas el 27 de febrero, asistiendo a un acto en


el Instituto de la ciudad, donde fue agasajado por profesores y alumnos y en cuyo acto

160
IESJJA/LA, s.c., Notas originales manuscritas de Rafael Altamira: Sociedades de Color, 2 pp., La
Habana, 4-III-1910.
161
IESJJA/LA, s.c., Notas originales manuscritas de Rafael Altamira: Fiesta maestros. Habana, 1 p., La
Habana, 1910.
162
Una reproducción del programa de este evento puede verse en: AA.VV., Rafael Altamira 1866-
1951…, Op. Cit., p. 120.
163
IESJJA/LA, s.c., Mensaje de La Primera Luz. Escuela privada de niños al insigne maestro español Sr.
D. Rafael Altamira, Catedrático de la Universidad de Oviedo, 10 pp. originales caligrafiadas y firmadas
por Jorge Batista, La Habana, 21-II-1910.

48
“me fue entregado un precioso ramo, cuyas cintas prometí que serían puestas como cor-
bata en la bandera de nuestra Universidad, en prenda de hermandad entre ambos centros
docentes”164. En el Liceo de la ciudad pronunció un discurso sobre el significado inte-
lectual del viaje americanista, siendo obsequiado con una “espléndida estalactita” de las
cuevas de Bellamar —anotada como Miramar en Mi Viaje a América—, lujosamente
presentada en una “caja especial de caoba”, que el sorprendido viajero —ya abrumado
por el peso material de tanto obsequio recolectado y carente, quizás, de imaginación
para dar alguna uso relevante a tan singular presente—, derivaría generosamente al ga-
binete de Historia Natural de la Facultad de Ciencias de la Universidad de Oviedo165.
También fueron visitados el Casino Español y las sedes del gobierno provincial y del
Ayuntamiento y el Teatro Sauto, donde ofreció una conferencia.
En Pinar del Río permaneció dos días en los que fue agasajado por el Centro Es-
pañol que, a tal efecto, organizó una velada en la que Altamira disertó acerca de las
“Relaciones espirituales entre América y España” además de dos banquetes en su ho-
nor166. El Instituto de Pinar del Río, promotor de la visita a esa ciudad, organizó un acto
literario en el que participaron su director Leandro G. Alcorta, Monseñor Ruíz y el
obispo de Pinar del Río, y en el que Altamira habló acerca de las “Relaciones que deben
existir entre profesores y alumnos para una buena obra educativa”.
Además de las visitas a establecimientos educativos —entre las que se destacó la
efectuada a una escuela norteamericana—, Altamira fue homenajeado por el Goberna-
dor de la provincia, coronel D. Sobrado quien, según testimonio del viajero “me hizo
entrega de un mensaje de adhesión a la idea de fraternidad espiritual que representé en
mi viaje por América”167. Particular relevancia tuvo, no obstante, el banquete que le
ofreciera la sociedad cubana Patria, en el que pronunciaron discursos veteranos de gue-
rra y en el que Altamira creyó ver expresados “de una manera elocuente y acentuada los
sentimientos de españolismo de que participan los cubanos más celosos de la soberanía
de su patria”168.
El 8 de marzo por la mañana visitó, en La Habana, el Centro Gallego y por la
noche el Centro Asturiano. Camino a Cienfuegos169, el catedrático ovetense fue reci-

164
Informe sobre los trabajos realizados en la República de Cuba, reproducido en: Rafael ALTAMIRA, Mi
viaje a América..., Op.Cit., p. 408.
165
Ibíd., p. 408.
166
De esta velada, celebrada el 6 de marzo de 1910, ha quedado registrada la poesía “Te-Deum” de Gui-
llermo DE MONTAGÚ. Puede verse en: COMISIÓN DE HOMENAJE A RAFAEL ALTAMIRA, España-América...,
Op.cit., pp. 65-66.
167
Informe sobre los trabajos realizados en la República de Cuba, reproducido en: Rafael ALTAMIRA, Mi
viaje a América..., Op.Cit., p. 411.
168
Ibíd., p. 411.
169
La visita a Cienfuegos fue gestionada por Juan Manuel Dihigo quien transmitió tempranamente la
demanda de la comunidad española de esa ciudad para contar con la presencia de Altamira. Meses más
tarde, Altamira mismo recibiría una carta de Leandro Llanos y otros españoles de Cienfuegos invitándolo
a conferenciar sobre temas de política española. Ver: IESJJA/LA, s.c., Carta original manuscrita (con
membrete de la Universidad de La Habana, Facultad de Letras y Ciencias) de Juan Manuel Dihigo a Ra-
fael Altamira, La Habana, 14-I-1909 y IESJJA/LA, s.c., Carta original mecanografiada de Leandro Llanos
y otros a Rafael Altamira, Cienfuegos, 20-XII-1909.

49
biendo un rosario de demostraciones de simpatía de las autoridades, de las colonias es-
pañolas, de las asociaciones de veteranos de guerra, y de las “sociedades de color”.
La comunidad española de Cienfuegos había sido preparada por Fermín Canella,
quien había remitido el 25 de noviembre de 1909 una comunicación al presidente de la
colonia hispana —publicada por el periódico La Correspondencia— en la que daba
cuenta de la misión ovetense y de los antecedentes del comisionado asturiano, pidiendo
colaboración y apoyo para su misión en Cuba170. El 10 de marzo, ya en la ciudad, Alta-
mira fue recibido por comisiones del Ayuntamiento, de la Guardia Rural, de los Bombe-
ros y del Clero. Luego de esta recepción, Altamira visitó la Escuela Central, el Liceo, el
Centro de Dependientes, el Centro Gallego, el Casino Español y el Sanatorio Español.
Por la noche, Altamira asistió al Teatro Tomás Terry, donde fue honrado por las elo-
cuentes palabras del señor Luis González Costi y del señor Villapol, quien expresó que
el viajero “trae una misión evangélica y como misionero de la inteligencia y del amor,
viene no solo en nombre de la Universidad de Oviedo, sino en la representación de la
Nación Descubridora, a dar el abrazo fraternal a todos sus hijos del Nuevo Continen-
te”171. Seguidamente, Altamira pronunció una conferencia sobre los propósitos del viaje
americanista, que fue seguida por las autoridades civiles y militares, y por el obispo
Monseñor Torres. En el distrito de Cienfuegos, Altamira viajó a los pueblos de Palmira
y Cruces, donde visitó el Ingenio Andreíta y el Club Martí172.
De vuelta a la capital, el día 12 de marzo, Altamira fue llevado a la quinta Cova-
donga del Centro Asturiano, almorzó en el Club Ovetense y ofreció una conferencia en
el Ateneo173.
La Universidad homenajeó a Altamira con un banquete en el que hablaron el
profesor Dihigo y el Rector de la ULH, Dr. Leopoldo Berriel, quien además ponía un
broche de oro al periplo del delegado ovetense, dirigiendo a Fermín Canella una concisa
pero no menos contundente carta:
“Vuelve a esa gloriosa Universidad, llevándole nuevos bien ganados prestigios por el éxito de
sus aplaudidas conferencias académicas, vuestro esclarecido misionario el Dr. Rafael Altamira
[...] La labor de intercambio intelectual, confiada acertadamente al Dr. Altamira y con gusto
aceptada por este centro docente, como labor de todo en todo y privativamente académica, y con
fin también exclusivamente académico, ha ya concluido coronada por el triunfo; y esme muy
grato decirlo oficialmente a V. E. I. Para su conocimiento y legítima satisfacción, asimismo, de
cuantos son compañeros en esa Universidad ovetense del catedrático insigne que nos ha traído
una demostración concluyente de los avances de la ciencia en la secular institución de que pro-
cede.” 174

170
“Comunicación del Rector de la Universidad de Oviedo sobre la misión de Altamira”, extraído de: La
Correspondencia, Cienfuegos, 15-XII-1909, citado en: Victoria María SUEIRO RODRÍGUEZ, “Las ideas de
integración en la prédica y programa educativo-americanistas de Rafael Altamira y Crevea y su influencia
en Cuba a principios de siglo”, Op.cit., Anexo nº 6.
171
Ibíd., p. 14.
172
Ibíd., p. 15.
173
Ibíd., Anexo nº10.
174
Carta oficio del Rector de la Universidad de la Habana al Rector de la Universidad de Oviedo, La
Habana, III-1910, reproducido en: Rafael ALTAMIRA, Mi viaje a América..., Op.Cit., pp. 485-486.

50
Terminaba, así, el periplo americano de Altamira, luego de completar su última
y más compleja escala, cosechando también en el último territorio colonial americano,
el aplauso generalizado, aunque, claro está, no estrictamente unánime del pueblo cuba-
no y español emigrado.
De la correspondencia que mantuvieran Altamira y Telesforo García durante el
viaje, se desprende la existencia de ciertas críticas y oposiciones a la misión americanis-
ta en Cuba. En una de estas epístolas García afirmaba el gran interés que tenía por los
resultados de la estancia de Altamira en la Gran Antilla, en tanto que, pese a los “mal
apagados odios de los cubanos hacia España” y de los acostumbrados vicios de las riva-
lidades intestinas y la anarquía política que aquejaban a los compatriotas, no dejaba de
creer que en México y aún más en Cuba “el campo es propicio a una reconquista de
ideales que afectan sustancialmente a la independencia material y de espíritu de estos
pueblos”, en obvia referencia a la proyección del poder estadounidense sobre estos paí-
ses175.
Pero este mismo propósito, festejado ampliamente en toda América Latina, se
encontró en Cuba con una contenstación ideológica muy firme por parte de un grupo de
intelectuales entre quienes destacaban el criminólogo y Decano de la Facultad de Dere-
cho, José Antonio González Lanuza (1865-1917) y el joven polígrafo Fernando Ortiz176
.

175
IESJJA/LA, s.c., Carta original mecanografiada de Telesforo García a Rafael Altamira, México, 17-
III-1910.
176
El historiador cubano Fernando Ortiz Fernández (1881-1969) puede ser considerado como el fundador
de los estudios afrocubanos, a los que dedicó sus investigaciones desde perspectivas etnológicas, socioló-
gicas, lingüísticas y musicológicas. Ortiz pasó su niñez y adolescencia en Baleares y estudió Derecho
Civil y Derecho Público en las Universidades de Barcelona y Madrid, para luego concluirlos en La Haba-
na. En el área del Derecho, Ortiz desarrolló estudios criminológicos en Italia junto a César Lombroso y
Enrico Ferri y, de regreso a Cuba, dictó cátedra en la Universidad de La Habana. Ortiz fue uno de los
fundadores de la Universidad Popular y, más tarde, de los cursos abiertos y seminarios de verano. Ade-
más de sus tareas docentes e investigativas, Ortiz se desempeñó como periodista y editorialista en varios
periódicos cubanos y como político, siendo diputado en la Cámara de Representantes de Cuba entre 1917
y 1927, destacándose como un legislador reformista en el terreno penal y educativo. En las dos primeras
décadas del siglo XX, el joven Ortiz formó parte de los sectores intelectuales liberales y cubanistas que
veían con sumo recelo la herencia hispánica y apreciaban con simpatía la influencia norteamericana. Sin
embargo, tal como ha afirmado Juan Emilio Friguls, Ortiz se acercaría al hispanismo en los años ’20,
llegando a fundar en 1926 la Institución Hispano-Cubana de Cultura y dirigiéndola hasta 1947. Esta tri-
buna intelectual, pensada como un espacio de diálogo e intercambio entre Cuba y España difundió el
pensamiento de muchos intelectuales exiliados luego del comienzo de la Guerra Civil española (Juan
Emilio FRIGULS, “Un hispanista cubano: Don Fernando Ortiz” [en línea], en: Filosofía Cubana Contem-
poránea, http://www.filosofia.cu/contemp/mely003.htm, [Consultado, III-2004]). Desde mediados de los
años ’30 el nuevo hispanismo de Ortiz y su solidaridad con la II República española, se conjugó con una
posición crítica hacia los Estados Unidos de América y su política cubana. Entre sus libros iniciales se
destacan: Hampa afrocubana. Los negros brujos (Apuntes para una Etnología criminal), Madrid y La
Coruña, Ferrer, 1906; “La inmigración desde el punto de vista criminológico” en: Revista de Derecho y
Sociología, nº5, La Habana, 1906; Las rebeliones de los afrocubanos, La Habana, s/i, 1916; La recon-
quista de América. Reflexiones sobre el Pan-hispanismo, París, Sociedad de Ediciones Literarias y Artís-
ticas, 1911. Entre sus libros posteriores, podemos encontrar: Entre Cubanos, París, Ollendorf, 1914; His-
toria de la arqueología indocubana, La Habana, El Siglo XX, 1923; Un catauro de cubanismos. Apuntes
lexicográficos, La Habana, El Siglo XX, 1923; Glosario de Afronegrismos, La Habana, 1924 —con pró-
logo de Juan M. Dihigo—; Las responsabilidades de los Estados Unidos en los males de Cuba, Washing-
ton D.C., s/e, 1932; Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar (Advertencia de sus contrastes agrarios,

51
Mientras que González Lanuza había enfrentado la cuestión de la influencia nor-
teamericana en Cuba en su discurso de despedida de Altamira de la ULH, invirtiendo la
valoración negativa que de ella hiciera el discurso hispanista y reivindicando el paname-
ricanismo; Ortiz había publicado una serie de artículos extremadamente críticos en el
periódico cubano El Tiempo y en la Revista Bimestre, en los que se cuestionaba el pro-
pósito del viaje amaericanista ovetense y el “panhispanismo” en tanto programa ideoló-
gico racista y neoimperial español.
Estas recusaciones —cuyos contenidos tenderemos oportunidad de analizar más
adelante— y la apertura de un interesante debate en torno del hispanismo y del paname-
ricanismo, no venía a demostrar el fracaso de Altamira en Cuba, tal como lo pretendie-
ran sus enemigos asturianos. Por el contrario, estas respuestas eran, en aquel contexto,
una prueba de la gran repercusión que tuvo su mensaje en un país que, apenas una déca-
da atrás, estaba inmerso en una cruenta guerra de liberación contra España.
Pese a que Altamira no dio cuenta de este debate en Mi viaje a América, la mani-
festación de este disenso no alarmó demasiado al alicantino, ni tampoco a los diplomá-
ticos españoles. El embajador español en Cuba, consideraba, en su informe oficial, que
estas críticas marginales habían partido exclusivamente de los sectores fervorosamente
pro-norteamericanos. Pese a que esta explicación era excesivamente simplificadora,
Soler no faltaba a la verdad afirmando que estas resistencias habían sido minoritarias y
no llegaron a empañar el éxito general que rodeó la visita de Altamira177. Prueba de ello
fue la grandiosa despedida que se le tributara y a la que asistió un nutrido grupo de las
delegaciones españolas y cubanas y numeroso público.
El periódico Crónica de Asturias atestiguaba que “ninguno de los elementos de
positivo influjo en la vida cubana, ninguna de las personalidades prominentes de la co-
lonia española, dejó de cumplir los mandatos de la cortesía”178 acompañando en los
muelles la emocionante partida del enviado de la Universidad asturiana:

económicos, históricos y sociales, su etnografía y trasculturación), La Habana, Jesús Montero Editor,


1940; La africanía de la música folklórica de Cuba, La Habana, s/e, 1950.
177
AMAE, Correspondencia Cuba, Legajo H – 1430, Oficio de la Legación de España en Cuba al Excmo.
Señor Ministro de Estado de S.M. Referente al catedrático señor Altamira. Nº 46. Subsecrtetaría, Firmado
por Pablo Soler, Habana, 20-III-1910.
178
Según Juan Rivero, “entre la enorme masa que se apiñaba en torno del insigne Catedrático” se encon-
traban el embajador español Soler Guardola y el cónsul de España, Sr. Cabanilles; Eliseo Giberga; el
ministro de Cuba en Madrid, García Vélez; el ministro de Cuba en Washington, Carrera Jústiz; el sena-
dor, Adolfo Cabello; el Presidente de la Comisión del Servicio Civil, Emilio del Junco; el Conde de Sa-
gunto; el Marqués de San Esteban; Juan Bances; el ex senador del Reino Patricio Sánchez; el director de
la Escuela de Artes y Oficios, Sr. Aguado; el Presidente de la Lonja de Comercio, Narciso Maciá; el Pre-
sidente de la Asociación de Dependientes, Sr. Gómez y Gómez; el Presidente del Centro Asturiano,
Maximino Fernández; el administrador del Diario de la Marina, y el Director de la Unión Española.
También asistieron representaciones de la Academia de Ciencias; del Instituto de Segunda Enseñanza; de
la Escuela de Veterinaria; del Ateneo y Círculo de la Habana; de la Asamblea de Maestros Públicos; de la
Asociación de Estudiantes; del Casino Español; del Centro Gallego; de la Asociación Canaria; del Centro
Catalán de la Asociación de Dependientes; del Centro Asturiano; del Centro Aragonés; del Centro de
Cafés; del Club Ovetense; del Club Covadonga; del Club Piloñés; de la Unión Llanisca; y de la Asocia-
ción de la Prensa (Juan RIVERO, “Despidiendo a Altamira”, en: Crónica de Asturias, La Habana, 26-III-
1910 y reproducido en: COMISIÓN DE HOMENAJE A RAFAEL ALTAMIRA, España-América…, Op.cit., p.
128).

52
“Desde el hotel al muelle vino en carrera triunfal; apretujábase la gente en las calles para verle y
vitorearle, acompañado por el Rector de la Universidad Sr. Barriel, el catedrático Sr. Dihigo y el
presidente del Casino Español. Seguía a la máquina que conducía al señor Altamira gran número
de automóviles y coches. Y en el muelle abarrotado de numerosísimo público, el acto fué impo-
nente […] En nombre del Gobierno cubano despidió al Sr. Altamira, con efusivo abrazo, el Se-
cretario de Hacienda, D. Marcelino Díaz de Villegas, y acto seguido, en una de las lanchas del
servicio de la Capitanía del Puerto, puesta por el Gobierno a disposición del Sr. Altamira, em-
barcó este, acompañado del Rector de la Universidad, de varios Catedráticos de dicho Centro
Docente y algunos profesores del Instituto. Inmediatamente salieron escoltándole los remolcado-
res Teresa, Manuela, Georgia, Isabel, y hasta diez más, fletados por el Comité Central de la Co-
lonia, el Centro Asturiano, la Asociación de Estudiantes, el Centro Gallego, la Asociación de
Dependientes, el Centro Euskaro, el Club Ovetense, el Centro de Cafés, el Casino Español y
otras colectividades. Al embarcar el ilustre Altamira, el gentío inmenso que cubría los muelles
prorrumpió en nutrida y prolongada salva de aplausos, y él dio un sonoro ¡Viva Cuba!, que fue
coreado por la multitud […] La flotilla desfiló varias veces por la popa del trasatlántico donde
estuvo tres horas a pié firme el Sr. Altamira, siempre amable, siempre oportuno de frases cariño-
sas para todos. Hemos perdido la cuenta de los vivas que dieron los estudiantes bulliciosos y en-
tusiastas […] y no pudimos anotar cuántos se dieron a Asturias, a Oviedo, a la Extensión Univer-
sitaria. Ya anochecido, leva anclas el buque; seguímosle en los remolcadores, rezagados, poco a
poco, guardando las últimas palabras del Maestro como una bendición…”179

2.2.- El retorno triunfal


Como bien lo explicara Altamira, el súbito enrarecimiento de la situación políti-
ca española a poco de iniciarse su empresa —fruto de la guerra de Marruecos, la revolu-
ción barcelonesa y el cambio de gobierno— tuvo el doble efecto de desplazar este even-
to hispano-americanista de la atención de la opinión pública española, a la vez que
dificultó las comunicaciones entre el viajero y sus bases naturales: Oviedo, Vigo y Ali-
cante.
De allí que, Altamira no dispusiera de datos suficientes a partir de los cuales
formarse una opinión clara acerca de la repercusión de su viaje en la propia Península y
resultara gratamente sorprendido por el recibimiento popular del que fue objeto:
“En Coruña, Santander, Alicante, Madrid, León, Oviedo, sentí vibrar con los mismos entusias-
mos que me habían animado durante el viaje, con la misma conciencia, más o menos clara, de la
transparencia del empeño acometido, el espíritu del pueblo español; sin que me ofuscara la nece-
saria concreción personal de las manifestaciones, para desconocer el sentido impersonal, objeti-
vo, de cultura y de patriotismo elevado, que llevaban en su fondo y les comunicaban valor y
fuerza; y los miles de cartas y telegramas de adhesión que recibí en aquellos días, de otros luga-
res no visitados, me dijeron en todas partes de España, aunque se condensaba particularmente en
algunas regiones y en algunas clases sociales, no siempre, justo es decirlo, aquellas que más in-
mediatamente se podía presumir que llevasen la bandera y dirección del movimiento.”180

En La Coruña se prepararon verdaderos fastos para recibir a Altamira durante su


escala en Galicia a bordo del transatlántico alemán Kromprinzessin Cecilie. Los muelles
del puerto gallego y las embarcaciones estacionadas fueron engalanados con banderas,
flores y guirnaldas. Se preparó una copa de plata con una dedicatoria de la ciudad al
viajero para serle entregada en su desembarco o incluso a bordo si éste decidía, por al-
gún contratiempo, no bajar a tierra.

179
Ibíd., p. 127.
180
Rafael ALTAMIRA, Mi viaje a América..., Op.cit., p. 495.

53
Al tiempo que se publicitaba el arribo de Altamira y se instaba al pueblo a con-
currir masivamente, varias lanchas de vapor y remolcadores del puerto, se pusieron a
disposición de las diferentes comisiones de bienvenida designadas por las corporaciones
gubernamentales, educativas y sociales de La Coruña, Vigo y Santiago de Compostela,
entre las cuales se encontraba una de la Universidade de Santiago, encabezada por los
catedráticos Salvador Cabeza de León y Casimiro Torre. Asimismo, fue prevista una
batería de salvas a la entrada del buque a puerto, la presencia de la banda del Regimien-
to Isabel la Católica y una recepción popular y oficial del viajero en el Ayuntamiento de
la ciudad por el Alcalde y diputados provinciales gallegos181.
Luego de esta escala, Altamira se dirigió a Santander. Allí también se había
preparado una magnífica recepción en la que se hicieron presentes el Alcalde de Alican-
te, Luis Pérez Bueno, el Alcalde de Oviedo y varios concejales, el rector de la Universi-
dad de Oviedo acompañado de los catedráticos Mur y Buylla y la esposa de Altamira. A
la vista del barco, estas personalidades y representantes del Real Club de Regatas de
Santander se embarcaron en el remolque Cuco para salir al encuentro del catedrático
ovetense y tributarle, en un simulacro gentil de abordaje, los primeros saludos, los cua-
les fueron contestados —componiendo curiosa escena— “con galletas que desde la
borda del [buque] alemán les arrojó el Sr. Altamira”.
Ya atracado el transporte, subieron a bordo las comisiones de homenaje y se
produjeron escenas de profunda emoción, entre las que se destacaron, obviamente, la
del encuentro entre los cónyuges y la del abrazo con Fermín Canella. El resto de los
presentes, además de representantes obreros de Oviedo y Santander, de comisionados
del Círculo Mercantil de la ciudad y el Gobernador civil interino fueron recibidos en los
salones del paquebote. Sin embargo, más allá de las emociones privadas y las salutacio-
nes públicas, el balance sobre el periplo se impuso, casi inmediatamente, como el tema
central de conversación entre el delegado ovetense y su rector, expresamente llegado a
Cantabria para imponerle la insignia de la Universidad de Oviedo “única que hasta en-
tonces se ha hecho y que será el primero en lucir el ilustre catedrático” 182.
Al momento de su desembarco, los pasajeros y la tripulación del Kromprinzessin
Cecilie se sumaron a la fiesta, quizás por una auténtica simpatía hacia el personaje o,
más probablemente, por espontánea asociación al colorido jolgorio que se había desata-

181
“En La Coruña. Antes de la llegada”, en: La Voz de Galicia, La Coruña, 30-III-1910, reproducido en:
COMISIÓN DE HOMENAJE A RAFAEL ALTAMIRA, España-América…, pp. 67-68.
182
“Breves momentos se retiraron a conferenciar con el Sr. Altamira, los Sres. Canella y Alcalde de Ali-
cante. El Sr. Altamira les comunicó la buena impresión que traía de su viaje por las Repúblicas hispa-
noamericanas, expresándose en sentido muy favorable para los americanos, cuyo sincero españolismo ha
tenido ocasión de apreciar. El Sr. Altamira manifestó que su viaje a dichas Repúblicas ha superado en
mucho a las esperanzas que tenía al embarcar, considerando firme y seguro el intercambio intelectual que
allí fue buscando para bien de las Repúblicas americanas y de España. No cesaba de elogiar el sabio cate-
drático las atenciones que en toda América le dispensaron, considerándole como embajador de la intelec-
tualidad y de la cultura españolas. Estas mismas manifestaciones oimos también nosotros al Sr. Altami-
ra.” (“El Alma de la raza”, El Cantábrico, Santander, 1-IV-1910, reproducido en: COMISIÓN DE
HOMENAJE A RAFAEL ALTAMIRA, España-América..., p. 71).

54
do en los muelles y que se prolongó en las calles de la ciudad, y que vale la pena tener
presente:
“Los pasajeros todos que continuaban su viaje hasta El Havre y la oficialidad del barco, desde la
borda, agitaban sus pañuelos despidiéndose del señor Altamira, dando vivas al sabio educador
español y al propagandista de la cultura española, mientras la charanga de a bordo tocaba la
Marcha Real. Desde el vapor el Sr. Altamira agitaba su sombrero despidiéndose... La despedida
no pudo ser más entusiástica. [...] Además del Ayuntamiento en corporación y de las comisiones
oficiales de Oviedo y Santander, numerosísimo público acudió al muelle a las diez de la mañana
a recibir al ilustre catedrático de la Universidad ovetense. Al acercarse al embarcadero la lanchita
de la Junta de Obras, que le conducía, el Sr. Altamira, descubierto y de pié, dio un viva a San-
tander y otro a España, que fueron unánimemente contestados por el público, siendo objeto el in-
signe catedrático de una gran ovación. Al desembarcar, el Alcalde, Sr. San Martín, le dio la
bienvenida en nombre de la ciudad de Santander... Inmediatamente pasaron a la caseta del em-
barcadero, donde se organizó la comitiva que había de llevarle hasta el palacio municipal [...]
Precedida de dos heraldos a caballo y yendo a la cabeza nuestro Ayuntamiento, cuya presidencia
ocupaban el Sr. Altamira y los Alcaldes de Alicante, Oviedo y Santander, se puso en marcha la
comitiva. El recibimiento que dispensó ayer al cultísimo maestro... fue tan grandioso y espontá-
neo como merecía el hombre que nos honraba, escogiendo nuestro puerto para regresar a su
amada patria después de haberla glorificado en las antiguas posesiones españolas. Las vivas, los
aplausos, las manifestaciones de respetuosa admiración que a su paso por nuestra ciudad oyera el
eminente catedrático, mezclados con los vivas a Oviedo, Alicante y Santander... no bastaban a
premiar la labor inmensa, meritísima que en beneficio de España ha realizado el sabio alicantino
en las Américas latinas. Un viva hubo a la Democracia, que el Sr. Altamira contestó rápidamen-
te con otro a los Trabajadores. Por el bulevar de Pereda desfiló la comitiva entre aclamaciones
del gentío que se agolpaba a los dos lados de la ancha vía [...] Cubriendo la carrera se había co-
locado a los niños y niñas de las escuelas municipales, que arrojaban ramos de flores al paso del
Sr. Altamira, uno de los cuales cogió este y se lo puso en el ojal de la solapa. La mayoría de los
balcones de las casas del Muelle, lo mismo que las de todo el trayecto, estaban engalanados con
colgaduras, y desde ellos elegantes y distinguidas damas saludaban con sus pañuelos y aplaudían
al Sr. Altamira. Este descubierto y dando vivas a Santander y a España, saludaba a todos visi-
blemente emocionado. Al llegar el Puente, ocupado totalmente por una muchedumbre, se le hizo
otra ovación, que no cesó ya un momento, hasta entrar en el Ayuntamiento, donde se repitió con
más entusiasmo.”183

Como podemos ver, entrando en Santander, Rafael Altamira fue el protagonista


de un verdadero triunfo y, aunque no parece haber compartido su carro con nadie que le
dijera al oído aquello de “recuerda que sólo eres un hombre”, disfrutó con bastante so-
briedad la apoteosis intensa —aunque, como todas, efímera—, que le reportara este ba-
ño de multitudes. Desde los balcones del Ayuntamiento se dirigió al pueblo congregado
a las puertas del edificio municipal para volver a recibir ovaciones y vivas de una mu-
chedumbre que, seguramente, nunca hasta entonces había oído hablar de la existencia
del profesor ovetense y menos aún se encontraba familiarizada con su obra o pensa-
miento.
La Corporación municipal lo agasajó con una recepción a la que se asociaron re-
presentaciones de la Audiencia y el Ayuntamiento de la capital asturiana, de los obreros
cántabros y asturianos, del Instituto y de la Escuela Superior de Industrias de Santander,
de la Biblioteca Municipal de Oviedo, de las diputaciones provinciales, círculos mer-
cantiles y cámaras de comercio de Santander y de Oviedo, de los consulados hispanoa-
mericanos, de la liga de Contribuyentes, de la Prensa santanderina y ovetense, de la Es-

183
Ibíd., p. 72.

55
tación de Biología Marina y del Real Club de Regatas de la ciudad, de los estudiantes de
la Universidad de Oviedo y de la Asociación de Empleados Municipales de Santander.
Por la noche, abriendo el capítulo de homenajes gastronómicos en España, Al-
tamira fue invitado al banquete que, en su honor, organizó el Ayuntamiento en el Teatro
Principal. En esta ocasión, el Restaurante Suizo de la ciudad sirvió a la selecta concu-
rrencia un exclusivo menú que se cerró con una selección de —nunca más oportunos—
cafés y habanos cubanos, para garantizar así, de alguna manera, una consustanciación
adicional con la América hispana.
Durante el alegre evento, interrumpido progresivamente por improvisadas alocu-
ciones, brindis, anécdotas, vivas, y aplaudidos discursos de los alcaldes de Santander,
Alicante y Oviedo, y de Fermín Canella, hasta la discreta esposa de Altamira se hizo
merecedora de una improcedente —aunque sin duda galante— ovación sostenida, por el
sólo hecho de hacerse visible en el palco de honor acompañada de otras damas.
El primero de abril se celebró un nuevo banquete, presentado ahora por los pro-
fesores de los institutos de enseñanza media y superior de Santander en los salones del
Hotel Continental. A este opíparo almuerzo asistieron los catedráticos universitarios y
los delegados de los diferentes establecimientos y de asociaciones estudiantiles.
Francisco Alvarado tomó algunas responsabilidades para aliviar las obligaciones
de Altamira. Así, el que fuera secretario del catedrático ovetense durante su viaje ameri-
cano, se dirigió al Centro Obrero de Santander, a cuyos miembros transmitió saludos y
agradecimientos, y a los que ofreció una charla acerca de la labor de Altamira en el
Nuevo Mundo.
Las escenas de la despedida de Altamira de Santander no fueron más discretas
que las de su arribo, dos días antes:
“Media hora antes de la salida del tren, los andenes estaban llenos de gente de todas las clases
sociales, siendo materialmente imposible dar un paso. Al presentarse en la estación el señor Al-
tamira con su señora, fueron ovacionados y vitoreados. También se dieron vivas al rector Canella
y al alcalde de Alicante que marchaba acompañando al Sr. Altamira [...] El entusiasmo del públi-
co por Altamira era delirante, repitiéndose las ovasiones a cada momento. La despedida fue co-
losal, grandiosa. Al arrancar el tren, dió un viva al pueblo de Santander y otro a España, que
unánimemente se contestaron. El ilustre catedrático marchó diciendo: santanderinos, hasta muy
pronto. Entonces, aquella muchedumbre que acudió a despedirle a la estación, rompió en una
salva de aplausos y le aclamó, vitoreando también al rector de la Universidad de Oviedo y al Al-
calde de Alicante, señor Pérez Bueno , que no cesaba de dar vivas a Santander. La ovación no
cesó hasta que el tren se perdió de vista. El señor Altamira iba en la ventanilla saludando con el
sombrero.” 184

Pero si los acontecimientos sociales que rodearon la llegada de Altamira a San-


tander pueden sorprendernos, los del arribo a Alicante, su ciudad natal, el 3 de abril no
le fueron a la zaga. Días antes se difundió la noticia del arribo, repartiéndose octavillas
en las que el Alcalde interino hacía un llamamiento a la población para participar de los
homenajes del “preclaro hermano”185. Aguardando la llegada del profesor ovetense, el

184
“El Alma de la raza II”, El Cantábrico, Santander, 2-IV-1910, reproducido en: COMISIÓN DE
HOMENAJE A RAFAEL ALTAMIRA, España-América..., Op.cit., p. 77.
185
“Alcaldía constitucional de Alicante: El esclarecido hijo de Alicante D. Rafael Altamira y Crevea,
llegará a esta ciudad el día 3 en el tren correo de Madrid. Alicante, que ha seguido ansiosa la carrera de

56
concejal republicano Guardiola Ortiz pronunció dos conferencias populares divulgando
la importancia de la obra de Altamira en América186.
Bajado del tren, Altamira se vio envuelto en una manifestación popular calcula-
da en veinte mil personas:
“Rodeado de los concejales, del gobernador, del senador Sr. Palomo y otras distinguidas perso-
nas, que formaron una especie de cuadro de defensa en derredor del Sr. Altamira, se puso en
marcha la comitiva por las calles de San Fernando, Victoria y Princesa hasta el Ayuntamiento
desfilando entre las aclamaciones del gentío que se agolpaba al tránsito y que ocupaba balcones
y terrazas en número incalculable. Al llegar al Ayuntamiento, hubo la nota simpática de hallarse
ocupado el vestíbulo y los balcones por niños de las escuelas, que vitoreaban al sabio pedagogo.
La mayoría de los balcones de las casas de la ciudad, se hallaban adornados con elegantes colga-
duras y en los balcones del tránsito, elegantes y distinguidas señoritas saludaban con sus pañue-
los al Sr. Altamira. A petición del público que llenaba por completo la plaza de Alfonso XII y
calles afluentes, hubo de asomarse el Sr. Altamira al balcón del Ayuntamiento pronunciando un
corto y elocuente discurso...” 187

Durante la recepción oficial en los salones del Ayuntamiento desfilaron delega-


ciones de todo Alicante: del Instituto Provincial, de la Escuela de Comercio, de la Cole-
giata, del Colegio de Abogados, de los Juzgados, de la Comisión de extensión de la en-
señanza, de la Diputación Provincial, de la Asociación de Prensa, del Colegio de
Procuradores, de la Cruz Roja, del Ateneo científico y Literario, de la Juventud Radical,
del Tiro Nacional, de las Sociedades Obreras, entre otras.
El Ayuntamiento dispuso también dos homenajes oficiales. El primero fue que
se bautizara con el nombre del catedrático ovetense una calle de la ciudad, en una de
cuyas esquinas se fijó —en un solemne acto público que logró quebrar la entereza de
Rafael Altamira— una placa conmemorativa cincelada por Vicente Bañuls Aracil188. El
segundo consistió en entregarle un pergamino artísticamente decorado por el que se le
declaraba “hijo predilecto” de la ciudad189. Este, como los otros actos fueron registrados
fotográficamente y algunas de estas exposiciones reproducidas por la prensa y otras

triunfos científicos del sabio Altamira por las cultas Repúblicas Americanas, adonde fue enviado por la
Ilustre Universidad de Oviedo a establecer el intercambio internacional de la Ciencia, orgullosa de sus
éxitos ensalzados por la Prensa mundial y agradecida a los homenajes que América le ha tributado, quiere
recibirle cual madre cariñosa que ve tornar al hogar al más querido de sus hijos, porque más honra el
nombre de la familia. Los alicantinos estamos obligados a satisfacer el deseo de la ciudad, demostrando el
júbilo que nos produce la visita del preclaro hermano, y, por ello, debemos admirarle a su llegada y en
cuantos sitios se presente, adornando nuestras casas durante su permanencia entre nosotros. Y que el
entusiasmo de todos los alicantinos haga innecesaria para recibir y agasajar al gran Altamira toda acción
oficial. Así lo desea el Ayuntamiento y el que se honra representándole interinamente. Alicante, 1 de abril
de 1910. El Alcalde. Ernesto Mendaro” (Reproducido en: AA.VV., Rafael Altamira 1866-1951…, Op.
Cit., p. 124).
186
“Regreso de Altamira”, sin fuente especificada, probablemente se trate de El Imparcial o del Heraldo
de Madrid, como pista la cabecera del recorte consigna: “año XLIV, nº 15.463, Madrid”, correspondería
a la edición del 31-III-1910 o del 1-IV-1910 (IESJJA/LA, s.c., Recorte de prensa). Este y otros artículos
de la prensa madrileña son casi idénticos a los publicados en los periódicos gallegos, santanderinos y
alicantinos, recogidos en: COMISIÓN DE HOMENAJE A RAFAEL ALTAMIRA, España-América.., Op. Cit.
187
Noticias extractadas de El Eco del Levante, Alicante, 4-IV-1910, reproducidas en: COMISIÓN DE
HOMENAJE A RAFAEL ALTAMIRA, España-América…, Op.cit., pp. 78-79.
188
Vicente Bañuls (1865-1934) también ilustró el libro de Rafael ALTAMIRA, Fantasías y recuerdos,
Alicante, 1910.
189
El pergamino se halla depositado en IESJJA y puede verse reproducido en: AA.VV., Rafael Altamira
1866-1951…, Op. Cit., p. 124.

57
enviadas a Altamira por el propio Alcalde190. Otras localidades cercanas también lo
nombraron hijo adoptivo e hijo predilecto de sus comunidades.
La Asociación Provincial de Magisterio de 1ª Enseñanza de Alicante, que nu-
cleaba maestros del sistema público, lo designó Presidente Honorario en sesión extraor-
dinaria del 3 de abril de 1910191 y numerosas entidades hicieron lo propio, destacándose
entre ellas el Círculo de la Dependencia Mercantil y el Orfeón de Alicante. En el orden
académico, Altamira pronunció una conferencia acerca de “Extensión Universitaria”
para el Instituto General y Técnico de Alicante —interesado en implantar este tipo de
enseñanza— .
Los cuatro días que permaneció en la ciudad mediterránea también fueron jorna-
das de buen diente, cuyo distintivo no era tanto la calidad de los manjares servidos, sino
los repartos paralelos de alimentos y las nada inocentes inversiones en “verbenas, ilu-
minaciones y diferentes regocijos de índole popular” que —inevitable, aunque, quizás,
injustamente— no pueden menos que evocarnos antiguas jornadas de pane et circenses.
La noche de su arribo se celebró una cena de ochenta cubiertos, encargada a la
cocina del Victoria Hotel, en el salón azul del mismo edificio municipal con un fastuoso
menú de cocina internacional que remató con una serie de brindis con Chandón en el
que el Alcalde Luis Pérez Bueno lo cubrió de halagos y le transmitió nuevas palabras de
aliento y admiración de parte del Presidente del Consejo de Ministros de España. El
segundo día estuvo signado por la comida que le ofreciera la Diputación Provincial en
Elche y el banquete y fiesta nocturnos que organizara el Casino de Alicante. El tercer
día el personal docente organizó un almuerzo192; por la tarde se sirvió una merienda po-
pular a los asilados y se repartió comida entre los pobres a cuenta del Ayuntamiento y
de las asociaciones alicantinas que más tarde honrarían a Altamira otorgándole sus pre-
sidencias honorarias; y por la noche se organizó un nuevo banquete popular animado
por los coros del Orfeón Municipal.
El fugaz paso por Madrid fue más sobrio y discreto, quedándose sólo el tiempo
necesario para disertar sobre los diferentes aspectos del viaje y del futuro promisorio del
hispano-americanismo, a la vez que contactarse con altos cargos gubernamentales y
otros personajes influyentes, interesados en conocer de primera mano los eventos re-
cientemente acaecidos y atentos, quizás, a la oportunidad de obtener un rédito político
de este viaje.

190
IESJJA/LA, s.c., Carta del Alcalde de Alicante, Luis Pérez Bueno a Rafael Altamira, Alicante, 23-IV-
1910. Dichas fotos se encuentran depositadas en IESJJA, fueron publicadas por la revista La Ilustración
Artística, S/D, 18-IV-1910 y pueden verse reproducidas en: AA.VV., Rafael Altamira 1866-1951…, Op.
Cit., p. 123.
191
IESJJA/LA, s.c., Carta original mecanografiada firmada por el Presidente y la Secretaria de la Asocia-
ción Provincial del Magisterio de 1ª Enseñanza de Alicante a R. Altamira, Alicante, 3-IV-1910.
192
IESJJA/LA, s.c., “Un discurso de Altamira”, reporte original mecanografiado —probablemente ex-
tractado de un periódico— del discurso pronunciado por Altamira el 6-IV-1910 en Alicante (3 pp).

58
Altamira ofreció una conferencia en el Ateneo de Madrid; disertó el 12 de abril
en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas (RACMP)193; y pronunció una
famosa conferencia en la Unión Ibero-Americana, dos días después194.
Durante esta breve estancia, Altamira pudo entrever, no obstante, cómo su viaje
—o al menos la insólita repercusión de éste en España— había logrado atraer la aten-
ción de las más altas esferas de la política:
“Después de mi segunda conferencia en Madrid (la de la Unión Ibero-Americana), recibí un avi-
so urgente del señor Ministro de Instrucción pública, para que fuese a verlo. Era el día 15 de
abril, y aquella misma tarde, indispensablemente, debía yo salir para Asturias, donde aún no
había estado. Fue breve la entrevista. El ministro, señor Conde de Romanones, me comunicó que
S.M. el Rey deseaba oír de mis labios el relato del viaje a América e interrogarme acerca de la
cuestión americanista. Muy discretamente se me preguntó si mis ideas políticas opondrían alguna
repugnancia o algún obstáculo de delicadeza a la ida a Palacio.” 195

Por supuesto, Altamira no tuvo ningún inconveniente en concertar tal entrevista,


y ello no necesariamente debe inducirnos a suponer cierto oportunismo, por lo menos si
tenemos en cuenta la evolución moderada de sus convicciones republicanas y su perfec-
ta convivencia con el esquema político de la Restauración. No obstante, resulta intere-
sante que en Mi viaje a América, el alicantino creyera oportuno explicar su anuencia
para tal encuentro —por él no solicitado— de forma tal que no quedaran dudas de su
entereza moral y de su prolijo cumplimiento de las obligaciones patrióticas:
“Contesté lo que era natural: que la Universidad de Oviedo, en representación de la cual fui a los
países hispano-americanos, había concebido el viaje con un sentido completamente cultural y pa-
triótico, en el más alto sentido de la palabra, asequible, pues, a todos los españoles, e indepen-
diente de la esfera política; que así, de una manera rigurosa, había realizado yo mis gestiones en
toda América, y que el delegado de la Universidad ovetense no tenía ni siquiera el derecho de
negarse, como tal, a ningún llamamiento, y menos al que significaba de parte del Jefe del Estado
un movimiento de espontáneo interés por el problema de las relaciones hispano-americanas, que
podría servir de estímulo y acicate para la acción, es este orden, de los Poderes públicos.” 196

La breve escala en León también fue capitalizada. El 16 de abril fue ofrecida en


el Teatro de León, una función de Gran Gala en honor a Altamira en la que se pudieron
ver, a recinto colmado, Corpus Christi, Toros en Aranjuez y El método Gorrizt, tres
zarzuelas interpretadas por la compañía de J. Gutiérrez Nieto197.

193
Rafael ALTAMIRA, “Extracto del Discurso del Excmo. Sr. Don Rafael Altamira y Crevea con motivo
de su viaje a América, y de las manifestaciones de los Sres. Presidente y Sánchez de Toca, martes 12 de
abril de 1910”, en: Memorias de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, Tomo X, Madrid,
1914. Publicado también como separata. Informaciones de este evento pueden encontrarse en el reporte
“La labor de Altamira”, en: El Noroeste, Año XIV, Nº 4.724, Gijón, 15-IV-1910 (BCUO, Microfichas
Colección El Noroeste).
194
Rafael ALTAMIRA, “Organización práctica de las relaciones intelectuales entre España y América”,
Conferencia pronunciada en la Unión Ibero-Americana de Madrid, Madrid, 14-IV-1910, reproducida en:
ID., Mi viaje a América..., Op.cit., pp 505-540. Anteriormente había sido reproducido sin título alguno en:
COMISIÓN DE HOMENAJE A RAFAEL ALTAMIRA, España-América…, Op.cit., pp. 87-94.
195
Rafael ALTAMIRA, Mi viaje a América..., Op.cit., pp. 496-497.
196
Ibíd., p. 497. En nota al pie de este párrafo, Altamira menciona la aprobación con que esta actitud suya
fue juzgada por un periódico ovetense, del cual extracta una cita ilustrativa.
197
Ver reproducción del programa de este evento en: AA.VV., Rafael Altamira 1866-1951…, Op. Cit., p.
128.

59
La llegada a Oviedo, el domingo 17 de abril, luego de una magnífica recepción
en la estación del pueblo de Mieres del Camino por el Rector de la Universidad de
Oviedo, las autoridades municipales y el pueblo en masa, dio comienzo al tercer capítu-
lo de las jornadas triunfales que tendrían a Altamira como principal protagonista.
Comisiones de todas las sociedades y corporaciones asturianas, delegaciones de
Santander y de pueblos del interior del Principado acudieron junto a multitudes de ove-
tenses a la Estación Norte de ferrocarril al término de la calle Uría, cuyos balcones se
hallaban adornados para la ocasión y cuyas aceras se encontraban llenas de público a la
espera del paso del retornado viajero.
Entre forcejeos, vivas al alicantino, a la Universidad, a España y a cuanto perso-
naje se divisara, la comitiva de recepción inició su procesión por las calles de Oviedo
hacia el edificio de la Universidad en la actual calle San Francisco, siguiendo al desca-
potable del industrial asturiano José Cima en el que estaba acomodado Altamira, al co-
che que transportaba a la familia del catedrático y al rector Fermín Canella, y a un in-
numerable séquito de carruajes particulares. La pausada y folklórica marcha se realizaba
al estridente son de pasos dobles y canciones populares ejecutadas por las bandas de
música de la capital asturiana y de Langreo, por la Sociedad Coral y la Sociedad Musi-
cal Obrera de Avilés, y el Orfeón Ovetense:
“La comitiva siguió por las calles de Fruela, Jesús, Plaza mayor, Cimadevilla, Rúa, San Juan,
Plaza del Porlier y Universidad. Esta lucía las colgaduras de gala, y en una de las galerías osten-
taba cortinas de terciopelo azul, con los escudos de Santander y Oviedo. Al penetrar en el patio
central el Sr. Altamira, óyense aplausos y vivas ensordecedores. En el paraninfo de la Universi-
dad celebrábase seguidamente la recepción de comisiones y autoridades, ejecutando, en tanto, la
brillante banda de música de Langreo, que dirige el distinguido profesor D. Cipriano Pedrosa,
una delicada obra que mereció los honores de la repetición, pedida insistentemente por el públi-
co. Obligado a ello, desde uno de los ventanales del pasillo del primer piso de la Universidad
habló el Sr. Altamira. Puso a los piés de la Universidad todos los agasajos y las simpatías que
adquirió su labor modesta. No pronunció un discurso —dijo— porque mi ánimo no está para
ello, ni soy orador. Solo tengo para mi Oviedo querido palabras de gratitud sincera; y termina
dando vivas a las Repúblicas americanas, a la civilización, a Santander, a Asturias y a España.
Las vivas eran contestadas con efusión por las incontables personas que allí se hallaban. El reci-
bimiento del Sr. Altamira fue como pocos recuerdan: digno del catedrático ilustre y de su cam-
paña de cultura y de unión de los pueblos que hablan la lengua de Cervantes.” 198

La fiesta pronto desbordó por toda la ciudad, proliferando reuniones, becerradas


estudiantiles, bailes nocturnos medianamente improvisados, actos solemnes y ejecucio-
nes musicales públicas que aportaban un toque distendido y hasta carnavalesco a la jor-
nada, contribuyendo a diluir el peso abrumador de las instancias más formales de estos
repetitivos y previsibles homenajes.
Como podemos ver, luego de su cosecha americana, el regreso de Altamira a
España repitió la pauta de lo que fuera su paso por Perú, México y Cuba199. En efecto,

198
“La llegada de Altamira”, en: El Correo de Asturias, Oviedo, 19-IV-1910, reproducido en: COMISIÓN
DE HOMENAJE A RAFAEL ALTAMIRA, España-América…, Op.cit., p. 98.
199
“El recibimiento que se le dispensó raya lo inenarrable; no empleamos gratuitamente este término. Es,
en efecto, imposible relatar con detalle la serie inacabable de recepciones, brindis, discursos, aplausos,
banquetes, adhesiones, etc., de los que Altamira fue objeto” (Santiago MELÓN FERNÁNDEZ, El viaje a
América del profesor Altamira, Universidad de Oviedo, Oviedo, 1987, p. 49).

60
como bien afirmara el primer historiador de estos hechos, también en los homenajes
tributados en Galicia, Santander y Oviedo, la genuina admiración tuvo oportunidad de
mezclarse con “la beatería más ramplona y el buen sentido académico estuvo a punto de
irse a pique en el torrente desatado de garrulería provinciana”200.
En todo caso, este rasgo no sólo se manifestó en el pueblo, sino también en las
autoridades. El Ayuntamiento, a través del Alcalde Agustín Díaz-Ordóñez, cambió el
nombre a la tradicional calle La Lila imponiéndole el nombre de Rafael Altamira y des-
cubriendo una placa conmemorativa “entre repetidos y delirantes vivas y aplausos” del
numeroso público presente.
El banquete oficial de rigor, servido el propietario del Hotel Trannoy, Amando
Arias, congregó a representantes de instituciones gubernamentales, civiles y comercia-
les de Oviedo, Santander y otras ciudades asturianas y en él hablaron al momento del
brindis, el Alcalde ovetense y el propio Altamira, agradeciendo el concurso de las cor-
poraciones, sociedades, centros docentes y autoridades asturianas:
“Podéis estar seguro de mi gratitud, de que no se me sube a la cabeza. Soy el Altamira de siem-
pre. 1.- Porque descuento todo lo de afecto personal grato para mi, porque a todos nos gusta que
nos quieran, aunque no lo merezcamos. 2.- Porque sé lo que debo a Asturias. Todo hombre tiene
en su espíritu alguna cualidad que espera un momento oportuno para fructificar. Mi momento ha
sido Asturias.” 201

El 19 de abril se organizó en el Teatro Campoamor una primera velada de gala,


con un capítulo literario en el que se leyeron poesías de la Sra. Mesa y del Sr. Villagó-
mez, y un capítulo dramático en el que se estrenó la comedia de tres actos del escritor
santanderino Ramón de Solano y Polanco, Las domadoras.
Una vez que se formalizara la invitación de Alfonso XIII y luego de que Altami-
ra cumpliera sus deberes impostergables para con el Claustro de la Universidad de
Oviedo, retornó a Madrid para asistir a la entrevista con el Rey, el día 30 de abril202.
Ese día, el monarca haciendo gala de una apertura política e intelectual recibió a
otro masón, el senador republicano, naturalista y oceanógrafo aragonés Odón del Buen
y del Cos203, quien hizo un reporte de los sucesos del reciente Congreso Oceanográfico
de Mónaco, y le entregó por encargo del príncipe monegasco, una medalla de oro con-
memorativa de dicho evento, acuñada especialmente para los soberanos de Gran Breta-

200
Ibíd., p. 63.
201
IESJJA/LA, s.c., Brindis de Oviedo, Notas originales y manuscritas de Rafael Altamira para discurso
de cierre de banquete, Oviedo, 18-IV-1910.
202
“Visitando al Rey”, en: La mañana, 1-V-1910 (IESJJA/LA, s.c., Recorte de prensa).
203
Odón del Buen (1863-1945) fue catedrático de Ciencias Naturales de las universidades de Barcelona
—de donde fue expulsado por sus ideas evolucionistas— y Madrid; recibió el título de Doctor honoris
causa por la Universidad de Burdeos; fundó el Laboratorio de Biología Marina de las Islas Baleares y el
Instituto Español de Oceanografía. En 1888 realizó una de circunnavegación terrestre por encargo del
gobierno. En 1913 fue miembro fundador de la Liga española para la defensa de los Derechos del Hom-
bre junto con personajes como Azorín, Dalí, Falla, Azaña, Ortega y Gasset, Miró, Besteiro, Simarro,
García Lorca, Américo Castro, Claudio Sánchez Albornoz, Antonio Machado, Salvador de Madariaga,
Ramiro Maeztu, Gregorio Marañón, Menéndez Pidal, Benito Pérez Galdós, Ramón del Valle-Inclán,
Ignacio Zuloaga, José María Gil Robles, Pablo Ruiz Picasso y Vicente Blasco Ibañez, entre otros. En
1939 se exilió en México, donde murió.

61
ña, Alemania, Italia, España, Portugal y para el presidente de Francia204. Seguidamente,
el soberano español recibió a Altamira en la cámara regia. Como era de esperar, tampo-
co en este caso el republicanismo manifiesto del catedrático fue óbice para rendir cuen-
tas al jefe del Estado —hecho que le valdría la ponderación de la prensa moderada205—.
Altamira relataba de la siguiente forma el acontecimiento:
“A los pocos días de mi entrada a Oviedo, fui llamado para la celebración de la conferencia con
el Rey. En ella expliqué el origen, carácter, realización y consecuencias del viaje, y expuse bre-
vemente los medios prácticos que, a mi juicio, pueden servir para continuar, ampliar y sistemati-
zar la obra iniciada. En la entrevista, que duró más de una hora, el Rey demostró claramente, en
su atención sostenida y en sus preguntas, un verdadero interés por el asunto y una acertada direc-
ción tocante a él; y para concretar más lo relativo a la última parte de mis explicaciones, me invi-
tó a una segunda conferencia en fecha próxima. Por último me dio el encargo expreso de felicitar
en su nombre a la Universidad por la iniciativa y el éxito del viaje, y reiteró su deseo de que la
obra comenzada se continuase de la manera más práctica posible y con el necesario auxilio ofi-
cial, ya que su comienzo se ha hecho sin el concurso del Estado.” 206

Cerrando la audiencia, Alfonso XIII, a instancias del gobierno de Canalejas y a


petición de las autoridades alicantinas, lo nombró Caballero Gran Cruz de la Orden de
Alfonso XII concediéndole la medalla-insigna y los honores correspondientes por Real
Decreto del 29 de abril207.
Mientras tanto, en Oviedo proseguía el clima festivo. Además de las jornadas
iniciales, se planificó con más tiempo un homenaje definitivo cuyos coordinadores fue-
ron Julio Argüelles y Alberto Jardón, participando también Fermín Canella. Para orga-

204
Esta entrevista concluiría con un diálogo reproducido por la prensa, cuyo contenido bien podía bien
hubiera podido servir para la propaganda patriótica o para promocionar la magnanimidad del don Alfon-
so: “La entrevista terminó, diciendo el monarca al ex senador republicano. — Yo deseo que todos, lo
mismo los monárquicos que los que están separados de mi, cooperen al bien del país. A lo que contestó
D. Odón del Buen: — Señor, nosotros. Aun desde enfrente, cooperamos a la prosperidad y al bien de la
patria.” (“Notas de Palacio”, en: El Imparcial, Madrid, 1-V-1910 —AHUO/FRA, en cat., Recorte de
Prensa—).
205
“Don Alfonso había manifestado hace algunos días al ministro de Instrucción pública su deseo de
conocer la importancia de los resultados del viaje por los mismos labios del eximio catedrático, y éste,
considerando un noble deber el de informar al jefe del Estado en un asunto que, tan poderosamente afecta
a la cultura del país, experimentó ayer una vivísima complacencia, compatible con sus ideas republicanas,
al ser recibido por su majestad.” (“Notas de Palacio”, en El Imparcial, Madrid, 1-V-1910 —AHUO/FRA,
en cat., Recorte de Prensa—). Expresiones similares tuvieron los periódicos El Heraldo y La Mañana. De
éste último puede leerse la siguiente opinión: “En ningún país del mundo extrañaría a nadie el que dos
funcionarios del Estado fuesen a cumplimentar al jefe de Estado, cualquiera que fuesen sus convicciones
políticas. Esas convicciones no pueden ni deben impedir que se pongan en comunicación directa con el
Rey, y mucho más cuando el Rey es constitucional. Van monárquicos a las Repúblicas hispanoamerica-
nas, como ahora a la Argentina, en misión oficial, y esos monárquicos no creen que es en mengua de sus
ideas rendir pleitesía a un presidente. ¿Por qué no ha de ser posible el caso a la inversa, que es absoluta-
mente igual? ¿Por qué los que saludarían con mil zalemas al Sultán de Marruecos o al Sha de Persia,
Soberanos absolutistas, han de negar el rendimiento debido a la majestad de su país, cuando en su país
están establecidas todas las libertades y todos los derechos? En España hay sufragio universal ¿qué otra
cosa más avanzada existe en los pueblos con régimen republicano?” (“Visitando al Rey”, en: La Mañana,
1-V-1910 —IESJJA/LA, s.c., Recorte de prensa—).
206
Rafael ALTAMIRA, Mi viaje a América..., Op.cit., p. 498.
207
Lo que Alfonso XIII presentó a Altamira fue el traslado del Decreto Real con la designación, para ser
confirmada según trámite legal y constitucional. Tal distinción fue efectivizada meses más tarde, tal como
se desprende del diploma firmado por el monarca el 8 de junio del mismo año. Una reproducción de tal
documento puede verse en: AA.VV., Rafael Altamira 1866-1951, Op. Cit., p. 126.

62
nizar este evento, se abrió una suscripción popular para tal propósito, recaudándose un
total de 1.023 pesetas208. Las contribuciones se reunieron en un plazo relativamente bre-
ve y, a la vez que se hacían efectivas en la Biblioteca de Derecho de la Universidad, los
periódicos locales difundían los nombres de los aportantes209, así como de las adhesio-
nes personales e institucionales recibidas para sostener el festival previsto210.
La Comisión organizadora contó con el apoyo de los siguientes personajes e ins-
tituciones: Joaquín Costa; Félix Pío de Aramburu; Adolfo Posada; Adolfo Buylla; Ra-
fael María de Labra; Vital Aza; Aniceto Sela y Sampil; Fermín Canella; Enrique de Be-
nito; Secundino de la Torre. También se adhirieron las siguientes instituciones: el
Centro Mercantil de Oviedo; la Dirección del Instituto de Oviedo; los directivos y el
profesorado del Instituto General y Técnico de León; la Asociación de Agricultores de
Gijón; el Ayuntamiento de Langreo.
También se asociaron a este homenaje, diferentes organizaciones de la clase
obrera y secciones de la Extensión Universitaria como Asociación de Dependientes del
Comercio de Oviedo; el Grupo Auxiliar de Extensión Universitaria de Oviedo; el Círcu-
lo Obrero de Muros de Pravia; El Centro Obrero de Laviana; el Centro Juventud Tru-
bieca de Trubia; la Universidad Popular de Sama; el Ateneo y Casino Obrero de Ovie-
do; el Grupo Auxiliar de Extensión Universitaria de Sama de Langreo; el Grupo
Auxiliar de Extensión Universitaria de Avilés; el Ayuntamiento de Ribadesella; el Gru-
po Auxiliar de Extensión Universitaria de Mieres; la Asociación de Maestros de Oviedo
y el Centro de Sociedades Obreras de Oviedo.
La Extensión Universitaria constituyó su propia comisión organizadora del
homenaje, compuesta por el profesor Federico Onís y los alumnos Carlos Alonso y Teo-
domiro Menéndez, la cual se encargó de contactar y movilizar a los centros obreros

208
No obstante la suma reunida, los gastos totales del homenaje ascendieron a 1.173 Pesetas y quedando
el déficit de 150 Pesetas pendiente de saldo hasta que se registraran los ingresos publicitarios y de venta
de la publicación prevista.
209
Como ejemplo, puede consultarse: “Viaje de Altamira”, en: El Carbayón, Oviedo, 6-IV-1910, Nº
2.424, 2ª época (BCUO, Microfilms Colección El Carbayón).
210
Los cooperadores fueron, por orden de suscripción: Ignacio Herrero, José Blanco; el Círculo Mercantil
de Muros; Jacinto Quirós; Sabino Fernández; Pedro Sánchez; Cipriano Martínez; Acisclo Muñiz; Manuel
González; Antonio Muñoz; Eduardo Serrano; Joaquín González; Francisco de las Barras; José Tartiere; la
Extensión Universitaria de Oviedo; José Mur; Demetrio Espuruz; Enrique Urios; Benito Buylla; Rogelio
Jove; Gerardo Berjano; Enrique de Benito; Víctor Díaz Ordóñez; Antonio Mena; Armando Rua; Aniceto
Sela; Alejandro P. Martín; José González Alegre; la Asociación de Dependientes de Comercio de Oviedo;
José Muñoz; Juan Arango; Fermín Canella; Leopoldo Escobedo; la Sociedad Popular de Sama; Ricardo
Pérez Álvarez; el Casino del Entrego; José Robles; Bernardo Valdés; Indalecio Corujedo; Leandro Casti-
llo; Secundino de la Torre; José Quevedo; Manuel Díaz; José Parres y Sobrino; Rogelio Masip; Víctor
García Alonso; Ramón Ochoa; Gregorio Jesús Rodríguez; Valentín Acebedo; Valentín Acebedo Agosti;
el Centro Obrero de Laviana; José Cima; Manuel A. Santullano; Angel Corujo; la Asociación de Maes-
tros de Oviedo; José Buylla y Godino; Jesús Arias de Velasco; Diario El Castropol; donaciones anónimas
de la Universidad de Oviedo; Manuel Argüelles Cano; Emilio del Peso; Policarpo Herrero; la Universidad
Popular de Mieres; Vital Buylla; Ricardo Rodríguez; Juan Fandiño; Marcelino Fernández; Adolfo Vega;
Armando Argüelles; José Ureña; Eterlo Saiz Gaite; el Ateneo Casino Obrero de Gijón; Ramón Hernán-
dez; Plácido Álvarez Buylla; José García Braga; Bautista Clavería; José Rodríguez; José Canedo; Fer-
nando García Vela; José Cepeda; José Álvarez González; Manuel Fernández Rodríguez; Isidro García;
César Argüelles; S. González; Pedro Diz Tirado; el Ayuntamiento de Sama; el Grupo Auxiliar de Exten-
sión Universitaria de Infiesto; Adolfo Villaverde; José Concheso; José González Llamazares.

63
asturianos y a los colaboradores de la Extensión. También se dispuso la adquisición de
un álbum de firmas en Madrid para que los trabajadores le expresara su admiración y la
organización de algunas excursiones y pequeños banquetes en el interior de Asturias211.
Finalmente, se acordó la realización de un solemne homenaje a Rafael Altamira
en el Teatro Compoamor de la ciudad de Oviedo el 29 de mayo de 1910212 que incluyera
una sección destinada a discursos y lecturas de textos alusivos y otra netamente artísti-
ca.
La primera sección se dividió, a su vez, en dos partes. La primera parte, que ha-
cía énfasis en el aspecto intelectual y americanista de la empresa, dio comienzo a las
cuatro de la tarde con la ejecución de la Marcha Real Española, seguida de los himnos
de Argentina, Uruguay y Chile, intercalados con el discurso de apertura del Rector de la
Universidad de Oviedo, la lectura de “Mi voto” de Rafael María de Labra y “Una carta”
de Félix Aramburu, y finalmente la conferencia de Altamira titulada “El programa de
España en América” y la de Adolfo Posada “El viaje de Altamira. Algunas reflexiones”.
Luego del intervalo de rigor dio comienzo una segunda parte —dedicada a las
demostraciones al alicantino— en la que se ejecutaron los himnos nacionales de Perú,
México y Cuba (se excluyó el de los Estados Unidos de América) intercalados con un
discurso de Enrique de Benito y Benigno Iglesias Piquero por la juventud de Trubia.
Más crudamente apologéticos fueron, sin duda los versos de poeta Salvador
213
Rueda , originalmente pronunciados por su autor en la velada que le ofreciera el Casi-
no Español en La Habana —y que, como veremos, traería no pocos dolores de cabeza a
Altamira en el futuro—, en el que se explotaba a fondo el ya remanido paralelismo entre
el antiguo conquistador guerrero y el actual conquistador de voluntades. Dentro del
mismo orden de adulación versificada resultan particularmente entrañables —aunque no
menos lamentables—el romance pueblerino compuesto y recitado en bable para esta
velada por José Quevedo214, o los versos intimistas declamados solemnemente por Vital
Aza215.

211
“Altamira y la Extensión Universitaria”, en: El Noroeste, año XIV, Nº 4.722, Gijón, 13-IV-1910
(BCUO, Microfilms Colección El Noroeste). Dicho álbum se puso a disposición del público en los dife-
rentes sitios. En Oviedo podía firmarse en el Centro obrero, en la Conserjería de la Universidad y en la
librería de Cipriano Martínez; en Gijón, en el Ateneo-Casino Obrero, en la Asociación de Dependientes y
en Federaciones Obreras; en Avilés, en el Centro Obrero y en la Junta de Extensión Universitaria; en
Trubia, en el local de la Juventud Trubieca y en el kiosco de Eladio Artamendi; en Mieres, en la Univer-
sidad Popular y en el Centro Obrero; en Sama de Langreo, en el Centro Obrero y en la Junta de Extensión
Universitaria; y en el Centro Obrero de Laviana; en el local del Grupo auxiliar de Extensión Universitaria
de Infiesto.
212
IESJJA/LA, s.c., Programas de Homenaje a R. Altamira en el Teatro Campoamor, Oviedo, V-1910.
213
Salvador RUEDA, “Las Nueve Espadas” Homenaje a Rafael Altamira, Homenaje celebrado en el Tea-
tro Campoamor en honor del maestro Rafael Altamira y de su obra de Intercambio la tarde del domingo
29 de mayo de 1910, en: COMISIÓN DE HOMENAJE A RAFAEL ALTAMIRA, España-América..., Op.cit., p.
120. Rueda (1857-1933) fue uno de los exponentes más reconocibles del modernismo ibérico.
214
José QUEVEDO, “Romance”, Homenaje celebrado en el Teatro Campoamor en honor del maestro Ra-
fael Altamira y de su obra de Intercambio la tarde del domingo 29 de mayo de 1910, en: COMISIÓN DE
HOMENAJE A RAFAEL ALTAMIRA, España-América..., Op.cit., p. 122.
215
“Lejos, muy lejos del hogar amado / va el sabio difundiendo su cultura, / y aunque mostrar serenidad
procura, / su espíritu está triste y apenado. / Llega al hotel, rendido, fatigado; / abre el balcón, y de la
noche oscura / al aspirar la brisa fresca y pura / en vano lanza un suspiro y queda ensimismado. / Y al

64
Más allá de lo simpático que esto nos pueda resultar, estaba claro que pocas ve-
ces podía encontrarse entre estos versos de ocasión, algo más que un despliegue de in-
genio ocasional puesto al servicio del embeleco del personaje de turno. De allí que entre
esta galería de ditirambos sólo podamos encontrar una pieza que, conceptualmente,
superara el remanido paralelismo entre las glorias de España en la América del siglo
XVI y las que Altamira protagonizara aquel año. Así, al menos, el “Epitalamio” de Al-
berto Jardón Santa Eulalia —sin avanzar en un juicio acerca de su calidad literaria—, no
se contentaba con elogiar a Altamira, sino que aportaba una interpretación negativa del
pasado imperial y una idea del futuro deseable de una España moderna, construidas am-
bas en base a una serie de imágenes, juicios críticos y prospectivos, típicos de los inte-
lectuales regeneracionistas216.
La segunda parte de este fervoroso y pintoresco homenaje se completó con la
lectura de “Un voto de adhesión” enviado por Rafael María de Labra y Martínez desde
Madrid, y concluyó con una nueva ejecución de la Marcha Real Española.
La segunda sección, la Gran Gala, comenzó a las nueve y media de la noche, co-
rrespondiendo a la sexta función y última del abono de temporada de un Teatro Cam-
poamor “artísticamente adornado con hermosas guirnaldas de flores y los escudos de las
Repúblicas Americanas que se han hecho expresamente para el acto del Homenaje al
maestro Altamira” comenzó a las nueve y media de la noche e incluyó tres partes: en la
primera se ejecutó una Sinfonía no especificada, en la segunda se representó la comedia
en dos actos Doña Clarines de Serafín y Joaquín Álvarez Quintero, y en la tercera se
estrenó el boceto de comedia El marido de la Télez de Jacinto Benavente217.
Como podemos ver, la acogida que brindó la ciudad de Oviedo a Altamira fue el
prolongado remate de una serie de expresiones de júbilo y exaltación popular que
acompañaron casi todos los pasos del demorado retorno del viajero a su claustro univer-

verle así, pregúntase la gente: / ¿Qué idea nueva brotará de su mente? / ¿Qué pensará? Sus ojos están
fijos... / y el sabio no pensaba en otra cosa / que en el cariño de la ausente esposa / y en los ansiados besos
de sus hijos.” (Vital AZA, “¡Lejos!”, Homenaje celebrado en el Teatro Campoamor en honor del maestro
Rafael Altamira y de su obra de Intercambio la tarde del domingo 29 de mayo de 1910, en: COMISIÓN DE
HOMENAJE A RAFAEL ALTAMIRA, España-América…, Op.cit., p. 121). Vital Aza (1851-1912 ) doctor en
Medicina por la UCM no ejerció su profesión para desarrollar sus dotes de poeta y dramaturgo. Publicó
sus composiciones iniciales en El Norte de Asturias, La Estación, El eco de Asturias, La República Espa-
ñola, El Federal Asturiano y El Productor Asturiano, hasta que en los años ’80 triunfó en Madrid y co-
mienzó a colaborar en revistas y periódicos capitalinos y barceloneses.
216
Alberto JARDÓN, “Epitalamio”, Homenaje celebrado en el Teatro Campoamor en honor del maestro
Rafael Altamira y de su obra de Intercambio la tarde del domingo 29 de mayo de 1910, en: COMISIÓN DE
HOMENAJE A RAFAEL ALTAMIRA, España-América..., Op.cit., pp. 117-118.
217
IESJJA/LA, s.c., Programa de la velada artística del Teatro Campoamor correspondiente a la función
de despedida de la Compañía Cómica procedente del Teatro Príncipe Alfonso de Madrid y dirigida por
Fernando Porredón, del domingo 29 de mayo de 1910, Oviedo, V-1910. En ese programa puede leerse el
párrafo de adhesión de los actores: La Compañía Cómico-Dramática de Fernando Porredón: “La Compa-
ñía Cómico-Dramática que dirige el Sr. Porredón, queriendo solemnizar de algún modo la campaña ame-
ricanista de intercambio universitario incitada por la ilustre Escuela Ovetense, y aprovechando la celebra-
ción en este Coliseo de un HOMENAJE en honor del sabio profesor e insigne maestro D. Rafael Altamira
y Crevea por los grandiosos triunfos obtenidos en las diferentes universidades de la América hispana, con
sus conferencias de EXTENSIÓN e INTERCAMBIO, dará en la noche del Domingo 29 del corriente,
una función de GRAN GALA en honor de la Universidad de Oviedo”.

65
sitario. Sin embargo, como bien pudo establecer el historiador Santiago Melón Fernán-
dez (1939-2001), este recibimiento afectuoso, no fue estrictamente unánime. El tradi-
cional periódico El Carbayón de Oviedo comenzó a desplegar en sus páginas progresi-
vos cuestionamientos que en un principio afectaban —irreprochablemente, se nos
ocurre— al insensato clima de apoteosis desatado alrededor de Altamira, pero que poco
a poco fue deslizándose hacia una crítica de su figura y de lo que ella representaba.
El 15 de abril de 1910, El Carbayón publicaba un breve artículo en el que se cri-
ticaba la desmesura del recibimiento tributado, recurriendo a tres líneas diferentes de
argumentación. Por un lado, se pretendía bosquejar una imagen intelectual más modesta
de Altamira, atacando la idea omnipresente de genialidad que había recorrido casi todos
los discursos de agasajo y sugiriendo que su fuerte no era la investigación original, sino
la sistematización y vulgarización del conocimiento disponible según criterios moder-
nos218. Por otro lado, se intentaba redimensionar lo hecho en América, negándole la
condición de “hecho notable” y reduciéndolo a una serie de conferencias y banquetes
que reportarían mayores beneficios —incluso pecuniarios— a su protagonista que al
país219. Finalmente, se criticaba ácidamente la bienvenida ofrecida al catedrático, con-
traponiéndola al ideal de austeridad que debería regir una embajada científica220.
A pesar de que El Carbayón declaraba —en clara impostura— que esta crítica
no estaba movida por ninguna pasión y que sólo le guiaba “el deseo de evitar que una
cosa tan seria como una embajada científica termine en una función más de tambor y
gaita”221, esta oposición se fue haciendo cada vez más zumbona y malintencionada. Al
día siguiente, el periódico publicó otro artículo en el que se cuestionaba elípticamente el
honor de conferirle el nombre de Rafael Altamira a una calle de Oviedo y se hacían
suspicaces interpretaciones acerca de la elección de la vía. El nuevo texto de Vir bonus
desnudaba torpemente la línea ideológica en que había que inscribir estos artículos críti-

218
“D. Rafael Altamira tiene fama de hombre trabajador y de cultura nada común y sus libros de historia,
tanto general, como del ramo de las ciencias jurídicas, abonan esa fama. No es trigo limpio todo lo que
escribió ni mucho menos, ni ha descubierto nada que no se supiese ya; pero, al fin, ordenó y clasificó
muchos datos y se ajustó al método moderno. En clase se distingue como un expositor claro y sobrio y en
las conferencias de vulgarización reveló también excelentes condiciones.” (VIR BONUS, “Sobre un viaje
(1). D. Rafael Altamira”, en: El Carbayón, Nº 2431, 2ª época, Oviedo, 15-IV-1910 —BCUO, Microfi-
chas Colección El Carbayón—).
219
“Que la idea es laudable, no lo negaremos nosotros, como tampoco que el Sr. Altamira haya dado unas
cuantas conferencias notables seguidas de una porción de banquetes; pero permítasenos poner en dudaque
el rápido paso de Altamira por las Repúblicas americanas sea un hecho notable, ni por los resultados que
pueda traer de sí, ni aún por las molestias del distinguido profesor. Claro que un viaje tiene sus molestias,
pero si fueran graves no habría tantos aficionados a viajar. Por otra parte, al Sr. Altamira no le cuesta gran
cosa explicar una conferencia. Lo más pesado en su viaje por América seguramente hubo de consistir en
las recepciones y en los banquetes. Pero todo eso lo compensan el honor y la gloria y la venta de las obras
que lleva publicada. Nada más natural que al darse a conocer de un público, éste comprase libros de Al-
tamira.” (Ibídem).
220
“Ahora al regresar merecía un recibimiento digno por parte de sus compañeros y de los escolares; pero
de ahí… a lo que estamos presenciando desde hace un mes, hay una gran diferencia. ¡Parece que América
y España deben su existencia al Sr. Altamira, nuevo Colón de la cultura! Amigos de D. Rafael y entusias-
tas suyos se duelen amargamente del papel que están haciendo representar al profesor ovetense […] Les
ha ido a contar primero a los de Alicante y Madrid y ahora, por fin, viene a Oviedo, qué fue quién le en-
cumbró ¡Sea bienvenido!” (Ibídem).
221
Ibídem.

66
cos, además de señalarnos con claridad qué proyectos intelectuales y sociales eran los
auténticos blancos elegidos por el conservadurismo católico asturiano:
“¡Un título más qué importa al mundo! me dije; pero al conocer el nombre primitivo de la nueva
calle Altamira y al saber que hubo informe de D. Fermín Canella, cronista de Oviedo, quedé ad-
mirado. […] El pueblo no suele darse cuenta del cambio de rotulación callejil, y cuando más, une
con el nombre nuevo el viejo y conforme a esto pronto oiremos preguntar —¿á dónde va V.? —á
la calle Lila-Altamira. La causa de haber escogido ese trayecto para bautizarlo con el nombre de
Altamira no es precisamente porque allí se den lilas, sino porque allí tiene su casa el socialismo
ovetense. ¡Comprendido, comprendido! Cada vez se va haciendo más claro qué es eso de la Ex-
tensión universitaria y cómo se valen de ella ciertos hombres para encumbrarse con un par de
conferencias compuestas principalmente para reunirlas en libros. Es un medio como cualquier
otro de explotar la ciencia. Y ésta es una opinión mía que probablemente suscribirán muchos
ovetenses. Ya era tiempo de que fuera descorriéndose el velo.” 222

Este artículo concluía encasillando despectivamente estos homenajes como


“fiestas de simpáticos estudiantes” a los que se les debería dejar saborear “el placer del
homenaje al maestro y de las vacaciones escolares” a cambio de que dejaran a los ove-
tenses en paz223.
Estos ataques no pasaron desapercibidos. El 20 de abril, un grupo de jóvenes
aparentemente capitaneados por Miguel Valdés —que ya había proferido mueras al
periódico citado durante los actos públicos celebrados en la capital asturiana—, se pre-
sentó en la redacción de El Carbayón demandando la publicación de una carta de des-
agravio a Canella y Altamira por lo dicho por Vir Bonus días atrás. La negativa de la
dirección a publicar ese texto o develar el nombre de su autor y la defensa de lo dicho
en ambos artículos dio paso a la acción violenta de los jóvenes “jaimistas” —según los
califica el periódico— y a la rotura de las vidrieras del diario. Este episodio, al parecer,
derivó en un breve raid vandálico por las calles de Oviedo, el cual fue maliciosa e indi-
rectamente endosado a los festejos en curso:
“Desde aquí la manifestación dirigióse a la redacción de Las Libertades, donde no quedó un cris-
tal, rompieron las puertas y las mesas y arrojaron por el suelo los caracteres de imprenta… Al di-
rigirse a Las Libertades, pasaron por delante de El Correo silbando, y al dirigirse a El Carbayón,
pasaron aplaudiendo a La Opinión. Con estos nuevos números se va aumentando el nada corto
programa de las fiestas organizadas para la vuelta del señor Altamira. No seremos nosotros quie-
nes se lamenten de semejantes añadiduras, que al parecer aún llevan el se continuará. Pues por
nosotros que continúen…” 224

Por lo demás, El Carbayón intentaba planear por sobre estos hechos y por sobre
las críticas a sus artículos aludiendo, por un lado, al apoyo y a la permanente cobertura
dados por el periódico al viaje americanista y, por otro, a un curioso razonamiento por
el que convocaba a quienes se encontraban en sus antípodas ideológicas, para sostener
lo aparentemente adecuado y desideologizado de su crítica225.

222
VIR BONUS, “Entre lilas”, en: El Carbayón, Nº 2432, 2ª época, Oviedo, 16-IV-1910 (BCUO, Microfi-
chas Colección El Carbayón).
223
Ibídem.
224
“El Carbayón y Altamira”, en: El Carbayón, Oviedo, 21-IV-1910 (BCUO, Microfichas, Colección El
Carbayón).
225
“No terminaremos hoy, sin embargo, sin hacer una advertencia; y es que la opinión aquí expresada por
Vir bonus no es solo opinión de reaccionarios, como algunos aparentan creer. Dejando a un lado lo que se

67
Estas críticas iniciales no fueron meramente coyunturales, sino que tuvieron su
continuidad en dos artículos publicados en agosto de 1910 y en diciembre de 1911 —
este último cuando Altamira cumpliera un año en la Dirección General de Primera En-
señanza y ya se hubiera publicado su balance de la empresa ovetense en Mi viaje a
América— y en los que El Carbayón se hizo eco de cuestionamientos a la labor de Al-
tamira provenientes de América.
En el primero de estos textos se reprodujeron varios párrafos de un artículo críti-
co de la labor académica de Altamira, publicado originalmente por Carlos Octavio Bun-
ge en el periódico porteño La Nación226. En aquél texto, el catedrático argentino asegu-
raba que un vicio particularmente nocivo entre sus compatriotas era aplaudir a los
extraños y mostrarse extremadamente severo con los propios. Este rasgo negativo del
carácter nacional estaría en el origen de la práctica de importar “profetas” de Europa y
entronizarlos como autoridades inapelables. El peligro que entreveía Bunge era que “la
novelería y el snobismo vayan a colocarles en una situación de dogmatizantes, que están
muy lejos de tener en su propia patria y que mucho menos les corresponde en la nues-
tra.” Pero no era, ciertamente, la caracteriología del público argentino aquello que inte-
resaba a El Carbayón, sino la crítica que dedicaba Bunge al desempeño universitario de
Altamira:
“He seguido en algunas de sus conferencias dadas en la Universidad de Buenos Aires y en la de
La Plata a unos de esos distinguidos profesores extranjeros, cuya labia y cuyo carácter afectuoso
y savoir faire conquistaron todas nuestras simpatías. Debo, sin embargo, declarar altamente que
sus lecciones, a pesar de la forma galana y de la emotividad de su exposición, adolecieron de ta-
les defectos que desde el punto de vista científico y técnico la considero evidentemente inferior a
nuestros verdaderos maestros. Tomé nota en sus lecciones de groseros errores de hecho sobre los
cuales tuve que poner en guardia a mis discípulos, pues que su espontánea afectividad inclinába-
les a aceptar por cierto cuanto al «profeta» venido de lejanas tierras se le ocurriera decir. Abu-
sando de sus naturales dotes de exposición, hablonos de urbi et orbi; contaba tal vez con la im-
punidad de nuestra presunta ignorancia y candidez. Aplicábamos la política de esos navegantes
europeos que al llegar a un pueblo de salvajes, de África o de Oceanía, compran su voluntad con
abrazos, chirimbolos y baratijas. Pues bien, ese profesor, como cualquier otro que viniese a
«hacer la América» y que habiendo anunciado tres conferencias en la Universidad de Córdoba,
sólo dio dos, como no se le pagaba, llevó de nuestro país líquidos y libres de polvo y paja 12.500
pesos. A más de haberle costeado el viaje y de proporcionarle alojamiento y alimento, remune-
rándole con tan crecidas sumas —con lo que no gana el mejor profesor universitario argentino en
tres largos años— tres meses escasos de conferencias, y más bien de conferencias de extensión
universitaria que realmente universitarias y científicas.” 227

oye en todas las conversaciones hasta a íntimos de Altamira, véase lo que un periódico tan radical como
España Nueva decía el pasado lunes en letras muy gordas: ¿Verdad que, en su tiempo, no debió hablarse
tanto de Colón como se habla ahora de Altamira, segundo descubridor de América?” (Ibídem).
226
El periódico ovetense, ávido de revancha por el escandalete que se había desatado meses atrás en
Oviedo a propósito de su solitaria crítica de los homenajes tributados al viajero, dedicaba este testimonio
a quienes “decididamente exageraron la importancia científica del viaje del señor Altamira” poniendo
“por las nubes los sacrificios que hizo el docto profesor ovetense” (VIR BONUS, “Aún colea el viaje de
Altamira”, en: El Carbayón, nº2404, IIª Época, Oviedo, 27-VIII-1910 —BCUO, Microfichas Colección
El Carbayón,—).
227
Bunge afirmaba que sus críticas no se debían a su desafecto por el personaje, y lamentaba haber tenido
que intervenir —ante el silencio de sus colegas y de personajes con más autoridad que él— “sacrificando
mi simpatía y mi amistad a un fin social aún más noble y necesario” (Ibídem).

68
El corolario de El Carbayón tanto en lo que hacía a la integridad del personaje,
como a la consistencia de sus adláteres, no podía ser más lapidario:
“A eso van nuestros superhomos a América. Nos figuramos que los argentinos dirán de Altami-
ra, poco más o menos, lo que nosotros de aquellos profesores bordaleses que vinieron a enseñar
literatura y geología a la tierra de Menéndez Pelayo y Vilanova… Nos duele en el alma juicio tan
severo para el representante de la universidad ovetense a quienes muchos con atolondramiento
inexplicable vendieron por la única y verdadera encarnación oficial de la sabiduría española.” 228

Lo silenciado por el periódico asturiano era que este artículo había provocado
cierta polémica en Argentina y mereciendo la réplica de Amaranto A. Abeledo, uno de
los asistentes a las conferencias de Altamira en la UNLP, en El Diario Español de Bue-
nos Aires. Este abogado lamentaba que un hombre del prestigio de Bunge hubiera incu-
rrido en apreciaciones del todo injustas con Altamira, sin nombrarlo pero aludiéndolo
inequívocamente. Concediendo lo acertado de las advertencias respecto del extranjeris-
mo de ciertos sectores, Abeledo no admitía que aquellas reservas se aplicaran a alguien
que, como Rafael Altamira, había arribado al Plata “con elevados móviles”, proponien-
do “crear vínculos y establecer relaciones efectivas entre nuestros elementos intelectua-
les y los de la madre patria” y no con el propósito de “hacer la América” 229.
Abeledo quien ya en otras ocasiones había manifestado su admiración por Alta-
230
mira , escribió personalmente al profesor ovetense para ponerlo al tanto de la situación
y remitirle su artículo de desagravio231. En aquella carta se aseguraba que la opinión de
Bunge había merecido la “más unánime reprobación en cuanto de Ud. se ocupa” y visi-
ble muestras de simpatía por su persona en La Plata y Buenos Aires.
El artículo de Bunge era intencionalmente polémico y contrastaba con la evalua-
ción general del desempeño académico de Altamira pero, además, testimoniaba un cu-
rioso viraje en su consideración intelectual por el alicantino —a quien encargara en
1903 el Prólogo de la primera edición de su libro Nuestra América232—, amén de cierta

228
Ibídem.
229
Ofreciendo el testimonio de su propia experiencia en las aulas platenses, Abeledo refutaba a Bunge,
negando enfáticamente que Altamira hubiera comprado las voluntades de sus alumnos con lisonjas o que
hubiera pontificado en el uso de la cátedra. Por el contrario, el viajero habría logrado hacer de su curso en
la UNLP “un tranquilo hogar intelectual, en donde todas las ideas eran expuestas y discutidas, reserván-
dose a cada alumno el derecho de formar su juicio personal de acuerdo al propio criterio”. Ver: Amaranto
A. ABELEDO, “Apreciaciones injustas sobre un profesor extranjero”, en: El Diario Español, Buenos Ai-
res, 10-VI-1910 (IESJJA/LA, s.c., Recorte de prensa).
230
El reconocimiento de Abeledo por Altamira ya había tenido testimonio público un artículo —
probablemente aparecido también en El Diario Español—, en la que se hacía el reporte elogioso y emoti-
vo de las conferencias platenses, se trazaba un perfil de Altamira como pedagogo y se hacía énfasis en la
oportunidad y especial interés patriótico que tenía, en Argentina, el mensaje del catedrático ovetense Ver:
AHUO/FRA, en cat., Caja IV, Copia manuscrita de artículo de Amaranto A. Abeledo, “El Profesor Alta-
mira” —probablemente publicado en El Diario Español de Buenos Aires, Julio 1909, 4 pp.
231
IESJJA/LA, s/c., Carta original manuscrita de Amaranto A. Abeledo a Rafael Altamira, Buenos Aires,
14-VI-1910 (2 pp. con membrete de Amaranto A. Abeledo, Abogado). Abeledo, adjuntaba la publicación
de la carta de su autoría enviada a El Diario Español, de Buenos Aires el 4-VI-1910 y publicada seis días
después, en respuesta al “desconsiderado artículo que el dr. Bunge publicara en el número extraordinario
de La Nación de fecha 25 de mayo ppado”.
232
Carlos Octavio BUNGE, Nuestra América, Barcelona, Imprenta de Henrich y Cª, 1903.

69
volubilidad e inconsistencia en su humor233. Así, pues, el artículo crítico de mayo de
1910 que El Carbayón intentó convertir en una prueba suficiente de la insolvencia de
Altamira, probablemente haya sido expresión de alguna rabieta pasajera, quizás atribui-
ble a celos intelectuales o la interposición de Altamira en algún proyecto personal234.
Año y medio más tarde, pero con idéntico propósito, El Carbayón desempolvaba
un par de artículos escritos en diciembre de 1910 por el periodista asturiano Nicolás
María Rivero235, director del habanero Diario de la Marina, para denunciar con obvia

233
Bunge, durante los últimos días de su estancia de Altamira en Argentina, respondió solícitamente al
pedido de Altamira —a quien se refería como “maestro y amigo” y de quien se confesaba “discípulo”—
de que éste le acercara una relación de sus obras de carácter histórico. En ella Bunge deja entrever que
deseaba contar con un prólogo de Altamira para su anunciada Historia del Derecho Argentino, “agrade-
ciendo anticipadamente de todo corazón el importantísimo y desinteresado servicio” y reiteraba su deseo
de tener un retrato suyo para colocar en el “testero” de su bufete. Ver: IESJJA/LA, s.c., Nota original
manuscrita —entregada personalmente al destinatario— de Carlos Octavio Bunge a Rafael Altamira,
Buenos Aires, 5-X-1909. Probablemente Altamira tuviera indicios acerca del distanciamiento de Bunge
antes de concluir su periplo. Adolfo Posada en su respuesta a una carta que le remitiera Altamira desde
México, escribía: “Aquí está el Dr. Bunge, que me habló de lo de Buenos Aires. Ya hablaremos usted y
yo despacio de este profesor” (IESJJA/LA, s.c., Carta original manuscrita —3 pp.— de Adolfo Posada a
Rafael Altamira, Madrid, 1-I-1910). Si bien no se han hallado testimonios posteriores del contacto entre
Bunge y Altamira, en el primer volumen de su Historia del Derecho Argentino —truncada por la muerte
de su autor en 1918—, Bunge mencionaba las consultas que hiciera a Rafael Altamira y a Eduardo de
Hinojosa para orientar su trabajo (Carlos Octavio BUNGE, Historia del Derecho Argentino, Tomo I, Bue-
nos Aires, Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, 1912).
234
Altamira confesaba, años más tarde, a Constantino Suárez que “El Sr. Bunge, que mientras yo estuve
en Buenos Aires fue uno de los que más me agasajaron y solicitaron, escribió aquello y otras cosas sa-
biendo que eran mentira, después de salir yo de allá y únicamente porque quería impedir que el Gobierno
argentino me nombrase Director de un Centro universitario que me ofrecía, con 12.000 duros oro, casa,
etc., y que no acepté por motivos patrióticos. El Sr. Bunge apetecía ese puesto para sí, y de ahí vino ese
ataque, al que respondieron plumas aregentinas (no yo), de profesores y alumnos universitarios. El mismo
Sr. Bunge ha confesado el móvil de su artículo, años después, en una carta dirigida a don Eduardo de
Hinojosa, catedrático de la UCM y maurista, por demás señas; y en esa carta hacía protestas de considera-
ción para mí. Ni contesté ese artículo ni a la carta. Esas cosas las desprecio. (Carta de Rafael Altamira a
Constantino Cabal, Madrid, 7-IX-1916, reproducida parcialmente en: Constantino SUÁREZ (Españolito),
La Des-unión Hispano-Americana y otras cosas (Bombos y palos a diestra y siniestra), La Habana, Edi-
ciones Bauzá, 1919, nota al pié, pp. 53-54). En esta clave podría entenderse mejor las consideraciones de
Adolfo Posada respecto de las reservas que le merecía Bunge en su carta a Altamira, en la que el profesor
ovetense informaba a su colega de haber hablado con su par argentino de la futura dirección de ese Insti-
tuto Preparatorio Universitario (Ver: IESJJA/LA, s.c., Carta original manuscrita —3 pp.— de Adolfo
Posada a Rafael Altamira, Madrid, 1-I-1910). La poco elegante intervención de Bunge, no hizo mella en
las convicciones del rector de la UBA, por lo menos a juzgar por la carta que dirigiera a Altamira el Mi-
nistro Rómulo S. Naón, y en la que le confiara que “el Dr. Uballes está esperando su contestación sobre la
dirección del Instituto Universitario y que tiene ya todos los elementos para organizarlo” (AHUO/FRA,
en cat., Caja IV, Carta original manuscrita de Rómulo S. Naón a Rafael Altamira, Buenos Aires, 8-VI-
1910 —6 pp., con membrete del ministerio de Justicia e Instrucción Pública—).
235
Nicolás María Rivero y Muñiz (1849-1919), director del Diario de la Marina entre 1895 y 1919. Es-
tudió en el Seminario Menor de Valdediós y en el Seminario Conciliar de Oviedo. Sufrió prisión por
carlista y fue deportado a Canarias y, luego, enviado como soldado a Cuba. Una vez desembarcado, de-
sertó y huyó a Francia, para regresar a España por Navarra y unirse a los carlistas en la campaña 1873-75.
Tras la amnistía de 1876 regresó a Oviedo para titularse en 1878, como Notario en la Escuela de Notaria-
do de la Universidad de Oviedo. En 1879 se trasladó a Cuba y fundó El Relámpago de La Habana, perió-
dico tradicionalista católico suprimido en 1881, siendo deportado a España, de la que retornaría en 1882.
Fundó y dirigió El Rayo, también clausurado y, después, La Centella, El General Tacón, El Pensamiento
Español, El Español, El Eco de los Voluntarios y El Eco de Covadonga. En 1893 ingresó en El Diario de
la Marina y dos años después pasó a dirigirlo. En 1909 le fue impuesta la Cruz de Alfonso XII y, en
1919, el título de Conde del Rivero. El Vaticano le concedió, también, la Encomienda de San Gregoio
Magno con placa y cruz.

70
desproporción, “las terribles y desastrosas consecuencias” que para los españoles en
Cuba, había tenido este viaje “aparatosamente realizado”; asegurando que a partir de
esta “aventura «científica»” se habían desencadenado “los odios más terribles” contra
España.
En el primer artículo, “Actualidades”, Rivero detectaba un cambio radical en la
sensibilidad cubana respecto de España que adjudicaba a la actividad bienintencionada
pero imprudente y apresurada, desarrollada por Altamira durante aquellos días. Activi-
dad “que nosotros no censuramos porque no nos sentíamos con fuerzas para oponernos
a la corriente” y que habrían cambiado “la atmósfera de confraternidad y unión que res-
piramos”236. En “Orígenes”, el segundo de los artículos reproducido por El Carbayón, se
comentaban crítica e irónicamente las decisiones de la corona de condecorar a Altamira
por su desempeño en América, con la orden de Alfonso XII y de haber inventado para
él, un “alto destino en la dirección y administración de la enseñanza pública”. Distin-
ciones improcedentes si se tomaba en cuenta la situación vivida en Cuba luego del paso
de la misión ovetense:
“desde la venida del señor Altamira y sus conferencias docentes en la Universidad de La Haba-
na, lejos de adelantar en el camino de la paz y de la concordia entre españoles y cubanos, hemos
retrocedido no poco. […] Íbamos aquí, poco a poco, pero adelantando siempre, en el camino de
una unión verdadera y sólida entre cubanos y españoles, que a la vez que salvase nuestros carac-
teres de raza hiciese cada día más respetable y más fuerte la nueva nacionalidad, cuando sin tener
en cuenta que en Cuba no habían pasado cien años, ni mucho menos, desde que cesara la guerra
fraticida, como habían transcurrido en Buenos Aires, Chile y Méjico [sic], y que, por consiguien-
te, era natural que aún quedasen en tierra rescoldos de los pasados incendios, vino con el mejor
propósito, pero sin el renombre de un Cajal o de un Menéndez Pelayo, un estudioso e inteligente
profesor de la Universidad de Oviedo, a dar lecciones de cultura intelectual, a señalar orientacio-
nes docentes, con facilidad de palabra, pero sin la elocuencia portentosa de un Castelar, a maes-
tros en toda clase de ciencias y a oradores grandilocuentes que aquí abundaban ya en tiempos de
España, y el resultado fue como no podía menos de ser y como hubiera sido en cualquier otra
parte del mundo, negativo; en vez de sentirse halagado el elemento intelectual cubano se consi-
deró ofendido como pudo verse bien claramente en las discretas y respetuosas, pero al mismo
tiempo intencionadas frases con que contestó al catedrático de Oviedo uno de los más ilustrados
profesores de la Universidad de La Habana, y en la campaña de deshispanización iniciada por El
Tiempo, diario creado para oponerse a la acción docente del señor Altamira, y en la alarma que
en determinados elementos produjo la supuesta reconquista intentada por el referido catedrático
ovetense. El propósito era bueno, era meritorio, era admirable: pero en Cuba no era oportuno.
Dentro de tres o cuatro generaciones quizás lo sea. El mérito, la previsión, la prudencia, consistía
en no precipitarse, en saber esperar. Y allá, por celo exagerado o por ambiciones personales o
por lo que fuera, no quisieron dejar para mañana lo que a su juicio podía hacerse hoy, y el resul-
tado ahí está, palpitante, vivo, acusando la equivocación formidable.” 237

De tal forma, bastantes meses después de haber festejado la presencia de Altami-


ra, el católico conservador Nicolás Rivero, deseoso de desmarcarse de quien, para rece-

236
Nicolás RIVERO, “Actualidades” (Diario de la Marina, La Habana, 1910), recogido en: “Altamira en
Cuba. «Salpicaduras» de un viaje. Quien sepa leer, que lea”, El Carbayón, nº 11.811, IIª Época, Oviedo,
21-XII-1911 (BCUO, Microfichas Colección El Carbayón).
237
Este artículo fue contestado duramente por José María González, corresponsal de El Correo de Astu-
rias en La Habana y originó la ratificación de El Carbayón en sus posturas, amén de una curiosa justifi-
cación del brusco viraje del Diario de la Marina y del propio periódico ovetense, que otrora habían apo-
yado el desempeño de Altamira. Ver: Nicolás RIVERO, “Orígenes” (Diario de la Marina, La Habana,
1911), recogido en: “Altamira en Cuba. «Salpicaduras» de un viaje. Quien sepa leer, que lea”, El Carba-
yón, nº 11.811, IIª Época, Oviedo, 21-XII-1911 (BCUO, Microfichas Colección El Carbayón).

71
lo de los obispos había sido nombrado como alto cargo de la Instrucción Pública de un
gobierno anticlerical, revelaba a través del órgano confesional asturiano que había in-
tentado evitar, sin éxito, que Altamira hiciera escala en Cuba238. Este fracaso se habría
debido a la explosión de entusiasmo patriótico que experimentaron los españoles resi-
dentes en Cuba y frente a la cual nada pudo hacerse239.
El Carbayón concluía esta diatriba contra Altamira polemizando abiertamente
con el Correo de Asturias y con el periódico católico madrileño Los Debates, respecto
de la credibilidad de Rivero y de los propósitos de aquellos nacionalistas radicales240.
Si bien es necesario tomar cuenta de esta oposición progresivamente develada a
la figura de Altamira, o mejor dicho a su proyección política nacional, es necesario no
perder de vista que estas expresiones críticas fueron sin duda aisladas y no pueden ser
tomada como base para poner en entredicho el éxito de su campaña, ni tampoco para
relativizar la importancia que se le dio en España a esa empresa una vez que concluyera
exitosamente.

238
Al momento de que Altamira transitaba todavía la primera escala de su viaje, Rivero se encontraba en
España recogiendo la Orden de Alfonso XII que le fuera otorgada aquel año. La visita de Rivero a Astu-
rias le fue anticipada a Altamira por Canella (Ver: AFREM/FA, Cartas a Rafael Altamira, RAL 2, Canella
y Secades, Fermín, (28 docs.), Carta de Fermín Canella a Rafael Altamira, Oviedo, 8-VIII-1909). Según
lo previsto, en el mes de septiembre, Rivero pasó por su tierra natal siendo calurosamente agasajado por
la Universidad de Oviedo los días 25 y 26. Entre esos homenajes se ofreció un banquete de honor en el
que se dieron cita una verdadera multitud entre las que se encontraban todas las autoridades universitarias
y la mayoría de los miembros del Claustro, Rafael María de Labra, los dignatarios eclesiásticos asturia-
nos, el cónsul cubano en Gijón, diputados, alcaldes dirigentes de corporaciones mercantiles periodistas,
empresarios y editores. Fermín Canella pronunció entonces el discurso principal exaltándolo como “gran
periodista de América”, seguido de la intervención del expresidente del Centro Asturiano de La Habana,
Juan Bances, de la alocución de Labra y de un discurso del agasajado. Esta pudiera haber sido la ocasión
que tuvo Rivero de presentar sus reparos a la escala cubana de Altamira. Si bien no hemos hallado docu-
mento alguno que confirme este aserto, a favor de los dichos posteriores de Rivero habla el curioso hecho
de que, ni sus anfitriones ni él mismo, mencionaran en ningún momento a Altamira, ni se refirieran al
viaje americanista, a las gestiones de Juan Manuel Dihigo y a la futura recepción del catedrático ovetense
en La Habana. Ver: Nota extraída del Correo de Asturias y reproducido en: Anales de la Universidad de
Oviedo, Tomo V, 1908-1910, Oviedo, Tipográfica de Flórez, Gusano y Compañía, 1911, pp. 317-324.
239
“El Diario no se juzgó con fuerzas para oponerse al torrente desbordado del entusiasmo nacional. Y
luego cargó, como de costumbre, con la responsabilidad entera. ¡Altamira había venido porque le había
traído Rivero para mortificar al elemento intelectual cubano!” (Nicolás RIVERO, “Orígenes”, Diario de la
Marina, La Habana, 1911, recogido en: “Altamira en Cuba. «Salpicaduras» de un viaje. Quien sepa leer,
que lea”, El Carbayón, nº 11.811, IIª Época, Oviedo, 21-XII-1911 —BCUO, Microfichas Colección El
Carbayón—).
240
Deseoso de escapar de la denuncia de sectarismo católico que les espetó González, El Carbayón afir-
maba que la cuestión era dilucidar si era verdad o no la información e interpretaciones de Rivero respecto
de los efectos del periplo americanista y juzgar si había existido desproporción en el recibimiento de
Altamira “diciendo de él que había incorporado espiritualmente la América a España, cuando lo que en
realidad hizo fue todo lo contrario, al menos por lo que a Cuba se refiere”. Respecto de los virajes de
ambos periódicos se contestaba: “en El Carbayón pudo encontrar el señor González afirmaciones relativas
a los triunfos colosales de Altamira en Cuba. Y en el mismo Diario de la Marina se hallan cosas pareci-
das. Pero el señor González sabe sobradamente que semejantes afirmaciones no tienen valor de ninguna
especie: las del Diario por las razones que tan delicadamente insinúa en uno de sus artículos el señor
Rivero, y las de El Carbayón porque también nosotros hubimos de dejarnos llevar por la corriente, y por-
que realmente no sabíamos lo que en verdad estaba pasando con el cacareado viaje de Altamira…” (“Al-
tamira en América. Más sobre las «salpicaduras»”,en: El Carbayón, nº 11.814, IIª Época, Oviedo, 24-XII-
1911 —BCUO, Microfichas Colección El Carbayón—).

72
Prueba de ello es que el Gobierno liberal de José Canalejas, en este caso con el
beneplácito del monarca, designó a Altamira el 14 de octubre de 1910 como Inspector
General de Enseñanza en comisión, para luego ponerlo a cargo de la Dirección General
de Primera Enseñanza, despacho “técnico” creado a la medida de su trayectoria ideoló-
gica institucionista y regeneracionista, por el Ministro de Instrucción Pública, Julio Bu-
rell241, el 1 de enero de 1911.

2.3.- Los balances contemporáneos del viaje de Altamira


Ahora bien, ¿fueron conscientes los contemporáneos de las dimensiones del fe-
nómeno “Altamira”?¿Llegaron a preguntarse acerca de las causas de este éxito o de las
razones de tamaña repercusión? En ambos casos, y pese a lo sorpresivo que pueda resul-
tar para el observador contemporáneo, la respuesta es positiva. En efecto, estos interro-
gantes aun cuando puedan parecer anacrónicos y propios de la investigación historiográ-
fica que aquí proponemos, también fueron planteados por los espectadores privilegiados
del episodio.
Teniendo en cuenta los intereses diferentes que se esconden detrás de las pre-
guntas de un historiador y de las del actor o testigo de los hechos, es conveniente que
precisemos los términos y los alcances de estas últimas. ¿Intuyeron los contemporáneos
que el espectacular triunfo de Altamira podía ser un síntoma antes que anécdota? ¿Có-
mo evaluaron sus resultados? ¿Cómo plantearon el interrogante y cómo lo resolvieron?
En primer lugar, cabe destacar que el carácter extraordinario del fenómeno Al-
tamira fue claramente percibido, así como lo singular de su éxito. Las evaluaciones po-
sitivas de la prensa argentina y americana respecto de su personalidad, de sus enseñan-
zas y de su misión fueron sumamente elocuentes. Los periódicos argentinos, en el
preludio de la partida del profesor ovetense, comenzaron a aportar los primeros balances
de la experiencia americanista, cuya primera etapa se había iniciado en una discreta pe-
numbra y se clausuraba apoteóticamente.
El periódico La Argentina ponderaba su conducta intelectual y docente, a la vez
que hablaba de la solidez de un mensaje que mereció una atenta y meditada recepción
por parte de la clase pensante argentina y que, podía contribuir al estrechamiento de
vínculos entre ambos países :
“El sabio modesto, el maestro sencillo que ha sabido hacer de la enseñanza un verdadero aposto-
lado, recibirá una de las tantas muestras de simpatía que en su breve permanencia entre nosotros
ha conquistado. Su obra ha sido, ante todo, de confraternización, y desde la más alta tribuna que
puede ofrecérseles a los espíritus cultos: la cátedra. El profesor Altamira ha dejado entre nosotros
una huella profunda de su paso. No encontró a su llegada millares de almas que en el puerto,
apenas pisara suelo argentino, le dieran la más entusiasta de las bienvenidas consagrándolo con
un juicio que, por ser popular, es ingenuamente falible pero, en cambio —los hechos lo demos-
traron con total elocuencia— la clase pensante del país, la que había saboreado sus libros de di-
vulgador paciente y de reconstructor silencioso, sin laudatorias siempre extemporáneas, se prepa-

241
Burell (1859-1919) fue un notable periodista en diarios como El Progreso y en El Heraldo y fundador
de El Gráfico donde introdujo el uso de la fotografía en la prensa periódica española. De filiación política
liberal fue Ministro de Instrucción Pública con Canalejas y con el Conde de Romanones; y Ministro de
Gobernación con García Prieto. También fue miembro de la Real Academia Española (RAE).

73
raba a escuchar sus lecciones. Y hoy, cuando con la satisfacción de la tarea cumplida, se prepara
a concurrir donde sus anteriores compromisos lo llaman, para el amigo que se va, le ofrendamos
nuestros mejores sentimientos, esperando que en su siembra de ideas al través de América conti-
núe en esa empresa que lentamente va tomando forma: la del estrechamiento de relaciones entre
la Madre Patria y las naciones que fueron sus antiguas colonias; relaciones nunca rotas, es ver-
dad, pero que esperan encarrilarse dentro de la amplitud que reclaman destinos, virtudes y hasta
vicios comunes.” 242

El periódico La Prensa —que en medio de la exaltación parecía confundir lo-


gros con propósitos— afirmaba que la importancia de la campaña americanista ovetense
estribaba en que, más allá del efecto que sus disertaciones habían producido en el “espí-
ritu de nuestro mundo estudioso”, acercando a la Universidad de Oviedo con las univer-
sidades argentinas, ésta había logrado consecuencias más trascendentes para ambas na-
ciones:
“He aquí la consecuencia más trascendental de la obra: el establecimiento de una corriente inte-
lectual hispano-argentina recíproca y permanente, esto es, el establecimiento de los vínculos más
nobles que pueden ligar a las naciones. Todos los demás pueden tener un interés egoísta: sólo los
de la inteligencia viven y se fortalecen en fuentes insospechables. Las almas cultivadas se en-
tienden y son felices unidas.” 243

La revista literaria Nosotros, evaluaba la labor desplegada por Altamira en tér-


minos más prudentes, aunque no menos positivos, elogiando su versatilidad, la diversi-
dad de sus saberes y su predisposición pedagógica:
“El profesor Altamira ha empleado su tiempo con provecho para los que se interesan en oír a un
extranjero ilustre. Lo es más que otros Altamira, y su visita ha servido de noble ejemplo. Durante
largos días los espíritus curiosos de conocer su opinión sobre los altos problemas contemporá-
neos, han rodeado al maestro. Este es por otra parte el tipo del maestro, por su gran nobleza, por
su enorme honradez intelectual. Espíritu generoso, logra comunicar su generosidad al auditorio,
que vé en él, no al seco investigador endurecido en el cultivo excluyente de una especialidad, si-
no al hombre lleno de bellos ideales y de bellos sueños. Es un sabio a la manera de los sabios es-
pañoles. Es decir, su erudición no se reduce a una rama determinada del conocimiento, sino que,
domina a fondo las materias fundamentales. Así nos ha hablado con la misma hondura de pro-
blemas jurídicos, históricos, literarios y estéticos. En todas sus conferencias ha dicho algo pro-
fundo, ha señalado algo nuevo. Y no lo ha hecho gracias a complicaciones de forma, ni se ha es-
forzado en ostentar una originalidad llamativa. Ha realizado Altamira una obra fecunda que esa,
y ella consiste en probar que lo esencial en tales tareas es encaminar al elemento estudioso hacia
un ideal superior de vida, sin el cual la existencia es vana y triste. Le debemos por esto nuestra
gratitud ya que desde antes suscitaba nuestra admiración.”244

En el Uruguay, al igual que en Argentina, también la prensa cerraba el balance


de la empresa ovetense congratulándose del rotundo éxito de Rafael Altamira en ambas
márgenes del Río de la Plata:
“Después de ver y oír al ilustre profesor en las conferencias que nos ha dado en la Universidad y
en el Ateneo, todos, sin excepción, están contestes en declarar que el señor Rafael Altamira ha
triunfado en buena ley; que la realidad no ha desmerecido el concepto que sobre su personalidad
nos habíamos formado; que su propaganda es justa, es noble, es útil, es buena, que su misión es

242
IESJJA/LA, s.c., Recortes de prensa, “Intercambio de profesores”, en: La Argentina, Buenos Aires, 4-
X-1909.
243
“Actualidad. Confraternidad intelectual hispano-americana”, en: La Prensa, Buenos Aires, 30-IX-
1909 (IESJJA/LA, s.c., Recorte de prensa).
244
“Notas y comentarios. Rafael Altamira”, en: Nosotros, Buenos Aires, octubre 1909 (IESJJA/LA, s.c.,
Recorte de prensa).

74
de las más grandes y educadoras que en estos tiempos se han intentado. Un sentimiento de viva
admiración, al que va unido otro de honda simpatía, se levanta hacia el sabio profesor. Su pala-
bra oída con respeto primero y luego con entusiasmo, ha penetrado muy hondo en nuestro mun-
do intelectual. Sus ideas, sus nobles y hermosas ideas, que tan grande éxito han alcanzado en la
ibérica península, germinan ya aquí, y muy pronto, tal vez, darán sus más preciados frutos. La
distancia que nos separaba de España, más grande moral que geográficamente, ha sido suprimi-
da. Una comunidad de ideales estrecha a los hombres de allá con los de aquí y el intercambio in-
telectual subseguirá brevemente a este esfuerzo del noble profesor. Todo, pues, evidencia que su
estadía entre nosotros será fructuosa y que no tendrá el efímero significado de una simple visita
de cortesía. De desear es que así sea.” 245

Como podemos apreciar, la evaluación positiva de la labor americanista, la clara


percepción de su éxito y la consciencia acerca de los rasgos excepcionales de este fe-
nómeno, iban acompañadas de una ponderación personal de Altamira, en cuya persona-
lidad, cualificaciones y habilidades, muchos creyeron hallar la explicación final del
triunfo de la misión ovetense en el Río de la Plata.
Las virtudes personales de Altamira y la frondosidad de su currículum académi-
co fueron los factores explicativos más inmediatos y visibles de los que muchos testigos
—y en especial la prensa— echaron mano, reproduciendo el clima de culto a la persona-
lidad que se había instalado alrededor del viajero.
La humildad, la falta de ambiciones materiales y el perfil académico de Altamira
lo habrían elevado, así, por encima de otros conferencistas que se allegaron al Cono Sur
con propósitos nada altruistas, jerarquizando su personalidad y aquilatando su mensaje:
“Y ha sido por esa noble actitud, que desde el primer momento acumuló tanta simpatía en su fa-
vor, que ahora costará muy poco a los iniciadores de la magnífica idea de llevar a cabo su propó-
sito [...] Altamira ha hecho mucho con sus enseñanzas; pero no tanto como con su actitud serena
en medio del desequilibrio de todos cuantos le habían precedido en el camino de Europa a Amé-
rica, en el desborde de ambiciones que mal se disfrazaban bajo la capa del arte o de la ciencia.
Altamira, ¿por qué no decirlo?, ha sido el único que ha venido con un propósito claramente de-
terminado, con un propósito de bondad y de cultura. No ha descubierto los cafetales uruguayos
como el señor France, ni ha pretendido resolver los más graves problemas de la vida argentina
como el compañero Ferri. Limitado a su radio propio, que no es pequeño, ha leccionado sin ma-
yores ambiciones, como pudiera hacerlo desde su cátedra de Oviedo, con la única recompensa
del deber cumplido y la satisfacción de contribuir a la libertad moral de estos pueblos en el espí-
ritu de sus generaciones nuevas.” 246

Estos rasgos favorables de la personalidad de Altamira no pasaron desapercibi-


dos para los diplomáticos españoles, que también registraron las diferencias entre esta
empresa intelectual y las que protagonizaron Enrico Ferri247, Anatole France248 o el
mismo Vicente Blasco Ibáñez249.

245
“El profesor Altamira”, en: El Diario Español (?), Montevideo, 12-X-1909 (IESJJA/LA, s.c., Recorte
de prensa).
246
“Crónica. La casa del maestro”, en: El Diario Español, Montevideo, 21-IX-1909 (IESJJA/LA, s.c.,
Recorte de prensa).
247
Enrico Ferri (1856-1929) fue un notable penalista y criminólogo positivista italiano, diputado del
Partido Socialista. Durante su viaje a la Argentina, Enrico Ferri pronunció varias conferencias y entabló el
26-VII-1908 una interesante polémica en el teatro Victoria con el fundador del Partido Socialista argenti-
no Juan B. Justo. Ferri sostenía que el socialismo —en tanto partido obrero— no podía desarrollarse
realmente en un país que no estuviera fuertemente industrializado, por lo que era mejor pensar en organi-
zar un partido radical para disputar el espacio de la Unión Cívica Radical (UCR), un partido tradicional
que no hacía honor a su nombre, debiendo ser designado, más bien, como "partito della Luna". Justo

75
Cuando el viaje aún se encontraba en sus primeras etapas, el embajador español
en Uruguay envió un reporte al Ministerio de Relaciones Exteriores español en el que se
daban elementos para comprender lo que el diplomático resaltaba sin dudar, como un
hecho auspicioso para los intereses españoles y para la evolución positiva de las rela-
ciones con Latinoamérica:
“Conocidas de V. E. las corrientes de aproximación intelectual iniciadas en los últimos años, y
favorecidas por los poderosos medios con que cuentan las instituciones libres de Buenos Aires,
que facilitan la venida a estas tierras de los representantes más eminentes del pensamiento y de la
literatura moderna en Europa, no considero necesario insistir sobre la importancia que tales via-
jes por las ideas que siembran y los vínculos que establecen, representan para la historia de la
cultura y de la unión de ambos continentes. Tan solo me permitiré hacer resaltar la evolución que
este año se ha iniciado felizmente en tal intercambio, merced a las circunstancias que han seña-
lado la venida del Señor Altamira, y del alto espíritu de seriedad y altruismo que vienen caracte-
rizando su misión, desempeñada hasta ahora con tal acierto y prudencia, que, aunque despojada
de toda representación oficial, ha conseguido conquistar las consideraciones que de ordinario no
se conceden sino a las personas investidas de aquel carácter. Ingenios tan convenientes como
Anatole France y Don Vicente Blasco Ibáñez, venidos al mismo tiempo que el Señor Altamira y
rodeados por el prestigio de un talento y de una réclame, sabiamente organizada y llevada a un
punto que en nuestro país se desconoce, puede decirse que han experimentado un semi fracaso
personal en las conferencias pronunciadas ante públicos numerosísimos en los principales tea-
tros de Buenos Aires. Y este semi fracaso que en ninguna manera puede atribuirse a las faculta-
des personales de los citados autores, depende principalmente de las condiciones en que se han
presentado y que, repetidas, harán siempre inútiles las predicaciones y las iniciativas, quedando
reducidas unas y otras a torneos del ingenio en que, el público, que ha pagado el precio de su en-
trada va a juzgar, más el virtuosismo de los oradores y a compararles entres sí, como se compa-
ran los artistas de ópera, que a fijarse en lo que dicen o a sacar algún fruto de lo que exponen. El
mismo abigarramiento del público, llevado de su deseo de distanciarse un rato y en ningún modo
de aprender nada; el reducido escenario en que pueden desenvolverse tan peregrinos ingenios,
limitados a exponer ideas generales y a emplear términos fácilmente comprensibles; y por últi-
mo, la circunstancia de no ser gratuitas sus enseñanzas o ilustraciones, sino cotizadas a altos pre-

contestó a Ferri aportando ejemplos de países que sin poseer grandes industrias tenían importantes parti-
dos laboristas y socialistas, como Australia y Nueva Zelanda por la escasez relativa de mano de obra —
situación idéntica a la de Argentina— y que, en definitiva, lo que contaba era que en el Río de la Plata
podía apreciarse una implantación firme de relaciones de producción capitalistas. Este debate puede se-
guirse a través de los siguientes textos: Enrico FERRI, “El Partido Socialista Argentino”, en: Revista So-
cialista Internacional, vol. I, p. 21-27, diciembre de 1908; Juan B. JUSTO, “El Profesor Ferri y el Partido
Socialista Argentino”, en: Revista Socialista Internacional, vol. I., p. 28-37, diciembre de 1908. Estos
textos fueron recogidos posteriormente en: Juan B. JUSTO, El partido Socialista en la República Argenti-
na, Buenos Aires, 1909 (con una 2ª edición en 1915) y Id., El Socialismo y Realización del Socialismo,
Buenos Aires, 1947. Al tiempo de producido el debate se publicó: Ernesto QUESADA, El sociólogo Enrico
Ferri y sus conferencias argentinas, Buenos Aires, 1908.
248
El novelista, dramaturgo y ensayista francés Jacques Anatole Thibault (1844-1924), más conocido por
su pseudónimo, Anatole France, fue uno de los grandes literatos naturalistas de su tiempo. Fue nombrado
miembro de la Academia Francesa en 1896 y recibió el Premio Nobel de Literatura en 1921. France fue
uno de los intelectuales que se alinearon tras la causa de Alfred Dreyfus, tema que haría propio en su serie
novelística Historia contemporánea. El pensamiento de France evolucionó hacia el tratamiento de temáti-
cas relacionadas con la “cuestión social” desde una clara opción por las causas populares y humanitarias,
la defensa de los derechos civiles, de la educación popular y de los derechos de los trabajadores.
249
El periodista, literato naturalista y político valenciano Vicente Blasco Ibáñez (1867-1928) se destacó
en su tierra como virulento publicista republicano contrario a la guerra cubana. Luego de una estancia en
la cárcel por cargos de agitación pública fue elegido diputado por su ciudad, manteniendo su escaño du-
rante seis legislaturas sucesivas. En 1909 abandonó la política y viajó a Argentina para pronunciar confe-
rencias sobre el arte y la literatura españoles y emprendió dos empresas de colonización “utópicas” en Río
Negro y otra en Corrientes en 1913, que fracasaron dejándolo en la ruina. De vuelta a Europa se instaló en
París, desde donde desplegó una campaña aliadófila, regresó a España pero con la dictadura de Primo de
Rivera se exilió definitivamente en Francia, donde se sostuvo como escritor y publicista.

76
cios, que les son después echados en cara a cada paso y que merman su prestigio, autorizando a
cada espectador a convertirse en crítico despreciativo y descontento, son otros tantos elementos
de descrédito para los intelectuales que vienen a América contratados por un empresario y suje-
tos a las especiales cláusulas de todo compromiso teatral. En semejantes condiciones podrá un
pensador eminente o un príncipe de la ciencia obtener provechosos resultados pecuniarios, por el
momento; pero correrá mucho riesgo de enajenarse a la larga las simpatías del público que le
admiraba de lejos; y lo que desde luego, puedo afirmar a V.E. es que jamás conseguirá resultado
alguno útil para los ideales políticos ni sociales que hoy preocupan las conciencias de la mayoría
de los sabios.” 250

Estas sanas prevenciones del encargado de negocios español no eran alarmistas


sino que se hacía eco de ciertas opiniones que tanto en Argentina como en Uruguay,
ensombrecieron la consideración pública de otros conferenciantes extranjeros. Si en el
capítulo uruguayo del periplo se desató una pequeña polémica entre las asociaciones
estudiantiles y los periódicos vinculados a las colectividades española e italiana por la
evaluación de la labor de Ferri y Altamira, en Argentina también se expresaron voces
críticas hacia la intervención de estos visitadores.
Yahía Cohen, en las columnas del periódico La Argentina, criticaba —sin men-
cionar a Altamira— el alejamiento de estos conferencistas de cualquier tema propia-
mente argentino o que redundara en el interés propiamente nacional:
“Todos los conferenciantes europeos que han hollado el suelo argentino han disertado sobre te-
mas exclusivamente extranjeros. El argumento de sus conferencias —exceptuando una de M.
France sobre la República Argentina— ha versado sobre ideas literarias extrañas al interés vital
del país. M. France, en un estilo completamente condensado, nervioso, todo de matices, estudió a
Rebelais; Ferri, con su verbo fácil, familiar, desenvolvió unos cuantos temas sociales; después
Blasco Ibáñez, con su elocuencia potente, vigorosa, indiscutible, de alto vuelo, pronunció algu-
nas conferencias sobre diferentes temas, muchos de ellos eran conocidos no solamente por la in-
telectualidad argentina, sino también por la masa culta del país, en general. El deber de exponer
aquellos tópicos ante una reunión pública incumbía a los catedráticos de aquí; ellos, encargados
de ilustrar al pueblo y de convidar a la sociedad selecta a tomar afición a temas de orden general
e interesantes...; en este sentido se ahorraría la tarea de los extraños, y las conferencias también
no resultarían caras. La Argentina de lo que hubiera necesitado sería de conferenciantes especia-
les, de conferenciantes que la impusieran del concepto que se tiene en el exterior de la cultura del
país, que le hablaran del modo del cual se aprecia a esta República en el extranjero, de la manera
de la cual se juzga su desarrollo literario, del sentimiento que se abriga respecto a su porvenir en
el campo de los adelantos científicos. Precisaría de escritores que no solamente viniesen a cantar
ante un auditorio numeroso un himno al engrandecimiento económico, al deslumbre de sus fuer-
zas materiales en el campo de la agricultura y ganadería, sino que también necesitaría de escrito-
res que viniesen a hacer palpitar la cuerda de los habitantes de este nuevo mundo respecto a sus
prohombres ya muertos, a sus celebridades ya extintas, a todos sus bienhechores ya desapareci-

250
AMAE, Correspondencia Uruguay 1901-1909 Legajo H – 1796, Despacho Nº 124, “Política”, del
Ministro Plenipotenciario de S.M. en Uruguay dirigido al Excmo. Señor Ministro de Estado —7 pp. ma-
nuscritas + carátula y anexo de recortes periodísticos, con membrete de la Legación de España en Monte-
video y con firma autógrafa de Germán M. de Ory,— Montevideo, 7-X-1909. Sin embargo, pese a lo que
consigna Ory, existieron negociaciones entre miembros de la colonia española en Uruguay y la UNR y el
Ministerio de Instrucción Pública para obtener un pago equivalente al que obtuviera Anatole France. En
una breve epístola, Alonso Criado comunica a Altamira que por disposición de Pablo De María, la Uni-
versidad de la República se hacía cargo de su viaje y estadía en Uruguay. Para Alonso Criado, esto no era
suficiente, por lo que solicitó el pago de las conferencias tal como había ocurrido con el intelectual fran-
cés, al que se le había pagado 2.000 pesos por una charla que nadie entendió por no pronunciarse en cas-
tellano. Sin embargo, este intermediario consideraba difícil obtener este aporte ya que según le confesaba
a Altamira “desgraciadamente el actual Ministro de Instrucción Pública Dr. Giribaldi nos es hostil”
(IESJJA/LA, s.c., Carta original manuscrita de Matías Alonso Criado a Rafael Altamira, Montevideo, 28-
IX-1909).

77
dos [...] Hay tantos asuntos de trascendencia que pueden entusiasmar al público, electrizar su cu-
riosidad tan aguda, promover en él el placer de alto vuelo; hay tantos asuntos que podrían satis-
facer las aspiraciones de este pueblo, tan celoso de oír hablar de su país...” 251

Más allá de la justicia o razonabilidad de requerimientos como este, era evidente


que flotaba en determinados ambientes cierta desconfianza hacia quienes desembarca-
ban en el Plata para dar unas cuantas conferencias, embolsar cuanto dinero fuera posible
y tomar para sí el rol de profetas o ángeles tutelares del progreso argentino. No en vano
observadores lúcidos de su tiempo como el embajador Germán M. de Ory elogiaron las
actitudes de Altamira y recomendaron que éste fuera el modelo a seguir en el futuro por
otros intelectuales españoles:
“Contrastando con las anteriores personas y con el aparato de su preparado triunfo; huyendo en
lo posible de toda clase de manifestaciones y agasajos demasiado exagerados para ser verdade-
ros; circunscrito a su papel de enviado de una Universidad española a las Universidades argenti-
nas y uruguayas; dominando el objeto de su misión y dirigiéndose exclusivamente al público
destinado a escuchar sus enseñanzas; apartado en absoluto de toda tendencia política que pudiera
empañar el puro idealismo de su embajada intelectual y renunciando por último, a toda proposi-
ción inspirada en el deseo de lucro, la persona de don Rafael Altamira y su conducta en el des-
empeño de su cometido, ha constituido el triunfo más verdadero, menos discutido y más ejem-
plar de cuantas excursiones científicas y literarias se celebraron hasta ahora. El elogio unánime
del público argentino, las muestras de admiración del profesorado y de los estudiantes, las extra-
ordinarias y honoríficas recompensas que las Universidades de La Plata y de Buenos Aires le
acaban de discernir, son otros tantos títulos para celebrar la venida del Señor Altamira y alabar la
discreta elección de la Universidad de Oviedo. Planteada de tal modo, y en tal terreno, la in-
fluencia expansiva de la intelectualidad española en el pensamiento y la cultura americana, pue-
den llegar con el tiempo a constituir una realidad dichosa, ofreciendo ancho campo para toda cla-
se de iniciativas.” 252

La contribución diplomática de la misión de Altamira al mejoramiento de las re-


laciones hispano-americanas no pasó desapercibida para ninguna de las legaciones es-
pañolas en Hispanoamérica. Un claro ejemplo de ello lo ofrece la representación penin-
sular en México, presidida por el embajador Cólogan, quien no se cansó de elogiar el
proceder del viajero en sus informes al Ministerio de Asuntos Exteriores253 y ponderar el
justo rol que le cabía en el éxito de este tipo de empresa:
“La sinceridad que siempre pongo en mis informaciones, me induce... a recordar que en la co-
municación al Sr. Altamira... se declara el Ministro de Instrucción Pública dispuesto al intercam-
bio intelectual siempre que se cuente con la cooperación de educadores tan eminentes como él, y
no es de suponer nos haga la advertencia sin intención. Concepto algo semejante, aunque en otra

251
Yahía COHEN, “El criterio de los conferenciantes europeos”, en: La Argentina, Buenos Aires, 13-IX-
1909 (IESJJA/LA, s.c., Recorte de prensa).
252
AMAE, Correspondencia Uruguay 1901-1909 Legajo H – 1796, Despacho Nº 124, “Política”, del
Ministro Plenipotenciario de S.M. en Uruguay dirigido al Excmo. Señor Ministro de Estado —7 pp. ma-
nuscritas + carátula y anexo de recortes periodísticos, con membrete de la Legación de España en Monte-
video y con firma autógrafa de Germán M. de Ory,— Montevideo, 7-X-1909.
253
“Dirijo al Sr. Ministro de Estado este telegrama: Ruego V.E. comunique a Oviedo eminentísimo Al-
tamira salió Yucatán Habana. Éxito misión insuperable. Prominentes numerosos españoles presenciamos
conmovidos despedida grandiosa por intelectualidad mexicana profesorado predominando estudiantes
aclamándolo entusiastas...” (Telegrama del embajador Cólogan al Ministro de Estado, reproducido en:
AMAE, Política México 1905-1912, Legajo H–2557, Despacho Nº 8 del Ministro Plenipotenciario de
S.M. la al Excmo. Señor Ministro de Estado. La Misión en México del Sr. Altamira catedrático de la
Universidad de Oviedo —con membrete de la Legación de España en México y firma autógrafa del em-
bajador Cólogan, 5 pp.+ 2 carátulas + recortes de prensa—, México, 12-II-1910).

78
forma, he oído a compatriotas nuestros, tan sesudos siempre y libres de prejuicios en estas mate-
rias, por lo mismo que, alejados sistemáticamente aquí de nuestras luchas pasionales, sólo quie-
ren guiarse por el sentimiento patrio y la propia experiencia, pues creen sería contraproducente y
temen que, imaginándose aptos para cosechar lauros al igual del Sr. Altamira, quieran acudir
imitadores, supongo más bien sueltos, sin condiciones para la obra apostólica, y si fácil les será
no concederles el menor apoyo, no prescinden por eso del daño que causarían a estos ideales y
fecundas corrientes de aproximación.” 254

Cólogan creía imprescindible no errar en la elección de las personalidades en-


cargadas de portar el mensaje hispanista en tanto creía en las posibilidades objetivas de
que este fructificara. Teniendo en cuenta que el terreno donde este mensaje se ponía a
prueba era el mismo que otrora había sido parte del imperio español, cualquier propues-
ta de acercamiento seria tendría sus dificultades, pero en compensación contaría tam-
bién con un background cultural favorable y también con la inexistencia de alternativas
consistentes en el indigenismo. De allí que, en definitiva, fuera la suma de las condicio-
nes estructurales y coyunturales, institucionales y personales, las que podrían explicar
cabalmente un triunfo como el de Altamira:
“...aun cuando indudablemente han ido y continuarán desvaneciéndose disentimientos o resque-
mores tradicionales, estos pueblos guardan y guardarán siempre una gran susceptibilidad respec-
to a nosotros; pero también pienso que cuando el mérito sólido y verdadero de un español, o éxi-
to de España, se ofrece a ellos espontáneo, fraternal, desinteresado e ingenuo, despierta lozano el
sentimiento de raza, ya que el amor a lo indígena no ha de ocultarles que no están en ello la civi-
lización y promesas del porvenir, propendiendo entonces hacia nosotros, no por altruismos na-
cionales en que no creo, sino porque en su afinidad y convivencia con una España culta vigori-
zada, presentirían el fortalecimiento de su propio ser y patria. Así me explico los entusiasmos
que he presenciado, yo que en esto me he precavido siempre contra ilusiones, y los Vivas a Es-
paña provocados por un Altamira, notables ya en las efusiones del banquete en el Casino Espa-
ñol, pero más sonoros, y también de más precio por no mediar tributo o sugestión de cortesía, en
la Estación del ferrocarril durante casi media hora de larga despedida.” 255

Aceptando que las virtudes individuales, sociales y profesionales de Altamira


tuvieron una incidencia muy considerable en el éxito de su misión, no podría pensarse
que un análisis sensato de la situación debiera limitarse a recopilar y recitar todas esas
prendas de su personalidad. Pese a que no fue la mesura o la perspicacia las característi-
cas que brillaron en los analistas contemporáneos, algunas voces de la opinión pública
buscaron trascender el límite estricto de la alabanza imprecisa y grandilocuente para
precisar los aspectos en que esas mentadas virtudes se hicieron particularmente recono-
cibles.
En las columnas “argentinas” de El Diario Español de Montevideo, comentando
la iniciativa del alumnado porteño y platense de obsequiar a Altamira con una casa en
Oviedo —de la que más adelante hablaremos—, se señalaba que esta actitud represen-
taba una buena ocasión para reflexionar acerca de qué era aquello que movía a los estu-
diantes a tan inusual homenaje, cuando por entonces predominaba entre ellos la más
supina indiferencia respecto de los docentes.

254
Ibidem.
255
Ibídem.

79
La respuesta que el editorial proponía era que la mayoría de los maestros habían
ido perdiendo su condición de tales; convirtiéndose su otrora sacerdocio, en un simple
oficio. El triunfo de Altamira y este gesto de reconocimiento público que lo testimonia-
ba debían entenderse como algo más que una pura manifestación de afecto, para ser
considerados como una demanda implícita de cambios en la esfera educativa y en la
ética profesional y en la moral de los pedagogos e intelectuales. De esta forma, estaría-
mos ante un claro síntoma de que la clase estudiantil demandaba cambios urgentes y
profundos en los métodos y estilos de enseñanza.
Así, las virtudes pedagógicas de Altamira, unidas a sus condiciones éticas y mo-
rales, serían las que permitirían explicar lo medular de su éxito, a la vez que inmejora-
bles excusas para reflexionar acerca de las necesidades educacionales argentinas y uru-
guayas:
“Por esto, al ver la iniciativa de la clase estudiantil, he tenido el pensamiento de que en ese obse-
quio proyectado, bien puede haber algo más que la simple demostración de afecto hacia el hom-
bre. Puede haber también la comprensión de que es necesario un acto de esa naturaleza, contras-
tando con la indiferencia que merecen los más de los profesores, para probar que así deben ser
los maestros de los días presentes en que la enseñanza de la generaciones nuevas debe ser algo
más que la monótona repetición de viejas ideas. De ahí el entusiasmo a favor de Altamira, pre-
mio justísimo a la actitud asumida desde el primer momento cuando rechazó las conferencias
con que se le brindaba un teatro de esta capital, diciendo que el escenario quedaba para otros,
pues él, como catedrático, no podía ni debía de salir, naturalmente, del radio de acción a que la
propia dignidad del cargo que desempeñaba le sometía. La casa con que pretenden obsequiar los
estudiantes universitarios de Buenos Aires y de La Plata, tendrá todo el carácter de un hondo
símbolo, demostrando que la verdad de la enseñanza solo puede ser efectiva en un hombre como
él, que ha hecho todo cuanto estaba a su alcance para dignificar la libertad de cátedra, elevándola
en el concepto público, evitando que pudiera caer en el terreno de las combatividades fáciles, allí
donde cualquiera puede zaherir y atacar, sin más trabajo que el de recoger tristes ejemplos de la
vida diaria, inconscientemente prodigados. [...] La casa que el afecto de los estudiantes argenti-
nos levante en la ciudad de Oviedo, será una demostración elocuente de que los grandes entu-
siasmos que en otros tiempos despertaban los maestros de generaciones, también hoy pueden
existir: en manos de los maestros está el probarlo. Porque, en verdad, ya estamos hartos de doc-
trinadores que como aquel capitán Araña famoso, quieren embarcar a los demás en las ideas que
por su parte no son capaces de profesar. Faltan hombres dignos de practicar lo que dicen, que no
sean egoístas cuando predican el desinterés, que no sean aristócratas cuando proclaman la igual-
dad, que no sean, en fin, todo lo contrario de lo que aparece en sus obras. Para que las enseñan-
zas sean eficaces, es indispensable que el maestro sea hombre, y que el hombre no desmienta al
maestro.”256

La relevancia de la misión de Altamira era juzgada en relación no sólo a sus lo-


gros sino a sus propósitos y a la probabilidad de su continuidad. De allí que fuera eva-
luada positivamente como un primer paso generoso de acercamiento de España hacia
América que vendría a descubrirnos un ignorado mundo de ciencia, intelectualidad y
valores que hasta entonces, por desidia peninsular y por desinterés hispanoamericano,
nunca había sido visible:
“Hemos vivido mucho tiempo alejados los unos de los otros, sin tratarnos, sin conocernos. En es-
tos países de América, esencialmente cosmopolita, conocemos más cosas de Alemania, Francia e
Italia, que las de España. Increíble parecería que esto dado la diversidad de lenguaje con los
primeros países nombrados y los vínculos de sangre que nos ligan a los hijos del último si no se

256
“Crónica. La casa del maestro”, en: El Diario Español, Montevideo, 21-IX-1909 (IESJJA/LA, s.c.,
Recorte de prensa).

80
considerara que los mismos españoles son los que tienen la culpa de no hacer conocer sus hom-
bres de positiva valía. Y, sin embargo, hay en España hombres de ciencia y hombres de letras,
que pueden figurar al lado de las eminencias más celebradas en otras naciones de Europa. Hay
un interesantísimo resurgimiento intelectual que desconocemos casi por completo. Acaso a la
propia desidia de la madre patria, haya que agregar otra razón para el desconocimiento que te-
nemos de sus grandes hombres: la vecindad de Francia. Pero lo real y positivo es que nosotros, o
la mayoría de nosotros, ignoramos a España. Tiempo era, pues, que nos pusiéramos en contacto:
que valoráramos nuestras fuerzas; que nos estimásemos en lo que positivamente valemos; que
uniéramos al fin nuestros esfuerzos para lograr el más soberbio triunfo de la intelectualidad lati-
na. El primer paso se ha dado ya. Es de creer que no será el último y que el gran pensamiento
acariciado y defendido por nuestro ilustre huésped encuentre hondísima repercusión en los pue-
blos nuevos de América. Entre tanto, enviamos nuestro saludo al sabio profesor que hoy nos deja
y a la ilustre Universidad que representa.” 257

Esta idea de que el viaje americanista venía a llenar un vacío, a rectificar un des-
encuentro inadmisible e ilógico, con ser extendida y razonable no venía a dar cuenta de
las causas de aquellos alejamientos o de estas reconciliaciones, sino que se limitaba a
exponer y celebrar la felicidad de un postergado reencuentro espiritual o intelectual, per
se entendido como deseable para ambas partes:
“A España y la Argentina les faltaba este contacto espiritual, patrióticamente determinado por la
acción del profesor Altamira. Acaso podría decirse que era lo único de que carecían para enten-
derse mejor, desde que por naturaleza, por organización y por tendencias se encuentran y con-
funden siempre en la región de los grandes afectos. Son dos países inclinados el uno hacia el
otro, a los cuales cualquier circunstancia los unifica en el terreno de la solidaridad de los senti-
mientos generosos. Por estas razones y porque siempre se ve llegar con explicable regocijo a es-
tas playas a los estudiosos del mundo, la noticia del arribo del profesor Altamira al país produjo
una singular sensación de agrado. Se pensó, sin duda, en que los elevados exponentes de la inte-
lectualidad española, mirados desde aquí con gran simpatía, robustecerían más aún los vínculos
de unión entre ambos países, poniéndolos en contacto por la vía de la inteligencia. Y así ha suce-
dido. Por el camino abierto por el profesor Altamira, quien nos promete recorrerlo de nuevo en
un futuro cercano, vendrán otras eminencias españolas e irán muchos maestros argentinos y se-
guramente muchos estudiantes universitarios de uno y otro país.” 258

El presidente de la Asociación Española de Socorros Mutuos de la ciudad de


Córdoba presentó una de las interpretaciones más descarnadamente españolistas del
éxito de Altamira de las que ningún diplomático u otro dirigente comunitario se atrevie-
ra a expresar. El argumento del señor Martínez era que la apoteosis de Altamira, en lo
que ella tenía de sorprendente afloramiento de hispanismo, venía a demostrar que el
propio éxito de la Argentina como sociedad independiente y los propios rasgos de su
idiosincrasia, era herencia directa de su origen español, pese a que se quisiera negarlo:
“Si el pueblo argentino en su representación social y científica os ha recibido con manifestacio-
nes de tanta congratulación como las que os fueron expresadas en Buenos Aires y otros pueblos,
concurriendo a escuchar vuestras ilustres conferencias desde el presidente de la nación, hasta
los... de la honrada masa obrera, no ha sido solamente por aplaudiros y tributaros el legítimo y
debido homenaje de consideración y respeto a vuestra persona, sino también para demostrar al
propio tiempo, su cariño sincero y leal a España, de la que ha recibido, conjuntamente en el gé-
nesis de su origen, el germen de sus virtudes, de sus heroísmos y de su grandeza. Y ese pueblo
que os ha impresionado tan favorablemente, cuando habéis contemplado por primera vez en su

257
“El profesor Altamira”, en: El Diario Español (?), Montevideo, 12-X-1909 (IESJJA/LA, s.c., Recorte
de prensa).
258
“Actualidad. Confraternidad intelectual hispano-americana”, en: La Prensa, Buenos Aires, 30-IX-
1909 (IESJJA/LA, s.c., Recorte de prensa).

81
progreso material sorprendente y con su elevada cultura, es el que en todo el territorio de la Re-
pública está difundido y entrelazado con los vínculos de sangre que forman la extensa familia
hispano-argentina, o con los vínculos de la confraternidad, que desde la época de la conquista y
después de la independencia y para siempre, ha de mantener unidos, como en un solo corazón,
los corazones de los argentinos y los españoles. Esta es, señor, la razón del entusiasmo delirante
con que unos y otros proclaman vuestro nombre como heraldo de las glorias españolas, glorias
que pertenecen por herencia a los descendientes de nuestra raza, que tuvieron la dicha de nacer
bajo la luz esplendorosa del sol de mayo, así como las glorias que alumbró este sol, que fueron
las de la libertad política de un continente, pertenecen por afinidad consanguínea a los que
hemos nacido en el hermoso suelo que fue... de epopeyas gigantescas como las de Sagunto y de
Numancia.” 259

Si Altamira, como individuo excepcional era acreedor de un reconocimiento me-


recido por su sabiduría y su elocuencia, lo que verdaderamente enaltecía su misión y
aseguraba su fecundidad de cara al futuro, era su énfasis en la rehabilitación histórica de
España, su tradición y su cultura, en un medio que era demográficamente una extensión
del peninsular:
“La misión que os condujo a las playas de la nación más pródiga y generosa de América, es do-
blemente útil y simpática, por cuanto a la par que defendéis a nuestra patria de las insidias y pre-
juicios malevolentes, con que la ignorancia o mala fé de los hispanófobos pretende definirla y
exteriorizáis con altísimo relieve todas sus virtudes en orden a su ilustración, a su cultura y a su
ciencia... Os presentáis entre nosotros como paladín de la oratoria cuya riqueza de erudición y
brillantez de estilo, derriba los sofismas que se oponen a la razón y a la verdad histórica de la
causa que defendéis. La fuerza de vuestra argumentación es tan poderosa, que la diatriba y el
embuste usados por nuestros injustos enemigos se esfuma del plano de su propia inconsistencia,
dejando al descubierto sus menguados propósitos. Y así como Cervantes con Shakespeare encar-
naron en si la transformación de la literatura en el período del renaciomiento, encauzando la na-
turaleza moral de los hombres hacia los más elevados ideales, vos, moderno atleta del pensa-
miento y de la ciencia contemporánea, parece como que os propusiérais encauzar en vuestras
ideas la imposición de un tributo universal de justiciero reconocimiento a la grandeza de España.
Esta comparación que pudiera tildarse de entusiasta, he debido hacerla para expresar toda la in-
timidad del bien que para vuestra patria emana de vuestra inclinación presente. Seguid en la em-
presa. Propicio es el campo elegido para la cátedra de vuestras doctrinas y enseñanzas. Muchos
pueblos de América y especialmente el pueblo argentino son en proporción considerable una ex-
tensión de la población de España, como lo comprueban los apellidos que dan abolengo ilustre a
sus principales familias, y si la difusión de tan elevadas ideas es una prestigiosa virtud vuestra, la
aceptación indiscutida de las mismas y su propagación y defensa por parte de los intelectuales
argentinos, es otra virtud que corrobora la noble hidalguía de los preclaros descendientes del ín-
clito San Martín.” 260

Si las explicaciones y evaluaciones de la prensa y los diplomáticos españoles


discurrieron, en líneas generales, por las sendas más seguras de la explicación ad homi-
nem y de la evocación ideológica de la hermandad natural —por mucho tiempo extra-
viada y ahora en vías de recuperación— del mundo cultural hispano-americano; la elite
intelectual rioplatense, salvo algunas excepciones, tampoco iría mucho más allá de estas
explicaciones inmediatas.

259
IESJJA/LA, s.c., Banquete de la Colonia española en Córdoba. Discurso del Sr. Martínez —6 pp.
originales, manuscritas— Córdoba, 20-X-1909, pp. 2-5.
260
IESJJA/LA, s.c., Banquete de la Colonia española en Córdoba. Discurso del Sr. Martínez —6 pp.
originales, manuscritas— Córdoba, 20-X-1909, pp. 5-6.

82
El profesor Enrique Rivarola en un homenaje público dedicado a Altamira plan-
teó de un modo un tanto pintoresco el interrogante para sugerir, a renglón seguido, una
respuesta un tanto prosaica:
“¿Por qué Altamira se ha encontrado tan bien entre nosotros? ¿Por qué nosotros nos hemos en-
contrado tan bien con él? Las leyes de la herencia se cumplen también cuando se refieren al ca-
rácter intelectual y moral de las razas y a los caracteres individuales de los pueblos; y nosotros
participamos del modo de ser español, por el habla castellana, que ha sido durante cuatro siglos
el vehículo prodigioso del pensamiento y de la cultura española. Por esa comunidad de lenguaje,
podemos mirar como nuestro el cielo de las letras españolas, y contemplar del mismo punto de
vista, las más lejanas estrellas de aquel cielo, los primeros prosistas y los primeros poetas, y ad-
mirar la maravillosa constitución de los escritores del siglo XVI; y son nuestros Cervantes, y
Calderón, y Lope, y toda esa pléyade de intelectuales españoles del siglo XIX, desenvuelta en el
presente, tan numerosa, tan activa, como si la tierra se hubiese roto para dar paso a mil torrentes
de pensamiento y de belleza.” 261

El doctor Eufemio Uballes, rector de la UBA, presentó una interpretación más


interesante del problema en la que, si bien dignificaba la persona del viajero, lo hacía
por su excepcionalidad262, y explicaba el éxito de su discurso por la identidad sustancial
entre la exitosa experiencia liberal argentina y el experimento modernizador español —
enfatizando lo que uno tenía de realización y el otro de utopía—, del cual el ideario de
Altamira sería una expresión esclarecida:
“Os he oído decir que os ha sorprendido la corriente de cálida simpatía notada en todas las per-
sonas que habéis frecuentado aquí —y que no son pocas. Permitidme a la vez que os diga que
vos nos habéis sorprendido, a todos los que mirábamos con pesar (y creíamos que era un hecho
irremediable, impuesto por el ambiente histórico y el medio natural) ese exceso de tradicionalis-
mo que ha entorpecido a España en el camino de su evolución intelectual hacia el progreso, im-
poniéndole un sello de originalidad inconfundible en el concierto de la civilización occidental;
nos habéis causado sorpresa, digo, porque habéis demostrado con el ejemplo, que ese lastre his-
tórico no es un óbice para que penetren, germinen y fructifiquen en España las amplias ideas li-
berales que son título de honor para la humanidad contemporánea, sin que se pierdan ni debiliten
las bellas particularidades de la raza: el infinito idealismo y la facundia ardorosa.” 263

La interpretación de Uballes, sin ser hispanófoba, se alineaba con la tradición


europeísta más que con el españolismo discursivo del que hicieron gala casi todos los
oradores que encumbraron al catedrático ovetense. De allí que, aún en su crítica del ma-
terialismo como consecuencia no deseada del progreso material Uballes no dejara de
recordar a Altamira que su prédica humanista se proyectaba en Buenos Aires, “ciudad

261
Enrique RIVAROLA, Discurso, en: Actos Universitarios, Archivos de Pedagogía y ciencias afines, La
Plata UNLP, noviembre de 1909, pp. 255-257, reproducido en: Rafael ALTAMIRA, Mi viaje a América...,
Op.cit., pp. 207-208.
262
“Venís en representación de un grupo de hombres enrolados con desinterés en una cruzada civilizado-
ra en una parte circunscripta de España, y sois, en realidad un ejemplo característico —más allá de la
forzosa diferenciación regional— del moderno espíritu universitario en España y hasta diría, si no temiese
ofender vuestra acrisolada modestia, del moderno espíritu europeo, a través de una mentalidad genuina-
mente castiza.” (Eufemio UBALLES, Discurso pronunciado en el banquete celebrado en lo de Blas Mango,
en: Archivos de Pedagogía y ciencias afines, La Plata UNLP, noviembre de 1909, pp. 257-259, también
reproducido en: Rafael ALTAMIRA, Mi viaje a América..., Op.cit., p. 212).
263
Ibíd., p. 212.

83
millonaria, trepidante de actividad económica y de inexhaustos deseos de goces mate-
riales”264.
Esta satisfacción por la evolución argentina se contradecía con el escepticismo
con que Joaquín V. González veía este proceso, en especial, por la pobreza de los frutos
intelectuales y culturales y el escaso aporte que las naciones americanas —incluida Ar-
gentina— podían hacer a la humanidad, pese a su espectacular prosperidad:
“...cada una de las vastas regiones morales en que la civilización se difunde y elabora, ostenta al
fin sus propias flores de cultura, tras una lenta y a veces multisecular evolución; y a menos de
poder fijar sin solución de continuidad el pasado con el presente, las naciones nuevas de Améri-
ca, desprendidas por crisis violentas de sus viejos troncos ancestrales, no tienen el tiempo míni-
mo requerido para completar un ciclo de cultura homogénea y estable [...] nosotros, surgidos de
una cruenta revolución a la vida independiente, caídos en la anarquía fratricida y sangrienta, ge-
neradora de barbarie y regresiones, apenas podemos, a fuerza de sacrificios y agotamientos bos-
quejar un organismo constitucional, no hace aún medio siglo; ¿y habremos de pretender ser po-
seedores de una tradición científica e intelectual suficiente para formar espíritus superiores, de
último y afinado tipo, dignos de llamarse flores de cultura?” 265

Joaquín V. González fue quizás la única voz que, con una lucidez encomiable,
logró entrever el marco en el que debía ser entendido el fenómeno “Altamira”, recono-
ciendo la influencia del contexto ideológico y pedagógico local:
“Muchos y valiosos factores han concurrido al éxito extraordinario de la misión de Altamira en
esta región de América, que seguirá, a buen seguro, sin mengua, en todo el continente. Además
de las cualidades intrínsecas del carácter, los medios de acción, las dotes persuasivas y la fuerza
intelectual acumulada por el hombre, debe tenerse en cuenta la situación de ánimo, el ambiente
moral, el estado de conciencia de toda América en este momento psicológico de su historia, para
oír, comprender y acatar toda palabra de paz, de amor, de solidaridad y de cultura que le llegue
de arriba o de lejos, como a precipitar una efusión contenida por reparos o reticencias, más infan-
tiles que reales, hijos más bien de una timidez mal velada de amor propio nacional, que de serias
razones de Estado.” 266

Como afirmaba González, si Altamira, “un apóstol impersonal de la ciencia y de


la historia común”, había logrado romper el hielo que enfriaba las relaciones entre Es-
paña y Argentina, ello se habría debido a la coyuntura que envolvía su visita:
“...decía que el maestro amigo había llegado hasta nosotros en hora propicia, y es necesario que
lo explique. Hace tiempo que la preocupación más viva de las clases superiores o pensantes, es
la mejor ordenación de los estudios de toda jerarquía, desde la Escuela primaria hasta la Univer-
sidad...”267

Esta preocupación tan extendida en la Argentina de principios del siglo XX, no


dio lugar a una solución práctica a pesar de que el diagnóstico común señalaba la nece-
sidad primordial de preparar científica y metodológicamente a profesores y maestros
para jerarquizar la educación pública.

264
Ibíd., p. 213.
265
Joaquín V. GONZÁLEZ, Discurso del Sr. Presidente de la UNLP en ocasión de la entrega del título de
Doctor honoris causa …, en: Rafael ALTAMIRA, Mi viaje a América..., Op.cit., pp. 130-131.
266
Joaquín V. González, Discurso pronunciado en la Demostración del Magisterio argentino (Buenos
Aires, 13-X- 1909), en: Rafael ALTAMIRA, Mi viaje a América..., Op.cit., pp. 187-188.
267
Ibíd., p. 188.

84
González reconocía que se habían hecho avances sustanciales en materia de polí-
tica pedagógica, en la expansión social de la enseñanza y en la modernización de las
instituciones universitarias268. Sin embargo, el mal profundo que podría lastrar este di-
namismo estaría en el agudo déficit que se verificaba en la calidad de los educadores.
En la mirada del presidente de la UNLP, las carencias evidentes en la formación profe-
sional del magisterio argentino contribuían a afianzar el carácter meramente “instructi-
vo” de la enseñanza, relegando el cumplimiento de su principal objetivo: la educación
del ciudadano.
“No puede haber en la República misión más alta y primordial que ésta; y propagarla en el mis-
mo grado en que antes se impulsaba la educación misma, es hacer obra de verdadero valor pa-
triótico y humano, porque si una buena enseñanza es base de toda buena democracia, ninguna
buena educación es posible con malos maestros, mal instruidos, y peor educados. Ellos no sólo
deben ser capaces de educar al hombre para la vida civilizada, sino de crear y modelar el tipo de
ciudadano y miembro de una república culta, honesta y laboriosa.”269

Como podemos ver, este patriotismo cobraba importancia en el pensamiento de


González, no sólo como una fuente de inspiración para los educadores argentinos, sino
como la médula de una doctrina pedagógica que intentaba ajustar el desarrollo del sis-
tema educativo al incontenible proceso de democratización de la sociedad política. Este
patriotismo democrático, aun cuando interesado en fortalecer la identidad nacional y
conformar un sólido cuerpo docente autóctono, no rechazaba la incorporación del aporte
extranjero, sino que, por el contrario, lo recomendaba enfáticamente como un recurso
imprescindible para combatir la inmadurez cultural americana:
“...la vocación patriótica por excelencia en nuestro país, como en los demás de su misma condi-
ción en América, deberá ser la de mejorar las condiciones en que la auto-educación se elabora,
elevando el nivel moral e intelectual de sus maestros con enseñanzas superiores a ellos que nun-
ca podrán surgir de sí mismos, sino del seno de civilizaciones y focos científicos más altos, los
únicos que podrán alzarlos de la línea media para conducirlos a un plano más elevado, desde el
cual puedan divisar, como se contempla una llanura desde una cumbre, horizontes ilimitados,
senderos no descubiertos, lejanías no presentidas.” 270

En aquella renovación pedagógica de nivel superior los estudios históricos ad-


quirirían una importancia capital, por su capacidad de formar la consciencia ciudadana y
enriquecer espiritualmente al pueblo soberano. De ahí que González exhibiera con orgu-
llo la experiencia del centro innovador que presidía y en el cual, siguiendo las nuevas
tendencias, se habría conformado una organización de estudios que privilegiaba el desa-
rrollo de las humanidades:
“Movidos por la consciencia de un deber nacional y de una misión de humana cultura, hemos es-
tablecido, dentro del extenso mecanismo de las enseñanzas universitarias, —como uno de los
pies del trípode simbólico de hondas transmutaciones espirituales— la Historia, en unión con la
Filosofía y la Literatura; no solamente para que concurra con ella a la depuración gradual del fru-
to universitario prospectivo, sino con un fin más inmediato, más positivo, más actual, más nues-

268
Ibíd., pp. 190-191.
269
Ibíd., p. 193.
270
Joaquín V. GONZÁLEZ, “Discurso del Sr. Presidente de la UNLP Dr. Joaquín V. González en ocasión
de la entrega del título de Doctor honoris causa por la UNLP…”, en: Rafael ALTAMIRA, Mi viaje a Amé-
rica..., Op.cit., p. 133.

85
tro, —o sea, la creación de una enseñanza que no existe, en una república que cumple un siglo de
vida gestatoria, y cuando tiene tanto vacío que llenar, tanto error que corregir, tanto extravío que
rectificar en los conceptos de sí misma, en su historia escrita, en su evolución institucional, en su
educación política.” 271

Era precisamente ese centro, la UNLP, el que había reclamado oficialmente la


presencia de Rafael Altamira en Argentina y el que había hecho posible la proyección
continental de su mensaje, asegurándole el auspicio inicial de una institución universita-
ria y proveyéndolo de unos fondos sin los cuales no habría podido solventar los gastos
mínimos del desplazamiento más allá de las fronteras argentinas.
La lucidez y pertinencia de este tipo de reflexiones no aseguraría, sin embargo,
que la búsqueda de causas profundas prevaleciera sobre las más inmediatas y reditua-
bles al menos en el ámbito más esquemático de la opinión pública y publicada. Así pue-
de entenderse que los discursos que pretendían hablar de la influencia del contexto inte-
lectual finisecular, de la reforma pedagógica o de determinados proyectos
intelectualmente modernizadores, fueran a la saga de aquellos otros que, reproduciendo
alegremente una serie de clichés, explotaban hasta el hartazgo el recurso del culto a la
personalidad o abusaban de la poética emotiva del reencuentro de naciones hermanadas
por la sangre y la cultura.
Contrariamente a lo que pudiera pensarse, las interpretaciones más superficiales
y movilizadoras no sólo resultaron atractivas para los periodistas o para el gran público,
sino que fueron utilizadas por algunos de los promotores del fenómeno Altamira y por
el propio viajero. En efecto, Rafael Altamira, consciente de lo inusitado de su éxito,
presentaría su propia interpretación de lo sucedido antes, incluso, de abandonar Argen-
tina, trampolín natural de su inmediata proyección americana.
Las interpretaciones del viajero discurrieron por dos carriles. El primero, reflejo
especular de las explicaciones ad hominem que a él se referían, se relacionaba con el rol
cumplido por ciertos individuos claves de la elite intelectual y universitaria, y el segun-
do, con la existencia de un clima particularmente favorable para la propuesta hispanista
en América y americanista en España.
En efecto, tal como Altamira lo planteara, el mérito de que esta experiencia de
intercambio hubiera fructificado en un mayor entendimiento hispano-argentino, debía
adjudicarse a quienes habían percibido la fraternidad subyacente e indisoluble que unía
al pueblo peninsular y al rioplatense, sin dejar, por ello, de trabajar activamente para
que ésta se materializara en aquella coyuntura:
“Sabíamos cuán hispanófilo es el Dr. González, cuyo amor al viejo solar tan persistentes mues-
tras de vida ha dado y cuyo empeño por traer aquí, a su Universidad, profesores españoles en vi-
sita más o menos larga, se había insinuado en muchas ocasiones, incluso en la solemne de un
discurso parlamentario. Al venir aquí, yo he visto que lo que sabíamos allá unos pocos, lo sabían
aquí todos los españoles, quienes no planean manifestación pública de su patriotismo en que le

271
Discurso del Presidente de la Universidad de La Plata, Dr. Joaquín V. González, durante el acto oficial
de recepción de Rafael Altamira y Crevea el 12 de Julio de 1909; reproducido en: Rafael ALTAMIRA, Mi
viaje a América..., Op.cit., pp. 102-103.

86
sea lícito participar a un ciudadano de la Argentina, sin dirigir la mirada a ese hombre que tiene
el corazón bastante para amar intensamente a su patria y a la patria de sus antepasados...”272

Es evidente que Joaquín V. González invirtió su prestigio personal para respal-


dar permanentemente a Altamira. De ello es evidencia su participación en casi todos los
actos centrales con conceptuosos discursos en los que, además de ensalzar al catedrático
ovetense, se resaltaban las coincidencias existentes alrededor de los temas pedagógicos
e historiográficos entre el “Grupo de Oviedo” y los intelectuales reformistas argentinos:
“Cuando yo leía en España los escritos del Dr. González, que exponen vuestro concepto de la
Universidad y de su amplia función educativa, me parecía estar repasando los ensueños pedagó-
gicos que durante muchos años han alimentado las esperanzas y han guiado en la lucha a los que
en mi país ansían que la enseñanza española sea digna de esta época y de las altas necesidades
antropológicas, intelectuales y morales de la patria. Y así, cuando se esbozó el plan de mi viaje,
yo pude pensar, por lo que se refiere a la Argentina, por de pronto: Voy a vivir entre hermanos de
ideal, cuya casa no me será extraña, porque en ella oiré repetirse los ecos amables de las mis-
mas voces que aquí suenan como clarines de nuestra batalla educativa. Y así ha sido por lo que
a mí toca; aumentando ese confortable prejuicio con la observación de que ese mismo espíritu
nuevo retoña en todo vuestro país y sacude, no sólo la plata joven de la Universidad platense, si-
no también el tronco añoso de sus hermanas mayores...” 273

Si bien es indudable el rol positivo de González, el argumento de la excepciona-


lidad del individuo debilita cualquier explicación que no explore el contexto en el que
ese personaje extraordinario se desenvuelve. En ese sentido, aun cuando es cierto que
González fue una pieza clave del triunfo de Altamira en Argentina, también lo es que su
influencia aislada no pudo desencadenar el desborde del entusiasmo que acompañó la
estancia del profesor ovetense.
Esto no pasó desapercibido para una persona tan perspicaz como Altamira,
quien, sin dejar de honrar prolijamente esta asociación intelectual, ponderaría la profun-
da simpatía de ideales y valores existente entre “las instituciones progresivas” argenti-
nas y españolas; poniendo énfasis en destacar la labor de la UNLP en la cual, según sus
propias palabras, pudo apreciar un ambiente intelectual y moral congénere con el de la
Escuela de la que procedía274.
Pero esta simpatía debería entenderse como algo más amplio que una coinciden-
cia meramente teórica o política, sino como una profunda identificación espiritual e
ideológica entre los impulsores de estos proyectos educativos:
“Yo he visto claramente, desde un principio, por qué nos entendíamos tan profunda y totalmente
vosotros y nosotros, el profesorado argentino y la Universidad de Oviedo. No ha sido por la co-
munidad de ideas, ni por lazo alguno puramente intelectual, ni menos personal en el sentido es-
tricto de la palabra; sino porque vosotros tenéis el entusiasmo de vuestra misión educativa, y no-
sotros lo tenemos muy vivo de la que en España cumplimos y de la que quisiéramos poder
cumplir en América. Quizás vosotros no veis tan claro como yo en vuestro mismo sentimiento, y
tal vez se os muestra en gran medida con el miraje de una proyección puramente personal. Si es
así, os engañáis, y yo voy a deciros lo que ha pasado entre nosotros. Habéis advertido lo que yo

272
Rafael ALTAMIRA, “Discurso de Rafael Altamira en ocasión de la Despedida de la Universidad y en-
trega del diploma de Doctor en Ciencias Jurídicas y Sociales, “honoris causa”, La Plata, 4 de octubre de
1909”, en: ID., Mi viaje a América..., Op.cit., pp. 166-167.
273
Ibíd., pp. 162-163.
274
Rafael ALTAMIRA, Discurso de Rafael Altamira en ocasión de su recepción en la UNLP…, en: ID., Mi
viaje a América..., Op.cit., p. 115.

87
creo que es característica nuestra: no el hacer ciertas cosas con preferencia a otras, o hacerlas
mejor o peor, en el orden educativo, sino hacerlas con entusiasmo, con fe; y no digo con espe-
ranza, porque más cierto sería decir que nuestro entusiasmo salta por encima de ella: no ha espe-
rado a que los indicios del mañana le contesten con una sonrisa de éxito, y aún triunfa del pesi-
mismo y continúa afirmándose en la acción, sea lo que quiera del fin de la batalla. Os ha
seducido el gesto atrevido, aventurero, quijotesco, de aquella modesta Universidad española, que
se ha lanzado a esta obra de fraternidad internacional sin mirar si su celada y su escudo, su lanza
y su caballo, resistirían los primeros choques con la realidad desconocida, o se quebrarían, de-
jándola a pecho descubierto y flaca de todas sus flaquezas a las primeras de cambio; y habéis di-
cho con razón: esos hombres tienen el atrevimiento cándido que hace respetables hasta las más
descabelladas hazañas del caballero manchego. Y como vosotros sois así también y tenéis el
alma alumbrada por la poesía de vuestra labor social, en lugar de sonreiros y de compadeceros
ante nuestra aventura, habéis sentido lo que en ella hay de amable, y algo íntimo de vuestra alma
ha resonado en vibración simpática a la nuestra.” 275

El clima favorable al mensaje hispanista en el estrecho círculo de la elite univer-


sitaria, sólo podría explicarse si considerásemos la existencia de una nueva corriente de
simpatía entre el pueblo argentino y el español:
“...estábais preparados sentimentalmente a una inteligencia particular con nosotros.... he visto
también que había difuso y latente en el país, un sentimiento de tierna simpatía hacia España,
una excelente disposición a intimar con ella, y, sobre todo, ¿por qué no decirlo?, el deseo de que
ella misma se adelantase a destruir el prejuicio tocante a su vida intelectual y con algún acto, con
alguna iniciativa, diese motivo a la exteriorización de lo que en el fondo de vuestras almas se
agitaba, ganoso de ser confirmado por una positiva realidad. He creído ver, en fin —¿me habré
engañado?— que vosotros sufríais también un poco, como nosotros mismos, por ese prejuicio, y
que deseabais convenceros de que no era merecido, como desea unos que se desvanezca la sos-
pecha desfavorable que recae sobre alguien a quien amamos y a quien apetecemos contemplar
siempre grande y puro.” 276

Si bien las opiniones del principal protagonista de este fenómeno deben ser teni-
das muy en cuenta, deberíamos considerar que éstas estaban comprometidas con las
líneas de su discurso y sujetas, por lo tanto, a las necesidades publicitarias de su campa-
ña. En este sentido, no sería adecuado aceptar estas opiniones como una lectura definiti-
va capaz de subordinar naturalmente al universo de consideraciones potenciales o reales
acerca de esta experiencia. Más allá de las intenciones de Altamira por imponer una
interpretación conveniente de su misión, sus consideraciones auto-reflexivas más que
ofrecernos claves explicativas ineludibles, resultan particularmente útiles para conocer
mejor sus estrategias discursivas y sociales.
No deja de resultar interesante el hecho de que, una vez llegado a España, Alta-
mira procurara imponer la idea de su triunfo rápida y contundentemente. Para ello en-
contró en los medios periodísticos un aliado y en un entusiasmo popular que rebasaba
todas las expectativas, un incentivo. Los instrumentos elegidos para cumplir este fin
fueron los típicos del historiador y el intelectual decimonónico: la palabra escrita plas-
mada en un voluminoso libro.

275
“Demostración del Magisterio argentino”, en: Revista El Libro, Buenos Aires, Asociación Nacional
del Profesorado, octubre-noviembre de 1909, reproducido en: Rafael ALTAMIRA, Mi viaje a América...,
Op.cit., pp. 202-204.
276
Rafael ALTAMIRA, “Discurso de Rafael Altamira en ocasión de la Despedida de la Universidad y en-
trega del diploma de Doctor en Ciencias Jurídicas y Sociales, “honoris causa”, La Plata, 4 de octubre de
1909”, en: ID., Mi viaje a América..., Op.cit., pp. 166-167.

88
Así nació Mi viaje a América; como un texto que se proponía fijar una interpre-
tación definitiva del extraordinario evento del que fuera protagonista su autor. Lo más
interesante es que este texto no era una relación, ni una crónica, ni siquiera un diario de
viaje, sino una amplia selección de documentos de difícil lectura incluso para un públi-
co directamente interesado en cuestiones históricas o políticas.
Altamira justificó esta decisión afirmando que dado que este era el primer libro
de su campaña americana277, era su obligación “indeclinable” presentar al público los
elementos que le permitieran juzgar y “formarse una idea completa de lo hecho por el
delegado de la Universidad ovetense en cumplimiento de la misión recibida”278.
Pese a la nobleza de este propósito, es obvio que éste no podía justificar, por sí
mismo, la rápida edición de un “Libro Rojo” de casi setecientas páginas en una casa
editorial madrileña. Evidentemente Altamira deseaba que su viaje no pasara inadverti-
do, no ya en Asturias, sino en España toda. Por supuesto, Altamira no era ingenuo: no
era eco popular aquello que deseaba obtener a través de la circulación de este pesado e
indigerible volumen sino, por el contrario, un eco en las elites intelectuales de las que
formaba parte y entre las cuales su prestigio y su influencia podía crecer, si la empresa
recientemente concluida era convenientemente publicitada. Por ello, Mi viaje a América
se propuso como un intento objetivo e imparcial de compensar lo que su autor juzgaba,
a menos de un año de su retorno, como una falta de repercusión en los medios más idó-
neos para evaluar esta experiencia:
“No me ha parecido inútil, sino necesaria y aun debida e inexcusable esta publicación, que im-
plícita y explícitamente también reclamaban las muchas gentes a quienes interesó y sigue intere-
sando lo pensado y hecho en América por la Universidad de Oviedo. No se me oculta, v. gr. que
el hecho (inexplicable para los que no estén en antecedentes) de que ni una sola de las grandes
revistas enciclopédicas que se editan en España haya dedicado un artículo a recoger y comentar
aquella obra, se debe, sin género de duda, a la falta de elementos de información completos” 279

De esta forma, Altamira brindaría generosamente, a través de este libro, las fuen-
tes de las que debía nutrirse una necesaria y paciente revisión crítica de lo hecho y lo-
grado en su embajada intelectual:
“La prensa diaria, nacional y extranjera, ha dado, cierto es, publicidad a la mayoría de los hechos
de la campaña americanista, y ha subrayado la significación que tienen las manifestaciones reali-
zadas en América y en España. Pero la labor de las revistas no puede ser como la de los periódi-
cos noticieros. Más reposada, más detenida, más sistemática, permite ahondar en las cosas; pero
requiere, como base, mayor número de datos, que indudablemente, no ha encontrado aún. En es-
te libro los hallará, con toda la extensión y todo el detalle que me ha sido posible, dentro del lí-
mite que voluntariamente me he trazado.” 280

277
Altamira se mostraba confiado de que éste sería el primero de una serie de libros “que emanarán... de
la abundante cosecha de noticias y observaciones recogidas durante diez meses de viaje; de labor propa-
gandística y universitaria, y de convivencia social con las representaciones más genuinas del alma ameri-
cana en seis repúblicas de lengua española” (Rafael ALTAMIRA, “Prólogo” a: Mi viaje a América...,
Op.cit., p.VII).
278
Ibíd., p. VII.
279
Ibíd., p. VIII.
280
Ibíd., p. VIII.

89
Por extenso que este volumen hubiera sido no habría podido agotar, obviamente,
todos los documentos y testimonios que generó el viaje americanista. Sabedor como
historiador de la operación subjetiva que implicaba la criba documental, Altamira se
apresuró a desactivar cualquier cuestionamiento de su imparcialidad enmascarando su
intervención y exponiendo los criterios que orientaron dicha selección. Así, la inevitable
selección de materiales documentales o de apoyo que comporta cualquier construcción
historiográfica o racional, era reconocida por el autor, que se lamentaba de esta involun-
taria falla de su libro.
Sin embargo, esta condición incompleta de todo corpus documental no era pre-
sentada como un rasgo inevitable e inherente a su constitución, sino como resultado de
la interferencia de una serie de imponderables y de las circunstancias azarosas de tan
larga travesía, con sus inevitables extravíos de originales y la imposibilidad material de
procurarse transcripciones taquigráficas o testimonios publicados de todos los eventos.
Respecto de los criterios, el primero habría sido el de no publicar informes ofi-
ciales o confidenciales hasta que no fueran desclasificados. El segundo, sin duda opor-
tuno, habría sido el de dar preeminencia a las voces y hechos americanos por sobre los
de las colectividades españolas. El tercero, gala de modestia, imponía la exclusión de
todo informe o referencia puramente personal:
“No he querido que la malicia interprete este libro histórico como una satisfacción de vanidades
que no siento. Forzoso era hablar de mí, puesto que fui yo el ejecutor de la obra y está en la con-
dición de las cosas humanas —y sobre todo, de las representativas— que se concrete la acción de
los individuos y a través de ellos y por sus hechos individuales se cumplan. Pero he suprimido,
en lo posible, todo lo que, sin añadir nada a lo objetivo de mi misión, se refiere directa y espe-
cialmente a mi persona; y aun en documentos que a la misión se refieren, he suprimido párrafos
o frases que hablan del hombre y no de la idea o de la representación que asumió.” 281

Es necesario observar que la profusión de alabanzas —de la que ya hemos dado


cuenta, en parte— fue de tal magnitud que, pese a la concienzuda poda a la que Altami-
ra habría sometido a sus materiales, el libro puesto en circulación no dejó de ofrecer un
texto pletórico de alabanzas y dignificaciones personalísimas. Quizás pueda entenderse
que el gesto encomiable de suprimir aquellos documentos pasara injustamente inadver-
tido cuando la abrumadora mayoría de la evidencia publicada —compuesta por “comu-
nicaciones oficiales de las Universidades, Ministerios y Corporaciones”; “declaraciones
orales y escritas (discursos, brindis, conferencias) de personalidades hispano-
americanas” y “algunos, muy pocos, artículos de la prensa americana y española”—
excedía con creces la cuota de culto a la personalidad que la empresa ameritaba. Segu-
ramente, tampoco hubo de contribuir a la profesión de humildad que intentaba hacer el
delegado ovetense, el hecho de que la otra parte de la evidencia recopilada estuviera
formada por informes oficiales, conferencias y discursos firmados por él mismo.
En todo caso, deberíamos pensar que la dificultad de disociar el elogio personal
de la ponderación objetiva de una empresa intelectual, fuera correlativa a la dificultad
de disociar la figura de Altamira de un proyecto que, en gran parte, le era propio, y del

281
Ibíd., pp. VIII-IX.

90
que esperaba poder extraer, justificadamente, un rédito personal, aunque no necesaria-
mente exclusivo.
Sin embargo, no es necesario hacer mayor hincapié en la vanidad, en nada des-
medida —aunque incómoda y mal ocultada en el título mismo de esta recopilación do-
cumental— del delegado ovetense282. Resulta más interesante considerar que esta estra-
tegia de promoción perseguía, también, otros fines: 1) neutralizar críticas que, en el
mismo ámbito asturiano y español, no tardarían en aflorar; 2) evitar —por qué no pen-
sarlo— que otros se apropiaran indebidamente de la gloria de su triunfo y, 3) fijar una
primera versión de la historia de la forma más sutil y firme que un historiador puede
hacerlo: estableciendo la selección de materiales a raíz de la cual se juzgaría en el pre-
sente y en el futuro, sus actividades.
Luego de tanto esfuerzo, Altamira no estaba dispuesto a dejar cabos sueltos u
ofrecer flancos a sus detractores, aún a costo de rozar peligrosamente la subestimación
intelectual de los lectores. Temeroso de que su inteligente y vasta tarea de selección
documental no resultara suficientemente explícita, el catedrático ovetense no se con-
formaría con orientar una conclusión a partir de un texto en el cual la evidencia —
ordenada e interpretada a través de sugerentes acápites descriptivos— lograba enmasca-
rar el propio discurso del interesado y sus valoraciones subjetivas; sino que, en su inte-
resante prólogo ofrecería una explicación global de su éxito en la que legitimaba abier-
tamente sus propósitos y acciones en América y hacía razonable casi cualquier
iniciativa o ambición futura que se montara sobre aquella feliz experiencia.
En dicha explicación, la razón sustancial del triunfo de la empresa americanista,
más allá de cualquier contexto o razón estructural, más allá de cualquier factor propia-
mente americano, estaría dada en la seriedad y generosidad misma del mensaje del que
Altamira era portador:
“Ante un propósito tan exento de egoísmo, tan libre de pedantería, tan bilateral de una parte (si
vale aplicar aquí esa cualidad jurídica), tan humano y amplio de otra, como el perseguido por la
universidad de Oviedo, sólo podrían sentirse heridas las vanidades huecas que creen imposible
hallar en el mundo quién les diga o les sugiera nada nuevo o útil en el orden de las ideas, de la
conducta o del sentimiento, o los que deliberadamente rechacen, con razón o sin ella, el contacto
con el alma y la cultura españolas. De aquellas vanidades, en su forma colectiva (nacional o sub-
nacional), no he encontrado ni un solo ejemplo en toda América. La opinión pública ha entendi-
do rectamente nuestro propósito, y la inmensa mayoría de los intelectuales lo ha acogido sin re-
servas y con aplauso, y ha sabido ver en él esa nota de paz y de serena colaboración espiritual a
que vengo refiriéndome.” 283

Si recapitulamos —apartando esta última explicación que cierra sobre sí mismo


el problema— encontraremos tres explicaciones realmente relevantes entre los testigos
y partícipes del fenómeno “Altamira”: a) identidad redescubierta de idioma y raza; b)

282
Como bien se ha señalado, Altamira no perdía oportunidad de hablar de sí mismo (José Carlos
MAINER, “Rafael Altamira y la crítica literaria finisecular”, en: Armando ALBEROLA (Ed.), Estudios so-
bre Rafael Altamira, Alicante, Instituto de Estudios Juan Gil Albert, 1988, p. 141). Aun cuando fruto del
rencor y de ciertos celos intelectuales, el propio Adolfo Posada ofrecería una visión de Altamira como
ególatra que, más allá de su veracidad debe ser tenida en cuenta para delinear el perfil del personaje
(Adolfo POSADA, Fragmentos de mis memorias, Oviedo, Universidad de Oviedo, 1983, p. 253 y ss).
283
Rafael ALTAMIRA, “Prólogo” a Mi viaje a América..., Op.cit., p. XIII.

91
coincidencia en un proyecto modernizador y c) demanda de una renovación pedagógica
de signo patriótico e historicista; tres respuestas que, más allá de su pertinencia, no lo-
graron imponerse en sus días a la simple constatación de un acontecimiento cultural
extraordinario, demasiado próximo y conmocionante como para sugerir un análisis más
sereno.
Es por ello que la mayoría de las explicaciones ad hominem encerradas en los
discursos de agasajo no pueden dar cuenta, por si mismas, de este fenómeno que puso a
un catedrático español poco más que ignoto —no por las limitaciones de sus saberes
sino, precisamente, por la escasa o nula influencia del mundo intelectual español en la
construcción de la Argentina moderna— en el centro de la escena cultural.
Lejos de pretender minimizar la valía de Altamira, nos permitiremos explorar
otras posibles explicaciones que articulen el contexto socio-cultural del ámbito receptor
las acciones de sus protagonistas, sin echar mano de su mitificación, ni de una versión
pintoresca del “difusionismo” de los valores científicos.
Pero, para ello será necesario, antes, pasar revista del contexto histórico y de la
escasa historiografía del viaje americanista, para enmarcar en sus logros y en sus vacíos,
nuestras hipótesis, propuestas y decisiones metodológicas tendientes a ofrecer un estu-
dio pormenorizado de este interesante y olvidado fenómeno intelectual y social.

92
CAPÍTULO II

PROBLEMAS HISTORIOGRÁFICOS ALREDEDOR DEL VIAJE AMERICANISTA


DE RAFAEL ALTAMIRA.

Como hemos podido ver en el capítulo anterior, lo que primitivamente debía


haber sido una estancia breve en la UNLP y una serie de visitas de cortesía a las univer-
sidades americanas, se convirtió, con el correr de los meses, en un sorprendente aconte-
cimiento intelectual y social de escala nacional, que desbordó el marco estrictamente
académico para el que estaba preparado.
Enfrentados a este hecho sorprendente será necesario, entonces, relacionarlo con
el contexto general de ambos países, atendiendo tanto a situar históricamente el viaje
americanista, como a efectuar un balance acerca del tratamiento de éste en la Historio-
grafía.

Una vez presentado el acontecimiento y resaltado lo que tuvo de extraordinario,


cabe formularse algunas preguntas un tanto escépticas: ¿por qué deberíamos sorpren-
dernos del éxito de Altamira? ¿Por qué debería considerarse algo extraordinario el que
se hubiera prestado atención a un representante de la ciencia española? ¿Es acaso tan
extraño el que un sabio europeo —por otra parte ampliamente reconocido en círculos
internacionales— fuera ponderado en Hispanoamérica? ¿Puede suscitar sorpresa el éxi-
to de un español en Argentina cuando entre ambos países se comparte una lengua y una
cultura comunes? ¿Cabe, acaso, el asombro ante un resultado como este cuando es un
hecho el que existen fortísimos lazos de sangre entre el pueblo rioplatense y el peninsu-
lar?
En la actualidad nadie pondría en entredicho la existencia de vínculos intelectua-
les entre España y Argentina y pocos dudarían en afirmar que el desarrollo de esos vín-
culos tuvo una extensa y problemática historia en el siglo XX, no exenta de instrumen-
talizaciones políticas. Fundamento intuitivo —aunque no menos real— de tal
convencimiento es, sin duda, la evidente transformación que la inmigración hispana de
principios de siglo provocó en la sociedad rioplantense, aun cuando deba recordarse que
esa transformación puede reconocer en lo español un aporte concurrente antes que ex-
clusivo: la inmigración italiana superó cuantitativamente a la peninsular y ambas se vie-
ron acompañadas por otras de muy diverso origen.
Pese a ello, debería tenerse en cuenta que establecer un paralelismo estricto entre
inmigración y establecimiento de vínculos intelectuales, y entre éstos fenómenos y los
vínculos culturales, no parece demasiado riguroso. Por supuesto, es indudable que la

93
presencia de la masa inmigratoria cosmopolita hizo que el acervo cultural argentino se
nutriera de la amalgama de elementos y valores culturales aportados por diversas colec-
tividades; solo que, esta presencia demográfica y cultural insoslayable no trajo apareja-
do, en la mayor parte de los casos, el florecimiento de fuertes relaciones intelectuales
entre los países de origen y de destino. Prueba de esto último es que no puede hablarse
de una vinculación intelectual sólida entre Argentina y Polonia, Ucrania o Irlanda, aun
cuando el aporte de estos países al crecimiento demográfico del litoral rioplatense fuera
más que significativo.
Ahora bien, ¿qué debe entenderse por “vinculación intelectual”? Discernir el
contenido de este concepto resulta necesario en tanto esta investigación propone situar
el acontecimiento que estudiamos, en la historia del arduo y sinuoso proceso de recons-
titución de las relaciones intelectuales hispano-argentinas; vinculando este tema con los
diferentes aspectos de la “normalización” de las relaciones entre España y Argentina y a
las historias inmediatas de ambos países. Para que un concepto como el de “relaciones
intelectuales” adquiera sentido y valor empírico en el marco de una investigación de
historia de las ideas y de historia de la historiografía, debe involucrar algo más que la
verificación de ciertas lecturas, ciertos intercambios epistolares o bibliográficos y cier-
tas confraternizaciones diplomáticas o gastronómicas. En efecto, no puede hablarse de
la existencia de relaciones intelectuales entre dos países —muestren estas equilibrio o
desequilibrio en su particular balanza de intercambio—, si entre ellos no existe un cam-
po de situaciones históricas, de problemáticas, de diagnósticos y de herramientas con-
ceptuales e ideológicas comunes o por lo menos compatibles. Ni tampoco puede hablar-
se cabalmente de unas relaciones intelectuales maduras, si estas no se manifiestan a
través de actos concretos con resultados comprobables, de intercambios efectivos que
involucren personas e instituciones, de políticas prácticas que faciliten la circulación de
ideas y de individuos en el campo cultural e intelectual de ambos países.
Como podremos ver a continuación ésta era, en lo sustancial, la situación exis-
tente entre el siglo XVII y la consumación de la Revolución del Río de la Plata y que
luego se evaporaría al compás de la guerra de independencia y de la evolución política
post-revolucionaria en Argentina, y de la involución absolutista y el conflictivo escena-
rio político español del siglo XIX. Esta sería la configuración que, bajo otros presupues-
tos y formas, en otra escala y en respuesta a otras realidades, volvería a manifestarse
entre los años ’90 y el Centenario de aquella feliz y fatídica ruptura.
Cabría sospechar, entonces, que para estudiar los vínculos intelectuales entre
España y Argentina, deberemos prescindir de la intuición que subordina el reconoci-
miento de aquellos a la existencia notoria y actual de lazos culturales y al parentesco
biológico que casi todos los argentinos tenemos con los españoles. Esto, dicho de otra
forma, significa que la existencia de vínculos intelectuales no puede ser explicada au-
tomática o suficientemente a partir de una disección etnológica o culturalista de la idio-
sincrasia nacional.
Los historiadores y científicos sociales argentinos tomaron consciencia, hace
tiempo, de la importancia del estudio de los fenómenos migratorios, si bien la emergen-

94
cia de este tema en los años sesenta no dejó de tener motivaciones ideológicas muy pre-
cisas, relacionadas con la coyuntura política post-peronista284.
Claro está que, si en un país construido con inmigrantes como la Argentina no
hay aspecto alguno de su historia moderna que no pueda ser remitido a aquel fenómeno
social “fundacional”, un problema como el del re-establecimiento de vínculos intelec-
tuales hispano-argentinos jamás podrá ser desvinculado del fenómeno de la migración
masiva, de la importancia relativa de la inmigración española, de la preexistencia del
idioma común o de la existencia de valores culturales derivados. Pero si bien estos fac-
tores propiciaron el desarrollo de estas relaciones, es necesario advertir que la adopción
de modelos y la conformación diálogos intelectuales no necesariamente debe resultar
compatible con la evolución de la composición étnica de una sociedad “aluvional”, ni
seguir el patrón de desarrollo cultural resultante.
Convertir a la inmigración en el instrumento explicativo inmediato y suficiente
de la historia intelectual argentina en el siglo XIX y XX o, en su defecto, hacer lo pro-
pio con el lejano legado colonial, no podría esclarecer la cuestión que aquí nos ocupa.
Veamos.
Pretender que el establecimiento de lazos intelectuales derive de la presencia
cuantitativamente considerada de cientos de miles de ciudadanos españoles, implicaría
el supuesto absurdo de pensar la sociedad argentina del período como un colectivo igua-
litario de sujetos con libre acceso a los bienes culturales circulantes, de modo que una
minoría —que tampoco era homogénea— favorecida por poseer un idioma y una tradi-
ción comunes con los argentinos, habría podido imponer merced a su propia potencia
demográfica, una vinculación intelectual en la que se reflejarían prioritariamente unas
inquietudes ligadas a su universo cultural e intelectual de origen.
El sinsentido “cuantitativista” de tal intuición quedaría en evidencia con sólo
considerar el papel rector que, en el siglo XIX, tuvieron las reducidas elites ilustradas
locales en el desarrollo de las ideas, del campo intelectual y cultural local y en la cons-
trucción misma de la Argentina moderna. Pretender que la pertenencia histórica de Ar-
gentina al mundo cultural y lingüístico hispánico pueda haber determinado, sin más, la

284
“…el tema migratorio era una excusa o un camino para otros temas más generales y que se suponían
más pertinentes para la historia de la evolución social de las respectivas comunidades. Un admirable
ejemplo son los trabajos producidos en los sesenta para el caso argentino por el grupo de Gino Germani y
sus discípulos Un lugar aparte debería otorgarle a la temprana interpretación de José Luis Romero acerca-
de la Argentina aluvial. El inmigrante europeo al que se le atribuía sin necesidad de demostración ser el
portador, en la clásica dicotomía parsoniana, de orientaciones normativas modernas, devenía sin saberlo
en el agente de la transformación de la sociedad argentina. Pero lo que al sociólogo de la Universidad de
Buenos Aires le interesaba no era indagar ni la experiencia concreta del migrante ni el conjunto de valo-
res, actitudes y creencias del mismo sino en cambio, un problema teórico general (el tránsito de las socie-
dades tradicionales a las sociedades modernas) y un problema histórico específico (la modernización de la
Argentina impactada por la migración masiva).” (Fernando DEVOTO, “Historiografía de las emigraciones
españolas e italianas a Latinoamérica”, en: Moisés LLORDÉN MIÑAMBRES, comp., Acerca de las migra-
ciones centroeuropeas y mediterráneas a Iberoamérica: aspectos sociales y culturales, Oviedo, Univer-
sidad de Oviedo, 1995, p. 23). Un balance de la historiografía argentina sobre las migraciones masivas
puede consultarse en: Fernando DEVOTO, “Del crisol al pluralismo: treinta años de historiografía sobre las
migraciones europeas a la Argentina”, en: Id., Movimientos migratorios: historiografía y problemas,
Buenos Aires, CEAL, 1992, pp. 7-48.

95
vinculación intelectual entre ambos países, o peor, que sea ella misma prueba de tal re-
lación genética, no sólo implicaría desconocer los tradicionales referentes “europeos” de
las elites intelectuales argentinas, sino ignorar el abismo que aún sigue existiendo hoy
entre el mundo intelectual español y el de la mayoría de los países hispanoamericanos.
Nuestro sentido común —inevitablemente contemporáneo y anacrónico— sujeto
a una experiencia prolongada de contacto cultural e intelectual hispano-argentinos pue-
de llevarnos al error de considerar que sucesos como los acaecidos alrededor de Rafael
Altamira eran perfectamente lógicos y esperables; y si acaso la grandilocuencia y la
magnitud de la repercusión pudieran llamar la atención, estos serían epifenómenos rela-
cionados con la mentalidad de la época y con lo primitivo del mundo cultural rioplaten-
se a inicios del siglo XIX.
Tampoco se trata de tomar atajos: acostumbrados a creer que los productos inte-
lectuales europeos poseían una demanda permanente y una aceptación automática entre
la elite intelectual y política argentina, podemos caer en la tentación de hacer un lugar
—siquiera marginal o acotado— para la oferta peninsular, junto a otras tradiciones eu-
ropeas más conocidas y valoradas. Sin embargo, la cuestión no consiste en incorporar
sin más un aporte olvidado o desestimado —sobre el cual aún hoy subsiste una descon-
fianza respecto de su calidad y relevancia—, suponiendo que éste siguió la misma pauta
de desarrollo que otros en el contexto rioplatense.
El entendimiento de las relaciones intelectuales entre argentinos y españoles no
puede ser reducida al patrón a través del cual hemos querido entender nuestras vincula-
ciones con las tradiciones intelectuales francesa, británica, alemana o norteamericana.
La diferencia radica en el peso insoslayable del pasado colonial y en el esfuerzo deno-
dado que desplegó la elite argentina del siglo XIX por superarlo. De allí que el enten-
dimiento de un fenómeno como el suscitado por el viaje americanista no puede pasar
por su “naturalización”; por reducirlo al carácter de mero caso accidental cuyo decurso
responde al régimen de difusión de las ideas europeas en la Argentina posterior a la caí-
da de Juan Manuel de Rosas.
Para cualquier conocedor de la historia decimonónica argentina, salta a la vista
que, cualquiera sea nuestra evaluación acerca del viaje americanista, nos encontramos
ante un fenómeno realmente sorprendente: por primera vez en mucho tiempo un español
brillaba en el Plata por sus dotes y prestigio intelectuales.
En efecto, por primera vez la intelligentzia argentina se acercaba al pensamiento
español contemporáneo, dejando de lado —o al menos postergando prudentemente—
sus prejuicios sarmientinos, hechos convicción durante más de medio siglo. Por primera
vez, se creyó que un sabio español tenía algo interesante que aportar a la ciencia argen-
tina, en campos en los que muy pocos supieron reconocer la existencia de autoridades
hispanas. Este fenómeno es sorprendente en forma, magnitud y contenido por su carác-
ter pionero y por haberse producido en un contexto intelectual tradicionalmente hispa-
nófobo modelado de acuerdo a un ideal de sustitución cultural que miraba atentamente a
Francia, Inglaterra e incluso a los Estados Unidos de América, en busca de referentes
que permitieran superar el legado español.

96
Podríamos decir, entonces, que el fenómeno “Altamira” puso de manifiesto de
forma incontrastable el hecho de que, a principios del siglo XX, se estaba dando un giro
en las orientaciones culturales e intelectuales tradicionales de la Argentina. Y, cuando el
sentido común se contradice y nos encontramos frente a un acontecimiento que rompe
con lo esperado, allí se manifiesta, por definición, un problema historiográfico que es
necesario resolver.
Para resolver este problema, será necesario fijar desde ahora —antes incluso de
pasar revista al estado de la cuestión y de adentrarnos en el estudio específico— el con-
texto histórico que envolvió el exitoso viaje americanista de la Universidad de Oviedo;
remitiéndolo a la problemática de la constitución, quiebre y restablecimiento de las rela-
ciones hispano-rioplatenses.
En este sentido, apelaremos a los avances efectuados por los historiadores espa-
ñoles y argentinos de las últimas décadas para fijar un panorama del desarrollo de estas
relaciones y de las vicisitudes de diversa índole que condicionaron tanto los desencuen-
tros como las reconciliaciones; y para situar satisfactoriamente en lo social, en lo ideo-
lógico y en lo político el estudio de la campaña ovetense y del hispano-americanismo
finisecular. Esta apelación intentará delinear un marco historiográfico indispensable, a
la vez que se servirá de este conocimiento histórico acumulado en tanto punto de partida
para el análisis del fenómeno que nos ocupa, y no como recurso suficiente para la expli-
cación del mismo. Pasaremos revista, entonces, al desenvolvimiento de esas relaciones
en tres momentos históricos: el de su constitución; el de su quiebre y el de su recons-
trucción.

1.- El problema de la constitución y quiebre de las relaciones intelectuales hispano-


rioplatenses. Un marco histórico e historiográfico.

1.1.- Tradición hispánica e innovación ideológica en el mundo intelectual


rioplatense entre fines del siglo XVIII y principios del siglo XIX
La historia del quiebre de los vínculos intelectuales entre Argentina y España es,
en buena medida, la historia de una exitosa revolución municipal que garantizó, si no el
inmediato nacimiento de una nueva nación sí, al menos, el repudio de un “pacto colo-
nial” herido de muerte por la intervención británica en el Río de la Plata y por la inter-
vención francesa en la propia Península.
Este corte político, ahondado por la prolongación de las guerras de independen-
cia americanas tras la caída del sistema napoleónico, implicó una importante cesura en
la vida socio-cultural de los sectores encumbrados de la sociedad rioplatense. La diná-
mica del proceso político abierto en 1810 propició la disolución de muchos de los vín-
culos que unían a peninsulares y criollos alrededor de las actividades comerciales, buro-
cráticas y militares. Aquellos violentos años azuzaron la intransigencia de realistas —
los cuales no eran todos peninsulares— y revolucionarios —que tampoco eran todos
criollos—, justificando una política represiva que se sirvió de expropiaciones, deporta-

97
ciones y fusilamientos para anular la influencia de individuos y grupos manifiesta o
potencialmente contrarrevolucionarios.
En este contexto, el diálogo entre las elites letradas y el mundo intelectual espa-
ñol —otrora fructífero y prometedor de una reforma social y económica— se truncó
inevitablemente, colapsando, de esta forma, el circuito mediatizado que permitía a los
sectores ilustrados del Río de la Plata contactarse con el pensamiento europeo a través
de una lectura moderada de la fisiocracia y del liberalismo, y de un acceso a una carrera
superior en las universidades altoperuanas y españolas.
Esta ruptura ha sido tan honda y sus efectos tan prolongados que cuesta aun pen-
sar en el desarrollo de la intelectualidad argentina en el siglo XIX y de buena parte de
ella en el XX, sin establecer, al menos intuitivamente, una relación inversa entre el le-
gado hispano y la modernidad cultural.
Sin embargo, toda intuición merece, cuando menos, una problematización;
máxime cuando aquella ha sugerido una proyección retrospectiva de este desencuentro,
desestimando la existencia de importantes vínculos intelectuales entre las elites letradas
criollas y el contexto ideológico y cultural español del siglo XVIII.
Por supuesto, esta perspectiva heredada del pensamiento de la generación del
’37 ha sufrido un duro ataque desde el segundo tercio de nuestro siglo por parte del mo-
vimiento historiográfico revisionista, cuya “contrahistoria”285 se sustentó, en buena me-
dida, en una exaltación de la raíz hispánica del “ser nacional”.
El extenso contencioso abierto en torno a estas como a otras cuestiones del pasa-
do argentino y la virulencia inusitada del debate que pretendía zanjarlo —cuyo funda-
mento se situaba en el terreno de las convicciones políticas286—, inmovilizó buena parte
de la investigación histórica287, obsesionada por hallar las auténticas fuentes de la nacio-
nalidad. En otro sentido, esta confrontación no hizo sino confirmar que la noción de
revolución estaba en el punto de partida de toda la historia de la Argentina como nación
y que, por eso mismo, las distintas respuestas al dilema de la identidad rivalizaban por
imponer una imagen de esa ruptura con el pasado colonial288.
A los efectos de indagar acerca de la evolución de la consideración historiográfi-
ca de los vínculos intelectuales hispano-rioplatenses, tomaremos como referencia el
aporte de la moderna historiografía profesional que, desde los años ’60, logró introducir
un análisis superador de las viejas interpretaciones políticamente instrumentales del
pasado argentino.

285
Ver: Diana QUATTROCCHI DE WOISSON, “Historia y contra-historia en Argentina, 1916-1930”, en:
Cuadernos de historia regional Nº 9, Universidad Nacional de Luján-Eudeba, Luján, 1987, pp. 34-60 y
de la misma autora: Los males de la memoria. Historia y política en la Argentina, Buenos Aires, Emecé,
1995.
286
Tulio HALPERÍN DONGHI, El revisionismo histórico argentino, Bs.As., Siglo XXI, 1970, pp. 6-8.
287
Un análisis sobre las diversas causas —políticas e intelectuales— de esta inmadurez puede encontrarse
en el artículo de Natalio R. BOTANA y Ezequiel GALLO, “La inmadurez histórica de los argentinos”, en:
Carlos FLORIA y Marcelo MONTSERRAT (Comps.) Pensar la República, Buenos Aires, Persona a Persona,
1977, pp. 19-33.
288
Tulio HALPERÍN DONGHI, Tradición política española e ideología revolucionaria de Mayo (1961),
Buenos Aires, CEAL, 1985, p. 119.

98
Un buen punto de partida para organizar el estado del conocimiento acerca de
nuestro tema es, entonces, interpelar a esta moderna historiografía en busca de una solu-
ción a aquel aspecto del debate de las fuentes ideológicas de la revolución que aquí nos
interesa. La pregunta que se impone es entonces si es posible hablar de la existencia de
lazos entre el mundo intelectual hispánico y el rioplatense entre fines del siglo XVIII y
principios del XIX que permitan explicar —al menos en parte— la evolución ideológica
y política que llevó a la elite criolla a repudiar el vínculo colonial; o si, por el contrario,
sería adecuado considerar al desarrollo del pensamiento rioplatense como completamen-
te extraño a una tradición española sustancialmente reaccionaria.
Esta inquisición tuvo abundantes respuestas desde la perspectiva revisionista y
desde la liberal, que enfatizaban la existencia de esos vínculos —si se trataba de rescatar
la idea de una revolución congruente con los valores hispánicos—, o que los rechazaban
—si se trataba de identificar una filiación europea para atacar, ora la tradición intelec-
tual española como estéril, ora el exotismo antipopular de la elite revolucionaria—289.
No es casual, entonces, que pueda verse en los textos iniciales de esta moderna historio-
grafía una marcada voluntad de terciar en el debate y plantear alternativas profesional-
mente sólidas y científicamente válidas a las visiones por entonces circulantes.
Las investigaciones desarrolladas en los últimos cuarenta años por Tulio Halpe-
rín Donghi y José Carlos Chiaramonte, han resultado decisivas para imponer una visión
alternativa del ciclo revolucionario rioplatense y de sus problemáticas intelectuales;
superando —desde una práctica profesional y no partidaria o confesional—, tanto la
hispanofobia de la tradición liberal, como la hispanofilia de la Nueva Escuela histórica
y del postrer revisionismo. Sus obras, centradas en aspectos propiamente políticos e
ideológicos del proceso independentista, no dejan de significar, sin embargo, una con-
tribución decisiva a la comprensión de las condiciones de existencia y disolución de
esos vínculos intelectuales.
Claro que esta común oposición a la Nueva Escuela y al revisionismo no supone
la existencia de una coincidencia de criterios entre quienes no comparten, ciertamente,
los valores de una tradición político-ideológica, sino —y lo que no es poco— cierta
experiencia de vida, unos criterios metodológicos y un esquema de socialización uni-
versitaria del conocimiento historiográfico.

289
Un singular intento de superación de esta dicotomía fue planteado por Ricardo Levene quien, en el
marco de una reinterpretación estructural y continuista del fenómeno revolucionario propuso el desarrollo
autóctono de la ideología de los revolucionarios rioplatenses. Es interesante observar como Halperín
Donghi valora este intento: “Desde los Orígenes de la democracia argentina, donde domina aún la ima-
gen mítica, hasta el Ensayo sobre la Revolución de Mayo y Mariano Moreno se va dando ese tránsito: el
punto de llegada está constituido por el descubrimiento de una tradición jurídica, rica en elementos
humanísticos, que ya en la colonia hace triunfar criterios que se creía surgidos con la Revolución. Desde
Solórzano y Pinelo, a través de Villava, hasta Moreno, la jurisprudencia barroca deja así un legado que
harán suyo los teorizadores de la monarquía ilustrada y los representantes de la Revolución, que triunfará
aún en el más avanzado de los revolucionarios, en Moreno. Pero estas caracterizaciones según épocas
históricas significan ya una abusiva ampliación de los enfoques de Levene: el no ve esta tradición jurídica
sumergida en la viva corriente de la historia cultural española; es creación autónoma, dotada de una lega-
lidad propia, situada al margen de las peripecias histórico-culturales a través de las cuales se desenvuel-
ve.” (Ibíd., p. 13).

99
Luego de leer los libros y artículos que Tulio Halperín Donghi dedicara a la in-
dependencia argentina, un lector informado detectaría fácilmente el propósito central de
su intrincado cultivo del matiz en el análisis político, esto es, reinstalar la idea de que a
partir del 25 de Mayo de 1810 se produjo una fisura en la evolución histórica del Río de
la Plata de la que se derivará la posterior construcción de la Nación Argentina.
Reconocer este eje estructurador para la obra de Halperín Donghi nos permitirá,
además de hallar una clave de lectura fructífera, comprender su intervención como una
respuesta contundente, no tanto a los balbuceos argumentales del revisionismo o de los
neoliberales290, sino a la interpretación de la Nueva Escuela Histórica.
En efecto, ya en un texto temprano —aparecido en la coyuntura abierta por el
derrocamiento de Juan Domingo Perón—, los rivales de peso elegidos por Halperín
Donghi no son los “truchimanes” revisionistas servidores del régimen depuesto —a
quienes critica, sin embargo, ácidamente—, sino los “estudiosos adictos a la neutralidad
erudita” es decir, los historiadores de una escuela que disolvía las contradicciones de la
historia sin proponer alternativas comprensivas capaces de estructurar una interpreta-
ción significativa del pasado. Esta armonización artificial habría sido la característica de
una escuela que “...con Ricardo Levene había rechazado la violenta contraposición entre
despotismo colonial y libertad revolucionaria; con Emilio Ravignani había rechazado la
imagen heredada de la época de Rosas, como período de lucha cerrada entre la libertad
y la tiranía” sin optar por un marco en el que insertar su erudición y sin comprometerse
con ninguna idea de la historia. Así, según Halperín Donghi: “La Nueva Escuela no
eligió nunca; iluminó su imagen del pasado con una vaga luz crepuscular que borraba
todos los rasgos originales, e identificó alegremente la Contrarreforma con la Ilustra-
ción, y dio un retrato de Juan Manuel de Rosas que acaso hubiera sido igualmente váli-
do para Don Pastor Obligado. Es lo que los historiadores de la Nueva Escuela llamaban
orgullosamente historia erudita y documentada, que proclamaba un gigantesco progreso
sobre el anterior y más despreocupado modo de hacer historia”291.
Con el objetivo de superar la visión romántica de la revolución comprometida
con las ideas de cambio total o de materialización de la esencia intemporal de la nacio-
nalidad, la interpretación de la Nueva Escuela habría explorado apresuradamente las
continuidades entre la revolución y el pasado colonial. Así, pretendiendo una renova-
ción de las nociones empleadas para comprender el pasado, la Nueva Escuela Histórica
habría terminado por disolver la revolución en una tranquila y secular evolución.

290
Es obvio que este autor no debate —salvo muy contadas excepciones— a través del análisis de caso
con las interpretaciones revisionistas, sino que reserva las críticas e impugnaciones generales para sus
escritos sobre historia de la historiografía, en los que tanto el revisionismo como su contracara liberal
aparecen desmenuzados más como un fenómeno intelectual a estudiar, que como una visión historiográfi-
ca legítima con la que es pertinente polemizar. Ver especialmente: Tulio HALPERÍN DONGHI, El revisio-
nismo histórico argentino, Op.cit. y del mismo autor “El revisionismo histórico argentino como visión
decadentista de la historia nacional” (1984), en: Tulio HALPERÍN DONGHI, Ensayos de Historiografía,
Buenos Aires, El cielo por asalto, 1996, pp. 107-126.
291
Tulio HALPERÍN DONGHI, “La historiografía argentina en la hora de la libertad”, en: Tulio HALPERÍN
DONGHI, Argentina en el callejón, Buenos Aires, Ariel, 1995, pp. 19-20.

100
Años más tarde, Halperín Donghi lanzó una advertencia —en un tono bastante
menos beligerante— que no deja de tener blanco privilegiado en quienes aun domina-
ban los espacios tradicionales de la historiografía profesional:
“La noción de revolución está entonces en el punto de partida de toda la historia de la Argentina
como nación. ¿Habrá de sorprendernos entonces que las perplejidades que el destino de nuestra
nación despierta se vuelquen de inmediato en la imagen que de esa revolución se hacen los ar-
gentinos? No, sin duda; tampoco se hallará nada ilegítimo en una renovación de las nociones uti-
lizadas para entender el pasado que se apoya en una más lúcida —o más atormentada— imagen
del presente. En nombre de ninguna ortodoxia política sería lícito poner límites a ese esfuerzo
renovador... Pero, a los que con tanta audacia, a veces con tanta sutileza, a veces con tanta mali-
cia (y aun malignidad) intentan renovar la imagen de nuestro surgimiento como nación sólo sería
acaso oportuno recordarles un hecho demasiado evidente para que parezca necesario mencionar-
lo, un hecho que, por ocupar el primer plano del panorama, es sin embargo fácil de dejar de lado:
que lo que están estudiando es, en efecto, una revolución.” 292

Dado que el esfuerzo “revisionista” de la Nueva Escuela Histórica argentina se


concentró en el plano siempre especulativo de la genealogía ideológica, no es sorpren-
dente que una obra como la de Halperín —que explica la secesión del Río de la Plata
por la evolución de la política europea— haya principiado con un serio intento de reba-
tir las tesis del hispanismo revolucionario de la historiografía académica.
Fruto de ese contrapunto es su Tradición política española e ideología revolu-
cionaria de Mayo, libro en el que intenta insertar los episodios independentistas en la
“secuencia de ascenso, apogeo, decadencia, reforma y disolución de la monarquía espa-
ñola moderna”293, y en el que argumenta que, pese a cualquier intento de reconocer afi-
nidades entre las ideas revolucionarias y las del antiguo régimen, las primeras se estruc-
turaron “como un instrumento ideológico para negar y condenar todo un pasado...”294.
Circunstancia que impediría desestimar la innovación radical que implicó la adopción
del mito revolucionario como fundamento legitimador del movimiento independentista
rioplatense295.
Por supuesto, lejos de cualquier postura reduccionista, Halperín no dejó de reco-
nocer que esas ideas surgieron o se adoptaron dentro de la realidad prerrevolucionaria
que vinieron a condenar296.

292
Tulio HALPERÍN DONGHI, Tradición política española e ideología revolucionaria de mayo, Op.cit., p.
119-120.
293
Ibíd., p. 7.
294
Ibíd., p. 12.
295
La percepción de los actores de la revolución acerca del hecho político que protagonizaron debe ser un
elemento a tener en cuenta en la argumentación del historiador, sin embargo no parece muy convincente
que esta percepción deba determinar un juicio historiográfico o pueda arbitrar en una polémica sobre el
carácter de la revolución tal como parece desprenderse de la opinión de Halperín (Ver: Tradición política
española e ideología revolucionaria de Mayo, Advertencia a la segunda edición, Buenos Aires, CEAL,
1985, p. 10). Sin embargo, el equilibrio que propone Halperín para integrar a la vez elementos continui-
dad objetiva y visiones subjetivas de ruptura nos parece irreprochable: “La continuidad entre pasado
prerrevolucionario y revolución puede —y acaso debe— ignorarla quien hace la revolución; no puede
escapar a quien la estudia históricamente, como un momento entre otros del pasado. Pero al mismo tiem-
po éste no puede ignorar que esa continuidad se da a través de lo que —llegue a ser lo que sea— se pro-
pone constituir una ruptura total.” (Ibíd., p. 10).
296
Ibíd., p. 9.

101
Esta concesión reintroduciría, aparentemente, la tensión entre la tesis de la “in-
novación” y de la “derivación” que evoca quizás, una tensión entre el imprescindible
análisis de la lógica de las proposiciones filosóficas y políticas, y el también imprescin-
dible análisis histórico de su conformación y desarrollo. Sin embargo, antes de anunciar
cualquier inconsistencia, debemos preguntarnos cómo entiende Halperín el florecimien-
to de esa impugnación radical en un contexto intelectual tan poco propicio para tales
formulaciones. En ese sentido, en tanto no se contempla la posibilidad de que la ideolo-
gía revolucionaria y sus mitos hallen sus precedentes en la tradición política española o
se deduzcan de ella297, su irrupción vendría a llenar el vacío de legitimaciones ideológi-
cas que creaba, por un lado, el colapso de la fe en el ideal de la monarquía católica his-
pánica y, por otro, el planteo de unos objetivos políticos irreconciliables con el mante-
nimiento del orden colonial tras los acontecimientos de 1810. Fenómenos, ambos, que
devienen de la concatenación de hechos políticos locales e internacionales que indican
la inviabilidad del imperio americano y el ocaso de España como potencia mundial.
En el orden internacional la historia del colapso del imperio se iniciaría, paradó-
jicamente, con el intento de revertir la decadencia que emprenden los Borbones desde
mediados del siglo XVIII con una serie de iniciativas económicas, políticas, militares y
administrativas. Medidas que no sólo buscaban reordenar las relaciones entre la metró-
poli y sus colonias, sino desplazar a España hacia un sitio menos marginal en el moder-
no sistema mundial298.
Si este “esfuerzo enorme de adaptación a un mundo cada vez más peligroso” su-
puso, tal como cree Halperín, un diagnóstico sobre la propia fragilidad e insuficiencia
de fuerzas, ello habría anticipado un desequilibrio entre objetivos y medios que podría
explicar el fracaso de esta ambiciosa experiencia, en tanto esa “tentativa de consolidar el
lazo colonial va a desembocar en unas décadas en la disolución de ese lazo”299.
Claro que en esta interpretación ese fracaso no es tanto el resultado de la insufi-
ciencia del esfuerzo renovador, como de la inmersión de España en el ciclo de conflic-
tos europeos una vez que concluye el reinado de Fernando VI y con él el intento de de-
linear una política exterior neutralista. En 1761 la guerra con Inglaterra llevaría a la
reformulación del pacto de familia entre los Borbones españoles, franceses e italianos.
Colonia del Sacramento fue arrebatada a los portugueses, pero la invasión de Portugal
fracasó y La Habana y Manila fueron tomadas por los británicos. La paz devolvió la
fortaleza rioplatense a los Bragança; las ciudades cubana y filipina a su antigua metró-

297
Ibíd., p. 17.
298
“Que el resurgimiento de las potencias ibéricas tiene por precondición un control más completo y
seguro de la economía de sus colonias parece entonces una conclusión evidente. La importancia capital de
esa precondición parece deducirse con igual claridad de la que tienen las colonias en el cuadro español y
portugués: a mediados del siglo XVIII es ya lugar común —y no sólo entre los enemigos de ambas poten-
cias— que en España las Indias son lo principal y la metrópoli sólo accesoria; para Portugal esto parece
aún más obvio. Hay todavía más: la ya evocada transformación del sistema europeo en mundial acrece la
significación de las regiones no europeas, a la vez como botín y como teatro de las rivalidades entre las
potencias.” (Tulio HALPERÍN DONGHI, Reforma y disolución de los imperios ibéricos 1750-1850, Madrid,
Alianza, 1985, p. 18).
299
Ibíd., p. 21.

102
poli, transfiere La Florida española a Gran Bretaña y en compensación la Louisiana
francesa a España. El resultado de este conflicto es peligroso para España no por esta
permuta de territorios en particular, sino porque la derrota de Francia es la contrapartida
ineluctable de la hegemonía inglesa en ultramar tras el fin de la Guerra de los Siete
Años. La guerra de 1776-78 entre España y Portugal —mientras Inglaterra hacía frente
a la sublevación de sus trece colonias norteamericanas— tuvo por escenario el actual
Uruguay y permitió a la primera obtener definitivamente Colonia, Fernando Poo y An-
nobón en África. Posteriormente, en 1779 España entró en guerra —tras la intervención
francesa— en apoyo de los revolucionarios estadounidenses, recuperando La Florida y
Menorca. Claro que esta victoria pronto mostraría el elevado costo que tendría para Es-
paña una alianza con quienes cuestionaban el orden monárquico e imperial que garanti-
zaba el dominio europeo en América300.
Esta diplomacia de alto riesgo no se habría agotado en la promoción de la rebe-
lión en la América angloparlante, sino que una vez desatada la revolución francesa y
luego de unirse a las primeras coaliciones internacionales, España terminaría siendo
arrastrada a la alianza con la república regicida y luego con Bonaparte, quedando seria-
mente cuestionada la posibilidad de sostener su imperio atlántico, sobre todo después de
la batalla de Trafalgar. De allí en más, ni la alianza con Francia logró evitar la interven-
ción napoleónica en la propia Península; ni el alineamiento de los resistentes con Ingla-
terra logró impedir que los británicos alentaran soterradamente la independencia ameri-
cana; ni el Congreso de Viena, ni los ejércitos de la restauración borbónica, ni las
promesas del constitucionalismo liberal lograron reconstituir el imperio colonial.
En el orden local, el éxito de las iniciativas reformistas a la vez que logró trans-
formar el antiguo ordenamiento político, fortaleciendo a Buenos Aires en detrimento de
Lima, contribuyó a impulsar —una vez que la coyuntura bélica se amplió a escala atlán-
tica— un desarrollo comercial que nace de la progresiva liberalización del intercambio
ultramarino entre 1791 y 1809301. Lo cierto es que la reestructuración político-
económica y la consentida apertura comercial inauguró un proceso de enriquecimiento y
autonomización de Buenos Aires y su extenso hinterland, que no logró revertir el debi-
litamiento estructural del vínculo metrópoli-colonia e instaló un escenario en el cual el
papel de España podía ser impugnado una vez que ésta se opusiera a seguir promovien-
do la profundización de esa prosperidad302.

300
“...hay en todo este episodio un elemento inquietante: las potencias borbónicas han logrado vencer
apoyándose en un desafío dirigido a la vez contra el orden colonial y el orden monárquico, protagonizado
por los revolucionarios de la América inglesa. Es el primer signo de que la larga crisis europea y mundial
se desliza del conflicto entre potencias a otro que afectará al orden político mismo; entre los servidores
del monarca español su ministro Aranda no deja de señalar las perspectivas de esa paradójica victoria. El
lazo entre uno y otro conflicto es muy real: la revolución norteamericana ha surgido en respuesta a una
tentativa de reorganización imperial paralela a las de las potencias ibérica, y destinada como éstas en
parte a distribuir de modo nuevo, entre metrópoli y posesiones ultramarinas, el peso cada vez más gravo-
so de los gastos militares.” (Ibíd., p. 77).
301
Tulio HALPERÍN DONGHI, El Río de la Plata al comenzar el siglo XIX, Buenos Aires, Facultad de
Filosofía y Letras UBA, 1961, p. 57.
302
“...la existencia de ese hiato entre la cada vez más insegura hegemonía mercantil española y la imposi-
ción de la que habrá de sustituirla es sin embargo decisiva; no sólo encumbra en la vida económica a

103
En este contexto, las intervenciones militares británicas en el Río de la Plata,
acaecidas en 1806 y 1807 en el marco de una serie de operaciones del Reino Unido co-
ntra enclaves estratégicos españoles u holandeses, estarán llamadas a ser el detonante
del proceso de secesión.
Estas incursiones dislocaron, pese a su fracaso, la dominación española en el
Cono Sur al demostrar palmariamente que nada podía esperarse de la metrópoli a la
hora de asegurar la paz y la estabilidad del virreinato. Luego de la lucha también quedó
claro que las nuevas instituciones y funcionarios borbónicos no habían sido capaces de
coordinar política o militarmente el esfuerzo de la Reconquista y Defensa de Buenos
Aires. Así, las consecuencias paradójicas de las acciones que llevaron al restablecimien-
to de la soberanía española en el Plata, serán las que contribuirán a su definitivo de-
rrumbe: por un lado, la movilización popular y la militarización revolucionaria y, por
otro, la emergencia de líderes e instancias de poder locales cuyo poder derivaba de su
propio carisma y efectividad y no de su integración a la estructura burocrática que go-
bernaba en nombre del Rey. De esta forma, la reafirmación de la lealtad a España se
realizó en términos tales que implicaron pronto la puesta en crisis de la relación colo-
nial303.
El efecto disgregador de estos hechos estaría en la base del cuestionamiento
práctico del ideal de la monarquía católica por parte la elite criolla, y serían sus conse-
cuencias materiales, antes que las lealtades con las nuevas ideas, las que habrían propi-
ciado la apertura de un vacío de legitimaciones ideológicas. Este vacío inducido —a la
vez que retroalimentado— por la prolongación de la crisis política, se habría salvado a
partir de la instrumentalización de las reflexiones de muchos filósofos y pensadores
políticos de tradiciones diversas, inclusive de la española. Sin embargo, para Halperín,
en tanto la influencia intelectual no se expresa por la apropiación de un sistema ideoló-
gico en bloque, sino de elementos y elaboraciones parciales integrados por la circuns-
tancia política y enfocados hacia un determinado objetivo, sería un absurdo reclamar la
inspiración de la revolución para tal o cual autor concreto, fuera este Francisco Suárez o
Jean Jacques Rousseau.
Respecto de la incuestionable recuperación de ciertos contenidos del pensamien-
to español en la ideología revolucionaria, lejos de probar la filiación hispánica de ésta,
permitiría reforzar la idea de ruptura. Veamos. En tanto la tradición política española es

figuras que no deben ya nada a la existencia del agonizante pacto colonial, sino que abre también la pers-
pectiva de un proceso al margen de él. Esa perspectiva es descubierta bien pronto; la encontramos ya
reflejada en la noción de que Buenos Aires es el centro del mundo comercial, luego de haber sido uno de
los remotos rincones del mundo colonial español. Sin duda este descubrimiento no pone directamente en
entredicho la supervivencia del vínculo político con la metrópoli; debe sin embargo ir transformando la
imagen que de él se elabora en el área colonial.” (Tulio HALPERÍN DONGHI, Revolución y guerra. Forma-
ción de una élite dirigente en la Argentina criolla (1972), México DF, Siglo XXI (2ª Ed. correg.) 1979,
pp. 124).
303
Las operaciones británicas fueron interpretadas por la historiografía argentina —ya desde el siglo
XIX— como un episodio clave para comprender el posterior estallido revolucionario de mayo de 1810.
En esta línea, aunque con argumentos más elaborados, se encuentra el aporte de Tulio HALPERÍN DONGHI
en su “Militarización revolucionaria en Buenos Aires, 1806-1815”, en: Tulio HALPERÍN DONGHI (ed.), El
ocaso del orden colonial en Hispanoamérica, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1978.

104
considerada —incluso en sus desarrollos barrocos e ilustrados— como sustancialmente
conservadora, el “redescubrimiento” de elementos funcionales al discurso revoluciona-
rio conllevaría su inserción “en un marco ideológico a la vez que histórico del todo dis-
tinto del originario”304. Esta nueva síntesis representaría de por sí una innovación radical
—aunque no independiente de los desarrollos intelectuales franceses, británicos y nor-
teamericanos— respecto de una línea de pensamiento definida, en el texto de Halperín,
por su inconmovible lealtad a los principios regios y confesionales.
El apartamiento de estos principios y el posterior recurso al mito de la revolu-
ción como cambio absoluto y como fuente de nueva legitimidad política, sería una ex-
presión más de la inevitable disgregación del imperio español y de la consecuente gravi-
tación de sus fragmentos hacia la órbita de las nuevas potencias305. El éxito de la
revolución en el Río de la Plata no sólo garantizaría la definitiva disolución del ya agó-
nico vínculo colonial sino que señalaría el inicio de su arribo al mundo moderno. Una
modernidad caracterizada por un nuevo equilibrio político, pero también, claro está, por
un nuevo clima de ideas, cuya penetración en el imperio español resultaría en la sustitu-
ción del sistema de pensamiento tradicional “que aun la primera oleada iluminista había
respetado en sus rasgos esenciales”. La propagación de este clima ideológico en la me-
trópoli y en las colonias habría acelerado el debilitamiento de aquella fe en la monar-
quía católica que no podía sostenerse ya por la fuerza de los hechos en un contexto tan
diferente del que había asegurado su vigencia306.
Ahora bien, esta actualización dieciochesca no habría encontrado mayor funda-
mento en la evolución de la tradición hispana —que según Halperín era para entonces
extremadamente pobre en sus aportes teóricos— sino, por el contrario, en la creciente
curiosidad por las teorizaciones francesas. Curiosidad que no se trunca ni siquiera en las
etapas más radicales de la Revolución Francesa —cuando rebrota el celo de la censura
inquisitorial307— y que podría sugerir cierta ingenuidad en las apropiaciones hispanas
del nuevo pensamiento político308, si no fuera porque esta demanda era consecuencia
lógica de la política reformista.

304
Tulio HALPERÍN DONGHI, Tradición política española e ideología revolucionaria de mayo, Op.cit., p.
16.
305
Ibíd., p. 17.
306
Ibíd., p. 77.
307
“Más que el choque frontal, la administración real —en las Indias como en España— aprende a temer
la lenta corrosión de la fe política recibida, y pone una seriedad nueva en el esfuerzo por impedir la difu-
sión de textos heterdoxos. En Bogotá, Antonio Nariño va a ser duramente castigado cuando imprime, para
distribuir entre sus amigos y corresponsales, el texto de la declaración de Derechos del Hombre y del
Ciudadano, de 1791. Sus protestas de perfecta lealtad y su tentativa de presentar toda la empresa como
inspirada por el más acendrado celo monárquico y español no son necesariamente del todo sinceras; sin-
cera es su sorpresa ante la severidad con que la autoridad juzga su conducta, que excede la conocida en el
pasado. Y esa severidad nueva se extiende de la autoridad civil a la eclesiástica; la Inquisición conoce un
vigoroso retorno, pero la ortodoxia que tutela es cada vez más política.” (Tulio HALPERÍN DONGHI, Re-
forma y disolución de los imperios ibéricos 1750-1850, Op.cit., pp. 82-83).
308
Los antecedentes de estas lecturas deberían ser buscados en el rescate retórico de las virtudes clásicas
y republicanas por la cultura barroca y la monarquía absoluta. De la asociación entre ese legado y las
teorizaciones francesas provendría la curiosidad natural de los intelectuales españoles por las nuevas
ideas políticas. Ahora bien, como lo explica Halperín, esta incorporación suponía la condición utópica

105
En el Río de la Plata, el auge mercantil y el progreso material que acarreó el re-
ordenamiento borbónico fueron vistos por la elite criolla y sus ideólogos —los econo-
mistas ilustrados, según los nomina Halperín— como el anticipo del futuro que aguar-
daba a estas tierras si la reforma se profundizaba. Esta visión del proceso político y
económico puede explicar el alineamiento primigenio de este sector con el poder pro-
motor del progreso, pero puede también explicar su radicalización posterior, una vez
que quedó claro que ya no podía esperarse de ese poder más que una política ambigua o
regresiva.
En síntesis, para Halperín, así como los hechos que jalonan el proceso de disolu-
ción del imperio español fueron sufridos pasivamente por una vieja metrópoli que se
reveló incapaz de gobernar los acontecimientos, la propia renovación intelectual del
mundo hispánico encontraría su fuerza dinámica fuera de las fronteras peninsulares,
desde donde serían importados los instrumentos conceptuales para pensar y proyectar
una nueva España.
Otra visión de esta historia es la que ha ofrecido José Carlos Chiaramonte a lo
largo de sus numerosas investigaciones acerca de la Ilustración en el Río de la Plata309
elaboradas entre 1958 y 1997. Este autor ha logrado fijar la particularidad de un mo-
mento histórico en el cual las nuevas ideas fluyen incontenibles desde un mundo cultu-
ral español que, sin ser el polo dinámico del pensamiento europeo, se las ha arreglado
para tender una vía de comunicación con el ahora dominante pensamiento francés y
británico.
A partir del aporte de Chiaramonte podemos establecer, entonces, la similitud
básica que permite hablar de una continuidad entre el mundo intelectual español y el
rioplatense en las postrimerías del orden imperial. Mundos estructurados, ambos, por el
predominio del pensamiento tradicional, pero afectados progresivamente por la filtra-
ción intersticial de las nuevas ideas europeas y de sus recreaciones hispanas. Esta simili-
tud contextual explicaría, al menos en parte, por qué predominaron las lecturas modera-

que estas ideas: “¿Rousseau puede ser tenido por el equivalente moderno de esos prestigiosos romanos?
Sería excesivo afirmarlo, pero basta ver la sorpresa indignada con que muchos de sus empedernidos lecto-
res españoles vieron la caída de la monarquía francesa para advertir que hallaban algo de inesperado en el
hecho mismo de que esas ideas que habían logrado atraer su interés tuviesen consecuencias concretas;
precisamente porque las habían creído desprovistas de éstas se habían entregado con tan despreocupada
curiosidad a seguir sus cada vez más osadas manifestaciones teóricas.” (Tulio HALPERÍN DONGHI, Tradi-
ción política española e ideología revolucionaria de Mayo, Op.cit., p. 78).
309
A modo de un panorama de la bibliografía más significativa de José Carlos Chiaramonte, podríamos
mencionar las siguientes obras: La crítica ilustrada de la realidad, Buenos Aires, CEAL, 1982. Los
ensayos aquí incluidos fueron publicados primero como textos independientes y luego en tres compila-
ciones tituladas Ensayos sobre la Ilustración argentina (Paraná, Universidad Nacional del Litoral, 1962)
y Problemas del europeísmo en Argentina (Paraná, Universidad Nacional del Litoral, 1964) y en la edi-
ción crítica de documentos titulada Pensamiento de la Ilustración. Economía y sociedad iberoamericanas
en el siglo XVIII (Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1979). Más tarde, aparecen dos recopilaciones en las que
pueden percibirse la recurrencia de los temas y problemas que obsesionan a este historiador: La Ilustra-
ción en el Río de la Plata. Cultura eclesiástica y cultura laica durante el Virreinato, Colección La ideo-
logía argentina, Buenos Aires, Puntosur, 1989; y Ciudades, provincias, Estados: Orígenes de la Nación
Argentina (1800-1846), Biblioteca del Pensamiento Argentino I, Buenos Aires, Ariel, 1997.

106
das de la filosofía política dieciochesca310 entre la elite colonial y por qué la ilustración
española pudo tener una influencia fundamental sobre los pensadores modernos del Río
de la Plata.
Los iluministas peninsulares se habrían encontrado atrapados entre la dinámica
ascendente de una ideología de progreso y una herencia cultural conservadora —
fuertemente signada por imperativos religiosos311. Este dilema, en tanto elemento consti-
tutivo del pensamiento ilustrado español del siglo XVIII, no pudo ser resuelto desde
dentro de su lógica, por lo que trató de ser salvado a través de una síntesis conciliadora
o de una transacción, más o menos equitativa.
Este deseo de compatibilizar en vez de optar, habría determinado tanto las po-
tencialidades como los límites de las luces hispanas, y habría impreso la que fue, sin
duda, su característica principal: el eclecticismo. Eclecticismo entendido básicamente
por Chiaramonte como una mezcla entre una vieja y una nueva concepción del mundo
que reflejaría, en el compromiso mismo que conlleva, el precario desarrollo de la Espa-
ña del siglo XVIII y el arcaismo de su estructura social312.
Este rasgo saliente del enciclopedismo peninsular —claramente visible en la
obra de fray Benito Jerónimo Feijóo y Montenegro (1676-1764) y en sus sucesores— lo
diferenciaría sustancialmente del paradigma francés, pero permitiría trazar una línea
filiatoria directa entre el antecedente peninsular y el tímido y subdesarrollado iluminis-
mo rioplatense313.
Esta filiación hispánica de las luces sudamericanas, así como la influencia arcai-
zante del pensamiento escolástico y el necesario eclecticismo de la renovación intelec-
tual habría tenido su primera manifestación en la particular forma en que fueron incor-
poradas ciertas ideas de René Descartes, Isaac Newton, Gottfried Wilhelm Leibnitz,
Chistian Freiherr von Wolff y Pierre Gassendi en los centros de altos estudios jesuíticos

310
José Carlos CHIARAMONTE, “Primeros pasos de la Ilustración argentina” en: ID., La crítica ilustrada
de la realidad, Op.cit., p. 21.
311
Ibídem., p. 27
312
José Carlos CHIARAMONTE, “Acerca del europeismo en la cultura argentina” (1963), en: ID., La crítica
ilustrada..., Op.cit., p. 27. El mismo autor afirmará, más tarde, que la difusión del enciclopedismo en
España y sus colonias siguió las variantes más moderadas del pensamiento del siglo XVIII y no el camino
radicalizado francés, porque las características revolucionarias de este último “reflejaban las necesidades
de una estructura social que superaba en mucho a la española e hispano-colonial”, enfrentada a una confi-
guración diferente de problemas económicos y políticos (José Carlos CHIARAMONTE, “Reflexiones po-
lémicas”, en: Ibidem, p. 98).
313
A propósito de las diferencias entre el iluminismo europeo y el hispanoamericano Chiaramonte nos
dice que: “...la diferencia estriba en que los escritos locales son simples trabajos de política, economía o
política social, mientras que la Ilustración europea ofrece, además de trabajos de ese tipo, la elaboración
teórica de los problemas de la sociedad, la investigación doctrinaria de la naturaleza de los fenómenos
sociales. Pero aún así, esa misma limitación define su grado de desarrollo y de dependencia con respecto
a la europea. Y no sólo en un sentido que pueda expresarse diciendo que había un menor desarrollo cultu-
ral, sino que, dado el carácter del objeto que nos ocupa, el estudio de la sociedad, faltaba el sujeto capaz
de una reflexión autónoma sobre ese objeto: faltaba una clase social suficientemente madura.” (José Car-
los CHIARAMONTE, “Iberoamérica en la segunda mitad del siglo XVIII: la crítica ilustrada de la realidad”,
en: ID., La crítica ilustrada de la realidad, Op.cit., p. 174).

107
del Virreinato314 y en las polémicas que causaron las iniciativas realmente innovado-
ras315.
Si bien esta supuesta apertura y actualización del medio intelectual fue rescata-
da, en los años ’50, por el historiador jesuita Guillermo Furlong Cardiff (1889-1974),
como parte de su monumental empresa de redescubrimiento y exaltación de los valores
hispano-católicos de la cultura rioplatense316, será Chiaramonte quien logre equilibrar la
cuestión al considerar a la vez los aspectos integrados y rupturistas de la “moderniza-

314
Respecto de la política de apertura de los jesuitas y de la crítica de la cultura eclesiástica dice Chiara-
monte: “Esta actitud crítica alcanzó también a manifestarse en el seno de la Compañía, aunque la orienta-
ción prevaleciente fue por demás limitada. Pues, sin dejar de buscar una adaptación al gusto del público
por las “novedades” filosóficas o científicas, como manera de no perder influencia en la sociedad, esa
orientación procuraba ante todo no afectar el conjunto de las bases teológicas y filosóficas de la doctrina
de la orden. Y trataba de lograrlo mediante la estricta limitación de los temas del pensamiento moderno
que podían considerarse en clase, y con firmes directivas sobre la forma y el contenido de la crítica a
efectuar en esos casos. Es decir, algo tan ajeno a una real modernización como lo muestra, entre otras
características, la exigencia de que las materias amenas que podían enseñarse sin riesgo de la sana doctri-
na debían ser expuestas en forma silogística.” (José Carlos CHIARAMONTE, “Introducción” a: ID., La Ilus-
tración en el Río de la Plata. Cultura eclesiástica y cultura laica durante el Virreinato, Buenos Aires,
Puntosur, 1989, p. 42).
315
Un buen ejemplo de este tipo de conflicto es el conflicto desatado entre el rector franciscano de la
Universidad de Córdoba y los sectores tradicionales de esa ciudad, religiosos y laicos, por su intento de
introducir en ella la física experimental a través de la adquisición de un laboratorio. El conflicto envolvió
tanto al rector José Sullivan —quien sostuvo la necesidad de “abolir la filosofía antigua” y sustituirla por
la “demostración de la verdad”— y al alcalde de segundo voto del Cabildo —cuyo argumento se centraba
en que el objetivo originario de dicha casa de estudios al ser fundada por Trejo y Sanabria era la enseñan-
za de Teología—, como al fiscal del Cabildo y a los más altos funcionarios coloniales, incluidos el Virrey
—quien terminará autorizando la compra— (Ver: Ibíd., pp. 65-67 y los documentos presentados por
Chiaramonte en, Ciudades, provincias, Estados: Orígenes de la Nación Argentina (1800-1846), Bibliote-
ca del Pensamiento Argentino I, Buenos Aires, Ariel, 1997, pp. 272-279).
316
Guilermo FURLONG, Nacimiento y desarrollo de la filosofía en el Río de la Plata, 1536-1810, Buenos
Aires, Kraft, 1947. A Furlong, un historiador y bibliógrafo jesuita, se le deben una serie de obras historio-
gráficas de temática hispanista y eclesiástica muy cercanas al revisionismo histórico. Entre sus obras
encontramos: Historia del Colegio del Salvador y de sus irradiaciones culturales y espirituales en la
ciudad de Buenos Aires. 1617-1943, Buenos Aires, Colegio del Salvador, 1944; Cultura Colonial Argen-
tina, vol.I: Bibliotecas argentinas durante la dominación hispánica (Buenos Aires, Huarpes, 1944);
vol.III: Matemáticos argentinos durante la dominación hispánica (Buenos Aires, Huarpes, 1945); vol.IV:
Arquitectos argentinos durante la dominación hispánica (Buenos Aires, Huarpes, 1946); vol. VI: Médi-
cos argentinos durante la dominación hispánica (Buenos Aires, Huarpes, 1947); vol.VII: Naturalistas
argentinos durante la dominación hispánica (Buenos Aires, Huarpes, 1948); Colección de Escritores
Coloniales Rioplatenses, editadas en Buenos Aires, por la Librería del Plata y Ediciones Theoría entre
1953 y 1971; Historia y bibliografía de las primeras imprentas rioplatenses. 1700-1850, Tomo I, Buenos
Aires, Guaranía, s/f; Tomos II y III Buenos Aires, Librería del Plata, 1955 y 1960; Tomo IV, Buenos
Aires, Huemul, 1975; Historia social y cultural del Río de la Plata, 1536-1810, Buenos Aires, TEA,
1969.

108
ción” jesuítica317 y la tortuosa y acotada difusión del pensamiento de filósofos del siglo
XVII en las cátedras cordobesas318.
Pero no es, sin embargo, el aspecto que nos interesa relevar aquí, sino aquel por
el que se constata que la pauta de asimilación de estas perspectivas en un contexto tradi-
cional reproducía, en mucho, el clima intelectual propio del desarrollo del iluminismo
peninsular319.
En este sentido, encontramos que en ambos contextos y alrededor de esta incor-
poración de corrientes no escolásticas, no sólo se desatan conflictos entre racionalistas
laicos y clérigos ultramontanos, sino que las líneas de oposiciones enfrentan, por un
lado —y en el marco de una reforma desde arriba impulsada por los Borbones— al po-
der secular y al poder eclesiástico, y por otro, a las propias órdenes religiosas, que se
debaten ante el dilema de condenar o alentar la renovación intelectual, y de respaldar o
impugnar la nueva política estatal320.
La perpetuación de este tenso equilibrio entre renovación y tradición sólo puede
comprenderse cabalmente cuando consideramos que, tanto en España como en el Río de
la Plata, la reflexión ilustrada eludió cuanto pudo el terreno religioso321, al introducir

317
Puede verse también una valoración negativa del rol intelectual de los jesuitas en España y en América
en Gregorio WEIMBERG, “Ilustración y educación superior en Hispanoamérica”, en: Revista de Educa-
ción, Número extraordinario “La educación en la Ilustración española”, Ministerio de Educación y
Ciencia, Madrid, 1988, p. 37. Sin embargo, es interesante recordar, con Chiaramonte, que la renovación
intelectual limitada que se introdujo en los centros universitarios de los jesuitas, antes o después de su
expulsión, se relacionaba con la aparición de individuos tolerantes, heterodoxos o rupturistas dentro de la
propia Compañía de Jesús, la que también fue sacudida por una crisis intelectual (José Carlos
CHIARAMONTE, Ciudades, provincia, Estado…, Op.cit., pp. 28).
318
“Descartes o Newton, a mediados del s. XVIII eran tratados en las cátedras de aquella Universidad [de
Córdoba], ya para impugnarlos, ya en parcial adhesión, o ambas cosas a la vez. ¿Qué alcance tenían estas
enseñanzas? Mal podría deducirse de ellas —como sostiene Furlong— un cambio radical en la orienta-
ción de los estudios coloniales. Por el contrario, no pasaban de constituir una limitada ampliación y modi-
ficación de la enseñanza tradicional. La escolástica, en plena decadencia, constituía la base de aquellos
estudios. Las teorías cartesianas o newtonianas, incorporadas ocasionalmente, se reducían a los aspectos
menos esenciales e inocuos desde el punto de vista de la teología o la filosofía escolástica.” No obstante,
lo cual: “Así como no es correcto magnificar el alcance de tales innovaciones, tampoco corresponde la
ligereza de menospreciar la repercusión que habrían de tener. Aún limitándose a exponer las nuevas doc-
trinas para desmenuzarlas y repudiarlas desde el punto de vista escolástico, el asentimiento acordado a
partes de la misma de tanto prestigio entonces como la física, eran vías abiertas a la curiosidad para el
estudio y la adopción de la filosofía que les servía de fundamento. Por otra parte, los profesores que las
enseñaban estaban expuestos al contagio —consciente o no— de las mismas.” (Juan Carlos
CHIARAMONTE, “Primeros pasos de la ilustración argentina” (1960), en: ID., La crítica ilustrada...,
Op.cit., pp. 17-18 y 19-20).
319
Ver: Mariano PESET y J. Luis PESET, La Universidad española (siglos XVIII y XIX). Despotismo
ilustrado y revolución liberal, Madrid, Taurus, 1974.
320
Para trazar un paralelo entre las oposiciones surgidas en el campo cultural, pedagógico y político me-
tropolitano y colonial, ver de Juan Francisco FUENTES, “Luces y sombras de la Ilustración española”, en:
Revista de Educación, Número extraordinario 1988…, Op.cit., pp. 9-28; en la misma publicación, el
artículo de Antonio Alvarez de Morales, “La Universidad en la España de la Ilustración”, pp. 467-478; y,
de José Carlos CHIARAMONTE, “Estudio preliminar” en: ID., Ciudades, provincias, Estados..., Op.cit., pp.
25-30.
321
“Sólo tardía y excepcionalmente la penetración del enciclopedismo en España va acompañada de
crítica a la fe. Por regla general, el enciclopedismo del Siglo XVIII español no invade el terreno religioso,
fuese por características nacionales o por imprescindible prudencia. Lo mismo ha de suceder en el Río de

109
una diplomática disociación entre el mundo de la razón y el mundo de la fe322. Disocia-
ción que no casualmente estará presente en el discurso de los futuros revolucionarios323,
aun después de consumada la ruptura política324.
Esta concurrencia de factores en situaciones homologables permitirían explicar,
en definitiva, por qué estos injertos racionalistas fueron soportados por un edificio fun-
damentalmente escolástico sin que entraran inmediatamente en crisis los fundamentos
mismos de la orientación pedagógica colonial, aun cuando a mediano plazo, no dejaran
de abrir acotados resquicios de renovación que contribuirían al derrumbre del orden
imperial.
Si, como quedara establecido, el eclecticismo de la ilustración española tenía sus
fuentes en la necesidad de encontrar un acuerdo entre dos visiones del mundo, el deri-
vado eclecticismo filosófico de los ilustrados rioplatenses podría encontrar las suyas —
además de en el condicionante católico heredado— en el particular equilibrio político
que debía procurar, asumiendo la realidad del dominio imperial, pero intentando a la
vez racionalizar y reorientar esa sujeción hacia una comunidad de intereses con los na-
turales de la colonia.
Esa tensión se resolvía, a veces, en un fuerte impulso para las nuevas concepcio-
nes, en el mismo plano de la estructura burocrática, como cuando la corona aprueba la
fundación del Consulado de Buenos Aires en 1794 —nombrando como secretario per-
petuo a Manuel Belgrano (1770-1820)—; pero en otras ocasiones, la resolución deter-

la Plata.” (José Carlos CHIARAMONTE, “Primeros pasos de la Ilustración Argentina” (1960), en: ID., La
crítica ilustrada de la realidad, Op.cit., p. 23).
322
Algunas de las estrategias de introducción del pensamiento renovador presentes entre los ilustrados
hispánicos consistían en intentar religar ciencia y religión, o ciencia y escolática —vía intentada por el
Juan Baltasar Maziel— o convencer al público de que la penetración de las luces, las ciencias y la racio-
nalidad, serviría a la propia religión para depurar de ella la superstición y los antiguos errores recreados
por la dinámica propia de la escolática —argumento explotado por Pedro Antonio Cerviño—. Otras de las
salidas transaccionales adoptadas fue la aceptación de la “doble verdad”. Una verdad dogmática —e irra-
cional— a la que se accedía por la fe, y una verdad a la que se accedía por mediante la razón y el método
científico: “Esta opción tenía atractivos para evitar conflictos en la vida de relación. Para la elite ilustrada
colonial, como también ocurría en la península, fue una solución, así, adherir a la nueva visión del mundo
según la cual éste se regía por leyes objetivas, impuestas por el creador en el momento de la creación pero
luego operantes de manera necesaria y sin intervenciones sobrenaturales, sin abandonar la fe y su corola-
rio, según el cual el mundo era obra de un ser supremo capaz de interferir en él según su voluntad, inter-
vención también admitida para ángeles, demonios y santos. Pero viviendo la vida terrenal como si fuese
derivada de la primera de esas concepciones y pagando tributo a la segunda a través del mecanismo social
del culto religioso.” (José Carlos CHIARAMONTE, “Estudio preliminar” en: ID., Ciudades, provincias,
Estados…, Op.cit., 103).
323
Aun en el contexto de una fuerte reivindicación de los objetivos de una pedagogía renovadora frente a
la escolástica, o de una crítica a la política colonial, podemos encontrar que Cabello y Mesa, Vieytes,
Belgrano, Cerviño y el propio Moreno no se cansarán de invocar el acatamiento y respeto a la fe común.
(Ibíd., pp. 43-46).
324
La continua defensa de la religión en los textos ilustrados rioplatenses e hispánicos en general eviden-
cia un síntoma de consciencia o al menos de intuición respecto de la existencia de una incompatibilidad
básica entre el mundo de la razón y el de la fe: “...los artículos del editor del Telégrafo... en los que la
abundancia de párrafos en defensa de la religión, en un medio social en el que no corría mayor riesgo, nos
indica que ellos tenían por objeto defender al autor más que a la religión. Esto es, que por haber asumido
la labor propagandística de las luces del siglo, el que escribía tenía conciencia, por más moderada que
fuese la expresión de sus opiniones, de la no congruencia entre Ilustración y fe, y de la consiguiente posi-
bilidad de ser objeto de algún tipo de sanción.” (Ibíd., p. 49).

110
minaba un retroceso, como en 1802 y 1807 cuando la hacienda obligó a clausurar pri-
mero la Escuela de Dibujo y luego la Academia de Náutica inauguradas en 1799 por el
propio Consulado325.
Es en relación con esta tensión entre el pensamiento moderno y el escolástico en
el Buenos Aires colonial que puede entenderse mejor por qué los ilustrados porteños
podían nutrirse de fuentes ideológicas tan diversas como las obras de François Quesnay,
Anne Robert Jacques Turgot, Adam Smith, Gaspar Melchor de Jovellanos, Pedro Ro-
dríguez Conde de Campomanes, José del Campillo y Cosío, Valentín de Foronda, Fer-
dinando Galiani y Victor Riquetti Marqués de Mirabeau, sin percibir las contradicciones
teóricas y prácticas que su simultánea incorporación podía acarrear.
Sin embargo, esta adhesión espiritual a un genérico y universal movimiento re-
novador de ideas evidenciaba no sólo una adscripción limitada a cada uno de los auto-
res, o la presencia de una heterodoxia en la base doctrinaria de la formación de futuros
revolucionarios como Manuel Belgrano, Manuel José de Lavardén (1754-1809), Maria-
no Moreno (1778-1811) o Hipólito Vieytes (1762-1815) —como argumenta Chiara-
monte—; sino que sirven también como pistas para comprender las condiciones reales
de existencia del debate de ideas dieciochescas en la perisferia lejana del ya perisférico
imperio español. En estas condiciones de marginalidad —y en un contexto inercialmen-
te reaccionario—, se hace entendible que estos intelectuales plantearan una estrategia
orientada a abrir camino a una impetuosa y heterogénea corriente modernizadora, sin
perder tiempo en adentrarse en las sutilezas de las relaciones lógicas existentes entre las
ideas de cada uno de los pensadores convocados como inspiradores de sus propios pro-
yectos de cambio y desarrollo.
Ahora bien, esa filiación hispánica y católica de la ilustración rioplatense pre y
post-revolucionaria no podría explicarse atendiendo sólo a la “comunidad de idioma”, a
la “mayor afinidad cultural”, o a la fascinación “intelectual” por las obras de Benito
Jerónimo Feijóo y Montenegro y de otros ilustrados hispanos en el Buenos Aires colo-
nial. Por el contrario, para Chiaramonte, la razón última de tal éxito estaría dada, en
definitiva, por la existencia de una sorprendente similitud entre el atraso rural de la co-
lonia y de la metrópoli326.
Más allá de que nos parezca convincente la argumentación “materialista” de
Chiaramonte lo cierto es que, en el Buenos Aires tardodieciochesco y en sintonía con la

325
Germán O. E. TJARKS, El consulado de Buenos Aires y sus proyecciones en la historia del Río de la
Plata (2 Vols.), Buenos Aires, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires, 1962, pp.
825-838. Respecto del rol progresista del propio Belgrano, Tjarks nos dice: “Del cotejo de los tratados
eruditos dedicados a la historia de la enseñanza rioplatense, podemos sacar la conclusión que, hacia 1790,
las ciencias exactas y aplicadas aún no se hallaban encuadradas en los planes de estudio de los estableci-
mientos superiores, que se habían dedicado a las disciplinas del espíritu con notable énfasis, bajo la in-
fluencia de doctos maestros. Por ello no cabe duda que al Consulado le corresponde el honorífico papel
de precursor e iniciador de estos estudios en el virreinato. Merced a la influencia de Belgrano, la educa-
ción fue uno de los fines que se impuso la institución y, no obstante las dificultades económicas y las
prohibiciones motivadas por la incomprensión o el desinterés de la corona, el Consulado se mantuvo fiel
a esos nobles principios durante toda su existencia.” (Ibíd., p. 825).
326
José Carlos CHIARAMONTE, “Primeros pasos de la ilustración argentina” (1960), en: ID., La crítica
ilustrada..., Op.cit., p. 21.

111
experiencia peninsular, se fue constituyendo alrededor de los canales formales de edu-
cación una red de consumidores, adaptadores y propagadores de ideas ilustradas. Por
supuesto, esta red no abarcaba a toda la población, sino que se circunscribía a un grupo
reducido de eclesiásticos y burócratas que fue ampliándose al compás del crecimiento
de los grupos profesionales y de las actividades relacionadas con la expansión comercial
de la capital virreinal327.
Esta red se superponía, sin duda, con otro tipo de relaciones sociales propias de
la elite letrada virreinal, como las ya establecidas entre alumnos y profesores, como las
que reunían a los asiduos concurrentes de tertulias literarias y de cenáculos intelectuales
—celebrados en sitios como el Café de Marcos o en domicilios particulares—, o como
aquellas que intentaban formalizarse siguiendo el modelo de las Asociaciones de Ami-
gos del País españolas328. Lo cierto es que, en todo caso, este público ilustrado se fue
construyendo sobre la base de la comunicación directa de individuos cultivados, alfabe-
tizados, con la capacidad material de agenciarse —ya sea para sus bibliotecas particula-
res, o para aquellos repositorios públicos o semipúblicos que por su función controla-
ban— obras claves del pensamiento contemporáneo329. Obras que circulaban, sin duda,
entre un conjunto de lectores que excedía con creces al de sus estrictos propietarios.
Esta circulación “privada”, en consonancia con la propia dinámica de la “vida
intelectual disidente que, subterráneamente a veces y abiertamente en otras, era frecuen-
te en los centros de estudio de la época”330 amplió la demanda por el material de lectura.
La progresiva entrada de libros en idioma original en el mundo cultural hispáni-
co y la ampliación de la demanda de textos ilustrados incentivaron significativas empre-
sas de traducción y adaptación, destinadas a abastecer las inquietudes de este nuevo
público tanto en territorio español como en el americano. La oferta de ideas renovadoras
en castellano permitió potenciar al máximo la capacidad de difusión de las luces en el
ámbito colonial, entre una elite cuyos miembros no poseían, unánimemente, la capaci-
dad de leer la necesaria variedad de idiomas extranjeros. Es importante destacar que,
por lo general, los traductores intervinieron explícitamente justificando enmiendas o

327
Juan Carlos CHIARAMONTE, “Iberoamérica en la segunda mitad del siglo XVIII: la crítica ilustrada de
la realidad” (1979), en: ID., La crítica ilustrada..., Op.cit., pp. 159-160.
328
“Son fines primordiales de estas corporaciones la propagación de la economía política, la difusión de
nuevas técnicas industriales y agrícolas, el fomento de las ciencias y, en última instancia, la creación de
un clima propiacio a las reformas emprendidas por el gobierno. A tal fin se establecen cátedras, se publi-
can discursos y tratados y se constituyen bibliotecas bien surtidas, por lo general de libros franceses. Uno
de los grandes méritos de las sociedades será, precisamente, servir de puente entre la cultura española y la
nueva filosofía francesa, apurando al máximo la tolerancia gubernamental y burlando la celosa vigilancia
de la Inquisición.” (Juan Francisco FUENTES, “Luces y Sombras de la Ilustración española”, Op.cit., p.
17) Respecto de los intentos de Manuel de Lavardén, Francisco Antonio Cabello y Mesa, Juan José Cas-
telli y Manuel Belgrano para fundar una de estas sociedades, consultar de José Carlos CHIARAMONTE,
“Estudio preliminar”, en: ID., Ciudades, provincias, Estados…, Op.cit., p. 39. Respecto de la socialidad
intelectual y tertuliana dieciocheca española, ver: Francisco AGUILAR PIÑAL, Introducción al siglo XVIII,
(Ricardo DE LA FUENTE —Ed.—, Historia de la Literatura Española, vol. 25), Gijón, Ediciones Júcar,
1991.
329
Guillermo FURLONG, Bibliotecas argentinas durante la dominación hispánica, Bs. As., Huarpes, 1944.
330
José Carlos CHIARAMONTE, “Introducción”, en: ID., La Ilustración en el Río de la Plata, Op.cit., p. 82.

112
supresiones de determinados aspectos inconvenientes de los textos331, poniendo de ma-
nifiesto así, las delicadas condiciones de existencia de la renovación intelectual y, nue-
vamente, la similitud de la experiencia colonial y metropolitana332.
Sin embargo, pese a que los libros —en tanto objetos de comercialización, prés-
tamo, traducción y adaptación— resultaron ser el soporte ideal para permitir la profun-
dización del rumbo renovador entre los miembros más preparados de la elite rioplaten-
se, no debemos suponer que estos fueron el vehículo excluyente para la propagación de
las ideas ilustradas. Por el contrario, el objeto cultural por antonomasia coexistió en los
circuitos de esa red con una considerable gama de impresos y periódicos que resultaron
decisivos a la hora de garantizar una actualización ideológica333.
Estos periódicos deben ser valorados no por su condición de usinas de un pen-
samiento novedoso o de órganos de una línea ilustrada autónoma, sino por funcionar
como plataformas de divulgación y amplificación de unas ideas que no podían ser ges-
tadas independientemente en un marco tan precario como el rioplatense o tan contradic-
torio como el español334. Por lo demás, su verdadera importancia, radica en su carácter
de nexos materiales a través de los cuales fluían con mayor rapidez y en un formato más
accesible noticias, bibliografías335 y textos desde un polo difusor —metropolitano— a

331
Para ofrecer un par de ejemplos de textos particularmente importantes para la formación intelectual o
para orientar la práctica política de la elite rioplatense, podríamos decir que las traducciones de las Lezio-
ni di Commercio de Antonio Genovesi por Victorián de Villava (Madrid, 1784) y la de su admirador
Mariano Moreno, del Contrato Social, (Buenos Aires, 1810) siguen ambas la pauta “intervencionista” de
traducción de su época y de su contexto cultural hispánico. Ver al respecto: José Carlos CHIARAMONTE,
“Estudio preliminar”, en: ID., Ciudades, provincias, Estados: Orígenes de la Nación Argentina (1800-
1846), Op.cit., p. 112 y 124.
332
Es importante considerar el problema del estilo de traducción del XVIII español quitando de primer
plano cualquier juicio ético de carácter anacrónico, tal como propone Eterio Pajares: “La valoración in-
manente de una traducción, como la de la obra original, ha de complementarse con el conocimiento del
traductor y, quizá más importante, con el de los lectores y las circunstancias socioculturales de la época.
Si nos quedamos en el primer paso, serán pocas las traducciones del S. XVIII que juzgaremos como bue-
nas e, incluso, como traducciones. Pero si obramos con perspectiva histórica y tenemos en cuenta criterios
sociohistóricos, receptivistas y de intertextualidad, comprobaremos que muchos traductores fueron hijos
de su siglo, que tuvieron que ceñirse a ciertas imposiciones y que, con mejor o peor estilo, satisfacían las
expectativas de la nueva clase social que se incorporó a la lectura.” (Eterio PAJARES, “La traducción in-
glés-español en el siglo XVIII: ¿manipulación o norma estética?, en: Federico EGUÍLUZ y otros (eds.),
Transvases culturales: Literatura, Cine, Traducción, Universidad del País Vasco, 1994, p. 393).
333
“...en el Buenos Aires finisecular, cierto tipo de impresos pasaban por las manos de todas las gentes de
mediana cultura y alguna curiosidad: así los periódicos, muchos de ellos verdaderas antologías de omni re
scibili, en que cada uno escogía de acuerdo con sus preferencias y necesidades.” (Daisy RÍPODAS DE
ARDANAZ, Refracción de ideas en Hispanoamérica colonial, Buenos Aires, Ediciones Culturales Argen-
tinas, Secretaría de Cultura de la Presidencia de la Nación, 1983, p. 126)
334
A pesar de ello, la historiografía tradicional ha desestimado recurrentemente el valor de estas fuentes,
ya sea por el pobre estilo literario de sus responsables o por la falta de originalidad de sus “colaboracio-
nes”. Chiaramonte, ha enfrentado en reiteradas ocasiones estas ideas destancando, por un lado, el papel
cumplido por periódicos tales como El Telégrafo Mercantil, Rural, Político-económico, e Historiográfico
del Río de la Plata, El Correo de Comercio, El Semanario de Agricultura, La Gazeta de Madrid y la
Gazeta de Buenos Aires, en la configuración de un ideario ilustrado y, por otro, la posibilidad de rastrear
a partir de ellos las categorías “hispánicas” del pensamiento tardocolonial.
335
En la obra de Ricardo Donoso, Un letrado del siglo XVIII, el doctor José Perfecto de Salas (2 Vols.),
Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires, 1963, Tomo I, p. 395, puede verse en el
caso concreto de José Antonio de Rojas, cómo este tipo de publicaciones —en este caso francesas—
servían para orientar la formación de bibliotecas particulares.

113
un polo receptor —colonial—, paradójicamente igualados en tanto demandantes del
aporte intelectual externo para renovar sus concepciones e instituciones sociales, políti-
cas y económicas.
Por ello, el interés de estos periódicos no radica solo en la posibilidad de re-
construir a partir de ellos la evolución de las formas de identidad y del lenguaje políti-
cos, sino también las mecánicas concretas a través de las cuales circulaban y se recrea-
ban los principales aportes del pensamiento contemporáneo consumidos por esa
incipiente red de intelectuales criollos.
En este sentido, las publicaciones mencionadas y otras, como el Mercurio Pe-
ruano o el Espíritu de los mejores diarios literarios que se publican en Europa actuaron
en ambas márgenes del Atlántico como epígonos y vulgarizadores de textos franceses,
ingleses y españoles y como fuentes de actualización bibliográfica para los estrechos
círculos de las luces hispanoamericanas, tejiendo su propia trama de reescritura y re-
creación textuales en base a una sistemática política editorial de refracción, adaptación y
plagio336. Esta política, —correspondiente con la ausencia de una efectiva noción de
propiedad intelectual o con una indefinición de los límites de las citas de autoridad—
ocultaba en realidad tanto un criterio como una práctica de apropiación que excedía el

336
En la obra de Daisy Rípodas de Ardanaz citada anteriormente se analizan cinco casos de “refracción
ideológica” entre los cuales se destacan por su especial importancia dos. El primero es el dictamen nega-
tivo de 1799 del entonces Síndico Procurador General Cornelio Saavedra sobre la cuestión de los gre-
mios; el cual fuera confeccionado por su compañero de estudios en el Colegio de San Carlos y posterior-
mente su patrón en el bufete de abogados de su familia, Feliciano Antonio Chiclana. Rípodas de Ardanaz
demuestra cómo éste último trasiega a su oficio expresiones tomadas de las “cartas” del diplomático e
intelectual vasco Valentín de Foronda publicadas en el Espíritu de los mejores diarios... en 1788 y 1789 y
luego recopiladas en dos volúmenes bajo el título Cartas sobre economía política (Madrid, 1789 y 1794)
que también circularon en la capital virreinal. Lo interesante es que, a su vez, Foronda había trasegado a
su carta contenidos del Edit du roi, portant suppresion des jurandes et comunautés de commerce, arts et
métiers (1776) de Turgot extraído de la Encyclopédie Méthodique. Como concluye Rípodaz de Ardanaz:
“En suma, Foronda resulta ser un intermediario —no por cierto pasivo— entre Turgot y Chiclana-
Saavedra o, si se prefiere expresarlo institucionalmente, entre el Rey de Francia y el Cabildo de Buenos
Aires.” (Ibíd., p. 135). Esta “intermediación” permite ilustrar cómo funcionaba en los hechos (a partir de
este caso y de las intervenciones de estos protagonistas —aproximados por su adhesión a las doctrinas de
la fisiocracia—), las relaciones de triangulación ideológica que conectaban a Francia, España y sus colo-
nias. El segundo caso es el artículo del entonces Secretario de la Junta Mariano Moreno “Sobre la libertad
de escribir”, publicado en la Gazeta de Buenos Aires el 21 de junio de 1810. Rípodaz de Ardanaz descarta
una filiación directa de este texto con la introducción de la Ciencia de la legislación de Cayetano Filan-
gieri —tal como pensaba el historiador francés Paul Groussac— para sostener que Moreno se basó en la
“Disertación presentada a una de las sociedades del Reino” (1780) de Valentín de Foronda —a su vez
“buen apreciador” de los textos de Gaetano Filangieri (1752-1788)—, publicada también en este caso en
el Espíritu de los mejores diarios... el 4 de mayo de 1789. Hasta qué punto este recorrido de las ideas
formaba un circuito, es aun, un problema abierto a la investigación, esto pese a que es evidente que la
balanza del intercambio ideológico entre España y sus colonias dejaba un enorme saldo negativo para los
americanos. A propósito, sería interesante reflexionar acerca de la hipótesis de Mariano Rodríguez de la
posible “apropiación” que Foronda podría haber hecho en 1814 de la traducción de Moreno del Contrato
social de 1810, en sus Cartas sobre la obra de Rousseau titulada: Contrato social, cuya huella podría
rastrearse en la célebre advertencia del traductor acerca de los errores de Jean Jacques Rousseau en mate-
ria religiosa. La traducción de Moreno debería, a su vez, cotejarse con la edición inglesa de 1799; mien-
tras que la de Foronda debería compararse, además, con la de traductor anónimo aparecida en Valencia
editada por la Imprenta de Ferrer de Orga, en 1812; con la probable versión del Abate Marchena y con los
retazos del Contrato Social publicados en el Correo de Madrid por Manuel Aguirre “el militar ingenuo”.

114
límite del periodismo para hallarse, también, al nivel de los ensayos, de los tratados, de
las traducciones y de los proyectos y resoluciones oficiales337.
Este uso discrecional de los textos evidencia la existencia de complejos circuitos
intelectuales que unen España con Francia y otros centros del pensamiento moderno y a
su vez ligan a España con su propia periferia colonial. Así, durante el siglo XVIII en la
metrópoli imperial se “imitan” textos de origen francés de cuestiones muy diversas que
a su vez son refractados por otros autores peninsulares o americanos338.
La incorporación de estas ideas en el contexto rioplatense, demandadas por una
elite progresivamente ilustrada, no podría haberse producido sino a través del abasteci-
miento de libros lícitos o prohibidos —sean españoles o europeos—, y de periódicos
peninsulares, importados a través de los circuitos comerciales legales o informales que
la propia administración controlaba o soportaba339.
Otra de las modalidades, mucho más restringida pero no menos influyente a la
hora de condicionar el rumbo futuro de la ilustración sudamericana, fueron los viajes de
estudio que emprendieron algunos de los miembros más conspicuos de la elite intelec-
tual a la España de fines del XVIII. Así, el paso por Granada, Toledo y Madrid de Ma-
nuel José de Lavardén presumiblemente entre 1770 y 1778; el deán Gregorio Funes
(1749-1829) por la Universidad de Alcalá de Henares entre 1775 y 1779; y el de Ma-
nuel Belgrano por las Universidades de Oviedo, Salamanca y Valladolid entre 1786 y
1793, resultó decisivo para sus respectivas formaciones tanto por la titulación que obtu-
vieron como por el clima intelectual340 en el que se sumergieron:
“...el futuro Deán Funes hubo de modificar la orientación recibida en sus estudios cordobeses,
estudios realizados en parte bajo los jesuitas y el resto con los franciscanos, por su contacto con
la España de Carlos III. Recordemos la abundancia que de literatura prohibida, en su mayoría
francesa hubo durante el reinado de Carlos III (...) justamente en los años en que se ubicarían los

337
Contra la suposición de que esto podría tratarse de fenómenos aislados, Rípodas de Ardanaz advierte:
“La ubicuidad de las ideas refractadas —que no excluye la coexistencia con ideas originales y con ideas
reflejas nos lleva a suponer que el número de casos donde la imitación resulta evidente es mucho mayor
que el habitualmente sospechado.” (Ibíd., p. 38)
338
“Es dable observar curiosos casos de refracción. A veces, se refractan ideas procedentes, a su turno, de
una refracción anterior; otras, una misma idea incide en medios refrigerantes de distinta densidad y sufre,
conseguidamente, desviaciones de distinta amplitud.” (Ibíd., p. 28)
339
Esta “permisividad” reflejaba el propio estado de la circulación de libros en la Península durante la
etapa reformista de los Borbones: “Con el tiempo, la entrada de obras de la moderna filosofía francesa fue
haciéndose más fluida, aun habiendo sido muchas de ellas condenadas por la Inquisición. Entre sus lecto-
res figuran ministros, magistrados, grandes de España, catedráticos, estudiantes... y clérigos. Bibliotecas
públicas y privadas albergan las obras más representativas del pensamiento ilustrado, incluso la de pen-
sadores materialistas como Helvetius y d’Holbach. No obstante, los autores preferidos del público espa-
ñol son, con diferencia, Rousseau y Voltaire; del primero se lee, sobre todo, el Emilio; del segundo, las
obras literarias e históricas. La clandestinidad no impedía que las obras de tales autores circularan con
pasmosa facilidad a través de improvisados circuitos comerciales, preparando así el terreno a la propa-
ganda revolucionaria.” (Juan Francisco FUENTES, “Luces y Sombras de la Ilustración española”, Op.cit.,
p. 18). A propósito de las vicisitudes de la censura y los circuitos comerciales de las obras prohibidas por
la censura religiosa o estatal —tanto en España como en Francia y América— consultar la obra de Ricar-
do DONOSO, Un letrado del siglo XVIII…, Op.cit., pp. 377-416.
340
“...el contacto con el clima intelectual de la Ilustración hispana, sin duda más atrayente para ellos que
los estudios regulares, fue decisiva para su formación así como para su posterior papel de líderes intelec-
tuales en su tierra natal.” (José Carlos CHIARAMONTE, “Estudio preliminar” en: ID., Ciudades, provincias,
Estados…, Op.cit., p. 38).

115
viajes de Lavardén y Funes. Y que el de Belgrano se realiza en los años finales del reinado del
monarca e iniciales de Carlos IV, alcanzando además a permitirle seguir desde España los co-
mienzos de la revolución francesa. Pese a la temerosa reacción de la corona española y su intento
de ocultar los acontecimientos de París, Belgrano pudo informarse del curso de la Revolución,
con viva simpatía, según recordaría más tarde...” 341

De esta forma, aun cuando el tópico pueda sugerir imágenes de España, ora co-
mo muralla intelectual342, ora como puente a través del cual las ideas europeas penetran
en América ante la indolencia o debilidad de las autoridades coloniales, la realidad de
ese trasvasamiento parece haber sido infinitamente más compleja343.
En efecto, en buena medida el mundo intelectual español habría actuado como
un metabolizador, capaz de imprimir carácter, seleccionando, reorientando y transfor-
mando en términos de su propio eclecticismo, el material ideológico que consumía y re-
exportaba a entornos coloniales. Entornos periféricos que, aunque estructurados de for-
ma semejante a la metrópoli, comenzaron a delinear inquietudes e intereses propios,
progresivamente peligrosos para la unidad del imperio.
Esto no es óbice, claro está, para que se reconozcan diferentes fuentes ideológi-
cas en el iluminismo hispanoamericano; para que se admita que éstas poseyeron reper-
cusiones diferenciales344; o que, llegado el caso, pudiera hablarse de una primera in-
fluencia más moderada —netamente hispánica— y una tardía incorporación directa de
las ideas más radicalizadas —francesas, norteamericanas e inglesas—345. No obstante,
parece poco probable que tesis tan extremas como las de François López —que deses-
timan la contribución de la ideología ilustrada a la independencia y separan completa-
mente la tradición de las luces hispánicas del hecho revolucionario— puedan explicar
satisfactoriamente este proceso de circulación de ideas entre Europa y las colonias es-
pañolas y sus efectos sobre los hechos políticos ulteriores346.
Nadie duda que los protagonistas de la Revolución de mayo formaron parte de
esa red y de esos circuitos de sociabilidad ilustrados que reunieron a los sectores más
inquietos de la elite criolla en torno a las actividades intelectuales y políticas en las dos
últimas décadas del siglo XVIII y en la primera del XIX. Esa red no nació, claro está,

341
Ibíd., p. 38.
342
Una tesis que retoma la idea de la existencia de una cultura española monolíticamente reaccionaria o al
menos incapaz de dar lugar a sus elementos más progresivos, fue ofrecida en: Carlos M. RAMA, Historia
de las relaciones culturales entre España y la América Latina. Siglo XIX, Madrid, FCE, 1982, pp. 27-28.
343
Consultar el Prólogo de José Carlos CHIARAMONTE, “Iberoamérica en la segunda mitad del siglo
XVIII: la crítica ilustrada de la realidad”, en: ID., Pensamiento de la Ilustración, Economía y sociedad
iberoamericanas en el siglo XVIII, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1979.
344
Manfred KOSSOK, “Notas acerca de la recepción del pensamiento ilustrado”, en: Homenaje a Noël
Salomon. Ilustración española e independencia de América, Barcelona, Universidad Autónoma de Barce-
lona, 1979, p. 150.
345
José C. CHIARAMONTE, “Estudio preliminar” en: ID.,Ciudades, provincias, Estados…, Op.cit., p. 36.
346
François LÓPEZ, “Ilustración e Independencia hispanoamericana”, en: Homenaje a Noël Salomon.
Ilustración española e independencia americana, Op.cit., pp. 293-294. Las ideas de López son a grandes
rasgos las siguientes: a) las ideas ilustradas no serían causantes del derrumbe colonial —el cual sólo se
explicaría por la concurrencia de hechos y circunstancias—; b) las luces españolas nada tendrían que ver
con las revoluciones americanas y c) debería hablarse de dos fases bien diferenciadas una hispánica —
destinada a fortalecer la solidaridad imperial— y una franco-británico-norteamericana —destinada a
justificar a posteriori el hecho revolucionario—.

116
espontáneamente, sino que fue tejiéndose a partir de la labor de ciertos individuos que
supieron aprovechar la coyuntura reformista. Una de las figuras claves de esa incipiente
trama de textos y lectores fue la del canónigo santafesino Juan Baltasar Maziel347, vásta-
go de una familia adinerada y protegido de los obispos de Buenos Aires José Antonio de
Basurco y Herrera348, quien desempeña su cargo entre 1759 y 1761, y Manuel Antonio
de la Torre, mitrado entre 1761 y 1776.
Maziel no sólo fue importante por su autoasignado rol de difusor de las luces, ni
siquiera por su papel de educador formal, sino por ser el epicentro de una actividad inte-
lectual paralela que se desarrollaba alrededor de su biblioteca y de su tertulia. Sus fon-
dos bibliográficos, excepcionales para la época, fueron punto de referencia para gran
parte de ese público ávido de leer y comentar las nuevas ideas que se abrían paso en
Europa, pero que encontraban trabas importantes en el medio hispano y colonial. En
dicha biblioteca, —alimentada desde 1756 por la continua adquisición de nuevos volú-
menes provenientes de Europa— se podían consultar las obras de Benito Jerónimo Fei-
joó y Montenegro, Mirabeau, Campomanes, José Mañino Murcia Conde de Florida-
blanca, así como textos de Rousseau, Jean Baptiste Colbert, François Marie Arouet
Voltaire, Thomas Hobbes, Charles-Louis de Secondat Baron de Montesquieu y el abad
Guillaume-Thomas Raynal, amén de otros textos franceses en ediciones originales349.

347
Juan Baltasar Maziel (1727-1788) fue formado por los jesuitas en el Colegio Real de Nuestra Señora
de Montserrat de la Universidad Real y Pontificia de Córdoba, obtuvo el título de Maestro en Artes en
1746 y de Doctor en Teología en 1749. Posteriormente se licenció y doctoró en Sagrados Cánones y Le-
yes en la Universidad Real de San Felipe en Santiago de Chile y se graduó como abogado ante Audiencia
de Chile en 1754. En 1756 se instaló en Buenos Aires, antagonizando durante los diez años siguientes con
la facción jusuítica que incluía a prelados influyentes y al propio Gobernador Pedro de Cevallos. En 1766
el obispo De la Torre lo nombró provisor y vicario general de la diócesis —cargo que mantuvo hasta
1776— y en 1769 gana la oposición para la dignidad de maestrescuela del Cabildo Eclesiástico. En 1773
la Junta Provincial lo designó provisoriamente cancelario de los Reales Estudios siendo confirmado por el
virrey Vértiz en 1783, como Cancelario y Regente de los Estudios del Real Colegio de San Carlos, hasta
que el Virrey Loreto lo expulsó de la ciudad en 1786. Para más datos pueden consultarse las siguientes
obras: Juan PROBST, Juan Baltasar Maziel. El maestro de la generación de Mayo, Buenos Aires, Instituto
de Didáctica, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires, 1946 y José Carlos
CHIARAMONTE, “Primeros pasos de la ilustración argentina” (1960), en: ID., La crítica ilustrada...,
Op.cit., pp. 28-45 y del mismo autor, “Introducción” a La ilustración en el Río de la Plata... Op.cit., pp.
55-80.
348
La protección de Maziel fue heredada, una vez muerto el obispo en 1761, por su adinerada hermana
María Josefa Basurco quien aparece posteriormente encargándole la administración de sus bienes, nom-
brándolo primer albacea testamentario, donándole un importante terreno en las barrancas del Río de la
Plata, organizando recepciones en su nombre, obsequiándole una casa construida a su gusto en el centro
de la ciudad (Consultar: Juan PROBST, Juan Baltasar Maziel…, Op.cit., pp. 74, 79, 92, 163, 190-191).
349
La biblioteca de Maziel habría llegado a los 1500 volúmenes, aun cuando en el inventario de su suce-
sión se encuentren registrados 400. Resulta particularmente interesante el comentario de Juan Probst a
propósito de la forma en que se habría podido formar tal biblioteca: “Seguramente se sirvió para su adqui-
sición de la Compañía de Jesús, que se encargó de traer libros de Europa no sólo para sus Colegios sino
también para particulares. Si consideramos que en la testamentaría del magistral se tasó la biblioteca en
más de cuatro mil pesos, podemos formarnos una idea aproximada de las grandes sumas de dinero que
invirtió en la compra de libros. Pero ningún sacrificio le parecía demasiado grande cuando se trataba de
satisfacer su pasión por los libros, y no titubeó a recurrir hasta a préstamos para pagar las cuentas de los
libreros españoles.” (Ibíd., p. 167). Alrededor de Maziel puede verse otra figura clave de la ilustración
hispánica, como el naturalista y explorador Félix de Azara (1742-1788) quien durante su estancia en Bue-
nos Aires y sus viajes por el Río de la Plata frecuentó su biblioteca, donde habría podido leer un ejemplar
en francés del Diccionario de las Ciencias Naturales del naturalista Georges Louis Leclerc Conde de

117
Si bien parece excesivo exaltar el liberalismo y la heterodoxia de Maziel como
lo hiciera su hagiógrafo Probst —después de todo Maziel era miembro de la Inquisición
y no pocas veces enfrentó a portadores de las ideas renovadoras—, tampoco parece ra-
zonable hacer hincapié en su formación escolástica o su admiración por Santo Tomás de
Aquino350. En realidad, si logramos apartarnos de la búsqueda de la pureza ideológica de
su pensamiento, encontraremos confirmado ese eclecticismo transaccional, que era, qui-
zás en sí mismo, portador de un cambio revolucionario en el panorama monolítico del
pensamiento tradicional, en el cual habría logrado introducir una cuña de incertidumbre
y pluralidad.
Por ello, los claroscuros de su experiencia pedagógica son particularmente ilus-
trativos de los límites ciertos a los que se enfrentaban quienes encaraban, desde dentro
del orden establecido, una experiencia renovadora. Y, en ese sentido es claro que Ma-
ziel llevó al extremo las posibilidades de difusión de las innovaciones intelectuales de-
ntro del marco del sistema político borbónico y de las realidades locales.
Aceptando, entonces, la exageración de entronizar a Maziel como el “maestro de
la generación de mayo”, no es del todo casual que la mayor parte del grupo de futuros
revolucionarios pasara por las aulas del Colegio de San Carlos durante el período en que
Maziel ofició como cancelario y regente de estudios. No porque pueda establecerse una
relación mecánica de causa-efecto entre las orientaciones generales —y sumamente
moderadas— que éste logró imprimir a unos estudios esencialmente escolásticos, y las
posteriores actitudes de sus antiguos alumnos; sino porque, al propiciar la habilitación
de un nuevo establecimiento de enseñanza de teología y filosofía en Buenos Aires, Ma-
ziel estaba promoviendo —de consuno con los funcionarios borbónicos— una apertura
intelectual, al ofrecer a la elite porteña una formación alternativa a la centenaria tradi-
ción escolástica cordobesa351.
Los futuros líderes revolucionarios Manuel Belgrano, Cornelio Saavedra (1759-
1829), Juan José Castelli (1764-1812), Mariano Moreno, Bernardino Rivadavia (1780-
1845), Manuel Dorrego (1787-1828) todos ellos fueron alumnos del Colegio de San
Carlos, durante la estancia de Maziel como cancelario; Juan José Paso (1758-1833) —
futuro miembro de los ejecutivos colegiados de la Revolución de mayo— actuó como

Bufón. Ver: José Carlos CHIARAMONTE, “Hacia la economía política” (1962), en: ID., La crítica ilustra-
da..., Op.cit., p. 54.
350
José Carlos CHIARAMONTE, “Primeros pasos de la ilustración argentina”, en: ID., La crítica ilustra-
da..., Op.cit., pp. 28-29.
351
Chiaramonte advierte sobre la existencia de juicios encontrados acerca del carácter de los estudios en
San Carlos, si bien parece inclinado a sentenciar que “...la orientación de los estudios en el Colegio de
San Carlos, lejos de reflejar una innovación acorde con los cauces del pensamiento ilustrado de siglo
XVIII, se conservó dentro de la escolástica y sólo incorporó algunos tibios reflejos de Descartes o de
ciertos temas de física posterior.” Si bien reconoce que las intenciones renovadoras de Maziel apoyándose
en la Presentación... que éste realiza al Virrey en 1785 a propósito de la apertura de una cátedra de filoso-
fía y en sus gestiones para establecer una Universidad en Buenos Aires. No obstante, no creemos que
pueda deducirse de la opinión tardía de Belgrano en el Correo de Comercio el carácter esencialmente
tradicional de los conocimientos impartidos allí, porque esta posición no deja de ser fruto de una “radica-
lización” posterior del ideario de los ilustrados rioplatenses. Ver José Carlos CHIARAMONTE, “Introduc-
ción”, en: ID., La Ilustración..., Op.cit., p. 70.

118
profesor de filosofía en el curso de 1781; Luis José de Chorroarín (1757-1823) —
escolástico reconvertido en republicano— hizo lo propio en 1784 y Lavardén fue su
alumno particular a su vuelta de España. Más allá de sus ulteriores acciones y posicio-
namientos, todos ellos apropiaron un eclecticismo filosófico, una piedad religiosa y un
espíritu reformista cuyos objetivos suponían la conciliación —cuando no la comuni-
dad— de intereses locales e imperiales.
Al respecto, es oportuno recordar que el movimiento iluminista rioplatense
siempre pensó su programa en términos de reforma y de armonía entre colonia y metró-
poli, alentado como estaba por una monarquía que promovía la renovación intelectual y
cultural y que, por sobre todo, había impulsado activamente el desarrollo comercial y
administrativo de Buenos Aires y su entorno352.
Los proyectos, ideas y propuestas de Lavardén353, Belgrano, Pedro Antonio Cer-
viño (1757-1816), Moreno —en su Representación de los hacendados—, Vieytes y al-
gunos famosos anónimos como la “Representación de los labradores de 1793”, apunta-
ban —con diferente alcance, rigor y coherencia— a disolver la influencia de una
tradición que, al bloquear el desarrollo de la economía política, impedían la implanta-
ción de un capitalismo agrario imprescindible para transformar la economía especulati-
va de Buenos Aires, en una economía de producción de riquezas para beneficio local y
de la propia España354.
Esa misma realidad particular del Río de la Plata —de la que los ilustrados crio-
llos se mostraban plenamente conscientes— y la certeza inicial de que el motor del
cambio y del progreso de Buenos Aires y el nuevo Virreynato, residía en el programa
reformista de los Borbones, explican por qué las ideas independentistas tuvieron una

352
Por supuesto, esta renovación tenía límites y el propio Maziel los experimentaría al ser contradicho
por la Junta de Temporalidades en su proyecto de abrir la enseñanza de la filosofía en San Carlos al eclec-
ticismo y la tolerancia con los modernos en 1785, y al ser finalmente desterrado por el Virrey Loreto en
1786 a raíz de un conflicto entre la autoridad política y el Cabildo Eclesiástico. Los enemigos de Maziel y
su propio carácter forzaron una polémica en la que sus argumentos y lealtades terminaron situándolo en
una postura anti-regalista, la cual terminó justificando su expulsión de la ciudad. Para un pormenorizado
relevamiento del incidente ver: Juan PROBST, Juan Baltasar Maziel. El maestro..., Op.cit., pp. 252-342.
353
Manuel José de Lavardén expuso en una conferencia conocida posteriormente como “Nuevo aspecto
del comercio en el Río de la Plata”, un proyecto para garantizar un mejoramiento de la infraestructura del
puerto de Buenos Aires, para adecuarlo a la expansión comercial que experimentaba la capital virreinal
(José Carlos CHIARAMONTE, “El pensamiento económico de Lavardén”, en: ID., La crítica ilustrada de la
realidad, Op.cit., p. 70).
354
Como argumenta Chiaramonte, este reformismo no era ajeno al contexto ibérico: “El criterio de Bel-
grano, como también el de Moreno y otros, es similar. Todos claman por transformar radicalmente la
educación, que estiman dominada, según Vieytes, por las preocupaciones de que tanto se resentían los
siglos bárbaros, alusión a la época medioeval, propia del enciclopedismo. Entre los proyectos educacio-
nales, ocupan primer lugar las escuelas para la formación de trabajadores especializados en algunos ofi-
cios manuales, entre ellos el de agricultor. Esta aspiración, que respondía a las necesidades de desarrollo
capitalista, tenía antecedentes en la España de la época, donde, como es sabido, Campomanes, Jovellanos
y otros se esforzaban por promover este tipo de enseñanza. El perfeccionamiento de la agricultura, me-
diante una adecuada educación para los labradores, es uno de los motivos más repetidos en las publica-
ciones del Semanario y en los trabajos de Belgrano. El propósito no era otro que transformar la agricultu-
ra colocándola enteramente sobre bases capitalistas.” (José Carlos CHIARAMONTE, “Reflexiones
polémicas”, en: ID., La crítica ilustrada de la realidad, Op.cit., p. 96).

119
aparición tan tardía355. Para este pensamiento ilustrado el desarrollo del Río de la Plata
no implicaba, necesariamente, una contradicción con el desarrollo español, sino que, por
el contrario, constituían dos aspectos íntimamente vinculados de un progreso socio-
económico que se obtendría a través de una política de modernización y de explotación
racional de las riquezas naturales.
Si bien esta perspectiva conciliadora no estaba destinada a sobrevivir más allá
del primer lustro del siglo XIX356, no puede ignorarse que su presencia inicial compro-
metió aún más a estos hombres con el espíritu de la ilustración hispánica. Compromiso
“estructural” tan firme y duradero que, aún después de 1810 puede hablarse de una pro-
longación agónica de aquella influencia intelectual española en la vida política y eco-
nómica del Río de la Plata.
En favor de esta tesis se puede considerar, por un lado, la presencia de claros in-
dicios de que la propia ruptura con la metrópoli y la construcción de un poder alternati-
vo durante el decenio revolucionario fueron “pensadas” a partir de algunas categorías
propias del pensamiento político hispánico y “ejecutadas” en correspondencia con una
praxis política compatible y no opuesta a su lógica357.
Por otro lado, otro indicio que puede apuntalar la presunción de solidez de los
lazos que unían ambos contextos intelectuales, es la autoridad de la que gozaron, aún
luego de 1820, los economistas españoles e italianos entre la elite criolla antes y des-
pués de acceder al poder. En este sentido, la influencia del neomercantilismo napolita-
no358 puede rastrearse entre los más notables intelectos de la elite y debe entenderse en

355
El momento en que la elite rioplatense comienza a desviar su atención en dirección a las fuentes autén-
ticas del pensamiento ilustrado y renovador, esbozando una búsqueda intelectual no mediada por la lectu-
ra hispánica se corresponde con la retracción del impulso reformista de la monarquía borbónica por la
evolución de los acontecimientos revolucionarios en Francia y el fortalecimiento de los sectores política e
ideológicamente más conservadores en la Península.
356
“...ese tratamiento católico heterodoxo, que intentaba conciliar las exigencias de la fe, los intereses de
la monarquía y las innovaciones de la Ilustración, así como no logró convencer a los fieles del catolicismo
tradicional, no podía menos que revelar su insuficiencia a lectores ya aficionados a las obras más caracte-
rísticas de las nuevas corrientes de pensamiento. La generalización de esta actitud crítica se corresponde
con la creciente laicización de la cultura rioplatense a fines del período colonial. Esto vale sobre todo para
Buenos Aires, donde abundan los abogados y otros intelectuales laicos, y en menor medida en provincias
del interior, donde la actividad cultural seguirá por lo común en manos de clérigos.” (José Carlos
CHIARAMONTE, “Introducción” a: La Ilustración en el Río de la Plata, Op.cit., pp. 155-116).
357
José Carlos CHIARAMONTE, “Estudio preliminar” en: Ciudades, provincias, Estados…, Op.cit., pp. 30-
32 y 128-144.
358
No en vano Manuel Belgrano profundiza sus conocimientos de italiano durante su viaje a España y
estudió a Galiani y Antonio Genovesi (1713-1769), dos autores que influirán decisivamente en su con-
cepción económica y cuyas ideas inspirarán más de un artículo suyo en el Correo de Comercio. Gran
parte de los más activos miembros del grupo más radicalizado de la Revolución de mayo debe una parte
significativa de su formación intelectual —por lo menos en cuestiones económico-jurídicas— a la im-
pronta dejada por el fiscal de la Audiencia de Charcas y defensor de los indios Victorián de Villava
(+1802), quién fuera admirador y traductor de Genovesi y Gaetano Finlangieri e incorporara sus textos e
ideas en los cursos de la Universidad de Charcas a la que asistieron entre otros Mariano Moreno, Juan
José Castelli y Bernardo de Monteagudo (1789-1825). La influencia de los economistas italianos puede
rastrearse, también, en el sincretismo económico de los fundamentos del “Nuevo aspecto del comercio en
el Río de la Plata” de Manuel José de Lavardén. En este documento se aprecian concepciones económicas
tan variadas como las sustentadas en: a) las teorías mercantilistas de la importancia fundamental de los
metales preciosos y del saldo favorable de la balanza comercial; b) la teoría fisiócrata según la cual la

120
el marco de una abundante circulación de las “lecturas” italianas359 que, en algunos as-
pectos, oficiaban como mediadoras entre las concepciones económicas de vanguardia y
el mundo intelectual y político español, y —a través de éste último— el hispanoameri-
cano360.

Ahora bien, ¿es posible hablar, entonces, de la existencia primigenia de un uni-


verso intelectual que cubriría tanto a la metrópoli como a las colonias rioplatenses entre
el siglo XVII y principios del XX? La pregunta es pertinente, en tanto una respuesta
rotundamente negativa podría comprometer la idea de que a partir de 1810 acaeció una
auténtica “ruptura” ideológica fundamentada en el hecho revolucionario y, por ende,
poner en entredicho la idea misma de una “reconstrucción” tardía de tales vínculos.
Aun cuando al parecer no hay demasiadas dudas acerca de esa coparticipación
entre el siglo XVII y parte del XVIII, la moderna historiografía argentina ha ofrecido,
como hemos podido ver, valoraciones encontradas en lo que respecta a la segunda mitad
del siglo XVIII y principios del XIX, aun cuando resulta imprescindible disociar este
contrapunto de la antigua polémica sobre los orígenes intelectuales del pensamiento de
la Revolución de mayo. En efecto, en tanto ni en Chiaramonte ni en Halperín se halla en
juego la defensa de una filiación visceralmente hispanista o europeísta del pensamiento
político rioplatense, sino el simple discernimiento de los recorridos ideológicos que
llevaron a la elite criolla a romper el vínculo con España, se hallan dadas las condicio-
nes objetivas para intentar una síntesis del todo imposible en los antiguos debates alta-
mente politizados361.
Reconociendo que el énfasis de la lectura de Halperín está puesto en la idea de
ruptura, mientras que en la de Chiaramonte lo está en la idea de tradición, es indudable
que ninguna de las dos visiones se excluyen lógicamente. Así, la interpretación de Chia-

agricultura es la principal fuente de riquezas; y c) el dogma liberal de la libre circulación de mercancías.


Lo significativo es que el plan ofrecido por Lavardén asume, además de un eclecticismo doctrinario, una
defensa explícita del vínculo colonial: “El plan propuesto por Lavardén tiende simplemente a estimular el
desarrollo parcial del comercio rioplatense y conjuntamente del español. La ahincada defensa de la me-
trópoli y la preocupación por atender a la vez a los intereses locales y peninsulares en materia de comer-
cio, constituyen así, la limitación más marcada en el programa esbozado por Lavardén.” (José Carlos
CHIARAMONTE, “El pensamiento económico de Lavardén”, en: ID., La crítica ilustrada de la realidad,
Op.cit., p. 70)
359
José Carlos CHIARAMONTE, “Economistas italianos del Settecento en el Río de la Plata”, en: ID., La
crítica ilustrada de la realidad, Op.cit., p. 105-106.
360
José Carlos CHIARAMONTE, “Iberoamérica en la segunda mitad del siglo XVIII: la crítica ilustrada de
la realidad”, en: ID., La crítica ilustrada de la realidad, Op.cit., pp. 156-157.
361
Esta discusión —estrictamente académica a diferencia de la entablada entre liberales y revisionistas—
contrapone a quienes son hoy referentes insoslayables de la historiografía argentina. Paradójicamente,
este lugar central que tanto uno como otro han adquirido puede ser pensado como el resultado de las
oportunidades profesionales que el exilio deparó a algunos de quienes, aún habiendo sobrevivido, fueron
víctimas de la persecución ideológica y política en los ’60 y ’70. En este caso, si bien las diferencias entre
ambos autores pueden explicarse apelando a razones de orden intelectual, y por qué no ideológico-
político, es evidente que estas no desvirtúan el necesario equilibrio de un análisis riguroso A propósito de
estas diferencias, pueden consultarse los reportajes a ambos historiadores incluidos en: Roy HORA y Ja-
vier TRÍMBOLI, Pensar la Argentina. Los historiadores hablan de historia y política, Buenos Aires, El
cielo por asalto, 1994.

121
ramonte no es incompatible con la idea de una ruptura revolucionaria si admitimos que
la gestación ideológica de esa ruptura no estaba excluida de ser el resultado de la evolu-
ción de la propia tradición reformista de origen hispano. La interpretación de Halperín
tampoco precisa de que esa ruptura revolucionaria haya sido el resultado de la introduc-
ción de una ideología extraña al mundo hispano, mientras no se desestime el carácter
radical del cambio operado en 1810 362.
El aporte de Chiaramonte a la comprensión de las relaciones intelectuales que
unían al Río de la Plata y España entre finales del XVIII y principios del XIX debe ser
leído globalmente como una intervención encaminada a superar —en el terreno de un
tema específico pero de decisivas proyecciones historiográficas y políticas— un aspecto
básico de la problemática que absorbió a buena parte de los intelectuales entre los años
’30 y ’70 de nuestro siglo, y que oponía a liberales y nacionalistas en torno al dilema de
los orígenes: la filiación del hecho fundacional de la Nación Argentina.
Esta problemática inconducente, se nutrió de dos interpretaciones opuestas, pero
solidarias en sus supuestos, preguntas y enfoques. Una según la cual la génesis de la
nación argentina suponía la ruptura radical de todos los vínculos —definidos como in-
trínsecamente negativos— con la metrópoli y la identificación con los nuevos valores,
ideas y principios políticos europeos. Otra que, utilizando un argumento inverso, disol-
vía todo carácter auténticamente renovador en el hecho revolucionario y negaba toda
raíz europea a la ideología de la emancipación. Ambas visiones se trabaron en un encar-
nizado debate acerca de las fuentes intelectuales del pensamiento de los revolucionarios.
Chiaramonte organizó esta discusión de forma muy eficaz al contraponer una vi-
sión liberal que supone que nada de la ideología revolucionaria provenía de la tradición
hispánica, con lo que los revolucionarios serían propagadores locales de las ideas de la
Ilustración y la Revolución francesas363; una visión hispanizante que se niega a admitir
que esas ideas hayan sido el auténtico sustrato ideológico de la independencia, y la pro-
puesta nacionalista más radicalizada que se contenta con asumir el liberalismo extranje-
rizante de la elite rioplatense para cambiar de signo la valoración de los hechos y con-
denar al proceso revolucionario en bloque, añorando el pasado colonial364.
Si bien Chiaramonte afirma también que el grado de maduración social e ideoló-
gico de las elites hispanoamericanas —incluida la rioplatense— no llegaba al nivel ne-

362
Quizás pueda decirse que la visión de Chiaramonte resulta particularmente útil para iluminar el perío-
do pre-revolucionario, mientras que la mirada de Halperín nos puede explicar magistralmente la evolu-
ción y consecuencias del proceso revolucionario. Sin pretender afirmar que uno u otro no tengan nada
interesante que decir sobre ambos momentos, es evidente que la lectura halperiniana del desarrollo de la
revolución puede funcionar como un estupendo control de la interpretación “tradicionalista” de Chiara-
monte —en tanto esta pudiera extenderse hasta afectar la noción misma de revolución—, y viceversa, esta
visión de la evolución intelectual de los revolucionarios, sea útil para controlar la interpretación en extre-
mo “rupturista” que puede derivarse de Halperín.
363
“Una secuela de la visión liberal de nuestro proceso ideológico ha consistido en la asimilación lisa y
llana del pensamiento de mayo al enciclopedismo. Los hombres de mayo serían meros repetidores, epígo-
nos del pensamiento francés del siglo XVIII y su mérito, a falta de originalidad, consiste en el papel de
propagadores, de introductores de las ideas europeas.” (José Carlos CHIARAMONTE, “Reflexiones polémi-
cas” en: ID., La crítica ilustrada de la realidad, Op.cit., p. 75).
364
Ibíd., pp. 76-77 .

122
cesario como para poder suponer que la independencia fuera el resultado de una prepa-
ración doctrinaria y que el factor fundamental del estallido revolucionario debe ser bus-
cado en la crisis de la monarquía española, nada de lo afirmado en sus libros puede ser-
virnos para sostener que la ilustración católica hispánica no haya tenido ninguna
influencia en el proceso revolucionario o que no formara parte del acervo ideológico
puesto en juego en la edificación del nuevo poder. Allí radica la diferencia entre sus
ideas y la tradición liberal y sus reediciones más sofisticadas, cuyos conceptos “...no tan
falsos por lo que contienen como por lo que dejan fuera...”365 serían incapaces de apre-
ciar en su justa medida el carácter ecléctico del contexto intelectual rioplatense:
“En cuanto a la influencia de la Ilustración europea en el movimiento intelectual anterior a la in-
dependencia —e inmediatamente posterior a ella—, multitud de trabajos parciales fueron ratifi-
cando la tesis, al compás de la recolección de numerosas menciones explícitas , en los escritos
de los criollos , de autores como Montesquieu, Voltaire, Quesnay, Turgot, Condorcet, Filangieri,
Genovesi, Galiani, Smith y muchos otros. Pero al compás también del análisis de contenido de
aquellas proclamas, representaciones, cartas públicas y otros documentos, hubiese o no en ellos
explícita mención de los escritos europeos que influían en el autor. La huella indudable y pro-
funda del pensamiento europeo del siglo XVIII en el pensamiento iberoamericano no pudo ya
negarse a la luz de la continua acumulación de comprobaciones en tal sentido. Pero en cambio,
podrían ser sometidas a crítica —y así ocurrió— algunas tesis confundidas con la anterior: que la
influencia de la Ilustración europea en el mundo intelectual iberoamericano entrañó una brusca
ruptura con la vieja mentalidad, con el mundo del barroco y la escolástica, que esas influencias
poseían todas un mismo carácter liberal y tendiente a la emancipación política y que ellas basta-
rían para explicar el proceso de independencia.” 366

Sin embargo, este apartamiento de la tradición liberal no implica que Chiara-


monte concuerde con el argumento opuesto según el cual el linaje de la ideología inde-
pendentista estaría en la escolástica suareciana367 y su particular contractualismo368.
Ni tampoco que acepte que las verdaderas fuentes ideológicas estarían dadas en
el propio desarrollo de un pensamiento hispano-indiano basado en los aportes de Juan
Solárzano Pereyra, Victorián de Villava o en los de una corriente liberal hispánica
supuestamente “original”, como propondría Ricardo Levene:
“Esta variante pone de relieve la preponderancia del liberalismo español del siglo XVIII en la
formación de los criollos, olvidando que aquellas «fuentes hispanas» abrevaron con regular con-
secuencia en el pensamiento europeo de su época.” 369

365
Ibíd., p. 77.
366
José Carlos CHIARAMONTE, “Iberoamérica en la segunda mitad del siglo XVIII: la crítica ilustrada de
la realidad”, en: ID., La crítica ilustrada de la realidad, Op.cit., pp. 139-140.
367
José Carlos CHIARAMONTE, “Introducción” a: ID., La Ilustración en el Río de la Plata, Op.cit., p. 52.
368
“Baste conocer ligeramente los escritos de los criollos en la época de la independencia para comprobar
la absoluta carencia de fundamentos de la tesis de Furlong. En primer lugar no corresponde asignar a la
doctrina del contrato social el papel desmesurado que le asigna Furlong entre las armas ideológicas de los
hombres de mayo. Concediéndole a la obra de Rousseau el lugar adecuado dentro de las influencias del
pensamiento del siglo XVIII (no hay que olvidar que su formulación contractualista no fue la única dentro
del pensamiento político de la Ilustración), los escritos de los criollos... demuestran perfectamente que su
contenido ideológico se hallaba impregnado por las ideas que la independencia norteamericana y el pro-
ceso renovador y revolucionario europeo propagaban por todo el mundo.” (José Carlos CHIARAMONTE,
“Reflexiones polémicas” en: ID., La crítica ilustrada de la realidad, Op.cit., p. 80).
369
Ibíd., p. 77. El argumento de Levene está desarrollado en: Ricardo LEVENE, Vida y escritos de Victo-
rián de Villava, Buenos Aires, Facultad de Filosofía y Letras, 1946.

123
Podría decirse, entonces, que entre mediados del Siglo XVIII y principios del
XIX el Río de la Plata se hallaba inmerso en el mundo de las ideas ilustradas, reformis-
tas e incluso revolucionarias no a pesar de su vínculo con la metrópoli, no a pesar del
desarrollo de las ideas en España, sino por ese vínculo y por su inmersión dentro del
contradictorio mundo intelectual español370. Por lo que, aun cuando los ilustrados riopla-
tenses trazaran un rumbo rupturista a posteriori, no puede decirse que esa misma ruptu-
ra no estuviera incubada, al menos en el plano de la lógica, dentro de las propias ideas
españolas.
En efecto, el propio contexto intelectual español —tensado por una oposición
entre tradición y renovación— estaba a su vez conectado con el europeo; por lo que la
antítesis planteada por la historiografía argentina entre europeísmo e hispanismo sería
fundamentalmente falsa, en tanto la entrada de ideas europeas en el ámbito colonial es-
taba materialmente e ideológicamente mediada por la realidad política española y por la
lectura hispánica de las luces.
De allí que la verdadera pregunta no deba indagar por las “fuentes ideológicas”,
sino por las formas por las cuales la elite rioplatense utilizó el apoyo de elementos
ideológicos para organizar los nuevos estados. A partir de esta nueva perspectiva, las
estrategias de investigación prioritarias no deberían estar orientadas a la determinación
de las “raíces esenciales” del pensamiento nacional, sino a la reconstrucción de esos
complejos circuitos ideológicos. La misma técnica de exhumar paralelismos textuales
quedaría en entredicho en tanto instrumento confiable para identificar deudas y apropia-
ciones ideológicas. ¿Cómo demostrar una filiación intelectual unívoca basándose en una
exégesis de los textos? Tulio Halperín Donghi planteó tempranamente la imposibilidad
de desbrozar el pensamiento político moderno lo que conforma parte de una tradición y
lo que constituye una idea original y el forzamiento que implicaría adjudicar un antece-
dente unívoco al pensamiento analizado371.

370
José Carlos CHIARAMONTE, “Iberoamérica en la segunda mitad del siglo XVIII: la crítica ilustrada de
la realidad”, Prólogo a: ID., Pensamiento de la Ilustración..., Op.cit., p. XVIII.
371
“Acaso en ninguna historia de ideas se entretejan tan tupidamente tradición y originalidad como en la
del pensamiento político. Examinemos cualquier gran sistema de pensamiento político moderno: el de
Suárez, el de Locke, el de Rousseau, ¿hay en todo él muchas ideas que son efectivamente de Suárez, de
Locke, de Rousseau? Sin embargo, la originalidad del conjunto es indudable: está dada por el modo de
utilizar esas ideas, por la estructura que con ellas se erige, por las consecuencias que de ellas se deducen,
por las tendencias que expresa en lenguaje pulidamente racional. Todo eso, naturalmente, se pierde cuan-
do un autor no basta entonces con haberlos hallado en él: es necesario demostrar que eran conocidos por
quien supuestamente los ha tomado a través de ese antecedente preciso y no de otro. Tanta cautela no ha
sido por cierto la característica más notable de los estudiosos en busca de antecedentes españoles para la
ideología revolucionaria: para uno de ellos [Guillermo Furlong], aun la reminiscencia romana de algún
orador del 22 de mayo, que recuerda que la salud del pueblo es la ley suprema, no deriva de la clase de
retórica, sino de la lectura de las obras del Doctor Eximio... Y acaso estas imprudencias sean necesarias si
el estudioso no quiere quedarse sin tema. Frente a la rápida alusión contenida en un discurso del cual un
acta nos da un escueto resumen poco atento a matices ideológicos, ¿cómo emprender indagación tan es-
tricta? Al cabo, si con métodos más laxos se obtienen resultados menos firmes, siempre sería difícil pro-
bar más allá de toda duda la falsedad de estos últimos: aun en el ejemplo extremo antes citado, cuyo ca-
rácter absurdo parece evidente a todo lector dotado de buen sentido, no es del todo seguro que el orador
en cuestión no hubiese llegado a conocer el milenario lugar común a través de las obras de Suárez... He
aquí la austera reconstrucción de una genealogía de ideas reducida al papel de la más inexacta de las ta-

124
Esto hace que el camino más seguro sea el de reconstruir ciertos recorridos de
los soportes físicos de las ideas, la organización y circulación interna de los mismos, y
la observación de las experiencias de los propios miembros de la elite ilustrada. La con-
sideración y el análisis de estos elementos —y no sólo la genealogía abstracta de las
proposiciones teórico-ideológicas— puede aportar indicios necesarios para filiar ideas
entre los centros de producción e innovación intelectual y los centros de segundo o ter-
cer orden, como el rioplatense.

1.2.- El recorrido antihispanista de las elites argentinas en el siglo XIX


La clausura de las alternativas “hispánicas” de desarrollo cultural e intelectual
causada por la profundización del conflicto entre la colonia sediciosa y el imperio espa-
ñol, propició el recurso, otrora clandestino, de abrevar directamente en la producción
filosófica, política o narrativa francesa, inglesa y norteamericana. De esta forma, resul-
taría fortalecido el proceso de apropiación autodidacta de valores culturales cosmopoli-
tas por parte de las elites rioplatenses y progresivamente debilitada la influencia de los
valores típicamente hispánicos en su visión del mundo372.
El descalabro que sobre el orden colonial provocó el juntismo rioplatense y la
guerra independentista en la que se encaramó, tuvo efectos múltiples, tales como la re-
orientación del comercio ultramarino y la articulación progresiva del Río de la Plata con
la economía y la política británicas373; la mutilación y fragmentación del hinterland co-
mercial; la pérdida del Alto Perú y sus recursos metalíferos; el cierre de la ruta de la
plata que unía las minas de Potosí con Buenos Aires como puerto de exportación del
metálico hacia Europa; la ruina de las economías intermediarias del interior asociadas a
esa ruta argentífera; y el despegue de la zona litoral bonaerense, santafesina, entrerriana
y oriental merced del desarrollo de la economía ganadera destinada a la exportación de
productos pecuarios374.

reas científicas.” (Tulio HALPERÍN DONGHI, Tradición política española e ideología revolucionaria de
Mayo, Buenos Aires, CEAL, 1985).
372
Ver: Natalio R. BOTANA, La tradición republicana, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1984 y
Adolfo PRIETO, Los viajeros ingleses y la emergencia de la literatura argentina, Buenos Aires, Editorial
Sudamericana, 1996.
373
Respecto de las relaciones anglo argentinas en el siglo XIX luego de los episodios de 1806-1807 —
tema predilecto de los publicistas de todas las vertientes del Revisionismo Histórico argentino—, pueden
consultarse, tanto el clásico del tema: H.S.FERNS, Gran Bretaña y Argentina en el siglo XIX, Buenos
Aires, Solar-Hachette, 1965; como un aporte relativamente reciente: Klaus GALLO, De la invasión al
reconocimiento. Gran Bretaña y el Río de la Plata 1806-1826, A-Z, Buenos Aires, 1994.
374
Tulio HALPERÍN DONGHI, El Río de la Plata al comenzar el siglo XIX, Colección de Ensayos de Histo-
ria Social nº 3, Buenos Aires, Facultad de Filosofía y Letras UBA, 1961. Este trabajo inicial, seguido de
un imprescindible capítulo acerca de la dislocación económica del orden virreynal, se volcaría posterior-
mente en: Tulio HALPERÍN DONGHI, Revolución y Guerra, Siglo XXI, México DF, 1979, pp. 15-120. Una
buena síntesis y esquematización económica de este proceso se halla disponible en: Roberto CORTÉS
CONDE, El progreso argentino 1880-1914, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1979, pp. 18-36. Res-
pecto de la economía ganadera del Litoral hacia fines del XVIII y principios del XIX, puede consultarse:
Alfredo J. MONTOYA, Cómo evolucionó la ganadería en la época del Virreinato, Buenos Aires, Plus
Ultra, 1984; Tulio HALPERÍN DONGHI,, “La expansión ganadera en la campaña de Buenos Aires”, en:
Torcuato S. DI TELLA y Tulio HALPERÍN DONGHI (eds.), Los fragmentos del poder, Buenos Aires, Jorge

125
Esta violenta reconfiguración económica, política y social del espacio rioplaten-
se está sin duda en el origen de los fenómenos de inestabilidad política y enfrentamien-
tos civiles en los que se sumergieron las Provincias Unidas en el período inmediatamen-
te posterior a la revolución.
La herencia de aquella violenta ruptura con el orden colonial no sólo implicó pa-
ra la Argentina el surgimiento de un juego político alejado de los principios de legitimi-
dad del Antiguo Régimen; sino, también, la apertura de una prolongada etapa de incer-
tidumbre política en la que se frustró el proyecto de institucionalización de la
Revolución y se impusieron tendencias centrífugas que llevarían a más de treinta años
de guerras civiles y pujas facciosas375.
Podríamos decir, entonces, que entre el año 1810, en el que la militarización de
Buenos Aires se encauzó definitivamente en el proceso de ruptura con la metrópoli y el
año 1820, en el que los caudillos disolvieron el Directorio —el último de los ensayos
institucionales revolucionarios—, la guerra marcó el ritmo de un proceso de profundas
transformaciones376 que abrieron un prolongado ciclo de mutuo extrañamiento entre el
mundo intelectual español y rioplatense, caracterizado por la incapacidad o el desinterés
de encontrar una fórmula alternativa, capaz de recrear los vínculos originarios377.
Este abrupto y conflictivo aislamiento constituyó la condición de posibilidad pa-
ra la aparición y el desarrollo de un pensamiento anti-hispánico en las elites argentinas,
que a la postre se erigiría en un elemento esencial del clima cultural e intelectual riopla-
tense en la segunda mitad del siglo XIX. La ruptura revolucionaria, o más bien, la lectu-
ra comprensiva que de ella hicieran sus herederos intelectuales inmediatos, impusieron
esa intuición de la que hablábamos anteriormente y que establecía una relación inversa
entre el legado hispano y la modernidad cultural.
Sin embargo, esa contraposición no era del todo exacta, sino que, como vimos,
la Revolución en sí misma se nutrió de fuentes intelectuales diversas y la España de los
primeros Borbones era un puente más que una barrera para la introducción de la nuevas
ideas ilustradas en América. Así, pues, la generación ilustrada que hizo la Revolución
no se ilustró “a pesar de España”, sino a través de los circuitos formales e informales
sean estatales o privados que el imperio reformado permitía, alentaba o toleraba. La
propia ruptura revolucionaria puede ser pensada sin problemas desde el universo inte-
lectual español, tal como quedó de manifiesto en los debates jurídicos que dieron paso a
la Junta Revolucionaria del 25 de mayo de 1810.

Álvarez, 1969. Como historia general del desarrollo ganadero puede consultarse: Horacio GIBERTI, Histo-
ria de la ganadería argentina (1970), Buenos Aires, Hyspamérica, 1986.
375
Tulio HALPERÍN DONGHI, Una nación para el desierto argentino, Buenos Aires, CEAL, 1982.
376
Los efectos políticos, económicos y sociales de la guerra independentista han sido establecidos en:
Tulio HALPERÍN DONGHI, Revolución y Guerra, Op.cit.; y en “Militarización revolucionaria en Buenos
Aires, 1806-1815”, en: Tulio HALPERÍN DONGHI (ed.), El ocaso del orden colonial en Hispanoamérica,
Op.cit., 1978.
377
Tulio HALPERÍN DONGHI, “España e Hispanoamérica: miradas a través del Atlántico 1825-1975”, en:
El espejo de la historia, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1987, pp. 65-110.

126
Por supuesto, cuando se radicalizó el proceso revolucionario en el Río de la Pla-
ta y se produjo una reacción ideológica absolutista en España, ese circuito terminó por
colapsar, reencausándose la formación intelectual de la elite letrada hacia un modelo
que suponía una apropiación cada vez más privada, autodidacta, y que abrevaba direc-
tamente en las fuentes francesas y británicas.
La Revolución significó en el Río de la Plata el fin irreversible del régimen co-
lonial, la caducidad de la legitimidad monárquica y la emergencia incontrastable, aun-
que conflictiva, de la legitimidad republicana y democrática la que, sin embargo, no
logró plasmarse en una constitución. En este sentido la revolución fue exitosa en tanto
garantizó una ruptura definitiva con España, pero fracasó a la hora de construir la na-
ción moderna378.
Más tarde, luego del fracaso del segundo intento de unificar el Río de la Plata
ante la guerra con el Imperio de Brasil, llevado a cabo por la generación revolucionaria
porteña desde su bastión de la Provincia de Buenos Aires379, el escenario político quedó
en manos de los caudillos del interior, agudizándose el conflicto interprovincial y el
endémico enfrentamiento entre federales y unitarios380; cuyo resultado fue la renovada
hegemonía de Buenos Aires bajo el régimen federal de Juan Manuel de Rosas381. Tal

378
“Si bien es cierto que la Revolución de mayo y las luchas de emancipación iniciadas en 1810 marca-
ron el comienzo del proceso de creación de la nación argentina, la ruptura con el poder imperial no produ-
jo automáticamente la sustitución del Estado colonial por un Estado nacional. [...] Las fuerzas centrífugas
desatadas por la ausencia de un centro de poder alternativo no consiguieron ser contrarrestadas a través de
la identificación de los pueblos que componían esa vasta unidad política, con la lucha emancipadora [...]
Si las luchas de independencia creaban alguna forma de identidad colectiva y de sentimiento de destino
común —gérmenes de la nacionalidad—, estos se diluían en la materialidad de una existencia reducida a
un ámbito localista, con tradiciones, intereses y liderazgos propios... No obstante los diversos órganos
políticos y proyectos constitucionales ensayados durante las dos primeras décadas de vida independiente,
fueron ineficaces para conjurar las tendencias secesionistas y la pulverización de los centros de poder, que
tendieron a localizarse en las viejas ciudades coloniales del interior. Separados por la distancia, la agreste
geografía o las franjas territoriales bajo dominio indígena, estos centros de poder se integraron en torno a
la figura carismática de caudillos locales. Los intentos de organización republicana fueron sustituidos por
la autocracia y el personalismo. El acceso al poder pasó a depender del control de las milicias... El destie-
rro, el asesinato político, la venalidad, el nepotismo y la coacción física se incorporaron como instrumen-
tos de dominación llamados a tener larga vida en las prácticas políticas del país. Los caudillos pugnaron
por reivindicar el marco provincial como ámbito natural para el desenvolvimiento de la actividad social y
política. La provincia —unidad política formal legada por la colonia— pasó a constituirse casi en símbolo
de resistencia frente a los continuados esfuerzos de Buenos Aires por concentrar y heredar el poder políti-
co del gobierno imperial.” (Oscar OSZLAK, La formación del Estado Argentino. Orden, progreso y orga-
nización nacional -1982-, 2ª ed., Buenos Aires, Planeta, 1997, pp. 46-47).
379
Luis Alberto ROMERO, La feliz experiencia, 1820-1824, Buenos Aires, La Bastilla, 1976.
380
Las guerras civiles argentinas pueden interpretarse como una trama de conflictos de orden inter-
regional (Noeroeste, Litoral y Cuyo) por el control de recursos y por imponer una fórmula política que
defendiera intereses regionales; de orden inter-provincial (Buenos Aires, Entre Ríos, Santa Fe, Corrientes,
Banda Oriental) por la hegemonía litoraleña; y de orden político-faccioso, entre federales y unitarios y
entre los sectores terratenientes y los mercantiles-profesionales. El fundamento estructural de estas gue-
rras libradas entre 1820 y 1853 es la ruralización del poder y el surgimiento de nuevos actores sociales y
políticos: el estanciero gran terrateniente y las masas rurales movilizadas por él, dando por resultado el
fenómeno del caudillismo. También puede consultarse el ya clásico libro: Miron BURGIN, Aspectos eco-
nómicos del federalismo argentino, Buenos Aires, Editorial Solar-Hachette, 1969.
381
A propósito del federalismo, de Rosas y su régimen puede leerse: John LYNCH, Juan Manuel de Rosas
1829-1852 (1981), 2ª ed., Buenos Aires, Emecé, 1984; Enrique M. BARBA, Unitarismo, federalismo y

127
escenario, dominado por clases terratenientes, supuso un reflujo ideológico hacia posi-
ciones conservadoras y tradicionalistas que redundaron en un mayor distanciamiento
entre los letrados rioplatenses y el poder.
Esta brecha intentó ser cerrada por los intelectuales de la llamada “generación
del 37”, algunos de cuyos hombres pretendían servirse del poder de Rosas para organi-
zar el país según sus propios proyectos382. Sin embargo, el desinterés, la desconfianza
frente a las actividades que la mayor parte de estos individuos desplegaron en el Salón
Literario que funcionó en 1837 en la Librería Argentina de Marcos Sastre (1809-
1887)383 y posteriormente en la Asociación de la Joven Generación Argentina —
también conocida como Asociación de mayo—; y la hostilidad de los sectores dominan-
tes hacia una minoría ilustrada filiada con la generación revolucionaria y con los unita-
rios, originó la persecución de las futuras grandes figuras intelectuales argentinas de
fines del siglo XIX.
Así marcharon al exilio chileno o uruguayo Domingo Faustino Sarmiento (1811-
1888); Esteban Echeverría (1805-1851); Juan Bautista Alberdi (1810-1884); Juan María
Gutiérrez384; Vicente Fidel López (1815-1903); Bartolomé Mitre (1821-1906), entre
otros. Estos hombres, que además de ser profesionales, autodidactas, hombres de letras,
intelectuales y publicistas, fueron activos conspiradores antirrosistas, estaban movidos
por el ideal de construir una nación allí donde sólo veían un desierto brutal dominado
por la barbarie y la tiranía. Desierto en el que vislumbraban la patética imagen especular

rosismo, Buenos Aires, CEAL, 1982; Tulio HALPERÍN DONGHI, De la Revolución de la Independencia a
la Confederación rosista, Historia Argentina, Ed. Paidós, Buenos Aires, 1971.
382
Una perspectiva nueva y muy interesante de los escasos intelectuales adictos al poder rosista puede
verse en: Jorge MYERS, Orden y virtud. El discurso republicano en el régimen rosista, Bernal, UNQ,
1995.
383
Sobre las actividades culturales en la Librería de Sastre, así como para leer los discursos inaugurales
del Salón Literario, consultar: Félix WEIMBERG, El Salón Literario de 1837 (1958), Buenos Aires,
Hachette, 2ª edición, 1977. Sobre el mundo cultural que pasaba alrededor de las librerías y del mundo
editorial en la época de Rosas, consultar: Emilio BUONOCORE, Libros y bibliófilos durante la época de
Rosas, Córdoba, UNC, 1968; ID., Libreros, editores e impresores de Buenos Aires, Buenos Aires, Bow-
ker Editores, 2ª ed.,1974, pp. 15-35.
384
Juan María Gutiérrez (1809-1878) fue un notable crítico literario, novelista, poeta, polemista, erudito y
bibliófilo, miembro de la generación del ’37. Fue opositor a Rosas y se desempeñó como funcionario,
ministro, constituyente, diputado, Rector de la Universidad de Buenos Aires (1861-1874), Presidente del
Consejo de Instrucción Pública, Jefe del Departamento de Escuelas. Junto con Juan Bautista Alberdi y
Esteban Echeverría fundó el Salón Literario de Marcos Sastre y la Asociación de mayo. Emigró luego del
encumbramiento de Rosas a Montevideo, trasladándose sucesivamente a Europa, Brasil, Chile y Ecuador.
En 1853 forma parte del Congreso Constituyente siendo nombrado por Urquiza como Ministro de Rela-
ciones Exteriores de la Confederación. Fue presidente de la Sociedad Paleontológica, creada por él y Karl
Burmeister en 1866 y fue mentor de Francisco Moreno. Como Rector de la UBA, Gutiérrez creó en el
Departamento de Ciencias Exactas (1865), que luego se convertiría en Facultad. En 1872 impulsó un
proyecto de ley que propugna la autonomía universitaria y la enseñanza superior libre y gratuita, que
recién se concretarían parcialmente con la nacionalización de la UBA en 1881. Sus principales obras
fueron: América poética: Colección escogida de composiciones en verso, escritas por americanos en el
presente siglo, Valparaíso, Imprenta del Mercurio, 1846; Noticias históricas sobre el origen y desarrollo
de la enseñanza pública superior en Buenos Aires..., Buenos Aires, Imprenta del Siglo, 1868; Historia
elemental del continente americano desde su descubrimiento hasta su independencia, Buenos Aires,
Casavalle, 1877; La historia argentina al alcance de los niños, Buenos Aires, Imprenta y Librería de
mayo, 1880; Estudios históricos-literarios, Buenos Aires, Estrada, 1940.

128
de una España decadente e improductiva dominada por el absolutismo y el fanatismo
religioso.
Esta generación, nacida durante los primeros años de la revolución, estaba ya
formada en otras circunstancias y en otras vertientes del pensamiento, como la británica
y francesa, en las que el mundo intelectual español tenía ya poco que aportar.
La visión de una España clerical y reaccionaria, enfrentada por luchas civiles y
antítesis arquetípica del capitalismo moderno, engendraba una condena dura e inapela-
ble de la cultura hispana. Pero, sobre todo, entrañaba la condena de su legado en Améri-
ca, en el que veían los fundamentos de la tiranía, el obscurantismo, el fanatismo, la bar-
barie, la improductividad y la oposición al progreso del Río de la Plata, que
representarían los caudillos y Rosas. De allí que la hispanofobia de esta generación sur-
giera como parte de su ideología de progreso:
“La generación americana lleva inoculados en su sangre los hábitos y tendencias de otra genera-
ción. En su frente se notan, si no el abatimiento del esclavo, las cicatrices recientes de su pasada
esclavitud. Su cuerpo se ha emancipado, pero su inteligencia no. Se diría que la América revolu-
cionaria, libre ya de las garras del león de España, está sujeta aún a la fascinación de sus miradas
y al prestigio de su omnipotencia. [...] Dos legados funestos de la España traban principalmente
el movimiento progresivo de la revolución americana: sus costumbres y su legislación. [...] La
España nos dejó por herencia la rutina, y la rutina no es otra cosa en el orden moral que la abne-
gación del derecho de examen y de elección, es decir, el suicidio de la razón; [...] La España nos
imbuía en el dogma del respeto ciego a la tradición y a la autoridad infalible de ciertas doctrinas;
y la filosofía moderna proclama el dogma de la independencia de la razón y no reconoce otra au-
toridad que la que ella sanciona [...] La España nos enseñaba a ser obedientes y supersticiosos y
la democracia nos quiere sumisos a la ley, religiosos y ciudadanos. La España nos educaba para
vasallos y colonos, y la patria exige de nosotros una ilustración conforme a la dignidad de hom-
bres libres[...] Para destruir estos gérmenes nocivos y emanciparnos completamente de esas tra-
diciones añejas necesitamos una reforma radical en nuestras costumbres; tal será la obra de la
educación y de las leyes.”385

La tesis era que España misma —o mejor dicho, la pervivencia del influjo idio-
sincrático español en América—, era el factor que podía explicar el hecho de que la
revolución no hubiera podido avanzar más allá de la ruptura del lazo colonial. De allí
que la tradición hispánica fuera considerada como la única clave que permitía entender
la instalación y perpetuación de la tiranía “contrarrevolucionaria” de Juan Manuel de
Rosas:
“El gran pensamiento de la revolución no se ha realizado. Somos independientes, pero no libres.
Los brazos de la España no nos oprimen, pero sus tradiciones nos abruman. De las entrañas de la
anarquía nació la contrarrevolución. La idea estacionaria, la idea española, saliendo de su tene-
brosa guarida, levanta de nuevo triunfante su estólida cabeza y lanza anatemas contra el espíritu
reformador y progresivo. [...] La contrarrevolución no es más que la agonía lenta de un siglo ca-
duco, de las tradiciones retrógradas del antiguo régimen, de unas ideas que tuvieron ya completa
vida en la historia.”386

Fue, entonces, en este violento escenario de una nación intuida y prefigurada,


pero que no lograba encontrar un cauce ni una organización política estable y legítima,
en el cual se produjo la cristalización de una ideología anti-tradicionalista, esto es, im-

385
Esteban ECHEVERRÍA, Dogma socialista (1839 y 1846), Bs. As., Hyspamérica, 1988, pp. 145-147.
386
Ibíd., pp. 149-150.

129
pugnadora de la cultura criolla vista como degeneración de una cultura retrógrada de
origen hispano. Esta ideología se presentó, por un lado, como un diagnóstico sociológi-
co de la miseria argentina y, por otro, como un programa de crítica cultural, capaz de
señalar un rumbo cosmopolita para la soñada modernización política y económica.
El recorrido antihispánico de las elites letradas rioplatenses entre mayo y la ge-
neración del ochenta se inicia, entonces, como un recurso político durante la revolución
para adquirir luego, al compás del conflictivo panorama post-revolucionario, el carácter
de una potente e inconformista ideología de progreso. Así, desde que en el segundo ter-
cio del siglo XIX los máximos exponentes de la generación del ’37 se lanzaron a desci-
frar los enigmas de la sociabilidad argentina poniendo especial interés en interpretar
libremente el pasado, España fue identificada, sin mayores matices ni miramientos, co-
mo la Europa feudal, pobre, encerrada sobre sí misma, clerical, anticientífica e irracio-
nal387.
Esta Europa atrasada e inmóvil habría impreso un carácter casi indeleble a la
cultura bárbara del Río de la Plata, degradada por la guerra endémica, por las determi-
naciones de sus inconmensurables espacios vacíos y por los vicios del gobierno autocrá-
tico e inorgánico de los caudillos. Esta mácula cultural, sería la causa profunda de los
devaneos tortuosos de la frustrada experiencia argentina y, por lo tanto, el principal obs-
táculo a remover para instalar a las pampas en el decurso de la historia.
La tarea de construir un estado y una sociedad modernos —labor que se autoad-
judicaron estos intelectuales— implicaba, entonces, nutrirse de las ideas progresivas
que florecían en Europa y conectarse con ese mundo intelectual y cultural ajeno por
completo a la realidad española. Esta ruptura programática con la tradición hispana era
vista como una necesidad para el progreso y para superar la fragmentación y la degrada-
ción de la política y la sociedad rioplatense.
De este modo, las elites no hicieron sino perseverar en la tendencia que se había
ido impuesto desde 1810 y volver la vista hacia los modelos culturales, intelectuales y
políticos alternativos de la Europa moderna, es decir, los que ofrecían Francia e Inglate-

387
A mediados del siglo XX, Félix Weimberg, relativizaba el “presunto antiespañolismo” de la genera-
ción del ’37, intentando derivar íntegramente la crítica de estos intelectuales a la pervivencia “colonial”
de España en América, salvando así al complejo y heterogéneo mundo cultural e intelectual español de
ser el verdadero blanco de la crítica de Alberdi, Sarmiento, Gutiérrez o Echeverría. Esta interpretación,
evidentemente forzada, necesitaba introducir un equilibrio argumental que rescatara una posición más
ecuánime para con España y que no destruyera, en el interín, la autoridad de estos referentes del pensa-
miento argentino. De allí que Weimberg debiera acudir al tópico del afiebramiento juvenil o al de la
proximidad de los eventos revolucionarios para intentar justificar estos supuestos deslices y esta intempe-
rancias: “Haciendo abstracción de minucias y desechando las injustas y enfáticas hipérboles vertidas con
más apresuramiento que intención, se puede convenir que para aquel movimiento generacional de 1837
—que se proponía nada menos que consolidar las bases de una auténtica singularidad nacional— lo his-
pano (como síntesis y encarnación de lo español colonialista) —el error residió en la impetuosa generali-
zación— era entre nosotros supervivencia del pasado que había que superar y era símbolo de estanca-
miento si no de franca regresión.”. De esta forma Weimberg intentaba disociar la crítica pertinente del
hispanismo criollista como degeneración retardataria, del hispanismo auténticamente español como
herencia cultural indiscutible; y la crítica de aquel, de la integridad “argentina” y patriótica de estos pró-
ceres liberales (Félix WEIMBERG, El Salón Literario de 1837, Buenos Aires, Hachette, 2ª edición, 1977,
pp. 66-72).

130
rra e incluso, más tardíamente, Estados Unidos, buscando encontrar en ellos ideas, inter-
locutores y experiencias capaces de apuntalar un proyecto transformador que ahondaba
el extrañamiento cultural con la antigua metrópoli y acentuaba la hostilidad para con la
tradición hispánica.
No casualmente la necesaria ruptura de aquellos lazos que habían sobrevivido a
la revolución, era pensada como tendencialmente radical, e incluía el proyecto de favo-
recer la disolución del vínculo literario e idiomático que unía ambos mundos. Juan Ma-
ría Gutiérrez lo expresaba con total claridad y crudeza:
“Nula, pues, la ciencia y la literatura española, debemos nosotros divorciarnos completamente de
ellas, emanciparnos a este respecto de las tradiciones peninsulares, como supimos hacerlo en po-
lítico, cuando nos proclamamos libres. Quedamos aún ligados por el vínculo fuerte y estrecho
del idioma; pero éste debe aflojarse de día a día, a medida que vayamos entrando en el movi-
miento intelectual de los pueblos adelantados de Europa. Para esto es necesario que nos familia-
ricemos con los idiomas extranjeros, y hagamos constante estudio de aclimatar al nuestro cuanto
en aquellos se produzca de bueno, interesante y bello.”388

Años más tarde, Sarmiento, desde posiciones similares, reafirmó la relevancia de


la cuestión idiomática, pero no para propiciar un abandono del castellano, sino para re-
afirmar sus peculiaridades americanas y rechazar la tutela española sobre su desarrollo.
Estaba claro, para Sarmiento, que ninguna nación americana podía esperar nada de Es-
paña a la hora de apuntalar su ciencia y su pensamiento por lo que, lo inexistente de las
relaciones intelectuales entre ambos mundos, era benéfico antes que perjudicial. Este
diagnóstico era el que le permitía abogar por la perpetuación de este desencuentro, que
debía permanecer, tanto para tranquilidad de unos, como para el interés de otros:
“...una noche hablábamos de ortografía con Ventura de la Vega i otros, y la sonrisa del desdén
andaba de boca en boca rizando las extremidades de los labios. ¡Pobres diablos de criollos, pare-
cían disimular, quién los mete a ellos en cosas tan académicas! I como yo pusiese en juego bate-
rías de grueso calibre para defender nuestras posiciones universitarias, alguien me hizo observar
que, dado caso que tuviésemos razón, aquella desviación de la ortografía usual establecería una
separación, embarazosa, entre la España i sus colonias. Éste no es un grave inconveniente, repu-
se yo, con la mayor compostura i suavidad; como allá no leemos libros españoles; como Uds. No
tienen autores, ni escritores, ni sabios, ni economistas, ni políticos, ni historiadores, ni cosa que
valga; como Uds. aquí i nosotros allá traducimos, nos es absolutamente indiferente que Uds. Es-
criban de un modo lo traducido i nosotros de otro.” 389

Esta ideología, punto de llegada de una serie de procesos de diversa índole, ad-
quirió forma definitiva en el duro clima del exilio, pero no perdió nervio una vez que la
situación cambiara tras el desenlace de la batalla de Caseros.
El derrocamiento de Rosas —el mayor obstáculo para la organización institucio-
nal del país y la fundación de un auténtico Estado-Nación en el Río de la Plata— en
1852; la promulgación de la Constitución de 1853; la resolución de la secesión de Bue-
nos Aires en 1862 y el definitivo encumbramiento de la generación del ’37, dio paso a

388
Juan María GUTIÉRREZ, “Fisonomía del saber español: cuál deba ser entre nosotros” (Discurso pro-
nunciado en sesión del Salón Literario, Buenos Aires, 1837), en: Félix WEIMBERG, El Salón Literario de
1837, Op.cit., p. 153-154.
389
Domingo Faustino SARMIENTO, Viajes en Europa, África y América 1845-1847 y Diario de Gastos
(Ed. Crítica coordinada por Javier Fernández), FCE, Buenos Aires, 1993, p. 128.

131
la construcción del Estado-Nación bajo las presidencias de Bartolomé Mitre, Domingo
Faustino Sarmiento y Nicolás Avellaneda390.
Este sinuoso proceso se cerró en 1880 con la derrota de Buenos Aires en su en-
frentamiento con las fuerzas federales, la definitiva capitalización y federalización de la
ciudad-puerto, la pacificación definitiva del país y la plena inserción de Argentina en el
mercado mundial como abastecedor de carnes y cereales en una alianza económica es-
tratégica con Gran Bretaña.
Durante este período se acometió la resolución de una asignatura pendiente, tal
como era la normalización de las relaciones diplomáticas con España, las cuales habían
recorrido el camino que va de la alta conflictividad inicial a la lisa y llana inexistencia.
Restaurado Fernando VII en el trono español, la política de la corona respecto de
los movimientos juntistas coloniales y la guerra que se libraba en América oscilaría en-
tre los gestos de reconciliación, las propuestas de negociación y el intento de retomar
militarmente su soberanía sobre las tierras del Nuevo Mundo. Pese a que España siem-
pre manifestó interés por recuperar los territorios “argentinos”, las dificultades logísti-
cas hicieron que el Río de la Plata fuera puesto en un segundo orden de prioridad res-
pecto de otros antiguos dominios. Así, la expedición del general Morillo, originalmente
destinada a Buenos Aires, fue desviada a Nueva Granada y el proyecto de expedición
armada de 1817, abandonado debido a su elevado costo y a la existencia de desacuerdos
en el gobierno español.
En todo caso, la política dual y los planes de reconquista de Fernando VII fueron
respondidos por el gobierno revolucionario con una campaña diplomática en Europa
para neutralizar los planes españoles y obtener reconocimiento externo391; con la decla-
ración formal de independencia por parte de las Provincias Unidas del Río de la Plata el
9 de julio de 1816; con una agresiva campaña naval de corsarios contra España y con el
apoyo a la estrategia de liberación continental de José de San Martín.
Cuando el poder de Fernando VII se vio recortado por el levantamiento liberal
de Riego, la Junta Provisional licenció la expedición que finalmente se había organizado
para reconquistar el Río de la Plata392 y realizó un llamamiento a los americanos para

390
Para comprender el complejo y conflictivo proceso de construcción del Estado Argentino desde una
óptica más abarcadora y alejada del simple relato de la coyuntura política debe recurrirse a: Oscar
OSZLAK, La formación del Estado Argentino. Orden, progreso y organización nacional, Op.cit..
391
La misión diplomática, formada por Manuel Belgrano y Bernardino Rivadavia se aseguró de que In-
glaterra impidiera cualquier intervención portuguesa desde Brasil y partió hacia España para prevenir las
acciones contra Buenos Aires. En Europa, esta legación se encontró con Mariano de Sarratea, que había
sido enviado previamente para intentar un acuerdo con Carlos IV, exiliado en Roma, para la eventual
coronación de su hijo Francisco de Paula en un futuro Reino Unido del Río de la Plata. Finalmente, las
líneas diplomáticas variaron hacia la hipótesis de un reino unificado argentino-chileno independiente de
España con un monarca Borbón. Esta idea fue rechazada por el gobierno español, quien descartaba cual-
quier cesión formal de soberanía por parte de Fernando VII. Finalmente, ni Sarratea ni Rivadavia lograron
ningún avance respecto del reconocimiento, ni lograron gesto de reconciliación alguno con los Borbones.
392
Acerca de las expediciones españolas al Plata, puede consultarse: José M. MARILUZ URQUIJO, Los
proyectos españoles para reconquistar el Río de la Plata, 1820-1835, Buenos Aires, 1958 y Edmundo A.
HEREDIA, Planes españoles para reconquistar Hispano-América, 1810-1818, Buenos Aires, EudeBA,
1975.

132
jurar la Constitución liberal de 1812, para enviar representantes y recomponer la unidad
con España.
En este contexto fueron enviados comisionados a Buenos Aires en 1820, Tomás
Comyn, Manuel Herrera y Manuel M. Mateo, cuya misión fracasaría incluso antes de
comenzar por la interferencia portuguesa y la propia situación convulsa del país en no-
viembre de 1820393. En 1822 fueron enviado nuevos comisionados españoles, quienes
fueron recibidos el 24 de mayo de 1823 por el ministro Rivadavia en un clima público
de hostilidad hacia España y sus delegados. Rivadavia impondría, entonces, una doctri-
na que perduraría gran parte del siglo XIX, según la cual las Provincias Unidas se nega-
rían a celebrar tratos internacionales con España de no existir una previa cesación de la
guerra y un reconocimiento de la independencia de todos los estados americanos.
Finalmente, el 4 de julio fue firmada una convención preliminar, en la que se
acordaba un próximo cese de hostilidades, la reanudación del comercio y la negociación
de un tratado definitivo de paz y amistad. La Junta de Representantes debatió este pre-
acuerdo y lo condicionó al previo concierto con los demás países americanos, para lo
cual Rivadavia comisionó a Gregorio Las Heras para viajar al Perú, recabando apoyo
previo en las provincias del interior394. Si bien el proyecto fue aprobado, a pesar de la
oposición que suscitó la reparación monetaria que exigía España, el fracaso de Las
Heras en sus conversaciones con el negociador español Baldomero Espartero395 la caída
del gobierno liberal y el retorno del absolutismo hizo que se quebrara el intento de re-
componer relaciones, retornando la postura “soberanista” de Fernando VII.
Nuevamente, la monarquía española adoptó una política dual de amenaza arma-
da y de moderación diplomática para equilibrar sus relaciones con otras potencias euro-
peas —en especial con Gran Bretaña— y para consolidar el frente interno y la posición
de sus partidarios. Dicha postura, si bien nunca pudo materializarse en acciones hostiles,
condicionaría, desde el lado peninsular, la prolongación del statu quo en las relaciones
entre España y el Río de la Plata:
“Fernando VII se negó al reconocimiento del Río de la Plata pues veía el proceso separatista na-
cido en Buenos Aires como una injuria a su dignidad real. Su insistencia en la vía de las armas

393
Roberto O. FRABOSCHI, La Comisión Regia española al Río de la Plata 1820-1821, Buenos Aires,
Publicaciones del Instituto de Investigaciones Históricas, Facultad de Filosofía y Letras, UBA, Editorial
Peuser, 1945
394
Armando ALONSO PIÑEIRO, Las Heras, Espartero y la paz con España, Buenos Aires, Editorial Obe-
ron, 1957, pp. 26-59.
395
Baldomero Espartero, en realidad Joaquín Fernández Álvarez Espartero (1793-1879), fue destinado
originalmente a seguir una carrera religiosa, pero se alistó como voluntario al inicio de la ocupación napo-
leónica. En 1815, una vez liberada España y restaurado Fernando VII formó parte de la expedición del
General Morillo para reconquistar Nueva Granada. Espartero ascendió en América del grado inicial de de
teniente al de general de brigada y permaneció en Perú hasta 1824. Ya en España se plegó al bando rebel-
de durante la primera guerra carlista. Fue comandante general de Vizcaya en 1834 y en 1836 fue designa-
do jefe del Ejército del Norte. Su triunfo en la batalla de Luchana, le dio acceso al título de conde y su
desempeño posterior a dos ducados. En 1839 firmó junto con el general carlista —y comandante español
en la batalla de Chacabuco— Rafael Maroto (1783-1853) el Convenio de Vergara. En julio de 1840, tras
la revolución catalana y la renuncia de María Cristina, asumió la regencia de España hasta 1843. En julio
de 1854, Isabel II lo designó presidente del Consejo de Ministros, cargo en el que se mantendría hasta
1856, cuando sería sucedido por el general Leopoldo O'Donnell Jornis (1809-1867).

133
provocó la reacción negativa de Gran Bretaña, en tanto el Río de la Plata negociaba sólo sobre la
base de la independencia. No hubo un plan efectivo para reconquistar el Rio de la Plata luego de
1823; puede decirse que esta área se perdió definitivamente cuando la expedición de Cádiz fue
abortada por la revolución liberal de Riego de 1820. En síntesis, la política de Fernando VII
hacia el Río de la Plata fue de no compromiso, y quizá pudo haber actuado con más rapidez y
con menos duplicidad o ambigüedad, pero la facción ultrarrealista no habría aprobado ningún
compromiso del rey con las ex colonias. Este factor llevó al monarca español a no tener espacio
para innovar en su política respecto de la región rioplatense. Hasta después de la muerte de Fer-
nando VII el gobierno español no tomó medidas a favor del reconocimiento del Río de la Plata:
el 4 de diciembre de 1836 las Cortes españolas votaron unánimemente en pro del mismo.”396

Pese a estas iniciativas y debido a la crisis política española y al escenario políti-


co argentino, no hubo mayor actividad diplomática entre ambas naciones, hasta que la
caída de Rosas abrió un nuevo panorama político. La manifestación casi inmediata del
conflicto entre el Estado de Buenos Aires y la Confederación Argentina y la reanuda-
ción de las luchas civiles, hizo que el terreno diplomático —y en especial las relaciones
con España— fuera definido como uno de los más importantes para ambos bandos.
Paradójicamente, el hispanófobo Juan Bautista Alberdi —quien como ministro
plenipotenciario del gobierno de la Confederación lograra impedir que Gran Bretaña y
Francia reconocieran a Buenos Aires— fue encargado de negociar urgentemente un
tratado con España por el cual se reconociera la independencia argentina a través de un
documento que legitimara a la Confederación como el verdadero y legítimo gobierno
nacional, desautorizando así al Estado de Buenos Aires. Alberdi entregó al gobierno
español su Memorándum sobre el estado político de cosas de la República Argentina
con respecto a España, y sobre los medios de regularizar y estrechar las relaciones de
amistad, de comercio y de navegación entre ambos países, base del acuerdo definitivo
firmado el 29-IV-1857. Según la letra del acuerdo, España “renunciaba” a su soberanía
territorial, comprometiéndose el gobierno confederal a reintegrar a la antigua metrópoli
las “deudas” provocadas por las expropiaciones revolucionarias. Alberdi fue reconveni-
do por su gobierno por el contenido de lo pactado en orden a la nacionalidad y al pago
de esa supuesta deuda, con lo que el representante volvió a Madrid en 1859. Finalmente
se llegó a un acuerdo para lograr las modificaciones que le eran exigidas firmándose el
tratado definitivo en julio de 1859. El tratado fue aprobado por la reina Isabel II y ratifi-
cado parlamentariamente por ambos países, quedando vigente desde 1860397.
Unificada la nación luego de la reincorporación definitiva de Buenos Aires al
país en 1862, el gobierno del presidente Bartolomé Mitre negoció con España ciertas
modificaciones al tratado de 1859, relacionadas con la fijación de la nacionalidad y la
posibilidad de recuperar la española para quienes hubieran adoptado la argentina. Entre

396
Andrés CISNEROS y Carlos ESCUDÉ (dirs.), Historia General de las relaciones exteriores de la Repú-
blica Argentina 1806-1989 [en línea], Primera Parte: Las Relaciones Exteriores de la Argentina embrio-
naria (1806-1881), Tomo II: Desde los orígenes hasta el reconocimiento de la independencia formal,
Cap. V, http://www.argentina-rree.com/index2.htm [Consultado: 30-VI-2002].
397
Las complejas vicisitudes de las negociaciones hispano-rioplatenses entre 1852 y 1862, así como los
pormenores políticos, jurídicos y diplomáticos de misión de Juan Bautista Alberdi —y una defensa de su
polémico desempeño— han sido estudiadas en: Isidoro RUIZ MORENO, Relaciones hispano-argentinas.
De la guerra a los tratados, Buenos Aires, 1981.

134
1863 y 1864 la enmienda al tratado fue ratificado y Argentina permitió la instalación de
Carlos Creus, el primer ministro español en el país.
Cincuenta y cuatro años después de que la independencia del Río de la Plata fue-
ra consumada, y cuarenta y ocho luego que fuera declarada formalmente, España nor-
malizaba definitivamente relaciones con la República Argentina, unificada bajo la
Constitución de 1853 y en vías de una plena organización institucional.
Sin embargo, el restañamiento de las heridas que conllevó la recomposición de
relaciones diplomáticas, no supuso en modo alguno una revisión de las antiguas convic-
ciones hispanófobas de la elite intelectual.
En los años ’70 la Real Academia Española (RAE), en consonancia con su
programa de creación de Academias correspondientes aprobado en noviembre de 1870,
ofreció a un buen número de personalidades argentinas su incorporación como miem-
bros correspondientes. En aquella ocasión, aceptaron sus diplomas Bartolomé Mitre,
Vicente Fidel López, Ángel Justiniano Carranza, Luis Domínguez, Carlos Guido Spano,
Vicente G. Quesada, Pastor Obligado, Ernesto Quesada, Carlos María Ocantos398. Tam-
bién formó parte del grupo Juan Bautista Alberdi, a pesar de haber formulado en el pa-
sado ciertos reparos acerca de la naturaleza de la iniciativa española y de preguntarse si
esto podía constituir un intento de recolonización literaria399.
Juan María Gutiérrez, sin embargo, rechazó públicamente el ofrecimiento a tra-
vés de un argumento muy interesante y ajustado —que aún hoy mantiene toda su vali-
dez—; cuyos fundamentos relacionados con la historia, con el desarrollo socio-
demográfico y cultural, y con la evolución de las tradiciones intelectuales rioplatenses,
son sumamente pertinentes. Las afirmaciones de Gutiérrez, alejadas ya de las tentacio-
nes de sustitución artificial del idioma, lograban exponer satisfactoriamente las diferen-
cias existentes entre España y Argentina en lo que a “política idiomática”, a la diferente
concepción y función de la lengua, se refiere; defendiendo el régimen rioplatense del
castellano de cualquier pretensión de reducirlo a la norma española. La cuestión subya-
cente era de capital importancia, ya que siendo el idioma, entre otras cosas, el vehículo
de unas ideas que era necesario incorporar y producir para el desarrollo del país, este
instrumento debía ajustarse a la realidad y necesidades locales y no responder a ninguna
ortodoxia ajena y sospechosa de inercia y de reacción:
“Aquí, en esta parte de América, pobladas primitivamente por españoles, todos sus habitantes,
nacionales, cultivamos la lengua heredada, pues en ella nos expresamos, y de ella nos valemos
para comunicarnos nuestras ideas y sentimientos; pero no podemos aspirar a fijar su pureza y
elegancia por razones que nacen del estado social que nos ha deparado la emancipación política
de la antigua metrópoli. Desde principios de siglo, la forma de gobierno que nos hemos dado,
abrió de par en par las puertas del país a las influencias de la Europa entera, y desde entonces, las
lenguas extranjeras, las ideas y costumbres que ellas representan y traen consigo, han tomado
carta de ciudadanía entre nosotros. Las reacciones suelen ser injustas, y no sé si en Buenos Aires
lo hemos sido, adoptando para el cultivo de las ciencias y para satisfacer el anhelo por ilustrarse
que distingue a sus hijos, los libros y modelos ingleses y franceses, particularmente estos últi-

398
Pedro Luis BARCIA, “Brevísima historia de la Academia Argentina de Letras” [en línea], en: Universia
Argentina. El portal de las Universidades, http://www.universia.com.ar/contenidos/pdfs/academia.pdf,
[Consultado: 10-VII-2002].
399
Ibídem.

135
mos. El resultado de este comercio se presume fácilmente. Ha mezclado, puede decirse, las len-
guas, como ha mezclado las razas. Los ojos azules, las mejillas blancas y rozadas, el cabello ru-
bio, propios de las cabezas del norte de Europa, se observan confundidos en nuestra población
con los ojos negros, el cabello de ébano y la tez morena de los descendientes de la parte meridio-
nal de España. Estas diferencias de constitución física, lejos de alterar la unidad del sentimiento
patrio, parece que, por leyes generosas de la naturaleza que a las orillas del Plata se cumplen, es-
trechan más y más los vínculos de la fraternidad humana, y dan por resultado una raza privile-
giada por la sangre y la inteligencia, según demuestra la experiencia a los observadores despre-
ocupados. Este fenómeno... se manifiesta igualmente, a su manera, con respecto a los idiomas.
En las calles de Buenos Aires resuenan los acentos de todos los dialectos italianos, a par del cata-
lán..., del gallego..., del francés del norte y del mediodía, del galense, del inglés de todos los
condados, etc., y estos diferentes sonidos y modos de expresión cosmopolitizan nuestro oído y
nos inhabilitan para intentar siquiera la inamovilidad de la lengua nacional en que se escriben
nuestros numerosos periódicos, se dictan y discuten nuestras leyes, y es vehículo para comuni-
carnos unos con otros los porteños. [...] El espíritu cosmopolita, universal, de que he hablado, no
tiene excepciones entre nosotros. Son bienvenidos al Río de la Plata los hombres y los libros de
España, y está en nuestro inmediato interés ver alzarse el nivel intelectual y social en la patria de
nuestros mayores... [...] Podría decirme V. S. Que todo cuanto con franqueza acabo de expresar-
le, prueba la urgencia que hay en levantar un dique a las invasiones extranjeras en los dominios
de nuestra habla. Pero en ese caso yo replicaría a V. S. Con algunas interrogaciones: —¿Estará
en nuestro interés crear obstáculos a una avenida que pone tal vez en peligro la gramática, pero
puede ser fecunda para el pensamiento libre? [...] ¿Qué interés verdaderamente serio podemos
tener los americanos en fijar, en inmovilizar al agente de nuestras ideas, al cooperador en nuestro
discurso y raciocinio?” 400

Estaba claro que para la elite intelectual y dirigente de la Argentina, una cosa era
normalizar relaciones diplomáticas y comerciales con España y otras muy distintas,
apartar al país de su orientación intelectual cosmopolita, obligándolo a asumir el legado
cultural e intelectual español contra el cual había luchado durante más de cinco décadas.

1.3.- Los diferentes contextos de la reconciliación intelectual hispano-


argentina
El período oligárquico 1880-1916 transformó completamente al país que, como
exportador de productos agropecuarios y gracias a la renta diferencial de la tierra pam-
peana experimentó un crecimiento económico de magnitudes inéditas en el mundo ibe-
roamericano401. En el plano cultural e intelectual la política liberal de construcción del
estado y el progresismo ideológico y social —no así político402— que adoptó la elite
gobernante como orientación de su proyecto, implicó una vinculación más estrecha del
campo cultural e intelectual argentino al “europeo”. Nada interesante ni funcional al
proyecto liberal se veía, aún, en España.

400
Juan María GUTIÉRREZ, Carta a D. Aureliano Fernández-Guerra y Orbe, secretario de la Academia
Española, Buenos Aires, 30-XII-1875, en: Beatriz SARLO (ed.) La literatura de Mayo y otras páginas
críticas, Buenos Aires, CEDAL, 1979. Puede consultarse un versión electrónica en: Juan María
GUTIÉRREZ, Estudios históricos-literarios [en línea], en: en: Proyecto Ameghino. Los orígenes de la cien-
cia argentina en Internet [en línea], Dir.: Leonardo Moledo, IEC, Universidad Nacional de Quilmes,
http://www.argiropolis.com.ar/ameghino/marco.htm.
401
Para obtener un panorama ilustrativo de este fenómeno sigue siendo útil recurrir a: Roberto CORTÉS
CONDE, El progreso argentino 1880-1914, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1979.
402
La estructura política del régimen conservador ha sido expuesta en: Natalio R. BOTANA, El orden
conservador. La política argentina entre 1880 y 1916, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1977.

136
En los años ’80 y ’90, la ideología renovadora y “europeizante” de la elite argen-
tina —apuntalada por la hegemonía filosófica del positivismo cientificista— tomaría
aún más impulso para alcanzar el status de un verdadero programa de acción política en
el área socio-cultural403. Educación laica, registro estatal de las personas y matrimonio
civil serían aspectos paradigmáticos de una intervención estatal enérgica destinada a
secularizar las relaciones entre los individuos, el Estado y la sociedad, desplazando la
influencia decisiva que el catolicismo, por herencia hispánica, mantenía en el país404.
Por parte española, la restauración de la dinastía borbónica en 1874 trajo una
orientación global de tono más europeísta en la diplomacia peninsular, aunque las rela-
ciones con Argentina evolucionaran por el aumento de los intercambios comerciales y
el arribo constante de inmigrantes. En los años ’80 se verificó un mutuo acercamiento
diplomático, cuyos hitos fueron el tratado de extradición de 1881 y la decisión —
finalmente no concretada— de abrir una legación argentina al frente de la cual se nom-
bró a Roque Sánez Peña, por entonces subsecretario del Ministerio de Relaciones Exte-
riores, como ministro plenipotenciario. Los liberales Segismundo Moret y Prender-
gast405 y Antonio Aguilar Correa, Marqués de la Vega de Armijo (1824-1908)
impulsaron una política de aproximación a las naciones hispanoamericanas, en la que se
privilegió a la Argentina. Durante este período se renovaron los consulados españoles,
se abrió el Banco Español del Río de la Plata (1886), se creó la Cámara Oficial de Co-
mercio Española de Buenos Aires (1887) y se fundó una sociedad hispano-argentina
protectora de los inmigrantes españoles (1889).
Testimonio de aquellas iniciativas españolas por fortalecer las relaciones comer-
ciales fue el proyecto de fundar una compañía naviera hispano-argentina para el trans-
porte de inmigrantes españoles al Plata. Moisés Llordén Miñambres ha analizado la
interesante correspondencia que, por entonces, mantuvieron Carlos Pellegrini (1846-
1906) —en ese momento Ministro de Marina y Vicepresidente de la Nación— y Segis-
mundo Moret en la que éste último sugería la celebración de un tratado comercial y el
establecimiento de aquella línea marítima. La propuesta de Moret de un acuerdo espe-
cial que regulara el comercio internacional argentino y la subvención estatal de la em-

403
Sobre el Positivismo en Argentina, consultar: Ricaurte SOLER, El Positivismo argentino, Buenos Ai-
res, Piados, 1968; Oscar TERÁN, Positivismo y Nación en la Argentina, Buenos Aires, Puntosur, 1987;
Hugo BIAGINI (ed.), El movimiento positivista argentino, Buenos Aires, Editorial de Belgrano, 1985
404
Tulio HALPERÍN DONGHI, “1880: un nuevo clima de ideas”, en: Tulio HALPERÍN DONGHI, El espejo
de la historia, Op.cit., pp. 239-252.
405
Segismundo Moret y Prendergast (1833-1913) fue un notable abogado y político liberal gaditano ob-
tuvo en 1858 la cátedra de Instituciones de Hacienda en la Universidad Central de Madrid (UCM) aunque
fue separado de la misma por oponerse al Decreto de Manuel Orovio y Echagüe (1817-1883). En 1876
fue cofundador de la Institución Libre de Enseñanza, junto a Francisco Giner de los Ríos (1839-1915),
Nicolás Salmerón (1838-1908), Joaquín Costa y otros profesores universitarios. En 1863 fue elegido
diputado y en 1870 fue designado ministro de Ultramar del General Juan Prim y Prats (1814-1870). Bajo
el corto reinado de Amadeo I fue Ministro interino de Hacienda y luego embajador en Londres. En 1875
fundó el Partido Democrático-Monárquico, desempeñándose como Ministro de Estado bajo el gobierno
de Sagasta entre 1885 y 1888, y Ministro de Gobernación bajo el gobierno del asturiano José Posada
Herrera (1815-1885). Entre 1905 y 1906, y en 1909, fue Presidente del Gobierno. Tras el asesinato de
Canalejas, el Conde de Romanones lo nombró Presidente del Congreso, cargo que desempeñó hasta su
muerte.

137
presa naval, no fueron aceptadas por Pellegrini, que explicaba a su interlocutor español
la tesis argentina del libre comercio y el rechazo que tuvo por parte del Congreso una
iniciativa similar respecto del sostenimiento público de una empresa de transporte nor-
teamericana. Pellegrini veía con agrado la posibilidad de ampliar el comercio y desarro-
llar la inmigración española, pero pensaba que esos efectos positivos podían lograrse
bien espontáneamente, bien por una acción exclusivamente española, a través de hacer
más competitivas sus empresas, de “defender” sus líneas navieras y de facilitar la emi-
gración de sus conciudadanos a Argentina. De esa forma, la implantación de una gran
colonia española, fomentaría el comercio entre España y Argentina ya que el inmigrante
demandaría productos originarios de su país, creando un mercado “argentino” para
ellos406.
La clarividencia de aquella correspondencia respecto del posible futuro de las re-
laciones entre ambos países —que podría ser juzgada como temeraria atendiéndose a la
realidad comercial y migratoria del momento—, tuvo también su correlato en el plano
ideológico, al anticipar buena parte de los argumentos hispanistas que se propagarían
avanzados los años ’90 y en la primera década del siglo XX. Estos argumentos, si bien
no eran novedosos en general, eran puestos en juego en una época sin duda temprana,
para justificar la necesidad de una mayor relación entre ambos países y para justificar la
utilidad de un transplante demográfico español en el Río de la Plata:
“Bajo el punto de vista político y distinto del comercial paréceme también que habría ventaja en
contrarrestar la influencia creciente de la colonia italiana y de los demás intereses extranjeros
con los del grupo español y la colonia española en el Plata, porque de este balance de fuerza sólo
podría resultar bien y provechoso para la República Argentina… En esta política tiene además
España vivísimo interés pues, la experiencia nos enseña que si la raza latina no se agrupa y si to-
dos nosotros no nos defendemos con energía apoyándonos unos en otros, la raza sajona acabará
por ser dueña de América y nuestra hermosa civilización tendrá un ocaso como lo tuvo de la
Roma y la de Grecia”407

Pese a este interesante diálogo, el escaso interés de las autoridades argentinas


por las propuestas españolas de acercamiento entre ambos países, fue un freno para un
mayor avance en la relación bilateral y un obstáculo para cualquier proyecto multilate-
ral, como el que pretendía consumar España alrededor de un futuro y eventual congreso
hispanoamericano, en oposición a la política panamericanista estadounidense.
El cambio de gobierno español y los sucesos políticos y la crisis de los ’90 en
Argentina provocó que las relaciones hispano-argentinas quedaran reducidas a lo que se
dio en llamar una “política de gestos”, coherente con las directrices de la política exte-
rior española interesada prioritariamente en Europa, Cuba y el norte de Africa, y de la
Argentina, centrada en sus relaciones con Gran Bretaña y Francia, pero también con
Alemania y Estados Unidos.

406
Moisés LLORDÉN MIÑAMBRES, “Inversiones frustradas: empresas navieras para el tráfico hispano-
argentino” (inédito), Ponencia presentada en: VI Encuentros Americanos, Fundación Sánchez Albornoz,
La Granda, Asturias, 2001.
407
Carta de Segismundo Moret a Carlos Pellegrini, citado en: Moisés LLORDÉN MIÑAMBRES, “Inversio-
nes frustradas: empresas navieras para el tráfico hispano-argentino” (inédito), Ponencia presentada en: VI
Encuentros Americanos, Fundación Sánchez Albornoz, La Granda, Asturias, 2001.

138
Ejemplo de esta gestualidad fueron la recepción oficial y popular dada en Barce-
lona a la Fragata Presidente Sarmiento el 16 de marzo de 1900, la supresión del canto de
ciertas estrofas del himno por decreto del 30 de marzo de 1900 y la respuesta de la Re-
ina de España de ponerse de pié en el Teatro Real cuando éste fue ejecutado408.
El himno argentino, compuesto durante la época revolucionaria como marcha
patriótica y adoptado como canción patria por la Asamblea del año XIII409, fue uno de
los temas de mayor conflicto entre la colonia española y su nuevo país de residencia
debido a la virulencia de sus estrofas antiespañolas y al celo con que se las entonaba.
En 1893, el periódico El Correo Español, cuyo propietario era el asturiano Ra-
fael Calzada y su director el periodista López Benedito, impulsó una campaña para soli-
citar la reforma del himno nacional. Las tratativas de la comisión de notables de la co-
lectividad obtuvo que el entonces Ministro del Interior, Lucio V. López, nieto del
compositor de la pieza e hijo del historiador Vicente Fidel López, dispusiera que se can-
tara en actos públicos sólo la última estrofa. Esta decisión, informada por la prensa y
parcialmente desmentida por el ministro, provocó reacciones patrióticas en el sector
estudiantil y en la opinión pública que hallaron eco en el Congreso, con lo que la inicia-
tiva —justificada por razones diplomáticas y por la necesidad de adecuarse a la altura
de los tiempos— quedó trunca. Sin embargo, la costumbre de cantar el himno en las
funciones teatrales multiplicó los incidentes entre el público y las compañías dramáticas
españolas que recorrían el país y mostraban su rechazo a la letra oficial, modificándola
burlonamente, cercenándola o negándose a mostrar respeto hacia ella410.
Siete años después de aquella iniciativa del círculo republicano de Calzada —
considerada inoportuna por los diplomáticos españoles— y después de periódicos rebro-
tes de la cuestión en 1896 y 1898, el 30 de marzo de 1900 durante la segunda presiden-
cia de Julio Argentino Roca, se decretó la reglamentación del canto del himno nacional,
en la que se disponía que sólo se entonaran la primera y la última cuarteta, y el coro,
aunque sin modificar el texto original y oficial.
Ahora bien, más allá de estas significativas anécdotas debe tener en cuenta el
panorama general de las relaciones entre ambos países. En la coyuntura finisecular, Es-
paña y Argentina se hallaban inmersas en climas inversos. Mientras en la primera se
tomaba consciencia de la decadencia, en la segunda existía un ambiente de euforia y

408
Daniel RIVADULLA BARRIENTOS, La “amistad irreconciliable. España y Argentina, 1900-1914, Op.cit.,
pp. 229-230.
409
Sobre el himno pueden consultarse: Antonio DELLEPIANE, El Himno Nacional Argentino. Estudio
histórico-crítico, Bs.As., Imprenta Rodríguez Giles, 1927; Mariano G. BOSCH, El Himno Nacional (La
canción nacional) no fue compuesta en 1813 ni por orden de la Asamblea, Bs.As., El Ateneo, 1937; Darío
CORVALÁN MENDILAHARSU, Los símbolos patrios: Bandera-Escudo-Himno Nacional, Bs.As., Imprenta
de la Universidad, 1944; Luis CÁNEPA, Historia de los símbolos nacionales argentinos, Bs. As., Albatros;
y Esteban BUCH, O juremos con gloria morir. Historia de una épica de Estado, Bs.As., Sudamericana,
1994. Desde las disposiciones de Roca, sólo se cantan las secciones destacadas en negrita.
410
Sobre el asunto puede consultarse: Lilia Ana BERTONI, Patriotas, cosmopolitas y nacionalistas. La
construcción de la nacionalidad argentina a fines del siglo XIX, Buenos Aires, FCE, 2001, pp. 180-184;
y Rafael SÁNCHEZ MANTERO, José Manuel MACARRO VERA y Leandro ÁLVAREZ REY, La imagen de
España en América 1898-1931, Sevilla, Publicaciones de la Escuela de Estudios Hispano-Americanos de
Sevilla, 1994, pp. 86-89.

139
optimismo por el desarrollo del país. Sin embargo y pese a todo esto y a la diferente
orientación de sus prioridades diplomáticas, existía un espacio de confluencia importan-
te entre ambos universos políticos, culturales e intelectuales que trascendía lo aparotoso
de la “política de gestos”.
En el contexto bilateral del período que va entre mediados del ’90 y el Centena-
rio de la independencia argentina, en la que ambas naciones parecían distanciadas por
un destino opuesto —que en el caso de Argentina era prometedor y en el caso de Espa-
ña decepcionante— es posible apreciar la progresiva articulación de ambos países. Du-
rante este período, la emergencia de ciertas similitudes y complementariedades en di-
versos ámbitos de la realidad española y argentina dieron marco y definieron las
condiciones de posibilidad para un nuevo tipo de relación entre España y Argentina y
para la reconstitución de las relaciones intelectuales entre ambos países.

En primer lugar, a pesar de las diferencias existentes entre las experiencias ar-
gentina y española, podemos apreciar una significativa confluencia en cuanto a la situa-
ción del sistema político en ambos países. Haciendo abstracción por un momento de la
diversa índole de sus sistemas de gobierno, ambos sistemas políticos se ajustaban, en lo
esencial, al modelo típico del liberalismo oligárquico de las postrimerías del siglo XIX
y principios del XX. En este modelo, confluía el progresismo socio-económico, la con-
solidación de un sistema político en que partidos de notables ejercían el poder de acuer-
do a un esquema pacífico de alternancia bajo garantía constitucional, una marcada res-
tricción de la participación política y la internalización de una contradicción ideológica
y práctica entre la defensa de la democracia como sistema y la universalización efectiva
de los derechos políticos.
El “orden conservador” que rigió Argentina entre 1880 y 1916, puede ser carac-
terizado como un sistema político destinado a asegurar “Paz y Administración” —lemas
del gobierno de Julio Argentino Roca— una vez que se cerrara el ciclo de los conflictos
entre el Estado Nacional y las provincias con la derrota de Buenos Aires y la federaliza-
ción forzosa de la ciudad puerto.
El sistema político construido por Roca impuso una fórmula pacífica de resolu-
ción de conflictos internos a la elite, a través del reparto y distribución del poder políti-
co entre los sectores dominantes del Litoral, Cuyo y el interior mediterráneo para com-
pensar el poder que emanaba de Buenos Aires y de su proyección natural sobre el
gobierno federal y las demás provincias.
La estrategia de concentración y centralización efectiva del poder —en lo juris-
diccional, en lo militar y en lo monetario— se aplicó para orientar todos los esfuerzos
estatales en pacificar el país y favorecer la plena inserción de Argentina en el sistema
mundial capitalista aprovechando sus ventajas comparativas en el sector primario. Esta
razón de Estado fue la que justificó la necesidad de sostener una política de unificación
política que se servía de la cooptación de la oposición moderada y del aislamiento de la
oposición intransigente:

140
“El orden y la paz contituyeron, entonces, el núcleo central del ideario roquista. Quebrarlos por
afanes perfeccionistas introduciría al país en un marasmo institucional… Frente a esta prioridad,
los demás requerimientos, especialmente los referidos a la libertad electoral, pasaban a un discre-
to segundo lugar. Corregir prácticas fraudulentas antes de la consolidación del sistema institu-
cional podía poner en peligro un orden federal de manifiesta fragilidad. No es de extrañar, en
consecuencia, que en el fondo de esta percepción de la vida institucionalse anidara un marcado
recelo hacia la actividad poítica” 411

Basado en una interpretación restringida de la fórmula prescriptiva alberdiana


consagrada en la Constitución de 1853, Roca y la coalición política provinciana que lo
apoyó, se abocó a la consumación pragmática de una “república posible” postergando la
realización de la “república verdadera” hasta que la evolución socio-económica y políti-
ca de la nación lo permitiera.
En esa “república posible”, el poder se repartía entre un ejecutivo fuerte y los
gobernadores provinciales coaligados, cuya circulación a través de los distintos roles
políticos que posibilitaba el sistema y el manejo del Senado, le garantizaban en última
instancia una cuota de poder y de control de los resortes institucionales necesaria para
participar de los beneficios del orden y el progreso412. La asociación electoral que es-
condería este frente político construido desde el poder, se distinguía bajo el rótulo de
Partido Autonomista Nacional (PAN) y el liderazgo de Roca413.

Más allá de esta política de notables —cuyos dirigentes eran reclutados en las
instituciones sociales de la elite, en las universidades o en las logias masónicas—, la
formalidad electoral que requería el sistema republicano y democrático consagrado en la
Constitución, se adaptaba en forma más o menos espúrea, según el momento y la cir-
cunstancia, a los requerimientos del poder:
“Los mecanismos por los cuales se agrupaban las dirigencias de las distintas fuerzas políticas
eran complementados por un elemento clave que las conectaba con la población en general: los
caudillos electorales, que controlaban los procedimientos prácticos necesarios para ganar una
elección: desde la organización de la compra lisa y llana de votos que podían entonces ser ofre-
cidos a los candidatos, hasta la realización de los diferentes pasos conducentes al fraude electo-

411
Natalio BOTANA, El orden conservador. La política argentina entre 1880-1916, Buenos Aires, Hys-
pamérica, 1977, p. 31.
412
Consultar: Ibíd., y Paula ALONSO, “En la primavera de la historia: El discurso político del roquismo de
la década del ochenta a través de su prensa”, Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana Dr.
Emilio Ravignani, nº 15, 3ª serie, primer semestre de 1997, pp. 35-70.
413
“El PAN fue la estructura partidaria básica del roquismo. En la misma, los gobernadores provinciales
supieron mantener una cuota considerable de influencia. L gobierno central, por su parte, buscaba mante-
ner un delicado equilibrio: el presidente buscaba el apoyo de los gobernadores provinciales como garantía
de su ascendiente nacional; al mismo tiempo, no podía permitirse otorgar un grado de independencia tal
que incentivara desafíos abiertos al poder central: los gobernadores leales podían recibir, además de los
beneficios otorgados en términos de patronazgo tradicional, el premio de una carrera exitosa en la política
nacional; los reticentes podían ser castigados con la intervención federal en sus provincias si otros medios
de persuasión probaban ser insuficientes” (Eduardo ZIMMERMANN, Los liberales reformistas. La cuestión
social en la Argentina 1890-1916, Buenos Aires, Editorial Sudamericana – Universidad de San Andrés,
1994, p. 22).

141
ral, como la alteración de los registros o la sustitución de votos. Estos caudillos componían una
pieza indispensable del andamiaje político del período…”414

La hegemonía roquista se reflejaba en la gran política, en lo que se dio a llamar


el “unicato”, por el que el Presidente concentraba la jefatura indiscutida del Estado y la
del instrumento político para acceder al poder —el PAN—.
Por parte española, el régimen liberal oligárquico de la Restauración mostraba
dentro de sus peculiaridades, una semejanza básica con el orden conservador rioplaten-
se. La Restauración podría caracterizarse como la estructura política más estable cons-
truida por el liberalismo español del siglo XIX que permitió superar la política de los
“espadones” y sus pronunciamientos entre 1876 y 1923. El principal objetivo del es-
quema restaurador era imponer un orden estable que evitara el caos político, la guerra
civil y una eventual revolución social. Para ello se recurrió a las instituciones de la mo-
narquía constitucional para lograr una base de consenso que abarcara a todo el arco po-
lítico salvo a los republicanos más radicales y a los carlistas intransigentes. El político
malagueño Antonio Cánovas del Castillo415 fue la figura central y el gran arquitecto de
este régimen cuya filosofía era la incorporación de las facciones potencialmente des-
tructivas de la monarquía. El instrumento de esta política fue la Constitución de
1876-1923 que instauraba una monarquía con control parlamentario, en el que las Cor-
tes y el Rey compartían responsabilidades de gobierno y legislación. El control parla-
mentario del ejecutivo dinástico fue la fórmula que permitió integrar a antiguos revolu-
cionarios liberales y, a la postre, a algunos republicanos moderados.
La Constitución restauradora recortaba derechos respecto a la anterior de 1869,
suprimiendo la libertad religiosa, desestimando el sufragio universal e instaurando uno
censitario y permitiendo al gobierno la posibilidad de suspender con relativa facilidad
los derechos individuales. El parlamento era bicameral, constando de un Senado y de un
Congreso de Diputados. Los senadores podían ser de derecho propio, nombrados por el
rey de forma vitalicia y elegidos entre determinadas categorías sociales y profesionales
por un sufragio restringido e indirecto.
El eje del sistema de la restauración era un remedo del sistema bipartidista britá-
nico, en el que dos partidos debían extenderse hacia los extremos del arco político para

414
Ibíd., p. 27.
415
Antonio Cánovas del Castillo (1828-1897) se licenció en Derecho en 1851 y se desempeñó como
periodista, literato y ensayista. También fue historiador, siendo autor de Historia de la decadencia de
España desde el advenimiento de Felipe III al trono hasta la muerte de Carlos II, Madrid, José Ruiz,
1910; Estudios del reinado de Felipe IV, 2 vols, Madrid, 1888-1889; Bosquejo histórico de la Casa de
Austria (Málaga, Antonio Argazara, 1992). Como político tuvo una larga y exitosa carrera. Formó parte
de la sublevación de 1854 contra Isabel II y luego del triunfo de la revolución liberal obtuvo un nombra-
miento en el Ministerio de Estado. Fue Ministro de la Gobernación en 1864 y Ministro de Ultramar en
1865. Evolucionó de una posición revolucionaria a otra conservadora y se abstuvo de apoyar a la casa de
Aosta. Desde la vuelta de los Borbones obtuvo un papel protagónico como arquitecto del sistema político
de la Restauración. Desde 1873, Alfonso XII confió en sus ideas para construir un sistema político mo-
nárquico constitucional de estilo británico que lograra estabilizar políticamente a España. Fue Presidente
del Gobierno entre 1876 y 1881, 1884 y 1885, 1890 y 1891, y 1895-1897. En ciernes de la resolución de
la Guerra de Cuba fue asesinado en el país vasco por un militante anarquista en venganza por los fusila-
mientos de 8 anarquistas en Barcelona.

142
captarlos, integrarlos al gobierno y garantizar la estabilidad. Así, los libera-
les-conservadores (conservadores) debían extenderse hacia la derecha y un partido libe-
ral debía hacerlo hacia la izquierda. Pero la garantía última de la estabilidad estaría dada
por una fórmula de alternancia o turno pacífico entre ambos partidos que permitiría la
resolución de la puja de intereses, ambiciones e ideas de los grupos e individuos dentro
de las reglas civilizadas de la “política burguesa”, a la vez que permitiría la marginación
de los métodos del pronunciamiento militar, otorgando el protagonismo político a los
civiles.
La prerrogativa real de nombrar y destituir a los jefes de gobierno —con la cola-
boración del Ministro de la Gobernación— debía ser utilizada con el fin de fabricar
Cortes a medida del futuro gobierno; por lo que ninguno de los dos partidos podía o
debía monopolizar el favor de la corona. De esta forma, se entiende que la consulta
electoral tenía un valor simbólico y un resultado prefíjado: entre el 80% y el 90% co-
rrespondía a liberales y conservadores, variando la mayoría según el signo del gobierno.
Para ello se recurría al reparto de escaños y a la manipulación electoral como métodos
para dotarse de una mayoría parlamentaria416.
La figura especular de Cánovas en este sistema político fue la de Práxedes Ma-
teo Sagasta417, principal dirigente del partido liberal que tomara para sí la función de
absorber al radicalismo liberal y neutralizar al republicanismo —tareas que cumplió
eficazmente entre 1885 y 1890— para así fortalecer a la Restauración y evitar desbordes
de los sectores más propensos a la intransigencia revolucionaria.
En 1885 cuando murió Alfonso XII, Sagasta asumió el gobierno con el apoyo
expreso de Cánovas que, temiendo una insurrección carlista y republicana, estaba con-
vencido de que un gobierno liberal podría contenerla mejor, aún al costo de incorpora-
ción de reformas que personalmente desaprobaba. Instaurado el mecanismo de relevo, la
principal amenaza no provenía de ninguna alternativa política externa al tinglado que se

416
“La escenificación de la alternancia política y la viabilidad de las reformas liberales reforzaron al
régimen mismo, mostrando su capacidad integradora y su capacidad de evolución en un sentido de pro-
greso Estas serían las “luces” del sistema; pero a nadie se le ocultaba la existencia también de grandes
"sombras". El sistema de que dos partidos de notables se turnaran en el Gobierno de espaldas a la evolu-
ción de la opinión pública convertía a la Constitución liberal y parlamentaria en una mera apariencia
vacía de contenido representativa real.” (Juan PRO RUIZ, “La política en tiempos del desastre”, en: Juan
P. MONTOJO (ed), Más se perdió en Cuba, Madrid, Alianza, 1998, p. 169).
417
Práxedes Mateo Sagasta (1825-1903) se diplomó como Ingeniero Ferroviario pero dedicó su vida al
periodismo y a la política. Desde 1848, siendo estudiante, manifestó convicciones liberales y en 1854
participó del levantamiento contra Isabel II, siendo presidente de la Junta Revolucionaria de Zamora.
Entre 1854 y 1856 fue diputado en las Cortes, siendo nuevamente elegido entre 1858 y 1863. Fue el cau-
dillo político del Partido Progresista y lleva a su partido hacia una estrategia revolucionaria, participando
activamente del pronunciamiento revolucionario de 1866, por lo que es condenado a muerte y huye a
París. Luego del golpe de Prim, Sagasta retorna a España y entre 1868 y 1870 ocupa el cargo de Ministro
de la Gobernación. Forma parte del gobierno de coalición que sostiene a Amadeo de Saboya y en 1871 es
designado Presidente de Gobierno. Durante la Primera República, Sagasta se aleja del escenario político,
al que retorna en 1874 con la restauración de los Borbones. Entre 1885 y 1890 es Presidente de Gobierno,
debiendo enfrentar el pronunciamiento republicano de 1886 y consiguiendo aprobar la ley de sufragio
universal. Vuelve a ocupar el cargo entre 1891 y 1895 (durante el cual se suceden el conflicto de Marrue-
cos y la nueva insurrección cubana) y entre 1897 y 1899 (durante el cual se produce la derrota ante Esta-
dos Unidos y la firma del tratado de París) y entre 1901 y 1902.

143
había montado con gran eficacia, sino de la posibilidad de atomización de los dos parti-
dos pragmáticos en un conglomerado de facciones internas. Por ello las prioridades de
Cánovas y Sagasta fueron mantener unido a su propio partido, a la vez que garantizar la
supervivencia del “opositor leal” y fortalecer a la dirigencia opositora por sobre los di-
sidentes internos.
Este sistema de alta política, al igual que el de Argentina, funcionaba sobre unas
bases electorales corruptas: una red de influencias de caciques de diferente rango que
recurrían al fraude—adulteración de listas de votantes, sobornos, intimidación, etc.— y
un sistema clientelar de influencias para controlar el proceso electoral. La existencia de
caudillos era imprescindible ya que tanto el partido liberal como el conservador eran
agrupaciones de notables sin afiliados ni cotizantes, que no poseían personería jurídica y
que constituían bandas parlamentarias apoyadas en clientelas locales.
Este “caciquismo” respondía a una situación social y política y era la forma en la
que se expresaban y adquirían entidad política las influencias locales y regionales. El
cacique derivaba su poder del conocimiento y de su conexión con los intereses de su
tierra y su capacidad de representarla y movilizar a sus clientelas.
Esta relación de mutua conveniencia entre los partidos dinásticos de notables y
los caciques era sin duda compleja y poseía muchos componentes inmorales, pero no
era una aberración histórica: era el resultado real —aunque decepcionante— de la mera
aplicación de derechos electorales relativamente amplios y discrecionales en una socie-
dad atrasada. Sin embargo, cuando en los años ’90 el atraso que daba sustento al caci-
quismo comenzó a modificarse, fue revelándose cada vez más su carácter negativo, ob-
soleto e impopular. El proceso de crecimiento económico en marcha en los ’90 se
expresaba en nuevas empresas, energía eléctrica, industrias textiles y químicas, ferroca-
rriles y mayor productividad y comenzaba a contrastar con la pervivencia de usos políti-
cos inaceptables y vicios electorales que ponía de manifiesto una asociación entre las
clases tradicionales y la alta burguesía que dejaba de lado a las capas medias. La urba-
nización y la migración a las ciudades aflojó el control político de los caciques al paso
que los electores comenzaban a organizarse libremente en torno a partidos programáti-
cos o ideológicos, pero no bastó para suprimir su control jurisdiccional de la política
española a través de su hegemonía en los municipios.
En conclusión, la similitud estructural del sistema político español y argentino,
—construcciones ambas de un liberalismo elitista que perseguía la instauración de un
orden institucional, el disciplinamiento de las propias elites y que derivaron en sendos
sistemas de exclusión política— operó como un factor contextual de indudable impor-
tancia que permitió que los ámbitos ideológicamente modernizadores de ambos países
se centraran en problemáticas comunes y compatibles. Estas problemáticas coincidentes
fueron las que, a la postre, harían pertinente y favorecerían un acercamiento y un inter-
cambio intelectuales, de los cuales se beneficiaría el propio Altamira.

En segundo lugar, esta similitud básica del modelo liberal oligárquico adoptado
por orden republicano conservador de la generación del ’80 en Argentina, y por el régi-

144
men monárquico-parlamentarista de la Restauración en España, también tuvo un corre-
lato significativo en el tipo de respuestas que habilitó por parte de los intelectuales, las
capas medias y los sectores obreros en ambos países.
A pesar de las diferencias de su desarrollo histórico, de su cronología y de los
contenidos más específicos de sus manifestaciones el éxito obtenido por ambos sistemas
generó un abanico similar de respuestas que se manifestaron conjuntamente tanto en
una esfera política, en una esfera social y en una esfera ideológica.
Por un lado, en Argentina, la hegemonía del PAN bajo el liderazgo de Julio Ar-
gentino Roca418 y los abusos a los que dio lugar, generó un movimiento moralizador que
se expresó tanto en el interior de los sectores dirigentes, como a través de la formación
de partidos opositores modernos de índole programática y de amplia base social en las
capas medias —como la UCR— u obrera —como el Partido Socialista—419. En España,
la hegemonía del tándem Cánovas-Sagasta y la perduración del esquema viciado de
fraude electoral, caciquismo y parlamentarismo no representativo que consagró la alter-
nancia de conservadores y liberales, generaron también respuestas reformistas y morali-
zadoras de la política en el interior mismo de los partidos dinásticos, a la vez que gene-
raron respuestas opositoras republicanas y socialistas de talante similar a las que pueden
apreciarse en Argentina.
Por otro lado, en ambas naciones, se verificaron también, dos procesos coinci-
dentes: la radicalización del conflicto obrero provocado por la extensión de las relacio-
nes capitalistas y las impugnaciones absolutas del orden social, económico y político
por parte de sectores anarquistas, estos procesos actuaron como factores influyentes en
la coyuntura política y en la búsqueda de alternativas para conjurar el peligro revolucio-
nario, ora a través de la represión —en cuyo caso se dieron incluso intentos de coordi-
nación entre ambos países—, ora a través de estrategias equivalentes de integración
social y política420.
Por último, tanto en Argentina como en España —aun cuando en respuesta a co-
yunturas en buena medida opuestas como la euforia del progreso acelerado y el desas-
tre del ’98— tomaron cuerpo unos discursos reformistas, modernizadores, atentos a la
cuestión social, al problema educativo y también al problema “nacional”. Discursos

418
Carlos MALAMUD, “Liberales y conservadores: los partidos políticos argentinos (1880-1916)” [en
línea], en: Estudios Interdisciplinarios de América Latina y el Caribe, vol. 8, nº 1, Tel Aviv, enero-junio
1997, http://www.tau.ac.il/eial/VIII_1/malamud.htm [Consultado 9-VII-2002].
419
Sobre la historia de la UCR puede consultarse el ya clásico libro: David ROCK, El radicalismo argen-
tino, 1890-1930, Amorrortu Editores, 1992. Recientemente se ha publicado: Paula ALONSO, Entre la
revolución y las urnas. Los orígenes de la Unión Cívica Radical y la política argentina en los años no-
venta, Ed. Sudamericana/Universidad de San Andrés, 2000. Sobre el Partido Socialista: Jacinto ODDONE,
Historia del socialismo argentino (1896-1911), Buenos Aires, CEAL, 1983. Sobre el aporte de españoles,
italianos y demás europeos al partido radical y socialista ver: Torcuato DI TELLA, “El impacto inmigrato-
rio sobre el sistema político argentino”, Estudios Migratorios Latinoamericanos, nº 12, agosto 1989.
420
Ver: Juan SURIANO “Ideas y practicas políticas del anarquismo argentino”, Entrepasados, nº 8, Buenos
Aires, 1995, pp. 21-48; Juan SURIANO, “El estado argentino frente a los trabajadores urbanos: política
social y represión, 1880-1916”, en: Anuario Escuela de Historia de la Universidad de Rosario, vol.14
(segunda época), 1989-1990, pp. 109-136.

145
que, en buena medida, pueden ser tomados como respuestas ante un temor a la
desintegración nacional o el desdibujamiento cultural que situaciones políticamente
próximas y económicamente tan opuestas, suscitaban en uno y en otro país.
La diferencia de ambos discursos radicaba, en lo esencial, en que el reformismo
regeneracionista español debió asumir un registro de la crítica al sistema que el refor-
mismo argentino de fines del siglo XIX y principios del XX no debió abordar: el discur-
so del progreso material y la crítica del atraso y la improductividad. En efecto, el rege-
neracionismo y la crítica socio-económica de la generación de intelectuales
noventayochistas desplegaron un diagnóstico y un discurso proyectual que en Argentina
fue asumido previamente por la generación del ’37 en respuesta a la hegemonía política
de Juan Manuel de Rosas.
El progreso material era, para 1898, un hecho incontrastable en el Río de la Pla-
ta, dirigiéndose buena parte del discurso reformista a recordar el déficit que en el terre-
no “espiritual”, “moral” y “humano”, creaba tanto y tan espectacular crecimiento eco-
nómico. Los regeneracionistas también asumieron en su crítica un discurso que
abarcaba estos aspectos propugnando un cambio en la psicología colectiva del pueblo
español, aunque supusieron, en buena medida, que la verdadera moralización del siste-
ma provendría de su actualización ideológica y de su modernización socio-económica.
Pese a su crítica, los liberales reformistas argentinos jamás impugnaron ese cre-
cimiento material, sino que aspiraban a profundizarlo, procurando lograr un equilibrio y
una aplicación del Estado a otras tareas que a la simple promoción del desarrollo eco-
nómico. De allí que el reformismo argentino y el español no se excluyeran mutuamente
en esta materia, sino que expresaran, quizás, énfasis diferentes relacionados con las dis-
tintas fases en que se encontraban España y Argentina, respecto del proceso de moder-
nización capitalista en la coyuntura finisecular.
Pese a sus diferencias, estos movimientos poseían indudablemente ciertos rasgos
similares: su raíz ideológica liberal, sus contenidos moralizadores y sus propuestas de
ampliación de la base democrática del sistema representativo; su capacidad de proyec-
tarse en diferentes sectores sociales y políticos; su desagregación en múltiples perspec-
tivas y expresiones culturales e intelectuales; su definición patriótica; su percepción de
la “cuestión social” y su sensibilidad “obrerista”; su apuesta por la educación universal
como instrumento de modernización e integración social y nacional; su interés por la
historia y las ciencias sociales; sus respectivas búsquedas de los elementos fundantes
del carácter nacional para utilizarlos como una herramienta de regeneración espiritual
hacia el futuro. Veamos.
En Argentina, el esquema político instaurado en 1880 no fue impugnado seria-
mente por ninguna fuerza política —incluidas las de los políticos porteños y bonaeren-
ses marginados del sistema roquista—. Durante la década del ’80, la sociedad argentina
se mostraba todavía indiferente hacia los usos y costumbres de la vida política:

146
“Este estado de desmovilización política producido por una acelerada movilidad social contribu-
yó a delinear alguna de las características más conocidas de la vida política del período, más que
cualquier política expresa de exclusión que se hubiera intentado” 421

No obstante, la situación cambiaría una vez que comenzara a manifestarse una


severa crisis económica422 y una creciente movilización opositora entre los sectores me-
dios, entre los propios inmigrantes sin derechos políticos y entre los sectores obreros.
Como señalan Natalio Botana y Ezequiel Gallo, el surgimiento de la Unión Cí-
vica (UC) y de un discurso reivindicativo de la acción política popular estaba original-
mente relacionado con el intento de recuperar la tradición política de Buenos Aires —
que aún rememoraba la época dorada de lo que se ha dado en llamar la “república de la
opinión”423—, antes que en la fundación de un nuevo orden protagonizado por “ciuda-
danos activos en la defensa de sus derechos civiles y políticos”424. Sin embargo, en el
contexto conflictivo de los noventa, esta “recuperación” comportaba una innovación
sustancial respecto del orden político que había impuesto exitosamente el régimen con-
servador para disciplinar a la propia elite.
Así, el discurso opositor, acicateado por la profundización de los problemas eco-
nómicos y el desengaño respecto a las previsiones de crecimiento indefinido y natural
del país, fue haciéndose fuerte en la ponderación de los valores inversos a los alentados
por el gobierno respecto de la participación ciudadana, de la moralización escrupulosa
de la vida política y del sufragio, y de la constitución de auténticos partidos programáti-
cos.
La impermeabilidad del gobierno de Juárez Celman y del roquismo ante este ti-
po de reclamos, favoreció dentro de la oposición, la primacía de la estrategia intransi-
gente y “revolucionaria” encarnada en Leandro N. Alem, sobre las alternativas gradua-
listas y pactistas defendidas por Mitre. La revolución de 1890, derrotada militarmente,
tumbó a Juárez Celman de la presidencia, aunque la habilidad política de Roca evitó que
se abriera un proceso consistente de saneamiento electoral y de apertura política, lo-
grando que al poco tiempo se fracturara el frente opositor.
De la contraposición de las estrategias de Mitre y Alem surgirían dos partidos, la
Unión Cívica Nacional —que terminaría pactando con el roquismo para luego diluirse
— y la Unión Cívica Radical (UCR), reacia a cualquier transacción que cuestionara sus
principios y dispuesta a la abstención electoral si no se garantizaba la pureza de los
comicios. Entre entonces y 1912 —cuando Roque Sáenz Peña425 promulgó la ley

421
Eduardo ZIMMERMANN, Los liberales reformistas. La cuestión social en la Argentina 1890-1916,
Op.cit., p. 22.
422
Un esclarecedor análisis económico de la crisis de 1890 puede verse en: Roberto CORTÉS CONDE,
Dinero, deuda y crisis. Evolución fiscal y monetaria en la Argentina, Buenos Aires, Editorial Sudameri-
cana e Instituto Torcuato Di Tella, 1989, pp. 174-257.
423
Sobre los usos y costumbres políticas porteñas durante la etapa de la organización nacional, pueden
consultarse: Alberto R. Letieri, La república de la opinión. Política y opinión pública en Buenos Aires
entre 1852 y 1862, Buenos Aires, Editorial Biblos, 1998; Hilda SÁBATO, La política en las calles. Entre
el voto y la movilización. Buenos Aires, 1862-1880, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1998.
424
Natalio R. BOTANA y Ezequiel GALLO, De la República posible a la República verdadera (1880-
1910), Biblioteca del Pensamiento Argentino III, Buenos Aires, Ariel, 1997, p. 38.

147
micios. Entre entonces y 1912 —cuando Roque Sáenz Peña425 promulgó la ley electoral
que garantizaría el libre sufragio y llevaría al poder a la UCR en 1916— el régimen li-
beral-conservador argentino sobreviviría gracias a la continuidad acelerada del progreso
material, pero deslegitimado en el terreno político por la oposición radical, socialista y
la impugnación extrema del anarquismo.
Como bien ha señalado Eduardo Zimmermann para comienzos del siglo XX,
existía un fuerte y polifacético cuestionamiento reformista hacia el statu quo del orden
conservador argentino:
“La estructura institucional montada por el liberalismo, que actuaba como principio unificador
en el debate político desde la segunda mitad del siglo diecinueve, recibía en el cambio de siglo
fuertes embates desde tres frentes principalmente: en el plano filosófico, la asociación del libera-
lismo con el positivismo cientificista lo hacía pasible de la crítica idealista que condenaba la de-
clinación espiritual de las nuevas naciones en su búsqueda del desarrollo material; en el plano
político-institucional, la insatisfacción con las prácticas políticas usufructuadas por los gobiernos
liberales originaba fuertes demandas de parte de los grupos excluidos y de quienes aspiraban a
una mejora institucional a través de la reforma del sistema…; por último, el surgimiento de la
cuestión social originaba un debate sobre la capacidad de las instituciones liberales clásicas para
proveer soluciones a los nuevos problemas.” 426

Sin embargo, no sería correcto deducir que el reformismo sólo floreció fuera de
la elite política e intelectual gobernante. Por el contrario, uno de los fenómenos más
interesantes y significativos de la historia intelectual del período fue la manifestación de
una corriente reformista liberal integrada al sistema, que asumió los problemas que exis-
tían en el orden político, intelectual y social, buscando vías de solución prácticas para
los mismos.
Puede decirse que el mismo régimen liberal —cuyo conservadurismo, recordé-
moslo, se limitaba a la esfera política y se expresaba en un gradualismo antes que en
una oposición cerril a la apertura del sistema— integró en sus filas a un núcleo consis-
tente de políticos y tecnócratas muy sensibles a las iniciativas reformistas en todas las
esferas de la administración y la sociedad, e incluso, en la política argentina.

425
Roque Sáenz Peña (1851-1914) se doctoró en Derecho en la UBA en 1875, siendo elegido ese año
diputado en la legislatura bonaerense por el Partido Autonomista siendo reelegido en 1877 y 1879 y ocu-
pando la presidencia del cuerpo. Cuando comienza la Guerra del Pacífico, viajó a Lima en 1879 enlistán-
dose en el ejército peruano como teniente coronel al mando del batallón de Inquique. Fue herido en com-
bate y hecho prisionero de los chilenos. Regresó en 1880 a Argentina donde se le restituyó la ciudadanía
y fue nombrado por Roca subsecretario del Ministerio de Relaciones Exteriores. Fundó con Carlos Pelle-
grini, Paul Groussac y Lucio V. López el diario Sud América. Su carrera diplomática estuvo jalonada por
su embajada en Uruguay (1887), por su desempeño como representante argentino en la Conferencia de
Montevideo de 1888 y en la primera Conferencia Panamericana de Washington en 1889. En 1890 fue
nombrado fugazmente ministro de Relaciones Exteriores. Referente de un liberalismo reformista, Roque
Sáenz Peña se presentó como candidato a presidente en 1892, pero declinó su candidatura cuando Julio
Argentino Roca impulsó públicamente la de su padre, Luis Sáenz Peña. Su carrera diplomática continuó
como representante argentino ante España y Portugal, y ante Italia y Suiza. En 1907 representó a la Ar-
gentina en la II Conferencia de la Paz de La Haya. En 1910 fue elegido Presidente de la Nación con el
objeto de regenerar el sistema político y moralizar los procesos electorales, universalizando el derecho de
voto y garantizando su condición secreta. Murió durante su mandato siendo sucedido por Victorino de la
Plaza, su vicepresidente.
426
Eduardo ZIMMERMANN, “La proyección de los viajes de Adolfo Posada y Rafael Altamira en el refor-
mismo liberal argentino”, en: Jorge URÍA (coord.), Institucionismo y reforma social en España, Madrid,
Talasa, 2002, p. 66.

148
Este reformismo se nutrió del aporte decisivo de un nada desdeñable grupo de
intelectuales que, desde su compromiso con el sistema político y con las instituciones
federales, se abocaron al estudio de la realidad social, económica, política, como primer
paso para poder introducir modificaciones que las mejoraran. Este estudio y esta estra-
tegia “científica” puso en primer plano a las ciencias sociales, aun cuando el reformis-
mo se manifestó en todo el arco de las disciplinas establecidas en sede universitaria o
académica:
“…en un creciente núcleo de intelectuales y académicos, surgidos en un marco de gran movili-
dad y fluidez social, económica y política, donde los movimientos reformistas en lo político y
social reclutaron sus adeptos. Abogados, médicos e ingenieros, frecuentemente catedráticos uni-
versitarios, que habían comenzado sus carreras políticas o ingresado en la administración pública
como una culminación de exitosas carreras profesionales, fueron quienes enfrentaron la cuestión
social atraídos por la noción de una regulación científica de los conflictos sociales e inspirados
por las vertientes reformistas y progresistas del fin de siglo, más que por la mezcla de represión y
paternalismo que se atribuía a las aristocracias europeas en est materia.”427

Uno de los temas en los que se centró el discurso reformista liberal de los inte-
lectuales y universitarios fue el de la “cuestión social” y la del mundo del trabajo. Estas
cuestiones, íntimamente relacionadas, se planteaban en la Argentina de los ’90 como el
resultado de las grandes mutaciones que sobre la exigua sociedad preexistente, trajo el
espectacular crecimiento económico dentro de las reglas de juego del liberalismo finise-
cular, el arribo de cientos de miles de inmigrantes y la conformación de un movimiento
obrero de estilo europeo.
Los problemas sociales y políticos de la república en Argentina eran, en cierta
medida, análogos a los de la Restauración española. Sin embargo, las inquietudes re-
formistas poseían en España otro trasfondo y, a pesar de poseer su propia tradición, es
indudable que estas se vieron fuertemente impulsadas no ya por la percepción de ciertos
problemas en un contexto general de progreso y de desarrollo económico y social, como
en Argentina, sino por la coyuntura política abierta en 1898. En efecto, la amplia difu-
sión de la problemática reformista española, su instalación en diversos campos de re-
flexión y su proyección sobre ámbitos políticos, económicos, ideológicos y sociales fue
una de las tantas consecuencias que trajo la dura derrota ante los Estados Unidos en
Cuba y Filipinas.
Una de las respuestas a la crisis del ’98 y al régimen de la Restauración más sig-
nificativas fue la irrupción de un amplio y heterogéneo movimiento intelectual que bajo
el rótulo de “regeneracionismo” daría una cobertura ideológica común a las diversas
expresiones del reformismo español.
En un sentido amplio, el regeneracionismo fue un fenómeno que abarcó muchas
facetas de la vida cultural y política, cuyos orígenes y primeras expresiones aparecieron
antes de la derrota en la Guerra de Cuba, cuando ya habían aparecido síntomas de los
problemas estructurales que aquejaban a España. Sin embargo, en un sentido ideológico

427
Eduardo ZIMMERMANN, Los liberales reformistas. La cuestión social en la Argentina 1890-1916,
Op.cit., p. 35.

149
más restringido, se puede llamar regeneracionismo al movimiento intelectual de la bur-
guesía media disconforme que hace eclosión tras la crisis de 1898.
La dolorosa confirmación del hundimiento de España como potencia colonial
creó las condiciones para la profundización y extensión de un tipo de crítica que no era
novedosa, y que tenia como blanco al régimen de la monarquía constitucional de la Res-
tauración. La importancia de la crisis del ’98 no radica en que a partir de ella naciera
una protesta específica y nueva, o un movimiento social o político que la sustentara,
sino en que redimensionó la escala de una protesta que ya existía, orientándola hacia un
cuestionamiento global del statu quo y de la mentalidad política española.
La derrota en Cuba impuso la idea de que existía la necesidad de una “regenera-
ción” que superara el hundimiento en el que había caído el país y que imponía una ac-
ción decidida que permitiera su renacimiento. En este discurso de crítica y protesta con-
fluyeron sectores heterogéneos: viejos carlistas y partidarios de la monarquía
constitucional; republicanos y partidos proletarios; el ejército y los intelectuales; es de-
cir, todos quienes aun sin concordar en sus objetivos y en el tipo de soluciones que ofre-
cían, consideraban al régimen de la Restauración en sí mismo, como un mal para Espa-
ña.
La derrota resultó un revulsivo potentísimo para el comportamiento e ideas de
las pequeñas y medianas burguesías. En ese contexto la problemática de la regenera-
ción, impulsada originariamnete por un grupo de intelectuales y publicistas, logró insta-
larse socialmente bajo la forma de un diagnóstico general del estado de la nación y, más
somera y controvertidamente, bajo la forma de una serie de “cuestiones”, cuyo señala-
miento comportaba, además, una serie de propuestas reformistas que apuntaban a la
modernización material e intelectual de España.
La figura política central de un regeneracionismo “radical” fue Joaquín Costa428,
quien se había asignado la tarea de rastrear las raíces históricas del atraso español y de
desmontar críticamente los mecanismos corruptos del régimen de la Restauración, in-
cluso desde antes de la derrota de Cuba, aun cuando el “desastre del ’98” le permitiría
ganar un público mucho más amplio del que hubiera soñado jamás.
El ideario y la critica costista no poseían un sistema o un rigor metodológico, si-
no que sus características fueron, por el contrario, la multiplicidad y dispersión. Pese a

428
Joaquín Costa (1864-1911) se doctoró en Derecho en 1874 y en Filosofía y Letras en 1875. Formó
parte de la Institución Libre de Enseñanza desde el inicio del proyecto de Giner de los Ríos, oficiando
como profesor de Historia de España y de Derecho Administrativo. Fue editor de Boletín de la ILE entre
1880 y 1883, y representante de la misma en el Congreso Nacional Pedagógico de 1882. Costa no logró
una inserción universitaria debido a sus manifiestas y radicales posiciones krausistas y liberales. No obs-
tante fue reconocido por la RAH, de la RAJL, y la RACMP. Aparte de su faz de estudioso del Derecho
consuetudinario —cuestión que se abordará más tarde— Costa desarrolló una actividad importante en la
sociedad civil, fundando instituciones como la Liga de Contribuyentes de Ribagorza, y propugnando la
necesidad de mejoras sociales y tecnológicas en el ámbito rural español. En 1898, creó la Liga Nacional
de Productores, desde la cual presentó a debate público sus planes de reforma agraria, municipal, admi-
nistrativa y económica. Más tarde formó la Liga Nacional de Productores y la Unión Nacional, de la que
fuera presidente. En 1903 ingresó a la Unión Republicana de Nicolás Salmerón, con la que es elegido
diputado a Cortes por Gerona, Zaragoza y Madrid, aunque no llegó a desempeñar su función. En 1905 se
retiraría de la vida pública.

150
esto, es un hecho que las intervenciones de Costa se aplicaron alrededor de determina-
das líneas. En primer lugar, la cuestión de la tierra, en el que Costa diagnosticaba el
gran problema del individualismo agrario manifestado como ideal tanto por el terrate-
niente como por el minifundista. La solución de Costa a este problema, consistía en po-
ner la propiedad de la tierra en función social mediante la intervención estatal que ex-
propiara y redistribuyera la tierra. Es segundo lugar, la cuestión de los valores, en la que
Costa creía necesario demoler los valores aristocrático-feudales mediante una nueva
educación que desterrara la glorificación de lo militar, de la conquista de América, de la
caballerosidad hispana, de la religión y reemplazara las materias contemplativas por la
educación elemental y técnica concentrada en materias prácticas que se enseñen univer-
salmente. En tercer lugar, el caciquismo, Costa criticaba el sistema político que según
afirmaba, era dominado por una oligarquía parlamentarista estratificada local, regional y
nacionalmente, y no por las instituciones nominales de la monarquía constitucional de la
Restauración.
El “programa” de Costa perseguía el desarrollo y la modernización de España y
esto implicaba impulsar un liberalismo ético que ejecutara una reforma sustancial del
país. Era necesario poner en marcha grandes obras de modernización — regadíos, cana-
les, redes ferroviarias antes que carreteras— que permitieran producir más y en mejores
condiciones de competitividad. Era necesario implementar importantes reorientaciones
políticas que se reflejarían en un aumento del presupuesto y la infraestructura educati-
vos, a la vez que en la poda del rubro militar y burocrático, la suspensión de venta de
tierras comunales, la introducción de mejoras en las condiciones de trabajo obrero, etc.
Esta fórmula de “revolución desde arriba” resultaba en una suerte de reforma
preventiva frente al peligro latente de que estallara una “revolución desde abajo” en el
ámbito urbano o rural español. Sin embargo, y a pesar de que Costa consideraba que el
problema de la regeneración de España era un problema del poder y que debía ser solu-
cionado desde él, este intelectual organizó y participó de asociaciones de las “clases
productoras” con el propósito de movilizar a las clases más dinámicas y menos com-
prometidas con el poder corrupto de la Restauración.
Pero Costa no fue el único de los regeneracionistas, ni el suyo el único de los
diagnósticos de los males españoles. Ocho años antes del desastre, el paleontólogo Lu-
cas Mallada publicaba Los males de la Patria y la futura revolución, en el que atacaba
con una estrategia y un vocabulario cientificista el mito básico de que España es un país
rico429. La exposición de una letanía de males españoles, todos relacionados con las
prácticas políticas, la estructura social y las faltas de mejoras productivas y de infraes-

429
El ingeniero de Minas y paleontólogo Lucas Mallada (1841-1921) desarrolló una actividad periodísti-
ca y ensayística en el periódico El Progreso desde el año 1875, cuyos artículos sería recopilados en su
célebre libro de 1890. A pesar de que puede considerárselo como precursor del diagnóstico de la genera-
ción del ’98, Mallada no tuvo mayor contacto con Joaquín Costa. Sus publicaciones de esta temáticas
pueden consultarse en: Lucas MALLADA, Los Males de la Patria y la futura revolución española. Consi-
deraciones generales acerca de sus causas y efectos. Primera parte: Los Males de la Patria, Madrid,
Tipografía de Manuel Ginés Hernández, 1890; ID., “La futura revolución española”, en: Revista Contem-
poránea, vol. CVI, pp. 632-637; vol. CVII, pp. 53-59, 141-147, 488-497 y 622-629; vol.CVIII, pp. 291-
298 y 495-503; vol. CXI, pp. 5-11, Madrid, 1897-1898.

151
tructuras, concluía con un llamado a una revolución abstracta de todos los españoles
honrados para regenerar a España, sin necesidad de quebrar el orden de la monarquía
constitucional.
En 1899, Ricardo Macías Picavea daba a conocer El problema nacional, donde
indicaba que los males españoles eran el caciquismo, el militarismo, la teocracia, la va-
gancia y el germanismo, que habría comenzado a propagarse con los Habsburgo. Pica-
vea condenaba duramente a los partidos como bandas de caciques y al parlamentarismo
como sistema, proponiendo el cierre de las cortes por diez años para poner en marcha
una “revolución nacional” de base corporartivista. Dos años después de la coyuntura
detonante de tanto inconformismo, Luis Morote publicaba La moral de la derrota donde
planteaba la necesidad de un regeneracionismo democrático y proponía la necesidad de
profundizar la democracia y sanear el parlamentarismo liberando a las cortes de la in-
fluencia perniciosa de otros poderes430.
Si bien su discurso crítico nació como un discurso “externo” y deslegitimador
del régimen de la Restauración, su extensión pronto desbordó el estrecho marco del
pensamiento político modernizador en el que había surgido, para extenderse hacia otras
expresiones de la política partidaria.
Otra de la líneas de la crítica finisecular al sistema político fue la de los republi-
canos, quienes —debido a sus divisiones internas y a su tolerancia respecto de la mo-
narquía constitucional— fueron desbordados por la crisis del ’98, sin poder capitalizarla
en su favor. La principal escisión republicana se manifestó entre los evolucionistas mo-
derados y los radicalizados. Entre los primeros se encontraban figuras como Gumersin-
do de Azcárate (1840-1917) y Melquíades Álvarez431, quienes promovían la moderniza-

430
Luis MOROTE, La moral de la derrota, Madrid, Yuste, 1900. En ocasión del Centenario del ’98, Juan
sísifo Pérez Garzón realizó una reedición parcial de las más de ochocientas páginas del libro de Morote:
Luis MOROTE, La moral de la derrota, Madrid, Cicón Ediciones, Biblioteca Nueva, Colección Biblioteca
del 98 nº 7, 1998. El periodista valenciano Morote Graus (1862-1913) estudió Derecho en Valencia y
Madrid, —donde se doctoró en 1882— y se vinculó a los círculos de pensamiento republicano e institu-
cionistas, siendo discípulo tanto de Azcárate como de Giner de los Ríos. Su intento de acceder a la docen-
cia uniersitaria se frustra dos veces al ser relegado, en sendas oposiciones, por dos conspicuos institucio-
nistas y miembros del “Grupo de Oviedo”, Aniceto Sela y Adolfo Posada. Desde entonces difunde desde
la Revista General de Legislatura y Jurisprudencia una concepción positivista del Derecho y las teorías
antropológico-penales de Lombroso; y se dedica al periodismo. Es redactor en el periódico republicano y
anticlerical El Mercantil Valenciano y, desde 1889 en El Liberal de Madrid. En 1900 se incorpora al
Heraldo de Madrid y fue corresponsal de guerra en Melilla y Cuba y se destacó como un gran entrevista-
dor. Pese a sus convicciones republicanas, Morote era miembro de una familia liberal próxima a Práxe-
des Mateo Sagasta, y en la madurez se acercó a Canalejas incorporándose a las Cortes y como diputado
liberal. En 1905 y 1907 vuelve temporalmente al redil republicano de la mano de Salmerón y Azcárate
que lo llevan nuevamente a las Cortes, pero en 1910 será elegido por la lista de Canalejas, diputado por
Las Palmas destacándose en el Congreso por una defensa tenaz de los intereses canarios, siempre relega-
dos en la Península. Ver: Juan Sisinio PÉREZ GARZÓN, “Introducción” en: Ibíd., pp. 17-23 y ss.
431
Melquíades Álvarez (1864-1936) fue catedrático de Derecho romano en la Universidad de Oviedo,
presidente del Ateneo de Madrid y decano del Colegio de Abogados de Madrid. En el plano político, se
desempeñó como diputado republicano desde 1901 expresando una tendencia liberal de centro-izquierda.
Se sumó a la coalición republicano-socialista de 1909 en oposición a Maura y su represión en Cataluña.
Fundó el Partido Reformista en 1912, pretendiendo promover un equilibrio entre la monarquía y los sec-
tores más radicalizados. Entre 1922 y 1923 fue presidente de las Cortes hasta el golpe de estado de Mi-
guel Primo de Rivera. Desde 1925 militó en Acción Republicana y en los años ’30 apoyó a Alejandro

152
ción española a través de la instauración de un gobierno democrático y de la imposición
de una legislación social, de una educación pública, laica y universal y de una reforma
agraria, sin apelar a medios violentos y a través de la participación política. Los radica-
lizados —más en lo verbal que en lo práctico— reivindicaban un programa similar, pero
a través de un discurso incendiario como el de Alejandro Lerroux432 y Vicente Blasco
Ibáñez. En tanto el apoyo de los republicanos se obtuvo en las ciudades casi exclusiva-
mente y la llave del sistema seguía siendo el sector rural, y los municipios del interior,
su capacidad de influencia se redujo considerablemente, máxime cuando tuvieron que
comenzar a competir con los partidos de izquierda, de exitosa implantación urbana.
Respecto de las raíces intelectuales de este vasto movimiento inconformista y de
las razones de su rápida expansión, existe cierto consenso acerca de que las primeras
pueden hallarse, principalmente, en la difusión del krausismo y, las segundas, en la pré-
dica de la Institución Libre de Enseñanza (ILE). Institución, ésta, que supo conjuntar el
discurso moralizador de la política y el discurso educacionista, laico y progresista, en un
programa que asumía que la generalización de una instrucción moderna y popular era la
principal garantía de una auténtica transformación española.
La resultante de estas reacciones modernizadoras en el plano cultural e intelec-
tual fue el surgimiento de la “generación del ’98” —concepto polémico introducido por
Ortega y Gasset y divulgado por José Martínez Ruiz “Azorín” (1873-1967)— que retra-
taba, en el campo literario, cultural y periodístico, el grupo que sostuvo estos valores de
regeneración y asumió la tarea de retratar la situación española a través de una literatura
realista y cruda, en la que sobresalió el reporte de viaje y la novela naturalista, como
género descriptivo de las características de una España profunda, inconmovible ante la
modernización, tradicionalista, rural, pobre y retrasada.

Lerroux con su Partido Liberal. Fue asesinado en la cárcel modelo de Madrid por las milicias republica-
nas.
432
Alejandro Lerroux (1964-1939) periodista y político cordobés, se unió en 1890 se unió al Partido
Progresista republicano de Manuel Ruiz Zorrilla (1833-1895). Estuvo encarcelado entre 1898 y 1899 por
sus campañas contra la guerra de Cuba y el Proceso de Montjuich, pero en ambos casos fue indultado. En
1898 fundó El Progreso y desplegó una campaña estridente en pro de la revisión del juicio condenatorio
de los anarquistas acusados por el asesinato de varias personas en una procesión. En 1899 en Barcelona
dirigió La Publicidad y El Intransigente. Encargado por Moret de atraer a las masas obreras de Barcelona
a un republicanismo que no fuera ni anarquista ni catalanista fue elegido parlamentario en 1901, con un
característico lenguaje agresivo, demagógico y extremadamente violento. Fue anticlerical, enemigo de los
socialistas y anticatalanista. Mantuvo buenas relaciones con Ferrer y Guardia. Fundó con Salmerón el
partido Unión Republicana siendo elegido diputado por Barcelona en 1903 y 1905. En 1908 fundó el
Partido Radical. Por sus conflictos con los catalanistas y con Maura huyó de España con una causa penal
pendiente, estableciéndose en Argentina. Defendió a los huelguistas de la Semana Trágica. Desde 1910
decantó hacia un republicanismo moderado y fue elegido nuevamente diputado por Barcelona en una
coalición republicano-socialista. Formó parte del comité revolucionario que preparó la llegada de la Re-
pública y fue ministro de Estado con el gobierno provisional de Niceto Alcalá Zamora (1877-1949) y
Manuel Azaña (1880-1940). En 1933 fue fugazmente presidente del Consejo de Ministros. En 1933 y
1934 formó gobierno con la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA) de Gil Robles,
durante el cual se produjo el levantamiento armado de socialistas y comunistas asturianos en 1934, aun-
que dimitió por el escándalo del “Straperlo” que afectó a su sobrino. En 1935 fue ministro de Estado
durante el efímero gobierno de Joaquín Chapaprieta Torregosa (1871-1951). En 1936 apoyó el alzamiento
nacional y huyó a Portugal del cual retornaría en 1947.

153
En todo caso, las impugnaciones regeneracionistas y noventayochistas del statu
quo fueron presentadas haciendo uso de un lenguaje fatalista, en textos hipercríticos
que, en buena medida, exageraban la decadencia y que se presentaban como un acerca-
miento científico a la realidad. Sin embargo, a pesar de este rasgo de estilo, estos inte-
lectuales fueron, en el fondo, optimistas, en tanto confiaban en que este tipo de denuncia
lograría alertar al pueblo sobre el declive, cumpliéndose así el primer requisito para su-
perarlo.
Los intelectuales españoles de la generación del ’98 tomaron en general la pose
de observadores distantes, de individuos esclarecidos por una certeza acerca de los ma-
les de España y de los remedios para suprimirlos, de poseedores de una fórmula para
sanear a España frente a los agentes de la decadencia. De allí que no tuvieran mayor
inserción ni repercusión política, ya que se mostraron incapaces de comprender e inte-
grarse efectivamente —siquiera crítica o marginalmente— al mundo político tradicio-
nal, ni tampoco al que nacía fuera de la influencia de caciques pero sin seguir sus direc-
trices ideológicas.
En todo caso, la principal novedad de esta crisis “colonial” en el escenario cultu-
ral y político del fin de siglo peninsular fue la emergencia de un vigoroso discurso mo-
dernizador y moralizador, tras el cual surgía la figura prototípica del intelectual crítico
de su sociedad y de su tiempo. Claro que, este rol distante e inconformista provocó que,
más tarde o más temprano, éste actor fuera mal tolerado o abiertamente rechazado por el
crispado mundo de la práctica política española, fuera esta oficial u opositora, conser-
vadora o revolucionaria.
El arco de la critica y de los proyectos “regeneracionistas” se completó con el re-
formismo gubernamental de los gobiernos conservadores de Francisco Silvela433 y An-
tonio Maura y Montaner434; y del gobierno liberal de José Canalejas Méndez435. El dia-

433
El político madrileño Francisco Silvela (1843-1905), se licenció en derecho e ingresó en 1862 en la
Academia de Jurisprudencia. Fue diputado por la Unión Liberal en 1870 y más tarde militó en el Partido
conservador de Cánovas. Restaurado los Borbones, ocupó en 1875 la Subsecretaria de Gobernación y en
1879 y 1890 Ministro de Gobernación . También fue Ministro de Gracia y Justicia, en 1885. Tras el de-
sastre del ’98 Silvela adhirió a las tesis generacionistas y, en ese mismo año, ocupó la presidencia del
Consejo de Ministros. En 1899 se le designó presidente de un ministerio de “regeneración nacional”.
Posteriormente se alió con Maura, formando un nuevo gobierno en los años 1902-1903 creando el Institu-
to de Reformas Sociales. Silvela escribió en 1898 un célebre artículo titulado “Sin pulso” en el periódico
El Tiempo de Madrid, el 16-VIII-1898, que puede consultarse en versión electrónica en: “Sin pulso. Arti-
cle de Francisco Silvela” [en línea], en: Base documental d'Història Contemporània de Catalunya, Res-
tauració 1 (1874-1898), http://www.xtec.es/~jrovira6/restau11/silvela.htm, [Consultado 5-VII-2002].
434
Antonio Maura (1853-1925), nacido en Mallorca y formado como abogado en Madrid, ingresó a la
política dentro del Partido Liberal. En 1886 ocupó el cargo de vicepresidente del Congreso y en 1892 fue
designado Ministerio de Ultramar, desde donde presentó polémicos proyectos sobre el régimen político y
administrativo de Cuba y Puerto Rico que acarrearon fuerte oposición y a la postre, su renuncia. En 1895,
Sagasta le encargó el Ministerio de Gracia y Justicia. Ante la crisis de 1898, decantó hacia una postura
crítica de la Restauración, propugnando una “revolución desde arriba” que anticipara y evitara un proceso
revolucionario auténtico. Su programa reformista suponía la necesidad de una moralización radical a
través del instrumento legislativo, que permitiera un gobierno fuerte. En 1902, acordó con Francisco
Silvela (1843-1905), su pase al Partido Conservador, siendo nombrado Ministro de la Gobernación. Co-
mo tal dirigió las elecciones municipales de 1903, intentando terminar con las corrupciones acostumbra-
das del sistema caciquil. Maura reemplazó a Silvela como jefe del Partido Conservador y, más tarde, se le
encargó formar gobierno, en el que se mantuvo hasta 1904. En 1907 volvió a presidir el gobierno y propi-

154
gnóstico de estos reformistas era que era necesario modificar el sistema electoral tradi-
cional, buscar apoyo y legitimación en la opinión pública “razonable” y en las fuerzas
vivas, con el propósito de conservar el orden constitucional y político de la Restaura-
ción y de conservar la capacidad de captación a izquierdas y derechas del sistema bipar-
tidista. Pese a sus intenciones, ninguno de los tres tuvieron éxito en moralizar el sistema
electoral ni suprimir el caudillismo y sus vicios.
Pese a la diversidad y virulencia de la crítica y práctica de los diferentes expo-
nentes del regeneracionismo, los efectos prácticos de su acción política e ideológica
fueron muy limitados. La Restauración sobrevivió a la pérdida de las colonias y superó
la crisis del ’98. Tres razones pueden concurrir para ello: a) la poca credibilidad de las
opciones republicana y carlista, divididas en facciones personalistas y apegadas todavía
al viejo estilo insurrecional; b) la adecuación del régimen a la realidad socio económica
y cultural de España; c) la flexibilidad del régimen para integrar reformas democratiza-
doras en los momentos críticos como la libertad de asociación (1887) o el sufragio uni-
versal (1890); y d) la unanimidad del arco político en su rechazo de cualquier solución
pacífica para el problema cubano como la venta de la isla o el ortorgamiento de la inde-
pendencia.
De esta forma, como bien señaló Juan Pro Ruiz, veinticinco años después, cuan-
do cayera la Constitución, los problemas seguían siendo los mismos que los que denun-
ciaba el regeracionismo en 1898. Las elecciones de aquel año no fueron más limpias ni
lograron más participación que las de 1898, y arrojaron un congreso igualmente dividi-
do entre una aplastante mayoría gubernamental, una minoría de 108 escaños cedidos a
la oposición “leal” y sólo 59 diputados del conjunto de regionalistas, nacionalistas, re-
publicanos, socialistas, carlistas, integristas e independientes. Por otra parte, los partidos
dinásticos seguían extremadamente divididos y sin liderazgos fuertes. Los caciques se-
guían dominando la vida local, especialmente en los municipios rurales y desde allí
condicionaban cualquier proceso de reforma presionando a los políticos de Madrid. Los
partidos que se turnaban en el gobierno seguían respondiendo al viejo modelo de agru-

ciando una amplia reforma legislativa en el terreno electoral y huelguístico. Durante esta gestión —y
mientras se desarrollaba la embajada ovetense de Altamira en Argentina— estallaría la revuelta obrera en
Cataluña que daría lugar a una represión sangrienta conocida como la Semana Trágica de Barcelona, tras
la cual se ejecutaría a Francisco Ferrer. Maura debió dimitir y no logró volver a puestos políticos de gran
responsabilidad hasta 1918 cuando le tocó presidir un gobierno de concentración, y en 1921, tras el fiasco
de Annual (Marruecos) volvió a ser designado presidente aunque su gobierno no duró demasiado.
435
José Canalejas (1854-1912) nació en el Ferrol y estudió en la UCM, alcanzado en grado de doctor en
Derecho y doctor en Filosofía en 1872. De convicciones krausistas, este intelectual y político llegaría a
ser Decano del Colegio de Abogados de Madrid, presidente de la Real Academia de Legislación y Juris-
prudencia, miembro de la Academia de Ciencias Morales y Políticas, miembro de la RAE, presidente del
Ateneo de Madrid y vicepresidente de la Sociedad Geográfica. Sus primeras participaciones políticas
fueron como republicano, pero pronto se sumó al partido liberal, siendo elegido diputado en 1881. Dos
años después fue Subsecretario de la Presidencia y en 1888 Ministro de Fomento. Entre ese año y 1911
fue designado Ministro de Gracia y Justicia, Hacienda, Agricultura, Industria y Comercio. En 1911 asu-
mió la Presidencia del Consejo de Ministros, teniendo un destacado papel en la política de Marruecos, y
en otros campos tan significativos como el de la enseñanza y sobre la llamada cuestión religiosa. Fue
asesinado en Madrid por un anarquista.

155
paciones personalistas de notables, incapaces de adaptarse a las exigencias de la política
democrática436.
La prédica regeneracionista ha sido vista no pocas veces como un antecedente
ideológico de las salidas autoritarias y proto-fascistas en las que derivó el sistema políti-
co español. Sin embargo, esta línea dictatorial encarnada en la dictadura de Primo de
Rivera, no fue la única en la que puede reconocerse las raíces de la critica noventayo-
chista. En si, en 1898 y en el complejo movimiento regeneracionista —incluso en sus
expresiones “radicales”— quedó esbozada la división de España en dos: la España que
privilegió el orden social, el confesionalismo, el militarismo, el culto al líder, las glorias
patrias, el eficientismo, la concentración del poder y el anti-parlamentarismo; y la Espa-
ña de las libertades individuales, del pluralismo, de la voluntad popular, del laicismo, de
la democratización del liberalismo, de las reformas sociales. De allí que los disgnósticos
y la agenda que impuso la generación del ’98 hubieran tenido corolarios facistoides y, a
la vez, derivaciones democratizadoras437.
Para comprender mejor la consciencia regeneracionista de la intelectualidad es-
pañola, ésta debería ubicarse, según Jover Zamora, en el contexto previo de una “transi-
ción intersecular” caracterizada por una crisis generalizada de la que la cuestión colonial
cubana y filipina sería una parte muy importante aunque no la única, y de la cual la pro-
pia experiencia española no sería sino uno de sus variados casos. En ese sentido, con-
viene reinscribir el desarrollo de la historia intelectual española en las líneas de evolu-
ción políticas, culturales, intelectuales y sociales europeas e internacionales. Entre esas
líneas, destacaba el surgimiento finisecular de una nueva sensibilidad hacia la “cuestión
social” y el estado del proletariado. Esta sensibilidad, darían fundamento a un cúmulo
de iniciativas políticas reformistas aunque, posteriormente, y ante la radicalización re-
volucionaria de ciertos sectores obreros y socialistas, a una considerable retracción
ideológica determinada por el temor hacia una revolución de los desposeídos438. Estos
vaivenes y tensiones se manifestaron en toda Europa y en América entre fines del XIX y

436
Juan PRO RUIZ, “La política en tiempos del desastre”, en: Juan P. MONTOJO (ed), Más se perdió en
Cuba, Op.cit., pp. 248-249.
437
Sobre esto ha llamado la atención José Álvarez Junco, quien recuerda con buen tino que los regenera-
cionistas eran hombres de su tiempo y que, puestos a buscar retrospectivamente antecedentes ideológicos
del fascismo, podríamos encontrarlos, también, en la izquierda republicana. Antecedentes regeneracionis-
tas del fascismo podrán encontrarse: “Pero de ahí a decir que sus planteamientos llevaran ineludiblemente
al fascismo, o incluso, que fueran el origen remoto del fascismo, hay un abismo. Uno de los más graves
errores del análisis histórico es el teleologismo, la explicación del fenómeno a partir de lo que ocurrió
luego. Cada hecho debe interpretarse en su contexto, y saber que el futuro pudo ser otro. Al abrirse el
siglo XX, las posibilidades de desarrollo de la historia española eran múltiples —aunque por supuesto no
infinitas. Lo que ocurrió luego, y en especial la Guerra Civil de 1936-1939 y la dictadura franquista, se
derivó, desde luego, del pasado. Pero era sólo una de las derivaciones posibles. Y la variedad de respues-
tas políticas dadas por los supervivientes del 98 ante el conflicto de 1936 demuestra la multitud de opcio-
nes que se abrían ante los hombres que dominaban el panorama intelectual al abrirse el siglo.” (José
ÁLVAREZ JUNCO, “La nación en duda”, en: Juan P. MONTOJO (Ed.), Más se perdió en Cuba, Op.cit., p.
469).
438
José María JOVER ZAMORA, “Aspectos de la civilización española en la crisis de fin de siglo”, en: Juan
Pablo FUSI y Antonio NIÑO (Eds.), Vísperas del 98. Orígenes y antecedentes de la crisis del 98, Madrid,
Biblioteca Nueva, 1997.

156
primer tercio del XX, tomando distintas formas y habilitando diferentes resoluciones
según los países, yendo del progreso y evolución democrática del liberalismo de mino-
rías, a la movilización autoritaria de las masas.
En conclusión, la problemática de la reforma y la regeneración social, espiritual,
ideológica y política fue un espacio de confluencia para los intelectuales españoles y
argentinos del período que va entre mediados de la década de los noventa del siglo XIX
y el primer cuarto del siglo XX. En este espacio se descubrieron y comunicaron inquie-
tudes, inspiraciones, lenguajes, estrategias y experiencias comunes que resultarían im-
prescindibles para impulsar y sostener un acercamiento intelectual consistente entre
ambos países, una vez que ofrecieran un contexto propicio para el éxito de la misión de
Altamira en Argentina.

En tercer lugar, debemos considerar el contexto de la situación política interna-


cional de ambos países y las respuestas políticas e ideológicas a las tendencias imperia-
listas de potencias anglo-sajonas. Si bien las políticas exteriores de España y Argentina
discurrían por vías diferentes, debemos tener en cuenta la significativa confluencia de
ambos países en los años ’90 respecto del problema de la proyección imperialista de los
Estados Unidos en América Latina. Esta confluencia —en buena medida fruto del es-
panto antes del amor— no se tradujo en importantes acciones conjuntas ni en estrategias
comunes, aun cuando es indudable que estaba inpulsada por una preocupación común
frente al expansionismo norteamericano y anglosajón.
Este acercamiento “objetivo” se manifestó mayor nitidez a raíz de las presiones
norteamericanas sobre España y de la posterior intervención en la guerra de indepen-
dencia cubana en 1898. Así, durante este período se instaló con todo dramatismo en
Argentina el problema que suscitaba este conflicto multilateral para el equilibrio conti-
nental, provocando quiebres en el tradicional discurso pro-cubano y significativos reali-
neamientos ideológicos en la elite rioplatense:
“En 1898, la revolución cubana dividió a la sociedad y al ámbito político argentino en dos secto-
res. Uno fue el que podríamos llamar la Argentina oficial, es decir, el conformado por los miem-
bros del gobierno, que adoptó una actitud de neutralidad, a tal punto de no permitir siquiera la
reparación en territorio argentino del buque español encargado de mantener la estación naval de
España en el río de la Plata. El otro sector fue el integrado por la opinión pública argentina, muy
influida por cierto por las actividades de la colectividad española. Vale rescatar que muchos ar-
gentinos todavía jóvenes en la política —casos de Joaquín V. González y Roque Sáenz Peña—
defendieron la causa española, particularmente a la hora del enfrentamiento hispano-
norteamericano”439

Argentina y Estados Unidos nunca tuvieron relaciones plácidas. Entre 1880 y


1900, la diplomacia argentina boicoteó y terminó por frenar el proyecto del Secretario
de Estado norteamericano James Blaine de construir una zona de libre comercio hemis-
férica durante la Primera Conferencia Panamericana de Washington de 1889. Argentina

439
Citado en: Andrés CISNEROS y Carlos ESCUDÉ (dirs.), Historia General de las relaciones exteriores de
la República Argentina 1806-1989 [en línea], Segunda Parte: Las Relaciones Exteriores de la Argentina
consolidada. 1881-1842, Tomo VIII: Las relaciones con Europa y los Estados Unidos, 1881-1930, Cap.
XLIII, http://www.argentina-rree.com/index2.htm [Consultado: 30-VI-2002].

157
rechazaba el panamericanismo impulsado por los norteamericanos por la importancia
estratégica de sus vinculaciones con el Reino Unido y Europa como exportador de pro-
ductos primarios, y por su propia tradición americanista que nunca incluyó a los Estados
Unidos —ni a España—, pero pretendía una estrecha sociedad con Europa como garan-
tía de progreso americano.
Los delegados argentinos a la Conferencia de Washington —los futuros presi-
dentes Manuel Quintana440 y Roque Sáenz Peña— se opusieron a rajatabla al proyecto
de unión aduanera. En aquella ocasión destacó el discurso de Sáenz Peña quien criticó
la constitución de uniones de mercados no complementarios, y defendió el libre comer-
cio y la libertad de acción diplomática de todos los países hispanoamericanos postulan-
do la doctrina de “América para la Humanidad”, en clara oposición a la inspiración
“norteamericanista” de la Doctrina Monroe441.
Así se explica que lo que inicialmente era un apoyo a la libertad del pueblo cu-
bano se transformara, luego de la intervención del gobierno norteamericano, en un ali-
neamiento informal con España, por lo menos en el plano ideológico y discursivo de los
sectores liberales reformistas de la época:
“El debate internacional de nuestros días, no gravita, en su actualidad conmovedora, sobre la in-
dependencia de una Antilla. La intervención, ha transformado la causa, el ultimátum ha desga-
rrado la bandera, confundiendo en una injuria a las dos soberanías: a la que aspira a nacer, y a la
que exige para su honor tradicional, el reconocimiento y los respetos del universo cristiano. El
Congreso Federal de los Estados Unidos desconoce la jurisdicción de España sobre la Gran Anti-
lla; pero no para que nazcan las autonomías nativas, ni para demoler toda existencia política, se-
pultando en los abismos de una intervención armada, a los peninsulares, y a los insurrectos: a la
República y a la Monarquía… Esta tercería sin título, estas reivindicaciones sin dominio, consti-
tuyen, señores, el hecho más anormal y la usurpación más subversiva contra los basamentos del

440
Manuel Quintana (1835-1906), descendiente de una familia de comerciantes y terratenientes de la
época colonial se doctoró en Derecho en la UBA en 1859. En 1860 fue elegido diputado de la legislatura
porteña. Fue diputado nacional desde 1862 y desde 1868 fue presidente de la Cámara de Diputados, hasta
que en 1870 fue elegido senador nacional por Buenos Aires. En 1878, fue elegido nuevamente diputado
nacional por Buenos Aires y presidente del cuerpo hasta 1880, cuando apoyó el levantamiento de Carlos
Tejedor contra la Nación. Fue Ministro del interior del presidente Luis Sáenz Peña y en 1904 fue elegido
presidente de la República. En 1905 sufrió un fallido atentado en Plaza de mayo por parte de un anarquis-
ta español, muriendo en 1906 durante su mandato y siendo sucedido por José Figueroa Alcorta, su vice-
presidente.
441
“Por cierto, la posición argentina en la Conferencia Panamericana de 1889, tan opuesta a cualquier
intento multilateral en donde Estados Unidos ejerciese el liderazgo regional en detrimento de la influencia
europea en América, fue coherente con la imagen que la clase gobernante argentina tenía de su país.
Guiados por el éxito económico del modelo primario-exportador, los líderes argentinos necesitaban en ese
entonces establecer un rol de la Argentina como socio comercial de Europa —cuya influencia era consi-
derada vital por la elite argentina en tanto era la llave de su éxito económico—, rol claramente opuesto a
los deseos de Estados Unidos. Así, la oposición de los representantes argentinos a la propuesta norteame-
ricana implicaba hasta cierto punto los siguientes supuestos: a) el bienestar argentino dependía de relacio-
nes fluidas y abiertas con las naciones europeas, mercado principal de las exportaciones argentinas; b) la
Argentina no tenía ni necesitaba de relaciones estrechas con el resto de América latina; c) la Argentina era
en algún sentido superior a los demás países de la región; d) Estados Unidos representaba un competidor
para los intereses argentinos; y e) la Argentina, dado su progreso material, igualaría o sobrepasaría el
nivel de capacidad económica de Estados Unidos.” (Andrés CISNEROS y Carlos ESCUDÉ (dirs.), Historia
General de las relaciones exteriores de la República Argentina 1806-1989 [en línea], Segunda Parte: Las
Relaciones Exteriores de la Argentina consolidada. 1881-1842, Tomo VIII: Las relaciones con Europa y
los Estados Unidos, 1881-1930, Cap. XLIII, http://www.argentina-rree.com/index2.htm [Consultado: 30-
VI-2002]).

158
derecho público y contra el orden de las soberanías […] Cuba ha debido ser libre… si esa liber-
tad no se buscara en este momento histórico, por el camino de la humillación y del ultraje a la
nación española: ultraje que no le infieren las disensiones internas, entre insurgentes y peninsula-
res, sino los actos insólitos de una política invasora, que acecha desde la Florida los anchurosos
senos del golfo de México, para nutrir en ellos sensuales espansiones territoriales y políticas;
sueños de predominio que aspiran a gravitar pesadamente en la vasta extensión del hemisfe-
rio.”442

En 1896, agravada la posición española en Cuba, la comunidad hispana argenti-


na y uruguaya lanzó, a través de la Asociación Patriótica Española y bajo la influencia
del omnipresente Rafael Calzada, una colecta pública para adquirir un crucero con el
que dotar a la armada peninsular de una nave moderna con la que enfrentar el nuevo
compromiso bélico443. El buque, que no llegaría a incorporarse —afortunadamente, si
cabe— a las malogradas flotas de los almirantes Pascual Cervera y Topete (1839-1909)
en Cuba, y Patricio Montojo y Pasarón (1839-1917) en Filipinas, fue construido en los
astilleros de El Havre y dotado de artillería en el arsenal gaditano de La Carraca444.
La nave, adornada con escudos españoles, argentinos y uruguayos, poblada de
souvenirs y recordatorios de su origen, fue entregada a España al año siguiente del fin
del conflicto, tal como constaba en el coronamiento de la toldilla de popa, donde podía
leerse: “Crucero Río de la Plata. Este buque fue donado a su patria por los españoles
residentes en las Repúblicas Argentina y del Uruguay. 31 de junio 1899”. El Río de la
Plata visitó Buenos Aires en febrero de 1900, asistiendo a la multitudinaria recepción
en el puerto de la capital el Presidente Roca y las autoridades de la colectividad españo-
la445.

442
Discurso del Dr. Roque Sáenz Peña, en: España y los Estados Unidos por los señores Dr. Roque
Sáenz Peña, Paul Groussac y Dr. José Tarnassi, Buenos Aires, Compañía Sud-Americana de Billletes de
Banco, 1898, pp. 3-5. Este volumen recoge las intervenciones de estos tres oradores en el Teatro de la
Victoria, el 2 de mayo de 1898 “bajo el patrocinio del Club Español de Buenos Aires, a beneficio de la
Suscripción Nacional Española” —de la cual formaba parte Rafael Calzada— y posee un prólogo de
Severiano Lorente.
443
“En abril, la Patriótica tomó la iniciativa de abrir una suscripción para nada menos que regalar un
buque de guerra a España, consiguiendo en una sola noche más de 100.000 dólares. En toda la República
se formaron hasta 150 comisiones de ayuda. Empresarios, comerciantes, escritores y artistas ofrecieron su
colaboración. Por pedido de la Patriótica, constructores de naves de guerra ingleses y franceses mandaron
planos y presupuestos de sus navíos… El buque se llamaría Río de la Plata y para sufragaro se emitieron
bonos nominales que posibilitaban la aportación de personas con pocos recursos. Los fondos recaudados
los depositaría la sociedad en una cuenta especial del Banco Español. Ya en abril de 1897 se había reuni-
do la imponente suma de 375.000 dólares, habiendo llegado también dinero de Uruguay y Paraguay.”
(Rafael SÁNCHEZ MANTERO, José Manuel MACARRO VERA y Leandro ÁLVAREZ REY, La imagen de
España en América 1898-1931, Sevilla, Publicaciones de la Escuela de Estudios Hispano-Americanos de
Sevilla, 1994, pp. 91-92).
444
La nave tenía 76,3 metros de eslora; 10,8 m. de manga; un calado máximo de 4,7 m.; un desplaza-
miento con calado máximo de 1.949,77 toneladas; una fuerza de máquinas entre los 3.837 y los 6.937
caballos de fuerza. Su armamento se componía de 2 cañones Canet de 14 c/m; 4 cañones Krupp de 10,5
c/m; 6 cañones Nordenfeld de 57 c/m, y 4 Maxim de 37 m/m. Tripulación: 212 personas (“El crucero Río
de la Plata” [en línea], en: Relación de Cádiz con el Río de la Plata. Tan lejos y tan cerca (siglo XX),
http://galeon.hispavista.com/rioplata/sigloxx.htm, [Consultado: 15-VII-2002]).
445
El Río de la Plata, con base en Cartagena, fue utilizado por la armada española junto al Carlos V
durante la conferencia hispano-francesa de Algeciras en 1906; en la misión diplomática del General Matta
en Tánger yen la operación de auxilio a Casablanca, asediada por el levantamiento marroquí para custo-
diar al Consulado de Casablanca, bombardeando posiciones rebeldes el 22 de agosto de 1907. En julio de
1909 fue comisionado como guardacostas durante las campañas españolas en el Rif. En 1922, estando

159
Esta iniciativa de la comunidad española en el Plata no contó con el apoyo ofi-
cial del gobierno argentino, el cual procuró guardar un equilibrio entre las tres posicio-
nes en pugna, manteniendo su línea tradicional de neutralismo, no intervencionismo y
de promoción de un pacifismo arbitral. De allí que, del cotejo de los hechos, surja la
idea de cierta ambigüedad del gobierno argentino, que prohibió la reparación del torpe-
dero español El Temerario en Buenos Aires una vez estallada la guerra hispano-
norteamericana, pero dejó hacer con total impunidad a la comunidad española en la sus-
cripción que realizaba en suelo nacional para construir el Río de la Plata mientras de-
fendía el derecho a la nacionalidad cubana. Esta ambigüedad también era extensiva a la
clase dominante, a la propia opinión pública y a la sociedad civil, en las cuales pudieron
apreciarse tanto posiciones pro-cubanas y pro-españolas, como curiosos intentos de
conciliar la independencia de la isla como realización última del mandato emancipador
de los libertadores y revolucionarios, con la defensa del honor español y la exaltación de
su aporte a América.
Detrás de estas contorsiones —dialécticas antes que ideológicas—, se encontra-
ba la sorda inquietud que, en el ámbito hispanoamericano, causaba el progresivo avance
de los Estados Unidos y de tesis como las de Houston Stewart Chamberlain (1855-
1927), que intentaban explicar el desarrollo histórico de las potencias y su proyección
imperial a partir de la idea de la superioridad intrínseca de la raza aria y de sus pueblos
más dinámicos. En la lógica de estas teorías, anglosajones y germanos estarían destina-
dos a preponderar sobre el caos étnico y cultural de razas inferiores que poblaban el
mundo, quedando justificada su intervención civilizatoria.
La cuestión racial y la mayor o menor pureza aria de los pueblos europeos fue
constituyéndose en un argumento cada vez más eficaz, en tanto obtenía respaldo de mu-
chos científicos positivistas y, aparentemente, de los propios hechos, que parecían con-
firmar la base biológica de la superioridad tecnológica, científica y militar de Inglaterra,
Alemania y Estados Unidos. Así, el presunto descubrimiento de que los pueblos latinos
poseían una proporción de sangre aria muy inferior, justificó ideológicamente aquello
que, en parte, imponía la fuerza, es decir, la hegemonía de las potencias anglosajonas.
El entroncamiento de la explicación racista con la evolución del imperialismo en
el último tercio del siglo XIX permitieron que este tipo de tesis prosperara y fueran uti-
lizadas instrumentalmente en el análisis de la política internacional de las propias po-
tencias exitosas y de las decadentes. Así, el plateo del primer ministro británico Robert
Arthur Talbot Gascoyne-Cecil, Lord Salisbury (1830-1903) a propósito de la derrota
española en Cavite proponía la existencia de naciones vitales, destinadas a crecer inde-
finidamente en todos los aspectos y naciones moribundas, destinadas a involucionar y
corromperse hasta desaparecer. Esta dicotomía no sólo ofrecía una explicación de la
preponderancia de unas sobre las otras, sino en definitiva una justificación de la redis-
tribución territorial en beneficio de las primeras.

destinado en Cádiz, fue convertido en sede de la Escuela de Aeronáutica Naval, anexo al portaviones
Dédalo. El 27 de marzo de 1934, las disposiciones gubernamentales de renovación de la flota de guerra
ordenaron el desguace del Río de la Plata (Ibídem).

160
La cuestión que suscitaba inquietud en España, derrotada por una de las más
grandes y prometedoras de las living nations, era que esta nueva justificación del impe-
rialismo comenzaba a afectar en sus corolarios prácticos no sólo al mundo americano,
africano, asiático o melanesio —sobre cuya explotación ella misma tenía sobrados ante-
cedentes y renovadas expectativas de rapiña colonial—, sino a naciones cristianas e
incluso europeas, entre las cuales, la otrora potencia peninsular, no podía dejar de ser
contada.
Según José María Jover Zamora, la idea de crisis y decadencia de las naciones
latinas y la apertura de una era en que la hegemonía correspondería a anglosajones y
germanos fue internalizada por los países de Europa meridional alimentando una “cons-
ciencia de frustración” relacionada con el atraso relativo que se evidenciaba en su pode-
río material y con una serie de frustraciones militares y sobre todo coloniales que se
sucedieron en aquellos años446. Así, la derrota del Segundo Imperio en la Guerra Fran-
co-Prusiana de 1870; el ultimátum de 1890 de Gran Bretaña a Portugal; la derrota ita-
liana en Adua en 1896; la pérdida de Cuba y Filipinas por España en 1898; la crisis an-
glo-francesa de Fashoda; el acuerdo anglo-germano para un eventual reparto de las
posesiones coloniales portuguesas, y la propagación de un claro clima de pesimismo en
estos países, permitiría hablar de la existencia de varios “98”, contextuando
internacionalmente la dimensión de la “crisis cubana” y superando la idea de la
excepcionalidad del desastre español 447.
Esta visión de la crisis apoya y amplifica el argumento que expusiera Jesús Pa-
bón en 1963 acerca del paralelismo entre el caso español y otras experiencias de frustra-
ciones coloniales como la de Portugal en 1890, la de Japón en 1894, la de la propia In-
glaterra en la cuestión de la Guayana en 1895 y la de Francia en Sudán. De lo que se
trataba, en uno y otro caso, era de relativizar y cuestionar severamente la idea de la
“singularidad” política peninsular y del presunto aislamiento voluntario de los gobier-
nos de la Restauración, que habrían mantenido obcecadamente a España al margen de
Europa.
Para Jover Zamora, el argumento del aislamiento secular de España no sería sino
un mito. España habría sostenido un imperio de ultramar entre 1824 y 1898, dentro de la
lógica diplomática europea, desplegando una política compleja cuyos hitos fueron la
adhesión la Triple Alianza en 1887 —para garantizar su proyección sobre Marruecos—;
y el acercamiento con la entente franco-británica para asegurar sus fronteras meridiona-
les en el eje Canarias-Baleares. Esta posiciones, sumadas a la prescindencia en las gue-
rras europeas del siglo XIX y al neutralismo español en la Primera Guerra Mundial,

446
Un inventario de la literatura y los principales referentes intelectuales españoles y latinoamericanos de
la contraposición entre latinos y españoles y un breve aunque acertado entronque de estas cuestiones con
el surgimiento de un espiritualismo reactivo, puede verse en: Eva María VALERO JUAN, Rafael Altamira y
la reconquista espiritual de América, Op.cit., pp. 36-39.
447
José María JOVER ZAMORA, “Introducción: Después del 98. Horizonte internacional de la España de
Alfonso XIII”, en: La España de Alfonso XIII. El Estado y la política (1902-1931), Historia de España
Menéndez Pidal, Tomo XXXVIII, Vol. I, De los comienzos del reinado a los problemas de la posguerra
1902-1922; Madrid, Espasa Calpe, 1995, p. LX y ss.

161
permitirían hablar de que España participaba activamente de la política europea, pero en
calidad de potencia periférica, involucrándose en cuestiones ultramarinas fuera del pe-
rímetro continental.
Estas interpretaciones fueron puestas en entredicho recientemente por Javier Ru-
bio, para quien el carácter de las crisis coloniales equiparadas al desastre español, era
fundamentalmente diferente en todos los casos. En los casos de Portugal y Francia, por-
que sus conflictos con Inglaterra se produjeron a partir del dinamismo colonial que mos-
traron ambos países —que, en todo caso, no se detuvo en 1898—; mientras que el cho-
que hispano-norteamericano fue promovido por los Estados Unidos con el objeto de
controlar Cuba y el Caribe. El episodio de Guyana, por su parte, sólo implicó para Gran
Bretaña el reconocimiento de Estados Unidos como potencia extracontinental con la que
tenía que negociar por la determinación de límites territoriales fuera de su área de mayor
influencia colonial. Para Rubio el aislamiento español, en sí innegable, no habría sido,
sin embargo, voluntario como comúnmente se ha pretendido, sino inducido por la nega-
tiva de las potencias europeas a trabar compromisos con un estado altamente inestable y
carente de suficiente fiabilidad y fuerza, como para formar parte de un acuerdo448.
Lo cierto es que la rápida derrota de España a manos de Estados Unidos en el
Caribe y en las Filipinas, con la consecuente pérdida de esta dos colonias y de Puerto
Rico provocó una crisis en la Península449. Esta crisis internacional y sus efectos
inmediatos sobre la política interna y la emergencia de nacionalismos periféricos,
afectó, por supuesto, al sistema político de la Restauración pero, como hemos visto, no
llegó a dislocarlo. Por otra parte, esa crisis no impactó decisivamente en la economía,
que al poco tiempo evidenció signos de recuperación e incluso crecimiento. Sería
entonces en la esfera de la moral pública, en la esfera de la ideología y de la identidad
nacional española donde la derrota tendría un impacto devastador y un efecto intelectual
revulsivo, como también hemos podido apreciar.

448
Por ello la guerra con Estados Unidos pilló a España sin ningún respaldo que pudiera evitar su humi-
llación internacional: “Es evidente que España no pudo sino estar aislada, forzosamente aislada, en su
dramático noventayocho. Y lo estuvo singularmente, pues fue el único país europeo —salvo la poderosa
Inglaterra— afectado por los ajustes coloniales de fin de siglo que no estaba respaldado por ningún
acuerdo defensivo o garantía territorial. Que no se hallaba en el marco de ninguna alianza que, aunque no
fuese aplicable directamente al problema cubano y quizá no hubiera evitado la guerra, podía haber dado a
España un mínimo de peso y de respetabilidad ante los Estados Unidos en la hora de la agudización de las
tensiones hispano-norteamericanas y, en último término, en el momento de las negociaciones de paz en
París.” (Javier RUBIO, “El 98 español. Un caso singular de aislamiento”, en: Octavio RUIZ-MANJÓN y
Alicia LANGA LAORGA (Eds.), Los significados del 98. La sociedad española en la génesis del siglo XX,
Madrid, Fundación Ico, Biblioteca Nueva Universidad Complutense de Madrid, 1999, p. 99).
449
Sobre la Guerra de Cuba puede consultarse una extensa bibliografía, fruto del pasado centenario de la
derrota española. Resultan particularmente útiles para comprender el conflicto: Antonio ELORZA y Elena
HERNÁNDEZ SANDOICA, La Guerra de Cuba (1895-1898), Madrid, 1998 —para reconstruir razonadamen-
te la historia política y militar del conflicto hispano-cubano-norteamericano de 1895-1898—; Sebastian
BALFOUR, El fin del Imperio Español (1898-1923), Barcelona, Crítica, 1998 —para un análisis del 98 en
perspectiva de la posición internacional de España hasta Primo de Rivera—; y Juan PAN-MONTOJO (co-
ord.), Más se perdió en Cuba. España, 1898 y la crisis de fin de siglo, Madrid, Alianza Editorial, 1998 —
para un análisis de los aspectos económicos, sociales, militares y diplomáticos del conflicto y de los dife-
rentes contextos de la crisis—.

162
Este contexto internacional finisecular, sumado al desarrollo de las tendencias
ideológicas y al contexto socio-político que ya hemos abordado, habilitó ciertas explo-
raciones ideológicas complementarias en Argentina y España que, antes de 1898 no
habían surgido con demasiada fuerza. La centralidad de la problemática racial en el en-
tendimiento del ordenamiento internacional de la época y la influencia progresiva del
discurso que proponía la creación de un eje reactivo de los países latinos —asumido
tardíamente tanto por Argentina, por su vinculación preferencial con Gran Bretaña co-
mo por España, por la pretensiones hegemónicas de Francia— creó las condiciones para
reforzar y complementar dos líneas ideológicas convergentes. Por un lado, potenció las
vertientes “hispanistas” que comenzaban a desarrollarse en Argentina en virtud de su
propia situación interna a raíz del impacto del proceso migratorio cosmopolita y de la
necesidad de definición de una identidad nacional. Por otro lado, fortaleció las vertien-
tes “americanistas” españolas que veían en la reconstitución de las relaciones con las
antiguas colonias una oportunidad para recrear una comunidad hispánica de naciones
que diera a España un ámbito de acción internacional alternativo en donde recuperar
posiciones y prestigio; a la vez que una oportunidad para recuperar ciertas tradiciones
propias que florecieron al otro lado del Atlántico pero se marchitaron en la España del
neo-absolutismo, de la guerra carlista y de la corrupción restauradora.
Este heterogéneo y multifacético movimiento ideológico español tuvo matices
—a veces, incluso, contradictorios— propios del ambiente peninsular y del ambiente
americano, una vez que sus promotores más activos se encontraban a ambos lados del
Atlántico, puede definirse, siguiendo a Daniel Rivadulla Barrientos como una “corriente
de pensamiento y de acción política” propia de la segunda mitad del siglo XIX y del
siglo XX, cuyo objeto de estudio o aplicación era el conjunto de las antiguas colonias y
cuyos principios derivaban del regeneracionismo español finisecular. Sin embargo, ce-
ñir el hispanoamericanismo a una doctrina orientadora de las relaciones diplomáticas
españolas y juzgarla, en consecuencia, por los resultados de su “proyección exterior”, en
términos de “viabilidad, plasmación y operatividad”, parece un tanto reduccionista y
relativiza el acierto de considerar la relativa marginalidad del asunto americano respecto
de otros tópicos de la agenda política externa e interna de España.
El hecho de que “la política de España en América y, en particular, sus intereses
comerciales y aquellos otros derivados o ligados a la masiva presencia de españoles en
la región del Plata sobre todo” no hayan constituido nunca una “cuestión”, del estilo de
la africana, de la social o de la religiosa; o que la política de gestos no pudiera exhibir
grandes logros políticos en su haber, no quiere decir que deba deducirse que el hispa-
noamericanismo español fue una producto ideológico estéril sin consecuencias prácticas
para España y la Argentina450. En este sentido conviene prevenirse de sobredimensionar
la perspectiva diplomática en el análisis de las relaciones entre ambos países, so pena de
disminuir intuitivamente la consideración debida a otros planos de esta relación y con-

450
Daniel RIVADULLA BARRIENTOS, La “amistad irreconciliable. España y Argentina, 1900-1914,
Op.cit., pp. 59-61.

163
siderar que cualquier evento relevante ocurrido en este período, debe formar parte natu-
ralmente de aquella “gestualidad”.
Andrés Cisneros y Carlos Escudé, por ejemplo, siguiendo demasiado de cerca a
Rivadulla Barrientos, consignan acertadamente que un hito de esta política fue la visita
a la Argentina de la Infanta Isabel de Borbón durante los fastos del Centenario de la
revolución de 1810, ante el cual se respondió oportunamente con la comisión que el
presidente Roque Sáenz Peña encargara al ex presidente José Figueroa Alcorta para
representar a la Argentina en las fiestas del Centenario de las Cortes y de la Constitu-
ción liberales de 1812.
Sin embargo, constituye un claro abuso del argumento el deducir que “dicho
gesto español hacia el gobierno argentino fue respondido por este último con actitudes
tales como la fundación de la Institución Cultural Española de Buenos Aires, la creación
de la Cátedra Menéndez Pelayo en la Universidad de la Plata y la constitución de una
Academia correspondiente a la de la Lengua Española”451.
Para despejar las confusiones que puede suscitar la parte inicial de este párrafo
puede acudirse a la reseña de acontecimientos que realizó Marta Campomar:
“La iniciativa de fundar una institución cultural española se concretó con la muerte repentina de
Don Marcelino Menéndez Pelayo en mayo de 1912. Con el dinero reunido para comprar su bi-
blioteca, y al enterarse la comunidad española que ésta había sido legada al Municipio de San-
tander, los fondos se destinaron a crear una cátedra universitaria en su nombre.” 452

Este exitoso proyecto del cirujano español Avelino Gutiérrez453, en el que nada
tuvo que ver el gobierno argentino y cuyos antecedentes ideológicos pueden vincularse
con su admiración por la labor del Grupo de Oviedo y con las visitas de Rafael Altamira
en 1909 y Adolfo Posada en 1910454, perseguía la creación de una cátedra permanente
de cultura española en la Universidad de Buenos Aires que sirviera de tribuna para des-
tacados científicos y hombres de letras españoles en el Río de la Plata.
La “cátedra” —espacio académico propio de la Institución Cultural Española
(ICE) y sostenido por ella— fue una plataforma desde la cual se promocionaron las ac-
tividades universitarias y “extensionistas” de los visitantes455. Su inauguración se produ-

451
Andrés CISNEROS y Carlos ESCUDÉ (dirs.), Historia General de las relaciones exteriores de la Repúbli-
ca Argentina 1806-1989 [en línea], Segunda Parte: Las Relaciones Exteriores de la Argentina consolida-
da. 1881-1842, Tomo VIII: Las relaciones con Europa y los Estados Unidos, 1881-1930, Cap. XLIII: Las
relaciones con Francia, España, Italia y El Vaticano (1880-1930), Las relaciones entre Argentina y Espa-
ña, Otros acontecimientos que evidenciaron los límites de la relación bilateral, http://www.argentina-
rree.com/index2.htm [Consultado: 30-VI-2002].
452
Marta CAMPOMAR, “Los viajes de Ortega a la Argentina y la Institución Cultural Española”, en: José
Luis MOLINUEVO (coord.), Ortega y la Argentina, Madrid, FCE, 1997, p. 120.
453
El médico cirujano santanderino Avelino Gutiérrez (1864-1946), emigró a la Argentina luego de aca-
bar el bachillerato doctorándose en Medicina en la Universidad de Buenos Aires en 1890, donde llegó a
desempeñarse como catedrático de Clínica Quirúrgica. También fue director del Hospital Español de
Buenos Aires y recibió el título de doctor honoris causa por la UCM.
454
Marta CAMPOMAR, “Los viajes de Ortega a la Argentina y la Institución Cultural Española”, en: José
Luis MOLINUEVO (coord.), Ortega y la Argentina, Op.cit., p. 120.
455
Ignacio GARCÍA, “El institucionismo en los krausistas argentinos” [en línea], en: Hugo E. BIAGINI,
Hugo (comp.), Arturo Ardao y Arturo Andrés Roig. Filósofos de la autenticidad [en línea], Jornada en

164
jo en agosto de 1914 con el curso de Ramón Menéndez Pidal (1869-1968) sobre la vida
y la obra de Marcelino Menéndez Pelayo456, una vez que fuera formalizada la entidad de
la ICE. En 1916, José Ortega y Gasset, por sugerencia de la Junta para la Ampliación de
Estudios e Investigaciones Científicas (JAE) de Madrid, dictó sus primeras lecciones de
Filosofía en Buenos Aires. Entre 1917 y 1922, pasaron por la cátedra española el mate-
mático Julio Rey Pastor457; el físico Blas Cabrera y Felipe458; el sociólogo Adolfo Gon-
zález Posada, once años después de vuelta en Argentina; Eugenio D’Ors (1881-1954); y
el arqueólogo, anticuario e historiador del arte granadino Manuel Gómez Moreno y
Martínez (1870-1970)459.
Respecto de la segunda parte del párrafo, si bien es indudable que existió una
conexión entre la visita de la Infanta y la creación de la Academia correspondiente, no
debe creerse que esta era una mera respuesta de cortesía a esta excursión sino, más bien,
una muestra del timing de algunos intelectuales hispanófilos argentinos y de la propia
administración española.

homenaje a Arturo Andrés Roig y Arturo Ardao, Buenos Aires, 2000,


http://ensayo.rom.uga.edu/filosofos/argentina/roig/homenaje/garcia.htm, [Consultado: 16-VII-2002].
456
El controvertido intelectual santanderino Marcelino Menéndez Pelayo (1856-1912) —valedor de Al-
tamira en su oposición a catedrático por la Universidad de Oviedo— se doctoró en Filosofía y Letras por
la UCM, obteniendo en ella a los 22 años la Cátedra de Historia crítica de la Literatura. Fue académico de
Real Academia Española de la Lengua (1881), académico, bibliotecario y director de la RAH (1883, 1892
y 1909, respectivamente), de la RACMP (1889) y de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando
(1892). Fue decano de la Facultad de Letras de la Universidad Central (1895), y director de la Biblioteca
Nacional de Madrid entre 1898 y 1912.
457
Rey Pastor (1888-1962) se doctoró en matemáticas en la UCM, en 1888. Llegó a Buenos Aires en
1917, a raíz de la invitación de la Institución Cultural Española. Desde entonces la Facultad de Ciencias
Exactas, Físicas y Naturales de la UBA lo incorporó como profesor de matemática. Paralelamente, Rey
Pastor fue profesor en la UNLP y en el Instituto Superior del Profesorado de la Capital Federal, a la vez
que continuó con sus clases en España. En la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA ocupó la cátedra
de Epistemología e Historia de las Ciencias.
458
Blas Cabrera y Felipe (1878-1945) se doctoró en 1901 en Ciencias Físicas por la UCM de Madrid,
donde fue contratado como profesor ayudante de Electricidad en la Facultad de Ciencias; donde obtuvo la
cátedra de Electricidad y Magnetismo (1905) y donde sería nombrado rector en 1929. En 1903 fue so-
cio-fundador de la Sociedad Española de Física y Química y en 1910 fue designado miembro de la Real
Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales. En 1911 se hizo cargo de la dirección del Laboratorio
de Investigaciones Físicas creado por la Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas.
Becado por la Junta se incorporó en Zurich al gabinete de estudio de Pierre Weiss. En 1915 realizó un
viaje académico por Latinoamérica, obteniendo doctorados honoris causa y nombramientos docentes y
académicos en México, Colombia, Perú y Argentina. En 1917 inauguró en México los cursos del Instituto
Hispanoamericano y dos años más tarde fue nombrado doctor honoris causa por la Universidad de Es-
trasburgo. En 1921 fue admitido como miembro del Comité Internacional de Pesas y Medidas de París —
del cual llegaría a ser secretario en 1933—, y en 1928 fue elegido Académico de Ciencias y miembro del
Comité Cientifico de la VI Conferencia Solvay a propuesta de Marie Curie y Albert Einstein. Entre 1934
y 1937 desempeña la presidencia de la Academia de Ciencias de Madrid, y en 1936 ingresó en la Real
Academia Española. Al estallar la guerra civil se exilió en Francia y luego en México, donde arribó en
1941. La Facultad de Ciencias de la Universidad Nacional Autónoma de México lo nombró profesor de
Física Atómica y de Historia de la Física. La Institución Cultural Española de Buenos Aires, en la con-
memoración de sus XXV años, publicó su último libro El magnetismo de la materia, Buenos Aires, 1944.
459
Una cronología de los intelectuales que se hicieron cargo de la cátedra —extractada de los Anales de
la Institución Cultural Española de Buenos Aires, Buenos Aires, 1947— puede consultarse en: “Institu-
ción Cultural Española” [en línea], en: Boletín trimestral de la Librería Anticuaría Tercer Milenio, nº 2,
junio-julio 2001, http://www.termila.com/index21.html, [Consultado: 10-VII-2002].

165
En efecto, en aquella circunstancia tan propicia para la confraternización, las au-
toridades españolas habían creído posible la constitución de este resistido organismo en
el Plata. Para ello, se sumó a la comitiva de la princesa española, el académico español
Eugenio Sellés, Marqués de Gerona, con el propósito de coordinar esfuerzos con los
once miembros correspondientes de la RAE de pública y reconocida sensibilidad hispá-
nica en sus respectivos ámbitos y campos de acción. Finalmente, Sellés junto Vicente
Gaspar Quesada, Calixto Oyuela, Rafael Obligado460, Ernesto Quesada461, Joaquín V.
González, Estanislao Severo Zeballos462, Pastor S. Obligado y Belisario Roldán (1873-
1922), formalizaron la fundación de la institución el 28 de mayo de 1910, siendo nom-
brado los dos primeros, director y secretario perpeutos.

460
Rafael Obligado (1851-1920), miembro de una rica e influyente familia rioplatense, estudió derecho
en la UBA pero nunca llegó a diplomarse. Como autodidacta, profundizó en el estudio de los clásicos
antiguos y españoles y dedicó su vocación literaria a la poesía. En 1889 fue nombrado académico corres-
pondiente de la Real Academia Española y se lo considera uno de los fundadores de la Facultad de Filo-
sofía y Letras de la UBA en cuya vida académica participó activamente. En 1909, recibió el doctorado
honoris causa por esta institución. Puede ser considerado uno de los precursores de la literatura de orien-
tación nacionalista, criollista e hispanista centrada en el mundo inmediato de la familia, la historia y el
paisaje argentinos. Su principal obra fue Santos Vega, de temática gauchesca y crítica del progreso que
traía el olvido de las tradiciones.
461
Ernesto Quesada (1858-1934), hijo de Vicente Gaspar Quesada (1830-1913), fue uno de los intelec-
tuales argentinos más notables del período. Se doctoró en Derecho y se dedicó al estudio y la investiga-
ción históricas y sociológicas. Fue director de la Biblioteca Nacional; y desde 1904 profesor de Sociolo-
gía en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA; profesor de Economía Política en la Facultad de
Derecho de la UNLP; y de Legislación y Tratados Internacionales en la Facultad de Derecho y Ciencias
Sociales de la UBA. Entre sus obras se encuentran: La política argentina y las tendencias yankees, Bue-
nos Aires, La Revista Nacional, 1887; La decapitación de Acha. El historiador Saldías y el General Pa-
checo, Buenos Aires, 1895; Las reliquias de San Martín y su iconografía, Buenos Aires, Bredahl, 1899;
La teoría y la práctica en la cuestión social obrera. El marxismo a la luz de la estadística a comienzos
del siglo, Buenos Aires, Moen, 1908; La época de Rosas; su verdadero carácter histórico, Buenos Aires,
; La cuestión obrera y su estudio universal, La Plata, 1909; The social evolution of the Argentine Repu-
blic, Filadelfia, 191; La guerra civil de 1841 y la tragedia de Acha, Córdoba, Imprenta Cubas, 1916; La
vida cultural americana, s/d, 1917; Acha y la batalla de Agnaco. Artes y Letras, Buenos Aires, 1917; La
evolución del panamericanismo, Buenos Aires, Ministerio de Agricultura, 1919; Rafael Obligado. El
poeta, el hombre, Buenos Aires, 1920; “La sociología relativista spengleriana”, en: Nosotros, Buenos
Aires, 1921; “Una nueva doctrina sociológica: la teoría relativista spengleriana”, en: Nosotros, Buenos
Aires, 1921.
462
Estanislao Zeballos (1854-1923) realizó estudios en la Facultad de Ingeniería y Derecho de la UBA.
Desarrolló una carrera política alineada con Julio Argentino Roca, siendo requerido luego por los sectores
más reformistas del régimen del ’80. Fue diputado nacional entre 1880 y 1888, y entre 1912 y 1926; se
desempeñó como diplomático y Ministro de Relaciones Exteriores entre 1889 y 1890, en el gobierno de
Juárez Celman, en 1891 en el gobierno de Carlos Pellegrini y entre 1906 y 1910 en el gobierno de Figue-
roa Alcorta. Fue periodista, profesor secundario, profesor universitario y académico. Fue miembro funda-
dor de la Sociedad Científica Argentina, surgida en 1872 del departamento de Ciencias Exactas de la
UBA en 1872 y del Instituto Geográfico Argentino en 1879. Fue autor de obras de valor etnográfico y de
especialidad jurídica. Fundó y dirigió desde 1898 la Revista de Derecho, Historia y Letras, y participó en
la creación de la Sociedad Rural, el Club Progreso y el Círculo de Periodistas. Entre sus obras se encuen-
tran: Viaje al país de los araucanos, Buenos Aires, Peuser, 1872; Apuntes sobre los quechuas (Tesis),
Buenos Aires, La Prensa, 1874; La conquista de quince mil leguas, Buenos Aires, 1878; “Noticias biográ-
ficas de Francisco Moreno”, en: Revista de las Letras, nº1, Buenos Aires, 1883-1885; Callvucurá y la
dinastía de los Piedras, Buenos Aires, Peuser, 1890; “Notas sobre el derecho público y privado de los
araucanos de la Pampa”, en: Actas del VIII Congreso Internacional de Americanistas, Buenos Aires,
1910; Garay: fundador de Buenos Aires 1580-1915, Buenos Aires, Compañía Sud-Americana de Billetes
de Banco, 1915; Reorganizacion jurídica internacional. Iniciativas argentinas (1914-1915) y la Interna-
tional Law Association (1918), Buenos Aires, Rosso, 1919.

166
Sin embargo, pretender que esta fundación sólo debe explicarse como una retri-
bución diplomática, y suponer incluso —yendo más allá de lo que dicen estos autores—
que su fracaso posterior podría ser fruto de la limitación intrínseca de la “política de
gestos”, implicaría desconocer la larga y sinuosa historia de conflictos que se manifesta-
ron alrededor de esta cuestión en el Río de la Plata, así como la entidad y especificidad
que este debate tenía dentro del mundo cultural e intelectual argentino.
A pesar de que estas vertientes ideológicas y estas iniciativas se manifestaron
paralelamente y retroalimentaron la “política de gestos” no debe creerse que su influen-
cia se agotó en actos superficiales. Si bien no puede decirse que éstas hubieran logrado
inspirar un giro espectacular en la política internacional de España y de los países lati-
noamericanos, sí crearon las condiciones para que un cambio sustancial se operase gra-
dualmente en todos los ámbitos de las relaciones iberoamericanas.
En conclusión, ya removidos los grandes obstáculos en la relación bilateral, el
clima diplomático existente entre ambos países entre los años ’90 del siglo XIX y la
primera década del XX, se mostró propicio para la profundización de las relaciones cor-
diales hispano-argentinas. Afectados por la emergencia de peligros comunes —como el
imperialismo norteamericano y las ideologías racistas que justificaban la hegemonía
anglosajona— el contexto internacional apuntaló el desarrollo de corrientes ideológicas
americanistas e hispanistas que influyeron en el mundo intelectual y político de España
y Argentina, y crearon un clima de mutuo interés y solidaridad que sería imprescindible
para que una empresa como la de Altamira encontrara un necesario apoyo en los secto-
res universitarios y políticos argentinos.

En cuarto lugar y finalmente, España y Argentina en el contexto de la expansión


de la economía-mundo capitalista y a pesar de no tener relaciones económicas bilatera-
les privilegiadas, ni mercados naturalmente complementarios y sujetos a las mismas
reglas de juego, lograron una interesante articulación que se evidenció sobe todo en el
fenómeno migratorio.
A pesar de la irregularidad del proceso migratorio español hacia el Río de la Pla-
ta durante el período 1852-1932, teniendo a la vista los resultados globales y, en espe-
cial, los del período 1905-1920, es indudable que entre ambos países se produjo una
sincronización complementaria de expulsión y recepción de mano de obra, cuyo resul-
tado fue la implantación en Argentina de la mayor colonia emigrante española del mun-
do.
Sin duda, una de las consecuencias más importante del progreso argentino fue el
fenómeno inmigratorio. Argentina, gran demandante de mano de obra en un territorio
prácticamente vacío, se convirtió en el último tercio del siglo XIX en unos de los desti-
nos más atractivos para la inmigración europea463.

463
Un panorama político y socioeconómico del período puede verse en: Ezequiel GALLO y Roberto
CORTÉS CONDE, La república conservadora (1972), Buenos Aires, Hyspamérica, 1986.

167
La necesidad de desarrollar y de poblar el país, necesidades claramente percibi-
das tanto por Alberdi como por Sarmiento a pesar de sus grandes diferencias al respec-
to464, había sido asumida como programa en el propio texto constitucional. La llamada a
los hombres de buena voluntad que quisieran poblar el país se articulaba, entonces, con
determinado proyecto de inserción de Argentina en el sistema mundial, y con los proce-
sos migratorios desencadenados por el avance industrial o la pauperización de las eco-
nomías agrícolas de muchas regiones europeas.
Sin embargo, esta inmigración no era la que habían proyectado la generación del
’37 y en especial Alberdi, ni venía a incorporarse mayormente como pequeños propieta-
rios agrícolas, como soñaba Sarmiento. El lema “gobernar es poblar” suponía que la
inmigración que Argentina debía alentar era la nórdica, germana y anglosajona, es decir
de las razas productivas y compatibles con el progreso material e intelectual. La inmi-
gración proyectada se convertía, de esa forma, en una herramienta para cambiar de cua-
jo la identidad argentina, rompiendo en el aspecto “biológico” con las conexiones cultu-
rales hispanas. Ruptura que, a la larga, sería la única garantía para el sostenimiento de
un sistema político republicano y un sistema económico capitalista expansivo; es decir,
la única garantía válida para la continuidad del progreso argentino465.
Efectivamente, la inmigración llegó al Río de la Plata para transformarlo radi-
calmente: la República Argentina pasó de tener menos de 1 millón de habitantes a me-
diados del siglo XIX, a tener 7,5 millones en 1914. Entre 1846 y 1932 llegaron a Argen-
tina aproximadamente 6,5 millones de europeos, de acuerdo a las siguientes
proporciones: italianos 46,21 %; franceses 3,51 %; rusos y ucranianos 3,1 %, y del resto
del mundo —irlandeses, polacos, sirio-libaneses, turcos, griegos, alemanes, galeses,
suizos, etc.— 14,29 %.
La inmigración española en Argentina fue la segunda en volumen superando la
entrada el millón y medio de individuos y alcanzando el 32,68 % del total de extranjeros

464
Mientras Alberdi confiaba en que la inmigración europea creara un círculo virtuoso de desarrollo
social, económico y político merced de sus virtudes culturales que, en lo inmediato, haría innecesario e
inconveniente mayor intervención estatal o mayor extensión de libertades políticas y, en el largo plazo,
permitiría una consolidación republicana y democrática; Sarmiento desconfiaba del poder regenerador de
la inmigración o de la idealización alberdiana del inmigrante europeo, creyendo en la necesidad de una
acción vigorosa del Estado para integrarlo en la sociedad argentina como ciudadano a partir de su inclu-
sión en un sistema educativo y la plena concesión de derechos civiles y políticos. Sobre el debate doctri-
nario y político entre Domingo Faustino Sarmiento y Juan Bautista Alberdi debe leerse el imprescindible
estudio de Natalio R. BOTANA, La tradición republicana, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1984.
465
“Alberdi había encontrado el medio para suplir los hábitos malsanos de la vieja cultura con la costum-
bres de la civilización del porvenir. Democracia, igualdad, soberanía del pueblo, eran nociones vacías sin
sujeto que las encarnase. ¿Dónde hallar la materia capaz de realizar el gran salto? LA faena no le llevó
mucho tiempo. En pocos años, Alberdi concibió una teoría del transplante vital de Europa en América
que satisfizo su obsesión por el progreso y sus precauciones conservadoras [...] En la inmigración europea
quedó resumido el sueño alberdiano... ¿Qué mejor propuesta para el revolucionario que esa voluntad por
eliminar de raíz la sociedad caduca? ¿Qué mejor prevención para el conservador que la certeza de orden y
seguridad contenida en las costumbres de esos europeos innovadores y a la vez obedientes? [...] El tras-
plante consistirá en instalar una civilización ya formada: Será una audaz apropiación de lo que, en otra
circunstancia histórica, había demandado una larga gestación.” (Ibíd., pp. 303-306).

168
afincados466. Estas cifras sitúan a Argentina como el país que a lo largo de este proceso,
más españoles logró atraer, situándose incluso por encima de Cuba. La llegada de la
población peninsular, principalmente gallegos, vascos, catalanes y asturianos467 al Río
de la Plata experimentó un dramático crecimiento en las dos primeras décadas del siglo,
en la que ingresaron más del sesenta por ciento del total de los inmigrantes españoles468.
En párrafos anteriores sosteníamos que no se podía utilizar la inmigración espa-
ñola de masas como factor explicativo inmediato de la reconstrucción de los vínculos
intelectuales hispano-argentinos. Sin embargo, cuestionar el argumento “cuantitativo”
de que estos vínculos hubieran sido la resultante matemática de la instalación de cientos
de miles de peninsulares o el deslizamiento lógico de la comunidad cultural entre ambos
pueblos, no supone negar la importancia que, globalmente, tuvo el fenómeno inmigrato-
rio para la reconstrucción de esos vínculos.
Las migraciones masivas al Río de la Plata incidieron de dos maneras para torcer
el rumbo de la tradicional hispanofobia de las elites políticas e intelectuales argentinas.
Por un lado, el gran peso cuantitativo de la comunidad española, su rápida asimilación
favorecida por su idioma y sus costumbres, su activo asociacionismo469 y la labor de sus
publicistas debe ser tenido en cuenta como un factor que propició en el escenario ideo-
lógico y cultural, el tránsito hacia una posición que valoraba y alentaba la integración de
los españoles y, a través de ello, la de lo español en lo argentino. Esta integración, sin
duda rápida y bastante exitosa favoreció, por supuesto, la instalación y actualización de

466
Para una precisión de incorporaciones y devoluciones y una cronología del mismo, consultar: Fernan-
do DEVOTO, Historia de la Inmigración en la Argentina, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2003, p.
235, cuadro nº 7.
467
Moisés LLORDÉN MIÑAMBRES, “La emigración española a América: ritmos, direcciones y proceden-
cias regionales”, en: Id. (comp.), Acerca de las migraciones centroeuropeas y mediterráneas a Iberoamé-
rica: aspectos sociales y culturales, Oviedo, Universidad de Oviedo, 1995, pp. 56-61.
468
“Cuantitativamente el principal país receptor de la emigración española ultramarina fue Argentina, que
recibió no menos de 1.641.317 emigrantes entre 1860-1930 (más de 1,2 millones de españoles entre
1901-1920), cantidad que representa un 35,55% del total de emigrantes españoles durante este período.
Sin embargo, esta tasa se incrementa hasta el 64,72% al considerar exclusivamente la fase 1905-1913,
correspondiente a los años de mayor flujo emigratorio español de todos los tiempos.” (Ibíd., pp. 51-52).
469
Un panorama del asociacionismo español en América —en lo que concierne a sociedades de benefi-
cencia, de socorros mutuos, de instrucción, de recreo, de asistencia a la región de origen, etc.— como una
cronología y clasificación de las asociaciones españolas en Cuba y Argentina en base a fuentes españolas,
puede verse en: Moisés LLORDÉN MIÑAMBRES, “Las asociaciones españolas de emigrantes”, en: María
Cruz MORALES SARO y Moisés LLORDÉN MIÑAMBRES (Eds.), Arte, cultura y sociedad en la emigración
española a América, Oviedo, Universidad de Oviedo, 1992, pp. 9-55. Un análisis específico de la acción
de las sociedades de socorros mutuos, de beneficencia y regionales puede leerse en: Moisés LLORDÉN
MIÑAMBRES, “Una explicación histórica de la acción mutuo-social de las sociedades españolas de emi-
grantes en América” en: ID. (comp.), Acerca de las migraciones centroeuropeas y mediterráneas a Ibe-
roamérica…, Op.cit., pp. 149-171. El asociacionismo español, estudiado en base a fuente argentinas y en
especial, el asociacionismo político de los emigrantes ha sido desarrollado en: Ángel DUARTE, La repú-
blica del inmigrante. La cultura política de los españoles en Argentina (1875-1910), Lleida, Editorial
Milenio, 1998, pp. 77-138 y 209-219. También resultan muy útiles: Dedier Norberto MARQUIEQUI, La
inmigración española de masas en Buenos Aires, Buenos Aires, CEAL, 1993; A.E. FERNÁNDEZ, “Los
españoles en Buenos Aires y sus asociaciones en la época de la migración masiva”, en: Hebe CLEMENTI
(cord.), Inmigración española en Argentina (1990), Buenos Aires, Oficina Cultural de la Embajada de
España, 1991, pp. 59-83; y Fernando DEVOTO, “Las asociaciones mutuales españolas en la Argentina en
una perspectiva histórica”, en: Moisés LLORDÉN MIÑAMBRES (comp.), Acerca de las migraciones cen-
troeuropeas y mediterráneas a Iberoamérica…, Op.cit., pp. 173-186.

169
un entorno y de un circuito cultural “español” en el Río de la Plata en el marco de un
cosmopolitismo finisecular.
Este entorno y este circuito favorecieron, también, la reconstitución del diálogo
intelectual, desde un punto de vista práctico y si se quiere instrumental, pero no menos
importante: la existencia de una fuerte colonia española atrajo la mirada y el interés de
algunos intelectuales españoles, así como creó un público para ellas y una demanda por
su comparecencia ante el “exilio” sudamericano. Sin embargo, este factor de atracción,
aun cuando importante, no pudo ser decisivo para la reconstrucción de las relaciones
intelectuales hispano-argentinas, en tanto esa demanda: 1) era propiamente “española”
antes que argentina; 2) no establecía claras diferencias entre el consumo de productos
culturales y de productos intelectuales; 3) no se hallaba en relación directa con el interés
que podían manifestar la elite intelectual argentina en retornar a un diálogo con su par
española.
La cuestión es que, para valorar en su justa medida la importancia de la inmigra-
ción en la reconstitución de estas relaciones, debería mirarse más al impacto local de la
implantación del setenta por ciento de los extranjeros no hispanos que arribaron al puer-
to de Buenos Aires.
Más que buscar las causas del fenómeno en la propia inmigración española, de-
bería buscarse en los recelos y temores que causaron en las clases dirigentes, la instala-
ción incontenible de masas cosmopolitas. Este heterogéneo alud étnico y cultural que se
descargó sobre Argentina —alentado tanto ideológica como políticamente por la clase
dirigente argentina470—, sumado a la inevitable introducción de elementos radicales y
revolucionarios que impugnaban el sistema y no aspiraban a incorporarse a él, fue visto
como un peligro para la integridad cultural y política del país471.

470
“La inmigración había sido uno de los factores cruciales en el crecimiento de la economía argentina…
Sobre un fondo general de amplia libertad, las opiniones sobre esos temas variaron según la época y los
factores externos e internos que condicionaban los flujos migratorios. Durante la optimista década del
ochenta, prevaleció la noción de que era tarea del gobierno subsidiar el viaje de los potenciales inmigran-
tes. La crisis y el fracaso de esa política volvió a resaltar la opinión de aquellos que señalaban las ventajas
de la inmigración espontánea… La primera década [del siglo XX] había comenzado, paradójicamente con
opiniones que manifestaban temor ante la posibilidad de que se detuviera el flujo migratorio. Todo cam-
bió cuando se disipó ese temor y, por el contrario, se produjo un aumento inusitado en la entrada de inmi-
grantes” (Natalio R. BOTANA y Ezequiel GALLO, De la República posible a la República verdadera
(1880-1910), Biblioteca del Pensamiento Argentino vol. III, Buenos Aires, Ariel, 1997, p. 97). Acerca de
la evolución de la política de migraciones de la Argentina, las distintas estrategias de atracción, y los
debates surgidos alrededor del tema, puede consultarse: Fernando DEVOTO, “Políticas migratorias argen-
tinas y flujo de población europea (1876-1925), en: ID., Movimientos migratorios: historiografía y pro-
blemas, Buenos Aires, CEAL, 1992; y Noemí M. GIRBAL DE BLACHA, “La política inmigratoria del
Estado Argentino (1830-1930) De la inmigración a las migraciones internas” [en línea], en: Argirópolis
Periódico Universitario, Ciencias Sociales, http://www.argiropolis.com.ar/Girbal/Inmigratoria.htm, [Consultado: 27-
VI-2002].
471
Las actividades terroristas del anarquismo individualista, en el contexto de una creciente agitación
obrera de signo socialista, anarquista y luego, sindicalista preocuparon sobre manera a la elite intelectual
y política argentina, parte de la cual intentó poner restricciones al flujo inmigratorio, ejercer un control
selectivo de los inmigrantes y dotar al país de instrumentos legales para expulsar a los indeseables. Para
un panorama de las organizaciones y de los conflictos de la época es útil: Julio GODIO, El movimiento
obrero argentino (1870-1910). Socialismo, anarquismo y sindicalismo, Buenos Aires, Legasa, 1987.
Respecto del anarquismo, una visión integradora de sus diferentes aspectos puede leerse en: Juan

170
Como bien señala Lilia Ana Bertoni, alrededor de la última década del siglo
XIX, en el marco de una dramática ruptura del consenso acerca de la legitimidad y via-
bilidad del sistema político instaurado en 1880, entraría en crisis la misma concepción
contractualista de nación que se había delineado junto con el proyecto liberal consagra-
do en la Constitución de 1853 y corroborado por las leyes que regulaban el acceso a la
ciudadanía argentina y que propiciaban la inmigración472.
La crisis de aquella concepción político-contractualista de la nación, fruto del
espectacular éxito de la política inmigratoria y del progreso del país, dio paso al fortale-
cimiento reactivo de una concepción esencialista y culturalista, que proponía una defi-
nición de la argentinidad en la que el idioma, las tradiciones, la “raza” o el pasado co-
mún constituían los factores que señalaban la verdadera pertenencia e integración a la
comunidad nacional. La resultante de aquellas incipientes y fluídas polémicas acerca de
los efectos de las migraciones masivas y de las políticas adecuadas para integrar a los
extranjeros, que cortaban transversalmente a la elite intelectual y se actualizaban en
cada debate político relevante, sería un escenario polémico en el que predominaban tres
posiciones básicas acerca de la nacionalidad: la del “crisol”, la del “criollismo” y la del
“españolismo” 473.
Según Bertoni, si bien existía una confluencia práctica entre quienes sostenían
estas posturas encontradas en su común y entusiasta participación respecto de la para-
fernalia nacionalista desplegada en los actos patrióticos y en el culto de los símbolos y

SURIANO, Anarquistas. Cultura y política libertaria en Buenos Aires 1890-1910, Buenos Aires, Manan-
tial, 2001; en cuanto a su desarrollo en el mundo obrero en Argentina puede consultarse el ya clásico
libro: Iaacov OVED, El anarquismo y el movimiento obrero en Argentina, México, Siglo Veintiuno, 1978.
Respecto de las relaciones entre anarquismo argentino y el español e italiano consultar: Iaacov OVED,
“Influencia del anarquismo español sobre la formación del anarquismo argentino” [en línea], en: Estu-
dios Interdisciplinarios de América Latina y el Caribe, Vol. 2, Nº 1, enero-junio 1991, Tel Aviv, Univer-
sidad de Tel Aviv, Facultad de Humanidades Lester y Sally Entin, Escuela de Historia Instituto de Histo-
ria y Cultura de América Latina, http://www.tau.ac.il/eial/II_1/oved.htm, [Consultado: 30-VI-2002];
Dolores VIEYTES TORREIRO, “Inmigrantes galegos e anarquismo arxentino (1880-1930)”, en: Pilar
CAGIAO VILA (comp.), Galegos en América e americanos en Galicia, Santiago de Compostela, Xunta de
Galicia, 1999, pp. 217-254; y José Luis Moreno, “A propósito de los anarquistas italianos en la Argentina
1880-1920”, en: Cuadernos de Historia Regional, vol. II, nº 4, Luján, Universidad de Luján, diciembre de
1985, pp. 42-63. Respecto de la Ley de Residencia: Iaacov OVED, “El trasfondo histórico de la ley 4144,
de Residencia”, en: Desarrollo Económico, Vol. 16, nº 61, abril-junio 1976.
472
Lilia Ana BERTONI, Patriotas, cosmopolitas y nacionalistas. La construcción de la nacionalidad ar-
gentina a fines del siglo XIX, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, p. 311.
473
“Por un lado, circulaba la idea de esta concebida como el producto de la mezcla, del crisol de razas,
cuya resultante futura incluiría rasgos provenientes de los diferentes pueblos y de las distintas culturas
que la iban formando: se trataba de una singularidad aún no definida, una virtualidad que sólo con el
tiempo y la convivencia cobraría su propia forma. Otros, como Rafael Obligado, creían que la nacionali-
dad residía en lo local, en lo criollo, en la transformación de lo español en contacto con lo indígena, for-
mas locales a las que atribuía originalidad cultural. Por otro lado, circulaba la idea de una nacionalidad ya
existente, establecida en el pasado, de rasgos definidos y permanentes: la de la raza española. Según esta
concepción, lo local no era una verdadera raza sino una simple variante de la raza española. Este núcleo
de nacionalidad podía absorber la variedad de aportes culturales de los grupos inmigratorios sin perder su
esencia, pero esto requería una acción definida, una política: había que mantener puro su núcleo origina-
rio, neutralizando los contaminantes extranjeros. En opinión de estos últimos, la vulnerabilidad de la
Argentina derivaba de la heterogeneidad de su población, por lo que su nacionalización se convertía en
paso ineludible para la afirmación de la nación, a la que concebían con un carácter esencial, que era —y
debía ser— expresión de una singularidad cultural.” (Ibíd., p. 313).

171
de las grandes figuras del pasado revolucionario, alrededor del Centenario —y en con-
sonancia con la radicalización de los nacionalismos y de la competencia entre los impe-
rialismos—, se podía percibir la progresiva preponderancia de las concepciones esencia-
listas y culturalistas “criollistas” o “hispanistas”. Sin embargo, si el avance esencialista
puede entenderse por su adecuación al contexto internacional y a los problemas deriva-
dos del progreso nacional, también se debió a la decidida y agresiva prédica de sus in-
fluyentes publicistas474.
Una revisión de la labor y el ideario de los nacionalistas culturalistas de la gene-
ración del Centenario y su relación con el impacto inmigratorio ya había sido planteada,
entre otros, por Jeane DeLaney, aun cuando el estudio de Bertoni posee el gran valor de
poner en evidencia que estos fenómenos de nacionalismo esencialista no surgieron es-
pontáneamente durante el Centenario, sino que se gestaron y desarrollaron lentamente
durante los años ’80 y ’90 del siglo XIX475.
Respecto de los impulsores de este ideario nacional-culturalista, el historiador
argentino Oscar Terán ha analizado la personalidad de José María Ramos Mejía, aten-
diendo tanto a la inquietud teórica y analítica que mostrara Ramos Mejía ante el avance
de las multitudes, como a su programa nacionalizador de las masas aplicado desde el
Consejo Nacional de Educación que presidía. Como era obvio, en la Argentina de en-
tonces, ambas cuestiones confluían en la problemática inmigratoria toda vez que el con-
tingente extranjero superara ampliamente el número de los ciudadanos nativos y había
permitido multiplicar varias veces la población residente.
La evidencia de tal consustanciación entre el elemento extranjero y este tradicio-
nal “actor social” que emergía renovado —y peligrosamente radicalizado— en las pos-
trimerías del siglo XIX y principios del XX, indujo a un ferviente reformista como Ra-
mos Mejía, a buscar una solución unitaria para ambas cuestiones alrededor de la
cuestión educativa. De esta forma, para este intelectual, era necesario y urgente “edu-

474
“En la primera década del nuevo siglo, la concepción culturalista, en franco avance, fue expulsando
poco a poco del campo nacional a toda otra postura nacional que fuera compatible con el universalismo,
el cosmopolitismo, la diversidad cultural o la multietnicidad, o que simplemente aceptara la heterogenei-
dad cultural. […] El Centenario ofreció el clima de sentimientos adecuado para que esta concepción na-
cional pasara a primer plano. Aunque todos los rasgos que la caracterizan estaban ya presentes y habían
sido expuestos extensamente en intervenciones públicas durante los últimos años del siglo XIX, en la
memoria esta concepción quedó identificada con ese momento y, con exclusión de las otras posturas,
identificada con lo nacional. Pero esta identificación se debió al trabajo de un conjunto de hombres que la
construyeron precisamente en ese momento. Era un conjunto de intelectuales y políticos, como Manuel
Gálvez, Ricardo Rojas, José María Ramos Mejía y otros que alcanzaron cierto renombre hacia 1910 […]
Como otras vanguardias, recurrieron a un discurso contundente, recriminaron a sus antecesores por su
falta de carácter y eficacia y se encaramaron en la siempre atractiva demanda de una reforma moral de la
sociedad. La heterogeneidad de ésta, que no dejaba de recibir grupos crecientes de nuevos inmigrantes, y
su integración en continuo proceso, daban permanente excusa para un reclamo de nacionalización. Opu-
sieron a la realidad social un modelo en que se acentuaba la unicidad de la cultura y del espíritu nacional
[…] La concepción cultural esencialista de la nación —defensiva y excluyente— se convirtió por enton-
ces en sinónimo de lo nacional y expulsó a las otras versiones hasta dejarlas, junto al cosmopolitismo,
fuera de la nación.” (Ibíd., p. 315).
475
Jeane DELANEY, “National Identity, nationhood and inmigration in Argentina: 1810-1930” [en línea],
en: Stanford Electronic Humanities Review, vol. Nº5, II-1997, http://www.stanford.edu/group/SHR/5-
2/delaney.html, [consultado 15-VII-2002].

172
car” a la vez que “nacionalizar” a las multitudes para integrarlas efectivamente a la so-
ciedad y a la Nación Argentina y conjurar los peligros sociales y políticos que podía
acarrear su marginamiento476.
El contexto benigno que ofrecía el Río de la Plata a las indigentes masas euro-
peas transplantadas en el Río de la Plata, con su clima privilegiado, la abundancia de
alimentos y el acceso rápido a los beneficios de la vida civilizada, permitían a Ramos
Mejía mostrarse confiado en la efectividad del antídoto educacional para conjurar el
peligro de la anomia cosmopolita y del desborde irracional de las nuevas multitudes
inorgánicas. Desde la dirección del Consejo Nacional de Educación, Ramos Mejía im-
pulsó, entonces, la difusión de una educación patriótica como remedio preventivo de
futuros males sociales y como un instrumento de construcción de la nacionalidad que
debía ser sostenido y promovido por el Estado477.
En conclusión, el fenómeno inmigratorio en sí, resultó decisivo para que la elite
intelectual argentina torciera su tendencia tradicionalmente hispanófoba y se planteara
una reconsideración radical de su visión de España y de la cultura hispana. Esto propi-
ció, sin duda, que los sectores más avanzados de las clases ilustradas comenzaran a ver
en España, síntomas de modernidad ideológica que hasta entonces habían sido pasados
por alto, interesándose progresivamente por el pensamiento español en ciertas materias
reservadas siempre a la autoridad francesa o anglosajona. Sin esta reorientación, sin
estos condicionantes previos que conducían a la elite intelectual a reformular la identi-
dad argentina en términos hispanos, difícilmente una empresa como la de la Universi-
dad de Oviedo hubiera sido atendida.

Como hemos podido ver, entre los años ’90 y los comienzos de la primera déca-
da del siglo XX, estaban dadas las condiciones de posibilidad —tanto en lo político, en
lo diplomático, en lo demográfico, en lo ideológico, y en lo cultural— para poder des-
arrollar otro tipo de vinculación entre España y Argentina. Este contexto bilateral, esta-
ba maduro para hacer posible la reconstrucción de las relaciones intelectuales entre am-
bos países, aun cuando al parecer, la existencia de este marco tan favorable no lograba
cuajar en una verdadera confluencia en este aspecto.
Este espacio de coincidencias y confluencias, aun cuando firme en sus manifes-
taciones y objetivo en sus potencialidades, era por entonces más virtual que real. A esta

476
Si bien el “brusco y saludable” contacto con Europa inspiraba un diagnóstico alentador —a pesar del
riesgo de que el aporte demográfico europeo terminara por “diluir el perfil nacional”— imponía, a su vez,
una serie de tareas impostergables: “Razonando otra vez a la manera de Taine, el autor de Las multitudes
argentinas puede ser optimista. El medio argentino —de nuevo identificado en el texto con una pampa
que de desierto se ha transformado en ubérrima— es vigoroso, y la “raza”, que llama “plasma germinati-
vo”, es conservadora. Corresponde a su propio “momento” ayudarle con algo que está literalmente en las
manos de Ramos Mejía: con una educación nacional atinada y estable que permita limpiar el molde
donde ha de darse forma a las tendencias que deberán fijar el temperamente nacional. La evidencia de
que un espacio económico no genera por sí lazos sociales conducirá entonces a la recurrida apelación
nacionalista.” (Oscar TERÁN, Vida intelectual en el Buenos Aires fin-de-siglo (1880-1910). Derivas de la
“cultura científica”, Buenos Aires, FCE, 2000, pp. 131-132).
477
Ibíd., pp. 132-133.

173
virtualidad contribuyó, por un lado material, el gran peso que poseían los intereses eco-
nómicos y comerciales directos de ambos países —a menudo contradictorios—; por un
lado político y “espiritual” sus tradiciones diplomáticas e ideológicas divergentes.
De allí que, a pesar de la existencia de un terreno abonado, de la emergencia de
una sensibilidad hispano-americanista y de la existencia de condicionantes estructurales
para la reanudación de las relaciones intelectuales hispano-argentinas, el panorama si-
guiera siendo contradictorio, subsistiendo demasiadas trabas e impedimentos para que
tal vínculo se reconstituyera efectivamente después de casi un siglo de que comenzara
su disolución.
Rivadulla Barrientos, en su interesante y muy útil estudio de la historia de las re-
laciones diplomáticas hispano-argentinas del período, ha rescatado de los archivos mi-
nisteriales de ambos países muchos episodios susceptibles de ejemplificar que, en el
terreno intelectual y en muchos otros, Argentina y España seguían demasiado alejadas a
pesar de la lozanía que mostraba la “política de gestos”478. Esto ha sido apreciado así por
otros autores, como Cisneros y Escudé, que en el marco de su ambiciosa obra, han he-
cho uso —con cierta desprolijidad— de casi todos los casos relevantes aportados por
estudioso español, para ilustrar aquello que, en términos esenciales, era la misma tesis
de la irrelevancia concreta del discurso de la confraternización.
El primero de estos ejemplos rescata las tensiones a que dio lugar el proceso de
gestación del Congreso Social y Económico Hispanoamericano, organizado por la
Unión Ibero-Americana de Madrid —al que sólo asistiría Rafael Calzada en representa-
ción de la Asociación Patriótica Española— celebrado en noviembre de 1900.
En ocasión del lanzamiento del proyecto, el ministro argentino en Madrid fue
invitado a la conferencia preliminar, a la cual se negó a asistir quejándose de la “pro-
funda ignorancia” que se tenía en España de la realidad de las repúblicas latinoamerica-
nas y de la “pretensión de superioridad de los escritores y alborotadores españoles”:
“paréceme que se piensa aquí que las naciones americanas están esperando las iniciati-
vas de los españoles peninsulares para conocer sus intereses y la manera de resolverlos
como les convenga”. En una nota posterior sobre el mismo asunto, el representante ar-
gentino describía su percepción de la organización del evento, destacando el hecho de
que “el programa está redactado por españoles, con miras españolas y en beneficio de
intereses españoles” y que si en verdad se persiguiera el debate para la armonización de
los intereses respectivos se hacía inexplicable el marginamiento del que fueran objeto
los hispanoamericanos, puestos en el rol de “discípulos que concurren al certamen de
los maestros superiores”479.

478
El valor de este libro ha sido señalado ya, aunque quizá sin hacer toda la justicia del caso ante el apor-
te que en el terreno de la historia diplomática ha hecho este autor, en: Raanan REIN, “Daniel Rivadulla
Barrientos: La amistad irreconciliable. España y Argentina, 1900-1914, Madrid, Editorial Mafpre, 1992”
(Reseña), en: Estudios Interdisciplinarios de América Latina y el Caribe, vol. 5, nº 2, Reseñas, Tel Aviv
University, Tel Aviv, julio-diciembre 1994.
479
Este interesante testimonio caso ha sido revelado por Rivadulla Barrientos y puede seguirse en su libro
La “amistad irreconciliable. España y Argentina, 1900-1914, Op.cit., pp 231-233. También ha sido re-
producido casi literalmente —sin observar la necesaria prolijidad en la cita de la investigación de archivo
de Rivadulla Barrientos— en: Andrés CISNEROS y Carlos ESCUDÉ (dirs.), Historia General de las rela-

174
El segundo ejemplo que puede ilustrar el asunto que nos compete es el incidente
que causó el Presidente de la Nación, Julio Argentino Roca durante su segundo manda-
to, cuando exhibiera en su discurso cuán poco había cambiado la percepción del legado
español en los sectores más poderosos de la elite argentina. En ocasión del discurso
pronunciado en octubre de 1902 en la ciudad de Rosario, Roca trazó un perfil compara-
tivo entre los Estados Unidos de América y la Argentina, en el que se diagnosticaba la
necesidad por parte de la república rioplatense de perseverar con ahínco en el programa
liberal, teniendo en cuenta la desventaja comparativa que, en lo cultural, existía respecto
la “República de Washington”. Esa desventaja estaba originada, según Roca, en la dis-
tinta calidad de la herencia cultural percibida por ambos países y en la diferencia de los
personajes y principios que protagonizaron la colonización originaria de ambos territo-
rios: colonizadores puritanos “sin más armas que el Evangelio ni otra ambición que la
de fundar una nueva sociedad bajo la ley del amor y la igualdad”, en un caso, y “fieros
conquistadores cubiertos de hierro, con “raras nociones de la libertad y el derecho, con
fe absoluta en las obras de la fuerza y la violencia”, en el otro 480.
El tercer ejemplo, aportado por Rivadulla Barrientos, es la opinión desfavorable
de Miguel de Unamuno al proyecto de la Asociación Patriótica Española de Buenos
Aires de fundar una universidad hispanoamericana en Salamanca —donde Unamuno
oficiaba por entonces como rector de su centenaria y prestigiosa Universidad—, que
vale la pena reproducir:
“semejante proyecto me parece, hoy por hoy, fantástico y absurdo. Reconozco las buenas inten-
ciones y los laudables propósitos de los que patrocinan la idea, pero creo firmemente que pierden
el tiempo. La verdad es que ni aquí nos interesamos gran cosa de lo que a América respecta, has-
ta tal punto que la inmensa mayoría de los españoles que pasan por ilustrados ignoran los límites
de Bolivia o hacia dónde cae la República de El Salvador. Ni los americanos sienten ganas de
venir acá. Piensan que no hay cosa alguna que puedan aprender en España mejor que en Francia,
Alemania, Italia o Inglaterra, ya que en cuanto al castellano saben el suficiente para entenderse y
muchos de ellos repugnan, y con razón, nuestras pretensiones al monopolio de su pureza y casti-
cismo. Lo que dije en el banquete al Dr. Cobos y ahora repito, es que movimientos como el que
este entusiasta y benemérito español provoca nos deben servir para fijarnos en aquellas naciones
de lengua española y estudiar las causas de su desvío, que no son otras que el espíritu de intole-
rancia y exclusivismo que nos domina” 481

ciones exteriores de la República Argentina 1806-1989 [en línea], Segunda Parte: Las Relaciones Exte-
riores de la Argentina consolidada. 1881-1842, Tomo VIII: Las relaciones con Europa y los Estados
Unidos, 1881-1930, Cap. XLIII, http://www.argentina-rree.com/index2.htm [Consultado: 30-VI-2002].
480
El incidente de Roca ha sido expuesto y analizado por Rivadulla Barrientos —de cuyo libro se ha
extractado la cita— y puede seguirse en La “amistad irreconciliable. España y Argentina, 1900-1914,
Op.cit., pp. 236-237. También ha sido reproducido casi literalmente —sin observar la necesaria prolijidad
en la cita de la investigación de archivo de Rivadulla Barrientos— en: Andrés CISNEROS y Carlos
ESCUDÉ (dirs.), Historia General de las relaciones exteriores de la República Argentina 1806-1989 [en
línea], Segunda Parte: Las Relaciones Exteriores de la Argentina consolidada. 1881-1842, Tomo VIII:
Las relaciones con Europa y los Estados Unidos, 1881-1930, Cap. XLIII, http://www.argentina-
rree.com/index2.htm [Consultado: 30-VI-2002].
481
Originalmente citado en y extractado de: Daniel RIVADULLA BARRIENTOS, La “amistad irreconcilia-
ble. España y Argentina, 1900-1914, op.cit., pp. 240-241. También ha sido reproducido casi literalmente
—sin observar la necesaria prolijidad en la cita de la investigación de archivo de Rivadulla Barrientos—
en: Andrés CISNEROS y Carlos ESCUDÉ (dirs.), Historia General de las relaciones exteriores de la Repú-
blica Argentina 1806-1989 Andrés CISNEROS y Carlos ESCUDÉ (dirs.), Historia General de las relaciones

175
El contraste entre un contexto prometedor y unas realidades ideológicas y sus
aplicaciones políticas, la postergación de una revinculación intelectual que teóricamente
estaba prefigurada y podía parecer lógica, debería hacernos pensar que la presencia de
condiciones “estructurales” favorables para que se verifique determinado desarrollo
histórico, no bastan para que este se manifieste en la realidad y se produzca un cambio
de tendencia efectivo.
El contexto que hemos delineado era necesario, pero no se demostró suficiente
para generar el reencuentro intelectual efectivo entre Argentina y España ni en los años
’80, ni en los ’90, ni tampoco antes del Centenario, a pesar de que gran parte de los fe-
nómenos que contribuyeron a definir ese marco propicio se gestaron en este período.
Ninguno de los aspectos que hemos señalado, fuera el político, el ideológico, el
diplomático o el migratorio pueden dar cuenta, por separado, de la reconstitución de las
relaciones intelectuales hispano-argentinas; pero relacionados, tampoco pueden ir más
allá de ilustrarnos acerca de la existencia de una posibilidad objetiva para que aquel
reencuentro se manifestara si, acaso, esos fenómenos favorables surgidos en esos dife-
rentes campos llegaban a intersectarse. Trazar este contexto, delinear un esquema de su
desarrollo como hemos pretendido hacer en este punto, nos permite entender mejor las
condiciones generales que permitieron la emergencia de ciertas ideas, la proyección
decisiva de ciertas personas y acontecimientos que pondrían en acto esas potencialida-
des.
No puede sostenerse que la historia de la reconstitución de las relaciones intelec-
tuales hispano-argentinas pase por la simple redacción de unas cuantas biografías ni por
la transcripción de la bitácora de ningún viajante; pero tampoco se puede pretender que
tal historia se subsuma despreocupadamente en una historia general de ambos países o
en el cúmulo de monografías existentes sobre temas políticos, sociales, ideológicos o
demográficos de ambos países. Un abordaje desde un punto de vista como el primero
nos anclaría en la pura anécdota, uno como el segundo, en el determinismo de un gran
relato ya conocido, que en nada nos permitiría un avance en el conocimiento concreto
del proceso que estudiamos.
Lo necesario, una vez fijado en contexto histórico de esa revinculación intelec-
tual, es dar paso a un estudio de la coyuntura en el que puedan integrarse diferentes as-
pectos políticos, ideológicos, demográficos, sociales, diplomáticos, en que se rescate el
análisis de acontecimientos, de personas, de discursos concretos y puntuales que contri-
buyeron a la realización del fenómeno que estudiamos.
De allí la relevancia de estudiar el viaje americanista de Rafael Altamira como
acontecimiento decisivo en la verificación de ese proceso, como acto inaugural o fun-
dante de una nueva tendencia prefigurada, sin duda, pero hasta entonces no concretada.
El periplo organizado por la Universidad de Oviedo no debería ser visto como realiza-
ción plena de un fenómeno de reconciliación intelectual que, evidentemente, lo excedió

exteriores de la República Argentina 1806-1989 [en línea], Segunda Parte: Las Relaciones Exteriores de
la Argentina consolidada. 1881-1842, Tomo VIII: Las relaciones con Europa y los Estados Unidos,
1881-1930, Cap. XLIII, http://www.argentina-rree.com/index2.htm [Consultado: 7-VII-2002].

176
en tiempo, forma y contenido; pero tampoco debe ser apreciado como acto aislado, pa-
tológico o pintoresco. El viaje americanista fue el desencadenante de un proceso, el ca-
talizador de ciertas fuerzas ya presentes en el escenario intelectual, cultural, ideológico
y político hispano-argentino. El viaje fue un acontecimiento insoslayable porque a tra-
vés de él se dio el tránsito de aquella “potencia”, de aquellas “condiciones de posibili-
dad”, a un “acto” empíricamente discernible; porque es el acontecimiento y el protago-
nista los que hicieron que aquellos desarrollos propicios en la esfera política,
diplomática, ideológica, demográfica y cultural se intersectaran, para generar ese espa-
cio de confluencia intelectual que se había diluido con la Revolución de 1810 y que se
había clausurado al iniciarse el segundo tercio del siglo XIX.
No debe importarnos si ese acto se nos presenta, intuitivamente, en lo inmediato
y antes de estudiarlo a fondo, como demasiado pequeño, demasiado prosaico, demasia-
do evanemental, como para resultar significativo a otro fin que la conmemoración del
personaje o de una institución. Apartándonos un momento de nuestro sentido común
historiográfico, podremos apreciar que, si bien antes del viaje de Altamira hubo —que
duda cabe— presencias intelectuales españolas en Argentina, ninguna de ellas cobró la
relevancia y el impacto espectacular que reseñamos en el inicio del capítulo; ninguna
obtuvo un auditorio tan privilegiado e influyente; ninguna disfrutó de unas tribunas tan
prestigiosas; ninguna fue acreedora de la autoridad intelectual que se le confiriera a Al-
tamira; y ninguna impulsó tanto el posterior desarrollo de las relaciones intelectuales
hispano-argentinas.
Hugo Biagini ha hecho un indudable aporte al demostrar que el pretendido “se-
gundo descubrimiento de América” realizado por los exiliados de la Guerra Civil Espa-
ñola, no fue sino un tercero en orden general y un “segundo desde el punto de vista in-
cruento” 482.
La instalación en el Río de la Plata de un importante —y olvidado— núcleo de
pensadores, publicitas y profesionales españoles en la última parte del siglo XIX, permi-
tiría poner en crisis “la imagen estereotipada y de extendidísimo arraigo que ha tendido
a subestimar la capacidad y la preparación atribuida al movimiento migratorio hispáni-
co”. Este olvido del que han sido víctimas este conjunto de individuos que arribaron a la
Argentina a partir de en el último cuarto del siglo XIX, caracterizados por una adhesión
mayoritaria hacia los principios republicanos y algunos de ellos activistas revoluciona-
rios en la Península Ibérica, se habría agravado por la atención que se ha prestado a los
exiliados de 1936-1939 y al conjunto de individuos que emigraron durante el período
colonial, durante la década del ’20 del siglo XIX, o quienes arribaron a Argentina —ya
sea como viajeros ilustres o como inmigrantes— durante las dos primeras décadas del
siglo XX.

482
“Dicha salvedad puede ser formulada teniendo en cuenta la poderosa emigración finisecular y más
todavía si nos centramos en una serie de figuras concomitantes que, a diferencia de lo que ha estado ocu-
rriendo con los transterrados del ’39, han sido hasta ahora escasamente indagadas; figuras que en muchos
casos también optarían por el camino del exilio político y la libertad intelectual” (Hugo BIAGINI, Intelec-
tuales y polticos españoles a comienzos de la inmigración masiva, Bs. As., CEAL, 1995, p. 9).

177
“Semejante olvido resulta a todas luces injustificado, pues los sujetos protagónicos han ejercido
una labor fecunda a través de múltiples canales: no sólo en más conocidas actividades como la
industria, el comercio, la administración o el sacerdocio, sino también mediante el periodismo, la
tribuna, la docencia, los clubes de la colectividad, las obras públicas, las luchas civiles y sindica-
les o hasta la misma militancia política”483

Para sostener su idea, Hugo Biagini enumera concienzudamente una serie artis-
tas plásticos, músicos, fotógrafos, médicos, químicos, pedagogos, abogados, editores,
libreros y periodistas cuya confluencia espacio-temporal podría fortalecer la hipótesis
de una temprana —o hasta quizás ininterrumpida— influencia epañola en el mundo
intelectual argentino. Si bien este enfoque puede ser útil para rescatar una serie de figu-
ras puntualmente influyentes en sus respectivos campos de acción, no queda claro que
esta estrategia sirva para demostrar la existencia de vínculos intelectuales hispano-
argentinos —en el sentido en que aquí los hemos definido— en época tan temprana.
Por un lado, creemos que es necesario deslindar, al menos analíticamente, como
ya se ha insinuado, los fenómenos de impacto y relevancia cultural, con aquellos que
corresponden más estrictamente al área intelectual. Rasgos de comunidad cultural his-
pano-argentinos siempre han existido y han sobrevivido a la propia historia de desen-
cuentros que ambos países acumularon. Pero este no ha sido el destino de las relaciones
intelectuales, las que por el contrario no resistieron el hecho traumático de la ruptura
revolucionaria.
El riesgo de mantener unidos ambos registros en cualquier ocasión, supondría la
tentación de equiparar la demanda de la que eran objeto las funciones de las compañías
dramáticas españolas o la celebración efímera de la habilidad discursiva de los publicis-
tas republicanos en los periódicos facciosos de la época, con las consecuencias que tra-
jeron y el interés que despertaron las actividades universitarias y las producciones cien-
tíficas de pesonajes como Altamira, Posada y Ortega y Gasset. Del mismo modo, no
tendría sentido equiparar la participación —no exclusiva, recordemos— de distinguidos
inmigrantes españoles en el desarrollo local de industrias, oficios, disciplinas y hábitos
sociales, económicos y políticos, con la existencia de un circuito de intercambio, de un
diálogo entre el mundo intelectual español y el argentino.
Estos fenómenos de presencia, intercambio y diálogo intelectual no se verifica-
ron ni en los años ’70, ni en los años ’80, ni en los ’90, pese a que se produjeron algunas
“visitas”; pese a que había ya miles de españoles intelectualmente calificados en el Río
de la Plata; pese a que los habitantes de Buenos Aires y las demás ciudades argentinas
podían leer a cientos de periodistas españoles en las columnas de los periódicos de la
época; pese a que el público rioplatense ya había aprendido a disfrutar de la zarzuela, de
las ediciones catalanas, de las ilustraciones madrileñas, de la oratoria de los literatos y
políticos exiliados y pronto aprendería a disfrutar de los juegos florales; pese a que los
gustos gastronómicos del norte español cobraban gran aceptación; y pese a que el idio-
ma que unía a españoles y argentinos nativos seguía siendo —en lo sustancial— el
mismo de siempre.

483
Ibíd., p. 11.

178
El aporte de aquellos españoles —como el de sus equivalentes italianos, judíos,
alemanes y franceses— al campo cultural argentino fue, sin duda, de gran importancia.
Sin embargo, es imposible pretender que dichos personajes y sus valiosas aportaciones
podrían haber trascendido el radio de influencia más inmediato, sin que huieran madu-
rado y “sincronizado” todavía los diferentes contextos políticos, ideológicos, diplomáti-
cos y demográficos que permitieron replantear globalmente las relaciones bilaterales, y
que, a la postre, definieron las condiciones de posibilidad para el reestablecimiento de
las relaciones intelectuales.
La significatividad de aquellas experiencias del primer exilio republicano —que
sin duda es necesario rescatar del olvido— no se halla menguada por el hecho de que no
se la equipare con las experiencias del período 1909-1936. Por el contrario, la importan-
cia de aquellos personajes y de sus aportes no deviene, en la mayoría de los casos cita-
dos, de su propio “peso específico”, sino de su contribución directa a la conformación
de aquellos contextos propicios. En ese sentido, pese a que estos personajes no hubieran
alcanzado el relieve público o histórico que adquirieron otras figuras intelectuales espa-
ñolas y que sus iniciativas no se hubieran realizado en el momento más propicio para
ser mejor valoradas, no quiere decir que su aporte hubiera caído en saco roto. Su valor
radica en que fueron abonando el terreno para que fructificara el verdadero cambio de
tendencia en el terreno de las relaciones intelectuales hispano-argentinas que recién se
verificaría durante la coyuntura finisecular y el Centenario, y para la cual, el viaje ame-
ricanista de la Universidad de Oviedo, resultaría decisivo.

2.- Consideraciones historiográficas acerca del viaje de Altamira y líneas de la pre-


sente investigación

2.1.- La mirada de los historiadores españoles y argentinos


El viaje de Altamira no ha sido demasiado estudiado por la historiografía espa-
ñola y menos aún por la historiografía argentina o americana. Incluso podría decirse
que, como episodio, esta magnífica empresa cultural, tan apreciada en sus días, se ha
ido diluyendo hasta extraviarse de la consideración de los historiadores. Este dilución
no ha tomado, la mayor de las veces, la forma absoluta del olvido, aunque se ha mani-
festado en la subsunción de la campaña americanista de 1909-1910 en otros procesos y
en la devaluación progresiva de su importancia histórica como acontecimiento desenca-
denante de un turning point en la historia intelectual argentina.
La irrelevancia que ha cobrado esta empresa a los ojos de nuestros contemporá-
neos puede juzgarse como un fenómeno tan sorprendente como fue —en un orden pro-
porcionalmente inverso— la magnitud que cobró, en su momento, la valoración del
propio hecho. De todos modos, teniendo en cuenta la repercusión contemporánea de la
embajada intelectual ovetense y la inexistencia de precedentes relevantes, es muy difícil
no ver en el periplo de Altamira un acontecimiento clave en la historia de las relaciones

179
intelectuales, culturales e incluso políticas entre España y América en general y entre
España y Argentina en particular.
Pese a lo incomprensible que pueda resultar, lo cierto es que el viaje americanis-
ta no ha ocupado un lugar relevante en la historiografía. Este injustificado relegamiento
puede explicarse, sin embargo, a partir de una conjunción de circunstancias ideológicas,
políticas e historiográficas de ambos lados del Atlántico.
Por un lado, puede detectarse en la historiografía argentina un secular desinterés
por las influencias hispánicas liberales y reformistas, ajenas al canon confesional, con-
servador o fascistoide del hispanismo argentino. Desinterés que no sólo responde a la
apropiación derechista del hispanismo en Argentina, sino también a una distribución
esquemática de las fuentes ideológicas del liberalismo y del pensamiento anti-liberal
argentinos que aún está en vías de superarse.
Por otro lado, desde un punto de vista español, la consideración y evaluación del
viaje americanista ha estado comprometida de forma clara o difusa, con las líneas de
valoración y evaluación críticas que los historiadores han hecho del “Grupo de Oviedo”,
de la “Extensión universitaria”, a su vez enmarcados en las consideraciones acerca del
reformismo liberal republicano español y del regeneracionismo.
Antes de proseguir sería necesario recordar que cualquier aproximación seria y
científica a la historia contemporánea española ha tenido una seria interdicción política
a partir de la resolución de la Guerra Civil en la dictadura franquista, de sus represiones,
persecuciones y proscripciones —de las que también fue víctima directa Rafael Altami-
ra—, de sus censuras y “clausuras” que afectaron a un considerable número de temáti-
cas, problemáticas y enfoques historiográficos484. Del efecto concreto de estas interdic-
ciones sobre la consideración de la experiencia reformista finisecular de la Universidad
de Oviedo, de sus principales protagonistas y de sus iniciativas sociales, intelectuales y
culturales hasta bien entrados los años sesenta, ha dado cuenta Santiago Melón Fernán-
dez:
“conviene decir que en esos años 1959-61 el horno académico no estaba para muchos bollos y
eran muy pocos los que —sin afán denigratorio— trataban del krausismo, de la Institución Libre
de Enseñanza y de sus inevitables connotaciones ideológicas: ética laica, ideario republicano,
etc. etc. Creo —salvo opinión en contrario— que en la España de posguerra no se había publica-
do nada relevante sobre tales asuntos. Poco después, cuando mi trabajo estuvo ya hecho apareció
el valioso libro de Vicente Cacho Viú, los rigurosos trabajos de Gómez Molleda, y algunos otros.
En lenguaje cinegético diríamos que se levantó la veda, o mejor que se rompió —no se por
qué— un tabú. El lector no debe pensar, sin embargo, que yo tropezaba con obstáculos o dificul-
tades que pudieran llamarse políticas; nada de eso hubo. En la Biblioteca Nacional me sirvieron
amablemente todo lo que pedí, incluidos los voluminosos e incómodos Boletines de la Institu-
ción que repasé cuidadosamente. No se trataba, pues, de un tema prohibido, sino de un tema si-
lenciado, relegado al olvido, a una especie de dammatio memoriae generalizada. Los que sabían
bien de qué se trataba —había muchos que habían vivido los buenos tiempos de la Institución,
del Instituto-Escuela y de la Residencia de Estudiantes— no consideraban prudente rememorar-

484
Ver: Gonzalo PASAMAR e Ignacio PEIRÓ, Historiografía y práctica social en España, Zaragoza, Pren-
sas Universitarias de Zaragoza, 1987, pp. 65-92.

180
los. Aquí funcionó eficacísimamente la que Juan Cueto Alas llamó tercera censura. Nadie
hablaba del asunto y todos en paz.” 485

El fin de la dictadura y la experiencia de la transición distendió progresivamente


el escenario político, aunque no disolvió de inmediato la polarización del escenario
ideológico español, surcado por tradiciones intelectuales cristalizadas, como consecuen-
cia de la suspensión del libre juego de las ideas durante cuarenta años. En este contexto
se entiende que hayan subsistido dificultades para asimilar las experiencias liberales
heterodoxas, tanto por parte de la intelectualidad de izquierdas, como por parte de la
opinión conservadora y confesional.
La intelectualidad liberal reformista, laica, republicana y democrática; sensible
al problema social; dispuesta a ilustrar a la clase obrera y partidaria de su plena incorpo-
ración al sistema político burgués; pragmática y negociadora pero sinceramente com-
prometida con un ideal patriótico y modernizador en lo político, social, económico y
cultural; alejada de los extremos y ella misma resultado de un compromiso entre Ilustra-
ción y Romanticismo y entre las formulaciones ideales de la revolución y la inercia del
statu quo; nunca fue reclamada decididamente por ninguna de las grandes tradiciones
políticas e ideológicas españolas, que siempre la miraron con una mezcla de recelo y
menosprecio486.
Este condicionamiento ideológico y no pocos prejuicios, se trasladaron a la pro-
pia historiografía, más atraída por —o comprometida con— la experiencia de los secto-
res más radicalizados del arco político e intelectual español, que por quienes parecían
sustraerse al encasillamiento inmediato que ofrecían los epítetos de “nacionales” y “ro-
jos”. Este obsceno rasgo de insumisión a la lógica de la Guerra Civil —lógica tanto
retrospectiva como prospectiva que dominó por décadas el entendimiento de la historia
peninsular— condicionó una serie de actitudes historiográficas que poco contribuyeron
al entendimiento de estos intelectuales.
Estas orientaciones, muy influenciadas ideológicamente, conllevaron en primer
lugar, el intento de reducir esta anomalía asimilando a estos sectores a alguno de los
polos del enfrentamiento fraticida, convirtiéndolos en instrumentos al servicio —más o
menos consciente, más o menos directo— de la revolución comunista o de la reacción
fascista. En segundo lugar, favorecieron un “olvido” o marginamiento sintomático de

485
Santiago MELÓN FERNÁNDEZ, “Prólogo” a: ID., Estudios sobre la Universidad de Oviedo, Gijón, Vi-
cerrectorado de Extensión Universitaria de la Universidad de Oviedo, 1998, pp. 12-13.
486
Aunque desde otro punto de vista del que aquí planteamos, Juan Sisinio Pérez Garzón ha llamado la
atención acerca del peligro actual de relegar al republicanismo español “a una alternativa de escaso con-
tenido político y social”, debido a la presente coyuntura política en que la monarquía borbónica disfruta,
por primera vez, de un amplio consenso social y el apoyo de derechas e izquierdas tras el proceso de
Transición. El peligro de olvidar o reducir el republicanismo a una expresión anacrónica y sentimental
existe pese a que, sin el republicanismo, no puede entenderse la recuperación avanzada y popular de los
principios de libertad, igualdad y fraternidad y el avance del reformismo social durante la Restauración.
Política que terminaría dando lugar a la confluencia republicano-socialista desde 1910 y a los ambiciosos
programas de reformas de la II República frustrados por el golpe de estado de 1936. Ver: Juan Sisinio
PÉREZ GARZÓN, “El republicanismo, alternativa social y democrática en el Estado liberal”, en: Jorge
URÍA, (coord.), Institucionismo y reforma social en España, Op.cit., p. 25.

181
estos personajes, sus ideas y sus acciones, de las preocupaciones historiográficas domi-
nantes antes y después de la dictadura.
Sin embargo, es necesario indicar que en los últimos años y coincidiendo con al-
gunas efemérides convenientes, se ha sumado una considerable masa bibliográfica que
incide directa o indirectamente en el estudio de estos intelectuales y de sus coyunturas
históricas, ideológicas y políticas. Así, y al margen de unos aportes realmente consisten-
tes487, luego de la proscripción y del olvido de derechas; luego del menosprecio y del
olvido de izquierdas; parece despuntar una nueva operación ideológica consistente en
mutilar y manipular esta experiencia, recortando aquellos aspectos que resulten funcio-
nales a la actual configuración política española.
Así vemos que desde el campo intelectual español se intenta rescatar a la vez
que resignificar, ora el patriotismo español, ora la lealtad para con la idea del Estado y
su legalidad democrática, que alentaba la acción pública de la mayoría de estos hom-
bres. Esta recuperación selectiva por parte de los sectores comprometidos con el soste-
nimiento de la Constitución de 1978, puede entenderse como un recurso eficaz para
confrontar ideológicamente con los nacionalismos periféricos desde una posición que
no reclame compromiso alguno con el nacionalismo franquista.
Claro que reclutar retrospectivamente a estos intelectuales no resulta una tarea
exenta de riesgos y sinsabores para el centro-derecha o para la socialdemocracia españo-
las; sobre todo cuando este tipo de recuperación implica para unos, olvidar el progre-
sismo, la sensibilidad obrerista y el ostracismo o exilio forzoso al que se sometió a mu-
chos de estos intelectuales; para otros, olvidar la adscripción liberal y burguesa de estos
personajes; y, para ambas tendencias, el republicanismo y la apuesta estratégica por un
eje hispano-americano, que mal encaja con el europeísmo que ha abrazado progresiva-
mente buena parte de la intelligentzia y la mayor parte de la clase política española des-
de 1982.
En una España como la actual, impugnada como Nación e incluso cuestionada
como Estado, tanto la lengua como la historia son terrenos de combate político e ideo-
lógico entre nacionalistas de distintas lealtades y quienes intentan encontrar alternativas
frente al rancio españolismo y a los chauvinismos periféricos488. Sólo en un contexto
crispado por estas tensiones, un informe de la Real Academia de la Historia (RAH) pu-
do haber desencadenado una agria controversia política y mediática489; o la reedición de

487
Respecto de una valoración ajustada de la doctrina y de las fuentes ideológicas del reformismo finise-
cular español, desprovista de moralismos aleccionadores y juicios de valor post-facto acerca de la viabli-
lidad política del ideario de estos hombres, cabe destacar el estudio de Manuel SUÁREZ CORTINA, “Re-
formismo laico y «cuestión social» en la España de la Restauración”, en: Jorge URÍA (Coord.),
Institucionismo y reforma social en España, Op.cit., pp. 38-65.
488
Respecto de la incidencia de las tensiones inter-nacionales españolas y su reflejo en la enseñanza de la
historia puede verse: Julio VALDEÓN BARUQUE, “La enseñanza de la historia de España”, en: Boletín de la
Real Academia de la Historia, Tomo CC, cuaderno III, septiembre-diciembre 2003, pp. 359-371.
489
REAL ACADEMIA DE LA HISTORIA, “Informe sobre los textos y cursos de Historia en los centros de
Enseñanza Media”, Madrid, 23-VI-2000 [en línea], extraído de: Fundación Gustavo Bueno, Proyecto
Filosofía en Español, http://www.filosofia.org/his/h2000ah.htm, [Consultado: 2-VI-2002]. El mismo texto
puede consultarse en: http://www.ua.es/hum.contemporaneas/Contemporanea/textocompleto.htm. [Con-
sultado: 2-VI-2002]. Parte de la polémica puede seguirse a través de los siguientes artículos: “Aznar re-

182
la Historia de España y de la civilización española de Rafael Altamira490 pudo haber
captado el interés del entonces presidente del Gobierno, quien se hiciera cargo del cierre
de un acto de presentación al que asistieron familiares del autor, historiadores como
Rafael Asín y Juan Pablo Fusi, además de otros funcionarios del área cultural y persona-
jes del mundo editorial491.
Dado que esta presencia política de primerísimo nivel —comúnmente reservada
para acontecimientos culturales o editoriales relacionados con los clásicos literarios o
determinados personajes históricos— no suele movilizarse tras la reedición de obras
demasiado “viejas”, cultas y voluminosas de historiadores decimonónicos, cabría pre-
guntarse pues, si alguna otra obra de Altamira, con un título menos funcional al momen-
to político presente y menos susceptible de ser utilizado como un instrumento polémico,
hubiera suscitado tanto interés como para ocupar la agenda de un presidente de gobier-
no. Máxime aun cuando las filiaciones políticas e ideológicas de este presidente se rela-

chaza el debate con sesgo político” [en línea], en: El Mundo, Madrid, 30-VI-2000, extraído de:
http://www.el-mundo.es/2000/06/30/index.html [Consultado: 2-VI-2002] Borja DE RIQUER I
PERRMANYER, “Pluriculturidad e historia” [en línea], en: El País, Madrid, 25-VI-2000; “Los historiadores
toman la palabra. Cinco catedráticos analizan la enseñanza de la Historia y la Reforma prevista por el
Gobierno” [en línea], en: El País, Madrid, 25-VI-2000, ambos extraídos de:
http://www.didacticahistoria.com/ccss/ccss18.htm, [Consultado: 2-VI-2002]; Joaquim PRATS, “La ense-
ñanza de la Historia” [en línea], en: La Vanguardia, Madrid, 27-VI-2000, extraído de:
http://www.didacticahistoria.com/ccss/ccss23.htm, [Consultado: 2-VI-2002]; Joaquim PRATS, “La ense-
ñanza de la Historia: un debate mal planteado” [en línea], en:
http://www.didacticahistoria.com/ccss/ccss23.htm, [Consultado: 2-VI-2002]; “Historia como polémica.
La ministra de Cultura, Educación y Deportes pide que el informe no se utilice como un arma arrojadi-
za”, en: La Verdad, Madrid, 29-VI-2000; “Gobierno vasco: es ofensivo y de juzgado de guardia”, en: La
Verdad, Madrid, 29-VI-2000; “Jordi Pujol: el informe recuerda épocas pasadas”, en: La Verdad, Madrid,
29-VI-2000; “Sindicato de estudiantes: El PP también hace lo mismo”, en: La Verdad, Madrid, 29-VI-
2000; “Concapa: se crean millones de analfabetos”, en: La Verdad, Madrid, 29-VI-2000; “Catedráticos y
profesores afirman que se queda corto”, en: La Verdad, Madrid, 29-VI-2000; “Los editores denuncian la
censura autonómica”, en: El Mundo, Madrid, 29-VI-2000; “Los profesores de historia critican la escasa
precisión del informe de la Academia. Los numerarios catalanes aseguran que fueron excluidos de la
elaboración del estudio” , en: El País, Madrid, 29-VI-2000; “Los editores piden un estudio más detalla-
do”, en: El País, Madrid, 29-VI-2000; “Del federalismo alemán al centralismo francés”, en: El País, Ma-
drid, 29-VI-2000; “Ideas nacionalistas favorecedoras del racismo”, en: El País, Madrid, 29-VI-2000; “El
PP pide al gobierno que haya una supervisión previa de los libros de texto” [en línea], en: El Mundo,
Madrid, 30-VI-2000, http://www.el-mundo.es/2000/06/30/index.html, [Consultado: 2-VI-2002].
490
Rafael ALTAMIRA, Historia de España y de la civilización española, II Vols., Barcelona, Crítica,
2001.
491
“Un libro y una exposición recuperan la mirada totalizadora de Rafael Altamira. Se reedita Historia de
España y de la civilización española, la gran obra de un renovador”, en: El País, Madrid, 5-II-2002, p. 28.
Pueden consultarse también los siguientes artículos de prensa: “Quienes utilizan la historia como piedra
arrojadiza tienen nostalgia de la caverna”, ABC, Madrid, 5-II-2002, p. 44; “Aznar considera que Rafael
Altamira hizo de la erudición un acto de patriotismo”, en: El Mundo, Madrid, 5-II-2002, p. 47; “Aznar:
Aún permanece el riesgo de utilizar la historia y su enseñanza para fomentar el odio”, en: La Razón,
Madrid, 5-II-2002, p. 24. Para otra perspectiva: “Homenatge a L’Historiador Rafael Altamira. Aznar
acusa els nacionalistes de falsejar la història” [en línea], en: El Periódico de Catalunya, 5-II-2002
(ed.digital),
http://www.elperiodico.com/online/apuntador.asp?data=ed020205&idioma=CAT&publicacion=catalunya
&urlname=http://www.elperiodico.com/EDICION/ED020205/CAT/CARP01/tex020.asp&af=, [Consul-
tado, 10-VI-2002]. Como artículos de opinión pueden consultarse: Xuan CÁNDANO, “Altamira, el PSOE,
el PP y la postizquierda”, en: La Nueva España, Asturias, 18-II-2002; Luis HUERTAS, “Una o dos caver-
nas” [en línea], en: El Correo de Encuentros. Revista quincenal del Club de Opinión Encuentros, Nº 85,
20-II-2002, http://www.opinion-encuentros.org/correo/0085.htm, [Consultado: 10-VI-2002].

183
cionan directamente con quienes hostilizaron permanentemente y luego forzaron la
proscripción, el exilio y la censura sobre las obras de Altamira y otros intelectuales libe-
rales y republicanos.
Durante este evento, José María Aznar, utilizó la ocasión para elogiar al alican-
tino por hacer de la erudición “una expresión de patriotismo”, y fustigar tácitamente la
política educativa de sus adversarios nacionalistas catalanes y vascos, afirmando que
“quienes utilizan la Historia como piedra arrojadiza ponen en evidencia al final una en-
fermiza nostalgia por la caverna bien distante de la cultura humana y civilizada”492.
Para Aznar, la ejemplaridad de la obra de Altamira radicaba en su aproximación
serena y ecuánime al pasado de España, una condición fundamental para tomar con-
ciencia de la valía de esta nación. El reporte periodístico de su discurso no deja dudas
de la inscripción de este evento dentro de los rifirrafes cotidianos provocados por la
política de comunicación del gobierno de mayorías absolutas del PP:
“aseguró Aznar que hoy son muchos los motivos para que los españoles miren su pasado sin
complejos, aunque señaló que, «desgraciadamente», aún no han desaparecido algunos «riesgos»
apuntados por el propio Altamira sobre la utilización de la Historia y su enseñanza «como ins-
trumento para fomentar el desprecio o el odio». […] Aznar se refirió a la reivindicación por parte
de Rafael Altamira de una España «cruce de pueblos y culturas que habían sabido ofrecer su
propia contribución al ideal de civilización» y dijo que este historiador no eludió una respuesta
clara a la pregunta de «¿qué somos los españoles?». Al respecto, el jefe del Ejecutivo señaló que
nadie puede pretender una respuesta única y cree que la suma de todas las contestaciones es una
«garantía de futuro».” 493

492
“Presentación del libro «Historia de España y de la Civilización Española». Aznar critica el uso de la
Historia como una «enfermiza nostalgia por la caverna»”, en: La Estrella Digital [en línea], Madrid, 5-II-
2002, http://www.estrelladigital.es/020205/articulos/cultura/aznar.htm [Consultado: 10-VI-2002].
493
Ibídem. Las consideraciones de Aznar —en absoluto desatinadas por lo que a sus contenidos generales
se refiere, aun cuando expresadas en un lenguaje demasiado atado a la inmediata puja partidaria— fueron
refrendadas, de diferentes maneras, por algunos de los historiadores y funcionarios presentes en el acto.
Sin pretender prejuzgar la cultura historiográfica del entonces Presidente de Gobierno, muy probablemen-
te sus palabras reflejaran, en un lenguaje propio, las consideraciones del historiador y especialista en
Altamira, Rafael Asín. Palabras irreprochables y, a la vez, particularmente propicias para ser rescatadas
en aquellas circunstancias y alimentar un debate político desde presupuestos afines a los del partido go-
bernante y expresados, también sin complejo alguno: “El pensamiento político y social de Altamira pre-
tende para España el mismo modelo que para el resto de la comunidad internacional. Ésta, además, resol-
vería sus conflictos a través del derecho y la paz; fomentaría modelos educativos tendentes a conseguir la
comprensión y la colaboración; entendería el devenir histórico y abordaría la construcción de unanueva
realidad desde un conocimiento realista de los conflictos, pasados y presentes, en clave de entendimiento
y superación de antiguos errores. Una apuesta por la democracia y la razón. Como es lógico, este modelo
ideal tenía una concreción en nuestro país, a cuyas circunstancias reales se adaptaría, sin rebajar un ápice
sus exigencias. Altamira defendía un patriotismo que abarcaba una definición plural pero defendía tam-
bién la vigencia de la realidad política de nuestro Estado. Creía, sin falsos complejos ni miedo a ser asimi-
lado a los sectores más inmovilistas, en una realidad llamada España.” (Rafael ASÍN VERGARA, “La re-
forma de la sociedad a través de la educación”, en: Rafael Altamira. Biografía de un intelectual, 1866-
1951, —Catálogo de la Exposición organizada bajo ese nombre por la Fundación Francisco Giner de los
Ríos y la Residencia de Estudiantes, entre diciembre de 2001 y febrero de 2002—, Madrid, 2002, p. 28).
Este tipo de evento, que no constituye el ambiente cotidiano para el historiador, da pié para ciertos resba-
lones anacrónicos, incluso entre los más doctos y probos especialistas. Resbalones siempre agradecidos
—y hasta a veces demandados— por quienes pretenden extraer de la historia un argumento directo que
apuntale sus posiciones políticas en el presente. Así, pues, el entusiasmo por la magnífica puesta en esce-
na ofrecida por la Exposición y el deseo de reforzar la idea de “actualidad” del pensamiento de Altamira
—y quizás, también, la intuición de que la muestra contaría con la presencia de altos cargos—, llevó a

184
La interferencia de unos condicionantes provenientes de una evolución historio-
gráfica e ideológica de mediano plazo y también de la presente coyuntura política espa-
ñola, han afectado el debido estudio de esta intelectualidad liberal y republicana, así
como el de sus figuras individuales. En este sentido, se entiende que el análisis de la
vida y la obra de Altamira haya sufrido por los avatares de aquella sinuosa historia de
proscripciones, olvidos y menosprecio, y por los de esta coyuntura de exhumaciones
selectivas. De allí que, por extensión, el “americanismo” como programa intelectual y
político y el viaje continental que Altamira protagonizara entre 1909 y 1910 como re-
presentante del “Grupo de Oviedo” no hubiera suscitado mayor interés durante mucho
tiempo y aún hoy no logre ser considerado como un fenómeno significativo susceptible
de ser analizado en profundidad y con relativa independencia.
Aun cuando es verdad que se manifiestan actualmente serios intentos de recupe-
ración del pensamiento de Altamira, resulta significativo que las dos obras que recien-
temente han sido objeto de interés por parte de la historiografía y del mundo político y
editorial se relacionen con sus investigaciones de historia española y de pedagogía his-
tórica y no con su importantísimo perfil como americanista. Entendiendo que en la ac-
tualidad el americanismo está cada vez más lejos de formar parte de las inquietudes cen-
trales del mundo intelectual y político español, resulta más comprensible el sesgo con el
que se pretende recuperar la figura de Altamira; y el hecho de que, aún hoy, los histo-
riadores españoles no logren ver en el periplo hispanoamericano un acontecimiento ex-
traordinario que merece superar el tratamiento marginal, subordinado o meramente ilus-
trativo que hasta ahora ha recibido.
Muy escasa y desigual en su grado de profundidad e interés es la bibliografía
que ha rescatado al viaje americano de Rafael Altamira, pese a lo cual podríamos divi-
dirla en tres conjuntos.
En primer lugar, tenemos un breve estudio, publicado originalmente como libro
en 1987 por Santiago Melón Fernández494 y que fuera incluido, posteriormente, en una
compilación de sus trabajos acerca de la historia de la Universidad asturiana que se edi-

Asín el anacronismo de elogiar al alicantino por su valentía al asumir “sin falsos complejos”, la “vigencia
de la realidad política de nuestro Estado… una realidad política llamada España”. Esta osadía, de ser tal,
sólo lo sería en el presente y para los políticos del centro-derecha que intentan formular un neopatriotismo
español ajustado a los requisitos de la convivencia democrática, luego de décadas en que las expresiones
autoritarias del españolismo —con la que ellos mismos se han filiado— reprimieran cualquier atisbo de
pluralidad identitaria o ideológica. Por eso mismo, tal osadía no puede ser adjudicada retrospectivamente
a Altamira, ni ubicada en el momento histórico en que éste desarrolló su pensamiento patriótico y demo-
crático. Momento en el que el nacionalismo español despuntaba en el escenario ideológico peninsular,
como una expresión moderna y modernizadora de un ideal de regeneración y en el que no había sido
expropiado, todavía, por el fascismo, ni por los “sectores más inmovilistas”. Evocar, pues, tal identidad
de posturas e intereses entre el patriotismo de Altamira y el neopatriotismo actual del centro-derecha
español, no sólo se parece demasiado a una operación política de legitimación, sino que raya en la mani-
pulación obscena de la figura de un exiliado político de la Dictadura y en la deformación de la historia en
beneficio de unos intereses que nada tienen que ver con su conocimiento y que, por lo tanto, nunca debe-
rían contar con la complacencia de un historiador.
494
Santiago MELÓN FERNÁNDEZ, El viaje a América del profesor Altamira, Op.cit.

185
tara en 1998, en ocasión de la conmemoración del Centenario de la Extensión Universi-
taria ovetense495.
Es de lamentar que en este solitario estudio, Melón se interesara más por rescri-
bir los hitos del periplo, más que por analizarlos, recurriendo a la documentación com-
pilada por Rafael Altamira en Mi viaje a América y por la comisión de homenaje ove-
tense en España-América. Así, este trabajo se limitó al resumir y esquematizar la
información ya disponible, aderezada acaso con ciertas revelaciones interesantes, alguna
agudeza y con la ironía punzante, propias del estilo de Melón. Sin embargo, es necesa-
rio destacar que este estudio enriqueció el tema a través de la indagación de fuentes de
prensa asturiana, reconstruyendo el debate que suscitó la empresa ovetense en su lugar
de origen, así como su tardío rebrote en las páginas de El Carbayón.
En segundo lugar, tenemos el conjunto de estudios que han tomado en conside-
ración el viaje americanista con diverso grado de interés y profundidad, pero siempre en
función del estudio de otros problemas, tales como la historia de la Universidad de
Oviedo; la historia del hispano-americanismo o la historia intelectual hispanoamericana
y argentina.
Por supuesto, dentro de este grupo sólo podemos considerar aquellos trabajos
que hayan ido más allá de la simple mención ocasional del viaje americanista, ya sea
relacionándolo felizmente con algún otro fenómeno, aportando alguna interpretación
relevante o contextualizándolo ajustadamente.
Un de los trabajos que deben ser considerados de esta manera, es la investiga-
ción pionera de Santiago Melón Fernández, presentada en 1961 bajo la dirección de
Santiago Montero Díaz496, como memoria de licenciatura en la Sección Historia de la
Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Cental de Madrid (UCM)497. Este estu-
dio, dedicado a la experiencia del Grupo de Oviedo, dedicaba su apartado XII al periplo
americanista. Este apartado, claro antecedente del ensayo de 1993, se limitaba a organi-
zar la información relacionada con la iniciativa de Canella y el posterior recibimiento de
Altamira en España, una vez concluida la empresa. El interés de Melón, en este caso,
era utilizar argumentativamente un acontecimiento que consideraba político antes que

495
Santiago MELÓN FERNÁNDEZ, Estudios sobre la Universidad de Oviedo, Op.cit., pp. 115-173.
496
Santiago Montero Díaz (1911-1985) cumplió un sinuoso recorrido ideológico que lo llevó del comu-
nismo a las J.O.N.S. —previo paso por Alemania en 1933— y luego a una nueva y progresiva radicaliza-
ción de izquierdas desde 1965. En Madrid fue director de la tesis doctoral de Gustavo Bueno Martínez
“Fundamento formal y metarial de la moderna filosofía de la religión” (1947) y de Santiago Melón Fer-
nández titulada “Política y religión en la sociología de Durkheim” (1963). Actualmente puede consultarse
en la WEB una suscinta biografía intelectual de Montero Díaz (FUNDACIÓN GUSTAVO BUENO, Proyecto
Filosofía en Español (Oviedo), “Santiago Montero Díaz” 1911-1985 [en línea],
http://www.filosofia.org/ave/001/a020.htm [Consultado: 2-VI-2002]) y algunos textos de su autoría como
Los separatismos, Valencia, Cuadernos de Cultura, 1931 (Id., Ibíd.,
http://www.filosofia.org/his/h1931a2.htm); Fascismo, Valencia, Cuadernos de Cultura, 1932
(http://www.filosofia.org/his/h1932a1.htm) y La Universidad y los orígenes del Nacional-Sindicalismo,
Discurso de apertura del año académico 1939-40, Murcia, Universidad de Murcia, 1939
(http://www.filosofia.org/his/h1939md.htm).
497
Santiago MELÓN FERNÁNDEZ, Un capítulo en la historia de la Universidad de Oviedo, Oviedo, IDEA,
1963. Esta obra fue incluida en Santiago MELÓN FERNÁNDEZ, Estudios sobre la Universidad de Oviedo,
Op.cit., pp. 17-85.

186
académico, como el “compendio magnífico” del movimiento ovetense y como el broche
de oro de una experiencia extraordinaria.
En 1967, apareció publicada la conferencia que Luis Sela Sampil pronunciara en
el austero homenaje que se tributara a Altamira en el centenario de su nacimiento en el
paraninfo de la Universidad de Oviedo. En esta conferencia se hizo hincapié en el idea-
rio y la trayectoria americanista e internacionalista de Altamira. Desde este punto de
vista, el viaje americanista ovetense era convocado como testimonio ilustrativo del
compromiso ideológico y práctico de Altamira para con la confraternidad hispano-
americana498.
En 1971, el historiador norteamericano Frederick Pike publicó Hispanismo,
1898-1936, un importante estudio de historia intelectual y de historia de las ideas, en el
que se encuadra el hispanoamericanismo peninsular en las líneas de tensión del campo
intelectual e ideológico español. De esta forma, Pike distingue una vertiente conserva-
dora y otra liberal en pugna por definir el americanismo adecuado y por controlar la
reconstrucción de los vínculos intelectuales entre España y sus antiguas colonias. En
este marco, las “misiones” de Altamira y Posada en América deberían ser vistas desde
la doble perspectiva de la lucha de los liberales por imponer una modernización y am-
plificación de la cultura española y de la voluntad de proyectar en América una imagen
de una España progresista capaz de atraer a las elites políticas e intelectuales hispanoa-
mericanas y de conformar un bloque cultural, político e ideológico a ambos lados del
Atlántico499.
En 1987, el Instituto de Estudios Juan Gil Albert organizó en Alicante una reco-
nocida exposición en homenaje a Rafael Altamira, que dio lugar a un magnífico catálo-
go en el que no sólo se reproducía material gráfico de interés, sino en el que se organi-
zaba concienzudamente los datos y documentos conocidos y desconocidos —recogidos
de los archivos familiares y de los conservados en Oviedo y Alicante— de la trayectoria
pública del profesor ovetense. En este catálogo, dedicaba un importante capítulo a la
experiencia ovetense y al viaje americanista del cual es posible extraer importante in-
formación puntual sobre los hitos y aspectos más curiosos del periplo500. Al tiempo que
se realizaba esa exposición, la misma institución organizó un Simposio en Alicante en-
tre el 24 y el 27 de febrero, del cual saldría una compilación de estudios sobre los diver-
sos aspectos de la vida profesional y del pensamiento de Altamira501. En este volumen
se prestó poca atención a la campaña americanista, si bien su americanismo era objeto
de interesantes reflexiones, como en el artículo de Justo Formentín y María José Ville-

498
Luis SELA SAMPIL, “Rafael Altamira, americanista e internacionalista”, en: José María MARTÍNEZ
CACHERO, Luis SELA SAMPIL y Ramón PRIETO BANCES, Homenaje a Rafael Altamira en su centenario
(1866-1966), Oviedo, Secretariado de Publicaciones de la Universidad de Oviedo, 1967, pp. 23-36.
499
Frederick B. PIKE, Hispanismo,1898-1936. Spanish Conservatives and Liberals and their relations
with Spanish America, Notre Dame (Indiana), University of Notre Dame Press, 1971. Ver los capítulos
dedicados al liberalismo (pp. 103-127 y 146-165) y en especial la sección destinada a Altamira y Posada
(pp. 152-157).
500
AA.VV., Rafael Altamira 1866-1951, Op. Cit.
501
Armando ALBEROLA (Ed.), Estudios sobre Rafael Altamira, Alicante, Op.cit.

187
gas502 donde se sacaba a la luz la existencia de una documentación inédita relacionada
con las convicciones metodológicas de Altamira y generada durante su viaje por la Re-
pública Argentina503.
En los años noventa, en relación con el quinto centenario del descubrimiento, la
temática americanista recibió un fuerte impulso en España. En ese marco aparecieron
estudios que evaluaron las relaciones hispano-americanas e hispano-argentinas que no
siempre valoraron en su justa medida la importancia de la labor de Altamira y la Uni-
versidad de Oviedo a principios del siglo XX504. Sin embargo, un libro de la Colección
1492 de la Editorial Mafpre, dedicado al estudio de las relaciones culturales hispano-
americanas a través de la labor de la JAE de Madrid, sin aportar nada nuevo respecto
del acontecimiento que nos ocupa, logró situar acertadamente al viaje americanista ove-
tense en el punto de partida de un nuevo y fructífero circuito de intercambio intelectual
entre la Península y Latinoamérica. Pese a este indudable acierto, sus autores considera-
ron la labor de Canella y Altamira como precursora de la verdadera labor de intercam-
bio llevada a cabo por la JAE, antes que como un primer paso efectivo e inaugural de
las nuevas relaciones intelectuales hispano-americanas505. Pese a lo estimulante de este
replanteo, la consideración del viaje no varió sustancialmente en la valoración historio-
gráfica española.
En 1993, Santiago Melón Fernández, retomó el tema, asumiendo la existencia de
diferentes expresiones del americanismo español, proponiendo un esquema diferente del
de Pike, basado en la sucesión de tres etapas, la de un americanismo positivo o colonia-
lista; la de un americanismo filosófico —cuyos representantes conspicuos sería Labra y
Altamira— y la de un americanismo teológico506. En 1994, Julio Vaquero y Jesús Mella,
propondrían prestar más atención a las relaciones entre el regeneracionismo y el ameri-
canismo ovetense, llevado a su máxima expresión teórica y práctica por Rafael Altamira
entre 1898 y 1910. En este estudio, ambos autores asumían las posiciones de Melón

502
Justo FORMENTÍN y María José VILLEGAS, “Altamira y la Junta para ampliación de estudios e investi-
gaciones científicas”, en: Armando ALBEROLA (Ed.), Estudios sobre Rafael Altamira, Op.cit., pp. 175-
207.
503
Juan José CARRERAS ARES, “Altamira y la historiografía europea”, en: Armando ALBEROLA (Ed.),
Estudios sobre Rafael Altamira, Op.cit., pp. 395-423.
504
Un buen ejemplo del abordaje fragmentado y marginal de la campaña americanista ovetense es el que
ofrece el siguiente tratado: Rafael SÁNCHEZ MANTERO, José Manuel MACARRO VERA y Leandro
ÁLVAREZ REY, La imagen de España en América 1898-1931, Sevilla, Publicaciones de la Escuela de
Estudios Hispano-Americanos de Sevilla, 1994. La obra ya citada de Daniel Rivadulla Barrientos tampo-
co presta demasiada atención al viaje de Altamira ni registra ninguna consecuencia práctica de su prédica
hispano-americnaista. Para completar este panorama, el importante estudio de Carlos M. RAMA, Historia
de las relaciones culturales entre España y la América Latina. Siglo XIX, Madrid, Fondo de Cultura Eco-
nómica, 1982, ignora incomprensiblemente la empresa ovetense.
505
Justo FORMENTÍN IBÁÑEZ y María José VILLEGAS SANZ, Relaciones culturales entre España y Améri-
ca: la JAE (1907-1936), Madrid, Mafpre, 1992, pp. 48-51.
506
Santiago MELÓN FERNÁNDEZ, “Las grandes etapas del hispano-americanismo” (1993), en: ID., Estu-
dios sobre la Universidad de Oviedo, Op.cit., pp. 205-227. El viaje de Altamira también fue tratado tan-
gencialmente en: Santiago MELÓN FERNÁNDEZ, “Prólogo” a: Fermín CANELLA SECADES, Historia de la
Universidad de Oviedo y noticias de los establecimientos de enseñanza de su distrito (Asturias y León), 2ª
edición facsimilar de la 3ª edición reformada y ampliada de 1903-1904, Oviedo, Universidad de Oviedo,
1995, pp.VII-XIX.

188
Fernández en cuanto a que en este viaje “no todo fueron luces sino que también hubo
sombras”. De allí que, luego de aportar nuevos datos acerca de las polémicas que la
misión de Altamira había desatado en la colonia española en Cuba, Vaquero y Mella
llamaran la atención acerca de la necesidad de “volver sobre el viaje profundizando en
el análisis del contenido de la labor académica, cultural y de propaganda” que realizara
Altamira507.
En 1999, el profesor de la Universidad de Oviedo, Santos Coronas González pu-
blicó un artículo en el que —siguiendo los documentos éditos y algunos inéditos del
propio Altamira y los escritos de Melón Fernández— analizaba la relación entre Alta-
mira y el “americanismo científico”. Este matiz, a la vez que etapa de una evolución
ideológica, vendría a superar, en inspiración, al indianismo colonial y sus remedos ana-
crónicos y, en practicidad, al americanismo retórico de la segunda mitad del XIX, tal
como lo probaría la eficacia del viaje de Altamira por el Nuevo Mundo508. Coronas se
ciñó a la descripción del viaje y de la trayectoria americanista de Altamira, si bien avan-
zó en la consideración del período 1911-1936, al que nadie había prestado demasiada
atención. Desde el punto de vista de las fuentes, debe aclararse que si bien este autor
utilizó básicamente los documentos de Mi viaje a América y España-América, amplió el
panorama documental a través de una revisión somera del AHUO y actualizó el pano-
rama bibliográfico dando cuenta de las últimas publicaciones pertinentes argentinas y
mexicanas.
Dentro de este grupo debemos incluir, además, a una pequeña bibliografía argen-
tina que en la década de los noventa, ha tomado en consideración al viaje americanista y
su protagonista, poniéndolo en relación con la historia intelectual argentina.
En 1991, Hebe Clementi, presentando una aproximación al estudio del krausis-
mo español y argentino, daba cuenta escuetamente de la llegada de Altamira al Plata y
de “la circulación entusiasta de sus enseñanzas”. En este breve estudio, su autora, a ve-
ces algo críptica en sus consideraciones y más interesada en la experiencia de Adolfo
Posada, confundió el orden de precedencia de los viajes de ambos profesores y afirmó
que, pese a sus filiaciones, Altamira no había hecho evidente el “cuño krausista” de sus
ideas, “seguramente cautelando ataques xenófobos a la manera de los sufridos en Espa-
ña”509. En 1993, Fernando Devoto aludiendo a la busca de referentes teóricos para la
profesionalización historiográfica que emprendieran los hombres de la Nueva Escuela

507
Julio VAQUERO IGLESIAS y Jesús MELLA, “El americanismo de Rafael Altamira y el programa
americanista de la Universiad de Oviedo”, en: Pedro GÓMEZ GÓMEZ (coord.), De Asturias a América.
Cuba 1850-1930 (1994), 2ª ed., Gijón, Archivo de indianos, 1996. Una versión reducida de este trabajo
—en el que sería suprimida la sección sobre la “polémica cubana”, sería expuesto luego: ID., “El
americanismo de Rafael Altamira y el programa americanista de la Universidad de Oviedo” [en línea],
ponencia presentada en: VI Encuentro de lationoamericanistas españoles, Área de Pensamiento, Gpo. de
Trabajo 1: Reencuentro entre españoles y americanos, Universidad Complutense de Madrid, 29-IX / 1-X
de 1997, http://www.ucm.es/info/cecal/encuentr/areas/pensamie/1pe/vaquero, [Consultado 15-VII-2002].
508
Santos M. CORONAS GONZÁLEZ, “Altamira y los orígenes del Hispano-americanismo científico”, en:
ID., Dos estudios sobre Rafael Altamira, Oviedo, Academia Asturiana de Jurisprudencia, 1999, pp. 47-85.
509
Hebe CLEMENTI, “Positivismo y Krausismo”, en: ID. (Comp.), Inmigración española en la Argentina
(Seminario 1990), Buenos Aires, Oficina cultural de la Embajada de España, 1991, p. 191.

189
Histórica argentina, recordaba que, junto con Ernst Bernheim (1850-1942), Langlois y
Seignobos, Altamira también había sido invocado como autoridad de primer orden en
metodología. Si bien se tomaba nota del impacto que causara el profesor ovetense “cuya
fascinante personalidad, amplísima erudición y versatilidad de intereses encandiló a
Buenos Aires y a los nuevos historiadores en su visita de 1909”, Devoto intuía que las
“abundantes específicas reflexiones sobre metodología de la historia difícilmente pue-
dan haber brindado un suplemento útil a lo que ya contenían los manuales antes cita-
dos”510.
Eduardo Zimmermann, en obras que ya hemos citado con anterioridad511 rela-
cionaba la visita docente de Altamira y Adolfo Posada a la UNLP con el desarrollo de
los vínculos entre el reformismo liberal argentino y español. Este mismo autor publicó
recientemente un artículo —tomando como base su intervención en un Curso de Verano
de la Universidad de Oviedo en 1997— en el que se amplía sustancialmente el tema y
se trata con mayor detenimiento el impacto de los discursos de Rafael Altamira y Adol-
fo Posada en los intelectuales rioplatenses del Centenario512.
En 1992, Hebe Carmen Pelosi, quien ya había prestado atención a la trayectoria
de Altamira513, publicaba, junto a M. Constanza Monti, “La renovación histórica a tra-
vés de Rafael Altamira”514. En este artículo, prolijo y tradicional, se exponía, sucinta-
mente y ante un auditorio desconocedor del personaje, un panorama de la biografía inte-
lectual de Altamira ampliamente contextuado en su coyuntura histórica e ideológica y
sólidamente apoyado en la bibliografía más notoria del alicantino. Más allá de que Pelo-
si y Monti resultaran convincentes en su afirmación de la influencia del viajero en la
Historiografía argentina —no argumentada y apoyada, exclusivamente, en la mención
de la temática de sus lecciones y en los discursos de agasajo consignados en Mi viaje a
América— ofrecieron, por primera vez, una referencia directa al material recopilado por

510
Fernando J. DEVOTO, “Estudio preliminar”, en: ID. (comp..), La historiografía argentina en el siglo
XX (I), Buenos Aires, CEAL, 1993, pp. 13-14. La intuición de Devoto al respecto quizás estuviera rela-
cionada con su convencimiento de que el campo intelectual e historiográfico finisecular español e hispa-
noamericano aún se hallaba “en transición hacia estadios de mayor especialización”, lo cual se reflejaba
en la importancia de la opción jurídica como vía de acercamiento a los estudios históricos, ejemplificada
por los itinerarios profesionales de Rafael Altamira y Eduardo de Hinojosa (Ibidem, p. 13).
511
Eduardo ZIMMERMANN, Los liberales reformistas. La cuestión social en la Argentina 1890-1916,
Op.cit., pp. 73-74. Antecedente de este libro —que según nos cuenta su autor comenzó siendo en 1991 su
tesis doctoral en la Universidad de Oxford— y del capítulo donde se menciona a Altamira, es el siguiente
artículo: Eduardo ZIMMERMANN, “Los intelectuales, las ciencias sociales y el reformismo liberal: Argen-
tina 1890-1916”, en: Desarrollo Económico, vol.31, nº 124, enero-marzo, 1992, pp. 546-550.
512
Eduardo ZIMMERMANN, “La proyección de los viajes de Adolfo Posada y Rafael Altamira en el refor-
mismo liberal argentino”, en: Jorge URÍA (coord.), Institucionismo y reforma social en España, Op.cit.,
pp. 66-78. En relación con este artículo puede leerse: Eduardo ZIMMERMANN, “Algunas consideraciones
sobre la influencia intelectual española en la Argentina de comienzos de siglo” (1995), en: José Luis
MOLINUEVO (coord.), Ortega y la Argentina, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 1997, pp. 61-68.
513
Hebe Carmen PELOSI, “Rafael Altamira: historiador, jurista y literato” en: Estudios de Historia de
España, Vol. IV, Bs.As., Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires, 1991, pp. 171-208.
514
Hebe Carmen PELOSI y M. Constanza MONTI, “La renovación histórica a través de Rafael Altamira”,
en: España y América, 1492-1992, Buenos Aires, 1992, pp. 495-518.

190
los Archivos de Pedagogía y Ciencias de la UNLP, acerca de la performance de Altami-
ra en los claustros platenses515.
En 1995, Hebe Pelosi volvería a Altamira con su “Hispanismo y americanismo
en Rafael Altamira”, artículo en el que, pasando revista de las líneas de su pensamiento
en estas materias, realiza un aporte muy notable al conocimiento de la continuidad de
las relaciones intelectuales entre Rafael Altamira y los historiadores argentinos, dando a
conocer la existencia de ventiún cartas de Altamira a Levene entre 1945 y 1951 en el
Archivo de Ricardo Levene516.
Ese mismo año fueron publicados los dos tomos de La Junta de Historia y Nu-
mismática Americana y el movimiento historiográfico en la Argentina (1893-1938), en
los que prestigiosos historiadores académicos y universitarios tuvieron ocasión de resca-
tar del olvido la influencia intelectual que ejerció por entonces Rafael Altamira y la im-
portancia de su paso por las universidades argentinas. Si bien el conjunto de estos artí-
culos —imprescindibles para comprender la evolución de la Historiografía en
Argentina— no aportaron nuevos datos y a menudo se limitaron a consignar puntual-
mente los hechos y la posterior influencia intelectual de Altamira, su importancia devie-
ne de la contextualización argentina que, desde diferentes perspectivas, propusieron
para entender estos fenómenos517.
Tres años después, en un libro dedicado a la evolución de los estudios históricos
en la UNLP, se recordaba sumariamente —siguiendo las líneas de interpretación de

515
“Rafael Altamira en la Universidad Nacional de La Plata”, en: Universidad Nacional de La Plata,
Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales, Sección Pedagógica, Archivos de Pedagogía y ciencias afines,
Tomo VI, nº 17 (impreso en Buenos Aires, Talleres de la Casa Jacobo Peuser), 1909, pp. 161-285.
516
Hebe Carmen PELOSI, “Hispanismo y americanismo en Rafael Altamira”, en: Boletín Institución Libre
de Enseñanza, II Época, nº 22, Madrid, mayo de 1995, pp. 25-44. Además de Pelosi, la relación entre
Rafael Altamira y Ricardo Levene ha sido analizado por el especialista en historia del derecho indiano,
Víctor Tau Anzoátegui —actual vicepresidente primero de la Academia Nacional de la Historia Argentina
y vicedirector segundo del Instituto de Investigaciones de Historia del Derecho de Buenos Aires—: Víc-
tor TAU ANZOÁTEGUI, “Diálogos sobre Derecho Indiano entre Altamira y Levene en los años cuarenta”,
Anuario de Historia del Derecho Español, nº LXVII, vol. I, Madrid, 1997, p. 369-390.
517
ACADEMIA NACIONAL DE LA HISTORIA, La Junta de Historia y Numismática Americana y el movi-
miento historiográfico en la Argentina (1893-1938), Tomos I y II, Buenos Aires, ANH, 1995. Ver los
siguientes artículos: Aurora RAVINA, “La fundación, el impulso mitrista y la definición de los rasgos
institucionales. Bartolomé Mitre (1901-1906) y Enrique Peña (1906-1911)”, que consigna la incorpora-
ción en 1909 de Rafael Altamira como miembro correspondiente dentro de la política de proyección in-
ternacional de la JHNA (Tomo I, pp. 43-44); María Cristina DE POMPERT DE VALENZUELA, “La Nueva
Escuela Histórica: una empresa renovadora”, que destaca la influencia metodológica y pedagógica de
Altamira en aquella época (Tomo I, p. 227); Edberto Oscar ACEVEDO, “Influencias y modelos europeos”
que consigna la influencia de Hinojosa y Altamira sobre las ideas de historia jurídica de Ricardo Levene
(Tomo I, p. 245); María Amalia Duarte, “La Escuela Histórica de La Plata”, en el que se pone de mani-
fiesto la relación entre Altamira y la UNLP (Tomo I, pp. 272, 274, 278 y 284); Fernando J. DEVOTO, “La
enseñanza de la historia argentina y americana. 3. Nivel superior y universitario. Dos estudios de caso”,
en el que se relaciona la incorporación del discurso metodológico y la labor universitaria de Altamira con
un proyecto de profesionalización universitaria de la historiografía argentina (Tomo II, pp. 394 y 397);
José M. MARILUZ URQUIJO, “El Derecho y los historiadores”, que toma nota del impacto que en materia
de Historia del Derecho causó la visita de Rafael Altamira y sus clases en la UNLP y en la Facultad de
Derecho y Ciencias Sociales de la UBA (Tomo II, p. 175); Emiliano ENDREK, “La enseñanza de la histo-
ria argentina y americana. 1. Nivel primario”, en el que se analizan los argumentos de la ponencia que
Altamira presentara al II Congreso Internacional de Historia de América, reunido en Buenos Aires en
julio de 1937 (Tomo II, p. 367);

191
Zimmermann, Pelosi y los historiadores reunidos en la publicación de la ANH— el paso
de Altamira por la institución platense durante la gestión de Joaquín V. González y la
posterior colaboración de Rafael Altamira con la UNLP, a raíz de la relación que Ricar-
do Levene cultivó con el catedrático español518.
En el año 2000, Ignacio García, estudiando el desarrollo del institucionismo en
el ambiente krausista argentino, examinaba las relaciones de Altamira y el Grupo de
Oviedo con Antonio Atienza y afirmaba el carácter pionero del viaje americanista en la
reformulación de las relaciones intelectuales que, sin embargo, serían sostenidas en lo
mediato por las organizaciones de la comunidad española, antes que por el estado espa-
ñol:
“Las visitas de Altamira y Posada supusieron el primer intento serio por parte de España de esta-
blecer un diálogo académico con América, del que ya habían hablado Atienza y Altamira en
1905. Pero el proceso se detiene tras la visita de Posada, básicamente porque la Junta [la JAE] no
cuenta con el capital como para continuarlo. Corresponderá a un sector de la élite de la colonia
española en Buenos Aires agrupado en torno a Avelino Gutiérrez hacer avanzar este proyecto de
colaboración académica”519.

Ese mismo año, el académico Enrique Zuleta Álvarez, afirmaba que la Universi-
dad de Oviedo había sido la primera en preocuparse por el establecimiento de un “pro-
grama concreto de relaciones culturales hispanoamericanas”, animado por “un grupo de
profesores, entre los cuales estaban el historiador Rafael Altamira, Adolfo Posada, Leo-
poldo Alas «Clarín», Melquíades Álvarez, Adolfo Buylla…”:
“La Universidad de Oviedo quería retomar la vieja preocupación de una política de acercamiento
con América sobre la base de la comunidad de cultura, sin perder de vista los intereses políticos,
sociales y económicos españoles involucrados, pero radicando su planteo en la universidad, lo
cual aseguraba la continuidad de los esfuerzos para hacerla efectiva y la seriedad del enfoque
científico con que se debía ver el problema.”520

Desde una perpectiva atenta a considerar la faz política y programática de la em-


presa ovetense, Zuleta Álvarez pasó rápida revista al currículum de Altamira, afirmando
que su americanismo integraba tanto la comprensión histórica del problema, como la
“visión sociológica, jurídica y política del presente como base de la misión hispánica
contemporánea” y resaltando su carácter pionero y pragmático:
“En Altamira estuvo presente la unidad de lo hispánico y se afanó por concretar un programa
práctico con colecciones de libros y periódicos, ediciones de documentos, de antologías literarias
e históricas, leyes reglamentos, centros docentes y de investigación, relaciones académicas y
científicas, etc. En todo dejó una huella muy honda y a él se debe que el hispanoamericanismo
ganara un lugar de respeto entre los temas de la vida española del siglo XX.”521

518
Adrián G. ZARRILLI, Talia V. GUTIÉRREZ y Osvaldo GRACIANO, Los estudios históricos en la Univer-
sidad Nacional de La Plata (1905-1990). Tradición, renovación y singularidad, Buenos Aires, Academia
Nacional de la Historia y Fundación Banco Municipal de La Plata, 1998.
519
Ignacio GARCÍA, “El institucionismo en los krausistas argentinos” [en línea], en: Hugo E. BIAGINI
(comp.), Arturo Ardao y Arturo Andrés Roig. Filósofos de la autenticidad [en línea], Op.cit., [Consulta-
do: 13-VII-2002].
520
Enrique ZULETA ÁLVAREZ, España en América. Estudios sobre la historia de las ideas en Hispanoa-
mérica, Buenos Aires, Editorial Confluencia, 2000, p. 104.
521
Ibíd., p. 113.

192
Más allá de la curiosidad de adjudicar la concreción del viaje de Altamira y Po-
sada a las gestiones de una todavía inexistente Asociación Cultural Española de Buenos
Aires, lo más llamativo del aporte de Zuleta Álvarez radica, quizás, en su ponderación
de estos profesores y su proyecto, habida cuenta de sus propias filiaciones intelectuales.
Filiaciones que lo inscriben inequívocamente en la tradición antiliberal y reaccionaria
de Ramiro de Maeztu y Santiago Montero Díaz, en España, y de sus maestros Julio y
Rodolfo Irazusta, en Argentina, y al margen de la cual resultaría impensable ensayar
una reivindicación del mundo intelectual español bajo el régimen franquista, veinticinco
años después de la muerte del dictador522.
En 2003, Eva María Valero Juan, publicó un interesante estudio en el que se
aborda, por primera vez en España y de forma monográfica, la problemática del ameri-
canismo finisecular español —y el aporte del propio de Altamira— en relación no sólo
ya con los tópicos del pensamiento regeneracionista, sino con las líneas de tensión más
propias del pensamiento americano. Valero Juan, interesada en organizar comprensiva-
mente el contexto ideológico en el que Altamira pergeñó su americanismo entre 1898 y
1909 y, a la postre, las respuestas que a estas ideas se dieron en la Cuba de 1910, no ha
analizado el viaje americanista en sí mismo. Pese a ello, esta autora no ha dejado de
observar, con justicia, que la importancia de aquella campaña radicó en su capacidad
para reactivar “la conexión cultural con el pueblo latinoamericano” y para operar como
un revulsivo para “el surgimiento en España de determinadas instituciones culturales
que propiciaron el interés por los estudios americanistas”523.
Por último y en tercer lugar, tenemos las biografías de Altamira que han aborda-
do el tema del viaje como un episodio relevante, pero secundario, de su vida pública y
privada, y en las cuales no resulta lógico esperar un tratamiento novedoso o una revela-
ción interesante acerca del periplo americano524.

522
Estudiante y becario en la UCM, en los años cincuenta, Zuleta Álvarez dejaría en su libro ilustrativo
testimonio de lo incólume de sus lealtades ideológicas: “Ha pasado más de medio siglo desde entonces y
por mi edad puedo recordar esos años desde la prespectiva histórica del presente, cuando han desapareci-
do ideas, movimientos, hombres y otras pasiones han sucedido a las de entonces. Pero a pesar de que se
insiste tanto en la instalación de la libertad intelectual y la comprensión de las disidencias, parecería que
subsisten prejuicios que distorsionan los juicios históricos sobre los cuarenta años de la España de Franco.
Contra la «leyenda negra» de un páramo de terror e incultura debo dar el testimonio, todo lo personal y
parcial que se quiera, de una realidad diferente: es verdad que, como en muchos países del mundo y en
todos los tiempos, no existía el régimen político liberal y democrático ni sus derechos y libertades corres-
pondientes. Pero esa circunstancia, que se repite hoy en muchos lugares del mundo y que se agravaba en
España por la posguerra, no impedía la existencia de una sociedad civilizada que procuraba superar limi-
taciones —por ejemplo la odiosa censura eclesiástica— y problemas de toda índole para reconstruir el
país y su vida cultural—. Fue una etapa intensa y vibrante de mi experiencia vital y me avergonzaría si la
callara por cobardía intelectual.” (Ibíd., pp. 11-12).
523
Eva María VALERO JUAN, Rafael Altamira y la reconquista espiritual de América, Cuadernos de Amé-
rica sin nombre, nº 8, Alicante, Universidad de Alicante, 2003, p. 72.
524
Consultar: Vicente RAMOS, Rafael Altamira, Madrid, 1968; Francisco MORENO SÁEZ, Rafael Altamira
y Crevea (1866-1951), Valencia, Generalitat Valenciana, Consell Valenciá de Cultura, 1997. En cierto
modo, también deben considerarse dentro de este conjunto, algunos de los textos preparados por Rafael
Asín, para las reediciones de alguna de las obras de Altamira o para los catálogos de exposiciones sobre
su vida y obra.

193
Tomando nota de lo exiguo del conjunto de fuentes secundarias directamente re-
levantes para el estudio del viaje americanista ovetense y sus consecuencias, es posible
realizar una apreciación de conjunto y establecer —sin ánimo de cometer injusticias con
algunos aportes realmente interesantes—, que existe un claro déficit historiográfico en
el tratamiento de este fenómeno. Ese déficit global, tanto español como argentino y lati-
noamericano, no proviene tanto de la falta de intuiciones o ideas relevantes entre los
pocos que prestaron atención a este tema, sino de la renuencia a profundizar en el estu-
dio del viaje y del americanismo que le servía de contexto, poniéndolo en relación efec-
tiva con la coyuntura del momento y con otros procesos políticos, ideológicos, sociales
y también intelectuales y científicos a ambos lados del Atlántico.
Por supuesto, si el saldo es inequívocamente insuficiente, conviene precisar los
aportes y deudas propios de la historiografía española y de la historiografía argentina, al
respecto.
En lo que se refiere a la historiografía española, dos han sido los aportes impor-
tantes. En primer lugar, es la única en la que se ha estudiado el tema; en segundo lugar,
lo ha contextuado acertadamente en dos problemáticas propias: una ideológica, en la
que se toma en cuenta la evolución del americanismo finisecular español y los proyectos
regeneracionistas; y otra intelectual, en la que se toma en cuenta la evolución de los
individuos, grupos e instituciones del mundo de la alta cultura asturiana y española.
En lo que se refiere al déficit de la historiografía española podríamos consignar
tres carencias fundamentales. La primera de ellas es la dependencia y subordinación a
Mi viaje a América y a otras publicaciones. La segunda es la subsunción del viaje en
otras temáticas o problemáticas. La tercera es la adopción de una escala de análisis ex-
clusivamente peninsular.
Respecto del primer rasgo negativo, podríamos decir que el efecto combinado de
un olvido ideológico y del desinterés historiográfico hizo que quedara fijada la docu-
mentación de referencia en lo que aportara el propio Altamira para el volumen de ho-
menaje España-América y luego para la publicación de su libro Mi viaje a América. De
allí que no deba extrañar que cada nuevo estudio que pretende acercarse a esta empresa
intelectual termine, por lo general, reciclando la información aportada por el propio
protagonista hace noventa y cinco años. El resultado, lamentablemente, no pasa del
remedo de un inventario de actividades ya escrito. Así, los sorprendentes acontecimien-
tos que rodearon la campaña ovetense en América —exhumados de la biblioteca, cuan-
do no de un único libro, y no del archivo—, terminan por imponerse en su disposición e
interpretación casi centenaria a cualquier reflexión innovadora.
La dependencia documental de Mi viaje a América, de otras fuentes impresas y
del repertorio bibliográfico relacionado y la subordinación respecto de las interpretacio-
nes testimoniadas en estos libros, nos ilustran acerca del éxito profundo de la operación
desplegada por Altamira para controlar y fijar el adecuado entendimiento de la campaña
ovetense. Operación que, por su vastedad, sistematicidad y aparente completitud, ha
logrado desalentar —en la mayor parte de los casos— la búsqueda de otras fuentes y de

194
otros testimonios fuera de los aportados por Altamira, y que ha hecho considerar como
superfluo e irrelevante cualquier intento de repensar críticamente esta empresa.
En este sentido podemos afirmar que el propio Altamira, merced del éxito obte-
nido por su intervención enérgica y decidida en el escenario intelectual y cultural para
capitalizar los resultados del viaje americanista, ha contribuido activa y paradójicamente
al postrer opacamiento de su campaña americanista en la consideración historiográfica
española.
La desconfianza que intuitivamente generan en cualquier historiador las sete-
cientas páginas de Mi viaje a América —tanto por su indisimulable contenido “autobio-
gráfico”, como por su desproporción y su aspiración a imponer una versión oficial y
definitiva— no parece haber despertado inquietudes por revisar imparcialmente ese pe-
riplo, o por valorarlo a la luz de nuevas preguntas o perspectivas. Por el contrario, la
forma y el contenido de la intervención de Altamira parece haber dado paso a la reedi-
ción de tópicos conmemorativos o al placer inmediato y discreto de la burla o la ironía;
cuando no al olvido o a la desestimación del evento en sí mismo. Pero, aún en los casos
en que el peso de Mi viaje a América no ha conseguido aplastar la voluntad de revisitar
la campaña ovetense de 1909-1910, ha logrado pautar los resultados de cada nuevo
abordaje al inducir al historiador a utilizar cómodamente un corpus aparentemente sis-
temático y exhaustivo. Este corpus, contemporáneo de los hechos, despliega un discurso
que se estructura a través de la concatenación de documentos ilustrativos que poco mar-
gen dejan a la problematización de sus contenidos. Si a esto agregamos que Mi viaje a
América es un libro mayormente desconocido por la comunidad historiográfica hispano-
americana; que su “hallazgo” en estanterías pueden aún sorprender a algunos historiado-
res y una conveniente y aggiornada glosa puede resultar atractiva para muchos lectores;
se comprende que aún siga siendo la fuente principal y el texto sólido vigente, en base
al cual se rescriben con mayor o menor ingenio, con mayor o menor habilidad, los mis-
mos viejos contenidos en los nuevos estudios sobre el asunto.
Respecto del segundo rasgo negativo, cabría decir que la subsunción del viaje
americanista dentro del estudio de otras temáticas —historia universitaria, historia del
Grupo de Oviedo, del americanismo y del regeneracionismo peninsulares— si bien ha
permitido entenderlo con una necesaria amplitud de miras, ha favorecido indirectamente
la reproducción cíclica de los contenidos ya conocidos y aportados por el propio Alta-
mira. Al ser tomado el viaje como una simple anécdota, casi todos han utilizado la in-
formación ya publicada, sin que casi nadie haya creído necesario volver a estudiarlo,
revisar en profundidad sus etapas, sus logros y su proyección o hacerse algunas pregun-
tas acerca de él.
Así, salvo honrosas excepciones, el escaso aporte de la bibliografía española ac-
tual ha cumplido la función de actualizar la memoria restringida de ese viaje, de perpe-
tuar la voz de Altamira, pero no ha avanzado en una comprensión más profunda del
mismo o en aportar nuevos datos, nuevas fuentes, nuevos pormenores de esa empresa.
Subsumir el viaje americanista y sus proyecciones en otras temáticas y problemáticas ha
soslayado la posibilidad de reexaminar estos acontecimientos y de relacionarlos con

195
otros hechos y procesos históricos. Subsumir el viaje americanista en la historia de la
Universidad de Oviedo y en la historia de la evolución ideológica del liberalismo refor-
mista español ha sido funcional a un uso “pintoresquista” de este fenómeno, y no a un
uso auténticamente problematizador.
Respecto del tercer inconveniente del aporte español, es notorio el hecho que la
totalidad de los estudios peninsulares —reforzados por el excelente trabajo de Pike— se
hayan limitado a describir, analizar o subsumir el viaje americanista y sus proyecciones
en términos pura y exclusivamente españoles. De esta forma se ha asumido una pers-
pectiva auto-referencial que ha soslayado cualquier intento serio de relacionar el enten-
dimiento de esta empresa ovetense con otros procesos políticos, sociales e intelectuales
americanos. Esta opción por un estudio restringido ha resultado sin duda empobrecedo-
ra y sorprendente, por ser este un acontecimiento intrínsecamente bilateral o multilateral
según sea el ámbito en que se lo analice, pero nunca puramente español.
En lo que se refiere al aporte de la escasa e indirecta historiografía argentina so-
bre el tema, sus virtudes han sido rescatar del olvido este acontecimiento importante de
la historia intelectual rioplatense e insertarlo acertadamente en dos contextos problema-
ticos rioplatenses: el socio-político e ideológico y el intelectual. En el primero, aten-
diendo a las transformaciones sociales, demográficas y políticas que experimentó la
sociedad y el Estado argentinos a fines del siglo XIX y principios del XX; y a la emer-
gencia de un nacionalismo esencialista, de un reformismo liberal y de un hispanismo en
el escenario ideológico rioplatense. En el segundo, atendiendo a los procesos de moder-
nización cultural, de construcción de un campo intelectual y de constitución o consoli-
dación de ciertas disciplinas de inmediato interés en la coyuntura finisecular argentina.
En lo que se refiere al déficit propio de la historiografía argentina acerca de este
tema y sus proyecciones, podríamos detectar una falencia básica: el desconocimiento
del hecho en sus antecedentes, realización y proyecciones. El conocimiento superficial
de la campaña americanista en sus aspectos diplomáticos y en sus contenidos científicos
—que no ha merecido mayor atención por parte de los investigadores— y su incuestio-
nable inscripción en dos contextos significativos y pertinentes, ha implicado un uso es-
trictamente ilustrativo, ejemplificador o informativo del evento americanista, a la vez
que ha alentado juicios que, no por perspicaces, resultan realmente sólidos.
Esto ha ocasionado que la historiografía argentina no haya podido superar la
apreciación descriptiva y absolutamente marginal del mismo, a pesar de que el estudio
de este fenómeno podría haber aportado un conocimiento valioso de la coyuntura ideo-
lógico-política rioplatense e hispano-argentina, por un lado; y de la constitución del
campo intelectual y la evolución de disciplinas tales como la Historiografía o la Historia
del Derecho, por el otro.
Este déficit historiográfico es el que hace necesario recuperar el viaje y ese ame-
ricanismo que testimoniaba, como objeto de un estudio independiente de la memoria
fijada por Rafael Altamira. Es necesario recuperar su estudio e introducir dudas e inter-
rogantes alrededor de su despliegue, motivaciones, resultados inmediatos y proyeccio-
nes en el tiempo.

196
Incluso es necesario recuperar su verdadera dimensión como acontecimiento ex-
traordinario e inaugural de unas nuevas relaciones intelectuales entre España y Argenti-
na, pero para algo más que para congratularse anacrónicamente por aquella feliz inicia-
tiva española, o para burlarse de la pompa discursiva y las dimensiones apoteóticas que
alcanzó la escenificación de aquel reencuentro.
Claro que no cualquier tipo de estudio es necesario. No es necesario redundar en
otra reescritura de los contenidos ya establecidos si no se agregan nuevos elementos que
permitan comprenderlos mejor o no se los mira desde otra perspectiva. Tampoco es ne-
cesario pretender innovar yuxtaponiendo el conocimiento de los pormenores de la cam-
paña americanista ovetense con los conocimientos ya consolidados de la esfera política,
socioeconómica e intelectual española y argentina. Por supuesto, no se trata de evadir la
posibilidad de establecer relaciones, sino de no usufructuar cómodamente un conoci-
miento ya establecido y plenamente disponible —al que se puede dar acceso mediante
el recurso a un aparato crítico adecuado y un respaldo bibliográfico consistente como
hemos intentado hacer en el punto 2.1. de este capítulo—, redesplegándolo hábilmente
como si se tratara de un auténtico hallazgo capaz de explicar este olvidado fenómeno.
En ninguno de estos casos —tanto como en algunos de los citados entre la bibliogra-
fía— podría hablarse de un auténtica investigación original, sino de una simple opera-
ción discursiva de esas que en nuestro oficio suelen acometerse al calor de las efeméri-
des525.
En este sentido parece necesario recordar una verdad de Perogrullo en nuestra
disciplina y que dice que un trabajo historiográfico —máxime cuando no es el primero
en dar con el tema— sólo puede legitimarse como acto enunciativo a través de la con-
junción de tres elementos: debe estar impulsado por ciertos interrogantes pertinentes;
debe enmarcarse en un contexto historiográfico sólido, hallando un equilibrio entre la
consideración del acontecimiento y la atención a los proceso en los que se enmarca; y,
por último, debe acometer un verdadero trabajo heurístico.
El panorama respecto del tema que nos ocupa parece ser exactamente inverso.
En primer lugar, no han sido los interrogantes, sino la conmemoración o la exhumación
de lo ya dicho el impulso que ha llevado a escribir acerca del viaje americano. En se-
gundo lugar, no ha sido la contextuación historiográfica y la búsqueda de un equilibrio
entre coyuntura y estructura, o de una articulación entre el nivel acontecimental y el
procesual lo que ha marcado la tónica de los análisis, sino las alternativas extremas del
aislamiento o la subsunción del tema, solidarias en la disminución anecdótica del fenó-
meno. En tercer lugar, no ha sido el trabajo de archivo, sino el de biblioteca el que ha
primado entre quienes han intentado un nuevo acercamiento al tema.

525
Estas operaciones tiene el atractivo de reportar una publicación sin demasiada inversión en trabajo de
archivo, aunque así pueda sugerirlo el regodeo en la nimiedad de los detalles que suelen caracterizar a los
trabajos heurísticamente débiles. Este tipo de estratagema resulta, por supuesto, incapaz de apuntalar un
auténtico trabajo de indagación historiográfica, ni salvaguardar la integridad ética del historiador que
quisiera valerse de ella, como si de un avance cognoscitivo se tratara.

197
En este sentido, no cabe duda de que sólo siguiendo aquellas orientaciones ele-
mentales, válidas para cualquier abordaje historiográfico realmente consistente, será
posible romper el círculo vicioso de sucesivas reescrituras que hemos descripto ante-
riormente. Sólo este tipo de trabajo permitiría liberarse de esa persistente tutela que,
retrospectivamente, ejerce Altamira sobre el entendimiento de “su” viaje a América,
alentando la curiosidad; habilitando la búsqueda de nuevos materiales y una relectura
crítica de los existentes; y favoreciendo su análisis en los términos de un interés histo-
riográfico y actual, que logre superar la lectura propia de su protagonista y sus consi-
guientes intereses.

2.2.- Documentación publicada, fuentes inéditas y criterios del trabajo de


archivo
Como hemos de ver, esta investigación no cuenta con la ventaja de ser pionera
en el tema, lo cual impone el que deba tenerse muy en cuenta el conocimiento previo
acerca del acontecimiento estudiado, a la vez que manejar críticamente la evidencia ya
divulgada, pero para hacer de esta un punto de partida para un nuevo análisis.
Las principales fuentes editadas a las que han recurrido los historiadores del
americanismo y del viaje fueron, por un lado y a modo de antecedente, el Discurso leído
en la solemne apertura del curso académico de 1898 a 1899 por Rafael Altamira y, por
otro, las recopilaciones documentales realizadas en base al material que el propio viaje-
ro aportara: España-América y, sobre todo, Mi viaje a América.
Es indudable que estos libros son dos textos de consulta obligada para cualquiera
que desee acercarse al estudio de la campaña ovetense, del hispano-americanismo fini-
secular, de la personalidad intelectual y política de Altamira, o de las relaciones intelec-
tuales y culturales hispano-argentinas e hispano-americanas. Sin embargo, su interés
puede potenciarse sustancialmente si la revisión de su contenido apunta a una relectura
que los utilice como a algo más que un conveniente menú de referencias documentales.
La cantidad de materiales difícilmente hallables o irremisiblemente extraviados
que aportan estos textos, hacen de ellos instrumentos de inestimable valor para cual-
quier análisis, siempre y cuando se mantenga una saludable distancia respecto de su
lógica y se haga un uso desacralizado y, si se quiere, irreverente, de ellos. Es preciso
releer críticamente estos libros de documentos desde una perspectiva que haga visible a
un reticente autor que, entre bambalinas, no dudó en impostar la categórica voz de la
realidad; que ponga al descubierto su discurso; que permita reconocer la estrategia ar-
gumentativa que los estructura y los objetivos a los cuales responden.
Hacer un uso irreverente del material aportado por Altamira no entraña tanto el
asumir una lectura irónica o burlesca —siempre saludable, aunque igualmente peligrosa
como demuestra la obra de algún historiador ovetense—, sino apartarse de la cómoda
guía que ofrecen ambas publicaciones y tomarse la libertad de desmontar la trama urdi-
da por el protagonista de los hechos. Apartarse de estas compilaciones implica buscar e
incorporar nuevos materiales que, por lo pronto, amplifiquen el cuadro heurístico, y
reorganizar el material documental publicado, deslindando los diferentes aspectos de la

198
campaña y poniéndolos al servicio de un relato cuyo orden responda a nuestros intereses
analíticos.

Las características del corpus publicado e inédito acerca del viaje de Altamira y
su viaje suscita cierta inquietud, sobre todo teniendo en cuenta el hecho de que los his-
toriadores suelen quejarse de la escasez de evidencia. En efecto, a primera vista, puede
parecer sorprendente que, pese a que el viaje americanista ha sido estudiado y los archi-
vos en los que se custodia el legado de Altamira no son, como tales, absolutamente des-
conocidos, nadie se haya interesado, hasta ahora, en escrutar cuestiones tales como el
discurso de Altamira o, al menos, indagar concienzudamente en los abundantes testimo-
nios de sus intervenciones académicas y universitarias en Argentina. Sin embargo, si se
tiene en cuenta, por un lado, la escasez y el carácter eminentemente conmemorativo de
los estudios existentes, y por otro, el hecho de que —salvo algunas excepciones— este
periplo ha sido estudiado como un episodio biográfico antes que como un acontecimien-
to singular, puede comprenderse mejor el hecho de que nadie haya reparado en la rique-
za de este material tan poco explotado.
Por supuesto, esta riqueza sólo será visible en la medida en que, al margen de un
mero interés recopilatorio, el historiador se acerque al viaje americanista de la Universi-
dad de Oviedo con preguntas e inquietudes que superen las relacionadas con la mera
constatación de las diferentes escalas y variados logros de su protagonista. En efecto, se
comprende que, sólo en tanto se considere que este acontecimiento entraña una serie de
problemas a resolver y puede ser indicio o síntoma de determinados fenómenos y proce-
sos que lo superan; solo en ese caso, será posible, entonces, apreciar el valor que tiene
esta documentación para el historiador de la historiografía o para el historiador de las
ideas. Dado que la historiografía precedente ha abordado este viaje sin intentar explicar
nada a partir de él, sino que se ha limitado a la necesaria pero estrecha tarea de rescatar-
lo del olvido, las estrategias de aproximación al objeto han seguido las líneas marcadas
por el propio abordaje de Altamira en Mi viaje a América contentándose con reseñar un
itinerario triunfal, cuyo resultado se justificaría por sí solo y se explicaría a sí mismo.
Si bien existe un claro déficit de lectura crítica respecto de la documentación pu-
blicada, lo cierto es que resulta necesario incorporar más elementos de juicio para el
análisis y ello conlleva, en parte, a la ampliación de la base documental acerca del he-
cho; aun cuando procurarse esta documentación no resulte del todo fácil.
En lo que respecta a la imprescindible incorporación de nuevas fuentes acerca
del viaje americanista, debemos considerar que esta está sujeta a las condiciones de
existencia de la documentación Altamira, las cuales distan mucho de ser las ideales.
En primer lugar, es necesario tener en cuenta que los materiales del profesor
ovetense que hoy están en condición de consultarse no son todos los que conformaban
su archivo personal. Como el mismo Altamira afirmaba, una parte considerable del ma-
terial y la bibliografía que reunió a lo largo de su vida se había perdido, junto con sus
propiedades y bienes muebles, por las vicisitudes de la Guerra Civil española y de los
sucesivos exilios a los que lo obligara el triunfo de Francisco Franco.

199
En un inventario de sus pérdidas, Altamira consignaba como muy probables, sus
casas de San Esteban de Pravia y Campello; su “sueldo pasivo” y el dinero de sus cuen-
tas corrientes, sus títulos y obligaciones depositadas en bancos españoles —“unos roba-
dos (a título de restitución social o cosa así) y otros reducidos a la nada por la destruc-
ción o supresión de la industria o del empréstito correspondientes”—. Altamira
declaraba, en el rubro “intelectual” la pérdida de su biblioteca de diez mil volúmenes
guardada en Campillo, “destinada a ser distribuida a mi muerte a centros de enseñanza
públicos y privados”; de su biblioteca de Madrid con “libros de Arte de gran valor y los
de trabajo de mi cátedra”; de los legajos con los materiales destinados a los volúmenes
no publicados de sus Obras Completas; de los “documentos referentes a mi vida intelec-
tual y a mis libros (congresos, viajes, críticas de mis libros, academias, etc.)”; de los
“documentos de mis estudios y de mis servicios en la enseñanza”; de “mi archivo de
cartas, numeroso y muy importante por la calidad de las firmas”; “de “mis apuntes y
recortes para libros nuevos y adiciones a los ya publicados”; de sus diplomas, medallas
y premios resultantes de sus viajes y premios académicos “algunos de oro”; sus “cua-
dros regalados de Sorolla, Robles, San Pedro, Gili”; y su “colección de estampas, foto-
grafías y grabados para el Album histórico español”526.
En segundo lugar, debemos considerar que los cuantiosos materiales que han so-
brevivido se hallan dispersos en varios repositorios sin que corresponda a cada uno de
ellos una sección temática o cronológica precisa o inteligible. En efecto, el fracciona-
miento extremo del material —que hace que familias naturales de documentos se hallen
divididos aleatoriamente en los diferentes archivos—, no obedece a ningún criterio ló-
gico, sino que es consecuencia de la aciaga suerte de Altamira en los últimos años de su
vida.
El derrotero de los papeles de Altamira fue, sin duda, sinuoso. El grueso del ma-
terial conservado en la actualidad es el que tenía en su poder Altamira en 1936 y trasla-
dó consigo a La Haya y luego, en parte, a Francia, amén del que fue agregando durante
este período y lo que sobrevivió a la Guerra Civil española y fue emergiendo desde
1951. Algunos de estos papeles —los que estaban en su posesión en 1940 en Montau-
ban y los que produjo y logró recuperar en Burdeos— atravesaron España en 1943 junto
a su autor, llegaron a Portugal527 y terminaron en México.

526
AFREM/FA, en cat. (anteriormente en IEJGA/FA, II. F.A. 387, R. 1253), Rafael Altamira, Inventario
de mis pérdidas económicas, intelectuales y morales, por causa de la guerra civil de España (1936-37),
texto original manuscrito, 4 pp., sin datación, probablemente escrito en La Haya entre 1937 y 1938. Este
documento fue reproducido fascimilarmente en: AA.VV., Rafael Altamira 1866-1951…Op.cit., p. 112; y
luego transcripto sin referencias por uno de los responsables de ese catálogo: Francisco MORENO SÁEZ,
Rafael Altamira y Crevea (1866-1951)…, Op. Cit., pp. 98-99.
527
Un escueto relato de los avatares del exilio de Altamira en la Francia de Vichy y los entresijos de su
partida hacia Lisboa fue ofrecido por La Nación: Fernando ORTIZ ECHAGÜE, “Los vaivenes políticos del
mundo no desarman la fe de Altamira”, en: La Nación, Buenos Aires, 19-XI-1944. Este artículo fue re-
producido en: Boletín de la Academia Nacional de la Historia, nº 18, Buenos Aires, 1944, pp. 317-318.
En esta oportunidad, Echagüe informaba que Altamira “tuvo, además, la suerte de poder salvar sus libros
y sus valiosos manuscritos, circunstancia que atribuye a que al cruzar la frontera franco-española tropezó
con algún oficial nazi que, habiendo pertenecido al magisterio, comprendió el valor de aquellos graves
textos”.

200
El último testamento de Altamira, redactado en 1944 en México, daba instruc-
ciones precisas acerca del futuro de sus bibliotecas y archivos y expresaba su deseo de
que ese material fuera donado a diversas instituciones528. Posteriormente, entre 1944 y
1947, en una relación complementaria de los materiales reunidos a lo largo de su vida,
Altamira hablaba de la existencia de cuatro bibliotecas. La principal se hallaba, todavía,
en Campello, Huerta de Alicante; otra, de gran tamaño seguía en Madrid —conservada
en un guardamuebles de la capital— conteniendo: a) una sección de manuscritos para la
edición de sus Obras Completas y materiales acerca de su trayectoria y de sus obras; b)
una sección de libros y carpetas de “materia americana”; c) una serie de grandes colec-
ciones enciclopédicas y de revistas; d) un conjunto de libros de historia, arte, Literatura
y Filosofía; y e) una colección de libros y folletos de su autoría hasta 1936. La tercera
biblioteca se hallaba, por entonces, en su despacho del Palacio de la Paz de La Haya. La
cuarta, reuinía cinco cajones de manuscritos inéditos, apuntes, libros americanistas y de
literatura en varios idiomas, en custodia de su amigo José Uría, en Hendaya. Aparte de
estos materiales, Altamira delaraba estar en posesión de “dos grandes cajas con cerradu-
ra, de manuscritos inéditos referentes a Historia del Derecho colonial español, Historia
de España y de su civilización y otras materias…”529.
La recuperación de la biblioteca conservada en el Tribunal Internacional de Jus-
ticia fue referida en una carta de Altamira a Ricardo Levene, donde el alicantino agra-
decía el envío del tomo VIII de la Historia de la Nación Argentina y le comentaba que
el libro “llega a tiempo para unirse con los anteriores, que V. me envió a La Haya y que
vendrán pronto con toda mi Biblioteca guardada en el Palacio de la Paz”530.
Estos datos, los testimonios de sus allegados, y los estudios de diversos historia-
dores nos indican que Altamira nunca logró reconstruir su enorme archivo-biblioteca,
sino que este quedó fraccionado en varias partes: una en México, otra en Madrid, otra
en Alicante y, tal vez, otra en Asturias. Si bien estos materiales se hallaban distribuidos
en diferentes propiedades de la familia con anterioridad a 1936 y testimoniaban la movi-
lidad geográfica del catedrático a lo largo de su carrera universitaria y jurídica; la frag-
mentación definitiva, la mutilación y la “pérdida” de este repositorio fue el resultado de
los sucesivos exilios y ostracismos que le fueron impuestos por el bando nacional y la
ocupación alemana.
Sus disposiciones testamentarias —escritas a poco de llegar a México y sin po-
seer datos precisos acerca del estado de conservación de sus papeles— asumieron la
fatalidad irreversible esta fragmentación y procuraron asegurar su conservación en ma-

528
Respecto de la voluntad de Altamira de que sus papeles y libros guardados en México retornaran a
España luego de su muerte puede verse el testimonio de Javier Malagón Barceló, cuando rememoraba el
momento en que Altamira ofiacializó su testamento, disponiendo que sus libros y papeles fueran entrega-
dos al IESJJ de Alicante. Ver: Javier MALAGÓN BARCELÓ, “Altamira en México (1945-1951) Recuerdos
de un discípulo”, en: ALBEROLA, Armando (ed), Estudios sobre Rafael Altamira, Op.cit.,, p. 218 y p. 221.
529
IESJJA/LA, s.c., Rafael Altamira, “Mis cuatro bibliotecas —texto original mecanografiado de 3 pp.,
redactado en México D.F. entre 1944 y 1947 aproximadamente.
530
ARL, en cat., Carta original manuscrita de Rafael Altamira a Ricardo Levene, México D.F., 15-VI-
1946 (2 pp.).

201
nos de instituciones educativas y culturales mexicanas y españolas, potencialmente inte-
resadas en sus libros y manuscritos.
Así, pues, tres son los grandes repositorios que guardan hoy día en España los
papeles de Altamira y a los que hemos podido acceder no sin ciertas dificultades. El
primero es el Fondo Rafael Altamira del Archivo Histórico de la Universidad de Oviedo
(AHUO/FRA); el segundo es el Legado Altamira del IES Jorge Juan de Alicante
(IESJJA/LA); el tercero, es el Fondo Altamira del Archivo de la Fundación Residencia
de Estudiantes de Madrid (AFREM/FA)531.
En tercer lugar, parte de la documentación de Altamira, tanto catalogada como
no catalogada, ha sido trasvasada a otras instituciones. Este es el caso de la evidencia
primigeniamente atesorada en el Instituto Juan Gil Albert de la Diputación Provincial de
Alicante (IEJGA/FA) y de los papeles existentes en la Universidad de Zaragoza, con los
que se ha constituido recientemente el AFREM/FA. Demás está decir que estos trasla-
dos conllevaron hacer tabla rasa de la catalogación anterior y el inicio de una nueva
tarea de clasificación con las dificultades añadidas que eso conlleva para el investiga-
dor.
En cuarto lugar, la dispersión geográfica y jurisdicional y la diferente naturaleza
y objetivos de las instituciones actualmente depositarias de estos documentos —
universidades, instituciones culturales y de investigación nacionales o autonómicas, e
institutos secundarios— conspiran en la práctica contra una eventual reconstrucción de
la unidad lógica y cronológica del material existente de acuerdo con unos criterios de
ordenamiento y clasificación comunes.
En quinto y último lugar, la mayoría de los archivos que guardan la documenta-
ción de Rafael Altamira no se hallan catalogados (IESJJA/LA) o están en el complejo
—y a menudo discontinuo— proceso de catalogación (AHUO/FRA). Como podrá de-
ducirse, esto conlleva grandes obstáculos burocráticos para acceder a este material532 y

531
Además de estos repositorios, se ha consultado diversa documentación original y publicada guardada
en otros archivos no específicos, como la sección de Microfilms de la Hemeroteca Municipal de Madrid
(HMM) y de la Biblioteca Central de la Universidad de Oviedo (BCUO); el Archivo del Ministerio de
Asuntos Exteriores español (AMAE) y el Archivo Ricardo Levene (ARL) de Buenos Aires.
532
En algún caso estas dificultades se manifiestan en forma absoluta, impidiéndosele al historiador debi-
damente acreditado acceder a la evidencia original —o siquiera a sus copias— con reparos reglamentaris-
tas. Esta clase de argumentos, más que probidad e interés por el mantenimiento de la integridad de un
archivo ocultan, la mayoría de las veces, una resistencia burocrática o una decisión administrativa de no
habilitar los medios necesarios para poner a disposición pública archivos que desde hace tiempo deberían
estar bajo un régimen de libre consulta. En todo caso, debo agradecer las gestiones del profesor Moisés
Llordén Miñambres, así como la buena voluntad del Director de la Biblioteca Universitaria de la Univer-
sidad de Oviedo Ramón Rodríguez Álvarez para que pudiera acceder al AHUO/FRA y al personal auxi-
liar de la BCUO por haberme ayudado en el manejo, consulta y reproducción de los documentos impor-
tantes para mi trabajo. También debo agradecer a las autoridades del IES Jorge Juan de Alicante por
dejarme acceder al Legado Altamira depositado en su biblioteca. Respecto del AFREM/FA es de lamen-
tar que pese a las diligencias seguidas y al cumplimiento escrupuloso de las insólitas exigencias impues-
tas por sus autoridades —e incluso del compromiso asumido para abrir el archivo o al menos facilitar
copias de ciertos documentos—, no se haya podido más que hojear in situ una precaria lista del inventa-
rio, en más de cuatro años de trámites. Afortunadamente, gran parte del material que debíamos consultar
en la Residencia de Estudiantes formaba parte de IEJGA/FA, consultado hace unos años por la profesora
Carmen García García de la Universidad de Oviedo, quien me facilitaría la numerosa documentación que

202
diversas dificultades técnicas y materiales para analizarlo, derivadas, en algunos casos,
del desorden absoluto en que se halla el material; y, en otros, de la ausencia manifiesta
de un programa unificado de ordenamiento archivístico.
Lo cierto es que la fragmentación y la existencia de estas interdicciones han ase-
gurando la perpetuación del desconocimiento acerca de estos repositorios y de las pie-
zas que guardan; lo cual explica la escasísima demanda por visitarlos y termina siendo
la mejor garantía de que estos archivos permanezcan cerrados.
La concurrencia de todos estos factores ha dificultado notablemente el acceso
del investigador a los contenidos del inmenso pero a la vez parcial y fragmentado lega-
do documental de Altamira, contribuyendo a detener buena parte de la investigación que
podría haberse hecho en este terreno. Este estancamiento ha contribuido decisivamente
a la fijación de la interpretación histórica del viaje americanista, de la doctrina america-
nista y de la labor intelectual y académica de Altamira en los términos del material de
consulta que nos legara el propio viajero.
De allí que, a pesar de que hayamos llamado la atención acerca de los condicio-
nantes ideológicos e historiográficos que han desfavorecido un estudio novedoso acerca
de este tema, sea necesario reconocer la existencia de otras causas que han fijado a la
historiografía alrededor de la interpretación del propio Altamira en Mi viaje a América.
En efecto, tal recurrencia en dicha fuente de inobjetable valor pero de manifiesta parcia-
lidad ha sido alentada, en buena medida, por el desconocimiento de otras fuentes y por
las dificultades de acceso a los archivos que hemos reseñado. Esto ha propiciado, sin
duda, el hecho de que los escasos estudiosos que abordaron este tema terminaran por
reescribir la misma información reseñada por Altamira. Podría arriesgarse que esta ha
sido la causa material de que la historiografía sobre el tema haya girado en redondo so-
bre la misma documentación y la misma interpretación, sin poder aportar nueva infor-
mación o nuevas perspectivas problemáticas.

En todo caso, la fragmentación del material de Altamira y las vicisitudes antes


mencionadas descargan necesariamente en el investigador la realización de tareas archi-
vísticas elementales imprescindibles para suplir el desorden físico del corpus documen-
tal, tales como el inventariado sintético de los repositorios o del material seleccionado a
él perteneciente; la descripción física elemental y las señales de locación actual de la
documentación; la datación y atribución de autoría provisoria de las diferentes piezas;
etc.
En el caso de la presente investigación esto ha conllevado la precatalogación
completa del material del AHUO/FRA tomando como referencia el trabajo hasta enton-

reprodujera a propósito de sus investigaciones sobre Rafael Altamira y la Dirección de Primera Enseñan-
za. Posteriormente y a poco de concluir esta tesis, gracias a la insistencia e interés manifestado por Mar
Santos del Centro de Documentación del AFREM, he podido ver una parte de la documentación origi-
nalmente solicitada, aun cuando no se lograra la autorización para duplicarla. También debo al generoso
aporte de la profesora García García el escaso material del AMEC que he utilizado.

203
ces realizado —por entonces abandonado—, sumándole el propio allí donde no estaban
efectuados y corrigiendo errores allí donde se hicieron manifiestos533.
En el IESJJA, luego de la revisión general del archivo, se procedió a registrar el
material seleccionado como directamente relevante para esta investigación y a partir de
ese listado se volcó la información en una matriz de información standard (Matriz nº2)
diseñada para realizar el primer paso de una unificación virtual de la documentación
seleccionada en diferentes repositorios. En matrices idénticas se volcó el material co-
rrespondiente a IEJGA/FA, HMM, BCUO, AMAE y AMEC.
Una vez reunida toda la documentación directamente pertinente a la investiga-
ción, se procedió a clasificarla temáticamente534, y a volcarla así organizada en una ma-

533
La precatalogación del AHUO/FRA supuso la confección de una lista con la información de la pieza
documental tal como esta se presentaba a la vista y en la situación de referencia ordinal y física dentro del
archivo. El segundo paso fue el diseño de una matriz de datos (Matriz nº1) que contuviera los siguientes
campos donde volcar la información recogida: Pieza; Especie (distinguiéndose los textos de autoría dire-
cta de Rafael Altamira: Texto de R.Altamira, que incluye lecciones, conferencias, borradores de obras,
apuntes, guías de exposición y notas; y Texto impreso de Rafael Altamira, que recoge el material editado
en revistas especializadas, secciones de libros y prensa periódica presente en el archivo. La Correspon-
dencia. Los textos que no son de la autoría de Altamira: Extracto de libro o revista; Documento que in-
cluye piezas manuscrita o impreso originales; Texto, reservado para escritos, ponencias, artículos de otros
autores; Prensa Periódica, que comprende el conjunto de recortes, hojas sueltas o ejemplares completos.
Los Gráficos, incluyendo fotografías, recortes de imágenes impresas, láminas, mapas y dibujos. El Mate-
rial, reservado para objetos físicos diversos. Los Folletos. Los Libros. La Bibliografía, con anotaciones
manuscritas de Altamira y listados bibliográficos impresos o mecanografiados); Denomina-
ción/Descripción de contenidos; Descripción física (incluyendo los siguientes campos: Tipo —impreso,
manuscrito mecanográfico o gráfico—; Idioma; Soporte —reservado para la descripción física de las
piezas—); Datación (Incluyendo en el siguiente orden, Lugar; Año; Mes y Día); Observaciones y Locali-
zación (incluyendo número de Caja y de Carpeta —cuando la hubiere—. Por número de Caja el AHUO
ha consignado en la precatalogación del FRA el número correspondiente a cada una de las ocho Cajas de
cartón de gran formato en que fue guardado originalmente el material del Fondo Altamira y no el de las
cincuenta y cuatro Cajas y reparticiones en las que se halla depositada actualmente la documentación. De
allí que se haya procedido respetando la numeración original de las Cajas —consignándolas en números
romanos— y se le hayan añadido letras minúsculas para señalizar los diferentes fraccionamientos de esas
Cajas primigenias que no constan en los avances de catalogación realizados por el AHUO. El número
atribuido a las carpetas —folios de papel A3 doblados a la mitad con leyenda manuscrita o sin ella—
corresponde a aquellas presentes en cada una de las Cajas actuales y no responde a ninguna numeración
asignado por el AHUO, sino al orden de presentación de los diferentes conjuntos de documentos que se
clasificaron elementalmente durante los trabajos inconclusos de catalogación del AHUO. Dado que el
trabajo anterior involucraba todo el FRA fue necesario deslindar posteriormente aquellos documentos
directamente pertinentes para la conformación del corpus de esta investigación de aquellos que no se
utilizarían en esta oportunidad. El tercer paso consistió, entonces, en seleccionar los materiales directa-
mente útiles de este FRA/AHUO y volcarlos en una matriz de datos diferente (Matriz Nº 2) susceptible de
ser aplicada a los otros archivos que se consultaran y de los que no se haría una precatalogación exhausti-
va. Dicha matriz definía los siguientes campos: Pieza (donde se incluía el número arbitrario que se le
adjudicaba a cada documento seleccionado); Especie; Denominación/Descripción de contenidos; Des-
cripción física; Datación; Observaciones y Localización.
534
Tema I: Americanismo 1898-1911 (incluyendo los siguientes aspectos: a) Viaje de Rafael Altamira a
América (1909-1910): a.1.- Preparación del viaje y contactos con España durante el periplo; a.2) Argenti-
na — a.2.1 La Plata, a.2.2 Derecho UBA, a.2.3 Filosofía y Letras UBA, a.2.4 Córdoba— ; a.3) Uruguay;
a.4) Chile; a.5) Perú; a.6) México; a.7) USA; a.8) Cuba; a.9) Otros países, a.10) Regreso a España y re-
percusiones del viaje. b) Americanismo temprano y relaciones previas a 1909. c) El patriotismo español
ante la crisis de 1898, reflexiones sobre España y su lugar en el sistema mundial. d) El Grupo de Oviedo,
la Extensión Universitaria y la Política Americanista de la Universidad de Oviedo); Tema II: El perfil
intelectual de Altamira (incluyendo los siguientes apartados: a) Biográficos, autobiográficos y Formación
intelectual. b) Relaciones sociopolíticas y profesionales: b.1.- Círculos políticos; b.2.- Círculos académi-

204
triz de datos única y definitiva, ordenándose los conjuntos temáticos y subtemáticos
definidos, primero por su especie y luego por su datación cronológica535.
Ahora bien, ¿es legítimo o apropiado que se haya violentado, manipulado y dis-
puesto de tal manera de unos documentos que, según el pensamiento de algunos, hablan
por sí mismos? ¿Es correcto que pongamos de cabeza los archivos de Altamira, que
separemos lo que él unió, que relacionemos lo que el deslindó, que reincorporemos lo
que el descartó? ¿Es saludable que alteremos el orden de su narración y que disponga-
mos de los documentos y testimonios que nos legó sin atenernos a su sucesión cronoló-
gica estricta o a la solución de continuidad que él les adjudicó? No sólo creemos que
todo esto es plenamente legítimo, sino que afirmamos que es absolutamente necesario.
La presente investigación se sustenta, primordialmente, en la búsqueda, hallazgo
y análisis de fuentes primarias en su mayoría inéditas y prácticamente desconcidas, re-
cogidas en los repositorios antes mencionados y relacionada críticamente con la ya pu-
blicada. Pero la importancia aquí asignada al trabajo de archivo y al análisis de las fuen-
tes no supone una fetichización del archivo.
Así como resulta oportuno cierto recelo hacia usos abusivos de Mi viaje a Amé-
rica, se nos ocurre igualmente saludable tomar con precaución el corpus documental
inédito tal como se nos presenta, para no caer ingenuamente presa de su orden subya-
cente.
Estas fuentes, aunque de carácter muy variado, formaban parte del archivo per-
sonal de Rafael Altamira antes de pasar a ser material de otros archivos institucionales.
Pese al desorden físico que ya hemos consignado y a la ausencia de una clasificación
unitaria —que hemos tenido que suplir—, el archivo primigenio de un intelectual metó-
dico y obsesivo como Altamira y los archivos que de éste se han derivado, poseía y po-
seen cierto orden interno. Retazos de este orden han sido sugeridos y prefigurados por el
propio Altamira a través de la reunión de material en sobres y carpetas, o de su datación

cos y profesionales; b.3.- Congresos y actividades nacionales e internacionales, b3.1 Fines s. XIX y ppios.
s. XX; b.3.2 Congreso sobre Absolutismo; b.3.3 Otros Congresos; b.3.4 Altamira conferencista). c) Ca-
rrera político-académica: c.1.- Museo Pedagógico; c.2.- Primera enseñanza; c.3.- Senado y Academia de
la Historia; c.4.- Otros hitos. d) Poligrafía: d.1.- Literatura; d.2.- Crítica Literaria; d.3.- Periodismo, rela-
ciones con diarios, reseñas literarias, derecho y varios. e) Altamira y la política española. f) Colonialismo
español y europeo; Tema III: Historiografía (incluyendo los siguientes apartados: a) La Historiografía
como instrumento político: a.1.- La pedagogía de la historia entre el patriotismo y el pacifismo (a1.1
Historia nacional y formación patriótica; a.1.2 CIEH / CISH); a.2.- Identidad de España y del mundo
hispánico, Sajones-Latinos, Problema español. b) Metodología de la Historia y reflexión Historiográfica.
c) Textos históricos de Rafael Altamira y crítica historiográfica; Tema IV: Un americanismo de cátedra
(incluyendo los siguientes apartados: a) La cátedra de Madrid. b) Continuidad de las relaciones con inte-
lectuales e instituciones americanos y americanistas: a.1.- Argentina; a.2.- Otros países. c) Hispanoameri-
canismo: c.1.- Hispanismo americano/americanismo español; c.2.- Hispanismo en otros países/leyenda
negra; c.3.- Americanismo en otros países. d) Actividades e iniciativas americanistas desde 1912 y doctri-
na americanista de Rafael Altamira. e) Materiales sobre América: e.1.- Argentina; e.2.- Imperialismo
norteamericano y relación España-USA; e.3.- Otros países); Tema V: Sobre Rafael Altamira; y Tema VI:
emigración y colonialismo español.
535
La Matriz nº 3, grilla definitiva que recoge de forma comprensiva la información documental recogida
en todos y cada uno de los archivos consultados, incluía los siguientes campos: Tema/Subtemas; Pieza —
donde se consignaba Archivo y número de documento asignado—; Especie; Denominación/Descripción
de contenidos; Datación; Observaciones; y Localización.

205
y, en el caso particular que nos ocupa, a través de la selección y publicación de ciertos
grupos de evidencias. Otras veces ese orden ha sido impuesto por quienes manipularon,
precatalogaron y fraccionaron el material. Por último, parte de ese orden de archivo es
también fruto de nuestra histórica forma de ver y de abordar un conjunto casi caótico de
materiales muy diversos, echando mano de nuestra experiencia y cultura historiográfica,
bibliotecológica y archivística, de la cultura literaria de nuestra época y de los instintos
disyuntivos y clasificatorios del pensamiento racional536.
Con esto queremos recordar que la evidencia primaria a boca de archivo, es de-
cir tal como comúnmente se le presenta al historiador de la historiografía o de las ideas,
posee cierto ordenamiento lógico o cronológico que es resultado de operaciones y deci-
siones —socialmente mediadas y determinadas— compartidas por el autor, el archivero
profesional —o el burócrata no calificado que mal lo suple— y el investigador. Esto es
verificable tanto en los archivos exquisitamente catalogados, como en los cuartos donde
se arrumban, expuestos al deterioro, pilas de documentación enfardada y, por supuesto,
a todos los grados intermedios entre aquel paraíso y este habitual infierno del historia-
dor537.
Es sabido que los ordenamientos, las clasificaciones y la linealidad argumentati-
va, supuestos o derivados de la acción, intereses y la lógica del autor, asignan a los tex-
tos una unidad de sentido y una dirección interpretativa tan fuerte que fácilmente pue-
den interferir en el abordaje posterior de estos materiales. La constitución del archivo o
la publicación de un corpus documental, con la selección de lo que merece sobrevivir y
lo que es descartado, con la decisión de lo que debe ser mostrado y lo que debe ser ocul-
tado; con la descripción externa e interna; con la clasificación y la agrupación lógica,
institucional o cronológica de las piezas documentales que conlleva, asigna nuevos or-
denamientos genéricos y sentidos a esos textos que se superponen a los propios del au-
tor, reforzando sus claves significativas o habilitando otras nuevas. En archivos descata-

536
El gran archivo ideal de Altamira —que jamás existió completo, como tal— y los archivos de él des-
gajados son hoy, en lo fundamental, archivos de textos. Estos textos, poseen en la mayoría de los casos
una autoría claramente adjudicable o un responsable editorial distinguible; en algunos casos datación más
o menos precisa o deducible; y en casi todos los casos, alguna marca que permite detectar las convencio-
nes específicas de sus respectivos géneros y subgéneros y algunas marcas de originalidad. Estas marcas
son las que nos han permitido situarlos a casi todos ellos, luego de alguna pesquisa más o menos comple-
ja, en el universo de los textos historiográficos, literarios o periodísticos de la época. Para reforzar las
relaciones potenciales que se encuentran latentes en estos archivos, a veces su propio fundador se encar-
gaba de reunir ciertos materiales separándolos del resto —como efectivamente hiciera Altamira. Los
archiveros o los encargados de clasificar el material heredado introducirían también nuevos ordenamien-
tos, a veces sin un conocimiento adecuado de la biografía intelectual del personaje o de la historia de la
historiografía española. Quizás, el carácter “personal” de este “archivo”, es el que pueda explicar que
muchos de los que lo manipularon se hayan contentado con dividirlo, intuitivamente, en dos grandes
conjuntos: los propios textos de Altamira y la documentación de sus actividades intelectuales, por un
lado; y el material de su interés que, respecto de la política, la Historiografía y la Historia del Derecho,
reuniera a lo largo de su vida, por otro.
537
Estos personajes y sus decisiones objetivadas de diferente forma, en diferentes momentos y de acuerdo
a diferentes propósitos y lógicas, concurren virtualmente en el momento en que el investigador —como
actor capaz de verificar y actualizar este proceso de interacción tripartita— manipula los vestigios del
pasado a los que ha accedido. En caso que esa evidencia no sea inédita debe considerarse, además, la
influencia decisiva del criterio del editor para organizar la publicación de la documentación.

206
logados o en vías de catalogación como estos— verdaderas selvas de papeles y materia-
les “hostiles”— la supervivencia de algún tipo de orden original o la introducción de
alguno, por parcial y defectuoso que sea, ofrece al investigador un punto de referencia
para procesar y abordar el corpus entero, que rara vez desprecia. El peligro es que estas
operaciones significativas que se despliegan sobre la evidencia misma o determinan la
forma en que le son presentadas al investigador, dificulten el acceso problemático a los
documentos por parte del historiador.
Es por ello que es necesario superar en parte estos ordenamientos, que se impo-
nen externamente al investigador cada vez que se le concede al tiempo, a las institucio-
nes o a la subjetividad del autor, una prioridad a la hora de definir el régimen adecuado
de un discurso. Superar esos ordenamientos objetivistas —que privilegian, respectiva-
mente, criterios de clasificación y análisis cronológico-naturales, temático-burocráticos
y expositivo-lineales— y la linealidad del discurso original es una necesidad de todo
análisis que desee trascender la exégesis textual, para proponer una lectura crítica.
Lo importante es que tengamos en cuenta que estos ordenamientos —aplicados a
los archivos o a las compilaciones documentales— tanto los latentes como los explíci-
tos, tantos los adjudicables al fundador como a los administradores posteriores o las
convenciones ideológicas, tecnológicas, profesionales o literarias, se encuentran opera-
tivos cada vez que tomamos un documento entre las manos. Estos ordenamientos asig-
nan un sentido que se deposita en la fuente misma, y que desde ella, suele deslizarse
casi imperceptiblemente a la narración historiográfica, condicionando decisivamente su
estructura argumental e incluso buena parte de sus contenidos.
Estos son los ordenamientos absolutos y naturales que debemos doblegar para
poder introducirnos con mayor libertad entre la evidencia para así reorganizarla, rela-
cionarla significativamente, someterla a interrogantes y arrancarle datos que nos permi-
tan pensar y resolver los problemas que se nos han planteado como investigadores.
Esta deconstrucción del orden del archivo y de la linealidad cronológica en la
que suele asentarse el discurso historiográfico es pues, en esta investigación, un requisi-
to insoslayable para ofrecer una nueva perspectiva acerca del viaje americanista y del
papel desempeñado por Altamira en la reconstrucción de las relaciones intelectuales
hispano-argentinos e hispano-americanos.
De esta forma, así como hemos (re)organizado la documentación de acuerdo a
los temas y subtemas indicados, postergando un ordenamiento cronológico o categorial
absoluto, nos hemos tomado otras libertades que tienen una incidencia claramente visi-
ble en el análisis. Una de esas libertades ha sido deslindar los contenidos académicos
del discurso de Altamira de los contenidos diplomático-políticos; dándole entidad a los
primeros, siempre desplazados del centro de atención por el aspecto social de la empre-
sa y por la faz propositiva del mensaje del profesor ovetense, que son los aspectos que
éste mismo se interesó por difundir y promocionar. Si bien es obvio que esta operación
conlleva el ejercicio de cierta violencia sobre el discurrir de un discurso que integraba
elementos muy diversos, dicho forzamiento resulta inevitable si deseamos problemati-

207
zar los contenidos específicos de la enunciación historiográfica, distinguiéndolos de
aquellos propios de la lógica política o diplomática del viaje americanista.
Por otra parte, este tipo de distinciones no pueden ser consideradas arbitrarias.
Teniendo en cuenta que el viaje americanista fue un emprendimiento académico, gesta-
do para incidir en el mundo intelectual y universitario americano a través de actividades
docentes formales y de extensión, la reconstrucción y el análisis crítico del discurso
académico de Altamira resulta imprescindible para comprobar si su contenido científico
podía justificar la repercusión lograda.

2.3.- Interrogantes iniciales, hipótesis y estructura de la presente investiga-


ción.
Ya hemos expuesto el tipo de trabajo de archivo que ha supuesto asumir este re-
quisito crítico en el plano heurístico, veamos qué supone asumirlo en el plano narrativo
de esta investigación.
En tanto no es nuestro objetivo —ni es necesario— realizar una nueva crónica
del viaje americanista podemos tomarnos ciertas libertades en la utilización y disposi-
ción argumental de los hechos. De hecho, la lectura que aquí proponemos necesita, ini-
cialmente, de la ruptura del hilo cronológico de la exposición documental y de la narra-
ción “autobiográfica” del viaje, para disponer de los acontecimientos y documentos de
acuerdo con las necesidades de nuestro estudio.
De esta manera, hemos decidido no comenzar por analizar convencionalmente
los antecedentes de la campaña, por repasar las biografías intelectuales de los implica-
dos, o por adentrarnos en la etapa preparatoria ovetense, sino que hemos optado por
poner en primer plano el hecho en sí, en todo lo que este tiene de osado, quimérico,
grandioso, quijotesco y desproporcionado.
Debemos tener en cuenta que este es el “hecho” que debe ser explicado, recons-
truyendo de una forma más sistemática y rigurosa el itinerario argentino y americano de
Altamira, y deslindando estos hechos del inventario de los logros, distinciones, retribu-
ciones y reconocimientos de los que Altamira fue acreedor durante las escalas del viaje.
Deslindar estos aspectos nos ha permitido recuperar productivamente la legítima
sorpresa que surge del cotejo de uno y otro aspecto del fenómeno —es decir, entre lo
aparentemente invertido y lo obtenido—, y de su contrastación con las tendencias del
desarrollo ideológico argentino y de la historia de las relaciones intelectuales entre Es-
paña y sus antiguas colonias. Restaurar esa doble sorpresa supone poner en crisis las
explicaciones propuestas en su día por muchos de los protagonistas y por el propio Al-
tamira, las cuales se basaban, explícitamente, en la idea de la generosidad y valía intrín-
seca de su propuesta e, implícitamente, en la valoración desmedida de las virtudes de
los individuos que impulsaban el proyecto hispano-americanista.
Al poner en crisis las interpretaciones existentes surge la necesidad de buscar
otras nuevas y de dar paso a la emergencia de dudas e interrogantes. Podría decirse que
al sustraernos de confeccionar una nueva crónica de los eventos del viaje americanista
surge, casi de inmediato, una serie inicial de sospechas e intuiciones alrededor de tanta

208
profusión de honores, de tanta recolección erudita de datos ilustrativos de un triunfo
intelectual, después de tanta preocupación por establecer ese triunfo y de perpetuar su
memoria.
A aquellas dudas y sospechas iniciales, se han de unir ya los interrogantes explí-
citos que surgen de esta reorganización fáctica y documental inicial y que, aun cuando
elementales, sólo pueden surgir luego de ponderar los datos, luego de haber leído el
aporte previo de la bibliografía específica y contextual y luego de conocer los documen-
tos de las ediciones controladas por Altamira: ¿por qué el éxito de Altamira? ¿Por qué
este discurso hispano-americanista tuvo una recepción espectacular? ¿Por qué un dis-
curso cuyo contenido era histórico, jurídico o diplomático suscitó tal interés? ¿Por qué
la desmesura? ¿Por qué la expectativa? ¿Por qué la apoteosis? ¿Por qué la exitosa re-
cepción intelectual? ¿Por qué la recepción popular? ¿Por qué la confluencia de ambas?
Estas son las preguntas básicas que pueden justificar un nuevo estudio sobre el
tema; preguntas para las cuales sólo los contemporáneos tuvieron respuestas signadas
por sus propios intereses; y ante las cuales los historiadores —aun cuando las han esbo-
zado— no han propuesto respuestas claras y pertinentes.
Como se ha dicho, creemos que la debilidad de la historiografía precedente se
relaciona, básicamente, con la dificultad que ha demostrado para problematizar adecua-
damente el viaje americanista y sus proyecciones históricas. Así, cuando algunos histo-
riadores percibieron la desproporción del fenómeno —poniéndola de manifiesto a través
de una descripción puntillosa de los hitos y nimiedades a que dio lugar el periplo de
Altamira en América y España— no lograron superar la tentación de caricaturizar el
ambiente intelectual finisecular y diagnosticar su decadentismo. Lo inteligente de estas
apreciaciones y el hecho de que podamos gozar con algunas de las ironías a que dieron
lugar, no impide ver que estas estrategias no son eficaces para dar cuenta de un fenóme-
no que, en lo esencial, sigue sin ser explicado.
Ante tamaña repercusión social es comprensible que en un primer acercamiento
el investigador quede encandilado por la aureola de triunfo que cubrió a Altamira duran-
te los variados fastos con que fue recibido en Argentina y el resto de América, y no tar-
de en desconfiar de esta apoteosis. Es absolutamente cierto el que este clima apoteótico
fue alimentado por una oratoria grandilocuente, típica de la época. Oratoria presuntuosa
que no hacía sino adular en exceso el oído de quien —siendo, paradójicamente, para
muchos de los epígonos de su gloria, casi un desconocido— estaba dispuesto a capitali-
zar cuanto elogio recibiera para fortalecer el prestigio intelectual de su Universidad, de
su país y el suyo propio.
Si bien estamos dispuestos a aceptar todas estas cosas, siguiendo a Santiago Me-
lón Fernández, y a asumir que el epílogo peninsular de la travesía ofrece un tema para
un riguroso estudio; si “tal desbordamiento de entusiasmo constituye un curioso fenó-
meno sociológico” —e incluso, si se quiere, “sociopático”—; si, en definitiva, es cierto
que tales exageraciones estaban relacionadas con determinado contexto político; enton-
ces deberemos tomar las “ponderaciones exaltativas, la magnificación de lo minúsculo,

209
y la consiguiente deformación del reflejo de la cotidianeidad”538 que el mismo Melón
reconoce, como indicios de la existencia de un problema a resolver y no como mera
anécdota que merece volver a ser contada una y mil veces y acerca de la cual sólo cabe
ironizar. Si logramos ver un poco más allá de tanta hojarasca, comprobaremos que de-
trás de tanta “distancia crítica” y de tanto tono burlesco, subsiste incólume el mismo
enigma: ¿por qué el discurso de Altamira logró impactar con tanta fuerza en la elite in-
telectual del Nuevo Mundo, y en especial en la rioplatense, tradicionalmente hispanófo-
ba?
Por supuesto sería injusto cargar las tintas contra el único historiador que se
ocupó concienzudamente del asunto que nos atañe. La historiografía precedente —
mayormente española— ha pensado que este fenómeno o bien se explicaba por sí mis-
mo, o bien que debía ser explicado recurriendo a las dotes individuales del personaje y a
la calidad o contenidos del discurso que portaba. De esta forma, ningún estudio que fo-
calizara con cierta profundidad en el viaje americanista ha logrado trascender del con-
texto de emisión del discurso y del mensaje americanista. Así, se entiende que este fe-
nómeno haya sido visto siempre como sustancialmente “español”, y se haya entendido
que sus principales claves debían ser buscadas en la Península Ibérica.
La presente investigación asume la necesidad de dar un paso más allá no sólo en
el campo heurístico y en la reconstrucción del fenómeno, sino en la explicación del
mismo, proponiendo una estrategia de análisis que involucre: a) una reconstrucción del
periplo americanista y del mensaje académico y político de Altamira, aspecto hasta aho-
ra descuidado; b) poner en relación el contexto de emisión del mensaje americanista y
del discurso académico de Altamira con el contexto de recepción, que debe ser conside-
rado de ahora en más como decisivo; c) precisar en el contexto de recepción la impor-
tancia decisiva del contexto historiográfico y de las disciplinas donde impactó el discur-
so de Altamira.
La hipótesis general subyacente es que el fenómeno “Altamira” sólo puede ex-
plicarse a partir de la articulación de dos coyunturas intelectuales, en un contexto socio-
político-económico adecuado y favorecedor —pero no por sí mismo determinante—, en
el que concurrieron oportunamente tanto acciones propiamente individuales e institu-
cionales españolas, como demandas argentinas relacionadas específicamente con la his-
toria y el desarrollo del campo intelectual y del campo historiográfico locales.
En busca de aquellas respuestas nos internaremos, de ahora en más, en distintos
aspectos y momentos del viaje americanista, que ya hemos fijado en profundidad gra-
cias a la documentación hallada y del que hemos recuperado una serie significativa de
juicios contemporáneos.
Examinaremos pues, en la segunda parte, la iniciativa americanista y a Rafael
Altamira en su contexto ovetense inmediato, que fue el contexto de emisión del discurso
y del mensaje panhispanista que portaba el viajero, indagando en la etapa organizativa
del viaje, en el americanismo ovetense y en el perfil profesional del alicantino. En ese

538
Santiago MELÓN FERNÁNDEZ, El viaje a América del profesor Altamira, Op.cit., pp. 64-65.

210
mismo apartado, analizaremos las estrategias sociales e intelectuales desplegadas en
América y los contenidos centrales de la propuesta hispano-americanista definida en
Oviedo entre 1898 y 1909.
En la tercera parte, nos adentraremos, por un lado, en el análisis de su discurso
académico en las universidades de Buenos Aires, La Plata, Córdoba y Santa Fe, así co-
mo en otras instituciones culturales; y por otro, exploraremos el contexto de recepción
del mensaje, intentando precisar y desagregar aspectos del problema poco estudiados y
de capital importancia, como es el estado de las historiografía argentina y las caracterís-
ticas de su espacio intelectual.
Por último, y ya reconstruido significativamente el fenómeno, avanzaremos en
unas “consideraciones finales” en las que, antes de cerrar este estudio y recuperando el
hilo cronológico del primer capítulo, nos situaremos en el momento del retorno para, en
un primer lugar, pasar revista de las repercusiones ideológicas inmediatas del viaje ame-
ricanista —centrándos en las dos impugnaciones que recibió el desempeño de Altami-
ra—; y para, en un segundo lugar, observar sus efectos políticos de mediano plazo en la
política española, en el movimiento americanista español y en la propia vida pública de
su protagonista. El objetivo de estas consideraciones no es otro que el de ponderar las
consecuencias del viaje, y la empresa en sí, en relación con una historia intelectual que,
pese a las auspiciosas previsiones y a refrendar algunas de las iniciativas de los hispano-
americanistas liberales en los años ’20, se empeñó en frustrar su principal aspiración:
consagrar la doctrina panhispanista, de raíz liberal y reformista, como programa orien-
tador y homogeneizador de la política social, cultural, educativa y diplomática de Espa-
ña y de las naciones americanas.
Conviene aclarar en este momento que, no obstante considerar al viaje america-
nista como una unidad, es imposible abarcarlo completamente en una investigación in-
dividual que se proponga las metas que aquí perseguimos. De este modo, una vez fijado
en esta primera parte el fenómeno a estudiar, el marco general y el régimen “hispanoa-
mericano“ del periplo, hemos optado, como ha podido verse, por centrar la investiga-
ción en su etapa propiamente argentina, aun cuando no hemos sacrificado la posibilidad
de recurrir a informaciones cruzadas de todas sus escalas, cuando ello fuera convenien-
te.
Esta decisión no es arbitraria. En lo que respecta al contexto propiamente ameri-
cano, la decisión de privilegiar una mirada sobre la experiencia argentina se justifica por
cuatro razones. La primera razón es la excepcionalidad de ésta primera escala del viaje
americanista en lo que atañe al equilibrio entre el componente académico-profesional y
el social. Evidentemente, fue en Argentina donde se demandó con mayor intensidad un
compromiso académico y científico por parte del profesor ovetense y donde su estancia
se estructuró prioritariamente alrededor de las actividades universitarias. Este factor
distintivo de su experiencia argentina tuvo una expresión cuantitativa reflejada en su
mayor aplicación comparativa a las actividades de enseñanza superior y una expresión
cualitativa en la organización significativa de sus cursos, seminarios y conferencias al-
rededor de núcleos temáticos mejor definidos.

211
La segunda razón es que el desglose de contenidos académicos y no académicos
se ve particularmente favorecido por la propia organización de su agenda rioplatense.
En efecto, la planificación de las actividades de Altamira en Argentina derivó en una
distribución de sus intervenciones en ámbitos institucionales de enseñanza superior y
diversos ámbitos de la sociedad civil claramente diferenciados. Estos ámbitos, tan hete-
rogéneos entre si, con públicos distintos y con demandas claramente diferenciadas, fue-
ron atendidos, lógicamente, con discursos diferenciados, que pueden ser analizados sin
demasiados problemas.
Las facultades platenses, porteñas y cordobesas demandaron de Altamira clases
o conferencias específicas, requiriendo su palabra como historiador y jurista y para ello
lo convocaron a integrarse temporalmente a su claustro de profesores o pusieron a su
disposición la estructura y los locales universitarios para que este desarrollara sus ense-
ñanzas en las materias de su competencia. El resto de los foros que encargaron la parti-
cipación de Altamira no eran instituciones consagradas, como tales, a la enseñanza. Las
sociedades de la colectividad española, las sociedades obreras, las asociaciones pedagó-
gicas, las instituciones de enseñanza primaria o secundaria, las asociaciones de profeso-
res y maestros también convocaron a Altamira, pero para hablar en ocasiones puntuales
para un público diferente, sobre materias variadas y con objetivos claramente diferen-
ciados.
La tercera razón, es la calidad y representatividad de la oferta intelectual llevada
a Argentina, donde fueron presentados por primera vez casi todos los contenidos, temá-
ticas, problemáticas que serían expuestos y adaptados luego —a veces sin variaciones
apreciables— en Uruguay, Chile, Perú, México y Cuba, sirviendo estos primeros cursos
y conferencias para estructurar lo esencial de sus posteriores alocuciones.
La cuarta y última razón es la posibilidad excepcional de reconstruir exhausti-
vamente el tour Altamira por las aulas superiores argentinas gracias a la afortunada su-
pervivencia de diversos materiales documentales acerca de sus enseñanzas en La Plata,
Buenos Aires y Córdoba.
La concurrencia de estos rasgos de excepcionalidad y representatividad y la dis-
ponibilidad de una abundante evidencia, son aquellas circunstancias que permiten avan-
zar en el conocimiento de la campaña americanista ovetense a través de un análisis más
atento de la experiencia argentina. Por un lado, en tanto nos permite profundizar en uno
de los casos más relevantes de la empresa. Por otro lado, en tanto nos permite analizar
sistemáticamente un discurso académico que, puesto a prueba en el Río de la Plata, fue
ofrecido luego a escala continental, como instrumento privilegiado de un ambicioso
proyecto de intercambio intelectual hispano-americano.
En lo que respecta al contexto hispano-americano o hispano-argentino del pro-
blema, nuestro análisis se centrará, como puede esperarse, en el contexto de recepción
del discurso, que es el que debe ser incorporado a la explicación de este fenómeno y en
el cual podemos hacer ciertos aportes que pretenderemos sean modestamente originales.
Por supuesto, evaluaremos el contexto español de emisión de dicho discurso, pero ci-
ñéndonos al entorno inmediato de Altamira y de su viaje, es decir al regeneracionismo y

212
americanismo finisecular español y a las empresas de la intelectualidad universitaria
asturiana.
En otro orden de cosas, es importante aclarar, también, que hemos optado por
profundizar en cuestiones directamente relacionadas con la historia intelectual y con la
historia de la Historiografía; asumiendo una perspectiva relacionada con la mirada e
intereses propios de estas especialidades en la mayoría de las problemáticas abordadas.
Esto implica que, si bien tomaremos aspectos de la biografía del personaje principal de
estos acontecimientos, nos alejaremos de un estudio tradicional de “vida y obra”, las
que sólo nos interesarán en relación con el problema que tratamos. Del mismo modo,
recurriremos al contexto socio-económico e ideológico-político con el objeto de fijar el
marco de comprensión adecuado para el acontecimiento, evitando la tentación de resol-
ver la explicación del fenómeno “Altamira” a través de la simple y reductiva invocación
de un relato macrohistórico ya establecido, cuya reescritura huelga en cualquier investi-
gación que se pretenda original.
Existe un aspecto de este fenómeno donde sí es pertinente y necesario introdu-
cirse con más decisión y profundidad, es donde nadie lo ha hecho: en el estudio de la
situación de aquellas disciplinas y campos a los que el mensaje de Altamira fue dirigido,
es decir, al de la Historiografía y la Historia del Derecho. Por razones de competencia y
de extensión, en esta investigación nos haremos cargo del análisis del desarrollo del
espacio historiográfico argentino, si bien no dejaremos de examinar —desde la perspec-
tiva de nuestro interés historiográfico y no jurídico— las propuestas de Altamira en el
área de la Historia del Derecho.
Esta decisión no sólo puede entenderse a partir de la inscripción temática y pro-
blemática de esta investigación en el terreno propio de la Historia de la Historiografía,
sino en el hecho de que no es posible legitimar un análisis de la recepción de esta pro-
puesta y ejercicio de cooperación intelectual, que prescinda del estudio de la evolución
de las materias eventuales que se verían enriquecidas por ese intercambio tan promo-
cionado y en las cuales el discurso de Altamira hizo visible mella.
En este sentido, es oportuno recordar que los medios en los que tuvo verdadera
repercusión intelectual, la misión intelectual de Altamira, fueron en los vinculados con
los estudios del Derecho y la Historiografía. Todo lo demás, desde un punto de vista
estrictamente científico, pese a lo profundamente revelador que pueda resultar su recu-
peración para dilucidar otros aspectos de este fenómeno fue, en definitiva, una miscelá-
nea de floridos reconocimientos políticos y sociales. Reconocimientos generados por la
adhesión militante de la colectividad española y por la acción de los propios círculos
locales del poder, interesados ambos, por sus propias motivaciones, en la presencia y
éxito del embajador cultural español en el Plata.
En estos medios —sobre todo en el historiográfico— existía, sin duda, una de-
manda de renovación pedagógica e interpretativa, vinculada a la propia dinámica de las
instituciones de enseñanza y a un proyecto cultural y político reformista gestado en una
coyuntura social muy particular. Esta demanda se cruzó en un momento adecuado, con
una oferta sumamente atractiva para los impulsores de este cambio. Algunos de los cua-

213
les —no podemos dejarlo pasar por alto— fueron protagonistas centrales del fenómeno
“Altamira”.
Incluso, debe tenerse en cuenta que integrar y dar prioridad al análisis de este
aspecto no resulta una decisión descabellada o sumamente arriesgada, considerando que
este era un viaje intelectual y universitario, en el que Altamira fue requerido primor-
dialmente como profesor de historia pero, sobre todo, porque en la mente de sus promo-
tores la cuestión historiográfica estaba en un primer plano.
En efecto, las expectativas puestas en las enseñanzas de Altamira quedaron cla-
ramente fijadas detrás de la retórica de su recepción oficial en la Universidad de La Pla-
ta, en la que su presidente Joaquín V. González, luego de pasar revista con severa mira-
da al estado de la historiografía argentina, no dudó en poner sus esperanzas en las
alternativas “científicas” que, a la simple erudición y a la especulación “filosofante”,
vendría a proponer el ilustre viajero:
“Ahí están, en archivos grandes y pequeños, en bibliotecas vetustas de Europa y América, reuni-
dos unos y dispersos otros, sospechados e ignorados los más, o durmiendo sueño paradisíaco en
territorios inexplorados, los elementos para la futura grande historia, que reanude las edades inte-
rrumpidas, que recomponga el mapa étnico hoy fragmentario, y ofrezca a la ciencia nueva, a la
investigación universitaria, a la ciencia social y política, el cuadro general, íntegramente restau-
rado, de la vida de un vasto territorio como el nuestro, asiento primitivo de civilización embrio-
naria, campo más tarde de una magna gesta aún sin historia, y teatro, sin duda, mañana, de un
deslumbrante despliegue de cultura universal y de una portentosa conjunción de fuerzas creado-
ras del bienestar humano. ¿Quién traerá la fórmula mágica que abra la puerta secreta del tesoro, e
imprima el orden sencillo del método en el caos de las fuentes desparramadas por todos los vien-
tos, sin caer en el vértigo fatal de los laberintos? Nada más que la serena y experimentada ense-
ñanza de un maestro que condensa en sí, aparte de su propia ciencia, ciencia acumulada en labor
secular por viejos institutos europeos, en los cuales la ciencia antigua, como los vinos centena-
rios, se condensa y se bebe en una gota que guarda y resume el espíritu de los siglos.” 539

La desmesura de tal requerimiento a quien, al fin y al cabo, sólo dictaría cursos


extraordinarios y una serie conferencias, adquiere una mayor racionalidad cuando, a
renglón seguido, nos percatamos que aquello más importante que se demandaba de Al-
tamira no era, en realidad, la formación de una “pléyade de historiadores”, sino la intro-
ducción y legitimación de cierta perspectiva renovadora de los estudios históricos. Pers-
pectiva incubada en algunas cátedras de la Facultad de Derecho de la Universidad de
Buenos Aires y en la Universidad de La Plata, pero que todavía no había logrado abrirse
paso ante el influjo —aun dominante— del narrativismo decimonónico.
“Sabemos muy bien lo que podemos pedir al profesor, en presencia de nuestros recursos de tra-
bajo, en la falta de laboratorio organizado, en la ausencia del espíritu mismo de investigación
que queremos formar; pero sí esperamos con fe en los consejos de la sabiduría y la experiencia,
para iniciar una tarea que ha de ser muy larga y muy paciente; para despejarnos y abrirnos una
senda; para indicarnos una orientación y un objetivo; para señalarnos un método de trabajo; para
enunciarnos, con la sencillez que sólo poseen los grandes docentes, las leyes más permanentes,
más comprobadas y estables de la ciencia histórica ya construida, en atención a la del futuro, pa-

539
Discurso del Presidente de la Universidad de La Plata, Dr. Joaquín V. González, durante el acto oficial
de recepción de Rafael Altamira y Crevea el 12 de Julio de 1909; reproducido en: Rafael ALTAMIRA, Mi
viaje a América..., Op.cit., pp. 100-101. Joaquín V. González no pronunció personalmente este discurso,
dado que no pudo hacerse presente en el acto oficial, que fuera presidido entonces, por el Vicepresidente
de la UNLP Dr. Agustín Álvarez.

214
ra comunicar a nuestros catedráticos de la infancia y de la juventud ese fino y avezado tacto del
taller veterano, donde la piedra o la madera brutas se transforman sin esfuerzo en la línea pulcra
de la escultura.” 540

Este testimonio nos sitúa ante la necesidad de buscar respuestas al impacto del
discurso de Altamira en Argentina, fuera del marco autorreferencial del proyecto ameri-
canista, del viaje en sí y de las estrategias en él involucradas. Precisamente en el contex-
to intelectual argentino y en el desarrollo de la disciplina historiográfica que el delegado
asturiano vino a incidir. Pero a estas cuestiones habremos de llegar luego de transitar los
otros aspectos antes mencionados, que seguidamente nos dispondremos a desarrollar.

540
Ibíd., p. 102.

215
216
SEGUNDA PARTE

TEORÍA Y PRÁCTICA DEL AMERICANISMO OVETENSE

217
218
CAPÍTULO III

LA UNIVERSIDAD DE OVIEDO, LOS ORÍGENES INTELECTUALES DEL VIAJE


AMERICANISTA Y SUS PROTAGONISTAS.

Si bien el gran impulso del americanismo finisecular español debe ser relaciona-
do con una coyuntura socio-política de escala nacional, como lo fue el ’98, la gestación
del proyecto americanista ovetense —del que Rafael Altamira resultaría principal alba-
cea— no puede entenderse fuera de unos condicionantes propiamente asturianos. En
efecto, sin negar en absoluto la influencia decisiva de acontecimientos y movimientos
ideológicos peninsulares en la conformación de este proyecto y, a la postre, del viaje
continental, el estudio del contexto de emisión de mensaje americanista no podría pres-
cindir del examen del medio intelectual local en el que esa política y esa empresa fueron
planificados.

1.- Contextos y circunstancias del “americanismo” ovetense

El americanismo finisecular español, como movimiento de ideas, puede caracte-


rizarse, a grandes rasgos, como producto ideológico del regeneracionismo catalizado
por las sucesivas guerras cubanas y la intervención militar norteamericana en el Caribe
y Filipinas. La expresión asturiana de ese americanismo no fue, sin embargo, un fenó-
meno puramente ideológico ni menos aún una extravagancia intelectual, sino la traduc-
ción académica de una realidad socio-cultural y económica que vinculaba al Principado
con América. Esta vinculación privilegiada —eminentemente moderna y, por lo tanto,
libre de la rémora colonial— era fruto de la situación socio-económica de Asturias entre
fines del siglo XIX y principios del XX y del fenómeno de la emigración masiva1.

1
En efecto, el éxodo asturiano fue creando o fortaleciendo importantes lazos personales y culturales entre
las comunidades de origen y de destino de quienes emprendían la aventura americana. Como bien dijera
Santiago Melón, si “el horizonte americano era vislumbrado desde Asturias diariamente” no lo era por el
recuerdo de un pasado remoto de conquista y colonización —de las cuales Asturias no había sido prota-
gonista—, sino por la vivencia inmediata de las migraciones transatlánticas: “En Asturias finisecular hubo
una particular sensibilidad hacia Hispanoamérica. Los lazos sentimentales creados por una prolongada y
numerosa emigración enlazaba de manera espontánea las dos patrias del indiano, y tendían un puente
transatlántico por el que circulaban fluidamente las personas, las cosas, las modas y los capitales.” (San-
tiago MELÓN FERNÁNDEZ, “Prólogo” a la edición Facsimilar de la Historia de la Universidad de Oviedo
por Fermín Canella”, en: ID., Estudios sobre la Universidad de Oviedo, Op.cit., p. 263). Para un panora-
ma de la evolución histórica asturiana en el siglo XIX y XX, en sus aspectos políticos y socio-económicos

219
Sin desestimar los antecedentes lejanos del americanismo ovetense, debemos te-
ner en cuenta que esta dimensión “migratoria” y eminentemente contemporánea de los
vínculos astur-americanos era, también, la que preponderaba en la interpretación que los
propios catedráticos ovetenses hacían acerca del origen y naturaleza de aquella empresa
americanista:
“En el problema nacional de compenetración e influencia mutuas o de constantes relaciones his-
pano-americanas, tiene y debe tener Asturias especial consideración por la emigración constante
de sus hijos al Nuevo Mundo, y los crecientes intereses de todas clases que allí ha sembrado; no
siendo el menor coeficiente tal número de asturianos que, a través de los siglos, se compenetra-
ron y participaron de la riqueza de aquellos países, como también por los muchos hijos de la
provincia y de su Universidad, que tuvieron en la América española los más altos puestos de su
gobernación y administración, en la milicia, en la iglesia, en los tribunales, etc. Respondiendo a
tales antecedentes y a mayores necesidades político-sociales de España en los presentes días, la
Universidad de Oviedo concretó aquel pensamiento de aproximación y confraternidad...” 2

En este contexto favorable, surgieron en la sociedad asturiana y en su reducido


ámbito intelectual y universitario dos factores interrelacionados que deberemos tener en
cuenta para comprender el desarrollo del americanismo ovetense. El primero tuvo que
ver con la conformación de un dinámico grupo intelectual krauso-institucionista dentro
de la Universidad de Oviedo; y el segundo, con la formulación y ejecución de una polí-
tica académica y de acción social de signo reformista. Veamos.

1.1.- La Universidad de Oviedo, laboratorio del reformismo español

1.1.1.- El Grupo de Oviedo


El primer factor que condicionó la emergencia del americanismo ovetense fue,
sin duda, la formación en su Claustro de un dinámico grupo de intelectuales llamado
comúnmente “Grupo de Oviedo” y formado básicamente por el “trípode” institucionista
que incluía a Adolfo Álvarez Buylla y González-Alegre3, Adolfo González Posada4, y

puede consultarse la compilación documental crítica de David RUIZ, Francisco ERICE, Adolfo
FERNÁNDEZ, Carmen GARCÍA, José GIRÓN, José María MORO y Julio VAQUERO, Asturias contemporánea
1808-1875. Síntesis histórica. Textos y documentos, Madrid, Siglo XXI, 1981. Respecto de los lazos entre
Asturias y América, con especial énfasis en la coyuntura de fin de siglo y los lazos con Cuba, resultan
útiles las siguientes compilaciones: Jorge URÍA GONZÁLEZ (Ed.), Asturias y Cuba en torno al 98. Socie-
dad, economía, política y cultura en la crisis de entresiglos, Barcelona, Labor, 1994; y, Pedro GÓMEZ
GÓMEZ (Coord.), De Asturias a América. Cuba (1850-1930). La comunidad asturiana de Cuba, Oviedo,
Consejería de Cultura del Principado de Asturias, 1994.
2
“Delegación de la Universidad de Oviedo al Sr. D. Rafael Altamira y Crevea, catedrático de Historia
General del Derecho, cerca de las Universidades y Centros docentes de las naciones Argentina, Uruguay,
Chile, Perú, México y Cuba para Intercambio profesional, Extensión Universitaria, etc.”, en: Anales de la
Universidad de Oviedo, Tomo V, 1908-1910, Oviedo, 1911, pp. 497-498.
3
Álvarez Buylla (1850-1927) recibió su título de bachiller de la Facultad de Filosofía y Letras de la Uni-
versidad de Oviedo en 1867; dos años más tarde el de bachiller en Derecho civil y canónico y, en 1870, el
de Licenciado. En 1871, obtuvo de la UCM el grado de Doctor en Derecho, luego de defender un trabajo
sobre el sistema de jurados ante un tribunal en el que estaba presente Giner de los Ríos, su profesor de
Filosofía del Derecho y Derecho internacional. En 1873 se doctoró en Filosofía por la Universidad de
Salamanca. En 1874 se incorporó como profesor de Historia Universal de la Facultad de Derecho de la
Universidad de Oviedo. En 1875 fue designado Abogado de beneficencia de la Provincia de Oviedo y en
1877 ganó la cátedra de Elementos de Economía Política y Estadística de la Universidad de Valladolid,
trasladando su plaza a Oviedo. Álvarez Buylla fue el primer representante del krausismo institucionista en

220
Aniceto Sela y Sampil5. A esta coalición inicial —cuyos miembros se incorporarían al
Claustro oventense en 1877, 1883 y 1891, respectivamente— se sumaría en 1897 otro
notable institucionista, nuestro alicantino Rafael Altamira y Crevea. Reunidos —más

la universidad asturiana y, desde una perspectiva próxima al “socialismo de cátedra”, uno de los pioneros
españoles del estudio de la cuestión social, a la cual se aproximó no solo como intelectual, sino también
como profesional de la abogacía. Fue miembro fundador de la Escuela Práctica de Estudios Jurídicos y
Sociales de Oviedo, anexa a la Facultad de Derecho. En 1902 junto a Posada, formó parte del proyecto
fallido del Instituto del Trabajo que impulsaban Canalejas y Morote, recibiendo el apoyo del sector
institucionista ovetense, Azcárate, Giner de los Ríos y Nicolás Salmerón. En 1904 se incorporó al
Instituto de Reformas Sociales junto con Posada, para dirigir una de las secciones abandonando entonces
la Universidad de Oviedo. En 1908 fue nombrado consejero del Instituto Nacional de Previsión. En 1917
fue nombrado miembro de la RACMP y entre 1911 y 1914, coincidiendo con la estancia de Rafael
Altamira al frente de la Dirección General de Primera Enseñanza, fue director de la Escuela Superior de
Magisterio, cargo que reasumiría entre 1919 y 1920. Entre sus libros podemos mencionar: Economistas
asturianos. Flórez Estrada, Oviedo, Imprenta Uría, 1880; Economía, Barcelona, Editorial J. Gili, 1904;
El Instituto del Trabajo (con Adolfo Posada, Morote y prólogo de Canalejas), Madrid, Tipográfica de
Fernando Fé, 1902; El obrero y las leyes, Madrid, Imprenta Revista de Legislación, 1905; El contrato de
trabajo, Madrid, Imprenta de sucesores de M. Minuesa de los Ríos, 1909; La protección del obrero,
Madrid, Librería General de Victoriano Suárez, 1910; Saint Simon ¿Socialista?, Madrid, Imprenta F.P.
Cruz, 1912. Sobre la práctica e ideología social reformista de Buylla es imprescindible consultar: Juan A.
CRESPO CARBONERO, Democratización y reforma social en Adolfo A. Buylla. Economía, Derecho,
Pedagogía, Ética e Historia social, Oviedo, Universidad de Oviedo, 1998.
4
Adolfo Posada (1860-1944), que se había graduado en Derecho en la Universidad de Oviedo y estudiado
en la Institución Libre de Enseñanza con Giner de los Ríos y Azcárate, obtuvo en 1883, con veintidós
años, la cátedra de Derecho político y administrativo de la Universidad de Oviedo, donde enseñaría hasta
1904. En 1910 fue nombrado catedrático de Derecho municipal comparado y, luego, de Derecho Político,
en la UCM, donde llegaría a ser Decano de la Facultad de Derecho. En 1910 emprendió un viaje acadé-
mico por Argentina, Uruguay y Chile y, en 1921, retornaría a la Argentina invitado por la Institución
Cultural Española de la República Argentina. En 1915 fue nombrado miembro de la Real Academia de
Ciencia Morales y Políticas. Políticamente, Posada adscribía a un republicanismo moderado y de carácter
reformista, figurando entre los iniciadores de dicho movimiento junto a Melquíades Álvarez, Gumersindo
de Azcárate y José M. Pedregal. Fue concejal en Oviedo, y más tarde senador del Partido Reformista por
Asturias. Desde comienzos de los años ’20 impulsó con el resto de su partido una reforma constitucional
para democratizar efectivamente al régimen monárquico y superar el sistema de la Restauración. En 1902
fue solicitado por Canalejas, para organizar junto a Buylla el Instituto del Trabajo; y en 1904 fue llamado
por el Instituto de Reformas Sociales, presidido por Gumersindo de Azcárate, para ocuparse de la direc-
ción de las áreas de legislación, bibliografía y acción social. En 1919 fue designado delegado del Gobier-
no Español en la Conferencia Internacional del Trabajo de Washington, organizada por la Sociedad de las
Naciones. Entre 1920 y 1924 ocupó el cargo de director del IRS. Durante la República, fue hombre de
consulta de Alcalá Zamora e incluso, candidato para formar gobierno en 1933. Entre sus obras, podemos
citar: Tratado de Derecho Político, Madrid, Librería General de Victoriano Suárez, 1893-1894 (con 5
reediciones hasta 1935); Feminismo, Madrid, Ricardo Fé, 1899; El sufragio, según las teorías filosóficas
y las principales legislaciones, Barcelona, Manuel Soler,1901; Literatura y problemas de la Sociología,
1902; Política y enseñanza. Política pedagógica. Reforma de la primera enseñanza, Madrid, Antonio
Pérez, 1904; Principios de Sociología, Madrid, Ginés Carrión, 1908; Evolución legislativa del Régimen
Local en España. 1812-1909, Madrid, Librería General de Victoriano Suárez, 1910; Relaciones científi-
cas con América (Argentina, Chile, Paraguay y Uruguay), Madrid, Imprenta de Fortanet, 1911; La Repú-
blica del Paraguay: impresiones y comentarios, Madrid, Imprenta Ibérica de E. Maestre, 1911; La Repú-
blica del Uruguay, 1911; La República Argentina: impresiones y comentarios, Madrid, Sucª de M.
Minuesa de los Ríos, 1912; Pueblos y campos argentinos: sensaciones y recuerdos, Madrid, Imp. Raggio,
s.a.; El régimen constitucional, Madrid, Imprenta de Ramona Velasco, 1930; La reforma constitucional,
Madrid, Imprenta de Ramona Velasco, 1931; La idea pura del Estado, 1933.
5
Sela y Sampil (1860-1935), estudió Derecho en la Universidad de Oviedo y se doctoró en la de UCM.
Fue profesor de la Institución libre de Enseñanza y, desde 1888, catedrático de Derecho Internacional
Público y Privado de la Universidad de Valencia. Tres años después obtuvo el traslado de su cátedra a a
Universidad de Oviedo, donde llegaría a ser Rector en el período 1914-1917, sucediendo a Fermín Cane-
lla. Fue director general de Enseñanza Primaria en 1919 y asociado y miembro del Instituto de Derecho
Internacional.

221
allá de los matices personales— por la adhesión a un común ideario republicano y krau-
so-institucionista, y por su coincidencia en torno a un programa regeneracionista que
atribuía un papel protagónico a la Universidad, este grupo ya había adquirido perfil de-
finido al interior del claustro ovetense antes de 1898, aun cuando los acontecimientos de
ese año resultaran decisivos para su proyección pública y la consecuente gravitación
política de sus integrantes en el futuro inmediato6.
Si bien el “americanismo” decimonónico español tuvo aplicaciones diversas, lo
cierto es que, en Oviedo, éste fue incorporado como un aspecto básico de la estrategia
de renovación universitaria debido a la creciente influencia de los profesores institucio-
nistas y del apoyo entusiasta que los rectores “regionalistas” prodigaron a aquella políti-
ca de proyección internacional de la Universidad de Oviedo.
Esta influencia institucionista venía incrementándose en el claustro ovetense
desde mediados de los años ’80, aun cuando hubo de transformarse en clara hegemonía
luego de la coyuntura crítica del ’98.
Los alineamientos del profesorado ovetense y la misma entidad del llamado
“Grupo de Oviedo” —aspectos imprescindibles para comprender aquel americanismo
peninsular y asturiano— han sido escasamente abordadas por los historiadores españo-
les. Sin embargo, es preciso señalar que el conocimiento y los supuestos que poseemos
acerca de este grupo y de sus acciones, derivan de la sinuosa relación que, con su legado
intelectual, establecieron las tradiciones historiográficas e intelectuales marxistas y con-
servadoras asturianas. Tradiciones que resultaron solidarias tanto en un inicial “olvido”,
como en un postrer cuestionamiento —más o menos solapado— de los proyectos, inspi-
raciones ideológicas y acciones de este grupo.
Esta paradójica confluencia puede entenderse mejor si retomamos el hilo de
aquellas consideraciones que hiciéramos en el capítulo anterior acerca de los obstáculos
que aún existen en la historiografía española para el estudio de estos intelectuales y de
sus experiencias y proyectos. El compromiso diluido pero todavía vigente con unas an-
tiguas tradiciones ideológicas radicales —que, aun cuando no se agiten ya como bande-
ras, siguen orientando soterradamente el discurso e impregnándolo de ciertos tonos y
énfasis tendenciosos—, pone en evidencia cuán difícil sigue siendo hoy para un histo-
riador español analizar ecuánimemente el liberalismo reformista del período 1898-1936.
Desvirtuar hoy día la alternativa que sustentaban aquellos intelectuales, sus idea-
les y sus valores, invocando difusamente la misma lógica de exclusión e intolerancia
que compartieron los sectores antidemocráticos fascistas y revolucionarios españoles en
su lucha descarnada por el poder, no parece, en verdad, muy estimulante intelectual-
mente.
Quizás valga la pena recordar que la lógica radicalizada del conflicto socio-
político —que a veces se naturaliza en el análisis historiográfico— y el simétrico des-
precio del ideario fascista y revolucionario por los valores de la democracia, la reforma

6
Jorge URÍA, “La Universidad de Oviedo en el 98. Nacionalismo y regeneracionismo en la crisis finisecu-
lar española”, en: ID. (Ed.), Asturias y Cuba en torno al 98, Op.cit., p. 184.

222
social y la idea de un Estado moderador de los conflictos de la sociedad civil, fueron los
que legitimaron la acción política de los radicales de derechas y de izquierdas, que to-
maron alternativamente como rehén a la II República y terminaron por dirimir su propio
combate en el marco de la Guerra Civil, para oprobio de generaciones de españoles7.
Si bien en la actualidad casi nadie asume frontalmente la defensa de estos valo-
res en España o en Europa, muchos intelectuales más o menos críticos de la apatía y
desmovilización popular o de los rumbos de la realidad política, persisten en un coque-
teo con aquella visión polarizada —si se quiere tristemente épica— de la historia espa-
ñola y europea del siglo pasado. Este flirteo radical se traduce, también, en una descon-
fianza, en un desprecio y en una irónica conmiseración hacia aquellos que, como los
intelectuales del Grupo de Oviedo, intentaron pensar la sociedad de acuerdo con otra
lógica y se atrevieron a intervenir en el campo político y social, sin decantarse por nin-
gún extremismo.
Rasgos moderados e inteligentemente expuestos de este tipo de desvirtuación del
“institucionismo ovetense” han llegado a manifestarse, incluso, en quienes han realiza-
do los más sustanciales aportes al estudio de aquella experiencia académica, como San-
tiago Melón —cuyas ideas se emparentaban con una tradición de derechas—, y Jorge
Uría, solidario con una tradición historiográfica de izquierdas.
La riqueza del análisis de ambos y su misma evolución, hace que sea imprescin-
dible detenerse en sus interpretaciones acerca de la entidad de este Grupo y de su im-
pacto en el Claustro universitario asturiano.
Santiago Melón, propuso en su estudio pionero publicado en 1963, una forma
singular de entender al sector que impulsó aquella brillante coyuntura en la historia de
la institución, cuyo contenido no escapaba al clima intelectual de la España en que
presentara su tesis de licenciatura. En aquella ocasión, Melón, interesado por abrir un
tema sobre el que existían evidentes prejuicios, y preocupado, a la vez, por minimizar
los eventuales riesgos de su exposición pública, se esforzaba por remarcar el carácter
“únicamente universitario” de aquella coalición. Así, este grupo docente, habría estado
unido “por un nuevo concepto de Universidad”, en la cual no predominaba “ningún
matiz especial” y cuyas realizaciones habrían sido posibles por “la vocación, honradez y
patriotismo” de aquellos hombres.
La operación historiográfica de Melón no se limitó a definir de forma somera la
identidad puramente universitaria del Grupo sino que, guiado por las necesidades expo-
sitivas —y políticas— de su propia investigación antes que por las características de su
propio objeto, resignificó el rótulo de “Movimiento de Oviedo” presentado por Joaquín
Costa, para amplificar el alcance de aquella coalición a la totalidad del Claustro.

7
Tales evocaciones no sólo aparecen como perimidas e inconducentes, sino que aparecen, además, ana-
crónicas cuando es un hecho que España puede exhibir, en esta coyuntura y por primer vez en su historia,
un cuarto de siglo de una democracia auténtica que, aun cuando sometida a una monarquía heredada de la
dictadura franquista, se emparenta mucho más con aquel ideal armónico de convivencia social y política,
que con los diseños y utopías políticos de los fascistas y revolucionarios que incendiaron Europa desde
1917 a 1989.

223
Para un hombre tan perspicaz como Melón no pasó desapercibido que el requisi-
to para hacer creíble tal extensión del concepto consistía en asumir, en la misma estruc-
tura de su modelo interpretativo, la existencia de diferencias internas en el Claustro ove-
tense8. No se trataba de argumentar que un Altamira, un Posada, un Sela o un Buylla
fuesen lo mismo que un Guillermo Estrada y Villaverde9, que un Víctor Díaz Ordóñez y
Escandón10, que un Justo Álvarez y Amandi11 o que un José María Rogelio Jove y Suá-
rez Bravo12. Se trataba, por el contrario, de sostener que unos y otros participaron armó-

8
“Un movimiento histórico o sociológico posee unas características que permiten su individualización.
Son fruto de un juego de fuerzas, cuya resultante imprime un determinado sentido. Bajo La capa uniforme
con que se nos presenta se agitan distintas tendencias, a veces, en franca oposición. De este dinamismo
emanan las características peculiares. La homogeneidad superficial es fruto de la variedad y tensión de los
estratos profundos.” (Santiago MELÓN FERNÁNDEZ, Un capítulo en la historia de la Universidad de Ovie-
do (1963), en: ID., Estudios sobre la Universidad de Oviedo, Op.cit., p. 37).
9
Estrada y Villaverde (1834-1894), hijo del catedrátioco de la Universidad de Oviedo, Francisco de Borja
Estrada, se licenció y doctoró en Derecho en la Universidad de Valladolid. Publicó en Periódicos asturia-
nos como El Nalón, El Correo de Oviedo, El faro asturiano, Revista de Asturias y Boletín Eclesiástico.
Fue cofundador de la Academia Científica y Literaria de Oviedo, en 1855 y catedrático de Disciplina
eclesiástica en Oviedo desde 1860. Ofició de Secretario del Colegio de Abogados y fundó y dirigió La
Unión. Carlista ferviente, fue elegido diputado a las Cortes constituyentes de 1869 pero se negó a jurar la
nueva Constitución y fue depuesto de su cátedra, exiliándose durante varios años en los que fue preceptor
de Jaime de Borbón, hijo de Don Carlos, que lo nombró Conde de Covadonga. En 1882 Alfonso XII lo
repuso en su cátedra pero sin goce de sueldos atrasados. Enseñó Derecho civil, Hacienda, Derecho inter-
nacional e Historia del Derecho en Oviedo, donde llegó a ser Decano de esa Facultad. Publicó en El Car-
bayón y fundó Las Libertades y fue conferencista asiduo para la Juventud Católica y el Círculo Católico
Obrero. También fue Académico correspondiente de la RAH. A su muerte, dejó inconclusa su Historia
del Siglo XIX. Entre sus obras encontramos: Servicios prestados a la ciencia por la Iglesia, Oviedo, 1862;
El carllismo, una esperanza, Oviedo, 1869; Significación cristiana y moral de la instrucción obrera,
Oviedo 1892.
10
Díaz Ordóñez y Escandón (1848-1932) se licenció en Derecho canónico en 1869 y se doctoró en la
UCM en 1871. Fue miembro de la Academia de Legislación y Jurisprudencia desde 1872. En 1876 obtu-
vo por oposición la cátedra de Disciplina general de la Iglesia y particular de España en Oviedo, donde
fue catedrático de Derecho canónico. En 1887 donó 1250 pesetas para la Biblioteca de la Universidad de
Oviedo. Rehusó ocupar los cargos de vicerrector y rector, pero ejerció como Diputado provincial entre
1877 y 1882. Fue Presidente de la Juventud católica de Oviedo. Entre sus obras encontramos: Estudios
histórico canónigos, II tomos, Oviedo, 1889-1901; La unidad católica de Europa, Oviedo, 1889.
11
Álvarez Amandi (1839-1919) se licenció en Derecho Civil y Canónico en Oviedo en 1861. Fue profe-
sor de Literatura Castellana y Literatura Latina y, desde 1863 fue Secretario de la Universidad. Fue profe-
sor del Instituto de Tapia entre 1866 y 1876 y, desde ese año catedrático de Literatura Latina en la Uni-
versidad de Oviedo, también fue profesor de Metafísica y Lógica Fundamental. En 1897 fue Decano de la
Facultad de Filosofía y Letras. Publicó en la prensa conservadora ovetense y fue columnista diario en El
Carbayón y colaboró en la Revista de Asturias y en otros periódicos asturianos de la época, especializán-
dose en temas históricos y religiosos y escribiendo poesía y otros textos en bable. Entre sus obras encon-
tramos: La Catedral de Oviedo: Perfiles histórico- arqueológicos, Oviedo 1882; Días festivos de la igle-
sia católica: Breve explicación de los misterios que en ellos se celebran y motivos de su mayor
solemnidad, Oviedo, 1893; Monumentos religiosos de Oviedo, en: Octavio BELLMUNT y Fermín
CANELLA y SECADES (Dirs.), Asturias, Tomo I, Oviedo, 1910. Sobre este intelectual católico, puede con-
sultarse: Fermín CANELLA SECADES, “D. Justo Álvarez Amandi” en: José CAVEDA y Fermín CANELLA
SECADES (eds.), Poesías selectas en dialecto asturiano, Oviedo, Imp. de Vicente Brid, 1887.
12
Jove y Suárez Bravo (1851-1927) se licenció en Derecho en la Universidad de Oviedo en 1870 y se
doctoró en la UCM, en 1874. Fue Profesor auxiliar en Oviedo desde 1873. Fundó en 1879 El Carbayón, y
lo dirigió hasta 1901. En 1887 obtuvo la plaza de catedrático de Derecho político y administrativo. Parti-
cipó de la Extensión Universitaria y fue académico correspondiente de RAH y RABA; miembro de la
Comisión Provincial de Monumentos. Conservador y católico tradicionalista, fue Presidente de la Diputa-
ción Provincial bajo Primo de Rivera y llegó a presidir el partido primoriverista Unión Patriótica y el
Centro Diocesano de Oviedo. Entre sus obras encontramos: Progreso de la condición social del obrero,
Madrid, 1896; Un siglo de prensa asturiana 1808-1916. Apuntes para una historia del periodismo en

224
nicamente de un proyecto común e institucional, impulsado por unos, pero redefinido y
ejecutado por todos y, por ello, propio de la Universidad de Oviedo:

Para Melón, eran cuatro las notas distintivas que permitían la individualización
del Movimiento de Oviedo: “1.º Alto sentido patriótico y universitario; 2.º Deseo de
mejora en la enseñanza; 3.º Acción social en medios extrauniversitarios; 4.º Carencia de
compromisos doctrinales o partidistas”13.
Como puede apreciarse, si es evidente que la primera de estas notas entraña una
osada reivindicación moral de aquellos intelectuales —a la vez que una coartada para
justificar su estudio, expresada en términos especialmente valorados por la cultura fran-
quista—; la segunda resulta demasiado amplia e imprecisa aunque inobjetable y la ter-
cera, un tanto abusiva; la cuarta es, sin la menor duda, completamente inexacta.
En el Claustro ovetense existían grupos e individuos con firmes convicciones
doctrinales y partidistas no pudiéndose obviar que los mentores del fenómeno de reno-
vación universitaria poseyeron un compromiso público, coherente y consecuente con el
krauso-positivismo y con los ideales institucionistas que lo expresaban; y que, sin llegar
a ser grandes figuras políticas, militaron en partidos, se integraron como altos funciona-
rios en la estructura del Estado, ocuparon bancas en las Cortes y debieron exiliarse o
sufrir ostracismo por sus ideas y convicciones. En ese marco, parece improbable que
individuos tan consistentes ideológica, filosófica y políticamente declinaran sus convic-
ciones y no transfiriera a su ámbito natural de acción sus propios valores, orientaciones
y compromisos.
Lo cierto es que estas cuatro notas identitarias, tal como fueron formuladas asép-
ticamente por Melón, eran las únicas que podían sostener el argumento de la armonía
del Claustro ovetense. Esta singular comunidad, transformada en “movimiento”, sería
fruto del aporte de tres grupos: el institucionista, formado por Posada, Buylla, Sela y
Altamira; el conservador, en el que destacaban los mencionados Díaz Ordóñez y Es-
candón, Álvarez y Amandi, Estrada y Villaverde, y Jove y Bravo —pero en el que tam-
bién había que situar a otros profesores no mencionados por Melón, como Alfredo Bra-
ñas y Menéndez14; Armando González Rúa y Huñiz15; Fernando Pérez Bueno16;

Asturias , Edición de José María Martínez Cachero, en: Boletín de IDEA, Oviedo, Nº VII, 1949, pp. 45-
92.
13
Ibíd., p. 37.
14
El gallego Brañas y Menéndez (1859-1900) fue uno de los representantes más importantes del regiona-
lismo católico y conservador gallego. Ofició como profesor interino y sustituto en la Universidad de San-
tiago hasta que ganó la cátedra de Derecho natural en Oviedo en 1887. Su paso por el Claustro fue, no
obstante fugaz, ya que en 1888 transladó su plaza a Santiago de Compostela, donde pasaría a dictar la
asignatura de Economía Política. Al margen de su galleguismo militante, fue un influyente dirigente cató-
lico cercano a Vázquez de Mella, pese a su incipiente obrerismo. Fue fundador de la Juventud Católica de
Santiago y del Ateneo León XIII.
15
González Rúa y Muñiz (1848-1927), se licenció y doctoró en Filosofía y Letras por la UCM en 1869.
Dos años más tarde haría lo propio en la Facultad de Derecho de la Universidad de Oviedo. Fue designa-
do profesor auxiliar de Historia Universal y, en 1872, siendo ya miembro correspondiente de la Academia
de la Historia, fue nombrado profesor auxiliar de Teoría y práctica de redacción de documentos públicos
y actuaciones judiciales, plaza que mantuvo hasta 1875. En 1895 ganó la oposición para catedrático de

225
Inocencio de la Vallina y Subirana17; Juan María Rodríguez Arango y Murias de Ve-
lón18; Gerardo Berjano y Escobar19; Leopoldo Afaba y Fernández20; José Giles Ru-

Historia Crítica de España. González Rúa tenía una idea providencialista de la historia y, teniendo en
cuenta sus opiniones sobre el proceso histórico, no debe sorprender que nunca colaborara con Altamira:
“La Historia, si no ha de aparecer a nuestra vista como un caos, sin orden, sin enlace, y, sobre todo, si dar
elevación al espíritu, es necesario se desarrolle con un plan de unidad sometido a una ley superior que
conforme a la naturaleza del hombre, le sea impuesto por Dios, realzando los hechos con arreglo a ella,
aunque siempre con libertad.” Para este profesor el factor unificador de la historia era la ley providencial
y divina del progreso y la perfectibilidad humana. (Armando GONZÁLEZ RÚA, Discurso leído en la so-
lemne apertura del Curso Académico de 1896-97 por el Dr. Armando González Rúa, Catedrático nume-
rario de Historia Crítica de España, Oviedo, Establecimiento Tipográfico de Adolfo Brid, 1896, pp. 3-5).
16
El andaluz Pérez Bueno (1877-1934) es un buen ejemplo de un católico de temprana derivación reac-
cionaria y protofascista. Fue pensionado por la Universidad de Sevilla para asistir al Colegio San Clemen-
te de los Españoles en Bolonia. En la Universidad de aquella ciudad se doctoró en Leyes y en 1905 obtu-
vo la cátedra de Derecho Natural en Oviedo, plaza que luego de algunos años trasladaría a la UCM. Pérez
Bueno tuvo a su cargo el discurso de apertura del año lectivo 1905-1906 con su discurso Las llagas de la
enseñanza, un crudo alegato anti-científico en el que lanzaba una diatriba contra la Restauración, los
partidos políticos de todas las tendencias —incluyendo a conservadores y católicos—, la democracia
liberal, los comicios, los intelectuales regeneracionistas —que acusaba de traidores, derrotistas, antipa-
triotas y extranjerizantes—, y los propios estudiantes. Para Pérez Bueno, los políticos, los intelectuales y
los estudiantes complacientes serían los verdaderos responsables de la crisis de la educación española y
de la postración nacional, y no la gloriosa tradición imperial o la piedad católica característica del pueblo
español, realidades vituperadas en clara impostura por los liberales y republicanos desde la prensa, la
cátedra y las cortes (Fernando PÉREZ BUENO, Las llagas de la Enseñanza. Discurso leido en la solemne
apertura del curso académico de 1905 a 1906 en la Universidad de Oviedo por Fernando Pérez Bueno,
catedrático numerario de Derecho Natural, Oviedo, Imprenta de F. López, Gusano y Cª., 1905). Este
catedrático profundizaría su deriva reaccionaria, publicando asiduamente en el periódico de Ángel Herre-
ra Oria El dabate, llegando a celebrar la Dictadura de Primo de Rivera y el ascenso del fascismo italiano.
Pérez Bueno reclamaría, por entonces, el mérito de haber profetizado la inevitabilidad de ambos movi-
mientos, llamados a revitalizar el sano espíritu guerrero de ambos pueblos, depurándolo de las perniciosas
influencias liberales. (ID., Actualidad política. Profecía de la Dictadura. Inteligencia e Intelectualismo.
Patria Única (Artículos y Discursos) 1904-1921, Madrid, Tip. De la Revista de Archivos, Bibliotecas y
Museos, 1925).
17
Inocencio Faustino de la Vallina y Subirana, (1848-1910), completó su licenciatura en Derecho civil y
canónigo en la Universidad de Derecho en 1870, doctorándose en ese mismo año. En 1876 fue designado
catedrático de Historia crítica de España. Fue diputado provincial del Partido conservador y hombre in-
condicional de Alejandro Pidal y Mon. En 1894 trasladó su plaza a la Universidad de Barcelona.
18
Rodríguez Arango (1833-1911) se licenció en Derecho en 1853 y se doctoró en 1870 por la Universi-
dad de Oviedo. Desde entonces fue profesor auxiliar y luego supernumerario de la Casa ovetense. Ofició
como secretario de la Facultad de Derecho entre 1873 y 1879; y asumió el rectorado entre 1884 y 1886
por la injerencia de Pidal y Mon y pese a la resistencia del Claustro. Entre sus obras encontramos: Signifi-
cación católica de España, Oviedo, 1884; y Los estudios canónicos y las glorias de la Iglesia española,
Oviedo, 1885.
19
El católico Berjano y Escobar (1850-1924) se licenció en Derecho en Oviedo y se doctoró en Madrid
en 1871, retornando a la capital asturiana para ejercer la profesión. En 1880 fue profesor auxiliar de His-
toria del Derecho en Oviedo y desde 1884 Prof, de Derecho mercantil. Fue secretario de la Facultad entre
1881 y 1886. En 1906 fue Decano de la Facultad de Derecho, manteniendo el cargo hasta 1920. Publicó
en El Carbayón y se lo disputaron infructuosamente tanto conservadores como liberales para incorporarlo
a las Cortes.
20
Afaba y Fernández, leonés nacido en 1849, fue catedrático de Literatura General y Española y tuvo a su
cargo el discurso de apertura el año posterior al que lo hiciera Altamira y cuando estaba fresca la derrota
ante los EE.UU. Afaba, pese a hablar del Quijote, no dejaría de fustigar a la nación norteamericana como
una “república protestante” que “desoyendo la mediación de la más alta e imparcial autoridad terrestre,
cual es la de su santidad, e imponiendo su veto a las naciones que quisieron intervenir, a fin de que no se
consumara el más inicuo atentado que imaginarse podía en pleno siglo XIX, arrebatase, como lo ha arre-
batado, a una nación católica, como la nuestra… su imperio colonial.” (Leopoldo AFABA y FERNÁNDEZ,
Discurso leído en la solemne apertura del curso académico de 1899 a 1900 por el Dr. Leopoldo Afaba y

226
bio21—; y el regionalista cuyos representantes sería Félix Pío Aramburu y Zuloaga22 y
Fermín Canella y Secades23.
En la propia caracterización de aquellos subgrupos que hacía Melón, se ponía en
evidencia la artificialidad de la última de aquellas cuatro notas distintivas que proponía.
Veamos. Los institucionistas participarían plenamente “del espíritu de la fundación gi-
neriana”, caracterizándose por su compromiso casi religioso con la educación y la ele-
vación del nivel cultural del pueblo; por el culto de la excelencia científica y su marcada
sensibilidad social.
Los regionalistas, por su parte, lucharían por los mismos fines que los institucio-
nistas, aun cuando su afán sería “más espontáneo, menos intelectualizado”:
“Les mueve su regionalismo, quinta esencia de lo patriótico. Quieren una Asturias culta, una
Universidad pujante, un pueblo feliz. No les interesaban ni Krause ni Sanz del Río; para llegar a
su conclusión no necesitaron horas de pesado estudio. Si aquellos [los institucionistas] obraban
por la cabeza, éstos lo hacen por corazón. Ello no es mejor ni peor; es distinto.” 24

Los conservadores, por último, serían aquellos profesores ovetenses que no par-
ticipaban del “afán renovador” de institucionistas y regionalistas. Este grupo, “bien por
sus años, bien por excesivos compromisos doctrinarios” se habría mantenido en un cau-
ce tradicional “sin significar un lastre para la Institución pujante”. Así, pues, los conser-

Fernández, catedrático numerario de Literatura General y Española, Oviedo, Establecimiento Tipográfi-


co de Alfonso Brid, 1899, pp. 23-24.
21
El católico andaluz Giles Rubio (1850-1912) fue profesor auxiliar de la Universidad Hispalense en la
cátedra de Literatura Española y luego catedrático de esa asignatura en la Universidad de Oviedo, entre
1888 y 1895, en la Universidad de Valencia, desde 1896, concluyendo su carrera académica en la Univer-
sidad de Sevilla. Su nacionalismo español era esencialmente tradicional y se ofrecía como contrapartida
del patriotismo regeneracionista y el ideario de Joaquín Costa, tal como quedara claro en su estudio: El
Cid, considerado como personificación de nuestro espíritu nacional, Valencia 1897.
22
Félix Pío de Aramburu y Zuloaga (1848-1913) estudió Artes, Filosofía y Letras, Derecho Civil y Ca-
nónico. Fue profesor de la Facultad de Derecho y luego rector de la Universidad de Oviedo entre 1888 y
1905, desde donde accedió al cargo de magistrado del Tribunal Supremo. Fundó y dirigió la Revista de
Asturias (1877–1883). Su principal obra fue: La nueva ciencia penal (exposición y crítica), Madrid, Li-
brería Fernando Fé, 1887.
23
Canella y Secades (1849-1924), hijo del Secretario de la Universidad de Oviedo, Benito Canella y
Meana, nació en la capital asturiana, en un solar contiguo al edificio universitario. En 1867 se licenció en
la Facultad de Filosofía y Letras y en 1870 en Derecho, doctorándose en Leyes en 1871. Entre 1873 y
1875 fue profesor sustituto de Derecho civil y después profesor auxiliar hasta 1876. En 1876 tuvo el se-
gundo lugar de la oposición en que ganó Aramburu su cátedra en la Universidad de Santiago, y pudo
elegir la cátedra de Derecho civil en Oviedo. Publicó en El Carbayón, la Revista de Asturias, La Ilustra-
ción Española y Americana y otras periódicos asturianos y españoles. Fue académico correspondiente de
la Real Academia Española en 1893, de la de Buenas Letras de Barcelona y Sevilla, de la de Bellas Artes
de Zaragoza y Cronista de Asturias desde 1903. Ocupó el cargo de Vicerrector entre 1882 y 1884 y entre
1894 y 1906, año éste último en que fue elegido Rector por unanimidad de votos. Fue Presidente de honor
del Centro Asturiano de La Habana en 1908; en diciembre de 1916, Presidente honorario del Centro As-
turiano de Buenos Aires e “hijo predilecto de Oviedo” en 1909. En 1913 fue condecorado con la Legión
de Honor. Entre 1913 y 1924 fue Senador por la Universidad de Oviedo, sucediendo al ex rector Arambu-
ru. En 1914 renunció al Rectorado ovetense por la incompatibilidad de cargos entonces decretada. Su
obra principal es de temática histórica, cultural y literaria asturiana, y entre ella podemos destacar la ex-
tremadamente útil: Historia de la Universidad de Oviedo y noticias de los establecimientos de enseñanza
de su distrito, Oviedo 1873, reeditada y ampliada en 1903.
24
Santiago MELÓN FERNÁNDEZ, “Un capítulo en la historia de la Universidad de Oviedo” (1963), en: ID.,
Estudios sobre la Universidad de Oviedo, Op.cit., pp. 41-42.

227
vadores, “cumplían con su deber; entendían la pedagogía de modo distinto, a la antigua
usanza” y su presencia tenía una importante función de contrapeso25.
En definitiva, para Melón, “gracias a su variedad el movimiento de Oviedo es
enérgico y original”, en tanto aquellas diferencias que hallaba en el Claustro eran consi-
deradas complementarias y no antagónicas. Este deslizamiento del concepto más fuerte
de “diferencia” al más débil de “variedad” o de “matiz”, era el que, en la lógica de su
argumento, permitía hablar de una suerte de unidad en la diversidad. Claro que en su
afán de defender esta idea, Melón llegaría demasiado lejos al sugerir que aquellos gru-
pos no eran “compartimentos estancos” y que muchos de los individuos mencionados
“encajarían indistintamente en cualquiera de ellos”. La idea de la unidad intrínseca y
esencial del movimiento ovetense se vería reforzada, por otra parte, por la identidad
asturiana y ovetense de casi todos —salvo de Altamira y unos pocos más— y sus tra-
yectorias sincrónicas; con lo que, se podría llegar a hablar, incluso, de la existencia de
una “generación homogénea”.
Pese a enunciar esta posibilidad, Melón se decantaría por el concepto más laxo
de movimiento —como “síntesis fecunda de las antedichas tendencias”— que el más
problemático y amplio de generación. En efecto, ya inventado el término de “genera-
ción del ’98” y extendido por fuera del mundo estrictamente literario hasta abarcar a
intelectuales como los institucionistas, hablar de una generación ovetense traería el di-
lema de inventar un año para designarla, o de resignificar el ’98, de forma que en él
cupieran —junto a Costa, Unamuno, Mallada, Picavea y Altamira— un fiel secretario
de los pretendientes carlistas y un autor de un libro de título tan osado como La unidad
católica de Europa.
Pero el absurdo, afortunadamente conjurado, de proponer una generación sin
tiempo que debiera definirse por su convivencia espacial, o mejor dicho, institucional,
no hace, por cierto, más pertinente la aplicación de un concepto que, como el de movi-
miento, transmite la idea de unidad por encima de la diferencia.
La cuestión central a debatir es el fundamento mismo de la pretendida unidad
propuesta por Melón, y es precisamente en ese terreno donde aparece la debilidad del
argumento “movimientista”. En efecto, no se entiende de qué manera a partir de cuatro
“notas distintivas” —relativizadas por el propio autor a la hora de describir los diferen-
tes grupos—, pudiera sostenerse seriamente la hipótesis “unitaria”, cuando esta es abier-
tamente cuestionada por las filiaciones ideológicas, políticas, filosóficas y “societales”
radicalmente disímiles que podían verse, por entonces, en la Universidad de Oviedo.

25
En las mismas expresiones que eligió Melón para ponderar el aporte de los conservadores y apuntalar
la última y más débil pata de su propio “trípode” resuena, nuevamente, el indisimulable eco de su propia
coyuntura como investigador novel en el Madrid de inicios de los sesenta: “Este grupo constituye el nece-
sario engarce entre la generación nueva y la pasada. Presta un fondo de quietud, sensatez y experiencia
que antes que perjudicar, favorece la acción conjunta. Diríamos que se trataba del poder moderador, im-
prescindible para mantener el equilibrio en cualquier corporación, por simple que sea. Además estos
hombres conservan encendida la antorcha de su vivo catolicismo, tan vivificadora y necesaria. Entre la
fogosidad de los regionalistas y la calculadora persuasión gineriana brillan estos hombres que ponen una
nota de familiar intimidad. Su obra no carece de eficacia y su altura científica es muy apreciable.” (Ibíd.,
pp. 44-45).

228
En realidad, tampoco parece ajustado hablar de la emergencia progresiva de una
nueva coalición de grado superior. Por una parte, los miembros del Claustro ovetense no
formularon jamás la idea de pertenecer a un “movimiento” en los términos en que lo
propuso Melón; por otra parte, tampoco existen bases documentales que testimonien
una convergencia programática o ninguna solidaridad por encima de la de pertenecer a
una misma institución o llegar a acuerdos electorales puntuales; por último, ninguno de
estos intelectuales mostró haber resignado total o parcialmente una identidad ideológica,
filosófica o política en aras de integrarse a un nuevo colectivo;
Pretender que las realizaciones institucionales de la Universidad de Oviedo, de-
rivadas de la interacción de los diferentes grupos académicos, demuestran la existencia
de un grado de coincidencia y solidaridad superior entre sus profesores institucionistas,
conservadores y regionalistas, no parece acertado. Al poseer y mantener cada grupo su
propia identidad y no generarse ninguna nueva alrededor de las actividades universita-
rias, es absurdo pretender que aquellos individuos y grupos no trasladaran al Claustro
sus propios compromisos y valores ideológicos, filosóficos o políticos.
De allí que el Claustro ovetense no debiera ser pensado como un recinto idílico
de coincidencia, sino como un espacio agonal en el que se dirimían distintos intereses
personales y grupales y diferentes formas de pensar la Universidad y la sociedad espa-
ñolas. En este sentido, se nos ocurre improcedente empeñarse en pergeñar identidades
rocambolescas para bordar una imagen idílica de aquello que, fue en definitiva, una
coyuntura feliz de la historia de la Universidad de Oviedo.
Esta coyuntura no fue el fruto milagroso de una confraternidad espontánea entre
krauso-institucionistas y católicos preconciliares unidos por principios artificiosos y
perfectamente vacuos como el “alto sentido patriótico y universitario”, o el deseo de
“mejorar la enseñanza” y llevar a cabo una “acción social extrauniversitaria”, cuando
precisamente unos y otros diferían radicalmente en su entendimiento de lo que debía ser
el “patriotismo”, la “universidad”, la “acción social” y la misma sociedad española.
Por el contrario, aquella coyuntura fue el resultado del juego natural de conflic-
to, negociación y consenso que despliegan las diferentes coaliciones humanas para di-
rimir sus intereses dentro de una estructura institucional, en la que —gracias a una de-
terminada coyuntura nacional, regional y académica— primó y logró imponerse, no sin
dificultades, un proyecto progresista.
Evidentemente, puestos a buscar denominadores comunes podremos construir
algún ingenio teórico que haga partícipes de un ideal común a gentes que se encontra-
ban —y se ubicaban a sí mismos— en las antípodas unas respecto de otras. La cuestión
que se impone, en todo caso, no es la del “derecho” o la de la “posibilidad” de crear
tales artificios conceptuales, sino la de la utilidad de aplicarlos. Es precisamente un pro-
blema de utilidad y pertinencia el que se plantea cuando nos percatamos que lo que se
pretende sostener —en el fondo— es algo que no puede corroborarse en la evidencia y
que necesita de la aceptación previa de demasiados retorcimientos retóricos, de dema-
siados conceptos huecos, de demasiada manipulación histórica y biográfica, o de un

229
espíritu comprensivo muy desarrollado para con las circunstancias del historiador y su
texto.
De esta forma, cuando Melón cerró su trabajo pionero, la memoria histórica de
aquella etapa de la historia intelectual asturiana fue radicalmente reconfigurada: lo que
había sido un “programa” renovador diseñado e impulsado por el grupo de profesores
institucionistas —cuyas orientaciones y fundamentos fueron anatemizados en la propia
Universidad de Oviedo durante el período franquista26—, pasó a ser “colectivizado” y
endosado al conjunto del heterogéneo Claustro, en el cual los institucionistas se habrían
confundido fraternalmente con carlistas, conservadores y liberales dinásticos, y católi-
cos ultramontanos.
La perspectiva de Melón en aquel estudio de los años ’60 no dejaba de responder
a la lógica de su propia coyuntura. Socializar aquello que era indiscutiblemente propio
del “grupo” en su sentido restringido —y que, debidamente despojado de sus “compro-
misos ideológicos”, podía ser exhibido objetivamente como un logro puramente institu-
cional— permitía plantear en los años ’60 una revisión historiográfica potencialmente
irritante, en un terreno más seguro27. En efecto, el abordaje de Melón, permitía presti-
giar a la Universidad de Oviedo a través de la recuperación de aquellos logros colecti-
vos, desvinculándola de la suerte de sus catedráticos republicanos. Profesores éstos que,
pese a sus ideas inconvenientes, habrían sido víctimas de ostracismo y exilio, más por la
exacerbación de las pasiones durante la Guerra Civil y por el exceso de celo de los fun-

26
No debe sorprender que el estudio de mayor relieve sobre esta etapa de la casa de altos estudios corres-
ponda al propio Santiago Melón, quien recoge de documentación oficial, interesantísimas consideraciones
de Sabino Álvarez Gendín, rector entre 1937 y 1951, respecto del Extensión Universitaria impulsada por
los institucionistas. En una de ellas, defendiendo una actividad pedagógica de verano en Luarca, Gendín
afirmaba: “alguien ha querido entroncarlo con la Extensión Universitaria que allá en el curso 1898-1899
tuvo su gestación. Pero si ofrece alguna semejanza, discrepa en el fin y en el plan (...) Nosotros no vamos
al pueblo a adularle, para que se engría, para que se superintelectualice y después pretenda superarnos,
nos desprecie y nos riegue con gasolina para destruirnos (...) Creímos conveniente y hasta necesario que
en retaguardia se hiciese este cursillo para formar la consciencia nacionalista, para dar a conocer la estruc-
tura de los Estados grandes y totalitarios, diques contra la masonería, el marxismo internacional y el juda-
ísmo (...) Yo deseo que no permitan los universitarios que se hable mal de la Universidad. Yo deseo que
se tenga a esta por los asturianos, no sólo el respeto que merece, sino un gran cariño, procurando que este
amor a la Universidad de Oviedo sea un Jordán que borre la mancha de cualquier culpa, de cualquier
pecado que pese sobre ella” (Santiago MELÓN FERNÁNDEZ, “Datos para la historia de la Universidad de
Oviedo durante la Guerra Civil” [1985], en: ID., Estudios sobre la Universidad de Oviedo, Op.cit., p.
238).
27
Ignacio Peiró y Gonzalo Pasamar han llamado la atención, oportunamente, acerca de lo reciente de la
madurez historiográfica y política de la sociedad española, sobre la que la dictadura franquista ejerció un
influjo nefasto y duradero. Uno de estas interdicciones fue el marginamiento del estudio de la historia
contemporánea española, en especial la del siglo XIX y XX. A propósito de este fenómeno, estos autores
aludían a las oportunas consideraciones de José María Jover, cuando afirmaba que este “olvido” tenía
origen en la búsqueda ideológica de unos mitos fundantes en la España del siglo XVI y en la resistencia
“técnica” a considerar como materia de análisis histórico los libros, revistas y periódicos (Gonzalo
PASAMAMAR ALZURÍA e Ignacio PEIRÓ MARTÍN, Historiografía y práctica social en España, Zaragoza,
Prensas Universitarias de Zaragoza, 1987, pp. 65-67). Para un panorama de la historiografía española de
la primera postguerra civil, debe consultarse el completo estudio de Gonzalo PASAMAR ALZURÍA,
Historiografía e ideología en la postguerra española: la ruptura de la tradición liberal, Zaragoza,
Universidad de Zaragoza, 1991.

230
cionarios del régimen triunfante, que por su desempeño en el propio claustro ovetense
durante aquellos años felices.
Fijado ese escenario conveniente, la interpretación de un asturiano como Melón,
dirigido en su tesis por un ideólogo de derechas como Montero Díaz, podía ofrecerse en
el ámbito académico español de 1961-1963, como una recuperación políticamente co-
rrecta y ecuánime, basada en cuestiones objetivas y no ideológicas, de un “capítulo
más” de la historia de la Universidad ovetense.
Olvidando los compromisos ideológicos y políticos de estos intelectuales —al
fin y al cabo, indiscutibles patriotas españoles—, diluyendo su programa y atribuyéndo-
selo al pleno de un claustro plural habitado también por personajes retrospectivamente
rescatables para la dictadura, Melón podía trazar una línea de continuidad institucional
entre aquella experiencia finisecular ovetense y la propia coyuntura sesentista del fran-
quismo.
Este vector, “descubierto” por Melón, sería el que legitimaría el rescate de aque-
lla experiencia y justificaría la pertinencia de su propio análisis en el contexto de la tí-
mida “apertura” del régimen franquista. En este sentido, aquella interpretación —
inexacta y deformante— fue el recurso que permitió a Melón recuperar los hechos cru-
dos, hablar abiertamente de ellos y, en definitiva, inaugurar una temática de estudio cen-
surada por el franquismo, sin los peligros de marginalidad que eso hubiera podido
acarrear de haberse ensayado esta recuperación desde otra perspectiva.
Es por ello que, más que especular acerca del grado de adhesión íntima que Me-
lón tuviera respecto de la imagen “neutral” y convenientemente edulcorada del Grupo
de Oviedo que ofreciera en 1963, debiéramos considerar su funcionalidad. Es probable
que este intento de despolitizar y neutralizar unos contenidos ideológicos abiertamente
contradictorios con los valores de la dictadura, fuese el costo que Melón debió pagar
para abrir una problemática en un medio a priori hostil a tales revisiones.
Sin embargo, es de lamentar, por un lado, que esta singular apertura del proble-
ma se constituyera en una “lectura prestigiosa” que condicionara las imágenes posterio-
res acerca del Grupo de Oviedo; y que, por otro lado, estos aspectos del trabajo de Me-
lón no sufrieran rectificación posterior, una vez que se evaporaran los imperativos
políticos que pudieron haberlos justificado.
En 1985, en ocasión de la publicación de las actas del Simposio Internacional
sobre Clarín y La Regenta, Melón reafirmaría en lo esencial, su propuesta de los años
’60 aggiornando el lenguaje y rectificando ciertos aspectos periféricos de la argumenta-
ción, directamente relacionados con la coyuntura franquista28.
Liberado de los constreñimientos de antaño, pero afirmado en sus ideas acerca
de la experiencia finisecular ovetense, Melón intentó una solución de compromiso: ac-

28
Nótese que, en su artículo de 1985, Melón reformularía aquellas cuatro notas distintivas de 1963 en
tres características: “1.º Reformismo pedagógico; 2º Proyección social de la Universidad; 3º Ausencia de
compromisos partidistas” (Santiago MELÓN FERNÁNDEZ, “La Extensión Universitaria —antecedentes y
características—”, en: AA.VV., Clarín y la Regenta en su tiempo…, Op.cit., pp. 93-110; posteriormente
incluido en: ID., Estudios sobre la Universidad de Oviedo, Op.cit., pp. 88-114).

231
tualizar su análisis pero salvaguardando sus contenidos centrales. Esta delicada opera-
ción dejó ciertas marcas contradictorias en un texto que si bien pretendía ser fiel a su
investigación de origen, no dejaba de incorporar nuevos contenidos que contradecían o
debilitaban las tesis de 1963.
Como ejemplo de las tensiones que pueden verse en este texto —que resultó una
oportunidad perdida para reformular de cuajo el asunto—, deben considerarse la intro-
ducción de abundantes párrafos dedicados a las lacras de la universidad isabelina, a la
miseria del conservadurismo intelectual y a los saludables impulsos renovadores del
krausismo, a la vez que se mantenía la idea de colaboración fecunda y de concurrencia
entre krausistas y conservadores. Otro ejemplo ilustrativo es el que se filtrara en el dis-
curso de Melón el uso de la expresión “Grupo de Oviedo” en su sentido auténtico y res-
tringido —aludiendo a la coalición formada por Posada, Buylla, Sela, Altamira—, a la
vez que se insistía en la utilidad del concepto de “Movimiento de Oviedo” en su sentido
más amplio.
En esta ocasión, se descubrían raíces más profundas para aquel movimiento uni-
versitario ovetense, relacionadas con la emergencia de una “generación del Carbayón”,
—conformada por Alas, Aramburu, Armando Palacio Valdés29, Buylla, Posada y Cane-
lla—, cuyos distintivos más relevantes serían, amén de su inspiración institucionista, “el
antidogmatismo, la curiosidad intelectual, la honradez y autoexigencias personales” 30.

29
El escritor asturiano Palacio Valdés (1853-1938), luego de estudiar el bachillerato en Oviedo, se trasla-
dó a Madrid con Leopoldo Alas, Tomás Tuero y Pío Rubín para seguir estudios de Derecho en la Univer-
sidad Central. En la capital española, Palacio Valdés se desempeñó como periodista y crítico literario. En
1872 inició con sus dos amigos asturianos la publicación del fallido periódico satírico-político Rabagás, y
tiempo después ingresó en la Revista europea —de la que llegaría a ser director—. Sus artículos periodís-
ticos fueron recopilados en Semblanzas literarias; y alguna de sus ácidas críticas literarias recopiladas en
un volumen de autoría compartida con Leopoldo Alas titulado La literatura de 1881. Como literato su
obra novelística estuvo muy influida por el naturalismo y luego de su conversión, por la defensa de la
moralidad católica. Entre sus obras podemos citar: El señorito Octavio, Madrid, Fernando Fé, 1881; El
idilio de un enfermo, Madrid, Fernando Fé, 1883; Marta y María, Barcelona, Francisco Pérez, 1883; José,
s.d.l.e., 1885; Riverita, Madrid, Tipográfica de Manuel Ginés Hernández, 1886; El cuarto poder, Madrid,
Tipográfica de Manuel Ginés Hernández, 1888; La hermana San Sulpicio, Madrid, Tipográfica de Ma-
nuel Ginés Hernández, 1889; La espuma, Barcelona, Imprenta de Henrich y Cª, 1890; La fe, Madrid,
Tipográfica de Manuel Ginés Hernández, 1892; El maestrante, Madrid, Tipográfica Hijos de Manuel
Hinés Hernández, 1893; El origen del pensamiento, Madrid, Tipográfica Hijos de Manuel Hinés Hernán-
dez, 1894; La alegría del capitán Ribot, Madrid, Tipográfica Hijos de Manuel Hinés Hernández, 1899;
La aldea perdida, Madrid, Tipográfica Hijos de Manuel Hinés Hernández, 1903; Tristán o el pesimismo,
Madrid, Librería de Victoriano Suárez, 1906; Papeles del Doctor Angélico, Madrid, Bernardo Rodríguez,
1911; Años de juventud del Doctor Angélico, Madrid, Librería General de Victoriano Suárez, 1918; La
hija de Natalia, Madrid, Librería General de Victoriano Suárez, 1924; Santa Rogelia, Madrid, Editorial
Pueyo, 1926 y Sinfonía pastoral, Madrid, Librería de Victoriano Suárez, 1931. Escribió también su auto-
biografía titulada La novela de un novelista, Madrid, Librería General de Victoriano Suárez, 1921. Políti-
camente Palacio Valdés comenzó profesando ideas republicanas y democráticas para ir derivando hacia
posturas católicas y conservadoras, llegando a apoyar públicamente a la dictadura de Primo de Rivera.
30
Según Melón, los hombres de esta generación “acertaron a compaginar su afición a la literatura de
creación y a la bohemia periodística con el estudio riguroso de disciplinas académicas en las que serían
sin demora maestros universitarios. Igualmente compaginaron su apertura a las influencias nacionales y
extranjeras con una sincera dedicación a su región y a su Universidad. Sin beatería y sin paletismo,
trabajaron por y desde Asturias, constituyendo un foco de ilustración y sapiencia que contrasta vivamente
con la ramplonería de los políticos, los caciques y los burócratas.” (Santiago MELÓN FERNÁNDEZ, “La
Extensión Universitaria: antecedentes y características”, en: ID. FERNÁNDEZ, Estudios sobre la

232
Esta “generación” se habría fortalecido al ingresar la mayoría de sus miembros a
las cátedras universitarias de la Facultad de Derecho, de modo que, la “afinidad”, el
“compañerismo” y la coincidencia en el Claustro de estos personajes, habría preservado
la cohesión generacional y contribuido a abrir un espacio para el proyecto renovador en
la Universidad de Oviedo.
La renovación universitaria seguía siendo adjudicada, no obstante, al “Movi-
miento de Oviedo”, el cual seguía siendo caracterizado como una coalición tripartita de
institucionistas, conservadores y regionalistas. Pocas alteraciones de fondo pueden verse
respecto de los antiguos argumentos de Melón: los “filokrausistas”, fueron presentados
como “factor desencadenante del proceso resurgente”; reservando un lugar para conser-
vadores y regionalistas, quienes “contribuyeron en no poca medida al éxito de la em-
presa renovadora”. De esta forma, lo esencial de 1963 se mantenía incólume: el movi-
miento ovetense, síntesis resultante de aquellos tres sectores, sería la agrupación
intelectual bajo cuyas directrices “nuestra Universidad acertó a transformarse, y de co-
vachuela pasó a colmena intelectual”31.
El dinamismo que este movimiento imprimió a la Universidad de Oviedo no se
habría agotado en previsibles “declaraciones de principios” o en “proyectos utópicos”,
sino que se habría verificado en importantes realizaciones de orden interno, de orden
inter-universitario y científico, y de orden extra-universitario32.
Sin embargo, puede encontrarse en este texto, solapados —aunque no menos
significativos— cuestionamientos hacia el sector institucionista y sus iniciativas. Si bien
desarrollaremos una parte de estas críticas de Melón cuando abordemos la cuestión de la
Extensión Universitaria, vale la pena adelantar que, en su crítica, Melón echó mano de
la retórica clasista de izquierdas, mientras que el tono de su crítica se acercaba cada vez
más al propio de los conservadores asturianos de principios de siglo.
La reescritura de Melón del argumento clasista venía a proponer que estos “bur-
gueses ilustrados”, conocedores de la “cruda realidad de los desajustes sociales y de las
desigualdades agudizadas por los intereses contrapuestos de las clases”, eran conscien-
tes de que el sistema político “demoliberal” no podía resolver esos conflictos sociales
que amenazaban con desatar “gravísimas convulsiones”. Dado la necesidad de prevenir
estos efectos, los profesores de Oviedo “reflexiva y prudentemente escogen la vía del
reformismo, de las transformaciones lentas y graduales” que suponen soluciones de
compromiso entre la burguesía y la clase obrera. Compromiso en el que las clases supe-
riores deberían dejar de lado su prepotencia e intransigencia, cediendo ante “las reivin-
dicaciones justas de los de abajo” y admitiendo las reformas legislativas laborales que
garantizaran los derechos del trabajador; y en el que la clase obrera debería, en contra-

sión Universitaria: antecedentes y características”, en: ID. FERNÁNDEZ, Estudios sobre la Universidad de
Oviedo, Op.cit, pp. 98-99).
31
Ibíd., p. 101.
32
Ibíd., p. 103.

233
partida, deponer actitudes hostiles y revanchistas, además de sus mitos y utopías revolu-
cionarios, en favor de una integración plena en la sociedad33.
Esta “socialización” de la clase obrera, el fin de las actitudes de protesta violen-
ta, requisito para la instauración del orden y la tranquilidad social, se conseguiría —
según los argumentos de Adolfo Posada— si las clases acomodadas invirtieran en edu-
car al “desheredado de la fortuna”. El punzante corolario de Melón pone en evidencia su
desprecio por estos intelectuales y por sus ideas, llegando a presentarlos como instru-
mentos de una burguesía ascendente que, desde una ideología totalizadora, quería “ex-
hibir la legitimidad que ampara su poder y el justo título con que lo ejerce”:
“Educando, educar; esta es la palabra mágica, el milagroso conjuro. Educar significa en el con-
texto de Posada, integrar, convertir a la fe burguesa a quienes la desconocen o la niegan, mos-
trando la belleza racional de sus dogmas políticos, la grandeza perenne de su ciencia, el rigoris-
mo de su moral. Nuestros profesores —egregios representantes de la clase media— se acercan
apostólicamente al proletariado porque no tienen conciencia de explotarlo, e ingenuamente pre-
tenden atraerlo y domesticarlo. Su conducta revela una actitud defensiva y, en último término,
conservadora; su reformismo, su tolerancia, su neutralismo, su condescendencia con las formas
prudentes del socialismo, no son, en definitiva, más que repliegues tácticos.” 34

En 1963, Melón deslizaba ya algunas notas críticas para con los institucionistas,
sugiriendo su “intelectualismo” y hablando de que las bases de su ideario pedagogista
era “pura filosofía” frente a la actitud más auténtica de los regionalistas35. En 1985, sin
embargo, desplegando un estilo que le era muy propio —en que el elogio inicial era
matizado por severos cuestionamientos rescatados del pensamiento de otros, a quien no
citaba rigurosamente— daba crédito a las opiniones de “muchos carbayones de prosa-
pia” quienes habrían visto en estos institucionistas “un grupito de ambiciosos sabihon-
dos” que utilizaron a la Universidad de Oviedo para encaramarse “a cátedras más pres-
tigiosas o a puestos destacados en las encumbradas regiones ministeriales”36.
En definitiva, pese a las matizaciones posteriores y a que el concepto de “movi-
miento” no logró desplazar al de “grupo” en un sentido restringido e “institucionista”
del término, el aporte central de Melón —fuera del mérito indiscutible de haber abierto
el tema— fue el de ofrecer una interpretación “asturianista” o, si se quiere, “carbayona”,
de lo que fue aquella experiencia intelectual, eclipsando su significación prioritariamen-
te ideológica, filosófica y aún política. El recurso de expandir las fronteras del mentado
“Grupo de Oviedo” en base a un criterio que privilegiaba la coexistencia cronológica y
colaboración práctica de diferentes sectores del Claustro ovetense fue, en definitiva,
aquel que le permitió bosquejar aquella estampa casi bucólica de armonía y colabora-
ción primigenia entre católicos, dinásticos, carlistas y krausistas, que no lograría cuajar
en España y que tampoco lograría sostener por mucho tiempo en la propia Oviedo.

33
Ibíd., p. 109.
34
Ibíd., p. 109.
35
Santiago MELÓN FERNÁNDEZ, Un capítulo en la historia de la Universidad de Oviedo (1963), en: ID.,
Estudios sobre la Universidad de Oviedo, Op.cit., pp. 40-41.
36
Santiago MELÓN FERNÁNDEZ, “La Extensión Universitaria: antecedentes y características”, en: ID.,
Estudios sobre la Universidad de Oviedo, Op.cit, p. 112.

234
Esta visión idílica, ponía énfasis en una obra, en unos proyectos y en unas ini-
ciativas que, aun cuando institucionalmente “ovetenses” —en tanto fruto de decisiones
tomadas de acuerdo con las bases estatutarias de la Universidad—, nunca podían ser
razonablemente adjudicados a la inspiración y a la labor de todos y cada uno de los
miembros de la comunidad universitaria por igual. Hacer partícipes a los sectores cató-
licos recalcitrantes o incluso a los regionalistas, casi en igual proporción que los “insti-
tucionistas”, de los méritos de la exitosa renovación intelectual y pedagógica que se
impuso por aquellos años, es un claro abuso argumental que Melón nunca acertó a recti-
ficar.
Si bien se nos ocurre pertinente poner en tela de juicio el supuesto de que las op-
ciones ideológicas y políticas “externas” sean factores absolutamente determinantes
para la conformación de coaliciones en las instituciones universitarias; si bien no es
razonable suponer que los movimientos de las facciones académicas respondan integral
o prioritariamente a un plan coherente, diseñado de acuerdo a principios políticos e
ideológicos; tampoco puede pretenderse que estas dimensiones no incidan en absoluto
en la política académica.
Si en cualquier situación cabe esperar que estas adhesiones teóricas, políticas,
ideológicas tengan una importancia cierta, aun cuando variable, es dable esperar que su
influencia relativa se potencie en escenarios socio-políticos polarizados y crispados y en
claustros sometidos a crecientes demandas externas e internas que cuestionan el tradi-
cional aislamiento y neutralidad de las instituciones universitarias.
Creemos que para descartar este tipo de interpretación “armónica” que centra el
análisis en el nivel más inmediato e interpersonal de la socialización académica, bastaría
recordar, en primer lugar, que dicha renovación se efectuó hacia el interior de la Univer-
sidad de Oviedo, contra el imperio de la inercia escolástica que los sectores conservado-
res se encargaban de perpetuar en su ejercicio docente; y en segundo lugar, que el “ideal
universitario” y el “modelo de intelectual” que se encontraba detrás de las iniciativas
institucionistas impuestas en Oviedo, contradecían puntualmente el modelo universita-
rio vigente y el tipo promedio del catedrático realmente existente en la mayoría de las
universidades españolas de la época, incluida la de Oviedo.
Quizás demasiado atento a prestigiar globalmente a la Universidad; quizás de-
masiado atento a diluir la “heterodoxia” o a absolver a los auténticos miembros del
“Grupo de Oviedo” de las demonizaciones posteriores de las que fueron objeto; quizás
interesado en “desmitificar” al grupo institucionista; quizás demasiado preocupado por
no introducir contraposiciones abstractas que resolvieran teóricamente la historia efecti-
va de la institución; lo cierto es que Melón prefirió desdibujar las diferencias y oposi-
ciones que existían objetivamente en el Claustro ovetense, atendiendo a ponderar y “so-
cializar” los resultados obtenidos por aquella feliz experiencia.
Jorge Uría, por el contrario, presentó en 1994, una visión muy diferente en la
que no sólo regía un criterio ideológico, sino en la que —lejos de resolver teóricamente
la contraposición entre institucionistas y confesionales— se privilegiaba el análisis de
las tensiones existentes entre aquellos tres grupos, de las cuales y merced a la coyuntura

235
del ’98 habría surgido la preeminencia de la agrupación institucionista. Según este en-
foque, este “Grupo” —una auténtica “avanzadilla intelectual” cohesionada por postula-
dos krausistas— más que “desencadenante”, habría sido el motor y artífice de una
renovación universitaria finisecular ovetense, merced a la capacidad que mostró para
definir un programa de “regeneración” y para abrirse paso entre la tradición
conservadora predominante en la Universidad de Oviedo.
El krausismo, pese a cualquier consideración que quisiera hacerse respecto de su
evolución gineriana sería, para Uría, un núcleo ideológico consistente que sirvió de re-
ferencia para este grupo y que le brindó una nota identitaria muy definida37.
Otro aspecto que habría definido a este grupo, sería su crítica del sistema de la
Restauración y sus convicciones republicanas. Estas convicciones eran, sin duda, mode-
radas —casi todos los institucionistas terminarían siendo funcionarios “técnicos” o con-
gresistas de la Restauración y alguno de ellos incluso político de gran influencia antes y
después de la dictadura de Primo de Rivera— pero no por ellos débiles, en tanto se rela-
cionaban con:
“la defensa de un modelo de Estado de estructuras renovadas, enteramente secularizado, abierto
a las innovaciones técnicas y científicas, y capaz de comprometerse con un ideal de sociedad
burguesa democrática y avanzada hasta el extremo de asumir ciertos grados de reformismo so-
cial: como puede observarse no poca cosa para erigirse en el eje de todo un programa renovador
que actuaría a lo largo de buena parte del siglo XX español”38

Por último sería su compromiso con una reforma pedagógica efectiva, que aca-
bara con las formas y contenidos tradicionales de enseñanza dentro de las aulas univer-
sitarias y se proyectara fuera de ellas, el tercer factor que definiría la entidad de este
“Grupo de Oviedo”.
Estas tres características permitirían distinguir a la coalición de profesores insti-
tucionistas del resto de un Claustro mayoritariamente conservador y clerical, e impedi-
ría hablar tanto de una supuesta comunión de ideales, como de un proyecto intelectual o
pedagógico auténticamente compartido. Por el contrario, si los proyectos de los institu-
cionistas fueron ganando terreno esto habría sido por su mayor prestigio y por sus pro-
pio movimientos políticos dentro del claustro y no por una armonía natural floreciente
en su interior.

37
“De entrada, una de las notas unificadoras del grupo viene determinada por el carácter netamente krau-
sista de sus integrantes. De tantas veces como se ha insistido en la evolución tardía del pensamiento filo-
sófico krausista, de las matizaciones introducidas por el positivismo o el evolucionismo, hasta configurar
un institucionismo distinto de a las primeras raíces procedentes de la obra de Krause, ha tendido a olvi-
darse con demasiada facilidad lo que aún permanecía inalterable del viejo proyecto; a saber, un sustrato
organicista que a veces es casi el único ingrediente que subsiste de los antiguos esquemas, así como de la
firme voluntad de formar un proyecto de renovación nacional de arriba abajo a través de la formación de
minorías capaces. Por eso —casi con toda seguridad— los propios interesados, incluyéndose un partida-
rio declarado de la matización entre el primer krausismo y el institucionismo o krausopositivismo poste-
rior como Posada, nunca perdieron la ocasión de denominarse a sí mismos krausistas aunque fuese citan-
do mucho más a Giner que a Sanz del río o a Krause.” (Jorge URÍA, “La Universidad de Oviedo en el 98.
Nacionalismo y regeneracionismo en la crisis finisecular española”, en: ID. (ed.), Asturias y Cuba en
torno al 98, Op.cit., p. 185).
38
Ibíd., p. 186.

236
La realidad del Claustro ovetense no estaría caracterizada, pues, por la uniformi-
dad. Por el contrario, este sector renovador se habría opuesto efectivamente al predomi-
nio de los conservadores —tanto monárquicos tradicionalistas como católicos militan-
tes— con mayor arraigo en la institución, trabando compromisos con sectores más
volubles y de compromiso ideológico incierto.
En todo caso, Uría verificaba que la Universidad de Oviedo se hallaba desgarra-
da por la existencia de dos tradiciones enfrentadas, una liberal y otra conservadora. Esta
última, expresaba una “línea de pensamiento claramente reaccionaria” que llegaba vigo-
rosa a las postrimerías del siglo XIX, con representantes como los mencionados Díaz
Ordóñez, Estrada y Villaverde, Álvarez Amandi y Jove y Bravo.
La contraposición efectiva entre estas dos corrientes intelectuales y políticas se-
rían las que, en definitiva, podrían explicar la importancia que cobró un sector irrelevan-
te ideológicamente, como el de los profesores llamados “regionalistas”. Este grupo po-
seía, sin embargo, una tradición generacional en el Claustro y defendía intereses propios
concretos e identificables —e incluso familiares— lo cual ocasionó, en algunas ocasio-
nes, enfrentamientos con los miembros de los grupos más definidos, tanto confesionales
como institucionistas.
El “regionalismo” tuvo sus representantes en el republicano extremadamente
moderado Félix Aramburu —crítico temprano del krausismo y paulatinamente reconci-
liado con sus sentimientos religiosos—, y el erudito Fermín Canella en cuyas obras con-
fluían “ingredientes progresistas como reaccionarios” y que según recuerda Uría, era
caracterizado por Adolfo Posada como un hombre muy difícil de adscribir ideológica-
mente y como un “espíritu fácilmente adaptable”.
Así, pues, la existencia de dos tradiciones contrapuestas en el Claustro y su pro-
pia carencia de principios ideológicos firmes, unidas a aquella adaptabilidad y su proba-
da capacidad negociadora, habría garantizado a los “regionalistas” el control de la Uni-
versidad de Oviedo por más de un cuarto de siglo39.
Esta visión, que se nos ocurre muy acertada, ha tenido, lamentablemente, rectifi-
caciones posteriores. En efecto, en un estudio más reciente dedicado a Leopoldo Alas40,

39
“La incertidumbre abierta por tal melifluidad ideológica del grupo de los regionalistas acabaría com-
pensándose, sin embargo, por las ventajas objetivas de su ambigüedad. Puesto que nada había en lo ideo-
lógico que impidiera su coalición con los institucionistas, cuando el prestigio de estos últimos se incre-
mentó, las fuerzas progresistas pudieron contar con ellos. Además, su ambigüedad sistemática les
convirtió en punto de intersección entre unos y otros sectores y les colocó en posición idónea para ejercer
una administración universitaria a gustos de tirios y troyanos. Significativamente, Aramburu sería el rec-
tor ideal entre nada menos que 1888 y 1905, y cuando dejó de serlo por su marcha a Madrid, pasaría a
ocupar el cargo Canella hasta que lo abandonase voluntariamente en 1914.” (Ibíd., p. 180).
40
Leopoldo Enrique García Alas y Ureña “Clarín” (1852-1901), nacido en Zamora, estudió Derecho y
Filosofía en la Universidad de Oviedo, donde se licenció en 1871. Posteriormente se trasladó a Madrid
donde prosiguió sus estudios doctorales y cursó la carrera de Letras en la UCM. Desde 1873 comenzó a
firmar sus colaboraciones periodísticas con el seudónimo de Clarín y comienza a publicar sus primeros
cuentos. En 1878 se doctoró con una tesis titulada El derecho y la moralidad, dedicada a Francisco Giner
de los Ríos. Como literato, Alas fue autor de: La Regenta, Barcelona, Daniel Cortezo y Cª, 1884-1885, 2
vols.; Su único hijo, Madrid, Librería de Fernando Fé, 1891; Doña Berta – Cuervo – Superchería, Ma-
drid, Librería de Fernando Fé, 1892; El señor y lo demás son cuentos, Madrid, Manuel Fernández y La-
santa, 1893; Cuentos morales, Madrid, La España Editorial, 1896; Teresa: ensayo dramático en un acto y

237
Jorge Uría matizaría sustancialmente su anterior enfoque respecto de la identidad del
“Grupo de Oviedo”.
En este estudio, Uría profundizó sus argumentos acerca de los inconvenientes de
incluir en el Grupo de Oviedo o de cualquier otro, a un personaje tan escurridizo como
Leopoldo Alas. Lo cierto es que la adscripción de Clarín dentro de alguno de los grupos
del tripartito ideado por Melón no ha resultado sencilla. Según Uría, Alas nunca partici-
pó de sus publicaciones y actividades, y en la Universidad de Oviedo, sus relaciones
con Posada, Buylla, Sela y Altamira aun cuando extremadamente cordiales, nunca fue-
ron “del todo diáfanas”. Al contrario de Melón, más dispuesto a integrar a Alas en aquel
subgrupo, Uría cree que si bien Alas tuvo importantes coincidencias con los institucio-
nistas, siempre habría mantenido distancia respecto de las iniciativas académicas com-
partidas por el grupo, y nunca habría puesto en riesgo su independencia intelectual, la
cual sería la condición de posibilidad misma para sostener su pontificado sobre la crítica
literaria española. Como prueba de esta independencia, Uría recordaba el estupor de
Posada al revelarse post mortem, parte de la correspondencia de Alas en la que se reve-
laba “su actuación como correveidile y muñidor” al servicio de Menéndez Pelayo y co-
ntra el Grupo de Oviedo41.
Sin embargo, un análisis desapasionado —y desprovisto de los inevitables pre-
juicios ideológicos y sociales de Vetusta— acerca del comportamiento de Alas en el
Claustro, no nos permitiría integrarlo en el grupo institucionista, ni sancionar su carácter
de “francotirador”, sino por el contrario, identificarlo con el grupo “regionalista”.
Es evidente que la estatura intelectual de Alas, su competencia literaria y, por
qué no, su inteligencia, no tenía parangón con el perfil de Canella y ni siquiera con el de
Aramburu; y también, es indudable que sus inquietudes fueron más elevadas que las de
aquellos dos hombres. Sin embargo, no debemos olvidar que el concepto “regionalis-

en prosa, Madrid, Imprenta de José Rodríguez, 1895. Alas se destacó como crítico literario, publicando
artículos en periódicos y revistas. En 1881 publicó junto con Armando Palacio Valdés, La literatura en
1881, Madrid, Alfredo Carlos Hierro, 1882; en solitario: Sermón perdido, Madrid, Librería de Fernando
Fé, 1885; Nueva Campaña, Madrid, Librería de Fernando Fé, 1887; Benito Pérez Galdós: estudio crítico-
biográfico, Madrid, 1889; Ensayos y Revistas, 1888-1892, Madrid, Manuel Fernández Lasanta, 1892;
Palique, Madrid, Librería de Victoriano Suárez, 1893. Como docente, luego de un intento fallido de in-
corporarse como catedrático en la Universidad de Salamanca, Alas obtuvo en 1882 la cátedra de Econo-
mía y Estadística en la Universidad de Zaragoza. En 1884 optó por tomar a su cargo la cátedra de Prole-
gómenos, Historia y Elementos de Derecho Romano de la Universidad de Oviedo, donde se afincaría
definitivamente; y en 1888 ocupó la cátedra de Elementos de Derecho Natural. En 1898, en buena medida
por su iniciativa e influencia, el rector Aramburu creó la Extensión Universitaria. Alas tuvo una breve
carrera política: entre 1887 y 1891 fue concejal del Ayuntamiento de Oviedo, representando al Partido
Republicano posibilista de Castelar. Sobre Alas puede consultarse las siguientes obras colectivas:
AA.VV., Clarín y la Regenta en su tiempo (Actas del Simposio Internacional, Oviedo, 1984), Oviedo,
Universidad de Oviedo, Ayuntamiento de Oviedo y Principado de Asturias, 1985; y Clarín y su tiempo.
Exposición conmemorativa del Centenario de la muerte de Leopoldo Alas (1901-2001), Oviedo, Funda-
ción Ramón Areces, Cajastur, Ayuntamiento de Oviedo, 2001.
41
Jorge URÍA, “Clarín y el Grupo de Oviedo”, en: Clarín y su tiempo. Exposición conmemorativa del
centenario de la muerte de Leopoldo Alas 1901-2001, Oviedo, 2001, pp. 93. La renuencia de Uría respec-
to de la inclusión de Alas en el Grupo de Oviedo ha sido secundada por Jean-Louis GUEREÑA, “Leopoldo
Alas, catedrático de Universidad”, en: AA.VV., Leopoldo Alas. Un clásico contemporáneo (1901-2001),
Actas del Congreso celebrado en Oviedo (12-16 de noviembre de 2001), Oviedo, Universidad de Oviedo,
2002, p. 125.

238
mo”, del que nos valemos hoy para describir la acción concurrente de un grupo de indi-
viduos en el Claustro ovetense, no refleja la idea de un club de eruditos pintorescos y
nulidades locales, como a veces se ha pretendido, ni tampoco puede pretenderse que
deba reflejar la idea de un think tank o una liga de hombres extraordinarios. Dado que
en el primero no cabría Alas y en el segundo quedarían fuera Canella y Aramburu, se
comprende que los historiadores asturianos jamás osaran asociar sus nombres más allá
de lo inevitable y refrendaran alternativamente las caleidoscópicas imágenes que el
propio Alas ofreciera acerca de sí mismo: carbayón, católico, filo-institucionista, após-
tata del krausismo, republicano, obrerista, socialista, anarcófobo, zamorano-por-
casualidad, etc42. Sin embargo, y pese a las imágenes consagradas en la cultura asturia-
na, Clarín, en tanto catedrático, cumplía todos los requisitos para ser incluido en esa
oscura y utilitaria coalición localista, por su incuestionable prosapia y estirpe asturiana y
universitaria, por sus eclecticismos ideológicos y filosóficos, por sus posicionamientos
efectivos en el Claustro —a veces cerca de los tradicionalistas, otras de los instituciona-
listas, pero casi siempre en sintonía con Aramburu y Canella—; por sus compromisos
múltiples y paralelos con izquierdas y derechas; por sus intrigas dobles, y por su voca-
ción de conservar el carácter carbayón de la institución.
Volviendo al texto que nos ocupaba, podría decirse que, si bien no se introduje-
ron variaciones sustanciales respecto de su anterior interpretación “ideológica” en la que
se identificaba un núcleo conformado por Posada, Sela, Buylla y, más tarde, Altamira,
Uría se propuso habilitar —aun a riesgo de incurrir en ciertas “ambigüedades”— una
noción “más lata y menos estricta” que permitiera hacer partícipes del fenómeno al resto
del claustro.
De esta forma, Uría acercaría posiciones con Melón en lo que respecta a una vi-
sión integradora y armónica del Claustro ovetense finisecular, liderado inequívocamen-
te, según ambos historiadores, por los krauso-institucionistas, pero básicamente enco-
lumnado tras objetivos y prácticas comunes:
“el Claustro Universitario del cambio de siglo es, en Oviedo, un equipo con una rara cordialidad
y cohesión en lo personal. Es esa unidad de base la que les hará enfrentarse como un conjunto
coherente a problemas como los planteados por el caciquismo pidalino o, antes aún, a los desór-
denes universitarios de 1884 y las medidas represivas de los mismos; a la vez que participar en
empresas comunes de tanto fuste como la de la Extensión Universitaria... será precisamente esta
coincidencia de base la que haga superar diferencias ideológicas entre el profesorado de tanto ca-
lado, como las que podían mediar entre profesores carlistas como Díaz Ordóñez, o socialistas de
cátedra como Buylla.” 43

Como podemos apreciar, la adscripción ideológica krauso-institucionista, que


antes fuera vista como un sustrato consistente en el cual basar la identidad del “Grupo

42
Sobre las eventuales contradicciones entre la religiosidad intimista de Clarín y su público anticlerica-
lismo, así como sobre el clima ideológico de Oviedo en relación con el clericalismo y la relectura de la
obra y la personalidad de Alas desde una perspectiva católico-social, ver: Jorge URÍA, “El Oviedo de
Clarín. La ciudad clerical y anticlerical”, en: AA.VV., Leopoldo Alas. Un clásico contemporáneo (1901-
2001), Actas del Congreso celebrado en Oviedo (12-16 de noviembre de 2001), Oviedo, Universidad de
Oviedo, 2002, pp. 67-102.
43
Ibíd., p. 94.

239
de Oviedo” y de su “proyecto”, pasó a ser relativizada, dudándose no sólo de su in-
fluencia efectiva como “regulador” de las relaciones interpersonales en el claustro, sino
de la consistencia de su propio contenido como opción doctrinal.
Según el nuevo argumento de Uría, el krausismo de la España finisecular debía
ser visto como “un conjunto de actitudes y un sustrato idealista, que se manifesta, entre
otras cosas, en aspectos como la asunción de un modelo organicista y armonicista, o en
la voluntad de renovar el tejido nacional a través de una labor coherente de formación
de minorías”44. En definitiva, algo no muy lejano al “talante” del que hablaba Melón en
198545. Si bien esto parece ajustado y no contradice lo sostenido en 1994, la dirección
del argumento era ahora, claramente inversa: al no ser el krausismo nada más que eso,
difícilmente hubiera podido sostener una identidad grupal consistente, capaz de diferen-
ciar a aquella coalición de otros grupos e individuos que medraban en el Claustro, en
una época en que el discurso regeneracionista se había extendido tan ampliamente.
Pese a que sería imposible pretender que la totalidad del profesorado hubiera po-
seído este tipo de convicciones, para Uría —cada vez más cerca del argumento de Me-
lón— era evidente que “el prestigio académico de sus ponentes en el claustro, arrastró
en muchas ocasiones la praxis colectiva de sus miembros...”. Con lo que, el fundamento
del liderazgo moral de los krauso-institucionistas habría estado abonado, también, en lo
moderado de sus propuestas y de sus corolarios políticos; los cuales se relacionaban, no
ya con aquel ambicioso y progresista proyecto burgués, sino con un ya prosaico patrio-
tismo regeneracionista, un remanido pedagogismo y un republicanismo posibilista, au-
tolimitado “a una defensa de la pulcritud en los procedimientos propios de una demo-
cracia parlamentaria”.
En conclusión, según esta última interpretación de Uría, la entidad del Grupo de
Oviedo debería ser referida a sus empresas efectivas y a sus acciones académicas, antes
que a sus principios ideológicos rectores, más alejados de la realidad concreta de la polí-
tica universitaria y de sus necesarias transacciones. De allí que aquel diagnóstico primi-
tivo acerca de las diferentes tradiciones, de su conflictividad “teórica” y de sus deriva-
das tensiones prácticas, que antes aparecían como centrales, fuera ahora relegado a un
segundo plano argumental, mostrando en qué medida se desvanecieron las certezas
acerca de la efectiva operatividad de estas adscripciones “ideológicas”, en la lucha coti-
diana en las trincheras académicas:
“las diferencias ideológicas entre los profesores no fueron tantas como para impedir que asumie-
sen tareas colectivas en las que se comportaron como un verdadero equipo, acometiendo corpo-
rativamente trabajos nunca remunerados y que suponían un grado de entusiasmo y sacrificio per-
sonal que implicaba forzosamente una compenetración previa con las intenciones y objetivos
generales de las mismas que no pueden, obviamente, ser pasadas por alto. No hay más remedio
que resaltar otra vez que la Extensión Universitaria, que prolongó sus actividades durante más de
una década constituyó, en este sentido, la gran tarea colectiva de un grupo cuya cordialidad y
buenas relaciones personales tenía, en todo caso, muchas otras pruebas; traducidas en la amistad

44
Ibíd., p. 95.
45
Santiago MELÓN FERNÁNDEZ, “La Extensión Universitaria: antecedentes y características”, en: ID.,
Estudios sobre la Universidad de Oviedo, Op.cit, p. 92.

240
franca que, como ya sabemos, sostenían muchos de los profesores por encima de las, a veces, ra-
dicales diferencias en lo político.” 46

Este significativo cambio de tendencia en el análisis de Uría, más atento a perci-


bir la armonía y la cohesión práctica de “liberales y conservadores” en un claustro ove-
tense que antes entendía fracturado y conflictivo, podría comprenderse mejor si se to-
mara en cuenta su estudio del año 2000 acerca de la percepción del conflicto social por
el Grupo de Oviedo.
En el prólogo de Institucionismo y reforma social en España, Uría terminará de
cruzar la frontera que lo separaba de Melón, proponiendo un uso más laxo de la palabra
grupo o de la adopción de otras entelequias —como “grupo profesoral”, “núcleo univer-
sitario en su conjunto”, “movimiento”— en las que pudieran incluirse, también, a los
dinásticos, carlistas e integristas.
Proponiendo que entendamos por “grupo” un “conjunto más o menos trabado de
personas que interactúan mutuamente, que convergen en unos objetivos y tareas comu-
nes desde el desempeño por cada una de ellas de un papel específico, y que son capaces
de establecer una sistematización, implícita o explícita, de reglas o pautas en su compor-
tamiento grupal”47; su opinión acerca de si Posada, Buylla, Sela y Altamira constituye-
ron tal coalición no era concluyente. Si bien estos cuatro sabios tenían un origen intelec-
tual común; compartían un patriotismo moderno, democrático y socialmente integrador
y, también, un proyecto académico común y aglutinante como la Extensión Universita-
ria; Uría observaba, sorprendentemente, que no podía verificarse si existieron entre ellos
pautas de conducta comunes o un reparto coordinado y consciente de tareas.
Más allá de lo cuestionable de este diagnóstico, lo que se nos ocurre inapropiado
es que la deconstrucción del Grupo de Oviedo acometida por Uría desembocara en una
imagen de convivencia armónica en el Claustro, rescatada de una lectura demasiado
confiada de los caóticos Fragmentos de mis memorias de Adolfo Posada48. Así, pues,
Uría, propone que aceptemos como pruebas de sus razonamientos, las evocaciones in-
formales y nostálgicas de un Posada que, atormentado por los horrores de la Guerra
Civil, no podía sino idealizar retrospectivamente aquella lejana y extravagante convi-

46
Jorge URÍA, “Clarín y el Grupo de Oviedo”, en: Clarín y su tiempo..., Op.cit., p. 97.
47
Jorge URÍA, “Prólogo” a: ID. (Coord.), Institucionismo y reforma social en España, Op.cit., pp. 10-11.
48
Las memorias de Posada, recordémoslo, quedaron inconclusas e inéditas y, según lo expone el propio
Posada, debieron ser redactadas con la sola apoyatura de la memoria: “Los Fragmentos de estas mis me-
morias que corresponden a la etapa de mis andanzas casi políticas, y políticas sin casi, así como a mis
labores universitarias, aparte de mis tres viajes a las Américas, no me va a ser posible redactarlos como
desearía, y esto por varias razones. En primer lugar, me faltan los documentos que había ordenado conve-
nientemente allá por los años 1933 a 1936, a fin de utilizarlos precisamente en la redacción de una Memo-
rias que deberían ser el entretenimiento principal de mi vejez, que me imaginaba tranquila. Ya creo haber-
lo dicho: en el otoño trágico de 1936 mi hogar de Madrid fue arrasado, muchos de mis libros convertidos
en ladrillos de trincheras, y destrozados, quemados o embarrizados los papeles que habrían servido de
guía y de base. En segundo lugar, me es mucho más fácil reavivar imaginativamente los días y sucesos de
mi infancia, adolescencia y juventud que éstos de mi edad madura y de mi ocaso. (…) lo acaecido en esos
años resurge en el recuerdo de modo tan confuso, por no decirlo caótico, que me declaro incapaz de orde-
nar en el tiempo lo vivido en ese período de mi vida. Por las razones expuestas, estos Fragmentos, los que
ahora escribo, tendrán que revestir un carácter principalmente «episódico».” (cita de Posada extraída de:
Emilio ALARCOS LLORACH, “Prólogo”, a: Adolfo POSADA, Fragmentos de mis memorias, Op.cit., p. 11).

241
vencia —del todo inverosímil en 1941— de republicanos, laicistas, reformistas y obre-
ristas, con monárquicos y católicos recalcitrantes.
Los simpáticos testimonios de la camaradería que caracterizaban la atmósfera
universitaria de Vetusta, lejos de ser meras anécdotas sociales, vendrían, entonces, a
ilustrarnos acerca de “la cohesión del claustro universitario de aquellos años”. El simpá-
tico relato de las juergas concelebradas en el grave recinto de la biblioteca universitaria
—en las que Alas y Estrada habrían demostrado tener poca resistencia al champagne
que regaba aquellos animados banquetes— o la nostalgia por los más circunspectos five
o’clock tea en la huerta de Díaz Ordóñez, nos hablarían de la existencia de una “identi-
dad de base” que habría hecho posible no sólo la superación de “las inevitables diferen-
cias personales”, sino la concreción de “empresas colectivas como la propia Extensión
universitaria”49.
Apelando a estas evidencias, Uría consideraba demostrada la existencia de “una
dinámica común y una cohesión personal indudable en el grupo profesoral”; llegando a
afirmar, incluso, que en aquellas circunstancias “la coincidencia ideológica era posible,
además, en una parte relativamente amplia de los miembros del claustro”50.
Si bien Uría concedía que “el grupo institucionista” poseía una especificidad
cierta, reconocida por el mismo Posada y por observadores externos como Giner o Cos-
ta —pero, también, por adversarios como Álvarez Amandi, Menéndez Pelayo o el mis-
mo Clarín—, y admitía que éste “grupo” ejercía un “liderazgo moral” en el Claustro; no
dejaba de poner reparos a la utilización efectiva del concepto de “Grupo de Oviedo”,
debido a la supuesta dificultad de establecer la nómina de sus auténticos integrantes.
El fundamento de esta incertidumbre serían, nuevamente, las erráticas conside-
raciones de su informante, que había incluido a su lado y bajo un rótulo común a “pro-
fesores de muy distinto signo” como Guillermo Estrada, Rogelio Jove, Díaz Ordóñez,
Aramburu y Canella, Sela, Buylla, Altamira, Melquíades Álvarez, Mur, Rioja y Alas51.

49
Jorge URÍA, “Prólogo” a: ID. (Coord.), Institucionismo y reforma social en España, Op.cit., p. 12. Res-
pecto de la errónea idea de que la Extensión universitaria fue una empresa “colectiva” en la que habrían
participado también los conservadores, ver el Cuadro IX de los Anexos. Como puede verse en ese esque-
ma, las actividades de la Extensión recayeron sobre el Grupo de Oviedo, los “regionalistas” Aramburu,
Canella y Alas y los otros catedráticos institucionistas, liberales y republicanos que ingresaron a la Facul-
tad de Derecho después de Altamira y que poblaron la Facultad de Ciencias desde 1898. Del grupo tradi-
cionalista, sólo Jove y Bravo participó sistemáticamente; aun cuando habría que sumar la participación
del protofascista Pérez Bueno —que sólo dictó clases en un curso— y al católico y conservador hetero-
doxo —próximo al grupo de Oviedo— Arias de Velasco. Respecto de la participación de Alas en el pro-
yecto extensivo, ver: Jean-Louis GUEREÑA, “Clarín en la «Extensión Universitaria» ovetense (1898-
1901)” en: AA.VV., Clarín y la Regenta en su tiempo (Actas del Simposio Internacional, Oviedo, 1984),
Oviedo, Universidad de Oviedo, Ayuntamiento de Oviedo y Principado de Asturias, 1985, pp. 155-176.
50
Jorge URÍA, “Prólogo” a: ID. (Coord.), Institucionismo y reforma social en España, Op.cit., p. 13.
51
Ibíd., p. 14. De todos modos, debemos considerar que este tipo de enumeraciones caóticas —limitadas
a ciertos pasajes, pero en modo alguno preponderantes— no necesariamente abonan tesis escépticas como
las de Melón o Uría, en tanto Posada no estaba construyendo un concepto de “Grupo de Oviedo”, sino
utilizando una simple palabra que venía a cumplir funciones diferentes de acuerdo al contexto y a la in-
tención inmediata de su evocación. Evidentemente Posada pudo describir momentos en los que era razo-
nable hablar de un “grupo” más amplio, a los efectos de contraponer, por ejemplo, a los catedráticos “pro-
fesionales” de tiempo completo, y los que compartían la cátedra con el ejercicio profesional (Adolfo
POSADA, Fragmentos de mis memorias, Oviedo, Universidad de Oviedo, 1983, p. 183); o a diferenciar los

242
Pese a que el mismo Uría pudo intuir que estas inclusiones eran fruto de la es-
pontaneidad de una evocación amable, antes que el testimonio de una reflexión medita-
da y rigurosa, concluía refrendando sus nuevas convicciones acerca de la conveniencia
de pensar en coaliciones más amplias:
“De lo que no hay ninguna duda es de que la existencia del «trípode» o, si se prefiere, del «Gru-
po de Oviedo» en su acepción más estricta, no puede oscurecer la presencia de un espacio inten-
samente influido por él o que confluyen por razones ciertamente diversas, con sus objetivos y su
línea de actuación. Como ya ha habido ocasión de resaltar, la personalidad del núcleo universita-
rio en su conjunto, fue algo percibido con nitidez por sus contemporáneos y, por descontado, por
algunos de sus propios integrantes. Para señalar este espacio de confluencia puede optarse, cier-
tamente, por varias vías; el preferir usar el término de movimiento para referirse a ello, y luego
distinguir entre sus distintas «tendencias», puede ser una de ellas; el manejar una acepción más
dilatada y flexible del término «grupo» —si no lo fuese ya bastante, y de por sí— puede ser
otra.” 52

Que esa convivencia existió y que, afortunadamente, las diferencias que separa-
ban a aquellos grupos no derivaron en un conflicto institucional que paralizara la Uni-
versidad, resulta inobjetable. Sin embargo, esta convivencia, e incluso la existencia de
una estrecha camaradería entre algunos de los unos, con algunos de los otros, no puede
utilizarse como argumento para difuminar las profundas diferencias ideológicas, políti-
cas, filosóficas y pedagógicas que los separaban y que los enfrentaron en ocasiones pun-
tuales y demostrables.
La coexistencia y el diálogo fueron posibles por muchas razones: por la existen-
cia de una bisagra “regionalista” en el rectorado —con Aramburu y Canella— y en el
Claustro —con Alas—; por la hegemonía indudable del Grupo de Oviedo desde 1898;
por respetos intelectuales; por afinidades y afectos personales anclados en aspectos más
cotidianos de la existencia; por una crítica y desconfianza paralelas a la Restauración y
sus manipulaciones; por un interés, también paralelo, en resolver la “cuestión social” y

que consideraba dignos de respeto intelectual —que no eran todos institucionistas— con el “grupo ove-
tense más pueblerino o puebleruco”, formado por “mandones, fracasados, murmuradores y de atormen-
tados de trastienda, que veían con profundo desagrado, cuando no estúpida indignación, el avance inevi-
table de la preponderancia de los Alas, Buylla, Aramburu…dejando despectivamente a un lado a esta mi
insignificante e incipiente personalidad, que les colmaba la medida”… grupo sobre el que el voluble Fer-
mín Canella reinaba sin oposición (Ibíd., pp. 204-205). Por otra parte, Posada podía hablar libremente de
las virtudes del claustro o de la feliz conjunción de un elenco solvente de profesores, sin que ello pueda
tomarse seriamente como indicio de un cuestionamiento de su parte de las relaciones privilegiadas que lo
unían con Sela, Buylla y Altamira y lo distanciaban de otros catedráticos que podía apreciar personalmen-
te, pero que no coincidían con su visión del mundo. En todo caso, en los Fragmentos podemos encontrar
un uso amplio de la idea de grupo de Oviedo en las páginas 178, 183, 224 y un uso restringido en las
páginas 187, 205, 219, 226, 252, 255, 257, 258. Junto a estos usos lógicamente excluyentes, podemos
encontrar también, una idea de transformación o sustitución de una especie de comunidad o fraternidad
ovetense natural y espontánea, por un grupo más compacto de individuos de mayor afinidad ideológica,
en las páginas 206 y 225; y una idea de concordancia de grupos diferentes en las páginas 219-221. Los
usos de Posada del término “Grupo de Oviedo” en su Breve historia del krausismo español, Oviedo, Uni-
versidad de Oviedo, 1981, no fueron, sin embargo, nada ambiguos como podía esperarse de un estudio
más sistemático (ver las páginas 68-69; 90-91 y 94-95).
52
Jorge URÍA, “Prólogo” a: ID. (Coord.), Institucionismo y reforma social en España, Op.cit., pp. 14-15.
Esta caracterización final terminaba por acerca a Uría a Melón. De allí que podamos ver que en la nota al
pié que sigue a estas palabras, Uría declarara abiertamente su aprecio por la interpretación “movimientis-
ta” de Melón en Un capítulo en la Historia de la Universidad de Oviedo (1883-1910) de 1963. (Ibíd.,
nota nº 11, p. 15).

243
evitar el enfrentamiento de clases; y porque el campo ideológico español, pese a sus
tensiones, todavía estaba lejos de la polarización y crispación de los años ’30.
Estas situaciones nos hablan, en realidad, de una feliz administración de las dife-
rencias y de una resolución civilizada de los conflictos de intereses, no de la ausencia de
los mismos53. De allí que aquella “sorprendente” convivencia institucional —jalonada
por episodios de coincidencia, transacción y enfrentamientos— deba ser adjudicada al
juego de unas relaciones personales y grupales, habilitadas estatutariamente por la ges-
tión colectiva de los asuntos universitarios y por la vigencia de unas reglas propias de la
política académica54.
Resulta interesante observar que ese marco de convivencia fue edificado por la
maduración de ciertos acuerdos de largo plazo que permitieron superar, primero, la inje-
rencia de la política restauradora en el Claustro y, luego, los enfrentamientos que dividí-
an a sus integrantes cuando se presentaban oportunidades de expresar sus intereses en
los comicios que el estatuto universitario habilitaba.
Así, si el consenso entre todos los sectores permitió enfrentar exitosamente los
manejos electorales del caudillo conservador Alejandro Pidal y Mon55, boicoteando el
rectorado “golpista” de Rodríguez Arango y adueñándose del propio distrito electoral
universitario en 1893. En aquella ocasión, los diversos sectores del claustro, coordina-
dos por los regionalistas, confluyeron en sostener la candidatura de Marcelino Menén-
dez Pelayo para frustrar la reelección del Barón de Covadonga56.

53
Para observar la diversidad ideológica existente al interior del Claustro ovetense, ver el Cuadro VII
incluido en los Anexos de este estudio, que esquematiza la evolución del profesorado numerario entre
1887 y 1907.
54
Una periodización y organización esquemática de la evolución de las alianzas y de los enfrentamientos
entre los diferentes grupos del Claustro alrededor de las elecciones de Senador por el distrito universita-
rio, designación de equipos rectorales y decanos, pueden verse en el Cuadro V de los Anexos (para el
período 1877-1924), y en el Cuadro VI, que recoge, desde una perspectiva comparativa, un detalle del
período 1887 y 1907.
55
Alejandro Pidal y Mon (1846-1913) fue un literato y poderoso caudillo político conservador que mane-
jaba la política asturiana a su antojo desde Madrid y su residencia de Somió, en Gijón. Se licenció en
Derecho en la UCM y en 1872 fue electo diputado por Villaviciosa. Fue un virulento enemigo de la Re-
pública desde su periódico La España Católica y también un crudo opositor a Cánovas del Castillo por
considerarlo un conservador blando. Lideró el grupo La Unión Católica, de carácter ultramontano e in-
transigente y fundó varios periódicos como La España, El Español, La Unión Católica y La Unión. Lue-
go de un acuerdo pragmático con el canovismo, fue designado Ministro de Fomento cargo durante el cual
se promulgaron, sorprendentemente, los decretos de libertad de enseñanza, reforma de la facultad de
Derecho y del Cuerpo de archiveros. Fue jefe indiscutido del partido conservador asturiano desde la
muerte del Conde de Toreno, en 1890 y Presidente del Congreso de los Diputados en 1891, 1896 y 1899.
Manejaba el fraude y los trapicheos electorales de la Provincia de Oviedo y controló sus distritos electora-
les, incluido el de la Universidad —éste último hasta fines de siglo— imponiendo unilateralmente sus
candidatos predilectos entre los que estaban el Barón de Covadonga. También fue embajador de España
en Vaticano entre 1900 y1902. Fue miembro de número de la RACMP, de la RAH y de la Academia de la
Lengua. Recibió el Toisón de Oro en 1903 y la Gran Cruz de San Gregorio el Magno en 1891 de manos
de León XIII.
56
Resulta reveladoras al respecto las cartas de Alas a este último, donde le relata sus operaciones encu-
biertas para procurar su elección y le describe un panorama alentador para lograr el objetivo. En una de
estas cartas, Clarín le comunica que “en el Claustro (el verdadero) los más entusiastas de Vd. son los
krausistas republicanos, y los únicos refractarios los neos rabiosos. Estrada, destacadísimo carlista, creo
que le vota a Vd. Si Vd. trata a Barrio y Mier convendría que le pidiera (caso de que luchemos) que le
recomendara a Estrada, Álvarez Amandi y Rúa.” (Carta de Leopoldo Alas a Marcelino Menéndez Pelayo,

244
Pese al triunfo del polígrafo santanderino y a que sus valedores lograron reafir-
mar exitosamente la independencia universitaria, esta coalición no logró sostenerse una
vez logrado ese objetivo puntual. De hecho, los regionalistas trabaron acuerdo con los
catedráticos conservadores y confesionales para asegurar la derrota de los candidatos
institucionistas al Senado impulsados por el Grupo de Oviedo y los nuevos profesores
que comenzaban a incorporarse al Claustro.
Como bien había argumentado Uría en 1994, la influencia del grupo conservador
y confesional se había exhibido en fecha tan tardía como en 1896 y 1898, cuando juga-
ron un papel clave en las sucesivas re-elecciones senatoriales de Menéndez Pelayo. En
ambas oportunidades, los regionalistas Aramburu, Canella y Alas lograron imponerse
gracias a sus maniobras para asegurarse el voto de los “carlistas” y de los “integristas”,
derrotando en ambas oportunidades por discreto margen al candidato institucionista
Juan Uña y Gómez57.
El enconado enfrentamiento de 1896 electoral movilizó apresuradamente al pa-
drón electoral del distrito universitario —integrado no sólo por los catedráticos numera-
rios58— y polarizó al Claustro, permitiendo que afloraran las oposiciones existentes y
las pequeñas mezquindades y traiciones que se incubaban en Vetusta. Entre estas debe-
mos contar los dobleces de Clarín que sonreía a los institucionistas y operaba bajo cuer-
da para la reelección de Menéndez Pelayo59 y los apaños electorales del Rector Arambu-
ru en su calidad de Presidente de la Junta electoral60.

Oviedo, 8-II-1893, en: Marcelino MENÉNDEZ PELAYO, Epistolario, Madrid, Fundación Universitaria
Española, Madrid 1982-1991, Tomo XII —VII-1892 a V-1894—, p. 215). En otra misiva Alas daba
cuenta de la construcción de un consenso alrededor del santanderino: “La cosa va muy bien, pero hay que
insistir por si acaso y para tener el mayor número posible de votos. Se ha firmado por seis doctores de
diversas procedencias políticas una circular muy bien escrita, por Buylla, decano, a todos los señores que
votan. La firman Buylla, decano (republicano); Amandi (profesor filosofía y letras) carlista; Romea (di-
rector escuela Bellas Artes, ministerial siempre); Alas (yo); Losada, conservador catedrático latín; Cane-
lla, indefinido, profesor derecho Civil... y un Sr. Sarri acaso.» (Carta de Leopoldo Alas a Marcelino Me-
néndez Pelayo, Oviedo, 23-II-1893, en: ID., Ibíd.., p. 224). El Losada del que hablaba Clarín era Manuel
Rodríguez Losada (1835-1909), doctor en Filosofía y Letras en la Universidad de Santiago de Composte-
la era catedrático de Instituto de lengua latina y castellana en Oviedo y de lengua Hebrea en el Seminario
conciliar. Rodríguez Losada fue el autor de la Circular que la Universidad de Oviedo enviara a sus símiles
de Europa y América para invitarlas a enviar delegados a las fiestas del III Centenario en 1908.
57
Según Fermín Canella y las actas electorales del Senado, Menéndez Pelayo ganó a Uña y Gómez en
1896 por 11 votos a 10 y, en 1898, por 27 votos a 22. Ver: Fermín CANELLA SECADES, Historia de la
Universidad de Oviedo y noticias de los establecimientos de enseñanza de su distrito (Asturias y León), 2ª
edición facsimilar de la 3ª edición reformada y ampliada de 1903-1904, Oviedo, Universidad de Oviedo,
1995, p. 234.
58
Para observar un ejemplo del universo de votantes, consultar el claustro electoral para el año 1907
reproducido en los Anales de la Universidad de Oviedo, Tomo IV, 1905-1907, Oviedo, Establecimiento
Tipográfico A. Brid, 1907, pp. 425-426. Ese año, tres después de que se hubieran marchado a Madrid,
seguían estando habilitados para votar, Posada y Buylla y después de seis, Melquíades Álvarez; represen-
tando los catedráticos, 20 votos; los profesores auxiliares, 5 votos; los directores de Escuelas especiales, 8
votos; y los “doctores matriculados”, 34 votos —entre los que estaban empadronados, el habitual senador
pidalino por la Provincia de Oviedo y triunfador sobre Labra por el distrito universitario en 1899, Nicolás
Suárez Inclán y César Canella y Secades—.
59
Las epístolas inéditas entre Alas y Menéndez Pelayo oportunamente reveladas por José María Cachero
resultan imprescindibles para comprender los pormenores de aquellas jornadas. Una vez vencido Uña por
un solo voto, Menéndez Pelayo recibió cartas de congratulación de quienes garantizaron su reelección,
como Aramburu y Canella. También Clarín escribiría al santanderino para retarlo por su desidia y por

245
Lo cierto es que, si aquella ruptura y las ambiciones del Grupo de Oviedo se re-
velaron sorpresivamente en 1896; en 1898 la crispación electoral excedería los límites
del Claustro y se proyectaría en el escenario político asturiano, según testimoniaron
tanto los institucionistas como los conservadores. En aquella ocasión, Menéndez Pela-
yo, principal interesado, se convertiría en el espectador privilegiado de aquellos conflic-
tos, siendo receptor de las opiniones de unos y otros.
Así, Posada, luego de negarle su voto, confesaba al santanderino que, por aque-
llos días “es bien notorio que han vuelto a ponerse en cuestión con lamentable crude-
za… la libertad de cátedra y, en general, la neutralidad de la Universidad”61. Altamira,
sintiéndose culpable de retirarle el suyo, le hablaba de la “imprudencia y exceso de celo
de los que se llaman sus amigos”, asegurándole que no votaba contra él, sino contra las
manipulaciones del caudillo conservador y católico Canillejas62. Sela, más explícito,
advertía a Menéndez Pelayo que “cierto partido político contra cuyos manejos protesta
hoy indignada toda Asturias, ha hecho del siempre respetable y eminente nombre de V.,
bandera de intolerancia y representación del caciquismo en la Universidad”63.
Desde la acera de enfrente, Álvarez Amandi, escribía al santanderino antes de
los comicios, informándole que “bien hizo V. en contar de ante mano con mi voto; mas
veo que conviene no descuidarse” debido a que “la gente avanzada tiene esperanzas, y

empujarlo a realizar tantas intrigas: “Los no liberales le votaron a Ud. (pocos) por disciplinados (no a
Pidal, al Rector) pero están descontentos, son gente muy asturiana, utilitaria y orgullosuca”. Alas repro-
chaba a Don Marcelino su molicie: “V. debió escribir y moverse interesando más a los votantes, por más
que Aramburu lo hizo bien”. Para ello debía dejar de lado sus acostumbrados B.L.M. y ponerse a escribir
de verdad: “Para otra vez ya sabe Ud.: cartas autógrafas. Coja Ud. la lista de docentes… y a escribir.”
(Carta de Leopoldo Alas a Marcelino Menéndez Pelayo, Oviedo, 28-IV-1896, en: José María CACHERO,
Menéndez Pelayo y Asturias, Oviedo, IDEA, 1957, pp. 130-133).
60
Aramburu habría manejado las jornada electoral de 1896 a favor de la candidatura de Menéndez Pela-
yo, prolongando la sesión en espera de votos que contrarrestaran la asistencia en bloque del Grupo de
Oviedo, Melquíades Álvarez y los profesores de la Facultad de Ciencias para presentar y votar por sorpre-
sa la candidatura de Uña y Gómez; y cerrándola de inmediato cuando tuvo la certeza de que el santande-
rino contaba con una ventaja mínima sobre su adversario. Ver: Ibíd., p. 131 y Carta de Félix Aramburu a
Marcelino Menéndez Pelayo, Oviedo, 28-IV-1896 y Carta de Fermín Canella a Marcelino Menéndez
Pelayo, Oviedo 26-IV-1896, ambas en: José María CACHERO, Menéndez Pelayo y Asturias, Op.cit., p.
130.
61
Carta de Adolfo Posada a Marcelino Menéndez Pelayo, Oviedo, 12-III-1898, en: José María CACHERO,
Menéndez Pelayo y Asturias, Op.cit., p. 144-145.
62
Menéndez Pelayo no cumplió con esmero su rol de representante de la Universidad en el Senado, pero
dos años después de la reprensión de Alas, al menos hizo los deberes epistolares que este le demandara,
escribiendo incluso a los institucionistas pidiéndoles el voto. Altamira, que había solicitado y obtenido el
apoyo de Menéndez Pelayo en su oposición, rehusó darle su voto, ya que, según él, esa elección se había
transformado en una cuestión ideológica y política, trascendiendo la dimensión personal que tradicional-
mente tenía, y dadas esas circunstancias, “yo no he tenido más remedio que ponerme del lado de los mí-
os”. (Ver: Carta de Rafael Altamira a Marcelino Menéndez Pelayo, Oviedo, 5-IV-1898, en: José María
Cachero, Menéndez Pelayo y Asturias, Op.cit., pp. 140-141). Esta fue la causa del distanciamiento entre
el alicantino y el santanderino que se prolongaría hasta 1904. Menéndez Pelayo se había ofendido por la
ingratitud de su joven amigo y beneficiado, tal como lo confiara al Marqués de la Vega de Anzo: “No me
ha mortificado ni poco ni mucho la actitud hostil de los krausistas de Oviedo, entre los cuales había (¡pa-
rece increíble!) alguno que me debe favores personales de cierta importancia.” (Carta de Marcelino Me-
néndez Pelayo a Martín González del Valle, Madrid, 24-IV-1898, en: José María CACHERO, Menéndez
Pelayo y Asturias, Op.cit., p. 150).
63
Carta de Aniceto Sela a Marcelino Menéndez Pelayo, Oviedo, 13-III-1898, en: José María CACHERO,
Menéndez Pelayo y Asturias, Op.cit., pp. 145-146.

246
desgraciadamente el núcleo de racionalistas y positivistas es hoy numeroso en este
Claustro”64.
Alas mismo, después de haberle recomendado que pactara nada menos que con
Alejandro Pidal y Mon, admitiendo que era él quien manejaba los votos que podían dar-
le su segunda reelección, no ocultaba a su amigo que el mismo Pidal y Canillejas esta-
ban procediendo con inusitada torpeza: “Publican artículos llamando impío a Uña, in-
sultando a Giner y a la Institución [Libre de Enseñanza] y amenazando al pobre
[Armando González] Rúa con dejar cesante a un cuñado suyo”65.
Finalmente el santanderino volvería a imponerse sobre Uña, esta vez por cinco
votos y gracias, según el rector Aramburu, a la perseverancia de Canillejas66 y Alas que
“trabajaron como héroes” por su victoria67, pese a la presión gubernamental de ciertos
liberales, que llegaron a citar apócrifamente la voluntad de Sagasta para que triunfara
Uña68. Esta rumor le era confirmado por el caudillo liberal dinástico, Martín González

64
Carta de Justo Álvarez Amandi a Marcelino Menéndez Pelayo, Oviedo, 29 marzo 1898, en: Marcelino
MENÉNDEZ PELAYO, Epistolario, Madrid, Fundación Universitaria Española, Madrid 1982-1991, Tomo
XIV (VII-1896 a X-1898), p. 527. Otro testimonio de las divisiones objetivas existentes lo dio el propio
Clarín, al felicitarlo por su triunfo en las oposiciones para catedrático en Oviedo: “Le doy y me doy la
enhorabuena. Aquí hemos recibido la noticia con gran júbilo. Se alegran hasta muchos que no le conocen
a Vd., pero saben quien es. Creo que Oviedo, a la larga, ha de agradarle a Vd., y si bien en la Universidad
ha de encontrar muchas plantas parásitas, covachuelistas, reaccionarios o pasteleros, tendrá en cambio un
núcleo de verdaderos amigos del estudio, liberales y buenos, y fuera de la casa no falta gente de buena
intención y simpática. El país, cuando no llueve, delicioso (Carta de Leopoldo Alas a Rafael Altamira,
Oviedo, 25-III-1897, en: José María Martínez Cachero, “13 cartas inéditas de Leopoldo Alas a Rafael
Altamira”, en: Archivum, Revista de la Facultad de Filosofía y Letras, Vol. XVIII, Oviedo, Universidad
de Oviedo, 1968, p. 163).
65
Carta de Leopoldo Alas de Marcelino Menéndez Pelayo, Oviedo, 12-III-1898 en: José María
CACHERO, Menéndez Pelayo y Asturias, Op.cit. Ante estas dificultades, Alas recomendaba al santanderi-
no que declinara su candidatura, cosa a lo que éste se negó, argumentando que no se retiraría ante un
hombre sin méritos como Uña (Carta de Marcelino Menéndez Pelayo a Leopoldo Alas, Madrid, 8-IV-
1898, en: José María CACHERO, Menéndez Pelayo y Asturias, Op.cit.).
66
El mentado Canillejas, era Manuel Vereterra-Lombán (nacido en 1852), diputado conservador por
Castropol desde 1877 y desde 1891, por Oviedo. La denominación viene de que Vereterra-Lombán —
caballero de la Orden de Carlos III— estaba casado con la Marquesa Isabel Francisca Armada, investida
Grande de España en 1871. El marquesado de Canillejas pasó a la familia Revillagijedo derivando en
Armada y caducando cuando esta murió en 1909.
67
Carta de Félix Aramburu a Marcelino Menéndez Pelayo, Oviedo, 11-IV-1898, en: José María
CACHERO, Menéndez Pelayo y Asturias, Op.cit., p. 148.
68
Más allá de las transacciones intercaudillescas habilitadas por la política de la Restauración, la elección
senatorial de 1898 fue escenario de un acuerdo bastante aberrante entre los liberales y conservadores
dinásticos del distrito, encabezados los unos por el Marqués de la Vega de Anzo y los otros por Alejandro
Pidal y Mon. Recordemos que el proceso electoral ovetense se desarrolló en paralelo a la inminente inter-
vención norteamericana en Cuba y a los desórdenes y tensiones que jaqueban al gobierno de Sagasta y
amenazaban al sistema de la Restauración que, para colmo, había perdido a su arquitecto Cánovas, asesi-
nado meses a, por un anarquista. Como podemos ver, el clima político nacional no predisponía al sosiego
y hacía muy remota cualquier intervención moderadora de Madrid que, en otras circunstancias, segura-
mente su hubiera producido. Así, el distrito electoral quedó más aislado que nunca y sujeto al imperio
omnímodo de los caudillos territoriales. Así, por la coyuntura y por el predominio de los dirigentes loca-
les más conservadores de ambos partidos pudo armarse un contubernio dinástico que logró absorber a
todo el arco católico y reaccionario para imponer, de común acuerdo con los “regionalistas”, la candidatu-
ra de Menéndez Pelayo y alejar del Senado a un republicano. Por supuesto Uña no era ningún revolucio-
nario, y no se lo enfrentaba por eso, ni a él ni a los institucionistas; pero, amén de jugarse el prestigio en
su patria chica, para los dirigentes del tinglado restaurador era preferible que, dadas las circunstancias
críticas de aquel verano de 1898, no se allanara el camino a las Cortes a un republicano que, llegado el

247
del Valle, Marqués de la Vega de Anzo69, quien le informaría, inmediatamente después
de su reelección que: “Posada, Sela y Buylla, como representantes de la Institución Li-
bre de Enseñanza hicieron una guerra crudísima, apoyados por el Gobernador, que decía
seguir las indicaciones del Gobierno… Ningún partido puede vanagloriarse de haberle
dado el triunfo. Le votaron a Vd. carlistas como Cornejo, republicanos como Clarín y
Aramburu y liberales como yo. […] los otros, los que le combatieron son unos pobres
fanáticos, sectarios agradecidos a la influencia que acaso recibieron de la I.L. de ense-
ñanza”70.
Contra la tentación de creer que, en definitiva, fue el inmenso prestigio de Me-
néndez Pelayo y no el contubernio electoral, aquello que garantizó sus reelecciones y el
triunfo conservador, conviene recordar que esta historia se repetiría en 1899, cuando
nada menos que Rafael María de Labra71 sería derrotado por el oscuro candidato con-
servador Nicolás Suárez Inclán, esta vez sin demasiado entusiasmo regionalista.

caso, podía resultar un incordio adicional para un gobierno más necesitado que nunca de “opositores
leales”. Un buen ejemplo del voto “disciplinado” de un liberal por la candidatura de Menéndez Pelayo fue
el de Eduardo Serrano Branat (1856-1914), licenciado en Leyes en 1876 y, posteriormente, Doctor y,
desde 1888, catedrático de Derecho Civil en la Universidad de Oviedo. Operando este acuerdo informal
de fondo, puede comprenderse que afluyeran más votos de conservadores “extrauniversitarios”, en prin-
cipio más difíciles de movilizar, como el de César Canella y Secades (1844-1909). Este hermano de Fer-
mín, licenciado en Derecho civil y canónigo en 1867 y doctor por la Universidad de Oviedo en 1871
había sido por algún tiempo profesor auxiliar de Historia Universal y de Disciplina eclesiástica. Luego
ejerció la abogacía y fue diputado provincial, hasta que marchó a Filipinas para desempeñarse como al-
calde mayor de Batangas. Más tarde, en 1887, fue designado juez de primera instancia en Santiago de
Cuba; luego Magistrado de la Audiencia en Cebú, Filipinas y, por último, Juez en Puerto Rico. En 1890
regresó a Asturias abandonando su carrera judicial por razones de salud y pese a su alejamiento, concurrió
a votar seguramente por pedido de su hermano.
69
Emilio Martín González del Valle (1853-1911) nació en La Habana y se licenció en Leyes en Oviedo
en 1872, doctorándose en 1874. Profesor supernumerario en la Universidad de La Habana en 1874, regre-
só a España cuatro años más tarde, como diputado por Pinar del Río. Ideológicamente conservador y
católico pese a su filiación partidaria liberal, fue esencialmente un anti-autonomista en Cuba y un miem-
bro prominente de la Unión Constitucional. Desde su afincamiento en Oviedo, se convirtió en el jefe del
partido liberal asturiano. En 1889 fue investido como Marqués de la Vega de Anzo. Fundó varias becas
en el Seminario de Oviedo y fue cofundador de la Asociación de Antiguos Alumnos de la Universidad de
Oviedo, que presidió hasta 1911.
70
Carta de Martín González del Valle a Marcelino Menéndez Pelayo, Oviedo, 12-IV-1898, en: José Ma-
ría CACHERO, Menéndez Pelayo y Asturias, Op.cit., p. 149.
71
Labra y Cadrana (1840-1918) tuvo una extensa trayectoria intelectual y política cuyos hitos que nos
permiten comprender por qué este personaje constituyó un claro punto de referencia para el pensamiento
de Altamira y otros americanistas españoles. Labra se graduó Derecho en la UCM y desde joven destacó
como orador ganando el premio de oratoria de la Sociedad de jurisprudencia. Ejerció el periodismo en El
Contemporáneo, La Discusión, en la Revista Hispanoamericana y dirigió El Abolicionista, publicación
de la Sociedad Abolicionista Española, de la que sería presidente en 1869. Fue un activo militante de la
causa de la autonomía cubana, de la abolición de la esclavitud y de la supresión del tráfico de culíes.
Presidió el Ateneo de Madrid y en 1871 obtuvo por oposición la cátedra universitaria de historia de la
colonización europea, que finalmente le fuera quitada por sus ideas radicales. En 1873, luego de la abdi-
cación de Amadeo de Saboya, figuró en el Congreso que proclamó la I República Española. Representó
en las Cortes a Asturias, a Puerto Rico y a Cuba. Presidió la Sociedad de Fomento de las Artes, aplicada a
la educación de los sectores populares. Fue profesor y rector de la Institución Libre de Enseñanza, dio
clases de Derecho Internacional Público e inauguró la primera cátedra que se fundó en España de Historia
Política Contemporánea. Sobre Labra, ver: Elena HERNÁNDEZ SANDOICA, “Rafael Mª de Labra y Cadrana
(1841-1919): una biografía política”, en: Revista de Indias, nº 200, Madrid, 1994.

248
Ahora bien, podría pensarse que estos conflictos electorales no eran fundamenta-
les, en tanto serían “externos” al Claustro y, por ello mismo, propicios para que los ca-
tedráticos jugaran a la política extremando sus posiciones sin poner en riesgo su consen-
so académico. Nada más erróneo. Las elecciones senatoriales, en tanto única expresión
comicial auténtica hasta que el cargo de Rector fuera sometido a elección en 1906, son
una fuente inmejorable para determinar el statu quo del Claustro y un buen indicio para
determinar el fundamento ideológico y la entidad política que tenían las diferencias que
separaban a conservadores e institucionistas. Diferencias que dieron lugar a muchas
tensiones que rebasaron el tradicional arbitraje regionalista, y que, a la postre, permitirí-
an una regresión en la autonomía universitaria en 1899 y el consiguiente canto del cisne
del pidalismo en el distrito universitario.
La superación de este enfrentamiento sólo fue posible cuando, menguado el sec-
tor conservador y el propio regionalismo, éste restañó heridas con un Grupo de Oviedo
más propenso al diálogo después de aquella segunda derrota72, y cuajó, de hecho, un
sistema o pauta de relevo que aseguraba la banca del Senado al Rector en funciones —
mientras la ley lo permitió— o saliente —cuando ambos cargos se tornaron incompati-
bles—. Este sistema preservó la influencia de los regionalistas, antes desconfiados del
dinamismo y las ambiciones de los krauso-institucionistas, disolvió las tensiones electo-
rales y, a la postre, permitió que en la primera elección del Rector, Fermín Canella fuera
votado por todos los sectores, revalidando en las urnas el consenso que sostenía a los
regionalistas en el rectorado desde Salmeán y que ya se había puesto a prueba en las tres
elecciones senatoriales celebradas desde 1901.
La normalización de este esquema de reparto de poder académico fue testimo-
niado por el propio Adolfo Posada, cuando daba por sentado que, de no haber caído el
régimen restaurador en 1924, su compañero Sela y Sampil, hubiera sucedido a Fermín
Canella en la banca73. Este esquema, que regulaba el reparto de responsabilidades en las
relaciones “exteriores” de la Universidad con las Cortes y el sistema político, sumado a
las otras “costumbres” heredadas o que fueron estableciéndose respecto de la sucesión
natural del Rector por su Vice74 y de la adjudicación escalafonaria de los Decanatos75,

72
Debe tenerse en cuenta que los regionalistas pronto intentarían recuperar su credibilidad y su capacidad
mediadora ante los escaldados miembros del Grupo de Oviedo. Conmocionado el país por la derrota en
Cuba y Filipinas y conmovido el Claustro por el discurso de apertura del curso 1898-1899 que pronuncia-
ra Altamira en el mes de octubre; Alas, Canella y Aramburu estrecharían vínculos con los institucionistas
apoyando y comprometiéndose personalmente con el proyecto de instituir la Extensión universitaria en
Asturias (cosa que no harían los tradicionalistas). Este apoyo entusiasta ha sido explicado siempre con
arreglo a las altas ideas o a la honra de los intereses universitarios, pero no ha sido suficientemente rela-
cionado con la elección senatorial de abril y las tensiones a que ella dio a lugar. Desde un punto de visas
cercano a la coyuntura institucional, no puede escaparse el hecho de que el rápido reflejo de Alas al reto-
mar la propuesta de Altamira, constituyó un oportuno guiño de complicidad hacia el Grupo de Oviedo. El
gesto clariniano y las actitudes posteriores de estos tres hombres, además de honrar venerables principios
ideológicos y favorecer un proyecto que redundaría en el fortalecimiento de la institución, permitiría
recuperar una relación ciertamente afectada por el pacto de su grupo con los conservadores.
73
Adolfo POSADA, Fragmentos de mis memorias, Op.cit., p. 257.
74
Este esquema sucesorio que hacía del Rector un “gran elector”, se verificó en ocasión de la asunción de
Canella, al renunciar Aramburu, y en la de Aniceto Sela y Sampil, cuando hiciera lo propio Canella. En
ambos casos, la “sucesión natural” fue bendecida electoralmente por el Claustro.

249
constituyeron un auténtico sistema de convivencia. Este sistema —que puede percibirse
perfectamente si observamos los Cuadros VI y VII de los Anexos y cruzamos sus res-
pectivas informaciones—, reflejaba equilibrios y pactos que no hubieran sido razona-
bles si no hubieran existido profundas diferencias ideológicas y conflictos de intereses
en el interior del Claustro.
La sorpresa que pudo suscitar la estabilización de un marco de convivencia insti-
tucional legitimado por los representantes de unas tradiciones que se enfrentaron déca-
das más tarde, ha dado paso a una negación, de raíz anacrónica o dogmática, pero en
todo caso errada, de aquellas diferencias y la búsqueda de sustratos unificadores de unos
y otros. Esta operación aventurada, no tuvo mayor asidero en su expresión de derechas
—sobre todo después de la victoria franquista—, pero encontró terreno fértil en una
lectura radical de izquierdas, interesada en sostener la existencia de una temprana pola-
rización entre un campo obrero progresivamente maduro y revolucionario y un campo
burgués esencialmente conservador y reaccionario.
El diagnóstico de esta polarización “estructural” en el campo ideológico y políti-
co español es el que habría permitido “desenmascarar“ a los reformistas y despreciar
como irrelevantes aquellas pugnas entre las diversas fracciones de la clase burguesa y
sus respectivas representaciones facciosas. Pugnas que aparecerían más o menos bizan-
tinas y lúdicas, contrastadas con los ideales épicos de la lucha de clases o de la restaura-
ción nacional que, no casualmente, llegarían a justificar a quienes dispusieron las ejecu-
ciones de Melquíades Álvarez y de Leopoldo García Alas Argüelles, el ostracismo de
Posada o la proscripción de Altamira.
En este sentido, en el año 2000 Uría desplazó la centralidad de la oposición entre
krauso-institucionistas y conservadores que había diagnosticado en 1994, en aras de
destacar los síntomas de una oposición de clases en ciernes que encontraría a aquellos
inadaptados reformistas orbitando alrededor del campo burgués antes que comprometi-
dos con la suerte de la clase obrera. De allí que Uría profundizara en su “Posada, el
Grupo de Oviedo y la percepción del conflicto social”, un aspecto del análisis que en
1994 había sido tomado en cuenta sólo marginalmente.
Si a partir de aquel estudio primigenio del funcionamiento de la Universidad de
Oviedo se había podido trazar una línea de demarcación clara respecto de los grupos
conservadores y clericales, el Grupo de Oviedo —pese a su fluido diálogo con el movi-
miento obrero y en especial con el socialismo—, no dejaba de tener fronteras nítidas
hacia su izquierda y sordos temores frente a la emergencia de la “lucha de clases”. Una

75
Por entonces, los decanatos eran adjudicados por ley al profesor más antiguo de cada Facultad, lo cual
no era óbice para que en ciertos momentos la injerencia externa dislocara el sistema. Una ocasión de este
tipo se presentó como el “golpe” rectoral de Alejandro Pidal y Mon, cuando se desplazó ilegalmente al
decano de Derecho, Barrio y Mier. Sin embargo, en aquella circunstancia, el Claustro se abroqueló alre-
dedor de la ley y la costumbre y ningún conservador aceptó el ofrecimiento del rector “golpista” Rodrí-
guez Arango, consensuándose entre todos los profesores que fuera el colega más antiguo luego de Barrio
—Guillermo Estrada y Villaverde— quien asumiera interinamente el Decanato. Ver: Ibíd., p. 223. Para el
conflicto de 1884, consultar: Santiago MELÓN FERNÁNDEZ, “El conflicto universitario de 1884 en la Uni-
versidad de Oviedo”, en: ID., Estudios sobre la Universidad de Oviedo, Op.cit., pp. 175-204.

250
lucha que podía llegar a obstaculizar “la consolidación de un Estado moderno y cohe-
sionado” y que, por eso, debía conjurarse con un “reformismo social preventivo”76.
Partiendo de este señalamiento inicial de 1994, Jorge Uría, cuestionaría con bas-
tante severidad en su artículo del año 2000, la posición de los intelectuales del Grupo de
Oviedo respecto de los conflictos sociales de su tiempo: Posada, Buylla, Sela y Altamira
no se habrían implicado como “activistas”, sino que habrían guardando una prudente
distancia desde la cual habrían ejercido una “contemplación teórica” de los mismos.
En tanto “propagandistas de la armonía social y de la morigeración”, su perfil de
intervención en el conflicto social —coherente con su reformismo y con sus posiciones
de clase— se agotaría en la mediación en las “disputas sociales protagonizadas por el
movimiento obrero”, cada vez menos proclive a ser tutelado “desde el exterior de su
clase social” y una burguesía muy poco proclive a ceder a sus reclamos:
“En definitiva los miembros del grupo transportaban a su labor y a su proyecto de reformas so-
ciales, tanto sus posiciones de clase cuanto su papel funcional de apoyo a los grupos dirigentes;
aun cuando lo hiciesen por vías que contrariaban las costumbres de una burguesía habituada a
soluciones directas y expeditivas en las relaciones laborales, y a la que resultaban en gran medi-
da ajenas las salidas reformistas y el gradualismo defendido por aquel puñado de universitarios”
77

Uría reprochó la distancia existente entre la realidad de la lucha de clases y el


“universo armónico predicado por los krausoinstitucionistas ovetenses”, así como el
hecho de que los profesores del “Grupo de Oviedo” no hubieran sacado enseñanzas de
sus fracasos como mediadores, como si el discurso de aquellos hubiera pretendido ser,
alguna vez, “descriptivo” de la realidad social y no “programático”78.
Este reproche supone, veladamente, que en la postura liberal reformista y demo-
crática de estos intelectuales habría sido automáticamente improcedente, cuando no
obscenamente utópica, en el contexto de la conflictiva realidad del momento. Este ar-
gumento crítico esconde —detrás de un juicio post facto respecto de la suerte política de
tal doctrina que en nada nos puede iluminar acerca de su consistencia intrínseca—, una
certeza subjetiva respecto de los valores adecuados que deberían haber orientado a los
intelectuales “comprometidos” con la cuestión social en la España finisecular. En tal
caso, Uría parece proclive a cerrar caminos a cualquier solución intermedia, a cualquier
planteo que buscara alternativas a la supuesta lógica radical del conflicto social y que no
asumiera la supuesta realidad objetiva de la “lucha de clases” —recordemos que este es
un concepto teórico y no un fenómeno empírico— y, en definitiva, a cualquier posicio-
namiento que no optara por alinearse ideológicamente detrás de algunas de las “clases”
dialécticamente enfrentadas.

76
Jorge URÍA, “La Universidad de Oviedo en el 98. Nacionalismo y regeneracionismo en la crisis finise-
cular española”, en: ID. (Ed.), Asturias y Cuba en torno al 98, Op.cit., p. 191.
77
Jorge URÍA, “Posada, el Grupo de Oviedo y la percepción del conflicto social”, en: ID. (coord..), Insti-
tucionismo y reforma social en España, Op.cit., p. 109.
78
Por otra parte, más allá de que este discurso tratara del “deber ser” y no del “ser”, se nos ocurre que el
grupo de intelectuales que lo sostenía debe ser analizado, en este plano, como un “actor” más, portador de
un proyecto y de un discurso que luchaba por imponerse en el ruedo político y social.

251
Partiendo de una postura en la que se supone la existencia real de la “lucha de
clases”, y se cree en la adecuación de las posiciones más extremas a la realidad intrínse-
ca del conflicto social, es muy difícil no caer en la tentación de confundir el relevamien-
to historiográfico de los fracasos políticos del Grupo de Oviedo y del hundimiento de
los proyectos moderados y reformistas en la España del período 1898-1936, con una
valoración negativa de sus convicciones y con una aparente refutación ideológica de sus
proyecto socio-político.
Sin embargo, observando la sociedad y sus conflictos desde una perspectiva no
comprometida con el marxismo, la resolución histórica de los conflictos y dilemas de la
sociedad y del sistema político español —desfavorable, que duda cabe, a los sectores
moderados, reformistas y democráticos—, nunca podría ser invocada como prueba de la
inadecuación o impertinencia “intrínseca” del reformismo liberal que estos catedráticos
postulaban. Por el contrario, fue el juego de la historia y las pujas entre diferentes mode-
los políticos y sociales y entre diferentes sectores los que, al desbordar los cauces insti-
tucionales desgastados de la Restauración y no logrando definir un sistema alternativo
estable bajo la República, determinaron —en el mediano plazo, recordemos— aquel
rotundo fracaso de los institucionistas.
De modo que, sugerir que este fracaso —que fue el de todo el reformismo espa-
ñol— se debía, en parte, a sus erróneos puntos de partida teóricos e ideológicos y, en
parte, a su incapacidad para incorporarse a la lucha social y participar en ella como “ac-
tivistas”, supone, velada aunque no menos firmemente, la presencia de una valoración
claramente negativa detrás de un aparentemente “objetivo” juicio de hecho.
Frente a esto se nos ocurren algunas preguntas. ¿Por qué deberíamos medir a es-
tos intelectuales con el baremo que deviene del imaginario del intelectual comprometido
de la segunda mitad del siglo XX? ¿Por qué deberíamos poner ese listón para medir su
“adecuación” a la realidad o su “compromiso social”? ¿Por qué deberíamos postergar o
relativizar las evaluaciones positivas que del Grupo de Oviedo hicieran los líderes polí-
ticos y sindicales obreros de aquel momento, en aras sostener el bosquejo de un proceso
de evolución ideológica fijado teóricamente?79. De lo que se trata es, más bien, de com-
prender que el “compromiso social” que asumían era muy real, pero de otra naturaleza
al que ha definido la tradición clasista de las izquierdas europea de la postguerra; como
así también era diferente su ideal de sociedad y su visión del “compromiso” que un
científico debía adquirir con su tiempo y con los diferentes sectores de su comunidad.
En este sentido, el juicio de valor negativo se pone en evidencia al sugerirse que
aquella postura intelectualmente comprometida y de acción directa —más propia, qui-
zás, de un intelectual del mayo francés del ’68 que de aquel otoño español del ’98— no
sólo estaba habilitada para estos catedráticos; sino que las opciones radicales eran las

79
A propósito de la valoración positiva —pese a las críticas y polémicas que existieron— de la vanguar-
dia intelectual obrera respecto de las actividades sociales y pedagógicas populares del Grupo de Oviedo,
debe consultarse el interesante estudio de Santiago CASTILLO, “Juan José Morato. La actitud del socialis-
mo ante la extensión universitaria del profesorado ovetense”, en: Jorge URÍA (coord..), Institucionismo y
reforma social en España, Op.cit., pp. 176-180.

252
únicas posturas “funcionales”, tanto si deseaban apoyar a la clase obrera y sus reivindi-
caciones, como si deseaban apoyar explícitamente a su propia clase burguesa.
La cuestión, claro está, es admitir que los intelectuales del Grupo de Oviedo no
tomaron para sí ese rol, no por timoratos, no por cobardes, no por tibios y, no sólo, por
pequeño burgueses, sino porque su opción teórico-ideológica y su proyecto político no
suponía una identidad de intereses con las organizaciones políticas y sindicales obreras
ni con las del tradicionalismo, ni con las de la gran burguesía.
De esta forma, al no dar entidad ni relevancia a esta postura intermedia, Uría
terminó reduciendo a polaridad dialéctica clasista el escenario del conflicto social y del
juego político de la España finisecular. Este escenario dicotómico se impone, en su in-
terpretación, no como fruto de una observación del proceso histórico, sino como emer-
gencia de una certeza teórica previa. Pensando desde una matriz como esta, parece lógi-
co que se considerara que las propuestas moderadas no tuvieron esperanza alguna de
sobrevivir dada la estructura polarizada y clasista del conflicto social. De allí que parez-
ca lógico que el examen de Uría termine privilegiando el carácter burgués, pro-patronal
y pro-capitalista de estos intelectuales, reduciéndolos, en “última instancia”, a uno de
los dos extremos de aquella incipiente “lucha de clases”.
Al describir el tránsito entre aquel grupo de avanzada progresista, ideológica-
mente consistente, cohesionado y capaz de plantear una alternativa al menos pertinente
a los intereses capitalistas y a la lucha de clases, que se describía en 1994; y este grupo
de intelectuales desorientados y utópicos, ideológicamente a la deriva y con una identi-
dad débil incapaz de resolver la tensión existente entre sus compromisos de clase y sus
impulsos tutelares y paternalistas sobre la clase obrera, que se describía en 2000; se en-
tiende que en 2001 se concluyera que, después de todo, no existían abismos políticos e
ideológicos entre estos institucionistas y los sectores más rancios de conservadurismo
ovetense. Después de haber consumado este giro, es comprensible que se sugiriera que
la experiencia renovadora de la Universidad y el éxito de sus iniciativas, se debió más a
la armonía y al consenso y no tanto a una puja de poder académico; o que el contenido
de tales propuestas apareciera como perfectamente inocuo y adaptable a cualquier dise-
ño ideal de Universidad y a cualquier ideal intelectual disponible en la época.
Por supuesto, ninguna revisión eficaz de las interpretaciones de Melón y Uría
puede pasar por la idealización del “Grupo de Oviedo”, ni por la beatificación laica a
estos liberales reformistas españoles. Esta tentación ha sido, al parecer, lo suficiente-
mente poderosa como para que algunos biógrafos e investigadores de gran prestigio
hayan caído en ella, intentando rescatar del barro a estos intelectuales. El problema es
que, a menudo, este tipo de defensas ad hominem terminan por asumir el argumento y el
punto de vista de las visiones polarizadas, ya sea intentando “disculpar” a los injusta-
mente implicados por sus virtudes personales o por lo elevado de sus ideales, ya sea
introduciendo ciertas distinciones conceptuales de muy dudosa consistencia que permi-
tan excluirlos de cualquier implicación comprometedora.
Este tipo de defensa es la que desplegó Yván Lissourgues cuando, exponiendo
sus ideas respecto de las relaciones entre Clarín y el Grupo de Oviedo, afirmaba la ne-

253
cesidad de distinguir “reformismo” de “reforma social” para así rescatar del oprobio a
los institucionistas, sin percatarse que cualquier discusión sobre los límites de un con-
cepto, supone una legitimación de este y de la perspectiva que lo sostiene80.
Como podemos apreciar el concepto de “Grupo de Oviedo” ha traído bastante
polémica y ha generado usos encontrados. Más allá de que estemos de acuerdo con una
forma u otra de entender aquella coalición, lo cierto es que las investigaciones de prime-
ra mano y reflexiones críticas de Melón y Uría que aquí hemos criticado permanecerán
como aportes imprescindibles para comprender la historia de la Universidad de Oviedo
y de la intelectualidad asturiana. Sin embargo, en los aportes más recientes, puede apre-
ciarse cómo, cercanos a los festejos del IV Centenario de la Casa, ciertas iniciativas
institucionales para recuperar la memoria de Altamira y de los profesores ovetenses, han
comenzado a incidir negativamente en la comprensión histórica de aquella coyuntura.
En efecto, lamentablemente, esta incidencia no parece que vaya a resultar bene-
ficiosa ya que la expansión bibliográfica del tema que es dable esperar —y que ya co-
mienza a verificarse— parece corresponderse con una abrupta baja de la tensión teórica
e historiográfica en el abordaje del tema. Esta tendencia augura nuevos deslizamientos
conceptuales en beneficio no ya del fortalecimiento de ninguna tradición historiográfica
o político-ideológica, sino de la celebración entusiasta y amable de unas efemérides
institucionales que en nada ayudarán a la comprensión del asunto.
En el año 2002, Santos M. Coronas González, comisario de la oportuna y valiosa
Exposición Bibliográfica y Documental “Rafael Altamira y el Grupo de Oviedo”, pre-
sentaba en su Catálogo una semblanza de la Universidad ovetense cuyos contenidos y
estructura eran recogidos, en lo sustancial, de las memorias de Posada y de los estudios
de Melón. Sin embargo, Coronas González, que ya había presentado sus ideas al respec-
to en 199981, dio un paso más allá en la expansión del concepto “Grupo de Oviedo”,
superando el impresionismo errático del abrumado Posada de 1941 y el argumento
“movimientista” de Melón y de los últimos trabajos de Uría, dando por sentado que ese
“Grupo” abarcaba al pleno del Claustro:
“La universidad a la que llegó Altamira ya no era aquella Universidad provinciana y familiar, re-
tratada por Posada. A los Canella, en especial a Fermín, reputado por algunos profesores auxilia-

80
“Quiera que no, el reformismo, según la connotación despreciativa que el marxismo le ha acuñado a la
palabra, es un intento político para salvar, a cambio de concesiones, la estructura y los valores de la so-
ciedad burguesa amenazados por la orientación revolucionarias de las organizaciones obreras. Ese carác-
ter regatón del reformismo es algo extraño al institucionismo, que no puede reducirse a una ideología
pues es ante todo una filosofía del hombre inseparable de una filosofía social, filosofía que podrá tildarse
de utópica (o de ingenua) pero a la que no se le podrá quitar, si se estudia con un mínimo de comprensión,
autenticidad humana” (Yvan LISSOURGUES, “La filosofía del institucionismo en el pensamiento y en la
obra de Leopoldo Alas (1875-1901) —Clarín y el grupo de Oviedo—”, en: Jorge URÍA (Coord.),
Institucionismo y reforma social en España, Op.cit., p. 187). Quizás, más que intentar rescatar
individualmente a los burgueses institucionistas del supuesto pecado original del reformismo, de lo que se
trate es de cuestionar la validez de la condena política, ideológica y teórica que el marxismo ha logrado
imponer sobre quienes rechazaban la revolución y apostaban por un cambio progresista que no implicara
la demolición de la sociedad y de su sistema de relaciones económicas y políticas.
81
Santos CORONAS GONZÁLEZ, “Rafael Altamira y el grupo de Oviedo”, en: Anuario de Historia del
Derecho español, Vol. LXIX, Madrid, 1999, pp. 63-89. Este artículo, reproducido en: ID., Dos estudios
sobre Rafael Altamira, Op.cit., pp. 7-45, fue la base del texto del catálogo.

254
res como el amo de la Casa, a los Berjano, Díaz Ordóñez o Estrada, representantes del oviedismo
más tradicional, se habían ido sumando otros profesores imbuidos del ideal de renovación peda-
gógica próximo en algún caso, a la Institución Libre de Enseñanza. Adolfo Álvarez Buylla, cate-
drático de Economía política desde 1877; Leopoldo Alas, catedrático de Derecho Romano desde
1883; el joven Adolfo Posada, catedrático desde esa misma fecha de Derecho Político; o Félix de
Aramburu, de la de Penal, contribuyeron a reanimar la vida universitaria, contrarrestando el efec-
to de la marcha a Madrid de dos excelentes profesores: Matías Barrio y Mier (1883) y Rafael
Ureña (1886). El posterior acceso a la cátedra de Derecho Administrativo de Rogelio Jove y
Bravo (1887), cuñado de Fermín Canella, y la incorporación de Aniceto Sela a la de Derecho In-
ternacional (1891), acabó por dar su perfil humano más característico al llamado «Grupo de
Oviedo» o, en expresión de Costa, al «movimiento de Oviedo», llamado a tener notoria influen-
cia en la vida universitaria nacional.” 82

Si bien Coronas se apoyó largamente en Melón y se inspiró en su idea de unidad


en la diversidad, su propósito no era ya restituir a la Universidad los méritos “expropia-
dos” por los cuatro sabios, para poder hacer partícipes a los tradicionalistas de las glo-
rias de aquella época dorada; ni tampoco recomponer la antigua crítica conservadora
ovetense del institucionismo. El objetivo de Coronas era, por el contrario, borrar o hacer
irrelevantes las diferencias existentes en el Claustro —que Melón no dejaba de apre-
ciar— para poder celebrar la memoria del que fuera su lejano antecesor en la cátedra de
Historia del Derecho de Oviedo, en plena armonía con la historia de la Universidad que
lo acogió. Historia que para adaptarse este amable propósito debía ser convenientemen-
te desprovista de cualquier arista enojosa:
“…al margen de clasificaciones político-culturales, fácilmente intercambiables en un momento
dado, existía una conciencia colectiva de pertenencia primordial a la vieja institución universita-
ria que se puso de manifiesto por entonces en la resistencia del nuevo Rector, Rodríguez Arango,
designado por Alejandro Pidal para sustituir indecorosamente al antiguo y buen Rector, Salmeán,
y que tenía al tiempo manifestaciones lúdicas de puro compañerismo, como el té tomado en la
casa de Víctor Díaz-Ordóñez (Victorín), catedrático de Disciplina Eclesiástica y carlista, identi-
ficado por el rumor popular con el Bermúdez de La Regenta y, sobre todo, los alegres banquetes
celebrados en la biblioteca universitaria. Esta armonía se transparentaba luego en las tareas do-
centes y en las reuniones de carácter académico, que se despachaban sin mayor aparato formal.
En este ambiente cordial, de la más animada armonía y el más simpático buen humor, nacería
años después y a propuesta de Alas (1898), la Extensión Universitaria. Antes habían nacido ya la
Escuela de Estudios Jurídicos y Sociales y las Colonias Escolares de Vacaciones en Salinas. De
esta forma cordial y colectiva se fue haciendo grande el «grupo de Oviedo», al que se incorporó
Rafael Altamira en el curso 1897-1898.”83

Pese a su enfática defensa de aquella cordialidad y espíritu de cuerpo, Coronas


no pudo ignorar los elementos enojosos que el mismo Posada pondría en consideración
en sus memorias, donde Altamira no era, en absoluto, bien tratado llegando a conside-

82
Santos M. CORONAS GONZÁLEZ, “Rafael Altamira y el Grupo de Oviedo”, en: Catálogo de la Exposi-
ción Bibliográfica y Documental “Rafael Altamira y el Grupo de Oviedo”, Oviedo, Universidad de Ovie-
do, p. 34.
83
Ibíd., pp. 36-37. En el artículo de referencia de este texto, Coronas, llevando bastante lejos el alcance
de los testimonios anecdóticos de Posada afirmaba que: “Si el rector Canella supo convertir la Universi-
dad de aquellos años en un hogar, alegre a veces hasta la francachela, Altamira puso el contrapunto for-
mal, grave y circunspecto, en una actitud de austera afirmación de su individualidad levantina no siempre
comprendida por sus compañeros de claustro, preludio de su marcha en solitario hacia las altas esferas del
reconocimiento oficial.”. (Santos M. CORONAS GONZÁLEZ, “Rafael Altamira y el Grupo de Oviedo”, en:
Dos estudios sobre Rafael Altamira, Op.cit., p. 19 y nota nº 25).

255
rárselo como un “obstáculo” y un “disociante”84. Pese a ello, Coronas creyó encontrar la
causa de estas prevenciones contra Altamira en la presunta diferencia existente entre el
carácter asturiano respecto del alicantino, dando a entender que sería la incomprensión o
el equívoco la clave de este sordo rencor que Posada manifestaba en los años ’4085.
La difusión de información siempre es, qué duda cabe, positiva. En este texto,
Coronas acometió la tarea de difundir y amplificar la información contenida en fuentes

84
Los dobleces y las incoherencias que en el juicio de otras personas cometieron Alas y Posada son bien
conocidos. En el caso de Altamira, es evidente el contraste entre la sobriedad y el afecto de sus evocacio-
nes con el injusto y sordo desdén con que lo juzgaron, en secreto y en contradicción con sus manifesta-
ciones públicas, tanto uno como otro, testimoniando las mezquindades presentes en una Vetusta que des-
confiaba demasiado de los forasteros, máxime si eran brillantes, queridos y hacían gala de tener sus
propias ideas y proyectos. Sin embargo, no deja de ser curioso que aquel Posada de los años ’40, dispues-
to a amnistiar a todo el arco confesional del Claustro, se mostrara rencoroso con Canella —al que nunca
perdonó sus presiones para que la plaza que ganó Posada en 1883 le fuera adjudicada a su pariente Jove y
Bravo; y al que llegaría a acusar, amparándose en palabras de Clarín, de haberlo amenazado a través de
anónimos—, y francamente implacable con Altamira: “…al lado o dentro del profesor y del amable cole-
ga, del trabajador, del que sabe lo que debe saberse, hay, había el hombre. Y el hombre no nos procuró el
refuerzo que esperábamos. Porque no existía, porque quizás no podía existir, verdadera homogeneidad
entre el hombre de adentro y el historiador, el excursionista, el internacionalista y el, llamémosle, político.
Suavemente, deslizándose sin roces sensibles, como resultado espontáneo o indominable del carácter, el
historiador se fue diferenciando del pequeño grupo: no podía sentirse a gusto en la modestísima actitud de
sus colegas. Sentía ambiciones, seguramente nobles, que ninguno de los íntimos y de los no tan íntimos,
v.g. Alas y Aramburu, sentíamos y, esto aparte, tenía aptitudes excepcionales, arte para afirmar o crearse
una personalidad distinta, suya, que desde luego apuntó ya en labores tan modestas como las que realizá-
bamos en nuestra Universidad. Le gustaba, como a tantos y tantos de su tipo, tener sus entusiastas, mejor,
sus admiradores para su exclusivo goce. Y, por tal manera, sin advertirlo nosotros y quizás ni él, las tareas
de la Escuela comenzaron a resquebrajarse, seguramente sin proponérselo ni desearlo Altamira que, sin
duda, hubiera preferido tener sus admiradores sin perjuicio alguno para la Escuela. […] Sin embargo no
llegué a interpretar a Altamira, el de Oviedo, sino bastantes años después: luego que a su modo se hizo
ovetense y libre de las trabas del compañerismo —muerto Alas, ausente Buylla, con escaso trato siempre
con Aramburu, muy retraído Sela— centró su personalidad y convirtió, con la generosa ayuda de Canella,
la Universidad en escalón. […] Mantuve su amistad sin interrupciones, aunque algo enfriada a veces,
reconociendo sus méritos y sus defectos (¿quién no los tiene?). He procurado en alguna ocasión demos-
trarle mi sincera y desinteresada amistad, pero sin la debida correspondencia. Cuando después de un largo
eclipse tenía el placer de verle por mi casa o por mi despacho de decano, el cordial afecto con que nos
abrazábamos se me enfriaba, generalmentehacia el final de la entrevista, alguna vez ya de pie, al ver cuál
era el motivo que le había llevado a abrazarme y estrecharme la mano…” (Adolfo POSADA, Fragmentos
de mis memorias, Op.cit., pp. 253-254).
85
Puestos a buscar razones psicológicas y a situar la explicación el la fluidez de las relaciones interperso-
nales, cabe afirmar que estos ataques tardíos convivieron en el mismo texto de Posada, con manifiestos
elogios y palabras cariñosas hacia Altamira, evidentemente escritas en otra época. De allí que el aflora-
miento tardío de tanto rencor mal disimulado y tanto reproche por conductas y estrategias de ascenso
académico y político utilizadas, incluso previamente, por el propio Posada y también por Buylla y otras
criaturas del Claustro, pueda ser otra manifestación del ajuste de cuentas con el pasado que guió el retor-
no nostálgico del amargado Posada a su querido e idealizado Oviedo al fin de la Guerra Civil. Pero si este
retorno, intelectual a la vez que presencial, traía una mirada más serena y componedora con sus antiguos
adversarios, portaría una censura bastante severa —probablemente acallada durante años— hacia “los
suyos” y sus aliados de entonces. De allí, quizás, que el sociólogo no perdonara lo que consideraba evasi-
vas de Altamira ante sus ofertas de amistad, estando ambos en la UCM. o, lo que es más probable tenien-
do en cuenta el perfil sibilino de Posada, la mejor suerte corrida por su antiguo compañero de Claustro en
la vida pública. Después de todo, Altamira no dejaba de ser un “forastero” en su Asturias que, amén de
haber alcanzado “altos destinos” antes de 1936 gracias a la fama que ganó durante su etapa ovetense,
nunca dejó de ser un referente intelectual y ético para los intelectuales europeos, americanos y españoles
en el exilio, aún durante sus desdichados cautiverios. Experiencia que contrastaba con la que podía ex-
hibir Posada tras su jubilación y, luego, durante los pocos años que pudo sobrevivir a la implacable post-
guerra española.

256
secundarias disponibles y con ello ha contribuido a perpetuar la memoria de aquella
coyuntura feliz. Sin embargo, retomar los aportes de otros investigadores sin un propó-
sito crítico y sin recuperarlos en función de una investigación de base que arroje nuevos
hallazgos o proponga nuevas interpretaciones, hacen del legítimo uso de la paráfrasis un
recurso peligroso. Es un hecho incontrastable que nadie expresa mejor un argumento
que aquel que lo construyó en base a un conocimiento de primera mano adquirido en el
trabajo de archivo —como Melón o Uría— o gracias a su experiencia de vida, —como
Posada—.
El peligro radica en que, como consecuencia de la búsqueda de una expresión
original y sintética para reproducir elaboraciones ajenas, suele producirse una simplifi-
cación excesiva, un deslizamiento del sentido y una degradación retórica o estética de
los conceptos. Este riesgo resulta potenciado por el mismo género celebratorio en que se
inscriben intervenciones como la de Coronas, cuyos contenidos apuntan al homenaje y
no a la reflexión crítica. Dada la capacidad de penetración que tiene el estilo aseverativo
y la llaneza típica del lenguaje conmemorativo; y la capacidad que tiene un catálogo
documental y bibliográfico para fijar un canon de fuentes primarias y secundarias; es de
temer que las simplificaciones y deslizamientos que ya se han producido, terminen por
deformar definitivamente la imagen del “Grupo de Oviedo” en la cultura y el sentido
común históricos.
Coronas ha hecho, que duda cabe, aportes valiosos respecto del perfil de Altami-
ra como historiador del Derecho y, en especial, al ventilar parcialmente un fondo docu-
mental de gran valor en una Universidad que aún vive, en buena medida, de espaldas a
su propio pasado. Sin embargo, en lo que respecta a su intervención en la problemática
de la entidad del Grupo de Oviedo, es plenamente visible la transposición acrítica de las
percepciones de Posada y la derivación apresurada y desprolija de los conceptos utiliza-
dos por Melón y Uría en el marco de sus numerosas y sólidas investigaciones. Pero si
los deslizamientos y derivaciones que han llevado a Coronas a una hipertrofia del con-
cepto de “Grupo de Oviedo” son visibles en su texto y, por ende, fácilmente refutables,
poseen una incidencia más inquietante en el plano material ya que han determinado los
criterios con arreglo a los cuales se seleccionó, en primer lugar, un repertorio bibliográ-
fico y, en segundo lugar, un corpus doctrinario de referencia para los futuros investiga-
dores.
El Catálogo bibliográfico de la Exposición ofrecido por Coronas, recoge las re-
ferencias que existen sobre Rafael Altamira y el Grupo de Oviedo en la Biblioteca de la
Universidad de Oviedo; en la Biblioteca de Asturias; en la Biblioteca Pública Jovellanos
de Gijón y en Biblioteca del Real Instituto de Estudios Asturianos. Si el listado separado
de obras del alicantino resulta un recurso útil y bien organizado, el apartado tercero de-
dicado a “Obras del «Grupo de Oviedo»” es la primera materialización del vaciamiento
del concepto. Vaciamiento que se opera, por la mencionada expansión del concepto que
convierte en irrelevante cualquier distinción ideológica que se haya ensayado en el pa-
sado; como por lo arbitrario de varias inclusiones y excusiones. En efecto, a medida que
vamos transitando estas páginas, nos encontramos con que Coronas incluye, además de

257
las obras de Posada, Sela y Buylla, las obras de casi toda la Facultad de Derecho de la
época, es decir, a los regionalistas Alas, Aramburu y Canella; a los conservadores y
confesionales Barrio y Mier, Berjano, Díaz Ordóñez, Estrada y Villaverde, Jove y Bra-
vo e, incluso, al protofascista Pérez Bueno, y el marginado Rodríguez Arango; al liberal
dinástico, Serrano Branat; y a los liberales y republicanos de más tardía incorporación
como Melquíades Álvarez y Enrique de Benito de la Llave. Este criterio institucionalis-
ta y cronológico, no explicitado, se reafirma con el inventario de obras de catedráticos
de épocas anteriores a la coyuntura que estudiamos —como Juan Domingo Aramburu y
Arregui86; Francisco Fernández Cardín; Francisco Díaz Ordóñez; Diego Fernández La-
dreda; José Manuel Piernas Hurtado y Rafael de Ureña y Smenjaud— y también poste-
riores, como la de José Álvarez Buylla y Godino87; Jesús Arias de Velasco y Lugigo88;
pero alcanza ribetes enigmáticos con la exclusión de Inocencio de la Vallina y de Bra-
ñas Menéndez, numerarios dentro del período.
Respecto de las otras facultades, pese a incorporar a los catedráticos de Ciencias,
Uriós y Gras, Fernández Echavarría, Mur y Aínsa, y Pérez Martín; e incluso a los más
jóvenes Francisco de las Barras de Aragón, Demetrio Espurz Campobarde y al entonces
auxiliar Antonio Martínez, y hasta al veterano Rector León Salmeán, se excluye a Apa-
ricio; amén del pleno conservador y confesional de la Facultad de Filosofía y Letras,
con Álvarez Amandi a la cabeza.
En un hecho curioso, Coronas no ha explicitado los criterios que lo llevaron a
realizar estas inclusiones y exclusiones. Si es evidente que no ha sido un criterio ideoló-
gico el que ha guiado la construcción de su repertorio toda vez que no se manifestó pru-

86
Aramburu y Arregui (1802-1881), padre del Rector Félix Aramburu, se doctoró en Derecho por la
Universidad de Oviedo en 1886. Fue profesor auxiliar e interino hasta que se hizo numerario en 1845.
Fue decano de la Facultad de Derecho entre 1852 y 1853; 1859 y 1861; y entre 1861 y 1881.
87
Álvarez Buylla y Godino, era hijo del médico y hermano de Adolfo, Arturo Álvarez Buylla y González
Alegre —también colaborador en la Extensión Universitaria—. Se licenció en Derecho en la Universidad
de Oviedo en 1904 y se doctoró más tarde en la UCM. Vuelto a Asturias ejerció la profesión y fue nom-
brado profesor auxiliar de la Facultad de Derecho. Militó entre los republicanos de Lerroux y llegó a las
Cortes como diputado durante la República.
88
Arias de Velasco, nacido en 1868, se licenció en Derecho civil y canónico en la Universidad de Oviedo
en 1890 y se doctoró en la UCM en 1892. Ofició como abogado en Oviedo y colaboró con periódicos de
signo opuesto como Las libertades y El correo de Asturias. Fue conferenciante de la Extensión Universi-
taria. En 1902 fue designado profesor auxiliar en la Facultad de Derecho, cubriendo temporalmente la
vacante dejada por Clarín y en 1905 intentó obtener la cátedra, pero no fue seleccionado. En 1911 consi-
guió la plaza de Derecho Administrativo y un año más tarde fue pensionado por la JAE para realizar estu-
dios de postgrado en Francia. Fue Vicerrector de Sela y Sampil entre 1914 y 1917 y Rector entre 1918 y
1923. Arias de Velasco, católico y conservador, hijo de una familia tradicionalista y opositora a la Restau-
ración, tuvo, sin embargo un perfil muy personal en el Claustro. Admirador de Posada y del Grupo de
Oviedo, mantuvo posiciones aliadófilas durante la Primera Guerra Mundial y renunció al rectorado por
oposición a la Dictadura de Primo de Rivera. Estos posicionamientos haría que los gobiernos republica-
nos lo llevaran al Tribunal Supremo, institución que llegaría a presidir. Una buena muestra de la síntesis
ideológica particular de Arias de Velasco puede verse en su Discurso leído en la solemne apertura del
curso académico de 1911 a 1912 por el Dr. Juesús Arias de Velasco y Lúgigo, catedrático numerario de
Derecho Administrativo, Oviedo, Establecimiento Tipográfico Sucesor de A. Brid, 1911. En esta pieza
oratoria, el catedrático ovetense habla de los tiempos heroicos de la Universidad bajo el influjo de Posada,
Alas, Barrio y MIer, Buylla y Aramburu; trata al krausismo como “una de nuestras glorias más legíti-
mas”, reivindica la libertad de pensamiento y la tolerancia y rescata una dimensión cristiana en las labores
de enseñanza e investigación universitarias sin pretender condicionar su independencia y laicidad.

258
rito alguno en mezclar a Alas, Posada, Pérez Bueno, Estrada y Villaverde o Fernández
Cardín; tampoco parece que el meramente cronológico o el institucional hayan sido
aplicados consecuentemente. Descartando, a su vez que la “disponibilidad bibliográfi-
ca” haya determinado la nómina definitiva, —en los catálogos de la BUO existen entra-
das de cinco de los siete ausentes89—, sólo queda imputar esto a otras razones de peso,
que dada nuestra ignorancia y el silencio de Coronas, no hemos llegado a vislumbrar.
La segunda materialización del vaciamiento del concepto de Grupo de Oviedo se
produjo en mismo año de 2002, cuando Coronas publicó una recopilación de los discur-
sos de apertura de lo que él denomina “grupo de Oviedo”, entre 1862 y 190390. En su
estudio preliminar, titulado “El «Grupo de Oviedo» o la fuerza del ideal”, Coronas abre
fuego exponiendo sin ambages su idea respecto del concepto que utiliza
“bajo este nombre que evoca compañerismo de vieja raigambre gremial y aún local, se presentó
a fines del siglo XIX un ideal universitario, esencialmente pedagógico y docente pero también
investigador, promovido por un grupo de profesores de la más pequeña y peor dotada de las Uni-
versidades de la España de la Restauración: la Universidad de Oviedo. Su origen suele referirse
a la renovación krausista de una parte de su profesorado, comprometida con el ideal de vida y
cultura de la nueva filosofía organicista, pero ante la presencia de otros idealismos y empirismos
(monárquicos tradicionalistas o carlistas, conservadores, regionalistas, positivistas) igualmente
activos en su profesorado, cabe asignar el nombre de grupo de Oviedo a la Universidad en su
conjunto, reducida por entonces a la sola Facultad de Derecho.” 91

Para Coronas, la “disolución doctrinal” del krausismo y su posterior recupera-


ción positivista e institucionista, por una parte, y la “probada independencia intelectual”
de sus seguidores por otra, harían “innecesaria una cerrada adscripción ideológica de
suyo excluyente”, la cual “dejaría fuera del núcleo institucionista y por ende del grupo
al mismo Alas”92. Pese al escándalo que para Coronas supone esta exclusión, cabe re-
cordar que la incorporación de Alas al Grupo de Oviedo, dista de despertar entusiasmos,
y contra ella ha argumentado, antes que nosotros, aunque desde otra perspectiva, Jorge
Uría93.
Más adecuado le parece a Coronas aplicar un criterio de inclusión meramente
institucional y ético-profesional, afirmando que la pertenencia a este grupo —tal como
lo ve él, carbayón, jurídico y académicamente endogámico— “venía dada en principio
por la simple condición académica de sus miembros, siendo la falta de valores (absen-

89
Si bien no existen registros de Brañas Menéndez y Aparicio en el catálogo de la Biblioteca de la Uni-
versidad de Oviedo (disponible en línea), existen ocho fichas de Álvarez Amandi; tres de Inocencio de la
Vallina y Subirana; tres de González Rúa; tres de Afaba y una de Giles Rubio.
90
Santos M. CORONAS GONZÁLEZ (Ed.), El «Grupo de Oviedo». Discursos de apertura de curso de la
Universidad de Oviedo (1862-1903), II Tomos, Oviedo, Universidad de Oviedo, 2002.
91
“El «Grupo de Oviedo» o la fuerza del ideal”, en: ID., (Ed.), El «Grupo de Oviedo». Discursos de aper-
tura de curso de la Universidad de Oviedo (1862-1903), Tomo I, Oviedo, Universidad de Oviedo, 2002,
pp. 11-12.
92
Ibíd., nota nº 3, pp. 11-12.
93
Jorge Uría se ha convertido merced a sus trabajos sobre el Grupo de Oviedo, en una referencia insosla-
yable para quien se adentre a estudiar esta coyuntura en la Universidad de Oviedo. Pese a ello, Coronas
prácticamente ha ignorado sus aportes en su aparato crítico, pese a que pueden apreciarse en su texto
ciertos paralelismos argumentales.

259
tismo, holgazanería, rutina, mal compañerismo…) y en definitiva, la falta de un ideal
universitario, la única capaz de provocar la autoexclusión del grupo”94.
Esta operación de inscripción institucional supondría la identificación plena en-
tre grupo y Universidad, ya sugerida por Melón, pero nunca afirmada con tanta fuerza
ni por éste ni por Uría. Esta identificación, una vez establecida, obligaría, según Coro-
nas, si no a reemplazar, al menos si a “matizar los límites cronológicos asignados habi-
tualmente al mismo: 1883-1910”, para permitir el juego del concepto dentro de los lími-
tes de una amplísima periodización. Así, el grupo podrá ser, por un lado, “estirado” en
sus antecedentes hasta una fecha tan temprana como 1862, de modo de poder distinguir
en él tres generaciones representadas por Estrada, Alas y Melquíades Álvarez; y, por
otro, legitimado, retrospectivamente, como una actualización del ideario de la Ilustra-
ción española y, sobre todo, asturiana, de antigua presencia en el Claustro95.
Resignificado de esta forma el “Grupo de Oviedo”, se comprende que Coronas
haya trocado aquello que fue un impulso progresista en pos de un cambio de estructuras
académicas, pedagógicas y político-sociales, en una operación de conservación del statu
quo supuestamente progresista del mundo intelectual y universitario español96.
Estas claras distorsiones históricas y cronológicas, sumadas a la lógica institu-
cional que preside su argumento, han permitido que Coronas llegara a afirmar que “el
principio de fin del grupo de Oviedo” estaría en fecha tan temprana como 1901, cuando
muriera Alas; aun cuando los golpes de gracia serían, tanto la marcha a Madrid de
Adolfo Posada, Adolfo Buylla y Félix Aramburu; seguida de la partida de Altamira y la
desaparición de los Anales de la Universidad de Oviedo en 1910.
La aplicación inmediata de estos criterios daría como resultado una compilación
de los discursos del grupo de Coronas, encabezados por las piezas oratorias de Estrada
y Piernas Hurtado, correspondientes a la apertura de los cursos de 1862-1863 y 1870-
1871, respectivamente97.

94
Ibíd., p. 12. Sosteniendo la tesis de la unidad consustancial de grupo con la Universidad, Coronas re-
significó la existencia de diferencias irreconciliables a la mezquindad, disidencia o “traición” de unos
pocos, como Pérez Bueno o Rodríguez Arango (ver: Ibíd., pp. 20-21 y notas nº 21 y nº 22).
95
Coronas cita entre los “inspiradores” del grupo a Feijóo, Jovellanos, Martínez Marina, Campomanes,
Flórez Estrada, Argüelles, Toreno, al “fecundo conservadurismo de Caveda, Pedro José Pidal y Alejandro
Mon”. Según Coronas el legado de todos ellos “parece latir en el corazón espiritual de este grupo que,
reconociéndose heredero de una tradición de grandes idealistas, supo cohonestar las glorias de la tradición
con su propia gloria universitaria.” (Ibíd., pp. 15-16).
96
Ibíd., p. 16.
97
La inclusión de estas conferencias y la de Rafael Ureña del año 1881-1882, fueron justificadas echando
mano del reconocimiento del magisterio de Estrada que hiciera Posada; del carácter renovador en el pen-
samiento jurídico-económico del Piernas Hurtado y de la introducción que hiciera Ureña de las “moder-
nas teorías correccionalistas”: “Sin ellos, sin sus ideas desarrolladas luego por Díaz Ordóñez, Buylla,
Alas o Aramburu, difícilmente se entenderían las líneas del pensamiento conservador, económico social y
filosófico penal del grupo, y aún su misma formación, al haber influido, en algún caso, decisivamente, en
el acceso a la cátedra de alguno de sus miembros.” (Ibíd., p. 24). El resto de los discursos seleccionados
corresponderían a Aramburu (1871-1872); Ordóñez (1876-1877); Canella (1877-1878 y 1886-1887);
Buylla (1879-1880 y 1901-1902); de la Vallina (1880-1881) —en esta ocasión incluido—; Ureña (1881-
1882); Posada (1884-1885); Berjano (1885-1886); Jove (1887-1888); Serrano Branat (1889-1890); Alas
(1891-1892); Sela (1892-1893); Altamira (1898-1899) y Rioja (1902-1903).

260
Lo valioso de esta necesaria compilación de textos antiguos no quita lo decep-
cionante de que estos no hubieran sido reeditados críticamente, por dos razones princi-
pales; primero, porque estas disertaciones se encuadran en problemáticas a veces aleja-
das de nuestros intereses y conocimientos actuales, lo cual hace imprescindible
reconstruir ese contexto perdido con un buen aparato crítico, biográfico y bibliográfico
e intervenciones a pié de página del recopilador; y segundo, porque los textos reunidos
no son inéditos, ni sus ediciones han “desaparecido”, sino que sólo han sido “rescata-
dos” de los estantes de la BCUO, donde se hallan bien conservados y disponibles para
cualquiera que quiera releerlos.
Pese a ello, el interés intrínseco de estos textos —valiosos más allá del criterio
en base al cual se los ha reunido— harán de la compilación de Coronas un instrumento
útil, sin duda, para investigaciones futuras, siempre que estemos dispuestos a tomar dis-
tancia de la definición subyacente de Grupo de Oviedo que la estructura y que seamos
generosos a la hora de juzgar la aplicación errática de sus propios criterios.
En efecto, tal como ocurriera con la confección del repertorio bibliográfico de la
Exposición antes mencionada, la ausencia de cualquier explicación acerca de insólitas
ausencias, nos conduce, lamentablemente, a diagnosticar una severa inconsistencia. Pe-
se a estar comprendidos dentro del período 1883-1910, Coronas excluyó nuevamente
todas las exposiciones de los profesores de la Facultad de Filosofía y Letras98 y, ahora
también, de la de Ciencias99 —exceptuando, en este último caso, la de José Rioja100— y
los discursos de los catedráticos de Derecho Rodríguez Arango (1883-1884); de la Va-
llina (1888-1889 y 1893-1894); Díaz Ordóñez (1894-1895 y 1903-1904); Berjano
(1895-1896); Pérez Bueno (1905-1906) y Enrique de Benito (1906-1907), todos ellos,
menos los de Inocencio de la Vallina, indexados en el Catálogo101.

98
Los discursos de esta facultad excluidos por Coronas fueron los de Giles Rubio (1890-1891); González
Rúa (1896-1897) y Afaba Fernández (1899-1900). También puede considerarse excluido el de Álvarez
Amandi (1878-1879), dado el criterio que le permitió incorporar el de Estrada (1862-1863) y el de Piernas
Hurtado (1870-1871).
99
Los discursos obviados fueron, en este caso, los de Uriós (1897-1898); Mur y Aínsa (1900-1901); Pé-
rez Martín (1904-1905); de las Barras de Aragón (1907-1908); Fernández Echavarría (1908-1909) y De-
metrio Espurz y Campobarde (1909-1910).
100
José Rioja y Martín (1866-1945) se licenció en ciencias en la UCM en 1884 y en 1886 ganó la plaza
de profesor auxiliar de Historia Natural de la Universidad de Valladolid y en 1887 recibió su grado de
doctor. El catedrático de aquella asignatura, Augusto González Linares, fundador de la Estación de Bio-
logía Marítima de Santander, lo incorporó como ayudante. Entre 1889 y 1890, Rioja realizó estudios y
una estancia de trabajo en la Estación Biológica de Nápoles, becado por el Ministerio de Fomento. En
1897 se incorporó a Museo de Ciencias Naturales de Madrid y en marzo de 1899 se hizo cargo de la plaza
de catedrático en la Universidad de Oviedo y del Gabinete de Historia Natural. En 1904 abandonó Oviedo
para hacerse cargo de la Estación de Santander por el fallecimiento de González Linares, permaneciendo
en su dirección hasta 1914. Para más detalles de su vida académica, consultar: Juan Luis MARTÍNEZ y
Carlos LASTRA, “Historia de la enseñanza de las Ciencias Biológicas en la Universidad de Oviedo hasta
1968”, en: Revista de la Facultad de Ciencias, Oviedo, Tomo XVII, XVIII, XIX, 1976, pp. 17-23.
101
Si comparamos el índice del repertorio bibliográfico de los integrantes del “grupo de Oviedo”, según
el Catálogo de la Exposición, con el índice de los discursos efectivamente recopilados, nos encontraremos
con que en esta segunda obra, fueron ignoradas las alocuciones previamente citadas y expuestas de los
catedráticos de Derecho Juan Domingo Aramburu y Arregui (1846-1847); Francisco Fernández Cardín
(1864-1865); Francisco Díaz Ordóñez (1867-1868); Diego Fernández Ladreda (1868-1869). Pese a ello,
se incluyó el discurso de Inocencio de la Vallina (1880-1881) —aunque no el de 1888-1889—, que no

261
Contra lo que pudiera creerse, no estamos aquí en presencia de “errores”, sino
más bien de las consecuencias práctica de la extremada laxitud en la aplicación de la
categoría “Grupo de Oviedo”, posibilitada por su previo vaciamiento conceptual. Con
todo, ninguna de estas exclusiones puede justificarse seriamente en base a los propios
criterios institucionales y generacionales expuestos previamente por Coronas y que le
permitieron expandir al Grupo de Oviedo hasta los mismos límites de la Universidad,
desechando cualquier restricción ideológica. No nos queda, pues, más que sospechar
que detrás de esta hipertrofia conceptual y de estos renuncios prácticos a la hora de apli-
car sus propios criterios, se esconde una intuitiva y prosaica identificación del Grupo de
Oviedo con la “ciudad levítica” de Clarín y con la benemérita Facultad de Derecho, las
dos patrias chicas de los hombres más influyentes de aquella coyuntura y del propio
catedrático que, para admiración de todos y beneficio de su específica área de estudios,
se ha lanzado a restaurar ciertos retazos de su memoria102.

1.1.2.- La Extensión Universitaria ovetense


El segundo factor que, a nuestro entender, condicionó favorablemente la emer-
gencia del americanismo ovetense se relacionó con la Extensión Universitaria, una
iniciativa del grupo institucionista, que fuera asumida por la Universidad de Oviedo en
1898 luego de la propuesta de Altamira y de las gestiones realizadas por Leopoldo Alas.
La Extensión Universitaria como toda iniciativa regeneracionista española no
puede entenderse acabadamente sin tener en cuenta la magnitud de la crisis de fin de
siglo en el imaginario social, político y cultural español. Esta crisis produciría una mo-
vilización patriótica en amplios sectores de la intelligentzia finisecular, la cual hallaría
en Universidad de Oviedo uno de sus principales centros. La existencia previa en aquel
Claustro de un sólido grupo de profesores institucionistas, capaces de capitalizar esa
coyuntura e interesados en poner en marcha proyectos solidarios de reforma pedagógica
y de reforma social resultó clave para fundar en aquel momento propicio las actividades
extensivas.
En definitiva, podría decirse que merced a la particular coyuntura ideológica fi-
nisecular, al acontecimiento disruptivo de la derrota en la guerra colonial y a las necesa-
rias y complejas transacciones de la vida académica, el rectorado “regionalista” se con-
virtió en buena medida en garante y cobertor de las iniciativas de reforma pedagógica
de los krauso-intitucionistas.
Esta confluencia dio pié a iniciativas conjuntas y a la colaboración de los profe-
sores renovadores con unas autoridades que, sin participar plenamente de los sutiles
fundamentos filosóficos o políticos que inspiraban estos proyectos, vieron la posibilidad

fuera considerado en el Catálogo. Tampoco fueron recogidos en la recopilación los discursos, debidamen-
te apuntados en el Catálogo, de los profesores de la Facultad de Ciencias Uriós y Gras (1897-1898); Pérez
Martín (1904-1905); Francisco de las Barras de Aragón (1907-1908); Enrique Fernández Echavarría
(1908-1909); Demetrio Espurz Campodarbe (1909-1910); Diego Arias de Velasco (1911-1912 y 1920-
1921), que en este último caso, caen fuera del período indicado.
102
El mismo Coronas ha anunciado la próxima publicación de una reedición facsimilar de los Anales de
la Universidad de Oviedo con un estudio preliminar de su autoría (Ibíd., p. 19, nota nº 18).

262
de apoyarse en el dinamismo de este “grupo de Oviedo” para fortalecer el prestigio de la
Universidad asturiana.
En este sentido, creemos que tanto el viaje americano como el proceso que le dio
origen, no pueden comprenderse fuera de este entendimiento; es decir, que como even-
tos académicos no pueden ser analizados al margen de la línea de acción de los renova-
dores, ni de la política de equilibrios y compromisos coyunturales de la administración
regionalista.
En este marco, Altamira leería, en el acto de inauguración del período lectivo
1898-1899 un célebre discurso donde, además de un examen de la situación española,
presentaba al Claustro ovetense un plan de acción intelectual y social regeneracionista,
en el que se incluía la propuesta de fundar la Extensión Universitaria ovetense.
Esta pieza oratoria, tantas veces citada, interpelaba a la comunidad universitaria
proponiéndole la asunción de un rol activo en la necesaria regeneración patriótica de
España. Regeneración que involucraba, para el autor, la realización inmediata de dos
condiciones esenciales: la restauración del crédito en la propia historia como requisito
para devolver al pueblo español la fe en el progreso nacional; y evitar que este rescate
del pasado diera lugar a una regresión hacia formas arcaicas y perimidas de la propia
tradición hispana, las cuales de resurgir y afirmarse, bloquearían un pleno acceso a la
civilización moderna103.
La regeneración necesitaría armonizar, entonces, el legado del pasado con la
planificación del futuro; el diagnóstico severo y si se quiere implacable de los males del
presente con la esperanza de una necesaria superación futura; la crítica de los aspectos
negativos de la idiosincrasia española con la ponderación de los componentes progresi-
vos del genio y el carácter hispano; la recuperación crítica de la tradición intelectual
propia con la incorporación de las innovaciones de la modernidad.
De allí que la necesaria revalorización del pasado debiera poseer los atributos de
una indagación histórica104 y no arqueológica, que permitiera poner a la tradición en el
papel de auxiliar de las reformas necesarias, a la vez que anulase la influencia de las
leyendas negras que pesaban sobre España.
Altamira, como buen krauso-institucionista, estaba convencido de que la Univer-
sidad española tenía mucho que ofrecer en aquella coyuntura catastrófica para la regene-
ración española. Para el alicantino, el aporte universitario sería decisivo en el orden de
la formación de la futura clase dirigente; en la necesaria renovación ideológica española
y la revisión de las interpretaciones deformadas del propio pasado nacional105.

103
Rafael ALTAMIRA, Discurso leído en la solemne apertura del curso académico de 1898 a 1899 por el
Doctor D. Rafael Altamira y Crevea, catedrático numerario de Historia del Derecho, Oviedo, Estableci-
miento tipográfico de Adolfo Brid, 1898, p. 8.
104
Altamira llama la atención en varias oportunidades acerca de los límites a que debe atenerse esa rei-
vindicación histórica: “Las reivindicaciones históricas no deben traspasar esos límites, so pena de caer en
vanidades suicidas; ni tampoco deben tropezar en la ridícula satisfacción de pasadas glorias, que cieguen
en punto a la decadencia presente haciéndonos dormir sobre los laureles antiguos...” (Ibíd., p. 20).
105
Para Altamira el desafío para la Universidad en aquella coyuntura consistía en “crear generaciones de
ánimo viril, que no se apoquen ante las dificultades que todos los pueblos han sufrido alguna vez, en tanto
o mayor grado que nosotros; generaciones nutridas de un elevado entusiasmo por la regeneración de la

263
En efecto, tanto Altamira como otros profesores de la Universidad de Oviedo
creían que el sujeto privilegiado capaz de timonear el proceso reformista y moderniza-
dor sería una elite intelectual formada universitariamente de acuerdo a criterios críticos,
positivos y patrióticos, capaz de sobreponerse a los “temibles peligros sociales” que
representaban el pesimismo y la desconfianza y a los efectos disociadores de la derrota.
Como podemos ver, la crisis colonial, que tan hondas repercusiones tuvo en el
claustro ovetense como en todo el universo intelectual español, enriqueció la visión de
aquellos catedráticos renovadores que pretendían hacer de la casa de altos estudios astu-
riana un instrumento de regeneración nacional, impulsando la apertura de un “segundo
frente” en la acción positiva de la institución universitaria106.
En auxilio de su pensamiento, Altamira invocaba las experiencias inglesa y fran-
cesa, en base a las cuales afirmaba que la Universidad española podía contribuir decisi-
vamente a la difusión de la educación en los sectores populares y a la elevación del ni-
vel cultural de la población. La condición necesaria era romper su aislamiento según el
modelo de “lo que se llama hoy en toda Europa la extensión universitaria” para así
“comunicarse directamente con las clases sociales que no concurren a sus cátedras.
En efecto, Altamira estaba convencido de que aquella política reformista y mo-
dernizadora que necesitaba España no podría abrirse paso en medio de una sociedad
condicionada por el abrumador peso de la tradición reaccionaria, sin que sus sectores
más preparados salieran del centenario recinto claustral. El propósito de esta salida era,
por un lado, brindar conocimientos superiores a las clases sociales excluidas de los be-
neficios de la educación, y por otro lado, llevar a poblaciones distantes y aisladas un
saber que podría romper su aislamiento y quebrar la indiferencia del ámbito rural espa-
ñol ante los avances del mundo.
En aquella ocasión propicia, Altamira no dejó pasar la ocasión de ilustrar a su
calificado auditorio acerca de los indudables beneficios que depararía poner en marcha
una empresa como ésta, tanto para sus directos consumidores, como para España y para
el propio sector universitario:
“Imagínese el efecto que produciría en nuestras costumbres el espectáculo de un grupo de profe-
sores, que por su jerarquía representan lo más elevado de la vida intelectual española, trasladán-

patria, conocedoras del valor inmenso que para luchar en el mundo tiene la acción, y que, en vez de diluir
en palabras sus opiniones, para luego desertar a la hora del esfuerzo positivo, estén prontas a sostener en
la realidad de la vida, en la forma concreta del bien fructífero, su aspiración de salvar el sagrado depósito
del espíritu patrio, y de romper con las dificultades que se opongan a su depuración y engrandecimiento.
Enseñemos a la juventud a ser menos lírica en sus discursos, en manifestaciones, en protestas verbales, en
desplantes de patriotería y en juramentos de lucha incansable contra el mal, para que sea más enérgica,
más resuelta, menos accesible a las composiciones y compromisos mezquinos de la existencia vulgar, y
sepa mantener sus convicciones en los momentos de prueba con el esfuerzo y la afirmación de su volun-
tad incontrastable, orientada hacia el ideal: sed magis amicus veritas.” (Ibíd., pp. 37-38).
106
“...lo sucedido en el 98 desbordó completamente los planes de una labor paciente y pausada a través de
aquellas minorías. Lo crítico de la situación exigía para construir lo definido como opinión pública una
clara proyección de la Universidad fuera de sus muros y, aparte de la clara participación pública de aquel
profesorado en la política o en el periodismo de entonces, la manifestación más eminente de este com-
promiso fue, sin duda, el lanzamiento del muy conocido experimento de la Extensión universitaria.”
(Jorge URÍA, “La Universidad de Oviedo en el 98. Nacionalismo y regeneracionismo en la crisis finisecu-
lar española”, en: ID. (Ed.), Asturias y Cuba en torno al 98, Op.cit., p. 190).

264
dose a una población no universitaria, o a un centro industrial del campo, para hablar al público,
no de política (que es lo único que de tarde en tarde suele reunir aquí a las gentes para escuchar
la palabra ajena), sino de ciencia aplicada, de derecho popular, de economía práctica, de proble-
mas sociales, de perfeccionamiento moral, de historia del país, dicho todo sencillamente, de la
manera más clara y familiar, sin ceremonia, sin aparato que impresione a la muchedumbre y la
lleve a distanciarse del orador por esa frecuente consecuencia del respeto mal entendido, que
rompe toda intimidad vivificadora de pensamiento entre los que hablan y los que escuchan, con-
siderándose como gentes de mundos diferentes, extraños los unos a los otros. ¡Cuánto prestigio
no ganaría con esto la Universidad, mezclada directamente a lo más positivo de la vida social
moderna, en vez de encastillarse en su recinto académico, que la indiferencia de los demás, cau-
sada por la incomunicación, aísla cada día más y con mayor daño para todos! La extensión uni-
versitaria no sólo destruiría esa indiferencia, sino que propagaría rápidamente el amor al estudio,
mostrando prácticamente su utilidad ligada a los más esenciales intereses de la vida, y contribu-
yendo a desvanecer muchos prejuicios, muchas leyendas y supersticiones del vulgo, ora contra-
rios, ora idolátricos y torcidos, respecto de la ciencia moderna.” 107

Por supuesto, la razonabilidad de este proyecto descansaba en el diagnóstico


acertado acerca de las transformaciones sociales que se estaban operando en el ámbito
nacional y regional. Por lo pronto, la modernización industrial asturiana y la progresiva
repatriación de los capitales indianos invertidos en Cuba habían contribuido a transfor-
mar la sociedad, expandiendo su sector obrero —destinatario privilegiado de la Exten-
sión—, acentuando las diferencias sociales y agudizando la necesidad de extender la
instrucción pública en las clases populares108.
Esta era la necesidad que querían cubrir los profesores institucionistas de la Uni-
versidad de Oviedo, desgraciadamente insatisfecha por la incapacidad del Estado y de
los sectores dominantes para llevar a cabo una política social integradora. De más está
decir que los móviles que operaban detrás de este tipo de proyectos, no se relacionaban
exclusivamente con su deseo de impulsar una democratización política, ni con su pro-
bada sensibilidad hacia la situación de las clases más desprotegidas. En efecto, en tanto
no conviene confundir a estos intelectuales como un puñado de seres “idealistas”, bona-
chones y filántropos, es necesario no perder de vista su condición de atentos observado-
res de la realidad socio-política, con firmes aspiraciones a diseñar y orientar el proceso
de cambio de las estructuras políticas. En este sentido, no debe perderse de vista que los
miembros del Grupo de Oviedo intentaban moderar las previsibles agudizaciones del
conflicto social —no porque actuaran como garantes ideológicos de la explotación capi-
talista—, sino porque aquella radicalización podía echar por tierra la consolidación de
un Estado nacional moderno, único agente eficaz para promover las reformas sociales,
económicas, políticas y pedagógicas que España necesitaba.
El 11 de octubre de 1898, diez días después del discurso de Altamira, se puso en
marcha el proceso que culminaría en la fundación de la Extensión Universitaria oveten-
se. Aquel día, el poderoso Leopoldo Alas, recogiendo los argumentos de Altamira, pre-
sentó al pleno del Claustro ovetense un proyecto para materializar ese servicio, el cual
fue aprobado por unanimidad, designándose una Comisión integrada por los catedráti-

107
Rafael ALTAMIRA, Discurso leído en la solemne apertura del curso académico de 1898 a 1899…,
Op.cit., p. 29.
108
David RUIZ, “Rafael Altamira y la Extensión universitaria de Oviedo (1898-1910)”, en: Armando
ALBEROLA (Ed.), Estudios sobre Rafael Altamira, Op.cit., 1988, pp. 163-164.

265
cos Fermín Canella, Adolfo Álvarez Buylla, Rafael Altamira, Enrique Urios y Gras, y
Juan Antonio Izquierdo. Dicha comisión, reunida el 22 y 23 de octubre fijó una agenda
de actividades en la que se disponía convocar a los directivos y docentes de institucio-
nes pedagógicas y a profesionales liberales, maestros y sacerdotes a contribuir con el
proyecto; redactar un programa de actividades y comunicar a la Dirección general de
Instrucción pública la fundación de la Extensión109.
El 15 de noviembre se redactó el programa para el año 1898-1899 y se constitu-
yó la primera Junta de la Extensión Universitaria, integrada por el rector Aramburu, el
vice-rector Canella y el secretario general de la Universidad José Quevedo y González
Llanos; los catedráticos universitarios Álvarez Buylla, González Posada, Sela y Sampil,
Altamira, Alas, Melquíades Álvarez, Jove y Bravo, los catedráticos de la Facultad de
Ciencias Juan Antonio Izquierdo, Enrique Urios y Gras, y Enrique Fernández Echava-
rría; cuatro profesores de instituto entre los que se encontraban Marcelino Fernández,
Inocencio Redondo y el presbítero Dionisio Martín Ayuso; el catedrático del seminario
conciliar Julián Bayón; y los médicos ovetenses Arturo Buylla y Alegre, y Ramón B.
Clavería.
El 24 de noviembre fue inaugurado el primer ciclo extensivo y, luego del discur-
so del vice-rector Fermín Canella, Rafael Altamira comenzó a dictar su memorable
curso sobre Leyendas de la historia de España110.
El rápido éxito obtenido entusiasmó a los profesores institucionistas, tal como se
refleja en la memoria del curso de 1898 a 1899 —leída por Aniceto Sela y Sampil du-
rante la apertura del segundo curso de la Extensión— en la que se aportaban nuevos
argumentos pedagógicos, cívicos y políticos para apostar por un proyecto que serviría
para educar al pueblo, participándolo de “los beneficios y los goces de la cultura intelec-
tual” y de un espíritu científico, capaces de inspirar los benéficos y balsámicos ideales
de confraternidad humana en una época de crispación y enfrentamientos111.
En 1899, Rafael Altamira, percatándose del “lisonjero éxito” obtenido por el ex-
perimento extensionista ovetense y “la simpática acogida” que éste halló en la prensa
madrileña, “sin distinción de matices”, creyó oportuno publicar algunas reflexiones
acerca de la dirección que debería tomar el desarrollo de la Extensión asturiana.

109
La aprobación oficial no tardaría en llegar, tal como lo testimoniaría la carta que enviara el responsa-
ble de la Dirección de Instrucción Pública al rector Aramburu: “Vista la comunicación de U.S. de 26 de
noviembre último, dando cuenta de haberse inaugurado en esa Universidad los trabajos de Extensión
Universitaria y los dos programas que a continuación acompaña, esta Dirección general ha resuelto poner
en conocimiento de U.S. la satisfacción con que ha visto el comienzo de dichas enseñanzas y la confianza
que abriga de que esa novedad arraigue profundamente, se amplíe en lo sucesivo cuanto posible sea y dé
los beneficiosos resultados que son de esperar de tan laudable iniciativa…” (Aniceto SELA Y SAMPIL,
“Extensión Universitaria, Curso de 1898 a 1899, Memoria leída en la apertura del curso de 1889 a 1900 el
día 18 de octubre de 1899”, III.- La Extensión Universitaria y la Dirección General de Instrucción Públi-
ca”, en: Anales de la Universidad de Oviedo, año I, Oviedo, 1901, pp. 294-295).
110
Ibíd., p. 266.
111
Una sinopsis del curso de Altamira puede verse en: “Aniceto SELA Y SAMPIL, “Extensión Universita-
ria, Curso de 1898 a 1899, Memoria leída en la apertura del curso de 1889 a 1900 el día 18 de octubre de
1899, Trabajos realizados en la Universidad”, en: Anales de la Universidad de Oviedo, año I, Oviedo,
1901, p. 275-277.

266
Altamira apuntaba, por ejemplo, la necesidad de mantener el rumbo en lo que
respecta al abandono de las conferencias públicas sueltas, para integrar las disertaciones
de acuerdo a una serie orgánica y a un programa continuo y coherente que las reuniera.
Sin embargo, el principal problema que el alicantino vislumbraba, de acuerdo con la
experiencia inglesa y, en parte, con lo observado en Oviedo, era el auditorio predomi-
nantemente burgués de la Extensión, lo cual podría amenazar su naturaleza112.
Pese a defender el carácter predominantemente “obrerista” de la Extensión, Al-
tamira no cerraba caminos a una eventual diversificación de las enseñanzas y de las es-
trategias pedagógicas que contemplara las necesidades de cada grupo social que deman-
dara los servicios extensionistas. De hecho, la solución consistiría en articular una
estrategia pedagógica destinada al gran público urbano, burgués y pequeño burgués; con
acciones pedagógicas específicas para los obreros que conllevaran un desplazamiento
de los profesores a los ámbitos de socialización proletarios113.
Teniendo en cuenta estos criterios, Altamira ofreció en un texto inmediatamente
posterior, las directrices organizativas de una Extensión “obrerista” que debía asumir
una tarea de nivelación en materias de cultura general, evitando a la vez que esta tarea
“introductoria” eclipsara el verdadero objetivo, que no consistiría “en instruir, sino en
educar”. Educación que permitiría “elevar el espíritu” del obrero, “para que guste y pa-
ladee los grandes goces de la inteligencia, que dan a la vida mayores encantos y com-
pensan a monótona y al cabo embrutecedora repetición de un trabajo mecánico casi in-
variable”114.
Esta formación debería evitar la imposición de unas obligaciones académicas
que fatigarían inevitablemente al obrero y lo empujarían a desertar, optando por “mos-
trarle ciertos aspectos de la vida intelectual y moral que frecuentemente ignora o que no
aprecia en todo el valor que tienen, o aún repugna” por considerarlos “lujos inútiles”,

112
“aunque parece indudable que nuestra burguesía no está pletórica de cultura y que le hace falta todo
pan del espíritu que podamos darle, forzoso es reconocer que tiene a su disposición muchos medios de
formar esa cultura, medios inabordables para el público, que gracias si cuenta con algunas y por lo gene-
ral malas escuelas.” (Rafael ALTAMIRA, “Lo que debe ser la Extensión Universitaria”, en: Vida Nueva,
17-XII-1899 —HMM, Microfilms, Vida Nueva, F 11 / 16 (185)—; también en: El Noroeste, Gijón, 20-
XII-1899).
113
“El obrero, pues, no sólo no quiere, sino que, por ahora, no debe ir a la Universidad: necesita clases
especiales. Para que la extensión universitaria llegue y le sea útil, ha de ir a buscarlo en sus mismos cír-
culos. Esto es lo que se hizo en Inglaterra y lo que en Asturias hemos hecho acudiendo a Ateneos y Casi-
nos obreros de Avilés y la Felguera y a la escuela de Artes y Oficios. Así procuramos dar a la extensión
universitaria el especialísimo carácter que tuvo en su origen y sigue teniendo, cuidándose principalmente
de la clase más necesitada de cultura intelectual que es, al propio tiempo, la más ganosa de ilustrarse. No
quiere decir que debamos suprimir otras manifestaciones, de la misma extensión. A pesar de lo que lle-
vamos dicho en punto a la burguesía (dolorosas verdades que hay que repetir en vez de ocultar) debe
reconocerse que existen excepciones suficientemente importantes y numerosas para que valga la pena
gastar trabajo en beneficio suyo. Por lo que toca a los profesores de Oviedo, sería imperdonable ingratitud
descuidar esta sección de las conferencias ya que el público burgués ha respondido con señaladísimo
entusiasmo a nuestro llamamiento, llenando todas las noches las cátedras universitarias y resistiendo sin
pestañear hasta hora y media de conferencia. Una clase que tanto interés demuestra por la cultura, digna
es de cualquier sacrificio.” (Ibídem).
114
Rafael ALTAMIRA, “Cómo debe ser la Extensión Universidad”, en: El Noroeste, Gijón, 12-I-1900
(AHUO/FRA, en cat., Caja IV, Recorte de prensa).

267
venciendo sus prevenciones y atrayéndolo hacia unas “satisfacciones espirituales que
podrían enaltecerlo y consolarlo”, tal como lo hacen con “los hombres de cultura”115.
La estrategia adecuada para ilustrar y comprometer al obrero con los estudios
extensivos consistiría en despertar su interés hacia el arte, ofreciéndole lecturas de obras
maestras de la literatura, muestras de material gráfico de historia del arte, arqueología,
veladas musicales, etc. Otro paso, sería promover clases dialogadas o “conversaciones
familiares” orientadas por el profesor antes que lecciones magistrales, sermones o dis-
cursos; y, finalmente, procurar la realización de reuniones distendidas y excursiones, a
modo de lección práctica de libre debate en la que alternaran profesores y alumnos.
La contribución decisiva de la Extensión para la educación del obrero podría es-
tar en el simple hecho de introducirlo en “los goces elevados del arte”; en urbanizarlo y
socializarlo de forma tal que aprendiera a apreciara el valor de las actividades espiritua-
les y reflexivas, que permitirían apartarlo de la taberna y del juego, del desenfreno y de
los excesos de una sociabilidad embrutecedora. De allí que no habría que desesperar por
transmitirle grandes volúmenes de conocimientos: una vez inculcadas estas costumbres,
el deseo de mejorar la instrucción vendría por añadidura.
Altamira, como intelectual reformista, creía firmemente en las bondades de este
programa y en la necesidad de que el obrero lo hiciera suyo para mejorar su situación
personal y el equilibrio social:
“Y si alguien dijese que algunas de estas cosas son poco positivas para la clase obrera y no servi-
rán para mejorar su condición económica ni su poder y el valor productivo, bien podrá contestar-
se que tanto le importa al obrero aumentar su salario y aprender cosas de su oficio, como enno-
blecer su vida y ser hombre en toda la alteza, todo el soplo de ideal y toda la poesía que hace del
ser humano una persona racional y que caben perfectamente en la más humilde condición. Y aún
podría añadirse que en la conquista del derecho, lo primero que se necesita es tener conciencia de
la propia finalidad y sentir la estimación de sí propio, y a eso no se llega sino por la cultura del
espíritu en esferas que no son las del taller ni las del tanto por ciento. Todo hace falta y sería una
locura desconocer el último engranaje de las cosas en la psicología humana.” 116

En esto Altamira nunca estuvo solo. En 1904, Fermín Canella, con un poco más
de perspectiva, luego de consignar algunos déficit de la experiencia relacionados con la
escasez de medios, la falta del necesario apoyo de benefactores y la todavía insuficiente
participación obrera, reafirmaba su fe en la utilidad regeneradora de esta iniciativa117.
Pero si entre aquellos profesores ovetenses nunca hubo mayores dudas acerca de
las bondades de este proyecto, la evaluación de la Extensión Universitaria por parte de
la historiografía ha aportado más claroscuros de los previsibles. En efecto, la pondera-
ción del significado y de los objetivos extensionistas, ha suscitado no pocas críticas en-

115
Ibídem.
116
Ibídem.
117
“De esta suerte pretende la Universidad recuperar y extender su verdadera misión; abandona antigua
vida estacionaria para andar y llegar al corazón del país, lanzando en el a todos vientos semillas de cultura
popular y de educación nacional (ya que el problema social es un problema de educación) y deja de ser
mera oficina de enseñanza o centro de confección de vanos títulos académicos. La Extensión universitaria
será, bajo ideas de libertad amplia, tolerancia y neutralidad doctrinales y noble desinterés, como extensa
Universidad popular para educar al niño, enseñar al joven e instruir al adulto.”( Fermín CANELLA, Histo-
ria de la Universidad de Oviedo…, Op.cit., p. 262).

268
tre los escasos historiadores del experimento renovador ovetense, tal como en otro or-
den de cosas, lo había hecho el propio Grupo de Oviedo.
Antes de adentrarnos en estas cuestiones es oportuno señalar que, sorprendente-
mente, pese a que la cronología de los acontecimientos es ampliamente conocida, los
historiadores ovetenses han sido reacios a adjudicar a Altamira un papel central en la
fundación de la Extensión Universitaria de Oviedo. De esta forma, se ha preferido acen-
tuar la importancia de Sela y Sampil, Buylla, Posada o Alas, en tanto ideólogos o gesto-
res de la Extensión, olvidando los aportes previos del alicantino y prefiriendo ver en él a
un hábil “oportunista” dispuesto a explotar las ideas de aquellos hombres para ganar un
protagonismo inmerecido y, sobre todo, improcedente para un recién llegado118.
A esto puede haber contribuido el hecho de que Altamira no hubiera reclamado
el haber sido el ideólogo principal de esta fundación, salvo en el informe final de su
carrera académica redactado días antes de su jubilación119 y en un pasaje de su medallón
biográfico sobre Álvarez Buylla120. En todo caso, y pese a que la versión de Altamira en
su Tierra y hombres de Asturias, difería de la de Canella en su Historia de la Universi-
dad de Oviedo —que atribuía a Leopoldo Alas el haber obtenido esa aprobación del
Claustro121—, lo cierto es que no parece razonable montar alrededor de aquellas escue-
tas frases una polémica que sus propios protagonistas jamás plantearon.
Como argumentara el historiador Crespo Carbonero, la Extensión fue, sin duda,
tanto en su diseño como en su aplicación, la tarea colectiva de un grupo que participaba
de un ideario y unos fines comunes, y no de un individuo aislado. Sin embargo, este
reconocimiento no puede servir de coartada para negarle a Altamira su papel decisivo y,
acto seguido, transferírselo a otros individuos como Alas o al “trípode” Buylla-Sela-
Posada122. Más razonable sería admitir que, si este experimento fue fruto del dinamismo

118
Conviene recordar que Altamira ya había abordado la problemática de la enseñanza extensiva y de las
clases obreras en su ponencia sobre Asociaciones Escolares presentada al Congreso Pedagógico Hispano-
Portugués-Americano, reunido en Madrid durante el mes de octubre de 1892.
119
“el firmante trabajó ampliamente con motivos de los cursillos y conferencias que dio, desde fines de
1898 a 1909, en la Extensión universitaria de la Universidad de Oviedo, creada sobre la base de una ini-
ciativa suya” (AMEC, Expedientes A-1, Legajo 9565/5, Rafael Altamira, Hoja de Servicios, 1935, Ma-
drid, 26-VI-1935, p. 11).
120
Rafael ALTAMIRA, Tierras y hombres de Asturias, México D.F., Revista Norte, 1949, p. 177. En este
texto, el alicantino relató cómo sus exitosas propuestas extensionistas al Claustro ovetense, habían madu-
rado, en parte, gracias al diálogo con su colega asturiano, que profesaba gran admiración por el experi-
mento de la Universidad de Oxford.
121
Fermín CANELLA, Historia de la Universidad de Oviedo, Op.cit., p. 258.
122
Pese a que Crespo Carbonero pretendió zanjar el asunto con este argumento “colectivista”, acusaba a
Altamira de haber querido “apropiarse de la iniciativa del plan” y sostenía que “un estudio retrospectivo,
por miopes que sean el afán de protagonismo, los intereses particulares de algunos y la ignorancia de
otros”, confirmaba el verdadero germen de la Extensión ovetense habría estado en ese “trípode” institu-
cionista, antes que en el rector Aramburu o en el mismo Alas, “que en un principio sólo fueron colabora-
dores de las reformas protagonizadas por el grupo de los tres”; o en el propio Altamira, “que acababa de
llegar a Oviedo” (Julio A. CRESPO CARBONERO, Democratización y reforma social en Adolfo Buylla…,
Op.cit., p. 97, nota nº 281). Más equilibrada y sinceramente “colectivista” fue la interpretación de Aida
Terrón Bañuelos, quien pese a atribuir a Buylla la paternidad de la Extensión ovetense basándose en de-
claraciones del propio Altamira, no olvida las propuestas de éste y de Sela en 1892 y la observación que
hiciera Posada de la Extensión de Oxford (Ver: Aida TERRÓN BAÑUELOS, “El ideario y las realizaciones

269
del Grupo de Oviedo, correspondió a Altamira asumir, en la dramática coyuntura del
’98, el rol de catalizador de unas ideas y expectativas compartidas por sus compañeros
krauso-ntitucionistas, logrando atraer, a través de su inspirador Discurso, el interés del
influyente Alas y de los regionalistas Aramburu y Canella, que invirtieron su prestigio
para asegurar la aprobación de aquel plan.
Carente de bases históricas, las “revisiones” artificiosas de los hechos documen-
tados tendientes a marginar a Altamira, venían a satisfacer unas inquietudes localistas y
ciertamente mezquinas: si algunos asturianos de principios de siglo se mostraron poco
afectos a insuflar más aires a su recién llegado colega alicantino, retaceándole el reco-
nocimiento que este merecía por su iniciativa; muchos historiadores asturianos, quizás
reluctantes a ceder a un forastero la gloria de haber sido el factótum del experimento
más feliz de la Universidad de Oviedo, han abrazado con ahínco una lectura fundamen-
talista del relato de Canella, encumbrando a una criatura ilustre de Vetusta, como el
zamorano Clarín, y relegando a Altamira al papel de mera comparsa123.
Ahora bien, fruto de la mente inquieta de Altamira, del poderoso influjo de Alas
o del esfuerzo compartido del “Grupo de Oviedo”, lo cierto es que la Extensión ha me-
recido no pocos juicios negativos o contradictorios por parte de los historiadores astu-
rianos. Veamos.
Santiago Melón, de forma coherente con su interpretación de la historia del
Claustro finisecular ovetense argumentó que el mérito por la Extensión, principal inicia-
tiva institucional de aquel período, debía ser compartido por los tres sectores constituti-
vos del “Movimiento de Oviedo”. Sin embargo, debe consignarse que en esta oportuni-
dad, Melón, estaba dispuesto a subrayar las diferentes implicaciones de cada uno de los
grupos en este proyecto:
“La Universidad abordó estos quehaceres, impulsada por el grupo institucionista y secundada
eficazmente por los otros dos. Los regionalistas veían una labor original y valiosa que redunda-
ba en provecho de la Casa; los conservadores la identificaban, bondadosamente, con la máxima
católica de enseñar al que no sabe. Aunque por distintos motivos, todos cooperaron juntos. Repi-
tamos, sin embargo, que el aliento y peso de la obra fue llevado por los ginerianos” 124

pedagógicas del Grupo de Oviedo”, en: URÍA, Jorge (coord.), Institucionismo y reforma social en España,
Op.cit., p. 291).
123
Este prejuicio carbayón, común a Adolfo Posada y los historiadores ovetenses, parece no ser compar-
tido por historiadores franceses. Ver: Jean-Louis GUEREÑA, “Clarín en la «Extensión Universitaria» ove-
tense (1898-1901)” en: AA.VV., Clarín y la Regenta en su tiempo…, p. 156; ID., “Leopoldo Alas, cate-
drático de Universidad”, en: AA.VV., Leopoldo Alas. Un clásico contemporáneo (1901-2001…), Op.cit.,
p. 126; y, Maryse VILLAPADIERNA, “Les clases populares organisées par l’extension universitaire
d’Oviedo (début du XXe siècle)”, en: L’enseignement primaire en Espagne et en Amerique Latine du
XVIIIe siècle a nous tours…, Op.cit., pp. 228-229.
124
Santiago MELÓN FERNÁNDEZ, “Un capítulo en la historia de la Universidad de Oviedo” (1963), en:
ID., Estudios sobre la Universidad de Oviedo, Op.cit., p. 70.

270
La esperable —e impertinente125— “socialización” de la Extensión se combina-
ba, en este caso y de forma sorprendente, con un abierto reconocimiento del papel cen-
tral que le cupo a los institucionistas, en su planificación y ejecución. Este significativo
matiz en el argumento de Melón no podría comprenderse acabadamente si no tomáse-
mos en cuenta el deslinde escrupuloso de los respectivos propósitos que alentaron a
cada sector para apoyar esta iniciativa, o lo que es lo mismo, el diverso “contenido” y
“sentido” que cada uno de ellos le atribuyó. Mientras que para los institucionistas la
Extensión no habría sino más que una aplicación lógica de su filosofía, de sus convic-
ciones políticas y de sus doctrinas pedagógicas; la colaboración de regionalistas y cató-
licos sería explicable —de acuerdo con los términos casi candorosos que utilizara Me-
lón— por su amor a la Universidad de Oviedo y por su amor al prójimo,
respectivamente.
En realidad, estas matizaciones y la desigual asignación de responsabilidades
que suponían, tenía importancia en tanto Melón se mostraría especialmente crítico con
la Extensión Universitaria ya en 1963. Al sostener la idea de que la Extensión fue un
“bien común” de los tres sectores y un logro de la institución toda, el reconocimiento de
los institucionistas como mentores ideologizados de la experiencia, permitía hacerlos
responsables exclusivos de sus “defectos” y de sus rasgos doctrinales inconvenientes;
mientras que los dos restantes grupos eran exonerados por su implicación secundaria y
por sus fines más espontáneos, desinteresados y caritativos126.
De esta forma, Melón pudo desvirtuar a la Extensión como un intento defensivo
y reactivo de la temerosa burguesía para “urbanizar” al obrero. Haciendo de la Exten-
sión un artefacto maquiavélico de la “burguesía universitaria” interesada en disuadir al
obrero de la violencia a través de la educación, Melón cuestionó su fin manipulador y
no dejó de enjuiciarla como un ardid supuestamente caritativo destinado a conservar la

125
No sólo la constitución de la Extensión fue producto de ideas del Grupo de Oviedo en alianza con los
Regionalistas, sino que el compromiso con las labores extensivas sólo abarcó a estos dos sectores y a los
nuevos profesores liberales, institucionistas y republicanos ingresados a la Facultad de Derecho y, sobre
todo, a la Facultad de Ciencias. Salvo Rogelio Jove, cuñado de Canella y una aislada colaboración de
Fernando Pérez Bueno, no se registró participación alguna de los sectores conservadores y confesionales
del Claustro con la Extensión, las clases populares o las conferencias en otras instituciones obreras o
educativas. Al respecto puede ser ilustrativo observar el esquema que hemos compuesto en el Cuadro IX
de los Anexos.
126
Jean-Louis Guereña, repasando los Anales de la Universidad de Oviedo, encuentra una amplia partici-
pación del Claustro en la Extensión durante los tres primeros cursos (16 sobre 28 en toda la Universidad y
7 sobre 16 en la Facultad de Derecho). Ver: Jean-Louis GUEREÑA, “Clarín en la «Extensión Universita-
ria» ovetense (1898-1901)” en: AA.VV., Clarín y la Regenta en su tiempo…, Op.cit., p. 163. Sin embar-
go, si de estos conjuntos restamos el elenco estable de la iniciativa, es decir, al Grupo de Oviedo, sus
elementos cercanos, los regionalistas y la minoría de conservadores y confesionales que abrazaron since-
ramente el proyecto, veremos que el compromiso extensionista distaba mucho de ser ideológica o meto-
dológicamente ecuménico al interior del Claustro. Por supuesto, esto no significa que esa mitad de cate-
dráticos que no participaron fueran todos enemigos del proyecto, pero sí al menos que éste no les
resultaba lo suficientemente atractivo como para integrarse en él. Esta falta de atractivo y la prescindencia
de tantos profesores puede imputarse a tantas causas como individuos se mantuvieron al margen, pero no
es razonable suponer que entre éstas no hubieran estado las relacionadas con unas lealtades políticas y
religiosas conservadoras. Lealtades que acicateaban la desconfianza ante las iniciativas del grupo de re-
publicanos, laicistas y reformistas que ganaba cada vez más poder gracias a sus iniciativas pedagógicas.

271
asimetría en la relación entre el burgués —poseedor del saber y educador— y el obrero
—ignorante y alumno—.
“Una causa social justifica el éxito de la Extensión. Allí no se hace política, pero se trata de ur-
banizar al obrero. Después de los acontecimientos del 48, toda la burguesía europea siente mie-
do. La amenaza de las doctrinas socialistas amedrenta a la clase media. Un criterio defensivo
origina la idea de ganar a las masas por medio de la cultura; al carácter internacional del Movi-
miento obrero corresponde la formación de una Internacional burguesa, que se manifiesta en la
Extensión Universitaria. […] Se silencia hipócritamente el fin defensivo de la Extensión […]
Vemos en ella un fin utilitario y egoísta. Sería calumnioso asignarle un matiz político; se halla en
su raíz, pero no en su forma. Se predica un evangelio de cultura para evitar temibles catástrofes.
Podemos definirla así: Movimiento de la burguesía universitaria que, con el libro en la mano,
procura convencer al obrero de que la violencia no es el camino para resolver cuestiones socia-
les. La idea era buena; se convencía, se garantizaba la seguridad y, al propio tiempo, el burgués
conservaba un cierto aire superior frente al obrero. Aquél enseña y éste aprende; el uno sabe y el
otro ignora. Cultura frente a Fuerza, pero se decía que la cultura es más fuerte que la violencia.
El burgués todavía está por encima, todavía se permite hacer caridades, disimulando su miedo,
como el niño que ofrece golosinas al oso de feria. El obrero aprendió la lección pero no se dejó
engañar. Como la Cultura era un arma buscó su posesión; sabía que le era útil.”127

La utilización de un lenguaje “clasista” no debe engañarnos respecto de la ver-


dadera orientación de la crítica de Melón; quién, haciendo un uso singular de un lengua-
je sociológico, de algunas conclusiones típicas de una lectura de izquierdas y de una
condena moral cristiana, hilvanaba una serie de clichés propios de la cultura oficial
franquista, para aplicarlos contra los institucionistas y su principal iniciativa en la uni-
versidad ovetense.
Así, la experiencia española y ovetense, impulsada por una “burguesía innova-
dora y extranjerizante” —contrapuesta a la burguesía tradicional, fundamentalmente
apática— cuya vanguardia intelectual era el institucionismo, no se alejaría de aquella
pauta “manipuladora”. Manipulación desarrollada en torno a conferencias públicas, a
una falsa “Universidad popular” —fundada y controlada no por el proletariado sino por
los mismos profesores institucionistas oventenses “antes burgueses que izquierdistas”—
y a una “colonias escolares” cuyo resultado habría sido “engordar y mantener, no edu-
car, a unos cuantos niños hambrientos, más prontos a asimilar alubias que preceptos
moralizantes de sabor gineriano”128.
Esta orientación, en definitiva conservadora, no les habría valido de mucho a los
institucionistas en lo que respecta a obtener un apoyo entusiasta entre su propia clase,
pese a que —según creía Melón— la fracción progresista que impulsaba la educación
del obrero había asumido el papel de defensor de los intereses burgueses.
Como podemos ver, más allá de que los términos en los cuales se plantea esta si-
tuación resulten razonables, sociológicamente rigurosos, precisos o lógicos, lo cierto es
que una idea de inadecuación predominaba en el juicio crítico que hiciera Melón de la
Extensión Universitaria en 1963. Según este diagnóstico, tan propio de las visiones
comprometidas con interpretaciones extremas de derechas y de izquierdas, aquella in-
adecuación se expresaría de dos maneras. La primera se relacionaba con el hecho de que

127
Ibíd., pp. 64-66.
128
Ibíd., p. 72.

272
la fracción progresista de la burguesía, liderada por los institucionistas, habría actuado a
favor de los intereses de una clase que, en principio, era “enemiga suya”. La segunda, se
relacionaba con que la incomprensión y estrechez de miras de la clase burguesa —
designada, de forma sugestiva y reveladora como “media”— que “veía en ella [la Ex-
tensión] una añagaza política para ganar al mundo obrero” sin darse cuenta de que a
través de esta estrategia “se defendía su seguridad”129.
Esta apreciación tan claramente negativa de la Extensión y el verdadero trasfon-
do de la crítica de Melón, puede percibirse incluso en un elogio plagado de ironía, en el
que se consideraba la obra de la Universidad de Oviedo como encomiable, no por sus
resultados, “que claros se vieron en 1934”, sino por ser un intento de vencer el anquilo-
samiento de los Claustros “dando cabida al aire europeo, aunque este además de euro-
peo fuera ingenuo”; por la abnegación desinteresada de quienes invirtieron su tiempo
libre en la difusión de la cultura; y por el módico costo que tuvo esta iniciativa.
Este menoscabo de la empresa, entre burlón y caricaturesco, asumía plenamente
el principal argumento anti-extensionista del régimen franquista sostenido por los inte-
lectuales ovetenses a partir de 1936 y bosquejado por el futuro obispo Ángel Herrera
Oria130: la revolución del ’34 en Asturias, cuya violencia se abatiría con especial saña
sobre la Universidad de Oviedo, demostraría no sólo la ingenuidad de los institucionis-
tas y la inutilidad de su proyecto —evidente al contraluz de las llamas provocadas por la
dinamita de los mineros—, sino su peligroso contenido, su intrínseca naturaleza diso-
ciadora y su inevitable corolario revolucionario.
Quizás el carácter del análisis de Melón —así como sus circunstancias y cons-
treñimientos— pueda entenderse mejor si junto a esta crítica ideológica, recuperamos
ciertas consideraciones sugestivas, como aquellas que derivaban de la comparación de
la Extensión con las “misiones culturales de tipo católico” que se montaron paralela-
mente a aquella y cuyos fines últimos serían más sinceros, antiguos y transcendentes131.
En este mismo sentido, en el colofón de este texto de 1963 —que, recordemos, fue su

129
Ibíd., p. 69.
130
El santanderino Herrera Oria (1886-1968), doctor en Derecho en 1908, misionero en Extremadura y
Andalucía entre 1909 y 1912, se destacó como periodista y dirigente católico. Fundó la Asociación Cató-
lica Nacional de Jóvenes Propagandistas en 1910 y el periódico El Debate, que dirigió hasta 1933 y que
se convirtió en un órgano del catolicismo social y reformista, pese a dar voz a representantes de las ten-
dencias ultramontanas y protofascistas en los años ’20 y ’30. Impulsó otras instituciones católicas como el
Centro de Estudios Universitarios y el Instituto Social Obrero y, entre 1933 y 1936, presidió la Junta
Central de Acción Católica Española. En 1936 no apoyó el alzamiento nacional y marchó a la Universi-
dad de Friburgo donde se doctoró en Sociología y completó su carrera sacerdotal. En 1940 se ordenó
sacerdote en Alemania y retornó a España en 1943, siendo designado coadjutor por el obispo de Santan-
der. En 1947 fue nombrado por el Papa Pío XII, Obispo de Málaga. Mantuvo relaciones buenas con Fran-
cisco Franco —de quien obtuvo varias conmutaciones de penas capitales— pero tensas con el régimen y
sus políticos más doctrinarios, que lo acusaron en varias oportunidades de ser un “obispo socialista” por
su catolicismo obrerista y social. Poco antes de morir fue elevado a Cardenal por Juan XXIII.
131
“Algunas disputas pueblerinas... alarmaron a las derechas. Se temía que Sela, Posada, Buylla y Alta-
mira hiciesen prosélitos no ortodoxos. No estaba en su ánimo hacerlos, ni aún queriendo hubieran podido.
Los círculos católicos, eran en su forma, iguales a la Extensión aunque sus fines últimos les aventajasen
en sinceridad. Allí se enseñaba el Evangelio y se predicaba una caridad más antigua que la institucionista”
(Ibíd., p. 72).

273
memoria de licenciatura en 1961— puede leerse que junto a los profesores institucionis-
tas y regionalistas “se encontraban aquellos conservadores que, quizá, fueron el freno
conveniente a unas ideas demasiado innovadoras”132.
Conviene recordar que en su texto de 1985, Melón profundizó el elogio de los
sectores monárquicos y católicos por su contribución a la Universidad a la vez que re-
crudeció su ataque a la filosofía de la Extensión, la cual, según sus palabras, habría sido
vista por la sociedad ovetense como un “entretenido pasatiempo urdido por unos profe-
sores semiociosos”133.
Así podemos ver un duro juicio sobre el aspecto central de esta empresa y una
caracterización de sus impulsores como un grupo de intelectuales defensores de los in-
tereses de la burguesía, que fluctuaban entre la ingenuidad y la ambición de un ascenso
profesional, tendiendo un manto de duda sobre la verdadera utilidad de esta política
reformista y justificando retrospectivamente los juicios críticos de El Carbayón, cuando
se preguntaba, nada inocentemente, “si la Extensión y las demás tareas conexas surgidas
de un Claustro innovador, no perjudicarían a la enseñanza normal en Asturias”134.
Muy diferente fue la visión aportada por otro historiador ovetense de filiación
marxista, David Ruiz, quien caracterizó al “movimiento de Oviedo” y a los profesores
renovadores como una elite intelectual bienintencionada y atenta a la “cuestión social”
abierta en Asturias desde mediados del siglo XIX, cuyo proyecto utópico consistía en
suavizar las rivalidades de clase a partir de la amplia distribución de los beneficios de
una educación liberal y moderna entre las clases populares.
Por supuesto, este objetivo no habría podido cumplirse por la radicalización del
conflicto social, por el avance de una consciencia de clase entre los obreros y por la
intransigencia cerril de la burguesía. Pero hasta que punto esta inquietud original era
sincera, podría mostrarlo el ejemplo del propio Altamira —personaje paradigmático del
sector renovador— a quien “los años pasados en Asturias de la Extensión... [le] permi-

132
Ibíd., p. 84.
133
Este juicio, aparentemente sintético —a través del cual se pretende dar cuenta de una situación de
hecho— al estar construido sin ofrecer la posibilidad alguna de confrontación con testimonios de la épo-
ca, deriva su validez en la autoridad de Melón como investigador pionero y ovetense. Con lo que, es fac-
tible pensar que esta afirmación, realizada sin base documental declarada y controlable, sin ningún tipo de
contextuación y sin que se nos diga siquiera a quiénes debe ser atribuida, mal puede esconder el propio
juicio de valor que tuviera Melón respecto de la Extensión Universitaria y el grupo institucionista. En este
caso, puede verse perfectamente como la estrategia discursiva de Melón nos revela sus propias conviccio-
nes, difuminadas por su retórica de la ironía, del matiz, de la superposición caótica de elogio y condena, y
de la evocación imprecisa del saber tradicional ovetense. (La cita aludida puede encontrarse en: Santiago
MELÓN FERNÁNDEZ, “La Extensión Universitaria: antecedentes y características”, en: ID., Estudios sobre
la Universidad de Oviedo, Op.cit, p. 112).
134
Santiago MELÓN FERNÁNDEZ, “La Extensión Universitaria: antecedentes y características”, en: ID.,
Estudios sobre la Universidad de Oviedo, Op.cit, p. 112. La paradójica recepción de los trabajos de Me-
lón, leídos a menudo como un homenaje a la Extensión fini-ortosecular, quizás tenga que ver, por un
lado, por un estilo que gusta echar mano de categorías y lugares comunes de tradiciones ideológicas en-
contradas, y de combinar sin solución de continuidad, reproche y encomio. Por otro lado, por su condi-
ción, ya señalada, de indiscutible de pionero; y, por último, porque en general sus trabajos han sido publi-
cados en la propia Universidad de Oviedo y, en algunos casos recientes, como parte de los eventos
conmemorativos del primer centenario de la Extensión universitaria ovetense.

274
tieron... evolucionar de la tutela educativa inicial impregnada de paternalismo, a una
defensa diríase incondicional del sistema de valores de las clases populares”135.
Otras historiadoras ovetenses, Leontina Alonso Iglesias y Asunción García-
Prendes, estudiaron la Extensión haciendo hincapié en el análisis del delgado equilibrio
existente entre la política de promoción social del obrero y la de contención de sus lu-
chas, por el que transitaban los hombres del Grupo de Oviedo136. Esta tensión —
internalizada en el discurso y acciones públicas de los institucionistas— entre una críti-
ca de la despreocupación estatal y burguesa por el estado del proletariado y la oposición
a que los obreros se organizaran autónomamente creando sus propios partidos y trazan-
do una estrategia independiente, habría hallado alivio sólo en la certeza de poseer el
remedio idóneo para generar una auténtica integración social: la Extensión.
Según estas autoras, un idealismo psicologista que supone que los individuos
pueden encontrar felicidad y superación a partir de un esfuerzo interior capaz de vencer
los condicionamientos de la realidad, habría sido el fundamento filosófico que sostuvo
la acción pedagógica de los institucionistas. Esta concepción enmascararía las diferen-
cias de clases, presentándola como una asimetría espiritual o cultural, en la que el obre-
ro estaría injustamente desposeído de bienes fundamentales, que no sería precisamente
los medios de producción, sino la cultura y el conocimiento. Bienes que los institucio-
nistas querían distribuir entre la clase obrera a través de la educación no formal, para
prevenir la violencia revolucionaria por parte del sector evidentemente más “peligroso”
para la pervivencia del sistema, olvidándose de que la necesidad de instrucción y for-
mación aquejaba en igual o mayor grado, por ejemplo, al campesinado137.
Maryse Villapadierna, por su parte, remarcaría que el público popular atraído
por las actividades de la Extensión fue el proletariado y artesanado urbano, especial-
mente ovetense —que para la época no pasaría de los tres mil individuos— sin alcanzar
a integrar a la población semiproletarizada de los valles mineros, aún sujetos a los es-
quemas mentales de la sociedad campesina tradicional. Por otra parte, los impulsores de
este proyecto no habrían querido, en principio, influir sobre la totalidad del universo de
los trabajadores asturianos, sino participar activamente en la formación de un núcleo
instruido, más consciente y activo, capaz de constituirse en una elite proletaria culta,
capaz de guiar sensatamente a su clase138.

135
David RUIZ, “Rafael Altamira y la Extensión universitaria de Oviedo (1898-1910)”, en: Armando
ALBEROLA (ed.), Estudios sobre Rafael Altamira, Op.cit., pp. 170-171.
136
Leontina ALONSO IGLESIAS y Asunción GARCÍA-PRENDES, “La Extensión universitaria de Oviedo
(1898-1910)”, en: Boletín del Instituto de Estudios Asturianos, Año XXVIII, N° 81, enero-abril 1974.
Este artículo es un extracto de una Memoria de Licenciatura presentada en la Universidad de Oviedo y
dirigida por David Ruiz.
137
Estas historiadoras, a pesar de situar la Extensión como un fenómeno propio de la contraposición entre
burguesía y proletariado —expresada por un lado en la oposición entre “cultura” y “fuerza” y, por otro,
entre reforma y revolución— no dejaron de rescatar el pensamiento y las inquietudes sociales de estos
catedráticos en un contexto de suma pobreza intelectual y aguda desmoralización.
138
Maryse VILLAPADIERNA, “Les clases populares organisées par l’extension universitaire d’Oviedo
(début du XXe siècle)”, en: L’enseignement primaire en Espagne et en Amerique Latine du XVIIIe siècle
a nous jours —Politiques éducatives et réalités scolairs—, Actes du colloque de Tours 29-30 noviembre
1985, Op.cit., pp. 240-241.

275
En su artículo de 1994 Jorge Uría, menos interesado por proferir un juicio moral
sobre el proyecto de los krauso-institucionistas de lo que se mostraría años más tarde, se
volcaba en explicar los objetivos de la Extensión dentro del universo ideológico y los
objetivos políticos del grupo que la impulsó. Un patriotismo nacionalista, reformista y
republicano que buscaba recrear un Estado “de estructuras renovadas”, secularizado,
“abierto a las innovaciones técnicas y científicas”, y comprometido con un “ideal de
sociedad burguesa democrática y avanzada”, sería la médula de esta propuesta de acción
social universitaria dentro de un programa regeneracionista más amplio.
Esta estrategia de un liberalismo moderado y progresista chocaba ideológica-
mente tanto con la política reaccionaria de la burguesía y los sectores tradicionalistas,
como con los de una eventual radicalización de la clase obrera. En este sentido, el hori-
zonte previsible de una lucha de clases no podía dejar de ser vista como un peligro por
quienes apostaban por construir un Estado nacional moderno y socialmente integrador.
Peligro del que la sociedad española, sometida a las presiones de la derrota del ’98, de-
bía sustraerse, a través, precisamente de una activa pedagogía democratizadora y un
reformismo preventivo139.
No obstante la existencia de estos límites por derecha y por izquierda, la Exten-
sión Universitaria habría obtenido un decisivo y necesario apoyo material por parte de
la burguesía asturiana, tal como dejara sentado Uría su libro de 1996, donde consigna
los aportes económicos de los Masaveu, Caicoya, Alvaré, Tartiere, del Marqués de la
Vega de Anzo y del Banco Herrero140.
Pero este apoyo de la alta burguesía asturiana tuvo correlato en la amplia partici-
pación de los obreros sindicalizados, afiliados al socialismo e incluso seguidores de
ideas anarquistas. Jorge Uría atribuyó esta participación a “una fe arraigada en la ascép-
tica bondad de la cultura”, la cual habría garantizado el éxito del proyecto extensivo
pese a los conflictos suscitados entre los dirigentes de los trabajadores y los propios
profesores institucionistas141.
En su artículo del año 2000, Uría confirmaba sus apreciaciones anteriores y atri-
buía la considerable participación de obreros al prestigio que habían ganado los profeso-
res institucionistas en la prensa, las asociaciones y los partidos obreros:

139
“Los objetivos de la Extensión, lógicamente, volvían a tener mucho que ver con la consolidación de un
conjunto nacional homogéneo y sin fisuras internas; la emergencia de la lucha de clases, en este sentido,
era un peligro demasiado evidente como para que los hombres de la Extensión no lo combatiesen desde
ella con toda claridad.” (Jorge URÍA, “La Universidad de Oviedo en el 98. Nacionalismo y regeneracio-
nismo en la crisis finisecular española”, en: ID. (ed.), Asturias y Cuba en torno al 98, Op.cit., p. 190).
140
“estaba claro que la experiencia en su conjunto no hubiese funcionado sin un clima social en el que la
burguesía asturiana, en principio renuente a apoyar el proyecto, había acabado por involucrarse y sostener
una experiencia reformista que preludiaba su posterior paso a la política activa a través de opciones como
la del Partido Reformista” (Jorge URÍA, Una historia social del ocio. Asturias 1898-1914, s.l.e., UGT,
1986, p. 187).
141
“el proyecto de la Extensión resultaba demasiado obvio como para que no hubiese surgido algunas
ocasionales fricciones entre los hombres de la Extensión y las organizaciones obreras. Porque una cosa
era la pura ciencia que los profesores expandían desde sus sitiales en el centro obrero, y otra bien distinta
la parte que les atañía en la cotidiana vida política o social. Si el profesorado universitario era elogiado sin
tasa por su participación en las tareas pedagógicas ello no eliminaba la discrepancia en otros terrenos.”
(Ibíd., p. 189).

276
“la buena salud de experiencias como la de la Extensión universitaria durante la primera década
del siglo, encontraba parte de su compleja explicación en el capital de prestigio de buena parte de
sus responsables. Y es que la Extensión, es preciso recordarlo, pese a responder a un propósito
meridianamente claro de morigerar a la clase obrera, fue aceptado con una actitud unánimemente
respetuosa tanto desde los medios socialistas como desde los anarquistas; mucho menos procli-
ves estos últimos, obviamente, a proyectos gradualistas de reforma de la sociedad.” 142

Sin embargo, a la hora de evaluar las causas centrales de la extinción de la Ex-


tensión Universitaria, Uría descartaría por igual una explicación centrada en los conte-
nidos de la enseñanza, en las fricciones surgidas entre docentes y sindicatos o en el éxo-
do de los miembros del Grupo de Oviedo, para proponer un argumento clasista:
“La razón última de la lenta asfixia de la Extensión, tal vez residiese en la propia evolución del
movimiento obrero que, tanto desde el punto de vista reivindicativo, como desde el cultural, es-
taba aprendiendo lentamente a ser adulto; a tenerse cierta autoestima; a organizar cada vez mejor
sus propias actividades sin la ayuda —por desinteresada que fuese— de instancias que le eran
ajenas.” 143

De tal forma que las claves que explicarían tanto el éxito como la disolución del
proyecto extensivo y, a través de él, del programa reformista que le daba sentido, estarí-
an dados por la “maduración” del movimiento obrero. Con lo que, a la fase expansiva
correspondería, lógicamente, un infantilismo acorde con la necesidad de una tutela inte-
lectual, y al ocaso, la asunción de su plena “adultez”. Dejando de lado las analogías psi-
cológicas y por qué no, organicistas, cabría observar que el juicio final de Uría eviden-
cia, una vez más, la existencia de una certeza ideológica y de una valoración a priori
negativa de la alternativa conciliadora y reformista que ofrecían los institucionistas.
Desde esta perspectiva, la Extensión sólo podría ser pensada como un experi-
mento voluntarista, encomiable y pintoresco a veces, pero en el fondo aberrante, cuya
escasa vida sólo pudo desarrollarse en un contexto provisional determinado por la in-
madurez de la clase obrera. Esta clase, una vez “concienciada” de sus auténticos inter-
eses y capaz de definir sus propias estrategias debía decantarse, “lógicamente”, y tal
como ocurrió, por una cultura y una instrucción “obreras”, es decir, tendencialmente,
radicales y revolucionarias.
Jorge Uría, interesado en probar la existencia de esa “maduración” e identificarla
con el avance de las opciones políticas e ideológicas más radicales, estableció que la
desaparición de la Extensión Universitaria se había debido a ese “crecimiento”, deses-
timando la causa más próxima y evidente disponible, que no era otra que la disolución
final del Grupo de Oviedo y los cambios de equilibrio en el Claustro ovetense.

142
Jorge URÍA, “Posada, el Grupo de Oviedo y la percepción del conflicto social”, en: ID. (coord..), Insti-
tucionismo y reforma social en España, Op.cit., p. 116.
143
Jorge URÍA, Una historia social del ocio…, Op.cit., p. 191. Para Maryse Villapadierna, el fin de esta
experiencia estaría relacionada directamente con el éxodo de los profesores institucionistas hacia despa-
chos gubernamentales u otras universidades y no tanto con la falta de apoyo de sus destinatarios. El ar-
gumento también es empleado por Santiago Melón y de alguna forma ha hallado mayor sustento en el
estudio de Jean-Luois GUEREÑA, “L’Université espagnole a la fin du XIXe Siècle” en: L’Université en
Espagne et en Amerique Latine du Moyen Age a nos jours, I. Structures et acteurs, Actes du colloque de
Tours, 12-14 de enero 1990, Tours, C.I.R.E.M.I.A., Publications de L’Université de Tours, 1991, p. 238.
En este trabajo se demuestra que la existencia de un “Grupo de Oviedo” y la aplicación de sus proyectos
habrían sido imposibles sin la gran estabilidad que gozaron los profesores de la Universidad asturiana.

277
Por supuesto, no se trata de afirmar que este éxodo docente debiera constituirse
en causa suficiente de la explicación, ni que los cambios en los sectores obreros y bur-
gueses —cambios “históricos”, que no frutos de la realización lógica de ninguna ley ni
de ninguna tendencia natural evolutiva de las “clases”— no tuvieran su peso en el des-
mantelamiento de la experiencia extensiva. De lo que se trata es de evitar que se termine
imprimiendo de forma casi imperceptible una valoración negativa del reformismo polí-
tico y social, detrás de lo que aparece como un simple juicio de hecho.
El trasfondo de los argumentos historiográficos que pretenden desvirtuar a la Ex-
tensión Universitaria son muchas veces solidarios. Esto puede comprobarse perfecta-
mente alrededor de la oposición —deducida de la experiencia francesa— que se ha es-
tablecido doctrinalmente entre Extensión Universitaria y Universidad Popular.
Santiago Melón sentenciaba en 1963, apoyándose en el discurso de Georges De-
herme, que los obreros no querían cultura a cuentagotas y bajo la tutela burguesa y que
para cultivarse generaron espacios propios y genuinos como las Universidades Popula-
res:
“Entre Extensión Universitaria y Universidad Popular hay clara oposición. La primera está con-
trolada por la burguesía que dirige sus esfuerzos a suavizar la cuestión social. Las segundas son
una afirmación agresiva de la conciencia obrera que ve en la cultura una fuerza aprovechable pa-
ra su lucha contra esa misma burguesía. Se trataba de una diferente utilización de esa panacea
decimonónica que llamaban Cultura. Mientras la Extensión es en líneas generales, Universitaria,
las Universidades del pueblo viven de su propio esfuerzo, y se yerguen amenazadoras frente a
toda institución oficial. El criterio conservador que anima la Extensión contrasta con la violencia
revolucionaria y sincera que se alberga en estos viveros intelectuales del proletariado.” 144

De allí que las “clases populares” asturianas, impartidas por la Universidad de


Oviedo, no fueran sino un ejemplo más de la impostura y de la manipulación que entra-
ñaba el proyecto extensivo ovetense.
Jorge Uría, también enfatizaba la diferencia esencial que existía entre uno y otro
proyecto, teniendo en mente un paralelismo teórico entre dos instituciones pedagógicas
que incidiendo, en principio, sobre un terreno común, se hallaban irreconciliablemente
separadas por sus respectivos orígenes de clase, contenidos, estructura institucional,
estrategia pedagógica y fines políticos145.
La contraposición entre Extensión Universitaria y Universidad Popular que tanto
Melón como Uría “naturalizaron”, no necesariamente debía ser trasladada al escenario
español finisecular. Si bien el concepto de Extensión universitaria y Universidad popu-
lar eran diferentes en Europa —estando ligado el primero a una actividad surgida de las
universidades o las elites universitarias y el segundo a la iniciativa independiente de
sectores más dinámicos de los sectores populares—, en España se habría producido una
confusión entre ambas experiencias. Confusión que, sólo partiendo de una certeza ideo-

144
Santiago MELÓN FERNÁNDEZ, “Un capítulo en la historia de la Universidad de Oviedo” (1963), en:
ID., Estudios sobre la Universidad de Oviedo, Op.cit., p. 68.
145
Jorge URÍA, Una historia social del ocio..., Op.cit., p. 187. Ver también: Jorge URÍA, “La originalidad
de las universidades populares”, en: Cuadernos del Norte, nº 11, Oviedo, 1982.

278
lógica respecto de lo que “es y debe ser” una “universidad popular”, puede tacharse de
aberrante.
El problema no sería, entonces, determinar la autenticidad o falsedad de la Uni-
versidad Popular ovetense de acuerdo a la idea preconcebida —comprometida con al-
guna de las interpretaciones radicales disponibles a izquierda o a derecha— de lo que
ella debía ser, de los intereses a los cuales debía responder, de la lógica que debía go-
bernarla y de las funciones que debía cumplir; sino constatar su existencia efectiva y sus
efectos pedagógicos y sociales.
Como argumenta Tiana Ferrer, la razón de tal “confusión” práctica en España
estaría dada porque detrás de ambas iniciativas estaba una burguesía avanzada que aspi-
raba a integrar a las clases populares en su estrategia reformista. Lo sugerente es que, la
Universidad Popular no fue utilizada por los elementos obreros más radicales quienes se
habrían mantenido alejados no sólo de esta institución particular, sino del modelo insti-
tucional mismo, prefiriendo un tipo muy diferente de acción cultural e intelectual146.
Si bien, como vimos, el principal argumento de la crítica de Uría y Melón sobre
la Extensión Universitaria y de la ponderación del “contramodelo” de la Universidad
Popular no se refería a los contenidos enseñados, es necesario observar que ambos his-
toriadores señalaron la inadecuación de las temáticas y la ausencia de criterio pedagógi-
co en los profesores que disertaban ante un público obrero no especializado.
En este sentido, Uría, documentado en las crónicas periodísticas de La Aurora
Social y El Noroeste, no resistió la tentación de hacer escarnio de algunos docentes:
“Tampoco se pueden obviar las torpezas pedagógicas en que incurrieron aquellos profesores, pe-
se a sus solemnes declaraciones metodológicas en los Anales de la Universidad de hacer clases
ligeras y asequibles. A pesar de su excelente disposición, la imagen del bueno del profesor Rioja
acudiendo al Centro Obrero de Oviedo, cargado de láminas de celentéreos o haciendo llover so-
bre los obreros una catarata de zoofitos, protozoos, equinodermos, pólipos, medusas, móralas y
gástrulas, que diseccionaba hasta descubrir ectodermis, mesodermis o endodermis, es sin duda la
visión de un asesinato en toda regla del enorme interés que los obreros tenían por los temas cien-
tíficos.” 147

146
“...la intencionalidad de la iniciativa inglesa de Extensión Universitaria encajaba muy bien en el re-
formismo social del krauso-institucionismo, que se constituyó en su principal divulgador y promotor.
Otros grupos de diferente ideología, pero de similar espíritu reformista, coincidieron con ellos en conside-
rar la renovación de la vida universitaria como un factor de regeneración nacional. Y fueron todos ellos,
en conjunto o por separado, quienes promovieron tanto las iniciativas de Extensión como las escasas
Universidades Populares que existieron en la primera década del siglo XX. A diferencia de otros lugares,
como Francia, no existió oposición profunda entre ambos tipos de instituciones, que se sintieron más
unidas que separadas, como demuestra su presencia conjunta en la Asamblea de educación post-escolar
celebrada en Oviedo en septiembre de 1907. Su adscripción a uno u otro grupo dependió, a veces, de
factores ocasionales, como la ausencia de centros universitarios en la localidad, o el inmovilismo de los
existentes. La clase obrera militante, que podría haber determinado la radicalización de las Universidades
populares y su oposición a un proyecto sociocultural de origen burgués, se mantuvo generalmente al mar-
gen suyo, creando sus propios centros culturales.” (Alejandro TIANA FERRER, “Las primeras universida-
des populares españolas y la educación de la clase obrera”, en: L’enseignement primaire en Espagne et en
Amerique Latine du XVIIIe siècle a nous jours —Politiques éducatives et réalités scolairs—, Actes du
colloque de Tours, 29-30 noviembre 1985, C.I.R.E.M.I.A., Publications de l’Université de Tours, 1986,
pp. 212-213).
147
Jorge URÍA, Una historia social del ocio…, Op.cit., p. 188.

279
Este tipo de crítica de las enseñanzas extensionistas responde, en realidad, al pa-
trón de cuestionamientos que hicieran los sectores franceses más radicalizados —
estudiados tanto por Melón como por Uría— que pretendieron hacer de las Universida-
des Populares centros de adoctrinamiento y de propaganda política antes que institucio-
nes paralelas e independientes de instrucción.
Un análisis crítico de aquellos argumentos y ataques “obreristas” se debe al pro-
pio Rafael Altamira —atento seguidor de esta institución pedagógica a la que diera im-
pulso en Oviedo en 1898—, quien realizó en 1905 una interesante evaluación de la cri-
sis de la Extensión Universitaria en Francia e Inglaterra.
En Inglaterra, consignaba Altamira, pese a la intención de sus organizadores, el
público de la mayoría de los cursos de la University Extension siempre había sido bur-
gués, incorporándose además un número considerable de empleados de oficina, maes-
tros y mujeres. El intento de solucionar aquel desinterés obrero partió allí de las propias
organizaciones sindicales, que junto a los organizadores de la Extensión formaron una
sociedad para difundir la instrucción superior en la clase obrera. Los defensores de esta
reforma suponían que con esta medida democrática se redimiría el pecado original de
haber sustituido la iniciativa popular por la iniciativa de los intelectuales. Altamira, pese
a elogiar la iniciativa obrera, no compartía, sin embargo, la universalización de aquel
diagnóstico que desvirtuaba la intervención de los intelectuales y no prestaba demasiada
atención al rigor de los contenidos enseñados:
“Esto no es, sin embargo, más que relativamente cierto, porque sólo es relativamente posible. En
países donde, por la cultura general difusa que penetra aun en los que de propósito no la adquie-
ren, las clases obreras tienen conciencia clara de su estado y de sus necesidades en el orden inte-
lectual, y esa conciencia llega a producir la aspiración a remediar la falta, cabe esperar que ellas
se adelanten a pedir lo que necesitan. Donde eso no ocurra, se impone la iniciativa de los hom-
bres cultos, de los filántropos, que se decía en el siglo XVIII, y, como trabajo previo, el de des-
pertar la dormida conciencia de los trabajadores manuales, para que se asocien de una manera
viva a la obra que ea favor suyo se pretende realizar. Claro es que si ese trabajo previo fracasa,
toda la obra caerá por su base; porque la Extensión universitaria, como en toda empresa educati-
va, el factor principal es el educando, es decir, la cooperación activa, ferviente del que recibe la
enseñanza. Pero una vez lograda esa cooperación; una vez despierta la iniciativa del obrero, o
manifestada espontáneamente, donde esto sea posible, el problema cambia de aspecto y reviste, a
mi ver, pura y exclusivamente un carácter pedagógico, o sea, consiste en saber o no saber dar en-
señanza que el obrero necesita, y en la forma en que la necesita. Eso es lo que habrán tenido que
resolver los ingleses y lo que... ha sido la causa principal de la crisis de las Universidades popu-
lares francesas.” 148

Los primeros síntomas de la crisis de las Universidades populares francesas, ex-


tendidas por la prédica de Deherme y de otros personajes, no consistía en la reluctancia
de los obreros, sino en el abandono que estos hicieron de aquellas instituciones, luego
de haber acudido a ellas masivamente. Altamira citaba las opiniones de Maurice Duha-
mel, quien en su folleto L’Education sociales du peuple et l’echec des Universités Po-
pulires (París, 1904) afirmaba que los obreros fueron sustituidos por estudiantes, litera-
tos primerizos o artistas jóvenes, es decir miembros de la petit bourgeoisie. El

148
Rafael ALTAMIRA, “La crisis de la Extensión Universitaria”, en: Nuestro Tiempo, nº 52, Madrid, 1905,
p. 455 (HMM, Microfilms, Nuestro Tiempo, F12 / 7 -78-).

280
diagnóstico de Duhamel era que la falla que provocó el éxodo de la clase obrera de las
aulas de las Universidades populares habría estado relacionado con la desnaturalización
que las convirtió en una “copia reducida y simplificada de las Universidades oficiales”
en las que los profesores enseñaban arqueología, metafísica, numismática, sin percatarse
de las necesidades pedagógicas específicas de los obreros, de su nivel de conocimientos
y de sus intereses inmediatos149.
Pese a que Altamira era consciente de que los intereses del público se circuns-
cribían instintivamente a aquellas cuestiones prácticas y de directa aplicación a su vida
cotidiana, hacía notar que rendirse plenamente ante esta demanda significaba estrechar
brutalmente el panorama de conocimientos que debían ser transmitidos en un aula ex-
tensiva y afectar la ilustración de los obreros:
“Cabe discutir si —en la orgánica dependencia que todas las cosas de la vida tienen— al obrero,
como tal, deben importarle tan sólo los hechos estrictamente económicos; pero no puede negarse
que, como hombre, le importan otros muchos, y que de conocerlos o no, de tener acerca de ellos
ideas claras o puras leyendas, depende su juicio respecto de muchos problemas actuales y su
conducta como ciudadano. Los asuntos jurídicos, históricos, morales, religiosos, no pueden ser
indiferentes para el pueblo, no lo son ante las luchas modernas, ante la propaganda de los parti-
dos reaccionarios, ante la consideración del grave peso que aún representan en la obra de la cul-
tura y de la paz las supervivencias y atavismos de las épocas de barbarie. Y si consideramos el
valor que representa en la obra indispensable del mejoramiento moral de la humanidad la eleva-
ción, la finura del espíritu, no negaremos la importancia de la educación artística —incluyendo
en ella la preparación para gozar de los espectáculos naturales— ni la eliminaremos de los pro-
gramas de la Extensión. No es, pues, tanto como a primera vista parece lo que debe segregarse
de los programas universitarios para aplicarlos a la educación popular.” 150

Si bien para el profesor ovetense podía interrogarse previamente a los oyentes o


a las instituciones que demandaban clases de la Extensión sobre sus intereses y adaptar
las enseñanzas a ellos —tal como se practicaba en la Universidad de Oviedo—, la cues-
tión de fondo sería otra. Para Altamira, la eficacia de las iniciativas de enseñanza popu-
lar no dependía estrictamente de los contenidos que se vertieran o de las materias que se
enseñaran, sino de la aplicación de recursos pedagógicos adecuados. En ese sentido, la
enseñanza de los obreros ofrecía indudables paralelismos con el problema de la ense-
ñanza de los niños más pequeños. Según el pensamiento educativo contemporáneo, a
los infantes se les podría enseñar todo, siempre y cuando se ajustara la cantidad y pro-
fundidad de conocimientos y el punto de vista. De igual forma, al obrero se le podría y
se le debería enseñar todos los temas, sin olvidar su condición de no especialista y el
punto de vista desde el cual un conocimiento puede serle útil e interesante.

149
“Ahora bien; los obreros habían acudido a las Universidades populares en la creencia de que allí en-
contrarían el secreto de su miseria y el medio de remediarla. Deseaban que se les explicase las bases
económicas de la sociedad moderna y las causas de su servidumbre social. En vez de esto, se les habló
de filosofía, de numismática, de literatura y de arqueología. En la sala Mouffetard, el año pasado, uno de
los conferenciantes trató, en diez lecciones, de los principios fundamentales de una metafísica nueva,
mientras que en la Cooperación de las Ideas, el Sr. Peladan charlaba sobre La estética de la Tragedia. El
resultado de tales programas no se hizo esperar mucho. El pueblo juzgó que las mejores bromas son las
más cortas, y abandonó las Universidades populares.” (Ibíd., p. 458).
150
Ibíd., pp. 459-460 (HMM, Microfilms, Nuestro Tiempo, F12 / 7 -78-).

281
Dejando atrás estas interesantes polémicas y estimulantes interpretaciones de los
historiadores acerca de la coyuntura intelectual asturiana de fines del siglo XIX y prin-
cipios del XX, podemos recapitular y determinar que, más allá de la valoración que de-
seemos hacer de ella, el mensaje americanista ovetense que Rafael Altamira llevaría a
las repúblicas latinoamericanas en 1909 y 1910, no podría entenderse fuera de los li-
neamientos de aquella experiencia.
Esta experiencia renovadora fue el resultado del impacto de una coyuntura polí-
tica e ideológica peninsular, en el concreto e inmediato medio socio-político e intelec-
tual asturiano. Fue en este ámbito local, en el que confluyeron tres condicionantes que
permitieron definir una política de acercamiento hispano-americano gestada y dirigida
desde la Universidad de Oviedo: el primero de tipo estructural y socio económico; el
segundo, relacionado con la conformación de un núcleo dinámico de intelectuales rege-
neracionistas en el Claustro ovetense para quienes la modernización española suponía la
necesidad de orientar una reforma política interna, una integración social y una nueva
proyección internacional de España; y, el tercero, vinculado a la puesta en práctica de
una de las iniciativas de este “grupo” que proyectó la labor universitaria fuera del cen-
tenario recinto de la calle San Francisco, habilitando organizativa e ideológicamente, no
sólo una “acción social”, sino también una serie de intervenciones académicas a escala
internacional.

1.2.- Proyección internacional de la Universidad de Oviedo


El viaje de Rafael Altamira por Latinoamérica no fue, ciertamente, una iniciativa
personal ni un fenómeno ocasional y aislado, sino que fue un acontecimiento que coro-
nó una política académica de la Universidad de Oviedo. De allí que sea necesario en-
tender el viaje americano de 1909 como el epítome de una vocación americanista que
comenzó a perfilarse, como “doctrina” ovetense, al tiempo que nacía la Extensión Uni-
versitaria.
Si bien el famoso discurso de 1898 no proponía la realización de un viaje por el
Nuevo Mundo, es evidente que su contenido situó a Altamira como uno de los referen-
tes nacionales del americanismo. Esta alocución académica, que pronto trascendería los
límites del claustro, planteó una línea de acción para materializar un acercamiento his-
pano-americano en la que se conjugaban tres elementos claves que pueden explicar su
exitosa aplicación en 1909. El primero de ellos era su clara inclusión dentro del planteo
crítico y regeneracionista que había ganado espacio en la sociedad española y en espe-
cial en el claustro ovetense. El segundo era su adaptabilidad a diferentes niveles de in-
tervención institucional y política, los cuales, si bien necesitaban en algunos casos de la
acción de altos despachos gubernamentales, podía gestionarse, en otros, por las propias
universidades con relativa y suficiente independencia. El tercero era que los beneficios
que la adopción de tal política prometía deparar, eran susceptibles de ser capitalizados
por múltiples actores del escenario político, social, intelectual y académico español y
asturiano.

282
Claro que el hecho de que esta línea terminara materializándose en una gira
anual por las extensiones del antiguo imperio fue el resultado del encadenamiento de
ciertas oportunidades e iniciativas en las que el rector Fermín Canella, como veremos,
tuvo mucho que ver. En efecto, si la apertura del curso 1898-1899 fue impulso inicial
del americanismo ovetense, los pasos siguientes tuvieron quizás menos impacto públi-
co, pero no por ello fueron menos importantes para que este esfuerzo se coronara en el
viaje de la futura celebridad alicantina.
Entre 1900 y 1908, la Universidad de Oviedo desarrolló, pues, una política aca-
démica de proyección internacional que tendría algunos hitos interesantes. El primero
de ellos involucraría un doble movimiento destinado a interesar al sector universitario
latinoamericano por el intercambio docente y a suscitar la solidaridad económica de las
colectividades españolas del Nuevo Mundo. El segundo, implicaría académicamente a
la Universidad de Oviedo, en tanto sus catedráticos institucionistas llevarían una serie
de propuestas formales al Congreso Hispano-Americano de Madrid con el objeto de
restaurar las relaciones intelectuales quebradas desde principios del siglo XIX. El terce-
ro, si bien no supuso una intervención en el ámbito americano, constituyó un hito en la
apertura internacional del sector universitario español que tuvo indudables consecuen-
cias sobre la evolución de las propuestas de intercambio que se llevarían poco después a
Argentina, Uruguay, Chile, Perú, México y Cuba. El cuarto, aun cuando sería un hito
más individual que colectivo, también se constituiría en un antecedente relevante que
contribuiría a definir buena parte de los objetivos y de las aspiraciones de mediano pla-
zo de la política americanista ovetense. Veamos.

1.2.1.- Las exhortaciones americanistas de la Universidad de Oviedo


Si desde 1898 la Universidad asturiana, impulsada por el Grupo de Oviedo, se
abría programática y prácticamente para proyectarse en el espacio social y geográfico
asturiano y cantábrico, esta apertura adquiriría pronto una tercera dimensión internacio-
nal, inscripta en la misma lógica y puesta bajo los mismos principios de modernización,
regeneración y reformulación del lugar de España en el mundo intelectual y político de
la época.
Esta proyección internacional tendría, por supuesto, una clara impronta america-
nista y se traduciría en dos iniciativas de cierta importancia, aun cuando de pocos resul-
tados inmediatos.
La primera pudo verificarse en julio de 1900, cuando la Universidad de Oviedo
remitió a las universidades hispanoamericanas una circular en la que se hacía un llama-
miento a la colaboración, saludándolas “en nombre de la comunidad de raza y de la fra-
ternidad intelectual”, proponiendo un intercambio de publicaciones y recogiendo las
ideas expuestas por Altamira acerca del cambio docente:
“Coincidiendo con las corrientes modernas que tienden a establecer una relación cada vez más
íntima entre España y los pueblos hispano-americanos, la Universidad de Oviedo tiene el honor
de dirigirse a los centros docentes de América, saludándolos en nombre de la comunidad de raza
y de la fraternidad intelectual, y ofreciéndose a ellos para el planteamiento de un cambio efectivo
de servicios y de iniciativas en el orden académico. Nuestra Universidad, que ha procurado

283
siempre cumplir, en el mayor grado posible, sus funciones científicas, no limitándose al cuadro
de las enseñanzas y de los deberes oficiales (como lo demuestra la noticia adjunta), aspira a en-
sanchar todavía más el campo de su acción mediante el acrecentamiento de sus medios educati-
vos, a cuyo propósito ha solicitado el concurso de los españoles de América. Si esta gestión pa-
triótica , y desinteresada en los que respecta al personal docentes, lograra tener el éxito
apetecido, la Universidad podría ofrecer desde luego a sus hermanas del Nuevo Mundo el envío
permanente de publicaciones corporativas de carácter científico, y aún la creación de una Revista
en que figurasen las firmas de los profesores de Oviedo y de sus colegas americanos, unidas en
labor común y mutua correspondencia de ideas. Mientras esto llega, y aun cuando no llegase, la
Universidad cree necesario para el establecimiento de las mencionadas relaciones y para la ma-
yor cultura de sus catedráticos y alumnos, solicitar de los centros a quienes se dirige las publica-
ciones que tuvieren hechas, o en lo sucesivo hicieren, tanto ellos como sus profesores. Ofrece en
cambio la remisión, no sólo de todos los impresos análogos de que sea posible reunir ejemplares,
más también de cuantos libros españoles logre obtener al efecto. De este modo cree la Universi-
dad de Oviedo dar el primer paso en la intimidad intelectual con sus hermanas de América. Sin
atreverse a ofrecer, hoy por hoy, otros servicios, ni a solicitar otro género de relaciones —
conocedora de la pequeñez de sus medios y de sus esfuerzos— la Universidad se consideraría al-
tamente honrada si alguna vez. Por ventura, recibiese la visita de profesores y alumnos america-
nos, a quienes se complacería en dar la cordial acogida que sus ideales y su tradición imponen,
asociándolos, aunque fuese brevemente, a su vida académica, humilde pero henchida de altos de-
seos y aspiraciones.” 151

Paralelamente, se despachó un llamamiento a las colonias españolas en América


solicitando apoyo económico para las labores de Extensión Universitaria. En este do-
cumento, invocando la “gloriosa tradición de una escuela cuyas aulas honraron Feijóo,
Campomanes, Jovellanos y tantos otros hombres ilustres” se pasaba revista a las “insti-
tuciones de enseñanza y educación anejas a sus dos Facultades de Derecho y Ciencias”:
la Escuela práctica de estudios sociales y jurídicos, las Colonias escolares de vacaciones
y la Extensión Universitaria. Por supuesto, el motivo de esta florida exposición no era
otro que el de obtener de las colonias de emigrados apoyo económico para proseguir
estas tareas pedagógicas, amenazadas siempre por la asfixia presupuestaria y el desen-
tendimiento del Estado152.
Esta petición de ayuda aseguraba de que el dinero recaudado sería destinado ex-
clusivamente a los “gastos materiales de sus diversas fundaciones”, como la adquisición
de aparatos e instalación de gabinetes, de libros, mapas, fotografías, impresión de pro-

151
“A los centros docentes de América”, en: Anales de la Universidad de Oviedo, año I, Oviedo, 1901,
pp. 383-385.
152
“la Universidad de Oviedo no puede, con gran dolor suyo, desenvolver esas fundaciones —y crear
otras análogas en que piensa—, por falta de recursos. Merced a una de esas anomalías tan frecuentes en
España, nuestra Universidad, que trabaja tanto, por lo menos, como cualquier otra, hállase peor atendida
que las restantes. El presupuesto de material que le concede el Estado es de 3000 pesetas anuales, la mitad
menos que el de la peor dotada; el dedicado a libros, mapas, etc., está en igual proporción, y hasta sus
empleados subalternos cobran menos sueldo que los de otros centros iguales. Y no cabe siquiera que la
Universidad pueda llenar estas deficiencias con el auxilio del Ayuntamiento, pues ambas corporaciones
hacen bastante con sostener la Facultad de Ciencias, que depende de ellas exclusivamente... Dada esta
situación y deseosa la Universidad de mantener sus actuales instituciones complementarias y extender la
esfera de su acción social, acude a los españoles de América (y muy especialmente a los asturianos), en
quienes el espectáculo de naciones que ven sus centros de enseñanza protegidos por la iniciativa particu-
lar, expresada en donativos cuantiosos, ha de haber creado ideas y costumbres ante las cuales esta peti-
ción pierde todo carácter de desusada e indiscreta, solicitando su concurso para el mejor cumplimiento de
los fines educativos que se proponen, y cuyos beneficios recaen en primer término sobre la misma Astu-
rias.” (“A las colonias españolas de los Estados hispano-americanos”, en: Anales de la Universidad de
Oviedo, año I, Oviedo, 1901, pp. 386-387).

284
gramas y lecciones, financiamiento de excursiones y conferencias fuera del recinto uni-
versitario, contratación de profesores extranjeros, “sin que en ningún caso hayan de des-
tinarse al pago de personal docente de Oviedo, que ha prestado y seguirá prestando su
esfuerzo de manera totalmente de desinteresada”153.
La segunda iniciativa de ese año “americanista”, fue la que protagonizaron
Aramburu, Canella, Buylla, Alas, Posada, Sela, Altamira y Melquíades Álvarez, quienes
firmaron conjuntamente unas proposiciones que presentaron al Congreso Hispano Ame-
ricano, donde se reclamaba para Asturias una larga tradición “americanista” 154 y a la
vez que se delimitaba un terreno de acciones positivas para afianzar las relaciones de
España con Latinoamérica.
En aquel documento, los catedráticos ovetenses dejaban sentadas sus intencio-
nes, tratando de disipar escrupulosamente cualquier duda respecto de las intenciones de
la Universidad de Oviedo, afirmando que “las relaciones de aproximación y confrater-
nidad que España persigue con los pueblos hispano-americanos, jamás entrañarán el
propósito de obtener ningún género de supremacía política”155.
Esta firme declaración de principios pretendía desactivar el recelo que todavía
experimentaban las antiguas colonias emancipadas hacia España. Esta desconfianza,
que afloraba cada vez que se planteaba una acción diplomática conjunta, tenía su origen
en las guerras de independencia, pero sería azuzada por otros países interesados en
ahondar y explotar en su beneficio aquellos antiguos resquemores156.

153
Ibíd., p. 388.
154
“Tratándose de relaciones con América que fue española, Asturias tiene, quizás más que ninguna otra
provincia, el derecho y el deber de contribuir intensamente a la obra de estrechar esas relaciones, funda-
das en la existencia de muchos elementos comunes en la vida de las naciones hispano americanas y de su
antigua metrópoli. Nacen ese derecho y ese deber, no sólo de la mucha sangre asturiana que constante-
mente va nutriendo el cuerpo social de los pueblos americanos, más también de la tradición que el pen-
samiento de Asturias —representado por hombres de gran relieve histórico— tiene en los problemas que
ahora se agitan. Asturianos fueron Alonso de Quintanilla, el protector de Colón; Alonso de Noreña, com-
pañero del generoso P. De las Casas, y, tras muchos otros, gobernantes, legisladores, capitales, el ilustre
Argüelles, defensor de la igualdad política de los americanos y españoles, y el inmortal Flórez Estrada,
que vaticinó con admirable precisión la pérdida de nuestra supremacía en América, señalando los grandes
errores de nuestro gobierno colonial. Y si esto cabe decir en general de Asturias, no parecerá extraño que
se afirme también la singular obligación en que la Universidad de Oviedo se halla de contribuir a la obra
de fraternidad que ahora tratamos de llevar a feliz término; para, de ese modo, responder a la gloriosa
memoria de los que fueron sus hijos y vieron, con lucidez y amplitud de miras por nadie superadas, lo que
a España cumplía hacer en su misión tutelar sobre los pueblos americanos de ella nacidos” (Félix de
ARAMBURU, Fermín CANELLA, Adolfo BUYLLA, Leopoldo ALAS, Rogelio JOVE, Aniceto SELA, Rafael
ALTAMIRA, Melquíades ÁLVAREZ, “Al Congreso Hispano-Americano. Proposiciones que presentan al
Congreso Hispano-Americano algunos catedráticos de la Universidad de Oviedo”, en: Anales de la Uni-
versidad de Oviedo, año I, Oviedo, 1901, pp. 389-390).
155
“Natural parecía comenzar por una declaración que, no obstante hallarse implícita en los actos todos
de quienes abordan hoy el problema hispano-americano, conviene formular de un modo concreto, para
sellar públicamente un compromiso que es de honor y de razón en los españoles, imposibilitando así
ciertas suspicacias que pudieran suscitar contra nosotros gentes interesadas en que fracase este Congreso,
para levantar sobre sus ruinas otra empresa de fines enteramente contrarios. La idea de dominación se
halla, por otra parte, tan arraigada en el vulgo, que son contados los que no la involucran con las de unión,
alianza y otras semejantes; e importa desvanecer este prejuicio que tantas aproximaciones provechosas ha
malogrado en nuestros días.” (Ibíd., pp. 395).
156
Ibíd., pp. 390-391.

285
Para “desvanecer este prejuicio” e impulsar una colaboración estrecha entre pe-
ninsulares y americanos, deberían confluir acciones privadas y estatales, las cuales re-
sultarían imprescindibles, cada una en su respectivo campo, para superar la historia de
desencuentros que jalonaba las relaciones entre ambos mundos de la hispanidad. De allí
el llamamiento de los congresistas ovetenses a ejercer una presión sobre los gobiernos,
“excitando a los poderes públicos” para que éstos trabajaran en un sentido constructivo
y práctico en torno a la estrategia de colaboración hispano-americanista, “única manera
de que su concurso no quede en pura forma y aparato y de que no se malogren los de-
seos de una fructífera intimidad ibero-americana”157.
Las propuestas de la delegación ovetense, organizadas en nueve puntos, habla-
ban de la constitución de un tribunal arbitral permanente que zanjara conflictos entre las
naciones ibero-americanas; la firma de un tratado general entre todos los estados ibero-
americanos que sancionase la igualdad jurídica civil entre sus ciudadanos de acuerdo a
los principios del Derecho internacional privado y las conclusiones del Congreso de
Montevideo de 1888; la unificación postal con tarifas inferiores a las de la Unión Postal
universal; la creación de una compañía telegráfica de capitales exclusivamente hispano-
americanos que estableciera un cable directo entre España y América; la promulgación
de una ley común de protección de propiedad intelectual, literaria, artística e industrial;
la supresión de derechos aduaneros y de cualquier traba para la circulación de libros;
una política aduanera de disminución de derechos de importación de artículos hispano-
americanos; la unificación de la legislación obrera y establecimiento de una Oficina
ibero-americana del Trabajo; la fundación de un Instituto pedagógico de acuerdo a las
propuestas del Congreso pedagógico hispano-portugués-americano de 1892; el estable-
cimiento de una enseñanza superior ibero-americana de acuerdo a un marco organizati-
vo común que favoreciera la comunicación y el intercambio del personal docente; la
completa reciprocidad de los títulos profesionales; el establecimiento recíproco de cáte-
dras de historia y geografía americanas, portuguesas y españolas en escuelas primarias y
colegios secundarios; y la organización del intercambio permanente de publicaciones
docentes y universitarias.
Demás está decir que este ambicioso programa, pese a contar con cierta atención
por parte de los gobernantes fue sucesivamente postergado por Estado, manteniendo su
pertinencia tres décadas después de que fuera expuesto en aquel foro. Dado que en otra
parte de este trabajo tendremos oportunidad de evaluar la historia de estas iniciativas,
pasemos rápidamente a los otros hitos internacionalistas de la Universidad de Oviedo.

1.2.2.- La experiencia bordalesa y la aventura costarricense de Pérez Martín


El viaje americanista de Rafael Altamira se nutriría, como proyecto intelectual y
académico, de la considerable experiencia acumulada por su protagonista —que ya ten-
dremos oportunidad de reseñar—, de una entusiasta vocación internacionalista del rec-

157
Ibíd., pp. 394-395.

286
torado de Canella y del ejemplo que brindaba la exitosa iniciativa individual de alguno
de sus profesores en América.
La tercera iniciativa internacional ovetense, más distanciada en el tiempo, se re-
lacionó con una efemérides un tanto polémica. En 1908, la Universidad de Oviedo cele-
bró su III Centenario bajo el rectorado de Fermín Canella y el patronato de Alfonso
XIII, quien delegó en el Ministro de Instrucción Pública y antiguo alumno del estable-
cimiento, Faustino Rodríguez de San Pedro158, la presidencia de los actos conmemorati-
vos159.
Estos festejos, que convocaron a representantes universitarios americanos y eu-
ropeos, fueron una buena oportunidad para poner en marcha interesantes experimentos
pedagógicos, como el del intercambio docente con la Universidad de Burdeos.
El primer episodio de aquel intercambio fue la visita a Oviedo de los profesores
Pierre Paris160, catedrático de Arqueología y presidente de la Escuela Municipal de Be-
llas Artes y Firmin Sauvaire-Jourdan, catedrático de Economía Política, quienes inaugu-
raron sus conferencias ovetenses —pronunciadas en francés— el 30 de noviembre de
1908, luego del revelador discurso de un eufórico Fermín Canella que ya vislumbraba
horizontes americanos para esta prometedora institución161.

158
Rodríguez San Pedro (1833-1925) estudió Derecho en la Universidad de Oviedo. Luego de ejercer la
abogacía en la capital asturiana se trasladó a Madrid para ejercer la profesión. Como político conservador
se alineó sucesivamente con Cánovas del Castillo, Silvela y Maura. Fue elegido diputado por Gijón en
1872, desde 1884 por Alcoy, y desde 1898 por Cuba. En 1900 adquirió la banca de Senador vitalicio
siendo nombrado más tarde, Vicepresidente del Senado. En 1903, durante el primer Gobierno Maura, fue
nombrado Ministro de Hacienda, ocupando en el Gobierno de Fernández Villaverde, la cartera de Estado
por un año, hasta fines de 1904. En 1907 fue designado por Maura Ministro de Instrucción Pública, cargo
en el que se desempeñaba cuando comenzara el viaje americanista de la Universidad de Oviedo. En otro
orden de cosas, fue profesor de la Universidad Central, Académico de Ciencias Morales y Políticas y
Presidente de la Unión Ibero-Americana.
159
El Claustro ovetense designó una Junta general para organizar los festejos, compuesta por el rector
Canella; Sela y Sampil, por entonces, vice-rector; Aramburu, catedrático y senador del Reino; Melquíades
Álvarez y González, catedrático y diputado de las Cortes; el presidente de la Asociación de Antiguos
Alumnos y Amigos de la Universidad de Oviedo, Marqués de la Vega de Anzo; Gerardo Berjano y Esco-
bar, decano de Derecho; Álvarez Amandi, Decano de Filosofía y Letras; José Mur y Ainsa, Decano de
Ciencias; el catedrático de Derecho, Enrique de Benito; el catedrático de Ciencias, Francisco de las Barras
de Aragón; el secretario general de la Universidad, Quevedo y González Llanos; el doctor Rodríguez
Losada; el diputado Prieto Pazos; el canónigo Joaquín Villa y el concejal ovetense Benigno Bances.
160
Pierre Paris (1859-1931) comenzó su carrera en la Escuela Francesa de Atenas, en la que estuvo entre
1882 y 1885, y desde ese año, en la Universidad de Burdeos, donde sería profesor. Fue director de la
Escuela de Estudios Superiores Hispánicos de Burdeos y dirigió desde 1889 el Bulletin Hispanique. Des-
de mediados de los años ’90, Paris se decantó hacia el estudio arqueológico de la Península Ibérica, la
cual visita en 1895 y 1897 en misiones de investigación. Pierre Paris mantuvo desde entonces una orien-
tación hispanista centrada en la historia antigua, la arqueología y la historia del arte ibéricos. Esta pers-
pectiva se dejó traslucir en su rol de organizador institucional, desde el cual se aplicó a crear instituciones
que regularan la colaboración intelectual franco-española. Una de sus iniciativas fue la organización de
una misión arqueológica francesa con sede permanente en España , al ejemplo de las existentes en Roma,
Atenas y El Cairo. En el marco de esta iniciativa la Universidad de Burdeos creó en Madrid la Escuela de
Altos Estudios Hispánicos en 1909, destinada a alojar a investigadores franceses y la Casa de Velázquez
en 1928, destinada a ser centro de reunión interdisciplinario de historiadores, arqueólogos, literatos y
artistas y cuyo primer director fuera el mismo Pierre Paris.
161
“Inauguramos hoy en España una novísima institución pedagógica, el intercambio de profesores con
Francia, y es posible que siga con celebradas Escuelas y maestros de Europa y América, que ensanchen
las relaciones de ciencia, de paz y amor que deben presidir a la vida de los pueblos, con inmediatas venta-

287
El discurso de Canella, trasuntaba, aún en el elogio hacia sus colegas transpire-
naicos, la desconfianza y la alarma que producían en los intelectuales españoles, la pro-
yección de la influencia cultural francesa en América Latina. De allí que el rector ove-
tense comprometiera ante su auditorio futuras acciones de la Universidad de Oviedo en
ese terreno, con un fervor y una convicción derivadas más del orgullo herido, que de un
auténtico plan de acción que, esbozado en 1900, no tardó en languidecer por falta de
interés hispanoamericano162.
Este primer paso del intercambio Burdeos-Oviedo, fue respondido en febrero de
1909 con la asistencia de Fermín Canella y Rafael Altamira a la universidad bordalesa,
donde fueron recibidos por su Rector y por el Decano Radet. El 25 de febrero Canella
disertó acerca de la “Contribución de España a la historia general de la pedagogía” y el
26 lo hizo Altamira sobre “Interpretaciones de la historia de España”, siendo ambos
elogiados por la prensa francesa y condecorados por el gobierno francés con las Palmas
de oro de Oficiales de Instrucción Pública163.
A pesar del éxito de la experiencia, Canella no tardaría en expresar una convic-
ción que compartía con Altamira acerca de que este sistema de conferencias sueltas no
resultaba por sí mismo demasiado eficaz para los fines que perseguía el intercambio
docente. El 19 de mayo de 1909, Canella enviaría a los rectores de las universidades
españolas y al ex rector y entonces senador Félix Aramburu, una carta en la que se pa-
saba revista a la labor realizada en torno al intercambio con Burdeos y se dejaban senta-
das las oportunidades que existían para regularizar este comercio intelectual de forma
eficaz y productiva para España:
“Excuso decir a V. la importancia y trascendencia de esta obra; pero si he de manifestarle que en
dicha Universidad bordalesa, como aquí, estamos dispuestos a continuarla también probablemen-
te en relación con otras Universidades de Francia, si la institución del Cambio internacional de
Profesores logra general aceptación y el apoyo de la superioridad, A este efecto, procurando se-
guros éxitos en lo porvenir para tal intercambio, tratamos con el Rector y Catedráticos de Bur-
deos sobre la conveniente y ulterior organización de aquél insistiendo en que se sustituyan las
conferencias sueltas por series o cursillos de algunos días para desenvolver teorías, instituciones,
problemas científicos o breve exposición de ciertas materias, etc., como cosa más eficaz, según
lo verifican los profesores norte-americanos que van a la Sorbona y viceversa; y asimismo en or-
denar el cambio periódico de profesores de las Universidades nacionales y extranjeras, en opor-
tunos fechas y tiempos, con turnos y señalamientos diferentes para una y otra Escuela, envío de
uno o dos Catedráticos, etc. Todo lo expuesto a desenvolver con elementos y dispendios propios
del caso, facilitándolos directamente por el Estado o por la Junta para Ampliación de Estudios e

jas para el progreso general y la enseñanza que le empuja, como unirá y estrechará fraternalmente al Ma-
gisterio del mundo con inquebrantables lazos de confraternidad.” (“Intercambio de las Universidades de
Burdeos y Oviedo”, en: Anales de la Universidad de Oviedo, Tomo V, 1908-1910, Oviedo, 1911, p. 440).
En este discurso inaugural de este evento, el Rector ovetense no olvidaba que el crédito por esta iniciati-
va debía ser adjudicado, en gran medida, al decano de la Facultad de Letras bordalesa Georges Radet
(1859-1941) y al propio profesor Paris, quienes propusieron el cambio según experiencias anteriores
llevadas a cabo con otras universidades británicas y alemanas (Ibíd., p. 441).
162
“Francia hace más. Notando la influencia de las Universidades alemanas en la América latina, que
mejor —aparte del territorio portugués del Brasil— debe llamarse española, ha creado una Asociación de
las Universidades y grandes Escuelas de Francia, para fomentar y extender sus relaciones con la América
nuestra, a fin de enviar allí sus profesores y propagar sus libros de instrucción y de educación. ¿Podemos
nosotros hacer otro tanto? No es hora de tratarlo ahora, pero sí afirmar que debemos.” (Ibíd., pp. 443-
444).
163
Ibíd., pp. 431-461.

288
Investigaciones científicas, ya que hasta ahora los Profesores españoles que fueron al Extranjero
lo hicieron a su costa.”164

Una segunda edición del intercambio docente entre Burdeos y Oviedo trajo a la
capital asturiana a los profesores Emmanuel Regis, reconocido alienista y psiquiatra y al
biólogo, profesor de la Facultad de Ciencias y futuro “conservador” del Museo de His-
toria Natural de Burdeos, J. Chaine, los cuales disertaron el 26 y 27 de abril de 1910
acerca de la “Asistencia y Educación de los anormales psíquicos” y del “Cultivo de las
aguas”, respectivamente. Esta visita fue devuelta por Aniceto Sela y Sampil y Francisco
de las Barras de Aragón, quienes pronunciaron el 30 de mayo de 1910 sendas conferen-
cias acerca de “Concepción Arenal y el derecho de la guerra” y “Los naturalistas espa-
ñoles contemporáneos” y obtuvieron las mismas condecoraciones —extensivas esta vez
a Félix Aramburu— que Altamira y Canella recibieran el año anterior165.
Si bien es evidente que esta iniciativa de intercambio no formó parte de la políti-
ca “americanista” ovetense, no debe perderse de vista que esta experiencia internacional
prefiguró aquella empresa pronta a acometerse con América. El cambio con Burdeos
brindó el conocimiento práctico acerca de la organización académica y material de este
tipo de eventos y sus pormenores, a la vez que sirvió de modelo para bosquejar una pro-
puesta concreta a las universidades latinoamericanas y de antecedente prestigioso para
atraer a éstas al proyecto ovetense.
Por último, el cuarto episodio de proyección internacional de la Universidad de
Oviedo en este período, fue el que protagonizó su catedrático de Física general de la
Facultad de Ciencias, Pérez Martín —quien además de doctor en ciencias físico-
químicas era licenciado en Derecho— al acudir a Costa Rica para orientar la reforma de
la enseñanza de aquel país. Pérez Martín había acudido a la república centroamericana
por pedido del Ministro de Instrucción pública costarricense Luis Anderson y requeri-
miento del Presidente Cleto González Víquez (1858-1937), y con autorización directa
del Rey, del presidente del Consejo de Ministros y del Ministro de Instrucción pública
Rodríguez San Pedro, según una Real Orden del 8 de agosto de 1907.
Pérez Martín, fue nombrado Director del Liceo de Costa Rica, donde elaboró un
informe acerca de la enseñaza secundaria y diseñó un nuevo plan de estudios que fue
aceptado y promulgado por las autoridades el 15 de febrero de 1908166. En 1909 el cate-
drático ovetense fue nombrado Presidente del I Congreso Pedagógico Costarricence y

164
Ibíd., pp. 462-463.
165
Ibíd., pp. 463-482.
166
Pérez Martín, de trato muy próximo con Altamira, le escribió relatándole su experiencia en San José,
los debates entre clericales y radicales en torno a la educación y la enseñanza del Latín y sus observacio-
nes acerca del elevado costo de la vida, de la moda y la idiosincrasia costarricense, tan cercana a la espa-
ñola —“nuestra raza es igual en todas las latitudes”— en sus formulismo, en su retórica y en su culto
burocrático a los informes. Pérez Martín le informaba que el joven Ministro de Instrucción Pública y el
propio Presidente de la Nación lo respaldaban absolutamente en su tarea reformista, cosa que podía traer-
le problemas en el futuro, dado lo paternalismo y casi absoluto del poder presidencialista costarricense
que, si en esta ocasión lo favorecía, en otra podía perjudicarlo. Ver: AHUO/FRA, en cat., Caja IV, Carta
original manuscrita de Arturo Pérez Martín a Rafael Altamira, San José, 29-XI-1908 (6 pp. conmembrete:
Dirección del Liceo de Costa Rica).

289
Presidente del Centro español del Ateneo de Costa Rica, desde donde organizó ciclos de
conferencias de temática hispana. También durante ese año fue el encargado de elaborar
el proyecto de un Instituto Pedagógico centro-americano. En 1910, fue el autor de un
nuevo proyecto de reforma de plan de estudios, esta vez para el Colegio Superior de
Señoritas, aprobado por las autoridades. Ese mismo año elaboró junto con otras autori-
dades pedagógicas un Reglamento de Segunda Enseñanza e introdujo reformas en los
sistemas evaluativos y de promoción docente.
Si bien las tareas de Pérez Martín no formaron parte de un “plan ovetense”, sino
que fueron, en más de un sentido, hitos de una empresa individual, el mantenimiento de
su adscripción a la Universidad de Oviedo y lo exitoso de su intervención ofrecieron a
los americanistas de la capital asturiana un insoslayable ejemplo, a la vez que una pro-
vocativa inspiración, para diseñar sus audaces y ambiciosos planes de intervención en el
Nuevo Mundo. Si bien Costa Rica no era una medida adecuada para extraer conclusio-
nes generales acerca del estado de la enseñanza y de las predisposiciones de los ameri-
canas respecto de la antigua metrópoli, la experiencia de Pérez Martín venía a mostrar la
existencia insospechada de un terreno propicio y abierto a la iniciativa intelectual espa-
ñola. Del mismo modo, era de esperar que un éxito personal de este tipo, contribuyera a
incentivar los proyectos personales e institucionales de corte “americanista”, así como
los deseos de embarcarse en la aventura pedagógica en un Nuevo Mundo demandante
de la ciencia española.
Este cuadro optimista, sólo parcialmente corroborado por Altamira y Posada en
sus viajes de 1909 a 1911, se mantuvo durante algún tiempo, aun cuando era evidente
que las demandas globales de los países americanos sólo podrían dar cabida a un núme-
ro limitado de docentes españoles, subordinado a la evolución de sus propios sistemas
de formación del profesorado. Esto en la medida en que, lógicamente los países lati-
noamericanos no pretendían solucionar sus carencias incorporando docentes españoles o
extranjeros, sino formando un cuerpo docente idóneo en sus propios países. Desde este
punto de vista, el intercambio docente a pesar de ser una política alentada desde ambos
lados del Atlántico, habilitaba potencialmente un conflicto de intereses entre las partes
involucradas. Por un lado, y más allá de las experiencias puntuales, detrás de las inicia-
tivas de reestablecimiento de relaciones intelectuales hispano-americanas, existían en
forma latente unas legítimas expectativas de colocación permanente de docentes y cien-
tíficos españoles en los sistemas pedagógicos y de investigación americanos. Sin em-
bargo, y más allá de incorporaciones puntuales —que nunca fueron masivas—, la parte
americana se acercaba a la política de intercambio y de reconstitución del diálogo inte-
lectual con España con el objetivo de que tal contacto “internacional” —entre otros en-
sayados— facilitase una actualización que permitiera el desarrollo independiente y au-
to-sostenido de sus propios campos cultural, científico, educativo e intelectual.
En todo caso, tales contradicciones aún quedaban demasiado lejos de la imagi-
nación de quienes promovían estas acciones. Esta lejanía no obedecía ciertamente a
ningún límite del horizonte intelectual de estos americanistas, sino del estado mismo de
las relaciones hispano-americanas, en una etapa en la que el americanismo ovetense —y

290
más aún el español— sólo habían realizado una aproximación “intelectual” a su referen-
te, amén de algunas tímidas y erráticas incursiones en el terreno práctico, tales como
aquellas iniciativas pioneras de 1900.
Sin embargo, la década larga que va desde 1898 a 1909 puede mostrarnos —a
través de iniciativas como las mencionadas y de otras que involucraron individualmente
a sus catedráticos— que la Universidad de Oviedo no sólo había experimentado grandes
transformaciones internas de la mano del Grupo de Oviedo, sino que se hallaba orienta-
da por una política consecuente de proyección social e internacional. Gracias a esta po-
lítica, la casa de altos estudios asturiana podía mostrarse, en las postrimerías del siglo
XIX, como una institución atenta a recibir la influencia de los factores ideológicos, pe-
dagógicos y científicos progresivos del mundo europeo y americano, a la vez que dis-
puesta a ofrecer al mundo, en contrapartida, la experiencia intelectual de una España
liberal, reformista y modernizadora.
Estos antecedentes, aún con sus limitaciones, aun cuando truncos, aun cuando
insuficientes o voluntaristas, nos hablan de que el viaje americanista de 1909-1910 no
fue una casualidad o una iniciativa alocada. Por el contrario, el periplo americanista,
resultado de un largo proceso de maduración de unas convicciones ideológicas, pedagó-
gicas y políticas, podría mostrarnos el peso sustantivo de la línea político-académica
que controló la Universidad de Oviedo durante el período estudiado. Esta política aca-
démica, a menudo blanco de críticas injustas, fue la sostenida por la entente institucio-
nista-regionalista, la cual sería la principal valedora de la audaz iniciativa americanista
que protagonizaría Rafael Altamira y que estaría llamada a modificar la tendencia nega-
tiva que había gobernado las relaciones intelectuales entre España y Argentina —y todo
América Latina— desde la ya lejana época de la secesión revolucionaria.

1.3.- La organización del viaje americanista


Si 1900 fue un año “americano” para la Universidad de Oviedo por las iniciati-
vas de acercamiento que produjo del Claustro ovetense; 1908 sería un año decisivo en
lo que atañe a la concreción del proyecto americanista.
Los eventos conmemorativos del III Centenario que, como vimos, sirvieron para
poner en marcha el intercambio universitario con Burdeos, contaron con la presencia de
delegaciones universitarias españolas y del extranjero, algunas de las cuales fueron cu-
biertas por personajes españoles o asturianos167.
Si la repercusión del llamamiento ovetense fue considerable, la presencia ameri-
cana fue escasa, asistiendo en aquella ocasión representantes de la Universidad de Co-
lumbia en New York; de la Universidad de Harvard y de Universidad de La Habana.
Una vez más, tal como había ocurrido en 1892 en ocasión del Congreso pedagó-
gico hispano-portugués-americano y en 1900 en ocasión del Congreso Hispano-

167
Tal el caso del propio Rafael Altamira que representó a la Universidad Nacional de la República de
Montevideo.

291
Americano, las iniciativas españolas que intentaban atraer la presencia latinoamericana
a la Península, fracasaban.
Aun cuando las distancias y las razones económicas resultaban decisivas para
explicar estas ausencias, Altamira intentó buscar, con gran acierto, otras razones más
profundas para comprender la inasistencia americana al cónclave pedagógico de 1892
que podían hacerse extensivas a cualquier iniciativa de índole cultural e intelectual. Es-
tas no serían otras que el atraso español y la temeridad de convocar a pueblos progresi-
vos sin poder mostrarles una organización pedagógica acorde a la de la mayoría de los
pueblos cultos.
Con todo, y pese a la exigua participación americana, los eventos de 1908 resul-
taron decisivos para el futuro del americanismo ovetense y español, gracias al contacto
que establecerían Fermín Canella y el representante cubano, quien sugeriría al Rector de
la Universidad de Oviedo la conveniencia de organizar un viaje académico a Cuba:
“La presencia en las fiestas del tercer Centenario de la Universidad ovetense, de un profesor cu-
bano, el Dr. Dihigo, que ostentaba la representación de la Universidad de La Habana; las mani-
festaciones hechas por los delegados del Centro Asturiano de aquella capital, en la comida que
dieron en honor de los Sres. Labra y Canella, y las corrientes de viva simpatía entre Cuba y Es-
paña que se expresaron en los dos banquetes ofrecidos (en Oviedo y Avilés) al señor Dihigo, nos
hicieron comprender a todos que había llegado la ocasión esperada de realizar la aspiración que
en 1900 declaró nuestra Circular a los centros docentes de América. Encarnándola y sintiéndola
como nadie entre nosotros nuestro Rector, Sr. Canella (que es tanto un hombre de acción como
un hombre de pensamiento), puso entonces la primera piedra para cumplirla, al prometer que su
Universidad iría a Cuba; y así inició el intercambio de profesores.” 168

Más allá de la paternidad de la idea inicial que llevaría a Altamira a América, es


indudable que la situación diagnosticada tan acertadamente en 1892 no había cambiado
decisivamente once años después. De allí que, para 1909 la experiencia de aquellos fra-
casos de 1892, 1900 y 1908 fuera debidamente capitalizada a la hora de proponer, esta
vez, una iniciativa en la que fueran los españoles quienes se trasladaran a América a
intentar difundir sus propuestas panhispanistas, sin esperar que fueran los americanos
quienes asistieran a escucharlas.
El 31 de diciembre de 1908, Fermín Canella, sin duda entusiasmado por la cele-
bración que presidiera y por los frutos que ella estaba dando, se hallaba trabajando afa-
nosamente para transformar aquella visita a Cuba propuesta por Dihigo, en un periplo
de escala continental que aprovechara el inminente centenario de las revoluciones inde-
pendentistas latinoamericanas.
Para ello, el rector regionalista desplegaría, lógicamente, dos líneas de acción,
una en España y otra en América. Respecto de la primera, Canella contactó con el Mi-
nistro de Instrucción Pública Rodríguez San Pedro para interesarlo por la iniciativa.
Respecto de la segunda, el rector ovetense se apresuró a remitir a los ministros de edu-
cación, intelectuales, personajes influyentes y a las principales Universidades del Nuevo
Mundo una nueva circular en la que se proponía prolongar en América el Intercambio

168
Rafael ALTAMIRA, Mi viaje a América..., Op.cit., p. 4.

292
universitario ya experimentado con la Universidad de Burdeos y las tareas de Extensión
universitaria169.
Citando la experiencia de intercambio realizado con la institución francesa, Ca-
nella afirmaba que la misión de Altamira en América sería, dadas las coincidencias
existentes entre España y los países latinoamericanos, “más permanente y especial en
esas regiones latinas”, por lo menos en tanto los gobiernos y las universidades america-
nas apoyaran esta nueva iniciativa de la Universidad de Oviedo:
“No es fácil concretar ahora un programa de asuntos y materias; pero la importancia e intensidad
del idioma español en el mundo, el carácter y consecuencias de la emigración y colonización es-
pañolas, el enlace de condición y pensamientos comunes, la comunión incesante moral y docen-
te, la creación de un Centro superior universitario hispano-americano, el recuerdo de la legisla-
ción común antigua, la federación de instituciones morales, políticas y pedagógicas y la
propaganda y difusión de la Extensión universitaria, prestarán ancho campo a tan doctísimo
maestro, ante el gran acontecimiento histórico que ha de conmemorarse en la antigua América
española.” 170

Canella cerraba esta circular haciéndose cargo de la responsabilidad sobre el


proyecto y asegurando la completa aquiescencia de Altamira para desarrollarlo con su
reconocida profesionalidad e imparcialidad:
“Mi querido compañero está dispuesto y conforme en realizar mi proyecto con entusiasmo y al-
teza de miras, así como con la imparcialidad de historiador y pedagogo, que encareció reciente-
mente el elocuente discurso ante el Senado español, el insigne orador y publicista hispano-
americano, D. Rafael M. de Labra”171.

El llamamiento de Canella tuvo una prometedora respuesta desde Argentina. El


27 de febrero, Joaquín V. González, presidente de la UNLP, escribía a Rafael Altamira
acusando recibo de la circular del 31 de diciembre y manifestándole su acuerdo con la
empresa propuesta por el rector de la Universidad de Oviedo. En esta carta, González
daba cuenta de las rápidas y exitosas gestiones que hiciera en la casa de altos estudios
de La Plata para garantizar la estancia académica ofrecida:
“Convencido de la importancia y trascendencia de la idea indicada por el señor Rector de la Uni-
versidad de Oviedo, y conociendo los altos méritos de usted, adquiridos en la enseñanza superior
y en la obra de Extensión universitaria, así como sus notables trabajos históricos y didácticos,
que le han dado justo renombre en el mundo intelectual de Europa y América, no vacilé en acep-
tar la idea con toda mi decisión y simpatía, llevándola al seno del Honorable Consejo Superior de
esta Universidad nueva, ya vinculada por estrechos lazos con su ilustre hermana la Universidad
Ovetense. Tengo ahora el placer de comunicarle que ese alto Cuerpo universitario en la sesión
celebrada el 12 del corriente, resolvió aceptar el ofrecimiento del señor Rector de la Universidad
de Oviedo y, en su consecuencia invitar a usted a dictar en la Facultad de Ciencias Jurídicas y
Sociales, Sección Letras, de la Universidad que tengo el honor de presidir, un curso especial so-
bre Metodología de la Historia, con aplicación a la Historia argentina y americana.”172

169
“Delegación de la Universidad de Oviedo al Sr. D. Rafael Altamira y Crevea, catedrático de Historia
General del Derecho, cerca de las Universidades y Centros docentes de las naciones Argentina, Uruguay,
Chile, Perú, México y Cuba para Intercambio profesional, Extensión Universitaria, etc.”, en: Anales de la
Universidad de Oviedo, Tomo V 1980-1910I, Oviedo, 1911, p. 498.
170
Ibíd., pp. 8-9.
171
Rafael ALTAMIRA, Mi viaje a América..., Op.cit., pp. 9-10.
172
IESJJA/LA, s.c., Carta original mecanografiada —3 pp., la primera con membrete de la presidencia de
la UNLP— de Joaquín V. González (firmada también por el secretario de la UNLP, Enrique del Valle

293
El Consejo Superior de la UNLP votó favorablemente una partida presupuestaria
para sufragar los gastos de viaje de Rafael Altamira hasta Argentina y una asignación
mensual de 600 pesos —que duplicaba el ingreso de los profesores universitarios argen-
tinos— durante cuatro meses, a contar desde mayo o junio. Como podemos ver, el inte-
rés de la UNLP por incorporar temporalmente al catedrático ovetense era muy conside-
rable, y eso se reflejó tanto en la celeridad del trámite, como en la resolución de las
cuestiones presupuestarias y la propuesta de una temática definida que obedecía a un
objetivo tanto pedagógico como historiográfico:
“El objeto inmediato de este curso es fundar aquí, en una Facultad de nueva creación, la ense-
ñanza del método constructivo y didáctico de la Historia, con aplicación experimental a la argen-
tina y americana, con el fin de preparar a los futuros profesores de la materia, o iniciar a los ac-
tuales en los referidos métodos, que con insuperable competencia usted ha aplicado en la
Universidad de Oviedo.” 173

Rafael Altamira contestó a González el 17 de abril de 1909, aceptando la invita-


ción y los términos propuestos por la UNLP, aun cuando comunicó la imposibilidad de
comenzar a dictarlo antes de fines del mes de junio y por un período no mayor de tres
meses, debido a sus obligaciones en la cátedra ovetense y a los compromisos contraídos
con otros países americanos174:
Tres días antes de remitida esta respuesta a la Argentina, el periódico madrileño
El Imparcial se hacía eco del proyecto de intercambio docente de la Universidad de
Oviedo con las universidades americanas, diagnosticando la necesidad imperiosa de que
se estableciera una corriente renovada de relaciones intelectuales entre ambos mundos,
para recuperar el prestigio internacional perdido175. La irrelevancia del pensamiento
español en la labor científica y pedagógica de los intelectuales y universitarios america-
nos sería un mal que debía ser subsanado rápidamente y la vía del intercambio docente
—avalada por sus óptimos resultados conseguidos en el pasado— se mostraba como la
más adecuada para inducir aquel necesario cambio de tendencia en las orientaciones
intelectuales españolas e hispano-americanas.

Ibarlucea) a Rafael Altamira, Buenos Aires, 27-II-1909. Este documento fue reproducido en: Rafael
ALTAMIRA, Mi viaje a América..., Op.cit., pp. 39-40.
173
IIbídem.
174
“Acepto reconocido esa invitación que tanto me honra, así como las condiciones a ella anejas que en la
referida comunicación se especifican con las solas reservas que luego indicaré. Mi gratitud personal en
este caso, con ser muy grande, está superada por la satisfacción ideal que me produce el llamamiento.
Veo en él, sobre todo, la alta significación que tiene, en su calidad de primer caso de colaboración de un
profesor español en las tareas docentes de una Universidad sudamericana. Mi patriotismo recibe, con esto,
la más profunda satisfacción que podía serle acordada; y mi conciencia de la íntima solidaridad que liga el
espíritu hispano-americano al hispano-europeo, y la necesidad de afirmarla sólidamente no con formas
retóricas sino con actos de seria intelectualidad, se declara satisfecha al ver que comienza a realizarse lo
que siempre tuve por necesario.” (Carta de Rafael Altamira a Joaquín V. González, Oviedo, 17-IV-1909,
en: Rafael ALTAMIRA, Mi viaje a América..., Op.cit., pp. 9-10).
175
“es indispensable que mostremos a aquellos pueblos por nosotros descubiertos y civilizados, que vi-
vimos de algo más que de los recuerdos; que representamos algo más que una tradición gloriosa; que el
maravilloso esfuerzo, por nadie superado en la Historia, que realizó la nación española, no agotó sus
energías y su vitalidad de tal suerte que no le sea dado colaborar activa y fecundamente en la obra de
mejoramiento y de progreso que tiene que llevar a cabo la raza hispana” (“El intercambio universitario”,
El imparcial, 14-IV-1909, reproducido en: Rafael ALTAMIRA, Mi viaje a América…, Op.cit., p. 24).

294
La generalización de este intercambio propuesto por Oviedo, sería beneficioso
para ambas partes, resultando en un mutuo conocimiento y en la suma de esfuerzos a
favor de la “raza española”, amenazada, en América, por la anglo-americana:
“Por esto es indispensable que el proyecto de que el Sr. Altamira vaya a Cuba a inaugurar el in-
tercambio universitario entre España y América, se realice en condiciones que permitan que el
viaje del doctísimo profesor de los frutos que de la competencia y del entusiasmo de éste cabe
esperar; que se prepare para plazo no lejano la ida de otros profesores de igual renombre a Bue-
nos Aires, Santiago de Chile y Méjico, y que se gestione que a su vez vengan a España catedráti-
cos de aquellas Universidades. Sería una obra de cultura y también de españolismo.” 176

La respuesta de Canella agradeciendo el apoyo del periódico, contenía precisio-


nes acerca de las dificultades presupuestarias que suponían este tipo de iniciativas cuan-
do se trascendía de la mera compaginación de unas cuantas conferencias sueltas. La
imposibilidad de que empresas de este tipo fueran sufragadas por las alicaídas arcas
universitarias, debía movilizar el apoyo de los gobiernos e instituciones de la sociedad
civil. Del mismo modo, y en tanto las iniciativas culturales públicas y privadas eran
impulsadas frecuentemente por ciertas coyunturas propicias, debían aprovecharse la
inmejorable oportunidad que ofrecía el inminente centenario de los estallidos revolucio-
narios americanos.
En todo caso y pese a las quejas de rigor, la campaña americanista marchaba
viento en popa, por lo menos si se tenía en cuenta la receptividad que habían mostrado
varios países americanos ante las propuestas realizadas en diciembre de 1908177.
Pero Fermín Canella no se conformaba con eso, quería que “España entera se in-
teresase por lo que debe ser fecunda y trascendental misión” y para ello reclamaba el
concurso de El Imparcial “para que insistiendo en su obra, nos apoye y sostenga”178.
Esta invocación del concuso periodístico, unida a la queja presupuestaria y al
clima favorable para la propuesta ovetense en América, acicateó a la redacción de El
Imparcial en sus demandas al gobierno, al parlamento y a la sociedad española para
apoyar materialmente esta iniciativa patriótica del Claustro ovetense, a la vez que ofre-
cía las columnas de su publicación para la propaganda que requiriese el evento.
Sin duda, aquello que movía a El Imparcial a apostar públicamente por el éxito
de esta aventura intelectual era el convencimiento de Altamira haría aumentar el presti-

176
Ibíd., p. 24.
177
“La respuesta llenó nuestras esperanzas. Los gobiernos de Cuba y Méjico ofrecen su decidido y valio-
so apoyo; la Universidad de La Plata, en la Argentina, invita por mi conducto a nuestro colega a que en
breve curso de tres meses funde en ella la enseñanza de los estudios históricos, y esperamos aún funda-
damente el beneplácito de Chile y el Perú... No es tan sólo a Cuba adonde el profesor Altamira va; como
El Imparcial desea, oirán su palabra la Argentina y Chile, el Perú y Méjico. En junio próximo emprenderá
su viaje, aprovechando las vacaciones del verano, para ir estableciendo las bases firmes y robustas en que
se asentará nuestra influencia espiritual. Esa es nuestra labor, hasta ahora callada…” (Carta de Fermín
Canella a Luis López Ballesteros, Oviedo, 18-IV-1909, incluida en el artículo “El intercambio universita-
rio. El viaje del Sr. Altamira”, El Imparcial, Madrid, 16-IV-1909, reproducido en: Rafael ALTAMIRA, Mi
viaje a América..., Op.cit., pp. 28-29. Este artículo fue reproducido íntegramente por la prensa asturiana:
“De El Imparcial. El Intercambio Universitario. El Viaje del Sr. Altamira”, en: El Correo de Asturias,
Oviedo, 29-IV-1909 —IESJJA/LA, s.c., Recorte de prensa—).
178
Ibídem.

295
gio español de forma más eficaz que las embajadas oficiales “sujetas a las rúbricas del
protocolo”179.
La incidencia de estos artículos en la opinión pública madrileña y los círculos in-
telectuales y políticos fue considerable, al menos si atendemos a la rapidez con que sus-
citó la intervención de un político de probada sensibilidad americanista y de gran in-
fluencia como Segismundo Moret. Este notable liberal e institucionista, remitió a El
Imparcial una carta en la que afirmaba que el apoyo al viaje americanista debería dar
lugar a una acción concreta, a la vez que predicaba con el ejemplo y abría una suscrip-
ción pública con 250 pesetas para colaborar en sus costes180.
La idea de Moret pronto ganó adeptos entusiastas pero, debido quizás a su mis-
mo éxito, sería rechazada por Canella, que declinó gentilmente captar aquellos fondos.
La razón no era otra que la del temor de perder el control de la embajada intelectual, de
que esta se desnaturalizara o de que una excesiva injerencia política terminara por es-
tropear un asunto que era, y debía seguir siendo, de incumbencia estrictamente universi-
taria y prioritariamente asturiana181.
En todo caso, es evidente que cuando la empresa ovetense alcanzó estado públi-
co, recibió el respaldo abierto de los reformistas más notables del panorama político
español. Un testimonio de este apoyo puede verse en el epistolario de Rafael María de
Labra quien hacia fines de mayo de 1909 escribía a Altamira acusando recibo del envío
de España en América, alentando la futura labor del delegado ovetense y augurando una
coyuntura favorable para el americanismo español:
“Ha hecho U. muy bien en coleccionar esos sustanciosos escritos. 1º: porque, ahora, por varias
circunstancias, toma aquí y en América calor y vuelo la idea de la intimidad hispano-americana,
considerada, hasta hace poco, como un tópico, cuando no como una flaqueza de soñador. Ade-
más, ese libro convendrá a U. mucho en su próximo viaje a América del cual tengo algunas noti-
cias por la prensa, por cartas de la Habana y Buenos Aires y por reciente conversación con
Aramburu. Me complace grandemente ese viaje, del cual espero satisfactorios resultados. La pre-
sencia de U. en América, coincidiendo con la de otros compatriotas que allí estarán en todo lo
que resta del año y con hechos de vario carácter que me anuncia desde Cuba, La Plata, Chile y
Méjico, como de realización inmediata y efecto de la espontaneidad americana tendrá un singu-
lar valor, que ya aprovecharemos aquende el Atlántico. Tengo que dar a U. la buena noticia de
que el Gobierno español tiene las mejores disposiciones respecto de los problemas hispano-
americanos y que muy pronto el público conocerá algunos resultados prácticos y positivos de es-
tas buenas disposiciones [...] Esto me ha demostrado, una vez más, lo que antes le indico; esto es,
q. los tiempos son propicios y la fruta madura rápidamente. Debemos preocuparnos de que no la
malogren o malvarten los americanistas que por aquí se descubren y de cuyas interioridades no
quiero hablar. Si los enviados a América son solo los que conozco hasta ahora y los que supongo

179
“El intercambio universitario. El viaje del Sr. Altamira”, El Imparcial, Madrid, 26-IV-1909, reprodu-
cido en: Rafael ALTAMIRA, Mi viaje a América..., Op.cit., p. 29.
180
Carta de Segismundo Moret a Luis López Ballesteros, publicada dentro del artículo “Intercambio
universitario”, El Imparcial, s/f, en: Rafael ALTAMIRA, Mi viaje a América..., Op.cit., pp. 31-32.
181
Rafael ALTAMIRA, Mi viaje a América..., Op.cit., pp. 32-33. Probablemente este rechazo resintiera las
relaciones entre Canella y El Imparcial, que, según confesaba el Rector a Altamira, le había vuelto la
espalda en lo que a la cobertura del periplo respecta. Por el contrario, Moret seguiría siendo, según Cane-
lla el único realmente interesado en el gobierno español por la marcha de la empresa. Ver: AFREM/FA,
Cartas a Rafael Altamira, RAL 2, Canella y Secades, Fermín, (28 docs.), Carta de Fermín Canella a Ra-
fael Altamira, Oviedo, 29-I-1910.

296
por lo que de allá me escriben, todo irá bien. Pero tengo mucho miedo a los devotos y entusiastas
de última hora.” 182

La firme voluntad manifestada por Canella de mantener el timón de la empresa


transatlántica, no resultaba incompatible con la apertura de ciertas vías de participación,
más simbólicas que prácticas, pero en todo caso redituables para la Universidad oveten-
se y capaces de encolumnar al ambiente intelectual, social y político asturiano y español
detrás de una empresa ambiciosa y arriesgada. Ejemplo de esta política de captar apoyos
externos para la empresa fue el texto alambicado y grandilocuente que Fermín Canella
compuso el 20 de mayo de 1909, y que fue firmado en adhesión por más de cinco mil
personajes asturianos y españoles.
Este llamamiento, dirigido como aval a los países latinoamericanos, tenía el ob-
jeto manifiesto de conseguir un amplio apoyo para la misión del delegado ovetense en
el Nuevo Mundo. Sin embargo, era perceptible que detrás de este intento de incluir a
todo el arco social, político e intelectual asturiano y español, también operaba la necesi-
dad de no dejar cabos sueltos en el muelle de partida.
Involucrar simbólicamente al amplio espectro de la sociedad asturiana y a los
notables de distintas tendencias detrás de una iniciativa patriótica permitía conjurar el
riesgo de aislamiento que implicaba no ceder el control de aquel asunto. Ni a Canella ni
a Altamira se les escapaba que un exceso de independencia y hermetismo en el manejo
del viaje americanista podía suscitar recelos en la opinión pública, y potenciar —ante un
eventual fracaso de la misión— las virulentas críticas de los opositores ideológicos del
tándem institucionista-regionalista que ya se venían expresando desde principios del
siglo XX en las páginas de El Carbayón.
De todas formas, este documento “colectivo” resultaba un tanto ambiguo aten-
diendo al interlocutor ideal que su propio texto definía. En efecto, pese a que los desti-
natarios nominales de esta exhortación eran tanto peninsulares como americanos, era
obvio que las figuras literarias, la profusión de elogios autocomplacientes y la orienta-
ción general de su argumento —que trascendía claramente los límites del discurso con-
fraternizador— podían seducir más a los emigrantes españoles que a los ciudadanos de
repúblicas cuyos hitos fundacionales se relacionaban con la ruptura revolucionaria de la
“Grande Iberia”:
“En nobles vísperas del Centenario de la independencia de América, la Universidad de Oviedo,
Alma Mater de Asturias la hidalga, quiere que resuene la voz amorosa de España bendiciendo a
sus hijas emancipadas; quiere unir su canto al coro por esos pueblos entonado al recordar la fe-
cha memorable en que, aptos para la vida, dejaron los patrios lares; quiere sobre todo, llevar a
esas pujantes nacionalidades, vigorosos renuevos de nuestro espíritu, para arraigarlos en esas fe-
cundas tierras que baña el Golfo, que fecunda el Plata, que sombrean los Andes; quiere enviar a
Hispano-América llamas de nuestro fuego para que funda en una nuestras almas, y podamos,
unidos los pueblos de aquende y allende el mar que formamos la Grande Iberia, cumplir la alta
misión civilizadora que el destino nos confió. Para contribuir a tan supremos fines, hermanos de
América, la escuela ovetense os envía a uno de sus... maestros: al historiador y pedagogo D. Ra-
fael Altamira y Crevea, hijo adoptivo de Oviedo. ¿Habrá que encarecer la trascendencia de su
misión? España es América. Al esplendoroso mundo, que sacó del mar, dio España cuanto tenía:

182
IESJJA/LA, s.c., Carta original mecanografiada —4 pp., la 1ª con membrete personal y profesional—
de Rafael María de Labra a Rafael Altamira, Madrid, 23-V-1909.

297
su corazón entusiasta, su sangre ardiente, su vigorosa fe, su augusto misticismo, su fiera altivez,
su amor a la independencia, su verbo y su saber, su alma entera con sus divinas virtudes, con sus
humanos defectos. Tan suyo lo hizo que es carne de su carne, y sangre de su sangre, alma de su
alma. América es España. Y si hemos de cumplir nosotros, los de la noble raza ibérica, nuestra
excelsa misión civilizadora, ha de ser uniéndonos en apretado haz los pueblos todos de la Grande
Iberia, los que habitamos el viejo solar sagrado y los que pueblan las riberas del mar del Sur, pa-
ra que todos a una movamos la pujante rueda del espíritu patrio. A eso va Altamira, el represen-
tante de la escuela de Oviedo, portador de fuego que arde, a llevar más ardores, si fuera posible,
a la esplendorosa alma americana, a compenetrarla para siempre con la nuestra en el mismo ex-
celso ideal... Será su obra sólida de pura ciencia acendrada, de noble y santo patriotismo, sin que
empañen su pureza tendencias ni prejuicios extraños a la Cátedra, que debe ser reposada y tran-
quila, imparcial y justa. Siempre en la serena región de las ideas, sin apasionamientos ni banderí-
as, llevará por guía aquella Ciencia, por consejera la Verdad, por ideal el Progreso. Su labor de
maestro y educador quisiéramos que dejara huella en las almas, fuego en los corazones, ideal en
la mente y abierto el camino para que por él vayan en años sucesivos, con análoga tarea pedagó-
gica, otros maestros españoles henchidos del mismo espíritu; para que por igual senda vengan los
maestros prestigiosos de las renovadas o nuevas Universidades americanas, a enseñarnos su
ciencia, a mostrarnos viva y palpitante su alma juvenil y ardorosa, a decirnos lo que quiere, lo
que busca, lo que sueña la España de Ultramar. Españoles y americanos, hermanos que lucháis
en América: Acudid ahora en masa vosotros los que laboráis las Pampas o traficáis en Nueva
España, los que contempláis las altivas cimas andinas o cruzáis la hermosa manigua cubana,
acudid a oír a nuestro enviado, al ilustre catedrático español, rodeadle amorosos, escuchadle
complacidos. Os lleva la voz augusta de la vieja Patria, la serena lección de la ciencia; os lleva
nuestro ideal” 183

En todo caso, y más allá de la tolerancia que pudieran mostrar los americanos
frente a este tipo de discurso —caracterizado por una tensión entre el ideal confraterni-
zador y la voluntad de reafirmar dudosos títulos de preeminencia sobre la cultura latio-
namericana—, es indudable que aquello que definía su tono exaltado era el temor de la
eventual apatía de la colectividad española de Ultramar.
De allí que debamos comprender que, en este tipo de texto, los rasgos de estilo
potencialmente irritantes para la sensibilidad patriótica americana no estaban dados por
una proverbial y atávica temeridad ibérica; sino por la necesidad puntual de movilizar a
los emigrados en apoyo de la iniciativa y de revincularlos eficazmente con el medio
español. De cualquier manera, estos riesgos fueron asumidos en la certeza de que, el
propio desempeño diplomático de Altamira sería, llegado el momento, el medio más
idóneo para recabar apoyos en el sector intelectual, gubernamental y en la opinión pú-
blica americana, sin suscitar resquemores de índole nacionalista.
Para entonces, las diligencias de Canella ante el Ministro de Instrucción Pública
español iniciadas a fines de diciembre de 1908, maduraron satisfactoriamente, tal como
lo consignara el propio Altamira en Mi viaje a América reproduciendo la carta de Ro-
dríguez San Pedro enviara a Fermín Canella184.

183
IESJJA/LA, s.c., Texto original mecanografiado de 2 pp., bajo el título “La Universidad de Oviedo”,
Oviedo, 20-V-1909.
184
“Mi distinguido amigo: Ha sido en mi poder su carta del 18 del actual, celebrando mucho, en efecto,
que el Sr. Altamira se decida a llevar a cabo en las vacaciones de verano su excursión a América, para las
conferencias de intercambio de profesores. Y como tratándose de una labor de esa importancia y utilidad
nacional no he de regatear facilidades para que pueda realizarse con toda la amplitud necesaria, no sólo
merece mi entusiasta aprobación dentro de la época señalada, sino que le autorizaré gustosísimo para
extender sus patrióticos propósitos a fechas en que por ministerio de la ley debería hallarse al frente de su
cátedra, pues considero que en casos como éste quedará bien justificada su sustitución en ella por el auxi-

298
Los últimos días antes de la partida de Altamira estuvieron signados por signifi-
cativos reconocimientos públicos en Madrid, Asturias, Cantabria, Galicia. En la capital
del reino pueden destacarse las manifestaciones del senador Ángel Pulido y el ministro
Rodríguez San Pedro, así como el artículo de Francisco Alvarado en El Heraldo de Ma-
drid. En Asturias, los alumnos de la Universidad de Oviedo ofrecieron un banquete de
adhesión el 2 de mayo185 y seis días después se pudo leer en los periódicos la adhesión
de los escolares primarios de Oviedo bajo el título “Al maestro Altamira”.
El 30 de mayo se organizó una excursión a Santander en la que participaron el
Vice-rector Sela y Sampil, Altamira, profesores y alumnos de la Extensión Universitaria
y “clases populares de Oviedo, Mieres, Langreo, Laviana y San Martín del Rey”186. La
crónica publicada por El Cantábrico da cuenta del papel protagónico de Altamira en
aquellos fastos pueblerinos que prefiguraban los futuros agasajos de los que sería objeto
a su regreso:
“El trayecto recorrido por los expedicionarios asturianos en tierra montañesa ha sido motivo de
una verdadera marcha triunfal. A duras penas, tal era el gentío, salieron los excursionistas de la
estación de esta ciudad a la calle de Castilla, para reorganizarse la comitiva. La muchedumbre
prorrumpió en aclamaciones y aplausos. Rehusados los coches, pusiéronse en marcha, formando
a la cabeza la banda municipal, tocando; después las banderas de los antiguos orfeones, luego al-
gunos guardias, y seguidamente las autoridades con los profesores ovetenses, seguidos de todos
los expedicionarios y de muchísima gente. Entonces se realizó una solemne y conmovedora ma-
nifestación: marchaba delante con el Alcalde el ilustre D. Rafael Altamira, gloria de toda España,
que en breve ha de llevar por América la honrosa representación de la insigne Universidad ove-
tense, y ante las entusiastas ovaciones del genio se descubría a cada instante. Desde los balcones,
y a lo largo de la carrera, fueron tantos los aplausos y saludos, que el sabio profesor y sus com-
pañeros anduvieron, sombrero en mano, casi todo el trayecto, contestando con el mayor respeto a
todas partes. El espectáculo fue extraordinariamente grandioso. En medio de estas demostracio-
nes de entusiasmo, de simpatía y de cariño llegaron los excursionistas frente al Gobierno civil.
Allí las autoridades se detuvieron, y el señor Alcalde dio un viva a Oviedo y otro a la Universi-
dad, que unánimemente fueron contestados, y el sabio catedrático contestó con un viva a Santan-
der, repitiéndose las ovaciones.” 187

liar, sin interferir a la enseñanza ni a los alumnos el quebranto moral que supone otra clase de audiencia.”
(Carta de Faustino Rodríguez San Pedro a Fermín Canella, Madrid, 21 de abril de 1909, en: Rafael
ALTAMIRA, Mi viaje a América…, Op.cit., pp. 16-17).
185
IESJJA/LA, s.c., Recortes de prensa, “En honor de Altamira. El banquete de los estudiantes”, periódi-
co no consignado, s/f , (corresponde al banquete celebrado en Oviedo, el 2-V-1909).
186
“Fueron recibidos y agasajados en la capital de la Montaña de un modo inusitado en populares mani-
festaciones con actos brillantísimos en que tomaron parte todos los elementos santanderinos con su Al-
calde Sr. Martínez (D.Luis), hijo adoptivo de Oviedo, el entusiasta profesor Sr. Fresnedo, aquí tan apre-
ciado, las Corporaciones docentes, etc., mientras los españoles residentes en Santander que han estado en
América ofrecían al Sr. Altamira con album de argentina placa, el obsequio de una maleta neceser de
viaje, haciéndose así inolvidable tal expedición por el cambio efusivo de hondos sentimientos de fraterni-
dad entre las Dos Asturias que fueron el pensamiento de discursos, brindis, mensajes, telegramas y otras
explosiones de mucha simpatía, aunque dominando el interés que aquí y allí causaba la misión académica
del Sr. Altamira en América”(“Delegación de la Universidad de Oviedo al Sr. D. Rafael Altamira y Cre-
vea, catedrático de Historia General del Derecho, cerca de las Universidades y Centros docentes de las
naciones Argentina, Uruguay, Chile, Perú, México y Cuba para Intercambio profesional, Extensión Uni-
versitaria, etc.”, en: Anales de la Universidad de Oviedo, Tomo V 1980-1910I, Oviedo, 1911, pp. 500-
501.
187
Artículo de título desconocido, El Cantábrico, Santander, 31-V-1909, citado en: Anales de la Univer-
sidad de Oviedo, Tomo V 1980-1910I, Oviedo, 1911, pp. 238-239.

299
En vísperas de la partida, la RACMP envió a Altamira una carta en la que se le
ofrecía la delegación de esta institución ante las similares hispano-americanas, a la vez
que le concedía el título de académico correspondiente188.
Así, pues, once años después de presentado el programa americanista, nueve
después de los primeros intentos fallidos de vincular ambos mundos intelectuales y seis
meses después de iniciado efectivamente el proceso que llevaría a Rafael Altamira a
América, el segundo rector “regionalista” del Claustro ovetense podía exhibir una tarea
organizativa limpia, rápida y eficaz. Esta impecable gestión de Canella permitía vislum-
brar la realización de un ambicioso proyecto que prestigiaría internacionalmente la uni-
versidad fundada por el inquisidor Valdés Salas y traería beneficios ciertos para toda
España.
De esta forma, sin haber cubierto plenamente los flancos, pero habiendo definido
las escalas básicas del periplo, organizado someramente la logística del viaje, cumplido
una inteligente labor de propaganda interna y externa, capitalizado el apoyo de las insti-
tuciones pedagógicas, de la opinión pública y del gobierno españoles, asegurado la con-
tribución de algunos gobiernos americanos, recibido con debida antelación el apoyo
material de una universidad argentina189 y habiendo comprometido la colaboración de
las colonias españolas, Fermín Canella podía ya formalizar la empresa. Así, pues, el 8
de junio, Rafael Altamira recibiría un oficio del rectorado, en el cual se le otorgaba la
“delegación de la Universidad de Oviedo para los países hispano-americanos”:
“Este Rectorado, persistiendo en propósitos que manifestó al de la Habana en las solemnidades
ovetenses del tercer Centenario de nuestra Escuela, hizo gestiones, de que dio cuenta en Claustro
de 18 de marzo último pasado, para extender el intercambio docente a las naciones hispano-
americanas (principiando en este año por la circunstancia especial de ser en nobles vísperas del
primer Centenario de la Independencia de América), llevando al efecto a uno o más profesores
de nuestra Universidad para dar conferencias de índole científica y pedagógica en aquellos paí-
ses. Habiendo contado de seguida con la patriótica decisión de V.S. a cumplir dicho cometido,
aun imponiéndose sacrificios morales y materiales que nunca serán bastante agradecidos, y aten-
diendo, además, al honroso y merecido concepto de que V.S. goza como maestro, historiador,
publicista, pedagogo y americanista, he tenido a bien nombrar a V.S. delegado de esta Universi-
dad de Oviedo en aquellos países y para los efectos indicados, pudiendo trasladarse a dichas na-
ciones terminados que sean los exámenes ordinarios del presente curso, pues que también para su
noble misión se ha obtenido la conformidad del Excmo. Sr. Ministro de Instrucción pública, y su
valioso apoyo y recomendaciones especiales.” 190

188
IESJJA/LA s.c., Carta original mecanografiada —4 pp., 1ª con membrete de la RACMP— del Presi-
dente de la RACMP Alejandro y el Académico Secretario Eduardo Sanz a Rafael Altamira, Madrid, 2-VI-
1909. Este documento fue reproducido en: Rafael ALTAMIRA, Mi viaje a América..., Op.cit., pp. 35-37.
Tanto la designación como el encargo fueron aceptados por Altamira, según queda constancia en: Carta
de Rafael Altamira a Alejandro Groizard, presidente de la RACMP, Oviedo, del 7-VI-1909, reproducida
en: Rafael ALTAMIRA, Mi viaje a América..., Op.cit., p. 37.
189
Entre los papeles de Altamira se conserva una carta que le dirigiera el gerente de la Agencia de Madrid
del Banco Español del Río de la Plata en la que se le indica que la UNLP ha depositado en su favor la
suma de dos mil quinientas pesetas. ISESJJA/LA, s.c., Carta original manuscrita —1 p., sobre impreso
pro forma y membrete— de la Agencia de Madrid del Banco Español del Río de la Plata a Rafael Altami-
ra, Madrid, 22-V-1909.
190
Fermín CANELLA, Oficio del Rectorado de la Universidad de Oviedo en que se otorga la Delegación
de la Universidad de Oviedo para los países hispano-americanos, en: Rafael ALTAMIRA, Mi viaje a Amé-
rica…, Op.cit.,, p. 44-45. En este documento oficial, Canella reiteraba lo ya sabido acerca del encargo de

300
Ese mismo día, el Claustro ovetense y los “centros de cultura” de Oviedo ofre-
cieron a Altamira un banquete en el que hicieron uso de la palabra el agasajado y el rec-
tor, leyéndose adhesiones de los “exiliados madrileños” Aramburu, Buylla, Posada y
Melquíades Álvarez191. Tres días después, y luego de presidir otros actos públicos192,
partía Altamira hacia Vigo, su punto de embarque, dando pié a nuevas manifestaciones
multitudinarias a lo largo del trayecto a través de Asturias y Galicia193.
En Vigo, la iniciativa ovetense halló un considerable eco no sólo en la Asocia-
ción General de la Cultura de Vigo, sino también en la prensa, que montó una verdadera
operación mediática para movilizar a la población a favor de Rafael Altamira194 y en los

la UNLP y del compromiso de los gobiernos de Chile, Cuba y Méjico de patrocinar la misión; a la vez
que contestaba afirmativamente la petición que le extendiera un día antes Altamira, para asistir a New
York al congreso de la American Historical Association a fines de diciembre de 1909. De esta forma,
quedaban sentados los puntos directivos de la “alta misión científica y española” que la Universidad de
Oviedo confiaba a su benemérito catedrático alicantino.
191
Una breve crónica actualizando las últimas noticias acerca del viaje —cuyas fuentes habría que bus-
carlas en aquella velada— puede encontrarse en: BCUO, Microfilms Colección El Carbayón, “El Viaje
de Altamira”, en: El Carbayón, Oviedo, 9-VI-1909.
192
“Mañana sale el Sr. Altamira para Vigo, donde embarcará; le despedirán sus amigos —tantos como
tuvieron el honor de estrechar su mano—, y la Universidad y el Ayuntamiento y los obreros, discípulos
suyos en la Extensión universitaria. El jueves dará Oviedo un altísimo y confortador ejemplo; el jueves se
verá cómo estos sembradores de ideas, propulsores de cultura, educadores de generaciones y muchedum-
bres, despertadores de sentimientos de elevación, removedores y renovadores, no ya por la nobleza de la
misión que voluntariamente se impusieron, sino por puesto en ella corazón, logran cariño y aplauso que
son estímulo para ellos y que deberían ser ejemplo para todos. Más no hay que esperar al jueves. Hace un
momento pudieron ver todos —y más que todos los escépticos— cómo agradece y recompensa la masa.
En un salón enorme y un tanto destartalado, bajo un escenario y ante una muchedumbre que allí llegara
empapada de la lluvia azotando las losas con el estruendo de las madreñas, Altamira decía sus propósitos,
sus esperanzas y sus anhelos. En tono sencillo, sin la más leve sombra de altisonancia, sin énfasis, sin
empaque oratorio, decía cosas admirables y tan cordiales, tan sentidas que el aplauso de los hombres de
trabajo ahogaba su voz” (“De Asturias. Altamira a América”, en: El Heraldo de Madrid, Madrid, 10-VI-
1909 —IESJJA/LA, s.c., Recorte de prensa—).
193
“Oviedo apareció engalanado como presagiando futuros triunfos, y a la estación del F.C. del N. Acu-
dieron Autoridades y Corporaciones y el pueblo entero, juntándose una multitud, que muy pocas veces se
vio en aquellos andenes. Entre vítores y aclamaciones partió el Sr. Altamira en unión del Sr. Alvarado,
acompañados por los Sres. Rector y Claustro y el pueblo entero, juntándose una multitud, que muy pocas
veces se vió en aquellos andenes. Entre vítores y aclamaciones partió el Sr. Altamira en unión del Sr.
Alvarado, acompañados por los Sres. Rector, Sela y Dr. Sarandeses hasta cerca de Mieres, donde como en
Pola de Lena, aquellas villas congregadas en las respectivas estaciones, aclamaban al Embajador universi-
tario, cual aconteció en León, y seguidamente en Monforte, en Lugo y en Orense, donde el profesorado
de aquellos Institutos y diferentes comisiones municipales y provinciales con numeroso público saluda-
ban y vitoreaban al maestro ovetense, aplaudiendo asimismo sus elocuentes y patrióticas manifestaciones.
Prosiguiendo el viaje, en Redondela le esperaban representaciones viguenses; y, de esta suerte, agasajado
y animado por culturales y populares demostraciones tradiciones de afecto y regocijo, llegó el Sr. Altami-
ra a Vigo (12 de junio).” (“Delegación de la Universidad de Oviedo al Sr. D. Rafael Altamira y Crevea,
catedrático de Historia General del Derecho, cerca de las Universidades y Centros docentes de las nacio-
nes Argentina, Uruguay, Chile, Perú, México y Cuba para Intercambio profesional, Extensión Universita-
ria, etc.”, en: Anales de la Universidad de Oviedo, Tomo V 1908-1910, Oviedo, 1911, pp. 501-502).
194
Los periódicos gallegos y en especial El Faro de Vigo, comenzaron una “intensa campaña de prensa
con la que se pretende mentalizar al pueblo de la importancia del futuro visitante y la necesidad de vol-
carse en los actos de despedida que se preparan”. Así, la prensa iría “despertando el interés del pueblo,
que pasa de tener una ignorancia casi total sobre la persona de Altamira a, aún persistiendo esta ignoran-
cia, paralizar la actividad de la ciudad el día de la llegada del profesor a Vigo, lanzándose multitudinaria-
mente a la calle todas las clases sociales, para recibirlo.” (Pilar CAGIAO VILA, Magali COSTAS COSTAS y

301
influyentes hombres de negocios locales fuertemente vinculados con el mercado ameri-
cano, relacionados con las representaciones diplomáticas de aquellos países195 y muy
interesados en potenciar las relaciones comerciales hispano-americanas.
No casualmente, la Cámara de Comercio, Industria y Navegación de Vigo —
presidida por Celestino L. Maestú—, interesada en promocionar los intercambios entre
Galicia y América y tomando ejemplo de la iniciativa catalana de 1904 196, decidiría
asociarse a la empresa americanista, proponiendo costear el viaje de Francisco Alvarado
—profesor de la Extensión ovetense, secretario del rectorado durante los festejos del III
Centenario y asistente en la organización del viaje americanista— como auxiliar del
catedrático ovetense y representante del comercio vigués.
Altamira, después de las resistencias protocolares de rigor, aceptó el ofrecimien-
to de Maestú, ad referendum de la aprobación final de Canella; la cual fue obtenida una
vez que Altamira partiera hacia Buenos Aires197.
Finalmente, el 13 de junio de 1909, zarpaba Rafael Altamira hacia el Río de la
Plata en pos de una labor académica sin precedentes y en búsqueda de un “aglutinante”

Alejandro DE ARCE ANDRATSCHKE, “El hispanoamericanismo regeneracionista y su proyección en la


Galicia de principios de siglo”, en: Manuel ALCÁNTARA ed., América Latina. Realidades y perspectivas. I
Congreso Europeo de Latinoamericanistas, Salamanca, Ediciones Universidad de Salamanca, pp. 43-44).
Se ha consultado un original generosamente cedido por la profesora de la Universidad de Santiago, Pilar
Cagiao.
195
Entre los papeles de Altamira ha podido hallarse una carta de Enrique Lagos, del Consulado de la
República Argentina en Vigo, escribió a sus parientes en Argentina para enterarla de la próxima visita del
catedrático ovetense y de la necesidad de que este recibiera el apoyo local para esta “hermosa obra”
(IESJJA/LA s.c., Carta original manuscrita —3 pp., 1ª con Membrete del Consulado de la República
Argentina en Vigo— de Enrique Lagos a Carolina Lagos, Vigo, 12-VI-1909).
196
Coincidiendo con los primeros intentos de organizar una línea de exportación hacia los mercados
latinoamericanos, los comerciantes gallegos habrían tomado ejemplo de sus colegas barceloneses que
habían enviado a Federico Rahola en misión de representación comercial a la Argentina y Uruguay, espe-
rando “ampliar el mercado de los productos nacionales utilizando como sostén las afinidades étnicas y
culturales con los emigrantes”. Así, pues, el apoyo a la misión ovetense y la iniciativa subsiguiente de
enviar a Argentina a Estanislao Durán como comisionado de la Cámara a fines de 1909, debería verse
como fruto de una identidad de intereses y de diagnósticos entre gallegos y catalanes en lo concerniente a
las necesidades del comercio español en América. (Pilar CAGIAO VILA, Magali COSTAS COSTAS y Ale-
jandro DE ARCE ANDRATSCHKE, “El hispanoamericanismo regeneracionista y su proyección en la Galicia
de principios de siglo”, Op.cit., pp. 53-55).
197
El pedido de Maestú a Canella, fue hallado por Cagiao, Costas y de Arce en las páginas del Faro de
Vigo del 17-VI-1909, (Ibíd., p. 50). La respuesta de Canella, también reproducida por el Faro de Vigo,
agradecía el patriotismo y la generosidad del pueblo vigués y dejaba claro que Alvarado serviría de gran
auxilio a Altamira y que su anterior rechazo del apoyo ofrecido por El Imparcial y varios políticos no se
extendería a la iniciativa de la Cámara ya que éste no tenía comisión de la Universidad de Oviedo y era
perfectamente libre para emprender ese viaje a título personal o corporativo si lo creía necesario (Ibíd.,
pp. 50-52). Finalmente Alvarado partiría desde Vigo el 27 de junio de 1909, catorce días después de Al-
tamira y sin que este tuviera noticia de la aceptación de Canella (Rafael ALTAMIRA, Mi viaje a Améri-
ca...,Op.cit., p. 50). En una carta de Canella a Altamira, el Rector explicaba el trámite al alicantino y los
deseos de la Cámara de Vigo y del propio Alvarado —a quien consideraba “trabajador, honrado, liberal y
muy nuestro”— de asistirlo, tanto por el aprecio que les profesaba como para “ver también si por esas
tierras se abriera horizonte y colocación mejor” de la que podía aspirar en España. Canella tranquilizaba a
Altamira respecto de la posibilidad de que la agregación de Alvarado resintiera las finanzas del periplo,
relatándole que Alvarado había recibido de la Cámara 6000 pesetas y que recibirá más para que se sostu-
viera por su cuenta “pues claro está que no podemos pedir a esos [ilegible] de Chile, Cuba, México y
demás hospitalidad para dos personas”.

302
para una España disgregada198. Más de una década había transcurrido desde que el ali-
cantino se había integrado en la Universidad de Oviedo y desde que, en aquella memo-
rable lección inaugural de 1898, formulara aquellas convicciones panhispanistas que
nunca lo abandonarían y que pronto debería poner a prueba en el terreno accidentado de
la verdadera América:
“¿Mis esperanzas? Me parece que España se disuelve, que no lograron fundirla en todo relativa-
mente homogéneo las gloriosas Cortes de Cádiz, las primeras españolas en la Historia, y me pa-
rece también que la América española y nuestras colonias en ella son el único aglutinante que
puede contener la disgregación y soldar las regiones. Además, aquellos hombres nuestros que
pueden hablar y hablan, no sólo para nosotros, sino para el planeta civilizado entero, los Giner,
los Costa, los Menéndez Pelayo, deben tener el calor que da una legión enorme, y no el de un
puñado de escogidos, y esta legión está en España y está en América. Más aún. En la obra de
nuestra libertad, acometida en el siglo XIX, tuvimos el auxilio de extranjeros abnegados; ¿por
qué en la tarea de nuestra renovación no hemos de tener la colaboración ideal y hasta práctica de
los americanos, que no son extranjeros? ¿Mis anhelos? Alentar el espíritu de la raza, raza supe-
rior capaz de grandes cosas y quizás llamada a realizarlas no sé ni cuando ni cómo. Gran cosa es
la superioridad civilizadora del desarrollo económico; pero en las horas felices del hogar y del
recreo y del goce artístico y del saber, el espíritu de la raza se sobrepone a todo, y está bien que
se sobreponga y hay que estimularle. Hay colonias españolas fuertes, organizadas, con intereses
morales y materiales; anhelo hacerles comprender que deben de ser desde fuera de España fuerza
que actúe sobre los Gobiernos para bien de ellas, que lo merecen; para bien de la Metrópoli, in-
cluso y acaso principalmente en los intereses económicos y para bien de las naciones hermanas
de la nuestra.” 199

Como puede verse, la contrapartida de aquella eficaz y veloz organización de la


que hemos dado cuenta, fue un grado nada desdeñable de incertidumbre200. A pesar de la
ardua labor realizada, el viajero no llegaba al punto de partida de aquella aventura ame-
ricana con una hoja de ruta que contemplara cada uno de sus futuros pasos, ni que pu-
diera garantizar su éxito. El caso de la adhesión tardía de la RACMP y la incorporación
in limine de Alvarado resultan ilustrativo de aquella indefinición que hacía que aún con

198
Aquella tumultuosa y entusiasta despedida quedó reflejada en los Anales de la Universidad de Oviedo:
“la despedida fue emocionante, presenciada por miles y miles de personas, que no tuvieron lugar en los
vapores que llevaron y acompañaron al señor Altamira a bordo del trasatlántico Avon, no sin visitar antes
en el Carlos V al Almirante español Sr. Morgado y a la Oficialidad que, como todos los Centros viguen-
ses, tan expresivos estuvieron con nuestro enviado desde que llegó a Vigo, tan acompañado, según va
dicho, muy especialmente por distinguidos asturianos con propia representación y la especial, que les
había encomendado su amigo el Sr. Canella. Fueron estos últimos el Iltmo Sr. D. Genaro G. Rico, gober-
nador civil de Lugo, y el Coronel de Infantería D. José Fernández y González. Zarpó el Avón al declinar
el día 13; tuvo breve escala al siguiente día en Lisboa, desde donde el sabio catedrático y estadista portu-
gués D. Bernardino Machado telegrafió al Rector ovetense con saludos del Sr. Altamira y los suyos; y
continuó el trasatlántico su ruta para Buenos Aires.” (“Delegación de la Universidad de Oviedo al Sr. D.
Rafael Altamira y Crevea, catedrático de Historia General del Derecho…”, en: Anales de la Universidad
de Oviedo, Tomo V, Op.cit., pp. 502-503).
199
“De Asturias. Altamira a América”, en: El Heraldo de Madrid, Madrid, 10-VI-1909 (IESJJA/LA, s.c.,
Recorte de prensa).
200
Canella escribía a Altamira en vísperas de su desembarco en el Plata expresándole que: “Ahora me
preocupa su llegada y recibimiento, aunque no sea ruidoso; su compás de espera y el tomar el pulso a eso,
para encadenar… su misión en La Plata en relación con centros de Buenos Aires y de donde se pueda. La
cuestión, aunando voluntades e instituciones diversas, con indicación de Sempere y demás verdaderos
facultativos y personas de consejo, es cumplir con resultados morales y materiales del precepto de Hora-
cio: Omme tulio punetum, qui misuiti dulce, lectorem delectando, parito que monendo” [sic].
(AFREM/FA, Cartas a Rafael Altamira, RAL 2, Canella y Secades, Fermín, (28 docs.), Carta de Fermín
Canella a Rafael Altamira, Oviedo, 2-VII-1909).

303
un pié en la escalerilla, siguieran ajustándose cuestiones centrales que hacían a la orga-
nización del viaje.
Sin embargo, éste y otros rasgos de improvisación, no deben servir para poner en
entredicho la labor de Canella, sino para ponderar su capacidad como hábil gestor de un
proyecto muy ambicioso, teniendo en cuenta los medios que poseía la Universidad de
Oviedo en 1909. En efecto, tomar dimensión de la ardua tarea que significaba organizar
a comienzos del siglo XIX un periplo académico de alcance continental, armonizando
las múltiples cuestiones en el involucradas y garantizando unas condiciones de recep-
ción mínimas para el viajero, nos permitiría valorar la flexibilidad de carácter demostra-
da por Canella y Altamira.
Esta flexibilidad se puso de manifiesto antes y durante el viaje americanista, toda
vez que ambos personajes —cada uno en su papel— lograron definir un equilibrio sen-
sato entre la prudente búsqueda de unas seguridades básicas y la audaz improvisación,
imprescindible para explotar las oportunidades que permitirían enriquecer la experiencia
acometida. Sin argumentar temeridad, lo cierto es que Altamira partía hacia América
con bastante más incógnitas de las que muchos hubieran tolerado, en la certeza, de que
si se hubiera pretendido dejar “todo atado y bien atado”, se hubiera perdido la oportuni-
dad inmejorable de desembacar antes de los centenarios de las revoluciones.
Más allá de cierto grado de imprevisibilidad en la recepción del delegado ove-
tense por parte de las comunidades universitarias o los gobiernos latinoamericanos, el
punto de mayor incertidumbre era, sin duda alguna, el económico.
Como se ha dicho Altamira marchó hacia Argentina con los gastos cubiertos
gracias al adelanto de dinero que hiciera la UNLP a través de una transferencia bancaria
a la sucursal Madrid del Banco Español y del Río de la Plata. Más allá del hecho impro-
bable —aunque ignorado— de que Altamira o Canella hubieran comprometido ahorros
personales en aquella empresa, lo cierto es que sus ingresos regulares como docente no
fueron desviados para financiar el viaje. Por el contrario, más allá de los inconvenientes
burocráticos derivados de su licencia, la nómina de Altamira permaneció en Oviedo
para sostener a su familia, tal como lo prueba el epistolario de Fermín Canella. Con este
panorama, el rechazo de la suscripción nacional lanzada por Moret en El Imparcial,
aparecía como una juzgada sumamente audaz y arriesgada, ya que depositaba todas las
esperanzas en los recursos que aportaran los gobiernos y las comunidades españolas in
situ.
Al momento de la partida sólo se contaba con el metálico argentino y a poco de
comenzar sus tareas en la UNLP, el alicantino había asegurado la percepción de algunos
ingresos suplementarios201. A esto debía agregarse el compromiso del gobierno chileno

201
Respecto de estos ingresos suplementarios, Canella comentaba al alicantino: “Me faltaron detalles de
su llegada a Buenos Aires, pero vayamos al grano. Veo que son dos lecciones semanales en La Plata con
matrícula especial, que será un suplemento del sueldo; y como me ofician de Buenos Aires en esta Uni-
versidad tendrá V. conferencias, ya han pedido apoyo al Ministerio, ya tenemos un suplemento más y
todavía es posible que algo pueda haber en círculos españoles…” (AFREM/FA, Cartas a Rafael Altamira,
RAL 2, Canella y Secades, Fermín, (28 docs.), Carta de Fermín Canella a Rafael Altamira, Oviedo, 8-
VIII-1909).

304
de cubrir los gastos de traslado y estadía correspondientes a la estancia en el país andi-
no, el cual sería confirmado en Argentina por el embajador Cruchaga Tocornal. Durante
la estancia en Argentina, Canella arregló con los representantes peruanos un trato simi-
lar al ofrecido por el gobierno chileno y negoció, a través de sus hombres de confianza,
acuerdos similares en México y Cuba.
Rafael Altamira insistió en sobradas oportunidades en lo autárquico del proyecto
y, en Mi viaje a América, declaró solemnemente —sin entrar en odiosos pormenores
que ventiló en su correspondencia privada— el cumplimiento de las expectativas en lo
concerniente al apoyo de las instituciones universitarias, de las colectividades y de los
gobiernos americanos:
“Emprendí el viaje sin contar con subvención alguna. No podía darla la Universidad, porque ca-
rece de fondos. No la dio el Gobierno... las rechazamos de una iniciada suscripción española. El
largo recorrido hecho en América ha podido realizarse, pues, fundamentalmente, por la hospita-
lidad que al delegado de la Universidad de Oviedo acordaron, en unas partes, las Universidades
americanas; en otras, los Gobiernos; en otras, las colonias de españoles que, a veces, con genero-
so arranque, disputaron a los Poderes públicos el derecho de tratar como huésped al comisionado
español; y en Argentina, también, por la aplicación, a los gastos esenciales, del sueldo recibido
como profesor de la Universidad de La Plata.”202

Si en Argentina y Uruguay el aporte fue mayormente universitario; en Chile y


Perú, los gastos fueron asumidos por los gobiernos y en México y Cuba se contó con el
aporte decisivo de las asociaciones de la colectividad española. Entre los papeles de
Altamira se conservan algunos documentos que testimonian estos últimos aportes, como
los efectuados por el Centro Asturiano203 y por el Casino Español204 de México y, de

202
Rafael ALTAMIRA, Mi viaje a América..., Op.cit., pp. X-XI.
203
“El señor Dn. Higinio Peláez, portador de la presente y socio de este Centro, lleva el encargo de en-
tregarle a Ud. un cheque por la suma de tres mil quinientos pesetas, pequeño presente con un grupo de
entusiastas admiradores, socios de este Centro, quiere demostrarle su agradecimiento por las atenciones
que a nuestra Sociedad le ha guardado su permanencia en la capital de la República. Justo es que se con-
tribuya con un grano de arena a sufragar los gastos que le fue a Ud. necesario hacer durante su viaje, en el
cuan tantos recuerdos nos ha dejado y tantos lauros conquistó para nuestra Universidad, para su ilustre
Rector y para la Patria, la cual así como nuestra querida provincia han de agradecérselo siempre.”
(IESJJA/LA, s.c., Carta de la Secretaría del Centro Asturiano de México a Rafael Altamira, Méjico, 15-
IV-1910).
204
“La Junta Directiva y los Socios del Casino Español admiradores de su intensa labor intelectual, de-
sean darle a V. una pequeña muestra del agradecimiento que como buenos españoles experimentan, en-
viándole un cheque a su orden por valor de Veinticinco mil Pesetas. Sírvase V. aceptarlas como un mo-
desto obsequio de quienes no han de olvidar nunca el honor que en esta tierra ha hecho V. a la Patria
española.”. Sobre la mismo documento puede leerse la respuesta escrita en lápiz de Altamira: “Nunca he
tenido más dificultad para expresar un mis mío sentimientos como ahora en que debo contestar a su oficio
del día 26; por que en mi luchan juntamente [el la] [agratituddecimiento], la sorpresa, la [ilegible], el
sincera temor creencia de estar mis merecimientos muy por debajo de la recompensa que Vd. han creído
querido atribuirme y la turbación que el género de ella pone en quien como ha acometido una obra patrió-
tica con entusiasmo en que el más absoluto desinterés y nunca ha medido su esfuerzo por el resultado
económico que pudiera prevérsele. No necesitaba en verdad la Colon el Casino Español añadir esa nueva
mentira de su generosidad y de su apoyo, a las muchas con que desde el primer día ha colaborado inten-
samente al éxito de la obra, para adueñarse de mi reconocimiento y del más profundo afecto de mi cora-
zón. Sin necesidad de ella, yo hubiera salido de México con mi alma henchida de sentimientos amables y
de recuerdos hacia Vds., sentimientos que han de persistir cuanto mi vida [ilegible] han creído [parcial-
mente ilegible]dosamente ellos me obligan a la decisión de Uds. Que acato y que acepto conmovido aña-
de que hacía falta algo más y yo acato y acepto emocionado su decisión” (IESJJA/LA, s.c., Carta original

305
consuno, por el Casino Español, el Centro Gallego, la Asociación de Dependientes del
Comercio y del Centro Asturiano de La Habana205.
Respecto de las conferencias, Altamira quiso dejar en claro que en ningún caso
se benefició personalmente de dichas actividades, en términos tales que, como veremos
en base a la documentación hallada pueden dar lugar a ciertos equívocos:
“En cuanto a las conferencias, han sido en todas partes gratuitas. El público no ha tenido que pa-
gar la más leve tasa para escucharlas, ya se dieran en centros docentes, ya en sociedades escola-
res, obreras o de españoles. Así cumplía hacerlo, dada la significación delegada, no personal, de-
legada de una colectividad universitaria, que tenía el viaje, y dado también el carácter de
propaganda ideal que éste suponía; y, por mi parte, ocioso es decir que (salvo el caso especialí-
simo de la Universidad de La Plata, que obedeció a propósitos anteriores de esta Escuela y a un
sistema por ella aplicado constantemente) no hubo contrato oneroso alguno con ninguna de las
entidades docentes hispano-americanas. En varios de los documentos que luego se publican, ha
de verse el reconocimiento de esta condición general a que se sujetó mi conducta.”206

Sin embargo, en los papeles de Altamira, se encuentran algunos documentos que


no fueron publicados en Mi viaje a América que indican lo contrario, o por lo menos
ponen en tela de juicio las rotundas afirmaciones del viajero respecto de la gratuidad de
sus alocuciones públicas.
En lo que respecta a Argentina, el alicantino probablemente recibiera más dinero
por sus actividades académicas del que le adelantara oportunamente la UNLP. En
IESJJA/LA puede hallarse un telegrama enviado a Altamira por J. Deheza quien, en
nombre de la UNC, le remitía una suma de dinero relacionada, evidentemente, con la
retribución de sus conferencias del 18 y 19 de octubre de 1909207. Este pago, venía a
desmentir, paradójicamente, la denuncia que lanzara a posteriori Carlos Octavio Bunge
acerca de que el alicantino sólo había dado dos y no tres conferencias en Córdoba por-
que no se le pagaba dinero alguno. Claro que, cuando los enemigos católicos de Altami-
ra tomaron los dichos de Bunge como prueba de cargo contra el viaje ovetense, Altami-
ra no pudo exhibir dicho telegrama que venía a poner en entredicho sus afirmaciones
acerca de la gratuidad de sus conferencias. De allí que la respuesta pública a tales acu-

mecanografiada de José Sánchez Ramos, Presidente de El Casino Español, a Rafael Altamira, México 26-
I-1910).
205
“Deseosos... de evitar para Ud. sacrificios de orden económico, que no sería humano ni patriótico
permitir, puesto que por igual a todos corresponde, dentro de su esfera y de sus medios de acción, hacer
frente al desarrollo de la campaña iniciada, acordó entregar a Ud. en un cheque contra la Sucursal del
Banco de España en Oviedo, diez mil pesetas que Ud. tendrá a bien aceptar como reintegro de una parte
de gastos por Ud. efectuados en sus viajes por América, proporcionándonos de ese modo el honor de
prestar a la noble misión de Ud. en concurso que si no es valioso, se inspira en la sinceridad y ha surgido
espontáneo, a impulso de sentimientos patrióticos.” (AHUO/FRA, en cat., Caja IV, Carta original meca-
nografiada —con membrete del Casino Español de La Habana, Presidencia— de Manuel Santeiro a Ra-
fael Altamira, La Habana 16-III-1910).
206
Rafael ALTAMIRA, Mi viaje a América..., Op.cit., p. XI.
207
Deheza dice textualmente: “Ruégole se sirva aceptar como testimonio de la gratitud de esta Universi-
dad la modestísima suma que le envío hoy por giro telegráfico contra el Banco Nación” (IESJJA/LA, s.c.,
Telegrama nº 32682 de J. Deheza a Rafael Altamira, Córdoba, 22-X-1909).

306
saciones fuera siempre un empecinado silencio y que sólo exista un testimonio privado
en el que Altamira desmintiera abiertamente los dichos de Bunge208.
En Uruguay, pese a lo que consignara el embajador Ory en su informe oficial,
existieron negociaciones entre miembros de la colonia española en Montevideo y la
UNR y el Ministerio de Instrucción Pública para obtener un pago equivalente al que
obtuviera poco tiempo atrás Anatole France. En una breve epístola, Alonso Criado co-
municó a Altamira que por disposición de Pablo De María, la Universidad de la Repú-
blica se hacía cargo de su viaje y estadía en Uruguay. Para Alonso Criado, esto no era
suficiente, por lo que solicitó el pago de las conferencias tal como había ocurrido con el
intelectual francés, al que se le había pagado 2.000 pesos por una charla que nadie en-
tendió por no pronunciarse en castellano. Sin embargo, este intermediario consideraba
difícil obtener este aporte ya que según le confesaba a Altamira “desgraciadamente el
actual Ministro de Instrucción Pública Dr. Giribaldi nos es hostil” 209.
El capítulo novohispano también dejó alguna documentación controvertida. Te-
lesforo García, hombre de contacto de Canella en México210, informaba puntualmente a
Altamira de sus conversaciones con el secretario y el subsecretario de Instrucción Pú-
blica de México:
“Primero.- El Ministerio ayudará a Vd. con los gastos de viajes en México y tal vez algo para los
del camino. Segundo.- El Gobierno pagará algunas conferencias y procurará que Estados como
Jalisco, San Luis, Puebla, Veracruz y Yucatán, paguen dos o tres cada uno. Tercero.- Yo procu-
raré que nuestro Casino Español pague por lo menos otras dos conferencias. Cuatro.- Si yo estoy
aquí para cuando Vd. llegue, tiene la obligación de aceptar el hospedaje en mi casa o en la de
Don Iñigo Noriega, otro compatriota de lo más significado en esta Capital, quién me ha pedido
que le imponga a Vd. esta obligación en el caso aludido. Reduciendo el asunto a números, no me
parecería exagerado que Vd. obtuviese un resultado libre de veinticinco a treinta mil pesetas en
una temporada de dos meses. Ciertamente que debería ser bastante más como premio a su cien-
cia y a su labor. Pero ya sabe Vd. que sólo cantantes y toreros tienen el privilegio de hacerse pa-
gar grandes sumas por habilidades discutibles. La ciencia no alcanza todavía tan alto predica-
mento.” 211

Si bien no se posee constancia de que las conferencias uruguayas hayan sido pa-
gadas, no es así el caso de las mexicanas. El gobierno no sólo se limitó a cubrir los gas-

208
“Lo de Córdoba no es verdad. Yo dí allí las conferencias que me pidió la Universidad, y ni un solo
momento hubo (ni en las cartas que mediaron cuando la invitación del Rector, ni en las conversaciones
con él, en Córdoba) en que se ajustasen mis conferencias. Nunca les puse precio, ni invocar su número al
dinero. Hace seis años que estuve allí, y todavía invoca todo el mundo en la Argentina lo que llaman mi
desinterés y mi caballerosidad.” (Carta de Rafael Altamira a Constantino Cabal, Madrid, 7-IX-1916,
reproducida parcialmente en: Constantino SUÁREZ (Españolito), La Des-unión Hispano-Americana y
otras cosas (Bombos y palos a diestra y siniestra), La Habana, Ediciones Bauzá, 1919, nota al pié, pp. 53-
54). Como vemos, Altamira siguió sosteniendo que no puso precio a sus conferencias ni ajustó su número
a pago alguno, pero nada dijo acerca de que no recibiera dinero a posteriori y por iniciativa de la UNC.
209
IESJJA/LA, s.c., Carta de Matías Alonso Criado a Rafael Altamira, Montevideo 28-IX-1909.
210
Telesforo García había visitado la Universidad de Oviedo en junio de 1905, pronunciando una confe-
rencia acerca de la “Educación del emigrante” y siendo agasajado por la Junta directiva de la Extensión
universitaria. Más tarde y como retribución a su apoyo a Altamira, García sería nombrado profesor hono-
rario de la Extensión.
211
IESJJA/LA, s.c., Carta de Telésforo García a Rafael Altamira, México, 29-IV-1909.

307
tos de transporte212, tal como fuera declarado por Altamira, sino que en el IESJJA/LA
puede encontrarse un documento oficial por el pago de las alocuciones dadas por encar-
go de la Secretaría de Instrucción Pública de Justo Sierra213.
También existe en ese mismo archivo, un documento que alude al pago de las
conferencias públicas pronunciadas por encargo del Nacional Colegio de Abogados de
México:
“Los Estatutos del… Colegio de Abogados de México ordenan la celebración de conferencias
públicas anuales, y la Junta Menor del mismo Colegio, contando con la bondadosa disposición
de Usted, le suplicó que se sirviera tomar a su cargo las de 1910 [...] por ser práctica uniforme la
de remunerar, aun cuando sea modestamente, a los conferencistas, la Junta Menor, que no ha en-
contrado razón alguna para no someterse en esta vez a los precedentes establecidos, suplica a Us-
ted que acepte, como muestra de reconocimiento por el servicio que ha prestado al Colegio, la
cantidad de dos mil pesos, que a su disposición quedan en la Compañía Bancaria de París y
México, S.A.” 214

Esta documentación prueba, a nuestro entender, que las afirmaciones de Altami-


ra respecto de la gratuidad de las conferencias son falsas. Sin embargo, parece irrepro-
chables aquellas que señalan que ningún asistente debió pagar por escuchar al profesor
ovetense, quien se cuidó de no repetir el modelo de Blasco Ibáñez y de otros intelectua-
les, que cobraran entrada para ser oídos en teatros o grandes recintos públicos215. Quie-
nes asumieron el costo del viaje —universidades, sociedades españolas y gobiernos la-
tinoamericanos—, se hicieron cargo del pago de algunas de sus conferencias, sin
importar demasiado que ello estuviera relacionado con un improbable preacuerdo o fue-
ra fruto espontáneo del reconocimiento a la labor realizada. A aquellas instituciones les
parecía absolutamente normal que el viajero fuera remunerado por su trabajo, o al me-
nos le fueran “cubiertos los gastos” en pago de sus actividades.
Altamira aceptó este criterio con algunos límites y pruritos relacionados con sus
compromisos con la ley española y con las condiciones de su licencia y del permiso
ministerial, que especificaba el carácter honorario de todas sus actividades americanas,
con excepción del curso de la UNLP pronunciado durante el receso lectivo español.

212
IESJJA/LA s.c., Comunicación de Justo Sierra a Rafael Altamira, México 4-I-1910 y Pase D-570 de la
Compañía de los Ferrocarriles Nacionales de México.
213
IESJJA/LA, s.c., Libramiento de 2000 $ de la Tesorería general de la Federación del Presupuesto de
Egresos para pagar a Rafael Altamira por las conferencias pronunciadas por encargo de la Secretaría de
Instrucción Pública.
214
IESJJA/LA, s.c., Carta original mecanografiada de la Secretaría del Nacional Colegio de Abogados de
México a Rafael Altamira, México, 1-II-1910.
215
Altamira se convenció, antes de desembarcar en el Plata, de que su misión debía apartarse del patrón
de la conferencia popular en recintos teatrales, y así se lo informaría a Canella, que se manifestó de
acuerdo con este criterio: “como dice V. bien en su carta [del] 9 de julio (donde se refiere a sus anteriores
que no he recibido) no debemos presentarnos en teatros”. Ambos hombres eran conscientes de que el
perfil académico del viaje americanista imponía restricciones en el modelo de su financiamiento: “Calza-
da me habló del sueldo de La Plata y de gratificación especial al terminar, de la matrícula y de las confe-
rencias, etc.; por eso advertía bien que nuestra misión no es a lo Ferrero, Ferri ni a lo France, es distinta,
nuestra, y en lo económico deberemos quedarnos algo atrás.” (AFREM/FA, Cartas a Rafael Altamira,
RAL 2, Canella y Secades, Fermín, (28 docs.), Carta de Fermín Canella a Rafael Altamira, Oviedo, 8-
VII-1909).

308
La correspondencia entre Altamira y Canella permite saber que el viajero infor-
maba al Rector en detalle de estos ingresos, y que éste último expresaba sus deseos de
que el periplo dejara algún rédito económico para su protagonista. Sin embargo, de
acuerdo con ese epistolario, queda claro que Altamira estaba pasando algún tipo de pe-
nurias económicas o que, al menos, el equilibrio de ingresos y gastos hasta el arribo a
México no era muy promisorio216.
En definitiva, parece justo, por una lógica económica elemental, e inevitable, por
las mismas condiciones autárquicas en que fue planteado el viaje americanista, que este
tipo de remuneraciones debían efectivizarse, paralelamente al hecho de que se produje-
ran aportes voluntarios. En Argentina, Rafael Calzada ha dejado testimonio de que, du-
rante el homenaje que se le hiciera al viajero en la Escuela Agronómica de Santa Catali-
na, acordó con el cirujano español Avelino Gutiérrez, lanzar una colecta en favor de
Altamira, la cual habría logrado reunir más de 100.000 pesetas, más otras 10.000 para
Alvarado217.
Según los deformados recuerdos de Calzada dieciséis años después, esta iniciati-
va había nacido como una suscripción para recompensar a Altamira con una casa en
Buenos Aires o en Oviedo. En realidad, el asunto de la casa derivaría de la promesa
incumplida de los estudiantes y de la intervención de su sobrino, de la cual hablaremos
párrafos más adelante. En todo caso, la penosa evolución de la colecta —testimoniada
por el Vicecónsul español José M. Sempere y el abogado Pascual Sáenz de Miera en
varias cartas remitidas a Altamira entre 1909 y 1910—, retrasó la percepción del dinero
por la comisión del Club Español destinada a recaudar los donativos de la colectividad y
terminó por convencer a Rafael Calzada de la conveniencia de ofrecer a Altamira las
cifras reunidas en papeles de la deuda española para que “dispusiese de ellos como cre-
yese más conveniente”.
En todo caso, Calzada detallaba a Altamira la percepción de fondos a que se
haría acreedor desde España:

216
Enterado del asunto, Canella le expresaba a Altamira que “Esa carestía le seguirá a V. por esas Repú-
blicas; pero sigo atizando el fuego sagrado y a la postre, el resultado será bueno para V. en este punto; y
habiendo ganado mucho moralmente en relaciones y objetivos; para lo porvenir y sus trabajos, no perderá
V. el tiempo ahora y vendrá satisfecho moralmente porque siempre pensé en esto desde el primer momen-
to de su proyecto.” (AFREM/FA, Cartas a Rafael Altamira, RAL 2, Canella y Secades, Fermín, (28
docs.), Carta de Fermín Canella a Rafael Altamira, Oviedo, 8-VIII-1909).
217
“...el 29 de septiembre de 1909, se le ofreció una comida en la Escuela Agronómica de Santa Catalina
[...]. Asistió al acto el ilustre amigo doctor Avelino Gutiérrez, que se sentó a mi lado y hablamos larga-
mente de Altamira. Insinué yo todo lo meritorio que era el desinterés de aquel hombre, que pronto regre-
saría a España sin una remuneración que valiese la pena y en el acto se le ocurrió a Gutiérrez que debía-
mos hacer una subscripción a su favor entre nuestros compatriotas. Me pareció excelente idea, y dicho y
hecho. Dejando él sus enormes ocupaciones y yo las mías, dedicamos una porción de días a recorrer as
casas españolas más caracterizadas y pudimos reunir más de 100.000 pesetas, que le ofrecimos en títulos
de la deuda española, y otras 10.000 que entregamos al que vino acompañándole como secretario, don
Francisco Alvarado, a quien, además, obsequiaron con un gran banquete la Cámara Española de Comer-
cio y el Círculo Gallego, ofreciendo yo la demostración en un breve discurso.” (Rafael CALZADA, Cin-
cuenta años de América. Notas autobiográficas, Vol.I, en: ID., Obras Completas, Tomo IV, Buenos Ai-
res, Librería y Casa Editora de Jesús Menéndez, 1926, p. 361).

309
“…se pasó una orden a la Sucursal del Banco Español del Río de la Plata en Madrid, para que
ponga a la disposición de Vd. 70.000 Pesetas en título de Deuda Española del 4% equivalentes a
60.000 en efectivo, menos un pequeño pico de 400 por las cuales le adjunto un giro a su orden.”
218

Al informar a Altamira del giro de las sumas recaudadas, Calzada ponía de ma-
nifiesto el compromiso material de la comunidad española en Argentina para con la
causa americanista ovetense, prolongada en el apoyo a la misión académica de Adolfo
Posada y verificada cotidianamente con su aporte a la profundización de las relaciones
bilaterales:
“Mucho más habríamos deseado reunir tanto para Vd. y para la Extensión Universitaria como
para el señor Alvarado; pero amigo mío, fue de todo punto imposible. Son generosos y son pa-
triotas de verdad estos españoles de la Argentina; pero están castigados día a día por toda clase
de suscripciones y crea a Vd. Que, hoy por hoy, apenas si sería posible exigir más de ellos. Aho-
ra mísmo, tenemos entre manos la iniciada para el Monumento a la Argentina, que cuesta una
enormidad (casi 1.000.000 de pesetas) y que es una deuda de honor que hemos contraído con el
país. No se ha reunido aún ni la mitad. Como quiera que sea, debo decirle para su satisfacción
que todos los donantes, sin excepción de uno solo, se han manifestado complacidísimos de poder
ofrecer a Vd. Esta pequeña muestra de su admiración y de su simpatía. Es opinión unánime que
no ha podido hacerse nada mejor, ni más merecido, ni más justo, y sólo así podrá explicar el éxi-
to relativamente satisfactorio de nuestras gestiones. Es la primera suscripción de esta índole que
se hace entre nosotros, y me parece que ha de pasar mucho tiempo antes de que nadie se atreva a
intentar siquiera nada parecido.” 219

Una carta posterior de Avelino Gutiérrez —el gran impulsor de la colecta del
Club Español— a Rafael Altamira ponía de manifiesto que el viajero había solicitado
reserva a sus benefactores y deseaba dejar en claro su completa pasividad en tal asunto:
“En su primera carta me decía que deseaba saber si alguien había dicho algo respecto a la inver-
sión del dinero que se había recaudado porque V. no recordaba haber dicho a nadie la menor in-
sinuación; y bien debo hacerle saber, para tranquilidad suya que ninguno ha dicho nada y que to-
do dependerá de que yo no me habré explicado bien. A la fecha, creo, habrá llegado a su poder
por intermedio del Señor Rector de la Universidad de Oviedo una nota dándole cuentas del móvil
y el resultado de nuestra gestión y adjunto a ella la nómina de las personas que respondieron a
nuestras solicitudes. Todo esto se ha hecho en buena reserva. No se ha le dado publicidad ningu-
na ni se le ha dado carácter de popularidad para no desnaturalizar […ilegible…] demasiado el
objeto porque eso sería desestimar la […ilegible…] de su misión.” 220

Este tipo de aportes de la colectividad española en Argentina fueron tardíos221 y,


sin duda, excepcionales, y ha quedado debida constancia, incluso, del retaceo de apoyo

218
Calzada informaba que se girarían, además, 6.000 pesetas para su secretario Alvarado y 30.000 pesetas
para la Extensión Universitaria a nombre de Fermín Canella. IESJJA/LA, s.c., Carta original mecanogra-
fiada (6pp., última manuscrita) de Rafael Calzada a Rafael Altamira, Buenos Aires, 3-VIII-1910.
219
IESJJA/LA, s.c., Carta original mecanografiada (6pp., última manuscrita) de Rafael Calzada a Rafael
Altamira, Buenos Aires, 3-VIII-1910.
220
IESJJA/LA, s.c., Carta original manuscrita (2pp., con membrete: Dr. Avelino Gutiérrez), de Avelino
Gutiérrez a Rafael Altamira, Buenos Aires, 22-VIII-1910.
221
Al parecer, Altamira y Canella tenían expectativas previas de que Calzada y los suyos realizarían
aportes a su periplo, cosa presumible teniendo en cuenta anteriores aportes de éste a la Universidad de
Oviedo. Sin embargo, en octubre, Canella respondía a una carta muy anterior de Altamira respecto de la
deserción de “la colonia española de comerciantes e industriales” que el Rector consideraba compensada
“con lo bien del elemento argentino que comulga con nosotros” (AFREM/FA, Cartas a Rafael Altamira,
RAL 2, Canella y Secades, Fermín, (28 docs.), Carta de Fermín Canella a Rafael Altamira, Oviedo, 23-X-
1909). En noviembre, Canella ya sabía que el lamento de Altamira había tenido consuelo: “Me alegra que

310
material que sufriera Altamira en Perú. En todo caso, Altamira no dejó de informar a
Canella de otros ingresos, tal como quedó claro en la respuesta que el rector ovetense
enviara a la carta del 20 de noviembre de 1909 a bordo del Guatemala y rumbo a Méxi-
co222.
La existencia documentada de tratativas con las asociaciones españolas por
cuenta de Canella o de Altamira y la percepción final de este dinero no puede utilizarse
para cuestionar la integridad moral de Altamira, aun cuando el hecho de su negación
enfática y absoluta puede salpicar en algo su credibilidad fiscal. Dicha negación tenía
sus razones en las críticas eventuales e injustas de enriquecimiento personal que pudiera
recibir a su regreso a España y en las demandas del propio Estado español por incumplir
disposiciones en buena medida absurdas e irreales.
En todo caso, parece indudable que el viaje americanista no fue una empresa
comercial; que de él no se benefició monetariamente la Universidad de Oviedo —si
bien recibió ayudas en metálico para la Extensión Universitaria y otras actividades aca-
démicas, e importantes donativos en especie que abultaron su inventario—; y que Alta-
mira no salió personalmente enriquecido —a pesar de haber percibido algunos ingresos
no declarados—. Dado los gastos involucrados, resulta más sensato pensar que buena
parte —si no la totalidad— de lo recaudado terminó por ser invertido o gastado en las
vicisitudes del propio viaje.
Una elocuente prueba de la actitud sobria de Altamira respecto de los eventuales
beneficios materiales que su misión pudo traerle a título personal, fue su actitud frente
al colectivo estudiantil argentino y su promesa de obsequiarle con una casa en Ovie-
do223.

los españoles y Calzada a la cabeza rectificasen porque me tenía muy molesto su conducta, por V. más
principalmente que por mí, pues estoy muy acostumbrado a desengaños e ingratitudes y nunca me hicie-
ron mella” (AFREM/FA, Cartas a Rafael Altamira, RAL 2, Canella y Secades, Fermín, (28 docs.), Carta
de Fermín Canella a Rafael Altamira, Oviedo, 16-XI-1909). Teniendo en cuenta que Calzada hizo fuertes
aportes a la Universidad de Oviedo, la temida “ingratitud” de este respecto de Canella —que éste llegó a
creer verificada— sólo podría estar relacionada con algún apoyo que éste pudiera haberle dado respecto
de su candidatura a las Cortes, o quizás, al tiempo de emigrar a Buenos Aires en los años ’70.
222
“Los amigos Rávila y demás, de Santiago, Valparaíso e Iquique, me han dado detalles de todo y las
respectivas entregas, pareciéndome bien los auxillios a Alvarado y no mucho lo de V. (la crisis es tre-
menda en todas partes) aunque cuando lleguemos al total, si bien quedará por bajo de nuestros cálculos,
aquí no hubiera V. ganado ni mucho menos...” (IESJJA/LA, s.c., Carta original manuscrita de Fermín
Canella a Rafael Altamira, Oviedo, 27-XII-1909). Si Canella se refiere a un aporte efectivizado, éste se
trataría de una suma obsequiada por la colonia hispano-argentina o chilena de la que no existe constancia,
ya que las sumas reunidas por Calzada y Gutiérrez en Buenos Aires no se completarían hasta años más
tarde, siendo invertidas en papeles de la deuda española a último momento y giradas recién en agosto de
1910, encontrándose Altamira en Oviedo. Este aporte debió realizarse entre septiembre y noviembre,
presunción que cobra más sentido una vez que, reunida la documentación existente, nos percatamos que
no hubo, al parecer, cartas de Altamira para Canella antes del 20 de noviembre y que la respuesta fuera
fechada por el rector diez días antes de que se iniciara la colecta. Por otro lado, la necesidad de recursos
para ambos quedaba testimoniada en la carta del 19 de septiembre de 1909, donde Canella confiaba a
Altamira que esperaba que Alvarado obtuviese una colocación didáctica en Argentina y manifestaba su
preocupación de no poder sostenerle y de sólo haber podido adelantarse en forma de préstamo, 2.043
pesetas de los fondos del Centenario de la Universidad de Oviedo (Ver: IESJJA/LA, s.c., Carta original
manuscrita de Fermín Canella a Rafael Altamira, Oviedo, 19-IX-1909).
223
Altamira informó de este regalo al rector Canella, quien no puso reparo alguno y le expresó su alegría
por tal iniciativa: “No se cómo comentarle con el alma y corazón la iniciativa de esos estudiantes para el

311
Luis Méndez Calzada224, escribió a Altamira el 31 de Julio de 1910, enterándolo
del estado del asunto de la donación de una casa en Oviedo por parte de los estudiantes
platenses y porteños. Méndez Calzada, relató sus gestiones para resucitar el asunto, des-
de su nuevo cargo de Secretario de la Federación Universitaria, teniendo en cuenta “el
efecto deplorable para la juventud argentina, que produciría hacer un ofrecimiento a una
personalidad tan seria y respetable como Vd. —que lo había aceptado públicamente—
para que esa promesa quedase reducida a vanas palabras”225.

regalo de la casa en Oviedo, su segunda patria, la patria de sus hijos… donde V. conoció, amó y se unió a
Pilar (de la que fui testigo)… Si la casa llega a éxito, como espero, tendrá V. lugar propio, cosa difícil
aquí con su sueldo […] y esto es de lo inesperado (ya vendrá más) en mi proyecto, aunque también indi-
qué a V. con repetición que había de haber gratas sorpresas… faltan varias naciones, que tienen gente
nobilísima y además con tales antecedentes.” (AFREM/FA, Cartas a Rafael Altamira, RAL 2, Canella y
Secades, Fermín, (28 docs.), Carta de Fermín Canella a Rafael Altamira, Oviedo, 23-X-1909). Probable-
mente Altamira también confiara a Canella sus dudas o el desconocimiento acerca de la marcha de tal
asunto y excitara la curiosidad y el celo del Rector, sinceramente comprometido con la idea de que Alta-
mira obtuviera recompensas personales por su trabajo. En ese sentido, Canella indicaba al alicantino que
había escrito a Argentina, Chile y Perú “para ir manteniendo el fuego sacro, poner puntos sobre las ies,
dilucidar lo de la casa” [el destacado es nuestro] (AFREM/FA, Cartas a Rafael Altamira, RAL 2, Canella
y Secades, Fermín, (28 docs.), Carta de Fermín Canella a Rafael Altamira, Oviedo, 12-I-1910). Aun
cuando no poseemos constancia documental de tales averiguaciones, es presumible que Canella se comu-
nicara con Rafael Calzada para realizar tales averiguaciones y que ello llevara a su sobrino Luis Méndez
Calzada a intervenir en el asunto como dirigente estudiantil y, a la postre, a que las recaudaciones impul-
sadas por el propio Rafael y Avelino Gutiérrez, se enfocaran hacia el objetivo de obsequiarle un inmueble
que, por el lado de los estudiantes, no podría obtener.
224
Méndez Calzada, nacido en 1888 en Nava, fue el hijo mayor de Rosalía Fernández Calzada y sobrino
de Rafael. A poco de nacer fue llevado a Buenos Aires donde pasó su primera niñez. En 1896 regresó a
Asturias y realizó sus estudios secundarios. En 1904 retorna a la Argentina, llamado por Rafael Calzada.
Estudió Derecho en la UBA —donde fue dirigente estudiantil— y se doctoró, siendo becado para realizar
estudios en la UCM y en la Universidad de París. A su retorno, trabajó en el estudio de los Calzada en
Buenos Aires, se convirtió en un dirigente de la colectividad asturiana y de la española —fue apoyo de
Avelino Gutiérrez en la Institución Cultural Española, de la que fue secretario hasta 1921 y presidente
desde 1934. Méndez Calzada desarrolló una carrera académica, obteniendo la cátedra de Derecho político
en la UNLP.
225
IESJJA/LA, s.c., Carta original mecanografiada de Luis Méndez Calzada a Rafael Altamira, Buenos
Aires, 31-VII-1910 (4 pp., con membrete del Estudio de los Doctores Calzada, Abogados). Méndez Cal-
zada respondía con retraso —quizás luego de los sondeos de Canella con su familia—a las “indicaciones
respecto al ofrecimiento estudiantil hecho poco antes de abandonar Vd. esta Capital” por no haber reca-
bado información durante el período de vacaciones. El relato de Calzada nos describe con pormenores la
evolución sinuosa del asunto: “Al iniciarse los cursos, en abril del corriente año, abrigué esperanzas de
que la idea tomaría verdadero vuelo […] Contaba al propio tiempo con que la nueva Comisión Directiva
del Centro de Estudiantes de Derecho, compuesta de excelentes jóvenes, todos admiradores de Vd., hicie-
se una activa campaña. Nada se hizo, desgraciadamente, y la causa fue la siguiente: que faltó desde el
primer instante, una comisión, un núcleo, un grupo constituido, que se hiciera responsable de la idea, y la
llevara adelante, en el momento preciso, es decir, cuando Vd. estaba aun aquí, o inmediatamente después
de partir. La iniciativa apareció en los diarios de esta Capital, comentándola como un deseo laudable de la
juventud universitaria, pero en general, sin referirla a ninguna institución o grupo estudiantil determinado.
A los estudiantes les pareció bien. El Sr. Tezanos Pinto Presidente entonces del Centro, en el discurso que
dedicó a Vd. en la Facultad de Derecho, el día de su última conferencia, hizo alusión a una sorpresa que
aguardaría a Vd. al regresar a la patria.- Vd., que ya estaba enterado de lo dicho por los periódicos, com-
prendió de que se trataba, y fue entonces, que dedicó los últimos párrafos de su inolvidable conferencia en
el Prince George’s Hall —dada a los estudiantes— a manifestar su agradecimiento por la promesa, indi-
cando hasta el título, VILLA ARGENTINA, que pondría a la propiedad, la cual según su deseo, y para
mayor mérito, debía ser costeada exclusivamente por estudiantes argentinos. Es claro que todo el público
se hizo responsable, gustoso moral y materialmente, de la realidad de las promesas.- Pero ya sabe Vd. lo
que es, cuando se trata de muchedumbres o colectividades, el sentimiento de responsabilidad. Al produ-
cirse la renovación de las Comisiones Directivas estudiantiles, fui elegido yo, en el mes último Secretario

312
En su respuesta, desde Pontevedra, Altamira reprochaba a su interlocutor no
haber respondido antes —Altamira habría escrito entre noviembre y diciembre de
1909— ya que, de esa forma habría podido evitar su intervención respecto de aquel one-
roso y comprometedor regalo:
“si hubiera sido así, yo hubiera tenido tiempo y oportunidad para rogarle y aún para insistir en
que no hiciese la menor gestión, por breve y discreta que fuese... para recordar reavivar lo que en
un momento de entusiasmo fue dicho por los estudiantes. Recordará V. bien que mi carta se diri-
gía no más que a evitar (caso de que aquellos persistiesen en su idea) que se guiasen erróneamen-
te un posible error en la elección de sitio, dada la inseguridad (aún hoy la tengo) del punto en que
habría de fijar mi residencia a mi regreso a España. No trataba pues de reavivar galvanizar inicia-
tivas, sino de prevenir errores, caso de que aquellos persistiesen continuaran, cosa de que yo no
tenía por entonces ninguna noticia, ni positiva ni negativa, desde mi salida de Buenos Aires en
octubre. Por otra parte, recordará V. también que en mi misma conferencia del George’s Hall di-
je terminantemente que para mi lo satisfactorio era que la idea hubiese surgido entre los estu-
diantes y que frente a esto —suficiente para mi satisfacción— pasaba a segundo término la reali-
zación o la no realización de lo proyectado. Con estos antecedentes, repito, si V. me hubiese
contestado enseguida, tranquilo y con su respuesta en punto a la posibilidad de cometer la equi-
vocación que yo trataba de prevenir, estoy seguro de que hubiera evitado también las posteriores
gestiones de V.; porque V. no se hubiese negado a secundar mi propósito de que las cosas queda-
ran como estaban para que siempre resultase absolutamente espontáneo el pensar y el hacer de
los estudiantes. Bien comprendo —aparte su afecto por mi— el interés de V. por lo que llama-
ríamos la formalidad de los universitarios argentinos, ya que V. es uno de ellos; pero también
hay que considerar que V. es español y eso le veda —ante la suspicacia de las gente— todo mo-
vimiento de entusiasmo por cosas españolas que puedan dar lugar a comentarios. Y ya sabe V., si
los promueven las cosas en que media el más insignificante provecho económico. ¡Demasiado
han dicho ya la envidia y los celos profesionales, aun contando con que mi conducta, absoluta-
mente correcta y desinteresada en todo momento no prestó en ningún momento materia justifica-
da para la censura! El acuerdo del congreso —que ahora conozco, por lo que V. me dice— colo-
ca el asunto en un nuevo terreno. Creo ahora como creí cuando se inició la idea, que oponerse el
interesado a esos propósitos requerimientos de ese género, es más quijotesco en el mal sentido de
la palabra y e inmoderado, en el fondo, que la posición serena de conformarse, agradecer y espe-
rar, indiferente en cuanto al resultado. Pero si no trataré de impedir nada, quiero también que na-
da se aguijonee y excite. Deje V. que los demás hagan o no hagan y que las cosas sigan un cami-
no natural, sea cual fuere sus consecuencias; en ningún caso de V. motivo —se lo ruego— para
que la murmuración piense que V. es español, que es amigo mío y que detrás de V. puedo estar
yo suscitando soluciones. Quiero tener siempre —y para V. también la deseo— no solo la reali-
dad, sino juntamente la apariencia del obrar correcto y desinteresado. Aún así, los malidicentes
murmurarán. Pero el público tiene lógica, sabe bien rechazar las murmuraciones...” 226.

de la Federación Universitaria; y mi primera labor fue hacer diversas mociones para que se resolviese
definitivamente esa situación difícil que se había creado por el largo tiempo transcurrido. Se me dijo que
la iniciativa había surgido de los estudiantes de La Plata; que había que averiguar esto con exactitud; que
en la Federación no había antecedente ninguno, etc., etc., pero nada se acordó en el sentido de tomar
desde luego una resolución empeñosa y seria. Yo, —al fin, estudiante español— me creí en el deber de no
insistir, para no quitar el carácter de espontaneidad absoluta que esta idea debe tener. Y hoy las cosas
están en este terreno: independientemente de todo Centro, hau una docena de jóvenes estudiantes de De-
recho, entre los que tengo el honor de contarme, que están decididos a realizar el proyecto, sea como
fuere, por ser cuestión de dignidad. En vista de lo acaecido trabajaremos por nuestra cuenta, interesando”,
eso si, a todos, porque en todos ha quedado hacia Vd. un caudal de simpatía y admiración. He tenido que
entrar en todos estos detalles, porque era absolutamente necesario que Vd. supiese la verdad de lo ocurri-
do.”.
226
IESJJA/LA, s.c., Borrador/Copia original manuscrito —4 pp.— de Rafael Altamira a Luis Méndez
Calzada, Pontevedra, 3-IX-1910. En la respuesta de esta carta, Luis Méndez Calzada afirmaba: “De los
términos discretísimos de su carta, he podido deducir que llegó hasta V. la noticia de los conceptos expre-
sados por un malo, desleal y envidioso compañero. No quise en mi carta anterior hacer referencia siquiera
a esto, que no pasa de ser una pobre opinión, fruto de no sé que mezquinos institntos, y que cayó absolu-

313
Ahora bien, concluyendo el tema de los recursos materiales y para dar por ter-
minada la cuestión organizativa, es oportuno poner en claro —no para descartar, sino
para precisar—, el valor acotado que posee la expresión “viaje americano” que venimos
y seguiremos utilizando en estas páginas. En este sentido dejaremos sentado que, a to-
dos los efectos, resulta pertinente evocar el carácter americano de este proyecto, siempre
que se tenga en cuenta que éste carácter no refleja la realidad de un periplo, sino la esca-
la de un ideal o de una política definida en el Claustro ovetense.
Si bien en este viaje fueron transitados miles de kilómetros a través de toda la
geografía continental, debemos tener en cuenta que resulta un tanto abusivo sostener el
carácter descriptivo del adjetivo “americano”, cuando Paraguay, Bolivia, Ecuador, Co-
lombia, Venezuela, Panamá, Costa Rica, El Salvador, Nicaragua, Honduras, Guatemala
y Puerto Rico fueron obviados, por diversas razones, en la organización del recorrido.
Esto puede hablarnos de circunstancias; puede hablarnos de los criterios de los
organizadores a la hora de optar por las escalas más “rentables”; y también puede ilus-
trarnos acerca de aquellos países que estuvieron dispuestos a aceptar tal tipo de visita,
habilitar recursos para su éxito y abrir sus instituciones a las propuestas “americanistas”
de la Universidad de Oviedo y del propio Altamira. En cualquiera de los casos, queda
claro que un auténtico viaje por todos los países de la América Latina no era un objetivo
razonable, al menos para este primer paso.
Esto pudo verse en el momento mismo de la partida de Altamira, cuando éste
hubo de embarcarse habiendo asegurado sólidamente sólo una apertura rioplatense y —
paradójicamente— un colofón cubano, al que debía agregarse tardíamente, una escala
norteamericana. Chile, Perú, México eran posibilidades abiertas en parte por el deseo de
Canella, en parte por el interés demostrado por las colonias españolas y por las autori-
dades y universidades locales, pero en ningún caso representaban en junio de 1909, es-
calas consolidadas de la empresa227. La propia secuencia del viaje estaba sujeta a rectifi-
caciones, tal como lo prueba el diagrama que hiciera Altamira tres días antes de la
partida, en ocasión del reportaje que le hiciera El Heraldo de Madrid en Oviedo228.

tamente en el vacío.” (IESJJA/LA, s.c., Carta de Luis Méndez Calzada a Rafael Altamira, Buenos Aires,
31-VIII-1910 —3 pp., con membrete del Estudio de los Dres. Calzada. Abogados—).
227
En una fecha tan tardía como el 7 de junio, Canella recibía una carta de Eduardo Llanos hablándole de
la necesidad de pasar por Chile entre septiembre y diciembre para aprovechar el curso y de llevar tarjetas
de visita y una lista “de las personas con quienes me ligan relaciones de amistad” quienes recibirán al Sr.
Altamira “como se merece”, indicando al rector que recurriría a José Pastor Rodríguez para que este or-
ganizara “una junta que dirija los trabajos de recepción del sr. Altamira” y para que remitiera a Oviedo los
recortes de prensa que éste había reunido acerca del viaje americanista. Ver: AHUO/FRA, en cat., Caja
IV, Carta original manuscrita de Eduardo Llanos a Fermín Canella, Corao, 7-VI-1909.
228
“Voy primero a la Universidad del Plata. Donde he de fundar y organizar la Metodología de la Historia
y, después a la Universidad madre de Córdoba. Aparte de los trabajos universitarios, quiero y debo hablar
para las colonias españolas, y lo haré. No hay que decir que explicaré en la Universidad de Montevideo.
Después iré a Chile, cuyo Gobierno costea mis gastos. Explicaré en la Universidad de Santiago; hablaré
para las colonias españolas, sobre todo para una fortísima y bien organizada que reside en Iquique. Desde
Chile marcharé a Méjico... llamado por su gobierno, que tiene el deseo de que explique lecciones en todos
los Estados; cosa que me será imposible, pero que habré de resolver sobre el terreno. No hay que decir
que la colonia española —muy asturiana— dispondrá de mi. Y luego a Cuba, en iguales condiciones que
en Méjico y en Chile y con idénticos propósitos para nuestra población. Y concluirá mi excursión en los
Estados Unidos. La Universidad de Nueva York me pidió a mí, y pidió al Sr. Canella, grande organizador

314
Por otra parte, la pertinencia de fijar con mayor rigurosidad este concepto, puede
verse con mayor claridad si, trascendiendo la enumeración de las escalas nacionales
cumplidas, revisamos con atención la cronología real del viaje de Altamira. De un cote-
jo de las fechas podremos comprobar claramente que hubo tres destinos prioritarios, que
no en vano coincidían con los destinos ultramarinos del grueso de la emigración españo-
la y con los países más nítidamente definidos en el imaginario peninsular: Argentina
(110 días), México (40 días) y Cuba (29 días). A este pelotón, sigue los Estados Unidos
(23 días) aunque esta escala debiera ser considerada aparte, no tanto por su carácter “an-
glosajón”, sino porque el motivo de la presencia de Altamira respondía a un interés
particular y no al espíritu del viaje ovetense. Finalmente, y más allá de la relevancia de
las actividades desplegadas o de la calidad del recibimiento ofrecido, es un hecho que
las estancias en Uruguay, Chile, Perú —países a los que dedicó una semana respectiva-
mente— deben ser vistas como visitas de oportunidad o escalas técnicas debidamente
amortizadas.

Luego de haber pasado revista al contexto ideológico, institucional y político-


académico del cual surgió el mensaje americanista portado por Altamira, podemos
afirmar que no obstante su importancia, ni el significativo proceso de renovación ideo-
lógica y político-académica verificado en la Universidad de Oviedo entre los años ’80 y
los ’90 del siglo XIX; ni la brillante y apresurada organización del periplo americanista
pudieron asegurar, por sí mismos, un resultado positivo para la apuesta ovetense.
Si bien puede afirmarse, casi con plena seguridad, que una aproximación tradi-
cional al hispano-americanismo no hubiera dado fruto alguno en la coyuntura argentina
y americana de las primeras décadas del siglo XX; y que un intento de definir rígida-
mente una hoja de ruta que cubriera todas las escalas posibles, que contemplara solu-
ciones para todas las eventualidades y que reuniera todos los recursos materiales nece-
sarios para sostenerlo, hubiera paralizado definitivamente este proyecto; debe
considerarse que el contenido liberal-reformista y la flexibilidad organizativa de la em-
presa americanista ovetense, lejos de poder garantizar su éxito, venían a definir las con-
diciones mínimas para que su mensaje fuera atendido y pudiera propagarse de forma
adecuada en el medio argentino y americano.
A favor de ello puede argumentarse, por una parte, que iniciativas casi idénticas,
formuladas nueve años antes, durante el apogeo de la influencia intelectual del Grupo
de Oviedo y en base a los mismos principios y a los mismos propósitos manifestados en
1909, no llegaron a buen puerto. De allí que sea razonable pensar que, si bien el conte-

de este viaje, que en ella y en las demás Universidades explicara cuarenta lecciones... Cuarenta lecciones
significan mucho tiempo y no puedo ni debo estar tanto fuera de esta Universidad de Oviedo, y explicaré
sólo veinte en las Universidades principales y en la de San Francisco de California. Y a España otra vez, a
mis cátedras, a mis libros, a mi Extensión Universitaria, tan útil para todos y tal vez más que para nadie
para los profesores de ella que aprendemos más que enseñamos. Además quiero, con la base de mis con-
ferencias en el Ateneo, escribir la Historia de España en el siglo XIX, trabajo que está por hacer, y que
hay que intentar. Este es mi plan, que la realidad, suprema maestra, podrá variar...”
“De Asturias. Altamira a América”, en: El Heraldo de Madrid, Madrid, 10-VI-1909 (IESJJA/LA, s.c.,
Recorte de prensa).

315
nido y orientación “progresista” del discurso americanista y el background que ofrecía
la fructífera experiencia institucionista eran requisitos necesarios para el éxito de pro-
yectos de este tipo, no eran condiciones suficientes para garantizar su concreción. Por
otra parte, parece descabellado suponer que la agenda de Altamira pudiera ser invocada
como causa eficaz del éxito de su misión, toda vez que en ella resaltaban las páginas en
blanco; quedando librado a su criterio el decurso mismo de su itinerario y a la providen-
cia —es decir al aporte voluntario de gobiernos, instituciones y colectividades españo-
las—, la obtención de medios materiales adicionales a los generosamente provistos por
la UNLP, para la prolongación efectiva del viaje.
Para que se verificara el éxito efectivo de Altamira debieron concurrir otro tipo
de factores que todavía no hemos contemplado. Esto hace que debamos poner atención
en otros aspectos de este asunto, intentando cubrir los principales puntos de mira del
fenómeno apreciado desde su lugar de diseño y en relación con su origen peninsular.
Analizada, pues, la dimensión “institucional”, cabe indagar ahora sobre los individuos
que impulsaron y ejecutaron ese plan americanista.

2.- Altamira y Canella ante el Viaje americanista de la Universidad de Oviedo

A pesar de constituir una anécdota— por lo menos en relación al enfoque de esta


investigación— no deja de llamar la atención que el único integrante no asturiano del
“Grupo de Oviedo” fuera finalmente la persona elegida por la universidad ovetense para
representarla ante los medios intelectuales y políticos americanos.
Si bien puede suponerse que la documentación universitaria destruida en 1934 y
1936 hubiera podido iluminar en algo los pormenores de aquella decisión de Fermín
Canella, creemos que los elementos suficientes para explicar esta designación no se
relacionan con la gestión del Claustro, sino con la personalidad del propio comisionado.
La elección de Rafael Altamira no fue, pues, fruto de una casualidad o de una
circunstancia aleatoria, sino del perfil intelectual y profesional del catedrático de Histo-
ria del Derecho. En este perfil concurrían varios elementos decisivos que lo situaban, en
1909, por encima de cualquier candidatura alternativa que surgiera del profesorado de la
Universidad de Oviedo.
Desde mediados de la primera década del siglo, Rafael Altamira había logrado
consolidar una situación de privilegio en el Claustro ovetense. Siendo ya un intelectual
de renombre nacional e internacional y parte indiscutible del “Grupo de Oviedo”, el
alicantino veía su proyección personal favorecida por la partida de otras figuras como
Posada y Buylla desde 1904 —quienes no enseñaban pero seguían siendo miembros del
Claustro— y por sus relaciones excepcionales con Fermín Canella.
Por entonces, no era secreto para nadie que el rector regionalista, con Félix
Aramburu y Melquíades Álvarez en Madrid, con Alas fallecido y sin el auxilio de “los
Adolfos”, encontró apoyos necesarios para continuar con su política de promoción de la
Universidad de Oviedo en las personas de Aniceto Sela —su vicerrector— y Rafael

316
Altamira. Así, para 1909 y pese a su progresiva desarticulación, el “Grupo de Oviedo”
seguía siendo hegemónico en el Claustro gracias a la supervivencia de aquella alianza
entre “institucionistas” y “regionalistas” que gobernaba desde hacía varios lustros la
casa de altos estudios asturiana.
Como es lógico, este apoyo “institucionista” se verificaba con mayor fuerza en
lo referente a la organización de la Extensión Universitaria y, en lo que hace a Altamira
en particular, en las actividades y relaciones internacionales que surgieron entre 1900 y
1908. No en vano Altamira acompañaría a Canella en la primer experiencia de inter-
cambio docente, llevado a cabo, como ya vimos, en la Universidad de Burdeos en 1908.
Sin embargo, no debe suponerse que esta posición expectante de Altamira fuera
mero fruto de unas circunstancias político-académicas. Por el contrario, el alicantino
ofrecía al Claustro ovetense un currículum científico envidiable para cualquier universi-
dad periférica como lo era, a pesar de todo, la asturiana.

2.1.- Rafael Altamira, intelectual e historiador.


La valía de Altamira como historiador nunca fue puesta seriamente en duda y
pese a que en algunos casos pudiera parecer justificada una queja acerca de su parcial
olvido, la historiografía española de la España democrática ha ido rehabilitando su me-
moria, rescatando algunas de sus obras y ponderando su rol en la modernización de la
disciplina.
Más allá de las consideraciones de sus biógrafos y especialistas, historiadores de
la historiografía española como Gonzalo Pasamar e Ignacio Peiró han enfatizado la im-
portancia de Altamira como uno de los más lúcidos exponentes del “regeneracionismo
de cátedra”. Según estos autores, el alicantino tuvo un papel clave en la transición entre
el modelo politicista de la historiografía liberal decimonónica229 y la profesionalización
del historiador, a través de la introducción decisiva de las “nuevas” perspectivas franco-
alemanas y del refuerzo ideológico de la institucionalización universitaria. La creación
de instrumentos de socialización intelectual y actualización bibliográfica como la Revis-
ta de Historia y Literatura españolas, portuguesas e hispano-americanas230; su sensibi-
lidad favorable a la introducción controlada de variables de análisis sociológicas; su
decidida e innovadora divulgación de la metodología histórica según Bernheim, Lan-
glois y Seignobos; y la introducción teórica y práctica de la historia de la civilización en

229
El modelo historiográfico liberal y la emergencia del nacionalismo como principio estructurante de su
discurso fue un fenómeno de dimensión europea —paralelo al de la conformación del moderno Estado-
Nación— del que España fue partícipe, pese a las interdicciones que intentaron ponerle los Borbones
antes del reinado de Isabel II. Para un estudio acerca de la evolución historiográfica española de este
período, ver: CIRUJANO MARÍN, Paloma; PÉREZ GARZÓN, Juan Sisinio y ELORRIAGA PLANES, Teresa,
Historiografía y nacionalismo español, 1834-1868, Madrid, CSIC, 1985.
230
Ver: Ignacio PEIRÓ MARTÍN, Los guardianes de la historia, Zaragoza, Institución Fernando el Católi-
co, 1995, pp. 182-184.

317
España231, demostrarían que el alicantino estuvo en la vanguardia de un movimiento de
modernización historiográfica e intelectual232.
Ahora bien, estos méritos del personaje, aun cuando intuidos por algunos de sus
allegados, no podían ser vislumbrados, lógicamente, por la mayoría de sus contemporá-
neos, que no poseían la perspectiva de conjunto que hoy podemos tener acerca de la
evolución de la historiografía española. Evitando, pues, los riesgos de explicar la elec-
ción de Altamira como embajador intelectual de la Universidad de Oviedo por lo “evi-
dente” de su estatura como agente modernizador de la historiografía peninsular, debe-
mos indagar en su perfil intentando hallar las razones más inmediatas que hicieron del
alicantino el hombre adecuado para tal misión a los ojos del rector Canella, del Claustro
ovetense y de los círculos de referencia de la intelectualidad española y asturiana del
momento.
El primer elemento favorable del perfil de Rafael Altamira era, precisamente, su
experiencia en el terreno científico y universitario nacional e internacional, en los que
era reconocida su condición de excepcional pedagogo institucionista —fue segundo
secretario del Museo Pedagógico de Enseñanza primaria entre 1888 y 1910—, de prolí-
fico investigador y de intelectual comprometido con la sociedad de su época.
Antes de su llegada a Oviedo, Altamira ya se había consolidado en el campo in-
telectual español como colaborador regular de varios periódicos y revistas culturales
entre los que cabe mencionar en el terreno histórico, literario y crítico: La Ilustración
Ibérica —donde publicaría escritos literarios y de crítica— y la Revista crítica de Histo-
ria y Literatura Españolas, Portuguesa e Hispanoamericanas —de la que sería mentor
y director—. En el terreno periodístico, Altamira escribió en el diario republicano La
Justicia233; El Heraldo de Madrid y El Liberal234; La Vanguardia; La España Moder-

231
Para Pasamar y Peiró, la célebre Historia de España y de la civilización española de Altamira, era uno
de los exponentes más claros de la modernización y secularización del gran relato de la historia de Espa-
ña, así como de la aplicación de un nacionalismo “más racional” y sofisticado capaz de integrar manifes-
taciones de identidad económicas y culturales. “El libro de Altamira había asentado unas características,
en lo que se refiere a la relación entre investigación histórica y divulgación, irrenunciables para todos los
manuales y obras posteriores (declaraciones de objetividad, interés por el rechazo de los llamados «pre-
juicios», distribución de la materia combinando historia «interna» y «externa»…). También es cierto que
de acuerdo con el proyecto social reformador de los hombres de la Institución Libre de Enseñanza, dicha
obra tenía un objetivo progresista interesado en aquellas funciones capitalinas que podían posibilitar el
crecimiento de las fuerzas productivas. Este hecho tiene un sentido claramente modernizador en el con-
texto de la España de finales del XIX y comienzos del XX. Así se aprecia que en uno de los resúmenes
del manual de este historiador, titulado Historia de la civilización española, se exaltaban valores como el
«progreso científico», la «regeneración económica», la «instrucción pública», la «cultura», la «toleran-
cia», y se criticaban otros como el imperialismo político.” (Gonzalo PASAMAMAR ALZURÍA e Ignacio
PEIRÓ MARTÍN, Historiografía y práctica social en España, Op.cit., pp. 56-57). Estos valores y una inter-
pretación problemática acerca del valor del Imperio, se habrían perdido, no casualmente, en posteriores
historias generales de España. Estas historias, publicadas entre 1914 y 1936, habrían acusado el impacto
del cambio del contexto socio-económico y político, en el que se produciría un despegue capitalista, un
fracaso del esquema político de la Restauración y un fortalecimiento del movimiento obrero, que explica-
ría la radicalización del nacionalismo y del pensamiento conservador (Ibíd., p. 57).
232
Ibíd., pp. 9, 20, 23, 26, 30, 39.
233
La Justicia fue fundado en 1888 por Nicolás Salmerón, llegando Altamira a ser su director.
234
La circulación de los artículos de Altamira y de otros intelectuales liberales reformistas de la época
tenía sus fundamentos ideológicos y también materiales. Si observamos los periódicos en que se publica-

318
na235; La crónica del Sport. En el terreno pedagógico, publicó en el Boletín de la Insti-
tución Libre de Enseñanza —que dirigiría en 1888—. En el terreno del Derecho, edita-
rían sus artículos la Revista de Derecho Internacional y la Revista General de Legisla-
ción y Jurisprudencia236.
Como historiador e historiador del Derecho, Altamira ya había publicado para
1909, algunos de los textos centrales de su obra como la Historia de la propiedad co-
munal237; la primera y segunda ediciones de La enseñanza de la historia238; Historia de
España y de la Civilización española239; Psicología del pueblo español240; Cuestiones
modernas de historia241; Los elementos de la civilización y del carácter españoles242;
Historia del Derecho español243; Derecho consuetudinario y economía popular de la
provincia de Alicante244. También había editado libros de temática variada —e irregu-
lar— conteniendo ensayos históricos, crítica literaria y artística y hasta composición

ron sus artículos, podremos ver, sin mayores dificultades, que ellos conformaban una red de prensa ideo-
lógicamente consistente y, desde 1907, comercialmente solidaria, en torno de La Sociedad Editorial de
España. Este trust “anticonservador” concentraba periódicos madrileños como El Liberal, fundado en
1867 y cuyo suplemento literario “Los lunes del Imparcial” dirigido por José Ortega Munilla (1856-1922)
entre 1879 y 1906, difundió a Zorrilla, Valera, Campoamor, Pardo Bazán, Rubén Darío y sirvió de plata-
forma a buena parte de la generación del 98, como Unamuno, Azorín, Baroja, Valle Inclán; El Imparcial,
que encabezó el intento de suscripción nacional para financiar el viaje de la Universidad de Oviedo; El
Heraldo de Madrid; El Defensor, de Granada y El Noroeste, de Gijón, periódico casi incondicionalmente
alineado con los liberales reformistas asturianos y con los institucionistas y extensionistas ovetenses. El
primer presidente de la Sociedad Editorial de España fue Miguel Moya Ojanguren (1856-1920), quien
dirigió El Comercio Español entre 1877 y 1887; La Ilustración Hispano-Portuguesa, 1886 y El Liberal,
entre 1890 y 1906. Moya Ojanguren también fue fundador y primer presidente entre 1895 y 1920 de la
Asociación de Prensa de Madrid. Para mediados de la segunda década del siglo XX, los periódicos de la
Sociedad Editorial de España abastecían el mercado con más de un cuarto de millón de ejemplares.
235
La España Moderna fue editada entre 1889 y 1914 por el bibliófilo José Lázaro Galdiano (1862-
1947).
236
La Revista General de Legislación y Jurisprudencia fue fundada en 1853 por el abogado, político y
editor alicantino José Reus García (1816-1883). Esta revista jurídica, la primera que se editó en el ámbito
hispano-americano, estuvo ligada durante buena parte de su primera época (que acaba en 1936) a la Insti-
tución Libre de Enseñanza, estando caracterizada por una línea editorial cuyo objetivo era la actualización
internacional y modernización del derecho hispano.
237
Rafael ALTAMIRA, Historia de la propiedad comunal, Madrid, J. López Camacho, 1890 (este libro fue
prologado por Gumersindo de Azcárate).
238
Rafael ALTAMIRA, La enseñanza de la Historia (1ª ed.), Museo Pedagógico de Instrucción Primera,
Madrid, Fortanet, 1891 y (2ª ed.), Madrid, 1895.
239
Rafael ALTAMIRA, Historia de España y de la Civilización española, Tomo I, Barcelona, Librería de
Juan Gili, 1901
240
Rafael ALTAMIRA, Psicología del pueblo español, Barcelona, Antonio López, 1902. Existen dos re-
ediciones recientes del libro de Altamira: Madrid, Editorial Doncel, 1976; y otra, con una introducción de
Rafael Asín Vergara, Madrid, Biblioteca Nueva, 1997.
241
Rafael ALTAMIRA, Cuestiones modernas de historia, Madrid, Daniel Jorro Editor, 1904 (este libro fue
dedicado a Joaquín Costa “mi maestro y primer iniciador en las investigaciones prácticas de Historia”). A
la vez, se publicó el mismo libro en: Madrid, [Ambrosio Pérez y Cia., 1904.
242
Rafael ALTAMIRA, Los elementos de la civilización y del carácter españoles, Madrid, 1904.
243
Rafael ALTAMIRA, Historia del Derecho español. Cuestiones preliminares, Madrid, Librería General
de Victoriano Suárez, 1902.
244
Rafael ALTAMIRA, Derecho consuetudinario y economía popular de la provincia de Alicante, Madrid,
1905.

319
literaria, como Mi primera campaña245; De Historia y Arte246; Psicología y Literatura247;
y Cosas del día248.
Sin embargo, lo que lo diferenciaba sustancialmente de otros intelectuales espa-
ñoles y, sobre todo, de sus colegas ovetenses, era la riqueza de su sociabilidad académi-
ca y su proyección en ámbitos intelectuales internacionales. Altamira leía y podía co-
municarse con fluidez en inglés, francés y alemán, cosa nada común para la época, e
invertía ese conocimiento en la lectura de las novedades científicas del campo del Dere-
cho, de la Historiografía, de la Pedagogía y de la crítica literaria. Pero su vinculación
con el mundo intelectual europeo y americano no se agotaban en la lectura. En efecto,
Altamira, apartándose de las costumbres académicas de la mayoría de sus colegas, fue
un asiduo asistente de congresos científicos durante toda su vida.
En 1892, Altamira asistió en Madrid al Congreso Pedagógico Hispano-
Portugués y Americano, llevando un trabajo sobre “Pensiones y asociaciones escola-
res”249. En su pormenorizada reseña de aquel encuentro, el alicantino declaraba ya sus
certezas acerca de los males de España y del inevitable remedio pedagógico que habría
de curarla:
“El primer signo de que un pueblo comienza a regenerarse, o siente a lo menos el deseo de
hacerlo así, es que convierta su atención en movimiento reflexivo y serio, al estudio de sus pro-
pias cualidades y faltas, para conocerse tal cual es y plantear, sobre este dato positivo, el proble-
ma de los remedios que deben allegar para aquel fin. Tal es el sentido íntimo y la grande impor-
tancia que debe verse, como fondo común, en las diversas iniciativas que, lo mismo en el terreno
de la pura historia que en el de la antropología, la sociología, el derecho, etc., inclinan con prefe-
rencia el ánimo de los estudiosos al conocimiento del sujeto nacional (en vez de perderse en va-
gas generalidades o en dilettantismos de ciencia extraña) y con intento de aprovecharlo como ba-
se del plan de reformas que se requieren. Pues quizá es de todos estos movimientos el que más
directamente toca ese propósito común, el movimiento pedagógico: y consuela un tanto ver que,
en medio de nuestro deplorable atraso, y, lo que es peor, suicida indiferencia y atonía, van de
momento en momento multiplicándose las voces que en la escuela, en los institutos, en la propia
Universidad (tan cerrada por tradición a tales preocupaciones, que, sin embargo, le interesan de
lleno) y en la masa general del país, denuncian paladinamente los defectos de nuestra educación
nacional, y piden con espíritu generoso, sin mezquindades de bandería, llamando a todas las
puertas para huir del terrible regnum divisum, que se ponga fin a tan hondo y trascendente daño.”
250

Según Altamira, en este Congreso —presidido por Rafael María de Labra y cuya
realización fue alentada por la Sociedad de Fomento de las Artes y varios docentes pri-

245
Rafael ALTAMIRA, Mi primera campaña. Crítica y cuentos, Madrid, José Jorro, 1893 (este libro fue
prologado por Leopoldo Alas).
246
Rafael ALTAMIRA, De historia y arte. Estudios críticos, Madrid, Librería de Victoriano Suárez, 1898.
247
Rafael ALTAMIRA, Psicología y literatura, Barcelona, Imprenta de Henrich y Cia., 1905.
248
Rafael ALTAMIRA, Cosas del día. Crónicas de Literatura y arte, Valencia, F. Sempere y Compañía,
Editores, 1907 (libro dedicado “a mi maestro” Francisco Giner de los Ríos “testimonio de cariño y reco-
nocimiento de paternidad intelectual”).
249
Este trabajo fue publicado por el Museo Pedagógico de Instrucción Primaria: Rafael ALTAMIRA, Pen-
siones y asociaciones escolares, Madrid, Fortanet, 1892. Altamira publicó además, una promenorizada
reseña de las actividades de ese congreso en: Rafael ALTAMIRA, “El movimiento pedagógico en España”,
La España Moderna, Nº 48, Madrid, 1892, pp. 142-162.
250
Rafael ALTAMIRA, “El movimiento pedagógico en España”, en: La España Moderna, nº XLVIII, Ma-
drid, 1892, p. 142 (HMM, Microfilms, La España Moderna, F 411 -8-).

320
marios madrileños— predominaron “los hombres de un sentido liberal más o menos
acentuado”, los que imprimieron una orientación amplia y abierta al encuentro251.
En 1903, Altamira se trasladaría a Italia —comisionado por Canella ante la soli-
citud ministerial— para asistir en representación oficial de la Universidad de Oviedo y
del Ministerio de Instrucción pública al I Congreso Internacional de Ciencias Históricas
celebrado en Roma con la autorización del entonces Ministro Allende Salazar, pero sin
subvención alguna por parte del Estado.
El catedrático ovetense consideraba que estos congresos eran de gran importan-
cia para las naciones participantes y para las comunidades científicas congregadas, cu-
yos acuerdos terminaban influyendo de forma decisiva en sus disciplinas y en los esta-
dos y contribuyendo, indirectamente, a la fraternidad internacional:
“Las votaciones propiamente dichas recaen sobre proposiciones de carácter práctico, que se re-
fieren, ya a la acción de los Gobiernos sobre la vida científica, ya a la participación de varias co-
lectividades en una obra común, ya a la necesidad de ciertas publicaciones o empresas oficiales o
privadas. Si el acuerdo se dirige a promover una acción gubernamental (de un Estado o de va-
rios), queda, como es natural, pendiente de la aquiescencia de los gobiernos; pero ocioso es decir
que en la mayoría de los casos, y cuando no se piden imposibles, el ruego de una asamblea en
que suelen figurar las primeras autoridades científicas del mundo, es bien acogido por los pode-
res públicos de las naciones civilizadas que se preocupan por el progreso científico. De este mo-
do los Congresos obran como impulsores de la función docente tutelar del Estado, y como direc-
tores de ella, señalando en cada momento el camino que debe seguirse para satisfacer las
necesidades actuales. Más importancia que estos acuerdos tienen, a mi ver, los que se refieren a
la acción privada de las colectividades científicas o de los cultivadores de una rama especial de
conocimientos. Deriva esa importancia de la influencia que tales acuerdos han de ejercer, necesa-
riamente, sobre la libertad y la verdadera descentralización de las investigaciones, y de la cos-
tumbre que poco a poco van estableciendo, de la cooperación internacional... Indirectamente, los
más altos ideales humanos, desde el punto de vista del internacionalismo racional, reciben tam-
bién, de este género de votos, un impulso de los más eficaces y valederos. La obra de la paz uni-
versal y de la dulcificación de las asperezas nacionalistas, que tanto dividen a los hombres, sólo
pueden cumplirse a la larga por la influencia de dos grandes colectividades, cada una de las cua-
les tiene su esfera propia de acción: la masa de los trabajadores manuales y la de los obreros de
la inteligencia” 252

El Comité organizador del Congreso esperaba que el evento fuera la ocasión de


realizar un balance de los progresos historiográficos durante la segunda mitad del siglo
XIX, a la vez que encarara “una revisión de las cuestiones palpitantes aún no resueltas”
relacionadas con “temas doctrinales”, con la publicación de documentos y el avance de
las exploraciones arqueológicas253.

251
Esta amplitud no sólo se reflejó en el llamamiento a las comunidades e instituciones pedagógicas e
intelectuales iberoamericanas, sino en la apertura de las sesiones a todas las personas interesadas en parti-
cipar “rompiendo así con la estrechez que representaría la exigencia de un título académico o de una
representación oficial”. (Ibíd., p. 143).
252
Rafael ALTAMIRA, “El segundo Congreso Internacional de Ciencias Históricas. Segundo artículo”, en:
La España Moderna, nº 176, Madrid, agosto de 1903, p. 39 (HMM, Microfilms, La España Moderna,
F4/1-5, 1-49, Rollo 414/87).
253
Ibíd., p. 73. En su evaluación final, Altamira consignaría que, pese a su gran nivel e importancia, este
Congreso no había podido concretar el ansiado balance historiográfico de la historiografía decimonónica
y no se había introducido en la discusión de las “cuestiones palpitantes”, como las del “contenido y cuali-
dades científicas o no científicas de la historia; relación entre Kulturgeschichte y la historia política; mate-
rialismo histórico, etc.”. Sin embargo, sí habría logrado importantes avances en lo concerniente a la ense-
ñanza de la historia y a “la organización internacional del trabajo histórico, a la publicación de fuentes

321
Ya en Roma y siendo el único español entre más de dos mil participantes, Alta-
mira hubo de desplegar bastantes actividades254. Presentó una comunicación acerca de la
“Organización práctica de un curso de Historia del Derecho” resumiéndola en francés;
una comunicación sobre “El valor de la costumbre en la historia del Derecho español”;
y un tercer trabajo —por encargo del Comité Directivo— acerca del estado de los estu-
dios históricos en España. En el curso de las reuniones fue nombrado presidente del
Grupo de trabajo de Metodología y vocal de la comisión de bibliografía histórica inter-
nacional para el futuro congreso de Berlín —previsto para 1906, pero realizado en
1908—.
Una vez más, Altamira asistía a aquella reunión intelectual en su doble condi-
ción de científico y de patriota español, esperando poder enriquecerse del contacto con
sabios de todo el mundo y de realizar una contribución a su país, sabiendo que sus com-
patriotas no valoraban lo suficiente la importancia de estos encuentros y que la pesada
carga de la crisis del ’98 seguía influyendo en el ánimo de los españoles, aún del de los
intelectuales renovadores:
“Aparte de mi interés personal, tenía para ello otro interés patriótico, avivado todos los días con
el recuerdo de la vergüenza de 1900, a que todos contribuimos, quien más quién menos. En
aquella fecha, y con motivo de la Exposición universal, se celebraron en París varios congresos
científicos. El profesorado español, que por culpa del Gobierno no tuvo en la exposición misma
ni aun el lugar modestísimo que hubiera podido tener (a lo menos para dar señales de vida y sig-
nos de sus anhelos de mejora) […] Verdad es que en algunos... se leyeron trabajos de autores es-
pañoles; pero esto no basta. A los Congresos hay que ir; porque lo que en ellos importa, sobre
todo, es la comunicación personal con los especialistas de otros países y no se hace presente
quien se limita a escribir unas cuartillas y enviarlas. ¿A qué se debió ese retraimiento cuyas esca-
sísimas excepciones no hacen más que confirmar la regla? Sin duda, en gran parte a nuestra pe-
reza para salir del terruño y a nuestra falta de costumbre de viajar. En algunos, es indudable que
influyó el pesimismo, el terrible aplanamiento que produjo la catástrofe de 1898 (no la militar,
sino la nacional), y que en ellos dio origen al error lamentable de que lo único hacedero era me-
terse en un rincón para esconder nuestras miserias y trabajar en silencio, si era posible. En otros
(sé de algunos) los buenos deseos se estrellaron contra dificultades invencibles de índole privada
y contra la absoluta indiferencia del Estado. Pera nada de esto constaba a los extranjeros. El
hecho evidente para ellos fue que de 400 y pico de profesores de Universidad y otros tantos de
Instituto, etc., apenas si dos o tres figuraron en las deliberaciones de los Congresos, y que falta-
ron todos los hombres a quienes se reconoce alguna personalidad científica más allá de nuestras
fronteras. El efecto no pudo ser más terrible. Estoy seguro de que en muchos de los que aún tie-
nen sensibilidad para estas cosas, se reflejó en forma de una gran vergüenza. Yo la sentí, y en el
fondo de mi alma juré redimirme de la parte de responsabilidad que me correspondía. Pero el
hecho se ha repetido en 1903. Casi todas las Universidades y corporaciones científicas del mun-
do culto enviaron a Roma sus delegados. Los Gobiernos todos, hasta de los más humildes y apar-
tados países, enviaron también sus representantes. Los grupos alemán, francés, inglés, ruso y
austro-húngaro, eran muy numerosos. En el banquete dado en Palacio figuraron: 14 delegados
alemanes; 8 de Austria y Hungría; 3 de Bélgica; 46 de Francia; 14 de Inglaterra; 7 de Rusia; 4 de

documentales y monumentales..., al progreso y ordenación de las excavaciones arqueológicas” (Rafael


ALTAMIRA, “El segundo Congreso Internacional de Ciencias Históricas. Primer artículo”, en: La España
Moderna, nº 175, Madrid, Julio de 1903, pp. 73 —HMM, Microfilms, La España Moderna, F4/1-5, 1-49,
Rollo 414/87—).
254
“Como ninguna otra de nuestras Universidades envió a Roma delegado, fui yo el único de España
junto a los numerosísimos de todas las naciones cultas de Europa, Asia y América. Francia había manda-
do 56 profesores y miembros del Instituto (las Academias), y los demás países, hasta los más apartados
(v.gr., Chile), tenían allí varios representantes, muchos de ellos con dietas.” (Rafael ALTAMIRA, “El Con-
greso Internacional de Ciencias Históricas celebrado en Roma (1903)”, en: Anales de la Universidad de
Oviedo, Tomo II 1902-1903, Oviedo, 1903, p. 178).

322
Suiza, y otros individuales de los Estados Unidos, República Argentina, Suecia, Noruega, Ho-
landa, Dinamarca, Bulgaria, Servia, Grecia, etc. Como ejemplo especial citaré el de Chile, que
nombró tres delegados oficiales y abrió en 1901 un concurso para premiar una Bibliografía
Histórica y Geográfica chilena con destino al Congreso, además de enviar una colección nume-
rosa de libros reunida por la Universidad de Santiago y la oficina hidrográfica de Valparaíso. En
medio de este mundo de representantes (unos 300 en total) no es maravilla que el único de Espa-
ña —de España, que quizás más que ninguna otra nación tiene su historia unida por hondas raí-
ces a la de Italia— sintiese la melancólica impresión de soledad...” 255

Esta soledad pudo privar a España de rédito internacional, pero no inhibió a Al-
tamira a la hora de establecer importantes contactos y prohijar relaciones con reconoci-
dos historiadores europeos. En aquella oportunidad, Altamira pudo departir con Gabriel
Monod y con el influyente historiador alemán Otto Gierke, rector de la Universidad de
Berlín, con quien trató el tema de la institución de las pensiones de estudio en el extran-
jero, a raíz de la experiencia que la propia Universidad de Oviedo había puesto en mar-
cha enviando a Francia a Leopoldo Palacios Morini256 y a aquella misma universidad
prusiana a José Castillejo y Duarte257.
Durante sus despliegues sociales, Altamira pudo percatarse del interés que des-
pertaba la ciencia contemporánea española y el castellano entre los participantes, en
especial rusos y alemanes. En la simpatía de los primeros —abonada por una admira-
ción hacia la literatura clásica española—, Altamira creía ver el fruto de una similitud
idiosincrática y de una situación internacional equivalente. En el interés de los segundos
por España, el catedrático ovetense prefería entrever la consciencia de una “común se-
riedad en tratar las cosas serias de la vida”, a la vez que un conocimiento riguroso de la
literatura científica peninsular y la ponderación de la minoría bien intencionada que

255
Rafael ALTAMIRA, “España en el Congreso Internacional de Ciencias Históricas. Roma, 1903”, en: La
Lectura, Madrid, agosto de 1903, pp. 478-480 [HMM, Microfilms, La Lectura, F 6/8 (88)].
256
Palacios Morini (1876-1952) estudió Derecho en la Universidad de Oviedo entre 1891 y 1897. En
1898 se trasladó a Madrid, se hace discípulo de Giner de los Ríos y se doctora en 1899. Desde entonces se
vincula a la Institución Libre de Enseñanza y a su Boletín. En 1901 la Universidad de Oviedo le concedió
una beca para ampliar sus estudios en Francia, Bélgica, Italia, Suiza y Alemania. En 1904 se incorpora al
Instituto de Reformas Sociales dirigido por Posada y en 1908 es pensionado por la JAE para realizar
estudios en Alemania. En 1914 fue nombrado vocal del Comité Directivo de la Residencia de Estudiantes
de Madrid. En 1927 ingresó como miembro de número de la RACMP. Políticamente fue seguidor del
Reformismo liberal de Melquíades Álvarez. Entre sus obras puede consultarse: “Toynbee-Hall”, en:
BILE, tomo XXIII, Madrid, 1899, pp. 3-10; “La extensión universitaria en España”, en: BILE, tomo
XXIII, Madrid, 1899, pp. 110-119; “Las universidades populares”, en: La España Moderna, tomo 173,
mayo 1903; y el libro definitivo Las universidades populares, Sempere, Valencia, 1909.
257
Castillejo y Duarte fue secretario de la Junta de Ampliación de Estudios, cargo que retuvo entre 1907
y 1935. Fue catedrático de Derecho Romano en la universidad de Sevilla. En cumplimiento de funciones
para el Ministerio de Instrucción Pública o para la JAE fue enviado en diversas ocasiones para visitar
distintos países europeos, especialmente Gran Bretaña, y latinoamericanos. Con la beca ovetense, Casti-
llejo y Duarte realizó estudios y trabajos en la capital alemana con Gierke y el especialista en Derecho
comparado y Filosofía del Derecho Kohler, y en la Universidad de Halle con una autoridad en derecho
privado y en Derecho romano como Stammler, de cuyas enseñanzas sacaría singular provecho una vez
terminada su pensión, cuando adquiriera por oposición su cátedra de Derecho Romano en la Universidad
de Sevilla. Con respecto a las actividades de Morini, puede consultarse: el Tomo II de los Anales de la
Universidad de Oviedo.

323
“lucha, en un medio refractario, por trabajar a la moderna y subir el peso muerto de
nuestra nación por la cuesta agria de la cultura moderna”258.
En todo caso, Altamira constataba en Roma que, en un mundo científico que se-
guía creyendo mayoritariamente en los tópicos instalados por las leyendas negras que
atacaban a España desde el siglo XVI, se abría paso un notable interés por el estudio de
los asuntos españoles —que reunía a los no escasos hispanólogos—, a la vez que una
notable corriente de simpatía hacia España —que nucleaba a los más selectos hispanófi-
los—. La constatación de estos tres fenómenos, indicaría la necesidad de trabajar inten-
sivamente en este terreno para disolver los prejuicios existentes y consolidar aquella
naciente predisposición intelectual y sentimental favorable al país, reinsertándolo en el
contexto científico internacional.
Este objetivo, además de deseable, resultaba sin duda pertinente, por lo menos si
nos fiamos de la evaluación del propio Altamira quien, a pesar de reconocer la escasez
de la producción científica española en materia histórica y jurídica, pudo apreciar que su
calidad no presentaba diferencias sustanciales con la ofrecida por los otros países euro-
peos259.

Si bien Altamira consideraba que la inferioridad de España era colectiva y eso se


traducía en una inferioridad comparativa de su cultura popular y de su intelectualidad
respecto de las propias de la nación francesa o alemana; España tenía algunos científi-
cos extraordinarios, cuyos trabajos era necesario mostrar al mundo.
Pero en los campos en que no existieran tales hombres excepcionales, era nece-
sario trabajar aún más y esforzarse por entrar en contacto con la comunidad científica
internacional. En materia historiográfica, por ejemplo, Altamira reconocía que España
no había dado en el siglo XIX ningún historiador comparable a Mommsen, Taine o Ma-
caulay. Sin embargo, pese a los defectos de la generalización rápida e inconsistente, la
historiografía española tendría en su favor la virtud de la erudición —un aspecto indis-
pensable de la obra historiográfica— cuya aplicación habría tenido como consecuencia
un notable avance en el conocimiento del pasado peninsular que seguía siendo descono-
cido en Europa. Así, pues, la historiografía española podría haberse lucido en Roma con

258
Rafael ALTAMIRA, “España en el Congreso Internacional de Ciencias Históricas. Roma, 1903”, en: La
Lectura, Op.cit.,, p. 481 y p. 483. Esta impresión sobrevino de la actitud que mostró, entre otros, el histo-
riador del Derecho y rector de la Universidad de Breslau, el doctor Leonhard quien —según nos informa
un Altamira siempre atento a demostrar su infinita modestia— elogió su ponencia y con ella, al espíritu
de la moderna ciencia española (Ibíd., pp. 483-484)
259
En otro escrito, Altamira reforzaba estas ideas: “Si seguimos callados y metidos en un rincón, sin salir
afuera y comunicar con el resto del mundo, no nos extrañe luego que se perpetúen las leyendas desfavo-
rables a nuestro pueblo. La parte de culpa que también tienen los que pretenden conocernos sin molestar-
se mucho en estudiarnos seriamente, no puede invalidar nuestra obligación de darnos a conocer; antes al
contrario, la hace más imperiosa, en provecho propio y por el más rudimentario egoísmo.” (Rafael
ALTAMIRA, “Lo que pudo hacer España en el Congreso Internacional de Ciencias Históricas”, en: La
Lectura, Madrid, septiembre de 1903, pp. 188 —HMM, Microfilms, La Lectura, F 6/8 [88]—).

324
sólo llevar un bosquejo de un estado de las investigaciones y una relación crítica de la
documentación publicada desde los años ’70 del siglo XIX260.
Otra oportunidad perdida torpemente —por negligencia del gobierno español—
fue aquella que se presentó con la apertura de los archivos del Vaticano dispuesta por
León XIII en 1880 y que, de haber sido aprovechada, habría permitido presentar a la
comunidad internacional investigaciones originales referentes a la historia española fun-
dadas en un volumen extraordinario de documentación inédita. En esta ocasión, el
Ministerio de Instrucción pública habría hecho oídos sordos a las peticiones de Eduardo
de Hinojosa secundadas por la Universidad de Oviedo, relacionadas con la instalación
de una Escuela o Instituto histórico español en Roma para trabajar sobre los archivos de
la Iglesia católica261.
En todo caso, su certeza acerca de las bondades de este proyecto fallido permiti-
ría a Altamira reflotar años después este tipo de iniciativa, invirtiendo la sede de estas
instituciones —para trasladarla a España— y el origen estatal de la financiación —
propuesta a los gobiernos americanos— con el fin de movilizar internacionalmente la
documentación atesorada en Sevilla y Simancas.
La conclusión de Altamira, en lo referente al papel hispánico no podía ser, en
1903 y de cara al futuro congreso de Berlín, más lúcida y realista: España debía cambiar
y debía mostrar al mundo sus cambios, no podía ni debía esperar un reconocimiento
externo ya que, por lamentable que ello fuera, “España no representa apenas nada en la
vida internacional” 262.
Este diagnóstico tan honesto y provocador, así como la convicción de que había
llegado el momento de la acción decidida, acompañaría a Altamira por largo tiempo y
sería, sin duda, uno de los motores que impulsaría su extenso viaje a un continente cu-
yas naciones tenían antiguas y sobradas razones para desconfiar de las intenciones es-
pañolas y para buscar referentes intelectuales en otros horizontes. En todo caso, Altami-
ra cerraba aquel capítulo italiano preguntándose: “¿consentirían nuestros eruditos,
nuestros profesores y nuestros gobiernos, que se repita la mudez del Congreso de Ro-

260
“Una serie de brevísimos resúmenes, destinados a mostrar el estado presente de las cuestiones dudosas
o poco conocidas de nuestra historia, singularmente de aquellas que han nutrido las leyendas dominantes
en los autores extranjeros, tras de cumplir con uno de los puntos del programa del Congreso, hubiese
prestado un enorme servicio a la erudición general y al nombre de España. La labor era fácil de cumplir
para los especialistas, y no se dirá que extremo las exigencias.” (Ibíd., pp. 190).
261
Altamira estaba convencido de que, sin llegar al nivel de inversión de Francia o Austria-Hungría,
España podía continuar la obra iniciada por Hinojosa conformando una comisión estable de investigado-
res sostenida por los recursos presupuestarios destinados al envío de pensionados al exterior, y utilizando
como residencia natural las instalaciones del Colegio San Clemente de Bolonia.
262
“Los extranjeros tienen consciencia de nuestra debilidad actual en todos los órdenes y presumen que
nada absolutamente podemos ofrecerles que les interese o les sirva. Se han acostumbrado a prescindir de
nosotros en la serie de cantidades utilizables para su nutrición intelectual o para su experiencia y, ayuda-
dos por nuestro aislamiento voluntario y nuestra huronería, no se esfuerzan lo más mínimo por descubrir-
nos.” (Rafael ALTAMIRA, “España en el Congreso Internacional de Ciencias Históricas. Roma, 1903”, en:
La Lectura, Madrid, agosto de 1903, pp. 488 —HMM, Microfilms, La Lectura, F 6/8 (88—).

325
ma? ¿Habrá patriotismo bastante para que lo que pudimos hacer en éste y no hicimos,
no falte en aquél?”263
Cinco años después, las cosas demostraron no haber cambiado demasiado. En
1908 cuando se reunía el III Congreso Internacional de Historia en Berlín —dos años
después de lo previsto en Roma—, sólo asistirían por España, Altamira y Eduardo de
Hinojosa.
Era evidente que, pese al entusiasmo que esta presencia continuada suscitaba en
la Universidad de Oviedo y al indudable crecimiento profesional de Altamira en la con-
sideración internacional —fue elegido Presidente de honor de la Sección de Historia
Jurídica y leyó la monografía que daría origen a los Estudios de Historia del Derecho
Español, un notable trabajo de síntesis, traducido al francés y editado rápidamente en
España— la situación que se denunciaba en 1903 no había dado el vuelco esperado por
el catedrático ovetense.
Quizás ya no habría que esperar grandes cosas del Estado español o de una
fantasmagórica comunidad intelectual y confiar más en las iniciativas puntuales de los
claustros universitarios. Después de todo, las casas de altos estudios eran unidades lógi-
cas y naturales de investigación y docencia superior, con la suficiente autonomía como
para intentar tender sus propias líneas de colaboración internacional. De allí que, sin
abandonar su prédica, pero adaptándose a la cruda realidad, Altamira no dejara de tran-
sitar, a título personal, con representación institucional o gubernamental, por los circui-
tos científicos internacionales. Desde entonces, toda vez que sus obligaciones se lo
permitieron y sin importar la índole de sus responsabilidades, asistió a cuanto congreso
histórico, jurídico o pedagógico nacional o internacional pudo y asumió gustoso respon-
sabilidades pedagógicas en universidades extranjeras.
Este consolidado perfil científico internacionalista, la amplia red socio-
profesional que fue tejiendo durante sus actividades externas, y el éxito con que fueron
acogidas sus enseñanzas —cuyo ejemplo fueron las lecciones enseñadas en febrero de
1909 en Burdeos— hicieron que Altamira fuera, en 1909, y desde un punto de vista
académico, un candidato ideal para acometer una empresa de magnitud continental.

2.2.- Americanismo y patriotismo en Rafael Altamira.


El tercer aspecto del perfil de Altamira que favoreció su elección, fue sin duda
alguna, su comprobada y persistente inquietud “americanista”. Es indudable que la ver-
satilidad demostrada por el catedrático ovetense en los círculos científicos internaciona-
les era una baza indudable para hacerse con el protagonismo de cualquier proyecto de
intercambio internacional. Pero además de esto, la semblanza profesional de Altamira
brillaba doblemente toda vez que ese ambicioso proyecto se enfocaba hacia América.
Esto es fácil de comprender si tomamos en cuenta que, por entonces, existían pocos

263
Rafael ALTAMIRA, “Lo que pudo hacer España en el Congreso Internacional de Ciencias Históricas”,
Op.cit., pp. 196-197.

326
intelectuales que pudieran exhibir una reflexión consistente centrada en la América his-
pánica y sus relaciones con España.
En noviembre de 1908, meses antes de embarcarse hacia la República Argentina,
Altamira entregaba a la casa editora Sempere y Compañía de Valencia, el prólogo para
su libro España en América264. En este prólogo, Altamira pasaba revista a su “ya larga
campaña americanista” cuyo génesis fijaba en 1895, con la dirección de la Revista Crí-
tica de Historia y Literatura españolas, portuguesas e hispanoamericanas, un canal de
“difusión entre nosotros de la literatura amena y erudita en lengua castellana del Nuevo
Mundo”; y cuyo cenit estaba, aparentemente, en ciernes de alcanzarse.
El hiato entre aquella apertura idealista —por la que se intentó infructuosamente
atraer a los escritores latinoamericanos al mundo cultural español— y la incógnita del
inmediato viaje ovetense, fue cubierto por la mención de cuatro hitos americanistas.
El primero, sería el ya comentado discurso de apertura del curso académico de la
Universidad de Oviedo para el período 1898-1899. Este discurso académico, que luego
sería conocido en toda España bajo el título de “Universidad y Patriotismo”, ponía las
bases para una acción universitaria externa al recinto académico, considerando, al mis-
mo tiempo, que esa proyección no debía agotarse en el espacio virtual de la sociedad
asturiana y española, ni tampoco en el espacio geográfico regional o nacional, sino que
podía y debía prolongarse internacionalmente. De allí que en esta alocución no sólo se
propusiera a los universitarios un firme compromiso con unas líneas de acción historio-
gráficas y extensionistas que contribuyeran a la regeneración nacional; sino que, se ex-
hortara a profesores y estudiantes a que viajaran y, sobre todo, que lo hicieran a Améri-
ca para estudiarla y tomar contacto con su realidad265.
A diferencia de lo que ha ocurrido con el tema de la fundación de la Extensión
Universitaria, nadie duda de que el movimiento inicial que colocó en la agenda ovetense
la problemática hispano-americanista fue realizado por el profesor alicantino aquel 1 de
octubre de 1898. Como bien afirmó Melón, recogiendo la opinión de los propios con-
temporáneos, este discurso fue “el primer paso ostensible en la política americanista de
la Universidad de Oviedo”266.

264
Rafael ALTAMIRA, “Prólogo” (XI-1908), en: Rafael ALTAMIRA, España en América, Valencia, F.
Sempere y Compañía Editores, 1909, pp. V-IX.
265
Creyendo que la apertura social e internacional de la Universidad sería una garantía para dinamizar la
anquilosada tradición intelectual peninsular y que, en el marco de esta movilización universitaria, el
intercambio de recursos humanos permitiría enriquecer a la sociedad española, Altamira afirmaba que:
“Nuestros alumnos y nuestros profesores deben, pues, ir al extranjero, para completar su educación; para
recoger enseñanzas y ejemplos o para adiestrarse en especialidades científicas.” (Rafael ALTAMIRA, Dis-
curso leído en la solemne apertura del curso académico de 1898 a 1899…, , Op.cit., p. 31). Una defensa
de la necesidad de que el universitario viajara al exterior, era expuesta por Altamira a renglón seguido: “y
a los que vacilen, arguyendo que la comunicación con la cultura extranjera puede lograrse sin salir de
España, por medio de los libros y de las revistas, habrá que repetirles una vez más la insuficiencia de este
elemento, de una parte, por el carácter estadizo de la palabra escrita, y de otro, porque ella sólo da una
parte (y a veces no la de más importancia) en punto al conocimiento de la cultura de un país y de los pro-
cedimientos vivos que emplea para lograrla y difundirla.” (Ibíd., pp. 31-32).
266
Santiago MELÓN FERNÁNDEZ, “Las grandes etapas del hispano-americanismo”, en: ID., Estudios sobre
la Universidad de Oviedo, Op.cit., p. 220.

327
Ahora bien, para Altamira ya era claro en 1898 que estos esfuerzos de proyec-
ción externa e intercambio tendrían mayor rentabilidad en tanto se los invirtiera en em-
presas no demasiado arriesgadas. Poner en marcha esta política implicaba necesaria-
mente la planificación ministerial, la coordinación inter-universitaria, la asignación de
presupuestos proporcionales a la magnitud de la empresa y también un ajuste en la for-
mación que permitiera aprovechar plenamente la experiencia del estudio en el extranje-
ro. En ese sentido, teniendo en cuenta la inversión que tal proyecto demandaría, el fla-
mante profesor ovetense creía que se debía apostar por aquellas iniciativas en las que se
produjera una intersección claramente visible entre: a) el ideal de reivindicación crítica
del acervo histórico e intelectual hispánico; b) la voluntad de elevar el alicaído espíritu
nacional; c) la proyección del rol social y “político” de la Universidad; y d) el estable-
cimiento concreto de un cambio académico como vía de actualización intelectual. Y
esas empresas eran las que podrían y deberían montarse alrededor de un diálogo restau-
rado entre España y su ámbito de influencia natural, es decir, las repúblicas hispanoa-
mericanas.
La certeza de que España no estaba sola, sino que su condición de madre de na-
ciones la acercaba a un inmenso colectivo que poseía cualidades y defectos comunes y
un interés idéntico por defender una cultura compartida, era la que alentaba el proyecto
americanista de Altamira, que era considerado por su autor, como una realización de
alta política guiada por los “grandes intereses de la civilización” y por el más elevado y
puro patriotismo267.
Esta opción prioritaria por lo hispanoamericano era, a todas luces, una opción
por lo español, a la vez que una fuerte apuesta por la renovación y enriquecimiento del
propio acervo a través de la incorporación de los frutos culturales nacidos de una rama
desgajada de la misma tradición hispana.
Ahora bien, no podría afirmarse que este hispanoamericanismo propugnado por
Altamira fuera un programa de estricto orden intelectual, sino que señalaba un horizonte
realista, pero no menos ambicioso, para la política internacional de la España emergente
del “desastre del ’98”:
“Las repúblicas hispano-americanas son y deben ser para nosotros algo más que Francia o Italia,
y muchísimo más que Inglaterra o Rusia; y por tanto, nuestra relación con ellas ha de ser, en to-
dos órdenes, de un género distinto, de una intimidad infinitamente más honda, fundada de una
parte en aquel común espíritu y aquellos análogos intereses de que antes hablábamos, y de otra
en la existencia de numerosísima población directamente peninsular que existe en muchas de las
citadas naciones, y que tan vivo mantiene... el sentimiento patriótico.” 268

267
“Esta política ideal, que mira a lo futuro e impone a veces sacrificios al amor propio actual de lo ele-
mentos afines, es quizá más lógica y necesaria tratándose de España y de las naciones surgidas de sus
antiguas colonias, que en ningún otro caso de troncalidad étnica o espiritual que el mundo moderno pueda
ofrecer. Para ellas, y para nosotros, representa el grado más alto y puro del patriotismo, puesto que mira a
intereses eternos, y parte de la afirmación y reconocimiento de todas las personas sociales que a ellos
responden.” (Rafael ALTAMIRA, Discurso leído en la solemne apertura del curso académico de 1898 a
1899…, , Op.cit., p. 41).
268
Ibíd., p. 43.

328
Esta política resultaba además, particularmente oportuna en una coyuntura histó-
rica en la que aparecían dadas las condiciones para superar los viejos odios —tan expli-
cables en el pasado como anacrónicos en el presente— nacidos de las guerras de eman-
cipación y para establecer relaciones bilaterales maduras y productivas:
“Se comprende bien, sin embargo, que las nuevas naciones americanas cuya lucha por la inde-
pendencia política duraba todavía a fines del primer tercio de este siglo, necesitaran muchos años
para dar al olvido los odios que la guerra crea, aun entre hermanos, y poder pensar en relaciones
que una más serena visión de los grandes intereses de la raza imponen de suyo. En España obra-
ron las mismas causas, quizás en parte con mayor fuerza, por haber sido la vencida en el comba-
te. De los mutuos prejuicios, reservas y suspicacias que semejante estado había de producir entre
las dos fracciones del espíritu español, el europeo y el americano, nació la pequeñez y el apoca-
miento de la política internacional de uno con otro, pequeñez reflejada en las mismas relaciones
de los Estados americanos entre sí. Semejante limitación de miras descarrió el sentido de patrio-
tismo en los países hermanos. España, como nación más formada y de mayor granazón de espíri-
tu, pecó sin duda mayormente, puesto que la conciencia y el cumplimiento de los deberes con
tanto más rigor se debe exigir cuanto más elevado es el desarrollo de la persona.” 269

El discurso de Altamira recogía, además, cierta inquietud preexistente que no


hizo sino explotar tras la derrota en la guerra hispano-cubano-norteamericana y profun-
dizarse durante los años inmediatamente posteriores: un sordo temor a la decadencia y a
la absorción territorial y cultural por parte del mundo sajón.
Por ello, la eventual reorientación de la política exterior que el discurso de Al-
tamira proponía, aparecía en 1898 como una necesidad impuesta por la evolución mis-
ma de los acontecimientos que humillaron la voluntad imperial española y que instala-
ron a los Estados Unidos de América como una potencia mundial dispuesta a proyectar
su influencia en el Pacífico y en especial en Latinoamérica.
En ese sentido, la tarea de regeneración que Altamira proponía a la Universidad
española y, en especial, su capítulo “americanista”, debiera ser leído como una reacción
realista y constructiva de un sector particularmente lúcido de la elite intelectual españo-
la frente la clausura definitiva de la experiencia colonial en el Nuevo Continente.
En rigor, la profunda herida que 1898 dejó en Altamira la consciencia de que esa
guerra y su desdichado resultado habían puesto de manifiesto la necesidad de impulsar
urgentes y profundas reformas políticas, económicas y sociales, que no prosperarían si
no estaban fundadas en un balance científico del espíritu español y de sus realizaciones
a lo largo de la historia:
“...no obstante haber indicado antes como la razón de mi tema la preocupación que a fuer de es-
pañol producen en mi espíritu los graves problemas nacionales planteados ahora y las terribles
desdichas sufridas por la patria, no ha sido en rigor la base de mis reflexiones un puro estado
personal, sino la seguridad absoluta que tengo —apoyada en el común sentir de cuantos han
hablado y escrito de estos asuntos— de que los hechos ocurridos desde la declaración de la gue-
rra con la república norte-americana, y aún muchos otros anteriores, son puro efecto de otros más
íntimos a nuestra personalidad nacional, en los cuales cabe no poca intervención al organismo
universitario y a la vida científica española. No cabe duda que el problema colonial y el de nues-
tras relaciones internacionales dependen de otros más internos y profundos, que se refieren a la
psicología de nuestro pueblo, a su estado de cultura, al concepto que de nosotros tienen las de-

269
Ibíd., p. 42.

329
más naciones y al que nosotros mismos tenemos de la entidad social en que vivimos y de la que
formamos parte.” 270

La opinión pública habría tomado consciencia de que el meollo de la cuestión


puesta en juego en las Antillas o en Filipinas era el de la vitalidad y voluntad del Estado
español en su lucha por la supervivencia como potencia imperial, enigma que el enemi-
go anglosajón ya había resuelto hacía tiempo, actuando y legitimado esta y cada una de
sus intervenciones a partir de una imagen sumamente negativa del carácter español:
“...el problema capital que ha latido en este dolorosísimo proceso, y que aún palpita agitando to-
do el cuerpo social, es el de la patria, planteándose en las formas de su concepto, de su valor, de
su estado actual y su historia, de su significación en el mundo, y del sentido y carácter que ha de
llevar la necesaria regeneración de nuestro pueblo, considerado como una persona claramente
definida y real en el concierto de las otras muchas en que se divide hoy la humanidad civilizada.”
271

Evidentemente el desastre del ’98 fue la condición de posibilidad para un docu-


mento que, además de diagnosticar males, avanzaba en proponer líneas de acción con-
cretas y específicas a las instituciones universitarias, para superarlos.
Claro que las propuestas de Altamira era una de las expresiones más estilizadas
de esta consciencia regeneracionista y de un renovado americanismo finisecular, que no
siempre encontraron, en aquellos años que van entre el discurso de 1898 y el viaje de
1909, una adecuada formulación en el discurso de los publicistas, cuyas concepciones
del patriotismo español eran, a menudo, más primitivas272.

Por otra parte, quedaba claro que en todos sus aspectos, esta apuesta para revita-
lizar los vínculos intelectuales y culturales iberoamericanos constituía un intento de
revertir la influencia dominante que en la vida intelectual y universitaria americana ejer-
cían franceses, británicos y estadounidenses. Esta postergación absoluta de la tradición
hispana, suscitaba inquietud y alarma en muchos peninsulares que veían que la “raza
española” era amenazada en el nuevo continente “por el predominio creciente de la an-
glo-americana”273.
Esta idea, tan influyente en la época, no estuvo ausente de las consideraciones
del mismo el Rector de la Universidad de Oviedo entre 1906 y 1914, Fermín Canella y

270
Ibíd., p. 5.
271
Ibíd., p. 5.
272
“Si en el orden de las relaciones comerciales no cabe duda alguna de que el desarrollo de nuestro co-
mercio exterior debe y puede realizarse, especialmente en los mercados hispano-americanos, en el orden
de las relaciones intelectuales es indispensable que mostremos a aquellos pueblos, por nosotros descubier-
tos y civilizados, que vivimos de algo más que recuerdos; que representamos algo más que una tradición
gloriosa; que el maravilloso esfuerzo, por nadie superado en la Historia, que realizó la nación española,
no agotó sus energías y su vitalidad de tal suerte que no le sea dado colaborar activa y fecundamente en la
obra de mejoramiento y progreso que tiene que llevar a cabo la raza hispana.” (“El intercambio universi-
tario”, El imparcial, 14 de abril de 1909, reproducido en: Rafael ALTAMIRA, Mi viaje a América...,
Op.cit., p. 24).
273
Ibíd., p. 25.

330
Secades, cuya crudeza de expresión, meses antes de la partida de Altamira, nos releva
de cualquier hermeneusis textual:
“Cuando celebraba en septiembre último el tercer centenario de su fundación, esta modesta Uni-
versidad, a quien el arzobispo Valdés dio vida y antiguos alumnos, grandes estadistas y sabios
dieron fama, afirmada ayer por el inolvidable Clarín, pensaba yo cuán doloroso era que se em-
please sólo entre nosotros la fuerza expansiva de esta Escuela; cómo era preciso que, sin aban-
donar su fecunda obra de la Extensión universitaria y otras instituciones que sostenemos en As-
turias persiguiese dos grandes ideales: el de renovación y afianzamiento de nuestra influencia en
América, de donde elementos extranjeros pretenden arrojar nuestro espíritu, y el de excitar, por
el choque con los extraños, nuestras dormidas ansias de belleza y verdad.” 274

Altamira participaba, por supuesto de este temor y de la convicción de que era


necesario tomar la iniciativa en el terreno intelectual y científico, consciente de que sólo
un triunfo en la batalla por la regeneración era la que podía garantizar la supervivencia
de la cultura española y de que, buena parte de ese combate se libraba, una vez más, en
América.
De allí que en 1898 encontremos a un Altamira atento a descubrir aquellos espa-
cios que con mayor generosidad se abrían a una eventual oferta intelectual peninsular.
Uno de ellos es el que se inauguró con las reformas de la enseñanza en las repúblicas
hispanoamericanas y la demanda concomitante de profesores y científicos extranjeros.
Otro, solidario con este impulso pedagógico, es el que se creó alrededor de las necesi-
dades de actualización bibliográfica que imponía el desarrollo de todos los grados de la
educación.
La oportunidad real de cubrir, al menos en parte, aquellas demandas, era lo que
impulsó a Altamira a animar a los profesores españoles a que se aventurasen en el Nue-
vo Mundo y a instar a las diferentes partes interesadas en el negocio editorial, a que
hicieran pie en el mercado latinoamericano ávido de leer en castellano obras de ciencia
moderna275.
Sería precisamente en estas cuestiones de orden práctico en las que una inter-
vención decidida podría revertir esa permanente retirada en que parecía batirse el hispa-
nismo en América:
“Pues en nuestra mano se halla aprovechar estas naturales inclinaciones, este medio de prove-
chosa y elevada influencia. Sistematicémosla, trabajemos para producir libros a la altura de la
ciencia contemporánea, esforcémonos por perfeccionar nuestra literatura científica, pensando, no
sólo en nuestro propio adelanto, pero también en el de nuestra familia de América; ocupémonos,

274
Carta de Fermín Canella a El imparcial (Oviedo, 18-IV- 1909), El imparcial, 26 de abril de 1909;
reproducido en: Rafael ALTAMIRA, Mi viaje a América..., Op.cit., pp. 26-27.
275
“...el deseo de los hombres más cultos y más entusiastas por el mejoramiento de su país es de hallar
en el movimiento científico español pasto adecuado y suficiente para su cultura. Comprenden todos ellos
que, viéndoles por conducto de inteligencias españolas, asimilados según el genio de la raza y expuestos
en la lengua troncal de Castilla, los conocimientos modernos han de serles de más fecundo y fácil aprove-
chamiento, sin peligro de contaminarse con ciertas direcciones que, no siendo más que extravagancias de
espíritus extraños, excrecencias de la idiosincrasia nacional de otros pueblos, repugnan y pueden torcer la
dirección sana del propio genio intelectual. Esta verdad, de clarísima evidencia en unos, obscuramente
dibujada en la conciencia de no pocos y mezclada a la natural simpatía que arrastra hacia lo español aún a
los más reacios, les hace acoger con aplausos nutridos todo libro peninsular que les permite ahorrar la
lectura de otros extranjeros y les impulsa a pedir la repetición de tales envíos.” (Rafael ALTAMIRA, Dis-
curso leído en la solemne apertura del curso académico de 1898 a 1899…, Op.cit., p. 46).

331
incluso, de las cuestiones especiales de aquellos países, realizando publicaciones que han de ser
aquí más fáciles que en cualquier Estado americano, por la mayor posibilidad de centralizar ele-
mentos y de allegar relaciones con países que a veces se comunican mejor con nosotros que con
sus próximos vecinos, y por otras circunstancias que, aún dada nuestra decadencia nos favore-
cen; y veremos en poco tiempo cómo termina la tutela —en muchos respectos peligrosa— que el
pensamiento francés, el norteamericano y otros heterogéneos con el de nuestra raza ejercen sobre
el espíritu hispano-americano.” 276

Las editoriales peninsulares podrían aprovechar magníficamente la posibilidad


de una inteligente intermediación entre la demanda americana y la producción europea
que España estaba en condiciones de ofrecer tanto a unos como a otros. De suyo va, que
la magnitud del negocio editorial y la potenciación de la industria cultural que tal políti-
ca de exportación traería aparejado, sería ampliamente redituable para todos los sectores
involucrados en el comercio del libro y resultaría en un notable impulso para la consoli-
dación y el perfeccionamiento de los diferentes géneros científicos en el propio reino277.
Esta política cultural que presentaba Altamira suponía la necesidad de apuntalar
la unidad idiomática de España e Hispanoamérica, aun cuando la concepción que la
sostenía evidenciara, en este punto, el eurocentrismo que albergaba incluso esta pro-
puesta aparentemente tan abierta y generosa. En efecto, Altamira creía necesario velar
por la conservación del castellano en América —fuera a través de la RAE, las Acade-
mias correspondientes americanas, las Universidades y de la propia población peninsu-
lar radicada en el Nuevo Mundo— para impedir que las inevitables variaciones y dife-
renciaciones locales y dialectales pusieran “bajo peligro de muerte al idioma entero” sin
considerar, por cierto, la existencia de esos mismos riesgos en la Península Ibérica y
pensando en una preeminencia española en la fijación del castellano278.

En lo que atañe al contacto entre las diferentes comunidades académicas, a pesar


de que Altamira lamentaba que el proyecto de hacer de la Universidad de La Habana un
centro de estudios e intercambio intelectual hispanoamericanos, se hubiera frustrado por
el desenlace bélico, proponía medios alternativos y más económicos para concretar esa
colaboración.

276
Ibíd., pp. 46-47.
277
En ciertos campos, el mundo intelectual español ya estaría en condiciones de ofrecer a las naciones
americanas “no sólo buenos resúmenes del saber ajeno, inventarios del estado actual de la ciencia en otros
países (como v.g., la Historia del Derecho Romano, de D. Eduardo de Hinojosa; la de la Propiedad, de
Azcárate, y otros libros análogos) sino también puntos de vista originales, iniciativas henchidas de
contenido... pertenecientes al orden de las ciencias jurídicas, de la economía, de la experimentación
fisiológica, de los estudios de educación y enseñanza, de la misma modernísima sociología,
particularmente en lo que roza con los problemas penales” (Ibíd., p. 48).
278
“Sean cuales fueran nuestras ideas al respecto de la conveniencia de una centralización y reglamenta-
ción del castellano como las representa la Academia Española, y aunque nos coloquemos en el punto de
vista más radical que cabe en este orden, no podemos negar los españoles que el mantenimiento de nues-
tra lengua, y su desarrollo conforme a su propio espíritu en las naciones que con él despertaron a la vida
de la civilización moderna, y que la hicieron suya (y aún en los de idioma nacional distinto, si a ellos
llega nuestra acción: v.g. Marruecos), es una base indispensable para la influencia y la intimidad intelec-
tual.” (Ibíd., pp. 49-50).

332
El primero de ellos era el de constituir comisiones y delegaciones científicas
mixtas para la asistencia a Congresos y Conferencias internacionales. El segundo era el
de facilitar la convalidación recíproca de los títulos profesionales, que dado la demanda
profesional de los países americanos, no debería despertar temores de competencia en
España. El tercero era atraer alumnos americanos a las Universidades peninsulares279.
Ahora bien, este objetivo en particular, como todos los demás que fijó Altamira
en su discurso del primero de octubre de 1898, serían imposibles de lograr si antes, el la
universidades españolas no encaraban una reforma de sus programas y de su estructura,
asumiendo la realidad de su atraso relativo:
“...porque el legítimo interés de su cultura se sobrepondrá siempre, y con razón, en el ánimo de
los americanos, al amor o la simpatía hacia España, y si no hallan en nuestros establecimientos
docentes, por lo menos las mismas condiciones de estudio que en los extranjeros, seguirán apar-
tados de nosotros para buscar en otro lado lo que aquí no podemos o no sabemos darles.” 280

Esa tarea de renovación universitaria es la que precisamente se estaba experi-


mentado en la Universidad asturiana a partir del ascenso progresivo del Grupo Oviedo,
al que Altamira vino a integrarse en 1897.

El segundo hito de la trayectoria americanista de Altamira fue su participación


en el mencionado Congreso Hispano-Americano de 1900 reunido en Madrid, junto a
varios profesores ovetenses.
Este Congreso dio la oportunidad al alicantino para preparar un pequeño volu-
men titulado Cuestiones hispano-americanas, pensado como carta de presentación ante
sus colegas y como forma de promocionar sus ideas. En este libro, en lo esencial una
separata aumentada de los registros americanistas de su Discurso ovetense de 1898,
Altamira profundizaba algunos aspectos de su programa.
Uno de éstos aspectos se relacionaba con el rol de las universidades españolas en
la reconstitución de los vínculos “intelectuales y educativos” con Latinoamérica281. Es-
tas instituciones debían hacer suyas las corrientes de solidaridad que comenzaban a ve-
rificarse en “el elemento culto y director” español y americano, que se ha mostrado ca-
paz de sobreponerse “al recuerdo, indiscreto e ilógico, de pasados y errores”282. Esta
radicación universitaria de la problemática hispano-americanista permitiría sustraerla
del contexto de la “política pequeña, mezquina, que atiende sólo a los problemas menu-
dos y de momento… o se nutre de suspicacias, envidias y conjunciones utilitarias pasa-
jeras”, para vincularla a la “política elevada que tiene por norte los grandes intereses de
la civilización”. Esta gran política, consumación de una razón superior y de un entendi-

279
“La atracción de alumnos americanos a nuestras Universidades y Escuelas superiores, desviando la
corriente que les lleva, con exclusión de España, a otros países europeos, debe preocupar seriamente al
profesorado y a los centros administrativos de la enseñanza, como uno de los más seguros medios de
conservar en aquellos la unidad de espíritu de la raza y preservarlos de influencias que los desnaturalicen,
en daño suyo y nuestro.” (Rafael ALTAMIRA, Mi viaje a América..., Op.cit., p. 53).
280
Ibíd., pp. 53-54.
281
Rafael ALTAMIRA, Cuestiones hispano-americanas, Madrid, E. Rodríguez Serra Editor, 1900, p. 5.
282
Ibíd., p. 5.

333
miento patriótico entre las diferentes naciones del mundo hispano, desvinculada de am-
biciones territoriales y del “espíritu de rapiña internacional” que sescondido detrás de
las “alianzas «naturales»”, tendría un fin primordialmente defensivo, frente al dinamis-
mo expansionista de otras civilizaciones283.
Si en 1898 Altamira advertía que le correspondía a la universidad española cola-
borar con la regeneración de la Nación, en 1900 afirmaba que a ésta le correspondía
gran parte de la obra hispanoamericanista pendiente —en el terreno jurídico, histórico-
geográfico y pedagógico—, esbozada en los diversos encuentros a que dio lugar el IV
Centenario del Descubrimiento. Pero la mayor relevancia de las instituciones de la edu-
cación superior se verificaría si las casas de altos estudios españolas acudieran a satisfa-
cer las demandas “externas” específicas que se generaban en Latinoamérica alrededor
de sus ambiciosos procesos de reforma pedagógica e institucionalización científica284.
Para ello, Altamira proponía que las universidades se abrieran al mundo intelec-
tual americano; completaran su propio programa de modernización y reforma; “viaja-
ran” al Nuevo Mundo; atrajeran a los alumnos americanos y reconocieran los títulos
profesionales americanos y negociaran la reciprocidad respecto de los españoles sin
temer la competencia y sin caer en el prejuicio de la inferioridad cultural de las repúbli-
cas hispanoamericanas285.
En otro orden de cosas, Altamira reafirmaba que para interesar a los americanos
por España, la “mas fuerte garantía que podemos ofrecer… es una franca política libe-
ral” que disuelva las imágenes de una “España inculta, estancada en su progreso y reac-
cionaria en su política” y las suspicacias respecto de la voluntad de los españoles de
abrazar la modernidad y los hábitos de tolerancia de los países civilizados. Prejuicios
fundados, sobre todo, según reconocía el alicantino, “en la experiencia de nuestra histo-
ria contemporánea” con el “espectáculo de tres guerras carlistas” y la derrota de 1898,
antes que en la lejana historia colonial.

283
Ibíd., p. 6.
284
“… en nuestra mano se halla aprovechar estas naturales inclinaciones este medio de provechosa y
elevada influencia. Sistematicémosla, trabajemos para producir libros a la altura de la ciencia contempo-
ránea, esforcémonos por perfeccionar nuestra literatura científica, pensando, no sólo en nuestro propio
adelanto, pero también en el de nuestra familia de América; ocupémonos, incluso, de las cuestiones espe-
ciales de aquellos países, iniciando publicaciones que han de ser aquí más fáciles que en cualquier Estado
americano, por la mayor posibilidad de centralizar elementos y de allegar relaciones con países que a
veces se comunican mejor con nosotros que con sus próximos vecinos, y por otras circunstancias que, aun
dada nuestra decadencia, nos favorecen; y veremos en poco tiempo cómo termina la tutela —en muchos
respectos peligrosa— que el pensamiento francés, el yanqui y otros heterogéneos con el de nuestra raza,
ejercen sobre el espíritu hispano-americano. ¡Hermosa obra la que se ofrece al profesorado español!”
(Ibíd., p. 15).
285
“no faltan en España gentes que opinan contra la reciprocidad de los títulos académicos con las repú-
blicas hispano-americanas, fundando su oposición, no en sentimientos de hostilidad, sino en la creencia
de que la cultura de aquellos pueblos es inferior a la nuestra, y su instrucción pública más rudimentaria y
de menor efecto útil. Que a los hispano-americanos les queda mucho por hacer en esta materia, es innega-
ble, y ellos mismos lo reconocen; pero que realizan esfuerzos inauditos y entusiastas por mejorar su esta-
do, habiendo conseguido en algunos órdenes estar por encima de España, es lo que muchos no saben…”
(Ibíd., p. 30).

334
Respecto del infaltable capítulo idiomático, Altamira reiteraba el objetivo desea-
ble de mantener la unidad del idioma como un requisito para el fortalecimiento y pro-
yección de la cultura común, sea bajo la forma centralizada de la Academia o bajo otras
formas institucionales, estatales, privadas o universitarias. Sin embargo, Altamira se
mostraba en este texto más propenso a asumir posturas heterodoxas y avanzadas para su
época. Así, comentando el Ariel de José Enrique Rodó, apuntaba que si bien algunos
“españoles tradicionalistas del idioma” podrían encontrar “faltas” en su vocabulario
“apuntando palabras formadas de diferente manera que en la Península” y que, si Rodó
fuera español podría acusársele de propagar neologismos; no debía perderse de vista
que este era el texto de un americano:
“es necesario no olvidar que a los idiomas de América, aunque son hijos del castellano, hay que
concederles —aun dentro del respeto al íntimo espíritu del idioma troncal— cierta independencia
análoga a la que la misma Academia reconoce a los «provincialismos» de España. Después de
todo, reconozcamos o no esa independencia, ella se impone a título de fenómeno natural e irre-
sistible, como se impusieron en la Edad Media (y aun con mayor motivo) las variantes regionales
en la formación de los romances de tipo castellano. Si en un escritor español serían, pues, faltas
aquellas que decimos, en un escritor americano no lo son, sino que arguyen respeto a las modali-
dades de su idioma nacional, que a primera vista nos hieren.” 286

En otra parte de Cuestiones hispano-americanas, Altamira recomendaría enfáti-


camente a los españoles la lectura de El castellano de Venezuela de Julio Calcaño, se-
cretario perpetuo de la Academia venezolana. Calcaño afirmaba que pese a la feliz su-
pervivencia de un tronco común y de una solidaridad en el ideal cultural en los
diferentes pueblos americanos y españoles, existían diversos castellanos. Estos castella-
nos compartirían características sintácticas, ideológicas y semánticas que constituyen
“la parte esencial, característica, indestructible de toda lengua”; pero diferirían en aque-
llos terrenos sujetos a cambios consuetudinarios, transformaciones, sustituciones e in-
venciones, como el lexicológico. Intentar reprimir esa evolución y pretender que se
abandonen “vocablos y frases que han alcanzado desarrollo natural, conforme a leyes
lógicas y eternas y al carácter del idioma”, no sólo sería una utopía, sino el producto de
una perniciosa confusión eurocéntrica y tradicionalista. De allí que Altamira valorara el
movimiento filológico que ha llevado a los americanos a estudiar y publicar sus propios
diccionarios de voces nacionales, a sabiendas de que “si el Diccionario de la Academia
Española no nos basta en España, porque no refleja el estado y la riqueza viva del voca-
bulario actual, menos puede bastar en América”; y que esta aplicación no dañaría en
nada las condiciones esenciales del tronco idiomático común. Por lo demás, aun cuando
se considere que lo dañaría “imponiéndose la novedad con la fuerza irreductible de lo
que es verdadera obra colectiva”, se preguntaba un perspicaz Altamira: “¿qué reme-
dio?”:
“En las cosas humanas —que por algo suceden de cierta manera y no de otra— es loco o inútil
querer variar el curso de las aguas profundas, haciendo que caminen río arriba, cuando por su
propio impulso van río abajo. No queda más que aceptar el hecho y abrirle las puertas de la lega-
lidad, puesto que responde a un estado firme del penamiento colectivo, que hace y deshace lo

286
Ibíd., p. 60.

335
que es suyo, y que, probablemente, lleva razón las más de las veces que difiere del parecer de
una minoría erudita.”287

Estos avances idiomáticos americanos no debería pretender, por su parte, que


“aquí, en la Pensínsula, aceptemos para nosotros, o como de uso común (mejor dicho,
acepte la Academia, de quien no hacen gran caso los buenos escritores) vocablos parti-
culares de esta o de de la otra nación americana (aunque algunos, v. gr., entre los arcai-
cos, pueden aceptarse), sino en recabar para sí —salvando todo respeto al acervo común
del idioma— aquella parte de frutos propios, respetables como obra nacional, e indica-
dores de la idiosincrasia de cada pueblo”288.
Volviendo al Congreso propiamente dicho, además de la ponencia firmada con-
juntamente que ya hemos mencionado, Altamira presentó allí un texto a título individual
en la que proponía la instauración de tribunales arbitrales a la vez que indicaba la nece-
sidad de extender al ámbito oficial y diplomático la fraternidad que unía a las minorías
intelectuales iberoamericanas, sin aguardar a que los pueblos impulsaran este tipo de
acercamiento. Altamira afirmaba, sin complejo alguno, que para superar los recelos mu-
tuos que aún existían no bastaba con el cruce de manifestaciones de estimación protoco-
lares, sino que debía verificarse un impulso desde “arriba” —en las esferas educativas,
científicas y judiciales, por ejemplo— debidamente coordinado con la prensa y asocia-
ciones civiles en su calidad de formadores de opinión pública.
Su convencimiento acerca de la necesidad de implementar iniciativas concretas
llevó a Altamira a presentar una docena de propuestas sin un destinatario claro que, leí-
das desde hoy, podrían parecer un tanto voluntaristas. Las tres primeras propuestas se
relacionaban con la prensa y giraban en torno a la apertura de secciones especiales en
los periódicos sobre la realidad de los países hispanoamericanos; a la ampliación de “las
secciones referentes al movimiento literario, científico, industrial… de cada país, dando
cabida, en la proporción necesaria, a las noticias procedentes de los demás” y a la fun-
dación de un diario y una revista científico-literaria a modo de “órganos centrales de
publicidad de las naciones hermanas” capaces de convocar a principales escritores en
lengua castellana. Las tres propuestas siguientes tenían que ver con la constitución de
una red de sociedades americanistas análogas a la Unión Ibero-Americana de Madrid; a
la confección de un programa propagandístico que asumiera la difusión social del idea-
rio panhispanista y las tareas de todo lobby de cara al poder y la convocatoria periódica
de un congreso iberoamericano con sedes alternas. Cuatro propuestas se referían al ám-
bito pedagógico, aludiendo a la fundación de un Instituto “en el cual se eduquen maes-
tros uniformemente preparados para la enseñanza”; al establecimiento de una enseñanza
superior iberoamericana”; al establecimiento recíproco de cátedras de historia y geogra-
fía de España y Portugal en América y de América en España y Portugal; y a la organi-
zación del cambio permanente de publicaciones científicas y pedagógicas. Finalmente,

287
Ibíd., p. 87.
288
Ibíd., p. 87.

336
la constitución de sociedades iberoamericanas dedicadas al cambio de numerario y al
favorecimiento del intercambio comercial directo289.
Ocho años después de este evento y pasada la euforia voluntarista que se apode-
ró de aquel cenáculo intelectual, Altamira juzgaba los resultados de aquel congreso con
la serenidad que da la distancia, caracterizando sus conclusiones como “el programa del
siglo XX” que sólo podría realizarse a través de una política multilateral de largo plazo:
“Pensaba yo entonces, y sigo pensando ahora, que la adopción de aquellas conclusiones no re-
solvía los mil problemas tocantes a las relaciones hispanoamericanas, sino que se limitaba a de-
finirlas y a señalar el camino para su resolución. El término feliz de un Congreso internacional
no suele representar el término de una obra, sino el comienzo de ella. A partir de ese momento es
cuando las aspiraciones, ya determinadas y proclamadas, necesitan para su cumplimiento de ma-
yor y más constante esfuerzo por parte de todos. De aquí que yo calificase de programa a las
conclusiones de aquella Asamblea; y creo que no podrá tenerlo más elevado ni más henchido de
consecuencias trascendentales para nosotros el siglo XX.” 290

Este programa era, en su supuestos, intereses y objetivos, un programa esen-


cialmente español cuya lógica estaba inscripta dentro del programa regeneracionista y
cuyos propósitos consistían en la “transformación de las actuales relaciones entre los
pueblos latinoamericanos y la patria de origen” y la modernización de una España an-
clada en sus atavismos:
“…si las naciones de tronco hispano han de realizar este programa, tendrá que ser, necesaria-
mente, las unas, reforzando cada vez más su orientación progresiva; las otras, adoptándolo re-
sueltamente y prosiguiéndolo sin vacilaciones. De estas ha de ser España. Y he aquí cómo los
pueblos de ella nacidos vendrán a renovar la sangre de la vieja metrópoli, a devolver algo de lo
que de ella recibieron, lanzándola vigorosamente por el camino de la cultura y de la libertad. Es-
paña debe saber que sólo a ese precio alcanzará la solidaridad que busca con Hispano-América.”
291

Más allá de lo asombroso y descabellado que pueda parecer el hecho de que,


desde España y a comienzos del siglo XX, esta transacción fuera publicitada como una
“reparación histórica” de América respecto de la antigua metrópoli, lo cierto es que Al-
tamira era consciente de que las bases de un futuro panhispanismo sólo podían edificar-
se en el abandono de cualquier retórica o ideología neo-imperial que menoscabara la
soberanía o cuestionara los mitos fundacionales de las nacionalidades americanas.
Lo cierto es que en 1908, Altamira observaba que pese a su conveniencia y ra-
cionalidad “sólo una parte ínfima de aquellas aspiraciones…se ha realizado”, estando
aquel programa “ahí casi íntegro, pidiendo ser cumplido”. Una vez más, el catedrático
ovetense afirmaba que, en sus aspectos centrales, estos objetivos nunca se harían reali-
dad si los estados no los hacían propios, reclamando de los gobernantes españoles y
americanos un compromiso con un programa que no lograba hacerse un espacio en la
agenda política y diplomática.

289
Rafael ALTAMIRA, “Una ponencia. Medios creadores de una gran corriente de opinión que induzca a
los Gobiernos de España, Portugal y pueblos iberoamericanos a realizar íntima alianza que permita resol-
ver las cuestiones que puedan suscitarse entre las indicadas naciones por Tribunales arbitrales”, en: ID.,
España en América, Valencia, F. Sempere y Compañía Editores, 1909, pp. 154-156.
290
Rafael ALTAMIRA, “El programa del siglo XX”, en: ID., España en América, Op.cit, p. 157.
291
Ibíd., p. 158.

337
Este tipo de interpelaciones y su tono casi apocalíptico formaban parte de un tó-
pico noventayochista que se deslizaba, inevitablemente, en el discurso de los intelectua-
les más responsables y políticamente comprometidos de la época. El propio Altamira,
consciente de la irrelevancia del programa americanista y guiado, quizás, por la frustra-
ción de no haber logrado movilizar a la sociedad y a sus dirigentes, consintió ocasio-
nalmente que sus sesudos diagnósticos se degradaran en ramplonas y patrioteras arengas
a un sector de la sociedad que no existía como sujeto político:
“Repetidas veces la juventud, ansiosa de acción, desengañada de los partidos viejos, desorientada
en punto al camino que debe seguir, ha pedido un programa digno de su ardor generoso. ¡Ahí la
tiene! Tómelo por suyo y ponga en él su alma entera. Y si alguien, a título de razonador, le ob-
serva que, por ser en algún modo programa de raza, adolece de exclusivismo, contéstele que no
fuimos nosotros los primeros que deslindamos campos y separamos razas, sino los germanos y
los sajones que, no ahora, a comienzos del siglo XIX, por boca de Fichte (más tarde secundado
por Gervinus y hoy día por los jingoes y los imperialistas de Norte América y de Inglaterra) lan-
zaron el reto y se propusieron borrarnos del mapa de las naciones con derecho a vivir y a influir
en el mundo.”292

El tercer y último hito americanista de su currículum293, sería su colaboración


con la revista España de la Asociación Patriótica Española de Buenos Aires294, entre
1904 y 1908, en la cual Altamira declaraba haber acometido tres tareas “indispensables
en todo programa americanista”: 1) estudiar los “problemas palpitantes hispanoameri-
canos… concernientes a las relaciones intelectuales y económicas de España con las
naciones americanas del tronco español”; 2) coadyuvar a la acción positiva de las colo-
nias de inmigrantes españoles en los países del Nuevo Mundo “que luego reflejan de
manera tan extraordinaria y fructífera en el nuestro”; 3) dar a conocer en las antiguas
colonias, la “España actual” con el objeto de “deshacer prevenciones que contra ella se
tiene y disipar ignorancias que le afectan” y de “excitar el celo de los españoles de allá
en favor de una colaboración activa en la resolución de nuestras más urgentes y graves
cuestiones nacionales y en la corrección de los defectos que padecen —como más o
menos se padecen en todo el mundo— nuestra cultura, nuestra política, nuestra vida
económica”.
Lo cierto es que, más allá de este currículum, el capital americanista de Altamira
radicaba en la posesión de unos diagnósticos razonados del estado de las relaciones ex-
teriores españolas; de unos proyectos políticos para reconducir los intereses españoles

292
Ibíd., p. 160.
293
Altamira hablaría, de forma improcedente, de un cuarto hito, consistente en su participación en las
fiestas del III Centenario de la Universidad de Oviedo en 1908, cuando, aprovechando la asistencia del
delegado de la Universidad de La Habana, habría insistido “sobre la necesidad de cumplir el programa de
1898, que el claustro de Oviedo comenzó ya a realizar con sus circulares de Julio de 1900”.
294
Como bien ha señalado Ángel Duarte, Altamira se destacó entre el conjunto de intelectuales españoles
que colaboraron con la APE y España, por la “continuidad e intensidad” que mostró en el compromiso de
propagar entre los emigrantes los “anhelos, proyectos y entusiasmos nacionales”. Ver: Ángel DUARTE,
“Por la patria y por la democracia: el republicanismo en la colonia española en Argentina a inicios del
siglo XX. Algunas reflexiones conceptuales”, en: Nicolás SÁNCHEZ ALBORNOZ y Moisés LLORDÉN
MIÑAMBRES (Comps.), Migraciones iberoamericanas. Reflexiones sobre Economía, Política y Sociedad,
Colombres, Fundación Archivo de Indianos, 2003, p. 323.

338
hacia el continente americano y de unos programas de acciones concretas para llevarlo a
cabo. Tales diagnósticos, proyectos y programas fueron conformándose y refinándose a
medida que eran expuestos, primero en el discurso de 1898, luego en su ponencia per-
sonal y en el documento conjunto de 1900 y, de allí en más, en las publicaciones y
acontecimientos mencionados.
Altamira recopiló varios artículos publicados en la mencionada revista porteña
España y otros textos, en España en América, un libro para servir a un interés eminen-
temente publicitario y pensado para apoyar el próximo desembarco de Altamira con
“una serie de documentos relativos a una campaña antigua, siempre oportuna y, entién-
dase bien, hoy más oportuna y de actualidad que nunca” y para justificar la pertinencia
de su elección por parte del rector Fermín Canella295.
Por lo demás, la legitimación de esta intervención pasaba por los mismos argu-
mentos que justificarían —de cara a la opinión pública española— la necesidad del via-
je y de una nueva política americanista: 1) el peligro que representa la “propaganda ac-
tiva” de los EEUU y otros países europeos en América Latina para “nuestro idioma,
nuestra literatura y nuestro influjo científico” con sus previsibles consecuencias econó-
micas y comerciales negativas para los intereses españoles; 2) la esperanza de “crear
una esfera de acciones intelectuales solidarias dentro del espíritu común de nuestra civi-
lización, dominada y orientada allá y aquí por el habla cervantina”, en base a la percep-
ción de un “satisfactorio movimiento de aproximación y de simpatía hacia España” por
parte del pueblo cubano y de “altos representantes de la política Argentina”.
En el ilustrativo prólogo de este libro, Altamira concluía proponiendo los crite-
rios con arreglo a los cuales debería juzgarse su éxito y en los que se revelaba la natura-
leza patriótica y la perspectiva española de la ansiada reconciliación intelectual, en la
cual se esperaba mucho, quizás demasiado, de América:
“El éxito de este libro consistirá, no en que lo aplaudan, sino en que suscite otros y otros, en lar-
ga serie divulgadora y propagandística […] y en que se forme en España y en América (princi-
palmente en América, entre los americanos y los colonos españoles) una corriente de opinión fa-
vorable a traducir en la práctica los anhelos de mutuas relaciones intelectuales, sobre la base —
por lo que respecta a los hispanoamericanos— de una rectificación de sus recelos tocante a la
España intelectual de nuestros días y un reconocimiento de la común conveniencia de cambiar,
entre ellos y nosotros, los frutos del espíritu y los anhelos en que venimos a coincidir; y por lo
que se refiere a nuestros colonos, de que se decidan a intervenir activamente y de un modo sis-
temático en la campaña de regeneración patria que unos pocos vienen aquí sosteniendo y que,
por tocar a cosas verdaderamente nacionales, muy por encima de las divisiones de partidos y que
no se resuelven con meras acciones políticas externas, permiten el concurso de todos los hom-
bres de buena voluntad, pero exigen en cambio una labor honda, sostenida, diaria, en que se
aprovechen todas las coyunturas y se sumen todos los elementos.” 296

295
“He tenido que recordar los antecedentes de esa campaña —aunque me moleste la cita de actos perso-
nales míos—, porque necesitaba mostrar los títulos que tengo para dar a luz la presente obra y justificar su
aparición, no como cosa esporádica y de puro, caprichoso aprovechamiento de materiales ya usados, sino
como eslabón de una larga cadena de esfuerzos que me autorizan a solicitar la atención del público en
esta nueva forma.” (Rafael ALTAMIRA, “Prólogo” (XI-1908), en: ID., España en América, Op.cit., pp.
VII).
296
Ibíd., pp. VIII-IX.

339
El diagnóstico ya presentado en 1898 y madurado a lo largo de diez años por Al-
tamira consideraba que, pese a la excepción de manifestaciones esporádicas e individua-
les de cierta preocupación, no existía en España una corriente de opinión que se hubiera
percatado de la importancia y necesidad de establecer relaciones intelectuales con Amé-
rica, paralela a la que sí existía respecto de las relaciones económicas297.
La importancia y necesidad se transformaba en urgencia cuando se superaba el
terreno de las evocaciones generales para considerar, cuando no, la problemática del
idioma, tan sensible para los intelectuales y los gobernantes españoles y en nada ajena,
como hemos visto, a las preocupaciones patrióticas de Altamira:
“Esa gravedad es, sin embargo, clarísima para todo el que conozca los términos del problema,
como los conocen los americanos, es decir, los hombres de cultura que viven en América, ya
sean naturales de aquellos países o inmigrantes españoles. Unos y otros saben el peligro que co-
rre allí nuestro idioma, y con el idioma todo el sentido de nuestra civilización; la escasa influen-
cia de nuestros escritores científicos, y en algunas partes hasta de los literarios, vencida y aun
arrollada por la de los alemanes y franceses; los trabajos que para la penetración intelectual veri-
fican, y que cada día refuerzan más, los norteamericanos y los italianos, y por todo es, conside-
ran que la cuestión es grave y urgente.” 298

Esta alarma ante la penetración cultural e intelectual francesa, norteamericana,


alemana, británica y hasta italiana en Latinoamérica ponía de manifiesto la pervivencia,
en muchos españoles, de una idea de pertenencia natural del solar americano o al menos
de unos derechos prioritarios a la hora de regir su evolución cultural. Más allá del pa-
triotismo primitivo y anacrónico de muchos de quienes expresaban estas ideas evocando
las dudosas glorias de un imperio fenecido, Altamira abordaba esta cuestión pensando,
también, en sus potencialidades como catalizador de fuerzas regeneradoras internas299.
Hacia mediados de la primera década del siglo XX, no era secreto que, para Al-
tamira, el método privilegiado para actualizar la identidad panhispánica, era revincular
las elites americanas y españolas en el mediano o largo plazo. Este objetivo era el que
estaba detrás de su preocupación por atraer a las universidades españolas a la juventud
argentina, mexicana o uruguaya —en rigor, los retoños de las elites políticas, económi-
cas y sociales—. Haciendo pie en aquel sustrato histórico, lingüístico y cultural favora-
ble, pero sin asumir posturas fantasiosas, Altamira creía que, si bien era imposible tor-
cer la “corriente escolar” que llevaba a los americanos a París, Berlín o Nueva York, era
posible ofrecer a los americanos algunas cátedras de insuperable valía, como las de Ra-
món y Cajal —que ya había abierto su laboratorio a los alumnos de la UNLP—, Hino-
josa, Azcárate, Menéndez Pidal, Cossio, Posada o Giner de los Ríos.

297
Rafael ALTAMIRA, “La influencia intelectual española en América. I Preliminares”, en: ID., España en
América, Op.cit., p. 37.
298
Ibíd., pp. 37-38.
299
“considero un deber que, por nuestra parte, quienes ya tienen noticias de esa cuestión capital para
nuestro pueblo, ayuden a formar la conciencia nacional de ella, tanto más necesaria cuanto que —no
vacilo en decirlo, y estoy seguro de que nuestros contados americanistas, no los históricos, sino los de la
política palpitante, suscribirán a mi juicio— nuestra influencia en América es la última carta que nos
queda por jugar en la dudosa partida de nuestro porvenir como grupo humano; y ese juego no admite
espera.” (Ibíd., p. 39).

340
En este sentido, Altamira consideraba que España —su España liberal y progre-
sista— tenía algo importante que ofrecer a las naciones americanas, a la vez que mucho
que ganar, si se efectivizaban sus proyectos, estableciéndose corrientes de intercambio
universitario que llevaran a los pedagogos españoles a cruzar el Atlántico con un espíri-
tu fraternal y patriótico, como el que evocaba su propio e inminente periplo:
“Es preciso que vayan a realizar en América, en el orden intelectual, lo que nuestros americanos
hacen en el económico: reivindicar el buen nombre de nuestro pueblo. No debe guiarles en este
intento —hay que repetirlo— ninguna idea de vanidad, que sería ridícula; no han de pretender ir
como maestros ni Aristarcos de nadie; pero sí como testimonios vivos de que hay una España in-
telectual que sabe lo que se piensa y se trabaja en el mundo, que se esfuerza por caminar al paso
de éste, y que si no puede, dentro de su modestia hombrearse con él, puede, sí, ofrecer algunos
elementos útiles, semejantes a los que dan el tono en la ciencia y el arte modernos, y por los cua-
les tiene derecho legítimo a la simpatía (ya demostrada en varios casos) de los hermanos de
América, encarrilados en el ideal y en lo práctico de la vida progresiva. Es obra de reivindicación
la que habrán de hacer los que allí vayan, a la vez que obra de fraternidad con sus colegas de
allende el Atlántico, cuyo espíritu está fundido en el molde de la soberana lengua cervantina.” 300

En todo caso, entre 1898 y 1908 Altamira había reflexionado detenidamente


acerca de los medios adecuados para que estas relaciones intelectuales hispano-
americanas se desarrollaran armónica y rápidamente, en concomitancia con las urgentes
necesidades que vislumbraban los reformistas liberales peninsulares. Esos diez años
sirvieron para que Altamira reafirmara la conveniencia del intercambio universitario
gestionado por las propias casas de altos estudios y descartara otras alternativas, como
la que se propusiera de fundar una universidad hispanoamericana en España.
En 1904 se lanzaron en Argentina sendas ideas de fundar una Universidad de es-
te tipo, una, por el emigrante compostelano Gumersindo Busto, respaldada por la pren-
sa, los políticos y hombres de negocios gallegos que preveía la fundación de tal institu-
ción en Santiago de Compostela301 y otra recogida por parte de la colectividad española
en el Plata y por la Unión Ibero-Americana. Este último proyecto, exitosamente publici-
tado por el médico y ex presidente de la Asociación Patriótica Española de Buenos Ai-
res, Francisco Cobos, durante su gira española, preveía la erección de esta institución en
Salamanca con el objeto de atraer a España a los estudiantes argentinos y americanos —
debidamente pensionados por sus gobiernos— desviándolos así de sus destinos habitua-
les en Inglaterra, Francia o Alemania302.

300
Rafael ALTAMIRA, “La influencia intelectual española en América. VI Lo que debe hacer y lo que ha
hecho España”, en: ID., España en América, Op.cit., pp. 81-82.
301
Ver: Pilar CAGIAO VILA, Magali COSTAS COSTAS y Alejandro DE ARCE ANDRATSCHKE, “El hispa-
noamericanismo regeneracionista y su proyección en la Galicia de principios de siglo”, Op.cit., pp. 27-36.
302
“El gran empujón a ese proyecto vino de Buenos Aires. La élite de la colectividad, amiga de banque-
tes de despedidas, se había reunido el 7 de marzo de 1904 en el Club Español para decir adiós a Francisco
Cobos, que fuera presidente de la Patriótica. Meses más tarde, Atienza recordará: «En uno de los brindis
que se pronunciaron al final de esa comida, otro médico distinguido lanzó la idea de la fundación de una
Universidad Hispanoamericana en España, e invitó a la comisión directiva de aquel centro social a que
propiciase el pensamiento y encomendara al doctor Cobos la honrosa misión de erigirse en paladín del
proyecto durante su permanencia en nuestra patria» (Atienza 1905: 6 y Altamira 1908: 371). La propuesta
fue acogida con delirantes aclamaciones. Obviamente ninguna asociación, incluida la Patriótica, pudo
evitar «adherirse». Cobos visitó al presidente del Consejo de Ministros y al Rey, y dio conferencias en el
Ateneo de Madrid y en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca. Las peripecias de su campaña mo-

341
Ignacio García, estudiando el episodio, verificaba con sorpresa que la oposición
a esta Universidad provino de individuos firmemente comprometidos con un proyecto
fraternal hispano-americanista, como Antonio Atienza303 y el periodista Francisco
Grandmontagne, en Buenos Aires y Miguel de Unamuno —rector de la Universidad de
Salamanca— y el propio Rafael Altamira, en España. En su investigación, García ha
llamado la atención, acertadamente, acerca de las vinculaciones personales que unían a
estos personajes, así como el intercambio de opiniones que entre ellos existió y que de-
terminó su común oposición al proyecto de Cobos. Sin embargo, al juzgar el posicio-
namiento de Altamira, García subordinó la negativa de éste a la relación que el alicanti-
no mantenía con Atienza, sin prestar demasiada atención a las propuestas de
intercambio universitario que este venía haciendo desde 1898.
En efecto, sin declararse abiertamente opositor al espíritu de esta o de cualquier
otra iniciativa “americanista”, Altamira conocedor de la existencia de personas “idealis-
tas, soñadoras y arrebatadas en sus entusiasmos” en la Unión Ibero-Americana, afirma-
ba que “el problema no está en hacer las cosas, sino en hacerlas bien” previniendo erro-
res fatales y costosos: “de lo que se trata es, no de fundar un establecimiento docente
mejor o peor, sino de atraer a la juventud americana que viene a Europa para completar
sus estudios”304.
El fracaso de España en este propósito se debía a que, Francia, Inglaterra, Ale-
mania y los Estados Unidos de América podían ofrecer a los estudiantes latinoamerica-
nos un clima de estudios superiores regido por el cultivo de la ciencia moderna, por la

nopolizaron por semanas las columnas de la prensa española. Implícito en el mensaje que difundía Cobos
parecía hallarse el interés de importantes personalidades argentinas en el proyecto: borrada ya la leyenda
negra de la dominación española, darían todo género de facilidades.” (Ignacio GARCÍA, “El institucionis-
mo en los krausistas argentinos” [en línea], Op.cit., [Consultado: 13-VII-2002]).
303
Atienza y Medrano (1852-1906) estudió Derecho en la UCM y se desempeñó como periodista en los
primeros años ’70 en los periódicos El Pueblo y La República. Fue funcionario de la sección ultramarina
del Ministerio de Gracia y Justicia, al tiempo que el hermano de su mentor, Nicolás Salmerón fue nom-
brado ministro. Atienza fue secretario y director de La Justicia, órgano del Partido Republicano Centralis-
ta fundado por Salmerón luego de la ruptura con la tendencia zorrillista. Ya fundada la Institución Libre
de Enseñanza ofició como profesor de Lengua y Literatura españolas en la sección preparatoria; hacién-
dose cargo de la secretaría de la Institución en 1877 y por algún tiempo de la dirección del del Boletín de
la Institución (BILE). En 1889 emigró a la República Argentina con recomendaciones de su representante
diplomático en Madrid José C. Paz, propietario del periódico La Prensa. En Buenos Aires trabajó como
redactor para este periódico y para la revista del Consejo Nacional de Educación, El Monitor de la Edu-
cación Común, desempeñándose además como profesor en el Colegio Nacional de la Capital. Atienza
perdió estas sólidas posiciones en el mundo pedagógico rioplatense en ocasión de su enfrentamiento con
los impulsores de la reforma educativa secundaria que refundía la educación normal y el bachillerato y
que daba un giro profesionalista antes que humanista a los estudios de segundo grado. Perdido su sitio en
el Consejo y en su revista, Atienza seguiría la polémica desde La Prensa, aglutinando un considerable
apoyo estudiantil. Pese al ulterior fracaso de este modelo de reforma, la expulsión de Atienza de su cáte-
dra de Idioma Nacional no fue rectificada, haciéndose cargo La Prensa de la continuidad de sus cursos
dictados desde entonces en su propia sede. En 1903 será vocal de la Liga Republicana y presidente de la
Asociación Patriótica Española —fundada en ocasión de la intervención estadounidense en Cuba— y
director de su influyente revista, España. Esta publicación, abrió sus páginas a intelectuales krauso-
institucionistas españoles —entre los que se contaba el propio Rafael Altamira—, a noventayochistas
como Miguel Unamuno y Ramiro de Maeztu y a intelectuales argentinos favorables a un nuevo entendi-
miento con España, como Joaquín V. González, Miguel Cané y Calixto Oyuela.
304
Rafael ALTAMIRA, “La influencia intelectual española en América. II La Universidad hispanoamerica-
na”, en: ID., España en América, Op.cit., p. 42).

342
abundancia de medios materiales para la investigación y por la existencia de un cuerpo
sobresaliente de profesores de fama universal:
“no nos hagamos ilusiones: si la futura Universidad hispanoamericana no ofrece esos mismos
atractivos, esas mismas condiciones a que la juventud estudiosa tiene derecho, démosla por fra-
casada. No se puede obligar por real orden a que estudien en España los que no hallen aquí lo
necesario para dar satisfacción a sus anhelos científicos. Un año de experiencia les bastaría; lue-
go volverían a Francia y Alemania. No cabe exigir, a quien desee trabajar intensamente, verbi-
gracia, en economía, en Derecho civil, en Historia, que cambie los nombres de Schmoller, de
Gierke, de Lamprecht, de Monod, por otros menos famosos y autorizados. Repítanse los ejem-
plos con relación a las demás materias de la enseñanza, y se advertirá el grave peligro con que
puede tropezarse.” 305

Aun cuando pudieran remediarse los inconvenientes administrativos y hasta pe-


dagógicos en el corto o mediano plazo, Altamira consideraba que la modalidad de la
cátedra ad hoc era menos costosa, menos compleja y más práctica que la fundación de
un nuevo establecimiento superior que depredaría los recursos humanos existentes y
reduciría los ya insuficientes recursos económicos con que contaban las universidades
españolas306.
En sus disquisiciones, Altamira tomaba especial nota de los resquemores de los
americanos respecto de España307, a la vez que afirmaba la necesidad de imprimir una
“franca orientación liberal” en la enseñanza superior, en la investigación y en el propio
ambiente cultural. En esta materia manifestaba, pues, su acuerdo con Unamuno acerca
de la necesidad de “modificar nuestro ambiente, liberalizándolo del todo… para poder
merecer un día el que vengan a estudiar aquí los americanos”; pero no secundaba todas
sus apreciaciones, sobre todo las relacionadas con la libertad de cátedra y la injerencia
del clero que, por exageradas y excesivamente formalistas, podían retroalimentar la des-
confianza de los intelectuales del otro lado del Atlántico308. Altamira creía que las ver-
daderas dificultades no estaban en la ley, sino en la práctica de los propios profesores,
intransigentes y “neístas”, negadores de las innovaciones y recusadores de ideas ya
aceptadas en otros países, incluso por sus sectores más conservadores309.

305
Ibíd., pp. 42-43.
306
Ibíd., pp. 45-46.
307
“Temen los americanos que España no acierte a entrar de lleno en el camino de la verdadera libertad,
en los hábitos de tolerancia de los pueblos cultos; y esto crea, aún en los hispanófilos mejor dispuestos,
suspicacias y reservas en punto al establecimiento de una franca e íntima unión internacional.” (Rafael
ALTAMIRA, “La influencia intelectual española en América. III Más sobre la Universidad hispanoameri-
cana”, en: ID., España en América, Op.cit., p. 48).
308
Unamuno, tomando en cuenta el laicismo de la enseñanza en América, había aludido a la necesidad
previa de la “derogación solemne y formal” de los artículos de la Ley de Instrucción Pública y del Con-
cordato que habilitaban a los obispos y prelados diocesanos a inspeccionar la enseñanza española. Altami-
ra recordaba que el profesorado español no vivía cohibido por aquellas disposiciones que habían sido
derogadas por la Constitución de 1876, por varias disposiciones ministeriales y que habían caído en abso-
luto desuso, garantizando la libertad de cátedra. Ver: Ibíd., p. 49.
309
“La mayor parte de nuestro profesorado es intransigente, es nea: y lleva su neísmo hasta el punto de
extender el dogma a cuestiones perfectamente libres entre católicos de otros países. Baste decir que esa
mayoría tiene como sospechoso a Menéndez y Pelayo, y que ve con gran temor las recientes investigacio-
nes del señor Asín (un presbítero, profesor de árabe en la Universidad Central) sobre el averroísmo de
Santo Tomás de Aquino. Comienza a manifestarse esa intransigencia en las oposiciones a cátedras. Los
más de los jueces de ellas van con el deliberado propósito de juzgar a los candidatos, no por lo que saben

343
Pero, pese a que los tradicionalistas eran amplia mayoría entre los docentes es-
pañoles, Altamira consideraba, como hemos visto, que la existencia de una corriente
progresista “liberal, tan liberal y abierta de espíritu como la de cualquier otro país”, arti-
culada en algunos núcleos académicos, hacía posible el establecimiento de relaciones
intelectuales fructíferas con el ambiente intelectual y universitario latinoamericano. En
todo caso, esas relaciones tendrían más probabilidades de concretarse si respondían a la
iniciativa particular de los docentes o de sus centros de estudios, si existía equilibrio o
reciprocidad entre peninsulares y americanos, y si se trascendía de los meros acuerdos
políticos y de los recursos estatales: “Lo único viable, hoy por hoy, y mientras no cam-
bien las condiciones políticas de España, es que, si quieren aproximarse los intelectuales
libres de uno y otro mundo y colaborar en la obra común de la cultura, lo hagan sin con-
tar con el Estado”310.
Las bondades del intercambio universitario o de la cátedra ad hoc eran confir-
madas por Altamira cada vez que contemplaba las estrategias de “dominación intelec-
tual” norteamericanas frente a la pasividad española que, fracasado el proyecto de Uni-
versidad hispanoamericana no lo había sustituido por ningún “otro medio de
penetración en América o de comunicación intelectual con aquellos países”311. Los via-
jes de los doctores Rowe y Shepherd de Pensilvania y Columbia, y las actividades de
algunos políticos y diplomáticos, permitían observar el creciente interés de los EEUU
por influir cultural e intelectualmente en Latinoamérica.
La misión confiada por el Departamento de Estado y el Bureau of American Re-
publics a William R. Shepherd, consistía en publicitar el sistema educativo norteameri-
cano con el objeto de desviar hacia los EEUU la corriente de estudiantes latinoamerica-
nos que tradicionalmente se dirigía hacia Europa. Si bien Altamira poseía un proyecto
que rivalizaba con estas intenciones, no por ello dejaba de admirar la concepción estra-
tégica y metodológica de la misión Shepherd y envidiar el apoyo gubernamental con el
que contaba312.

y por sus aptitudes para el magisterio, sino por sus ideas. El candidato que huele a liberal, a racionalista, o
tiene la más ligera concomitancia con el krausismo (¡todavía es bu de ciertas gentes el krausismo!), puede
contar de antemano con el voto en contra de los jueces. Si todos los profesores que van saliendo no son
neos, es porque tuvieron la suerte de dar con un tribunal en que predominaban los liberales, o los católi-
cos que, con Menéndez y Pelayo y Codera, anteponen a toda otra consideración el espíritu científico y de
justicia.” (Ibíd., p. 51). Es oportuno recordar que el propio Altamira obtuvo su cátedra en Oviedo con un
jurado en el que estaba presente Menéndez y Pelayo, quien mantuvo acuerdos político-académicos con
los regionalistas y el Grupo de Oviedo.
310
Ibíd., p. 54.
311
Rafael ALTAMIRA, “La influencia intelectual española en América. IV La influencia norteamericana”,
en: ID., España en América, Op.cit., p. 54.
312
“El objeto del viaje del doctor Shepherd es cultivar las relaciones personales con los estadistas, litera-
tos y hombres de negocios del Sur de América, y darles a conocer los recursos y condiciones de los cole-
gios y Universidades americanos, con propósito de conseguir una más estrecha relación entre las repúbli-
cas latinoamericanas y los Estados Unidos… El presidente Roosevelt, el secretario Root y los
diplomáticos latinoamericanos, tienen puesto gran interés en el viaje del doctor Shepherd. De esperar es
que produzca resultados recíprocos con el envío a nuestro país de escritores sudamericanos.” (Bureau of
American Republics, citado en: Rafael ALTAMIRA, “La influencia intelectual española en América. IV La
influencia norteamericana”, Op.cit., p. 56).

344
Altamira tomaba como ejemplo de la consistencia de las iniciativas norteameri-
canas las conclusiones de la IX Conferencia de The Association of American Universi-
ties, reunida en Ann Arbor en enero de 1908, en la que se proponía establecer estrechas
relaciones interuniversitarias a través del cambio normal de publicaciones; de la crea-
ción de una oficina científica de intermediación en cada Universidad y de una oficina de
información para estudiantes extranjeros; y de la inclusión en los programas de Historia
de América, Derecho constitucional y administrativo, Economía, Sociología y Legisla-
ción comparada, de contenidos relacionados con la evolución de los EEUU y de las re-
públicas latinoamericanas. Este programa sencillo y razonable, homólogo al de Altami-
ra, había obtenido el acuerdo preliminar de la UNLP y la Universidad de San Marcos de
Lima.
Sin abandonarse a un ardor chauvinista, Altamira analizaba serenamente los con-
tenidos políticos de este programa, en el que se actualizaban tradicionales proposiciones
panamericanas que siempre inquietaban a las naciones europeas313.
Pese a todo, Altamira consideraba perfectamente legítimo este programa y sus
iniciativas paralelas314 y se negaba a descalificarlo, prefiriendo centrar sus críticas en la
pasividad o en las actitudes negligentes de España ante el avance norteamericano y de
otras potencias europeas. Respecto de Francia, el profesor ovetense llamaba la atención
acerca de la alarma que se experimentaba en este país debido a la política de acerca-
miento estadounidense o alemana en el Nuevo Mundo. Pese a que esta alarma no ten-
dría verdadera justificación —dado la disponibilidad de “grandes medios de influencia
en la vida intelectual latinoamericana”315—, Francia había reaccionado rápidamente

313
Altamira glosaba el discurso del profesor Rowe, ante la IX Conferencia de The Association of Ameri-
can Universities, reunida en Ann Arbor, en enero de 1908, que “«No está lejano el momento —escribe el
profesor Rowe— en que las Repúblicas latinoamericanas, o a lo menos las más importantes de ellas,
serán potencias de real importancia, cuya ayuda habrán de requerir los Estados Unidos para la realización
de los ideales de justicia internacional por que vienen luchando hace tanto tiempo nuestros gobiernos. No
podemos esperar ese apoyo sin que hayamos establecido previamente estrechos lazos intelectuales y mo-
rales entre ellos y los Estados Unidos». Mr. Rowe se apresura a decir después de esto que «el espíritu de
unidad continental que debemos tratar de establecer, no implica el menor antagonismo hacia Europa ni
hacia las instituciones europeas. Es el simple reconocimiento del hecho elemental de que América podrá
contribuir de mejor modo al progreso del mundo, dedicándose ella misma en primer término y con unidad
de propósito, a los problemas nacionales e internacionales que son peculiarísimos de este continente, o
para cuya solución son especialmente favorables nuestras condiciones.»” (Ponencia del profesor Rowe,
en: The Association of American Universities, IX Conferencia, Ann Arbor, Michigan [enero de 1908],
Chicago, University Chicago Press, 1908, citado en: Rafael ALTAMIRA, “La influencia intelectual españo-
la en América. IV La influencia norteamericana”, Op.cit., , pp. 59-60).
314
Ver: Ibíd., p. 60.
315
“De una parte, la difusión mundial de su idioma entre los intelectuales, cuya mayoría —singularmente
en los países latinos— se entera de la vida científica y literaria del resto de las naciones a través de los
libros franceses; de otra parte, la gran concurrencia de estudiantes americanos a las cátedras universitarias
de París; en fin, la profunda penetración que la filosofía y la ciencia francesa modernas han logrado allí,
hasta el punto de que, con leves excepciones, el movimiento filosófico americano es hoy de origen fran-
cés y los trabajos de ciencias experimentales y de observación debidos a los sabios de la república vecina,
dan el tono, por lo común, en los centros universitarios de América, o son los más extendidos entre los
profesionales. Añádase a esto la influencia de orden pedagógico representada por las frecuentes misiones
encargadas a profesores americanos que estudian en Europa; preferentemente, las instituciones francesas,
y por la presencia en América de maestros de igual origen que regentan establecimientos de enseñanza, y
el prestigio que entre las nuevas generaciones de literatos tienen las modas modernistas francesas.” (Ra-

345
creando un Comité universitario de la América Latina destinado a coordinar el estable-
cimiento de relaciones intelectuales permanentes entre las Universidades y Escuelas
francesas y sus similares latinoamericanas.
La actividad alemana en el terreno americanista mostraba, por otra parte, que la
influencia intelectual no necesariamente estaba en directa relación con la influencia eco-
nómica o política en las esferas del comercio, de la gran política o de la diplomacia.
Esta influencia, alentada por una admirable coordinación entre el estado alemán y sus
colonos emigrantes, se verificaría, sobre todo, en el área pedagógica. Respecto de la
influencia italiana, Altamira declaraba no poder estimarla en su justo valor, aun cuando
consideraba que la importancia de esta inmigración en Argentina, podía dar pie a su
desarrollo en el largo plazo. En todo caso, este contexto “demográfico” favorable, esta-
ba siendo apuntalado por la presencia de profesionales “que desempeñan o han desem-
peñado papeles de cierta notoriedad en la vida literaria y científica de América” y de
una creciente acción de intelectuales y profesores universitarios que, como Ferri y Gu-
glielo Ferrero (1871-1943), habían realizado periplos académicos de cierta relevancia en
Sudamérica.
Frente a la ingente actividad de norteamericanos, franceses, alemanes e italianos,
los españoles, por pereza, derrotismo o “demencia”, desertarían de todo intento de ase-
gurarse una mejor posición en América. Ante este panorama, Altamira se preguntaba
retóricamente, qué debía hacer España “para defender su acerbo ideal en América, para
librar a sus mismos ciudadanos colonos en aquellos países de una absorción que redun-
daría en perjuicio de ellos mismos y de la madre patria”. Altamira respondía que, pese a
la debilidad de España, la historia, el aporte español a la formación del “espíritu ameri-
cano” y el predominio de la sangre española —de antiguo y nuevo origen— daban una
oportunidad inmejorable para una acción española en el terreno intelectual.
Lo curioso es que esta “acción” propugnada, pese a la innovación sustancial que
representaba, era vista, una vez más, como esencialmente defensiva y como fruto de la
protección de unos títulos y derechos adquiridos; y no como una apuesta política por
instaurar un nuevo patrón en las relaciones hispano-americanas.
Estos contenidos, ciertamente controvertidos respecto de la orientación fraternal
del mensaje americanista, no deberían desdibujar nuestra evaluación acerca de la mo-
dernidad y perspicacia del catedrático ovetense. Ni Altamira, ni su proyecto americanis-
ta, podían sustraerse completamente del lenguaje y del espíritu neoimperial que marca-
ba el tono de la reflexión política europea, inclusive en España y entre los
regeneracionistas. De allí que en su discurso apareciera el argumento de las supuestas
prerrogativas españolas y se contemplara a los países americanos como simples campos
yermos en los que las potencias dirimían sus respectivos intereses y no como actores
capaces de tomar sus propias opciones316.

fael ALTAMIRA, “La influencia intelectual española en América. V La influencia francesa, la alemana y la
italiana”, en: ID., España en América, Op.cit., p. 64).
316
“nadie negará que tenemos derecho a un lugar en la obra de la cultura americana, y que constituye un
deber para nosotros no abandonar ese puesto, antes bien defender su posesión a todo trance y con las

346
La paradoja que encerraba esta formulación para los liberales reformistas y re-
generacionistas españoles se hacía patente toda vez que debían asumir la doble tarea de
promover la modernización del país enfrentando a los poderosos sectores conservadores
y de restaurar interna y externamente el crédito en una historia y cultura que negaban
legitimidad a esas innovaciones y respaldaban a sus enemigos políticos. En efecto, la
historia y las tradiciones intelectuales españolas a las que debían apelar intelectuales
como Altamira eran —al igual que los supuestos títulos y derechos adquiridos en Amé-
rica—, una incómoda herencia forjada al amparo de unos valores e ideologías rechaza-
dos tanto por los americanos como por los propios liberales españoles. La imagen de
España a la que estaban obligados a recurrir estos espíritus progresistas para reconstituir
la confianza de los españoles en su propio país y abrir paso a su proyecto modernizador
y patriótico era, fatalmente, la del imperio católico, despótico y universal que había do-
minado América y había sometido a su hegemonía a toda Europa entre el siglo XV y
XVII. La imposibilidad de recurrir a un imaginario alternativo, obligaba, pues, a estos
intelectuales, a proponer un complejo ejercicio historiográfico que oscilaba entre la jus-
tificación y la autocrítica de aquel glorioso y oscuro pasado. Pero estas sutilezas acadé-
micas, aun cuando consistentes, restaban eficacia política a su discurso en la España de
principios de siglo XX, exponiéndolo a la recusación de las ortodoxias de ambos extre-
mos del arco ideológico y a la desconfianza de los herederos de las revoluciones inde-
pendentistas.
En todo caso, los instrumentos objetivos con los que contaría España para “de-
fender” sus posiciones eran, para Altamira, la nueva emigración económica que situaba
a las colonias españolas en un lugar preponderante en Argentina, México o Uruguay; el
idioma, el “estrato más profundo y ancestral de su espíritu” que ligaba idiosincrásica y
mentalmente a España y América; y la acción positiva de miles de intelectuales y profe-
sionales españoles.
Pero estos condicionantes positivos, en especial el idiomático no eran territorios
plenamente conquistados, sino que debían ser considerados como campos de un comba-
te cultural y civilizatorio no resuelto y que España no debía descuidar. Dado el carácter
estratégico de la política idiomática española —tanto en lo interno como en lo interna-
cional— desde sus inicios en el siglo XVIII y, en particular, desde el último cuarto del
siglo XIX, extrañaría que un discurso patriótico como el de Altamira no hubiera asumi-
do la importancia central de la dimensión lingüística de la diplomacia española.
Siguiendo una retórica típicamente noventayochista, Altamira comenzaba de-
nunciando la abulia española respecto de la proyección de su idioma como instrumento
de su política exterior, a diferencia de Francia o Alemania. Nuevamente esta inacción se
traduciría en negligencia en lo que respectaba a la conservación del castellano en Amé-
rica:
“Vista la cuestión concretamente con relación a los países americanos, tiene un doble aspecto pa-
ra nosotros: el de la conservación del idioma en su legítima pureza entre los emigrantes españo-

mejores armas que nos sea dado utilizar” (Rafael ALTAMIRA, “La influencia intelectual española en Amé-
rica. VI Lo que debe hacer y lo que ha hecho España”, en: ID., España en América, Op.cit., p. 71).

347
les, y el de su mantenimiento como lengua nacional entre los americanos. Lo primero es una ne-
cesidad primordial, si queremos que esa masa española continúe formando moralmente parte de
nuestra nación, y sea, a su reingreso en la madre patria, o en sus constantes relaciones con ella,
un factor homogéneo con el peninsular, sobre el cual puede ejercer, y de hecho ejerce, influen-
cias altamente beneficiosas. Lo segundo responde ya a más altas y generales necesidades del es-
píritu hispano, en lo que tiene de más genuino y más digno de sostenerse y perpetuarse, frente a
las invasiones y a la absorción de otras razas o pueblos.”317

Este, como otros muchos llamamientos a implementar una política de “conser-


vación del idioma en su legítima pureza”, aludía al supuesto y temido peligro de sustitu-
ción idiomática que, aun cuando alentado por los inquietantes síntomas portorriqueños,
era un fenómeno virtualmente imposible a escala continental, dada la configuración de
las sociedades latinoamericanas.
Sin embargo, aquellos sueños hegemónicos e irracionales temores eran dispara-
dos por fenómenos reales de la más inmediata realidad política y socio-económica in-
ternacional. En efecto, esta voluntad conservacionista, a menudo tan torpemente expre-
sada, hallaba justificación inmediata en tres fenómenos relacionados. Por un lado, el
estrechamiento de las relaciones entre las repúblicas latinoamericanas y las grandes po-
tencias de la época, mutuamente interesadas en el desarrollo y ampliación de sus rela-
ciones bilaterales e intercambios culturales. Por otro lado, el acelerado proceso de insti-
tucionalización latinoamericano tenía uno de sus rasgos más notorios en la organización
de un sistema educativo público y centralizado que perseguía la alfabetización universal
y la integración armónica de la población a la nueva sociedad política y económica que
emergía del proceso de integración al mercado mundial. Por último, el fenómeno migra-
torio cosmopolita derivado de aquella modernización, había cobrado tal magnitud que,
en algunas regiones como el Río de la Plata, había alterado radicalmente el tradicional
equilibrio demográfico y sociocultural heredado de la etapa colonial hispánica.
La concurrencia de estos fenómenos ponían de manifiesto una “reapertura” de la
cuestión lingüística en América como consecuencia de un inquietante multiculturalismo
y de la implicación del Estado en una esfera que, hasta entonces, era dominada por las
iniciativas de la sociedad civil. En este contexto, el novedoso abordaje del “idioma na-
cional” desde una perspectiva política, colocarían a la cuestión lingüística en un lugar
destacado de la agenda de los estados latinoamericanos —no sólo en sus capítulos edu-
cativos— entre las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del XX. Esta cuestión
involucraba, en primer lugar, una discusión acerca de la “pertenencia” misma de una
lengua compartida por una veintena de naciones soberanas que la reclamaban como
propia y estaban dispuestas a cultivarla como “idioma nacional”; y, en segundo lugar,
una voluntad de fortalecer esa lengua —el castellano— y utilizarlo como un instrumen-
to ideológico de homogeneización y cohesión social, de formación ciudadana y de con-
formación de un mercado nacional.
En esta coyuntura, se explica que muchos españoles vieran en la cuestión lin-
güística americana un campo de acción clave para fortalecer los vínculos hispano-

317
Rafael ALTAMIRA, “El castellano en América. I Las cátedras de «La Prensa»”, en: ID., España en
América, Op.cit., p. 85.

348
americanos y al propio castellano peninsular, garantizando una posición preponderante
de España en el ámbito cultural e intelectual del Nuevo Mundo. Entre esos españoles se
hallaban, por un lado, intelectuales y políticos liberales y reformistas interesados en
crear un marco de entendimiento cultural, económico y diplomático panhispánico; y,
por otro, aquellos sectores dirigentes e ilustrados de las comunidades inmigrantes espa-
ñolas, algunos de los cuales se desempeñaban como educadores, periodistas, editores e,
incluso, asumían cargos de responsabilidad en el área de la instrucción pública latinoa-
mericana.
Por lo general, el discurso conservacionista de la lengua, cuando era asumido
por peninsulares, no sólo apuntaba a prevenir un posible retroceso del castellano como
idioma natural en las repúblicas latinoamericanas, sino a conjurar los perjuicios de su
inevitable evolución histórica al margen de España. De esta forma, el discurso “caste-
llanista” de muchos intelectuales españoles afirmaba la voluntad política de preservar y
proyectar en América la norma española —septentrional, se entiende— del castellano,
procurando evitar la penetración léxica o de rasgos fonéticos del francés, del italiano,
del inglés y de idiomas indígenas o un alejamiento de los criterios normativos de la
RAE.
Si bien Altamira no podía apartarse de este contexto y de estos antecedentes, su
argumento ponía énfasis en la corrupción y pérdida de terreno del castellano frente a
otras lenguas europeas y no en la evolución americana del castellano318.
Altamira creía haber descubierto el punto de equilibrio entre “las aspiraciones
igualmente legítimas de los españoles y de los americanos”. Asumiendo que estos últi-
mos “no pretenden que el idioma troncal desaparezca, sino enriquecerlo y renovar de
continuo su léxico”, proponía que la “semántica” (entendiendo por tal la sintaxis, la
“derivación vocabular” y la “condición ideológica”) “es y debe ser igual para los ameri-
canos que para nosotros” y que, fuera de cualquier “dictadura arbitraria”, debía de traba-
jarse en común para determinar las leyes del desarrollo de la lengua “y su defensa co-
ntra infundadas novedades” que pudieran contradecir su lógica.
Altamira conocía y estimaba los trabajos de los lingüistas americanos y españo-
les que trabajaban en el marco de estos principios, pero valoraba muy especialmente los
esfuerzos pedagógicos que, más allá de las teorizaciones y reflexiones eruditas, intenta-
ban modificar la realidad. Iniciativas particulares como las del asturiano Manuel Fer-
nández Juncos con sus textos de enseñanza en castellano para Puerto Rico, o la creación
por parte del periódico argentino La Prensa, de dos cátedras de lengua y literatura a
cargo de Antonio Atienza en Buenos Aires, mostraban la oportunidad de trabajar desde

318
Pese a esta orientación que demostraba su sensibilidad americanista —amén de sus dotes diplomáti-
cas—, las propias palabras escritas por Altamira para soslayar una recaída en un debate fraticida denota-
ban sus ideas profundas respecto de la “españolidad” de la lengua: “La ecuación racional —y natural
(racional precisamente por natural)— que debe existir entre el castellano puro y las modalidades que de
continuo produce la fuerza viva de naciones nuevas, creo que está ya suficientemente determinada para
que nos ahorre, en el camino de los razonamientos presentes, la discusión del cómo debe ser el castellano
en América.” (Ibíd., p. 86).

349
las esferas oficiales de forma conjunta y sin mayores prejuicios en pro de la defensa del
idioma común.
El primer ejemplo mentado por Altamira se desarrolló en el contexto de la ocu-
pación norteamericana de la Antillas españolas en 1898 y al interés demostrado por
EEUU en la envidiable y a la vez peligrosa reforma pedagógica impuesta en la isla de
Puerto Rico:
“Los que concedemos especial importancia a la instrucción pública y hemos deplorado siempre
la escasa atención que a ella han prestado, por lo común, los gobiernos españoles, vimos con
agrado y con envidia ejercerse en este particular la acción de las autoridades norteamericanas.
Pero esa acción llevaba consigo un peligro sumamente grave para los españoles. Ese peligro era
la desaparición, en plazo breve, del castellano, y los que en Hispano-América se preocupan
(americanos y españoles) por los síntomas de descomposicón que en nuestro idioma se advierten
y procuran reaccionar contra ellos, saben bien lo que esto significa y las consecuencias que
habría de producir.” 319

Si bien aquella reforma obedecía a la necesidad de ajustar la enseñanza a la


Constitución de EEUU y a los principios pedagógicos norteamericanos sin pretender la
sustitución idiomática, sus efectos prácticos en la organización material de la educación
ponían en riesgo la enseñanza del castellano, debido a la ausencia de textos modernos
ajustados a aquellos principios. En esta alarmante coyuntura, Manuel Fernández Juncos
había tomado un desafío evadido por los peninsulares y en dos meses publicó cuatro
libros de lectura y otros tres relacionados con la enseñanza elemental del idioma, con un
cancionero escolar y con la enseñanza de una moral aconfesional. Más tarde, el mismo
Fernández Juncos, presidente de la Sociedad de escritores y artistas, fundaría una cáte-
dra independiente de Gramática y luego de otra de Literatura destinada para la pobla-
ción adulta.
Esta iniciativa individual, aparentemente anecdótica, habría cambiado el curso
inminente de los acontecimientos asegurando la supervivencia del castellano:
“Nuestro idioma se ha salvado en Puerto Rico. No lo han salvado las armas ni la diplomacia, si-
no el patriotismo inteligente de un español. Merced a este, nuestro espíritu podrá seguir actuando
sobre las generaciones puertorriqueñas futuras y, mezclado con el de otros pueblos, depurarse y
hacer brillar mejor y con más provecho que hoy aquellas condiciones buenas que hacen de él un
factor necesario en la obra común humana de la cultura.” 320

El segundo ejemplo presentado por Altamira debía ser entendido en un contexto


en el que el castellano se hallaba amenazado no como consecuencia de una dominación
política, sino como resultado de la implantación de comunidades lingüísticas extrañas
en el Río de la Plata. Respondiendo a la demanda de argentinos, españoles y extranjeros
de otras nacionalidades, el periódico porteño La Prensa había encargado a Antonio
Atienza el dictado de dos asignaturas en sus dependencias para suplir su arbitrario cese
como profesor del Colegio Nacional:
“Crear una cátedra de gramática o de idioma castellano ya sería mucho, puesto que es incalcula-
ble el efecto que produce —como contrarresto a la corrupción lingüística— un foco que, sin las

319
Rafael ALTAMIRA, “El castellano en América. II Un patriota español”, en: ID., España en América,
Op.cit., p. 93.
320
Ibíd., p. 97.

350
estrecheces de nuestra Academia Española, representa el cultivo de la tradición sana y la irradia
en todos sentidos, sirviendo de punto de concentración de los esfuerzos aislados de carácter pu-
rista; pero reforzar esa cátedra con otra de Historia literaria española, revela que la fundación no
obedece a un puro movimiento sentimental, siempre muy estimable, sino que procede de una re-
flexión detenida de las condiciones necesarias para que la obra prospere.” 321

Ambos ejemplos, mostrarían la viabilidad de estas iniciativas y la existencia de


un amplio público dispuesto a apoyarlas entusiastamente, a la vez que respaldarían los
argumentos de quienes, allende las fronteras del mundo hispano-americano, pensaban
que el castellano podía ser el futuro idioma internacional. Altamira citaba, al efecto, las
consideraciones de la Internacional Language Society de Cincinnati, en las cuales se
sostenía la conveniencia de optar por el castellano teniendo en cuenta que, a diferencia
del inglés, era derivado del latín y era hablado por diecisiete naciones. El hecho de que
dieciséis de esas naciones fueran americanas era decisivo, ya que el interés norteameri-
cano por el castellano era, en lo inmediato, de índole comercial y estaba relacionada con
el deseo de extender líneas de intercambio directas y fluidas con Sudamérica, prescin-
diendo de la tradicional intermediación europea.
Tomando nota de este tipo de consideraciones y ante un panorama en el que
existían estímulos positivos y negativos para una acción decidida de los gobiernos en la
preservación y proyección del castellano, Altamira formulaba a sus compatriotas una
nueva pregunta retórica que intentaba movilizar su interés patriótico:
“Y ahora conviene preguntar a los españoles todos, a los beocios y a los atenienses, a los que es-
timan preferible la ganancia económica y a los que consideran como elemento fundamental de
vida el ideal, si vale la pena defender nuestro idioma; si es o no labor de patriotismo (que lleva
aparejados provecho y grandeza) concentrar nuestros esfuerzos alrededor del núcleo lingüístico
castellano, que es el que posee representación internacional, y seguir el consejo que va implícito
en la opinión de aquellos que, desde otros puntos de vista, muchos españoles se inclinarían a
considerar como enemigos. Ayudemos a esa tendencia imponiendo nuestro idioma, puesto que
necesitan de él, en vez de restarle energías usando el suyo para los negocios. Aprendamos el in-
glés para poder luchar ventajosamente, pero exijamos el castellano a los que quieran tratar con
nosotros: ellos lo aprenderán, si es que nosotros sabemos hacerlo valor y no le socavamos el
asiento con nuestras disputas o nuestra indiferencia.” 322

El discurso patriótico que envolvía la retórica americanista de Altamira y otros


intelectuales pretendía despertar las conciencias de sus compatriotas, pero aludía muy
directamente a los inmigrantes españoles instalados en el Río de la Plata, Cuba y otras
partes de América. La esperanza de obtener el concurso material de las colectividades
ultramarinas en las iniciativas americanistas españolas, por un lado, y la esperanza de
regenerar el lazo identitario entre el emigrado y su patria de origen, por otro, hacía de
los españoles en América un interlocutor privilegiado del mensaje panhispánico.
La certeza de que estos lazos —si bien indisolubles— se relajarían naturalmente
a medida que el emigrante se afincara y prosperara en América, impulsaba al regenera-
cionismo americanista español a movilizar a aquellos que se habían marchado, adscri-
biéndolos —siquiera idealmente— a una empresa de especial interés para España, pero

321
Rafael ALTAMIRA, “El castellano en América. I Las cátedras de «La Prensa»”, Op.cit., p. 88.
322
Rafael ALTAMIRA, “El castellano en América. III Más sobre el patriotismo del idioma”, en: ID., Espa-
ña en América, Op.cit., p. 100.

351
que, de llevarse a feliz término, también aseguraría una mejor posición de la colectivi-
dad peninsular en el Nuevo Mundo323.
Altamira pensaba que, más allá de los mutuos beneficios para los españoles me-
tropolitanos y emigrados, una política americanista consecuente y responsable lograría
fortalecer a España, atrayendo más “indianos” a la aventura del retorno. De esta forma,
el país se enriquecería reincorporando un conjunto de hombres prácticos, forjados en el
desarraigo y enriquecidos intelectual y culturalmente por su contacto con la modernidad
americana, haciendo de ellos un “fermento de renovación de la sociedad española”324 y
un ejemplo de las potencialidades progresistas de la idiosincrasia nacional325.
Cabe aclarar que, en el contexto ideológico peninsular y para muchos de los in-
telectuales regeneracionistas y reformistas, americanismo y patriotismo español eran, en
su expresión finisecular, formulaciones plenamente compatibles y hasta complementa-
rias. Se comprende pues que, siendo esta empresa americanista ovetense resultado de
una orientación de raíz científica, universitaria y españolista, además de los valores inte-
lectuales y profesionales de Altamira y de su pertenencia al grupo hegemónico dentro
de la Universidad de Oviedo, su elección como representante del Claustro también fuera
abonada por su firme, continuado y público compromiso patriótico.
Altamira fue, indudablemente, una figura central del regeneracionismo intelec-
tual y del patriotismo finisecular español. Con su incorporación en 1897, la Universidad
de Oviedo sumó a su claustro a un ya reconocido historiador, jurista y publicista liberal,
reformista, republicano e institucionista del que se esperaba mucho, por lo menos a juz-
gar por las confesiones que realizara el propio Adolfo Posada en sus memorias326.
Pero sería durante el desastre de Cuba, cuando Altamira crecería intelectualmen-
te al compás de aquellos desgraciados acontecimientos hasta mostrarse como uno de los
analistas más sólidos, agudos y prolíficos de las causas estructurales y coyunturales,
históricas y contemporáneas, de la decadencia española en aquel fatídico siglo XIX.
En la coyuntura de 1898 cuajó definitivamente en España un discurso patriótico
que, apoyándose brevemente en la exaltación bélica provocada por la “injusta” inter-
vención norteamericana en la guerra independentista cubana, tomaría su verdadera fuer-
za de la estrepitosa, rápida y nada gloriosa derrota sufrida por las centenarias armas es-
pañolas frente a unas fuerzas sin prosapia, pero mucho más modernas y eficaces.
Para muchos intelectuales y políticos disconformes con el régimen de la Restau-
ración, la rotunda derrota brindaba la oportunidad inédita de operar un cambio decisivo

323
Altamira argumentaba que, en lo tocante a la maduración de una política americanista, los emigrantes
“reúnen condiciones superiores a la de nuestros políticos, porque conocen mejor que éstos las naciones de
América, la posición especial que cada una de estas cuestiones interesantes para nosotros tiene allí y los
caminos más propicios para una solución satisfactoria, y porque son una fuerza que actúa en el mismo
sitio donde la cuestión se presenta, directa y continuamente, por mil medios de acción de que la diploma-
cia abandonada a si misma carece.”(Rafael ALTAMIRA, “Más sobre los españoles de América”, en: ID.,
España en América, Op.cit., p. 30).
324
Rafael ALTAMIRA, “Los «americanos»”, en: ID., España en América, Op.cit., pp. 18-23.
325
Rafael ALTAMIRA, “Los «americanos» en América”, en: ID., España en América, Op.cit., 1909, pp.
23-25.
326
Adolfo POSADA, Fragmentos de mis memorias, Op.cit., p. 252.

352
en la políticas internas y externas del país. En efecto, la catarsis provocada por la defini-
tiva pérdida de Cuba y Puerto Rico abría la posibilidad de realizar un análisis profundo
de las causas del declive peninsular, a la vez que avanzar en una deconstrucción del
sistema político imperante y del desfasado imaginario histórico, político y cultural es-
pañol. La continuidad perversa de aquel imaginario anacrónico era vista como la garan-
tía última del aislamiento y del atraso político, social, cultural y económico español, que
necesitaba de aquella ilusión para no admitir que, desde Rocroi, España no había hecho
sino decaer como poder europeo, y que desde las guerras independentistas americanas,
había perdido su condición de potencia imperial y ultramarina.
Como bien consigna Jorge Uría, el horizonte de ese despuntar patriótico en el
Claustro ovetense, era bastante amplio, siendo verificable tanto en Rafael Altamira, con
su “radicalismo nacionalista”, preocupado por “combatir el antipatriotismo, los regiona-
lismos emergentes o el antiespañolismo que observa tanto en el interior de España como
en el extranjero”; como en los diseños sociológicos de Posada “empeñado en apuntalar
un modelo social armonicista, y en el que las disensiones de clase o las tensiones so-
cioeconómicas no fracturen irremediablemente el tejido nacional”327 .
Altamira fue, en efecto, uno de los intelectuales en que más impactó la guerra de
Cuba y la intervención estadounidense. Entre 1898 y 1899, Altamira compuso una serie
de textos donde se pondría en evidencia el carácter de su patriotismo, los cuales tenían
antecedentes en reflexiones anteriores, una de las cuales se publicara en 1895, cuando se
reabría el conflicto colonial en las Antillas:
“No con tinta, con llanto, como dijo el poeta, habría de escribirse la crónica de estos quince días
últimos. A muy grandes pruebas viene sujeta la patria desde hace más de un siglo y ya el ánimo
parece como que debiera estar curtido para sufrirlas, ahogando el grito de protesta con la resig-
nación sagrada del que, por bajo de todos los infortunios que le agobian, siente hervir la savia de
nueva vida que le promete desquites de felicidad y alegría. Pero acumúlanse, a veces, las desgra-
cias de modo tan inesperado y repetido, derivadas ya de la maldad de los hombres, ya de su indi-
ferencia o imprevisión, ya de los accidentes fatales del a Madre Naturaleza —con tanta frecuen-
cia madrastra de los humanos— que no hay energía que resista al desaliento, al pesimismo, a la
honda y desesperada tristeza que con ... parole di cobre oscuro borra toda esperanza en la puerta
del porvenir. En medio de una crisis económica terrible, que mansamente nos ahoga; cuando to-
das las fuerzas nacionales de buena voluntad, abandonando derroteros engañosos, parecían que-
rer dedicarse a restañar la herida interior de la patria, que llega hasta las mismas fuentes de su vi-
da; cuando se tomaba por única bandera la regeneración del crédito y de la riqueza nacionales,
como base de la regeneración político e intelectual, nuevo conflicto, que amenaza con los horro-
res de otros tiempos, surge en la más hermosa de nuestras Antillas, que hemos ganado mil veces

327
“También Clarín se muestra de acuerdo con esta idea patriótica de regeneración nacional como lo
muestra en la entrevista concedida por el catedrático al director de el Globo de octubre del mismo año de
1898 y en la que trataba de diagnosticar la gravedad del mal que padece España, aportando a la vez, su
personal recetario de remedios para el caso. Entre ellos figuraba la profundización en las relaciones con
Iberoamérica y la mejora del aparato productivo español; la sujeción de la influencia clerical en la vida
nacional; la depuración de la vida política y la eliminación del caciquismo; o la puesta a punto de un
programa de dotaciones en Instrucción Pública capaz de poner al país a nivel europeo en el terreno cultu-
ral y científico, a la vez que elevar la instrucción popular hasta consolidar una base social capaz de parti-
cipar políticamente en el Estado e involucrarse en el tejido de las estructuras y las instituciones naciona-
les. En definitiva nada nuevo, ni que se apartase del programa básico de modernización política asumido
por el krausoinstitucionismo desde finales del siglo XIX.” (Jorge URÍA, “Clarín y el Grupo de Oviedo”,
en: Clarín y su tiempo. Exposición conmemorativa del centenario de la muerte de Leopoldo Alas 1901-
2001, Oviedo, 2001, p. 98).

353
con el precio de nuestra sangre y de nuestro oro. La Guerra en Cuba es siempre un fantasma ate-
rrador para los españoles, no por el éxito, no por el resultado de ella, que ya es sabido en las cir-
cunstancias actuales; sino por los enormes sacrificios que representa, por la manera anormal y
traidora con que se produce, por los mil peligros con que la Naturaleza parece allí ayudar la obra
maligna de los insurrectos.” 328

Más allá de esta consideración acerca de los revolucionarios cubanos, no puede


leerse en este breve texto ninguna nota radicalmente nacionalista. Por el contrario, en
esta evaluación primaba el abatimiento por las penurias que el pueblo y las familias es-
pañolas sufrirían en los próximos meses y, también, por ver verificadas la consideración
que los cubanos tenían de España:
“Y sobre todas estas consideraciones, todavía hay otra que más apena y encoge el ánimo: la con-
sideración moral tristísima de que en Cuba hay un germen siempre vivo de odio a la metrópoli;
que hay allí gentes, muchas de ellas nacidas de nosotros, que no nos aman, que nos ven siempre
como tiranos y usurpadores. Y nada duele más al corazón generoso como verse así rechazado en
lo que es prenda imprescindible de toda unión, de toda obra regeneradora en que se limpien y co-
rrijan pasados errores y defectos.”329

Cierto es que, años más tarde, cuando los Estados Unidos de América intervinie-
ron en el conflicto, Altamira, como tantos otros intelectuales españoles, reaccionaría
con una vehemencia patriótica —alejada de cualquier extravío, en su caso— que queda-
ría muy bien reflejada en unos artículos que Altamira publicó en el periódico gijonés El
Noroeste y de los cuales, se conservan en el AHUO algunas de sus cuartillas manuscri-
tas originales330. En ellas, Altamira, además de realizar un reporte escueto y en nada
exaltado, confesaba que era una lástima que “la guerra no sea en la Península o su sitio
cercano”, ya que “iríamos todos, como en 1808”, a la vez que declaraba su vergüenza de
“hablar de patriotismo no cogiendo el fusil o dando dinero, que no tengo”331.
Respecto de la valoración que Uría nos ofrece del patriotismo que alentaba a Al-
tamira, cabe hacer algunas consideraciones. Si bien es inobjetable su compromiso mili-
tante con su idea de nación española, no parece que la elección de la expresión “radica-
lismo nacionalista”, combinada con su supuesta hostilidad hacia los regionalismos
emergentes —que no deberían identificarse con los nacionalismos periféricos actua-
les— y su combatividad frente al “antiespañolismo” interno y el externo, fuera del todo
acertada.
El riesgo de utilizar estos términos reside en que, dada la evolución histórica es-
pañola, dichas palabras poseen una evocación claramente franquista y connotaciones
políticas presentes, que hacen que el lector transfiera retrospectivamente a aquellas con-

328
Rafael ALTAMIRA, “La Actualidad. La Guerra de Cuba – El Reina Regente – Viajes a Pié – El sport en
Inglaterra”, en: Crónica del Sport, abril-mayo de 1895, p. 66 (AHUO/FRA, en cat., Caja IV, Recorte de
Prensa).
329
Ibíd., p. 66.
330
Estas cuartillas manuscritas, tituladas “Diario de la guerra. Oviedo, 1898” dieron lugar a más de un
equívoco que Jorge Uría se ha encargado de aclarar. En efecto, este documento del AHUO fue exhibido
como inédito durante la exposición sobre Rafael Altamira en Alicante pese a haber sido publicado en los
mencionados periódicos regionales. Ver: Jorge URÍA (Ed.), Asturias y Cuba en torno al 98…, Op.cit., p.
173, nota nº 7.
331
AHUO/FRA, en cat., Caja V, Manuscrito original de Rafael Altamira (5 pp) bajo el título de: Diario
de la guerra, Oviedo, 1898, anotación correspondiente a día domingo 24 de abril de 1898.

354
sideraciones de hace un siglo, un valor “actual” y por lo tanto anacrónico. Este equívoco
provoca la identificación de una forma liberal, democrática, republicana y progresista de
entender el patriotismo español con otra definición radicalmente conservadora, totalita-
ria y reaccionaria de entender España como unidad política.
Evidentemente, cualquier idea patriótica que tome como referencia la idea de
España tendrá por adversarios a quienes propugnan otras identificaciones nacionales
directamente competitivas con aquella y tendientes a fragmentar ese espacio, dando
lugar a nuevas comunidades. Sin embargo, nuevamente, podemos interrogarnos acerca
de las intenciones subyacentes y de la utilidad misma de construir conceptos que reúnan
a fascistas y liberales reformistas en un mismo ámbito ideológico y sugieran, por ende,
una coincidencia básica respecto del gran problema de la España del siglo XX, que
amenaza con profundizarse en el siglo XXI.
Este problema alrededor de los términos y sus significados ya había sido tocado
por el propio Altamira, quien en 1898, en un texto paralelo a su discurso académico en
Oviedo, señalaba la confusión de significados que existía alrededor de palabras como
patria y patriotismo:
“Uno de los escollos con que más a menudo tropieza la investigación científica, es la vaguedad,
o la multiplicidad de sentidos, en las palabras que expresan conceptos fundamentales. Cuando
esas palabras se refieren a elementos de la vida práctica social, y entran en lo que puede llamarse
latu sensu política sociológica, el obstáculo llega a ser tan grande, que hasta puede originar, con
la exageración de las interpretaciones contrarias, una lucha armada; siendo lo más grave que las
divergencias de este género son las más difíciles de reducir. Un caso de esa indeterminación de
concepto ofrécesenos hoy en día en lo que toca a las palabras patria y patriotismo; y no de otra
manera puedo explicarme que espíritus de gran cultura formulen, con tanta seguridad como lo
hacen, una condenación absoluta, precedida de una crítica cruel, de las ideas y sentimientos que
corresponden a aquellas palabras, confundiendo sentidos parciales, o abusivos y teratológicos, de
ellas, con otros esenciales y de perfecta normalidad.” 332

En todo caso, sería oportuno recordar que aquel patriotismo español, no expre-
saba una lealtad incondicional a la unidad política española como entidad natural fuera
de la historia, ni a las tradiciones hispánicas tomadas en bloque. Por el contrario, el pa-
triotismo de Altamira definía un claro compromiso con un proyecto progresista de Na-
ción que involucraba la fundación de un Estado moderno, la realización de una reforma
política y la modernización social, cultural y económica de España.
Este rasgo, era el que permitía al patriotismo regeneracionista que abrazaron los
integrantes del Grupo de Oviedo y otros intelectuales españoles, recuperar para sí aque-
llas tradiciones y aquellos fundamentos históricos que resultaran compatibles con aquel
proyecto de refundación nacional que intentaban orientar. Lejos de propugnar vueltas a
ningún origen ni a ninguna “edad dorada” donde residiera un auténtico “ser nacional”
español, este patriotismo se identificaba en realidad con un proyecto, es decir con una
imagen futura, antes que con la actualización de unas supuestas notas esenciales, extra-
viadas en el convulsionado mundo de fines del siglo XIX y principios del XX.

332
Rafael ALTAMIRA, “El problema actual del patriotismo”, en: La España Moderna, Nº 118, Madrid,
1898, p. 64 (HMM, Microfilms, La España Moderna, F 4 / 2 -20-).

355
En otro sentido, este patriotismo —indisolublemente ligado a una determinada
imagen de la Nación— carecía de uno de los rasgos más prominentes del nacionalismo
europeo de la segunda mitad del siglo XIX: su aislacionismo, su potencial intolerancia
frente a otras definiciones nacionales. Por el contrario, el patriotismo que inspiraba a
Altamira era conjugado con una idea de apertura de España a Europa y a América y con
un ideal de colaboración internacional, de la cual se derivaría un enriquecimiento de los
valores españoles333.
Esta forma abierta de entender el nacionalismo, era la que hacía comprensible la
queja de Altamira respecto de la críticas al patriotismo que en realidad se reducían a
combatir las “exageraciones chauvinistas o agresivas del sentimiento patriótico”. Estas
desviaciones eran ciertamente condenables para el profesor ovetense, en tanto sus efec-
tos —el aislamiento, la destrucción de las ideas de fraternidad humana y la ceguera res-
pecto de los propios defectos— contradecían puntualmente los elementos centrales del
programa regenerador del que participaba. Sin embargo,
“los errores comienzan cuando, generalizando las conclusiones condenatorias de aquella anorma-
lidad del patriotismo, se comienza a combatir la raíz misma de este sentimiento, como si todo pa-
triota fuera necesariamente egoísta y cruel. [...] El egoísmo, la envidia, la ambición, la crueldad,
no son vicios exclusivos de las agrupaciones patrióticas, de los Estados y las naciones, sino gene-
rales del espíritu humano, dándose lo mismo en el individuo que en la familia, en la localidad, en
la región, en la clase social, en el gremio, en la nación, en la raza, etc. Evitarlas y suprimirlas en
todas y cada una de estas entidades, constituye la aspiración y la obra seculares de casi todas las
religiones, de casi todos los filósofos y de todos los hombres de buena voluntad; pero es absurdo
creer que ha de conseguirse esto suprimiendo las entidades mismas; porque como, al fin y al ca-
bo, la raíz de ellas se encuentra en el individuo y en las ideas y sentimientos de éste, habría que
suprimir al individuo mismo: lo cual sería, sin duda, el más radical de los ejemplos posibles en el
orden de los remedios heroicos.” 334

Entre los apuntes de Altamira respecto del patriotismo destacaban las siguientes
ideas: a) la “historicidad” del fenómeno nacional no legitimaba la idea de la presunta
arbitrariedad o artificialidad del mismo335; b) la fraternidad universal como ideal no re-

333
Javier Varela habla de la existencia de un “nacionalismo armónico” propio del krauso-institucionismo
y caracterizado por su liberalismo, organicismo y reformismo social, pero también por una idea socio-
culturalista y psicologista de nación que, en la obra de Altamira, daría lugar a una síntesis marcadamente
historicista con aspiraciones a la vez científicas y político-doctrinarias. Ver: Javier VARELA, La novela de
España. Los intelectuales y el problema español, Madrid, Taurus, 1999, pp. 77-109. Inman Fox prefiere,
sin embargo, enfatizar la importancia de los elementos retóricos y programáticos positivistas y cientificis-
tas en el discurso nacionalista de los krausoinstitucionistas, considerándolos como una nota identitaria
que los distinguiría de los otros pensadores regeneracionistas. En este sentido Altamira —junto a Costa—
sería considerado también como un elemento fundamental en la formulación de la problemática de la
Nación tras el desastre del ’98. Su aporte historiográfico a la construcción de una idea de España estaba
alejado, según Fox, de cualquier reclamo autoritario o esencialista y de las imágenes populares e ingenuas
acerca de la identidad española, convertidas en tópicos por la tradición conservadora y reaccionaria. Ver:
Inman FOX, La invención de España, Madrid, Cátedra, 1997, pp. 55-64. José Álvarez Junco ha interpre-
tado la reacción nacionalista de regeneracionismo de forma muy diferente, reduciendo drásticamente la
influencia racional-progresista de los krauso-institucionistas en la definición de una problemática nacional
que, en lo sustancial, habría discurrido por un carril nítidamente irracionalista, populista, pseudocientífi-
co, esencialista e incluso antihistórico. Ver: José ÁLVAREZ JUNCO, “La nación en duda”, en: Juan P.
MONTOJO (Ed.), Más se perdió en Cuba, Op.cit., pp. 463-469.
334
Rafael ALTAMIRA, “El problema actual del patriotismo”, Op.cit., p. 65.
335
“...para nosotros, lo esencial del patriotismo es la moral. Habrá sentimiento patriótico en los pueblos
que se hayan afirmado, en el proceso del tiempo y por la acumulación de intereses, riesgos, sensaciones,

356
sultaba per se incompatible con las formas de asociación nacional existentes; c) en lo
que respecta al nacionalismo debería primar, entre los intelectuales, una reflexión realis-
ta por sobre los deseos utópicos336; c) “sacrificar el elemento propio” en aras de un cos-
mopolitismo vago o un fraternalismo radicalizado, sería el “más inocente e inútil suici-
dio”, teniendo en cuenta la realidad de un mundo donde las ideas nacionalistas —y sus
aberraciones chauvinistas— gozaban de tan buena salud337; d) la homogeneidad de la
civilización de tipo europeo occidental y el carácter crecientemente cosmopolita de la
ciencia y del arte, posee límites ciertos en su acción unificadora que no podrán ser tras-
pasados pese a las más poderosas influencias educativas que se apliquen, ya que no po-
drán crear en las comunidades humanas facultades que no existen, ni erradicar en ellas
particularidades que responden a sus situaciones de existencia objetivas; e) en la con-
formación del fenómeno nacional, serían decisivos los factores morales y psicológicos
por sobre cualquier otro género de condicionantes, incluso el territorial338.
Un año más tarde, Altamira publicaba su traducción de Los discursos a la na-
ción alemana del filósofo alemán Johann Gottilieb Fichte, antecedidos de un prólogo en
el que trazaba un paralelismo —quizás un tanto abusivo— entre la situación de Alema-
nia a comienzos del siglo XIX y la de España finisecular339. En aquella lamentable
coyuntura, “los más elevados representantes de la vida intelectual” que hasta entonces

ideas, etc., con una cierta unidad y solidaridad sociales, cristalizadas en un carácter común y una ideali-
dad colectiva. [...] Claro es que con esto se afirma la temporalidad y dependencia histórica en que están la
nación y el patriotismo; pero téngase cuidado de no confundir tales caracteres con el de contingencia,
cosa a que propenden, por error muy generalizado, algunos críticos.” (Ibíd., p. 64).
336
“...es indudable que la política real tiene otras exigencias que la política ideal, y que si en ésta es lícito
forjarse el cuadro de repúblicas utópicas en que (haciendo uso del optimismo de algunos grandes refor-
madores) aparezcan vencidos todos los males y todos los abusos egoístas que en las relaciones humanas
continuamente se producen y, por consecuencia, todas las rivalidades y exclusivismos, individuales y de
grupo, en aquella hay que partir de os datos reales y trabajar sobre la base de ellos. Los que pretendan
hacer otra cosa, serán excelentes filósofos o moralistas, pero no servirán para la obra de organización
actual, ni para el remedio inmediato de los males presentes, que no puede lograrse sino partiendo del
mismo estado en que se dan, ni nadie lo ha de conseguir per saltum.” (Ibíd., pp. 67-68).
337
“...la realidad nos obliga actualmente a reconocer la existencia de diferentes grupos nacionales, más o
menos caracterizados, de grupos puramente políticos, y de ciertos movimientos y aspiraciones comunes
que tienden a constituir asociaciones más amplias, bautizadas con el nombre de una raza: como el esla-
vismo, el germanismo, la fraternidad latina, la anglo-sajona, etc. Aun descontando de estas aspiraciones
todo lo artificial con que a ellas contribuye (y aún les da origen) el egoísmo político de tal o cual Estado,
que afirma con esto nuevamente su sustantividad, es indudable que existen corrientes de opinión en este
sentido, las cuales cada día tienden más a jugar un papel activo en la política internacional. Pues con
todos estos elementos hay que contar, hoy por hoy, para cualquier trabajo de reconstitución y de progreso;
y sacrificar el elemento propio, el que directamente nos toca, en aras de un cosmopolitismo vago, mien-
tras los restantes afirman y extreman, incluso agresivamente, su personalidad, es el más inocente e inútil
suicidio que cabe en cabeza humana.” (Ibíd., p. 68).
338
“Lo principal, repetimos, en un grupo de hombres, de cierta unidad concreta en intereses, creencias y
aspiraciones, en ideal y sentido de la vida; de la conciencia de esa unidad nace el sentimiento de solidari-
dad y amor referido a todos los que de ella participan, afirmando la personalidad del grupo y distinguién-
dolo de los demás: por donde, da cada vez, a medida que se acumula tradición, a medida que el tiempo va
consolidando la conexión entre los elementos constitutivos y la herencia colectiva, va diferenciándose y
cristalizando el genio nacional, la patria moral.” (Ibíd., p. 78).
339
“A comienzos del siglo, y a pesar del grandioso florecimiento de su literatura y de su filosofía, el pue-
blo alemán, desorganizado, corroído en sus clases directoras por el egoísmo, la frivolidad y el orgullo, y
falto de base en la masa social (inculta e indiferente a todos los grandes intereses de la vida) ofrecía un
tristísimo espectáculo, de que los mismos alemanes no se daban cuenta.” (Rafael ALTAMIRA, “Los discur-

357
yuntura, “los más elevados representantes de la vida intelectual” que hasta entonces
habían estado consagrados al placer solitario de sus estudios habrían, desconocido “el
valor social de la inteligencia y la importancia de los problemas nacionales”, se abrían
despertado. A raíz de la humillante derrota ante Napoleón, los intelectuales se asociaron
a un movimiento nacional contribuyendo a la tarea de “levantar el espíritu del país con
discursos y libros”. Entre 1807 y 1808 Fichte elaboró un opúsculo titulado “Patriotis-
mo” y presentó en la Academia de Berlín sus catorce Discursos a la nación alemana,
donde exponía una doctrina patriótica que procuraba una “transformación radical” del
pueblo alemán, partiendo de la crítica de sus defectos y recomendando una “educación
nueva” como instrumento de transformación. Estos rasgos, y un optimismo racional,
eran lo que hacía del pensamiento de Fichte una herramienta ideológica importante ca-
paz de ser utilizada por el regeneracionismo español:
“Como todos los grandes reformadores, Fichte partía de una censura implacable, franca, decidi-
da, de los defectos presentes, entendiendo que lo primero para la regeneración era darse cuenta
exacta de los obstáculos, de las causas de la decadencia, contemplando el mal cara a cara. Pero
esta especie de confesión de culpas... con ser ellas muchas y gravísimas, no llevó a Fichte hasta
el pesimismo. Apoyado en su vivo sentimiento de patria y en la fe inmensa que siempre tuvo en
la eficacia de la voluntad y el esfuerzo humano, Fichte presenta la regeneración como una obra
siempre posible y como el más alto deber de los hombres de buena voluntad [...] los hechos san-
cionaron la verdad de su fe y de su doctrina; y esta es la primera enseñanza que de los Discursos
podemos sacar para la orientación de nuestro espíritu en la crisis presente.” 340

La regeneración política a través de un balance crítico de la situación, de una po-


lítica pedagógica dirigida a educar a la juventud y de una incorporación plena de los
“teóricos” e intelectuales en el gran proceso político, eran tres elementos que acercaban
objetivamente a los krausistas y reformistas españoles de fines del siglo XIX y princi-
pios del XX, con aquel movimiento germanista. Sin embargo, estas coincidencias tan
significativas no hacían nublar el juicio crítico de Altamira, quien no dejaba de ver “los
peligros que, sin duda, tienen también sus doctrinas”: la exageración chauvinista, el
desarrollo de una idea de “raza escogida”, y la identificación del pueblo alemán con la
humanidad toda341.
Claro que, esta distancia crítica operaba sobre la certeza de que en España no
ocurrirían aquellas desviaciones, a juzgar por la absoluta improbabilidad de que la sali-
da al atolladero político finisecular condujera a un camino neo-imperial o expansionista,
quizás olvidando que existía, en perspectiva, un campo de aplicación y despliegue más
restringido pero no menos intenso e importante para aquel chauvinismo: el espacio
mismo de la nación:
“Este bastardeamiento de la doctrina original del autor no es de temer entre nosotros. Aunque no
falten en España chauvinistas, los desastres recientes más bien han inclinado el espíritu público

sos de Fichte a la Nación alemana”, en: La España Moderna, nº 124, Madrid, 1899, p. 35 —HMM, Mi-
crofilms, España Moderna, F 4 / 2—).
340
Ibíd., p. 35.
341
“Semejantes ideas fácilmente se convierten, en su aplicación a la práctica, en orgullo nacional y en
pretexto para toda clase de ambiciones. Sin duda Fichte no les hubiera dado esta interpretación abusiva;
pero de ellas se ha servido la política prusiana para legitimar sus invasiones y promover en el país una
corriente patriotera orientada hacia el engrandecimiento exterior.” (Ibíd., p. 39).

358
hacia el patriotismo, destruyendo la leyenda de nuestra vanidad y dando gran fuerza en la opi-
nión al principio de que conviene rechazar toda política de engrandecimiento exteriores, para
formar dentro de nuestro ámbito natural una nueva vida íntima, de prosperidad y florecimiento
interno. La ilusión dominadora, imperialista, que funda la felicidad y la grandeza de las naciones
en el triunfo de las armas y la hegemonía militar del mundo, ha pasado ya para nosotros. La su-
frimos durante siglos, y aún continuaba hoy día su reflejo pálido, pero suficiente para engañar la
vista de los espíritus superficiales. También se ha desvanecido esa luz embustera. Contentémo-
nos con ver desde lejos cómo luchan las naciones que ahora padecen, en toda su fuerza, la misma
ilusión que nosotros hemos padecido, y trabajemos por nuestra reforma interior, que ha de dar-
nos fuerzas para cumplir, si es preciso, el único deber que legítimamente puede arrastrar a las
naciones a la derivación de sus energías por otro camino que no sea el del trabajo: la defensa
propia.” 342

La reflexión crítica y el programa regenerador quería llamar la atención acerca


de la necesidad de operar cambios sin demoras, en la certeza de que no había nada de
necesario en la existencia de un pueblo o de una nación. Asumir la existencia histórica
de la nación, significaba hacerse cargo de la responsabilidad de conducirla satisfacto-
riamente y de garantizar no sólo su prosperidad, sino su misma supervivencia, que no
estaba establecida por la naturaleza343.
Esta posibilidad de extinción —que suponía la historicidad de la nación— era el
acicate para la acción regeneradora, aun cuando debiera prevenirse de la utilización
abusiva de teorías que, en base a los ejemplos históricos de los pueblos antiguos, pre-
tendiera presagiar el derrotero futuro de la humanidad. Altamira señalaba que proba-
blemente “las condiciones de vida de los pueblos modernos” eran muy diferentes de las
de sus predecesores, mostrándose más aptos para la “persistencia de la personalidad”,
de allí que:
“la teoría de la renovación de los pueblos y de las fatales leyes de desarrollo que los condenan,
como a los individuos, a muerte inevitable (teoría quizás demasiado sujeta a una pura observa-
ción histórica limitada, que no puede elevarse a ley), necesita de una detenida revisión para con-
trastar su derecho a influir sustancialmente en nuestras concepciones de estos fenómenos socia-
les.” 344

Altamira no estaba discutiendo aquí una cuestión técnica, sino que estaba intro-
duciéndose en el debate sobre las naciones moribundas que habían instalado los teóricos
del imperialismo anglosajón:
“¿quién se arrogará justamente el derecho a condenar en definitiva a un pueblo, dándolo por in-
útil, por muerto, por falto de toda condición buena que, debidamente desarrollada, pueda servir
para el progreso del mundo? Los sociólogos que reparten con ligereza desenfadada patentes de
vitalidad o decadencia irremediable, de utilidad o inutilidad, de aptitud o ineptitud para la civili-
zación a los pueblos, no son hombres de ciencia, no tienen derecho a ser escuchados seriamente;
o son políticos disfrazados, que buscan con sus sentencias la formación de una atmósfera conve-
niente para la realización de planes interiores o internacionales, o son fanáticos (reaccionarios

342
Ibíd., p. 40.
343
“no debe perderse de vista que los pueblos no son eternos, y que muchos, más poderosos que las gran-
des nacionalidades modernas, han desaparecido del mundo. Cuando un pueblo ha agotado su ideal y sus
energías naturales o se ha depravado moralmente, o a caído en un anárquico egoísmo como el que Fichte
pintaba en los Caracteres del tiempo presente, perdiendo todo interés por defender y salvar el carácter y
la independencia nacionales, es lógico que decaiga y se deje absorber por otro pueblo que se halle en
pleno período de desarrollo nacional; y hasta puede desaparecer por completo...” (Ibíd., p. 83).
344
Rafael ALTAMIRA, “El problema actual del patriotismo”, Op.cit., p. 84.

359
una veces, radicales otras) que se dejan llevar por sus fanatismos y cierran los ojos a la historia y
a la psicología colectiva.” 345

Determinar la “superioridad” de un pueblo sobre otro, cuando el concepto de ci-


vilización del que se disponía no era uniforme ni definitivo, sería claramente arbitrario;
pero deducir a partir de aquél, el derecho a la existencia de una nación o su destino in-
exorable de ser absorbida, o más aún, la tendencia inexorable —y conveniente— de la
homogeneización del mundo de acuerdo con un tipo supuestamente “superior”, sería
ciertamente descabellado346.
Otro texto de la época fue la primera versión de La psicología del pueblo espa-
ñol, estudio compuesto en el verano de 1898, pero publicado por primera vez en marzo
de 1899. Altamira afirmaba en este texto que más allá de la importancia del regionalis-
mo en España, “existe entre nosotros la coincidencia y el sentimiento de nuestra unidad,
no ya como Estado, sino como nación”. La existencia de notas comunes alrededor de
intereses, ideas, aptitudes y defectos, harían que pudiera hablarse del español como de
“un tipo característico en la psicología del mundo” y de España, como de “una entidad
real y sustantiva”347.
Aun cuando naturalistas o geógrafos hablaran de la Península Ibérica como de
un individuo geográfico o de una nación botánica, la Nación española era, por supuesto,
un producto histórico. Pero, para Altamira, esta historicidad del fenómeno nacional no
era equivalente a sostener su arbitrariedad: “la historia no es arbitraria, sino que tiene su
base y raíz en cualidades esenciales del sujeto que la realiza”348.
Sería claro que la identidad nacional española —reconocida perfectamente por
los extranjeros, aunque de forma no siempre adecuada y justa— residiría fundamental-
mente en el “elemento interno, psicológico”; pero pasar de esta evidencia a desentrañar
sus características resultaba dificultoso debido al desconocimiento de muchos aspectos
de la historia de España.
La necesidad de auscultar las características profundas del ser español, tanto más
en sus defectos que en sus virtudes —cuyos antecedentes podrían encontrarse en el siglo
XVII y en el XVIII con las obras de Feijóo y Masdeu—, respondía, por un lado, a la

345
Ibíd., p. 86.
346
“Y si de estas reflexiones resulta muy aventurado decidir respecto de la superioridad absoluta de un
pueblo sobre otro, y de la conveniencia de adoptar universalmente y de un modo completo el tipo presun-
to superior, como si los demás no ofreciesen ningún elemento aprovechable para la obra común humana,
¿parecerá cosa más fácil decidir en punto a la utilidad de destruir la variedad riquísima de los genios
nacionales, reduciéndoles a una simplicísima homogeneidad por el dominio incontestable y la presión de
uno solo? ¿Acaso ganará más el género humano con la uniformidad que con el sostenimiento de la espe-
cial originalidad de cada uno de sus grupos? ¿Acaso le prestará más servicio un pueblo renunciando a su
propio carácter (no sólo en lo que tenga de propiamente suyo, sino hasta en el modo de interpretar y
desarrollar lo ajeno asimilado), que procurando mantener, purificar y engrandecer ese mismo carácter? Ni
cabe, en fin, asegurar —y menos hoy en día, dada la orientación y las conclusiones de los modernos estu-
dios filosóficos y sociales— que la formación del tipo ideal humano se logre mejor por la absorción de
todos los elementos en uno solo, que por el juego libre de todos ellos, cada cual en su esfera y a su modo,
perfeccionándose cada vez más por la experiencia concreta de una función especial.” (Ibíd., p. 88.).
347
Rafael ALTAMIRA, “Psicología del Pueblo Español”, en: La España Moderna, Madrid, marzo 1899, p.
5 (HMMM, Microfilms, La España Moderna, F 4 / 2 (21).
348
Ibíd., pp. 5-6.

360
voluntad de responder los ataques hispanófobos de ingleses, franceses, holandeses e
italianos que en el terreno de la cultura y de la ideología contestaron a la hegemonía
española con la conformación de leyendas negras acerca de la idiosincrasia española; y,
por otro lado, a la necesidad de desentrañar las razones de la decadencia y establecer el
aporte de España a la humanidad.
Pese al decisivo avance del revisionismo hispanófilo en Europa y al consecuente
debilitamiento de las “leyendas negras” —que persistían en América con cierta fuerza—
, todavía existiría un registro muy importante en el que no se habrían disuelto los prejui-
cios anti-españoles, perjudicando decisivamente la imagen del país y entorpeciendo
buena parte de sus relaciones con otros pueblos:
“la historia intelectual, todavía ofrece armas, no obstante, a los que juzgan por prejuicios o tras-
ladando a la historia el criterio moderno y las polémicas actuales, y a los que tienen más cómodo
seguir creyendo la fabulosa historia de España forjada por enemigos extranjeros y cándidamente
creída como artículo de fe por no pocos nacionales, el fenómeno de nuestra decadencia en el si-
glo XVII, de nuestro fragmentario renacimiento en el XVIII (pujante, sin embargo, en las esferas
a que hubo de tocar) y de nuestro atraso actual relativamente al enorme progreso de las demás
naciones europeas.” 349

Más allá de las causas, de la certeza de las observaciones de Ganivet, Costa y


otros agudos analistas contemporáneos del genio español, Altamira proponía que: a)
España había dejado perder “gran parte de la grandiosa cultura” que desarrolló durante
tres siglos; b) la decadencia había comenzado antes de que las ideas racionalistas y en-
ciclopédicas de raíz francesa penetraran en España —a despecho de quienes echaban la
culpa a las ideas progresistas—; y c) las causas del declive no debían buscarse en la
pereza, la ineptitud de la “raza” ni en las determinaciones negativas del medio físico,
cuestiones ampliamente refutadas.
Para el alicantino, las causas históricas que torcieron, en el orden económico, el
“gran empuje del Renacimiento”, se relacionaban con la despoblación y el gasto bélico
—en el orden económico—. En el orden político, esas causas se relacionarían con el
“complicado engranaje de compromisos políticos” y dinásticos y una diplomacia, orien-
tada bajo los Habsburgo, a sostener el esfuerzo imperial a escala mundial. Finalmente,
Altamira, habrían actuado otras causas de difícil encuadro y ciertamente inasibles, como
la de un eventual “cansancio” producido por el esfuerzo grandioso acometido en la lite-
ratura, el arte, las investigaciones naturales, y las ciencias morales y políticas.
En todo caso, la hipótesis de Altamira hacía recaer la explicación en factores his-
tóricos y no “naturales”, por lo que, de su diagnóstico no podían derivarse conclusiones
absolutas acerca del genio español, desestimaciones de la obra civilizadora realizada por
España, o negaciones de la legítima esperanza de un nuevo renacimiento:
“Todas estas reflexiones me inclinan a creer que gran parte de las causas de nuestra rápida caída
deben colocarse en la interposición de obstáculos que dispersaron nuestras fuerzas y no las deja-
ron concentrarse en el punto crítico para resolver la crisis interior, debilitándolas con esto para
romper la costra de atenciones extrañas que les impedían salir a luz; porque sería poco serio
creer que un pueblo que acababa de dar tantas muestras de energía civilizadora, se cambiase de
golpe en otro completamente inepto: ¿acaso se cumplen nunca así las evoluciones sociales? Una

349
Ibíd., pp. 3-5.

361
mala derivación de nuestras energías y un embebimiento de nuestras fuerzas intelectivas, pareci-
do al que de sus aguas sufre el Guadiana —lo cual no impide la continuación subterránea de la
corriente, que, en su día, resurge a la superficie— pueden ser explicaciones del hecho que estu-
diamos.”

La derrota de 1898 había habilitado nuevas e inevitables lecturas catastrofistas


que tenían su razón de ser y se justificaban, en parte, por la exhibición que hacían de
algunos problemas de larga duración en la cultura y sociedad españolas, pero que a la
vez, debían ser moderadas por una reflexión más serena. Después de todo, nadie podía
afirmar conocer el itinerario futuro del decurso histórico y la recurrencia en la
autoflajelación podía derivar en un pesimismo radical que profundizara la crisis350.
Con la aparición de “La psicología del pueblo español” se completaba el tríptico
patriótico —junto al Discurso leído en la solemne apertura del curso académico de
1898 a 1899 y “El problema actual del patriotismo”— que sería recogido en 1902 en el
libro Psicología del pueblo español. Este tríptico, junto con la edición de los Discursos
de Fichte, y varios artículos periodísticos de menor entidad, formaban un pequeño pero
imprescindible corpus para comprender el ideario de Altamira —y de buena parte del
sector regeneracionista— al respecto del problema nacional español.
Teniendo en cuenta los límites y rasgos específicos de este “españolismo”, la
posterior evolución del escenario político español, y sin pretender desvincular este dis-
curso patriótico de una tradición ideológica centralista más abarcadora, se nos ocurre
útil mantener un distinción significativa entre aquel “patriotismo” de fines del XIX y
principios del XX, y el nacionalismo español que le sucedió, habida cuenta de la deriva-
ción conceptual radical y reaccionaria que éste experimentaría entre la segunda y tercera
década del siglo XX y que, bajo ningún punto de vista, podía comprometer a la mayoría
de estos intelectuales, ni en sus ideas ni en sus prácticas.
En ese sentido, si bien es menester reconocer el nacionalismo de Altamira, resul-
ta a la par, imprescindible, admitir que su pensamiento patriótico y su adscripción “na-
cional” poseían una riqueza y un grado de elaboración crítica muy considerables para
haber sido gestados antes del período 1914-1918. Estos contenidos específicos deben
ser tenidos muy en cuenta a la hora de calificar su opción ideológica por la regeneración

350
“la leyenda pesimista se sostiene por virtud de nuestros desastres recientes, del hecho (terrible, en la
lógica implacable y sin entrañas de la vida internacional) de estar caídos, de la abulia que por el momento
padecemos, y de la persistencia anacrónica de vicios y de ideales que, no pudiendo ya disculparse con el
hecho de ser comunes a otras naciones (como en edades pasadas), parecen acusar una incorregibilidad
que refuerza los tonos negros de la tradición nacional, cuando probablemente es, en muchos puntos, una
agravación excepcional y nueva, no la confirmación de un hecho esencial en nuestra historia. En cuanto a
la decadencia presente, ¿quién tiene derecho para afirmarlo en este o en el otro sentido? Las hipótesis
pesimistas, con harta ligereza trocadas en afirmaciones de una supuesta muerte o degeneración incurable
del cuerpo social, si pueden explicarse por el espectáculo de las desdichas actuales —que por estar
próximas quizás parecen mayores— y aun en muchos casos por el mismo afán, por la impaciencia gene-
rosa de ver llegar el remedio y producirse la curación, no se pueden traducir en sentencia definitiva, sin
más ni más; ni habrá quien serenamente cargue con la responsabilidad de darla, autorizando todas las
consecuencias que lógicamente se desprenderían de tamaña condenación: abandono absoluto de todo
esfuerzo, disolución completa de todo lazo social, e indiferencia hacia todo futuro destino. ¿Para qué
preocuparse de los muertos?” (Ibíd., p. 59).

362
de España y reconocerle una entidad y una dignidad ético-política de la que carecían las
elaboraciones chauvinistas posteriores, y con la que resulta injusto emparentarla.

2.3.- Fermín Canella, ideólogo y garante del periplo americanista.


El viaje americanista fue, sin duda, una iniciativa universitaria ovetense. Sin
embargo, reconocer su índole institucional no supone desconocer el hecho de que esta
empresa estuvo ligada, como hemos visto, a un proyecto intelectual del sector krauso-
institucionista, y hubiera sido irrealizable sin el compromiso decisivo de dos individuos:
Rafael Altamira, su protagonista y Fermín Canella, su organizador y garante.
Si bien es cierto que cada uno de ellos llegaba a este proyecto desde intereses di-
ferentes, primando en Altamira su compromiso patriótico y regeneracionista, y en Cane-
lla su compromiso institucional con el fortalecimiento de la Universidad de Oviedo, es
indudable que los fines de ambos resultaban complementarios y hasta solidarios. Esta
fue la base del entendimiento de ambos hombres y, por supuesto, una de las razones
principales que pueden explicar la eficacia de la acción ovetense en América y la poste-
rior repercusión de la misión académica en España.
El acuerdo que uniría a Canella y Altamira en torno al proyecto americanista en
el que ambos estaban implicados tanto ideal como prácticamente, ha sido objeto de al-
gunas suspicacias, toda vez que el desempeño brillante del segundo opacara, inevita-
blemente, la ardua labor del primero.
Esta situación, y las tensiones que trajo aparejadas en una sociedad pequeña co-
mo la ovetense, fue abordada por Santiago Melón, siguiendo las expresiones de los crí-
ticos contemporáneos de Altamira y su grupo —interesados en crear fisuras entre “re-
gionalistas” e institucionistas— y de sus mismos aliados en el Claustro ovetense, como
Adolfo Posada351.
Melón ha acertado al diagnosticar que, detrás de aquellas suspicacias hacia Al-
tamira, debía verse, por una parte, una reacción legítima a la desmesura del recibimien-
to, y por otra parte, una reacción mezquina ante el éxito personal de un personaje cuya

351
Adolfo Posada testimonia en sus memorias la labor de Altamira en América y los pormenores de su
recepción en Oviedo, con sobriedad pero sin poder obviar ciertos toques de amargura: “Fue entonces
cuando tuvo lugar aquella larga y triunfal excursión a Hispanoamérica, con la satisfacción que coplamci-
do sentía al verse entre entusiastas argentinos, uruguayos, chilenos, peruanos. Y debo declarar —pues
puedo hacerlo pues yo seguí el año siguiente, 1910 a Rafael— que aunque éste exagerara el aparato ex-
terno con actitudes tan propias de su carácter, realizó una hermosa y trascendental misión en nombre de la
Universidad de Oviedo que, bajo la inspiración de Canella, iniciara hacía años el intercambio de publica-
ciones y profesores con las universidades hispanoamericanas. […] Altamira representó muy bien y muy
dignamente su delicado papel. Sin esfuerzo aparente se puso a tono con las exigencias del ambiente, dan-
do fin a su carrera de triunfador con la aparatosa recepción de Oviedo. Si no recuerdo mal, el Gobierno le
adornó con la cruz de Alfonso XII, o no sé quién. Cuando yo le vi en Madrid a su regreso con el alcalde
de Alicante, me pareció ya otro del de mis días en Oviedo. Su personalidad todavía mal definida o que yo
no había sabido ver se había fijado plenamente: su fisonomía, su aire solemne, importante, eran sin duda
los del Altamira cerca del pináculo o de su meta, en la plenitud de su consciente prestigio y en marcha
hacia los más altos destinos de la Dirección General de Enseñanza, más tarde en La Haya, en la vida
internacional, en las Academias de Ciencias Morales y Políticas y de la Historia, ¡ah! Y con la mira pues-
ta ¿por qué no¿ en la Academia Española y… en el Premio Nobel, que tanto habría complacido al ilustre
colega universitrio.” (Adolfo POSADA, Fragmentos de mis memorias, Op.cit., p. 254).

363
consideración pública había crecido de forma espectacular. Altamira no dejaba de ser en
Oviedo —y en el mejor de los casos— un ilustre “arribista”, cuando no, para los mu-
chos e influyentes católicos y conservadores recalcitrantes, un esbirro del liberalismo
krauso-institucionista.
Como adelantábamos capítulos atrás, el regreso triunfal y el ascenso personal de
Altamira instaló en la prensa católica y conservadora asturiana una campaña que tuvo
como blanco la figura y el desempeño del alicantino; cuestionándose si no el proyecto
en sí mismo, si su ejecución en el terreno. Quedaba así reforzada la progresiva disocia-
ción de Canella del periplo americanista que contribuyó a organizar, el cual fue identifi-
cado, tanto a los efectos de ponderar como de criticar, con su protagonista inmediato.
Si bien este eclipsamiento de Canella y de la institución fue un efecto de la
propia dinámica del viaje, reforzado por la progresiva personalización de los logros de
la prédica americanista —de la que no fue ajeno Altamira, quien titularía su libro como
“Mi” viaje a América—, la crítica de los opositores al Grupo de Oviedo profundizó el
extrañamiento de un personaje tan inasible y localmente influyente como Canella, a los
efectos de poder demoler con mayor comodidad la figura, más o menos privada de pro-
tecciones regionales, de Altamira.
De allí que sea necesario recuperar, en esta investigación, el rol de Fermín Cane-
lla como el organizador del viaje americanista, y como principal apoyo institucional y
personal de Rafael Altamira mientras durara aquella experiencia.
Altamira nunca olvidó en público, otorgar a Canella y a su Claustro, el crédito
que les correspondía en aquella empresa. En la Universidad de La Plata, por ejemplo, no
perdería oportunidad de ponderar el papel cumplido por el Rector y los miembros de su
propio grupo, en la consecución del periplo americanista:
“Todas estas consideraciones [americanistas] han constituido durante muchos años una de las
mayores preocupaciones de la Universidad de Oviedo. Signos de ellas han sido nuestras comuni-
caciones circulares de 1900 a las Universidades hispano-americanas, los libros de Posada refe-
rentes a vuestros países, las conferencias de Buylla, del mismo carácter, y algunas de mis publi-
caciones; pero nadie se había atrevido a dar el gran paso y a formular concretamente la manera
más práctica de realizar nuestro deseo. Ese paso y esa fórmula las ha dado el entusiasta espíritu
de nuestro Rector, Canella, el primero elegido por un Claustro de España, verdadera alma de esta
expedición, y para quien os pido un recuerdo simpático. Esas iniciativas nos daban cierto dere-
cho a ser los primeros. No las invocamos, sin embargo. Si no hemos aguardado a 1910 para ve-
nir, no ha sido por anticiparnos a otros elementos, sino simplemente porque hemos pensado que
la ocasión de las grandes fiestas que celebráis no es la propia para conseguir una comunicación
intelectual reposada e íntima, como la que deseamos.” 352

352
Rafael ALTAMIRA, “Discurso pronunciado en ocasión de su recepción en la UNLP” (La Plata, 13-VII-
1909), reproducido en: ID., Mi viaje a América..., Op.cit., pp. 120-121. Informado del contenido de este
discurso, bien por Altamira o bien por Rafael Calzada, Canella no dejó de felicitar al alicantino por su
alocución y su lealtad: “El discurso de recepción en La Plata me ha gustado muchísimo porque ese texto
sencillo, claro, de convicción e indicador de su misión académica española (sin perder un instante de
insistir en honra y prez de nuestra Universidad) y de su especialidad docente literaria, han de causar
efecto grandísimo y han de dejar estela y recuerdo imborrable de V. en América.” AFREM/FA, Cartas a
Rafael Altamira, RAL 2, Canella y Secades, Fermín, (28 docs.), Carta de Fermín Canella a Rafael Alta-
mira, Oviedo, 8-VIII-1909).

364
Sin embargo, la importancia de Canella para el viaje americanista no sólo radi-
caba en su voluntad de poner los resortes institucionales de que disponía al servicio de
aquel proyecto, sino en el permanente apoyo logístico que procuró ofrecer a Altamira,
movilizando sus relaciones y sus contactos personales en América y actuando como
representante legal de Altamira en España durante su ausencia.
Canella mantuvo informado a Altamira de sus asuntos, a la vez que tramitaba
con celeridad las exigencias burocráticas que imponía la legislación española a la hora
de autorizar la ausencia de los profesores durante el ciclo lectivo.
Un buen ejemplo del trabajo del rector por cuenta de Altamira fueron sus gestio-
nes para obtener una autorización oficial que permitiera al alicantino enseñar en los Es-
tados Unidos de América353. Una vez obtenida la autorización Canella se preocupó de
remitir al viajero una copia de la Real Orden del 18 de septiembre de 1909, por la Sub-
secretaría del Ministerio de Instrucción pública comunicaba a la Universidad de Oviedo
la autorización para que Altamira explicara una serie de lecciones en universidades nor-
teamericanas354.
Conocedor de la escrupulosidad de la burocracia española, Canella no desaten-
dió sus deberes para con el Ministerio, solicitando la extensión de la autorización ya
otorgada habida cuenta del éxito que estaba verificando el viaje americanista y la impor-
tante labor de acercamiento intelectual y diplomático que estaba desarrollándose alrede-
dor del proyecto de la Universidad de Oviedo355. A través de esta petición de oficio,

353
Canella se dirigió por entonces al Ministro de Instrucción pública transcibiendo y secundando el pedi-
do de autorización de Rafael Altamira para dictar conferencias en inglés en varias Universidades de Esta-
dos Unidos de América organizadas por la Hispanic Society of America sobre: I.- La España actual; II.-
Psicología del pueblo español; III.- La tolerancia y la intolerancia españolas; IV.- La Ley y la costumbre
jurídica en la vida española; V.- Las teorías jurídicas españolas; VI.- Lo que ha hecho España para la
civilización; VII.- La literatura como fuente para la historia de España; sobre cuyo programa Altamira
había adelantado su preacuerdo sujeto a confirmación de Canella y del ministro (AMAE, Expedientes A-
1 Legajo 9565/5, Relación de las Conferencias que Rafael Altamira impartirá en Estados Unidos en 1910
firmada por el Rector de la Universidad de Oviedo, Fermín Canella, dirigida al Ministro de Instrucción
Pública y Bellas Artes, Oviedo, 11-VIII-1909; sello de entrada en el MIPBA 13-VIII-1909).
354
Aquella misiva transcripta por Canella, aclaraba escrupulosamente que “esta autorización se entenderá
concedida con carácter honorífico sin remuneración alguna y por el lapso señalado a contar desde el
primero de enero próximo” (IESJJA/LA s.c., Carta original manuscrita de Fermín Canella a Rafael
Altamira, Oviedo, 3-IX-1909.)
355
“El catedrático de esta Universidad, D. Rafael Altamira salió a mediados de junio último, aprovechan-
do las vacaciones reglamentarias, para la República Argentina, donde se encuentra en la actualidad dando
conferencias científicas en la Universidad de La Plata y otros centros docentes de aquel país, habiendo de
continuar esta misión académica que realiza con conocimiento y beneplácito de V.E., en las repúblicas de
Chile, Perú, Uruguay, Cuba y México, hasta fines del presente año que ultimará su trabajo universitario
en dichos Estados. Entonces, y durante el mes de enero, debe pasar a la república del Norte de América,
para lo que ha sido autorizado por real Orden del 18 de agosto último, aunque, para este caso, con carác-
ter honorífico y sin remuneración. Próximo a inaugurarse el nuevo curso, me permito interesar de la
protección de V.E. las órdenes oportunas para legalizar la situación del profesor ausente, cuyas tareas en
los Centros Hispano-americanos no pueden ser más satisfactorias según comunicaciones de los mismos y
sendas relaciones de la prensa más prestigiosa. A este efecto tengo el honor de dirigirme a V.E., en nom-
bre del Claustro, con el fin de que se autorice la ausencia del Sr. Altamira con el disfrute del haber que le
corresponde, a lo que es acreedor por los buenos servicios que viene prestando en su penoso trabajo y por
los sacrificios que se ha impuesto en honor de la Universidad española. Durante los indicados meses de
ausencia no quedarán seguramente desatendidas las cátedras que dicho profesor tiene a su cargo, y que
desempeñarán los auxiliares, y en caso necesario sus compañeros los numerarios, que se han ofrecido

365
Canella pretendía formalizar la solicitud que hubiera efectuado personalmente a Rodrí-
guez San Pedro para que las últimas disposiciones ministeriales respecto del absentismo
docente no afectaran la situación de Altamira356.
Pese a alguna dilación, las gestiones de Canella y la existencia de informes favo-
rables acerca de la actuación del delegado ovetense que disponía el Ministro, contribu-
yeron a que los pedidos de Altamira fueron satisfechos. Respecto de aquellos informes
según se ha podido constatar en los archivos correspondientes, el Subsecretario del Mi-
nistro de Estado, remitió al Subsecretario del Ministerio de Instrucción Pública y Bellas
Artes, el reporte que le hiciera llegar el ministro español en Chile en su despacho nº
164, del 8-XI-1909, en el cual el diplomático reseñaba su labor de apoyo y agasajo a
Altamira y destacaba:
“el exquisito tacto con que en todos los actos, lo mismo chilenos que españoles, obró dicho S.
Asesorándose ante todo de la Legación de S.M. [...] la visita de dicho S. No solo ha servido para
la realización de la especial misión que le confiara la Universidad de Oviedo, sino que también
para poner muy de manifiesto la gran corriente que existe aquí de españolismo. En brindis y dis-
cursos se ha hablado mucho y bien de nuestra Patria. El Señor Altamira no ha tocado ni indirec-
tamente ninguna cuestión política.” 357

Canella también asistió a Altamira en lo personal y familiar, poniéndose en evi-


dencia en su epistolario, la confianza recíproca que existía entre ambos. Así, Canella
tranquilizaba al matrimonio Altamira —instándolos a confiar en Segismundo Moret y
en él mismo— respecto del pago regular de su sueldo y de la obtención de una prórroga
que legalizara la prolongación del viaje y evitara que se le aplicaran recortes en sus ha-
beres u otras sanciones358.

gustosos a llenar dicho cometido; porque tanto y más procede ante la significación y trascendencia de la
excursión científica del Sr. Altamira, que tanto ha de contribuir a estrechar las relaciones de la Madre
patria con aquellos pueblos, nuestros hermanos, objetivo que mucho tiempo atrás viene persiguiendo esta
Escuela. Dios guarde a V.E. muchos años. El Rector, Firmado: Fermín Canella” (AMEC, Expedientes A-
1, Legajo 9565/5, Instancia original mecanografiada —4 pp., 1ª con membrete de Universidad Literaria
de Oviedo, registro de Personal facultativo n.432 y nota de resumen al margen— del Rector de la Univer-
sidad de Oviedo Fermín Canella al Ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes por el viaje a América
de Rafael Altamira, Oviedo, 14-IX-1909; con sello de entrada en el MIPBA, 20-IX-1909).
356
Respecto de las gestiones epistolares y personales de Canella con el ministro de Instrucción pública,
Faustino Rodríguez San Pedro, puede leerse la propia carta del rector a Altamira: “El probe Ministro se
descolgó con esa comunicación; pero para atajar cosa semejante de su propia cátedra, envié a Madrid esa
otra, que le repetiré mañana en Las Caldas. Lo que tendrá V. que perder son las pesetas de la acumulación
por estos 4 meses; pero entiendo que debe volver a su disfrute en cuando V. regrese.” (IESJJA/LA s.c.,
Carta original manuscrita —4 pp., 1ª con membrete de la Universidad de Oviedo— de Fermín Canella a
Rafael Altamira, Oviedo, 15-IX-1909).
357
AMEC, Expedientes A-1, Legajo 9565/5, Ministerio de Estado, Política, Despacho nº 219 del Subse-
cretario del Ministerio de Estado al Subsecretario del Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes,
Madrid, 17-XII-1909, con sello de entrada del MIPBA del 21-XII-1909. Canella daba cuenta a Altamira
de este informe: “[Faustino Rodríguez de] San Pedro me dice que ha recibido carta muy satisfecha de
nuestro representante allí [Chile], añadiendo que nuestra colonia nacional, especialmente la asturiana y
aquella Universidad [de Santiago] están dispuestas a un gran éxito por V.” (AFREM/FA, Cartas a Rafael
Altamira, RAL 2, Canella y Secades, Fermín, (28 docs.), Carta de Fermín Canella a Rafael Altamira,
Oviedo, 8-VIII-1909).
358
Tal como afirmó Canella, sus gestiones políticas al más alto nivel dieron su fruto en el Real Orden del
2º de noviembre, por la que se le otorgó a Altamira la prórroga de licencia con goce de sueldo. Ver:
AFREM/FA, Cartas a Rafael Altamira, RAL 2, Canella y Secades, Fermín, (28 docs.), Carta de Fermín

366
Podría decirse que, a pesar de algún impasse en la comunicación epistolar man-
tenida durante el periplo, Canella enviaba regularmente noticias a Altamira, ya fuera
directamente o a través de Rafael Calzada, quien también le servía como fuente de in-
formación de la marcha de la misión ovetense en Argentina.
El Rector seguía trabajando desde Asturias para facilitar el viaje a Rafael Alta-
mira, buscando apoyo entre sus hombres de confianza en América359; transmitiendo al
delegado ovetense determinados consejos e informaciones útiles para potenciar la re-
percusión de su misión; renovando vínculos institucionales y respondiendo puntualmen-
te a las indicaciones del viajero en cuanto al establecimiento de relaciones con determi-
nados personajes influyentes de Argentina:
“A se le remitirán en paquete postal tres medallas, únicas disponibles, y quedan 7; y de seguro
me pedirá V. alguna sucesivamente para Chile y demás.” [...] “He oficiado a la Hispanic Society
of America. Con el Dr. D. Joaquín González, con ese joven Ministro de I.P., cuyo nombre y ape-
llido V. me dirá, con el Dr. Avelino Gutiérrez, no sé que hacer; pero Ministro vendrá que me oi-
ga y atienda” [...] “Reservado.- Los amigos chilenos de por aquí no desean que Blasco Ibáñez es-
tuviese en Chile cuando V. El Sr. D. José Pastor de Santiago, de quien le hablé, está muy
dispuesto a favor de V., como su yerno D. Carlos Silva Villasola que es redactor en jefe y direc-
tor de El Mercurio, importantísimo diario de Chile.”360

Desde Oviedo, Canella centralizó en su despacho la campaña de publicidad del


evento, difundiendo las noticias de Altamira y elaborando, a partir de sus informes —el
primero de ellos remitido el 20 de noviembre a bordo del vapor Guatemala viajando
rumbo a México— comunicados para la prensa y otras instituciones interesadas en la
evolución del viaje361.
El rector ovetense cumplió escrupulosamente las indicaciones de Altamira refe-
rentes al seguimiento del encargo de la colección de biología marina que cursara al Pro-
fesor Rioja de la Estación de Santander y del envío de ejemplares del libro España en
América al rector de la Universidad de Santiago Valentín Letelier, a Matías León y al
rector de la Universidad de San Marcos. También se preocupó Canella de asegurar a
Altamira una recepción digna al chileno Lesterria y a Rodolfo Rivarola durante su paso
por España; de procurarle más medallas para repartir entre los peruanos y de tramitar las
franquicias aduaneras necesarias para la pronta entrada del material bibliográfico obte-

Canella a Rafael Altamira, Oviedo, 12-XII-1909; IESJJA/LA, Carta original manuscrita —2 pp., 1ª con
membrete de la Universidad de Oviedo— de Fermín Canella a Rafael Altamira, Oviedo, 4 -I-1910.
359
Un ejemplo de la actividad de Canella en este sentido pude comprobarse en su epistolario con diversas
personalidades cubanas. Ver: IESJJA/LA, s.c., Carta original manuscrita de Aquilino Díaz y Suárez a
Rafael Altamira, Pinar del Río, 23-II-1910; IESJJA/LA, s.c., Carta original manuscrita de Francisco
Alonso a Rafael Altamira, Santa Fe, Isle of Pines, 22-II-1910; IESJJA/LA, s.c., Carta original mecanogra-
fiada de Manuel Secades a Rafael Altamira, Habana, 19-II-1910; IESJJA/LA, s.c., Carta original meca-
nografiada de Juan Manuel Dihigo a Rafael Altamira, Habana, 9-XII-1909 IESJJA/LA, s.c., Carta origi-
nal manuscrita de Juan Manuel Dihigo a Rafael Altamira, Habana, 2-XII-1909 (donde da cuenta de un
envío de documentos remitidos por Fermín Canella).
360
“IESJJA/LA s.c., Carta original manuscrita —4 pp., 1ª con membrete de la Universidad de Oviedo—
de Fermín Canella a Rafael Altamira, Oviedo, 15-IX-1909.
361
IESJJA/LA, s.c., Carta original manuscrita —6 pp. en dos secciones, 1ª p. con membrete Universidad
de Oviedo, 2ª sección entre p. 4 y 6; p. 5, con membrete y escrito “-2-”— de Fermín Canella a Rafael
Altamira, Oviedo, 27-XII-1909. Canella declara haber enviado resúmenes para El Imparcial, Época, El
Heraldo de Madrid y la Unión Iberoamericana.

367
nido por los pre-acuerdos de intercambio bibliográfico y que serían remitidos a Oviedo
desde las universidades latinoamericanas362.
La acumulación de tanto trabajo de secretaría, imprescindible pero extenuante,
abrumaba en ocasiones al Rector, quien se quejaba ante Altamira de la falta de interés y
aplicación de los políticos e intelectuales españoles: “He de decirle a V. y mejor recor-
dárselo, que los españoles y su prensa se preocupan de la política y contadísimos del
viaje de V. y sus grandes consecuencias, ni nos ayudasen Gobierno y las demás Univer-
sidades. Los ilusos como V. y yo y media docena más, somos contados”363. Faltando
más de tres meses para el final del periplo, el stress de Canella era evidente y el deseo
de que Altamira regresara de una vez por todas no sólo debería atribuirse a la sincera
amistad que entre ambos se había desarrollado: “me hace falta que V. regrese. No se
pensar más que continuamente en su viaje y diferentes estancias y estar en espíritu con
V. en Universidades, Casino, Centros, recepciones, etc., pues hasta muchas veces en
sueños anduve por esos países al lado de V. mi trabajo rectoral, verdaderamente sobre-
humano con tantas gestiones, se une esto de V. en que estoy casi solo, porque también
es verdad que nadie lo comprende como nosotros”364.
Altamira, debido a la suma continua de responsabilidades académicas y sociales,
no siempre pudo retribuir tanta preocupación, ni pudo sostener un intercambio epistolar
demasiado prolongado con Canella, quien debía recurrir a la información de sus amigos
y de los recortes de periódicos que le eran remitidos por encargo del propio Altamira.
Es por ello que, para mediados de septiembre, el rector ovetense todavía no tenía una
idea muy nítida de la marcha del asunto americano y había tenido que demandarle ami-
gablemente más información “oficial” a su catedrático365.
En todo caso, el rector de la Universidad de Oviedo era perfectamente conscien-
te de las responsabilidades que tenía que afrontar Altamira y también del rédito personal
que el éxito de esta empresa daría al alicantino. En una carta escrita antes de concluir la

362
Ibídem. Respecto de la recepción de Rivarola, esta no se consumaría porque el profesor argentino no
llegaría a pisar Asturias, ya que estando en Roma, fue requerido desde Argentina para retornar al país.
Ver: AFREM/FA, Cartas a Rafael Altamira, RAL 2, Canella y Secades, Fermín, (28 docs.), Carta de
Fermín Canella a Rafael Altamira, Oviedo, 12-I-1910.
363
Carta original manuscrita —6 pp. en dos secciones, 1ª p. con membrete Universidad de Oviedo, 2ª
sección entre p. 4 y 6; p. 5, con membrete y escrito “-2-”— de Fermín Canella a Rafael Altamira, Oviedo,
27-XII-1909.
364
IESJJA/LA, Carta original manuscrita —2 pp., 1ª con membrete de la Universidad de Oviedo— de
Fermín Canella a Rafael Altamira, Oviedo, 4-I-1909. Ver también: AFREM/FA, Cartas a Rafael Altami-
ra, RAL 2, Canella y Secades, Fermín, (28 docs.), Carta de Fermín Canella a Rafael Altamira, Oviedo,
12-XII-1909.
365
“Aquí tengo sin leer recortes y periódicos argentinos de esa su misión, que va tan brillantísima. Su-
pongo a V. ya en Chile, a donde dirijo esta, y estoy con impaciencia esperando sus cartas y otras de San-
tiago para saber su recibimiento... y su programa de trabajos chilenos en dicha capital, Valparaíso e Iqui-
que. Según ofrecimientos que tengo, la cosa será buena por ahí, aunque ha de haber y seguirá habiendo
retraimientos de compatriotas no percatados de la trascendencia de nuestra empresa, y también de los
periódicos españoles que se tienen por órganos de la Colonia, pues tengo tan pocas noticias de la publica-
ción española en Chile como de la de Buenos Aires ¡Valientes españoles! Ya me dirá también si fue o si
va a Montevideo y si se corre al Perú, habiendo escrito a ambas naciones; pero disponiéndome a apretar
más para Cuba y México.” (IESJJA/LA s.c., Carta original manuscrita —4 pp., 1ª con membrete de la
Universidad de Oviedo— de Fermín a Rafael Altamira, Oviedo, 15-IX-1909).

368
visita a la Argentina y en contestación a una misiva anterior de Altamira en la que segu-
ramente se informaría acerca de los actos públicos y de ciertos honores y agasajos que
le fueran brindados a título personal, Canella contestaba:
“cuando tenga espacio en esa [carta] póngame una comunicación oficial brevísima como síntesis
de sus trabajos en la Argentina, y así sucesivamente en las otras naciones para dar siempre carác-
ter universitario a ciertos acontecimientos aparte de lo personal de V. con lo que siempre conté y
esperaba, que ha de ser cimiento y coronación de brillante carrera del único americanista espa-
ñol, propiamente tal, que será V.”366

Una vez recibido, con cierto retraso, por cierto367, el informe oficial de Altamira
sobre sus actividades en Argentina, Uruguay y Chile, este documento se convirtió en la
fuente básica de la que se sirvió Canella para elaborar su informe al Ministro de Instruc-
ción pública español y realizar nuevas peticiones368.
En ese informe oficial el rector parafraseaba el propio documento que le enviara
Altamira, agregando al final del mismo su evaluación respecto de la importancia de la
empresa y sus consideraciones personales acerca del delegado ovetense y de su desem-
peño:
“La empresa acometida por esta Universidad y que ya ha dado los resultados más brillantes en
las naciones hermanas recorridas, pudiera ser merecedora del prestigioso concurso de V.E. y en
su día del Gobierno de S.M. Por ahora resultan evidentes los grandes merecimientos contraídos
por el doctísimo catedrático de esta Escuela Don Rafael Altamira y Crevea que encomiendo a la
justa consideración de V.E. porque con sus dotes especiales ha hecho un llamamiento patriótico
y docente a la intelectualidad y a la enseñanza en dichas naciones llamado a dar frutos ciertos y
más y mejor con el auxilio del Gobierno. Quedan en este rectorado numerosos documentos ofi-
ciales y particulares de las naciones referidas... con expresivos y levantadas manifestaciones de
aplauso al dr. Altamira y de llamamiento para proseguir la acción atrayente y americanista de es-
ta modesta Universidad de Oviedo.” 369

366
Ibídem. Por entonces, Canella ya sabía, por ejemplo, que Altamira había sido honrado con la imposi-
ción de su nombre a una avenida del bosque de Santa Catalina y no dejó pasar la oportunidad de felicitar-
lo personalmente por aquel homenaje: “El homenaje de la Escuela platense dando el nombre de V. a prin-
cipal alameda de su bosque me ha conmovido extraordinariamente…” (AFREM/FA, Cartas a Rafael
Altamira, RAL 2, Canella y Secades, Fermín, (28 docs.), Carta de Fermín Canella a Rafael Altamira,
Oviedo, 8-VIII-1909).
367
Canella se mostraba desconcertado por las tardanzas de las cartas y la consiguiente falta de informa-
ción fresca acerca de la suerte de la empresa y de los rumbos definitivos del periplo. Ver: AFREM/FA,
Cartas a Rafael Altamira, RAL 2, Canella y Secades, Fermín, (28 docs.), Carta de Fermín Canella a Ra-
fael Altamira, Oviedo, 23-X-1909 y la del 1-XI-1909.
368
“Ahora, con lo que V. ha hecho, puedo hablar y pedir en firme, porque la misión de V. dejará huella
en América y levantará a lo indecible el nombre de nuestra Escuela… Los documentos académicos de
que V. me remtió copia me supieron a gloria, han de quedar en nuestras actas y archivos (además del mío
voluminoso y creciente cada día con minutas y cartas del viaje de V. aparte de tanta prensa) y con estos
elementos he pedido al Ministro ampliar licencia, todo el sueldo hasta que V. venga y la mar, porque he
de pedir para V. todo cuando sea pedible.” (AFREM/FA, Cartas a Rafael Altamira, RAL 2, Canella y
Secades, Fermín, —28 docs.—, Carta de Fermín Canella a Rafael Altamira, Oviedo, 16-XI-1909).
369
AMEC, Expedientes A-1, Legajo 9565/5, Memoria de las actividades de Rafael Altamira en la Repú-
blica Argentina, Uruguay y Chile, firmada por el rector de la Universidad de Oviedo, Fermín Canella al
Ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes, Oviedo, 4-I-1910, con sello de entrada en el MIPBA del
9-II-1910. La totalidad de este informe fue reproducido recientemente por Santos Coronas González, que
halló otra copia en el Archivo General de la Administración. Ver: Santos M. CORONAS GONZÁLEZ, Dos
estudios sobre Rafael Altamira, Oviedo, Academia Asturiana de Jurisprudencia, 1999, pp. 87-96.

369
En el segundo informe de Canella al Ministro de Instrucción pública sobre la
marcha de la misión en Perú, México, EE.UU. y Cuba fue escrito en marzo de 1910 y su
contenido también parafraseaba el informe de Altamira a Universidad de Oviedo. A la
hora de las conclusiones se destacaba, sin embargo, un extenso elogio hacia el catedráti-
co ovetense que, además de ser un magnífico compendio del proyecto americanista ove-
tense, permitía ver la alta estima que Canella tenía por Altamira, no tanto por el conte-
nido de sus dichos como por su voluntad de exponerlos oficialmente ante el gobierno370.
“Tal fue a grandes rasgos; Excmo. Señor, la empresa acometida por esta Universidad y realizada
con brillantez tanta y excepcionales dotes por nuestro meritísimo Profesor D. Rafael Altamira y
Crevea, con propósito de iniciar, o mejor, de afirmar corrientes de mutua conveniencia entre Es-
paña y las naciones hispano-americanas que, si bien en Cuba son por lo reciente de nuestra sepa-
ración política más seguidas, no así en las otros pueblos, donde se han entreverado injerencias en
cierto modo extrañas, con menoscabo de la memoria y significación del pueblo descubridor, cu-
ya gloriosa huella en aquel Continente hay interés en atenuar y hasta de borrar. Se ha recibido en
esta Universidad centenares de documentos y cartas provenientes de aquellos gobiernos, rectores
y Decanos de sus Universidades, de otros Centros Docentes y Sociedades diversas, de personali-
dades las más prestigiosas entre intelectuales, espirituales, capitalistas, comerciantes, etc., de las
seis naciones hispano-americanas, así como también de las numerosas Colonias de españoles y
asturianos allí residentes; y todos son unánimes —mereciendo especial mención millares de pe-
riódicos de diferente significación que se fueron recibiendo— en proclamar la labor profundísi-
ma y fecunda del Profesor ovetense, con resultados efectivos o de esperanza para lo porvenir, de
continuar España y su Gobierno en esta política expansiva de aproximación, de hermandad y de
solidaridad hacia las nuevas y progresivas naciones de América, espiritualmente siempre españo-
la. Seguramente que el Gobierno de S.M. tendrá también sobre este asunto otros informes de
nuestros Representantes diplomáticos en aquellos países, no siendo dudoso que afirmen las ven-
tajas ya obtenidas con la misión del Dr. Altamira.” 371

Canella siempre auguró a Altamira un gran futuro, permitiéndose aconsejarlo pa-


ra que capitalizara la notoriedad pública que creía, le traería el viaje americanista. En
octubre de 1909, Canella expresaba al alicantino lo “tremendo” y “brillantísimo” de “su
trabajo argentino”, asegurándole que veía confirmadas y superadas sus esperanzas “por-
que aún espera a V. más gloria y provecho, y cierto auge a esta Universidad que le tiene
por miembro, y hasta a este rector de casualidad, que ha hecho y hace lo que puede ¡Ah!
Si todo fuera como yo lo deseo para V.”372 .
En diciembre, Canella le confiaba a Altamira que sus sacrificios tendrían recom-
pensa y debía perseverar “porque V. debe volver a América periódicamente y ser el

370
El cariño personal que Canella y Altamira se profesaban puede comprobarse en todas las piezas con-
servadas de su epistolario y por los gestos de atención del primero hacia la esposa e hijos del alicantino
mientras éste viajaba por el Nuevo Mundo. Ver, especialmente: AFREM/FA, Cartas a Rafael Altamira,
RAL 2, Canella y Secades, Fermín, (28 docs.), Carta de Fermín Canella a Rafael Altamira, Oviedo, 23-X-
1909. En esta carta, Canella manifiesta su alegría por la cosecha personal de reconocimientos morales y
materiales que estaba recogiendo Altamira y le pedía que comprendiera que en todo momento le escribía
“como a un hermano o a un hijo”.
371
AMAE, Expedientes A-1, Legajo 9565/5, Memoria de actividades del Sr. Altamira en Perú, México y
Cuba firmado por el Rector de la Universidad de Oviedo, Fermín Canella, dirigido al Ministro de Instruc-
ción Pública y Bellas Artes, Oviedo, 23-III-1910, con sello de entrada en el MIPBA del 29-III-1910. La
totalidad de este informe fue reproducido recientemente por Santos Coronas González, que halló otra
copia en el Archivo General de la Administración. Ver: Santos M. CORONAS GONZÁLEZ, Dos estudios
sobre Rafael Altamira, Oviedo, Academia Asturiana de Jurisprudencia, 1999, pp. 97-105.
372
AFREM/FA, Cartas a Rafael Altamira, RAL 2, Canella y Secades, Fermín, (28 docs.), Carta de Fer-
mín Canella a Rafael Altamira, Oviedo, 23-X-1909.

370
director español y el publicista español hispanoamericano”. Esta posición sería asegura-
da por su buen trabajo y por haber sido el primero: “llevó V. ahí la prioridad, que nadie
ha de quitársela, y con un programa de oportunidad y trascendencia, que nadie podrá
superar. Vendrán los centenarios en naciones diferentes; pero ¿quién quitará la direc-
ción y la profunda huella que abrió el catedrático ovetense?”373.
Con los elementos que tenía en la mano y antes de que el alicantino completara
su experiencia, Canella haría un vaticinio que aún cumpliéndose parcialmente en su
primera formulación, se verificaría plenamente en lo que hace a la segunda: “De todas
suertes V. ha de volver al S. al C. y al N. de América y en condiciones más seguras y
desahogadas; y será el apóstol de España en el Continente, y aún desde España mis-
ma”374.
Aún siendo consciente de que si esta apuesta resultaba exitosa, Altamira crecería
personal y profesionalmente, y que ello ocasionaría su traslado a Madrid, Canella acep-
tó administrar en España los intereses del alicantino, obrando según sus deseos e inter-
viniendo activamente en la planificación de su retorno.
A este respecto, resulta particularmente interesante comprobar el involucramien-
to de Canella —junto a otros intelectuales y políticos como Labra y Azcárate— con la
promoción de Altamira para una cátedra en Madrid, pese al evidente perjuicio que esto
ocasionaría a la Universidad de Oviedo, ya aquejada del éxodo de Posada y Buylla375.
El rector ovetense vislumbraba el éxito en una futura oposición de traslado para
enseñar historia del Derecho en la Universidad Central. Al respecto de esta cátedra, Al-
tamira tuvo, al parecer, severas indecisiones para ocupar la plaza vacante por el falleci-
miento del ex catedrático ovetense Matías Barrio y Mier. Manifestando, primero, un
interés que luego pareció debilitarse ante la alternativa de quedarse en Oviedo, el alican-
tino finalmente pediría a Canella que utilizara el poder que le había concedido para ins-
cribirlo en los trámites oficiales, aparentemente por sugestión de Gumersindo de Azcá-
rate376. Si bien Canella acusó un tanto esta sinuosidad, no dejó de trabajar como
apoderado para los intereses personales y profesionales de Altamira:

373
AFREM/FA, Cartas a Rafael Altamira, RAL 2, Canella y Secades, Fermín, (28 docs.), Carta de Fer-
mín Canella a Rafael Altamira, Oviedo, 11-XII-1909.
374
AFREM/FA, Cartas a Rafael Altamira, RAL 2, Canella y Secades, Fermín, (28 docs.), Carta de Fer-
mín Canella a Rafael Altamira, Oviedo, 28-I-1910.
375
El compromiso personal de Canella con Altamira, fundado evidentemente en el afecto, trascendería
los límites de esta empresa que los unió, e incluso las tensiones circunstanciales que pudieron florecer a
su regreso. Prueba de ello fueron las gestiones que Canella realizara para apoyar su ingreso a las reales
academias de Ciencias Morales y Políticas, de la Historia y de San Fernando, amén de continuar con su
empeño de que Altamira fuera candidateado al Premio Nobel de la Paz por su periplo. Ver: AFREM/FA,
Cartas a Rafael Altamira, RAL 2, Canella y Secades, Fermín, (28 docs.), Carta de Fermín Canella a Ra-
fael Altamira, Oviedo, 13-XI-1911.
376
Canella informó de la muerte de Barrio y Mier, antiguo catedrático de Derecho Civil en Oviedo y
desde 1893, catedrático de Historia general del Derecho español en Madrid —equivalente a la de Altami-
ra en Oviedo—. El Rector, en atención a conversaciones previas, decía a Altamira que “ya estoy en la
mira para solicitar su cátedra si sale a turno de traslado, como espero y me indicó [Félix] Aramburu, que
ha venido. Por la conveniencia de V. lo haré con todo interés, según le dije siempre; pero mucho lamenta-
ré su ausencia, pues también se nos marcha [ Francisco de las] Barras [de Aragón] a la Escuela Normal
Superior que ha creado [Faustino Rodríguez de] San Pedro.” (AFREM/FA, Cartas a Rafael Altamira,

371
“Por otra carta que tuve de Azcárate suponía y esperaba nueva carta de V. diciéndome por la
oposición a Madrid, a donde pido detalles para firmar con su poder, pues no se si salió el anuncio
porque abandoné la idea después de sus anteriores manifestaciones. Recordará que sobreponien-
do mis sentimientos de perder a V. yo mismo se lo propuse y pedí el poder; después aplaudí su
acierto en quedarse por aquí algún tiempo más porque su filiación académico-asturiana algo sig-
nificaba para la continuación de la campaña iniciada por Oviedo y pensando siempre que la di-
chosa reforma de San Pedro ha de ser derogada, como están pidiendo en todas partes; pero ya
que V. decide ahora otra cosa, quizá oyendo a Gumersindo (esos centralistas son una calamidad)
se hará por mi lo que V. dice, pues por encima de todo deseo su bien.” 377

Las idas y vueltas y la convocatoria de una oposición para adjudicar en propie-


dad el cargo, dieron al traste con la posibilidad de ese traslado, tal como informaba
Canella en una carta posterior, en la que pese a todo, instaba a Altamira a no desesperar
dado que su campaña tendría segura recompensa política y universitaria378.
El Rector ovetense demostró poseer una sorprendente intuición, a la vez que una
información privilegiada del lobby americanista que impulsaría la carrera de Altamira a
su regreso, vaticinando la futura creación de una cátedra de temática americana fundada
ex profeso para que él la dirigiera:
“Lo que fue una contrariedad fue el turno de la cátedra de Barrio a la oposición entre auxiliares,
que probablemente irán como moscas y moverán el mundo. Todo lo tenía dispuesto yo para el
esperado turno de traslado, pero no para la nueva oposición, como V. me indicó, aunque V. ven-
cerá seguramente a todos como creemos todos y me indicaba Azcárate. De todas suertes, en me-
jores y próximos tiempos y con la aureola merecida que V. traerá de América, ha de ir V. a la
Central, hasta como americanista para cátedra especial, porque también cundirá la idea de Estu-
dios hispano-americanos como en Francia, que agitarán Labra y otros, según me dijo Rafael y le
escribirá a V., a su manera, según me repitió ayer en Abuli.”379

Rafael María de Labra, cabeza de aquel del lobby, escribió al menos un par de
veces a Altamira durante su viaje. En la primera de sus cartas, Labra informaba al ali-
cantino desde su casa en el pueblo de Abuli cercano a Oviedo que había finalizado el
Congreso de Emigración celebrado en Galicia y de su esperanza de que éste evento fue-
ra “punto de partida para algo internacional de superior importancia” y de uno próximo
a celebrarse en Oviedo380.

RAL 2, Canella y Secades, Fermín, (28 docs.), Carta de Fermín Canella a Rafael Altamira, Oviedo, 2-
VII-1909).
377
IESJJA/LA, Carta original manuscrita —2 pp., 1ª con membrete de la Universidad de Oviedo— de
Fermín Canella a Rafael Altamira, Oviedo, 4 -I-1910.
378
“Ya no será posible la oposición a la cátedra de Barrio, anunciada en agosto, cuando V. había desistido
de ello según su carta; pero no tenga con ello el menor contratiempo porque después de descansar aquí
unos meses y arreglar aquí mejor que en otra parte lo pendiendiente, tanto americano como asturiano,
tendrá V. fácil ocasión de meterse en la Corte o en la Central. Ya se lo aseguro, resignado a su separación,
más dispuesto a ayudarle por creerme el mejor y más fraternal de los amigos.” (AFREM/FA, Cartas a
Rafael Altamira, RAL 2, Canella y Secades, Fermín, —28 docs.—, Carta de Fermín Canella a Rafael
Altamira, Oviedo, 24-I-1910).
379
IESJJA/LA s.c., Carta original manuscrita —4 pp., 1ª con membrete de la Universidad de Oviedo— de
Fermín Canella a Rafael Altamira, Oviedo, 15-IX-1909.
380
IESJJA/LA, s.c., Nota original manuscrita de Rafael María de Labra a Rafael Altamira, Abuli, 24-IX-
1909. Las relaciones entre Labra y Altamira no solo eran fruto de sus comunes inquietudes americanistas,
sino que también tenía sus fundamentos en la previa relación entre Labra y la Universidad de Oviedo.
Como ha indicado Francisco Erice, Labra, hijo de asturianos nacido en Cuba y propietario de una quinta
en Abuli, mantuvo con los hombres del Grupo de Oviedo y otros republicanos ovetenses una relación
fluida y muy cercana. Esta relación no estuvo, no obstante, exenta de diferencias ideológicas, políticas y

372
En la segunda carta, Labra, informado del éxito cosechado en Argentina y Uru-
guay, se lamentaba de que la misión de Altamira no tuviera más repercusión en España
dada la importancia capital de un replanteo de las relaciones con los países latinoameri-
canos381. Por su parte, este notable tribuno se comprometía a dar difusión a las activida-
des de Altamira en América en el ciclo de conferencias del Ateneo, previstas para di-
ciembre de 1909 y dedicadas en parte a suscitar “un gran debate sobre el influjo que la
Emancipación de América ha tenido en la política, la economía y el orden social de la
vieja Europa”:
“Doy a U. todos esos detalles para asegurarle que aquí encontrará el terreno regularmente prepa-
rado, para continuar su meritoria propaganda. Esta última nos servirá extraordinariamente. De
ello he hablado ya con varias personas y a este particular he de referirme en mis próximas dis-
cursos inaugurales del Ateneo y del Círculo Mercantil. Ánimo, pues.” 382

Quedaba claro, aún antes de terminar el periplo organizado por Fermín Canella,
que Altamira se había convertido ya un hombre insoslayable para la causa americanista
española, tal como ya lo era de la causa regeneracionista.
A medida que llegaban referencias del progresivo éxito del delegado ovetense,
Canella se congratulaba de su paternidad intelectual sobre aquel viaje y del hecho de
haber elegido para el cometido a Altamira, expresándole con toda claridad el futuro
promisorio que vislumbraba para su persona:
“Por ley natural no veré yo sus futuros triunfos; pero confío en su piadosa memoria con que re-
cordará a su compañero ovetense, que tuvo para V. afecto paternal o fraternal, como V. quiera, y
le empujó en lo poco que pudo considerando que V. merecía más; pero a tanto no alcanzaban sus
fuerzas. Dije y esperé que ese viaje a América asentaría su porvenir, y no me equivoqué porque
cuando se me ocurrió tal idea y su organización, confié en que esas pueblos le habrían de hacer
justicia y oirían también al heraldo y pobre Rector ovetense, que ha sentido siempre ideales his-
pano-americanos” 383

Pese a las malas noticias referentes a las finanzas del viaje en la escala peruana,
Canella explicaba a Altamira la importancia de haber visitado Lima sin cambiar el crite-
rio despojado que presidía aquella aventura y evitando aplicar la política de recaudación
que aplicaba Blasco Ibáñez en paralelo y que era muy criticada tanto en España como
en América. El rector ovetense confiaba en un balance final positivo y auguraba, en el

generacionales, pese a que colaborara con la Extensión Universitaria y participara de los actos e iniciati-
vas republicanas. Ver: Francisco ERICE, “Reformismo social, krausismo y republicanismo. La cuestión
social en Rafael María de Labra”, en: URÍA, JORGE (coord..), Institucionismo y reforma social en España,
Op.cit., pp. 79-80.
381
“Cada vez se fortifica mi idea de que la representación americana de España es para nuestro desgra-
ciado país, en estos críticos y tristes momentos, un recurso salvador. U. no imagina hasta que punto
hemos decaído en Europa. Por tanto, duplico y hasta centuplico mis esfuerzos para llevar al espíritu de los
verdaderamente intelectuales y racionales directores de España contemporánea, este convencimiento mío.
A este fin responde el Congreso de emigración de Santiago, que ha superado mis esperanzas. De ese
congreso saldrá una sociedad protectora de los españoles que viven fuera de España y de cuyo alcance
internacional no he podido hablar todavía.” (IESJJA/LA, s.c., Carta original mecanografiada —2 pp., 1ª
con membrete— de Rafael María de Labra a Rafael Altamira, Madrid, 15-XI-1909).
382
Ibídem.
383
IESJJA/LA s.c., Carta original manuscrita —4 pp., 1ª con membrete de la Universidad de Oviedo— de
Fermín Canella a Rafael Altamira, Oviedo, 27-XI-1909.

373
terreno material, que México y Cuba compensarían en lo inmediato la balanza financie-
ra de un periplo tan dependiente de los aportes oficiales y de los de la colectividad es-
pañola en América384.
Pese a estas dificultades económicas, Canella se congratulaba de haber enviado
fuera de España a Altamira, asegurándole que la crisis que el país sufría y el estado ge-
neral del mundo intelectual no le hubieran reportado en este período gratificación algu-
na. Por el contrario, pese a las penurias o inseguridades materiales que pudiera pasar, la
empresa americanista —aseguraba Canella— podría llenarlo de satisfacciones futuras,
reportarle prestigio, trabajos e ingresos, y abrirle nuevos horizontes profesionales a am-
bos lados del Atlántico que, de otro modo y siguiendo con sus ocupaciones rutinarias,
nunca se le abrirían:
“...(la crisis es tremenda en todas partes) aunque cuando lleguemos al total, si bien quedará por
bajo de nuestros cálculos, aquí no hubiera V. ganado, ni mucho menos, con esperanza de resar-
cirse en lo porvenir con las relaciones que va dejando, mercado abierto, correspondencias y co-
rresponsalías, librería, con más los encargos y direcciones sucesivas pedagógicas. Con esto, en
más o en menos, siempre conté cuando le propuse el viaje, de igual manera que también preveía
algunas contingencias de desvío.” 385

La idea de que este viaje era un inversión redituable para el futuro de Altamira,
sería expresada recurrentemente por Canella, demostrando una notable capacidad para
analizar la situación presente y realizar una proyección razonable del futuro que aguar-
daba al alicantino:
“una vez en España y reanudando sus correspondencias y relaciones con América, no dude que
irán cayendo corresponsalías de prensa y librería, aparte de comisiones académicas retribuidas.
Resulte lo que sea económicamente de ese viaje, algo material ha de sumar, bastante más que lo
que aquí pudiera ganar [...] en varios años, sin contar con que la casa irá goteando sucesivamen-
te; y moralmente la compañía de V. es de una ganancia moral indecible porque la tendencia his-
pano-americana ya nadie la podrá poner el pie delante. Siempre pensé en ambas cosas desde se
me ocurrió la organización de su viaje; y creo conocer el paño que, aunque bien veo que no soy
un sastre de primera, y que no acierto a cortar todo el paño a mi gusto.”386

384
“Ya veo que la campaña peruana, económicamente es un fracaso, que puede ser indemnizado en más o
en menos para lo porvenir; pero estando y navegando, además de entrar en nuestro programa una tentativa
en el Perú, la cuestión era tentadora, y puesto que el Gobierno pagó hotel y camarote del vapor, del lobo
un pelo. Espero que algo nos resarciremos en Méjico y Cuba; y yo apretaré además de lo ya apretado. Ya
hablaremos claro para que sus amigos de España sepan la verdad. De todos modos quedará V. miles de
codos más alto que Blasco y Cavestany a quien la prensa despelleja por su codicia. Que todo esto no le
impresione en nada; aunque poco, habrá ganado más que en España, aunque aquí hubiera trabajado más;
pero no dude que será indemnizado en el porvenir. De todas suertes, su campaña será hermosísima y
España nunca se lo agradecerá bastante” (IESJJA/LA, s.c., Carta original manuscrita —6 pp. en dos
secciones, 1ª p. con membrete Universidad de Oviedo, 2ª sección entre p. 4 y 6; p. 5, con membrete y
escrito “-2-”— de Fermín Canella a Rafael Altamira, Oviedo, 27-XII-1909). Respecto de las expectativas
de Canella sobre las escalas mexicana y cubana, ver: AFREM/FA, Cartas a Rafael Altamira, RAL 2,
Canella y Secades, Fermín, (28 docs.), Carta de Fermín Canella a Rafael Altamira, Oviedo, 11-XI-1909.
385
IESJJA/LA, s.c., Carta original manuscrita —6 pp. en dos secciones, 1ª p. con membrete Universidad
de Oviedo, 2ª sección entre p. 4 y 6; p. 5, con membrete y escrito “-2-”— de Fermín Canella a Rafael
Altamira, Oviedo, 27-XII-1909.
386
IESJJA/LA, Carta original manuscrita —2 pp., 1ª con membrete de la Universidad de Oviedo— de
Fermín Canella a Rafael Altamira, Oviedo, 4 -I-1910.

374
En las postrimerías del viaje, Canella demostró estar a la altura de la circunstan-
cias y declinar la tentadora oferta de Altamira de sumarse a su embajada en su último y
más complejo tramo: Cuba. En esta declinación, más que la prudencia ante el desafío
que presentaba esta escala, más que comodidad, o más que responsabilidad ante sus
obligaciones, ilustraba su firme decisión de no opacar el brillo de Altamira ni alterar el
papel que él mismo se había asignado en aquella empresa:
“Me invita V. a que vaya a Cuba, donde espero que será un tremendo remate. No puedo. Ni la
edad ni el estado de mi ánimo me lo permiten; no sabría tener serenidad al encontrarme a aque-
llos paisanos y cubanos que tanto me quieren, correspondiendo a mi cariño. Aunque hiciera un
esfuerzo para ir, cómo en la Habana y otras poblaciones habrían de distinguirme algo, no es justo
que, pues que suyas fueron trabajo y fatigas, comparta V. el triunfo con nadie. Cada cual tiene su
papel y misión, y las mías son y deben ser más limitadas y obscuras. Además no puedo abando-
nar el cargo en estos meses en que estoy ultimando las obras de la Universidad, Instituto y Jardín
Botánico y disponiéndome a campaña excepcional de instrucción primaria. Puesto todo en mar-
cha en buen plazo, estoy resuelto a retirarme a descansar, aunque desde casa seguiré ayudando
con el mismo entusiasmo a mi sucesor; pero tengo ya derecho a reposo y a no pasar disgustos y
contratiempos, y hasta injusticias que he tenido, después de haber sacrificado toda una vida a mi
país, sin haber tenido interés ni propósito alguno de medro jamás... Estoy solo o casi solo, solo el
auxilio de Sela, que acude a mis llamamientos entre sus muchas ocupaciones y negocios. Más
por encima de todo esto, el viaje de V. me consuela y levanta mucho, encerrado en mis despa-
chos doméstico y universitario.” 387

Pese a la intención inicial de Canella de que Altamira no apresurara el retorno a


España y pasara antes por Puerto Rico388, las obligaciones ya impostergables y la fatiga
de ambos hombres hicieron que La Habana fuera elegido como punto final de la expe-
riencia389. Así, en enero de 1910, Canella expresaba a Altamira como veía él la nutrida

387
IESJJA/LA, s.c., Carta original manuscrita de Fermín Canella a R. Altamira, Oviedo, 27-XII-1909.
388
“Supongo que vendrá V. para marzo; pero desde la Habana aún debiera V. hacer una escapatoria a
Puerto Rico, poniéndose de acuerdo con nuestro insigne amigo y mi paisano Manuel Fernández Juncos,
porque en aquella isla hay Intereses especiales que encauzar, y tengo allí amigos como los Nava, Ochoa,
etc., que ayudarían al remate portorriqueño con honra y provecho para España y para V. Una vez en el
nuevo Mundo, debe rematar la suerte sin apresuramientos; por más que V. tendrá que volver a América
algunas veces.” (Ibídem).
389
Además de una eventual escala portorriqueña, también se expresó el deseo de que Altamira volviera a
la Península haciendo escala previa en Canarias. José Cabrera Díaz, Director de El Tiempo, diario de La
Palma de Tenerife y miembro de la Asociación de Prensa de Canarias y el Ateneo de Tenerife envió una
carta a Altamira al arribo de éste a Cuba donde felicitaba al catedrático “por los ruidosos éxitos obteni-
dos” en su misión de “acercamiento de estos países de Nuevo Continente a la nación descubridora y civi-
lizadora”. Cabrera Díaz expresaba a Altamira “el vivísimo deseo que el pueblo canario tiene de escuchar-
le y de aplaudirle”, no olvidando exponer “lo conveniente que seria su propaganda en aquel país, tan
afectado en todos los órdenes de su vida pública por la influencia extranjera y tan hondamente conturbado
y molesto por las torpezas y los olvidos de los gobiernos españoles”. En aquella misiva, el periodista
tinerfeño daba cuenta del estado de Canarias utilizando un lenguaje en el que aquellas islas atlánticas eran
pensadas más como colonias que como partes integrantes de la Metrópoli. Las tensiones existentes y el
desamor por España —que podía ser combatido simbólicamente por la presencia de Altamira— sería
“más grave y más serio de lo que se cree, lo que requiere estudio y eficaz resolución, excitando a los
gobiernos a la realización de la desde hace años prometida y aun no iniciada obra de reparación y de
justicia y reconfortando y levantando los espíritus y volviéndolos nuevamente al amor y al respeto que
todos debemos a la madre patria”. Para Cabrera Díaz “ninguna personalidad está hoy más indicada para
esa labor de aproximación y de paz que la de usted, que viene emprendiéndola por los países de América
Latina, y ninguna oportunidad mejor para comenzarla que la presente; pues siendo frecuentes las comuni-
caciones directas de Cuba con Canarias y de éstas con la península, podría serle factible detenerse breves
días en aquella provincia española” (IESJJA/LA, s.c., Carta original mecanografiada —2 pp., 1ª con

375
agenda que le depararía el nuevo año, en la que el rector —presuroso a comprometer al
viajero antes de que otras obligaciones lo arrancaran de Asturias— había agregado al-
gunos importantes encargos:
“Me alegraré que le vaya bien por yanquilandia y si por allá estuviera hasta el 15 de enero, podía
continuar en Nueva España hasta el 15 de febrero y en 15 de marzo embarcar para España, don-
de pudiera llegar antes de terminar abril. Este mes y el siguiente, hasta mediados de mayo, serán
de descanso tras el ajetreo de Alicante y estancia en Madrid para saludar al Gobierno y hispano-
americanos; en Oviedo formar parte de los Tribunales de Examen por fórmula y a continuación a
encerrarse en San Esteban a terminar las dos Crónicas, la del Centenario y la del viaje, guardán-
dole para esta los periódicos que V.V. y otros me remitieran.”390

El futuro inmediato daría la razón a Canella en sus predicciones, aunque mostra-


ría un ritmo mucho más vertiginoso del que había supuesto el rector ovetense. Pronto
quedaría claro que Altamira no podría cumplir con todos sus deberes para con la Uni-
versidad de Oviedo, sobre todo con aquella crónica del Centenario de la fundación de la
casa de altos estudios asturiana que le había sido encomendada. Como era natural, el
interés del alicantino por aquella historia —que finalmente quedaría bajo responsabili-
dad de Aniceto Sela— había decaído ostensiblemente frente al compromiso más rele-
vante y urgente de elaborar el relato de la empresa americana.
Si bien es insostenible —de acuerdo con la documentación existente— sugerir
un enfrentamiento entre Canella y Altamira, si es necesario tomar nota de que el propio
éxito del proyecto pudo introducir ciertas tiranteces que se habrían manifestaron sutil-
mente cuando llegó la hora de recoger los beneficios del trabajo realizado.
El esperado retorno de Altamira desencadenó las manifestaciones desbordantes
que ya hemos tenido oportunidad de reseñar, aun cuando, además de cálidos homenajes
trajo, también, algunas tensiones. Si bien éstas no llegaron a enfrentar al protagonista y
al mentor de aquel viaje, pusieron en evidencia la existencia de una contradicción entre
personalidad e institución. La Universidad de Oviedo, aún participando del encumbra-
miento de su delegado, evidenciaba por primera vez su interés por capitalizar los resul-
tados de “su” empresa, toda vez que su catedrático alicantino parecía acaparar toda la
atención y prometía —cada vez más firmemente— ser el único acreedor de aquel triun-
fo y de sus futuros beneficios.
El acto del Teatro Campoamor del 29 de mayo de 1910 no sólo fue la culmina-
ción de un exagerado jubileo, sino que fue una de las pocas oportunidades en las que
pudieron manifestarse colateralmente algunas de los recelos que se habían incubado a
partir de la desmedida repercusión de la campaña americanista y de la incipiente labor
de zapa iniciada por los católicos de El Carbayón.
Luego de tantos homenajes ad hominem, por la vasta geografía peninsular, el én-
fasis que pretendía darse a este acto quintaesencialmente ovetense fue, desde un princi-
pio, institucional. Sería ésta la oportunidad de equilibrar la balanza y poner a la Univer-

membrete de Central Azucarero Gómez Mena de Andrés Gómez Mena— de José Cabrera Díaz a Rafael
Altamira, San Nicolás, 20-II-1910).
390
IESJJA/LA, Carta original manuscrita, Oviedo, 4 -I-1909, Op.cit.

376
sidad de Oviedo en el centro de una escena de la que había sido desplazada por el ruti-
lante ascenso de Altamira como figura de escala nacional:
“Seguramente pretenderían ver algunos en este acto solemne y grandioso, un acto como todos o
casi todos los que se celebran de esta índole; un acto puramente personal, no: el acto de referen-
cia tiene mayor importancia y trascendencia que todo eso; representa algo esencial con resulta-
dos más prácticos. Acostumbrados como estamos a que con bastante frecuencia se realicen este
género de homenajes, hace creer que el acto en honor hacia el Sr. Rafael Altamira celebrad, ven-
ga a ser como el remate de las fiestas que en honor de sus triunfos colosales por las regiones his-
panas de la América Latina, se han verificado en Oviedo desde el regreso del sabio profesor. Es
algo más trascendental e importante, como decimos al principio; es el remate, en efecto, pero no
de un honor personal, sino de todo un programa que la Universidad ovetense pretende desarro-
llar, en la medida de sus fuerzas, con objeto de aunar y estrechar una vez más las relaciones de
nuestro pueblo con las jóvenes repúblicas americanas.” 391

Sin embargo, la dinámica que se impuso en torno a la figura de Altamira no fue


fácil de quebrar, una vez que la propia Universidad ovetense había creado las condicio-
nes para que un individuo con grandes dotes diplomáticas y sorprendente energía encar-
nara un proyecto institucional que desbordó, casi de inmediato, sus primigenios límites.
Esta tensión entre el personaje y la institución —internalizada incluso en el pro-
pio homenaje que pretendió ser alternativo392—, expresaba de una forma oblicua y obje-
tivada, otra acaso más humana y significativa. Esta tensión, públicamente impresenta-
ble, era la que afloraba —velada aunque inevitablemente— entre dos hombres unidos
por la amistad y el respeto: quien fuera el protagonista del viaje y quien fuera su garante
y máximo representante de la institución que lo despachara. Era indudable que, a la hora
de cosechar los réditos del exitoso periplo, no sólo había quedado relegado el Rector de
la Universidad de Oviedo, sino también la coalición de profesores que sostenía el pro-
yecto renovador, del cual el americanismo era un capítulo hasta entonces importante,
pero no decisivo.
El culto a la personalidad —ya extensamente reseñado— que se desató impune-
mente a la vuelta de Altamira, dio pié a un notable desequilibrio en el reparto de hono-
res y responsabilidades habilitados por el éxito inusitado del viaje. El mismo Rector
participó inicialmente de la euforia altamiranista, como bien lo testimonia su discurso
en Santander:
“Levántase a hablar el Sr. Canella en medio de una extraordinaria ovación. Su discurso, fogoso,
viril, levantadísimo y a la vez lleno de sentimiento, conmueve a todos. Dice que ha llegado el

391
COMISIÓN DE HOMENAJE A RAFAEL ALTAMIRA, España-América..., Op.cit., p. 106.
392
La propia descripción del recinto hecha por los organizadores muestran como la decoración dispuesta
para el evento por ellos mismos, resultaba incompatible con el ideal de austeridad y el objetivo antes
manifestado de trascender el homenaje personal: “El teatro, artística y severamente engalanado, con pre-
ciosas guirnaldas, cubiertas de hermosas flores que pendían desde lo alto de la grada general al patio de
butacas, ofrecía un aspecto brillantísimo, estando ocupadas las plateas, palcos y butacas por lo más selec-
to de nuestra sociedad ovetense [...] Al levantarse el telón, hemos visto con gran admiración nuestra el
efecto hermoso que ofrecía su conjunto, destacándose entre las artísticas guirnaldas los escudos de las
repúblicas americanas, en donde el querido maestro Altamira estuvo por espacio de diez meses explican-
do notabilísimas conferencias de Extensión e intercambio. En los palcos principales aparecían colocadas
en las columnas de sus balconcillos, unas rosetas de buen tamaño figurando en cada una de ellas una letra
formada en hojas de laurel, resultando del conjunto combinado la siguiente inscripción: Viva Altamira.”
(Ibíd., pp. 106-107).

377
momento grandioso de su vida, el día de la realización de sus sueños, viendo la unión de Améri-
ca y España por la gran Cruzada del siglo XX levantada por el genio de Altamira para reivindicar
los antiguos lazos de unión de la raza. Como antes Feijóo, ha surgido ahora el genio de Altamira,
el caudillo, el capitán, que por la ley del amor ha levantado un Ejército para reconquistar aque-
llos hermosos países. ¡Ay de mí —exclama lleno de emoción— que al declinar de la vida no
puedo ya ver fructificar la semilla que echó Rafael Altamira en los hermosos surcos de Améri-
ca! ¡Ay de mí, que no veré la cosecha que se logre de la siembra bendita de este hombre ilustre!
[...] Dicen, concluye, que está España entre los países moribundos. Y yo digo: si vive Altamira
¿cómo ha de morir España? (colosal ovación),” 393

En el pináculo de esta euforia americanista, aquellas palabras se confundían con


las que surgían casi espontáneamente en boca de los formadores de opinión pública, de
la prensa y de los intelectuales, y en las cuales Altamira aparecía como el heraldo de un
proyecto más ambicioso. Pero al correr de los días, el insólito espectáculo que deparó el
regreso del viajero, unido a una consciencia más cabal de lo sucedido en América y a la
insinuación de que les serían conferidos a Rafael Altamira los más altos honores en ca-
rácter personal terminó provocando, sin duda, la apertura de algunas grietas en lo que
parecía ser un discurso común de congratulación compartido por toda la comunidad
intelectual ovetense394.
Este discurso, pensado como una extensión natural de los contenidos propositi-
vos de la empresa americanista, no podía operar distinción alguna entre los valores in-
trínsecos del proyecto en sí y el individuo que lo encarnó, sin menoscabar en algún gra-
do a la institución que lo organizó, o al agente que lo ejecutó. Si esta contradicción
estallaba explícitamente, sería imposible fijar una interpretación adecuada de la empresa
americanista que permitiera capitalizar el éxito obtenido, el cual probablemente se dilui-
ría sin remedio de entre las manos de Fermín Canella y de Rafael Altamira. De allí que,
sin poder absorber coherentemente una contradicción ulterior de este tipo, el discurso y
las acciones públicas y privadas de los personajes involucrados, sólo pudiera reflejar, de
allí en más, ciertas tensiones entre los intereses individuales e institucionales derivados
de este asunto.
Lo cierto es que esas tensiones latentes no tardaron en aflorar. Soterradas, estas
terminaron por reflejarse en el programa de la velada del Teatro Campoamor, escindida
entre la contextuación institucional del éxito de Altamira y el ensalzamiento descarnado
del individuo.
En efecto, la primera parte de la primera sección del acto pretendía englobar, se-
gún los organizadores, “los trabajos de índole esencialmente americanista referentes a
la obra de intercambio iniciada por la Universidad ovetense”. En este sentido, no es

393
“El Alma de la raza”, Discurso del Rector de la Universidad de Oviedo, en: El Cantábrico, Santander,
1-IV-1910. Reproducido en: COMISIÓN DE HOMENAJE A RAFAEL ALTAMIRA, España-América....., Op.cit.,
p. 75.
394
En las cartas escritas por Canella a Altamira a su regreso, es visible la progresiva crispación del Rector
por el marginamiento de la Universidad y la desestimación de su propio trabajo de organización. Así, es
visible la aparición cada vez más reiteradas de expresiones por las que se reclamaba sus derechos sobre la
empresa. Ver: AFREM/FA, Cartas a Rafael Altamira, RAL 2, Canella y Secades, Fermín, (28 docs.),
Carta de Fermín Canella a Rafael Altamira, Oviedo, 14-V-1910 y las de fecha 8-VI-1910 y 14-VI-1910.

378
casual que se agruparan una serie de discursos interesados —por diferentes razones—
en centrar el homenaje en el proyecto intelectual y no en su ejecutor inmediato.
Fermín Canella, una vez que felicitó a Altamira por su labor, enfatizó cuantas
veces pudo su carácter de “ilustre delegado” y de “embajador intelectual” de la Univer-
sidad de Oviedo, agradeciendo in extenso —en un gesto que no debe ser interpretado
como simplemente protocolar— por el éxito cosechado a los diferentes sectores de la
sociedad asturiana, a Galicia, a las repúblicas hispanoamericanas y a las colonias de
emigrantes españoles.
Este gesto implicaba algo más que la manifestación de una exquisita cortesía.
Canella estaba esbozando una interpretación alternativa del éxito de Altamira centrada
no ya en sus virtudes personales o en lo revelador de su discurso, sino en la acción con-
currente de la Universidades implicadas, de diversas instituciones de la sociedad civil
española y latinoamericana, del espontáneo apoyo de diversos colectivos sociales y de
los gobiernos hispanoamericanos395. Acción concurrente que, además, se manifestaba en
un contexto cultural y político propicio para la reconstrucción de las relaciones intelec-
tuales hispano-americanas.
De tal suerte, luego del discurso de Canella no quedaba más que interpretar el rol
de Altamira como el de un agente, particularmente esmerado y competente, de una es-
trategia de largo plazo eficazmente planificada por el claustro ovetense, generosamente
sostenida por intereses de diversa índole y oportunamente desplegada en el tiempo y el
espacio:
“Con verbo burilado, ya os dirán aquellos cuán grandes son los merecimientos contraídos por el
insigne Rafael Altamira, a quien la Universidad de Oviedo confió la difícil y altísima misión pa-
triótica, coronada por tan sabio maestro con éxitos los más brillantes y positivos. Movidos por
estos sentimientos los admiradores de Altamira, donde en conjunción amorosa han coincidido es-
tudiantes y obreros, profesores y personalidades de todas las clases, asociaciones diversas y jun-
tas locales de Extensión Universitaria, dispusieron esta fiesta cordialísima para poner más laure-
les y flores, entreverados con alientos de constancia y persistencia, en la estela que dejó a su paso
el ilustre Delegado de nuestra Escuela, recorriendo progresivas y florecientes Repúblicas hispa-

395
“También tenemos otros homenajes de gratitud que rendir, a consecuencia del viaje de mi colega que-
ridísimo, y este es el momento para consagrarlos de un modo público y solemne a su presencia y ante la
del alma mater. Debemos a muchas entidades reconocimiento profundísimo por su cooperación y sus
alientos. A los estudiantes y a las clases populares de Oviedo —con singularidad a los obreros— que
avivaron la trascendencia de la empresa, y sobre los raíles del ferrocarril del Norte se congregaron para
despedirle y esperarle con entusiasmo delirante. A los pueblos gallegos de su paso [...] al pueblo cultísimo
y adelantado de Vigo... que dotó al maestro ovetense de un compañero y colaborador estudioso y modes-
to, como lo fue Francisco Alvarado, en Oviedo tan querido. Y una vez en la América, allí debemos grati-
tud a todos; a las masas populares, siempre generosas y grandes; a los Gobiernos, a las Corporaciones y
emigrados [...] a los Rectores y Decanos, Catedráticos y estudiantes de las Universidades de Buenos
Aires, La Plata y Córdoba; de Montevideo y Santiago; de Lima, Méjico y Habana, con las que la de
Oviedo mantenía relaciones, ahora íntimas y familiares [...] Gratitud debemos a la gran prensa americana,
que fatigó los rotativos con historia y relación incesante de la cátedra y conferencias de Altamira [...] a las
Colonias españolas allí asentadas quienes la lejanía de la patria dota de doble pensamiento, para convivir
en el rincón nativo de los recuerdos y en la tierra escena de su trabajo [...] a las cultísimas ciudades de
Coruña y Santander que recibieron regocijadas al gran maestro ovetense [...] a S. M. el Rey y al gobierno
que distinguieron y premiaron a Altamira con altos y justos honores.” (Discurso del Sr. Rector, Fermín
Canella, Homenaje celebrado en el Teatro Campoamor en honor del maestro Rafael Altamira y de su obra
de Intercambio la tarde del domingo 29 de mayo de 1910, en: COMISIÓN DE HOMENAJE A RAFAEL
ALTAMIRA, España-América..., Op.cit., pp. 109-110).

379
noamericanas. [...] Altamira ha dado la voz de alerta y trazado caminos para el porvenir hispa-
noamericano, como lo organizó la Universidad de Oviedo. Altamira ha vuelto triunfador y depo-
sitó sus impresiones gratísimas en la Corporación a que pertenece, donde recientemente se con-
cretó un plan hacedero y práctico de prosecución de la obra, que está solamente comenzada [...]
Esta promesa de constancia para la obra emprendida por la Universidad con Altamira es lo que
seguramente será más grato al eximio maestro, a quien rendimos pleitesía de reconocimiento y
afecto entrañables. Hagamos, pues, firme promesa de seguir ayudando a la Universidad y a su
enviado, y congreguémonos periódicamente para que la pública opinión agite sin cesar los Pode-
res públicos; y juntas de este modo la acción gubernamental y la iniciativa particular sostengan
uno y otro día el fuego secular que con unión amorosa encendieron España y América española,
enmendando además equivocaciones comunes de apartamiento político e intelectual a partir de la
Independencia, cuyo centenario conmemoramos unidos con el mismo fraternal regocijo. Sature-
mos en estos ideales el homenaje que ofrecemos al gran Altamira, de admiración y aplauso, con
sentido español, únicamente español, y con propósitos de seguir la obra hispano-americana, que
no debe ser flor de un día y fuego de artificio.” 396

Fermín Canella cerraba este discurso insistiendo en el carácter institucional de


un proyecto del que sólo se había presenciado un capítulo —próximo a ser seguido por
otro protagonizado por Adolfo Posada—, y cuya consecución descansaría en la conti-
nuidad del intercambio universitario y en la voluntad política de las naciones implica-
das. De allí que las hurras finales —de rigor en estos casos— terminaran por establecer,
vehementemente, el orden de prelación en que, a los ojos del impulsor del viaje, debía
honrarse a los artífices del éxito de esta feliz empresa americanista. No parece casual,
por cierto, que en esa jerarquía Altamira, el gran homenajeado de aquella jornada, fuera
quien cerrara la lista397.
Adolfo Posada, a su turno —esperando él mismo embarcarse hacia América—,
insistió en valorar más el éxito obtenido en la consecución de un objetivo colectivo que
en detenerse exclusivamente en la celebración del éxito personal398.
Rafael Altamira, en su propio discurso, acató la línea abierta por Canella —que a
decir verdad, fue la que sostuvo públicamente durante todo el viaje— y prefirió defen-
derse de los ataques que había lanzado una parte minoritaria de la opinión pública, acu-
sándolo de una ambición y vanidad personal desmedidas:
“Si el acto de hoy no fuese más, ni tuviese otra significación que la de un homenaje personal, yo
no lo hubiera aceptado, ni menos estaría aquí en estos momentos. Afortunadamente [...] este acto

396
Ibíd., p. 109.
397
“Y como en las fachadas, oscurecidas por el tiempo, de la Universidad y de los templos de Oviedo, el
Claustro académico y las corporaciones docentes ponían antiguamente en rojos monogramas y nombres
los vítores tradicionales a los maestros triunfadores de certámenes, escribamos nosotros puesto siempre el
pensamiento en el Nuevo Mundo. Vítor! ¡América Española! Vítor! ¡Universidad de Oviedo! Vítor!
Doctor Altamira! ” (Ibíd., pp. 110-111).
398
“De América, de la América latina [...] llegan sin cesar, a diario, noticias animadoras, satisfactorias en
grado sumo, del magnífico viaje de Rafael Altamira [...] El éxito personal resulta completo, indiscutible-
mente completo en la República Argentina, en la del Uruguay, en Chile, en Perú, en Méjico y en la Repú-
blica de Cuba [...] Pero con importar este éxito personal muchísimo, importa aun más el otro, el éxito que
llamaríamos objetivo el de la noble misión cumplida. Y este resulta paralelo con el otro, a juzgar por los
datos recibidos, de procedencias muy heterogéneas. ¿Ah! Yo me imagino como Rafael Altamira ha sido
obrero digno de su obra, el hombre del momento, de este momento tan interesante, tan curioso y tan ex-
cepcionalmente crítico de nuestra historia” (Adolfo POSADA, “El Viaje de Altamira. Algunas reflexio-
nes”, Homenaje celebrado en el Teatro Campoamor en honor del maestro Rafael Altamira y de su obra de
Intercambio la tarde del domingo 29 de mayo de 1910, en: COMISIÓN DE HOMENAJE A RAFAEL
ALTAMIRA, España-América..., Op.cit., p. 113).

380
ha sido desde el primer instante, en la intención de los iniciadores y organizadores de él, y será
esta tarde, de hecho, otra cosa: será la reafirmación, por parte del pueblo asturiano, de su fe en la
obra americanista de la Universidad de Oviedo, y de su decidida resolución de cooperar a ella en
todo lo que puede hacer y le cumple hacer. Los que no lo entendieron así y pretenden reducir es-
te acto, empequeñeciéndolo, a una pura explosión de lisonjas, aceptadas por una vanidad perso-
nal, cúlpense a sí mismos y no a falta de terminantes declaraciones en contrario. Después de to-
do, cada cual ve la vida según lo que lleva en su propio espíritu: si este es vulgar, lo verá todo,
aún lo más alto, vulgarmente; si es mezquino, raquítico, envidioso, verá las cosas más ideales,
mezquinamente y pegadas a un nombre, y no atenderá sino a la sombra que ellas puedan echar
(en la imaginación de los que en todo ven sombras) sobre el resto de la cosas y de los hombres.
Siendo, pues, esta fiesta un acto americanista más que un homenaje personal [...] no puede esti-
marse su retraso como un error, sino como un acierto. Realizado en los días inmediatos a mi lle-
gada, se hubiera quizá confundido con las manifestaciones de diversa índole que se celebraron
entonces, y hubiese sido un chispazo más del hervor de primera hora. Realizado dos meses des-
pués, significa que el interés persiste, que no fue aquello puro fuego de artificio, y nos permite
rectificar un error frecuente entre nosotros: el de creer que las cosas se hacen en un momento por
un acto heroico, terminado el cual, todo queda terminado, en vez de pensar que las obras impor-
tantes en la vida, no acaban nunca y piden un esfuerzo constante, tenaz y ardoroso. La campaña
americanista de Oviedo y, representativamente de España, no ha terminado por haber regresado
yo a la patria; más bien, puede decirse y afirmarse que ahora empieza. Es necesario afirmar y
continuar una vez más esta campaña con el mismo espíritu nacional, patriótico, impolítico, si ca-
be aplicar esta palabra, con que se comenzó. Por de pronto, así es y así lo he hecho.” 399

Para completar esta tarea de anclaje de los altos vuelos de Altamira en el subs-
trato centenario de Universidad ovetense —y en los aún más antiguos y profundos ci-
mientos que soportaban las relaciones de la Península con el Nuevo Mundo y de los
pueblos latinos entre sí—, Álvaro de Albornoz y Enrique de Benito dedicaron sus res-
pectivas conferencias a buscar más allá de lo personal y de lo coyuntural las verdaderas
razones aquella feliz celebración.
Claro que en vano puede esperarse que aquí se hubieran proclamado pública-
mente disensiones que, probablemente, tampoco hubieron de manifestarse abiertamente
en privado. Para Canella, el éxito de Altamira era también el suyo propio, por lo que
cualquier eventual rivalidad por el protagonismo, de emerger, no podía, por lógica, po-
ner en entredicho ni el diseño de la empresa ni el proceder de quien en todo momento
fue considerado un delegado ejemplar de la Universidad de Oviedo. Los riesgos de que
cualquier rivalidad desbordara o de que cualquier crítica al protagonismo excesivo del
viajero se derivara en un escandalete, radicaban en que en cualquier caso, se pondría
directamente en entredicho su autoridad como Rector y su verdadero papel en aquel
viaje. De allí que lo más sensato fuera participar del homenaje, intentando moderarlo y
encauzarlo convenientemente, comprometiendo a Altamira con los ulteriores proyectos
de la Universidad de Oviedo.
Como lo revelan sus cartas de junio a noviembre de 1910 a Altamira400, Canella
pretendía capitalizar para su rectorado y para su Universidad el mérito de la iniciativa y
de la planificación del periplo, amén de poder administrar la justo recompensa que este

399
Rafael ALTAMIRA, Discurso pronunciado en el Homenaje celebrado en el Teatro Campoamor en honor
del maestro Rafael Altamira y de su obra de Intercambio la tarde del domingo 29 de mayo de 1910, en:
COMISIÓN DE HOMENAJE A RAFAEL ALTAMIRA, España-América...., Op.cit., p. 112.
400
Ver: AFREM/FA, Cartas a Rafael Altamira, RAL 2, Canella y Secades, Fermín, (28 docs.), Carta de
Fermín Canella a Rafael Altamira, Oviedo, 14-V-1910; y las de fecha 8-VI-1910 y 14-VI-1910.

381
audaz movimiento en el tablero intelectual americano, debía traer para la institución. Su
enemigo en esto no era Altamira401, sino un Gobierno que se negaba a dar a la Universi-
dad el “premio” que le correspondía. Un premio que, bien invertido, podría resultar de-
cisivo para situar a la Universidad de Oviedo en un sitio privilegiado desde el cual regu-
lar —formal o informalmente— el tráfico que pudiera abrirse a partir del
establecimiento de unas fluidas relaciones intelectuales y culturales hispano-americanas.
No dejar escapar las oportunidades de ser la prime mover resultaba más importante aun
cuando, a partir de los prometedores resultados obtenidos, podía pensarse en una futura
competencia “política” por explotar este éxito exclusivamente ovetense. El posterior
desarrollo de los acontecimientos mostraría que en aquella competencia la Universidad
de Oviedo no sólo debía temer la intervención del Estado español, sino la proyección
personal de su propio delegado, quien pronto aparecería como el actor mejor situado
para capitalizar lo obtenido y privar, paradójicamente, al claustro ovetense, de los bene-
ficios directos de su viaje americanista.
Ahora bien, ¿tenían estas tensiones una relación directa con el comportamiento
de Altamira durante el viaje americano y su vuelta a España? Positivamente no. La leal-
tad de Altamira para con la Universidad de Oviedo y el rector Canella fue completa y
permanente: Altamira nunca olvidó en tierras americanas su condición de representante
de los intereses de la Universidad de Oviedo.
Si bien Altamira actuó con plena libertad y haciendo uso de su propio criterio, es
importante resaltar que su discurso suponía, en sus propias condiciones de enunciación,
una subordinación de la figura de su portador respecto de la institución en nombre de la
cual hablaba. En efecto, Altamira siempre se presentó a sí mismo como un delegado de
la Universidad ovetense, como impulsor de un proyecto colectivo y como representante
de la cultura hispana. Así lo dejó claro en su primer alocución oficial en Argentina:
“...la Universidad de Oviedo no envía un conferenciante para que se le admire; no pone escapa-
rate; no hace alarde de buenas y lujosas mercancías. Si hubiera podido pretender esto, no sería yo
ciertamente el delegado. Ha querido enviar sencillamente un profesor a visitar las Universidades
hispano-americanas y a compartir con vosotros, profesores y alumnos, por cierto tiempo, vuestra
vida docente. Ese enviado (que no lo olvidéis, es un puro representante) aspira a lograr dos cosas
en su misión: establecer, o por lo menos sugerir, el cambio internacional de profesores, y en su
día, el de alumnos; conoceros y estudiaros. Ambos fines vienen a converger en un resultado úni-
co de suscitar afectos, que es al fin y al cabo lo que importa más suscitar en la vida.” 402

Esto no sólo nos habla de su fidelidad para con quienes le encomendaron su re-
presentación, sino del carácter eminentemente institucional de la misión americanista.
Es natural que, dado el relativo desconocimiento en el medio intelectual argentino de la

401
En aquella coyuntura de molestias y tensiones, Canella no tomó a mal ni siquiera el título del libro de
Altamira: “Ya he recibido Mi viaje a América. Mucho desearé que lo mediten otros, que no se haga el
vacío a su alrededor, pues no he visto críticas y anuncios de periódicos, cual sucede para obras de menos
trascendencia… Aún no llega el cajón con los 100 ejemplares, que distribuiré por el extranjero y América
en cuanto los tenga, remitiéndole entonces la lista de mis direcciones.” (AFREM/FA, Cartas a Rafael
Altamira, RAL 2, Canella y Secades, Fermín, —28 docs.—, Carta de Fermín Canella a Rafael Altamira,
Oviedo, 13-XI-1910).
402
Discurso de Rafael Altamira en ocasión de su recepción en la UNLP, La Plata, 13-VII-1909, reprodu-
cido en: Rafael ALTAMIRA, Mi viaje a América..., Op.cit., p. 117.

382
obra y pensamiento de Altamira —del que, por otra parte, eran víctima la mayoría de
los profesores españoles—, la unción del claustro ovetense se tornara imprescindible
para cosechar las adhesiones que le permitieran ser escuchado en los foros adecuados.
Claro que a medida que el viaje progresaba, incluso durante su estancia en Ar-
gentina, la dimensión de la personalidad de Altamira fue creciendo y cobrando autono-
mía en la percepción de sus interlocutores americanos. Esto debe ser visto como conse-
cuencia obvia de la repercusión pública y de la acumulación de distinciones,
nombramientos, agasajos y elogios que, necesariamente, debían encarnar en una perso-
na física.
Altamira nunca dejó de recordar su carácter de embajador cultural, aun cuando
puede verse en sus propias alocuciones, cómo los honores iban siendo progresivamente
apropiados por un individuo que comprobaba, sorprendido, cómo su papel de mero emi-
sario se iba transformando en un papel protagónico con vuelo propio.
Si comparamos el discurso en ocasión de su recepción en la UNLP, con el de
aceptación del doctorado honoris causa, vemos que Altamira agradeció, ya a título per-
sonal, la distinción y prácticamente olvida compartir el galardón, siquiera simbólica-
mente, con su claustro403. En el mismo sentido, cuando en ocasión de la ya mencionada
—y consentida— imposición de su nombre404 a una avenida de la Escuela Agronómica
de la UNLP, Altamira recomendará unir su patronímico a su condición de profesor de la
Universidad de Oviedo, sólo luego de pronunciar varias frases egotistas de dudosa
modestia405.
La personalización progresiva de lo que había nacido como un viaje puramente
institucional, se manifestó también en el desbordamiento del marco universitario en el
que fue originariamente planificado y encuadrado. Desbordamiento que Altamira alentó
y aprovechó, ora para servir mejor a los intereses de su Universidad atrayendo la aten-
ción de las autoridades políticas de los países visitado; ora para amplificar el mensaje

403
Ver: Rafael ALTAMIRA, Discurso pronunciado en ocasión de su despedida de la UNLP y entrega del
diploma de Doctor en Ciencias Jurídicas y Sociales, “honoris causa” (La Plata, 4-X- 1909), en: ID., Mi
viaje a América..., Op.cit., pp. 160-161 y ss.
404
Consentimiento que se nos ocurre completamente improcedente en quien, vivo para contemplar su
propia glorificación, hubo de presentarse a sí mismo en esa misma casa de altos estudios y sólo tres meses
antes, como un austero cultor de la Ciencia que huía por sistema de “todo lo aparatoso y de pura exterio-
ridad”. Ver: Discurso de Rafael Altamira en ocasión de su recepción en la UNLP, La Plata, 13-VII-1909,
reproducido en: Rafael ALTAMIRA, Mi viaje a América..., Op.cit., pp. 121.
405
“Cuando de hoy en adelante crucéis por esta alameda, pensad en mí y asociadme a vuestra obra, como
yo os llevaré asociados en mi recuerdo, recuerdo iluminado por la esperanza de volver algún día y enton-
ces ser campesino con vosotros, reconquistando mi libertad y mi derecho a la comunión sosegada con la
Naturaleza. Pero cuando me recordéis y penséis en mis añoranzas de este sitio, yo os pido que no me
recordéis con mi solo nombre, sino como una representación de algo más que está sobre mí. Rafael Alta-
mira es y quiere ser aquí, más que en ninguna otra parte, lo que en su paseo por América significa: un
profesor de una Universidad española. Y así, debajo de ese rótulo, leed siempre: profesor de Oviedo, y
pensad, al leer este renglón ideal, en aquella casa de donde he partido...” (“Otros actos universitarios”, 3.-
La fiesta de la Escuela de Santa Catalina. La calle Altamira, extractado de: Archivos de Pedagogía y
ciencias afines, noviembre de 1909, La Plata, UNLP, 1909; reproducido en: Rafael ALTAMIRA, Mi viaje a
América..., Op.cit., pp. 221-222).

383
hispanista a otros sectores, fortaleciendo su propia posición de intermediario entre el
mundo cultural español y el americano.
Altamira creyó necesario explicar en forma pública aquello que, pudiendo inter-
pretarse —desde una versión mal intencionada— como una desvirtuación del objetivo
central del viaje, no fue sino la prueba de su pertinencia y de la existencia de una de-
manda hispanista en la población americana406.
Como delegado académico, Altamira no sólo procuró publicitar las iniciativas
pedagógicas formales y no formales de la Universidad de Oviedo, sino que hizo lo posi-
ble para que ésta controlara aquellos circuitos de intercambio y cooperación que se abrí-
an luego de sus gestiones; recomendando, por ejemplo, al Rector Canella que intervinie-
ra en las recomendaciones de los docentes universitarios requeridos en Santa Fe407. De
igual forma, es necesario destacar que Altamira, bien pudiendo haberse apropiado en
forma personal del éxito de su gira americana, asumió el papel de gestor de los intereses
de su Universidad ante el propio monarca español, haciendo suyas las solicitudes del
Claustro y demandando la creación de una sección especializada como compensación
por su labor intelectual y como único medio para poder continuarla408:
Esta petición, prolijamente acompañada del programa de actividades reservados
a este instituto, intentaba explicar la importancia de esta empresa, tanto para las activi-
dades de la Universidad de Oviedo, como para la política americanista, la cual justifica-
ba el pedido de financiamiento, cuyos términos eran bastante ilustrativos respecto de las
necesidades puntuales de infraestructura de este centro de estudios:

406
“Hice notar, en primer término, la generalidad del movimiento producido en América inmediatamente
que comenzó el delegado de la Universidad de Oviedo a realizar la misión que le había sido encomenda-
da; esta misión se reducía, por condiciones que eran inexcusables y de procedencia elemental en la Uni-
versidad de Oviedo, se reducían, digo, según la intención del Rector y del Claustro, a entablar relaciones
con los centros docentes análogos de América, y a no salir de la esfera puramente universitaria; pero de
tal manera se abrieron ante el paso del delegado de la Universidad de Oviedo, espontáneamente, las co-
lectividades todas de las naciones hispano-americanas en sus varias manifestaciones sociales, que él hubo
de extender su acción necesariamente a todos aquellos sitios en donde se demandaba la presencia del
profesor español. Así... absolutamente todos, desde los profesores universitarios (a quienes preferente-
mente se había de dirigir), hasta las últimas clases sociales; los estudiantes, como las entidades educativas
aparte de la Universidad; los obreros; las sociedades que se ocupan de los problemas de la cultura y del
problema económico; las colectividades españolas; los niños de las escuelas y el personal docente prima-
rio; el elemento militar, como el eclesiástico; todas las representaciones sociales, en fin, de los diferentes
pueblos americanos visitados por mí, pidieron que se extendiera la acción de la Universidad de Oviedo a
cada una de ellas, y eso pudo realizarse afortunadamente.” (Rafael ALTAMIRA, “Organización práctica de
las relaciones intelectuales entre España y América”, Conferencia pronunciada en la Unión Ibero-
Americana de Madrid el día 14 de abril de 1910, en: ID., Mi viaje a América..., Op.cit., pp. 506-507).
407
“Importando tanto como importa que se realice esta colaboración de la ciencia española en la educa-
ción jurídica del pueblo argentino, me permito rogar a V.E. que tome el mayor interés en procurar la
presentación de los tres candidatos requeridos, con consulta de nuestros catedráticos de las respectivas
materias, de modo que la proposición se haga por intermedio de esa Universidad.” (Rafael ALTAMIRA,
“Primer informe elevado al señor Rector de la Universidad de Oviedo…”, en: ID., Mi viaje a Améri-
ca...,Op.cit., p. 58).
408
“No creemos sea mucho pedir que a la Universidad de Oviedo se le auxilie, en recompensa de sus
trabajos americanistas y para poder proseguirlos, con un modesto crédito que le permita fundar una Sec-
ción americanista, para cuyo sostenimiento carece de fondos...” (Rafael ALTAMIRA, “Medios prácticos
para organizar las relaciones hispano-americanas (Informe presentado y leído a Su Majestad el Rey),
Oviedo, 31 de mayo de 1910”, en: ID., Mi viaje a América..., Op.cit., p. 596).

384
“La creación y sostenimiento de esta Sección en la Universidad (que carece, repetimos, en abso-
luto de fondos para esas atenciones) requiere una subvención especial del Estado para pagar gas-
tos de armarios, vitrinas, compra de libros, correspondencia y conferencias, más las gratificacio-
nes indispensables al personal necesario. Esa subvención se calcula en la modesta cifra de 5.000
pesetas... Sin ella, la Universidad de Oviedo, ni podría aprovechar los frutos del viaje de su dele-
gado, en lo que se refiere a las colecciones traídas, ni hallará medio de ponerlas al servicio públi-
co, y se verá, además, obligada a suspender su labor americanista, por no serle posible, ni corres-
ponder a los obsequios de publicaciones, ni siquiera continuar la correspondencia a que se ve
solicitada.” 409

Otro aspecto interesante en el que se puede ver hasta que punto Altamira se
comprometió con la defensa de los intereses de la Universidad de Oviedo, aparece en la
primera petición que realizó Altamira en su “Informe” al Rey —siguiendo el primer
punto del programa votado por el Claustro ovetense el 19 de mayo— solicitando un
crédito especial para la Universidad de Oviedo y todas aquellas que la siguieran en su
política de intercambio de profesores. En dicha petición, se recomendaba enfáticamente
que fuera atribución exclusiva de la Universidad la elección de la institución correspon-
diente y la definición de las líneas de intercambio.
Dado que más adelante abordaremos estas cuestiones con más detenimiento,
baste indicar que esta petición era sostenida contra la propuesta de la JAE que se pro-
mocionaba como eventual gestora del intercambio de profesores tal como consta en su
nota al Profesor Posada y contesta el propio Altamira410. Contra los deseos de la Univer-
sidad de Oviedo y del propio Altamira, la Real Orden del 16 de abril de 1910, había
adjudicado a la JAE jurisdicción en la asignación de plazas a alumnos americanos en
centros de estudio e investigación; en el envío de “pensionados” y “delegados” propa-
gandísticos; en el asunto decisivo del intercambio de alumnos y profesores y en el fo-
mento del cambio de publicaciones411.
Altamira no había perdido oportunidad de argumentar en favor de una modali-
dad directa —establecimiento a establecimiento— en el intercambio de profesores,
alumnos y material bibliográfico, fundamentando su idea en tres razones básicas, que
aludían a la necesaria desburocratización412 del mecanismo a implementar y a la necesa-
ria autonomía de los asuntos académicos:

409
Ibíd., p. 598.
410
“Con todas las salvedades de respeto para con la Junta, no puedo menos de advertir que repetidamente
he expresado mi opinión, y la de la Universidad de Oviedo, contraria a esta doctrina. Creemos sincera-
mente que la organización del intercambio debe ser cosa exclusiva y autonómicamente universitaria, sin
obstáculo de que otros centros docentes puedan establecer también aquella relación con su personal pro-
pio de profesores, pensionados, etc.” (Nota N°1 de Rafael Altamira a la comunicación de la Junta para
Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas al Sr. Posada, mayo de 1910, reproducido en: Ra-
fael ALTAMIRA, Mi viaje a América..., Op.cit., p. 611).
411
Real orden disponiendo se signifique a la Junta de ampliación de estudios e investigaciones científicas
la conveniencia de que atienda a la idea del intercambio universitario entre las naciones hispano-
americanas y los Centros docentes españoles, Madrid, 16 de abril de 1910; reproducido en: Rafael
ALTAMIRA, Mi viaje a América..., Op.cit., pp. 619-621.
412
“...habrá que establecer el cambio de profesores, previo un acuerdo de las autoridades universitarias de
las Universidades puestas en relación; estimando el que suscribe, que esto sería preferible a un acuerdo
entre los respectivos Gobiernos, forzosamente sometido a todas las formalidades, trabas y dilaciones de la
vía diplomática. El ejemplo de la actual misión es bien elocuente en punto a lo innecesario de la interven-

385
“Yo creo que el intercambio debe ser una obra completamente universitaria, que entable, gestio-
ne y organice cada una de las Universidades españolas con cada una de las americanas, como
hasta ahora se ha hecho y se hace en todo el mundo. Y esto por tres razones: en primer lugar, pa-
ra darle a esta función docente toda la autonomía que necesita; en segundo lugar porque cada
Universidad sabe mejor que nadie cuáles son los elementos reales de que puede disponer, y está
en condiciones insustituibles de seleccionar su personal en relación con las necesidades de la
Universidad a la cual va a ir, debiendo gozar para ello de una independencia superior a la que
supondría la intervención de cualquier poder central, que, aun cuando bien intencionado, no
siempre conoce las necesidades y las interioridades de cada uno de los centros docentes; y, en
fin, porque este sería un estímulo para que iniciasen, por propio esfuerzo, nuestras Universidades
españolas su vida de relación con las hispano-americanas; ¡que no estamos tan sobrados de estí-
mulos espontáneos, para que neguemos una ocasión más de producirlos, ni es bien que todos los
días suspiremos por autonomías, para cerrarles el camino en la primera ocasión!” 413

Como hemos podido apreciar, Altamira y Canella fueron, cada uno en su esfera,
los hombres insustituibles de este proyecto americanista ovetense y si bien el primero
fue el responsable directo de sus logros, es indudable que sin la labor del segundo el
periplo no habría podido desarrollarse, por lo menos bajo la forma que lo hizo.
Altamira nunca olvidó esto, ponderando en cada oportunidad la imagen del Rec-
tor ante auditorios que desconocían supinamente la pintoresca personalidad de Don
Fermín. Así, cuarenta años después de que se iniciara el periplo, exiliado en México,
Altamira rendía tributo a la memoria de Canella recordando sus dotes de administrador
y organizador puestas en evidencia en la celebración del III Centenario de la Universi-
dad de Oviedo y en la organización del periplo americanista, ocasión en la cual supo
movilizar a los asturianos emigrados, “para que recibieran y respaldaran la obra que el
encomendó al delegado de la Universidad” de forma tal que “sin aquella cálida e intensa
preparación, no hubiera sido posible a nadie realizar misión tan amplia en espacio y tan
larga en tiempo como fue aquel viaje”414.

Ahora bien, por la vehemencia que ponía Altamira en estas vindicaciones podría
suponerse que, detrás de estos ejercicios retóricos de “despersonalización” de la empre-
sa americanista existía algo más que una sana gratitud hacia su superior y hacia la Uni-
versidad que lo había acogido. En efecto, en ciertas alocuciones de Altamira puede ver-
se un marcado interés por prevenir futuros cuestionamientos hacia su desempeño y
hacia su protagonismo individual en aquella empresa.
Altamira era un hombre de una personalidad sumamente atractiva. Altamira era
un hombre particularmente venerado por sus alumnos, a los que prodigaba un trato
amable y paternal por el que fuera reconocido en varias oportunidades415. Altamira, que

ción gubernamental.” (Rafael ALTAMIRA, “Primer informe elevado al señor Rector de la Universidad de
Oviedo…” en: ID., Mi viaje a América..., Op.cit., p. 73).
413
Rafael ALTAMIRA, “Organización práctica de las relaciones intelectuales entre España y América”,
Conferencia pronunciada en la Unión Ibero-Americana de Madrid el día 14 de abril de 1910; reproducido
en: ID., Mi viaje a América..., Op.cit., pp. 521-522.
414
Rafael ALTAMIRA, Tierra y hombres de Asturias, Op.cit., pp. 64-72.
415
Altamira recibió, estando en viaje, una amable carta de algunos ex-alumnos en la que se le expresaba,
entre otras cosas, que se le echaba mucho de menos en los seminarios y en la academia jurídica: “Al
comenzar las tareas del nuevo curso, todos los estudiantes evocamos cariñosamente el recuerdo de quién
es la gloria de esta Escuela, escultor incansable de las almas, ferviente patriota, maestro de todos [...]

386
duda cabe, era un individuo al que le gustaba mucho hablar de sí mismo y poseer un
grupo de acólitos y admiradores personalísimos, fuera ya en Oviedo o en Buenos Aires.
Este rasgo de su personalidad provocó que, más de una vez, su discurso quedara
teñido de un colorido egolátrico416. A pesar de este rasgo de personalidad y de estilo de
Altamira, su discurso en América tendió a socializar el proyecto y sus logros, lo cual,
pese a su irreprimible amor por sí mismo, no dejaba de tener relación estrecha con sus
convicciones éticas como intelectual. Convicciones que fueron expuestas, recurrente-
mente, no sólo en numerosos discursos doctrinarios, sino también en alguna de sus ex-
posiciones académicas.
En una de sus intervenciones en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, por
ejemplo, Altamira abordó el tema de la relatividad del juicio moral y su condiciona-
miento por factores históricos eminentemente variables. Esta relatividad intrínseca —y
no la decadencia o el progreso de los criterios morales— sería la verdadera causa de que
fenómenos o actitudes que, en el pasado, pudieron ser considerados buenos, tolerables o
indiferentes, fueran considerados más adelante como abominables y viceversa. La va-
riación constante en los límites de la moral afectaba, como no podía ser de otra forma,
al propio mundo de los intelectuales, pero en este caso en un sentido marcadamente
negativo417.
Altamira consideraba que quienes cultivaban profesiones intelectuales caían a
menudo en la negación de sus deberes para con su comunidad, sustrayéndose a la parti-
cipación que les correspondería en la “obra común” de su sociedad. Según esta perspec-
tiva, las posturas de los intelectuales serían básicamente tres.
La primera, sería la de quienes trabajaban por vocación o por necesidad, procu-
rando cumplir sus tareas específicas y suponiendo que, de la interacción de esta aplica-
ción con la de otros sectores e individuos, surgiría espontáneamente una “asociación

Pendientes estamos de sus éxitos, si bien los acontecimientos interiores nos distraen a menudo de su ac-
ción en América. Desde que V. salió de esta incomprensible España fueron tales las desgracias que le
acaecieron, que con dificultad la reconocerá ni quién, como V., tan en lo íntimo la conocía. Tan demuda-
da la han vuelto los odios de los unos, la impericia de los otros, los reveses de la fortuna y la callada pasi-
vidad de un pueblo mártir, que, abrigando energías para las más grandes empresas, no tiene avientos ni
aun para coordinar ideas, por no ser malrotas y desbaratadas esperanzas. ¡Es un pueblo que prefiere dor-
mir para no pensar en nada! ¡Quién logrará que se despierte!” (IESJJA/LA, s.c., Carta original manuscrita
de Alberto Jardón, Miguel Díaz Valdés y Antonio Rico a Rafael Altamira, Oviedo, 16-X-1909).
416
Ver, por ejemplo, las palabras de clausura del curso en la UNLP, en: IESJJA/LA, s.c., Actas manuscri-
tas tomadas de la versión taquigráfica de la 19ª Conferencia de Rafael Altamira en UNLP, 30-IX-1909 ,
pp. 79-87.
417
Altamira, a riesgo de resultar prosaico y a sabiendas de poder parecer “nimio y demasiado exigente”,
no dejó de disertar acerca del carácter de las desviaciones y deslizamientos negativos de los criterios y
valores morales ajenos a su intrínseca mutabilidad histórica. El profesor ovetense consideraba que la
mayor parte de los males morales de la humanidad no debían adjudicarse a la infracción explícita y deli-
berada de los deberes que formaban parte de un código o de la moral reglada; sino a la conducta espontá-
nea evidenciada en los actos comunes y corrientes que los hombres ejecutaban sin reflexionar acerca de
las consecuencias que estos podían para terceros y creyéndolos naturalmente lícitos: “Los infractores del
primer tipo son minoría, los segundos son legión, preocupémonos de ellos, empezando por nosotros”
(IESJJA/LA, s.c., Notas manuscritas de Rafael Altamira de su 2ª Conferencia la Facultad de Filosofía y
Letras de la Universidad de Buenos Aires, Buenos Aires, 24-VII-1909, pp. 2-3).

387
latente” —tal como la definía el profesor ovetense Adolfo Buylla— de la que se deriva-
rían resultado útiles para todos los miembros de la sociedad.
La segunda, sería típica de quienes se aplicaban a su tarea procurando obtener la
pura gloria individual y el reconocimiento público, convirtiendo así a la “inteligencia”
en un arma de deificación y dominación social. Esta posición interesada podría detectar-
se en quienes no hablaban en público de no hallarse presente gran concurrencia y en
aquellos que no se prodigaban por no “gastarse”. La mezquindad intelectual se haría
visible también en quienes se solazan jugando con las ideas con el único objeto de “ma-
nifestar la agilidad y superioridad de su espíritu”418 o en quienes se contentaban con
buscar “la nota original, la paradoja, la contradicción, por apate en vez de buscar since-
ramente la verdad, hasta donde alcancen, y ponerla modestamente al servicio de to-
dos”419.
La tercera opción, sería la de quienes privilegiaban el sentido social de la labor
personal apartándose de la concepción egoísta del individuo. El punto de partida de esta
concepción, era la consideración del individuo como concreción de aportes de diversas
fuerzas, ideas y sentimientos colectivos. Este carácter social de la cristalización indivi-
dual, implicaba no sólo la necesaria contextualización del aporte del intelectual, sino la
asunción de ciertas obligaciones éticas de éste para con la sociedad de la que emergía.
Altamira consideraba la primera y la tercera alternativas como las más adecua-
das y éticamente recomendables para el intelectual, aunque esto no implicaba que éste
debiera erigirse en un mártir que lo sacrificara toda en pos de la comunidad. Para el pro-
fesor ovetense bastaría con enlazar su producción intelectual con la obra de los otros
miembros de la sociedad, neutralizando la tendencia individualista y negativa del traba-
jo solitario y del coleccionismo avaro de los frutos intelectuales420.
Más allá del indudable interés ético del tema, no puede pasarse por alto el hecho
de que existieron móviles más inmediatos para que este tema adquiriera tanta importan-
cia en el discurso social y académico del profesor ovetense. En efecto, interesado por
distanciarse críticamente de este modelo perverso de intelectual y descontando que, de-
bido al éxito progresivo de su embajada cultural, pronto sería blanco de comentarios
maliciosos, Altamira no perdía ocasión de subrayar su completa falta de ambiciones
personales a la vez que no ahorraba juicios lapidarios hacia los intelectuales que las po-
seían.
Estos individuos abyectos —convenientemente anónimos por requisito del buen
gusto y de la conveniencia— serían seres carentes de abnegación, que no sentirían el
“choque doloroso de los problemas de la vida”, sino que se servirían perversamente de
ellos con una fría agitación intelectual que esterilizaría la raíz científica o literaria de su

418
Ibíd., p. 6.
419
Ibíd., p. 7.
420
“No trato de sacrificar la personalidad a la masa. Cuanto más alta y fuerte sea [la personalidad], más
servirá, pero orientada hacia la humanidad” (Ibíd., p. 13). Por supuesto, los ejemplos tan heterogéneos,
que Altamira presentó al auditorio porteño para ilustrar ese modelo de individuos volcados a una labor
trascendente no eran inocentes ni estaban exentos de cierto oportunismo: Curie y San Martín.

388
obra, empujándolos a repudiar el “puro arte” y la “verdad” cuando estos dañaban o reta-
ceaban su exaltación individual421.
Sin embargo, su constante presencia innominada y su permanente aparición co-
mo contramodelo del intelectual probo, sugieren que detrás de tanto velo bien podría
esconderse un fantasma antes que personas reales. En efecto, más que descalificar obli-
cuamente a nadie, Altamira se servía de estas criaturas retóricas —construidas de forma
maniquea, por cierto— como chivos expiatorios a través de los cuales conjurar el riesgo
tan temido de ser acusado, el mismo, de procurar su exclusiva gloria personal.
Acusación esta, que se cernía inexorablemente sobre un viajero que, merced de
su habilidad como embajador cultural y representante de la Universidad de Oviedo, co-
sechaba cada vez más elogios, distinciones y agasajos a título personal. Vistos desde
esta perspectiva, estos personajes anónimos no representarían bosquejos enmascarados
de intelectuales reales que Altamira pretendía descalificar, sino figuras virtuales de un
potencial y molesto alter ego que era preciso liquidar antes de que algún taimado obser-
vador intentara asociarlos. En esta clave debe entenderse que el viajero incurriera en
paradojas tales como las de pronunciar en público grandilocuentes declamaciones de
humildad a la hora de agradecer los agasajos de los que era objeto422.

421
Ibíd., p. 8.
422
IESJJA/LA, s.c., Notas manuscritas de Rafael Altamira para agradecer la Universidad Nacional de
Córdoba —2 pp. originales en hojas membretadas del Splendid Hotel—, Córdoba, 18-X-1909.

389
390
CAPÍTULO IV

LA EMPRESA AMERICANISTA EN SUS PROPUESTAS Y EN SUS ESTRATEGIAS

Observada la campaña ovetense en su marco universitario y en referencia a las


poderosas personalidades que la protagonizaron y sostuvieron, debemos ahora examinar
los últimos dos aspectos que, como prolongación natural de aquellas determinaciones
institucionales e individuales, nos permitirán avanzar la configuración de lo que hemos
dado en llamar el contexto de emisión del mensaje americanista. Estos aspectos son, por
un lado, los contenidos mismos de las propuestas con las que el delegado de la Univer-
sidad asturiana presentaría en América; y, por otro, las estrategias sociales que Altamira
hubo de desplegar para promocionar aquellos proyectos y seducir a sus diferentes audi-
torios.

1.- Contenidos centrales de la propuesta hispano-americanista ovetense.

La campaña americanista de la Universidad de Oviedo tuvo como principales


objetivos la promoción del intercambio universitario, de la Extensión Universitaria y de
la colaboración hispano-americana en proyectos culturales e intelectuales.

1.1.- Intercambio universitario hispano-americano.


Contra la doctrina “autosuficiente” del aislacionismo intelectual —sostenido a
menudo en un patriotismo mal entendido—, Altamira defendió permanentemente la
doctrina de la cooperación y libre circulación de bienes intelectuales423, según la cual, la
concurrencia de múltiples influencias podía enriquecer sensiblemente la calidad de la
educación ofrecida al pueblo424.

423
En el Discurso de 1898 Altamira tomaba el ejemplo positivo de la política francesa por la cual —y a
pesar del obstáculo que representaba el marcado chauvinismo de la sociedad gala— “la moderna genera-
ción de pedagogos e historiadores... se ha formado en Alemania”. El peligro de la “extranjerización” a
menudo era exagerado por los detractores del sistema, aun cuando Altamira suscribía ciertas prevenciones
que se expusieron el L’enseignement secondaire en ese mismo año y coincidiera con la necesidad de
enviar sujetos sólidamente formados en un patriotismo culto y juicioso, pero no menos enérgico. Ver:
Rafael ALTAMIRA, Discurso leído en la solemne apertura del curso académico de 1898 a 1899…, pp. 30
y 33.
424
En 1898 Altamira aún pensaba en la posibilidad de concretar relaciones intelectuales con otros países
a través del viejo sistema de “importación” de docentes adoptado desde la época de los Reyes Católicos,
aun cuando ya entonces prefiriera la alternativa de enviar fuera a profesores y alumnos españoles. Entre
este texto inicial a la propuesta efectivamente presentada en Argentina, puede verse la evolución que va
desde una propuesta de integración de aportes externos o de atracción de público universitario, a una

391
En consonancia con esta perspectiva, y aplicando estos principios al campo con-
creto de su desempeño, el viajero sostuvo la necesidad de implementar circuitos de in-
tercambio entre las casas de altos estudios hispano-americanas, tal como era costumbre
entre otras naciones civilizadas425. La reciente y exitosa experiencia de intercambio de la
Universidad de Oviedo con un país con los que no existían tantas afinidades espiritua-
les, ofrecería la prueba de que era posible establecer este tipo de vínculos, máxime aun
cuando entre España y las naciones americanas existía una empatía natural426.
A pesar de exponer los antecedentes del intercambio, Altamira se cuidó de resal-
tar que aquello que había hecho posible su presencia era, antes que ninguna gestión per-
sonal o institucional, la comunidad cultural entre ambos mundos y la comunidad de
intereses existente entre las elites a un lado y otro del Atlántico427.
La coincidencia “filosófica” entre las elites intelectuales que dirigían universida-
des progresistas como la de Oviedo y la de La Plata, hacían previsible el éxito de un
intercambio cuyo principal beneficio sería el afianzamiento de la amistad y la paz, como
efecto del conocimiento y comprensión mutuos. Efecto que podría manifestarse genui-
namente sólo después que se pudiera establecer un contacto regular y personal entre sus
miembros:
“Vosotros visitáis poco a España, y no siempre con la amplitud y la atención que desearíamos.
Nosotros sabemos muy poco de vuestra vida. Necesitamos, pues, estudiarnos unos a otros, y para
eso no bastan los libros; hace falta la impresión personal. Para conseguir ambas cosas, precisa
que nosotros vengamos acá, y vosotros vayáis a España. Lo primero comienza ahora, lo segundo,
creo que he de salir de América con la esperanza de que se realizará en breve.” 428

El intercambio universitario, tal como lo concibiera Altamira y el claustro ove-


tense, involucraba dos aspectos: el intercambio de recursos humanos y de recursos di-
dácticos.

propuesta mucho más compleja y abarcativa de intercambio docente y estudiantil. (Ibíd., pp. 30-31, 35 y
53-54).
425
“A esta segunda posición corresponde el cambio internacional de profesores, establecido ya entre
varias naciones europeas y entre éstas y la gran república norteamericana. Sin pensar en superioridades ni
inferioridades, Alemania, Francia, Inglaterra, los Estados Unidos, España, han comenzado a cambiar sus
profesores, seguras de que en cada caso las partes contratantes saldrán gananciosas.” (Rafael ALTAMIRA,
“Discurso pronunciado en ocasión de su recepción en la UNLP”, en: ID., Mi viaje a América..., Op.cit., p.
118).
426
“Si nos relacionamos con los extraños ¿no es más natural que nos relacionemos con los afines? Todo
con ellos es más fácil. La obra de asimilación con que se va nutriendo nuestro espíritu, se cumple mejor
cuando se produce en el campo afín, y hasta las mismas ideas que cada cual ha tomado de otras fuentes,
traducidas a la común idiosincrasia, son más luminosas y aprovechables.” (Ibíd., p. 118).
427
“...existía entre vosotros... el propósito concreto de establecer de un modo sistemático, estadías tempo-
rales de especialistas, profesores e investigadores de otros países, en vuestras Universidades. Vuestro
presidente consignó ya esa idea en uno de los capítulos de la memoria en que fundamentaba el proyecto
de creación de esta Universidad; y hace pocos meses, la de Buenos Aires confiaba a mi cariñoso amigo, el
doctor Bidau, la misión de contratar en Europa cursos especiales de profesores de aquel continente.”
(Rafael ALTAMIRA, “Discurso pronunciado en ocasión de su despedida de la UNLP…”, en: ID., Mi viaje
a América..., Op.cit., pp. 165-166).
428
Rafael ALTAMIRA, Discurso pronunciado por Rafael Altamira en ocasión de su recepción en la
UNLP…, en: ID., Mi viaje a América..., Op.cit., p. 120.

392
El intercambio de recursos humanos tenía su fuerte en la propuesta del cambio
regular de docentes entre las diferentes universidades. Este era, sin duda y más allá de
las obvias dificultades burocráticas, el más factible de implementar debido a que invo-
lucraba un conjunto restringido de funcionarios de alta calificación —en principio inte-
resados en los eventuales beneficios académicos, políticos o profesionales de una expe-
riencia en el exterior— y también a que el profesorado era un sector razonablemente
disponible dado su estabilidad y su acceso a los escasos fondos adicionales que, ocasio-
nalmente, libraba el Estado para solventar iniciativas culturales de especial interés.
Teniendo a su favor antecedentes internacionales, Altamira predicó de continuo
los beneficios que traería instituir el intercambio regular de profesores en el ámbito ibe-
roamericano.
En Argentina, en el primer discurso que pronunciara durante el acto de bienve-
nida a la UNLP, el delegado ovetense expresó, sin tapujos, que el principal objetivo de
su misión era “establecer, o al menos sugerir, el cambio internacional de profesores”,
fundamentando la necesidad del mismo en una concepción educativa moderna, por lo
menos para el contexto español:
“Hay en materia de educación dos posiciones contrarias: la de la propia suficiencia, que lleva al
aislamiento (como en la famosa pragmática de Felipe II) y a la patriotería en las naciones, a la
vanidad en los individuos, y la que corresponde a la idea de que la formación espiritual es tanto
más rica cuando más influencias recibe, y que la educación humana se cumple así y se ha cum-
plido en todos tiempos por constantes y mutuas influencias [...] Así como es verdad que sólo se
redime y sólo se educa un pueblo por propio esfuerzo, sudando en sangre y en angustias infini-
tas, no por redentores de afuera, es cierto también que, para que el esfuerzo se cumpla, necesita
nutrirse con el resultado de la obra de los demás. A esta segunda posición corresponde el cambio
internacional de profesores, establecido ya entre varias naciones europeas y entre éstas y la gran
república norteamericana. Sin pensar en superioridades o inferioridades, Alemania, Francia, In-
glaterra, los Estados Unidos, España, han comenzado a cambiar sus profesores, seguras de que
en cada caso las partes contratantes saldrán gananciosas.” 429

Esta política de intercambio y de acercamiento había tenido, hasta ese momento,


expresiones importantes —aunque marginales— en la Península Ibérica, pero eran prác-
ticamente inexistentes en Sudamérica, tocándole al propio viajero cosechar los primeros
frutos institucionales de esta feliz entente, como en ocasión de incorporarse a la Junta de
Historia y Numismática Americana como miembro correspondiente430.

429
Ibíd., pp. 117-118.
430
“Más de una vez nuestras academias han tenido el honor de ver favorecidas sus sesiones con la pre-
sencia de literatos y eruditos de la América del Sur, cuyos nombres figuran en las listas de sus correspon-
dientes; pero ésta es la primera vez, creo, que un representante de los estudios históricos españoles —no
por humilde menos representante— viene a tomar puesto en el seno de una Junta, pareja por sus fines y
por sus componentes, con aquellas corporaciones de mi patria. Permitid, pues, que estimando toda la
importancia que tiene este hecho, yo lo haga resaltar aquí, y a la vez que os presente testimonio de mi
gratitud por vuestra benevolencia para conmigo, os lo ofrezca como español, en nombre de mi patria y
como profesor de Oviedo, en nombre de mi Universidad. Quiso esta inaugurar prácticamente con mi
venida el establecimiento de relaciones íntimas, constantes, sistemáticas, entre el mundo docente español
y el vuestro. La espontaneidad con que las universidades argentinas se han prestado a favorecer el cum-
plimiento de ese propósito —cuya idea y cuyo plan quiero decir aquí nuevamente van ligados de modo
indisoluble al nombre del Rector de Oviedo, doctor Fermín Canella— recibe, con el acto que ahora cele-
bra la Junta, una confirmación y un complemento altamente significativos.” (Rafael ALTAMIRA, Discurso

393
Durante su primera conferencia en la Facultad de Filosofía y Letras de la Uni-
versidad de Buenos Aires, Altamira habló de las verdaderas y profundas razones de su
presencia en América y de las virtudes del intercambio universitario, previniendo al
auditorio, en un gesto de sinceridad encomiable, acerca de los riesgos que entrañaba su
promoción.
Rechazando que el periplo debiera explicarse “por la benevolencia”, ya que ello
sería “echar toda la responsabilidad sobre hombres ejemplares” en base a los méritos
individuales del visitante y los “títulos” que le conferían sus libros de Historia, Literatu-
ra y Pedagogía, Altamira confesaba que luchaba contra un peligro que podía afectar a la
política del intercambio: “la expectativa de las novedades”431.
Según afirmaba Altamira, la tendencia general en los auditorios académicos era
“pedir novedades de ideas a los conferenciantes”, cuando era un hecho que “las noveda-
des objetivas en ciencia y arte no son de todos los días, ni de todos los hombres”. Gene-
rar esas novedades, en un sentido radical y absoluto del término, resultaría cada vez más
difícil, dado que en cada disciplina se había formado ya “un fondo y doctrina interna-
cional”. El alto grado de circulación del conocimiento, la “gran facilidad de comunica-
ciones personales” y de publicaciones haría raro “que algo coja de nuevo a los hombres
cultos, menos aquí”432.
Sin embargo, estas condiciones no anulaban las potencialidades del cambio in-
ternacional, ya que al margen de esas “novedades”, podía haber otras aportaciones útiles
que significaran un grado apreciable de innovación.
Altamira hablaba, más bien, de la existencia de una “novedad subjetiva” tanto
individual como nacional y que derivaría de la perspectiva única que cada uno, en su
contexto, podía aportar. Esta perspectiva sería verificable tanto en los puntos de vista,
como en el sistema y método de estudio. Esa “novedad subjetiva”, irrumpiría en las co-
munidades intelectuales a partir del contacto con los ambientes extranjeros, pudiéndose
develar en el momento del encuentro, grandes sorpresas para ambas partes.
Según Altamira, el descubrimiento de perspectivas diferentes a las que podemos
considerar como naturales “nos sacude el espíritu, nos advierte de lo parcial de nuestro
punto de vista”. Así, el contacto con otras naciones permitiría comprobar que, aunque
las ideas fueran un patrimonio común, ni todos los individuos ni todas las naciones
“hacen las cosas del mismo modo”, en tanto “no todos han hallado la ecuación necesaria
entre la idea y la acción, e importa conocer los caminos de cada cual”433.
El intercambio intelectual, al poner en contacto mundos diferentes, también per-
mitiría disipar la ilusión negativa de que determinados problemas eran exclusivos del
propio ambiente y de la propia idiosincrasia. El enriquecimiento para la consciencia de
sí y de los otros que devengaría un intercambio regular, nunca podría ser suplido por la

de Rafael Altamira en la XCIª Sesión de la JHNA, Buenos Aires, 5-IX-1909, reproducido en: Boletín de
la Junta de Historia y Numismática Americana, Vol. V, Buenos Aires, 1928, pp. 207-208).
431
IESJJA/LA, s.c., Notas originales manuscritas de Rafael Altamira de su Iª Conferencia en la Facultad
de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, Buenos Aires, 17-VII-1909.
432
Ibíd., pp. 2-3.
433
Ibíd., pp. 4-6.

394
mera circulación de los libros, ya que en aquél estarían involucrados tanto un “cambio
personal de espíritu”, como la “esperanza del buen efecto”, dimensiones humanas y
“presenciales” del auténtico diálogo intelectual.
El cambio universitario figuró, desde entonces, como un tópico recurrente en sus
discursos oficiales y en sus alocuciones más o menos informales, adaptándose en cada
ocasión el tenor y los fundamentos de la propuesta a las circunstancias y coyunturas
locales de cada universidad y de cada país434.
Cruzando el Río de la Plata y advertido del clima favorable a sus propuestas, el
viajero garabateaba un emocionado agradecimiento a las demostraciones que se organi-
zaban en su honor en los muelles de Montevideo, declarando su beneplácito por la “sig-
nificación ideal” que poseían esas manifestaciones e interpretando —quizás con dema-
siada optimismo— que ellas indicaban que los uruguayos comulgaban con la
Universidad ovetense en lo que hace a “la estimación de que el establecimiento de es-
trechas relaciones intelectuales entre los centros docentes y en general el medio científi-
co americano y el español, es algo sano, elevado, oportuno y digno”435.
En Chile, Altamira destacaba la importancia del intercambio docente como una
expresión más de una obra de fraternidad que España e Hispanoamérica se debían para
enriquecerse mutuamente. Dando por cerrado la primera experiencia con su breve visita,
Altamira esperaba la reciprocidad de los profesores chilenos para que todo este acerca-
miento logrado no quedara en el olvido y se plasmara en un logro concreto y perdura-
ble:
“[La Universidad de Oviedo] se complace en reconocer, por testimonio mío, que en Chile ha en-
contrado, no sólo compartidas muchas de sus ideas y de sus prácticas, sino superadas; y con eso
no ha hecho más que confirmar, experimentalmente, la segura esperanza, que la iluminó desde
un principio, de hallar en su viaje, a más de afectos y de sólida cimentación para su obra de fra-
ternidad, enseñanzas múltiples que enriquecerán y fecundarán su modesta labor española. Con
todo esto, la primera parte de nuestra empresa está ya cumplida. Falta la segunda: que vosotros
vengáis a visitarnos y a honrar la cátedra ovetense con vuestra presencia y vuestra palabra. Al
agradecer una vez más, señoras y señores, universitarios y no universitarios, las sentidas defe-
rencias que con el delegado de Oviedo habéis tenido... brindo porque esta apretada convivencia
espiritual que rápidamente se ha formado entre nosotros, no sea como un fuego de artificios, pa-
sajera y resuelta en humo, o como una inactiva florescencia del sentimiento, que anhela y no se
plasma en actos, sino algo vivo, pertinaz y crecedor, cuyo primer inmediato efecto sea la venida

434
En Argentina, inmerso en un clima más propicio para estos experimentos y sin tantos temores hacia
las evoluciones ideológicas modernas, Altamira se sintió más libre de exponer los alcances del intercam-
bio sin hacer hincapié en el programa estrictamente académico que los universitarios deberían cumplir
para justificar su viaje: “El señor Altamira concluyó hablando de la influencia internacional en la vida
universitaria. Sostuvo que al intercambio de profesores de una nación a otra, debiera suceder el de los
estudiantes, debiendo amplificarse las Bolsas y pensiones de viaje, no ya con el mero objeto que un grupo
reducido vaya a tal o cual parte a perfeccionarse, sino a conocer otro ambiente, la organización de otras
universidades, comunicándose con los más selectos espíritus del extranjero. Se ha alegado en contra de
ese propósito, la teoría consistente en el temor de que los jóvenes pierdan lo más esencial de su espíritu de
nacionalidad.” (“El profesor Altamira en la Facultad de filosofía y letras”, en: La Nación, Buenos Aires,
22-VIII-1909 —IESJJA/LA, s.c., Recorte de prensa—).
435
IESJJA/LA, s.c., Notas originales manuscritas —con membrete de la The Royal Mail Steam Packet
Company y del R.M.S.P. “Avón”— de un discurso de Rafael Altamira en que se dirige a uruguayos y
españoles, sin datación precisa, aunque muy probablemente sean las palabras pronunciadas en algunas de
las veladas organizadas en el primer día de la estancia en Montevideo y hayan sido redactadas a la espera
del desembarco, 4 pp.

395
a España de profesores chilenos, para que en mi país vean, no sólo por mi testimonio, lo que va-
léis en el orden de la inteligencia y también en el del sentimiento.” 436

Al término de su visita al Perú, al igual que había hecho en Chile, Altamira in-
formaba al Ministro de Instrucción Pública acerca de los posibles caminos que podían
tomarse para regularizar las relaciones intelectuales hispano-americanas. En dicho in-
forme, el intercambio docente era definido como el medio fundamental para establecer
un vínculo fraternal y duradero entre la intelectualidad española y peruana437.
En México, y aún más en Cuba —debido a la delicada situación diplomática de
España en ambos países—, Altamira debió destacar repetidas veces y con sumo cuida-
do, el carácter eminentemente bilateral de esta propuesta. El objetivo era, claro está,
prevenir cualquier suspicacia referente al deseo de las Universidades ibéricas de impo-
ner sus profesores o de “re-españolizar” intelectualmente Hispanoamérica. Frente a esta
concepción estrecha y neoimperial, Altamira declaraba el interés de España por contar
con la presencia de profesores americanos en sus aulas universitarias, al tiempo que
desmentía que el propósito de su proyecto pudiera afectar la integridad cultural de estas
Repúblicas o llegara a entorpecer las relaciones intelectuales que éstas tuvieran con
otros países:
“Nosotros no venimos sólo a dar y a reflejar nuestras ideas, sino que venimos también a pediros
que vengáis a España para reflejar sobre nosotros vuestro espíritu y vuestra obra científica. Y al
propio tiempo que hacemos esta petición (que envuelve ya un cambio recíproco de influencias y
excluye esa interpretación a que aludía antes), nosotros venimos a decir a los pueblos hispano-
americanos...: mantened la obra propia, sed vosotros mismos con la más potente originalidad y
virtualidad con que podáis serlo dando a la obra entera de la civilización humana lo más sano, lo
más propio y personal que tengáis [...] Y así como España... no intenta en manera alguna borrar
este carácter propio de los pueblos, no intenta tampoco, en lo que se refiere al intercambio, redu-
cir y encerrar en un coto exclusivo las influencias que pueden servir para formar y enriquecer el
espíritu hispano-americano, negándose a otros influjos que pueden ser fecundos y beneficio-
sos”438

Como vemos, el intercambio docente fue una de las dimensiones omnipresentes


del discurso de Altamira en América. Sin embargo, no debe suponerse que este aspecto
del mensaje americanista sólo se manifestó como un tópico discursivo carente de cual-
quier formulación y presentación más concienzuda.
En todo momento Altamira fue consciente de que, para que la promoción del in-
tercambio pudiera dar frutos concretos y consistiera en algo más que en una retahíla de
buenas intenciones, debería suplirse con acción positiva aquello que no había podido
surgir espontáneamente, ya sea por la opacidad del mundo intelectual español, por la
persistente hispanofobia americana o por las inmensas ventajas comparativas que podía

436
Rafael ALTAMIRA, “Discurso pronunciado en ocasión de su despedida de la UNLP…”, en: ID., Mi
viaje a América..., Op.cit., pp. 277-278.
437
IESJJA/LA, s.c., Copia manuscrita del Informe de Rafael Altamira al Ministro de Instrucción Pública
del Perú, Salina Cruz, 18-XII-1909.
438
Rafael ALTAMIRA, “La obra americanista de la Universidad de Oviedo”, Conferencia en la Universi-
dad de La Habana, reproducido en: España-América..., Op.cit., pp. 59-64; y en: ID., Mi viaje a América...,
Op.cit., p. 414-434 (la cita corresponde a la p. 424 de esta última obra).

396
exhibir en el campo del pensamiento científico, social y político Francia, Inglaterra,
Alemania y Estados Unidos de América.
La realización efectiva del intercambio demandaba, pues, una planificación se-
rena que garantizara su continuidad en el tiempo, el establecimiento de reglas claras y la
asignación de los recursos necesarios para su cumplimiento. De allí que el énfasis de
esta propuesta ovetense estuviera puesto, en realidad, en la idea del necesario concierto
y de la organización “burocrática” del intercambio intelectual, impidiendo que este que-
dara sujeto a circunstancias coyunturales o al mero ímpetu de sus promotores:
“Por lo que toca al fondo científico del asunto, los principios a que ha de responder me parecen
claros, y, por otra parte, los intercambios ya establecidos en Europa ofrecen su experiencia con-
cluyente: preferir el curso más o menos largo y monográfico, a las conferencias sueltas, y enviar
siempre, cada centro, lo que tenga de útil, no empeñándose en una correspondencia exacta de
materia por materia, para la que no es seguro que haya siempre hombre a propósito.” 439

De hecho, la propuesta de concertar un intercambio regular como una forma de


reconstituir los lazos intelectuales hispano-americanos, suponía la consciencia de que
para introducirse en éste ámbito tradicionalmente hostil o indiferente hacia el pensa-
miento español, no bastaría con el entusiasmo individual o con la publicidad de los re-
cientes florecimientos de modernidad en la Península. Evidentemente, Altamira no ig-
noraba que, para permitir que la redescubierta hermandad espiritual fructificase, se
necesitaría, inevitablemente, del auxilio de firmes acciones gubernamentales y político-
académicas destinadas a reinstalar la “ciencia española” allí donde hacía mucho que
había sido desterrada.
Este tipo de acciones —que Altamira creía plenamente factibles— suponían el
compromiso y apoyo económico de los respectivos Estados pero, por sobre todo, el in-
volucramiento directo de las propias Universidades, quienes serían las más idóneas para
establecer rápida y adecuadamente los alcances precisos del cambio intelectual de
acuerdo a sus respectivas necesidades:
“Sobre la base de esos ofrecimientos y aquellas iniciativas, habrá que establecer el cambio nor-
mal y sistemático de profesores, previo un acuerdo con las autoridades universitarias de las Uni-
versidades puestas en relación; estimando el que suscribe, que esto sería preferible a un acuerdo
entre los respectivos Gobiernos, forzosamente sometido a todas las formalidades, trabas y dila-
ciones de la vía diplomática. El ejemplo de la actual misión es bien elocuente en punto a lo inne-
cesario de la intervención gubernamental.” 440

La importancia de fijar en lo inmediato un marco sólido para el intercambio


quedó de manifiesto toda vez que surgió el tema; incluso cuando —por razones protoco-
lares— fue necesario anteponer la valoración positiva del experimento recientemente
concluido en La Plata a la enumeración desapasionada de las tareas pendientes, Altami-
ra nunca dejó de recordarlo:
“La obra, sin embargo no está más que comenzada. Por lo que al intercambio de profesores con-
cretamente se refiere, asegurada ya su continuación (puesto que otros profesores españoles

439
Ibíd., p. 169.
440
Rafael ALTAMIRA, “Primer informe elevado al señor Rector de la Universidad de Oviedo…”, en: ID.,
Mi viaje a América..., Op.cit., p. 73.

397
hállanse dispuestos a venir y cuento con la promesa de algunos de los vuestros que nos visitarán
en años próximos), queda por establecer formalmente la institución, resolviendo algunos porme-
nores que se relacionan sobre todo con detalles económicos. No ocultaré que doy poca importan-
cia a la reglamentación y mucha al espíritu y a la buena voluntad, y que temo algo a los artículos
que traban con límites infranqueables la vida de las instituciones, cambiante al compás de las
circunstancias; pero en fin, alguna regla habrá que establecer...”441

El optimismo de Altamira se reflejaba nítidamente en su discurso de despedida


en la UNLP y se basaba, por un lado, en el considerable grado autonomía universitaria
que permitía a las casas de estudio americanas —especialmente a las argentinas— “un
amplio juego de actividad” y en los acostumbrados y frecuentes viajes de sus profesores
a Europa. Ambas circunstancias facilitarían ocasiones para un intercambio menos one-
roso para España. Por otro lado, se esperaba que las Universidades peninsulares podrían
captar fondos del rubro presupuestario ya existente que cubría las “comisiones y pen-
siones de estudio” e incluso beneficiarse de un eventual aporte especial del Estado442.
El problema económico no era, ciertamente, “de detalle” como lo expresaba Al-
tamira a sus colegas argentinos. Prueba de ello es que el catedrático de Oviedo retomó
antiguas reflexiones sobre el asunto, reelaborándolas en el informe que hiciera al Rector
Fermín Canella cuando finalizara la primera parte de su periplo.
En el apartado 36 c de dicho informe, Altamira exponía alguno de los criterios
en los que podría basarse el financiamiento del intercambio internacional de profesores
y que volcaban inequívocamente el peso de su sostenimiento en la parte americana. En
efecto, al refrendar el que la Universidad de origen pagara los gastos principales del
profesor que enviaba y al pretender comprometer a los profesores americanos a efectuar
escala regular en Oviedo u otras Universidades españolas durante sus viajes particulares
o institucionales a Europa; quedaba claro que los recursos españoles sólo se aplicarían a
cubrir los gastos de manutención de los profesores americanos durante el plazo de su
escala y, llegado el caso, a complementar los gastos del viaje y estancia de los profeso-
res españoles si estos no estuvieran incluidos en la retribución pactada.
A su vuelta a España, Altamira exponía en la Unión Ibero-Americana una sínte-
sis de las alternativas económicas existentes, aun cuando en cualquiera de ellas se nece-
sitara de una expansión de la inversión estatal destinada a las universidades:
“Sabido es que en el intercambio hay, por lo que hace a este punto, dos sistemas: uno consisten-
te en que los gastos del viaje y estancia los pague la Universidad que envía al profesor; y otro, en
que esos gastos los sufrague la Universidad que lo recibe. Cualquiera que sea de ellos el que
adoptemos nosotros, traerá gastos; si el segundo, los dispendios serán superiores a los del prime-
ro; pero necesario, indispensable es que las Universidades dispongan de fondos, de créditos en
los presupuestos generales de la nación, los cuales, aplicados y justificados debidamente, les
permitan recibir bien, tener con todo el decoro necesario y alojar al profesor extranjero que viene
a dar conferencias o cursillos. Aun en el caso de que adoptásemos el primer sistema, aun en el
caso que sea la Universidad que envía al profesor la que pague los gastos de éste, necesitamos
dinero para aquellas atenciones y cortesías que son inexcusables, aunque venga el profesor ex-
tranjero con todos los gastos satisfechos. Esto, además, nos obligaría a enviar a nuestros profeso-

441
Rafael ALTAMIRA, “Discurso pronunciado en ocasión de su despedida de la UNLP…”, en: ID., Mi
viaje a América..., Op.cit., p. 168.
442
Ibídem , p. 168.

398
res en las mismas condiciones, y el crédito para ello también sería indispensable. De modo que el
concurso del Estado es absolutamente necesario para que esta institución pueda prosperar.” 443

Un circuito de intercambio basado en alguna de estas opciones podría funcionar


satisfactoriamente en tanto existían costumbres arraigadas en América que favorecerían
tal intercambio regular de docentes en uno y otro sentido. Por un lado, en Argentina en
particular y en Latinoamérica en general, existía desde hacía mucho tiempo una deman-
da sostenida de profesores extranjeros, los cuales eran atraídos con tentadores contratos
y buenas remuneraciones para ocupaciones permanentes o temporales. Por otro lado,
también existía la institución, más privada que pública pero no por ello menos efectiva,
del viaje de formación o perfeccionamiento a Europa. Evidentemente, la “movilidad
internacional” del profesorado no era un fenómeno extraño para las elites intelectuales
rioplatenses y para la mayor parte de las americanas.
Altamira se percató pronto de ello y en ese sentido reformuló sus apreciaciones
sobre el sostenimiento del intercambio aprovechándose de estas circunstancias favora-
bles existentes en América, para contrarrestar las aún hostiles condiciones burocráticas,
económicas e ideológicas españolas que seguían poniendo trabas a una circulación am-
pliada de las ideas. De allí que, en el mejor de los casos posibles que pensaba Altamira,
un país como Argentina podría hacerse cargo tanto de los costos del envío de sus profe-
sores, como de los derivados de la recepción de sus colegas españoles.
Al descargar en los profesores argentinos el costo viaje hacia Europa —
aprovechando sus periódicos viajes a Francia, Inglaterra o Alemania—, la universidad
española sólo asumiría parte de los gastos involucrados en la visita, compartiéndolos de
hecho con la universidad de origen y, eventualmente, con el Estado español444. Por otra
parte, la costumbre de las Universidades americanas de contratar cursos de profesores
europeos y la propia experiencia del acuerdo por el que Altamira impartió clases en la
UNLP445, hacían deseable —desde la perspectiva peninsular— que el establecimiento
receptor se hiciese cargo del viaje transatlántico, además de otros emolumentos deriva-
dos de la tarea docente de los profesores españoles446.

443
Rafael ALTAMIRA, “Organización práctica de las relaciones intelectuales entre España y América”, en:
ID., Mi viaje a América..., Op.cit., pp. 523-524.
444
Rafael ALTAMIRA, “Discurso pronunciado en ocasión de su despedida de la UNLP…”, en: ID., Mi
viaje a América..., Op.cit. p. 168.
445
“Según se lo comunico también al señor Rector de esa universidad, el Honorable Consejo Superior de
la de La Plata, ha decidido ofrecer a usted, como por la presente le ofrezco, junto con los gastos del viaje
a esta República, una asignación mensual de seiscientos pesos ($600) de nuestra moneda, doble de lo que
perciben por cátedra los profesores de las tres Universidades argentinas, de Buenos Aires, Córdoba y La
Plata, durante cuatro meses, que podrían empezar en mayo o junio” (Joaquín V. GONZÁLEZ, Comunica-
ción del Sr. Presidente de la Universidad de La Plata a Rafael Altamira, La Plata, 27 de febrero de 1909,
reproducido en: Rafael ALTAMIRA, Mi viaje a América..., Op.cit., p. 40).
446
“...por lo que toca a los americanos —y para hacer menos gravosa y más frecuente su visita—, en
aprovechar los continuos viajes que verifican a Europa, de modo que la excursión y permanencia en
Oviedo (ó en otra Universidad) fuese como un episodio, y no el objeto exclusivo del viaje: lo cual dismi-
nuiría los gastos, que entonces se cargarían a la Universidad visitada. La venida a América de profesores
españoles ofrece menos dificultades, ya que es aquí una costumbre, que va arraigando, la de solicitar de
universitarios europeos la explicación retribuida de cursos científicos.” (Rafael ALTAMIRA, “Primer in-

399
Esta permanente preocupación no sólo habla de la responsabilidad administrati-
va de Altamira. La afectación de partidas para el sostenimiento de acciones culturales
como el cambio de profesores o de alumnos, involucraba una decisión política que
siempre era difícil de explicar cuando los recursos eran escasos y la utilidad inmediata
de la inversión no era tan evidente447. Pero las dificultades se tornaban mayores cuando
una de las partes interesadas no poseía la autonomía y la autarquía necesarias para ges-
tionar eficazmente el asunto. De allí que la propuesta a las universidades rioplatenses
debiera ser forzosamente abierta y que la aprobación del intercambio en España estuvie-
ra en gran medida sujeta al éxito del propio viaje y a la repercusión práctica que éste
pudiera ofrecer. Altamira no podía prometer previamente un asentimiento del Estado
español para un proyecto que, en definitiva, sólo podría fructificar si era impulsado, al
menos conjuntamente, por la parte argentina e hispanoamericana.
Este aspecto imponía una limitación muy concreta a la consecución de la política
americanista de la Universidad de Oviedo, pero constituía un obstáculo real para cual-
quier iniciativa que dependiera del erario público peninsular. En efecto, para entonces
las rentas estatales argentinas y el presupuesto del sector educativo eran más sólidos que
los que podían exhibir el estado español. Altamira era consciente de esta asimetría de
recursos y lo expresó de manera elegante al idear una curiosa y sugestiva complementa-
ción:
“No tengo el menor recelo tocante a las soluciones de este orden; vosotros poseéis un alto senti-
do de la vida que se llama práctica, y nosotros un vivo anhelo de que se arraigue el intercambio;
unidas ambas fuerzas el acuerdo se impondrá, ya general, ya particular, con algunas o alguna de
nuestras Universidades.” 448

No deberíamos adjudicar esta clara asimetría en los términos del intercambio in-
telectual que planteaba la embajada ovetense a la picaresca, la mezquindad o el oportu-
nismo, sino a la existencia de importantes obstáculos económicos por parte de la univer-
sidad española. En efecto, la existencia de estas dificultades hacían que incluso este
eventual marco de acuerdo tan favorable a España debiera sortear grandes dificultades

forme elevado al señor Rector de la Universidad de Oviedo…”, en: ID, Mi viaje a América..., Op.cit., p.
74).
447
La enseñanza española tenía serios problemas presupuestarios, incluso en su nivel primario. De allí
que haya que tener en cuenta el difícil contexto de estas propuestas cuando las necesidades mínimas no
estaban cubiertas: “...es obligado tener a la vista el sombrío panorama de la enseñanza elemental expresi-
vamente se resume en unos porcentajes de analfabetismo alarmantes: a fines del XIX el 68% del total de
la población española carecía de la más mínima instrucción. Mientras tanto el Censo de 1900 ponía de
manifiesto que en torno al 50% de los niños en edad escolar (de 6 a 12 años) no acudían a institución
docente alguna. Aún en 1908 había tan sólo 24.861 escuelas, y el déficit estimado para atender a lo pres-
cripto en la propia Ley Moyano de 1857 lo cifrará Rafael Altamira en más de 9.000 escuelas, si bien se
congratulaba de que hacia 1910 el porcentaje de analfabetismo había disminuido al 59,35% y con toda
probabilidad esta cifra habría de ser corregida a la baja. En buena medida, como señalara en repetidas
ocasiones don Rafael, casi todo era cuestión de presupuesto, y desde luego aquellos sectores interesados
en remover la parálisis que aquejaba a la nación denunciaban las exiguas cifras destinadas a la enseñan-
za.” (Carmen GARCÍA, “Patriotismo y regeneracionismo educativo en Rafael Altamira: su gestión al fren-
te de la Dirección General de Primera Enseñanza (1911-1913)”, en: Jorge URÍA ed., Institucionismo y
reforma social en España: el grupo de Oviedo, Op.cit., p. 258).
448
Rafael ALTAMIRA, “Discurso pronunciado en ocasión de su despedida de la UNLP…”, en: ID., Mi
viaje a América..., Op.cit., pp. 168-169.

400
materiales en tanto las universidades no poseían fondos para aplicar a este tipo de em-
presas. Este vacío presupuestario haría necesario el siempre complejo trámite de sub-
venciones ad hoc y de un nuevo “crédito especial” en los alicaídos presupuestos genera-
les del Estado, amén echar mano de los escasos fondos destinados a las pensiones de
estudios en el extranjero449. A la inversa, el panorama que ofrecía, por ejemplo, Argen-
tina era mucho más promisorio y alentador:
“Por vuestra parte, todavía creo más fácil la ida a España de estudiantes o de recién egresados de
vuestras Universidades, no sólo porque vosotros carecéis de timidez para los transportes a tierras
lejanas, sino también porque, con buen criterio, sois generosos para vuestro presupuesto de cul-
tura. El establecimiento de pensiones de trabajo en Europa, sería entonces un seguro medio de
animar a vuestra juventud para que conceda a nuestro país algo de la atención que la atrae hacia
el continente viejo.” 450

De esta forma, pensaba Altamira, se podría dar viabilidad a una relación fluida
entre el mundo intelectual peninsular y el americano, habida cuenta del interés recíproco
en establecer un circuito de intercambio.
Claro que tampoco debería perderse de vista que en un esquema tan asimétrico
como este, el “intercambio” aparecía más como efecto residual de un interés exclusiva-
mente americano —tanto por atraer profesores extranjeros, como por enviar a los suyos
a integrarse en los círculos académicos europeos— antes que como el resultado de una
auténtica transacción y de un interés mutuo. Quizás esta fuera la solución coyuntural
más práctica para instituir en el corto plazo un intercambio docente en el mundo ibe-
roamericano aunque, claro está, cabría preguntarse si la oferta española, era consistente
y razonable como tal y si, en ausencia de medios materiales disponibles para sostener su
implementación, era responsable plantearla. En todo caso, deberíamos juzgar a Altamira
y a sus iniciativas desde un punto de vista más amplio que el que puede ofrecer una mi-
rada contable restringida a los equilibrios de caja del Estado. El intercambio intelectual
y la política de acercamiento con Latinoamérica que Altamira venía a proponer a Espa-
ña —en el marco de las coordenadas del pensamiento regeneracionista—, debería ser
considerada como parte de una estrategia de alta política que perseguía resituar a Espa-
ña en el contexto internacional una vez que, perdido definitivamente el papel de gran
potencia europea, no se acertaba a encontrar un perfil.
Esto permitiría ver que más que grandes costos y superfluos gastos en programas
exóticos y pintorescos de la siempre postergada esfera cultural y educativa, Altamira
estaba proponiendo invertir recursos en una serie de mecanismos que crearían importan-
tes vinculaciones entre las elites intelectuales y políticas liberales y renovadoras del
mundo iberoamericano. Este tipo de mecanismos, de consolidarse y desarrollarse, po-
drían resultar muy redituables para España en el mediano y largo plazo, tanto en lo cien-
tífico-académico, como en lo diplomático y en lo económico.

449
Rafael ALTAMIRA, “Primer informe elevado al señor Rector de la Universidad de Oviedo…”, en: ID.,
Mi viaje a América..., Op.cit., pp. 74-75.
450
Rafael ALTAMIRA, “Discurso pronunciado en ocasión de su despedida de la UNLP…”, en: ID., Mi
viaje a América..., Op.cit., pp. 170.

401
De allí que la osadía de Altamira de llevar a América una propuesta que en la
propia España debía superar, todavía, las mayores trabas y desconfianzas, no debiera ser
juzgada negativamente. Con andar poco en el Nuevo Mundo el viajero pronto hubo de
darse cuenta de que lo único auténticamente “revolucionario” que tenía su propuesta en
Latinoamérica era la posibilidad de integrar a España dentro de una pauta de intercam-
bio que ya funcionaba, de hecho, con otros países. Llevar la idea del intercambio, la
propuesta de instituirlo regularmente aún sin disponer de los recursos necesarios ni de
las influencias pertinentes en el aparato estatal español para obtenerlos, permitió a Al-
tamira aprovechar una coyuntura ideológica, económica y política favorable en América
obteniendo preacuerdos con los que poder presionar a su regreso al gobierno español
para adjudicar fondos a este tipo de programas.
Si vemos bien, Altamira fue a Argentina y a América a promocionar una idea, a
demostrar su utilidad y a conseguir los avales necesarios para obtener un crédito equiva-
lente en la propia España. El éxito inesperado hizo que se encontrara, además, con la
posibilidad de obtener aportes unilaterales de influyentes sectores de las elites renova-
doras, entusiasmados por las alternativas que dicha política podía abrir. Este entusiasmo
americano por el mensaje panhispanista sería el instrumento más eficaz —pensaba Al-
tamira junto con otros personajes— para atraer al Estado español hacia una empresa de
intercambio intelectual como la ovetense451. Y este intercambio intelectual, de confirmar
sus enormes potencialidades y de persistir las condiciones favorables, podría ser la ante-
sala de nuevas iniciativas que supusieran la colaboración estrecha con los países lati-
noamericanos en el terreno político, diplomático y económico.
En este sentido, Altamira y la Universidad de Oviedo actuaron irreprochable-
mente, por lo menos desde el punto de vista español, en tanto apostaron su prestigio
para abrir una senda de cooperación asumiendo el riesgo del fracaso y prometiendo una
inversión a futuro que, aun cuando no estaba disponible, podía ser movilizada si se re-
tornaba con avales que permitieran entrever sus posibilidades de éxito. Desde el punto
de vista americano, aun cuando pudieron surgir cuestionamientos por la honestidad de
una propuesta “insolvente”, o al menos por asimetría del esquema ideado para montarla,
la particular coyuntura hispanista, en lo ideológico, y la bonanza de la hacienda pública,
hicieron que sólo unos pocos objetaran el proyecto y que nadie lo hiciera públicamente
recurriendo a argumentos financieros u económicos.
Así puede comprenderse, que un entusiasmado Altamira afirmara a la hora de
los primeros balances parciales, el haber conseguido un rotundo éxito en estas cuestio-
nes en Argentina, en Chile y en Perú. Así lo aseguraba en el apartado 36 de su primer
informe a Fermín Canella sobre lo hecho en las tres primeras escalas de su viaje: “En
fin, y esto es lo más importante: dejo establecidas, en los tres países visitados, las bases
del intercambio universitario”452.

451
IESJJA/LA, s.c., Carta original mecanografiada —4 pp., la 1ª con membrete personal y profesional—
de Rafael María de Labra a Rafael Altamira, Madrid, 23-V-1909.
452
Rafael ALTAMIRA “Primer informe elevado al señor Rector de la Universidad de Oviedo…”, en: ID.,
Mi viaje a América..., Op.cit., pp. 72.

402
En otros informes sus afirmaciones no tuvieron el mismo énfasis, si bien de su
texto se desprendía el éxito alcanzado en la cuestión de fondo. El informe sobre las ac-
tividades en Perú decía en su punto número 8 —utilizando la tercera persona— que el
delegado de la Universidad había celebrado con altos funcionarios gubernamentales y
universitarios “varias conferencias privadas” acerca, entre otras cosas, de las “pensiones
para estudios en América y en España, el concurso de profesores españoles a las labores
docentes del Perú”453. En el apartado número 6 del informe acerca de las actividades en
México, Altamira declaraba haber mantenido con Justo Sierra y el Subsecretario de Ins-
trucción pública “largas conversaciones” sobre temas de organización pedagógica, entre
los cuales estaban los referentes al intercambio de profesores. En el séptimo apartado
Altamira afirmaba, con la boca más pequeña, que: “los hechos mencionados en los nú-
meros precedentes, suponen ya un feliz éxito en los que concierne al propósito funda-
mental de mi viaje: establecimiento del intercambio y de relaciones espirituales, singu-
larmente referidas al campo de la enseñanza”454.
A su vuelta a España, Altamira fue bastante mesurado en lo que se refiere a la
evaluación de sus logros en el asunto del intercambio docente. En efecto, el delegado
ovetense decidió, con muy buen tino, poner especial énfasis en el señalamiento de las
oportunidades y potencialidades abiertas por el viaje sin jactarse, en ningún momento,
de haber consolidado por sí mismo una obra que estaba, a todas luces, en sus inicios.
Sin dejarse arrastrar por la tentación de sobredimensionar sus logros a la par que
era sobredimensionada su figura, Altamira —a pesar de declarar sin embarazo alguno
que en América se había aceptado el establecimiento del intercambio—, no dejó de re-
cordar a la opinión pública de su país las directas responsabilidades que cabían a los
españoles para que aquellas oportunidades fueran capitalizadas adecuadamente y la ne-
cesidad de cambiar pautas de conducta para conseguir la materialización de este tipo de
proyectos455.
Ahora bien, determinar —más allá de las afirmaciones de Altamira— hasta qué
punto este mensaje repercutió positivamente en el público hispanoamericano es una
cuestión que no admite generalizaciones sino que, por el contrario, debe ser dilucidada
remitiendo a la realidad de cada uno de los países visitados por Altamira.
Para valorar en su justa medida este asunto no sólo debe tomarse en cuenta la
eficacia del delegado ovetense en suscitar la inquietud del intercambio en la elite inte-
lectual americana, ni tampoco la recepción entusiasta del proyecto de instituir un meca-
nismo regular de intercambio sino, también, la profundidad y eficacia de su propia ex-
periencia en las aulas hispanoamericanas.

453
Rafael ALTAMIRA, “Informe sobre las gestiones y trabajos realizados en la República Peruana”, en:
ID., Mi viaje a América...; Op.cit., p. 293.
454
Rafael ALTAMIRA, “Informe sobre los trabajos realizados en la República de Méjico por el delegado
de la Universidad de Oviedo”, en: ID., Mi viaje a América...; Op.cit., p. 350.
455
Véase al respecto: Rafael ALTAMIRA, “Organización práctica de las relaciones intelectuales entre
España y América”, en: COMISIÓN DE HOMENAJE A RAFAEL ALTAMIRA, España-América..., Op.cit., pp.
87-94. Ver también: Rafael ALTAMIRA, “Conferencia en la Cámara de Comercio de Vigo” (Vigo 13-VIII-
1910), en: ID., Mi viaje a América..., Op.cit., pp. 549-562.

403
En ese sentido, es indudable que la repercusión más plena y acabada de su prédi-
ca se comprobó en Argentina, donde convergieron exitosamente tanto la teoría como la
práctica del intercambio y donde, no casualmente, recabó Altamira un interés efectivo
por reiterar este tipo de experiencias.
Por eso mismo, su experiencia argentina es aquella en base a la cual puede ex-
traerse un juicio más firme respecto de la repercusión efectiva de esta propuesta de aper-
tura y colaboración intelectual.
Lo cierto es que, más allá de lo realmente innovador que pudiera resultar esta
exhortación en un país cuya compleja construcción —tanto intelectual como material—
resultaba impensable fuera de una estrecha relación con las corrientes de pensamiento y
con los flujos demográficos y de capital europeos, lo cierto es que Altamira venía a pro-
poner algo concreto, novedoso y relevante: la reconstrucción de unos vínculos intelec-
tuales con España según un sistema regular de intercambios universitarios. Ciertamente,
no era la idea de la apertura al mundo intelectual europeo aquello que podía resultar un
hallazgo interesante en el contexto argentino; ni era el medio universitario español el
más indicado para mostrar sus bondades; ni tampoco era España la más preparada para
abastecer naturalmente la demanda de los intelectuales rioplatenses. Pero la pervivencia
de estos rasgos tan negativos de las relaciones hispano-argentinas era lo que, paradóji-
camente, podía hacer atractivo —en una coyuntura determinada, como aquella— un
planteo que apuntara a revertir ese mutuo extrañamiento.
En este aspecto, Altamira tuvo un importante apoyo en los influyentes persona-
jes del mundo intelectual y político argentino que lo arroparon. Joaquín V. González,
por ejemplo, declaraba la permanente vocación argentina por abrirse, también, a la ex-
periencia española y nutrirse de ella. Sería, precisamente, este rasgo constitutivo de la
intelligenzia argentina aquello que daría contexto, sentido y solidez a la exitosa repercu-
sión que había tenido la propuesta de intercambio del delegado ovetense:
“La más amable muestra de buena inclinación que podemos ofrecer al mundo civilizado, en me-
dio de la vertiginosa carrera de prosperidades materiales que seguimos, será reconocer la posi-
ción exacta que nos corresponde en el conjunto de los progresos científicos; declararnos con va-
liente decisión en la edad de la adolescencia, susceptible de todas las virtudes como accesible a
todos los peligros; inscribirnos en la categoría de los estudiantes, llenos de esperanzas, anhelos y
ambiciones, y de fuerzas inescrutadas para satisfacerlas en la lucha del trabajo y el estudio; abrir
nuestra inteligencia y nuestro corazón a las mejores influencias del espíritu humano, venga de
donde viniere, y venga, más que todo, de su fuente y foco secular y excelso, de la nobilísima tra-
dición científica e ideal de la Europa occidental, cuyas universidades e institutos libres, herede-
ros del caudal de saber de la humanidad, lo conservan, lo enriquecen, lo depuran y renuevan sin
cesar, para difundirlo en las sociedades nuevas de los otros continentes, en los cuales su energía
consciente e invencible va ensanchando el imperio de la civilización y de la libertad...” 456

Pero, como decíamos, más allá de los discursos, era la misma incorporación
temporal de Altamira en la UNLP y sus cursillos en la Facultad de Derecho y en la Fa-
cultad de Filosofía y Letras de la UBA y su éxito aquello que debería evaluarse como

456
Joaquín V. GONZÁLEZ, Discurso pronunciado durante el acto de despedida de Rafael Altamira de la
UNLP…”, en: ID., Mi viaje a América..., Op.cit., pp. 131-132.

404
un indicio del auspicioso futuro del contacto intelectual y del intercambio docente457.
Así, respaldado por el feliz término de su propia experiencia, Altamira podía aspirar a
convencer a sus auditorios iberoamericanos, de que era necesario dar un paso más allá,
dejando atrás la excepcionalidad, y tender a que se estabilizara el intercambio en torno
al modelo científico y pedagógico del curso “más o menos largo y monográfico”, en
todo preferible a las tradicionales conferencias sueltas458.
Altamira también podía exhibir en este rubro, logros importantes, y si bien tam-
poco estos eran atribuibles exclusivamente a sus gestiones, es indudable que su inter-
mediación resultó importante para gestionar la visita, “en misión análoga y continuado-
ra” de la suya propia, de dos notables catedráticos españoles a la República Argentina:
“Particularmente la Universidad de La Plata, me ha encargado que concrete, con nuestro compa-
ñero D. Adolfo Posada, los términos de su venida en el próximo año de 1910, para explicar en
aquel Centro un curso de tres o cuatro meses, y la de Buenos Aires (Facultad de Derecho) me ha
confiado igual comisión para con el catedrático de la Universidad de Madrid, D. Gumersindo de
Azcárate. Por lo que se refiere al Sr. Posada, V.E. verá la forma de intervenir oficialmente en la
gestión, una vez que ésta tome caracteres prácticos.” 459

En Uruguay y en Chile, la recepción formal de las propuestas de Altamira parece


haber sido muy auspiciosa, por lo menos si tenemos en cuenta las valoraciones que de
ellas se hicieran en sus ámbitos universitarios460. Sin embargo, a diferencia de lo expe-
rimentado en Argentina, en Uruguay y en Chile el éxito del mensaje del intercambio
sólo puede evaluarse de acuerdo con esta recepción pública, sin que exista la posibilidad
de cotejar esta valoración con la de alguna auténtica práctica docente. En todo caso,
pese a que en ninguno de estos países se logró cerrar ningún acuerdo firme461, es indu-
dable que el ambiente intelectual quedó lo suficientemente preparado como para parti-
cipar en el futuro en una experiencia del tipo de la recientemente desarrollada en Argen-

457
El desempeño de Altamira acicateó el interés de los círculos académicos argentinos por atraer a inte-
lectuales españoles a los eventos que iban a desarrollarse en ocasión del primer centenario de la indepen-
dencia argentina en 1910, tal como lo testimonia el pedido de Juan B. Ambrosetti para que el viajero
actuara como promotor del XVIIº Congreso Internacional de Americanistas de Buenos Aires. Ver:
IESJJA/LA, s.c., Nota original manuscrita (2p., con membrete del XVIIº Congreso Internacional de los
Americanistas “Congreso del Centenario”) de Juan B. Ambrosetti a Rafael Altamira, Buenos Aires, 25-
IX-1909.
458
Ver: Rafael ALTAMIRA, “Primer informe elevado al señor Rector de la Universidad de Oviedo…”, en:
ID., Mi viaje a América..., Op.cit., p. 73.
459
Ibídem., pp. 72.
460
Ver: Valentín LETELIER, “Discurso del Rector de la Universidad de Santiago de Chile en la inaugura-
ción de las conferencias de Rafael Altamira” y Carlos M. DE PENA, “Discurso en la Universidad de Mon-
tevideo”, ambos reproducidos en: Rafael ALTAMIRA, Mi viaje a América..., Op. cit., pp. 231-240 y 253-
261.
461
En su informe a Ministro de Instrucción chileno, Rafael Altamira presentaba un inventario de las posi-
bles acciones que podían emprenderse para lograr la cooperación intelectual y universitaria de ambos
países, poniendo nuevamente el énfasis en la cuestión de la formalización del intercambio efectivo de
docentes, visto como el medio fundamental: “que consiste en que profesores de la Universidad chilena
visiten la de Oviedo, para dar en ella conferencias y para estrechar los lazos personales con nuestro profe-
sorado, ansioso de que se realice y dispuesto a continuar sus visitas a Chile. La organización sistemática
de este cambio de profesores, convendría establecerla por mutuo y formal acuerdo, en que se fijasen todos
los pormenores.” (Rafael ALTAMIRA, “Informe enviado al señor Ministro de Instrucción Pública de la
República de Chile”, en: ID., Mi viaje a América..., Op.cit., p. 282).

405
tina, como lo demostraría el interés demostrado un año después tanto por Uruguay co-
mo por Chile para llevar a sus aulas a Adolfo Posada.
En Perú, a la inversa de su repercusión social, política e incluso académica, la
prédica del intercambio en sí no parece haber hallado tanto eco, por lo menos en la esfe-
ra gubernamental y si nos atenemos al texto de compromiso con que el Ministro José
Matías León, contestaba el informe —similar al entregado al gobierno chileno— que
Altamira le había hecho llegar para ir precisando los posibles instrumentos del acuerdo
de cooperación intelectual462.
En esta comunicación se agradecía —en un lenguaje estilizado y con suma cor-
tesía— todo lo hecho, todas las “atentas indicaciones” y “bondadosos ofrecimientos”,
pero no se manifestaba intención resolutiva alguna, poniéndose de manifiesto el propó-
sito de no comprometer al gobierno peruano, por lo menos en el corto plazo, en ninguna
de aquellas “bellas” iniciativas463.
En México Altamira tuvo indudablemente un auditorio oficial si no más cor-
464
tés , si más receptivo en lo que a concretar el cambio internacional de profesores se
refiere y ello se verifica en el otorgamiento de una cátedra al propio Altamira:
“De otra índole, en el grupo de los resultados, es mi nombramiento de profesor titular para la cá-
tedra de Historia del Derecho que ha de crearse en la futura Universidad Nacional de México.
Falta esta materia en los actuales programas, y el señor Ministro de Instrucción pública, al incor-
porarla al nuevo programa que regirá en el próximo año académico, ha querido que sea un profe-
sor español quien inaugure esta clase de estudios. Hecha la proposición, y aceptada por mí, el
compromiso concertado con fecha de 29-31 enero de 1910 me obliga a explicar, durante un nú-
mero indefinido de años, un curso de tres meses de aquella disciplina a los alumnos de la Escuela
o Facultad de Jurisprudencia; lo cual significa el establecimiento de un lazo íntimo y duradero
entre la Universidad mejicana y la española.” 465

Respecto del viaje a Oviedo de profesores americanos, podemos decir que, en


general y en concomitancia quizás, con el auténtico interés español en promover su pro-
fesorado antes que en recibir al americano —o quizás, por qué no, como ilustración del
verdadero interés americano en asistir a las Universidades españolas—, lo único que
podía exhibir Altamira luego de sus insistentes requerimientos era unas promesas cir-
cunstanciales de reciprocidad que eran tan laxas que no ameritaron, siquiera, la cita de
los eventuales delegados y de sus materias de especialidad académica:
“En lo concerniente a la ida a Oviedo (y quizás a otras Universidades, si lo solicitan) de Profeso-
res hispano-americanos, tanto en la Argentina como en el Uruguay y Chile he recabado la doble
promesa de que en el año próximo iniciarán algunos la visita, para dar conferencias o cursillos en
nuestra Universidad, y de que otros, en sus próximos viajes a Europa, pasarán a saludar y cono-

462
IESJJA/LA, s.c., Copia manuscrita del Informe de Rafael Altamira al Ministro de Instrucción Pública
del Perú, Salina Cruz, 18-XII-1909.
463
IESJJA/LA, s.c., Carta original mecanografiada (con membrete del Ministerio de Justicia, Instrucción
y Culto) de Matías León a Rafael Altamira, Lima, 20-I-1910.
464
Ver: Rodolfo Reyes, “Discurso del académico de número Licenciado Rodolfo Reyes durante el acto
de Incorporación a la Academia Central Mexicana de Jurisprudencia y Legislación”, en: Rafael
ALTAMIRA, Mi viaje a América..., Op.cit., pp. 359-383.
465
Rafael ALTAMIRA, Informe sobre los trabajos realizados en la República de Méjico…, en: ID., Mi viaje
a América..., Op.cit., p. 351.

406
cer nuestra Casa, de la que han de constituir, de hoy en adelante, punto obligado de sus itinera-
rios.” 466

El segundo aspecto del intercambio de recursos humanos que propuso Altamira


a las naciones hispanoamericanas era complementario y en cierta manera subordinado al
anterior, e involucraba al claustro estudiantil.
A diferencia del de profesores, el cambio de alumnos universitarios fue presen-
tado siempre como un proyecto a desarrollarse en un futuro tan deseable como indeter-
minado. Esta diferenciación, de orden práctico, se fundaba en las mayores dificultades
comparativas que la implementación del cambio estudiantil acarreaba. Estas dificultades
eran de cuatro órdenes.
En primer lugar eran presupuestarias, por ser el universo de potenciales benefi-
ciarios sustancialmente mayor que en el caso docente, y por ser los plazos y recursos
demandados para una adecuada formación de grado o postgrado infinitamente más ex-
tensos y gravosos para el presupuesto universitario o educativo que la incorporación
temporal de unos cuantos profesores extranjeros.
En segundo lugar, estas dificultades eran pedagógicas, en tanto alrededor del
cambio de alumnos —sea en un sentido u otro—, surgirían inevitables escollos alrede-
dor de la armonización de programas y contenidos.
En tercer lugar eran, también, jurisdiccionales, en tanto la realización del inter-
cambio estudiantil requeriría una indispensable simplificación del papeleo y de los en-
gorrosos requisitos formales para la homologación de programas de estudios y poste-
riormente de títulos universitarios. Ante estas necesidades era dable esperar una
resistencia de las burocracias educativas que —fuera por inercia o por ver amenazados
sus prerrogativas sobre el proceso administrativo que controlaban—, difícilmente facili-
tarían una reestructuración de los mecanismos de gestión que justificaban su propia
existencia y poder.
Muestras de esto fueron, sin duda, los reclamos que le fueron acercados a Alta-
mira para que, a través de sus buenos oficios y merced de sus contactos con las altas
esferas políticas, destrabara el reconocimiento de titulaciones universitarias.
Durante su estancia Argentina, varios profesionales españoles que no contaban
con el tesón ni con unas amistades tan influyentes como las de Rafael Calzada —primer
caso de reválida del título de abogado en la UBA— se acercaron a Altamira para solici-
tar su mediación ante las autoridades argentinas y españolas. Eduardo López de Hierro,
por ejemplo, expuso con indignación al viajero la injusta y desproporcionada exigencia
del gobierno argentino que imponía un pago de 900 $ en concepto de derechos de revá-
lida. Este profesional proponía la celebración de un acuerdo entre España y Argentina
para el mutuo reconocimiento de las titulaciones, poniéndose como antecedente —no

466
Rafael ALTAMIRA “Primer informe elevado al señor Rector de la Universidad de Oviedo…”, en: ID.,
Mi viaje a América..., Op.cit., pp. 72-73.

407
demasiado pertinente, en verdad— el concierto entre Italia y Argentina por la cuestión
del reclutamiento de los hijos de italianos nacidos en América467.
El médico Antonio Juliá, se quejaba de la calidad de los diplomáticos españoles
en Argentina “representantes de la Monarquía mas no del pueblo español” y de la legis-
lación argentina respecto de la validación del título español, haciendo hincapié en la
arbitrariedad del sistema de exámenes468.
Por entonces, tal como lo testimoniaban varios informantes, existían no pocos
abogados españoles que vendían arroz y azúcar en almacenes para sobrevivir; sin duda
el problema era más importante y extendido de lo que podía suponerse a primera vista.
Pero lo más interesante de observar es que estas quejas, no sólo pretendían utilizar la
influencia de Altamira para encontrar una solución estrictamente personal, sino servirse
de la posición de privilegio que el delegado ovetense podía ostentar en esos momentos,
para hallar una salida de fondo y general para lo que era, en definitiva, un problema
político, que debía ser resuelto por políticos:
“Nadie en mejores condiciones que V. para iniciar un movimiento de opinión favorable a los an-
helos de los numerosos profesionales españoles radicados en el país, muchos de los cuales pasan
por una situación verdaderamente angustiosa [...] El Dr. J.V.González, Rector de la Universidad
de La Plata y Senador nacional es hombre de espíritu ecuánime e inmunizado contra todo género
de mezquindades, como que es uno de los argentinos más ilustrados, y ha de oír su palabra auto-
rizada y ha de prestarle su valiosísimo apoyo. Basta que conquiste V. su buena voluntad la idea,
para que ella triunfe en el Parlamento.” 469

En el disperso epistolario de Altamira existen testimonios de su interés por el


asunto y de sus oficios ante las autoridades de la UNLP, aunque al parecer estas inter-
venciones fueron siempre a título individual y se limitaban a intentar resolver las situa-
ciones puntuales que le fueron presentadas y que no sólo involucraban a miembros de la
colectividad española470.

467
IESJJA/LA, s.c., Carta original manuscrita de Eduardo López de Hierro a Rafael Altamira, + Notas
sobre reválidas, firmadas por Eduardo López de Hierro, Buenos Aires, 21-IX-1909.
468
“los que venimos a ejercer una profesión liberal nos vemos impedidos por una legislación prohibitiva
que nos exige el examen de materia por materia, ante tribunal cuyo inconveniente primordial es el de
reunirles y llenos de ingratas prevenciones. Exigir a un profesional que rinda examen de las asignaturas
del plan de estudios de acuerdo al mismo programa a que se sujetan los alumnos, es condenarlo a que se
hastíe y busque su sustento en cualquier otro género de actividades. Así sucede comúnmente.”
(IESJJA/LA, s.c., Carta original mecanografiada de Antonio Juliá a Rafael Altamira, Santa Fe, 16-VII-
1909).
469
Ibídem.
470
Ver: IESJJA/LA, s.c., Carta original manuscrita de Javier Noguer a Rafael Altamira, Buenos Aires,
23-VIII-1909. Esta carta aludía a su visita anterior y a la contestación de Altamira por asunto de reválida
de su título español, al tiempo que expresaba sus temores por los exámenes y agradecía las averiguaciones
y gestiones realizadas por Altamira en La Plata. Respecto de otras peticiones de la misma índole, ver la
solicitud de Rafael Nuremberg, pianista de la conferencia que pronunciara Altamira sobre el Peer Gynt de
Ibsen. Nuremberg solicitó la mediación de Altamira para poder ingresar a la Facultad de Odontología de
la UBA, la cual solicitaba “ciertos exámenes como el de geografía y historia de la república, del idioma
patrio, etc.”, una formalidad que sorprendía al suizo “en vista de que bachilleres argentinos se admiten en
universidades europeas y que amigos míos, italianos ingresaban en la facultad de medicina sin necesidad
de rendir exámenes”. La carta concluía solicitando a Altamira una carta de recomendación para el rector
de la UBA (IESJJA/LA, s.c., Carta original manuscrita de Rafael Nuremberg a Rafael Altamira, Buenos
Aires, 8-X-1909). Testimonio del interés de Altamira y de la recepción favorable de este pedido es la

408
En cuarto lugar y por último, existían además dificultades de índole ideológica y
disciplinar, dado el creciente interés que existía en las instancias gubernamentales de
muchos países por controlar —o al menor orientar convenientemente— la formación de
sus elites intelectuales; objetivo que podía quedar en entredicho si se favorecía la libre
circulación de los estudiantes por un mundo cada vez más conflictivo en lo social y po-
lítico, como podía ser el europeo, o demasiado igualitario, progresivo o iconoclasta,
como podía ser el americano.
Las autoridades mexicanas, por ejemplo, se interesaron especialmente por los
mecanismos de control que podían establecerse para que los eventuales estudiantes que
se beneficiaran con pensiones de estancia en España y otros países europeos se aplica-
ran realmente al estudio y no se vieran tentados de sustraerse de sus obligaciones471.
Altamira, a su vuelta a España, aprovechaba la inquietud de los mesoamericanos
para promocionar su idea de fundar en Madrid un “hall tutelar” o “residencia de estu-
diantes” a modo de Centro y pensión estudiantil que ofrecería “condiciones de seguri-
dad y de orientación ética en la vida a escolares españoles, extranjeros e hispanoameri-
canos” y cuyo objetivo sería, en definitiva, “salvar a la juventud de todos los peligros de
la vida en los cuales no han pensado todavía las Universidades”472.
Dicho hall podría utilizarse para dar cabida a los estudiantes hispanoamericanos
en su paso por España y dar respuesta a las inquietudes de las universidades de origen y
de los gobiernos ante el peligro de que los pensionados fueran “absorbidos por el medio
o se distraigan a pesar de su buena voluntad”.
Por lo que atañe al control de sus actividades, Altamira ofrecía a los mexicanos
el ejemplo de las disposiciones de la JAE, en la cual se había establecido formas conve-
nientes de vigilancia, fiscalización y de “dirección propiamente moral”, capaces de pro-
teger “el espíritu de los muchachos de las tentaciones de disipación o de abandono en
que muchas veces caen” por la ausencia de una guía y de una autoridad473.
Al proponer estas iniciativas, Altamira estaba intentando contribuir a crear con-
diciones materiales y objetivas para favorecer la entrada de estudiantes hispanoamerica-

respuesta del propio Nuremberg le hiciera llegar días más tarde (IESJJA/LA, s.c., Carta original manus-
crita de Rafael Nuremberg a Rafael Altamira, Buenos Aires, 19-X-1909).
471
Altamira declaraba a Canella que había mantenido conversaciones con el Secretario de Instrucción
Pública de México referentes a “la tutela y vigilancia de los pensionados en el extranjero (en Europa, por
lo que toca a los mejicanos), a cuyo propósito di conocimiento de las reglas establecidas por nuestra Junta
para ampliación de estudios...” (Rafael ALTAMIRA, Informe sobre los trabajos realizados en la República
de Méjico por el delegado de la Universidad de Oviedo, en: ID., Mi viaje a América..., Op.cit., pp. 349-
350).
472
Rafael ALTAMIRA, “Organización práctica de las relaciones intelectuales entre España y América”, en:
ID., Mi viaje a América..., Op.cit., p. 534. La nota panhispanista fue dada por el conferenciante al declarar
ante el público español: “No extrañéis que diga extranjeros e hispanoamericanos, porque no me resuelvo
a considerar como extranjeros a los hijos de aquellos países” (Ibíd., pp. 534-535).
473
“yo les decía [a las autoridades mexicanas]: podríamos o establecer una cosa análoga en México, o
bien concertar una conjunción, una inteligencia con la Junta española de ampliación de estudios, para que
los pensionados mexicanos aprovechen nuestra organización. Así tendrían ustedes la seguridad de que,
mientras ellos estén en España, o en países en que España tenga pensionados, los profesores españoles,
los hombres que se preocupan hondamente de estas cosas, serían tutores, padres y vigilantes de los mu-
chachos hispano-americanos” (Ibíd., p. 536).

409
nos y a hacer más atractiva la escala española para aquella parte de la juventud estudio-
sa del otro lado del Atlántico interesada en temas hispánicos. Claro que, estas mejoras
estructurales debían complementarse con la actualización intelectual española y esa con-
junción —Altamira no se engañaba—, demandaría tiempo de maduración para dar sus
mejores frutos. Evidentemente, no era aquel el momento más propicio para que una
Universidad pequeña y con escaso presupuesto como la de Oviedo, pudiera sostener por
sí misma un esfuerzo de tal naturaleza:
“La Universidad de Oviedo no se podía atrever, en manera alguna, a solicitar el envío a ella de
alumnos hispano-americanos; mucho menos a otras Universidades cuya voz no llevaba. No po-
día hacerlo, porque esto hubiera parecido una pedantería de parte suya. Ella modestamente cree
que, aun cuando hace todos los esfuerzos imaginables para educar a sus alumnos del mejor modo
posible para darles una dirección que les permita formarse cierto criterio propio, no puede toda-
vía tener la vanidad de ofrecerse como un Centro que merezca ser preferido a tantos otros supe-
riores que hay en el mundo, y que han de ser naturalmente buscados por los hispano-americanos;
pero indicó el deseo de que llegue el momento en que se produzca ese contacto de las dos juven-
tudes, y de que la España del día de mañana y la América del porvenir convivan en la represen-
tación de las generaciones nuevas [...] Pero esta, que puede ser una de las formas de atracción a
nuestras Universidades, ha de hacerse de una manera discreta todavía” 474

Por lo pronto, Altamira creía más factible enviar estudiantes a América a través
de los fondos de las pensiones de ampliación de estudios en el extranjero, garantizando
que un cupo determinado se destinara a ese destino desviándolo del acostumbrado en
Europa o Estados Unidos de América:
“Todo el problema consiste en lo siguiente: en que capacitándonos de la importancia que tiene
para nosotros que nuestros estudiantes no sólo vayan a Europa y a la América del norte, sino
también a la América latina, se destine un tanto por ciento de esas pensiones, todos los años, a
viajes de estudio en aquellos países. De esta manera se tendrán a cubierto las necesidades eco-
nómicas de nuestros estudiantes americanistas, y de un modo regular podremos ir enviando cada
vez un número mayor de jóvenes que irán a ver en la realidad lo que son aquellos países, apren-
derán lo mucho que tenemos que aprender allí y, sobre todo, se pondrán en comunicación con la
juventud americana.” 475

De cualquier forma, la idea del intercambio de alumnos fue también bien acogi-
da en toda América y en especial en Argentina, donde Joaquín V. González declaraba
—de acuerdo con las conclusiones de los últimos congresos pacifistas internacionales y
citando al profesor Joseph Thompson de Cambridge— que el intercambio universitario,
en especial el de estudiantes, resultaba un instrumento inestimable para mejorar la cali-
dad de la ciencia y procurar la obtención de una “inteligencia recíproca” que asegurase
una paz sólida y duradera entre las naciones modernas476.

474
Ibíd., p. 524.
475
Ibíd., pp. 525-526.
476
“Mr. Joseph Thompson... al señalar la valiosa experiencia de la vida interuniversitaria para aquellos
estudiantes que se dedican a la vida pública dentro de los países del Imperio [Británico], agrega que nada
puede considerar más aparente para conducir hacia un conocimiento más exacto de los sentimientos, las
simpatías, y lo que es no menos importante, los prejuicios de unos países respecto de otros, que el hecho
de que núcleos juveniles de unos y otros pasen juntos una parte de la vida estudiantil. Y si esta vida en
común, de los internados de adolescentes y de las residencias universitarias, ha creado entre las genera-
ciones de una misma nacionalidad vínculos tan estrechos como fecundos en resultados políticos, no puede
dudarse que el mismo efecto en la más vasta esfera internacional, hará que pueblos distintos se liguen por
afectos indiscutibles, por las almas de sus hijos, que más tarde serán desde el gobierno conductores de sus

410
1.2.- El intercambio de recursos didácticos.
El segundo aspecto del intercambio universitario que Rafael Altamira venía a
proponer a los claustros americanos era el de recursos científicos, especialmente biblio-
gráficos, aunque no excluían el de otro tipo de materiales. Altamira realizó a lo largo de
su viaje activas gestiones para establecer un intercambio regular de publicaciones
periódicas, tal como le había sido encomendado en Oviedo.
Al respecto podemos mencionar sus oficios ante el Museo Pedagógico de Bue-
nos Aires para que se enviaran, tanto al Museo y la UCM, como a la Universidad de
Oviedo, colecciones de material utilizado en escuelas normales argentinas. También
gestionó Altamira acuerdos con la UBA y la UNLP para que éstas remitieran normal-
mente sus anuarios y revistas, con compromiso de reciprocidad —que el visitante toma-
ba en espera de su aprobación definitiva en el rectorado ovetense— a la biblioteca ove-
tense y a la RACMP 477.
A modo de gesto iniciador de un intercambio de útiles de interés pedagógico y
científico, Altamira se comprometió ante el Ministro de Instrucción Pública Rómulo S.
Naón a gestionar el envío desde la Estación de Biología Marina de Santander —dirigida
por el es catedrático ovetense, profesor José Rioja—, un muestrario completo de su co-
lección de animales marinos para la Escuela de Lenguas Vivas de Buenos Aires de for-
ma que este material se incorporara a su gabinete de ciencias y se empleara en la ense-
ñanza secundaria478.
El interés inmediato del intercambio bibliográfico no era tanto colocar las publi-
caciones españolas, como hacerse con un cuantioso fondo bibliográfico desconocido en

destinos colectivos. Sus maestros llevarán la ciencia que dota a los espíritus para la acción y para el pro-
greso efectivo de la sociedad humana; y los estudiantes las transmitirán más tarde a todos los ámbitos,
con la enseñanza y el recuerdo de sus maestros y la convivencia escolar, ese dulce y prolífico calor de
alma que funde, iguala y fraterniza los caracteres y tendencias más diversos, se sobrepone a todos los
prejuicios, rutinas e ideas más petrificadas, y es el único capaz de destruir fronteras y lanzar a los pueblos
a las grandes empresas solidarias por la civilización y el ideal.” (Joaquín V. GONZÁLEZ, Discurso pronun-
ciado durante el acto de despedida de Rafael Altamira de la UNLP, en: Rafael ALTAMIRA, Mi viaje a
América..., Op.cit., pp. 128-129).
477
Eduardo Sanz, de la ACMP contestaba a Altamira su carta del 27-VII-1909 informándolo que había
recibido una carta del Ministro de Justicia e Instrucción pública de Argentina y que el cambio de publica-
ciones con la UBA y la UNLP “seguramente será aceptada con el mayor gusto; pero es necesario some-
terla previamente a conocimiento de la Académica, lo cual haré tan pronto como reanude sus trabajos”.
También informaba a Altamira de que la Academia Literaria del Plata había solicitado un premio para el
futuro concurso que planificaba lanzar para los festejos del Centenario (IESJJA/LA s.c., Carta original
mecanografiada —2 pp, 1ª con membrete de la RACMP— de Eduardo Sanz a Rafael Altamira, Madrid,
24-VIII-1909).
478
A propósito de esta cuestión, Altamira escribía a Canella: “A V.E. no ha de ocultársele la importancia
que tendría para España que se conociese aquí, por algo real y práctico, una de las manifestaciones más
interesantes de nuestras enseñanza, de la que mucho se ignora en América. No necesitaré, pues, encarecer
a V.E. lo necesario de su gestión para procurar obtener de la Estación referida una colección de animales
marinos propia para la enseñanza secundaria, que deberá ser remitida a la señora Directora de la Escuela
de Lenguas vivas, Buenos Aires, con comunicación, al propio tiempo, al Excmo. Sr. Ministro.” (Rafael
ALTAMIRA, “Primer informe elevado al señor Rector de la Universidad de Oviedo…”, en: ID., Mi viaje a
América..., Op.cit., la cita extractada corresponde a la página 62).

411
España y de gran valor para la Universidad de Oviedo. En este sentido, paralelamente al
intercambio institucional, Altamira no dejó de procurar la obtención de materiales bi-
bliográficos a través de sus contactos académicos y políticos, como fue el caso de los 13
volúmenes de la Nueva Revista de Buenos Aires (1881-1884), que su propio director,
Ernesto Quesada, le enviara —lamentando no poder remitirle los 25 volúmenes de su
antecesora la Revista de Buenos Aires479. Estanislao S. Zeballos aportó también varios
ejemplares de revistas universitarias por las que Altamira manifestara especial interés480
y Rodolfo Moreno (h) le cedió una copia de los apuntes manuscritos de sus clases de
Historia del Derecho481. En otros casos, en aras de la obtención de bibliografía, Altamira
obsequiaba materiales que había traído consigo, esperando la reciprocidad de sus inter-
locutores, tal como queda de manifiesto en una carta de agradecimiento del propio Mi-
nistro Naón482.
Altamira afirmó haber establecido con los principales establecimientos de ense-
ñanza chilenos que visitó, el “envío y cambio” de publicaciones oficiales y universita-
rias, aun cuando lo más significativo fuera quizás, el contacto establecido con la oficina
del salitre de Iquique cuyo trabajo resultaría interesante para “diversos ramos de estudio
de nuestra Universidad”. De dicha repartición oficial Altamira solicitó el envío a Astu-
rias de “colecciones de productos minerales y elaborados” para enriquecer el Gabinete
de Historia Natural de la Facultad de Ciencias ovetense483.
En su informe a Canella sobre lo acaecido en Perú, Altamira declaraba haber ob-
tenido no sólo acuerdos firmes al respecto del cambio bibliográfico484, sino también una
“multitud de libros, de edición oficial y particular, que en su mayoría he de poner en
manos de V.E. en el momento oportuno”485.
En México, a través de Justo Sierra, Altamira obtuvo un compromiso de la Se-
cretaría de Instrucción Pública de que serían enviados a Oviedo con regularidad todas

479
IESJJA/LA, s.c., Nota original manuscrita (2 pp. con membrete Ernesto Quesada) de Ernesto Quesada
a Rafael Altamira, Buenos Aires, 28-IX-1909.
480
IESJJA/LA, s.c., Carta original mecanografiada de E.S. Zeballos a Rafael Altamira, Buenos Aires,
[VI-X] 1909 (1 pp., con membrete: Estudio del doctor E.S. Zeballos).
481
AHUO/FRA, en cat., Carta original mecanografiada (1p., con membrete. Doctor Rodolfo Moreno hijo
abogado) de Rodolfo Moreno (h) a Rafael Altamira, Buenos Aires, 24-VII-1909.
482
Entre los papeles de Altamira, se encuentran algunas notas de agradecimiento del ministro Naón por
materiales que le cediera Altamira. Ver, por ejemplo: IESJJA/LA, s.c., Carta original manuscrita (2 pp.
con membrete del Ministro de Justicia e Instrucción Pública y escudo nacional argentino en bajorrelieve)
de Rómulo S. Naón a Rafael Altamira, Buenos Aires, 6-IX.1909.
483
Rafael ALTAMIRA, “Primer informe elevado al señor Rector de la Universidad de Oviedo...”, en: ID.,
Mi viaje a América..., Op.cit., pp. 69-70.
484
“Este Ministerio agradece el bondadoso ofrecimiento que le hace usted a nombre de la Universidad
ovetense, relativo a la remisión de sus publicaciones oficiales y muestras del material de enseñanza, como
se ha servido hacerlo, amablemente, de sus interesantes Anales universitarios, que, con beneplácito nues-
tro, ofrece continuar remitiéndonos. En retorno me será muy grato enviar a esa Universidad las publica-
ciones análogas que se hagan por este Despacho y las que hicieren las Universidades del Perú, a las que
me he dirigido recomendándoles la importancia de fomentar las relaciones directas con la ilustre Univer-
sidad de Oviedo.” (IESJJA/LA, s.c., Carta original mecanografiada —con membrete del Ministerio de
Justicia, Instrucción y Culto— de Matías León a Rafael Altamira, Lima, 20-I-1910).
485
Rafael ALTAMIRA, Informe sobre las gestiones y trabajos realizados en la República Peruana, en: ID.,
Mi viaje a América..., Op.cit., p. 293.

412
las publicaciones de esa dependencia, como así también de la Escuela Nacional Prepara-
toria, de la Dirección de Educación primaria y del Museo Nacional de Arqueología, en
cuyas ediciones de documentos, de obras clásicas de historia americana y de material
arqueológico Altamira se mostraba especialmente interesado486.
Pero no sólo libros consiguió Altamira en México. Justo Sierra libró, además, un
oficio autorizando la exportación de objetos arqueológicos —no indispensables para el
Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnología— destinados a España y que se-
rían transportados como parte de su equipaje, por el propio Altamira487.

En síntesis, y para cerrar el tema del “intercambio”, el viajero sabía que, pese a
su experiencia, a las predisposiciones favorables y a la circunstancias oportunas, España
no era un polo de atracción natural para los estudiosos argentinos y americanos; pero
también sabía que España tenía algo preciso y muy interesante que ofrecerles: los archi-
vos indianos, a la sazón —y como veremos seguidamente—, polos de atracción alrede-
dor de los cuales se podía dar gran impulso al americanismo en España y al hispanismo
en América.

1.3.- Institutos hispanoamericanos en España.


Particular relevancia tuvo la propuesta de Altamira de constituir institutos ame-
ricanos de investigación histórica en España. Altamira, que ya había ponderado los ins-
titutos europeos en Roma en su libro Cuestiones modernas de Historia, propuso a los
diferentes gobiernos latinoamericanos la creación de estaciones regulares en sede penin-
sular para hollar los archivos españoles. La propuesta original fue presentada al ministro
Naón en Buenos Aires, mostrándose éste receptivo ante la idea defundar un Instituto
histórico argentino en España:
“La idea del Instituto fue sugerida al señor Ministro por el que suscribe; y recibida con interés,
originó un proyecto completo, con exposición de motivos y articulado, que entregué al señor
Ministro, y cuya copia haré llegar a V.E. Excuso encarecer la importancia de esta institución pa-
ra las relaciones entre España y la Argentina.” 488

Los fundamentos del proyecto eran tan escuetos como razonables. En primer lu-
gar, gran parte de la documentación fundamental para la escritura de la historia nacional
se encontraba en los tres grandes repositorios españoles: Archivo de Indias, Archivo de
Simancas y Archivo Histórico Nacional. En segundo lugar, la mayor parte de esa docu-
mentación permanecía inédita y el criterio de catalogación —que no contemplaba las
divisiones nacionales— dificultaba considerablemente la consulta de los investigadores
americanos.

486
Rafael ALTAMIRA, Informe sobre los trabajos realizados en la República de Méjico…, en: ID., Mi viaje
a América..., Op.cit., pp. 350-351.
487
IESJJA/LA, s.c., Despacho Nº 4154 de la Mesa 2ª de la Sección de Educación Secundaria Preparatoria
y Profesional, de la Secretaría de Estado y del Despacho de Instrucción Pública y Bellas Artes de México
—con membrete oficial y firma autógrafa de Justo Sierra—, México, 1-II-1910.
488
Rafael ALTAMIRA, “Primer informe elevado al señor Rector de la Universidad de Oviedo...”, en: ID.,
Mi viaje a América (Libro de documentos), Op.cit., p. 59.

413
Como hemos dicho en varias oportunidades, Altamira tomaba como modelo los
Institutos históricos que se habían instalado en Roma para estudiar los fondos documen-
tales del Archivo Vaticano, llegando incluso a presentar un panorama comparado de los
presupuestos y emolumentos previstos para directores y becarios en los institutos fran-
cés, belga, austríaco y prusiano.
Los siete artículos del proyecto que redactó el profesor ovetense proponían fijar
la sede de dicho Instituto en Sevilla; confiar la dirección a un especialista en diplomáti-
ca y “hombre de vasta cultura histórica” de nacionalidad argentina; reservar un número
variable de becas de estudio y entrenamiento —“revocables si no trabajan”— para “jó-
venes doctores de probada vocación por los estudios históricos”; y fijar un marco de
actividades consistente en: el inventariado de documentos y cartografía, la redacción de
una relación comprensiva de los legajos; la copia y remisión de documentos al Archivo
General de la Nación en Buenos Aires y la promoción de investigaciones preparatorias
y monografías489.
Este Instituto podría funcionar tanto como un centro de investigación y como en
uno de entrenamiento profesional del personal comisionado, previéndose que las labores
de copiado y de rastreo del material no fuera efectuada sólo por los copistas profesiona-
les de los archivos.
Altamira supo presentar su proyecto, tanto a Naón490, como a las comunidades
universitarias, como una empresa cultural y científica de alto vuelo destinada a renovar
la historiografía de los países americanos. Y lo hizo de forma tal que la apelación al
orgullo nacional se mezcló con la demanda estrictamente institucional, de modo que la
fundación del Instituto se convirtiera para Argentina en un desafío político y cultural:
“...¿no es lícito pensar que... las naciones americanas de tronco español pueden crear en Sevilla
otro instituto histórico, para investigar sistemáticamente el archivo más grande de su historia, en
que duermen noticias sin cuento, no sólo eruditas, sino de aplicación práctica en problemas pal-
pitantes de su política nacional? ¿Y me negaréis a mi la posibilidad de que vosotros, argentinos,
comprendiendo la importancia de la idea, como vuestro espíritu avizor la ha de comprender al
instante, no seáis quienes rompan la marcha por este nuevo camino de la obra intelectual y de la
tradición americana?” 491

Desafío que, de producir efecto, seguramente sumaría un fuerte estímulo para


que los demás países hispanoamericanos quisieran fundar, también, su propio centro de

489
Rafael ALTAMIRA, Proyecto de Instituto histórico argentino en España, Apéndice al “Primer informe
elevado al señor Rector de la Universidad de Oviedo...”, en: ID., Mi viaje a América..., Op.cit., pp. 77-81.
En otro orden de cosas, es interesante que el artículo cuarto contemplara la conveniencia de que los profe-
sionales afectados asistieran a clases de Diplomática y “otras técnicas para la formación de archiveros,
eruditos y anticuarios” en la Facultad de Letras de la UCM; y que el artículo séptimo reservara la posibi-
lidad de convocar el auxilio de especialistas españoles en el trabajo heurístico o en la formación de los
recursos humanos.
490
Entre los papeles de Altamira se encuentra el acuse de recibo que hizo el ministro Naón del borrador
de propuesta que le acercara Altamira. Ver: IESJJA/LA, s.c., Nota original manuscrita (1p., con membre-
te: El Ministro de Justicia e Instrucción Pública) de Rómulo S. Naón a Rafael Altamira, Buenos Aires,
18-IX-1909.
491
Rafael ALTAMIRA, “Discurso pronunciado en ocasión de su despedida de la UNLP…”, en: ID., Mi
viaje a América..., Op.cit., pp. 170-171.

414
investigaciones, generando una eventual competencia por un mayor prestigio intelec-
tual.
Como es obvio, este Instituto fue concebido por Altamira como un modelo de
colaboración científica, pero también como medio de instalar en la Península un interés
por la historia americana y promover así, una futura reciprocidad en los ambientes ilus-
trados del Nuevo Mundo, muy poco atraídos hasta entonces por el universo cultural
español. No es casual, entonces, que este proyecto pensado como parte de una estrategia
de prohijar vínculos intelectuales, fuera presentado luego en Chile, Perú y México.
En el punto número cuatro del informe que enviara al Ministro de Instrucción
pública chileno antes de abandonar el país, Altamira afirmaba que, para acceder al “in-
dispensable conocimiento de la Historia Nacional sobre la base del descubrimiento, co-
pia sistemática y organización de las numerosos fuentes que para Chile y para toda
América atesoran el Archivo de Indias y el de Simancas”, y para la formación regular
de un cuerpo de archiveros chilenos, convenía la creación de un “Instituto histórico chi-
leno (o bien hispano-americano, nacido de la inteligencia entre todos o varios Gobiernos
de esos países) análogo a los que existen en Roma”492.
Según Altamira, un informe análogo conteniendo esta propuesta fue enviado al
ministro peruano Matías León, el cual declaró su apoyo al proyecto de Altamira pero en
unos términos algo confusos según los cuales se delegaba en el profesor ovetense la
tarea de fundar ese instituto, pudiendo contar, eso sí, con el “apoyo constante” del Mi-
nisterio de Instrucción pública peruano hasta que dicho proyecto “se convierta en her-
mosa realidad”493.
El atractivo de este tipo de iniciativas se potenciaba por cuanto descargaba el
problema de su sostenimiento de tales Institutos en los países americanos, habilitaba
líneas de cooperación y una eventual colocación para historiadores y archiveros españo-
les, y sólo proponía como contrapartida un trabajo de restauración y jerarquización del
Archivo de Indias que —amén de permitir la labor de los investigadores americanos—
sería capitalizada principalmente por los eruditos peninsulares y redundaría en una pro-
tección del patrimonio histórico y cultural del reino, que de todas formas debía llevarse
a cabo494.

492
Rafael ALTAMIRA, Informe enviado al señor Ministro de Instrucción Pública de la República de Chile,
(Salina Cruz, 18-XII-1909), reproducido en: ID., Mi viaje a América..., Op.cit., p. 281.
493
Carta de Matías León a Rafael Altamira, Lima, 20-I-1910, reproducido como: “Comunicación del
señor Ministro de Instrucción pública” en: Rafael ALTAMIRA, Mi viaje a América..., Op.cit., pp. 335-336.
494
“Lo menos que España puede hacer para corresponder dignamente a esas fundaciones, es mejorar las
condiciones materiales del Archivo, en el cual , por falta de espacio, existen legajos innumerables amon-
tonados en el suelo, comidos por la humedad y la polilla; sin que el celo y la competencia del personal
técnico, que lleva realizados muchos trabajos excelentes de inventario y papeletas, baste a vencer lo que
estriba en deficiencias del local mismo. El contraste entre la solícita labor de los funcionarios del Archivo
con el estado de muchísimos de los documentos y la falta de su buena y segura colocación, sería de pési-
mo efecto en el ánimo de eruditos de América y contribuiría, indudablemente, a fortificar la leyenda des-
favorable a nuestro país que los hispanófobos no perdonan medio de difundir.” Medios prácticos para
organizar las relaciones hispano-americanas (Rafael ALTAMIRA, Informe presentado y leído a Su Mejes-
tad el Rey, Oviedo, 31 de mayo de 1910, en: ID., Mi viaje a América..., Op.cit., p. 588-589).

415
El intercambio de recursos humanos, el de recursos pedagógicos y la fundación
de institutos de investigación en España, fueron las tres grandes propuestas que presentó
Altamira a sus interlocutores argentinos y latinoamericanos. Sin duda, todas ellas eran
relevantes y atractivas, al menos en teoría, tanto para españoles como para americanos.
Sin embargo, creemos que es evidente que no puede creerse que el contenido específico
de ninguna de ellas pudieran despertar auténticos “entusiasmos”, por lo menos más allá
de un estrechísimo círculo de personas, incluidas en un ya estrecho grupo de intelectua-
les. Evidentemente, la adhesión que pudieron recabar estos proyectos era “institucional”
y se condecía con una aproximación puramente racional —política o incluso económi-
ca— y no emotiva a la problemática del reencuentro hispano-argentino e hispano-
americano, incluso en lo que al rubro propiamente intelectual se refiere.
Así pues, con ser interesantes y pertinentes, descartamos que estas formulacio-
nes pudieran explicar el éxito global de la misión ovetense, tal como, en algún momen-
to, el propio Altamira pretendiera. Estas propuestas no eran capaces de movilizar apo-
yos multitudinarios, siquiera en los medios universitarios y, esto, no sólo por su
“tecnicismo”, sino porque, bien analizadas y en sus propios términos, no planteaban un
marco equilibrado entre los aportes de una y otra parte que pudiera sostenerse en el me-
diano plazo o siquiera más allá de aquella coyuntura favorable. Pero, si no era el conte-
nido mismo lo que podía entusiasmar, en realidad, a la elite social e intelectual argenti-
na y americana, lo que sí podía hacerlo era el “concepto” que transmitían, el “ideal” de
reconciliación que reflejaban y que sí eran capaces de atraer la atención de quienes hasta
entonces despreocupadas de la evolución intelectual española. Pero aún así, para que
estos conceptos e ideales pudieran hacerse visibles y superar las tradicionales preven-
ciones hispanófobas, era imprescindible cierta dosis de carisma y buen tino diplomático
por parte del individuo que portaba estas propuestas. Es hora, entonces, de evaluar el
comportamiento de Altamira en el medio americano.

2.- Estrategias diplomáticas y sociales de Altamira en Argentina y América.

2.1.- Equilibrios diplomáticos de un embajador cultural en América.


Altamira se esforzó por mostrar en las naciones que lo acogieron, un perfil histo-
riográfico y jurídico consistente, un discurso académico riguroso y actualizado, cimen-
tado en una sólida metodología científica y con unas connotaciones éticas fraternales,
universalistas y cooperativistas tanto en lo social como en lo internacional.
Claro que cuando Altamira pensaba en la prosperidad de la Ciencia y de la
Humanidad, lo hacía dentro de una perspectiva que contemplaba prioritariamente el
ascenso de la ciencia latina y específicamente iberoamericana. El proyecto americanista
ovetense tenía un fundamento intelectual y una serie de móviles universitarios, pero
también poseía una inspiración y unos objetivos últimos relacionados con una determi-
nada idea de la realidad y del futuro deseable de España y el mundo hispano.

416
Tal como en otra parte de este trabajo se ha dicho —y otros investigadores tam-
bién lo han sostenido— los contenidos “americanistas” y panhispanistas del discurso de
Altamira deben ser entendidos dentro del contexto del regeneracionismo finisecular
español. En este marco dual —a la vez científico y político—, el ideal de confluencia y
colaboración entre España y las naciones latinoamericanas adquiría, por lógica, un do-
ble carácter y poseía un doble propósito.
Por un lado, como fenómeno de reconciliación política, perseguía capitalizar la
vuelta de hoja respecto del trauma de la guerra independentista, la que a pesar de haber-
se efectivizado diplomáticamente entre mediados y fines del siglo XIX, no había signi-
ficado todavía la emergencia de unas relaciones maduras y constructivas entre el estado
español y las naciones latinoamericanas.
Por otro lado, como acercamiento provechoso y constructivo de sus respectivos
campos científicos e intelectuales tradicionalmente segregados, perseguía el enriqueci-
miento de ambas partes a través de la suma de sus respectivas experiencias hasta enton-
ces desconocidas y de un trabajo compartido alrededor de determinados problemas y
recursos de interés y disponibilidad común.
En el caso historiográfico e historiográfico-jurídico esto suponía la puesta en
común de las investigaciones desarrolladas en cada país; un trabajo compartido en ar-
chivos y otros repositorios que contuvieran documentación pertinente para escribir la
historia española y americana; y la coordinación de los esfuerzos en eventos científicos
internacionales con el fin de obtener un lugar expectante en el panorama de la Ciencia
moderna, que debería reflejarse en el pronto reconocimiento del castellano como idioma
científico internacional495.

La propuesta de constituir un bloque científico hispánico alrededor de ciertas ta-


reas e ideales concretos y comunes nos muestra que Altamira era muy cauto a la vez
que perspicaz a la hora de plantear iniciativas solidarias a las antiguas colonias. La dis-
creción del viajero quedó demostrada en la línea de acción inmediata que propuso, la
cual involucraba una medida reivindicatoria lo suficientemente amplia y aglutinante
como para movilizar apoyos efectivos en todos los países latinoamericanos, cuyos pro-
blemas eran, en este aspecto, similares al de España496.
Pisando suelo americano y reafirmando sus ideas expresadas en Cuestiones his-
pano-americanas y España en América, Altamira pasó por alto las contradicciones exis-

495
“El mismo idioma que nos es común, nos impone una acción conjunta, de altísima importancia, que
algún día hemos de acometer: la de recabar en todos los Congresos internacionales el reconocimiento, a
nuestra lengua de igual categoría que se concede consuetudinariamente a otras.” (Rafael ALTAMIRA,
“Discurso pronunciado en ocasión de su despedida de la UNLP…”, en: ID., Mi viaje a América..., Op.cit.,
p. 172).
496
“Al Congreso de historiadores de Berlín llevé..., el proyecto redactado de una moción a eso encamina-
da; pero la ausencia de delegados americanos, la pequeñísima minoría en que estábamos los congresistas
de nuestra idioma, me detuvo. ¿No es exigido que trabajemos unidamente a la primera ocasión en esa
empresa que, estoy seguro, no ha de hallar grandes dificultades, puesto que no supone un espíritu de ex-
clusión respecto de otras lenguas, sino sencillamente de admisión de la nuestra?” (Ibíd., p. 172).

417
tentes entre el castellano americano y el peninsular, centrándose en la puja entre el cas-
tellano y el inglés en el Nuevo Mundo. La existencia de una rivalidad entre lenguas y
culturas, impondría la necesidad de una colaboración activa entre los hispano-
americanos que, por la inspiración científica que la guiaba, no debía dar lugar a antiguos
recelos colonialistas, ni a nuevas desconfianzas chauvinistas. La existencia de una con-
tradicción real, contemporánea y de mayor entidad entre el mundo cultural anglo-sajón
y el mundo cultural latino habilitaría, por primera vez, la posibilidad de una confluencia
efectiva del mundo Iberoamericano en torno a unos objetivos y líneas de acción comu-
nes en diversos ámbitos internacionales.
Consciente del lastre del pasado y de las oportunidades del presente, Altamira
tuvo especial cuidado en no reabrir viejos conflictos, ni herir susceptibilidades naciona-
les, dejando claro en más de una ocasión, los propósitos fraternales de su viaje497.
Enmarcando su discurso y sus proyectos en una visión fundamentalmente coope-
rativa de la civilización, el catedrático ovetense justificó la propuesta española de re-
construir los vínculos intelectuales y afectivos hispano-americanos, desde la presunción
del derecho y del deber de la antigua metrópoli a realizar su aporte a la lucha común por
el progreso de la humanidad:
“...cada uno debe aportar a ella su propia idiosincrasia, dando su nota característica, valga lo que
valiere. Nosotros, pues, repito, no queremos ni avasallar, ni competir. Queremos simplemente
ocupar nuestro puesto en la obra de la cultura humana, para que de hoy en más, ni vosotros, ni
los españoles que viven en América, nos llamen desertores. Si servimos, y para qué servimos,
eso lo dirá la obra misma.”498

Así, sin declinar el patriotismo español como componente esencial del programa
americanista de la Universidad de Oviedo, el discurso de su delegado académico en
América supo adaptarse a las necesidades diplomáticas que aconsejaban un lenguaje
moderado, meditado y prudente499.
Obviamente, el mensaje americanista debía tomar un cariz auténticamente
“panhispanico” para que quedara garantizada su eficacia. Altamira lo comprendió así y
su discurso se estructuró para convencer a sus interlocutores de que el propósito no era
imponer una dominación intelectual y de que los réditos de tal política no serían disfru-
tados sólo por España:
“...España, en vez de querer absorber con su influencia lo que constituye el fondo substancial del
espíritu de vuestros pueblos, que tienen ya personalidad hecha (y la tienen incluso aquellos que
la andan buscando a tientas, cuando la llevan hondamente en el fondo de su alma); al mismo

497
“...se engañaría quien viese en este deseo nuestro una obra de patriotería nacionalista, ni de competen-
cia. Aparte de que ambas cosas están reñidas con la significación científica de la Universidad, nosotros
consideramos nuestra influencia desde el punto de vista humano.” (Rafael ALTAMIRA, “Discurso pronun-
ciado en ocasión de su recepción en la UNLP”, en: ID., Mi viaje a América..., Op.cit., p. 119).
498
Ibíd., p. 119-120.
499
“Era necesario expresarse con esta claridad, e insistir en ello, para prevenir los recelos procedentes de
un conocimiento incompleto de nuestros propósitos, y también, para evitar las interpretaciones de los
espíritus agresivos, que no conciben ninguna obra humana sino contra alguien, como si fuera condición
ineludible de nuestras acciones sociales la competencia para obtener el monopolio o la absorción, con
rechazo de todo otro elemento.” (Rafael ALTAMIRA, “Prólogo” a: ID., Mi viaje a América..., Op.cit., p.
XII).

418
tiempo que España, digo, no intenta en manera alguna borrar este carácter propio de los pueblos,
no intenta tampoco, en lo que se refiere al intercambio, reducir y encerrar en un coto exclusivo
las influencias que pueden servir para formar y enriquecer el espíritu hispano-americano, negán-
dose a otros influjos que pueden ser fecundos y beneficiosos.” 500

Sin embargo, pese a sus manifiestas buenas intenciones y a que España había de-
jado de ser hacía mucho tiempo un peligro para la soberanía de los países hispanoame-
ricanos, persistía una desconfianza natural hacia la “madre patria” y sus aventuras ame-
ricanistas. En este sentido, no fue casual que el viajero hubiera tenido que explicar
permanentemente el carácter de “obra de paz, de concordia y de amplio humanitarismo
intelectual” que tenía su embajada cultural en el Nuevo Mundo. Trescientos años de
dominación imperial y el recuerdo —permanentemente renovado— de las luchas de
independencia eran obstáculos reales que cualquier mensaje españolista, aún a princi-
pios del siglo XX, debía afrontar501.
El viajero estuvo, en este caso, a la altura de las circunstancias y así sería reco-
nocido por varios diplomáticos acreditados en el Nuevo Mundo. En la documentación
oficial guardada en el AMAE, puede comprobarse cómo el embajador español en Uru-
guay exaltaba las condiciones diplomáticas de Altamira, así como apreciaba la impor-
tancia decisiva del intercambio intelectual en las relaciones diplomáticas y en la proyec-
ción de España en América:
“El excelente efecto producido en esta opinión por las dos conferencias que en la Universidad
lleva pronunciadas el Señor Altamira ante cuanto de prestigio cuenta esta Capital, comenzando
por el Señor Presidente de la república y los elogiosos conceptos, que, con tal motivo, está mere-
ciendo el profesorado español a esta prensa, incluso la más avanzada y radical, en confirmación
de cuanto adelantaba a V.E. en mi Despacho de antes de ayer sobre la venida del Catedrático de
Oviedo, me mueven a enviar a V.E. los adjuntos recortes de periódicos, en que, mucho más ex-
presivamente que pudiera yo hacerlo, se pone de manifiesto, no sólo la oportunidad de tales mi-
siones intelectuales, sino la conveniencia de estudiar el modo de prestarles ayuda, sin desnatura-
lizar su carácter por parte del Gobierno de Su Majestad, como un medio poderoso de atraerse
España las simpatías y la consideración de estos países. La unión espiritual de nuestra patria con
sus antiguas Colonias, la difusión de su moderna cultura y orientación, la compenetración de sus
ideales pedagógicos y artísticos, hasta ahora tan descuidados, y que, sin embargo, son capaces de
crear vínculos estrechísimos; la misma conservación y perfeccionamiento de nuestro idioma en
este Continente, que nos asegurará, mientras perdure, indudable primacía sobre las otras nacio-
nes colonizadoras y emigratorias; todos estos altos fines, merecen, a mi juicio, ser atendidas de
una manera especial, si se quiere acercarse, en lo posible, a la compenetración ibero-americana
que hoy preocupa a tantos espíritus. El ejemplo de los resultados obtenidos por el profesor Señor
Altamira en la República Argentina, asegurando el intercambio de cátedras por algunos años, y
el eco que en este país han obtenido las enseñanzas del citado conferenciante, son las pruebas
más evidentes de los efectos que podrían obtenerse en este sentido siempre que los enviados os-
tentasen las dotes que para tal empeño, adornan al Señor Altamira.”502

500
Rafael ALTAMIRA, “La obra americanista de la Universidad de Oviedo”, en: ID., Mi viaje a América...,
Op.cit., p. 425.
501
Los orígenes de la rivalidad entre España y sus antiguas colonias fueron examinados críticamente en
México por Agustín Aragón. Ver: Agustín ARAGÓN, fragmento de un artículo —sin título mencionado—
originalmente publicado en Revista Positiva, N° 117, México, 29-I-910; reproducido en: Rafael
ALTAMIRA, Mi viaje a América..., Op.cit., pp. 384-393.
502
AMAE, Correspondencia Uruguay 1901-1909 Legajo H – 1796, Despacho Nº 126, “Política”, del
Ministro Plenipotenciario de S.M. en Uruguay dirigido al Excmo. Señor Ministro de Estado —3 pp. ma-
nuscritas + carátula y anexo de recortes periodísticos, con membrete de la Legación de España en Monte-
video y con firma autógrafa de Germán M. de Ory,— Montevideo, 9-X-1909.

419
Las virtudes diplomáticas de Altamira —también exaltadas por el embajador es-
pañol en México503— y su capacidad para la maniobra discursiva están fuera de toda
discusión. Estas dotes le permitieron esquivar dialécticamente situaciones potencial-
mente enojosas y comprometidas que, inevitablemente, se produjeron a lo largo de un
viaje tan extenso.
Un buen ejemplo de estas habilidades dialécticas pudo verse en La Plata, cuando
se le requirió, desde el estrado público, una opinión sobre la marcha de Argentina. Lue-
go de ser interpelado y a la hora de su discurso de despedida de la UNLP Altamira
creyó necesario enfrentar el tema, dignosticando una curiosa similitud entre las
inquietudes existenciales de españoles, argentinos y americanos504.
Lo interesante, sin embargo, no es tanto el contenido de la respuesta ofrecida, si-
no la destreza que exhibió el disertante a la hora de manejar esa situación comprometi-
da. En aquella ocasión, Altamira, enfrentado ante un público ansioso de escuchar una
opinión sobre su país, se las arregló para postergar largamente su veredicto, abriendo un
paréntesis tras otro con el objeto de diluir la expectativa por el contenido de sus juicios.
Luego de tanto vericueto el orador retomó el hilo del argumento, pero lo hizo restrin-
giendo hábil y subrepticiamente el objeto de su juicio, soslayando la cuestión política,
social o económica de Argentina para centrarse en el tema educativo505.
La habilidad retórica de Altamira no quedó demostrada sólo por su capacidad
para definir la cuestión sujeta a juicio, ni por situar el asunto en el preciso lugar donde
su autoridad menguaría el impacto polémico de cualquiera de sus declaraciones, sino
porque, además, logró persuadir a su auditorio de que había emitido una opinión com-
prometida, cuando en verdad se limitó a parafrasear las autocríticas que, inmediatamen-
te antes de su intervención, había expuesto Joaquín V. González:
“La necesidad, perfectamente advertida por vosotros mismos... consiste en formar vuestro profe-
sorado de una manera sistemática, técnica, profesional, poniendo en esto todo vuestro empeño, y
ayudando esa formación con la seguridad de un porvenir económico que os dé derecho a exigirle
todo el trabajo útil que deba rendir. Es el mismo problema que tenemos nosotros en todos los
grados de enseñanza, y que en vosotros es más agudo en unos que en otros...” 506

Esta pequeña anécdota, pese a su insignificancia, puede ilustrarnos acerca de las


delicadas situaciones que un viaje de este tipo tenía que sortear a cada paso y la necesa-
ria destreza retórica y sensibilidad diplomática que debía tener un embajador cultural e
intelectual español en territorio americano. Altamira respondió cortésmente, aún al co-

503
Ver: AMAE, Correspondencia, Política México 1905-1912, Legajo H – 2557, Despacho Nº 8, “Políti-
ca”, del Ministro Plenipotenciario de S.M. en México dirigido al Excmo. Señor Ministro de Estado, “Al-
tamira (D. Rafael). Su viaje a América en nombre de la Universidad de Oviedo (1909-1910)” —carátula
manuscrita + 5 pp. mecanografiadas con membrete de la Legación de España en México + anexos de
recortes periodísticos y con firma autógrafa de Bernardo de Cólogan—, México, 12-II-1910.
504
“Tenéis vosotros, como España ahora, y como muchos países de nuestro tronco, la ansiedad de cono-
ceros, de auscultaros, de penetrar en las reconditeces de vuestro espíritu; y no contentos con vuestra pro-
pia observación, pedís la ajena. Está bien; con tal que sea una verdadera, reposada y nutrida observación.”
(Rafael ALTAMIRA, “Discurso pronunciado en ocasión de su despedida de la UNLP…”, en: ID., Mi viaje
a América..., Op.cit., p. 174).
505
Ibíd., p. 177.
506
Ibíd., p. 178.

420
sto de no decir demasiado, a una serie de preguntas inocentes, pero comprometedoras,
sobre los asuntos internos del país visitado. Sus respuestas, de ocasión, bastante huecas,
cumplieron la función de contentar al auditorio sin halagar excesivamente su vanidad.
De esta forma, evitó que sus dichos repercutieran negativamente sobre los objetivos
fraternales del viaje y sin que una respuesta estereotipada o imprudente desprestigiara
su figura. Quien pensara que el juicio del profesor ovetense había sido duro, no podría
imputar la dureza a la soberbia o ingratitud del observador extranjero, ya que el mismo
presidente de la UNLP los había presentado en toda su crudeza.
Las precauciones de Altamira eran lógicas. El viajero era consciente, en todo
momento, del handicap que el pasado imponía a los hispanófilos y por ello no perdió la
oportunidad de ofrecer una visión conciliadora y autocrítica de los años de conflicto:
“La misión que me encomendó la Universidad de Oviedo no podría ser entendida, en lo que pro-
piamente significa, con toda la precisión y con toda la claridad que nosotros deseamos, si yo no
comenzara por evocar ante vosotros la situación especial por la que atravesó España en sus rela-
ciones con las Repúblicas hispano-americanas durante un siglo: aquella situación de apartamien-
to, aquella situación de alejamiento entre unos y otros, perfectamente lógica por parte de los que
habían creado su personalidad y habían tenido que crearla con violencia, rompiendo los lazos
que la sujetaban, y que significó desconocimiento —modesta y humildemente lo confesamos—
por parte de la madre patria, de los deberes que le incumbían, incluso, y quizás más que con to-
dos, respecto de aquellos hijos que se emanciparon y empezaron a tener vida propia. En esta si-
tuación ha transcurrido un siglo, en el cual la vida intelectual de España y de los países hispano-
americanos ha corrido por caminos diferentes, y en el cual España no ha hecho nada por que esta
situación de apartamiento se rompiera...” 507

En todo caso, la prescindencia de temas políticos que caracterizó a Altamira en


América, no sólo producía efectos benéficos sobre la propaganda panhispanista y forta-
lecía su discurso socio-diplomático y académico, sino que tenía un efecto balsámico
sobre los ministros españoles en América.
El embajador español en Cuba, Pablo Soler, quedó muy bien impresionado por
la personalidad de Altamira y por su actitud durante el viaje, como lo testimonia una
carta personal que remitiera al alicantino a pocos días de marcharse de la isla, en el que
no dudaba en elogiarlo como un “titán de la intelectualidad”508; aunque mayor impor-
tancia tiene, sin duda, el informe oficial al gobierno español que firmara el 20 de marzo,
destacando la prescindencia político-partidaria del delegado ovetense durante sus actua-
ciones públicas509.
Este rasgo del comportamiento de un republicano como Rafael Altamira fue
muy valorado por la diplomacia española de un régimen que, como el de la Restaura-

507
Rafael ALTAMIRA, “La obra americanista de la Universidad de Oviedo”, en: ID., Mi viaje a América...,
Op.cit., pp. 415-416.
508
IESJJA/LA, s.c., Carta original manuscrita con membrete de la Legación de España, de Pablo Soler a
Rafael Altamira, Habana, 23-V-1910.
509
“Todas las conferencias y discursos del Dr. Altamira han sido aplaudidísimos y universalmente elo-
giados, debiendo, por mi parte señalar también a V.E. el exquisito tacto con que dicho Profesor ha proce-
dido en toda ocasión, no teniendo sus peroraciones otro carácter que el intelectual.” (AMAE, Correspon-
dencia Cuba, Legajo H – 1430, Oficio de la Legación de España en Cuba al Excmo. Señor Ministro de
Estado de S.M. Referente al catedrático señor Altamira. Nº 46. Subsecrtetaría, Firmado por Pablo Soler,
La Habana, 20-III-1910).

421
ción, estaba continuamente jaqueado por los cuestionamientos de los propio españoles
en el exilio americano y por un considerable desprestigio internacional. El embajador
español en Chile ya había resaltado la concentración de Altamira en su labor pedagógica
y publicista de la ciencia y cultura españolas y su prescindencia respecto de cuestiones
políticas:
“Dos cosas... debo hacer observar. La primera el requisito tacto con que en todos los actos, lo
mismo chilenos que españoles obró dicho señor asesorándose ante todo de la Legación de S.M.
Es la segunda, que la visita de dicho señor no sólo ha servido para la realización de la especial
misión que le confiara la Universidad de Oviedo, sino que también para poner muy de manifiesto
la gran corriente que existe aquí de españolismo. En brindis y discursos se ha hablado mucho y
bien de nuestra Patria. El señor Altamira no ha atacado ni indirectamente ninguna cuestión polí-
tica. Dicho profesor, fue recomendado a esta Legación de S.M. en cartas particulares por el dig-
no antecesor de V.E. y el exMinistro de Instrucción Pública, señor San Pedro, lo que tengo la
honra de indicar a V.E. por si juzga oportuno darles conocimiento de lo expuesto.” 510

Este informe contrastaba con el que este mismo embajador hiciera acerca de la
presencia de Blasco Ibáñez, en el que se afirmaba que el célebre republicano, pese a la
hospitalidad ofrecida por la Legación —dispuesta a aplaudirlo como literato, aunque no
como político— se había rodeado de los “elementos radicales avanzados” del periódico
La Ley, afectos a publicar “artículos insultantes para la Monarquía y Gobierno español”.
A diferencia de su correligionario Altamira, Blasco Ibáñez, se habría comporta-
do de forma despreciativa e insolente, pretendiendo dictarle al ministro, cual debía ser
su conducta; evadiendo en todo momento el contacto con la representación diplomática
y deslizando en sus conferencias literarias “tendencias republicanas y antirreligiosas” y
críticas a los gobiernos monárquicos.
Respecto de la repercusión de su visita, Fernández Vallín aclaraba que el nove-
lista “venía contratado por un empresario”, descontando que había tenido considerable
éxito y que, por eso mismo, habría embolsado bastante dinero. Sin embargo, su repercu-
sión en la prensa había sido controvertida, ya que si bien se había elogiado su oratoria,
se le achacó “el defecto de falta de originalidad y que nada nuevo enseñaba”. El broche
de oro de aquel comportamiento se abría colocado en su última conferencia, cuando el
valenciano manifestara presuntuosamente “que él en poco tiempo, había hecho en Amé-
rica más labor beneficiosa a España y Chile que los Representantes diplomáticos de
ambos países”511.
Sin embargo, el hecho de que Altamira no hubiera hablado de política partidaria
o se negase a editorializar sobre los sucesos de la convulsionada política interna españo-
la, no quería decir que hubiera “despolitizado” o “desideologizado” su mensaje. Por el
contrario, Altamira asumió en su discurso y en sus actos, la representación de una Espa-

510
AMAE, Correspondencia Chile Legajo H-1441, Despacho Nº 164, del Ministro de S.M. al Excmo.
Señor Ministro de Estado, referente al catedrático señor Altamira —3 pp. manuscritas + carátula, con
membrete de la Legación de España en Santiago de Chile y con firma autógrafa de Silvio Fernández
Vallín—, Santiago de Chile, 8-XI-1909.
511
AMAE, Correspondencia Chile Legajo H-1441, Despacho Nº 181, del Ministro de S.M. al Excmo.
Señor Ministro de Estado, da cuenta de la estancia del sr. Blasco Ibáñez y hace consideraciones —3 pp.
manuscritas + carátula, con membrete de la Legación de España en Santiago de Chile y con firma autó-
grafa de Silvio Fernández Vallín—, Santiago de Chile, 4-XII-1909.

422
ña moderna e ideológicamente abierta, interesada en la ciencia y el progreso material,
una España “europea” desconocida en la mayor parte del mundo y particularmente en
Hispanoamérica. Una España que ya existía y que, aunque minoritaria, era pujante; sin
por ello negar que la otra España —con la que Altamira no se sentía identificado— era,
aún, la dominante.
La adscripción ideológica del alicantino bien pudo haber traído problemas y ten-
siones entre los miembros de la colectividad y haber amenazado, por consiguiente, el
feliz desarrollo de la misión. Sin embargo, su opción por constituirse en embajador de la
España progresista, se hizo en unos términos tales que no erizaron las susceptibilidades
de los conservadores ni de los confesionales. Sectores éstos que, al comprobar la pre-
eminencia de un discurso patriótico, científico y académico, terminaron por encolum-
narse detrás de la prudente figura de un profesor universitario que cosechaba éxito y
prestigio para sí mismo y también para su país.
Así, Altamira se mostró ante la elite argentina como un científico moderno,
miembro de una generación intelectualmente innovadora, pero a la vez como heredero
de una tradición secular científicamente valiosa que, aun cuando no podía ser reclamada
unilateralmente por ninguna de las dos “españas”, había sido olvidada por la tradición
conservadora y confesional hegemónica512.
Altamira tuvo que sostener, también en este terreno, delicados equilibrios y no
sólo de cara a la comunidad española, sino a la de sus anfitriones. Por un lado, era vital
distanciarse de la antigua España que además de atrasada y reaccionaria, era la conquis-
tadora. Por otro, quedaba claro que la autocrítica que estaba dispuesto a desarrollar Al-
tamira tenía sus límites y que ellos nunca serían traspasados, so pena de justificar la
tradicional hispanofobia americana en sus términos más esencialistas y de contradecir,
así, su propio programa de regeneración.
Reconocer los errores cometidos y, sobre todo, admitir la necesidad de estable-
cer un nuevo tipo de relaciones con las antiguas colonias, no significaba participar de
las ideas que denigraban las acciones españolas en el Nuevo Mundo. Por el contrario,
Altamira consideraba que para establecer unas relaciones maduras e igualitarias era ne-
cesario deconstruir las interpretaciones hispanófobas, fruto de la etapa independentista y
del influjo de las leyendas negras elaboradas por las potencias enemigas de España.
Disipar, pues, el influjo de ese cúmulo de prejuicios, mitos, juicios anacrónicos y anti-

512
Un ejemplo de esta operación de rescate de la tradición intelectual desde una posición progresista,
puedo verse en ocasión del nombramiento de Altamira como miembro correspondiente de la JHNA,
cuando el alicantino expresara su satisfacción por poder comunicar en el Plata los efectos auspiciosos de
la renovación histórica impulsada por las cátedras de Codera, Hinojosa, Ibarra, Jiménez, Menéndez Pidal
o Azcárate y la formación de un núcleo sólido de investigadores y científicos modernos. Contra la idea de
que este florecimiento intelectual podía ser efímero, Altamira afirmaba “yo tengo fe en el porvenir am-
pliado a todo el ámbito de los estudios históricos, desde la enseñanza a la más alta producción científi-
ca… porque en España constituyen ellos una tradición de remota y profunda raíz”. Tradición que comen-
zaba a ser rescatada del olvido precisamente por estos nuevos intelectuales. (Rafael ALTAMIRA, Discurso
pronunciado en la XCIª Sesión de la JHNA, Buenos Aires, 5-IX-1909, en: Boletín de la Junta de Historia
y Numismática Americana, Vol. V, Buenos Aires, 1928, pp. 207-208).

423
guos enconos era, para el viajero, condición indispensable para encarar una nueva etapa
de relaciones políticas e intelectuales.
El propósito de Altamira era señalar al público americano que España tenía algo
atractivo que ofrecer al mundo contemporáneo; que España no era una sociedad medie-
val y obscurantista o que, al menos y para entonces, no toda España lo seguía siendo:
“...yo iba a hablarles allí, no tan sólo del intento de establecer relaciones entre Claustro y Claus-
tro, sino también de la moderna España, de la nueva y trabajadora España, que desea cultura, que
anhela trabajar y ponerse al nivel de los pueblos progresivos y europeos; y esa España era para
muchas de aquellas gentes una España desconocida, una España velada por la leyenda, de la cual
no tenía noticia ninguna, porque estaban acostumbradas a ver a nuestro país a través de una re-
presentación puramente fantástica, bajo una forma imaginativa y deprimente, infundidas ambas
por las relaciones de viajeros y de escritores extranjeros, que no siempre han mirado a España
con la suficiente serenidad. Esa visión de la España resurgida, de la España nueva, obró inmedia-
tamente como un reactivo en aquellos países, y estableció una justa esperanza, una confianza ge-
nerosa de que existe en nosotros algún título para llamar a la puerta de los pueblos hispano-
americanos, y que este título es suficiente para recibir a sus representantes como colaboradores
en la formación del espíritu americano.” 513

Esto no puede considerarse un objetivo menor, puesto que buena parte de la


suerte del proyecto de cooperación intelectual dependería de la capacidad de Altamira
para convencer a su auditorio latinoamericano de que él y su Universidad no eran una
minoría asediada por un pensamiento reaccionario dominante, sino parte de la vanguar-
dia que renovaría, inexorablemente, a la cultura hispánica.
De regreso a España, Altamira presentó un panorama sumamente optimista de
sus logros en este terreno:
“Había, en efecto, como digo, muchas leyendas respecto de nuestra actuación intelectual, de
nuestra manera de ser relativamente a la cultura. La existencia de esas leyendas y el desvaneci-
miento de ellas, puede expresarse perfectamente en estos dos hechos: de una parte, en la frase fi-
nal, en la frase de los últimos días que oí repetidas veces de labios de profesores argentinos, y
entre ellos, de labios del mismo Ministro de Instrucción pública, que decía lo siguiente, refirién-
dose de un modo especial a los tratadistas de derecho y de Ciencias sociales e históricas: Hasta
ahora no leíamos libros españoles, porque creíamos no tener nada que aprender de ellos; pero
desde que usted nos ha dicho cómo se trabaja allí y nos ha revelado nombres desconocidos para
nosotros, los libros españoles formarán una parte integrante de nuestras bibliotecas. De igual
manera que escuché esto en la República Argentina, como resultado de mi trabajo de propagan-
da, de difusión de los buenos deseos y de las obras ya realizadas en la España actual, tuve la sa-
tisfacción de ver en Méjico, por ejemplo, que personas que se habían apartado sistemáticamente
del cultivo y trato de los textos y libros españoles, creyendo que ellos podían representar tenden-
cias contradictorias del espíritu de los tiempos modernos, después de las conferencias en que
hablé de la moderna literatura española, pidieron inmediatamente los libros que rechazaban an-
tes.” 514

Determinar hasta qué punto este objetivo fue logrado es un problema difícil de
resolver; pero una evaluación general puede establecer, sin duda, que el Grupo de Ovie-
do adquirió una credibilidad intelectual nada desdeñable para las elites liberales argenti-
na y mexicana, que revirtió, en alguna medida, en una visión más compleja y rica de la
realidad finisecular española.

513
Rafael ALTAMIRA, “Organización práctica de las relaciones intelectuales entre España y América”, en:
ID., Mi viaje a América..., Op.cit., pp. 510-511.
514
Ibíd., pp. 511-512.

424
El antihispanismo atávico de buena parte del liberalismo latinoamericano era un
dato de la realidad y un obstáculo a remover, que exigía una fina tarea de seducción, a la
que Altamira se abocó concienzudamente.
No es fortuito que Altamira eligiera reproducir en el “libro rojo” de su viaje, a
modo de prueba de la buena voluntad que lo inspiraba, las conferencias que pronunciara
en Argentina y Cuba. Apertura y cierre de su periplo americano, primera y última colo-
nia en separarse del imperio, ambos países reunían otras condiciones que hacían reco-
mendable enfatizar los gestos de amistad y las señales de cooperación igualitaria. El
marcado sesgo anti-hispanista de la elite intelectual y política argentina y las heridas
abiertas por la reciente guerra de independencia cubana515, no eran óbice para que el
Caribe y el Plata fueran dos de los tres lugares —el otro fue, aunque en menor medida,
México— que atrajeron la inmigración de varios cientos de miles de ciudadanos espa-
ñoles.
En cierto modo, podríamos decir que buena parte de los cimientos de esta reno-
vada vocación americana no sólo se encontraban en la comunidad de intereses cultura-
les de antigua data, sino en la presencia de cientos de miles de españoles que vivifica-
ban y reactualizaban, en todos los órdenes, las relaciones “naturales” entre los estados
americanos y el español516. De allí que esta presencia incontrastable permitiera pensar
en Buenos Aires como una de las sedes prioritarias para la instalación de escuelas de
inmigrantes, que complementasen las existentes en Asturias o que suplieran en el lugar
de destino, la carencia de una formación elemental y práctica adecuada entre los contin-
gentes peninsulares517.
Respecto de Cuba, la situación tenía sus particularidades adicionales: cualquier
iniciativa española debía tener en cuenta la existencia de heridas abiertas por la proxi-
midad de la guerra independentista. De esto eran muy conscientes los propios peninsu-

515
Como es natural, Altamira enfatizó más en Cuba que en Argentina, el carácter cooperativo de sus
propuestas: “Pudiera creerse, que al venir una Universidad española a las Universidades hispano-
americanas buscando el intercambio, buscando que suene aquí su voz y el eco de su espíritu, pretendemos
españolizar la América hispana en el orden intelectual, haciendo que desaparezca, absorbida por la in-
fluencia nuestra, la nota propia y característica del espíritu de cada uno de estos pueblos. Esa creencia
sería, si la hubiese, absolutamente falsa; en primer término, porque nosotros no venimos a pedir solamen-
te que se nos abran las puertas de las Universidades hispano-americanas para que se ensanche aquí la voz
del espíritu español: pedimos también que los profesores de las universidades hispano-americanas vayan
a las nuestras, para que allí sea conocido igualmente, el espíritu de vuestros pueblos.” (Rafael ALTAMIRA,
“La obra americanista de la Universidad de Oviedo”, conferencia dictada en la Universidad de La Haba-
na, febrero-marzo de 1910; reproducido en: ID., Mi viaje a América..., Op.cit., p. 424).
516
Rafael ALTAMIRA, Discurso leído en la solemne apertura del curso académico de 1898 a 1899…,
Op.cit., p. 43.
517
En su informe a la Universidad de Oviedo, Altamira daba cuenta de sus conferencias ante la colectivi-
dad en las que propuso esta iniciativa: “Á solicitud de las Sociedades españolas de Buenos Aires, di en el
local del Club Español una conferencia, en la que insistí particularmente sobre estos dos puntos: a) nece-
sidad de continuar en España la corriente de creación de escuelas para inmigrantes, no limitadas solamen-
te a la preparación para el comercio; b) y necesidad, igualmente, de fundar en Buenos Aires una gran
Escuela profesional española para completar aquella preparación. Creo poder adelantar a V.E. que esta
segunda sugestión hará camino en el ánimo de los españoles.” (Rafael ALTAMIRA, “Primer informe ele-
vado al señor Rector de la Universidad de Oviedo...”, en: ID, Mi viaje a América..., Op.cit., p. 63).

425
lares instalados en la Gran Antilla, muchos de los cuales no dejaban de ser republicanos
y simpatizantes de la filosofía revolucionaria de los americanos y cubanos:
“Nosotros no renegamos de nuestra pasada historia. Las grandezas y las miserias; los aciertos y
los errores de España en las pasadas edades, como actos nuestros los miramos; y lo mismo que-
remos a nuestra Patria cuando la contemplamos regida por fanáticos e inquisidores, que cuando
la contemplamos regida por hombres honrados e inteligentes. ¡Es nuestra Madre! Pero por eso
mismo; porque tan absolutamente la queremos, deseamos para Ella, todas las felicidades presen-
tes y todas las bienandanzas futuras. Y creemos que para conseguirlas, es preciso modificar o
acabar con mucho de lo existente en su administración, que resulta anacrónica, y no responde ni
con mucho, a las necesidades y aspiraciones de la actual generación. Grande, noble es la misión
que Ud. trae. La aproximación intelectual de los hispanos de allende y aquende, asegurará para el
porvenir a los hijos de la Madre Patria, hogares cariñosos donde con su trabajo y honradez, pue-
dan contribuir a la futura grandeza moral y material de nuestra raza. Sin embargo, en los países
de la América española, se vive en un ambiente de libertad y democracia, y para que la labor de
unos y otros sea todo lo fructífera, precísase que nosotros nos pongamos a su nivel.” 518

De estas reflexiones y de la consciencia de que en Cuba los españoles influyen-


tes eran, en su mayoría, “hombres de otra época” imbuidos de un patriotismo intransi-
gente, perjudicial para la causa hispana en la isla, se desprendía el pedido de que Alta-
mira hablase en Cienfuegos de “la libertad y la democracia, de la doctrina y de las
aspiraciones de los republicanos españoles”, para contribuir a la necesaria modificación
de la “educación política” de los peninsulares.
Pese a los condicionantes negativos, Altamira contaba con ciertas informaciones
promisorias —aportadas por sus propios contactos y, seguramente, por los testimonios
de Labra y su grupo—, acerca de lo propicio de la coyuntura para plantear una reconci-
liación hispano-cubana. Esta coyuntura estaría habilitada la consolidación de una situa-
ción neocolonial bajo la ocupación norteamericana y el atisbo de una reacción patrióti-
ca:
“Mientras Cuba fue políticamente de España, el resquemor de los agravios recibidos, o que creía
recibir —una y otra cosa hubo— del Estado español, mantenía obscurecida la conciencia de fon-
do del común espíritu (que bien podríamos llamar nacional en la más elevada acepción de la pa-
labra) con la metrópoli. […] Resuelto el conflicto, independiente la isla, curados los resquemo-
res, restablecida sinceramente la cordialidad, la conciencia de lo que, sólo por usar términos
consagrados, aunque inexactos, llamaremos raza, fue abriéndose camino día por día, y cada día
se hace más clara en la inteligencia y en el sentimiento de los cubanos. La misma intervención de
un Estado extranjero, el contacto con un alma nacional tan diferente de la nuestra (y nada impor-
ta para el caso que sea superior o inferior a ella) como el alma yanqui, ha ejercido natural e inad-
vertidamente de excitante para aguzar las notas de conexión con el alma española.” 519

Este acercamiento franco y exento de recelos podía establecerse ya, pensaba Al-
tamira, toda vez que se habían removido los obstáculos coloniales en las relaciones his-
pano-cubanas, al reconocer España “lealmente, sin reservas, para siempre jamás, la in-
dependencia conquistada por Cuba”. Este nuevo statu quo permitiría anudar las
relaciones entre ambos países “en un grado muy superior al que cabía cuando entre los

518
IESJJA/LA, s.c., Carta original mecanografiada de Leandro Llanos a Rafael Altamira, Cienfuegos, 20-
XII-1909.
519
Rafael ALTAMIRA, “Más sobre los españoles de América”, en: ID., España en América, Valencia, F.
Sempere y Compañía Editores, 1909, pp. 26-27.

426
dos pueblos pudo haber la idea molesta de dominador y dominado” y hacía verosímil la
aseveración de que Cuba era en 1908 más española que antes de 1898520.
Este diagnóstico mostró ser, en líneas generales, acertado. La recepción de Al-
tamira fue muy alentadora y si bien no dejaron de producirse ciertos encontronazos en-
tre hispanófilos e hispanófobos —adjudicables a la pervivencia de las tensiones bélicas
y no a las acciones o dichos de Altamira— , es indudable que la última etapa del periplo
también fue coronada por el éxito y por la adhesión de importantes sectores de la socie-
dad cubana.
El tamaño de estas demostraciones alentó la exaltación patriótica de algunos de
los españolistas más conservadores. A propósito de las demostraciones públicas que
acompañaron a Altamira en Cuba, Joaquín N. Aramburu argumentaba, desafiante, que,
pese al impulso avasallante de “otra civilización” y aunque nada quedara “de estas her-
mosas fiestas del intelectualismo latino”, la jornada del 17 de marzo de 1910 serviría
para llenar una página inmortal de los anales cubanos: “Idólatras del yanqui, por agra-
decidos de él o por rencorosos a España: borrad, borrad si podéis esa página, donde el
olivo de agravios y la conciencia del deber trazó signos, cada uno de los cuales es un
poema de grandeza espiritual y de compenetración de la raza”521.
Los acertados gestos de Altamira, como el de concurrir al cementerio a depositar
flores en la tumba de los estudiantes fusilados durante la guerra, y el espontáneo júbilo
caritativo y piadoso que el alicantino supo inspirar en los universitarios —que, en res-
puesta, habían acudido espontáneamente a repartir tabaco y limosnas al Asilo de Ancia-
nos—, vendría a demostrar a los hispanófobos, a “los fuertes, los intransigentes, los
ateos”, que el entendimiento hispano-cubano era posible, desmintiendo a aquellos que
pensaban que “después del perdón mutuo, no puede venir el cariño sincero”522.
La cuestión “colonial” en Cuba estaba, todavía, demasiado fresca, y no sólo para
los españoles derrotados, sino para los mismos patriotas cubanos. Muchos de los revo-
lucionarios participaron del encumbramiento de Altamira, aunque sin dejar de recordar
las causas del conflicto, las características de la ocupación española y los matices más
cruentos de la opresión colonial:
“También nosotros, maestro, te damos nuestra bienvenida. También nosotros, los que ayer en los
campos de batalla nos batíamos desesperados con los soldados de tu patria inmortal, por emanci-
parnos de la tutela de España y vivir la vida de la libertad en el seno de la democracia y del dere-
cho, te abrimos nuestros brazos fraternales [...] tu, maestro en el arte nobilísimo de educar, no
vienes a esclavizarnos y a embrutecernos en nombre de España, como aquellos bárbaros que aquí
fusilaron a Plácido y a Zenea. Tu, heraldo del amor y de la ciencia de España, vienes a traernos
precisamente lo que tanto echábamos de menos en los días de sufrimiento y angustia, lo que
nunca se nos dio: un poco de amor y una palabra de aliento y de esperanza. [...] Si, maestro,
bienvenido seas a esta tierra, que se estremeció de gozo al recibirte. Tu traes por toda arma tu
ciencia y tu amor; tus conquistas son las nobles conquistas del saber. Por eso los nacidos en esta
tierra te reciben como a un hermano bueno y generoso; por eso los que en la manigua luchamos

520
Ibíd., p. 27.
521
Joaquín N. ARAMBURU, “Baturrillo. Borrad eso, borradlo…” (Crónica de Asturias, La Habana, 26-III-
1910), en: COMISIÓN DE HOMENAJE A RAFAEL ALTAMIRA, España-América...…., Op.cit., pp. 129-130.
522
Ibíd., pp. 129-130.

427
un día y otro día por vernos libres de un régimen de gobierno asfixiante y brutal, te abrimos los
brazos fraternales y te ofrecemos nuestro corazón.” 523

Más allá de las pasiones, entusiasmos y algunos debates, fue muy extendida en-
tre españoles y cubanos la opinión de que la embajada intelectual de Altamira en Cuba
había estado jalonada por numerosos aciertos personales y que ello era lo que explicaba
su éxito:
“Sin molestia para ningún otro representante de la cultura española, podemos afirmar que nadie
superará a Altamira en absorber, digámoslo así, todas las simpatías de los cubanos, toda la ad-
hesión de los españoles. Si los escasos resquemores que, en algunos muy pocos por fortuna, que-
dan del pasado no se borran nunca, y los hechos consumados, fuerza indestructible, no servirán
para nada en la historia y en la norma de conducta de los pueblos. Que para Cuba y para España
si sirven, se desprende con harta claridad de la despedida que se hizo al Maestro. Ya a bordo su-
bió a saludarle el General Loynaz del Castillo, y a popa, entre frenéticos aplausos y vivas a Cuba
y a España, abrazáronse el intelectual y el soldado, por la España de nuestros días el profesor,
por Cuba libérrima el general.” 524

El notable político e intelectual autonomista Eliseo Giberga525 ensayaba, en su


discurso del Teatro Nacional de La Habana, un paralelismo entre España y las civiliza-
ciones clásicas. En este curioso y a veces desmesurado mensaje, se ensayaba una triple
operación histórica que retrataba muy bien las necesidades, aspiraciones y restricciones
de la Cuba de principios del siglo XX: reafirmar la voluntad nacional, recuperar la
herencia hispana sin actualizar viejas querellas y preparar a Cuba para liderar el inexo-
rable sincretismo que se experimentaría entre la civilización hispana —vigorizada por el
intercambio intelectual— y la anglosajona526.

523
Artículo sin título consignado, aparecido en la revista El Veterano, La Habana, II-1910, reproducido
en: Rafael ALTAMIRA, Mi viaje a América..., Opcit., pp. 481-484.
524
Juan RIVERO, “Despidiendo a Altamira” (Crónica de Asturias, La Habana, 26-III-1910), en: COMISIÓN
DE HOMENAJE A RAFAEL ALTAMIRA, España-América...…, Op.cit., pp. 127-128.
525
Natural de Matanzas, Giberga (1854-1916) estudió Derecho en la Universidad de Barcelona, graduán-
dose en 1884 en la Universidad de La Habana como Doctor en Filosofía y Letras. Fue el fundador del
Colegio de Abogados de La Habana y, como político, sustentó posiciones autonomistas. Fue diputado de
las Cortes españolas y diputado del Congreso Insular, bajo el efímero régimen autonómico de 1898. Lue-
go de la intervención norteamericana y fundó el Partido Unión Democrática y fue convencional constitu-
yente en 1901. Sus posiciones autonómicas no impidieron que se convirtiera en un intelectual y político
de gran prestigio luego de la independencia. En 1912 fue designado representante de Cuba para los feste-
jos del centenario de las Cortes de Cádiz. Los escritos de Giberga fueron recopilados en: Eliseo GIBERGA,
Obras, La Habana, 1931. La Universidad de Oviedo publicó con motivo del Centenario del ’98 una nueva
edición de: Rafael María DE LABRA y otros, El problema colonial contemporáneo (Madrid, 1895), Ovie-
do, Universidad de Oviedo, Colección Clásicos del 98, 1998, que incluye la conferencia de Giberga “
Régimen político y económico de Cuba al iniciarse el período constitucional. Sus modificaciones poste-
riores. Su estado actual. Influencia de los Estados Unidos, de la América española y de la Metrópoli en la
civilización cubana” pronunciada en el Ateneo de Madrid el 14 de enero de 1895 (Ibíd., pp. 77-117). Para
un panorama del autonomismo cubano y el papel de Giberga, consultar el “Estudio Preliminar” de Marta
Bizcarrondo (Ibíd., pp. XI-LXVIII).
526
“Las colonias son naciones independientes, pero la sangre es la misma, y a igual sangre igual espíritu.
No hay hermandad que una tanto a los hombres como la hermandad del espíritu [...] Así podrán formar en
América los pueblos hispanos una Magna Hispania, como fuera de la Hélade se formó una magna Grecia,
que la ayudó a difundir el espíritu heleno por todas las playas de Europa, Asia y África, y a preparar la
unión de las gentes en el regazo de Roma, bajo el cetro de los Césares y el cayado de los pastores. Así
también, conservándose en América el espíritu hispano, y repartidos como están, el continente y las islas,
entre dos razas ilustres [...] así también... podrá ver el provenir una conjunción, una síntesis de ambas
razas y ambas civilizaciones, que complete con los de cada una los elementos de la otra y resuelva en una

428
Además de dar rienda suelta a la lira, Giberga elogió la empresa ovetense resal-
tando el entusiasmo unánime que había despertado en la colonia hispana, el cual expli-
caba por el carácter apolítico de una empresa que era “docente, educadora y puramente
universitaria” y por la personalidad de Altamira, que contrastaba con la de los otros
“enviados de España que solíamos ver en Cuba” y que “eran los encargados de sustentar
la dominación metropolítica”527.
De todos modos, las habilidades diplomáticas de Altamira no sólo se expresaron
en los equilibrios que supo producir entre españolismo y americanismo y entre un pa-
triotismo español progresista y otro conservador, sino también en su capacidad para
movilizar la simpatía de sus auditorios locales. En este sentido, el delegado ovetense no
perdió oportunidad de halagar el oído de sus oyentes, echando mano de unos recursos
cuestionables pero, en todo caso, políticamente redituables.
Estos recursos consistieron, alternativamente, en sacar a luz alguna vinculación
personal, intelectual o corporativa en base a la cual argumentar lo especial de las rela-
ciones con cada país; en ponderar la comunidad de costumbres e intereses; o en declarar
solemne y emocionadamente el haber comprobado “allí” más que en ningún otro lugar,
el más alto aprecio por España y por la obra de la Universidad de Oviedo; etc. Este ras-
go de estilo en el discurso diplomático de Altamira se acentuó a medida que, saliendo
triunfalmente de Argentina, los demás países comenzaron a “competir” por su agasajo y
el viaje comenzó a tomar, cada vez más, un relieve diplomático y político, además de
intelectual y universitario.
Esta nueva impronta supuso el ajuste paulatino de un discurso que, sin dejar de
ser austero, americanista y de pretensión universal fue tornándose cada vez más proclive

armonía superior sus divergencias: y de esta suerte podrá América y por medio de América la humanidad
entera, alcanzar las glorias y las grandezas de una civilización más amplia y más completa. Pero sólo la
harán posible la perduración y el vigor de la personalidad y el espíritu propio de una y otra raza: la ibérica
y la británica [...] ¡Felices y gloriosos tiempos los que esperan a Cuba si acierta a tomar en esa magna
obra la parte que le corresponde! Porque esta Isla, la más hermosa de cuantas besan los mares; las que
cantan por sus bellezas los poetas y admiran por su heroísmo los guerreros; la que fue durante un siglo,
desde que España perdió el continente, fascinación del pueblo español y preocupación del vecino pueblo
norteamericano; esta Isla, si acierta a conservar su personalidad y a mantener y vigorizar su espíritu, ha de
ser, por sus peculiares circunstancias, el ara bendita, en la cual, en el centro del Universo, se celebren las
nupcias de dos civilizaciones.” (Eliseo GIBERGA, Discurso pronunciado en la velada en honor de Rafael
Altamira ofrecida por la colonia española en el Teatro Nacional, La Habana, 25-II-1910, en: Rafael
ALTAMIRA, Mi viaje a América..., Op.cit., pp. 453-455).
527
Ibíd., pp. 449-451. Este argumento, hasta cierto punto válido para diferenciar el mensaje americanista
de los instrumentos inmediatos de la política exterior española o de los discursos abiertamente partidarios,
perdería pertinencia en el momento en que se pretendiera escindir la política de la actividad intelectual y,
aún más precisamente, el pensamiento y las orientaciones del Grupo de Oviedo, de cualquier corolario
político concreto en la propia Península. Deriva improcedente en la que caería alguno que otro hagiógrafo
de Altamira y el mismo Giberga, quizás embelesado escuchar sus propias palabras: “Por lo que hace a
España, ni formas de gobierno, ni contrastes de ideas políticas, ni conflictos sociales, ni contiendas loca-
les o de partidos, nada de esto preocupa a aquellos pensadores: ellos van a la misma base de toda obra
social, a la conciencia y a la voluntad; y al considerar las condiciones que impone a las sociedades huma-
nas la moderna civilización, por los conceptos que las rigen, por las direcciones que le trazan y por el
carácter que le dan, esfuérzanse en trabajar sobre el pensamiento y sobre la voluntad de España, para que
no quede rezagada en el incontrastable movimiento universal, fuera del cual, si no participase de él, pu-
diera ser arrollada por el avance de otros pueblos.” (Ibíd., pp. 451-452).

429
a la lisonja de los anfitriones de turno. Si bien es cierto que muchos americanos incenti-
vaban —haciendo gala de una curiosidad morbosa— las respuestas de ocasión, es indu-
dable que Altamira mostró pronto cierta propensión a una calculada adulación. Dicha
estrategia se mostraba rentable entre un público poco inclinado a ver en ella un desplie-
gue de tópicos cuyo referente era, la mayor parte de las veces, perfectamente intercam-
biable.
Pese a que en todos los países desplegara un verbo generoso en calificativos y
cantara loas a las empatías descubiertas y a las hondas amistades ganadas528, es percep-
tible en el discurso socio-diplomático de Altamira una una notable capacidad de ade-
cuación a la coyuntura concreta de cada país y a los intereses de sus interlocutores.
En Argentina, teniendo en cuenta el núcleo académico y la aplicación mayor-
mente universitaria de sus actividades, Altamira no dejó de resaltar la existencia de
fuertes vínculos entre la Universidad de Oviedo y la UNLP, y entre los intelectuales
argentinos y los renovadores españoles y de una absoluta coincidencia en lo que respec-
ta al “ideal” universitario:
“Ella ha nacido fundamentalmente, creo yo, del reconocimiento de un fondo común de ideal en-
tre la Universidad de La Plata y la ovetense. Cuando yo leía en España los escritos del Dr. Gon-
zález, que exponen vuestro concepto de la Universidad y de su amplia función educativa, me pa-
recía estar repasando los ensueños pedagógicos que durante muchos años han alimentado las
esperanzas y han guiado en la lucha a los que en mi país ansían que la enseñanza española sea
digna de esta época y de las altas necesidades antropológicas, intelectuales y morales de la patria.
Y así, cuando se esbozó el plan de mi viaje, yo pude pensar, por lo que se refiere a la Argentina,
por de pronto: Voy a vivir entre hermanos de ideal, cuya casa no me será extraña, porque en ella
oiré repetirse los ecos amables de las mismas voces que aquí suenan como clarines de nuestra
batalla educativa. Y así ha sido por lo que a mí toca; aumentando ese confortador prejuicio con
la observación de que ese mismo espíritu nuevo retoña en todo vuestro país y sacude, no sólo la
planta joven de la Universidad platense, sino también el tronco añoso de sus hermanas mayo-
res...”529

En Uruguay, descendiendo del vapor Viena, concedió un breve reportaje a un


periódico local en el que Altamira declaraba, sin ruborizarse, el presentimiento de la
perfecta y privilegiada empatía existente entre uruguayos y españoles, revelada al cate-
drático por la sola vista del litoral oriental... luego de tres meses de estar diagnosticán-
dola, casi cotidianamente, en Argentina:
“—Creo, —nos dijo el ilustre profesor— que aquí más que en ninguna parte, estaré en mi casa;
conozco la amabilidad y la benevolencia de ustedes, que tienen especial predilección por todo
cuanto sea español; se que ustedes son hombres de estudio y que no corren el riesgo de malo-
grarse intelectualmente, como sucede en las grandes urbes, donde las agitaciones de la vida pri-
van del tiempo necesario para cultivar el intelecto, que es la primera necesidad del hombre mo-
derno.” 530

528
Rafael ALTAMIRA, “Discurso pronunciado en ocasión de su despedida de la UNLP…”, en: ID., Mi
viaje a América..., Op.cit., p. 180.
529
Ibíd., pp. 162-163.
530
“Don Rafael Altamira. Llegó esta mañana a nuestro puerto. Sus primeras impresiones. Lo que el sabio
piensa de nosotros”, en: La Tribuna popular, Montevideo, 6-X-1909 (IESJJA/LA,s.c.,Recorte de prensa).

430
En una declaración no exenta de ciertas ironías —que difícilmente podían ser
captadas por quienes esperaban una simple reafirmación de sus cualidades colectivas—,
Altamira afirmaba ver España en el Uruguay:
“Al entrar en la ciudad, su impresión fue la de que se encontraba en España; su secretario, el
doctor Barredor, que le acompaña en sus viajes, le observó que pasaba un carro arrastrado por
mulas. —Ya estamos en España! Dijo Altamira sonriendo, mientras le brillaban sus claros ojos
como evocando recuerdos de la patria lejana. Luego observó que casi todos los apellidos que fi-
guraban al frente de las casas de comercio, cerrados todavía a esa hora, eran españoles, eran de
allá de la tierra que ha dado hijos ilustres como lo es el sabio asturiano.” 531

Sabido es que, desde que se encontraron ante la geografía americana en el siglo


XVI, los españoles no dejaron de imaginar en ella sorprendentes similitudes con el solar
originario, quedando en la toponimia del Nuevo Mundo suficiente testimonio de ello.
Lo curioso es que Altamira, siglos después, siguiera maravillándose de ver España en
cada postal que se le presentaba ante sus ojos, fuera urbana o rural, de tintes sociales o
costumbristas:
“Anoche estuvimos a saludarlo en su alojamiento del hotel Splendid, recibiéndonos con la fina
amabilidad que lo distingue y que hace que más le pertenezcamos. Nos dijo que la campaña de
Córdoba con sus inmensas extensiones verdes limitadas por las sierras, allá lejos y con su cielo
azul, le hicieron recordar a algunas provincias de su patria y creyó, por momentos, encontrarse
allí. Nos habló de su visita a Buenos Aires donde había encontrado un pueblo enteramente culto
y ávido de aprender, de las provincias que recorrió, encontrando por varias partes una naturaleza
exuberante y llena de riquezas” 532

La existencia de un mundo mediático no globalizado ocasionaba que este tipo de


evocaciones supuestamente emocionadas se superpusieran, unas con otras, sin demasia-
das consecuencias, esto a pesar de que las nuevas declaraciones enmendaran o restaran
credibilidad a las anteriores. Así, no debe extrañar que, luego de celebrar la modernidad
de una metrópolis como Buenos Aires, Altamira llamara la atención en la menos prós-
pera Montevideo, respecto de los peligros de la civilización moderna y del progreso de
las urbes.533.
Estos rasgos oportunistas de su discurso diplomático se reflejaron, también, en la
exaltación alternativa de ciertas figuras intelectuales contemporáneas o ya desaparecidas
de cada país —otorgándoles una dimensión universal y ejemplificadora— y en la pon-
deración de episodios que acercaban al propio viajero y a su universidad al pueblo ame-
ricano visitado. Así, si en Argentina no dudó en ponderar a San Martín, a Mitre y, entre

531
Ibídem.
532
“El profesor Altamira. Su llegada a Córdoba”, en: La Verdad, Córdoba, 19-X-1909 (IESJJA/LA, s.c.,
Recorte de prensa).
533
En el mismo vapor Viena, en declaraciones a otro periódico, Altamira decía: “... al salir de España me
hice la ilusión, común ilusión de todos los que visitan América por primera vez, de llevar por estas tierras,
una vida sosegada tranquila; poder realizar mi labor despaciosamente, como en la quietud de una aldea.
Pero me equivoqué. Desde el primer día me tomó la vorágine porteña, fui envuelto a ella; la gran ciudad y
sus amables y atenciosos ciudadanos me hicieron suyo, y yo, francamente, no tuve valor —porque sentía
un placer en que así fuera— para sustraerme a su poderosa atracción” (“El profesor Altamira en Montevi-
deo. Llegó hoy de Buenos Aires. Iterwiew como un redactor de La Razón, su vida en Argentina. Lo que
hará en Montevideo. Dará tres conferencias en la Universidad”, La Razón, Montevideo, 6-X-1909 —
IESJJA/LA, s.c., Recorte de prensa—).

431
los vivos, a Joaquín V. González; en Uruguay, no dudó en exaltar a Rodó534 y recordar
los lazos “privilegiados” que lo unían con la Universidad de la República por el solo
hecho de haberla representado en el III Centenario de la fundación de la Universidad de
Oviedo535.
En Chile, Altamira encontró otras líneas para crear estas simpatías, como las de
diagnosticar la saludable anomalía de la sociedad transandina consistente en la partici-
pación de muchas mujeres en los foros intelectuales y el gran interés demostrado por
“todo el pueblo” ante su mensaje fraternal536.
Ahora bien, la perspicacia diplomática de Altamira y su capacidad de observa-
ción del medio americano no sólo se invirtieron en idear redituables halagos, sino que
influyeron decisivamente en la organización efectiva de su agenda. Pese a su vocación
continentalista del mensaje ovetense, era obvio que existían expectativas diferenciales
respecto del impacto efectivo que tendrían sus propuestas en los diferentes países lati-
noamericanos. Estas expectativas, ciertos indicios recogidos por los contactos de Cane-
lla y sus propias percepciones en el terreno, hicieron que Altamira privilegiara ciertas
relaciones bilaterales en detrimento de otras. Así pues, la consideración diferencial de
los países latinoamericanos visitados, conllevó a una inevitable asimetría en la inversión
de tiempos y esfuerzos y, en algunos casos, a un fuerte desequilibrio entre sus activida-
des socio-diplomáticas y académicas.
El interés en Argentina, por ejemplo, era alentado por dos razones fundamenta-
les. Por un lado, por su influencia en los países de la región, la República del Plata cons-
tituía un punto de referencia insoslayable para cualquier política americanista, fuera del
signo que fuera. Por otro lado, la pujanza económica argentina permitía una política
cultural y educativa expansiva, en la que podía apreciarse el interés oficial por la ins-
trucción pública y el progreso de antiguas y nuevas Universidades. Ambas razones, y la
presencia de una poderosa comunidad española, hacían de la República Argentina una
caja de resonancia ideal para un mensaje de intercambio institucional.
Altamira era consciente de esta realidad y por ello, sus apelaciones a la Nación
Argentina, aun cuando teñidas por la verborrea diplomática de rigor, constituyeron una
inversión muy razonable, en tanto los proyectos ovetenses, tenían muchas más probabi-

534
“...nos habló de sus amigos de aquí. A ninguno conoce personalmente, pero a todos aprecia en lo que
valen: Rodó, Pérez Petit, Vigil... sobre todo Rodó! —Ustedes tienen en Rodó a un hombre de observación
sutil, pensador profundo y erudito, que maneja el castellano de una manera asombrosamente maravillosa.
Ariel es mi lectura predilecta. ¡Cuántas veces lo hemos leído y comentado con mis discípulos, a quienes
trato de compenetrar en el alma del escritor, que es actualmente el primero del habla castellana!” (“Don
Rafael Altamira, Llegó esta mañana a nuestro puerto. Sus primeras impresiones. Lo que el sabio piensa de
nosotros”, en: La Tribuna popular, Montevideo, 6-X-1909 —IESJJA/LA, s.c., Recorte de prensa—).
535
La representación de Altamira de la Universidad de la República en el III Centenario de la Universi-
dad de Oviedo, fue evocada por Altamira en sus alocuciones iniciales en Uruguay, tal como puede verse
en: IESJJA/LA, s.c., Notas originales manuscritas con membrete de R.M.S.P. “Avon” de Rafael Altamira,
octubre de 1909.
536
La deriva discursiva de Altamira en aquella circunstancia permite apreciar sus capacidades oratorias,
aunque desnuden también, la descarnada búsqueda de elementos capaces de crear identificaciones y pre-
disposiciones positivas en su auditorios. Ver: Rafael ALTAMIRA, “Discurso en el banquete de despedida
de la Universidad de Santiago”, en: ID., Mi viaje a América..., Op.cit., pp. 273-276.

432
lidades realizarse a orillas del Plata, que en otras regiones del continente. Fueron estas
condiciones objetivas las que animaron a Altamira a reclamar para España un lugar
bajo el sol en el prometedor amanecer de la Argentina537 y a realizar propuestas globales
en torno a la institucionalización de un intercambio cultural e intelectual maduro y equi-
librado entre ambas naciones:
“...hay muchos puntos de contacto entre nosotros, que ofrecen la seguridad de un programa con-
creto de relaciones intelectuales: desde el cambio de material de enseñanza y estudio para los
respectivos museos de Historia y Pedagogía..., a la fundación de centros o asociaciones interna-
cionales de investigación científica, como el reciente Instituto Ibero-Americano de Derecho
comparado... Sobre la base de una absoluta libertad científica, de una independencia que los haga
impenetrables a toda limitación del amplio espíritu moderno, centros de ese o análogo carácter
pueden ir juntando, en la esfera común y neutral de la investigación, a los hombres estudiosos de
habla castellana...” 538

No en vano el catedrático ovetense dedicó la mayor parte del tiempo que perma-
neció en América a la Argentina, invirtiéndolo más que en cualquier otro lugar, en acti-
vidades pedagógicas formales en casas de altos estudios. En efecto, si comparamos las
actividades desarrolladas en Argentina con las del resto de los países visitados, podre-
mos ver que fue aquí donde Altamira pudo poner a prueba su proyecto de intercambio.
Más allá de los agasajos que le tributaron las principales universidades latinoamerica-
nas, fueron la UNLP y la UBA las que le permitieron desempeñar funciones docentes
por períodos nada desdeñables, los cuales hubieran sido prolongados de buena gana si el
viajero no hubiera tenido que honrar otros compromisos y cubrir sus propias obligacio-
nes docentes en Oviedo.
Es notable la proporcionalidad inversa de actividad universitaria y de actividad
socio-diplomática que desarrolló el alicantino en Argentina, en comparación con el re-
sto de los países visitados. Dos cursos, un ciclo de conferencias y varias disertaciones
en seis facultades de cuatro universidades nacionales (La Plata, Buenos Aires, Córdoba
y Santa Fe), nos hablan de un tipo y densidad de actividades muy diferente de la que
Altamira pudo desarrollar en Montevideo, Santiago de Chile, Lima y La Habana; donde
su actividad pedagógica se limitó al dictado de conferencias libres de temas sumamente
variados en las universidades capitalinas tradicionales, sin llegar nunca a organizar cur-
sos o cursillos regulares, con programas, bibliografía y con exigencias promocionales
como en la UNLP o la UBA. Podría decirse que, la excepción parcial de esta regla fue
México, en donde Altamira logró estructurar, más o menos coherentemente, una serie
de conferencias alrededor de temas jurídicos en la Escuela Nacional de Jurisprudencia,

537
“...las principales naciones europeas y americanas redoblan hoy sus esfuerzos legítimos por intimar
con vosotros intelectualmente en la esfera universitaria. España no había hecho nada en este sentido. Cree
tener derecho a ello; más que derecho, tiene un deber a que le llaman, no sólo esa afinidad a que antes he
aludido, mas también la masa de españoles que aquí viven incorporados a vuestro esfuerzo. Quiere, pues,
contribuir, en la medida de sus posibilidades, a la formación del espíritu de esta hidalga nación argenti-
na.” (Rafael ALTAMIRA, Discurso pronunciado por Rafael Altamira en ocasión de su recepción en la
UNLP…, en: ID., Mi viaje a América..., Op.cit., p. 118-119).
538
Rafael ALTAMIRA, “Discurso pronunciado en ocasión de su despedida de la UNLP…”, en: ID., Mi
viaje a América..., Op.cit., pp. 171-172.

433
si no fuera porque, por entonces, ésta era un sucedáneo de una auténtica Facultad de
Derecho de una Universidad que, por otra parte, aún no existía.
En todo caso, es obvio que el mayor número de establecimientos profesionales,
pedagógicos y científicos visitados en estancias relativamente breves en Uruguay, Chi-
le, Perú, México y Cuba se correspondió no sólo con una merma en la consistencia de la
oferta académica de Altamira, sino también con una sensible diversificación de los foros
—muy heterogéneos en sus competencias y calidades— en que su disertación fue re-
querida.
Podría decirse, incluso, que fuera de Argentina el equilibrio entre la faz universi-
tario-intelectual y la faz diplomático-cultural del viaje del delegado ovetense, se desba-
lanceó claramente en favor del segundo término, pasando a adquirir mayor relevancia
los eventos culturales, las fiestas, las veladas, las reuniones con políticos de alto nivel y
el discurso de ocasión, que la tarea estrictamente científica.
Esto es un indicio de la versatilidad del embajador ovetense, pero también es un
indicador de la demanda predominante en los diferentes ámbitos de recepción de ese
discurso. Por ello no es casual que la consecución de los objetivos de la Universidad de
Oviedo implicara el despliegue de estrategias diferentes pero, en definitiva, complemen-
tarias. Esta dualidad puede observarse con toda claridad si comparamos, nuevamente, el
desempeño de Altamira en ambos extremos de su periplo. Mientras que en Argentina la
línea de acción de Altamira se estructuró, como veíamos, en torno del desempeño do-
cente y apuntó a la construcción de lazos personales e institucionales alrededor de in-
quietudes historiográficas y jurídicas compartidas; en Cuba la estrategia predominante
estuvo condicionada, quizás más que en ningún otro lugar, por los imperativos políticos
y diplomáticos que rodeaban, por estrechas que fueran, las relaciones culturales hispa-
no-cubanas539.

539
Este condicionante repercutió inevitablemente en el comportamiento público del delegado ovetense,
mucho más atento a prodigar gestos amistosos un tanto demagógicos, pero emotivamente efectivos. Dos
episodios muy concretos pueden ilustrar esta conducta. El primero, sucedido en el almuerzo que le orga-
nizaron los estudiantes de la UNLH, es el acto de desagravio a los alumnos universitarios fusilados por
las tropas coloniales españolas durante la guerra de independencia: “Al profesor español tocaba hacer
patente el deseo sincerísimo que sus compatriotas abrigaban de que el recuerdo aludido desapareciese en
todo lo que tiene de punzante, ahogado en un abrazo de olvido y de reparación. Así lo ejecuté al final del
almuerzo que he indicado, pidiendo a los estudiantes habaneros que me entregasen las flores todas que
adornaban la mesa para ir a depositarlas, en nombre de los estudiantes ovetenses, en el trozo de muralla
que se conserva para conmemoración del fusilamiento. Acompañado de todos los que asistieron al ban-
quete, realicé este acto, descubierta la cabeza en señal de respeto y pronunciando algunas palabras que
consagraban su intención de paz.” (Rafael ALTAMIRA, Informe sobre los trabajos realizados en la Repú-
blica de Cuba, Oviedo, 1-VII- 1910, en: ID., Mi viaje a América..., Op.cit., pp. 406-407). El segundo,
aconteció en el inicio de una conferencia, cuando Altamira honrará públicamente los símbolos de la sobe-
ranía cubana: “Perdonen por esta vez las damas que no sea a ellas a quienes primeramente me dirija,
porque ellas son ante todo ciudadanas de un Estado, y comprenderán bien que honrándonos con su pre-
sencia, el jefe del Estado cubano, él es antes que nadie; y yo quiero hacer aquí público testimonio y repe-
tición de aquel respetuoso homenaje que tuve el honor de poner a sus plantas en nombre de la Universi-
dad de Oviedo, y, a la vez, de mi reconocimiento personal, y quiero saludar en él igualmente al símbolo
de la bandera y de la República cubana, por cuya prosperidad e independencia eternas hago fervientes
votos.” (Rafael ALTAMIRA, Discurso pronunciado por Rafael Altamira en la recepción de la colonia espa-
ñola —La Habana, II/III-1910—,en: ID., Mi viaje a América..., Op.cit., pp. 436-437).

434
2.2.- Los interlocutores de Altamira
La misión de Altamira en América tuvo diferentes facetas y es susceptible de ser
analizada desde varias perspectivas: la de la crónica de sus hitos; la de la práctica do-
cente del alicantino; la de los contenidos teóricos, metodológicos y pedagógicos de su
discurso; la de las propuestas de relación académica que portaba; o la de las relaciones
sociales que prohijó.
Explorar el viaje americanista desde esta última perspectiva es necesario en tanto
uno de los objetivos de Altamira era, precisamente, el de sensibilizar a los auditorios
latinoamericanos, atrayéndolos hacia un proyecto que, como el ovetense, hablaba de la
(re)constitución de unos vínculos preferenciales entre España y los países latinoameri-
canos, en el terreno cultural, intelectual y diplomático.

2.2.1.- Las elites argentinas y americanas


Cualquiera sea la perspectiva con que se evalúe la empresa ovetense y más allá
de la ambición ecuménica de su mensaje es innegable que Altamira definió como inter-
locutor privilegiado a las elites latinoamericanas540. Esta predisposición a entablar un
diálogo con las elites intelectuales y gobernantes no era antojadiza para alguien del per-
fil ideológico y profesional de Altamira. En efecto, desde el punto de vista ideológico,
como krauso-institucionista, el catedrático ovetense participaba de una estrategia elitista
que suponía que el “elemento pensante” estaba llamado a cumplir un rol fundamental en
el diseño y administración del necesario proceso de transformación social y política.
Como miembro de la elite universitaria española, del regeneracionismo noventa-
yochista y adherente de un patriotismo republicano, liberal y reformista, Altamira parti-
cipaba de una red cosmopolita de intelectuales progresistas, identificados con ideales
científico-positivistas a la vez que espiritualistas, sensibles hacia la cuestión obrera y a
los ideales de confraternización universal541.
Ahora bien, pese a que en las principales naciones americanas las elites intelec-
tuales, sociales y políticas constituían un grupo reducido de individuos con múltiples
actividades y roles públicos y privados superpuestos, transcurrida la primera década del
siglo XX, comenzaban a manifestarse ciertos síntomas de segmentación y especializa-
ción. En Argentina, Altamira se mostró atento a estos fenómenos, siendo capaz de ex-
plotar las posibilidades que le brindaba la socialidad estrecha de los cenáculos patricios,
sin dejar de adaptar su discurso al despuntar de esta complejización del escenario socio-
profesional, cultural y político.
Esta adaptación era, sin duda, una necesidad devenida del complejo ámbito de
recepción del discurso americanista ovetense, pero no por ello, ajena a la propia com-

540
Sobre la genealogía del concepto de elite y para una reflexión teórica acerca del rol de las elites euro-
peas y latinoamericanas puede consultarse: Tom BOTTOMORE, Elites y sociedad, Madrid, Talasa, 1993.
541
La base para la conformación de esta red se forjó históricamente en el contexto de un conflictivo pro-
ceso de emergencia de los intelectuales europeos como actores sociales y políticos que bien periodiza y
desmenuza el análisis comparativo de Christophe CHARLE, Los intelectuales en el siglo XIX. Precursores
del pensamiento moderno, Madrid, Siglo XXI, 2000.

435
plejidad de su contenido. En efecto, pese a su transparencia y unidad, el discurso de
Altamira poseía varias facetas que, de no ser convenientemente deslindadas, podían
complicar la recepción de su mensaje panhispanista. Esto, sumado a la compleja índole
de su misión —entre universitaria y diplomática— y sus múltiples propósitos —a la
vez, académicos y políticos, científicos y pedagógicos, ovetenses y españoles— hizo
que Altamira debiera ajustar su estrategia en relación con los diferentes ámbitos y cir-
cunstancias en los que le tocó actuar.
En este sentido, Altamira mostró la versatilidad necesarias para administrar su
discurso, seduciendo a sus auditorios a través de sus dotes oratorias y de una inteligente
selección de contenidos. Altamira habló de historia y leyes en el marco formal de cursos
y ciclos de conferencias; habló de sus propuestas para establecer aquella red de solidari-
dades pahhispanista y liberal reformista ante diferentes instituciones de la sociedad civil
en eventos sociales para-académicos; habló de pedagogía ante los funcionarios, maes-
tros y profesores; y habló de los ideales extensivos, de la educación como instrumento
de ascenso social, de la confraternización de clases y de armonía social ante auditorios
predominantemente estudiantiles y obreros.
Esta prolija distribución de contenidos, y su capacidad para intercambiar sus
múltiples máscaras, nos habla de una capacidad de adecuación —que no tuvieron, por
ejemplo, Anatole France o Blasco Ibáñez— y que, a la postre, resultó muy útil para
prestigiar intelectualmente al propio Altamira y para valorizar la oferta de la Universi-
dad de Oviedo ante los ojos americanos. En efecto, la admirable adecuación de Altamira
a los diferentes escenarios en que lo situaba su misión, contribuyeron a que el profesor
ovetense no fuera visto por la elite como un vulgar mercader que sólo podía ofrecer un
producto intangible y de dudoso valor, conformado con palabras vacías y bellas inten-
ciones.
Claro que no se podía contentar a todo el mundo. El carácter dual de la misión
ovetense y la relevancia política que fue tomando este periplo a medida que pasaba el
tiempo, impuso al viajero determinadas obligaciones que, algunas veces desbordaron su
agenda, impidiéndole desplegar algunas actividades que hubieran resultado, si no más
provechosas, al menos si más ajustadas al espíritu “académico” del viaje542. Con todo,

542
Las opciones del profesor ovetense despertaron, en algún caso, la queja de sus anfitriones, tal como ha
quedado constancia documental. Las autoridades de la Asociación de Educación Nacional de Santiago de
Chile, por ejemplo, al tiempo que remitían a Altamira una colección completa de su publicación La Revis-
ta y de las conferencias impresas de la Extensión Universitaria de la institución, se lamentaban que sus
actividades sociales hubieran impedido una visita y un intercambio más provechoso entre dos experien-
cias similares: “Hemos sentido grandemente que los numerosos banquetes a que Ud. se ha visto obligado
a asistir nos hayan impedido mostrarle otros aspectos más elevados de nuestra hospitalidad i, entre estos,
el de nuestra Extensión Universitaria: creemos que habría sido para Ud. mui halagador imponerse de
cómo trabajamos aquí en esta materia. Su conferencia sobre la Extensión Universitaria de la Universidad
de Oviedo, ha sido para nosotros una gran ayuda, pues ha levantado el valor de nuestra obra que tantos
puntos de contacto tiene con la Universidad amiga i hermana. A través de la distancia, el alma de la raza
ha producido dos obras que, sin duda alguna harán inclinar el cerebro, el corazón i la mano de nuestra
jente acomodada hacia la redención de esa masa anónima de nuestros hermanos, que constituyen la mayor
parte de ambas naciones i que es la que más necesita de nuestro amor i de nuestro trabajo.” (IESJJA/LA,
s.c., Carta original mecanografiada de la Asociación de Educación Nacional de Santiago de Chile, firma-
da por Carlos Fernández Peña (presidente) y P.Veas Laborde, a Rafael Altamira, Santiago de Chile, 6-XI-

436
Altamira logró armonizar con bastante fortuna, la faz estrictamente intelectual de su
empresa con aquella que debía discurrir en la calidez de suntuosos salones y amplios
comedores —espacios donde podía trabar relación más íntima con los miembros influ-
yentes de las elites locales y de la comunidad española— y, también, con aquella que
podía desplegar en los locales obreros o sociedades de educación popular llevando el
programa y la experiencia de la Extensión Universitaria ovetense.
Pese a que probablemente el viajero fuera el primer sorprendido por la progre-
sión del fenómeno que lo tenía como protagonista, parece haber estado preparado en
todo momento para hacer frente a este desborde. Por un lado, pudo multiplicar sus acti-
vidades públicas como conferencista gracias a que, además de su experiencia docente y
sus abundantes conocimientos, portaba materiales y textos para sostener sus alocuciones
y ajustarlas de acuerdo a las demanda específicas. Por otro lado, pudo prodigarse en el
frente académico, político y social gracias al apoyo técnico que le ofreciera su secretario
Alvarado y que Altamira empleara a fondo durante todo el periplo no sólo para apunta-
lar sus actividades, sino para gestionar la correspondencia y no dejar desairado a ningún
interlocutor que se le acercara. El pintoresco detalle de que Altamira llevara consigo
retratos fotográficos con el objeto de repartir entre sus admiradores o de suplir con su
estampa las inevitables deserciones a las que lo obligaban su atiborrada agenda, no deja
de revelarnos la vanidad del personaje y el talante publicitario con el que el viajero en-
caraba su misión americana543.
En todo caso, podría decirse que el catedrático ovetense demostró el equilibrio y
la flexibilidad necesarios para satisfacer las demandas de los diferentes sectores que, en
cada país, se sintieron atraídos por la idea de reconstituir los vínculos intelectuales con
España.
Pero, dicho esto, es necesario dejar claro que Altamira privilegió, en todo mo-
mento, su acercamiento a las elites sociales, intelectuales y políticas, en particular a
aquellos sectores que detentaban el poder. En Buenos Aires Altamira se convirtió en un
polo de atracción natural para casi todos los sectores políticos y sociales, los cuales des-
filaron ordenadamente por el Hotel Castilla para intercambiar ideas con el catedrático
ovetense o al menos felicitarlo por el éxito de su misión y declararle su admiración.

1909). Es interesante comprobar que Altamira incluyó esta carta entre los documentos reunidos en el
capítulo IV de Mi viaje a América... pero sustrayéndole el primer párrafo que aquí hemos citado y el cual
podía ser tomado como fundamento de una crítica ulterior a su desempeño durante el viaje. Ver: Rafael
ALTAMIRA, Mi viaje a América..., Op.cit., pp.. 283-284.
543
Particularmente demandada era la fotografía de Altamira en Uruguay. Ver: IESJJA s/c, Carta original
manuscrita —con membrete de la Legación Española— de Alfonso Danvila a Rafael Altamira, Montevi-
deo 7-XI-1909. Danvila agradece la foto autografiada que le enviara Altamira entes de irse: “Mi objeto,
además de saludarle, es darle un millón de gracias por las preciosa fotografía que tuvo la bondad de en-
viarme, avalada con su cariñoso autógrafo. Excuso decirle que figurará en mi galería y que cuando trabaje
en mi cuartito de estudio, cambiaré miradas en busca de aprobación del maestro...”. Ver también: IESJJA
s/c, Carta original manuscrita de Ignacio Arcos Pérez a Rafael Altamira, Montevideo, 4-XII-1909. Arcos
Pérez le transmite a Altamira el deseo de Gregorio Aznárez, industrial español que pronunció unos versos
de homenaje al viajero en la cena del Club Español de Montevideo, de contar con un retrato —
aparentemente prometido— de Altamira.

437
Las piezas que han sobrevivido del fragmentado epistolario de Altamira, nos re-
velan que el viajero mantuvo contactos de cortesía o de mayor implicación personal con
importantes personalidades del mundo intelectual y político argentino. Juan Agustín
García; Rómulo S. Naón; Ernesto y Vicente G. Quesada; Ricardo Rojas; Lucas Ayarra-
garay; Enrique Sagastume, secretario de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de
la UNLP; José M. Huergo (h); Rodolfo Moreno (h); Estanislao S. Zeballos y Alejandro
Rosa544; Juan B. Ambrosetti545; Enrique Nelson; José León Suárez546; el ex gobernador
de la Provincia de Buenos Aires y fundador de la ciudad de La Plata, Dardo Rocha547; el
fundador del Partido Socialista, Juan Bautista Justo548; Carlos Federico Melo549; el direc-
tor de la asociación de Escuelas e Institutos Evangélicos Argentino550; el director del
Museo y Biblioteca, Enseñanza con Proyección Luminosa, Luis María Jordán551; los
libreros Emilio B. Guichard (h) —de La Facultad—, Martín García —de La Hispano-
Americana y La Normal—, y A. Cabaut —de Librería del Colegio—; los periodistas
Tito L. Foppa —de La Razón— y Manuel M.Otamendi —de Última hora—.
Pese a su prodigalidad y a que Altamira se abstuvo de intervenir en cuestiones
internas, no por ello tuvo una actitud completamente prescindente o neutral. El delegado
ovetense supo abonar los vínculos ideológicos e idiosincráticos que unían al reformismo
español y argentino y a los valores comunes que inspiraban a los liberales más avanza-
dos de ambos lados del Atlántico. Esta opción pragmática por los sectores que detenta-
ban el poder le permitió tejer relaciones y “alianzas” que le permitirían constituirse en
un hombre de consulta en materia pedagógica y científica para la elite intelectual y polí-
tica, por entonces mayoritariamente reformista.

544
IESJJA/LA, s.c., Nota original manuscrita (1p., con membrete: Museo Mitre, Dirección) de Alejandro
Rosa a Rafael Altamira, Buenos Aires, 25-IX-1909; IESJJA/LA, s.c., Nota original manuscrita (2p., con
membrete: Museo Mitre, Dirección) de Alejandro Rosa a Rafael Altamira, Buenos Aires, 27-IX-1909.
545
IESJJA/LA, s.c., Nota original manuscrita (2p., con membrete del XVIIº Congreso Internacional de
los Americanistas “Congreso del Centenario”) de Juan B. Ambrosetti a Rafael Altamira, Bs.As., 25-IX-
1909.
546
IESJJA/LA, s.c., Carta original mecanografiada (1p.) de José León Suárez a Rafael Altamira, Buenos
Aires, 6-X-1909.
547
Altamira se interesó por la documentación concerniente a la fundación de la capital de la Provincia de
Buenos Aires, la cual le sería remitido por Rocha. Ver: IESJJA/LA, s.c., Carta original manuscrita (2 pp.,
con membrete: Dardo Rocha) de Dardo Rocha a Rafael Altamira, Buenos Aires, 2-X-1909.
548
IESJJA/LA, s.c., Nota original manuscrita (2pp., con membrete de Gran Hotel Castilla) de Juan Bau-
tista Justo a Rafael Altamira, Buenos Aires, 9-IX-1909. Justo felicita a Altamira, acusa recibo de cierto
material y hace mención de su conferencia del 12-IX-1909 en la Universidad Popular Sociedad Luz, cuyo
secretario era el dirigente socialista Adolfo Dickman.
549
IESJJA/LA, s.c., Tarjeta personal de Carlos F. Melo con nota manuscrita dirigida a Rafael Altamira
fechada el 6-IX-1909.
550
IESJJA/LA, s.c., Carta original manuscrita (1p. con membrete: Escuelas e Institutos Evangélicos Ar-
gentinos) de William C. Morris a Rafael Altamira, Buenos Aires, 14-X-1909; IESJJA/LA, s.c., Carta
original manuscrita (2pp. con membrete: Escuelas e Institutos Evangélicos Argentinos) de William C.
Morris a Rafael Altamira, Buenos Aires, 4-X-1909. En esta segunda carta, Morris remitió a Altamira una
obra del historiador Clemente Ricci (1873-1946).
551
IESJJA/LA, s.c., Nota original manuscrita (1p. con membrete: Director de la Enseñanza con Proyec-
ción Luminosa. Museo y Biblioteca) de Luis Mª Jordan a Rafael Altamira, Bs.As., 30-VII-1909.

438
A través del profesor Antonio Dellepiane, uno de los hombres más cercanos a
los intereses culturales e historiográficos manifestados por el viajero552, Altamira tuvo
un acceso directo y privilegiado a la oficina del Ministro de Justicia e Instrucción Públi-
ca Rómulo S. Naón553. Semanas después de aquel encuentro, Naón solicitaba la inter-
mediación de Altamira para incorporar tres profesores españoles a las cátedras de Dere-
cho constitucional, Derecho internacional y Economía y Hacienda pública en la
Universidad de Santa Fe; le ofrecía la dirección y organización de un Instituto de Prepa-
ración Universitaria —análogo a los Colleges norteamericanos—; lo invitaba a inspec-
cionar la Penitenciaría Nacional554 y varios establecimientos en la Ciudad y Provincia de
Buenos Aires e interesaba al profesor alemán Wilhelm Keiper, Director del Instituto
Nacional del Profesorado de Buenos Aires, para incorporar a través del viajero “un buen
profesor de Filología castellana” a dicho establecimiento555.
Altamira honró esta confianza y auxilió en la medida de sus posibilidades al Mi-
nistro Naón, poniéndolo en contacto con el Rector Fermín Canella y con el Presidente
de la RACMP de Madrid, a los efectos de analizar la cobertura de las plazas menciona-

552
La identidad de intereses entre Dellepiane y Altamira alrededor de la metodología histórica, la filosofía
del derecho y el americanismo —que sin embargo no dieron lugar a una relación profesional o personal
acorde a estas coincidencias— puede detectarse con la sola revisión de su bibliografía: Causas del delito,
Buenos Aires, s/d ed., Buenos Aires, 1892; El método histórico en las ciencias jurídicas, Buenos Aires,
s/d ed., 1897; Filosofía del Derecho. Explicaciones dadas en la Facultad de Derecho, Buenos Aires, s/d
ed., 1903; Aprendizaje técnico del historiador americano. Memoria presentada al tercer Congreso cientí-
fico latinoamericano celebrado en Río de Janeiro del 6 al 16 de agosto de 1905, s/d ed., 1905; Cuestio-
nes de enseñanza superior, Buenos Aires, Coni, 1906; Nuevos rumbos de la crítica histórica. Discurso de
recepción en la Junta de Historia y Numismática Americana, 1908, s/d ed., 1908; La Universidad y la
vida, Buenos Aires, Coni, 1910; Estudios de filosofía jurídica y social, Buenos Aires, Abeledo Editor,
1910; Ensayo de una teoría general de la prueba. Lecciones dictadas en 1913, Edición de la Federación
Universitaria, adherida a la F.I.D.E. “Corda Fratres”, Centro de Estudiantes de Derecho; El panamerica-
nismo, concepto y programa, s/d ed., 1916; Nueva teoría general de la prueba, Buenos Aires, Editorial
Abeledo, 1939. Un cotejo de las publicaciones de Posada, Buylla, Altamira, con las de González, Bunge,
Dellepiane o García, puede resultar muy ilustrativo de la identidad de intereses intelectuales que los unía
y que, en alguna medida, preparó el terreno para su acercamiento e intercambio posterior.
553
En una carta personal el académico de la JHNA y profesor Antonio Dellepiane informaba a Altamira
de sus gestiones ante el Ministro Naón y le adelantaba las iniciativas que éste tomaría en lo inmediato
para asociarlo con algunas actividades académicas y en la futura gira por las provincias del Interior. Ver:
IESJJA/LA, s.c., Carta original manuscrita (2 pp. con membrete AD) de Antonio Dellepiane a Rafael
Altamira, Buenos Aires, 3-VII-1909.
554
Esta visita tendría un eco curioso meses más tarde, cuando el Sr. C. Koppé, el penado nº 288 del esta-
blecimiento, que había tenido ocasión de leerle un trabajo literario y cambiar algunas palabras con él, le
rogara su intercesión ante Rómulo S. Naón para obtener su libertad, en vísperas de que aquel abandonara
el ministerio de Instrucción Pública y Justicia (IESJJA/LA, s.c., Carta original manuscrita de C. Koppé a
Rafael Altamira, Buenos Aires, 24-VII-1910 —4 pp.—).
555
El diálogo entre Keiper y Altamira, además de ser testimoniada por este último en Mi viaje a América
ha quedado documentada por una breve carta de Keiper en la que se acusaba recibo de una epístola ante-
rior del viajero, se le pedía audiencia en nombre del profesor de historia del Instituto, Dr. H. Bork y se lo
invitaba al Instituto Nacional del Profesorado para conversar acerca de la preparación del profesorado
para las materias de Idioma nacional e Historia. IESJJA/LA, s.c., Carta original manuscrita (2pp.) de
Wilhelm Keiper a Rafael Altamira, Buenos Aires, 28-IX-1909. El interés del profesor H. Bork no pudo
ser satisfecho debido a dificultades de agenda, por lo que el propio Keiper tomó el papel de intermediario
transmitiéndole a Altamira dos interrogantes: “¿qué publicaciones de documentos históricos existen en
España respecto a la Historia Nacional?” y “¿qué otras obras de consulta de valor científico se han publi-
cado en los últimos años?” (IESJJA/LA, s.c., Carta original manuscrita [2 pp., con membrete: Instituto
Nacional del Profesorado Secundario] de Wilhelm Keiper a Rafael Altamira, Buenos Aires, 2-X-1909).

439
das y la constitución de una Academia Argentina de Ciencias Morales y Políticas análo-
ga a la española556.
Desde el punto de vista de aquellas realidades, parece lógico que Altamira invir-
tiera buena parte de sus esfuerzos sociales a discurrir a través del mundo de los intelec-
tuales, de los políticos y de los universitarios, intentando edificar puentes entre el las
elites progresistas españolas y argentinas y procurando prohijar lazos personales con
ciertos individuos particularmente influyentes, a la vez que afines a sus valores e inter-
eses ibero-americanistas. Esta elección no sólo debe entenderse por la lógica de la situa-
ción sino, también, como anticipábamos anteriormente, por la firme convicción que
desarrolló Altamira acerca de la responsabilidad decisiva que, en este tipo de iniciativas
de alta política, correspondía a la minoría intelectual y universitaria, único sector capaz
de orientar a la “masa social” tras el objetivo de modernización y el progreso.
Esta concepción, común entre los krauso-institucionistas, ya se hallaba presente
en 1898, cuando indicaba que la consecución del vasto programa regeneracionista espa-
ñol correspondía, en el contexto desolador de una nación atrasada y abúlica, a la mino-
ría intelectual y universitaria:
“La regeneración, si ha de venir (y yo creo firmemente en ella), ha de ser obra de una minoría
que impulse a la masa, la arrastre y la eduque. No nos dejemos ilusionar por la esperanza en lo
que vagamente suele llamarse pueblo, fondo social, etc. En un país donde hay cerca de doce mi-
llones de personas que carecen de toda instrucción, y en donde, como todos sabemos de expe-
riencia propia, hay que descontar en rigor más de la mitad de los restantes, por las deficiencias de
nuestra enseñanza primaria, única que alcanza la mayoría, ¿qué esfuerzos se pueden pedir razo-
nablemente a esa masa social, en pro de cuestiones que ni comprende, ni le interesan, ni puede
resolver por sí, aunque nada de esto proceda de culpa propia? No confiemos más que en lo que
pueda servir, en los elementos verdaderamente útiles, en la minoría que lee, estudia, piensa y se
da razón de los grandes problemas nacionales. Podrá contar ésta con la colaboración pasiva de
ciertas cualidades morales que posee la masa, y con un cierto instinto de salvación en ella mani-
fiesto... pero la impulsión, la organización, la ejecución de planes, la discreta aplicación de los
procedimientos, el cumplimiento concreto de los deberes, que pide cultura y una diferenciación
inteligente de órganos, eso, sólo los elementos citados pueden hacerlo, y de ahí la terrible res-
ponsabilidad que sobre ellos pesa.” 557

En esta visión del papel de los intelectuales, típica del liberalismo reformista, el
pueblo, representado en el paisano, el labrador castellano o el peyés catalán nunca podía
constituirse en el motor de una regeneración política y social, porque él mismo era re-
sultado del antiguo orden que debía trastocarse y, por eso, el objeto inmediato de cual-
quier política, necesariamente “exterior”, que asumiera la necesidad de cambiar la so-
ciedad española.

556
Altamira envió una carta a la RACMP el 27 de Julio de 1909 transmitiéndole los deseos del gobierno
argentino. El 24 de agosto, el Secretario Eduardo Sanz y Escartín —en ausencia del Presidente— remitió
al Ministro Naón los Estatutos, Reglamentos, una Relación histórica de su desarrollo y el Anuario en
vigencia, comprometiéndose además a enviarle aquellas publicaciones que fueran de su interés Ver: Co-
municación de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas al Excmo. Sr. Ministro de Justicia e
Instrucción pública de la República Argentina, 24 de agosto de 1909, reproducido en: Rafael ALTAMIRA,
Mi viaje a América..., Op.cit., pp. 94-95.
557
Rafael ALTAMIRA, Discurso leído en la solemne apertura del curso académico de 1898 a 1899…,
Op.cit., pp. 55-56.

440
Esta línea de pensamiento halló en la Argentina de principios de siglo un eco
comprensible entre aquellos sectores de la elite que apostaban fuertemente por una al-
ternativa política a la ortodoxia conservadora, entre quienes, como bien dice Eduardo
Zimmermann, se afirmaba la idea que los hombres de estudio debían encabezar una
necesaria regeneración moral de la sociedad y la política558.
Es con esta elite con la que se entenderá Altamira559 y con quien utilizará su re-
cientemente ganada influencia actuando como activo promotor de la instalación de pro-
fesores españoles y como publicista del modelo de institucionalización académica pe-
ninsular.
Si repasamos las notas biográficas ofrecidas en el primer capítulo, podremos ob-
servar que la constelación de personalidades argentinas que arropó al delegado ovetense
en sus actividades sociales, académicas y diplomáticas, poseía ciertos rasgos de identi-
dad relacionados con: a) su sólida implantación en la elite socio-cultural y económica
dominante; b) su participación o proximidad respecto de un proyecto liberal-reformista
que pretendía profundizar el progreso argentino y la modernización social inaugurada
en los años ’80 a través de la apertura del régimen y la ampliación de su base social; y
c) su avance progresivo en el terreno político-institucional en detrimento de los sectores
más ortodoxos o conservadores.
José Luis Romero, mucho antes de que la historiografía argentina se percatara de
la importancia de estos personajes, ofreció una primera mirada que rescataba a los re-
formistas del régimen conservador por su tardía redención democrática. Romero, asu-
miendo la defensa de un esquema rígido que reformulaba en términos progresistas las
antinomias generadas por el nacionalismo, bendecía la evolución ideológica de ciertos
individuos excepcionales de una “oligarquía” antidemocrática, como Carlos Pellegrini
y, especialmente, Joaquín V. González
“Pellegrini había sido uno de los más genuinos representantes de la política liberal y antidemo-
crática, y sus manifestaciones acerca de los anhelos de libertad electoral que demostraba ya al-
gún sector de la masa acusaban cierto impúdico desprecio por los principios de la democracia;
más las vicisitudes políticas hicieron mella en su espíritu magnánimo y sus convicciones comen-
zaron a modificarse. De acuerdo con Roca, y sobre todo, con su ministro Joaquín V. González,
defendió una importante modificación en el sistema electoral que establecía el voto uninomi-
nal… Y tras su viaje a Europa, volvió al país manteniendo con enérgica convicción la necesidad
de moralizar la vida política… También Joaquín V. González pertenecía a la oligarquía y tam-
bién fue a su tiempo celoso defensor de sus intereses, que consideraba consustanciados con los
del país; pero era un espíritu superior y poseía la virtud de la serenidad. Frente a los problemas
sociales que comenzaron a desencadenarse a principios de siglo, su primera reacción fue seme-

558
Eduardo ZIMMERMANN, “Algunas consideraciones sobre la influencia intelectual española en la Ar-
gentina de comienzos de siglo”, en: José Luis MOLINUEVO (Coord.), Ortega y la Argentina, Buenos Ai-
res, FCE, 1997, p. 63.
559
Según Zimmermann, esta corriente liberal reformista que se extendía “por distintos agrupamientos
políticos tanto del oficialismo como de la oposición y que convive, además, con otras vertientes reformis-
tas de distinta raigambre ideológica, como la socialista, o la católica” se introducía en el debate sobre la
“cuestión social” planteando una tercera vía equidistante del “individualismo” y del “colectivismo”, basa-
da en unos principios filosóficos y científicos que pretendía redefinir las relaciones entre el Estado y la
sociedad con el objeto de resolver el conflicto social (Eduardo ZIMMERMANN, “La proyección de los
viajes de Adolfo Posada y Rafael Altamira en el reformismo liberal argentino”, en: Jorge URÍA ed., Insti-
tucionismo y reforma social en España: el grupo de Oviedo, Op.cit., p. 67).

441
jante a la de otros hombres de su clase; pero muy pronto comenzó a descubrir los móviles secre-
tos de la agitación que se advertía en las masas y empezó a aconsejar prudencia a sus pares. El
mismo, como ministro del general Roca, acometió la preparación de un código del trabajo […]
Así volvía a florecer en el seno de la oligarquía el pensamiento liberal, generoso y humano, satu-
rado de comprensión democrática. Y esta tendencia se hizo carne en muchos hombres de sólida
tesitura moral, para quienes comenzó a ser insostenible el divorcio entre el progreso y la demo-
cracia.”560

Este tipo de consideraciones, eminentemente morales —típicas de una historio-


grafía encorsetada por un sentido común antiliberal—, salvaba de la condena a ciertos
individuos a costa de rodearlos de un halo de ingenuidad quijotesca o de una romántica
propensión al suicidio político. Romero se mostró, pues, incapaz de analizar el pensa-
miento y el comportamiento de los liberales reformistas dentro del universo ideológico
de su propia tradición; del mismo modo que establecía que el régimen liberal-
oligárquico no tenía posibilidades reales de reforma. En este sentido, actitudes sabias y
enaltecedoras como las de Pellegrini o González, fueron consideradas ora como casos
no representativos, ora como síntomas del debilitamiento de la “consciencia de clase”
oligárquica, de una pérdida de su ímpetu, de la descomposición del régimen, de la aper-
tura de una “brecha en la estructura ideológica que lo sustentaba”561.
Cinco décadas después de las influyentes reflexiones de Romero, Darío Rol-
562
dán y Eduardo Zimmermann aportaban otra visión de los reformistas de la elite y del
propio González, uno de los personajes decisivos y aglutinantes de la reforma, tanto en
la esfera “social” como “política”, “pedagógica” e “intelectual”. Desde este punto de
vista, Joaquín V. González sería, quizás, quien mejor había encarnado la síntesis del
hombre político y del intelectual universitario, que definía el arquetipo del liberal re-
formista argentino:
“Joaquín V. González, ministro del interior durante la segunda presidencia de Julio Roca, ejem-
plificó tal vez más que nadie la vinculación entre el mundo universitario y la reforma social. Su
proyecto de código laboral de 1904 se convirtió en un punto de referencia inevitable en todo de-
bate sobre la cuestión social. González era un decidido partidario de la nueva concepción social
del liberalismo de fin de siglo. Sus modelos eran muchos pero frecuentemente destacaban como
ejemplos las reformas sociales desarrolladas en Australia y Nueva Zelanda, o el programa de le-
gislación social de Canalejas, un ministro español liberal y netamente socialista, y las políticas
de Theodore Roosevelt en los Estados Unido […] González exhibió una constante preocupación
por elevar el debate al más alto nivel, introduciendo permanentemente referencias a los últimos
desarrollos en las ciencias y políticas sociales del mundo occidental. Sus preocupaciones y es-
fuerzos encontraron una satisfactoria vía de expresión en la creación de la Universidad Nacional
de La Plata en 1905, de la cual fue el primer presidente. Algunos de los más activos participantes
en estos debates, como José Nicolás Matienzo, Ernesto Quesada, o el socialista Enrique del Valle
Ibarlucea, enseñaron en la Universidad, que se convirtió en uno de los centros del reformismo.
Prestigiosos académicos europeos pasaron por La Plata invitados a dar cursos: Guglielmo Ferre-

560
José Luis ROMERO, Las ideas políticas en Argentina, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica,
1975, pp. 202-203.
561
Ibíd., p. 203.
562
Darío ROLDÁN, Joaquín V. González, a propósito del pensamiento político-liberal (1880-1920), Bue-
nos Aires, CEAL, Biblioteca Política Argentina nº 408, 1993.

442
ro, el historiador italiano, y Enrico Ferri, líder de la escuela positivista de criminología, visitaron
la Universidad y recibieron sus doctorados honoris causa en 1907 y 1908 respectivamente.” 563

En base a este sucinto perfil podemos comprender muy bien por qué González,
Altamira y Posada pudieron entenderse. Sin embargo, pese a lo natural de esta vincula-
ción, desde la óptica historiográfica rioplatense, la relación que Altamira entabló con los
sectores renovadores de la elite gobernante argentina no dejó de resultar desconcertante.
Arturo Andrés Roig, por ejemplo, contemplando la implantación del krausismo en Ar-
gentina, manifestaba su asombro ante la indiferencia mostrada por Altamira y Posada
respecto del supuesto núcleo duro del krausismo rioplatense y del reformismo impulsa-
do por la UCR564. Como bien ha dicho al respecto Ignacio García:
“Lo que no puede conseguir Roig es explicar cómo encaja la huella institucionista en el marco
que previamente ha dibujado sobre el krausismo en Argentina. No puede encontrar puntos de co-
incidencia entre estos visitantes y los protagonistas de su libro. El propio Roig se echa las manos
a la cabeza cuando ve que Altamira y Posada vienen a Argentina y en lugar de visitar a Vergara
o Yrigoyen —que representarían en Argentina posiciones reformistas análogas a lo que el insti-
tucionismo defendía en España—, se «confunden» y visitan a un hombre tan del régimen como
Joaquín V. González.”565

Como hemos dicho, los principales protagonistas españoles y argentinos de la


empresa americanista ovetense participaban de unas redes sociales que se estructuraban
alrededor de experiencias y pensamientos comunes o solidarios. Estas comunidades
cosmopolitas se habían gestado e interrelacionado apoyándose en el elitista ámbito uni-
versitario finisecular, en el ejercicio de las profesiones liberales, en los estrechos corre-
dores diplomáticos, en la amarga prueba del exilio, en los prolegómenos de los tratos
comerciales o en el mundo de una política facciosa de notables enmarcada en el libera-
lismo oligárquico del fines del siglo XIX.
Estas redes se hallaban cohesionadas por un ideario liberal, republicano, refor-
mista, hispano-americanista, espiritualista o positivista, pero no funcionaban como clu-
bes, logias ni partidos en tanto no se desarrollaban de acuerdo con una lógica “contrac-
tual”, según la cual unos individuos adherían a una serie de principios, normas y a un
programa de acción clara y previamente explicitados. Por el contrario, estas redes eran
el resultado del desenvolvimiento social —flexible y ecléctico— de individuos y grupos
en sus diferentes contextos, locales, regionales, nacionales o internacionales. En estas
redes confluían y se relacionaban individuos de diferentes trayectorias atraídos y vincu-
lados por unas experiencias vitales, profesionales o políticas similares o complementa-
rias, que propiciaban su entendimiento y asociación.
En este sentido, resulta más razonable pensar que el desarrollo de estas redes y
las vinculaciones entre sus participantes estaban regidos por la lógica difusa que gobier-

563
Eduardo ZIMMERMANN, “La proyección de los viajes de Adolfo Posada y Rafael Altamira en el refor-
mismo liberal argentino”, en: Jorge URÍA (coord..), Institucionismo y reforma social en España, Op.cit.,
pp. 74-75.
564
Arturo Andrés ROIG, Los krausistas argentinos, Puebla, Cajica, 1969.
565
Ignacio GARCÍA, “El institucionismo en los krausistas argentinos” [en línea], en: Hugo E. BIAGINI
(comp.), Arturo Ardao y Arturo Andrés Roig. Filósofos de la autenticidad…, Op.cit., [Consultado: 13-
VII-2002].

443
na las relaciones interpersonales, antes que por una lógica que regula la atracción mutua
y el diálogo de las ideas puras.
Rafael Altamira, Antonio Atienza y Medrano, Rafael Calzada, Joaquín V. Gon-
zález, Rómulo S. Naón, Roque Sáenz Peña, Fermín Canella, Justo Sierra, Telesforo
García, Matías León, Matías Alonso Criado, el profesor Dihigo, Adolfo Posada, Adolfo
Buylla y muchos de los personajes aquí mentados eran criaturas de este ramificado y
escasamente poblado mundo reticular. Criaturas que se relacionaron entre sí no por el
influjo de un irresistible magnetismo ideológico, sino por su situación social y su posi-
ción institucional, por su vocación ecuménica y humanista, por su capacidad de diálogo
y por su voluntad de impulsar proyectos socio-culturales y políticos de forma conjunta.
La existencia y funcionamiento de estas redes acercaron objetivamente a Altami-
ra y sus círculos, y a la elite gobernante argentina, pese a que unos y otros no ocuparan
el mismo lugar en el contexto social-político —siendo dominantes en el americano y
marginales en el peninsular—, ni poseyeran una relación equivalente con el poder —
siendo oficialistas en el Nuevo Mundo mientras que opositoras en España—.
Teniendo en cuenta esto, la órbita de Altamira no podría haberse apartado dema-
siado del centro de gravedad de un liberalismo, entre ortodoxo y reformista, firmemente
instalado en el poder en las repúblicas latinoamericanas. Esto, pese a que existieran a
priori, otros sectores que, como la UCR en Argentina, pudieran haber reclamado su
atención y su solidaridad. Suponer que Altamira y Posada, debieron de haber dado la
espalda a Naón, Sáenz Peña, Rocha, Zeballos o Joaquín V. González para acercarse a
Hipólito Irigoyen, no parece demasiado razonable y no sólo porque sus referentes loca-
les hicieran buenas migas con los primeros.
Zimmermann, además de señalar las condiciones de posibilidad para el entendi-
miento entre los reformistas de ambos lados del Atlántico, llamó la atención sobre las
acciones positivas de González tendientes a desarrollar estos vínculos. Así, desde la
presidencia de la UNLP su intervención habría sido decisiva para el establecimiento de
relaciones intelectuales entre Argentina y esa minoritaria España moderna y progresiva.
En este sentido, el viaje americanista de Rafael Altamira habría sido un primer paso
concreto que permitió relacionar a los intelectuales argentinos con la Universidad de
Oviedo “un importante foco de la reforma social en España”.
De esta forma, la adhesión de González al proyecto ovetense de “establecer un
programa de vínculos culturales con Hispanoamérica” el cual “reforzaría la causa del
hispanismo y la renovación de la influencia espiritual de España en América”, termina-
ría por traer a Adolfo González Posada, uno de los más importantes ideólogos del re-
formismo social español, a la Argentina en 1910, abriendo así una perspectiva de fluida
comunicación entre ambos sectores en torno a las cuestiones jurídico-políticas566.

566
“Posada, que enseñó derecho en Oviedo y sociología en la Universidad de Madrid, tuvo una importan-
te participación, junto a su colega, Adolfo Buylla, en los orígenes del Instituto de Reformas Sociales
(IRS), una suerte de departamento del trabajo español creado en el área del Ministerio del Interior en
1903. Su misión a la Argentina consistió en un curso de tres meses en la Universidad Nacional de La
Plata sobre política y gobierno, aunque sus actividades pronto se encarrilaron hacia el establecimiento de
nuevos contactos en el campo de la reforma social. Posada conocía de cerca el trabajo de González, Al-

444
En todo caso, estas visitas, la cooperación interuniversitaria que posibilitaron y
la revelación de un mundo ideológico moderno y reformista en España567, ocupado de
temas similares a los que inquietaban a los liberales argentinos, hicieron que se abriera
un horizonte de diálogo y colaboración tal, que “tanto Posada como Altamira quedaron
convencidos de que la reforma social era uno de los campos más promisorios para la
cooperación entre los dos países”568.
Pero las condiciones del entendimiento entre la elite reformista argentina y los
regeneracionistas españoles no sólo estaban en la “cuestión social” o en su voluntad
panhispánica, sino, también, en la cuestión política.
Salvo excepciones, los krauso-institucionistas españoles, tanto los residentes en
la Península como en América, eran republicanos, liberales reformistas y regeneracio-
nistas y, por lo tanto, políticamente moderados. En los términos de la política criolla,
podría decirse que estos krauso-institucionistas eran abiertamente “concurrencistas”. Su
participación electoral e, incluso, su incorporación a la estructura administrativa y polí-
tica en el régimen de la Restauración, no refrendaba un esquema electoral caudillista y
viciado por el fraude —al que aspiraban a abolir “desde dentro”—, sino, lo que es peor,
legitimaba un sistema monárquico consustanciado con la España que deseaban trans-
formar.
Teniendo en cuenta el grado de contradicción entre principios ideológicos y
praxis política que los krauso-institucionistas estaban dispuestos a asumir para lograr
sus objetivos de modernizar España, se comprende que los enfrentamiento políticos
existentes en la moderna y liberal Argentina fueran percibidos por ellos como tensiones
superficiales. Desde esta perspectiva, estas tensiones, verificadas entre matices de una
concepción republicana, liberal y progresista común, no justificaban la impugnación
global del sistema político y, menos aún, la adopción de estrategias abstencionistas e
insurreccionales —como la que propugnaba desde 1890, Hipólito Yrigoyen y la UCR—
contra una elite que estaba realizando en Argentina lo que ellos soñaban para España.
Ignacio García dignosticó, oportunamente, que las profundas diferencias entre el
krausismo español y el argentino, hicieron que los inmigrantes que, como Antonio

fredo Palacios, Augusto Bunge y Marco Avellaneda, presidente del DNT. El boletín del IRS seguía aten-
tamente el progreso de la reforma social en Hispanoamérica a través de la publicación periódica de repor-
tes y legislación sancionada. El proyecto González de 1904 fue detalladamente analizado y comentado
tanto por el boletín del IRS como en libros y artículos de Adolfo Buylla y Adolfo Posada. Posada descri-
bió a González como uno de los representantes más eminentes y decididos de la reforma social.” (Eduar-
do ZIMMERMANN, Los liberales reformistas. La cuestión social en la Argentina 1890-1916, Buenos Ai-
res, Editorial Sudamericana – Universidad de San Andrés, 1994, pp. 33-34).
567
Para un panorama del reformismo español y sus expresiones relacionadas con la Universidad de Ovie-
do y el krausismo pueden consultarse: Manuel SUÁREZ CORTINA, El gorro frigio. Liberalismo, democra-
cia y republicanismo en la Restauración, Madrid, Editorial Biblioteca Nueva y Sociedad Menéndez Pela-
yo, 2000; ID., “Reformismo laico y cuestión social” en la España de la Restauración”, en: Jorge URÍA
(coord..), Institucionismo y reforma social en España, Op.cit., pp. 38-65. Sobre Buylla: Juan A. CRESPO
CABORNERO, Democratización y reforma social en Adolfo A. Buylla. Economía, Derecho, Pedagogía,
Ética e Historia Social, Oviedo, Universidad de Oviedo, 1998.
568
Eduardo ZIMMERMANN, “Algunas consideraciones sobre la influencia intelectual española en la Ar-
gentina de comienzos de siglo” (1995), en: José Luis MOLINUEVO (coord.), Ortega y la Argentina,
Op.cit., p. 64.

445
Atienza y Medrano, transplantaron en el Río de la Plata el institucionismo, quedaran
asilados de la corriente krausista local. Confrontadas estas diferencias en un escenario
socio-político progresivo como el argentino, el krausopositivismo institucionista de
Atienza —influenciado decisivamente por la realidad española, aún en su percepción de
la realidad argentina—, sólo podía alejarse progresivamente de un krausismo rioplaten-
se estrictamente espiritualista, abocado a un reformismo radical y a una oposición in-
transigente a los sectores gobernantes569.
Este extrañamiento entre el krausopositivismo inmigrante y el krausismo local
tendría una importancia decisiva para García, en tanto considera que Atienza fue el refe-
rente de Altamira y Posada en su paso por Argentina y, por lo tanto, aquel que puede
explicar la connivencia de ambos con el poder oligárquico.
Lo cierto es que, más allá de los fundamentos ideológicos que podamos encon-
trar en el acercamiento de Altamira a la elite gobernante argentina, esta pauta social
“elitista” en la estrategia social del delegado ovetense se verificaría, también, en los
otros países visitados donde en krausopositivismo no había logrado consolidarse y, en
ocasiones, ni siquiera desembarcar. En efecto, la diferencia entre las coyunturas políti-
cas internas y las estructuras socio-económicas de los países latinoamericanos, hicieron
que, en no pocas ocasiones, los auditorios del delegado ovetense tuvieran más que ver

569
“Mientras que en la España de finales de siglo se percibe al krausismo como una herramienta para
romper el aislamiento y abrirse a Europa, en Argentina, abierta a lo último que se produce en el viejo
continente, se le ve más bien como un freno al avance de las nuevas corrientes positivistas. Mantienen
obvios puntos comunes con los españoles, por el patrimonio arhensista que comparten, pero ni en Argen-
tina ni en el resto de Latinoamérica los krausistas españoles encontraron grupos a los que homologuen
con su propia escuela: esto sólo lo harán con los belgas y los alemanes. Las analogías entre el krausismo
argentino descrito por Roig y el español son menores que sus diferencias, y es eso lo que justifica que no
hubiera diálogo entre Atienza y esos argentinos [...]. En España, Atienza era republicano, y opuesto al
cuasi-monopolio católico en la enseñanza, lo que le situaba en oposición a las políticas dominantes de la
Restauración. Su republicanismo era no obstante moderado y entrado el siglo, siguiendo a Salmerón, con
más puntos en contacto con la izquierda liberal —de los Segismundo Moret, Eugenio Montero Ríos y
tantos otros krausistas de primera hora— que con los exaltados de Lerroux. El institucionismo es esen-
cialmente reformista, dispuesto a aprovechar cualquier resquicio de libertad cuando los liberales están en
el poder para establecer, bajo su influencia pero como entidades publicas, organismos como el Museo
Pedagógico o la Junta para Ampliación de Estudios. Cuando atraviesa el Atlántico, Atienza se encuentra
con que en Argentina la enseñanza es laica, y relativamente independiente del Gobierno de turno, gracias
a la autonomía con que ejerce sus funciones el Consejo Nacional de Educación, y con que además cuenta
—en comparación con España— con cuantiosos recursos. Esto es lo que él quisiera para España: Atienza
defiende en Argentina la postura oficial. Puede simpatizar con la reforma de la práctica docente que pro-
mueve Vergara, pero no entiende a qué viene su oposición frontal al Consejo. Se colabora con él para que
cumpla mejor sus funciones —como hace también González—, no se le ataca. Se encuentra también con
que Argentina es ya una república. No exenta de problemas, en algunos casos «los derivados de la co-
rrupción electoral, de la «cuestión social»— muy similares a los de España. Pero su actitud es moderada,
reformista, la misma de González que pretende aliviarlos son sus proyectos de reforma electoral y de Ley
Nacional del Trabajo. No es una actitud de ruptura, de ataque frontal, como en Yrigoyen, que además
cuenta con un lenguaje y una forma de hacer política muy idiosincrásica y poco fácil de entender desde
fuera; con Yrigoyen se identificarán, sí acaso, en Argentina los lerrouxistas. El krausoinstitucionismo,
con su énfasis en la educación y con su menosprecio del electoralismo al uso, tiene ciertos tintes elitistas
que casarán muy bien con ciertas posiciones del liberalismo conservador argentino, y mal con el populis-
mo radical, como Roig ya notó. Con perfecta coherencia ideológica, pues, Atienza, que es anti-régimen
en España, se transforma en pro-régimen en Argentina.” (Ignacio GARCÍA, “El institucionismo en los
krausistas argentinos” [en línea], en: Hugo E. BIAGINI (comp.), Arturo Ardao y Arturo Andrés Roig. Filó-
sofos de la autenticidad [en línea]…”, Op.cit).

446
con un liberalismo tradicional de más tardía implantación —aún en pugna con elemen-
tos conservadores y retardatarios—, que con un “reformismo” que aún no hallaba dema-
siado sustrato “ortodoxo” en el que afirmarse y contra el cual confrontar.
Es por ello que, teniendo en cuenta este fenómeno, quizás sea más acertado ex-
plicar las pautas de vinculación de Altamira con la heterogénea elite americana, descar-
tando la tesis del puro alineamiento ideológico y atendiendo más al funcionamiento de
aquellas redes sociales cosmopolitas en las que los Altamira y Posada confluían —por
diversas razones entre las cuales estaban, sin duda, las ideológicas— con los González y
los Naón, pero también con los entornos “ortodoxos” de Julio A. Roca y Porfirio Díaz.
El estupor de la historiografía argentina ante la conducta de Altamira y los diri-
gentes republicanos españoles en el exilio sólo puede entenderse como el reflejo de sus
supuestos políticos —derivados de unas imágenes distorsionadas de la experiencia de-
cimonónica argentina— y por su empeño por explicar las conductas de grupos e indivi-
duos con arreglo a unos elevados principios ideológicos. Desde esta perspectiva la his-
toria política y la reconstrucción de las relaciones efectivas entre grupos e individuos ha
quedado subsumida, a menudo, en una historia “idealista” de las ideas, en la que estas
se relacionan lógicamente, determinando el comportamiento efectivo de los seres
humanos y convirtiéndose en el criterio moral para juzgar su conducta pública.
Apartándonos de esta perspectiva, se nos ocurre más acertado comprender la
conducta de Altamira apelando al influjo de las redes sociales, a las necesidades diplo-
máticas —que aconsejaban no entrometerse en los conflictos internos— y al pragma-
tismo de la delegación ovetense. El éxito final de la misión americanista dependía de la
capacidad de su protagonista para disolver antagonismos y para incidir en aquellos sec-
tores que, controlando los aparatos de Estado, podían poner en marcha un programa
panhispanista como el que se ofrecía desde Oviedo. Estos condicionantes y la brevedad
del tiempo disponible, hicieron que Altamira no pudiera y no quisiera profundizar su
mirada de la realidad política argentina ni, menos aún, explorar amistades inconvenien-
tes que pudieran distanciarlo de aquellos que lo habían acogido y se habían mostrado
interesados en su proyecto.

2.2.2.- Obreros, estudiantes y periodistas.


La opción prioritaria por la elite gobernante y las limitaciones que imponía la faz
diplomática de la misión, no sólo hizo que Altamira se alejara de los políticos de la
UCR, sino que condicionó su relación con los sectores obreros. En efecto, la conflicti-
vidad creciente en el mundo del trabajo y el avance de las actividades de anarquistas
españoles e italianos, hizo que el delegado ovetense extremara precauciones en su acer-
camiento a la clase obrera y sus organizaciones sindicales.
Altamira llegó al Río de la Plata en un momento de considerable tensión social,
cuando aún resonaban los ecos de los violentos episodios de la Semana Roja porteña de
mayo de 1909. En aquella ocasión, la Federación Obrera Local Bonaerense —adscripta
a la Federación Obrera Regional Argentina (FORA), de orientación anarquista— había
organizado un acto para festejar el 1 de mayo en la Plaza Lorea de Buenos Aires. La

447
multitudinaria manifestación de más de treinta mil obreros, fue reprimida por la policía
federal, con un trágico saldo de ocho muertos y cerca de un centenar de heridos, miles
de detenidos y clausura de locales sindicales. La FORA, la UGT —central socialista—
y otros gremios independientes declararon la huelga por tiempo indeterminado, a través
de un documento que equiparaba este hecho luctuoso a la “hecatombe de la Comuna de
París, con las horcas de Chicago, con las infamias de Montjuich”, exigiendo la libertad
de los detenidos y la reapertura de sus locales. Los incidentes se prolongaron hasta el 4
de mayo, cuando la multitud reunida para el entierro de los obreros caídos fue atacada
por la policía y se suscitó una batalla campal en una Buenos Aires paralizada por la vio-
lencia callejera.
Si bien el 8 de mayo el presidente provisional del Senado pactó con los huelguis-
tas la liberación de los presos y la rehabilitación de los centros sindicales, el clima de
violencia no se disipó fácilmente. El 14 de noviembre, el inmigrante anarquista ruso,
Simón Radowitzky arrojó una bomba en el coche del jefe de policía, Coronel Ramón L.
Falcón, asesinándolo a él y a su secretario, en venganza de los sucesos de mayo570. Este
acto abrió una nueva ola de represión policial y dio lugar a la deportación de cientos de
extranjeros —entre ellos decenas de españoles— de ideas radicales.
En este contexto crispado, Altamira abordó la problemática obrera, buscando
oportunas “mediaciones” que no comprometieran la suerte de la empresa americanista.
Esta estrategia hizo que las relaciones del viajero con el mundo obrero fueran delibera-
damente tangenciales y que su discurso obrerista no discurriera por los carriles políticos
y jurídicos que normalmente transitaban los intelectuales del Grupo de Oviedo, sino
exclusivamente por el pedagógico.
En este sentido Altamira habló de los obreros, de su educación y de su socializa-
ción, de la necesidad de reforma social, dictó conferencias en locales sindicales, pero no
entabló un auténtico diálogo con ellos o sus dirigentes. Este obrerismo sin obreros no
sólo debe explicarse por el deseo de Altamira de no “politizar” y menos aún radicalizar
su mensaje en una coyuntura problemática para Argentina; sino por el propio perfil del
alicantino, cuyas competencias en el área sociológica o en la del Derecho laboral no
eran las de Adolfo Posada o Adolfo Buylla; y por la propia demanda obrera, que inter-
pelaba al viajero como intelectual y docente, antes como autoridad doctrinaria.
Estos condicionantes hicieron que la problemática de la Extensión universitaria
fuera el vínculo natural que acercara a Altamira a los obreros en América. La experien-
cia extensiva ovetense fue, en efecto, uno de los principales y recurrentes temas de di-
sertación de Altamira cuando no lo ocuparon las cuestiones historiográficas o jurídicas

570
Para una reseña razonada de los sucesos de la Semana Roja pueden verse los siguientes trabajos: An-
tonio LÓPEZ, La FORA en el movimiento obrero, Tomo I, pp. 36-40, Buenos Aires, CEAL, 1987; Edgar-
do BILSKY, La FORA y el movimiento obrero 1900-1910, Tomo II, pp. 150-153, Buenos Aires, CEAL,
1985. Acerca de la odisea de Radowitzky —quien luego de su liberación en 1930 se enrolaría para com-
batir en la Guerra Civil española— y del atentado que costó la vida a Ramón L. Falcón, el publicista
Osvaldo Bayer, verdadero pionero e inductor del estudio historiográfico del anarquismo en Argentina,
escribió a fines de los ’60 en la revista Todo es Historia, un artículo titulado “Simón Radowitzky ¿Mártir
o asesino?”, recogido luego en: Osvaldo BAYER, Los anarquistas expropiadores, Simón Radowitzky y
otros ensayos, Buenos Aires, Editorial Galerna, 1975.

448
y fue, también, la doctrina en la cual se inscribieron varias de sus conferencias ofrecidas
en sedes sindicales o en recintos rentados por los sindicatos para la ocasión. Pero el
hecho de que el sujeto de esta actividad fuera el obrero no debería hacer pensar que su
promoción en América se apoyara exclusivamente en la clase trabajadora. El contenido
transversal de la Extensión y el potencial interés que mostraron por ella diferentes secto-
res profesionales, políticos y sociales, contribuyó a disolver cualquier atisbo de clasismo
en el espíritu de fraternidad social que inspiraba el mensaje ovetense.
Esta transversalidad permitió que el profesor ovetense promocionara los fines y
las estrategias extensionistas en los principales auditorios de la sociedad civil rioplaten-
se, tanto en sociedades docentes, como en asociaciones de la colectividad, en algunas
sedes sindicales y de agrupaciones estudiantiles.
La Extensión, tanto en su formulación teórica como en su realización práctica
ovetense fue objeto de análisis en la Asociación del Profesorado571. En esta conferencia,
Altamira cantó loas a la experiencia asturiana y pasó revista crítica de los diferentes
modelos extensionistas aplicados en España. En este sentido, afirmó que lo efímero de
la experiencia de la Universidad Popular de Valencia impulsada por Vicente Blasco
Ibáñez —según el modelo francés— se debería a su compromiso partidario; y que si la
de Barcelona se vino abajo había sido porque fue invadida por las pasiones políticas. La
debilidad del modelo de la Universidad Popular de Madrid y la Universidad Popular de
Mieres, no pasaba por su politización —ambas se basaban en el principio de la neutrali-
dad—, sino por no estar destinado exclusivamente a los obreros. Este rasgo y la asiste-
maticidad, limitaban la eficacia de las iniciativas del Ateneo de Madrid y de la exten-
sión de La Coruña.
El modelo ovetense, universitario, sistemático y obrerista, estaba inspirado en la
extensión universitaria inglesa, pero había logrado superarla por el abandono de cual-
quier “inspiración utilitaria y egoísta” que pudiera confundirla con una escuela profe-
sional de oficios. Como testimoniaba Altamira, cinco eran las actividades extensivas
que se desarrollaban en Oviedo: las conferencias semanales, generales y abiertas en la
Universidad; las conferencias pronunciados en los locales de los centros obreros —que
serían reemplazados por cursos con matrícula cerrada exclusivamente para obreros—;
las reuniones de lectura comentada, con trabajos en equipo; las veladas, dedicadas pre-

571
“Las conferencias del Sr. Altamira”, en: La Nación, Buenos Aires, 21-VII-1909 (IESJJA/LA, s.c.,
Recortes de prensa) y “El profesor Altamira en la Asociación nacional del Profesorado. La extensión
universitaria”, en: La Prensa, Buenos Aires, 21-VII-1909 (IESJJA/LA, s.c., Recortes de prensa). Esta
conferencia fue, según Altamira, el preámbulo de algunas actividades extensionistas que hubo de desarro-
llar en Argentina, tal como lo testimonió en su informe a la Universidad de Oviedo: “5. La Asociación del
Profesorado, en que figuran profesores de todos los grados de enseñanza y que tiene organizadas confe-
rencias públicas, solicitó de mi una, que versó sobre la Extensión universitaria. 6. Esta conferencia pro-
vocó, de parte de instituciones dedicadas a la cultura popular y de gremios obreros que la reciben, solici-
tación de otras conferencias de la misma índole, que di, en número de tres (una especialmente dedicada a
los niños), con el mismo carácter que tienen las nuestras de Extensión universitaria.” (Rafael ALTAMIRA,
“Primer informe elevado al señor Rector de la Universidad de Oviedo...”, en: ID., Mi viaje a América...,
Op.cit., p. 57). Esta conferencia tuvo repercusiones en España, tal como lo prueba el reporte que de ella
publicara un periódico obrero vasco (Luis GARCÍA, “República Argentina. Buenos Aires” en: La Lucha
de Clases, Bilbao, 21-VIII-1909 —IESJJA/LA, s.c., Recortes de prensa—).

449
ponderantemente a público femenino —con horarios de trabajo diferentes de los hom-
bres—; y las excursiones.
La filosofía y práctica de la Extensión fue tema de disertación en la “Universi-
dad Obrera” —la cual organizó una recepción el 9 de septiembre en el recinto principal
de la Sociedad Operai Italiani a la que asistieron estudiantes y obreros572—; en la Círcu-
lo Asturiano573 el 10 de septiembre; y en la Universidad Popular Sociedad Luz, dos días
más tarde574. En la Asociación Patriótica Estudiantil y en el Colegio Nacional del Oeste,
Altamira ofreció conferencias gratuitas y abiertas sobre los propósitos de la Extensión y
la experiencia de su Universidad al respecto destinadas, en su mayoría, a los trabajado-
res que asistieron, en algunos casos, por recomendación de su sindicato575.
Estas actividades le valieron el reconocimiento de instituciones consagradas a la
educación popular en el Río de la Plata, tales como el Colegio Nacional del Uruguay576,
la Escuela Nocturna del Centro de Sociedades Obreras de Buenos Aires577, la Universi-
dad Politécnica Popular —que lo nombró Presidente honorario578— o el Colegio Nacio-
nal del Oeste, cuyo Rector era Manuel Derqui, dirigente de la Asociación Nacional del
Profesorado.
La culminación de este reconocimiento se produciría en los últimos días de su
estancia en Buenos Aires, cuando Altamira fue invitado a participar en el Congreso de
Sociedades Populares de Educación, foro que convocó a sesenta y seis instituciones
educativas populares en la Escuela Presidente Roca de la ciudad de Buenos Aires579.
Especialmente valorado por los asistentes —entre quienes se encontraban mu-
chos de sus anfitriones habituales—, el viajero fue investido con una presidencia hono-
raria y se le encargó el discurso inicial del acto de clausura, celebrado el 15 de octubre.
En esa pieza oratoria, el profesor español argumentó la necesidad de articular los es-

572
“Noticias universitarias. Extensión Universitaria”, en: La Prensa, Buenos Aires, 10-IX-1909
(IESJJA/LA, s.c., Recorte de prensa).
573
“En honor del profesor Altamira”, en: La Prensa, Buenos Aires, 11-IX-1909 (IESJJA/LA, s.c., Recor-
te de prensa).
574
IESJJA/LA, s.c., Carta de Adolfo Dickmann a Rafael Altamira —con membrete de la Universidad
Popular Sociedad Luz—, Buenos Aires, 15-IX-1909.
575
Véase: Invitación a los obreros, Comité de Extensión Universitaria, en: El obrero gráfico (órgano de
la Federación gráfica bonaerense), Año III, número 37, 1° de octubre de 1909; reproducido en: Rafael
ALTAMIRA, Mi viaje a América..., Op.cit., pp. 91-92.
576
IESJJA/LA, s.c., Carta original manuscrita de Juan José Millán a Rafael Altamira, Concepción del
Uruguay (Argentina), 23-VII-1909. En esta carta, Millán expresaba que la “Extensión Universitaria del
Colegio Nacional del Uruguay” se congratulaba por la presencia del “célebre” catedrático “el primer
extensionista europeo que atraviesa el Océano Atlántico”.
577
Entre los papeles de Altamira se conserva la salutación de los obreros estudiantes del CSO. Ver:
IESJJA/LA, s.c., Carta original manuscrita del alumnado de la Escuela nocturna del Centro de Sociedades
Obreras de Buenos Aires a Rafael Altamira (4 pp.), Buenos Aires, 1-X-1909.
578
IESJJA/LA, s.c., Carta original manuscrita de Arturo Maimó con membrete de la Universidad
Politécnica Popular a Rafael Altamira, Buenos Aires, 12-X-1909.
579
IESJJA/LA, s.c., Invitación especial y pase válido para asistir al 1er Congreso de Sociedades Popula-
res de Educación, días 12, 13 y 14 de octubre de 1909 a nombre de D. Rafael Altamira.

450
fuerzos de la educación formal oficial y la popular580, recibiendo varias ovaciones y un
estruendoso “voto de aplauso y homenaje” que le tributaron de pié el pleno de los con-
gresales581.
Pese a esta apoteosis, las sesiones del Congreso tuvieron aristas incómodas para
el viajero. En efecto, el 13 de octubre, la adhesión al homenaje de la ANP a Altamira se
puso en entredicho cuando llegó la noticia de la ejecución del anarquista y educador
popular Francisco Ferrer (1859-1909) en Montjuich, acusado de instigar los episodios
sangrientos de la Semana Trágica de Barcelona582. Si bien Altamira, coherente con su
línea de prescindencia política, se abstuvo de opinar al respecto, hizo llegar sus conside-
raciones críticas a los políticos liberales —posiblemente a través de Fermín Canella—
relatando la situación embarazosa en que quedó su misión y la imagen de España ante
los educadores argentinos a raíz de esta incomprensible ejecución583.
Afortunadamente para el viajero, el fusilamiento no repercutió en la evaluación
de su mensaje ni en la credibilidad del extensionismo ovetense. De esta forma, Altamira
no tuvo problemas para trascender la reflexión teórica y de actividad propagandística,
desarrollando actividades extensivas propiamente dichas. Entre Julio y octubre, el viaje-
ro dictó una serie de conferencias de divulgación para público obrero —previamente
concertadas con las asociaciones de trabajadores— y otras, sin destinatario preciso, pen-
sadas para un público general o pequeño burgués con inquietudes intelectuales. La co-
misión directiva de la Asociación de Empleados de Comercio, le solicitó algunas confe-

580
“Primer Congreso Nacional de Educación Popular. La sesión de ayer. Proposiciones aprobadas y dis-
cursos de los señores Altamira, González y Montaña. Juicios y votos de aplauso”, en: La Argentina, Bue-
nos Aires, 16-X-1909 (IESJJA/LA, s.c., Recorte de prensa).
581
“Sociedades de Educación. El Primer Congreso. Clausura de las sesiones. Numerosa concurrencia”,
en: La Prensa, Buenos Aires, 17-X-1910 (IESJJA/LA, s.c., Recorte de prensa). Manuel Derqui, Rector
del Colegio Nacional del Oeste y dirigente de la Asociación Nacional del Profesorado, informó a Altami-
ra de las intenciones del Congreso de tributarle ese honor y un homenaje. Ver: IESJJA/LA, s.c., Carta
original manuscrita (2pp.) de Manuel Derqui a Rafael Altamira, Buenos Aires, 8-X-1909.
582
La breve discusión al respecto fue recogida por la prensa y en su reporte consta que Enrique del Valle
Ibarlucea propuso clausurar la jornada del congreso por el “asesinato legal” de Ferrer, a lo que Levene
contestó sugiriendo la realización de un homenaje silencioso en señal de duelo, la prosecución del orden
del día y la votación de un receso a hora prudencial para incorporarse al homenaje de la Asociación Na-
cional del Profesorado a Rafael Altamira. Finalmente ésta moción de Levene —luego de que terciara el
congresista dr. Blanco poniendo ciertos reparos sobre las ideas de Ferrer—, sería la que sería aprobada
por voto a mano alzada una vez que fracasara el intento de que se votara nominalmente sobre el asunto y
quedaran extremadas las diferencias respecto de la personalidad ejecutada. Ver: “Primer Congreso Nacio-
nal de Educación Popular. Pónese de pié en duelo por Ferrer. Aprueba entre otras proposiciones una co-
misión central de propaganda. Sesiones por la tarde y por la noche”, en: La Argentina, Buenos Aires, 14-
X-1909 (IESJJA/LA, s.c., Recorte de prensa). Ferrer era un personaje muy admirado en la comunidad
española instalada en el Plata, sobre todo por la izquierda de los influyentes sectores republicanos agru-
pados en la Asociación Patriótica Española.
583
Entre los papeles de Altamira ha sobrevivido una carta que le dirigiera el presidente del consejo de
Ministros en la que se puede leer: “Comprendo la tristeza que a Vd. habrá producido la repercusión que la
ejecución de Ferrer tuvo en esa República. No solo amenazaba destruir la obra civilizatoria y cultísima
que Vd [está] realizando, sino que, además, nos enajenaba en momentos tan críticos aquella simpatía de
los hermanos que tan necesaria nos es. Por fortuna la tempestad se ha disipado, por lo menos en Europa, y
se está haciendo una reacción saludable, no solo por la caída del Gabinete Maura y la entrada de una
situación liberal, sino por un análisis desapasionado y racional de lo que fue Ferrer y de sus anteceden-
tes.” (IESJJA/LA, s.c., Carta original mecanografiada —1 p. con membrete de El Presidente del Consejo
de Ministros— de Segismundo Moret y Pendregast a Rafael Altamira, Madrid, 16-XI-1909).

451
rencias, pero las obligaciones del viajero para con la UNLP y la UBA sólo le permitirí-
an pronunciar una584, que fuera ofrecida, como hemos dicho anteriormente, en los salo-
nes de Unione e Benevolenza, el 2 de septiembre y cuyo tema fuera, una vez más, el ya
transitado Peer Gynt de Ibsen y Grieg.
El interés de los pedagogos populares por la experiencia acumulada por Altamira
en este terreno y la relación desarrollada con una figura patricia como Derqui —al que
llegó a través de Joaquín V. González—, hizo que se invitara al profesor español a par-
ticipar de la planificación de las actividades extensivas del Colegio Nacional del Oeste y
se le nombrara Presidente del Comité organizador del año lectivo de 1910585.
En otros países sudamericanos, la Extensión no tuvo demasiada relevancia, salvo
en Lima, donde el viajero dejó testimonio del interés que pudo observar entre funciona-
rios, universitarios y estudiantes586.
En todo caso, tanto en Argentina como en Latinoamérica, la Extensión fue pro-
mocionada como un punto de intersección entre clases y sectores sociales y, como tal,
suscitó el interés de la elite y de las clases trabajadoras, además de movilizar a los estu-
diantes y a muchos docentes de todos los niveles de la enseñanza. Altamira ofreció
pues, un proyecto que permitía la confluencia constructiva de los sectores reformistas de
la burguesía y los sectores más moderados de la clase obrera, particularmente sensibles
a un discurso cientificista y pedagógico. Este encuentro virtual en el terreno de la “cien-
cia”, era presidido por la figura del docente que, como administrador neutral del saber,
asumía un rol de moderador simbólico de un prometedor diálogo interclasista.
Este tipo de convocatoria permitió al viajero pronunciar un discurso ecuménico,
sustentado en la exaltación de los valores universales de la educación y sumamente efi-
caz a la hora de elevar la figura del “maestro Altamira” por encima de los conflictos
sociales objetivos. Pero, al margen de la sinceridad reformista de Altamira y de su idea-

584
IESJJA/LA, s.c., Carta original mecanografiada (con membrete institucional) de la Asociación em-
pleados de Comercio a Rafael Altamira, Buenos Aires, 5-VIII-1909. Dicha carta contiene una anotación
manuscrita de Altamira
585
“...a solicitud de la colonia asturiana, tomé parte en una velada que ésta organizó a beneficio de la
Extensión universitaria ovetense. El producto líquido obtenido en esta fiesta por los organizadores de ella,
sé que ha sido ya remitido a V.E. Excuso decir que mi cooperación fue absolutamente gratuita, como lo
fueron las demás conferencias.” (Rafael ALTAMIRA, Comunicación sobre los trabajos de Extensión uni-
versitaria en el Colegio Nacional Oeste, Bs, As,, 23-VII-1909, en: ID., Mi viaje a América..., Op.cit., p.
89-90).
586
“La Extensión Universitaria contaba en el Perú con partidarios entusiastas. Meses antes de mi llegada,
en el discurso de apertura de la Universidad de Lima (12 abril de 1909), el joven catedrático de la Facul-
tad de Filosofía y Letras, Dr. Luis Miró Quesada, expuso la idea de organizar prácticamente aquella Insti-
tución. Este y otros antecedentes movieron a solicitar de mí conferencia sobre nuestros trabajos de Exten-
sión, que, como ya referí, fue la primera de las universitarias. Calentado el entusiasmo de la juventud, con
el modesto pero fervoroso ejemplo de Oviedo, se condensó en la promesa y el firme propósito de estable-
cer en corto plazo aquellas enseñanzas según el patrón y el espíritu de las ovetenses; y así es de esperar
que se realice. Como acto de adhesión a la misma idea, se celebró en la noche del día 28 una magna reu-
nión de sociedades obreras (Asamblea de Sociedades Unidas), que visité con varios diputados y conceja-
les y en la cual se pronunciaron entusiastas discursos alusivos a la obra de educación popular de nuestra
Universidad. La falta de tiempo me impidió acceder a la invitación que, para dar una conferencia de Ex-
tensión universitaria, me hizo otro grupo de sociedades obreras (Trece amigos, Unión de obreros núm. 1 y
Unión Peruana), presidido por D. Rosendo A. Sánchez.” (Rafael ALTAMIRA, Informe sobre las gestiones
y trabajos realizados en la República Peruana, reproducido en: ID., Mi viaje a América...; Op.cit., p. 295).

452
rio institucionista, los temas extensionistas le sirvieron de coartada para conjurar los
peligros que podía acarrear a su misión un diálogo abierto con la una clase obrera con-
flictiva y cosmopolita.
Evidentemente, la agenda obrerista de Altamira fue infinitamente más pobre que
la que el viajero abrió para la elite, ya que no habilitó otros temas al margen de la Exte-
sión. Por lo demás y como hemos visto, la Extensión tampoco era un proyecto que invo-
lucrara exclusivamente a la clase trabajadora —un sujeto esencialmente pasivo en este
proceso educativo no formal—, sino que interpelaba directamente al Estado y a las cla-
ses dirigentes, desafiando su capacidad de integración social.
Quizás por esta razón, además del papel que pudieran jugar las prevenciones y el
perfil profesional de Altamira, la cuestión extensionista fue deslizándose hasta conver-
tirse en un canal de comunicación con los docentes y los sectores estudiantiles antes que
con los propios obreros. De esta forma, Altamira cerraba el círculo de su propuesta inte-
lectual sobre los sectores periféricos de la propia elite, convirtiéndose en el referente de
sus nuevas generaciones, particularmente sensibles a la “cuestión social” y partidarias
de la democratización efectiva de la república.
Altamira cultivó con sumo cuidado, tanto en Argentina como en el resto de
América, las relaciones con los estudiantes universitarios y sus asociaciones, que eran
las generaciones emergentes de la clase dominante. Si bien este rasgo de su estrategia
podría ser tildado de oportunista o populista, esta particular atención hacia la juventud
universitaria se hallaba plenamente justificada por el estilo y la orientación pedagógica
institucionista de Altamira.
En efecto, si algo caracterizaba los fundamentos su ideal pedagógico esto era su
perspectiva centrada en los alumnos, más aun cuando aquellos eran parte de una elite
social e intelectual que, llegado el momento, accedería al liderazgo de la sociedad.
Apostar por una comunicación fluida con la juventud universitaria argentina y america-
na era una apuesta a futuro, completamente coherente con una estrategia de largo plazo
que buscaba recomponer y desarrollar las relaciones intelectuales hispano-americanas,
cuya continuidad dependería de la generación que, por 1909, aún se estaba formando.
Por otra parte, Altamira halló en los estudiantes americanos un sector particu-
larmente receptivo al discurso liberal y reformista en lo político, sensible a las ideas de
intervención social en favor de las clases desposeídas y a las innovaciones doctrinarias
en el ámbito jurídico e historiográfico. El estudiantado argentino y americano de princi-
pios de siglo se mostró como un colectivo cada vez más activo, que intentaba organizar-
se sectorialmente y demandaba a los docentes, intelectuales y científicos, instrumentos
teórico-metodológicos, pedagógicos e ideológicos para comprender los cambios socio-
económicos, políticos, culturales y conducirlos hacia un nuevo tipo de equilibrio.
Altamira describió a los estudiantes platenses y porteños como a gentes “siempre
entusiastas de las ideas generosas y nobles”, que se plegaron de inmediato a la filosofía
de la Extensión, abriendo sus sedes sociales a las conferencias de Altamira y organizan-

453
do eventos e instituciones destinadas a instaurar este tipo de educación no formal en
Argentina587.
En el epistolario de Altamira, se han conservado notas y cartas de alumnos uni-
versitarios en que puede verse el afecto que despertó el viajero en el claustro estudian-
til588. Sin embargo, más que las palabras fueron los gestos los que mejor demostraron el
cariño que los estudiantes argentinos manifestaron por su fugaz profesor: la Asociación
Patriótica Estudiantil —patrocinada por en Consejo universitario de la UNLP— fundó
en La Plata una “Universidad Popular” a la imagen de la Extensión Universitaria ove-
tense que fue bautizada con el nombre de “Rafael Altamira” 589, al tiempo que sus discí-
pulos universitarios lanzaban la iniciativa, ya mencionada, de comprarle una casa en
Oviedo.
Por supuesto, estos gestos no agotaron los homenajes. El 21 de septiembre, la
Federación Universitaria de Buenos Aires, celebró en el Prince George’s Hall el primer
acto de conmemoración del Día del Estudiante, establecido por recomendación del Pri-
mer Congreso Internacional de Estudiantes Americanos, reunido en enero de 1908 en
Montevideo. En este acto, Rafael Altamira concurrió como invitado principal y confe-
renciante590, siendo cubierto de halagos por sus anfitriones que, en un exabrupto retóri-
co, llegaron a idealizar los rasgos de su propia estampa591.
El Centro de Estudiantes de Derecho de la UBA nombró a Altamira miembro
honorario de la institución592, deferencia que Altamira, siempre atento en sus gestos
hacia los estudiantes, retribuyó con una visita a la sede de la institución días más tarde.
Esta pauta se repitió puntualmente en el resto de los países visitados. En Uru-
guay, la Asociación de Estudiantes realizó un llamamiento público para tributar un
homenaje a sus méritos de “hombre de ciencia y de combate”593. Más tarde, Altamira
concurrió a la sede social para agradecer personalmente la propaganda efectuada por
esta institución a favor de la campaña americanista594.

587
Rafael ALTAMIRA, “Primer informe elevado al señor Rector de la Universidad de Oviedo...”, en: ID.,
Mi viaje a América..., Op.cit., pp. 60-61.
588
A modo de ejemplo, entre los papeles de Altamira se conserva una breve nota de Mariano Irisarri —el
alumno que le diera la bienvenida en nombre de los estudiantes platenses en la ceremonia de recepción en
la UNLP— antes de la partida del profesor ovetense. Ver: IESJJA/LA, s.c., Carta original manuscrita
(2pp., con membrete: Mariano Irisarri) de Mariano Irisarri a Rafael Altamira, Buenos Aires, 4-X-1909.
589
Rafael ALTAMIRA, Mi viaje a América..., Op.cit., p. 55. Ver: IESJJA/LA, s.c., Notas firmadas y mem-
bretadas del Presidente del Centro Patriótico Estudiantil dirigidas a Rafael Altamira , La Plata, 15 y 16-X-
1909 invitándolo a homenaje en el Hotel París.
590
Altamira consigna la publicación de su conferencia en: Revista del Círculo médico argentino y Centro
de Estudiantes de Medicina, año IX, Nº 98, Buenos Aires, octubre de 1909 (ref. Rafael ALTAMIRA, Mi
viaje a América..., Op.cit., nota nº 1 de la p. 60).
591
Héctor A. TABORDA, Discurso de salutación, en el Prince George’s Hall, del Presidente de la Federa-
ción Universitaria de Buenos Aires (Buenos Aires, 21-IX- 1909), en: Rafael ALTAMIRA, Mi viaje a Amé-
rica..., Op.cit., p. 226.
592
IESJJA/LA, s.c., Carta original mecanografiada (1p. con membrete: Centro de Estudiantes de Dere-
cho) de Cesar de Tezanos Pinto a Rafael Altamira, Buenos Aires, 1-X-1909.
593
“Uruguay. Los estudiantes uruguayos y la llegada de Rafael Altamira”, en: La Argentina, Buenos
Aires, 6-X-1909 (IESJJA/LA, s.c., Recorte de prensa).
594
Ibídem.

454
En el “Primer informe” de Altamira a Canella, quedaba consignado la existencia
de un terreno sumamente fértil en el estudiantado argentino y uruguayo tanto para el
desarrollo de relaciones intelectuales hispano-americanas, como para un diálogo cons-
tructivo con el estudiantado ovetense595.
En Chile, Altamira consignó las “entusiastas manifestaciones en las calles y en
las aulas a favor de España y de Oviedo” por parte de los estudiantes, quienes organiza-
ron en su honor una recepción en la sede de su asociación, en la que Altamira pudo ex-
plicar los propósitos ovetenses “en orden a las relaciones entre las juventudes america-
nas y la española, y los ideales de educación de unas y otras”596.
En Perú, Altamira dedicó a los estudiantes universitarios su conferencia del 25
de noviembre en la Escuela de Medicina titulada “Los ideales de la vida”597, la cual des-
ató un inusitado entusiasmo en las calles de Lima. Esta repercusión sorprendente de lo
que en definitiva era solo una alocución, constituye un buen indicio para comprender
que, a estas alturas del viaje, la mayor parte del auditorio americano estaba predispuesto
a celebrar las palabras y la presencia de Altamira sin reparar, estrictamente, en el conte-
nido de su discurso o en la esencia intelectual de su misión.
En esa conferencia el viajero eligió como interlocutor a la juventud estudiantil
peruana a la que se dirigió en tono llano y cordial —no exento de un tenue matiz dema-
gógico— acerca de la moderna pedagogía. Esta doctrina renovadora situaba al maestro
como aprendiz de sus alumnos, y hablaba de la vigencia de un ideal educativo capaz de
superar tanto las fronteras del puro intelectualismo y del culto libresco, como las de sus
contrapartidas utilitarias y profesionalistas extremas. Altamira se presentaba ante los
universitarios peruanos predicando la imperiosa necesidad de aunar las ambiciones per-
sonales con la prosecución de intereses generales y trascendentes598.
Los taquígrafos que cubrían el evento reseñaron el impacto ambiental de las pa-
labras de Altamira de forma ilustrativa: “Una ovación delirante llenó la amplia sala y se
prolongó por mucho tiempo, todo el que el señor Altamira y sus acompañantes emplea-
ron para trasladarse a los carruajes que debían conducirlos al local universitario”. Ya
fuera de la Facultad de Medicina, una muchedumbre compuesta de estudiantes y públi-

595
“Los estudiantes de la Universidad de Montevideo, organizados en Asociación importante, dispusieron
una recepción en honor mío, en la que, en vez de discursos, hubo una animadísima conversación sobre
diferentes cuestiones de enseñanza y sobre los ideales de la juventud moderna, muy interesante para la
reafirmación de relaciones intelectuales entre ambos países. Los estudiantes uruguayos, como los argenti-
nos, demostraron gran deseo de conocer y tratar a los ovetenses, ya por medio de viajes, ya por corres-
pondencia, y preferentemente de aquel primer modo, encargándome con insistencia que saludase a sus
compañeros de Oviedo. No dudo que éstos —en cuyo nombre signifiqué siempre en todas partes la sim-
patía de la juventud escolar española por las americanas— sabedores ya de estos hechos, enviarán la
expresión de su gratitud y de la participación en aquel deseo a los estudiantes uruguayos y a los argenti-
nos, así como a los chilenos...” (Rafael ALTAMIRA, “Primer informe elevado al señor Rector de la Univer-
sidad de Oviedo...”, en: ID., Mi viaje a América..., Op.cit., pp. 66-67.
596
Ibíd., p. 68-69.
597
IESJJA/LA, s.c., Notas originales manuscritas de Rafael Altamira. Lima, 2ª Conferencia. Centro Uni-
versitario, Lima, 25-XI-1909. La versión completa de esta conferencia fue publicada en: La Escuela Pe-
ruana, S/D, Lima, 1909, p. 273-277 (AHUO/FRA en cat.., Caja VIII).
598
Rafael ALTAMIRA, “Los ideales de la vida” (Conferencia dictada el 25-XI-1909), en: La Escuela Pe-
ruana, S/D, Lima, 1909, pp. 273-276 (AHUO/FRA en cat.., Caja VIII).

455
co general acompañó el coche del catedrático ovetense a través de Lima, formándose
espontáneamente una multitudinaria manifestación callejera en honor de España, Ovie-
do y del propio viajero. Ya en la sede del Centro Universitario, el homenaje a Altamira
concluyó con la intervención del poeta José Gálvez, quien recitó en honor del invitado
algunas de sus piezas literarias y el escritor Ricardo Palma pronunció unas palabras para
la juventud.
En Cuba, ya terminada su gira por el interior de la isla y de vuelta en La Habana,
Altamira fue despedido por los estudiantes, quienes el 17 de marzo organizaron un al-
muerzo y una serie de actos muy emocionantes en los que se hicieron gestos recíprocos
para cicatrizar las profundas heridas que había dejado la reciente guerra de independen-
cia cubana y que provocaron la exaltación de los espíritus hispanistas cubanos599.

Si la elite reformista, desdoblada en sus sectores gobernantes y en sus genera-


ciones emergentes, fue el interlocutor privilegiado que eligió Altamira al punto de con-
dicionar su relación con la clase obrera y clausurar su diálogo con otros sectores políti-
cos, el viajero supo abrir el juego hacia un sector socio-profesional de creciente
influencia en la sociedad argentina y americana. Testimonio de la “modernidad” de Al-
tamira y de la inteligencia con que desempeñó su papel, fue la importancia que conce-
dió, dentro de su estrategia social, a su relación con la prensa y los periodistas.
Consciente de lo oportuno de difundir a un público más amplio los contenidos de
su propuesta y los logros de su misión en el sector universitario y político, el catedrático
ovetense se cuidó de atender con esmero a los periodistas que acudían a entrevistarlo600.
Su interés por tejer buenas relaciones con los medios de comunicación hizo que se pre-
ocupara por abastecerlos de material y por asistirlos en la publicación de las versiones
taquigráficas de sus conferencias601. Del mismo modo, Altamira siempre hizo lugar en
su agenda, para visitar las redacciones de los principales periódicos, para aportar mate-
riales publicables602, para responder cartas603 o saludar personalmente a los periodistas y
editores y confraternizar como colegas de un oficio común.

599
Joaquín N. ARAMBURU, “Baturrillo. Borrad eso, borradlo…” (Crónica de Asturias, La Habana, 26-III-
1910), en: COMISIÓN DE HOMENAJE A RAFAEL ALTAMIRA, España-América...…, Op.cit., pp. 129-130.
600
Entre los papeles de Altamira han quedado algunos testimonios de este interés recíproco que manifes-
taran los periodistas y el catedrático ovetense. Ver: IESJJA/LA, s.c., Carta original manuscrita de Julio
del Romero a Rafael Altamira, Bs.As., 1-VIII-1909. Este amigo del profesor platense y secretario de la
Sociedad Rural Argentina, Enrique Nelson solicitaba una entrevista a Altamira, quien en su boceto de
respuesta, aceptaba el convite quedando en fijar un día específico luego de sus tareas en La Plata.
601
IESJJA/LA, s.c., Carta original manuscrita (con membrete del periódico El Día de La Plata. Redac-
ción) de Juan Gelabert a Rafael Altamira, La Plata, 2-VIII-1909. En esta carta, que acompañaba el envío
de los ejemplares de los diarios en que se reproducían las conferencias de Altamira, se pedía disculpas por
las imperfecciones del texto publicado y se requería de Altamira el envío de las versiones taquigráficas de
sus alocuciones.
602
El periodista Ernesto Nelson agradecía a Altamira en una afectuosa carta, su deferencia en aportar un
texto “de los niños de Oviedo” para la edición de La Nación de los Niños. IESJJA/LA, s.c., Carta original
manuscrita (2pp. con membrete: La Nación de los Niños) de Ernesto Nelson a Rafael Altamira, Buenos
Aires, 31-VII-1909.
603
Entre los papeles de Altamira se conservan algunas cartas que permiten observar que pese a sus múlti-
ples obligaciones, el viajero nunca dejó desantendidos los requerimientos de los periodistas aun cuando

456
Entre los papeles de Altamira han sobrevivido recortes de artículos periodísticos
en los que se testimonian sus visitas a periódicos porteños como La Nación604, La Pren-
sa605 y La Argentina606; y a periódicos montevideanos como El día607, El Tiempo608 y La
Razón609. Pese a que en el material de sus archivos no existen testimonios periodísticos
de visitas similares en el resto de los países latinoamericanos, existen menciones y refe-
rencias indirectas que nos permiten suponer que, al menos en México y Cuba, Altamira
fue consecuente con esta práctica.
Más allá de las simpatías que tuviera por un gremio que en parte le era propio,
este acercamiento a los periodistas respondía a dos necesidades, por un lado, a la de
amplificar su discurso para consolidar y retroalimentar el desarrollo exitoso de su mi-
sión de cara a las futuras etapas del viaje y, por otro lado, a la de asegurarse una cober-
tura periodística y un tratamiento benéfico por parte de los formadores de opinión, de
cara a su retorno a España. La prensa sería el mejor documento que aportar a los escép-
ticos y a los enemigos de la causa que había llevado al catedrático ovetense al Nuevo
Continente, de allí su interés por que quedaran constancias públicas y objetivas del ca-
rácter de su embajada cultural y del triunfo indudable de su misión.
Respecto de lo segundo, cabe consignar que el permanente interés de Altamira
por testimoniar el curso de su periplo lo llevó a recopilar sistemáticamente las diversas
noticias que de sus conferencias y actividades daban los periódicos argentinos. En Ar-
gentina, debido a lo prolongado de su estancia, el material más relevante se obtenía a
través de suscripciones610 y el de diarios de menor circulación o locales se procuraba in
situ o a través de los servicios de agencias de seguimiento periodístico611.
Al respecto es de destacar la notable cantidad de material de periódicos argenti-
nos y uruguayos que conservó Altamira y la escasez de recortes de prensa de Chile, Pe-
rú, México y Cuba. Muy probablemente, esta asimetría sea fruto de extravíos y destruc-
ciones posteriores y no deba adjudicarse al desinterés del viajero. En todo caso, existen

no siempre pudo ofrecer las entrevistas que le eran solicitadas. Ver: IESJJA/LA, s.c., Carta original ma-
nuscrita (4pp., primera con recuadro negro) de Julio del Romero a Rafael Altamira, Buenos Aires, 1-VIII-
1909.
604
“El profesor Altamira”, en: La Nación, Bs. As., 22-IX-1909 (IESJJA/LA, s.c., Recorte de prensa).
605
“En La Prensa”, en: La Prensa, Buenos Aires, 23-IX-1909 (IESJJA/LA, s.c., Recorte de prensa).
606
“La partida del Dr. Altamira. Su visita a La Argentina”, en: La Argentina, Buenos Aires, 2-X-1909
(IESJJA/LA, s.c., Recorte de prensa).
607
“Altamira en nuestra casa. La visita de ayer”, El Día, Montevideo, 8-X-1909 (IESJJA/LA, s.c., Re-
cortes de prensa).
608
“El profesor Altamira. Su llegada. Conferencias y países que visitará. En nuestra redacción”, en: El
Tiempo, Montevideo, 7-X-1909 (IESJJA/LA, s.c., Recorte de prensa).
609
“Rafael Altamira en: La Razón”, Montevideo, 7-X-1909 (IESJJA/LA, s.c., Recorte de prensa).
610
IESJJA/LA, s.c., Recibo de pago nº 16347, librado por el periódico La Argentina en favor de Rafael
Altamira, Buenos Aires, 5-VIII-1909 por el pago de tres pesos y cuarenta centavos por la suscripción al
periódico entre el 1-VIII-1909 al 30-IX-1909. IESJJA/LA, s.c., Recibo de pago nº 12462 librado por el
periódico La Nación en favor de Rafael Altamira, Buenos Aires, VIII-1909 por el pago de 2 pesos m/n
por una suscripción.
611
IESJJA/LA, s.c., Recibo de pago librado por el Correo de La Prensa en favor de Rafael Altamira,
Buenos Aires, 6-VII-1909, el que consta que dicha empresa percibió diez pesos por el servicio de recortes
de diarios y revistas que este les encargara.

457
testimonios epistolares de que el cúmulo de estas piezas y recortes fue en parte transpor-
tado por el propio Altamira, aunque en su mayoría fue remitido junto con los libros, a
Fermín Canella para conformar un “archivo” que permitiera escribir la futura crónica de
aquel viaje americanista612.
Las deferencias de Altamira con la prensa fueron recompensadas con un trata-
miento de excepción por parte de los medios de comunicación y de las asociaciones
periodísticas que, como el Círculo de Periodistas de La Plata no dudaron en expresarle
su reconocimiento:
“Por resolución de la C.D. tengo el agrado de dirigirme a Ud., en vísperas de su alejamiento del
país, expresándole los sentimientos de afecto y de admiración que ha sabido conquistar entre no-
sotros por su clara intelectualidad como por la dedicación y seriedad con que ha dado cima a su
cometido. Su acción en nuestros centros universitarios ha sido seguramente un eficaz estímulo
para los altos estudios y un impulso vigoroso hacia una orientación que nos llevará de una mane-
ra más completa, al conocimiento del pasado histórico permitiéndonos así más exactas induccio-
nes para el futuro. Apreciamos en esta forma su ilustrada cooperación prestada al fomento de
nuestra cultura obligando con ello nuestro reconocimiento.”613

Por supuesto, este trato privilegiado, amén de descansar en una íntima admira-
614
ción , se exteriorizó en las hojas de los diarios, que no dudaron en destinar grandes
espacios con el seguimiento de sus actividades y en exaltar las dotes de Rafael Altamira,
elogiando permanentemente sus desempeños docentes.
El interés de examinar la prensa de la época no se limita a la búsqueda de evi-
dencia cruzada sobre los contenidos de las enseñanzas de Altamira, ni siquiera en regis-
trar los elogios que entonces se prodigaban al profesor, sino que radica, sobre todo, en
la posibilidad de determinar la importancia que se le asignó al viaje americanista y la
expectativa que suscitaban las palabras de Altamira en la sociedad argentina.

612
En los papeles de Altamira constan algunos encargos bibliográficos y el despacho del material a Fer-
mín Canella, vía Barcelona. Ver: IESJJA/LA, s.c., Carta original mecanografiada (con doble membrete de
Eclipse y de Librería del Colegio Cabaut y Cia.) de la Librería del Colegio a Rafael Altamira, Buenos
Aires, 24-VIII-1909. En este mismo archivo pueden encontrarse notas con un inventario parcial de mate-
riales de prensa remitidos a su esposa, Pilar Redondo, y a Fermín Canella, entre los cuales se encuentran
ejemplares de La Razón, Última Hora, El Diario Español, La Prensa, La Argentina, La Nación, Caras y
Carteas, PBT, Vida Moderna, El Tiempo, La República, El Republicano Español, La Vanguardia, Eco de
Galicia, Correo de Galicia, La República, El Diario (IESJJA/LA, Lista de diarios remitidos a la Sra. Dña
Pilar Redondo de Altamira —2 hojas manuscritas— y Diarios remitidos al ilustrísimo Sr. Don Fermín
CAnella y Secades, —2 pp.—.
613
IESJJA/LA, s.c., Carta original mecanografiada del Círculo de Periodistas de La Plata a Rafael Alta-
mira, La Plata, 6-X-1909. Entre la correspondencia de Altamira han sobrevivido algunas epístolas de
periódicos argentinos. Ver: IESSJA/LA, s.c., Esquela de La Unión de Pehuajó a Rafael Altamira, Pehua-
jó, 3-VII-1909. IESJJA/LA, s.c., Nota de Ernesto Chápuli (con membrete de El diario Español de Buenos
Aires) a Rafael Altamira, Buenos Aires, 18-X-1909.
614
Un testimonio de esta admiración, puede leerse en las líneas de despedida que le dirigió el periodista
alicantino Ernesto Chápuli, en las que saludaba a Altamira en su partida hacia Chile, disculpándose por
no haber podido hacerlo personalmente y así “despedir al más grande de los hombres que tan alto ha
sabido colocar el nombre de España en los momentos tan críticos por que atraviesa...”. Chápuli calificaba
al profesor ovetense como el “más grande talento de España y del Mundo” y concluía, en un brote de
exaltación patriótica. “¡Gloria a Vd. que con su saber, tan alto coloca a nuestra torreta y nuestra pobre
patria tan necesitada de hombres y tan vituperada en el mundo.” (IESJJA/LA, s.c., Nota de Ernesto Chá-
puli —con membrete de El diario Español de Buenos Aires— a Rafael Altamira, Buenos Aires, 18-X-
1909).

458
Si tenemos en cuenta el contenido de la mayoría de las conferencias de Altamira
en sede universitaria y lo prolongado de sus cursos, deberemos convenir en que esta
constante y consecuente cobertura periodística —sin duda alguna, excepcional—, es un
buen indicativo de la importancia que se le otorgó a la misión intelectual ovetense en
Argentina. Esta importancia fue la que hizo que todos los periódicos porteños y platen-
ses decidieran ofrecer a sus lectores el contenido de las enseñanzas de Altamira a veces
tomadas de las versiones de los taquígrafos, a veces de las notas de los reporteros pre-
sentes, pero siempre con un grado de profundidad si se quiere “excesivo” para un perió-
dico, incluso para un diario de 1909.
El dilema mediático quedó instalado cuando quedó claro que las palabras de Al-
tamira —a diferencia de la de otros visitantes ilustrados—, comunicaban conocimientos
especializados que presuponían el manejo de otros saberes previos. El prestigioso pe-
riódico La Prensa dejó testimonio de la resolución salomónica que tomó su dirección al
optar por publicar un resumen de las conferencias de contenido jurídico, metodológico e
historiográfico, y de extenderse con aquellas cuya temática fuera más accesible al públi-
co general615.
Como podemos ver, para los medios argentinos no parecía ser una opción viable
ignorar los dichos de Altamira en la tribuna universitaria, y si ello era así, era porque
existía una “demanda” en la opinión pública argentina que debía ser cubierta. Por su-
puesto, esa demanda no necesariamente debe considerarse por completo espontánea,
sino que, indudablemente, recibió el oportuno acicate de los sectores políticos e intelec-
tuales renovadores y de los sectores influyentes de la colectividad española, cuya in-
fluencia sobre la prensa era, sin duda, considerable.
El profesor ovetense fue permanentemente mimado en las notas de periódicos
tan exigentes como La Nación, donde en alguna ocasión se ponderó “la sobria elocuen-
cia y alto equilibrio mental” que lo caracterizaba616; en las columnas menos solemnes de
La Argentina, donde Altamira siempre recibió comentarios muy favorables617 y hasta en
las destempladas páginas de la prensa ácrata, donde se elogió su labor educativa618.

615
“El profesor Altamira en la universidad de La Plata. Metodología de la Historia. III. El libro”, en: La
Prensa, Buenos Aires, 27-VII-1909 (IESJJA/LA, s.c., Recorte de prensa).
616
“El profesor Altamira en La Plata. La conferencia de ayer”, en: La Nación, Buenos Aires, 29-VII-1909
(IESJJA/LA, s.c., Recorte de prensa).
617
No deja de resultar curioso comprobar que, a veces, detrás del elogio hubo de manifestarse algún que
otro un lapsus que desnudaba la consideración que se tenía por la tradición intelectual española: “Su con-
ferencia fue dicha con esa sencillez inimitable que todos le admiramos, pudiendo afirmarse que ayer ope-
ró en vivo encajando sus observaciones con un rigorismo que creeríase escuchar a un compatriota”. Justo
es, sin embargo, aclarar que esta paradoja estaba antecedida de contundentes elogios que marcaban la
tónica de la opinión editorial de La Argentina: “En todo este pasaje de su interesante conferencia, el dis-
tinguido profesor supo elevar el tono de su dialéctica en una forma encantadora e imponderable arrancan-
do muestras de aprobación que no estallaban en aplausos por no hacer disipar del ambiente la unción con
que eran recibidas sus armoniosas palabras.” (“El Dr. Altamira ayer en la Facultad de F. y Letras. Notas
distintivas del siglo XIX. La piedad y la generosidad iluminan a los hombres. Su reflejo en la literatura”,
en: La Argentina, Buenos Aires, 5-IX-1909 —IESJJA/LA, s.c., Recorte de prensa—).
618
F. DE APELLÁNIZ, artículo sin título consignado, en: La Protesta, Buenos Aires, 26-IX-1909
(IESJJA/LA, s.c., Recorte de prensa).

459
En todo caso, al margen de ciertas paradojas y de los clichés de la época que
describían a Altamira bajo los rótulos de “ilustre catedrático”, “eminencia intelectual” o
“sabio profesor”, es evidente que los periodistas se prodigaron especialmente durante la
crónica de sus actividades y en ocasión de sus homenajes y distinciones, para modelar
un “personaje” entrañable. Así, se habló permanentemente de Altamira exaltando su
modestia, su sencillez proverbial, su trato afable, su generosidad, su condición de após-
tol de la enseñanza, su rechazo de las laudatorias y de los honores personales, su bon-
dad, etc. Este perfil humano fue acompañado de la ponderación cotidiana de su condi-
ción de historiador y jurista reconocido, de divulgador paciente, de reconstructor
silencioso, de maestro infatigable.
Esta prédica mediática contribuyó a que, en las postrimerías de su estancia ar-
gentina, la misión de Altamira fuera trascendiendo su inscripción intelectual y universi-
taria originaria, para adquirir una creciente dimensión social. La prensa argentina y lue-
go latinoamericana, obedeciendo a su propia lógica y respaldada por la implicación de
grandes figuras políticas e intelectuales, cumplió un rol decisivo para que el fenómeno
Altamira experimentara este deslizamiento y se convirtiera en un incipiente fenómeno
social y mediático.
El papel activo tomado por la prensa en el encumbramiento de Altamira com-
prometió, en ocasiones, la independencia crítica y la ecuanimidad de algunos medios,
que no dudaron en desplegar elogios antes de tomar contacto con el viajero. El triunfo
en Buenos Aires resultó garantía suficiente para que muchos periodistas participaran de
la operación publicitaria destinada a instalar socialmente al personaje e imponer una
interpretación trascendente del fenómeno. En la provincia de Córboba, por ejemplo, la
prensa se entregó al halago del viajero en vísperas de su arribo, augurando —y prepa-
rando el terreno— de su triunfo seguro:
“No dudamos que la noble misión del ilustre profesor tendrá cumplido éxito, vinculando esta
Universidad con la Española. Altamira no es un charlatán, como tantos otros que han visitado
nuestro suelo. Es un verdadero representante de la intelectualidad española. Podrá tener errores,
pero no es un mistificador tendencioso. En Buenos Aires y Montevideo ha conquistado lauros
inmarcesibles con sus conferencias.” 619

Del mismo modo, la ponderación de las virtudes personales y profesionales de


Altamira y la celebración de su paso por América fue la constante de las “despedidas”
que le prodigó el periodismo, donde se hacía un balance en el que no existían aspectos
negativos, ni en lo personal, ni en lo profesional. La prensa argentina, por ejemplo,
avanzaba resuelta en el terreno académico, afirmando sin sonrojos que “el profesor don
Rafael Altamira ha terminado su misión universitaria en la República, realizando am-
plia, cumplida y brillantemente su programa didáctico y científico”620, amén de resaltar

619
“Don Rafael Altamira”, en: Patria, Córdoba, 18-X-1909 (IESJJA/LA, s.c., Recorte de prensa). Otros
ejemplos del mismo tenor pueden hallarse en IESJJA/LA: Artículo sin título, en: Los Principios, Córdo-
ba, 19-X-1909 (IESJJA/LA, s.c., Recorte de prensa); “El profesor Altamira. Su visita a esta ciudad”, en:
La Voz del Interior, Córdoba, 19-X-1909 (IESJJA/LA, s.c., Recorte de prensa).
620
“Actualidad. Confraternidad intelectual hispano-argentina”, en: La Prensa, Buenos Aires, 30-IX-1909
(IESJJA/LA, s.c., Recorte de prensa).

460
hasta el hartazgo “el afecto que supo conquistar por la sencillez de su espíritu, por esa
bondad que pone en la menor palabra”621.
Si la prensa periódica prodigó estos elogios, más significativos serían los que
vertiera aquella “prensa literaria” que comenzaba a especializarse y que convocaba asi-
duamente en sus páginas a los reformistas del Centenario y a los jóvenes intelectuales
admiradores de Altamira que más tarde reformaría la historiografía argentina:
“El profesor Altamira ha empleado su tiempo con provecho para los que se interesan en oír a un
extranjero ilustre. Lo es más que otros Altamira, y su visita ha servido de noble ejemplo. Durante
largos días los espíritus curiosos de conocer su opinión sobre los altos problemas contemporá-
neos han rodeado al maestro. Este es por otra parte el tipo del maestro, por su gran nobleza, por
su enorme honradez intelectual. Espíritu generoso, logra comunicar su generosidad al auditorio,
que ve en el, no al seco investigador endurecido en el cultivo excluyente de su especialidad, sino
al hombre lleno de hermosos ideales y de bellos sueños. Es un sabio a la manera de los sabios
españoles. Es decir, su erudición no se reduce a una rama determinada del conocimiento, sino
que, domina a fondo las materias fundamentales. Así nos ha hablado con la misma hondura de
problemas jurídicos, históricos, literarios y estéticos. En todas sus conferencias ha dicho algo
profundo, ha señalado algo nuevo. Y no lo ha hecho gracias a complicaciones de forma, ni se ha
esforzado en ostentar una originalidad llamativa. Ha realizado Altamira una obra más fecunda
que esa, y ella consiste en probar que lo esencial en tales tareas es encaminar al elemento estu-
dioso hacia un ideal superior de vida, sin el cual la existencia es vana y triste. Le debemos por
esto nuestra gratitud ya que desde antes suscitaba nuestra admiración.” 622

2.3.- Recepción de la misión americanista entre los españoles de América


La presencia de Altamira interpeló muy especialmente a las comunidades espa-
ñolas en América las cuales, recordemos, fueron anunciadas oportunamente por la Uni-
versidad de Oviedo de las intenciones de aquel periplo y de la necesidad de que se diera
apoyo moral y material a su delegado. El apoyo de las colectividades era requerido, de-
más está decirlo, en nombre del alto interés patriótico de aquella misión y de su impor-
tancia para el estrechamiento de las relaciones hispano-americanas.
A pesar del diferente eco que este llamamiento tuvo y de la diferente acogida
que se le dio a Altamira, es indudable que el respaldo de los españoles emigrados fue
uno de los factores decisivos que contribuyó al éxito de la misión ovetense.
Este respaldo puede ser analizado a través de tres de sus expresiones: la oficial,
que se relacionaba con la actividad de embajadas y consulados españoles en apoyo de la
misión; la institucional, relacionada con las actividades desplegadas por las diversas
asociaciones españolas; y la individual, expresada por un número considerable de pe-
ninsulares que se acercaba personal o epistolarmente al viajero para animar su tarea.

2.3.1.- Los diplomáticos españoles frente a la misión ovetense


Los diplomáticos españoles realizaron importantes gestiones oficiales para que
la visita de Altamira tuviera una recepción acorde a los ideales de la misión, a los inter-
eses españoles y al desarrollo de las relaciones bilaterales con cada país americano. El

621
“El profesor Altamira. Su partida.”, en: La Nación, Buenos Aires, 17-X-1909 (IESJJA/LA, s.c., Recor-
te de prensa).
622
“Notas y Comentarios. Rafael Altamira”, en: Nosotros, Buenos Aires, octubre 1909.

461
catedrático ovetense no dejó de consignar este inapreciable auxilio que facilitó su llega-
da a los círculos del poder.
En Argentina, pese a que no existe constancia de que la representación española
tuviera un rol determinante en el despliegue de sus actividades, Altamira declaró haber
recibido el apoyo del encargado de negocios de España Vizconde de la Fuente y a su
secretario el Marqués de Faura su acompañamiento en las recepciones oficiales, actos
universitarios y de la colonia española. Esta relativa prescindencia debiera adjudicarse,
quizás, a la ausencia del Ministro titular o, más probablemente, al hecho de que los di-
plomáticos carecían de instrucciones para actuar en referencia a una iniciativa particular
de un reconocido republicano en la que no estaba vinculado el Estado español. En todo
caso resulta llamativo que el despacho peninsular en Buenos Aires no generara informe
alguno acerca del paso de Altamira por el país, como sí lo hicieron otras delegaciones
españolas.
Sin embargo, en la intersección del ámbito diplomático y del privado, un grupo
de españoles previamente vinculados con Rafael Altamira o con la Universidad de
Oviedo, se movilizaron para apoyar su misión en Argentina. En este grupo destacaba
José María Sempere, Vicecónsul español en Buenos Aires, e incluía a Pascual de Miera
y los señores Zaloña y Ernesto Longoria. Este pequeño grupo de tareas continuó gestio-
nando los asuntos abiertos por Altamira e informando puntualmente al viajero de las
repercusiones ulteriores de su mensaje623.
Sempere mantuvo correspondencia con Altamira durante el resto de viaje, in-
formándolo de sus contactos con Fermín Canella y del beneplácito de éste para con el
catedrático y el grupo de ex alumnos ovetenses por su desempeño en el Plata; de la re-
misión de los cajones de libros y materiales acumulados —entre los que se encontraban
ciertos cuadros cedidos por el Club Español—; de las felicitaciones de José María de
Labra recibidas en el Consulado; de la publicación por parte de la Revista de Medicina
de una conferencia a los estudiantes; de la publicación de la carta de agradecimiento del
rector de la Universidad de Oviedo al presidente de la UNLP, Joaquín V. González, por
el trato brindado al delegado ovetense624. Pascual Sáenz de Miera, hijo de un juez de

623
Entre los papeles de Altamira se conservan alguna de las cartas que estos hombres enviaron a Altamira
antes de arribar a Buenos Aires. Longoria respondía a Altamira en 1908, enviando saludos a Canella y
Sela agradeciéndole sus palabras ya que “voces como la suya son las que yo necesito para subir animoso
este calvario largo e inacabable”. Convertido en un administrador en una importadora de material ferrete-
ro, Longoria —que declaraba haberse convertido en un “hortera” que manejaba el metro con la misma
facilidad con que engañaba a los clientes— le felicitaba por su éxito en el Ateneo y le confirmaba que “su
victoria repercutió en estos países en donde se le admira verdaderamente” para orgullo de todos los emi-
grantes. Ver: AHUO/FRA, en cat., Caja IV, Carta original manuscrita de Ernesto Longoria a Rafael Al-
tamira, Buenos Aires, 19-III-1908 (2 pp. con membrete: Medina & Cía. Introductores de Ferretería).
624
Ver: IESJJA/LA, s.c., Carta original manuscrita (4pp., con membrete: Consulado de España. Buenos
Aires. Particular) de José M. Sempere a Rafael Altamira, Buenos Aires, 26-XI-1909; y IESJJA/LA, s.c.,
Carta original manuscrita (4pp., con membrete: Consulado de España. Buenos Aires. Particular) de José
M. Sempere y de Pascual Sáenz de Miera a Rafael Altamira , Buenos Aires, 16-XII-1909. Sempere, que
había arribado a Buenos Aires en marzo de 1908 encontró de inmediato colocación en el Consulado espa-
ñol y le relataba a Altamira la pequeña comunidad que había formado con sus compañeros Zaloña y Pas-
cual Sáenz de Miera. Sempere asistía con Zaloña a las clases de Ernesto Quesada —al que había acudido
con una carta de presentación del propio Altamira— y de José Ingenieros y le comentaba al alicantino que

462
Oviedo y abogado vinculado al Consulado a través de Sempere, también mantuvo con-
tacto con Altamira, informándolo de las repercusiones que el viaje americanista en la
prensa argentina; del ambiente de opinión favorable hacia España y su mundo intelec-
tual que despertó su visita625.
Un detalle interesante que se desprende del epistolario de Altamira con este gru-
po consular —no exento de problemas internos626— es que su situación en Argentina
distaba de corresponderse con sus expectativas materiales o espirituales. Esta desilusión
empañó la mirada de aquellos privilegiados, aunque insatisfechos, emigrantes respecto
de la empresa americanista ovetense. Mirada en la que confluyó, paradójicamente, el
apoyo prolijo a la labor fraternal de Altamira, con la manifestación de un profundo des-
precio por el país que generosamente acogía a cientos de miles de españoles y había
festejado permanentemente al sabio alicantino627.
Pascual Sáenz de Miera, por ejemplo, se sinceraba ante Altamira en términos
muy duros para con la República Argentina:
“Se vive en esta América tan enfangado en la busca de negocios que puedan en poco tiempo en-
riquecernos, que se olvidan hasta las afecciones más íntimas y no se cumplen con aquellos debe-
res que con tanto gusto me he impuesto. Consecuencias de vivir en este país que tanto desprecio,
pues el medio llega a influir tanto en los que en él habitamos que nos hace perder por atrofia has-
ta aquellos sentimientos que con más fervor hemos siempre conservado. […] Me encuentro en
Bahía Blanca en campaña del querido Vice [J.M. Sempere], después de cuatro días de navega-
ción principio de una excursión de quince días que vamos a realizar inspirado en un acto cana-

los profesores argentinos no poseían la solidez de Giner, Azcárate o Cossío y que la distancia le permitía
percatarse de la valía española en la materia. Sus primeras impresiones, que luego cambiarían, eran posi-
tivas describiendo la Capital y sus alrededores como lugares bastantes bonitos con muy buenos comercios
y edificios, grandes y hermosas escuelas y un eficaz y ordenado servicio público (AHUO/FRA, en cat.,
Caja IV, Buenos Aires, 9-IV-1908 —2 pp.—). Meses antes de llegar a la Argentina, Sempere era su con-
tacto más sólido con la UNLP y Joaquín V. González, informándolo de la marcha de los trámites, del
calendario previsto, del acuerdo con Posada para que éste viajara en 1910 y del buen arreglo económico
al que se había llegado (AHUO/FRA, en cat., Caja IV, Postal original manuscrita de José María Sempere
a Rafael Altamira, Buenos Aires, 11-II-1909).
625
“Yo [sic] cada vez me entristece más este medio aplastante y bajo para la vida espiritual. No sé si es
esto, o la soledad en que me encuentro para iniciativas nobles, lo que me pone de humor nostálgico. Por
otra parte el espectáculo de los vencidos que no quieren hacer nada por redimirse, sino que cada vez se
enlodan más y más, me apena lo indecible. Zaloña sin colocar y haciendo planes (ahora quiere negociar la
venida de Melquíades a estilo [Anatole] France), Pascual [de Miera] ligado cada vez más con su Liga y
con el país, Longoria esperando lo coloque [Antonio] Dellepiane o [ilegible], no obstante haberle recor-
dado yo el encargo, no da señales de vida y yo, con mis interminables poderes que me encadenan y aplas-
tan con su prosaica vulgaridad.” (IESJJA/LA, s.c., Carta original manuscrita (4pp., con membrete: Consu-
lado de España. Buenos Aires. Particular) de José M. Sempere y de Pascual de Miera a Rafael Altamira ,
Buenos Aires, 16-XII-1909). Ver también: AHUO/FRA, en cat., Carta original manuscrita (4pp., con
membrete: Gran Hotel España, Fausto Creus y Cia.) de Pascual Sáenz de Miera a Rafael Altamira, Bahía
Blanca, 25-XII-1909.
626
“Nuestra república familiar sufrió una desmembración, si bien nada mermó la pujanza de comunidad
cariñosa que la caracterizaba. Zaloña a instancia nuestra fue despedido de la casa, que hace tiempo no
pagaba, y que era necesario como medida de higiene moral. Como no nos ocupamos de él no sabemos
que será de su vida con seguridad, sólo rumores que hasta nosotros llegan nos hacen saber [que] será en
breve empleado del banco Español de Río de la Plara. Es este un asunto tan enojoso y nos ha pagado tan
mal a última hora, pues hasta ha tratado de difamarnos, que no pensamos ocuparnos más de él”
(AHUO/FRA, en cat., Carta original manuscrita [4pp., con membrete: Gran Hotel España, Fausto Creus y
Cia.] de Pascual de Miera a Rafael Altamira, Bahía Blanca, 25-XII-1909).
627
IESJJA/LA, s.c., Carta original manuscrita (4pp., con membrete: Consulado de España. Buenos Aires.
Particular) de José M. Sempere a Rafael Altamira, Buenos Aires, 26-XI-1909.

463
llesco, pero que nos sirve de pretexto para dar una ojeada a esta parte sur de la Argentina. Digo
que un acto canallesco inspiró esta excursión, porque obedece al deseo de entregar personalmen-
te a un bárbaro comerciante de Tres Arroyos la credencial de la cruz de Alfonso XII que le ha si-
do concedida. Después de cumplida esta misión pasaremos al Tandil a ver la piedra movediza,
Mar del Plata para equipararnos un par de días a la buena sociedad, regresando yo sin pesos a
nuestra humilde mansión de Lima 448 a reponer los desperfectos económicos sufridos, para mi
sensibles.” 628

Esta sensibilidad claramente negativa hacia Argentina por parte de funcionarios


consulares españoles —fruto de la frustración de ambiciones de enriquecimiento rápido
tal como confesara el propio de Miera— condicionó la percepción del viaje americanis-
ta entre quienes, como diplomáticos y como amigos de Altamira y Canella, debieran
haberlo comprendido cabal y generosamente629. Así, lo que se proponía como una em-
presa de hermanamiento y colaboración sobre bases igualitarias, capaz de inaugurar una
etapa de confluencia intelectual, cultural y política, era desvirtuada con un prisma ana-
crónicamente “imperial” y paternalista en el que era evidente la presencia de un velado
resentimiento para con la emergente república del Plata:
“Sabemos [que] V. sigue adelante con su labor, cada día con más éxito, sin desmayar, llenando
de gloria a España y demostrando que en aquella Nación no solo nacen gallegos, sino que hay
una parte muy digna de tener en cuenta, de cíclopes que llevarán adelante la titánica empresa de
no permitir en ninguna República Hispano Americana se lleve a cabo la conquista espiritual con
que algún otro Estado amenaza.” 630

La desdichada vigencia de estas opiniones y valoraciones entre muchos de los


representantes estables de España en las naciones del Nuevo Continente —y no sólo la
rancia hispanofobia del pensamiento americano— permiten comprender mejor las razo-
nes del estancamiento y frialdad de las relaciones hispano-americanas con las que se
topó el propio Altamira.
En las etapas siguientes, el papel jugado respectivamente por el Ministro Ger-
mán de Ory y su secretario D.A. Dávila, en Uruguay; por el Ministro Silvio F. Vallín y
su secretario Servet, en Chile; por el Ministro Julio del Arroyo, en Perú; por el Ministro
Bernardo de Cólogan, en México y por el Ministro Pablo Soler en Cuba, fue mucho
más importante a la hora de acceder a los altos cargos políticos, teniendo en cuenta la
escasez de tiempo y lo apretado de la agenda de Altamira, en los tres primeros casos y
de la siempre delicada relación bilateral en el caso de los dos últimos países.
En Uruguay, además de los acompañamientos de protocolo, el Ministro concertó
y acompañó a Altamira en su visita al Presidente de la República, además de ofrecer
banquetes al que asistieron importantes figuras políticas uruguayas, como el ministro de
Relaciones Exteriores, Antonio Bachini y el ministro de Industria, Trabajo e Instrucción

628
AHUO/FRA, en cat., Carta original manuscrita (4pp., con membrete: Gran Hotel España, Fausto
Creus y Cia.) de Pascual de Miera a Rafael Altamira, Bahía Blanca, 25-XII-1909.
629
Estas opiniones negativas se hacían extensivas a la propia comunidad española en Argentina, criticada
veladamente por Sempere y explícitamente por de Miera en relación a su comportamiento con Altamira.
Así, de Miera le confesaba a Altamira que era optimista con la recolección de fondos entre la colectividad
para cubrir los gastos de Adolfo Posada “lo cual no creemos difícil, por la gran reacción que ha
experimentado algunos ricos en vista del ridículo que hicieron con V.” (Ibídem).
630
(Ibídem).

464
Pública, Alfredo Giribaldi631. En Chile, el Ministro español organizó dos comidas más
reservadas, una “con los notables de la colonia y Presidentes de las distintas sociedades
españolas”, y otra, “de carácter casi oficial” con asistencia de los ministros de Relacio-
nes Exteriores e Instrucción Pública, del Rector de la UNS, de los embajadores de Ar-
gentina y Uruguay y de representantes de la prensa local632.
Los interesantes informes de la legación española en Uruguay y Chile, muestran
cómo los diplomáticos comenzaron a ver en el periplo americanista de la Universidad
de Oviedo, un fenómeno de gran importancia para la evolución de las relaciones exte-
riores con las antiguas colonias y una oportunidad para comenzar a revertir la tradicio-
nal tendencia hispanófoba latinoamericana.
Por último, en México y Cuba, el papel auxiliar del cuerpo diplomático se vio
confirmado, quizá por las implicaciones políticas que las actividades de cualquier figura
públicas española tenía en ambos países, cuyas relaciones con España eran aún cierta-
mente problemáticas633.

2.3.2.- La respuesta de las colonias españolas


Consciente del riesgo que podía comportar para su misión involucrarse demasia-
do en el mundo cotidiano de la colectividad, Altamira procuró mantener siempre en
primer plano el carácter institucional y patriótico de su empresa, deslindando el inocul-
table compromiso personal que tenía con ella, del simple papel de delegado que cons-
tantemente reclamaba para sí.
Como lo demostrarían los hechos en Argentina y México, estas prevenciones no
eran excesivas en un clima de tanto agasajo, de tantas tertulias, de tanto personaje polí-
tico y empresarial rondándolo y de tanta profusión de patriotismo. Las dirigencias co-

631
Ver: “El señor Altamira en Montevideo. Explicación preliminar”, en: El Diario Español, Montevideo,
12-X-1909 (IESJJA/LA, s.c., Recorte de prensa). En este artículo —buen testimonio del carácter social de
esta visita— se hace un pormenorizado reporte de los diversos aspectos del banquete ofrecido por el Club
Español, examinándose —casi en un pié de igualdad— tanto el exquisito menú que fue servido, como los
pasajes centrales del discurso del ministro de España. El embajador español informó al Ministro de Rela-
ciones Exteriores español de este banquete, al que justificó como una forma de adherirse a los obsequios
y homenajes que las clases ilustradas uruguayas brindaban a Altamira y “honrando al propio tiempo ... al
compatriota ilustre que tan alto está poniendo en estos momentos el nombre de España en estas Repúbli-
cas sud-americanas”. En el banquete asistieron “elementos dirigentes de la intelectualidad de este país,
muchos de los cuales viven apartados de toda clase de demostraciones sociales” (AMAE, Corresponden-
cia Uruguay 1901-1909 Legajo H – 1796, Despacho Nº 127, “Política”, del Ministro Plenipotenciario de
S.M. en Uruguay dirigido al Excmo. Señor Ministro de Estado —3 pp. manuscritas + carátula y anexo de
recortes periodísticos, con membrete de la Legación de España en Montevideo y con firma autógrafa de
Germán M. de Ory,— Montevideo, 10-X-1909).
632
AMAE, Correspondencia Chile Legajo H-1441, Despacho Nº 164, del Ministro de S.M. al Excmo.
Señor Ministro de Estado, referente al catedrático señor Altamira —3 pp. manuscritas + carátula, con
membrete de la Legación de España en Santiago de Chile y con firma autógrafa de Silvio Fernández
Vallín—, Santiago de Chile, 8-XI-1909.
633
“...he recibido en México, del representante diplomático de nuestro país, Excmo. Sr. D. Bernardo de
Cólogan, todo género de atenciones y el más franco y decisivo concurso para el buen éxito de la misión.
El reconocimiento que personalmente le debo y que me complazco en declarar aquí, se lo debe también la
Universidad, porque seguramente si los resultados del viaje llegan a traducirse, en España, en medidas de
gobierno y de política internacional, a los informes y a la adhesión sin reservas de nuestro Ministro en
México corresponderá buena parte del triunfo.” (Rafael ALTAMIRA, Mi viaje a América..., Op.cit, p. 357).

465
munitarias guardaron eficazmente las espaldas del catedrático, aun cuando era inevita-
ble que llegaran a Altamira ciertos reclamos de apoyo hacia iniciativas de dudosa opor-
tunidad y de contenido inconveniente para una misión como la ovetense634.
Un caso ilustrativo ocurrió en Argentina, cuando Altamira recibió un requeri-
miento para conformar una comisión junto al Director de El Diario Español, Blasco
Ibáñez, banqueros y empresarios comerciales españoles, y algunas personalidades ar-
gentinas “para abrir una Suscripción al fin de Socorrer a las familias de los que fallez-
can en los campos de Melilla peleando contra nuestros enemigos y premiar los actos de
valor de nuestros soldados”. La presunción de que un confeso patriota como Rafael Al-
tamira se adheriría, presuroso, a esta iniciativa “interpretando los deseos máximes de
todos los españoles que en esta República estamos”, resultó frustrada por la voluntad
expresa del viajero de sustraerse de cualquier pronunciamiento político:
“Deseo no hacer acto alguno que muestre mi conformidad ni aún indirecta con la guerra de Ma-
rruecos. En la medida de mis fuerzas yo contribuiré a aliviar las desgracias de algunos de mis
compatriotas, pero de forma absolutamente privada y que deje a salvo mi juicio sobre los sucesos
actuales.” 635

Altamira supo mantener un prudente equilibrio entre sus convicciones persona-


les y el papel que debía asumir como delegado ovetense y, cada vez más, como embaja-
dor cultural español en América, pese a que sus opiniones acerca de la cuestión colonial
africana eran favorables al protectorado español en el Magreb.
A medida que su figura fue cobrando relieve público, Altamira se convirtió en
un polo de atracción para muchos de sus compatriotas emigrados. Siendo, pues, prota-
gonista en parte involuntario de un fenómeno colectivo de identificación, muchos espa-
ñoles proyectaron en la figura del catedrático, aquella porción de España que moviliza-
ba sus pasiones, anhelos y esperanzas.
El profesor ovetense pronto se hizo consciente de ello y de que su figura cobraba
relieve a nivel popular, trascendiendo el ámbito natural de su misión y dando lugar a
ciertas notas pintorescas636. Pero, prescindiendo del fenómeno sociológico, o sociopático
que esto pudiera suponer, el acompañamiento individual de los inmigrantes fue un com-

634
Por supuesto, esos reclamos nunca partieron de los personajes más influyentes, sino de gente de se-
gunda línea que, amén de atender a sus sinceras convicciones, veía oportunidades de ganar prestigio en la
comunidad a través de empresas patrióticas en las intentaban incluir a personajes ilustres e incuestiona-
bles. Esta no era una pauta novedosa, sino que fue parte de la estrategia de ascenso social y de adquisición
de prestigio de los primeros inmigrantes republicanos españoles que, junto con su implicación en obras de
caridad y de organización comunitaria, había aplicado exitosamente líderes comunitarios como el propio
Rafael Calzada.
635
IESJJA/LA, s.c., Carta original manuscrita de Juan Aldabe a Rafael Altamira, Rosario, 27-VII-1909
con anotaciones de respuesta de R.Altamira.
636
“... desde que puso el pié en América, encontró unidos a su alrededor a los españoles. Conscientes
todos, aún los más alejados por su profesión de las cosas intelectuales, de la trascendencia de la misión
que desempeñaba. Citó a este propósito la frase de un comerciante español de Buenos Aires que le decía:
Señor, después de vuestras conferencias, mis aceites se venden mejor que antes. Y es, dijo, porque cuan-
do se cree incapaz a un pueblo para un orden cualquiera de la vida, todo lo que de él viene pierde valor y
fuerza, y por el contrario, cuando se le levanta repercute el efecto, aun en las cosas más nimias.” (“Entu-
siasta recepción al Doctor Altamira”, en: Diario Yucateco, Mérida de Yucatán, 7-II-1910 —AHUO/FRA,
en cat., Caja V y continuación -separada- en Caja IV Carpeta de Periódicos, Recorte de prensa—).

466
ponente notorio del viaje americanista. Más allá de las demostraciones de los america-
nos, el catedrático ovetense se convirtió en un referente de muchos inmigrantes españo-
les que no dudaron en contactarse con él, personal o epistolarmente y con diversos
propósitos.
Algunos sólo querían dejar constancia de sus congratulaciones por enaltecer a
España en la consideración americana, como el malagueño Ramón Pareja637 o Javier
Noguer638. Otros se acercaron a Altamira apelando a su condición de profesional, solici-
tándole que utilizara sus influencias para que se establecieran acuerdos de mutuo reco-
nocimiento de títulos universitarios; otros, como Eduardo López de Hierro, apelaron a
su convicciones científicas solicitando intermediación ante autoridades políticas y uni-
versitarias para desarrollar sus proyectos639.
También hubo quien aprovechó la cercanía de Altamira y su influencia coyuntu-
ral en las elites americanas para obtener beneficios para la colectividad. Era evidente
que Altamira fue convirtiéndose en un referente valioso con quien convenía exhibirse y
a quien era redituable alinear en torno de ciertos proyectos. Algunas veces esta asocia-

637
“Estoy interesadísimo en la alta misión que aquí le trae y sigo con anhelo verdadero todas sus huellas
y las seguiré hasta su regreso a nuestra querida España a la que no olvido nunca a pesar de que mandé que
vinieran y están a mi lado mi esposa y mis cuatro pequeñitos hijos y ni aun esto me hace olvidar la patria.
Seré un atrevido en dirigirme a Ud. tan extensamente y con detalles que no son del caso, pero como ello
me proporciona un desahogo y esparcimiento de ánimo, no quiero privarme de la expansión única que
tengo, al mismo tiempo así saludo al maestro de los maestros.” (IESJJA/LA, s.c., Carta original manuscri-
ta de Ramón Pareja a Rafael Altamira, San Fernando, 16-VII-1909). Pareja había conocido a Altamira en
1899 en Madrid a través del alicantino José López Tomás —por entonces alto funcionario del Banco
Castellano en Valladolid—. Este malagueño había sido profesor en el Círculo de Instrucción Comercial y
en Argentina, luego de un paso por la actividad comercial, se dedicó a la docencia primaria llegando a
ocupar el cargo de Director interino de la Escuela Nº 18 del Distrito Escolar de San Fernando.
638
Noguer felicitaba a Altamira por su patriotismo y le relataba la inspiración que en él causara España
en América. Imbuido del espíritu hispanoamericanista, Noguer y sus amigos, siguieron los consejos de
Altamira de difundir las actividades de los españoles en América: “algunos jóvenes andaluces entusias-
mados con la idea, resolvimos constituir una pequeña asociación con el objeto de enviar artículos a los
periódicos de nuestras respectivas provincias en los que damos a conocer a los que piensan emigrar, los
oficios y profesiones que es más fácil colocarse, lo que han de saber para que no se en un mundo desco-
nocido al llegar a esta tierra. Además hablamos de la higiene en este país, del método y grados de instruc-
ción primaria, y en fin, de todos los adelantos que allí pueden dar resultado. Y esto nos produce el mejor
de los placeres: servir a la patria aún estando ausentes de ella.” (IESJJA/LA, s.c., Carta original manuscri-
ta de Javier Noguer a Rafael Altamira, Bs. As., 22-VIII-1909).
639
López de Hierro remitió a Altamira “material científico [que] pensé elevar a nuestro Ministro de Ins-
trucción Pública en la pasada [administración] liberal y que no obstante contar con el apoyo de los Sres.
Sales y Ferrer y Torino en la Universidad Central no quise presentar hasta esperar otra oportunidad... para
asegurar el éxito. Después le he dado un giro más práctico que contando con apoyo ha de ser un excelente
negocio” (IESJJA/LA, s.c., Carta original manuscrita de Eduardo López de Hierro a Rafael Altamira +
Notas sobre reválidas firmadas por Eduardo López de Hierro, Buenos Aires, 21-IX-1909). Establecido el
contacto, López de Hierro se animó a pedir la mediación de Altamira para solucionar el asunto de las
reválidas de su título, a la vez que solicitaba sus gestiones ante Joaquín V. González para que lo reco-
mendara y le comunicara el interés del Dr. Lafone Quevedo por un proyecto de su autoría relacionado con
la “creación de material científico para los estudios históricos [...] utilizando el compuesto químico de que
le hablé”. Puesto a pedir, López de Hierro solicitaba también el contacto con alguna fábrica productora
“sin que sepa nunca nadie el proyecto hasta que vea yo garantías de su explotación por mí” (IESJJA/LA,
s.c., Carta original manuscrita de Eduardo López de Hierro a Rafael Altamira, Buenos Aires, 9-X-1909).
Altamira, cumplió con López de Hierro al menos en lo que al requerido contacto con González se refiere,
tal como lo testimonia una tercera carta del insistente inventor agradeciéndole su mediación (IESJJA/LA,
s.c., Carta original manuscrita de Eduardo López de Hierro a Rafael Altamira, Buenos Aires, 23-X-1909).

467
ción no traía conflictos de consciencia para Altamira, dado lo desinteresado y benéfico
de la iniciativa, como en el caso de Ignacio Arcos Pérez que se valió de su nombre y del
clima españolista que dejó su viaje para obtener una oportuna cancelación de deudas
para el Hospital Español de Montevideo640.
Otras veces, el requerimiento era más dramático y personal. Muchos de los emi-
grados que se acercaban a Altamira, traían consigo peticiones y súplicas cuyos conteni-
dos y lenguaje son un buen indicio para comprender, por un lado, la lógica caciquil y el
carácter tradicional de la sociedad y política españolas y, por otro, las dificultades con
que muchos se topaban en América.
En este último sentido, Altamira recibió la carta de un fotógrafo ovetense quien
le rogaba su intercesión ante los “paisanos ricos” de la colectividad española en Argen-
tina para que éstos lo ayudaran a afrontar la difícil situación de su familia, con sus her-
manas incapacitadas y sin trabajo641. Juan González y Martí, comerciante español en
serios apuros económicos escribió a Altamira para que “ponga su valiosa influencia con
los presidentes de las representaciones españolas, para que puedan socorrer y auxiliar a
este su humilde servidor por medio de un donativo”642. En la medida de sus posibilida-
des, Altamira no abandonó a nadie y derivó en los dirigentes comunitarios o, incluso, en
empresarios locales, las peticiones que recibía. En no pocas ocasiones, sus gestiones
tuvieron éxito, como es el caso de Victorio Die, que gracias a los pedidos de Altamira al
Secretario de la de la Sociedad Rural Argentina, Enrique Nelson, fue contratado tempo-
ralmente con un sueldo de 200 m$n643.

640
“La impresión magnífica que Ud. ha dejado en nuestros círculos universitarios creo que no se extin-
guirá por mucho tiempo; ahora, cuando en aquellos se discute sobre cosas de España, el citar su nombre
equivale al disparo de una granada Shrapnell acallando el fuego del enemigo. Para nuestro ambiente so-
cial, su nombre las evocaciones simpáticas mayores, por el recuerdo de sus exquisitas dotes personales.
Su visita a nuestro Hospital Español ha quedado entre las grandes efemérides [...] ha de saber que aprove-
chando el momento de españolismo agudo que sus conferencias determinaron en el ambiente público, yo
trabajé a un Juez y a un Fiscal para que nuestra casa de beneficencia fuese exonerada del pago de 30.000
pesetas de derechos fiscales que tenía que pagar por un legado, y lo conseguí... gracias al profesor Altami-
ra.” (IESJJA/LA, s.c., Carta original manuscrita de Ignacio Arcos Pérez a Rafael Altamira, Montevideo 4-
XII-1909).
641
IESJJA/LA, s.c., Carta original manuscrita de Ángel Baroja a Rafael Altamira, Bs. As., 10-X-1909.
642
Los términos de la súplica no pueden ser más ilustrativos: “tened compasión de este padre de familia
que Dios os lo pagará, aceptad mi ruego, no desprecies mis gemidos con que imploro vuestro amparo,
esperando el remedio, presentad mi petición como poderoso que sois, que así lo espero de vuestra bondo-
sidad. Dispensad Señor, pero la situación me obliga hacer papel tan ridículo que tan penoso y lamentable
es para mí. Amantísimo y soberano Señor; centro de nuestras almas y solo digno de ser querido; en buena
hora sea que haya quien así os sepa amar y adorar; sin que jamás nos atrevamos a ofender tal bondad;
sabed las muchas miserias que me afligen, socorredme y amparadme como padre piadoso; favor que os
suplico en esta memoria” (IESJJA/LA, s.c., Carta y Memoria originales manuscritas de Juan González y
Martí a Rafael Altamira, Guanalacoa, 22-II-1910).
643
IESJJA/LA, s.c., Carta original manuscrita (3pp., con membrete: Sociedad Rural Argentina. Secreta-
ría) de Enrique N. Nelson a Rafael Altamira, Buenos Aires, 5-X-1909. Victorio Die, conocido alicantino
de Altamira, había emigrado en Buenos Aires con su familia. Su nombre aparece mencionado en una
carta de Eduardo Girones —de la asociación Intelectuales Argentinos en el Centenario— a Rafael Alta-
mira, sin que se haya podido determinar su vinculación con Altamira (IESJJA/LA, s.c., Carta original
manuscrita [2pp. con membrete: Intelectuales Argentinos en el Centenario] de Eduardo Girones a Rafael
Altamira, Buenos Aires, 18-X-1909). Posteriormente, este hombre volvería a escribir a Altamira, cuando
perdiera su puesto de trabajo al “constituirse los Comités Nacionales en las respectivas Cámaras de Co-

468
Los apaños de Altamira a favor de los emigrados tuvieron el matiz familiar en el
caso de su propio cuñado emigrado a México, Francisco, quien trabajaba en la fábrica
de Metepec644, al parecer en no muy buenas condiciones. Francisco pedía a su hermano
político, en un lenguaje y en unos términos que contradecían en todo el mensaje público
que portaba el viajero, que usara sus influencias para obtener un ascenso que le era ne-
gado y que precisaba imperiosamente por cuestiones de dinero, pero también de sta-
tus645. Altamira, pródigo en tales gestiones pese al agobio que debió sentir ante tantas
demandas, no las retaceó a su familia y, como en otras ocasiones, movilizó con pruden-
cia pero constancia a sus recientemente ganados contactos con las colonias españolas en
América646.

mercio”. Die, condenado a recorrer “esta Babel” en busca de trabajo, recurría nuevamente a Altamira “en
demanda de recomendaciones a ver si puedo conseguir destino en esta Intendencia, en Aduana o en sitio
fijo y sueldo que me permita vivir con mi familia (AHUO/FRA, en cat., Caja IV, Carta original manuscri-
ta de Victorio (?) a Rafael Altamira, Bs.As., 17-IV-1911 —2 pp.—).
644
La fábrica textil de Metepec, ubicada en Atlixco, Puebla y propiedad de la Compañía Industrial de
Atlixco S.A., se fundó por la iniciativa del industrial textil mexicano Luis Barroso Arias, asociado con el
capitalista español Agustín Garcin emigrado en 1845 y otros socios franceses y españoles. La fábrica se
instaló en la Hacienda de Metepec, por la existencia de manantiales naturales indispensables para el pro-
ceso productivo. La modernización de la infraestructura de la fábrica entre 1899 y 1901, originó un mo-
vimiento migratorio que llevó el número de trabajadores a 5000 en 1902 en el momento de su inaugura-
ción formal. CIASA controlaba todos los sectores económicos de Metepec, desde la vivienda, al servicio
médico, pasando por los transportes, la alimentación y el comercio a través de una “tienda de raya” a
través de la cual se endeudaba a los obreros para retenerlos como mano de obra barata. La fábrica textil
de Metepec fue cerrada en 1967, siendo caracterizada como una de las experiencias industriales más im-
portantes de la etapa porfirista. Sobre la industria textil mexicana y Garcin como inversionista puede
consultarse: Aurora Gómez Galvarriato, “La Revolución en la Distribución y en la Producción de Textiles
en México durante el Porfiriato”, en: Univ. de Puebla, Historia Empresarial y Gobierno Corporativo en
México, Documentos, Artículos [en línea],
http://mailweb.udlap.mx/~llec_www/historiaempresarial/docu.html, [consultado: 11-XI-2002] y Mario
TRUJILLO BOLIO, “El empresariado textil de la ciudad de México y sus alrededores, 1880-1910”, en: Es-
tudios de historia moderna y contemporánea de México [en línea], UNAM, Instituto de Investigaciones
Históricas, http://www.ejournal.unam.mx/iih/publicaciones/05moder003.pdf [consultado: 11-XI-2002].
645
“Lo que si he de decirte es que procures que lo mío se resuelva antes de marchar tu, porque conozco
muy bien a esta gente y se por experiencia que se olvidan con mucha facilidad de lo que prometen. [...]
No te parezca orgullo, pero valgo muchísimo más que muchos de los de aquí en todo, tanto en condicio-
nes morales como actitud y voluntad para el trabajo y me encuentro con menos representación y mucho
menos sueldo, de modo que si mi posición no llega a ser lo que yo creo antes de tu salida, aunque nada
tengo y nada valgo, daré al traste con todo y me marcharé a casa pues no estoy dispuesto a seguir vivien-
do entre salvajes, donde con seguridad perderé lo poco que sé para no sacar nada en limpio, tu mismo
comprenderás, cuál puede ser mi vida, acostumbrado al medio en que vivía entre vosotros y encontrarme
ahora sin tener ni una sola persona con quien hablar de nada. ¿Te parece que el sacrificio que hago con
esta vida está compensado con sacar para comer? [...] Cuando vine aquí me habían prometido que entra-
ría en el estampe donde podría aplicar mis conocimientos de química y en lugar de eso, entré como cela-
dor en el departamento de tejidos con una vida imposible estando entre indios desde las seis de la mañana
hasta las seis de la noche...” (IESJJA/LA. s.c., Carta original mecanografiada de Francisco Altamira a
Rafael Altamira, Fábrica de Metepec, 23-I-1910).
646
En el epistolario de Altamira han quedado rastros de las gestiones que hiciera ante Telesforo García,
así como del compromiso del emigrado español, para intentar situar mejor al susodicho Francisco: “Su
hermano político salió para España según me avisa por tarjeta de Veracruz que acabo de recibir. Entiendo
que no deja su colocación y por lo que hace al jefe de la casa Don Iñigo Noriega, es persona de espíritu
muy amplio que no dudo le compensará sus servicios. Cuando se presente Don Jesús López, veré lo que
puedo hacer por él. Comprendo los aprietos en que han de meter a V. todos cuantos juzgan que esto es
Jauja y que nosotros disponemos de cuantas colocaciones son necesarias para nuestros ahijados. En el

469
Lo más interesante sea, quizás, comprobar que estos requerimientos se prolonga-
ron más allá de la estancia de Altamira en Argentina, como testimonian la correspon-
dencia con su amigo alicantino Victorio, con Miguel Calvo647 y con el insaciable José
Vallcanera, individuo éste, que ejemplifica cómo el viajero se vio expuesto, también, a
demandas constantes e impertinentes648.
Pero el impacto de la visita de Altamira entre la emigración española no tuvo só-
lo unas expresiones humanas e individuales, sino también, y sobre todo, institucionales.
En efecto, el respaldo de las organizaciones de la comunidad española fue paralelo y
entre complementario y supletorio, según los casos, al que brindara el cuerpo diplomáti-
co. Esto no era caprichoso: el carácter privado de estas agrupaciones les permitía adop-
tar un perfil más destacado a la hora de organizar demostraciones públicas y de expresar
verbal y materialmente su respaldo al viajero español.
Si bien el acentuado carácter universitario e intelectual de la misión hizo que Al-
tamira no definiera a la colonia española como su interlocutor privilegiado, tanto en

cerebro español no penetrará jamás la idea de que esto es mil veces más pobre que España” (IESJJA/LA,
s.c., Carta original mecanografiada de Telesforo García a Rafael Altamira, México, 17-VI-1911)..
647
En 1915, el asturiano Miguel P. Calvo, conchabado en una refinería de azúcar y preocupado por la
desocupación que se veía por entonces en Argentina, apeló a Altamira a través de un amigo común, Ma-
nuel Miranda —residente en San Esteban de Pravia donde Altamira tenía una casa— para encontrar una
colocación mejor: “… si V. se digna favorecerme con una eficaz recomendación por la cual pueda entrar
al servicio de algún centro español, ya sea de portero, oficina u otro empleo cualquiera que esté en armo-
nía con mi profesión pasada, además de aliviar mi suerte hará un acto de caridad que yo le agradeceré
externamente.” (AHUO/FRA, en cat., Caja IV, Carta original manuscrita de Miguel P. Calvo a Rafael
Altamira, Buenos Aires, 21-III-1915 —2 pp.—). Altamira, siempre solidario, le remitió dos tarjetas para
que Calvo se presentara ante la Asociación Patriótica Española y Rafael Calzada. La respuesta fue emoti-
va: “no puede figurarse, Señor Altamira, lo que le agradezco sus recomendaciones, pues, aunque no sur-
tan el efecto apetecido por circunstancias especiales de la crisis que atravesamos, siempre quedará graba-
da en mi alma la gratitud por el favor recibido”(AHUO/FRA, en cat., Caja IV, Carta original manuscrita
de Miguel P. Calvo a Rafael Altamira, Buenos Aires, 6-IV-1915 —2 pp.—).
648
Vallcanera había recurrido a Altamira desde Alicante para obtener su recomendación para emigrar a la
República Argentina. Entonces, Altamira le había dado una carta de recomendación para Rafael Calzada,
que lo colocaría en una casa comercial. Según Vallcanera, Calzada le expresó en aquella ocasión: “«Creo
tener la seguridad de que me dirijo a un hombre que sabrá interpretar el alcance de mis palabras: aquí
como Ud ve, me llueven los recomendados de España; el uno quiere que le busque una casa para llevar
las cuentas, porque es Tenedor de Libros; otro, una portería; otros más modestos quieren que les coloque
de ayudantes de cocina; en una palabra, quieren convertirme en Agente de Colocaciones y yo no puedo
hacer eso. Yo quiero (sigue diciendo el Doctor) al señor Altamira como un hermano, vea Ud. una vacante
que pueda desempeñar y aquí tiene mi influencia.» (AHUO/FRA, en cat., Caja IV, Carta original manus-
crita de José Vallcanera a Rafael Altamira, Bahía San Blas, Argentina, 2-X-1910 —2 pp. manuscritas con
anotaciones manuscritas de Altamira para preparar la respuesta—). Luego Vallcanera tuvo la oportunidad
de ingresar al magisterio primario en el poblado de Bahía San Blas —sito en el distrito de Carmen de
Patagones, en el extremo sur de la Provincia de Buenos Aires— como Director de la Escuela nº 7, ad
referendum de un examen de reválida. No contento con lo ya obtenido del alicantino y sintiéndose abru-
mado por aquel razonable requisito, Vallcanera apelaba dramáticamente a la sensibilidad de Altamira
invocando las necesidades económicas de su familia y justificando sus pedidos afirmando, con proverbial
ingratitud, que ese destino era un castigo y que “este es un país que se si carece de influencia nada se
consigue”. Claro que las pretensiones de Vallcanera sobrepasaban con creces aquello que Altamira estaba
en condiciones materiales y morales de hacer por su pedigüeño paisano que le solicitaba, sin sonrojarse,
que “me recomiende al Subsecretario de la Dirección General de Escuelas de La Plata para que este exa-
men sea benévolo y se tenga en cuenta que esto es un destierro que únicamente un hombre de mi edad (47
años) y con mis necesidades pueden aceptar” (AHUO/FRA, en cat., Caja IV, Carta original manuscrita de
José Vallcanera a Rafael Altamira, Bahía San Blas, Argentina, 2-X-1910 —2 pp. manuscritas con anota-
ciones manuscritas de Altamira para preparar la respuesta—).

470
Argentina como en México y en Cuba, las asociaciones de inmigrantes agasajaron a su
compatriota y apoyaron su misión con entusiasmo.
En Buenos Aires Altamira fue calurosamente arropado por la colectividad. Luis
Méndez Calzada, desde el Círculo Asturiano, organizó en honor de Altamira y de la
Universidad de Oviedo una velada cultural en el Teatro Victoria de Buenos Aires en la
que se representó una pieza teatral y se pudo escuchar una alocución de Altamira y de
dirigentes asturianistas649.
El Círculo Valenciano agasajó a su paisano con una suculenta paella el domingo
primero de agosto con la presencia del Vizconde de la Fuente650 y lo nombró presidente
honorario, entregándole el diploma correspondiente en un pergamino decorado artísti-
camente y con un texto en “valenciano”651. La asociación civil gallega Hijos del Partido
de Vivero lo nombró socio honorario652 y los artistas peninsulares de la Compañía de
Zarzuela Española y Operetas de Francisco Gómez Rosell ofrecieron a Altamira una
función en su honor653, a la que no consta que el invitado asistiera. El profesor ovetense
visitó también la Asociación Española de Socorros Mutuos de Lomas de Zamora y Al-
mirante Brown, fundada en 1893 y presidida por entonces por Pedro Delbay, y el Teatro
Español de ella dependiente durante el mes de septiembre654.
Particular relevancia tuvo el banquete de despedida que ofreciera el Club Espa-
ñol de Buenos Aires655. En esta ocasión, el viajero compartió la mesa de honor con Fer-
mín Calzada656; Félix Ortiz de San Pelayo657; Otto Krausse y otros contertulios habitua-

649
En esta “Gran función en honor del esclarecido profesor Don Rafael Altamira”, la Compañía Cómico-
Dramática Serrador-Mari, representó el drama de Manuel Tamayo y Baus, “Locura de Amor”, para re-
caudar fondos en beneficio de la Extensión universitaria ovetense. Algunos pormenores de la organiza-
ción de este acto pueden verse en: IESJJA/LA, s.c., Carta original manuscrita de Luis Méndez Calzada
con membrete del Círculo Asturiano a Rafael Altamira, Buenos Aires, 10-VIII-1909. El presidente del
Círculo Asturiano remitió posteriormente un programa de actividades para que fuera aprobado por Alta-
mira: IESJJA/LA, s.c., Carta original manuscrita con membrete particular de Luis Méndez Calzada a
Rafael Altamira, Buenos Aires, 31-VIII-1909.
650
Severiano LORENTE, “La Paella del domingo (Extensión Universitaria)”, en: periódico no identifica-
do, Nº12.580, 3-VIII-1909 (IESJJA/LA, s.c., Recorte de prensa).
651
IESJJA/LA, s.c., Carta de Salvador Alfonso —con membrete del Presidente del Círculo Valenciano—
a Rafael Altamira (No consigna datación). Como nota curiosa, en la carta además de notificar a Altamira
de la designación se le solicita un “buen retrato fotográfico de Ud., del que aquí mandaremos a hacer una
ampliación que será colocada en nuestros salones”.
652
IESJJA/LA, s.c., Carta original mecanografiada del Presidente de la Sociedad Centro Hijos del Partido
de Vivero, F. Baño a Rafael Altamira, Buenos Aires, 26-VII-1909.
653
IESJJA/LA, s.c., Carta original manuscrita de Adolfo Cantero con membrete de la Compañía de Zar-
zuela española y Operetas de Francisco Gómez Rosell a Rafael Altamira, Buenos Aires, 9-X-1909.
654
IESJJA/LA, s.c., Carta original manuscrita (1p., con membrete: Asociación Española de Socorros
Mutuos de Lomas de Zamora y Almirante Brown) de Pedro Delbay a Rafael Altamira, Lomas de Zamora,
29-IX-1909.
655
Parte de las gestiones de Fermín Calzada para la realización de este evento quedaron testimoniadas en:
IESJJA/LA, s.c., Carta original Manuscrita (1p., con membrete: Fermín Calzada. Abogado) de Fermín
Calzada a Rafael Altamira, Buenos Aires, 1-X-1909.
656
Fermín Fernández Calzada, nacido en 1871, también en Navia como Rafael y el resto de sus herma-
nos, se licenció en Derecho en Oviedo en 1893. Militó en la Juventud Republicana e inmediatamente
después de licenciarse emigró a Argentina, donde revalidó su título y se doctoró en Derecho por la UBA.
Fue Presidente del Círculo Asturiano en 1895 y Secretario de la Asociación Patriótica Española entre
1900 y 1904, la cual presidió de forma casi ininterrumpida desde 1905 hasta 1934. También fue varias

471
les en estos nutritivos homenajes como Ernesto L. Bidau, Eufemio Uballes y el casi
omnipresente, Joaquín V. González658. Este evento, quizá por lo poderoso de la asocia-
ción convocante, logró congregar a los miembros más influyentes de la colectividad
española, quienes aplaudieron efusivamente los discursos de los antes nombrados, del
capellán del Hospital Español y, hasta del usualmente silencioso y discreto, Alvarado,
abnegado secretario del catedrático ovetense659.
En los otros países visitados, las comunidades españolas también acogieron calu-
rosamente al viajero. En Uruguay, el Club Español en Montevideo ofreció una recep-
ción en la que los representantes de la comunidad española homenajearon a su compa-
triota la misma noche de su arribo y organizó, a través de una suscripción especial de
socios y de público interesado, un banquete de despedida el día 11 de octubre. Altamira
fue agasajado por el presidente del Hospital Español, institución que visitó con el minis-
tro español y con el cónsul en Montevideo, Félix Cortés. En Chile fue convidado con un
banquete para cien invitados ofrecido por todas las asociaciones de la colectividad en el
Círculo Español660 y la importante colonia española de Iquique lo convidó con una re-
cepción en el Casino Español. En Perú, el Centro Español de Lima organizó un banque-
te en sus instalaciones en el que fueron invitados de honor el embajador español y Rafael
Altamira661.
En México la repercusión pública de la misión debió mucho a la decidida acción
de la poderosa e influyente comunidad española, la cual se movilizó activamente para
asegurar el feliz término de la empresa662, asociándose para ello con el gobierno mexi-

veces Presidente del Club Español; Presidente del Primer Congreso de la Confederación de Sociedades
Españolas en 1913 y Delegado del Club y de la Asociación Patriótica Española al II Congreso del Co-
mercio Español de Ultramar por el Club Español, la Patriótica.
657
El músico Félix Ortiz de San Pelayo era el presidente de la Asociación Patriótica Española y además,
un dirigente de los sectores católicos de la colectividad, siendo en 1907 uno de los fundadores de la So-
ciedad Española de la Virgen del Pilar y en 1912 uno de los impulsores del Patronato Español. Entre sus
obras puede mencionarse: Nuestra música. La música española, Buenos Aires, Librería La Facultad,
1920. Dentro de su labor como músico cabe mencionar la autoría de la partitura de la ópera vasca en tres
actos titulada Artzai Mutilla (Muchacho pastor de ovejas) con letra de Pedro Mari Otaño, estrenada en 8-
II-1900 en el Teatro Victoria de Buenos Aires.
658
“La demostración a Altamira. En el club español”, en: periódico no identificado (IESJJA/LA, s.c.,
Recorte de prensa).
659
“Demostración al prof. Altamira”, en: periódico no identificado (IESJJA/LA, s.c., Recorte de prensa).
660
IESJJA/LA, s.c., Invitación del Directorio del Círculo Español a Rafael Altamira para el banquete en
su honor, Santiago de Chile, 2-XI-1909.
661
Altamira conservó entre sus papeles el discurso de salutación pronunciado en esta ocasión. Ver:
IESJJA/LA, s.c., Texto original mecanografiado con las palabras alusivas de un miembro de la comuni-
dad española en Lima durante el banquete en homenaje de Rafael Altamira, Lima, XI-1909.
662
Esta circunstancia era conocida por Altamira a través de su hermano político Francisco, residente en
aquella ciudad: “Desde que se inició la idea de tu venida por estos continentes he seguido paso a paso, la
marcha de todos los incidentes, que han ocurrido con el interés que puede suponer; excuso decirte mi
alegría al ver la unanimidad de pareceres entre la gente de valer, por que fueras tu quien trajera la
representación de la intelectualidad española, así como las infinitas muestras de afecto que recibes, pese a
esos pobres de espíritu almas ruines, incapaces de alegrarse con el bien de los demás. Esta semana llegó
de visita Dn. Telesforo con sus hijas y hablamos mucho de ti y de lo que tiene preparado para cuando te
encuentres entre nosotros” (IESJJA/LA, s.c., Carta original mecanografiada —con firma autógrafa Pa-
co— de Francisco [?] a Rafael Altamira, Metepec, 6-VI-1909).

472
cano, que no dudó en poner a disposición del viajero los recursos necesarios para su
desplazamiento y manutención663.
El Casino Español de la ciudad de México a través de las gestiones de su presi-
dente, el industrial José Sánchez Ramos, organizó el 16 de diciembre una velada de pre-
sentación del delegado ovetense a la sociedad española y mexicana, en la que éste pudo
exponer el programa americanista de la Universidad asturiana ante el Presidente de la
República y miembros de su gabinete664. Una segunda conferencia en la misma institu-
ción, versó sobre el Peer Gynt de Ibsen con la consabida ejecución orquestal incluida,
como en otras ocasiones. El Centro Asturiano de Méjico abrió sus puertas a Altamira
para que este hablara acerca de “La misión docente de las asociaciones españolas de
América”665.
En Veracruz, Altamira pronunció una conferencia sobre “La obra pedagógica de
la Universidad de Oviedo” en una velada organizada por el Casino Español de esa ciu-
dad y las autoridades locales. En Mérida de Yucatán —donde fue magníficamente reci-
bido666— la colectividad le encargó tres conferencias sobre literatura y pedagogía para

663
IESJJA/LA, s.c., Despacho Nº 4014 de la Mesa 2ª de Sección de Educación Secundaria, Preparatoria
y Profesional dependiente de la secretaría de Estado y del Despacho de Instrucción Pública y Bellas Artes
de México, México, 4-I-1910 (Se remite el pase Nº D-570 expedido por la Compañía de Ferrocarriles
Nacionales de México a nombre de Rafael Altamira, y a cargo de la institución).
664
“El señor Presidente, al final de mi discurso, tuvo la bondad de subir al estrado y expresarme su con-
formidad con las ideas allí expresadas en nombre de la Universidad de Oviedo: hecho que consigno por la
marcada y halagüeña significación que tiene para nuestros propósitos de intercambio” (Rafael ALTAMIRA,
Informe sobre los trabajos realizados en la República de Méjico por el delegado de la Universidad de
Oviedo, reproducido en: ID., Mi viaje a América..., Op.cit., p. 346.
665
AHUO/FRA, en cat., Caja S/N, , Discurso pronunciado por el Doctor Rafael Altamira la noche del 8
de marzo de 1910 en el Centro Asturiano, en la velada celebrada en su honor, Original mecanografiado,
12 pp. En realidad, el tema declarado por Altamira en Mi viaje a América no se corresponde demasiado
con el tenor de este discurso de ocasión en el que los recuerdos de Asturias ocupan el lugar central.
666
Reflejos de ese entusiasmo se encontraban en la verborragia con que la prensa meridana daba la bien-
venida al delegado ovetense, dedicando la primera plana a enmarcar adecuadamente su visita: “Es indu-
dable el sumo interés con que se le escuchará por un auditorio que está ansioso de oírle, no solo por la
profundidad y alteza de los conceptos con que siempre sabe distinguir sus hermosas producciones, sino
también por la bella y cautivadora forma con que sabe esmaltar esos conceptos. Es verdaderamente admi-
rable la amenidad e insinúa sus ideas. Al poco rato de tratarle, se siente uno embargado por su gran espíri-
tu, orientado siempre éste por una fuerte y poderosa corriente de ideas generales, universales, humanas. A
este incansable cultivador de la ciencia, no solo hay que mirarle desde el punto de vista de su elevada
figura en el campo del saber, sino también hay que considerarlo como uno de los más grandes amantes de
la humanidad, a cuyo mejoramiento y progreso ha consagrado toda su vida, llena de una actividad casi
inconcebible en los alcances de un solo hombre. De su grande y generoso espíritu brotan con maravillosa
espontaneidad, ideas y conceptos que solamente las privilegiadas inteligencias, en sus grandes y misterio-
sas intuiciones, producen. Precedido de la inmensa y brillante fama que se ha conquistado en sus fructífe-
ras conferencias en todos los países que ha visitado; frescos todavía los laureles que ha alcanzado en la
capital de nuestra República, llega a nosotros el eximio sociólogo, el eminente historiador [...] Obede-
ciendo a ese movimiento general de simpatía y atracción que se revela y palpita hoy con más energía que
nunca en las jóvenes Repúblicas Latino-Americanas; arrastrados todos de un modo irresistible por ese
imperio que saben ejercer siempre las grandes almas en los espíritus, hemos visto acudir ayer a recibir y
saludar al señor Altamira, a los distinguidos representantes en nuestro país, de la Ciencia, de la Literatura,
del Arte, del Comercio y de la Agricultura...” (AHUO/FRA, en cat., Caja 5 y continuación, separada, en
Caja 4 —Carpeta de Periódicos, Recorte de prensa—, “Entusiasta recepción al Doctor Altamira”, en:
Diario Yucateco, Mérida de Yucatán, 7-II-1910).

473
público general y una lección especial para los maestros primarios en el Teatro Peón
Contreras667.
Nota aparte merece, sin duda, la situación de las asociaciones peninsulares en
México. Pese a que la comunidad española dio grandes muestras de afecto —no exento
de cierta picaresca y oportunismo668—, hizo suyo el proyecto americanista y no exhibió
públicamente mayores fisuras en su apoyo al delegado ovetense, lo cierto es que la co-
lectividad se encontraba dividida. En este contexto, las tensiones existentes terminaron
por manifestarse en torno a Altamira, quien fuera convocado por algunos peninsulares
para mediar o incluso resolver el conflicto.
A estas tensiones contribuía tanto la propia dinámica de los diferentes “exilios”
allí reunidos —ya sea en su reflejo de las tensiones políticas peninsulares o en la inevi-
table competencia por dignidades y poder intracomunitarios— como la misma relación,
ya de por sí compleja, de la comunidad española con la sociedad mexicana. En efecto,
las preocupaciones por la mala imagen o la consideración negativa acerca de España y
del colectivo español en México, no solo constituían un tópico del discurso político de
las facciones opositoras, sino que se encontraban extendidas en todos los niveles de la
comunidad, incluso en los dominantes669.
En este sentido, es indudable que el comportamiento de Altamira fue sumamente
correcto y sólo pudo suscitar en la opinión pública mexicana una aprobación entusiasta.
En cierta forma, podría decirse que la gira de Altamira, contribuyó a poner en crisis
ciertas visiones negativas —no todas fruto de un prejuicio hispanoamericano— de la
idiosincrasia española.

667
Según el mismo periódico, Altamira desarrollaría tres temáticas: “el objeto que persigue en sus viajes
a América..., los principios de la Sociología Española en sus relaciones con la vida nacional de los pue-
blos Latino-americanos..., y sobre el importante y trascendentales problema de la educación y evolución
del niño en la literatura” (AHUO/FRA, en cat., Caja 5 y continuación, separada, en Caja 4 —Carpeta de
Periódicos, Recorte de prensa—, “Entusiasta recepción al Doctor Altamira”, en: Diario Yucateco, Mérida
de Yucatán, 7-II-1910).
668
El Presidente del Centro Castellano de México el leonés A. Larín, socio fundador de la Gran Fábrica
de Chocolates y Dulces Larin y Cia., solicitó a Altamira autorización para “poder registrar y usar una
marca que lleve el nombre y retrato de Vd., la cual nos proponemos editar a todo lujo, y dedicarla a los
estudiantes de México; y nos veríamos doblemente honrados con ella, si a la vez tiene Vd. a bien escri-
birnos unos pensamientos apropiados para el caso, con el fin de imprimirlos juntamente en las etiquetas.”
(IESJJA/LA, s.c., Carta original mecanografiada —con membrete societario— de los socios de la Gran
Fábrica de Chocolates y Dulces a Rafael Altamira, México 2-II-1910).
669
Reveladora de esta preocupación resulta la carta que Federico Gutiérrez y Pico, presidente del Círculo
Español Mercantil, enviara al Vice-Cónsul de España, para sugerir que el gobierno hispano condecorara
al gobernador de Yucatán, Teodoro Dehesa antes de las celebraciones independentistas, como una forma
de contrarrestar la ausencia de una delegación militar española en los festejos y como una forma “de
alejar la posibilidad de que durante ellas haya alguna nota mortificante para nuestra patria”. Gutiérrez y
Pico recordaba al diplomático el trabajo y el tiempo que había sido invertido para consolidar la situación
de la colectividad española en México y la conveniencia de condecorar al gobernador, lo cual “además
de ser una merecida recompensa sería también una medida política altamente beneficiosa para todos los
intereses españoles que en esta jurisdicción radican. Ud., que tan completo conocimiento tiene de las
circunstancias en que están colocados en esta región los intereses españoles, puede apreciar con entera
exactitud si es o no merecedora de tenerse en cuenta nuestra indicación...” (IESJJA/LA, s.c., Carta dupli-
cada mecanografiada de Federico Gutiérrez y Pico al Vice-Cónsul de España, México, 23-II-1910).

474
Sin embargo, pese a la acendrada mesura del viajero, su presencia no pudo sus-
traerse completamente del influjo de los conflictos que dividían a la propia colonia es-
pañola, ante los cuales, más pasiva que activamente, Altamira debió posicionarse.
En Argentina, el liderazgo indiscutido de los Calzada y la amplia hegemonía li-
beral y republicana en la colectividad española —pese a los matices existentes—, hizo
que la comunidad emigrante se encolumnara sin fisuras detrás de la misión de Altamira.
En México, un escenario mucho más controvertido y conservador, los sectores liberales
y republicanos debían convivir y competir con los monárquicos y confesionales. Estas
rivalidades, que reflejaban con más ajuste la propia situación peninsular, rodearon la
presencia de Altamira y, hasta cierto punto, amenazaron con arrinconar su misión en el
terreno del publicismo faccioso. Si ello finalmente no ocurrió fue por la prudencia del
viajero y de dirigentes como el santanderino Telesforo García que, en aras de mantener
una unidad mínima entre los españoles emigrados a México, no había dudado en boico-
tear la organización continental de los republicanos y el concomitante proyecto de repu-
blicanizar las organizaciones de la colectividad.
Esta postura se había reflejado en su debate con Rafael Calzada, que desde Bue-
nos Aires, intentó organizar una Federación Republicana Española de América según la
estrategia seguida en Argentina. Como ha afirmado Ángel Duarte, García, emigrado tras
la caída de la República, dirigente de la Cámara de Comercio y de Industria Española y
presidente la asociación Beneficencia Española, “recelaba de una politización que podía
llevar a la ruptura del colectivo español y creía que, fuera del suelo peninsular, a los
emigrados sólo les cabía identificarse como españoles”670.
Calzada testimonió la oposición de García, atribuyendo su reluctancia, a la du-
dosa calidad de su republicanismo, demostrando lo frescas que estaban las viejas heri-
das fraticidas de este sector671; aun cuando el propio Salmerón, desde España, habría
demostrado un llamativo desinterés por la iniciativa del asturiano672.

670
Ángel DUARTE, La República del emigrante..., Op.cit., p. 104. Duarte rescató del AMAE, una revela-
dora carta de Telesforo García a César Estrada, fechada en México el 24-IX-1903 y anexa al Despacho nº
89 de la Legación de España en México del 3-X-1903, en la el santanderino afirmaba que: “Fuera de mi
patria, yo nunca he querido ser político, sino español. Considero baldío e ineficaz todo trabajo en el senti-
do de abogar por la implantación, en España, de cierta forma de Gobierno, ante un público que no es el
nuestro, o ante una opinión y un cuerpo electoral que, aunque quisieran, nada podrían resolver a favor del
programa republicano, aplicable a nuestro país. […] Si lanzamos en el seno de estas colonias la manzana
de la discordia política, nos exponemos a producir disensiones y a dar en el extranjero espectáculos peno-
sos. Y como la política ha de tener por finalidad el bien de la patria, todo lo que pueda debilitar la acción
de sus hijos, para en momento determinado, servirla unidos con el mayor empeño, debe en mi sentir des-
echarse.” (Ibíd., p. 105).
671
“Yo trabajé empeñosamente para traer a la Federación a los españoles de México, valiéndome de mi
ilustre amigo don Telesforo García, allí residente, —que auxilió a cautelar en sus últimos años— a quien
puse extenso cablegrama y escribí, considerándole republicano; pero me equivoqué. Se negó a secundar-
nos.” (Rafael CALZADA, Cincuenta años de América. Notas autobiográficas, Vol.I, Op.cit., pp. 224-225).
672
Calzada expresaba en sus memorias que, a propósito de la fundación de la Federación Republicana
Española de América “los correligionarios, todo el mundo, esperaban de España una palabra de aliento: la
del jefe, la de Salmerón y Alonso. Yo le escribí cartas y cartas, anunciándole nuestra constitución, ofre-
ciéndole dinero para el partido, hasta enviándole claves para que, por medio de ellas, pudiese pedir con
toda cautela lo necesario, y Salmerón se fue al otro mundo sin decir nada, sin pedir nada. Aquel hombre
era una esfinge… Siento muy de veras tener que decir esto, porque siempre quise y asumiré sinceramente

475
En todo caso, la lógica institucional de la misión americanista, acercaba natu-
ralmente a Altamira a las autoridades de las poderosas sociedades hispanas, a la vez que
lo alentaba a alejarse de cualquier tipo de conflicto que pudiera adosarse incómodamen-
te a sus actividades y a su prédica de confraternización. Claro que esta opción, por ade-
cuada y razonable que nos parezca, tuvo sus costos y generó prevenciones incluso, en
Fermín Canella673. En efecto, durante su estancia mexicana Altamira recibió algunas
cartas en las que, a propósito de alguno de sus proyectos pedagógicos, se le advertía
acerca de la necesidad de una previa unificación de las sociedades españolas.
Custodio Llanos, uno de los propietarios de la compañía El Abastecimiento
Eléctrico de México, alertaba al profesor español de que se encontraba frente a una co-
munidad desgarrada por la herencia del caciquismo y del faccionalismo político penin-
sular, al tiempo que se le suplicaba un diagnóstico e indicaciones para un tratamiento
drástico674. En otra carta, Llanos, agradeciendo el interés de Altamira, reafirmaba sus
ideas respecto de su inmejorable posición para resolver aquellos problemas y la necesi-
dad de desenvolverse en un marco de absoluta neutralidad675. El llanisco Alfredo Roma-

a Salmerón. Su obstinado silencio respondería a fines políticos que no me explico, y que debería respetar,
aún considerándolo un grande error; pero los hechos tuvieron tales como los refiero, y puedo agregar que
más que por el Gedeón y más que por las cruces, perdió su fuerza la Liga por no haber recibido del jefe
ilustre del republicanismo el aliento que necesitaba.” (Ibíd., pp. 225-226). Las prevenciones de Salmerón
respecto de Calzada probablemente estuvieran relacionadas con las crecientes simpatías hacia Blasco
Ibáñez, Lerroux y Ferrer entre los republicanos españoles en Argentina, aunque bien podrían haber obe-
decido a las consideraciones de Antonio Atienza y Medrano —progresivamente moderado y partidario de
un acercamiento a la Restauración— quien pese a su cercanía personal con Calzada, no dejó de criticar su
encumbramiento y el supuesto radicalismo de la LRE, ante el caudillo republicano español. Ver: Ángel
DUARTE, La República del emigrante..., Op.cit., pp. 174-175.
673
Canella habría expresado sus reparos a Altamira respecto de la oportunidad de alojarse en la casa de
Telesforo García: “En cuanto al alojamiento por D. Teles [sic] mis reparos eran circunstanciales y más
bien ya a tratar aquí. La indicación se me hizo muy de cerca. Estoy muy agradecido a la intervención,
actividad e interés de García; pero el no fue perdiendo, y con o sin él, [José] Sánchez Ramos y demás, ya
habían soltado prenda patriótica” (AFREM/FA, Cartas a Rafael Altamira, RAL 2, Canella y Secades,
Fermín, (28 docs.), Carta de Fermín Canella a Rafael Altamira, Oviedo, 23-II-1910).
674
“La empresa es ardua, bien lo comprendo, pero si dejáis a un lado, despreciándolo, el valor del sacrifi-
cio que os vais a imponer y por otra parte os atenéis tan solo a la rectitud de vuestro sano criterio sin dar
oído a las opiniones bastardas que se os acercasen, las cuales se fijan únicamente en su bien personal,
amor propio herido, aspiraciones orgullosas apoyadas en la más absoluta nimiedad, etc., etc., que de todo
se preocupan menos del contingente que han de aportar al bien de la obra común, triunfará Ud. sin duda
alguna porque lo apoyará incondicionalmente, desde los primeros momentos, todo el elemento sano de la
colonia [...] Si así lo hacéis, tendremos colegio y otras muchas cosas porque la Colonia unida tiene un
gran poder, pero de lo contrario cundirá la desunión mas de lo que existe actualmente y con ella la disper-
sión de elementos que puedan consolidar y dar forma al edificio que Ud. valientemente y con gran alteza
de miras quiere levantar en esta antigua Nueva España y hoy libre y soberana México. Y Ud. lo sabe
perfectamente; el primer peldaño que conduce al ideal lo forma el apoyo de la colonia española...”
(IESJJA/LA, s.c., Carta original mecanografiada de Custodio Llanos a Rafael Altamira, México, 12-I-
1910).
675
“...sin pretender dar consejos de quien tengo tanto que aprender, aprovecho esta oportunidad para
indicarle que a mi humilde juicio debe anunciar convenientemente la conferencia en que detalle la orga-
nización de la Escuela de emigrantes y enunciar los medios de cumplir su misión los españoles en Améri-
ca y escoger, como ya dije en mi anterior, un lugar de absoluta neutralidad donde pronunciarla. Para lo
primero puede Ud. contar con la prensa española en México, Casino Español y Centros regionales, que
seguramente le prestarán su incondicional apoyo en este sentido; para lo segundo, sus espléndidas rela-
ciones personales le prestarán el medio. De otro modo sería sensible que su elocuente palabra fuese escu-
chada por una minoría de españoles o por una mayoría casi exclusiva de cualquiera de los bandos militan-

476
no, también escribió a Altamira rogándole su intervención —incluso luego de su vuelta
a Oviedo— para favorecer la unidad de la comunidad española fragmentada regional-
mente y dividida en facciones irreconciliables676.
Pero no todas la interpelaciones al profesor ovetense fueron tan diplomáticas
como para dejarlo al margen del conflicto. El Director del periódico El Correo Español,
líder de la oposición, se quejó ácidamente ante el mismo Fermín Canella de la desconsi-
deración de Altamira al no visitar ese diario, acusándolo veladamente de tomar partido
por la facción dominante en las instituciones comunitarias. Altamira, informado por el
rector ovetense677, contestó a José Porrua explicando la situación y tratando de dejarla
zanjada antes de partir hacia Cuba678. Esta réplica originó, sin embargo, una nueva carta
del periodista peninsular, dirigida esta vez al propio Altamira en la que, a pesar de de-

tes; ambos extremos serían perjudiciales. En apoyo final de mis propósitos recuerdo aquel proverbio
nadie es profeta en su tierra que aplicándolo al caso concreto del momento puede traducirse en que nin-
guna de las personalidades de nuestra Colonia por más desinterés, acendrado patriotismo y esfuerzo per-
sonal que pusiera en tamaña obra lograría un resultado final favorable a sus propósitos. Lo contrario que
pasaría con Ud. tanto por que su corta permanencia en esta capital le escuda contra críticas y censuras
(que por adelantado traduzco en plácemes y alabanzas), cuanto que su talento, sólida ilustración y persua-
siva palabra llevarán al auditorio el convencimiento más completo...” (IESJJA/LA, s.c., Carta original
mecanografiada —con membrete de El Abastecimiento Eléctrico— de Custodio Llanos a R. Altamira,
México, 14-I-1910).
676
IESJJA/LA, s.c., Carta original mecanografiada de Alfredo Romano a R. Altamira, México, 29-I-
1910.
677
“El Sr. Porrúa, director de El Correo Español, que hizo buena campaña preparatoria antes de llegar V.
a esa y que no obstante lo que me indica, continúa con merecidos elogios al trabajo de V. y a nuestra
empresa, me escribe quejoso del proceder de V. para con él y su diario que no fueron invitados a las con-
ferencias del Casino y de la Escuela”. Canella le transmitía a Altamira que Porrúa había deseado verlo
pero que no pudo acercarse a él —que se alojaba en la casa de Telesforo García— “por no estar en rela-
ciones con D. Telesforo” y se había terminado ofendiendo porque “V. ha creído cumplir con él y el perió-
dico con dos renglones escritos en la tarjeta sin visitar la Redacción” y porque “no se ha dignado despe-
dirse de ellos al marcharse”. Canella confesaba a Altamira que no tenía referencias de Porrúa, pese a que
había recibido cartas suyas apoyando la empresa americanista, por lo cual había creído conveniente excu-
sarse “en lo posible”, e instaba al alicantino a escribirle o verlo en la segunda etapa de su estancia en
México, “para no dejar ningún resquemor por ahí” (AFREM/FA, Cartas a Rafael Altamira, RAL 2, Cane-
lla y Secades, Fermín, (28 docs.), Carta de Fermín Canella a Rafael Altamira, Oviedo, 10-I-1910).
678
“Acabo de recibir una carta del Sr. Canella que me ha producido sincero un gran gran disgusto. En ella
me transmite quejas de V referidas a mí que suponen si envuelven un error no son por eso menos signifi-
cativos de que V se considera molestado por defi supuestas deficiencias de mi proceder. No quiero mar-
charme de México dejando tras de mi esa impresión equivocada, tanto más sensible para mi cuanto que
recae en el Director de un periódico al que debo muy elocuentes muestras de su interés por la obra que
vine a cumplir y de su apoyo para que se cumpliera. Me apresuro pues espontáneamente a decir a V: 1º
Que yo no he tenido la más pequeña participación en el reparto destino de invitaciones para las contadas
conferencias mías en que la entrada ha exigido ese requisito. La mayoría de ellas han sido de entrada
absolutamente libre y en las demás, claro es que no me cabe responsabilidad ninguna por los olvidos que
pudiera haber y que yo creo siempre involuntarios. 2º Que no visita[do] seguido con el Correo Esp. la
misma conducta que con los demás periódicos a ninguno de los cuales he visitado personalmente, limi-
tándome a enviar mi tarjeta para no hacer distinciones que podrían molestar a los no comprendidos en
ellas. 3º Que por ser mi viaj[e] a mi marcha para los Estados Unidos...” [el original se interrumpe].
(IESJJA/LA, s.c., Borrador manuscrito de Carta de Rafael Altamira a José Porrua, s/l y s/f —escrita a
posteriori del 10-I-1910 y antes del 5-II-1910—, 2 pp.). Altamira informó a Canella de esta carta y el
Rector, en otra postrior le expresaba “El incidente Porrúa no merecía tanta explicación porque supe su
vida y carácter en uba y México, al fin lo arregló V. bien. El me escribió ya segunda carta muy satisfe-
cho.” (AFREM/FA, Cartas a Rafael Altamira, RAL 2, Canella y Secades, Fermín, —28 docs.—, Carta de
Fermín Canella a Rafael Altamira, Oviedo, 23-II-1910).

477
poner formalmente su queja, reafirmaba enfáticamente su visión negativa de la dirigen-
cia comunitaria que había rodeado todos los pasos del desprevenido viajero, malogran-
do su misión679.
En el informe final del embajador Cólogan también se registra la “aislada diso-
nancia” del diario católico El País, el cual se habría puesto “desde el primer instante en
guardia por si el Sr. Altamira desenvolvía determinados criterios, aquí imperantes y
exclusivos en la enseñanza oficial”680.
Pese a todo, este tipo de planteo no fue el predominante. Altamira intentó, con
relativo éxito, resultar un hombre de compromiso y no ser arrastrado por las rencillas
locales, aun cuando no dejó de privilegiar relaciones con quienes actuaron como sus
gestores e intermediarios frente a americanos y españoles.
El Secretario Justo Sierra —a quien Altamira había conocido en 1900 cuando
era juez del Tribunal Supremo y delegado de México al Congreso Hispano-
Americano—, en el sector político e intelectual, el embajador Cólogan681 en el diplomá-
tico y Telesforo García, fueron los hombres de referencia de la misión ovetense en tierra
mexicana. Telesforo García, por ejemplo, además de darle alojamiento en su propia
casa, se desempeñó como intermediario permanente entre el viajero, el gobierno, la so-
ciedad civil mexicana, las instituciones culturales y la comunidad española682. Por su-

679
“Es este un país muy difícil de conocer; yo estuve aquí sin hacer otra cosa que estudiarlo diez meses
antes de decidirme a establecerme en él y confieso que me equivoqué. Ud. ha estado pocos días y comple-
tamente sumergido en un ambiente falso y, créame y no vea en mis palabras deseo de molestarle sino
honrada aspiración de enterarle, no se dado cuenta de lo que pasa en el seno de la Colonia y en sus rela-
ciones con la sociedad mejicana y, por no darse cuenta de estas cosas, ha perjudicado, o cuando menos no
ha servido tan bien como pudiera haberlo hecho, a la misma causa que aquí lo ha traído y a los verdaderos
intereses de la Colonia y de la Patria.”. José Porrúa atacaba en esta carta a los interesados y mezquinos
dirigentes comunitarios que “son los que han rodeado a Ud. y los que serán sus enemigos, más encarniza-
dos aun que los míos porque su odio está en relación directa con el valer de la persona a la que se lo con-
sagran, el día mismo en que deje Ud. de ser ave de paso en Méjico”; y le recordaba el error que había
cometido al no tener en cuenta al periódico que dirigía: “ahora bien, la pretensión que ha hecho Ud. de El
Correo Español, que para Ud. no debe ser uno de tantos periódicos, puesto que es el único periódico
español que se publica en la República, y de mi que, alojándose en donde se alojó y acompañándose
continuamente de quien se acompañó, necesitaba que Ud. me buscase porque yo no podía decorosamente
buscarle, nos ha hecho daño a los dos, al interés que los dos servimos y a las aspiraciones que los dos
sentimos sin necesidad de previo acuerdo.” (IESJJA/LA, s.c., Carta original mecanografiada de José Po-
rrua —con membrete de El Correo Español y firma autógrafa— a Rafael Altamira, México, 5-II-1910).
680
AMAE, Política México 1905-1912, Legajo H–2557, Despacho Nº 8 del Ministro Plenipotenciario de
S.M. la al Excmo. Señor Ministro de Estado. La Misión en México del Sr. Altamira catedrático de la
Universidad de Oviedo —con membrete de la Legación de España en México y firma autógrafa del em-
bajador Cólogan, 5 pp.+ 2 carátulas + recortes de prensa—, México, 12-II-1910.
681
Cólogan había tenido relación con Canella en su juventud, como le indicaba el Rector a Altamira: “En
México está de Ministro español mi antiguo compañero seminarista del Real de Vergara, Bernardo Cólo-
gan, que no me recordará, más yo sí a él y a sus hermanas… Es un diplomático dignísimo y de grandes
merecimientos” que había ganado gran prestigio “en las más difíciles circunstancias de China”. Este ele-
mento, sin duda jugó su papel en la vinculación de Cólogan con Altamira y en su apoyo a la misión
ovetense. Ver: AFREM/FA, Cartas a Rafael Altamira, RAL 2, Canella y Secades, Fermín, (28 docs.),
Carta de Fermín Canella a Rafael Altamira, Oviedo, 16-XI-1910.
682
Ver: IESJJA/LA, s.c., Carta original mecanografiada —con membrete personal y firma autógrafa— de
Roberto A. Esteva Ruiz Telesforo García (solicitando un contacto con Rafael Altamira), México, 13-I-
1910; IESJJA/LA, s.c., Carta original mecanografiada —con membrete personal y firma autógrafa— de
Telésforo García a Rafael Altamira, México, 29-IV-1909; IESJJA/LA, s.c., Carta original mecanografiada

478
puesto, Altamira supo agradecerlo y honrar las recomendaciones que desde Asturias se
le habían hecho al respecto, participando al cántabro de sus proyectos futuros y de sus
propias percepciones de la comunidad española en México683.
La diligencia de Telesforo García excedió las fronteras mexicanas, habiendo
constancia de sus contactos con la comunidad española en Cuba para asegurar a Altami-
ra un apoyo equivalente al obtenido en México. Al parecer, García no confiaba en la
capacidad o en la disposición de la colonia española en Cuba y eso no sólo se reflejaba
en la continuidad de su esfuerzo por garantizar la independencia económica de viajero
en la isla, sino en sus juicios lapidarios sobre sus compatriotas residentes en La Haba-
na684.

El inventario de los homenajes tributados a Altamira en toda América por sus


paisanos no debería hacernos suponer que este tipo de demostraciones estaban plena-
mente aseguradas para cualquier personaje medianamente público que desembarcara en
el Plata. Si bien los inminentes fastos de los Centenarios de las revoluciones america-
nas, instalaron en las colonias emigrantes un clima propenso para el festejo de los dele-
gados de su lejana patria; las dimensiones y el fervor que cobró el agasajo de la embaja-
da cultural ovetense excedió lo previsible, no tanto porque ese tipo de repercusión
popular fuera desconocida, sino porque esta movilización en particular no venía a re-
frendar la popularidad ya consolidada de un político o un literato, sino a instalar súbita-
mente la de un casi ignoto catedrático de una Universidad periférica. En este sentido,
creemos que este fenómeno debe adjudicarse, a tres factores; por un lado, al desempeño
de su protagonista; por otro, al efecto movilizador que en la comunidad española tuvo la
recepción brindada por los gobiernos y la prensa americanos; y, finalmente, de forma
más significativa, a la enérgica acción promocional de determinados individuos.
Estos individuos, acicatearon a las colonias españolas —siempre necesitadas de
recrear el lazo identitario con la patria lejana— para que aprovecharan esta oportunidad

—con membrete personal— de Telesforo García a Rafael Altamira, México 11-II-1910 (procurando un
contacto entre Altamira y el abogado de Michoacán, Francisco Elguera y dándole referencias).
683
Telesforo García contestaba el agradecimiento remitido por Altamira desde Mérida de Yucatán po-
niendo de relieve la intimidad en que se había desarrollado la relación entre ambos y que la situación de la
colectividad, así como los conflictos de ella que habían atravesado la propia visita, eran objeto de conver-
sación fluida entre ambos: “He vuelto a ver a los del famoso Centro Asturiano de aquí, y no encuentro
que den fuego por ningún lado. Es bueno que se lo cuente Ud. a nuestro inmejorable Don Fermín, para
que sepa valorizar ciertos ofrecimientos. No eche en saco roto lo que hablamos sobre cruces a esta gente.
Respecto de los nuestros necesito una Gran Cruz de Isabel la Católica para Pepe Sánchez Ramos; una
encomienda de la misma Orden para Gonzalo de Murga, y una cruz ordinaria de Carlos III para José
Vizoso. Para los personajes del país le mandaré después algo más detallado” (IESJJA/LA, s.c., Carta
original mecanografiada de Telesforo García a Rafael Altamira, México, 21-II-1910).
684
García tendría ocasión de confirmar sus presunciones a partir del reporte del propio Altamira: “...me
limito a lamentar que no hayan comprendido en Cuba la mejor manera de facilitar la misión de usted,
llenando las Colonias Españolas el papel que en mi sentir les corresponde. Bajo este punto de vista estimo
por todo extremo mezquino el resultado de su visita a Cuba, si bien en otros aspectos parece haber alcan-
zado buen éxito, quizás más de impresión de momento que de huella permanente.” (IESJJA/LA, s.c.,
Carta original mecanografiada de Telesforo García a Rafael Altamira, México, 26-III-1910).

479
de demostrar a España, la supervivencia de su patriotismo, y jerarquizar, en su tierra de
residencia, los menguados valores de la hispanidad.
La eficacia de este tipo de estímulos tenderían a menguar, por lo menos en Ar-
gentina, conforme los lazos intelectuales y políticos con España se fortalecieron y regu-
larizaron, pero se manifestaron con toda su fuerza en ocasión del viaje americanista y
posteriormente durante el Centenario, asegurando a Altamira y a personajes tan disími-
les como Blasco Ibáñez, Lerroux, Posada, la Infanta Isabel de Borbón, Ortega Munilla y
Ortega y Gasset, un respaldo sin mayores fisuras y una plataforma sólida para amplifi-
car su mensaje.
Contar con la colaboración de estos individuos extraordinarios, líderes emergi-
dos del comercio, el periodismo o las profesiones liberales, era vital para amalgamar a
los españoles en torno de la misión ovetense. Consciente de esto Fermín Canella se es-
forzaría por reclutarlos para su proyecto mucho antes de que Altamira se embarcara
hacia Buenos Aires.
En realidad a Canella y Altamira no les resultó difícil movilizar en su favor a in-
dividuos que comulgaban en general con sus ideas y aspiraciones, que conocieron per-
sonalmente o que formaban parte de su universo social. En efecto, en muchos casos,
estos dirigentes comunitarios llegaron a América entre los años ’70 y ’90 del siglo XIX,
con antecedentes profesionales y políticos y con sólidos contactos peninsulares en el
ambiente intelectual liberal y republicano. Partícipes de unos circuitos y redes sociales a
ambos lados del Atlántico, estos individuos no tardaron en funcionar como nexos natu-
rales entre los ambientes americanos y españoles.
Es desde este punto de vista —y no sólo por su influencia entre sus compatrio-
tas— que su papel en el viaje americanista resultaba vital y estratégico. Altamira llega-
ba a Argentina con un cometido docente para el cual bastaban unas sólidas credenciales
académicas y un admirable currículum. Sin embargo, la empresa americanista incluía,
como hemos visto, un puñado de proyectos y aspiraciones que, aun cuando interesantes
y susceptibles de ser atendidos por su propia valía, necesitaban de avales para ser consi-
derados seriamente por los americanos.
La actividad publicitaria de Canella y el conocimiento de la obra y el pensamien-
to de Altamira —muy restringido, recordemos— no bastaban, ciertamente, para asegu-
rar la atención del selecto auditorio al que se pretendía convencer de las bondades de un
vasto y ambicioso programa panhispanista. Los sesudos contenidos del proyecto ove-
tense debían ser apuntalados por relaciones y compromisos personales; por individuos
que, gracias a su posición social, pudieran abrir camino al mensaje y al mensajero entre
la elite gobernante. Estos individuos fueron dirigentes comunitarios españoles.
Lejos de abandonarnos al culto de unos individuos extraordinarios capaces de
vincular felizmente a los unos y a los otros, gracias a su clarividencia y al mero influjo
de su carisma, de lo que se trata es de comprender su relevancia en el contexto de las
redes sociales de las que participaban. La importancia decisiva de un Rafael Calzada en
Argentina, de un Alonso Criado, en Uruguay, o de un Telesforo García, en México,

480
devenía de su liderazgo comunitario y de su capacidad para oficiar de bisagras entre
ambos mundos intelectuales, políticos y sociales.

Podría pensarse que la condición necesaria de un vigoroso y efectivo apoyo co-


munitario era la previa “unidad” de la colectividad española. Sin embargo, a pesar de
que la colonia española apoyó sin fracturas la misión la de Altamira, esta no dejaba de
estar cruzada por las mismas tensiones y conflictos que dividían a los españoles en su
país y que, a poco que el viajero intimara con sus miembros, emergerían amenazando su
estrategia ecuménica. Antes que una unidad monolítica que no existía, lo que se mostra-
ría realmente decisivo para apuntalar la misión ovetense sería el compromiso de aque-
llos individuos prestigiosos que, además de ganarse el respeto de los españoles habían
conseguido convertirse en interlocutores fiables para los sectores de poder locales.
No casualmente, las etapas más exitosas, relevantes y productivas del viaje de
Altamira, esto es, Argentina y México, estuvieron caracterizadas por una confluencia de
intereses del mundo intelectual y político local, y de la colonia española.
En Argentina, si el respaldo político corrió por parte del Ministro Rómulo S.
Naón y el académico e intelectual por cuenta de Joaquín V. González; el imprescindible
apoyo español estuvo coordinado de hecho por la familia Calzada y garantizado perso-
nalmente por su poderoso patriarca. Este apoyo personal tan firme en la colectividad,
relegó de hecho, a unos dubitativos diplomáticos peninsulares, al siempre útil pero limi-
tado, acompañamiento protocolar en actos oficiales685.
Para comprender la importancia de Rafael Calzada en el éxito de la empresa
americanista, es necesario dejar atrás el prejuicio de creer que la esfera de acción de los
emigrantes se agotaba en las fronteras de su propia comunidad. En efecto, Calzada no
fue parte de la rocambolesca comparsa que, ocasionalmente, se encolumnó detrás del
Altamira, sino que demostró su capacidad para conducir los pasos del viajero hacia
aquellos círculos de poder e influencia que podían garantizar el éxito de su misión686.

685
En otras escalas, estuvo presente la firme apuesta local, suscripta, por ejemplo en Perú, por Matías
León o Ricardo Palma, y en Chile por Valentín Letelier, pero no la de una vigorosa dirigencia comunita-
ria. En ambos casos, y también en el uruguayo, el papel de los diplomáticos españoles suplió aquella
carencia, articulando el apoyo de la colectividad en torno al delegado ovetense y conectándolo con los
poderes políticos locales.
686
Fernando Devoto ha visto en Calzada un paradigma del liderazgo republicano español en América,
contrapuesto en varios aspectos al caso italiano, más radicalizado. En todo caso, la influencia de Calzada
reunía notas muy singulares, como “sus vínculos con el mundo político argentino y con el español. Su
increíble industria de recomendaciones de connacionales, sus lazos con intelectuales de ambos países, su
actividad comercial”, aspectos que “lo presentan como una figura mucho menos controversial que Citta-
dini”, por lo menos de cara a la elite argentina. (Fernando DEVOTO, Historia de la Inmigración en la
Argentina, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2003, p. 316). Para examinar el liderazgo de Calzada
conviene revisar el interesantísimo balance teórico e historiográfico de Xoxé M. NÚÑEZ SEIXAS, “Lide-
razgo étnico en comunidades de emigrantes: algunas reflexiones, en: Nicolás SÁNCHEZ-ALBORNOZ y
Moisés LLORDÉN MIÑAMBRES (Comps.), Migraciones iberoamericanas. Reflexiones sobre Economía,
Política y Sociedad, Colombres, Fundación Archivo de Indianos, 2003. Lo que se nos ocurre más intere-
sante del caso de Calzada, es su transversalidad respecto de las categorías básicas de clasificación del
liderazgo étnico de John Higham, pudiendo reconocer en el asturiano tanto un líder “recibido” —no de
índole religiosa, sino partidaria—, como uno “interno” y “de proyección”; y un compromiso práctico
entre el “liderazgo de protesta” y de “acomodación” diferenciados por Gunnar Myrdal, como bien advier-

481
Esto resultaba vital teniendo en cuenta la importancia que Altamira adjudicaba a
las elites y los condicionantes ideológicos que lo llevaban a definirla, tanto en España
como en América, como agente de progreso y modernización.
El feliz encuentro entre el Grupo de Oviedo y los liberales reformistas argenti-
nos —simbolizado en la colaboración entre Altamira y Joaquín V. González— no fue
fortuito y quizás sea oportuno considerar que, más allá de lo ya dicho, su diálogo fue el
resultado, en buena medida, las relaciones tejidas por ciertos personajes del exilio espa-
ñol republicano en Buenos Aires. Personajes que, a la postre, oficiaron de puente entre
la Universidad de Oviedo y las autoridades políticas e intelectuales de Argentina y el
Nuevo Mundo.
Como hemos visto, Ignacio García señaló la importancia que el español Antonio
Atienza y Medrano tuvo para que Altamira se entendiera con los liberales reformistas
argentinos, a la vez que criticó la mirada parcial de Arturo Andrés Roig y la historiogra-
fía argentina respecto del fenómeno krausista en el Plata. Según García, el estupor de
Roig respecto de las actitudes de Altamira —que, recordemos, no se había acercado a
los krausistas de la UCR— derivaba de que, en su análisis, soslayó la influencia de
Atienza, de Avelino Gutiérrez y del propio Joaquín V. González, para centrar la mirada
en un krausismo estrictamente local de evolución casi opuesta al peninsular:
“Al estudiar el krausismo en Argentina, Roig se centra en personajes que, partiendo del arhen-
sismo, mantienen posturas defensivas frente al positivismo, sin dar la debida importancia a otros
que, como González, desde el mismo punto de partida evolucionan sin rechazar ese sustrato
krausista a posiciones pro-positivistas, evolución análoga a la que sigue el krausismo en la Pe-
nínsula.” 687

Siguiendo a García, la razón del “inexplicable” comportamiento de Altamira en


1909 habría que buscarla en la fragmentación del krausismo rioplantense en cuyo pano-
rama destacaba una minoritaria corriente “positivista” de inspiración institucionista
transplantada de España, cuyo representante más notable era, por entonces, Atienza y
Medrano, y una hegemónica corriente antipositivista de raíz local inspirada por la lectu-
ra exclusiva de Heirinch Arhens (1816-1889).
Teniendo en cuenta el considerable influjo de Atienza en el escenario pedagógi-
co rioplatense; sus entendimientos con el reformismo liberal de Joaquín V. González y
su empeño por no perder sus lazos con el ambiente republicano, reformista y gineriano;
no cabría más que entender las actitudes de Altamira —redactor de La Justicia y asiduo
colaborador de España— y Posada en Argentina, como consecuencia directa de su rela-
ción privilegiada con Atienza688:

te el propio Seixas, a propósito del proceso de modificación del Himno Nacional Argentino (Ibíd, pp.
370-371).
687
Ignacio GARCÍA, “El institucionismo en los krausistas argentinos” [en línea], en: Hugo E. BIAGINI
(comp.), Arturo Ardao y Arturo Andrés Roig. Filósofos de la autenticidad [en línea], Op.cit.
688
En un tardío artículo dedicado a la memoria de Atienza, Altamira pasaba revista de su relación perso-
nal y declaraba: “Ahora si que se ha marchado de veras Atienza; se ha marchado antes de cumplir yo una
de mis aspiraciones más vivas, ese viaje a América que considero casi como un deber, y a realizar el cual,
empezando por Buenos Aires, creí que encontraría los brazos amigos del que fue mi primer director en la
tarea periodística y ahora representaba uno de los programas más gratos a mis sentimientos patrióticos”.

482
“Cuando Rafael Altamira y Adolfo Posada viajan a América en 1909 y 1910... e ignoran a los
Vergara, Escalante, Barraquero e Yrigoyen —los krausistas de Roig— no lo hacen por falta de
perspicacia como en un momento pudo sugerir don Arturo: entran a Buenos Aires por la puerta
que les abrió primero su correligionario Atienza, que fue quien preparó el terreno, y después
Joaquín V. González, cuya universidad puso el dinero.” 689

Es indiscutible que la trama de relaciones sociales tejida por Altamira en Argen-


tina bien pudo corresponderse con el patrón ideológico que años antes guió la sociabili-
dad porteña del fallecido Atienza, tal como ha argumentado García. Sin embargo, tanto
Altamira como sus mentores poseían otros vínculos personales y políticos más inmedia-
tos y entrecruzados que, directa o indirectamente, acercaron al viajero al sector refor-
mista de la elite dominante.
El asturiano Rafael Calzada fue, desde nuestra perspectiva, el individuo clave en
este acercamiento, aun cuando el camino alternativo que ofreciera al delegado ovetense,
no fuera de índole “filosófica”, sino eminentemente social y política.
Los Calzada oficiaron, como decíamos, de puente entre España y América. La
emigración familiar no relajó sus vínculos con Asturias y con la Universidad de Oviedo,
de la que Rafael y su hermano Fermín fueran titulados. Rafael era amigo personal de los
rectores “regionalistas” Félix de Aramburu —con quien compartiría la representación
del federalismo asturiano en Madrid— y de Fermín Canella, quien se convertiría en
albacea de las iniciativas solidarias de Calzada para con el Principado690.
Pese a la distancia y a la bifurcación de sus caminos, las relaciones entre Calzada
y sus amistades en el claustro ovetense no tuvieron una evolución meramente epistolar.
En 1884, durante uno de sus viajes a Europa y España, Calzada no dejaría de desviarse
a Oviedo “para abrazar a Fermín Canella, Rogelio Jove y Bravo, Adolfo Buylla, Ino-
cencio Fernández, Leopoldo Alas (Clarín), Inocencio [Aniceto?] Sela, José de Llano,
antiguos condiscípulos y amigos”691. En 1900, Rafael Calzada coincidió con el Grupo de

(Rafael ALTAMIRA, “Un «americano» ilustre”, en: ID., España en América, Op.cit., p. 36). La muerte de
Atienza se produjo en 1906, cuando el viaje no estaba en el horizonte de Altamira ni de la Universidad de
Oviedo, por lo que la frase final de este artículo involucra, indudablemente, una honra póstuma no exenta
de un propósito propagandístico, cuyos destinatarios eran los lectores de España y el círculo de Atienza
en Buenos Aires.
689
Ignacio GARCÍA, “El institucionismo en los krausistas argentinos” [en línea], en: Hugo E. BIAGINI
(comp.), Arturo Ardao y Arturo Andrés Roig. Filósofos de la autenticidad [en línea], Op.cit.
690
En 1886, Calzada inició la campaña “Socorros para Asturias” para asistir a los afectados por las catas-
tróficas nevadas de febrero. En Buenos Aires y las provincias se recaudaron 130.000 pesetas que fueron
remitidos a la comisión compuesta del obispo Martínez Vigil, por Fermín Canella, Indalecio Corujedo
Rafael Calzada (padre), Rogelio Jove y Bravo, entre otros. En 1899, Calzada impulsó desde el Club Es-
pañol y la Asociación Patriótica Española de Buenos Aires —instituciones en las que su influencia era
decisiva— la asistencia económica y material para los damnificados de los incendios de Quirós, Turón y
Mieres del 9 y 10 de febrero, girando a Fermín Canella 15.000 pesetas de la época. Canella, ya por enton-
ces rector, constituyó una comisión para la administración de esos fondos de la que participaron Jove y
Bravo, Corujedo, Rafael Sarandeses, Inocencio Fernández, Luis Vallure. Rafael CALZADA, Cincuenta
años de América. Notas Autobiográficas, Volumen I (Obras Completas, Tomo IV), pp. 321-322; y Volu-
men II, (Obras Completas, Tomo V), Buenos Aires, Librería y Casa Editora de Jesús Menéndez, 1927,
pp. 69-71.
691
Rafael CALZADA, Cincuenta años de América. Notas Autobiográficas, Volumen II, Op.cit., p. 299.

483
Oviedo —y ahora también con Altamira— en el Congreso Social y Económico Hispa-
no-Americano692.
Estos lazos se reforzaron en los años sucesivos. En 1902, durante sus viajes por
Asturias, Rafael Calzada sería honrado con un banquete ofrecido por el rector Arambu-
ru en el mismo edificio de la calle San Francisco, al que asistirían Canella, Sela, Posada,
Altamira y Buylla, el cual propondría a la hora del brindis la distinción del Calzada co-
mo doctor honoris causa. Rafael Calzada respondería siempre a los llamamientos de
auxilio económico de la Universidad de Oviedo. En noviembre de 1900, Calzada efecti-
vizó personalmente una donación de 5.000 pesetas para la Universidad de Oviedo en
respuesta a las circulares de 1900. Este dinero se invertiría en la compra de microsco-
pios Zeiss para el Gabinete de Historia Natural, en la adquisición de libros para la bi-
blioteca universitaria y en la edición de primer tomo de los Anales de la Universidad de
Oviedo —para los que Calzada entregó 500 pesetas adicionales en nombre de la Aso-
ciación Patriótica Española—693. En 1905 Calzada aportó fondos para sostener la Exten-
sión694 con la organización de colectas y eventos culturales en beneficio de la casa de
altos estudios, amén del aporte de jugosos donativos a título personal. En 1908, solida-
rizándose con los fastos del III Centenario de la Universidad de Oviedo, los Calzada
presidirían la velada literaria, el sorteo de la obra del pintor asturiano Juan Peláez Leire-
na695 y el “abundante lunch” ofrecido por la Asociación Patriótica Española a beneficio
de la casa de altos estudios.
Sin embargo, el origen de Calzada y su lealtad para con sus amistades del mundo
intelectual asturiano no son los únicos aspectos de su personalidad y vida pública que
pueden explicar su rol en el éxito de Altamira en Argentina. En efecto, Rafael Calzada
se integró tempranamente al grupo federalista y republicano madrileño. Gracias a la
amistad de su padre con Pí y Margall, éste lo tomó de discípulo personal y más tarde
como pasante en su bufete, donde conoció a las grandes figuras políticas de la época y
contrajo un compromiso vitalicio con el republicanismo y el federalismo. La proclama-

692
El delegado de la Asociación Patriótica, único representante llegado desde Argentina, sería nombrado
presidente honorario junto a Pí y Margall, Núñez de Arce, Moret, Menéndez Pelayo, Silvela, Echegaray,
Sagasta y Alonso Criado; vicepresidente de la Comisión de Jurisprudencia y Legislación de la que Cane-
lla formó parte; y conferencista en la ceremonia de apertura, contestando el discurso de Rafael María de
Labra (Ibíd., pp. 93-105).
693
Fermín CANELLA SECADES, Historia de la Universidad de Oviedo…, Op.cit., pp. 219 y 267.
694
“En mi deseo de auxiliar con algunos fondos a la Extensión Universitaria de Oviedo, propuse al Cen-
tro Unión Asturiana, del cual era presidente honorario, pudiésemos a la empresa «La Comedia» organiza-
se una función a beneficio de aquella institución cultural, comprometiéndome yo a inaugurarla con un
discurso. Aceptada mi idea, se publicó una invitación que firmaban los más respetables comprovincianos
y la función se celebró el 25 de noviembre, con gran asistencia de público en el que figuraban muy distin-
guidas familias de asturianos. No puedo precisar el resultado de aquel beneficio. Recuerdo que fue de
alguna consideración y que su importe fue girado inmediatamente, por el Banco Español, al rector de la
Universidad, don Fermín Canella.” (Rafael CALZADA, Cincuenta años de América. Notas Autobiográfi-
cas, Volumen II, Op.cit., p. 249).
695
Peláez Leirena (1882-1937), natural de Serandinas, había emigrado a Buenos Aires en 1906, donde
alternaría su arte con el oficio de la caricatura y la ilustración periodístico en Caras y Caretas, La Nación
y El Hogar. Para una suscinta bio-bibliografía de Peláez, consultar: Ana María FERNÁNDEZ GARCÍA, Arte
y Emigración. La Pintura Española en Buenos Aires, 1880-1930, Gijón, Universidad de Oviedo y Uni-
versidad de Buenos Aires, 1997, pp. 253-254.

484
ción de la Primera República, tras la abdicación de Amadeo de Saboya, hizo que Calza-
da se incorporara al órgano republicano La Discusión y viviera junto a su mentor aquel
fugaz y agitado interregno.
Ya instalado en Buenos Aires, Rafael Calzada no abandonaría su activismo polí-
tico entre la comunidad española ni dejaría relajar sus lazos con los políticos peninsula-
res. El 14 de mayo de 1903, Calzada y Carlos Malarriaga, en respuesta a las incitaciones
del periodista Valentín Marqueta, lanzaban la Liga Republicana Española que haría su
presentación pública en el Teatro San Martín, en un acto en el que Atienza sería orador
ante miles de entusiastas españoles. La Liga pronto se convirtió en un instrumento efi-
caz para aglutinar a los inmigrantes más concienciados, gracias a su estructura comiteril
y a su capacidad de captar adherentes en todos los sectores sociales. La cultura cívica
que sustentaba la sociabilidad de estos republicanos, apoyada en una extensa red de pu-
blicaciones comunitarias, permitió que Calzada emergiera como su líder natural, para
beneplácito de los políticos locales e inquietud de la legación española696.
La exitosa trayectoria de Rafael Calzada como abogado empresario, gestor, edi-
tor, publicista, inversionista y terrateniente en Argentina, su condición de benefactor
social y su activa militancia en la Liga, en la Asociación Patriótica Española y el Club
Español, le aseguró una considerable influencia política, económica y social que no tar-
dó en rebasar los límites de la comunidad inmigrante para revertir en la propia Penínsu-
la, donde retornaría temporalmente como diputado a las Cortes en 1907. En la capital

696
Ángel Duarte a explicado admirablemente que representaba la Liga en el contexto americano: “A
través de la Liga Republicana Española un grupo de emigrantes españoles intentó, durante un breve lapso
de tiempo, alcanzar un doble objetivo. En primer lugar trataron de incidir en la vida política española
facilitando recursos económicos y apoyo moral a aquellos que, en la península, trabajaban para hacer
posible un cambio de régimen. Pero, al mismo tiempo, los hombres que colaboraron en la LRE, con Cal-
zada al frente, pretendieron hacer de esa suma de símbolos y de prácticas organizadas que constituían la
cultura republicana el referente político del grueso de la colectividad de emigrantes que residían en los
diversos países latinoamericanos. De esta manera, intentaron alcanzar el liderazgo en el seno de la colec-
tividad española instalada en Argentina. Para ello contaban con una cierta ventaja. Al haber emigrado a
finales de los años 1870 o en la década de 1880, constituían una generación previa a la de la emigración
masiva. Ello les permitió, en primer lugar, disfrutar de unas mayores posibilidades de colocación en los
niveles superiores del mercado de trabajo argentino así como de conexión con las elites autóctonas. Más
tarde, a principios de siglo XX, esa situación adquirida les convertiría en cabezas puente de las cadenas
migratorias, en los encargados de preparar el terreno para la emigración en masa de inicios de siglo, y de
hacerlo con la intención de facilitar el tono progresista y democrático de los esfuerzos asociativos que
ésta generó en suelo americano. En gran medida los dirigentes de la Liga aspiraron a convertirse, en base
a esa posición privilegiada de pioneros, en el equivalente de lo que la elite liberal-mazziniana representa-
ba para la comunidad italiana; es decir, quisieron actuar de agentes que hiciesen posible la plasmación de
una identidad colectiva reformada que avalase la organización interna del grupo y la imagen que éste
proyectaba al exterior.” (Ángel DUARTE, La República del emigrante. La cultura política de los españo-
les en Argentina (1875-1910), Editorial Milenio, Lleida, 1998, pp. 197-198). En otro estudio dedicado a
este tema Duarte llama la atención acerca de que la LRE no solo fue una apuesta republicana para “politi-
zar las estructuras asociativas de la colectividad española”, sino que también lo fue para provocar un
relevo en la dirigencia comunitaria, dominada por los propietarios agrícolas, ganaderos y comerciantes,
en beneficio de los profesionales y periodistas que, en principio, estaban dispuestos a movilizar a los
“elementos más populares y más radicalizados —socialistas, libertarios, masones disidentes— de entre
los recién llegados” (Ángel DUARTE, “Por la patria y la democracia: el republicanismo en la colonia espa-
ñola en Argentina a inicios de siglo XX. Algunas reflexiones conceptuales.”, en: Nicolás SÁNCHEZ
ALBORNOZ y Moisés LLORDÉN MIÑAMBRES -Comps.-, Migraciones iberoamericanas. Reflexiones sobre
Economía, Política y Sociedad, Op.cit., p. 341).

485
del reino, este “americano” reforzaría sus lazos con las nuevas generaciones de republi-
canos, reunidos en torno a la figura histórica e indiscutida de Salmerón, luego de años
de desastrosas divisiones. Este republicanismo español, verbalmente radical pero ideo-
lógicamente moderado y participacionista, reunía a personalidades tan disímiles como
Fernando Lozano Montes, Alejandro Lerroux, Vicente Blasco Ibáñez, Adolfo Posada o
Rafael Altamira —todos ellos recibidos por Calzada durante sus futuros viajes por el
Río de la Plata— y captaba las simpatías de la mayoría de los intelectuales españoles,
incluyendo, claro está, a los integrantes del Grupo de Oviedo697.
Estos sólidos vínculos con España, no fueron óbice para que Calzada cultivara
excelentes relaciones con personalidades del comercio, la judicatura y la política argen-
tinos, así como con altos funcionarios del gobierno.
Si repasamos su biografía, observaremos que su ingreso en el mundo abogadil
porteño fue de la mano del Decano de la Facultad de Derecho y Senador de la Provincia
de Buenos Aires, José María Moreno, en cuyo despacho trabajó apenas llegar y gracias
a quien dirigiría la Revista de Legislación y Jurisprudencia y obtendría la reválida de su
título ante la Universidad de Buenos Aires. Más tarde, de la mano de Serafín Álvarez,
fundaría La Revista de los Tribunales en la que colaborarían Moreno, David de Tezanos
Pinto, José María Rosa y Juan Bialet y Massé.
El emprendedor asturiano pronto se abrió paso en las redacciones de periódicos
de la colectividad como El Correo Español, acogido por su fundador Romero Jimé-
nez698, y más tarde, El Diario Español. Desde esta doble plataforma, el Derecho y el
periodismo, fue ampliando su círculo social que cada vez contenía más personajes in-
fluyentes. Estanislao S. Zeballos, por entonces un joven patricio director de La Prensa,
lo incorporó en 1879 la directorio del Instituto Geográfico Argentino.
En vísperas de las elecciones presidenciales que consagrarían a Julio Argentino
Roca, el candidato más prometedor, Dardo Rocha, Gobernador de la Provincia de Bue-
nos Aires y futuro fundador de la ciudad de La Plata, le pidió —infructuosamente—,
que adoptara la nacionalidad argentina para que pudiera hacer carrera política a su lado.
La escrupulosa prudencia de Calzada y la fluidez de la política oligárquica ar-
gentina, le permitió desarrollar amistades en todos las facciones de la elite, en especial

697
Fernando Devoto, ha insistido en las diferencias entre republicanos españoles e italianos en lo que
respecta a sus relaciones con el sistema político argentino. Si el caso italiano ponía de manifiesto una
inadecuación y una crítica a menudo virulenta, el caso español evidenciaba que era posible un diálogo
más armónico y de tonos más moderados entre los ideales republicanos europeos y las realidades de la
república imperfecta y conservadora que los acogía. (Fernando DEVOTO, Historia de la Inmigración en la
Argentina, Op.cit., p. 316).
698
“Era Romero Jiménez un sacerdote malagüeño que fue excomulgado por sus exaltadas ideas revolu-
cionarias y librepensadoras. Orador de fácil palabra y de no poca ilustración, pudo haber hecho una bri-
llante carrera en el sacerdocio, pero renunció a ella. Obligado a salir de España, se vino a Buenos Aires,
donde fundó El Correo Español, en el que sostuvo rudas batallas por el buen nombre de la patria, demos-
trando en ellas ser tan fogoso como brillante periodista. Siguiendo las corrientes que aquí predominan en
la colectividad, se afilió al partido del general Mitre, tan popular entonces, cuya candidatura para la presi-
dencia sostuvo con entusiasmo. Era un hombre de excelente corazón, de carácter vehemente y fue, según
se ha dicho, generoso protector de muchos compatriotas desvalidos que iban en busca de su amparo”
(Rafael CALZADA, Cincuenta años de América. Notas Autobiográficas, Volumen II, Op.cit., p. 255).

486
entre el entorno liberal de la primera gestión de Roca. Con el tiempo fue acercándose
progresivamente a los sectores renovadores de la elite liberal, más propensos a la hispa-
nofilia que los padres fundadores699 pero tan escrupulosamente liberales y laicistas como
la “generación del ‘80”.
En las postrimerías del siglo, Calzada se codeaba con José María Ramos Mejía,
Marco M. Avellaneda, con los futuros presidentes José Figueroa Alcorta y Roque Sáenz
Peña700 y, lo que más nos interesa, con Joaquín V. González, futuro garante de la misión
de Altamira en la Argentina. En 1906 González, a instancias de Calzada y otros pro-
hombres españoles, había sido homenajeado por la Asociación Patriótica, nombrándose-
le por aclamación Presidente honorario en su 11ª asamblea general701.
Este nombramiento, sumado a los de miembro correspondiente de la reales aca-
demias de la Lengua y de Jurisprudencia y Legislación, fue la excusa para que el Club
Español le ofreciera en mayo de 1906 un fastuoso banquete adornado por la asistencia
de “los hombres de mayor figuración entre nuestros compatriotas y muchos argentinos”,
por un discurso de Calzada y por una celebrada pieza oratoria de González “rebosante
de españolismo”.
Los vínculos de Calzada con González y su entorno, fueron puestos al servicio
del proyecto de su amigo y paisano Fermín Canella, y de su representante alicantino. En
sus memorias, Calzada recordaba la llegada de su “siempre admirado y muy querido
amigo Rafael Altamira, el sabio maestro de la historia” rememorando que más de una
vez había hablado con “el insigne González… siendo ministro del general Roca” acerca

699
Cuando Calzada fue designado para asistir al Congreso Hispano-Americano de Madrid, el Presidente
Roca lo agasajó fuera de todo protocolo con un banquete privado en la casa de Gregorio Torres al que
asistieron el encargado de negocios de España Julio de Arellano y Arrózpide, gobernadores provinciales y
diputados. Ver: Ibíd., pp. 88-89.
700
En sus memorias, Calzada apuntaba su trato con el efímero presidente Manuel Quintana, “un grande
amigo de los españoles”, a quien conocía desde su llegada a través de José María Moreno y que falleciera
en 1906, a pocos meses de asumir la primera magistratura argentina. Su vicepresidente, Figueroa Alcorta,
“ilustre hijo de Córdoba, amigo mío”, asumiría el cargo., Calzada fue partícipe del banquete que Manuel
Durán tributó a Roque Sáenz Peña, cuando este fuera nombrado embajador extraordinario de la República
Argentina para la boda de Alfonso XIII, habiendo realizado el discurso de homenaje para su “viejo ami-
go” quien, comiera dable esperar, contestaría dedicando “frases de cariño y de justicia a la madre patria”
(Ibíd., pp. 235-236 y 253-254). Figueroa Alcorta —quien recibiera a Altamira a instancias de Calzada y
de la legación española— y Sáenz Peña formaban parte de los sectores hispanófilos y reformistas de la
elite, opuestos a la hegemonía de Julio Argentino Roca.
701
“La colectividad española demostró con este afectuoso acuerdo su admiración y su gratitud hacia uno
de los argentinos que más firme y noblemente batallaban por el buen nombre de España en América.
Puedo dar yo fe de todo lo sinceros que eran sus deseos de acercamiento entre argentinos y españoles.
Siendo él ministro del Interior del general Roca, bastantes años antes de ese acuerdo, me hablaba confi-
dencialmente de sus propósitos de traer sabios españoles para dar conferencias en las universidades na-
cionales, especialmente sobre sociología, y hasta me hacían el honor de consultarme acerca de los hom-
bres más indicados para ese objeto. Recuerdo haberle insinuado, entre otros, a Posada, Altamira, Buylla,
de quienes ya tenía él un alto concepto, y a quienes solía citar en sus obras. Algún tiempo después, llega-
ban al país los eminentes profesores Posada y Altamira, que fueron recibido con tanto aplauso, a los que
siguieron los competentísimos traídos por la Institución Cultural Española, a propuesta de la Junta de
Ampliación de Estudios, de Madrid, presidida por el sabio histólogo, Santiago Ramón y Cajal.” (Ibíd., pp.
259-260).

487
de su posible venida y testimoniando que el presidente de la UNLP “quería a todo tran-
ce que viniese”702.
Con Altamira en el Plata, Calzada siguió honrando sus vínculos con la Universi-
dad de Oviedo703 a la vez que propiciaba la comunicación íntima entre Altamira, Gonzá-
lez y la elite reformista e hispanófila argentina. Calzada impulsó la realización del fas-
tuoso banquete en el Club Español —presidido por su hermano Fermín— y organizó un
almuerzo íntimo en que Altamira tuvo como contertulios a Marco M. Avellaneda, Joa-
quín V. González, Dardo Rocha, Estanislao S. Zeballos, David Peña y Rafael Obligado,
y a personajes influyentes de la colectividad española, como Lázaro Galdeano —
director de la revista España Moderna—, López de Gomara, Luis Méndez Calzada y al
ex presidente paraguayo —y suegro de Calzada— Juan G. González704.
En todo caso, la colectividad española diseminada por el vasto territorio argenti-
no, no dejó de honrar a su “ilustre compatriota” reclamar su presencia, en algunos casos,
infructuosamente705; y no deja de ser curioso que, aun después de su partida, siguiera
prodigándole honores, que no casualmente se relacionaban con la familia Calzada y sus
redes de influencia. Así, pues, Altamira hubo de enterarse en el curso de su viaje de la
atribución de su nombre a una escuela primaria y a una de las “principales avenidas” del
nuevo pueblo de Villa Calzada, en la Provincia de Buenos Aires706.
Del entorno de Calzada, también surgió la iniciativa de obsequiar a Altamira con
una casa en Oviedo —iniciativa que vino a suplir la que impulsaran infructuosamente
los estudiantes, pese al acicatede Luis Méndez Calzada—, para lo cual se habría inicia-
do una suscripción en el Club Español en la cual se involucró el cirujano Avelino Gutié-
rrez, futuro dirigente de la ICE de Buenos Aires707.

702
Ibíd., p. 359.
703
Como testimonio elocuente de las vinculaciones entre Calzada y la Universidad de Oviedo, puede
citarse el almuerzo de despedida ofrecido el 30 de septiembre de 1909 en el Club del Progreso de Buenos
Aires en honor de Altamira y en el que Calzada invitó a los ex alumnos del alicantino residentes en Bue-
nos Aires, entre quienes estaba el vicecónsul de España en Buenos Aires, José M. Sempere, su secretario
Alvarado, Ernesto Longoria, J. Zaloña, Pascual Saenz de Miera y Ernesto R. Cividanes.Ver: “Almuerzo”,
en: La Prensa, Buenos Aires, 30-IX-1909 (IESJJA/LA, s.c., Recorte de prensa); “Banquetes al profesor
doctor Rafael Altamira”, fotografía del Almuerzo del Club El Progreso en: revista ilustrada no identifica-
da, hoja suelta, pp. 79-80, Buenos Aires, IX/X-1909 (IESJJA/LA, s.c., Recorte de prensa). En esta fuente
se consigna que el organizador de dicho almuerzo fue César Calzada.
704
Rafael CALZADA, Cincuenta años de América. Notas autobiográficas, Vol.I, Op.cit., pp. 360-362.
705
IESJJA/LA, s.c., Carta original manuscrita de Antonio López de Gálvez a Rafael Altamira, Mendoza,
12-VII-1909. López Gálvez saludaba a Altamira en nombre de la comunidad española de la provincia
cuyana a la vez que lo invitaba a visitar aquella tierra. Altamira no permanecería en Mendoza más que el
tiempo necesario que le tomaría cruzar a Chile.
706
IESJJA/LA, s.c., Carta original mecanografiada de la Comisión Ejecutiva de la Sociedad de Fomento
de Villa Calzada a Rafael Altamira, Buenos Aires, 15-X-1909. Esta epístola se encuentra reproducida
fotográficamente en: AAVV, Rafael Altamira (1866-1951), Op.cit., p. 103. Consultar también: Rafael
ALTAMIRA, “Fragmentos del informe final presentado al señor Rector de la Universidad de Oviedo”,
reproducido en: ID., Mi viaje a América..., Op.cit., p. 489-490.
707
El Vicecónsul español José M. Sempere, informaba en noviembre de 1909 a Altamira de la evolución
de este proyecto: “De la suscripción para la casa que le regalan los españoles, no se dice nada. No sé si la
comisión hace algo o no. Me temo lo peor.” (IESJJA/LA, s.c., Carta original manuscrita [4pp., con mem-
brete: Consulado de España. Buenos Aires. Particular] de José M. Sempere a Rafael Altamira, Buenos
Aires, 26-XI-1909). En diciembre, Sempere afirmaba “La otra noche hablé con el tesorero de la comisión

488
Teniendo en cuenta lo expuesto, parece más razonable pensar que aquello que
orientó el rumbo seguido por Altamira en Argentina y su acercamiento a la elite gober-
nante fue la enorme influencia política y social de Rafael Calzada, antes que la memoria
del fallecido Atienza y el homenaje póstumo a su integridad krausopositivista. Dicho
esto, es necesario puntualizar que la trayectoria rioplatense de Atienza y de Calzada y
sus convicciones eran, pese a sus diferencias, concurrentes y solidarias; y que, a los
efectos de comprender el derrotero social de Altamira y Posada en el Plata, más que
contraponerlos, es necesario comprenderlos como exponentes destacados de una vasta
trama social e intelectual que se extendía por América Latina y Europa y acercaba a sus
respectivos liberales reformistas.

Llegados al final de esta Segunda Parte en la que hemos estudiado los orígenes
intelectuales del viaje americanista, los perfiles personales de Altamira y Canella y la
relación existente entre las propuestas de intercambio universitario y las estrategias so-
ciales desplegadas por el alicantino en tierras argentinas y americanas, cabe afirmar que
aún no hemos llegado al fondo del asunto. En efecto, lo examinado hasta ahora nos ha
permitido situarnos con más firmeza en la dimensión “española”, “asturiana” o “altami-
riana” del proyecto a través de una reconstrucción crítica del contexto intelectual, insti-
tucional y personal del que emergió la aventura americanista.
Esta reconstrucción, así como el balance y la discusión historiográfica que
hemos intentado plantear alrededor de los grandes temas involucrados —la identidad
ideológica del Grupo de Oviedo en el contexto del reformismo liberal y el regeneracio-
nismo españoles; el carácter del patriotismo de Altamira en el contexto de la crisis del
’98 y de la emergencia del nacionalismo español; el influjo de los individuos y de las
redes sociales por ellos construidas, etc.— han sido, que duda cabe, imprescindibles
para comprender el punto de partida y la perspectiva española del asunto.
Aun cuando hemos realizado ciertos aportes originales dando un uso no habitual
a la documentación publicada y presentado documentación inédita y no utilizada en el
pasado; aun cuando hemos puesto en consideración las estrategias sociales e intelectua-
les de Altamira que lo llevaron a un entendimiento privilegiado con las elites argentinas

para el regalo de la casa que le harán los españoles y me dijo que tienen reunidos veinte mil pesos; que lo
más que alcanzarán serán los treinta y que los Doctores Máximo y Cía se habrán apuntado, como de cos-
tumbre, pero que no aflojaban la mosca por más ruegos que les han hecho. Una cosa es predicar… El
grueso de la suscripción se me dijo la forman amigos del Dr. Gutiérrez” (IESJJA/LA, s.c., Carta original
manuscrita [4pp., con membrete: Consulado de España. Buenos Aires. Particular] de José M. Sempere y
de Pascual de Miera a Rafael Altamira , Buenos Aires, 16-XII-1909. Esta iniciativa se transformaría,
finalmente, en una donación en títulos de deuda españoles, compartida con Alvarado y la Extensión Uni-
versitaria ovetense. Tal como informara Pascual Sáenz de Miera a Altamira en abril de 1910, el tesorero
del Club Español estaba por entonces en poder de 33.000 m$n de los que se reservarían 3.000 m$n para
Alvarado; 3.000 m$n para la Extensión Universitaria ovetense y el resto —un equivalente “a 15.000
duros españoles”— para el viajero en títulos de la deuda española IESJJA/LA, s.c., Carta original manus-
crita [2pp., con membrete: Pascual Sáenz de Miera. Abogado español] de Pascual Sáenz de Miera a Ra-
fael Altamira, Buenos Aires, 7-IV-1910. Esta información sería confirmada por Rafael Calzada en agosto
de 1910, aunque con cifras diferentes de las consignadas por Sáenz de Miera. Ver: IESJJA/LA, s.c., Carta
original mecanografiada (6pp., última manuscrita) de Rafael Calzada a Rafael Altamira, Buenos Aires, 3-
VIII-1910.

489
y americanas. Aun cuando hemos abordado estas tareas y revalorizamos el papel de
Fermín Canella como organizador y garante de la empresa protagonizada por Altamira;
no hemos ido, hasta ahora, más allá de actualizar, discutir, perfeccionar o desarrollar
contenidos consagrados en la línea de estudio del fenómeno actualmente vigente. Línea
convenientemente prefigurada por la intervención rectora del propio Altamira en Mi
viaje a América y que ha hecho girar la comprensión del éxito intelectual del alicantino
en Argentina y en el Nuevo Mundo alrededor de los contenidos y propósitos manifiestos
de su mensaje; de la personalidad pública de sus protagonistas y de la propia coyuntura
socio-política e ideológica española de fines del siglo XIX y principios del XX.
Pero, con lo importante que puede resultar ajustar críticamente las imágenes
heredadas y llamar la atención respecto de la importancia del desenvolvimiento “diplo-
mático” de Altamira en el terreno, ello no basta para explicar realmente el fenómeno. Si
por ventura concluyéramos aquí la presente investigación, seguiríamos sin observar la
faz propiamente argentina y americana del acontecimiento y perpetuaríamos la ilusión
—alimentada tanto por una visión hispanocéntrica como por el desinterés argentino—
de que este fenómeno puede ser cabalmente comprendido desde el privilegiado punto de
mira del puerto de Vigo.
La importancia del viaje americanista en el proceso de reconstrucción de los
vínculos hispano-argentinos —decisiva en lo que respecta a la de los intelectuales—
hace que no podamos obviar el examen de los otros interlocutores, en absoluto pasivos,
de este nuevo y prometedor diálogo que, si fructificó lo hizo primero y no casualmente
en las pampas rioplatenses, antes que en el suelo más hostil de la meseta peninsular.
El desafío es, pues, introducirse de ahora en más en el contexto de recepción del
mensaje de Altamira, pero no en el registro meramente político o socio-económico que
ya conocemos suficientemente y que hemos abordado de forma suscinta en la primera
parte, sino en el intelectual e historiográfico, nunca invocado, hasta ahora, como dimen-
sión capaz de contribuir a la explicación global del fenómeno que nos ocupa.
Si la mayoría de los historiadores que nos han precedido en el estudio del viaje
establecieron el marco de entendimiento “español” y “político-ideológico” de la misión
oventese, restringiendo su análisis a la dimensión propositiva y a las repercusiones “di-
plomáticas” o “espirituales” de esta iniciativa; si esto ha hecho que no se le prestara
debida atención al discurso académico del alicantino y se privilegiara el inventario de
las decenas de conferencias por encima del análisis de sus contenidos; deberemos, pues,
realizar sin más demoras un giro en el estudio. Giro que nos aleje, por un lado, del su-
puesto de que el tema elegido, el currículum o la intención de quien pronunciara aque-
llas conferencias podían garantizar por sí mismos su recepción positiva en el mundo
intelectual rioplatense; que nos lleve, por otro lado, a la reconstrucción significativa de
sus enseñanzas en la UNLP y en la UBA; y que, por último, nos permita relacionar esas
enseñanzas, esas doctrinas expuestas por Altamira, con el contexto intelectual e histo-
riográfico en que se desplegaron y en el que lograron incidir con inusitada fuerza. Estas
serán las tareas que nos aguardan en la Tercera Parte de esta investigación.

490
491
492
TERCERA PARTE

RAFAEL ALTAMIRA ANTE EL PANORAMA HISTORIOGRÁFICO ARGENTINO

493
494
CAPÍTULO V

EL DISCURSO ACADÉMICO DE RAFAEL ALTAMIRA EN ARGENTINA.

Aunque el éxito de Altamira debe ser analizado como resultado de un conjunto


de actividades académicas, sociales, políticas y diplomáticas orientadas por un proyecto
intelectual que les daba unidad de sentido, no deja de ser útil diferenciar sus facetas y
los discursos a ellas asociados.
Habiendo considerado ya las estrategias sociales desplegadas por Altamira y las
directrices de sus propuestas americanistas, es hora de establecer qué fue aquello que
enseñó el catedrático ovetense durante su paso por Argentina para obtener una repercu-
sión tan importante entre la elite intelectual hispanoamericana.
En este sentido, será necesario centrarse ahora en las intervenciones universita-
rias de Altamira diferenciando, en este momento, el registro académico los demás as-
pectos de sus intervenciones.
Teniendo en cuenta los criterios metodológicos que hemos adoptado para reali-
zar esta investigación y que hemos anunciado en la Primera Parte, es conveniente recor-
dar que el análisis que se presentará seguidamente supone una reestructuración del or-
den del archivo y del orden del discurso de Altamira recogido de la documentación
textual que ha sobrevivido.
Por otra parte, en este caso en particular en el que se analizarán las conferencias
inéditas de Altamira en la UNLP, UBA y UNC, el sacrificio de estos ordenamientos y
linealidades discursivas originales se justifica en tanto estas no reflejan, en ningún caso,
la evolución misma del pensamiento de Altamira, sino que solo constituyen un simple
rastro de las necesidades y accidentes de su exposición pública en las aulas universita-
rias argentinas1.
En base a estos criterios hemos tomado una serie de decisiones metodológicas
puntuales para analizar este material. En primer lugar, hemos descartado una disposi-
ción cronológica de las intervenciones de Altamira por considerar que el mero ordena-
miento secuencial no iluminaría en nada la comprensión de su discurso. Hemos optado,
por el contrario, por un tratamiento que rompiera tanto el orden cronológico estricto,

1
Este sacrificio no comporta riesgo alguno de desorden en tanto el reordenamiento propuesto se halla
debidamente respaldado por el permanente reconocimiento y fijación del texto de origen, datación e iden-
tificación del contexto institucional, que permitan situarlos con precisión en el tiempo y espacio.

495
como el relativo, para reorganizar y relacionar significativamente los principales conte-
nidos vertidos, en distintos momentos, en sus diversas conferencias dictadas en institu-
ciones de enseñanza superior2.
Adoptar este criterio problemático para la lectura de las enseñanzas de Altamira
en Argentina nos permitirá definir objetos de análisis más consistentes y relevantes que
una conferencia particular o un ciclo de conferencias, para habilitarnos a una dimensión
más conceptual y profunda de su discurso.
Esta organización problemática nos dará, además, la libertad de transitar alterna-
tivamente entre las diferentes unidades lógicas que representan los cursos en la UNLP,
UBA y UNC; a la vez que nos permitirá avanzar y retroceder dentro de aquellas unida-
des y dentro de cada exposición individual, en busca del desarrollo —a menudo frag-
mentado— de un tema o problema relevante.
Como se ha dicho, todo esto tendrá sentido en la medida en que no perdamos de
vista el despliegue cronológico y lógico de las actividades de Altamira. En este sentido
será necesario dejar previa constancia de las diferentes aplicaciones universitarias del
profesor ovetense. Este constituye un requisito inevitable para poder desplegar con ple-
na seguridad una lectura problemática que altere el orden de la enunciación del discurso
de Altamira con el objeto de construir un orden significativo de acuerdo a nuestras in-
quietudes.
La primera y más importante de las actividades de Rafael Altamira en Argentina
fue su curso sobre “Metodología de la Historia” en la Facultad de Historia y Letras
anexa a la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la UNLP.
Para asistir a este evento académico se matricularon, con la debida antelación,
39 inscriptos correspondientes a la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales; 7 de la
Facultad de Agronomía y Veterinaria; 17 de la Sección Pedagógica; 6 de Farmacia; 1
de Ingeniería; 13 profesoras del Liceo de Señoritas; 2 profesores del Colegio Nacional y
23 oyentes, entre los que se encontraban varios doctores universitarios3.
Por supuesto estos números deben tomarse con cautela. Dada la información que
se desprende de las crónicas periodísticas y del cruce del listado oficial de la UNLP y de
la libreta de clases de Altamira, es evidente que sería un error suponer que el registro
universitario bastaría para determinar las magnitudes del público que siguió in situ, las
clases del profesor ovetense. Obviamente, no existió un correlato estricto entre el núme-

2
Seguir un criterio cronológico estricto implicaría reconstruir temporalmente la secuencia de exposicio-
nes realizadas por Altamira. Seguir un criterio restringido, implicaría compartimentar el discurso teniendo
en cuenta las unidades discursivas representadas por los cursos y ciclos, para luego ordenar cronológica-
mente las exposiciones en ellos realizadas. Sea uno u otro el criterio aplicado, el principio organizador no
parece una opción adecuada. En el primer caso, porque nos llevaría al absurdo de mezclar exposiciones
diversas realizadas paralelamente en instituciones diferentes; en el segundo, porque subordinaría el enten-
dimiento del discurso de Altamira a la secuencia expositiva de cada curso o ciclo particular. El ordena-
miento temporal de la evidencia, si bien es un recurso necesario en el punto de partida del análisis, no
basta por si mismo para inducir a una comprensión profunda o a una interpretación consistente, que sólo
puedo producirse a partir de la intervención intelectual del investigador reordenando significativamente
ese material de acuerdo a sus hipótesis e intereses.
3
IESJJA/LA, s.c., Listado mecanografiado con membrete del decanato de la Facultad de Ciencias Jurídi-
cas y Sociales, bajo el título de “Historia” (9 pp.).

496
ro de individuos apuntados y el de los asistentes efectivos, siendo imposible establecer,
por lo tanto, el número real de concurrentes ni su perfil socio-profesional. Pese a ello y
sin pecar de temeridad, podemos suponer, por un lado, que los invitados, oyentes y asis-
tentes que se sumaron ocasionalmente no hicieron sino acentuar aquella heterogeneidad
recogida en la lista de la UNLP; y conjeturar, por otro lado que, en lo decisivo, tampoco
se habría visto comprometido el carácter fundamentalmente universitario de este evento.
En todo caso, los diferentes orígenes intelectuales de la concurrencia contribuye-
ron, seguramente, a que este curso no se organizara en torno a una única estrategia pe-
dagógica, sino que se descompusiera en un área de exposición tradicional y en un área
de trabajo práctico más intensivo.
De esta forma, las actividades del profesor invitado se desarrollaron a razón del
dictado semanal de dos lecciones magistrales abiertas y públicas, y a la coordinación
simultánea de dos seminarios metodológicos más restringidos.
El primero de estos seminarios versaba sobre “Metodología de la Enseñanza” y
fue dictado los lunes 26 de julio; 2, 9 y 16 de agosto y 5, 12, 20 y 27 de septiembre de
1909, para los graduados inscriptos; mientras que el segundo, centrado en la “Metodo-
logía de la Investigación Histórica” fue impartido los jueves 29 de julio; 5, 12 y 19 de
agosto y 2, 9,16, 23 y 30 de septiembre de 1909, para los alumnos matriculados4.
Las diecinueve conferencias fueron pronunciadas, por su parte, los días 15, 18,
26 y 29 de julio; 2, 6, 9, 12,16 y 19 de agosto; 2, 6, 9, 13, 16, 20, 23, 27 y 30 de sep-
tiembre de 1909.
La reconstrucción de este curso extraordinario es posible gracias a la conserva-
ción, en diferentes archivos, de material de primera mano —en su mayor parte inédito y
hasta ahora prácticamente inexplorado— que recoge, en ciertos casos, referencias cru-
zadas acerca de varios de sus episodios y, en otros casos, al menos una fuente capaz de
orientarnos sumariamente acerca de lo sucedido en clase5. En este sentido, es indudable

4
AHUO/FRA, en cat., Caja V, Libreta de hojas de papel cuadriculado con notas manuscritas de Rafael
Altamira registrando las actividades de los seminarios correspondientes a su curso en la UNLP, VII-
IX/1909 (Anotado en cartón pegado en tapa: “Trabajos en La Plata”). Altamira conservó esta libreta en la
que, a modo de diario de clase, registró los contenidos del curso y las principales intervenciones de los
alumnos. En dicha libreta se abren dos apartados, titulados “Seminario de profesores” y “Seminario de
Investigación”. El primero consigna la celebración de 8 reuniones y según la lista manuscrita que abre el
registro, poseía una concurrencia de 14 personas. El segundo hace referencia a 9 reuniones y registra la
presencia de 10 inscriptos. Del cruce de la lista de la UNLP y la del propio Altamira se deduce la relativa
independencia de ambos tramos del curso dictado, así como también la flexibilidad que mostró el profe-
sor ovetense y la UNLP a la hora de admitir nuevos participantes. En AFREM/LA, RAL 16/cp. 38, Ma-
nuscritos. Cursos, lecciones, discursos y conferencias. Seminarios y conferencias sobre historia pronun-
ciados en La Plata, año 1909, 1 doc., se encuentran algunos borradores con las notas tomadas por
Altamira luego de cada sesión del Seminario de profesores y del Seminario de alumnos entre el 6 y el 30
de septiembre (sin encabezados que permitan discriminarlos) y que luego fueran ordenados y discrimina-
dos en la libreta guardada en AHUO/FRA.
5
La “Bibliografía Americanista de Rafael Altamira” publicada por la ANH en 1946, dió cuenta de la
existencia en el archivo de Altamira —entonces “unificado” en México— de unos apuntes preliminares y
transcripciones taquigráficas no corregidas de las lecciones de “Metodología de la historia” pronunciadas
en La Plata y de las de historia del Derecho dictadas en la UBA, entre otras muchas presentadas en Amé-
rica. Este material manuscrito recogía las conferencias generales del curso dictado en la UNLP, que hoy
sigue inédito y se halla depositado, sin catalogación, en la biblioteca del IESJJA; y las versiones mecano-
grafiadas de su cursillo en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la UBA, que se pueden hallar,

497
que la cobertura de archivo y hemeroteca que podemos disfrutar es óptima, sobre todo
en lo que hace al seguimiento de las conferencias públicas de las que nos han llegado
tanto los esquemas y guías de exposición del propio Altamira, como las versiones ta-
quigráficas y los resúmenes —más o menos extensos y más o menos fidedignos— pu-
blicados por los periódicos platenses y capitalinos y, luego, por los Archivos de Peda-
gogía y ciencias afines de la UNLP6.
Además de este curso en la UNLP, Altamira dictó en la Facultad de Filosofía y
Letras de la UBA los días 17, 24 y 31 de julio; 7, 14 y 21 de agosto; 4, 11 y 19 de sep-
tiembre de 1909, intentando atender someramente las distintas áreas de conocimiento
cubiertas por dicha institución.
La tercera actividad docente universitaria de Rafael Altamira en Argentina tomó
cuerpo al poco tiempo de comenzar sus enseñanzas en la UNLP, cuando Altamira fue
convocado por la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la UBA para dictar un
ciclo de diez conferencias magistrales sobre Historia del Derecho para alumnos, gra-
duados y profesores universitarios. Las lecciones —cuya temática fue concertada pre-
viamente entre el centro y el profesor— fueron dictadas los días 21 y 28 de julio; 4, 11,
18 de agosto; el 1, 16, 18, 22 y 28 de septiembre de 1909.
Además de estos cursos y ciclos de conferencias, Altamira pronunció dos lec-
ciones sobre materia jurídica los días 18 y 19 de octubre de 1909 en el salón de grados
de la Facultad de Derecho de la UNC, atendiendo un compromiso adquirido temprana-
mente con las autoridades de la casa de altos estudios cordobeses7.

Teniendo, entonces, un panorama de las actividades universitarias de Altamira


en Argentina, el análisis de su discurso académico proseguirá en tres apartados. En el
primero y el segundo se expondrán los principales contenidos de su discurso académico,

parcialmente, en el AHUO (Ver: “Bibliografía americanista de Rafael Altamira”, en: Boletín de la Aca-
demia Nacional de la Historia, nº 20-21, Buenos Aires, 1947-1948, pp. 233-274). La existencia de esta
documentación no es demasiado conocida, y su mención en obras historiográficas, casi nula, exceptuando
los artículos de Rafael ASÍN VERGARA, “La obra histórica de Rafel Altamira”; y de Juan José CARRERAS
ARES, “Altamira y la historiografía europea”, ambos en: Armando ALBEROLA (Ed.), Estudios sobre Ra-
fael Altamira, Alicante, Instituto de Estudios Juan Gil Albert, 1988, pp. 369-394 y 395-423, respectiva-
mente.
6
“Rafael Altamira en la Universidad Nacional de La Plata”, en: Universidad Nacional de La Plata, Facul-
tad de Ciencias Jurídicas y Sociales, Sección Pedagógica, Archivos de Pedagogía y ciencias afines, Tomo
VI, nº17 (impreso en Buenos Aires, Talleres de la Casa Jacobo Peuser), 1909, pp. 161-285. Esta revista
universitaria presentó los discursos de recepción de Altamira en la UNLP (II, pp. 163-172), luego recogi-
dos en Mi viaje a América; un resumen firmado por Julio de C. Moreno de los cursos de seminario (III,
pp. 172-181); las reseñas de la diecinueve conferencias del curso abierto publicadas por el periódico El
Día de La Plata (III, pp. 181-253); un resumen firmado por Juan Gelabert de las palabras de cierre del
curso dadas por Altamira al final de su 19ª conferencia (III, pp. 253-255); una relación de honores tribu-
tados a Altamira (IV, pp. 257-262), luego recogidos en Mi viaje a América; la documentación relacionada
con la concesión del título de Doctor honoris causa por la UNLP y la relación de discursos del acto co-
rrespondiente (VI, pp. 263-285) y la noticia del Homenaje del Profesorado Argentino (VI, p. 285), luego
recogidos en Mi viaje a América.
7
IESJJA/LA, s.c., Nota original manuscrita (con escudo y membrete del Rector de la Universidad Nacio-
nal de Córdoba) de José María Escalera a Rafael Altamira, dándole la bienvenida al país y mencionando
la próxima visita del catedrático ovetense a la UNC, Córdoba, 6-VII-1909.

498
identificando dos grandes áreas problemáticas, la de los lineamientos para una Historio-
grafía científica y la de los lineamientos para una moderna Historia del Derecho, cada
una de ellas subdividida en un número determinados de problemas significativos especí-
ficos8. En el tercer apartado se ofrecerá una primera evaluación crítica general del dis-
curso académico de Altamira atendiendo exclusivamente a sus contenidos.
Esta estrategia de análisis del discurso del profesor ovetense persigue una re-
construcción significativa y debidamente referenciada de sus contenidos, que permita
situar al lector en el panorama general del pensamiento de Altamira. De allí que, por
ejemplo, se haya optado por establecer la identidad de los historiadores e intelectuales a
los que se hizo referencia casi siempre de forma incompleta. En el mismo sentido,
hemos creído necesario desentrañar las a menudo abstrusas citas textuales y alusiones
bibliográficas diseminadas en los apuntes de Altamira y, sobre todo, en las transcripcio-
nes taquigráficas y resúmenes periodísticos de sus conferencias.
Si bien no hemos considerado apropiado extendernos en las referencias biográfi-
cas a las que puede accederse ulteriormente una vez que se ha identificado fehaciente-
mente al personaje; en algunos casos se han consignado a pié de página datos especial-
mente relevantes de sus biografías intelectuales. En cuanto a la reconstrucción de las
referencias bibliográficas originales dadas por Altamira hemos procurado establecer la
identidad de la obra en cuestión, refiriendo a pié de página los datos completos de la
misma. Dichas citas bibliográficas no serán incorporadas, como es lógico, a las referen-
cias de fuentes secundarias utilizadas en este trabajo.
Por último, y también a través del recurso de la nota, hemos juzgado conveniente
llamar la atención del lector respecto de desarrollos previos o posteriores de ciertas
ideas e interpretaciones historiográficas en la obra de Altamira. Del mismo modo, tam-
bién se ha hecho referencia, cuando el caso lo ameritaba, a la reiteración de los conteni-
dos de sus conferencias argentinas en otras escalas del viaje americanista.

1.- Apuntes para una praxis científica y profesional de la Historiografía

La primera área problemática del discurso de Altamira se cristalizó alrededor de


la temática historiográfica y, específicamente, alrededor de los aspectos teóricos y me-
todológicos de la práctica científica del historiador, por un lado; y de los aspectos orga-
nizativos y pedagógicos de la enseñanza básica, media y superior de la historia, por
otro. La preponderancia de estas cuestiones no impidió, sin embargo, el desarrollo de
una faz más concreta de análisis centrada en el estado de la disciplina en Argentina y en
una muestra de las aplicaciones prácticas del análisis propio de la Historia de la Histo-
riografía.

8
Esta organización problemática no violenta, en lo esencial, las unidades temáticas originales correspon-
dientes a la demanda académica —centrada en problemas historiográficos y jurídicos— que le hicieran
las facultades de la UNLP y la UBA y que, por la importancia de las exposiciones a las que dio lugar,
sirvió a Altamira para estructurar otras intervenciones que le fueron requeridas en La Plata, Buenos Aires
y Córdoba.

499
1.1.- Los usos de una Ciencia de la historia.

1.1.1.- Pautas de demarcación para una Historiografía científica.


El primer tópico que Altamira abordó en sus conferencias de la UNLP se refería
al problema de la definición del concepto mismo de la Historiografía, así como del or-
den de fenómenos que legítimamente pertenecían a su campo de estudios.
Esta cuestión, sumamente compleja, habría dado lugar a múltiples opiniones y
también a grandes equívocos que no solo habrían afectado a los historiadores inexper-
tos. Charles Seignobos9, notable intelectual que tantos aportes había realizado a la His-
toriografía habría tropezado, por ejemplo, en una cuestión tan básica como la utilización
misma de la palabra historia, tal como se desprendería de sus disquisiciones metodoló-
gicas.
Según Altamira, Seignobos afirmaba que no habría fenómenos intrínsecamente
históricos tal como los habría en Física o Química. Por el contrario, el historiador fran-
cés habría afirmado que la historicidad de un fenómeno era consecuencia de la forma a
través de la cual se lo conocía. Con lo que, para que un fenómeno fuera considerado
histórico debería haber sido conocido a través de documentos. De esta manera, el carác-
ter histórico de un hecho sería relativo, siéndole este atribuido por las condiciones cir-
cunstanciales y externas en que ese fenómeno fue aprehendido por el sujeto. Así, si se
conoce un hecho en calidad de testigo, ese hecho no sería histórico para quienes lo han
observado, aunque sí lo sería para aquellos que han recibido un testimonio de su exis-
tencia10.
Para Altamira, esta particular definición del hecho general histórico, además de
esconder un criterio demasiado estrecho y facilitar errores y contradicciones11, sería

9
Charles Seignobos (1854-1942), alumno aventajado de Fustel de Coulanges y Ernest Lavisse, estudió en
Goettingen, Berlín, Leipzig y Munich, se doctoró en Historia en 1881 y desde entonces fue profesor de la
Universidad de París. Seignobos ha sido considerado como uno de los grandes referentes de la llamada
histoire événementielle y del positivismo historiográfico. Para un análisis como el que intentaba desplegar
Altamira, resultaba inevitable apelar a una revisión crítica del autor de la Histoire politique de l'Europe
contemporaine (1897) —a quien conoció durante su estancia de estudios en París en 1890 y con quien
mantuvo correspondencia— y de influyentes tratados de metodología de la investigación historiográfica.
Entre éste último tipo de obras destacan, además de la obra en colaboración con Charles-Victor Lanlgois:
Charles SEIGNOBOS, La méthode historique appliquée aux sciences sociales, Paris, Alcan, 1901; ID.,
L’enseignement de l’histoire comme instrument d’éducation politique, París, 1907.
10
“La expresión histórico se refiere pues, a la manera según la cual un hecho es conocido, pero no indica
nada respecto de su naturaleza; no hay fenómeno histórico, dice, Seignobos, si no es conocido mediante
documentos” (IESJJA/LA, s.c., Actas manuscritas tomadas de la versión taquigráfica de la 13ª Conferen-
cia de Rafael Altamira en la UNLP, 9-IX-1909, p. 12).
11
En orden a las contradicciones Altamira señalaba, por ejemplo, que Seignobos había escrito una histo-
ria de la civilización para la cual había usado como fuentes de información diversos monumentos, a pesar
de lo cual, en su definición teórica estricta, estos parecían quedar descalificados como evidencia histórica
válida. En orden de los errores, lo que era más inaceptable para el catedrático ovetense, era la subordina-
ción de la naturaleza histórica de un hecho a las condiciones relativas de su percepción, con lo cual una
sesión parlamentaria, una batalla o incluso una revolución no debían ser considerados hechos históricos
sino sólo en tanto pudieran ser conocidos suficientemente mediante documentos. La obra a la que se refie-
re Altamira para consignar las mencionadas contradicciones entre la teoría y la práctica del historiador
francés es la siguiente: Charles SEIGNOBOS, Histoire de la Civilisation au Moyen Age et dans les Temps
Modernes, París, Masson, 1887.

500
consecuencia directa de la imprecisión conceptual de la palabra historia. Esta impreci-
sión sería fruto de la “imperfección de nuestros idiomas latinos en los cuales no hay
más que una palabra para indicar dos cosas completamente distintas”:
“Así nosotros decimos: Historia es el relato de un grupo de hechos humanos o de todos los
hechos de la humanidad, que son la verdadera historia. No tenemos palabra distinta para designar
la realidad histórica y la forma de expresión del conocimiento de un modo literal. Seignobos está
pensando no en la diferencia que existe entre estas dos palabras, sino en la historia como histo-
riografía, como conocimiento que una vez que se ha adquirido se transmite a las personas en
forma de documento”12.

Si intentamos reconstruir el razonamiento de Altamira —en realidad no muy cla-


ramente expuesto— nos percataríamos que su principal objetivo era recordar la distin-
ción existente entre lo histórico y lo historiográfico, es decir, entre el objeto de análisis
y la perspectiva analítica. Disyunción ésta, que resulta elemental para constituir una
disciplina científica.
Según el profesor español, la limitación del concepto utilizado por Seignobos se-
ría el origen de su error en la definición de historia: “creyendo que ella no tiene más
fuente que el documento, él no sale de la confusión de lo Histórico con lo Historiográfi-
co”13.
De esta forma, Altamira consideraba que Seignobos, al utilizar la palabra histo-
ria en la acepción exclusiva de historiografía, induciría al error a los lectores de sus
libros. El público más vulnerable sería, por supuesto, el no especializado que, en gene-
ral, no estaba en condiciones de advertir esta confusión conceptual y podían verse arras-
trado por el pensamiento de una personalidad tan influyente como la del ilustre archive-
ro14.
Pese a su autoridad, Seignobos habría sido víctima de la dualidad que se mani-
festaba en quienes practicaban una disciplina y a su vez intentaban reflexionar sobre
ella. Así, sus elucubraciones serían claro ejemplo de una desviación sistémica frecuente
en los historiadores que avanzaban sobre cuestiones metodológicas o gnoseológicas y
de la que sería necesario prevenirse:
“[esta] puede, quizás, ser una demostración de cuán fácil es... [para] un hombre que sabe las co-
sas —porque tiene la conciencia íntima de lo que [ellas] son y cómo se pueden hacer— el extra-
viarse cuando sistematiza, porque todo sistema impone un cuadro lógico, férreo y tiende a sutili-
zar. Por lo cual, si es muy interesante la frecuencia y el trato con los grandes filósofos

12
IESJJA/LA, s.c., Actas manuscritas tomadas de la versión taquigráfica de la 13ª Conferencia de Rafael
Altamira en la UNLP, 9/IX/1909, pp. 16-18.
13
Ibídem, p. 18.
14
“He querido detenerme en este punto y tratar de evitar las consecuencias de la fuerza de autoridad que
pueda tener este maestro y, por lo tanto, evitar las equivocaciones en que pueden incurrir aquellas que no
se percatan de por qué esta diferencia de criterio en el Seignobos metodólogo y Seignobos historiador”
(IIbídem, pp. 22-23). Por lo demás, el profesor español habría detectado un desplazamiento en el criterio
de “historicidad” de Seignobos por el cual, si en un primer razonamiento ésta dependía de un aspecto
técnico y externo al hecho mismo, en una segunda elucubración, esta era una cuestión relacionada con la
esencia o naturaleza del hecho en sí. En efecto, según Altamira, Seignobos excluía como hechos históri-
cos a los acontecimientos naturales por el hecho de no ser humanos. Siguiendo esta lógica, la erupción del
Vesubio de 1879 sería, en sí, un hecho geológico que no debería ser considerado como histórico, a pesar
de que se lo hubiera conocido por intermedio de documentos

501
sistemáticos de la humanidad, con cuyo comercio se adquiere profundidad de pensamiento y un
horizonte amplio de ideas, también se suele perder la espontaneidad del pensamiento cuando se
le[s] sigue; porque esa misma inflexibilidad lógica del sistema hace que nos sintamos, más tarde,
arrastrados sin posibilidad de defendernos por la dialéctica robusta, dentro de la cual se llega a
veces a conclusiones que son pura sutilezas que son puro ingenio”15

Sin embargo, esta prevención no eximiría al historiador de su responsabilidad de


pensar su propia disciplina y sus propias prácticas. En ese sentido, Altamira procuró
profundizar en el problema del status científico del saber histórico o, para ser más preci-
so, en la consistencia científica de las prácticas habituales de los historiadores16.
Estas prácticas científicas fueron expuestas —e incluso promocionadas— por el
catedrático ovetense, en un claro intento de fortalecer un modelo historiográfico riguro-
so frente a praxis alternativas vinculadas con otras concepciones de las características y
utilidades del saber histórico.
No casualmente el objetivo central que declarara en la apertura del ciclo de con-
ferencias en la UNLP fue el de “despertar o afianzar el espíritu científico para la inves-
tigación y para la enseñanza”. Este espíritu no florecería a partir de la simple acumula-
ción de conocimientos, fueran éstos los propios de la materia o los de las reglas del
oficio. Por el contrario, el espíritu científico sería fruto de una predisposición, de una
orientación racional cuya médula era el ejercicio de un rigor crítico capaz de prevenir
toda anticipación; toda credulidad; toda aspiración a establecer sentencias definitivas;
toda pretensión de establecer —incluso— la infalibilidad de la ciencia; toda sustitución
de la lógica por el ingenio, de la objetividad por la subjetividad, de la visión serena de la
realidad por la pasión desatada17.
El hecho de que la Historiografía fuera considerada una ciencia, no implicaba
que todas las prácticas de los historiadores debieran ser asumidas —sin más— como
científicas, simplemente por enmarcarse en los usos y costumbres de la disciplina. In-
cluso, la adhesión a los principios científicos no constituiría garantía suficiente para

15
IIbídem, pp. 7-10.
16
Altamira volvería la atención sobre los mismos problema del status científico de la Historiografía trata-
dos en La Plata, abarcando casi las mismas cuestiones —los criterios de cientificidad, el alcance de las
leyes históricas, los límites entre la Ciencia de a Historia y la Filosofía de la Historia—. Ver: Rafael
ALTAMIRA, Cuestiones modernas de historia. Cuestiones generales. Historia extranjera. Historia de
España, 2ª edición corregida y aumentada, Madrid, M.Aguilar, 1935, pp. 125-149; Rafael ALTAMIRA,
Proceso Histórico de la Historiografía Humana, México DF, El Colegio de México, 1948, pp. 138-187.
La pervivencia de esta problemática era subrayada por Altamira, si bien el término de conflicto que vis-
lumbraba no era tanto con la Filosofía de la Historia y la Sociología, como lo destacara en 1909, sino con
la literatura: “En rigor, las novedades no son muchas, teniendo en cuenta que los temas fundamentales
siguen siendo los mismos de siempre, salvo alguno que ya se ha logrado y acerca del cual nadie discute.
Tal es el caso de la Historia integral. Todos los profesionales saben que lo mismo las Historias particula-
res de cada pueblo como las Universales, deben comprender todas las actividades humanas y no solamen-
te la política o las demás que, en conjunto, forman la civilización... Por lo que toca a las materias objeto
de investigación, continúa la discusión acerca de la especialidad enciclopédica de la Historia; o sea, si
ésta es Ciencia o bien pertenece a otra manifestación espiritual, por ejemplo la literatura.” (Ibídem, pp.
137-138)
17
AHUO/FRA, en cat., Caja V, Guía de clase manuscrita de Rafael Altamira para la primera lección del
curso de Metodología de la Historia en la UNLP, La Plata, 15/VII/1909, pp. 3-4.

502
afianzar una práctica análoga, en tanto los peligros del dogmatismo no serían exclusivos
de las visiones religiosas del mundo.
Altamira creía que incluso la perspectiva científica, cuando no estaba bien ci-
mentada, podía estar amenazada por el mal llamado espíritu metafísico, que no sería
más que una necesidad espiritual de quienes buscan una completa y acabada explicación
de todo cuanto los rodea. Esta orientación espiritual derivaría fácilmente en el dogma-
tismo, en la excesiva credulidad o en la búsqueda de respuestas y afirmaciones absolu-
tas18.
Para ser pertinente, una afirmación científica, debería enmarcarse en un ambien-
te de condiciones, es decir, en un contexto de validez empírica, lógica, metodológica,
teórica e histórica, fuera del cual acecharía siempre el peligro de que el ingenio, la elo-
cuencia o la ocurrencia intuitiva se constituyeran en criterios orientadores del ejercicio
historiográfico.
Según Altamira, el investigador debería estar prevenido ante estos peligros, evi-
tando la incorporación de ciertas prácticas y la adhesión a ciertos valores que han cons-
pirado en el pasado y que conspiran, invertidos, en el presente, contra el avance del es-
píritu científico. Así, si en el pasado el criterio de autoridad, el espíritu dogmático y la
subordinación del saber a intereses particulares habían ocasionado, respectivamente, la
paralización del conocimiento histórico, la subordinación de los hechos a las doctrinas y
la costumbre aberrante de la falsificación documental y la ocultación de hechos; en el
presente, la soberbia injustificada del juicio individual, la confianza excesiva en las no-
vedades y modas y la fe ciega en la infalibilidad de la ciencia representarían, también,
obstáculos de gran importancia para el progreso de la ciencia histórica19.
Al interesarse Altamira por los aspectos más aplicados e inmediatos de la amplia
problemática de la cientificidad historiográfica, no es sorprendente que abordara la rela-
ción de la Historiografía con otras disciplinas, y que ello derivara, casi inmediatamente,
en el planteo de los límites interdisciplinarios y de los criterios válidos de demarcación
entre las diferentes ciencias humanas y sociales.
Una vez más, los problemas de demarcación que interesaron a Altamira fueron
los más inmediatos y los que mayor repercusión práctica pudieran tener en el trabajo
concreto de los historiadores. Esto hizo que no se interesara por establecer, reforzar o
ilustrar acerca de las diferencias entre las ciencias de la naturaleza y las humanas y so-

18
Ibídem, p. 7.
19
“No tenemos ya el magister dixit. Hoy este se puede equivocar. Hasta negamos la autoridad del hombre
más trabajador de conocimientos. Pero a la vez que esxiste este fermento de revolución, en la juventud
intelectual tenemos otro magister dixit: nosotros mismos, cada uno de nosotros que niega la autoridad
ajena, considera que la sola autoridad es la opinión propia. ¡Y la peor de las autoridades es la propia! No
es sino la exageración de la tendencia a establecer la propia personalidad en el espíritu científico de cada
uno... la fe en las novedades... es una epidemia devastadora. Así como las señoras esperan ansiosas el
último figurio, esperamos nosotros la última palabra científica, confundiendo la novedad con la palabra
absoluta de la ciencia. [...] Hay que prevenirse, pues, contra los moldes que transforman las mismas bases
de la ciencia. Defendámonos tanto de los moldes nuevos, como de los moldes viejos.” (“Primera confe-
rencia del Prof. Altamira en La Plata”, en: El Día, La Plata, 15/VII/1909 —IESJJA/LA, s.c., Recorte de
prensa—).

503
ciales, sino a tratar de determinar el campo propio del saber historiográfico dentro de
este último conjunto.
En este sentido, Altamira demostró gran interés en dejar claramente establecida
la diferencia entre el ejercicio historiográfico y las especulaciones propias de la Filoso-
fía de la Historia.
Para empezar, Altamira creía que existía una gran vaguedad en el empleo de es-
tel rótulo y que, por esa razón, muchos seguían confundiendo su auténtico significado.
Para determinar con exactitud las características de Filosofía de la Historia y contrastar-
las con las propias de la Historiografía, Altamira intentó, primero, definir su objetivo,
para luego centrarse en el análisis de sus prácticas intelectuales.
Según el catedrático ovetense, la Filosofía de la Historia apuntaría a la explica-
ción final de la historia humana a través de la postulación de claves determinantes del
ser y del movimiento histórico. De esta forma, las explicaciones finales de los fenóme-
nos históricos estarían ligadas con doctrinas que intentarían dar razón de los hechos de
la humanidad identificando la causa fundamental —de orden humano o extrahumano—
en la que reposan los hechos y las leyes de su desenvolvimiento20.
La explicación de la historia humana por el condicionamiento del medio físico
sería, por ejemplo, una explicación típicamente filosófica que recurriría a la identifica-
ción de una causa general capaz de explicar el desarrollo histórico. Otras explicaciones
equivalentes sería la explicación por la raza; por lo económico; por lo político; o por
los caracteres psicológicos de los grupos humanos21. Estas doctrinas, que proponían una
clave interpretativa del pasado, darían razón de los fenómenos históricos por recurso a
la ponderación de determinadas cualidades humanas o exteriores que determinarían la
acción individual o social, poniéndole límites e imprimiéndole determinadas direcciones
necesarias. Fuera de esas causas centrales, lo demás sería mero residuo sin mayor im-
portancia.
Este objetivo explicaría el hecho de que la Filosofía de la Historia produjera
enunciados generalizadores cuya validez explicativa intentaba amplificarse a todo el
arco de la temporalidad humana. En efecto, las leyes filosóficas de la historia se caracte-
rizarían por pretender abrazar “no solo la historia que se ha realizado sino la historia que
está por realizarse”. Lo propio de esta Filosofía —y lo que la diferenciaría de la Ciencia
de la historia— sería precisamente, formular o reconocer dentro de la fenomenología
histórica, causas y leyes permanentes.
Siendo que el punto de vista filosófico se referiría al conocimiento de lo estable,
de lo esencial, mientras que “lo histórico representa la ciencia o el conocimiento... de lo
fenomenal, de lo variable, de lo que cambia” la diferencia entre la Historiografía y la
Filosofía de la Historia aparecería como perfectamente clara y sus respectivos textos,
fácilmente distinguibles. Sería en virtud de esta diferenciación elemental que se podría
distinguir actualmente y en todo campo de saber, una reflexión filosófica acerca de los

20
Ver: IESJJA/LA, s.c., Actas manuscritas tomadas de la versión taquigráfica de la 13ª Conferencia de
Rafael Altamira en la UNLP, 9-IX-1909, p. 44 y 48-49.
21
Ibíd., p. 76.

504
objetos y una indagación histórica acerca del desarrollo de los mismos, siendo ambas
perspectivas de análisis legítimas, pero inconfundibles22.
Lo interesante y revelador es que, como señalara Altamira, ninguna de estas
construcciones típicas de la Filosofía de la Historia fueron realizadas por historiadores,
sino por teólogos y filósofos metafísicos.
Los historiadores propiamente dichos no habrían producido este tipo de interpre-
taciones, ni tendrían una Filosofía de la Historia como referencia de su trabajo de inves-
tigación. Filósofos influyentes como el providencialista Jacques-Bénigne Bossuet
(1627-1704) y Georg Wilhelm Hegel (1770-1831), serían quienes habrían formulado
leyes permanentes de la historia aplicables al pasado y al futuro23. A partir de estos dos
casos —como en todos los otros que pudiéramos encontrar— veríamos como los filóso-
fos de la historia buscaron causas metafísicas, es decir, causas que estando más allá de
la historia y siendo exteriores e ineludibles, se imponían inexorablemente sobre los
acontecimientos humanos. Por ello, se comprende que la Filosofía de la Historia no pu-
diera ser entendida como una Ciencia Histórica, sino que debiera ser entendida como
una aplicación intelectual en la que el hecho histórico era mirado de una forma radical-
mente distinta de cómo se lo hace en la Historiografía24.
Ahora bien, para Altamira —y contra lo que podría esperarse por la línea de su
razonamiento— la diferencia entre ambas disciplinas no devendría de la presencia o
ausencia de enunciados generales o legales. Por el contrario, tanto la Filosofía de la His-
toria como la Ciencia de la historia identificarían causas y producirían leyes con las cua-
les desarrollarían sus respectivos análisis25. Sin embargo, las leyes propias de la Ciencia
de la historia, así como su aplicación, serían fundamentalmente diferentes:
“importa hacer esta observación por cuanto se suele entender que el concepto de ley es un con-
cepto puramente filosófico que no se puede determinar y no se puede estudiar sino dentro de la
filosofía de un objeto y, por el contrario, hay leyes que corresponden al mudar mismo, a la serie
de hechos distintos y que muestran en ellos [...] algo común dentro de la mudanza y por lo tanto
una nota repetida y [...] permanente dentro de una cierta temporalidad, dentro de un cierto lapso

22
IESJJA/LA, s.c., Actas manuscritas tomadas de la versión taquigráfica de la 14ª Conferencia de Rafael
Altamira en la UNLP, 13/IX/1909, pp. 7-9.
23
La obra del filósofo francés en donde puede verse este providencialismo del que hablaba Altamira es la
siguiente: Jacques Bénigne BOSSUET, Discours sur l'histoire universelle, Paris, S. Mabre-Cramoisy,
1681. Puede consultarse la siguiente edición electrónica (que reproduce la edición del Institut National de
la Langue Française (INaLF) de 1961 que a su vez refleja la príncipe) en: www.gallica.bnf.fr/classique
(Description 800 Ko; Collection Frantext; Q363-365; 561 pp.; Identifiant N087668). Respecto del filoso-
fía histórica de Hegel, Altamira recordaba que las reflexiones del pensador alemán acerca del devenir y de
la mutación de las ideas habrían servido a la centralización nacionalista alemana, con la cual su autor
estaba explícitamente comprometido. Hegel ofició desde 1818 como profesor de la Universidad de Berlín,
donde enseñaba filosofía del derecho, de la religión y del arte, filosofía de la historia e historia de la filo-
sofía. Después de su muerte, fueron publicados textos que recogían notas de sus conferencias, apuntes de
sus alumnos y secciones de sus manuscritos y notas. Entre ellas se halla la edición de 1837 de Lecciones
sobre la filosofía de la historia (G.W. HEGEL, Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, Ma-
drid, Alianza, 1980) que puede consultarse para confrontar los juicios de Altamira.
24
IESJJA/LA, s.c., Actas manuscritas tomadas de la versión taquigráfica de la 13ª Conferencia de Rafael
Altamira en la UNLP, 9/IX/1909, pp. 61-65.
25
Según Altamira convendría no confundir la identificación o postulación de una causa con la formula-
ción de una ley. La ley señalaría la dirección propia en que el “fenómeno o serie de fenómenos” se produ-
ce, mientras que la causa definiría su origen y constitución (Ibíd., p. 50-51).

505
de tiempo que marca una dirección fundamental, permanente también, en aquella serie de hechos
y [que] distingue su manera de producirse [de] otra sucesión de hechos que tienen una nota co-
mún diferente”26.

En una ley histórica esa dirección sería reconocible y válida exclusivamente de-
ntro de su orden de actividad y sólo para determinados fenómenos, mientras que en la
ley filosófica de la historia, esa dirección se proyectaría hasta abarcar lo ocurrido y lo
que estaba por ocurrir. Esto haría que una ley de la Filosofía de la Historia no pudiera
ser considerada, a su vez, como histórica porque, como recordaba Altamira, lo que to-
davía no había ocurrido estaba, por definición, fuera del campo de lo histórico y por lo
tanto no puede ser determinado por ninguna ley propiamente histórica.
Una auténtica ley histórica nunca afirmaría que “así como se han producido los
hechos de una determinada categoría en la historia humana...[así] se seguirán produ-
ciendo” porque para el historiador no existe causa que pueda estar por encima de lo his-
tórico y que obligue a los hechos a moverse en determinada dirección permanentemen-
te. Las leyes de la Filosofía de la Historia, en contraposición a las de la Ciencia de la
historia, serían leyes eternas del movimiento humano que aspiran a regir el desarrollo de
la humanidad, mientras esta exista. Según Altamira, la ley histórica propiamente dicha
no provendría de fuera del campo de los hechos históricos; por lo tanto, no sería un im-
perativo al que los hombres y la experiencia humana debieran amoldarse, sino un enun-
ciado abstraído de la individualidad concreta de una serie de hechos que, por compartir
una nota común, por mostrar una dirección uniforme, puede designarse bajo el nombre
de ley27.
La Filosofía de la Historia habría sido llamada con razón, una ciencia metafísi-
camente deductiva porque su reflexión necesitaría de la postulación de principios eter-
nos, culminantes y de carácter extra y supra históricos. A partir de estos principios es-
tablecería luego supuestas regularidades nomológicas sin necesidad de apelar a
conocimientos concretos y sin base alguna de experimentación. De allí que estas leyes
representasen en la práctica historiográfica una simple imposición lógica sobre los
hechos y la Filosofía de la Historia pudiera tildarse con justicia de metafísica del hecho
humano28.
Una ley histórica, tal como la entiende Altamira —es decir, como ley del movi-
miento social de validez temporal y amplitud fenomenológica restringida— sería, por
ejemplo, la afirmación de que el orden social de la civilización occidental del Viejo
Mundo se había producido “conforme a una dirección que nosotros distinguimos en ella
[...] desde la agrupación de la familia hasta la agrupación nacional”. Otra ley de este
tipo sería la que afirma “que la historia romana se ha producido conforme a una ley de
expansión y absorción de todos los demás pueblos que estuviesen en contacto suyo para

26
IESJJA/LA, s.c., Actas manuscritas tomadas de la versión taquigráfica de la 14ª Conferencia de Rafael
Altamira en la UNLP, 13/IX/1909, pp. 9-11.
27
El razonamiento de Altamira, así como las citas de los párrafos anteriores correspondientes al tema de
las leyes históricas y de las leyes filosóficas de la historia pueden encontrarse en: Ibíd., pp. 18-21.
28
La huella de estas reflexiones puede hallarse en escritos muy tardíos de Altamira: Rafael ALTAMIRA,
Proceso Histórico de la Historiografía Humana, México DF, El Colegio de México, 1948, pp. 138-140.

506
infundir en ellos el sentido jurídico del pueblo romano y constituir una unidad de civili-
zación”. Según Altamira, en ninguno de estos dos casos se diría nada que saliera de lo
estrictamente temporal e histórico, nada que no fuera válido y aplicable sólo a una serie
específica de hechos, nada que pretenda poseer un alcance universal y transhistórico29.
La ley, como tal, debía considerarse en Historiografía como un enunciado de ín-
dole y contenido también generales. Sin embargo, la problemática de la generalización
historiográfica no se agotaba en la problemática de la legalidad histórica. En efecto, en
tanto en la práctica historiográfica aparecían otros tipos de enunciados generales, sería
necesario identificarlos y examinar su origen y validez científica. Para Altamira, esta no
era una cuestión de interés estrictamente técnico o lógico; por el contrario, dilucidar el
status de la generalización histórica legítima involucraba una reflexión que hacía al ca-
rácter mismo de la tarea del historiador y al propósito de su oficio30.
Teniendo en cuenta que entre los historiadores de la época existía un prejuicio
—en buena medida comprensible— según el cual todas las generalizaciones representa-
ban un grave peligro para el equilibrio y la consistencia científica del texto historiográ-
fico31, abordar esta temática en un ámbito académico constituía, por parte de Altamira,
una audacia que no debe ser pasada por alto.
El abuso de una generalización demasiado precipitada, que fuera “más allá de lo
que consentía el dato concreto”, caracterizó a muchos de los grandes historiadores y a
buena parte de las obras históricas del siglo XIX, muchas de las cuales habrían fracasa-
do en sus pretensiones científicas por esta causa. Para Altamira, sería precisamente el
siglo XIX —considerado comúnmente como el siglo de la civilización y el de la histo-
ria— el período en el que “los historiadores empezaron por generalizar para dar el cua-
dro de conjunto en el cual se mostraban, no ya las líneas generales que habían en un
grupo de hechos, la dirección normal que mostraban todos ellos aparte de las diferencias
individuales, sino leyes generales no solo presentes sino futuras”. Este rasgo de la histo-
riografía decimonónica, unido no pocas veces a la intromisión del elemento patriótico
—sobre todo entre los historiadores alemanes— habría provocado una elevación estéti-
ca del género, haciendo de estas historias algo “muy bello desde el punto de vista litera-
rio, pero débil del punto de vista científico”32.
No debería pensarse, no obstante, que este haya sido un rasgo exclusivamente
germano. Otro caso típico de generalización inadecuada sería el de Hippolyte Adolphe
Taine (1828-1893), cuyos excelentes libros, según Altamira, “disminuyen su valor

29
IESJJA/LA, s.c., Actas manuscritas tomadas de la versión taquigráfica de la 14ª Conferencia de Rafael
Altamira en la UNLP, 13/IX/1909, pp. 12-15.
30
Como bien lo decía Altamira, el problema de la generalización en historiografía era capital en tanto
haría “a la función que el historiador tiene que desempeñar sobre la base de los datos conocidos”
(IESJJA/LA, s.c., Actas manuscritas tomadas de la versión taquigráfica de la 4ª Conferencia de Rafael
Altamira en la UNLP, 29/VII/1909, p. 5).
31
Altamira expondría nuevamente sus ideas acerca de las generalizaciones pertinentes en: Rafael
ALTAMIRA, Proceso Histórico de la Historiografía Humana, México DF, El Colegio de México, 1948,
pp. 158-166.
32
IESJJA/LA, s.c., Actas manuscritas tomadas de la versión taquigráfica de la 4ª Conferencia de Rafael
Altamira en la UNLP, 29/VII/1909, pp. 7-8.

507
cuando se trata de estimarlos como una obra científica”33. Las obras de este gran histo-
riador y crítico francés poseerían muchos prejuicios y errores de generalización, fruto de
un método de trabajo inconveniente. Según este método, para sacar conclusiones acerca
de una característica o tendencia histórica nacionales sería legítimo tomar, por ejemplo,
“datos distintos de doce, quince años, de diferentes momentos, procedentes de diversas
localidades de una misma nación” para luego construir con ello una “generalización de
todo un siglo para toda la nación”34.
Altamira explicaba que en ese momento, aquellas perspectivas generalizantes —
no necesariamente vinculadas a una Filosofía de la Historia— estaban siendo duramente
cuestionadas, incluso en la misma Alemania, donde la escuela histórica del Derecho
había reaccionado contra la escuela del Derecho natural suscitando la desconfianza y el
menosprecio de las grandes síntesis. Así, una figura notable de la historiografía alemana
como Karl Lamprecht (1856-1915), sería objeto de desconfianza por parte de muchos
historiadores contemporáneos, debido a sus caracterizaciones absolutas de ciertos pe-
ríodos y una “tendencia demasiado exagerada a la generalización y hacia las síntesis”35.
Si bien Altamira apreciaba a Lamprecht como a uno de los más grandes historiadores y
se declaraba un admirador de su obra, no dejó de considerar que los criterios generali-
zadores que la caracterizaban eran del todo inadecuados:
“Yo estimo que es absolutamente imposible y de consecuencias gravísimas para la formación
científica de la historia y sobre todo para la formación de la confianza en los trabajos históricos
el que se apresuren los historiógrafos a dar síntesis, a dar líneas generales, a caracterizar movi-
mientos, a señalar como cosa ya perfectamente establecida el sentido que ha tenido la marcha de
una institución determinada cuando estos trabajos no han sido precedidos por un examen muy
minucioso de todos las fuentes de que se puede disponer para agrupar los mayores hechos posi-
bles para hacer conclusiones de la manera más fija.” 36

Ahora bien, si la generalización apresurada y extrema resultaba perjudicial, no


podría decirse que la Historiografía o cualquier otra ciencia pudiera existir sin un grado
y tipo de generalización imprescindibles para trascender un acercamiento simplemente
descriptivo de sus objetos y desarrollar explicaciones acerca de ellos. Por otra parte, un
ejercicio sensato de la generalización estaría fundado en el carácter mismo de los
hechos humanos.
Los cultivadores de la metodología de la historia ya se habían planteado la cues-
tión de la existencia de fenómenos generales en la historia. Charles Seignobos, por
ejemplo, en sus cursos metodológicos en la Sorbona, consideraba como hechos genera-
les a aquellos que se repetían en todos los pueblos y edades y que representaban “por lo

33
Ibíd.., p. 10.
34
Ibíd.., p. 21. Para confrontar la crítica de Altamira respectos de las generalizaciones sobre la sociedad e
historia francesas, consultar: Hippolyte TAINE, Origines de la France contemporaine, IV tomos (I, L'an-
cien régime; II-IV, La Révolution; V-VI, Le Régime moderne, París, 1876-1894. Versiones castellanas:
Los Orígenes de la Francia contemporánea, trad. de Luis de Terán, Madrid, La España Moderna, Biblio-
teca de Jurisprudencia, Filosofía e Historia s/a; Los orígenes de la Francia contemporánea, 2 vols., Va-
lencia, F. Sempere y Cia., s/a.
35
IESJJA/LA, s.c., Actas manuscritas tomadas de la versión taquigráfica de la 6ª Conferencia de Rafael
Altamira en la UNLP, 6/VIII/1909, p. 25.
36
Ibíd.. pp. 27-28.

508
tanto, todo aquello que es esencial, que es fundamental en la historia humana y que to-
dos los pueblos han de realizar” 37.
Estos hechos, en tanto parecidos o equivalentes serían perfectamente agrupables
en un mismo orden o categoría: usos, costumbres, instituciones, organizaciones políti-
cas, económicas y sociales, revoluciones, guerras; es decir, rótulos abstractos que de-
signan diferentes episodios que se suceden en la historia y en muchos pueblos.
Pero esta consideración aparentemente inocua, desembocaría en un problema de
gran magnitud, por lo menos en tanto consideremos que la Historiografía se caracteriza
por estudiar hechos que no se repiten a diferencia de las ciencias de la naturaleza que
serían ciencias de repetición. La propuesta de Seignobos —que cualquiera podría co-
rroborar sin salirse del campo de su propia experiencia— pondría en crisis aquella con-
cepción indicando que, por encima de las singularidades que tenían los hechos históri-
cos, existirían características repetidas entre ellos. Por supuesto, una batalla nunca es
igual a otra,
“pero al revés de todo eso hay algunas categorías de hechos comunes que se repiten porque obe-
decen a necesidades fundamentales de la naturaleza humana, del desarrollo histórico de la huma-
nidad y por lo tanto tiene que darse en todos tiempos y en todos los pueblos y en ellos se produce
una especie de repetición que si no son absolutamente iguales en todas las cosas a la manera de
cómo pueden ser los fenómenos químicos y físicos, es una repetición suficiente que puede ele-
varse a la categoría al concepto abstracto y generalizar en una esfera mucho más amplia del que
suelen estimar aquellos que no aprecian sino la última individualidad concreta de un hecho histó-
rico” 38

Seignobos proponía como fenómenos generales/universales la constitución de


las naciones, de los grupos humanos y el Estado. En la esfera estatal delineaba un cua-
dro de quince grupos o categorías constantes en la experiencia humana: fenómenos y
gobiernos generales de un país; los agentes de culto (iglesias organizadas como socie-
dad); los agentes de la guerra (militares); personal fiscal y funcionarios; personal de
justicia; división en clases sociales; la guerra; las relaciones entre Estados; los partidos;
las luchas interiores; la familia; los fenómenos económicos; vida material (que distingue
de lo económico) los fenómenos de la vida interior, metal, conocimientos (arte, ciencia).
Para Altamira, esta clasificación tendría una doble importancia —siempre y
cuando no se la aplicara rígidamente a los hechos— ya que, por un lado serviría de rec-
tificación a las afirmaciones absolutas de que la historia era una ciencia de hechos de
pura sucesión, sin repeticiones y sin igualdades; y por otro, constituiría una construc-
ción sociológica que serviría para reconocer la unidad de grandes series de fenómenos
individuales39.

37
IESJJA/LA, s.c., Actas manuscritas tomadas de la versión taquigráfica de la 13ª Conferencia de Rafael
Altamira en la UNLP, 9/IX/1909, p. 7.
38
Ibíd., pp. 29-31.
39
“Seignobos entiende que estos quince grupos de hechos se encuentran en toda la historia humana, y por
lo tanto pueden perfectamente considerarse como fenómenos generales, alrededor de cada uno de los
cuales se pueden agrupar los datos concretos de todos los hechos individuales en su última determinación
en la historia; y se pueden establecer relaciones entre sus manifestaciones en los diversos pueblos y en las
diversas épocas.” (Ibíd., p. 43).

509
Esta práctica de generalización se enmarcaba perfectamente dentro de la con-
cepción que ya había expuesto Altamira acerca de las posibilidad de la Historiografía de
generar enunciados legales. Estas leyes, circunscriptas a determinado género de fenó-
menos o a procesos históricos claramente discernibles, sólo señalaban la dirección que
puede reconocerse en ellos. En este sentido la práctica de agrupar fenómenos históricos
en categorías abstractas que los hicieran comprensibles sería un paso previo y lógica-
mente integrado en la labor de generar esas leyes que resulten útiles para la explicación
histórica.
Como podemos apreciar, más allá de su profundidad o adecuación, los señala-
mientos de Altamira no pretendían proscribir la generalización o el reconocimiento de
fenómenos generales en la Historiografía, sino hallar un equilibrio sensato entre genera-
lización y singularización, que permitiera una investigación científicamente válida y la
elaboración de un texto adecuado:
“Estas prevenciones que yo hago [¿] quieren decir que no haya de generalizarse en Historia? No,
no tengo tales teorías, no pienso como algunas personas, por ejemplo, Giménez, vicedirector del
Archivo de la Corona de Aragón —que es uno de los archivistas más acreditados que existen en
España— ... [cuando] extrema la nota y dice: que el mejor libro de historia es una colección de
documentos y que todo lo que sea salirse de eso es ponerse en peligro de dar en lo erróneo de las
cosas” 40

Como podemos ver, alrededor de la cuestión de la generalización pronto apare-


cían cuestiones tan básicas como aquellas que se referían a la definición de la tarea inte-
lectual del historiador y a cómo debería plasmarse esa tarea en un texto, es decir, a la
definición de la forma y el contenido adecuados para su discurso.
Pese a los vicios evidentes de la generalización extrema —corrupción de la ne-
cesaria tarea de la evaluación y de la elaboración crítica—, el enmudecimiento contem-
plativo frente al documento —corrupción de la prudencia erudita— no podía ser consi-
derado una alternativa razonable para sustentar una práctica científica.
Para Altamira, limitar la tarea del historiador a la de mero recopilador y editor de
documentos, y la función de la Historiografía a la de ofrecer al público la versión facsi-
milar, la traducción textual o la representación gráfica de los vestigios del pasado, im-
plicaría desnaturalizar y pauperizar sus respectivos cometidos. En este sentido, poco
importa que Altamira echara mano de la analogía literaria para reivindicar la voz del
historiador ya que, más allá del problema de la cientificidad estricta de la Historiografía,
debía dilucidarse si era legítimo sacrificar la posibilidad misma de emitir un discurso

40
IESJJA/LA, s.c., Actas manuscritas tomadas de la versión taquigráfica de la 4ª Conferencia de Rafael
Altamira en la UNLP, 29/VII/1909, pp. 24-25. Altamira se refiere a Andrés Jiménez Soler y a las ideas de
este vertidas en su discurso en su recepción en la Real Academia de Buenas Letras de Barcelona el 26 de
marzo de 1899 (publicado en folleto: Barcelona, Jepús, 1899). Altamira había discutido las ideas de Ji-
ménez Soler en: Rafael ALTAMIRA, “Condiciones de la literatura histórica”, en: Revista crítica de Histo-
ria y Literatura Españolas, Portuguesas e Hispanoamericanas, Año IV, Nº IX y X, Madrid, septiembre y
octubre 1899. Este artículo sería incluido luego en: Rafael ALTAMIRA, Cuestiones modernas de historia.
Cuestiones generales. Historia extranjera. Historia de España, 2ª edición corregida y aumentada, Ma-
drid, M.Aguilar, 1935, pp. 221-225.

510
acerca del pasado, con el objetivo de honrar el rigor, la exactitud y la verdad de las
fuentes históricas:
“El libro de documentos no puede servir para formarse ideas de un fenómeno cualquiera. Preci-
samente la función del historiador es la revelación de contenido del documento que constituye el
hecho histórico y así como el novelista hace que esté a la vista el cuadro de la vida de un país,
que lo veamos como el lo ha visto y en la misma forma también como un pintor revela en el
lienzo para que se pueda percibir las bellezas de la naturaleza, la obra del historiador es análo-
ga... el historiador debe decirle al lector ordinario las mismas cosas que le dice a él el documen-
to.” 41

Lo que estaba en juego en esta cuestión sería el alcance mismo del análisis histo-
riográfico; es decir, si la intervención historiográfica debía agotarse en la exhibición de
la evidencia o si, por el contrario, involucraba necesariamente una actividad intelectual
superior. Si el discurso historiográfico era el discurso de la mera selección y manipula-
ción de los vestigios del pasado o si, por el contrario, era un discurso interpretativo apo-
yado en esas evidencias, capaz de organizarse y fijarse textualmente.
Parece claro que, para Altamira, el discurso historiográfico no era el discurso de
la realidad en sus vestigios, sino un discurso sobre la realidad pasada a través de sus
evidencias. De allí que este discurso, que reclamaba para sí una perspectiva objetiva
involucrara, no obstante, un grado inevitable de subjetividad. Esta subjetividad, presente
en cualquier actividad intelectual humana, se reflejaría en la presencia de juicios signifi-
cativos de carácter sintético —fueran estos de alcance general o individual— en los
textos historiográficos.
Altamira distinguía dos clases de juicios: los que consistían en una apreciación
del efecto causado por el hecho o grupo de hechos, de acuerdo al medio y condiciones
en que se produjeron; y los que tomaban la forma de una evaluación de la bondad moral
de los mismos.
Como vemos, el verdadero problema que se escondía detrás de la evaluación del
juicio historiográfico —por lo menos según lo presentó Altamira— era el de la impar-
cialidad del historiador. De allí que, inmediatamente después de presentar la cuestión, se
interrogara acerca de si el historiador “no obstante ser partidario de tales o cuales doc-
trinas o creencias conservará su ecuanimidad y apreciará los hechos con el criterio que
corresponde”42.
Para el profesor español, la verdadera solución de este problema y la forma de
conjurar con más eficacia el riesgo de la inadecuación, no transitaría por el descubri-
miento y adopción de ningún criterio orientador del juicio moral, sino por la erradica-
ción del enjuiciamiento moral de la práctica de la disciplina. En efecto, Altamira no
creía que el juicio moral debiera tener un lugar legítimo dentro de la Historiografía, en
tanto no sería competencia del historiador juzgar la calidad moral de los hechos o per-
sonajes históricos, sino exponerlos como ellos se han manifestado:

41
IESJJA/LA, s.c., Actas manuscritas tomadas de la versión taquigráfica de la 4ª Conferencia de Rafael
Altamira en la UNLP, 29/VII/1909, p. 26.
42
IESJJA/LA, s.c., Actas manuscritas tomadas de la versión taquigráfica de la 5ª Conferencia de Rafael
Altamira en la UNLP, 2/VIII/1909, p. 58.

511
“...esta no es la misión que corresponde al historiador. El no tiene para que formular juicio moral
ninguno de los hechos, porque ser campo propio y su verdadero oficio es sencillamente observar
hecho histórico y revelar los resultados de su observación exactamente lo mismo como hace el
naturalista o hace el físico, cuando estudia las cosas a través del microscopio que es decir lo que
ves y decir lo que ve con la sencillez mayor del mundo que es al fin y al cabo, la única manera de
expresarlo.” 43

Si bien el derecho de emitir juicios de valor moral no le estaría vedado a ningún


ser humano, el historiador en su práctica profesional debería prescindir de ellos a riesgo
de ver amenazada su propia misión intelectual y de adoptar un punto de vista que no le
correspondería como científico. Este sería entonces un problema de demarcación entre
las actividades de la Historiografía y las aplicaciones de la Filosofía moral.
A pesar de recomendar al historiador una sustracción voluntaria de las tentacio-
nes valorativas, Altamira no subestimaba la fuerza que poseían las convicciones y las
creencias para desatar las pasiones —incluso en los científicos mas sólidamente forma-
dos— cuando se estudiaban hechos en los que el mismo historiador había sido actor o
espectador: “todo el mundo sabe las dificultades inmensas que hay para conservar el
equilibrio y para sustraerse a esta clase de apasionamiento que puede hacer extraviar el
juicio propiamente histórico”. Teniendo en cuenta, entonces, que todos los investigado-
res estaban expuestos a este peligro, Altamira proponía que, más que condenar apresu-
radamente a quienes proferían estos juicios, era necesario descubrir los juicios doctrina-
les de los historiadores con el objeto de conocer mejor la evolución de la Historiografía
y poder comprender “la situación de aquel espíritu que ha sido actor o espectador de los
hechos históricos... que ha llegado a conmocionarse sintiendo las fuertes sacudidas de
las pasiones que lo llevan a deformar la realidad misma de lo ocurrido”44.
Así considerado, el juicio moral filtrado en la obra historiográfica —incluso
aquel que pudiera deformar abiertamente los hechos— tendría un valor testimonial para
quien se acercara posteriormente a la lectura de ese texto, al estudio de la época en que
fue escrito o al examen de la biografía del historiador que lo profirió. De esta forma, ese
rasgo moralizante del discurso —convenientemente detectado y aislado— constituiría
un elemento precioso para que los historiadores se formaran “una idea exacta del estado
de agitación espiritual” que, manifestándose en ciertos momentos de la historia, podía
arrastrar a ciertos historiadores “a disfrazar los hechos por la violencia que experimen-
taba, sacrificando su ecuanimidad”45.
Comprender y utilizar metahistóricamente el juicio moral y la deformación pa-
sional de la historia, no debería ser óbice para procurar su eliminación cuando su pre-
sencia se hace manifiesta en el discurso historiográfico y cuando se trata de definir una
praxis legítima. Si al analizar un hecho el historiador se limitara a relatar cómo y por
qué ocurrió; a determinar a qué género de causas respondía y a establecer las conse-
cuencias que se produjeron a raíz de él, no saldría de su esfera propia y de los límites de
una práctica conveniente:

43
Ibíd.., pp. 58-59.
44
Ibíd., pp. 70-71.
45
Ibíd., pp. 71-72.

512
“El historiador no necesita entrar a hacer este juicio moral de los hechos, puede limitarse senci-
llamente a narrar las cosas como han sucedido y por lo tanto pueden mantener perfectamente su
imparcialidad porque las cosas han ocurrido de alguna manera, y no hay poder humano que con-
siga que las cosas vuelven a ocurrir, o mejor dicho que las cosas que han ocurrido, ocurriesen de
una manera diferente, y es imposible que una cosa se repita del mismo modo. El historiador pue-
de adoptar esta posición y puede por lo tanto ser absolutamente imparcial, como dije antes, sin
hacer delineamientos de sus creencias, de sus opiniones, las cuales pueden juntarse en unos cam-
pos distintos de especulación y de vida práctica.” 46

Claro que la garantía de la imparcialidad historiográfica, así planteada la cues-


tión, estaría respaldada por una práctica narrativista de la historia. Práctica cuestionable
porque al circunscribir el discurso a la exposición externa de los acontecimientos histó-
ricos, obstaculizaba la integración de la gran variedad de aspectos que el historiador
debía tener en cuenta en sus investigaciones. Si acaso la tarea del historiador consistiera
en algo más que narrar hechos, siéndole necesario dar razones y de explicar el por qué
de los hechos del pasado, entonces el juicio aparecería en el horizonte problemático de
la disciplina como un instrumento valido y necesario, ora para orientar la organización
significativa de la evidencia y del relato, ora para afirmar una interpretación.
Es por ello que Altamira, desde un enfoque propio de la historia de la civiliza-
ción y pretendiendo trascender la mera narrativa política, sostenía que no era menos
cierto que el historiador decía hacer el juicio de los hechos. Según el profesor ovetense
esto consistiría esencialmente en determinar sus causas y consecuencias y valorar así su
importancia relativa respecto de todos los demás hechos47.
El historiador no necesitaría ni debería decir, por ejemplo, si un hecho le parecía
bueno o malo; si, por ejemplo —y adviértase el caso utilizado—, la expulsión de los
moros de España fue, desde el punto de vista de sus convicciones acerca de la tolerancia
o de la unidad religiosa en el país, un hecho positivo o negativo. Sí debería, en cambio,
exponer y evaluar aquellas consecuencias de hechos relacionados que produjera el acto
de esa expulsión.
Según Altamira, el principal problema del juicio de valor en la Historiografía era
el de su inevitable anacronismo, en tanto el juicio moral retrospectivo sólo podría apelar
a un criterio subjetivo y contemporáneo para evaluar moralmente hechos o personajes
de otro tiempo.
La antigua práctica de incorporar juicios morales en los textos históricos y juz-
gar el pasado por los valores del presente suscitó una reacción —al principio aislada y
luego generalizada— en los propios historiadores, hasta que ello terminó por reflejarse
en la forma de escribir la historia.
El quiebre de la idea de una moral absoluta y la incorporación de una idea subje-
tivista de la moral habría permitido desarrollar un criterio relativista que, en un princi-
pio, se reflejó en un tipo de texto historiográfico igualmente valorativo cuyo propósito
utilitario consistía en invertir los juicios morales tradicionales para así disculpar, defen-
der o justificar hechos, hombres o creencias previamente cuestionados. Pero esta tam-

46
Ibíd., pp. 64-65.
47
Ibíd., pp. 64-65.

513
poco era la posición científica adecuada, en tanto ese relativismo no tenía en cuenta el
carácter históricamente variable de la moral48.
El criterio actual, subjetivista e historicista, de la moral sería el que permitiría
“...trasladar este punto de vista a una posición relativa y fijarse en que cada tiempo es de
una manera distinta y que por lo tanto no se puede medir a todos los tiempos con el
[mismo] rasero y no se les puede aplicar a todos ellos el mismo criterio”49. El corolario
práctico de esta valoración contemporánea de la moral sería la prescindencia valorativa
y la comprensión de los valores existentes del pasado.
Parafraseando al estudioso norteamericano de la Inquisición española, Henry
Charles Lea (1825-1909)50, Altamira afirmaba que el historiador no debía hacer juicios
morales de los hechos, sino que sólo debía averiguarlos con la mayor exactitud y preci-
sión posibles, para luego relacionarlos. La enunciación de un juicio moral corresponde-
ría a la tarea del moralista o del filósofo, pero no a la del historiador.
Sin embargo, esta prescindencia valorativa no exoneraba al historiador de su
obligación de comprender el entorno de valores existente en el pasado, para situar ade-
cuadamente en ese contexto, los hechos y los hombres que examinaba y evaluar su im-
portancia histórica.
En ese sentido, la posición moderna habría significado un cambio sustantivo, so-
bre todo en lo que hacía al tratamiento de los individuos en la obra histórica51. De

48
IESJJA/LA, s.c., Actas manuscritas tomadas de la versión taquigráfica de la 16ª Conferencia de Rafael
Altamira en la UNLP, 20/IX/1909, p. 20. A propósito de la relatividad histórica de la moral ver también:
IESJJA/LA, s.c., Notas manuscritas de Rafael Altamira de su 2ª Conferencia la Facultad de Filosofía y
Letras de la Universidad de Buenos Aires, Buenos Aires, 24/VII/1909, pp. 2.
49
IESJJA/LA, s.c., Actas manuscritas tomadas de la versión taquigráfica de la 16ª Conferencia de Rafael
Altamira en la UNLP, 20/IX/1909, p. 13.
50
Las principales obras de este historiador norteamericano sobre la Inquisición Española a las que se
refería Altamira eran las siguientes: Henry Charles LEA, Chapters from the religious history of Spain
connected with the Inquisition, Philadelphia, Lea Brothers, 1890; Henry Charles LEA, A history of the
Inquisition of Spain, 4 vols, Nueva York-London, The Macmillan compan., 1906-07; Henry Charles LEA,
A history of the Inquisition of the middle ages, 3 vols., New York, Harper & brothers, 1888; Henry
Charles LEA, The inquisition in the Spanish dependencies; Sicily-Naples-Sardinia-Milan-the Canaries-
Mexico-Peru-New Granada, New York-London, The Macmillan company, 1908; Henry Charles LEA,
The Moriscos of Spain; their conversion and expulsion, Philadelphia, Lea Brothers & Co., 1901. Durante
el primer lustro de la década del setenta del siglo XIX, Lea reunió grandes cantidades de documentación
orginal y copiada acerca de la Inquisición proveniente de librerías y archivos europeos. Fue doctor hono-
ris causa por la Princeton University, por la Harvard University, y por la University of Pennsylvania.
Participó en la Cambridge Modern History por pedido de Lord Acton y fue miembro fundador de Ameri-
can Historical Society, de la que sería elegido presidente en 1903. Colaboró con varios artículos a la pu-
blicación de dicha asociación la American Historical Review y también fue elegido presidente de la Ame-
rican Folklore Society. También fue miembro de la Massachusetts Historical Society que designara como
miembro correspondiente a Altamira el 30 de febrero de 1908. Entre enero y mayo de 1903 Altamira
trabajó en sus cursos de la Universidad de Oviedo con la traducción francesa de S. Reinach, París, 1900-
1901 del citado libro A history of the Inquisition of the middle ages. Ver: Rafael Altamira, “Facultad de
Derecho. Historia del Derecho español. Trabajos sobre la historia de la Inquisición española”, en: Anales
de la Universidad de Oviedo, Año II.- 1902-1903 (tomo II), Oviedo, Establecimiento Tipográfico de
Adolfo Brid, 1903, pp. 70-77.
51
Este tema fue tratado con anterioridad en: Rafael ALTAMIRA, “El problema del genio y de la colectivi-
dad en la Historia” (originalmente publicado en: Revue Internationale de Sociologie, junio 1898), en:
Rafael ALTAMIRA, Cuestiones modernas de historia, Madrid, 1904. El texto corregido de 1904 y una
segunda actualización de este artículo puede verse en: Rafael ALTAMIRA, Cuestiones modernas de histo-

514
acuerdo con esta nueva perspectiva se vería al hombre como un producto de un movi-
miento histórico del cual podía ser representativo pero que, en cualquier caso, lo exce-
día: “El hombre de quien se hace depender la historia de una época no es más que la
resultante de la época misma, no es más que la consecuencia de toda una serie de prece-
dentes y sobre todo de un estado general...”52.
Según Altamira, la consideración del hombre como producto de su época y de su
sociedad debilitaría la fuerza de las consideraciones morales absolutas en tanto que
“el hombre ya no se puede juzgar en la pura manifestación de sus cualidades individuales, que el
hombre no tiene ya responsabilidad personal de las cosas que ha realizado en la vida, el hombre
no es más que un exponente… de una situación de pensamiento; por lo tanto los juicios morales
que se hacen recaer sobre la gente son perfectamente vacíos y esos hechos que ocurrieron en la
historia tendrían que recaer sobre el concepto de cada época y la forma de ejecutar su historia.”
53

Para el alicantino, un caso típico sobre el que merecería ejercerse un revisionis-


mo sería el de Felipe II, personaje afectado por ataques que mostraban a menudo un
claro vicio de aplicación del criterio moral. Para Altamira, este monarca expresaría en el
campo del gobierno una posición universal de su época y sociedad, en la que se creía
que toda idea contraria al catolicismo constituía un delito y un peligro de consecuencias
sociales incalculables. De allí que, en este contexto ideológico, pareciera natural que la
corona interviniera para extender y fortalecer el catolicismo en todo el mundo, persi-
guiendo al hereje como si se tratara de un peligro para el Estado.
En resumen, Altamira creía que para el historiador la mejor posición y la más
prudente era, sin duda, la de abstenerse de emitir juicios morales; aunque entendía que
esta prescindencia podía traer, a su vez, nuevos y profundos dilemas morales:
“[¿]no corremos riesgos colocándonos en este punto de vista, limitándonos a decir cómo ha ocu-
rrido lo histórico y cómo se produjeron tales o cuales hechos en el mundo, no llevaríamos el
riesgo de llevar con esto una aprobación indirecta a las cosas mismas[?]”54

Altamira, siguiendo nuevamente a Lea, afirmaba que una cosa no suponía la


otra: explicar la acción de un hombre como Felipe II por la mentalidad de su época no
quería decir que se tomara partido por la intransigencia religiosa.
Ahora bien, desvinculados los problemas morales de la competencia del histo-
riador, sería igualmente deseable desvincular a la disciplina de toda responsabilidad

ria. Cuestiones generales. Historia extranjera. Historia de España, 2ª edición corregida y aumentada,
Madrid, Aguilar, 1935, pp. 53-79 y en el mismo libro “Apéndice al capítulo de El problema del genio y la
colectividad en la Historia”, pp. 307-310. También debe consultarse en lo que hace al problema del suje-
to de la historia: Rafael ALTAMIRA, La enseñanza de la Historia (2ª ed.,1895), Madrid, Akal, 1997, pp.
192-200.
52
IESJJA/LA, s.c., Actas manuscritas tomadas de la versión taquigráfica de la 16ª Conferencia de Rafael
Altamira en la UNLP, 20/IX/1909, pp. 32-33.
53
Ibíd., pp. 33-34.
54
Ibíd., pp. 64-65.

515
directa en la educación moral, impidiendo la instrumentalización política del pasado y
de la Ciencia de la historia con fines moralizantes55.
Altamira creía firmemente que la tarea del historiador se circunscribía a deter-
minar la realidad de los hechos del pasado. Para evitar mayores reclamos a la Historio-
grafía habría que comprender que, para cambiar algo de la humanidad, no había que
condenar a personajes históricos ni deformar la realidad pasada, sino procurar una re-
forma profunda del medio contemporáneo mismo, por ejemplo, mediante una educación
rigurosa, veraz y no autoritaria:
“No se enseña moral a la gente mediante una serie de axiomas que se aprenden de memoria; la
moral se hace de una manera distinta; no se hace moral hilvanando relatos en los cuales la virtud
suele siempre salir triunfante y el vicio estigmatizado y castigado... la moral se hace de otra ma-
nera, se hace presentando a la gente, a los tipos o grupos de conducta moral y dejando que aque-
llas produzcan su efecto natural en el espíritu, rodeándole en un ambiente moral, de ejemplos
constantes, el hombre a quien queremos moralizar y no tratando de demostrar que se quiere
hacer fuerza alguna en su consciencia, sino dejar que de un modo natural vaya calando honda-
mente la convicción, el horizonte de todas esas cosas, que constituyen el ideal de una vida pura
en un espíritu en formación que eso será lo más firme, lo más duradero.” 56

Según el profesor ovetense habría que hacer historia con verdad y profundidad,
demostrando por qué los hechos se habían producido de tal o cual manera, de forma que
pudiera emerger la conciencia íntima que todos tendríamos acerca de la humanidad.
Esta consciencia develada, confiaba Altamira, nos permitiría ver que la humanidad ca-
minaba en ciertas direcciones y hacia ciertos ideales y que, en este tránsito, había hecho
esfuerzos desesperados para sostener el rumbo. Sólo después de verificado este efecto
esclarecedor, cada individuo estaría en condiciones entregarse a una valoración sintética
de un proceso histórico, “tranquila y serenamente, sin precipitación, sin sacar forzada-
mente los efectos que ese cuadro produzca... en el espíritu, porque cuando ese espíritu
ha sido preparado —ya sea en la escuela o en la universidad—, puede dar ese cuadro
produciendo esos efectos que antes se han querido obtener en sentido de la justa posi-
ción de los hechos”57.
Más allá estudiar los lazos y conflictos potenciales entre la Historiografía y dos
aplicaciones del campo filosófico, como la Filosofía de la Historia y la Filosofía moral,
Altamira se interesó por analizar los existentes entre aquella y una ciencia en formación
y expansión como la Sociología.

55
Veinte años después de estas lecciones y ya pasada la Primera Guerra Mundial, el profesor ovetense
radicalizaría estas ideas, alejándose del énfasis individual del problema y enfocándolo desde una perspec-
tiva pacifista que suponía la utilidad del conocimiento histórico para moldear una conciencia internacio-
nalista y tolerante alternativa al chauvinismo. Esto puede verse en su ponencia en el V Congreso Interna-
cional de Educación Moral celebrado en París en 1930. Esta ponencia fue publicada en francés:
“Utilisation de l’Histoire en vue de l’education morale”, París, Institut International de Sociologie, 1930.
Luego fue publicada en castellano en: Rafael ALTAMIRA, “Utilización de la Historia en la educación mo-
ral”, en: Rafael ALTAMIRA, Cuestiones modernas de historia. Cuestiones generales. Historia extranjera.
Historia de España, 2ª edición corregida y aumentada, Madrid, M.Aguilar, 1935, pp. 181-199.
56
IESJJA/LA, s.c., Actas manuscritas tomadas de la versión taquigráfica de la 16ª Conferencia de Rafael
Altamira en la UNLP, 20/IX/1909, pp. 86-89.
57
Ibíd., pp. 89-90.

516
Esto no era casual. Cuando dos ciencias resultaban tan próximas en sus objetos y
propósitos como la Historiografía y la Sociología, se hacía imprescindible ejercer una
tarea de demarcación muy precisa. Esta demarcación suponía, por un lado, el estableci-
miento de competencias específicas, definición de objetos y problemáticas y de ámbitos
de relación y colaboración. El riesgo que conllevaba no clarificar esto, no sería teórico,
sino práctico y consistiría en que las confusiones iniciales se profundizaran, desembo-
cando en una investigación y una enseñanza histórica irreal y llena de prejuicios58.
Los problemas acerca de los límites existentes entre Historiografía y Sociología,
acerca de si una disciplina debería prevalecer y anular a la otra, o de si ambas deberían
dar paso a otra nueva, habían sido tratados sobre todo por historiadores, muy sensibles a
cualquier intromisión de la Sociología en su terreno y, por ende, propensos a reaccionar
contra ella59.
Como bien explicaba Altamira, no habría sido fortuito el que los historiadores se
hubieran preocupado en mayor medida que los sociólogos por establecer los límites
entre ambas disciplinas, en tanto serían ellos quienes se sentían amenazados o desaloja-
dos de un campo que consideraban propio y exclusivo.
Pese a esta tendencia, las posiciones al respecto desde los aportes de Auguste
Comte (1798-1857) y Herbert Spencer (1820-1903) habían sido, sin duda, muy diver-
sas. Algunos sociólogos consideraban a la Historiografía como una parte de la Sociolo-
gía; otros, a pesar de reconocer su individualidad, querían llevar a la Historia a conclu-
siones de tipo científico-sociológicas; otros confundían la Sociología con la Filosofía de
la Historia y algunos historiadores concebían su ciencia como una Sociología práctica.
Si bien muchos sociólogos creyeron que su ciencia había venido a relevar a la
Historiografía y hacerla perfectamente inútil, lo cierto es que no debía suponerse que
todos los sociólogos propugnaran un avance sobre la Historiografía, una fusión o confu-
sión entre ambas disciplinas. En efecto, había algunos sociólogos que creían rotunda-
mente en la diferencia y en la respectiva sustantividad del conocimiento historiográfico
y del conocimiento sociológico. Claro que este reconocimiento no tranquilizaba necesa-
riamente a los historiadores, ya que muchas veces esta distinción suponía la negación de
la cientificidad de la Historiografía y la atribución exclusiva de esta cualidad a la nueva
disciplina60. Dados este desorden y la superposición de tantas perspectivas diferentes,
Altamira consideró necesario proponer un acuerdo mínimo en el que, partiendo de iden-
tificar las causas de tanta confusión, se fijaran sus respectivos conceptos y se determina-
ran los fines que ambas disciplinas perseguían para, a partir de allí, repartir sus respecti-
vas áreas de competencia.
Para ello, sería imprescindible pedir a los sociólogos que definieran clara y rigu-
rosamente qué era o qué podía llegar a ser su ciencia y también qué entendían por histo-
ria e Historiografía. Según Altamira, el principal defecto de la definición que habían

58
IESJJA/LA, s.c., Actas manuscritas tomadas de la versión taquigráfica de la 15ª Conferencia de Rafael
Altamira en la UNLP, 16/IX/1909, pp. 3-5.
59
Ibíd., pp. 12-15.
60
Ibíd., pp. 44-45.

517
hecho los sociólogos modernos de su ciencia, estribaba su escasa claridad. Decir, por
ejemplo, que la Sociología estudiaba la sociedad en movimiento, la dinámica social y
que realizaba un estudio comparativo de los factores generales de la formación social;
afirmar que el propósito de la Sociología era conocer el origen y la estructura de la so-
ciedad por la acción conjunta de las causas en el proceso de la evolución social; o supo-
ner, como Auguste Comte, que el destino de la Sociología era el estudio del progreso
humano, implicaba empujar a esta ciencia dentro del campo de la Historiografía61.
Por supuesto, la ambigüedad del concepto mismo de sociedad también aportaba
confusión y esta se habría profundizado por el avance de los estudios de la historia de la
civilización y el retroceso de la historiografía política tradicional. Sin embargo, la ma-
yor parte de las confusiones nacerían de la comunidad general de objetos y asuntos en
ambas ciencias, es decir, la vida humana, orgánica y espiritualmente consideradas. A
partir de allí la Sociología habría tendido a formar una doctrina general de la sociedad y
de la actividad social y la Historiografía habría tendido, primero, a la narración política,
y luego a incorporar otras variables de análisis en sus textos.
Según Altamira, la diferencia principal radicaba en que la Historiografía con-
temporánea se interesaba tanto por el estudio de los hechos sociales como de los indivi-
duales, mientras que estos últimos no serían objeto de interés por parte de la Sociolo-
gía62. Esta distribución de competencias en base a una atribución de perspectivas
analíticas no establecía, como puede verse, una equivalencia perfecta entre ambas dis-
ciplinas. En el esquema de Altamira la Sociología no sólo no poseería exclusividad en
lo que al análisis social se refiere, sino que vería reforzada su inferioridad respecto de la
Ciencia Histórica, en tanto muchos de sus análisis se aplicaban sobre hechos debida-
mente comprobados y establecidos por los historiadores. En ese sentido lógico y no solo
en el cronológico, la Historiografía sería anterior a la Sociología.
Otra de las ciencias puestas en relación con la Historiografía en el discurso de
Altamira, fue la Geografía. Altamira afirmaba, sin pretender innovar, que las relaciones
existentes entre la Ciencia Histórica y la Geografía eran sustanciales. En tanto ambas
contendrían cosas comunes pero no un interés superpuesto, el mutuo auxilio y su inter-
dependencia estaban garantizados por una necesidad intelectual. Como podemos apre-
ciar, nuevamente era el criterio práctico del ejercicio historiográfico aquello que hacía
que Altamira dirigiera su mirada a una disciplina conexa y prestara especial atención a
la definición de sus límites y de las estrategias de complementación necesarias.
En este caso, Altamira prestó especial atención a la organización institucional de
la enseñanza superior de ambas disciplinas, sosteniendo la necesidad de que ambas fue-
ran enseñadas conjuntamente. Ordinariamente ambas estaban situadas en las facultades
de Filosofía y Letras, aunque en Francia se creía, por entonces, en la conveniencia de

61
Altamira realizó una análisis de las implicaciones prácticas de cada definición. Ver: Ibíd., pp. 30-44.
62
En apoyo de esta perspectiva, Altamira citaba a su colega ovetense Adolfo Posada cuando este estable-
cía que: “El historiador concreta su curiosidad con el hecho... el cómo es el proceso del hecho y el por qué
la explicación causal del hecho. Un sociólogo busca la realidad entera. El hecho le interesa en cuanto es
expresión de esa realidad que quiere interpretar...” (Ibíd., pp. 68-69).

518
separarlas. Para Altamira esta doctrina no era acertada ya que consideraba artificial dis-
cernir tajantemente entre el mundo natural y el humano dado lo que ambos tenían en
común. De allí que no tuviera sentido extremar la diferencia ciertamente existente entre
Geografía e Historiografía o suponer que la primera sólo era capaz de analizar la natura-
leza:
“El geógrafo no es hoy solo un hombre que hable del relieve, de la hidrografía, que hable del
clima considerado en relación del ambiente atmosférico, sino que habla de la producción obteni-
da mediante la labor humana, habla de los grupos humanos dentro del terreno y hace incluso his-
toria de ellos; en la relación íntima que la historia tiene con el elemento geográfico. No hay más
que tomar la geografía, el libro de Reclus para ver esa invasión de los geógrafos, natural y lógica
por la relación íntima que las cosas tienen...”63

No obstante esto, Altamira no desconocía el hecho de que existía una Geografía


física diferente de la humana y que, si juzgáramos esta ciencia desde ese exclusivo pun-
to de vista, la Geografía debería situarse en una Facultad de Ciencias Naturales y no en
una de Derecho o Letras. Pero, como historiador, la cuestión que verdaderamente le
interesaba era si realmente era necesario separar Historiografía y Geografía o si, por el
contrario, sería más razonable —llegado el caso de que se justificaran los divorcios—
separar a las dos vertientes del análisis geográfico.
Siguiendo a su fugaz profesor, Ernest Lavisse (1842-1922), Altamira opinaba
que la Geografía física debía entenderse como ciencia del mundo y de la Tierra y que la
otra Geografía, la humana, estudiaba al hombre como elemento de aquellos y en rela-
ción con el elemento físico que lo rodeaba y sobre el que actuaba. Siendo, entonces, la
Ciencia de la historia el estudio de la actividad humana en todas sus manifestaciones,
políticas, sociales, económicas, religiosas lo que importaría al historiador sería determi-
nar hasta dónde debía utilizar el dato geográfico y cómo debía integrarlo con el resto de
los factores que determinaban la historia humana64.
En tanto la Tierra era un escenario para la historia humana, el hecho geográfico
sería una base indispensable para comprender el hecho histórico. Sin saber dónde ocu-
rrió un fenómeno humano este no podía entenderse ni explicarse. Ahora bien, si nadie
dudaría de que el hombre estaba en cierta manera supeditado a las condiciones naturales
y a las influencias físicas de la situación geográfica en las que vivía —las cuales deter-
minarían ciertas direcciones en el factor económico, en la mentalidad, en los diferentes
órdenes del trabajo— no habría unanimidad respecto a la determinación concreta del
medio físico sobre la humanidad y su historia.
Por un lado estaban quienes sostenían un determinismo completo; por otro,
quienes hablaban de un determinismo restringido, en cuyo marco, la acción humana
podía salvar muchos de los condicionamientos físicos y modificar su entorno natural.
Un ejemplo histórico contundente de esta última posición —que era la de Altamira—
sería la experiencia de las sociedades fluviales, que con sus sistemas de presas y regadí-

63
IESJJA/LA, s.c., Actas manuscritas tomadas de la versión taquigráfica de la 11ª Conferencia de Rafael
Altamira en la UNLP, 2/IX/1909, pp. 76-77. Altamira se refiere al geógrafo francés Élisée Reclus (1830-
1905).
64
Ibíd., pp. 82-83.

519
os habían provocado modificaciones climáticas a través de la tala de bosques y del
avance de su agricultura.
El profesor ovetense defendía la idea de un determinismo acotado según el cual,
habiéndose demostrado que la naturaleza no era un límite infranqueable, ni un obstáculo
ante el cual dos sociedades hubieran respondido de igual forma, no podría aceptarse
ninguna interpretación que propusiera que el medio fuera un determinante estricto y
fundamental de la acción y la historia humanas.
Según Altamira, se engañaría quien pensara que el uso inconveniente del ele-
mento geográfico en la argumentación historiográfica era responsabilidad exclusiva de
los geógrafos. Taine, por ejemplo, consideraba a los hombres como productos del medio
ambiente, del cual tomarían características particulares y otras susceptibles de ser gene-
ralizadas como propias de la población de una nación. Esto podía tener cierto valor lite-
rario, pero no científico65. En su refutación Altamira recurría a dos argumentos. El pri-
mero señalaba que el error de base de Taine consistiría en que en ninguna nación tendría
sentido hablar de la existencia de un tipo de carácter homogéneo. Prueba de ello sería la
propia Francia, país que podía contar —entonces— 50.000.000 de habitantes con idio-
sincrasias muy diferentes. El segundo recordaba que la teoría de Taine no podría dar
cuenta de la diferencia sustancial que experimentaban pueblos implantados en ámbitos
similares. Ello podría verse con claridad a partir de la aplicación de la teoría de Taine al
estudio del arte y de la literatura española donde sería evidente su fracaso estrepitoso en
tanto no podría explicar por qué Alicante y Valencia, que compartían un mismo entorno
natural, hubieran dado tipos humanos claramente diferentes, alumbrando intelectuales
una y artistas otra66.
La cuarta disciplina que Altamira analizó en relación a la Historiografía, fue la
del Derecho. En esta ocasión, el deslinde que se operará no será de orden lógico, ni de
objetos, ni perspectivas, sino de orden institucional. La organización de los estudios
históricos en las universidades occidentales fue examinada por Altamira para determi-
nar el marco institucional óptimo para el desarrollo de la enseñanza y la investigación
de una Historiografía científica.
Por un lado, la incorporación de la Historiografía al ámbito universitario moder-
no habría seguido inicialmente la pauta de integrar el estudio del pasado en el marco de
los estudios del Derecho. Las facultades de Filosofía y Letras eran instituciones mucho

65
Taine considera que la raza, el medio y el momento histórico eran los determinantes absolutos del espí-
ritu humano. Esta teoría, sostenida a lo largo de su extensa obra de crítica literaria y de la que Altamira se
quejaba, fue expuesta con claridad en Essais de critique et d'histoire de 1857, en La Fontaine et ses fables
de 1860 y en la quinta edición de Philosophie de l’art de 1890. Sin embargo su posición quedó fijada en
Histoire de la littérature anglaise, de 1864 en la que afirmaba abiertamente, por ejemplo, que la literatura
inglesa era el producto lógico de la idiosincrasia de la raza anglosajona con mezcla normanda, del clima
brumoso de las Islas Británicas y de los particulares acontecimientos históricos y religiosos que vivió el
pueblo inglés. Más tarde Taine extendería naturalmente su interpretación al desarrollo de las artes plásti-
cas y de las actividades sociales de un pueblo. Consideraciones críticas de Altamira acerca de la teoría de
Taine pueden verse también en: Rafael ALTAMIRA, La enseñanza de la Historia (2ª ed.,1895), Madrid,
Akal, 1997, p. 84.
66
Ver: IESJJA/LA, s.c., Actas manuscritas tomadas de la versión taquigráfica de la 4ª Conferencia de
Rafael Altamira en la UNLP, 29/VII/1909.

520
más recientes y destinadas a formar investigadores vocacionales altamente especializa-
dos en disciplinas con ninguna o muy poca aplicación práctica en la sociedad civil. Si
bien estas facultades albergaban corrientemente carreras como Filosofía, Historiografía,
Literatura, Lenguas y, a veces, Geografía, en casi toda Europa, no por ello dejaban de
existir importantes diferencias en los objetivos y en la organización de estos estudios.
Mientras que en Francia, por ejemplo, las facultades de Filosofía y Letras apuntaban a
la formación de una cultura general humanística, en Alemania se estudiaban las mismas
materias —y algunas otras— con el objetivo de formar científicos técnicamente cualifi-
cados.
Sin embargo, pese a todas las diferencias que pudieran encontrarse entre ellas, la
mayor asimetría de objetivos sería la que distanciaba al conjunto de estas facultades de
las tradicionales facultades de Derecho. Estas últimas facultades apuntaban a formar
diplomados con una clara salida profesional; individuos capaces de aplicar sus conoci-
mientos de jurisprudencia y leyes en una sociedad y un estado que demandaba sus ser-
vicios, ya sea en el ejercicio liberal de la abogacía o en a las diferentes funciones de la
administración de justicia existentes. Y si bien el jurista podía buscar la determinación
científica del Derecho, el abogado buscaba ejercer su profesión liberal y este objetivo
no era, por lo tanto, equivalente al de procurar un conocimiento desinteresado tal como
lo haría un filósofo o un historiador.
Esta diferencia de aplicación es la que habría justificado la organización separa-
da entre los estudios de Filosofía y Letras y los del Derecho y, por consiguiente, el des-
plazamiento de la Historiografía de su antiguo lugar en las facultades de leyes. Sin em-
bargo, esta división no dejaba de ser controvertida, pudiéndose encontrar argumentos
para relativizar la legitimidad de esta separación.
Altamira, aun cuando era capaz de apreciar la situación actual, no dejaba de con-
siderar que en el futuro esta configuración podía cambiar:
“Ahora, en el porvenir quizás se dibuje otra solución y es esta: La desaparición de las antedichas
Facultades entendidas como campos separados de estudios y la Constitución, por el contrario, de
la Universidad, como la Universidad de la Ciencia, ofreciendo [...] hombres capaces de dirigir la
enseñanza a la curiosidad científica del alumno reposando, por lo tanto, la vida universitaria, en
la existencia de una verdadera vocación. [La] función que corresponde complementar... sobre to-
das las cosas y sobre la cantidad mayor o menor del conocimiento que puede dar al alumno, es
despertar el amor al saber, en cualquiera de las determinaciones de sus aptitudes que pueda ofre-
cer y cuando sobre esa base fundamental, racional y liberal, el alumno se encuentre entre un gru-
po, el más compacto y definido de conocimiento que pueda [...] entonces él podrá libremente
elegir con consciencia... sabrá completar su educación con la guía de los directores de estudios.”
67

Más allá de adherir a la utopía de reintegrar la supuesta unidad sustancial de la


Ciencia, Altamira no dejaba de moverse en la realidad de su tiempo. Esta realidad indi-
caba que la percepción contemporánea del problema y de la necesidad de revincular
estos estudios era generalizada. Los argumentos para abolir la separación eran de dos
tipos. Por un lado, el carácter integral de los fenómenos humanos, determinaría que los

67
IESJJA/LA, s.c., Actas manuscritas tomadas de la versión taquigráfica de la 11ª Conferencia de Rafael
Altamira en la UNLP, 2/IX/1909, pp. 54-55.

521
hechos que estudiaba el Derecho —incluso siendo predominantemente jurídicos— no
dejaban de ser, por ello, sociales e históricos y poseer múltiples aspectos. Por otro lado,
habría ámbitos más complejos en los estudios del Derecho que implicarían un cruce de
perspectivas como por ejemplo la Filosofía del Derecho y Ética del Derecho —cuya
competencia sería más filosófica que jurídica— y la Historia del Derecho. Pero, pese a
lo extendido de estas consideraciones, no se habría desarrollado un consenso similar
acerca del tipo de solución institucional que debería adoptarse.
Así, en el mundo académico había muchos partidarios de superar las divisiones
pero existían diferentes fórmulas para lograrlo: a) incluir el Derecho en la Facultad de
Letras haciéndole perder sus sustantividad; b) amplificar las antiguas facultades de De-
recho incluyendo carreras no tradicionales como Sociología o Economía —casos de
Francia, España o Argentina—; c) la absorción los estudios de letras por las facultades
de Derecho, siguiendo el ejemplo de la preparatoria española; d) conformar una sola
facultad desapareciendo completamente el orden actual y unificándose las ciencias y
disciplinas hoy incluidas en las de Derecho y Filosofía y Letras.
Sin embargo, para pensar en una colaboración fructífera entre las diferentes dis-
ciplinas que estudiaban los hechos humanos, no era necesario realizar modificaciones
en la organización institucional. En efecto, manteniendo la diferenciación y el marco de
institucional existente, se podría disponer la existencia de materias comunes a las dos
facultades: Sociología, Estadística, Economía, etc.; o, aún mejor desde la perspectiva de
Altamira: hacer que los alumnos de una carrera cursaran materias del plan de las otras.
Esto podría realizarse sin necesidad de trasladar carreras ni materias, sino deján-
dolas en su unidad institucional de origen y haciendo desplazar al alumno hasta allí para
que entrara en contacto con otros estudiantes. Esto sería enriquecedor para todos los
alumnos universitarios, siendo válido este modelo de intercambio para vincular incluso
a estudiantes de humanidades, de leyes y de ciencias biológicas y naturales, pero resul-
taría imprescindible para los que se dedicaban a especialidades como Derecho Interna-
cional —que involucran estudios de históricos y geográfícos— y para los futuros histo-
riadores.
Por último, si bien este no fue una cuestión extensamente tratada, es importante
consignar que Altamira abordó el problema de las relaciones que la Historiografía debía
mantener con la Literatura y otras expresiones artísticas, defendiendo una postura que
asegurara su fluidez, aunque sin que ello derivara en la pérdida de rigor científico de los
estudios históricos.
Como veremos, Altamira era ferviente defensor de las tesis de la representativi-
dad histórica y social de la literatura y del arte, y creía que la valoración de estas activi-
dades como expresión fidedigna de determinados valores y señas de identidad de una
colectividad, conllevaría necesariamente la revalorización del conocimiento de la histo-
ria. Desde esta perspectiva, el conocimiento histórico sería entonces requisito necesario
para comprender el arte y la cultura de una época y de una sociedad y el análisis histo-
riográfico imprescindible como estrategia para entender las expresiones culturales con-
temporáneas.

522
Del mismo modo, esta perspectiva permitiría postular la utilidad incomparable
de la literatura como fuente contextual del análisis histórico de la sociedad y de la época
en que fue gestada, incluso por encima de los ensayos sistemáticos: “Y es porque el
literato tiene sobre el simple erudito la visión plástica de las cosas, la vivacidad de los
movimientos vitales de toda una sociedad, a diferencia de aquel que cristaliza y seca su
espíritu cultivándolo solo con las investigaciones”68.
Claro que, si bien la utilidad de la literatura para esos fines era obvia, no habría
que ir más allá suponiendo la fiabilidad del texto literario como informante plenamente
veraz del proceso histórico. Ello derivaría de la idiosincrasia del artista, fundamental-
mente diferente de la del investigador científico: “El literato, arrastrado por su tempe-
ramento artístico, por su visión plástica de las cosas, por el factor imaginativo predomi-
nante, tiende a exagerar y los cuadros que nos presenta nunca están estrictamente
ajustados a la realidad”69.
Tal como lo testimonia la crónica periodística, Altamira desarrolló una ejempli-
ficación de esta forma de entender la literatura, citando los casos de críticos españoles y
extranjeros que han aplicado ese nuevo concepto del valor de las obras literarias, como
manifestaciones privilegiadas capaz de dar testimonio de la psicología del pueblo espa-
ñol y de su estado social en diferentes épocas de su historia y, asimismo, de la cautela
con que hay que proceder cuando se utilizan esas fuentes para la reconstrucción históri-
ca70.
Una ejemplificación de las relaciones existentes entre la literatura y la sociedad,
y de cómo aquella reflejaba los cambios sustanciales en las consideraciones ideológicas

68
“El profesor Altamira en la Facultad de Filosofía y Letras. Última conferencia del programa. La litera-
tura española como expresión del carácter nacional”, en: La Prensa, Buenos Aires, 12-IX-1909
(IESJJA/LA, s.c., Recortes de prensa).
69
Ibíd.
70
“El conferencista se especializó después con la literatura española como expresión de su vida nacional,
algunas de cuyas obras han determinado estudios importantes hechos por investigadores ilustres que han
tratado de descubrir relaciones directas entre la obra de arte y los hechos de la vida real, política y jurídica
del país. Se refirió con este motivo a los ensayos de D. Joaquín Costa, sosteniendo que, en este sentido se
carece aún en España de un trabajo fundamental. Para escribirlo, el crítico debería reunir cualidades espe-
ciales, pues es indispensable dominar la historia literaria, la historia general de España del modo más
profundo y estar dotado de grandes condiciones de penetración psicológica, que no se consigue mediante
la lectura de tratados. Y otros detalle, será indispensable que sea español quien afronte tan compleja tarea.
Ilustró este punto con una aplicación sosteniendo que numerosos precedentes lo comprueban. Muchos
extranjeros han estudiado la psicología de tal o cual pueblo valiéndose exclusivamente de documentacio-
nes históricas, pero no han comprendido lo más esencial, es decir, el carácter del pueblo que, por instinto
comprende el que hace la historia de su propio país. Estudió después las investigaciones hechas sobre el
Don Quijote y el poema del Cid, deteniéndose propiamente en el teatro clásico español. El señor Altamira
sostuvo que si el investigador examina las obras de Calderón o de Lope, atribuirá al concepto del honor
una expresión real de la época, apartándose así de la verdad histórica, pues ese concepto no es un fenó-
meno observado, sino una aspiración. Es el ideal caballeresco trasladado al teatro. Este hecho se repite en
la historia literaria de cada país, indicando la cautela con que es necesario proceder en la investigación.”
(“El profesor Altamira en la Facultad de Filosofía y Letras”, en: La Nación, Buenos Aires, 12-IX-1909 —
IESJJA/LA, s.c., Recorte de prensa—). También puede verse: “El profesor Altamira en la Facultad de
Filosofía y Letras. Última conferencia del programa. La literatura española como expresión del carácter
nacional”, en: La Prensa, Buenos Aires, 12-IX-1909 (IESJJA/LA, s.c., Recorte de prensa).

523
a través de la historia, podría verse en el caso de la evolución del ideal de piedad y ge-
nerosidad respecto de la infancia.
Para demostrar su posición, el profesor español trazó rápidamente una línea his-
tórica elemental acerca del lugar del niño en la sociedad y de las dificultades que con-
llevó su plena aceptación con sujeto humano. El punto de partida para esta genealogía
fue el Mundo Clásico, donde la crueldad en la ley, la situación de inferioridad y de de-
pendencia del menor hacia el padre era de carácter tan absoluto, que involucraba un
derecho sobre su propia vida. Siguiendo el derrotero histórico de las consideraciones
morales y jurídicas Altamira llegaba al siglo XIX, período que caracterizó como el de
los grandes avances en la protección del menor. La Europa decimonónica sería el esce-
nario del surgimiento de una importante legislación sobre trabajo infantil en Inglaterra y
una expansión pedagógica a través de escuelas-fábricas y escuelas elementales obligato-
rias. La nota saliente y distintiva del siglo XIX fue, en este aspecto, la omnipresencia
del sentimiento de piedad y generosidad que atravesaba todas las actividades humanas71.
Según Altamira, la literatura había reflejado fielmente este movimiento, y no só-
lo lo había hecho la llamada literatura de tesis, “sino la literatura que sin tratar de de-
mostrar nada, ha nacido de un sentimiento vivo del mal, de un movimiento de tristeza y
de indignación hacia él”72.
Las huellas literarias de este movimiento infantilófilo y piadoso decimonónico
en podría encontrarse sin dificultad en Dickens, en el Víctor Hugo de Los Miserables, y
los hermanos Álvarez Quintero, con su obra Las Flores73.
Como podemos ver, el valor de la Literatura para la mirada histórica radicaba en
su carácter de informante involuntario de la idiosincrasia de una época, por lo que su
utilidad directa se circunscribiría a dar testimonio de un determinado contexto social e
ideológico. De esta forma, era la literatura propia de una época —incorporada en cali-
dad de fuente histórica— y no la estrategia literaria en sí misma, aquello que podía re-
sultar útil para el análisis historiográfico. Esta distinción lógica entre literatura contem-
poránea y literatura extemporánea hacía que Altamira fuera propenso a pensar que las
obras de literatura histórica —la novela histórica, por ejemplo— no podían ofrecer,

71
“...en ningún momento de la historia de la humanidad estos dos sentimientos han sido más generales y
más amplios en su comprensión. Piedad, conmiseración, deseos de dar la mano, de defender y levantar al
caído, al triste, al doliente, al débil, los ha habido, sin duda, en todos los momentos; pero hasta el siglo
XIX las manifestaciones de este orden han sido infantiles, de grupos muy pequeños y también manifesta-
ciones que no abarcaban sino esferas limitadas de la vida. Ha sido ese siglo tan discutido y tan censurado
el que ha producido un movimiento de carácter general es este sentido.” (“El Dr. Altamira ayer en la
Facultad de F. y Letras. Notas distintivas del siglo XIX. La piedad y la generosidad iluminan a los hom-
bres. Su reflejo en la literatura”, en: La Argentina, Buenos Aires, 5-IX-1909 —IESJJA/LA, s.c., Recorte
de prensa—).
72
Ibíd.
73
El Patronato de la Infancia de Buenos Aires envió a Altamira una felicitación por su conferencia a la
vez que le informaba su voluntad de reproducir su contenido en los Anales de la institución y se lo invita-
ba a participar el 2-X-1909 a la Colecta Anual en la sede del Patronato. IESJJA/LA, s.c., Carta original
mecanografiada (2.pp., con membrete-sello del Patronato de la Infancia) del Presidente del Patronato de
la Infancia Luis Ortiz a Rafael Altamira, Buenos Aires, 27-IX-1909.

524
salvo contadas excepciones, nada realmente importante para apuntalar y profundizar el
conocimiento del pasado.
Estas distinciones y prevenciones de Altamira respecto de las estrategias de
aproximación artístico-literaria a los hechos históricos eran básicamente similares a las
que expresaría respecto de las evocaciones pictóricas. Estas representaciones serían in-
dudablemente útiles, aunque su valor histórico menguara hasta desaparecer cuando su
contenido se definiera mucho después y según las claves de la sensibilidad de un artista
del mundo contemporáneo.
De esta forma, la posición de Altamira no albergaba duda alguno respecto de la
supremacía intrínseca de la Historiografía en el terreno de la producción del conoci-
miento significativo acerca de la historia. Frente a estas representaciones artísticas del
pasado, frente al discurso estético y estetizante, la Historiografía se erigiría como un
saber sólido, riguroso y científico, como un discurso controlable, basado en pruebas y
no en las pasiones; un saber, en definitiva, capaz de explicar las causas y efectos de los
hechos y de trascender cualquier aproximación intuitiva y visceral al pasado.

1.1.2.- La formación del historiador: aspectos metodológicos y pedagógicos.


Una de las inquietudes más notables de Altamira en las aulas argentinas fue la de
bosquejar un modelo de formación profesional para el historiador científico en base a
una serie de reflexiones y experiencias propias y a la observación atenta de las tenden-
cias universitarias internacionales.
La centralidad de esta cuestión se entiende en tanto que, según la lógica de Al-
tamira, no habría posibilidad de estabilizar la Historiografía en el campo científico de
las Humanidades y las disciplinas sociales mientras no se procurara una formación mo-
derna y rigurosa para los cultivadores de la disciplina, tanto en los aspectos investigati-
vos como pedagógicos.
El primer aspecto que atendió Altamira fue el del fundamento pedagógico de la
relación discípulo-profesor en el ámbito universitario, cuestionando el modelo autodi-
dacta tradicional.
La cuestión que debería dilucidarse previamente sería la de cómo se aprende me-
jor, con o sin maestro. Según la posición autodidacta, un hombre sin guía ni apoyo al-
guno en experiencia ajena podría aprender aplicándose al trabajo, orientándose exclusi-
vamente por los dictados de su propia reflexión. Según la posición tutorial, podría
cumplirse un proceso de aprendizaje propio pero con la necesaria orientación de un in-
dividuo experimentado, tal como ocurriría en un oficio artesanal o mecánico.
El maestro sería alguien que ya poseía experiencia; un individuo que, según la
expresión de Altamira, había pasado ya por los mismos trámites, habiendo adquirido, en
virtud de la práctica, cierta destreza que luego podía transmitir a los demás74.

74
“El maestro representa en sí, la experiencia personal suya, más la experiencia de todos los demás espe-
cialistas que han trabajado en la materia y que él ha ido adquiriendo también o por medio del contacto
personal [...] o por la incorporación teórica... de los libros... mediante su lectura o por la manera práctica

525
Para Altamira el rol y la institución del maestro eran absolutamente necesarios
en tanto el contacto con un experimentado anterior sería imprescindible e insustituible
para el novato. La propuesta autodidacta fallaría, como posición teórica, al desestimar la
posibilidad de acumular conocimiento de forma colectiva, obligando a cada individuo a
recorrer el camino ya transitado por otros75. En la práctica, el autodidactismo no podía
exhibir productos intelectuales de calidad, ya que el principal y generalizado problema
de sus avances consistía en su irregularidad: “obras que tienen cosas profundamente
colosales, cosas admirablemente vastas, al lado de otras que indudablemente las podría
rectificar un muchacho recién salido de la universidad”. Según Altamira, la experiencia
habría demostrado en todas los campos del saber, que las limitaciones del autodidacta
provenían de su aislamiento intelectual, el cual se expresaría tanto en la ausencia de un
control externo de su producción por parte de sus pares, como en la esterilidad constitu-
tiva de su método de trabajo que no contemplaba la posibilidad de enriquecimiento y
ajuste del propio pensamiento por la adquisición de saberes de las generaciones previas
y por la transmisión de conocimientos prácticos y experiencias profesionales a las nue-
vas generaciones76.
Quien estudiara la historia necesitaría imperiosamente del contacto con la expe-
riencia anterior, con los conocimientos teóricos y prácticos acumulados previamente a
que se despertara su inquietud personal. Es por ello que el estudiante de historia necesi-
taba de la presencia del profesor y del investigador para guiarlo, para transmitirle los
conocimientos específicos de la materia y aquellos que derivaban de su experiencia
práctica en el ejercicio prolongado de su oficio.
De allí que la adecuada formación del historiador moderno no debiera basarse ya
en una exploración intelectual estrictamente individual sino, por el contrario, en un
aprendizaje sistemático adquirido en un marco institucional adecuado capaz de garanti-
zar la conservación, el desarrollo y la transmisión inter-generacional del conocimiento.
En la perspectiva de Altamira, el ámbito intelectual ideal para la inscripción de
la Ciencia de la historia y el desarrollo de sus enseñanzas e investigaciones no podría
ser otro que el universitario. La universidad, en tanto espacio especializado —
eminentemente comunitario e interactivo— de cultivo de la Ciencia y la investigación y
de transmisión de un conocimiento riguroso y controlado, no podría pensarse al margen
de la consolidación y objetivación institucional de la relación de enseñanza y aprendiza-
je entre un maestro y un discípulo, entre un profesor y un alumno77.

de hacer las cosas” (IESJJA/LA, s.c., Actas mecanografiadas tomadas de la versión taquigráfica de la 3ª
Conferencia de Rafael Altamira en UNLP, 6-VII-1909, p. 6).
75
“Si cada uno de los aprendices en el proceso de la historia del desarrollo de una ciencia cualquiera
tuviera que volver a empezar desde el principio o tuviera que repetir en sí la historia de todos los tanteos y
de todas las vacilaciones y de todas las vueltas atrás del proceso científico, no acabaría nunca e induda-
blemente, ese proceso no se produciría con la rapidez con que prácticamente vemos que se produce”
(Ibíd., p. 7).
76
Ibíd., pp. 8-9.
77
“No puede decirse de un hombre que es verdaderamente universitario, que es verdaderamente discípulo
mientras no está en contacto con el espíritu de un experimentado anterior a él que le pueda dar todo el

526
Por supuesto, la profundidad y riqueza de estas relaciones de enseñanza y apren-
dizaje y la formación y entrenamiento en la investigación, estaban determinadas, en
buena medida, por el modelo universitario en el cual se desarrollaran. En efecto, el me-
dio universitario ofrecía el marco ideal para el desarrollo social del conocimiento, aun
cuando era indudable que la co-existencia de diferentes ideales universitarios mostraba
que esta institución educativa estaba en un período de profunda crisis. El agotamiento
de los tipos universitarios dominantes se habría exteriorizado, tumultuosamente, bajo la
forma de diversas protestas estudiantiles en países como España, Polonia y Francia,
aunque la escala de la crisis fuera mundial y afectara todos los aspectos y sectores de la
vida universitaria78.
La necesidad de poner en marcha un programa renovador que consolidara el pa-
pel de la Universidad como centro de producción científico-intelectual era evidente para
Altamira. Sin embargo, pese a lo prácticamente unánime de este objetivo, los puntos de
partida que ofrecían los distintos modelos universitarios realmente existentes dificulta-
ban una transición plácida en un corto plazo hacia ese ideal pedagógico y científico79.

género de esfuerzos a que aludía antes, y pueda evitar que él tenga que rehacer constantemente el proceso
ya recorrido por la historia de la ciencia que seguía.” (Ibíd., p. 9).
78
IESJJA/LA, s.c., Notas manuscritas de Rafael Altamira de su 6ª Conferencia la Facultad de Filosofía y
Letras de la Universidad de Buenos Aires, Buenos Aires, 21-VIII-1909, p. 1.
79
Ibídem. Altamira, consciente de la importancia de conocer esos modelos institucionales, expuso con-
cienzudamente en esta conferencia las cuestiones centrales que, a su juicio, debían ser abordadas por un
programa renovador. Así, el primer aspecto que proponía analizar el profesor ovetense se relacionaba con
los órdenes de la ciencia que debían ser abrazados en las casas de altos estudios. Por entonces existirían
diversos ideales universitarios: el de “cuadro clásico y humanista”, que comprendía la enseñanza de Teo-
logía, Derecho, Ciencias y Letras; el “especializado” que se estaba haciendo progresivamente dominante
en Europa y que promovía la creación de Universidades especiales de carácter técnico y comercial; el
“enciclopédico”, de integración amplia y abierta de disciplinas variadas; y el “especial moderno” que
tendía a componerse en base a la combinación del modelo clásico y enciclopédico, aún imperfecto y en
desarrollo, aunque inspirador de las experiencias más estimulantes como la de la Universidad Politécnica
de Zürich, de la Escuela de Comercio de Nueva York y de las propias UNLP y UBA. El segundo pro-
blema que era necesario resolver aludía al carácter de la Universidad como centro científico, existiendo
por entonces dos formas de enfocar este asunto, la alemana cientificista y la inglesa plurilateral y educati-
va. Según Altamira, la tendencia que iba ganando lugar era la inglesa cuyo dinamismo se debía a la ma-
yor amplitud de su curriculum y a las proyecciones sociales de su Extensión Universitaria. El modelo
estadounidense presentaba, en línea con la experiencia inglesa, un toque específico por la definición de un
ideal ético humanista en la obra universitaria que intentaba conjugar tres fines: el interno profesional, el
pedagógico y el social. Respecto del método y del fin de la enseñanza universitaria, tercera cuestión per-
tinente, estaba en pié el dilema acerca de si la Universidad debía ser exclusivamente un establecimiento
científico o si debía ser a la vez, un centro de investigación y alta cultura; un centro de formación pura-
mente profesional; un centro de pura transmisión de la cultura ya formada o una escuela de especialida-
des. Altamira consideraba —como hemos tenido oportunidad de comprobar con anterioridad—, que el
cultivo de los saberes profesionales no excluía necesariamente el de la investigación científica más eleva-
da. En todo caso, la Universidad no podría concebirse como una institución instructiva destinada a la pura
transmisión de saberes; ese tipo universitario ya había muerto y no convenía resucitarlo. La cuarta asigna-
tura pendiente se relacionaba con la matriz burocrática ideal para organizar los estudios superiores. Para
algunos, era preferible la unidad institucional universitaria cristalizada en un modelo centralista, mientras
que para otros era preferible la fundación de facultades sueltas según un modelo autonómico. Sin embar-
go, esta perspectiva puramente administrativa podía enriquecerse si se la alineaba con otras perspectivas y
criterios, como los derivados de la problemática de la especialización o el enciclopedismo, vinculando
aquella con la autonomía y a éste con la unidad. No obstante, Altamira consideraba que las Facultades
podían ser autónomas como personas jurídicas y en su régimen interior instituciones científicas y, sin
embargo, no vivir aisladas unas de otras y de la sociedad y no quedar necesariamente reducidas al carác-

527
Ahora bien, lo imprescindible de fortalecer esta relación entre profesor y estu-
diante, entre el historiador y su aprendiz, y lo inevitable de su locación universitaria, no
obstaría para que fuera necesario establecer otro tipo de mediaciones en la formación
del historiador.
Una de estas mediaciones útiles era, para Altamira, la del texto; aun cuando este
abriera un campo de nuevos problemas suscitados en torno a la complementación entre
el maestro y el libro; entre persona y objeto; entre palabra oral y palabra escrita; entre
la experiencia fijada en texto y transmitida impersonalmente y aquella experiencia que
necesita comunicarse verbal e inmediatamente a través de una relación.
En ese sentido, Altamira advertía contra el error de creer que la necesaria rela-
ción entre el maestro y el discípulo fuera elevada a la condición de recurso suficiente
capaz de garantizar la adquisición del saber teórico y práctico necesario para ejercer
rigurosamente el oficio historiográfico. Parte del conocimiento imprescindible que de-
bería adquirir el aspirante a historiador provendría de los trabajos y reflexiones de los
propios historiadores y de los libros que estos habían escrito, fueran estos tratados histó-
ricos —que valdrían como ejemplo de aplicación de habilidades— o tratados específi-
camente metodológicos.
De tal forma, sería un error suponer que el discípulo/alumno “colocado en estas
condiciones, sujeto al régimen de una Universidad, viviendo dentro de ella, teniendo un
maestro que se preocupa realmente de ser maestro, de guiar el aprendizaje del alumno,
no necesitaría para nada del libro de metodología”80.
La utilidad de un libro de metodología historiográfica estaría justificada por su
mismo contenido y por el público al que estaba dirigido. El lector ideal del libro meto-
dológico era, por un lado, el estudiante de historia y, por otro, los integrantes de un pú-
blico más amplio interesado en el conocimiento del pasado pero que no estaban en con-
diciones de cumplir un programa de estudios superiores. Altamira consideraba
auspicioso el hecho de que la afición histórica alcanzara a personas que nunca llegarían

ter de simples escuelas profesionales. En todo caso no sería beneficioso prestar excesiva atención a los
problemas organizativos ya que no sería allí donde residiría la esencia de la institución universitaria: “lo
que importa para que haya Universidad, no es una organización exterior formal a que propendemos los
latinos, sino una unidad interna de ideal, de correlaciones y relación de materias, de sentido educativo, de
obra común profesional, escolar, etc”. Respecto de la conveniencia de una Universidad oficial, quinto
aspecto de la reflexión que intentaba orientar Altamira, nada mejor que recurrir al reporte que hiciera el
periódico La Nación acerca de la conclusión de esta conferencia: “Tocó muchos puntos de índole general,
exponiendo pensamientos personales, que ha desenvuelto con la solidez que le caracteriza, sosteniendo
que la universidad independiente, es decir, como institución colectiva, y no oficial, resultaría peligrosa,
puesto que la conciencia de las masas no se halla en un grado tan alto como para evitar que el propósito
fundamental de la enseñanza universitaria se desvíe al apoderarse de ella grupos con fines distintos. Por
otra parte, el hecho de que la Universidad sea del Estado no cohibe la libertad de la cátedra, presentando
el caso de España, donde una tendencia restrictiva del gobierno, en 1875, originó un levantamiento en
todos los profesores, dando origen al Instituto Libre de Enseñanza. En España, un profesor puede sostener
en la cátedra las ideas que cree mejores, sin que nadie intente reprimir su libertad de pensar. No así en
algunos otros países.” (“El profesor Altamira en la Facultad de filosofía y letras”, en: La Nación, Buenos
Aires, 22-VIII-1909 —IESJJA/LA, s.c., Recorte de prensa—).
80
IESJJA/LA, s.c., Actas mecanografiadas tomadas de la versión taquigráfica de la 3ª Conferencia de
Rafael Altamira en UNLP, 6-VII-1909, pp. 9-10.

528
a una universidad, e incluso a aquella minoría de individuos que dedicaban a ese hobby
gran parte de su vida. Para atender esas necesidades, esos intereses y esas vocaciones, el
libro de metodología podía ser un instrumento de inapreciable valor. Sobre todo, podía
ser un útil imprescindible para encaminar el trabajo de los diletantes y hacer que sus
aportes resultaran valiosos.
La figura del aficionado a que se refería Altamira estaba tipificada en España y
en el resto de Europa en la personalidad de los eruditos locales, autodidactas modestos
o profesionales de otros saberes, que habían desarrollado una verdadera pasión por la
investigación histórica, por el descubrimiento de documentos y hechos.
Estos eruditos oscuros sin educación histórica formal, habían hecho verdaderos
aportes en el descubrimiento de materiales y evidencias de la historia europea, sobre
todo en lo que hace al rescate, manipulación y reproducción de documentos arqueológi-
cos y epigráficos. Pero la falta de principios metodológicos y la inexperiencia práctica
en su labor, había terminado por dificultar la acción paralela y posterior de los investi-
gadores verdaderamente cualificados. Por eso, el aporte de estos eruditos debía tomarse
con mucha prevención, recordando que comúnmente habían sido fuente de innumera-
bles errores. De allí que Altamira considerara, sin remordimientos, que los diletantes
eran en definitiva, verdaderos equivocadores y auténticos inductores al error.
Parte de estos fallos, originados casi siempre en la impericia, podrían haberse so-
lucionado de existir manuales técnicos/metodológicos adecuados para guiar su trabajo.
Este tipo de manual de metodología historiográfica representaría tanto la summa de la
experiencia de quienes saben hacer de una manera científica, como un enlace entre el
trabajo individual y el colectivo. En ese sentido, el manual aportaría una guía y unas
indicaciones bibliográficas que podrían servir tanto para una formación más rigurosa
dentro de una vía autodidacta; como para completar y complementar la formación de
quienes tenían ya maestros idóneos.
Como podemos ver, para Altamira el libro seguía siendo necesario porque ofre-
cía aquello que el maestro no podía o no debía dar, y porque aportaba un material de
consulta acerca de cuestiones que el alumno o lector no tenía por que guardar en la me-
moria. La complementariedad entre el libro y el maestro se fundamentaría, entonces, en
que ambos recursos, el bibliográfico y el humano, cubrían competencias diferentes en el
proceso de enseñanza y aprendizaje. Mientras que el libro dice rígidamente, plantea
interrogantes y su enseñanza es permanente; el maestro dice flexiblemente, contesta
preguntas y su enseñanza verbal es efímera por estar sujeta a la memoria. El libro per-
mitiría descargar un cúmulo de ejemplos, de casos y de información que el maestro, por
si mismo, no podía ofrecer adecuadamente en el aula, permitiéndole concentrarse en la
transmisión de los contenidos más relevantes.
De allí que el libro de metodología histórica pudiera ser utilizado provechosa-
mente en la cátedra universitaria como un instrumento introductorio y complementario:
“una lectura general de un libro de metodología bien escogido, es una excelente preparación para
entrar en un seminario, para entrar en un laboratorio, haciendo esta lectura no con el ánimo de
aprender las cosas y creer que con haberlas aprendido está todo hecho ya, sino hacerla con el
ánimo de explorar el terreno y de tener una cierta disposición espiritual para poder penetrarse de

529
las indicaciones que el maestro ha de ir haciendo en cada uno de los momentos de trabajo prácti-
co” 81

Es indudable que para Altamira, la metodología constituía un campo de re-


flexión imprescindible, en tanto la investigación, la pedagogía historiográfica y la mis-
ma formación del historiador, precisaban seguir una pauta racional y científica. Es por
ello que, la necesidad de desarrollo de una metodología adecuada se prolongaba, lógi-
camente, en la necesidad de que esta reflexión no quedara limitada a un cenáculo de
iniciados. La mejor forma de garantizar este tipo de apertura sería que se invirtiera
tiempo y esfuerzo en confeccionar un libro que definiera los criterios fundamentales
para investigar y enseñar la historia.
Avanzando en la consideración de estos criterios, Altamira reflexionaba acerca
de los problemas propios de la construcción historiográfica, los cuales se dividiría en
dos grupos. El primer grupo reuniría a los que dependían de la ponderación de los di-
versos factores —individuales, étnicos, económicos, climatológicos, etc.— que interve-
nían en el movimiento histórico. La reflexión sobre estos problemas, si bien se enfocaba
sobre fenómenos históricos, terminaba aportando un material que resultaba más útil
para la ulterior meditación de la Filosofía de la Historia, que para la misma Historiogra-
fía. El segundo grupo de problemas reuniría a los propiamente metodológicos entre los
que se encontraban: la adecuada definición de normas de investigación de las fuentes y
de su interpretación; la adopción de criterios para la construcción de un texto historio-
gráfico de validez científica; o la definición de los procedimientos adecuados para ela-
borar una interpretación histórica.
La importancia de la metodología derivaría, precisamente, de su carácter tecno-
lógico, pero no por ello menos fundamental. En efecto, según la concepción de Altamira
—en esto claramente influenciado por el positivismo historiográfico— la metodología,
resultaría ser un saber práctico curiosamente trascendente, en tanto permanecería esta-
ble, adecuándose a cualquier definición teórica de la Historiografía:
“Sea cual fuere el concepto de historia... [el] manejar con provecho las fuentes de donde broten y
buscar sus relaciones, es independiente de aquel concepto, e igual en todos los casos. La deter-
minación de las fuentes y su manejo, son la base esencial para todo; podrá ser diferente su apro-
vechamiento, pero la designación de los trabajos es exactamente igual” 82

La centralidad de los problemas metodológicos se justificaría, por lo demás, en


el hecho de que la mayoría de ellos se relacionaban con el ordenamiento de las fuentes,
con la fijación de pautas para su manipulación y con la constitución de una sólida base
bibliográfica. Pero, pese a la importancia de la metodología no existiría por entonces, un
tratado idóneo para orientar al historiador en estos menesteres, por lo que los profesores
interesados en entrenar a sus alumnos debían recurrir a soluciones ad hoc.
El propio catedrático ovetense, en las reuniones semanales de su seminario de
alumnos en la UNLP, trató los rudimentos más elementales del trabajo práctico del in-

81
Ibíd., pp. 17-18.
82
“Universidad. El profesor Altamira. La segunda conferencia”, en: El Día, La Plata, 19-VII-1909
(IESJJA/LA, s.c., Recortes de prensa).

530
vestigador, haciendo que sus alumnos se ejercitaran en el modo adecuado de tomar nota
de documentos y libros, del correcto rellenado y clasificación de las papeletas bibliográ-
ficas, de la consigna de referencias, del registro de ideas y comentarios83
La mecánica de trabajo adoptada por Altamira en aquel seminario consistió en
aplicar las enseñanzas teóricas, los consejos prácticos y ciertos ejercicios propedéuticos,
en la confección del boceto integral de una investigación historiográfica que los asisten-
tes deberían delinear durante la extensión del curso, para ser completada en el futuro84.
Altamira propuso la preparación de un trabajo original sobre historia argentina,
hispanoamericana o española, recomendando elegir un tema concreto y breve; en el cual
no fuera difícil orientarse en la bibliografía disponible y sobre todo en el que fuera fac-
tible recurrir a documentos éditos o inéditos y trabajar sobre ellos85.
Esta aplicación práctica estuvo matizada permanentemente por discusiones
abiertas de carácter metodológico, en las que Altamira reafirmó la importancia de los
documentos en la labor del historiador, ofreciendo un panorama acerca del problema y
de las técnicas aplicadas a su análisis86. El viajero destacó también, los ideales de fideli-
dad y sobriedad que deberían regir en toda buena recopilación de fuentes y orientó un
debate acerca del valor de la prensa como fuente histórica.
En aquel debate se habría establecido que la prensa tendría tres niveles de uso
para el historiador: como testimonio del puro dato; como testimonio ilustrativo del con-
texto social más que del político; y, en su misma parcialidad y apasionamiento, como
testimonio del espíritu de su tiempo. No debiendo obviarse la particular relación de este
medio de comunicación masiva con la sociedad contemporánea y el fenómeno notable
de la excesiva credulidad pública mostrada hacia todo texto impreso bajo el formato de
hoja periódica87.

83
AHUO/FRA, en cat., Caja V, Libreta de hojas de papel cuadriculado con notas manuscritas de Rafael
Altamira registrando las actividades de los seminarios correspondientes a su curso en la UNLP, VII-
IX/1909 (Anotado en cartón pegado en tapa: “Trabajos en La Plata”); notas correspondientes a la Reunio-
nes 4ª y 5ª (La Plata, 19-VIII-1909 y 2-IX-1909) del Seminario de Metodología de la Investigación (tam-
bién mencionado como “de Investigación”, o “de Alumnos”).
84
Éstas serían las monografías a las que aludía Altamira en su informe a Fermín Canella, sin especificar
claramente si habían sido terminadas o no y sin que fuera posible encontrar testimonio de su presentación
posterior. Ver: Rafael ALTAMIRA, “Primer informe elevado al señor Rector de la Universidad de Ovie-
do...”, en: ID., Mi viaje a América…, Op.cit., p. 57.
85
AHUO/FRA, en cat., Caja V, Libreta de hojas de papel cuadriculado con notas manuscritas de Rafael
Altamira registrando las actividades de los seminarios correspondientes a su curso en la UNLP, VII-
IX/1909…; notas correspondientes a la Reunión 5ª (La Plata, 2-IX-1909) del Seminario de Metodología
de la Investigación.
86
Altamira consignaba el tratamiento de los siguientes problemas en este seminario: lectura de documen-
tos y reglas de diplomática española; el libro de Muñoz y Rivero; las falsificaciones célebres (como la
donación constantina, los decretales de Isidoro, los planos del Sacro Monte, las Noticias secretas de Amé-
rica, las Cartas de Carlos III, las publicaciones jesuíticas) y la consiguiente necesidad de contrapruebas,
ofreciendo ejemplos de las reglas y formas de analizar un documento para determinar su validez: forma
de escritura, tipo de papel, filigranas, formas literarias: léxico y giros, estilo de autor; fondos de ideas y
noticias, la necesaria confrontación con otros documentos y las formas de determinar antigüedad de los
documentos. Ver: Ibíd., notas correspondientes a la Reunión 8ª (La Plata, 23-IX-1909) del Seminario de
Metodología de la Investigación.
87
Ibíd.; notas correspondientes a la Reunión 6ª (La Plata, 6-IX-1909) del Seminario de Metodología de la
Investigación.

531
Como lo demostraba la propia experiencia de Altamira en su seminario, era ne-
cesario el auxilio de un libro que sistematizara lo mejor posible aquellos saberes y tec-
nologías del oficio historiográfico que el profesor nunca podría exponer concienzuda-
mente en sus horas de clase. Todo esto, a pesar de que la guía del profesor fuera
indispensable para la adquisición plena de estos saberes técnicos y sobre todo para la
formación de los criterios de aplicación práctica de estas técnicas.
Según el catedrático ovetense, la literatura de la metodología histórica era, en
esos momentos, enorme, aun cuando en esta masa no podría encontrarse un libro com-
pleto que pudiera servir de manual o de guía de aplicación para el estudiante.
Para Altamira, el libro ideal de metodología debería ser: “muy sobrio, muy prác-
tico; fijaría las cuestiones que interesan al investigador y al profesor y daría también la
orientación bibliográfica; indicaría la manera de encontrar las fuentes y de formar cada
uno su propio material, dejando los fundamentos de la bibliografía y, formuladas, las
reglas de la historiografía”88.
Frente a esas necesidades insatisfechas sólo se dispondría de una serie de sustitu-
tos parciales. El primero de ellos era el célebre manual de metodología de Ernst Bern-
heim cuyo texto tendría el inconveniente “muy grave para nosotros, de estar escrito en
alemán, lengua que no nos es familiar”. Este excelente manual, traducido parcialmente
al italiano fallaría, sin embargo, por la ausencia completa del tratamiento de la metodo-
logía de la enseñanza, y porque “el libro tiene todo él, un sello germánico muy pronun-
ciado, que no se aviene con nuestro modo de ser, aparte de que la bibliografía española
es muy deficiente y la americana nula”89. El segundo manual citado por Altamira fue un
tratado del historiador alemán Aloys Meister (1866-1925), cuyo capítulo de metodolo-
gía estaría admirablemente condensado pero que, según el profesor ovetense, sería inútil
para el estudiante en todo lo demás90. El tercero era el famoso Introduction aux études

88
“El profesor Altamira en la Universidad de La Plata. La metodología de la Historia, II, Su literatura”,
en: La Prensa, Buenos Aires, 19/7/1909 (IESJJA/LA, s.c., Recortes de prensa). Las notas de Rafael Al-
tamira para esta conferencia —las que en esta ocasión fueron escrupulosamnete seguidas— pueden en-
contrarse en: AHUO/FRA, en cat., Caja V, Notas manuscritas de Rafael Altamira para la 2ª Conferencia
en la UNLP, 18-VII-1909, no existiendo en este caso, acta manuscrita o mecanografiada tomada de la
versiones taquigráficas.
89
Ernst BERNHEIM, Lehrbruch der historischen Methode, Leipzig, 1889. Las traducciones italianas de
este libro eran por entonces dos: Ernst BERNHEIM, Manuale del metodo storico coll'indicazione delle
raccolte di fonti e dei repertori bibliografici piu importanti: euristica e critica, cap. 3. e 4. del Lehrbuch
derhistorischen methode (traducción revisada por el autor de Amadeo Crivelucci), Pisa, E. Spoerri, 1897,
(reeditado: Pisa, E. Spoerri 1907 y Milán, Cuem, s.a.); y Enrico BERNHEIM, La storiografia e la filosofia
della storia: manuale del metodo storico e della filosofia della storia (traducción de Paolo Barbati), Milán,
1907. Rómulo D. Carbia y otros historiadores de la Nueva Escuela Histórica argentina habrían llegado a
Bernheim a través de la edición de Crivellucci (Cfr. Rómulo CARBIA, Historia de la Historiografía Argen-
tina, Tomo II de la “Biblioteca Humanidades”, Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de
la Universidad Nacional de La Plata, La Plata, 1925, p. 17).
90
Altamira probablemente hiciera referencia al primer tomo de la siguiente obra: Aloys MEISTER, Grun-
driss der Geschichtswissenschaft zur Einfuührung in das Studium der deutschen Geschichte des Mittelal-
ters und der Neuzeit, 8 vols., Leipzig, 1906-12. Posteriormente al viaje de Altamira, este autor, que ocupó
el cargo de Rector de la Universidad de Münster, publicó el siguiente tratado: Aloys MEISTER, Grundzü-
ge der historischen Methode, Leipzig, B.G. Teubner, 1913.

532
historiques de Charles-Victor Langlois (1863-1929) y Charles Seignobos91, el cual, a
pesar de sus innegables virtudes, poseería el estigma propio de las reflexiones teóricas
francesas: “nadie más que el conferencista admira las brillantes cualidades del espíritu
francés gracias a los cuales su influencia en la obra de la propaganda de las grandes
ideas y de los conocimientos no ha sido igualada por la de ninguna otra nación; pero
hay que confesar que salvo honrosísimas excepciones, carece de cuarta dimensión. No
profundiza, no entra en el alma de las cosas; es un insustituible andador, pero su utilidad
cesa cuando ya se sabe caminar”92.
Fuera de estos tres libros, y al margen de excelentes tratados ingleses y nortea-
mericanos —los cuales, según Altamira, podían adaptarse a las necesidades españolas y
americanas— también se hallaban los trabajos del abate belga Charles De Smedt93 y los
suyos propios, censurados por su autor como muy incompletos y fragmentados, no pu-
diendo considerarlos como un auténtico tratado.
Quizás, la causa de que aún no existiera un manual de metodología óptimo fuera
que, por entonces, aún no existía unanimidad en torno a la necesidad y utilidad precisa
de un texto de este tipo.
Quienes lo rechazaban, lo hacían con el argumento de que, lo que verdadera-
mente importaba, era que se trabajara en la historia, desentendiéndose de esos períodos
preparatorios en que se aprendían reglas hechas por otros. El protohistoriador debería
dedicarse de lleno a adquirir los conocimientos verdaderamente necesarios para la prác-
tica investigativa en la labor diaria con el material histórico.
Según este argumento —que Altamira resumía magistralmente—, ésta habría si-
do la pauta tradicional en la que se habrían formado los más notables historiadores:
“todos los grandes historiadores, no han necesitado estudiar metodología, no han necesitado es-
tudiar un conjunto de reglas previamente; se han ido formado, se han ido haciendo a medida que
investigaban y su figura de grandes cultivadores de la ciencia histórica ha resultado de una serie
de esfuerzos personales que conjuntamente le han hecho ver los problemas tal como se presentan
en la realidad y les han ido dictando la solución” 94

91
Charles-Victor LANGLOIS y Charles SEIGNOBOS, Introduction aux études historiques, Paris, 1898 (edi-
ciones castellanas: Introducción a los estudios históricos, Madrid, Antonio Garcia Izquierdo, 1913; Intro-
ducción a los estudios históricos, Buenos Aires, La Pléyade, 1972).
92
“El profesor Altamira en la Universidad de La Plata. La metodología de la Historia, II, Su literatura”,
en: La Prensa, Buenos Aires, 19/7/1909 (IESJJA/LA, s.c., Recortes de prensa). También puede verse en
el mismo archivo: “El profesor Altamira en La Plata. La conferencia de ayer”, en: La Nación, Buenos
Aires, 19/7/1909 y “Universidad. El profesor Altamira. La segunda conferencia”, en: El Día, La Plata,
19/7/1909. Fuera de estos tres libros y al margen de algún libro belga; de un manuscrito francés de menor
calidad; de excelentes —e inominados— tratados ingleses y norteamericanos; sólo estarían disponibles
los propios aportes de Altamira, cuyo autor juzgaba muy incompletos y fragmentados como para consti-
tuir un tratado a partir de su recopilación.
93
Charles DE SMEDT Introductio genealis ad historiam ecclesiasticam, critice tratadam, Lovaina-París,
1876; y Principes de la critique historique, Liége-Paris, 1883 (compilación de artículos publicados entre
1869 y 1870 en la revista Études religieuses).
94
IESJJA/LA, s.c., Actas mecanografiadas tomadas de la versión taquigráfica de la 3ª Conferencia de
Rafael Altamira en la UNLP, 26-VII-1909, p. 2.

533
Para Altamira, que creía que el libro de metodología era necesario aun cuando
no bastara, la cuestión en juego, así expuesta, estaba mal concebida95. Si bien no se po-
dría aprender a hacer las cosas más que haciéndolas; si bien era indudable que quien
practicaba desde un primer momento adquiría una superioridad extraordinaria sobre
aquel que solo un tenía un concepto teórico o abstracto de su tarea; el libro seguía sien-
do muy útil para diferentes públicos y propósitos, incluso para aquellos que sin ser es-
pecialistas necesitaban de su guía para controlar críticamente las obras históricas a las
que accedían.
Como era de esperar, Altamira no se contentó con establecer los lineamientos
ideales de dicho manual, sino que propuso un esquema tentativo de su índice, adentrán-
dose en la definición de aquellos temas que debería tener cabida en tal libro.
Un primer capítulo breve, debería exponer con honestidad, imparcialidad y re-
sumidamente, todos los puntos de vista acerca del concepto de historia. Este sería el
lugar adecuado para hacer un planteo acerca de “la percepción de todas las facetas y de
todas las direcciones que puede tener el estudio del fenómeno histórico”, lo cual impli-
caría a su vez, proponer el entendimiento de la historia humana como fenómeno cosmo-
lógico96.
Un segundo capítulo debería dedicarse a la heurística, es decir, al establecimien-
to del marco de documentos, monumentos y tradiciones literarias útiles para el historia-
dor. Según Altamira, deberían indicarse en este capítulo las localizaciones de todos los
archivos, museos y bibliotecas que poseían material relacionados directa e indirecta-
mente con la historia nacional. Además se deberían incluir indicaciones prácticas y re-
glas de procedimiento para acceder a esas fuentes y obtener reproducciones de ellas y
sobre la manera adecuada de publicar las fuentes documentales.
Un tercer capítulo debería recoger las reglas generales de la crítica de cada uno
de los grupos de fuentes para determinar la autenticidad y el valor probatorio de las
mismas. Para ello sería necesario establecer diferencias respecto de la labor en cada
período debido a la importancia relativa y cambiante de cada tipo de fuente en la histo-
ria. Altamira no creía, sin embargo que esto sirviera para eliminar completamente el
peligro de la falsificación, porque si bien los falsarios no solían actuar ya por motivos
de carácter político o religioso, continuaban haciéndolo por un mero interés venal97.
Un cuarto capítulo trataría de las reglas de interpretación de los datos que la
fuente arrojaba: “cada documento, cada juicio arqueológico es un dato, y dice para no-
sotros una cosa, o mejor dicho, dice un sin número de cosas en la complejidad grande
de expansión que tienen las cosas que nos parecen más sencillas en la vida”98.

95
Ibíd., p. 22.
96
“La fijación de la historia humana como fenómeno, es decir, como una realidad, es un hecho cosmoló-
gico, es un hecho que se produce en el seno de la realidad y ligada de una manera profunda a todos los
demás hechos de la vida, no solo de la vida humana, sino de todos los seres empezando por la vida en la
misma tierra, en la cual se cumple la historia misma”. (Ibíd., pp. 23-24).
97
Ibíd., p. 28.
98
Ibíd., p. 28.

534
Un quinto capítulo abordaría la manera de organizar la exposición histórica. Un
sexto capítulo debería dedicarse específicamente a la construcción histórica, dando indi-
caciones acerca de cómo proceder en el trazado de cuadros históricos, es decir, consejos
acerca de cómo hacer revivir el hecho histórico adecuadamente.
Finalmente, un séptimo capítulo se dedicaría a la metodología de la enseñanza
de la historia. A pesar de que en Pedagogía no habría reglas y lo propio del pedagogo
sería la absoluta flexibilidad, según Altamira, deberían incluirse en ese libro ideal cier-
tas indicaciones específicas para la transmisión de los conocimientos históricos y todo
lo necesario acerca de la selección, adquisición y confección de los materiales de ense-
ñanza.
Pero lo cierto era que este libro ideal no existía, aunque fuera su ausencia y el
vacío que ella dejaba, lo que permitiría a Altamira fijar pautas para su futura confección
y realizar además un oportuno guiño a su auditorio argentino, proponiendo —al menos,
verbalmente— una línea de futura colaboración intelectual:
“por qué este libro no habría de salir de nuestras reuniones; por qué éste libro no lo escribiría uno
de vosotros, un hispano-americano o un argentino y si queréis, una asociación de argentinos y
españoles, por qué no ha de ser el libro hijo de nuestro trabajo común, o por lo menos la suges-
tión que este libro que sea escrito porque no habría de ser la resultante de este paso mío por vues-
tra tierra y como forma, por ejemplo, de un certamen que organizara el Ministerio de Instrucción
Pública para que ese libro saliese de esta tierra” 99

Mientras ese libro no fuera escrito podría suplírselo utilizando los manuales an-
tes mencionado de Bernheim y Langlois y Seignobos. Las referencias generales y en
especial las bibliográficas ofrecidas por estos libros podrían completarse recurriendo a
la Revue de Synthèse Historique100 dirigida por Henri Berr (1863-1954); al Anuario de
la Ciencia Histórica con un repertorio bibliográfico exhaustivo y un listado general de
las revistas que se publican en el mundo101; a la Revue Historique de París fundada por

99
IESJJA/LA, s.c., Actas manuscritas tomadas de la versión taquigráfica de la 4ª Conferencia de Rafael
Altamira en la UNLP, 29-VII-1909, pp. 37-38.
100
El despliegue de citas bibliográficas de Altamira trajo locos a los taquígrafos y a los redactores de los
periódicos, en nada familiarizados con los apellidos y títulos franceses, alemanes o italianos que se men-
cionaban en clase. La RSH, era citada correctamente por El Día; pero era consignada como Revue des
Synthèses historiques por La Prensa; y, en un curioso y sugestivo fallido, como Levene des sintesis histo-
rique, por La Argentina. Era obvio que cuando no había oportunidad de interrogar a Altamira acerca de la
grafía correcta o no había tiempo de que éste corrigiera la versión taquigráfica, se producían equívocos
generalizados, como con en el caso del patronímico alemán Bernheim, que El Día escribía Berenhaim; La
Nación, Berejhaim; La Prensa, Berneim; La Argentina, Beroham y El Día, seguramente siguiendo al
taquígrafo platense, Berchaim. Otros casos graciosos fueron los de Leibnitz, consignado por el taquígrafo
como Láinez y Kohler escrito como Coller.
101
El Jahresberichten der Geschichtswissenschaft era elogiado por Altamira, aunque consideraba con
Gabriel Monod que sufría las consecuencias de su misma perfección, ya que no sólo presenta un volumen
acumulado prácticamente inmanejable, sino que su aparición lleva un retraso de dos años respecto del año
en curso. La importancia de la organización y la noticia bibliográfica para la investigación histórica nunca
pasó desapercibida para Altamira, quien luego de su participación en el Congreso Internacional de Roma
de 1903, fue invitado a participar de una comisión con otros historiadores europeos para realizar las re-
comendaciones y los trabajos preparatorios para editar una bibliografía historiográfica retrospectiva y
corriente, que deberían exponerse en el Congreso de 1906 a celebrarse en Berlín. Ver: Rafael ALTAMIRA,
“España y el proyecto de Bibliografía histórica internacional” (1904), reproducido en: ID., Cuestiones
modernas de historia… (2ª ed.), Op.cit., pp. 251-260.

535
Gabriel Monod (1844-1912)102 y a Le Journal des Americanistes —el cual, según Alta-
mira, no debía faltar en ninguna biblioteca histórica.
En cuanto a las revistas españolas, que un optimista Altamira suponía suficien-
temente conocidas en Argentina, existirían tres clases de publicaciones indispensables
para el historiador hispanoamericano: el Boletín de la Real Academia de la Historia,
con bibliografía española y alguna hispanoamericana; la Revista de Archivos, Bibliote-
cas y Museos, la más erudita; y Cultura Española, publicada por la Biblioteca Real,
cuya sección repertorio de revistas es muy útil103.

Ahora bien, la formación del historiador no sólo involucraba, para Altamira, la


consolidación universitaria de la relación maestro-discípulo y una adecuada comple-
mentación del profesor y la bibliografía alrededor de la enseñanza de los contenidos
específicos de la materia histórica, o de los procedimientos técnicos involucrados en el
proceso de producción y transmisión del conocimiento histórico. Por el contrario, esa
relación compleja y trilateral entre profesor, estudiante y libro debía suponer, también,
la transmisión y puesta en común de saberes y habilidades difícilmente codificables, de
experiencias y criterios derivados de la práctica efectiva del oficio historiográfico, a
través de los recursos que ofrecía la cátedra y el texto, en sus variadas formas.
En ese sentido, Altamira se preocupó por transmitir una serie de criterios y re-
flexiones derivados de su experiencia y observaciones y que hacían a la formación del
criterio historiográfico en sus discípulos.
El primer consejo práctico de Altamira para los aprendices de historiador apun-
taba a prevenirse contra la excesiva especialización. Siendo la Historiografía una rama
particular de la ciencia, la posesión de una cultura general y de una vasta erudición,
garantizaría siempre mejores condiciones para consolidar los conocimientos específicos.
El peligro de los historiadores sería el de encerrarse en sí mismos, haciendo que su co-
nocimiento y el que generaban, girara exclusivamente alrededor de su propia materia,
constituyendo así a la historiografía en un saber autorreferencial104.
El segundo consejo práctico de Altamira intentaba evitar el estrechamiento de la
perspectiva del historiador, previniéndolo contra la reducción instintiva del campo his-
tórico a lo pasado. Para ello era necesario rectificar el concepto vulgar de pasado —

102
Esta revista fue fundada en 1876 por Gabriel Monod y Gustave Charles Fagniez (1842-1927) como
un intento de presentar una publicación específicamente historiográfica diferenciada de la Revue critique
d'histoire et de littérature de 1866 y del la revista histórica de la publicación católica y ultramontana
Revue des questions historiques, también aparecida en 1866.
103
IESJJA/LA, s.c., Actas manuscritas tomadas de la versión taquigráfica de la 4ª Conferencia de Rafael
Altamira en la UNLP, 29-VII-1909, pp. 51-52. El Boletín de la Real Academia de la Historia comenzó a
publicarse cuatrimestralmente en Madrid en 1877 y, desde entonces hasta hoy, mantiene una estructura de
tres secciones dedicadas a temas de actualidad, acuerdos y discusiones de la Corporación; a la publicación
documental y de estudios críticos; y a las adquisiciones de la corporación. La Revista de Archivos, Biblio-
tecas y Museos comenzó a publicarse en Madrid en 1871 y continúa publicándose hoy. La revista Cultura
Española fue publicada trimestralmente en Madrid entre 1906 y 1909, editándose un total de dieciséis
números.
104
Ver: IESJJA/LA, s.c., Actas manuscritas tomadas de la versión taquigráfica de la 4ª Conferencia de
Rafael Altamira en la UNLP, 29-VII-1909, pp. 65-70.

536
compartido por la mayoría de las gentes cultas— como aquello que ha ocurrido, lo viejo
y, por lo tanto, lo que ya no importaba.
Para Altamira debía procurarse la destrucción de ese concepto falso de lo histó-
rico, actuando de dos maneras complementarias. La primera era echando mano de ese
mismo uso ordinario para demostrar “cómo el momento presente está todo él viviendo
de factores y alimentos que proceden de lo antiguo y no hay cuestión planteadas en es-
tos días por muy modernas que sean que no tengan sus raíces en cuestiones anteriores”;
y mostrando “que lo actual y lo presente es exactamente tan histórico como lo pasa-
do”105.
La idea de presente designaría vulgarmente al pasado inmediatamente cercano o
muy próximo a nosotros, es decir, a lo que entendemos de común por actual. Pero el
presente no sería más que el momento liminar ubicado en la frontera “de lo que acaba-
mos de hacer y lo que no hemos hecho todavía”. Teniendo en cuenta que el tiempo flu-
ye constantemente, sería un error conceptual separar tajantemente lo que sucedió de
aquello que está sucediendo. Para Altamira, por el hecho de vivir inmersos en ese conti-
nuo temporal y por asumir prácticamente esta idea de un transcurso vital sin fisuras —
en el que estaba incluido aquello que estaba ocurriendo y todo lo ya ocurrido—, esta-
ríamos mentalmente preparados para ver el campo histórico de una forma muy distinta a
la tradicional, asumiendo por ejemplo, el hecho de que estamos haciendo historia cons-
tantemente106.
Este concepto, que estaría presente en la consciencia popular acerca de la vida,
sería útil para modificar la noción estática del presente y para comprender lo pasado
desde otra perspectiva que permitiera formar un concepto claro del movimiento históri-
co. Altamira recomendaba conducir al alumno o al lector a la idea de que la historia era
una corriente que no cesaba jamás, que está produciéndose y moviéndose constante-
mente; es decir, a una idea de unidad histórica, o de unidad del movimiento histórico.
Esta visión tendría otros efectos igualmente benéficos en la mirada histórica, en
tanto nos permitiría tomar consciencia de que “ningún momento puede exclamar orgu-
llosamente que es hijo de si propio, sino que es hijo de todos los momentos anteriores,
lo cuales se manifiestan evidente o soterradamente, pero de los que no suele haber cons-
ciencia clara en los sujetos”, se trate de pueblos o individuos. Claro que del mismo mo-
do, estas reflexiones, mal conducidas podrían llevarnos a extravíos como el de “equipa-
rar... lo presente con lo pasado”, estableciendo una correspondencia absoluta y una
continuidad natural entre los conceptos e ideas de los momentos actuales y los de otras
épocas107.
El problema del anacronismo aquejaría a la mirada de muchos grandes historia-
dores y marcaría a muchas de sus obras. Así, las obras de Guglielmo Ferrero y Theodor
Mommsem (1817-1903) nos mostrarían aspectos y personajes de la historia romana

105
Ver: IESJJA/LA, s.c., Actas manuscritas tomadas de la versión taquigráfica de la 5ª Conferencia de
Rafael Altamira en UNLP, 2-VIII-1909, pp. 4-5.
106
Ibíd., p. 6.
107
Ibíd., p. 18.

537
equiparándolas a situaciones, personajes y movimientos de carácter políticos y sociales
modernos108.
El anacronismo podía acarrear toda una serie de errores colaterales en la inter-
pretación historiográfica. Así, por ejemplo, la suposición de la homogeneidad de los
tiempos históricos —deslizamiento del concepto de unidad del proceso histórico— po-
día sugerir una falsa identidad entre la consciencia del historiador y la de los sujetos
históricos que éste investigaba; con la consiguiente suposición de que una simple apli-
cación de sentido común y de racionalidad actual sería eficaz para explicar y compren-
der las situaciones del pasado109.
Otro riesgo de las reflexiones inadecuadas derivadas de la idea de unidad del
proceso histórico sería la de exponer la época actual —el presente— como el punto de
llegada necesario del proceso histórico110. Esta visión finalista podría inducir a pensar
que el discurrir era lógicamente anterior a los tiempos actuales; siendo los cambios pro-
pios del pasado y la estabilidad e inmutabilidad un atributo del presente. Esta perspecti-
va sería típica de las historias del Derecho y de las instituciones y su generalización
sería la que dificultaría la percepción del perpetuo cambio al que está sometido todo
aquello que se halla vigente en la actualidad111.
Para Altamira, el que uno mismo no percibiera —por la propia perspectiva del
actor y espectador— ese cambio histórico constante que envolvía la propia vida, no
querría decir que éste no se produjera en la realidad. Vulgarmente esto implicaría, la
mayor de las veces, una apreciación diferencial de los hechos, según la cual solemos
pensar que son más históricos los lejanos que los presentes. De allí que estuviéramos
dispuestos a afirmar, por ejemplo —y nótese nuevamente el caso invocado—, que las
Invasiones Inglesas al Río de la Plata fueron auténticos hechos históricos, sin percatar-
nos de que también lo eran los fenómenos inmigratorios, por entonces en desarrollo.
El tercer consejo de Altamira fue el de no olvidar la importancia de la erudición.
Si bien en cada época de la historiografía, por difusión de determinados autores e ideas,
podían modificarse los criterios orientadores de la investigación, nadie podría objetar
que la reflexión del auténtico historiador —por exigencia propia de su oficio— debía
fundarse indefectiblemente en el conocimiento de los hechos. Tampoco podría impug-
narse el hecho de que este conocimiento fáctico implicara una etapa previa de acumula-
ción de datos y un trabajo de erudición en archivos y museos, explorando las fuentes
originales. Fuentes, sin las que el historiador jamás podría llegar a formular generaliza-
ciones válidas y significativas.

108
Altamira se refería a los siguientes libros: Theodor MOMMSEN, Römische Geschichte, 5 vols., Berlín,
(1852-54 y 1885) y Guglielmo FERRERO, Grandezza e Decadenza di Roma, 5 vols., Milán, Fratelli Tre-
ves, 1902-1908.
109
Según Altamira, el “verdadero punto de vista[:] no ir nunca a la equiparación de lo antiguo y lo mo-
derno porque por encima de la unidad que liga los hechos históricos de la humanidad, se revela las mani-
festaciones del individuo” (IESJJA/LA, s.c., Actas manuscritas tomadas de la versión taquigráfica de la 5ª
Conferencia de Rafael Altamira en UNLP, 2-VIII-1909, p. 27).
110
Ibíd., p. 28.
111
Ibíd., pp. 30-31.

538
Según Altamira, aunque esto no se lo discutiera doctrinariamente, el trabajo heu-
rístico solía verse como una labor propia de gente de segunda fila o de ratones de bi-
blioteca. Estos coleccionistas maniáticos estarían entregados a una tarea secundaria
“que nada tiene que ver con la alta misión del historiador”, cuya aplicación natural sería
la exposición de las ideas generales, la elaboración de grandes síntesis, el trazado de las
grandes líneas de conjunto112. Este prejuicio debería ser superado definitivamente, ya
que no podría existir una obra historiográfica sin un trabajo con fuentes de primera ma-
no. Los grandes historiadores habían tenido que pasar todos ellos por ese trabajo menu-
do en archivos, museos y bibliotecas para acumular infinidad de datos concretos con los
que construir sus obras.
Según Altamira, el primer paso lógico en cualquier disciplina era el del estable-
cimiento, acumulación y difusión de los hechos y del conocimiento de los mismos. Sólo
luego de que este primer escalón fuera transitado, cuando ya se conocieran los hechos,
llegaría el momento de una generalización apropiada que trazara la línea de dirección
de un grupo de hechos.
En cierta forma, la Historiografía se habría desarrollado pendularmente, alter-
nándose momentos en los que se valorizó más la erudición y otros en que se hizo lo
propio con la generalización, sin que se pudiese llegar jamás a un auténtico equilibrio
entre ambas prácticas. Ese movimiento pendular permitiría observar que la tendencia de
los historiadores de principios del siglo XX —invirtiendo la orientación de sus colegas
de los siglos XVIII y XIX— sería la de dedicarse a temas que no estaban suficientemen-
te trabajados, abandonando la idea de construir grandes cuadros históricos113.
En todo caso, debería recordarse que independientemente de ese equilibrio ines-
table y del momento en que se encontrara la Historiografía, resultaba inevitable para el
historiador cumplir con su labor erudita. Cuanto más de ese trabajo se acumulara, recor-
daba el catedrático ovetense, cuanto mayor fuera el conocimiento de las fuentes, más
consistentes serían las conclusiones y las generalizaciones que se pudieran realizar.
El cuarto consejo práctico de Altamira fue el de prevenirse del uso de la tradi-
ción como fuente histórica y como alma, guía o imperativo previo de la interpretación
historiográfica. La tradición o la lectura tradicionalista del pasado podía funcionar fá-
cilmente como refugio de una perspectiva chauvinista y retrógrada de la historia de un
pueblo.
En primer lugar, Altamira admitía, dando rienda suelta a una retórica emotiva,
que la tradición era un indudable punto de referencia para los miembros de una nación,
incluso por encima de sus enfrentamientos inmediatos y contemporáneos. A diferencia
del poder disgregador del hecho actual, la tradición permitiría una confluencia colectiva
o al menos daría cobertura a una obra común:
“El hecho moderno, el hecho actual del cual somos actores y espectadores, nos apasiona, nos di-
vide, porque en cuanto a la posición de los hechos actuales los hombres, no piensan de la misma

112
Ver: IESJJA/LA, s.c., Actas manuscritas tomadas de la versión taquigráfica de la 6ª Conferencia de
Rafael Altamira en UNLP, 6-VIII-1909, pp. 8-9.
113
Ibíd., p. 13.

539
manera; mientras que la tradición de un pueblo, aquellas cosas en que el pueblo tiene la represen-
tación, la característica suya en los tiempos pasados, es una cosa que produce dentro del espíritu
humano ese soplo de poesía, ese soplo de emoción que acompaña a todo recuerdo, que es una
gran impulsión. Los pueblos que carecen de esta poesía, los pueblos que no pueden recordar al-
gunos hechos de sus antepasados, no sienten el escalofrío de la emoción, son pueblos que care-
cen del ser suficiente para llegar a ser una colectividad sustantiva y para poder orientarse de una
manera independiente en la historia futura” 114

Sin embargo, la tradición —como representación unificadora del pasado de un


pueblo— podía alumbrar tanto una fuerza progresiva, como otra inmovilizadora o in-
cluso retrógrada. De allí que Altamira sugiriera a sus potenciales colegas que “debemos
utilizarla en cuanto sirva para crear esos factores de fuerza y de poesía a que aludía an-
tes”, siendo conveniente evitarla en cuanto esa tradición se transformase en inercia, en
un cúmulo de ideas “que no tienen movimiento, que son estables, que permanecen fija-
das de una manera inamovible”. Esa tradición, convertida en prejuicio sobre el cambio,
dejaría de ser histórica, en tanto se cristalizaría, militando contra la evolución de las
costumbres y de las ideas115.
La tradición histórica de un pueblo, no debería verse tampoco como un legado
unitario, homogéneo o estable, sino como un fenómeno intrínsecamente plural y varia-
ble. No siempre el pasado o el conocimiento histórico abonarían la tradición, en tanto la
tradición se nutría también de elementos contradictorios e irreales, dando lugar a incor-
poraciones, exclusiones, apropiaciones y olvidos muchas veces irracionales. De allí que
fuera conveniente recordar que su existencia no tenía nada de natural sino que se trata-
ba de una construcción plenamente humana y por lo tanto eminentemente social e histó-
rica.
Según Altamira, la utilización y manipulación de la tradición en un sentido na-
cionalista constituía una tendencia muy pronunciada en la mayoría de los pueblos civili-
zados. Esta tendencia, si bien como aberración extrema, formaba parte de una práctica
más vasta que perseguía aprovechar la materia histórica como un elemento de educa-
ción cívica y de educación patriótica.
La utilización de la historia en el marco de la razón de estado, tal como se lo
hiciera en Alemania y en Francia, habría provocado profundas y peligrosas distorsiones
en la cultura histórica de estos pueblos, induciendo a los futuros ciudadanos a creer que
su nación era la más grande e influyente en la historia de la humanidad y la más digna
de prevalecer y de gozar de las ventajas de la civilización en el presente116.
Altamira creía en 1909, que el sentido nacionalista falseaba la historia y era
completamente desfasado respecto de las necesidades de su tiempo. En tanto había sido
superada la época en que la historia de la humanidad se escribía desde el punto de vista
del pueblo elegido, habría que admitir que todos los pueblos habían hecho cosas buenas
y malas; asumiendo las consecuencias pedagógicas que esto entrañaba ofreciendo una

114
IESJJA/LA, s.c., Actas manuscritas tomadas de la versión taquigráfica de la 5ª Conferencia de Rafael
Altamira en UNLP, 2-VIII-1909, pp. 42-43.
115
Ibíd., pp. 45-46.
116
Ibíd., pp. 74-75.

540
enseñanza equilibrada de la historia nacional y de los demás pueblos. En este tipo de
enseñanza sería necesario transmitir las ideas de civilización general y de mutua depen-
dencia económica, política, social y cultural de los pueblos.
La transmisión de estos valores constituiría un deber ético del historiador ante
los reclamos inconvenientes y peligrosos del chauvinismo: “Nosotros no tenemos dere-
cho a deformar por un interés patriótico cualquiera, la realidad de los hechos pasados,
no tenemos derecho tampoco para llevar a suprimir de la historia cosas que son esencia-
les y que desde el momento que forma parte de la historia del pueblo, son tan suyo co-
mo de los demás”117.

1.2.- La escritura y la enseñanza de la historia.

1.2.1.- Historia de la Historiografía.


Altamira se interesó también por contemplar los problemas propios de la historia
de la disciplina porque, en su concepción, historiar el recorrido de la Historiografía
constituía una estrategia inmejorable para garantizar su maduración científica, a la vez
que un recurso válido para generar un pensamiento crítico entre los historiadores acerca
de las condiciones de desarrollo de su propio saber.
Esta historia de la historia —más allá de que “la repetición de la palabra se po-
dría prestar a interpretaciones humorísticas”— procuraría tomar nota de “las maneras
diferentes que han caracterizado la forma y la manera de escribir la historia de[sde] los
tiempos clásicos, respecto de los cuales tenemos ejemplos, tenemos modelos de histo-
riografía bien salientes hasta los tiempos actuales”118.
Esta reversión de una lectura histórica sobre la propia historiografía, no haría si-
no aplicar al campo mismo que generaba aquella clave de lectura de la actividad huma-
na, un análisis que ya tenía tradición en toda disciplina científica y que indagaba acerca
de la experiencia pasada y acumulada y del desarrollo de su saber:
“Estos estudios retrospectivos tienen siempre una gran utilidad cualquiera que sea el orden de las
ciencias a que se refiere porque significa una mirada hacia atrás, un recorrido en conjunto del
campo que se ha cultivado ya, y una especie de inventario no solo de los caminos que ha seguido
la ciencia hasta llegar al momento actual, sino de las posiciones conquistadas a la manera de có-
mo un general podría hacerlo desde una altura de un ejército, de los errores corregidos y de los
problemas que están todavía sin resolver, de lo que llaman, aplicando una frase latina, que se
llamó hechos a averiguar: los desiderata de una ciencia.” 119

Entendiendo que el objeto del análisis de la historia de la historiografía era el


universo de los textos históricos, para Altamira este tipo de aplicación implicaba “to-
mar... las notas fundamentales del proceso que ha seguido la historiografía a partir de
los libros”, siendo estos expresión si no exclusiva, al menos si fundamental, del análisis
específico del pasado.

117
Ibíd., pp. 77-78.
118
IESJJA/LA, s.c., Actas manuscritas tomadas de la versión taquigráfica de la 18ª Conferencia de Rafael
Altamira en UNLP, 27-IX-1909, p. 1.
119
Ibíd., pp. 2-3.

541
Altamira dedicó sus lecciones sobre historia de la Historiografía a tres propósi-
tos: establecer una crónica suscinta de su evolución; recuperar el aporte español e intro-
ducir el problema de la modificación histórica de los criterios metodológicos.
El primer propósito fue, entonces, el de ofrecer un breve y apretado recorrido
por las que consideraba sus principales etapas de desarrollo de la disciplina.
El primer jalón de este proceso estaría en la Grecia Antigua, donde el surgimien-
to del género se habría visto empañado por una confusión de la historia, como discurso,
con la poesía épica.
En la cultura griega, explicaba Altamira, se usaba el verso en vez de la prosa pa-
ra relatar todo tipo de historias, poniendo en evidencia que en la mentalidad griega regía
el supuesto de la semejanza y equivalencia entre el relato de hechos reales del pasado y
el de hechos fantásticos que nunca habían ocurrido. Dos únicas excepciones apreciaba
Altamira en este panorama, la de Hecateo, que habría intentado definir un campo propio
para el relato histórico, y la de Tucídides “considerado por toda los historiógrafos mo-
dernos, por todos los críticos, como el más grande de los historiógrafos, aquel que tenía
un concepto más sustantivo más independiente más propio de la ciencia a que se dedi-
caba”120. Frente a ellos, el erróneamente denominado padre de la Historia, Herodoto, no
habría sido más que un escriba crédulo, un cronista de viajes que no abrevaba en las
fuentes y que escribía todo lo que oía121.
Otro rasgo distintivo e inconveniente de la historiografía griega antigua sería el
de su estricta subordinación a un objetivo político, la cual imponía una perspectiva na-
cional o partidaria para estos textos que se escribían para reivindicar una posición pro-
pia o atacar la del contrario. Esta subordinación de la Historiografía a las tesis e inter-
eses políticos y ciudadanos era un rasgo tan generalizado en todos los griegos que
escribieron sobre el pasado, que ni siquiera Tucídides habría quedado al margen de su
influjo. Tal como lo habría demostrado el historiador antiquista alemán Otto Seeck
(1850-1921), Tucídides habría sido, ante todo, un político que aprovechó su conoci-
miento de la práctica política de su sociedad, sirviéndose de determinados conocimien-
tos históricos que podían ser útiles a sus propósitos políticos antes que meramente inte-
lectuales o cognoscitivos.
El imperio absoluto del móvil político sobre la labor del historiador griego, llevó
a éste último a “la limitación de su horizonte en punto a los hechos, a la historia externa
concebida principalmente como era natural, desde el punto de vista político”; de allí que
las historias griegas fueran “historias de batallas, dinastías, de luchas de partidos”, sin
que pudiera encontrarse ninguna historia de las instituciones políticas de las cuales
aquellos fenómenos eran pura manifestación122.

120
Ibíd., p. 11.
121
Para Altamira, Herodoto “no es más que un poeta que recoge sin dificultades de ningún género todas
las antiguas leyendas, todas las antiguas fantasías que había servido de base a los poemas épicos grie-
gos...” (Ibíd., pp. 12-13),
122
Ibíd., p. 22.

542
En realidad, quienes intentaron hacer avances en el estudio de la historia interna
de los pueblos griegos, no lo habrían hecho como historiadores, sino como filósofos,
políticos o economistas, al estilo de cómo lo hiciera Aristóteles en la Constitución de
Atenas, interesándose por la idiosincrasia del pueblo ateniense. Estudiar este tipo de
historia no era una cosa que, por entonces, formara parte del interés propio de los histo-
riadores, sino más bien de los filósofos. Sin embargo, esto no habría dado como resulta-
do una dignificación del saber histórico. Por el contrario, Aristóteles y los críticos grie-
gos que reflexionaron acerca de la metodología de la ciencia, de la Filosofía Ética, de la
Gramática, de la dialéctica y de la música, jamás establecieron la “substantividad de lo
histórico como una ciencia” permaneciendo la historiografía, también en su concepción,
confundida con la poesía123.
Teniendo en cuenta que Altamira consideraba que la civilización romana —
salvo en Derecho y Arquitectura— era imitadora de los valores culturales de los helenos
y que sus historiadores escribían en griego, le parecía natural que su historiografía no
hubiera logrado innovar respecto de aquella tradición originaria. Así, durante la hege-
monía de Roma, la escritura de la historia habría mantenido los mismos valores y carac-
terísticas antes mencionados, reconociéndose en ella una función patriótica y facciosa;
un politicismo extremo; una subordinación a fines extra históricos de orden moral y una
utilización de materiales previos de dudosa validez:
“Polibio cuando relataba las guerras de Roma y Cartago no se ocupa de ir a los archivos de Ro-
ma que le permitirían ver como han ocurrido esos hechos, ni tampoco ir a las fuentes a estudiar
en los despachos militares todo el caudal de documentos oficiales que existen en Roma del pro-
ceso de esta guerra, lo que sencillamente hace es tomar un libro escrito anteriormente sobre las
Guerras Púnicas del punto de vista romano y otro del punto de vista cartaginés y ve con un crite-
rio de razón y fundamentalmente romano, quién es el que tiene razón de los historiadores y es-
cribe la historia de segunda mano...”124

Abandonando el mundo clásico, la Edad Media también dio lugar a la aparición


de cronistas e historiadores que trabajaban con un propósito fundamentalmente político
—fuera éste secular o eclesiástico— sobre la base de los datos históricos antiguos obte-
nidos a partir de una lectura acrítica de las obras griegas o latinas. Altamira afirmaba en
sus lecciones que el carácter más notable de la historiografía medieval habría sido el de
la inusitada credulidad de sus redactores. Cualquiera podría comprobar que la ingenui-
dad de los historiadores medievales llegaba a límites extraordinarios “realmente raros en
hombres dotados de razón”, dando pié a exageraciones cuantitativas y en una aceptación
lisa y llana de los milagros y fenómenos extraordinarios125.

123
Ibíd., pp. 32-33. Ulteriores reflexiones de Altamira sobre el asunto pueden encontrarse en: Rafael
ALTAMIRA, Proceso Histórico de la Historiografía Humana, México DF, El Colegio de México, 1948,
pp. 150-154.
124
IESJJA/LA, s.c., Actas manuscritas tomadas de la versión taquigráfica de la 18ª Conferencia de Rafael
Altamira en UNLP, 27-IX-1909, pp. 37-38. Las excepciones a esta pauta también habrían existido en
Roma; el libro perdido de Catón el viejo sobre orígenes de Roma, habría sido una, y otra la obra de Táci-
to, Germania, la cual habría trascendido la dimensión externa, a pesar de haber sido escrita para presentar
a los romanos una lección moral sobre la pureza de costumbres de los bárbaros germanos.
125
Ibíd., pp. 47-48.

543
En el Renacimiento podría apreciarse un avance de la historia científica, caracte-
rizado por el desarrollo de las ciencias auxiliares, de la crítica moderna y de la erudi-
ción. Según Altamira, dos problemas fundamentales recorrían las reflexiones de los
preceptistas de la historia, ya hayan sido estos españoles, franceses, italianos o ingleses.
El primero sería un problema moral: “a saber: ¿se debe decir toda la verdad en la histo-
ria o se debe ocultar alguna cosa, porque son de mal ejemplo, por su mala dirección
porque pueden inducirnos por mal camino”126. El segundo, sería un problema ético-
profesional: el historiador ¿debía ser parcial o imparcial?
Por entonces, el padre Juan de Mariana (1536-1623)127 —según lo afirmaba Al-
tamira, el primer historiador español— había escrito una historia en prosa protagonizada
por príncipes, dinastías y episodios bélicos, que lo mostraba como un autor muy crédulo
y excesivamente preocupado por el fin político de su texto. Pero en el siglo XVI apare-
cerían algunos historiadores que se apartaron de este modelo. Jerónimo Zurita (1512-
1580) por ejemplo, habría aplicado criterios eruditos y críticos, introduciendo la idea de
verdad y responsabilidad del historiador como criterios orientadores de su labor.
El Siglo XVIII, sería para Altamira el siglo erudito/crítico en que el historiador
habría salido del campo político externo, convirtiéndose en el historiador de la civiliza-
ción y tomando para sí la misión de destruir leyendas, de descubrir y decir la verdad
apoyándose en pruebas documentales. En este contexto se experimentaría un notable
progreso, debido también a la aplicación de las ciencias auxiliares como la Epigrafía, la
Numismática y la Geografía.
El siglo XIX sería la etapa en que la historiografía habría experimentado una re-
volución de contenidos, una afirmación del criterio científico y de la crítica, y la con-
formación del concepto de civilización. La aparición de los seminarios de investigación
alemanes y los esfuerzos de notables historiadores como Leopold von Ranke (1795-
1886) en Alemania y Henry Thomas Buckle (1821-1862) en Inglaterra, serían expresio-
nes de un amplio movimiento historiográfico internacional que apuntaba a fundar una
historiografía científica. El objetivo era hacer propio un rigor equivalente al de las cien-
cias naturales y exactas, asegurando la “traslación definitiva del problema científico de
la historia a un terreno completamente homogéneo con el resto de las ciencias ya consti-
tuidas”128.
En el siglo XIX, según la óptica de Altamira, se despertaría la consciencia ética
y moral del historiador que, como los demás intelectuales, tendría “deberes morales que
cumplir cuando lleva la pluma en la mano y hace deslizar sobre el papel”. La difusión
del principio de la imparcialidad de la historiografía contribuyó a definir que el princi-

126
Ibíd., pp. 86-88.
127
Juan de Mariana fue autor de Historiae de rebus Hispaniae, publicada en latín en 1592 y cuya primera
edición en castellano aparece en 1601 bajo el título de Historia general de España en 20 tomos, expandi-
dos a 30 en 1609. Posteriormente, la obra tuvo varias addendas del propio Mariana y de otros autores
hasta mediados de 1841.
128
Ibíd., pp. 106-107.

544
pal deber del historiador consistía en “no falsear jamás la historia, en no ocultar la ver-
dad ni desfigurarla, cualquiera que sea su posición moral o doctrinal”129.
Esta apretada sinopsis, imposible de justificar fuera del marco de una lección in-
troductoria, permitió a Altamira afirmar aquello que era de su principal interés: que todo
este desarrollo historiográfico desde los tiempos clásico hasta el mundo contemporáneo
poseía un significado claro y profundo y, sobre todo, una dirección inequívoca que
habría desembocado en la actual constitución científica de la historiografía. Así este
derrotero demostraría
“que nos hemos separado mucho de las estrecheses políticas y morales de aquel tiempo y que se
ha conseguido una gran conquista en virtud del gran esfuerzo del siglo XVIII y completado en el
siglo XIX, [lo que] nos hace esperar que este orden de consciencia pueda llegar a una perfecta
disciplina científica como señalaba Buckle, que pueda perfectamente asimilarse a las que hemos
convenido en llamar ciencias exactas.” 130

Una aplicación alternativa de la historia de la Historiografía fue la que hizo Al-


tamira alrededor del tema del aporte de España a la Historiografía.
Con el propósito de sintetizar la responsabilidad del científico y el deber político
del ciudadano, Altamira se sirvió de esta estrategia de análisis para procurar aquello que
—en tanto patriota español— consideraba como una necesaria reparación histórica: ex-
humar el olvidado papel de España en la conformación de la disciplina. De esta forma
podría consumarse, al menos parcialmente, una reivindicación de la valía intelectual de
una nación acosada por los abrumadores reproches de oscurantismo de sus antiguas co-
lonias y de los países anglosajones.
Consideraba Altamira que, en general, los aportes originales de los españoles,
tanto en historia de la historiografía como en los estudios históricos, habían sido siste-
máticamente ignorados. Este error en la historia científica movilizaba su consciencia,
impulsándolo a buscar una rectificación “por el puro interés de la historia” y, además,
porque según declaraba, “tengo un espíritu esencialmente patriótico que seguramente no
serán los argentinos quienes [lo] censurarán”.
En efecto, el profesor ovetense declaraba públicamente poseer un espíritu patrió-
tico, moderado y equilibrado, pero no menos firme y decidido:
“lo tengo de una manera legítima, porque creo que el patriotismo debe ser suficiente humano pa-
ra confesar todos los errores que las naciones hayan podido cometer, todos los extravíos del espí-
ritu patriótico [...] De igual manera el espíritu debe ser sincero, exactamente en la misma medida,
para confesar y reconocer en todas partes las cosas buenas y las cosas malas que hayan aportado
esos pueblos a la cultura. El chauvinismo, por una parte, y el apocamiento por otra, son los vicios
del patriotismo que han impedido colocarse en un justo medio.” 131

Más tarde, un tanto exaltado y dejándose llevar por la pasión propia del regene-
racionista, Altamira hubo de manifestar en su discurso el trauma fundamental que aque-

129
Ibíd., pp. 108-110. Esta nueva consciencia del valor de la honradez histórica, de la imparcialidad fren-
te a la intransigencia, podría verse ejemplificada en la actitud del papa León XIII al disponer la apertura
de Archivos vaticanos.
130
Ibíd., p. 117.
131
IESJJA/LA, s.c., Actas manuscritas tomadas de la versión taquigráfica de la 19ª Conferencia de Rafael
Altamira en UNLP, 30-IX-1909, pp. 6-7.

545
jaba a la cultura española desde fines del siglo XVIII: el temor de la irrelevancia presen-
te y futura de España132.
Si observamos con detenimiento el discurso de Altamira veremos que, al intentar
justificar esta operación intelectual de revisión de la historia de la Historiografía como
parte de una supuesta reparación y al hablar del “derecho que tiene una nación en ser
reconocida en la obra de la cultura que es, en el fondo, un verdadero sentimiento”133, no
hacía sino transitar, a través de la retórica enérgica de la demanda, el tópico del aporte
de España a la Humanidad.
Este problema, convertido en capítulo obligado de casi todas las reflexiones sur-
gidas de la decadencia española —ya sea de las escritas desde la perspectiva de la duda
existencial, de la lacerante denuncia del fracaso o de la altiva y destemplada negación
de las leyendas negras— funcionaba, también en el discurso de Altamira, como dispa-
rador del patriotismo. Pero lo más importante no sería buscar posibles incongruencias
entre este desborde patriótico y el espíritu internacionalista de sus enseñanzas, sino
percatarse de que la introducción de este tópico en su discurso, no era algo subrepticio
ni arbitrario. La firme y equilibrada afirmación del lugar de España en la civilización
occidental y de su aporte a la humanidad, constituía una respuesta a las tesis racistas de
la hegemonía anglosajona. Pero además de eso, esta reivindicación era también la cau-
ción histórica necesaria, la reserva moral —debidamente construida y respaldada por la
Ciencia de la historia— imprescindible para sostener un proyecto político liberal y mo-
dernizador, del que Altamira participaba y que aspiraba a revertir el declive y la desmo-
ralización de la nación española luego del desastre del ’98.
Como historiador español, honrando sus deberes científicos y patrióticos, Alta-
mira entendía que la reacción intelectual adecuada contra esta tendencia no consistía en
defenestrar o encubrir los aportes de otras naciones, ni sobrevalorar los propios, sino
simplemente estudiar los autores españoles olvidados que habían aportado algo a la his-
toria de la historiografía y a la historia de la metodología y crítica históricas.
Altamira declaró que, en España, había hecho adelantos sustanciales en este tra-
bajo en La enseñanza de la historia, en Historia, Ciencia, Arte y en sus estudios sobre
manuscritos inéditos conservados en la Biblioteca Nacional de Madrid. Esta última in-
vestigación se habría originado en el encargo que le hiciera Menéndez Pelayo para que
Altamira editara un volumen de la Nueva Biblioteca de Autores Españoles en el que se
recogiera las obras de los autores de crítica y metodología históricas134.

132
Eva Valero, con buen tino, ha llamado la atención acerca de la inscripción del americanismo finisecu-
lar y del acercamiento entre los reformistas españoles y latinoamericanos en la coyuntura del ’98, en las
problemáticas de la identidad y relevancia histórica de España. Estas problemáticas, actualizadas por la
derrota y por la eclosión del nacionalismo vasco y catalán, representaban claros desafíos a todo el arco
ideológico español y también a los intelectuales patrióticos y progresistas como Altamira. Ver: Eva María
VALERO JUAN, Rafael Altamira y la reconquista espiritual de América, Op.cit., pp. 45-46.
133
Ibíd., p. 8.
134
Ibíd., p. 12. Durante el acto de entrega del diploma que lo acreditó como miembro correspondiente de
la Junta de Historia y numismática Americana, Altamira había pronunciado ya un discurso en el que ex-
presaba su idea de publicar un volumen que recogiera la obra olvidada de estos metodólogos y preceptis-
tas españoles en la Nueva Biblioteca de Autores Españoles. Ver: Rafael ALTAMIRA, Discurso en la XCIª

546
Altamira confiaba entonces a su auditorio argentino, que “con ocasión de esto
tuve que hacer estudios especiales de investigación y me encuentro en posesión de un
material numerosísimo que me permitirá dentro de algún tiempo, reconstruir la serie
entera de los metodólogos y críticos españoles para poder seguir paralelamente la histo-
ria del desarrollo de la disciplina histórica en los mismos historiadores, es decir, en
aquellos que no han formulado doctrinas preceptivas y que han escrito historia de Espa-
ña”135.
En la Edad Media, pese a que los estudiosos de la historia eran, en general, me-
ros cronistas que se limitaban a narrar hechos en forma inorgánica, podían encontrarse
algunos casos en que el autor realizaba indicaciones de sentido más amplio sobre la
forma adecuada de escribir historia. Juan Facundo Riaño y Montero (1829-1901), en su
discurso ante la Academia de la Historia sobre Alfonso el Sabio y la comparación de los
cronistas españoles y franceses, consideraba como más valiosos a los primeros a pesar
de que a los segundos se los tenía como los exponentes más altos de la historiografía
europea del momento136.
Altamira explicaba la riqueza de la historiografía española por su contacto con
otras tradiciones europeas como la francesa y también con el pensamiento musulmán.
De allí que en la España medieval destacara la figura del historiador musulmán Ibn Jal-
dun (1332-1406)137, que habría roto las tradiciones de la historiografía medieval produ-
ciendo ideas muy parecidas a la de los historiadores contemporáneos. Este historiador

Sesión de la JHNA (5-IX-1909), en: Boletín de la Junta de Historia y Numismática Americana, Vol. V,
Op.cit., p. 206. También es posible consultar la versión original manuscrita de dicho discurso en la que
pueden leerse las parte finalmente suprimidas en la versión impresa en: IESJJA/LA, s.c., Notas originales
manuscritas de Rafael Altamira conteniendo el borrador del Discurso que leyera ante la JHNA en ocasión
de su nombramiento como miembro correspondiente de la institución, 5 pp., Buenos Aires, 1/5-IX-1909.
Este libro nunca fue publicado porque la investigación de Altamira, que según confesara veinticinco años
más tarde, realizaba en la Biblioteca de Menéndez y Pelayo en Santander, quedó trunca y nunca fue com-
pletada por falta de tiempo (Rafael ALTAMIRA, “Mis maestros” —París, IV-1938—, en: La Nación, Bue-
nos Aires, 8-V-1938 —IESJJA/LA, s.c., Recorte de prensa—).
135
IESJJA/LA, s.c., Actas manuscritas tomadas de la versión taquigráfica de la 19ª Conferencia de Rafael
Altamira en UNLP, 30-IX-1909, pp. 12-15.
136
Juan Facundo Riaño fue propuesto para ocupar la Medalla 12 de la RAH por Cayetano Rosell (1817-
1883), Pedro Madrazo, Eduardo Saavedra y Fernández González el 19 de marzo de 1869. Resultó electo
el 9 de abril siguiente y tomó posesión el 10 de octubre de ese año, leyendo el mencionado discurso al
que Contestó Saavedra. Altamira dedicó una conferencia de la Extensión Universitaria a las influencias
que sobre la cultura española tuvieron Riaño y el epigrafista alemán Hübner, por entonces recientemente
fallecidos. Ver: Aniceto SELA Y SAMPIL, “Extensión Universitaria, curso de 1900 a 1901. Memoria leída
en la apertura del curso de 1901 a 1902 el día 24 de octubre de 1901”, en: Anales de la Universidad de
Oviedo, Año I.- 1901 (tomo I), Oviedo, Establecimiento Tipográfico de Adolfo Brid, 1902, p. 317.
137
Altamira se refería al historiador tunecino de origen andaluz Abd al-Rahman ibn Jaldun al-Hadrami,
autor de Kitab al-ibar (Libro de los sucesos que sirven de ejemplo), cuyo volumen introductorio era Al-
Muqqadima (Discurso sobre la historia universal), traducida al castellano y al francés. El profesor oveten-
se había dedicado a Ibn Jaldun los trabajos del curso 1906-1907 en la Escuela Práctica de estudios Jurídi-
cos de la Universidad de Oviedo. Ver: Rafael ALTAMIRA, “Seminario de Historia del Derecho. Cursos de
1906 a 1907”, en: Anales de la Universidad de Oviedo, Tomo IV, 1905-1907, Oviedo, Establecimiento
Tipográfico, 1907, pp. 89-95. Otras referencias de Altamira respecto del historiador musulmán pueden
encontrarse en: Rafael ALTAMIRA, “Notas sobre la doctrina histórica de Abenjaldún”, en: Rafael
ALTAMIRA, Cuestiones modernas de historia… (2ª ed.), pp. 81-105. Un esquema de este último aporte
sumado a algún desarrollo novedoso puede verse en: Rafael ALTAMIRA, Proceso Histórico de la Histo-
riografía Humana, Op.cit., pp. 28-60.

547
árabe concebía la historia no solo como historia política sino como historia social con
una amplitud de concepto que Altamira consideraba equivalente a las de sus colegas
decimonónicos. Una sólida práctica de erudición crítica, la aplicación de unos criterios
de similitud y posibilidad y un rechazo de las fábulas musulmanas, habrían situado a Ibn
Jaldun en la vanguardia intelectual de su época; aun cuando no debería olvidarse que
fue él también fue un hombre de la Edad Media y que su historia tenía, por ende, ciertos
límites infranqueables. El más notorio de esos límites había sido, según el testimonio de
Altamira, el de su concepción estrecha del objeto de la historia, limitado estrictamente a
la experiencia histórica de su propia sociedad.
Ibn Jaldun no habría sido un caso aislado, también Fernando Pérez de Guzmán
(1376-1458) habría realizado profundas reflexiones preceptivas en lo que hace a la me-
todología teórico-práctica de la historiografía. Con esto Altamira pretendía establecer
que a pesar de que esta doctrina no hubiera logrado arraigar en el momento de su gesta-
ción, más tarde, en el siglo XVIII, tendrían un desarrollo espectacular que la llevaría a
dominar el horizonte intelectual de la disciplina.
Estas anticipaciones y la recurrencia de esta problemática en un número muy
considerable de autores medievales y modernos, indicarían —según Altamira— que
estas ideas renovadoras de la historiografía ya estaban en el ambiente intelectual espa-
ñol, y eso se manifestaba tanto en autores preceptistas como en historiadores prácticos.
Altamira ofreció una lista de estos intelectuales interesados por el saber histórico y sus
características, entre quienes se encontraban Pedro Miguel Carbonell (1434-1517); Je-
rónimo Zurita; Melchor Cano (1509-1560); Luis Cabrera de Córdoba (1529-1623); Fray
Gerónimo de San José; Juan Bautista Pérez (1537-1560); Pedro de Navarra; Ambrosio
de Morales (1513-1591), quien afirmara tempranamente que la historiografía debía ade-
lantar en la certidumbre y en el buen decir; y Juan Luis Vives (1492-1540), quien apor-
tara una idea de la historiografía como estudio de la vida entera del pueblo y no solo
como relato de las hazañas políticas de sus líderes138.
Pero el ejemplo más notable, por su lucidez, habría sido el del cronista Juan Páez
de Castro (1515-1570), quien en ocasión de contestar a la requisitoria de Carlos V acer-
ca de cómo creía que debería ser escrita la historia de su reinado, tuvo oportunidad de
formular un modelo de educación profesional para el historiador de su tiempo y de bos-
quejar los contenidos necesarios de tal obra139.

138
Fray Gerónimo de SAN JOSÉ, Genio de la historia (1561); Pedro DE NAVARRA, Diálogos muy sublimes
y notables, 1567; Fernando PÉREZ DE GUZMÁN, Generaciones y semblanzas e obras, Madrid, s/a; Luis
CABRERA DE CÓRDOBA, De historia para entenderla y escribirla, Madrid, Luis Sánchez impresor, 1611.
Altamira ya hablaba de estos autores en: Rafael ALTAMIRA, La enseñanza de la Historia (2ª ed.,1895),
Madrid, Akal, 1997, Capítulo III, “El contenido de la Historia”, pp. 147-174.
139
Fermín del Pino Díaz, en su trabajo sobre Acosta y la Historia Natural y Moral de las Indias rescatará
algunas referencias sobre Juan Páez de Castro: “ayudará a conformar la biblioteca de El Escorial, visitará
jardines italianos, coleccionará refranes castellanos para el Comendador Griego y reunirá con Diego Hur-
tado de Mendoza multitud de códices clásicos, que luego se depositarán en El Escorial. También estaba
Castro interesado en el Nuevo Mundo como materia de investigación, como expresa en su Memoria de
las cosas necesarias para escribir la Historia: “«pintaremos nuevo cielo nunca visto de nuestros pasados,
una tierra nunca imaginada [...] nuevos árboles, yerbas, fieras, aves y pescados; nuevos hombres, costum-
bres y religión; grandes acaescimientos en la conquista y en la posesión de lo conquistado” (Rómulo

548
Páez de Castro afirmaba en este escrito que el sujeto de la historia debía ser el
pueblo y que el historiador debía ser parco en alabanzas; dar causas de los nuevos acon-
tecimientos; dar razones de las nuevas enfermedades, indicar la influencia del medio
físico; debiendo aprender Filosofía moral y natural, Geografía, Genealogía, Derecho,
Geometría (para medir las alturas) “en una palabra debe saber toda cosa referente a la
Historia General”140. En su plan para una Historia de España, el humanista español indi-
caba la necesidad de incluir las siguientes cuestiones: una descripción geográfica del
reino que recogiera las divisiones que había tenido España y sus colonias en diferentes
épocas, estudiando las guerras y su efecto de unión o separación entre los diferentes
estados peninsulares141; un estudio de trajes; otro de las leyes; un tratado de las costum-
bres y de aspectos variados de la vida privada; biografías de hombres célebres y en es-
pecial de los reyes; descripciones de la fauna y la flora de los diferentes pueblos; una
historia de las universidades hispanas; un inventario de los tesoros artísticos existen-
tes142.
Con estos antecedentes, el siglo XVIII vería el desarrollo de un gran movimiento
crítico, centrado en el problema de la metodología de la historia cuyos hitos serían Mar-
tín Sarmiento (1695-1772) con sus Memorias, Juan Francisco de Masdeu (1744-1817)
con su Historia de España; Manuel Pando Fernández de Pinedo Marqués de Miraflores
(1792-1872) con sus Apuntes críticos y Juan Francisco de Castro (+1740), entre otros143.

CARBIA, La crónica oficial de Indias Occidentales, La Plata, Universidad de La Plata, 1934, p. 125). [...]
De ahí no hay más que un paso al planteamiento ya «establecido» en las Ordenanzas de descripciones de
1573, que seguro se alimentó lejanamente de los consejos «inquisitivos» de Páez de Castro. De los 27
largos capítulos de interrogatorios, el 17 y 18 tratan de la historia natural y moral. La primera debe estu-
diar «las naciones de hombres que hay, y las naturalezas y calidades de ellos, animales de la tierra, pesca-
dos de las aguas... insectos y serpientes... árboles...hierbas silvestres...mineros...». La segunda, «las na-
ciones de los naturales que las habitaron y habitan, los reinos y señoríos que hubo en cada caso, y los
límites... y las diferencias de lenguas que tenían, la forma de república... la religión y adoración que tení-
an...» (SOLANO, 1988, pp. 81-83). Sigue una larga enumeración de otros temas de historia moral a tener
en cuenta: el ciclo vital, la comida y bebida, vestidos y casas, propiedades, sucesiones y contratos, delitos
y penas, reyes y jurisdicción, tributos y servicios, oficios mecánicos, guerras, escritura, calendario, etc.”
(Fermín DEL PINO DÍAZ, “La Historia Natural y Moral de las Indias como género: orden y génesis literaria
de la obra de Acosta”, edición electrónica en: http://www.fas.harvard.edu/~icop/fermindelpino.html).
Sobre Páez de Castro puede leerse: Teodoro MARTÍN MARTÍN, Vida y obra de Juan Páez de Castro, Gua-
dalajara, Institución Provincial de Cultura Marqués de Santillana, 1990 (incluye una antología de textos).
140
IESJJA/LA, s.c., Actas manuscritas tomadas de la versión taquigráfica de la 19ª Conferencia de Rafael
Altamira en UNLP, 30-IX-1909, p. 37.
141
Altamira, entusiasmado, exclamaba que “este es el punto de vista de Ritter en el s. XIX” (Ibíd., p. 39).
142
Altamira había elogiado ya el genio de Páez de Castro en ocasión de su nombramiento como miembro
correspondiente de la JHNA. Ver: Rafael ALTAMIRA, Discurso pronunciado en la XCIª Sesión de la
JHNA…, en: Boletín de la Junta de Historia y Numismática Americana, Vol. V, Op.cit., p. 206.
143
Altamira se refería a las siguientes obras: Martín SARMIENTO, Memorias para la historia de la poesía y
de los poetas españoles, Madrid, 1775; Juan Francisco de MASDEU, Historia critica de España, y de la
cultura española, obra compuesta y publicada en italiano, 20 vols., Madrid, Antonio de Sancha, 1783-
1805 (el Tomo I y contiene el Discurso histórico filosófico sobre el clima de España, el genio y el ingenio
de los españoles para la industria y literatura, su carácter político y moral; los tomos II-III tratan de la
España antigua; los tomos IV-VIII de la España romana; los tomos IX-XI de la España goda; los tomos
XII-XV de la España árabe; los tomos XVI-XIX contienen suplementos a los anteriores y el tomo XX
trata de la España restauradora); Manuel Pando FERNÁNDEZ DE PINEDO, MARQUÉS DE MIRAFLORES,
Apuntes críticos para servir la historia de la Revolución de España desde el año 1820 hasta 1823, 3 vols.,
Londres, 1834.

549
En el siglo XIX, en España tuvo enorme éxito una obra muy moderna para su
época: la Storia universale144 de Cesare Cantú (1804-1895). Esta Historia Universal,
consumida por varias generaciones, habría producido una verdadera revolución en su
época pero luego, a pesar de haber sido ampliamente superada, siguió siendo una obra
de referencia para perjuicio de la cultura historiográfica española. Altamira creía que lo
más justo era darle a Cantú “las gracias por haber abierto un camino bueno, por haber
encontrado un horizonte” y “reverenciar ese libro como uno de los grandes monumentos
de la inteligencia humana”. Claro que estos justos homenajes no alcanzarían para resca-
tar actualmente su texto, de allí que Altamira opinase a renglón seguido de tanto elogio
que, a dicho libro, “hay que dejarlo en los estantes de la librería” y que su reimpresión
constituía “un mal para la cultura”145.
A partir de este breve muestrario de la varias veces centenaria tradición historio-
gráfica española, Altamira se creía con derecho a afirmar, ante un público nada propen-
so a cuestionarlo —entre otras cosas por su desconocimiento específico de la mayoría
de los autores citados— que España había cumplido su misión realizando un importante
aporte intelectual al desarrollo de la disciplina146.
Una tercera aplicación del análisis histórico de la historiografía permitió a Alta-
mira introducir al auditorio en el problema de la transformación histórica de los criterios
metodológicos de la disciplina, de sus conceptos, de sus orientaciones temáticas.
Un caso en que se reflejaba la historicidad intrínseca del análisis histórico, sería
el de las llamadas historias universales. Según Altamira, era un error común creer que
el concepto de historia universal y la elaboración de la misma era “cosa resuelta y per-
fectamente clara” para todos los historiadores desde hacía mucho tiempo atrás.
Este error se encadenaría con el de creer que estos estudios tenían una tradición
tan extensa como la disciplina misma y con el desacierto —aún más grave— de suponer
que la concepción de la vida, de la humanidad y de la historia en las que se asentaba la
idea de universalidad era tan antigua como la humanidad misma.
Por el contrario, Altamira afirmaba que la historia universal era una concepción
eminentemente moderna:
“Hay un período larguísimo en que la humanidad culta, los especialistas en estudios históricos,
no ascienden a la idea de una historia general humana; no ven este cuadro, no tienen la aspira-

144
Cesare CANTÚ, Storia universale, 35 vols., Turin, G.Pomba, 1837-1846.
145
IESJJA/LA, s.c., Actas manuscritas tomadas de la versión taquigráfica de la 17ª Conferencia de Rafael
Altamira en UNLP, 23/9/1909, pp. 59-60.
146
En el acto en la JHNA ya mencionado, Altamira agradecía la distinción de la que era objeto haciendo
honor a la rica y remota tradición historiográfica española representada por estos historiadores y metodó-
logos. Ver: IESJJA/LA, s.c., Notas originales manuscritas de Rafael Altamira conteniendo el borrador del
Discurso que leyera ante la JHNA en ocasión de su nombramiento como miembro correspondiente de la
institución, 5 pp., Buenos Aires, 1/5-IX-1909. Los comentarios acerca de los metodólogos y preceptistas
españoles, así como los esquemas de evolución de la disciplina en España y Europa fueron expuestos
reiteradas veces por Altamira. Ver: Rafael ALTAMIRA, La enseñanza de la historia, Op.cit., pp. 147-174;
Rafael ALTAMIRA, Cuestiones modernas de historia... (2ª ed.), Op.cit., pp. 11-23; Rafael ALTAMIRA,
Proceso Histórico de la Historiografía Humana, Op.cit., pp. 67-120.

550
ción, ni el deseo, ni la exigencia intelectual de abrazar en una totalidad la historia de todos los
pueblos, la historia de todo el mundo” 147

Para Altamira esto era comprensible, en tanto que consideraba que para llegar a
la idea de una historia general de la humanidad sería necesario la aparición previa de
ciertas ideas muy precisas. Por ejemplo, se precisaría de una idea de hombre, como
congénere, como un igual, idea que no ha sido tan fácil de formular y de imponerse en
la historia. En la Antigüedad, por ejemplo, la categoría del bárbaro que se aplicaba a
quienes no compartía el status del hombre-ciudadano —sujeto de derechos y obligacio-
nes— obstruía el desarrollo de una idea de humanidad que abarcara a todos los seres
humanos. En ese contexto sería imposible que aflorara la idea de una historia universal
cuyo objeto fuera la Humanidad, ya que esta, conceptualmente, no existía, como tal, en
la mente de los antiguos.
Sin embargo, en la Antigüedad Tardía, la confluencia y compenetración del mo-
vimiento filosófico griego, con la acción política unificadora del pueblo romano y el
aporte ecuménico del movimiento religioso cristiano contribuyeron a fijar un concepto
de fraternidad y a consolidar un proceso material e ideológico de reducción a la unidad.
Pero esta condición necesaria no habría sido, pese a su importancia, suficiente; de allí
que esta importantísima evolución ideológica no habría bastado para soportar la emer-
gencia de una verdadera historia de la Humanidad, imposible de llevarse a cabo sin la
generalización del conocimiento de la historia de los demás pueblos.
Los historiadores antiguos y medievales desconocían la historia de aquellos pue-
blos contemporáneos o anteriores a ellos que se ubicaban fuera de su ámbito de desarro-
llo como civilización o, incluso, de los que se encontraban al margen de sus fronteras
políticas148. El resultado de este desconocimiento fue la aparición de grandes lagunas en
el saber histórico, siendo imposible, por ende, establecer las imprescindibles relaciones
entre el pasado de los diferentes pueblos, sin las cuales no tendría sentido hablar de una
historia universal. Por otra parte, aún en la Edad Moderna, no había datos fiables ni co-
nocimientos suficientes para comprender la historia de gran parte de los pueblos asiáti-
cos y de los pueblos antiguos, historia que continuaba develándose en el siglo XX gra-
cias a los continuos descubrimientos arqueológicos de los imperios antiguos de Egipto,
Caldea y Asiria.
Según Altamira, con estas limitaciones no habría podido emerger en el pasado la
idea de una obra común de la humanidad y menos aún un género que pudiera expresarla
y plasmarla textualmente. Esta sería la verdadera razón que podría explicar el hecho,
para muchos sorprendente, de que no se hubiera descubierto todavía ningún libro de
historia universal de la civilización grecorromana clásica. Habría que esperar a la Anti-
güedad tardía para que aparecieran textos de ambición universalista como los de San
Agustín, aunque su planteo proviniera de la filosofía de la historia y sus fines hubieran
sido puramente religiosos.

147
IESJJA/LA, s.c., Actas manuscritas tomadas de la versión taquigráfica de la 17ª Conferencia de Rafael
Altamira en UNLP, 23-IX-1909, p. 110.
148
Ibíd., pp. 27-29.

551
En la Edad Media se habría llegado, cuando más, a historiar el pasado de dos o
tres pueblos considerados como escogidos y relevantes para resumir en ellos la historia
de la humanidad. Por lo general, el resultado de esta práctica habría sido la elaboración
de unos relatos descosidos y sin organicidad, en los que el historiador “no adelanta ni
llega a conquistar la idea de una comunidad de vida que realmente fructifique la acción
especial de cada uno de los pueblos en una obra verdaderamente común” ni puede ofre-
cer tampoco “la idea de progreso o de perfectividad [sic] humana”149.
Altamira afirmaba que por entonces existían dos tipos de historias generales, la
de un solo autor —la que más dificultad entrañaría y la que fácilmente podría deslizarse
hacia una filosofía de la historia—, y la de colaboración, en la que concurrían diferentes
historiadores que, a menudo, se hacían responsables de diversas secciones o capítulos
de acuerdo a su especialidad. Dentro de este último tipo de obras tendríamos algunas
paradigmáticas dirigidas por Wilhelm Oncken (1838-1905) y la Histoire générale de
Ernest Lavisse y Alfred Nicolas Rambaud (1842-1905) 150. Esta última obra era, según
Altamira, la más completa y en la que se podía tener más fe, aunque debiera ser com-
plementada, por ejemplo, con las obras de Eduard Meyer (1855-1930) sobre la Anti-
güedad, ya que su análisis se iniciaba recién en el siglo V. La Cambridge Modern His-
tory, pese a su utilidad como obra colectiva, tendría la desventaja de ser inorgánica —de
acuerdo al rasgo característico de la historiografía inglesa— y de editar diferentes tomos
sin respetar el orden cronológico de los acontecimientos. En realidad, los únicos libros
que propondrían una auténtica historia universal serían los manuales secundarios que no
necesitan tener gran caudal de datos.
Este desarrollo extensivo de la historiografía, podía ser relacionado además, con
la progresiva profundización del análisis histórico. Esta profundización podría ser vista
como un proceso de expansión interna de la disciplina que, una vez que hubo habilitado
un registro universal de análisis, habría continuado su desarrollo a través de la incorpo-
ración de diversas variables y del reconocimiento de la vida histórica en sus múltiples
facetas. De allí que para comprender este proceso de desarrollo de la historia universal
debiera atenderse al desarrollo de la historia de la civilización, el cual nos permitiría
comprobar que el concepto y la consciencia universalista también fueron históricamente
variables.
Según Altamira, durante la Antigüedad, la Edad Media y la Moderna, la histo-
riografía produjo textos centrados en los aspectos exteriores de la historia según un eje
político, militar y biográfico, cuyos protagonistas eran instituciones, guerras y persona-
jes. En los siglos XVII-XVIII el panorama comenzaría a cambiar a la vez que sería más
compleja la demanda sobre la historia. Con Juan Luis Vives y Sir Francis Bacon (1561-

149
Ibíd., pp. 44-45.
150
Altamira se refería a la siguientes obras: Wilhelm ONCKEN (ed.), Allgemeine Geschichte in Einzel-
darstellungen, Berlín, 1880; Ernest LAVISSE y Alfred RAMBAUD (eds.), Histoire générale du 4e siècle à
nos jours (12 vol., 1893–1901). Cabe recordar que Rafael Altamira escribiría un Discurso Preliminar a la
reedición española de la Historia Universal dirigida por Oncken a cargo de la editorial Montaner y Si-
món, en 1917. Dicho texto, corregido y aumentado fue incluido en: Rafael ALTAMIRA, Cuestiones mo-
dernas de historia… (2ª ed.), Op.cit., pp. 11-51.

552
1626) se fortalecería una corriente que demandaba una historia política que incorporara
una historia de las costumbres; con Jacques-Benigne Bossuet, la Filosofía de la Historia
redefiniría el objeto de la Historiografía expandiéndolo de forma que abarcara la vida
entera de la humanidad vista como el desarrollo de un plan providencial. En el siglo
XVIII se universalizaría la idea de humanidad y de progreso entre los pensadores y se
pondría en clave universal incluso la historia de los países —las revoluciones inglesa y
francesa se conciben como hechas para la humanidad no sólo para los ingleses y france-
ses— y, el siglo XIX sería el de las grandes historias nacionales y universales.
Sin embargo, este recorrido no evitaría la emergencia de un problema alrededor
de qué debería estar incluido y qué no en una historia universal concebida como una
historia general de la civilización. El historiador inglés Edward Augustus Freeman
(1823-1892) habría afirmado, por ejemplo, que sólo deberían ocupar un lugar en esa
historia los pueblos que hubieran hecho una contribución útil a la humanidad, debiendo
dejarse fuera a todos aquellos que por no haberla realizado, habrían perdido el derecho a
ser integrados en ese gran relato del desarrollo humano. Pero aún si esto fuera válido,
quedaban pendientes tanto el problema de qué debiera hacerse con la historia de estos
pueblos —existiendo propuesta de que se derivara su estudio en los etnógrafos y geó-
grafos—, como de cuál debía ser el contenido preciso del concepto de civilización151.
Como podría verse con claridad, el desarrollo histórico del objeto Humanidad
para nuestra disciplina aún no había concluido. Altamira creía que si bien había aflorado
esta idea y ya tendríamos conocimientos generales suficientes “no han llegado los histo-
riadores, todavía, a concebir y encontrar, en el proceso de la historia de los diferentes
pueblos humanos, la nota que pueda reducir a unidad y que pueda elevarlos a la catego-
ría de representantes de una marcha general, de una obra general, en virtud de cuyo
concepto se pueda hablar de historia humana”152. El moderno texto histórico no habría
alcanzado aún una organicidad y un unicidad auténticas, llegándose al absurdo de que,
en la práctica, “la misma idea de civilización que impera y domina la historiografía se
opone aun cuando parezca lo contrario... a la formación de esa idea unitaria”153.
Esta paradoja se originaba en que la idea de civilización que imperaba entonces
remitía a un ideal claramente identificado con la sociedad europea. Esta idea, que ope-
raba como un supuesto, entraría en crisis cuando comenzó a estudiarse el pasado de los
pueblos asiáticos, africanos y americanos, y se produjo una verdadera avalancha de co-
nocimiento acerca de experiencias diferentes a las de la civilización europea. Por su-
puesto, la mayoría de los historiadores no supieron cómo reaccionar, cómo encajar en el

151
Altamira profundizaría estas cuestiones en su segunda y tercera conferencias en el Rice Intitute de
Houston, Texas, pronunciadas en octubre de 1912. Su versión castellana puede verse en: Rafael
ALTAMIRA, “Teoría de la civilización” y “Los procedimientos de civilización entre los pueblos”, ambos
en: Rafael ALTAMIRA, Filosofía de la Historia y Teoría de la Civilización, Madrid, Ediciones de La Lec-
tura, 1915, pp. 45-53 y 95-131.
152
IESJJA/LA, s.c., Actas manuscritas tomadas de la versión taquigráfica de la 17ª Conferencia de Rafael
Altamira en UNLP, 23-IX-1909, pp. 95-96.
153
Ibíd., p. 98.

553
molde previo estas experiencias, por lo que terminaron injertándolas en el relato como
agregados exteriores de la historia del Viejo Continente.
Este procedimiento de compromiso habría desvirtuado la posibilidad de realizar
una auténtica y rigurosa historia universal, no pudiendo evitar que se planteara un dile-
ma muy peligroso para el historiador: mantener la unidad de esa historia en base a una
idea esencialmente limitada y eurocéntrica de la Humanidad y la civilización, o propi-
ciar una nueva fragmentación del discurso histórico que condujera a la refutación de lo
humano como objeto válido de un análisis historiográfico.
Evidentemente, para poder realizar una auténtica historia universal, sería necesa-
rio reducir a unidad la visión de la obra histórica de los diferentes pueblos, a la vez que
hacer visibles sus diferentes tipos —occidental, oriental asiático, pueblos primitivos—;
integrando el principio de unidad y el de diferencia en un relato coherente.
Para Altamira, el historiador contemporáneo debería trabajar en ese sentido para
determinar si sería posible escribir, en realidad, una auténtica historia humana, más allá
del hecho de que esto pudiera ser, para muchos, deseable. Por lo pronto, el historiador
debería dedicarse a investigar, a acumular datos y conocimientos y a tratar de resolver
definitivamente el conflicto entre historia política e historia de la civilización, que aún
seguía vigente.
En efecto, según el reporte de Altamira, en una famosa encuesta realizada en la
Sorbona, se había recogido el resultado —sorprendente para muchos— de que los facto-
res políticos primaban todavía por encima de cualquier otro factor en la explicación
histórica o contemporánea de las actividades humanas. En noviembre de 1898, durante
una alocución en la Universidad, Ernest Lavisse afirmaba, sin que nadie se atreviera a
rectificarlo, que la Historiografía era el estudio de la actividad humana en todas sus ma-
nifestaciones, políticas, sociales, económicas, intelectuales, religiosas, morales, estéti-
cas. Altamira, que compartía esa definición, proponía compararla con el listado de cur-
sos, programas de licenciatura y concursos de agregación de las quince facultades
francesas, para constatar que, pese a aquella idea avanzada, la historia seguía siendo
mirada desde un punto de vista estrechamente político154.
Esta dificultad para llevar a la práctica la ampliación de la mirada histórica era
un problema intelectual europeo, como lo prueban las discusiones entre los historiado-
res alemanes partidarios de la tradicional historia política y los de la historia de la civili-
zación. Los franceses, para resolverlo, habrían tendido a crear materias especiales con
cada una de las diversas ramas de la historia humana. Sin embargo, desde la perspectiva
de Altamira, esto no habría solucionado auténticamente el problema, puesto que nadie
podría recibir una formación integral y profunda a la vez en todos y cada uno de los
aspectos de la historia. En la realidad universitaria sería imposible sustituir un enfoque

154
“¿No debería legítimamente conceder un lugar cada día más grande a la historia social, a la historia
económica, a la historia del arte; a la historia de las ideas y sobre todo a la historia de las religiones que
fuera del colegio de Francia y de la Escuela de Altos Estudios, Sección Ciencias Religiosas [no se en-
cuentra sino] en los Seminarios Católicos y en las Facultades Protestantes de Teología? (IESJJA/LA, s.c.,
Actas manuscritas tomadas de la versión taquigráfica de la 12ª Conferencia de Rafael Altamira en UNLP,
6-IX-1909, p. 45).

554
abarcativo e integrador con la suma de infinitas asignaturas especiales a las que ningún
alumno concreto podría asistir a la vez.
Ante este tipo de soluciones, Altamira se preguntaba “si no es más real y lo más
natural explicar historia tomándola en toda su integridad y por lo tanto cuando se hace
historia de la humanidad, haciéndola en todas las direcciones que la humanidad ha to-
mado en la evolución continua y orgánica que toda ella tiene”155.
Las exclusiones mutuas que mostraban los textos históricos escritos desde una u
otra perspectiva, redundarían en un empobrecimiento general de la Historiografía, por lo
que, según la óptica de Altamira, no habría otra solución que la integración del criterio
político y civilizatorio en una perspectiva totalizadora156.
La constatación del imperio de la dimensión política en la Historiografía plan-
teaba la cuestión del equilibrio de los diversos factores de la explicación, a la vez que
sembraba el interrogante acerca de la entidad del elemento económico en la historia y
del status de la explicación económica en la Historiografía.
Según Altamira, nadie discutiría seriamente por entonces, que la economía in-
fluyera en la vida social e individual; aunque si se producirían acaloradas polémicas
sobre “la influencia y la posición relativa que tiene el fenómeno económico frente a los
demás fenómenos de la vida humana”157. Según Altamira, Adam Smith y toda la co-
rriente económica del siglo XVIII —tanto francesa como británica— situaría a la Eco-
nomía en un lugar privilegiado, considerándola como una dimensión fundamental en la
vida de los pueblos y de las naciones. Si bien el siglo XVIII se habría caracterizado por
su preocupación pedagógica, la reflexión económica no habría tenido menor influencia,
siendo testimonio de ello el que tanto los pensadores de derecha como los de izquierda;
tanto los liberales, como los conservadores y los revolucionarios coincidieran en el lu-
gar fundamental que debía tener la economía en la sociedad y en la explicación históri-
ca.

155
Ibíd., p. 48.
156
Según uno de los periódicos que seguían estas conferencias, el profesor ovetense trató en extenso las
ideas del historiador Xenopol quien, según su criterio, caería en serias contradicciones: “primero sostiene
en numerosos casos que la cultura y los hechos políticos de las naciones son inseparables. Luego, que hay
hechos culturales que no trascienden a la vida política, por estar desligados de la vida de las masas (des-
cubrimientos científicos, etc.)”. Siguiendo la crónica, el redactor intentaba sintetizar lo que sin duda se
había convertido en una compleja y por momentos abtrusa disquisición, por lo menos para quienes no
formaban parte de ese público selecto y se mostraba abstraído por tan hipnóticas palabras: “Una larga y
elocuente explicación del profesor Altamira concentra por completo el interés del selecto auditorio. En
ella, aquél manifiesta el error de Xenopol al creer que hay en las obras de los hombres alguna que no se
refleja, tarde o temprano, en hechos materiales. Lo especulativo representa siempre un paso práctico en la
vida cuando tiene riqueza de expresión y de alma, cuando tiene jugo, que tarde o temprano se refleja en la
vida práctica de la humanidad, que graban, pues, la vida política. Xenopol cree, en resumen, que la unidad
de la vida es el Estado. Pueden ir aparte, según él, las faces de la vida moral, pero la vida del estado agru-
pa todos los hechos culturales con sentido orgánico. Termina el profesor Altamira entre aplausos demos-
trando la irrealidad de esas teorías. Todo está en todo, dice; todo procede del espíritu humano, que es
ilimitado, sin tabiques” (“El profesor Altamira en La Plata, su duodécima conferencia, visita a los esta-
blecimientos escolares”, en: La Nación, Buenos Aires, 7-IX-1909 —IESJJA recorte de prensa—).
157
IESJJA/LA, s.c., Actas manuscritas tomadas de la versión taquigráfica de la 12ª Conferencia de Rafael
Altamira en UNLP, 6-IX-1909, p. 4.

555
Sin embargo, la elevación del fenómeno económico a la categoría de fenómeno
determinante de la historia humana se habría dado en el siglo XIX y a principios del
siglo XX, merced a la prédica del materialismo histórico “que va vinculado con la pro-
paganda socialista” y con las teorías de Karl Heinrich Marx (1818-1883) y sus seguido-
res158.
Uno de estos discípulos, el jurista italiano Antonio Labriola (1843-1904)159 había
profundizado en la explicación económica de la historia desde una perspectiva marxista,
aseverando que esta “reemplaza la multitud de los elementos del desarrollo por uno so-
lo, del que los demás no son sino productos” y sosteniendo que “la concepción materia-
lista de la historia es la teoría unitaria” de la ciencia histórica160.
Labriola representaría la posición intelectual más radical dentro del materialismo
histórico, ya que no sería la preponderancia de la economía aquello que intentaba soste-
ner, sino su carácter de único principio explicativo válido en la Historiografía.
Estas ideas habían provocado profundos debates en la comunidad científica y
aún entre los mismos intelectuales socialistas. El problema se remitiría, en definitiva, a
la interpretación —ortodoxa o heterodoxa— de los textos de Marx, ya que sería un
hecho incontrastable que la teoría socialista había sufrido modificaciones por la inter-
vención de los mismos intelectuales socialistas.
Altamira afirmaba que, por entonces, se podía ser socialista sin aferrarse en la
afirmación extrema de la determinación económica tal como lo hacía Labriola161, tal
como podía comprobarse a través de las posiciones de varios intelectuales que adherían
doctrinal y políticamente al socialismo, pero que no abrazaban sus aspectos más deter-
ministas.
Uno de estos intelectuales sería, para el alicantino, Benedetto Croce (1866-
1952), quien habría afirmado que el materialismo histórico era un movimiento historio-
gráfico notable que tendía a renovar y a corregir el exceso filológico e ideológico que
predominaba en la interpretación histórica erudita pero que no podría tener nunca simi-
lar importancia filosófica, ya que su propuesta no pasaba de ser un llamado de atención
exagerado respecto de la importancia del substrato económico y de la lucha de clases en
la historia.

158
“Esta teoría está representada, como todo el mundo sabe, por ese gran fundador del partido socialista y
que fue su compañero, Engels, quien ya aplicó en los libros de historia y por discípulos de ambos que han
desarrollado a veces en direcciones diferentes sus ideas” (Ibíd., p. 13)
159
Antonio LABRIOLA, Del materialismo storico, Dilucidazione preliminare, Roma, E. Loescher, 1896.
La traducción francesa de 1898 posee un prefacio de Georges Sorel (1847-1922) y un apéndice con la
critica de Benedetto Croce al materialismo histórico (Antonio LABRIOLA, Essais sur la Concéption Maté-
rialiste de l’Histoire, Paris, Giard & Brière,1897).
160
IESJJA/LA, s.c., Actas manuscritas tomadas de la versión taquigráfica de la 12ª Conferencia de Rafael
Altamira en UNLP, 6-IX-1909, p. 16.
161
Ibíd., p. 19-20.

556
En conclusión, para Croce —tal como lo citaba Altamira— “un filosofo materia-
lista de la historia no haría más que renovar, agravándolos, todos los errores de la vieja
filosofía idealista y sus planes preconcebidos”162.
Otro ejemplo de autocrítica marxista sería el del intelectual francés Charles Rap-
paport, quien descartaba la existencia de un factor explicativo capaz de reducir a todos
los demás. Según reseñaba Altamira, para Rappaport los hechos históricos sólo podrían
explicarse por la acción concurrente de varios elementos combinados, lo cual converti-
ría toda explicación unilateral como la del socialismo histórico [sic] en una teoría fal-
sa163. Por último, Altamira recordaba la posición armónica del belga Emile Vandervelde
(1866-1938) quien afirmaba que la teoría de Marx sería un estudio de la vida económica
y, como tal, constituiría una teoría de aplicación independiente. En el análisis histórico
y social lo ideal sería reconocer que la economía era la causa de muchos fenómenos y el
motor de muchas revoluciones trascendentes de la vida humana, aunque no por ello de-
bía creerse que fuera el factor explicativo de todos y cada uno de los aspectos de la so-
ciedad y de sus transformaciones históricas164.
Altamira reconocía posiciones similares, por ejemplo, en el profesor español
Eduardo de Hinojosa y Naveros (1852-1919)165, argumentaba que lo económico habría
producido muchos cambios históricos, aunque otros se habrían originado en otros facto-
res e incluso —en algunos casos y períodos, como el medieval— en contra de la lógica
y los intereses puramente económicos. También el historiador rumano Alexandru D.
Xenopol (1847-1920) en su obras relativa a la metodología de la historia —resultado de
un curso en el colegio de Francia166— creía que existían hechos en los que la explica-
ción económica sería válida y perfectamente aplicable y otros en los que no, o por lo
menos, no tan claramente.
La conclusión práctica que extraía Altamira era la siguiente:
“...no se debe agrupar todos los hechos de la historia como pretendía una explicación radical, in-
transigente, cerrada, del materialismo histórico, alrededor del hecho económico; puesto que esto
sería inexacto, porque hay hechos que también influyen de una manera preponderante que son de

162
Altamira citaba textualmente el siguiente artículo del historiador italiano: Benedetto CROCE, “Ettudes
relatives a la theorie de l’histoire en Italie”, en: Revue de Synthése Historique, diciembre, 1902.
163
Las ideas de este socialista heterodoxo a las que se refería Altamira pueden consultarse en: Charles
RAPPAPORT, Le Philosophie de la Histoire como science de l’evolution, Tomo XII de la Bibliotheque de
études socialistes, París, 1903; y Charles RAPPAPORT, “Les théories des facteurs dominants dans
l’histoire”, en: Revue Socialiste, noviembre 1900.
164
Altamira utilizó el siguiente texto: Emile VANDERVELDE, “L’idealisme marxiste”, en: Revue Socialis-
te, febrero, 1904. Es útil confrontar estas opiniones con: Rafael ALTAMIRA, “El materialismo histórico”,
en: ID., Cuestiones modernas de historia...(2ª ed.), pp. 115-123.
165
Eduardo de HINOJOSA y NAVEROS, Estudios sobre la Historia del Derecho español, Madrid, Imp. del
Asilo de Huerfanos del Sagrado Corazón de Jesús, 1903.
166
Las obras de Xenopol sobre Metodología de la Historia a las que aludía Altamira eran: Alexandru D.
XENOPOL, Principies fondamentaux de l’Histoire, París, 1899; Alexandru D. XENOPOL, L’Hypothese
dans l’Histoiree, París, 1901; Alexandru D. XENOPOL, Sociologia e storia, París, 1906; Alexandru D.
XENOPOL, Theory de l’Histoire, París, 1908 (2ª Edición de Principies fondamentaux de l’Histoire).

557
otro orden distinto como ser el sentimiento... religioso, familiar... de la gloria, etc... que conduce
muchas veces a nobles asociaciones en las cuales se sacrifica sus intereses económicos.” 167

Para Altamira sería claro, incluso, que la influencia del fenómeno económico
había variado mucho según los grados de civilización y según la época, recordando que
en los pueblos contemporáneos de civilización adelantada la jerarquía de lo económico
era mucho mayor que en los otros168. Por supuesto, esta acotación no pretendía desesti-
mar la importancia que poseía objetivamente el fenómeno económico en la realidad
social, ni la que debía tener como factor explicativo en la Historiografía y, menos aún,
justificar la gran resistencia que todavía se manifestaba en algunos, para comprender el
valor propio del análisis económico.

1.2.2.- La Pedagogía de la historia.


Además de tratar en extenso los problemas de la formación del historiador, Al-
tamira analizó extensamente los problemas pedagógicos existentes alrededor de la ense-
ñanza de las asignaturas de Historia. Veremos, entonces, en este apartado, el pensa-
miento de Altamira alrededor de la articulación libro-profesor; de las estrategias
adecuadas de enseñanza y de ciertos contenidos para los planes de estudios referidos, no
ya a la formación del profesional de la historia, sino a la del ciudadano común durante
el período de sus estudios primarios y secundarios.
Es un hecho notable el que Rafael Altamira, compartiendo el horizonte intelec-
tual del siglo XIX, viviendo en una época en que la enseñanza pública superior y media
era aún privilegio de minorías y siendo partícipe de un contexto social en el que el his-
toriador —como todo otro sabio universitario— era pensado como alto investigador y
profesor a la vez, habilitara la posibilidad de una progresiva separación de los intereses
específicos del investigador y de quienes se concentrarían sólo en enseñar historia.
Por supuesto, esta escisión en la idea unitaria del historiador, se apoyaba en la
imagen que ofrecían los estratos ya institucionalizados de la pirámide del sistema edu-
cativo. Así, Altamira pensaba en una diferenciación de problemas y aplicaciones inte-
lectuales entre investigación y pedagogía de la historia, teniendo en cuenta la realidad
de un ámbito universitario minúsculo —poblado de investigadores/docentes dedicados a
la producción de conocimientos de base y a la formación superior— completamente
separado de los dos niveles más bajos del sistema.
Esos niveles inferiores —el secundario y el primario— estaban habitados, res-
pectivamente, por un personal cualificado en el conocimiento de la materia y entrenado
en las técnicas de transmisión de sus conocimientos específicos, y por educadores gene-
rales que debían enseñar historia como un aspecto más del curriculum.
Si bien en teoría y en algunos aspectos prácticos sería legítimo hablar de una in-
terrelación efectiva entre los tres estratos —cada uno se alimentaba del personal forma-

167
IESJJA/LA, s.c., Actas manuscritas tomadas de la versión taquigráfica de la 12ª Conferencia de Rafael
Altamira en UNLP, 6-IX-1909, pp. 32-33.
168
Ibíd., p. 34.

558
do en el inmediatamente superior y recibían los alumnos de su inmediatamente infe-
rior—; y si bien no podría decirse que los problemas de la metodología fueran exclusi-
vamente del investigador superior y que los de la pedagogía no lo fueran de todos los
docentes; era obvio que el énfasis en los contenidos metodológicos o pedagógicos de la
formación de los recursos humanos para el nivel superior, medio y primario, diferirían
en mucho entre sí.
Esa diferencia parecía lógica en tanto la formación de los docentes secundarios y
primarios debía seguir la pauta de su aplicación profesional y contribuir a las necesida-
des objetivas que imponía la instrucción de un público no especializado y no vocacio-
nal, sin conocimientos previos e, incluso, sin las herramientas biológicas y psicológicas
del aprendizaje plenamente desarrolladas.
La máxima responsabilidad, pensaba Altamira, siempre correspondía al nivel
superior, que debía profundizar en ambos aspectos para abastecer a los otros educadores
de conocimientos controlados y fidedignos, y de criterios metodológicos y pedagógicos
para la adecuada enseñanza histórica.
Altamira pretendía dejar en claro, entonces, la sustantividad de la problemática
pedagógica y su necesaria integración dentro del horizonte intelectual del historiador
moderno. Si bien los problemas metodológicos aludirían inevitablemente al historiador,
también lo harían los propios de la enseñanza histórica y aunque ambos poseyeran con-
tenidos y hasta reglas comunes, también tendrían reglas especiales.
En todo caso, lo primordial para una buena enseñanza de la historia sería que el
maestro y el profesor manejaran idóneamente la materia, tanto en lo que hace a conteni-
dos como a criterios metodológicos. Si esto no llegara a cumplirse, lo más probable
sería que el docente siguiera apoyándose en un libro para establecer un cuadro rígido de
la historia.
Para Altamira, la labor pedagógica era, sin duda, compleja, recordando que en
ella podían fracasar las mayores eminencias, como el propio Marcelino Menéndez Pela-
yo. Algunos profesores fracasaban por desconocimiento de la materia, pero muchos
otros lo habrían hecho —incluso sin tener clara consciencia de ello— por desconoci-
miento e inexperiencia en materia pedagógica. De allí que, según Altamira, fuera nece-
sario formar docentes primarios con una adecuada instrucción historiográfica y profeso-
res de historia con una vasta preparación pedagógica para poder atender a los problemas
específicos de la enseñanza169.

169
Altamira, durante su conferencia sobre Museos Pedagógicos en La Plata, se explayaba sobre la necesi-
dad de dignificar y formar sólidamente a los docentes. En esta conferencia, un pretexto para saludar a los
maestros, según sus palabras, el profesor ovetense afirmó la importancia estratégica de la escuela en la
sociedad moderna y la necesidad de cuidar especialmente la propia formación de los educadores, tal como
lo hacía en España la Institución libre de enseñanza —donde los profesores son doctores y especialistas y
de acuerdo al programa de reforma— y como comenzaba a hacerse en La Plata. Las políticas reformista
eran sin duda importantes para llevar a cabo reformas estructurales, pero en ningún caso la aplicación a
estas tareas debía hacer olvidar que “lo primero siempre será la persona del maestro”. Sería por ello que,
cualquier tipo de reforma debería garantizar que el docente se desarrollara y formara adecuadamente; que
adquiriese una cultura general y especial de buen nivel y que obtuviera respecto de la sociedad y el Esta-
do, consideración y apoyo económico. Para Altamira, estos factores serían indispensable para que el edu-
cador desplegara con responsabilidad y entusiasmo sus actividades de enseñanza. Ver: IESJJA/LA, s.c.,

559
En lo que hacía a la planificación de la enseñanza primaria y secundaria, Altami-
ra consideraba que, desde el punto de vista de su intención, se podía establecer una clara
diferencia entre ambos niveles, por un lado, y el superior, por otro170.
En materia de programas de estudio, Altamira dejó muy claro su perfil ginerista
declarando sin tapujos que para él el ideal pedagógico adecuado al momento histórico y
al espíritu de una enseñanza moderna era el que había conformado en España, la ILE171.
Altamira, apoyándose en esta tradición, consideraba, contra lo que pudiera supo-
nerse, que era sumamente conveniente que la educación histórica comenzara desde el
primer grado de la escuela de párvulos o aún antes. Según el profesor ovetense, el niño
tendría un vivo y natural interés —aún antes de saber hablar— por lo que ha pasado, por
el hecho narrado y eso se reflejaría en el inequívoco placer que el niño encontraba en el
relato:
“en el cuento, indica cuán íntimo es el sentido histórico y la necesidad de cultivárselo desde muy
temprano. El ayer y el hoy, la sucesión, el cambio y la unión con el pasado, son elementos pri-
mordiales en la vida de representación del niño y hay que preparar a este racionalmente desde el
principio para que llegue a descubrir las relaciones de causas y efectos. Semejante preparación es
ya una educación histórica” 172

Teniendo en cuenta la necesidad de que esta predisposición fuera desarrollada en


el niño por sus más tempranos educadores, sería conveniente preparar al niño para reci-
bir el conocimiento histórico a través de la observación. La vía observacional resultaba
imprescindible en esta etapa temprana, en tanto sería ilusorio pensar que el niño podía
adquirir un conocimiento histórico a través de la pura reflexión, no habiendo desarrolla-
do aún sus capacidades de abstracción y conceptualización. Para iniciar la educación
histórica, sería necesario tener claro el hecho de que la mente del niño no era sistemáti-
ca y que, por lo tanto, “todo sistema que se le de es una cosa impuesta y procedente de
una inteligencia abstracta de un hombre, [que] el niño no... puede recibir y no... puede
entender”173.
De allí que, en estos estadios iniciales, fuera útil “despertar la reflexión y estimu-
lar la investigación histórica”, recurriendo a ejercicios en los cuales los niños recordaran
hechos de su vida familiar, acontecimientos que hubieran presenciado o eventos de los

Notas manuscritas de Rafael Altamira para su conferencia sobre Museos Pedagógicos y formación del
profesorado, La Plata, 1909.
170
Este problema, así como la unificación ideal del nivel primario y secundario fue abordado también en:
IESJJA/LA, s.c., Notas manuscritas originales de Rafael Altamira (3 pp., una de ellas con membrete del
Grand Hotel Central de Rosario de Santa Fe) para su Conferencia en el Colegio Nacional de Rosario,
Rosario, 16-X-1909.
171
En su conferencia en Rosario sobre temas educativos, Altamira tuvo ocasión de exponer algunos de
sus pensamientos pedagógicos, enmarcando esta problemática en la evolución histórica del fenómeno
educativo entre el optimismo ilustrado típico del siglo XVIII y el pesimismo decadentista de los inicios
del siglo XX. En esta oportunidad disertó acerca del desprestigio de la receta pedagógica tradicional y la
necesidad de que se abriera paso la tendencia moderna de la “educación integral” —integradora de lo
intelectual, físico y moral— de la que mucho se hablaba pero poco se practicaba. Ibídem.
172
IESJJA/LA, s.c., Actas manuscritas tomadas de la versión taquigráfica de la 9ª Conferencia de Rafael
Altamira en UNLP, 16-VIII-1909, pp. 26-27.
173
Ibíd., pp. 31-32.

560
que hubieran oído hablar174. Esta sería la forma más redituable y prudente de ir familia-
rizando al niño con la idea de temporalidad y de sucesión cronológica, aunque no fuera
la única.
En efecto, Altamira no creía que debiera descartarse la enseñanza de la historia a
través de la introducción en el aula de una selección de objetos reales del pasado, o de
reproducciones fidedignas —planas o tridimensionales— que podían encontrarse en los
diversos museos de antigüedades y de artes. Al ser este primer período de carácter esen-
cialmente asistemático y fragmentario, resultaría imprescindible acercar la historia al
niño no sólo a través de su propia experiencia subjetiva con la temporalidad, sino tam-
bién a través de la contemplación de las expresiones tangibles del pasado.
Esto sin que, en ningún caso, se sugirieran, todavía, la existencia de relaciones
internas de hechos entre sí; sin que se pretendiera trazar, en este momento, un cuadro
general de hechos y épocas y, lo que es más importante, sin coaccionar o conducir al
niño para que él lo hiciera.
Una consecuencia beneficiosa de inaugurar la enseñanza histórica en este nivel
—por lo menos para el desarrollo posterior de la cultura histórica—, sería que la prime-
ra percepción histórica del niño tendría ya el sesgo propio de una óptica culturalista. En
efecto, en tanto en éste momento sólo podía enseñarse historia a través de la mediación
de objetos aprehensibles por los sentidos; resultaba indirectamente beneficioso para el
educando que tanto estos objetos como las láminas o fotografías que los representaban,
retrataran mayormente aspectos del arte, la religión, la sociedad, la ciencia de un pueblo
y no meros hechos políticos. De esta manera, desde temprano, podría transmitirse la
idea de que “el verdadero sujeto de la historia no es el héroe sino el pueblo entero, cuyo
trabajo de conjunto produce la civilización”175.
Altamira creía que con este mecanismo sería posible despertar, paulatinamente,
la idea de “proceso evolutivo de la cultura”; a partir de la cual el niño podría tomar
consciencia —a su debido tiempo— de que “toda nueva etapa no se verifica sino sobre
antecedentes necesarios que le sirven de base”. Este hallazgo lo llevaría, más adelante, a
la percepción de que “el progreso no se realiza en línea recta” y, finalmente, a la idea
misma de “la relatividad del concepto de civilización”176.
El fundamento de este mecanismo descansaba en la certeza de que, si se le ofre-
cían los elementos necesarios, el niño compararía instintivamente y, a partir de este con-
traste, comenzaría a constituir por si mismo y sin violencias, el cuadro general del pasa-
do y de su presente.
El primer ensayo de sistematización para constituir este cuadro podría consistir
en el trazado de una línea imaginaria que llevara del salvajismo a la cultura actual.
Aunque como aplicación práctica inicial Altamira propusiera tomar este principio para
trazar una línea temporal más breve, cuyos polos fueran la civilización griega de los
siglos IV a V AC y la civilización cristiana de los siglos XIII-XV dC.

174
Ibíd., pp. 29-30.
175
Ibíd., pp. 34-35.
176
Ibíd., p. 40.

561
La sugestión que producía este tipo de desarrollo lineal y también la idea del
contraste existente entre ambos extremos de la línea —reforzados por la contínua inter-
vención del profesor—, inducirían orden y sistema en la mente del niño.
Otro de esos instrumentos pedagógicos sería el arte. Según Altamira, en los pri-
meros grados de la escuela primaria, la representación artística se mostraba como un
recurso clave para la enseñanza histórica, en tanto resultaba un vehículo inmejorable
para transmitir al niño un conocimiento que la lectura de un libro no le podía asegurar.
En estos estadios de la educación sería el arte y no el texto el medio que, por su
misma materialidad, brindaría al alumno la posibilidad de ver y palpar la evolución de
la cultura de la humanidad y la de su pueblo. No en vano Altamira afirmaba que “el
camino más fácil para poder llegar a penetrar lo hondo del espíritu psicológico de un
pueblo es el estudio de la historia de arte, más que el estudio de otras manifestacio-
nes”177.
Por estas razones sería imprescindible acudir regularmente a los museos o sitios
artísticos en excursiones que resultarían ideales para fijar en la fantasía la idea de suce-
sión de diferentes civilizaciones. Pero la visita escolar no podía cubrir plenamente la
necesidades pedagógicas de la enseñanza histórica. De allí que propusiera enfáticamente
introducir el arte en la experiencia cotidiana del aula, a través de la constitución de mu-
seos históricos escolares en cada establecimiento.
Previendo posibles contestaciones de índole presupuestaria, Altamira se apresuró
a declarar que la idea de que el equipamiento necesario podía resultar altamente costo-
so, era falsa. El principal recurso —y el más oneroso en términos de inversión— que
precisaba una institución para desarrollar una enseñanza de excelencia era el humano.
Los recursos pedagógicos no eran demasiado gravosos y podían ser atendidos en parte
en la propia institución con la colaboración de los docentes, los alumnos y el personal
directivo178.
La formación del material para la enseñanza de la historia que debería atesorarse
en un museo escolar, debía estar sujeta a determinadas consideraciones generales. La
primera era la de tener en cuenta que este no era un material postizo —o simplemente
auxiliar— de la enseñanza, sino un instrumento pedagógico de primer orden, compuesto
por representaciones de la realidad a través de las cuales se lograba optimizar la ense-
ñanza. La segunda era atesorar vestigios auténticos del pasado antes que otro tipo de
representaciones. La tercera, era preferir objetos a pinturas, en tanto estas eran visiones
mediadas por la fantasía de un artista179. La cuarta era que el material de enseñanza de
un museo debía ser esencialmente móvil para así poder ser trasladado a las aulas. La

177
IESJJA/LA, s.c., Actas manuscritas tomadas de la versión taquigráfica de la 8ª Conferencia de Rafael
Altamira en UNLP, 12-VIII-1909, p. 33.
178
Ver: IESJJA/LA, s.c., Actas manuscritas tomadas de la versión taquigráfica de la 7ª Conferencia de
Rafael Altamira en UNLP, 9-VIII-1909.
179
Ver: IESJJA/LA, s.c., Actas manuscritas tomadas de la versión taquigráfica de la 6ª Conferencia de
Rafael Altamira en UNLP, 6-VIII-1909, pp. 81-90.

562
quinta, y última, era que debía clasificarse el material de forma científica y rigurosa,
preferentemente de forma cronológica180.
Altamira destacaba así la importancia de crear en cada centro docente un reposi-
torio de acuerdo a sus propias necesidades, evitando una superposición con los museos
generales. Por ende, para evitar esa yuxtaposición innecesaria, el museo escolar no de-
bería guardar más que materiales de directa aplicación pedagógica debidamente clasifi-
cados y organizados.
En ese sentido, Altamira proponía un esquema básico de organización del museo
escolar de historia según una serie de secciones o departamentos.
El primero, sería el de objetos reales, que organizaría en colecciones los objetos
reunidos por los alumnos y sus familias y los duplicados de colecciones de museos ge-
nerales que resultaran útiles.
El segundo, se trataría del de las supervivencias, en el que se recopilarían can-
ciones, cuentos y leyendas autóctonos que siempre sería conveniente conservar ante el
“gravísimo peligro, en naciones que se van deformando tan rápidamente y que van nu-
triéndose con elementos extranjeros”, de que estas tradiciones se terminaran perdien-
do181.
El tercer departamento del museo escolar debería ser la mapoteca, en la que se
reunirían mapas físicos e históricos y cuadros geográficos, es decir, material de uso co-
mún para las asignaturas de historia y geografía. Altamira, además de señalar la necesi-
dad de conformar una colección de mapas murales, de un atlas histórico específicamen-
te argentino y de mapas históricos sueltos para aplicar a la enseñanza, pregonó la
utilidad de incorporar mapas apizarrados como complemento de mapas mudos manua-
les en papel, para ser manipulados y rellenados por los alumnos. Para el catedrático ove-
tense, debía preferirse el uso de mapas sobre los que se pudiera trabajar en clase, a los
ya conformados, que solían tener errores, demasiadas líneas y resultaban en su mayoría,
inflexibles. El uso del mapa mudo apizarrado o manual permitiría recrear el entorno
geográfico de los hechos históricos de acuerdo a las necesidades concretas del profesor,
tal como se hacía en la enseñanza española.
El cuarto reuniría las láminas que representaban objetos, situaciones, lugares o
personajes históricos y que, por lo tanto, podían considerarse como postales de carácter
histórico. Esta sección debería reunir también, las revistas que publicaban este tipo de
materiales para satisfacer necesidades escolares, tal como ocurría en Francia con una
experiencia exitosa.
El quinto, debería conformarse por las reproducciones fidedignas y a escala de
esculturas, cuadros, objetos y documentos cuyos originales no se poseían o no se podían
obtener. En Francia, España y Alemania, comentaba Altamira, se habían realizado re-
producciones de importantes colecciones de valor artístico para las escuelas, las cuales

180
IESJJA/LA, s.c., Actas manuscritas tomadas de la versión taquigráfica de la 8ª Conferencia de Rafael
Altamira en UNLP, 12-VIII-1909, p. 33.
181
IESJJA/LA, s.c., Actas manuscritas tomadas de la versión taquigráfica de la 7ª Conferencia de Rafael
Altamira en UNLP, 9-VIII-1909, p. 8.

563
podían conseguirse a un precio no muy elevado. El inconveniente de estas colecciones
orgánicas sería, sin embargo, el de su sesgo nacional muy marcado; lo cual hacía reco-
mendable efectuar encargos selectivos en vez de adquirir los catálogos completos182.
Si bien para Altamira era preferible poseer las cosas mismas a las reproduccio-
nes, también eran preferibles las reproducciones objetivas a las representaciones imagi-
narias, jerarquizando la fotografía por encima de la pintura; la reproducción pictórica
contemporánea de objetos, sitios o hechos reales a las reproducciones posteriores; la
reproducción de objetos, sitios o situaciones reales a las diversas fantasías que ilustra-
ban hechos históricos y momentos de la vida de personajes de los que no existía ningu-
na constancia gráfica original.
Las fantasías, en su mayoría pictóricas, serían muy útiles y eficaces para ayudar
al niño a reconstruir mentalmente el hecho histórico, pero a su vez serían sumamente
peligrosas por su contenido altamente imaginativo en el que podían filtrarse fácilmente
elementos anacrónicos e irreales. De allí que, más allá de la fascinación que pudieran
producir, el profesor de historia no debería olvidar que, en el fondo, estas no serían más
que cosas falsas, que suenan a hueco: una “interpretación puramente artística, por un
hombre que se coloca de un modo muy diferente de los tiempos y que por lo tanto ja-
más, por mucho esfuerzo que haga, podrá dar con toda exactitud el ambiente a la mane-
ra de representación de los hechos en una época de que se ha ocupado”183.
En general, sería conveniente rechazar este tipo de material, pero habría excep-
ciones, como la que representaba la colección editada por A. Lehmann, Kulturgeschich-
bliche Bilder für den Schulunterricht, compuesta por láminas murales de considerable
valor pedagógico en las que se reconstruirían ambientes históricos de los siglos V a
XVIII. De todas formas, era importante que el niño pudiera adquirir esas laminas histó-
ricas y no solo usar proyecciones en el aula.
Un museo histórico escolar argentino debía atender, lógicamente, al material ne-
cesario para la enseñanza de la historia argentina, siendo imprescindible constituir una
masa de material pedagógico a partir de la reproducción del material atesorado en las

182
Altamira no dejó de presentar una relación de las colecciones de láminas y grabados aprovechables
tanto para enseñar historia como arte. En esta oportunidad mencionó, entre otras, la Colección M.
Buschmann, de Amberes, con sus láminas de personajes históricos, de historia de la arquitectura y de
indumentaria; L’Histoire de l’art en tableux de Seeman con más de dos mil grabados de historia del arte
—incluyendo arte prehistórico— y textos en inglés y francés; la colección Lübke y Lützow, Denkmäler
der Kunst, con ciento noventa y tres láminas y dos mil dibujos de arquitectura, escultura y pintura; y la
serie Ravaisson-Mollien, Réproductions des chefs d’ouvre d’art, publicada por Hachette, con una sección
específicamente editada para su utilización en museos escolares, en la decoración escolar y en las escue-
las de dibujo. Entre las colecciones con representaciones geográficas utilizables en la enseñanza de la
historia, Altamira mencionaba la colección Hölzel, Geographische Charakterbilder, publicada en 1881 en
Viena; la colección F.E. Waschsmuth, Geographische Charakterbilder editada por A. Lehmann en Leip-
zig con veintiocho láminas de vistas antiguas y modernas. A este último editor corresponderían láminas
etnográficas y arqueológicas con representaciones de vida cotidiana de diversos pueblos reunidas en Eth-
nographische Bilder Völkertypen.. También sería recomendable la colección de Otto Benndorf, Wiener
Vortegeblaetter für archeologische Uebungen, Viena, 1889-1891. En el acta tomada de la versión taqui-
gráfica se anota erróneamente como colección “Deudeorff”.
183
IESJJA/LA, s.c., Actas manuscritas tomadas de la versión taquigráfica de la 7ª Conferencia de Rafael
Altamira en UNLP, 9-VIII-1909, pp. 100-101.

564
colecciones etnográfico-prehistóricas de La Plata y Buenos Aires; de las colecciones
generales históricas del Museo Histórico de Buenos Aires; de las mapotecas del Museo
Mitre, del Ministerio de Relaciones Exteriores y de las Sociedades geográficas; de las
colecciones numismáticas del Museo Mitre, de la JHNA y del Museo de La Plata; y de
las colecciones de cuadros históricos de la Penitenciaría y de las oficinas nacionales de
Decorado Escolar.
Estas instituciones, entre otras, podían contribuir decisivamente a la formación
de esos museos escolares de historia encargando reproducciones de la documentación y
de los objetos que atesoraban, proporcionando fotografías ampliadas de cuadros, obje-
tos, mapas, estampas etc, para imprimir o proyectar184.
Altamira creía que para formar estos grupos de material se debía recurrir tanto a
instituciones oficiales como privadas. A pesar de lo estrecho del campo cultural local,
era visible en Argentina una variedad de instituciones y sociedades —algunas con sub-
venciones estatales y otras que se sostenían por el aporte de sus socios— dispuestas a
realizar aportes de este tipo. Movilizar el apoyo de estas últimas, estimaba Altamira,
serían más conveniente y redituable, ya que los organismos privados solían ser más efi-
caces y ejecutivos. Teniendo en cuenta estas características Altamira presumía que sería
“más fácil decidir a una sociedad a que haga gastos de este género, de esta naturaleza,
que arrancar una suma al Estado”185. Por otra parte, estas instituciones particulares —
integradas casi siempre por sabios especialistas y no por burócratas ministeriales— da-
ban mayores garantías técnicas para que finalmente se realizara una reproducción y di-
fusión idóneas de este tipo de materiales.
Ahora bien, estas tareas de selección, reproducción e integración de colecciones
de aplicación pedagógica podían coordinarse centralmente o no. Los términos de este
dilema planteado a la política pedagógica fue claramente expuesto por Altamira:
“[convendría] pedir al patriotismo y el interés que naturalmente han de tener para la cultura pa-
tria, todos estos museos, archivos y sociedades constituidas, pedir que cada uno de ellos difunda,
vulgarice y acrezca el caudal de los museos históricos, con la parte de material que corresponde a
sus funciones, o... convendría más tomar un punto de vista unitario y especialmente pedagógico,
no exclusivamente científico [y] constituir aquí, en la República Argentina, un museo pedagógi-
co a la manera como existen en los países europeos y muy singularmente, según el modo como
yo lo entiendo, a la manera de los museos pedagógicos españoles” 186

Altamira justificaba su recomendación del modelo español, no porque el Museo


Pedagógico de Madrid fuera per se superior a otros, sino porque su carácter de centro de
consulta e información para pedagogos y de oficina capaz de suministrar informes téc-
nicos a cualquier persona, sociedad o centro dedicado a la enseñanza. Frente a este mo-

184
IESJJA/LA, s.c., Actas manuscritas tomadas de la versión taquigráfica de la 8ª Conferencia de Rafael
Altamira en UNLP, 12-VIII-1909, pp. 11-12.
185
Ibíd., p. 11.
186
Ibíd., pp. 17-18.

565
delo, el del Museo Pedagógico de París, que era fundamentalmente una biblioteca de
consulta, aparecía como notablemente limitado187.
¿Convendría entonces la unificación o la descentralización? Altamira optó por
no pronunciarse contundentemente ya que, según él, no había acabado de formarse un
criterio, pese a lo cual era capaz de afirmar que la unificación del material en un museo
pedagógico permitiría evitar malgastar recursos, trabajo y evitar la multiplicación de
errores de clasificación188.
Ahora bien, más allá de las estrategias intuitivas y perceptivas de la enseñanza
histórica, siempre afloraría el problema de la calidad y cantidad de contenidos que debí-
an ser enseñados por el profesor, así como el de las forma más adecuadas para exponér-
selos al alumno.
Respecto de la cuestión del volumen adecuado de contenidos y de los tiempos de
la progresiva —y necesaria— revelación de las relaciones existentes entre los hechos,
Altamira pensaba que ambas decisiones debían reservarse al tacto y criterio del maestro.
Del mismo modo, la elección del momento adecuado para introducir al estudiante en el
pormenor político y encargarle sus primeras lecturas individuales, debían ser confiadas
exclusivamente al educador que conocía las características particulares y las necesida-
des de sus alumnos.

187
Altamira se refería a los Museos Pedagógicos en una conferencia dictada en La Plata el 17 de sep-
tiembre de 1909 ante más de quinientas personas “en su mayoría maestros de ambos sexos”, en los salo-
nes de Teatro Moderno. Según su disertación, los museos pedagógicos habrían nacido en Europa para
concentrar el material y la literatura pedagógica de forma de poder realizar una acción pedagógica más
eficaz, para auxiliar a la formación de los docentes y para llenar las deficiencias de las escuelas normales.
En los museos pedagógicos se conforman colecciones selectas de material, mobiliario y planos; se crean
bibliotecas especiales de índole pedagógica y se organizan oficinas de información y consejo para el
asesoramiento de los docentes. En su órbita, se organizan conferencias de metodología de enseñanza y de
utilización adecuada del material; se dictan clases especiales complementarias de las normales en Madrid;
se organizan colonias escolares de vacaciones, excursiones y juegos al aire libre. Con todo esto los mu-
seos pedagógicos se habrían ido diferenciando progresivamente de los museos escolares. Sin embargo, no
todas estas instituciones presentaban un perfil completamente definido. El Museo Pedagógico de La Pla-
ta, por ejemplo, podría caracterizarse como un museo escolar central, que asume estas tareas dada la
imposibilidad de dotar a todas las escuelas del material completo para montar un museo escolar propio.
Este Museo Pedagógico poseía una biblioteca importante y un repertorio de revistas infantiles, atendiendo
además a las necesidades propias del profesorado con su sección de estadística, con su archivo de material
y con su programa de conferencias. Sin embargo, faltarían colecciones metodológicas para el maestro y
crear una biblioteca pedagógica especial; una oficina de consejo técnico para maestros y fundadores de
centros educativos de enseñanza; una oficina para seleccionar el material, el local y los recursos pedagó-
gicos y una oficina de información internacional. Ver: IESJJA/LA, s.c., Notas manuscritas de Rafael
Altamira bajo el título “Museos pedagógicos y formación del profesorado” 4 pp., La Plata, 17-IX-1909.
En el mismo Archivo se conserva una nota de Federico della Croce en la que se remite una versión perio-
dística de la conferencia y se solicita un texto más depurado para ser publicado en la Memoria del Conse-
jo Escolar de La Plata de 1909: IESJJA/LA, s.c., Carta original manuscrita de Federico della Croce —con
membrete del Director del Museo Pedagógico de la Provincia— a Rafael Altamira, La Plata, 18-IX-1909.
Ver también: Ver: “Conferencia Altamira. Ante el personal de La Plata”, en: El republicano, La Plata, 19-
IX-1909 y “Extensión universitaria. Conferencia del señor Altamira”, en: La Prensa, Buenos Aires, 19-
IX-1909 (IESJJA/LA, s.c., Recortes de prensa).
188
IESJJA/LA, s.c., Actas manuscritas tomadas de la versión taquigráfica de la 8ª Conferencia de Rafael
Altamira en UNLP, 12-VIII-1909, p. 27.

566
Donde sí sería necesario realizar prescripciones sería en la cuestión de la selec-
ción del plan o sistema de presentación de los contenidos históricos de acuerdo a cada
uno de los cursos en que se enseñaba la historia.
Altamira trajo a colación diversas cuestiones y discusiones alrededor de la con-
veniencia de un plan geográfico o de un plan cronológico de exposición; planes que,
muchas veces, fueron denominados sin razón, como métodos históricos. Para Altamira
estaba claro que el concepto de método aludía a un sujeto y a una acción racional: “el
camino que este recorre, utilizando tales o cuales facultades suyas intelectuales y utili-
zándolas de cierta manera para averiguar la verdad”189.
En realidad, el dilema entre el enfoque geográfico o cronológico sería una cues-
tión de planificación expositiva, de disposición del objeto para obtener el resultado per-
seguido en la enseñanza. ¿Cuál sería, entonces, el mejor plan? Dilucidar esto sin tener
en cuenta las características del objeto, sería un despropósito: habría períodos de la his-
toria en que convendría aplicar el geográfico porque la escasez de datos y evidencias lo
impondrían, pero en otros momentos sería mejor aplicar el cronológico, el cual era, para
Altamira, el preferible:
“El hacer la historia en esa disposición del plan completamente geográfico es romper la unidad,
es exponerse a que el muchacho salga creyendo que todas aquellas cosas que le hemos explicado
de tal o cual pueblo, se han ido sucediendo los unos, después de los otros, en una forma cronoló-
gica” 190

Las objeciones más corrientes al sistema cronológico no solían afectar al sistema


en sí, sino a sus aplicaciones prácticas en las que se trabajaba con grandes volúmenes de
datos. Esta era una cuestión que podría aliviarse perfectamente: “La historia substancial
de un pueblo se puede reducir a ciertas cosas fundamentales que requieren muy pocos
pormenores y que no lleve el peligro de que el niño se confunda, con una porción de
fechas, nombres...”191. En todo caso, siempre sería más útil fijar un número limitado de
hechos y situaciones históricas que conviene enseñar y proceder a lo largo de los distin-
tos años de enseñanza, según un método cíclico que garantizara la paulatina ampliación
y profundización de la materia cada vez que se la dictase192.
Muchos de los abusos en la administración del plan cronológico estaban relacio-
nados con una enseñanza tradicional de la historia, de sus hechos y circunstancias, rela-
cionada con la utilización de un libro de texto oficial de la cátedra. En ese libro aparecí-
an relatados los principales acontecimientos, los principales personajes, intentándose
ofrecer una visión panorámica de la historia que se juzgaba pertinente transmitir en el
aula.

189
IESJJA/LA, s.c., Actas manuscritas tomadas de la versión taquigráfica de la 9ª Conferencia de Rafael
Altamira en UNLP, 16-VIII-1909, p. 66.
190
Ibíd., pp. 76-77.
191
Ibíd., p. 80.
192
AHUO/FRA, en cat., Caja V, Libreta de hojas de papel cuadriculado con notas manuscritas de Rafael
Altamira registrando las actividades de los seminarios correspondientes a su curso en la UNLP, VII-
IX/1909 (Anotado en cartón pegado en tapa: “Trabajos en La Plata”). Apartado: “Seminario de profeso-
res”, 2ª Reunión, 2-VIII-1909.

567
No debía extrañar, entonces, que Altamira, como introductor de nuevos criterios
y metodologías de trabajo pedagógico, se interesara por evaluar al libro de historia co-
mo recurso e instrumento en el proceso de enseñanza y aprendizaje moderno.
El uso del libro en las escuelas primarias y colegios secundarios fue discutido en
el seminario de profesores de la UNLP, en el que algunos asistentes debatieron acerca
del correcto empleo del libro en la cátedra, llegando al consenso de que era necesario
seguir empleándolo como una base, como fuente de lecturas previas o como material de
consulta, pero nunca como principal recurso pedagógico y jamás como guía de memori-
zación de datos. Altamira propuso también diversas maneras de manipular el texto en el
aula, tales como la lectura en la clase, la explicación de los grabados o la confección de
sumarios por los mismos alumnos.
Pese a esto, Altamira hizo observar a los profesores asistentes a dicho seminario
que el texto escolar siempre ofrecía al niño un contenido que necesitaba explicarse y
que, como recurso pedagógico, siempre sería imperfecto, cualquiera fuese su calidad193.
Altamira creía que pese a que el libro era un recurso necesario, debía ser uno
más entre los muchos que podía desplegar el educador. Este era un recurso que no debe-
ría desplazar ni subordinar las estrategias del aprendizaje intuitivo sino que, por el con-
trario, debía ponerse a su servicio para fijar lo aprendido y para guiar los apuntes y las
composiciones del alumno194.
Por supuesto, el texto de uso en el aula debería ser profundamente reexaminado,
siendo conveniente echar mano del empleo creativo de libros de diversa índole para así
evitar el imperio de una sola voz de autoridad.
El alumno primario podía utilizar provechosamente biografías de grandes hom-
bres que caracterizan una época, las cuales se consideraban “como una lectura asequible
para el niño y que puede servir para inducirlo al estudio de la historia”, tal como podía
comprobarse a través del examen de libros como los de Gabriel Monod y Gastón
Dhombres, de Edward Eggleston y de Jean Sosset195.

193
“El libro ideal para el niño sería el escrito por él, si pudiese. El de un hombre, un profesional, siempre
será obscuro. Hay que despedirse de la posibilidad del buen libro para los niños” (Ibíd., 4ª Reunión, 16-
VIII-1909).
194
Ibídem.
195
Ver: IESJJA/LA, s.c., Actas manuscritas tomadas de la versión taquigráfica de la 10ª Conferencia de
Rafael Altamira en UNLP, 19-VIII-1909, pp. 21-22. Altamira se refería a los siguientes libros: Jean
SAUSSET, Biographies, Bruselas, Lacroix, 1862; ID., Biografies à l’usage des écoles moyennes, Bruselas,
s.a.n.e., (104 pp.); Edward EGGLESTON, A first book in American History, with special reference to the
lives and deeds of great americans, New York, American Book Company, 1889; y Gabriel MONOD y
Gaston DHOMBRES, Récits et biographies historiques: petite histoire universelle... pour la classe de neu-
vième. Première partie, Histoire ancienne, grecque et romaine, Paris, G. Baillière, 1882 (puede consul-
tarse la edición electrónica de este texto en: http://www.gallica.bnf.fr, buscando obras de Gabriel Monod,
(8º registro): Description: VIII-120 p., Domaine: Histoire, Cote 8-G-1195, Identifiant N064816 . En el
seminario de profesores de la UNLP, Altamira recomendaba conservar en la enseñanza “el sentido dramá-
tico de la historia” y a la vez, la conveniencia pedagógica de “buscar en cada época un hombre represen-
tativo y detallar su biografía”; pero introducirlo en la enseñanza haciendo ver cómo y por qué era repre-
sentativo de su época (AHUO/FRA, en cat., Caja V, Libreta de hojas de papel cuadriculado con notas
manuscritas de Rafael Altamira registrando las actividades de los seminarios correspondientes a su curso
en la UNLP, VII-IX/1909 —Anotado en cartón pegado en tapa: “Trabajos en La Plata”—. Apartado:
“Seminario de profesores”, 2ª Reunión, 2-VIII-1909).

568
Pero más allá de la cuestión del libro unitario, un niño que estuviera desde un
principio bien dirigido en la enseñanza histórica podría gozar de la lectura de seleccio-
nes de textos escogidos que sirvieran para la formación de su sentido histórico. El tipo
de material del que podía servirse el profesor era muy vasto. En primer lugar, podrían
utilizarse secciones de obras de grandes historiadores, contemporáneos o no de los suce-
sos que ilustraba como artista196. En segundo lugar serían útiles los relatos de viajeros
por Europa y América, teniendo cuidado en su selección, por ser éste un género expues-
to al despliegue excesivo de la parcialidad. En tercer lugar sería conveniente recurrir a
extractos de documentos de suficiente fuerza expresiva197. En cuarto lugar, sería necesa-
rio emplear obras literarias que se hayan propuesto una narración histórica o que ilustra-
ran el contexto histórico, útiles en tanto que expresiones de época en las que se refleja-
rían las preocupaciones, las ideas y las luchas de su tiempo198. En quinto lugar, pese a
que no era una pauta general, algunas novelas históricas podrían revelar la naturaleza de
una época a veces mejor que los propios documentos199.

196
Altamira señalaba que podían seleccionarse extractos útiles de Estrabón, Tito Livio, e incluso del
padre Mariana para aplicarse en la enseñanza.
197
Según observaba Altamira, el profesor argentino tendría grandes dificultades para enseñar adecuada-
mente historia nacional ya que carece de literatura histórica que lo auxilie y tiene muy poco de “nuestros”
poemas, novelas históricos, cantares y dramas, material “tan necesario para formar la fantasía de la Histo-
ria que saca al hecho de la aridez del relato ordinario, cuyo esqueleto son nombres, fechas”. La República
Argentina, como nación joven con breve historia carecía de tradiciones de peso que le permitan crear o
legitimar instituciones propias, o al menos generar una sensibilidad histórica con rasgos específicos. La
ausencia de estas tradiciones determinaría la necesidad de detenerse más en la vinculación del hecho
argentino con lo de los otros pueblos, en especial, con los iberoamericanos. Sin embargo existiría un
número reducido de materiales equivalentes disponibles que serían, para la época colonial, el conjunto de
relatos de viaje, memorias, crónicas o historias de valor literario que describían acontecimientos, costum-
bres o características socioculturales. El consejo de Altamira al respecto era que los profesores de historia
debían confeccionar sus libros de lecturas históricas —según las orientaciones antes mencionadas— y
utilizar en el aula las obras literarias que posean valor como fuentes históricas. Ver: AHUO/FRA, en cat.,
Caja V, Libreta de hojas de papel cuadriculado con notas manuscritas de Rafael Altamira registrando las
actividades de los seminarios correspondientes a su curso en la UNLP, VII-IX/1909 (Anotado en cartón
pegado en tapa: “Trabajos en La Plata”). Apartado: “Seminario de profesores”, 2ª Reunión, 2-VIII-1909 y
6ª Reunión, 13-IX-1909.
198
Para el profesor ovetense, podrían utilizarse perfectamente para este cometido La Ilíada y La Odisea,
las comedias, o Platón, para la historia de Grecia y la compilación de romances franceses para conocer la
vida en la Edad Media. Ver: IESJJA/LA, s.c., Actas manuscritas tomadas de la versión taquigráfica de la
10ª Conferencia de Rafael Altamira en UNLP, 19-VIII-1909, p. 3.
199
Altamira recordaba que el célebre historiador francés Adolphe Thiers (1797-1877) consideraba que
Ivanhoe de Sir Walter Scott ilustraba perfectamente la Edad Media y permitía comprenderla mejor que
cualquier libro académico. Del mismo modo, Altamira creía que los Episodios Nacionales de Benito
Pérez Galdós podían contribuir al conocimiento de la historia de España y en ese sentido los había utili-
zado en sus lecciones de historia decimonónica a los obreros asturianos. Ver: IESJJA/LA, s.c., Actas
manuscritas tomadas de la versión taquigráfica de la 10ª Conferencia de Rafael Altamira en UNLP, 19-
VIII-1909. Altamira se refería a su conferencia de Extensión Universitaria en la Escuela de Artes y Ofi-
cios de Oviedo. Ver: Aniceto Sela y Sampil, “Extensión Universitaria, curso de 1899 a 1900. Memoria
leída en la apertura del curso de 1900 a 1901 el día 28 de octubre de 1900”, en: Anales de la Universidad
de Oviedo, Año I.- 1901 (tomo I), Oviedo, Establecimiento Tipográfico de Adolfo Brid, 1902, p. 305.

569
El fundamento de esta utilización de la literatura en la enseñanza de la historia
radicaba en su condición de catalizador de tendencias sociales, culturales e históricas y
de una particular forma de entenderla200.
Según Altamira existirían dos formas básicas de considerar la literatura. De
acuerdo a la primera forma, las obras literarias serían expresión de un sentimiento y
producto de la idea individual de sus autores siendo pertinente, entonces, clasificarla y
analizarla por su intencionalidad, contenido o temática. Podría hablarse así de literaturas
alegres y tristes; de literaturas de preocupaciones religiosas; de literaturas sociales de
tesis como la novelesca rusa; de literaturas de regeneración espiritual, como la escandi-
nava y también de literaturas patrióticas. Entre estas últimas destacaba la del movimien-
to patriótico individualista alemán de fines del Siglo XVIII y gran parte del XIX y el
italiano, un poco más tardío, pero ambos sumamente exóticos para el ambiente hispa-
no201.
La segunda forma consistiría en estimar la literatura como “expresión de un
pueblo en cuanto pinta, describe cuadros y escenas de la vida y estudia algo objetivo,
exterior”, más que como una obra estricta y puramente individual. Altamira recordaba
que a partir de las teorías de un notable historiador e intelectual francés —que ya había
tenido oportunidad de criticar— la interpretación de los productos literarios se refería
naturalmente a un contexto mayor que el puramente estético:
“Probablemente es a partir del estudio bien conocido de Hipólito Taine que se ha hecho idea
dominante de los grandes pueblos la consideración de que las obras literarias son un producto del
medio social —ó por lo menos algo que está íntimamente relacionado con él, que participa de
sus caracteres y calidades que emanan del ambiente dentro del cual se está—; a diferencia de en-
tender el fenómeno literario como una interpretación individual de un espíritu en el cual... lo que
había que admirar era la nota de originalidad, el esfuerzo, etc.” 202

Esta teoría poseía, como todas, precedentes y podía mostrar mayor o menor efi-
cacia en su aplicación “según corresponda al medio mismo en que está y según presente
de un modo más o menos cierto la sugestión general de los espíritus”. Los grandes lite-
ratos como William Shakespeare, Dante Alighieri y Miguel de Cervantes poserían notas
características de originalidad, aunque tendrían “sembrado su campo de acción de una
serie de rastros de escombros de obras literarias que, con su esplendor, las han aniquila-
do”203.

200
Esta temática fue objeto de las reflexiones de Altamira en su octava y penúltima conferencia en la
Facultad de Filosofía y Letras de la UBA del 11 de septiembre de 1909. Mucho tiempo después, Altamira
volvería sobre sus antiguos argumentos defendiendo la utilización de la Literatura como auxiliar de la
Historiografía en: Rafael ALTAMIRA, Proceso Histórico de la Historiografía Humana, Op.cit, pp. 201-
207.
201
Este movimiento patriótico-literario constituía un tipo ajeno a la experiencia peninsular dominada por
una literatura individualista “en la cual jamás ha sonado la preocupación de la patria, sino en los momen-
tos en que ella estaba en peligro” (“La literatura española juzgada por Altamira. En la F. de Filosofía y
Letras. El domingo próximo dará su conferencia de despedida. Ibsen y Grieg”, en: La Argentina, Buenos
Aires, 12-IX-1909 —IESJJA/LA, s.c., Recorte de prensa—).
202
Ibídem.
203
Estas ideas dieron lugar a una extensa polémica acerca de la originalidad: “Al fin y al cabo el recono-
cimiento de originalidad no está tanto en la producción absolutamente propia, cuanto como en la forma
particular de mirar las cosas, de expresarlas en ciertas notas singulares que es más bien de orientación y

570
Esta idea de la literatura y del arte como expresión fidedigna de determinados
valores y señas de identidad de una colectividad, era el verdadero fundamento de su
utilización como fuente del análisis histórico de la sociedad y de la época en que fue
gestada.
Incorporar en el aula este grupo de lecturas permitiría especializar lo que el libro
manual no podía, a la vez que aportar detalles y marcas particulares evitando así los
corrientes errores de generalización que se transmitían por inercia y convencionalis-
mo204.
Para Altamira, aun cuando se concluyera que era conveniente un libro de refe-
rencia para la cátedra, lo más adecuado en ese caso sería que éste fuera el resultado de
una selección de textos y no un texto lineal único. En vez de escribir un manual general
—tarea a la que, paradójicamente, se dedicara Altamira en varias oportunidades—, sería
más útil seleccionar una serie de cuadros más característicos, más vivos recurriendo al
tipo de bibliografía mencionados y a las representaciones gráficas fidedignas del pasa-
do. Para ello sería necesario rigor científico y criterios pedagógicos avanzados pero, a la
vez, sería imprescindible la posesión y ejercicio de ciertas virtudes estéticas y artísticas
para la narración histórica, siempre que el historiador “no se deje llevar de su imagina-
ción demasiado artística y deforme el pasado”205.
Ningún libro de enseñanza debería desandar el procedimiento intuitivo en los
primeros momentos de la enseñanza ni tratar de desplazar al profesor. El libro nunca
dejaría de ser en el aula un auxiliar de otros procedimientos de la explicación206.
A pesar de que, por entonces, los alumnos no estaban entrenados en el aprendi-
zaje intuitivo, Altamira creía posible un cambio en el mediano plazo si los docentes
dejaban sus costumbres pedagógicas tradicionales, no sólo en el nivel primario, sino
también en el secundario. El catedrático oventense creía que, así como era un prejuicio
la división tajante entre la problemática de la enseñanza primaria y la de la secundaria,
también lo era el suponer que el método intuitivo debía circunscribirse a la enseñanza
primaria y que el empleo de lecturas adecuadas sólo podía hacerse en la segunda ense-
ñanza. De esta concatenación de desaciertos resultaba que existiese mucho material
pensado para el secundario y poco o nada para el primario; y que el material para la
segunda enseñanza fuera pensado, generalmente, como sustituto del profesor, aun
cuando los estudiantes de este ciclo necesitaran también, del auxilio de sus explicacio-
nes.

apreciación, de revolución de puntos distintos de vista de materiales que han sido escogidos, utilizados
por el anterior. Sobre esa base nuestro Campoamor ha podido decir que en literatura cuando el robo va
seguido de asesinato es perfectamente lícito” (Ibíd.).
204
Ejemplo de esta negligencia de los textos escolares sería el tratamiento del feudalismo; un fenómeno
extendido en Europa pero en nada uniforme, pudiéndose encontrar en de cada país e incluso en cada re-
gión múltiples expresiones concretas de este ordenamiento social que habría que conocer en particular
antes de formarse una idea común y abarcadora. Ver: IESJJA/LA, s.c., Actas manuscritas tomadas de la
versión taquigráfica de la 10ª Conferencia de Rafael Altamira en UNLP, 19-VIII-1909, p. 37.
205
Ibíd., pp. 27-28.
206
Ver: IESJJA/LA, s.c., Actas manuscritas tomadas de la versión taquigráfica de la 9ª Conferencia de
Rafael Altamira en UNLP, 16-VIII-1909.

571
La recomendación de Altamira en cuanto a la perspectiva del material bibliográ-
fico a ser utilizado directamente por los estudiantes secundarios o, en su defecto, como
lecturas orientadoras para el docente, era la de apartarse por igual de los manuales ex-
clusivamente centrados en la narración de la historia política y de los textos que sólo
trataban cuestiones propias de la historia de la cultura y de la civilización.
La integración y el equilibrio ideales serían, por supuesto, lo más difícil de en-
contrar en la bibliografía de la época, exceptuando algunos trabajos de Gabriel Monod,
cuyo libro de conferencias poseía la ventaja de una exposición clara y sólida, aunque su
énfasis estuviera puesto en la historia moderna y contemporánea207.
Capítulo aparte merecería la apreciación de Altamira sobre la utilidad de otro li-
bro contemporáneo, la cual resulta interesante como reveladora del criterio sorprenden-
temente estrecho con que el viajero evaluaba las capacidades intelectuales de las muje-
res siendo que, en sobradas ocasiones, hiciera gala de un pensamiento avanzado al
respecto:
“Este libro está escrito especialmente para la enseñanza secundaria de las mujeres de Francia.
Ahora bien la enseñanza secundaria de las mujeres en Francia, tiene sobre la enseñanza secunda-
ria de los varones esta doble ventaja: primero, porque se trata de una función moderna no tiene
tradición, ha podido desprenderse de una porción de cosas que pesaban sobre las lecciones anti-
guas y que siguen pesando sobre el estado actual; y en segundo lugar, la disposición real y efec-
tiva independientemente y que por la natural inferioridad que pueden tener la mujer comparada
con el hombre en el orden intelectual, hace pensar que los libros para ella deben ser de un tono
más sencillo, más utilizable y por consiguiente más dispuesto para una digestión más fácil que
un libro para la enseñanza de los niños. Y esa es la razón que hay para que sea más aprovechable
al niño, un libro dedicado a la enseñanza de las mujeres en los que se escriben expresamente para
ellas, esos libros son de verdadera importancia y realizan el verdadero ideal.” 208

Las observaciones de Altamira, tal como en el caso ya visto de la formación del


historiador, se extendieron al aporte de una serie de consejos prácticos de aplicación
pedagógica para la enseñanza de la historia en el primer y segundo ciclo de estudios.
El primer consejo de este tipo fue el de abandonar el sistema de la disertación
magistral del profesor y de la toma de apuntes por parte de los alumnos, para dirigirse a
un esquema más flexible en la que la exposición del profesor estuviera abierta a pregun-
tas y planteos de los alumnos y que procurara la participación activa de estos en la clase.
En este sentido, Altamira propuso la adopción del diario de clase, como un instrumento
de fijación de conocimientos más eficaz que el apunte tradicional y que constituirían un
resumen que realiza el niño y que debería ser leído y criticado en clase. Un requisito

207
Altamira se refería a la siguiente obra: Gabriel MONOD y Edouard DRIAULT, Conférences d’Histoire
de la civilization. Este libro ya había sido recomendado por Altamira en Oviedo, como puede verse en el
esquema de trabajo y diario de aula de su curso de 22 lecciones sobre historia contemporánea europea
dictado en el marco del ciclo de Clases Populares, recogidos en los Anales universitarios. Ver. Rafael
Altamira, “Clases populares: Historia contemporánea de Europa”, en: Anales de la Universidad de Ovie-
do, Tomo IV, 1905-1907, Oviedo, Establecimiento Tipográfico, 1907, pp. 200-208. Gabriel Monod y
Edouard Driault (1864-1947) colaboraron en varios manuales dedicados a la enseñanza histórica en los
niveles primario y secundario.
208
IESJJA/LA, s.c., Actas manuscritas tomadas de la versión taquigráfica de la 9ª Conferencia de Rafael
Altamira en UNLP, 16-VIII-1909, pp. 106-108.

572
para que este instrumento tuviera éxito en el aula sería que el profesor no hablase dema-
siado.
El segundo consejo práctico de Altamira se relacionó con el tipo de investiga-
ción que podía darse en el marco de la enseñanza secundaria. En la segunda reunión del
seminario para docentes de la UNLP, el profesor Delfino inquirió a Altamira acerca de
la conveniencia de su práctica de encargar investigaciones a sus alumnos, fijándoles
temas y fuentes bibliográficas. Altamira contestó, entonces, que esa práctica era ade-
cuada, si bien deberían emplearse “con preferencia los libros de Historia amplios, fun-
damentales, que son los que producen mayor impresión y dejan más precipitado en el
espíritu, para sacar al niño... [del sistema] del libro-resumen; para que se acostumbre a
manejar textos; para que sepa extractar y para que compare los puntos de vista, las afir-
maciones opuestas, las dudas, etc.”. Sin embargo, Altamira previno contra un uso muy
exigente de esta modalidad, considerando que no debieran encargarse a los estudiantes
secundarios “investigaciones en archivos, pero si [la] lectura de documentos originales
de primer orden, cuando estos pueden dar más en vivo la impresión de una época o de
un momento, si están publicados”209.
En el mismo seminario, y a partir del debate que suscitó este tema, el profesor
Moreno planteó el tema de los límites existentes entre la tarea de investigar y de enseñar
historia, lo que dio la oportunidad de que Altamira se explayara sobre los fundamentos
de su recomendación de incorporar en forma limitada la investigación en el nivel secun-
dario.
En este sentido, Altamira explicó no sólo la existencia de competencias diferen-
tes entre el investigador y el pedagogo, sino que afirmó la diferencia entre el acto de
escribir e investigar acerca de la historia con sus rigurosas exigencias metodológicas y
el acto de aprender historia. El primero sería un saber específico cuyas reglas de desa-
rrollo no interesaban al niño, y que en caso alguno debían ser transmitidas en la escuela
o el colegio. El segundo podía involucrar —siempre y cuando la enseñanza fuera realis-
ta—, tareas de investigación compatibles con una estrategia de aprendizaje intuitivo en
las que el niño buscara información por sí mismo bajo la guía del profesor.
Era obvio que esta práctica difería de la del historiador, pero lo importante sería
que el alumno cubriera este nivel de exploración para poder aprender mejor historia, sin
necesidad de incorporar las reglas abstractas y las exigencias sistemáticas que serían
indispensables para los investigadores.
La cuestión sería —una vez que se aceptase en forma generalizada la convenien-
cia de una orientación pedagógica del tipo de la que proponía Altamira— fijar el grado

209
AHUO/FRA, en cat., Caja V, Libreta de hojas de papel cuadriculado con notas manuscritas de Rafael
Altamira registrando las actividades de los seminarios correspondientes a su curso en la UNLP, VII-
IX/1909 (Anotado en cartón pegado en tapa: “Trabajos en La Plata”). Apartado: “Seminario de profeso-
res”, 2ª Reunión, 2-VIII-1909. Buenos ejemplos de material documental utilizable para la enseñanza de la
historia argentina serían: la Representación de los hacendados (1809) de Mariano Moreno y las Actas del
Cabildo de mayo, entre otros. cf. Vida Moderna 340-44.

573
y profundidad de la investigación que sería pertinente exigir a los alumnos secunda-
rios210.
El tercer consejo de Altamira apuntaba a la adecuada política académica en lo
que hacía al sistema de libertad de cátedra y a la calidad de los docentes. Al respecto, el
profesor ovetense afirmaba que pretender imponer al docente reglas para que desarrolla-
ra su enseñanza no tenía sentido y sería ineficaz. El sistema educativo debía garantizar
que el docente tuviera una formación idónea en su materia y en la materia pedagógica,
adecuada a sus responsabilidades. Del mismo modo, debía procurarse que el profesor se
formara no sólo en base a la teoría pedagógica, sino en la enseñanza misma; aseguran-
do, además, que el docente fuese nombrado y promovido por sus cualidades técnicas
independientemente de sus ideas política o religiosas y que gozara de plena libertad para
fijar el programa de su materia.
Respecto del tema de la libertad de cátedra, Altamira no se limitaba a defenderla
corporativamente, sino que recomendaba compatibilizarla con la defensa de la libertad
del niño para poder formarse criterios propios sin verse arrastrado en un sentido o en
otro por su profesor. De allí la necesidad de un sistema de inspección eficaz para eva-
luar, orientar y disciplinar a los docentes y, llegado el caso extremo, exonerar del servi-
cio quien no sirviera para el oficio.
Para garantizar la idoneidad del personal y para hacer que los incentivos al per-
feccionamiento continuo funcionaran, Altamira proponía realizar contratos temporales
rescindibles para los docentes, de modo de asegurar la necesaria movilidad de este tipo
de funcionarios y evitar así los vicios propios del anquilosamiento pedagógico211.

1.3.- El estado de la investigación y la enseñanza de la historia en Argentina


Las primeras impresiones de Altamira acerca del estado de la historiografía ar-
gentina enfatizaban su inmadurez. Esta rasgo sería reconocible en el sorprendente hecho
de que sus estudiosos sólo recientemente habrían logrado apreciar la unidad histórica de
la humanidad y “los grandes grupos de hechos y movimientos de la historia nacional y
mundial”212. Este comprensible retraso relativo imponía a los historiadores argentinos
una agenda particular de ocupaciones y unas prioridades que debían ser atendidas para
hacer avanzar la disciplina en el contexto nacional y darle un perfil idóneo en el interna-
cional.
El historiador americano y el argentino, por lo tanto, tendrían un punto de mira
diferente del propio del historiador europeo, en tanto su situación ante la disciplina era
particular:
“para él, hay una parte grandísima de la historia de la humanidad que no le interesa directamente;
se encuentra además con que tiene por hacer su historia mucho más que cualquier otro pueblo,

210
Ibíd., 3ª Reunión, 9-VIII-1909.
211
Ibídem.
212
Ibíd., 2ª Reunión, 2-VIII-1909.

574
porque la misión de la historiografía es mucho más extensa y ha podido producir frutos mayores
en los pueblos que llevan muchos siglos de civilización.” 213

Teniendo en cuenta ambas situaciones, la primera línea de conducta del historia-


dor argentino, de acuerdo con el leal entender de Altamira, debería ser la de la modestia:
“reducirse al estudio de la historia de su patria y atender ante todo y sobre todo al trabajo propio
y a escribir su historia, no debe empeñarse en perder el tiempo en estudios de investigación [ge-
nerales]. Claro es que, en cuanto al estudio de caracteres generales para la formación del sentido
suyo es otra cosa; pero es sobreentendido que no debe perder tiempo en el estudio e investiga-
ciones de la historia europea, clásica, edad media, moderna y toda historia que no esté inmedia-
tamente enlazada con la suya [hasta tanto] tenga suficientemente creado y concluido el trabajo
que le pertenece, no por espíritu patriótico, sino por espíritu de deber, por su condición de ciuda-
dano argentino...” 214

Esta orientación hacia la historia nacional en la investigación podía dar paso a


una ulterior ampliación gradual de miras, siendo el siguiente escalón lógico dedicarse a
la historia de los países que hubieran tenido un contacto directo con Argentina: “Digo
pues, que debe reducirse al estudio de la historia de su patria y únicamente cuando esté
conocida, podrá permitirse el lujo de hacer el estudio de la Historia de España que tiene
una extensa relación como es sabido con la vuestra”215.
Para Altamira, debía entenderse que el objeto del historiador argentino no solo
era la historia de su país como nación independiente, sino también de los períodos ante-
riores, en especial el colonial, que era común a la historia argentina y a la española.
Para investigar su historia el historiador argentino necesitaría cumplir una serie
de tareas previas aún no completadas. La primera sería la de preparar concienzudamente
sus materiales, siendo el punto de arranque, organizar el inventario de sus fuentes pri-
marias —desperdigadas en museos, archivos y bibliotecas— según un criterio claro de
clasificación y ordenar sus fuentes secundarias, confeccionando una bibliografía de la
historia de su país, así como las listas de sus documentos impresos y las listas de otro
tipo de fuentes ya organizadas: “es preciso saber qué es lo que hay hecho hasta ahora de
historia argentina y qué documentos están al alcance de todo el mundo; si están impre-
sos; si están traducidos en caracteres que todo el mundo pueda leer y si están en condi-
ciones de una preparación técnica conveniente y por lo tanto en disposición de orientar
y permitir un trabajo técnico”. Una vez cumplido esto, con el material obtenido, se de-
bería elaborar urgentemente una bibliografía crítica capaz de orientar a los interesados
acerca del estado actual del conocimiento histórico216.

213
IESJJA/LA, s.c., Actas manuscritas tomadas de la versión taquigráfica de la 6ª Conferencia de Rafael
Altamira en UNLP, 6-VIII-1909, pp. 30-31.
214
Ibíd., pp. 31-33.
215
Ibíd., pp. 34-35. Altamira reafirmaba esto en su seminario de alumnos, donde identificaba tres áreas de
interés para el historiador americano: historia nacional, historia española e historia americana, dando el
ejemplo de la enseñanza obligatoria de la historia británica en los Estados Unidos de América. Ver:
AHUO/FRA, en cat., Caja V, Libreta de hojas de papel cuadriculado con notas manuscritas de Rafael
Altamira registrando las actividades de los seminarios correspondientes a su curso en la UNLP, VII-
IX/1909 (Anotado en cartón pegado en tapa: “Trabajos en La Plata”). Apartado: “Seminario de investiga-
ción”, 1ª Reunión, 29-VII-1909.
216
La importancia de este tipo de estudio sería de tal magnitud que Altamira consideraba que “mientras
no llegue ese trabajo, es inútil y se pierde el tiempo en generalizaciones, en trabajos sobre una pequeña

575
La segunda tarea necesaria sería la de promover la formación de un personal
técnico en una escuela de diplomática del mismo tipo de las existentes en España o
Francia; pudiéndose aprovechar el marco institucional de la Facultad de Filosofía y Le-
tras de la UBA y crear una similar en la UNLP217. Este personal técnico estaría en con-
diciones de adquirir, copiar y publicar correctamente documentos, siendo de gran utili-
dad para poner a disposición general un material que en general estaba atesorado en
archivos privados o fuera del alcance de sus potenciales interesados.
La tercera tarea imprescindible sería la de organizar sistemáticamente las fuentes
arqueológicas, siguiendo con las tareas comenzadas por el Museo de la UNLP y la Sec-
ción de Arqueología de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, a la vez que reali-
zando expediciones para reconocer nuevos sitios y recuperar el material abandonado.
Mientras se desarrollaba esta tarea, el historiador argentino, dejando de lado la
ambición de hacerlo todo, podría ir acumulando muchas monografías de carácter local,
en base a las cuales podría hacerse luego, una reconstrucción más fidedigna del cuadro
histórico nacional que fuera algo más que una fantasía218.
Según Altamira, esto podría hacerse, sin mucha dificultad en Argentina, pero pa-
ra lograrlo se necesitaría mucha flexibilidad, evitando la tentación de imponer un patrón
único en todos los lugares. El modelo español de investigaciones locales tenía su pilar
en la misma Academia de Historia —sostenida por el Estado— y en otros poderes pú-
blicos, aunque dicho modelo se articulaba sin problemas con las respectivas institucio-
nes regionales. Por lo demás, en todas las capitales de provincia y pueblos importantes
existían miembros correspondientes de la Academia y otras instituciones que, como las
comisiones de monumentos históricos y artísticos, intentaban coordinar y registrar las
tareas de los aficionados a la historia.
Este sistema había dado por resultado la elaboración de muchas monografías de
historia local española y lo podría dar también en Argentina. Para que se verificara este
proceso, sería de gran utilidad la constitución de juntas de historia provinciales y loca-
les, e imprescindible —como ya se había argumentado en general— la difusión de bue-
nos libros de metodología.
Claro que pretender que se investigara científicamente la historia argentina sin
establecer una formación específica y sólida para los historiadores en la universidad, era
sin duda quimera. Tal como Altamira afirmara en sus conferencias y en el trabajo de
seminario en la UNLP, salvando el peligro de una desviación chauvinista del patriotis-
mo y sin dejar de atender a una formación óptima en historia universal, las universida-

masa de documentación” (IESJJA/LA, s.c., Actas manuscritas tomadas de la versión taquigráfica de la 6ª


Conferencia de Rafael Altamira en UNLP, 6-VIII-1909, p. 45)
217
Altamira se refería a la Escuela Superior de Diplomática funcionó en Madrid entre 1856 y 1900, cuan-
do su estructura fue parcialmente absorbida por las secciones de Historia y Letras de la UCM. La historia
de esta institución y sus relaciones con la evolución de la disciplina en España ha sido estudiada en la
siguiente obra: Ignacio PEIRÓ MARTÍN y Gonzalo PASAMAR ALZURÍA, La Escuela Superior de Diplomáti-
ca (los archiveros en la historiografía española contemporánea, Madrid, Anabad, 1996.
218
IESJJA/LA, s.c., Actas manuscritas tomadas de la versión taquigráfica de la 6ª Conferencia de Rafael
Altamira en UNLP, 6-VIII-1909, p. 58.

576
des argentinas deberían profundizar y extender la oferta de materias americanas y argen-
tinas para conseguir una adecuada formación de sus historiadores.
Altamira analizó los planes de estudios superiores de historia encontrando que
en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA se ofrecían cursos de metodología, So-
ciología, Etnografía, Lingüística, historia europea, historia de las instituciones represen-
tativas e historia constitucional —comunes con Derecho—, historia de la Literatura,
historia crítica de las literatura argentina y americanas, historia del arte, historia de la
civilización, Gramática, etc. En la UNLP se dictaban cursos de historia universal, de
historia americana/argentina —según ordenanza del 4 de julio de1906—, de arqueología
americana, de sociología y varios cursos de historia de la literatura clásica. A partir de
este esquema, más general y universalista que propiamente argentino, Altamira re-
flexionaba sobre una situación que no dejaba de ser un tanto paradójica teniendo en
cuenta la orientación nacionalista que se quería imprimir a los estudios históricos desde
el Estado:
“Yo entiendo que es preciso, si se piensa efectivamente en la necesidad de ahondar la Historia
Nacional, de estudiarla a fondo, de ligar todos los elementos y de crear los especialistas que han
de continuar escribiendo y formándola, que es necesario especializarse y esto pide la creación de
algunas cátedras nuevas, que vendrán a nutrir todo el contingente de los que existen...” 219.

Altamira recomendó para una futura reforma desdoblar materias como Etnogra-
fía y Lingüística de la UNLP y crear una de Paleografía Americana que estudiara las
formas de escritura antiguas americanas y argentinas. Demás está decir que para ello
sería necesario formar especialistas de este género por la necesidad de escribir este capí-
tulo de la historia americana y para evitar la vergüenza de que estos trabajos fueran
hechos por los alemanes o los ingleses.
Además de estas materias sería importante crear otras, entre ellas: a) una Ar-
queología americana que estudiara su objeto en un sentido amplio; b) una Lingüística
americana, dedicada al análisis de los idiomas precolombinos y sus pervivencias actua-
les; c) una Etnografía propiamente dicha, en sentido de una “Antropología que com-
prendería la sociología descriptiva de los grupos sociales que han desaparecido o que
existen todavía en el territorio americano”; d) una cátedra de Archivología y Bibliogra-
fía para formar un personal técnico que organizará en el futuro los archivos; y e) una
Diplomática Española, en tanto —como bien lo sabría el Dr. Antonio Dellepiane (1864-
1939)— una porción considerable de documentos de la historia americana estaban escri-
tos en forma diplomática o en forma paleográfica, por lo que sería imposible leerlos sin
una preparación adecuada220.
Respecto de esta última materia, y atendiendo a la importancia de acceder a la
documentación española de la época colonial, Altamira se preguntaba si sería necesario
formar una escuela especial de Diplomática o, si por el contrario, debería establecerse
este estudio dentro de la estructura de la Facultad de Filosofía y Letras. Luego de algu-

219
IESJJA/LA, s.c., Actas manuscritas tomadas de la versión taquigráfica de la 8ª Conferencia de Rafael
Altamira en UNLP, 12-VIII-1909, pp. 55-56.
220
Ibíd., pp. 62-63.

577
nas disquisiciones, el profesor español se decantó por la segunda vía —que es la que
había seguido finalmente España desde 1900—, recomendando aplicar esta asignatura
al análisis específico del material americano y a las necesidades puntuales de los estu-
dios argentinas. En ese sentido, no sería necesario realizar estudios de paleografía gene-
ral o paleografía griega, quedando en entredicho la necesidad misma de seguir estudian-
do latín cuando la aplicación práctica inmediata del historiador argentina no
involucraría documentos ni bibliografía escritos en esa lengua.
Más allá de recomendar la creación o reforma de las mencionadas asignaturas,
Altamira aconsejó a las autoridades universitarias que no se instruyera la creación de
ninguna cátedra sin antes tener al hombre adecuado para dirigirla. Esto implicaba no
avanzar en la creación de una asignatura con la esperanza de que luego surgiera la per-
sona idónea, ya que lo más probable era que de esa forma la cátedra cayera en manos de
alguien que no pudiera ofrecer pericia o probidad.
Otro consejo interesante fue que se siguiera el ejemplo europeo más avanzado,
conformándose un programa diferenciado y optativo, para promover vocaciones cientí-
ficas en cualquier rama de los estudios históricos:
“No puede ser de ninguna manera un programa uniforme y obligatorio para cada uno de los
alumnos de la sección de historia, porque no se puede pretender que aquellos que se dedican a
estudios de historia americana hayan de ser especialistas en todas las cosas que se refieran a ella.
Hay que dejar plena libertad a la juventud, seguir el sistema alemán o francés, declarar muchas
de estas cátedras absolutamente libres para determinar de una manera espontánea la vocación
particular de cada uno de los historiadores para que puedan formarse de una manera profunda,
insistiendo en que se dé amplia libertad en la creación de estas cátedras.” 221

Las cátedras no debieran serles impuestas a los alumnos universitarios, aun


cuando debían existir ciertas restricciones en las elecciones posibles, orientándolas en
determinados sentidos de acuerdo a los intereses científicos y nacionales. El sistema
francés, por ejemplo, exigía que los alumnos que deseaban doctorarse, escogieran li-
bremente su especialidad y cursaran tres años la cátedra de su elección para adquirir una
formación intensiva en ella. Esta limitación de la libre elección era necesaria para evitar
la dispersión y para generar investigadores vocacionales con rigor científico222.
En ese sentido, si bien la oferta argentina de cátedras debía ser amplia y éstas no
deberían ser exclusiva, sino sólo preferentemente americanas223, no dejaba de ser impor-
tante dirigir a los alumnos hacia una formación especializada en lo argentino y america-
no, siendo para Altamira “una necesidad imprescindible, incluso para ahondar y llegar a
todas las consecuencias científicas y necesarias en el conocimiento de la parte histórica
americana... [el] no perder el tiempo con lo constatado con las manifestaciones científi-
cas de cada una de estas especialidades referente al resto de la historia de la humani-
dad”224.

221
Ibíd., pp. 102-103.
222
Ibíd., pp. 106-107.
223
Ibíd., p. 6.
224
Ibíd., pp. 64-65.

578
Como podemos ver detrás de este plan, Altamira intentaba equilibrar una forma-
ción tradicional con la introducción de materias técnicas que prepararan al historiador
para el ejercicio de investigación, procurando quizás una mixtura entre la tradición fran-
cesa y alemana. En todo caso, para Altamira la formación histórica universitaria debía
integrar inexcusablemente el entrenamiento teórico y práctico en la investigación.
La labor del profesor de la Universidad de Oviedo no se limitó, en este caso, al
análisis del programa y a las indicaciones acerca de las orientaciones generales de la
enseñanza. Por el contrario, en su seminario de alumnos de la UNLP, propuso a los asis-
tentes la planificación e iniciación de trabajos de investigación originales sobre historia
argentina. El objetivo, claro está, era ir reconociendo y modelando en la práctica los
criterios orientadores de esta tarea y trascender la mera enunciación de principios abs-
tractos.
Según consignaba en su diario de clase, Altamira planteó diversos temas sobre
los que él creía posible y necesario hacer un avance de investigación:
“1º) Estudio de la cuestión americana en las Cortes de Cádiz, confrontado con los escritos de la
época; 2º) Comparación de los cabildos abiertos con los consejos españoles; 3º) Anotar y compa-
rar en sus fundamentos las explicaciones del origen (psicológico) de la Revolución de mayo:
económico, religioso, político, etc. “Comenzando sólo por examinar los autores que han tratado
de esto, no los documentos.”; 4º) Resúmenes de libros, fijando su método, sus fuentes, su punto
de vista, etc.; 5º) Formación de papeletas bibliográficas; 6º) Bibliografía general de la Historia
Argentina, impresos; 7º) Cualquier otro tema que propongan los alumnos.” 225

Desde la segunda reunión de este seminario, los asistentes fueron definiendo sus
temas de investigación y así comenzó una labor de tutoría y orientación que se extende-
ría durante los meses siguientes. Las indicaciones teórico-prácticas de Altamira discu-
rrieron, en general, por la recomendación de una ampliación de la base bibliográfica y
documental; por los criterios adecuados para la elección del tema y la definición de ob-
jetivos realizables; por la recomendación de trascender la lectura ingenua de las fuentes
y la narración política tradicional. Veamos algunos ejemplos.
El Dr. Enrique del Valle Ibarlucea, profesor y alto directivo de la UNLP, que
había optado por el primer tema, expuso en clase sus trabajos preliminares sobre las
Actas de Cádiz, recomendándole Altamira la ampliación de la documentación de base
con lectura de las obras de José Cadalso (1741-1792), José María Queipo de Llano Ruiz
de Saravia, Conde de Toreno (1786-1843) y de Gaspar Melchor de Jovellanos (1744-
1811); y con la revisión de la correspondencia de los diputados americanos y de los artí-
culos de los periódicos políticos226.

225
AHUO/FRA, en cat., Caja V, Libreta de hojas de papel cuadriculado con notas manuscritas de Rafael
Altamira registrando las actividades de los seminarios correspondientes a su curso en la UNLP, VII-
IX/1909 (Anotado en cartón pegado en tapa: “Trabajos en La Plata”). Apartado: “Seminario de investiga-
ción”, 1ª Reunión, 29-VII-1909.
226
Ibíd., 2ª Reunión, 5-VIII-1909. No deja de ser curioso que el tema de las Cortes de Cádiz fuera presen-
tado por Altamira dentro de las cuestiones acerca de las cuales podía avanzarse en la investigación, sobre
todo porque quién lo había tomado para sí, el Dr. Enrique del Valle Ibarlucea, pudo presentar un avance
demasiado consistente de su investigación y un manejo bastante sólido de las fuentes disponibles casi de
inmediato. No sería de extrañar que Altamira —en un gesto diplomático minúsculo pero sugestivo—

579
La Dra. Funes, que había elegido el tema de la formación territorial de la Repú-
blica Argentina, explicó en profundidad su plan recibiendo indicaciones específicas de
ampliar la base documental exclusivamente parlamentaria que proponía, mediante la
lectura de los antecedentes españoles de división provincial y de la literatura polémica
de provincias: folletos, hojas, periódicos, para extraer de este material las razones geo-
gráficas, históricas, de sentimiento regional o personales, en que se funda la personali-
dad de cada provincia227. Sin cuestionar abiertamente su enfoque, Altamira hizo notar a
la Dra. Funes el interés primordialmente político que guiaba su planteo, indicándole que
esto debía ponerla en guardia respecto de su propio trabajo histórico. Esto sirvió para
que Altamira pudiera desplegar, una vez más, una crítica de la historia política: “no se
debe hacer servir la Historia a lo político, sino viceversa, hacer depender en gran parte
la política (sus soluciones) de la historia, en los problemas que tienen raíz pasada”228.
Por lo demás, Altamira aconsejó a la Dra. Funes que limitase el trabajo a un solo capítu-
lo de su ambicioso plan, en tanto “no puede abrazarse todo” y el historiador debería
circunscribir cuidadosamente su trabajo a un objeto y objetivo realizable229.
Otros asistentes —entre ellos el Dr. Ruiz Moreno— tomaron el tema del caudi-
llismo resaltando, según la perspectiva de Altamira, el plan de la alumna Srta. Bosque,
que optó por el estudio monográfico del caudillo de la Provincia de San Juan, Nazario
Benavides. Para el catedrático ovetense, las ventajas del estudio circunscripto no sólo
eran de extensión y factibilidad, sino también de carácter intelectual, ya que, siguiendo
en este caso, sólo “cuando se conozca monográficamente la historia de cada caudillo,
con su actuación propia, se podrá ascender a conclusiones generales sobre el caudillis-
mo”230.
Otras indicaciones generales de Altamira a partir de las inquietudes de los pre-
sentes se relacionaron con el problema de la idoneidad de las fuentes elegidas; el pro-
blema de la honorabilidad de los testigos en relación con la filiación política que media-
ba su testimonio; la dificultad que suponía el mantenimiento del secreto de archivo en
fechas modernas; la importancia que tenía consultar los trabajos escritos anteriormente
acerca de nuestro tema de investigación, además de una serie de observaciones puntua-

hubiera incluido este tema en atención a un trabajo o interés previo de este alto directivo de la UNLP, del
que hubiera tomado conocimiento, directa o indirectamente, durante su estancia platense.
227
Unas reuniones más adelante, Altamira recomendaba a la Sra. Funes un libro de Henri Pirenne (1862-
1935) sobre la formación territorial de la Bélgica. (Ibíd., 4ª Reunión, 19-VIII-1909).
228
Ibíd., 3ª Reunión, 12-VIII-1909.
229
Ibídem. El plan de la Dra. Funes no fue el único que recibió este tipo de crítica. El Sr Taborda expuso
ampliamente su plan de trabajo sobre la influencia del elemento religioso en los pueblos. Altamira lo
consideró como demasiado vasto, haciéndole observaciones sobre la necesidad de extender la bibliografía
—recomendándole, en especial, la historia de la iglesia de De la Fuente — y sobre la existencia de puntos
de vista muy diversos en ese tema en los que debería profundizar, distinguiendo claramente entre el pro-
blema de la influencia de las ideas religiosas y el de la influencia de las instituciones religiosas. Finalmen-
te, Altamira y Taborda acordaron que el trabajo que se presentaría en el seminario se centraría en el tema
del Obispado en América y Argentina. Ver: Ibíd., 4ª Reunión, 19-VIII-1909.
230
Ibíd., 3ª Reunión, 12-VIII-1909. Esta consideración fue reiterada por Altamira en la 4ª reunión y co-
rroborada en la 7ª cuando la Srta. Bosque leyó pormenorizadamente su plan de trabajo. Por lo demás,
Altamira no dejó de recomendar enfáticamente la lectura de Oligarquía y caciquismo de Joaquín Costa.

580
les relacionadas con temas de investigación específicos y la conveniencia de consultar
bibliografía española231.
Ahora bien, si Altamira no se cansaba de repetir que era necesario que durante
mucho tiempo —el que transcurriera hasta que estuviera edificada la historiografía ar-
gentina— el historiador argentino se limitara a estudiar, investigar y escribir sobre la
historia de su país232, no hacía extensiva esta recomendación a los demás niveles de la
enseñanza. De esta forma, lo que apreciaba como natural y necesario para el ambiente
científico y universitario, le parecía completamente pernicioso para el ámbito de la for-
mación primaria y secundaria. Las razones pedagógicas eran evidentes: lo que en el
nivel superior significaba una sana especialización ulterior de individuos ya formados
en historia general, trasladado a los niveles elemental y medio resultaría, lisa y llana-
mente, en una mutilación de la cultura histórica de la abrumadora mayoría de los ciuda-
danos.
Pero además de estas razones, el peligro de una formación privativa en historia
nacional, radicaba en que este monopolio podía servir para crear, en las escuelas y cole-
gios argentinos, la condición de posibilidad —esto es, el desconocimiento de la historia
de los otros pueblos— para que un patriotismo honesto y moderado se transformara en
una ideología nacionalista cerrada y agresiva.
Por entonces, era evidente que el conocimiento histórico —comúnmente consi-
derado como pilar de una educación ciudadana— era objeto de especial interés y de-
manda política por parte de los estados nacionales y de sus agentes políticos. Altamira
señalaba con preocupación que en la primera década del siglo XX, las acostumbradas
presiones institucionales o culturales sobre el historiador y el profesor de historia se
habían profundizado, haciendo más próxima la amenaza de una corrupción de los inte-
lectuales.
Altamira, consciente de la formidable inspiración que daba el ideal patriótico al
desarrollo historiográfico y del consiguiente riesgo de desborde chauvinista, señalaba a
sus colegas y alumnos argentinos tres premisas éticas que servirían a los investigadores
y pedagogos de la historia para compatibilizar la existencia de esa demanda social con
las exigencias de su profesión: a) el fundamento y fin de la tarea del historiador como
científico era la búsqueda de la verdad, por lo que “cualesquiera que sea el propósito a
que aplique los conocimientos históricos, no puede falsearlos”; b) el docente de historia

231
Altamira indicaba a dos asistentes —interesados en el estudio de los cabildos abiertos— que mejor
que en Buenos aires, este tema , tanto en sus antecedentes como en su funcionamiento, puede estudiarse
en Córdoba y otras provincias; ya que la presencia del virrey y otras instituciones de la corona “cohibían”
los mecanismos municipales aun cuando esto fuera una cosa más consuetudinaria que legal”. Del mismo
modo, recomendaba el estudio paralelo del régimen municipal español y su evolución desde el consejo al
Ayuntamiento, previniéndose contra las interpretaciones librescas acerca del municipio medieval. En el
mismo sentido, Altamira recomendaba a Victorio M. Delfino —interesado en el tema de la enfiteusis
rivadaviana— la observación de los precedentes de este sistema en los repartimientos coloniales y en la
práctica de la enfiteusis en la España del siglo XVIII, recomendando la lectura de una historia propiamen-
te territorial como la de Cárdenas y una obra de referencia sobre las formas del colectivismo agrario de
Joaquín Costa.
232
IESJJA/LA, s.c., Actas manuscritas tomadas de la versión taquigráfica de la 8ª Conferencia de Rafael
Altamira en UNLP, 12-VIII-1909, p. 96.

581
estaría atado a la misma exigencia, por lo que debería educar en la verdad; c) el patrio-
tismo —siendo un ideal legítimo que para ser fuerte no necesitaría ser intransigente ni
agresivo— podría y debería compatibilizarse con una práctica idónea de la investiga-
ción y enseñanza de la historia, abandonando cualquier pretensión de manipular el pa-
sado de acuerdo con sus objetivos políticos.
Claro que, la definición y aplicación concreta de estos principios, plantearía el
problema de cómo y dentro de qué límites podría la enseñanza histórica “servir a formar
el patriotismo”, sin desnaturalizarse en propaganda nacionalista233.
Altamira sostenía que el objetivo de la enseñanza histórica debiera ser el de pro-
curar despertar en los alumnos el sentido general humano, la idea de continuidad de la
historia universal y el sentimiento de solidaridad y tolerancia entre los hombres y los
pueblos, para prevenir la peligrosa alternativa del chauvinismo y del patrioterismo234.
Lo peligroso de una formación histórica sectaria radicaría en la influencia que
esta materia tenía sobre la posterior formación de las ideas políticas y sentimientos na-
cionalistas negativos. La persistente influencia de las primeras impresiones históricas
que se recibían en la escuela era de tal magnitud que sólo los pocos individuos que pu-
dieran profundizar posteriormente en los estudios históricos, estarían en condiciones
auténticas de desprenderse —“reflexivamente, a fuerza de trabajo personal”— de aque-
llas visiones elementales del proceso histórico. De allí que, en una sociedad moderna
fuera imprescindible no errar en la inspiración y en la forma de guiar el aprendizaje de
la historia en los primeros niveles de la enseñanza235.
Altamira recomendaba a los profesores argentinos tener suma precaución con la
tentación nacionalista a la hora de diseñar la organización de la enseñanza histórica y de
determinar el equilibrio entre los contenidos de historia nacional y de historia universal.
En este sentido, el viajero comprendía la situación particular de la República Ar-
gentina y la legitimidad de su especial interés por formar un espíritu nacional en el con-
texto de la avalancha inmigratoria cosmopolita, pero no compartía el criterio de que se
pretendiera conjurar este peligro arrinconando la enseñanza de la historia general de la
humanidad.
Las observaciones de Altamira respecto del énfasis progresivo en la función pa-
triótica de la enseñanza de la historia no podían ser más acertadas: “Hay un empeño
especial, actualmente, en fortalecer todo lo relativo al patriotismo para contrarrestar el

233
AHUO/FRA, en cat., Caja V, Libreta de hojas de papel cuadriculado con notas manuscritas de Rafael
Altamira registrando las actividades de los seminarios correspondientes a su curso en la UNLP, VII-
IX/1909 (Anotado en cartón pegado en tapa: “Trabajos en La Plata”). Apartado: “Seminario de profeso-
res”, 8ª Reunión, 27-IX-1909.
234
Ibíd., 6ª Reunión, 13-IX-1909.
235
“Todo el mundo sabe que esas primeras impresiones del muchacho que sacan de las escuelas primarias
y de la segunda enseñanza son como esas cosas abstractas profundas del espíritu humano que están siem-
pre latentes en el alma de los hombres más civilizados y que resurgen en el momento en que el está más
descuidado. Cuantas veces Vds. No habrán sorprendido este movimiento en gente que doctrinalmente son
antimilitaristas y que en un momento de agitación de su país con otro extraño y vemos que es aquella
gente que motejaban el patriotismo y aún el mismo militarismo, toman el diario con afán, para enterarse
de las noticias de la guerra” (IESJJA/LA, s.c., Actas manuscritas tomadas de la versión taquigráfica de la
9ª Conferencia de Rafael Altamira en UNLP, 16-VIII-1909, pp. 84-87).

582
peligro que ofrece la avalancha de elementos heterogéneos que representa la emigra-
ción”. Sin embargo, el profesor visitante se sintió obligado a intentar ampliar el pano-
rama de preocupaciones historiográficas de los argentinos, enmarcando esa función co-
hesiva en un contexto más amplio, tanto de inquietudes intelectuales como de valores
éticos y morales: “Hago entender que sin dañar a este punto de vista, interesa funda-
mentalmente que el alumno saque la impresión de la unidad de la Historia Humana; de
que cada pueblo no vive aislado, sino perpetuamente influido por otros y su historia
ligada con las demás...”236.
Altamira aprovechó las reuniones de su seminario de profesores de la UNLP pa-
ra hacerse una idea más ajustada de la enseñanza histórica en Argentina interrogando a
los asistentes acerca de la edad en que comenzaban los estudios del Colegio y el estado
de preparación en la materia histórica de los muchachos. En su diario de clase el profe-
sor ovetense consignaba que los jóvenes argentinos “no han estudiado en la escuela más
que historia nacional, rara vez algo de general”. También consideraba que la historia
que se enseñaba era narrativa, salvo puntuales excepciones, pareciéndole notable la au-
sencia de contenidos de la historia de España. Altamira anotó además, que las asignatu-
ras de historia se distribuían de la siguiente forma: dos cursos (1º y 2º años) de Historia
Argentina, uno de Historia Americana (3º año), uno de Historia Antigua, Moderna y
Contemporánea (4º año)237.
El motivo de estudiar historia argentina en el inicio era, según había recabado el
profesor ovetense de sus informantes locales, de orden práctico: si la historia nacional
no se ubicaba en este tramo inicial, la deserción escolar —creciente conforme se avan-
zaba en la escuela primaria y aún mayor en la enseñanza media— dejaría a los estudian-
tes sin conocimientos de historia nacional.
En otro momento, quizás abrumado por la amplia circulación del tópico dramá-
tico acerca de la necesidad de fortalecer el espíritu nacional que escuchaba a cada paso
en Argentina, Altamira se preguntaba no sin razón, si acaso no sería una ilusión de los
propios argentinos el creer que no existía en su país un sentimiento patriótico238.
En todo caso, más allá de su distanciamiento crítico respecto de la historia na-
cionalista, para Altamira, la vinculación con la problemática universalista podía reali-
zarse incluso, dentro del programa existente ligando cada hecho de la historia rioplaten-
se con la historia de España y de Europa239.
Una vez que Altamira se hubo informado pormenorizadamente de la enseñanza
histórica en Argentina elaboró un diagnóstico más ajustado acerca del plan de estudios
históricos en Argentina. Sus conclusiones, entonces, fueron bastante contundentes. En
primer lugar, consideraba que este plan era, en general, regresivo. Durante mucho tiem-

236
AHUO/FRA, en cat., Caja V, Libreta de hojas de papel cuadriculado con notas manuscritas de Rafael
Altamira registrando las actividades de los seminarios correspondientes a su curso en la UNLP, VII-
IX/1909 (Anotado en cartón pegado en tapa: “Trabajos en La Plata”). Apartado: “Seminario de profeso-
res”, 1ª Reunión, 26-VII-1909.
237
Ibídem.
238
Ibíd., 8ª Reunión, 26-VII-1909.
239
Ibíd., 1ª Reunión, 26-VII-1909.

583
po se entretendría al alumno con contenidos de historia nacional para luego darle algo
muy reducido y elemental de historia general de la humanidad. Este plan de exposición
implicaba una alteración flagrante del orden cronológico que no podía resultar más que
inconveniente, siendo que “lo lógico dentro del conocimiento histórico es que el alumno
vea la historia como ella se ha producido, eso en primer lugar y luego lo otro como una
resultante, única manera de que pueda advertir la relación en que se encuentran unos
hechos con otros...”240.
Para Altamira, la consecución del objetivo patriótico no podía justificar el sacri-
fico de este principio, porque ello implicaba aceptar la deformación intencionada de la
cadena causal, del proceso y del acontecimiento históricos, algo inaceptable desde una
perspectiva rigurosamente científica: “para tener una visión exacta de la realidad misma
es preciso verla como [lo hace] la ciencia, como ella es, como se ven los objetos, como
ellos son y no como se nos antoja”241.
En segundo lugar, Altamira llamaba la atención acerca del profundo desequili-
brio en los contenidos históricos enseñados en las aulas argentinas, notándose como era
de esperar, un notable exceso de contenidos de historia nacional.
La tendencia uniforme en los colegios nacionales era dar marcada preferencia a
la historia patria y conceder un lugar secundario en sus programas a la historia general
de la civilización. El resultado de esta práctica era que el alumno argentino no adquiría
los conocimientos necesarios de la historia general de la humanidad, notándose una in-
suficiencia en la formación de su cultura general.
El peligro de este desequilibrio —que no sólo afectaba a la enseñanza rioplaten-
se— era que la escuela y el colegio produjeran un concepto equivocado de la historia
universal, generando una visión desproporcionada del lugar del pueblo argentino tenía
en ella.
Profundizando e incluso invirtiendo el problema formulado por los educadores
argentinos, Altamira planteaba que el efecto real de la deserción secundaria ya mencio-
nado y del hecho de que muchos alumnos no completasen su enseñanza primaria, con-
sistía en que muchos estudiantes salieran de las aulas sin saber nada de historia univer-
sal y sin completar, tampoco, un estudio más profundo de historia nacional.
El tercer diagnóstico de Altamira era que ese plan regresivo que daba un lugar
excesivo a la historia nacional se complementaba con una enseñanza histórica casi ex-
clusivamente política.
Ferviente defensor de una historia de la civilización integradora de la dimensión
política, el viajero se alarmaba de este rasgo primitivo de la enseñanza histórica argenti-
na: “faltan estudios de historia propiamente de la civilización, porque sabido es que la
historia de la civilización es la verdadera historia interna del país y se refiere tanto a lo

240
IESJJA/LA, s.c., Actas manuscritas tomadas de la versión taquigráfica de la 9ª Conferencia de Rafael
Altamira en UNLP, 16-VIII-1909, pp. 8-9.
241
Ibíd., p. 9.

584
político, es decir al sistema de gobierno, instituciones, etc., como a la cultura general de
un pueblo, de sus artes, ciencias, industria, comercio, etc”242.
Altamira ponía como ejemplo del politicismo pedagógico, que en el segundo año
de historia del Colegio Nacional, sólo hubiera una lección dedicada a la civilización y
que esa fuera la última de un programa de más de cincuenta lecciones, mientras que el
resto estaba dedicado por completo a la historia política. De esta forma se vería clara-
mente que la historia de la civilización estaba injertada “como un apéndice, como una
cosa a lo que se llegará si hay tiempo”243. El mensaje implícito, por demás elocuente,
que se transmitía al muchacho sería que:
“lo que más importa, lo que tiene más valor en la vida es el conocimiento de la historia política
nacional y respecto a la historia de la civilización de los pueblos, le dice: eso no importa, lo que
importa es saber todo lo referente a las batallas y revoluciones habidas y por haber. El niño por
consiguiente forma una idea imperfecta... da[ndo] una gran importancia a los hechos políticos
sobre los demás” 244

Según Altamira, este otro desequilibrio tampoco era privativo del programa ar-
gentino, sino que era compartido por la casi totalidad de los programas y libros de histo-
ria en todo el mundo. La solución no consistiría en colocarse en el otro extremo, sino
que lo más adecuado sería romper con esta tradición de oponer lo externo y lo interno
de la historia —otra forma de llamar a lo político y lo civilizatorio—, considerando que
todo era interno y externo a la vez, reintegrando ambos registros en un texto unitario245.
A partir de este diagnóstico, Altamira proponía una acción enérgica por parte de
las instituciones educativas para rectificar estos rasgos inconvenientes de la educación
histórica:
“Lo que a mi me parece inexcusable si quiere organizarse bien la enseñanza de la historia en los
centros docentes de la República Argentina, sobre todo si se quiere que los alumnos saquen un
provecho real y efectivo de estos estudios, es que es preciso cambiar el plan radicalmente, co-
menzando por las escuelas primarias” 246

Descartando que enseñar historia nacional o universal constituyera una opción


excluyente, sino una aplicación complementaria, Altamira proponía una reforma de los
programas de los estudios históricos en la quedaran debidamente salvados tanto el obje-
tivo patriótico de procurar la cohesión nacional a través de la enseñanza histórica, como
el objetivo más amplio —tanto lógico como humanitario— de enseñar la historia gene-

242
Ibíd., pp. 12-13.
243
Aun cuando se ofrecían algunos contenidos de historia de la civilización, la carencia saliente era que
no había integración, sino yuxtaposición con lo político: “lo que no está hecho es la visión orgánica de la
dependencia y de la relación interna que hay entre los hechos que llamamos de la civilización y de la
política” (Ibíd., p. 18).
244
Ibíd., pp. 14-15.
245
Altamira asumía una autocrítica al respecto: “Yo escribí mi historia de España en la misma forma,
cometiendo un error que lamento... si hoy hubiera de escribir ese libro nuevamente, no lo haría así; estoy
profundamente convencido que es un error; y que es preciso por el contrario cambiar los términos procu-
rando establecer la relación en que se encuentra un hecho exterior de la vida política con toda la otra parte
de la vida de la humanidad” (Ibíd., pp. 91-92).
246
Ibíd., p. 19.

585
ral con aquellos criterios y fundamentos antes mencionados. Es decir, una reforma que
permitiera enseñar historia
“sin perder de vista el interés fundamental de ayudar a que se produzca el espíritu nacional de
todo el país en lugar de ser absorbido o de desaparecer al contacto de las corrientes emigratorias;
sin perder de vista la argentinización de la escuela; pero también sin colocar al muchacho en la
situación de desconocer oficialmente que haya habido historia de la humanidad en el mundo
dándole sus primeras noticias exclusivamente de la historia nacional” 247

La razón fundamental que hacían que fuera imprescindible rediseñar la enseñan-


za primaria de la historia no era otra que la misma tendencia al abandono de los estudios
una vez traspuesto el tercer ciclo del nivel elemental que parecía justificar un programa
de estudios patriótico. Veamos.
Tal como el problema estaba planteado en Argentina, la ecuación de equilibrio
entre los contenidos de historia nacional y de la historia universal —fácil de resolver en
forma abstracta— era un problema insoluble en la práctica, porque el condicionante
implacable del abandono escolar hacía imposible procurar la enseñanza de ambas espe-
cies a la vez248.
Si más temprano que tarde la mayoría del alumnado terminaría desertando, sería
imposible formarlo en la historia nacional, de acuerdo con las necesidades sociales de
Argentina; a la vez que hacerlo en el conocimiento de la historia universal, de acuerdo
con las exigencias de ordenamiento cronológico de la historia, de la lógica expositiva de
la disciplina y de un ideal humanista avanzado. De allí que en un esquema como el vi-
gente, esta tensión derivara en la encrucijada de tener que optar por jerarquizar uno u
otro orden de contenidos para colocarlo en los primeros cursos, garantizando así su en-
señanza efectiva y condenando al otro a la desaparición práctica del curriculum.
Sin adentrarse en el análisis de las causas —pedagógicas y sociales— de este fe-
nómeno y sustrayéndose de proponer soluciones de ocasión que sólo podían ser impre-
sionistas y grandilocuentes, Altamira optó por tomar como un dato de la realidad esta
deserción y recomendar la adopción de estrategias intuitivas de enseñanza-aprendizaje;
la reorganización y redimensionamiento de los contenidos históricos a enseñarse y la
definición de un objetivo para la pedagogía histórica que fuera más abarcador que el
estrecho patriotismo.
Esta reforma desde abajo debería prescindir de la tradicional diferenciación de
objetivos entre enseñanza primaria y secundaria para pensar ambos niveles como un
continuo. Como hemos visto, para Altamira, el aprendizaje efectivo de la historia se
produciría en los primeros grados de la enseñanza de una forma completamente intuiti-
va. De tal forma que, teniendo en cuenta esto, debería adoptarse una estrategia acorde a
esta orientación para que el alumno aprendiera los hechos generales de la humanidad
desde su primera infancia. El objetivo perseguido era que se adquiriese tempranamente

247
Ibíd., p. 57.
248
AHUO/FRA, en cat., Caja V, Libreta de hojas de papel cuadriculado con notas manuscritas de Rafael
Altamira registrando las actividades de los seminarios correspondientes a su curso en la UNLP, VII-
IX/1909 (Anotado en cartón pegado en tapa: “Trabajos en La Plata”). Apartado: “Seminario de profeso-
res”, 3ª Reunión 9-VIII-1909.

586
el concepto de solidaridad de los diferentes pueblos en la historia y la idea de historia
como resultado del esfuerzo humano en la cultura y en la civilización, en la obtención
del bienestar material y en el dominio de la naturaleza.
A partir de esta idea fundamental de la historia como obra común, como efecto
de la colaboración de diferentes grupos de población en el tiempo, “el niño podrá andar
en forma cíclica para llegar de una manera natural a la determinación dentro del detalle,
de lo que es su pueblo como uno de tantos factores en esa obra común”249.
Desde el punto de vista de la historia de la civilización, se podrían dictar en la
escuela primaria contenidos básicos de una historia equilibrada con temáticas universa-
les, americanas y nacionales desplegando muy pocos datos, fechas o nombres.
Lo importante —una vez definidos estos contenidos— sería articular eficazmen-
te un plan cronológico en la explicación de los procesos histórico dentro de cada curso y
un plan cíclico que abarcara los sucesivos cursos del nivel primario e incluso del secun-
dario. El primero permitiría incorporar la idea básica de la linealidad histórica, mientras
que el segundo —más espiralado que propiamente cíclico como lo designaba Altami-
ra— permitiría volver en cada curso sobre esa serie de contenidos indispensables, pro-
fundizando cada vez más sobre ellos y ampliando la perspectiva y los hechos conexos
en forma progresiva.
De esta forma se reduciría el impacto negativo que tenía el abandono temprano
de los estudios formales sobre la formación histórica, dado que —cualquiera fuese el
momento en que se consumara esa lamentable retirada— esta no dejaría lagunas insal-
vables en la formación histórica como aquellas que se producían a partir de la aplica-
ción de un plan lineal, ya fuera éste de partición cronológica progresiva, o de organiza-
ción regresiva, como el que estaba vigente en Argentina.
Por supuesto podría haber una diferencia de énfasis entre la enseñanza histórica
primaria y secundaria, de forma que enseñándose en ambas contenidos universales y
nacionales, se adjudicara a la primera una orientación más universalista y general, re-
servando a la segunda, una orientación más nacional y detallista.
Esta reforma, pensaba Altamira, permitiría disolver en Argentina las tensiones
entre la historia nacional y la universal, dejando atrás el falso y pernicioso dilema de
optar entre formar un ciudadano y formar un hombre culto250.

249
IESJJA/LA, s.c., Actas manuscritas tomadas de la versión taquigráfica de la 9ª Conferencia de Rafael
Altamira en UNLP, 16-VIII-1909, p. 23.
250
“Organizada así la enseñanza primaria, es decir, con esta reforma, no habría dificultad ninguna, puesto
que el muchacho tiene el concepto general de la historia humana o las líneas fundamentales de la historia
de la humanidad dentro de la cual el pueblo es un elemento que valdría tanto en lo presente como en lo
futuro cuando mejor colabora por la civilización, que no es de el pueblo solo, que es de la humanidad
entera y que interesa a todos. Por otra parte no habría inconveniente en que dedicase el niño sus primeros
años del colegio especialmente a la Historia de la Humanidad y de esa manera no habría peligro de que el
niño, al salir de la escuela primaria careciera del conocimiento necesario para orientarse con respecto a la
historia de la humanidad; y bastaría que la Historia Nacional se enseñara preferentemente en los Colegios
Nacionales, lo que vendría a ser un punto de apoyo por estar en cierta parte enlazada a la historia del
mundo” (Ibíd., pp. 57-62).

587
2.- Indicaciones para el cultivo de una moderna Historia del Derecho.

Esta segunda área problemática del discurso académico de Altamira en Argenti-


na se delineó alrededor de las cuestiones de la legitimidad científica y universitaria de la
Historia del Derecho como especialidad de la disciplina jurídica, involucrando las cues-
tiones de su implantación en la enseñanza superior, sus aplicaciones prácticas para el
conocimiento y el ejercicio del Derecho y un balance del estado de estos estudios en
Iberoamérica.

2.1.- El debate profesionalista y la importancia de la enseñanza de la Histo-


ria del Derecho.
Altamira inauguraba sus charlas en la Facultad de Derecho de la UBA, dando
muestras de estar al tanto de las reverberaciones locales de un debate que, lejos de estar
agotado, se hallaba todavía en ebullición en el mundo jurídico europeo y americano.
Este era el debate que enfrentaba a los partidarios de una orientación profesionalista en
los estudios del Derecho y a quienes propugnaban una formación científica y humanista
más diversificada. Lo que estaba en juego en estas discusiones era nada menos que la
definición misma de lo que debían ser las facultades de Derecho, es decir, si debían
considerarse como “simples laboratorios para crear abogados con todas las salidas que
el título puede tener, con todas las direcciones que en la vida puede tomar, o centros de
vida científica independientemente de la determinación práctica de la profesión”251.
Altamira tenía, por supuesto, una posición claramente tomada al respecto, pero
no se le escapaba que el triunfo de sus ideales académicos podía derivar en una reforma
radical de la estructura universitaria y afectar intereses políticos y académicos muy con-
cretos. La situación privilegiada del viajero, al que todos parecían reconocer una autori-
dad y un prestigio intelectual crecientes conforme se prolongaba su estancia en el Río
de la Plata, le permitió abordar estos espinosos temas sin que se le demandara un ali-
neamiento automático en las facciones académicas existentes. Sin embargo, para un
hombre de dotes diplomáticas tan marcadas como Altamira, no pasó inadvertido lo
aconsejable de exponer con suma cautela aquellas convicciones, siquiera para no perder
la adhesión ecuménica del auditorio intelectual argentino252.
Es por ello que Altamira evitó formular comparaciones directas y explícitas en-
tre España y Argentina respecto de la organización universitaria de los estudios jurídi-

251
“Recepción del Profesor Altamira” en: FDCS/UBA, Discursos académicos, t.1, Buenos Aires, Facul-
tad de Derecho y Ciencias Sociales UBA, 1911, p. 439.
252
Altamira optó, entonces, por adoptar un tono prudente para impedir que su discurso fuera considerado
como la intromisión improcedente en la organización universitaria argentina. Así pues, el catedrático
ovetense procuró que, a través de la reseña de los fundamentos de este contrapunto entre formación técni-
ca y formación científico-humanista, la opción por una educación integral y amplia del hombre de leyes
se impusiera por la lógica de los argumentos y no por la gravitación ideológica que ejercían los centros
universitarios de vanguardia en el ámbito rioplatense. Altamira mantendría este criterio en el ciclo de
conferencias de la Facultad de Filosofía y Letras, cuando expusiera con puntillosidad los diferentes mode-
los universitarios disponibles en el mundo contemporáneo, sin optar claramente por ninguno. Ver:
IESJJA/LA, s.c., Notas manuscritas de Rafael Altamira de su 6ª Conferencia la Facultad de Filosofía y
Letras de la Universidad de Buenos Aires, Buenos Aires, 21-VIII-1909.

588
cos, dejando al criterio de sus oyentes los eventuales paralelismos que desearan estable-
cer. El objetivo de esta aparente prescindencia era conjurar la posibilidad de que sus
enseñanzas fueran vistas como una mera receta susceptible de ser calcada en la UBA o
en la UNLP253.
En todo caso, más que resolver definitivamente esta cuestión, Altamira pretendía
legitimar la existencia de un área de estudios de Historia del Derecho en el interior de
las facultades de leyes, tanto si estas optaban por una formación técnica y profesionalis-
ta, como si preferían acoplarse a las tendencias más avanzadas.
Es importante resaltar que el catedrático ovetense, dejó de lado, con buen tino, la
justificación de la mirada o perspectiva histórica para el análisis del Derecho por consi-
derar que esta cuestión, así como la de la historicidad de los fenómenos y comporta-
mientos jurídicos, había sido definitivamente zanjada desde Friedrich Karl von Savigny
(1779-1861)254. El problema no consistía, en rigor, en determinar si debían existir los
estudios históricos del Derecho, sino si estos debían tener un lugar en el curriculum de
una facultad que pretendía formar abogados.

Según creía Altamira, el desarrollo de los estudios históricos en las facultades de


Derecho era útil y necesario incluso para quienes dirigieran sus inquietudes y sus activi-
dades hacia el ejercicio práctico de la profesión de abogado.
Si en general la utilidad y legitimidad de la existencia de un área rotulada como
Historia del Derecho no era discutida, era corriente que se pusiera en entredicho su ca-
bida en las facultades. Uno de los motivos aducidos para esta objeción se refería al mo-

253
“Yo bien sé que los datos que voy a ir aportando en esta conferencia tendrá un interés mucho mayor si
yo pudiese ligarlos a los problemas especiales que agitan y que, muy singularmente en años que no hace
mucho pasaron, han agitado a la Facultad de derecho de Buenos Aires, problemas de organización, pro-
blemas de programas, problemas sobre la manera de entender la enseñanza, en los cuales necesariamente
la materia de historia jurídica y la relación de ella con otros asuntos de la misma Facultad han salido a
cada paso. Sin embargo yo no podré hacer esta referencia, ni estas conexiones entre el dato referente a
España y el dato referente a vuestra Facultad, porque estimo que las cosas que se refieren al concepto y al
régimen de enseñanza, no se pueden aprender bien cuando sólo se han visto al través de los libros o al
través de las leyes. La vida de una universidad es una cosa sumamente compleja en la que entran infini-
dad de factores que es preciso observar en vivo; y yo no he vivido todavía lo bastante, aunque lo desea,
dentro de vuestra Facultad, para poder ver todo esto con exactitud y poner en contacto, frente a frente y en
referencias de realidad, las cosas españolas con las cosas argentinas. El juicio, pues, comparativo, la su-
gestión de aproximaciones o diferencias, quedará más bien para vosotros; y cada uno las podrá hacer con
propio conocimiento del asunto y con una exactitud mucho mayor que la que yo conseguiría. Claro es que
ellas saldrán a cada paso en estas explicaciones; que realmente a vosotros os ocurrirán y quizás yo mismo
las sugeriré con algunas indicaciones de pormenor que he de hacer en momentos oportunos” (“Recepción
del Profesor Altamira” en: FDCS/UBA, Discursos académicos, t.1, Buenos Aires, Facultad de Derecho y
Ciencias Sociales UBA, 1911, pp. 422-423).
254
“Considerada en si misma la Historia Jurídica una disciplina, una materia cuya utilidad no se discute.
Podría decirse, por el contrario, que a partir de Savigny... es el historicismo el carácter predominante en
los estudios jurídicos en el mundo entero; de modo que si hay algo que la caracteriza es tal vez el exceso
de sentido histórico, una reacción contra la posición puramente metafísica que los estudios jurídicos habí-
an tenido hasta la época de Savigny y a veces una negación completa de la existencia de un derecho que
salga de las puras manifestaciones históricas, reduciendo el estudio del Derecho a verdadera historia”
(AHUO/FRA, en cat., Caja VI, Acta mecanografiada de la versión taquigráfica correspondiente a la 7ª
Conferencia de Rafael Altamira en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de Bue-
nos Aires, Buenos Aires, 16-IX-1909, p. 2).

589
do de concebir dichos establecimientos como escuelas de formación profesional de abo-
gados, jueces y funcionarios administrativos, asumiendo una separación natural entre la
teoría y la práctica profesional.
Para Altamira la concepción de las facultades de Derecho como escuelas técni-
cas que cultivasen exclusivamente el lado práctico del conocimiento por encima y en
detrimento de sus aspectos teóricos, era errónea por sus presupuestos ideológicos y por
cuestiones prácticas. Si un profesional aspiraba a ejercer bien su oficio, sería perogrullo
decir que, cuanto más conociera de su objeto de estudio, cuanto más profundizara y pe-
netrara en él, tanto más dominaría su disciplina y tanto mejor podría ejercerla.
Si se entendía que la misión del abogado o del juez no se circunscribía a acatar y
aplicar las leyes vigentes tal como éstas eran diseñadas por los legisladores, sino que era
parte de su tarea evaluar e interpretar críticamente el instrumento legal; sería lógico
aceptar que la calidad de su análisis se vería sustancialmente mejorada cuantos más
elementos de juicio lograra integrar, fueran estos de carácter teórico, filosófico, históri-
co o derivados de la experiencia.
Para Altamira, el abogado y el juez eran agentes creadores y administradores de
Derecho, por lo que, cuanto más profundo y científico fuera su conocimiento del fenó-
meno jurídico mejor sería su práctica profesional, para beneficio de sus clientes, de los
ciudadanos y del sistema jurídico.
De allí que la oposición entre teoría y práctica fuera completamente irreal y de-
rivara de un razonamiento fallido y vulgar según el cual se entendía por teoría un “dis-
currir, sin base real, en el que caben todo género de fantasías y de hipótesis”, algo que
“no tiene arraigo de ningún género”; y por práctica “una cosa nacida pura y exclusiva-
mente de la experiencia, del saber empírico que resuelve con expedientes de más o me-
nos ingeniosidad las dificultades y los problemas que se presentan en la vida”255. Según
esta visión deformada y maniquea, la teoría no sólo sería un producto intelectual extra-
vagante y superfluo, sino que sería un obstáculo para el correcto desenvolvimiento del
profesional en el mundo real.
Más allá de contribuir a la idealización de una práctica profesional basada en
procedimientos rutinarios a menudo agobiantes, el mantenimiento de esta distinción
entre la teoría y la práctica significaba, para Altamira, legitimar aquellos clichés según
los cuales el abogado sería un hombre esencialmente práctico. Según este prejuicio, el
hombre de leyes sería un profesional que viviría de la pura práctica del Derecho y que,
por lo tanto, debía dejarse de teorías. La conjunción entre este tipo de pensamiento y un
medio profesional intelectualmente deprimente, individualista y “en el cual las solicita-
ciones del egoísmo tiene más fuerza que las solicitaciones del ideal”, sería altamente
peligrosa para la correcta formación de las futuras generaciones de juristas256:

255
Ibíd., pp. 7-8.
256
“El peligro mayor consiste en que, al fin y al cabo, el joven que oye todos los días repetir esto, que
sabe bien como las gastan en el mundo los hombres que se llaman prácticos, va todos los días bajando su
ideal de vida y va todos los días recalando en su espíritu un concepto de su propia misión, muy bajo; un
concepto de su misión que está muy lejos de la consideración ideal y elevada a que me he referido ante-
riormente” (Ibíd., p. 8).

590
“Nunca diremos bastante para hacer comprender que dada la altura de la misión del abogado [es-
te] necesita empapar su espíritu todo en los más altos ideales de la teoría, fundado en el conoci-
miento real de la vida, pero también iluminado por el ideal de la justicia, y nunca haremos bas-
tante, digo, sobre esto, porque la realidad de la vida, el medio ambiente en sus manifestaciones
egoístas, se encargará de tirar abajo y de destruir en gran parte esta obra. El poner la puntería
muy alta en este asunto no es errar el blanco, es todo lo contrario, acercarse a él cada día más
porque solamente mirando muy alto, muy arriba es como se puede contrarrestar el efecto depri-
mente del medio en que se vive.” 257

Para Altamira, el hombre verdaderamente práctico en Derecho no era aquel que


conocía muchas leyes y costumbres, sino aquel que tenía la habilidad artística de en-
contrar la ecuación entre el caso práctico y el principio jurídico, pudiendo aplicar y
adaptar correctamente la teoría jurídica al discurrir del mundo real.
Esa habilidad no podría desarrollarse sin conocimiento teórico adecuado y sin
una práctica efectiva. Pero si era evidente que el saber teórico del Derecho sólo podía
adquirirse en una institución superior, no parecía serlo tanto el que la adquisición de esa
práctica sólo pudiera producirse en ambientes profesionales específicos —como el bufe-
te o el tribunal— a través del ejercicio real del oficio de abogado.
El ensayo de introducir simulaciones de juicios orales, las visitas a los tribunales
y el estudio de causas antiguas conformaban una estrategia mediante la cual se preten-
dería superar la enseñanza puramente teórica. Sin embargo, pese a la generalización de
estas técnicas no se habría logrado infundir en el alumno habilidades independientes
para el ejercicio profesional258. Esto no debería extrañar a nadie, ya que la práctica del
Derecho sólo podía aprenderse en los ámbitos donde se los practicaba. De allí que todo
estudiante avanzado o todo egresado de una facultad de leyes debería realizar prácticas
en un estudio de abogados, en una notaría, en una oficina de la administración pública o
en un juzgado, para así conocer el ejercicio real del Derecho, independientemente de
cómo hubiera sido el programa de estudios de su carrera. La conclusión para Altamira
era obvia: “no basta todo ese carácter de realismo que se da a la enseñanza para sumi-
nistrar los conocimientos que necesita el alumno para salir un verdadero artista” del
derecho259.

257
Ibíd., p. 9.
258
Altamira no cuestionaba estas estrategias “realistas” en sí mismas, sino en tanto a través de ellas se
pretendía suplir la aplicación teórica o el ejercicio práctico en los ámbitos jurídicos reales, de allí que
juzgara positivamente a aquellas actividades derivadas de la observación y reflexión acerca de las rela-
ciones del derecho con las costumbres y los hechos vivos: “Conviene, pues, siempre que sea posible, ver
la realidad misma”. Este sería el verdadero fundamento de las visitas y excursiones a establecimientos
penales y tribunales; a municipios y cámaras; a ferias y mercados —para ver los contratos populares—: a
fábricas, talleres, cooperativas y campos —para apreciar las formas de trabajo y de propiedad—; a puer-
tos y casas de comercio; y a “localidades en que se vive consuetudinariamente”. Un buen ejemplo de
estas actividades de campo estaría dado por las cátedras de Aramburu y Buylla en la Universidad de
Oviedo (IESJJA/LA, s.c., Notas manuscritas de Rafael Altamira —8 hojas con membrete del Splendid
Hotel— para su 2ª Conferencia en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Córdoba, Cór-
doba, 19-X-1909, pp. 4-6)
259
AHUO/FRA, en cat., Caja VI, Acta mecanografiada de la versión taquigráfica correspondiente a la 7ª
Conferencia de Rafael Altamira en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de Bue-
nos Aires, Buenos Aires, 16-IX-1909, p. 12.

591
El especial interés de Altamira por desmontar estas dicotomías entre teoría y
práctica guardaba relación obvia con su defensa de la Historia del Derecho. Esta vehe-
mente defensa puede explicarse teniendo en cuenta que si bien esta especialidad no po-
día ser acusada, en rigor, como un saber teórico o especulativo, era por demás corriente
considerarla dentro de las materias superfluas que distraían al alumno del estudio de las
cuestiones prácticas y necesarias para el ejercicio profesional.
Altamira consideraba que la Historia del Derecho, por servir al legista en su
ejercicio profesional, era útil y necesaria para la educación universitaria del futuro abo-
gado, juez o alto funcionario de la administración. De esta manera, la justificación de su
importancia como especialidad y como perspectiva analítica auxiliar de la práctica jurí-
dica, hacía las veces de justificación eficaz de su enseñanza en el marco universitario.
Este juicio sobre la conveniencia de enseñar la Historia del Derecho pretendía
ser enfático pero no menos objetivo, de allí la obsesión de Altamira por que no se sos-
pechara la influencia de un interés mezquino o una velada complacencia intelectual en
el veredicto de quien fuera el primer catedrático en obtener por oposición el dictado de
esa asignatura en la Universidad de Oviedo260.
Las razones que Altamira expuso ante su auditorio porteño para respaldar su
opinión fueron diversas.
En primer lugar, los estudios históricos del derecho permitirían evitar cualquier
forma de idolatría de la ley basada en un concepto estático del Derecho, según el cual se
suponía la perfección del sistema legal y de las leyes vigentes. La mejor forma de com-
batir esta concepción sería el ejercicio permanente de un examen histórico; el cual per-
mitiría apuntalar la idea de que el sistema jurídico se encontraba en perpetua variación.
Por supuesto, Altamira era consciente de que muchas veces el argumento histó-
rico había caído en descrédito por la utilización que hiciera de él la escuela conservado-
ra alemana en su intento de descalificar a la escuela revolucionaria nacida de la Ilustra-
ción francesa y de las jornadas de 1789. Sin embargo, el profesor español no creía que
la crítica del historicismo reaccionario de la escuela de Savigny pudiera comprometer la
legitimidad, viabilidad y utilidad del análisis histórico del Derecho, en tanto recurso
crítico capaz de prevenir una desviación metafísica en la consideración de las leyes
humanas. La historia no necesariamente debía ser fuente de tradicionalismo y sería

260
“Yo creo que sí, y lo creo de una manera sincera a la cual he sido llevado por la meditación franca del
asunto. Todo el mundo sabe que cuando un profesor lo es de una asignatura de una manera permanente y
cuando escribe de ella es llevado a ensalzar la importancia de la mercancía que expende. [...] Yo he ido a
la convicción de que los estudios de la Historia del Derecho sirven en la facultades donde explico esta
materia, después de haberme formulado a mí propio la pregunta, con verdadera angustia de equivocarme,
he tratado de explicarme que esta materia no sirve en el sitio que la explicaba y hasta que no he adquirido
mi propia convicción de que sirve de un modo real y efectivo a la educación que se pide en esa facultad
no he estado tranquilo [...] si no hubiera llegado a esa convicción tenedlo por seguro que hubiera hecho
dimisión de mi cátedra, Podría haberme equivocado en mis razones, pero estoy seguro que he expuesto
razones de carácter científico que me han convencido a mí mismo.” (Ibíd., p. 14).

592
erróneo suponer que la mirada historiográfica sólo pudiera ser útil a un proyecto con-
servador261.
En segundo lugar, sería equivocado suponer la existencia de una discontinuidad
que aislara el Derecho actual de la línea histórica que lo vincula con el del pasado. Al-
tamira recordaba que las cuestiones actuales de Derecho que se consideraban nuevas y
palpitantes, tenían una inevitable raíz histórica que debía ser conocida adecuadamente
mediante estrategias de análisis historiográfico.
Un caso al que recurrió Altamira para ilustrar este argumento era el del socialis-
mo, si bien la profundidad temporal y el nivel de generalización que era necesario asu-
mir para aceptar este ejemplo como válido fueran, quizás, excesivos262. Otros casos, más
pertinentes, que permitirían apreciar la necesidad de incorporar una mirada con profun-
didad histórica acerca de fenómenos jurídicos presentes fueron los del carlismo español;
las tradicionales discusiones —españolas, mas no todavía argentinas, por cierto— sobre
la preferencia del Antiguo Régimen al nuevo en lo que hace a la política y al ordena-
miento social de las costumbres e ideas o, más significativa y pragmáticamente, las
cuestiones conflictivas alrededor de los límites fronterizos263.
En tercer lugar, dado que la invocación del precedente, daba fuerza al argumento
jurídico —enmarcándolo en una tradición o en un orden de cosas precedente—, siempre
sería beneficioso construirlo y exponerlo apelando a una estrategia historicista264.

261
“Todo esto es una verdad a medias y depende de cómo se ve la historia. La Historia se ve con un sen-
tido conservador a pesar de esa variación constante de los hechos cuando se inmoviliza en... un tiempo
cualquiera, es decir, cuando se coloca el sujeto en contradicción con todo lo que la teoría significa y en
eso reposa esta diferencia fundamental que hay entre la tradición y el tradicionalismo. La tradición que
está reformándose constantemente y esta recibiendo nuevos elementos que la nutren y el tradicionalismo,
como una cosa parada en un momento de la historia... quiere realizar ese milagro de detener lo que es
superior a las cosas mismas.” (Ibíd., pp. 14-15).
262
“Si hay una cosa que pueda reputarse como nueva es el socialismo, considerado como doctrina jurídi-
ca prescindiendo de su aspecto económico, en la manifestación y manera de ser actual absolutamente
característica de nuestro tiempo. Pues bien, todo el mundo sabe que la discusión y la crítica de las doctri-
nas sociales depende de la solución de una porción de problemas de carácter histórico, que no se pueden
resolver con la razón pura, sino que se debe resolver con el dato reciente histórico del hecho, empezando
por la interpretación histórica que no se puede discutir, sino en el terreno histórico y continuando con este
argumento socialista y colectivista que ha aceptado la forma de la propiedad comunal y colectiva como la
primitiva de goce de la tierra en la humanidad, destrozado únicamente por el talento de los instintos ego-
ístas de los individualistas. Si esto es verdad o no lo tiene que contestar la historia. Los investigadores, los
eruditos, etc., son los que nos pueden decir si tiene razón Kohler o lo que niegan que la propiedad comu-
nal está en la base de toda vida social y ha sido necesario destruirla por la progresión del movimiento
individualista.” (Ibíd., p. 19).
263
“todo el mundo sabe que estas cuestiones de límites se han discutido con los datos de los archivos y ha
sido necesario acudir al dato histórico, como se puede comprobar con infinidad de ejemplos, y ahí se verá
que la actualidad del momento, está ligada, absolutamente ligada, con una serie de precedentes que no se
pueden estudiar, sino por medios históricos que no se interpretan sino por el que tiene la ciencia y la for-
mación histórica en el espíritu” (Ibídem).
264
Altamira aportaba varios ejemplos. Las Cortes de Cádiz, al sancionar un nuevo orden monárquico
constitucional en reemplazo del absolutismo borbónico habrían buscado un precedente histórico que legi-
timara esa innovación, encontrándolo en las Cortes Medievales Españolas. En esos mismos días, cuando
la camarilla de radicales españoles que rodeaba a José Bonaparte —“con la aspiración honrada en muchos
de ellos de reformar el país con la ayuda del elemento nuevo, ya que el elemento viejo se resistía a el”,
acotaba Altamira— , trató de suprimir el Tribunal del Santo Oficio, Juan Antonio Llorente (1756-1823)
historiador de la Inquisición, escribió una memoria para probar que siempre había existido en España una

593
En cuarto lugar, según Altamira, la originalidad de la política o del espíritu jurí-
dico de un pueblo reposaba en su historia, por lo que la mirada historiográfica era la
única que podía esclarecer estos asuntos a través de la determinación de la experiencia
pasada y de la evolución de los anteriores regímenes, legislaciones y costumbres. Sería
de esta capacidad de generar una identidad —y una consciencia de ella—, de la cual se
derivaría la utilidad práctica de la Historia del Derecho y su justificación:
“la situación más angustiosa y grave en que un país pueda encontrarse es la de aspirar a formarse
una idea de cómo es el mismo, sin darse perfecta cuenta de cómo es efectivamente... sólo cuando
se haya dado cuenta, cuando sepa en qué es él verdaderamente original y característico, es cuan-
do podrá aspirar a formar, a moldear el espíritu de la generación de mañana en aquello que sólo
aparece como genuinamente suyo” 265

Esa consciencia nacional no se podría adquirir acabadamente sin el aporte de la


Historia del Derecho. De allí que Altamira no dejara de recomendar a los hombres de
leyes argentinos que estudiaran la historia jurídica de su país, para así formar su espíritu
y contribuir a realizar “la obra más patriótica que pueda hacerse”266.
En quinto y último lugar, la Historia del Derecho actuaría como disciplina men-
tal idónea para generar en el hombre que luego va a “realizar artísticamente el derecho”
un pensamiento crítico sobre las leyes e instituciones pasadas. La investigación histórica
del Derecho permitiría ejercitar el necesario rigor interpretativo y la prudencia de no
pronunciarse sobre asunto alguno sin disponer de gran número de datos y documen-
tos267.
Por supuesto, Altamira no dejaba de considerar que el aprendizaje histórico de
un abogado debía tener un matiz propio respecto del estudio intensivo del especialista,
aunque la aplicación al esta materia debería ser suficientemente profunda como para
brindar una base a partir de la cual “resolver dificultades que emanan de los caracteres
del hecho jurídico y de esa necesidad de interpretar y de aplicar un rigor lógico en el
asunto que tiene a su conocimiento”268.
Ahora bien, la introducción de la Historia del Derecho en el curriculum universi-
tario no resolvería otro tipo de dilemas. ¿Debía cristalizarse en una asignatura especial o
debería impregnarse de contenido histórico todas las materias? ¿Debía esta signatura
formar parte del programa de materias obligatorias?
La existencia de una materia de Historia del Derecho separada que excluyera la
mirada histórica en las demás materias tendría la ventaja coyuntural de “llamar la aten-

corriente contraria a la existencia de esta institución, buscando para la reforma un precedente en el mismo
espíritu hispano. Los mismos revolucionarios franceses que decían hablar en nombre de la razón, toma-
ban ejemplos de las repúblicas griegas y romana y a veces remedaban sus experiencias políticas e institu-
cionales. Ver: Ibíd., pp. 23-24.
265
Ibíd., p. 26.
266
Ibíd., p. 26.
267
Según Altamira, estas habilidades y virtudes serían las mismas que ejercían abogados y jueces en su
práctica cotidiana (Ibíd., p. 27). Si bien en Historiografía esta cuestión era capital pero no acuciante, en el
terreno jurídico aplicado podía llegar a ser dramático porque de la administración de las leyes dependía y
la correcta aplicación de los procedimientos dependía la vida de los ciudadanos.
268
Ibíd., p. 28.

594
ción especialmente sobre el asunto” y en tal sentido, sería para Altamira un recurso pe-
dagógico eficaz ya que “cuando se quiere que la gente se fije en una cosa, es preciso
realzarla, abultarla”. Fuera del instrumentalismo de esta razón, una materia de Historia
del Derecho permitiría al estudiante una apreciación sistemática de la relación histórica
de las diferentes instituciones que no podría apreciarse satisfactoriamente si se estudiara
la historia particular de cada una de ellas en la asignatura correspondiente.
El criterio opuesto, según el cual sería conveniente no fundar una asignatura es-
pecial, lejos de atentar contra una mirada histórica, llegaba a hipertrofiarla. Este criterio,
defendido entre otros por los savignanos y los jurisconsultos de la escuela positivista
italiana, implicaba en la práctica la substitución del estudio histórico del Derecho en
cátedras separadas o especiales, para instaurarlo extensivamente como perspectiva ana-
lítica en cada una de las cátedras y como orientación general de todo estudio jurídico 269.
Altamira, era partidario de soluciones más conciliadoras aceptando que la disci-
plina existiera como algo separado de la dogmática jurídica y que esto se expresara en el
plan de estudios. Indudablemente, el profesor ovetense concedía que la dogmática era lo
inmediatamente importante para la formación profesional, pero no consideraba que esto
fuera excluyente de una preparación fundamental en Historia del Derecho, igualmente
necesaria para la interpretación efectiva de la ley.
Otra razón valedera para enseñar Historia del Derecho en las facultades específi-
cas bajo la estructura de una asignatura especial, era la necesidad de crear especialistas
en el área que luego tomaran la responsabilidad de investigar y enseñar esa materia. El
razonamiento de Altamira discurría de la siguiente forma: por un lado, si se consideraba
indispensable iniciar al estudiante y futuro hombre de leyes en el conocimiento de la
evolución histórica del Derecho, debería admitirse la necesidad de producir historiado-
res del Derecho idóneos.
Teniendo en cuenta ambas premisas, Altamira consideraba que el ámbito intelec-
tual natural para formar adecuadamente historiadores del Derecho era el de la propia
facultad de leyes, aunque ello introdujera nuevos dilemas.
Por supuesto, Altamira no desconocía que las necesidades formativas de un abo-
gado y de un historiador no eran las mismas y que, la coexistencia de dos líneas peda-
gógicas en el ámbito de la misma unidad académica podía producir una tensión entre la
necesidad de brindar una formación histórico-jurídica general y la de formar auténticos
especialistas.
Pese a atender la validez parcial del argumento de que no sería justo obligar al
futuro profesional a aplicarse en un estudio intensivo de nada que no contribuyera direc-
tamente a su formación práctica, el catedrático ovetense consideraba que no había por
que suprimir a priori la posibilidad de que entre los mismos estudiantes se produjeran,

269
Los diversos defensores de este historicismo radical tendrían un denominador común según Altamira:
“todos entienden que el momento apropiado del estudio histórico del derecho es el mismo en que se estu-
dia su estado actual o sea, el derecho vigente o positivo, para no romper la interna unidad de la vida jurí-
dica, desde su comienzo al instante actual” (“Recepción del Profesor Altamira” en: FDCS/UBA, Discur-
sos académicos, t.1, Op.cit., p. 435).

595
también, vocaciones científicas por el cultivo de la Historia del Derecho. Con lo que, si
estas se manifestaban naturalmente, debería abrírseles camino, aunque sin estorbar al
resto de los alumnos y sin que ello implicara una promoción de la vocación historiográ-
fica por parte de la Facultad de Derecho270.
¿Cómo resolver esta cuestión con el equilibrio necesario? Disponer la optativi-
dad de tal asignatura no parecía una solución idónea, ya que existía una “resistencia en
la masa escolar” hacia dicha materia fruto de la difusión de la idea —nada inocente—
de que ésta no serviría absolutamente para nada. La mera liberalización de su curso en
la licenciatura tendría por resultado que la asignatura quedara virtualmente desierta.
Sin embargo, esto constituiría un problema sólo en la medida en que el único
ámbito que se habilitara para la enseñanza universitaria de la Historia del Derecho fuera
el de la cátedra del ciclo de grado de la licenciatura. La salida más idónea y equitativa
que vislumbraba Altamira era que se dictara la materia en forma obligatoria para todos
los estudiantes y que, ulteriormente, se procurara la especialización de quienes desearan
profundizar estos problemas en el marco de otra cátedra o, mejor, mediante la creación
de seminarios que agruparan a los investigadores vocacionales “que, apartándose de
toda idea de aplicación práctica del dato científico, van de manera perfectamente desin-
teresada en busca de la verdad”271.
A través de estos argumentos, el catedrático ovetense esperaba haber ilustrado
adecuadamente los diferentes fundamentos de su posición respecto de la utilidad de en-
señar Historia del Derecho en las facultades de leyes, a la vez que hacía votos para que
su auditorio creyera en su sinceridad e imparcialidad al sostener que esta materia podía
aportar “al espíritu del hombre práctico una porción de factores y de elementos que el
puro conocimiento doctrinal y científico del Derecho no le daría jamás”272.
Ahora bien, una vez justificados los estudios superiores de la Historia del Dere-
cho, Altamira se preocupó por definir qué tipo de Historia del Derecho debía incorpo-
rarse en el curriculum universitario y qué concepción de la materia y de la especialidad
debía imponerse en este marco institucional.
Altamira desplegó su argumentación teniendo como referencia la propia evolu-
ción histórica de esta especialidad. Así, afirmó que la historia jurídica habría comenza-
do por ser una pura historia de la legislación en la que se suponía que la ley era la única
forma de la vida jurídica.
Este concepto, vigente en las obras de los grandes historiadores del Derecho co-
mo Francisco Martínez Marina (1754-1833), Eduardo de Hinojosa, Cayetano Manrique
y Amalio Marichalar (1817-1877), habría cambiado paulatinamente desde mediados del
siglo XIX, cuando comenzó a considerarse a la costumbre, la jurisprudencia y la deter-
minación individual de las relaciones jurídicas, como partes del Derecho. De esta forma,

270
Ibíd., p. 439.
271
“Recepción del Profesor Altamira” en: FDCS/UBA, Discursos académicos, t.1, Buenos Aires, Facul-
tad de Derecho y Ciencias Sociales UBA, 1911, p. 440.
272
AHUO/FRA, en cat., Caja VI, Acta mecanografiada de la versión taquigráfica correspondiente a la 7ª
Conferencia de Rafael Altamira en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de Bue-
nos Aires, Buenos Aires, 16-IX-1909, p. 28.

596
los antiguos términos de historia de la legislación y legislación comparada, comenza-
ron a ser sustituidos por los de Historia del Derecho y Derecho comparado.
Altamira entendía que estos cambios significaban un progreso y habrían permi-
tido superar, en parte, la estrechez de miras tradicional acerca del asunto. Sin embargo,
este concepto ampliado de Derecho tampoco abrazara la totalidad de los fenómenos que
debía ser atendidos ya fuera en una mirada de escala universal o en una de escala nacio-
nal. Esta recurrente parcialidad estaría originada por la limitación práctica o programáti-
ca del estudio histórico del Derecho a los hechos exclusivamente jurídicos, olvidando
todos los demás elementos que lo constituyen y condicionan273. De esta forma, aún ope-
rando con la idea más adelantada de vida jurídica y con el concepto más amplio de De-
recho disponible, se seguiría separando —en lo sustancial— al fenómeno jurídico del
resto de los fenómenos humanos.
Esta separación se fundamentaría en el supuesto de que el Derecho constituiría
una realidad autosuficiente y que como orden de la actividad humana podría vivir aisla-
do y explicarse a sí mismo274.
Si bien la inconveniencia de este tipo de concepción habría sido claramente per-
cibida, según Altamira, no habría involucrado más que un reconocimiento meramente
doctrinal, admitiéndose que en la vida de un pueblo, lo jurídico es un fenómeno conexo
con muchos otros. Pese a este reconocimiento, no se habría alterado la forma efectiva de
investigar y escribir los hechos de la historia jurídica, sea en estudios nacionales, en
esbozos de historias generales del derecho o en tratados de historia especial de una insti-
tución275.
El precedente más destacado de esta nueva concepción, habría sido el filósofo
alemán Gottfried Wilhelm Leibnitz quien expusiera en 1788 su teoría de las historias
interna y externa del derecho, correspondiendo al segundo término aquello que estando
fuera de su esfera específica, influiría y determinaría la conformación y desarrollo de la
vida jurídica, el ordenamiento institucional y la legislación. Lo interesante para Altami-
ra era que Leibnitz no se había limitado a sentar esta teoría disyuntiva, sino que la había
aplicado efectivamente en sus análisis del derecho civil romano, sumergiéndose en el
estudio de la historia de Roma y recomendando el estudio de la historia eclesiástica para
la comprensión real del derecho canónigo.
Lamentablemente para la evolución del Derecho y de sus estudios históricos, es-
ta tendencia innovadora y avanzada no habría sido recogida entre los contemporáneos,
ni siquiera por los seguidores y discípulos de Leibnitz. En España, sin embargo, Gaspar
Melchor de Jovellanos también había sostenido por entonces, la idea de que era preciso
conocer la historia de la sociedad española para poder comprender su historia legislati-
va.

273
AHUO/FRA, en cat., Caja VI, Acta mecanografiada de la versión taquigráfica correspondiente a la 8ª
Conferencia de Rafael Altamira en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de Bue-
nos Aires, Buenos Aires, 18-IX-1909, p. 2.
274
Ibíd., pp. 2-3.
275
Ibíd., p. 3.

597
Por otro lado, tampoco habría que olvidar que, desde el siglo XVIII y durante el
XIX, los economistas procuraron integrar al Derecho dentro del universo de los fenó-
menos sociales. La posición más radicalizada dentro de esta perspectiva fue la de los
materialistas, quienes no sólo se intentaron conectar los diversos fenómenos sociales
entre sí, integrando al Derecho en esta visión global de la sociedad; sino que habrían
avanzado en subordinar y explicar su evolución como una consecuencia de las determi-
naciones impuestas por el factor económico:
“Todo el mundo sabe que la historia de los materialistas se caracteriza, no sólo por demostrar
que el fenómeno jurídico está en relación con el fenómeno económico sino que lo principal en la
vida es lo económico y lo demás son cosas superfluas. Esta doctrina contribuye a considerar, a
formar la idea de que el fenómeno jurídico no es una cosa desligada del resto de la vida humana,
sino al contrario, internamente ligada, y en gran parte dependiente de ellos” 276

Del mismo modo que los economistas, los filósofos organicistas decimonónicos
contribuyeron a la conformación de esta doctrina integrando a los fenómenos jurídicos
dentro de su idea general del organismo de la vida humana. Más tarde, los sociólogos
también habrían hecho su aporte a esta visión amplia y holística, estimando al Derecho
como un fenómeno social que participaba de las mismas cualidades y características que
los demás fenómenos humanos.
Todos estas corrientes de pensamiento destacaron, desde sus respectivos puntos
de vista, la necesidad de relacionar el aspecto jurídico con los otros registros de la acti-
vidad social, profundizando en sus múltiples conexiones con los fenómenos religiosos,
políticos y económicos.
Este movimiento, en principio ajeno al ámbito jurídico, habría terminado por pe-
netrar en el mundo del Derecho a través de la escuela histórica de Savigny. Esta escuela
sostenía la teoría de que existía una relación íntima entre el fenómeno jurídico y la idio-
sincrasia de cada pueblo reconociendo la estrecha dependencia del Derecho respecto de
todos los demás factores constitutivo del espíritu nacional. Así, hacia fines del siglo
XIX se habría generalizado la idea de que el jurista no tendría una formación completa
si no se añadía al menú de materias clásicas que estudiaba, por ejemplo, una asignatura
de Sociología. El avance de esta nueva sensibilidad llegaría a transformar, incluso, el
nombre de muchas facultades tradicionales que pasaron a denominarse bajo el rótulo de
Derecho y Ciencias Sociales.
Sin embargo, esta apertura hacia el mundo de las ciencias sociales ya no resulta-
ría suficiente en tanto sería evidente que los determinantes y condicionantes del Dere-
cho no se limitaban a ser políticos y económicos. La religión, por ejemplo, también
habría influido en la manera de concebir el Derecho, como se vería en el caso de la
modificación de la condición jurídica de los judíos a partir de la Edad Media y en de
modificación del status de las clases serviles, investgado por Eduardo de Hinojosa.
La misma ciencia aplicada y la incorporación social de los avances tecnológicos
en la vida moderna desencadenarían consecuencias legales y transformaciones en el

276
Ibíd., p. 10.

598
Derecho277 que deberíamos estar preparados para comprender y analizar desde una pers-
pectiva rigurosa.
Estos ejemplos, demostrarían que todos los hechos humanos, e incluso algunos
físicos y naturales, influían en el desarrollo de la vida jurídica, aun cuando no tuvieran
carácter específicamente jurídico.
Según Altamira, el hombre de Derecho contemporáneo debería capitalizar los
sucesivos avances de esta tendencia integradora, extrayendo de todo esto dos enseñan-
zas fundamentales. La primera se relacionaba con la capacidad de apreciar la dependen-
cia del fenómeno jurídico respecto de todos los demás factores de la vida, tanto social
como individual. La segunda de estas enseñanzas sería la de comprender que, en sí
mismo, el fenómeno jurídico se debería estudiar siempre en toda la complejidad de las
diferentes formas en que se manifiesta y en la relación y dependencia con respecto de
otros fenómenos.
Altamira, luego de proclamar que ésta era la posición que sostenía la doctrina
orgánica del Derecho y que ésta era, a su vez, la perspectiva ideal para investigar y en-
señar la Historia del Derecho, se citaba a sí mismo en un revelador párrafo de La ense-
ñanza de la Historia278 que vale la pena reproducir aquí:
“La Historia del Derecho no puede limitarse a ser historia de la legislación, porque esta no resu-
me en sí toda, ni aún la mejor parte, de la vida de aquel. Tiene el Derecho la consideración de ca-
tegoría formal, que comprende, por tanto, la vida entera; y su historia supone el conocimiento de
todo el medio social en que se produce. No es siquiera exacto que pueda consistir en una mera
narración de hechos concretos, sin enlace ni puntos de vista generales que les den sentido y valor
en razón de su fin. Por el contrario, es muy cierto —y evidente, a poco que se reflexión— que la
primera cuestión, lógicamente imprescindible, de la Historia del Derecho, a saber, cómo se for-
ma el derecho en cuanto fenómeno de la consciencia individual y social, es una cuestión que toca
a las más elevadas esferas de la filosofía, y que de un modo inmediato reclama, cuando menos,
los auxilios de la ciencia psicológica, en sus más superiores grados. Sin resolver de algún modo
este problema —y claro es que la verdadera ciencia requiere una resolución científica— todo lo
que sigue carece de trascendencia y de sentido; es un mero pormenor, por completo indiferente a
la vida actual, en la que es obligado se refleje (como resultado útil) toda enseñanza. Sólo me-
diante ella pueden determinarse rigurosamente los sujetos que concurren a la producción de la
vida jurídica, la forma en cada cual lo hace, y la relación entre ellos; y de este modo se concederá
a cada uno la importancia que respectivamente le compete, reconociendo que no es el Estado

277
“Yo recuerdo que cuando se colocaron los primeros tranvías en Madrid, al poco tiempo surgieron las
primeras cuestiones jurídicas y respecto a las cuales no había legislación aplicable, y los abogados que
entendieron en esas cuestiones de tranvías se vieron en la necesidad de [concurrir] a una serie de casos
análogos, con leyes que se podían referir a casos parecidos a este, para resolver este asunto, en lo más
pronto posible. Y entonces se dictó una disposición de tranvías que hasta entonces no existía. Ahora, no
digo del invento de los automóviles. La serie de problemas que ha traído consigo con las modificaciones
de ciertas órdenes económicas, la construcción de caminos: y lo que va a representar en el Derecho Políti-
co Administrativo el poner en práctica el invento de los aeroplanos. Todos estos son hechos extrajurídi-
cos, proveniente de una actividad de la vida social absolutamente separada de lo jurídico y que están
motivando nuevas direcciones de la vida jurídica” (Ibíd., p. 14).
278
Esta cita no fue incorporada en el acta derivada de la versión taquigráfica de la conferencia, sin em-
bargo, es posible reconstruirla a partir de las referencias que dejan otras fuentes que ha sobrevivido. En
efecto, Altamira consignaba en su guía de clase lo siguiente: “Lectura del párrafo de Enseñanza de la
Historia 455-57 id. del de Cuestiones.- 10-12” (IESJJA/LA, s.c., Notas manuscritas a modo de guía de
clase de Rafael Altamira correspondientes a su 8ª Conferencia en la Facultad de Derecho y Ciencias so-
ciales de la UBA, p. 9) y ese texto fue recogido, parcialmente, por la prensa (“El profesor Altamira en la
Facultad de Derecho. Conferencia de ayer. El sentido orgánico en la Historia del Derecho. Conclusiones a
que arribó”, en: La Argentina, Buenos Aires,19/9/1909 —IESJJA/LA, s.c., Recorte de prensa—).

599
oficial el único órgano del derecho, ni la llamada ley su única expresión, sino que al lado de
aquel está la sociedad entera, y cada individuo particularmente, creando y modificando sin cesar,
de una parte, reglas o normas jurídicas, y de otra, relaciones sustanciales de todo orden, que re-
claman en seguida una forma de derecho. Sólo entonces la costumbre —lo mismo la antigua que
la moderna y actual, viva y robusta, a despecho de todas las negaciones teóricas— ocupará, por
exigencia irresistible, su lugar en la historia, como fuerza creadora y modificadora, y como ele-
mento plástico de la misma ley, que de ella recibe sanción y eficacia verdadera, y a la vez, cono-
cida ya la suprema importancia de esa energía natural de la masa, las condiciones de ésta como
organismo (caracteres de raza, educación, influencia del medio, herencia, fatiga cerebral...) ven-
drán a ser una de las claves de la historia jurídica. Mientras todos estos elementos no se estudien
en su integridad, a saber, como sujetos, el Estado oficial, el pueblo, en cuanto persona, y los in-
dividuos (en su influencia ideal y de conducta sobre el todo); como formas, la legislación y sus
derivados, la costumbre y las ideas jurídicas en los científicos, en los prácticos de profesión, en
el pueblo (ideas populares, folclore jurídico); y como fondo de todo el proceso, los hechos gene-
rales de la vida individual y social, y la organización de los cuerpos que producen estos hechos;
mientras eso no se haga, repetimos, no existirá una verdadera historia jurídica.” 279

Ahora bien, cuestionarse acerca de la pedagogía adecuada de la Historia del De-


recho no solo involucraba la definición de una infraestructura institucional adecuada, de
una perspectiva general o de unos contenidos específicos, sino reflexionar acerca de los
recursos involucrados en la enseñanza y el aprendizaje. En ese sentido, Altamira creía
preciso juzgar al libro de Historia del Derecho en tanto instrumento de trabajo del
alumno.
En el antiguo sistema de enseñanza, en el que el estudiante era pasivo y se limi-
taba a escuchar y tomar apuntes en clase, para luego pasar en limpio lo dicho por el pro-
fesor, el recurso al libro era una necesidad inexcusable e imprescindible, ya que los
apuntes eran siempre deficientes y muy convencionales280.
Los inconvenientes del texto eran, para Altamira, de orden pedagógico, en tanto
éste impelía a los estudiantes a aprender sólo los contenidos incluidos en sus páginas y a
considerar al libro como la “expresión suma de la ciencia constituida”281.
En la Europa de entonces sería generalizado el repudio de las familias, los estu-
diantes y los pedagogos hacia el texto, pero pese al desprestigio de este recurso y el
avance de nuevas prácticas pedagógicas basadas en la actividad del alumno, su uso sub-
sistiría.
Según el catedrático ovetense podría clasificarse a las universidades del mundo
en dos tipos de acuerdo a las lecciones que en ellas se dictaban. El primero —

279
Rafael ALTAMIRA, La enseñanza de la Historia, Op.cit., pp. 346-347. Esta obra tuvo dos ediciones
anteriores. La primera, cuyo contenido fue más reducido, fue publicada en Madrid, para el Museo Peda-
gógico de Instrucción Primaria, por Fontanet, en 1891. La segunda, ampliada y modificada, fue editada
también en Madrid por la Librería de Victoriano Suárez, en 1895. La versión taquigráfica no recoge com-
pleta esta cita textual.
280
Según el testimonio del profesor español, los libros de Historia del Derecho que más habían circulado
en España consistían en la edición de los apuntes tomados de las clases de un profesor de Valencia y otro
de un profesor madrileño. Estos textos no serían más que un tejido de barbaridades con los que editores y
autores lograron hacer grandes ganancias, despreocupándose de que el contenido ofrecido estuviera pla-
gados de errores y despreocupándose del desprestigio intelectual que recaía sobre ellos. Ver:
AHUO/FRA, en cat., Caja VI, Acta mecanografiada de la versión taquigráfica correspondiente a la 9ª
Conferencia de Rafael Altamira en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de Bue-
nos Aires, Buenos Aires, 21-IX-1909, p. 2.
281
Ibíd., p. 3.

600
representado fielmente por las universidades alemanas, algunas de las españolas y
próximamente la propia UBA— se enseñan dos clases de lecciones: las correspondien-
tes al programa del curso integral de la materia, de contenidos muy resumidos y que no
abarcaban todo el año escolar y, luego, una serie de lecciones monográficas dadas por el
mismo profesor o por otro especialmente comisionado para ello. El segundo tipo de
universidad, sería aquel en el que el profesor no dictaba más que un curso monográfico,
dejando al alumno —mediante el uso de bibliografía— el aprendizaje de las líneas ge-
nerales de la materia, tal como se hace en las facultades de Filosofía y Letras francesas,
aunque no así en las de Derecho.
En ambos casos, de seguirse el espíritu pedagógico que las alentaba, sólo se ne-
cesitaría del libro como de una herramienta auxiliar. De esta forma, al tomarse el ma-
nual como de un instrumento de trabajo, éste debería perder las características del texto
antiguo; para ofrecer un resumen preciso y ecuánime del estado de los estudios de la
ciencia del Derecho y suministrar elementos de trabajo —en especial, relaciones de
fuentes primarias y secundarias— para ampliar y completar la cultura jurídica en el fu-
turo.
Este tipo de libro no sería más —ni menos— que un libro de trabajo, más volu-
minoso y complejo que el libro tradicional, cuya elaboración conllevaría mayores difi-
cultades a la vez que requeriría mejores cualificaciones que las demandadas hasta ahora
por los editores y profesores282:
“Ahora bien, un manual que reúna todas estas cualidades, que sea un resumen fiel, exacto, preci-
so, conciso, en que no se gaste tiempo en retórica, sino que se diga el mayor número de cosas
con el menor número de palabras, que tenga la sinceridad bastante para no ocultar el estado de la
ciencia y para exponer ideas contrarias de la misma manera como se exponen las propias y para
dejar libertad al alumno que escucha a formar juicio sobre la cuestión que se discute, un manual
que contenga también las enumeraciones de las fuentes agrupadas por ciencias y con relación a
las cuestiones que se trata en el libro y las monografías, un manual así, útil, es muy raro en el
mundo. Tiene precedentes ya en la Historia General, no en la historia jurídica, singularmente en
los manuales de filología clásica” 283

Altamira no ocultaba a su auditorio porteño el deseo íntimo de ser él quien pu-


diera redactar un texto como éste, que diera cuenta de la historia de su propia tradición
jurídica y pudiera utilizarse satisfactoriamente en las universidades del mundo hispano:
“Ahora dejadme que yo sueñe un poco, que sueñe con la posibilidad de escribir algún día un ma-
nual de Historia del Derecho español. Confieso que ese es uno de mis sueños, una de las cosas
por lo que no quisiera morirme pronto —aunque no tengo ningún motivo para morirme—, en fin,
hacer esta Historia del Derecho, este libro grande no se ha escrito jamás y constituye el ideal de
la vida de un hombre que goza trabajando y es por eso que yo llevo 12 años pensando en él, para

282
Ibíd., p. 12.
283
Ibíd., p. 15. Este recurso al ejemplo de los estudios filológicos no sólo tenía un valor analógico, sino
que su interés para este caso se reafirmaba por el hecho de que el contenido propio de los estudios de
filología clásica en Alemania involucraban aspectos de historia cultural: “[esta] materia... se explica en las
universidades alemanas con un carácter distinto al que quizás le daría un latino al ver la palabra filología;
pues ella en Alemania tiene dos significados, es por una parte equivalente a lingüística y es también equi-
valente a historia de civilización clásica, es decir, de la civilización griega y latina” (Ibíd., p. 15).

601
dotarlo a mi patria, con el concurso de los alumnos [...]... para que se diga que no es la labor de
un hombre sino de una escuela” 284

Claro que los principales peligros de todo manual —incluso de aquel ideal que
Altamira soñaba con redactar— serían los de su rápido envejecimiento y los del efecto
potencialmente inmovilizador de sus afirmaciones fijadas en papel y por lo tanto cate-
góricas e inamovibles. Ante estos límites propios del género, del soporte textual y del
instrumento pedagógico en cuestión, el autor —obligado por la honestidad intelectual
propia del científico— debería señalar claramente a sus lectores los vacíos existentes en
el conocimiento y reflejar la multiplicidad de orientaciones existentes alrededor de un
tema con total ecuanimidad.

Definida la necesidad de una perspectiva general amplia e integradora de la in-


vestigación y la enseñanza universitaria de la Historia del Derecho, Altamira no dejó de
interrogarse acerca de los objetos de estudio y de la escala de análisis de esta especiali-
dad. Una de las cuestiones en la que se concentró el profesor ovetense fue en de la via-
bilidad de una historia nacional del Derecho y la posibilidad de una auténtica “historia
universal de la actividad jurídica en todos los pueblos y en todos los tiempos de la histo-
ria humana”285.
Como bien señalaba Altamira, lo corriente por entonces era que la organización
de los estudios de la asignatura poseyera una matriz nacional. De esta manera, además
de integrar el estudio del derecho romano y el derecho canónico como especialidades
completamente históricas, las universidades europeas se contentaban con enseñar la
historia jurídica de su propio pueblo, complementándola con algún curso monográfico
acerca de un período, rama o institución jurídica extranjera. En este panorama el estudio
sistemático de una historia general del Derecho que atendiera a la experiencia jurídica
de todos los pueblos, era sin duda una excepción privativa de algunas universidades más
o menos aisladas286.
Altamira, siempre hábil para la sutil ponderación de sus anfitriones, daba el
ejemplo de la propia UBA287, en cuyo segundo curso de Filosofía del Derecho se estu-

284
El sueño íntimo que Altamira compartía en su última lección en la Facultad de Derecho de la UBA era
poder exponer el “estado a que ha llegado el Derecho Español y poder hablar con sinceridad e imparciali-
dad de todo lo que he llegado a conseguir en el terreno científico, de lo que sabemos verdaderamente de
la historia jurídica...” y sobre todo, exponer “de una manera crítica y sencilla toda la bibliografía, todo el
material de fuentes sobre el cual podrán trabajar los que vengan detrás de mí y construir de una manera
sólida las cosas que por más que me esfuerce no podré llegar a construir” (Ibíd., p. 17-18).
285
AHUO/FRA, en cat., Caja VI, Acta mecanografiada de la versión taquigráfica correspondiente a la 10ª
Conferencia de Rafael Altamira en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de Bue-
nos Aires, Buenos Aires, 28-IX-1909, p. 1.
286
Ibíd., pp. 2-3.
287
“Así, por ejemplo, vosotros en vuestra Facultad de derecho dirigís atención preferentemente a la histo-
ria general del derecho vista como una segunda parte de la filosofía de la Historia del Derecho nacional,
de la que no existe cátedra, aunque en algunas cosas que no llevan ese nombre la iniciativa personal del
profesor introduzca el estudio histórico de vuestras instituciones y sus precedentes; mientras que en La
Plata, v.gr., existe cátedra de Historia del Derecho argentino” (“Recepción del Profesor Altamira” en:
FDCS/UBA, Discursos académicos, t.1, Op.cit., pp. 435-436).

602
diaba la historia jurídica general “con una amplitud de miras, con una competencia que
corresponde a la categoría y condiciones del profesor del que no quiero decir más ni
siquiera citar su nombre”288.
Según Altamira, la experiencia porteña era análoga a la de la Facultad de Dere-
cho de la UCM, donde el profesor Gumersindo de Azcárate, en su cátedra de Legisla-
ción Comparada dictaba un curso general de historia de las instituciones jurídicas desde
los tiempos primitivos a los actuales289.
En Alemania, gracias a la gran flexibilidad que permitiría “no sólo la cualidad de
su pensamiento científico, sino la forma monográfica de todos sus cursos”, coexistían
tanto la enseñanza nacional cuyo paradigma era el gran civilista e historiador del dere-
cho germánico Otto von Gierke (1841-1921); como la general, representada por el pro-
fesor Josef Kohler (1849-1919) que enseñaba derecho civil comparado y pre-historia
Jurídica, proponiendo un curso general de historia jurídica290.
Por supuesto, existían en el mundo otras fórmulas para introducir los estudios
históricos del Derecho. Por ejemplo, otra posición relativamente difundida era proponer
una asignatura principal en la que se estudiara en conjunto la historia general del Dere-
cho o la Historia del Derecho nacional, y otras cátedras especiales de historia de sus
diversas ramas —pública, privada, constitucional, etc.— como ocurría en Argentina, en
Estados Unidos de América y en Gran Bretaña291. En algunas universidades de estos dos
últimos países y en algunas escuelas francesas se dictaban, también, cursos de acerca de
la Historia del Derecho extranjero en forma monográfica.
Altamira no pretendía establecer qué modalidad era la mejor, ni recomendar a
sus colegas argentinos una fórmula en particular, absteniéndose de “sacar consecuencias
que de todo esto salen” y declarando que su exclusivo propósito era “plantear los pro-

288
AHUO/FRA, en cat., Caja VI, Acta mecanografiada de la versión taquigráfica correspondiente a la 10ª
Conferencia de Rafael Altamira en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de Bue-
nos Aires, Buenos Aires, 28-IX-1909, p. 3. En sus apuntes para esta conferencia se consigna el nombre
del profesor Melo (IESJJA/LA, s.c., Notas manuscritas de Rafael Altamira para las 10ª Conferencia en la
Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires, Buenos Aires, 28-IX-1909,
p. 1).
289
AHUO/FRA, en cat., Caja VI, Acta mecanografiada de la versión taquigráfica correspondiente a la 10ª
Conferencia de Rafael Altamira en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de Bue-
nos Aires, Buenos Aires, 28-IX-1909, p. 3.
290
“Recepción del Profesor Altamira” en: FDCS/UBA, Discursos académicos, t.1, Op.cit., 1911, p. 436.
Las ideas de Josef Kohler acerca de la historia y evolución de la propiedad comunal, la familia, el matri-
monio y otras instituciones del Derecho era conocidas en la Universidad de Oviedo y no sólo por Altami-
ra. El doctor José Castillejo y Duarte fue pensionado por la Universidad de Oviedo —luego de ganar una
oposición ad hoc— para asistir a la Universidad de Berlín y a otros centros universitarios alemanes e
ingleses. En Berlín, Castillejo asistió a las clases de la cátedra de Derecho Comparado de Josef Kohler,
que durante ese curso dictaba lecciones acerca de “Filosofía del Derecho y Ciencia del Derecho”, y elabo-
ró un informe en el que constan las prinicpales ideas de Kohler sebre estos asuntos, que indudablemente
fue un material de referencia para Altamira. Ver: “Memoria presentada por el segundo pensionado de la
Universidad de Oviedo [José Castillejo y Duarte]”, en: Anales de la Universidad de Oviedo, Año III.-
1903-1905 (tomo III), Oviedo, Establecimiento Tipográfico de Adolfo Brid, 1905, pp. 150-161.
291
Sin embargo, ordinariamente estas cátedras especiales no estaban localizadas en la Facultad de Dere-
cho, sino en la de Filosofía y Letras “las cuales con una tradición que debe empezar a hacernos sonrojar,
han hecho más Historia del Derecho que los mismos jurisconsultos” (“Recepción del Profesor Altamira”
en: FDCS/UBA, Discursos académicos, t.1, Op.cit., p. 436).

603
blemas para que... resulte en vosotros el juicio de vuestra manera oficial de entender la
Historia del Derecho y también el juicio de comparación entre vuestra manera de enten-
der este asunto y la nuestra”292.
De todas formas, aun cuando era un hecho incontrastable que la matriz nacional
era predominante y que las asignaturas que poseían una perspectiva general en la Histo-
ria del Derecho no habían logrado imponerse, existían, por entonces, algunos tratados
valiosos que proponían una comprensión más amplia y abarcadora del fenómeno jurídi-
co293. En este caso, los precedentes aportados por el catedrático ovetense fueron los ge-
nerados por el movimiento científico alemán del siglo XIX, destacándose las enciclope-
dias y las historias generales del Derecho que se habían difundido y traducido
extensamente en España.
Sin embargo, estas primeras historias generales tenían sus límites e inconvenien-
tes, destacándose el hecho de estar escritas sintéticamente, con demasiadas generalida-
des y sin base suficiente de conocimientos concretos. Estos libros, escritos por filósofos
y desde un punto de vista filosófico “se resentían de falta de preparación erudita”. De
allí que debieran ser considerados como una reunión de apreciaciones muy vagas que
procuraban satisfacer “los deseos de la gente que entonces gustaba mucho de esos pano-
ramas del desarrollo de la humanidad que solían ser muy buenos y muy lindos, pero que
no tenían ordinariamente bases reales”294.
A estas historias filosóficas le siguieron algunas exposiciones generales y estu-
dios sociológicos comparados de instituciones jurídicas, civiles y políticas, en donde se
destacaron investigadores españoles y sobre todo franceses295.
Pese a estas realizaciones y fracasos parciales, podría decirse sin lugar a dudas
que la redacción de una historia general del Derecho seguía siendo una aspiración válida
de varias generaciones de cultura positiva en el ámbito jurídico de la que formarían par-
te intelectuales serenos y reposados, como el profesor Josef Kohler. Este jurista e histo-
riador germano —según Altamira, la más alta autoridad en este orden de estudios—
había manifestado varias veces el deseo de escribir un tratado de esta naturaleza. Claro
que, para llevar a cabo tan ambiciosa empresa, no bastaría la sapiencia o el entusiasmo
de herr Kohler, ni los de ninguna otra autoridad del mundo en los estudios jurídicos.
En primer lugar, para poder escribir una historia general del Derecho sería nece-
sario recolectar gran cantidad de datos de las fuentes primarias y de las monografías
publicadas en las revistas científicas, para luego bosquejar una serie de líneas generales

292
Ibíd., p. 437.
293
AHUO/FRA, en cat., Caja VI, Acta mecanografiada de la versión taquigráfica correspondiente a la 10ª
Conferencia de Rafael Altamira en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de Bue-
nos Aires, Buenos Aires, 28-IX-1909, p. 5.
294
Ibíd., p. 6.
295
Entre estos sociólogos destacaría Charles Letourneau (1831-1902), uno de los escritores galos que,
según Altamira, mejor representaba el espíritu de su país, es decir, “el espíritu de división y transmisión
de los conocimientos, de ordenación en una forma artística de los resultados de la ciencia en un momento
determinado”, aunque tal amenidad y sentido literario se obtuviera muchas veces “con sacrificio de la
complejidad misma de la verdad, que por ser compleja no es siempre clara” (Ibíd., p. 7).

604
que, una vez maduradas, permitieran formular ciertas generalizaciones prudentes y váli-
das con las que conformar un libro útil y riguroso296.
Ahora bien, no habría que perder de vista que esta aspiración estaría internamen-
te ligada a “una idea, un propósito que no se discute, que se da ya por demostrado” y
que supuestamente formaría parte del consenso general científico. Este supuesto habla-
ría de la existencia una evolución histórica uniforme del Derecho en todos los pueblos.
La evidencia histórica de estos desarrollos jurídicos, antes que pruebas de individuali-
dad, sería un elemento que nos permitirían reconstruir la uniformidad del proceso evolu-
tivo del Derecho en todas las naciones; las cuales habrían generado en lo sustancial las
mismas instituciones fundamentales de la vida jurídica297.
Esta creencia, firme y bastante extendida, declaraba con una seguridad pasmosa
que el desarrollo histórico de las instituciones sería similar en todos los pueblos, par-
tiendo de las agrupaciones primitivas hasta llegar a la forma actual de organización so-
cial y jurídica, de acuerdo a una secuencia —también unitaria— que llevaría de los pue-
blos primitivos, al régimen patriarcal y familiar, derivando sucesivamente del campo a
la organización tribal, de la tribu a la organización urbana y de la ciudad a la nación
moderna. De igual forma, sería frecuente la presunción de que la evolución de la pro-
piedad había seguido un curso semejante, partiendo todos los pueblos de la forma primi-
tiva de la propiedad comunal, la cual se habría ido transformando paulatinamente en
privada, de acuerdo al avance histórico de un ideal individualista.
Pero este tipo de afirmaciones, esta idea uniformadora “que va ingénita con la
aspiración de hacer una historia general del derecho” y que ofrecería un armazón muy
sólido alrededor del cual se podían organizar todas las investigaciones individuales, no
serían, sin embargo, compartidas por todos los juristas ni por todos los historiadores.
Altamira señalaba, por ejemplo, que existían grandes discusiones respecto de la
extensión efectiva de las formas comunales de propiedad y de organización social, aun-
que el debate más profundo y significativo se refiriera a la existencia de una única línea
general y uniforme de desarrollo jurídico para todos los pueblos.
Esta idea era muy frecuente aun cuando estaría suficientemente probada la dis-
paridad existente en la mentalidad, en la manera de comprender el fenómeno jurídico y
en las relaciones sociales de las diferentes civilizaciones298.
La posición más escéptica al respecto era la que sostenía el profesor Gierke, úl-
timo representante ortodoxo de la escuela histórica savigniana, por entonces fuertemen-
te contestada en Alemania y en franco retroceso ante un rebrote de la teoría naturalista
del Derecho. Para esta visión historicista, la posibilidad misma de una estudio histórico
general y universal del Derecho estaría comprometida desde el inicio, dado que la mis-
ma tarea preparatoria de trazar un paralelismo entre experiencias históricas diferentes

296
Ibíd., p. 13.
297
De esta forma, como bien decía Altamira, podía verse cómo la defensa de una historia general del
derecho suponía “una posición filosófica particular que requiere, a su vez, una discusión sobre la base de
la idea de que la evolución jurídica se ha producido en el mundo, como [se] han producido las evolucio-
nes de todas las ramas de la actividad humana, yendo de lo homogéneo a lo heterogéneo” (Ibíd., p. 14).
298
Ibíd., p. 16-17.

605
sería en rigor, completamente imposible, por ser estas inconmensurables y, por lo tanto,
irreductibles a una fórmula común.
La relevancia de esta objeción no pasaba inadvertida para Altamira quien veía en
la posición de Gierke un cuestionamiento de alcance general que involucraba a la con-
cepción misma de la Historiografía y no solo de la específicamente jurídica. El proble-
ma subyacente era determinar lo apropiado de hablar de la existencia de un tipo humano
de civilización que funcionara como objeto válido capaz de garantizar la posibilidad de
escribir auténticamente la historia de la humanidad. En definitiva, de lo que se trataba,
era de establecer si se debía hablar de civilización humana o de civilizaciones humanas,
es decir, si se debía adoptar un concepto unitario o plural de civilización299 a partir del
cual escribir una historia unitaria de la humanidad o historias parciales de sus diferentes
pueblos.
Más allá de la posición filosófica o teórica al respecto, las dificultades para
abordar tal tipo de estudio universal serían de dos tipos. Por un lado, existiría una difi-
cultad de carácter empírico causada por la disparidad del lugar e importancia del fenó-
meno jurídico en diferentes sociedades y épocas. Por otro, existiría una dificultad de
orden cognoscitivo, relacionada con la ausencia de material fiable para construir una
Historia del Derecho de alcance general.
Respecto del primer obstáculo, Altamira consideraba que, en efecto, el sentido
jurídico de civilizaciones diferentes, no podía ser sino diferente; por lo que era perfec-
tamente posible que difirieran las direcciones de desarrollo del Derecho y las formas de
las instituciones jurídicas en los distintos pueblos, como así también la manera de resol-
ver las cuestiones jurídicas fundamentales de la vida social.
Sin embargo, las reticencias del profesor ovetense respecto de la posibilidad ob-
jetiva de escribir tal historia general o universal no suponían un alineamiento historicis-
ta radical. En efecto, Altamira consideraba seriamente la posibilidad de que esta obra
pudiera llegar a escribirse, una vez que la realidad futura diera paso a nuevas y desea-
bles experiencias sociales:
“en lo futuro, aun cuando las investigaciones de carácter histórico que hoy podemos hacer no nos
conduzcan al reconocimiento de una historia general humana, de una unidad de movimiento his-
tórico jurídico en todos los pueblos hasta el momento presente, es posible que, en lo futuro, esa
unidad que no está en el pasado, se produzca”300

Altamira, hombre europeo de su tiempo, creía que la fuerza activa de esa even-
tual unificación socio-cultural humana, descansaría en lo que él consideraba con crude-
za, un hecho histórico incontrastable: “el triunfo decisivo, no obstante todas las preocu-
paciones y todas las ideas que se han expresado respecto del peligro amarillo [...] del
tipo europeo blanco en el orden de las civilizaciones; el cual, incluso, moldea en sí y ha
prestado los elementos para el triunfo de una representación del tipo amarillo en la vi-
da”. Sumado a esto, en el ámbito jurídico, se manifestaría la tendencia —experimental

299
Ibíd., p. 18.
300
Ibídem.

606
antes que racional como se creía en el siglo XVIII— a la unificación pragmática del
sistema de instituciones jurídicas a escala mundial y de acuerdo a las formas más per-
feccionadas del Derecho.
De la combinación de ambas tendencias históricas podrían generarse en el futu-
ro, fenómenos que, tal vez, permitieran hablar de un curso de evolución humana que
también alcanzara el ámbito jurídico y que justificara plenamente una mirada historio-
gráfica general sobre el derecho. Por supuesto, Altamira no creía que este tipo de ex-
pansión universal de un paradigma civilizatorio y jurídico significase la supresión com-
pleta de los rasgos de singularidad propios de cada pueblo, al igual que la
generalización de una norma jurídica no habría impedido el desarrollo de un modelo
individual de vida jurídica al interior de una nación301.
Respecto del segundo obstáculo, Altamira consideraba que la principal falla de
las estrategias generales o universales de investigación de la historia y de la Historia del
Derecho, radicaría en su inspiración predominantemente filosófica y metafísica que
obstaculizaba una aproximación verdaderamente científica.
El profesor español creía que existía, por entonces, una “excesiva preocupación
por la idea de unidad”, por la idea de un “plan general del mundo y de la historia de la
humanidad” a través de la cual se pretendía abrazar la historia de los diferentes grupos
reduciéndolos mentalmente “á una humilde unidad de desarrollo de ideas y pensamien-
tos y a una orientación de cosas dentro de las cuales todo el mundo se mueve al compás
y todo se produce por las mismas reglas y por las mismas leyes”302.
En todo caso, la posibilidad efectiva de escribir una historia general del Derecho,
o una historia de la Humanidad relevantes, no debería dirimirse en otro campo que el
positivo, es decir, en el campo científicamente controlable de los datos, de las eviden-
cias, del conocimiento producido según normas metodológicas rigurosas.
A menudo esta tarea, imprescindible para el historiador, quedaba supeditada a la
elaboración de la justificación teórica, con lo que la preocupación por resolver lógica-
mente la ecuación de tal historia general absorbía la atención de muchos historiadores
del Derecho, llegando a bloquear, incluso, el trabajo empírico y la investigación de ba-
se.
De allí que, para Altamira, la principal dificultad concreta de escribir en ese
momento aquella obra no estaría dada por la influencia de la objeción historicista —de
orden teórico, externa y previa, por lo tanto, a dicha escritura— sino por la lisa y llana
ignorancia respecto de la historia jurídica de la mayoría de los pueblos. Esta carencia de
conocimientos haría que ni siquiera los más fervientes promotores de tal estudio pudie-
ran exhibir datos fiables con los cuales poder construirlo. Sin este conocimiento —que
sólo podía obtenerse si en cada nación se trabajara seriamente en la investigación de la
propia historia jurídica— sería imposible formular conclusiones válidas. De allí que,
mientras no se lograra acumular mucho trabajo previo y mucho conocimiento particular

301
Ibíd., p. 31.
302
Ibíd., p. 20.

607
“toda generalización, toda línea general, toda visión de conjunto, será pura y sencilla-
mente una precipitación, no será una cosa que tenga verdaderamente carácter científico”
tal como lo había afirmado en sus clases el profesor Antonio Dellepiane en la misma
UBA.
De esta manera, independientemente de que la resolución del problema teórico
quedara en pié, no cabría duda de que en tanto no se conociera en detalle la historia de
los diferentes pueblos y civilizaciones que debían formar parte de esa eventual historia
general del derecho, no sería posible pronunciarse de acuerdo a una evidencia sólida y
científicamente válida, no ya sobre la existencia efectiva de una evolución humana, sino
sobre la posibilidad misma de concebir y escribir su historia303.
Mientras tanto, la tarea para quienes pensaran en este sentido, debería ser más
modesta, aunque no fuera menos problemática: intentar reconocer y delimitar ciertos
núcleos homogéneos alrededor de ciertas épocas y ciertas regiones. Esto les permitiría
ensayar historias de alcance regional, como por ejemplo, una Historia del Derecho eu-
ropeo. En un marco general pero circunscripto a la vez, como ofrecería una escala re-
gional o continental de análisis, con un ámbito cultural y geográfico común y con cier-
tas instituciones fundamentales similares, sería más fácil y factible avanzar en
generalizaciones menos audaces y arriesgadas que las que por entonces suponía un es-
tudio histórico universal.

2.2.- La Historia del Derecho en España e Hispanoamérica.


Altamira sostuvo ante su auditorio argentino que, lejos de constituir una novedad
pasajera, los estudios de Historia del Derecho tenían una tradición muy antigua en Es-
paña, donde habrían florecido, pese a lo que afirmaban la mayoría de los manuales, en
la Edad Media y no en el siglo XVIII.
El fundamento de esta temprana especialización habría que buscarlo en el desa-
rrollo un tanto sorprendente del derecho en la Península Ibérica. En este sentido, Alta-
mira respondía a su interrogante retórico acerca de “¿por qué los españoles siempre han
mostrado una especial aptitud para desentrañar y dilucidar las cuestiones que con la
ciencia jurídica se relacionan?” apelando a la herencia de la profunda romanización ex-
perimentada durante los siglos de la dominación imperial.
Sin embargo, estos factores no podrían explicar suficientemente la continuidad
de ese desarrollo a posteriori, en tanto el pueblo español no se habría limitado a calcar
los principios romanistas, sino que habría producido un Derecho propio cuya influencia
se habría proyectado en todo el mundo304.

303
Ibíd., p. 27.
304
“Las leyes de partidas dictadas en el siglo XIII son un admirable monumento del derecho, y no han
sido como se dijo, una condensación de los principios romanistas y económicos sino un producto genui-
namente español, nacido de las costumbres, de las prácticas del pueblo español y que estuvo enteramente
de acuerdo con el sentimiento, con las preocupaciones ibéricas de aquel tiempo”. Muestras de la riqueza
de la tradición jurídica hispana —que Altamira no dejaba de reivindicar en sus recurrentes ataques de
patriotismo— serían tanto la influencia notable que el derecho español habría tenido en otros países euro-
peos como Francia, Italia, Inglaterra, Alemania y Portugal. Esa influencia no sería reconocida, sin embar-

608
En todo caso, la Historia del Derecho español habría nacido, como era lógico es-
perarlo, bajo la forma de una disciplina auxiliar en los países peninsulares —como Cas-
tilla y Aragón— en los que se manifestaron con mayor intensidad conflictos jurídicos.
Ese sería el contexto jurídico en el que deberían entenderse las frecuentes citas de datos
históricos e investigaciones puntuales sobre el desarrollo de instituciones varias, en es-
pecial entre los autores del siglo XV305.
Esta aparición de la Historia del Derecho, tenía una clara función de apoyo a la
argumentación jurídica, por lo que no habría sido acompañada de una consciencia acer-
ca de que la historia de una institución podía tener una entidad relativamente indepen-
diente del estudio de la institución en sí misma “tal como se nos da en el momento ac-
tual como derecho vigente”306.
Los romanistas y los canonistas del siglo XVI y XVII habrían realizado estudios
históricos del Derecho desde este punto de vista accesorio, buscando antecedentes de las
reglas jurídicas. Pero recién sería en siglo XVIII cuando la Historia del Derecho se se-
pararía de las demás ramas de la Ciencia Jurídica en España, no precisamente por los
aportes de romanistas o canonistas, sino por quienes se dedicaban al estudio del derecho
indígena, en parte como una forma de reacción contra las tradiciones antes mencionadas
que dominaban los programas de estudios superiores:
“Estas aspiraciones como todas las que tienen un sentido nacionalista, necesaria, indefectible-
mente tenían que ir a buscar sus raíces en la historia y a ello fueron llevados, incluso los que en
un principio no pensaron es esto” 307

Así, el siglo XVIII podría ser legítimamente considerado como el siglo de es-
plendor del estudio histórico del Derecho español, incluso por encima del siglo XIX,
aunque ello no implicara la incorporación de la Historia del Derecho en el programa de
estudios universitarios. Serían la reformas de Manuel Godoy, a principios del siglo XIX,
las que introducirían esa asignatura claramente delimitada en las facultades españolas.
Sin embargo, las vicisitudes de la evolución política peninsular, determinaron que esas
reformas y esta innovación se perdieran pronto en el olvido, desapareciendo esa asigna-
tura de los programas de estudio superiores.
Claro que, los profesores que explicaban Derecho civil español, castellano, ara-
gonés, catalán o valenciano tuvieron la necesidad de dar conocimientos previos de las
fuentes y ordenar ese material desorganizado y sometido a superposiciones de distinto
tipo. De esta necesidad y del carácter fragmentado de la legislación existente en el terri-
torio español, habría surgido en las universidades decimonónicas españolas una práctica

go, cabalmente, habiéndose olvidado el hecho de que el libro de un notable jurista español había sido el
texto de cabecera de Schopenauer, que las modernas teorías del concepto de propiedad habrían sido esbo-
zadas por escritores españoles, y que el derecho internacional habría tenido como verdadera cuna, España
y no Holanda, como se considera corrientemente. (“El profesor Altamira. Conferencia en la F. de Dere-
cho. Resumen interesante. Discurso del doctor Pitt”, en: La Verdad, Córdoba, 19-X-1909 —IESJJA/LA,
s.c., Recorte de Prensa—).
305
“Recepción del Profesor Altamira” en: FDCS/UBA, Discursos académicos, t.1, Op.cit., p. 424.
306
Ibíd., p. 424.
307
Ibíd., p. 425.

609
sustitutiva. Esta práctica consistió en establecer, de hecho, una especie de cursillo intro-
ductorio que abarcaba parte del primer curso dedicado a la historia externa y superficial
de los códigos españoles, del Fuero Juzgo, el Fuero real, las Siete Partidas, de la Nueva
y Novísima recopilación.
La paradoja no habría tardado en manifestarse, pues pronto quedaría claro que
los alumnos estudiaban acerca de estos códigos históricos pero sin poder estudiarlos
directamente. De hecho, la Historia del Derecho en su reintroducción informal quedó
subordinada a la enseñanza del Derecho civil y dentro de éste, a la del Derecho privado.
Pese a ello, no dejaba de ser sorprendente que fuera precisamente en este período cuan-
do se publicaron los manuales de Historia del Derecho más leídos y conocidos en Espa-
ña y el extranjero: Historia del Derecho español308de Juan Sempere y Guariños (1754-
1830), la Historia de la legislación española309 de José María Antequera (+1891) y la
obra de Amalio Marichalar y Cayetano Manrique ya mencionada.
Hasta 1883 no volvió a existir una asignatura de Historia del Derecho diferen-
ciada, cuando en las diez facultades españolas se crearon asignaturas similares designa-
das bajo el rótulo común de historia general del Derecho, con el objeto de que los pro-
fesores de las diferentes ramas y asignaturas no se preocuparan del proceso histórico de
las instituciones jurídicas “y que se limitasen pura y sencillamente a explicar el derecho
vigente (es decir el derecho legislativo)”310.
Altamira juzgaba con dureza esta disposición, por considerarla oportunista aun-
que, a pesar de todo, su efecto no hubiera dejado de ser positivo:
“bajo la apariencia de un reconocimiento científico de la Historia del Derecho, lo que hay sobre
todo es una preocupación práctica: lo que se ha querido sobre todo es desembarazar el terreno
para que el estudiante se convierta en abogado profesional con mayor tiempo para estudiar la le-
gislación, relegando todo lo que no tenga ese sentido a un solo curso o asignatura.” [...] Pero co-
mo afortunadamente los designios de los hombres no siempre se realizan a la manera como ellos
lo entienden y muchas veces cuando se hace una cosa con cierta intención los resultados pueden
ser completamente contrarios, el hecho real y efectivo es que la creación de una asignatura espe-
cial —dedicada a estudiar las instituciones históricas del derecho español—, sirvió para acrecer
la importancia de esta materia, para producir la preocupación de ella en el ánimo de la juventud y
para crear un movimiento en el sentido de renovación de los estudios históricos del derecho” 311

Esta gran potencialidad de los estudios históricos del Derecho aparecía así, ines-
peradamente apuntalada al definir la nueva legislación un campo extraordinariamente
vasto para su desarrollo. Este campo abarcaba todas las instituciones y ramas del Dere-
cho en España y “todo el derecho que en cualquier parte del mundo llevase la influencia
del alma española o respondiese a algún contacto o dominación de España”312.
El lugar de esta materia en el plan de estudios era el del segundo año del pro-
grama —el tercero real de estudios universitarios—, considerando Altamira que el pri-

308
Juan SEMPERE y GUARIÑOS, Historia del Derecho español, Madrid, 1822.
309
José María ANTEQUERA, Historia de la legislación española, Madrid, 1874.
310
“Recepción del Profesor Altamira” en: FDCS/UBA, Discursos académicos, t.1, Op.cit., p. 428.
311
Ibíd., p. 428.
312
Ibíd., p. 429.

610
mer año era un lapso perdido en cuanto a lo estrictamente jurídico, ya que se dedica al
repaso o aprendizaje de contenidos literarios, filosóficos e históricos indispensables.
El segundo año natural se empleaba en España para el estudio de las asignaturas
de derecho romano y Economía. En el tercer año, se estudiaba las materias de Derecho
político, Derecho canónico e Historia del Derecho. Según Altamira, la inserción de la
asignatura de Historia del Derecho en este cronograma era completamente arbitraria no
respondiendo a ningún criterio conocido.
Si, por ejemplo, hubiera sido colocada al inicio hubiera podido pensarse que ello
respondía a un criterio positivista. Según este criterio, el fenómeno jurídico era conside-
rado sustancialmente histórico y variable, de allí que conviniera dar tempranamente al
alumno esa noción. Si, por el contrario, hubiera sido colocada en el final, sería posible
detectar en el diseño del curriculum el imperio de un criterio opuesto. Pero estando co-
locada en un año completamente indiferente el plan de estudios, nada nos decía respecto
de la significatividad que poseía el fenómeno histórico-jurídico en la enseñanza del De-
recho.
La consecuencia de esta deliberada anomia sería que el estudiante que cursaba
la asignatura de Historia del Derecho de las facultades españolas carecía del “concepto
general que ilumina la investigación de los hechos históricos”313.
Más allá de la licenciatura, en el doctorado, Altamira reseñaba la existencia de
tres cátedras de asuntos puramente históricos. La primera era la de legislación compa-
rada —anterior a la reforma de 1883— dictada dentro de una concepción dualista del
Derecho por Gumersindo de Azcárate. Este profesor habría pasado de comparar el De-
recho efectivo con el “ideal del Derecho”, a enseñar la materia a través de cursos mono-
gráficos de gran interés acerca de la historia específica, general o comparativa de una
institución, de una ley o de un código314.
La segunda, posterior a 1883, era historia general del Derecho, enseñada por el
Profesor Rafael Ureña y Smenjand —antiguo catedrático ovetense, recordemos—, pres-
tigioso profesor y autor de prolijas investigaciones acerca de la génesis y desarrollo del
Fuero Juzgo. En su evaluación de la labor de Ureña, Altamira presentaba juicios contra-
dictorios, ya que si bien no dejaba de reprocharle haber incumplido el propósito de su
asignatura, enseñando los mismos contenidos del programa de Historia del Derecho del
tercer año de la licenciatura; tampoco dejaba de elogiarlo por apartarse de la letra de la
ley a la hora exponer acerca de temas de gran importancia incluidos lógicamente dentro
de la problemática de su materia315.

313
Ibíd., pp. 429-430.
314
Altamira se mostró ferviente defensor de la utilidad del curso anual monográfico, en el cual “cada
año, el profesor explica cosas distintas sin estar sujeto al grillete, que trae perjuicios para el profesor y
perjuicios mayores para los alumnos, del programa uniforme, del programa constante” (Ibíd., p. 431).
315
“Esto no es propiamente el sentido con que el legislador creó la asignatura; pero el señor Ureña no se
concreta a lo indicado sino que respondiendo a la idea que expresa el título de la cátedra, estudia también
en parte, la literatura jurídica científica, los autores de derecho, los jurisconsultos que han producido li-
bros de doctrina en España en las diferentes épocas y en los diferentes pueblos que allí vivieron, por
ejemplo los judíos y musulmanes y los tratadistas de los diferentes reinos cristianos de la edad media”
(Ibíd., p. 432).

611
La tercera cátedra, enseñada en la UCM por Joaquín Fernández Prida (1865-
1943), bajo el rótulo de Historia del Derecho internacional, aunque sólo irregularmente
involucraba problemas específicos de Historia del Derecho.
Ahora bien, pese a tempranos antecedentes del desarrollo de la especialidad de
Historia del Derecho en España, el diagnóstico general de Altamira establecía que el
fenómeno jurídico había sido visto tradicionalmente en España como “una cosa abstrac-
tamente desligada del resto de la vida, que puede explicarse y se explica en sí misma y
sin salir de ella”. Para el profesor ovetense, cuando se habría avanzado en un estudio
histórico —tanto en las cátedras como en la literatura jurídica—, este se habría detenido
en lo puramente externo.
Sin embargo, el panorama general distaba de ser sombrío, ya el elemento joven
del profesorado tendía a darle un sentido progresivamente sociológico al estudio de la
Historia del Derecho, poniendo especial atención en las relaciones recíprocas del hecho
jurídico con los demás aspectos de la vida humana.
Esta renovación no era acompañada por la evolución del texto legal, el cual to-
davía sujetaba al profesor español a un sistema tradicional de enseñanza:
“La legislación nos pide expliquemos un programa de Historia del Derecho y que demos esta en-
señanza en forma de lección, en forma de conferencia o sea, sencillamente, sentado en nuestra si-
lla y pronunciando todos los días una conferencia; el que pueda caber que quepa y el que pueda
entender que entienda, reduciendo al alumno a la tarea de un escuchador que no escucha y recibe
cosas que más cómodamente puede estudiar en sus casas con un libro o con varios libros.” 316

Afortunadamente, la realidad del aula era, según el testimonio de Altamira, muy


diferente a lo que imponía el reglamento, ya que allí no era la autoridad de la ley sino la
del profesor —por principio más flexible y adaptable— la que regía, permitiendo que se
abriera paso un tipo de enseñanza más moderna y dinámica:
“Claro es, señores, que afortunadamente por encima de la ley está la libertad de los hombres; y
como tendré ocasión de decir algún día, nuestra cátedra, contra todo lo que puede pensarse, es la
más libre del mundo. No hay rey más rey dentro del dominio de su actividad que el profesor es-
pañol, y así nosotros, a pesar de la ley, no explicamos el programa completo, sino que hacemos
siempre que podemos cursos monográficos.” 317

La tendencia que Altamira detectaba era la del progresivo abandono de la for-


mación generalista de las materias —por lo menos en lo que hacía a las actividades de
clase—, para encargársela al propio alumno por medio de la lectura de libros. De esta
forma, el profesor podía profundizar en problemas especiales proponiendo contenidos
diferentes cada año.
Respecto de la conveniencia de desarrollar trabajos prácticos dentro o fuera de
las clases —ya fuera en seminarios o en laboratorios— Altamira declaró haber dudado
por mucho tiempo si era adecuado arrancar los trabajos prácticos de las sesiones del
curso regular. En todo caso, si se optaba por desarrollar estas tareas en el aula, debería
respetarse con más rigor una condición necesaria para el éxito pedagógico, que consistía

316
Ibíd., p. 440.
317
Ibíd., p. 441.

612
en mantener un número reducido de alumnos “so pena de estar hablando delante de un
rebaño absolutamente pasivo” y de impedir una verdadera comunicación entre el profe-
sor y los alumnos. Lo que pretendían los pedagogos y profesores renovadores no sería
ni más ni menos que promover esa comunicación constructiva como garantía de un
aprendizaje crítico y dinámico:
“aquello que puede pedir, a lo que puede aspirar más un profesor es a que cuando los oyentes sa-
len de la cátedra no piensen inmediatamente que se han descargado de un peso terrible, no procu-
ren olvidar lo que han oído, no sientan el afán de la diversión como un penado que recobra la li-
bertad, sino que salgan discutiendo sobre el tema tratado, con la inquietud del problema visto, ya
lo estimen como el profesor, ya de una manera contraria a éste.” 318

En cualquier caso y más allá de las buenas intenciones, Altamira estaba persua-
dido de que todavía había que convencer a muchos de que “no existe en buena pedago-
gía una diferencia esencial entre la enseñanza y la investigación y de que no se enseña
mejor cuando se expone la ciencia delante de un auditorio pasivo, que cuando el alumno
la obtiene por propio esfuerzo, sino todo lo contrario”319.
De allí que Altamira creyera necesario que en una asignatura de Historia del De-
recho se pusiera en manos del alumno las fuentes mismas de la historia jurídica, obli-
gándole a estudiarla en presencia del profesor, de forma que investigara individualmen-
te o en grupo a partir de ellas.
En su cátedra ovetense, el viajero aplicaba esta estrategia para todos sus alumnos
“y cuando notamos dedicación espontánea en un grupo de alumnos y vemos que ese
grupo se interesa especialmente por la ciencia histórica hacemos una segunda clase
aparte a la cual llamamos a la alemana, con un poco de inmodestia, seminario. Los re-
sultados y trabajos del seminario de historia jurídica y economía de Oviedo, han sido
publicados en los anales de la universidad”320.
Más allá de que la tendencia pareciera favorecer la innovación, Altamira no de-
jaba de ver que las dificultades para incorporar en forma generalizada estos cambios no
eran pocas. Por un lado, los profesores modernos debían enfrentar las quejas de los
alumnos y de sus familias321 y, por otro lado, aún se carecería de libros adecuados de
Historia del Derecho español.

318
Ibíd., p. 443.
319
Ibíd., p. 442-443.
320
Ibíd., p. 443.
321
Al respecto de la resistencia a la innovación Altamira creía que “la mayor [dificultad] de todas en lo
que se refiere al programa completo no esta en la ley, sino en el público, en los padres de familia y en el
alumno mismo, el cual acostumbrado en nuestro país (y creo que esto pasa también en todos los países
latinos) a esperarlo todo de lo que recibe del maestro, de profesor, protesta de que no se le de la materia
completa, sin pensar que él debe ser un colaborador activo, que ponga de su parte algo más de lo que
recibe del profesor”. En otro párrafo Altamira comentaba en un tono confidencial sus experiencias con los
familiares de sus alumnos: “Al padre de familia que nos viene con esta embajada: usted no ha explicado
el programa completo, se le podría contestar: ¿Cree usted que en una hora de cátedra su hijo va a apren-
der lo que sólo se asimila a costa de mucho estudio? ¿Cree usted que es esa la función propia del estu-
diante? ¿Cree que pueden considerar logradas las consecuencias prácticas para su vida y para su patria en
una dirección determinada, con sólo asistir a clase y escuchar o hacer que escucha sin aplicar las mejores
energías de su inteligencia a su propia educación científica? De ese modo pasivo de concebir el trabajo
del estudiante proceden todas las exigencias y no hay poder humano que logre meter en la cabeza de un

613
La falta de un libro de conjunto hacía de las monografías un material de consulta
indispensable en el mundo jurídico iberoamericano. Esto podía ejemplificarse claramen-
te con el caso de la historia social, terreno en el que Altamira resaltaba la importancia de
trabajos parciales sobre el desarrollo de las clases sociales como los de José Amador de
los Ríos (1818-1878) sobre la clase media y los de Práxedes Zancada Ruata sobre clase
obrera322.
Pese a la importancia de estos aportes, una evaluación general de la historia so-
cial no podía arrojar aún resultados positivos. Evidentemente, la perspectiva social de
los estudios históricos no podía apuntalarse sin el auxilio de la Economía y sin el reco-
nocimiento del valor del factor económico como uno de los determinantes de los cam-
bios sociales, aunque ello no supusiera asumirlo como causa suficiente del desarrollo de
la historia. Según Altamira, la valoración del fenómeno económico sería el aspecto en
que fallaría la historiografía española —sobre todo en las obras de historia general y en
la enseñanza— aun cuando estaría muy presente en autores tan influyentes como
Eduardo de Hinojosa y Joaquín Costa.
Esta carencia bibliográfica tanto de obras generales de referencia como de pro-
blemáticas más específica no afectaría, sin embargo, al panorama de fuentes útiles para
el estudio de la Historia del Derecho español, susceptibles incluso de ser aprovechadas
para el estudio de la Historia del Derecho argentino y de otros países hispanoamerica-
nos.
En cierta medida, el estado actual del conocimiento de la Historia del Derecho
en América permitía, por otra parte, la colaboración entre estudiosos españoles e hispa-
noamericanos alrededor de áreas de trabajo bien definidas, como la del derecho colo-
nial. Por desgracia, España partía en desventaja por la desaparición de la malograda
cátedra de Historia de la Colonización de Rafael María de Labra y porque la cátedra de
Historia de la Civilización Americana no solo no bastaba para cultivar la Historia del
Derecho sino que, además, estaba emplazada en la Facultad de Filosofía y Letras. En
este contexto sería natural que Altamira creyera que era necesario que los americanos
tomaran la iniciativa y abordaran el estudio del derecho colonial en sus cursos de Histo-
ria del Derecho nacional —al menos como precedente y período de origen—, al igual
que se hacía en España con el derecho visigodo y musulmán.
Respecto de las historias del derecho iberoamericano, no existía ningún trabajo
general, ninguna obra de conjunto realmente útil. El intento de Antonio María Fabié
(1834-1899) habría resultado incompleto, inorgánico, derivando en una simple relación
de leyes323. Tampoco existiría una historia general de las instituciones, existiendo sólo

padre (que es una de las cosas más resistentes a la convicción cuando se trata de sus hijos) que un joven
no sabrá más historia porque estudie y sepa unas lecciones que, como aquellas monteras de Sancho, sólo
sirven en su forma reducida para tapar los dedos.” (Ibíd., pp. 441-442).
322
Altamira se refería a las siguientes obras: Praxedes ZANCADA RUATA, Antecedentes históricos y esta-
do actual del problema obrero en España: memorias leída y puesta a discusión en el Ateneo de Madrid el
1º de febrero de 1902, Madrid, Idamoz Moreno, 1902; y ID., El obrero en España: notas para su historia
política y social (con prólogo de Canalejas), Barcelona, Maucci, 1902.
323
Altamira se refería a la siguiente obra: Antonio María FABIÉ, Ensayo histórico de la Legislación espa-
ñola en los Estados de Ultramar, Madrid, 1896.

614
libros fragmentarios o polémicos como el de Juan de Solórzano y Pereira (1575-
1655)324; siendo imposible llenar aquel vacío con las historias de la colonización de Al-
fred Zimmermann325 y Rafael María de Labra326. En cuanto a trabajos monográficos
españoles, serían útiles los de Marcos Jiménez de la Espada (1831-1898) sobre Ovan-
do327; Manuel de la Puente Olea sobre la Casa de Contratación328; el de Fabié sobre Las
Casas329. En cuanto a monografías americanas modernas, la mayoría estarían referidas al
siglo XVIII y a los tiempos de la emancipación, destacándose La ciudad indiana330 de
Juan Agustín García (1862-1923), la investigación sobre mayorazgos de Domingo
Amunátegui Solar (1860-1946)331; los artículos de Ramón J. Cárcano (1860-1946) sobre
el Tucumán332 y el de Manuel Bilbao (1828-1895) sobre la historia de Buenos Aires333.
El balance de Altamira consignaba un pronunciado déficit bibliográfico en este
área de estudios tanto en España como en América. Según su óptica, faltaría una obra
sobre la Historia del Derecho económico; una historia de las relaciones y luchas entre
Iglesia y Estado y una historia social del desarrollo de las instituciones. En todo caso, y
sin abundar en pormenores, sería obvia la necesidad de publicar más y reunir los diver-
sos elementos esparcidos en numerosas colecciones documentales y revistas a uno y
otro lado del Atlántico.

324
Altamira se refería a la Política Indiana de 1640 escrita originalmente en latín. En la Biblioteca Na-
cional de Madrid se halla el siguiente ejemplar: Juan DE SOLÓRZANO Y PEREIRA, Politica indiana. Sacada
en lengua castellana de los dos tomos del Derecho i gouierno municipal de las Indias Occidentales…,
Madrid, Diego Díaz de la Carrera, 1648. El Consejo Superior de Investigaciones Científicas ha publicado
en su colección Corpus Hispanorum de Pace una edición bilingüe de la obra original de Solórzano con
estudios preliminares de C. Baciero: Juan DE SOLÓRZANO Y PEREIRA, De indiarum iure. Liber II, De
acquisitione Indiarum, Madrid, CSIC, 2000; y Juan DE SOLÓRZANO Y PEREIRA, De indiarum iure. Liber
III, De retentione indiarum, Madrid, CSIC, 1994.
325
Altamira se refería a la siguiente obra: Alfred ZIMMERMANN, Die Kolonial politik Portugals und Spa-
niens, Berlín, 1896.
326
Labra dedicó gran parte de su obra como intelectual, político y polemista, al análisis de las cuestiones
coloniales, centrándose en especial en la cuestión cubana. Altamira se refiere en este caso a la siguiente
obra: Rafael María DE LABRA, Política y sistemas coloniales. La colonización en la historia. Europa y
América, 2 vols., Madrid, 1876. Recientemente se ha reeditado: Rafael María DE LABRA y otros, El pro-
blema colonial contemporáneo (edición y estudio preliminar de Marta Bizcarrondo), Colección Clásicos
del 98, nº 7, Oviedo, Universidad de Oviedo, 1998. La edición original apareció en Madrid en 1895.
327
Jiménez de la Espada fue autor de numerosas obras y responsable de varias ediciones documentales
sobre tema americanista. Altamira se refería, in embargo, a la siguiente obra: Marcos JIMÉNEZ DE LA
ESPADA, El Código ovandino, Madrid, 1891.
328
Altamira se refería a la siguiente obra: Manuel DE LA PUENTE OLEA, Estudios españoles. Los trabajos
geográficos de la Casa de Contratación, Sevilla, Escuela Tipográfica y Librería Salesiana, 1900.
329
Altamira se refería a la siguiente obra: Antonio María FABIÉ, Vida y escritos de Fray Bartolomé de
Las Casas Obispo de Chiapas, Madrid, Miguel Ginesta, 1879.
330
Juan Agustín GARCÍA (h), La ciudad indiana. Buenos Aires desde 1600 hasta mediados del siglo
XVIII, Buenos Aires, Ángel Estrada, 1900.
331
Amunátegui Solar fue un destacado abogado, historiador, educador y político chileno. Entre 1892 y
1911 fue Director del Instituto Pedagógico. Entre 1907 y 1910 ocupó el cargo de Ministro de Instrucción
Pública. Entre 1904-1906 y 1911-1923 ocupó el cargo de Rector de la Universidad de Chile. Altamira se
refería a la siguiente obra: Domingo AMUNÁTEGUI SOLAR, Mayorazgos y títulos de Castilla, 3 vols., San-
tiago de Chile, 1901-1904.
332
Altamira se refiere a la siguiente publicación: Ramón J. Cárcano, “Gobernación del Tucumán”, en: La
Biblioteca, Tomo VII, pp. 63, 209-302 y Tomo VIII, pp. 108-109 y 139, Buenos Aires, 1898.
333
Altamira se refería a la siguiente obra: Manuel BILBAO, Buenos Aires desde su fundación hasta nues-
tros días, Buenos Aires, 1902.

615
La colaboración entre los estudiosos españoles y americanos podía fructificar al-
rededor de temas de interés común, como el de la guerra independentista. Recordando a
su auditorio argentino que “el momento de la emancipación es tan nuestro como vues-
tro” Altamira proponía trabajar conjuntamente para reunir, depurar, organizar y publicar
gran cantidad de materiales existentes en archivos peninsulares e hispanoamericanos —
algunos mayormente inexplorados— como los relacionados con la actividad de los di-
putados hispanoamericanos en las Cortes de Cádiz334.
Según Altamira, para guiarse en el panorama documental podía resultar conve-
niente consultar, en primer lugar, las recopilaciones documentales metodológica-mente
fiables y, en segundo lugar, los catálogos de los archivos, de modo de obtener un pano-
rama del material existente y accesible al investigador.
En todo caso, para abonar este tipo de estudio Altamira recomendaba recurrir a
las Leyes de Indias; a los fueros reunidos en la Colección de Fueros Municipales335 por
Tomás Muñoz y Romero (1814-1867) y en el Catálogo de la Academia Española; a las
costumbres recolectadas —como las Generales de Aragón, parte de las catalanas, caste-
llanas y leonesas—; e incluso, a los documentos privados como los testamentos y las
partidas de bautismo. En América, podían resultar particularmente útiles los Acuerdos
del extinguido Cabildo de Buenos Aires336; las Memorias de los Virreyes del Perú337; la
publicación de José Toribio Medina (1852-1930) sobre la Inquisición338; y la jurispru-
dencia hispanoamericana, hasta entonces escasamente trabajada.

2.3.- Aplicaciones y utilidades de la Historiografía del Derecho.


Altamira presentó en la UBA el análisis del llamado Código de las Siete Parti-
das, no sólo por su importancia para la Historia del Derecho español, ni tampoco por las
obvias concomitancias entre las Partidas y la legislación argentina derivada del derecho

334
IESJJA/LA, s.c., Notas manuscritas de Rafael Altamira para la 3ª Conferencia en la Facultad de Dere-
cho de la UBA, 4-VIII-1909, p. 13.
335
Altamira se refería a la siguiente obra: Tomás MUÑOZ Y ROMERO (ed.), Colección de fueros municipa-
les y cartas pueblas de los reinos de Castilla, León, Corona de Aragón y Navarra, Madrid, José María
Alonso, 1847.
336
La edición inicial de los Acuerdos del Cabildo fue la siguiente: Vicente Fidel LÓPEZ (ed.), Acuerdos
del Cabildo de Buenos Aires, Serie Iª 1589-1700, 6 vols., Buenos Aires, 1886-1898. Más tarde aparecería
la reedición de estos volúmenes y la edición del material restante bajo el título de: Acuerdos del extingui-
do Cabildo de Buenos Aires 1589-1821, Archivo General de la Nación, Serie Iª, Tomos I-XVI, (Buenos
Aires, 1907-1921), Tomos XVII-XVIII (Buenos Aires, 1924-1925); Serie 2ª, Tomos I-VII (Buenos Aires,
1925-1929), Tomos VII-IX (Buenos Aires, 1930-1931); Serie 3ª, Tomos I-VI (Buenos Aires, 1926-1929),
Tomos VII-IX (Buenos Aires, 1930-1931), Tomos X-XI (Buenos Aires, 1932-1933); Serie 4ª, Tomos I-
VI (Buenos Aires, 1925-1929), Tomos VII-VIII (Buenos Aires, 1930-1931), Tomos IX-XI (Buenos Ai-
res, 1934).
337
Altamira se refería a la siguiente obra: José Toribio POLO (ed.), Memorias de los Virreyes del Perú,
Marqués de Mancera y Conde de Salvatierra, Lima, 1896.
338
José Toribio MEDINA, Historia del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición de Lima 1569-1820, 2
vols., Santiago de Chile, Imprenta Gutemberg, 1887. Puede consultarse una edición electrónica basada en
la edición de Santiago de Chile, Fondo Histórico y Bibliográfico José Toribio Medina, 1956, en:
http://www.cervantesvirtual.com.

616
colonial339, sino también porque, a través de este caso, el profesor ovetense pretendía
demostrar la utilidad del análisis propio de la Historia del Derecho.
Pese a que las Partidas eran sin duda un texto célebre en todo el mundo y habían
sido el instrumento de práctica legal durante siglos en España, sería erróneo suponer
que existía mucho investigado acerca de ellas. El panorama del verdadero conocimiento
acerca de la evolución de las instituciones jurídicas y aún de los mismos códigos y tex-
tos legales de derecho español era poco menos que decepcionante y el caso de las Parti-
das no constituía una excepción340.
Lo que se conocía de las Partidas por manuales y monografías era que éstas con-
formaban un código; que este código representó un intento de unificación legal en Cas-
tilla y que eran prueba de una influencia genuinamente romanista-justineana. Lo prime-
ro, nunca discutido, derivaba de su utilización práctica como código de aplicación ante
los tribunales; lo segundo, derivaba de la tesis de Eduardo Pérez Pujol (1830-1894) de
que la historia jurídica española se dividía en dos períodos: el de la diversidad legislati-
va de fueros municipales hasta mediados del siglo XIII y el de unidad de fueros que
comenzaría con Alfonso el Sabio y las Partidas.
Las tres afirmaciones serían, sin embargo, inexactas e insostenibles de acuerdo a
los estudios y documentos disponibles341. Las Partidas no constituirían un código, ya
que no conformaban un conjunto de leyes sistemáticamente ordenadas que abrazara la
totalidad de la legislación o de una rama de la misma. Por el contrario, las Partidas serí-
an una colección de textos muy diversos, muchos de los cuales carecerían de carácter
legal, incluyendo máximas y principios éticos relacionados con la administración del
Estado, relaciones históricas, pinturas de costumbres, leyendas de la fantasía popular,
textos de literatura medieval o de los libros de caballería. Este conjunto heterogéneo
conformaría una especie de miscelánea enciclopédica de la ciencia jurídica y social del
siglo XIII342.
La redacción de índole legal sólo manifestaría la presencia de un rasgo de estilo
común a la cultura literaria de la época, pero que no debería ser tomado automáticamen-
te como indicio válido a partir del cual inferir el carácter auténticamente legal de un

339
Rescatar del olvido estas vinculaciones era importante teniendo en cuenta que era incontrastable que
“estas relaciones y este interés de carácter práctico se va[n] desvaneciendo a medida que avanzan otras
influencias y principios representativos de la moderna legislación argentina...” (AHUO/FRA, en cat.,
Caja VI, Acta mecanografiada de la versión taquigráfica correspondiente a la 6ª Conferencia de Rafael
Altamira en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires, Buenos Ai-
res, IX-1909, p. 1).
340
Ibíd., pp. 1-2.
341
Ibíd., p. 3.
342
Las Partidas integraban “una porción de elementos de carácter filosófico, de carácter moral y de carác-
ter literario que no tienen absolutamente ni la intención ni siquiera el aspecto legislativo. Son nociones,
noticias tomadas de fuentes distintas: unas veces española, otras veces italianas, y algunas veces alemanas
también, que constituyen todas reunidas como una enciclopedia, diremos así, de la ciencia jurídica y de
las ciencias sociales del siglo XIII, tal como las podían conocer y podían entender los hombres intelectua-
les de Castilla en los cuales había un ideal del mundo, un ideal de las instituciones políticas y en las insti-
tuciones públicas, muy por encima no solo de la realidad en que vivían, sino de toda posibilidad de pro-
ducir una reforma concomitante con estas ideas dentro del territorio castellano.” (Ibíd., p. 4).

617
texto343. Por el contrario, lo que haría legal a un texto se relacionaría con su utilización
efectiva y la aceptación del mismo como enunciado normativo de determinadas relacio-
nes sociales, en un marco histórico de condiciones jurídicas y políticas y, siempre y
cuando, su utilización estuviera respaldada por la posesión de algún tipo de autoridad
legítima. En ese sentido preciso, las Partidas no habrían sido, ni habrían podido ser un
auténtico código legal.
Respecto de la afirmación de que las Partidas habrían significado un intento de
unificación de la legislación castellana, Altamira también la consideraba errónea. Una
investigación seria podría hacer ver fácilmente “que don Alfonso no tuvo ni siquiera el
intento de aplicar aquel libro, aquella enciclopedia jurídica, en forma de ley obligatoria
en los territorios en que dominaba y mandaba.”344. Alfonso el Sabio nunca habría lleva-
do a cabo actos para imponer las Partidas como un verdadero código legal en su reino.
Prueba de ello sería que en sus dominios no sólo se aplicaban las leyes románicas, sino
que como monarca otorgó nuevos fueros municipales en todo el territorio castellano.
Si bien sería cierto que existió una tendencia unificadora, Altamira consideraba
que ésta habría sido inducida por tres factores que en ningún caso se relacionaban con
las Partidas.
El primer factor influyente habría sido el proceso histórico de igualación de de-
rechos municipales. A través de este proceso podría verse el interés que tuvieron los
pueblos españoles por obtener fueros municipales —o ampliaciones de derechos fora-
les— que confirmaran las excepciones conseguidas consuetudinariamente y obtuviera
otras nuevas. Los fueros, como instrumento legal, definían un privilegio a favor de un
grupo de pueblos a quienes se sustraía de las imposiciones generales. Su adjudicación
selectiva derivó, no obstante, en que el fuero más amplio fuera reclamado luego como
base por los nuevos pueblos que se iban fundando al compás de la reconquista cristiana.
De esta forma, la generalización de las excepciones forales y la ampliación jurisdiccio-
nal de estos privilegios a regiones enteras habrían tenido, paradójicamente, un efecto
unificador.
El segundo factor unificador, opuesto al anterior, habría sido el de la extensión
progresiva de la legislación real. Según Altamira, los Reyes españoles habrían actuado
constantemente como árbitros de la legislación; las Cortes podían peticionar pero los
reyes eran quienes podían aceptar o negar, quienes poseían y disponían de las fuerzas
legales y quienes legislaban por sí mismos sobre el amplio territorio castellano. El resul-
tado acumulado de esta tendencia expansiva de la legislación centralizada fue que hacia
fines de la Edad Media, Castilla contaba con un número considerable de leyes de apli-
cación general para todo su territorio.

343
El hecho de que “un gran número de ellos afecten la forma de ley, aunque precedidas la mayor parte
de las veces de una especie de convicción, de una especie de explicación racional de los textos precepti-
vos...no es óbice [de] que... no se dirijan sino a difundir ciencias y conocimientos y no sirvan más que
para la cultura científica del Derecho en las universidades y escuelas particulares” (Ibíd., p. 7).
344
Ibíd., p. 8.

618
El tercer factor que Altamira consideraba importante para la unificación fue el
proceso abstracto de racionalización legal. Como intelectual liberal decimonónico, Al-
tamira aún creía en la fuerza unificadora de la razón humana que se desplegaba en la
historia como un proceso lento y complejo, pero ineluctable y benéfico, cuya tendencia
llevaba a la imposición generalizadas de las mejores soluciones prácticas y lógicas en
todos los ámbitos de la vida humana345.
Pese a lo inorgánico y fragmentario del proceso de unificación medieval y a que
la verdadera unificación jurídica fue tarea de los siglos XVIII y XIX, sería innegable
que esta temprana experiencia habría sido muy positiva para España. Por su índole no
planificada y por las diversas fuentes que la nutrían, este proceso temprano de unifica-
ción se conjugaba perfectamente con respeto de las diferencias del medio económico y
social. De esta forma se habrían tolerado ciertas modificaciones consuetudinarias en la
aplicación de las leyes, mostrando una beneficiosa “conjunción del principio unificador
por una parte y del principio de diferencia regional o local por otra en la aplicación de
leyes de carácter general”. Para Altamira, esta sería una nota interesantísima de la Edad
Media —en la que deberían haber reparado muchos reformadores dogmáticos posterio-
res— porque mostraría cómo aquellos jurisconsultos apreciaron la necesidad de flexibi-
lizar y amoldar las normas e instituciones generales a las condiciones reales de cada
región, para poder contribuir efectivamente al proceso de unificación, centralización y
fortalecimiento de la monarquía al cual servían346.
Por último, se ha considerado que las Partidas reflejaban de manera pura en de-
recho justiniano, siendo el testimonio más contundente del gran renacimiento del dere-
cho romano. Esta afirmación estaba en concomitancia con la idea de que existieron dos
grandes períodos jurídicos en España, el anti-justiniano, correspondiente a la ley roma-
no-visigótica, y el justiniano. Sin embargo, esta periodización sería un tanto temeraria,
en tanto el proceso de difusión de las leyes románicas y alcance de la renacida influen-
cia del derecho romano-visigótico durante la Reconquista apenas si se conocían. Si bien

345
“Un razonamiento a priori aplicado a éstas épocas como a todas las épocas de la humanidad, es la
fuerza unificadora que la razón humana tiene —la razón humana constituye constantemente y muy en
especial, cuando trata de instituciones y de cosas que se refieren a la vida práctica humana, tiende a hallar
los más altos conceptos razonables para desenvolver conforme a ella las instituciones. Ahora bien, la
razón impone lo mejor siempre y lo mejor por título de mejor tiene que ser igual en todas partes y la posi-
ción propiamente racional es la cual, en cierta manera estaban todos los legistas de la Edad Media, aunque
concomitaban su ideal en el Derecho Romano considerando que era la razón escrita, era necesariamente
un principio unificador...” (Ibíd., p. 10).
346
Un ejemplo de esta política flexible, sería la evolución demostrada por legislación sobre jornales en
España. Altamira dedicó investigaciones a este tema junto con sus alumnos del seminario de Historia del
Derecho, cuyos papeles pueden verse en: AHUO/FRA, en cat., Cajas V, VI y VIII. El marco de estas
investigaciones fue el seminario que Altamira impartiera —para veinte inscriptos— sobre la situación
material del obrero español cuyo primer curso se impartiera entre el 15 de octubre de 1904 y el 12 de abril
de 1905, y su segundo curso entre octubre y abril de 1906 para la Escuela Práctica de Estudios Jurídicos
de la Universidad de Oviedo. Para hacerse una idea acerca de las actividades dirigidas por Altamira puede
verse: Rafael ALTAMIRA, “Seminario de Historia del Derecho. La vida del obrero en españa desde el siglo
VIII”, en: Anales de la Universidad de Oviedo, Año III.- 1903-1905 (tomo III), Oviedo, Establecimiento
Tipográfico de Adolfo Brid, 1905, pp. 120-124; ID., “Seminario de Historia del Derecho, curso de 1905 a
1906”, en: Anales de la Universidad de Oviedo, Tomo IV, 1905-1907, Oviedo, Establecimiento Tipográ-
fico, 1907, pp. 84-89.

619
es cierto que los textos de derecho romano fueron utilizados en las universidades, tam-
bién consta el hecho de que estos no sustituyeron a los libros justinianos, sino que se
utilizaron simultáneamente. Por otra parte, la doctrina de las Partidas diferiría en mu-
chos puntos fundamentales con la del derecho justiniano, sobre todo en cuestiones de
Derecho público.
¿De dónde provenían estas interpretaciones erróneas? Altamira consideraba que
el siglo XVIII se había caracterizado jurídicamente por la gran cruzada contra el exclu-
sivismo del derecho romano en las universidades españolas. En esa circunstancia, se
habría desarrollado un movimiento intelectual en favor de la creación de un derecho
patrio que a su vez habría llevado a que los jurisconsultos se apoyaran en las Partidas,
por su carácter español y no en la legislación romana.
Las Partidas se habrían impuesto “mediante un proceso exactamente igual al
proceso en virtud del cual el derecho romano [se] impuso a la costumbre y al derecho
social en la época de la dominación romana”347, es decir, como fruto del poder soberano
ejercido por el monarca actuando como legislador. En 1348 Alfonso XI un año después
de la petición de las Cortes, promulgó por primera vez las Partidas y las incorporó en
forma de texto legal suplementario para los tribunales en la aplicación del Derecho “en
el caso que no se contenga en las leyes anteriores que se consideraban como de vigencia
preferente”348.
Esto hizo que se favoreciera la penetración de las Partidas en los tribunales, so-
bre todo en materia de derecho procesal y civil. Un siglo después la reina Juana pro-
mulgó las Leyes de Toro, instrumento de transacción jurídica que dejaba en pié las insti-
tuciones del derecho romano junto a las instituciones indígenas. Según Altamira, futuras
investigaciones historiográficas podría dilucidar cómo se desarrolló efectivamente ese
proceso de avance del derecho románico “en su modificación y asimilación española de
las Partidas” por el cual éstas se convirtieron, primero, en derecho supletorio y, más
tarde, en derecho principal en la legislación española.
En todo caso, para avanzar en las investigaciones sería necesario contar con otro
texto de las Partidas, ya que los que existen serían de aplicación filológica o de aplica-
ción práctica en los tribunales, faltando una edición que pudiera satisfacer los requisitos
y condiciones necesarias para la investigación historiográfica. Esta no sería una carencia
de escasa importancia ya que sólo a partir de nuevas investigaciones sobre una edición
histórica de aquellos textos podría verse concretamente en qué aspectos, instituciones y
preceptos legales el derecho romano de las Partidas se distanció del derecho justiniano,
ganando terreno y convirtiéndose en legislación vivida y positiva en los territorios cas-
tellanos y en los demás territorios españoles.
De allí que Altamira afirmara que:

347
AHUO/FRA, en cat., Caja VI, Acta mecanografiada de la versión taquigráfica correspondiente a la 6ª
Conferencia de Rafael Altamira en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de Bue-
nos Aires, Buenos Aires, IX-1909, p. 20.
348
Ibíd., p. 21-22.

620
“mientras esas investigaciones no se hagan, comprenderéis muy bien que toda afirmación respec-
to del proceso histórico de penetración en nuestra vida real del código de las Partidas tiene que
ser una afirmación muy en el aire de noticias generales, de vaguedades, de indicaciones, de cosas
respecto de las cuales no se puede tener certidumbre” 349

Interesado en sostener que lo propiamente científico consistía en poder asegurar


las cosas con pruebas en la mano y convencido de que aplicar un criterio científico en la
investigación jurídica era útil y productivo para el avance del conocimiento y de la prác-
tica legal, Altamira se sirvió de este caso para demostrar la utilidad del análisis histórico
del derecho y la necesidad de apuntalar el desarrollo científico del campo jurídico.
Respecto de esto último, Altamira fustigó desde la Tribuna académica a quienes
negaban la cientificidad del Derecho. El desarrollo científico del Derecho sería conti-
nuamente cuestionado por el vulgo y los especialistas de otros órdenes y disciplinas,
que solían creer que en las “ciencias que se refieren a la vida espiritual humana” —
especialmente en las ciencias morales y el Derecho— no existía aplicación alguna del
método realista y experimental. De allí la suposición de que la enseñanza e investiga-
ción del Derecho no necesitaba recurrir a ningún material, limitándose a trabajar en
base al puro razonamiento o a la aplicación del sentido común. Este error estaría origi-
nado tanto en el recuerdo y pervivencia de la enseñanza libresca tradicional; como en la
vigencia de la costumbre de ver en el Derecho sólo la proyección polémica e interesada
de las argumentaciones jurídicas encontradas..
Altamira afirmaba que, no obstante el éxito de estas imágenes deformantes, en la
Ciencia del Derecho había razones, explicaciones, deducciones, inducciones y hechos, y
que el conocimiento de estos hechos y su análisis era una actividad “tan técnica y espe-
cial como el de cualquier otro caso”. Sin embargo, los detractores de la Ciencia del De-
recho tendrían razón en que, hasta entonces, los métodos científicos no eran demasiado
practicados, aun cuando su avance era perceptible en algunas de sus ramas como la pe-
nal y la civil; pudiendo extenderse significativamente a partir del desarrollo de la Histo-
ria del Derecho350.
Para el profesor ovetense quedaba claro que la investigación histórica del Dere-
cho era un recurso científico de inestimable valor para dilucidar los orígenes de una
institución jurídica y poder enfrentar así las visiones simplistas y deformantes impuestas
por la costumbre o por los intereses contemporáneos de determinadas ideologías jurídi-
cas y corrientes de pensamiento político en su visión del pasado y la tradición:
“El ejemplo que nos presenta la historia del Código de las Partidas como un caso de la Historia
Jurídica Española respecto del cual se ha creído hasta ahora que se pueden aventurar afirmacio-
nes perfectamente seguras y que sin embargo es una cosa internamente desconocida, esto es lo
más fundamental suyo, es un buen modelo, es un buen ejemplo que puede servir no solo para
percatarse de la exactitud de las afirmaciones respecto al estado actual de los conocimientos de
historia jurídica española, sino para percibirse de la distancia que hay del verdadero espíritu cien-
tífico en la forma de cualquier forma de conocimiento, de estas otras cosas que hacen su función

349
Ibíd., p. 24.
350
IESJJA/LA, s.c., Notas manuscritas de Rafael Altamira (8 hojas con membrete del Splendid Hotel)
para su 2ª Conferencia en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Córdoba, Córdoba, 19-
X-1909, p. 2.

621
y representan externamente su papel, pero que en rigor no representa nada, absolutamente nada
en el progreso de las ciencias” 351

Otra área en la que los estudios de Historia del Derecho podían aportar un cono-
cimiento útil para la comprensión, el ejercicio y el desarrollo del Derecho en general y
de la política jurídica, era en el área del derecho consuetudinario.
Para el profesor ovetense, el historiador del Derecho podía aportar su particular
entendimiento, su sensibilidad y su metodología para reconstruir y comprender la cos-
tumbre jurídica, con todo lo que ella tiene de resultado complejo de determinaciones
sociales, culturales, políticas y económicas de raíz histórica.
Altamira consideraba que el jurista de su tiempo estaba “mentalmente incapaci-
tado para comprender la función de Derecho consuetudinario y su vitalidad en la vida
jurídica presente”352. La tradición naturalista y el influjo de la escuela revolucionaria
pesarían todavía de una forma decisiva sobre los juristas hispanos, provocando una ce-
guera respecto de la vida exterior de la norma legal y reforzando una ingenua creencia
en la omnipotencia de la ley. De esta creencia se derivaría la aspiración típicamente
hispana y latina de obtener el poder en la seguridad teórica de que sólo quien lo poseía
tendría la posibilidad de modificar la ley y, por lo tanto, la sociedad353.
Esta composición errónea explicaría la dificultad de comprensión de la fórmula
consuetudinaria del Derecho, que paradójicamente solía ser más profunda en los países
que no admitían el uso y la costumbre como fuente legal, que en los que los aceptaban.
La República Argentina sería un claro ejemplo de una nación hispanoamericana que
intentaba apartarse de cualquier influjo de la costumbre, lo cual se reflejaba en un Códi-
go Civil que no admitía ninguna forma jurídica que no fuera la ley, ni nada que fuera
supletorio de ella. Si la ley no tenía preceptos aplicables en un caso concreto, se debía
atender, por lo tanto, sólo a los principios generales del Derecho, evitando toda apela-
ción a las costumbres de la localidad, de la región o del país.
Dos serían los supuestos de quienes se mostraban abiertamente contrarios a la
fórmula consuetudinaria. El primero sería que el Derecho consuetudinario y los usos y
costumbres correspondían a un estado de manifestaciones de la vida y de la regla jurídi-
ca propio de civilizaciones rudimentarias que carecían de un ideal fuerte del Estado.
Así, la costumbre sería un fenómeno de derecho histórico cuyo tiempo y vigencia ya
habría pasado. El segundo supuesto sería que la pervivencia contemporánea del Dere-
cho consuetudinario se verificaba sólo en naciones atrasadas que se mantenían en esta-
dos primitivos de la civilización jurídica.
Estos supuestos habrían sido develados y sufrido rectificación a lo largo del si-
glo XIX debido a la acumulación de estudios de Historia del Derecho, de sociología

351
AHUO/FRA, en cat., Caja VI, Acta mecanografiada de la versión taquigráfica correspondiente a la 6ª
Conferencia de Rafael Altamira en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de Bue-
nos Aires, Buenos Aires, IX-1909, p. 25.
352
AHUO/FRA, en cat., Caja VI, Acta mecanografiada de la versión taquigráfica correspondiente a la 4ª
Conferencia de Rafael Altamira en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de Bue-
nos Aires, Buenos Aires, 11-VIII-1909, p. 1.
353
Ibíd., p. 1.

622
descriptiva y a la comprobación de que la costumbre jurídica convivía en los pueblos
civilizados con la ley positiva, tanto en el pasado como en el presente.
La reacción típica contra este redescubrimiento de la costumbre consistió en
conceptualizarla como una pura pervivencia de estados anteriores, de una cultura y una
economía arcaica y con un alcance limitado. Altamira discutía este argumento afirman-
do que el fenómeno consuetudinario abrazaba todas la esferas del Derecho contemporá-
neo, por lo que no podría decirse que fuera pura supervivencia, sino un hecho constan-
temente reproducido en la vida cotidiana que resultaba más fundamental para la vida
jurídica de un país que la misma ley.
Las investigaciones españolas sobre la materia fueron inauguradas por Joaquín
Costa y su obra pionera acerca del Derecho consuetudinario del Alto Aragón354, que
abarcaba aspectos de orden familiar, el ordenamiento de la propiedad y el derecho mu-
nicipal. El éxito sin precedentes de este libro en España impulsó los estudios de varios
juristas e historiadores que se plasmaron en una serie de textos monográficos que luego
se reunirían en otro libro coordinado por Costa355. Pero antes aparecería su famoso Co-
lectivismo agrario, en donde analizaba las formas colectivas de propiedad en la Penín-
sula356.

354
Joaquín COSTA Y MARTÍNEZ, Derecho consuetudinario del Alto Aragón, Madrid, 1880.
355
Altamira se refería a la siguiente obra: Joaquín COSTA Y MARTÍNEZ (coord.), Derecho consuetudinario
y Economía popular de España, 2 vols., Barcelona, Henrich y Cª, 1902.
356
Joaquín COSTA Y MARTÍNEZ, Colectivismo agrario en España. Parte I y II. Doctrinas y hechos, Ma-
drid, Imprenta de San Francisco de Sales, 1898. Costa, de quien Altamira se confesaba discípulo, habría
confeccionado este libro magistral “que si en vez de estar escrito en español hubiera sido escrito en len-
gua extranjera es seguro que nos lo pondrían encima de nuestras cabezas, porque es sabido que tenemos
la debilidad de mirar con poco interés las cosas que salen de nuestra raza y no damos importancia a lo
escrito en nuestro idioma y esto seguramente es vicio de aquí y de allí; pues bien, el libro del señor Costa
representa una nueva sistematización de datos referentes a España con aportaciones nuevas, originales,
con un estudio sobre todo de la relación que la forma comunal puede tener con la forma feudal en España,
con hipótesis, con iniciativas, explicaciones de hechos históricos que podrían ser discutidos, pero que en
suma llevan la impresión del talento grande y de la penetración profunda con que el señor Costa estudia
todos los hechos humanos; y luego todo esto de interés extraordinario que constituye y que ha constituido
en la fecha que se publicó el libro, una verdadera novedad, porque hasta entonces ninguno de los que
había investigado formas de propiedad comunal habían pasado a investigar el hecho, es decir, las comu-
nidades de tierras que existían y de otra forma cualquiera de la propiedad. El señor Costa ha revelado otra
cosa y es que no solo en el hecho sino en la doctrina España es un país tradicionalmente colectivista y que
nosotros tenemos escuela colectivista teórica...” (AHUO/FRA, en cat., Caja VI, Acta mecanografiada de
la versión taquigráfica correspondiente a la 5ª Conferencia de Rafael Altamira en la Facultad de Derecho
y Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires, Buenos Aires, 18-VIII-1909, p. 24-25). Costa
habría revelado también la vigencia de esa doctrina en los siglos XV, XVI, XVII, XVIII y XIX y cómo
ella habría continuado hasta el siglo XX. Respecto de las consecuencias prácticas que sobre el ordena-
miento jurídico y las relaciones de propiedad podían tener estas revelaciones, Altamira recomendaba
analizar caso por caso, para determinar qué formas de propiedad comunal era bueno conservar, cuáles
sería conveniente superar, cuáles resucitar y cuáles inventar, ya que la solución futura no estaba en arrasar
todas las formas de propiedad comunal ni en restaurar un orden comunal en toda España. Esta no era la
primera vez que Altamira evaluaba esta obra, al respecto puede verse su reseña: Rafael ALTAMIRA, “No-
tas críticas: Colectivismo agrario en España. Partes I y II. Doctrinas y hechos, por Joaquín Costa, Ma-
drid, 1898”, en: Revista Crítica de Historia y Literatura española, portuguesa e hispano-americana, Año
II, Nº X a XII, Madrid, diciembre de 1898.

623
A partir de la apertura de esta línea de investigación, la RACMP había abierto un
exitoso concurso anual de monografías sobre Derecho consuetudinario357. Desde enton-
ces, la acumulación de una gran cantidad de material —que Altamira, como delegado de
la institución, puso a disposición de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la
UBA358— contribuyó a cambiar el entendimiento de la costumbre en el Derecho. Estas
investigaciones habrían mostrando, por ejemplo, que la costumbre había sido un instru-
mento del que el pueblo se había servido habitualmente para contestar las modificacio-
nes legislativas que le eran impuestas con el objeto de proteger su originalidad y su ma-
nera de concebir y resolver sus necesidades jurídicas.
Por su parte y más allá de la escuela de Costa y de la Academia, en el ámbito
universitario ovetense, Adolfo Posada en su Cátedra de Derecho Político y Economía y
el mismo Altamira en la Cátedra de Historia del Derecho, habían desarrollado activida-
des de investigación y excursiones para estudiar in situ las formas del Derecho consue-
tudinario asturiano, logrando reunir gran cantidad de datos de inestimable valor359.
Ahora bien, estas líneas mutuamente imbricadas y concurrentes de investigación
habrían ubicado a España en la cabeza mundial de los estudios de Derecho consuetudi-
nario. El aporte español habría contribuido a demostrar que la costumbre no se limitaba
a llenar los vacíos que dejaba la ley, sino que creaba una corriente de vida jurídica com-
pletamente al margen de ella y que, incluso lograba a menudo triunfar sobre el ordena-
miento legal360. También la investigación hispana habría logrado establecer que la teoría
realista del derecho positivo era inviable, en tanto la positividad o realidad de ese dere-
cho no se derivaba de que estuviera escrito y codificado, sino de que este rigiera efecti-
vamente las relaciones entre los hombres361. Por último, esta consolidación de la inves-
tigación del Derecho consuetudinario en España habría servido para comprobar que éste

357
El propio Rafael Altamira escribió una memoria de 127 páginas sobre esta temática que fuera premia-
da por la Academia de Ciencias Morales y Políticas: Rafael ALTAMIRA, Derecho consuetudinario y eco-
nomía popular de la provincia de Alicante, Madrid, 1905.
358
AHUO/FRA, en cat., Caja VI, Acta mecanografiada de la versión taquigráfica correspondiente a la 4ª
Conferencia de Rafael Altamira en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de Bue-
nos Aires, Buenos Aires, 11-VIII-1909, p. 9.
359
Ibíd., pp. 9-10.
360
De esta forma, se habría podido desmentir el error habitual de quienes creían poder hacerse una ima-
gen ajustada de las características jurídicas del pueblo español a través de la lectura de las leyes decimo-
nónicas. Las leyes españolas, fueran las electorales, las municipales o las que regulaban la propiedad, no
se cumplían en la realidad, ya que en la vida cotidiana, era evidente que las leyes eran a menudo despla-
zadas por las tradiciones antiguas de los pueblos o por el desarrollo de nuevas formas consuetudinarias
que concordaban mejor con la manera popular de entender la vida social, que los enunciados legales
(Ibíd., p. 12).
361
De acuerdo a este hallazgo podría verse con claridad la ineficacia de una gran cantidad de leyes espa-
ñolas, que a pesar de que “han salido en la Gaceta y que se han escrito en el papel” no han regido nunca
ya que “el pueblo español se ha negado a practicarlas” (Ibíd., p. 15). Altamira volvió a argumentar contra
confusión del Derecho positivo y la Ley en la Universidad Nacional de Córdoba, ver: “El profesor Alta-
mira. Conferencia en la F. de Derecho. Resumen interesante. Discurso del doctor Pitt”, en: La Verdad,
Córdoba, 19-X-1909 (IESJJA/LA, s.c., Recorte de Prensa).

624
se formaba de manera diferente a la ley positiva y a la sentencia, y que su extensión
llegaba a ser incluso mayor que el alcance del sistema jurídico formal362.
A pesar de esta evidencia, y del monumental aporte de los historiadores y soció-
logos del derecho español, el Código Civil peninsular era tan contrario como el argenti-
no a las formas consuetudinarias, siendo esta la posición tradicional en la ley española
desde las Partidas y el rigorismo romanista, que podría entenderse cabalmente sólo a
través del estudio de la historia jurídica española e hispánica y no a través de su análisis
lógico.
El descubrimiento de este agudo contraste entre el marco legal y la costumbre
permitía pensar de una manera diferente a la ley, entendiéndola como pura proposición
que el legislador le hacía al pueblo, siendo éste quien decidiría en última instancia acer-
ca su vigencia real, en base a la adecuación de aquella a sus costumbres.
Sin embargo, esta reconsideración no permitiría suponer que la ley fuera per se
ineficaz, sino solo cuando ésta pretendía ir en contra del parecer de los pueblos y de la
opinión pública manifestada.
Esta contradicción habitual sería la que estaba en la raíz del incumplimiento de
la ley. La identificación entre ley y Derecho positivo sería válida, entonces, sólo cuando
la ley se cumpliera efectivamente y para que ello ocurriera “[el legislador] tendría que
consultar fielmente las necesidades de las sociedades para las que se las dicta, lo que no
ocurre... porque muchas veces las leyes están en contra de las costumbres y entonces o
no se las cumple, o sólo se las cumple externamente, es decir, en apariencia”. Lo ideal,
según Altamira era que el legislador procurara hacer leyes que respondieran a las nece-
sidades concretas de su pueblo y que no importaran principios jurídicos de otras socie-
dades, ya que ello ya se habría demostrado como una práctica enteramente contrapro-
ducente363.
Altamira proponía distinguir el hecho de aceptar que la costumbre vivía a despe-
cho de la ley y de que el derecho positivo no podía confirmar su condición de tal si no
era aceptado por el pueblo como derecho vivido; con el hecho abusivo de aceptar la om-
nipotencia y naturalidad de la costumbre y la inutilidad de la ley:
“Los cultivadores y defensores del Derecho consuetudinario están en peligro grave de llegar esa
conclusión, se puede llegar a creer esto: primero, [que] el derecho nació espontáneo de la cons-
ciencia pública [y que] el Derecho nacido de la consciencia pública es siempre el derecho conve-
niente, el derecho justo, el derecho apropiado al progreso y a la justicia de cada pueblo; por lo
tanto se llega a que el pueblo acierta siempre en su forma jurídica [y] que la costumbre es siem-
pre buena y conveniente, que no se equivoca, y que quien se equivoca es la ley únicamente. De
ahí las formas especiales del regionalismo jurídico que tendió a inmovilizar su vida jurídica anti-
gua considerándola no solo como la propia y mirándola con el cariño con que se mira siempre lo

362
Prueba de ellos sería el hecho de que solo una pequeña cantidad de los pleitos españoles se dirimían en
los tribunales, por lo que sus resoluciones no conocían auténtica sentencia, sino acuerdos entre partes
guiados casi siempre por costumbres vigentes.
363
“El profesor Altamira. Conferencia en la F. de Derecho. Resumen interesante. Discurso del doctor
Pitt”, en: La Verdad, Córdoba, 19-X-1909 (IESJJA/LA, s.c., Recorte de Prensa).

625
que nace de nuestros propios esfuerzos, como la mayor del mundo, como la más racional y la
más perfecta de todas” 364

La costumbre era tan histórica y mutable como la ley, no era eterna, por lo que
podía y debía ser reformada tanto como la norma escrita. Ahora bien, la reforma de la
ley y de la costumbre no se lograría por la mera imposición del principio de autoridad,
sino que habría que lograrla mediante una amplia discusión tendiente a la modificación
del estado de las ideas. Sin embargo, la costumbre española —errónea para Altamira—
seguía siendo la de trocar la alternativa de una evolución por la de una revolución que
impusiera un cambio radical desde arriba:
“[Una] Revolución que no se apoye en un previo estado de consciencia y en un cambio real y
efectivo de las ideas... es una revolución fracasada, puede dar la apariencia del poder o del go-
bierno de los pueblos, pero no da la realidad de que lo que importa sobre todo, que no es un
triunfo de personas o un cambio de instituciones,... sino el cambio de la fuente de la vida jurídica
y social [...] Que hay que trasladar de campo de lucha, que hay que seguir haciendo la revolu-
ción, claro es, pero hay que seguir haciéndola mediante la reforma de la consciencia jurídica del
pueblo, conviniendo en que todo lo que se ha gastado en inútiles convulsiones políticas hay que
gastarlo en escuelas en todo aquello que pueda formar una sociedad consciente de sus propios in-
tereses, para que entonces se verifique efectivamente lo único que es eficaz en los pueblos, o sea
las revoluciones desde abajo hacia arriba, porque las de arriba hacia abajo todo el mundo sabe a
donde van a parar” 365

Una ejemplo práctico de esta mentalidad que suponía la necesidad de controlar


el Estado para poder imponer reformas legales progresistas, lo constituía sin duda, el
caso de las leyes liberales desamortizadoras.
Para comprender esta acción político jurídica tan radical, debería entenderse
previamente no solo el afán modernizador de sus mentores, sino el contexto ideológico
en el cual fue delineada. El jurista español de mediados del siglo XIX —cuyo represen-
tante emblemático fuera Gaspar Melchor de Jovellanos— había sido formado en un
movimiento de ideas jurídicas y en una mentalidad filiadas con el Código Civil napo-
leónico y el sentido individualista de la Revolución Francesa366. Por esta razón, el Códi-
go Civil español exhibía un individualismo seco y cerrado, y la abrumadora mayoría de
los juristas hispanos no concebían ninguna propiedad que no fuera la privada, mostrán-

364
AHUO/FRA, en cat., Caja VI, Acta mecanografiada de la versión taquigráfica correspondiente a la 4ª
Conferencia de Rafael Altamira en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de Bue-
nos Aires, Buenos Aires, 11-VIII-1909, pp. 20-21.
365
Ibíd., p. 24.
366
La propiedad comunal se oponía en la historia de las normas de la propiedad de la tierra a la individual
o privada, pero más allá de la teoría o de la lógica, en la definición española de este tipo de propiedad
pesaba mucho la tradición jurídica francesa. Teniendo en cuenta esto, Altamira llamaba la atención acerca
de los límites de la definición francesa de propiedad comunal, que sólo contemplaba como tal a la propie-
dad cuyo sujeto era un grupo de vecinos o el conjunto de individuos que componen un municipio. De este
modo, para muchos investigadores galos no habría existido propiedad comunal durante amplios períodos
de la historia francesa ya que, cuando no veían colectivismo, determinaban que la propiedad comunal era
inexistente. Para Altamira era tan propiedad comunal la propiedad familiar —cuando sus miembros per-
manecen juntos y la propiedad no se divide disfrutándola todos con el mismo derecho—, como aquella
cuyo sujeto era una agrupación amplia de personas, siendo el requisito necesario, aunque no suficiente,
que el titular de esos derechos fuera colectivo.

626
dose totalmente refractarios a reconocer y legitimar las formas comunales de propie-
dad367.
Según Altamira, los juristas, los políticos, los historiadores y quienes redactaron
el Código español no habrían tenido consciencia de lo que era realmente la propiedad
comunal, pese a que “tenían constantemente en frente de si el ejemplo de una propiedad
común característica, tradicional entre nosotros, que no ha desaparecido ni ha tenido
interrupción alguna...”368. Los bienes comunales eran tradicionales en España y a pesar
de que comúnmente se concebían sólo como tierras de todos los vecinos dedicadas a la
pastura y recolección de madera, existían muchas otras formas de propiedad comunal
como las municipales, siendo algunas fruto de la reunión de los vecinos que las explotan
individualmente y otras propias del ayuntamiento como representante de la entidad jurí-
dico-política municipal.
Cuando sobrevino la reforma de Jovellanos y sus amortizaciones arrasaron con
la propiedad vinculadas, amortizadas y en manos muertas, se consideró que la propie-
dad municipal también debía ser un blanco de la reforma, ya que los municipios acapa-
raban grandes cantidades de tierras que por su condición comunitaria no podía enajenar,
inmovilizando la propiedad y contradiciendo la política económica que deseaba hacer
de la tierra un bien “tan rápidamente cambiable, como la propiedad mueble”369.
De esta forma, las leyes desamortizadoras de entonces dispusieron la venta for-
zosa de los bienes propios municipales, conjuntamente con los bienes de mano muerta
eclesiásticos y de los mayorazgos, exceptuando los pastos y montes propios de los pue-
blos. Esto, que parecía sumamente claro en la mentalidad del legislador, resultó compli-
cado de llevar a la práctica, porque cuando se intentó aplicar la norma y sus criterios, se
habrían encontrado innumerables casos particulares en que las tierras comunales no eran
utilizadas para los fines que se suponía debían estar destinados.
Esto provocó muchos pleitos, cuyo origen habría sido ese entendimiento estre-
cho de lo que constituía la propiedad comunal, cuya realidad desbordaba completamen-
te el límite con que se la entendía jurídicamente. Las investigaciones históricas y socio-
lógicas de Joaquín Costa y el movimiento que generaron llamaron la atención acerca de

367
AHUO/FRA, en cat., Caja VI, Acta mecanografiada de la versión taquigráfica correspondiente a la 5ª
Conferencia de Rafael Altamira en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de Bue-
nos Aires, Buenos Aires, 18-VIII-1909, p. 4.
368
Ibíd., p. 5. El severo cuestionamiento de Altamira al individualismo doctrinario y evolucionista en
materia del régimen jurídico de la propiedad ya había sido elaboradas para la ponencia “Formas colecti-
vas de propiedad de la tierra que deben conservarse o restaurarse” para el Congreso Agrícola de Castellón
de la Plana celebrado entre el 16 y 18 de junio de 1905. Altamira no concurrió para presentar su trabajo,
que fue leído por otro congresista. El texto de la ponencia fue publicado por los Anales universitarios, en
su sección La Universidad en el Exterior: [Rafael ALTAMIRA],“Congreso agrícola de Castellón de la Pla-
na. Memoria presentada por el profesor D. Rafael Altamira” [“Formas colectivas de propiedad de la tierra
que deben conservarse o restaurarse” (1905)], en: Anales de la Universidad de Oviedo, Tomo IV, 1905-
1907, Oviedo, Establecimiento Tipográfico, 1907, pp. 247-255.
369
AHUO/FRA, en cat., Caja VI, Acta mecanografiada de la versión taquigráfica correspondiente a la 5ª
Conferencia de Rafael Altamira en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de Bue-
nos Aires, Buenos Aires, 18-VIII-1909, p. 8.

627
la existencia de formas impensables de propiedad individual y comunal de la tierra y de
bienes muebles y de formas colectivas de explotación muy complejas.
Algunas de estas formas eran muy antiguas, muchas derivaciones o transforma-
ciones más recientes y otras, finalmente, eran transformaciones fruto del choque de las
formas antiguas tradicionales y de la ley vigente370. De cualquier forma, el caso de la
desamortización y sus secuelas jurídicas podría demostrar palmariamente, cuán necesa-
ria era una investigación histórica y sociológica de la evolución de las leyes y de las
costumbres para el ejercicio y la administración de la justicia. Sin duda, este era un caso
a través del cual Altamira pretendía defender la utilidad práctica de la Historia del Dere-
cho, en tanto permitiría establecer con claridad un marco racional para la solución de los
conflictos de propiedad ante los tribunales; a la vez que podría orientar conductas jurí-
dicas del estado y los particulares al respecto.

370
Altamira advertía a su auditorio porteño acerca de que “existen algunas instituciones en España que
tienen el nombre de comunidad y que no deben en manera alguna confundirse con las comunidades de
tierras a que me he referido, como por ejemplo de pesca ya en el agua misma o en los alfareros. Estas
instituciones son las comunidades de labradores por una parte y las comunidades de regantes.” Estas
últimas, reunían a propietarios de un pantano o de un embalse de agua, a su vez, comúnmente, propieta-
rios de las tierras de llanura que necesitaban del riego de esas aguas, cuyos derechos sobre ellas “estaba
repartido en cantidades de agua ordinariamente medida de un modo cronológico entre las unidades de la
tierra, y así por ejemplo el pantano de Tibi que riega la huerta de Alicante tiene dividida su agua en minu-
tos... de modo que quien tiene la tierra tiene el agua...”. Por otra parte, al lado de esta propiedad de agua
unida a la tierra existían otras formas comunes de propiedad sumamente curiosas, como la del agua sin
tierra, con lo que el líquido elemento se transformaba en mercancía que cotizaba en bolsa y de la que se
obtienía una renta considerable (Ibíd., pp. 22-23). Altamira desarrolló investigaciones sobre estas comu-
nidades de regantes en Alicante y otros distritos españoles, como lo prueba la existencia de numerosos
documentos originales e impresos conservados en la Universidad de Oviedo, entre los cuales podemos
mencionar: “Reglamento que deberá observarse en la distribución y venta de los hilos de agua vieja del
pantano de la ciudad de Alicante”, Valencia, 1782 (AHUO/FRA, en cat., Caja VIII); “Reglamento para el
aprovechamiento de las aguas del Riego de la Huerta de Alicante”, Alicante, 1887 (AHUO/FRA, en cat.,
Caja IV); Memoria sobre los riegos de la huerta de Orihuela. Dispuesta con arreglo al programa de la
Real Sociedad Económica de la ciudad y Reino de Valencia, por Juan Roca de Togores y Albunquerque,
Impresas Valencia 12/1832 / Anexo carpetilla con plano topográfico y plan sinóptico (AHUO/FRA, en
cat., Caja VIII); Ordenanzas para el Riego de la Huerta de esta capital, Alicante, Imprenta de Nicolás
Carratala, 1844 (AHUO/FRA, en cat., Caja IV); el manuscrito “Exposición para la extinción de agua
vieja en la comunidad de riego de la Huerta de Alicante. Exposición de 1848 y documentos justificantes”,
Alicante, 1848 (AHUO/FRA, en cat., Caja VIII); “Reglamento para el sindicato de riegos de Lorca”,
Lorca, Imprenta de Juan Bautista de Campoy, Lorca, 1848 (AHUO/FRA, en cat., Caja IV); Canal de
Aragón. Reales decretos de 14 junio de 1848 y sobre Riegos de Pantano de Lorca —manuscritos con
membrete de Administración de las Rentas del Real Patrimonio de Alicante— Alicante, 17/VI/1848
(AHUO/FRA, en cat., Caja IV); “Folleto de los interesados en el riego de la huerta de Alicante al Sr. Jefe
superior político de la provincia con objeto de que se regularicen las aguas, Alicante”, 1848
(AHUO/FRA, en cat., Caja VI); varias piezas manuscritas originales de la correspondencia de Luis Pro-
yet relacionadas con sus proyectos de riego de Alicante, Alicante, 1848 (AHUO/FRA, en cat., Caja VIII);
dos manuscritos titulados “Historia datos para servir al pantano de Tibi y notas remitidas al Sr. Mador
para el Diccionario Histórico Geográfico” y “Noticias Históricas-científicas del pantano de Tibi remitidas
al Sr. Medor para el Diccionario Histórico Geográfico” ambos redactados en Alicante en 1848
(AHUO/FRA, en cat., Caja VIII) “Reglamento para el Sindicato de Riegos de la Huerta de Alicante”,
Alicante, 1865 (AHUO/FRA, en cat., Caja IV); Interrogatorios y exposiciones sobre el riego: cuestión de
Montenegro y el Agua vieja; proposiciones de Proyect y Vignan para la creación del pantanet, Alicante,
1848 a 1877 (AHUO/FRA, en cat., Caja VI).

628
3.- Los límites de una metodología sin fundamento epistemológico. Una evaluación
crítica del discurso historiográfico de Rafael Altamira en Argentina.

Habiendo expuesto las líneas centrales de las enseñanzas del alcantino, resultará
oportuno realizar ahora, algunas observaciones críticas acerca de su presentación peda-
gógica y de su contenido y una valoración global de sus aportes.
En primer lugar, desde un punto de vista general podría decirse que Altamira
ofreció en Argentina y en el resto de países latinoamericanos un discurso académico
coherente, estructurado, plenamente adecuado a las obligaciones docentes contraídas
con anterioridad y las que surgieron sobre la marcha.
Pese a esto, no deja de ser curioso que Altamira se apropincuara en la UNLP, su
primera escala académica latinoamericana, sin formalizar debidamente un programa
para sus lecciones. Pero quizás sea más extraño aún que, en la apertura misma de su
curso, justificara la ausencia de dicho documento argumentando la necesidad de ser
flexible y adaptable a los intereses del auditorio y al tiempo disponible371.
Este rasgo de improvisación se relacionaba, sin duda, con el desconocimiento de
Altamira del medio académico en el que iba a presentarse. En efecto, el profesor ove-
tense ignoraba el nivel y la composición del público que seguiría sus lecciones, por lo
que su renuencia a formalizar un plan de trabajo indicaba una sana prudencia, no exenta
de cierto recelo.
Más allá de las razones más o menos atendibles a que respondiera esta informa-
lidad, no deja de resultar paradójica esta ausencia de planificación en quien fuera con-
tratado expresamente para dictar un curso en el que la metodología pedagógica era una
de sus materias centrales. En todo caso, es indudable que Altamira no actuó de forma
improvisada en la UNLP: el profesor ovetense trajo consigo ingentes cantidades de ma-
terial para desarrollar sus conferencias y, una vez inauguradas, no dejó de planificar sus
alocuciones y elaborar guías que encarrilaron su discurso, impidiendo que este se agota-
ra en la mera yuxtaposición de contenidos.
El curso desarrollado en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA tuvo, sin
embargo, otras características. Un primer vistazo sobre estas conferencias podría con-
vencernos de que el profesor ovetense no logró superar en este caso, la presentación de
una miscelánea temática en la que se sucedieron sin solución de continuidad alocucio-
nes acerca de Sófocles y Platón372; de la historia humana y el ideal de justicia373; de los

371
Respecto de esta primera conferencia ver: “Primera conferencia del Prof. Altamira en La Plata”, en: El
Día, La Plata, 15-VII-1909 (IESJJA/LA, s.c., Recorte de prensa); y los propios papeles de Altamira en:
AHUO/FRA, en cat., Caja V, Notas manuscritas de Rafael Altamira para su Iª Conferencia en la UNLP,
La Plata, 15-VII-1909.
372
La tercera conferencia de Altamira en la Facultad de Filosofía y Letras —sobre la que no se conservan
notas— se dictó el 31-VII-1909.
373
La cuarta conferencia de Altamira en la Facultad de Filosofía y Letras fue dictada el 7-VIII-1909 y se
dedicó a analizar la necesidad y el valor de las apreciaciones de conjunto en la historiografía y a determi-
nar en qué sentido se ha producido hasta hoy el movimiento de los hechos humanos. Según habría afir-
mado Altamira en esta ocasión, la comprobación de datos no quería decir que la dirección hallada en los
hechos hubiera sido la única posible, ni que hubiera sido buena o conveniente, ni menos aún la definitiva.

629
diferentes tipos de organización universitaria; de la relatividad e historicidad del juicio
moral; de la piedad y su reflejo en la literatura y de las diferentes teorías de la obra lite-
raria. Todo aquello introducido por una primera conferencia en la que Altamira terminó
disertando acerca del intercambio universitario, en vez de hacerlo sobre el romanticismo
tal como estaba previsto, y rematado por la repetición de su ampliamente conocida con-
ferencia musicalizada sobre el Peer Gynt (1867) de Henrik Ibsen (1828-1906) 374.
A diferencia de otros ciclos debidamente estructurados alrededor de una temáti-
ca general previamente definida —la metodología historiográfica y la Historia del Dere-
cho—, las conferencias dictadas en la Facultad de Filosofía y Letras carecían del res-
paldo que podía brindar una definición precisa del objeto de estudio, tal como se puso
en evidencia en la UNLP, como del amparo institucional de un área cognoscitiva conso-
lidada, como la ofrecida por la Facultad de Derecho de la UBA375.
De allí que, antes de reprochar severamente al viajero por su eclecticismo o por
la poca consistencia de este plan de conferencias, deberíamos recordar que, por enton-
ces, en esta joven Facultad de la UBA se dictaba un conglomerado heterogéneo de asig-

374
Esta última alocución, fue pronunciada el domingo 19 de septiembre en el salón de actos públicos de
la Escuela Industrial de Nación siendo distribuidas las entradas por la secretaría de la Facultad de Filoso-
fía y Letras. En este evento, el profesor ovetense presentó su ya conocido análisis literario del Peer Gynt
(1867) del dramaturgo noruego Henrik Ibsen en conjunción con un análisis musical y la interpretación de
una selección de la partitura de la Suite Nº1, Opus 46 del mismo título de su compatriota, el compositor
Edvard Grieg (1843-1907) por una orquesta sinfónica dirigida por el profesor Forciello que ejecutó diver-
sas secciones a indicación del profesor ovetense. A propósito de esta conferencia, hubo evaluaciones
encontradas en lo que a la crítica periodística se refiere. Mientras La Prensa hablaba de “una excelente
orquesta de cuarenta profesores” y consideró que la función se vio coronada por un “éxito brillante”
(“Peer Gynt. Conferencia del profesor Altamira”, en: La Prensa, Buenos Aires, 20-IX-1909 —
IESJJA/LA, s.c., Recorte de prensa—) y La Argentina no ponía reparos al desempeño de los músicos (
“La conferencia de ayer del profesor Altamira. interpretación musical. Peer Gynt de Ibsen, a través de la
concepción de Grieg. Palabras de despedida”, en: La Argentina, Buenos Aires, 20-IX-1909 —
IESJJA/LA, s.c., Recorte de prensa—), el diario La Nación apostrofó a los ejecutantes de la siguiente
forma: “La orquesta se demostró de una inutilidad extrema. Compuesta de unos treinta profesores, bajo la
dirección del maestro de banquetes de un club, no perdió oportunidad de dar malos pasos […] El profesor
Altamira comenzó explicando algunos de los procedimientos musicales de Grieg y dijo que el tema de la
mañana empezaba en pianissimo sobre los arcos y las maderas, pero la orquesta lo atacó de súbito en un
mezzoforte ríspido que alejó del conferenciante toda idea de continuar en su propósito de explicación
musical y lo redujo al comentario de la obra literaria. Esta falta no puede ser imputada sino a la organiza-
ción de la conferencia, ya que el profesor Altamira no podía pensar que se le había de proporcionar por
colaboradora una murga.” (“Conferencia Altamira. El Peer Gynt de Ibsen y la música de Grieg”, en: La
Nación, Buenos Aires, 20-IX-1909 —IESJJA/LA, s.c., Recorte de prensa—). La conferencia sobre el
Peer Gynt ya había sido pronunciada por Altamira en el marco de la Extensión Universitaria ovetense.
Ver: Aniceto SELA Y SAMPIL, “Memoria del curso de 1902 a 1903, leída en el acto de la apertura del
curso de 1903 a 1904”, en: Anales de la Universidad de Oviedo, Año II.- 1902-1903, tomo II, Oviedo,
Establecimiento Tipográfico de Adolfo Brid, 1903, p. 240 y, como hemos dicho, fue repetida en varias
oportunidades a lo largo de su viaje americano.
375
La obvia endeblez de su propuesta no pasaba desapercibida para el profesor ovetense que no casual-
mente concluyó su primera lección ofreciendo una clara excusatio non petita... en la que prevenía al audi-
torio contra la ilusión de esperar novedosas revelaciones científicas de las intervenciones de los profeso-
res itinerantes. Ver: IESJJA/LA, s.c., Notas manuscritas de Rafael Altamira de su 1ª Conferencia la
Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, Buenos Aires, 17-VII-1909.

630
naturas de diversas disciplinas sociales y humanísticas, las cuales daban origen a tres
titulaciones docentes alternativas y a un difuso doctorado376.
Era obvio que en aquel marco y en base a la demanda tan poco específica, Alta-
mira no podía ofrecer un producto mejor organizado desde un punto de vista lógico. Sin
embargo, en la evidencia que ha sobrevivido acerca de estas conferencias377 es clara-
mente perceptible la existencia de un delgado hilo historiográfico intentando engarzar
significativamente las cuentas dispersas de sus sucesivas exposiciones378.
Por último, en el caso del cursillo de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales
de la UBA, Altamira propuso un recorrido bien planificado por los principales proble-
mas contemporáneos de la Historia del Derecho, a la vez que examinaba la experiencia
española de investigación y enseñanza en la materia, sin haber declinado la posibilidad
de profundizar —como pudimos ver— en ciertas cuestiones de carácter teórico gene-
ral379.
En esta caso, Altamira consensuó con las autoridades académicas el siguiente
programa de lecciones: “1º la enseñanza de la Historia del Derecho en España; 2º el
estado actual de los conocimientos en materia de Historia jurídica; 3º el Derecho con-
suetudinario en la historia y la vida presente; 4º el Derecho consuetudinario, el derecho
racional y popular; 5º la supervivencia de la propiedad comunal; 6º historia del Código
de las Partidas; 7º la utilidad de la Historia del Derecho para la educación profesional;
8º el sentido orgánico en la Historia del Derecho; 9º la Historia general y las Historias
nacionales del derecho; 10º el libro escolar de Historia del Derecho”380.
En segundo lugar y más allá de la organización pedagógica de sus enseñanzas,
es necesario analizar el discurso académico de Altamira dejando de lado, en este mo-
mento, su inscripción en el proyecto americanista ovetense o en el programa del regene-
racionismo español.

376
En 1909 se estudiaban materias de Filosofía, Historia, Literatura, Geografía, Ciencias de la Educación,
Lenguas Clásicas, Arqueología y Sociología que permitían acceder, de acuerdo al recorrido por el que se
optara, a una titulación genérica como la de “doctor en Filosofía y Letras”, o a la de “profesor” de Histo-
ria, Filosofía o Literatura. Para comprender la evolución burocrática y las mutaciones en los criterios
pedagógicos y científicos de los estudios de esta Facultad, ver: Pablo BUCHBINDER, Historia de la Facul-
tad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires, Buenos Aires, Eudeba, 1997, pp. 21-95.
377
De las disertaciones de Altamira en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA se conservan en
IESJJA las notas manuscritas del autor a la 1ª, 2ª, 4ª y 6ª conferencias; recortes de prensa de diversa pro-
fundidad e irregular interés correspondientes a la 3ª, 6ª, 7ª, 8ª y 9ª conferencias, no habiéndose encontrado
testimonios de su 5ª conferencia.
378
Este hilo se manifestaría tanto en el abordaje de ciertos problemas metodológicos, como en la promo-
ción y adopción de una estrategia historicista para el análisis de la evolución de los conceptos morales y
de la literatura.
379
“El grupo de conferencias que voy a tener el honor de explicar forman un todo. Se refieren a la materia
jurídica y procuraré que dad una de ellas refleje un aspecto del problema de la enseñanza y de la manera
de entenderlo, singularmente en aquello que se refiere a la posición que esa ciencia tiene en la doctrina de
los profesores españoles y en la práctica de sus cátedras. Claro es que al dar el dato de la manera cómo
nosotros realizamos la enseñanza de la Historia del Derecho, habré de tocar necesariamente una porción
de cuestiones que no son sólo nuestras, sino que son de vosotros también, que son de todo el mundo cien-
tífico; y por lo tanto, lo que comenzará por una pura información, llegará a adquirir, algunas veces, la
categoría de cuestión científica de carácter general, de carácter abstracto.” (“Recepción del Profesor Al-
tamira” en: FDCS/UBA, Discursos académicos, Op.cit., p. 422).
380
Ibíd., p. 419.

631
En efecto, más allá de las virtudes de su estructuración lógica y de lo atractivo
de sus referencias ideológicas, el interés que suscita el análisis del discurso académico
de Altamira radica en que éste supo presentar en el escenario rioplatense una serie de
cuestiones interesantes y muchas veces novedosas para el contexto historiográfico local.
Es oportuno, pues, detenerse en algunas de estas cuestiones, con el propósito de evaluar
el abordaje de estas problemáticas por parte del profesor ovetense, a la vez que compro-
bar la consistencia de las soluciones por él propuestas de acuerdo al estado de la disci-
plina y de las reflexiones metodológicas de principios del siglo XX.

Como hemos podido ver, una de las grandes cuestiones tratadas por Altamira
fue, sin duda, la de la cientificidad de la Historiografía. Más allá de la coherencia y sol-
vencia general demostrada por el profesor ovetense, creemos que es precisamente en
este registro de su discurso académico en el que pueden encontrarse considerables fallas
y ciertas carencias que nos permitirían apreciar en su justa medida los límites que poseía
su propuesta metodológica.
La persistente confusión entre Historiografía e historia denunciada por Altamira
era un claro indicio de la modernidad de su discurso, aunque el contenido y el programa
que esta disyunción implicaba, distaban de ser auténticamente novedosos a principios
del siglo XX.
Haciendo blanco en la confusión entre ambos términos evidenciada en las lec-
ciones de Charles Seignobos en la Sorbona, Altamira desarrolló una serie de argumen-
tos que, aunque ajustados, no resultaron demasiado claros ni lo suficientemente contun-
dentes para desautorizar al historiador francés.
Si siguiendo la posición de Seignobos los hechos históricos sólo se conocerían a
través de documentos, los hechos que no dejaron rastro documental —la mayoría de los
hechos humanos— una vez transcurrido cierto tiempo, se irían diluyendo del recuerdo
hasta perderse irremisiblemente en el olvido. Una vez que esta desaparición se consu-
mara, la Historiografía sólo tendría ante si el universo de los hechos testimoniados que
formarían su material de trabajo: los hechos históricos. ¿De qué serviría entonces ex-
pandir teóricamente el universo de los hechos de carácter histórico a hechos no testimo-
niados y olvidados que de todas formas no podrían ser incorporados al relato o al análi-
sis historiográfico? En conclusión, desde esta perspectiva hecho histórico pasaría a ser
equivalente práctico de hecho para la Historiografía; identificándose Historiografía e
historia —disciplina y pasado— y definiéndose la historicidad como un atributo de los
fenómenos integrados por la ciencia de la historia.
Como puede verse, este razonamiento tenía un trasfondo descarnadamente
pragmático y estaba ligado exclusivamente a la tecnología de la investigación histórica;
sin que se asumiera en él, siquiera tangencialmente, el problema epistemológico que
supone toda operación de objetivación realizada por una disciplina racional. ¿Dónde
radicaba, entonces, el problema de la relativa ineficacia de la contestación ensayada por
Altamira?

632
Por supuesto, el problema de la respuesta de Altamira a esta especie de nomina-
lismo documentalista no estaba en la dirección de su razonamiento, sino en el hecho de
que el conferencista prefiriera no esforzarse demasiado en deconstruir el razonamiento
de Seignobos, conformándose con denunciar cómo a partir de un criterio ampliamente
aceptado se podía llegar a conclusiones impertinentes y abusivas.
El razonamiento crítico omitido por Altamira y a partir del cual hubiera podido
refutar a Seignobos no era demasiado complejo como para no ser expuesto concienzu-
damente por razones pedagógicas. Partiendo de una homonimia tradicional y aberrante
entre la designación de la disciplina y de su objeto, y en tanto la Historiografía no po-
dría existir al margen de la evidencia —por lo que todo fenómeno que careciera de un
testimonio estructurado no podría ser considerado como material de análisis para el his-
toriador—, se habría operado un deslizamiento conceptual del campo historiográfico
hacia el campo histórico, atribuyéndole al segundo las características y requisitos de
existencia del primero.
Así, de cuestiones que afectaban exclusivamente a las características y requisitos
de validez del saber histórico —y se relacionaban con las limitaciones propias de su
forma de conocimiento— se pretendía inferir la naturaleza misma de los fenómenos
analizados por ese saber, haciendo de las exigencias propias de la objetivación historio-
gráfica, la medida de la historicidad de los sucesos. De esta forma, se deduciría erró-
neamente, que un fenómeno del que no existiera documento fiable conocido, no podría
ser considerado como genuinamente histórico. Con lo que, en primer lugar, la Historio-
grafía —a través de la proyección de sus propios criterios documentales de objetiva-
ción— terminaría constituyéndose en una especie de medida ontológica del mundo; y
en segundo lugar, quedarían habilitados diversos abusos derivados de la definición de
los criterios de probanza documental de los hechos pasados. Abusos flagrantes como el
que podía cometerse a instancias de Seignobos al proponer que el conocimiento presen-
cial de un acontecimiento no podía ser aceptado como testimonio válido para argumen-
tar su historicidad; o al poner en entredicho la calidad del testimonio ofrecido por fuen-
tes no textuales.
Si la historicidad o calidad histórica de los fenómenos no era definida a priori
como universal, tampoco se entendía que ella respondiera a una cualidad específica de
ciertos fenómenos, descubierta o atribuida de acuerdo con unos criterios racionales y
constantes. Si, por el contrario, esta historicidad era una función que variaba respecto de
las diferentes formas de aprehensión del hecho por el individuo, de la relación existente
entre ese hecho y quien lo contemplaba y de las formas que adquirían los testimonios de
ese hecho; entonces, el terreno empírico firme, el universo de hechos puros que necesi-
taba constituir toda ciencia o disciplina racional para desarrollar y contrastar sus expli-
caciones, sencillamente no existiría en Historiografía.
Contra esto, parecería evidente que Altamira tenía razón al decir que “el hecho
no es menos histórico para quien lo observa que para el que lo conoce por las relaciones
que de él se hagan” y que la historicidad de un hecho no depende de que la Historiogra-
fía lo integre o no en su análisis. El fundamento de esta conclusión, conocido y compar-

633
tido por Altamira no fue, sin embargo, utilizado en esta ocasión: la historicidad no es
una cualidad atribuida por la ciencia de la historia, sino una dimensión propia de los
hechos humanos y de la percepción humana del mundo.
La Historiografía no podría ser nunca elevada a patrón de historicidad. La Histo-
riografía trabaja con lo histórico pero no es la historia, no agota las posibles miradas
hacia el pasado, ni resume la historicidad. De esta forma, separando Historiografía de
historia, es decir, disciplina de objeto —o más precisamente, separando la disciplina del
pasado, que es su campo fenomenológico de referencia—, puede sostenerse que la His-
toriografía realiza un recorte objetivador en la historia, analizando sólo el conjunto de
los hechos históricos debidamente testimoniados que ha logrado exhumar, identificar y
relacionar —a través de ciertos procedimientos metodológicamente válidos— de entre
el universo global e infinitamente mayor de hechos transcurridos.
Pero como bien entendía Altamira, para fortalecer la cientificidad de la discipli-
na, no sólo debía resolverse el problema de la correcta objetivación, sino que también
debería resolverse de forma satisfactoria el problema de la demarcación de sus prácticas
y problemáticas respecto de otras ciencias.
En ese caso podría decirse que el intento de Altamira por definir un campo histo-
riográfico específico fue irreprochable y pertinente. Incluso también lo fue el que se
interesara por la demarcación de una frontera con las ciencias de su misma orientación
lógica.
En una primera aproximación, podría parecer que el criterio de Altamira al ex-
plorar los puntos de contacto y las diferencias entre la Historiografía y la Filosofía de la
Historia, la Sociología, la Geografía y el Derecho fue, cuanto menos, volátil. Si bien es
cierto que en sentido estricto podría resultar difícil encontrar un denominador común
significativo entre estas disciplinas y menos aún en el tipo de relación que mantenían
con la Historiografía, lo cierto es que aquella arbitrariedad sólo era aparente.
La problemática de la demarcación científica que más le interesara a Altamira
era aquella que involucraba a las ciencias y disciplinas que se encontraban en íntima
relación con la Historiografía y en las que la necesaria colaboración o coexistencia pu-
diera deslizarse hacia una peligrosa confusión de competencias, no sólo en un plano
teórico, sino en uno más inmediato.
La demarcación respecto de la Filosofía de la Historia era imprescindible en tan-
to el avance de ésta en el siglo XVIII de mano de la Ilustración, transformó a su estrate-
gia metafísica de conocimiento del pasado en un instrumento muy potente de racionali-
zación de la historia con fines políticos. Racionalización que se mostró capaz de
interferir con las prácticas positivas propias de una emergente Historiografía científica.
La demarcación respecto de la Sociología se justificaba por la competencia in-
mediata que significaba que esta ciencia en desarrollo definiera el mismo objeto que la
Historiografía y no hubiera logrado aún bosquejar una perspectiva analítica propia.
La demarcación respecto de la Geografía debe entenderse como una necesaria
depuración de ciertos supuestos o imperativos metafísicos propios de las llamadas cien-

634
cias auxiliares de la Historiografía, que fueron oportunamente incorporados por la dis-
ciplina.
Finalmente, la demarcación respecto del Derecho —abordada en la UNLP y no
en la UBA—, tomó un cariz institucional y sirvió a Altamira para plantear el tema de las
relaciones entre las disciplinas en el plano de la organización y planificación de los es-
tudios superiores de humanidades y ciencias sociales.
Con estos cuatro ejercicios demarcatorios, Altamira cubrió los distintos frentes
que se abrían ante su estrategia de consolidación científica de la Historiografía.
A través del primero se legitimaba un espacio científico para la investigación
historiográfica, diferenciando una praxis científica de otra especulativa, y los enuncia-
dos generales de carácter metafísico de las leyes históricas.
A través del segundo ejercicio de demarcación Altamira intentaba discernir una
perspectiva propia para el historiador respecto de la de los nuevos científicos sociales,
estableciendo una profundidad de campo prácticamente ilimitada para la indagación
historiográfica y legitimando el papel de la Historiografía como ciencia base para el
área humanística y social.
El tercer ejercicio de deslinde —operado en realidad más hacia el interior de la
disciplina— permitió desbrozar del discurso historiográfico aquellos conceptos, conte-
nidos o perspectivas provenientes de las ciencias auxiliares que deformaban la perspec-
tiva del historiador. El cuarto, por último, abordaba el aspecto organizativo de la prácti-
ca científica y pedagógica, intentando definir las condiciones institucionales ideales
para el desarrollo de la historiografía en el marco de la necesaria relación entre las dis-
ciplinas del hombre y la sociedad.
Si bien todos estos ejercicios demarcatorios fueron importantes, vale la pena de-
tenerse en los dos primeros casos en tanto que, por su particular relevancia, pueden ilus-
trarnos acerca de los criterios de cientificidad que manejaba Altamira.
Respecto de las conflictivas relaciones de la Historiografía con la Filosofía de la
Historia, la intervención del profesor ovetense fue eficaz y sumamente clara. Sin em-
bargo, la exposición de Altamira no dejó de deparar importantes contradicciones a la
hora de su resolución. Si bien el profesor ovetense intentó separar tajantemente ambas
disciplinas, distinguiendo sus diferentes objetivos y orientaciones, sus diferentes tipos
de leyes y causas, y su diferente mirada sobre lo histórico, hacia el final de su argumen-
tación, cayó en una incongruencia al asumir finalmente, la inevitabilidad del enfoque
filosofante en Historiografía. Veamos.
Luego de interrogarse retóricamente acerca de la pertinencia de un abordaje filo-
sófico de la historia, Altamira derivaba la respuesta en la solución de un interrogante
previo: “¿es que realmente el suceder de los hechos depende de un principio que lo diri-
ge?”381. Si la respuesta fuera a priori afirmativa, entonces la Filosofía de la Historia se-
ría pertinente, pero “si se niega el hecho de que efectivamente la historia humana está

381
IESJJA/LA, s.c., Actas manuscritas tomadas de la versión taquigráfica de la 14ª Conferencia de Rafael
Altamira en la UNLP, 13-IX-909, p. 29.

635
dirigida en un determinado sentido por principios superiores al hecho mismo... no habrá
Filosofía de la Historia en el sentido de una ciencia que formula leyes de carácter per-
manente para todo el desarrollo de la humanidad...”382.
Sin embargo, Altamira afirmaba a renglón seguido, que esa respuesta, fuera
afirmativa o negativa, conllevaba inevitablemente una opción de carácter filosófico-
histórico; de forma tal que aún negando la existencia de estas leyes metafísicas estaría-
mos haciendo Filosofía de la Historia al fijar “un carácter fundamental que está por en-
cima de la individualidad concreta... de cada uno de los hechos, reconociendo en cada
uno una ley: que es la de no obedecer a ninguna ley”383.
Altamira, preocupado solo por las consecuencias prácticas de la diferenciación
entre ambas disciplinas y porque esta fuera claramente visible en las prácticas y en los
textos, no se interesó demasiado en dar una solución al ulterior problema de la pertinen-
cia final de la Filosofía de la Historia una vez que ya existía una ciencia histórica conso-
lidada. De allí que, a pesar de plantear este problema, lo hiciera de forma apresurada y
que sus respuestas hubieran sido peligrosamente lindantes con lugares comunes del pen-
samiento vulgar.
En efecto, Altamira se contentó con declarar algo que, si bien facilitó el cierre
retórico de este espinoso tema, le permitió evadir el compromiso de presentar una solu-
ción —siquiera hipotética— al problema que acababa de plantear o a la paradoja que
había surgido de su exposición.
Las consecuencias negativas de la exquisita coherencia mostrada por Altamira al
proponer soluciones pragmáticas —a menudo rudimentarias y, en ocasiones, sólo retó-
ricas— de los profundos problemas teórico-metodológicos que planteaba y su renuencia
a ingresar en un terreno de análisis más riguroso se repitieron, lamentablemente, en este
caso.
¿Si la Filosofía de la Historia no era necesaria para el historiador y si el verdade-
ro historiador no la poseería ni la ejercitaría, cómo podría entenderse que ésta le estuvie-
ra impuesta inevitablemente de antemano? ¿Cómo podía ser que el historiador estuviera
inexorablemente determinado por ella, fuera que la abrazara o rechazara explícitamen-
te?
Según su última afirmación, planteado el interrogante, la formulación de una
respuesta implicaría ya, una definición y una práctica propia de la Filosofía de la Histo-
ria. Así, el historiador, lo quisiera o no, se vería determinado por su influjo, siéndole
inevitable tomar una posición acerca de la entidad y características de los objetos del
análisis de su disciplina, de acuerdo a una lógica propia de la Filosofía de la Historia.
¿Hasta que punto el surgimiento de estas u otras paradojas afectaba a Altamira?
Creemos que bien poco y no por necedad, por supuesto, ni sólo por el exclusivo interés
que mostraba hacia las cuestiones tecnológicas del oficio historiográfico. La emergencia
y tratamiento marginal de estas paradojas indicaban que Altamira se permitía el lujo de

382
Ibíd., p. 31.
383
Ibíd., pp. 35-36.

636
jugar dialécticamente con estas contradicciones sin creer que estos artificios verbales
pudieran representar un problema verdadero, pudieran tener consecuencias reales sobre
la praxis del historiador, o pudieran afectar la coherencia y solidez de su discurso.
Como historiador decimonónico Altamira estaba preparado para reconocer la
presencia de valoraciones, subjetividades y teorías, pero también estaba entrenado para
sustraerse automáticamente de aquellas disquisiciones que pudieran distraer al historia-
dor sensato de su verdadero campo de interés.
En el caso de la presunta inevitabilidad del enfoque filosofante, tan fundamental
sería este problema que, por su misma condición, se encontraría demasiado alejado de
las tareas inmediatas del historiador. Es decir, demasiado alejado de las tareas que pre-
cisamente Altamira pretendía contribuir a regular, clarificar y fijar y sobre las que creía
que había que reflexionar prioritariamente. Esta lejanía abría espacio para el distancia-
miento, para la ilustración somera de cuestiones que no se pretendía abordar verdade-
ramente, para la apertura de problemas y paradojas que no serían resueltas.
Por lo tanto, esta definición filosófico-histórica positiva o negativa respecto de la
existencia o no de un fin y de un principio organizador de la historia sería, por un lado,
inevitable para el historiador pero, por otro lado, no afectaría directamente su práctica
científica efectiva, la metodología de su investigación, la tecnología de su oficio ni las
características de sus investigaciones y de sus textos.
Altamira, seguro de no estar afectando cuestiones realmente relevantes, se con-
tentaba entonces, con arrinconar la Filosofía de la Historia en lo que hacía a su influjo
sobre la Historiografía. Dispuesto a enfrentarla solo en tanto sus reflexiones interfirieran
con la investigación histórica; el profesor ovetense evitó afirmar o negar su pertinencia,
interesándose exclusivamente en deslindar su prácticas y su esfera problemática de las
propias de la Historiografía científica. Por eso le bastó exponer su posición, contemplar
como espectador divertido la emergencia de una paradoja, y cerrar el tema apelando a
una sentencia sumaria que, sin descalificarla de plano, mantuviera a la Filosofía de la
Historia convenientemente alejada del taller del historiador.
Si bien este cierre del asunto guardaba cierta lógica con el enfoque y propósitos
prácticos de Altamira, no por ello dejó de ser ciertamente inconsistente. Si identifica-
mos las condiciones de posibilidad y unos criterios a partir de los cuales puede habili-
tarse o no un campo de estudios, no puede decirse que una respuesta afirmativa o nega-
tiva sobre este asunto esté determinada por las reglas de ese campo, el cual todavía no
se halla constituido o validado lógicamente.
Puestos ante la necesidad de tomar una decisión fundamental que permitiría que
una disciplina o perspectiva del conocimiento se legitimara o se validase científicamen-
te; se entiende que este tipo de planteo deba considerarse como necesariamente previo a
la existencia válida de esa disciplina y, por lo tanto, que la resolución de dicho planteo
se verifique fuera de la lógica y de las determinaciones propias del espacio acerca del
cual se emitirá ese juicio de validez.
La negación de la Filosofía de la Historia, la negación de que la historia tuviera
un destino y una dirección y unas causas universales y generales no implica la partici-

637
pación de una Filosofía de la Historia, no supone una intervención desde el campo pro-
pio de la Filosofía de la Historia, sino desde una esfera filosófica previa a la constitu-
ción o validación de esa perspectiva. El rechazo no es parte de una Filosofía de la Histo-
ria, no conlleva la asunción de una Filosofía de la Historia, ni es una expresión propia
de su perspectiva o de su tarea.
Por otra parte, la sentencia de Altamira no deja de ser absurda en tanto la nega-
ción de su pertinencia o de sus fundamentos no habilita sino que, por el contrario, clau-
sura una construcción filosófica de la historia, abriendo la posibilidad de una indagación
auténticamente científica.
Ciertamente, esa negación —o la afirmación— posee un carácter filosófico, pero
nunca podrá ser de índole filosófico-histórica, porque no puede pretenderse que esta
disciplina o especialidad pueda autovalidarse o autodeterminarse. O más aún, no puede
admitirse que la Filosofía de la Historia tenga una existencia natural y una validez meta-
física no sujeta a determinadas condiciones de posibilidad lógicas e históricas y a de-
terminados supuestos y decisiones racionales. Hacer Filosofía de la Historia no implica
hacer cualquier tipo de afirmación filosófica o general sobre la historia, sino todo aque-
llo que había explicado apropiadamente el propio Altamira con anterioridad y que, al
cierre de su razonamiento, pareció haber olvidado.
El segundo ejercicio demarcatorio de Altamira involucró el intento de neutrali-
zar el avance sociológico sobre la Historiografía. El que Altamira decidiera enfrentar
este tema candente en el mundo historiográfico finisecular, privilegiando una discusión
con la Sociología por sobre otros posibles contrapuntos más conocidos y elaborados, es
algo que habla muy bien del criterio intelectual y académico del profesor ovetense.
Sin embargo, pese a que su intervención resultó eficaz para clarificar los abusos
de muchos sociólogos y para requerir que la Sociología definiera con precisión su cam-
po de aplicación, sus problemáticas y los objetos sobre los que discurriría su análisis, su
argumento no dejaba de tener fallas de omisión y cierta cortedad de perspectivas rela-
cionadas con un interés corporativo.
Estos inconvenientes estaban relacionados con el criterio con el cual trabajó Al-
tamira, criterio basado en las supuestas características discímiles de los objetos defini-
dos por cada ciencia. Esta definición, reparto y apropiación exclusivos de objetos fue
durante mucho tiempo la principal estrategia de demarcación utilizada por quienes se
internaban en este tipo de reflexiones. Este esquema funcionaba relativamente bien para
diferenciar disciplinas físico-naturales de disciplinas humanístico-sociales, en tanto la
práctica investigativa de ámbas áreas cognoscitivas rara vez ocasionaba superposicio-
nes, conflictos de competencias o interferencias.
Sin embargo, el problema radicaba en que en el caso de dos ciencias afines de la
misma área cognoscitiva como la Sociología y la Historiografía, este esquema parecía
no funcionar adecuadamente. En efecto, en este caso, más allá de todas las contorsiones
dialécticas de los sociólogos, no quedaba claro que en definitiva, el objeto definido por
ambas disciplinas no fuera exactamente el mismo.

638
Ante este diagnóstico, Altamira no puso en crisis el criterio de definición, repar-
to y apropiación de objetos que utilizaba, sino que se limitó a llamar la atención —en un
estilo mesurado, por supuesto— sobre la usurpación que los sociólogos habría perpetra-
do a costas de la Historiografía. De esta forma, el conflicto entre ambas ciencias se pro-
fundizaba porque una de las partes no cumplía con las pautas de objetivación acostum-
bradas; de allí los llamamientos de Altamira para que la Sociología definiera
rigurosamente su propio objeto y no invadiera el terreno historiográfico384.
De esta forma y una vez más, la percepción inmediata y la búsqueda de una so-
lución práctica, impidieron que el discurso de Altamira profundizara en aspectos epis-
temológicos fundamentales.
Otro ejemplo de este rasgo inconveniente del discurso académico de Altamira
puede verse en torno a la resolución que éste diera a la intromisión del juicio de valor en
el análisis historiográfico.
Si recordamos, Altamira hacía hincapié en la afortunada emergencia de un crite-
rio moderno para juzgar a los grandes hombres de la historia de acuerdo a un relativis-
mo histórico que permitiría contextuar su pensamiento y acción dentro de los cánones
de su propia época. Esta perspectiva mostraría la invalidez del acostumbrado enjuicia-
miento moral absoluto que recibían los individuos más notorios del pasado de mano de
muchos historiadores.
Sin embargo, el discurso de Altamira no dejaba ver como la restricción del peso
y la importancia de la individualidad en la consideración historiográfica moderna debe-
ría tener, necesariamente, un efecto relativista en la consciencia moral del historiador.
El reflujo de la idea del protagonismo decisivo del individuo en el decurso histórico; la
difusión del criterio de contextuación socio-temporal, no bastaban para suscitar una
flexibilización del juicio moral absoluto acerca de ese contexto, o de los valores de esa
época o sociedad.
Vale la pensa recordar que no sólo el individuo era el blanco de juicios morales
absolutos, sino que también podían serlo —y a menudo lo eran— los diversos colecti-
vos sociales, las ideologías, los países y hasta las épocas históricas. Por lo tanto, el re-
dimensionamiento del papel de los individuos en la historia sólo podría afectar, en rigor,
la consistencia de aquellos juicios valorativos directamente relacionados con la persona-
lidad, las ideas y las acciones de los grandes hombres.
Al alterarse, por así decirlo, el sujeto de referencia del relato histórico, los jui-
cios valorativos se verían reorientados en última instancia hacia la evaluación del uni-
verso material y simbólico que rodeaba al individuo —y no a este como tal— como
dimensión en la que hallar factores explicativos que trascendieran la mera psicopatolo-
gía del gran hombre.

384
Altamira no advertía que la Sociología y la Historiografía, pese a compartir el espacio de las Ciencias
histórico-sociales, diferían en su perspectiva, orientación lógica y objetivos, pero no en los objetos que
definían. Mientras la primera tendía a diagnosticar regularidades y a pronunciar juicios generales de am-
plio espectro temporal; la segunda se interesaba por estudio de las configuraciones de los acontecimientos
como individuos históricos.

639
Esta reorientación, sin duda benéfica para la Historiografía, podía hacer perder
pertinencia a muchos de los juicios efectuados acerca de muchos hombres notables,
pero no debía afectar necesariamente la calidad absoluta o relativa del enjuiciamiento
moral en sí mismo como actividad intelectual practicada por muchos historiadores. De
hecho, ese enjuiciamiento podría ser ejercido con igual rigidez o flexibilidad, con la
misma intolerancia o comprensión, con el mismo absolutismo o relatividad históricos,
sobre los nuevos sujetos del análisis histórico.
Podría decirse que Altamira estableció un vínculo desproporcionado entre el jui-
cio moral y su referente individual, quizás demasiado influido por el ejemplo inconve-
niente que le mostraban las obras historiográficas tradicionales y algunas de las con-
temporáneas que hacían uso y abuso de las loas o condenas de los personajes históricos.
Una vez más, la exclusiva atención al terreno práctico, al texto historiográfico o a la
experiencia, difuminaba y limitaba una necesaria reflexión sistemática acerca de esta
operación intelectual.
Sin embargo, en esta ocasión es imposible no establecer cierta relación entre la
perspectiva de Altamira y la consecución de otro objetivo prioritario —el de oficiar co-
mo abogado de España en América— que, en este caso, depararía ciertas paradojas y
contradicciones al prolijo discurso de Altamira. Veamos.
El recurrente interés de Altamira por abordar estos temas morales era paralelo
con su deseo manifiesto de rescatar la figura del segundo de los Habsburgo en el trono
de España. Sin reparar en lo inadecuado de este tipo de intervenciones en quien alegaba
la necesidad de modernizar la Historiografía, Altamira, en un rapto de indignación hacia
los detractores y enemigos políticos extranjeros de Felipe II, llegó a asegurar que estaba
probado que el monarca había sido un ser sensible y cariñoso con sus hijos.
Esta vehemencia resulta ciertamente sospechosa, tal como sugestivo es el perso-
naje que la suscitaba. En realidad, no queda demasiado claro que la intención de Alta-
mira se limitara, por lo menos en este caso, a defender un principio abstracto de neutra-
lidad valorativa de carácter historicista. Por el contrario, a través de sus palabras parece
filtrarse una defensa velada del personaje y la justificación de una serie de hechos de la
historia española mediante un ejercicio utilitario del relativismo moral que antes había
tildado de inadecuado.
Dedicar esfuerzos para relativizar los hechos de persecución e intolerancia reli-
giosa; negar la serias dificultades de la idiosincrasia española para entender e integrar la
alteridad, o cuestionar la idea de que España tuviera una tendencia al aislamiento385, no
sólo podía contradecirse con el ideario regeneracionista con el que Altamira comulgaba;

385
El tema del aislamiento español desde antes, incluso, del reinado de Felipe II es, para Altamira, un
tópico propio de los que no han ahondado lo suficiente en la historia de España, aun cuando la contra-
prueba que nos ofrece no parezca demasiado pertinente: “desde antes del s. XII se crean becas para que
los jóvenes españoles ampliasen sus conocimientos en el extranjero lo que trajo como consecuencia rela-
ciones internacionales y comunicaciones con las diferentes naciones cultas” (IESJJA/LA, s.c., Actas ma-
nuscritas tomadas de la versión taquigráfica de la 5ª Conferencia de Rafael Altamira en UNLP, 2-VIII-
1909, p. 53).

640
sino que situaba el profesor ovetense demasiado cerca de un revisionismo reivindicativo
basado en la inversión de juicios de valor tradicionales.
¿Altamira perseguía la neutralización valorativa del discurso historiográfico so-
bre estos asuntos, o ensayaba una mera justificación del pasado de su país en un territo-
rio que fuera parte de su antiguo imperio? Olvidemos de inmediato la tentación de su-
poner que esto constituía un desafío insolente hacia sus anfitriones americanos o una
muestra de un nacionalismo agresivo. Olvidemos el carácter for export de estas disqui-
siciones que hubieran sido contestadas por el propio Altamira de haberlas escuchado él
en boca de otro español en la Península. En todo caso es evidente que, arrastrado por el
poderoso influjo de un tema que lo interpelaba como patriota regeneracionista español,
llevó tan lejos el corolario del relativismo historicista, que terminó por desresponsabili-
zar a Felipe II de sus propias decisiones políticas, poniendo así en evidencia, la interfe-
rencia de sus propias convicciones y sentimientos nacionales386.
Independientemente de lo ajustado o disparatado de las leyendas negras que aco-
saban la consciencia de los españoles; independientemente de la justicia de esta causa
reivindicativa; independientemente de que al embanderarse en defensa de España Alta-
mira estuviera combatiendo posiciones historiográficas igualmente comprometidas con
convicciones y sentimientos nacionales; o independientemente de que podamos com-
prender humanamente ese apasionamiento; no hay duda de que éstas reflexiones sobre
la neutralidad valorativa y los casos a través de los cuales pretendió ejemplificarlas,
muestran incongruencias entre el aspecto teórico y el práctico de su argumentación.
Los deslizamientos valorativos indisimulables que sufrió el discurso relativista
de Altamira al intentar desenmascarar los juicios morales de la historiografía hispanófo-
ba, nos muestran el síntoma de un malestar que se expresa en el desdibujamiento de su
discurso objetivista.
Esta degradación de su argumento nos permite ver, a través del afloramiento de
sus contravaloraciones morales, su propio estado de agitación espiritual y los puntos de
intersección potencialmente conflictivos entre los lineamientos de sus convicciones sub-
jetivas y los contenidos objetivistas de su concepción historiográfica.
Quizás la emergencia de su propia convicción, la intuición de su involucramien-
to en estas temáticas y, por qué no decirlo, un rasgo de honestidad intelectual al poner-
las en evidencia, haya contribuido a un operar un viraje sorpresivo en el sentido de su
discurso. De esa forma, podemos ver que, en determinado momento, la línea del argu-
mento objetivista se quiebra y Altamira admite —después de tanto esfuerzo por proscri-
bir la valoración del horizonte del historiador—, que las valoraciones morales, inmedia-
tas o no, no dejaban de influir decisivamente en la disciplina.

386
“Felipe II puede ser juzgado como el productor personal de la serie de persecusiones, que determina-
ron su reinado. Esa no es la posición propia de un historiador, hay que exponer, hay que recordar que
absolutamente la misma posición suya es la que corresponde a la situación de pensamiento, no solo del
pueblo español, sino también de los pueblos francés e italiano y lo mismo de los católicos que de los
protestantes... los protestantes... no eran más que un católico al revés...” (IESJJA/LA, s.c., Actas manus-
critas tomadas de la versión taquigráfica de la 16ª Conferencia de Rafael Altamira en la UNLP, 20-IX-
1909, p. 50-52).

641
Así Altamira reconocía que el historiador poseía criterios valorativos y los utili-
zaba, incluso sin darse cuenta, en operaciones tan fundamentales como la de objetivar y
definir su perspectiva analítica. Por ejemplo, al hacer historia de la civilización el histo-
riador frecuentemente no reparaba en que en el concepto de civilización poseía en sí
mismo un trasfondo valorativo muy fuerte.
¿Qué era después de todo la civilización? La utilización de este concepto, tal
como Altamira se había percatado, conllevaba la necesidad de realizar clasificaciones
sin duda problemáticas, como las de hablar de pueblos civilizados, semisalvajes y bár-
baros. ¿Con qué criterios establecer estas distinciones? ¿Criterios morales, tecnológicos
u otros? ¿Cómo entender a los pueblos que han desarrollado su historia en otras líneas?
¿Hemos avanzado o estamos retrocediendo?
Estas serían preguntas tan intrínsecamente humanas que el historiador no podría
deshacerse de ellas, y que tarde o temprano sugerirían otros interrogantes, como por
ejemplo si podría decirse que la historia dictase lecciones morales; si sería acaso fun-
ción de la Historiografía generarlas; o si podría hablarse de una aplicación ética del sa-
ber histórico.
Penetrar en estas cuestiones era peligroso, en tanto podría habilitar al historiador
a internarse en definiciones de criterios morales adecuados o inadecuados que desnatu-
ralizaran su discurso, trasformándolo en una aplicación de la filosofía moral. De allí que
Altamira, quizás alarmado por el curso de deriva que tomaba su propia reflexión diera
un golpe de timón intentando recomponer el cuadro objetivista de su lección y reafir-
mando que la valoración moral no tenía cabida en la práctica historiográfica científica,
derivando este tipo de reflexiones al lector, para quien no existirían exigencias ni prohi-
biciones específicas.
Esta derivación de la responsabilidad del enjuiciamiento moral, del historiador
en el público no dejaba de representar un recurso para desviar el problema en vez de
resolverlo. Si para Altamira el juicio moral del historiador era anacronizante, deforma-
dor e impediría al público una auténtica comprensión de los fenómenos históricos, no se
ve cómo el juicio moral, el aprendizaje o la moraleja que se desprendería —según él,
naturalmente en el espíritu humano— de la mera contemplación de los hechos y de la
historia tal como ha ocurrido, pudiera tener otro status.
Evidentemente, estas reflexiones de Altamira abrían más interrogantes de los
que estaba dispuesto a responder, al menos en sus clases. ¿Qué sería lo más adecuado y
prudente, explicitar un juicio o no hacerlo dejando que las valorizaciones se filtraran
imperceptiblemente en el discurso? ¿Hasta qué punto este abandono del juicio explícito
sólo servía para tranquilizar la mala consciencia del historiador evitándole el riesgo de
caer en anacronismos y valoraciones insostenibles empíricamente? ¿Hasta qué punto
esta prescindencia militante no transfería dolosamente la responsabilidad de emitir un
juicio de valor —humanamente inevitable— acerca del pasado, a aquellos legos que
estaban menos preparado y poseían menos conocimientos y entrenamientos historiográ-
ficos? ¿Cuáles podrían ser las consecuencias sociales de esta prescindencia valorativa
de los especialistas? ¿Sería posible compatibilizar una praxis científica rigurosa con un

642
ejercicio valorativo responsable? ¿Cómo se expresaría este eventual equilibrio en un
texto científicamente aceptable? ¿La responsabilidad del historiador como intelectual le
demandaba una intervención valorativa explícita y claramente discernible en el texto
respecto de otro tipo de contenidos y argumentaciones, o por el contrario se la vedaba
absoluta e irremisiblemente?
Como hemos dicho, el punto débil de las argumentaciones de Altamira en mate-
ria teórica o metodológica radicaba en el sesgo estricta y empecinadamente práctico
que tomaba su reflexión. Altamira, en una decisión cuestionable que contribuyó a debi-
litar el fundamento epistemológico de su discurso, evitó penetrar en cuestiones de ma-
yor hondura o en cualquier tipo de consideración que fuera más allá del ámbito inme-
diato de la aplicación técnica del oficio del historiador.
Esta practicidad característica de su discurso, puede ser considerada como el hilo
conductor de sus reflexiones teóricas y metodológicas, las cuales apuntaban siempre a
establecer criterios para el ejercicio del oficio y no a construir un edificio teórico, ni una
justificación epistemológica distanciadas de la labor investigativa y pedagógica inme-
diatas del historiador.
Este rasgo fue positivo en tanto le permitió afrontar cuestiones vitales a menudo
soslayadas por las grandes reflexiones, despertando así un interés amplio por sus ense-
ñanzas metodológicas. Sin embargo, este anclaje técnico fijó al discurso de Altamira
demasiado a ras de archivo —si se nos permite la expresión— impidiendo que tomara
un necesario vuelo teórico.
Interrogarse acerca de si esto era consecuencia de una estrategia pedagógica, de
una toma de postura teórico metodológica, o de una limitación propia de la formación o
de los intereses intelectuales de Altamira, no sería adecuado en tanto cualquier argu-
mento en uno u otro sentido carecería de suficiente sustento. Lo que sí es necesario re-
marcar es la existencia de esta característica y su incidencia contradictoria en su discur-
so, positiva en lo técnico-procedimental e inmediato y claramente deficitaria en lo
teórico-epistemológico.
Sin tener presente este rasgo no podría entenderse la distinción implícita que
opera Altamira entre el problema de la cientificidad en sí y el de las prácticas científi-
cas. Distinción que, aun cuando parezca descabellada, resultaba muy significativa en su
argumentación.
Es un hecho que Altamira evitó profundizar el primer aspecto prescindiendo, en
esta oportunidad, de intervenir en el debate acerca de los fundamentos de la cientifici-
dad de la Historiografía. En realidad, este carácter científico y, llegado el caso, el análi-
sis de sus particularidades, alcances y límites no fue abordado por Altamira en sus con-
ferencias platenses ni en ningún otro foro. Altamira argumentó y desplegó sus análisis
suponiendo que la cualidad científica de nuestra disciplina y de otras colindantes, estaba
establecida previamente.
Este status devendría de haber comprobado en los hechos, la consistencia de una
serie de prácticas intelectuales más o menos extendidas e institucionalizadas. De esta
forma la fundamentación científica del saber historiográfico no fue incorporada por Al-

643
tamira como un verdadero problema en sus clases y conferencias, sino que fue asumida
como un supuesto, como una evidencia previa que no necesitaba apoyarse en mayores
disquisiciones.
Esta postura prescindente sostenida por Altamira en su curso metodológico en la
UNLP —sitio ideal para afrontar esta discusión— tenía un efecto claramente negativo
en tanto podía sugerir la irrelevancia actual, la inexistencia o la definitiva superación de
un problema como el de la cientificidad del saber historiográfico. Lo pernicioso de esta
prescindencia radicaba en que, al no asumir claramente postura alguna y preferir ignorar
abiertamente el carácter irresuelto de esta cuestión, se contribuía a debilitar la misma
posición cientificista.
Es evidente que Altamira, en consonancia con su practicismo, salvo alguna ex-
cepción, prefirió apelar a las reflexiones teóricas de los historiadores en sus trabajos
específicos antes que a elaboraciones más sistemáticas. Más allá del juicio que nos me-
rezca esta estrategia cuando de problemas de esta índole se trata, es indudable que el
riesgo de un enfoque tan limitado es que la cientificidad sea supuesta por defecto.
Por supuesto, no creemos que debiera exigírsele a Altamira el aporte de una po-
sición original e innovadora en la polémica científica de la Historiografía; aunque si
parece justo haber esperado de él una introducción somera a las posiciones en discusión
y un bosquejo de las fundamentaciones existentes.
De allí que, más allá de su intención, no pueda decirse que las reflexiones de Al-
tamira apuntaran a fortalecer programáticamente la cientificidad de la Historiografía;
sino a respaldar pragmáticamente esa cualidad a través de la clarificación y fundamen-
tación de las tecnologías y utilajes del oficio historiográfico.
Esta negativa consciente a introducirse en la discusión epistemológica —
injustificable desde cualquier punto de vista— es la única que podría explicar el hecho
de que el catedrático ovetense no mencionara los aportes de Wilhelm Dilthey (1833-
1911), Wilhelm Windelband (1848-1915), Heinrich Rickert (1863-1936) y mantuviera
un inexplicable silencio respecto de las reflexiones contemporáneas de Karl Emil
Maximilian “Max” Weber (1864-1920) acerca de la particularidad de las ciencias
humanas y sociales y de sus condiciones de validez.
Jorge Uría y Rafael Asín han llamado la atención sobre la sorprendente descon-
sideración de Altamira para con el pensamiento weberiano. Ahora bien ¿cuáles eran los
aspectos de este pensamiento podían serpertinentes para apuntalar o dar mayor hondura
a las problemáticas planteadas por el alicantino? Básicamente podemos mencionar tres:
el de la cientificidad de las ciencias histórico-sociales; el de los valores y el de las leyes
generales.Veamos.
En sus trabajos metodológicos de principios de siglo, algunos de ellos publica-
dos en la revista Archiv für Sozialwissenschaft und Sozialpolitik —de la cual fue miem-
bro del consejo de redacción junto a Werner Sombart (1863-1941) y Edgard Jaffé
(1866-1921)—, Max Weber realizó una crítica de los paradigmas irracionales y legalista
del conocimiento histórico-social, buscando encontrar una salida que no condujera, ni a
la subjetividad desatada, ni a una nueva metafísica de universales profanos. En estas

644
reflexiones Weber abordó en profundidad todas las cuestiones que Altamira bordeó sin
penetrar auténticamente en ellas: el problema del lugar de los valores en la actividad
científica, el de los criterios de demarcación científica, el de la inviabilidad de las leyes
generales en las disciplinas histórico sociales, ofreciendo una solución integrada y con-
sistente al problema general de la cientificidad de la Historiografía.
En estos textos Max Weber se introdujo en una disputa por el método, con el
propósito de establecer una base epistemológica clara sobre la cual poder construir una
metodología eficaz para estudiar los fenómenos sociales. Veamos entonces un panora-
ma de estos aportes de los que bien podrían haberse servido Altamira para organizar sus
ideas y consolidar su discurso cientificista.
En primer lugar, debemos registrar el rechazo weberiano al monismo metodoló-
gico de las ciencias sostenido en el área histórico-social por los positivistas comteanos.
Según esta perspectiva, la estructura metodológica del conocimiento científico era única
y la razón de la existencia de varias disciplinas científicas debe ser buscada en la multi-
plicidad de objetos sobre los que se ejercía la explicación. Explicación que sólo podría
ser de índole causal y entendiendo que este requisito sólo puede cumplirse a partir de la
subsunción de casos particulares a leyes generales de causación.
Con este rechazo, Weber se alineó con la escuela historicista que descartaba la
universalización del modelo científico establecido por las ciencias de la naturaleza y la
Física. En este sentido, Weber retomaba el tópico de la singularidad de las ciencias his-
tórico/culturales, buscando un fundamento sólido para diferenciarlas de las naturales.
Para nuestro autor, aquello que distinguía a nuestras disciplinas de las ciencias naturales
debía ser buscado en la estructura lógica particular que estas poseían: su orientación a
la individualidad.
El historicismo alemán había identificado otras fuentes de divergencia que We-
ber dejó en un segundo plano o bien ignoró. Dilthey, rechazando la propuesta del mo-
nismo metodológico postulaba que la diferencia radicaba, por una parte, en las caracte-
rísticas de los objetos y, por otra, en el método particular, necesario para operar sobre
ellos. La relación cognoscitiva entre el investigador y su objeto estaría determinada por
las características de éste; por ello, el conocimiento de la naturaleza podría ser objetivo,
en tanto ese objeto sería exterior al hombre; y el conocimiento de lo histórico social sólo
podría ser subjetivo, en tanto la realidad analizada formaría parte de una experiencia
cultural humana. El método adecuado para conocer lo histórico social debía apartarse
del modelo naturalista y volcarse hacia una introspección, por medio de la cual se po-
dría captar intuitivamente el contenido individual del fenómeno.
Este historicismo aceptaba de alguna forma, los términos de la polémica pro-
puestos por Comte al acordar que la explicación era esencialmente diferente de la com-
prensión; y que la primera era propia de las ciencias naturales y la segunda de las socia-
les. Con ello, la lógica y la causalidad quedarían fuera del horizonte historiográfico, el
cual se vería limitado a establecer valoraciones subjetivas.
Weber, al poner atención en la estructura lógica de las ciencias sociales, rescató
las elaboraciones críticas de Windelband y Rickert que identificaban el origen de la di-

645
ferencia entre las ciencias naturales y la Historiografía, en el fin cognoscitivo que persi-
guen y no en el ser de los objetos que reivindicaba para sí. Por ello, cualquier fenóme-
no, fuera natural o social, podría ser estudiado en relación a su reducción como caso
particular o a su individualización como fenómeno histórico e irrepetible387.
Altamira, enemigo declarado de las formulaciones de Comte, se hallaba com-
prometido, sin embargo, con un criterio de objetivación de raíz monista, que centraba la
cuestión en las características de la materia de análisis y no en la índole y propósitos de
la actividad intelectual involucrada en el estudio de los objetos.
En vez de entender la existencia de múltiples ciencias como resultado de la mul-
tiplicidad de problemáticas generales y de perspectivas analíticas acerca de los objetos,
Altamira seguía pensando en la existencia de objetos intrínsecamente naturales o histó-
rico-sociales, e historiográficos o sociológicos. De allí que en sus discusiones con la
Sociología emergiera un reproche de usurpación y una demanda de deinición clara de
un objeto alternativo al de la Historiografía.
Ahora bien, la individualización del fenómeno histórico, entendida como resul-
tado de una intervención humana, sólo podría producirse cuando la multiplicidad de lo
real fuera sometida a una valorización, de modo de individualizar ciertos aspectos de la
realidad e imponerle límites que los integraran y constituyeran en algo diferenciable del
caos fenomenológico del que surgía.
La diferencia quedaría desplazada a la presencia o ausencia de una relación de
valor entre el objeto y el investigador: las ciencias naturales no la necesitarían, al con-
trario de la Historiografía. Pero lo sustantivo es que, para Rickert, esos valores serían
absolutos, universales y necesarios, de los cuales se derivaría la validez de la ciencia no
natural.
Weber partía de las tesis de Rickert en tanto considera que el conocimiento his-
tórico poseía un status particular en relación a su estructura lógica orientada a la indivi-
dualidad y no en relación estricta a la individualidad de los fenómenos en sí, y menos
aún, a la intuición subjetiva como procedimiento cognoscitivo.
Weber sostenía que lo pertinente para consagrar la particularidad de la Historio-
grafía estaba en el objetivo de la investigación y en la forma en que la comprensión de
los fenómenos podía ser referida a un tipo específico de explicación causal.
Como podemos ver, Weber no hizo suyo el objetivo historicista de convertir la
disciplina en un campo de valoraciones subjetivas e intuitivas, en el que la lógica y las
relaciones causales no tuvieran lugar. Por eso, ésta alineación con el historicismo fue
eminentemente crítica, en tanto no apuntó a preservar a las disciplinas histórico/sociales
del pensamiento racional, sino a encontrar una vía propia para establecer la compren-
sión racional de lo histórico.
Weber rechazó la intuición como vía racional o científica válida de comprensión
del objeto, rompiendo con el paradigma irracional del historicismo. Por supuesto, tal

387
Pietro Rossi planteó muy bien este tema: “La naturaleza es la realidad considerada con referencia a lo
general; la Historia, la realidad considerada con referencia a lo individual” (Pietro ROSSI, “Introducción”
a: Max WEBER, Ensayos sobre metodología sociológica, Buenos Aires, Amorrortu, 1978, p. 15).

646
ruptura no se dirigió a obtener la proscripción absoluta de la subjetividad del campo
cognoscitivo de la disciplina, como podría haberse esperado de un historiador positivis-
ta. Weber, por el contrario, asumió la existencia de valores, aunque lo significativo fue-
ra, sin embargo, el carácter y lugar que les asignara.
En primer lugar, rompió con Rickert al considerar que los valores operantes en
la selección y delimitación de lo individual de los fenómenos histórico/sociales, no eran
absolutos ni trascendentes; sino históricos, subjetivos y condicionados culturalmente.
En segundo lugar, la valorización sería expulsada del sitial de fin y característica
del saber histórico/social, tal como la había entronizado el historicismo filosofante. El
juicio de valor, subjetivo, intuitivo, no ajustado a lógica y, por lo tanto, irracional —sólo
sostenido por la subjetividad de quien lo produce y, por lo tanto, incontrastable— no
podría tener lugar en el desarrollo de una explicación científica.
La influencia de los valores subjetivos debía circunscribirse a la selección de los
objetos y no a su explicación científica. Dicha explicación debía producir una forma
específica de ordenamiento del caos fenomenológico, de modo que permitiera estable-
cer nexos causales.
Una disciplina científica no podía reproducir el caos, sino que debía aspirar a es-
tablecer un orden racional que permitiera actuar sobre él. Dicho ordenamiento debía
operarse a través de una forma de explicación causal que pudiera dar cuenta de las rela-
ciones entre fenómenos sin reducirlos y sin despojarlos de su condición de individuos
históricos. Este tipo de explicación causal debería diferenciarse de aquella que imponía
la reducción del individuo a un género a través de leyes, ya que esta operatoria sería
deudora de una lógica generalizadora propia de las ciencias naturales.
Como vemos, Weber a diferencia de historiadores como Altamira, estaba lejos
de negar —pretencisa e inconsistentemente— que las ciencias histórico/sociales opera-
ran con valoraciones. En tanto los fenómenos que estudiaban estas disciplinas no las
poseían ya dadas, era necesario e inevitable, asignárselas.
Los objetos de nuestras disciplinas serían establecidos, entonces, por relaciones
de valor, culturalmente contextuadas, entre el investigador y el mundo. Relación que
guiaría dos operaciones de discriminación eminentemente subjetivas e independientes
de cualquier determinación de potencias metafísicas, de evidencias prístinas o de prin-
cipios lógicos: la individualización y la selección significativa.
La selección significativa orientada por valores subjetivos sería indispensable
para construir objetos de análisis, ya que la ciencia social no podría aspirar a conocer lo
infinito y lo indeterminado. Necesitaría, por el contrario, imponer límites y elegir obje-
tos de entre ese arkhe impensable. Dado que Weber no era un hombre de religión —
fuera ésta positiva o metafísica— se entiende que la asignación de límites y las defini-
ciones valorativas de los objetos no pudieran provenir sino de la subjetividad individual.
Es, precisamente, la contraposición entre relación de valor y juicio de valor la
que permitiría a Weber, superar el subjetivismo disciplinario, al que parecía referir
irremediablemente la presencia incontrastable e improscriptible de los valores.

647
Weber aceptaba así la subjetividad en el escalón anterior al análisis científico —
en la constitución de los objetos—, pero rechazaba la posibilidad de constituir una cien-
cia en base al ejercicio sistemático de la valoración subjetiva.
Dentro de la investigación, el conocimiento debía obtenerse con procedimientos
objetivos que siguiern reglas de razonamiento y poseyeran una estructura lógica. Como
dice Pietro Rossi, para Weber:
“Las ciencias histórico-sociales, en cuanto condicionadas en su punto de vista y en la delimita-
ción del campo de investigación por el interés del estudioso, y, por lo tanto, por la situación cul-
tural dentro de la cual éste actúa, parten de un término subjetivo; pero en el ámbito del campo de
investigación así delimitado, sus resultados son objetivamente válidos, y lo son en virtud de la
estructura lógica del procedimiento explicativo. La única garantía de tal objetividad se encuentra,
en consecuencia, en la recta aplicación de los instrumentos que, en su conjunto, constituyen tal
estructura lógica, y no en la referencia a valores incondicionados sustraídos a la selección.” 388

El objetivo de Weber era diferenciar la actividad científica de la simple opinión


y separar aquella de cualquier pretensión normativa respecto de los valores. En la medi-
da en que la ciencia social no podía producir valoraciones subjetivas, no estaba dentro
de su campo de acción establecer jerarquías de valores, juzgarlos y, menos aún, identifi-
car ideales universales.
Ahora bien, el tratamiento weberiano de los valores no sólo implicaba una ruptu-
ra con el historicismo, sino también con el otro paradigma irracional, el del positivismo
historiográfico.
Los hechos y sus vestigios no tenían una significación unívoca asignada a partir
de la cual se los pudiera conocer. De los propios hechos y de sus rastros no podía surgir
un sentido; el único lugar en el que éste podía aparecer era en el terreno sinuoso de la
subjetividad humana.
Esa subjetividad operaría activamente en la selección y constitución de objetos,
los cuales no lo eran naturalmente, sino en virtud de una perspectiva y de una acción
positiva del propio investigador. Creer que esos puntos de vista podrían extraerse de la
materia misma, de los documentos y evidencias, no sería sino una ilusión ingenua del
especialista, que no reconoce o no quiere asumir que la operación que le permite desta-
car un pequeño elemento de una infinidad absoluta de otros “hechos” potenciales, es
imposible sin unas valoraciones previas.
Por otra parte, la referencia de la valoración al documento no garantizaría la ob-
jetividad del juicio; del mismo modo que no lo haría la construcción de una cuidadosa
técnica de tratamiento de las evidencias.
Así como la encomendación a supuestos valores universales no podría legitimar
la individualización efectuada, y la subjetividad intuitiva no podría soportar el conoci-
miento científico del objeto estudiado, ninguna de las dos alternativas que ofrecía el
positivismo —el empirismo documentalista en Historiografía y el legalismo naturalis-
ta— podría sustentar un ejercicio de comprensión racional de los fenómenos. Este co-

388
Pietro ROSSI, “Introducción” a: Max WEBER, Ensayos sobre metodología sociológica, Buenos Aires,
Amorrortu, 1978, p. 25.

648
nocimiento, en tanto racionalmente válido y objetivo, sólo podría lograrse a partir de un
razonamiento lógico y sistemático ejercido sobre los fenómenos individualizados pre-
viamente por la relación de valor.
Respecto de las tesis empirico-documentalistas del positivismo historiográfico,
Weber creía que el investigador no era pasivo ante la evidencia, sino que actuaba sobre
ella: primero, subjetivamente, seleccionando objetos y, luego, objetivamente, analizán-
dolo según un razonamiento lógico y un procedimiento válido.
Tal como pensaba Weber —en concordancia con las ideas de Altamira— el his-
toriador que cumpliera el mandato de someterse al corpus documental para que ningún
sentido externo mancillara o fraccionara el archivo, terminaría aboliendo la posibilidad
misma de construir un discurso histórico, porque su sola presencia constituiría una
transgresión. En este marco, la única actividad válida sería, entonces, la recopilación
documental, siempre y cuando ésta pudiera recoger la totalidad de los documentos dis-
ponibles.
Otro de los aspectos del pensamiento weberiano que hubieran ayudado a Altami-
ra a conformar un discurso metodológico más consistente, era el de las leyes históricas y
su crítica del enfoque legalista en la Historiografía.
A partir de esta crítica, Weber trabajó obsesivamente sobre la delimitación pro-
blemática de las ciencias histórico/sociales respecto de las naturales —aspecto que, co-
mo vimos, Altamira eludió plantear a su alumnado argentino, americano y español— en
tanto sería a partir de esos límites que podría desplegar una crítica sólida del paradigma
nomológico como modelo privativo de las ciencias naturales.
En sus ensayos críticos sobre las ideas de los conspicuos fundadores de la escue-
la histórica alemana de Economía Wilhelm Georg Friedrich Roscher (1817-1894) y
Karl Knies (1821-1898) publicados en el Jahrbuch fur Gesetzgebung Verwaltung und
Volkswirtschaft dirigido por el catedrático berlinés Gustav von Schmoller (1838-1917),
Weber expuso con claridad su esquema bipolar de las ciencias y disciplinas de acuerdo
a su orientación cognoscitiva.
En uno de los extremos situaba a las “...ciencias que se proponen ordenar la
multiplicidad de los fenómenos —infinita tanto intensiva como extensivamente— de-
ntro de un sistema de leyes y de conceptos que sean, del modo más incondicionadamen-
te posible, de validez universal”389.
Estas ciencias, de acuerdo a su objetivo de racionalizar el caos de lo extremada-
mente singular desde una perspectiva generalizante, debía reducir los contenidos singu-
lares de los objetos de forma tal de poder producir conceptos abstractos que los contu-
vieran. Esta tarea de reducción se proyectaba ascendentemente en la medida en que,
para contener esos conceptos abstractos, se buscaba formular conceptos aún más gene-
rales, en forma lógicamente rigurosa.

389
Max WEBER, “Roscher y Knies y los problemas lógicos de la Escuela Histórica de Economía” (1903-
1905), en: ID., El problema de la irracionalidad en las ciencias sociales, Tecnos, Madrid, 1985, p. 7.

649
El resultado era, por un lado, la distinción de aspectos accidentales —los aspec-
tos históricos— de los verdaderamente esenciales, de modo de descartar aquellas condi-
ciones o manifestaciones que impidieran u obstaculizaran su integración conceptual a
un género. Por otro, el producto de esta operación de abstracción ascendente, de esta
jerarquización sistemática de conceptos generales, sería el vaciamiento total de los con-
tenidos concretos de los fenómenos. Su alejamiento indefectible de la realidad empírica
—eminentemente individual, concreta, histórica y cualitativamente representable—
tendría por resultado la constitución de entes de razonamiento totalmente abstractos,
cuyas vinculaciones y transformaciones podían ser descriptas cuantitativamente y cuyas
leyes de comportamiento podían ser formuladas mediante relaciones causales:
“El instrumento lógico específico de estas ciencias es proporcionado por el uso de conceptos de
extensión cada vez mayor y, por este motivo, de contenido cada vez menor. Sus específicos pro-
ductos lógicos son, por tanto, conceptos de relación de validez general (leyes), cuyo ámbito se
localiza allí donde las características esenciales de los fenómenos (aquello que es importante co-
nocer) coinciden con aquello que en ellos es conforme al género; es decir, allí donde nuestro in-
terés científico por el caso concreto, empíricamente dado, se extingue en cuanto este caso haya
sido subordinado a un concepto de género.” 390

La ley aparecía como una elaboración producida por un pensamiento abstractivo


de signo ascendente a partir del trabajo a partir de la observación y de la expe-
rimentación metódicamente guiada sobre el objeto. Esto debía ser así, en la medida que
esa ley pretendiera adquirir validez científica, dado que si no existía ninguna referencia
empírica de su enunciado y ningún ámbito de control desde donde producir una confir-
mación o un rechazo, dicha ley constituiría un enunciado metafísico.
Esta ley constituiría un enunciado general que simbolizaba el estado del conoci-
miento con respecto a una materia, en las disciplinas naturales. Una vez establecida,
sería aplicada a los casos concretos para verificar su validez o comprobar su falsedad, es
decir, para corroborar su condición de ley general; además, por supuesto, de ser aplica-
da para explicar esos casos.
Las leyes científicas serían hipotéticas y provisionales en la medida en que, si
bien regulaban la totalidad de los casos conocidos, siempre quedaba abierta la posibili-
dad de que un nuevo caso pudiera contradecirlas —falsarlas—, en cuyo caso dejaban de
ser válidas. Esta posibilidad de falsación nos recordaría que la ley era un enunciado
sintético con fines explicativos y no una realidad operante detrás de la inmediata apa-
riencia. Cuestión que muchos científicos decimonónicos habían olvidado cuando creían
descubrir las leyes naturales que regulan los fenómenos del Universo. Para Weber, la
ley científica debía reconocerse como un ente abstracto creado para dar cuenta de la
realidad y no para confundirse o consustanciarse con ella, pretendiendo reflejarla391.

390
Ibíd., pp. 7-8.
391
Max Weber planteó el tema del lugar de la teoría y del carácter hipotético del tipo ideal, cuando habla
de lo nomológico en las ciencias histórico/sociales: “Nada más peligroso, sin embargo, que la confusión
de teoría e historia, originada en prejuicios naturalistas, ya porque se crea haber fijado en aquellos cua-
dros conceptuales teóricos el contenido auténtico y verdadero, la esencia de la realidad histórica, o bien
porque se los emplee como un lecho de Procusto en el cual deba ser introducida por la fuerza la historia o,
porque, en fin, las ideas sean hipostasiadas como una realidad verdadera que permanece detrás del fluir

650
Weber argumentaba que establecer leyes sería el fin lógico en las disciplinas na-
turales en tanto su objetivo de sistematizar racionalmente la realidad pasaba por produ-
cir una generalización explicativa. Por eso mismo la ley constituiría el medio válido
para identificar lo científicamente pertinente de lo accidental y accesorio.
Sin embargo, Weber descreía que ésta fuera la única vía de racionalizar el caos.
Por ello, identificaba otro polo de actividad científica, cuya estructura lógica no se
orientaba a producir la reducción de los fenómenos individuales a términos genéricos,
pensarlos en tanto individuos históricos.
Las ciencias histórico/culturales fueron pensadas por Weber como ciencias de la
realidad, en tanto su objetivo era comprender la realidad de la vida en la estábamos in-
mersos en sus aspectos individuales, específicos y devenidos históricamente.
La peculiar orientación cognoscitiva a la individualidad se daba por sobre un es-
pacio de indeterminaciones en el que todo estaba mezclado como en un magma primi-
genio e ininteligible, del cual, además, formamos parte. La totalidad no podía ser pensa-
da, por lo que debían establecerse los límites precisos de aquello que se quería pensar.
Esa totalidad y multiplicidad se encontraba también al interior de los fenómenos que
pudiéramos individualizar. Por ello, Weber afirmaba que lo primero que había que
aceptar era que: “cualquier conocimiento conceptual de la realidad infinita por la mente
humana finita, descansa en el supuesto tácito de que sólo una parte finita de esta reali-
dad constituye el objeto de investigación científica, parte que debe ser la única esencial
en el sentido de que merece ser conocida” 392.
La cuestión sería en base a qué criterio se podría establecer en las disciplinas
histórico-sociales eso que era esencial y merecía ser conocido científicamente.
Las ciencias de la naturaleza determinaban lo esencial a partir de la identifica-
ción de aquellos aspectos que hacían del fenómeno un integrante de un género sujeto a
determinadas leyes de manifestación, desarrollo etc. Es decir, lo esencial de un fenó-
meno sería aquello que remitía a leyes generales que permitían explicarlo.
¿Podían las disciplinas histórico/sociales establecer lo esencial con arreglo a
enunciados nomológicos, siendo que su objetivo cognoscitivo apuntaba al conocimiento
individual de los fenómenos, a lo que tenían estos de singular y devenido?
Weber creía que no, ya que las leyes generales vaciaban el contenido accidental
de los fenómenos para poder comprender la regularidad de la que formaban parte; con
lo que en el otro polo de la actividad científica, la valoración de la esencialidad y la ac-
cidentalidad parecía invertirse.
Sin embargo, persistía el problema de la selección de objetos y aspectos que me-
recían ser conocidos. Al no ser las leyes instrumentos válidos ¿qué podía dirigir el re-
corte significativo de los científicos histórico-sociales? Weber era claro: los valores

de los fenómenos, como fuerzas reales que se manifiestan en la historia.” (Max WEBER, “La objetividad
cognoscitiva de la ciencia social y de la política social” (1904), en: ID., Ensayos sobre metodología socio-
lógica, Op.cit., pp. 83-84).
392
Ibíd., p. 62.

651
subjetivos del investigador —contextuados culturalmente— eran los únicos que podían
constituir objetos de estudio válidos en las ciencias histórico-sociales.
Lo esencial, en el sentido de lo que merecía ser conocido, pasaba a ser subjetivi-
zado por completo, siendo separado del campo específico de los problemas científicos.
Lo esencial, que no podía ser deducido con arreglo a leyes generales, pasaba a ser lo
significativo:
“La significación de la configuración de un fenómeno cultural y su fundamento no pueden ser
obtenidos, fundados y vueltos inteligibles a partir de un sistema de conceptos legales, por perfec-
to que fuere; en efecto, presuponen una relación de los fenómenos culturales con ideas de valor.”
393

Lo significativo no se correspondía con ninguna ley, sino con la subjetividad


propia de quien significaba.
“...la significación específica que un elemento de la realidad tiene para nosotros no se encuentra
en aquellas relaciones que comparte con muchos otros fenómenos. La relación de la realidad con
ideas de valor que le confieren significación, así como el aislamiento y el ordenamiento de los
elementos de la realidad así destacados desde el punto de vista de su significación cultural, cons-
tituyen un modo de consideración por entero heterogéneo y dispar respecto del análisis de la rea-
lidad basado en leyes y de su ordenamiento conceptual en conceptos generales.” 394

Ahora bien, si lo legal no funcionaba como término objetivador en las ciencias


sociales, tampoco podía hacerlo como término explicativo. Si las disciplinas histórico-
sociales estaban orientadas al conocimiento de los aspectos históricos e individuales de
los fenómenos, las leyes generales no podían incorporar estos aspectos a riesgo de lle-
narse de contenidos singulares y perder su condición de entes abstractos.
La ley serviría para reducir la singularidad a una particularidad genérica, no para
desarrollarla. La valoración por sí misma imponía un límite, a pesar de que no pudiera,
sin embargo, reducir lo limitado a un género. La reducción de lo extremadamente singu-
lar —correspondiente a lo incognoscible— en nuestras disciplinas no debía desembocar
en el recurso legal, sino que debería basarse en una actividad que impusiera límites a
partir de los cuales constituir objetos específicos —ni singulares ni genéricos— sobre
los cuales ejercer el pensamiento.
Lo nomológico no serviría para cumplir el objetivo cognoscitivo de nuestra dis-
ciplina:
“Supongamos que, por medio de la psicología o de otra ciencia, se logre un día descomponer to-
das las ligazones causales de los fenómenos sociales, observadas o imaginables para el futuro, en
algunos factores simples, últimos, y que se pueda abarcarlas luego de manera exhaustiva en una
imponente casuística de conceptos y reglas que valgan estrictamente como leyes: ¿Qué impor-
tancia revestiría el resultado de todo esto respecto de nuestro conocimiento de la cultura históri-
camente dada, o de cualquier fenómeno individual de ella, como, por ejemplo, el capitalismo en
su desarrollo y significación cultural? Como medio cognoscitivo no revestiría utilidad mayor ni
menor que la que tendría un catálogo de las combinaciones de la química orgánica respecto del
conocimiento biogenético del mundo animal y vegetal. Tanto en uno como en otro caso, cierta-

393
Ibíd., p. 65.
394
Ibíd., p. 66.

652
mente, se habría dado un paso preliminar importante y útil; pero en ninguno de los dos puede la
realidad de la vida deducirse de leyes y factores.” 395

La razón sería que el interés de las disciplinas histórico-sociales se enfocaba en


las combinaciones individuales e históricamente concretas en que esos factores hipotéti-
cos se articulaban dando por resultado un fenómeno culturalmente significativo.
Sin embargo, ese interés no podía limitarse a establecer la individualidad de los
fenómenos, dado que si se contentara con eso caería, de hecho, en una práctica irracio-
nal, ya que sólo quedaría la posibilidad de contemplación de individuos radicalmente
singulares reacios a cualquier conexión significativa con otros fenómenos. Si las leyes
generales no servían, sería necesario, entonces, reformular la explicación causal de mo-
do que pudiera ser útil para conectar individualidades no reducidas a género o a un
comportamiento previsible.
La cuestión sería que, en las disciplinas histórico-sociales, la pregunta por las
causas remitía no a leyes generales que indicaban necesariedades, sino a las relaciones
concretas que vinculaban los fenómenos individuales entre sí. Para explicar causalmente
una determinada configuración individual deberíamos conectarla con otra configuración
individual:
“...no se pregunta bajo qué fórmula ha de subsumirse el fenómeno como espécimen, sino cuál es
la constelación individual a la que debe imputarse en cuanto resultado: es una cuestión de impu-
tación.” 396

Para realizar esa conexión y trascender las conexiones cronológicas ingenuas del
positivismo historiográfico —que suponía que el sentido y la relación de los hechos
estaban dadas naturalmente en los mismos hechos y reflejados en los documentos—, el
análisis científico de las ciencias sociales necesitaría de la cobertura de ciertos enuncia-
dos generales que permitieran realizar la imputación causal.
Esos enunciados no podrían ser leyes generales en el sentido de las ciencias na-
turales, sino reglas hipotéticas que recogerían las regularidades de las conexiones causa-
les adecuadas, que no expresarían necesariedades sino tendencias, posibilidades objeti-
vas o condiciones de posibilidad.
Estas reglas nos permitirían imputar causalmente y conectar individuos pero, pa-
ra Weber, debía quedar claro que el objetivo de nuestras disciplinas no consistía en es-
tablecer estas reglas, sino servirse de ellas para conocer. De allí que éstas fueran vistas
como simples medios cognoscitivos que no reflejaban el estado del conocimiento, tal
como si lo hacían las leyes en las ciencias naturales.
El conocimiento de estas reglas no representaba el conocimiento de la realidad,
sino un instrumento para acceder a él. El contenido de estas reglas provendría, en prin-
cipio, de la experiencia, de su observación o de la especulación sobre ella; aun cuando
la noción de regularidad nos remitiera más a la presencia de continuidades estadísticas

395
Ibíd., p. 64.
396
Ibíd., p. 68.

653
de contenido variable y ajustable antes que falseable. Asimismo, las reglas no serían
universalmente válidas como las leyes, por lo cual su contenido podía ser cuestionado.
Sin embargo, una vez aceptada como regla adecuada dentro del recinto cerrado
de la investigación científica, la imputación causal adecuada debía darse en relación a
ella. Si esto no fuera así, el juicio derivaría en subjetivo e intuitivo, no conforme a un
razonamiento ordenado y sistemático.
No obstante, existiría una diferencia más: la imputación causal en las disciplinas
histórico-sociales apuntaría a identificar posibilidades objetivas no sujetas a la imagina-
ción ni al capricho subjetivo, pero tampoco a la necesariedad; es decir, a identificar las
condiciones de posibilidad para el desarrollo de los fenómenos estudiados.
Ahora bien, Max Weber, guiado por un interés práctico antes que gnoseológico,
pero de una forma sustancialmente diferente del que experimentó Altamira, no dejó de
reflexionar acerca de cómo debería articularse en la práctica investigativa, las relaciones
de valor en tanto que objetivadoras, con los requisitos lógicos de un razonamiento rigu-
roso sobre el objeto, sin que esto significara una recaída subjetivista ni legalista.
El aporte original y decisivo del pensamiento weberiano no se dio, pues, en el
campo del planteamiento de las cuestiones gnoseológicas —cuyos contenidos gruesos
fueron reformulaciones inteligentes de ideas de los filósofos neokantianos—, sino en la
solución práctica que propuso para ellas.
En efecto, Max Weber propuso una praxis teórico-metodológica para la investi-
gación de las ciencias histórico/sociales basada en la construcción de herramientas con-
ceptuales adecuadas a la estructura lógica de nuestro campo de estudio y a la determi-
nada articulación de valorizaciones subjetivas y de análisis objetivo que demandaría la
investigación científica de lo cultural. Estas herramientas conceptuales fueron los tipos
ideales, a partir de los cuales trató de resolver los dilemas planteados por sus reflexiones
epistemológicas críticas397.
No es este el lugar de profundizar en las ideas de Weber ni tampoco en el com-
plejo concepto de tipo ideal; baste decir que este constructo ofrecía la posibilidad de
formular explicaciones válidas en el marco de la Historiografía y las ciencias sociales,
sin recaer en un ejercicio pseudocientífico ni en una cientificidad naturalista.
Pese a las afinidades del pensamiento práctico de Altamira con la problemática
weberiana, el alicantino se mantuvo prolijamente al margen de su pensamiento; no re-
clamó el apoyo de sus elaboraciones metodológicas, ni utilizó la tipificación ideal para
ejercer su análisis. Por supuesto, el pensamiento weberiano no podía ser apreciado en su
riqueza y utilidad, por aquellos historiadores con fuertes compromisos científico-
naturalistas; metafísicos o estético-literarios. Lo curioso es que la práctica historiográfi-
ca de Altamira no se hallaba subordinada por ninguno de estos compromisos y declara-
ba valores gnoseológicos, epistemológicos y metodológicos muy cercanos a los de We-

397
Ver: Wolfgang MOMMSEN, Max Weber: sociedad, política e historia, Editorial Alfa, Barcelona 1981,
p. 263.

654
ber. Sin embargo, el historiador, sociólogo y metodólogo alemán no despertó interés
alguno en el catedrático ovetense.
¿Podría creerse seriamente que Altamira ignorara por completo estas elaboracio-
nes? Si bien no hemos encontrado testimonio que permita afirmar o negar esta posibili-
dad, lo cierto es que parece muy poco probable, por no decir casi imposible que el viaje-
ro desconociera por completo las ideas de Max Weber y su entorno intelectual. Altamira
poseía una cultura filosófica aceptable; era políglota y leía el alemán; poseía un cono-
cimiento vasto y actualizado de la bibliografía europea; estaba muy al tanto de los avan-
ces del pensamiento sociológico y, aunque su manejo de la Economía no fuera muy
sofisticado, no ignoraba los aportes de la escuela historicista de economistas alemanes
con la que estaba relacionado Weber.
Podría decirse que, a su juicio de profesor, estas cuestiones podían parecer de-
masiado abstrusas y abstractas como para ser presentadas ante el público universitario
argentino. Sin embargo, un recorrido por la bibliografía posterior de Altamira y por
otros eventos académicos relacionados con la reflexión teórico-metodológica nos mos-
traría que rara vez Altamira penetró en estos problemas con mayor profundidad, nunca
dio muestras de haber analizado concienzudamente estas cuestiones y contadas veces
mencionó a alguno de estos autores.
Por lo tanto, más que ensayar explicaciones poliédricas parece más sensato afilar
la vieja navaja de Occam y adjudicar simplemente al desinterés, o si se quiere, a una
opción consciente por circunscribir sus ya diversificadas reflexiones, a aspectos tecno-
lógicos puntuales de la problemática científica de la Historiografía. Sólo de esa forma
puede entenderse que Altamira no intentara apoyarse en Dilthey, Windelband y Rickert
y no recurriera a Max Weber, cuando era obvio que éste había desarrollado un pensa-
miento sistemático con aplicaciones prácticas sumamente productivas para el trabajo del
historiador y cuyo contenido se ajustaba perfectamente a las inquietudes y línea de pen-
samiento del profesor ovetense.
Claro que los costos de esta opción por sustraerse de las cuestiones gnoseológi-
cas y epistemológicas se hacían evidentes en cuanto el discurso metodológico de Alta-
mira se salía de la propedéutica y heurística del oficio, o del prosaico terreno de las con-
sejas de la experiencia. Cuando era menester resolver tajantemente ciertas cuestiones
que no involucraban un procedimiento tecnológico, sino ajustar cuentas con un criterio
o una orientación intelectual más profunda, el discurso de Altamira ponía en evidencia
sus límites y su falta de profundidad.
Así pudo verse en la cuestión de la cientificidad de la Historiografía, cuando pri-
vándose del apoyo del pensamiento neokantiano o de la reelaboración weberiana del
mismo y no pudiendo introducirse en el debate demarcatorio principal entre ciencias
naturales e histórico-sociales; Altamira no tuvo más remedio que dejar que su discurso
se agotara en una suposición voluntarista de la cientificidad de la disciplina y en un
abocamiento exclusivo a la delimitación práctica al interior del área humanístico-social.
Así pudo verse, también, en el caso del análisis de la legalidad histórica cuando,
privado del sustento de una sólida posición epistemológica dualista, su definición de ley

655
histórica como tendencia acotada y circunscripta aparecía contradictoria y vulnerable
lógicamente frente a los enunciados nomológicos que —más allá de lo pertinente de sus
afirmaciones o de su contenido empírico— reclamaban un alcance universal intrínseco a
toda ley. Al no incorporar el concepto de regla y sostener el de ley, Altamira se vio
obligado a reformular improvisadamente el contenido de este último, lo que terminó
generando más problemas que soluciones.
Si bien el contenido, las características externas y los procedimientos de cons-
trucción de la ley histórica que reconocía Altamira estaba cerca de los previstos en el
caso de la regla weberiana, no quedaba claro que el viajero hubiera abandonado la idea
de ley como síntesis del conocimiento histórico. Pero lo más relevante es que, al no po-
der escindir ideológicamente dos términos como ley y ciencia, se hacía evidente que
Altamira —no obstante la relativa modernidad de sus inquietudes e intuiciones— aún
operaba dentro de un esquema de pensamiento cuyos postulados centrales eran metodo-
lógicamente monistas, hipotético-deductivos y lógicamente deudores de un ideal natura-
lista de ciencia que debilitaba el mismo programa de una historiografía científica que
sostenía.
En el mismo sentido, el hecho de no haber incorporado un instrumento concep-
tual tan potente como el tipo ideal weberiano arrinconó a Altamira en el uso de unos
supuestos conceptos generales recabados de la simple recopilación de hechos reiterados
en la historia como base para sus leyes tendenciales de la historia. Altamira, fascinado
por las tablas de Seignobos y privado de un sustento epistemológico sólido, caería en el
equívoco de negar pomposamente la perspectiva individualizante de la Historiografía en
tanto dichas taxonomías probarían la existencia de fenómenos históricos reiterados y
genéricos.
Lo reprochable, en este caso es que Altamira no hubiera logrado ver —quizás en
un seguimiento demasiado estricto de Charles Seignobos en esta materia— que no eran
los hechos en sí los equivalentes, iguales o singulares, los que eran generales o dejaban
de serlo. Altamira, preso de su objetivismo, de su praxis empirico-documentalista, lector
de reflexiones metodológicas de historiadores interesados en establecer las normas del
oficio y él mismo interesado exclusivamente en las tecnologías de la investigación his-
toriográfica, se mostró del todo incapaz de apreciar que los hechos no eran de una forma
u otra, sino que eran definidos o categorizados de una u otra manera, como resultado de
los intereses y orientaciones intelectuales del sujeto que pretendía racionalizarlos y de la
disciplina desde dónde se los abordaba.
Incapaz de ver entonces la indeterminación de los hechos históricos, Altamira
tampoco pudo apreciar que era la perspectiva problemática desde la cual se organizaban
esos hechos lo que los hacía singulares, específicos, repetidos para así hacerlos objeto
de un análisis o para emplearlos como elementos de una explicación científica o en una
aproximación estética al pasado.
Como hemos visto, el caso de los valores en Historiografía resultó particular-
mente revelador de los límites de las propuestas de Altamira y de las consecuencias ne-
gativas que tuvo para su discurso la prescindencia de un marco epistemológico sólido.

656
De esa forma, a medida que se desarrollaba la exposición acerca de las relaciones del
científico con los valores, sus disquisiciones fueron perdiendo nervio y contundencia
hasta que se hizo evidente que el propósito de Altamira era desertar de la forma más
elegante posible del compromiso de resolver el problema en el que se había internado o,
al menos, la paradoja que emergió de su propia exposición. De allí que, al recomponer
sus lecciones, no nos quede clara la posibilidad misma de sustraernos del valor a la hora
de ejercer la labor científica, tal como recomendaba teóricamente el profesor ovetense;
o no sepamos con certeza cuáles serían los instrumentos y mecanismos que podrían ga-
rantizar esa sustracción.
Al no poder operar distinción alguna entre la relación con los valores y los jui-
cios de valor como proponía el pensamiento weberiano, se hacía evidente que Altamira
—pese a sus ideas transaccionales entre el idealismo historicista y el positivismo histo-
riográfico— mantenía unos criterios maestros de tipo empírico-documentalistas en lo
que atañe al ejercicio del oficio, que lo compelían a afirmar la conveniencia de proscri-
bir cualquier valoración explícita. Precisamente estos criterios eran los que lo empuja-
ban, en la práctica, a la contradicción de promover teóricamente la imposible supresión
de los valores del ejercicio historiográfico, al tiempo que cada vez que se internaba en
un tema histórico relevante no hacía sino exponer consideraciones atravesadas por pa-
siones y valoraciones indisimulables.
Por eso, ponderar la emergencia de una duda o la percepción de una paradoja en
lo que antes se presentaba como un discurso casi ingenuo de la objetividad científica, no
debería hacernos olvidar lo errático y poco consistente de su línea argumental en el uso
de la cátedra; tanto en la enunciación categórica primigenia, como en la matización pos-
terior.
Si no sería justo recriminar a Altamira por no haber podido cerrar los problemas
que oportunamente abriera en sus planteos con una solución novedosa o genial; si debe-
ría reprochársele dos cuestiones de la que fue enteramente responsable: la situación de
extrema vulnerabilidad en que dejó sumido a su discurso metodológico debido a esta
inexplicable y empecinada prescindencia de cualquier apoyatura epistemológica seria; y
el no haber ofrecido los medios para que sus alumnos pudieran profundizar indepen-
dientemente en esta cuestión e intentaran llegar a sus propias soluciones.
Estas actitudes no fueron sin embargo las que el profesor ovetense tomaría res-
pecto de otros problemas planteados en sus charlas, ya fueran estos de carácter tecnoló-
gico, pedagógico u organizativos. Por supuesto, esto no implicaba que en el terreno
práctico no pudieran detectarse ciertas contradicciones argumentales.
Un buen ejemplo de estas contradicciones puede encontrarse alrededor de la in-
versión de recursos intelectuales y materiales en materia de investigación historiográfica
que Altamira recomendaba a sus colegas argentinos y americanos.
Como vimos, Altamira concebía como imprescindible la conjunción entre ense-
ñanza e investigación en el ámbito universitario y la interconexión entre el nivel supe-
rior y el elemental y medio, de forma que el conocimiento riguroso producido por los
investigadores científicos circulara, debidamente adaptado, en las aulas.

657
De acuerdo con esta concepción, en el que la producción, circulación y consumo
del conocimiento historiográfico era concebidadesde una perspectiva sistémica, resulta
ciertamente incongruente que se recomendara —tal como empecinada y reiteradamente
lo hiciera Altamira— que los historiadores argentinos se limitaran a investigar historia
argentina y no incursionaran de modo alguno en temáticas universales o europeas. Lle-
gado el momento, los historiadores hispanoamericanos podrían incursionar en ciertos
temas de la historia española en tanto estos se relacionaran directamente con el pasado
de sus propios países.
Sin embargo, si los historiadores argentinos no acometían su formación integral
—como docentes superiores e investigadores— tanto en el terreno de la historia nacio-
nal como en el de la historia universal, no se entendería bien cómo sería posible aspirar
a formar profesores idóneos que pudieran enseñar competentemente, por ejemplo, histo-
ria antigua oriental y clásica, historia medieval, moderna y contemporánea europea en
los escalones superiores e inferiores de la enseñanza.
Desde otro punto de vista, este consejo de especialización nacional contradecía
la promoción de los valores internacionalistas y cooperacionistas que el propio Altamira
intentaba difundir para contrarrestar las inspiraciones chauvinistas e impedir la coopta-
ción de los historiadores por el nacionalismo de estado. Promoción que suponía la nece-
sidad de atender al conocimiento y difusión de la historia de la humanidad en general y
de la historia de otros pueblos y naciones de acuerdo a un criterio cooperacionista y
plural de la civilización.
Esta solución sería necesaria por el carácter naciente de la historiografía argenti-
na y por la ausencia de un conocimiento fiable acerca de la propia historia rioplatense.
Mientras estas condiciones no se hubieran superado, para todo tema que excediera el
estrictamente nacional sería necesario apelar a los recursos institucionales, humanos y
bibliográficos de la historiografía europea.
En ese sentido, esta concentración sería una adaptación provisional, aun cuando
fuera posible apreciar que la interdicción que planteaba el profesor ovetense distaba de
ser coyuntural. Así, podía considerarse que lo que estaba detrás del consejo de Altamira
era, más allá de una genuina preocupación por el adecuado desarrollo de la historiogra-
fía argentina o por el avance cognoscitivo de la ciencia de la historia, la intención de
consagrar una división del trabajo intelectual que circunscribiera a los historiadores ar-
gentinos y americanos al terreno de su propia historia —terreno en el que los historiado-
res españoles tendrían pleno derecho de incursión—; reservando a los historiadores eu-
ropeos la potestad de ocuparse de la historia del mundo, es decir de todos y cada uno de
los campos de la investigación historiográfica habilitados.
Como podemos ver, detrás de la incongruencia práctica entre el discurso de la
unidad sistémica de la producción, circulación y consumo del conocimiento historiográ-
fico y la recomendada especialización nacional y regional para argentinos y americanos
no había ninguna falla de razonamiento, sino simplemente un interés. Interés parcial a la
vez que legítimo, por supuesto, ligado al proyecto político cultural que Altamira ofreció
a la elite intelectual hispanoamericana y que, pese a su amplitud, no podía ser sino es-

658
pañol y expresar aspiraciones políticas, profesionales y económicas prioritariamente
peninsulares.
De esta forma la incoherencia en lo argumental se correspondía con una cohe-
rencia escrupulosa en el mantenimiento de las líneas rectoras del proyecto americanista.
Esta fidelidad a los contenidos programáticos de su misión hizo que Altamira resolviera
el problema planteado a través de un brusco cambio de escala, desplazando la realiza-
ción plena y efectiva de esa unidad sistémica de la investigación y pedagogía historio-
gráficas de su ámbito natural, es decir, el campo intelectual rioplatense o americano, a
un punto de intersección de éstos con sus similares español y europeo. Punto de inter-
sección que, en todo sentido, estaba mucho más cerca del Viejo Mundo que del Nuevo y
que suponía, si no una asignación asimétrica de tareas intelectuales, si una división des-
igual de las áreas de competencia de los historiadores americanos y europeos.
Así, este esquema de división internacional del trabajo historiográfico era com-
patible con contenidos estratégicos del proyecto americanista en tanto propiciaba: a) la
apertura de un campo de trabajo para investigadores y docentes españoles y de un mer-
cado para las editoriales madrileñas y barcelonesas; b) la proyección cultural e intelec-
tual de España en el plano internacional; c) el trazado de una línea común de desarrollo
intelectual e historiográfico hispano-americano con una impronta claramente española;
d) la capitalización privilegiada por parte del medio intelectual peninsular de los avan-
ces intelectuales americanos y la eventual cooptación de sus inquietudes extra-
americanistas.
Como vemos la contradicción detectada era el resultado de un conflicto entre la
línea de argumentación vinculada a la lógica del desarrollo historiográfico y la argu-
mentación comprometida con los lineamientos políticos de su proyecto de cooperación
intelectual. No puede reprochársele a Altamira el haber privilegiado el mantenimiento
de la coherencia política y el haberse comportado como español; aunque tal vez podría
haberse esperado de él que resolviera este conflicto de intereses de una forma más lógi-
ca y ecuánime en la que se contemplaran la apertura de horizontes más vastos y ambi-
ciosos para sus colegas americanos.
Otro caso interesante —encadenado con el que acabamos de examinar— es el
que surge de la evaluación general que hiciera Altamira del estado de la pedagogía his-
tórica en la Argentina de principios de siglo XX.
En este caso y en otros de índole práctica, la actitud del profesor ovetense ante
estos escollos surgidos de su propio discurso fue fundamentalmente diferente de la que
había tomado respecto de los problemas y paradojas surgidas de sus tangenciales incur-
siones en la reflexión gnoseológica o epistemológica. En efecto, si bien el resultado de
estas acometidas no siempre fue exitoso, Altamira procuró resolver las contradicciones
manifestadas en el terreno práctico de la investigación y la enseñanza de la historia;
ajustando sus ideas y propuestas a medida que se planteaban los problemas y que se
ampliaba su información acerca de la realidad historiográfica rioplatense.
Así, cuando el viajero desarrollaba sus disquisiciones acerca de una necesaria re-
forma de la enseñanza de la historia y exponía la conveniencia lógica de ir de lo general

659
a lo particular, de transitar ordenadamente la secuencia cronológica y de determinar el
rango diferencial de los procesos históricos distinguiendo antecedentes y consecuencias;
su argumento estaba orientado a sostener la necesidad de enseñar historia universal —
más precisamente, europea— en primera instancia, antes que historia argentina tal co-
mo entonces sucedía.
Los argumentos lógicos y cronológicos de Altamira eran sin duda pertinentes y
difícilmente rebatibles si, apartándonos de posibles estructuraciones problemáticas, dia-
crónicas o sincrónico-comparativas, se concedía que el punto de mira natural y adecua-
do para pensar y organizar la disciplina fuera el lineal tempo-acontecimental.
Desde esta perspectiva, y desde una mirada inevitablemente eurocéntrica de la
historia humana, era lógico que Altamira reclamara que en beneficio de la calidad de la
educación histórica de los argentinos, debiera estudiarse antes la historia general que la
americana o nacional. En auxilio de este criterio también operaba la certeza subjetiva de
que los valores del pacifismo y la cooperación internacional eran más elevados y ade-
cuados para orientar la educación de los pueblos y favorecer su desarrollo, que los idea-
les nacionalistas que a menudo derivaban en chauvinismo. En este sentido, subordinar
el estudio de la historia patria al estudio de la historia universal tanto en el aspecto de
los contenidos como de la orientación general del curriculum aparecía como una opción
políticamente saludable además de pedagógica e historiográficamente correcta.
Por supuesto, esta alternativa podía parecer positiva siempre y cuando esos idea-
les humanistas, internacionalistas y cooperacionistas fueran los que efectivamente susti-
tuyeran al nacionalismo como ideario estructurante de la enseñanza de la historia en
todos los países. Pero cuando esa recomendación la daba un extranjero, europeo, súbdi-
to de la antigua metrópoli colonial, al tiempo que en Europa no se había verificado, por
entonces, una auténtica modificación de la orientación nacionalista de los estudios his-
tóricos, el argumento obviamente se debilitaba. Más aun cuando ese extranjero que sos-
tenía ideales internacionalistas no perdía ocasión de declarar su patriotismo español y de
defender como tal y con sumo apasionamiento, los aspectos y personajes más controver-
tidos de la historia de su país que, recordemos, involucraba conflictivamente gran parte
de la historia de los países americanos.
En este sentido, se comprende que la repercusión efectiva de esta propuesta de
reforma del plan de estudios de Altamira no fuera muy profunda en Argentina, sobre
todo cuando no quedaba completamente claro que la recomendada resignación de la
óptica nacionalista no se efectuara en beneficio de intereses de otros países.
Por otra parte, el nacionalismo como principio estructurante de la pedagogía his-
tórica y orientador de la investigación historiográfica, no necesariamente debía estar
comprometido con las tendencias aislacionistas, belicistas o expansionistas que Altami-
ra y los intelectuales reformistas suponían inevitables dado su experiencia europea. El
nacionalismo historiográfico aparecía en la Argentina de principios del siglo XX como
una garantía ideológica para la conformación y consolidación de una identidad nacional
en medio de las transformaciones sociales, culturales y demográficas que ocasionaba la
inmigración masiva y cosmopolita. En ese sentido, el nacionalismo historiográfico ar-

660
gentino no representaba un peligro inmediato de derivación chauvinista, aun cuando en
sus presupuestos ideológicos estuvieran contenidos en potencia, todos los riesgos acerca
de los que Altamira alertaba y que décadas más tarde se confirmarían parcialmente.
Cuando Altamira pudo apreciar la importancia de esta política de Estado para la
República Argentina y la futilidad de intentar desactivarla a través de argumentos lógi-
cos, historiográficos o internacionalistas, intentó una solución de compromiso. Esta so-
lución era, en el plano de los principios, la misma que como intelectual regeneracionista
español y devoto creyente de los ideales de confraternidad internacional, había encon-
trado para pensarse a sí mismo en el contexto de su patria natal, de la ciencia y del
mundo: un patriotismo moderado, progresista y reformista en lo social y político, tole-
rante de la diferencia y conciliador; antes que un nacionalismo encendido, formidable
movilizador de las fuerzas sociales e intelectuales, pero por su misma impetuosidad,
inestable y peligroso.
Este patriotismo —más allá de su viabilidad o de sus posibilidades de imponerse
al nacionalismo— era, como entelequia, una propuesta inteligente a la que Altamira
adhería junto con otros intelectuales europeos ya que, al menos en teoría, permitiría
rescatar lo mejor del nacionalismo para hacerlo compatible con los aportes de otras tra-
diciones de pensamiento político y con los corolarios prácticos de sus propias opciones
filosóficas, pedagógicas e historiográficas. Claro que la necesidad misma de establecer
tal compromiso, ponía en evidencia las tensiones que comenzaban a acumularse a prin-
cipios del siglo XX en torno a las diferentes líneas del pensamiento y de acción profe-
sional y pública de los intelectuales reformistas finiseculares. Por supuesto, estas ten-
siones —que no hicieron sino agravarse con la radicalización de los conflictos sociales
y políticos luego de la revolución rusa— hicieron inestables tales entelequias y com-
promisos, tal como la propia evolución ideológica de los intelectuales del período puede
probarlo.
La sustitución del nacionalismo por este patriotismo moderado podría dar, según
la óptica de Altamira, la cobertura ideológica adecuada para iniciar una reforma creíble
de la pedagogía histórica que contemplara un compromiso práctico entre las diferentes
doctrinas existentes y una fórmula de equilibrio en la distribución cuantitativa y tempo-
ral de los contenidos de historia nacional y los de historia universal.
Si, como vimos, el fantasma de la deserción escolar afectaría inexorablemente
cualquier diseño curricular lineal —ya que en cualquier caso dejaría trunco el aprendi-
zaje del proceso histórico que se pretendiera enseñar—, ninguna solución que supusiera
la implantación excluyente de contenidos de historia nacional o universal en los prime-
ros años tendría viabilidad lógica o política. Tomando consciencia de esta inviabilidad,
Altamira bosquejó un sistema alternativo que, reconociendo esa lamentable realidad,
atendiera tanto la necesidad de no transgredir la secuencia lógica y cronológica de la
historia, como la necesidad de transmitir ciertos contenidos mínimos imprescindibles de
historia argentina y europea en cada una de las etapas de su formación.
Este sistema curricular, de exposición circular y progresión espiralada suponía la
necesidad de seleccionar un número limitado de contenidos de historia universal y na-

661
cional que serían abordados recurrentemente —a la vez que profundizados y ampliados
progresivamente— en cada uno de los curso de la enseñanza elemental y en los prime-
ros escalones de la media. Todo esto, sin perjuicio de que pudiera ponerse mayor énfa-
sis en la enseñanza de la historia universal en el primario y de la historia nacional en el
secundario.
Como podemos ver en este caso y más allá de la opinión que nos merezcan sus
ideas, Altamira enfrentó creativamente los problemas y paradojas que deparó su propio
discurso, mostrando en este terreno práctico y aplicado de la pedagogía historiográfica
una adaptabilidad de la que careció en el terreno de lo epistemológico.
Esta dualidad del discurso académico de Altamira, más sólido en el terreno tec-
nológico que en el terreno teórico-metodológico, gnoseológico y epistemológico, quedó
puesta de manifiesto en sus intervenciones al frente de sus cátedras temporarias en las
universidades argentinas.
Ahora bien, ¿hemos hallado, entonces, la clave del éxito de Altamira? ¿Podría
este discurso académico explicar suficientemente el triunfo del alicantino entre la elite
intelectual argentina, cuando era obvio que su contenido, prolija y coherentemente ex-
puesto, mostraba una consistencia irregular?
Creemos que no, por lo menos en tanto se pretenda que el contenido académico
de su discurso fuera tan rico y sugerente que pudiera propulsar, por sí mismo, una au-
téntica revolución historiográfica en el ámbito rioplatense y americano.
El discurso de Altamira no mostró en ningún caso la homogeneidad ni el equili-
brio adecuados entre sus componentes teóricos y prácticos, ni la potencia necesaria para
reordenar el naciente campo historiográfico argentino u orientar su remodelación cientí-
fica.
Privado de cualquier posición de poder dentro de los aparatos institucionales del
Estado o de una inscripción permanente en las estructuras universitarias o académicas
argentinas, Altamira disfrutaba de un prestigio en principio fiado y luego confirmado
que emanaba de la fugaz actividad docente que estaba ejerciendo en la UNLP y en la
UBA. Sin esas inscripciones, carente de toda posibilidad de poner en marcha esas re-
formas o esas nuevas prácticas, la influencia del discurso de Altamira sólo podía tomar
cuerpo en la medida en que persuadiera a la elite intelectual —que poseía el poder polí-
tico y que controlaba las instituciones superiores de investigación y enseñanza— de la
necesidad de operar estos cambios profundos en la historiografía argentina.
Respecto de la eficacia de este discurso para transformar los criterios narrativis-
tas de ejercicio del oficio, favoreciendo o impulsando un viraje científico de la práctica
historiográfica, debemos considerar que su influencia o inspiración fueron bastante dis-
cretas, por lo menos en lo inmediato. La relativa irrelevancia de las reflexiones teóricas
de Altamira estaba dada ya en el propio desinterés que éste mostró por apoyar sus pres-
cripciones acerca del método científico en la Historiografía en una sólida doctrina que le
sirviera de fundamento. Sin un cimiento epistemológico adecuado, las incursiones de
Altamira en estos complejos terrenos se desdibujaron irremediablemente.

662
Como vimos, este abandono de la epistemología se hizo en beneficio de un dis-
curso que pretendió orientar la praxis del historiador en sus aspectos más concretos. De
allí que su aporte más relevante se hubiera realizado en aquello que concernía a los cri-
terios de ejecución propedéuticos, heurísticos y bibliográficos del oficio y a la faz orga-
nizativa de la historiografía, tanto en lo que se refiere a la administración de los recursos
pedagógicos y de investigación existentes, como en lo que atañe a la adecuada estructu-
ración institucional de la Historiografía y de la enseñanza de la historia.
Creemos que en este terreno es donde el discurso de Altamira si resultó muy in-
fluyente y donde logró ofrecer a la elite intelectual argentina tanto unos criterios orien-
tadores muy valiosos para llevar una modernización historiográfica efectiva, como la
cobertura ideológica y profesional de una autoridad internacional reconocida para apli-
car esos criterios y efectivizar esas orientaciones. Claro que, esta influencia no sólo fue
efecto del contenido mismo del discurso, sino de unas condiciones específicas del con-
texto político-social, del campo intelectual y cultural y del espacio historiográfico rio-
platense, que permitieron que ese discurso fuera atendido, rescatado y utilizado como
un instrumento útil para reforzar un proceso de cambio historiográfico que ya había
comenzado a pergeñarse en las mentes más avanzadas de la elite intelectual y política
finisecular y que comenzaba a ganar adeptos entre las nuevas generaciones de historia-
dores e intelectuales.

663
664
CAPÍTULO VI

LA EVOLUCIÓN DE LA HISTORIOGRAFÍA ARGENTINA Y EL CAMPO


INTELECTUAL RIOPLATENSE (1852-1916).

Rafael Altamira arribó a Buenos Aires en momentos en que la feliz insersión de


la República Argentina en la economía mundial desencadenaba profundas mutaciones
demográficas y socio-culturales en el Plata. Si bien estas mutaciones presagiaban, a su
vez, incontenibles cambios políticos; hacia finales de la primera década del siglo XX
comenzaban a manifestarse notables transformaciones en el clima ideológico, en las
carácterísticas del mundo intelectual porteño y en la propia historiografía nacional.
Lejos de irrumpir en un escenario virgen, Altamira se encontró frente a una his-
toriografía argentina íntimamente ligada, desde su nacimiento en la segunda mitad del
siglo XIX, a una concepción narrativista y romántica de la tarea del historiador.
En efecto, entre 1854 y 1916, el entorno cultural rioplatense vio florecer un nue-
vo tipo de discurso que, sin romper necesariamente con las inquietudes que guiaron su
tradicional ensayismo —esto es, comprender las obscuras características de la sociabili-
dad argentina—, planteaba estrategias cognoscitivas claramente innovadoras398.
Las obras elaboradas desde esta perspectiva, cuyas inspiraciones filosóficas fue-
ron, a menudo contradictorias, hallaron un punto de contacto en la voluntad de com-
prender un controvertido pasado signado por las glorias de la guerra revolucionaria pe-
ro, también, por la lucha fratricida y la férrea tiranía de Juan Manuel de Rosas.
Este tipo de indagación, más que perseguir un ajuste de cuentas en el plano de la
memoria colectiva, procuraba hallar una clave que descifrara la secreta lógica que enca-
denaba ese cruento pretérito con el promisorio futuro que la evolución política y eco-
nómica argentina por entonces presagiaba. Esta coincidencia elemental permitió que los
protagonistas, a la vez que desarrollaban sus lecturas y sus polémicas, fueran constru-
yendo los cimientos de un espacio intelectual y cognoscitivo común: el espacio de la
historiografía.

398
Si bien toda partición cronológica puede resultar arbitraria, tomaremos aquí ambas fechas —
relacionadas con la aparición de dos libros actualmente olvidados— como mojones de apertura y cierre de
un tipo de historiografía que tomó para sí la tarea de edificar la historia nacional. Estas obras fueron:
Alejandro MAGARIÑOS CERVANTES, Estudios históricos, políticos y sociales sobre el Río de la Plata,
Tipografía de Adolfo Blondeau, París, 1854; y Paul GROUSSAC, Mendoza y Garay. Las dos fundaciones
de Buenos Aires 1536-1580, Jesús Menéndez Editor, Buenos Aires, 1916 (2ª Edición con prólogo origi-
nal).

665
Una vez que hemos completado la exposición del los hitos del viaje americanista
de Rafael Altamira; que definimos las líneas generales el contexto histórico e historio-
gráfico en que debe ser entendido; que exploramos los orígenes intelectuales e institu-
cionales de la empresa ovetense; que trazamos un perfil profesional e ideológico de su
protagonista; que reconstruimos sus estrategias sociales y diplomáticas, y que analiza-
mos sus enseñanzas; es necesario, pues, recrear el nexo lógico y problemático que exis-
tió entre el contenido y la repercusión del discurso histórico-metodológico de Altamira
y el statu quo historiográfico argentino.
Religar ambos términos, separados en las percepciones meramente anecdóticas,
biográfica y conmemorativa del acontecimiento que ha logrado imponerse —en parte
gracias al olvido de los contenidos mismos del discurso académico de Altamira—, nos
permitirá completar la comprensión de este acontecimiento y de la dinámica del proceso
de reconstitución de las relaciones intelectuales hispano-argentinas que aquel aconteci-
miento desencadenó.
Para efectuar esta operación, será necesario establecer cómo era ese statu quo,
prestando atención tanto a las características del espacio intelectual en el que Altamira
se instaló fugazmente y al que contribuyó a transformar y complejizar, como al desarro-
llo histórico del narrativismo en sí mismo, desde el momento de su imposición hasta el
de su ocaso.
Pero, brindar una visión comprensiva de la historiografía decimonónica argenti-
na es una tarea compleja a la que pocos historiadores se han entregado concienzuda-
mente y con la que nadie huérfano de un proyecto colectivo de refundación historiográ-
fica —de tipo político, ideológico o corporativo—, se ha comprometido.
En la primera mitad del siglo XX, Rómulo Carbia y Ricardo Levene delinearon
diferentes imágenes de la historiografía decimonónica argentina que, sin embargo, utili-
zaban los mismos conceptos claves para comprender su objeto y recogían una inquietud
común y funcional al proyecto intelectual que los unía; esto es, integrar esta etapa en un
“gran relato” del desarrollo historiográfico argentino que hallaría culminación triunfal
en la propia experiencia de la Nueva Escuela Histórica, a la que ambos pertenecían.
Estas imágenes quedaron plasmadas en importantes estudios escritos entre 1925
y 1948 que lograrían imponer —merced de la reconocida autoridad de ambos historia-
dores y del poder que individual y colectivamente poseían— una interpretación señera
del origen de nuestra disciplina.
Contraponiéndose a estas interpretaciones, desde la segunda mitad del siglo, Tu-
lio Halperín Donghi, ha ido delineando en diversos estudios y ensayos, una visión dife-
rente de la Historiografía decimonónica argentina que, pese a no tomar la forma de un
exhaustivo cartabón, supo abrirse paso sustituyendo paulatinamente las imágenes insta-
ladas por la Nueva Escuela y orientando la comprensión de aquella etapa con arreglo a
una nueva concepción de la disciplina y de la labor profesional.
Es indudable que estas interpretaciones divergentes de la historiografía decimo-
nónica argentina han logrado, en sus respectivas circunstancias, una considerable y per-
durable aceptación entre sus colegas. Es por ello que cualquier indagación responsable

666
de esta etapa genética de nuestra disciplina, orientada a estudiar tanto los textos como
los contextos que envolvieron aquellas obras, no puede eludir la previa revisión crítica
de estos aportes.
Pero, si esta revisión crítica resulta necesaria ello se debe a que: a) en general,
estos modelos han demostrado más utilidad para clasificar y reordenar la bibliografía de
la época en función de un ideal disciplinario, que para reconstruir e historiar el floreci-
miento de la historiografía como género literario y su evolución como saber con preten-
siones científicas; y b) en lo que atañe a esta investigación, las propuestas de Carbia,
Levene y Halperín Donghi nos ofrecen indirectamente sendos marcos conceptuales para
evaluar el fenómeno Altamira. En este sentido, se comprende que si estos marcos han
distorsionado la imagen de la historiografía decimonónica para ajustarla a determinadas
valoraciones, opciones metodológicas y estrategias intelectuales, mal pueden ofrecernos
los elementos necesarios para apreciar la relevancia y el impacto de la campaña ameri-
canista ovetense en la evolución de la historiografía argentina.
Esta doble limitación, compartida por las tres interpretaciones disponibles, hace
imprescindible explorar otras formas de entender la historiografía decimonónica argen-
tina. De allí que, aun cuando la construcción de un modelo alternativo exceda las posi-
bilidades y objetivos de este estudio, sea necesario bosquejar aquí algunas de sus líneas
maestras, de forma de dotarnos de los instrumentos necesarios para interpretar correc-
tamente esta etapa inaugural de la historiografía rioplatense y, a la postre, comprender
mejor la demanda y la calurosa recepción que, en la coyuntura del Centenario, tuvieron
los discursos normativos e institucionalizantes de la labor historiográfica, como el ofre-
cido por Rafael Altamira.

1.- La historiografía decimonónica argentina. Tres interpretaciones.

1.1.- Dialéctica de la evolución historiográfica en Rómulo Carbia.


Entre 1925 y 1940, la Nueva Escuela Histórica argentina formuló, en la que
puede considerarse, sin mucho riesgo, su genealogía oficial, un modelo de interpreta-
ción ya clásico del período fundacional de nuestra historiografía, en el que proponía la
clave de su propia legitimación
En esta visión autocomplaciente y “triunfalista”, plasmada en dos libros destina-
dos a tener profunda y extensa influencia, su autor, el entonces profesor titular de Intro-
ducción a los estudios históricos argentinos y americanos en la UNLP399, Rómulo D.
Carbia (1885-1944), se había propuesto efectuar un “cálculo de resistencia” de los mate-

399
En ese momento, Carbia era, además, y desde 1921, profesor suplente de Introducción a los estudios
históricos en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires (cargo que titularizaría
en 1930); Director del Seminario de Investigaciones Históricas Americanas en la Facultad de Humanida-
des y Ciencias de la Educación de la UNLP, también desde 1921; y Profesor titular del Instituto Nacional
del Profesorado Secundario, desde 1917. Sobre Carbia puede consultarse: Horacio J. CUCCORESE, Rómu-
lo Carbia. Ensayo bio-bibliográfico, Buenos Aires, Ediciones Culturales Argentinas, Ministerio de Edu-
cación y Justicia, 1962.

667
riales que la bibliografía histórica argentina, en buena medida “hija... de la improvisa-
ción juvenil o del afán de notoriedad literaria”, ofrecía a los estudiosos contemporá-
neos400.
Esta empresa tuvo su historia y las ideas de Carbia mostraron una evolución in-
teresante. En 1918, al justificar la necesidad de revisión de la historia argentina, este
autor hablaba de la historiografía decimonónica argentina como si esta constituyera una
unidad de sentido caracterizada por una verdadera colección de “lacras”: la magnifica-
ción de hechos e individuos, la interferencia de intereses personales y de solidaridades
de parentesco en la ponderación de los acontecimientos, la militarización de la narración
del pasado y, lo que sería más grave, una técnica anacrónica concordante con una con-
cepción de la historia ya perimida:
“...mientras los hombres del mil ochocientos adjudicaron a la historia el papel de maestra de vi-
da, e indicaron su estudio como el de una disciplina excelente para la especulación ética, los del
presente opinan de manera diversa. La historia es conceptuada hoy como una ciencia que logra
formular leyes abstractas de manifestaciones que concurren a su formación, y puede figurar en el
conjunto de las disciplinas que, como la geología, estudian fenómenos de sucesión, siempre úni-
cos y característicos, y que para merecer la consideración de un análisis, no han menester de
más.” 401

Esta primitiva elucubración de Rómulo Carbia siguió su desarrollo en los años


siguientes, ganando en sofisticación y verosimilitud, pero demandando un esfuerzo con-
siderable para su consecución definitiva.
En 1922 un breve aunque sólido avance del trabajo al que consagraría dos déca-
das de su vida fue presentado en una publicación de la UNLP402, donde oficiaba como
profesor suplente desde 1919, y había sido nombrado, en 1921, titular de la asignatura
historia europea de la Facultad de Ciencias de la Educación. En esta ocasión Carbia
proponía la existencia de una línea historiográfica identificada con la erudición crítica,
cuyos tres hitos estarían representados por Luis L. Domínguez, como precursor; Barto-
lomé Mitre como introductor de la erudición documentalista y, conjuntamente, por Paul
Groussac y la Nueva Escuela como presentadores de la crítica.
En 1923, Carbia publicaba otro adelanto de su investigación editado, esta vez,
por el Instituto de Investigaciones Históricas dependiente de la Facultad de Filosofía y
Letras de la UBA, donde desde hacía dos años se encontraba a cargo —interinamente—
de la cátedra de Introducción a los Estudios Históricos403. Este artículo analizaba el lu-
gar y los aportes de quienes consideraba como historiógrafos menores y calificaba de

400
Rómulo CARBIA, Historia de la Historiografía Argentina, Op.cit., pp. 11-12.
401
Rómulo CARBIA, “La revisión de nuestro pasado”, en: Publicaciones del Colegio Novecentista, cua-
derno N° 5, Buenos Aires, junio de 1918, p. 69-72. Se consultó la copia mecanografiada en tres páginas
del original (BFFyL/UBA, Caja N° 305, Doc. N° 29).
402
Rómulo CARBIA, “Historia de la historiografía argentina. Los historiógrafos eruditos críticos”, en:
Humanidades. Publicación de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, t. IV, Universi-
dad de La Plata, La Plata, 1922.
403
Rómulo CARBIA, “Los historiógrafos argentinos menores. Su clasificación crítica”, en: Publicaciones
del Instituto de Investigaciones Históricas, nº XVII, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Bue-
nos Aires, Buenos Aires, 1923.

668
heurísticos, cazadores de documentos, expositores de pesquisas documentales sin espíri-
tu crítico, datísticos y monografistas.
En 1925 fue puesto a consideración del público la primera versión de su estudio
bajo el título de Historia de la historiografía argentina, como parte de la nueva colec-
ción “Biblioteca Humanidades” de la UNLP404. El libro, que según suponía su autor
sería el primer volumen de una obra más extensa, estaba dedicado a Ricardo Levene,
uno de los grandes referentes de la Nueva Escuela que desde 1915 era un reconocido
miembro de número de la Junta de Historia y Numismática Americana, y que en ese
momento se desempeñaba como consejero académico y profesor titular de Historia ar-
gentina e interino de Sociología en la sección Historia de la Facultad de Humanidades y
Ciencias de la Educación de la UNLP.
La Historia de la historiografía argentina se presentaba, a sí misma, como una
reacción contra una historiografía baladí, superficial y efímera que, realizada por los
protagonistas interesados del pasado o por sus herederos directos, no podía sino perpe-
tuar una serie de errores y mitos intolerables. Carbia, quien gustaba echar mano de la
imagen analógica del ingeniero y el cirujano405, no dudó en promocionar su estudio co-
mo un hito fundante de la historia de la historiografía argentina406 y un legado pedagógi-
co para las futuras generaciones de historiadores:
“Con este libro aspiro a prepararlos, dándoles una posición mental definida y clara frente a los
problemas del conocimiento de nuestra historia, para la ardua labor de su reconstrucción científi-
ca. Sabedores, en adelante, del justo valor que tiene lo hecho, han de orientarse mejor para pla-
near lo que aún resta por hacer.” 407

Este estudio proponía una Introducción gnoseológica y seis capítulos en los que
se analizaban las escuelas básicas de la historiografía argentina desde poco antes de
mediados del siglo XIX y se ofrecía un panorama colateral —no muy claramente ex-
puesto— de las escuelas menores y otras modalidades del género historiográfico408.

404
Rómulo CARBIA, Historia de la Historiografía Argentina, Tomo II de la “Biblioteca Humanidades”,
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de La Plata, La Plata,
1925.
405
“Este libro concreta esa reacción [contra la historiografía precedente] por el camino de una meticulosa
revisión de valores. Su autor no pontifica de iconoclasta ni postula labores negativas. Mide, pesa, analiza
—eso sí— con criterio clínico; y si alguna vez amputa, lo hace como lo practican los cirujanos: para sal-
var lo que aún tiene derecho a la vida.” (Ibídem, p. 13)
406
Carbia reconocía que el diagnóstico acerca de la falta de un estudio de este tipo se debía a Rafael Al-
tamira, quien en el prólogo de 1911 a la tercera edición de la Historia de la Confederación argentina, de
Adolfo Saldías había alertado sobre la necesidad de llevarlo a cabo tanto a escala argentina como hispa-
noamericana. Sin embargo, en la Historia crítica de la historiografía argentina de 1940, este autor quizás
más preocupado por descalificar la primogenitura de la historia de la historiografía rioplatense en las
obras de Diego Barros Arana, Historiadores argentinos anteriores a Bartolomé Mitre (1876) y del mis-
mísimo Ricardo ROJAS en los tomos III (1920) y IV (1922) de La literatura argentina, olvidaría reafirmar
este reconocimiento. Ver y comparar: Rómulo CARBIA, Historia de la Historiografía Argentina, Op.cit.,
p. 13, n° 1; y la Historia crítica de la historiografía argentina, Op.cit, pp. XX-XXI, nota n°1.
407
Rómulo CARBIA, Historia de la Historiografía Argentina, Op.cit., p. 14.
408
La Historia de la historiografía argentina, de 1925, nos presenta el siguiente índice: Prólogo; Intro-
ducción “El problema del conocer histórico”; una Primera Parte “El rimero historiográfico” con seis capí-
tulos: Capítulo I “Las escuelas básicas”; Capítulo II “Las escuelas menores”; Capítulo III “Los cronistas”;
Capítulo IV “Los ensayistas”; Capítulo V “La historiografía didascálica” y Capítulo VI “El material eru-

669
Sin embargo, el hito de 1925 no significó el fin del proyecto de Carbia. En 1939
aparecía su Historia crítica de la historiografía argentina editada en La Plata409, y unos
meses después se publicaba, bajo el mismo título y con algunas correcciones, la segunda
y definitiva edición de este estudio en Buenos Aires410.
En esta nueva obra Carbia modificó substancialmente el plan de la primera obra
aunque no creemos que pueda considerarse, tal como lo pretende su autor, un estudio
independiente de aquel primigenio411. A pesar de eso, es obvio que en esta segunda en-
trega reorganizó considerablemente su exposición proponiendo dos líneas de abordaje
de la historia de la historiografía argentina de cuya combinación se esperaba que surgie-
ra un panorama exhaustivo, diacrónico y comprensivo a la vez, del desarrollo de la dis-
ciplina en el Río de la Plata412.

dito”. Obviamente este se pensaba como un primer volumen de un estudio mayor que, en los años inme-
diatamente posteriores, no tuvo oportunidad de editarse.
409
Rómulo CARBIA, Historia crítica de la Historiografía Argentina, Tomo XXII de la “Biblioteca
Humanidades”, Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de La
Plata, La Plata, 1939.
410
Rómulo CARBIA, Historia crítica de la Historiografía Argentina (desde sus orígenes en el siglo XVI),
(2ª ed.), Buenos Aires, Imprenta y Casa editora Coni, 1940.
411
“Un libro con título casi semejante al que lleva éste, y consagrado, como el presente, al proceso de la
evolución de nuestra historiografía, constituyó el volumen II de la Biblioteca Humanidades. El que hoy
sale a la luz, no debe ser considerado una nueva edición de aquél, aunque en mucho pueda parecérsele.”
(Rómulo CARBIA, “Advertencia prologal” a su: Historia crítica de la Historiografía Argentina —desde
sus orígenes en el siglo XVI—, 2ª edición, Buenos Aires, Imprenta y Casa editora Coni, 1940, p XI). Car-
bia afirmaba que este nuevo libro contenía el de 1925 y sumaba el que entonces proyectó y no pudo con-
cretar, pero que aparecían ahora “acomodados a una nueva arquitectura”. Las transformaciones esenciales
que tendría la obra de 1939/1940 serían las siguientes: la diferente “latitud” del abordaje; la extensión del
límite cronológico; la estructura dual del análisis; y una mejorada comprensión del panorama historiográ-
fico dada por la “perspectiva de la distancia en el tiempo” (Ibídem, pp. XI-XXI). En realidad y más allá
de la veracidad de estas consideraciones, quizás haya sido importante presentar la Historia crítica de la
historiografía argentina como un libro nuevo, habida cuenta de las críticas que recibiera la obra de 1925
de parte de figuras notables de su propio grupo; las cuales, planteaban la necesidad de no insistir en plan-
teos que irritaran ánimos y que profundizaran viejos desacuerdos y de asumir ciertos cambios argumenta-
tivos. Los efectos de las críticas de los demás historiadores de la Nueva Escuela se hicieron ver en ciertas
supresiones, como la del prólogo croceano de 1925, y en la sugestiva reescritura de los párrafos en que
hablaba de la misma Nueva Escuela. Sin mencionar este tipo de crítica, el texto definitivo de Carbia reco-
ge sólo las que lanzó contra su estilo literario Luis María Jordán, en las columnas del diario La Razón el
29 de marzo de 1925, haciendo prolija omisión de la identidad de otros críticos “éditos” e “inéditos” que
habrían coincidido con el anterior. A pesar de ello, Carbia despliega a pie de página una defensa despro-
porcionada de su obra —que evidentemente es demasiado contundente y enfática para estar referida a la
crítica de Jordán— en la que se citan las obras que utilizaron sus aportes entre 1925 y 1939, la obras que
se inspiraron parcialmente en su estudio y las voces de quienes valoraron la importancia y solidez del
libro. Entre ellas se encontraría la de Alejandro Korn, quien hiciera un elogio incontrastado de la Historia
de la historiografía argentina y de su autor en la revista Valoraciones de La Plata (nº 7, septiembre de
1925), que Carbia se encarga de reproducir escrupulosamente (Ibídem, nota nº 1 y nº 2 de p. XVI y nota
nº 1 de p. XVII).
412
La Historia crítica de la historiografía argentina presentaba alteraciones y nuevas reflexiones respec-
to de la Historia de la historiografía argentina. El prólogo original fue reemplazado íntegramente en
1940 por dos textos: “Unas palabras sobre esta edición definitiva” y una “Advertencia prologal”; la “In-
troducción” gnoseológica fue suprimida, la Primera Parte, titulada ahora “El proceso historiográfico”,
integraba cinco capítulos que organizaban cronológicamente el discurrir del género: Capítulo I “Los orí-
genes”; Capítulo II “La crónica jesuítica”; Capítulo III “Gestación y nacimiento de la historiografía de
origen laical”; Capítulo IV “Comienzo y posterior desarrollo de la escuela erudita hasta las postrimerías
de su primera etapa” (que recogía una mínima parte del Capítulo I de la edición de 1925) y Capítulo V
“Las dos corrientes vertebrales de la historiografía argentina” (equivalente a la mayor parte del Capítulo I

670
Estas dos líneas eran, por un lado, la “genética”, según la cual, partiendo de unos
supuestos orígenes en la crónica de Utz Schmidl, se llegaría luego de cuatro siglos, y sin
tropiezos insalvables, a la Nueva Escuela Histórica. Por otro lado, la “genérica”, por la
que se dispuso de tres conjuntos en los que se recogía parte de la evolución de la disci-
plina y se integraban otros autores y obras de acuerdo, ahora, a una clasificación siste-
mática. De la superposición de ambos esquemas surgiría, entonces, una grilla con la que
se pretendió ofrecer una interpretación totalizadora del derrotero historiográfico argen-
tino.
Ahora bien, tanto en la versión inicial como en la definitiva, Rómulo Carbia pre-
sentaba un modelo de interpretación de la historiografía decimonónica argentina, que es
el que directamente nos interesa analizar aquí. En él, se postulaba la existencia de dos
corrientes vertebrales de la moderna historiografía nacional en el siglo XIX: la “filoso-
fante” y la rigurosamente erudita.
La primera de estas escuelas tendría como exponentes más notables a Alejandro
Magariños Cervantes (1825-1893); a José Manuel Estrada (1842-1894), autor de las
guizotianas Lecciones sobre la historia de la República Argentina413; a Lucio Vicente
López (1848-1894), autor de las Lecciones de historia argentina414; Vicente Fidel López
(1815-1903), historiador paradigmático de esta corriente y, finalmente, a su deslucido
continuador, Mariano Pelliza (1837-1902)415.
El carácter filosófico de esta escuela —que Carbia tachaba de volteriana— esta-
ría dado por su tendencia a producir interpretaciones generales y juicios de valor despe-
gados de cualquier apoyatura heurística realmente consistente:
“Uso la expresión tomándola de los cultores del género historiográfico a que me refiero. Claro
está que esa filosofía a que ellos aspiraban, no es la filosofía de la historia al tipo de Herder o de
cualquiera de los otros pensadores que han tratado de analizar la sima, profunda y obscura, de la
civilización occidental. La mayoría de nuestros historiadores, equivocadamente por descontado,
llamaron filosófica a toda esa aparatosidad verbal, con la que, diciendo que buscaban señalar las
causas generadoras de los hechos, nos fueron presentando la narración del pasado, así como lo
conocían.”416

En todo caso, esta escuela habría evolucionado desde el modo de exposición tí-
pico de Estrada —cuyo interés se centraba en enseñar la filosofía de la historia prescin-
diendo de todo detalle e investigación—, a los López, quienes representaron, dentro de
la lógica de esta tendencia, un claro mejoramiento respecto del manejo de fuentes. Pese
a ello, seguiría siendo perceptible en esta escuela una exagerada, ecléctica y selectiva
sensibilidad adaptativa hacia las novedades historiográficas europeas, sobre todo por
aquellas influenciadas por teorías sociologistas u organicistas:

de la edición de 1925). La Segunda Parte “Los conjuntos genéricos”, constaba de cuatro capítulos que
recogían prácticamente intactos y con sus títulos originales los capítulos III, IV, V y VI de la edición de
1925.
413
José Manuel ESTRADA, Lecciones la Historia de la República Argentina dadas públicamente en 1868,
Librería del Colegio de Pedro Igón y Cía., 2 vols., Buenos Aires, 1898.
414
Lucio Vicente LÓPEZ, Lecciones de historia argentina, Buenos Aires, 1878.
415
Mariano PELLIZA, Historia argentina, Buenos Aires, Félix Lajouane editor, 5 vols, 1888, 1894 y 1897.
416
Rómulo CARBIA, Historia crítica de la Historiografía Argentina (2ª ed.), Op.cit., p. 122, n° 1.

671
“En el período (1850-1880) en el que debutaron los maestros de la historiografía filosófica ar-
gentina, florecieron o se agostaron en Europa muchas altas personalidades del pensamiento his-
toriográfico: Buckle, Michelet, Guizot, Macaulay, Carlyle, etc., alrededor de cuyos nombres la
fama rondó repetidas veces con estrépito. Seguidores de los ruidos de afuera, como resultaron
casi todos nuestros historiógrafos, lógico fue que trataran siempre de modificar su vestimenta
ideológica habitual, de acuerdo con el último figurín llegado de París. De ahí la maraña que se
advierte en el concepto historiográfico de muchos escritores nuestros, maraña que justifica mi
anterior aseveración —que no contradice a la actual— de que el impulso director de las grandes
corrientes ideológicas del viejo mundo llegaron con retardo a nuestra historiografía. Porque las
imitaciones que menté antes fueron el vestido de la historiografía europea, pero no a quien lo lle-
vaba. Y tal tuvo que ocurrir porque olvidaron los de aquí que los de allá filosofaban después de
haberse consumado la obra heurística de la erudición y, en consecuencia, sobre lo conocido. En-
tre nosotros, a la postre, se comenzó por donde terminaban en Europa y los frutos, por eso, resul-
taron privados de sazón.”417

La escuela “rigurosamente erudita” habría estado fielmente representada por la


obra de Bartolomé Mitre (1821-1906), si bien reconocería antecedentes en la de Luis L.
Domínguez (1819-1898), autor de Historia Argentina 1492-1820418, y se prolongaría
hasta entrado el presente siglo, en la obra historiográfica de Paul Groussac (1848-1929).
Esta corriente nos mostraría, al contrario de la anterior, un interés por la pesquisa
documental, por el acopio de evidencia inédita, por la revisión bibliográfica y más tarde
por la crítica documental, heurística y hermenéutica.
Bartolomé Mitre era identificado por Carbia como el arquetipo de esta escuela y
como precursor del desarrollo científico de la historiografía argentina, no sólo por la
solidez de su trabajo heurístico, sino por la continua ascensión que este historiador rea-
lizara en la línea de sus propias convicciones y prácticas a raíz de los enriquecedores
debates que entabló con Vélez Sársfield y Vicente Fidel López419.
Sin embargo, Mitre, pese a sus esfuerzos, no habría podido clausurar por sí
mismo el ciclo de la historiografía erudita, “que debía llegar todavía a lo que es en ma-
nos de la nueva escuela”420, de la cual sería precursor. Si bien la filiación mitrista que
propuso Carbia para su grupo suponía la exaltación del autor de la Historia de Belgrano
y de la Historia de San Martín, introducía, también, una diferenciación decisiva entre lo
que se considera un momento rico, pero primitivo al fin, y el momento culminante del
desarrollo de la erudición historiográfica, representado por la aparición de la Nueva
Escuela Histórica argentina:
“Las diferencias que se advierten entre el respetable precursor y los que integran el grupo nom-
brado se concretan, precisamente en el criterio de valoración de fuentes, en el ejercicio de la crí-
tica y en el concepto serial que comprende todos los postulados de la universalidad del fenómeno
histórico. Mitre, un poco embanderado en el culto del héroe como lo denuncia hasta el título de
sus libros, no tuvo idea clara del proceso histórico, ni sacó a su aparato erudito todo el provecho
que hoy le extraen las disciplina historiográficas.” 421

417
Ibídem, p. 40, n° 1.
418
Luis L. DOMÍNGUEZ, Historia Argentina 1492-1820, Imprenta del Orden, Buenos Aires, 1861.
419
Rómulo CARBIA, Historia crítica de la Historiografía argentina (2ª ed.), Op.cit., pp. 145-150.
420
Ibídem, p. 153.
421
Ibídem, p. 153.

672
Como puede comprobarse casi a simple vista, la relevancia de la saga propuesta
en la Historia crítica de la historiografía argentina no se agota en su carácter novedoso,
en la eficacia de su ingeniería o en lo preciso de su disección. En efecto, la interpreta-
ción de Carbia adquiere auténtica importancia para la reflexión histórico-historiográfica
una vez que nos percatamos que semejante intervención poseía, en los diferentes mo-
mentos de su despliegue textual, un objetivo eminentemente contemporáneo. Así, pues,
este exhaustivo balance ofrecía, detrás de un sistemático ordenamiento del naciente
campo historiográfico rioplatense, la clave de la legitimación de aquel grupo renovador
de los estudios históricos del que su mismo autor formaba parte.
La formulación de una contradicción principal entre filosofía y erudición histo-
riográfica, y la invención de una serie de oposiciones complementarias —crónica y en-
sayo422, ensayística sociológico423/científica424 y ensayística genética425— permitieron a
Carbia presentar a la Nueva Escuela como un punto de equilibrio sensato entre el rigor
heurístico y la inteligencia aplicada; filiando claramente su propuesta con la de la histo-

422
Las variadas categorías de la crónica histórica cultivada en el Río de la Plata coincidirían en su volun-
tad de narrar determinados hechos circunscriptos en determinado espacio físico o institucional, a relatar
una biografía o a desarrollar una evolución cronológica de acontecimientos correspondientes a determi-
nada temática o reunidos por cierto conjunto genérico o lógico. El ensayo historiográfico, por el contrario
buscaría organizar los hechos históricos de forma tal de obtener una demostración particularizada o gene-
ralizada que explique el sentido del proceso que los reúne y de las causas superficiales y profundas que
les dan sentido.
423
Carbia considera a los ensayistas sociólogos, “amables dilettanti”, como hacedores de alegatos ideoló-
gicos que analizaban el pasado y el presente en busca de encontrar normas para aplicar en el futuro, en el
mejor de los casos y, en los peores, sólo para entretener sus ocios o conquistar notoriedad política. Do-
mingo Faustino Sarmiento y Juan Bautista Alberdi, serían los grandes representantes de la escuela socio-
lógica, que habría hallado continuación en Joaquín V. González (La tradición nacional, Buenos Aires,
1888; El juicio del siglo o cien años de historia argentina, Buenos Aires, 1910 y 1913); Ricardo Rojas
(Blasón de plata, Buenos Aires, 1910; Argentinidad, Buenos Aires, 1916); Francisco Ramos Mejía (El
federalismo argentino, Buenos Aires, 1889; Historia de la evolución argentina —1877-1889—, Buenos
Aires, 1921); Agustín Álvarez (¿A dónde vamos?, Buenos Aires, 1904; Transformaciones de las razas en
América, Buenos Aires, 1908). Además de estos autores, Carbia incluye al único libro de Ricardo Levene
que se puede incluir dentro de esta perspectiva: Los orígenes de la democracia argentina, Buenos Aires,
1911 y el también excepcional e igualmente olvidable libro de Roberto Levillier: Les origenes argentines,
París, 1912. (Rómulo CARBIA, Historia crítica de la Historiografía argentina (2ª ed.), Op.cit., pp. 231-
250).
424
Dentro del conjunto de ensayistas cientificistas, Carbia incluye a otra rama de los sociólogos, influen-
ciado por la psiquiatría francesa y adeptos a aplicar las “doctrinas psicológicas a la interpretación de los
fenómenos colectivos”. Así se reúne a José María Ramos Mejía (La neurosis de los hombres célebres en
la historia argentina, Buenos Aires, 1878; Las multitudes argentinas. Estudio de psicología colectiva,
Buenos Aires, 1899 y Rosas y su tiempo, Buenos Aires, 1907); Lucas Ayarragay (La anarquía argentina
y el caudillismo, Buenos Aires, 1904) y Carlos Octavio Bunge (Nuestra América, Buenos Aires, 1903).
Ver: Rómulo CARBIA, Historia crítica de la Historiografía argentina (2ª ed.), Op.cit., pp. 251-261.
425
Carbia agrupa dentro del acápite de “ensayistas genéticos” autores como Manuel Bilbao (Historia de
Rosas, Tomo I, Buenos Aires, 1868); Ernesto Quesada (La época de Rosas. Su verdadero carácter histó-
rico, Buenos Aires, 1898); Juan Agustín García (La ciudad indiana, Buenos Aires, 1900) y Juan Álvarez
(Ensayo sobre la historia de Santa Fe, Buenos Aires, 1910 y Estudio sobre las guerras civiles argentinas,
Buenos Aires, 1914) autor de y sus obras más destacadas en el cual se elogia los intentos de estos histo-
riadores por explicar los hechos del pasado por la interacción de determinadas fuerzas contingentes y
accidentales con otras constantes y anteriores. A diferencia de los “sociólogos”, los genéticos no se que-
darían en el análisis del armazón o las formas de los fenómenos históricos y sociales, sino que profundi-
zarían en busca de su causa fundamental, del “complicadísimo mecanismo que los dinamiza” (Ibídem, pp.
261-262 y 266-279).

673
riografía erudita, pero reconociendo, a la vez, su condición de “engendro feliz” de aque-
llas tensiones y modelos alternativos de los que habría resultado:
“En cuanto al resultado a que quiero referirme, salta a la vista que no es otro que el concretado
en la situación actual de nuestra ciencia histórica. En ella, efectivamente, se concilia la erudición
profunda y exhaustiva, con la discriminación que dinamiza la visión del pretérito y pone vida en
sus construcciones, de por sí inanimadas. La intelección cumplida, que es hacia lo que se marcha
y lo que a diario se pregona, supone lo uno y lo otro: dato menudo, documentación copiosa y
prolija, pero, a la par, ejercicio constante de la inteligencia, como recurso para lograr la com-
prensión explicativa del panorama vuelto a la vida.” 426:

Esta idea fue reforzada continuamente por Carbia, quien en otro pasaje de su es-
tudio, reafirmó el carácter sintético de las proposiciones de su corriente historiográfica,
a la vez que avanzaba en definir esta síntesis como “científica”:
“La nueva escuela... postula una reconstrucción histórica americana, y en particular argentina, a
base de pesquisas documentales y bibliográficas realizadas de acuerdo con los más estrictos mé-
todos de Bernheim, seriando los hechos, estableciendo los procesos con el concepto de universa-
lidad de los fenómenos históricos y haciendo revivir el pasado, sin que la forma literaria obedez-
ca a la preocupación única de lo estético. Cabe la puntualización de que es la tarea de este grupo
la primera rigurosamente científica que en asuntos históricos se lleva a cabo en el país. Por eso la
nueva escuela, si bien procede de la vieja tendencia erudita, abre, sin embargo, una serie distinta
en la historia de nuestra historiografía.”427

La Nueva Escuela Histórica sería, a través de la visión de Carbia, no sólo el


momento de la superación intelectual de las oposiciones clásicas de la historiografía
argentina y de sus “lecturas prestigiosas”, sino también el de su ajuste a la evolución
universal de la disciplina:
“Para quien contempla el fenómeno con el concepto cabal de lo objetivo, no le es arduo descu-
brir que la nueva escuela, en sus comienzos y hasta el mismo día de hoy, entraña una reacción
contra el infundado criterio de autoridad, y marcha en búsqueda de una cumplida intelección del
pretérito, con un afán parecido a aquel que en el último tercio del siglo XVIII caracterizó al mo-
vimiento iluminista, pero aplicando el mismo juicio orientador y las mismas técnicas de la escue-
la historiográfica de Ranke. Se quiere ver a plena luz, y con un sentido humano de las cosas, el
panorama integral de lo pasado, tratando de encontrar la explicación de los fenómenos por el
camino de su génesis, con verdadera preocupación por lo que pudiera reputarse lo etiológico.”428

La caracterización de este grupo fue variando en los diferentes textos de Carbia a


medida que el campo historiográfico se complejizaba y el éxito de la Nueva Escuela
generaba, paradójicamente, ciertas oposiciones y rivalidades, a la vez que el desdibuja-
miento en su programa original.
Tanto en sus adelantos como en la edición definitiva de su libro, Carbia reafir-
maba la identidad del grupo consagrando definitivamente la denominación presentada
por Juan Agustín García. En la Historia de la historiografía argentina, sin embargo, iría
más allá de las definiciones abstractas, proponiendo una lista de los miembros integran-
tes de esa grupo, que incluía a toda la Sección de Historia de la facultad de Filosofía y
Letras —Emilio Ravignani, Luis María Torres, Carlos Correa Luna y Diego Luis Moli-

426
Ibídem, pp. 121-122.
427
Ibídem, p. 163.
428
Ibídem, p. 164.

674
nari— y a otros tres historiadores, Ricardo Levene, Antonio Larrouy y Enrique Ruiz
Guiñazú.
La Historia crítica de la historiografía argentina de 1940 —influida seguramen-
te por la poca receptividad que tuvo la utilización del rótulo ideado por García como
categoría de análisis historiográfico— obviaba el compromiso de identificar indivi-
dualmente a los representantes de la Nueva Escuela, contentándose con mencionar los
centros institucionales dominados por ella y las corrientes en que se descomponía este
movimiento intelectual: la Universidad de Buenos Aires y la Universidad de La Plata;
las universidades del interior y, sorprendentemente, el Instituto de Investigaciones His-
tóricas Juan Manuel de Rosas429.
Sin embargo, aquel optimismo que Carbia manifestaba en 1925 acerca del desa-
rrollo de la Nueva Escuela merced a la acción docente y formadora de sus miembros430
hallaba, en 1939 y 1940 una significativa nota de pesimismo e incertidumbre:
“Desgraciadamente, no todo lo que ahora se produce bajo la aparente égida protectora de la
nombrada escuela, merece el juicio que formulo. Abundan, por todas partes, las pequeñas notas o
las pseudo monografías, en las que desbordan los datos, las transcripciones de documentos y las
frondosas citaciones bibliográficas, pero que no son sino —y apenas— mejoramientos, en la
forma de presentación, de lo que hicieron los heurísticos... Por eso, pues, conviene aguardar que
sea posible la visión, en la perspectiva del tiempo, para el pronunciamiento adecuado acerca de
lo que significa la nueva escuela, y, también, las muchas florescencias que se están gestando en
torno suyo.”431

Sesenta años después de esta reflexión, es indudable que la experiencia de la


Nueva Escuela se ha agotado y las viejas y nuevas instituciones donde se cultiva la his-
toriografía en Argentina muestran la hegemonía de otros grupos de historiadores que
poco tienen que ver con Ravignani, Levene, Carbia o con sus ideas de la historia y de la
historiografía.
Esta distancia temporal nos debería permitir analizar desapasionadamente la va-
lidez empírica de estas visiones. Claro que, al abordar estar tarea pronto caeríamos en
cuenta de que no estaríamos realizando, en sentido estricto, la autopsia de una racionali-
zación ya fenecida, sino analizando un modelo de interpretación que, en ciertos aspec-
tos, aún goza de buena salud. Ello se debe a la considerable atención que muchos histo-
riadores siguen prestando a las ideas de Carbia; sobre todos los que, sin ser especialistas

429
Esta famosa nota que cierra la primera parte de la Historia crítica de la historiografía argentina y que
incluye dentro del movimiento de la Nueva Escuela al Instituto de Investigaciones Históricas Juan Ma-
nuel de Rosas, no se halla presente, sin embargo, en la segunda edición de 1939, que se anticipó a la fun-
dación del IIHR. El lapso que transcurre entre la segunda y tercera edición es lo suficientemente breve
como para suponer que la inclusión hecha por Carbia en 1940 se debía más al apresuramiento por no
dejar nada fuera de su modelo, o quizás a sus esperanzas o predicciones de evolución de este grupo, que a
una evaluación serena y ponderada de sus propuestas y trabajos, que por otra parte aún no habían tomado
vuelo.
430
“En la tarea actual tienen cabida muchos, y es de esperar que la corta falange de historiógrafos serios
con que ya cuenta el país, se vaya engrosando con los egresados de institutos especiales donde ya se en-
seña historia como hace mucho se debió enseñar.” (Rómulo Carbia, Historia de la historiografía argenti-
na, Op.cit., p. 81)
431
Rómulo CARBIA, Historia crítica de la Historiografía argentina (2ª ed.), Op.cit., p. 165.

675
en el área, necesitan servirse de imágenes sintéticas, o de un esquema pedagógico del
desarrollo de la historiografía argentina.
Desmontar la influencia de un modelo de interpretación de la historia de nuestra
historiografía, cuando éste ha demostrado ser algo más que un mero panfleto ideológi-
co, es una tarea mucho más compleja de lo que pueda pensarse. Podemos considerar
que las interpretaciones, las argumentaciones y las operaciones de clasificación y jerar-
quización de discursos presentados en la Historia crítica de la historiografía argentina
envejecieron. Podemos apreciar que sus ideas han dejando de reflejar un equilibrio ac-
tual de fuerzas en el campo historiográfico y que, por ende, no pueden resultar funcio-
nales ya, a un proyecto intelectual contemporáneo. Sin embargo, no podemos dejar de
observar que su contenido ha subsistido —quizás en virtud de esa misma desvincula-
ción con la realidad actual—, como un texto predominantemente descriptivo, capaz de
imponer un orden aparentemente “objetivo” a un pasado que se sigue intuyendo inquie-
tantemente caótico y, tal vez, menos consistente de lo que convendría reconocer.
No debemos entender esta pervivencia relacionándola sólo con los méritos in-
trínsecos del estudio de Carbia, sino también con la ausencia de reflexiones alternativas
del mismo rigor, de la misma ambición y de la misma solidez estructural. Tal vez sea
por ello que muchos historiadores sean todavía renuentes a ver allí una fuente de ines-
timable valor para la historia de nuestra historiografía y prefieran seguir utilizando este
texto como si se tratara de un instrumento pertinente de análisis, sin comprobar si sus
fundamentos, sus categorías de análisis y sus propuestas siguen siendo válidas. Com-
probación que se nos ocurre imprescindible, teniendo en cuenta la evolución de la disci-
plina y la acumulación de nuevos conocimientos acerca de la sociedad, del mundo cul-
tural e intelectual, de los mismos historiadores, de sus obras, ideas y prácticas, en los
últimos medio siglo.
Para completar, entonces, el análisis crítico de la interpretación de Rómulo Car-
bia debemos avanzar en el análisis de las potencialidades del modelo en sí y de su capa-
cidad de dar cuenta de la historia de la historiografía rioplatense. Para ello será necesa-
rio poner a prueba sus categorías y conceptos claves, así como la estructura de su
clasificación para comprobar qué límites posee como visión organizadora de la historio-
grafía y determinar, de esa manera, si sigue siendo un instrumento útil de análisis o por
el contrario ha envejecido junto con su contexto.

Antes de entrar en cualquier consideración crítica acerca de la consistencia del


modelo interpretativo de Carbia, debemos reconocer que su esfuerzo estuvo coronado
por un prolongado y justificable éxito. Éxito que debe explicarse no sus méritos intrín-
secos, sino también porque al compás de la insípida saga de la Historia crítica de la
historiografía argentina se constituyó definitivamente un objeto de estudio hasta ese
momento ausente en la reflexión de los propios historiadores y sólo bosquejado como
tal en el área, aún indeterminada, de los estudios literarios: la historiografía argentina.
La delimitación de dicho objeto no fue tarea sencilla y de hecho entre los prime-
ros estudios de Carbia y su versión definitiva, la “historiografía argentina” como tal —

676
en tanto manifestación local de un saber sustancial que se abría paso y se desarrollaba
inexorablemente a escala universal— pasó de ser considerada un género eminentemente
decimonónico a ser pensada como un discurso omnipresente cuyo desenvolvimiento
atravesaba toda la experiencia intelectual rioplatense desde la misma llegada de Don
Pedro de Mendoza.
Esta desmesurada amplificación del objeto de estudio era consecuencia obvia de
una necesidad generada por la propia estrategia argumental de Carbia, que necesitaba de
un exhaustivo rastreo de los orígenes para sostenerse a si misma.
Este tipo de amplificación había sido conjurada años antes por Ricardo Rojas al
incorporar una interesante asincronía en la emergencia del género, según la cual la fun-
dación de la historiografía argentina habría sido directo resultado del debate Mitre-
López, posterior a la presentación varios de los grandes monumentos historiográficos
del siglo XIX. Esta audaz intuición acerca de la relevancia del contexto socio-cultural y
de los aspectos sociales en la emergencia de una disciplina científica fue olvidada una
vez que el propio Carbia se encargara de resaltar las diferencias que lo separaban del
autor de La literatura argentina, tachando esta obra de incompleta e inorgánica en
cuanto a la valoración de su aporte a la historia de la historiografía.
Luego de tal apostrofamiento y de la clausura de cualquier análisis que no si-
guiera un lineamiento genético, no quedaron alternativas más que en la profundización
misma de la genealogía ideológica. La expresión extrema de esta estrategia de análisis
fue la búsqueda de las fuentes de la historiografía argentina en el siglo XVI. De esta
manera, la lógica del propio planteo de Carbia se intersectaba con aquellas que emana-
ban del proceso político y de la evolución de la disciplina, haciendo coincidir de común
acuerdo y por sus respectivas razones, el inicio del derrotero historiográfico y del derro-
tero nacional en los primigenios pasos de la colonización española del Río de la Plata.
Más allá de lo cuestionable que pueda resultar un recorte de objeto como el que
propuso Carbia, y de lo decisivo que pueda resultar para hacer inteligible y verosímil un
planteo evolutivo, no debemos creer que este punto de partida haya condicionado com-
pletamente el análisis, por lo menos en su estructuración argumental. Para adentrarnos
en esta dimensión debemos atender especialmente al concepto que preside y gobierna la
imagen del desarrollo historiográfico que propone este estudioso: “escuela historiográfi-
ca”.
Teniendo en cuenta que este concepto fue, sin duda, el instrumento de racionali-
zación que permitió a Rómulo Carbia pensar un esquema concreto para la evolución de
la historiografía argentina, resulta oportuno indagar acerca de la pertinencia misma de
este concepto y su eficacia como herramienta de análisis de los desarrollos, alineamien-
tos y conflictos historiográficos entre Caseros y el Centenario.
Vayamos al grano. ¿Podría hablarse de la existencia de auténticas “escuelas his-
toriográficas” cuando no existía un marco común de formación o cuando no existía aún,
o no se había consolidado suficientemente, una red de instituciones públicas que garan-
tizara un acceso amplio al conocimiento del pasado?

677
Por supuesto podemos encontrar semejanzas interpretativas, trazar filiaciones in-
telectuales, detectar deudas, simpatías y coincidencias, todo ello con la mayor perspica-
cia. ¿Pero debe todo ello desembocar necesariamente en una idea tan precisa como la de
“escuela”? ¿Es esta la abstracción adecuada a la que debemos acudir para conceptuali-
zar la situación de la historiografía argentina previa a la consolidación de la Nueva Es-
cuela?
Creemos que no. El concepto de escuela, aplicado a un grupo de intelectuales y
figurando la existencia de una identidad compartida en torno a ciertos criterios, valores,
usos y costumbres, no puede limitarse a representar —en tanto se pretenda que éste ten-
ga un significado positivo— coincidencias meramente formales, filosóficas, teóricas o
metodológicas descubiertas o postuladas ex post por el investigador contemporáneo.
Por el contrario, este concepto debería involucrar, necesariamente, una dimen-
sión material reconocible en el mismo momento en que se postula su existencia, al me-
nos como condición de eficacia y verosimilitud de la explicación misma que propone.
De no ser así se correría el riesgo de introducir una categoría ficticia y ahistórica, sin
ninguna base empírica e incapaz de dar cuenta de una realidad histórica específica. Qui-
zás esto pueda resultar pertinente cuando se trata de realizar un análisis estrictamente
epistemológico o teórico-metodológico, pero resulta completamente inconducente
cuando de lo que se trata es de reconstruir la historia de una disciplina.
El concepto de escuela utilizado en el marco de una historia de la Historiografía
debería suponer, si no necesariamente una consciencia de tal pertenencia en sus presun-
tos integrantes —dado que se trata de un instrumento de análisis y no de una autoper-
cepción abstraída y posteriormente generalizada de sus propias experiencias— si, al
menos, la concurrencia material de los mismos en determinados ámbitos y en torno a
determinadas experiencias y prácticas comunes que hagan relevante la utilización de tal
apelativo.
A nuestro entender no se puede hablar de auténticas “escuelas historiográficas”
cuando no existen las condiciones materiales que hagan posible la existencia de una
comunidad científica o profesional en torno a la historiografía y cuando no existen, si-
multáneamente: a) instituciones de formación profesional o científica donde se produz-
can, adquieran, y transmitan conocimientos históricos y procedimientos investigativos;
b) instituciones públicas que atesoren y garanticen el acceso libre a los instrumentos y
materiales propios del análisis histórico; c) instancias de socialización profesional y del
conocimiento específicas, que garanticen a la vez que den espacios para el desarrollo de
una serie de experiencias comunes que hagan que el concepto aglutinante de “escuela”
tenga algún sentido.
De allí que sea necesario dudar de la supuesta homogeneidad y armonía existen-
te en el interior de los conjuntos que se cristalizan, de hecho, al aceptar las contraposi-
ciones propuestas por la Historia crítica de la historiografía argentina como si estas se
trataran de datos de la realidad objetiva. Datos en base a los cuales se ha sostenido que
Luis Domínguez, Bartolomé Mitre y Paul Groussac formaban un grupo enfrentado obje-
tivamente a José Manuel Estrada, Lucio V. López, Vicente Fidel López y Mariano Pe-

678
lliza, y que ambos bandos se diferenciaban a su vez de otro que reuniría a Manuel Bil-
bao, Juan Agustín García, Ernesto Quesada y Juan Álvarez.
La utilización irrestricta del concepto de escuela como piedra de toque de la ex-
plicación idealista del surgimiento y desarrollo de la historiografía argentina presentada
por Carbia, ha logrado perpetuar una imagen distorsionada de la disciplina y de su histo-
ria en la que la propia experiencia de la Nueva Escuela ha sido utilizada, anacrónica-
mente, ora como molde en el que se vertieron las experiencias de los historiadores de-
cimonónicos, ora como vara para medir y juzgar la consistencia de las mismas.
Es indudable que, en base a esta categoría, Carbia logró instalar una imagen
cósmica de sistematicidad, de contraposiciones complementarias y de evoluciones dia-
lécticas de historiografía decimonónica argentina, enmascarando el caos típico que go-
bierna las expresiones de un género en formación, a través de una invocación al mundo
de las abstracciones teórico-metodológicas y de una completa desvinculación con la
realidad socio-política.
Este recurso a las “ideas” como eje central de la argumentación y la certeza de
que sólo de ellas podía surgir un orden objetivo y sólido capaz de hacer inteligible el
desarrollo de la disciplina, suponía el convencimiento por parte de Carbia y de los hom-
bres de la Nueva Escuela de que ellos se hallaban en posesión de las verdaderos crite-
rios de cientificidad que caracterizaban al saber historiográfico moderno y que, en sus
luchas por la historia, estaban enfrentado a quienes pretendían anclar a la disciplina en
los cánones del mundo literario y la diletancia decimonónica.
Esta perspectiva de la cientificidad, que estos historiadores creían monopolizar,
imponía la separación del investigador de los vaivenes y del compromiso directo con la
política facciosa, partidaria o con las tradiciones intelectuales heredadas de las que
habrían sido deudoras las obras de la historiografía decimonónica, en pos del logro de
una distancia crítica y de una objetividad en el juicio historiográfico.
De esta manera, resulta comprensible que Carbia, preocupado permanentemente
por apuntalar un proceso de profesionalización que legitimara a la Nueva Escuela, no
quisiera registrar ningún otro compromiso de su grupo que no fuera con las ideas histo-
riográficas de cientificidad; ni habilitara en su análisis ningún otro recorrido que no fue-
ra el jalonado por la sucesiva aparición y confrontación de diferentes fórmulas que —
convenientemente desvinculadas de las líneas de tensión visibles del mundo socio-
político o del campo intelectual—, pudieran ser contrapuestas en abstracto con la ofre-
cida por la Nueva Escuela.
La despolitización inmediata del texto historiográfico, o la pretendida disolución
—en contradicción con la experiencia decimonónica— del compromiso que ligaba al
historiador con su objeto de estudio, parecía ser un requisito para la elevación del dis-
curso histórico a una categoría científica. Pero dicha despolitización sólo podía soste-
nerse por la aparición de un compromiso político decisivo y mucho más profundo: el de
la historiografía profesionalizada con el Estado nacional.
Esta asociación no era descabellada: el Estado nacional era el único actor que,
alrededor de la segunda década del siglo XX, podía garantizar materialmente la super-

679
vivencia de una disciplina científica relativamente autónoma demandando, en contra-
partida, una serie de bienes simbólicos con los que construir un patriotismo y una iden-
tidad nacional viables.
Lo cierto es que, al situar el análisis en el terreno de las ideas abstractas Carbia
limitó enormemente el campo de pertinencia del análisis del discurso historiográfico.
De esta forma, transformó lo que debía ser una auténtica historia de la historiografía
argentina, en un esquema de contraposiciones lógicas apoyadas en una crítica de autores
y obras.
En este sentido, no resulta difícil comprobar que Rómulo D. Carbia se limitó a
presentar una historia genética de las ideas científicas apropiadas y divulgadas por la
Nueva Escuela, imponiendo al pasado la matriz explicativa que le ofrecía su propia ex-
periencia profesional. De esta forma se racionalizó la evolución historiográfica argenti-
na como si ésta se tratara de un proceso lineal y fundamentalmente endógeno; caracteri-
zado por el conflicto y sucesión de grandes escuelas y a la interferencia marginal —
molesta o inspiradora, según el caso—, de géneros y perspectivas menores.
Si observamos bien, la dicotomía estructurante que planteó Carbia al contrapo-
ner una línea historiográfica “filosofante” a otra “erudita”, no está disociada de una es-
trategia típica de la tradicional historia de las ideas; cuyas genealogías ideológicas sue-
len basarse en el desmenuzamiento crítico del pensamiento de determinado autor, en la
ulterior filiación de sus diversos componentes y en la emisión de un juicio sintético que
sitúe al personaje en algún punto del espectro ideológico organizado por la tensión entre
dos polos predefinidos432.
Como bien argumenta Elías Palti, la alta dosis de arbitrariedad y anacronismo
que conlleva este método de trabajo, no sólo se expresa en el supuesto subyacente de
qué es posible definir con certeza el origen y característica de una idea; sino en el nece-
sario olvido de que éstas evolucionan, combinándose de formas complejas, cumpliendo
funciones y tomando sentidos variables en el contexto de diferentes discursos, y en la
pretensión concomitante de aislarlas para fijarles un sentido “verdadero” o “auténtico”,
supuestamente válido en cualquier circunstancia histórica o enunciativa433.
Clasificar, por ejemplo, a Vicente Fidel López y a su obra dentro de la historio-
grafía “filosofante” de raíz afrancesada, una vez que se definió esta escuela como fun-
damentalmente acrítica y desinteresada por la evidencia, implica un claro forzamiento
argumental, basado en la ponderación unilateral de ciertos aspectos de sus estudios y de
sus afirmaciones. Operaciones como estas, por aberrantes que puedan parecernos, se
derivan de la necesidad de sostener la argumentación dicotómica dentro del esquema de
evolución dialéctica propuesto por Carbia, que precisa que cada autor examinado encaje
dentro de una “escuela”.

432
Elías José PALTI, “El malestar y la búsqueda. Sobre las aproximaciones dicotómicas a la historia inte-
lectual latinoamericana”, en: Prismas. Revista de historia intelectual, Nº3, 1999, pp. 225-230.
433
Elías José PALTI, “El malestar y la búsqueda. Sobre las aproximaciones dicotómicas a la historia inte-
lectual latinoamericana”, en: Prismas. Revista de historia intelectual, Nº3, 1999, pp. 225.

680
Claro que esta imputación no hubiera resultado del todo verosímil y justificable
si no se hubieran introducido diferenciaciones internas dentro de cada escuela, las cua-
les —en tanto la obra de Carbia pretendió tomar la forma de una “historia”—, fueron
incorporadas como jalones de un proceso evolutivo paralelo y subordinado a la evolu-
ción dialéctica de la disciplina434.
El costo de las concesiones empíricas que los historiadores solemos hacer en
aras de sostener la verosimilitud de nuestras teorías suelen no ser tomados en cuenta, a
pesar de ser bastante altos, sobre todo cuando la necesidad de sostener el esquema ex-
plicativo se impone paulatinamente por sobre el objetivo primigenio de explicar la rea-
lidad.
De esta forma, la necesidad teórica de apuntalar un planteo tan esquemático y
simplista como el dicotómico, demandó la incorporación de una diferenciación ulterior
en el nivel da las propias entelequias que previamente habían sido creadas bajo el rótulo
de “escuelas”. Amoldar la evidencia a estas estructuras lógicas y a sus desarrollos auxi-
liares no siempre resultó posible, como lo evidencian los forzamientos que Carbia debió
cometer para atribuir a la “escuela filosofante” una secuencia de evolución paralela y
equivalente a la que ya había definido para la “escuela erudita” y sostener así la armonía
simétrica del planteo general.
Lo cierto es que, Carbia, prisionero de su contexto y de su proyecto, terminó
presentando un modelo de interpretación idealista e institucionalizante de la producción
historiográfica de la segunda mitad del S. XIX. Visión que obedecía prioritariamente a
la necesidad de un grupo de historiadores —en rigor, el primer grupo auténtico—, de
construir una tradición a partir de la cual legitimar su hegemonía en la disciplina435. Vi-
sión que hoy viene a revelarnos sus límites y a dejar en claro cuan poco puede ayudar-
nos a comprender el florecimiento del género historiográfico en el Río de la Plata.

1.2.- Perpetuación y desarrollo de la historiografía decimonónica argentina


en Ricardo Levene.
Es oportuno tener en cuenta que la interpretación de Carbia, si bien terminó im-
poniendo su sólida argumentación, no necesariamente conformó a todos los historiado-
res englobados en la Nueva Escuela436.
Ricardo Levene, por ejemplo, pensaba el desarrollo de la historiografía argentina
de forma muy diferente, suponiendo una filiación directa entre la Nueva Escuela y los
historiadores del Siglo XIX. Esta idea de una plácida continuidad y enriquecimiento

434
De forma tal que, la obra de Lucio López representaría, dentro de su línea, un progreso respecto de la
de Estrada y, otro tanto, la de Bartolomé Mitre respecto de Luis L. Domínguez, en la opuesta.
435
Fernando DEVOTO, “Estudio preliminar” en: Fernando DEVOTO, ed., La historiografía argentina en el
siglo XX (I), CEAL, Bs.As., 1993. La unidad de la llamada Nueva Escuela Histórica ha sido convenien-
temente problematizada en: Nora PAGANO y Miguel Angel GALANTE, “La Nueva Escuela Histórica: Una
aproximación institucional del centenario a la década del 40”, editado en el mismo libro.
436
Los desacuerdos de Emilio Ravignani respecto de las ideas crocceanas de Carbia y su intención de
proyectarlas como principios aglutinantes de la supuesta nueva escuela suscitaron la respuesta de este
último en: Rómulo D. CARBIA, “Croce y la historiografía argentina, en: Pareceres, año II, Nº 17, Buenos
Aires, 1927.

681
evolutivo de la disciplina fue introducida por Levene en 1924 cuando, explicando la
orientación predominante del “renacimiento” historiográfico argentino437, afirmaba que:
“sin perder nada de su antiguo significado artístico, la historia moderna se renueva y se
expande, haciéndose más filosófica y técnica al propio tiempo”438.
En los años cuarenta, el hombre de la Academia Nacional de la Historia sostuvo
que Mitre había sido el fundador de una escuela de historiadores argentinos. En un artí-
culo de 1943, el peso de la argumentación descansaba en un prolijo punteo de las suce-
sivas e infatigables iniciativas de Mitre para organizar instituciones dedicadas a los es-
tudios históricos. Levene narraba, entonces, una prosaica epopeya iniciada en 1854,
cuando Mitre fundara el fallido Instituto Histórico y Geográfico del Río de la Plata, y
clausurada con éxito en 1893, cuando fundara junto a Alejandro Rosa, Enrique Peña,
Ángel J. Carranza, Alfredo Meabe y José Marcó del Pont, la Junta de Historia y Nu-
mismática Americana.
En los últimos párrafos de este artículo, Levene —asumiendo ya sin subterfugios
su carácter de séptimo presidente de la ANH—, clausuraba una genealogía legitimadora
de la institución que constituía la plataforma de su propio poder, poniendo el pasado de
esta y su presente bajo el manto protector del espectro del difunto general:
“Desde su fundación a nuestros días en esta segunda etapa de plenitud, y sin solución de conti-
nuidad durante cincuenta años, la Academia Nacional de la Historia y sus ilustres miembros des-
aparecidos y los que la integran actualmente —teniendo el que escribe el honor inmerecido de
ejercer su presidencia— han contribuido, con las investigaciones realizadas, las ediciones facsí-
miles y la publicación de la monumental Historia de la Nación Argentina que han cimentado su
auténtico prestigio, las conferencias públicas que llevan a cabo periódicamente y los congresos
de historia nacionales y regionales en la Capital y las provincias, a la profundización del saber, al
robustecimiento de la personalidad nacional, a la continuación de las tradiciones progresistas y al
amor y respeto a las glorias patrias. Esta labor no sólo es densa y voluminosa. Se explica por un
factor imponderable. Mitre, creador del Instituto Histórico y la Academia de la Historia, fundó
una escuela de historiadores argentinos...” 439.

En 1944, Levene avanzó en definir la esencia de esa escuela historiográfica des-


tinada a tener tan larga vida:
“La escuela de Mitre se definió por su americanismo, la visión de solidaridad de las naciones de
este Continente, que se resume en el paralelo genial sobre la grandeza de San Martín y Bolívar.
Pero por sobre todo, la escuela de Mitre se caracterizaba por su espíritu político, el mensaje de
escribir la Historia conforme a la verdad y de vivirla en la pasión por la libertad, de asociar en-
trañablemente, hasta su identificación, los términos que integran el binomio, la teoría y la prácti-
ca de la historia argentina...”440

La “escuela” de Mitre habría tenido oportunidad de definir sus características


esenciales en ocasión del debate con Vélez-Sársfield —en el que definió su concepto

437
Esta orientación predominante estaba signada, según Levene, por la adhesión a un concepto integral,
sintético y genético-serial de la historia; por una contextuación americanista, hispánica y universal de la
historia argentina; y, por la subordinación a una serie de exigencias heurísticas, propedéuticas, críticas y
metodológicas (Ricardo LEVENE, “La labor de investigación histórica...”, p. 237).
438
Ricardo LEVENE, “La labor de investigación histórica...”, p. 237.
439
Ricardo LEVENE, “Mitre, fundador de una escuela de historiadores argentinos”, en: Ricardo LEVENE,
Celebridades argentinas y americanas, Colección Buen Aire, Buenos Aires, Emecé, 1943, pp. 94-105.
440
Ricardo LEVENE, Mitre y los estudios históricos en la Argentina, Buenos Aires, ANH, 1944, p. 88.

682
social de la historia por la síntesis entre el influjo de la sociedad y el peso de los grandes
individuos— y del debate con López —en el que se definió una técnica heurística y un
rechazo a la introducción de ucronías en la investigación histórica—.
Levene, tiempo después, sostendría que la obra de Mitre representaba en sí mis-
ma una síntesis ideal del género:
“En el sistema coherente de las ideas históricas de Mitre tienen vida creadora las concepciones
sobre la historia documental y crítica, la historia biográfica, la historia pragmática, la de la civili-
zación y de la cultura, la de la unidad e individualidad de la historia Nacional y de su patrimonio
material y espiritual y la de una común historia americana y por último la orientación de la histo-
ria social y filosófica, concepciones que influyeron decisivamente en sus construcciones históri-
cas”441

Frente a la riqueza de esta historiografía decimonónica no habría habido posibi-


lidad de un revisionismo radical por parte de los historiadores contemporáneos, sino
sólo de una inscripción dentro de una tradición viva que rescataba “los ideales de la
verdad histórica y de la libertad política”:
“En estados hispano-americanos, las últimas investigaciones históricas han dado origen a la
creación de nuevas escuelas, que rectifican la labor de los historiadores precedentes, pretendién-
dose en algunos con evidente apasionamiento, que nada de lo construido ha quedado en pie. En
la Argentina, ese divorcio ideológico no existe, aunque existen inevitables y fecundas divergen-
cias como en todos los órdenes científicos entre los historiadores.”442

Lo más importante y llamativo es que Levene, a diferencia de Carbia, desestimó


las diferencias existentes entre Mitre y López basándose, no en las obras dejadas por
ambos intelectuales, sino en una serie de significativos gestos de reconciliación intelec-
tual que ambos intercambiaron en 1892.
De esta forma, sosteniendo que las divergencias entre Mitre y López fueron de
carácter técnico, metodológico y de sentido filosófico, pero no historiográfico o políti-
co, Levene defendió la existencia de “una sola escuela tradicional de historiadores en
las ideas fundamentales”, con lo que unificaba el panorama de la historiografía decimo-
nónica, para luego proyectar esa unidad en el siglo XX y obtener así una continuidad
legitimadora de su propio grupo:
“En mi estudio La realidad histórica y social vista por Juan Agustín García dije que las valiosas
aportaciones que se hicieron en seguida del Centenario de la Revolución de mayo, inspiró la
afirmación del autor de La ciudad indiana de que había aparecido una nueva escuela porque se
había enunciado una teoría histórica distinta, por las ideas directrices y el método inquisitivo y
que el hecho nuevo consistía únicamente en que se habían intensificado las investigaciones histó-
ricas y se adoptaba una actitud resuelta intelectual, propugnando la vuelta a la auténtica tradi-
ción, en un momento de nuestra vida social cosmopolita, en que se había perdido el rumbo
ideal.”443

441
Ricardo LEVENE, Las ideas históricas de Mitre, Buenos Aires, Institución Mitre, Imprenta y casa edi-
tora Coni, 1948, p. 95.
442
Ibídem, p. 96.
443
Ibídem, p. 97.

683
De allí que para Levene existiera una unidad substancial del verdadero pensa-
miento historiográfico argentino y fuera impensable plantear un “divorcio ideológico
entre los historiadores de fines de siglo pasado y los de este siglo”.
La idea de “escuela” se entroncaba aquí con la de “unidad”, excluyendo la posi-
bilidad de pensar cualquier tipo de diferenciación consistente entre los historiadores
argentinos; siquiera la necesaria para poder postular la existencia de saltos cualitativos
en la evolución del saber historiográfico. Al descartar este enfoque, Levene —en prin-
cipio más sensible a introducir criterios de análisis socio-políticos en el análisis históri-
co-historiográfico— resignaba la posibilidad de competir con el modelo de Carbia sir-
viéndose de una interpretación más integradora, profunda y verosímil que la meramente
acumulativa que finalmente propondría.
Esta explicación vino a argumentar, paradójicamente, que el único cambio del
que podía hablarse legítimamente, era el devenido de una simple progresión del cono-
cimiento histórico, encausado en las seguras sendas metodológicas abiertas a mediados
del siglo XIX. Pero no debemos creer que la dimensión ideológica de esta formulación
estaba gobernada exclusivamente por un interés estrechamente “historiográfico”.
Por el contrario, si tenemos en cuenta que la Nueva Escuela optó por respaldarse
en el Estado para garantizar la independencia, la profesionalización y supervivencia de
un género primitivamente inmerso en la bulla y las pasiones de la lucha facciosa, no
resulta sorprendente que las filiaciones de las ideas historiográficas que quedaran habili-
tadas en el marco de este “cientificismo de lealtad estatal” fueran básicamente de dos
tipos. Por un lado, aquellas que consideraran la evolución de las ideas historiográficas
sustrayéndolas de todo condicionante externo (modelo de Carbia); por otro, aquellas
que, sin prescindir de un enfoque político, abjuraran de la inscripción de la historiogra-
fía dentro de cualquier tradición ideológica que pudiera condicionar su objetividad, li-
gándola a la legitimidad que emanaba del Estado, de sus instituciones y de todos aque-
llos proyectos, personajes o situaciones que hubieran contribuido a su formación y
desarrollo444.
La recuperación de Mitre por Levene —más allá de lo que haya querido ser, o de
cómo guste ser explicada por sus defensores y por sus enemigos—, sólo podía operarse
dejando en primer plano de su argumentación la simbiosis entre dos racionalidades su-
periores e inapelables: la del Estado y la del discurso histórico científico. En tanto am-
bos eran vistos como derivaciones naturales de las ideas y acciones de un personaje tan
decisivo como Mitre, podría reclamarse —pese a lo absurdo y arbitrario que ello nos
pueda parecer— la existencia de una continuidad sin fisuras, al menos en las formas
institucionales, en un proceso político e historiográfico iniciado a mediados del siglo
XIX.
Como vemos, esta operación no suponía la recuperación de Bartolomé Mitre en
tanto líder de una facción nacional o artífice de un modelo historiográfico entre otros,

444
Proyectos, personajes o situaciones recuperados, claro está, sólo en tanto instrumentos de una raciona-
lidad superior y no en tanto portadores de una alternativa que, en su momento, pudiera haber sido expre-
sión de una parcialidad subjetiva.

684
sino como referente excluyente de una génesis, ya simbiótica, de la Nación y la histo-
riografía argentinas. Esta asociación originaria sería precisamente la que permitiría legi-
timar, por extensión y derivación histórica, un proyecto intelectual contemporáneo apo-
yado en la firme inscripción de la historiografía en el marco de las instituciones
culturales oficiales y timoneado por el propio Levene desde la Academia Nacional de la
Historia. Así, a través de una filiación elemental de dudosa consistencia, Levene reivin-
dicaba derechos de sucesión y herencia sobre el legado historiográfico mitrista, para sí y
para la institución que era la plataforma de su poder en el mundo historiográfico.
El carácter obscenamente ideológico de esta visión; el propósito descarnado de
legitimar una posición lograda en el campo intelectual haciendo de la ANH el eje natu-
ral de la escuela historiográfica dominante y el conflictivo contexto en el que Levene
hubo de ofrecerla, contribuyeron a que esta filiación resultara completamente inverosí-
mil e incapaz de competir con el elaborado modelo de Carbia.
De hecho, podría decirse que las elucubraciones de Levene obtuvieron un resul-
tado inverso al esperado, en tanto quedó claro que, en la Argentina de mediados del
siglo XX, cualquier apelación a Mitre sólo podía hacerse (o sólo podía ser leída) desde
una perspectiva comprometida con una línea política e ideológica rigurosamente actual;
y que, la apelación al Estado —siendo este una arena de conflicto y en cierto sentido, un
botín de guerra de diferentes grupos de poder—, no podía servir ya como recurso para
sustraer a la historiografía de las tensiones del mundo político.
La apelación a la racionalidad superior del Estado y a los valores supremos de la
Nación, como recurso para conciliar el imprescindible distanciamiento del discurso his-
tórico de la lucha política inmediata, con la obtención de la necesaria cobertura material
de las instituciones estatales para el ejercicio profesional del oficio, sólo podía funcionar
eficazmente en un contexto de estabilidad política.
Pero apoyar una praxis historiográfica en la racionalidad superior del Estado no
resultaría muy eficaz en la Argentina posterior al golpe de estado de1930. En efecto,
con un sistema político progresivamente desquiciado y severamente cuestionado por el
fortalecimiento de proyectos políticos e intelectuales antidemocráticos, cualquier recur-
so que apelara a la cobertura ideológica estatal con el objeto de preservar a la historio-
grafía de los conflictos políticos e ideológicos que se incubaban en la sociedad civil
argentina, resultaba una quimera.
Desde entonces, este tipo de invocación no sólo se mostraría progresivamente
ineficaz para sostener la autonomía de un discurso histórico científico y “objetivo”, sino
también para proteger a los historiadores profesionales —en tanto funcionarios públicos
académicos, docentes o investigadores— de la inestabilidad laboral y las persecuciones
ideológicas que fueron consecuencia inmediata de la proyección de esa conflictividad
en los ámbitos intelectuales y culturales.
Sin embargo, la mirada de Levene, tan diferente a la de la Historia crítica de la
historiografía argentina, y tan obviamente instalada —por las propias torpezas de su
escasamente sutil formulación y por su propia opción institucionalista—, en el ojo de la
tormenta política de la Argentina peronista y post-peronista, resultó perfectamente equi-

685
valente a la de Carbia a la hora de despojar a la explicación de cualquier referencia ex-
plícita al mundo político o intelectual real.
Estos mundos, signados por determinadas condiciones materiales de existencia,
por múltiples oposiciones y enfrentamientos, fueron prolijamente ignorados por Levene
para dar paso a un abordaje puramente ideológico; aunque las ideas de referencia no
pertenecieran, en este caso, al universo de las concepciones historiográficas, sino al de
las ideas ético-políticas.

1.3.- Conformación, crisis y sustitución de un modelo historiográfico en Tu-


lio Halperín Donghi.
Si bien es cierto que hasta el día de hoy no existe un ejercicio de clasificación y
racionalización semejante que haya podido reemplazar a los anteriormente reseñados,
en los años ochenta, Tulio Halperín Donghi delineó una interpretación que, redefiniendo
una perspectiva politicista ya esbozada —y en buena medida malograda— por Ricardo
Levene y sus detractores revisionistas, y sin llegar a impugnar abiertamente la visión
genética de Rómulo Carbia, logró plantear una visión del espacio historiográfico subs-
tancialmente alejada de la presentada por los hombres de la Nueva Escuela445.
A nuestro entender, la mayor similitud entre la interpretación de Carbia y Halpe-
rín Donghi se encuentra en la partición tripartita que proponen de sus respectivos mode-
los. Sin embargo, ambas argumentaciones se diferencian ostensiblemente en sus estruc-
turas, contenidos y propósitos. Mientras en el primer modelo, el itinerario evolutivo de
las opciones filosófico-teórico-metodológicas aplicadas por los historiadores se sopor-
taba en la secuencia tesis-antítesis-síntesis de un esquema explicativo dialéctico y res-
tringido al conflicto ideológico; en el segundo modelo, como veremos a continuación, el
eslabonamiento de los momentos de conformación, crisis y sustitución de un paradigma
historiográfico es lineal, está puesto en directa relación con las sucesivas transformacio-
nes de la realidad política argentina, y prescinde, además, de una valoración positiva del
movimiento historiográfico resultante. Veamos.
La interpretación de Halperín Donghi nos habla del desarrollo de la disciplina en
base a la articulación de un modelo o paradigma historiográfico alrededor de la Historia
de Belgrano de Bartolomé Mitre.
El éxito de esta obra habría estado en directa relación con su plena adecuación a
un entorno socio-político que, entre 1859 y 1880, habría permitido la confluencia armó-
nica de la práctica política de construir y conducir una nación, y la práctica historiográ-
fica encargada de relatar su la saga de su conformación.
Sin embargo, este paradigma entraría posteriormente en crisis por su desajuste
respecto de la nueva realidad política emergente de la consolidación del régimen oligár-
quico a partir de 1880 con el ascenso del PAN bajo el liderazgo de Julio Argentino Ro-
ca. Pero a pesar de su quiebre, el narrativismo romántico no lograría ser reemplazado
por otro modelo consistente, abriéndose entre los años ochenta del siglo XIX y el Cen-

445
Fernando DEVOTO, “Estudio preliminar” a La historiografía argentina en el siglo XX (I), Op.cit., p. 8.

686
tenario de la revolución de independencia en 1910, una etapa caracterizada como aque-
lla en que la historiografía deambuló treinta años en busca de un rumbo.
Huelga decir que la propuesta de Halperín ha probado ser, como orientación, fe-
cunda y exitosa. Sin embargo, pese a su eficacia, la interpretación puntual de la histo-
riografía del siglo pasado que ha logrado instalar no parece la más adecuada. Así como
no sería razonable afirmar que el espacio historiográfico se constituyó por la sola publi-
cación de la Historia de Belgrano, tampoco lo sería suponer que esta historiografía pu-
do haber adquirido, automáticamente y por influjo de esta obra, la solidez de una disci-
plina orientada por un modelo intelectual446.
Modelo que, de haber existido efectivamente como algo más que una inspiración
implícita en una obra exitosa, habría mostrado ser —según el propio planteo de Halpe-
rín— tan extremadamente efímero y subordinado a la coyuntura político-ideológica, que
dudosamente podría haber constituido una tradición y, menos aun, inducido la necesi-
dad de reemplazarla447.
Por supuesto, la propuesta de Halperín de contextuar los productos historiográfi-
cos en la realidad de su época y de tender puentes entre el mundo de las ideas y el mun-
do político, nos parece, como orientación, totalmente acertada. Sin embargo, su puesta
en funcionamiento denota, aquí, ciertos forzamientos, como el que resulta de operar una
subordinación automática de lo cultural a lo político, admitiendo, además, la posibilidad
de un ajuste de muy corto plazo entre el mundo de las ideas y el mundo material.
Así, la práctica historiográfica que, entre la segunda edición de la historia de
Belgrano en 1859 y la conclusión del debate entre Bartolomé Mitre y Vicente Fidel Ló-
pez en 1882, aparecía como perfectamente adecuada con el venerable proyecto de cons-
trucción de una Nación republicana y democrática abierto luego de la batalla de Case-
ros; se convertiría súbitamente en inadecuada y desfasada a partir de allí, debido al
cambio del humor cultural y político que habría provocado la consolidación de un régi-
men oligárquico448.
Dicha interpretación se vería relativizada por las dudas que plantea el propio
Halperín en otro de sus textos con respecto a la existencia de una clara y evidente línea
divisoria en el terreno de las ideas antes y después de 1880449; y sobre todo por el reco-
nocimiento de la utilidad pedagógica que tuvieron los textos de Mitre una vez que se

446
La obra de Mitre no sólo es tomada, aquí, como un índice de desarrollo de historiografía argentina en
su etapa fundacional (Tulio HALPERÍN DONGHI, “La historiografía argentina del ochenta al centenario”,
Op.cit., pp. 47-48)., sino que expresamente introduciría un modelo (Ibídem, pp. 46, 48 y 51), e incluso
una tradición historiográfica (Ibídem, p. 55) frente a la cual “los hombres curiosos de conocer el pasado
nacional” debieron posicionarse y buscar alternativas (Ibídem, p. 50).
447
Tulio HALPERÍN DONGHI, “La historiografía argentina del ochenta al centenario”, Op.cit., p. 55.
448
Tulio HALPERÍN DONGHI, “La historiografía argentina del ochenta al centenario”, en: Ensayos de his-
toriografía, Opcit., pp. 47-48 y 49.
449
Tulio HALPERÍN DONGHI, “Un nuevo clima de ideas”, en: Gustavo Ferrari y Ezequiel Gallo comps., La
Argentina del ochenta al centenario, Sudamericana, Bs.As., 1980, pp. 13-24. Pese a ello, en definitiva,
también aquí se abogará por la hipótesis de la transición final del “romanticismo” al positivismo alrede-
dor de esta década; idea que también fuera planteada oportunamente en: Tulio HALPERÍN DONGHI, “Posi-
tivismo Historiográfico de J.M. Ramos Mejía”, en: Imago Mundi, N° 5, septiembre de 1954 . Este estudio
fue recogido posteriormente en la compilación ya citada Estudios de Historiografía.

687
desencadenaran los cambios estructurales en la sociedad, la demografía y la economía
argentinas y se precisara una historia capaz de soportar la construcción de una conscien-
cia nacional:
“En cuanto la historia que propone Mitre presenta la trayectoria de la Argentina no sólo como el
surgimiento paulatino de una conciencia de sí por parte de la sociedad rioplatense, sino el afir-
marse de ésta bajo la figura de la nación y dentro del marco institucional del constitucionalismo
liberal y democrático al que la destinaba su vocación originaria, ella ofrece la caución más sólida
para el patriotismo de estado; se entiende bien por qué un monumento historiográfico marcado
por una audaz originalidad de ideas pudo terminar ofreciendo las nociones básicas para la visión
del pasado y del destino argentino difundida por la escuela elemental, instrumento de un esfuerzo
muy deliberado por improvisar una conciencia nacional para un país deshecho y rehecho por un
alud inmigratorio sin paralelo en la historia universal.”450

Pero lo más interesante es comprobar que Halperín vió en aquella supuesta y


súbita inadecuación un indicio claro de la caducidad de una interpretación optimista de
la historia argentina y de la filosofía que la respaldaba desde su nacimiento, a la vez que
la principal causa de la disipación de la estrategia narrativista en sí misma.
Halperín ligó la crisis de la narratividad histórica con la supuesta inadecuación
entre la realidad política y la idea de desarrollo de la historia propuesta por Mitre451; aun
cuando, anteriormente, había dejado sentada la existencia de una narratividad alternativa
y también exitosa apoyada en una visión pesimista del destino nacional, tal como la que
puede leerse en la obra de López452. De ser ambas proposiciones igualmente valederas,
no se vería claramente cómo el pesimismo cultural que habría acarreado la dura realidad
de un régimen oligárquico, podría haber anulado —por inadecuadas— las potencialida-
des de una narratividad crítica y disconformista, para legitimar y habilitar sólo una bús-
queda de alternativas en la retórica del cientificismo, del sociologismo y del psicolo-
gismo.
La historia narrativista y moralizante —que aparece en el Río de la Plata con
Mitre pero no se agota en él— debería ser filiada y contextuada, más bien, con la tradi-
ción intelectual republicana, que con la aspiración democrática de uno de los proyectos
políticos en danza. Proyecto que si bien abrevó en ella, no por eso dejó de ser un ins-
trumento sometido a los vaivenes y corrupciones de las necesidades inmediatas de ac-
ceder o ejercitar el poder453.
Según creemos, todo esto es fruto de un deslizamiento en la imputación causal, o
en la referencia contextual. En efecto, el surgimiento de la narratividad historiográfica
argentina —cuyo paradigma sería Mitre— aparece, en Halperín, sostenido por la ubi-
cuidad cultural y la fuerza social que, entre 1852 y 1880, pudo mostrar un proyecto polí-
tico. Proyecto que, condenado a no poder encontrar una fórmula operativa capaz de go-

450
Tulio HALPERÍN DONGHI, “Mitre y la formulación de una historia nacional para la Argentina”, Anua-
rio del IEHS N°11, Tandil, 1996, p. 60.
451
Tulio HALPERÍN DONGHI, “La historiografía argentina del ochenta al centenario”, en: Ensayos de his-
toriografía, Op.cit., pp. 49 y 51.
452
Ibídem, pp. 46-47.
453
Ver al respecto: Natalio R.BOTANA, La tradición republicana, Buenos Aires, Sudamericana, 1984 y
del mismo autor, La libertad política y su historia, Buenos Aires, Sudamericana, 1991 y el propio texto
de Tulio HALPERÍN DONGHI, Una nación para el desierto argentino, Buenos Aires, CEAL, 1982.

688
bernar el país según sus imágenes republicano-democráticas454, mal pudo resultar “ade-
cuado” alguna vez a la cruda realidad política de las tres presidencias fundacionales que
cubrieron el período 1862-1880455.
Refiriendo, entonces, el problema de la contextuación del narrativismo histórico
a la suerte de una utopía política y no directamente al influjo de un proceso “objetivo”,
multifacético y complejo de construcción de una nación moderna456 —que obviamente
contenía esa utopía, pero que de ninguna manera se restringió a ella—, Halperín no
puede sino inferir de las desventuras políticas de Mitre y López en los años ’80, la crisis
misma de la historiografía.
Es por ello que, aun cuando es incontrastable que el proceso de transformación
continúa y se potencia vertiginosamente en sus aspectos sociales, económicos y cultura-
les entre el ochenta y el Centenario457, Halperín pudo afirmar que la narrativa historio-
gráfica se hizo súbitamente incompatible con la realidad del país, entrado en crisis sus
parámetros de racionalización y habilitando nuevos géneros de análisis del pasado, más
adecuados con el clima de la época458.
De esta forma, la aparición de obras de historia inspiradas por el cientificismo
positivista, el economicismo o el sociologismo —consideradas aquí como alternativas
lógicamente posteriores al narrativismo— probarían la supuesta crisis del modelo, así
como la incapacidad de los historiadores para conformar uno alternativo en aquel mo-
mento singularmente propicio. Esta prolongada crisis y aquella pertinaz incapacidad
habrían dado lugar a la posterior recaída erudita bajo la Nueva Escuela historiográfica y
a la filiación con la historiografía mitrista ensayada por Carbia y Levene en la búsqueda
de legitimación para su proyecto historiográfico459.

454
Natalio R.BOTANA, El orden conservador, Ed. Sudamericana, Bs.As., 1985 (2ªedición)
455
Convencionalmente, la cronología histórica argentina reconoce como período de la “organización
nacional” a aquel inmediatamente posterior al enfrentamiento surgido —luego del derrocamiento de Juan
Manuel de Rosas 1852 y de la promulgación de la Constitución Nacional en 1853— entre la Confedera-
ción Argentina presidida por Justo José de Urquiza (1854-1860) y Santiago Derqui (1860-1862) y el
Estado secesionista de Buenos Aires (1853-1862). Dicho período abarca las presidencias de Bartolomé
Mitre (1862-1868), de Domingo Faustino Sarmiento (1868-1874) y de Nicolás Avellaneda (1874-1880).
Puede consultarse al respecto el estudio de Oscar OSZLAK, La formación del Estado argentino. Orden,
progreso y organización nacional, Buenos Aires, Planeta, 1997 (2ª edición).
456
Hayden WHITE, El contenido de la forma, Paidós, Bs.As., 1992, pp. 41-46; Josep FONTANA, Historia.
Análisis del pasado y proyecto social, Crítica, Barcelona, 1982, pp. 115-134.
457
José Luis ROMERO, Las ideas en la Argentina del siglo XX, Ed.Nuevo País, 3ª ed., Bs.As.,1987, Cap.I.
458
Tulio HALPERÍN DONGHI, “Positivismo historiográfico de José María Ramos Mejía” (1954), en: Ensa-
yos de historiografía, Op.cit., p. 66.
459
La visión de Halperín recupera en parte la visión de Levene (la idea de dos momentos historiográficos
separados por un período de desorientación), aun cuando no apunte a legitimar la continuidad y unicidad
de la historiografía argentina, tal como éste pretendía, sino por el contrario, a cuestionarla y denunciar su
contenido ideológico y forzado. Esta idea fue planteada tempranamente en: Tulio HALPERÍN DONGHI,
“Juan Álvarez, historiador”, en: Sur, N° 232, enero-febrero de 1955, posteriormente recogido en Estudios
de Historiografía. En este artículo Halperín, en medio de sus ataques a la Nueva Escuela afirma que entre
la erudición decimonónica y el paradigma neoerudito por entonces vigente, habían existido alternativas
que no lograron cuajar: “No puede decirse que con Juan Álvarez se haya malogrado un historiador... Es
en cambio menos inexacto decir que con Juan Álvarez se ha malogrado una oportunidad para la historio-
grafía argentina: hasta tal punto su esfuerzo aparece solo y aislado frente a una investigación histórica que
toma con orgullosa confianza otros rumbos. En efecto, la obra toda de Álvarez viene a situarse antes de

689
Esto no parece muy persuasivo. Por un lado, no queda demasiado claro que la
evidencia pueda respaldar la tesis de Halperín. Si se postula que la narratividad quedó
trunca como modelo historiográfico por su inadecuación con la realidad política, no
puede tolerarse una continuidad exitosa de esta tendencia a posteriori de 1883. Y aquí es
donde los hechos editoriales parecen contradecir esta interpretación, al no encontrarse
quiebre alguno en la tendencia narrativa o en la receptividad que el público mostraba
hacia sus “clásicos”.
Mitre publicó su primera Historia de San Martín y de la emancipación america-
460
na entre 1887 y 1888, la cual fue reeditada con ampliaciones y correcciones en
1890461. Por otra parte, su Historia de Belgrano adquirió forma definitiva en su 4ª edi-
ción de 1887 y reeditándose sucesivamente en 1902, 1913 y 1927. La Historia de la
República Argentina. Su origen , su revolución y su desarrollo político hasta 1852 462 de
López se editó entre 1883 y 1893 y se reeditó completa en 1913463 y en 1926 464. Adolfo
Saldías publicó entre 1881 y 1887 su polémica historia del período rosista465, reeditada
en 1892 bajo el título de Historia de la Confederación Argentina466 y luego en 1911467
—con un prólogo de Rafael Altamira—468. Finalmente, la obra de Paul Groussac, com-
puesta casi enteramente durante el régimen conservador y completamente apartada de
cualquier inspiración cientificista, economicista o biologista469, no puede menos que
inscribirse dentro de una vertiente narrativista, aun cuando los objetivos, la poética y los

una gran ruptura en nuestra tradición historiográfica: la aparición de la Nueva Escuela, su pretensión de
someter todo el campo de la historia argentina a un indiscriminado, exhaustivo relevamiento erudito. No
que Álvarez no sintiese muy vivamente las exigencias de la erudición, no que no estuviera dispuesto a
someterse a todas sus engorrosas servidumbres... la erudición de Álvarez era muy sólida, pero siempre lo
distinguió de los historiadores que con él trabajaron esto: su modo de concebir la labor histórica no fue
nunca el del erudito, no fue a la historia a acumular, como se dice, modestos aportes de datos; fue a plan-
tear y ver de resolver ciertos problemas que le interesaban muy de cerca” (Tulio HALPERÍN DONGHI,
“Juan Álvarez, historiador”, en: Ensayos de historiografía, Op.cit., pp. 67).
460
Bartolomé MITRE, Historia de San Martín y de la emancipación americana, Buenos Aires, La Nación,
3 vols., 1887 y 1888.
461
Bartolomé MITRE, Historia de San Martín y de la emancipación americana, Buenos Aires, Lajouane,
4 vols., 1890.
462
Vicente Fidel LÓPEZ, Historia de la República Argentina. Su origen , su revolución y su desarrollo
político hasta 1852, 10 vols., Buenos Aires, Casavalle, 1883-1893.
463
Vicente Fidel LÓPEZ, Historia de la República Argentina. Su origen , su revolución y su desarrollo
político hasta 1852, 10 vols., Buenos Aires, Kraft, 1913.
464
Vicente Fidel LÓPEZ, Historia de la República Argentina. Su origen , su revolución y su desarrollo
político hasta 1852, Buenos Aires, La Facultad, 1926.
465
Adolfo SALDÍAS, Historia de Rozas y su época, 3 vols., (I) París, Imprenta Nueva, 1881; (II) Buenos
Aires, Imprenta del Porvenir, 1884 y (III) Buenos Aires, Lajouane, 1887.
466
Adolfo SALDÍAS, Historia de la Confederación Argentina, 5 vols., Buenos Aires, 1892.
467
Adolfo SALDÍAS, Historia de la Confederación Argentina, 5 vols., Buenos Aires, La Facultad, 1911.
468
Adolfo Saldías publica también La evolución republicana durante la Revolución argentina, Buenos
Aires, 1906 y Un siglo de instituciones, 2 vols, Buenos Aires, 1910.
469
Consultar al respecto especialmente su prólogo a J.M. RAMOS MEJÍA, La locura en la Historia, Bue-
nos Aires, 1895; el prefacio de 1907 a su Santiago de Liniers, 4ª edición, Buenos Aires, Estrada, 1953; y
el prólogo a su Mendoza y Garay. Las dos fundaciones de Buenos Aires 1536-1580, Op.cit. El texto con-
siderado como primera edición se publicó en los Anales de la Biblioteca, T.VIII y IX, Bs.As., 1914 y
1916, y tuvo una reedición en dos tomos por la Academia Argentina de Letras, Bs.As., 1949, con un pró-
logo de Carlos Ibarguren, titulado “Paul Groussac, su personalidad”.

690
personajes de sus obras sean sustancialmente diferentes de aquellos que eligieran Mitre
o López y aún pese al intento del propio Groussac de desvincular su obra de la intención
de escribir una historia argentina detrás de sus estudios biográficos470.
En ese sentido, no resulta convincente el intento de Halperín de anular la refuta-
ción que plantea sobre su argumento la presencia de la Historia de San Martín de Mitre,
alegando sus forzamientos471; ni tampoco el argumento que utiliza para dejar de lado las
obras de Saldías, destacando su carácter menor o poco equilibrado472; o el excesivo cré-
dito que le otorga a la falsa modestia de Groussac para poder desligar al historiador
francés de cualquier compromiso con la historiografía liberal romántica y poder soste-
ner así su argumentación general473. Y, si bien es cierto que las obras de Juan Álvarez,
García o Ramos Mejía son cronológicamente posteriores a la obra de Mitre y López,
sería arbitrario establecer a priori que su estilo, soluciones procedimentales e inscrip-
ción problemática fueron, en sí, radicalmente ajenas al clima de ideas presente durante
toda la segunda mitad del siglo XIX en el Río de la Plata.
El argumento marcadamente “politicista” que sostiene el modelo de Halperín
presenta otros flancos cuestionables, que no sólo devienen de sus afirmaciones, sino de
una perspectiva ampliamente compartida por historiadores de diversas tendencias y que
consiste en limitar y agotar la contextuación del discurso histórico en los diferentes as-
pectos de la dimensión política que lo envuelve.
Es evidente que los estudiosos del pasado siempre ha sido sensibles a detectar
conexiones, transacciones o subordinaciones entre historia y política. Por supuesto, este
caso no podía ser la excepción, máxime cuando aquella relación “natural” se halla re-
forzada aquí por la coincidencia de los roles del “político” y del “científico” en la silue-
ta inconfundible de un personaje como Bartolomé Mitre.
Es indudable que Bartolomé Mitre logró hacer aportes fundamentales a la histo-
riografía a la vez que asumía actividades políticas de creciente responsabilidad e impor-
tancia474. Teniendo en cuenta su performance —que luego veremos con más deteni-

470
Paul GROUSSAC, Santiago de Liniers, Buenos Aires, Estrada, 1953, p. 102. Este intento, más diplomá-
tico que programático y más retórico que práctico, puede verse contrastando rápidamente en el prefacio
de 1907 y en el desarrollo de sus argumentos (Ibídem, p.XXXVI, y pp. 101-102) en las que la defendida
vinculación natural entre Liniers y la Argentina prerevolucionaria hace extensiva, por añadidura, la asimi-
lación de la biografía original a una escritura renovada de la historia del Río de la Plata. Alfonso DE
LAFERRÈRE en su “Estudio preliminar” a Páginas de Groussac, Buenos Aires, 1928, y en su “Prólogo” a
Santiago de Liniers defiende abiertamente la idea de que Groussac en realidad produjo una auténtica
“historia de la Revolución de mayo, en sus prolegómenos y en su primera etapa”, aún contra sus aspira-
ciones y designios originales; idea que en sí no era original, ya que el propio Bartolomé Mitre en sus
artículos de La Nación de mayo de 1897 había considerado que más allá de la ilustración de la vida del
“Conde de Buenos Aires”, lo que estaba encerrado en el Santiago de Liniers era un aporte que agregaba
conocimiento a la historia argentina.
471
Tulio HALPERÍN DONGHI, “La historiografía argentina del ochenta al centenario”, en: Ensayos de his-
toriografía, Op.cit., p. 48.
472
Ibídem, pp. 48 y 54.
473
Ibídem, p. 55.
474
Sobre las actividades políticas de Mitre pueden consultarse: Enrique de Gandía, Mitre hombre de
estado, Buenos Aires, Institución Mitre, 1940; Ángel Acuña, Mitre parlamentario, Buenos Aires, Institu-
ción Mitre, 1940. Una rápida cronología del curriculum político de Bartolomé Mitre puede verse en Ri-
cardo ROJAS, La literatura argentina, T.III Los proscriptos, Buenos Aires, Coni, 1920, p. 555. También

691
miento— se entiende que la tendencia predominante en los analistas de la vida y de la
obra del autor de la Historia de Belgrano haya sido considerar casi excluyentemente la
centralidad de la relación entre su práctica política y su práctica historiográfica, cuando
no la de postular la abierta determinación de la segunda por la primera.
Es cierto que ya sus adversarios contemporáneos, sumergidos como él en la in-
tensa lucha política, denunciaron la promiscuidad entre el interés del político y del estu-
dioso que podía detectarse en sus obras. Juan Bautista Alberdi, por ejemplo, estaba muy
preocupado por el paralelismo entre autor y personaje que el propio texto de la Historia
de Belgrano sugeriría, dado el efecto legitimador que sobre la figura del entonces presi-
dente tendría tal identificación:
“La Historia de Belgrano, por el general Mitre, es el objeto de este trabajo bibliográfico; y la
ocasión de su publicación es el nuevo libro en que el general Mitre, en medio de sus tareas de
gobernante, ha vuelto a ocupar al público con las mismas cuestiones históricas tratadas en la vida
de Belgrano. Su campaña al Paraguay es el propósito de su publicación. Cuando el presidente de
un país, agobiado en su exterior e interior, de cuestiones y de necesidades las más apremiantes,
cree deber poner a un lado trabajos de su solución, para ocupar su tiempo, enajenado a la nación,
en estudios de historia, es preciso creer que ese estudio es, en su opinión, más importante que to-
dos sus trabajos de gobierno, o lo que es igual, que ese estudio no es otro que el del gobierno
mismo que está encargado de constituir y organizar [...] Historiar es gobernar, ha dicho él, como
las más veces gobernar es pintar; es decir, fair des tableaux d’histoire [...] Como arrepentido de
ese papel de artista, Mitre parece querer hacer historia de Belgrano después de haberla escrito. a
este fin copia su campaña al Paraguay. Ir al Paraguay es sinónimo de ser un Belgrano...”475

Esta preocupación no era, por cierto, infundada. En 1859, antes del ascenso de
Mitre a la presidencia de la Nación, Domingo Faustino Sarmiento ya había proclamado
en su postfacio a la segunda edición de la Historia de Belgrano que esta obra se había
consagrado a estudiar el origen del drama histórico argentino en el que su propio autor
estaba destinado a protagonizar, por un lado, un reenactment de los valores revoluciona-
rios y nacionales encarnados en Belgrano y la elite porteña, y por otro, la clausura del
ciclo de las luchas de la independencia, la guerra civil y la fragmentación rioplatense476.

es conveniente revisar la recopilación de varias intervenciones políticas de Mitre en: Bartolomé Mitre,
Arengas de Bartolomé Mitre, Buenos Aires, 1875. Esta obra tuvo una segunda edición corregida y au-
mentada en 1889 y una tercera con adiciones en 1902.
475
Juan Bautista ALBERDI, Grandes y pequeños hombres del Plata, París, Garnier Hermanos, 1912, pp.
IX-X. Este texto fue escrito en 1865, durante el inicio de la campaña paraguaya. El libro a que hace alu-
sión Alberdi es: Bartolomé MITRE, Estudios históricos sobre la revolución argentina: Belgrano y Güe-
mes, Buenos Aires, Imprenta del Comercio del Plata, 1864.
476
“Iba la narración de los acontecimientos históricos que se ligan a la vida del general Belgrano por
donde la dejó el lector en la página de este volumen, cuando el autor recibió, con las charreteras de gene-
ral, la orden de acudir, abandonando la pluma del historiador, a contener con la espada del soldado, el
desquicio de la República, que puso fin al noble papel de Belgrano en la guerra de la Independencia, con
el alzamiento de caudillos provinciales, que desconociendo todo vínculo nacional y encerrando su política
y sus ambiciones en los estrechos límites de la comarca que acertaban a dominar, paralizaron por tantos
años la acción colectiva de las Provincias Unidas, en la gloriosa lucha por la independencia. Así la inte-
rrupción de este libro viene a ser todavía después del lapso de treinta años, continuación de los sucesos
que siguieron a la desaparición de Belgrano de la escena.” (Domingo Faustino SARMIENTO, “Corolario”
a: Bartolomé MITRE, Historia de Belgrano, Buenos Aires, Ledoux y Vignal, 1859. Cita extraída de la
siguiente edición que reproduce parcialmente el contenido de la cuarta y definitiva edición de la obra
junto con el corolario de Sarmiento y “La sociabilidad argentina” correspondiente a la tercera edición:
Bartolomé MITRE, Historia de Belgrano y de las independencia argentina, Buenos Aires, Editorial Suelo
Argentino, 1950, p. 7).

692
Para Sarmiento, las profundas analogías entre la época belgraniana y la expe-
riencia secesionista bonaerense o, mejor dicho, entre el proyecto nacional del grupo
revolucionario y el proyecto nacional del liberalismo porteño, se prolongaban en una
inevitable asociación entre biógrafo y biografiado. De forma que, por extraño que pa-
rezca, sería tal simpatía la que terminaría explicando la extraordinaria agudeza del aná-
lisis y la riqueza de lo que en principio no era más que un estudio histórico477.
A pesar de esto, este estudio no sólo habría demostrado ser una intelección útil
para conocer el pasado, sino un poderoso instrumento político para comprender e inter-
venir en la encrucijada del presente y una prognosis verosímil del futuro que aguardaba
al país si las ideas que defendía Mitre con la pluma y la espada lograban primar sobre la
hegemonía caudillesca de Justo José de Urquiza:
“Así el último acto del sangriento drama de cuarenta años se presenta hoy bajo formas definidas.
Por un lado el caudillo federal a la manera de Artigas y Ramírez, que reclama la antigua capital
del virreinato como parte integrante del dominio que ha extendido de Entre Ríos a todas las otras
provincias, vacantes de sus viejos caudillos, y por otro el estado de Buenos Aires con las tradi-
ciones y los elementos de la República Argentina, que acepta la unión bajo las formas federati-
vas que se han hecho orgánicas, con la sanción del tiempo, pidiendo a la federación, para incor-
porársele, se depure el caudillo, del signo colorado y de la violación práctica de los principios
fundamentales de la República, que hacen todavía su esencia. Y a este propósito viene muy opor-
tunamente la Historia de Belgrano, escrita por el general mismo que va a contener la última ten-
tativa de gobierno vitalicio, y arrancar de la frente de los pueblos la vergonzosa divisa que Arti-
gas solo impuso a sus chusmas de campesinos alzados. Un libro es casi siempre hijo de la
sociedad donde nace: la atmósfera social lo inspira; y sus páginas trascienden los intereses, los
progresos y aun el sentimiento íntimo del pueblo. [...] Veinte años antes, nadie habría escrito la
vida de Belgrano, como es muy probable que bajo otras influencias políticas y morales, se habría
preferido hacer el panegírico de Artigas o de Ramírez. La vida de Belgrano tal como está escrita,
es sin que el autor lo haya sospechado, la expresión de nuestra situación actual, una aspiración de
la sociedad a impregnarse en el espíritu del héroe y una manifestación por sus predilecciones es-
peciales de las simpatías, deseos y propósitos del autor mismo. Si quisiera conjeturarse que haría
el general Mitre después de destruido el sistema de caudillos, nosotros recomendaríamos al cu-
rioso leer en la Historia de Belgrano, los trozos en que ha dejado su pensamiento propio, al des-
cribir los hechos que se ligan a la vida de su héroe; y de seguro que el lector quedará convencido
de que no hará lo que Rozas, lo que Quiroga o lo que Ramírez hacían; como es de temer que los

477
“Todo es análogo en la época presente a la época de Belgrano, y cada uno se siente artífice de la mis-
ma obra que llenó los días todos de la vida de aquel simple y buen ciudadano. La misma unidad de propó-
sito en la sociedad que entonces reúne hoy, el mismo espíritu de la Guardia Nacional que entonces animó
a los Patricios, y hasta la presencia del batallón de Pardos y Morenos en nuestros ejércitos de la Indepen-
dencia compartiendo las fatigas y las glorias, vuelve a reproducirse en nuestros días, ocupándonos en
medio de esta agitación guerrera en el interior, de franquicias comerciales, como Belgrano; de caminos,
como Belgrano; de fundar escuelas, como Belgrano. Los generales Belgrano y Mitre fueron publicistas
cuando la Patria y la libertad requirieron el contingente de sus luces, y ambos abandonaron la pluma para
ceñir la espada cuando la invasión vino a llamar a las puertas de Buenos Aires, a los confines de la Repú-
blica. Compréndase por estos signos de reconocimiento y afinidad por qué el uno se complace en estudiar
la vida y hechos del otro, y con cuánta prolijidad recoge sus pensamientos, dispersos en actas consulares,
correspondencias secretas hasta hoy, proclamas, documentos públicos, y aún tradiciones orales que los
han hecho llegar hasta nosotros.” (Domingo Faustino SARMIENTO, “Corolario” a: Bartolomé MITRE,
Historia de Belgrano, Buenos Aires, Ledoux y Vignal, 1859. Cita extraída de la siguiente edición que
reproduce parcialmente el contenido de la cuarta y definitiva edición de la obra junto con el corolario de
Sarmiento y “La sociabilidad argentina” correspondiente a la tercera edición: Bartolomé MITRE, Historia
de Belgrano y de las independencia argentina, Buenos Aires, Editorial Suelo Argentino, 1950, p. 10).

693
que en documentos oficiales hacen el panegírico de aquellos bárbaros atroces, no estén lejos de
paracérseles presentándose el caso.”478

En el contexto de las luchas fratricidas posteriores a Caseros era casi natural


pensar que la escritura de la historia era, potencialmente, una formidable arma política,
más aún en manos de un personaje tan activo como Mitre. Pese a ello sería conveniente
considerar que, dado ese contexto político sumamente conflictivo y las características
del desarrollo del campo intelectual y del incipiente espacio historiográfico, una obra de
la ambición de la que hacía gala la Historia de Belgrano, no podía ser leída —más allá
de sus pretensiones explícitas o implícitas— más que como una enérgica intervención
política cuyo interés sobrepasaba el tímido objetivo de ofrecer un bosquejo inocuo del
pasado.
Esta investigación no pudo ser visualizada, en su tiempo, de otra forma que co-
mo una operación ideológica no específica; como una obra con múltiples objetivos y
múltiples niveles de lectura; como obra literaria, sociológica, histórica y, en lo coyuntu-
ral, como un panfleto político destinado a soportar, sucesivamente, una candidatura, una
gestión presidencial o una guerra encabezadas por su autor. Y ello no sólo se debe al
contenido en sí, o a la biografía de su autor, sino al contexto en que ese contenido fue
ofrecido y en el que Mitre campeaba a sus anchas como literato, publicista, militar, polí-
tico e historiador.
La dimensión política del estudio de Mitre pervivió a su mismo contexto, re-
creándose su carácter polémico en nuevas situaciones conflictivas a lo largo de la déca-
das siguientes. Sin embargo, el énfasis de los historiadores que la examinaron crítica-
mente nunca estuvo puesto, como en sus contemporáneos, en denunciar la argucia
política de revivir —si así lo concedemos, en inevitable tono de farsa— la tragedia de la
revolución y de su héroe representativo.
Por el contrario, lejos de la incidencia coyuntural de esta asociación entre políti-
ca y discurso histórico, el interés de académicos o revisionistas, se concentró a media-
dos del siglo XX en establecer la coherencia sustancial entre ambos registros de la acti-
vidad cívica de Bartolomé Mitre. El objetivo era, alternativamente, fortalecer o
desvirtuar aquella línea de interpretación decimonónica del pasado nacional, para así
posicionarse más sólidamente en el conflictivo escenario político e ideológico de la Ar-
gentina del segundo tercio del siglo XX.
De hecho, los historiadores de la historiografía argentina se han abocado desde
hace mucho tiempo a establecer —con desigual perspicacia y productividad—, relacio-
nes entre el discurso historiográfico de Mitre, sus ideales y sus estrategias políticas. In-
cluso, en algunos casos, se vislumbró la unidad intrínseca de sus variadas contribucio-
nes. Lo lamentable es que esta percepción no fructificó en una mirada renovadora, sino

478
Domingo Faustino SARMIENTO, “Corolario” a: Bartolomé MITRE, Historia de Belgrano, Buenos Ai-
res, Ledoux y Vignal, 1859. Cita extraída de la siguiente edición que reproduce parcialmente el contenido
de la cuarta y definitiva edición de la obra junto con el corolario de Sarmiento y “La sociabilidad argenti-
na” correspondiente a la tercera edición: Bartolomé MITRE, Historia de Belgrano y de las independencia
argentina, Buenos Aires, Editorial Suelo Argentino, 1950, pp. 8-9.

694
en una reafirmación enfática de la retórica laudatoria tan cara a la historiografía ofi-
cial479 o en un discurso abiertamente político.
Ricardo Rojas, en 1921, entronizaba a Mitre como un humanista ejemplar
echando mano de sugestivas palabras, aún antes que la Nueva Escuela impusiera su
propia hagiografía:
“Autodicto extraordinario, se hizo más tarde artillero de escuela en épocas de barbarie (1838-
1853); fundó, posteriormente, partidos, colegios, instituciones de cultura (1853-1906); fue, suce-
siva o simultáneamente, matemático, poeta, filólogo, orador, bibliófilo, historiador, guerrero, pe-
riodista, gobernante; hombre de acción y hombre de ensueño en todo tiempo. Su precocidad fue,
además, como su fecundidad, extraordinaria; la fertilidad y variedad de su ingenio, singular co-
mo la coherencia de su carácter. Emigrado de Buenos Aires en tiempos de Rosas, ha andado,
desde entonces, todos los caminos y conquistado todos los honores. La sola enunciación de sus
títulos y actos, requeriría numerosas páginas. La suya es una de esas glorias que, por altas y
complejas, no caben sino en un libro, o en una palabra: su nombre. Baste con decir que ha reco-
rrido íntegramente el escalafón militar, desde alférez hasta brigadier; toda la carrera política,
desde diputado hasta presidente; todos los géneros literarios, desde la polémica hasta el madri-
gal; todas las aventuras romancescas, desde la quieta dicha del hogar hasta las trágicas proscrip-
ciones; todas las ceremonias oficiales, desde la revista de tropas antes de la batalla, hasta las em-
bajadas diplomáticas después de la victoria; todos los esfuerzos intelectuales, desde el
aprendizaje de las lenguas indígenas, hasta la investigación de biografías heroicas; todos los gus-
tos varoniles, desde el cigarro perfumado del hombre de mundo, hasta las ediciones raras del bi-
bliófilo; todos los éxitos populares, desde el triunfo electoral hasta el jubileo cívico (1901). Su
vida se vincula a la historia de siete naciones: la Argentina, Uruguay, Bolivia, Perú, Chile, Bra-
sil, Paraguay. Una vida tan larga y difundida rompe el molde de las biografías personales porque
pertenece a la historia colectiva, y está por encima de sus actos externos, por el interés psicológi-
co emanante de su misma armonía y complejidad. Es Mitre el grande hombre múltiple y supe-
rior, según el tipo clásico del Renacimiento europeo, concedido a nuestras repúblicas america-
nas, como numen y ejemplo de su época inicial.”

Ricardo Levene, sostendría veintisiete años después que esta asombrosa capaci-
dad fructificó fundamentalmente en el terreno histórico y en el político, por una asocia-
ción natural de su doctrina y acciones en ambas esferas:
“Mitre fundó una escuela de historiadores argentinos que ha adoptado su método de investiga-
ción en las fuentes originales y se inspira en sus ideas históricas que tienen existencia porque han
sido sustentadas y practicadas en la trayectoria de su actuación pública. La ideología de Mitre es
inseparable de su propia experiencia y su enorme obra histórica forma parte de su vida misma,
como sus convicciones trasuntan su ideal y su fe ardiente. Estas ideas históricas a las que perma-
neció fiel, fueron puestas a prueba de fuego en etapas de agitados sucesos en que figuró en pri-
mer plano”480

Grandilocuencia aparte, Levene sostenía la coherencia sistémica de las ideas de


Mitre y sus prácticas ciudadanas, armonizándose en su obra los valores de verdad histó-
rica y de libertad política, expuestos “en medio de luchas candentes, en que se buscaba
por la discusión o por las armas y no en alas de la especulación pura como si se tratara
de un juego retórico, la solución de arduos problemas nacionales e institucionales”481.

479
“A medida que se intensifican las investigaciones sobre Mitre, se impone a nosotros la unidad vigoro-
sa y armónica de su existencia y la autoridad que conquistó por la fuerza irradiante de sus virtudes y su
sostenido esfuerzo, en cada una de sus manifestaciones como estadista, militar, historiador, humanista y
bibliófilo” (Ricardo Levene, Las ideas históricas de Mitre, Buenos Aires, Institución Mitre, 1948, p. 7).
480
Ricardo LEVENE, Las ideas históricas de Mitre, Buenos Aires, Institución Mitre, 1948, p. 8.
481
Op.cit., pp. 95-96.

695
Los historiadores y publicistas del Revisionismo histórico argentino recupera-
ron, desde los años treinta del siglo XX, algunos de los contrapuntos facciosos de la
política criolla, para respaldar su combate con lo que denominaron alternativamente
“historia oficial” e “historia falsificada”, de la cual Mitre aparecería como fundador482.
De esta forma se reprodujo el mismo enfoque asociativo con un fin opuesto: demostrar
que Mitre, “incansable defensor del privilegio porteño” habría hecho de la escritura de
la historia argentina un escenario más de la lucha ideológica y facciosa, un “campo de
batalla más donde Buenos Aires podía triunfar”483.
El Revisionismo histórico argentino también ha caducado, si no como interpre-
tación vulgar del pasado, al menos si —afortunadamente— como movimiento intelec-
tual orientado a soportar en el campo cultural, un proyecto nacionalista radicalizado de
índole antidemocrática. Sin embargo, el agotamiento de esta visión conspirativa y poco
consistente de la historia argentina tiene aún, inesperados objetores. Nicholas Shumway,
quizás deslumbrado por su tardío hallazgo de una vigorosa contrahistoria antiliberal,
asumió lo esencial de la lectura revisionista del pensamiento de Juan Bautista Alberdi,
ofreciendo en época más reciente, una visión “politicista” demasiado instrumental y
facciosa de la historiografía mitrista:
“Mitre ve la historia como un cuento ejemplar, un medio para dar forma al futuro. Usa delibera-
damente el pasado para crear una mitología nacional, una ficción orientadora, cuya función pri-
mordial es justificar la Argentina que avizora. Pero Mitre no está pensando sólo en el futuro. In-
tereses del presente, como sus propias ambiciones, su enemistad con Urquiza y el gobierno de
Paraná, y su apoyo a la hegemonía porteña, forman el contexto necesario para explicar su elec-
ción de material y la forma de presentarlo en todos sus escritos juveniles. En resumen, su trabajo
como historiador refleja los mismos intereses que lo llevaron a la actividad política y militar:
eran medios por los que trataba de legitimar sus aspiraciones como líder nacioanl y el dominio
de Buenos Aires sobre el interior. Al describir a Moreno, Belgrano y San Martín como las fuer-
zas básicas de la historia argentina, Mitre se justifica así mismo y a sus ambiciones como pensa-
dor-escritor-político-militar que aspiraba en su generación al papel que proyectaba sobre estos
predecesores cuidadosamente elegidos. [...] Así como el elogio que hace Mitre de grandes hom-
bres justifica a Mitre mismo, la exaltación que hace de la minoría ilustrada como la fuerza des-
trás de mayo justifica a otra minoría ilustrada, cual es la de Mitre y sus partidarios porteños. De
modo similar, su ataque a los caudillos del pasado es un ataque velado a Urquiza, cuyos honestos
intentos de lograr un orden constitucional (con el apoyo de todas las provincias salvo Buenos Ai-
res) Mitre tenía que dasacreditar para mantener en los porteños un sentimiento de legitimidad.
Como los hechos no estaban de su lado, Mitre recurrió a la condena por medio de estereotipos:
todos los caudillos eran bárbaros; Urquiza era un caudillo como cualquier otro; en consecuencia,
el gobierno de Urquiza en Paraná representaba las fuerzas de la barbarie y los porteños mitristas
eran los herederos legítimos de Moreno y mayo, la minoría ilustrada cuyo destino era salvar el
país.”484

Como hemos podido ver, Tulio Halperín Donghi logró establecer una vincula-
ción más sutil entre la vocación historiográfica y la práctica política del general Mitre485,

482
Arturo JAURETCHE, Política nacional y revisionismo histórico, Buenos Aires, Peña Lillo, 1982 (6ª
ed.).
483
Nicholas SHUMWAY, La invención de la Argentina. Historia de una idea (1991), Buenos Aires, Eme-
cé, 1995 (2ª edición), p. 208.
484
Nicholas SHUMWAY, La invención de la Argentina. Historia de una idea (1991), Buenos Aires, Eme-
cé, 1995 (2ª edición), pp. 214-215.
485
Pese a esto, Haperín no pudo sustraerse de la tentación de fijar una posición, sin duda polémica, sobre
su relevancia como hombre público: “El general Bartolorné Mitre, quien -como primer presidente, en

696
quien habría aportado —frente a las reflexiones coyunturales obsesionadas por el “ries-
go de fracaso” típicas de Alberdi y Sarmiento— una visión de matriz innovadora, do-
minada por la imagen de un “proceso histórico” en la que el pasado contenía potencial-
mente un futuro brillante. Esta idea, esencialmente optimista, sería la clave que
permitiría descifrar la lógica que orientaba sus controvertidas acciones políticas y sus
audaces interpretaciones del pasado argentino.
Si bien es obvio que esta visión estaba comprometida con una poderosa subjeti-
vidad y se encontraba “arraigada” en la feliz experiencia de la propia Buenos Aires en
su progresiva conexión con los mercados internacionales —inaugurada, recordemos,
por los Borbones, acentuada por la revolución y consolidada por el mismo Rosas—;
tampoco sería menos cierto que el éxito de esta fórmula sólo podría entenderse en la
medida en que ésta reflejaba las expectativas de amplios sectores de la sociedad argen-
tina comprometidos con el fortalecimiento y la legitimación del estado nacional486.
Para Halperín, la clave del éxito de la Historia de Belgrano estaría en el objeto
elegido, que habría permitido a la obra de Mitre diferenciarse de otro tipo de reflexiones
e inaugurar el género historiográfico en el Plata:
“Examinado más de cerca, el tránsito de la crónica facciosa a la historia rigurosa del que se hace
mérito a Mitre aparece tributario de otro cambio no menos decisivo: la multiplicidad de sujetos
individuales y colectivos que hasta entonces llenaban la escena histórica -desde las facciones
demonizadas o celebradas en las toscas reconstrucciones inspiradas por la pasión política hasta
las ideologías o los complejos socioculturales entre sí antagónicos evocados en las interpretacio-
nes más ambiciosas de Echeverría o Sarmiento- es resueltamente dejada de lado en beneficio de
una majestuosa presencia central: la nación es ahora elevada a protagonista única del proceso
histórico. Es precisamente la postulación de ese sujeto que subordina a todos los que pululaban
hasta entonces en el escenario de la historia argentina la que permitirá a Mitre mantener frente a
ellos la distancia a su juicio requerida para alcanzar una reconstrucción histórica dotada de vali-
dez científica.”487

De allí que la suerte esquiva que acompañó a las otras interpretaciones históricas
contemporáneas —menos comprometidas con la idea de nación— y los derroteros polí-
ticos menos afortunados de otros historiadores de la época, sirvan para que Halperín
Donghi reafirme sus ideas de plena adecuación del discurso histórico y la política liberal
mitrista y de estos con el proceso de construcción nacional entre 1859 y 1882. Incluso
después de la consolidación del régimen conservador, cuando la fórmula mitrista entra-
ría en crisis, el poderoso influjo de sus proposiciones se habría proyectado de forma tal
que no habría podido surgir ninguna alternativa consistente capaz de superar a la ya
desfazada interpretación optimista del pasado argentino, ni ningún historiador capaz de

1862-1868, de una Argentina finalmente reunificada luego del largo hiato abierto por la disolución del
estado revolucionario en 1820- tiene quizá mejores títulos que nadie para ser reconocido en el papel de
padre de la Argentina moderna, es más frecuentemente celebrado en cambio en el más modesto de funda-
dor de una nueva historiografía argentina, caracterizada por una seriedad erudita y objetividad científica
hasta entonces ausentes” (Tulio HALPERÍN DONGHI, “Mitre y la formulación de una historia nacional para
la Argentina”, Anuario del IEHS N°11, Tandil, 1996, p. 57).
486
Tulio HALPERÍN DONGHI, “Mitre y la formulación de una historia nacional para la Argentina”, Anua-
rio del IEHS N°11, Tandil, 1996, pp. 59-60.
487
Tulio HALPERÍN DONGHI, “Mitre y la formulación de una historia nacional para la Argentina”, Anua-
rio del IEHS N°11, Tandil, 1996, p. 57.

697
conjugar, como Mitre, la tarea de escribir la historia y la tarea de orientar la política
nacional.
El planteo es sumamente interesante y polémico por que reactualiza lo medular
del inspirado diagnóstico de Sarmiento, por lo que aporta en sí y por las líneas de inter-
pretación que abre. Después de Halperín es imposible pasar por alto que el éxito de Mi-
tre se debió a la entronización de la idea “Nación Argentina” como sujeto de la historia
rioplatense y a la habilidad con que ese sujeto histórico fue trocado en objeto excluyente
de la investigación historiográfica y en “punto de mira” para analizar el pasado común.
Así la idea de “Nación Argentina” funcionaría a la vez como sujeto histórico,
objeto historiográfico y perspectiva analítica de la mirada retrospectiva de Mitre, pero
también —y aquí lo decisivo— como meta proyectada de una praxis política que se
mostraría particularmente eficaz y adecuada para conducir el proceso social, político y
económico abierto en 1852 y concluido en 1880. Esta praxis, desplegada implacable-
mente por más veinticinco años, pretendía haber adquirido legitimidad no sólo por su
eficacia presente o por las promesas de futura modernización y desarrollo que alberga
su programa, sino por plena adecuación de su prognosis al derrotero histórico —hasta
ese momento mal conocido— del Río de la Plata.
De esta forma, leyendo este encadenamiento en la secuencia presentada o en la
inversa, es claro que alrededor de la idea de nación presentada por Mitre se cerraría toda
fisura potencial entre realidad y representación, entre praxis y teoría, y entre representa-
ción política y representación historiográfica. Siendo la historiografía respaldo para la
política, y la política respaldo para la historiografía, la tarea de historiar se politiza ine-
vitablemente y el discurso y la acción política se sofistica al requerir un soporte históri-
co que haga de sus propuestas y objetivos, un conjunto coherente de ideas adecuadas al
movimiento objetivo de la sociedad.
Es obvio que, ésta o cualquier otra visión que remitiera la explicación de la his-
toriografía al contexto socio-político, lograría explicar mucho mejor el éxito de la obra
de Mitre y el florecimiento historiográfico que lo que podría hacerlo cualquier visión
concentrada exclusivamente en el análisis de los fundamentos lógicos, la metodología y
los procedimientos de la disciplina. La razón es simple: en este tipo de visión se insiste
en presentar la historiografía como una unidad discursiva autorreferencial e impermea-
ble ella misma a un análisis historiográfico propiamente dicho y por tanto a una histori-
zación de su existencia.
Sin embargo, la visión tan radicalmente politicista que concretamente bosqueja
Halperín no deja de presentar otros problemas que deberían resolverse exitosamente
apelando a la misma historia política. Veamos.
La idea de que existió un quiebre decisivo en el oficio historiográfico con la
propagación del positivismo finisecular luego de 1882, es solidaria con la idea de que
ese quiebre fue, también, el del lugar de la elite intelectual y política en la nueva Argen-
tina conservadora. Argentina en la que la elite habría perdido la capacidad —
plenamente manifestada en Mitre— para hacer la historia e interpretarla, es decir, para
conjugar la praxis política, consistente en construir una Nación y la praxis historiográfi-

698
ca, consistente en narrar ese proceso, haciéndolo inteligible y apuntalándolo. De allí que
Halperín constatara en los historiadores tardíos de este período como Juan Agustín Gar-
cía y José María Ramos Mejía “una baja irremediable en la tensión de ese empeño que
mueve al historiador a ocuparse de la historia” 488.
Este argumento, ha llevado a Halperín a sostener no sólo la gran limitación de
interpretaciones como las de López o Saldías, sino la solidaridad existente entre la mar-
ginalidad política de estos personajes y la marginalidad historiográfica de sus interpre-
taciones; las cuales no podían más que representar sus fracasos y frustraciones políticas
en textos desencantados e incapaces de instalar una imagen del pasado argentino que
fuera funcional a algún proyecto político viable.
Tampoco vemos aquí cómo la apelación estricta a la evidencia podría respaldar
la tesis de Halperín acerca de la marginalidad política de historiadores como Vicente
Fidel López, Adolfo Saldías, Vicente G. Quesada, o los hermanos Ramos Mejía.
Pero, más allá de estrellarse contra la influencia política comprobable que tuvie-
ron estos miembros encumbrados de la elite, el argumento de Halperín falla en el con-
traste con la biografía plebeya del propio Paul Groussac.
Intelectual esencialmente autodidacta, Groussac progresó haciendo valer su con-
dición de francés entre una elite embebida de europeísmo, tejiendo una densa red de
contactos personales que le permitieron vincularse con influyentes miembros de la elite.
Lejos de mantenerse al margen de la vida política, Groussac armó y desarmó re-
laciones según la coyuntura y de acuerdo a sus propios intereses, tratando de mantener
equilibrios y prohijar amistades en casi todos los frentes facciosos y partidarios de la
política criolla. Sus acertadas intuiciones políticas lo orientaron hacia aquellos sectores
que ganaron poder e influencia. Groussac capitalizó, pues, sus relaciones sociales y po-
líticas en su exitosa carrera de funcionario estatal, pero además logró invertirlas de una
manera tal, que le permitieron adueñarse de la Biblioteca Nacional, un despacho buro-
crático en el que construiría su prestigio intelectual, su autoridad como historiador y
crítico literario, y su legitimidad de erudito y sabio eminente489. No en vano, en el mo-

488
A esto Halperín agregaba: “La historia no tiene ya lecciones que dar, o más exactamente el historiador
no busca ya recibirlas porque no sabría ya aplicarlas; ya no está en sus manos el hacerlo, ni en manos de
ese grupo que es el suyo y que él identifica ingenuamente con la nación toda” (Ambas citas en: Tulio
HALPERÍN DONGHI, “Positivismo Historiográfico de J.M. Ramos Mejía”, en: Estudios de Historiografía,
Op.cit., p. 66).
489
A pesar de no haber sido un caudillo ni un líder republicano con peso propio, Groussac también tuvo
una activa relación con el mundo político y una particular habilidad para alinearse con los sectores más
poderosos dentro de la elite y obtener de ellos respaldo para sus ambiciones personales y proyectos inte-
lectuales. A poco de llegar a Argentina, Groussac comenzó a adquirir tempranamente amistades influyen-
tes. Entre ellas se destacaron José Manuel Estrada, Pedro Goyena, su compatriota Alfredo Cosson —
rector del Colegio Nacional— y el ministro de Instrucción pública Nicolás Avellaneda. A partir de estas
relaciones obtuvo su cargo docente en Tucumán, donde su apoyo a la candidatura presidencial de Avella-
neda y de Julio A. Roca le permitieron ganar espacios en la consideración del régimen conservador. En
1882 volvió a Buenos Aires para representar a la provincia mediterránea en el Congreso Pedagógico y un
año después se le encargaría la Dirección de Enseñanza Secundaria. Su nuevo círculo de amistades, re-
unido alrededor del periódico Sud América y compuesto por dos futuros presidentes como Carlos Pelle-
grini y Roque Sáenz Peña, además de otros notables como Delfín Gallo, Lucio Vicente López y José
María Ramos Mejía, lo coloca entre el sector más avanzado de la elite gobernante. El grado de exposición
pública en la polémica educativa desgastó su figura y favoreció su pase en 1885 a la dirección de la Bi-

699
mento más álgido de su enfrentamiento con los jóvenes historiadores de la Nueva Es-
cuela, Roberto Levillier (1886-1969) trató de destruir su imagen de probidad, acusándo-
lo —con un argumento destinado a la paradoja, dado la propia historia de la Nueva Es-
cuela— de beneficiarse de una prolongada connivencia con el poder.
Como vemos, el concepto de “marginalidad” puede resultar muy impreciso y se-
guramente inconveniente para describir las relaciones entre los historiadores y el poder
político, a no ser claro que declaremos como marginal a todo aquel que siendo historia-
dor no llegara a ser elegido presidente de la nación.
Sin embargo, pese a la efectividad que pueda tener enumerar los diversos cargos
públicos que asumieron los historiadores decimonónicos, no es este el mejor recurso
para discutir la argumentación de Halperín Donghi. En efecto, limitar el entendimiento
de las relaciones entre política e historia a la mera ponderación del éxito que obtuvieron
ciertos individuos en ambos desempeños, sólo serviría para realzar, por contraste, la
figura extraordinaria de Bartolomé Mitre, predisponiéndonos a creer que éste habría
sido el único garante de la adecuación entre ambos mundos.
Después del hito mitrista, la relación entre historia y política quedaría garantiza-
da cada vez más por la mutua imbricación de las progresivas necesidades de legitima-
ción ideológica del Estado nacional (que trascienden las de cualquier proyecto político
concreto) y de apoyo institucional a la investigación histórica, más que por la estricta y
exitosa coincidencia de los roles del líder político y del historiador.
Lejos de estancarse ante el influjo de una brillante experiencia intelectual y polí-
tica como la de Mitre, la historiografía rioplatense se las arregló para sortear temprana-
mente las pesadas “exigencias” derivadas de su pervivencia ejemplar —quizás asumidas
como infranqueables por los historiadores actuales en virtud de la autoridad ganada por
Halperín y su interpretación, más que por la que le fuera reconocida en vida al propio
Mitre— y desarrollarse al margen del influjo determinante de grandes personalidades y
grandes proyectos políticos.
Este cambio es el que queda reflejado en el progresivo protagonismo de histo-
riadores que, para ser reconocidos como tales, ya no precisaban mostrar un vigoroso
liderazgo o de una militancia legendaria contra la tiranía de Rosas; y de políticos que,
para pensar y gobernar el país, no creían necesario crear su propia imagen global del
pasado nacional. Sin que nada de ello signifique que el género historiográfico hubiera

blioteca Nacional, apadrinado por el ministro Eduardo Wilde y el propio Avellaneda pero ante la encona-
da resistencia de Sarmiento. La candidatura conservadora de Juárez Celman implicó el alejamiento de
Groussac del grupo liberal, favoreciendo una conveniente reconciliación con los católicos liberales lide-
rados por Estrada y Goyena y a la postre, una retirada estratégica de la primera línea de combate, que lo
llevaría a fortalecer su autoridad y prestigio personal en un ámbito eminentemente cultural. Mientras
Bartolomé Mitre y Vicente Fidel López se reconciliaban en torno a la oposición moderada al régimen
roquista y Leandro N. Alem —parte de su antiguo círculo— se volcaba hacia una oposición intransigente,
Groussac optaba por apoyar a su amigo Carlos Pellegrini, como portador de una alternativa reformista en
el interior de la generación política a la que estaba inconfundiblemente ligado. En 1910 Groussac escribió
un folleto publicitario de la candidatura presidencial de Roque Sáenz Peña al parecer en la espera de ser
nombrado Ministro de Instrucción Pública489. Sin embargo Groussac no fue designado y esto determinó
su alejamiento de la política reformista del presidente y su visión crítica de las leyes electorales que abri-
rán el poder a los radicales en 1916.

700
perdido consistencia o relevancia o que la relación entre historia y política entrara en
aguda crisis.
Sólo partiendo de esta concepción y a partir de una valoración de la relación en-
tre historia y política apoyada estrictamente en la experiencia mitrista puede postularse,
por ejemplo, la supuesta marginalidad política de hombres como Groussac. Marginali-
dad que Halperín, necesitado de cerrar su argumento de agotamiento del narrativismo
historiográfico a posteriori de 1882, no duda en extrapolar al rol e influencia intelectual
del personaje, con lo que el historiador francés aparecería como un simple espectador
divertido de los debates historiográficos de su época490.
La profundización de la relación entre historia y política en la segunda mitad del
siglo XIX fue habilitando progresivamente otros tipos de vinculación entre el oficio del
historiador y la práctica del político que excedieron los parámetros definidos por la ex-
periencia de Mitre. Experiencia sin duda excepcional caracterizada por la simbiosis del
liderazgo intelectual y político, y por la fortaleza de un potente e innovador texto capaz
de organizar el imaginario histórico contemporáneo y de actuar como soporte virtual de
un proyecto político.
Una vez que tanto el campo intelectual como el político se fueron desarrollando,
la aparición de intervenciones “decisivas” o “geniales” se hizo menos frecuente y nece-
saria, así como menos decisivo resultó el respaldo de una influyente autoridad política
para el encumbramiento de una interpretación histórica. Entrada la primera década del
siglo XX, la posesión personal de una firme autoridad dual —intelectual y política a la
vez— ya no era un requisito insoslayable para escribir historia argentina, tal como ates-
tiguan las obras de Saldías y Groussac; pero tampoco lo era ya para gobernar un país
encarrilado por un modelo socioeconómico sin duda exitoso y progresista, tal como lo
prueban las administraciones de Julio Argentino Roca, Roque Sáenz Peña o Hipólito
Yrigoyen.

En definitiva, la alternativa de pensar la historiografía decimonónica a partir de


la secuencia lineal de una disciplina orientada por un modelo —narrativismo—, una
crisis —los treinta años de incertidumbre— y una nueva normalización —la Nueva Es-
cuela—, como nos propone Halperín, no parece convincente por tres razones. Primero,
porque no se puede hablar de modelo o tradición en base al recorte de una obra. Segun-
do, porque el narrativismo historiográfico se presentó fracturado y tuvo que convivir
antes y después con alternativas que le disputaron la hegemonía sobre los estudios del
pasado. Tercero, porque las condiciones de heterogeneidad y competencia que se dan en
la historiografía durante todo el período que va entre Caseros y el Centenario, son pro-
pias de un estadio previo a la constitución o delimitación problemática de una discipli-

490
Tulio HALPERÍN DONGHI, “La historiografía argentina del ochenta al centenario”, en: Ensayos de his-
toriografía, Op.cit., p. 54. Una relectura del debate con Piñero a propósito del plan de operaciones de
Moreno, o un recorrido por la labor de Groussac en La Biblioteca y en los Anales de la Biblioteca pueden
dar por tierra con tal interpretación minimalista, interesada más en sostener su hipótesis de la crisis del
narrativismo historiográfico que ya hemos analizado, que en hacer justicia con la trayectoria del autor del
Santiago de Liniers.

701
na, en el que, si bien existe una idea de sus potencialidades, objetos y temáticas, no
existe aún un conjunto de valores, prácticas y representaciones ampliamente consensua-
dos que oriente a una comunidad “científica” o al menos “profesional” en la producción
de conocimiento. Cuarto, porque la relación entre la evolución política y la evolución
historiográfica que postula este argumento, se basa en la tipificación y reificación de
una experiencia individual —como la de Mitre— por demás extraordinaria y en la suer-
te de un proyecto político, más que en la consideración de la suerte del proceso político
argentino entre 1852 y 1916.

2.- Una imagen alternativa de la historiografía decimonónica argentina.

Después de exponer los grandes modelos interpretativos acerca del génesis de la


historiografía rioplatense y descubrir las que, a nuestro modo de entender, son sus defi-
ciencias fundamentales, cabe formular algunos interrogantes. ¿Debemos creer que el
régimen de desarrollo de la historiografía puede explicarse suficientemente de modo
endógeno, recurriendo exclusivamente a la contraposición lógica de diferentes opciones
teóricas o metodológicas, como supone Carbia? ¿Debemos creer que la inscripción del
discurso histórico en el decurso político es el único recurso que nos permitiría compren-
der —fuera de su propia lógica argumental— las líneas de desarrollo, el estilo, las inter-
pretaciones o la metodología de unos textos que buscan fijar una interpretación “con-
temporánea” del pasado, como supone Halperín Donghi? ¿Es, acaso, este dilema entre
idealismo y politicismo, insalvable o, por el contrario, es posible pensar el florecimiento
de la historiografía desde otros supuestos y con arreglo a otros puntos de vista?
Para sustraernos de este dilema creemos que es necesario partir de la compren-
sión del proceso de evolución del discurso histórico desde una perspectiva que no nece-
site del aislamiento del objeto del contexto socio-político, ni de su subordinación inme-
diata a la lógica política.
Como hemos visto, la propuesta de Carbia se contentaba con escrutar ideas y
prácticas metodológicas circunscriptas a las tareas investigativas. Desdeñando un autén-
tico análisis histórico de la historiografía, este autor nos ofrecía una organización lógica
y autorreferencial del proceso de desarrollo historiográfico argentino apoyada en una
cronología que mal lograba disimular los criterios verdaderamente actuantes detrás de
su ordenamiento. Pese a ello, no hay duda de que la Historia crítica de la historiografía
argentina ofrecía una buena caracterización de base de las diferentes ideas teórico-
metodológicas en danza.
La propuesta de Halperín Donghi se contentaba, en cambio, con vincular la
emergencia y crisis de la historiografía narrativista con la hegemonía y decadencia de
un proyecto político nacional-liberal-democrático —encarnado por Mitre—, subordi-
nando el decurso de su desarrollo como disciplina entre 1882 y 1916 al rumbo errático y
al posterior agotamiento de ese mismo proyecto. De hecho, la mirada de Halperín
Donghi no reparaba en aquellos fenómenos que fueron dando entidad al espacio histo-

702
riográfico y que no podían ser deducidos inmediatamente de la experiencia mitrista o de
los vaivenes de la historia política; aun cuando su enfoque nos ayudara a comprender
las mutuas implicancias y dependencias existentes entre la historiografía y el proceso
político de construcción nacional.
Es evidente que hoy, luego de los abusos perpetrados por los teoricismos más
radicalizados —fueran estos de raíz marxista o estructural-funcionalista—, los historia-
dores contemporáneos, incluyendo los historiadores de la historiografía, están más pre-
parados para aceptar cualquier mirada que integre una dimensión socio-política en el
análisis, que otra que se circunscriba estrictamente a lo teórico-metodológico. De allí
que la lectura política del desarrollo historiográfico argentino ofrecido por Halperín
Donghi se haya convertido en una lectura prestigiosa y prácticamente incuestionable de
la historia de nuestra disciplina, una vez que miradas teoricistas como la de Carbia u
oportunistas como la de Levene hubieran sido abandonadas. Sin embargo, recientemen-
te y sin que probablemente haya sido el propósito de sus autores, han surgido argumen-
tos politicistas que abren perspectivas de superación del esquema halperiniano.
Uno de estos aportes fue realizado recientemente por Fernando Devoto en Na-
cionalismo, fascismo y tradicionalismo en la Argentina moderna491, donde al contrario
que Halperín Donghi, no se observaba el asunto desde la perspectiva propia de un inte-
lectual arquetípico y de las relaciones simpáticas o discordantes que se entablaron entre
ese personaje, su obra y su proyecto, y el poder. Partiendo de otras inquietudes, Devoto
introdujo dos elementos importantes para comprender las relaciones entre la historiogra-
fía y la sociedad argentina y la propia evolución de la disciplina. Por una parte, amplió
el término político de referencia —estrictamente institucional en Halperín Donghi—
proponiendo confrontar el desarrollo historiográfico con un contexto socio-político,
ideológico y cultural mucho más amplio; por otra, al observar ese diálogo entre el histo-
riador y su contexto, optó por poner énfasis en la relación problemática que existió entre
las demandas de la sociedad y la política y la oferta —relativamente autónoma— de
intelectuales e historiadores. Esta mirada, inversa a la halperiniana, abre un camino para
escapar de una interpretación rígida que subsumía la pauta de evolución del oficio a la
suerte del proyecto político de los historiadores decimonónicos, sin por ello abandonar
la debida contextuación socio-política de aquel desarrollo.
De esta forma, los éxitos o fracasos de aquellos autores pueden ser razonable-
mente desvinculados de su carisma coyuntural, y los éxitos o fracasos de sus obras —y
de las imágenes de la historia y de la Historiografía que proponían—, pueden dejar de
verse como un reflejo de las virtudes intrínsecas de su contenido, o de su adecuación
estricta a su propia coyuntura, para poder considerarlos como resultados de unas lectu-
ras y relecturas, ensayadas en los diversos momentos y circunstancias del proceso de
transformación del escenario intelectual, cultural y socio-político argentino inaugurado
en los primeros años del siglo XX.

491
Fernando DEVOTO, Nacionalismo, fascismo y tradicionalismo en la Argentina moderna. Una historia,
Buenos Aires, Siglo XXI de Argentina Editores, 2002.

703
Sin embargo, las potencialidades explicativas de cualquier modelo politicista no
deben inducirnos a creer que la historia del género historiográfico deba subordinarse a
la historia política, social o económica; ni que todas las interpretaciones historiográficas
posean una correlación mecánica con unas prácticas, unos intereses o unas ideas políti-
cas contemporáneas.
A la vez que plantea relaciones necesarias con el mundo material, el análisis de
la evolución histórica de los discursos, de los géneros literarios o científicos debería
conservar un grado óptimo de especificidad, de modo de comprender que los condicio-
nantes y determinantes externos más relevantes se presentan y expresan, en cualquier
disciplina, de acuerdo con unas reglas de competencia interna.
Renunciar a esta perspectiva implicaría disolver la entidad de la Historiografía
en el mundo caótico de las representaciones virtuales o de las excrecencias ideológicas
de los procesos materiales. Probablemente, si disolviéramos sin más el análisis de la
historiografía en la historia general de la sociedad y rehusáramos explorar su lógica y
las mediaciones por las cuales racionaliza el pasado, sólo podríamos postular relaciones
mecánicas e instrumentales entre contenidos historiográficos y los intereses políticos,
sociales y económicos de ciertos grupos e individuos influyentes.
Es por ello que no se trata de llevar la historiografía a la sociedad de la que nace
y de la que es producto ya que, por ese camino, sólo lograríamos constatar —
recurriendo a argumentos más simples o sofisticados— el perogrullo de que ese discur-
so histórico es expresión de esa realidad en que se gestó. De lo que se trata, por el con-
trario, es de reintroducir la sociedad en la Historiografía de modo tal que su estudio es-
pecífico no pierda sentido y se pueda establecer una relación inteligible entre esa
realidad y una de sus formas propias de expresión y representación.
Por supuesto, la búsqueda de esta especificidad no pasa por volver a aislar estos
discursos en campanas de cristal donde se abstraigan sus elementos y se los distribuya,
relacione u oponga de acuerdo a la supuesta lógica de sus propuestas, ideas, metodolo-
gías y prácticas analíticas; sino reconocer que la Historiografía, en este caso, es una dis-
ciplina que funciona de acuerdo con una lógica y con determinadas reglas, pero que, a la
vez, es relativamente abierta y permeable a la influencia —e interferencia— del medio
en el que se despliega.
Pero, para reintroducir la sociedad en la Historiografía no basta con establecer
relaciones entre su discurso y las ideas políticas vigentes. De lo que se trata en realidad
es de habilitar otra dimensión del análisis historiográfico de la historiografía que no la
aísle ni la subsuma, sino que logre articular el estudio de la historia de las ideas histo-
riográficas con la exploración del contexto socio-político e intelectual en que éstas se
gestan y desarrollan.
Para ello es necesario buscar áreas de intersección, por así decirlo, entre lo en-
dógeno y lo exógeno, entre lo lógico y lo histórico. En este sentido, será útil analizar las
condiciones socio-culturales y materiales en las que se produce efectivamente el cono-
cimiento histórico. Conocimiento que se despliega en unos discursos, unas prácticas
intelectuales y unas inscripciones institucionales a menudo dejados de lado para atender

704
al estudio del conflicto manifiesto de las diferentes ideas historiográficas o a la recons-
trucción de las relaciones inmediatas entre la historia y el proceso político.
Naturalmente, esta apertura hacia nuevos horizontes problemáticos introducirá
ciertos dilemas teóricos inmediatos relacionados, sobre todo, con la selección de las
categorías adecuadas para estudiar, por ejemplo, el contexto intelectual del que partici-
paban los historiadores decimonónicos y sus textos.
La utilidad de ciertos conceptos y enfoques estructurales de índole sociológica,
podrá capitalizarse en el análisis historiográfico siempre y cuando nos prevengamos de
evitar giros anti-históricos en las explicaciones y de no anular el valor de la evidencia
empírica en aras de sostener la coherencia de una teoría.
Por ejemplo, si “hacer la historia” es llevar a cabo una “operación” que relaciona
lugares y procedimientos; si es cierto que “toda investigación historiográfica se articula
en una esfera de producción socioeconómica, política y cultural...” hallándose, por ende,
inevitablemente “arraigada en una particularidad”; y, por ultimo, si la historia es una
“práctica” que involucra técnicas de producción que dejan marcas textuales —aún en
sus silencios— de sus opciones y características; la historiografía decimonónica argen-
tina debe ser entendida como un saber producido al margen de las condiciones institu-
cionales que Michel De Certeau vincula con la existencia de una disciplina historiográ-
fica492.
Una lectura ortodoxa, insostenible empíricamente, puede llevarnos a descartar la
existencia de una historiografía al margen de tales criterios. Sin embargo, y sin que ello
suponga ningún compromiso esencialista con la idea de Historiografía, negar la existen-
cia de obras historiográficas en Río de la Plata en la segunda mitad del siglo XIX sería
sin duda temerario y falaz. Quizás el problema sea el alcance del modelo que se cons-
truye a partir de esos criterios, eficaz para describir las condiciones de existencia actua-
les de la Historiografía, pero indudablemente menos productivo a la hora de comprender
el momento de su conformación como género y disciplina de conocimiento.
Si se acepta que la presencia de los dispositivos e instituciones típicos del saber
historiográfico contemporáneo pueden ilustrarnos acerca de las condiciones sociales de
producción de este discurso, no vemos cómo la ausencia de casi “...todos los requisitos
que permiten la práctica de la investigación (archivos, instituciones que apoyan la inves-
tigación, métodos y procedimientos de análisis, publicación de los resultados, lecto-
res)...”493 no puede hablarnos también —obras de historia argentina en mano— acerca
de unas condiciones sociales específicas que determinan la existencia de una historio-
grafía subsumida en un espacio intelectual en desarrollo. Una historiografía, inexistente
como disciplina, pero verificada materialmente como la suma de obras que indagaban
sobre el pasado nacional, proponiendo una narración inteligible de su proceso.

492
Michel DE CERTEAU, “La operación histórica”, en: Jacques LE GOFF y Pierre NORA, Hacer la historia
(I), Laia, Barcelona, 1985
493
Enrique FLORESCANO, “De la memoria del poder a la historia como explicación.”, en: AA.VV., Histo-
ria ¿para qué?, México D.F., 1991 (13ª Ed.).

705
Estas condiciones, en la que la posibilidad “material” e “ideológica” de produc-
ción de un discurso historiográfico se generaba en el exterior de la actividad historiográ-
fica propiamente dicha —en torno a actividades económicas y políticas— y en la que el
producto intelectual reproducía —por sus modalidades de producción, circulación y
consumo— dicha “dependencia”, no nos hablan en principio de la inexistencia de la
historiografía como género, sino de la existencia de un lugar no autonomizado respecto
de las prácticas y poderes económicos y políticos.
A su vez, la subsunción de un discurso dependiente —que aún no había produci-
do criterios o convenciones de demarcación sólidos— dentro del juego caótico de un
conjunto de discursos “literarios”, nos hablan de la inexistencia de un campo historio-
gráfico, según los términos en que lo propone Pierre Bourdieu494.
Sin embargo, con determinar la inexistencia de un campo historiográfico no re-
solvemos el problema de conceptualizar la realidad de un proceso intelectual y cultural
en marcha. De allí la necesidad de recurrir a herramientas conceptuales precarias —
seguramente provisorias— que, como la noción de “espacio” sean capaces de contener
tanto la evidencia que habla de confluencias de obras, autores, temáticas y problemáti-
cas, como la certeza de que dicha confluencia no ha conformado aún una disciplina au-
tónoma.
Por otro lado, estas características de dependencia e indiferenciación serían aná-
logas a las que presenta el mundo intelectual rioplatense en el siglo XIX, dentro del cual
estaría incluido este espacio historiográfico. Por esta razón, la noción deliberadamente
imprecisa y voluble de espacio intelectual puede facilitar la captación de un proceso de
conformación histórico, en vez de apostar —texto de Bourdieu en mano— al descubri-
miento del instante preciso del advenimiento de un campo intelectual o campo historio-
gráfico, definido según una lectura normativa de lo que simplemente es un modelo ex-
plicativo.
Carlos Altamirano y Beatriz Sarlo han propuesto flexibilizar dichos criterios
pensados, por otra parte, para dar cuenta del funcionamiento de las organizaciones cul-
turales de las sociedades altamente secularizadas, con instituciones consolidadas en tor-
no a la democracia liberal y en las que el mundo artístico y cultural conforma un área
diferenciada dentro de la sociedad y el estado nacionales. Dicha flexibilización sería la
única garantía de que aquellos criterios fueran aplicables a la realidad de las sociedades
latinoamericanas del siglo XIX495.

494
Ver tres textos de Pierre BOURDIEU: Las reglas del arte, Anagrama, Barcelona, 1995; “Campo intelec-
tual, campo del poder y habitus de clase”, en: Pierre BOURDIEU, Campo del poder y campo intelectual,
Folios, Buenos Aires, 1983; y “El campo científico”, Redes nº2 / vol.1, UNQ, Quilmes, dic.1994. Tam-
bién puede verse de Beatriz SARLO y Carlos ALTAMIRANO, Conceptos de sociología literaria, CEAL,
Bs.As., 1993.
495
Carlos ALTAMIRANO y Beatriz SARLO, Literatura/Sociedad, Edicial, Bs.As., 1993, p. 85

706
El campo intelectual argentino, que florece según estos autores en las primeras
décadas del siglo496, no sólo se habría formado de acuerdo con otros recorridos, sino que
su sistema de referencias habría estado influido decisivamente por autoridades externas,
radicados en polos culturales europeos497.
Para comprender la emergencia de la historiografía será necesario, entonces, re-
componer nuestras imágenes del régimen de desarrollo del campo intelectual, y por qué
no, de la sociedad y del campo político ajustándolas al dinamismo y volubilidad propios
de una época de grandes mutaciones. Esta época se caracterizaba por la existencia de
amplios espacios para el despliegue de una política facciosa de alineamientos y reali-
neamientos continuos que permitía a una minoría gozar alternativamente del protago-
nismo ciudadano y lapsos de introspección garantizados por la posesión de una sólida
renta y la existencia de un escenario público dinámico. No puede sorprender, pues, que
esta época se caracterizara por la experimentación intelectual en los campos de aplica-
ción más diversos y por sorprendentes evoluciones y regresiones en los campos de saber
emergentes desde los que la elite argentina intentaba representar el proceso de construc-
ción de la nación.
Teniendo en cuenta este panorama de lo que se trata es de plantear una lectura
histórico-historiográfica alejada de una interpretación substancialista de la disciplina,
interesada en los problemas de su evolución y desarrollo antes que en los problemas de
su constitución histórica.
Los principales puntos de partida de esta interpretación alternativa son los si-
guientes: 1) más allá de la posibilidad de definir abstractamente criterios lógicos y me-
todológicos característicos del análisis historiográfico, la Historiografía, entendida co-
mo oficio, disciplina, género o páctica intelectual, no posee una existencia sustantiva al
margen de un contexto socio-temporal determinado, lo cual habilita una indagación de
su conformación y desarrollo históricos como discurso en una sociedad específica; 2) la
constitución de una historiografía argentina como género literario en la segunda mitad
del siglo XIX no deviene de la simple importación de un género europeo, sino de de-
terminadas condiciones políticas, sociales y culturales eminentemente locales; 3) lo que
retrospectivamente reconocemos como historiografía decimonónica argentina nace en
un espacio intelectual precario en el que los discursos no estaban suficientemente dis-
tinguidos y se hallaban distribuidos y caracterizados de una manera totalmente distinta
de la que hoy conocemos; 4) en este contexto, la historiografía no pudo irrumpir en la
cultura argentina del siglo XIX como un discurso científico substancialmente diferente
de los géneros literarios, sino al contrario, surgir como un discurso experimental inmer-
so en el conjunto indiferenciado de las “Bellas Letras” vernáculas, cuyas convenciones
y especificidades fueron definiéndose históricamente; 5) estas condiciones de existencia

496
Carlos ALTAMIRANO y Beatriz SARLO, “La Argentina del Centenario: campo intelectual, vida literaria
y temas ideológicos” (1980) en: Carlos ALTAMIRANO y Beatriz SARLO, Ensayos Argentinos de Sarmiento
a la vanguardia, CEAL, Bs.As., 1983.
497
Ibídem, p. 86

707
de la historiografía rigen plenamente en los sesenta años que van desde la batalla de
Caseros hasta el Centenario de la independencia.
Asumir estos puntos de partida implica trocar el modelo escolar que transmite la
idea de un espacio historiográfico preconstruido, completo y homogéneo —dentro del
cual se enfrentan grupos abroquelados, preexistentes y estables, definidos por alguna
propiedad que los vincula con una opción metodológica, filosófica o estilística de la
disciplina—, por la idea de un espacio intelectual abierto en el que interactúan intelec-
tuales polifacéticos. Hombres notables, con diferentes papeles en la sociedad civil y en
el sector público, con diferentes estrategias personales, que discurrían en el mundo cul-
tural de acuerdo con una lógica que excede la de la simple voluntad cognoscitiva y la de
las convicciones filosóficas o ético-políticas, para adecuarse a determinadas prácticas
sociales y políticas.
Contrariando a Rómulo Carbia, la historiografía decimonónica argentina, lejos
de estructurarse como un drama dialéctico de dos actores colectivos que lucharon por
imponer una visión de la historia, se presentaría como la arena de un coliseo aún inaca-
bado, donde confluyeron múltiples perspectivas —más o menos deudoras de una tradi-
ción literaria propia, más o menos importadas por el desarrollo de las ideas europeas—
que, más que representar fórmulas rígidas, se evidenciaron como aportes más volubles y
atentos a la síntesis, que lo que su ostentoso texto permite descubrir a simple vista.
Contrariando a Halperín Donghi, la historiografía rioplatense no podría haber
florecido, tampoco, con la sóla publicación de la Historia de Belgrano. Una disciplina
no nace por la aparición de una obra fundacional, por más solidez y consistencia interna
que haya alcanzado; sino acaso, porque tal tipo de obra, aparecida en un marco cultural
propicio, pudo suscitar respuestas, nuevas intervenciones y ácidas polémicas. Es a partir
de este diálogo recurrente y plurilateral que se condensaron los criterios intersubjetivos
acerca de la investigación historiográfica, se crearon las vocaciones protohistoriadoras
entre los intelectuales locales y se conformó un público interesado por el conocimiento
de la historia.
Creemos, entonces, que es en el marco cultural que se abre en el Buenos Aires
post-rosista, difuso y pujante, abierto y experimental, apuntalado por una tradición y
ávido de incorporar nuevos enfoques, sometido a la tensión de diferentes lógicas, estra-
tegias y propósitos, poblado por diletantes y autodidactas, y siempre atento a sintonizar-
se con las ideas europeas, que comienza lentamente a constituirse un género historiográ-
fico. Este proceso, histórico a la vez que historiográfico, se extendería a lo largo de seis
décadas, o poco más, dando paso a una auténtica disciplina una vez que madurara y se
asentara el espacio historiográfico, se complejizara y ordenara el campo intelectual, y la
política planteara nuevas exigencias a los historiadores.
Obviamente será muy difícil comprender este proceso fundacional si nos limi-
tamos a aplicar alguno de los modelos interpretativos heredados. La razón es simple:
por la propia lógica de sus proposiciones y objetivos, Carbia, Levene y Halperín Donghi
supusieron tanto la existencia de un campo historiográfico, como el funcionamiento de
una auténtica “disciplina” en la segunda mitad del siglo XIX.

708
Pero, para reconstruir el proceso de conformación de la historiografía rioplatense
no sólo habrá que apartar la tentación de pensar en confrontaciones escolares o en la
irrupción conveniente de obras geniales, sino ajustar nuestras imágenes a la evidencia
que nos ofrecen las biografías de aquellos historiadores, sus relaciones personales e in-
telectuales y, también, sus propios textos, repletos de indicios acerca de las verdaderas
condiciones de existencia y desarrollo del discurso histórico durante este período498.

2.1.- El espacio historiográfico y sus criaturas (1854-1916).

2.1.1.- Los historiadores decimonónicos en el contexto cultural rioplatense.


Es evidente que los actores que intervinieron en el incipiente espacio historiográ-
fico rioplatense no se ajustaban al perfil del historiador estrictamente erudito que deli-
neó la Nueva Escuela ni, tampoco, al perfil de científico social moderno que posee hoy
el historiador profesional.
Las diferencias entre el proyecto intelectual y el modelo de historiador de la
Nueva Escuela y de la historiografía erudita del siglo XIX fueron expuestas por el pro-
pio Carbia499, quien nos ha permitido comprender que la filiación de su grupo con el
modelo historiográfico mitrista tuvo más de reelaboración metodológica, que de simple
revival documentalista.
Pero, ¿quién escribió la historia en el siglo XIX? Responder esta pregunta y tra-
zar un perfil del historiador de este período contribuirá a dar una primera idea acerca de
las condiciones de existencia de la historiografía decimonónica.
El material adecuado para reconstruir el tipo ideal del historiador decimonónico
rioplatense es, por supuesto, el que puede extraerse de los estudios biográficos. Si bien
este no es el lugar adecuado para llevar a cabo este tipo de indagación, será de gran uti-
lidad realizar un rápido recorrido por las trayectorias de algunos de hombres destacados
que escribieron estudios históricos entre 1859 y 1916. El objetivo de este ex cursus no
es otro que el de organizar los datos biográficos de forma tal que nos permitan visuali-
zar la existencia de ciertos rasgos típicos o puntos de confluencia de las diferentes expe-
riencias individuales.

El primer rasgo recurrente en los historiadores decimonónicos rioplatenses fue,


sin duda, la inexistencia de una formación específica y la coexistencia de su oficio con
el ejercicio de otras profesiones, ocupaciones o responsabilidades que lo sostenían ma-
terialmente o le daban un lugar inteligible en el pequeño universo social rioplatense.
Bartolomé Mitre fue, sin duda, el intelectual que más influyó en la historiografía
argentina a través de una interpretación sumamente atractiva de proceso revolucionario

498
Un avance inicial de esta propuesta has sido presentado en: Gustavo Hernán PRADO, “Las condiciones
de existencia de la Historiografía decimonónica argentina”, en: Fernando DEVOTO y otros, Estudios de
Historiografía (II), Buenos Aires, Editorial Biblos, 1999.
499
Ibídem, pp. 121-165.

709
y de su participación en precoces iniciativas institucionales500. Sin embargo, esta ajusta-
da identificación no debería eclipsar las otras identidades de este personaje, en especial
la que deriva de su condición de militar profesional y de dirigente político501.
Formado como oficial de artillería, Mitre se inició políticamente en los círculos
de conspiradores y agitadores de la elite letrada antirrosista en Montevideo, participan-
do entre 1843 y 1844 de la defensa de la plaza junto con José Garibaldi y la legión de
refugiados políticos entre los que se encontraban Juan Bautista Alberdi, Esteban Eche-
verría, Miguel Cané, Valentín Alsina y Dalmacio Vélez Sársfield. En 1847, en Bolivia,
Mitre dirigió el Colegio Militar y fue alto oficial en el ejército de presidente Ballivian.
De vuelta en Uruguay, se alistó en 1851 en el “Ejército grande” del gobernador entre-
rriano Justo José de Urquiza, participando de la batalla de Caseros y obteniendo el gra-
do de coronel por su participación en combate.
Tras la caída de Rosas fue elegido diputado de la Legislatura de Buenos Aires
donde se opuso al Acuerdo de San Nicolás. Tras el golpe federalista de Urquiza, Mitre
participó de la revolución secesionista porteña del 11 de septiembre de 1852, redactado
su manifiesto y siendo nombrado, luego, Ministro de Gobierno y Relaciones Exteriores
por los gobernadores Manuel Pinto y Valentín Alsina502. En 1859 fue ascendido al grado
equivalente de General de brigada y nombrado Comandante en jefe del ejército provin-
cial. Ese mismo año fue derrotado por Urquiza en la batalla de Cepeda, de la que se
derivó la incorporación de Buenos Aires a la Confederación Argentina. El renacimiento
del conflicto en 1861, encontró a Mitre como Gobernador del Estado provincial, cargo
que delegó temporalmente para organizar y comandar el ejército que derrotaría a Urqui-
za en la batalla de Pavón. En 1862 fue designado por un acuerdo interprovincial como
Presidente provisional de la Nación y luego de triunfar en los comicios, presidente cons-
titucional de la República Argentina. En 1865, tomó el mando del ejército de la Triple
Alianza en la guerra contra Paraguay, que mantendría hasta el fin de su gestión en

500
En 1843 es elegido como miembro del Instituto Histórico y Geográfico del Uruguay y en 1854 partici-
pa como miembro fundador del Instituto Histórico y Geográfico del Río de la Plata, y posteriormente, en
1856, redactor de su reglamento constitutivo y bases orgánicas. En 1871 es nombrado socio honorario del
Instituto Histórico y Geográfico del Brasil y un año después vicepresidente honorario del Instituto Bonae-
rense de Numismática y Antigüedades. En 1893 presidió la reunión fundacional de la Junta de Historia y
Numismática Americana, de la cual fuera designado presidente en 1901. Para un estudio de la trayectoria
de Mitre como historiador pueden verse, además de las obras de Ricardo Levene ya citadas: Ángel
ACUÑA, Mitre historiador, II Vols., Buenos Aires, Institución Mitre, 1936.
501
Para un panorama completo de la multifacética vida pública de Mitre puede consultarse, con ciertas
prevenciones, el manual biográfico de José S. CAMPOBASSI, Mitre y su época, Buenos Aires,
EUDEBA,1980; y Miguel Ángel DE MARCO, Bartolomé Mitre, Buenos Aires, Planeta, 1998. En lo que
hace a su desempeño castrense puede verse: Enrique J. ROTTJER, Mitre militar, Buenos Aires, Institución
Mitre, 1937.
502
Acerca del escenario abierto por la revolución del 11 de septiembre y de la secesión de Buenos Aires,
puede consultarse, para establecer el marco de los hechos políticos, el todavía vigente manual de James R.
SCOBIE, La lucha por la consolidación de la nacionalidad argentina 1852-1862, Buenos Aires, Hachette,
1964. También resulta útil, para cubrir los aspectos sociales, culturales y económicos generales, el estudio
de María SÁENZ QUESADA, El Estado rebelde. Buenos Aires entre 1850/1860, Buenos Aires, Editorial de
Belgrano, 1982 y Tulio HALPERÍN DONGHI, Una nación para el desierto argentino, Buenos Aires, CEAL,
1982, para comprender mejor el universo ideológico, los debates doctrinarios y la lucha facciosa abierta
en Buenos Aires entre 1852 y 1862.

710
1868503. Un año después de entregar el gobierno a su sucesor Domingo F. Sarmiento,
Mitre fue elegido senador nacional por Buenos Aires. Ese mismo año fue enviado en
misión diplomática a Brasil y en 1872 como negociador plenipotenciario al Paraguay.
En 1874 fue candidato a la presidencia de la Nación, siendo derrotado por Nico-
lás Avellaneda. Desde entonces, Mitre se enrolaría en los sucesivos conatos revolucio-
narios liberales y porteñistas que sacudieron a la Argentina conservadora y que lo tuvie-
ron como líder o directo inspirador, además de encargado de la organización militar504.
En 1878 fue elegido diputado nacional por Buenos Aires y en 1880 apoyó el nuevo in-
tento revolucionario porteño.
En 1890, consolidada la hegemonía política del régimen conservador, formó par-
te —junto a Vicente Fidel López, Bernardo de Irigoyen, Aristóbulo del Valle, Pedro
Goyena, Leandro N. Alem— de la UC, agrupación opositora que organizó ese mismo
año un fallido movimiento revolucionario que provocó la renuncia del presidente Juárez
Celman. En 1891, la UC lo proclamó candidato presidencial, pero su acuerdo con el jefe
del PAN —sostén del ex presidente Julio A. Roca—, ocasionó la fractura del partido, el
nacimiento de la UCR y la posterior renuncia a encabezar una fórmula de conciliación
entre el oficialismo y la oposición. En 1894 y 1901 fue elegido senador nacional por
Buenos Aires y en 1898 volvió a ser candidato a presidente, siendo derrotado por el
mismo Roca.
La vida pública de Vicente Fidel López también fue intensa, si bien no tan afor-
tunada. López inició sus actividades políticas en el marco de la oposición liberal a Ro-
sas, destacándose como permanente conspirador y publicista del ideario de la genera-
ción del ’37 tanto en Buenos Aires como en el exilio chileno. De vuelta en Argentina,
respaldó como Ministro de Instrucción pública a su padre, Vicente López y Planes,
nombrado en 1852 Gobernador de la Provincia de Buenos Aires. Ejerciendo ese cargo
fundó la enseñanza normal y redactó su plan de estudio, organizó la Facultad de Medi-
cina y creó la primera escuela de comercio. La firma del Pacto de San Nicolás con los
gobernadores provinciales que otorgaba poderes provisorios a Urquiza para organizar el
país generó gran oposición en Buenos Aires. En este contexto, Vicente Fidel López se
enfrentaría a Bartolomé Mitre defendiendo el acuerdo. El triunfo de los opositores lleva-
ría a López a un fructífero ostracismo político505, siendo rehabilitado treinta y ocho años

503
Mitre dirigió las fuerzas argentinas, brasileñas y uruguayas en los combates de Uruguayana, Arroyo
del Ombú, Isla alta, Ensenada, Paso de la Patria, Itapirú, Tuyutí, Estero de Bellaco, Yataytí Corá, Curuzú,
Curupaytí y Tuyucué.
504
En 1874, a raíz de su participación protagónica en la revolución liberal motivada por la cuestionada
elección del presidente Nicolás Avellaneda, fue sometido a una corte marcial y condenado a la pérdida
del rango, y a 8 años de prisión, pena convertida en destierro y posteriormente conmutada a raíz de la ley
de amnistía propulsada por el propio Avellaneda. En 1877 se le restituyó su graduación de brigadier gene-
ral en situación de revista en la plana mayor del ejército. En 1880 se plegó al levantamiento del goberna-
dor bonaerense Carlos Tejedor, candidato presidencial vencido por el candidato oficialista tucumano Julio
A. Roca. Mitre fue pronto designado general en jefe del ejército provincial, pero esta vez no hubo choque
militar ni consecuencias judiciales.
505
Antes de su ostracismo y al margen de las grandes obras aquí citadas, López había publicado su Ma-
nual de Historia de Chile, Santiago, 1845; su Memoria sobre los resultados generales con que los pueblos
antiguos han contribuído a la civilización de la humanidad, Santiago, Universidad de Chile, 1845 —

711
después por el presidente Carlos Pellegrini como Ministro de Hacienda y, más tarde,
como presidente del Banco Central.
Pese a los casos de Mitre y López, el Derecho fue camino más transitado por los
miembros de la elite para integrarse en la vida pública de su tiempo, además de consti-
tuir una de las ocupaciones centrales de muchos historiadores rioplatenses. Adolfo Sal-
días (1850-1914), joven secretario de Sarmiento, se doctoró en leyes en 1874506. Ese
mismo año se alistó como capitán en la Guardia Nacional porteña en ocasión de la revo-
lución liberal mitrista, reincorporándose a ese cuerpo en 1880 durante la revuelta contra
Julio Argentino Roca. En 1890 se integró en la UC y luego a la UCR, apoyando a los
radicales más moderados liderados por Bernardo de Irigoyen. En fórmula con éste últi-
mo llegó en 1902 a la vicegobernación de la Provincia de Buenos Aires. Su carrera polí-
tica fue notable. Fue diputado en la legislatura provincial en 1876; secretario de la lega-
ción de Londres en 1880; senador bonaerense en 1894; ministro provincial de Obras
públicas en 1898; diputado nacional entre 1906 y 1910; interventor de la Provincia de
La Rioja en 1910 y, finalmente, embajador plenipontenciario en Bolivia en 1912.
Vicente G. Quesada (1830-1913) se graduó en Derecho en 1855 y, a pesar de ser
porteño, fue ministro del gobierno de la Provincia de Corrientes y más tarde diputado
nacional por la misma provincia en las Cámaras de la Confederación reunidas en Para-
ná. Luego de la reunificación, Quesada fue nombrado ministro por el gobernador de
Buenos Aires Carlos Casares. En 1871 fue Director de la Biblioteca pública y entre ese
año y 1878 fue diputado nacional por Buenos Aires. En 1880 no respaldó al gobierno de
Avellaneda frente al levantamiento mitrista y fue expulsado de la Cámara de Diputados.
A pesar de ello el nuevo presidente Julio A. Roca lo incorporó en el gobierno como di-
plomático, reportando servicios en Río de Janeiro, Washington, Roma, París y Berlín
entre 1883 y 1904.
Francisco Ramos Mejía (1847-1893), destacado criminólogo positivista, y fun-
dador, con Luis María Drago, la Sociedad de Antropología Jurídica, se graduó en Dere-
cho en la UBA, desempeñándose entre 1877 y 1884 como juez del crimen en la Provin-

monografía presentada para obtener el grado de bachiller en humanidades—; y junto con Valentín Alsina,
la Compilación de documentos sobre las invasiones inglesas, Montevideo, Biblioteca del Comercio del
Plata, 1851. Después de su retirada, López publicaría su Compendio de Historia argentina, 2 vols., Bue-
nos Aires, 1889-1890; la Coordenación metódica y anotación del texto de historia argentina que se sigue
en los colegios nacionales, Buenos Aires, 1890; y, por encargo de la Municipalidad de la Ciudad de Bue-
nos Aires, la compilación documental Acuerdos del extinguido Cabildo de Buenos Aires, 6 vols, Buenos
Aires, 1886-1891. Sobre Vicente Fidel López puede consultarse: Daniel MUÑOZ, “Don Vicente Fidel
López”, en: Anales de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, Segunda Serie, Primera Parte, Tomo
V, Buenos Aires, 1915, p. 90; José Luis ROMERO, “Vicente Fidel López y la idea del desarrollo universal
de la historia” (1943), en: José Luis ROMERO, El caso argentino y otros ensayos, Buenos Aires, Hyspamé-
rica, 1987; Tulio HALPERÍN DONGHI, “Vicente Fidel López, historiador”, en: Revista de la Universidad de
Buenos Aires, Año I, N° III, Buenos Aires, 1956; Lía E. M. SANUCCI, “Vicente Fidel López. Filiación de
sus ideas”, en: Trabajos y comunicaciones, N° 19, Universidad Nacional de La Plata, La Plata, 1969, p.
179; Margarita HUALDE DE PÉREZ GUILHOU, “Vicente Fidel López, político e historiador (1815-1903)”,
en: Revista de historia americana y argentina, Tomo VI, Universidad Nacional de Cuyo, Mendoza, 1967,
p. 122; Ricardo PICCIRILLI, Los López. Una dinastía intelectual, Buenos Aires, Eudeba.
506
Acerca de la vida de Saldías puede consultarse: Leonor GOROSTIAGA SALDÍAS, Adolfo Saldías. Leal
servidor de la República, Buenos Aires, Corregidor, 1999.

712
cia de Buenos Aires y Capital Federal. Desde la cerrada oposición a la hegemonía ro-
quista, Francisco Ramos Mejía también desplegó una interesante actividad política:
miembro de la UC, participó en la revolución de 1890 y fue electo senador en la legisla-
tura de Buenos Aires.
Las responsabilidades en el área pedagógica y la cátedra fueron, también, ocupa-
ciones predominantes y algunas veces concurrentes con el cultivo del Derecho. Vicente
Fidel López, miembro eminente del grupo de proscriptos del rosismo, luego de graduar-
se en 1839 en la carrera de leyes de Buenos Aires y ejercer la profesión en el exilio chi-
leno, dictó cátedra en la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de San-
tiago, en el Instituto Nacional de esa ciudad y, luego, en la Facultad de Derecho de la
UBA, universidad en la que ocuparía el rectorado.
José Manuel Estrada (1842-1894) fue profesor universitario en la cátedra de De-
recho Constitucional y de enseñanza secundaria, jefe del departamento de Escuelas,
presidente de la Dirección de las Escuelas Normales, rector del Colegio Nacional en
1876. Ernesto Quesada (1858-1934), estudió en Europa, se doctoró en Derecho en 1882
y se desempeñó como un destacado profesor de Sociología de la Universidad de Buenos
Aires. Juan Agustín García (1862-1923), graduado en leyes 1882, ejerció como aboga-
do, fiscal del crimen, juez en lo civil y camarista en lo federal. Profesor de Introducción
al Derecho y de Sociología en la Facultad de Derecho, de Historia universal y de Histo-
ria de América en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA.
Otros historiadores de la época siguieron pautas diferentes pero plenamente
compatibles con este ideal de multi-implantación profesional y ocupacional. José María
Ramos Mejía (1849-1914), supo armonizar su interés por la historia con su condición de
médico alienista de reconocido prestigio. En 1879, a los treinta años se graduó en la
Universidad de Buenos Aires, participando activamente, tiempo más tarde, en la organi-
zación de la red sanitaria a través de la fundación y dirección de la Asistencia Pública y
del Departamento de Higiene. También fomentó el desarrollo de instituciones civiles
que sostuvieran la sociabilidad científica de la comunidad profesional, como el Círculo
Médico. Además del ejercicio de su profesión liberal y del funcionariado público en su
área específica, Ramos Mejía desplegó una importante labor docente, creando la cátedra
universitaria de Neuropatología en 1887 y asumiendo la responsabilidad de coordinar
políticas educativas a través de la dirección del Consejo Nacional de Educación entre
1908 y 1912.
Hubo también historiadores al margen de las comodidades y de los ingresos que
aseguraban las profesiones liberales y la pertenencia a la elite. Sin embargo, ello no dio
paso al surgimiento de una franja de profesionales dedicados exclusivamente a la inves-
tigación historiográfica. Por el contrario, estos precoces intelectuales sin prosapia no
pudieron alejarse de la pauta de diversificación que imponía el campo intelectual argen-
tino. El gibraltareño Antonio Zinny (1821-1890) fue periodista y docente507. Mariano A.

507
Antonio Zinny fue un erudito que se dedicó mayormente a catalogar razonadamente bibliografía y
sobre todo material periodístico. Sus principales publicaciones fueron: Apuntes para la biografía del
brigadier general D. Juan Martín de Pueyrredón, Buenos Aires, 1867; Apuntes biográficos del Sr. D.

713
Pelliza, autor de varias obras menores de historia y de una Historia argentina (Buenos
Aires, 1888-1894, 4 vols.)508, careció de formación superior, dedicándose, primero, al
comercio de rubros varios e incorporándose, luego, al funcionariado público.
Sin embargo, es la vida de Paul François Groussac la que nos ofrece, además de
un muestrario nada desdeñable de ocupaciones paralelas, calificadas y no calificadas,
una experiencia vital e intelectual paralela —aun cuando no contradictoria— de las
habituales entre los miembros del patriciado rioplatense.
Desde su llegada al país en 1866 munido de un título de bachiller y de una re-
comendación que le extendiera el profesor Gatien-Arnoult para el rector del Colegio
Nacional, Amédée Jacques —para entonces fallecido509—, Groussac tuvo una fugaz
experiencia en las labores ganaderas en la localidad de San Antonio de Areco510. En
1867 volvió a Buenos Aires donde fue contratado como profesor de un colegio privado,
y luego como preceptor de los hijos de un comerciante francés.
Al poco tiempo de reinstalarse en la ciudad-puerto, fue incorporado como profe-
sor de matemáticas del Colegio Nacional. En 1871 fue nombrado inspector de sanidad
durante la epidemia de fiebre amarilla y 1872 viajó al norte del país con el nombramien-
to de profesor de matemáticas para el Colegio Nacional de Tucumán.
Su estancia de doce años en el noroeste lo llevó a ocupar cargos públicos diver-
sos entre los cuales se destaca el de Inspector de Escuelas. Su casamiento en 1879 con
la hija de una familia de la alta sociedad de Santiago del Estero, le permitió alternar el
empleo público con su participación en los negocios ganaderos de su familia política.
En 1883 fue nombrado Director General de Enseñanza Secundaria en el momen-
to de la polémica religiosa. En 1885 se lo designó Director de la Biblioteca Nacional,
cargo que ocupará hasta su muerte en 1929 y a partir del cual realizará una obra admi-
nistrativa notable, influyendo en la promulgación de la Ley de depósito legal del mate-
rial editado —que llevará a una actualización y a una multiplicación de la disponibilidad

Felipe Senillosa, Buenos Aires, 1867; Bosquejo biográfico del general don Ignacio Álvarez Thomas,
Buenos Aires, 1868; Efemeriodografía argiroparquiótica, o sea de las provincias argentinas, Buenos
Aires, 1869; Efemeriodografía argirometropolitana, Buenos Aires, 1869; Bibliografía histórica de las
Provincias Unidas del Río de la Plata desde el año 1780 hasta el de 1821, Buenos Aires, 1875; Historia
de la prensa periódica de la República Oriental del Uruguay, 1807-1852, Buenos Aires, 1883; Historia
de los gobernadores desde 1810 hasta la fecha, precedida de la cronología de los adelantados, goberna-
dores y virreyes del Río de la Plata desde 1535 hasta 1810, 3 vols., Buenos Aires, 1879 a 1882; Historia
de los gobernadores del Paraguay, 1535-1887, Buenos Aires, 1887. Sobre Zinny puede leerse: Narciso
Binayán, Ensayo bio-bibliográfico, en: Emilio Ravignani ed., Escritos inéditos de Antonio Zinny, Buenos
Aires, 1921.
508
Rómulo Carbia tachó a Pelliza como un simple aficionado a las letras, bibliófilo y plagiario. El encono
de Carbia obedecía tanto a la supuesta adscripción de Pelliza a la “escuela filosofante”, como a su libera-
lismo hispanófobo y anticatólico: “No fue, en definitiva nada más que un aficionado a las letras. Comer-
ciante de profesión en sus comienzos y burócrata oficial más tarde, entretuvo sus ocios en coleccionar
libros cuyo contenido volcó luego, de cualquier manera, en sus trabajos historiográficos” (Rómulo Car-
bia, Historia crítica de la historiografía argentina, Buenos Aires, Coni, 1940, p. 142).
509
Eduardo MARTIRE, “La lección de Groussac”, Club Universtitario de Buenos Aires, Conferencias y
comunicaciones II, Bs.As., 1983
510
Diego F. PRÓ, “La cultura filosófica en Pablo Groussac”, en: Revista Cuyo, Tomo IX, Anuario de
Historia del pensamiento argentino, Instituto de Filosofía, Sección Historia del pensamiento argentino,
Universidad Nacional de Cuyo, 1973, pp. 8-52

714
bibliográfica—, catalogando sus existencias, organizando la sección de manuscritos —
desde la cual realizará sus aportes más significativos a la historiografía del período— y
obteniendo de sus vinculaciones políticas con Juan Serú y el propio Roca, el traslado de
la institución al edificio de la calle México, en 1901.

El segundo rasgo típico del historiador decimonónico fue su predisposición a ar-


ticular la escritura de la historia con la más urgente reflexión sobre los sucesos y proce-
sos inmediatamente contemporáneos.
Bartolomé Mitre conjugó a lo largo de su vida su afición a la historia con su vin-
culación estrecha a la tarea periodística511. Mitre asumió tempranamente el rol de activo
publicista del ideario liberal y republicano del exilio anti-rosista. En 1837 publicó en
Montevideo sus primeras colaboraciones periodísticas en El Diario de la Tarde, publi-
cando también en Otro Diario y en El Defensor de las Leyes. En 1846 dio a conocer en
La Nueva Era sus primeros ensayos de interpretación del proceso militar y político ar-
gentino. En Bolivia fue redactor en el periódico liberal y oficialista La Época del exilia-
do argentino Wenceslao Paunero, y en La Razón. Ya en Chile, Mitre se unió en 1848 a
El Comercio de Valparaíso, dirigido por Juan Bautista Alberdi, en donde ofició como
redactor de la sección internacional, sin dejar de escribir artículos sobre asuntos de polí-
tica local. En 1849 se incorporó sucesivamente a El Progreso —periódico fundado por
Sarmiento— y a El Comercio de Valparaíso, comprado por su amigo Jorge de Tezanos
Pinto. En 1852, de vuelta en Buenos Aires, Mitre dirigió el periódico Los Debates, pro-
piedad del librero y revolucionario español Benito Hortelano512. Desde 1853 participó
en El Nacional, dirigido por Dalmacio Vélez Sársfield, haciéndose cargo de la dirección
del mismo en 1854. Entre 1857 y 1858 se incorporó a la segunda época de Los Debates.
A partir de 1863, Mitre tomaría como tribuna para difundir sus ideas y defender su polí-
tica de gobierno al diario La Nación Argentina fundado y dirigido por José María Gutié-
rrez. En 1870 Mitre adquirió La Nación Argentina a través de una sociedad anónima en
la que participaba junto con José María Gutiérrez y Juan Agustín García, entre otros.
Sobre esta base fundó el diario La Nación, en el que asumió tareas de dirección, redac-
ción, redacción editorial y de administración, aspirando a que el nuevo periódico se
constituyera en un instrumento eficaz para participar en los debates de una Argentina
reorganizada y unida, a la vez que en una “tribuna de doctrina” al servicio de la defensa
de las instituciones democráticas, de los principios constitucionales y, por supuesto, de
sus propios intereses políticos e intelectuales.
Vicente Fidel López ejerció el periodismo en la provincia de Córdoba en El es-
tandarte nacional y luego, durante su exilio en Chile, ofició como redactor en los perió-
dicos El Heraldo y El Progreso de Santiago, en éste último junto a Sarmiento y Mitre y
también en El Comercio de Valparaíso. Derrocado Rosas y vuelto a Buenos Aires con-

511
Ver: Adolfo Mitre, Mitre periodista, Buenos Aires, Institución Mitre, 1943. y la edición facsimilar del
periódico El Iniciador, preparada por la Academia Nacional de la Historia.
512
Puede consultarse una recopilación de los artículos periodísticos de Mitre en Los Debates, en: Barto-
lomé Mitre, Profesión de fe y otros escritos, Buenos Aires, Universidad de Buenos Aires, 1956.

715
tinuó colaborando en la prensa periódica de inspiración facciosa. Adolfo Saldías tam-
bién fue publicista en periódicos como la Biblioteca del pueblo en 1877, La libertad en
1880 y El argentino, órgano del radicalismo, en 1890. José María Ramos Mejía dirigió
en su vejez el periódico político Sarmiento, retomando tareas de publicista que había
cultivado en su juventud como redactor y editorialista en El Nacional de Aristóbulo del
Valle, en La libertad de Manuel Bilbao, y en el Sud América. Vicente G. Quesada des-
empeñó tareas de publicista en periódicos provinciales como el Comercio de Corrientes
(1850), El nacional argentino (1853) y El inválido argentino (Buenos Aires, 1856).
Paul Groussac también trabajó como periodista. En Tucumán apoyó como publi-
cista de la exitosa candidatura presidencial Nicolás Avellaneda513 frente a la del general
Bartolomé Mitre, interviniendo en la política local desde el periódico La Unión y, lue-
go, desde La Razón. Años después, en la coyuntura del debate pedagógico, Groussac
operó abiertamente en favor de los liberales laicistas, siendo co-editor del periódico Sud
América, del que se retiraría una vez que se impusiera en 1886 la candidatura presiden-
cial del conservador Miguel Juárez Celman. Desde entonces, sus textos podrán leerse
regularmente en los medios porteños, incluso en el diario La Nación, si bien sus
intervenciones periodísticas se irán deslizando paulatinamente —a medida que el campo
cultural e intelectual se fue desarrollando— hacia la labor de crítica literaria.

El tercer rasgo recurrente entre los historiadores decimonónicos rioplatenses fue


la aplicación natural a un cúmulo de tareas intelectuales, hoy prolijamente disociadas
tanto por la teoría como por la práctica científica y profesional. En este sentido, la escri-
tura de la historia fue ejercida siempre como una tarea más dentro de una gama bastante
amplia de inquietudes literarias y científicas.
Más allá de su desempeño estrictamente historiográfico o periodístico que, cierto
es, ocupó el centro de su obra, Bartolomé Mitre cultivó de diversas maneras sus sensibi-
lidades literarias, publicando desde los años ’40 sus poesías514, novelas515, dramas516,
traducciones517, críticas literarias y teatrales y estudios lingüísticos americanistas518.

513
Diego PRÓ, “La cultura filosófica en Pablo Groussac”, Op.cit., p. 12.
514
La producción literaria en verso de Mitre fue publicada entre 1837 y 1846 en diversos periódicos mon-
tevideanos como Diario de la Tarde, El Defensor de las Leyes, El Universal, El Iniciador, El Nacional,
El Talismán, El Tirteo, El Corsario. En 1854 recopiló la mayoría de sus poesías en un volumen titulado
Rimas, reeditado en 1876 y 1891. Ver también: Héctor Pedro Blomberg, Mitre, poeta, Buenos Aires,
Institución Mitre, 1941.
515
Durante su estancia en Bolivia Mitre publicó en folletín en el periódico La Época e inmediatamente en
formato de libro, su primera novela titulada La Soledad. Más tarde Mitre escribió Lenguaje de las flores y
colores y Memorias de un botón de rosa.
516
En 1839 Mitre escribió el drama en prosa y verso Cuatro Épocas y más tarde Policarpa Salavarrieta.
517
En 1839 tradujo el drama de Víctor Hugo Ruy Blas, entre 1847 y 1880 Mitre tradujo varias obras de la
literatura francesa, y trabajos de Octavio Feuillet, Lord Byron, Víctor Hugo, Henry Longfellow, Thomas
Gray. Entre 1889 y 1897 Mitre presentó en sucesivas ediciones corregidas la traducción de la Divina
Comedia de Dante Alighieri. En 1894 Mitre publicó su traducción de las Odas Horacianas. Sobre su rol
de traductor pueden consultarse: Leopoldo LONGHI DE BRACAGLIA, Mitre, traductor del Dante, Buenos
Aires, Institución Mitre, 1936.
518
En 1884 Mitre publicó su Estudio bibliográfico-lingüístico de las obras del P. Luis de Valdivia sobre
el araucano y el allentiak y Vocabulario razonado allentiak-castellano. En 1895 presentó El mixe y el

716
Vicente Fidel López tampoco dejó de explorar las potencialidades de diversos
géneros literarios, algunos de los cuales transitaban el camino sumamente ambiguo de la
ficción histórica. En 1840 publicó en folletín en un periódico chileno La novia del here-
je o La inquisición en Lima, publicada posteriormente en 1854 en Buenos Aires en for-
ma de libro; en 1896 hizo lo propio con La loca de la guardia y más tarde escribiría un
relato epistolar de la revolución titulado La gran semana de 1810. Crónica de la revolu-
ción de Mayo, recompuesta y arreglada según la posición y las opiniones de sus promo-
tores.
Con motivo de la polémica entre clasicistas —mayormente chilenos— y román-
ticos —en su mayoría exiliados argentinos— en las letras chilenas, tanto López como
Sarmiento tomaron partido por las posiciones de avanzada más interesadas en la reno-
vación intelectual que en el mantenimiento de la pureza tradicional del idioma. En ese
contexto López publicó un manual destinado a orientar los estudios de lengua, literatura
y retórica en el Instituto Nacional519. López destacó también como fundador de la revista
de variedad cultural Revista de Valparaíso en 1842 y, en 1871 —junto con Andrés La-
mas y Juan María Gutiérrez— de la Revista del Río de la Plata, mensuario dedicado a la
publicación de textos históricos y literarios, documentos y ensayos de diversa índole
que su publicaría entre 1871 y 1877.
José María Ramos Mejía publicó, además de sus obras históricas, su tesis docto-
ral Traumatismo cerebral, precedida en 1878 por su estudio acerca del Tratamiento de
la jaqueca y seguida, en 1890, de Estudios clínicos sobre enfermedades nerviosas y
mentales. También escribió A martillo limpio, una miscelánea biográfica y anecdótica
sobre personalidades de la época y dejó inédita unas Memorias médicas de mi tiempo.
Su hermano Francisco publicó, en 1873, La naturaleza del contrato y de la letra de
cambio, su tesis doctoral; y Principios fundamentales de la escuela positiva del dere-
cho, en 1888.
Vicente G. Quesada fundó la Revista del Paraná en 1860, destacándose más tar-
de como fundador de Memorias de la Biblioteca —que no sobreviría a su gestión en
dicha institución— y dos importantes revistas culturales. Con Miguel Navarro Viola
estableció la Revista de Buenos Aires y con su hijo en 1881 la Nueva Revista de Buenos
Aires. Ernesto Quesada co-dirigió junto a su padre esta última publicación entre 1881 y
1885. Colaboró don trabajos eruditos y críticos de diversa índole en la Revista Nacional,
en Club militar, La Quincena, La Biblioteca y El Tiempo.
Adolfo Saldías se destacó como editor crítico del Dogma Socialista de Esteban
Echeverría; La Eneida en la República Argentina traducción de Vélez Sársfield y Juan
Cruz Varela; y de Cervantes y El Quijote, primera edición sudamericana del clásico.
También fue autor de compilaciones de artículos, opúsculos y obras de erudición varia-
da y exploró la ficción en Bianchetto y Los minotauros.

zoque y El tupy egipcíaco. Entre 1906 y 1911 se publicaron póstumamente los tres tomos del Catálogo
razonado de la sección lenguas americanas.
519
Vicente Fidel López, Curso de bellas letras, Santiago, El Siglo, 1845.

717
Paul Groussac se convirtió desde mediados de los años ’90 en un activo editor li-
terario. En 1896 fundó La Biblioteca, revista sostenida por fondos públicos destinada a
ser el “ariete” de una misión civilizadora y órgano informal del ideario reformista que
impregnaba a la propia elite de la época. Desde allí, con la intención de que Argentina
dejara de ser una “Mimópolis” cultural —en la que toda idea o valor innovador era imi-
tado o copiado—, emprendió la difusión de investigaciones históricas, críticas literarias
e historiográficas, ensayos de historia de la literatura y documentación inédita; no du-
dando en utilizar esta publicación como tribuna personal520. En 1898, Groussac cerró
esta publicación al sentirse atacado por la censura oficial521 para comenzar a publicar
dos años más tarde los Anales de la Biblioteca, que continuarían la línea editorial adop-
tada por su predecesora.
En el campo literario Groussac fue autor de diversas obras de crítica literaria
como: Une énigme littéraire, le Don Quichotte d’Avellaneda, Crítica literaria (1924).
Cultivó la literatura de viajes en El viaje intelectual, impresiones de naturaleza y arte
(1904). Fue también cuentista, novelista y dramaturgo: Fruto vedado (1884), el drama
La monja (1921), Relatos argentinos (1922), La divisa punzó (1923).

Es evidente que estos rasgos que aquí hemos destacado no sólo eran compartidos
por quienes escribieron la historia nacional. En rigor, la resultante de la intersección de
las diferentes líneas de acción que aquí hemos verificado, retrata el tipo de intelectual
que caracterizó a la generación del ’37, a sus equivalentes latinoamericanos y también, a
sus herederos inmediatos: polifacéticos, dispersos, oportunistas geniales, aplicados si-
multáneamente —por la necesidad misma que le imponían sus ideales, por la inmadurez
del campo intelectual y la precariedad misma del escenario político postrevoluciona-
rio— al análisis abstracto y a la práctica política, a la literatura y a la guerra, al perio-
dismo faccioso y al cultivo amateur de la investigación lingüística, histórica o socioló-
gica.
La historiadores argentinos del siglo XX se empeñaron por mucho tiempo en en-
contrar un individuo en el cual encarnar la esencia —veraz o falaz, según el caso— de
la historiografía decimonónica rioplatense, remitiendo, de alguna manera, el juicio acer-
ca de su validez y consistencia a la estima que le merecían tal personaje o su obra.
Por supuesto, en ningún caso la búsqueda debió ser ardua, tanto por lo exiguo
del universo como por la existencia de un individuo excepcional como Bartolomé Mitre
capaz de erizar, décadas después de muerto, hondas pasiones de índole política e inte-
lectual.

520
Ibídem. En poco más de dos años Groussac llega a presentar 72 artículos en dicha revista.
521
La reacción de Groussac estuvo fundamentada en la intervención desafortunada del ministro Beláuste-
gui, quien lo reconvino públicamente por el tono con que polemizó con el embajador y futuro decano de
la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, Norberto Piñero. La polémica entre Groussac y Piñero puede
reconstruirse acudiendo a: Norberto PIÑERO ed, Escritos políticos y económicos, Buenos Aires, Coni,
1896 (reeditado en Buenos Aires, La cultura argentina, 1915); y Paul GROUSSAC, Crítica Literaria, Bue-
nos Aires, Jesús Menéndez, 1924.

718
Desde la perspectiva aquí expuesta Mitre es, sin duda, uno de los ejemplos más
ajustados del tipo de versatilidad que hemos querido poner en evidencia, y aunque no
debemos dejar de tener en cuenta lo singular de su experiencia, tampoco podemos olvi-
dar que su excepcionalidad no radica en el patrón que siguió su vida pública, sino en su
asombrosa capacidad de trabajo y en la relativa fortuna que tuvo en casi todos sus em-
prendimientos522.
Ahora bien, más allá del bosquejo de retratos ejemplares y de la búsqueda de in-
dividuos representativos —actividades que indefectiblemente nos hundirán en el fango
de los alineamientos facciosos—, es necesario integrar y relacionar los rasgos que
hemos identificado en un modelo que no debe ser el reflejo de la existencia de ningún
historiador en particular, sino un instrumento construido para dar cuenta de un actor
social que comenzaba a abrirse paso en el espacio intelectual rioplatense.
En base a lo que hemos recogido podríamos decir que el historiador típico de es-
te período era cualquier cosa menos un auténtico profesional de la historiografía: abo-
gado, médico, militar o simplemente letrado autodidacta, no poseía una formación sis-
temática, ni metodológica, ni propedéutica; como político o periodista, le era legítimo
impostar el tono del polemista; como profesional liberal, empresario o funcionario, pu-
do financiar su hobby sin depender de las poses, lenguajes o enfoques que le impondría
su adscripción a una comunidad académica. Hombre ilustrado, atento a las ideas inno-
vadoras, muchas veces políglota y cosmopolita, discurría en un universo de múltiples
inquietudes y actividades, que difícilmente pueda compararse con la especialización que
impone el actual ideal de excelencia académica.
Su aplicación a profesiones y actividades diversas tenía un correlato evidente
con el carácter más o menos irregular de su aplicación a la investigación historiográfica.
Tarea a cuyos secretos había accedido, por otra parte, de manera esencialmente autodi-
dacta, sin mediar capacitación específica alguna.
La completa ausencia de un magisterio individual o institucionalizado —fuera,
claro está, del influjo ejemplarizador de determinados textos—, hacía que detrás de la
adquisición y despliegue de determinados saberes, de determinadas técnicas y criterios
para construir el discurso histórico, no hubiera más que sentido común, una instintiva
atracción por el pasado y, en el mejor de los casos, una traducción subjetiva de determi-
nadas máximas filosóficas o metodológicas, que desembocaba en un ejercicio no dema-
siado ponderado y estrictamente acotado del principio de ensayo y error.

522
La excepcionalidad de Mitre es planteada de otro modo por Shumway: “Al ser una paradójica combi-
nación de brillo intelectual, heroísmo, elocuencia, ambición, oportunismo e intriga, Mitre admite que se
lo vea desde muchos ángulos y combinación de ángulos. Ninguno de sus contemporáneos tuvo sus dotes
combinados de escritor, historiador, político, administrador, orador y líder militar. Es cierto que Sarmien-
to fue mejor escritor, Alberdi un pensador más lúcido, Urquiza un patriota más entregado, López un his-
toriador más legible, y casi cualquiera pudo superarlo como novelista y traductor. Pero nadie tuvo todos
esos talentos juntos; ni tampoco nadie acomodó sus talentos en un vehículo más perfecto de autopromo-
ción que el que mantuvo a Mitre en la mira del público desde 1852 hasta su muerte en 1906.” (Nicholas
SHUMWAY, La invención de la Argentina. Historia de una idea (1991), Buenos Aires, Emecé, 1995 —2ª
edición—, pp. 232-233).

719
No sólo ningún historiador decimonónico argentino aprendió el oficio específico
de ningún maestro, o en ninguna institución, sino que tampoco lo enseñó o transmitió a
ningún otro colega. Por supuesto pudo haber determinados intercambios, ciertas “ense-
ñanzas” informales e, incluso, avanzado el período que estudiamos, alguno de los futu-
ros historiadores podría haberse beneficiado de la transmisión de ciertos criterios prácti-
cos conjuntamente con los contenidos y las orientaciones bibliográficas dadas por las
materias “históricas” dictadas en el marco de los estudios de Derecho. Pero dichos in-
tercambios y enseñanzas estuvieron alejados de cualquier experiencia pedagógica sis-
temática centrada en la historiografía como disciplina o en el estudio del pasado nacio-
nal como fin en sí mismo. De allí que la conceptualización clave de “escuela” que han
propuesto tanto Carbia como Levene no pueda sustentarse más que en la afinidad teóri-
co-metodológica o ético-política que, respectivamente, identificaron entre determinados
historiadores.
Sin la realidad efectiva de un magisterio instituido sólo quedaba la posibilidad
de acceder al conocimiento histórico y a las técnicas adecuadas de su elaboración a tra-
vés de una exploración individual que difícilmente podía resultar útil a alguien más que
a su protagonista. En efecto, la experiencia así ganada difícilmente podría ser capitali-
zada por otros, en tanto no existía una relación que permitiera la transmisión ordenada
de esa experiencia y la acumulación imprescindible que evitara superposiciones, recaída
en errores antiguos o empecinamientos inconducentes.
Como el conocimiento histórico no se transmitía sino que, en rigor, simplemente
se exponía, la tentación de mostrar los resultados de las investigaciones y atesorar los
recursos que permitían desarrollarla, era muy grande. Por otra parte, dichos aprendizajes
—sobre todos los más prácticos, pero también los teóricos— rara vez eran expuestos
sistemáticamente en los textos históricos, por lo menos con la profundidad necesaria
para que dicha información pudiera enriquecer el acervo común de un espacio intelec-
tual en formación.
Este marco individualista en el que primaban la dispersión de intereses, la apli-
cación paralela a múltiples actividades intelectuales, el amateurismo y la formación au-
todidacta es correlativo a la inexistencia de una comunidad profesional o científica en
torno a la historiografía naciente. Esta prolongada ausencia fue la que impuso una lógi-
ca de trabajo, una socialización del conocimiento y un régimen de desarrollo de la histo-
riografía fundamentalmente diferente del que mostraría la disciplina desde el segundo
cuarto del siglo XX en Argentina. La consecuencia de todo esto es que el historiador
decimonónico argentino fue esencialmente un sabio solitario que rara vez debía a al-
guien concreto su ilustración y sabiduría históricas.
Por supuesto, esta descripción tampoco involucra exclusivamente a los autores
de obras históricas, sino que podría extenderse a todos los habitantes del mundo intelec-
tual rioplatense, empleando los mismos términos que utilizara David Viñas para retratar
a los literatos del período:
“...si aparecen como inobjetables gentlemen vinculados a la literatura y se iluminan a través de
ella, la ejercen como una ocupación lateral, imprescindible casi siempre, pero de manera alguna

720
necesaria. Para ellos el quehacer literario es excursión, causerie, impresiones y ráfagas... Tomar
las palabras con las puntas de los dedos, picar una comida, afilar un cigarro, palmear una yegua
de raza. Todo venía a ser lo mismo; al fin de cuentas la literatura no era oficio sino privilegio de
la renta.”523

La facilidad con que hemos podido abstraer los rasgos centrales del perfil que
comparten los historiadores decimonónicos argentinos es proporcional a la dificultad
que encontraríamos si quisiéramos argumentar, a través de ellos, la existencia de una
configuración intelectual específica y exclusiva detrás de la práctica historiográfica.
Esta situación debe hacernos reflexionar no sólo acerca de la inestabilidad del discurso
historiográfico, sino de lo inconveniente de aplicar un razonamiento substancialista o un
modelo epistemológico cerrado para comprender su régimen. Estas perspectivas pueden
resultar útiles para demarcar prácticas ya firmemente establecidas y consensuadas, antes
que para describir los experimentos intelectuales que se manifiestan durante el proceso
histórico de construcción de un discurso y una disciplina.
Ahora bien, la existencia de rasgos propios pero no específicos en el perfil inte-
lectual del historiador son indicios ciertos para suponer la existencia de rasgos propios
pero no específicos en las prácticas intelectuales de los historiadores, en sus formas de
interacción y en el propio género.
Si los rasgos específicos capaces de atribuir una identidad definida a una prácti-
ca intelectual o a una disciplina y de regular, al menos en parte, las relaciones entre los
individuos aplicados a su cultivo, no ejercieron sus potencialidades normativas sobre la
historiografía argentina del siglo XIX y principios del XX, ello se debió a que estos
rasgos no estaban dados, sino en proceso de construcción. Por ello es imprescindible
reconstruir las relaciones efectivas que entablaron los historiadores en ese contexto y las
pautas de socialización del conocimiento histórico que se fueron desarrollando al com-
pás del despliegue del espacio historiográfico y del propio campo intelectual.

2.1.2.- Condiciones materiales y circuitos de socialización del conocimiento


histórico.
Cuando enumerábamos los puntos de partida del replanteo que aquí propone-
mos, decíamos que no era posible resolver el problema de la emergencia de la historio-
grafía decimonónica argentina apelando a la validez, cohesión y fortaleza que este géne-
ro había alcanzado en Europa; de forma que su implantación y desarrollo en el Río de la
Plata pudiera entenderse como una simple importación de un producto intelectual cuyos
rasgos, características y pertinencia habían sido ya establecidos necesaria y suficiente-
mente en el Viejo Mundo.
Si bien es cierto que —merced del propio cosmopolitanismo de la elite y de la
situación periférica del Río de la Plata— existieron frecuentes importaciones de nove-
dades intelectuales y que estas dieron paso a experimentaciones análogas en el ámbito
local, el desarrollo de un género, sea científico o literario, nunca puede quedar garanti-
zado por una mera operación de transplante. Llegado el caso, podrá importarse una

523
David VIÑAS, Literatura argentina y realidad política (1964), CEAL, Bs.As., 1982, p. 230.

721
obra o una perspectiva y esta podrá tener efectos multiplicadores decisivos, pero lo úni-
co que garantizará la constitución de un género y de un espacio de reflexión o creación
específico será el desarrollo de unas condiciones propicias en el contexto de implanta-
ción. Condiciones que no necesariamente deben ser idénticas a las originales y que por
lo tanto, no necesariamente deben dar lugar a experiencias e historias idénticas a las
primigenias.
Por supuesto, no se trata de defender aquí posiciones descabelladas acerca de
una eventual invención autóctona del género historiográfico en el Río de la Plata, ni
tampoco la manifestación de una línea de evolución independiente en el cono sur de
América, ni siquiera de aislar ingenuamente la experiencia argentina de la innegable
referencia europea sino, precisamente, de fijar su especificidad. No se trata de negar el
influjo que las obras de Buckle, Michelet, Guizot, Macaulay, o Taine ejercieron sobre
Mitre, López, Groussac, Ramos Mejía y todos y cada uno de los historiadores argenti-
nos o de despreciar los paralelos que puedan trazarse entre sus respectivos textos. Ni
tampoco se pretende que las posiciones teórico-metodológicas que los historiadores
rioplatenses exhibieron en sus obras y expusieron en sus debates fueran, ni mucho me-
nos, radicalmente originales.
Sin embargo, el surgimiento del discurso histórico en una sociedad moderna ha
estado decisivamente vinculado con el interés social y político por la historia nacional.
Podríamos decir, incluso, que no ha habido desarrollo viable del discurso histórico al
margen de una demanda social previa por una “historia nacional” que actuara, de algún
modo, como instrumento de una construcción política o al menos como soporte legiti-
mador del estado-nación. Es, entonces, a partir de esta “historia nacional” que se define
por oposición complementaria el terreno “universal” de los estudios históricos y, es a
partir de ella que se desarrollan posteriormente todos los procesos ulteriores de especia-
lización, así como los de autoreflexión y de demarcación de usos, prácticas y reglas, y
su propia historización como discurso, disciplina o ciencia.
Si este proceso puede ser abstraído y tipificado en un modelo útil para compren-
der la pauta de desarrollo de un saber como el histórico, sus propias ideas centrales re-
quieren que su aplicación en situaciones concretas no ignore las condiciones de desarro-
llo de cada contexto en el que aparece la demanda por una historia nacional o, lo que es
lo mismo, la especificidad de cada proceso de construcción y legitimación del estado
nación524.

524
De nada servirá intentar definir abstractamente a la historiografía como si esta fuera un saber sustan-
cial y universalmente disponible, capaz de florecer o aplicarse en cualquier circunstancia una vez que sus
características hubieran sido descubiertas o inventadas. Ni la Filosofía ni la Epistemología pueden dar
cuenta del surgimiento de la Historiografía. Pero estudiar el surgimiento de la historiografía tampoco es
estudiar Herodoto y Tucídides. El surgimiento de la historiografía no se estudia de una vez y para siempre
en la Grecia antigua, pero tampoco en la Inglaterra del Siglo XVII, en la Francia del XVIII, en la Alema-
nia del XIX, o si se quiere, en la “Europa moderna” o en “Occidente contemporáneo”, sino en todos y
cada uno de los contextos en que ella aparece. Carece de sentido suponer la historicidad de una indaga-
ción que sólo recurriría a la contextuación espacio-temporal para fijar un supuesto momento y circunstan-
cia en el que cuajaría el ser atemporal de la historiografía como disciplina y a partir de los cuales solo
cabría la posibilidad del despliegue de una sustancia ya completa y definida.

722
Lo cierto es que, así como los procesos europeos de construcción nacional fue-
ron muy diferentes de los experimentados en Sudamérica, también lo fueron las condi-
ciones materiales de desarrollo de la historiografía; caracterizadas en el Viejo Mundo
por la institucionalización universitaria, la consolidación de un método ampliamente
consensuado y la apertura de los archivos de Estado y, en el Río de la Plata, por el vacío
institucional, la anomia teórico-metodológica y la irrelevancia de los archivos públi-
cos525.
Es indudable que el estado nacional en construcción, urgido por sus necesidades
militares y políticas inmediatas, tardó en aplicarse consecuentemente a generar —o al
menos sostener— una intervención cultural que legitimara su existencia como resultado
de un proceso histórico ineluctable. Estas condiciones materiales fueron las que hicieron
recaer en algunos de los miembros de la propia elite todo el peso de la construcción del
espacio historiográfico.
Ya en la segunda década del siglo XX, Ricardo Rojas, cronista de las postrimerí-
as de esta época, prestaba particular importancia al carácter fundamentalmente indivi-
dual de los emprendimientos históricos de la época, así como también del papel crucial
que jugaron, en estas circunstancias, rasgos de personalidad recurrentes que en otro con-
textos hubieran sido completamente irrelevantes, como el coleccionismo de objetos y
documentos, en general, y la bibliofilia, en particular526. Rómulo Carbia, sin embargo,

525
“Hasta principios del nuevo siglo, la práctica de la historia no devino en profesión de acuerdo con los
modelos de profesionalización consolidados por entonces en Europa, donde la historia adquirió un estatus
científico y se convirtió en un oficio con reglas bien definidas. Se crearon allí instituciones dedicadas en
forma exclusiva a la práctica de la historia, ésta se transformó en una disciplina ejercida en el ámbito
universitario y se estableció un modelo de tarea y de trabajo para los historiadores basado principalmente
en el uso del documento original de archivo y en los métodos de crítica de estos documentos, que fueron
los que otorgaron el estatus científico a la nueva profesión. La historiografía profesional hizo del uso del
documento de archivo el elemento central de la construcción historiográfica, imponiéndose simultánea-
mente una nueva concepción del archivo: el principio de publicidad de los archivos predominó desde
entonces frente al de archivo secreto de Estado. Este proceso de profesionalización también se puso de
manifiesto con la publicación de una serie de revistas especializadas que canalizaban y difundían la pro-
ducción de los nuevos profesionales de la historia, como Historische Zeitschrift, English Historical Re-
view, o la Revue Historique en Francia. En el Río de la Plata no se conformó durante la segunda mitad
del siglo XIX un sistema de instituciones orgánicas en el seno de las cuales se desarrollase la investiga-
ción histórica v este vacío institucional fue llenado por una red de círculos privados que constituyeron
intelectuales e historiadores, no sólo rioplatenses, sino también de otras regiones de Sudamérica. Tampo-
co existían reglas profesionales básicas que fueran compartidas por toda la comunidad de historiadores.
Hasta los primeros años del siglo XX, la producción histórica era una empresa esencialmente privada que
no reconocía ámbitos institucionales de socialización y que elaboraban escritores estrechamente vincula-
dos por lazos de parentesco con los protagonistas de la historia argentina de la primera mitad del siglo
XIX.” (Pablo BUCHBINDER “Vínculos privados, instituciones públicas y reglas profesionales en los oríge-
nes de la historiografía argentina”, Boletín del IHAA, 3ª Serie, Nº13, Primer Semestre de 1996, pp. 60-
61).
526
“Entre los archivos y museos particulares llegaron a ser notables el de Mitre y el de Lamas, salvado el
primero en el museo de su nombre y malogrado el segundo en póstuma subasta... Reunieron también
importantes papeles: López para la historia política y Gutiérrez para la historia literaria. Tales ejemplos
fueron imitados por Ángel Justiniano Carranza y Vicente G. Quesada, que coleccionaron libros y objetos
de la época colonial; por Adolfo Saldías y José Ramos Mejía, que circunscribieron su curiosidad a la
época de Rosas; por don Samuel Lafone Quevedo, primer arqueólogo de restos precolombianos; por
Alejandro Rosa, numistmático diligente, y por otros...” (Ricardo ROJAS, La literatura argentina. Ensayo

723
varios años después de Rojas mostraba no comprender cabalmente la importancia de
este fenómeno, quizás demasiado influido por sus prejuicios y por su necesidad de re-
saltar la labor señera de la Nueva Escuela Histórica argentina:
“En la época en que la caza de documentos se hizo sensible —mediados del siglo XIX—, nues-
tros archivos carecían del orden más elemental y ello dio origen a que los buscadores de piezas
inéditas entraran a saco en los repositorios. Casi no floreció entonces historiógrafo, pequeño o
grande, que no tuviese archivo particular y que no se deleitase dejado constancia de ello en las
notas ilustrativas de todos sus trabajos. Momentos hubo en que los papeles históricos fueron
realmente perseguidos por los aludidos escritores, quienes, a la postre, parecían anhelarlos más
que para reconstruir con ellos el remoto pasado, para satisfacer pruritos de coleccionista. Que no
estoy lejos de la verdad lo patentiza el hecho de que, muy a pesar de todo el material reunido por
los cazadores de referencia, la historiografía no hizo grandes progresos en la época de este apo-
geo de los datos inéditos.”

Quizás lo que Carbia no lograba ver era que durante el siglo XIX y principios
del XX para ser historiador se debía ser bibliófilo, anticuario y coleccionista de docu-
mentos, o en su defecto, amigo de quienes poseían esos obsesivos ocios culturales.
La conformación de importantes bibliotecas, colecciones y archivos privados527
resultó imprescindible para sostener la elaboración de textos que pretendían fundamen-
tarse en algo más que en certezas subjetivas o pasiones facciosas heredadas, aun cuando
esta misma condición “patrimonial” del repositorio decimonónico rioplatense conspira-
ra contra el desarrollo ulterior de una auténtica disciplina, al restringir la imprescindible
garantía de control y revisión pública del juicio historiográfico. Operaciones que sólo
podían ser aseguradas por un acceso irrestricto a las fuentes primarias y secundarias
utilizadas por el historiador.
El propio deseo del historiador argentino del siglo XIX de documentarse para
escribir sus libros, llevó a que el archivo personal se conformara subsidiariamente a la
temática elegida en sus investigaciones, derivando esto tanto en lo errático e inorgánico
de su contenido, como en el correlato inconveniente entre obra historiográfica y archi-
vo. De esta forma, el repositorio pasaba a funcionar como el respaldo inmediato y ex-
clusivo de una intervención historiográfica concreta a la cual quedaba irremediablemen-
te ligado, y no como caución —respaldada estatalmente— de múltiples interpretaciones
posibles del proceso histórico argentino, cuya libre circulación estaba protegida por la
vigencia del orden constitucional liberal.
Bartolomé Mitre fue propietario de una formidable biblioteca de más de treinta y
cinco mil volúmenes en la que se atesoraban miles de libros antiguos y contemporáneos

filosófico sobre la evolución de la cultura en el Plata, Vol. 4, Los modernos, Buenos Aires, Coni, 1922,
p. 212).
527
Para el historiador del libro y los libreros argentinos el renacimiento cultural posterior a 1852 y el
enérgico florecimiento de los estudios históricos y literarios está en el origen de la proliferación de “pa-
pelistas, bibliófilos, anticuarios, dedicados a reunir en conjuntos sistemáticos y orgánicos, impresos, mo-
nedas, medallas, láminas, grabados, acuarelas, dibujos, pinturas, cuadros, estampas, objetos de platería,
tejidos, cerámicas, muebles, etcétera, es decir, los restos representativos de la civilización de nuestro
pasado. Así aparece la pasión erudita y el culto por las cosas del ayer argentino, no solo por mera afición
y entretenimiento, sino por patriotismo, a fin de conservar los testimonios de una época que se desvanecía
brumosamente entre las múltiples realizaciones del progreso cosmopolita.” (Domingo BUONOCORE, Li-
breros, editores e impresores de Buenos Aires, Buenos Aires, Bowker Editores, 1974).

724
y un archivo en el que se encontraban documentos originales y copias encargadas a sus
corresponsales americanos y europeos —material conservado en la que fuera su casa
porteña, hoy Museo Mitre—. Siempre atento a adquirir material bibliográfico, objetos y
manuscritos de valor histórico, Mitre obtuvo, por ejemplo, el archivo de José de San
Martín de manos de su yerno Mariano Balcarce, imprescindible para redactar su célebre
Historia de San Martín. El archivo de Adolfo Saldías constaba de cinco mil manuscri-
tos, documentos oficiales, diarios de sesiones de la legislatura de Buenos Aires y colec-
ciones de periódicos como la Gaceta Mercantil. Entre esta documentación se encontra-
ban parte de los papeles de Fructuoso Rivera y muchos de los documentos con los que
Juan Manuel de Rosas se embarcó hacia su exilio en Inglaterra luego de su derrota en la
batalla de Caseros. Esta documentación, remitida progresivamente por la hija del tirano
rioplatense Manuela Rosas, por su esposo Máximo Terrero y sus hijos, resultó impres-
cindible para ampliar y corregir las sucesivas ediciones de la Historia de Rozas y su
época, posteriormente publicada por Saldías528. Vicente G. Quesada y su hijo Ernesto
atesoraron una biblioteca ochenta y dos mil volúmenes y decenas de miles de manuscri-
tos que sería adquirida en 1928 por el gobierno alemán y con la que se fundaría el Insti-
tuto Iberoamericano de Berlín. En ella se encontraban los archivos completos de Angel
Pacheco, Juan Lavalle y Gregorio Aráoz de La Madrid. José María Ramos Mejía tuvo
acceso personal a los archivos de José María Roxas y Patrón y Estanislao Zeballos para
componer sus polémicos libros sobre la época de Rosas.
De todos modos, pese a los inconvenientes que este sistema podía entrañar,
mientras el espacio historiográfico se encontraba en esta etapa incipiente, y cuando las
operaciones de revisión o refutación documental —más sofisticadas y propias de etapas
de mayor madurez de la disciplina— no se manifestaban aún, este respaldo restringido
funcionó eficazmente en tanto permitió la articulación del discurso histórico con la evi-
dencia y la condensación de una masa crítica de bibliografía, problemas, temas, hechos
y documentos, indispensable para afirmar la existencia del género historiográfico en el
Plata.
De esta forma se comprende que, siendo decisivo el rol de los individuos durante
esta etapa, la suerte futura de la historiografía descansara en buena medida en el ade-
cuado encauzamiento sus virtudes y obsesiones, su honestidad intelectual y, sobre todo,
su predisposición para buscar mecanismos alternativos de socialización ante el vacío
institucional existente.
En este sentido, es indudable que la mayoría de estos personajes, comenzando
por supuesto, por Bartolomé Mitre auspiciaron y estimularon la difusión de las aficiones
históricas apostando por desarrollar su dimensión más colectiva529 de forma de asegurar

528
Ver: Leonor GOROSTIAGA SALDÍAS, Adolfo Saldías. Leal servidor de la República, Buenos Aires,
Corregidor, 1999, pp. 72-75.
529
“Bajo el auspicio de Mitre, o a favor de otros estímulos eficaces, y de la creciente prosperidad del país,
las aficiones históricas siguieron manifestándose en diversas formas. Ya se tratara de simples vocaciones
particulares que iban reuniendo en sus gabinetes los documentos de la tradición argentina para reconsti-
tuir lo que las guerras civiles habían dispersado; ya de tentativas más o menos efímeras para corporizar
aquellos esfuerzos privados en asociaciones de estudio; ya sea de revistas y publicaciones ocasionales en

725
una socialización del conocimiento histórico que conjurara el riesgo de fragmentación y
extrema subjetivización del género naciente.
Si una nota singular caracteriza las formas de socialización del conocimiento
histórico en el siglo XIX, esta es, nuevamente y como podría esperarse, su no especifi-
cidad. Como bien ha señalado Pablo Buchbinder, esta socialización no se desarrollaba
en torno de instituciones especializadas sino que —debido a la lenta maduración del
aparato de estado argentino— debió articularse en base a las redes personales y circuitos
políticos y culturales que ya relacionaban a la gran mayoría de los miembros de la elite
social y política530.
La inexistencia o suma precariedad de instituciones oficiales directamente rela-
cionadas con la conservación razonada de documentación histórica, como archivos, bi-
bliotecas y hemerotecas; la ausencia de publicaciones estables y auténticamente especia-
lizadas y la debilidad simultánea de la tardía inscripción universitaria del saber histórico
fueron decisivas para conformar un tipo de historiografía desligada del apoyo estatal y
refugiada en la iniciativa estrictamente privada.
La densidad y el dinamismo de los circuitos —nacionales e internacionales— de
intercambio de información, libros y documentación que construyeron los intelectuales
decimonónicos, utilizando como base su aceitado sistema de relaciones personales, inte-
lectuales y políticas, no abarcaban, sin embargo, la esfera de la elaboración crítica y de
la producción del discurso.
Así, siendo esta tupida red de intercambio heurístico-bibliográfico una condición
necesaria para la supervivencia de la historiografía decimonónica argentina, no logró,
sin embargo, constituirse como la condición suficiente que garantizara la plena confor-
mación de un campo historiográfico autónomo o profesional. La razón de esto estaría
dada en que su misma existencia era el resultado de una “práctica supletoria” —
ensayada casi como recurso sistemático— ante la inexistencia de las condiciones mate-
riales que ya sustentaban en Europa la escritura de una historia nacional y, sin las cua-

las cuales se daba preferencia al tema histórico, que ora sacaban a luz aquellos documentos, ora mostra-
ban las primicias de mucha labor intelectual o colectiva, ora teorizaban desde nuevos puntos de vista
sobre las fuentes, el método y la función de aquellos esfuerzos que tendían a la reconstrucción del pasado
argentino” (Ricardo ROJAS, La literatura argentina. Ensayo filosófico sobre la evolución de la cultura en
el Plata, Vol. 4, Los modernos, Buenos Aires, Coni, 1922, pp. 212-213).
530
“La gran cohesión social que existía entre este pequeño núcleo de historiadores y escritores posibilitó
la creación de una red en la que circulaban no sólo libros sino también documentos, ya fuera en copias u
originales. A esta extensa red se integraron historiadores de las provincias argentinas y también del Uru-
guay y Chile, como Andrés Lamas, Diego Barros Arana, Benjamín Vicuña Mackenna, Gregorio Beeche o
los hermanos Amunátegui, entre otros. [...] Muchos de los historiadores sudamericanos se habían conoci-
do durante sus exilios. Mitre, por ejemplo, en sus estadías en Chile y Uruguay, antes de 1852 había enta-
blado amistad con Lamas, Barros Arana y Vicuña Mackenna. Ellos, junto a otros historiadores dedicados
a investigar los procesos de la Independencia, comunicaban sus descubrimientos de documentos y se
ofrecían mutuamente sus servicios para la copia y búsqueda de determinados papeles.” (Pablo
BUCHBINDER “Vínculos privados, instituciones públicas y reglas profesionales en los orígenes de la histo-
riografía argentina”, Boletín del IHAA, 3ª Serie, Nº13, Primer Semestre de 1996, pp. 61-62).

726
les, es imposible hablar de una historiografía consolidada como disciplina y como pro-
fesión531.
Es por ello que el conocimiento historiográfico era producido individualmente
en un clima de soledad introspectiva, ya sea en el recinto cerrado de un archivo o de una
biblioteca, usando documentos inéditos y conservados por particulares, cuando no ad-
quiridos por el propio historiador.
Demás está decir que el financiamiento de estas investigaciones era absoluta-
mente particular y los tiempos de producción eran tan elásticos y flexibles como la vida
pública o privada del historiador lo requiriese. En este contexto, por supuesto, la inter-
vención historiográfica no podía estar guiada ni contenida por una lógica académica o
comercial, sino orientada simplemente por la voluntad de su autor y su entorno de poner
a consideración pública su obra original.

Así, utilizando la estructura de una sociabilidad ya establecida532 y los incipien-


tes mecanismos de difusión ampliada de las ideas, se constituyó una instancia de socia-
lización del conocimiento histórico, a partir de la cual se irían condensando lentamente
ciertos usos, costumbres y criterios del naciente oficio, o al menos clarificando ciertas
opciones para su ejercicio.
Para ello influyó decisivamente el dinamismo polémico de estos autores y la
flexibilidad que mostraron —junto con los editores— para adaptar los contenidos a los
formatos comerciales que el pequeño mercado cultural sugería. En ese sentido la obra
historiográfica se caracterizaba por no ser un producto auténticamente acabado, sino una
obra capaz de contener sucesivas correcciones, rectificaciones y ampliaciones que hací-
an del texto historiográfico decimonónico una obra abierta. Es pertinente recordar que la
Historia de Belgrano nació en 1857 bajo el título de “Biografía de Belgrano” como un
artículo incluido en un volumen colectivo editado en gran folio y con las apreciadas
litografías de Narciso Desmadryl dedicado a la vida de personajes notables del Río de la
Plata533 y que, en sus sucesivas modificaciones, tomaría forma de obra independiente en
dos volúmenes, en su segunda edición (1858-1859)534, y de tres volúmenes, en su tercera

531
Fernando DEVOTO, “Estudio preliminar”, Op.cit., pp. 12-13; y del mismo autor, Entre Taine y Brau-
del, pp. 31-35; y “Escribir la historia argentina. En torno a tres enfoques recientes del pasado nacional”,
en: Boletín del IHAA, 3ª Serie, Nº11, Primer semestre de 1995, p. 141-142.
532
José Luis ROMERO, Las ideas en la Argentina del siglo XX (1965), FCE, Bs.As., 1987, pp. 11-54.
533
AA.VV., Galería de Celebridades Argentinas. Biografías de los personajes más notables del Río de la
Plata, Buenos Aires, Ledoux y Vignal, 1857. Esta biografía Belgrano comprendía la parte inicial de la
obra de Mitre y concluía en lo sustancial 1812, resolviéndose el final en forma de un epílogo sobre los
años posteriores. Mitre compuso también la Introducción de este libro.
534
Bartolomé MITRE, Historia de Belgrano, Buenos Aires, Imprenta y Librería de mayo (Carlos Casava-
lle), 1858-1859. Común y erróneamente se suele considerar a ésta como la primera edición de la Historia
de Belgrano. Esta edición de 2 tomos en 8º, propiedad de Ledoux no obstante ser impresapor Casavalle,
estaba acompañada de un Corolario fechado por Domingo Faustino Sarmiento el 4 de julio de 1858,y
detenía su estudio en 1816 cuando se proclamaba formalmente la independencia de las Provincias Unidas
del Río de la Plata.

727
(1876-1877)535 y cuarta (1887)536. Varios de los libros de López siguieron el mismo pa-
trón.
Por supuesto, esta flexibilidad de los autores era posible en tanto existían canales
abiertos y cruzados de discusión, compuestos de diarios, revistas, libros, folletos oca-
sionales, editoriales nacionales y extranjeras, que consolidaron un ámbito de difusión y
discusión pública de problemas históricos.
Un rápido recorrido por el repertorio bibliográfico de la época nos indica que
existía en Buenos Aires un mercado cultural pequeño y restringido, pero capaz de sos-
tener un considerable número de casas vinculadas con la producción y circulación de
material bibliográfico.
Teniendo en cuenta el escaso desarrollo del campo intelectual y cultural riopla-
tense, la recurrente falta de especificidad que caracteriza el perfil de sus actores y el
tamaño del mercado de público ilustrado quizás no nos sorprenda demasiado encontrar
que el mundo del libro estuviera caracterizado por la coexistencia frecuente de la em-
presa editorial (el sello), la empresa comercial (la librería) dedicada a la importación y
venta de material bibliográfico y documentación original, y a menudo también la em-
presa tipográfica (la imprenta) en una misma firma, vinculada a su vez con la empresa
periodística o publicitaria, e incluso con la papelería.
Entre 1852 y 1880 se instalaron varias de estas “librerías” porteñas de referen-
cia: en 1852 lo hicieron la Librería Hispano-Americana del temprano inmigrante espa-
ñol Benito Hortelano y la Librería de la Victoria de Abel Ledoux —editora de la Gale-
ría de celebridades argentinas y propietaria legal de la que se considera la segunda
edición de la Historia de Belgrano—; en 1858 se fundó la Librería Central de Claudio
Joly; en 1861 Carlos Casavalle abrió la Imprenta y Librería de mayo —en donde se edi-
tarían la mayor parte de las obras de Bartolomé Mitre y Vicente Fidel López—; la Li-
brairie Nouvelle La Anticuaria del español Teodomiro Real y Prado. La legendaria Li-
brería del Colegio, cuyo local se dedicaba al comercio bibliográfico desde 1826, fue
adquirida en 1852 por el librero francés Paul Morta y desde 1870 hasta principios de
siglo fue propiedad de la familia Igón, especializándose el comercio en libros de ense-
ñanza y religiosos. En 1869 inauguró su propio establecimiento el danés Luis Jacobsen
bajo el nombre de Librería Europea, concentrándose en el abastecimiento de libros fran-
ceses, ingleses, alemanes e italianos. En 1877 abrió sus puertas la Librería Nacional del
francés Félix Lajouane, quien editaría varias obras de Sarmiento, Mitre, López, Saldías,
Ramos Mejía y Pelliza. En 1885 el librero danés Arnoldo Moen, sobrino de Luis Jacob-
sen, fundó la Nueva Librería Europea y desde entonces se dedicaría tanto a la venta co-
mo a financiar la edición de obras literarias de diversos géneros, entre las cuales se en-
contraba el Santiago de Liniers. En 1900, el asturiano Jesús Menéndez fundó su librería

535
Bartolomé MITRE, Historia de Belgrano y de la independencia argentina, 3 vols. (3ª edición), Buenos
Aires, Carlos Casavalle, 1876-1877. Esta tercera edición de la que se tiraron tres mil ejemplares en tres
tandas, incluía el célebre Prefacio de Mitre “La sociabilidad argentina”.
536
Bartolomé MITRE, Historia de Belgrano y de la independencia argentina, 3 vols. (4ª y definitiva edi-
ción corregida y aumentada), Buenos Aires, Félix Lajouane editor, 1887

728
y editorial que permanecería abierta cuarenta y cinco años y en donde se publicarían la
mayoría de las obras de Paul Groussac.
También existieron empresas dedicadas prioritaria —aunque no exclusivamen-
te— al negocio de la edición e impresión. Durante la década del ’60 se fundaron los
establecimiento del tipógrafo francés José Alejandro Bernheim, del impresor Pablo E.
Coni, del dibujante y litógrafo alemán Guillermo Kraft, de su compatriota Jacobo Peu-
ser y de los editores criollos Ángel Estrada y Estanislao del Campo537.
Durante gran parte de este período los catálogos de edición y venta de estas em-
presas no mostraban ningún plan orgánico de publicación o comercialización, sino que
ofrecían a su selecta clientela un surtido variable de textos literarios, históricos, docu-
mentales, educativos o legales, nacionales o extranjeros. Es cierto que en algunos casos
se perfilaba una temática privilegiada, o al menos una preferencia por trabajar determi-
nados géneros o idiomas, pero esto nunca pudo traducirse en una auténtica especializa-
ción que, por otra parte y dadas las características del circuito de lectores y del mercado
bibliográfico, hubiera sido difícilmente sostenible.
Las librerías porteñas del período a menudo se convirtieron en lugares físicos de
socialización intelectual. Siguiendo una tradición que puede rastrearse antes incluso del
período revolucionario, estos comercios se constituyeron pronto en el ámbito ideal para
la tertulia literaria y política, semiclandestina en algunos momentos, abierta y desembo-
zada en otros. En el período que nos ocupa Claudio Joly, Paul Morta y Pedro Igón, Car-
los Casavalle, Luis Jacobsen, Félix Lajouane y Juan Antonio Llambías abrían sus loca-
les para el debate, el intercambio y el esparcimiento inteligente. Guiados así por la
lógica comercial y por su propia pasión estaban cumpliendo, quizás sin saberlo, una
función decisiva dadas las características del mundo intelectual rioplatense. Estos libre-
ros hicieron un aporte invalorable al crear un escenario propicio para un tipo de comu-
nicación más específica y regular entre individuos ya vinculados por una compleja y
cambiante trama de intereses, parentescos y relaciones sociales, políticas o comerciales.
Al habilitar un espacio físico de discusión y de intercambio de información, bibliografía
y documentación, las librerías porteñas funcionaban también como una instancia suple-
toria de las abrumadoras carencias institucionales.
El mundo editorial se completaba con una serie de publicaciones periódicas de
amplias inquietudes como la Revista de Buenos Aires (1863-1871), la Revista Argentina
(1868-1872), la Revista del Río de la Plata (1871-1877), la Nueva Revista de Buenos
Aires (1881-1885), La Biblioteca (1896-1898), los Anales de la Biblioteca (1900-1915),
la Revista Nacional (1886-1910), las cuales se mostraron siempre muy dispuestas a
poner en circulación estudios acerca del pasado argentino, así como a editar documentos
públicos y privados.

537
Para un panorama exhaustivo de la historia de los libreros y editores rioplatenses consultar: Domingo
BUONOCORE, Libreros, editores e impresores de Buenos Aires (1944), Buenos Aires, Bowker, 1974; y del
mismo autor, "El libro y los bibliógrafos", en: Rafael A. ARRIETA, Historia de la literatura argentina, t.
VI, Buenos Aires, 1960; Otros libreros y editores de Buenos Aires, Santa Fe, Universidad Nacional del
Litoral, 1965; Libros y Bibliófilos durante la época de Rosas, Córdoba, Universidad Nacional de Córdo-
ba, 1968.

729
Pero junto al libro y a las revistas, también diarios como El Nacional (1852-
1886), La Prensa (1869), La Nación Argentina (1862) y La Nación (1870) sirvieron de
tribunas privilegiadas para el debate acerca de las diferentes interpretaciones del pasado.
Los historiadores decimonónicos argentinos a menudo publicaron avances de sus
investigaciones o versiones completas de las mismas en folletín o en las columnas de
los periódicos. Incluso, a veces eran los periódicos mismos los que tomaban la respon-
sabilidad de la edición de libros, aun cuando estaba claro que la doble condición de edi-
tores comerciales o jefes de redacción y de autores, estaba frecuentemente detrás del
curioso interés de un periódico para publicar una obra erudita y de interés relativamente
minoritario.
Dos años después de la caída de Juan Manuel de Rosas, Alejandro Magariños
Cervantes compiló bajo el título de Estudios históricos, políticos y sociales sobre el Río
de la Plata una serie de artículos que ya habían aparecido en el periódico El Orden.
Las Lecciones la Historia de la República Argentina dadas públicamente en
1868, de José Manuel Estrada nacieron, según consigna Carbia, como una serie de con-
ferencias pronunciadas en la Escuela normal de la calle Reconquista entre Lavalle y
Corrientes de Buenos Aires. Posteriormente fueron transcriptas y publicadas por la Re-
vista Argentina que las editó en los tomos I a V entre 1868 y 1869, y luego de treinta
años serían editadas bajo el título antes consignado en 1898.
En 1873, Vicente Fidel López inició en la Revista del Río de la Plata (tomos IV
a XIII) de la que era codirector junto a Juan María Gutiérrez, una serie de artículos apa-
recidos bajo el título de El año XX, Cuadro general y sintético de la Revolución Argen-
tina. Fue el éxito de esta publicación y su progresivo entusiasmo lo que lo llevó a retro-
traer el estudio hasta 1816 y luego 1812 y, posteriormente, a publicar en forma de libro
un volumen titulado: Historia de la revolución Argentina hasta la reorganización polí-
tica en 1824 (1873). Ocho años después López reeditó esta obra en 4 volúmenes, aña-
diéndole un índice analítico y cambiándole el título, el cual quedaría fijado como: La
Revolución Argentina, su origen, sus guerras y su desarrollo político hasta 1830
(1881).
Antes de quedar fijado en formato de libro, el debate que desarrollaron Bartolo-
mé Mitre y Dalmacio Vélez Sársfield, fue originalmente planteado por el segundo en las
páginas de El Nacional en 1864 con el título de “Rectificaciones históricas...”, las que
fueron contestadas inmediatamente por Mitre en el periódico La Nación Argentina.
Las Comprobaciones Históricas de Mitre, aparecidas en dos tomos editados por
Carlos Casavalle en 1882, habían visto la luz bajo la forma de varios artículos publica-
dos en 1881 primero en la Nueva Revista de Buenos Aires dirigida por Vicente G. Que-
sada y luego en el célebre periódico fundado y dirigido por Mitre: La Nación. Este ma-
terial constituyó la primera parte de la obra definitiva y fue editada en el mismo año de
1881 como Comprobaciones históricas a propósito de la Historia de Belgrano538. La

538
Bartolomé MITRE, Comprobaciones históricas a propósito de la Historia de Belgrano, Buenos Aires,
Carlos Casavalle editor, 1881.

730
parte restante de esta obra apareció separadamente como libro en 1882 bajo otro títu-
lo539, para luego ser incorporada, ese mismo año, como segunda parte de la versión defi-
nitiva540. Por su parte, la respuesta de Vicente Fidel López se inició como una serie de
artículos publicados en el periódico El Nacional en 1882, para luego aparecer como un
voluminoso tratado de dos volúmenes541.
La Historia de San Martín de Mitre comenzó a publicarse en folletín en La Na-
ción entre marzo y abril de 1875, aun cuando esta versión primitiva sería, en el futuro
inmediato, objeto de muchas modificaciones y aditamentos provenientes de las nuevas
donaciones documentales de la familia de San Martín, plasmándose ello en la primera
edición como libro en 1887-1888, publicada por el mismo periódico, y en la segunda
edición corregida —impresa por Féliz Lajouane— de 1890.
El Santiago de Liniers de Paul Groussac fue laboriosamente construido a lo lar-
go de diez años mientras el historiador francés ejercía sus tareas en la Biblioteca Nacio-
nal de la República Argentina. El material que en 1907 se constituirá en la primera parte
de su libro se publicó, entre enero y abril de 1897, en forma de cuatro artículos en la
revista mensual de esta institución que fundara y dirigiera el mismo Groussac542. La
segunda parte “El Virreynato y la Revolución” se publicó en los Anales de la Biblioteca
(T.III, p.42-372, Buenos Aires, 1904) y, tres años más tarde, se imprimió en Barcelona
la edición definitiva a cargo de la casa Arnoldo Moen de Buenos Aires.
Entre 1900 y 1916 también fueron publicadas en Anales de la Biblioteca —
también fundada y dirigida por Groussac— aquellas investigaciones que luego serían
presentadas como Estudios de historia argentina543. Durante este período Groussac pu-
blicaría lo que se considera la primera edición de su Mendoza y Garay. Las dos funda-
ciones de Buenos Aires 1536-1580, en dos partes: “La expedición de Mendoza” en el
tomo VIII de Anales de la Biblioteca de 1912; y “Juan de Garay”, en el tomo X de la
misma revista en 1915544.

539
Bartolomé MITRE, Nuevas comprobaciones históricas a propósito de la historia argentina, Buenos
Aires, Carlos Casavalle editor, 1882.
540
Bartolomé MITRE, Comprobaciones históricas a propósito de algunos puntos de historia argentina
según nuevos documentos. Primera parte y Segunda parte, 2 vols., Buenos Aires, Carlos Casavalle editor,
1882. Esta edición incluía un nuevo prólogo y un índice analítico. Este texto definitivo fue reeditado por
Ricardo Rojas en la colección “Biblioteca Argentina. Publicación mensual de los mejores libros naciona-
les”: Bartolomé MITRE, Comprobaciones históricas, 2 vols, Buenos Aires, Librería la Facultad de Luis
Roldán, 1916, con una muy interesante “Noticia preliminar” del director de la colección, que luego sería
incorporada a su historia de la literatura argentina.
541
Vicente Fidel LÓPEZ, Debate Histórico. Refutación a las Comprobaciones históricas sobre la historia
de Belgrano, 2 vols., Buenos Aires, Félix Lajouane editor, 1882. Sobre el debate y para fijar el corpus de
su reconstrucción completa, ver: Roberto MADERO, El origen de la historia. Sobre el debate entre Vicente
Fidel López y Bartolomé Mitre, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2001.
542
La Biblioteca, Año II, Tomo III, pp. 112-126, pp. 271-312, pp. 422-458; y año II, Tomo IV, pp.
119-162, Buenos Aires, 1897.
543
Paul GROUSSAC, Estudios de historia argentina, Buenos Aires, Jesus Menéndez ed., 1918.
544
Una tercera edición con prólogo de Carlos Ibarguren fue impresa por la Academia Argentina de Letras
en 1949.

731
2.2.- La dinámica del espacio historiográfico.

2.2.1.- La socialización conflictiva del conocimiento histórico.


Debemos tener en cuenta que en este período, cuando el concepto de “historio-
grafía argentina” sólo podía describir la existencia de un reducido conjunto de textos
históricos y no la realidad de una disciplina o una profesión545; cuando el rol de historia-
dor no dejaba de ser una de las máscaras que empleaban ciertos individuos para interve-
nir en las polémicas culturales y políticas suscitadas durante el proceso de construcción
nacional; cuando, incluso, el campo cultural e intelectual vernáculo no se hallaba ple-
namente constituido; los productos elaborados en ese espacio mal delimitado que era,
por entonces, la historiografía, no pudieron poseer los atributos de los textos elaborados
al amparo de un género establecido y consolidado, ni tampoco ajustarse a unas prácticas
metodológicas irreprochables.
En este sentido, tampoco es esperable que en un contexto semejante la sociabili-
dad de los historiadores y la circulación del conocimiento historiográfico tuviera alguna
semejanza con la que hoy caracteriza a la comunidad profesional y científica dedicada
el estudio de la historia.
Las condiciones materiales de existencia del espacio historiográfico y del campo
intelectual y las características de unos circuitos de socialización no específicos, subsu-
midos en los mecanismos de socialización de la elite, impusieron a los historiadores un
tipo de interacción muy peculiar.
Esta se basaba, por un lado, en la necesidad de articular un intercambio sosteni-
do de documentación, bibliografía y objetos de relevancia historiográfica para así suplir
la falta de grandes repositorios públicos; y, por otro en la confluencia polémica no me-
diada por reglas propias de una sociabilidad científica o profesional.
Si bien el primer aspecto de esta peculiar socialización ha sido estudiado por los
escasos historiadores que han incursionado en este tipo de estudio, el segundo ha que-
dado opacado en tanto patrón de consolidación de la historiografía decimonónica. Esto
se debe, en parte, a la atracción que suscita el anecdotario del intercambio entre los inte-
lectuales de la época y, en parte, por el brillo de los debates mismos. Debates que, hasta
hace poco, fueron estudiados como episodios excepcionales en los que se ofrecía el es-
pectáculo estruendoso del choque de escuelas opuestas.
El primer aspecto, que podríamos definir como “asociativo”, fue considerado en
el pasado desde una perspectiva demasiado optimista, como si se tratara de un fenóme-
no casi espontáneo surgido del espíritu generoso de los ilustres historiadores del siglo

545
Tulio HALPERÍN DONGHI, “La historiografía argentina entre el ochenta y el centenario”, en: Ensayos
de historiografía, Op.Cit., p. 55, considera a los miembros de la Nueva Escuela como “los primeros histo-
riadores plenamente profesionales”, mientras que Fernando Devoto considera que, sin ser ellos mismos
profesionales, fueron quienes fundaron a través de su inserción en la historiografía profesional argentina
(Fernando DEVOTO, “Estudio preliminar”, Op.Cit., p. 13). En todo caso, podría convenirse en que la “pro-
fesionalidad” no aparece en el horizonte de la historiografía hasta el segundo cuarto del siglo XX.

732
XIX y de la propia lógica de la investigación histórica546. Sin embargo, el rotundo fraca-
so de los primeros intentos de fundar instituciones historiográficas y de interesar al Es-
tado para sostenerlas, nos hablan de los límites prácticos del asociacionismo privado de
los historiadores decimonónicos.
Más que pensar en una tendencia ineluctable hacia la institucionalización y a la
constitución de una comunidad científica o profesional, de lo que se trata es de pensar
un escenario signado por la ausencia de una fuerza estatal capaz de fundar y solventar
un sistema de instituciones públicas que garantizaran el acceso irrestricto a la documen-
tación, a la bibliografía, a la enseñanza y el aprendizaje de las habilidades y conoci-
mientos historiográficos. En ese escenario, el naciente espacio historiográfico tuvo que
configurarse a partir de los recursos privados coyunturalmente disponibles y de las prác-
ticas concretas de sus actores.
Así, este espacio, al no poder echar mano de la fuerza legitimadora y ordenadora
del Estado, quedó abandonado a la tensión permanente entre fuerzas centrípetas y cen-
trífugas, alimentadas contradictoriamente por las propias condiciones materiales de
existencia de la historiografía.
La prolongada existencia de esta tensión dejaría en suspenso la definitiva conso-
lidación de una disciplina historiográfica desde mediados del siglo XIX y hasta que, la
firme y decidida intervención estatal de las primeras décadas del siglo XX, reconfigura-
ría el espacio historiográfico, encausando el desarrollo de la historiografía dentro de un
sistema de instituciones públicas y orientando el estudio y la enseñanza del pasado hacia
la consecución de unos fines políticos y culturales muy precisos.
Mientras este interés estatal por la historiografía no se hizo manifiesto, el espa-
cio historiográfico se vio librado al choque de las tendencias cohesionadoras y frang-
mentadoras. Vinculadas, las primeras, a las prácticas supletorias que los historiadores
debieron desplegar para procurarse un acceso a los bienes culturales imprescindibles
para la construcción de una interpretación historiográfica; y, las segundas, al vacío o
extrema debilidad de instituciones públicas, al régimen de producción individualista del
discurso histórico y a la falta de condiciones para la conformación de una comunidad
científica o profesional. Una comunidad que, de haber existido, hubiera podido garanti-
zar la validez y diferenciación del discurso histórico respecto de otros discursos circu-
lantes, además de definir sus criterios metodológicos y regular los usos y costumbres
del oficio.
Sin embargo, pese a la prolongada pervivencia de esta tensión, y a lo poderoso
de las razones que impidieron durante décadas una auténtica consolidación de la histo-
riografía en el campo intelectual rioplatense, el peso de las prácticas e instancias suple-
torias resultó ser decisivo para la supervivencia de la historiografía y para la posterior
construcción de una disciplina profesional.

546
Ricardo ROJAS, La literatura argentina. Ensayo filosófico sobre la evolución de la cultura en el Plata,
Vol. 4, Los modernos, Buenos Aires, Coni, 1922, p. 213.

733
Estas prácticas e instancias supletorias resultaron capaces de emular razonable-
mente bien los efectos acumulativos que sobre el conocimiento y los criterios de ejerci-
cio del oficio poseen normalmente las instituciones y dispositivos propios de las disci-
plinas establecidas. De allí que no debamos pensar que las fuerzas que mantenían la
fragmentación del espacio historiográfico, asegurando su existencia como un espacio
netamente individualista de producción del conocimiento, resultaban un impedimento
absoluto para la supervivencia del género historiográfico como tal. Por el contrario, esta
lógica individualista y el subdesarrollo del campo intelectual, impuso una socialización
conflictiva del conocimiento historiográfico que, a la postre, tuvo más influencia en la
cohesión del género historiográfico durante este período, que las tendencias asociacio-
nistas o las iniciativas de personalidades eminentes.
Esta sociabilidad conflictiva tuvo dos expresiones. Por un lado, el desarrollo de
polémicas historiográficas desplegadas casi siempre en periódicos y eventualmente re-
configuradas en otros formatos. Por otro, la aplicación concienzuda del historiador a la
construcción de su propia autoridad en paralelo con la construcción de su texto, a través
de la demostración recurrente ciertas virtudes intelectuales, sobre las que reclamaba un
derecho exclusivo.

Las primeras polémicas historiográficas desarrolladas entre fines del siglo XIX y
principios del XX recibieron especial atención por parte de los estudiosos que, en dife-
rentes momentos, tomaron el desafío de historiar el desarrollo de esta disciplina en Ar-
gentina.
Ricardo Rojas, por ejemplo, consideraba que la célebre polémica que entablaron
Bartolomé Mitre y Vicente Fidel López en los años ochenta, no sólo habría sido un mo-
jón intelectual, sino que, de alguna manera —y a pesar de que esta reyerta estuviera
precedida de la edición de varios textos históricos fundamentales—, había representado
el hito fundante de la historiografía argentina.
En el tomo III de La literatura argentina dedicado a Los proscriptos, Rojas ins-
cribía la obra intelectual y cívica de Mitre y López en el conjunto de sus variados y
heterogéneos aportes a la cultura rioplatense y en el contexto de su propia generación
intelectual, identificada por su condición de perseguidos políticos del régimen rosista.
Estos retratos introductorios, que atendían más a conformar una bio-bibliografía básica
de estos personajes que a profundizar en sus aportes concretos a la disciplina, se com-
plementarían, en el tomo IV de esta obra, con el análisis más sereno de la “fundación de
la historia argentina” y de la vida y obra de “algunos historiadores modernos”547.
En esta obra Rojas presentaba la tesis de que la historiografía argentina se había
constituido a partir una de las más memorables y relevantes “polémicas literarias”, en la
cual, a diferencia de la que enfrentara a Domingo Faustino Sarmiento y Juan Bautista

547
No deja de ser interesante observar que el análisis de otros autores de obras históricas no fue integrado
por Rojas en el apartado historiográfico, sino en el reservado a “Los pensadores laicos”, como es el caso
de José María Ramos Mejía.

734
Alberdi por temas rigurosamente “actuales”, se habría discutido “un tema retrospectivo
de interés filosófico para toda América”548.
En este debate fundacional, Mitre y López se habrían enfrentado en un espacio
historiográfico prácticamente virgen y sin poder recurrir a tradición o referencias de
autoridad alguna más allá de sus propias obras. Según Rojas, más allá de las inevitables
vanidades literarias y las pasiones personales, lo que se habría discutido era la forma
adecuada de “investigar y de comprender y de escribir las cosas del pasado”.
Mientras que López habría atendido a la tradición oral, recurriendo a la síntesis
imaginativa y a la expresión repentista; Mitre, por el contrario, habría atendido a la evi-
dencia documental, haciendo uso de una “expresión desapasionada y justa”. Partiendo
desde estos diferentes puntos de partida —complementarios antes que antagónicos, se-
gún Rojas—, ambos terminarían colisionando coyunturalmente al confluir en el mismo
propósito de reconstruir la historia nacional:
“Se creyeron antagónicos y chocaron, naturalmente. Ambos acababan de entrar, cada uno con
sus propios recursos, en el campo inexplorado de aquellos estudios. Se creyeron antagónicos pe-
ro eran complementarios ambos criterios; pues lógicamente, la tradición oral sólo vale cuando
faltan los otros documentos o cuando reposa en ellos; y la síntesis imaginativa sólo puede reali-
zarse con los elementos que analiza o describe la investigación; y la expresión colorida no tiene
valor estético o científico cuando circunscribe o adjetiva una substancia ya comprobada por la
verdad. Esto, que hoy se percibe claramente, no pudieron ellos percibirlo con igual claridad,
puesto que se movían en un mundo sin precedentes de cultura, y amasaban su propia creación
según su temperamento.” 549

Esta ecuanimidad no nos debe hacer pensar que Rojas creía que todos los aspec-
tos de esta polémica eran fruto del mero equívoco o de la impetuosidad de los contrin-
cantes, ni menos aún que guardaba, como analista, una neutralidad valorativa acerca de
los argumentos y aportes respectivos de uno y otro historiador. Por el contrario, más allá
de rescatar las dotes cívicas y literarias de López, Rojas impuso un veredicto contun-
dente acerca de la superioridad moral, intelectual y política de la fórmula de Mitre550 por
sobre la de aquél, con el que esperaba convencer a las nuevas generaciones de historia-
dores acerca de la conveniencia de proseguir en la senda erudita:

548
Este capítulo de La literatura argentina recogía, en parte, textos de Ricardo Rojas originalmente pre-
sentados como estudios preliminares de las reediciones de las Comprobaciones históricas (1921) y del
Debate Histórico de la Biblioteca Argentina editada en Buenos Aires por la Librería La Facultad bajo su
propia dirección. Según Rojas, la relevancia intelectual y cívica de la temática discutida y de las conse-
cuencias de este debate habrían sido su rasgo distintivo y el justificante de su reedición: “No necesito,
pues, decir al lector que si reedité estos libros no fue para proporcionarle el goce deportivo y subalterno
de un simple lance personal entre dos hombres eminentes. Lo hice por la lección definitiva de probidad
intelectual y amor a la patria, que resta para nosotros como fruto de aquella misma discusión. Pues, sin
negar el valor biográfico de tal episodio... creo que lo esencial de esta polémica no fue, como en otras, la
lucha en sí misma, sino las cosas que en ellas se debatían” (Ricardo ROJAS, La literatura argentina, T.IV
Los modernos, Buenos Aires, Coni, 1920, pp. 191-192.)
549
Ricardo ROJAS, La literatura argentina, T.IV Los modernos, Buenos Aires, Coni, 1920, pp. 203-204.
550
“...fue más lógico Mitre: consigo mismo, puesto que era sincero; y con su país, puesto que fundaba en
hechos documentales su historia. Por eso la obra de Mitre ha resultado más firme y realizado todos los
fines que su autor se propuso.” (Ricardo ROJAS, La literatura argentina, T.IV Los modernos, Buenos
Aires, Coni, 1920, p. 204).

735
“Esclarezcamos, ante todo, la intención profundamente nacionalista del esfuerzo de López cuan-
do intentaba escribir una historia que fuese nuestra, esto es: que tuviese el sello de la originali-
dad argentina según confiesan sus palabras. Bello ideal, sin duda, que si no se realizó repenti-
namente por su inspiración, nos ha dejado en ello propicio germen, buena semilla de un fruto en
agraz... Digo a los jóvenes: sembrad esa semilla en vuestro huerto, pero cultivadla con metódica
pertinencia: la ciencia no excluye el arte; la sabiduría de vuestra labranza será propicia a la belle-
za del árbol. Y al venidero historiador argentino le digo: escribid una historia que sea nuestra,
pero no creáis que el sello de la originalidad argentina consiste en la improvisación y en el des-
orden. Aprended a dudar, a investigar, a crear. López desdeñaba los archivos y el método, y por
ahí es por donde su obra está pereciendo. Si lo preferís por vuestro maestro, como él a Thierry,
que linda en Walter Scott, idos a la novela; pero no olvidéis que si en la historia ha aparecido
Taine, que no desdeñaba los archivos, ni se libraba a la improvisación de la forma, en la novela
ha aparecido Flaubert con su Salambo, rosada flor del arte brotada en el tronco duro de la verda-
dera historia. Juzgo de actualidad este consejo, porque al renacer los estudios históricos han de-
bido reaparecer, como la hierba inútil en el campo regado, los nuevos improvisadores, herederos
de los antiguos: —masiega adversa para la buena mies y para el buen labrador. ¡Grafómanos in-
conscientes o maliciosos rapsodas: vuestro tiempo ha concluido! La disciplina de la ciencia y la
cultura del país dicen que vuestro tiempo ha concluido. Frente a este mundo arlequinesco, se
agranda, por contraste, la personalidad robusta y seria de Mitre como historiador. Su hercúlea
capacidad de trabajo, su abnegación estoica, su espíritu científico, su videncia del tiempo, le tor-
nan excepcional.”551

Esta formulación de Rojas influyó, sin duda, en las interpretaciones más genera-
les de la historia de la historiografía que hicieran los historiadores de la Nueva Escuela.
Rómulo Carbia, por ejemplo, recogería en su modelo de evolución dialéctica lo esencial
de la tesis rojista acerca de la contraposición entre Mitre y López, desarrollándola en
forma de choque escolástico entre eruditos y filosofantes. En este planteo dicha polémi-
ca sería integrada en el contexto de una línea evolutiva, no ya como acontecimiento
fundacional de una disciplina —cuyas raíces se buscaban tres siglos y medio atrás—,
sino como prueba de la eficacia del planteo dialéctico y del continuo ascenso evolutivo
de la doctrina historiográfica de Mitre. Ricardo Levene, por su parte, rescataría y pro-
fundizaría la faz politicista del argumento de Rojas —en su ponderación de Mitre y en
su rescate de López—, enfatizando en la complementariedad de ambas posiciones.
Carbia y Levene también prestaron atención a la polémica que, en 1864, había
enfrentado a Bartolomé Mitre y a Dalmacio Vélez Sársfield, intentando integrarla en esa
secuencia ascendente de la erudición mitrista. En aquella ocasión habría emergido por
primera vez la fuerza decisiva de una investigación respaldada en evidencias frente a las
consideraciones interpretativas desprovistas de bases documentales públicamente con-
trolables.
Ahora bien, estas aproximaciones a las polémicas decimonónicas hicieron hin-
capié en el estudio de la confrontación misma, ya sea de sus aspectos argumentales, de
la solidez y eficacia de sus respectivas posiciones, de su origen y desarrollo textual o de
sus vencedores.
Al analizar estos acontecimientos Carbia, apoyándose en las observaciones ini-
ciales de Rojas, se mostraba especialmente interesado en ilustrar las diferencias metodo-
lógicas e ideológicas que separaban a Mitre de López o Vélez Sársfield, aún a riesgo de
proponer una esquematización extrema.

551
Ricardo ROJAS, La literatura argentina, T.IV Los modernos, Buenos Aires, Coni, 1920, p. 209.

736
Levene, alentado por el giro conciliador de las conclusiones del estudio de Ro-
jas, tomaban nota de esa diferencia inicial para reducirla a una mera disfunción comuni-
cativa. Esta operación no era fortuita: relegar la oposición entre estos historiadores al
terreno de lo anecdótico, legitimaba una visión en la que se rescataba —en última ins-
tancia— la idea de unidad conceptual del movimiento historiográfico. Ante el imperati-
vo de sostener la coherencia orgánica del proceso constitutivo de la Historiografía ar-
gentina, poco importaba que tal “unidad” sólo pudiera ser argumentada fabulando la
comunión de estos historiadores en torno de ideales tan amplios e indefinidos como la
probidad cívica o el espíritu patriótico.
Teniendo en cuenta el carácter hegemónico y los objetivos de las interpretacio-
nes de Carbia y Halperín Donghi no es casual que en el estudio de estas polémicas
hayan predominado los esquemas rígidos en los que se exacerbaban las diferencias, po-
niéndose en blanco sobre negro las respectivas posiciones hasta hacerlas ideológica-
mente irreconciliables. Sin embargo, una revisión somera de la bibliografía de la época
puede mostrarnos que el choque polémico entre los historiadores decimonónicos riopla-
tenses pocas veces constituyó un fin en sí mismo y nunca dejó de tener efectos directos
sobre la evolución de sus futuras obras. Podría decirse que, ante la ausencia de meca-
nismos regulares y pautados de diálogo intelectual, estos encendidos “encuentros” resul-
taron propicios para realizar balances, generar consensos y consolidar criterios comunes
para el ejercicio del oficio.
Recientemente algunos historiadores, libres de prejuicios, han retomado el estu-
dio de estas polémicas, interesándose por su contenido metodológico pero sin dejar de
apreciarlas como síntomas de la maduración del espacio historiográfico.
Alejandro Eujanian, por ejemplo, ha estudiado el rol de la crítica historiográfica
como instrumento decisivo para garantizar —en un contexto de ausencia de institucio-
nes académicas específicas— una socialización mínima del conocimiento histórico y
una jerarquización imprescindible de discursos y de autoridades intelectuales552.
Según esta hipótesis de este autor el problema sería esencialmente político “en
tanto lo que estaba en juego en estas polémicas era la autoridad que el historiador re-
clamaba frente a las élites políticas, la sociedad y también, respecto a aquellos cuyo
campo de estudio compartía, pero frente a los cuales intentaba afirmar su preeminencia

552
“...frente a la ausencia de canales académicos destinados a legitimar tanto las obras como a los hom-
bres que las ejecutaron, la crítica historiográfica se convirtió en el medio privilegiado para dirimir pro-
blemas vinculados con la competencia y legitimidad de aquellos que compartían el interés por dilucidar
hechos del pasado o, con mayor ambición, desentrañar la trama que permitiera develar la verdad oculta
tras los hechos. En este sentido, las polémicas nos interesan en tanto acontecimientos a partir de los cua-
les podemos establecer de qué modo la crítica, vehiculizada por intermedio de la prensa primero y revis-
tas culturales luego, se convertiría en un eficaz instrumento de consagración y disciplinamiento que, a la
vez que contribuía a fijar las reglas de un oficio y la prácticas que lo regían, modelaba la imagen de quien
lo practicaba y, en cada uno de esos actos ella misma se constituía y autolegitimaba” (Alejandro C.
EUJANIAN, “Polémicas por la historia. El surgimiento de la crítica en la historiografía argentina, 1864-
1882”, en: Entrepasados. Revista de Historia, Año VIII, N° 16, Buenos Aires, 1999, p. 9). Véase también
del mismo autor: “Paul Groussac y la crítica historiográfica en el proceso de profesionalización de la
disciplina histórica en la Argentina a través de dos debates finiseculares”, en: Estudios Sociales, año V,
nº3, Santa Fe, 1995, pp. 37-55.

737
y status”553. De esta forma, sería la esfera política aquella que, en ausencia de un campo
historiográfico autónomo, organizaría el régimen de desarrollo de la disciplina554 ofre-
ciendo los parámetros que harían inteligibles las interpretaciones del pasado555.
Desde esta perspectiva, la polémica entre Mitre y Vélez no sólo habría sido rele-
vante por la materia de la discusión —el papel de Manuel Belgrano, Martín de Güemes
y de los pueblos del interior en el proceso revolucionario—, sino porque en su desarro-
llo se habrían manifestado dos fenómenos muy importantes: a) la asimetría entre un
polemista cuya interpretación sólo podía reclamar el sostén de una extensa trayectoria
pública y otro que, teniendo otra incluso más importante, logró apropiarse exitosamente
del lugar del especialista y del historiador; b) la imposición de un criterio documental
para juzgar la validez de una interpretación historiográfica.
En la polémica entre Mitre y López se retomaría la discusión en torno al pro-
blema de la evidencia, aunque lo esencial sería que tal discusión se manifestó como
variante de una polémica situada en un espacio literario y un espacio político.
Poco puede reprochársele al valioso trabajo de Eujanian, más allá de su perspec-
tiva radicalmente politicista; aunque quizás, sea la concepción misma de “crítica histo-
riográfica”, entendida como un “eficaz instrumento de consagración y disciplinamien-
to”, aquello que debilite en algo esta interpretación. En efecto, es muy difícil pensar que
esta “crítica historiográfica” hubiera podido existir como tal, es decir, como algo claro,
distinto y con rasgos propiamente “historiográficos”, y menos aun funcionar de forma
coactiva, en un contexto en el que no existían auténticas autoridades, reglas que aplicar
y en el que ni siquiera existía una auténtica “Historiografía” como disciplina de cono-
cimiento estabilizada y plenamente legitimada.
Acaso sería más fructífero pensar que la crítica, en tanto hábito periodístico,
panfletario y literario vinculado a una estrategia individualista de creación, “acumula-
ción” y apropiación de autoridad intelectual, permitió la sedimentación progresiva de
valores, usos y costumbres a medida que se gestaban encadenamientos significativos de
autores y textos. Y si estos encadenamientos discursivos se produjeron efectivamente
entre la segunda mitad del siglo XIX y el primer cuarto del XX fue, precisamente, por-
que no existía una “crítica historiográfica” respaldada en un canon incuestionado o en
las jerarquías de una comunidad científica o profesional. De allí que la crítica, tal como
se manifestó, no evocara un control “vertical” de discursos, ni un ejercicio de discipli-

553
Alejandro C. EUJANIAN, “Polémicas por la historia. El surgimiento de la crítica en la historiografía
argentina, 1864-1882”, en: Entrepasados. Revista de Historia, Año VIII, N° 16, Buenos Aires, 1999, p. 9.
554
“...en 1880, frente a la ausencia de un espacio propio de los historiadores como esfera de contención y
juicio definitivo respecto al resultado de la polémica, el problema de la autoridad se veía sometido a crite-
rios de legitimación propios de una esfera pública en la que antes que historiadores los que estaban deba-
tiendo eran hombres con una vasta trayectoria política.” (Alejandro C. EUJANIAN, “Polémicas por la his-
toria. El surgimiento de la crítica en la historiografía argentina, 1864-1882”, en: Entrepasados. Revista de
Historia, Año VIII, N° 16, Buenos Aires, 1999, p. 17).
555
“...la carencia de una tradición profesional que le sirviese de polo de diferenciación o identificación,
obligó a fijar posiciones de acuerdo con una tradición política que, por otro lado, coincidía con los hechos
y personajes que constituían la trama de su relato.” (Alejandro C. EUJANIAN, “Polémicas por la historia.
El surgimiento de la crítica en la historiografía argentina, 1864-1882”, en: Entrepasados. Revista de His-
toria, Año VIII, N° 16, Buenos Aires, 1999, p. 21).

738
namiento, sino una manifestación palmaria de que todos los actores y todos los discur-
sos se hallaban en principio, en un mismo nivel. Es por ello que prácticamente cualquier
hombre culto habría podido intervenir públicamente fijando o impugnando una interpre-
tación del pasado, provocando así que, más tarde o más temprano, Bartolomé Mitre o
Paul Groussac asumieran la tarea de contestarle.
El inconveniente de este tipo de enfoques es que suponen la existencia de una
historiografía normalizada funcionando, ya en el siglo XIX, de acuerdo con unas reglas
de desarrollo típicas de las disciplinas plenamente constituidas.
Pero más allá de todo esto, es un hecho que en el estudio de las polémicas se ha
puesto en primer plano la faz eminentemente conflictiva y “disyuntiva” de las discusio-
nes, cuando ésta no es la única que puede explorarse a partir de un debate historiográfi-
co. En efecto, debería tenerse en cuenta que estos enfrentamientos no siempre provoca-
ron la profundización de las diferencias, sino que también promovieron el surgimiento
de nuevos consensos e incluso la alteración de las posiciones de partida. Sobre todo
cuando estas, más que representar fórmulas rígidas, se mostraron como aportes más
volubles y atentos a la síntesis, que lo que su ostentoso texto permite descubrir a simple
vista.
En este sentido, es importante notar que pese a su ardoroso debate, tanto Barto-
lomé Mitre como Vicente Fidel López mostraron interesantes adaptaciones y concesio-
nes a sus respectivas estrategias originales que, aun cuando en un principio no fueran
más que artilugios para descolocar las críticas del contrario, se incorporarían luego en
sus obras posteriores. Así, si ya el López despechado del Debate Histórico. Refutación
a las Comprobaciones históricas sobre la historia de Belgrano (1882), al perseguir la
desacreditación de Mitre, recurría a la invocación y crítica de documentos, es importan-
te comprobar que el López de Historia de la República Argentina. Sus orígenes, su re-
volución y su desarrollo político hasta 1852 (1883-1893) se mostraba casi obsesionado
por ilustrar sus juicios de valor y apoyar sus fuentes orales y vivenciales con documen-
tos prolijamente incorporados a los diez volúmenes de su obra.
Por otra parte, el Mitre de las dos primeras ediciones de la Historia de Belgrano
(1857 y 1859) no sentía la necesidad de publicar demasiada documentación probatoria,
ni hacer gala de acotaciones eruditas; pero es sugestivo que en su 3ª edición de 1876-
1877, Mitre comenzara a exhibir su arsenal bibliográfico y documental mediante notas a
pie. Carbia notó con agudeza que este cambio importante sobrevino luego de la polémi-
ca con Dalmacio Vélez Sársfield556, en la cual Mitre debió defender su obra poniendo en
evidencia por primera vez el criterio erudito y documental sobre el que se apoyaban sus
juicios. Asimismo, luego del debate con López, Mitre editaría la cuarta y definitiva ver-
sión de la Historia de Belgrano y la independencia argentina (1887) revisada crítica-
mente a la luz de las anteriores polémicas y abonada por nuevos documentos, en cuyo
prólogo declarará su compromiso, crítico pero no menos cierto, con las evidencias ex-
traídas de la tradición oral, fuentes predilectas de López.

556
Rómulo CARBIA, Historia crítica de la Historiografía argentina (2ª ed.), Op.cit., nota nº 1, p. 147

739
Para 1883 y pese a las resistencias y polémicas que siguieron aflorando, quedaba
claro que el principal saldo del debate Mitre-López había sido la emergencia de un crite-
rio de legitimación para el discurso histórico: la referencia documental. De aquí en más,
el debate por las formas adecuadas para obtener un mejor conocimiento histórico, que
retomará entre otros, el propio Groussac, estaría localizado en el terreno en que logró
colocarlo Mitre en sus Comprobaciones Históricas: el terreno de la exactitud fáctica y
la apoyatura empírica.
Esta situación es muy significativa, ya que permite comprobar que en una histo-
riografía en formación, estos ejercicios crítico-eruditos dinamizaron de tal forma el de-
bate que terminaron funcionando como un esquema alternativo de socialización y ajuste
del conocimiento histórico, a partir del cual fueron definiéndose ciertos criterios inter-
subjetivos acerca de su régimen y de su lógica.
El primer criterio intersubjetivo que floreció a partir de estos debates fue sin du-
da aquel que comprometía al historiador con los documentos, o mejor dicho a su narra-
ción con determinadas pruebas materiales que soportaran su veracidad y exactitud557.
El segundo criterio es el que emanará del debate Mitre-Vélez y luego del debate
Mitre-López, es el de la perfectibilidad y relativa provisionalidad del texto historiográ-
fico, sujeto a la confirmación o refutación basada en evidencias contundentes y suscep-
tible de ser modificado para ser adecuado al estado del conocimiento.
El tercer criterio es el que logrará introducir exitosamente Paul Groussac, y tie-
ne que ver con la crítica “hermenéutica” del documento, entendida como tarea previa y
necesaria a su aceptación como fundamento de un aserto, de un relato de hechos o de un
juicio historiográfico558.
La crítica heurísitica de Groussac presentaba objeciones y prevenciones que
afectaban o restringían la credibilidad de los testimonios en sí, prescindiendo del vehí-
culo a través del cual se los presentara. Sería, pues, la perspectividad subjetiva del testi-
go aquello que haría a los testimonios parciales e incompletos, y no específicamente el
hecho de que tomaran la forma de una narración o de un recuerdo559. Esto, pese a que la
tradición oral planteara problemas adicionales por su falta de fijación textual y su volu-
bilidad ante los requerimientos del historiador.
La crítica positiva y la inducción racional desplegadas sobre el corpus documen-
tal fueron principios incorporados, más tarde, por los jóvenes historiadores que luego

557
Halperín detecta esto y lo relaciona acertadamente con la repercusión de la obra de Mitre, aun cuando
sea una concesión a su idea de crisis del modelo narrativista: “Pero había otros motivos para que ese
admirable modelo que era la Historia de Belgrano no estuviese destinado a crear una escuela, y que en él
se buscase sobre todo una lección tan útil como pedestre, que aconsejaba al historiador poner toda la
diligencia necesaria para averiguar si lo que narra es verdad (sin duda esa lección misma no era supérflua,
y es significativo del cambio del nivel de exigencias debido a la aparición de la Historia de Belgrano que
aun una obra tan argumentativa y facciosa como la Historia de la Confederación Argentina de Saldías se
apoyase ostentosamente en documentos, así fuesen éstos a menudo torturados sin piedad para hacerles
decir lo que Saldías quería leer en ellos).”(Tulio Halperín Donghi, “La historiografía argentina del ochen-
ta al centenario”, en: Ensayos de historiografía, Op.cit., p. 48)
558
Paul GROUSSAC, Santiago de Liniers, Op.cit., p. 124.
559
Ibídem , p. 79-80.

740
serían conocidos como miembros de la Nueva Escuela Histórica. Sin embargo, el pro-
pósito de estos historiadores diferiría de las inquietudes e ideas del propio Groussac, en
tanto la crítica y la inducción serían presentadas como elementos de un programa meto-
dológico mucho más vasto y ambicioso que buscaba fijar un protocolo estricto para el
ejercicio historiográfico.

Expuesta la relevancia de estas controversias debe considerarse que, para com-


prender la sociabilidad conflictiva que impregnaba el espacio historiográfico rioplaten-
se, no basta con estudiar las polémicas puntuales en las que se enzarzaron los historia-
dores decimonónicos.
En efecto, la sociabilidad polémica que caracterizó al espacio historiográfico de-
cimonónico rioplatense no sólo puede verificarse en los textos explícitamente polémi-
cos. La influencia de este tipo de sociabilidad ha dejado su huella no sólo en los aspec-
tos recusativos o críticos del discurso, sino también en los aseverativos, en el estilo, y en
los recursos literarios y argumentales empleados en todos los textos historiográficos de
la época.
En contexto intelectual tan diferente del nuestro, en el que la dinámica del inter-
cambio intelectual estaba regida por las relaciones interpersonales privadas trabadas por
los miembros de una elite social y política; en el que la producción del conocimiento no
se concebía como un fenómeno colectivo; en el que no existían ni instituciones ni me-
dios de socialización específicamente historiográficos; en el que el conocimiento se
difundía en torno a tertulias semipúblicas, a través de periódicos, revistas culturales o
ediciones de escaso tiraje; en el que la bibliografía y muchas veces el documento circu-
laba a través de las redes informales de un espacio literario virtual, garantizado por la
existencia de librerías que eran a su vez editoriales, imprentas y foros intelectuales; se
hace entendible que el estilo, los modales polémicos de los historiadores y sus estrate-
gias de argumentación y de adquisición de autoridad no se orientaran por las relaciones
de una convivencia profesional inexistente, sino por las reglas de juego de los modestos
medios de difusión que recogían sus escritos y por la estridencia polémica que regía su
vida política y social entrenada por una continua gimnasia facciosa.
En efecto, el despliegue de la investigación historiográfica en medios de sociali-
zación no específicos y el influjo del contexto antes mencionado, imprimía en el discur-
so histórico del siglo XIX, al menos parcialmente, la lógica y los giros propios del deba-
te mediático y del debate faccioso —que era la lógica que regulaba las intervenciones
públicas de los intelectuales decimonónicos—, dejando sus rastros en los textos resul-
tantes.
La ausencia de una comunidad profesional y el predominio de la genteel tradi-
tion determinó la existencia de una historiografía atomizada, en la que los historiadores
no interactuaban cognoscitivamente —más allá de los debates puntuales—, no se for-
maban de acuerdo a normas comunes, ni compartían experiencias o intereses ligados a
sus carreras profesionales.

741
De hecho, podría decirse que la historiografía fue adquiriendo entidad a medida
que la interacción de determinados individuos en el incipiente campo intelectual —al
que concurrían para mostrar sus interpretaciones del pasado o para refutar las interven-
ciones de otros—, fue delineando progresivamente un espacio más particularizado de
difusión de ideas y obras históricas. Veamos, entonces, cómo esta sociabilidad conflic-
tiva fue modelando el texto historiográfico y propiciando la maduración del género.
Una característica típica y ampliamente extendida en los textos historiográficos
de esta época es, sin duda, la minuciosidad extrema en el estudio de detalles fácticos y
la crítica sistemática dirigida a destruir la credibilidad del ocasional oponente.
Para constatar la recurrente presencia de este rasgo de estilo y su doble funciona-
lidad no es necesario recurrir a las primeras y más primitivas obras del período. Por el
contrario, el detallismo es verificable también en aquellas obras escritas en las postrime-
rías del narrativismo decimonónico, por lo que es sensato suponer que su omnipresencia
textual era síntoma de algo más que de la obsesividad de un autor determinado.
El Santiago de Liniers de Paul Groussac es, en este sentido, un ejemplo signifi-
cativo de la permanente intervención erudita —entre irónica y aleccionadora— del his-
toriador decimonónico para corregir los errores fácticos que pueblan las obras de sus
circunstanciales oponentes, en este caso, Bartolomé Mitre y Vicente Fidel López.
Estos errores, de variable intensidad y gravedad, estaban relacionados, muchas
veces, con desconocimientos tan básicos que su puesta en evidencia pública avergonza-
rían, hoy, a cualquier historiador profesional560.
El peso de estas correcciones minuciosas es tal dentro de la obra de Groussac
que Carbia no duda en considerar estos “devaneos de su hiper erudición innecesaria”561
como un rasgo distintivo, e inconveniente, de su producción. Sin embargo, esta caracte-
rística no es exclusiva del historiador francés, sino que en rigor aparece como un atribu-
to extensivo de las principales obras del período y en especial de las Comprobaciones...
de Mitre y el Debate... de López.
Siendo imposible presentar aquí un panorama exhaustivo, vale la pena traer el
ejemplo de la célebre y encarnizada polémica acerca de la correcta grafía del patroními-
co del general inglés Auchmuty que participó en las invasiones inglesas al Río de la
Plata. Dicha polémica comenzó en la Historia de la Revolución Argentina de Vicente
Fidel López, continuó en las Comprobaciones históricas de Bartolomé Mitre, fue reto-
mada en el Debate histórico y la Historia de la República Argentina de López y fue
reactualizada por Paul Groussac en el Santiago de Liniers. Es interesante comprobar
que estos historiadores toman consciencia de la microscopía bizantina de estos “pro-
blemas”, pero también es importante comprobar que, pese a ello, ninguno puede sus-
traerse de utilizar este recurso.

560
Paul GROUSSAC, Santiago de Liniers, Op.cit. Para un inventario de tales correcciones, consultar las
citas al pie de las siguientes páginas: 8, 18, 21, 31, 54, 70, 77, 88, 112, 119, 126, 130, 137, 139, 145, 160,
162, 173, 188, 225, 231, 261, 292, 319 y 334 para la Historia de Belgrano de Mitre y las de las páginas 6,
16, 17, 26, 34, 46, 111, 139, 168, 172, 173, 191, 192, 210, 226, 167, 377 y 346 para la obra de López.
561
Rómulo CARBIA, Historia crítica de la Historiografía argentina (2ª ed.), Op.cit., p. 158

742
La razón es simple, este recurso podía ser indecoroso, pero era sumamente efi-
caz, en tanto a partir de él podía lograrse un doble efecto: adquirir una autoridad intelec-
tual y desacreditar al oponente. Así, el historiador francés, pese a resaltar la futilidad de
debatir si debe escribirse Achmuty o Auchmuty562, no pudo resistir la tentación de tratar
a Mitre con su propia medicina: el “venerable anciano”, lapidario a la hora de juzgar los
errores de ortografía de López, escribió en mal los apellidos Mordeille y Périchon de
Vandeul563. No es necesario mucho esfuerzo para comprobar que Groussac se regodeaba
con sus propias delikatessen, dando la razón a Jorge Luis Borges cuando afirmaba que
aquél reservaba el buen gusto de su pluma con fines exclusivos de terrorismo:
“Dice el historiador López, con su gracia fácil: Beresford tenía en su mirada toda la malicia que
tiene el ojo de un bizco. Debiera decir: el ojo de un tuerto. Había sido, en efecto, herido en un
ojo, durante la campaña del Canadá; y así presentado, el chiste se vuelve menos picante.”564

“Es célebre la tragedia naval de las cuatro fragatas en que el capitán de navío Alvear perdió a su
familia con excepción del futuro general argentino... Por rara inadvertencia , el general Mitre
(Belgrano I, 112) dice que allí pereció con su familia D. Diego de Alvear. Después de volverse a
casar con la inglesa miss Ward, Alvear fue comandante en Cádiz y Gobernador militar de la isla
de León. Murió en Madrid el 15 de enero de 1830. Como en el primero, tuvo diez hijos en este
segundo matrimonio —lo que es, sin duda, una afirmación bastante enérgica de su existen-
cia!.”565

Este tipo de descalificación puede encontrarse hasta en sus solapados elogios,


como cuando a raíz del colorido cuadro de la relación entre amo y esclavo que trazara
López durante sus descripciones de la sociedad rioplantense, Groussac sentencia que:
“Es aquí el lugar, después y antes de tantas rectificaciones necesarias, de señalar la fácil maestría
de las páginas en que el doctor López pinta a grandes rasgos familiares la antigua vida porteña.
Allí nada libremente en plena corriente tradicional, mostrando sin esfuerzo sus mejores dotes de
escritor imaginativo. Sabe esas cosas mejor que todos nosotros; mejor dicho, las siente en su
conjunto sin necesidad de laboriosa información.”566

Vicente Fidel López, por supuesto, también se había quejado amargamente del
gusto por la nimiedad crítica de Mitre —por ejemplo, al corregirlo por haber escrito que
los sitiadores de la iglesia de Santo Domingo durante la Defensa de Buenos Aires ante
los ingleses emplazaron tres cañones y no dos cañones y un obús— no trepida en desca-
lificar a Mitre por decir que cuando abrieron fuego, estas piezas apuntaron a las torres,
techos y ventanas, y no simplemente a las puertas del templo como se desprende de las
fuentes567.

562
En la segunda nota de la página 23 de la Edición de Estrada, Groussac se muestra categórico: “Escribo
Ach y no Auch para acercarme a la pronunciación. Las dos formas se emplean igualmente y hasta por el
mismo autor (v.gr.:el Annual Register). Dicho radical escocés y el irlandés agh son trasncripciones equi-
valentes del gaélico (campo).— El atlas de Johnston trae 56 nombres de lugares escoceses con el radical
ach y 61 con el radical auch. La descomunal batalla, digna del Lutrin, que con este motivo se libró entre
los señores Mitre y López, equivalía a pelear para decidir si Zeballos es más o menos correcto que Ceba-
llos.”.
563
Paul GROUSSAC, Santiago de Liniers, Op.cit, nota nº1, p. 77 y nota nº1, p. 162.
564
Ibídem, nota nº1, p. 17.
565
Ibídem, nota nº2, p. 8.
566
Ibídem, nota nº3, p. 34-35.
567
Vicente Fidel LÓPEZ, Debate histórico... t.I, La Facultad, Bs.As., 1921, p. 32 y ss.

743
En una primera aproximación, este microscopismo incomoda el sentido común
del historiador contemporáneo y facilita un juicio lapidario sobre el auténtico valor de
estos textos. Lo interesante, para una lectura histórico-historiográfica, es reconocer estos
usos bizantinos de la sabiduría y sobre todo esta retórica de la refutación despiadada del
error ajeno, como indicios no tanto de una concepción estrecha de la tarea y de los obje-
tos de la disciplina, sino de una forma de existencia preparadigmática de la historiogra-
fía, y en especial, de la ausencia de una comunidad profesional que legitimara la inter-
vención de los historiadores.
Sin una contención de este tipo, la enunciación misma de un discurso —que,
como el historiográfico, aspira a una objetividad y a una veracidad—, carece del sostén
necesario para presentarse al público como algo más que una interpretación libre. Este
sostén es la idea, necesariamente previa a la lectura y al texto en sí, de la existencia de
un autor objetivo, solvente y acreditado en el manejo del conocimiento y las técnicas del
saber histórico.
Es indudable que tanto Mitre, López como Groussac eran hombres prestigiosos
y poseían un alto grado de credibilidad personal, relacionado con la trayectoria y el
compromiso que mostraron en los ámbitos políticos o culturales en los que se desenvol-
vieron. Este tipo de legitimidad era suficiente para sostener discursos eminentemente
subjetivos como lo son una intervención periodística, una crítica literaria o un panfleto
político; pero es indudable que no lo era para sostener un género que aspiraba a estable-
cer los hechos históricos con objetividad y a volcarlos en una narración verídica y signi-
ficativa.
La ausencia de una comunidad profesional y de las instituciones que respaldan el
saber histórico es la que imponía que los historiadores de este período debieran asumir
en el texto mismo la construcción de su propia legitimidad como historiadores. Así,
detrás de estos ejercicios de erudición extrema se hallaba la necesidad de demostrar
continuamente y en cuestiones puntuales, unas serie de virtudes que, como la sabiduría,
la obsesividad y el detallismo, pudieran ser asociadas inferencialmente al contenido
principal de sus obras y pudieran ser extrapoladas como virtudes intrínsecas del autor.
Individuo que, de ese modo, por obra de una estrategia supletoria, adquiriría ante el pú-
blico la auctoritas que la inexistencia de instituciones específicas y de una comunidad
profesional, le negaba.
Por ello es funcional a este tipo de discurso histórico —anclado en una concep-
ción narrativista y acontecimental y en un espacio intelectual en construcción—, buscar
respaldo en la introducción masiva de detalles, aun cuando muchas veces no fueran más
que “fruslerías” y “nimiedades”. ¿Debemos creer, acaso, que Mitre era un estúpido por
introducir como un elemento importante de su biografía de San Martín, el tamaño de sus
orejas o la descripción de los parches de sus botas y pantalones? Contentarnos con esa
descalificación no contribuiría más que a ocultar la verdadera importancia de esta arqui-
tectura: su capacidad de atribuir autoridad o de destruirla, según un uso discrecional del

744
principio de ab uno disce omnes568. Estas refutaciones incontenibles no pueden ser to-
madas como episodios retóricos, sino que por su presencia extensiva deben ser entendi-
dos como síntomas de un problema que atraviesa los estilos, la habilidad literaria o la
manía obsesiva de los autores.
Por otro lado, tampoco es casual que la natural ironía de Groussac, o el estilo la-
pidario de Mitre, se acoplaran perfectamente con este modelo de lucimiento erudito y
terminen persuadiéndonos de su pedantería y soberbia.
Mitre, López y luego Groussac jugaban un torneo continuo de descalificaciones
explícitas de su respectiva autoridad como historiadores. Así, no es extraño que en me-
dio de una argumentación, Groussac caracterizara a López como: “El brillante y espon-
táneo escritor, que cultivaba la inexactitud como un don literario...”569; o que haya afir-
mado que Mitre, a diferencia de López que tenía talento pero no conocía el archivo, se
caracterizaba por conocerlo muy a fondo...570. Mitre sentenciaba, en el texto que disparó
el debate con López, que “...el bagaje de López es muy liviano. Guiado por la brújula de
su teoría, iluminándose en su camino por ideas preconcebidas, afirmando dogmática-
mente, en consecuencia (puede decirse que en cada página), dice lo contrario de lo que
dicen los documentos inéditos que he consultado, incurre en errores gravísimos...”571.
López respondió ofendido acusando a Mitre de haber roto las reglas de la urbanidad
literaria, sin dejar pasar la oportunidad de desmerecer la seriedad de quien, ufanándose
de poseer un sistema infalible y un archivo propio de más de 100.000 piezas, ha come-
tido errores heurísticos imperdonables, sugiriendo una ácida moraleja al evocar “...aquel
famoso archivo y rara biblioteca de un lord que figura en un romance inglés, ocupados
por cientos de miles de volúmenes extraordinarios y antiquísimos, cuyas vidrieras nunca
se habían abierto, cuya riqueza era el asombro y la envidia de todos los coleccionistas...;
y que abiertos al fin, resultaron ser preciosas imitaciones en madera, que no habían ser-
vido para otra cosa que para satisfacer el amor propio y el genio burlón de su excéntrico
dueño”572.
Desde hoy, tamañas descalificaciones nos parecen totalmente incompatibles con
la práctica profesional y con los usos y costumbres del oficio. Sin embargo, pecaríamos
de anacronismo si examináramos este debate según las reglas actuales. En efecto, por un
lado, los “errores inconcebibles”, lo son luego de que una disciplina haya desarrollado,
acumulado y puesto a disponibilidad tanto conocimiento y tantos criterios metodológi-
cos como para luego poder reprochar a sus miembros negligencia profesional al admi-
nistrarlos. Por otro lado, es importante comprender que nuestros modales polémicos —
tan estilizados y oblicuos— no habrían sido funcionales en un contexto en que no exis-
tía una comunidad de pares que regulara las relaciones intelectuales de sus miembros.

568
Ibídem, p. 28 y ss.
569
Paul GROUSSAC, Santiago de Liniers, Op.cit., nota nº1, p. 16.
570
(cit) en Rómulo CARBIA, “Santiago de Liniers por Paul Groussac”, Nosotros, año II, Bs.As., 1908, p.
215.
571
Bartolomé MITRE, “Carta confidencial” a Diego Barros Arana, publicada en la Revista Chilena t.IV,
Santiago de Chile, oct.1875.
572
Vicente Fidel LÓPEZ, Debate histórico..., t.I, Op.cit., p. 79-80.

745
2.2.2.- Evolución de los criterios metodológicos del oficio bajo el narrativis-
mo historiográfico
En medio de este clima de debate en el que se condensaban paulatinamente los
criterios intersubjetivos que regularían el género historiográfico, era natural que los his-
toriadores ampliaran sus reflexiones metodológicas, asumiendo problemas cada vez más
complejos e intentando responder a los viejos dilemas planteados en las primeras polé-
micas historiográficas.
Uno de los problemas que fueron tomando cuerpo hacia fines del siglo XIX se
definió, gracias al aporte de Paul Groussac, en torno a la compleja relación existente
entre los documentos y el discurso historiográfico, una vez que Mitre lograra imponer,
entre los años ’60 y ’80, la subordinación del relato a las evidencias materiales.
La asunción del requisito heurístico por parte de Groussac, combinada con la crí-
tica racional a la que tantos aportes hizo, desembocaba en un pesimismo metodológico
acerca de la posibilidad de correspondencia recíproca entre, por un lado, un juicio, una
narración de acontecimientos, o un hecho, y por el otro, un documento, un testimonio, u
otra fuente comprobable. La idea de relación biunívoca quedaba así rota, tanto como la
pretensión de reconstruir la realidad pasada en base a un mero ejercicio de traducción
narrativa de los documentos.
La necesaria legitimación heurística del discurso histórico se deslizaba en
Groussac del documento individual hacia el conjunto caótico de las evidencias; de la
mera autoridad de un texto confirmatorio que el historiador no hace sino reproducir, a la
autoridad ganada por el historiador al demostrar sus conocimientos y habilidades para
discernir de entre esa masa desbordante, aquellas fuentes que le permitan acceder a una
visión de conjunto, coherente y verídica573.
Para Groussac los documentos individualmente considerados no poseían un gra-
do tan alto de credibilidad como para poder sostener la labor historiográfica. No es ca-
sual, entonces, que el autor estableciera una analogía entre el documento y el fragmento
de la mandíbula de un fósil, y otra, más significativa aún, entre la tarea intelectual y
creativa de reconstituir una imagen del animal a partir de ese fragmento y la tarea del
historiador de reconstruir el pasado a partir de las evidencias.
Esa reconstrucción significativa —que supone la comprensión—, era de índole
hermenéutica y se producía a partir del contacto fluido y creativo del historiador con el
conjunto de las fuentes, previamente sometidas a un severo examen crítico:
“El estudio intenso de los documentos de una época evoca sus nombres y cosas con una vida y
potencia casi alucinativas: vemos a las segundas en sus detalles y colorido, escuchamos hablar a
los primeros y, como dice Taine tentados de contestarles en alta voz. Entonces la visión se torna

573
“Creemos que el «ensayo», género más libre que la historia propiamente dicha, admite el paréntesis
descriptivo e imaginativo, aunque no se funde en documento preciso, siempre que guarde armonía con el
conjunto y no contravenga a ningún texto auténtico. Así, por lo menos lo han entendido y practicado
alguna vez Macaulay y Carlyle con admirable maestría. En la misma historia, si el dibujo debe ser escru-
pulosamente exacto, no así el color, esencialmente artístico y personal” (Paul GROUSSAC, Santiago de
Liniers, Op. Cit., p. 27.)

746
irresistiblemente filosófica, sin necesidad de largas reflexiones ni moralejas, bastando que surja
la psicología del personaje para provocar un juicio o apreciación moral en el lector.”574

Ahora bien, si el discurso histórico no podía pretender un apoyo cierto y absolu-


to de los documentos individuales, sino simplemente adquirir legitimidad al referenciar-
se en la masa de la evidencia acumulada y examinada críticamente, quedaba claro que
de ella misma no podía surgir un relato ordenado, completo y pormenorizado; sino sólo
ciertos indicios más o menos verificables, con los cuales el historiador debería recom-
poner un cuadro coherente y fluido.
Para que esta recomposición tentativa y perfectible pudiera realizarse era preciso
suturar literariamente las inevitables fisuras que quedaban abiertas tras el mero ordena-
miento cronológico de los hechos brutos extraídos de las fuentes. Veamos a través de un
ejemplo como se articula el discurso de Groussac:
“En aquella mañana del 25 de junio de 1806 al estampido de los tres cañonazos de alarma que
disparaba la Fortaleza, confirmando así la anunciada aparición de la escuadra inglesa en el Plata,
los pacíficos vecinos que no tenían que acudir a sus cuarteles de la Ranchería o catalinas, subie-
ron precipitadamente a sus miradores y azoteas para darse cuenta del extraño y temeroso aconte-
cimiento. Entre los observatorios privilegiados, después de las terrazas del Fuerte y el Cabildo,
no había otros preferibles a los campanarios de los templos que al punto se coronaron de curio-
sos. Algunos de éstos salieron del macizo portón de una amplia morada frontera a Santo Domin-
go donde vivía, con su familia y la de su yerno Liniers, el acaudalado consignatario de la compa-
ñía de las Filipinas, don Martín de Sarratea; se distinguía, encabezando el grupo, un hombre
joven aún, de fisonomía inteligente y porte altivo, junto a un hermoso adolescente, esbelto y ru-
bio, en cuyo tipo agraciado se armonizaban las dos estirpes patricia y francesa. Después de cru-
zar la calle y el atrio del convento, salvaron el locutorio de la izquierda y treparon la empinada
escalera de la torre hasta la estrecha plataforma superior, ya ocupado por algunos frailes domini-
cos...”

“Arrimados a la alféiza del este, los visitantes dorninaban la abierta bahía desde el barranco de la
Recoleta hasta la blanda escotadura del Riachuelo y la punta de los Quilmes... ¡allá estaban las
naves enemigas, enarbolando el insolente pabellón como un desafío a la plaza indefensa!...”

“Entonces el futuro triunviro y gobernador de Buenos Aires giró los ojos en tomo suyo y con-
templó largamente la ciudad nativa, cuyos tranquilos hogares, tanto tiempo felices, iban a cono-
cer tal vez el asalto violento, el saqueo brutal de extranjera soldadesca.”575

Luego de frases de tanto colorido, cuando podría creerse que el Santiago de Li-
niers era, tal vez, una novela histórica, Groussac hizo fluir de la mirada Martín de Sarra-
tea, una descripción de la ciudad, que incluía datos cuantitativos, citas a pie de página,
documentación y polémica con Mitre y López.
Esta irrupción no es casual, como tampoco lo es el que Groussac estableciera, en
el prefacio de 1907, la importancia central de lo heurístico en su Santiago de Liniers, el
cual —según su autor— no sería más que “...una tentativa imparcial, sólo fundada en
documentos fehacientes y debidamente discutidos, para pronunciar sobre la ilustre víc-
tima de la Cruz Alta la sentencia de equidad que la pasión por tantos años le negara”576.
Por lo demás, el texto hace gala permanente de un conocimiento intensivo de la docu-

574
Ibídem, pp. XXXI - XXXII.
575
Ibídem, pp. 27-30.
576
Ibídem, p. XXXIII.

747
mentación disponible y un manejo de fuentes exóticas para los historiadores locales,
como las relacionadas con la biografía de Liniers, los papeles diplomáticos ingleses y
franceses y los periódicos españoles.
Pero Groussac no sólo conocía las fuentes tradicionales del período, sino que
demostraba un excelente manejo crítico del material. Véase, por ejemplo su juicio sobre
las declaraciones de la llamada Colección Coronado577, su manejo del The Trial at Large
of Lieutenant General Whitelocke... en su polémica con Mitre578; sus sendas críticas a
Mitre y López respecto de su utilización acrítica de los documentos referidos a las an-
danzas de Goyeneche579, o a la conjuración de Álzaga durante el virreinato de Liniers580.
Sin embargo, el aporte más interesante de Groussac en el plano de la heurística
fueron sus reflexiones respecto de la necesidad de una crítica hermenéutica del docu-
mento. Nuestra historiografía decimonónica adolecía, según el historiador francés, de la
falta de ejercicio crítico, siendo por ende, propensa a eludir la selección de materiales y
a asumir ingenuamente la veracidad intrínseca de los manuscritos, por el sólo hecho de
ser escritos de época581. El resultado de estas prácticas no podría ser más desalentador,
ni el veredicto de Groussac más lapidario:
“No es la antorcha de la razón ni mucho menos el arte evocador, lo que podría aquí simbolizar la
labor histórica y el juicio de la posteridad sino el tragadero del tiburón. Nos hemos criado en el
culto del fetiche documental”.582

A propósito de la conjugación de la heurística y de la crítica hermenéutica en la


obra que analizamos, resulta interesante releer su exposición en el tercer punto de su
capítulo IV “La Defensa”, explicitando un programa analítico que parte del ordena-
miento y lectura de los documentos impresos y culmina con la profesión de un “juicio

577
Juan CORONADO (comp.), Invasiones Inglesas al Río de la Plata. Documentos inéditos para servir a la
historia del Río de la Plata durante las Invasiones de los generales Beresford y Whitelocke en los años
1806-1807. Conteniendo además el proceso mandado formar por el gobierno inglés al general Whitelocke
en 1808 con motivos del mal suceso de sus armas en la última expedición sobre Montevideo y Buenos
Aires, Buenos Aires, Imprenta Republicana, 1870. El juicio, de Groussac sobre la valía de estos docu-
mentos, muchos de ellos más elocuentes e instructivos que toda la literatura disponible, puede verse en su
Santiago de Liniers, Op.cit., nota nº1, p. 50.
578
The Trial at Large of Lieutenant General Whitelocke, late Commander in Chief of the Forces in South
America by A General Court Martial held at Chelsea Hospital, on Thursday, January 28, 1808, and con-
tinued by adjournment to Tuesday, March 15. Taken by Blanchard and Ramsay, Short-Hand writters to
the Court…, R. Faulder & son, Londres, 1808. Las evaluaciones de Groussac pueden leerse en Santiago
de Liniers, Op.cit., pp. 108-157 y pp. 414-442.
579
Ibídem, nota nº3, p. 225-226.
580
Ibídem, nota nº1, p. 264.
581
“En son de justa protesta contra el deán Funes y sus inmediatos sucesores, que escribían sus crónicas a
manera de consejas, con exclusión severa de cualquiera pieza justificativa, han venido otros que conciben
y tratan la historia como un expediente de escribanía. Desfilan a nuestra vista en procesión solemne los
testimonios impresos o manuscritos, todos igualmente respetables y dignos de fe, aunque procedan visi-
blemente de testigos parciales, falibles, ignorantes o a todas luces embusteros. Las polémicas se compo-
nen esencialmente, como en el poema de Boileau, de mamotretos que los contendores se arrojan mutua-
mente a la cabeza: Funes contra Núñez, manuel Moreno contra Torrente, Sota contra Seguí —para no
citar a los peores. Un sermón de fraile franciscano, un diario de sargento de blandengues, un rasgo enco-
miástico en verso que parece prosa o vice versa, sirven de fundamento a tesis contradictorias y se elevan a
la categoría de autoridades históricas. Y todo ello al por mayor, sin discutir, sin distinguir.”(Ibídem, p. 66)
582
Ibídem, p. 66

748
crítico que suscite la ilustrada apreciación del lector”583. En base a este programa
Groussac discerniría entre una “masa compacta y a menudo contradictoria” de docu-
mentos, aquellos que resultan más creíbles y exactos, determinando los límites de la
credibilidad general de las fuentes autóctonas584 y de los testimonios británicos585.
Groussac sostenía la idea de que era imposible fijar hechos históricos a partir de
testimonios sin recurrir a la contraprueba y sin establecer la concordancia en la versión
de diferentes informantes.586
Las razones de Groussac fueron expuestas claramente, cuando señaló —a propó-
sito de su discusión con Mitre sobre los apoyos documentales que este ofrecía para atri-
buir al Coronel Denis Pack la autoría del plano del asalto británico—, que:
“El hombre es gran forjador de quimeras; y cuando vemos a cada paso que testigos oculares, ju-
ramentados y sinceros, declaran solemnemente lo que sólo han imaginado, no visto o podido ver,
se requiere una buena dosis de credulidad para aceptar como prueba histórica lo que, años des-
pués, pudo decir Rivadavia a Varela sobre materias que ni uno ni otro entendían.”587

La crítica heurísitica de Groussac presentaba objeciones y prevenciones que


afectaban o restringían la credibilidad de los testimonios en sí, prescindiendo del vehí-
culo que los presentara: era la perspectividad subjetiva del testigo lo que los haría par-
ciales e incompletos, y no específicamente el hecho de que tomaran la forma de una
narración o de un recuerdo588 —aun cuando esta última planteara problemas adicionales
por su falta de fijación textual y su alta discrecionalidad—.
El antídoto contra la perspectividad del testimonio estaría dado por el recurso a
la crítica positiva y la inducción racional:
“Contra el documento escrito y firmado dos meses después por testigos sin duda, de buena fe,
pero destituidos de sentido histórico y sujetos más que otros a la irresistible ilusión imaginativa
que exagera, simplifica, deforma, es decir compone la realidad, —se levanta la crítica positiva, la
cual, armada de esa misma ley de la correlación orgánica que Jorge Cuvier aplicara a su materia,
y es la condición necesaria de todos los fenómenos, denuncia netamente el error o el fraude. La
letra queda vencida por el espíritu. Todos los testigos contemporáneos, seres de credulidad y
clientes del milagro, no prevalecen sobre la simple inducción racional.”589

Ahora bien, siendo las fuentes —debidamente pasadas por el tamiz de la crítica
hermenéutica— el requisito insoslayable de toda construcción historiográfica, no pue-
den éstas cubrir la totalidad del panorama fáctico desplegado en el pasado. De allí la
necesidad de recurrir a la composición literaria para articular un relato coherente. Este

583
Ibídem, p. 124.
584
Los testimonios de los españoles y patricios de la época no son demasiado creíbles para Groussac ya
que provienen de “personas generalmente propensas a la exageración y extrañas a la crítica severa de sus
propias impresiones” (Ibídem, p. 124) Luego, en la nota que en dicho punto se abre, el historiador francés
hace pormenores acerca de sus razones para tratar con “prudencia, reserva y crítica” las actas del Cabildo,
la Memoria del coronel Pedro A. García, las Noticias históricas de Núñez o la Autobiografía de Belgrano
(Ibídem, nota nº1, pp. 124-125).
585
Ibídem , nota nº1 p. 124-125
586
Ibídem, p. 124.
587
Ibídem, nota nº1, p. 130
588
Ibídem , p. 79-80.
589
Ibídem, p. 67.

749
recurso conllevaba, por supuesto, la aceptación de que los hechos de la realidad no se
presentaban como sucesos dotados de una estructura o sentido, por lo que su encadena-
miento argumental y vinculación significativa no devenía de la naturaleza de los hechos
históricos, sino de una operación intelectual del historiador590.
El discurso historiográfico, según lo concibió Groussac, sólo podía conformarse
como un relato, riguroso en sus cimientos, pero estéticamente agradable, en el que debía
inducirse la percepción del contexto vívido, aun cuando este fuera hipotético y conjetu-
ral.
Sería un error pensar que lo que aquí estaba puesto en juego era una mera cues-
tión estética o estilística. Por el contrario el texto de Groussac refleja con una claridad
meridiana una concepción narrativista de la historiografía que, sin duda, compartía con
Mitre y López, según la cual los hechos de la historia sólo podían volcarse adecuada-
mente en los moldes de un tipo de narración diacrónica que internalizara el discurrir del
tiempo, que distinguiera un tema, que planteara un argumento, unos protagonistas, un
desarrollo acontecimental coherente y que cerrara efectivamente con un juicio morali-
zante explícito o sugerido.
Esta concepción no supone, sin embargo, una identidad absoluta entre literatura
e historiografía. La narración historiográfica, al poseer requisitos referenciales de vali-
dación (las fuentes como pruebas) se diferenciaría de la mera ficción literaria, en la cual
el autor, libre de este tipo de ataduras, podría desarrollar su acto de creación artística sin
exigencias metodológicas591. En la historiografía el vuelo de esa creatividad poseería
límites heurísticos más o menos precisos, dado que la narración estaría orientada, no
sólo a narrar una story, sino a construir un relato verídico respaldado por las pruebas
documentales.
De allí que Groussac previniera al lector acerca de posibles confusiones592, como
las que podían producirse al leer los magníficos párrafos que relataban el encuentro de
Liniers y el Marqués de Sassenay entre los rigores de una romántica tormenta:

590
“Son los propios historiadores los que han transformado la narratividad, de una forma de hablar a un
paradigma de la forma en que la realidad se presenta a una conciencia realista. Son ellos los que han con-
vertido la narratividad en valor, cuya presencia en un discurso que tiene que ver con sucesos reales señala
de una vez su objetividad, seriedad y realismo. Lo que he intentado sugerir es que este valor atribuido a la
narratividad en la representación de acontecimientos reales surge del deseo de que los acontecimientos
reales revelen la coherencia, integridad, plenitud y cierre de una imagen de la vida que es y sólo puede ser
imaginaria. La idea de que las secuencias de hechos reales poseen los atributos formales de los relatos que
contamos sobre acontecimientos imaginarios solo podría tener su origen en deseos, ensoñaciones y sue-
ños.” (Hayden WHITE, El contenido de la forma, Op.cit., p. 38)
591
Ver: Paul RICOEUR, Tiempo y narración, T.1, p. 269-271. Ricoeur retrotrae la cuestión del “realismo”
diferenciador del discurso historiográfico al pensamiento aristotélico, en el cual la historia era pensada
como un relato incompatible con las exigencias poéticas, no sólo, por su carácter episódico, sino por el
carácter real de los episodios con los que se trabaja. Contra esta perspectiva, prolongada en las concep-
ciones especulares de los historiadores académicos y los críticos literarios, es que Hayden White argu-
menta, en su Metahistoria, la similitud estructural de la narrativa de ficción y de la historiografía.
592
“Deseo que no choquen al lector algunas tentativas de reconstrucción en parte hipotética, que sólo
atañen al color local o marco decorativo, y de ningún modo a los hechos históricos; -ni tampoco cierta
soltura del estilo, que suele incurrir en alusiones literarias y giros familiares un tanto reñidos con la inalte-
rable gravedad de la historia escrita de modo clásico.” (Paul GROUSSAC, Santiago de Liniers, Op. Cit., p.
XXXI).

750
“Es muy seductora, por cierto, la tentación de reproducir por conjetura el diálogo de los dos ami-
gos que, después de larga separación, volvían a encontrarse en tan extrañas circunstancias. La
hora, el lugar y hasta la tempestad de invierno que estremecía la vetusta Fortaleza acrecentaban
lo intensamente dramático de la situación... Pero el historiador no tiene el derecho de invadir el
campo del novelista; y si se tolera que pruebe a colorir (como acabo de hacerlo) las líneas secas
del testimonio, valiéndose de datos analógicos, no le es permitido forjar un documento del todo
imaginario, por verosímil y probable que en sus términos generales aparezca.”593

Ahora bien, la vinculación estrecha de los historiadores decimonónicos con la li-


teratura no estuvo dada sólo por su activa intervención literaria, ni por su condición de
frecuentadores activos de la literatura clásica y contemporánea, ni siquiera por el cultivo
de un estilo cuidado y florido. Tampoco se agotó ésta en los sugestivos puentes que
tendieron entre el relato histórico y el literario y que dieron por resultado varias novelas
y dramas históricos de su autoría. La cuestión se relaciona, mas bien, con la influencia
contextual del Romanticismo que “...con su potencia inundatoria y transgresora de lími-
tes, convirtió en playa oscilante, en franja de intercambio, lo que se quiso fuera línea
demarcatoria entre los espacios históricos y literarios y con unas condiciones de exis-
tencia que apartaban a la historiografia del período de una realización científica, refor-
zando el vínculo esencialmente estético y narrativo entre el pasado, sus evidencias y el
discurso histórico”594.
Partiendo del hecho de que el espacio de la historiografía poseía, en este período,
unas condiciones de existencia alejadas completamente de las propias de las disciplinas
“normalizadas” o estructuradas como “campos intelectuales”, es lógico postular que la
discrepancia entre los historiadores decimonónicos se organizaba a partir de los moldes
que les ofrece la cultura literaria de la época.
La ausencia de criterios epistemológicos de objetivación y análisis y la falta de
un lenguaje técnico impidió que se formalizara un discurso científico de la historia en el
siglo XIX, provocando que la mayor parte de los historiadores estuviera comprometida
con una “...pluralidad de estrategias interpretativas contenida en los usos de la lengua
ordinaria”595. Reconocer este compromiso no supone, sin embargo, afirmar que la len-
gua ordinaria se hubiera erigido en medio de normalización: la coincidencia “narrativis-
ta” de Mitre, López o Groussac no puede ser entendida como el resultado de la existen-
cia de un paradigma común, ya que la literatura, en tanto puro arte, no puede proveer ni
el marco, ni el lenguaje técnico, ni un espacio racional intersubjetivo para estructurar un
modelo o paradigma disciplinario. A tal efecto es útil recordar que ningún protocolo
lingüístico fue capaz de fijar un estilo o modelo estético típico para el género historio-
gráfico.
Los conflictos historiográficos que enfrentaron a los historiadores narrativistas
como Mitre, López y Groussac, pueden ser interpretados satisfactoriamente a partir de

593
Ibídem, 205.
594
Pedro Luis BARCIA, “La literatura y los historiadores”, en: Academia Nacional de la Historia, La Junta
de Historia y Numismática Americana y el movimiento historiográfico en la Argentina (1893-1938) T.II,
Cuarta Parte, pp. 273-286, Buenos Aires, ANH, 1996, p. 274.
595
Hayden WHITE, Metahistoria (1973), FCE, México D.F., 1992, p. 407.

751
Hayden White, como conflictos metahistóricos en los que el modo de la escritura de la
historia “...no es exterior a la concepción y a la composición de la historia; no constitu-
ye una operación secundaria, propia sólo de la retórica de la comunicación, y que podría
desestimarse como si fuera de orden simplemente redaccional”596, siendo por el contra-
rio, constitutivo del modo histórico de comprensión.
El recurso a la literatura para articular un relato coherente, que ponen en eviden-
cia estos historiadores conlleva el supuesto de que los hechos de la realidad no se pre-
sentan como sucesos dotados de una estructura o sentido; por lo que el encadenamiento
argumental y la vinculación significativa de los mismos en un relato, deviene no de la
naturaleza de los hechos, sino de una operación intelectual del historiador597.
La concepción narrativista de la historiografía que, sin duda, compartían los
principales historiadores decimonónicos, suponía que los hechos históricos sólo podía
volcarse adecuadamente en los moldes de un tipo de narración diacrónica que internali-
zara el discurrir del tiempo, que distinguiera un tema, que planteara un argumento, unos
protagonistas, un desarrollo acontecimental coherente y que cerrara efectivamente con
un juicio moralizante, explícito o sugerido.
Ahora bien, la metahistoria poética que estructuraba los textos de Mitre, que
orientaba sus juicios, que organizaba sus problemáticas era, sin duda, muy diferente de
la que podía hallarse, por ejemplo, en los textos de Paul Groussac.
Como hemos podido ver, la reflexión historiográfica tradicional ha querido ver
en los años que transcurren entre la aparición de la Historia de Belgrano y el Centena-
rio de la revolución de independencia, un panorama caracterizado por la oposición de
escuelas, una de las cuales —la rigurosamente erudita representada por Mitre y Grous-
sac—, habría sido la precursora de la historia rigurosamente científica que, según Car-
bia, se practicaba en el país desde el florecimiento de la Nueva Escuela Histórica. La
alternativa planteada en los años ’80 a esta visión evidenció el carácter ideológico de
este intento, al mostrar que, ante las propuestas de subsumir la historia en las ciencias
sociales o naturales, la Nueva Escuela debió recurrir a la invocación del carisma político
de Mitre para legitimar una reconstrucción de la disciplina basada en los valores tradi-
cionales del oficio.
No en vano ambas propuestas han mostrado su preocupación por diagnosticar,
ora la existencia de una continuidad entre la obra de Mitre y Groussac —a los efectos de
sostener la existencia de una escuela erudita—; ora la existencia de una discontinuidad
entre el modelo de la Historia de Belgrano y el de Santiago de Liniers —a los efectos
de sostener la idea de una doble crisis del modelo narrativista en los años ’80 y sus con-
secuencias anómicas sobre la historiografía argentina.
Hemos sugerido reiteradamente la conveniencia de abandonar ambas interpreta-
ciones, proponiendo la idea de un estado preparadigmático de la disciplina en el que el
campo historiográfico aparecería como un espacio heterogéneo en construcción y abier-

596
Paul RICOEUR, Tiempo y narración (I), Siglo XXI, México DF, 1995, p. 269.
597
Hayden WHITE, El contenido de la forma, Op.cit., p. 38

752
to al cruzamiento e interacción de interpretaciones múltiples y no como un espacio es-
tructurado por la polarización de dos formas excluyentes e internamente homogéneas de
hacer historia (filosofante-erudita y narrativista-estructuralista).
Esta nueva visión conlleva la necesidad de contextuar las relaciones, filiaciones
o contraposiciones que podamos detectar entre los historiadores de la época, en un mar-
co no institucionalizado y atomizado de producción del conocimiento.
En este contexto podemos, por un lado, apreciar sin riesgos de contradicción,
que Mitre y Groussac compartieron una común preferencia por una historiografía con
apoyatura documental, narrativista, diacrónica y formista, sin que esto implique creer en
la existencia de una escuela erudita que los reuniera. Y, por otro, reconocer que Mitre y
Groussac partieron de prefiguraciones poéticas del campo histórico completamente dife-
rentes que desembocan en distintas formas de tramar y de narrar un proceso histórico
prerevolucionario, sin que esto implique afirmar una incompatibilidad irreductible entre
sus producciones.
En este sentido será muy útil detenerse por un momento en el Santiago de Li-
niers. Conde de Buenos Aires, 1753-1810 de Paul Groussac 598, una de las obras que
presentó más claramente —dentro de un enfoque narrativista— una interpretación alter-
nativa a la de la Historia de Belgrano y a la Historia de la República... de López, a la
vez que intentó ofrecer una solución metódica basada en la síntesis de erudición, crítica
y literatura. El interés de analizar el Santiago de Liniers reside en que en esta obra pue-
den detectarse claramente marcas de época, en especial aquellas que pueden ilustrarnos
acerca de las condiciones de existencia de la disciplina del período que analizamos ante-
riormente y en el que le tocó irrumpir a Altamira.
Lo primero que debe decirse es que Groussac asumió en su Santiago de Liniers
dos objetivos explícitos. El primero es eminentemente erudito y se halla enmarcado en
la concepción de la historiografía propia de su época: hacer que salga a flote la verdad,
corregir errores tradicionales, criticar los documentos, aportar nuevos datos y/o fuentes.
Esta tarea, fundamentalmente crítica, íntimamente asociada al estilo polémico de su
pluma, habilitaba un ejercicio de escritura en dos “niveles” superpuestos: uno, en el que
discurría su propia interpretación de la historia pre-revolucionaria y otro, generalmente

598
Esta edición contiene un interesante prefacio firmado en París el 15 de julio 1907, incorpora correc-
ciones a la primera parte, y presenta la segunda parte prácticamente intacta. A modo de apéndice se inclu-
ye los textos de la polémica entre Groussac y Mitre, previa sustracción de los ataques indecorosos al “ve-
nerable anciano” muerto ya en 1906. La edición descarta, no obstante, la publicación de la documentación
de apoyo, más allá de las citadas en las notas a pie de página, pero incorpora un plano del asalto británico
a Buenos Aires durante la segunda invasión inglesa. La obra tuvo cinco reediciones posteriores en Argen-
tina: la de Editorial Americana en 1942; la de la Colección Clásicos Argentinos de la Editorial Estrada en
1943 —en la que se incluyó un prólogo de Alfonso de Laferrére—; una reedición de 1952 que reprodujo
el contenido de la de 1943, la de agosto de 1998 por la editorial El Elefante Blanco y la de 1999 por la
editorial La ciudad argentina. Es significativo el hecho de que la tercera y cuarta reediciones titularan la
obra simplemente como Santiago de Liniers, perdiéndose la segunda frase que aludía a la nobleza adqui-
rida por el marino francés. Para una refutación erudita de la intitulación de Liniers como conde de Buenos
Aires —que, sospechamos, no es del todo ajena a la supresión que mencionábamos anteriormente—, ver:
Emilio RAVIGNANI, “Santiago de Liniers no fue Conde de Buenos Aires”, en: Boletín del Instituto de
Investigaciones Históricas de la Facultad de Filosofía y Letras, T. XVII, pp. 375-436, oct. 1933 (publi-
cado simultáneamente como una separata en forma de cuadernillo).

753
escrito en letra menuda a pie de página, en el que se llevaba a cabo una tarea de zapa
sobre los aportes de Luis L. Domínguez, Francisco Bauzá y, en especial, de los de Bar-
tolomé Mitre y Vicente Fidel López.
El segundo objetivo, ligado más al rol de intelectual irreverente con que Grous-
sac se posicionó en el mundo cultural rioplatense, era operar una reparación histórica599
que rescatara la figura de Liniers de las difamaciones de sus enemigos contemporáneos,
de las visiones acríticas de muchos polemistas posteriores y del discurso patriotero que
había deformado el juicio histórico.
Este deseo de reivindicación, unido a la lógica polémica que orientaba las inter-
venciones historiográficas, llevó a Groussac a cuestionar la pertinencia de realizar la
historia de un proceso político independentista a partir de una figura individual que,
como la de Manuel Belgrano, sería incapaz de expresar, por sí misma, la “evolución
colectiva de su pueblo”. Según Groussac, Belgrano no resistía el peso que se le quiso
echar encima, siendo totalmente inadecuado subordinarle acontecimientos en los que
sólo fue testigo o secundario colaborador600.
Groussac quería dejar claro —¿quizás también por las afinidades honrosas con
su figura?601—, que si alguien podía aspirar a encarnar la historia del Río de la Plata
entre 1806 y 1809 ese era el francés Santiago de Liniers:
“Santiago de Liniers no fue por cierto un Washington ni un Bonaparte; pero no es discutible que
durante tres años completos y decisivos, tanto por su prestigio personal como por sus títulos y
cargos administrativos presidió en este virreynato, como ya se dijo, al obscuro proceso germina-
tivo y a la evolución iniciadora de la nacionalidad. Para el caso, poco importaría —como se em-
peña en demostrarlo el ilustre historiador más arriba citado— que el talento y el carácter de Li-
niers fuesen inferiores a su fortuna; bastaría que ante el pueblo del virreinato... el héroe de la
Reconquista, organizador de la Defensa y caudillo directo de Buenos Aires fuera -como lo fue-
la figura representativa y central del Río de la Plata, para que su biografía externa se confundiera
con la historia del país en dicho período trienal.” 602

No obstante el Santiago de Liniers, lejos de agotarse en una meditación biográfi-


ca, es un texto que ofrece un balance práctico y teórico del estado de la disciplina y, lo
que es más importante, un claro ejemplo de cómo la historiografía decimonónica podía
adoptar una estrategia narrativa alejada de la prefiguración novelesca y de la interpreta-
ción optimista de Bartolomé Mitre.
Ahora bien, si no fue la novela el modelo de la narrativa historiográfica de
Groussac ¿qué tipo de estructura fue, entonces, la que empleó Groussac para construir
su relato de la historia prerevolucionaria en su Santiago de Liniers? ¿Cuál fue la me-
tahistoria poética que estructuró este texto, que pautó sus explicaciones, que orientó sus
juicios, que organizó su problemática?

599
Paul GROUSSAC, Santiago de Liniers, Op.cit., p. XXXIII. Este rescate implica discutir la dualidad
moral y el partidismo pasional con la que se ha juzgado a Liniers, llegando a considerar a su obra como
un aporte a la erección de una estatua al Reconquistador en Buenos Aires (p.XXXIII - XXXVI).
600
Ibídem, pp. 101-102. Ver también la nota nº 1, p. 302.
601
Una pintoresca formulación de la identificación existencial entre Liniers y Groussac puede verse en:
Juan A. GARCÍA, En los jardines del convento. Narraciones, notas, oraciones, Coni, Bs.As., 1916, pp.
318-332.
602
Paul GROUSSAC, Santiago de Liniers, Op.cit., p. 102.

754
En términos de Hayden White603, podríamos decir que así como Mitre construyó
una historia “novelesca” en la que se desarrolla el drama triunfal y autoidentificatorio de
la Nación y de la elite liberal porteña, Groussac optó por una estrategia de tramado del
relato congruente con la modalidad de la tragedia604. Esta modalidad debe ser entendida
como un drama del desgarramiento del hombre en el mundo, en el que flota la perma-
nente idea de la inadecuación de la conciencia y voluntad humanas con la realidad, y en
el que el relato no es el de un ascenso apoteótico del héroe, sino el de una caída fatal de
un protagonista arrastrado por la vorágine de un conflicto desatado por fuerzas podero-
sas e incontrolables.
No es casual que la tragedia fuera invocada, en el prefacio de 1907, como analo-
gía explicativa de un proceso histórico signado por las pasiones, la angustia y el terror,
por un lado, y de un ejercicio historiográfico orientado a reconstruir ese desarrollo dra-
mático de la historia en el fluir mismo de una narración significativa, por otro. Narra-
ción que, por ajustarse perfectamente al carácter del proceso histórico analizado, podía
prescindir del aleccionamiento filosófico del historiador, como el drama shackespiriano
pudo prescindir del coro griego605,
Groussac construyó su tramado trágico de la historia prerevolucionaria según
tres momentos argumentales: 1) la preparación en la obscuridad y el acontecimiento
disruptor; 2) el momento fugaz de gloria y poder, y 3) la inevitable caída y la catástrofe.
El Santiago de Liniers comienza delineando la personalidad de un protagonista
conflictuado, íntegro y austero, predestinado a una gloria que la providencia le niega
abandonándolo en una colonia miserable al servicio de un monarca extranjero606.
Introducido el héroe, Groussac coloreó el mundo trastornado que lo rodeaba y
que serviría de contexto para el drama narrado: Trafalgar y Austerlitz, Francia e Inglate-
rra, personificadas por sus cualidades y defectos607, se disputaban la hegemonía mundial
mientras la España decadente de los Borbones languidecía como un hombre enfermo.
Lejos del mundanal ruido se hallaba Buenos Aires. Ciudad que, sumida en una placidez
colonial y viviendo una existencia casi natural lejos de las “frivolidades del mundo y las

603
Hayden WHITE, Metahistoria, Op.cit., p. 19.
604
Es indudable que en los últimos treinta años, el impacto de las interpretaciones narrativistas de la his-
toria ha aportado no sólo una nueva perspectiva de análisis historiográfico, sino, también, los lineamien-
tos de un programa irracionalista y anticientífico, Si bien no compartimos la visión epistemológica que
esta perspectiva cree deducir de sus análisis de la historiografía del siglo XIX, es innegable que sus estu-
dios específicos de los clásicos del siglo pasado han contribuido a una mejor comprensión de los textos en
sí y del estado de la disciplina durante aquel período. Por ello resulta absurdo, so pretexto de rechazar las
conclusiones, descartar los aportes que hiciera Hayden White en su Metahistoria para comprender la
estructura poética de la historiografía decimonónica.
605
Sin embargo, luego de ciertos momentos límite del relato, Groussac irrumpirá como voz precognitoria
señalando ácidamente futuras desgracias y escamoteando la alegría asociativa del lector por el triunfo
provisorio de su héroe. Esto crea suspenso y acentúa el tono dramático y fatalista de la obra.
606
“Liniers fue, pues, uno de tantos segundones de fortuna.” (Paul GROUSSAC, Santiago de Liniers,
Op.cit., p. 4). Desde 1788 —en que llega al Río de la Plata— su vida transcurre en un “claroscuro”, ca-
racterizada por una “honrosa medianía” y una “notoriedad casera y sin marcado relieve exterior” (Ibídem,
p. 4). Durante estos años Liniers “fue uno de los tantos oficiales que vegetaron durante años en las colo-
nias españolas, cumpliendo obscuramente su deber, sin gloria ni provecho.” (Ibídem, p. 10).
607
Ibídem, p. 14-15.

755
baratijas de la civilización”608, ponía en marcha un sordo e inexorable proceso de cam-
bio, promovido por la elite criolla y entorpecido por la fuerza retrógrada de una buro-
cracia cerril que simbolizaba la decrepitud de la administración imperial española609.
Bosquejado el escenario, Groussac situó rápidamente al lector en el punto de
partida del drama: las invasiones inglesas al Río de la Plata (1806 y 1807). Este episo-
dio representaría el ajuste entre el mundo real y el mundo casi onírico de armonía y paz
en que vivía la capital del virreynato. En este contexto, se impuso naturalmente, enton-
ces, la metáfora del vendaval que quebraba el ensueño bucólico e insertaba a Buenos
Aires en los conflictos reales de un orbe convulsionado, de los que ya no podría escapar.
Este acontecimiento es el que echa a andar el mecanismo de relojería de la narración
trágica del largo y sinuoso camino que atravesará la historia del país y la vida de sus
protagonistas. Este es el hecho que fortuita y fatalmente colocará a un hombre gris, en-
caramado en héroe de esta historia, en el ojo de una tormenta que intentará gobernar610,
pero que terminará por destruirlo.
La sucesión de los acontecimientos y el contraste con los otros personajes de es-
te drama, muestra el verdadero carácter de Liniers. Groussac elaboró el perfil de los
actores secundarios —presentados como encarnaciones de las fuerzas en conflicto—
cubriendo con ellos las tipologías clásicas: el contra-almirante sir Home Popham fue
caracterizado como pillo sin escrúpulos, codicioso y aventurero; el general William
Carr Beresford como astuto diplomático, inteligente y manipulador; el virrey Marqués
de Sobremonte y sus ayudantes militares fueron pintados como criaturas torpes e inúti-
les, seres sin honra, decadentes y cobardes militares de papel; el alcalde Álzaga —rival
de Liniers— fue visto como un ambicioso y petulante comerciante, enérgico pero ingra-
to; Francisco Javier de Elio fue condenado como un bruto y ampuloso; el general Goye-
neche, como un ilustrado e intrigante cortesano; Cornelio Saavedra, como un hombre
valiente, leal pero débil de carácter; Mariano Moreno, como un genio ardoroso y extre-
mista; y el Deán Funes, tachado de vanidoso, falso y delator.
Liniers, por el contrario, fue caracterizado como un ser cuyas virtudes permane-
cieron intactas ante la adversidad y la crisis: “gentilhombre de raza”, “padre de familia
honrado y pobre”; “creyente sincero”; “soldado pundoroso y valiente”; “jefe militar
experimentado”; sujeto de una “bondad ingénita” caracterizado por su 1ealtad y “fideli-
dad”611. Sus propios defectos, dispuestos junto a los de sus adversarios, parecían en rea-

608
Ibídem, p. 41.
609
“A los primeros virreyes, que se llamaron Ceballos y Vértiz sucedían nulidades palaciegas como
Melo, caballerizo de la reina, o Sobremonte, vejete de comedia encumbrado por una doble casualidad.
Reemplazaba al ilustrado y digno obispo Azamor, un Lue retrógrado y pendenciero. Los jefes valientes
que tomaron la Colonia eran sustituidos por criaturas de Godoy, incapaces hasta de una capitulación hon-
rosa ante el enemigo. De arriba a abajo toda la armazón política se caía a pedazos, roída por la incuría y el
peculado.” (Ibídem, p. 37). En otros párrafos de la misma página Groussac habla de un “régimen conde-
nado” por su “desgobierno y corruptela”.
610
“¡Era llegada la hora! A los cincuenta y tres años, Liniers iba a salir bruscamente de la penumbra en
que se consumiera su vida, en vano acecho de la ocasión suprema que Su intento le anunciaba ya.. el
héroe tanto tiempo pasivo entraba ahora en actividad.” (Ibídem, p. 12).
611
La caracterización de Liniers es continuamente reforzada, pero en lo esencial debe buscarse en el
primer capítulo, sobre todo en la página 12 y en el cierre de la narración (Ibídem, pp. 393-395).

756
lidad virtudes. Groussac hablaba así de su “ingenuidad”, de su personalidad “influen-
ciable por las mujeres”, de su prodigalidad con el dinero, de su credulidad y moderado
envanecimiento. Su propio aspecto físico fue delineado de acuerdo con un ideal sugesti-
vo: “alto, hermoso y elegante”, llamado por el destino “en la plenitud de su robusta ma-
durez” y acreedor de una “irresistible seducción personal que irradia la bondad unida a
la bravura”.
Sin embargo tales virtudes, que hablan con justicia de su encumbramiento —por
otra parte, más fortuito que planificado—, se mostrarán inadecuadas para garantizar su
supervivencia en el nuevo mundo que el propio héroe trágico, como protagonista invo-
luntario, había contribuido a modelar. Pronto se haría patente que en torno y a través del
héroe de la Reconquista y Defensa de Buenos Aires comenzaban a fluir fuerzas podero-
sas que planteaban conflictos de tal magnitud que pronto rebasarían su poder y su carác-
ter, arrastrándolo fatalmente hacia su calvario tan sólo cuatro años después de haber
sido idolatrado por la muchedumbre. Así, Liniers marchaba hacia su destino ingrato
desde el mismo pináculo de su gloria y nada podría torcer ese rumbo implacable. Vícti-
ma de desgracias, traiciones y continuas ingratitudes, hasta las casualidades fortuitas
pavimentaron su ruta hacia el cadalso en Cabeza de Tigre. Su ejecución injusta y arbi-
traria no provocó, sin embargo, reacciones en el pueblo que lo había festejado; su nom-
bre, enlodado por vituperios y falsas acusaciones, se olvidaría rápidamente en la vorági-
ne de una revolución que no tardaría en devorar a sus propios hijos.
En esta tragedia, como en todas, no habría situaciones festivas que celebrar, sal-
vo las falsas o ilusorias —como los momentos que siguieron a los acontecimientos de la
Reconquista y la Defensa de Buenos Aires—, sino un drama que era preciso compren-
der y del cual podían sacarse enseñanzas. Se daba, entonces, la posibilidad de que, a
través de la moraleja —que Groussac elaboró impecablemente en las últimas páginas de
su estudio—, se produjera una suerte de reconciliación entre los espectadores de la ca-
tástrofe personal de Liniers y el mundo. Reconciliación que enriquecería la consciencia
de los lectores por la certeza de haber accedido intelectualmente, gracias a la exposición
historiográfica, a la epifanía de las fuerzas que gobiernan fatalmente la existencia huma-
na.
Esta consciencia inducida no podía ser sino la consciencia trágica que impone
una resignación respecto de la injusticia y de las pasiones irracionales que operan en el
mundo como condiciones de existencia de la humanidad. Estas fuerzas ciegas segaron la
vida de Liniers, pero terminaron volviéndose inexorablemente contra los mismos revo-
lucionarios, que no sólo vieron corromper su ideal, sino que contribuyeron paradójica-
mente al encumbramiento del tirano Juan Manuel de Rosas612.
Esta visión y prefiguración poética de la historia pueden comprenderse cabal-
mente si las relacionamos con el escepticismo metafísico y con la propia visión trágica

612
Ibídem, pp. 394-395.

757
del mundo613 y la civilización de Paul Groussac. Visión trágica en la que anidaba un
descreimiento de las soluciones definitivas que, a los eternos tormentos de la existencia
humana ofrecía tanto la vieja religión como el cientificismo positivista de la época.
Esta consciencia trágica del mundo se nos aparece, sin duda, como más adecua-
da a la coyuntura político-cultural de fin de siglo que la visión progresista de Mitre, sin
que ello implique dar credibilidad a una interpretación tan terminante como la de quien
dedujo de la supuesta crisis de la idea mitrista de la historia, la crisis de la historia narra-
tivista en sí misma614.
Como vimos, esta supuesta crisis, fue diagnosticada en base a la aparición de
nuevas estrategias cientificistas y sociologistas, pero también a partir de la supuesta
incompatibilidad entre las obras de Groussac y el modelo de una historiografía románti-
ca centrada en el relato del desarrollo político nacional. Creemos que los párrafos de
Groussac que hemos reproducido nos eximen de abundar en refutaciones textuales de
tal aserto.
Pese a todo, Halperín Donghi creía encontrar pruebas de ello, por un lado en el
particular y ambiguo modo de inserción del historiador francés en la historiografía local,
y por el otro, en el carácter de su producción, centrada en un personaje no representati-
vo, marginal y extranjero. Esta información puede ser útil para caracterizar los intereses
de Groussac, pero es evidente que, si de lo que se trata es de diagnosticar una disconti-
nuidad objetiva, tales razones no pueden convencemos de que el Santiago de Liniers
sea, en sí, la prueba de la ruina del narrativismo. Por el contrario, cualquier relectura de
esta obra puede demostrar fácilmente que Groussac no abjuró del abordaje narrativo de
los hechos sino que simplemente opta por una estrategia narrativa diferente de la que
adoptara Mitre.
Pero la pluralidad de perspectivas disponibles en el fin de siglo no se agotaba
aquí. Las diferentes estrategias narrativistas convivieron con otro tipo de estrategias de
estudio y comprensión del pasado que se referenciaban en los problemas, inspiraciones
y lenguajes de las ciencias naturales o de las nacientes ciencias sociales. Estas estrate-
gias rechazaban la imposición de la forma del relato a la realidad histórica estudiada,
reclamando para sí la legitimidad de un conocimiento científico riguroso, o por lo me-
nos más objetivo y significativo que aquel que toleraba la presencia —y a menudo el
protagonismo— del artificio literario.
¿Hasta qué punto estos experimentos cientificistas, psicologistas, economicistas
y sociologistas fueron radicalmente renovadores respecto de las líneas interpretativas
introducidas por el ensayismo clásico? ¿Hasta qué punto estos estudios introducían un
lenguaje, una problemática o una explicación auténticamente científica y, por lo tanto,
opuesta a la estrategia narrativista? Si bien esto merece ser objeto de un estudio particu-

613
La lectura del estudio de Lucien GOLDMANN El hombre y lo absoluto. El dios oculto, Madrid, Penín-
sula, 1982, puede iluminar buena parte de la cosmovisión trágica de Groussac que se hace extensible a su
discurso historiográfico y a la conformación psicológica de sus protagonistas.
614
Tulio HALPERÍN DONGHI, “La historiografía argentina del ochenta al centenario” (1980), en: Ensayos
de Historiografía, Op.cit., pp. 48-55.

758
lar, no debemos suponer que estos discursos “cientificistas” del pasado argentino tuvie-
ran, más allá de sus pretensiones, un tipo de circulación, un ámbito de socialización o
un público esencialmente diferente del de la narrativa historiográfica o de los otros “gé-
neros confusos” que poblaban el espacio intelectual abierto y experimental argentino. Si
bien el “campo historiográfico” o la “historiografía como disciplina” no existía, tampo-
co existían “disciplinas” o “campos” auténticamente institucionalizados que definieran
sus propias leyes de funcionamiento o sus paradigmas, que contuvieran comunidades
científicas o grupos en torno a textos que hoy, desde nuestra realidad, podemos identifi-
car como “economicistas”, “psicologistas” o “sociologistas”. En este contexto, es posi-
ble pensar que las obras de Ramos Mejía y luego las de Juan Agustín García y Juan Ál-
varez más que provocar una ruptura, lo que hicieron fue retroalimentar las
características del espacio intelectual y de la naciente historiografía, aportando una va-
riedad más que se integró sin problemas al caleidoscopio intelectual rioplatense.

2.3.- Síntomas de cambio en torno del Centenario y del arribo de Altamira.

2.3.1.- Las demandas sociales a la Historiografía en el Centenario


Si el conjunto de características que hemos observado en el mundo intelectual
rioplatense impulsaron la progresiva consolidación del género historiográfico en la se-
gunda mitad del siglo XIX, no debe perderse de vista que esas características bloqueron,
a la vez, su posible —mas no necesaria— evolución científica. De allí que, a menos que
estemos dispuestos a imponer un modelo teórico de la evolución historiográfica argenti-
na haciendo abstracción del contexto socio-cultural e intelectual, no podemos suponer
que esta sinuosa evolución hubiera obedecido a la estricta lógica de su desarrollo epis-
temológico como disciplina.
Evidentemente, la reflexión puramente metodológica o epistemológica tiene una
indiscutible pertinencia y un área de análisis legítima, pero esta no abarca el estudio del
proceso de la conformación efectiva de una disciplina científica, en tanto esa problemá-
tica es eminentemente histórica y no lógica. Esa historicidad es la que impide resolver
teóricamente la explicación del proceso historiográfico argentino y debe prevenirnos de
reificar los conceptos y categorías que empleamos para su análisis.
En este sentido, conviene recordar que los “espacios”, “campos” y “disciplinas”
de los que hablamos anteriormente no advienen completos y funcionando en un mo-
mento determinado, ni se reproducen mecánicamente, sino que se construyen y desarro-
llan históricamente. Para un historiador de la Historiografía interesado en conocer su
conformación, lo importante es comprender las situaciones, prácticas intelectuales, polí-
ticas y sociales que contribuyeron a su construcción concreta, y no simplemente definir
una situación ideal de campo intelectual, para violentar la realidad viendo su presencia
en los contextos más inverosímiles o, llegado el caso, sentenciar sumariamente su in-
existencia.

759
Revisar las condiciones de existencia de aquella incipiente historiografía en el
contexto de un campo intelectual emergente permite, pues, superar la intuición anacró-
nica que nos induce a escrutar la historiografía decimonónica con el mismo prisma con
el que observamos de la disciplina en la actualidad.
Sin embargo, pese a que este enfoque permite captar las relaciones y oposiciones
historiográficas del período en una clave no formalista, sino cultural e histórica a la vez,
su adopción no deja de abrir ciertos interrogantes. Si en el siglo XIX no existía todavía
un campo historiográfico o una disciplina; si no podemos hablar de auténticas escuelas
o paradigmas; si la historiografía nació en un espacio intelectual incompleto sin poder
diferenciarse decisivamente de otros tipos de literatura; ¿cómo sostener la existencia de
una relación —genérica, problemática o metodológica— que pudiera vincular determi-
nados textos bajo el rótulo de “historiografía decimonónica”?
Considerar la arbitrariedad ex post de este rótulo no solucionará, ciertamente,
nuestros problemas: si la idea de historiografía decimonónica es un simple artificio con-
ceptual sin valor empírico ¿en virtud de qué pudieron plantearse debates capaces de
ajustar progresivamente el conocimiento historiográfico y fijar criterios intersubjetivos?
¿Cómo pensar el diálogo entre obras que, en principio, no tendrían los elementos para
reconocerse como aproximaciones equivalentes?
En una primera explicación, podría decirse que estas obras se relacionaron por-
que sus autores compartieron una formación ecléctica y autodidacta, unos ideales e in-
quietudes culturales avanzados, el uso solvente del lenguaje culto —atravesado por los
suficientes guiños y modismos como para constituirse en el código común de un público
selecto— y un acceso privilegiado a los canales de difusión de las ideas, en un contexto
incipiente de polémica “mediática” y en un entorno social en el que no escaseaban ce-
náculos públicos o privados de discusión. De allí en más, la coincidencia temática y la
común voluntad de conocer el pasado habrían puesto en marcha un proceso de circula-
ción y socialización del conocimiento histórico que, en buena medida, era subsidiario de
las relaciones y vínculos trabados al interior de una elite letrada en cuyo seno coincidí-
an, por entonces, el diminuto mundo de los hacedores y el no menos exiguo universo de
los consumidores de las obras historiográficas.
Por supuesto, el background cultural, las inquietudes intelectuales y el lenguaje
compartidos que impulsaron el auge de la historiografía narrativista en la segunda mitad
del siglo XIX, garantizaron la concurrencia de ciertos textos en torno a determinadas
inquietudes, temas y problemas históricos, mientras ese espacio intelectual mantuvo sus
carácterísticas de indiferenciación interna, su tamaño extremadamente reducido y per-
maneció habitado por un escaso número de actores que compartían experiencias vitales
e ideales culturales. Cuando este espacio intelectual evolucionó, ampliándose y comple-
jizándose al compás de las tranformaciones sociales, políticas y del campo intelectual,
el narrativismo decimonónico manifestaría un estancamiento y, a la postre, entraría en
una crisis terminal.
En este sentido, no sería razonable sostener que una auténtica transformación del
espacio historiográfico rioplatense pudiera suscitarse, tempranamente, por la mera apa-

760
rición de un discurso histórico con pretensiones cientificistas como el representado por
las obras de los hermanos Ramos Mejía, Juan Agustín García o Agustín Álvarez. Este
presunto cientificismo —cuya lógica no dejaba de estar plenamente comprometida con
las reglas, valores, usos y costumbres que imperaban en el espacio intelectual decimo-
nónico— no habría podido ofrecerse como una alternativa “paradigmática” eficaz a la
supuesta crisis del narrativismo, tal como propusiera Halperín Donghi. No ya por la
negligencia o soledad de sus propulsores, ni siquiera por su esencia eminentemente “re-
tórica” de su cientificismo, sino porque no había un paradigma que combatir, ni había
“crisis científica que superar”, sencillamente porque la Historiografía no se había cons-
tituido aún como disciplina científica y porque el campo intelectual aún no estaba lo
suficientemente maduro como para tolerar tal evolución.
Al considerar, entonces, el mundo cultural e intelectual finisecular como un es-
pacio en construcción, habitado por autodidactas y diletantes ilustrados, dentro del cual
florecieron textos de difícil clasificación y amplias inquietudes y en el cual se construyó
un código intersubjetivo comprometido más con el ideal cultural y la experiencia de
vida de los miembros de la elite que con los requisitos lógicos de un lenguaje científico;
deberemos aceptar que fue el juego histórico de estos factores el que gestó las relacio-
nes efectivas que encadenaron ciertos textos, problemas, objetos, lecturas, usos y cos-
tumbres, que permitirían la consolidación del oficio historiográfico y, a la postre, la apa-
rición de inquietudes cientificistas.
Lo importante, en este caso, es comprobar que fue en torno a estas relaciones
concretas —y no a ninguna imposición metafísica del progreso del conocimiento, o una
mera importación intelectual— que comenzó a condensarse un espacio intelectual más
complejo, enriquecido por su capacidad de incluir y distinguir áreas que progresivamen-
te fueron definiendo su propia especificidad.
Al orientar nuestro análisis de la historiografía argentina de acuerdo con estos
términos generales, las verdaderas rupturas en el espacio historiográfico no deben bus-
carse en la aparición de libros geniales como la Historia de Belgrano o de una retórica
científico-naturalista en los textos históricos, sino en la aparición de fenómenos de “es-
pecificación” que comenzaron a parcelar el incipiente campo intelectual rioplatense,
definiendo áreas susceptibles de darse un desarrollo más autónomo y riguroso. Y una de
esas rupturas decisivas fue, sin duda, el fenómeno de la institucionalización y profesio-
nalización que se puso en marcha a partir de la primera década del siglo XX, en torno a
uno de esos encadenamientos inestables que, desde la segunda mitad del siglo XIX,
había adoptado el nombre de “historiografía”.
Pero si la aparición de la Historia de Belgrano no “normalizó” la disciplina,
tampoco logró imponerse de inmediato en el imaginario argentino y menos aún inspirar
una pedagogía patriótica que hubiera podido atraer tempranamente la atención estatal
por la Historiografía. Como bien ha expuesto Fernando Devoto, dando una vuelta de
tuerca al argumento politicista de Halperín, el propio contexto político hacía inverosímil
tal pretensión:

761
“en el cuarto de siglo posterior a la batalla de Caseros de 1852, una mitología histórica no pare-
cía un instrumento imprescindible, ni siquiera necesario, para elites dirigentes menos preocupada
por construir (o inventar) un pasado que por el futuro y el progreso. Eran esas elites que, hereda-
das de las convicciones de la generación del 37 y en el marco más general de la sostenida expan-
sión del darwinismo y de otras lecturas del mismo género, creían que el pasado no debía ser glo-
rificado sino condenado, que la ecuación debía ser más técnica y científica que humanística y
patriota. Para ello la obra de Mitre no desembocó inmediatamente en ninguna consagración de
sus contemporáneos ni en ninguna pedagogía escolar ni en ningún otro instrumento al servicio de
propósitos nacionalizantes de construir, descubrir o inventar un pasado en el que los nuevos ar-
gentinos pudieran reconocerse.” 615

Siguiendo este razonamiento, aquel proyecto de construcción de la Nación sería


básicamente una apuesta al futuro que nada parecía requerir del pasado, y ello se debía a
que sus ideólogos “imaginaban que la escuela, la economía y las formas de sociabilidad
haría todo el trabajo por sí mismas”. En ese contexto, era difícil “que formas de nacio-
nalismo, entendidas simplemente como exaltación de la nación, del pasado, de la tradi-
ción desempeñasen un papel relevante” y a que la historia se invocara para algo más que
para condenar la tiranía de Rosas616. Por supuesto, Mitre habría sido quien primero se
había percatado de las posibilidades cívicas que entrañaba el ejercicio historiográfíco
para asegurar ese futuro dorado, proveyendo “un fundamento para un destino co-
mún”617. Sin embargo, como afirma Devoto, mientras las condiciones políticas y del
espacio cultural no maduraron, su obra no pasó de ser un texto notable:
“No fue porque el historiador se lo propusiera (aun si fuese eso lo que se proponía) ni el momen-
to en que lo hizo, que su relato del misterio de la Argentina se convertiría en el aporte mayor a la
cración de nuestro imaginario nacional. Lo será en cambio más tarde, cuando se revelará como
imperiosa la necesidad de formular un pasado a los efectos de construir a los argentinos de una
masa heterogénea creada por la inmigración europea. En ese momento, un pasado que actuaba
como caución de un brillante porvenir, devenia el mejor instrumento para alimentar ese «senti-
miento de la futura grandeza del país» tan necesario como elemento identificatorio para inmi-
grantes y nativos.” 618

El Centenario fue, precisamente, esa coyuntura paradójica —caracterizada por la


coexistencia de un temor a la “desintegración nacional” y un optimismo acerca de las
“posibilidades ilimitadas de la expansión económica”619—, en la que confuyeron una
demanda historiográfica, una demanda pedagógica y una revalorización de la tradición
hispánica y de la inmigración española. Estos fenómenos, con sus propias historias, pero
interconectados y potenciados por el avance de un pensamiento liberal-reformista en lo
político y en lo social, desencadenarían cambios decisivos en el panorama ideológico,
institucional y socio-cultural de la República, cuarenta y siete años después de la pro-
mulgación de su Constitución620.

615
Fernando DEVOTO, Nacionalismo, fascismo y tradicionalismo en la Argentina moderna. Una historia,
Buenos Aires, Siglo XXI de Argentina Editores, 2002, p. 12.
616
Fernando DEVOTO, Nacionalismo, fascismo y tradicionalismo en la Argentina moderna. Una historia,
Buenos Aires, Siglo XXI de Argentina Editores, 2002, p. 3.
617
Ibíd., p. 4.
618
Ibíd., p. 13.
619
Ibíd., p. 39.
620
Ibíd., p. 12.

762
Fue en esa coyuntura, en la que el amplio consenso acerca de la necesidad de do-
tar al país de una tradición —utilizando las escuelas estatales para enseñar historia, len-
gua y geografía nacionales—, que se articuló una demanda social y política a una Histo-
riografía que, aún no madurada, comenzaba a transitar un proceso que la llevaría a su
constitución como auténtica disciplina.
La demanda del poder introdujo la necesidad de servirse de un gran relato de la
historia nacional que, los historiadores más reconocidos por entonces, centrados en otro
tipo de indagaciones del pasado, no habían producido, ni producirían:
“Por mucho que los intelectuales que llamamos genéricamente positivistas… tuvieran en claro el
problema y la temática de la nación —y la necesidad de una solución pedagógica—, no tenían
interés ni eran capaces de producir ese relato o, en un sentido más amplio, ese conjunto de
herramientas que sirvieran como molde intelectual en el cual fundir a los argentinos. En ese sen-
tido no deja de ser paradojal que intelectuales, que eran historiadores destacados como Ramos
Mejía o Quesada o incluso García, no fueran capaces de producir esa historia necesaria para
formar, a nivel de la opinión ilustrada o a nivel de la pedagogía escolar, a los argentinos. Sus
obras estaban estructuradas en forma analítica más que narrativa (dentro de los límites de esa
contraposición), preocupadas por aplicar leyes generales o teorías biológicas, raciales o sociales
al estudio del pasado, por hacer ciencia y no pedagogía. En ocasiones aparecían incluso muy des-
interesadas acerca de las relaciones existentes entre aquel pasado y este presente, lo que las hacía
desde luego poco aplicables a los efectos de construir una tradición y mucho menos para formar
un estólido argentinismo a los iños y adolescentes en edad escolar. De este modo, las obras ma-
yores de aquella tradición poco podían utilizarse para propósitos de pedagogía cívica.” 621

Pese a la perspicacia de esta observación, el que no hubiera en el panorama his-


toriográfico rioplatense grandes obras alternativas que pudieran ofrecerse para tal come-
tido —excepción hecha de la obra de Vicente Fidel López, desplazada técnica e ideoló-
gicamente por la de Mitre a mediados de los años ’80— sólo puede deparar sorpresas o
perplejidades mientras nos aferremos a visiones del desarrollo historiográfico argentino
que aquí hemos tratado de deconstruir.
Como hemos argumentado, durante los sesenta años que siguen a Caseros, flore-
cieron en el incipiente y primitivo campo intelectual, indagaciones acerca del pasado
que no se correspondían con una única estrategia argumentativa e investigativa y que,
por supuesto, no eran fruto de un género plenamente estabilizado y, menos aún, de una
disciplina historiográfica ya constituida. En ese período coexistieron grandes relatos y
relatos episódicos, ensayos políticos, reivindicaciones biográficas, memorialismo y ma-
nualística, tradiciones y documentalismo, miradas sociológicas y experimentos psi-
cohistóricos, romanticismo y positivismo, narración y análisis deductivos, enfoques
novelísticos y trágicos, sin que ninguno de ellos —pese al reconocimiento que pudieran
obtener— lograra imponer una normalización historiográfica.
La ausencia de grandes relatos, más modernos y directamente funcionales a las
necesidades patrióticas de principios de siglo, no era un hecho fortuito y menos aún,
prueba de una deserción intelectual de unos historiadores dispuestos a denunciar necesi-
dades perentorias que no estaban dispuestos a satisfacer. Por el contrario, esto era con-
secuencia de esas particulares condiciones de existencia del género historiográfico antes

621
Fernando DEVOTO, Nacionalismo, fascismo y tradicionalismo en la Argentina moderna. Una historia,
Buenos Aires, Siglo XXI de Argentina Editores, 2002, p. 51.

763
de que éste se recortara nítidamente del campo intelectual y lograra constituirse como
una auténtica disciplina de estudio. López, Mitre, Ramos Mejía, Quesada, García, Gon-
zález, Juan Álvarez no formaban, evidentemente, parte de una misma generación, pero
no sólo coexistieron como intelectuales e historiadores entre fines de los años ’80 y los
primeros años del siglo XX, sino que sus obras compartieron unos estímulos y una ins-
cripción problemática comunes, propios del período de construcción nacional. Por su-
puesto, Ramos Mejía, González, García, Groussac o Quesada, críticos del régimen del
’80 —pero participacionistas, tanto como Mitre y López—, comprometidos, casi todos,
con proyectos de reforma social, electoral, cultural o pedagógica y precursores de la
socialización e institucionalización de los solitarios placeres humanísticos de la elite,
pudieron diagnosticar, sin demasiadas dificultades, las necesidades de evolución de la
historiografía y la necesidad de una educación patriótica e historizante.
Si bien por esto es posible pensar en ellos como en hombres de transición, no
debemos perder de vista que eran hombres del régimen y parte de la elite dominante
formada directamente en el ideario de la generación del ’37. Por eso mismo no es razo-
nable esperar que hubieran podido o debido transformarse a sí mismos ni a sus obras, ni
tampoco completar un brusco viraje en sus inquietudes, su sociabilidad y prácticas inte-
lectuales para ajustarlas al perfil que los nuevos tiempos requerían y constituirse ellos
mismos en proveedores de los nuevos bienes intelectuales demandados.
Su relevancia colectiva, más allá de los muchos méritos que les eran propios,
consistió en el rol mosaico que se adjudicaron, de acuerdo con el cual no se abstuvieron
de señalar un rumbo y un destino para la historiografía nacional, pese a ser conscientes
de que ellos mismos no estaban en condiciones de orientarlo. El aporte de estos hom-
bres fue decisivo en tanto se dispusieron a actualizar la tradición liberal preparándola
para encarar los nuevos problemas socio-políticos, se centraron en constituir o trans-
formar las instituciones que implementarían aquellos cambios que consideraban necesa-
rios y desde las cuales formaron a la generación que transformaría la historiografía y la
pedagogía argentinas.
Así, pues, la ardua y prolongada tarea de conformar una historiografía profesio-
nal y científica quedaría en manos de los historiadores profesionales de la Nueva Escue-
la y la más urgente tarea de construir una tradición nacional en base a una relectura
ejemplarizadora y divulgativa de la obra del ya fallecido Mitre —única capaz de ofrecer
un relato inteligible del pasado argentino— quedaría a cargo de una generación de inte-
lectuales que, sin ser propiamente historiadores, se abocaron a recrear una imagen del
pasado funcional a las necesidades apremiantes del momento622. Ambos grupos tuvieron
como referentes a los reformistas liberales de fin de siglo.

622
“Todo obligaba a retornar al relato fundador de Mitre que sí servía para los dos propósitos: formar a
las elites y a los jóvenes estudiantes. Pero también se generaba el espacio para que ensayistas afortunados
pudieran proponer una ampliación de públicos, nuevas formas estéticas o nuevos relatos que sirvieran
para construir la requerida tradición.” (Fernando DEVOTO, Nacionalismo, fascismo y tradicionalismo en
la Argentina moderna. Una historia, Buenos Aires, Siglo XXI de Argentina Editores, 2002, p. 54).

764
Para apuntalar esta tesis, en lo que respecta a la construcción de una tradición,
Fernando Devoto centró su análisis, con buen criterio, en el desempeño de tres notables
literatos y polígrafos del Centenario, como el antipositivista y católico, Manuel Gálvez;
como el políticamente voluble pero decidido criollista, Leopoldo Lugones y el liberal
nacionalista, Ricardo Rojas.
Pese a sus notables diferencias, estos tres personajes darían su propia respuesta a
las amenazas de la disolución cultural y, como fruto de su tarea, dejarían profunda y
perdurable huella en el imaginario histórico argentino, amén de unas bases ideológicas
para el desarrollo de un posterior nacionalismo antiliberal y autoritario, del cual los dos
primeros se convertirían en referentes y precursores. Pero, al margen de estos puntos de
contacto, es interesante observar que en estos tres intelectuales se llevó a cabo un resca-
te equivalente de la tradición hispánica como matriz natural de la tradición argentina,
que terminaría por conformar una interpretación contradictoria de aquella que pergeñara
la Generación del ’37 y que matizaran, en su momento, tanto Bartolomé Mitre como
Joaquín V. González.
En efecto, tanto Gálvez como Lugones y Rojas —junto al heterodoxo socialista,
Manuel Ugarte— coincidirían en aquellos años en construir la imagen de la argentini-
dad exhumando y rehabilitando la herencia hispánica fruto de la conquista y el trans-
plante cultural, pero no como pervivencia esencial de una cultura peninsular inconmo-
vible, sino como una tradición críticamente asumida, mezclada —para bien para mal—
con el aporte indígena, adaptada y reelaborada por los sujetos sociales rurales y urbanos
rioplatenses y mediterráneos.
Esto, pese a que sus respectivas posiciones frente a España eran muy diferentes.
Lugones entusiasta heredero de la hispanofobia liberal —que sostuvo empecinadamente
a lo largo de su sinuoso decurso ideológico—, creía que la retrógrada y clerical civiliza-
ción española nada de positivo tenía para ofrecer a la Argentina contemporánea, ni al
proyecto de construcción de una tradición nacional. La relevancia de España para la
Argentina se agotaría, pues, en la trasposición atlántica del legado cultural grecolatino y
el transplante de un tipo social emprendedor e individualista, que fueran decisivamente
resignificados y enriquecidos en las pampas623. Gálvez fue el único de los tres que po-
dríamos calificar como hispanófilo, aun cuando esta adhesión no tendría en este mo-
mento las aristas reaccionarias e integristas que llegaría a desarrollar años más tarde624.

623
Lugones, un intelectual de una sinuosa trayectoria ideológico-política, habría mantenido, sin embargo,
una constante dedicación a delinear un épica histórica y culturalista directamente deudora de la visión
mitrista del pasado nacional, cuyo resultado sería complementario y no antagónico del programa de esco-
larización patriótica en marcha. Ver: Fernando DEVOTO, Nacionalismo, fascismo y tradicionalismo en la
Argentina moderna..., Op.cit., pp. 75-105.
624
En aquel Gálvez primigenio, se combinaría un antipositivismo espiritualista, un eco herderiano, un
componente hispanófilo y católico, amén de un acercamiento al modernismo y al krausismo. Su redescu-
brimiento de España durante sus viajes europeos entre 1906 y 1910, significó su acercamiento al regene-
racionismo del ’98 en especial a Unamuno, Ganivet y Ramiro de Maeztu, en busca de instrumentos para
combatir el cosmopolitismo y el materialismo que se cernían sobre Argentina. En todo caso, tal como
afirmara Devoto, en el Gálvez de El solar de la raza (1910), España o Castilla serían la incuestionable
matriz cultural, “pero el éxito de la Argentina no consistirá en un retorno a ella sino a la capacidad de
amalgamar o absorber los nuevos elementos en torno a ese núcleo originario.” (Ibíd., pp. 42-50). Acerca

765
Rojas, por su parte, creía necesario rescatar selectivamente al legado intelectual español
—en especial su literatura—, y vincularse el pequeño sector modernizador y regenera-
cionista, en tanto que aporte europeo complementario. Sin embargo, para fines de la
primera década del siglo XX, no lograba ver nada interesante en España que sirviera de
ejemplo o modelo para un desarrollo de una tradición argentina ni para orientar una
educación nacionalista.
Por el contrario, Rojas —siguiendo de cerca los diagnósticos del propio Rafael
Altamira— pudo apreciar la existencia de una cultura dominada y amordazada por el
tradicionalismo; la preponderancia de una ideología pedagógica retrógrada —excepción
hecha, de la ILE—; la miseria en que debía vivir el docente; el imperio de una vetusta
historia sagrada en la educación primaria625 y el desinterés historiográfico de la mayoría
de las universidades —salvo la de Oviedo y su núcleo intelectual progresivo—. Esta
configuración era perfectamente opuesta a la que el polígrafo argentino consideraba
ideal y necesaria para la Argentina, y no era extraña a la debacle finisecular de España,
denunciada por los regeneracionistas y de la que era necesario aprender:
“Tal es el problema de España, un problema de educación, como en la sociedad argentina. ¿Pero
qué iban a reaccionar contras las fatalidades del suelo, de la raza y de la organización política,
quienes no la conocían? Una escuela donde se enseña Historia Sagrada y no se enseña Historia
Nacional, no ha podido producir sino espíritus exaltados, generaciones regionalistas sin ideas de
solidaridad hispánica, sin nociones de la realidad, ni de su posición internacional en el mundo;
generaciones que lanzadas a ciegas en la vida son víctimas silenciosas del caciquismo municipal
como antes fueron víctimas épicas del delirio de ignorancia que los condujo a Cavite…”626

En torno a aquellos años y a los círculos intelectuales renovadores, se verificó,


entonces, un doble proceso: por un lado, el de una recuperación del relato mitrista para
una función pedagógica de acuerdo con un reclamo del poder, que fue realizado por
publicistas, literatos o pedagogos; por otro lado, el paulatino desarrollo de un paradigma
neoerudito y cientificista paralelo a la profesionalización universitaria de los historiado-
res y a la conformación de una auténtica disciplina.
Por supuesto, estos dos procesos, el centrado en la invención de una tradición en
base a Mitre, reconstruido por Devoto y el de la superación del narrativismo decimonó-
nico que aquí intentamos bosquejar, aun cuando diferentes en sus naturalezas, velocida-

del tránsito entre el Gálvez que veía en España unas raíces tradicionales a las que se debía recurrir para
defender la argentinidad, y el Gálvez integrista de la segunda mitad de los años ’30, que veía en España
un modelo y unl baluarte tradicionalista y católico de Occidente puede consultarse: Mónica QUIJADA,
Manuel Gálvez: 60 años de pensamiento nacionalista, Buenos Aires, CEAL, Colección Biblioteca Políti-
ca Argentina, nº 102, 1985, pp. 21-30 y pp. 84-89. Para contrastar estos análisis con una reivindicación
del nacionalismo e hispanismo católico y reaccionario de Gálvez en el marco de un rescate ideológico de
Ramiro de Maeztu, consultar: Enrique ZULETA ÁLVAREZ, España en América. Estudios sobre la historia
de las ideas en Hispanoamérica, Buenos Aires, Editorial Confluencia, 2000, pp. 345-364.
625
Rojas, más tolerante con el fenómeno migratorio que Gálvez y Lugones, creía que el problema no era
la inmigración cosmopolita, sino la falta de instrumentos para argentinizarla, de allí la necesidad del mo-
nopolio estatal laico de la enseñanza y de un programa de educación patriótica basado en la lengua, la
historia y la geografía nacionales. Ver: Fernando DEVOTO, Nacionalismo, fascismo y tradicionalismo en
la Argentina moderna..., Op.cit., pp. 54-77.
626
Ricardo ROJAS, La restauración nacionalista. Informe sobre educación, Buenos Aires, Talleres Gráfi-
cos de la Penitenciaría Nacional, 1909, p. 265.

766
des y hasta contradictorios, en algunos casos puntuales, no estaban en absoluto desco-
nectados. Los valores y objetivos patrióticos compartidos, una común admiración por el
legado intelectual de Mitre, un talante renovador similar en la interpretación de la etapa
colonial y una consagración de unos y otros a misiones complementarias, sin perder por
ello una fluida circulación de los historiadores en el mundo pedagógico y mediático y
de los polígrafos en la interpretación del pasado, permitieron que se tendieran puentes
entre ambos procesos y se armonizaran razonable sus respectivos programas.
De este grupo, sería Ricardo Rojas, por su posición relativa en el mundo intelec-
tual rioplatense y por su propia producción, aquel que mejor puede ilustrar las presiones
que existían en torno al Centenario para que se desencadenara este doble proceso de
transformación de la historiografía argentina en instrumento pedagógico y cívico y en
una disciplina normalizada e institucionalizada.
Beneficiado por el apoyo de Carlos Pellegrini, Bartolomé Mitre y Joaquín V.
González, Rojas fue forjándose un prestigio en la tribuna periodística, en el área educa-
tiva y en los círculos intelectuales reformistas. En 1908, pese a no haber concluido su
educación universitaria, daría un salto decisivo incorporándose a la UNLP como docen-
te de literatura castellana en la carrera de Educación y cuatro años después se incorpora-
ría a la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, a pedido de Nicolás Piñero, para dic-
tar clases de historia de la literatura argentina.
En 1907, Rojas fue enviado por el Ministerio de Instrucción Pública a Europa
para investigar los modelos de enseñanza de la historia de cara a una futura reforma en
el área627. En 1909, esa experiencia se plasmó en un libro importantísimo en la historia
intelectual argentina que tomó la forma dual de un informe y de un panfleto: La restau-
ración nacionalista.

627
“La tarea que le fuera encomendada a Rojas por el Ministerio de Instrucción Pública y cuyo resultado
fue la publicación de La restauración nacionalista era de rigor en esos años. El uso de la historia con
propósitos de educación cívica y patriótica estaba, como vimos, omnipresente en la agenda conservadora,
y nada mejor para ello que poder aprovechar las experiencias que estaban desarrollando los países euro-
peos. En ese contexto se inscriben los viajes de Ernesto Quesada, promovido por la Universidad de La
Plata, para estudiar el papel de la historia en las Universidades alemanas, y el de Ricardo Rojas para
hacerlo en aquellas españolas, francesas, inglesas e italianas.” (Fernando DEVOTO, Nacionalismo, fascis-
mo y tradicionalismo en la Argentina moderna..., Op.cit., p. 61). Quesada, asiduo viajero al Viejo Mundo
y experimentado informante en cuestiones de pedagogía universitaria —ya había pasado por Francia para
observar la organización de los estudios de Derecho y había editado La Facultad de Derecho de París.
Estado actual de su enseñanza, Buenos Aires, 1906— fue comisionado por el decano de la Facultad de
Ciencias Jurídicas y Sociales de la UNLP, Rodolfo Rivarola, para recavar información “que pudiera ser
útil para establecer el curso de historia en la sección de filosofía, historia y letras, que deberá fundarse
como anexa a esta facultad” (Carta de Rodolfo Rivarola y R. Marcó del Pont a Ernesto Quesada, La Plata,
15-II-1908, reproducida en: Ernesto QUESADA, La enseñanza de la Historia en las Universidades alema-
nas, La Plata, Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales, 1910). La misión fue aceptada por Quesada,
cuatro días más tarde y dio lugar a un extensísimo y pormenorizado informe del funcionamiento de las
altas casas de estudio germanas que sería, de hecho y pese a su tecnicismo y academicismo, complemen-
tario a la intervención más ensayística de Rojas.

767
En esta obra, Rojas se apresuró a conceder la acientificidad de la historiografía628
tomando como buenos los razonamientos de Herbert Spencer, quizás para evitar entrar
en complejos problemas epistemológicos y centrarse en su verdadero interés: desentra-
ñar el significado político e ideológico de la historia como intrumento pedagógico y
como formador de ciudadanos y evaluar la experiencia europea. En este sentido, Rojas
estaba dispuesto a admitir que la historiografía no fuera “instructiva” de acuerdo con el
modelo de las ciencias naturales o de las matemáticas, pero defendía su esencia educati-
va, tanto de la inteligencia “porque es un ejercicio de la memoria, de la imaginación y
del juicio”, como del carácter, por hallarse relacionada naturalmente con el discerni-
miento moral629.
Ahora bien, esa faz “educativa”, tenía aplicaciones prácticas cuyos réditos exce-
dían el enriquecimiento individual de los ciudadanos, para alcanzar una relevancia so-
cial de primer orden debido a la influencia de la historiografía en la conformación de un
imaginario colectivo. Esta potente influencia hizo que la historiografía fuera objeto de
interés por parte de los poderes políticos y que se estableciera una relación fortísima —
y problemática— entre ésta y el patriotismo, entendido como un instinto o un senti-
miento básico de amor y servicio a la patria.
Ante esta realidad, Rojas postulaba la necesidad de que ese patriotismo evolu-
cionara doctrinariamente hacia un nacionalismo firmemente asentado en un conoci-
miento de sus bases territoriales, culturales, tradicionales y cívicas compartidas. Mien-
tras el patriotismo inorgánico y en buena medida irracional había inducido a la
deformación de la historia, al patrioterismo agresivo y al fetichismo militarista; una his-
toriografía orientada por un ideal nacionalista podría prescindir de cualquier falsifica-
ción o deformación interesada, para mostrar en el pasado común, las glorias y desgra-
cias del colectivo, para que la ciudadanía contemporánea pudiera extraer libremente una
lección moral y una proyección crítica del destino futuro del país.
Creyendo que si la aplicación de la historiografía a la formación de una cons-
ciencia nacional había sido sumamente eficaz en Europa, Rojas no veía por qué esta
fórmula no podía ser provechosa para una nación en desarrollo como la Argentina. País

628
“Desde luego, la Historia no es ni puede ser una ciencia, en el sentido positivo de esta palabra. La
ciencia requiere hechos, susceptibles de comprobación objetiva, y después conocimientos susceptibles de
organizarse en sistema y de fundarse en leyes. La historia carece de tales hechos, desde que sólo se nos
alcanza del pasado una sombra mental, una reconstrucción que es siempre imaginativa. Hechos de tal
naturaleza son tan controvertibles, y tan dóciles a nuestras concepciones a priori, que tampoco se ha po-
dido fundar en ella una sola ley sobre la Civilización. Casi todas las fantásticas leyes de la llamada filoso-
fía de la historia, se hallan hoy en descrédito. Agréguese a ello la cantidad de pasiones o prejuicios de
raza, de época, de escuela que perturban los juicios humanos, y se habrá anotado un factor subjetivo que
unido a la naturaleza misma de los fenómenos sociales y del conocimiento histórico, impedirá a este últi-
mo organizarse en sistema científico.” (Ricardo ROJAS, La restauración nacionalista. Informe sobre edu-
cación, Buenos Aires, Talleres Gráficos de la Penitenciaría Nacional, 1909, pp. 26-27).
629
Según Rojas, la historiografía “no es magistra vitae, puesto que nada cierto nos enseña de la vida real.
La experiencia de otras generaciones sirve de poco, dadas las circunstancias diversas en que viven las
generaciones ulteriores. Yo he dicho en este mismo parágrafo que su discernimiento sólo sirve en cuanto
adiestra nuestro juicio para las propias resoluciones. Pero todo cuanto vengo apuntando demuestra que la
historia, sin ser moral, sin confundirse con ella, está llena, por tradición y por esencia, de sugestiones
morales.” (Ibíd., p. 31).

768
en expansión pacífica e interna, sin enemigos exteriores, con un futuro económico pro-
misorio, que había conjurado los males del desierto, pero que se hallaba amenazado por
una disolución interna y cosmopolita fruto de su mismo éxito material630.
Pero para ser eficaz y benéfica, esta necesaria y urgente aplicación historiográfi-
ca y humanística a los fines superiores de la cohesión nacional y de la recuperación de
una tradición perdida, debía ser impulsada y administrada a través del sistema estatal de
instrucción pública:
“Para cohesionarnos de nuevo, para salvar el fuerte espíritu nativo que nos condujo a la indepen-
dencia, no nos queda otro camino que el de la educación, acertadamente conducido a esos fines.
Las humanidades modernas, que enseñan la tierra, el idioma, la tradición y la conducta del hom-
bre dentro de la Nación, ofrecen los instrumentos de esa reforma.”631

Reforma que necesitaría de tres decisiones que determinaran, técnicamente, qué


debía enseñarse; didácticamente, cómo debía hacérselo y, políticamente, dónde y para
qué había que hacerlo. Apostando, pues, por la vinculación utilitaria entre historiografía,
nacionalismo y pedagogía, Rojas proponía la adopción de un un plan integral de histori-
zación de las humanidades modernas que involucrara la adaptación de la enseñanza his-
tórica a los requerimientos de los tres niveles de instrucción; a los recursos y condicio-
nes materiales y humanos necesarios para transmitirla exitosamente; a los criterios
ideológicos de la época y a las necesidades propias de cada país.
Pero la “restauración histórica” que necesitaba la República Argentina no podría
diseñarse y ejecutarse sin que la historiografía misma no evolucionara, ajustándose a los
requerimientos sociales, pedagógicos y políticos del momento. En esto Rojas afirmaba
con toda claridad que el rol de las Universidades y de las facultades de Filosofía y Le-
tras sería decisivo en tanto éstas se convirtieran en auténticos lugares de investigación y
centros de la “vida científica y moral” argentina.
Rojas creía que la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA estaba en condicio-
nes de convertirse en un polo dinámico en la aculturación histórica y filológica de los
argentinos, si lograba articular cinco campos de acción: el doctorado, como formación
teórica superior; la licenciatura regular especializada; la tarea extensionista “en confe-
rencias públicas de vulgarización científica, educación estética y excitación patriótica”;
el profesorado secundario; y la investigación historiográfica “en las fuentes de la tradi-
ción nacional” en el marco de una futura “Escuela de Historia”.

630
“El cosmopolismo en los hombres y las ideas, la disolución de viejos núcleos morales, la indiferencia
para con los negocios públicos, el olvido creciente de las tradiciones, la corrupción popular del idioma, el
desconocimiento de nuestro propio territorio, la falta de solidaridad nacional, el ansia de la riqueza sin
escrúpulos, el culto de las jerarquías más innobles, el desdén por las altas empresas, la falta de pasión en
las luchas, la venalidad del sufragio, la superstición por los nombres exóticos, el individualismo demole-
dor, el desprecio por los ideales ajenos, la constante simulación y la ironía canalla —cuanto definen la
época actual— comprueban la necesidad de una reacción poderosa, a favor de la conciencia nacional y
delas disciplinas civiles. Este cuadro acaso parezca ensombrecido por una pasión pesimista; pero dentro y
fuera de las aulas, desoladores signos comprueban su veracidad.” (Ricardo ROJAS, La restauración na-
cionalista. Informe sobre educación, Buenos Aires, Talleres Gráficos de la Penitenciaría Nacional, 1909,
pp. 87-88).
631
Ricardo ROJAS, La restauración nacionalista. Informe sobre educación, Buenos Aires, Talleres Gráfi-
cos de la Penitenciaría Nacional, 1909, p. 93.

769
Esta última institución era pensada como el resultado de un desarrollo natural de
las enseñanzas y cursos prácticos que ya se dictaban en la Facultad, aun cuando esta
Escuela estaría llamada a ser el cuartel general de la operación cultural nacionalista re-
comendada por Rojas:
“En su faz política, ella vendría a ser el órgano de la restauración nacional. Allí se enseñaría a
discutir los textos y las fuentes como en los seminarios alemanes; en ella formaríanse archivistas
y bibliotecarios como en la Escuela de Cartas; en ella se formarían los futuros historiógrafos ini-
ciados en la documentación de nuestros orígenes, en los procedimientos de crítica y de forma.
[…] Eso quiere decir que nuestra Escuela de Historia sería una escuela práctica, sin excluir la
cultura filosófica y literaria, indispensable al historiador; y que sería una escuela argentina, por-
que sus investigaciones habrían de realizarse en el campo de nuestra propia tradición. Para esto
ñultimo, daríamosle la jurisdicción intelectual de nuestras bibliotecas, archivos y museos arqueo-
lógicos e históricos, proveríamosla de los recursos necesarios para excavar nuestras ruinas, ex-
cursionar nuestras campañas, publicar nuestros documentos.”632

En esta Escuela —que Rojas recomendaba fundar para celebrar el Centenario—,


los futuros historiógrafos633 se dedicarían a “aquilatar, ordenar y preparar las fuentes, y
agregar a ellas monografías eruditas”, a aprender arqueología y lenguas indígenas, a
reconstruir el folcklore nacional y a publicar documentos históricos.
A estas labores podrían sumarse los esfuerzos de la Biblioteca Nacional y otras
instituciones privadas como la JHNA y el Museo Mitre —con su colección bibliográfica
y documental, reunida “por el patriotismo y la ciencia de un hombre que sabía lo que
significaba la Historia en el destino de una nación”—, pero entendiendo que el papel
central de allí en más debería corresponder al Estado, ya que no se podría “seguir espe-
rando que sean los particulares quienes salven y publiquen los documentos de nuestro
pasado” cuando esa obra debía ser fruto de una “labor colectiva y de continuidad”634.
En esa labor de recolección heurística, Rojas llamaba la atención acerca de la
necesidad —ya advertida por los primeros historiadores rioplatenses, aunque permanen-
temente postergada por los gobiernos— de “recoger en copias prolijas y publicaciones
metódicas los archivos argentinos de España y América”635 y de formar un cuerpo de
archivistas idóneo tomando como modelo la École de Chartes et Diplomatique.

632
Ricardo ROJAS, La restauración nacionalista. Informe sobre educación, Buenos Aires, Talleres Gráfi-
cos de la Penitenciaría Nacional, 1909, pp. 442-443.
633
El literato y crítico Rojas, cercano en esto a las posiciones de Paul Groussac y particularmente sensible
para apreciar las virtudes estéticas de la historiografía narrativista, prefería designar así —y no como
historiadores— a unos intelectuales formados académicamente que no adquirirían por el estudio unas
virtudes relacionadas con las “dotes naturales de imaginación, de emoción, de entusiasmo y de estilo, que
las escuelas no prestan.” Los “historiadores artistas” serían quienes estarían llamados “a animar con su
soplo” el vasto material erudito que produciría dicha Escuela (Ricardo ROJAS, La restauración naciona-
lista. Informe sobre educación, Buenos Aires, Talleres Gráficos de la Penitenciaría Nacional, 1909, pp.
442-443).
634
Ricardo ROJAS, La restauración nacionalista. Informe sobre educación, Buenos Aires, Talleres Gráfi-
cos de la Penitenciaría Nacional, 1909, p. 444.
635
Para ese momento se sabía algo de lo que podía haber en el Archivo de Indias, pero nada de los que
pudiera haber en el de Simancas. Respecto del repositorio de Sevilla, visitado por Rojas, el argentino
testimoniaba que poseía más de treinta y dos mil legajos y que sin sus documentos no se podría escribir
seriamente la historia colonial. Ver: Ricardo ROJAS, La restauración nacionalista. Informe sobre educa-
ción, Buenos Aires, Talleres Gráficos de la Penitenciaría Nacional, 1909, p. 428.

770
Más allá de su repercusión inmediata, La restauración nacionalista fue, quizás,
el compendio más ajustado de las demandas sociales y políticas que las elites reformis-
tas realizaban a la historiografía argentina en la coyuntura del Centenario y que entraña-
rían, para ésta, una exigencia de autotransformación en el mediano plazo. En buena me-
dida representativo de los supuestos, aspiraciones e ideales de los intelectuales de
principios de siglo, el informe de Rojas nos permite observar, tanto por su contenido
como por los intereses políticos e ideológicos que promovieron su realización, la exis-
tencia en Argentina de una marcada predisposición para escuchar atentamente un men-
saje como el que portaba Rafael Altamira. Mensaje en el que se abordaban cuestiones
tales como la institucionalización universitaria de la historiografía; la pedagogía infe-
rior, media y superior de la historia; la coordinación de repositorios documentales his-
pano-argentinos; la necesidad de un patriotismo moderado y tolerante; la conformación
de un ámbito de investigación estatal; la utilidad de unos museos y bibliotecas como
auxiliares de la enseñanza y la extensión universitaria. Problemáticas, todas ellas, que se
hallaban en el centro de los intereses de Rojas y de sus promotores de la UNLP, la UBA
y del entorno reformista del gobierno de Figueroa Alcorta, que no casualmente comi-
sionarían a su compatriota en 1908 para una investigación de la educación histórica
francesa, inglesa y esapñola y recibirían, un año más tarde, al alicantino para que ejer-
ciera tempralmente su cátedra en el Río de la Plata e ilustrara al público especializado
acerca de la moderna metodología y pedagogía de la historia.

Ahora bien, paralelamente a la consolidación de esta demanda socio-política, la


historiografía argentina se hallaba en un momento propicio para que aquellas presiones
externas acentuaran la tendencia hacia una profesionalización. Pasado el primer lustro
del nuevo siglo, ciertos síntomas de agotamiento del narrativismo se habían hecho indi-
simulables, pudiendo presagiarse el inminente tránsito hacia otro tipo de Historiografía
que, cualquiera fuese su esencia, se alejaría irremisiblemente de los valores románticos
que orientaron la indagación del pasado durante la etapa de la organización nacional.
Pero, pese a las previsiones optimistas, este tránsito no sería imediato. En efecto,
pese a que en la primera década del nuevo siglo las limitaciones de los grandes monu-
mentos historiográficos del siglo XIX comenzaron a ser percibidas por una minoría, la
prolongada vigencia de los historiadores decimonónicos y de sus éxitos editoriales post
morten, los ubicaba aún en un lugar de referencia.
Es con el imperio ya menguado de esta historiografía narrativista con el que se
encontraría Rafael Altamira en 1909. Fallecidos, por entonces, los grandes referentes
del narrativismo y degradada la calidad de sus nuevas expresiones, comenzaron a forta-
lecerse aquellos que apostaban por una historiografía científica, profesional y funda-
mentalmente universitaria, capaz de producir un conocimiento controlado, objetivo y
acumulativo acerca del pasado nacional. Un conocimiento que superara el aporte de la

771
tradición decimonónica, demasiado comprometida con la memoria de los protagonistas
e incapaz, ya, de reproducir las condiciones de su propia existencia y perduración636.
Por ello, si no tenemos en cuenta las características singulares de la historiogra-
fía narrativista y su prolongada hegemonía en Argentina, no podremos comprender por
qué la presencia de Altamira despertó tanto interés y suscitó tantas esperanzas entre
quienes, desde los nuevos lugares que la evolución del campo intelectual había habilita-
do, aspiraban a renovar los estudios históricos.
Las sagas de la historiografía argentina pergeñadas por Carbia, Levene y Halpe-
rín Donghi, al presentar a la historiografía argentina como una disciplina plenamente
establecida desde mediados del siglo XIX, han condicionado de forma inconveniente
nuestra percepción de los intercambios intelectuales con otros países y de la importancia
que tuvieron para su evolución ciertos referentes científicos y profesionales externos,
como Rafael Altamira.
Si la historiografía decimonónica argentina hubiera sido, como pretendieron es-
tas interpretaciones, una realidad sustantiva, nítidamente recortada en el mundo intelec-
tual rioplatense y cultivada por auténticos especialistas, se comprende que iniciativas
como la ovetense no pudieran ser apreciadas más que como marginales y anecdóticas.
Ya fuera que aquella historiografía hubiera madurado tempranamente, generan-
do una confrontación escolar que garantizara la evolución científica de la disciplina, tal
como afirmaba Carbia; o que dicha evolución hubiera sido la consecuencia del plácido
desarrollo ascendente de una única escuela historiográfica nacida con Mitre, como afir-
maba Levene; lo cierto es que desde la perspectiva intitucionalizante de la Nueva Es-
cuela, sólo cabría entender que el éxito coyuntural de Altamira vino a confirmar la evo-
lución ineluctable de la historiografía nacional, su ajuste con los avances de la
historiografía europea y la legitimidad de los antecedentes y primeros esbozos del pro-
yecto novoescolar que alentaba su progreso.
Si, por el contrario y de acuerdo con el modelo politicista de Halperín, la histo-
riografía argentina hubiera madurado como disciplina al amparo de un proyecto político
liberal, nacional y democrático, cuya derrota había acarreado su prolongado estanca-
miento y desorientación, se entiende que la oferta historiográfica portada por Altamira
sólo pudiera tratarse de la exhibición pintoresca de una serie de abstractos preceptos
teóricos, metodológicos o pedagógicos desprovistos de cualquier anclaje en la realidad
socio-política local, e incapaces de influir decisivamente en la evolución de la discipli-

636
“Tan breve es el período vivido por nuestro pueblo, que se había compenetrado con la vida de sus dos
historiadores más venerados, casi coetáneos suyos, autores a la vez de sus hechos y de los libros en que
fueron recibidos; ellos eran su historia animada, su archivo y su cátedra, y en la convicción de que eran
dos inmortales, no se (preocuparon) de preparar en sus institutos a los que habrían de continuar el magno
y sacerdotal ministerio que ellos dejaron vacante. Mitre y López constituyeron un dualismo espontáneo y
único, y llegaron a encarnar dos modalidades, dos tendencias, y acaso a diseñar dos corrientes naturales
en la formación de la opinión histórica argentina; pero con ser grandiosa y tan comprensiva, jamás pudo
ser completa, como que, ni ambos unidos o en cooperación en el mismo pensamiento, habrían podido
realizar una labor que es secular y múltiple...” (Discurso del Presidente de la Universidad de La Plata, Dr.
Joaquín V. González, durante el acto oficial de recepción de Rafael Altamira y Crevea el 12 de Julio de
1909; reproducido en: Rafael ALTAMIRA, Mi viaje a América (Libro de documentos), Op.cit., pp. 99-
100).

772
na. Incapacidad dada por la misma marginalidad del reformismo peninsular y por la
supuesta debilidad del argentino; por la irrelevancia del pensamiento español en el Plata
y por la abrumadora desventaja que mostraban sus elaboraciones respecto de los mode-
los ejemplares aportados por la cultura francesa, británica o alemana.
Pero si logramos sustraernos del influjo de estos modelos, si reexaminamos las
evidencias biográficas y textuales, si tomamos nota de los avances logrados reciente-
mente en la comprensión de las condiciones de existencia de la historiografía decimo-
nónica y si iniciamos una nueva exploración del mundo intelectual dotándonos de un
marco conceptual adecuado, encontraremos que así como hemos estado pensando a la
historiografía decimonónica argentina en base a imágenes artificiosas, hemos infravalo-
rado igualmente el impacto concreto que discursos como el de Altamira tuvieron para
abrir una brecha en la línea narrativista hasta entonces hegemónica y apuntalar la reno-
vación metodológica, pedagógica, ideológica y generacional de la historiografía riopla-
tense.
Si hemos de descartar la descabellada pretensión de hacer de la misión académi-
ca ovetense y del discurso de Altamira la bisagra del proceso historiográfico argentino
en su tránsito hacia la profesionalización; deberemos desestimar las interpretaciones que
suponen su irrelevancia y anulan su influjo sobre aquellos discursos que, por entonces,
comenzaban a impugnar la hegemonía del narrativismo decimonónico. Del mismo mo-
do, si hemos de reaccionar contra la tentación hagiográfica de ver en Altamira un héroe
civilizador, un campeón de la ciencia y de la hispanidad, capaz de iluminar la concien-
cia cultural, histórica e historiográfica argentina y latinoamericana; también deberíamos
rechazar enfáticamente aquellas interpretaciones que han olvidado su relevante papel en
aquella hora o lo han reducido al de mera comparsa de los futuros historiadores de la
Nueva Escuela.
En un contexto preparadigmático como el que hemos reconstruido, en el que los
disensos historiográficos se expresaban de acuerdo con una lógica literaria y en el que el
narrativismo mostraba una pertinaz capacidad de supervivencia; se entiende que el im-
pacto de discursos metodológicos normativos, defensores de la institucionalización uni-
versitaria y de una proyección pedagógica universal del saber histórico —como el des-
plegado in situ por Rafael Altamira— fueran ampliamente valorados por muchos de sus
contemporáneos.
Cabe recordar que la presencia de Altamira en las aulas universitarias fue explí-
citamente demandada por instituciones comprometidas activamente con los valores de
la renovación intelectual e historiográfica, como la UNLP y la UBA. Pero si el interés
que despertó Altamira entre el sector reformista de la elite no fue efímero, su audiencia
más atenta y consecuente se encontró entre aquellos jóvenes que, vinculados de alguna
forma a aquellas instituciones y a sus principales referentes, ambicionaban con gestio-
nar, en un futuro cercano, el tránsito cientificista de la historiografía argentina.
En efecto, fueron aquellos jóvenes, los historiadores de la futura Nueva Escuela
Histórica, vinculados al Instituto de Investigaciones Históricas de la UBA, a la JHNA, y
a las facultades humanísticas y jurídicas platenses y porteñas, quienes mejor aprovecha-

773
ron los apuntes metodológicos y propedéuticos del profesor español y quienes supieron
apreciar con mayor perspicacia las potencialidades de un modelo de renovación histo-
riográfica que conjugaba valores científicos, pedagogicos y patrióticos.
Para dar cuenta adecuadamente de esta coyuntura, en la que Altamira se hizo
presente en el Plata, debemos examinar con más atención la prolongada confrontación
entre Paul François Groussac, el último representante del narrativismo historiográfico637,
y unos noveles historiadores que, desde los márgenes de unas instituciones que comen-
zaban a constituirse en espacios de producción y circulación del conocimiento, se em-
peñaban en buscar fórmulas para profesionalizar la historiografía y normalizarla alrede-
dor de firmes criterios metodológicos. Este grupo denominado posteriormente Nueva
Escuela Histórica, terminaría imponiendo en la cultura argentina un modelo de ejercicio
y formación intelectual que suponía unas formas de difusión y socialización más especí-
ficas, constantes y controlables, que los que ofrecía la generación “precursora” y que se
filiaban claramente con las ideas de autoridades metodológicas de la talla de Bernheim,
Langlois, Seignobos y Rafael Altamira.

2.3.2.- La confrontación entre Paul Groussac y la Nueva Escuela Histórica.


La controversia entre Paul Groussac y los historiadores que en el futuro sería re-
conocidos como miembros de la Nueva Escuela no fue un episodio pasajero, sino un
conflictivo diálogo que se prolongó a lo largo de dos décadas. Comenzó años antes del
arribo de Altamira y concluyó bastantes años después.
Rómulo Carbia lanzó el primer ataque contra el temido Groussac desde las pági-
nas de la revista literaria Nosotros en una crítica que tiene poco de reseña y mucho de
excusa para presentar un cuestionamiento global del historiador francés. En “Santiago
de Liniers por Paul Groussac”638 Carbia diagnosticó —sin duda, prematuramente— el
ocaso del historiador francés basándose en una supuesta “fatiga” crítica, evidenciada en
la poda del texto originario y en su senil transigencia con un rancio establishment inte-
lectual que otrora no había dudado en ridiculizar:
“Groussac ya no es Groussac. Aquel escritor, a ratos incomparable, que tenía la habilidad de
maestro de armas para herir magistralmente en pleno pecho, se ha eclipsado: Menéndez y Pelayo
tenía razón. El que abra el Santiago de Liniers libro, con el propósito de buscar aquella admira-
ble ironía que campeaba en todas las notas del Groussac de antes, del Groussac polemista y con-
tendor de Piñero, se equivoca... Toda la valentía característica del Groussac que rompía lanzas
con todos y contra todo, se ha atenuado, y quizás vaya presto a desaparecer. El prólogo del re-
ciente libro nos lo hace presumir así. Groussac está cansado de tirar al florete hiriendo siempre.
Tal vez le sobra aún agilidad, pero —por qué no decirlo— le ha llegado la hora de temer. El
Groussac de ahora teme: y habla con un dejo marcado de pesadumbre; y sobre todo llama glorio-
so anciano al señor historiador Mitre, a aquel mismo de quien en cierta ocasión dijo que a dife-

637
Un avance inicial sobre el rol de Paul Groussac, ha sido presentado en: Gustavo Hernán PRADO,
“El Santiago de Liniers de Paul Groussac y la narración trágica de la historia argentina”,
en: Actas de las VII Jornadas Inter-escuelas/departamentos de Historia, Universidad
Nacional del Comahue, Neuquén, septiembre de 1999 (ed.electrónica en CD).
638
Rómulo CARBIA, “Santiago de Liniers por Paul Groussac”, Nosotros, Año II, Tomo II, Buenos Aires,
1908, pp. 214-218.

774
rencia de don Vicente F. López que tenía talento pero que no conocía el archivo, él lo conocía
muy a fondo... y puntos suspensivos.”639

Este joven comentarista afirmaba, con todo desparpajo, que el discurso de


Groussac se había hecho anacrónico al sostenerse en una retórica y una erudición ampu-
losa e innecesaria “con las cuales la técnica moderna de los estudios históricos está re-
ñida por completo”640 . En definitiva, era la supuesta preeminencia del literato sobre el
historiador aquello que justificaba la decepción de Carbia por la versión definitiva del
Santiago de Liniers y que desvirtúa incluso el principal valor de su obra, la crítica ra-
cional641. Groussac, demasiado entusiasmado por realzar a su héroe, habría pecado co-
ntra los procedimientos y contra el criterio moderno, emitiendo juicios precipitados y
lanzándose a escaramuzas irreverentes olvidando que “es necesario estudiar mucho y
probar documentalmente cuando se trate de sostener en contra de la tesis actual”.
Por supuesto, Groussac era elogiado por Carbia por sus virtudes literarias ex-
hibidas una vez más en el libro editado en 1907642. Sin embargo, el constante y sincero
reconocimiento de la virtuosidad de la pluma de Groussac escondía, en la críticas de los
futuros historiadores de la Nueva Escuela, algo más que una concesión polémica. En
efecto, el constante elogio de la dimensión estética de la narrativa del Santiago de Li-
niers o luego, del Mendoza y Garay era un instrumento clave que reforzaba —aún en el
remanso de las ponderaciones de rigor en toda polémica—, la estrategia central de la
crítica de estos jóvenes irreverentes: la destrucción de la autoridad historiográfica de
Groussac.
Años más tarde, en 1914, enfurecido por la pretensión de Groussac de coronarse,
por propia mano, como pontífice máximo de la historiografía argentina, Carbia intenta-
ría deslegitimar esta usurpación a través de la crítica del trabajo del historiador francés
que en ese momento se hallaba en curso:
“En el prólogo al tomo IX, de los Anales de la Biblioteca, que acaba de aparecer, el señor Paul
Groussac se ha permitido la ligereza de atribuirse el pontificado máximo de la crítica histórica
entre nosotros. Muchos inexpertos habrá que admitirán esta auto-consagración, y como semejan-
te hecho puede redundar en perjuicio del buen nombre de la ciencia histórica argentina, conviene
que, analizando los últimos trabajos del señor Groussac, se patentice todo lo que la pretensión
aludida tiene de excesiva. ¡No!: el señor Groussac no es maestro en materia de estudios hechos a
la moderna, y para demostrar tal aserto basta analizar el estudio que sobre la expedición al Plata
de don Pedro de Mendoza publicó en el tomo VIII de los Anales de referencia.”643

639
Ibídem, pp. 214-215.
640
Ibídem, p. 216.
641
“Bien está que se analice y se destruya todo lo que a la luz de la crítica austera resulte falso, pero no es
sereno, porqué sí, porque el hecho presta coyuntura para un floretazo y un buen gesto, sacrificar en aras
de un placer, cuando mucho estético, lo que hasta ahora se tiene por verdad” (Ibídem, p. 216).
642
“Todos estos defectos de procedimiento unos y de criterio otros, no amenguan en lo más mínimo el
valor literario de la obra. El señor Groussac tiene en este particular, una fama indiscutible, que soy el
primero en reconocer. Precisamente por eso, huelga aquí todo juicio sobre su prosa, la mejor y más robus-
ta de los escritores de América.” (Ibídem, p. 217).
643
Rómulo CARBIA, “El señor Groussac historiógrafo. A propósito de crítica moderna”, en: Nosotros,
Año VII, Nº 68, Buenos Aires, diciembre de 1914, p. 240.

775
La renovada crítica del estilo de Groussac perseguía la denuncia de su anacro-
nismo, mostrándonos cuál debiera ser el criterio estilístico al que tendría ajustarse el
historiador moderno en la construcción de sus textos:
“El no es, ni con mucho, el que señala como adecuado la moderna metodología de la historia.
Por correcto y por elegantísimo que sea, desde el punto de vista literario, no se justifica en mane-
ra alguna su empleo, ahora que la historia debe escribirse con la frialdad con que un paleontólo-
go expone las conclusiones de una reconstrucción ósea cualquiera. Setenta años atrás, podría
haberse disculpado la falla, siquiera como un homenaje a la belleza en el decir, pero hoy esa tole-
rancia no encuentra posible amparo. Langlois y Seignobos, en su manual de introducción a los
estudios históricos, han fustigado el empleo, en la exposición de los hechos del pretérito, de esa
forma que parece encantar al señor Groussac, muy capaz, por otra parte, de sacrificar una verdad
a la elegancia de un buen gesto.”644

La “pasión por el adjetivo”, el “uso y abuso de la brillantez retórica”, su “afán de


lucir el plumaje llamativo de una rica erudición”, el “placer de la ironía”, el empleo de
epítetos sumamente gráficos “que encierran en sí un juicio” y el abuso de “inferencias y
conjeturas”, la combinación de datos probados y de especulaciones fantasiosas, la reti-
cencia a dar crédito a la fuente de información645, y la irrupción de actitudes abiertamen-
te partidistas, serían los rasgos que demostrarían que el rumbo que el historiador francés
pretendía indicar para la historiografía argentina, sólo la llevarían a un retroceso inde-
seable.
Desplazar a Groussac costó, sin embargo mucho tiempo y esfuerzo, por lo que
en 1916 podemos seguir encontrando crudos ataques a su figura impulsados, sin duda,
por el dinamismo que aún mostraba el anciano646. Ese mismo año Groussac había edita-
do la versión definitiva de su Mendoza y Garay, libro en el que no sólo reafirmaba los
valores que estructuraron su praxis intelectual y su discurso historiográfico, sino en el
que pretendía rebatir tanto las críticas como las pretensiones de cientificidad de quienes
veía como panda de párvulos insolentes.
El problema metodológico fue sin duda uno de los epicentros de esta discusión.
Para Groussac, la falta de un sustento firme para la pretensión cientificista de la histo-
riografía —más intuitiva que programática— y los peligros subjetivistas de la resolu-
ción puramente literaria del discurso histórico no pasaron desapercibidos. Por ello,
nuestro autor asumió plenamente en sus libros una discusión metodológica que no ten-
dría sentido ni proporción, de no existir una situación cultural e historiográfica que
hiciera propicia y útil tal tipo de intervención. Esta situación, en la que se hizo necesario
presentar balances y exponer un determinado posicionamiento que reforzara su autori-

644
Ibídem, p. 240-241.
645
A propósito de discutir la interpretación fantasiosa de Groussac en lo que hace al retraso de la partida
de la expedición de Pedro de Mendoza y la falla de no citar a Centenera, Carbia extracta un párrafo del
libro III, capítulo V de la Introducción a los estudios históricos de Langlois y Seignobos, que nos parece
sumamente ilustrativo del ideario historiográfico que hizo suyo la Nueva Escuela: “cada afirmación espe-
cial ha de llevar su prueba, el mismo texto del documento en que se base, a ser posible para que el lector
pueda comprobar la interpretación (documentos justificativos), y si no, en nota, el análisis o por lo menos
el título del documento, con indicación del que se encuentra o de aquel donde se ha publicado” (Ibídem,
p. 245, nota n° I).
646
Diego Luis Molinari, “Groussac y el método”, en: Nosotros, Año X, Nº 89, Buenos Aires, septiembre
de 1916, pp. 257-267

776
dad y legitimara las propias prácticas, estuvo caracterizada por la plena disponibilidad
de diferentes fórmulas y estrategias historiográficas.
En este marco, Groussac intentó desarticular tres perspectivas que, según él, co-
rrompían el auténtico y plurifacético saber historiográfico, confundiendo “...esa ciencia
con la documentación vacía de crítica, ese arte evocador con la fraseología suntuosa, esa
filosofía con generalizaciones vagas y arbitrarias que poco ganan con apellidarse sínte-
sis”647.
Lo novedoso —y, quizás también, lo inviable— de su propuesta, estaba en su
pretensión de sintetizar los aportes de las perspectivas anteriores, esto es: compatibilizar
la apoyatura documental y la erudición, con el virtuosismo literario y el ideal estéti-
co-cognoscitivo del narrativismo, con el establecimiento de los hechos, con la crítica de
las fuentes y con la inducción racional. En esta conjunción se expresaría el auténtico ser
trinitario y mistérico de la historiografia: ciencia, arte literario y filosofía a la vez, for-
mando parte de una misma substancia648.
Esta propuesta se dirigía a neutralizar tendencias que entre 1897 y 1916 habían
ganado espacio, como el empirismo heurístico —edificado sobre una relación ingenua
entre el historiador y sus fuentes—; la crónica “literarizante” —caracterizada por su
débil o nula apoyatura heurística—; y los enfoques sintético/filosofantes, revitalizados
por un lenguaje sociologista o científico-naturalista.
En efecto, en los primeros capítulos de Santiago de Liniers y en su “Prefacio”
de 1907 puede verse un rechazo, aún balbuceante e impreciso, de ciertas alternativas
novedosas, en las que creía ver una historiografía “especulativa y sintetizante”. Algunos
años después, en el prefacio de 1916 a su Mendoza y Garay, Groussac atacaba las ana-
logías metodológicas que intentaban vincular a las disciplinas histórico sociales con las
ciencias naturales, haciendo hincapié en la diferente naturaleza de sus respectivos obje-
tos: genéricos y regulares, los “naturales”, singulares y accidentales, los “históricos”649.
La razón de esta diferencia era atribuida a la distinta posición del ser humano, observa-
dor del mundo externo en las ciencias naturales y observador de sus propias historias,
costumbres y acciones en la historiografía, la economía o la sociología650. Sin embargo,
esta demarcación implicaba no sólo el rechazo del imperio naturalista sobre la historio-
grafía, sino también el rechazo de la posibilidad misma de que la historiografía se cons-
tituyera en ciencia. Este rechazo se radicalizaba toda vez que Groussac advertía que la
ciencia histórica que pretendían construir aquellos jóvenes se orientaba por las recetas
perogrullescas de Langlois, Seignobos y Bernheim.
Si bien es evidente que Groussac conocía los debates metodológicos finisecula-
res sobre la cientificidad de la historia y que sus ideas generales pueden ser filiadas con

647
Paul GROUSSAC, Santiago de Liniers, Op.cit., p. XXXI.
648
Ibídem, p. XXXI.
649
Paul GROUSSAC, Mendoza y Garay, Bs.As., 1916, p. 17.
650
Ezequiel GALLO, “Paul Groussac: reflexiones sobre el método histórico”, Op.cit., p. 21-22.

777
las corrientes intelectuales antipositivistas651, tanto la orientación de sus argumentos
como su posición dentro de esta tradición deben ser problematizadas, en tanto la noción
de ciencia que manejaba Groussac era plenamente monista y naturalista.
Los argumentos que permitían a Groussac discriminar a las ciencias de la natura-
leza de las disciplinas histórico sociales, no representan sino las argumentaciones dua-
listas más débiles y primitivas, las cuales ya habían sido superadas por Windelband,
Rickert y Weber, al desplazar el principio de diferenciación del supuesto ser de los obje-
tos, a las estructuras lógicas que orientaban la indagación de unas y otras disciplinas y al
relacionar las formas de objetivar de la historia con la presencia de valores metacientífi-
cos irreductibles. En otro sentido, su rechazo del imperio naturalista sobre la historio-
grafía se tradujo, no en la búsqueda de una nueva fundamentación lógica para la exis-
tencia de una ciencia de la historia —como debe entenderse la empresa que lleva a cabo
el pensamiento crítico alemán desde Dilthey hasta Weber—, sino en su rechazo de la
posibilidad misma de que la historiografía pudiera constituirse en ciencia:
“No puede la historia clasificarse como ciencia constituída, no sólo en razón de su incapacidad
para ordenar en series sus elementos dispersos (como lo realizan las cuasi ciencias de clasifica-
ción) o aplicar a los hechos sucesivos leyes deterministas de generalización y causalidad (como
intentan temerariamente la filosofía de la historia y la reciente sociología)...”652

Groussac, en vez de adentrarse en este tipo de reflexión, prefirió refugiarse en


una incomprensible distinción entre ciencia y conocimiento científico, según la cual la
historiografía podría producir éstos últimos sin comprometerse con las exigencias lega-
les y abstractivas de la primera653. Aquí podemos comprobar un deslizamiento por el
cual el concepto de “conocimiento científico”, aislado lógicamente de la estructura cien-
tífica que lo producía y le transfería su atributo, era equiparado en Historiografía a la
simple idea de un “conocimiento sólido y asentado en datos positivo”. Por este desliza-
miento Groussac pudo conceder, a regañadientes —seguro de estar posponiendo dialéc-
ticamente un veredicto negativo—, que el único carácter científico que la historiografía
podría llegar a pretender estaría dado por su capacidad para fijar exactamente algunos
hechos concretos. Aspiración que, en definitiva, también se frustría por la incapacidad
de obtener pruebas documentales para todos los hechos; con lo cual sólo quedaría la
posibilidad de emitir juicios aproximados, conjeturales y subjetivos sobre el pasado
globalmente considerado.
Años más tarde, Rómulo Carbia reprocharía a Groussac la abjuración de sus
ideales cientificistas, enrostrándole el contraste entre aquella vieja idea según la cual la
Historiografía sería a la vez ciencia, arte y filosofía, y la que quedaba asentada en el
prefacio de Mendoza y Garay, según la cual la historiografía no era ni puede ser consi-
derada como ciencia654. Sin embargo, esta idea de contradicción esclerótica en el pen-

651
Julio H. STORTINI, “Teoría, método y práctica historiográficas en Paul Groussac”, en: AAVV, Estu-
dios de historiografía argentina, Buenos Aires, 1996.
652
Paul Groussac, Santiago de Liniers, Op.cit., p. 18.
653
Ibídem, p. 16.
654
Rómulo D. CARBIA, Historia crítica de la Historiografía argentina (2ª ed.), Op.cit., pp. 160-161.

778
samiento de Groussac, no podía sostenerse en aquella reflexión de 1907 —que debía
entenderse más como una boutade que como una proposición programática—, ya que la
idea de “ciencia” en el Santiago de Liniers aparecía relacionada con la idea de una heu-
rística crítica contrapuesta a una erudición anticuaria.
En realidad, Carbia reaccionaba contra la severa crítica que Groussac realizara
acerca de las soberbias pretensiones cientificistas que exhibían los historiadores de la
Nueva Escuela, basadas, según el francés, en un equívoco acerca del alcance del con-
cepto de ciencia aplicada a la Historiografía. Aplicar tal término implicaba, para Grous-
sac, aceptar que la Historiografía produjera
“...una serie de verdades y leyes conexionadas no simplemente, como hasta ahora se ha creído,
un conjunto de nociones más o menos positivas y provistas, en el mejor de los casos, cada cual
de su prueba correspondiente, pero sin vinculación, ni mucho menos mutua dependencia que se
verifica entre las partes de un todo o los miembros de un organismo”655

En contraste, lo que ofrecería esta Nueva Escuela de los jóvenes historiadores


no sería más que una nueva fetichización de la evidencia, a partir de una serie de princi-
pios y reglas relacionadas con la recolección, ordenamiento, y análisis de los documen-
tos, por un lado, y el culto de la “cacografía” en textos densos indigeribles sin la más
mínima inquietud estética, por otro.
Estas reglas eran innecesarias y estériles para Groussac; primero, porque no
aportaban nada nuevo, limitándose a recubrir de fórmulas pretenciosas lo que el oficio
del historiador serio —es decir, documentado y crítico— ha instalado como práctica656;
segundo, porque sus prescripciones pretendían en realidad uniformar y encorsetar la
necesaria labor interpretativa del historiador, imponiéndole requisitos irreales —el ma-
nejo de toda la documentación— o inconvenientes —la síntesis argumentativa—.
Frente a estos historiadores-metodólogos y sus manuales de cabecera, el histo-
riador francés desplegó una defensa de la historiografía narrativista y del arte literario
que supone la construcción de un relato histórico y defiende la combinación de la facul-
tad creadora subjetiva con la preparación erudita y crítica de los materiales necesarios
para ponerla en acto productivamente.
“Con admitir plenamente, pues, que la historia tiene, como primera razón de ser, la investigación
de la verdad, y por consiguiente, la necesidad de fundar en sólida base documental sus ulteriores
deducciones o inferencias, mantenemos que precisamente esa verdad perseguida y hallada es la
que se integra en la expresión, gracias al elemento artístico o subjetivo que aparenta prestarle só-
lo línea y color, cuando en realidad le infunde vida en potencia y en acto. Muy lejos de adheri-
mos al decreto de proscripción que algunos metodólogos sin autoridad pronuncian contra la his-
toria narrativa o descriptiva, justiciera o docente —vale decir, contra la elocuencia y el estilo que
no sin razón se empeñan en denigrar—, proclamamos indispensable su presencia para la plena
eficacia histórica, siempre que la narración procure la exactitud, sea la descripción real y suge-
rente; equitativo y sin pasión declamatoria el juicio pronunciado sobre los hombres y las cosas;
indirecta, por fin, y sólo derivada de los sucesos la enseñanza.”657

655
Paul GROUSSAC, Mendoza y Garay, Op.cit., p. 8.
656
Ibídem, p. 10.
657
Ibídem, p. 21.

779
Esta concepción, que puede reconocerse positivamente en el Santiago de Li-
niers, no suscitó, sin embargo, una adhesión intelectual demasiado entusiasta ni definió
un modelo susceptible de ser imitado. Quizás, como sugirió Groussac, las exigencias
múltiples que la ejecución de tal modelo imponía —no sólo en ilustración o formación
intelectual, sino en capacidades estético-literarias— hacía mucho más complicado el
abrazarlo productivamente, que el refugiarse alternativamente en el culto del documen-
to, en la pura ficcionalización o en la reflexión metafísica sobre el pasado,
Sin embargo, todo parece indicar que las razones del eclipse del historiador fran-
cés y con él, el de la historiografía romántica, deben buscarse —a despecho de la vani-
dad de Groussac— en una serie de fenómenos culturales que terminaron institucionali-
zando la historiografía argentina y estableciendo fronteras más precisas entre ella y la
literatura.
Los jóvenes historiadores, mientras tanto, se hacían fuertes en el argumento me-
tódico y cientificista para enfrentar el influjo todavía dominante del narrativismo deci-
monónico, por entonces representado por Groussac.
Roberto Levillier acusó al bibliotecario de impostar en su obra un tono científi-
co, impropio del verdadero carácter destructivo y arbitrario de sus intervenciones:
“El aspecto exterior de sus crítica históricas es el de páginas erizadas de notas, admirablemente
tipografiadas: exterioridad solemne, pedantesca, aparatosa, simuladora de escrupulosidad cientí-
fica, despreciable encubridora de supercherías y deficiencias! Nadie en el Plata acudiera como él
a ese procedimiento. Y es que no habiendo escritor más irascible, caprichoso, injusto y por con-
siguiente más dispuesto a deformar la verdad cuando cuadrase a sus iras, sus nervios o su causa;
nadie requería en el punto que él, una fachada impresionante que hiciera augurar bien el conteni-
do del edificio, e interpretar sus desmanes como legítimas indignaciones de un espíritu anheloso
de Verdad!”658

El método empleado por Groussac, del todo inadecuado, sería el origen de la in-
consistencia de los resultados obtenidos en sus investigaciones:
“Su método, inverso de la lógica, consiste en formular una hipótesis, y sobre ella edificar arbitra-
riamente, descartando todo documento que insinúe convicción contraria; defendiendo y presti-
giando su decir con apuntes y piezas pertinentes; agregando su indudable talento de prestidigita-
dor de reticencias y sofismas; y esos “bríos afirmativos” y ese “calibre inventivo” de que se dio
tan buena cuenta, y he ahí un método crítico de toda confianza cual engendra sin dolor la hipóte-
sis de Juan Marti y la pulverizante lección de Menéndez y Pelayo. ¡La peor faz, la más irritante
del método es que incita a la fácil imitación admirativa y con ello a la simulación de la escrupu-
losidad!”659

El siempre polémico Diego Luis Molinari660 sostenía, al contrario que Groussac,


que era útil mantener una diferencia entre historiador e historiógrafo con el objetivo,

658
Roberto LEVILLIER, “El aspecto moral de la obra del señor Pablo Groussac”, en: Nosotros, Año X, N°
86, Buenos Aires, junio de 1916, p. 293.
659
Ibídem, p. 293.
660
Una aproximación biográfica muy valiosa y nada convencional a la compleja y caleidoscópica perso-
nalidad de Molinari ha sido elaborada por Nora PAGANO en “Olvidar y recordar una historia de vida. El
sujeto y las comunidades interpretativas. El caso de Diego Luis Molinari”, en: Nora PAGANO y Martha
RODRÍGUEZ (Comps.), La historiografía rioplatense en la posguerra, Buenos Aires, Editorial La Colme-
na, 2001, pp. 67-95.

780
claro está, de situar al “bibliotecario mayor” fuera de los límites de la auténtica labor
científica del estudio del pasado:
“La diferencia que encontramos entre historiógrafo e historiador, es que el primero repite lo que
los documentos dicen, el segundo construye sobre lo que los documentos significan. Groussac,
siempre siguió la trama conducente de los papeles, que ahora desprecia. Todo su método, en lo
que a construcción atañe, consiste en seguir la pauta narrativa impuesta por los hechos mismos.
Cuando hay una laguna, la llena con imaginaciones. Y cuando se presenta un problema, lo re-
suelve en un fas-tras, inspirándose en el arte, que según él tiene derechos tan amplios, como para
desconocer los datos fehacientes y las circunstancias naturales en que se encuentran. Nunca le
vimos llegar al centro de las cosas, como probamos todas las veces que el mismo punto estudiá-
ramos. En cambio siguió el plan editorial de De Ángelis, o añadió sabrosos comentarios a la obra
de sus antecesores, llenos de unción picaresca. En esto consiste su fuerte; a pesar de que por
momentos nos abrumaban sus injusticias, o nos amedrentaban sus glossae Cervottinae.”661

Si bien para Molinari debiera imputarse a Groussac la paternidad de la historio-


grafía crítica por ser quien hizo “el primer vigoroso llamamiento a la duda de los testi-
monios, hasta hoy aceptados, de nuestro pasado” y sus obras le asegurarían un lugar
entre los “dioses mayores de nuestra historia”662, quedaría claro que su tan mentado
“método” era en mucho más deudor de la biblioteca que del archivo:
“He aquí el primer rasgo genial de su método: acudir a los diccionarios, históricos, geográficos,
biográficos, genealógicos, etc. Nadie podía negar la utilidad de las enciclopedias, ni tampoco
discutir conmigo y con el bibliotecario mayor, la eficacia con que en la cultura se desempeñaron
los Larrousse, Salvá, etc.”663

El éxito y el prestigio de Groussac y su obra no puede disociarse de las caracte-


rísticas de esa historiografía y de ese campo cultural decimonónicos. Cuando estos
cambiaron significativamente alrededor de la primera década de nuestro siglo, Grous-
sac, el sobreviviente más notable de la historiografía narrativista, tuvo que enfrentar a
una serie de historiadores que, posicionados en instituciones incipientes que comenza-
ban a constituirse en espacios de producción y socialización conocimiento, se empeña-
ban en buscar fórmulas para profesionalizar la historiografía y normalizarla alrededor de
criterios metodológicos consensuados. Este grupo terminó imponiendo en la cultura
argentina un modelo de ejercicio y formación profesional que suponía unas formas de
difusión y comunicación de los productos intelectuales más específicas, constantes y
controlables, que los que ofrecía la generación “precursora”.
En aquellos años, algunos de estos jóvenes historiadores pretendieron, en vano,
obtener el respaldo de Groussac para un proyecto historiográfico que contradecía aque-
llos valores y atributos que con tanta fruición Groussac había cultivado en sus obras: el

661
Diego Luis MOLINARI, “Groussac y el método”, Op.cit., p. 264, nota n° 1.
662
Diego Luis MOLINARI, “Carta abierta al señor I***”, en: Nosotros, Año IX, n° 71, marzo de 1915, p.
309. Molinari trajo posteriormente esta aseveración como concesión polémica en medio del argumento
utilizado para rebajar sutilmente la figura de Groussac quien, en sus interpretaciones acerca de la influen-
cia de la “Representación de los hacendados” de Mariano Moreno en la independencia y vida económica
del Río de la Plata, se abría apoyado en la autoridad de la bibliografía que lo precedió y no en los docu-
mentos. Así : “... seguía estrictamente a Mitre y López, y éstos a Manuel Moreno. Por supuesto, la dife-
rencia estaba en el léxico y en la información. Aquel porque era más rico, ésta porque era más pobre”
(Diego Luis MOLINARI, “Groussac y el método”, Op.cit., p. 259, nota n° 1).
663
Ibídem, pp. 258-259.

781
virtuosismo estético, la independencia intelectual, los modales, la ética del polemista y
la inquietud literaria. Atributos que, en vista de la evolución de la disciplina —y la tena-
cidad del francés para bloquearla—, obstaculizaron que el Santiago de Liniers o el
Mendoza y Garay se erigieran en clásicos indiscutidos junto con otros textos cumbres
del narrativismo decimonónico argentino como la Historia de Belgrano de Bartolomé
Mitre o la Historia de la Nación Argentina de Vicente Fidel López.
Para Rómulo Carbia, la razón de que su estudio sobre los adelantados del Río de
la Plata no haya podido acceder a ese panteón, sería consecuencia, no sólo de los abun-
dantes pasos en falso que cometió allí, sino de la vanidad del intelectual francés:
“Mucho ha influido en ello, fuera de toda duda, el afán del “yo”, que preocupa y extravía al se-
ñor Groussac, para quien sólo el criterio propio es el exacto y el impecablemente ponderado.”664

En el mismo sentido, Roberto Levillier acusó a Groussac de falta de generosidad


y egoísmo, defectos que lo habrían llevado a despreciar el rol de maestro intelectual
desde el cual podría haber descollado y contribuido a desarrollar el campo cultural ar-
gentino:
“Tuvo en sus manos todas las posibilidades. Pudo crecer, sólo subió [...] Bastábale... su propia si-
tuación para realizar mucho bien, no lo hizo. Salvo su corto rectorado de una escuela de Tucu-
mán, ni fue magister, ni guió. Su egoísmo le contuvo. Pudo crear vida, erigir instituciones, suge-
rir reformas, introducir principios. Nada. Nada. Nada. Todo cuanto labró fue para sí; no deja una
obra de utilidad nacional perenne.”665

Sin embargo, según Enrique Ruiz Guiñazú, los jóvenes historiadores de la “ge-
neración del Centenario” nunca dejaron de ver a Groussac como un “maestro autorita-
rio” y como un modelo a imitar —tanto por el rigorismo de sus cánones como por su
mismo temperamento crítico—, aun cuando la relación entre ellos y el historiador fran-
cés careciera del más elemental “calor comunicativo”:
“Ninguno le conocíamos entonces personalmente y estábamos tan alejados de su trato, como si el
maestro residiese en país extranjero. Había de por medio un páramos intransitable, desnivel de
valle y cumbre. Groussac, por otra parte, no creyóse en obligación de tender su mano a esos
principiantes algo retozones; ni pensó jamás en abrir las puertas de su despacho, a una juventud
que lo hubiese colmado de bulliciosa alegría y propósitos nobilísimos de estudio. Fue invernal y
despectivo. Para emplear un símil de su ironía, diría yo que aquellos jóvenes también desempol-
varon la capilla de Clío, sin merecer del maestro una sonrisa. Todo lo más que otorga en esa
oportunidad, es un capirotazo a su propia usanza, que si no dejó cicatriz, produjo felizmente ma-
yor aplicación en la escuela, con indiferencia del maestro, desde luego, que obstinadamente la
repudiaba hasta simular ignorarla.” 666

El prolongado choque a que dio lugar este desprecio667, tuvo su fundamento en la


progresiva transformación del campo intelectual y la institucionalización del oficio his-

664
Rómulo CARBIA, “El señor Groussac historiógrafo. A propósito de crítica moderna”, Op.cit., p. 249.
665
Roberto LEVILLIER, “El aspecto moral de la obra del señor Pablo Groussac”, Op.cit., pp. 294-295.
666
Enrique RUIZ GUIÑAZÚ, “Groussac historiador y crítico”, en: Nosotros, Año XXIII, Tomo LXV, N°
242, Buenos Aires, julio de 1929, pp. 57-58.
667
Sobre la evolución de las relaciones entre Groussac y los jóvenes historiadores y el controvertido ma-
gisterio del primero sobre los segundos véase: María Cristina de Pompert de Valenzuela, “La nueva es-
cuela histórica: una empresa renovadora”, en: AA.VV., La Junta de Historia y Numismática americana y

782
toriográfico, esquema completamente diferente de aquel en el que triunfó la historiogra-
fía narrativista, y en el cual ya no había lugar para el rol pontificio que el historiador
francés había adquirido a fuer de cultivar un individualismo intelectual extremo y un
criticismo despiadado.
El nuevo proyecto historiográfico que comenzaba a abrirse paso mal podía en-
contrar referentes intelectuales en el país donde la perduración del narrativismo deci-
monónico y la falta de una tradición científica parecían bloquear cualquier posibilidad
de renovación sustancial de la disciplina. No en vano, durante este período, el énfasis de
estos jóvenes historiadores estuvo puesto en la incorporación del pensamiento de teóri-
cos y metodólogos de la historia, capaces de apuntalar su proyecto renovador, y no en la
búsqueda de antecedentes legitimadores en la historia de la historiografía argentina.
Uno de estos referentes internacionales de la Nueva Escuela, junto a los recono-
cidos maestros alemanes y franceses, fue Rafael Altamira, quien arribó al Río de la Pla-
ta en el preciso momento en que este nuevo proyecto historiográfico comenzaba a bos-
quejarse. La figura del catedrático español resultó particularmente atractiva no sólo por
el descubrimiento —más o menos apresurado— del prestigio intelectual que la envol-
vía, sino por la investidura universitaria que exhibió y la vinculación institucional que
su “embajada cultural” permanentemente ofreció. En ese sentido, su discurso —desde
las condiciones mismas de su enunciación— no hizo sino reproducir y retroalimentar
los valores de la profesionalización de los estudios históricos, de una pedagogía especí-
fica y general de la historia y de la divulgación de esos conocimientos a todas las capas
de la población668.
El interés por la “pedagogía”, el “método” y la “difusión de la verdad histórica”
que mostraban los historiadores de la futura Nueva Escuela, constituía el eje de un pro-
grama que involucraba, por un lado, la institucionalización de la historiografía y, por
otro, una nacionalización del discurso histórico. Nacionalización entendida desde su
perspectiva como la atracción del interés del Estado por el sostenimiento de la forma-
ción profesional del historiador, de la investigación, de las instituciones que la garanti-
zan y de los medios de difusión y socialización de ese conocimiento.
Por ello no fue casual que Groussac se mofara de las conferencias de Altamira
de 1909, de los congresos “heurísticos”, de los contextos universitarios y profesorales,
de los manuales de Berheim, Langlois y Seignobos, de las pretensiones cientificistas de
los nuevos historiadores, etc. El historiador francés, criatura de otro tiempo, nunca pudo
comprender ni las claves ni las formas de esta nueva sociabilidad institucionalizada del

el movimiento historiográfico en la Argentina (1893-1938), Tomo I, Buenos Aires, Academia Nacional


de la Historia, 1995, p. 231.
668
Para quienes ya pensaban en la necesidad de una nueva praxis historiográfica, la visita de Altamira les
dio la oportunidad de encontrar un referente intelectual que no sólo trabajaba en una línea metodológica
afín sino que ofrecía la posibilidad de constituir un canal de mediación entre las novedades europeas y las
demandas americanas, en el que la comunidad de idioma e idiosincrasia aparecían —después de más de
un siglo de hispanofobia— como un vehículo invalorable para una generación cuya formación no siguió
la pauta francófila o anglófila de los precursores.

783
conocimiento historiográfico, que se construían alrededor de instituciones públicas es-
pecíficas.
En el prefacio de Mendoza y Garay, Groussac se presenta al lector obligado a
agregar algunas reflexiones sobre el método histórico, las cuales
“Tal vez no resulten del todo inoportunas, si me atengo a la fraseología pedantesca que veo re-
crudecer en algunas lucubraciones especiales, recién llegadas a mi noticia: jirones deshilvanados
de manuales europeos que, según entiendo vulgarizaría en cierto medio estudiantil el profesor
Altamira, convencido apóstol del evangelio metodológico y, como tal, expresamente traído de
Oviedo, para iniciarnos en sus misterios.”669

El ataque no terminaría allí, sino que el historiador francés cuestionaría el coro-


lario del viaje y la operación cultural misma que emprendió el viajero a su regreso:
“Sin hacer alto en la risueña interpretación que a la sazón se dio en España a la humorada nove-
lera de algunas universidades latinoamericanas, presentándola en un libro de 670 páginas, consa-
grado a la pedagógica odisea, como un principio de reconquista intelectual, debemos reconocer
la buena fe del catedrático viajero, atenuando su responsabilidad en aquellas espumantes ovacio-
nes, lo mismo que en el abominable baturrillo que, como resumen de sus conferencias platenses,
salió a obscuras en la prensa local.”670

Lo más importante es que para Groussac las “fórmulas o recetas para escribir
historia” sustraídas del manual de la Introduction aux études historiques de Langlois y
Seignobos —compendio del Lerhbuch de Bernheim, según el historiador francés— del
que tanto los jóvenes historiadores y el propio Altamira habrían realizado una interpre-
tación caricaturesca, no serían garantía de buenos resultados:
“Después de indicar el escaso grano que de tanta paja pedagógica podría entresacarse, holgará
mostrar cuán mal, en todo caso, se adaptarían los procedimientos allí recomendados a la historia
latinoamericana: materia que los preceptistas —sin exceptuar al señor Altamira— desconocen no
sólo en su genuina índole y verdaderas fuentes, sino en sus hechos materiales.” 671

Haciendo gala de sus recursos habituales —que por otra parte eran compartidos
por los polemistas de la época— Groussac atacaría a quienes ofrecían el “método” co-
mo recurso para transformar los estudios históricos, a través de la denuncia de errores
en el tramado de los hechos, errores de grafía o la calidad del estilo literario de sus tex-
tos. Inadmisibles “tropezones” como los que cometió Altamira en su Historia de Espa-
ña y de la civilización española, obra que Groussac descalificada como un cúmulo de
párrafos deshilvanados de pésimo estilo:
“Hé aquí, a guisa de espécimen justificativo, algunas líneas transcritas de la Historia de España y
de la civilización española, tomo III, párrafo 627 (van subrayados los tropezones más enormes):
“...Mendoza, después de tocar en Río de Janeiro, donde Vespuccio había fundado un fuerte, en-
tró en la bahía del Plata... Pronto tuvieron choques con los indios querandíes, sufriendo en ello
tanto que decidieron seguir río arriba. Llegaron así a Sancti Espíritu (sic) que reedificaron, que-
dando como jefe de la colonia Juan de Ayolas, pues Mendoza regresó a España en 1536. Ayolas,
remontando el Paraguay, echó los cimientos de la Asunción, la cual prosperó rápidamente por la
buena política de Ayolas con los indios. También fundó otro centro (!) en la Candelaria, cuyo
mando dio a Martínez Irala... Ayolas fue muerto por los indios en una expedición al Gran Cha-

669
Paul GROUSSAC, “Prefacio” a Mendoza y Garay, Op.cit., pp. IX-X.
670
Ibídem, p. X.
671
Ibídem, p. X.

784
co... etc., etc.” La parte de novedad que en la vulgarización se manifiesta, es una ausencia com-
pleta de plan orgánico —una falta de método que remeda una sátira formidable— en 2500 pági-
nas —de metodología. Jamás una vista de conjunto, una perspectiva sugeridora. En vez de capí-
tulos divisorios, ofreciendo otras tantas facetas del asunto, este se halla rebanado en 850 párrafos
que allí se apiñan, sin más orden que el de una muy vaga cronología: es así, v. Gr., como las tos-
tadas americanas, de que hemos transcrito unos renglones, se hallan embutidas entre el parágrafo
del “peligro turco” y el de la “cuestión religiosa en Alemania”. La forma corresponde al fondo.
El estilo amorfo y gríseo —cuando no embadurnado con colorines periodísticos—, se embellece
a cada paso con realces del tenor siguiente: “Se reflejó el motín en el fracaso de las medidas
conciliadoras...”; “el caballo de batalla era la cuestión religiosa...”; “el descontento subió a un
grado álgido!!”, etc.”672

Por otra parte, tampoco era fortuito que los historiadores de la furtura Nueva Es-
cuela acusaran a Groussac de una retórica inadecuada, de un abuso de la erudición, la
inferencia y la conjetura, de subordinar el ejercicio historiográfico a una pauta estética,
de su uso instrumental de los documentos, de omitir su bibliografía de consulta, etc.
Estos eran los valores inversos a los que comenzaban a cultivarse en los círculos aca-
démicos y universitarios, de los cuales Groussac era un crítico hostil.
La negativa de los jóvenes historiadores a reconocer la legitimidad de la función
rectora que el francés quería adjudicarse sobre los estudios históricos argentinos llevó a
que la polémica para dirimir cuál debía ser el modelo historiográfico correcto para la
evolución de la disciplina, se deslizara, a menudo, en una controversia personal, que no
iluminaba en nada el verdadero meollo del desacuerdo.
Así lo entendían los propios protagonistas, aun cuando no hicieran nada por evi-
tar ese desvío inconducente, como bien ejemplifica el caso de Rómulo Carbia quien, a
pesar de lamentar la forma en que Groussac leía la crítica de la que era blanco, no pudo
resistirse a la tentación de jugar en su mismo terreno:
“...¿puede sostenerse, sin mengua de la verdad, que el señor Groussac es el pontífice de la histo-
riografía, como él cree? De ninguna manera. Es éste un trago amargo que quizás provoque, en el
que lo tiene que efectuar, el desahogo estéril de pensar que un nuevo caso evidencia aquello que
dijera acerca de los párvulos que utilizan el primer diente en morder el pezón... Pero así y todo,
tendrá que reconocer que su “imperio” ha pasado y que ya no son éstos los tiempos en que desde
La Biblioteca, férula en mano, dictaba fallos que todos acataban. Los cachorros de ahora, tal vez
porque nacen con un poco de Pirrón en alma, tienen precocidad en el colmillo.”673

Por supuesto, Carbia incluyó en sus discusiones con Groussac algunas frases
completamente inaceptables en un artículo con valor científico:
“Fuera de toda duda, el estro del señor Groussac está en ocaso. En su espíritu la tarde ha comen-
zado a caer, invadiéndolo todo de cansancio.”674

“Groussac moralista, fatigado de refutar en vano, prefiere sonreír de las tonterías oficiales y aca-
démicas que pasan, envueltas en períodos tan huecos como oratorios. Puesto en Francia, en su
París —del cual se despide lagrimeando en el prólogo de Santiago de Liniers— su producción
hubiera sido otra.”675

672
Ibídem, pp. X-XI, nota n° 1.
673
Rómulo CARBIA, “El señor Groussac historiógrafo. A propósito de crítica moderna”, Op.cit., p. 249.
674
Rómulo CARBIA, “Santiago de Liniers por Paul Groussac”, Op.cit., p. 214.
675
Ibídem, p. 218.

785
Diego Luis Molinari, más equilibrado que sus pares, también fue responsable de
ironías, mordacidades y una crueldad inusitada:
“Humo persistente de una antorcha apagada... Hermosa imagen de nuestro bibliotecario mayor,
síntesis expresiva de lo que significa el ocaso de su vida. Y ella fue como un rosal, lozano y fra-
gante, pero rodeado de espinas; las flores caen con el pasar de las horas, las espinas quedan como
testimonio mudo, perenne defensa inútil de un tesoro efímero, o como recuerdo melancólico de
la flor que protegían.”676

La alta dosis de rencor y conflicto generacional que difícilmente puede disociar-


se de las polémicas de Groussac con los representantes de la Nueva Escuela, quedan en
evidencia en el artículo en que Roberto Levillier —llevando la crítica moral hasta sus
últimas consecuencias— intentará desacreditar a Groussac como persona e investigador,
sin distinguir los diferentes registros de la crítica de la labor intelectual y de las discu-
siones u oposiciones personales.
Así Groussac, encarnación del “mal sabio” nietzscheano, habría ganado su inme-
recido lugar en el mundo literario e historiográfico argentino, haciendo gala impune de
soberbia, mal gusto y rencor, reservando para sí el conocimiento y destrozando reputa-
ciones ajenas:
“Si desde el comienzo de su carrera no hubiese sufrido nadie sus ataques, sin repudiarlos con va-
lentía y señalar altivamente las miserias que suele encubrir; si, atento a la curva de su vida públi-
ca, se hubiese fustigado sus injustas inquinas; el mal gusto de sus sátiras; llevado a la opinión el
fariseismo de sus imputaciones; su egoísmo de voluntario recluso y su abstención consciente del
magisterio y de toda obra de cultura pública; las artimañas y supercherías de sus críticas; sus im-
placables rencores, saciándose más allá de la muerte en mezquinas venganzas; hubiese caducado
su virulenta mordacidad en el vacío enorme de la indiferencia y del desprecio.” 677

Levillier enrostrará a Groussac el incumplimiento de los compromisos intelec-


tuales adquiridos, tratando de extrapolar su informalidad a su condición profesional y
desvirtuar su capacidad para adscribirse a los dictados elementales de la ética científica:
“Ya que de conciencia hablamos, ¿qué es de esas conferencias sobre patricios argentinos, encar-
gadas por el Gobierno al señor Groussac, para lo cual fue opulentamente llevado a París? ¿Qué
de esa Historia Argentina encomendada diez años ha? No se pretenda que el Pedro de Mendoza
publicado en 1914 y el Juan de Garay aparecido este mes respondan a ella. Si así fuera, le llama-
ríamos llenar dos cometidos con una obra, puesto que los Anales de la Biblioteca en que se im-
primen estas monografías, reciben por ese concepto la asignación de diez mil pesos anuales... Pe-
ro llegamos a esta deducción formidable que emana lógicamente de los hechos. ¿Es posible que
un hombre con tal amplia auto-indulgencia en materia de compromisos y deberes, posea con-
ciencia científica, sienta el espolón de la escrupulosidad literaria, sea un leal amante de la ver-
dad?”678

Si Carbia podía conmovernos con ciertos pasajes descarnados en su crítica per-


sonalista de Groussac, Levillier lo superó demonizando al personaje en términos suma-
mente ilustrativos: poseedor de la “lenta, voluptuosa y estética crueldad del felino”;
dueño de un ácido que “no aniquila; corroe, desfigura como el vitriolo”; “ávido de ex-
tensa reputación literaria”; propietario de un “espíritu acriminoso lleno de mohosidades

676
Diego Luis MOLINARI, “Groussac y el método”, Op.cit., p. 267.
677
Roberto LEVILLIER, “El aspecto moral de la obra del señor Pablo Groussac”, Op.cit., p. 286.
678
Ibídem, p. 294.

786
y de humedad”; siendo su instinto “la fobia de inculpar, del detective suspicaz, acusador
a priori”; hombre que “ignora el divino placer del entusiasmo”; incapaz de una “arran-
que de ternura” o “una línea de piedad”; “figura hostil y fría del egoísta, perpetuo dómi-
ne de sobrecejo, enemigo de todo éxito y esfuerzo ajeno”, etc.
Tamaño despliegue de adjetivos contra quien era culpado de regarlos con profu-
sión malévola en sus textos, no deja de ser sorprendente y sería difícil de entender si no
hubiera mediado entre Levillier y Groussac una controversia personal.
En efecto, Groussac, en el prólogo a “Juan de Garay” había defendido su criterio
de publicación de documentos —ya atacado por Carbia en 1914 por carecer de un plan
orgánico—, aprovechando la ocasión para destacar la política de copiado de la Bibliote-
ca Nacional bajo su dirección y desmerecer un emprendimiento similar:
“Respecto de los documentos que como piezas justificativas del ensayo histórico, se publican en
este mismo volúmen... los más de ellos provienen directamente del Archivo de Indias donde hace
años funciona, sostenida con los modestísimos recursos de esta Biblioteca una oficina de copias
honradamente cotejadas y autenticadas; la que prosigue su obscura labor sin dejarse distraer por
el ruido y exhibición aparatosa de otras tentativas aparentemente análogas (y por lo tanto en el
mejor de los casos, inútiles) debidas a protecciones inconsultas que a las veces se ejercerían con
mejor provecho para todos, guardando sencillamente la forma de dádivas graciosas a los favore-
cidos.”679

Levillier, indignado por las alusiones a su tarea, utilizó a la revista Nosotros680,


medio habitual de expresión de estos jóvenes historiadores, como tribuna para procurar
su propio desagravio:
“Comprendí en 1910, al documentar en el Archivo de Indias mi primer libro la gran obra que
pudiera realizarse, reconstruyendo los tres siglos del pasado histórico del Río de la Plata, reinte-
grando al patrimonio nacional esos papeles de familia que constituyen sus antecedentes políticos,
étnicos, religiosos, jurídicos, económicos y sociales... En 1913, al regresar a Buenos Aires, expu-
se esos propósitos al Gobierno Nacional, a la Municipalidad de Buenos Aires, a la Facultad de
Derecho. Tuvieron favorable acogida y consecuencias positivas, encomendándome cada cual una
obra que se asociaba a las demás en la reconstrucción razonada de la vida colectiva de la época
colonial. Después de dos años de investigaciones en el Archivo de Indias, y de trabajo previo de
copias paleográficas, publiqué en Madrid en 1915, el primer tomo de la “Correspondencia de los
Oficiales Reales de Hacienda con los Reyes de España” 1588-1615; y los dos primeros tomos de
los “Antecedentes de Política Económica en el Río de la Plata”. El señor Groussac alude a estos
cuatro tomos iniciales.”681

679
Paul Groussac, Prólogo a “Juan de Garay”, Anales de la Biblioteca, Buenos Aires, Tomo IX, 1916.
680
Nosotros creyó conveniente deslindar responsabilidades por el tono de la crítica de Levillier, en una
nota al pie al inicio del mentado artículo: “El tono polémico en que está escrito el artículo que sigue,
justifica dos palabras de comentario de la dirección de esta revista. El señor Levillier que lo firma, y de él,
por tanto se responsabiliza, no es un desconocido para nadie, es autor de una obra vasta y notoria, y se
defiende de hirientes insinuaciones. Si al justificarse ante el público da a su voz acentos que raramente se
escuchan en el país, no le incumbe a la dirección de Nosotros legislar sobre el tono que empleen sus cola-
boradores. Nosotros es una publicación de discusión y análisis de todas las ideas y de todos los hombres
que las sustentan y encarnan; de carácter inusitado acaso en el país, común en cambio en Europa, donde
no se teme el ejercicio de la crítica, amplia y severa. Innecesario es decir que Pablo Groussac, escritor
consagrado, a quien la dirección de Nosotros estima en todo lo que vale y significa, menos que nadie
puede asombrarse de esta publicación. Renegaría de su libérrima tradición intelectual. Con este criterio la
dirección de Nosotros ha abierto sus páginas al señor Levillier.— La Dirección.” (Nosotros, Año IX, N°
86, Buenos Aires, junio de 1916, p. 285).
681
Roberto LEVILLIER, “El aspecto moral de la obra del señor Pablo Groussac”, Op.cit.,, pp. 297-298.

787
Según Levillier, Groussac habría tratado de mover sus influencias en una depen-
dencia de gobierno contra esta iniciativa en 1913, “pero no pudo triunfar, porque esa
entidad no protegía una persona, sino la idea patriótica que la obra encierra”. Así habría
comenzado “el encono del vencido, iracundo y rencoroso” y la competencia por el mo-
nopolio del abastecimiento de fuentes para los repositorios rioplatenses682.
Groussac, celoso y envidioso, se atribuiría impropiamente el honor de la direc-
ción de la investigación científica en el Archivo de Indias, cuando en realidad éste co-
rrespondería a García Viñas, empleado rentado por la Biblioteca Nacional que periódi-
camente remitía a Groussac algunas piezas de su elección transcriptas por un copista,
cotejadas —eso sí— pero no autenticadas683, como pretende el historiador francés:
“En cuanto al honrado cotejo de las copias, me complace muy sinceramente confirmarlo; pero lo
gracioso es que en esta emergencia estoy autorizado para verter esta afirmación, pues he tenido
ocasión de comprobar y admirar la contracción asidua y la escrupulosidad del señor García Vi-
ñas, pero el señor Groussac que no ha estado en el Archivo de Indias sinó una media hora y hace
varios años ya, no tiene derecho a esa afirmación, a esos “bríos afirmativos” como diría el señor
Menéndez y Pelayo.”684

Así, Groussac derivaría en sus ayudantes tareas indelegables que, como el ma-
nejo del archivo, el contacto físico con la evidencia y la selección de los documentos
pertinentes, deben ser realizadas por el historiador en persona para que la investigación
rinda sus frutos:
“La búsqueda, para rendir buenos frutos debe ser practicada por los autores, no por interpósita
persona por capaz y laboriosa que sea. [.. .] Sólo puede, el autor, ajustar los elementos de cons-
trucción a las exigencias del conjunto y seleccionar de acuerdo con sus propósitos persona-
les.”685

Lo interesante es que la estrategia de Levillier no se limitó a poner de manifiesto


la particular relación de Groussac con el archivo, sino que asumió el papel de vindica-
dor de los agraviados por Groussac, para luego descalificarlo moralmente y ridiculizar
la solvencia de su “método crítico” trayendo a consideración dos de sus aplicaciones
fallidas: la presunta y errada resolución del enigma de la autoría del Quijote de Avella-
neda —puesta en evidencia por Marcelino Menéndez y Pelayo en un extenso texto go-
zosamente glosado— y la determinación de las maniobras callejeras de los ingleses y
los resistentes durante la segunda invasión inglesa, que habrían sido descubiertas por
Bartolomé Mitre.
Si tratamos de ver un poco más allá de la reyerta, aquello que Levillier condena-
ba, sin darse cuenta, eran las condiciones de existencia de la historiografía decimonóni-
ca las que, plenamente encarnadas en Groussac, regían aún la lógica de las intervencio-
nes de los intelectuales, incluso la suya propia.

682
Ibídem, p. 297.
683
“...si llega al atrevimiento de declarar sus copias “autenticadas” no sólo para insinuar hipócritamente
que las mías no estándolo, pecan por deficientes, sino para demostrar una vez más que a él ni a sus obras
falta perfección alguna” (Ibídem, p. 299).
684
Ibídem, p. 298.
685
Ibídem, p. 298.

788
En efecto, si Levillier reprochaba a Groussac la destrucción de reputaciones por
un uso implacable de epítetos, no deja de construir su artículo en base a un despliegue
de adjetivos que, aún movidos por la indignación y el apasionamiento, no dejaban de
procurar el mismo resultado que las gélidas y lapidarias calificaciones del historiador
francés. Si Levillier, en descargo de la acusación similar que le hiciera Groussac, le re-
prochaba apoyarse en el poder para impulsar sus empresas, de su relato no puede surgir
sino la confirmación del aporte decisivo que sus contactos personales hicieron a la suya
propia. Si Levillier reprochaba al bibliotecario su ojo escrutador de omisiones y yerros
ajenos y su incapacidad de apiadarse del paso en falso de los demás, él mismo no dejó
de ser implacable al sugerir al lector que infiera del fallo en el asunto del Quijote la in-
solvencia intelectual de toda la obra de su oponente. Si Groussac no estaba dispuesto a
compartir su autoridad historiográfica y necesitaba destruir la ajena, es obvio que del
artículo de Levillier no se desprendía posibilidad alguna de rescatar la del primero. Si
Groussac era encontrado culpable de utilizar errores ortográficos, gramaticales o erratas
de edición como elementos de desprestigio intelectual y ridiculización de sus oponentes,
ni Levillier ni Molinari686 se sustrajeron en sus respuestas de utilizar los mismos recur-
sos indebidos. Si Groussac era acusado de resolver en sus textos conflictos personales,
la incapacidad de Levillier para diferenciar registros críticos y reunir en un mismo artí-
culo una descalificación moral y un cuestionamiento metodológico, nos habla de que las
reglas de juego del espacio historiográfico e intelectual todavía llevaban la impronta del
esquema decimonónico que intentábamos fijar en el inicio de esta segunda parte.
Enceguecido por la furia y partícipe del mundo cultural que encumbró a Grous-
sac y toleró una intervención como la suya, Levillier no pudo objetivar los defectos que
veía exacerbados en el autor del Santiago de Liniers y ni llegó a atribuirlos al espacio
intelectual en el que habitaban ambos.
¿Por qué pudo engendrarse ese monstruo? ¿Por qué el “ogro” reinaba en “Mi-
mópolis”? Levillier no halló respuesta más allá de la desidia o el temor. Claro que cier-
tos pasajes en el texto de esta singular crítica nos señalan que las condiciones de exis-
tencia de ese espacio comenzaban a ser visibles para sus actores. De allí que al reclamar
mayor ecuanimidad en la crítica de Groussac, Levillier hiciera hincapié en la necesidad
de que esta virtud se cristalizara en un contexto “en donde las letras, las ciencias y artes

686
Molinari había sido expuesto a la burla por Groussac por escribir Monumentae Germaniae historiae y
no Monumenta Germaniae historica: “Recientemente uno de nuestros jóvenes habladores por boca de
loro, leyendo sin duda en el manual de Langlois, que también la sociedad de los Monumenta Germaniae
Historica (cuyo título transcribe a razón de dos solecismos por tres palabras latinas), había organizado
comisiones de rebuscas, declara doctoralmente, trocando los frenos, que a estas ediciones “críticas” (de
cronistas y legistas medievales) debieran amoldarse nuestras publicaciones ocasionales y ejemplares de
los documentos de Indias!” (Paul GROUSSAC, “Prefacio” a Mendoza y Garay, Op. Cit., p.XIV, nota n° 1).
En su respuesta, Molinari no se aleja, sin embargo, de la pauta argumental anterior, cuando descubriendo
las paráfrasis de Groussac del texto de Langlois y Seignobos, reproduce y amplifica por traducción inter-
pósita expresiones alemanas debidas originalmente al Lerhbuch de Bernheim: “Groussac olvida decir que
son cronistas y legistas, pero además Diplomata, Epistolae y Antiquitates. Corre una gran diferencia entre
el contenido de una afirmación y la enumeración de otra. ¿Cómo es, señor latinista corrector de solecis-
mos, que decís legistas donde solamente hay Leges?” (Ver: Diego Luis MOLINARI, “Groussac y el méto-
do”, Op.cit., p. 262 y 267).

789
aún no han llegado a abrirse dilatado círculo”. No obstante, el rasgo más notable de
consciencia surgirá cuando, a raíz de la denuncia de la impostura del método crítico del
francés, surgiera una explicación interesante de su éxito que, por una vez, matizaba sus
condenas ad hominem:
“Cuando llega una obra construida con todas estas artimañas a manos de un Don Marcelino,
queda maltrecha, como acabamos de ver; pero por desgracia son pocos o mejor dicho no existen
entre nosotros los profesionales de las letras. Escaseando el tiempo ¿quién se atreve a destejer
tan paciente trama, tendiente a un fin enérgicamente afirmado, y sostenida con tantas fechas, tan-
tos datos? Es precisamente esa impunidad sabida, esa falta de sinceridad y honestidad literaria,
ese fariseismo aparejado a un prurito ostensible y arrogante de virtud y de monopolio de la Ver-
dad; lo abominable y malsano en los métodos críticos del señor Groussac.”687

Esta incipiente toma de consciencia acerca de las características del mundo inte-
lectual y cultural rioplatense traía aparejada, al menos en este caso, una firme intuición
de cuál sería su rumbo en el futuro en la medida en que las personalidades reformistas y
las instituciones renovadoras688, lograran abrirse paso desplazando las prácticas estériles
de hombres como Groussac.
La propia evolución de la historiografía nos mostraría el florecimiento de un
nuevo tipo de discurso histórico superador de aquella concepción fragmentaria, mono-
grafista y biográfica, tradicional en la historia americana y tan bien representada en el
Mendoza y Garay:
“...por trazar figuras épicas y literarias de héroes, especialmente conquistadores, poco o nada se
hizo por resucitar la vida colectiva armoniosamente encadenada de siglo en siglo. Y ya está cun-
diendo entre los estudiosos la convicción de que ello no será posible hasta tanto no se haya ex-
traído de los archivos, las fuentes documentales pertinentes. Lo prueba la gran actividad con que
en los últimos años se emprendieron extensas obras de historiografía; especialmente el Archivo
Nacional, la Facultad de Filosofía y la Junta de Numismática. Pero el señor Groussac, a pesar de
su “abnegación modesta” juzga demasiado subalterna esa obra. Prefiere las biografías y nos ha
afligido en estos últimos tiempos con las prematuras, caprichosas e incompletas figuras de Pedro
de Mendoza y Juan de Garay. Pueril vanidad anticipar estudios de esta naturaleza. Nos faltan aún
para tratar temas de épocas iniciales, los documentos de la Audiencia de Charcas, los legajos
existentes en los archivos de Montevideo, La Asunción, La Paz y lima, además de muchos otros
contenidos en expedientes no catalogados aún, de los archivos españoles.”689

La omnipresencia del archivo y del documento en la argumentación crítica ya


había aparecido en los debates que protagonizó Mitre en 1864 y 1881-1882, pero cuan-

687
Roberto LEVILLIER, “El aspecto moral de la obra del señor Pablo Groussac”, Op.cit., pp. 293-294.
688
“En los últimos años el Dr. Joaquín González, funda la Universidad de La Plata; el gobernador doctor
Ernesto Padilla y el doctor Juan B. Terán, la Universidad de Tucumán; el senador Manuel Láinez, presen-
ta y pasa una Ley por la cual reciben las provincias nuevas facilidades para crear escuelas; el ministro
Naón crea el Instituto de Enseñanza Secundaria. Organízanse instituciones como la Facultad de Ciencias
Económicas, el Ateneo Hispano-Americano, el Ateneo Nacional. La Junta de Numismática e Historia
entre en una nueva fase de actividad; el doctor Rodolfo Rivarola funda la revista de Ciencias Políticas y
Sociales; el doctor Antonio Dellepiane contribuye a la creación del Centro del Instituto de Conferencias
Populares; el Ministro Saavedra Lamas, crea la escuela intermedia y reforma las escuelas normales; Ri-
cardo Rojas, funda la “Biblioteca Argentina” destinada a difundir en el país el conocimiento de la literatu-
ra nacional. Con iguales fines funda el doctor José Ingenieros la Biblioteca “Cultura Argentina” y además
la Revista de Filosofía. Y cuantos otros nobles esfuerzos; iniciativas del Parlamento, del Gobierno, de las
Universidades, de la Prensa y de particulares.” (Ibídem, pp. 295-296).
689
Ibídem, p. 300.

790
do antes sólo era la coartada necesaria para sostener una narración verosímil del pasado,
ahora la apelación al recurso heurístico comenzaba a deslizarse hacia la legitimación de
un ejercicio documentalista que veía la recopilación de fuentes como la consagración de
una historiografía objetiva.
Precisamente, la explicación que Levillier ofreció al desprecio de Groussac por
su labor era que ésta, a diferencia de la suya, tendría un resultado imperecedero, ya que
su contenido, imposible de envejecer en tanto recogía y divulgaba las fuentes históricas,
sería de utilidad para los investigadores y lectores del presente y del futuro:
“La diferencia entre las libros de Paul Groussac y los que por orden de las instituciones ya nom-
bradas publiqué, consiste en que los suyos son documentados, es decir que ahí los documentos
sirven de apoyo a una tesis, mientras que las otras son documentales y no constan sino de piezas
originales, que se suceden por orden cronológico y reconstituyen paulatinamente la vida en todas
sus fases y a través del tiempo. La verdadera causa de la inquietud y animosidad del señor
Groussac estriba fundamentalmente en que estas publicaciones son fuentes abiertas a todos y no
le permiten ya la impunidad en que se solazaba , descontando la falta de control del lector. [...]
La crítica y los estudiosos de España y América acogieron con simpatía estos cuatro tomos ini-
ciales, no por su valor intrínseco, sino por la importancia del conjunto que anunciaban y por la
nobleza del propósito de las tres grandes entidades al proyectar la reconstrucción del pasado del
río de la Plata en forma amplia y objetiva” 690

Como podemos comprobar, los ribetes personales de esta polémica no nos deben
desorientar respecto del verdadero fenómeno de cambio en los parámetros de consisten-
cia y producción del discurso histórico que en este choque se evidencia.
Del mismo modo, si bien esta polémica estuvo referenciada privilegiadamente
en lo metodológico, no debemos caer en la ilusión de poder desentrañar su lógica y sus
sugestivas contradicciones, por el sólo análisis de los pensamientos formales de los con-
tendientes. A tal efecto es conveniente comprobar que la Nueva Escuela no proponía
tirar por la borda los avances de la crítica heurística que ofreciera Groussac, sino orga-
nizarlos de acuerdo a un protocolo intersubjetivo; esto, aun cuando en el pico máximo
de tensión del debate, se acusara a Groussac de impericia en el manejo de los documen-
tos.
La razón del quiebre y del distanciamiento entre el autor del Santiago de Liniers
y aquellos jóvenes historiadores, debe buscarse en la imposibilidad de asimilar a quien
fuera el adalid de una visión trágica de la historia, en un proyecto historiográfico insti-
tucionalizado y articulado como una empresa colectiva.
La mutua incompatibilidad de tales prácticas historiográficas que quedaba evi-
denciada con el parricidio de Groussac en manos de Molinari y Carbia es la mejor
prueba de que el campo historiográfico se había transformado interna y externamente,
dando paso a otra forma de inserción cultural y a nuevas concepciones profesionales,
esencialmente diferentes de las que favorecieron el desarrollo del género entre 1854 y
1916. Condiciones éstas, que fueron vistas por las nuevas generaciones de historiadores
más como un obstáculo que como un modelo a imitar y que, para la época en que Car-

690
Ibídem, p. 301.

791
bia concluía la primera edición de su estudio, eran percibidas como parte de un pasado
“felizmente” superado.
Así el modelo intelectual individualista —que es el del hombre ilustrado, auto-
didacta y del virtuoso diletante—, fue funcional a las determinadas condiciones de exis-
tencia de la historiografía que se dieron entre Caseros y el Centenario. Estas condicio-
nes deben ser entendidas dinámicamente y en el contexto de las condiciones de
existencia de un campo intelectual en formación, sacudido por las transformaciones
aceleradas de la economía, la sociedad, la política que impusieron a las disciplinas cien-
tíficas y protocientíficas, la necesidad de adaptación de sus enfoques y productos inte-
lectuales a la agenda problemática de la nueva Argentina691.
La dinámica de este proceso resultará en un cambio significativo en las reglas de
juego de la política, de la sociabilidad de los intelectuales y de la propia historiografía.
Sólo entonces podría hablarse con propiedad de la marginalización de Groussac en la
cultura histórica argentina. Fenómeno que fue, en parte, efecto de su propia reticencia a
abandonar el rol de censor máximo que vanidosamente se había autoasignado; pero que
también se originó en su enconada y comprensible resistencia a aceptar en forma pasiva
y condescendiente la paternidad intelectual de un movimiento historiográfico que pre-
tendía anular el valor de aquellas fórmulas que lo habían encumbrado.
De este modo, en 1916 librando sus últimas batallas contra quienes quisieron pa-
sarlo a un prematuro retiro, Groussac peleaba un combate perdido de antemano contra
unas nuevas condiciones de existencia de la historiografía, revistiendo este carácter bajo
la apariencia de una polémica metodológica. Carbia captaría esto y sentenciaría cruel-
mente que:
“De esta guisa, Groussac, ya en la tarde de su vida, proclamaba su nuevo credo historiográfico,
que, como he dicho, era más que un programa para la tarea futura, la defensa de una obra defini-
tivamente realizada.” 692

Así, en la época del segundo festejo del Centenario, se manifestaba el turning


point del proceso historiográfico argentino, que llevaría a consolidar la trayectoria de
los hombres de la Nueva Escuela y a asegurarles una larga hegemonía sobre la discipli-
na. Hegemonía que, una vez afianzada habilitaría, paradójicamente, una recuperación
de la historiografía decimonónica argentina, como parte del ejercicio de construcción de
una tradición que legitimara el imperio novoescolar693.

691
Alejandro EUJANIAN, “Paul Groussac y la crítica historiográfica en el proceso de profesionalización de
la disciplina histórica en la Argentina a través de dos debates finiseculares”, Op.cit. 41.
692
Rómulo CARBIA, Historia crítica de la Historiografía argentina (2ª ed.), Op.cit., p. 162.
693
Ver: Gustavo Hernán PRADO, “La historiografía argentina del siglo XIX en la mirada de Rómulo Car-
bia y Ricardo Levene: problemas y circunstancias de la construcción de una tradición (1907-1948)” en:
Nora PAGANO y Martha RODRÍGUEZ, (Comps.), La historiografía rioplatense en la posguerra, Buenos
Aires, Editorial La Colmena, 2001, pp. 9- 37).

792
CONSIDERACIONES FINALES EN TORNO DEL LEGADO AMERICANISTA
OVETENSE Y DEL VIAJE DE RAFAEL ALTAMIRA

793
794
Habiendo completado ya el ciclo principal de esta investigación, nos queda,
pues, volver al momento del retorno de Altamira a España, para observar cómo fue re-
cibido en España tras su triunfal periplo americano, cómo influyó esta empresa en su
futuro como profesional y hombre público, y las dificultades que debió enfrentar el
americanismo español para abrirse camino, en la propio Península Ibérica.

1.- CONTESTACIONES IDEOLÓGICAS AL VIAJE DE RAFAEL ALTAMIRA

1.2.- La crítica católica

En su estudio del viaje de Altamira, Santiago Melón reconstruyó, con indisimu-


lable placer, la agresiva línea editorial adoptada por el periódico católico ovetense El
Carbayón para cuestionar esta empresa y develar al público el desempeño pobre e in-
conveniente de su protagonista en las repúblicas latinoamericanas
1
. El revelador “compendio” de esta auténtica operación de prensa que hiciera Melón,
siempre propenso a asumir lo razonable de este tipo de críticas, merece que profundi-
cemos un tanto en el análisis de estos artículos.
En febrero de 1912, El Carbayón retomó sus ataques a Altamira inaugurando
una extensa serie de artículos, conformados a partir de las cartas que su antiguo colabo-
rador, el periodista y escritor asturiano residente en Cuba, Constantino Cabal2, enviara
al periódico ovetense en respuesta a sus indagaciones acerca del desempeño de Altamira
en la isla.
Esta serie conciliaba el interés de Cabal por reivindicar al Director del Diario de
la Marina, Nicolás Rivero —del que haría una elogiosa biografía— y el de Maximilia-

1
Santiago MELÓN FERNÁNDEZ, El viaje a América del profesor Altamira, Op.cit., pp. 153 y pp. 161-170.
2
Cabal (1877-1967) fue seminarista en Oviedo y se inició en el periodismo ovetense con el estímulo de
Maximiliano Arboleya, en la publicación satírica El Zurriago Social que este dirigía y, entre 1900 y 1905,
en El Carbayón. Emigrado a Cuba sería reclutado por el igualmente conservador Diario de la Marina
dirigido por el asturiano Nicolás Rivero. Retornado a España en 1910 se vinculó con Ramón Menéndez
Pidal y desarrolló su vocación historiográfica, investigando en el Archivo Histórico, en la Biblioteca
Nacional y en el Archivo de Simancas temáticas asturianas. Desde 1925 fue director del periódico católi-
co ovetense Región y desde 1928 Cronista Oficial de Asturias y Director de la Biblioteca Provincial.
Además de su carrera periodística Cabal fue un escritor bilingüe, que se destacó por su aporte al desarro-
llo literario del Bable con L’alborá de los malvises. Los madrigales del Bable (Oviedo, Imprenta Región,
1944). Entre sus obras encontramos: Covadonga. Ensayo histórico-crítico (Madrid, Imprenta de G. López
del Horno, 1918); Del Folklore de Asturias. Cuentos, leyendas y tradiciones (Madrid, Editorial Voluntad,
1923); Los cuentos tradicionales asturianos, Madrid, Editorial Voluntad, 1924; Las costumbres asturia-
nas, su significación y sus orígenes. El individuo (Madrid, Ayuntamiento de Oviedo, 1925); La Mitología
asturiana. Los dioses de la vida (Madrid, Ayuntamiento de Oviedo,1925); La Mitología asturiana. Los
dioses de la muerte (Madrid, Ayuntamiento de Oviedo,1928); Nombres de Asturias. Don Fermín Canella
(Oviedo, La Residencia provincial, 1941); Nombres de España. Nicolás Rivero (Oviedo, Instituto de
Estudios Asturianos, 1950).

795
no Arboleya, sobrino del Obispo de Oviedo, Ramón Martínez Vigil3 y director de El
Carbayón4, por defenestrar a Altamira; empresas que armonizaron perfectamente dada
la coincidencia de ambos personajes en torno a un españolismo tradicionalista y católico
y su común desconfianza hacia el institucionismo5.

3
Martínez Vigil (1840-1904), tomó los hábitos de la orden de Santo Domingo en 1858, realizando los
votos en 1862 y adquiriendo la dignidad de presbítero en 1863. Estudió en la Universidad Santo Tomás
de Manila y ofició de catedrático entre 1865 y 1876. Ese año regresó a Madrid, donde adquirió responsa-
bilidades en el área de asuntos exteriores. En 1884 fue designado obispo de Oviedo, destacándose en su
diócesis por la construcción de nuevas iglesias, la edificación de la Basílica de Covadonga, que concluyó
en 1901 y la fundación de la “Cocina económica” de la capital Asturiana. También fue elegido senador
por el arzobispado de Santiago de Compostela en dos oportunidades. En ocasión de la guerra de Cuba,
promovió la formación de la Junta del Principado para la defensa de Cuba, que realizó una colecta a partir
de la cual se lograría equipar un batallón de voluntarios (el batallón Príncipe) para luchar en el Caribe.
Por esta iniciativa, Martínez Vigil recibió la Gran Cruz del Mérito Militar. Para el rol del obispo en la
coyuntura de la Guerra de Cuba, consultar: Julio A. VAQUERO IGLESIAS, “La Iglesia asturiana y el 98
(1895-1898)”, en: Jorge URÍA, Asturias y Cuba en torno al 98…, Op.cit., pp. 85-97.
4
Arboleya Martínez (1870-1951) ingresó en 1884 en el Seminario Conciliar de Oviedo y en 1893 marchó
a Roma, pensionado por la diócesis. Se licenció en Teología la Universidad Gregoriana y en Derecho
civil y canónico en el Seminario Pontificio de Apolinar y en 1896 se doctoró en esta especialidad. Fue
ordenado diácono en Roma y a su vuelta a Oviedo, presbítero, profesor de Teología del Seminario, canó-
nigo apologista del Cabildo catedralicio en octubre de 1898, llegando a deán, en 1923. Se destacó como
periodista y director editorial. Publicó en La ilustración católica de Madrid y la Revista Eclesiástica de
Valladolid y fue colaborador de ABC, El Universo, El Tiempo, y en la Revista Eclesiástica Iberoamerica-
na. En 1901, junto al juez y diputado provincial Marcelino Trapiello (1856-1920) se hizo cargo del perió-
dico El Carbayón que adquirió del catedrático Jove y sus socios y convirtió en un periódico católico doc-
trinario y políticamente independiente. En 1908 publicó El clero y la prensa (Salamanca, Imprenta de
Calatrava), breviario a través del cual intentó reorientar positivamente la acción de los sacerdotes hacia el
periodismo e incentivar la consolidación del publicismo católico. Recibió de la JAE una beca para estu-
diar acción social católica en Italia y Bélgica. Arboleya fue uno de los precursores del catolicismo social
y obrerista español, enfrentado con el integrismo por su defensa de la modernización de la Iglesia y con el
político Juan Vázquez de Mella, quien lo acusara de ser aliado de Melquíades Álvarez y la izquierda por
su obra de sindicación católica de los obreros. Dentro del campo del catolicismo social también tuvo
diferencias con la línea paternalista propugnada por el Marqués de Comillas y con Ángel Herrera por su
modelo más elitista y patronal, antes que auténticamente “sindical” y por su evaluación y utilización pro-
pagandista de la Revolución de 1934. Ver al respecto: Adrián SHUBERT, “Entre Arboleya y Comillas. El
fracaso del sindicalismo católico en Asturias” y Domingo BENAVIDES, “Maximiliano Arboleya y su
interpretación de la revolución de octubre”, ambos en: AA.VV., Octubre 1934, Madrid, Siglo XXI, 1985,
pp. 243-252 y pp. 253-267, respectivamente. Sobre Arboleya, consultar: Domingo BENAVIDES, Maximi-
liano Arboleya (1870-1951). Un luchador social entre las dos Españas, Madrid, Biblioteca de Autores
Católicos, 2003. Entre las obras de Arboleya encontramos: La misión social del clero, Valladolid 1901;
Liberales, socialistas y católicos ante la cuestión social, Valladolid, 1901; La base para la acción católi-
ca en España: La sumisión al Poder constituido, Madrid, 1903; De la acción social: el caso de Asturias,
Barcelona 1938; El modernismo social y la democracia cristiana, Barcelona, 1926.
5
Este patriotismo tradicional, hallaba su máxima expresión cubana —según Cabal— en Rivero, epítome
del caballero cristiano español, que por defender las causas de la fe, de la hidalguía y la de España en un
territorio hostil, se habría granjeado muchos enemigos en Cuba. Ver: Constantino CABAL, “Fragmentos
de cartas. España en Cuba. La obra de Rivero, la obra de Altamira” (I), en: El Carbayón, nº 11.861, II
Época, Oviedo, 19-II-1912 —BCUO, Microfichas Colección El Carbayón—. Estos valores habrían
hecho, según Cabal, que Rivero comprometiera su trabajo y posición, pese a sus íntimas convicciones en
contrario, en pos del éxito de Altamira, sin merecer de éste reconocimiento alguno: “El recibimiento
hecho a Altamira fue un desborde de entusiasmo y fueron las causas de ello, la campaña intensa del Dia-
rio de la Marina y después, el carácter oficial de que Altamira pareció investido. Habló antes de la cam-
paña, porque duró casi un mes, y fue viva, y cariñosa: en ella puso Orbón grandes alientos y generoso
entusiasmo, y ella les dijo a estos hombres quién era nuestro huésped, su valer, su significación, y sus
proyectos. Y se lo dijo, y se lo repitió, porque ellos no sabían de Altamira: desconocían sus obra y aun
ignoraban su nombre. Hasta ellos han llegado como de celebridades españolas los nombres de Cajal,
M[enéndez]. Pelayo, Sorolla, Pérez Galdós; el de Altamira, ni llegará aún [sic] ni quizás llegara nunca si

796
Cabal había conocido a Altamira en Oviedo y aunque confesaba respetarlo inte-
lectualmente, declaraba oponerse de forma decidida a sus doctrinas y a su viaje ameri-
canista6, debido a los efectos que éste tuviera en Cuba. Según el cronista asturiano, la
presencia de Altamira había soliviantado a los patriotas cubanos más exaltados como
Raimundo Cabrera y Bosch7, fundador de El Tiempo, órgano aglutinante del pensamien-
to hispanófobo y pro norteamericano en torno del cual habían confluido notorios inte-
lectuales y profesores de la Universidad de La Habana:
“Altamira entraba en Cuba como heraldo de nuestro españolismo: El Tiempo se levantaba como
heraldo del criollismo o del americanismo, si usted quiere. Suponiese que Altamira no habría de
decir más que lo dicho diariamente por nosotros: pero lo diría mejor con la frase más galana y
más precisa; ahondaría más, vería más… Lo dicho diariamente por nosotros, después de rebuscar
las ocasiones, y como en tragos pequeños, sería dicho por él en obra de propaganda y con ruido
de clarines. Altamira significaba la hispanización pero no insensible y mansa, sino a la trágala,
brusca. Y contra su programa y su doctrina lanzó El Tiempo su programa y su doctrina: frente a
la bandera de la hispanización se levantó la de la deshispanización.” 8

La impetuosidad de Altamira, sus errores y pasos en falso, responderían al des-


conocimiento de la idiosincrasia y de la realidad contemporánea de Cuba que campeaba
en España y del cual participaba, imperdonablemente, el alicantino.

no hubiera venido de excursión.” (Constantino CABAL, “Fragmentos de cartas. España en Cuba. La obra
de Rivero, la obra de Altamira” (III), en: El Carbayón, nº 11.864, II Época, Oviedo, 23-II-1912 —
BCUO, Microfichas Colección El Carbayón—).
6
“en uno de los salones de la Universidad, oí a Altamira. Y para mí, que cerraba el secreto de mis admi-
raciones la admiración por Clarín, Altamira, compañero de Clarín, era, por necesidad un vencedor. Hallé
su palabra suave —como de amigo— y persuasiva —como de maestro: la consideré semilla, tanto más
prendedora y más fecunda, cuanto que no se arrojaba en los párrafos rotundos de la oración de mitin o de
foro, sino en la plática amena del hogar y de la cátedra. «Yo no soy un tenor» decía él en esta Universi-
dad; y no se necesitaba que lo fuera para llamar la misión de conquistar afecciones, aunando el sentir de
esta República con el sentir de la patria. No era un tenor: era un sabio. Yo no sigo su doctrina: si contara
con fuerzas para ello, él —lo mismo que Clarín— me hubiera hallado siempre en campo opuesto; pero si
su doctrina es un error, su valor es sin duda una verdad. Este es mi juicio acerca de Altamira: el juicio
sobre su viaje es muy distinto. Y para que vea la razón, debo advertir a V. que hay dos países en la Amé-
rica latina donde aún no se olvidó el paso de España, y se rumian todavía sus errores: Méjico uno; Cuba
otro.” (Constantino CABAL, “Fragmentos de cartas. España en Cuba. La obra de Rivero, la obra de Alta-
mira” (II), en: El Carbayón, nº 11.862, II Época, Oviedo, 21-II-1912 —BCUO, Microfichas Colección
El Carbayón—).
7
Cabrera y Bosch (1852-1923) fue un notable periodista y empresario editorial cubano que también es-
cribió obras literarias y ensayos políticos. Durante la “Guerra de os diez años” se unió al levantamiento de
Carlos Manuel de Céspedes en la provincia de Oriente pero fue capturado y encerrado en Isla de Pinos y
luego enviado a España por su familia. En la Universidad de Sevilla obtuvo su grado en Derecho en 1873
y regresa de inmediato a Cuba. Forma parte del grupo fundador de la Academia de Historia de Cuba y, en
1878, del Partido Liberal —luego convertido en el Partido Autonomista— con Rafael Montoro y José
Antonio Cortina —fundador y director de la importante Revista de Cuba—. En 1893 abandona el auto-
nomismo y al inicio de la Segunda Guerra de Independencia en 1895 se exilia primero en España, luego
en Francia y finalmente en los Estados Unidos. En Nueva York fundó la revista Cuba y América dedicada
inicialmente a publicitar la causa cubana y para la cual reclutó a muchos intelectuales emigrados, como el
futuro ministro Manuel Sanguily. En 1898, luego de la derrota española regresó a La Habana, donde
siguió editando su revista ahora como una publicación literaria y cultural. Entre 1909 y 1912 dirigió el
periódico El Tiempo y entre 1911 y 1923 la Revista Bimestre de La Habana, donde Fernando Ortiz daría a
conocer sus críticas a Rafael Altamira en 1910 y 1911.
8
Constantino CABAL, “Fragmentos de cartas. España en Cuba. La obra de Rivero, la obra de Altamira”
(III), en: El Carbayón, nº 11.864, II Época, Oviedo, 23-II-1912 (BCUO, Microfichas Colección El Car-
bayón).

797
Pero el clima ideológico cubano, poco propenso a recibir mansamente el mensa-
je de Altamira sería, en parte, consecuencia de la propia prédica de los intelectuales re-
generacionistas, hábilmente utilizadas por los cubanistas radicales. Cabal identificaba,
pues, una curiosa solidaridad entre sus respectivos planteos, extendiendo un manto de
duda acerca del patriotismo de los primeros: al pintar los males españoles con tanta cru-
deza y exageración, estos sabios inducirían a creer que éstos no tenían remedio alguno,
dando más argumentos a los maliciosos hispanófobos9.
En un clima propenso a la crispación y a los malos entendidos como el cubano,
una campaña de hispanización como la de Altamira corría el riesgo de ser inútil y con-
traproducente, tal como luego se verificaría, según la crónica de Cabal.
El cronista asturiano, sin duda atento a los requerimientos de El Carbayón, no
sólo apuntaba a cuestionar la oportunidad del viaje de Altamira, sino a poner en entredi-
cho su auténtico valor intelectual. Así, afirmaba que Altamira se había topado con hom-
bres de gran peso, como el “enciclopedista” Eliseo Giberga, los juristas Ricardo Dolz,
José de Cueto y A. Govin; el historiador Evelio Rodríguez Lendián; o el crítico Mariano
Aramburu, que, atraídos “por la grandeza de la empresa” habrían acudido a escuchar a
Altamira en La Habana, sólo para desilusionarse.
Según Cabal, pese a las expectativas suscitadas, y tal como lo consignara el pe-
riódico cubano La Lucha, —dirigido por el periodista español San Miguel y, en princi-
pio, favorable a la empresa ovetense10—, la intervención de Altamira había defraudado
a su selecto auditorio11.
Pero si la intelectualidad regeneracionista era hecha co-responsable de profundi-
zar un clima hispanófobo en Cuba, el viajero era blanco de duros reproches, no sólo por
la falta de prudencia que exhibía su discurso, sino por su incapacidad para distinguir los
síntomas de hostilidad que despertaba su desembarco en Cuba.
Así, Altamira no habría prestado atención a ciertos eventos que bien pudieron
“hacerle abrir los ojos e inspirarle algún recelo”, como el banquete ofrecido en honor

9
Uno de los errores que Cabal achacaba a estos intelectuales era el haber difundido el tipo del español
ocioso, holgazán, falto de previsión y enemigo del ahorro, olvidando que el español emigrado a Argenti-
na, México o Cuba, era por lo general, hombre de grandes esfuerzos y abnegaciones. Esto, aun cuando no
era visto en España, era apreciado por algunos intelectuales extranjeros, que valoraban mejor “nuestra
obra civilizadora y colonizadora, tan machacada en España”. Ver: Constantino CABAL, “Fragmentos de
cartas. España en Cuba. La obra de Rivero, la obra de Altamira” (IV), en: El Carbayón, nº 11.865, II
Época, Oviedo, 24-II-1912 (BCUO, Microfichas Colección El Carbayón).
10
“El Sr. San Miguel es un hombre ducho y aficionado al negocio; y toda su política consiste en aprove-
char las cosas y en halagar a quién paga. Con motivo del viaje de Altamira encendió el fuego sagrado de
su caja de caudales, y dedicó al profesor los consiguiente loores; los españoles se lo agradecieron. Pero a
pesar de tanta voluntad que se pagaba en venta y en anuncios, La Lucha vio tan solo en el maestro, cuan-
do habló por vez primera «dos notas características: habilidad y precisión» (número correspondiente al 23
de febrero)” (Constantino CABAL, “Fragmentos de cartas. España en Cuba. La obra de Rivero, la obra de
Altamira” (VI), en: El Carbayón, nº 11.868, II Época, Oviedo, 28-II-1912 —BCUO, Microfichas Colec-
ción El Carbayón—).
11
Texto extractado de La Lucha, La Habana, 25-II-1910 y expuesto en: Constantino CABAL, “Fragmentos
de cartas. España en Cuba. La obra de Rivero, la obra de Altamira” (VI), en: El Carbayón, nº 11.868, II
Época, Oviedo, 28-II-1912 —BCUO, Microfichas Colección El Carbayón—).

798
del Secretario Manuel Sanguily, cuatro días antes de su llegada12; como la “excesiva
maliciosa suspicacia” que Fernando Ortiz exhibiera a la hora de evaluar, en El Tiempo,
su discurso inaugural en la Universidad de La Habana o el ataque que recibiera el pro-
pio Nicolás Rivero cuando se disponía a asistir a aquel evento por el rector Leopoldo
Berriel13:
“En esta situación, negra y confusa, se esperaba que Altamira descubriera la verdad, o intentara
encontrar alguna luz: se esperaba que aclarase en dos palabras las nieblas que le envolvían… Pe-
ro él optó por callar y prefirió seguir en la ilusión de que estaba rodeado de purísimos afectos.” 14

De tal modo, Altamira habría seguido este camino queriendo ver señales de his-
panofilia en cada agasajo y pasando por alto o ignorando las ostensibles muestras de
hostilidad y distanciamientos por parte de los cubanos. El extravío del viajero habría
llegado al extremo de incluir en su agenda una visita a la escuela budista norteamerica-
na Baja Yoga —consignada por Altamira como Roja Yogo— de Pinar del Río, cuyos
objetivos eran, según Cabal, “descristianizar Cuba y deshispanizarla a toda prisa”.

12
El periodista, docente y político cubano Manuel Sanguily (1848-1925) comenzó a cursar Derecho su
país pero su carrera quedó trunca por la revolución de 1868, a la cual se adhirió, llegando a ostentar el
grado de coronel del ejército rebelde. En 1877 abandonó Cuba y dirigió una campaña de recaudación de
fondos en los Estados Unidos. Luego de la derrota, viajó a España y concluyó sus estudios en la UCM. En
1879 retornó a Cuba, donde trabajó como abogado, corrector editorial y periodista en El Triunfo, Heraldo
de Cuba, La Habana Literaria, El País, El Libre Pensamiento, Revista de Cuba y Revista Cubana. En
1895 volvió a salir de Cuba, regresando en 1898 para negociar con los norteamericanos el desarme del
ejército rebelde. Desde entonces, fue redactor de Patria y Libertad y de La Discusión, director del Institu-
to de la Habana y catedrático de Retórica y Poética de la Universidad de La Habana. En 1900 fue parte de
la Convención Constituyente; en 1902 fue elegido senador por Matanzas y en 1908, luego de una extensa
gira europea encomendada por el Congreso cubano, fue designado presidente del Senado. Con el Presi-
dente José Miguel Gómez fue secretario de Estado —cargo que ocupaba cuando arribó Altamira—, de
Gobernación, y ocupó altos cargos militares. Desde entonces fue redactor de Cuba Contemporánea, de la
Revista Bimsetre Cubano, y de la Revista de la Facultad de Letras y Ciencias de la Universidad de la
Habana. Más tarde sería designado juez del Tribunal de La Haya, miembro de la Academia de la Historia
de Cuba y Decano honorario de la Facultad de Letras y Ciencias de la Universidad Nacional. En el agasa-
jo a que se refiere Cabal, Sanguily había afirmado que en Cuba existía “algo muy semejante a una guerra
sorda entre los diversos elementos que existen en nuestra sociedad perturbada” y que los extranjeros que
controlaban la industria y el comercio —a la sazón, españoles—, despertaban suspicacias y reavivan “los
odios del pasado”, los cuales “no se han aquietado y desvanecido, para amenaza de la paz y de la estabili-
dad de la República”. Ver: Constantino CABAL, “Fragmentos de cartas. España en Cuba. La obra de Rive-
ro, la obra de Altamira” (VIII), en: El Carbayón, nº 11.875, II Época, Oviedo, 7-III-1912 (BCUO, Micro-
fichas Colección El Carbayón).
13
En aquella ocasión y pese a su propósito, Rivero no pudo ingresar al recinto, ya que el cuerpo estudian-
til, azuzado según Cabal por El Tiempo, lo impidió violentamente, antes de echarse a las calles vociferan-
do mueras al Diario de la Marina y vivas al recientemente fusilado Francisco Ferrer. Ver: Constantino
CABAL, “Fragmentos de cartas. España en Cuba. La obra de Rivero, la obra de Altamira” (XI), en: El
Carbayón, nº 11.886, II Época, Oviedo, 20-III-1912 —BCUO, Microfichas Colección El Carbayón—.
Estos indicios y el hecho mismo de que su presentación no hubiera podido celebrarse en el Ateneo de La
Habana —como pretendía la colectividad española— sino en el teatro El Nacional, habrían debido indi-
carle que “el elemento cubano le acogía con recelo; que veía su empresa con disgusto; que el surco en el
que iba a sembrar podía recoger las brisas para tornarlas en vientos de los que seguramente habían de
recolectarse tempestades” (Constantino CABAL, “Fragmentos de cartas. España en Cuba. La obra de Rive-
ro, la obra de Altamira” -VII-, en: El Carbayón, nº 11.875, II Época, Oviedo, 7-III-1912 —BCUO, Mi-
crofichas Colección El Carbayón—).
14
Constantino CABAL, “Fragmentos de cartas. España en Cuba. La obra de Rivero, la obra de Altamira”
(XII), en: El Carbayón, nº 11.887, II Época, Oviedo, 21-III-1912 (BCUO, Microfichas Colección El
Carbayón).

799
La propia ceremonia de despedida de Altamira en la Universidad habría sido tes-
timonio de la hostilidad de la que era objeto. Si su recepción fuera confiada, amable-
mente, al profesor Dihigo, su adiós le fue encargado a un hombre como González Lanu-
za, deportado por España por su compromiso revolucionario y que, por entonces, era
“uno de los cubanos que más combaten el españolismo”. Según Cabal, el discurso de
Lanuza trasuntaba ironía y escepticismo y alternaba el elogio y la crítica del ideal ame-
ricanista español:
“después de alzar el incensario y de envolver a Altamira en una columna de humo, habló —con
mansa ironía que le es propia y en la que todos, tirios y troyanos, le tenemos por maestro— de
que era necesario bendecir el paso del profesor por esta tierra cubana, porque a ellos les había
prodigado consejos pedagógicos muy útiles, y les había abierto —a ellos también— azulados
horizontes… Y luego habló de la empresa encomendada a Altamira por esa Universidad: habló
del nuevo ideal de reconquista, no por las armas, sino por las ideas: cosa noble, añadió irónica-
mente «aún para los que podemos permanecer escépticos en cuanto a sus resultados». Y recor-
dando sin duda que Altamira había afirmado que España debe evitar la absorción de los colonos
de la América latina, Lanuza habló de la influencia norteamericana en Cuba, que «no es una po-
sibilidad para el provenir sino que es ya una realidad tangible e inevitable, y por ende, uno de los
abruptos obstáculos con que en Cuba topa la propaganda hispanizante de la Universidad de
Oviedo.» Y después de recordar que aún no se ha aplacado «el hervidero de pasiones» y rencores
que separan a españoles y cubanos, Lanuza cantó las glorias de la influencia americana…”15.

Pero el problema no se limitaba a la ceguera que habría evidenciado Altamira


respecto de la recepción cubana de su misión y de su proyecto mientras duró su estancia
insular, sino que, en pos de justificarlos, ya de vuelta en España, estuvo dispuesto a fal-
sear la realidad con una inaceptable premeditación.
La exclusión del discurso de González Lanuza en Mi viaje a América; la inclu-
sión mutilada de la circular remitida por la Universidad de Oviedo a la de La Habana en
enero de 1909; la omisión de la misiva que el rector Fermín Canella enviara al Casino
Español16; la decisión de obviar los testimonios críticos verificados en México17 o en
Cuba, merecieron la airada censura de Cabal:

15
Constantino CABAL, “Fragmentos de cartas. España en Cuba. La obra de Rivero, la obra de Altamira”
(XII), en: El Carbayón, nº 2.891 (II Época), Oviedo, 26-III-1912 (BCUO, Microfichas Colección El
Carbayón).
16
“la obra de Altamira, que se había considerado perfectamente levantada y pura, después de haberse
enturbiado en el concepto de los hijos de país, que no estaban preparados para ella, se enturbió en nuestro
concepto, sin que el profesor tuviera culpa ninguna. El no sabía quizás, que mientras se preparaba a
hablar al público de la labor iniciada con alto desinterés por la Universidad en que enseñaba, aquí se reci-
bían unas cartas cuya interpretación, un poco oscura, daba mucho que pensar y aun algo que murmurar.
Una fecha, 10 de enero de 1909, ya encomendaba el viaje de este modo: «Pero la misión del Dr. Altamira
ha de ser más permanente y especial en esa región latina, si los Gobiernos de las Repúblicas hermanas
nuestras, sus Universidades y Centros docentes auxilian moral y materialmente, pues que le viaje, traba-
jos, permanencia y sacrificios del Catedrático ovetense deben ser atendidos como corresponde. En los
términos y alcance dichos, confío a V. mi pensamiento, rogándole le preste su valioso apoyo de todas
clases, su autoridad y propaganda continuas cerca de ese gobierno, de las Instituciones docentes y de la
Prensa para convenir en los medios prácticos del viaje del Profesor Dr. Altamira a ese y otros pueblos de
América, hasta determinar las bases de su realización desde el próximo mes de junio, en fechas, itinera-
rios, gastos y demás extremos».”. Cabal afirmaba que en Mi viaje a América, Altamira había reproducido
esta circular mutilada y habría obviado una carta remitida por Canella al Casino Español, en la que se
afirmaba que el gobierno cubano se había comprometido a cubrir los gastos de la estancia, por lo que los
emigrantes podrían “dirigir su actividad a organizar a la moda americana conferencias de pago en las
primeras ciudades de Cuba para que pudiera el profesor Altamira sembrar su acopio de ideas y de amor

800
“El libro de documentos de Altamira, o nada es y nada vale, o es un reflejo de todo lo que ocu-
rrió en su marcha; o nada es y nada vale, o tiene por objeto presentar, sin cambiarla ni atenuarla,
la verdad de lo pasado, a fin de que la opinión no se extravíe y se crea que hay tocinos donde no
hay más que gabitos” 18.

Estas alteraciones inaceptables vendría “a probar que el libro de Documentos no


es un reflejo fiel de lo ocurrido, no cuenta más que lo grato, y no sirve para darse exacta
cuenta de lo que piensa América de España, o al menos, de la misión del profesor Alta-
mira. Y el error que en él se bebe, y el amontonar las flores omitiendo las espinas, pu-
dieran dar ocasión al viaje de otros heraldos que acabarán de quitarnos el poquísimo
pelo que nos queda”19.
En su conclusión Cabal intentaba dar la puntilla a la por él zaherida misión ove-
tense, relacionándola directamente con la erupción nacionalista cubana y la invocación
beligerante de las glorias revolucionarias. No casualmente, creía Cabal, quince días an-
tes de la llegada de Altamira, cuando ésta era aguardado ansiosamente por la comunidad
española, se distribuyó el manifiesto patriótico de los veteranos de guerra, que, luego de
“trece años de silencio y de reposo”, exigía la cesación de los cargos gubernamentales y
públicos que no hubieran luchado contra España y de los que hubieran permanecido
fieles a la corona.
Convencido de la conexión de ambos acontecimientos, Cabal confiaba al direc-
tor de El Carbayón que ese viaje había sido “el germen de todos los sucesos que siguie-
ron”20, afirmando que el “rabioso” y “crudo” ataque de hispanofobia —supuestamente

por toda la isla” (Constantino CABAL, “Fragmentos de cartas. España en Cuba. La obra de Rivero, la obra
de Altamira” (X), en: El Carbayón, nº 2.879 (IIª Época), Oviedo, 12-III-1912 —BCUO, Microfichas
Colección El Carbayón—.
17
Cabal se hacía eco de las opiniones de Ricardo Olea respecto del desempeño de Altamira en México y
citaba uno de sus párrafos: “…¿Dónde están los prodigios intelectuales de este profesor que nos presenta-
ron como colosal en materias jurídicas e históricas? Era la pregunta que el público ilustrado se hacía des-
pués de oírle. Y a ella contestó un diario de la capital, El País, fustigándole terriblemente y rectificando
muchas de las apreciaciones del profesor de Oviedo.” (Constantino CABAL, “Fragmentos de cartas. Espa-
ña en Cuba. La obra de Rivero, la obra de Altamira” (XII), en: El Carbayón, nº 2.891 (II Época), Oviedo,
26-III-1912 —BCUO, Microfichas Colección El Carbayón—). Altamira escribió a sus contactos en
México para confirmar estas informaciones. En una carta del 31 de mayo de 1911, Altamira confió a su
incondicional, don Telesforo García, sus proyectos inmediatos y los cuestionamientos que su figura y su
empresa había tenido en la prensa católica de Asturias. Una vez más los buenos augurios y las solidarida-
des de García estaban junto al alicantino: “Cuanto a manifestaciones de ruindad y de envidia, no habían
de sorprender a un hombre de mi experiencia. Si el indiscutible valer de Vd., como español y como hom-
bre de ciencia, pasase oscurecido ¿qué razón existiría para que trajeses a su oído voces de amargura los
fracasados de intelectualismo ó los necios incorregibles de sotana? Juzgo que Vd. no se ha de molestar
por ese género de alfilerazos, por que si lo hiciese equivaldría a renunciar el elogio más real otorgado por
aquellos que nos lo ofrecen en sus censuras irracionales.” (IESJJA/LA, s.c., Carta original mecanografia-
da de Telesforo García a Rafael Altamira, México, 22-VI-1910).
18
Constantino CABAL, “Fragmentos de cartas. España en Cuba. La obra de Rivero, la obra de Altamira”
(XII), en: El Carbayón, nº 2.891 (II Época), Oviedo, 26-III-1912 (BCUO, Microfichas Colección El
Carbayón).
19
Ibídem.
20
Ibíd. De allí en más, este clima político envolvió al desacreditado Presidente José Miguel Gómez, quien
habría apoyado a los veteranos “primeramente por debilidad y luego por astucia” ya que esta fuerza
emergente podía llegar a sostenerle, evitando eventualmente la investigación “acerca de los orígenes de
sus famosos millones”.

801
denunciado por la embajada española21— había servido para “amparar la ambición de
algunos de los célebres patriotas” y para desatar una campaña en la que la soga era el
símbolo y se amenazaba abiertamente a los españoles y al Diario de la Marina. La cris-
pación habría sido de tal magnitud que habría provocado la movilización clandestina de
guerrilleros españoles y la advertencia de los EE.UU., dando pié a que Cabal se pregun-
tara en qué hubiera podido derivar todo esto “que empezó por una chispa y acabó en
una hoguera colosal”.
Según Cabal, la comunidad española y el propio Altamira no habían tenido ma-
las intenciones, ni habían realizado ni dicho nada intrínsecamente censurable, salvo ex-
poner el flanco y obrar ingenuamente, dando excusas a los radicales cubanos para pro-
fundizar sus campañas deshispanizadoras. Estos sectores, apoyados en El Tiempo y,
circunstancialmente, en La Lucha apuntaban a la comunidad hispana y a su voluntad de
reivindicar ideológicamente el legado español en la isla, antes que al mismo Altamira22.
Haciendo resumen de su argumento, y presentando él mismo, los atenuantes que
cabía considerar, Cabal pronunciaba su sentencia:
“Al hablar de la influencia involuntaria que tuvo la visita de Altamira sobre nuestro destino en el
país, no apelamos a la trampa post hoc, ergo propter hoc; no decimos solamente que él suscitó
estos problemas porque así lo testimonia la marcha de los sucesos y porque así lo testimonia la
marcha de los sucesos y porque así lo confiesan los periódicos contrarios: lo decimos —y con es-
to hago el resumen— porque el viaje molestó a los hijos del país, que no estaban preparados para
él; porque su misión docente no le pareció oportuna, ni tampoco autorizada a esta intelectuali-
dad; porque su trato con Rueda hizo creer en un orgullo imaginario; y porque a estas consecuen-
cias tenían que conducir las campañas de la prensa cubanísima, la protesta estudiantil y el mani-
fiesto de los veteranos. En cuanto se fue Altamira, el Ateneo confesole a Rueda que la velada
anunciada no podía celebrarse —porque no estaba el horno para bollos; y el monumento al gene-
ral Vara del Rey, que había sido declarado monumento nacional, no pudo ya alzarse en Cuba.” 23

Hasta qué punto las consideraciones críticas de Cabal para con Altamira, solici-
tadas y amplificadas por El Carbayón, respondían a unas motivaciones claramente fac-
ciosas, lo pone de manifiesto su completa falta de escrúpulos en sumar argumentos de

21
Cabal afirmaba que esta campaña había sido denunciada por “el embajador Vallín”. Durante la estancia
de Altamira, el Ministro español en Cuba era Pablo Soler, y en su informe al Ministro de Asuntos Exte-
riores acerca del desempeño del catedrático ovetense, destacaba su prudencia y moderación; y el hecho de
que sus conferencias y discursos hubieran sido “aplaudidísimos y universalmente elogiados”, pese a que
“algunos partidarios de la americanización de esta República en el sentido anexionista a los Estados Uni-
dos, han visto en la propaganda del Señor Altamira un ataque a sus opiniones”. Ni en este informe ni en
una posterior carta personal de Soler a Altamira —en la que el embajador le trasladaba los saludos y dis-
culpas del Presidente Gómez por no haber podido brindarle una comida de homenaje antes de marchar-
se— había elementos que pudieran apoyar la interpretación de Cabal ni su crónica alarmante de los suce-
sos hispanófobos. Ver: AMAE, Correspondencia Cuba, Legajo H – 1430, Oficio de la Legación de
España en Cuba al Excmo. Señor Ministro de Estado de S.M. Referente al catedrático señor Altamira. Nº
46. Subsecrtetaría, Firmado por Pablo Soler, Habana, 20-III-1910; y IESJJA/LA, s.c., Carta original ma-
nuscrita de Pablo Soler a Rafael Altamira, La Habana, 23-III-1910 (4 pp., primera con membrete de la
Legación de España).
22
Constantino CABAL, “Fragmentos de cartas. España en Cuba. La obra de Rivero, la obra de Altamira”
(XII), en: El Carbayón, nº 2.891 (II Época), Oviedo, 26-III-1912 (BCUO, Microfichas Colección El
Carbayón).
23
Ibídem.

802
cualquier procedencia y en manipular aquellos que debieran haber enaltecido al viajero,
de acuerdo con los propios criterios introducidos previamente por su censor.
Así, estos críticos publicistas asturianos no dudarían en utilizar con desparpajo y
oportunismo los razonamientos patrióticos de Fernando Ortiz o de González Lanuza,
para defenestrar al liberal y krausoinstitucionista Rafael Altamira, conocido “enemigo”
de los valores, las tradiciones y la religión, que caracterizaban a su supuesto alter ego,
Nicolás Rivero.
De más está decir que Constantino Cabal y Maximiliano Arboleya olvidaban in-
teresadamente que aquellos razonamiento hispanófobos también los aludían, aún más, si
cabe, que al propio Altamira. En efecto, si Altamira era el blanco de personajes como
Ortiz o Lanuza, era porque estos intelectuales lo creían partícipe objetivo de un proyec-
to neoimperialista y racista, que venía a reemplazar a aquel otro, aún peor, que habían
sido impuesto a los cubanos por los reaccionarios tradicionalistas de la Península y por
los recalcitrantes españoles afincados en Cuba24.

24
Los imperativos de Cabal y Arboleya en aquellas circunstancias los empujaban a la difícil tarea de
defenestrar retrospectivamente a Altamira, salvando a hombres como Rivero y Salvador Rueda que, como
patriotas de viejo cuño, habían apoyado entusiastamente —desde la atalaya de sus propios valores y prin-
cipios— tanto a la misión ovetense, como a su protagonista. Personaje que, aun cuando no era uno de los
suyos, no los hostilizaba y aún no se había convertido en una amenaza para los intereses “pedagógicos”
de la Iglesia española, como lo llegaría a ser entre 1911 y 1913. Particularmente paradójico fue el empeño
en rescatar a Rueda cuando éste se hubiera entregado a la alabanza de la empresa que ahora se trataba de
defenestrar y a la impertinente y rimbombante proclamación de las grandezas de España y de su historia,
en unos términos tales que hubieron de irritar a los patriotas cubanos. Patriotas que eran invocados cuan-
do era menester cuestionar a Altamira, pero que eran convenientemente olvidados a la hora de valorar el
impacto de aquellos versos en aquel medio tan crispado. La cuestión se resolvió, por supuesto, redoblan-
do el ataque hacia Altamira, que además de ser acusado por temeridad, ignorancia e inadecuación, era
ahora inculpando de ingratitud hacia el “generoso” Rueda. Así pues, Cabal hubo de elogiar el poema
hispanizante. En este sentido, la crónica de la velada ofrecida por el Casino Español en honor de Altami-
ra, redactada por Cabal, elogiaba al poeta español por “Las nuevas espadas”, que habiendo sido ovacio-
nada por el público, no fue agradecida —para dolor de la colectividad— por el propio Altamira, tan pró-
digo en lisonjas para todos sus anfitriones. De tal forma, la prudencia del delegado ovetense al alejarse de
un personaje irritante como Rueda, en vez de ser aplaudida de acuerdo con los razonamientos previos de
Cabal y Arboleya, se convertía por el dudoso arte de estos hombres, en testimonio incontrastable de su
soberbia y en una razón más para explicar su presunto fracaso en Cuba. Según testimonio de Cabal, des-
pués de este episodio, Rueda se habría apartado de Altamira y su misión, llegando a suprimir en el mo-
mento de su publicación, la estrofa elogiosa de “Las nuevas espadas” dedicada a entronizar a Altamira.
Ver: Constantino CABAL, “Fragmentos de cartas. España en Cuba. La obra de Rivero, la obra de Altami-
ra” (IX), en: El Carbayón, nº 2.877 (II Época), Oviedo, 9-III-1912 (BCUO, Microfichas Colección El
Carbayón). Pese a tanta verborrea el caso de Cabal no tenía fundamento. En la página 405 de Mi viaje a
América, en el punto tercero de su informe a Fermín Canella acerca de los trabajos realizados en Cuba,
puede leerse un relato de la recepción organizada por el Casino Español, en el que se comentaba consigna
aquellos documentos que adjuntaba al informe. En este sitio Altamira declaraba “También incluyo la
inspirada poesía Las nuevas espadas de Salvador Rueda, que allí se leyó”. El alicantino no incluyó la
poesía en Mi viaje a América, pero resulta más lógico pensar en que no lo hizo por el elogio personalísi-
mo que contenía, antes que por desairar a un autor al que ponderaba en su libro y cuya pieza remitía al
mentor del viaje americanista. Fermín Canella, liberado de ese imperativo de elemental molestia pasó el
poema a los organizadores del homenaje del Teatro Campoamor del 29 de mayo de 1910, que lo incluye-
ron en el programa, siendo recitado en público y luego reproducido íntegramente en la página 120 de
España y América (el lector podrá consultar los versos iniciales de ese poema en el primer capítulo de
este estudio). Del mismo modo, de ser cierto el “alejamiento” de Rueda que nos testimonia un informante
tan poco fiable como Cabal, éste podría haberse producido por su desacuerdo con los contenidos del dis-
curso del viajero, antes que por el desprecio público y premeditado que un hombre tan ubicado como
Altamira podría haberle demostrado en aquellas jornadas. Respecto de las ulteriores supresiones de versos

803
Lo importante es que, en su interpretación de los hechos, Constantino Cabal,
como antes Rivero, no pudo presentar pruebas contundentes que respaldaran su inter-
pretación negativa de la campaña americanista ovetense, salvo algunos extractos de pe-
riódicos hispanófobos o hispano-católicos cubanos. De allí que, para demostrar la hosti-
lidad de los intelectuales locales hacia el mensaje de Altamira y su efecto
supuestamente catastrófico sobre la causa hispanista y la vida cotidiana de la colonia
española, Cabal debiera forzar el contenido de los discursos y magnificar el sentido de
los acontecimientos más nimios; deslizar rumores imposibles de contrastar y desatar
suspicacias abusando de las denuncias seguidas de puntos suspensivos.
Dado el imperativo de defenestrar la figura de Altamira, ya sea por su condición
de arribista en Vetusta, por su filiación institucionista o por su proyección exitosa en la
política nacional, El Carbayón emprendió la demolición del personaje a través del cues-
tionamiento retrospectivo de su mayor logro público: el viaje americanista.
Pero, consciente de la dificultad de cuestionar ideológicamente una iniciativa pa-
triótica, ampliamente festejada por el pueblo asturiano y español, El Carbayón adoptó la
estrategia de desacreditar la empresa menoscabando su valor científico y argumentando
su falta de oportunidad. Para cumplir este objetivo Arboleya, viejo enemigo del Grupo
de Oviedo25, dio cobijo a cuanto cuestionamiento se hubiera hecho en América a la la-

debería verificarse no sólo ese hecho en sí mismo, sino la fecha en que se éstas se habrían producido, que
de ser ciertas, seguramente serían posteriores al 1-I-1911 y, por lo tanto, a las condenas eclesiásiticas de
Altamira.
25
El enfrentamiento de Arboleya con el Grupo de Oviedo tenía su historia. Una vez que Arboleya se
hiciera cargo de El Carbayón dispuesto a hacer de este periódico tradicional, un órgano independiente
del catolicismo social (ver: “Rifirrafe”, en: El Carbayón, Oviedo, 2-I-1902), se lanzó una virulenta cam-
paña contra todo el arco republicano y socialista asturiano, siendo sus blancos predilectos. Entre diciem-
bre de 1901 y principios de 1902, El Carbayón publicó en portada dos secciones tituladas “Rifirrafe” y
“Entre ellos… desahogos” —firmados por “un republicano”—, en las que se atacaba con gran crudeza al
socialista Vigil, a Melquíades Álvarez y a “los pedagogos” Buylla, Posada, Sela y Altamira. El 30 de
enero de 1902 se agregó una tercera, intitulada “Los imbéciles”, dedicada a cuestionar la valía intelectual
de los institucionistas y que sólo tendría tres días de vida. Los gruesos epítetos y la agresión directa al
prestigio intelectual fueron la gota que rebasó el vaso, desencadenando un cuádruple proceso por injurias
en 1903, del cual saldría absuelto varios meses después y con ánimo de revancha. Al año siguiente publi-
có En las garras de cuatro sabios (Buylla, Posada, Sela y Altamira). Historia que parece cuento, Madrid,
L. Aguado, 1904, dedicado a presentarse como víctima judicial y social del rencor del los cuatro profeso-
res: “por defender al clero, a la Iglesia y a Cristo se me condujo ante el tribunal y me senté en el banqui-
llo, donde para ser juzgados, se sientan los asesinos y los ladrones” (Ibíd, p. 56). Desde entonces, mode-
rando algo el lenguaje, el periódico siguió con esporádicos ataques y en ocasión del viaje americanista,
actualizaría sus rencores, regenerando las tensiones que provocaran los cruces polémicos de 1904, y que
impulsaron entonces, como en 1910, a que entusiastas admiradores de Altamira y los suyos, “tomaran” la
sede del Carbayón y zarandearan al personal exigiéndoles retractaciones y disculpas. Para reconstruir la
agresiva línea editorial de Arboleya, consultar como ejemplos: “Rifirrafe”, en: El Carbayón, Oviedo, 2,
11 y 13 de enero; y 5, 7, 17 de febrero de 1902; “Entre ellos… desahogos”, en: El Carbayón, Oviedo, 7,
11, 13, 20, 27 de enero; 3, 6, 7, 10, 13, 17, 22, 24 de febrero de 1902; “Entre ellos… nuevos desahogos”,
en El Carbayón, Oviedo, 28 de abril y 5 de mayo de 1902; “Los imbéciles”, en: El Carbayón, Oviedo, 30
y 31 de enero de 1902 y 1 de febrero de 1902. Para un estudio de El Carbayón, previo al período de Ar-
boleya, consultar: María Cristina SUÁREZ RODRÍGUEZ, La Universidad de Oviedo desde El Carbayón
(1898-1902), Oviedo, Universidad de Oviedo, 1990. Para la primera etapa de Arboleya en este periódico
debe leerse muy atentamente el magnífico estudio de Jorge URÍA, “Las transformaciones de El Carbayón.
De diario conservador a órgano del catolicismo social”, en: ID. (Coord.), Historia de la prensa en Astu-
rias. I. Nace el cuarto poder: la prensa en Asturias hasta la Primera Guerra Mundial, Oviedo, Asocia-
ción de la Prensa de Oviedo, 2004, pp. 241-279.

804
bor docente o diplomática del catedrático ovetense, no dudando en brindar espacio y
credibilidad a argumentos derivados de doctrinas enfrentadas con su línea editorial. El
resultado de esto fue la superposición de diferentes acusaciones, muchas de ellas incon-
gruentes, y el forzamiento de la evidencia disponible para condenar a Altamira dos años
después de verificado su triunfo americano26.
El asunto no se agotaría aquí. Así, pues, el americanismo siguió siendo tema de
debate y el desempeño de Altamira en América siguió dando espacios para la polémica
entre los publicistas progresistas y conservadores españoles.
Tres años después años de la operación de prensa de Arboleya, otro asturiano, el
sacerdote agustino Graciano Martínez27, publicaba una compilación de artículos apare-
cidos originalmente en la revista España y América entre 1913 y 1914, en los que el
paso de Altamira por Cuba era condenado, sorprendentemente, como “antipatriótico”.
En su audaz e inconsistente diatriba, el religioso afirmaba que Altamira había si-
do encumbrado a su regreso de América porque España estaba sumida en un clima de
ensueño regeneracionista, obnubilada por los éxitos del alicantino de los que sabía “por
los bombos, casi todos ficticios” de la prensa americana, reproducidos por la prensa
liberal e incluso por la católica. Sin embargo, Martínez, testigo del paso de Altamira por
la isla, declaraba haber sido inmune al clima de apoteosis por haber presenciado su triste
y antiespañol desempeño:
“Nosotros, que habíamos visto al Sr. Altamira cruzar por entre la muchedumbre que henchía los
salones del Centro Asturiano de La Habana, a los acordes de La Marsellesa, que ponían en vilo a
nuestro Ministro plenipotenciario, que, representando a Su Majestad Católica, ya se encontraba
en el salón, ¿cómo habríamos de soñar?. Nosotros, que le habíamos oído hablar aquella noche
espléndida, por supuesto, como habla el Sr. Altamira, desgarbadamente, ultraprosaicamente, de
la urgencia de europeizar a España y a sus Hijas de América, no teniendo más que frases de des-
dén olímpico para la España tradicional […] ¿cómo habíamos de soñar? Nosotros, que habíamos
ardido en el fuego de la indignación de todos los buenos hijos de España, por el antiespañol dis-
curso Altamirano de aquella memorable noche, lo cual fue causa de que, al recibir quien esto es-
cribe el encargo de pronunciar un discurso, de allí a dos días en «La Covadonga», con motivo de

26
La indicación acerca de que la retórica de los cubanos no debía tomarse demasiado en serio —la de sus
elogios a Altamira, más no de sus críticas—, se sostenía en la denuncia de la supuesta clave irónica que
estructuraba el discurso de Lanuza y otros intelectuales. Este “descubrimiento” bastante difícil de corro-
borar en el análisis textual, buscaba relativizar el peso de aquellos evidencias que podían demostrar el
éxito de la misión ovetense. Imposibilitados de desmentir el fenómeno Altamira en América, de poner en
evidencia mentiras o falsificaciones, de presentar pruebas de su fracaso, a Rivero, Cabal y a El Carbayón
sólo les quedó el recurso de menoscabar la personalidad pública de Altamira y echar un manto de duda
sobre el valor intrínseco de la evidencia que probaba lo contrario que quería argumentar Cabal, Rivero o
El Carbayón.
27
El asturiano natural de Pola de Laviana, Graciano Martínez (1868-1925), ingresó en 1886 en el Colegio
de Agustinos Filipinos de Valladolid, tomando los votos al año siguiente y adquiriendo el grado de pres-
bítero en 1895. Se trasladó a Filipinas en 1896 como misionero dejando inconclusa su carrera de Leyes y
siendo capturado por los rebeldes hasta 1899. En 1902 regresó a España y fue destinado a la redacción de
la recientemente fundada revista España y América. En 1907 realizó viajes de estudio a Alemania y pasó
una breve temporada en Argentina. Entre 1908 y 1910 permaneció en La Habana como profesor del Co-
legio de San Agustín y trabó relaciones con los sectores católicos y tradicionalistas de la colonia españo-
la. De vuelta a Asturias fue profesor del Colegio Agustino de Tapia y más tarde, director de España y
América —desde donde hostilizaría a Altamira por su labor en Primera Enseñanza—. Entre sus obras
podemos mencionar: Enseñanza y religión, La Habana, 1909; Religión y patriotismo. De mi labor evan-
gélica en La Habana, Madrid, 1911; y Las prodigalidades del Ministerio de Instrucción Pública y la
Institución Libre de Enseñanza, Madrid, 1915.

805
haberse de bendecir el magnífico pabellón «Maximino Fernández», del cual habían de ser padri-
nos la señora del Presidente del Centro Asturiano y el señor Altamira, fuése llamado al teléfono
casi a un mismo tiempo por el Sr. Obispo y por el Sr. Rivero, director de el Diario de la Marina,
de la Habana, suplicándome uno y otro que no dejase de vindicar en mi discurso a la España ca-
tólica.”28

Martínez reprochaba a Altamira haberse mezclado con una muchedumbre hispa-


nófoba que aplaudió su homenaje a los estudiantes cubanos fusilados caprichosamente
por las autoridades españolas y que, acto seguido, se dirigió a la casa de Nicolás Rivero
—director del periódico que era “el foco de españolismo más puro y genuino” de La
Habana—, acusándolo injustamente de haber instigado aquella ejecución cuando el as-
turiano o bien se hallaba todavía en el Seminario de Oviedo o bien recién llegaba a Cu-
ba “lleno de romanticismo”, marchándose de inmediato y junto a otros seminaristas, “a
las montañas, a pelear por la causa de la Religión”29.
Por entonces, una evaluación inversa del rol de Altamira había sido presentada
por el periodista y polígrafo asturiano residente en Cuba, Constantino Suárez Fernán-
dez30, quien presentaba un balance sumamente crítico del americanismo español y un
diagnóstico inquietante:
“En el pueblo español está muy arraigada la creencia de que las repúblicas hispano-americanas
son hijas amantísimas de la nación que las descubrió en el seno de un mar ignoto, para entregar-
las a la unidad geográfica del mundo. Y esa creencia entraña la falsedad más absoluta. Las na-
ciones americanas de nuestra raza están confundidas, sólo en un orden amplísimamente material,
con la emigración española o viceversa. Hijos, nietos, biznietos, etc., de los españoles, tienen,

28
Graciano MARTÍNEZ, La Institución Libre de Enseñanza y la gestión de los dos primeros directores
generales de Instrucción Primaria, Madrid, Imprenta del Asilo de Huérfanos del Sagrado Corazón de
Jesús, 1915, pp. 30-31.
29
Ibíd., p. 32. Si estamos dispuestos a creer en la fiabilidad de Martínez nos da unas pistas que podrían
explicar, en parte, el encono de Rivero con Altamira desde el final de su visita. Además de aquel episodio
de repudio al que Altamira apareció asociado, Rivero “había comprado una magnífica joya, de valor de
más de cinco mil pesetas, como presente para la señora de Altamira, y se había tenido que quedar con
ella, porque no le permitía su decoro, pasado lo pasado, hacer presente ninguno a la señora de un hombre
que tanto velaba por el buen nombre español” (Ibídem, p. 32). Resulta oportuno confrontar el relato de
Martínez con la crónica, ya citada anteriormente, que el ferviente católico y españolista Joaquín N.
Aramburu publicara en Crónica de Asturias y que contradicen puntualmente las aseveraciones acerca del
comportamiento de los estudiantes habaneros antes, durante y después de la mentada ofrenda floral de
Altamira (Joaquín N. ARAMBURU, “Baturrillo. Borrad eso, borradlo…”, originalmente publicado en:
Diario de la Marina, La Habana, 3/1910; recogido en: Crónica de Asturias, La Habana, 26-III-1910 y
reproducido finalmente en: COMISIÓN DE HOMENAJE A RAFAEL ALTAMIRA, España-América...., Op.cit.,
pp. 129-130).
30
El empleado de comercio, escritor, periodista y cronista avilesino Suárez Fernández (1890-1941) fue
reconocido bajo el pseudónimo de Españolito por sus columnas en la prensa española en Cuba, en donde
vivió entre 1906 y 1921. Suárez había conocido a Altamira durante su viaje a La Habana en 1909 cuando
tenía 19 años. Entre sus libros podemos encontrar: Emigrantes. Proemio de Abelardo Novo (La Habana,
Imprenta Avisador Comercial, 1915); La Des-Unión Hispano-Americana y otras cosas. Bombos y palos a
diestra y siniestra (La Habana, Imprenta Bauzá, 1919); Vocabulario cubano. Suplemento a la 14ª edición
del Diccionario de la R.A. de la lengua (La Habana, R. Veloso, 1921); Ideas, autores y libros. Ecos del
98. España y el desastre europeo. Espejismos políticos y sociales. Cosas hispano-americanas. Disquisi-
ciones entretenidas (La Habana, Bauzá, 1921); Isabelita. Novela de ambiente asturiano (Madrid, Rena-
cimiento, 1924); La verdad desnuda. Estudio crítico sobre las relaciones de España y América (Madrid,
Sucesores de Rivadaneyra, 1924); Cuentistas asturianos. Antología y Semblanzas (Madrid, Compañía
general de Artes Gráficas, 1930); Escritores españoles. Antología (Barcelona, Editorial Juventud, 1933);
y Escritores y Artistas asturianos. Índice Biobiliográfico (Vols. I a III, Madrid, Sáenz Hnos, 1936 y Vols.
IV a VII, Oviedo, 1955-1959 editado con adiciones por José Mª Martínez Cachero).

806
con ligeras metamorfosis, igual temperamento, idénticas pasiones, parecidas costumbres y los
mismos gustos. Pero el plano francamente espiritual, donde se pudieran fundir las distintas mani-
festaciones psicológicas en una sola, donde se trata de ver entretejidos los dos componentes ideo-
lógicos del hispano-americanismo, ese plano, repetimos, está roto: tiene en su parte céntrica una
hendidura insondable.” 31

Convencido de que el español aún desconocía América y el hispanoamericano


no amaba a España y seguía creyendo y reproduciendo “los errores y horrores propala-
dos de España en las últimas etapas del período colonial”, Suárez veía la prueba de
aquella hostilidad en el tipo de recepción de la que eran objeto los innumerables “canto-
res de la unión hispanoamericana”, que peregrinaban a América para predicar a conver-
sos:
“…pasan inadvertidos para los Gobiernos y representaciones oficiales; regularmente, no encuen-
tran eco sus campañas ni aplauso sus discursos, sino en los diarios españoles; los éxitos pecunia-
rios débenlos a las sociedades españolas, en cuyos locales, si la población no es muy grande, y
aún siéndolo, en algunos casos, pronuncian sus conferencias; los auditorios se forman casi exclu-
sivamente de españoles y los familiares más cercanos del sexo débil.” 32

Estas excursiones inútiles no harían mella en los emigrados que vivían una si-
tuación inversa de la pregonada, pero tenían efectos perniciosos al otro lado del Océano,
ya que “los que viven en España, toman por la misma verdad convertida en verbo, lo
que sólo son figuras retóricas”. Para Suárez, la única forma de revertir este statu quo era
abandonar el lirismo y centrándose en una política de realizaciones comerciales e insti-
tucionales, ya que “ningún pueblo es capaz de captarse las simpatías de otros, si no lan-
za ultrafronteras testimonios de su vida progresista, que en alguna de las diversas mani-
festaciones sepa despertar admiración”33.
Suárez estaba convencido de que el hispano-americanismo era un ideal interna-
cional solidario y deseable que propugnaba la fusión espiritual, intelectual y material de
los pueblos de habla castellana. Sin embargo, consideraba que, si bien era cierto que la
historia, la raza y el idioma daban sustento a tales ideales, también lo era el que, para
entonces, el americanismo aún carecía de un método que pudiera facilitar su concreción.

31
Constantino SUÁREZ (a) Españolito, “Latidos a través del Atlántico” (1915), en: ID., La Des-Unión
Hispano-Americana y otras cosas. Bombos y palos a diestra y siniestra, La Habana, Imprenta Bauzá,
1919, p. 12.
32
Ibíd., p. 13. Por supuesto, Suárez admitía la existencia de ciertas excepciones con algunos personajes
“que traen alguna representación oficial o semioficial del Gobierno o de Instituciones culturales de Espa-
ña” y que eran agasajados oficialmente, pero por pura cortesía diplomática.
33
Suárez abogaba por la realización de una serie de iniciativas —originalmente planteadas por Rafael
María de Labra, Rafael Altamira y Federico Rahola— entre las que se encontraban: subsidios comerciales
para “la conquista mercantil del mercado americano”; una amplia campaña publicitaria de los productos
primarios e industriales españoles en América; la profesionalización de los cuerpos diplomático y consu-
lar; subsidios especiales para el libro español que se exportaba a América; incentivos para atraer estudian-
tes e investigadores americanos a España y establecimiento de exposiciones permanentes de productos
españoles; y desalentar la emigración no cualificada. Cabal creía que: “El americano, entonces, leyendo
en libros españoles, usando y consumiendo productos comerciales de España, y viendo que de ahí vienen
individuos idóneos para el trabajo, que vienen artistas, desvirtuará las erróneas figuraciones que de Espa-
ña tiene, y concluirá queriendo a España, por sentirse orgulloso de la sangre que por sus venas corre.”
(Constantino SUÁREZ a. Españolito, “Latidos a través del Atlántico” (1915), en: Constantino SUÁREZ a.
Españolito, La Des-Unión Hispano-Americana y otras cosas. Bombos y palos a diestra y siniestra, La
Habana, Imprenta Bauzá, 1919, pp. 16-17).

807
El periodista asturiano, precoz crítico del lirismo y utopismo americanista, rescataba,
pese a todo, la labor de Rafael Altamira “única pluma que ha demostrado mil veces es-
tar capacitada para imprimir caracteres de realidad, a lo que (el problema hispano-
americano) hasta hoy no ha servido sino para componer tópicos de banquete”34.
Esta salvedad despertó la ira de la periodista y polígrafa asturiana, Eva Canel35,
viajera y conferencista popular de larga trayectoria en América, que reaccionó ante
aquellas palabras y las opiniones de Suárez, en su libro Lo que vi en Cuba36. Canel, em-
blema del tradicionalismo confesional español en Cuba, cuestionaba, en defensa propia,
al viajante de comercio Suárez, negando que Altamira fuera el más facultado para
hablar de América; al tiempo que reivindicaba las labores de “otros” viajeros españo-

34
Constantino SUÁREZ (a) Españolito, “Y… vuelta a empezar”, Diario Español, La Habana, 13-V-1916,
reproducido en: ID., La Des-Unión Hispano-Americana y otras cosas. Bombos y palos a diestra y sinies-
tra, La Habana, Imprenta Bauzá, 1919, pp. 16-17
35
La asturiana Agar Eva Infanzón Canel (1857-1932) dirigió, con su marido el republicano Eloy Perillán
Buxó, La Broma en Madrid y luego del exilio forzado de Perillán en 1874, se dirigió hacia América,
instalándose transitoriamente en Bolivia, Perú y Argentina. Luego de la muerte de Perillán, Canel colabo-
raría activamente con varios periódicos. En 1891 se instaló en La Habana y fundó el periódico La Coto-
rra. En la guerra de independencia cubana actuó como secretaria de la Cruz Roja y debido a sus posicio-
nes españolistas abandonó la isla en 1898, para instalarse en Buenos Aires y colaborar como corresponsal
itinerante de medios porteños como El Diario Español, Caras y Caretas, Correo de Galicia y La Tribu-
na. Fundó y dirigió el periódico Kosmos (1904) y la efímera Vida Española (1907). Rafael Calzada ami-
go y antiguo correligionario republicano apoyó sus empresas y abrió los medios que controlaba para su
ejercicio periodístico, pese al viraje reaccionario de Canel. En 1914 regresó a Cuba y se vinculó con Ni-
colás Rivero y el Diario de la Marina. En 1929 fue incorporada como miembro correspondiente de la
Sociedad Geográfica de Madrid y como socia de honor de la Asociación Columbina Onubense. Canel,
que había derivado de sus iniciales posturas republicanas a un conservadurismo confesional, fue condeco-
rada por el papa Benedicto XV con la Cruz Pro Ecclesia et Pontifice y el dictador Primo de Rivera la
impuso el Lazo de la Orden de Isabel La Católica y la Medalla de Oro de Ultramar. Entre sus ensayos y
artículos polémicos encontramos: Las ambiciones de los sajones de América (Buenos Aires, El Correo
Español, 1903); El divorcio ante la familia y ante la sociedad (Buenos Aires, El Correo Español,1903);
Por la Justicia y por España (Buenos Aires, Robles y Cº., 1909); Por España antes que por mí. “Una
polémica” (San Juan, Catholic Trade School, 1915); Lo que vi en Cuba. A través de la Isla (La Habana,
Imprenta La Universal, 1916). Canel escribió también misceláneas entre literarias y ensayísticas como:
Cosas del otro mundo. Viajes, historias y cuentos (Madrid, Manuel Minuesa, 1889); Magosto. Colección
de tradiciones, novelas, y conferencias (La Habana, La Universal, 1894); De América. Viajes, tradiciones
y novelitas cortas (Madrid, F. Nozal, 1899). Sobre la trayectoria y contradicciones ideológicas de Canel
puede verse: María del Carmen BARCIA ZEQUEIRA, “Eva Canel, una mujer de paradojas”, en: Escuela de
Estudios Hispano-Americanos (CSIC), Anuario de Estudios Americanos, Vol. LVIII, Madrid, 2001.
36
Eva CANEL, “Los viajantes”, en: Eva CANEL, Lo que vi en Cuba. A través de la Isla, La Habana, Im-
prenta La Universal, 1916.

808
les37, ponía en cuestión su actuación desinteresada y acusaba al alicantino de haberse
hecho monárquico de vuelta a España, para medrar en el gobierno liberal38.
Suárez, evidente molesto por la reconvención de Canel, no sólo rehusaría rectifi-
car sus opiniones, sino que las reiteraría subiendo el tono de la polémica, al afirmar que
para los emigrados Altamira había sido “la más alta representación cultural que vino de
España” cuyo viaje, pese a los años, seguía aún inspirando a sus compatriotas. Altamira,
que arribara a Cuba para corresponder la visita del profesor Dihigo a Oviedo, se dife-
renciaría de los demás “viajeros” españoles que habían ido a América “por fama y dine-
ro, o viceversa, exclusivamente, pídase, acéptese o procúrese; casi es igual”39.
El mismo día en que apareció esta réplica, Eva Canel contestó a Suárez desde la
edición vespertina del Diario de la Marina retomando los argumentos de su libro e in-
vocando otras críticas hacia el alicantino, como la de Carlos Octavio Bunge, ya utilizada
en 1910 por El Carbayón en Asturias. Esta exhumación, cinco años después del fin del
viaje americanista, ponía de manifiesto no sólo la debilidad de los argumentos esgrimi-
dos contra Altamira, sino la circularidad de éstos y de las referencias críticas de los pu-
blicistas conservadores y católicos asturianos —como lo eran, tengamos en cuenta, Ni-
colás Rivero, Maximiliano Arboleya, Constantino Cabal, Graciano Martínez y Eva
Canel— a uno y otro lado del Atlántico40.
Tres días después, Suárez haría una breve réplica desde su periódico, abando-
nando el debate al considerar que Canel, falta de argumentos, sólo pretendía destruir,
irresponsablemente, la reputación pública de Altamira41. Pero este abandono no implica-

37
En su tercer viaje a América, Canel se lanzó en una cruzada españolista personal como conferencista
popular. Desde Buenos Aires partió en 1899 despedida por Rafael Calzada, y llegó a Uruguay, Perú,
Chile y Brasil con conferencias de temas variadísimos. En su nota biográfica, Constantino Suárez afirma-
ba: “es indudable que esa campaña ha sido altamente provechosa a la labor de acercamientote aquellas
naciones y España, y lo habría sido mucho más si la posición espiritual de Canel no fuera de un patriotis-
mo reaccionario, en oposición con la espiritualidad de esos pueblos, abierta a todos los vientos del pro-
greso y modernidad.” Después de aquel viaje su residencia quedó fijada en Buenos Aires y años después,
en 1914, “emprendió otra larga excursión con su cruzada hispanizante a través de las repúblicas de Amé-
rica Central”. Esta se interrumpió por razones de salud en Panamá por salud y determinó su definitivo
asentamiento en Cuba en 1915.
38
Acusado de haberse metido en una alforja para así no ver la realidad de Altamira, Suárez contestaba:
“Pues, mi amiga, se ha metido usted en la otra alforja que estaba vacía. ¡Es tan gigantesco, señora!...
¡Altamira, Altamira!... nómbrele usted en todos los confines terrenos, y se convencerá. Yo, que me su-
pongo español hasta las médulas, me siento orgullosísimo de que Altamira sea compatriota mío, y de que
haya venido a América para ser una excepción honrosa entre las peregrinaciones cultural-mendicantes…
Usted dirá, doña Eva, si es hora de que me saque de la alforja donde me ha metido.” (Constantino
SUÁREZ a. Españolito, “Carta abierta -a mi talentosa y culta amiga doña Eva Canel-”, Diario español, La
Habana, 2-VIII-1916, reproducido en: Constantino SUÁREZ a. Españolito, La Des-Unión Hispano-
Americana y otras cosas. Bombos y palos a diestra y siniestra, La Habana, Imprenta Bauzá, 1919, pp. 47-
48).
39
Ibíd., p. 46. Suárez hizo escarnio de Canel por su destemplada afirmación de ser la única encarnación
española en América del patriotismo desinteresado “Decía yo de usted, ha aproximadamente un año:
«ella… lleva a España en el corazón y al servicio del corazón tiene el cerebro». Y es la verdad. Pero pro-
clamarse la única, nada menos que la única… Si es entre mujeres, pase; pero… en fin, tal vez usted pien-
se demostrarnos algún día que es la más, y no será pequeño timbrecito de gloria.” (Ibíd., pp. 47-48).
40
Eva CANEL, “No era para tanto”, en: Diario de la Marina, La Habana, 2-VIII-1916.
41
Constantino SUÁREZ (a) Españolito, “No era para menos”, Diario español, La Habana, 5-VIII-1916,
reproducido en: Id., La Des-Unión Hispano-Americana y otras cosas. Bombos y palos a diestra y sinies-

809
ría una abjuración de sus ideas y estimas intelectuales. En efecto, tiempo más tarde,
Suárez tendría ocasión de reafirmar el alto concepto que tenía de Altamira, en ocasión
de leer España y el programa americanista, “un soberbio y completo itinerario espiri-
tual” que venía “a arrinconar las imágenes poéticas, que ha sugerido la ficticia unión
hispano-americana”, que sólo existiría, por entonces, “en la imaginación alada y saltari-
na de algunos ruiseñores literarios” 42. Este libro, pensaba Suárez, serviría no sólo para
desmentir definitivamente a Canel y promover la unidad de la colonia de emigrados en
Cuba, sino para “dar paso a la realidad por entre esas flores de la Retórica” que habían
caracterizado al americanismo español43.

tra, La Habana, Imprenta Bauzá, 1919, pp. 51-54. Suárez mantuvo informado a Altamira del asunto, tal
como puede verse en sendas cartas enviadas entre 1916 y 1917. En una de ellas, Suárez decía haber teni-
do que confrontar en carta abierta con “una compatriota, que se dedica por estas tierras a predicar ideales
españoles —grandes por lo de españoles y muy a lo Fernando VII por lo doctrinarios—” debido a “cier-
tos caprichosos juicios” lanzados en su libro contra Altamira. Suárez se despedía entonces, pidiéndole
excusas por haber cometido alguna infidencia y haber tomado cartas en el asunto sin su conocimiento, y
con la admiración “de quien comenzó a admirarle cuando niño y cada vez lo admira más” (AHUO/FRA,
en cat., Caja IV, Carta original manuscrita de Constantino Suárez a Rafael Altamira, La Habana, 8-VIII-
1916 —2 pp. con membrete personal—). En otra carta, Suárez le aseguraba que contaba en Cuba con
“generales y sólidas simpatías que goza Vd. aquí, donde, salvo alguna beata pedantuela que Vd. conoce y
algún que otro sacristán de aldea, somos muchísimos, miles, los que le admiramos y queremos a Vd.”
(AHUO/FRA, Caja IV, en cat., Carta original manuscrita de Constantino Suárez a Rafael Altamira, La
Habana, 15-XI-1917 —5 pp.—). La existencia de estas cartas fue revelada, oportunamente en: José Ma-
nuel VAQUERO IGLESIAS y Jesús MELLA, “El americanismo de Rafael Altamira y el programa americanis-
ta de la Universidad de Oviedo”, en: Pedro GÓMEZ GÓMEZ ed., De Asturias a América. Cuba (1850-
1930), Principado de Asturias, 1996, pp. 259-260.
42
Suárez, exaltado, creía ver en ese libro de Altamira, la indicación del “más recto camino para llegar a la
cúspide de ese ideal casi divino, el más bello que debe acariciarnos a los hispanos, si amamos la raza con
la pretensión de aniquilar ese prejuicio mundial que nos proclama inferiores, y si ansiamos que algún día,
tras esa revisión histórica, social y política de sangrienta y exterminadora ejecución en Europa, se pro-
clame en ambos hemisferios nuestra superioridad” (Constantino SUÁREZ a. Españolito, “Un gran libro de
Altamira. Acotaciones”, Diario Español, La Habana, 27-XII-1917, reproducido en: Constantino SUÁREZ
a. Españolito, La Des-Unión Hispano-Americana y otras cosas. Bombos y palos a diestra y siniestra, La
Habana, Imprenta Bauzá, 1919, pp. 61-62). Suárez informó previamente a Altamira de estos comentarios
en dos cartas. Ver: AHUO/FRA, Caja IV, en cat., Carta original manuscrita de Constantino Suárez a
Rafael Altamira, La Habana, 15-XI-1917 (5 pp.) y AHUO/FRA, en cat., Caja IV, Carta original manus-
crita de Constantino Suárez a Rafael Altamira, Encrucijada 13-XII-1917 (4 pp.). El anuncio de la publica-
ción de la Des-Unión Hispano-Americana… y el adelanto de su contenido y de la dedicatoria del volumen
a Altamira puede verse en: AHUO/FRA, en cat., Caja IV, Carta original manuscrita de Constantino Suá-
rez a Rafael Altamira, Yagua, 19-I-1919 (5 pp.).
43
En 1924 y ya en Madrid, Suárez editaba La verdad desnuda, un libro en el que aquella admiración por
el alicantino se deslizaba abiertamente hacia la paráfrasis y la reproducción de la línea argumental y el
plan de obra de Altamira en España y el programa americanista (1917) y en La Política de España en
América (1921). La crónica del desarrollo del americanismo español, la herencia del americanismo ove-
tense en Buenos Aires, la condena del lirismo y de la retórica americanista, la llamada a la acción, la
crítica de la fragmentación institucional del movimiento americanista, el franqueo postal y el incentivo
del libro español, la competencia internacional, etc., eran cuestiones ya tratadas, de idéntica forma, a
como ya lo había hecho Altamira. Teniendo en cuenta que la prosa del alicantino no era intrincada y que
Suárez ya no residía en Cuba, cabe preguntarse acerca de la pertinencia de este tipo de intervención. Ver:
Constantino SUÁREZ (a) Españolito, La verdad desnuda. Estudio crítico sobre las relaciones de España y
América, Madrid, Sucesores de Rivadeneyra, 1924. En el preámbulo, Suárez declaraba su fe en Primo de
Rivera:”Fueron escritas estas páginas cuando en España gobernaba la farándula de oligarcas, dispersada
en el mes de septiembre de 1923, con el aplauso de cuantos españoles vivíamos apartados, por repugnan-
cia, del grotesco retablo político” (p. 20).

810
Ahora bien, ¿por qué una empresa patriótica exitosa y fundamentalmente univer-
sitaria como la ovetense seguía despertando tantas pasiones y debates varios años des-
pués de concluida?
Julio Vaquero y Jesús Mella quisieron ver en esta reverberación tardía del “de-
bate cubano” sobre el periplo americanista una prueba contundente de la manipulación
de la información que el alicantino habría efectuado a través de Mi viaje a América y de
otras intervenciones públicas. Así, si Melón había develado que alrededor del periplo
“no todo habían sido luces sino que también hubo sombras”, la reyerta entre Canel y
Suárez vendría a demostrar la necesidad de revisar las ideas comúnmente aceptadas
acerca del desempeño y logros de Altamira:
“La necesidad de ese análisis la prueban precisamente el que no tuvo una aceptación positiva
unánime —como el propio Altamira quiso hacer creer a la opinión pública española— sino que
hubo más bien una recepción compleja convirtiéndose por ello en un elemento más de la lucha
ideológica, sobre todo entre dos concepciones diferentes del nacionalismo español que suponían
además la existencia de dos visiones diferenciadas del americanismo.”44

Asumiendo la ocurrencia de Melón Fernández, según la cual “de haber tenido


[El Carbayón] corresponsales tan diligentes como Cabal, hubiera podido componerse
un grueso volumen —otro libro rojo— conteniendo exclusivamente la documentación
adversa”45; valorando excesivamente un número limitadísimo de evidencias y sumándo-
las a los materiales claramente tendenciosos seleccionados por Arboleya y los suyos y
exhumados por Melón Fernández, Vaquero y Mella sentenciaron que:
“Dadas las características del pensamiento y la obra americanista de Altamira es explicable que
tuviese una recepción negativa no sólo entre los sectores americanos que mantenían actitudes
motivadas por el consciente y hasta beligerante sentimiento de nacionalismo antiespañol que
había alimentado el proceso de independencia, sino también en los medios americanos y entre
los inmigrantes de las colonias españolas vinculados al tradicionalismo.”46

Si bien es irrefutable que el discurso de Altamira tuvo opositores manifiestos en-


tre el núcleo más radical de los nacionalistas liberales cubanos, no debe perderse de
vista que esos mismos sectores se limitaron a plantear un debate ideológico conscientes
de su posición minoritaria y que jamás cayeron en la tentación de descalificar o boico-
tear al alicantino. En lo que respecta a los “medios americanos” huelga decir que una
revisión ecuánime de las hemerotecas hace insostenible la idea de que estos hubieran
sido hostiles al mensaje ovetense. Por último, debe tenerse en cuenta que durante el via-
je americanista no hubo, por parte de los sectores tradicionalistas de la emigración, más
que alguna expresión marginal de oposición a la persona o misión de Altamira, plantea-

44
Julio VAQUERO IGLESIAS y Jesús MELLA, “El americanismo de Rafael Altamira y el programa
americanista de la Universiad de Oviedo”, en: Pedro Gómez Gómez (coord.), De Asturias a América.
Cuba 1850-1930 (1994), 2ª ed., Gijón, Archivo de indianos, 1996, pp. 227 y 228.
45
Así, pues, podemos ver que más allá de sus ironías, Melón Fernández no sólo admitía la validez de la
crítica de Cabal, sino que demostraba, a la postre e involuntariamente, la eficacia manipuladora de Arbo-
leya, al deducir impertinentemente de los retazos críticos reproducidos en El Carbayón, la abundancia y
amplia representatividad de aquellas críticas “cubanas”.
46
Ibíd., p. 254.

811
da por los sectores más asilvestrados de la derecha carlista y ultramontana residente en
México.
Evidentemente las tensiones entre los liberales reformistas, republicanos y krau-
soinstitucionistas, por un lado, y los tradicionalistas monárquicos e integristas católicos,
por otro, existían ya antes de 1909, como hemos podido ver cuando analizábamos, por
ejemplo, la composición del claustro ovetense. Sin embargo, pese a que este conflicto se
manifestaba ya públicamente en España alrededor de determinadas cuestiones políticas
y sus ecos rebotaban inevitablemente en la emigración española, no puede sostenerse en
base a la evidencia disponible que el viaje americanista ovetense o la persona de Alta-
mira fueran objeto de una disputa ideológica entre ambos grupos, ni en la Península ni
en América, por lo menos entre 1908 y 1910.
Cuando ese enfrentamiento dio un salto cualitativo, exactamente el 1 de enero de
1911, aparecieron en ciertos medios americanos y españoles algunas impugnaciones
retrospectivas del viaje y del viajero que no dejaron de ser marginales, incluso para los
sectores católicos y tradicionalistas que alentaban la campaña implacable contra el ali-
cantino y la ILE. La marginalidad de esta crítica se explica por lo irrestricto del festejo
del que fuera objeto Altamira a su regreso, incluso entre sus adversarios ideológicos,
que temían con razón, ser reprochados por su inconsistencia.
No casualmente los únicos que se abandonarían a la impostura serían aquellos
asturianos que, habiendo honrado imprudentemente la iniciativa patriótica y asturianista
del bueno de Canella, tenían ahora la necesidad perentoria de desmarcarse de la figura
de Altamira y revalidar lealtades ante los suyos. Así, pues, no debe extrañar que Arbo-
leya, Rivero, Cabal, Graciano Martínez y Canel, debieran sobreactuar su oposición al
catedrático ovetense, anatemizado, desde aquella nochevieja, como impío y sectario
agente de la descristianización de la sociedad española.
Pese a haber dado innumerables pruebas de ser buenos conservadores y leales
súbditos de la monarquía católica, el inesperado corolario político que tuvo el triunfo de
Altamira, obligó a estos personajes a lavar en público la mácula que afeaba sus hábitos:
haber contribuido directa y personalmente al encumbramiento de Altamira, en Oviedo,
La Habana y Buenos Aires47.
Por eso, esta operación de prensa —intensa, aunque claramente restringida y, re-
cordemos, retrospectiva— que implicó la manipulación de la opinión pública y la de-
formación de los hechos, no puede ser tomada como base legítima de ningún “revisio-
nismo” que pretenda echar un manto de duda acerca del éxito de la misión ovetense en
América y del amplio apoyo que supo recabar en España gracias a su planteo patriótico
e ideológicamente ecuménico.

47
A los incomprensibles y prolongados elogios proferidos desde la redacción de El Carbayón y al festejo
inocultable de Rivero desde el bunker “incondicional” del Diario de la Marina, se sumaba la “complici-
dad” de doña Eva Canel, que había compartido la mesa de honor de los banquetes y fastos que la colonia
española de Buenos Aires —encolumnada detrás paisanos republicanos y anticlericales como los Calza-
da— ofreciera en homenaje al alicantino.

812
Sorprendentemente, la respuesta más encaminada para comprender esta “polé-
mica” la dio el primer historiador que abordó estos temas e inspiró el avance de Vaque-
ro y Mella. En efecto, pese a convalidar en lo sustancial el enfoque de Cabal y Arbole-
ya, Melón señaló con acierto que la acidez de los publicistas clericales se prodigaba en
una coyuntura posterior en la que la atención pública se había centrado en Altamira y el
gobierno de Canalejas “con su pretendido radicalismo y anticlericalismo” desafiaba a la
influyente “opinión conservadora”:
“El verdadero motivo de esta actitud hipercrítica no hay que buscarlo en los posibles errores co-
metidos por el profesor delegado, sino en su bien conocida filiación ideológica. El Carbayón,
Cabal y las fuerzas del conservadurismo sabían que el éxito —al menos el ruidoso éxito aparente
de la empresa— iba a redundar en provecho de la Institución y de su ideario. […] Minusvaloran-
do la obra de Altamira se contribuía con un granito de arena a la lucha contra el democratismo
liberal del Gobierno. […] Fue —repetimos— el regreso triunfal de Altamira, y su ascenso a los
altos cargos lo que provocó la reacción crítica, si bien alguna razón de puro sentido común había
para denunciar por desmedida y bullanguera la orquestación que le acompañó: se jaleaba y se ce-
lebrara, en efecto, algo más que el feliz cumplimiento de una ardua tarea docente; al socaire del
hispanismo se movilizó el pueblo para aplaudir a un profesor institucionalista, laico, demócrata y
progresista.”48

El nombramiento de Altamira como Director General de Primera Enseñanza re-


compensaba al viajero por su desempeño excepcional en América y gratificaba al libera-
lismo reformista español49, a la vez que ponía en guardia a los militantes católicos más
radicalizados. A lo largo de los dos años y nueve meses de la gestión de Altamira, estos
sectores pondrían abundantes piedras en su camino y no dudarían en escrutar su pasado

48
Santiago MELÓN FERNÁNDEZ, El viaje a América del profesor Altamira, Oviedo, Servicio de Publica-
ciones de la Universidad de Oviedo, 1987, p. 169.
49
En el conjunto de las felicitaciones que cruzaron el Atlántico, destacaba la de Telesforo García con
quien el alicantino compartía una lectura moderada y patriótica de los ideales republicanos. García se
mostraba entusiasmado por la designación de Altamira, congratulándose de que el Gobierno español le
hubiera confiado la máxima responsabilidad política y técnica en el terreno de la enseñanza primaria,
principal instrumento para modelar una nueva España: “Como he seguido la campaña de Vd. desde que
regresó a la Patria, huelga decir que estoy satisfechísimo del triunfo obtenido. Es precisamente la Instruc-
ción Primaria lo que más importa encaminar bien y bajo la dirección de Vd. estoy cierto de que se han de
alcanzar verdaderos progresos sobre el triste estado en que hoy nos encontramos. Entre otras cosas, yo
estimo que es la escuela primaria donde debemos lograr que arraiguen un patriotismo muy hondo, muy
sincero y muy ilustrado. Las creencias religiosas se van convirtiendo en algo simplemente aparatoso y
mecánico, puesto al servicio de la vanidad, de la conveniencia y a veces hasta de la picardía. Hay, pues,
que ir sustituyendo, silenciosamente, sin el menor amago a destruir airadamente lo antiguo, ideales que
van dejando en la Historia su poco fecunda sustancia, por nuevos ideales con fuerza bastante para enca-
minar nuestras almas a esferas de luz y perfección”. Animado por la confianza que le inspiraba el alican-
tino, García se explayaba acerca de las reformas necesaria en este aspecto de la instrucción pública, afir-
mando que la enseñanza primaria debía ser general, gratuita y obligatoria, llegando incluso a decir que
también la “preparatoria” y la facultativa debían dictarse sin costos directos para el pueblo, “procurando
que gocen del beneficio los que severamente seleccionados resulten aptos para que el país no desperdicie
fuerzas necesarias por impedimentos económicos”. Sobre el carácter de la enseñanza las posturas del
prudente Telesforo eran aún más progresistas y radicales: “En lo que yo creo que habrá de poner mano,
tan prudente como enérgica, es en poner toda la enseñanza bajo la dirección del Estado y con carácter
eminentemente laico. No se puede tolerar que los que maldicen la libertad y reniegan de ella en todo
momento, quieran servirse de ella nada menos que para contrariar los fines nacionales y los fines huma-
nos” (IESJJA/LA, s.c., Carta original manuscrita de Telesforo García a Rafael Altamira, México, 28-XII-
1910).

813
en busca de argumentos que lo debilitaran políticamente, para forzar su alejamiento del
gobierno.
La crítica católica del viaje de Altamira e incluso de su desempeño en la Direc-
ción era, pues, un subproducto abusivo y desprolijo, casi siempre, de la crítica de sus
ideas culturales y pedagógicas —que eran las de la ILE, el krausismo y el liberalismo
laico y cientificista—, vistas como una amenaza para la religiosidad española.
Uno de los ejemplos más claros de este tipo de crítica destructiva fue la inter-
vención polémica del ya mencionado Graciano Martínez, destinada a defenestrar a la
ILE50 y al desempeño de Rafael Altamira en Primera Enseñanza. Así, pues, burlándose
del ascenso de Altamira en la opinión pública española, el agustino asturiano declaraba
con sorna:
“Teníamos en España un ave fénix, un cuervo blanco, un genio radioso, capaz de disipar él solo,
con sus oleadas de clarífica lumbre, todas las brumas de atraso y de ignorancia que se cernían
sobre el horizonte intelectual español, ¡y no lo sabíamos! ¡Habíamos tenido que aprenderlo en las
columnas de la prensa transatlántica, tan proverbialmente generosa en los elogios y los ensalza-
mientos! América nos pagaba el beneficio inmenso de haberla descubierto, recostada perezosa-
mente sobre el regazo de ignotos mares. España había descubierto en América un mundo mate-
rial, radiante de riqueza y de hermosura, y América descubría en España un mundo intelectual,
un astro esplendoroso riquísimo de destellos y de lumbres. […] ¿Cómo no soñar con la subida de
Altamira, que tan de oro y azul había puesto, siempre que la ocasión se le había brindado, a nues-
tra pedagogía y a nuestra enseñanza?”51

Martínez declaraba con la exageración propia del polemista que muchos inge-
nuos esperaban que, por obra y gracia de Altamira, los cuatro millones de niños tendrían
en poco tiempo “escuelas amplias, oxigenadas y limpias… dotadas de maestros cultos y
celosos”; que el presupuesto de enseñanza primaria se duplicara para remunerar digna-
mente a los educadores y proveer a los locales de unas instalaciones y un mobiliario
que, aun cuando no pudieran emular a los “palacios-escuela” de Buenos Aires, pudieran
albergar decorosamente a educadores y educandos.
Sin embargo, poco tiempo después de su nombramiento y pese a “todo aquel
ruido de inspección y erección de escuelas, de organización de colonias escolares, de
aumento y unificación de sueldos a maestros e institutores, de creación de centros de
enseñanza complementaria para niñas”, se habría develado el “despilfarro pecuniario” y
lo exiguo de los logros del institucionismo en Primera Enseñanza que, según Martínez,
se limitaban a la fundación de unas bibliotecas circulantes que concitaron la oposición

50
Para Martínez, la Institución era una perniciosa asociación de izquierdistas, anticristianos y deshispani-
zadores amparados por los liberales que, si bien no eran pagados por el Estado, “se las ingeniaban para
chuparle… su milloncejo y medio de pesetas contantes y sonantes”. Según Martínez, los institucionistas
habían ideado un mecanismo para obtener recursos: la fundación de tres organismos estatales por ellos
dominados, como el Museo Pedagógico Nacional, la JAE y el Instituto de Material Científico, además de
otros anexos, como el Museo de Ciencias Naturales y la Estación de Biología Marina de Santander. Ver:
Graciano MARTÍNEZ, La Institución Libre de Enseñanza y la gestión de los dos primeros directores gene-
rales de Instrucción Primaria, Madrid, Imprenta del Asilo de Huérfanos del Sagrado Corazón de Jesús,
1915, p. 10.
51
Ibíd., p. 28.

814
de la prensa de derechas y de las asociaciones católicas femeninas de Barcelona y que, a
la postre, terminarían “por derribar de las alturas al volteriano pedagogo”52.
Frente a la figura de Altamira, Martínez ensalzaba la de su sucesor —tras el inte-
rregno de su segundo—, el católico conservador Eloy Bullón53, que se había atrevido a
reintroducir la enseñanza religiosa obligatoria y a desalojar al director krausista de la
Escuela Superior de Magisterio — “el socialista y sectario” Adolfo Álvarez Buylla—;
además de ponerle trabas a los propósitos institucionistas de “laicizar, a imitación de los
reformistas galos, toda la enseñanza española”54 .
Como bien lo ha dicho Carmen García García, Altamira se hizo acreedor de una
campaña de feroces ataques de los sectores más próximos a la Iglesia, temerosos de que
se consumara una centralización y jerarquización política y burocrática en la Dirección
General y se terminara imponiendo el laicismo en la enseñanza primaria. El programa
de Altamira, bien acogido por la mayoría de los maestros y supervisores, sustraía la ta-
rea de la inspección de la injerencia de organismos locales y sentaba la doctrina de la
intervención estatal en las escuelas, para fastidio de los católicos que sostenían los prin-
cipios de la descentralización y la plena autonomía de los establecimientos55.
No es este el momento ni el lugar para analizar el desempeño de Altamira al
frente de Primera Enseñanza ni las polémicas que desató, cuestiones ya tratadas por
García García a partir de los archivos de AMEC y del AHUO, baste decir que las inicia-
tivas del alicantino y la campaña de acoso y derribo de la jerarquía católica56 dieron lu-
gar a una extensa polémica entre sus detractores, como la Junta Nacional de Padres de
Familia, el Comité de Defensa Social, la Comisión de Damas barcelonesas, la Junta
Central de Acción Católica, el Gremio de profesores particulares de Cataluña, la Aso-

52
Ibíd., p. 33.
53
Bullón había sido nombrado por el Ministro de Instrucción de Eduardo Dato, Francisco Bergamín, que
le había dejado hacer, con buen tino. Martínez señalaba, sin embargo, que Bergamín había dado un inex-
plicable traspié al adjudicar a Altamira —el “sectario” autor de las Bibliotecas circulantes— la cátedra
universitaria de Historia de las Instituciones políticas y civiles de América, con un sueldo anual de 8.000
pesetas. Ibíd., p. 42.
54
Ibíd., p. 39. Martínez se congratulaba de que Bullón hubiera suprimido la “coeducación” —es decir la
educación mixta defendida por la “gente radical”—, por “antipedagógica y peligrosa para la moral”. Este
tipo de instrucción, ensayada sin éxito por el gobierno “ateo y masónico” francés y por los EE.UU., dege-
neraría en la “corrupción de niños y de niñas” (Ibíd., pp. 40-41).
55
Carmen GARCÍA GARCÍA, “Patriotismo y regeneracionismo educativo en Rafael Altamira: Su gestión al
frente de la Dirección General de Primera Enseñanza (1911-1913)”, en: Jorge URÍA (ed.), Institucionismo
y reforma social en España, Op.cit., pp. 269-273. Además del texto de Altamira, puede leerse: Irene
PALACIO LIS, “Educación y cambio social en el pensamiento y la obra de Rafael Altamira”, en: Armando
ALBEROLA (Ed.), Estudios sobre Rafael Altamira, Alicante, Instituto de Estudios Juan Gil Albert, 1988,
pp. 225-250.
56
Hasta qué punto Altamira estaba en la mira de la Iglesia, puede ilustrarlo el informe de la nunciatura
apostólica de Madrid al Vaticano, develado por Justo García Sánchez, en el que Francesco Regonesi
afirmaba que Altamira, sirviéndose de su talento perseverante y malicioso, había infiltrado en las escuelas
los principios laicos y antirreligiosos propios de la “desventurada doctrina que profesa” y de la Institución
Libre de Enseñanza. Ver: Justo GARCÍA SÁNCHEZ, “Una visión «distinta» de la Institución Libre de Ense-
ñanza”, en: Boletín del Instituto de Estudios Asturianos, nº 132, Oviedo, 1989. El informe de Ragonesi,
analizado por García Sánchez, fue firmado el 9-X-1913, en San Sebastián.

815
ciación de la Enseñanza Católica y la Unión Nacional de Maestros de 500 y 625 Ptas57,
los periódicos católicos Gaceta de Cataluña, La Voz y el Diario de Valencia; y sus sim-
patizantes, nucleados en torno de agrupaciones defensoras de la “neutralidad” de la en-
señanza, como la Sociedad de profesores racionalistas de España58, asociaciones territo-
riales como la Federación del magisterio vascongado y la Asociación de maestros de
Santander, publicaciones pedagógicas como El clamor del Magisterio de Barcelona, El
Cántabro de Bilbao, El distrito universitario de León, El defensor de los maestros de
Vitoria, La Pedagogía moderna de Santander y La escuela moderna, periódicos libera-
les como El diario de Huesca, El eco del Levante, El pueblo, e incluso El País.
En todo caso, Altamira se mantendría firme en su puesto mientras los ministros
de Instrucción Pública liberales de Canalejas, Julio Burell, Amós Salvador Rodrigá-
ñez59, Amalio Gimeno y Santiago Alba Bonifaz60, y el primero de Romanones, Antonio
López Muñoz61 apoyaron su labor técnica y no interfirieron con sus iniciativas.
Pese a lo escandaloso y sostenido de la campaña católica, sería un incidente típi-
co del faccionalismo de la pequeña política, lo que haría que Altamira cayera. El segun-
do ministro de Romanones, el liberal Joaquín Ruiz-Giménez62, cuatro veces alcalde de

57
En el Archivo del Ministerio de Educación y Cultura se conservó una petición para que el Ministro de
Instrucción Pública derogara el R.D. del 5-V.1913 e impidiera que la actividad de maestros e inspectores
quedara regimentada y supeditada a la autoridad absoluta de la Dirección General de Primera Enseñanza.
Ver: AMEC, Asuntos Generales de Primera Enseñanza 1834-1918, Legajo 6374, Exposición de Manuel
Prieto y Ferrero y Hernán de la Puerta al Excmo. Sr. Ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes pi-
diendo la derogación inmediata del Real decreto del 5/5/1913, Madrid, 29-VII-1913. Prieto era presidente
de la AEC y de la Puerta era presidente de la UNM de 500 y 625 Ptas.
58
La Sociedad de profesores racionalistas envió a las Cortes un interesante escrito ingresado el 2-VII-
1910 en el Congreso de los Diputados —derivado en octubre de 1910 al Ministerio de Instrucción Pública
y luego, a la Dirección General de Primera Enseñanza, presidida por Altamira—, en el que se defendían
los principios de la enseñanza neutra o laica. Ver: AMEC, Asuntos Generales de Primera Enseñanza
1834-1918, Legajo 6.373, SPRE, Petición a las Cortes firmada por Rafael Martínez López (Presidente),
José María Plaza (Secretario) y otros, para que se establezca la enseñanza neutra en todas las escuelas
públicas de instrucción primaria, Madrid, VI-1910.
59
El ingeniero de caminos Rodrigáñez (1845-1922), sobrino de Práxedes Mateo Sagasta, fue un diputado
y senador liberal y ocupó los ministerios de Hacienda (1894) y Agricultura (1902) en los gobiernos de
Sagasta; de Hacienda (1905-1906) bajo Moret; de Instrucción pública (1911) bajo Canalejas y de Fomen-
to (1915) bajo Romanones. Fue miembro de la Real Academia de Ciencias Exactas, de la Real Academia
de San Fernando y de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.
60
Alba Bonifaz (1872-1949) inició su actividad pública como periodista, saltando pronto a la política de
la mano del partido liberal. Fue un dirigente de primera línea, oficiando de Ministro de Marina (1906)
bajo Moret; de Instrucción Pública (1911) de Canalejas —sucediendo a Julio Burrel—; de Gobernación
(1912 y 1915) bajo Romanones; de Hacienda (1917 y 1918) bajo García Prieto; de Instrucción Pública
(1918) bajo el gobierno de concentración de Maura; de Estado (1922 y 1923) bajo García Prieto;
61
El literato López Muñoz (1847-1929) fue catedrático de Psicología en Institutos de Osuna, Granada y
Madrid e ingresó al Congreso de los Diputados en 1890 como representante liberal. Diez años más tarde
entraría en el Senado y en 1908 sería designado senador vitalicio. Entre 1912 y 1914 fue Ministro de
Instrucción Pública y luego de Estado de Romanones y con García Prieto fue Ministro de Gracia y Justi-
cia (1922-1923).
62
Ruiz-Giménez (1854-1934), abogado y político liberal, ocupó banca de diputado en las Cortes desde
1898 hasta 1911, cuando ingresó al Senado. Fue alcalde de Madrid en varias oportunidades; en 1913 y
por un lapso, Ministro de Instrucción Pública del Gobierno de Romanones, poco antes de su caída; y, en
1916, sería Ministro de Gobernación cuando Romanones retornara al poder. Luego del incidente de Pri-
mera Enseñanza, Ruiz-Giménez y Altamira cohabitarían en el Senado y también en la Real Academia de
Ciencias Morales y Políticas.

816
Madrid entre 1912 y 1931, tenía sus propios intereses y sus propios hombres de con-
fianza en el área. Ruíz-Giménez, que como delegado regio de Primera Enseñanza ya
había llevado a cabo importantes reformas fomentando la construcción de edificios es-
colares en la capital, promulgaría una modificación del organigrama docente en las es-
cuelas madrileñas —las que consideraba su coto político—, sin que mediara consulta
alguna con la Dirección General de Primera Enseñanza. Esta disposición unilateral y
otros episodios en los que se veía la mano del Ministro, hicieron que Altamira se consi-
derara desautorizado y renunciara a su cargo el 22 de septiembre de 1913, para beneplá-
cito de los católicos y conservadores más reaccionarios63.
Claro que el clima enrarecido que habían instalado los católicos en torno a su
gestión había mellado su imagen, haciéndola más vulnerable y necesitada de respaldos
explícitos por parte del gobierno liberal. Lo curioso es que, al margen de esta eficaz y
prolongada labor de zapa, el material puesto a circular por sus críticos para sostener su
caso, era bastante discreto. Estas limitaciones se hicieron patentes en la intervención de
Constantino Cabal en El Carbayón, cuyo aporte fue muy poco original, teniendo en
cuenta que gran parte de sus argumentos fueron glosados y parafraseados —en clara
impostura ideológica— del libro del cubano Fernando Ortiz, La reconquista de Améri-
ca64. Volumen que pese a ser doctrinariamente sólido, estaba llamado a ser, con el tiem-
po y paradójicamente, un material de referencia para los reaccionarios españoles, antes
que para los liberales nacionalistas del Nuevo Mundo, que pronto irían abandonando
aquellos resabios antiespañoles a favor de un antagonismo ideológico con los Estados
Unidos de América.

1.2.- La crítica patriótica antillana

Ponderada ya la impugnación reaccionaria, detengámonos entonces en la im-


pugnación patriótica cubana. El libro de Ortiz, publicado casi a la par que Mi viaje a
América, era fruto de la compilación de una serie de artículos extremadamente críticos
aparecidos en 1910 en el periódico cubano El Tiempo y en la Revista Bimestre, a propó-

63
Altamira se quejaría, a posteriori, de los reproches que le dirigiera un “anónimo amigo” del Ministro
Ruiz-Giménez, por su comportamiento entre el 22 de septiembre de 1913 en que presentara su renuncia y
el 29 en que fuera aceptada. El alicantino, declinando un debate en toda regla, admitía que consideraba
que las actuaciones del ex-Ministro habían sido erróneas y precipitadas, habiendo mereciendo en su día
muchas críticas por su breve gestión, y viendo enmendadas y rectificadas aquellas disposiciones que
motivaron su renuncia, por parte del Ministro conservador Francisco Bergamín, sobre el que declaraba no
tener las más mínima influencia: “El Sr. Ruíz-Giménez sabe mejor que nadie cómo le he guardado, aún
en los momentos más agudos de la cuestión planteada por la dimisión, las consideraciones personales que
por nada creo deben olvidarse entre caballeros”. (AHUO/FRA, en cat., Caja V, Rafael ALTAMIRA, Texto
borrador manuscrito sin título —2 pp. originales, probablemente para un artículo periodístico— sobre
enfrentamiento con el Ministro Ruíz-Giménez y su renuncia al cargo de Director General de Primera
Enseñanza, s/l y s/f —entre IX-1913 y 1914—).
64
Fernando ORTIZ, La Reconquista de América. Reflexiones sobre el panhispanismo, París, Sociedad de
Ediciones Literarias y Artísticas, Librería Paul Ollendorff, 1911.

817
sito del viaje de Altamira a Cuba y del panhispanismo como programa ideológico neo-
imperial español.
Reacio a validar el concepto de raza en el análisis histórico o sociológico y ene-
migo de su aplicación en el ámbito de la política nacional e internacional65, Ortiz había
atacado la iniciativa americanista ovetense desde su mismo germen: la circular de la
Universidad de Oviedo a los centros docentes hispanoamericanos. Para Ortiz, en este
revelador documento, la “comunidad de raza” se anteponía al mismo ideal universalista
de fraternidad intelectual, como argumento central del intercambio hispano-americano.
Este “factor racista” habría sido postulado por los españoles contemporáneos como el
fundamento natural de las relaciones entre España y sus antiguas colonias, y como la
razón suficiente por la cual los americanos deberían comprar preferentemente las mer-
cancías materiales y espirituales de la Península66.
Contextuando esta corriente de pensamiento español en el clima social e intelec-
tual que permitía el “recrudecimiento del racismo gobinista”, el florecimiento del pan-
germanismo y el paneslavismo, y la discusión acerca de la superioridad anglosajona
respecto de los pueblos latinos, Ortiz afirmaba que España había desarrollado su propio
argumento racista y neoimperial, “pese a los esfuerzos de generosos sociólogos con-
temporáneos”67.
Para Ortiz, demasiado atento, quizás, a contestar la iniciativa ovetense, conside-
raba que el “neoracismo español” oculto tras el americanismo pregonado, era “la tra-
ducción al español del movimiento que iniciara Fichte en Alemania”. El diagnóstico de
Ortiz no era inocente toda vez que la traducción de los Discursos a la Nación Alemana,
había sido efectuada, recordemos, por Rafael Altamira. Así, pues, el alicantino era colo-
cado en el epicentro de este controvertido movimiento político, cultural e intelectual que
era necesario contestar:
“Él, como los demás caudillos del neoracismo, como Labra, por ejemplo, desdobla el problema
en dos aspectos, uno interno: la consolidación interior por obra principal de la enseñanza; y otro
externo: la consolidación de la personalidad por obra de una diplomacia de concentración étnica,
dirigida a los núcleos afines; exactamente como propagara Fichte.” 68

65
Ortiz al tiempo que impugnaba el deslizamiento sociológico del controvertido concepto biométrico y
clasificatorio de raza, desmentía la existencia antropológica de una “raza española”, proponiendo centrar-
se en el concepto de civilización. Si la raza española era un artificio ideológico, la civilización española sí
podía considerarse como un fenómeno cierto, aun cuando extremadamente complejo. El panhispanismo,
como racismo e imperialismo, era una expresión política contemporánea de la civilización española que
buscaba imponer a otros pueblos sus “modo de ser y de vivir”, y como tal, como ideología, debía ser
contestada.
66
Ibíd., p. 6.
67
“Caída en honda decadencia, algunos de los que anhelan su salvación han acudido a ese sentimiento
colectivo no solo para que le sirva de reactivo en lo interior, sino para darle un campo externo de engran-
decimientos: el hispano-americano” (Ibíd., p. 7).
68
“Los desprecios y rencores seculares se trocaron en un furor amoroso llevado hasta el ridículo y la
fuerza coherente de la raza y del idioma, que jamás sirvió de freno al desgobierno español, se sacó a relu-
cir como señera patriótica, como nuncio de victorias futuras, como imposición histórica ante la cual Amé-
rica latina debía forzosamente abrazarse a España y aborrecer el resto de América, la que no habla espa-
ñol, la que fue siempre a la vanguardia de las libertades republicanas y democráticas en ambos
continentes.” (Ibíd., p. 7).

818
Este movimiento había surgido, afirmaba Ortiz, como una derivación particu-
larmente activa de la “literatura del desengaño” surgida en 1898, la cual intentaba “im-
primir en el ama hispana nuevos idealismos”, predicando “como credo de la nueva cru-
zada la vuelta a América”69. La influencia intelectual de esta corriente y la coyuntura de
la derrota habría impulsado una transformación en la mirada peninsular hacia el Nuevo
Mundo y el planteo de una demanda de confraternidad hacia las nuevas naciones70.
Este movimiento ideológico contaría con hombres de “mentalidad avisada” co-
mo Labra y Altamira, los que “sin resistir la corriente en lo que tiene de neo imperialis-
ta” se habrían dejado llevar por ella “impulsándola a veces y canalizándola por vías de
menor insensatez”, sin dejar de insistir en España acerca de “la necesidad de progresar,
de europeizarse, de modernizarse, hasta de recibir de la propia América hálitos de vigor
y democracia”71. La modernización de España, reconocía Ortiz, era una tarea noble para
los intereses españoles, en tanto buscaba acortar distancias con Europa y los Estados
Unidos. Sin embargo, esta empresa se convertía en negativa para los americanos en tan-
to que, en aras de cumplir aquel objetivo, se pretendía alejar a las jóvenes naciones de
otras influencias europeas y de la estadounidense para crear un coto español.
La obra de Altamira vendría a representar acabadamente el ciclo de este movi-
miento ideológico: la denuncia de las lacras de España; la advertencia sobre los peligros
de la disolución y la urgente prescripción de un tratamiento modernizador y americanis-
ta. Claro que esta línea argumental encerraba una paradoja, por lo menos desde el punto
de vista americano:
“Leed sus obras y veréis como en ellas refleja todo el terrible atraso popular de España, su anal-
fabetismo, su delincuencia de sangre, su catolicismo medioeval, su intransigencia política, el ra-
quitismo de su mente […] Pero cuando Altamira y los que como él piensan se dirigen a América
castellana olvidan la gravedad del mal de España, y nos hablan de sus elementos buenos, de Ca-
jal, de Dorado, de Galdós, de Sorolla y reclaman no solo un sitio modesto, que nadie puede ne-
garles ni les niega, en la obra de la cultura americana; sino que en él, desde esa humilde sitial pe-
dagógico, lanzan a los cuatro vientos el grito de raza, exigen la colaboración de todos los latino-
americanos, su alianza espiritual, y excomulgan, injiriéndose en la política de aquende el Atlán-
tico que ellos son incapaces de sentir, a los que en estos países no creen en la virtualidad de esa
huera palabra, falta de sentido en nuestros días, y reniegan de fraticidas luchas étnicas, fieles al
ideal pan-americano que alienta desde uno a otro polo y que no puede ser encerrado en el anti-
cuado y raquítico marco del actual sentimiento íbero.” 72

Ortiz se preguntaba, entonces, por qué España no se preocupaba primero de


modernizarse política, social e intelectualmente y curar sus muchos males, antes de pre-
tender “traernos cultura a nosotros, que no se la pedimos, porque la tomamos mejor de
otros países”. La conclusión que se desprendería de tal interrogante era simple: “ni Es-
paña está para libros de caballerías, ni los ibero-americanos para sugestionarnos con
tales consejas”. Para superar su decadencia, Ortiz recomendaba a los españoles que “no
esperen que la América castellana haga nada por remediarla; ni tiene fuerzas para ello,

69
Ibíd., p. 100.
70
Ibíd., p. 100.
71
Ibíd., p. 101.
72
Ibíd., p. 102.

819
ni ello es algo que vitalmente le importe”. El camino debía ser, por el contrario, educar
al pueblo español y sacudir la “podrida política teocrática, militarista y caciquil”, lo cual
les abriría, a la larga, las puertas de América73.
Ortiz utilizó, con mucha perspicacia, el concepto de panhispanismo —del que
nos hemos hecho eco en esta investigación74— para identificar a este movimiento ideo-
lógico regeneracionista, contrapuesto al panamericanismo impulsado desde los Estados
Unidos de América, y derivado, según el cubano, de la misma matriz ideológica de la
cual surgiría el pangermanismo75.
El panhispanismo buscaría “la defensa y expansión de todos los intereses mora-
les y materiales de España en los otros pueblos de lengua española”, involucrando la
“influencia intelectual y moral”, la “conservación del idioma”, el “proteccionismo
aduanero”, la concesión de “privilegios económicos” y la “legislación obrera para sus
emigrantes”. De allí que el corolario de Ortiz fuera lapidario: “Así, pues, aunque el pan-
hispanismo sea por ahora intelectual y económico, no deja de ser un imperialismo”.
Pese a las afirmaciones de Altamira acerca de que la intención de reafirmar la in-
fluencia espiritual española en América no obedecía a un propósito imperial, Ortiz no
dudaba acerca de que la matriz ideológica del panhispanismo español era imperialista y
que si éste no se expresaba más crudamente, ello se debía sólo a la debilidad política y
militar de España:
“lo cierto es que el imperialismo adopta diversas formas, y que el nuevo sentimiento expansivo
español, sin poder soñar hoy con dominaciones militares, se polariza por ahora hacia la afirma-
ción o permanencia de la influencia hispana en este continente o sea, hacia una «rehispanización
tranquila» o un «neoimperialismo manso». Su falta de carácter militar sólo depende de la falta de
medios militares. Dadle a España fuerzas incontrastables y se arrojará prontamente, como todas
las naciones fuertes, en brazos del imperialismo más rudo.” 76

73
“No pierdan el tiempo los americanistas españoles, con vanas exhortaciones a la raza y al idioma. Si
ellos mismos reconocen que Inglaterra y los Estados Unidos, Alemania, Francia e Italia influyen ya más
que España en el alma latino-americana, a pesar de sus idiomas extraños, recuerden asimismo que la
razón de su influencia no es otra que su mayor cultura. Hagan fulgurar en España la antorcha de la civili-
zación y no se verán preteridos, porque de seguir como hasta ahora no podrán inspirar cuando más, sino
las morbosas o platónicas simpatías de un romanticismo político, pero no el amor engendrador de futuros
vigores de vida.” (Ibíd., p. 105).
74
El concepto de panhispanismo ha sido utilizado con provecho y mayor consecuencia, por ejemplo en:
Mark VAN AKEN, Pan-hispanism, its origin and development to 1866, Berkeley, University of California
Press, 1959; y Frederick B. PIKE, Hispanismo, 1898-1936..., Op.cit.
75
“El «panhispanismo», en este sentido, significa la unión de todos los países de habla cervantina no solo
para lograr una íntima compenetración intelectual sino para, también conseguir una fuerte alianza econó-
mica, una especie de «zollverein», con toda la trascendencia política que ese estado de cosas produciría
para los países unidos y en especial para España, que realizaría así «su misión tutelar sobre los pueblos
americanos de ella nacidos». Estas palabras últimas no son nuestras, sino de los catedráticos de Oviedo,
informantes a un Congreso Hispano Americano de 1900…” (Fernando ORTIZ, La Reconquista de Améri-
ca... Op.cit., pp. 7-8).
76
Ibíd., p. 9. Las convicciones de Ortiz han hallado refrendo en las opiniones de historiadores y filósofos
contemporáneos. Christopher Schmidt-Nowara, por ejemplo, ha afirmado que las inquietudes españolas
de liderazgo cultural en América después de la derrota, vendrían a mostrar que “a partir de 1898, este
colonialismo cultural era la única alternativa de España en América y atrajo a intelectuales destacados de
la izquierda y la derecha como Rafael Altamira, Ramiro de Maeztu, Ernesto Jiménez Caballero y José
Ortega y Gasset.” (Christopher SCHMIDT-NOWARA, “Imperio y crisis colonial”, en: Juan P. MONTOJO —
Ed.—, Más se perdió en Cuba, Op.cit., p. 84).

820
Ortiz creía que los americanos y los cubanos no podían ser sujetos pasivos de es-
te embate racista y neoimperial, sino que debían contestar ideológica y políticamente
este intento solapado de la civilización española por imponer su idiosincrasia e intereses
a sus antiguas colonias. Y esta contestación no sólo tenía fundamentos en la voluntad de
conservar o desarrollar los rasgos propios de la identidad americana, sino en el conven-
cimiento de que la civilización española que se pretendía fortalecer o reimplantar, era
una civilización inferior respecto a la inglesa, norteamericana o alemana. La inferiori-
dad de la civilización española y de las derivadas de ella era una realidad triste e incon-
trastable que era necesario superar, seguramente, pero cada uno por su propia vía. La
solución de los americanos y en particular la de los cubanos no se hallaría, según Ortiz,
reincidiendo en el hispanismo sino, por lo contrario, saliendo del “cuadro de la civiliza-
ción española” y dejando de aferrarse a sus valores para salir en busca de “otros hori-
zontes superiores”77.
En Cuba, los españoles o hispanizantes autóctonos enmascararían su ideología
en la defensa de sus posturas e intereses, usando impropia y sesgadamente el concepto
de latinismo. Aprovechando la contraposición entre latinos y sajones ya instalada en el
debate público occidental, la defensa del hispanismo era presentada como una forma de
defensa de la identidad latina frente a la proyección estadounidense en la isla caribeña.
Sin embargo, Ortiz llamaba la atención acerca de que el hispanismo reaccionaba negati-
vamente no sólo ante los avances anglosajones, sino también ante la incorporación de
valores culturales e intelectuales italianos o franceses por parte de los americanos. Fren-
te a cualquier exclusivismo, fuera éste estrechamente hispánico o, el más amplio y rico
—pero igualmente acotado— latino, Ortiz afirmaba que la sociedad y el espíritu colec-
tivo cubano no debía aspirar la atmósfera de “las instituciones muertas del coloniaje”,
sino nutrirse de los aportes ingleses, franceses, italianos, escandinavos, eslavos, japone-
ses, sudamericanos, norteamericanos y hasta de los de la “nueva España:
“Ni latinismos mentidos ni latinismos ilusos; civilización mundial, sólo civilización. Hemos de
beberla pronto y mucha, donde más cerca la encontremos, aunque sea rodilla en tierra e inclinán-
donos sobre la fuente norteamericana, ahuecada la mano y mirando en la linfa que corre nuestra
fija imagen, si no queremos mirar al fondo, o si, temerosos del vértigo, no preferimos cerrar los
ojos. Como sea bebamos.” 78

Pero este ejercicio de contextuación no hacía que Ortiz descuidara su propósito


inmediato y polémico, de su intervención, esto es, atacar a Rafael Altamira y recusar el
espíritu de la misión americanista ovetense:
“El racismo es cuestión de actualidad y lo es desde hace meses. El primer racista militante en es-
te nuevo recrudecimiento del racismo cubano ha sido el profesor Altamira. Con base amplia de
cultura, con fogosidad meridional y con tozuda convicción española, el maestro de Oviedo nos
predicó una cruzada en pro de la raza y de lo que en ésta conservamos de más característico: el

77
Ortiz bordaba este argumento preguntándose retóricamente: “¿debemos seguir, paso a paso, como laza-
rillos de la adormilada España que arrastra sus achaques, o debemos subir corriendo, si nos es posible
recuperando, jóvenes y ágiles, el tiempo pasado allá abajo en la cuna y en el regazo? ¿Vale nuestro espa-
ñolismo presente lo que nuestra civilización futura?” (Fernando ORTIZ, La Reconquista de América…
Op.cit., pp. 28-29).
78
Ibíd., pp. 34-35.

821
idioma; y no como integración de amores solamente, sino como bélica campaña contra otra raza
cuyo empuje civilizador está arrollando a la del apóstol. Todo esto de manera tan clara y termi-
nante, que no dejó lugar a duda.” 79

Ortiz censuró duramente a Altamira —descalificándolo como “cantor de la raza


ibero-americana” y como “el racista español”— por inmiscuirse sutilmente en los pro-
blemas internos cubanos “por él incomprendidos”, como en ocasión de visitar una aso-
ciación afrocubana de La Habana. En esta ocasión, Altamira había proclamado la igual-
dad absoluta entre blancos y negros, tachando de racista a la expresión hombres de
color utilizada en Cuba y por sus propios anfitriones y condenando cualquier intento de
argumentar supremacías raciales, de blancos sobre negros o de negros sobre blancos.
Ortiz denunciaba la incongruencia de un discurso que se apoyaba en la diferen-
cia entre la raza hispana y la anglosajona para proponer una “defensa” frente a la pene-
tración norteamericana, y que a renglón seguido proclamaba la igualdad plena de blan-
cos y negros. Esta falla lógica ocultaba, para Ortiz, impostura y demagogia, amén del
criterio del “egoísmo patriótico” que alentaba el argumento racista español. Así, pues, el
criterio racial había logrado instalarse en la política cubana, por la intervención irres-
ponsable de los hispanizantes —apoyados por discursos racistas como los de Altami-
ra— y por los sectores afrocubanos que pretendían la supremacía negra80.
Pero si la raza era uno de los pilares del proyecto panhispanista español, otro era,
sin duda, el idioma. Ortiz constataba que, a menudo, el lenguaje se transformaba en un
instrumento político nacionalista y la lucha de lenguajes encubría intereses políticos,
fueran estos los de imponer una dominación política o económica, o cultural, o los de
resistirlas.
Así pues, después del shock del ’98, España no sólo buscaría “defenderse contra
los factores externos de su decadencia sino reaccionar en lo ideal uniéndose a la Améri-
ca hispana”, utilizando políticamente “la ilusión del lazo idiomático” para suscitar el
apoyo americano. La importancia del factor idiomático, como el racial y el religioso se
potenciaba toda vez que España no contaba con otras fuerzas “más decisivas y más in-
tensas y reales, como la industria, el comercio, la agricultura, el ejército, la marina, la
escuela, la riqueza, la ciencia; en fin, la civilización”, para convocar la solidaridad his-
panoamericana81.

79
Ibíd., p. 42.
80
“Consolémonos sabiendo que en uno y otro campo, así entre los españoles, como entre los hombres de
color hay valerosos enemigos del racismo; pero pongamos de manifiesto una vez más el riguroso parale-
lo, para prevenirnos y luchar contra los ideales racistas, todos nefandos y malditos, e igualmente contra
ambos: contra Estenoz que canta a la raza con sus supervivencias africanas, como contra el racismo espa-
ñol, con sus supervivencias coloniales. Y pensemos, por tanto, que no es ciertamente del todo justo el
único contraste entre ambos racismos, entre el homenaje servil y grotesco al heraldo español y el encarce-
lamiento tragicómico del propagandista negro. Las corrientes políticosociales ni se impulsan doblando el
espinazo como cortesanos, ni se contienen alzando el brazo como vengadores. La idea es la soberana.
Sean más civilizados los hispanizantes y tendrán más prosélitos. Sean más instruidos los negros y conta-
rán más simpatías. Pero, sobre todo, seamos los cubanos blancos, los que constituímos el nervio de la
nacionalidad, más cultos todavía para poder mantener la vida republicana independiente de retrocesos
hispanizantes o africanizantes.” (Ibíd., pp. 46-47).
81
Ibíd., p. 53.

822
Sin embargo, pese a las alarmas propagandísticas de los panhispanistas españo-
les, el castellano no estaba amenazado en América:
“No teman en este terreno los españoles, como no sea que la vitalidad hispano-americana, abierta
a todos los vientos, haga evolucionar el lenguaje castellano más aprisa de lo que sucedería por
obra solo de la cerrada Castilla, temor este muy justificable y que entre otros síntomas parece au-
torizarlo la propuesta y posibilidad de un Diccionario de Cervantes o sea realmente hispano-
americano, acogida por la propia «Unión Ibero-Americana». No sentimos, pues, la necesidad de
renegar de nuestra habla nativa; pero sí la de acudir al conocimiento de idiomas extranjeros para
salvar pronto la deficiencia de la cultura española, que es la nuestra, y la de su actualmente ané-
mica librería, escasa de traducciones buenas y oportunas.” 82

La insistencia de los españoles “sobre la fuerza y el valor del idioma en la vida


internacional” no sería ni causal ni inocente, sino un rasgo de su pensamiento imperial.
Para ilustrar su aseveración, Ortiz convocaba las palabras de Rafael María de Labra,
cuando éste se preguntara si podían los españoles abandonar la representación natural
de los “80 millones de castellanos por la lengua” que existían en el mundo y se hallaban
identificados “con nuestra historia, con nuestro pasado y con nuestras costumbres”83. La
reflexión de Labra y sus cálculos políticos antes que demográficos, pondrían en eviden-
cia la instrumentalización absurda de la lengua y del concepto de raza para servir a los
intereses nacionales españoles:
“…allá en Iberia, si se canta a la raza, a la lengua y hasta a la religión, es al ritmo del neo impe-
rialismo manso, porque se piensa que reconocida la unidad de estos pueblos con España, no ha
de ser sobre bases igualitarias, sino sobre la base fatal, lógica e inexcusable de la hegemonía es-
pañola, de la nación que unas veces llaman madre tutelar, como dicen los catedráticos de Ovie-
do, y otras hermana mayor y representante de las demás, como hoy dice Labra; como si ante el
mundo entero no estuviese la madre o la hermana en peligro de necesitar tutelas por una posible
declaración de incapacidad, si no olvida sus chocheces y su falta de sentido de vida moderna.” 84

Así pues, no cabría engañarse respecto de la naturaleza de las iniciativas ameri-


canistas españolas y de su discurso panhispanista:
“Esa cruzada española por la raza y el idioma es una reconquista espiritual de América encu-
briendo una campaña de expansión mercantil, es una paradoja impotente aunque engañosa, es un
mimetismo imperialista, es una utopía internacional, es un egoísmo idealizado, es la triste figura
de Sancho con celada y con lanzón.” 85

Para Ortiz, esta naturaleza imperial y eminentemente españolista del mensaje de


fraternidad hispano-americano era fácilmente apreciable, tanto en los discursos de sus
ideólogos, como también en sus silencios. Al analizar del primer discurso de Altamira

82
Ibíd., pp. 53-54.
83
El libro que citaba Ortiz recogía varios discursos de Labra en el Senado español: Rafael María DE
LABRA, Política internacional. Orientación americana de España, Madrid, s/e., 1910. Por supuesto, Ortiz
no dejó de contestar este singular razonamiento: “Representación ¿por qué? ¿Acaso el hecho de que nues-
tra habla sea originaria de Castilla, le da a ésta la representación de nosotros? ¿Desde cuando Inglaterra
tiene la representación de los Estados Unidos, ni siquiera la intelectual? Pues el caso es el mismo, en el
campo castellano. Estos Estados se bastan a si mismos para representarse, como nos bastamos los hispa-
no-americanos para nuestra propia representación. Sólo que si Inglaterra no quedó retrasada en relación
con los Estados Unidos, España se ha dormido hasta el punto de dejar que la adelanten en no pocos aspec-
tos algunas repúblicas de su lengua.” (Fernando ORTIZ, La Reconquista de América..., Op.cit., p. 55).
84
Ibíd., pp. 55-56.
85
Ibíd., p. 105.

823
en la Universidad de La Habana, Ortiz interpretaba suspicazmente su frase final de su
discurso —“lo que está debajo”— , en la que se aludía a la existencia de algo más allá
de las meras palabras apuntalando su mensaje, dejando al público la interpretación de lo
que aquello podía ser. Ortiz creía que este traspié retórico desnudaba involuntariamente
el propósito político de la misión ovetense, que no representaba “sólo uno de tantos
abrazos de acendrado, sincero y maternal cariño”, sino “una sugestión de alianza con
España para apuntalar el viejo solar ibérico”, por parte de un intelectual que no ignoraba
que en Cuba “sigue y continúa la lucha separatista por la deshispanización de este pue-
blo apoyado hoy en la paz como ayer en la manigua por la acción y sugestivo ejemplo
(palabras del señor Altamira en una de sus obras) mental, económico y cívico de los
Estados Unidos”86.
Ortiz creía que pese al silencio de Altamira, el sentido de sus palabras podía des-
cifrarse recurriendo a sus textos americanistas en los que se defendía “la americaniza-
ción de España y… la reespañolización de América”.
Esta intervención periodística de Ortiz en El Tiempo mereció una carta personal
de Altamira, en la que se rechazaba su interpretación, afirmando que la frase de marras
no aludía a cosas no dichas, sino al espíritu de las ideas presentadas en el propio cuerpo
del discurso ya pronunciado. Pese a aceptar la enmienda de Altamira y reconocer su
buena fe, Ortiz publicaría de inmediato una ratificación de su tesis en la que aseguraba
que seguía creyendo que su interpretación estaba justificada por el clima suscitado por
los hispanizantes87, por propio contexto del discurso y porque “está en consonancia con
el espíritu que os anima, ilustre profesor ovetense, y con vuestro idealismo integral, fru-
to bello del patriotismo español, bello aun cuando morderlo significara para nosotros la
maldición de Jehová y la expulsión del paraíso americano”88.
Con gran agudeza, no exenta de cierta crueldad, Ortiz reconocía a Altamira su
carácter de pionero en política americanista española y su inteligencia en proponer esta
vía de acción para la diplomacia peninsular, toda vez que España era, a principios de
siglo un pueblo vencido, privado de soñar con un desquite militar en Asia o el Caribe e
incapaz de impulsar una verdadera política colonial en África. En ese contexto, “la vuel-
ta a América, aprovechando las naturales ventajas que para otro pueblo o raza serían

86
Ibíd., pp. 66-67.
87
“vuestro viaje ha sido precedido por una constante algarada hispanista en nuestro suelo: se ha llegado a
decir, con blasfemia que debió quemar los labios del réprobo que la pronunciara, que Cuba siente ya la
nostalgia del pasado; se ha cantado a las excelencias del idioma —como vos, señor Altamira, lo habéis
hecho, aun cuando sin vuestra maestría—; […] se ha predicado el olvido del pasado por que se sabe o
intuye que el recuerdo del dolor produce conciencia y que ésta, cuando es sana, nos hace huir de la fuente
de nuestros males; se ha querido borrar la historia secular de nuestra fermentación separatista, de esa
historia que, según vos y según todos, es la maestra de los pueblos […]. Se ha llegado a las más absurdas
y risibles paradojas; al querer clavar la enseña de la patria no en el mástil que le preparara un siglo revo-
lucionario, sino en el asta misma que sostuvo el emblema colonial; a arrebatarnos las enseñanzas anties-
pañolas de nuestra modesta pero sustaciosa historia de rebeldía nacional, precisamente, dicen, para forta-
lecer nuestra nacionalidad; […] a sugerirnos desprecios a pueblos maestros de civilización y de libertad,
como medio, afirman, de que arraiguen en nosotros cultura intensa y honda democracia…” (Ibíd, pp. 70-
71).
88
Ibíd., p. 70.

824
desde luego razón de segura victoria, para reaccionar contra el secular desafecto político
de América y para asentar de nuevo una acción de intensa y extensa influencia española,
en este nuevo mundo”89.
Ortiz defendía la filiación imperial de la ideología de Altamira que había presen-
tado, apoyándose en los artículos publicados por el catedrático ovetense en España en
América, donde se afirmaba que esta proyección de la influencia hispana en América
era la última carta que quedaba por jugar para asegurar el provenir de España. Pero si el
polígrafo cubano estaba seguro de la necesidad de contestar desde Cuba esta doctrina,
no lo estaba menos acerca de que sería la propia idiosincrasia española la que pondría
unos obstáculos insalvables —tanto en lo económico, como en lo intelectual— al ame-
ricanismo o al panhispanismo.
Si estas políticas eran indudablemente patrióticas y visionarias en el panorama
español, Ortiz consideraba que eran perniciosas para los intereses de los pueblos ameri-
canos y que, por lo tanto, era perfectamente legítimo resistirlas. En este sentido, a la vez
que procuraba desmitificar el contenido del mensaje ovetense, Ortiz no dejaba de apre-
ciar la inteligencia de la iniciativa de Altamira, juzgándola como un hito decisivo en el
proyecto global de americanizar España y reespañolizar América. En efecto, este peri-
plo triunfal por el Nuevo Continente, aún siendo una “copia” del que hiciera tiempo
antes el profesor William Shepherd por encargo de la Universidad de Columbia, repre-
sentaría una osada innovación para el retrasado mundo intelectual español, que era ne-
cesario enfrentar por la misma inteligencia de su diseño y por el prestigio de su prota-
gonista.
Fernando Ortiz creía, como su colega el catedrático José Antonio González La-
nuza, que era necesario escindir la valoración de Altamira como intelectual, de la valo-
ración de su misión; diferenciando, además, el análisis de su contenido académico de su
contenido extra-universitario. Así, rescatar con justicia la probidad científica del viajero
y ponderar sus aportes como historiador y jurista, no debería ser óbice para expresar
reservas y escepticismo respecto del ideal americanista español.
González Lanuza habría tenido la valentía de abordar la cuestión de fondo en
ocasión de la despedida de Altamira de la Universidad de La Habana, completando
aquellas frases inconclusas y sugerentes del primer discurso de Altamira y poniendo
sobre el tapete la cuestión de la influencia norteamericana en Cuba. Lanuza creía que
ésta influencia sería naturalmente beneficiosa para Cuba —si se mantenía dentro de
unos límites sociológicamente razonables— dado que aseguraba a la isla los beneficios
del aporte de una civilización poderosa y progresista, a la que los cubanos por ser cria-
turas modernas y americanas, estaban espiritualmente vinculados. El panamericanismo,
ideología popular en Cuba actuaría, entonces, como barrera natural frente al panhispa-
nismo pregonado por Altamira, sobre todo en Cuba donde el pasado colonial era inme-
diato y el recuerdo de la guerra independentista demasiado reciente.

89
Ibíd., p. 74.

825
La polémica desencadenada y sostenida con ahínco por Ortiz se prolongó luego
de que Altamira concluyera su visita a Cuba. Así pues, Ortiz no dudó en contestar la
evaluación del viaje americanista que Altamira hiciera, a su regreso, en el Heraldo de
Madrid. En aquellas declaraciones, Altamira había afirmando que había comprobado en
Cuba la pervivencia del sentimiento español “«a despecho de las sugestiones del egoís-
mo» que les conduciría a la anexión”. Frente a estas palabras, Ortiz se confesaba desa-
fiantemente egoísta, recomendando participar de este pecado a todos sus compatriotas:
“Somos egoístas, porque sentimos la necesidad de mantener vivo y potente el espíritu revolucio-
nario que nos dio la patria y nos abrió el camino de la libertad, contra la testarudez y fanatismo
de España, que nos esclavizó siempre y hasta trató de entregarnos a sus propios vencedores allí,
en París; enemiga de nuestras libertades hasta en ese momento sagrado del arrepentimiento, en
que moría su dominio secular y maldecido. Somos egoístas, porque conscientes de que los Alta-
mira son muy escasos en tierra española, nada o muy poco, excesivamente poco, tenemos que
aprender de esa honrosa minoría, como no sean sus laudables esfuerzos por levantar a España de
su postración, para darle vida europea y —¿por qué no decirlo?— por engañar a los extranjeros,
aun cuando éstos sean familiares, haciéndoles creer en una España no regenerable, sino regene-
rada ya; no por civilizar, sino hasta civilizadora, como si en el siglo XX fueran posibles las victo-
rias del Cid muerto. Somos egoístas, porque sabiendo todo esto necesitamos huir de la ingerencia
material y moral de la hegemonía española, incapacitada para darnos hoy como ayer lo que ella
para si no tiene ni tuvo en cuatro siglos. […] Somos egoístas de nuestra cubanísima americaniza-
ción, porque desde hace siglos hemos maldecido contra la falacia racista, que en Cuba significa-
ba antes esclavitud, abnegación y barbarie, y que hoy de nuevo se pretende imponérsenos por ex-
tranjeros despreocupados de nuestro bienestar y desconocedores de nuestra criolla psicología,
como régimen que volvería a esclavizarnos al espíritu español, a arrojarnos en el inmundo am-
biente colonial y a mantenernos en ese triste estado de semicivilización que nos legó la metrópo-
li. Somos egoístas, porque comprendemos que lo temido es precisamente la fortificación de
nuestra soberanía y civilización por la tutela directa e inmediata del vencedor de España; porque
la cubanización de Cuba no es sino la deshispanización; porque observamos cómo los numerosos
enemigos de nuestro ideal, aún no repatriados, nos incitan a odiar al norte-americano, a imagi-
narlo como a un vecino despótico, brutal y semisalvaje y a pagarle su intevención libertadora
arrojándole todo el hondo despecho de los hispanizantes vencidos e incapaces de seguir impul-
siones democráticamente americanas. Somos egoístas, porque sin renegar de nuestra parla, que
hablamos mejor que en muchas comarcas españolas, no vemos en el lenguaje más que un medio
de transmitir los pensamientos, pero no una sustancia de estos y un ligamen psicológico de tal
naturaleza que nos pueda hacer olvidar la historia de la vergonzosa época colonial, escrita toda
ella precisamente en castellano, ni los beneficios y honores recibidos en idiomas extranjeros.” 90

Este “egoísmo”, vinculado con un instinto de conservación nacional y con la cer-


teza de que los propios cubanos eran los únicos responsables de abonar su libertad y
engrandecer su civilización, era el que justificaba el combate contra el espíritu español,
en tanto “los males nuestros y los males de Cuba son de causalidad hispana”. Y para
remediar estos males, Ortiz reclamaba el derecho de esperar para su patria lo mismo que
ansiaban los españoles progresistas para la suya: “romper con el pasado, reaccionar co-
ntra el presente y refundir nuestro espíritu en moldes nuevos, para prepararnos para un
porvenir mejor”91.
Claro que este egoísmo cubanista, orgullosamente sostenido, tampoco era el úni-
co involucrado en este entuerto:

90
Ibíd., pp. 109-110.
91
Ibíd., p. 111.

826
“Y contra todas esas aspiraciones sanamente egoístas, laboró en Cuba un extranjero, que no
hablando jamás de decadencia de su país ni de la del nuestro, halagando nuestro patriotismo y
predicando como un maestro humilde, presentose de regreso en su patria como un conquistador
de almas y de espíritus de pueblos y se hizo augur de porvenires esplendorosos, de intercambios
no sólo pedagógicos, sino también materiales y económicos. Luchan, pues, dos egoísmos, y dí-
gasenos cuál es más noble… si el de un pueblo que quiere sostener y acentuar su separatismo in-
ternacional y moral y que nada pide a su antiguo amo más que respeto y cortesía, o el de este an-
tiguo señor que sin llamamiento alguno y so capa de altruismos intelectuales se entromete en la
casa y en las vidas ajenas, sembrando cizañas y rencores, en obsequio de las bastardas ambicio-
nes de un caciquismo afeitado y caduco y de las aspiraciones de los derrotados mercaderes. ¡El
senil e impotente imperialismo español haciendo carantoñas a Cuba virgen!...” 92

La crítica de Ortiz, que compartía con los intelectuales de la Generación del ’37
argentina un lenguaje radicalmente hispanófobo y un programa de deshispanización,
había quedado anticuada ideológicamente de acuerdo con los parámetros evolutivos del
pensamiento americano, aunque todavía era pertinente para la realidad cubana de 1910.
Pese a ello, los recelos y diatribas de Ortiz pronto quedarían desfasados incluso para el
propio contexto insular, toda vez que la presión de los EE.UU. sobre los intereses cuba-
nos, centraría al discurso patriótico en la contestación del imperialismo norteamericano
“realmente existente” antes que en la crítica de una dominación española, implacable,
aunque ya superada.
Ahora bien, lo interesante del discurso crítico de Ortiz estaba, más allá de la co-
herencia de su argumento, en que ponía en evidencia los límites del consenso ideológico
que podía suscitar el panhispanismo en su proyección transatlántica, por lo menos desde
la perspectiva de sus interlocutores americanos.
Estos límites no sólo emanaban de la confrontación del panhispanismo con las
elaboraciones del patriotismo liberal de los países americanos y de sus tradiciones polí-
tico-ideológicas, sino también con los contenidos y objetivos mismos de la propuesta y
del contexto en que esta se presentaba.
No es casual que la cuestión idiomática fuera fuente de discordias y suspicacias
desde el Río de la Plata a Cuba, toda vez que este tópico —presente en casi todas las
intervenciones culturales españolas en América desde la segunda mitad del siglo XIX
hasta la actualidad, incluyendo el programa de Altamira—, reflejaba la secular voluntad
de la intelectualidad peninsular y de ciertos sectores de sus clases políticas de tutelar, si
no bloquear, la evolución americana de lo que consideraba, en definitiva, “su idioma” y
de asumir su “defensa” frente a la penetración territorial y lingüística del inglés, francés
e italiano en el terreno propio del castellano93.
A poco que analicemos cualquier texto español dedicado a estos temas, encon-
traremos, más temprano que tarde, fuertes indicios de esta secular voluntad normativa y
tutelar y de esa concepción patrimonialista de la lengua común. Un ejemplo descarnado
y sumamente ilustrativo del interés manifiesto de España por mantener el control del
castellano —que hubiera irritado a Ortiz o a cualquier intelectual americano de haberse

92
Ibíd., p. 111.
93
Este apasionante tema ha sido tratado en: Carlos RAMA, Historia de las relaciones culturales entre
España y la América Latina. Siglo XIX, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 1982, pp. 115-148.

827
difundido públicamente— puede verse en el informe que hiciera el secretario de la Le-
gación española en Chile, Juan Servert, para el Ministro de Estado, sobre el proyecto de
reorganizar la Academia Chilena de la Lengua correspondiente a la RAE.
El diplomático español veía en esta insinuación, un punto en el que podría apo-
yarse una renovada influencia intelectual española en Chile, mermada entre otras cues-
tiones por una reforma ortográfica inconveniente:
“V.E. sabe que ciertas pretensiones americanas han incitado a introducir en la ortografía caste-
llana algunas variaciones inútiles añadiéndose a estos perjuicios, que sufre la pureza del idioma,
los barbarismos de quienes lo alteran con giros y palabras de otro, y por espíritu petulante tanto
como porque desconocen los recursos de la propia lengua. Todo ello significa, principalmente,
una emancipación consciente, en ocasiones, innecesaria, y asimismo perjudicial para nuestra in-
fluencia, sobre todo si se tiene en cuenta que el desafecto de algunos americanos hacia la Madre
Patria les lleva hasta el extremo de tratar de que se extienda el conocimiento del Volapuck con la
idea de que desaparezca, con el tiempo y su diligencia, todo recuerdo de la dominación nuestra.
Estamos lejos, sin duda, de que este obtenga el auge que sus partidarios desean y muchas perso-
nas, por el contrario, procuran demostrar en sus escritos que conocen la lengua castellana; pero
estas circunstancias, unidas a la satisfacción que la vanidad humana experimenta al obtener títu-
los, debían ser para nosotros una buena base en que podríamos cimentar parte de nuestra influen-
cia intelectual, haciendo cuanto esté a nuestro alcance para que la autoridad de la Academia Es-
pañola fuera siempre indiscutible en estos países.”94

Servert, creyendo apreciar una coyuntura particularmente favorable, aconsejaba


desplegar una campaña activa para recuperar el control del idioma que incluyera incen-
tivos en formas de premios literarios otorgados por la RAE y la RAH, a la vez que
aconsejaba nombrar miembros correspondientes de las instituciones españolas a perso-
nas más jóvenes y dinámicas que resultarían más “útiles”, como ministros, funcionarios
del área educativa y directores de periódicos “personas que podrían influir mucho en
que la gran masa del país olvidase las reformas a que hice alusión antes de la ortografía,
y fuera, poco a poco, reconociendo a la Academia Española como suprema autoridad en
la materia”95.
La estancia de Altamira en Chile y la exaltación del fervor patriótico español en-
tre la comunidad emigrada ocasionó una movilización de algunos miembros de la mis-
ma en pos de recuperar la norma española. Vicente Larrañaga, miembro de la colectivi-
dad española, ponía a consideración pública el 3 de noviembre de 1909 un proyecto
para crear un Instituto Español-Chileno “Rafael Altamira” sostenido por todas las so-
ciedades hispanas del país, administrado provisoriamente por el embajador de S.M. y
compuesto por un plantel de profesores ovetenses, que debería inaugurarse el 18 de sep-
tiembre de 1910. Dicho Instituto no sólo aspiraba a ser una escuela de inmigrantes sino

94
AMAE, Correspondencia Chile Legajo H-1441, Despacho Nº 60, del Encargado de Negocios de Espa-
ña al Excmo. Señor Ministro de Estado, hace algunas consideraciones relacionadas con nuestra influencia
intelectual en este país a propósito de la existencia en Santiago de la Académica Correspondiente de la
Lengua, creada hace años (5 pp. manuscritas + carátula, con membrete de la Legación de España en San-
tiago de Chile y con firma autógrafa de Juan Servert), Santiago de Chile, 10-IV-1909.
95
Ibídem.

828
que sería un puntal “que difunda nuestra lengua con elementos netamente españoles” y
propague entre peninsulares y chilenos “la pureza de nuestro idioma”96.
Pese a que sus formulaciones no escapaban de esta problemática “patrimonial”
del idioma, Altamira nunca expresó ni en América ni en España este tipo de considera-
ciones tan radicales, ni hemos encontrado entre sus papeles privados formulaciones de
esta especie. Por el contrario, sin abandonar el eje patriótico de la polémica, el alicanti-
no se mostraba dispuesto a discutir globalmente la cuestión, incluyendo la cuestión del
castellano en la propia Península, revelándonos que estas cuestiones y buena parte de
los argumentos enfrentados en la actualidad reinciden en otros ya formulados en la co-
yuntura finisecular. Claro que, por entonces y de acuerdo con la realidad política del
momento, el fortalecimiento peninsular del castellano se veía como requisito de su ade-
cuada proyección universal —y con ella, de la cultura y la influencia espiritual de Espa-
ña—; a diferencia de la actualidad en que la proyección normativa española sobre el
castellano extrapeninsular parece funcionar como parte de una estrategia defensiva y
conservativa del idioma de aplicación esencialmente interna, ante el creciente cuestio-
namiento político de la unidad lingüística del Estado español y el consiguiente el avance
de las lenguas vernáculas en el terreno burocrático, literario, pedagógico y, en algunos
casos, cotidiano.
Altamira tuvo una educación bilingüe y hablaba, desde su niñez, castellano y va-
lenciano como idiomas propios, usando el primero, según declaraba, “en mi vida profe-
sional, literaria y doméstica” y el segundo “siempre que vuelvo a mi tierra nativa o me
encuentro con un comprovinciano”97. Para el alicantino, el “elevado placer espiritual” de
hablar y cultivar el idioma regional no era óbice para señalar que “no tiene apenas coti-
zación en la vida práctica, en el orden de relaciones en que se mueven nuestros inter-
eses, nuestra representación social y nuestras vinculaciones universales”98. El valencia-
no sería algo que, con lo entrañable del recuerdo, pertenecía a la historia pasada “sin
acción sobre la presente cuyo ritmo y orientación no tenemos derecho a detener un pun-
to con el peso romántico de lo que ya tiene su función estética en la intimidad de nues-
tro espíritu”. Pero, para Altamira, la realidad se imponía sobre ese recuerdo sentimental
y llamaba a los españoles a otro campo, al de la unidad: “ella nos dice que la Historia ha
forjado una unidad nacional y política cuya vida espiritual se expresa mediante otro
idioma que el que hablamos con nuestros amigos de la infancia y nuestros labradores
regionales, y que aquel idioma es nuestra representación internacional y nuestro lazo de
inteligencia con millones de hombres.” Eso sería un resultado histórico, gustara o no:
“Ese idioma triunfador por obra de la Historia (que se impone a la voluntad de los hombres, por
lo mismo que contribuyen a realizarla todos y no se mueve al arbitrio de un solo grupo, aunque
así lo crea, a veces, el orgullo humano), ha sido el que ha creado nuestra personalidad en el mun-
do y el que constituye nuestra bandera ideal frente a otros idiomas que significan civilizaciones,

96
IESJJA/LA, s.c., Proyecto de creación de un Instituto Español-Chileno “Rafael Altamira”, firmado por
Vicente Larrañaga, Santiago de Chile, 3-XI-1909.
97
Rafael ALTAMIRA, España y el programa americanista, Op.cit., p. 111.
98
Ibíd., p. 111.

829
aspiraciones y sentidos de vida distintos, quizás también, latentemente, peligrosos y amenazas
para nuestra representación en la obra humana universal.”99

Para Altamira, el revival político de estos idiomas se producía en un contexto en


el que el castellano, el instrumento más poderoso de la proyección internacional españo-
la y el rasgo más marcado de su identidad, era amenazado en uno de sus propios campo,
el americano, por otras lenguas:
“Ese idioma, expresivo de nuestra unidad nacional, apellido único con que el mundo nos conoce,
nos estudia y nos cotiza, está amenazado por la concurrencia de otros en campos de encuentros
étnicos que ya van marcando una epopeya secular. Esgrimiéndolo como arma poderosa de co-
municación y penetración, extendemos o procuramos extender nuestra influencia ideal, nuestra
colaboración civilizadora y nuestras relaciones comerciales. ¿No es, por tanto, ir contra nuestros
intereses querer debilitar esa fuerza, empeñarse en disminuir el número de hombres que la pue-
den utilizar, o crear dificultades en el camino de los que deseen entenderse con nosotros, al im-
ponerles que para ello aprendan, no uno, sino dos o más idiomas?”100.

Para Altamira era necesario, pues, procurar que el castellano no retrocediera en


España y no dejara de ser utilizarlo como el instrumento más idóneo, por ser el más
fuerte y representativo, para “penetrar en las filas ajenas”101.
Pero el idioma no era la única cuestión real o potencialmente conflictiva. En
efecto, aún sin haber sido objeto de confrontación directa, el propio programa de inter-
cambio, tan aséptico y aparentemente generoso, detenidamente analizado, pone en evi-
dencia una concepción subyacente que, de haber sido explicitada, difícilmente hubiera
sido asumida por los intelectuales argentinos, cubanos y americanos en general.
No se trataba de una cuestión de “prepotencia” ni de una injustificada “presun-
tuosidad” intelectual española. Pese a lo que algunos quisieron ver en la propuesta ove-
tense, Altamira nunca pretendió que España estuviera a la avanzada en estas materias ni
que su aporte fuera por sí mismo decisivo para Hispanoamérica102. Sin embargo, más
allá de la humildad demostrada por Altamira y de su cabal comprensión —inusual para
un español de su tiempo— de la riqueza del universo intelectual y cultural hispanoame-
ricano, no deja de ser interesante que los términos del intercambio que propusiera fue-
ran, sugestivamente, tan desiguales.
Mientras que América resultaría interesante a los profesores e investigadores es-
pañoles de disciplinas tan variadas como Economía, Hacienda, Derecho Político, Dere-
cho Internacional, Historia, Filología, Literatura y de Ciencias Físicas y Naturales, no
por la calidad ciencia allí cultivaba, sino por los “numerosos y notables temas de estu-
dio” que encontrarían; España sería un destino atractivo para los americanos dado el

99
Ibíd., p. 112.
100
Ibíd., p. 113.
101
Ibíd., p. 113.
102
“En qué límites modestos nuestra enseñanza superior puede satisfacer necesidades intelectuales de los
hombres de otros países, yo lo sé bien y con honrada franqueza lo he dicho en letras de molde; pero cuán-
to es cuánto no más, y está lejos de la negación. Lo que nosotros deseamos es que se aproveche lo que
tenemos por poco que sea, en vez de pasar por su lado desconociéndolo en absoluto”. (Rafael ALTAMIRA,
“Discurso pronunciado en ocasión de su despedida de la UNLP…”, en: ID., Mi viaje a América..., Op.cit.,
p. 170).

830
“vivo y renovado deseo de conocer ampliamente nuestra moderna producción científica
de todos los órdenes”103.
De esta forma, la desigualdad manifiesta de los términos del intercambio en el
esquema que barruntaba Altamira, remedaba anacrónicamente en el terreno intelectual,
los términos de el antiguo equilibrio entre centro y periferia del antiguo imperio hispá-
nico. Según esta perspectiva —que mucho tenía de prejuicio idiosincrático y que no
hallaba correspondencia con la realidad ni, para ser justos, con los contenidos explícitos
de la ideología americanista de Altamira— América ofrecería la materia prima necesa-
ria para el desarrollo de la ciencia española, la que, a su vez, sería el mejor producto que
España podría ofrecer para la ilustración americana.
Quizás lo más sugestivo de todo esto era que Altamira no se diera cuenta de que
estos términos resultaban inversamente proporcionales a los términos puramente eco-
nómicos del intercambio docente que él veía factibles. En efecto, si cotejamos ambas
dimensiones del proyecto, nos encontraremos con que las naciones hispanoamericanas
aparecían invirtiendo recursos —tanto en suelo peninsular como en el propio— para
sostener una relación en la que el máximo beneficio al que podían aspirar era adquirir
un producto simbólico elaborado en la periferia científica europea a partir de sus pro-
pios recursos potenciales. España, por el contrario, disponiendo una inversión marginal,
no sólo vería multiplicado las potencialidades de su campo de estudio, sino que deriva-
ría en América partes sustanciales de la formación postgradual —valga el anacronis-
mo— y del enriquecimiento cultural de sus docentes e investigadores superiores, asegu-
rando una vía de renovación y el desarrollo para su campo intelectual y científico, y
obteniendo además un mercado y un auditorio privilegiado donde colocar esa produc-
ción.
En cierta forma, esta cuestión específica ponía de manifiesto un contenido pro-
fundo del ideario americanista español, uno de cuyos principales motores era — por
encima del ideal de colaboración y el desarrollo igualitario— el deseo de que España
ganara para sí un terreno intelectual, cultural e incluso político que hace tiempo había
perdido y en el que aspiraba a establecer una primacía rectora y orientadora.
En este esquema era poco lo que se preveía que América podía darle a España en
el campo científico y quizás menos aún en el campo de las humanidades y las letras, y
mucho era lo que se suponía que España podía darle a América. De allí que, para los
españoles, el intercambio tuviera su fundamento en la complementariedad natural entre
un contexto esencialmente demandante y adquisitivo, como el americano, y otro esen-
cialmente oferente y productivo, como el español.
Quizás no sería del todo erróneo pensar que los preclaros representantes de esa
“España Nueva” fantaseaban establecer en América una especie de nuevo monopolio,
un mercado protegido en el que colocar su ciencia, su docencia al amparo de regulacio-
nes que les dieran preferencia frente a la penetración cultural de otros países y civiliza-

103
Rafael ALTAMIRA, “Primer informe elevado al señor Rector de la Universidad de Oviedo...”, en: ID.,
Mi viaje a América (Libro de documentos), Op.cit., pp. 74-75.

831
ciones. Hasta qué punto, esta empresa era vista como una forma de proyectar influencia
y poder sobre sus antiguos territorios y ganar en el terreno intelectual y cultural la bata-
lla perdida siglos atrás frente a otras naciones europeas —muchas veces signadas como
las verdaderas responsables de la pérdida política y espiritual de su imperio ultramari-
no—, lo ilustran bien las opiniones de muchos intelectuales españoles de la época.
Sin embargo, desde Argentina la situación se veía de otra forma. Aún un hispa-
nista convencido como Joaquín V. González, por ejemplo, consideraba el intercambio
en función de un equilibrio, si no actual, al menos sí mediatamente futuro. Así, si bien
por un lado, formulaba un diagnóstico realista y nada presuntuoso declarando la necesi-
dad que tenía Argentina de seguir nutriéndose de la experiencia intelectual europea y
aceptando una asimetría básica en esta relación intelectual; por otro lado, también afir-
maba que en aquella sociedad, los intelectuales y universitarios hispanoamericanos,
también tenían algo que aportar a la sabiduría europea y a la moderna civilización, aun
cuando más no fuera en el terreno del conocimiento de la propia América y en los pri-
meros pasos de su análisis riguroso:
“Creeríase [...] que en esta política universitaria de interdocencia o intercomunicación de ideas
entre Universidades o públicos de diversos países, nada podrían las nuestras aportar a la labor
colectiva, y menos en las aulas de las viejas y célebres casas de altos estudios de Europa. Pero no
es esa la consecuencia de mis juicios; porque si éstos nos traen su alta e intensa enseñanza con el
prestigio y la virtud irresistible de la experiencia y la penetración de la idea científica, aquéllas,
en retribución, les ofrecerían un elemento del más elevado valor en la información exacta, inme-
diata y palpitante sobre el sujeto americano, incomprensible aún para el investigador europeo —
sujeto exótico, múltiple, complejo, mezcla a veces de lo antiguo y de lo nuevo— donde el obser-
vador más avezado se extravía por falta de continuidad de la observación de los fenómenos in-
herentes a la masa. El profesor americano, dotado de relativas aptitudes de expresión y de méto-
do, puede llevar a la ciencia europea una riqueza inmensa de material experimental, para
someterlo al procedimiento analítico de la alta ciencia; y así, el genio, los caracteres y variantes
características de estas sociedades tan mal conocidas y tan mal estudiadas, revelados a la opinión
científica de Europa por hombres capaces de describirlos y representarlos, contribuirán a desva-
necer errores, prejuicios y aversiones cristalizadas, y fundar una nueva corriente de relaciones
sociales, políticas o económicas entre Europa y América, de la cual sólo ventajas recogerán las
naciones de uno y otro continentes...” 104

Pese al sustancial acuerdo que podía verse entre González y Altamira, es necesa-
rio destacar la existencia de matices diferenciales. En efecto, así como el proyecto de
intercambio español se proponía llegar a acuerdos que situaran a sus científicos en un
sitio de privilegio y recuperar el terreno negligentemente perdido a fin de restaurar la
influencia hispana en América; el intercambio intelectual entre España y América era
visto en forma diferente desde la UNLP. González y otros promotores del hispanoame-
ricanismo veían en esta apertura al mundo peninsular, no como una política exclusiva o
excluyente de vinculación intelectual, sino como una variante más —sin duda importan-
te y necesaria— de las vinculaciones que Argentina debería mantener con Europa para
dar consistencia a su proyecto nacional.

104
Discurso del Presidente de la UNLP Joaquín V. González durante el acto de despedida de la Universi-
dad y entrega del diploma de Doctor en Ciencias Jurídicas y Sociales, “honoris causa”, La Plata, 4 de
octubre de 1909, reproducido en: Rafael ALTAMIRA, Mi viaje a América…, Op.cit., pp. 133-134.

832
Esto, de por sí, significaba un cambio muy importante para el pensamiento libe-
ral argentino, en tanto España —a través de sus expresiones de modernidad intelec-
tual— pasaba a ser vista como una expresión más del mundo civilizado no como su
antítesis cultural y espiritual. De allí que la recuperación de España que ahora se ensa-
yaba, no venía proponer una sustracción del Río de la Plata de sus tradicionales vínculos
con las demás naciones del Viejo Mundo; ni tampoco a procurar que España se consti-
tuyera en intermediadora o siquiera la intérprete de Argentina en Europa, sino simple-
mente a que, dejando de lado mutuos recelos, ambas partes reconocieran la necesidad de
reestablecer relaciones fluidas en todos los órdenes.
En esos términos es que González declaró la bienvenida a la moderna ciencia
española —ejemplificada por Altamira— como una expresión más de la ciencia euro-
pea, con el objeto que compartiera junto con las otras tradiciones científicas un lugar en
el proceso de desarrollo material y espiritual de un país receptivo al aporte intelectual
universal, como Argentina105.
Las tensiones a que podían dar lugar esta diferencia de perspectiva y el desequi-
librio relativo de los términos del intercambio no se manifestaron, como era lógico, du-
rante el viaje. Fue en los años siguientes cuando estas discrepancias, no siempre explici-
tadas, desalentaron el intercambio y jugaron un papel importante en la paralización de
una política bilateral de colaboración intelectual y con ella de muchos de los proyectos
gestados durante el viaje de Altamira.
Con todo, si bien algo de todo esto podría haberse previsto, no deberíamos creer
que el optimismo “ingenuo” que exhibieron, en aquellas circunstancias, los promotores
argentinos y españoles del intercambio fuera fruto de una ensoñación irresponsable.
Estas cuestiones sólo podían emerger claramente en la consciencia de unos y otros,
cuando el intercambio se reglamentara y se pusiera en práctica y permitiera apreciar sus
verdaderas estructuras, características y consecuencias. Plantearlas prematuramente en
base a la pura lógica, sólo hubiera supuesto agregar obstáculos ideológicos y políticos
formidables a un proyecto ambicioso que implicaba, ya de por sí, grandes desafíos y no
pocos problemas de coordinación internacional e interinstitucional.
Cuando se avanzó concretamente en el asunto, esas diferencias de criterio se
manifestaron y condicionaron negativamente aquel proyecto que parecía reunir las vo-
luntades hispano-americanas. Así, varios años después del retorno del viajero y de que
el gobierno español encargara a la JAE la gestión del intercambio universitario con
América, se verificaría de que diferente manera se concebía ese comercio intelectual en
uno y otro lado del Atlántico. Pese a las buenas intenciones de Altamira y de sus insis-
tentes llamamientos a que no se perdiera su carácter igualitario y equitativo, la JAE no
se interesaría por llevar americanos a las aulas españolas y desalentaría la marcha de
pensionados hacia las universidades hispanoamericanas, para privilegiar en todos los
casos el intercambio con otros países europeos y con los Estados Unidos de América.

105
Ibíd., pp. 138-139.

833
Si bien los costes de los viajes a América Latina podían ser un elemento a tener
en cuenta, el trasfondo de aquella opción era, como bien lo han expresado Justo For-
mentín y María José Villegas, que los miembros de la JAE “pensaban que España era
inferior a Europa, pero superior a nuestros pueblos hermanos de América”106. Así, la
JAE sólo estaba dispuesta a financiar el envío de intelectuales españoles debidamente
formados —en España o en las naciones avanzadas—para modernizar la cultura de las
antiguas colonias y fortalecer el prestigio de España, pero era contraria a “malgastar”
recursos en Latinoamérica tal como, para ellos, proponía Altamira en sus proyectos.
Ahora bien, si los obstáculos “ideológicos”, en parte preexistentes y en parte co-
locados por los opositores doctrinarios o coyunturales de la misión americanista oveten-
se y de su protagonista, dificultaron el avance del intercambio intelectual y del ambicio-
so programa americanista; serían los obstáculos burocráticos y materiales que se
manifestaría de inmediato en España, aquellos que determinarían su estancamiento y
parcial dilución.

2.- ELDIFÍCIL AVANCE DEL AMERICANISMO ESPAÑOL Y LA


CAPITALIZACIÓN INDIVIDUAL DEL VIAJE POR RAFAEL ALTAMIRA

2.1.- El reclamo americanista a la política española

El avance del liberalismo reformista en España luego de la caída de Maura, la


clamorosa recepción de Rafael Altamira en América Latina y su retorno triunfal a Espa-
ña —apenas opacado por algunas voces disonantes—, presagiaban un futuro promisorio
para la política americanista, en general y para los proyectos ovetenses y la carrera de su
hacedor, en particular.
Dada la magnitud del fenómeno y los primeros gestos del alicantino hacia el po-
der, ciertos interrogantes flotaban en Oviedo ¿Se disponía Altamira a sacar rédito políti-
co de los extraordinarios acontecimientos que lo habían tenido como protagonista? ¿Po-
drían interpretarse sus primeros movimientos en diversos círculos sociales y políticos
como indicio de su ambición personal? Creemos que Altamira era muy consciente de
sus limitaciones y de que la influencia recientemente ganada tenía como ámbito privile-
giado de realización el área intelectual y cultural aun cuando, por entonces, no hubiera
sido posible descartar que esa notoriedad terminara capitalizándose políticamente. Sin
embargo, pese a los coqueteos de Altamira con la política de la Restauración, no puede
decirse con justicia que sus ambiciones excedieran el campo que le era propio y que sus
avances en la jerarquía del Estado no estuvieran relacionados directamente con su carác-
ter de educador, historiador o jurista.

106
Justo FORMENTÍN y María José VILLEGAS, “Altamira y la Junta para ampliación de estudios e investi-
gaciones científicas”, en: Armando ALBEROLA (Ed.), Estudios sobre Rafael Altamira, Op.cit., p. 187.

834
Nada más alejado de la verdad o de la justicia que pensar en un Altamira presto
a hacerse con una cuota significativa de poder en la esfera de la política nacional o in-
ternacional española en 1910. De allí que no debiera adjudicarse al oportunismo o a una
ambición personal, el que aprovechara los encuentros protocolares con el Rey y los mi-
nistros para presentar sus propias ideas acerca de la política exterior española en Lati-
noamérica. Las propuestas expuestas por Altamira en aquellas circunstancias no eran,
por cierto, meros artificios retóricos para brillar ante la opinión pública y ganar ascen-
diente sobre el poder, sino el producto madurado de antiguas reflexiones y de sinceras
convicciones político-ideológicas —compartidas por el Grupo de Oviedo y otros inte-
lectuales reformistas—, que intentaban favorecer una política cultural panhispanista de
largo aliento que sirviera a la modernización intelectual española.
En ese sentido, los intereses de Altamira en terreno político estaban vinculados
con la promoción de una doctrina exterior americanista y deberían juzgarse en función
de su capacidad de auxiliar y sostener los ambiciosos proyectos de cooperación y coor-
dinación intelectuales hispano-americanos en los que verdaderamente estaba interesado
y en los cuales sí pretendía influir personalmente.
Esta última pretensión no era descabellada. La figura de Altamira ya había cre-
cido lo suficiente como para trascender de la estricta subordinación al Claustro oveten-
se, por lo que no era dable esperar que sus inquietudes y proyectos se limitaran, en el
futuro, a aquellos que había compartido con la Universidad de Oviedo o que se habían
elaborado, de común acuerdo, a partir de su retorno.
Era evidente que Altamira aspiraba a darle a la política americanista una proyec-
ción estatal de primer orden, cuyos beneficios no estuvieran restringidos, en lo intelec-
tual, al ámbito asturiano o puramente universitario. A pesar de su lealtad inconmovible
para con su Universidad y de haber asumido gustosamente el papel de gestor de sus
intereses, era un hecho que Altamira tenía sus propias ideas y que pensaba impulsarlas
independientemente, si eso llegaba a ser necesario.
Pero ese momento de disyunción aún no había llegado en abril de 1910. Así,
pues, saludablemente escépticos y conocedores del paño político español, Fermín Cane-
lla y Rafael Altamira no perdieron demasiado tiempo y, a la vez que disfrutaban del
éxito de su empresa, realizaron un imprescindible balance de la experiencia.
El 21 de abril de 1910, reunido el pleno del Claustro ovetense, Rafael Altamira
presentaba un informe al cuerpo colegiado —del que ha sobrevivido una guía suficien-
temente elocuente—, en la que desarrolla cuatro cuestiones107.

107
“Una vez de regreso a Oviedo, el señor Rector convocó a reunión de Claustro, que se celebró el 21 de
abril con asistencia de todos los señores catedráticos presentes en la ciudad y la mayoría de los señores
profesores auxiliares. Ante ellos di cuenta resumida del desempeño de mi misión sobre la base de los
informes ya remitidos, añadiendo algunos pormenores sobre el aspecto económico de aquél en relación
con el apoyo de Gobiernos, Universidades y colonias españolas, y con mi línea de conducta en este res-
pecto, teniendo la satisfacción de ver aprobados por unanimidad y en absoluto todos mis actos, que le
Claustro estimó correspondientes al espíritu de la misión que se me había confiado” (Rafael ALTAMIRA,
Mi viaje a América…, Op.cit., p. 599). El documento que permite reconstruir este cónclave puede consul-
tarse en: IEJGA/FRA, II.FA.202 —R.1068— (hoy en AFREM/FA), Esquema guía de alocución de Ra-

835
En la primera, se daba cuenta de la existencia de detallados informes que fueran
enviados oportunamente al Rector de la Universidad de Oviedo acerca de sus tareas en
América; distinguiendo los confidenciales de los oficiales, aludiendo a los complemen-
tarios relacionados con sus labores en Perú, México y Cuba, y mencionando la existen-
cia de un “informe secreto”.
En la segunda, justificaba la alocución ante esa asamblea en la necesidad ampliar
esa rendición de cuentas a través de una “relación general de viva voz para que conste
en Claustro” que no fuera de pormenor, pero que permitiera ciertas aclaraciones necesa-
rias:

“a) La Universidad de Oviedo se limitó a darme su representación. No me dijo más, sin


duda porque lo creyó inútil.
b) Pero yo entendí que la representación llevaba consigo un doble mandato representa-
tivo
a’) Mantener siempre el sentido representativo
Las vivas a la Universidad
La obra de la Universidad
b’) Mantener el sentido científico colectivo y la neutralidad en resto de las cosas
De ahí:
I- Generalidad de las adhesiones
Conservadores – liberales – radicales.
Laicos – clero alto y bajo...
Valdivia – Lima – Méjico – Yucatán – Cuba – España
II- Abstención de manifestaciones políticas” 108

En la tercera cuestión, aclaraba las fuentes que costearon el viaje, afirmando la


“gratuidad de mis trabajos” y especificando el régimen económico del periplo en cada
país, según lo cual en Argentina habría corrido todo “a mi costa incluso viajes”; en
Uruguay habría contribuido la Universidad; en Chile el gobierno se habría hecho cargo
de los viajes y los españoles de la estadía; en Perú y Cuba, el gobierno y en México, un
grupo de particulares109.
En la cuarta y última cuestión, se hablaba de los resultados generales:

“1.- Aceptado intercambio.


Posada.- Homero Ducloux. Venida a Oviedo.
2.- Cambio publicaciones.
3.- Nombramiento de profesor y de doctor.
4.- Peticiones de profesores a través de la Univ. de Oviedo.
5.- Implantación de:
reformas Derecho
Extensión universitaria
Excursiones escolares” 110

fael Altamira ante el Claustro ovetense bajo el título “Universidad”, original manuscrito de 3 pp. (sin
fecha ni firmas), presentado en Oviedo, 4-VI-1910.
108
Ibídem.
109
Ibíd., p. 2.
110
Ibíd., p. 3.

836
Luego de renovar la confianza del Claustro, una vez que Altamira retornara de
su primera y prometedora entrevista con el monarca, y aún antes de que se acallaran las
aclamaciones públicas, el rector ovetense y su encumbrado catedrático se pusieron ma-
nos a la obra para explotar de inmediato aquel clima favorable en beneficio de la Uni-
versidad de Oviedo y de los ideales que la habían llevado al Nuevo Mundo. En este sen-
tido, ambos coincidieron acerca de la oportunidad de presentar un programa
americanista integral ante el monarca, aprovechando su interés y el del Gobierno de
Canalejas por los resultados obtenidos en las repúblicas hispanas.
Sin embargo, ni estos reflejos ni el celo de ambos hombres fueron suficientes.
Tres días antes de aquella reunión la JAE, motivada por la preservación de sus atribu-
ciones frente a las Universidades o quizás temerosa de que surgiera un organismo com-
petidor, lograba la promulgación de la Real Orden del 16 de abril de 1910 que ponía
bajo su jurisdicción el fomento de las relaciones científicas con los países americanos,
incluyendo el intercambio de docentes y alumnos; el envío de pensionados y de delega-
dos para obras de “propaganda e información y el establecimiento de relaciones entre la
juventud y el Profesorado de aquellos países con los del nuestro”111.
Ciertamente, Altamira era consciente del dinamismo de la JAE y no dejaba de
apreciar los indicios de que, aprovechando la nueva coyuntura política, esta institución
se disponía a avanzar decididamente en la misma dirección que él indicara, desde hacía
mucho tiempo, respecto de la necesidad de afianzar los estudios históricos112, de promo-
ver una línea regular de intercambios universitarios con Europa y América113, y de ga-
rantizar la condiciones materiales y académicas para atraer hacia España a los intelec-
tuales extranjeros114.

111
Esta Real Orden fue reproducida íntegramente en: Rafael ALTAMIRA, Mi viaje a América (Libro de
documentos), Op.cit., pp. 619-621.
112
La JAE, una vez caído el gobierno de Maura y desplazado del Ministerio de Instrucción Pública Faus-
tino Rodríguez de San Pedro, obtuvo de los primeros ministros de educación de Canalejas —A. Barroso y
el Conde de Romanones— la autorización y el apoyo para fundar un Centro de Estudios Históricos
anexo. Dicho centro fue establecido por el Real Decreto del 18 de marzo de 1910 con el propósito de
fomentar la investigación historiográfica en España; agrupar a los científicos españoles en centros de
trabajo para promover la cooperación y asegurar la socialización del conocimiento; apoyar la continuidad
de las actividades científicas e investigadoras de los graduados universitarios hasta que consiguieran
colocación definitiva; preparar y asesorar a los pensionados que salieran a cursar estudios al extranjero y
recibirles a su regreso para que “continuasen su labor científica y compartiesen los conocimientos adqui-
ridos”. Este Real Decreto, suscripto por el Conde de Romanones, fue reproducido íntegramente en sus
considerandos y disposiciones en: Ibíd., pp. 613-619.
113
Más allá de cualquier rumor surgido de los mentideros madrileños, el envío de Adolfo Posada como
delegado de la JAE a Argentina, Chile y Uruguay —honor que no le fuera concedido a Altamira— era un
paso cierto que indicaba que la Junta no pensaba abandonar sus “competencias” en el terreno americano a
la Universidad de Oviedo o a ninguna otra institución que pudiera crearse, sino que, por el contrario,
aspiraba seriamente a hacerse cargo, de allí en más, del intercambio intelectual hispano-americano.
114
En su conferencia en la Unión Ibero-Americana, Altamira demostraba estar al tanto de la inminente
fundación de una institución largamente reclamada por el mismo y expuesta como uno de las condiciones
de posibilidad de un fluido intercambio de recursos humanos entre España y Latinoamérica: “Otra institu-
ción de la cual he oído hablar estos días, en la cual creo que se piensa, podría ser también un Centro que
brindásemos a los estudiantes hispano-americanos; me refiero al proyectado «hall» o residencia de estu-
diantes, que ofrecería condiciones de seguridad y de orientación ética en la vida, a escolares españoles,
extranjeros e hispanoamericanos.” Ver: Rafael ALTAMIRA, “Organización práctica de las relaciones inte-
lectuales entre España y América”, Conferencia pronunciada en la Unión Ibero-Americana de Madrid,

837
Un institucionista convencido como Altamira, no podía menos que congratularse
de que un organismo reformista como la JAE115 se consolidara como referente oficial de
una política de modernización intelectual, científica y universitaria que, por fin, parecía
abrazar el Estado español. En este sentido, el alicantino —que había recibido el apoyo
de la recién fundada JAE para asistir al Congreso Internacional de Ciencias Históricas
de Berlín de 1908 junto a Eduardo Hinojosa— consideraba que esta institución debía
tener un papel muy importante en las tareas de apoyo material y financiación del inter-
cambio universitario116. Sin embargo, como era bien sabido, Altamira defendía encona-
damente la tesis de que ese intercambio debía ser gestionado autónomamente por las
universidades españolas y latinoamericanas prescindiendo de la injerencia ideológica y
burocrática de los Ministerios u otros organismos estatales.
Sin embargo, este diseño no era compartido, evidentemente, por una Junta que
no se contentaba con ser un mero soporte económico de las políticas universitarias y
que no estaba dispuesta a perder su potencial radio de acción americanista. De tal for-
ma, la JAE demostrando un admirable timing se adelantó a cualquier reclamo o proyec-
to que pudiera provenir de los organizadores del viaje americanista y que pudiera perju-
dicarla enajenando o simplemente debilitando alguna de sus funciones y prerrogativas.
El Gobierno de Canalejas, compuesto por hombres bien predispuestos hacia los
sectores krausoinstitucionistas y regeneracionistas, y sensibles, por lo tanto, a los recla-
mos y consejos de la JAE, apoyaría sus pretensiones y apostaría por convertirla en el
referente de su política de fomento de la ciencia, la investigación y la modernización
intelectual de España. Así, la batería de Reales órdenes y decretos firmados por el Álva-
ro de Figueroa, Conde de Romanones117 en su paso por el Ministerio de Instrucción Pú-

Madrid, 14-IV-1910, reproducida en: ID., Mi viaje a América…, Op.cit., pp. 534-536. La Residencia de
Estudiantes fue fundada bajo la jurisdicción de la JAE a través del Real Decreto del 6-V-1910 firmado
por Romanones. Este Decreto fue reproducido íntegramente en: Ibíd., pp. 622-625.
115
La JAE había sido fundada a través del Real Decreto del 11 de enero de 1907 firmado por el Ministro
de Instrucción Pública y Bellas Artes, Amalio Gimeno, con el objeto de implementar becas y pensiones
para estudiantes españoles que desearan estudiar en el extranjero; incrementar los intercambios culturales
con Europa, EE.UU. e Hispanoamérica; establecer una red de centros de investigación que absorbieran a
los pensionados que retornaban a España; el envío de representantes españoles a congresos internaciona-
les, de gestionar las labores de propaganda internacional y de las relaciones internacionales en asuntos
pedagógicos. Consultar: Justo FORMENTÍN IBÁÑEZ y María José VILLEGAS SANZ, Relaciones culturales
entre España y América: la Junta para la Ampliación de Estudios (1907-1936), Op.cit.; y de los mismos
autores, “Altamira y la Junta para ampliación de estudios e investigaciones científicas”, en: Armando
ALBEROLA (Ed.), Estudios sobre Rafael Altamira, Op.cit., p. 176.
116
Este apoyo material podía tomar la forma, preferible para Altamira, de un incremento de las partidas
para las Universidades y de una aplicación específica de fondos para hacer posible el intercambio; o la
forma, también positiva de aplicar el financiamiento de partes de estas necesidades a través de organis-
mos ya existentes, como la JAE. Así, Altamira preveía que, a través de la Junta podía desarrollarse una
política regular de subvenciones para el envío de pensionistas a América Latina —y no sólo a Europa o a
los EE.UU.— costeando su traslado y estudios de acuerdo con los cometidos atribuidos a esta institución.
Ver: Rafael ALTAMIRA, “Organización práctica de las relaciones intelectuales entre España y América”,
Conferencia pronunciada en la Unión Ibero-Americana de Madrid, Madrid, 14-IV-1910, reproducida en:
ID., Mi viaje a América…, Op.cit., pp. 524-525.
117
Álvaro de Figueroa (1863-1950) se licenció en Derecho, en la UCM y se doctoró en la Universidad de
Bolonia. Desde 1890 —cuando fue elegido por primera vez diputado— desarrolló una prolongada carrera
política vinculada al Partido Liberal. En 1901 se incorporó al Gobierno como Ministro de Instrucción
Pública y Bellas Artes; en 1905 fue designado Ministro de Fomento. y, más tarde, de Gracia y Justicia y

838
blica hicieron de la JAE un sólido complejo institucional encargado de la promoción
estatal de la investigación científica, de la formación superior y postgradual de españo-
les en el país y en el extranjero y de la promoción internacional de la intelectualidad
española.
En este sentido, la decisión del Gobierno de fortalecer a la JAE respondía a una
lógica política y administrativa irreprochable, en tanto intentaba canalizar las nuevas
propuestas en materia de política científica e intelectual a través de una institución idó-
nea y progresista ya existente, antes de embarcarse en la siempre complicada fundación
de nuevas estructuras o de apoyar a las Universidades, mayormente conservadoras y
tradicionalistas, sobre las que no podía ejercer control directo y a las que no podía in-
fluir abiertamente. A esta lógica hubieron de subordinarse, pues, las iniciativas prácticas
y atendibles de notables, corporaciones y universidades que se presentaron por entonces
o que recobraron actualidad dada la coyuntura favorable. Los costos de hacerlas reali-
dad, total o parcialmente, con el apoyo político oficial era, por supuesto, elevado: olvi-
dar la ilusión de obtener un reconocimiento público; abandonar cualquier aspiración a
controlar aquellos proyectos y ceder su gestión a las instituciones estatales pertinentes,
como la JAE.
Así, pues, casi simultáneamente a que se abocaran a planificar cómo influir en el
Gobierno para estructurar una política americanista acorde a sus ideales e intereses, Ca-
nella y Altamira pudieron comprobar, atónitos, como la JAE, dirigida por hombres afi-
nes a su causa, se “apropiaba” de la gestión del intercambio intelectual hispano-
americano, un aspecto medular de la iniciativa ovetense; logrando enajenarlos, incluso,
de la autónoma esfera universitaria118.

Gobernación. En 1909 fue presidente del Congreso de los Diputados, en 1910 nuevamente Ministro de
Instrucción Pública y en 1912, luego del asesinato de José Canalejas, fue elegido Presidente del Consejo
de Ministros. Desde entonces volvería a ser Presidente en 1915 y 1919; Ministro de Gracia y Justicia en
1918; Senador por Guadalajara desde 1923 y Presidente de ese cuerpo al momento del golpe de Primo de
Rivera. Luego de la caída de la dictadura, fue designado Ministro de Estado en 1930. Bajo la II Repúbli-
ca fue diputado, defendiendo a Alfonso XIII frente al Acta de Acusación de las Cortes Constituyentes de
1931 y negociando su exilio con el Comité Revolucionario republicano. Retirado de la política desde
1936, Romanones se refugiaría en las corporaciones intelectuales de las que fuera miembro de número: la
Real Academia de Bellas Artes de San Fernando y la Academia de la Historia. Entre sus obras —
mayormente biografías y obras de análisis histórico-político, podemos encontrar: Las responsabilidades
políticas del antiguo régimen de 1875 a 1923, Madrid, Librería Renacimiento, 1924; Don Rafael María
de Labra y la política de España en América y Portugal. Discurso en el Ateneo de Madrid, Madrid, Edi-
torial Ambos Mundos, 1922; Notas de una vida…, 2 vols., Madrid, 1929; Sagasta o el político, Madrid,
Espasa-Calpe, 1930; Las últimas horas de una monarquía. La República en España, Madrid, Javier Mo-
rata, 1931; Espartero, el general del pueblo, Madrid, Espasa-Calpe, 1932; Doña María Cristina de Habs-
burgo y Lorena. La discreta Regente de España, Madrid, Espasa-Calpe, 1933; Amadeo de Saboya, el Rey
efímero. España y los orígenes de la guerra franco-prusiana de 1870, Madrid, Espasa-Calpe, 1935; Los
cuatro presidentes de la primera república española, Madrid, Espasa-Calpe, 1939; Un drama político.
Isabel II y Olózaga, Madrid, Espasa-Calpe, 1941; Breviario de política experimental, Madrid, Espasa-
Calpe, 1944; Y sucedió así. Aportación para la Historia (12 a 14 de abril de 1931), Madrid, Espasa-
Calpe, 1947.
118
En su comentario a pié de página a la cuarta disposición de la Real Orden del 16 de abril de 1910 que
dejaba en manos de la JAE el establecimiento del intercambio de profesores y alumnos con Hispanoamé-
rica, Altamira consignaba: “En su primitiva idea, tal como fue verdaderamente sugerida y pensada esta
Real Orden, no comprendía este extremo”, remitiendo al lector a su conferencia ante la Unión Ibero-

839
Encajando el golpe de forma admirable, el día 4 de mayo reunido el Claustro
universitario, Fermín Canella presentó un documento preparatorio de la discusión en el
que se proponían unas bases y puntos de partida para un programa que continuara y
concretara la labor hispano-americanista. En estas notas, se proponía la creación de un
“Centro cultural hispano-americano”, organizado con “algún personal de preparación
especial, retribuido, y dotado, además, con una cantidad” para ofrecer los siguientes
servicios: 1) recepción de profesores y alumnos hispano-americanos; 2) agasajos mo-
destos aunque dignos para los profesores hispano-americanos visitantes; 3) envío a His-
panoamérica de “remesas de toda clase de libros docentes, muy escogidos, para que
comparen con los de aquellos establecimientos, donde circulan obras extranjeras o ma-
las traducciones españolas”, en atención a los pedidos expresos de Colombia y Perú; 4)
organizar una biblioteca hispano-americana con las grandes colecciones obsequiadas
por Argentina, Chile, Perú y México y enviar en reciprocidad, obras españolas para es-
tos países; 5) crear y fomentar “escuelas primarias especiales de emigrantes, muy pedi-
das por las colonias españolas”; 6) propiciar una relación sostenida con la prensa capita-
lina, provincial e hispanoamericana “para uniformar la propaganda de unión cultural
entre España y los pueblos hispano-americanos, en relación con la especial, interesada y
perjudicial que hacen otras naciones de Europa y Norte-América, combatiendo la in-
fluencia histórica española”; 7) publicar una revista o boletín mensual en el que colabo-
raran universidades españolas y americanas119.
En Mi viaje a América, se informaba que, tras la presentación de las notas de
Fermín Canella, se constituyó una comisión ad hoc formada por Rafael Altamira y los
decanos de las facultades de Filosofía y Letras, de Derecho y de Ciencias, con el objeto
de examinar el documento del Rector y elaborar un informe en el que se formulara un
programa concreto de peticiones. Dicho informe recomendaba la adopción de determi-
nados medios prácticos para la “prosecución y el desarrollo fecundo de la obra america-
nista comenzada”120.
En primer lugar y en abierta contradicción con la R.O. del 16 de abril, se propo-
nía la creación de un crédito especial no inferior a 35.000 pesetas en los futuros presu-
puestos generales del Estado español, para sostener el intercambio de profesores con las
universidades hispano-americanas y posibilitar que la Universidad de Oviedo, —“y las
demás españolas que sigan su iniciativa”— pudieran solventar total o parcialmente, ora
los gastos involucrados en la recepción alojamiento y traslado de los catedráticos visi-

Americana de Madrid, celebrada el día 14 de abril de ese año. Ver: Rafael ALTAMIRA, Mi viaje a Améri-
ca…, Op.cit., p. 621.
119
Un ejemplar de estas notas puede consultarse en AHUO/FRA, Caja 5, en cat., (sin título) 2 pp. meca-
nografiadas en hoja con membrete de la Universidad de Oviedo (sin firma y sin fecha) cuyas primeras dos
líneas dicen: “Concretar en visita con los Sres. Canalejas y Conde de Romanones la obra realizada y el
programa para continuarla”. Altamira reprodujo este documento en su libro, sin alusión a Canalejas o
Romanones, con la siguientes líneas descriptivas: “Al Ilmo. Claustro de la Universidad de Oviedo. Notas
para concretar la obra hispano-americana, realizada por la Universidad de Oviedo, y bases de un progra-
ma para continuarla:”; consignando, por lo demás, la autoría de Fermín Canella y datándolo en Oviedo a
3-V-1910. Ver: Rafael ALTAMIRA, Mi viaje a América…, Op.cit., pp. 563-565.
120
Ibíd., pp. 565-576.

840
tantes, ora los correspondientes al envío de los profesores españoles, de acuerdo al sis-
tema que se instituyera121.
En segundo lugar, crear en la Universidad de Oviedo una “Sección americanis-
ta” —a través de la adjudicación de una subvención especial del Estado de 4 o 5.000
pesetas—, que ofreciera al público las colecciones bibliográficas y de material pedagó-
gico obtenidas por Altamira; que ofreciera conferencias y cursillos sobre la historia, la
economía, el derecho, la literatura y la organización social de las naciones hispano-
americanas; que remitiera publicaciones españolas “en correspondencia de las america-
nas que se reciben” y en atención a las solicitudes colombianas y peruanas; que permi-
tiera “sostener la propaganda española en aquellos países y contestar la enorme corres-
pondencia que suponen éste y los anteriores servicios, así como la organización y
mantenimiento del intercambio de profesores, y la contestación a numerosos interroga-
torios y consultas que a cada paso se reciben de América, desde que se inició, princi-
palmente en Oviedo, la relación universitaria con aquellos pueblos”122.
En tercer lugar, se proponía la creación en la provincia de Oviedo y bajo la tute-
la, dirección pedagógica e inspección de la Universidad ovetense, de una Escuela mode-
lo para emigrantes, para proveer al español que cruzaba el Atlántico “casi ayuno de la
instrucción primaria elemental” y sin más ventajas que “las cualidades de la sobriedad,
laboriosidad y tenacidad de la raza”, de los conocimientos y habilidades imprescindibles
para poder prosperar en América y no ser desplazado de los puestos más aventajados
por ciudadanos de otros países123.
En cuarto lugar, se proponía el otorgamiento por parte del Estado de una fran-
quicia de aduana para los envíos de bibliografía desde los centros docentes hispano-
americanos a los españoles. La comisión ad hoc del claustro ovetense consideraba que
los pagos de exorbitantes derechos aduaneros a los que estaban sujetos las remesas de
libros americanos, era “una de las mayores trabas con que ha tropezado hasta ahora (y
seguirá tropezando si no se pone remedio) la comunicación intelectual entre los centros
de enseñanza hispano-americanos y los españoles”. La falta de fondos para cubrir estos
cánones, imponía que muchas veces las Universidades debieran resignarse a que estos
materiales salieran a subasta pública124.
En quinto lugar, se peticionaba acerca de la institución de un crédito para auxi-
liar a los estudiantes españoles que desearan asistir a los congresos estudiantiles hispa-
no-americanos, como una forma de favorecer “el establecimiento de relaciones directas
y personales entre la juventud de una y otra parte”, conjurando así “el peligro que repre-
sentaría para la raza y para el porvenir de nuestra civilización que desamparásemos esa
forma de cohesión, que los estudiantes norte-americanos se apresuran a aprovechar”125.

121
Ibíd., pp. 565-566.
122
Ibíd., pp. 568-570.
123
Ibíd., pp. 570-572.
124
Ibíd., pp. 572-574.
125
Ibíd., pp. 574-575.

841
En sexto y último lugar, se proponía fomentar el intercambio de trabajos escola-
res y materiales pedagógicos entre establecimientos primarios y secundarios asturianos
y españoles, y americanos126.
Este documento, fechado en Oviedo el 10 de mayo, fue presentado al Claustro el
día 19, siendo aprobado por unanimidad y cursado de inmediato —según el testimonio
de Altamira— a las autoridades superiores del Ministerio de Instrucción Pública con el
visto bueno del rector Canella. Pese a esto, no debe olvidarse que este documento fue
confeccionado para que Altamira pudiera exponer ante el monarca los criterios de la
Universidad de Oviedo respecto de la continuidad de una política americanista.
Pese al interés que despertaba el tema en el Palacio, esta segunda entrevista con
el Alfonso XIII no pudo efectuarse inmediatamente, debido a problemas de salud en la
familia real, quedando postergada para el día 8 de junio127. Altamira asistió a dicha au-
diencia acompañado del Ministro de Instrucción Pública, portando un texto fechado en
Oviedo a 31 de mayo de 1910, que poco se apartaba del documento sancionado por el
Claustro de la Universidad de Oviedo, salvo por un nuevo ordenamiento de las peticio-
nes y la incorporación de tres considerandos de gran relevancia para la continuidad de la
política americanista con los que Altamira estaba especial y personalmente comprome-
tido.
El primero de los nuevos considerandos proponía que se dispusiera una cuota de
los subsidios que concediera la JAE para el envío de pensionados a las naciones hispa-
no-americanas con el objeto de que desarrollaran estudios sobre la historia, la vida so-
cial, económica e intelectual de estos países. De esta forma, se pretendía asegurar un
espacio de autonomía mínimo para el intercambio americanista, al tiempo que se mode-
raba el impacto de la primera propuesta del Claustro que se oponía abiertamente al ré-
gimen legal dispuesto en la R.O. del 16 de abril.
La segunda de las “novedades”, se relacionaba con la afectación de fondos para
el mejoramiento de los archivos con fondos americanistas. Este remozamiento —
largamente argumentado por Altamira— sería imprescindible para atraer a los investi-
gadores hispanoamericanos a España y para justificar la fundación de institutos históri-
cos o escuelas según el modelo de los creados en Roma para estudiar los archivos del
Vaticano. Estos institutos estarían destinados a la localización, reproducción e investi-
gación de documentos de temática americana del Archivo de Indias, del de Simancas y
de otros afines. Dado que Altamira veía como inminente la fundación de alguno de es-
tos centros y que el estado de esos archivos era poco menos que deplorable, consideraba

126
Ibíd., pp. 575-576.
127
AHUO/FRA, Caja 4, en cat., Nota original manuscrita firmada por el Conde de Romanones con
membrete de “El Ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes” dirigida a Rafael Altamira, Madrid, 22-
V-1910. El día 8 de junio se concretó la segunda audiencia con el Rey, según se desprende de la esquela
de invitación expedida en el Palacio Real. Este documento rectifica el error del invitado que consigna esa
entrevista en el séptimo día de ese mes. Ver: IESJJA/LA, s.c., Nota de invitación a Rafael Altamira para
asistir el 8 de junio de 1910 las 12 horas a entrevista la con el Rey de España, con membrete de “El ma-
yordomo mayor de S.M.” y firma impresa de “El marqués de la Torrecilla”, Palacio, 8-VI-1910. Confrón-
tese con: Rafael ALTAMIRA, Mi viaje a América…, Op.cit., p. 499.

842
con justicia e inteligencia que de no cambiar esto, podía perjudicarse aún más la propia
imagen del país:
“Lo menos que España puede hacer para corresponder dignamente a esas fundaciones, es mejo-
rar las condiciones materiales del Archivo, en el cual, por falta de espacio, existen legajos innu-
merables amontonados en el suelo, comidos por la humedad y la polilla; sin que el celo y la
competencia del personal técnico, que lleva realizados muchos trabajos excelentes de inventario
y papeletas, baste a vencer lo que estriba en deficiencias del local mismo. El contraste entre la
solícita labor de los funcionarios del Archivo con el estado de muchísimos de los documentos y
la falta de su buena y segura colocación, sería de pésimo efecto en el ánimo de los eruditos de
América y contribuiría indudablemente, a fortificar la leyenda desfavorable a nuestro país que
los hispanófobos no perdonan medio de difundir.” 128

Por lo demás Altamira exponía a Alfonso XIII con suma claridad la utilidad de
favorecer la fundación de tales centros de investigación en el marco de una política de
promoción de las relaciones culturales iberoamericanas y de la alta cultura española:
“El establecimiento de los referidos Institutos y su desarrollo y prosperidad en España, traerían
favorables consecuencias para nuestra cultura y para el afianzamiento de las relaciones intelec-
tuales con América; pues aparte de lo que por sí mismo significan, y de la colaboración que en
ellos podrían llegar a tener, quizás, nuestros historiadores y eruditos, cabe su entronque con el
Centro de estudios históricos que acaba de fundarse en Madrid bajo los auspicios de la JAE y
con la Escuela histórica de Roma que la misma Junta proyecta.” 129

La tercera de las peticiones incorporadas personalmente por Altamira era su


apuesta política más fuerte y tenía que ver con el establecimiento de un Centro oficial
de relaciones hispano-americanas en Madrid. Para Altamira, el fortalecimiento de estas
relaciones—cuestión de capital importancia para España y su política exterior— no sólo
pasaba por poner en marcha las iniciativas que traía en su carpeta u otras de igual espíri-
tu que pudiesen surgir de allí en más, sino por crear un núcleo capaz de unificar y coor-
dinar la acción americanista oficial:
“de un lado, parece ocioso advertir que el problema de nuestras relaciones con América, si en
gran parte es de índole intelectual (y debe orientarse en ese sentido para aprovechar el actual
movimiento de la opinión en España y América), tiene también otros aspectos, que importa no
olvidar nunca; y de otro lada, debe considerarse que desde la supresión del Ministerio de Ultra-
mar, el Estado carece de un órgano especial y apropiado para atender a las múltiples cuestiones
que suscita nuestra necesaria, inevitable y provechosa comunicación con los países hispano-
americanos.” 130

En este sentido Altamira consideraba imprescindible crear un organismo “con


suficiente libertad y amplitud de horizonte para que no se convirtiese puramente en un
rodaje burocrático de expediente vulgar”, encargado de:
“tutelar o inspeccionar las instituciones oficiales hispano-americanas; preparar los proyectos de
ley y decretos relativos al mismo asunto; evacuar todos los informes que el Gobierno le confíe y
asesorar sobre la política general americanista de orden intelectual y económico; mantener, me-
diante correspondencia, informaciones, cambio de publicaciones oficiales y demás medios, una
relación constante con los centros hispano-americanos, con los núcleos de emigrantes españoles

128
Rafael ALTAMIRA, Medios prácticos para organizar las relaciones hispano-americanas (Informe pre-
sentado y leído a Su Mejestad el Rey), Oviedo, 31 de mayo de 1910. Reproducido en: Rafael ALTAMIRA,
Mi viaje a América…, Op.cit., pp. 588-589.
129
Ibíd., p. 589.
130
Ibíd., p. 590.

843
y sus sociedades de carácter general o regional, y con la representación diplomática y consular
de España en aquellos países, para allegar el mayor número posible de datos que ilustren el co-
nocimiento de las cuestiones americanistas en el orden intelectual, social y económico; servir de
órgano de difusión para con el público, de todas las noticias que puedan contribuir a formar una
opinión ilustrada y bien dirigida, respecto de las relaciones con América, en los diversos aspec-
tos que interesan al pueblo español, sea o no emigrante; corresponder con las instituciones de fin
análogo creadas en Italia, Francia, Estados Unidos y otras naciones extranjeras, para aprovechar
en beneficio de España, el fruto de la experiencia de aquellas en cuanto a la orientación y regula-
ción de las relaciones hispano-americanas; atender de un modo especial a la fundación y desarro-
llo de las Escuelas para emigrantes en la Península, y al engranaje con éstas, de las que establez-
can en América los españoles allí residentes; organizar, si se cree necesario, una escuela, o un
grupo de estudios americanistas para el Cuerpo Consular español, con objeto de que éste adquie-
ra la cultura especial necesaria a que su acción en aquellos países sea fructífera, cultura que, hoy
por hoy, no le suministran los programas de su carrera...; y desempeñar, en fin, cualquier otra la-
bor que en lo sucesivo crea el Gobierno conveniente emprender para el mejor resultado de los fi-
nes que en este orden se persiguen.” 131

Altamira ofreció al monarca, los ejemplos de Estados Unidos de América, con


su activa Oficina Internacional de las Repúblicas Americanas en Washington y las ini-
ciativas privadas de The Association of American Universities o de catedráticos univer-
sitarios como los doctores Rowe y Shepherd; de Francia, con su comisión universitaria,
su comité France-Amérique y el constante envío de intelectuales y universitarios; de
Italia, con sus escuelas de emigrantes y sus campañas intelectuales del estilo de la lleva-
da por Ferri; y de Alemania con su Deutsche Colonialschule y su activa política de “pe-
netración germana”.
La conclusión política parecía obvia, España estaba perdiendo terreno en el
Nuevo Mundo y podría perderlo aún más si no se reaccionaba a tiempo:
“en suma, no hay nación con intereses o aspiraciones en América, que no se nos haya adelantado
en el camino de defender, regular y engrandecer su influencia. Si el Estado español continuase
inactivo frente a tantos y tan poderosos esfuerzos, la causa de la civilización, del espíritu y de los
intereses económicos de nuestra patria en América, perdería rápidamente terreno, hasta extin-
guirse con daño de España y de la misma raza, cuyo solar de origen representa. El remedio es
urgente e indispensable.” 132

Si nos detuviéramos en la suerte corrida por estas propuestas, veríamos que la


mayoría de estas ideas se estrellaron con la indiferencia del poder o su implementación
fue adjudicada, en el corto o mediano plazo, a otras instituciones. El crédito especial en
el presupuesto general del Estado para aplicarse en las Universidades de forma que estas
financiaran el intercambio docente, no fue habilitado, adjudicándose a la JAE esta res-
ponsabilidad y las partidas correspondientes y derivándose en una institución depen-
diente de la propia Junta el alojamiento y los costos de manutención de los visitantes y
de los pensionados y profesores que se enviaran a América. La sección americanista
ovetense no tendría futuro luego de que el propio Altamira partiera hacia Madrid, cen-
tralizándose en la Junta toda tarea de propaganda intelectual y de atención de las de-
mandas docentes hispano-americanas; asumiendo el Museo Pedagógico, el intercambio
de materiales y libros didácticos; y debiendo quedarse la Biblioteca universitaria ove-

131
Ibíd., pp. 591-593.
132
Ibíd., pp. 595-596.

844
tense con los fondos bibliográficos obtenidos y donados por Altamira, sin contrapartida
alguna133. La fundación de la escuela de emigrantes, la franquicia aduanera para la cir-
culación bibliográfica, la financiación de los estudiantes para asistir a congresos estu-
diantiles en América fueron, por su parte, postergadas o denegadas.
Respecto de la addenda presentada al Rey, la reserva de una cuota de los subsi-
dios de la JAE para el envío de pensionados a estudiar a América Latina, si bien previs-
ta someramente en el punto tercero de las disposiciones de la R.O. del 16 de abril de
1910, no sería cumplida por los directivos de la JAE; el mejoramiento integral del Ar-
chivo de Indias y la fundación de Institutos de investigación histórica latinoamericanos
en Sevilla, postergados sine die; y el “Centro oficial de relaciones hispano-americanas
en Madrid”, abiertamente resistido y luego rechazado por el Gobierno.
Aun cuando todo esto pudiera parecernos un avasallamiento incomprensible de
los derechos ganados en el terreno por Altamira y la Universidad de Oviedo, esta autén-
tica expropiación política de los réditos americanistas de la misión ovetense no conclui-
rían con la R.O. del 16 de abril. En efecto, como resultado del movimiento agresivo de
la JAE y de la ya mencionada estrategia gubernamental, Rafael Altamira tuvo que ver
cómo en unos cuantos meses, el Estado hacía propias varias de sus propuestas, algunas
antiguas y otras derivadas del viaje americanista, modificándolas y adaptándolas según
sus propias posibilidades e intereses, transfiriendo su control a la Junta, desconociendo
su contribución intelectual y propagandística, y privándolo de cualquier participación en
su implementación efectiva.
Sin embargo es un hecho que, en lo que a la política americanista y a la capitali-
zación del viaje recientemente concluido se refiere, el gran perdedor no fue Rafael Al-
tamira, sino el rector Canella y la propia Universidad de Oviedo. En efecto, la figura del
alicantino, ya influyente en los ascendentes círculos institucionistas y reformistas, había
logrado tal relieve público a raíz del exitoso periplo americano, que las jerarquías políti-
cas liberales no dudaron en ofrecerle entre 1910 y 1913 una serie de atractivas compen-
saciones honoríficas, políticas y laborales por sus servicios al país134.
Entre estas, estuvieron la condecoración con la Orden de Alfonso XII, su desig-
nación como Inspector General de Enseñanza y como Director General de Primera En-
señanza135; su integración en la estructura de la propia JAE136 como director de sección

133
Ver: Real Orden disponiendo que el Museo Pedagógico Nacional sea el órgano de intercambio de
trabajos escolares y material de enseñanza entre los establecimientos docentes de España y los de las
Repúblicas americanas (Firmado por el Conde de Romanones en Madrid, 8-VI-1910), reproducido en:
Rafael ALTAMIRA, Mi viaje a América…, Op.cit., pp. 637-638.
134
Desde su retorno y durante algún tiempo, Altamira tuvo acceso regular al Rey, tal como lo prueban
diversas notas de la Secretaría particular de Alfonso XIII. Además de las reuniones relacionadas con sus
nombramientos, pueden verse: AHUO/FRA, en cat., Caja V, Carta original manuscrita de Emilio María
de Torres a Rafael Altamira, Madrid, 22-I-1911 (3 p., con membrete: Secretaría particular de S.M. el
Rey); AHUO/FRA, en cat., Caja IV, Carta original manuscrita de Pedro Sebastián de Erice a Rafael Al-
tamira, Madrid, 21-IV-1911 (3 p., con membrete: Secretaría particular de S.M. el Rey —Erice reemplea-
ba a Emilio María de Torres).
135
Este nombramiento fue felicitado por Canella, que lo veía como una merecida promoción personal,
aun cuando le alertara acerca de la necesidad de no abandonar su carrera universitaria. Ver: AFREM/FA,

845
del CEH137; su nombramiento como miembro de número de la RACMP138 y, luego de su
salida de la mencionada Dirección General, la creación a instancias del Rey, de una cá-
tedra de americanista en la UCM, para recompensar al alicantino.
Por el contrario, la Universidad de Oviedo no logró prácticamente nada de aque-
llo que peticionara para sí, a los ministros del gobierno o al monarca, ya sea directamen-
te o a través de la leal representación de Rafael Altamira. No obtuvo participación en
ninguna de las instituciones o instancias de decisión de la política americanista o de

Cartas a Rafael Altamira, RAL 2, Canella y Secades, Fermín, (28 docs.), Carta de Fermín Canella a Ra-
fael Altamira, Oviedo, 13-XI-1910.
136
Altamira estuvo vinculado marginalmente a diversas actividades de la Junta, participando de algunos
cursos y conferencias en la Residencia de Estudiantes; oficiando como delegado de la JAE al varios con-
gresos internacionales entre 1911 y 1913; y ejerciendo como vocal de su organismo directivo entre 1921
y 1922, en reemplazo del fallecido Eduardo Hinojosa. En 1923, renunciaría a su escaño —siendo reem-
plazado por Santiago Stuart y Falcó, Duque de Alba— y con él a toda vinculación con la JAE. Como bien
se ha afirmado, “Altamira no llegó a tener en la Junta una influencia tan decisiva y relevante como otros
personajes de su época. Quizás esto se lo impidieron sus mismas circunstancias personales, y su vida
ajetreada y llena de numerosas actividades. Cabría señalar también como posible causa de su tibia rela-
ción con la JAE, sus desavenencias con ésta en algunos puntos. Nuestro autor mantenía amistad con los
responsables y directivos de la citada corporación, pero mostró su disconformidad con ellos en ciertas
cuestiones, como las referentes al envío de pensionados a América, a la centralización en aquel organismo
de las subvenciones para becas e intercambio cultural y de profesorado, etc... A pesar de todo, para Alta-
mira la Junta fue fermento de la cultura española y por eso, él como la mayoría de los hombres de ciencia
españoles, colaboró con aquella en la renovación de la enseñanza universitaria y en la creación de un
clima intelectual y científico distinto.” (Justo FORMENTÍN y María José VILLEGAS, “Altamira y la Junta
para ampliación de estudios e investigaciones científicas”, en: Armando ALBEROLA -Ed.-, Estudios sobre
Rafael Altamira, Op.cit., p. 207).
137
El Secretario de la Junta, el institucionista José Castillejo y Duarte (1877-1945), consciente de que la
sensibilidad de Altamira podía estar lastimada e interesado por asociarlo a las actividades de aquella insti-
tución, invitó al alicantino a realizar alguna actividad en el Centro de Estudios Históricos, comprometién-
dose “a hacer una solicitud y enviarla a los demás co-firmantes pidiendo la admisión de Vd.”. Ver:
AHUO/FRA, en cat., Caja V, Carta original manuscrita de José Castillejo y Duarte a Rafael Altamira,
Madrid, 27-IV-1910 (2 pp. con membrete de Junta para ampliación de estudios é investigaciones científi-
cas, Secretaría). Altamira anotaba de su puño y letra “Acepto, pero pª octubre”. Altamira, fue incorporado
al Centro de Estudios Históricos como director de la Sección de Metodología de la Historia, Trabajos de
Seminario, cargo docente que ocuparía entre 1910 y 1918. Junto a Altamira se incorporaron como direc-
tores de otras secciones Eduardo Hinojosa, Manuel Gómez Moreno, Ramón Menéndez Pidal, Miguel
Asín Palacios y Julián Ribera. La sección de Altamira cambió de nombre en varias oportunidades, lla-
mándose sucesivamente “Metodología histórica e historia contemporánea”, “Metodología histórica e
historia contemporánea”, “Metodología e historia moderna de España” y “Metodología histórica e historia
contemporánea de España: trabajos de seminario”. La evolución de las secciones del Centro de Estudios
Históricos, para las que se había designado también a Juan Costa y Marcelino Menéndez Pelayo —que
no llegaron a ocupar sus cargos— y que luego incorporaría a José Ortega y Gasset, puede consultarse en:
Justo FORMENTÍN y María José VILLEGAS, “Altamira y la Junta para ampliación de estudios e investiga-
ciones científicas”, en: Armando ALBEROLA (Ed.), Estudios sobre Rafael Altamira, Op.cit., pp. 194-196.
138
En marzo de 1912, Altamira fue distinguido con su designación de académico numerario de la Real
Academia de Ciencias Morales y Políticas que, recordemos, ya lo había nombrado miembro correspon-
diente y delegado en vísperas del viaje americanista. En un hecho curioso que testimoniaba el respeto y la
consideración que había ganado Altamira en los círculos académicos y en la misma corte, Alfonso XIII
presidió, por propia voluntad, la ceremonia de recepción del alicantino, compatibilizndo su agenda con la
del cuerpo y el mismo agraciado. Ver: AHUO/FRA, en cat., Caja V, Carta original manuscrita de Emilio
María de Torres a Rafael Altamira, Madrid, 11-II-1912 (3 p., con membrete: Secretaría particular de S.M.
el Rey) y AHUO/FRA, en cat., Caja V, Carta original manuscrita de Emilio María de Torres a Rafael
Altamira, Madrid, 20-II-1912 (3 p., con membrete: Secretaría particular de S.M. el Rey). Finalmente la
sesión presidida por Alfonso XIII se celebró el día 3 de marzo. La invitación oficial de la Academia para
este evento y el diploma acreditativo de su condición de numerario se hallan reproducidos en: AA.VV.,
Rafael Altamira 1866-1951, Op.cit., p. 148.

846
intercambios intelectuales habilitadas antes o después del viaje americanista; ni tampo-
co obtuvo rédito alguno fuera del prestigio y el reconocimiento de los intelectuales y de
las universidades americanos y de algunas de las españolas. Fueron la JAE y el propio
protagonista —en esta caso, involuntariamente— quienes obtuvieron beneficios de las
decisiones del Gobierno español, a costa de la marginación de la Universidad de Ovie-
do; la cual, a la postre, se vio privada de la propia docencia de Altamira una vez que
éste saltara al ruedo madrileño para no volver más al Claustro ovetense. Testimonio de
las comprensibles molestias que esto causó al rectorado, pueden encontrarse en los
mismos Anales de la Universidad de Oviedo, donde se consignaba que el Ministerio de
Instrucción Pública
“se propuso convertir en forma legislativa por medio de proyectos de Ley, Reales Decretos y
Reales Órdenes, las principales proposiciones de la Universidad de Oviedo y de su Delegado…;
y aparecieron por de pronto las RR.OO. de 16 y 18 de abril de 1910 con disposiciones para fo-
mentar el estudio de los pueblos hispano-americanos en la compleja variedad de su vida econó-
mica, social, jurídica, literaria, etc., promover el cambio de publicaciones y la relación entre los
Centros docentes, y facilitar a la juventud de aquellos países la unión con la nuestra para trabajar
en común por la cultura de la raza. También se publicaron otros RR.DD. de muy plausible finali-
dad, aunque de espíritu centralista y prescindiendo de favorecer y procurar el concurso de las re-
giones españolas. No se mencionaban los antecedentes y esfuerzos de la Universidad de Oviedo
y ahora en 1908 a 1910.”139

En este sentido, los Anales reproducían las confesiones que el Rector Canella
hiciera a un alto cargo del Gobierno, acerca de que aquellos textos legales se habían
publicado “sin que, ni por incidencia, se mencionen los esfuerzos y sacrificios de todas
clases que viene haciendo esta Universidad y, con trabajo abrumador y sacrificios por
mi parte, que no me duelen, aunque si mucho el olvido con esta Escuela”, pese a haber
enviado al Ministerio de Instrucción Pública “senda relación reciente de todo en comu-
nicaciones” y haber continuado desinteresadamente y con gran sacrificio con el inter-
cambio Universitario con Francia y el de publicaciones con Hispanoamérica140.
Canella, enfurecido, escribía a Altamira el 14 de mayo de 1910, dándole cuenta
de que desde el Ministerio le habían hecho llegar la R.O. del 7 de mayo por la que se
nombró a Adolfo Posada como delegado de la JAE “para que en su nombre estudie y
plantee en los países hispano-americanos el establecimiento de relaciones científicas”
en el marco de la R.O. de 16 de abril”. Canella, confiaba al alicantino que
“está bien y más recayendo en Posada esta comisión; pero va a resultar que nuestros esfuerzos y
mis trabajos y sacrificios personales pudieren tomar otro camino de lo que aquí proyectamos.
¿No conviene que esté Adolfo enterado de nuestras aspiraciones legítimas por la labor abruma-
dora que nos hemos impuesto? Lo principal es que la obra se haga por quien fuere y, en último
caso, ni V. ni yo aspiramos a nada personal y si a lo patriótico español.”141

139
Anales de la Universidad de Oviedo, Tomo V, 1908-1910, Oviedo, Tipográfica de Flórez, Gusano y
Compañía, 1911, pp. 536-537.
140
Carta de Fermín Canella a corresponsal no identificado, Oviedo, s/f, reproducido en: Anales de la
Universidad de Oviedo, Tomo V, 1908-1910, Oviedo, Tipográfica de Flórez, Gusano y Compañía, 1911,
pp. 537-538.
141
AFREM/FA, Cartas a Rafael Altamira, RAL 2, Canella y Secades, Fermín, (28 docs.), Carta de Fer-
mín Canella a Rafael Altamira, Oviedo, 14-V-1910.

847
A medida que fueron pasando los días, la desconsideración hacia la Universidad
de Oviedo se hacía cada vez más evidente a los ojos de su Rector. En otra carta a Alta-
mira, Canella se congratulaba por la recepción del alicantino en el Palacio y porque
Romanones dejaba “todo listo antes de marcharse” del Ministerio y le expresaba:
“Lo principal es que V. sea el encargado de la redacción de decretos y de órdenes, y que la Uni-
versidad de Oviedo sea atendida en esto, en la obras y en todo por su vieja labor pedagógica,
Centenario, intercambio y ahora con su embajada hispano-americana, con lo que hemos enmen-
dado olvidos y equivocaciones de más de medio siglo, rompiendo hielos y obstáculos tradiciona-
les. En todo cuanto el gobierno viene haciendo hasta ahora, ni se ha mentado nuestra Escuela ni
se ha favorecido con un céntimo, que es la única indemnización que yo deseo, con el más absolu-
to desinterés personal, cuando en las empresas dichas y en otras he consumido tiempo, no pocas
pesetas y trabajo abrumador, salud y esfuerzos. […] Creo que tenemos o tiene la Universidad y
tengo yo, perfecto derecho a ser atendidos y que es ya tiempo que dejemos de ser la cenicienta
de la enseñanza, cuando somos los únicos relacionados o conocidos en Europa y América.”142

Canella sospechaba que Altamira también podía ser víctima de esta expropiación
de la obra americanista ovetense143 y declaraba su intención de dejar sentada una rela-
ción de hechos que restituyera la justicia y el nombre de la Universidad:
“Si después de todo resulta que nada consigo para la Universidad y la empresa hispano-
americana, llegará el tiempo ya deseado de recluirme en mi casa, abandonada hace tantos años;
pero no sin dirigir impresa una relación de agravios al Rey, al Gobierno, a la Provincia y a nues-
tros amigos de América, que será un plan de lo que se hizo con mi intervención y deberá prose-
guirse por otros.” 144

Días más tarde de esta carta, Canella abundaba en el asunto, confiándole a su ca-
tedrático que con todo esto confirmaba “como desde hace tiempo adiviné y palpé, la
oposición sistemática de ese flamante ministerio a las iniciativas universitarias”145 y
reafirmaba su voluntad de servir al resarcimiento de la Universidad y a la promoción
personal de Altamira:

142
AFREM/FA, Cartas a Rafael Altamira, RAL 2, Canella y Secades, Fermín, (28 docs.), Carta de Fer-
mín Canella a Rafael Altamira, Oviedo, 8-VI-1910.
143
En esta misma carta, Canella se mostraba apenado por “la injusta preterición a nuestros esfuerzos y
proyectos” e indignado por el olvido de la obra de la Universidad, preguntaba a Altamira por su situación
personal: “¿no han hecho nada por allanar su camino senatorial? Esto es principalísimo para que V. reciba
la recompensa propia y debida y la lleven pronto y con el verdadero prestigio a la tribuna de la Alta Cá-
mara, desde donde puede V. hacer mucho” (Ibídem). Esta interés de Canella porque Altamira accediera al
Senado no constituía sino una aparente contradicción con su previo consejo de que no accediera a una
banca como diputado por Alicante: “Mi criterio es contrario; la honra es grande y la prueba de cariño y
admiración abrumadora, pero nada hará V. mejor que en la cátedra y en el libro, aunque será tentador
preparar un discurso documentado en las Cortes si sirviera de espuela a los Gobiernos y al país y quedase
para siempre como un documento patriótico, como su programa y una bandera en el diario de sesiones…”
(AFREM/FA, Cartas a Rafael Altamira, RAL 2, Canella y Secades, Fermín, (28 docs.), Carta de Fermín
Canella a Rafael Altamira, Oviedo, 29-I-1910). El Senado no era una cámara gubernativa ni territorial y,
con lo que ser senador era un honor que no interferiría con sus ocupaciones; pero el hecho de ser diputado
comportaba la entrada en la carrera política propiamente dicha, una carrera absorbente que le impediría
proseguir su labor universitaria.
144
AFREM/FA, Cartas a Rafael Altamira, RAL 2, Canella y Secades, Fermín, (28 docs.), Carta de Fer-
mín Canella a Rafael Altamira, Oviedo, 8-VI-1910.
145
AFREM/FA, Cartas a Rafael Altamira, RAL 2, Canella y Secades, Fermín, (28 docs.), Carta de Fer-
mín Canella a Rafael Altamira, Oviedo, 14-VI-1910.

848
“Lo más importante es lo personal para V. y esta es mi primera aspiración ahora y siempre, aun-
que me convendría mucho su pervivencia aquí; pero lo sacrifico todo a su bien y merecimientos.
[…] Cuando proceda ya llegaré otra vez hasta el Rey, hasta Canalejas, hasta quien sea, poniendo
en juego todas mis relaciones personales, y he de requerir cumplimiento de palabras dadas por
escrito. Consiga o no consiga, hablaré alto por que tengo justicia y porque nunca he pedido para
mí ni para mis hijos. En resumen y antes de marcharme a Vistalegre en principios de Julio, quie-
ro que V. me concrete sus aspiraciones personales, por si puedo ayudar, pensando siempre que
cuanto V. más suba, más ha de ganar el desenvolvimiento de mi empresa hispano-americana pa-
ra el provenir. A su tiempo yo escribiré una memoria rectoral, clara, concisa y de hechos, que al-
go dirá y más llegado a todas partes, por aquí y acusando un clamor general en América, donde
soy querido y aún tengo muchos resortes por tocar. No puedo resignarme a la sequedad y egoís-
mo de algunas gentes que no comen la fruta ni la dejan comer en esta patria tan necesitada de
alimento y expansión.” 146

Apartada su Universidad de la carrera americanista, el alicantino quedó liberado


para emprender su propia campaña ante el Gobierno. Así, tal como no hubo de perma-
necer ocioso deleitándose en las laureles de su triunfal retorno, tampoco hubo de aban-
donarse al abatimiento luego de ser amablemente apartado de los principales ámbitos de
decisión de la política americanista. Por el contrario, inasequible al desaliento, Altamira
se comprometió activamente en el seguimiento de las iniciativas que había puesto en
marcha y en la formalización de muchas de sus ideas en proyectos formales.
En los archivos de Altamira existen testimonios de sus gestiones para procurar
que los americanos concretaran sus iniciativas y que sus propias promesas no quedaran
en agua de borrajas. Deseoso de que los vínculos prohijados en Argentina no se disol-
vieran en las mieles de los agasajos, Altamira se abocó de inmediato a la tarea de asegu-
rar el envío de la colección zoológica prometida al Colegio Lenguas Vivas de Buenos
Aires147.
Pero Altamira no sólo estaba interesado este asunto, sino en obtener del ministro
Rómulo S. Naón el apoyo oficial para el próximo viaje de Adolfo Posada, la contrata-
ción de un profesor español para la Universidad de Santa Fe, la remisión del material
pedagógico prometido y la fundación de una Academia Argentina de Ciencias Morales
y políticas. La respuesta de Naón fue contradictoria ya que, si bien ratificaba su com-
promiso de apoyar a Posada, de contratar al recomendado de Altamira y de remitirle los
trabajos de las escuelas normales solicitados por el alicantino, le confesaba haber re-
flexionado bastante sobre la Academia, concluyendo que no era oportuno avanzar en
aquel proyecto para evitar un seguro fracaso. En aquella coyuntura política desfavora-
ble, explicaba Naón, parecía más conveniente utilizar las estructuras institucionales ya
existentes para aplicarlas a una función homóloga a la prevista para tal Academia148.

146
Ibidem.
147
El alicantino escribió en mayo de 1910 al Ministro de Instrucción Pública, Rómulo S. Naón, para
mantenerlo al tanto de sus gestiones con la dirección de la Estación de Biología Marítima de Santander.
Pese a su voluntad, esta donación se complicó por el estado de salud de su director, el institucionista, José
Rioja y Martín antiguo colega de Altamira en Oviedo. Pese a ello, Altamira insistiría en que se preparara
aquella colección. Ver: IESJJA/LA, s.c., Carta original manuscrita con membrete institucional del res-
ponsable interino de la Estación de Biología Marítima (Luis ?) a R. Altamira, Santander, 20-VII-1910.
148
“hay poco ambiente todavía para este género de instituciones y me parece mucho más práctico operar
sobre la que ya existe [ilegible] haciendo evolucionar los respectivos organismos en el sentido de darle
una orientación que tienda hacia donde nosotros miramos. Existen creados por los Estatutos Universita-

849
Respecto de la presentación de sus “nuevos” proyectos americanistas debe con-
siderarse que entre mediados de 1910 y principios de 1911, Altamira complementó las
propuestas “mínimas” e inmediatas en política americanista presentadas en la conferen-
cia de la Unión-Iberoamericana, en las peticiones de la Universidad de Oviedo al Minis-
tro de Instrucción Pública y en el informe presentado a Alfonso XIII, con unas “Nuevas
indicaciones sobre los medios prácticos para establecer y mantener las relaciones espiri-
tuales con los pueblos hispano-americanos” 149.
En aquella coyuntura, uno de los principales asuntos abordados por Altamira, en
este caso con legisladores afines, se relacionaba con la recomendación del proyecto del
embajador español en México, Bernardo de Cólogan150 y la presentación de su propio y

rios, Academias vitalicias en cada facultad que tienen una misión puramente científica y felizmente nos se
hallan todavía organizados. He hablado y nos hemos puesto de acuerdo con el amigo común Dr. Bidau,
para ver si podemos iniciar ya la organización y funcionamiento, haciendo la designación de académicos
para dividir después en grupos de especialistas que puedan en un porvenir más o menos próximo servir de
mucho para la creación de academias independientes y especiales de Ciencias Políticas, de Ciencias Eco-
nómicas, etc, etc. Me parece que este procedimiento es más prudente y por lo mismo más seguro.”
(AHUO/FRA, en cat., Caja IV, Carta original manuscrita de Rómulo S. Naón a Rafael Altamira, Buenos
Aires, 8-VI-1910 —6 pp., con membrete del ministerio de Justicia e Instrucción Pública—).
149
En estas indicaciones complementarias se proponía la oferta de plazas de estudios e investigación —
gratuitas o con rebajas sustanciales en los costos de inscripción— a estudiantes y graduados americanos
en el Instituto Nacional de Ciencias Físicas y Naturales y en la Asociación de Laboratorios. Otra propues-
ta era que la Asociación de la Librería Española editase y distribuyera gratuitamente en América —con
apoyo del Estado— un catálogo razonado de “nuestros libros científicos modernos y de traducciones de
obras extranjeras de igual carácter”. Ver: Rafael ALTAMIRA, “Nuevas indicaciones sobre los medios prác-
ticos para establecer y mantener las relaciones espirituales con los pueblos hispano-americanos”, en: ID.,
Mi viaje a América…, Op.cit., pp. 639-641.
150
Altamira estaba interesado en las rebajas tarifarias para cartas e impresos destinados al Nuevo Conti-
nente, de modo de incentivar “la comunicación espiritual y económica entre España y América”. En este
sentido, el alicantino solicitaba al gobierno que se examinaran los “proyectos postales presentados al
Ministerio de Estado por funcionarios de la carrera diplomática y que aún están pendientes de aproba-
ción” (Ibíd., pp. 639-641). Altamira hacía referencia al proyecto del embajador español en México, Ber-
nardo de Cólogan que había escrito al profesor ovetense desde México para pedirle que mediara ante el
Ministro García Prieto y el propio Canalejas para que sus proyectos de incentivo a la producción y circu-
lación postal de libros españoles tuvieran curso favorable en la administración española: “Creo le dije
trabajaba en ellos desde 1908, pero el misoneismo burocrático es formidable. Confidencialmente le diré
que me dirigí al Sr. García Prieto, declarándole sólo confiaba en él y el Gobierno, prescindiendo del
horror de Negociados, y contestó muy atento. Sólo quiero remitirle un extracto tan breve que cualquiera
pueda leer, por poco tiempo de que disponga, procurando todavía remachar el clavo y acabo de enviar al
Ministro. No es V. a quien he de ponderar la importancia, material y moral. También eso es extensión y
expansión. Espero no fracasar, pero le confesaré que quise una vez poner el panadero en sus manos, me-
jor diría, garras. ¡Cartas a 10 céntimos, libros a un céntimo los 50 gramos! Sin pérdida ni sacrificio para el
tesoro.” (IESJJA/LA, s.c., Carta de Bernardo de Cólogan a Rafael Altamira, México, 24-VI-1910). En
una carta posterior Cólogan confesaba: “Busco su ayuda postal. Tengo invencible miedo a Negociados y
Secciones, no digo nada de Correos: allí no hubo sino desvíos y dos disparates, uno por proyecto. Por eso
recurrí oficial y privadamente al Ministro, diciéndole toda la verdad y ya sólo confiando en él y el Go-
bierno. Me contestó (1º mayo) que por ser un asunto técnico, aunque reconociendo sus ventajas políticas
y económicas la pasaba a la Sección de Comercio. No tengo menor miedo a nuestra Sección, ni está a su
frente hombre de empuje, aparte de que esa Sección no tiene que saber jota de estas cuestiones ni posibi-
lidad de conocerlas como yo por la modestísima razón de haberlas masticado dos años ante la realidad
geográfica y postal... Guardando todos los respetos, ya que V. tendrá estrechas relaciones con el Sr. Gar-
cía Prieto y con el Sr. Canalejas, podría V. de palabra (ojalá) ó por escrito referirme a conversaciones aquí
conmigo sobre estos dos proyectos (correspondencia y paquetes) que creo utilísimos y fácilmente realiza-
bles, reducidos a fórmulas concisas que no se presentaran a objeción, según yo le había explicado, y pre-
guntar como cosa enteramente suya y patriótica curiosidad en qué estado se hallan. Si hay la menor duda,

850
antiguo proyecto de franquicia aduanera para materiales bibliográficos hispanoameri-
canos. El 23 de junio, Altamira enviaba al republicano devenido en liberal, Luis Morote,
las notas de un proyecto de ley de su autoría para la entrada franca de libros y material
de enseñanza hispano-americanos en consonancia con sus antiguas ideas y con sus últi-
mas actuaciones personales y por cuenta de la Universidad151.
En ese proyecto, Altamira analizaba las posibilidades restringidas que daba la
legislación vigente y la necesidad de establecer una nueva norma que hiciera extensiva
las franquicias existentes para la entrada de material bibliográfico y docente por vía de
donaciones o de acuerdos de intercambio con centros extranjeros “en especial los hispa-
no-americanos” con destino a establecimientos de enseñanza, museos o academias. Del
mismo modo, consideraba que sería necesario: ampliar las especies incluidas dentro de
la franquicia arancelaria de forma explícita y para que no quedaran dudas prácticas; fijar
la tramitación adecuada para el retiro del material a través de una notificación y descrip-
ción genérica del centro receptor al Ministerio correspondiente; derogar las disposicio-
nes que oponían dificultades insuperables a la entrada de libros hispano-americanos al
imponerles, por ejemplo, una tarifa en relación al peso cuyo costo no podía ser asumido
por las Universidades, Escuelas o Institutos o una descripción bibliográfica detallada de
un material que, en muchos casos, resultaba desconocido y llegaba, como obsequio, sin
aviso previo.
En realidad, Altamira consideraba que había que derogar las leyes existentes y
hacer una nueva que corrigiera los absurdos que se habían planteado por la poca clari-
dad y manifiestas contradicciones de las disposiciones vigentes. Lo más interesante es
que Altamira puso de manifiesto en los considerandos de su proyecto la existencia de
reveladores indicios en acerca del controvertido status de lo hispanoamericano en la
España de principios del siglo XX. Así, el profesor ovetense desenmascaró el supuesto
de la pertenencia española del idioma común y el desconocimiento por parte de España
del activo mundo cultural americano del cual se había auto-excluido durante mucho
tiempo:
“Respecto de la prohibición misma de importar libros e impresiones en castellano, pudiera creer-
se que está contradicha por el nº10 de la disposición 2ª de los aranceles, que exime de derechos a
los “libros editados e impresos en el idioma del país de que proceden directamente, o con cono-
cimiento directo, que sean originales de un ciudadano del mismo país que tenga adquirido el de-
recho de propiedad de los mismos, y el respectivo país tenga establecida igual franquicia para
los libros españoles y en vigor tratados de propiedad literaria”; pero aquella creencia se desva-
nece bien pronto al apreciar las muchas condiciones que necesitan concurrir para que se declare
la exención. Y desde luego, la primera de ellas: “libros editados e impresos en el idioma del país
de que procedan”. Claro es que el idioma nacional de la Argentina, de México, de cualquiera de

que me la digan y explicaré en el acto. Si V. quiere picar más alto también, miel sobre hojuelas.”
(IESJJA/La, s.c., Carta original mecanografiada de Bernardo de Cólogan a Rafael Altamira, México, 3-
VII-1910).
151
AHUO/FRA, en cat., Caja V, Carta original manuscrita de Rafael Altamira a Luis Morote, Oviedo 23-
VI-1910 (1 p.). Adjunta un proyecto para liberar la circulación bibliográfica y de materiales de enseñanza
entre España e Hispanoamérica. AHUO/FRA, en cat., Caja V, Rafael ALTAMIRA, Proyecto. Entrada fran-
ca de libros y materiales de enseñanza hispano-americanos, Oviedo 23-VI-1910 (15 pp.). Como posdata
Altamira consigna: “Después que utilice V. esas notas, hágame el favor de reservármelas. Desearía con-
servarlas, y no tengo copia”.

851
las naciones hispano-americanas, es el español (el castellano), con más o menos alteraciones dia-
lectales o regionales. ¿Cómo debe, pues, considerarse, un impreso de cualquiera de esos países?
¿Cómo castellano, o como extranjero? Política y financieramente es extranjero, como lo es en
Inglaterra un libro impreso en los Estados-Unidos. Lingüísticamente, es castellano. Las Aduanas
siempre lo consideran de este último modo, y le oponen la prohibición nº4 de la Disposición
duodécima, con su correspondiente nota. Está pues, cerrado el camino a la entrada gratis de li-
bros hispano-americanos enviados como donativo, en ejemplares únicos, a centros docentes es-
pañoles.” 152

Admitiendo que la ley vigente del 14 de marzo de 1904, respondía al “legítimo


deseo de amparar la propiedad literaria española, los intereses de los editores, el comer-
cio de librería peninsular y las mismas industrias tipográficas y papeleras” debía enten-
derse que ese amparo sólo se refería a las obras de autores españoles o adquiridas por un
editor español:
“nadie puede suponer que el legislador pensase, ni por un momento, que en el mismo caso se
hallan un autor uruguayo, peruano, costa-ricense, etc., que, en uso de su perfecto derecho, im-
prime —y lo natural es que así se lo haga— sus libros en la nación a que pertenece, sin que la
industria española pueda reclamar que venga a imprimirlos en España tan sólo por que el idioma
que usa es el castellano. Un libro, pues, impreso y editado en América es un libro tan extranjero
como el impreso y editado en Francia o Alemania en un idioma distinto del nuestro, y en ningún
caso se le debe aplicar el nº4 de la Disposición duodécima, la cual, para no prestarse a aplicacio-
nes injustas, debería decir: “Libros (u obras) de autores españoles impresos en castellano y en el
extranjero”, pero no simplemente “libros e impresos en castellano”. Aun suponiendo que esto
pugnase —que nunca podría pugnar con los intereses de los editores y libreros españoles (como
si estos pudiesen gozar del mismo derecho sobre la producción literaria de su país que sobre la
de naciones extranjeras soberanas e independientes), nunca cabía sostenerlo para el caso de una
importación que no es para la venta, sino para uso de establecimientos docentes.” 153

En realidad, Altamira quería poner de manifiesto que se protegería más a los in-
tereses de España dejando entrar estos materiales que poniéndoles un muro arancelario,
ya que estos libros permitirían conocer la evolución del movimiento científico y litera-
rio de otros países, y singularmente de los hispano-americanos.
Otro ejemplo de las operaciones políticas del profesor ovetense a su vuelta a Es-
paña lo testimonia sus contactos con el Ministro de Justicia y Gracia y de Estado, Ma-
nuel García Prieto154, respecto del proyecto que les remitiera Altamira para crear una
oficina centralizada que llevara todos los asuntos relacionados con Hispanoamérica.
Este asunto, pese a su buena recepción inicial sería, sin embargo, bastante con-
trovertido. Meses después de que Altamira expusiera esta idea ante Alfonso XIII, Gar-

152
AHUO/FRA, Caja 5, en cat., Rafael ALTAMIRA, Proyecto entrada franca de libros y material de ense-
ñanza hispano-americano (remitido por Altamira a Morote), Oviedo, 23-VI-1910.
153
Ibídem.
154
García Prieto (1859-1938) comenzó su carrera política como diputado en 1888. En 1897 fue Designa-
do como Director general de lo contencioso del Estado y, luego, subsecretario de Ultramar. En 1905 fue
Ministro de Gobernación y en el Gobierno de Moret, Ministro de Justicia. Un año más tarde ocupó la
cartera de Fomento y en 1910, con Canalejas, la de Estado. Fue el encargado de firmar el tratado hispano-
marroquí de 1911, y un años después fue el negociador del con Francia sobre Marruecos. Reemplazó a
Canalejas por dos días luego de su asesinato y con la fractura del liberalismo se convirtió en el líder del
Partido Liberal Democrático. En 1918 fue Ministro de Gobernación del conservador Maura en el gobier-
no de concentración. Fue presidente del Senado y Presidente del Consejo de Ministros dos veces en 1917,
en 1919 y en 1922, antes del golpe de Primo de Rivera. Luego de la caída de la dictadura, formaría parte
del último gobierno de la Restauración, bajo la presidencia del almirante Aznar.

852
cía Prieto contestaba una carta de Altamira mostrando su renuencia al “proyecto de uni-
ficar la acción americanista administrativa y enlazarla con las iniciativas privadas”.
Altamira, en su informe al Rey, había propuesto en el apartado octavo el estable-
cimiento de un “Centro oficial de Relaciones hispano-americanas” en Madrid, bajo la
forma de un “Negociado, Sección, Dirección o como quiera llamársele, anejo a un Mi-
nisterio y con suficiente libertad y amplitud de horizonte para que no se convirtiese pu-
ramente en u rodaje burocrático de expediente vulgar”. Este centro, de carácter técnico-
consultivo, tendría a su cargo
“tutelar o inspeccionar las instituciones hispano-americanas; preparar los proyectos de ley y de-
cretos relativos al mismo asunto; evacuar todos los informes que el gobierno le confíe y asesorar
sobre la política general americanista de orden intelectual y económico; mantener, mediante co-
rrespondencia, informaciones, cambios de publicaciones oficiales y demás medios, una relación
constante con los centros hispano-americanos, con los núcleos de emigrantes españoles y sus So-
ciedades de carácter general o regional, y con la representación diplomática y consular de España
en aquellos países, para allegar el mayor número posible de datos que ilustren el conocimiento
de las cuestiones americanistas en el orden intelectual, social y económico; servir de órgano de
difusión para con el público, de todas las noticias que puedan contribuir a formar una opinión
ilustrada y bien dirigida, respecto de las relaciones con América, en los diversos aspectos que in-
teresan al pueblo español, sea o no emigrante; corresponder con las instituciones de fin análogo
creadas en Italia, Francia, Estados Unidos y otras naciones extranjeras […]; atender de un modo
especial a la fundación y desarrollo de las Escuelas para emigrantes en la Península, y al engra-
naje con éstas, de las que establezcan en América los españoles allí residentes; organizar, si se
cree necesario, una escuela o un grupo de estudios americanistas para el Cuerpo Consular espa-
ñol, con objeto de que este adquiera la cultura especial necesaria a que, hoy por hoy, no le sumi-
nistran los programas de su carrera; […] desempeñar, en fin, cualquier otra labor que en lo suce-
sivo crea el Gobierno conveniente emprender para el mejor resultado de los fines que en este
orden se persiguen.” 155

García Prieto creía que este tipo de organismo, amén de no tener auténticos
equivalente internacionales156, no era viable y causaría un descalabro burocrático157. Al
parecer Altamira, quizás desengañado respecto de la política oficial, se convenció, sea

155
Rafael ALTAMIRA, Mi viaje a América…, Op.cit., pp. 591-593.
156
Ante las referencias de Altamira de la existencia de antecedentes internacionales, García Prieto con-
trargumentaba que, salvo la oficina internacional de las Repúblicas Americanas de Washington —de
carácter internacional y no propia de los EE.UU.— los ejemplos citados eran instituciones “de carácter
social más bien que administrativas” y que, por lo tanto, tenían un equivalente español en la Unión Ibero-
Americana “que ya el Estado subvenciona”. La solución consistía para el Ministro en tratar que “dicha
Unión haga una labor más intensa y amplia sirviendo de complemento y de estímulo al esfuerzo oficial,
que tiene e el Consejo de Ministros y en las secciones competentes de los ministerios su unidad y coordi-
nación ya establecidas” (IESJJA/LA, s.c., Carta original mecanografiada de Manuel García Prieto, a Ra-
fael Altamira, San Sebastián, 3-IX-1910 —2 pp, con membrete: El Ministro de Estado, Particular—).
157
“porque las materias en que concretamente se desenvuelve la intervención del Estado en ese orden de
ideas pertenecen a la competencia de órganos ya establecidos y cuyo funcionamiento requiere, a su vez,
por razones importantes, que la integridad de sus atribuciones no se merme. Así sucede con el fomento de
la exportación, las negociaciones mercantiles, la emigración y aún el envío de pensionados al extranjero.
No sería posible ni ha estado seguramente en el ánimo de Vd. que las cuestiones pertenecientes a los
distintos ramos enumerados se segreguen de las facultades de la Junta del comercio exterior, Consejo
superior de emigración, Dirección de la Marina mercante, Junta de pensiones, etc. en cuanto se refieren a
América ni que la obra del Centro técnico consultivo americanista reemplace a la de los agentes diplomá-
ticos y consulares o a la de las secciones de Política y Comercio del Ministerio de Estado.” (IESJJA/LA,
s.c., Carta original mecanografiada de Manuel García Prieto, a Rafael Altamira, San Sebastián, 3-IX-1910
—2 pp., con membrete: El Ministro de Estado, Particular—).

853
por los argumentos del Ministro o no158, de que esta idea presentada ante Alfonso XIII
no sería viable, ora por resistencia burocrática, ora por intereses políticos de los sectores
gobernantes.
A pocos meses de que Altamira coronara su ascenso en la consideración pública
con su segunda entrevista con Alfonso XIII, los síntomas eran un tanto inquietantes para
un observador atento y ansioso como el alicantino, no tanto porque surgieran oposicio-
nes solapadas a sus proyectos, sino por la inercia del andamiaje burocrático español. Ya
antes de que concluyera 1910, Altamira apuntaba que “no se había hecho nada todavía”
del plan de R.O. y proyectos para hacer realidad el crédito al intercambio universitario;
el proyecto de escuelas de emigrantes; el crédito para la sección americanista de la Uni-
versidad de Oviedo; la franquicia para envíos bibliográficos; el auxilio a los estudiantes;
y las reformas del Archivo de Indias159.
En aquellos años, Altamira encontró en Telesforo García, un confidente com-
prensivo capaz de entender sus tribulaciones. En su correspondencia, puede verse cómo
Altamira confió abiertamente a su anfitrión en México todas sus inquietudes respecto de
la suerte del americanismo español, recibiendo algunos consejos y opiniones acerca de
la política facciosa madrileña. Así, cuando el alicantino le relataba ciertas descortesías
de un representante de la colonia en la capital española y de otras de “los indianos del
Banco Hispano-Americano”, García le recomendaba averiguar si detrás de estos des-
plantes no estaba la larga mano del ex ministro conservador y presidente de la Unión
Ibero-Americana de Madrid, Faustino Rodríguez de San Pedro “que es muy amiguete
del grupo”160.
Telesforo García tenía también muchos cargos que hacer al gobierno y los polí-
ticos españoles por su comportamiento con el gobierno de México y por su sordera
hacia los reclamos de los emigrados. Particular importancia tuvo, en aquellos momen-
tos, la controversia entre la colonia española y el gobierno liberal a propósito de la re-
presentación peninsular en las fiestas de Centenario mexicano, de la que García mantu-
vo prolijamente informado a Altamira, enviándole copias de la documentación
involucrada. La participación española en estos fastos preocupó a los residentes españo-
les toda vez que la delegación prevista era de una jerarquía claramente inferior a la en-
viada para el Centenario argentino. Así, pues, una vez conocida la composición de la

158
En una carta posterior, Manuel García Prieto se congratulaba de que Altamira hubiera comprendido
sus razones y compartiera sus opiniones acerca de las dificultades de reunir en un solo organismo admi-
nistrativo los asuntos que tocan a la acción del Estado para el fomento de las relaciones con América.
Carta de Manuel García Prieto a Rafael Altamira, Madrid, 12-X-1910, en: AA.VV., Rafael Altamira
1866-1951, Op.cit., p. 129.
159
AFREM/FA, (anteriormente: IEJGA/FA, II.FA.187) Notas originales manuscritas de Rafael Altamira
para servir de guía de reclamos y preguntas al Ministro de Instrucción Pública acerca de los proyectos
derivados de la entrevista con el Rey y sobre “Cuestiones referentes a la Inspección”, s/l y s/f (6 pp. re-
dactadas probablemente entre septiembre y octubre de 1910).
160
Pese a estas advertencias García intentaba tranquilizar a Altamira: “No creo que por aquí, ni en sentido
favorable ni adverso, trasciendan esas pequeñeces, pero si trascendieran yo sabría poner las cosas en su
punto para que no lastimasen en forma alguna las excelentes impresiones y los sinceros afectos que dejó
Vd. por aquí.” (IESJJA/LA, s.c., Carta original mecanografiada de Telesforo García a Rafael Altamira,
México, 17-VI-1911).

854
embajada los dirigentes comunitarios expresaron sus quejas y solicitaron la inclusión
de “personal prestigioso civil y brillante militar” de forma de “borrar desencanto, con-
trarrestar fría impresión y patriótico descontento” que se habían suscitado y que recono-
ciera con la orden del Toisón al Presidente mexicano “demasiado justificado por tras-
cendentales servicios del Presidente a España y Colonia además eminentes prestigios
propios causando pésimo efecto no concederlo ahora por haberse indicado varias ve-
ces”161.
Telesforo García apoyó estos reclamos con una carta personal para Canalejas, en
la que un tono informal y amigable, se exponía el grave error del Gobierno al enviar al
general Polavieja162 como cabeza de la delegación hispana y de ser reticente en el otor-
gamiento de distinciones al Presidente mexicano:
“A pesar de que se nos ha anunciado que la delegación española trae para el Presidente el Gran
Collar de Carlos III, nosotros insistimos en que se le galardone con el Toisón, porque hace mu-
chos años que se ha iniciado esto; porque privadamente algún Ministro de Estado lo ha ofrecido;
y porque con más o menos prudencia varios representantes de España cerca del Gobierno Mexi-
cano lo han solicitado. Yo no me explico la resistencia de nuestros Gobiernos, o de nuestra Cor-
te, a reservar por lo menos tres Toisones, para la Argentina, para Chile y para México. No en-
cuentro que revista el menor interés para España limitar a familias reales, muchos de cuyos
miembros ni conocemos, ni sabemos siquiera pronunciar sus nombres, una distinción que sería
profundamente estimada por estos pueblos hermanos nuestros, muy dados a la ostentación de
esas cosas, precisamente porque no las tienen. Pudiera argüirseme con el carácter monárquico de
esa venera, pero Loubet, el Presidente de la República Francesa, fue agraciado con ella y de esa
manera ya quedó rota la muralla de la tradición y lo inaguantable de los antecedentes.” 163

A pesar de su tenacidad, García estaba convencido de la ineptitud y cortedad de


miras de la política española, para todo lo que no fuera redituable a un inmediato interés
faccioso, por lo que descontaba que la cuestión de las condecoraciones sería desatendida
negligentemente en Madrid: “Las cruces, pues, que nada cuestan y que bien y oportu-
namente repartidas constituirían un buen auxiliar de nuestros propósitos fraternales,
quedarán relegadas al olvido, o vendrán cuando no hagan falta”164.

161
IESJJA/LA, s.c., Copia de telegrama de las autoridades de la Colonia Española al Presidente del Con-
sejo de Ministros de España, México, 4-VIII-1910.
162
“Querido Pepe:... Como lo indica el mensaje a que aludo y que habrá recibido Vd. al mismo tiempo
que el mío, lo mismo en este país que en el seno de la Colonia Española ha producido un efecto desastro-
so el conocimiento de la Embajada que viene a representar a España en las fiestas del Centenario. Cierto
que Polavieja es un Capitán General, príncipe de la milicia, según suele decirse, lo que no le quita que sea
una vieja y por añadidura, vieja reaccionaria. Aquí se conoce esto por muchos, incluyendo al Jefe de
Estado. Además, por no sé que enredos de la Cruz Roja Española, quizás [no] provocados por él sino por
Alonso Criado, cuenta con bastantes lastimados en la colectividad española. Y, lo que es peor, esos lasti-
mados constituyen la parte seria de nuestros compatriotas aquí residentes, quienes nos darán bastante que
hacer para inclinarlos a cumplir con los deberes de la más simple cortesía. Por esto y por otros motivos, la
decepción que todos hemos sufrido, no es floja.” García consideraba que, al menos podía reducirse el
impacto negativo de esta investidura, unioendo “a la Embajada que viene dos ó tres hombres importantes
de reconocida significación democrática y de carácter civil”, lo cual, preveía, tendría un “excelente efecto
por las pretensiones republicanas que aquí arraigan, aunque en la práctica suelen resultar bastante adulte-
radas...” (IESJJA/LA, s.c., Copia de la carta de Telesforo García a José Canalejas y Méndez, México, 4-
VIII-1910).
163
Ibídem.
164
IESJJA/LA, s.c., Carta original mecanografiada de Telesforo García a Rafael Altamira, México, 29-
VIII-1910.

855
Altamira comprendía bien el fastidio de García, ya que desde su retorno a Espa-
ña, había recomendado en reiteradas oportunidades la concesión de condecoraciones de
diversa jerarquía para ciertas personalidades americanas especialmente interesadas en el
acercamiento entre España y sus respectivos países. Pese a haber recibido el apoyo de
diplomáticos, influyentes emigrados españoles y contar, incluso, con el beneplácito de
Alfonso XIII, once años más tarde nada sustancial se había hecho: “Aún debe rodar por
los cajones o por el archivo de algún ministerio, cierta nota de recompensas honoríficas
que en 1910 se propuso al Gobierno, incluso para contrarrestar en algunas partes los
halagos del mismo orden que otras naciones europeas prodigaban en aquellos días pre-
cisamente con intención antiespañola”165.
Aparte del telegrama citado y de la carta personal de García, Canalejas recibió
días más tarde de la colonia española una carta en la que aseguraba que la delegación
del Estado sería lealmente recibida y agasajada, a la vez que se presentaba una queja
amarga por el silencio del Gobierno frente a sus peticiones y redundaba en sus anterio-
res conceptos166. A propósito de este silencio, García confiaba nuevamente a Altamira

165
Rafael ALTAMIRA, La Política de España en América, Op.cit., p. 126. Sin embargo, existe constancia
de que Altamira consiguió al menos una condecoración de menor rango para uno de sus amigos argenti-
nos, el empresario y propietario del periódico cordobés Los Principios, Heriberto Martínez, con quien
mantuvo una fluida correspondencia. Martínez profesaba un gran aprecio personal e intelectual por Alta-
mira, que el alicantino retribuyó realizando algunas gestiones para que el gobierno español le concediera
el título de caballero y la cruz de la Real Orden de Isabel la Católica. Pese a que esta distinción fue final-
mente otorgada, lo complejo y oneroso que resultó aquel trámite para su beneficiario, dejaba claro que los
reproches de Altamira mantenían toda su pertinencia. Para darse una idea de lo absurdo de estas dilacio-
nes pueden consultarse los siguientes documentos guardados en Oviedo. Entre ellos se encuentra una
carta en la en la que Martínez informa al alicantino el haber recibido, gracias a su gestión, el título de
caballero de la Real Orden de Isabel la Católica; a la vez que le remite una letra bancaria para cubrir los
derechos y gastos para obtener la gran cruz y le pide, le envíe los Estatutos de la orden (AHUO/FRA, en
cat., Caja IV, Carta original mecanografiada de Heriberto Martínez a Rafael Altamira, Córdoba, 2-IX-
1915 —2 pp. con membrete personal; existe otro original mecanografiado de idéntico contenido pero en
hoja con membrete: Heriberto Martínez y Co, Comisiones y Consignaciones. Fábrica de Ropería—).
Algunos días después, Martínez enviaba una segunda letra para otros gastos relacionados con la obtención
de la cruz (AHUO/FRA, en cat., Caja IV, Carta original mecanografiada de Heriberto Martínez a Rafael
Altamira, Córdoba, 16-IX-1915). Al parecer, Martínez recibía su título mientras Altamira viajaba a Cali-
fornia (AHUO/FRA, en cat., Caja IV, Carta original mecanografiada de Heriberto Martínez a Rafael
Altamira, Córdoba, 4-XI-1915); pero debería enviar más dinero —haciendo un total de 1000 pesetas—
para hacerse, con la cruz de la orden de Isabel la Católica por 500 o 600 ptas “con algunas piedras y bri-
llantitos”.(AHUO/FRA, en cat., Caja IV, Carta de Heriberto Martínez a Rafael Altamira, Córdoba, 10-I-
1916 —2 pp., con membrete Heriberto Martínez—). En mayo de 1916, Don Heriberto podría, por fin
lucir la dichosa insignia (AHUO/FRA, en cat., Caja IV, Carta original mecanografiada de Heriberto Mar-
tínez a Rafael Altamira, Córdoba, 4-V-1916 —3 pp., con membrete Heriberto Martínez—). Otro caso
positivo y en nada tortuoso fue la condecoración que Alfonso XIII impusiera al hispano-americanista
español William Shepherd por recomendación de Altamira y consejo del Consulado Español en San
Francisco y la Embajada Española en Washington. Ver: AHUO/FRA, en cat., Caja IV, Carta original
manuscrita del Conde del Valle de Salazar a Rafael Altamira, San Francisco, 20-XII-1915 (7 pp. con
membrete: Consulado de España. San Francisco. Cal.). Esa condecoración ya había sido concedida en
abril de 1916, ver: AHUO/FRA, en cat., Caja IV, Carta original manuscrita del Conde del Valle de Sala-
zar a Rafael Altamira, San Francisco, 26-IV-1916 (6 pp. con membrete: Consulado de España. San Fran-
cisco. Cal.)
166
“Graves motivos ha de haber encontrado V.E. para no responder a nuestra solicitud inspirada en el
más amplio y noble patriotismo. Los que nunca hemos pedido nada para nosotros; los que hemos visto
siempre en nuestros Gobiernos, sin fijarnos en su color político, la representación nacional; los que jamás
hemos dejado de acudir al llamamiento de España cuando la fatalidad ó el dolor han tocado a sus puertas,

856
su escepticismo respecto de Canalejas —esperanza para muchos reformistas liberales y
republicanos— y su convencimiento de que nada de lo dicho lograría atraer su atención
u originar una rectificación167 .
Pese a sus primeras decepciones con los políticos liberales y su identificación
con los intereses de las colonias de emigrantes, Altamira seguiría insistiendo con nuevas
iniciativas americanistas esperando que el poder reaccionara positivamente más tempra-
no que tarde ante sus llamamientos. Hacia fines de abril de 1911, luego de una entrevis-
ta en el Palacio Real, Altamira hizo llegar a Alfonso XIII, un proyecto para constituir,
con aportes de los diferentes Estados interesados, un Centro de Estudios internacional
en Sevilla que reuniera a instituciones de enseñanza e investigación “para ofrecer un
campo común de trabajo y de relación intelectual a Hispano-Americanos y españo-
les”168. El proyecto, muy minucioso, preveía que el capital reunido fuera destinado para
la instalación provisoria de las instituciones integradas, la “construcción de un edificio
monumental” y la constitución de una renta “que permita el sostenimiento decoroso de
la fundación”. España aportaría el edificio del Archivo de Indias —previamente remo-
zado y ampliado para integrar colecciones documentales americanas—; la Biblioteca
Colombiana, acrecentada por adquisiciones bibliográficas en los países hispanoameri-
canos; el terreno para construir el nuevo edificio; un crédito —de cantidad a determi-
nar— para los gastos generales.
Las instituciones a integrar en esta fundación consistirían en un Instituto Históri-
co Hispano-Americano; un curso de estudios breves sobre materias jurídicas, históricas,
económicas y científicas dictado por especialistas españoles y americanos; cursos bre-
ves de idioma castellano e historia literaria española y americana; Seminarios perma-
nente de investigación histórica, filológica y científica, con cátedras auxiliares para es-
tudios preparatorios de paleografía y archivística; un Museo americano; Cursos de

quizás nos excedamos alguna vez en solicitar algo que creemos necesario a su bien, a su crédito y a su
grandeza. Nos pareció demasiado limitada la representación que mandaba España a este país con motivo
de las fiestas del Centenario de la Independencia; estimamos mezquino el galardón ofrecido al patriarca
que, con admiración universal, rige los destinos de México y así lo expresamos a V.E. con la noble y leal
franqueza propia de nuestro origen.” (IESJJA/LA, s.c., Copia de carta mecanografiada de la Colonia
Española en México a José Canalejas y Méndez, México, 26-VIII-1910).
167
“Estoy seguro que nada de esto hará mella en el ánimo de Pepe Canalejas, pero acaso algún día ten-
gamos que hablar de tales cosas al referirnos a como ayudan los Gobiernos españoles a las generosas
iniciativas de sus colonias americanas y no estará por demás recordar esta clase de incidentes. Cuanto al
mismo Canalejas tampoco me ha sorprendido extraordinariamente su conducta con nosotros. Podrá dis-
culparse con la cuestión clerical que trae entre manos y en la que me parece que será bastante más el
ruido que las nueces. He tratado a este amigo mío con cierta intimidad y si no me equivoco, juzgo que
atiende bastante más a su posición personal, a su propensión efectista, a sus vanidades y hasta a sus odios,
que a los altos y sagrados intereses que hoy se hallan a su cuidado.” (IESJJA/LA, s.c., Carta original
mecanografiada de Telesforo García a Rafael Altamira, México, 29-VIII-1910).
168
AHUO/FRA, Caja IV, en cat., “Bases de organización del Centro de Estudios Hispano-Americanos”,
Madrid, 1911 (copia manuscrita de 7 pp. con anotación final “Presentado al rey por encargo suyo en Sevi-
lla, a [blanco] de abril de 1911”). IESJJA/LA, s.c., “Bases de organización del Centro de Estudios Hispa-
no-Americanos”, Madrid, 1911 (copia mecanografiada de 6 pp. con anotación final “Presentado al rey por
encargo suyo en Sevilla, a [blanco] de abril de 1911”). El acuse de recibo del Palacio puede consultarse
en: AHUO/FRA, Caja IV, en cat., Nota de Emilio María de Torres a Rafael Altamira, Madrid (Palacio),
13-V-1911 (1 p., formulario con encabezado: “El Secretario Particular de S.M. el Rey”).

857
Historia del Arte americano y español en base a los materiales del Museo; y una resi-
dencia para profesores y estudiantes hispanoamericanos.
Este Centro contaría con plena autonomía con relación a toda autoridad adminis-
trativa y academia y “su régimen intelectual será el de la libertad absoluta de cátedra”.
La administración correspondería a un Patronato de personalidades españolas y ameri-
canas entre las que figurarían los rectores en ejercicio de la Universidad de Sevilla. La
dirección docente y técnica del centro estaría a cargo de un americanista español miem-
bro del Patronato “para asegurar su permanencia en el país” nombrado por el Rey. Salvo
el Patronato, todos los servicios del Centro serían retribuidos.
Altamira proponía que el Centro comenzara a funcionar de inmediato, habilitan-
do el Instituto Histórico, algunos de los cursos mencionados y los servicios archivísticos
y bibliográficos, “tan pronto como se llegue al acuerdo con los países Hispano-
Americanos” utilizando los edificios del Archivo de Indias, la Biblioteca Colombiana y
la Universidad de Sevilla. Altamira recomendaba “no duplicar las materias que ya figu-
ran en los programas universitarios y hacer que los cursos sean monográficos, sobre
temas que realmente puedan interesar a los americanos, huyendo de los tópicos genera-
les” y seleccionar siempre a “profesores que tengan bien señalada su especialidad y su
autoridad en la materia”.
Pese al aparente interés de Alfonso XIII y a que esta propuesta no fue expresa-
mente rechazada, su concreción se dilató lo suficiente como para que entrara en vía
muerta y diera lugar a la otras iniciativas inspiradas en los mismos ideales pero que to-
maban nota de los riesgos de supeditarlas a la voluntad política y a la disponibilidad
económica del Estado español.
Así, pues, hacia fines de 1912 y sin que se hubiera avanzado nada en la confor-
mación de aquel ente internacional, el catedrático de la Universidad de Sevilla, Germán
Latorre, presentó un proyecto de “Reglamento de un Instituto de Estudios Americanis-
tas” sevillano cuyo objeto era aplicarse “al estudio de los materiales de la Historia Co-
lonial Española que tiene a su alcance” 169.
En este documento se consignaba que este Instituto “servirá de núcleo para que
en torno suyo se formen otras entidades americanistas de cuya integración ha de salir la
futura Casa de América Sevillana” y que se mantendría “relación activa con los Centros
Americanistas españoles y con las Universidades, Academias, Ateneos y demás centros
de cultura americana”170.
Este proyecto de Latorre, estaba inspirado, sin duda, en el proyecto inicial de Al-
tamira, aun cuando en el título segundo dedicado a la organización, se declarara, suges-
tivamente, que la iniciativa pertenecía a los archiveros del Archivo de Indias y a los
catedráticos de la Facultad de Filosofía y Letras de Sevilla. Tal como previera Altamira
en 1910, a este Instituto le competería acondicionar y racionalizar el Archivo de Indias;
reunir los fondos americanistas dispersos en diversos archivos estatales; implementar

169
Germán LATORRE, Instituto de Estudios Americanistas. Reglamento, Sevilla, Francisco de P. Díaz, 2-
X-1912.
170
Ibídem.

858
cursos y dictar conferencias; formar una Biblioteca especializada por intercambio bi-
bliográfico, donaciones de eruditos y adquisición de libros; la fundación de un Museo
Americanista y la organización de exposiciones. Pero, a diferencia del proyecto entre-
gado por el alicantino al Rey, el aporte estatal figuraba en la última de las previsiones,
financiándose este Instituto por los futuros aportes de sus socios fundadores y numera-
rios, por eventuales subvenciones universitarias y municipales, por donativos de perso-
nalidades españolas y extranjeras, por venta de publicidad en un proyectado Boletín
periódico y por los servicios que pudiera brindar dicho ente.
En su último título, este Reglamento, Latorre anotaba:
“Este Instituto que nace con un carácter particular y que obedece a una real necesidad de los
tiempos responde a una iniciativa partida de las más altas esferas del Estado; esto significa, que
el paso de esta Institución de carácter extraoficial, a Órgano oficial es posible, y este es el cami-
no más seguro de conseguir en breve plazo de tiempo que ese Centro de investigaciones históri-
cas que más de una vez ha estado próximo a pasar a las páginas de la Gaceta ya sea un hecho y
que le Instituto americanista que ahora se funda sea el futuro. Centro oficial de investigaciones
subvencionado por el Estado Español y tal vez por los Estados Americanos.” 171

El Instituto de Estudios Americanistas de Sevilla se constituyó el 10 de noviem-


bre de 1912, siendo su “presidente nato y Alto protector”, Alfonso XIII; su presidente
honorario Rafael María de Labra; su presidente efectivo, Francisco Pagés —en tanto
rector de la Universidad de Sevilla—; sus vicepresidentes, Pedro Torres Lanzas —Jefe
del Archivo de Indias— y Feliciano Candau; y su Secretario general, Germán Latorre172.
En 1914 este Centro tuvo reconocimiento oficial a través del R.D. del 17 de abril
y de la R.O. del 30 de septiembre de 1914, que lo puso bajo la autoridad del Ministerio
de Instrucción Pública y coordinó cuatro asignaturas que ya se dictaban en la Universi-
dad de Sevilla173. Pese a su constitución, este centro no hubo de rendir los frutos previs-
tos, debido, nuevamente, a la falta de compromiso estatal. Así, varios años después, y a
raíz de entrevista del corresponsal de La Nación en España, Fernando Ortiz Echagüe,
Alfonso XIII, Altamira comentaba, entre satisfecho y perplejo, el deseo del Rey de
hacer de Sevilla el “pié del americanismo”, sirviéndose del Archivo de Indias alrededor
del cual se deberían crear “institutos docentes especializados en estudios americanis-
tas”:

171
Ibídem.
172
Ver: AHUO/FRA, en cat., Caja IV, Circular impresa del Instituto de Estudios Americanistas firmada
por Germán Latorre, Secretario General, con listado de autoridades y formulario de suscripción como
socio fundador, Sevilla, nov-dic. de 1912 (3 pp.) El Instituto sevillano nacía como una iniciativa universi-
taria independiente, asumiendo que el Estado español no estaba en condiciones de fundar y sostener una
institución de ese tipo y que, por otra parte, la intervención gubernamental podía sumir a aquel centro en
un “burocratismo” paralizante “propio de los organismos oficiales de nuestro país”. Sus autoridades de-
claraban que, siguiendo el camino inverso de la Casa de América de Barcelona, instaurando primero la
sección de estudios y dejando para un futuro la apertura de una sección de relaciones comerciales y socio-
económicas entre Sevilla e Hispanoamérica. Ver: AHUO/FRA, en cat., Circular impresa del Instituto de
Estudios Americanistas firmada por Francisco Pagés, Rector de la Universidad de Sevilla; Pedro Torres
Lanza, Jefe del Archivo de Indias; Germán Latorre y otros, Sevilla, nov.-dic. de 1912 (2 pp.).
173
Rafael ALTAMIRA, “La Historia de las instituciones políticas de América en la Universidad de Ma-
drid”, en: La Reforma Social, Madrid, diciembre de 1914, p. 6.

859
“con todo eso, que no puede ocultarse ya a nadie —la clarividencia del Rey, lo seguro de su pun-
to de vista y la insistencia significativa con que lo repite—, una cosa resulta incomprensible:
como ninguno de los Gobiernos que desde hace años vienen rigiendo nuestra política ha hecho
algo que valga la pena para que ese pié del americanismo tenga base sólida en que apoyarse. No
se podrá objetar con la existencia del Centro de Americanistas, mezquinamente dotado y sin
margen para organizarse y desenvolverse de una manera verdaderamente eficaz, como desearían
quienes en primer término habrán de regentarlo y servirlo. Y cuanto al propio Archivo, las mejo-
ras realizadas en él son tan pequeñas frente a las que exige para ofrecer un digno albergue y lu-
gar de trabajo a los americanos que deseamos atraer, que es casi como no haber hecho nada.
¿Habrá llegado la hora de hacerlo?” 174

Pese a estos reiterados tropiezos, el alicantino nunca abandonaría sus esperanzas


de inspirar el siempre postergado giro americano de la diplomacia y la política cultural
españolas. Su estrategia era, naturalmente, la propia del intelectual y no la típica del
político: el ejercicio sistemático de reflexión dirigida a diseñar programas racionales de
gobierno. Programas que contenían ideas que podían ser rescatadas puntualmente pero
que, en conjunto, se mostraban como elaboraciones demasiado consistentes y doctrina-
rias, incapaces de concitar el interés de gobernantes instalados, necesariamente, en el
pragmatismo y posibilismo y comprensiblemente reacios a comprometerse con formu-
laciones demasiado rígidas.
Pese a las frustraciones que le provocaba esta “inadecuación” política, Altamira
nunca se abstuvo de intervenir desde los periódicos y las tribunas madrileñas cuando
creía oportuno espolear la ya débil consciencia americanista de las autoridades y de la
sociedad española. Una de esas oportunidades se produjo en el período 1914-1918 y en
la inmediata postguerra. Para el alicantino, la dramática coyuntura de la Primera Guerra
Mundial daba a España muchas oportunidades de orden comercial e industrial que había
que aprovechar explotando las ventajas comparativas en ciertos productos primarios de
alta calidad e impidiendo que las mercancías españolas siguieran circulando en el mer-
cado americano con marcas extranjeras.
Pese a sus convicciones aliadófilas y su defensa progresiva de un acercamiento
de España a Francia, Italia175 y a los propios EE.UU.176, Altamira consideraba que el

174
Rafael ALTAMIRA, La Política de España en América, Op.cit., pp. 128-129.
175
Respecto de las relaciones de España con sus competidores europeos en América, cabe recordar que
pese a su posición “neutralista”, Altamira tuvo una posición aliadófila por la que otorgó su pleno respaldo
a Francia, que visitara en 1916 como parte de un comité español de notables (consultar los artículos com-
pilados en la segunda parte de Rafael ALTAMIRA, Ideario político, Valencia, Prometeo, s/f (1921), pp.
151-192) y sus simpatías por Italia (Ibídem, pp. 201-202).
176
Sus posiciones sobre los EE.UU. también evolucionaron favorablemente de forma paralela a sus nue-
vos contactos con su mundo intelectual, a la propia intervención norteamericana en auxilio de franceses e
ingleses y a la emergencia de una figura política como la del profesor de Ciencias Políticas de Princeton,
el demócrata Woodrow Wilson. (Ibídem, pp. 193-200). Altamira, siempre consciente de las diferencias de
intereses que tenían los EE.UU. y España en cuestiones americanas, y de la política imperialista —militar
y económica— de aquella nación sobre el resto de las naciones del Nuevo Continente, comenzó a des-
arrollar hacia mediados de la década del ’10 una visión de las relaciones bilaterales menos marcada por el
trauma de 1898. En su conferencia “Cuestiones internacionales: España, América y los Estados Unidos”
del 24-I-1916, pronunciada en la RAJL de Madrid a su regreso de su segundo viaje a los EE.UU, Altami-
ra planteaba la necesidad de una política de colaboración y conciliación teniendo en cuenta que España no
podía hacer nada contra los norteamericanos en materia comercial o diplomática. Esta consideración
sería muy criticada por hispanistas americanos como el argentino Manuel Ugarte (a propósito de sus
diferencias ver: Rafael ALTAMIRA, La política de España en América, Op.cit., pp. 207-215), el venezola-

860
desafío para España era hacer pié en el mercado americano cuando todos sus principales
competidores, estaban envueltos en el mayor conflicto de la historia y debían centrar sus
esfuerzos en sobrevivir. El natural descuido por parte de Francia, Alemania, Italia y en
menor medida de los EE.UU. y Gran Bretaña de sus vínculos con Latinoamérica, debía
ser respondido por España con un decidido avance para recuperar tanto tiempo perdi-
do177.
Se imponía, pues, una apuesta estratégica para responder a la demandas poten-
ciales o reales de aquel mercado desabastecido y expectante formado por una población
autóctona y unas colectividades emigrantes con necesidades y pautas de consumo simi-
lares a las españolas.
Claro que para arrojarse a una decidida acción americanista, había que ajustar
expectativas y sobre todo no hacerse falsas ilusiones acerca de las repercusiones que
cualquier gesto de acercamiento español tendría entre los americanos. La maduración
acelerada que habían experimentado aquellos países, podía inducir a errores de juicio en
algunos desprevenidos sin suficiente conocimiento del terreno, que a menudo creían ver
actitudes hostiles o despreocupadas hacia España cuando, en realidad, la tendencia era
inversa:
“Lo que ocurre es que, a fuer de países cultos, no les pasma ni les sorprende, como les podría
pasmar y sorprender a los negros de Senegambia, ninguna de las manifestaciones de la civiliza-
ción moderna, por muy elevada que sea su significación espiritual. Los especialistas de aquellas
naciones y sus hombres de cultura general están orientados en las ciencias modernas y acogen lo
que en este sentido se les transmite con el respeto y la estimación que en cada caso corresponde,

no Blanco Bombona y el mexicano Carlos Pereira, que vieron en estas ideas una defección de Altamira
del ideario común. En un informe reservado sin destinatario conocido, redactado en junio de 1918, Alta-
mira consideraba que cualquier política de coexistencia comercial con los EE.UU. en América sería muy
resistida en España debido al recuerdo de la Guerra de Cuba; a la popularidad de las campañas antinor-
teamericanas de intelectuales mexicanos, colombianos y centroamericanos; a las opiniones de las colonias
de emigrantes españolas y a la actitud anti yanki de los americanistas españoles. Para superar este statu
quo, Altamira proponía una discreta propaganda que develara a los españoles las características reales de
la vida y la política en EE.UU.; incorporar a España a las iniciativas panamericanistas defendiendo la
independencia de las naciones hispanoamericanas; fomentar el intercambio comercial; establecer un in-
tercambio universitario; apoyar oficialmente la fundación de un instituto histórico norteamericano en
Sevilla y promover un mayor acercamiento de los diplomáticos estadounidenses a los intelectuales espa-
ñoles (Rafael Altamira, “Informe sobre las relaciones de España con los Estados Unidos” —VI-1918—,
reproducido en: AA.VV., Rafael Altamira 1866-1951…, Op.cit., p. 165). Este pragmatismo no implicaba,
sin embargo, una abjuración de sus posiciones de principios que mantendría durante toda su vida. En otra
conferencia, dictada en el American Club de Madrid el 8-II-1927, es decir, más de diez años después de
aquellas acusaciones, Altamira dejaba claro que la deseable colaboración comercial —que nunca había
llegado— no afectaba a los dos dogmas de la política americanista española: el reclamo de un campo
especial y exclusivo en materia cultural, idiomática e intelectual y la absoluta independencia de todas la
repúblicas americanas: “Sobre la base del respeto a ambos dogmas, estamos dispuestos a entendernos
cordialmente con todo el mundo y deseamos que así sea” (Rafael ALTAMIRA, “España, los Estados Uni-
dos y América” —conf. 8-II-1927—, en: Revista de las Españas, nº 7-8, Madrid, 1927, pp. 177).
177
Los países europeos que, ante la pasividad española, habían fortalecido su posición en el terreno ame-
ricano entre mediados del siglo XIX y la Primera Guerra Mundial, habían sido, evidentemente, Francia,
Alemania y los EE.UU., aun cuando hacia mediados de la década del diez emergiera sorpresivamente
Italia como la más peligrosa y eficaz competidora de España, debido a su “numerosísima, poderosa y
organizada emigración” al Cono Sur. Pero, quizás lo más significativo fuera que junto a aquellas influen-
cias amenazadoras, Altamira detectara una nueva competencia en los propios estados hispanoamericanos,
cada vez más autónomos y menos propensos a aceptar tutelas intelectuales externas. Ver: Rafael
ALTAMIRA, La Política de España en América, Op.cit., pp. IV y 33-34.

861
pero sin aspavientos extremosos; y quizás la falta de éstos, algunas veces, induce al error en
cuánto a la consideración general en que se tiene nuestra cultura moderna, cuyas aportaciones,
originales o concomitantes con el movimiento general de la época, saben los americanos acoger
y utilizar convenientemente.” 178

Por supuesto, Altamira no negaba la existencia de individuos “y a veces corrien-


tes de opinión” que, más allá de las tradicionales “boutades y gestos de malhumor…
compatibles con el cariño a España y hasta con una fuerte influencia de españolismo”,
agitaban aún “la consabida leyenda de nuestro atraso y nuestro sentido viejo y antimo-
dernista”, promoviendo la desespañolización de América. Pero la existencia de estos
sectores hispanófobos, claramente minoritarios según el alicantino, no podía utilizarse
como coartada para quienes no querían que España emprendiera ninguna empresa en
América.
Según Altamira, España podía mejorar su posición de manera decisiva y perdu-
rable, intentando llenar los tres vacíos que estaba provocando la Gran Guerra en el Nue-
vo Continente: el de los productos elaborados por las naciones en guerra; el de los im-
prescindibles capitales de inversión y el de las líneas de comunicación y comercio
ultramarino. A estos tres vacíos, se agregaba, claro está el debilitamiento de las in-
fluencias intelectuales y de la propaganda cultural anglosajona, germana y latina, lo cual
resultaba muy prometedor para el desarrollo de la doctrina panihispanista, hostilizada
permanentemente por las políticas de aquellos países179.
El reconocimiento de estas oportunidades y el llamamiento a aprovecharlas era
fruto de una atenta observación de la coyuntura internacional y también de un pondera-
do balance de los logros y de las cuentas pendientes del americanismo. Este balance era
fundamentalmente crítico y llamaba la atención sobre el pronunciado déficit que arroja-
ban más de dos décadas de activa campaña americanista, realizadas en un contexto apa-
rentemente favorable180. De estos fracasos había que hacerse conscientes para prevenir
nuevos errores y no confiar en la perennidad de aquellas condiciones prometedoras que
parecían presentarse, ni en lo inevitable del acercamiento hispano-americano.
Pero si eran los adversarios externos los que se habían opuesto manifiestamente
a la propagación de la influencia española en América, los principales y silenciosos
enemigos de hispano-americanismo, seguían estando dentro de la propia esfera españo-
la. En este sentido, Altamira llamaba la atención, en primer lugar, sobre el nefasto efec-
to de la crítica destructiva de España que muchos publicistas españoles realizaban en el
exterior181 y, en segundo lugar, el menosprecio y la actitud condescendiente que muchos
españoles seguían teniendo respecto del ideal americanista.

178
Rafael ALTAMIRA, España y el programa americanista, Madrid, Editorial América, 1917, p. 9.
179
Ibíd., p. 21.
180
“siendo notablemente favorables las condiciones en que podemos desarrollar una política americana,
en el más amplio y elevado concepto de la palabra, estamos muy lejos de haber realizado todavía ni la
vigésima parte de nuestras posibilidades, y que ese retraso nuestro cada día se halla más amenazado por la
competencia extranjera y por el desengaño que, aún en el mejor dispuesto, ha de causar, más pronto o más
tarde, nuestra inacción.” (Rafael ALTAMIRA, La Política de España en América, Op.cit., p.IV).
181
Para Altamira, uno de los rasgos más negativos del carácter psicológico español, eran el personalismo,
el individualismo y la envidia que conducía a una pauta de comportamiento consistente en denigrar abier-

862
En 1921, mirando hacia atrás, Altamira podía ver con cierta claridad el trecho
recorrido y apreciar las dificultades que había tenido el americanismo para abrirse paso
en España. El conocimiento directo de todo ese proceso le permitía detectar el oportu-
nismo de muchos arribistas que, no habiendo creído jamás en el americanismo, preten-
dieron ser reconocidos, luego, como sus impulsores. Altamira recordaba que en 1909,
sólo doce años antes de realizar este balance, el americanismo era “patrimonio de po-
quísimas personas, y la opinión general lo calificaba de chifladura, romanticismo y cur-
silería sin finalidad práctica”182.
Altamira muy adepto a fijar la primera versión de la historia que lo involucraba,
redactó por entonces el canon definitivo del americanismo contemporáneo —calcado en
gran parte de su curriculum— que sigue siendo hoy la base de las reflexiones historio-
gráficas. Es esta interpretación se entronizaba como precursor y, en parte, creador del
americanismo, a Rafael María de Labra que, desde la prensa, el libro y las Cortes —y
siempre de forma individual— propugnó el acercamiento entre España y las repúblicas
latinoamericanas y la autonomía de Cuba. El primer hito americanista habría ocurrido
en 1892, durante el Congreso pedagógico hispano-portugués-americano de Madrid,
donde Labra expuso el primer programa de política hispanoamericanista fijando lo subs-
tancial de esa doctrina. Los grandes hitos subsiguientes, como la fundación la Revista de
Historia y Literatura españolas, portuguesas e hispanoamericanas (1895), el Congreso
Hispanoamericano de Madrid de 1900 y el viaje de 1909, habían tenido a Altamira co-
mo protagonista —exceptuando el viaje sudamericano de los diputados catalanes Fede-
rico Rahola y José Zuleta impulsado por José Puigdollers Maciá en 1902183—, demos-
trando que el alicantino era uno de los pocos “chiflados solitarios” que podía reclamar
legítimamente el carácter de miembro fundador del movimiento americanista.
Según su protagonista, el viaje americanista significó que, por primera vez, po-
día trocarse “en hechos una parte principal del programa americanista que unos pocos
habían ido elaborando y predicando en España”184. Como consecuencia de este periplo,

tamente a España y a los otros españoles en el extranjero: “parece que nos complacemos en denigrar lo
propio, colectivo o individual, ante los extraños. Vaciamos en los oídos ajenas, sin pensar en los resulta-
dos de nuestra intemperancia, todo el saco de nuestras desilusiones, de nuestros rencores, de nuestras
antipatías, de nuestras venganzas o simplemente de nuestro descreimiento en el valor de la obra española,
como no sea la personal y la de algún pariente o amigo de momento; y en seguida nos quejamos de que
no nos estiman más allá de las fronteras, de que no creen que vagamos para maldita cosa, y protestamos
en nombre de nuestro «patriotismo». […] no hay más eficaz obra de antipatriotismo, ni daño mayor para
el prestigio del país a que se pertenece, que el que deriva de censurar un día y otro, ante pueblos extraños,
lo que de la Patria procede, o mostrar al desnudo nuestras luchas pequeñas y nuestros personalismos, que
a veces dan el curioso espectáculo de echar por los suelos hoy lo que hace pocos días se ensalzó como
meritísimo. Quien eso hace, si procede de buena fe, es un equivocado digno de lástima y de advertencia; y
si procede de mala fe, merece ser arrojado de la comunidad ciudadana de sus compatriotas, sin derecho a
invocar el sagrado nombre de España” (Rafael ALTAMIRA, España y el programa americanista, Op.cit.,
pp. 129-130).
182
Rafael ALTAMIRA, La Política de España en América, Op.cit., p. 161.
183
Puigdollers Maciá participó de la fundación de la Revista comercial Iberoamericana Mercurio y fue
autor de: República Argentina. Memoria geográfica-estadística, Barcelona, Imprenta La Renaixensa,
1889 y Las relaciones entre España y América. Manera de fundamentarlas. Informe, Barcelona, Imprenta
Elzeveriana de Borrás y Mestres, 1902
184
Rafael ALTAMIRA, La Política de España en América, Op.cit., p. 165.

863
se habrían creado sociedades americanistas, como la Casa de América de Barcelona y el
Centro de Cultura Hispanoamericana de Madrid, entre otras más efímeras “que allega-
ron al fomento y buena dirección de las relaciones con los países hispanoamericanos,
elementos que hasta entonces no se habían preocupado hondamente por aquellas y otros
que, dispersos, no habían podido realizar una labor eficaz.”185
Desde entonces y hasta fines de la década del ’10 este movimiento se había ex-
tendido considerablemente, sumándose a su doctrina personas, grupos y sectores políti-
cos alejados, hasta entonces, de aquellas preocupaciones, sin que fuera posible evitar
que se manifestaran “inevitables ingratitudes para quienes «trajeron las gallinas»” y
ciertas dosis de oportunismo186.
Pero esta expansión del ideario americanista mal encubría un estancamiento de
su programa. En efecto, más allá de la multiplicación de los discursos, el estado de pos-
tergación de la política americanista podía verificarse observando que, hacia fines de la
década del ’10, cuestiones como las de la promoción del libro español187; la remodela-
ción del Archivo de Indias y la fundación de Institutos históricos en Sevilla; y el mismo
intercambio de docentes y alumnos188, seguían formando parte de los “reclamos urgen-
tes” de los referentes del americanismo español.
Como decíamos, Altamira veía las causas de esta postergación, en la indiferencia
y menosprecio que la sociedad española mostraba hacia el ideal americanista. Este me-
nosprecio no sería, sin embargo, completamente irracional e injustificado, ya que en

185
Ibíd., p. 165.
186
“A veces, los neófitos, o afectaban ignorar todo lo que antes de ellos (y con mayor trabajo) habían
hecho otros en materia de americanismo, y se atribuían poco menos que la invención del programa, o
tachaban el antiguo de retórico y romántico, con injusto desconocimiento de las soluciones prácticas y
concretas que contenían” (Ibíd., p. 167).
187
En 1917, podremos ver como Altamira, ejerciendo la presidencia honoraria de la Conferencia de Edi-
tores españoles y amigos del Libro, de Barcelona, advertía acerca del peligro que, para el futuro de las
exportaciones españolas, tenía la unión cooperativa de las casas editoriales parisinas con presencia en el
mercado americano. Para contrarrestar estas ideas, el alicantino proponía la propaganda del libro español
a través de un catálogo anual, con actualizaciones mensuales, para repartir en el exterior y establecimiento
de un franqueo postal de 0,25 pesetas por kilogramo para los envíos postales hacia América, aún si no se
obtuviese reciprocidad. Ver: Ibíd., pp. 85-87. Junto a estas medidas, se creía necesario el establecimiento
del envío postal contra reembolso para libros; la nacionalización del transporte de paquetes postales hacia
el Nuevo Mundo en apoyo de la petición de la Casa de América de Barcelona; y la negociación urgente
de tratados comerciales y de protección de propiedad intelectual laxos, para poner un pié en el mundo
editorial americano.
188
El Archivo de Indias era, para Altamira, recordemos, no sólo un repositorio documental, sino el custo-
dio de los materiales que permitirían escribir la historia hispanoamericana donde residía el fundamento
último e inconmovible de la unión intelectual de España y América. Pese a que los archivos históricos era
“el núcleo más sólido y el único permanente… de atracción y comunidad de trabajo con los hispano-
americanos” (Rafael ALTAMIRA, España y el programa americanista, Op.cit., 1917, p. 58), los ministros
y las Cortes “no han atendido hasta hoy suficientemente a esta importante necesidad de nuestras relacio-
nes americanas”. En el mismo sentido, en ocho años nada decisivo se había hecho respecto de la instala-
ción de un Instituto Histórico argentino o americano en Sevilla, llegando luego la guerra mundial para
enterrar el proyecto. Afortunadamente, la idea de constituir estos centros de investigación había renacido
en los EE.UU, donde la Universidad de California se había mostrado interesada en crear una escuela
histórica norteamericana para el estudio del Archivo de Indias de Sevilla y en establecer un intercambio
docente con la UCM. Ante estas iniciativas, y la de la Real sociedad de Literatura del Reino Unido, Alta-
mira se preguntaba si también se dejaría pasar la oportunidad, rechazando estas ofertas “por no haber
previsto los medios económicos con que corresponderles” (Ibíd., p. 96).

864
buena medida, tenía su origen “en el abuso de la retórica vacía, jamás acompañada de la
acción ni de un verdadero conocimiento del problema, con que ha solido tratarse el
americanismo durante muchos años”189.
El publicista asturiano Constantino Suárez, del que ya hemos hablado, apoyaba
este diagnóstico crítico de Altamira respecto del vicio retórico del americanismo espa-
ñol:
“El arrastre de lirismo que traía el ideal hispanoamericano, cuando este comenzó a tener ambien-
te propio, desbordose impetuoso, y la substancia, la esencia del ideal ahogose en un mar de figu-
ras retóricas, tan bellas como dañinas, porque la realidad fue obscurecida en fuerza de alumbrarla
con luces de Bengala. Púsose de moda, y de moda sigue, entonar himnos a la unión inquebranta-
ble de los países hispanos, evocando entre oriflamas poéticas la comunidad de sangre, historia,
idioma, religión y costumbres, y se dio por hecho lo que apenas si hemos empezado a hacer.
Tiene defensores este lirismo, basados en que despierta nobles entusiasmos. Más en este caso, las
exaltaciones no son de las que llevan en germen esa fuerza arrolladora que, cuando inflama los
corazones, es capaz de todos los humanos empeños. Ese lirismo es el de los que proclaman la
victoria de una batalla que no se ha celebrado; es como si pusiéramos un marco magnífico a un
cuadro que está sin pintar. Es, efectivamente, una manera de halagar nuestro candor y de enga-
ñarnos de buena fe… casi siempre.” 190

La suposición de que el hispanoamericanismo era una “mera aspiración románti-


ca y casi ridícula” era, para Altamira, fundamentalmente errónea, aun cuando esta opi-
nión surgiera de contemplar la pasividad adornada de palabras que caracterizaba al ame-
ricanismo gubernamental.
Seis años después de concluir su viaje americanista, Altamira comentaba con
moderado optimismo el discurso parlamentario del hombre que dio un gran impulso a la
JAE en 1910 y que lo había reclutado, poco tiempo antes, para las filas del liberalismo.
El 6 de junio de 1916, el Conde de Romanones afirmaba en las Cortes que: “…nosotros
entendemos que ha llegado el momento, en este aspecto de las relaciones hispanoameri-
canas, de dejar a un lado aquello que pudiéramos calificar de período de propaganda
romántica. Ahora es necesario, en esta cuestión entrar por el camino de las realidades.
Hemos hablado demasiado tiempo, se han pronunciado con exceso elocuentísimos dis-
cursos, a centenares, tomando como base la comunidad de la raza y la unidad de idioma,
para que solamente estos dos tópicos sean lo suficiente para fundamentar toda una polí-
tica. Yo quiero dejar a un lado todo esto que califico de romanticismo”191.
Convencido de la única base firme que cimentaría las relaciones entre España e
Hispanoamérica era el interés —convenientemente apoyado en el idioma común y la
comunidad de razas192—, Romanones acometía, un mes más tarde “su primer acto de
política práctica: la elevación a Embajada de nuestra Legación en Buenos Aires”193.

189
Según Altamira, ese menosprecio subsistiría, defendiéndose “con la alegación, que no cabe discutirle,
de que aún quedan muchos restos de palabrería infecunda que martilleó en nuestro oídos tiempo y tiempo,
hasta cansarnos sin provecho alguno” (Ibíd., p. 7).
190
Constantino SUÁREZ (a) Españolito, “Lirismo y practicismo” (1921) en: ID., La verdad desnuda. Estu-
dio crítico sobre las relaciones de España y América, Madrid, Suc. de Rivadeneyra, 1924, p. 29.
191
Rafael ALTAMIRA, España y el programa americanista, Op.cit., p. 73.
192
Altamira no temía introducir el interés material en la argumentación, por lo que advertía acerca del
peligro de caer en dos errores, el de “la inocente ilusión de que todo eso procede de un amor desinteresa-
do, y que con dejar que los demás hagan cosas, lloverán sobre nosotros los beneficios”, y el de ignorando

865
Altamira coincidía con estos diagnósticos, afirmando que el romanticismo había
llevado a “fundar todas las posibilidades de nuestro prestigio y de nuestra influencia, en
motivos sentimentales”, que pese a ser auténticos no bastarían para hacer nada realmen-
te provechoso. Yendo más allá, el alicantino afirmaba que junto a ese romanticismo, era
el abuso de la retórica aquello que había debilitado al americanismo, conduciéndolo a
hacerse fuerte en los discursos y conferencias, “como si la palabra fuese ya, por sí mis-
ma, acción, y no simplemente anuncio o promesa de acción”194.
Claro que admitir esta crítica hacia el movimiento del que formaba parte, no su-
ponía que el alicantino asumiera personalmente este reproche, ni tampoco que dejara
pasar la ocasión de recordar a los políticos y a muchos de los críticos que tan retórico
era “fantasear fraternidades sin substancia positiva que las alimente, como pasarse el
tiempo llamando a las realidades prácticas sin acometer ninguna”195. Teniendo en cuenta
que “lo único verdaderamente contrario a la retórica es la acción”196, Altamira denun-
ciaba que si Romanones tenía razón al afirmar que España era, por entonces, el país que
menor influencia efectiva tenía en América eso se debía, en mucho, a la conducta erráti-
ca e indolente de los gobiernos españoles y de los diferentes sectores que tenían en sus
manos la aplicación práctica de la política americanista:
“quienes blasonan de hombres prácticos —políticos y no políticos—, suelen decir que nuestro
americanismo, el que se ha predicado hasta ahora, es todo el retórico y vacío de substancia. Si a
esto pudieran añadir que ellos han «realizado» un americanismo positivo, tal vez su reproche tu-
viera un fondo de razón. Pero el hecho es que quienes pueden «practicar» americanismo (minis-
tros, jefes de partido, banqueros, capitalistas, comerciantes, navieros, libreros, editores, etc.), sal-
vo poquísimas y muy recontadas excepciones, no han hecho nada, y la diferencia entre la
retórica y la vida práctica no está en el modelo de hablar, sino en la que media entre proponer y
hacer.” 197

“que una gran parte de esos hispanismos llevan una mirada interesada, incurramos en la no menor candi-
dez de despreciarlos”. Para Altamira, “la habilidad para la vida consiste en aprovechar todas las coyuntu-
ras que ella ofrece, aunque los hombres de quienes procedan traten también de sacar su correspondiente
provecho. La gracia está en utilizarlas lo más posible, a pesar de la intención de quienes las plantean”. Por
supuesto, el alicantino recordaba que en el movimiento hispanista americano actual no sólo había inter-
eses económicos, sino otros “factores no despreciables originados por un puro interés científico y artísti-
co… por un sincero reconocimiento de la justicia que se nos debe y hasta por una admiración tanto más
viva cuanto la verdad de las cosas averiguadas serenamente contrasta más con la leyenda desfavorable
que predominó hasta ahora” (Ibíd., pp. 92-93).
193
Ibíd., p. 79. Unos años después, Altamira afirmaba que, pese a lo declamado por el Gobierno, los
políticos no podían vanagloriarse de haber hecho demasiado para hacer realidad las propuestas america-
nistas: “Supongo que no apuntarán en la lista de los actos positivos la creación de la Embajada de Buenos
Aires, que aún no nos ha servido casi para nada… No hay en estas palabras mías censura alguna para el
embajador, sea quien sea, porque ni éste ni nadie puede hacer nada si los Gobiernos no le dan un progra-
ma concreto de acción y medios de independencia suficiente para realizarlo. Como no le dieron nada de
esto al Sr. [Pablo] Soler, el doctor [Marco M.] Avellaneda siguió, hasta su deplorada marcha, sin encon-
trar aquel colaborador que estimaba necesario para que fructificasen sus buenos propósitos respecto de las
relaciones hispanoargentinas.” (Rafael ALTAMIRA, La Política de España en América, Op.cit., p. 50).
194
Rafael ALTAMIRA, España y el programa americanista, Op.cit., p. 75.
195
Ibíd., p. 75.
196
Ibíd., p. 75.
197
Rafael ALTAMIRA, La Política de España en América, Op.cit., p.V.

866
En 1921, el panorama no había cambiado para mejor, ni en el sector oficial, ni
en los sectores más influyentes de la sociedad civil, ni tampoco en la opinión pública198,
en los que podía verificarse la falta de consciencia patriótica y la inmadurez de la socie-
dad española:
“Los pueblos que carecen de esa conciencia son, por el contrario, esclavos del hecho indiferente
que, como carecen de intención, o no produce nada, o produce efectos contrarios; y cuando espo-
rádicamente, sin plan, ni sistema, ni menos continuidad; acierta con la dirección debida, como no
encuentra ambiente, pierde eficacia muy pronto. Esos pueblos son, por añadidura, impacientes.
Cuando de pronto se deciden a realizar algo, quieren cosechar los frutos enseguida; y así, para
ellos, toda acción ha de ser de hoy o de un mañana muy próximo, y si no, ya la reputan como un
fracaso. Tal es repito, nuestra posición espiritual respecto de América. Como nos falta un intenso
y clarividente patriotismo, no sabemos lo que nos conviene hacer en relación con aquellos paí-
ses, y al no saberlo, nuestra conducta respecto de ellos es vacilante, incoherente, sin intención
sistemática, y, por tanto, sin plan y sin eficacia alguna.” 199

Para aquella fecha, según Altamira, los americanistas españoles ya había deter-
minado perfecta y exhaustivamente todo aquello que debía hacerse, pero seguían sin
tener los resortes del poder en sus manos, como para que pudiera reprochárseles, legíti-
mamente, un pecado de romanticismo o de abuso retórico200.
Defendiendo a los intelectuales prácticos y conocedores del asunto que habían
reflexionado acerca de los fundamentos del americanismo y de las líneas prácticas en
que debía sustentarse, Altamira afirmaba:
“Los pocos americanistas documentados que tenemos, no pueden hacer más que hablar o escribir
de estos asuntos. Las entidades sociales que se ocupan de ellos en Barcelona, Madrid, etc., care-
cen de medios materiales y de intervención oficial para realizar actos eficaces, en el supuesto que
pensaran decididamente en realizarlos. En cuanto a los elementos gobernantes, ¿qué han hecho,
si se descuenta algún reciente tratado de reducida influencia económica y algún Decreto de Ins-
trucción Pública que prácticamente no ha producido nada?” 201

Pese a declarar amargamente que dudaba de que el Estado que pudiera desper-
tarse “tan pronto como es necesario del sopor que la invade hace tiempo en esta parte
tan considerable de nuestra política internacional”, trascendiendo del terreno de las
promesas parlamentarias202, Altamira se preguntaba, también, con natural escepticismo,

198
Ya en 1917 Altamira tomaba nota de la debilidad del ideario americanista en la sociedad española:
“No está formada entre nosotros (muchas veces lo he dicho) aquella opinión pública, fuerte y bien orien-
tada en materias de americanismo, que es indispensable para un completo éxito en cualquier empresa
relativa a los más hondos intereses de la comunidad. Sin duda puede hacerse mucho desde el Poder, es
decir, desde el Gobierno y desde la Gaceta […] pero toda iniciativa ministerial se anula si no encuentra
una base de opinión preparada para entender el alcance de aquella y dispuesta favorablemente a recibir-
la.” (Rafael ALTAMIRA, España y el programa americanista, Op.cit., pp. 38-39).
199
Rafael ALTAMIRA, La Política de España en América, Op.cit., pp. 122-123.
200
“pero como ninguno de ellos ha sido ni es jefe de partido, ministro, banquero, capitalista, comerciante,
ni siquiera editor, no se les puede pedir que conviertan en hecho lo que en ese sentido está fuera de sus
alcances. Bastante es que prediquen a los otros y les ofrezcan materia gacetable y operable, estudiada y
contrastada con el conocimiento real de las cosas. No son ellos los retóricos, sino quienes, llamándose
«prácticos», no pasan de decir que «hay que hacer», estando en su mano el «llegar a hacer».” (Ibíd., p.V).
201
Ibíd., p. 50.
202
Ibíd., p. 54.

867
qué habían hecho hasta entonces otros sectores, como los empresarios, los responsables
de la industria del libro, las Universidades203, e instituciones como la JAE.
En materia de intercambio universitario la negligencia habría sido mayúscula,
desde que concluyera la campaña ovetense:
“Las Universidades españolas no han sentido hasta ahora el americanismo, salvo la de Oviedo,
en el período del Rectorado de D. Fermín Canella, como ya queda dicho. Las otras, no secunda-
ron esa iniciativa. La recogió en parte, y desde su limitado punto de vista, la Junta para amplia-
ción de estudios, que por tener demasiados asuntos a que dirigir su actividad, no podrá ser nunca
un buen órgano de americanismo, ni aun limitado al orden intelectual; aparte de que no parece
sentirlo más que en el aspecto docente con relación a los Estados Unidos. En lo cual creo since-
ramente que padece un error de bulto.” 204

La excepción de esta regla había sido el envío de Adolfo Posada en 1910 a la


Argentina, Uruguay, Paraguay y Chile en misión universitaria homóloga a la de Altami-
ra, pero después de esta iniciativa “la Junta no ha realizado ninguna otra gestión ameri-
canista” 205.
Pese a integrarse a la estrructura de la JAE, Altamira había mantenido firmemen-
te sus criterios respecto del intercambio universitario y sus críticas por el abandono de
la política americanista que se le había encargado gestionar en 1910, a despecho de los
deseos del alicantino y de la Universidad de Oviedo206.
Sin embargo, pese a tenerlo todo en sus manos y a su favor, desde un principio,
la JAE se había mostrado reacia a enviar pensionados a Latinoamérica, sin que Altamira
acertara, en un principio, a comprender la razón de aquella resistencia207.
En 1917 Altamira aún llamaba la atención acerca de la necesidad de rectificar el
rumbo: “Si supiéramos hacer lo que en cada momento nos conviene y nos brinda la rea-

203
“pregunto… si las Universidades han pensado siquiera en imitar a las francesas en la formación de un
Comité para las relaciones con aquellos países, a lo cual alguien las llamó en 1910. Lo mismo digo de los
libreros y editores españoles, que a pesar de conocer bien el problema, no han sido capaces aún de consti-
tuir una fuerte empresa de exportación, que es lo que primeramente necesitamos. En cuanto a los hombres
de negocios, no obstante las clarísimas advertencias de Lazúrtegui y otros especialistas, ni han acometido
briosamente el problema de los transportes marítimos a los países americanos, ni han tenido agallas para
colocarse en primera línea (como les corresponde) para la conducción siquiera de emigrantes y viajeros
ordinarios, ni han sabido comprender el negocio que hay en la venta de libros españoles.” (Ibíd., p. 51)
204
Ibíd., p. 173.
205
“No incluyo en ese género el envío (a petición de los mismos interesados) de algún que otro pensiona-
do para estudiar en países americanos de habla española, porque han sido tan poco que no han dejado casi
rastro; y en esa materia o se envían a granel, o es trabajo perdido. Tampoco incluyo en el haber de la
Junta su oficio de proveedora de profesores para la cátedra creada por españoles de la Argentina y con
dinero de estos exclusivamente de que anteriormente he hablado. Más bien he creído y sigo creyendo que
es un error haber confiado a la Junta el monopolio de ese suministro.” (Ibíd., pp. 173-174).
206
“El intercambio de profesores hay que entregarlo, a mi juicio, exclusivamente, a las mismas Universi-
dades que lo establezcan. Toda intervención ajena a ella me parece, a priori perjudicial, ciega y expuesta a
molestias y disgustos. Cada centro universitario sabrá conducirse a la responsabilidad que le corresponde
en esos casos. La tutela en ellos es deprimente, y, en fin de cuentas, ataca la eficiencia de lo mismo que
pretende dirigir. Los gobiernos, en estos casos (allá donde las Universidades no sean autónomas en el
orden económico, cuando menos para la aplicación y administración de sus ingresos), deberán limitarse a
facilitar medios financieros; pero no se mezclarán en lo docente, propiamente dicho, y menos que los
gobiernos cualquiera entidad que no sean las mismas Universidades.” (Rafael ALTAMIRA, España y el
programa americanista, Op.cit., p. 106).
207
Ibíd., p. 67.

868
lidad, lanzaríamos ahora (quiero insistir en ese punto) todas nuestras posibilidades de
pensiones hacia los Estados Unidos y las repúblicas hispano-americanas…” 208.
En 1921, las preguntas algo ingenuas de Altamira se habían transformado ya en
una amarga inquisición argumentativa: “pregunto cuántos pensionados envió la JAE a
las Repúblicas hispanoamericanas en estos últimos cinco años” 209. Las consecuencias
negativas de aquella deserción —que afectaba a toda la red institucional de la JAE—
había afectado negativamente la evolución del movimiento americanista en España y
del hispanismo en América, dado que el Estado español había delegado en la Junta todo
aquello que estaba dispuesto a hacer en esta materia:
“Salvo la Real orden de 16 de abril de 1910 sobre intercambio universitario, dirigida a la Junta
para ampliación universitario, y que no sabemos que esta haya tratado siquiera de cumplir; la de
6 de mayo del mismo año, que ignoramos si cumple la Residencia de estudiantes, y la de 8 de ju-
nio, también de 1910, que aún no ha salido de la categoría de encargo, en ningún otro momento
se ha visto que Instrucción Pública se acuerde de la parte que le corresponde realizar en esta obra
de americanismo…” 210

De allí que, comentando favorablemente la iniciativa de la colectividad española


en Argentina de costear cursos regulares de profesores españoles, Altamira reiteraba sus
opiniones respecto del mecanismo con que se satisfaría esa demanda:
“En lo que insisto es en estimar que no debe encargarse de la selección de profesores en España
exclusivamente a la Junta para ampliación de estudios. No puedo ser sospechoso de enemistad a
la Junta. De lo bueno que le debemos fui pregonero en plena Sorbona, hace ya años y varias ve-
ces he escrito artículos encomiando su labor. Pero creo que es peligroso olvidar a otros elemen-
tos de nuestra cultura presente que no figuran y probablemente no figurarán nunca en la Junta.
[…] Pero con lograr esa difusión de la gran iniciativa argentina, no se logra más que la mitad del
propósito que perseguimos. Tendremos profesores españoles, permanentemente, en muchas de
las Universidades americanas. Pero ¿y los profesores americanos en las españolas?”211

Convencido de lo negativo de los resultados cosechados en el área universitaria,


Altamira advertía que en lo concerniente al envío de profesores primarios, secundarios y
de todo tipo, estaba plenamente convencido de que
“el peor de los sistemas es pedirlo a los gobiernos. Todo lo que sea intervención del ministerio
de Instrucción pública me parece (salvando todos los respetos personales) deplorable, y los resul-
tados lo demuestran, por lo general. Ese andamiaje de concursos, informes, alegaciones de méri-
tos, etc., que concluye inevitablemente en que un ministro escoja una persona, es peligrosísimo,
porque será siempre difícil, casi imposible, que en ello no juegue la política, la cual unas veces
aconseja favorecer al correligionario y otras veces al que no lo es, para conquistar apoyos en la
acera de enfrente, o ganarse fama de tolerancia.” 212

Tomando nota de la debilidad estatal y decantándose por una acción privada e


independiente, Altamira estaba convencido de que los hombres de acción debían actuar
razonada, pero rápidamente, porque, en definitiva, sólo se trataba de transladar sus
competencias habituales al espacio americano. Después de todo, la cuestión no sería tan

208
Ibíd., p. 103.
209
Rafael ALTAMIRA, La Política de España en América, Op.cit., p. 51.
210
Ibíd., pp. 55-56.
211
Ibíd., pp. 102-103.
212
Rafael ALTAMIRA, España y el programa americanista, Madrid, Editorial América, 1917, p. 107.

869
compleja: los industriales y hombres de negocios debían invertir en América; las Uni-
versidades y centros docentes superiores debían enviar “profusamente pensionados es-
pañoles a los países hispano-americanos y establecer con regularidad el intercambio de
profesores y de publicaciones” y el gobierno no debía derrochar el dinero en nuevas
ediciones del Quijote, sino fundar y sostener escuelas españolas en América y hacer
tratados comerciales, reordenando aranceles y asistiendo las iniciativas de las colectivi-
dades emigradas213.
Infatigable en su prédica e incapaz de dominar su propio genio, Altamira había
intentado presentar a Romanones —su nuevo referente político—, en julio de 1916, un
nuevo “Programa práctico y mínimo de política americanista”. En este plan, que poco
tenía de escueto, se proponían un rosario de medidas prácticas que bien ilustran lo poco
que se había logrado desde principios de siglo y la magnitud de los nuevos desafíos que
se agregaban a los ya existentes214.
Pese a las quejas de Altamira con los gobiernos y a que el americanismo habili-
taba considerables espacios para la iniciativa individual y corporativa, era evidente que,
como programa, éste no podía pensarse al margen de la política y que no podía prescin-
dir del concurso del poder. Así, pues, hacia fines de la década del diez y principios de la
del veinte, el gran desafío para el movimiento americanista seguía siendo atraer la aten-
ción de los políticos y gobernantes para poder situar sus premisas al nivel de las políti-
cas de Estado.
Para ello sería necesario insistir en la propaganda “organizándola, sistematizán-
dola e intensificándola” de forma de trascender de las “peñas de aficionados americanis-
tas” y de “las conferencias de ocasión que escucha un reducidísimo grupo de oyentes,

213
Ibíd., p. 24.
214
AHUO/FRA, en cat., Caja VIII, Rafael Altamira, “Programa práctico y mínimo de política america-
nista” (7 pp. originales mecanografiadas con anotaciones manuscritas). Otra copia, fechada en julio de
1916 y en la que se consigna “Pedida conferencia a Romanones en junio de 1916. Repetida en 10-7-1916.
No se celebra” (AHUO/FRA, en cat., Caja V, —8 pp. originales mecanografiadas, datadas y firmadas por
Altamira). El alicantino comenzó a redactar este programa en octubre de 1915 y luego de presentárselo al
Gobierno, fue insertado —bajo el título “Programa mínimo y urgente”— en la primera parte de un estu-
dio ampliado y razonado acerca del mismo tema, en: Rafael ALTAMIRA, España y el programa america-
nista, Op.cit., p. 62-68. En este plan se proponían las siguientes medidas: La reforma del cuerpo consular
y diplomático, especializando a los enviados a América; el establecimiento de un sección de Política
americana en el Ministerio de Estado; la reforma del Consejo Superior de Emigración, adoptando un
marco legal de corte italiano; la resolución diplomática del problema del llamamiento a filas de los emi-
grantes; la creación de escuelas preparatorias de emigrantes del tipo de la asturiana y gallega; la funda-
ción de colegios y escuelas españoles en América —aplicando “una parte considerable del crédito que
para escuelas privadas existe en el presupuesto actual, a las de españoles en el extranjero”—; el estable-
cimiento de fórmulas de participación y representación política de los emigrantes; la firma de convenios
comerciales preferenciales y el envío de viajantes para conocer el mercado americano; el establecimiento
de depósitos de mercancías españolas; la reforma competitiva del crédito comercial; la defensa del idio-
ma; la legislación sobre la reciprocidad de títulos; la movilización del presupuesto para intercambios
universitarios; la fundación de institutos históricos en Sevilla en torno al Archivo de Indias; el libramiento
de fondos para poder cumplir la RO del 16 de abril de 1910 y permitir que el Museo Pedagógico pudiera
realizar el intercambio de materiales pedagógicos; la imposición de facilidades en comunicaciones: el
establecimiento de un servicio de paquetes postales; la imposición de que el tráfico postal de España a
América se realice con barcos y por puertos españoles —y no vía Lisboa—; el establecimiento de un
servicio de comercialización directo de libros españoles directo con América; y el emplazamiento de un
cable submarino que una España con América. (Ibíd., p. 62-68).

870
ya convencidos de antemano” y de las “revistas que se publican casi en secreto porque
carecen de medios de empuje para llegar al gran público”. El movimiento americanista
debía sustituir estos usos propios de una socialidad restringida, por un auténtico plan
propagandístico dotado de los medios materiales necesarios para imponerse con éxito.
Para Altamira era evidente que esta propaganda debía ser confiada “a personas que co-
nozcan verdaderamente cuáles son las cuestiones importantes” y cuya sensibilidad fuera
la de los “hombre modernos” cuidándose de que no quedara todo en manos de persona-
jes de “criterio arcaico”, aferrados a “ideas y prejuicios” típicos de los incondicionales
antillanos215.
Esta campaña, hábilmente administrada, podría atraer lo suficiente a un partido
político “fuerte y gubernamental” como para que asumiera, al menos en términos gene-
rales, el programa americanista. Desde el poder, aquel partido estaría en condiciones,
entonces, de llevar a la práctica, con la energía e inteligencia necesarias, las largamente
postergadas propuestas de los americanistas216. Pero, si el programa americanista no
encontraba partido, sería necesario trabajar para la formación de un “grupo parlamenta-
rio” plural formado por hombres de diversas procedencias políticas dispuestos a unir
esfuerzos dada la condición eminentemente patriótica y, por tanto, “neutral y apolítica”
del problema americanista, e influir decisivamente en el gobierno español, cualquiera
fuese su tendencia. Así pues, desde un gobierno de partido “propio”, o desde una coali-
ción ad hoc de influyentes dirigentes y legisladores, la política americanista podría si-
tuarse en un lugar privilegiado dentro de la agenda nacional e internacional del Gobier-
no.
Este acceso privilegiado al poder permitiría replantear e incluso corregir los des-
propósitos presupuestarios que se arrastraban de administración en administración y que
contribuían a la debilidad práctica del americanismo español.
Analizando el presupuesto del período 1919-1920, Altamira reconocía que, a
simple vista, podía considerárselo como el más generoso en materia de americanismo.
Sin embargo, una mirada más atenta permitiría apreciar que esa considerable masa de
dinero se dirigía mayormente a financiar las actividades de sociedades privadas, favore-
cidas muchas veces por criterios ajenos a la rentabilidad de la inversión y muy próximos
a la corruptela clientelística tan consustanciada con la Restauración217. Pero, al margen

215
Ibíd., p. 39.
216
Capitalizando sus propios traspiés, Altamira creía que el proceso de concreción del programa america-
nista debía avanzar inteligentemente “comenzando por preparar su ejecución legislativa mediante una
serie de estudios técnicos, encaminados a buscar la forma más fácil para alcanzarla con la menor modifi-
cación posible de las leyes existentes; es decir, procurando plantear los menos problemas que quepa, para
evitar resistencias incidentales y de flanco, que diríamos, y abrir brecha en la inercia actual por la falla
que mejor se preste a ello. Creo que mucho de los que debe hacerse en este orden se puede hacer sin
alarmar a nadie, ni tocar cuestiones de fondo, que asustan, más o menos sinceramente, a la mayoría de los
políticos” (Ibíd., pp. 40-41).
217
Rafael ALTAMIRA, La Política de España en América, Op.cit., pp. 136-138. Este presupuesto disponía
créditos de 30.000 pesetas para la Unión Ibero-Americana de Madrid, encargada de la “Comisión interna-
cional permanente para procurar el cumplimiento de los acuerdos del Congreso hispanoamericano, cele-
brado en Madrid en el mes de noviembre de 1900”; de 100.000 pesetas para organizar y subvencionar
misiones comerciales a Sudamérica; de 10.000 pesetas para la Casa de América de Barcelona; de 15.000

871
de este vicio, era la fragmentación que consagraba, aquello más pernicioso para el avan-
ce del americanismo. En efecto, Altamira preferiría que, por una cuestión de pragma-
tismo y racionalidad económica, se concentrara el presupuesto en una sola organización
para evitar la tabulación contable de créditos caducos218, las competencias y superposi-
ciones con la consiguiente dilapidación de los tan escasos recursos materiales y huma-
nos219.

2.2.- Americanismo de cátedra y americanismo asociacionista.

Así, pues, a poco de su retorno, Altamira pudo apreciar las dificultades que exis-
tían para hacer realidad su sueño americano. Bloqueada la creación de un ente america-
nista oficial, postergados casi todos los proyectos que habían sobrevivido a la expansión
de la JAE, no es extraño que el alicantino comenzara a prestar mayor atención a las po-
sibilidades de acción americanista que emanaban de las instituciones de la sociedad ci-
vil española, de las comunidades de emigrantes y que revalorizara las que se abrían des-
de el mundo académico,
En este sentido, no debe extrañar que Altamira diera su apoyo al proyecto de la
Casa de América de Barcelona —fundada en 1909— de confederar a las asociaciones
americanistas españolas en una suerte de “cámara” plurifuncional que se ocupara de
integrar iniciativas comerciales y culturales en un plan integral de acción hispano-
americanista tanto en España como en América220. Este proyecto, estaba impulsado por

pesetas para el Centro de Cultura Hispanoamericana; de 50.000 pesetas para apoyar al Congreso hispa-
noamericano de Sevilla; de 10.000 pesetas para la Real Academia Hispanoamericana de Ciencias y Artes;
de 100.000 pesetas para becar estudiantes hispanoamericanos que desearan estudiar en España. A todo
esto, había que sumar lo destinado al Archivo de Indias y su Centro de Estudios; los que se concedía a las
Universidades para becas o pensiones de estudio, para intercambios y cursos breves. El presupuesto in-
cluía, además, una disposición según la cual las Cortes autorizaban al Gobierno a establecer una tarifa de
franqueo reducido para la exportación de libros españoles a América. Respecto de lo inconveniente del
criterio de reparto de aquellos subsidios, Altamira afirmaba: “quienes conozcan el modo como esas sub-
venciones se obtienen (probablemente no solo aquí, sino en todas las naciones del mundo donde se dan
esos auxilios), convendrán conmigo en que obedecen más a consideraciones de orden personal que a
reconocimiento de la utilidad representada por la entidad que se subvenciona. Si la recomienda o la presi-
de un político de influencia, se concede la subvención, y luego nadie vuelve a acordarse de si rinde o no
los efectos que su dedicación nominal hace presumir” (Ibíd., pp. 137-138).
218
El mejor ejemplo de la pervivencia de créditos improcedentes era el que beneficiaba la Unión Ibero-
Americana,—protegido por la influencia política de Faustino Rodríguez de San Pedro —que dos décadas
después del Congreso hispanoamericano de Madrid de 1900, seguía recibiendo una asignación para pro-
curar el cumplimiento de las disposiciones allí recomendadas: “Si en diez y nueve años no se han podido
cumplir esos acuerdos, ¿a qué se espera para disolver la Comisión?”, sobre todo cuando la Unión Ibero-
Americana no la necesitaba para realizar sus labores (Ibíd., p. 138).
219
Un testimonio de la extrema escasez de recursos de las sociedades americanistas lo dio el presidente
de la Unión Ibero-Americana de Vizcaya, Julio Lazurtegui, quien escribiera en 1913 a Altamira, solici-
tándole que hiciera gestiones en el gobierno para que se otorgara un subsidio estatal de al menos tres mil
pesetas que evitara la extinción de esta institución bilbaína. Ver: AHUO/FRA, en cat., Caja IV, Carta
original mecanografiada de Julio Lazurtegui a Rafael Altamira, Bilbao, 27-V-1913 (6 pp.).
220
La Casa de América había un hecho un inventario del movimiento americanista y consignaba la exis-
tencia de once sociedades específicas en España: en Barcelona, la Casa de América de Barcelona; en
Madrid, la Unión Ibero-Americana, el Centro de Cultura Hispano-Americana, Instituto Jurídico Ibero-
Americano; en Bilbao, la Unión Ibero-Americana de Vizcaya; en Cádiz, la Real Academia Hispano-

872
el publicista catalán Rafael Vehils y por otro viajero americanista como Federico Raho-
la221.
A mediados de 1911, Vehils había escrito al alicantino para participarlo del su
convocatoria a las entidades americanistas españolas con el objeto de llegar “a un
acuerdo armónico, federativo si es posible”, y para solicitar su concurso para adelantar-
se a los propósitos idénticos de la conservadora Sociedad Colombina Onubense222. Al-
tamira respondió en términos favorables al igual que Rafael María de Labra, con lo que
la Casa de América fijó para el 12 de octubre la reunión prevista, que hubo de retrasar-
se, por consejo del alicantino, para diciembre de 1911223.

Americana de Ciencias y Letras; en Huelva, la Sociedad Americanista Onubense; en Valencia, la Agru-


pación Americanista Valentina; en Málaga, la Sociedad Americanista y en Palos de Moguer, el Club
Palosófico. Junto a estas, se consideraba que podían mencionarse otro grupo de entidades con marcados
intereses americanistas: las Universidades de Oviedo, Madrid y Santiago de Compostela; el Ateneo de
Madrid; el Fomento del Trabajo Nacional; las Cámaras de Comercio de Barcelona, Sevilla, Cádiz, Bilbao,
Vigo, Oviedo, Gijón, Valencia, Alicante, Zaragoza, Coruña y Santander; las sociedades Económicas de
Málaga, Oviedo, Valladolid y Sevilla; la Real Sociedad Geográfica; la RAH; la JAE; la Sociedad de Geo-
grafía Comercial y el Archivo de Indias. Ver: AHUO/FRA, Caja IV, “Orden del día de la «Asamblea» (4
de diciembre de 1911)”, s/l, s/f (2 pp. mecanografiadas sin firma redactadas en Barcelona por la Casa de
América.
221
Federico Rahola y Tremols (1858-1919) cursó estudios de Derecho en la Universidad de Barcelona y
obtuvo su doctorado en Madrid. Como jurista llegó a ocupar la presidencia de la Academia de Jurispru-
dencia y Legislación barcelonesa y como literato, fue reconocido con la membresía de número en la Aca-
demia de Buenas Letras de Barcelona. Rahola También desarrolló una carrera política siendo diputado y
senador en las Cortes. Realizó también investigaciones en el área de la Economía y la Historia económi-
ca y fue hombre de consulta para los sectores del comercio catalán. Desde esta perspectiva e intereses,
Rahola se aproximaría al movimiento americanista finisecular trabando relaciones con Rafael María de
Labra y Rafael Altamira. Fundó la revista comercial hispanoamericana Mercurio y poco antes de su
muerte, fue nombrado titular de la Cátedra Libre de Estudios Americanistas, adjunta a la Facultad de
Filosofía y Letras de la Universidad de Barcelona. En 1902 realizó un viaje “de observación y reconoci-
miento” a Sudamérica y en especial a la República Argentina, a cuya vuelta publicó un libro que tendría
gran impacto en España y que en cierto sentido contribuiría a impulsar la emigración española (Federico
RAHOLA, Sangre Nueva. Impresiones de un viaje a la América del Sur, Barcelona, Tipográfica «La Aca-
démica» de Serra Russell, 1905). En este viaje Rahola contó con la compañía del republicano y también
diputado José Zuleta y con el pleno apoyo de Rafael Calzada, quien movilizó sus influencias en la colec-
tividad y el gobierno argentino para que colaboraran con la misión comercial española. Rahola y Zuleta
fueron recibidos, entonces por el Vice-Presidente, Quirno-Costa y por el propio Presidente de la Nación,
Julio Argentino Roca (ver: Rafael CALZADA, Cincuenta años de América. Notas Autobiográficas, Volu-
men II, Op.cit., pp. 227-229). Entre sus libros podemos encontrar: Economistas españoles de los siglos
XVI y XVII (Barcelona, Luis Tasso, 1881); Relaciones comerciales entre España y América (Barcelona,
El Mercurio, 1904); “Relaciones mercantiles entre la Costa Cantábrica y las Repúblicas Sudamericanas”
—Conferencia— (en: Revista Bilbao, Bilbao, 1904); El Trust de Capital y el Sindicato obrero (Barcelo-
na, Academia de Jurisprudencia y Legislación, Hijos de J. Jepus, 1910); Del Comers antich y modern de
Tarragona (Barcelona, Ilustració Catalana, 1911); Los antiguos banqueros de Cataluña y la «Taula de
Cambi» (Barcelona, Asociación de Banqueros de Barcelona, Tipográfica El Anuario, 1912); y Comercio
de Cataluña con América en el siglo XVIII (Barcelona, Cámara Oficial de Comercio y Navegación, Im-
prenta Henrich y Cía., 1931).
222
AHUO/FRA, en cat., Carta original mecanografiada de Rafael Vehils a Rafael Altamira, Barcelona, 1-
VI-1911 (2 pp., con membrete: Casa de América).
223
AHUO/FRA, en cat., Carta original mecanografiada de Rafael Vehils a Rafael Altamira, Barcelona,
14-VI-1911 —2 pp., con membrete: Casa de América—. El compromiso de Labra con los americanistas
catalanes tenía sus antecedentes. En una carta que le remitiera a Altamira, el hispano-cubano le confiaba
que su “pequeño programa sobre el problema hispano-americano que en Madrid llama muy poco la aten-
ción de la gente… atrae mucho en nuestro litoral”. Para Labra el movimiento barcelonés era muy impor-
tante y contrastaba en su comportamiento con el de los “monopolizadores madrileños”, que habían come-
tido el grave error de convertir el homenaje a Roque Sáez Peña en un acontecimiento diplomático y

873
Pese a lo sorprendente que pudiera parecer, la constitución de esta federación tu-
vo, también, un trámite complejo y conflictivo que bien testimonia los obstáculos con
que el americanismo español se topaba, también en el ámbito privado, cuando se inten-
taba pasar de la retórica a los hechos.
La Casa de América deseaba contar con el respaldo de los referentes del ameri-
canismo y también con cierta protección política. Pese al apoyo del Ministro de Instruc-
ción Pública y Bellas Artes, Amalio Gimeno224 —indudablemente receptivo a las solici-
tudes de su Director General de Primera Enseñanza225—, se suscitaron firmes
oposiciones, como la del presidente de la Unión Ibero-Americana de Madrid, nuestro
conocido, Faustino Rodríguez de San Pedro226.
Este caudillo conservador asturiano —que apoyó el viaje americanista ovetense,
recordemos, como Ministro de Instrucción Pública del gobierno de Maura— respondió
de forma negativa a las invitaciones y al proyecto de bases estatutarias que le enviara, el
6 de noviembre de 1911, Federico Rahola, expresándole su total identificación con la
Unión Ibero-Americana y su convencimiento de que la mentada federación no sería
viable ni beneficiosa227.
Rodríguez de San Pedro, molesto porque la Unión no había sido participada an-
tes de esta iniciativa y porque se la pretendía subordinar a una federación que sería do-
minada por catalanes, denunciaba la heterogeneidad de los fines de las diversas institu-
ciones que se quería federar y, elípticamente, la diversidad de propósitos que alentaban

aristocrático. Pese a ello y a que desde Barcelona era requerido para que encabezara “una acción viva
para unir los esfuerzos de los varios centros que en España se dedican a la propaganda de la intimidad
hispano-americana”, Labra no estaba demasiado convencido: “Hay que pensarlo. Me preocupan un poco
las rivalidades de muchos en estos centros”. En esta misma carta, Labra relataba sus esfuerzos para cons-
tituir una sociedad protectora de emigrantes, a la que atribuía especial importancia “tanto por su propia
naturaleza como porque me parece que la Unión Ibero-Americana está en crisis”. (IESJJA/LA, s.c., Carta
original mecanografiada de Rafael María de Labra a Rafael Altamira, Madrid, s/f, —3 pp. originales
mecanografiadas con membrete: Rafael M. de Labra, abogado—).
224
Gimeno (1852-1936) fue un notable médico, catedrático de Higiene en la UCM, miembro de la Real
Academia Española y político liberal. Fue diputado, senador y Ministro de Instrucción Pública y Bellas
Artes de los Gobiernos de López Domínguez, Vega de Armijo y Canalejas; Ministro de Marina con Ro-
manones y García Prieto; Ministro de Estado en 1916-1917; Ministro de Gobernación entre 1918 y 1919
y de Fomento entre 1919 y 1920.
225
AHUO/FRA, en cat., Carta original mecanografiada de Rafael Vehils a Rafael Altamira, Barcelona, 7-
X-1911 (2 pp., con membrete: Casa de América). En esta carta, Vehils se congratulaba por las disposicio-
nes del Ministro de Educación —por instigación de Altamira— para abrir los fondos del Archivo de Indi-
as, por lo que el catalán accedía a abandonar sus propias iniciativas y, a sugerencia del alicantino, de
suprimir esta cuestión del orden del día de la Asamblea.
226
AHUO/FRA, en cat., Carta original mecanografiada de Rafael Vehils a Rafael Altamira, Barcelona, 9-
IX-1911 (2 pp., con membrete: Casa de América). Al tiempo que Vehils remitía a Altamira los documen-
tos para la Asamblea Nacional de Sociedades Americanistas, lo presionaba gentilmente para que se com-
prometiera a acudir, quizás creyéndolo renuente ante las oposiciones que suscitaba este proyecto en el
gabinete.
227
San Pedro remitió una carta personal a Rahola y otra formal con la decisión negativa de la Junta Di-
rectiva de la Unión Ibero-Americana. San Pedro se manifestaba completamente de acuerdo con la deci-
sión de la Junta Directiva: “he de manifestarle que, no sólo estoy conforme con el acuerdo de la Directiva,
sino que diferimos todos en absoluto del criterio que informa muchos de los puntos comprendidos en el
«Proyecto de Bases estatutarias de la Federación de Sociedades y Corporaciones Americanistas» por Vds.
Redactado.” (AHUO/FRA, en cat., Copia de Carta mecanografiada de Faustino Rodríguez de San Pedro a
Federico Rahola, Madrid, XI-1911).

874
a la propia Casa de América228. Sus razones eran tan atendibles como ilustrativas del los
celos y el faccionalismo que también aquejaba al movimiento americanista:
“La representación semi-oficial de que disfruta la Unión Ibero-Americana, la coloca muy por en-
cima de cualquiera otros organismos que con su propia y particular significación hayan de crear-
se, por prestigiosas y meritorias que sean las personalidades que los forman. La obra de la Unión
ha tenido su centro en Madrid donde, lógicamente pensando, lo debe tener; puesto que, empresa
como la que esta Sociedad persigue, por su enorme magnitud requiere la cooperación eficaz de
los poderes públicos y el continuo e íntimo contacto con las representaciones más elevadas,
acreditadas en España, de las naciones con que pretendemos mantener íntima relación, y tal vez a
eso se deba en gran parte, lo fructífero del esfuerzo realizado, pues que, en cinco lustros, la ges-
tión de nuestro centro, analizada imparcialmente, representa la tarea de largos transcursos de
tiempo dedicado a un solo fin y sin objetos múltiples y varias aplicaciones, que por lo mismo de-
bilitan la muy principal acariciada por nosotros.” 229

El enfrentamiento entre la Casa de América y la Unión Ibero-Americana, del


cual Vehils informó prolijamente a Altamira230, no tuvo solución, pese al interés de Ra-
hola y a su propuesta a Rodríguez de San Pedro para que dirigiera la futura federa-
ción231.
Finalmente y pese a la polémica, entre el 16 y el 20 de diciembre de 1911 se ce-
lebró la Asamblea inaugural de la Federación de Sociedades y Corporaciones America-

228
Según lo confesado por la Casa de América en los membretes de su papelería su radio de acción era
ciertamente amplio: “Estudios americanistas, Relaciones Comerciales, Sección Diplomática, Montepío,
Biblioteca, Club”.
229
AHUO/FRA, en cat., Caja IV, Copia de Carta mecanografiada de Faustino Rodríguez de San Pedro a
Federico Rahola, Madrid, XI-1911.
230
Vehils remitió a Altamira copias de la correspondencia cruzada entre la Casa de América y la Unión
Ibero-Americana “por donde verá lo bien que esos Sres. Entienden sus intereses. Según nos han contado
buenos amigos el furor contra nosotros es grande, tanto más cuanto ya saben que nuestra convocatoria
está moviendo mucho a las Económicas y Cámaras y que todo previene a favor de nuestro esfuerzo. Vd.
como todos, ante esta suspicacia se preguntará ¿por qué? Y es posible que sonría, como nosotros también;
más, de todos modos, es amargo y doloroso que cuando alguien se propone popularizar y dar homogenei-
dad a un movimiento patriótico como es el nuestro, vengan los celos y recelos a empañar un poco el entu-
siasmo. Dígale esto porque ante los términos de la carta del Sr. San Pedro a Rahola, es muchísimo mayor
nuestro empeño de que venga Vd. a imponerse de cual es nuestro trabajo y cuáles son nuestros propósitos
—la mejor respuesta a ciertas reticencias” (AHUO/FRA, en cat., Caja IV, Carta original mecanografiada
de Rafael Vehils a Rafael Altamira, Barcelona, 25-XI-1911 —1 p. con membrete: Casa de América—).
231
“Me permito llamarle la atención sobre los temas propuestos, porque ellos prueban lo que en varias
ocasiones, por boca del Sr. Vehils o por comunicación escrita les hemos dicho, es a saber el gran respeto
y simpatía que esa «Casa» siente por toda la labor realizada con anterioridad a su fundación y el deseo de
todos nosotros de ir en perfecta armonía con la Unión, teniendo en cuenta lo que representa y su ya larga
existencia.” (AHUO/FRA, en cat., Caja IV, Copia mecanografiada de Carta de Federico Rahola a Fausti-
no Rodríguez de San Pedro, Barcelona, 21-XI-1911 —1 p.—). Para convencer a San Pedro, Rahola le
anticipaba que se le propondría ocupar la Presidencia efectiva del Comité Ejecutivo de la futura Federa-
ción, junto a Rafael María de Labra y Rafael Altamira, que detentarían las dos presidencias honorarias.
Estos conflictos produjeron inquietud en la Casa de América, e hicieron temer a Vehils por una eventual
defección de Altamira, que el catalán intentó conjurar manteniendo con él una fluida correspondencia
para que renovara su compromiso y gestionara la concurrencia a la Asamblea federativa del Ministro
Gimeno, de delegados de la Unión Ibero-Americana, del Centro de Cultura Hispano-Americana y de la
Universidad de Oviedo. Ver: AHUO/FRA, en cat., Caja IV, Carta original mecanografiada de Rafael
Vehils a Rafael Altamira, Barcelona, 15-XI-1911 (3 pp., con membrete: Casa de América); AHUO/FRA,
en cat., Caja IV, Carta original mecanografiada de Rafael Vehils y Federico Rahola a Amalio Gimeno,
Ministro de Instrucción Pública, Barcelona, 13-XI-1911 (2 pp., con membrete: Casa de América); y
AHUO/FRA, en cat., Caja IV, Carta original mecanografiada de Rafael Vehils a Rafael Altamira, Barce-
lona, 4-XI-1911 (5 pp., con membrete: Casa de América).

875
nistas cuyo orden del día preveía la aprobación de sus bases estatutarias232, la inscrip-
ción de entidades y la discusión de tres temas: la rehabilitación del Archivo General de
Indias —para honrar las gestiones de Altamira y las disposiciones de Gimeno, según
había dicho Vehils—, los tratados comerciales entre España y los países iberoamerica-
nos y la cuestión de las tarifas postales hispano-americanas233. Pese a los esfuerzos de
Rahola y Vehils la Asamblea habría descartado o postpuesto indefinidamente la consti-
tución de la Federación debido al cerrado boicot de la Unión Ibero-americana de Madrid
y la posición ambigua o poco decidida de los demás asistentes y allegados.
Más allá de la suerte de esta Federación, la Casa de América barcelonesa mantu-
vo iniciativas propias de las que se participó a Altamira, sin que este mostrara demasia-
do entusiasmo en involucrarse en ellas234. Una de estas iniciativas fue la organización de
un nuevo periplo sudamericano cuyo objetivo era desarrollar los lazos comerciales his-
pano-americanos. Para preparar el terreno, la Casa de América dirigió, como otrora la
Universidad de Oviedo, una circular a las colectividades españolas para presentar su

232
AHUO/FRA, en cat., Caja V, Federico Rahola, “Proyecto de Bases Estatutarias de la Federación de
Sociedades y Corporaciones Americanistas”, Barcelona, 12-X-1911 (impreso de 2 pp, firmado por Raho-
la como Presidente del Instituto de Estudios Americanistas de la Casa de América). Según este documen-
to, el objeto de la Federación “es robustecer y dar homogénea orientación a la vinculación ibero-
americana, a la par que crear un movimiento capaz de influenciar en tal sentido las tendencias y acuerdos
internacionales en que aquella se traduzca”. Su comité ejecutivo sería elegido entre los Presidentes de las
asociaciones adheridas, su sede sería itinerante coincidiendo con la sede de la asociación del quien Presi-
da la Federación, quien solventaría además los gastos que ésta ocasionara durante ese período. Existe
también un borrador mecanografiado de este documento: AHUO/FRA, en cat., Caja IV, “Proyecto de
Bases Estatutarias de la Federación de Sociedades Americanistas”, Barcelona, 7-X-1911 (6 pp. originales
mecanografiadas sin firma redactado por la Casa de América).
233
AHUO/FRA, en cat., Caja IV, “Orden del día de la «Asamblea» (4-XII-1911)”, s/l, s/f (2 pp. mecano-
grafiadas sin firma redactadas en Barcelona por la Casa de América). Entre los papeles de Altamira no se
hallan otras referencias a aquella asamblea de fecha más tardía al 27 de noviembre, cuando recibiera la
documentación para asistir, por lo que no puede precisarse el hecho de que finalmente asistiera él o algu-
no de los ministros involucrados. Ver: AHUO/FRA, en cat., Caja IV, Carta original mecanografiada de
Federico Rahola a Rafael Altamira, Barcelona, 27-XI-1911 (2 pp., con membrete: Casa de América y
anotación manuscrita: “Acuse de recibo de los documentos enviados y repetir que haré lo posible por
ir”).
234
No obstante en los archivos se conservan cartas de la Casa de América a Altamira que hablan de la
continuidad de sus contactos. En septiembre de 1914 Vehils le solicitaba que fuera “guía y director” de su
recomendado Carlos Badía Malagrida, sobrino de un consejero de la Casa de América en sus estudios de
leyes y en su vocación americanista; y le solicitaba el discurso de la inauguración de cátedra para publi-
carlo en el Mercurio. Ver: AHUO/FRA, en cat., Caja VI, Carta original mecanografiada de Rafael Vehils
a Rafael Altamira, Barcelona 26-IX-1914 (1 p. con membrete: Casa de América. Asociación Internacio-
nal Ibero-Americana. Dirección General) y AHUO/FRA, en cat., Caja VI, Carta original mecanografiada
de Rafael Vehils a Rafael Altamira, Barcelona, 5-X-1914 (1 p. con membrete: Casa de América. Asocia-
ción Internacional Ibero-Americana. Dirección General). Badía Malagrida se incorporó como alumno
libre y desarrolló una investigación sobre la Inquisición y la libertad de consciencia (AHUO/FRA, en cat.,
Caja VI, Rafael Altamira, 1914-1915. Trabajos de investigación encomendado,— 21 pp. originales ma-
nuscritas con numeraciones no correlativas—, Madrid, 1914-1915; y AHUO/FRA, en cat., Caja III, Ra-
fael Altamira, Diario de clase de Historia de las Instituciones políticas y civiles de América, curso 1914 a
1915, Madrid, 1914-1915 —Libreta con anotaciones originales manuscritas que recoge los cursos de
1914 a 1917—). Al margen de sus actividades, Badía Malagrida publicó hacia fines de 1914 en Mercurio,
un artículo elogioso titulado “Una nueva cátedra americanista en la Universidad Central”. Badía Malagri-
da también fue alumno de Altamira en el Instituto Diplomático y Consular y desarrolló una investigación
sobre la problemática geopolítica americana que luego se transformó en la tesis El factor geográfico en la
política sudamericana, premiada y editada por la Real Academia de Jurisprudencia.

876
programa, pedir solidaridades y apoyos para sus delegados. En este documento, la enti-
dad catalana declaraba que intentaba aprovechar la situación estratégica de España,
para demostrar al país, hasta qué punto era necesario regularizar las relaciones comer-
ciales con América y coordinar la propaganda de los ideales de confraternidad con el
trabajo intelectual, jurídico y mercantil.
Poniéndose bajo el padrinazgo intelectual de Rafael María de Labra y exhibien-
do el interés y apoyo oficial que había obtenido del Gobierno y del propio Alfonso XIII,
la Casa de América anunciaba a los “indianos” su propósito de dedicarse “al estudio, la
investigación, la propaganda de las cosas de América, a fin de solidarizarlas con nuestra
vida peninsular, y al aspecto económico, mercantil, concreto, de apoyo y fomento a toda
iniciativa que tienda al intercambio de productos entre la vieja Metrópolis y las flore-
cientes naciones” americanas235.
A principios de la década del ’20 y a propósito de la crítica del presupuesto
“americanista” oficial que realizara Altamira, la cuestión de la unificación del movi-
miento americanista suscitó nuevos debates acerca de la conveniencia de realizar una
unificación “desde arriba” o de propiciar una confluencia federativa de las diferentes
instituciones. En aquella oportunidad, Altamira —libre ya de las presiones políticas que
lo constreñían en 1911— pareció propiciar, primero, la solución centralizadora más
drástica y expeditiva; para luego rectificar declarando que no había pensado “ni por un
momento, en que las diferentes asociaciones americanistas que existen en España… se
fundan en una sola”, pese a que eso sería saludable desde un punto de vista presupuesta-
rio. La alternativa que quedaba era, pues, volver sobre el proyecto de una confederación
de instituciones, a cuya construcción Altamira llamaba a todos aquellos dirigentes que
aceptaran declinar sus resquemores y competencias, en pos de un trabajo común que
redundaría en beneficios para España236.
Esta intervención merecería la respuesta escéptica de Rafael Vehils, sorprendido
por el olvido de Altamira de la iniciativa confederal que impulsara la Casa de América

235
AHUO/FRA, en cat., Caja IV, Casa de América, “Alocución a los españoles de América”, Barcelona,
s/f (7 pp., originales mecanografiadas). La presidencia de la Casa de América, había solicitado a Altami-
ra “su valiosa firma de tan alta cotización espiritual en América” para lanzar esta convocatoria a los “es-
pañoles y españolizantes de América” para que “amparen y favorezcan la Misión Comercial y oficial que
viene organizando esta «Casa» y que saldrá en breve para Uruguay, Argentina, Brasil, Paraguay, Chile,
Perú y Bolivia” (AHUO/FRA, en cat., Caja IV, Carta original mecanografiada del Presidente de la Casa
de América a Rafael Altamira, Barcelona, 29-VIII-1912 —1 p., con membrete: Casa de América y firma
autógrafa ilegible—).
236
Rafael ALTAMIRA, “Una necesidad de nuestro americanismo”, en: Mercurio. Revista comercial Ibero-
americana, año XXI, nº 386, Barcelona, 2-VI-1921, pp. 122-123. Esta intervención merecería la respues-
ta entre elogiosa y molesta de uno de los directores de Mercurio y dirigente histórico de la Casa de Amé-
rica, Rafael Vehils, sorprendido por el olvido de Altamira de la iniciativa confederal que impulsara él
mismo junto a Federico Rahola diez años antes y que fracasara, recordemos, por la oposición de la Unión
Ibero-Americana. Vehils adhería a los propósitos unificadores de Altamira, si bien no estaba dispuesto a
resignar la pluralidad de expresiones territoriales e ideológicas de la doctrina americanista. Como testi-
monio de su compromiso con aquellos ideales y con dos lustros de experiencia acumulada, la Casa de
América de Barcelona anunciaba que habiéndose removido el obstáculo que impidió la unión en 1911,
había retomado las negociaciones con la Unión Ibero-Americana en abril de 1921 sobre la base del anti-
guo proyecto. Ver: Rafael VEHILS, “El Americanismo español. Un tópico que reverdece”, en: Mercurio.
Revista comercial Ibero-americana, año XXI, nº 386, Barcelona, 2-VI-1921, pp. 121-122.

877
diez años antes. Vehils seguía adhiriendo a los propósitos unificadores que ahora invo-
caba Altamira con pretensiones de originalidad, si bien no estaba dispuesto a resignar la
pluralidad de expresiones territoriales e ideológicas de la doctrina americanista. Como
testimonio de su compromiso con aquellos ideales y con dos lustros de experiencia
acumulada, los americanistas catalanes anunciaban, entonces, que habiéndose removido
el obstáculo que impidió la unión en 1911, retomarían las negociaciones con la Unión
Ibero-Americana en abril de 1921 sobre la base del antiguo proyecto federativo237.
Pero la falta de cohesión e influencia no sólo aquejaba al movimiento america-
nista español, sino también a las comunidades españolas en el extranjero que, pese a su
importancia capital para España, seguían siendo actores marginados de la política pe-
ninsular.
Para el alicantino los emigrantes no eran el único lazo de unión entre España y
los países americanos, pero sí el más poderoso. De allí que Altamira declarara que des-
de hacía años se esforzaba “por atraer la atención de los políticos hacia la necesidad de
preocuparse de nuestros emigrantes, satisfacer sus justas aspiraciones y utilizarlos, co-
mo utilizan a los suyos otros países de Europa, en algo más que suscripciones para fies-
tas o calamidades nacionales238.
Las comunidades de emigrantes nunca habían sido realmente escuchados por
Madrid y, pese a que se demandaba de ellas colaboración y significativos aportes mate-
riales, muchas veces habían sido afectadas en su equilibrio e integridad por decisiones
políticas temerarias e inconsultas.
Un ejemplo de estos desmanejos, había sido la torpe gestión del gobierno de Ca-
nalejas del asunto del centenario mexicano, que hicieron temer a Telesforo García por el
resurgimiento de las divisiones sectarias y facciosas entre los emigrados y por el dete-
rioro de su posición frente al gobierno de Porfirio Díaz.
Claro que para fortalecer estas comunidades era necesario promover la supera-
ción de la fragmentación institucional que caracterizaba al asociacionismo español. La
fórmula más eficaz para forjar aquella deseada unidad era, para Altamira como antes lo
había sido para Telesforo García, la concentración patriótica de sus diversos componen-
tes, tanto a escala nacional como continental239. Sólo el ideal aglutinante de un patrio-

237
Ibíd., pp. 121-122.
238
Rafael ALTAMIRA, España y el programa americanista, Op.cit., p. 28.
239
El consenso patriótico, era, para Don Telesforo él único acuerdo posible y deseable en una colectivi-
dad de emigrantes. Este era un tema particularmente importante para un republicano conservador y escru-
puloso como García que se había negado a comprometer su liderazgo en la tentadora empresa de “repu-
blicanizar” a la colonia española en México tal como se lo proponía, desde Buenos Aires, Rafael Calzada.
La fórmula patriótica apartidaria que siempre defendió y aplicó García —y que debe verse como la razón
de su pleno entendimiento con Rafael Altamira— parecía ser, en el contexto de una comunidad pequeña,
próspera y muy heterogénea como la de los españoles en México, la clave de un deseado equilibrio inter-
no. Así se lo testimoniaba al propio Canalejas en la carta con que pretendía persuadirlo para que no pusie-
ra en riesgo esa unidad patriótica enviando a Polavieja y haciendo un desplante a Porfirio Díaz: “En nues-
tro seno, desde hace muchos años, no hemos consentido que nazca y se desarrolle la planta política.
Dentro de la Patria cada uno sigue el partido más acomodado a sus inclinaciones; pero fuera de la Patria,
no somos, ni queremos ser, más que españoles. Por tal causa, con una población que no pasa de veinte mil
individuos hemos podido realizar cosas tan sorprendentes en bien del suelo que nos vio nacer. Para la
campaña de Cuba mandamos más de millón y medio de pesos. Para las inundaciones de Consuegra más

878
tismo mesurado y generoso podría superar las propensiones negativas de la estrecha,
individualista y cantonalista idiosincrasia española240.
Este interés por la unificación de la emigración española respondía a una certeza
que se había ido manifestando en Altamira a medida que sus proyectos americanistas se
estrellaban contra la inconmovible burocracia estatal. En efecto, el alicantino había co-
legido de la escasa receptividad de los gobiernos liberales y conservadores para con sus
propuestas que la suerte del americanismo como programa de acción y colaboración
socio-cultural no estaba tanto en los despachos políticos, como en las acciones que pu-
dieran desplegar en América las comunidades de emigrantes241.
Una prueba de ello habría sido la fundación de la ICE en Buenos Aires y la crea-
ción de la cátedra Menéndez y Pelayo que Altamira consideraba “uno de los mayores y
más acertados servicios a la causa patriótica por nuestros emigrantes a la Argentina y,
en especial, por el benemérito Dr. Avelino Gutiérrez”. Entusiasmado por la consolida-
ción de esta iniciativa privada —en la que se había comprometido el amplio sector de la
colectividad que respondía a los Calzada242— Altamira declaraba que este modelo era

de cien mil pesos. Para las de Andalucía y Cataluña trescientas mil pesetas. Para los heridos de Melilla
una cantidad igual. Y, para que en el centenario de la Independencia de México, de España la nota de la
más elevada cultura, en aquello en que pueda darla, proyectamos la actual Exposición de Bellas Artes y
Artes Decorativas, que nos costará también más de cien mil pesos. Hemos gestionado que en el más her-
moso paseo de esta Capital se levante un grandioso monumento a Isabel la Católica y el Gobierno, no
sólo se hace cargo del asunto con nuestra cooperación, sino que el ilustre Presidente de la República,
como un testimonio de cariño a España, ha ofrecido todo cuanto sea necesario para que tal monumento
deje enteramente satisfechos a mexicanos y españoles. Llevamos, pues, muchos años de estar preparando
el terreno para alcanzar una situación que, bajo el punto de vista moral, coloca a México en algo como
una prolongación de la Patria Española... Así se explica mi temor de verla comprometida.” (IESJJA/LA,
s.c., Copia de la carta de Telesforo García a José Canalejas y Méndez, México, 4-VIII-1910).
240
Altamira llamaba la atención de las comunidades de emigrantes instándolas a “constituir la Unión o
Federación de las colectividades españolas de América, comenzando por iniciar una relación íntima y un
cambio de ideas y aspiraciones entre todas. Ese es el camino del verdadero patriotismo; y si la palabra se
cree demasiado idealista, de la verdadera conveniencia” (Rafael ALTAMIRA, España y el programa ame-
ricanista, Op.cit., p. 35).
241
Fernando Devoto llamó la atención acerca de que los grupos dirigentes españoles —“encolumnados
detrás de una idea mucho más institucional de su acción” respecto del Estado español y del Estado argen-
tino, que sus homólogos italianos—, canalizaron sus mayores esfuerzos “hacia lograr un reconocimiento
de la «hispanidad» (aunque ella fuese la regeneracionista) que hacia otra cosa. Mucho más hicieron, en
este punto los españoles (quizás porque se percibían ahí más débiles) para promover la visita de figuras
relevantes de la ciencia y cultura españolas, desde Rey Pastor hasta Pí y Margall, desde Rafael Altamira
hasta Ramón Méndez Pidal, para que exhibiesen cómo España estaba plenamente en la modernidad, a la
vez que tenía mucho para enseñar a los argentinos. Con ese propósito específico, que incluía relaciones
fuertes con las universidades de Buenos Aires y La Plata, fundaron la Institución Cultural Española en
1914.” (Fernando DEVOTO, Historia de la Inmigración en la Argentina, Buenos Aires, Editorial Sudame-
ricana, 2003, pp. 316 y 317).
242
Luis Méndez Calzada participaba activamente de la iniciativa. En una carta dirigida a Altamira en la
que le relataba el éxito del primer profesor visitante Menéndez Pidal, Méndez Calzada le relataba que la
ICE había empezado su tarea con “aplauso general” y que en aquel momento estaba preparando la impre-
sión de los estatutos. Según le relataba el emigrado, se preveía que en 1916 pudieran llegar nuevos confe-
renciantes: “tenemos una organización consistente en solicitar una terna a la Junta de Ampliación de
Estudios. Una idea del Dr. Gutiérrez, para evitar las susceptibilidades que pudieran surgir de ponerse en
relación directa con determinados candidatos. Si la Junta procede con celo y con buenos deseos patrióti-
cos, como es seguro, dadas las personas que la forman, seguiremos teniendo por aquí hombres españoles
de valer.” (AHUO/FRA, en cat., Caja IV, Carta original manuscrita de Luis Méndez Calzada a Rafael
Altamira, Montevideo, 13-XII-1914).

879
sumamente efectivo y debía ser aplicado en otros países, complementado otros sistemas
formalmente vigentes:
“Considero que, hoy por hoy, esta es la forma más práctica de colaboración y fraternidad intelec-
tual con los países americanos de habla castellana, caso aparte de lo que significan las pensiones
de viaje, que no me cansaré nunca de recomendar a nuestra juventud estudiosa y a nuestra JAE,
demasiado remisa en concederlas, no se aún bien por qué error de apreciación, o por qué injusti-
ficado recelo.” 243

Los años transcurridos demostraban que, pese a su gran aceptación, el ideal de


intercambio universitario se topaba con dificultades de organización y de aplicación
presupuestaria muy importantes, aun cuando el llamamiento individual de profesores o
la fundación de cátedras en centros exteriores o instituciones independientes fueran cada
vez más corrientes. En este contexto, la creación de cátedras españolas —pagadas con
fondos oficiales o privados— en las universidades extranjeras se mostraba como un
instrumento formidable para regularizar la presencia intelectual española.244.
Altamira verificaba que pese a su capital importancia, la labor de la ICE era po-
co conocida en España por culpa del “excesivo «interiorismo»” de la JAE que llevaba
sus negocios de intercambio —este incluido— casi en secreto245.
Comentando la conferencia dada por Gutiérrez en la Residencia de Estudiantes
de Madrid, Altamira informaba al público español que la ICE costeaba una cátedra es-
pañola modelo en la UBA, ocupada alternativamente por los profesores peninsulares
oportunamente seleccionados por la JAE. La importancia de esta cátedra radicaba en
que a través de ella se había logrado la regularización de la presencia académica españo-
la predicada por la Universidad de Oviedo y desatendida en reiteradas oportunidades
por el Estado español:
“Antes de esa fundación, la presencia en la Argentina de profesores españoles y su actuación en
las Universidades de aquel país quedaba al azar de una ocasión fortuita, o al arranque (no fácil de
repetir) de una Universidad como fue la de Oviedo. Pero como ni nuestras Universidades, ni
nuestros numerosos Gobiernos, habían sabido (o querido) implantar el intercambio que desde
1910 se les predicaba, la continuidad, único hecho eficaz en esas actuaciones, no existía, y aun
era de temer que se perdiese todo contacto personal entre el mundo universitario español y el su-
damericano. La Institución cultural ha sistematizado y hecho permanente y seguro ese contacto.
Ahora ya puede ir todos los años a Buenos Aires un profesor español para explicar cursos de lec-
ciones de su especialidad y vivir en el medio universitario porteño.” 246

Para 1915, la Institución se había extendido a Montevideo y Santa Fe y Altami-


ra preveía que pronto cada Universidad rioplatense podría tener una cátedra española
dictada por un profesor español haciendo realidad lo que hasta entonces había parecido
la utopía de unos pocos:

243
Rafael ALTAMIRA, España y el programa americanista, Op.cit., p. 52.
244
Ibíd., pp. 54-55. Para cubrir estas cátedras en países de otro idioma, Altamira consideraba imprescin-
dible que el profesor conociera y hablara el idioma del país y que se cumpliera un requisito básico de
“españolismo” tanto en las materias de estudio, como en el espíritu patriótico que debía reflejarse en una
conducta leal para con España.
245
Rafael ALTAMIRA, La Política de España en América, Op.cit., p. 97.
246
Ibíd., pp. 97-98.

880
“Eso es lo que inició la Universidad de Oviedo en 1909 y lo que entonces se hubiera podido con-
seguir si los Gobiernos españoles hubiesen comprendido la trascendencia de las relaciones do-
centes. Por fortuna la han comprendido los emigrantes españoles. Una vez nuestros «indianos»
han visto de una manera práctica dónde está nuestro interés espiritual y han sabido servirle.” 247

Altamira sentía legítima satisfacción al ver cómo la comunidad española había


reunido en poco tiempo el capital necesario para poner en marcha esta iniciativa “que
vengo divulgando hace años”, presentándola en España ante muchos de los que, pre-
viamente, se habían mostrado escépticos o displicentes frente a su propia prédica. In-
dudablemente, el alicantino veía en el reconocimiento que se tributaba a Gutiérrez —un
americanista práctico—, una reivindicación personal y grupal que confirmaba, además,
sus propias ideas acerca de la rectificación de la hispanofobia americana y del avance
del medio intelectual hispanoamericano respecto “de los valores científicos de la cultura
moderna”248:
“Sería inexacto afirmar que mediante la cátedra fundada en la Universidad de Buenos Aires por
la Sociedad Cultural Española, han aprendido los argentinos la existencia de una España que no
sospechaban. Años antes esa existencia les había sido ya revelada: primero, por obra de los mis-
mos «indianos» que aprovechaban todas las coyunturas para difundir en aquel país el conoci-
miento de lo bueno que en el orden intelectual aquí se produce (¿bastará el recuerdo de Atienza y
Medrano, entre los que ya no viven?); luego, por el patriotismo de hombres que fueron allá a di-
vulgar, más que una obra propia, la de los compatriotas que merecían ser conocidos, estimando
que si la leyenda del carnero blanco en el rebaño negro puede halagar la vanidad de los que tie-
nen la desgracia de contarla entre sus defectos, el verdadero españolismo y el culto a la justicia
obligan a desvanecerla.” 249

La ICE habría prestado “un enorme servicio acudiendo al remedio de un mal que
ya en 1910 se veía venir: el abandono de las iniciativas anteriores; la falta de continui-
dad de los esfuerzos de unos pocos”. Con la cátedra “Menéndez y Pelayo”, se había
asegurado, pues, esa continuidad, concretando rápidamente sin complicaciones burocrá-
ticas ni recelos ideológicos o facciosos “lo que probablemente a estas horas aún no
habrían ni esbozado siquiera nuestros Gobiernos”250.
Esta identificación plena con el proyecto de Gutiérrez y su entorno haría que Al-
tamira no prestara demasiada atención a las quejas de un catalán inconformista como el
catedrático de idioma y literatura del Colegio Nacional, Ricardo Monner Sanz251. Este

247
Ibíd., p. 98.
248
Ibíd., p. 99.
249
Ibíd., pp. 105-106.
250
Ibíd., p. 106.
251
Durante la estancia de Menéndez Pidal, Monner Sanz le escribía para ponerlo al tanto de la presencia
de intelectuales españoles en el Plata, aun cuando no dejaba pasar la oportunidad de descalificar a los
dirigentes de la colonia con los que estaba enfrentado. Monner Sanz comentaba que Menéndez Pidal —
traído de España por la Cátedra Menéndez y Pelayo— “vivió aquí secuestrado por los vínculos inútiles
del Club [Español]” mostrándose sorprendido de que “un hombre de su talento no acertase a distinguir el
oro del oropel”, se dejara capturar por ese “núcleo de ineptos tenderos españoles” y desatendiera otras
relaciones. Ver: AHUO/FRA, en cat., Caja IV, Carta original manuscrita de Ricardo Monner Sanz a Ra-
fael Altamira, Buenos Aires, 2-I-1915 (3 pp., con membrete iniciales RMS superpuestas). Monner Sanz
no olvidaba recordarle a Altamira que “en Buenos Aires dejó un gratísimo recuerdo y son muchos los que
desearían su retorno”. Altamira, fuertemente vinculado a los dirigentes de la colonia y celoso guardián de
sus propias ideas, había discrepado de algunos juicios de Monner Sanz acerca del americanismo y del
movimiento intelectual español en su libro Viaje a España. En su respuesta personal, Monner Sanz se

881
activo católico, polígrafo y polemista era asociado y dirigente de la Academia Literaria
del Plata, mantenía con el alicantino una correspondencia bastante fluida desde antes de
su paso por Buenos Aires252.
Más allá de su creciente compromiso con la sociedad civil y los emigrantes, Al-
tamira también canalizó sus iniciativas americanistas a través de las diferentes institu-
ciones académicas en las que obtuvo responsabilidades desde 1910. La maratón acadé-
mica de Altamira en América dio paso, como vimos, a su ascenso personal, a costa de la
postergación de muchos de sus proyectos y de sus ambiciones de convertirse en un refe-
rente oficial de la política americanista. En todo caso, los tres años siguientes al retorno
fueron muy intensos para el alicantino, que vio como sus actividades se diversificaban
notablemente, desde que aceptara finalmente —por consejo de Giner de los Ríos— la
máxima autoridad en el área de la educación primaria.
Estas responsabilidades político-pedagógicas lo apartaron del ejercicio de la cá-
tedra en Oviedo, pero no le alejaron de los foros científicos. Altamira no dejó de asistir
durante aquel período a primer Congreso Internacional de Paidología de Bruselas
(1911), al XVIIIº Congreso Internacional Americanista de Londres (1912) y al Congre-
so Internacional de Ciencias Históricas de Londres (1913).

disculpaba de algunos errores y desaires involuntarios pero se ratificaba tanto en su ponderación del Cen-
tro de Cultura Hispanoamericana de Madrid —sin dejar de valorar a la Unión Ibero-Americana y a la
Casa de América—, como en lo que concernía a sus “excesivos” elogios para con la intelectualidad espa-
ñola: “Bien puede ser que mirado en conjunto haya en aquel discurso exceso de elogios, pero a su claro
criterio no se ocultará que escribo en país extranjero, y que soy español, muy español, de los buenos —
modestia aparte— de los que trabajan con ahínco para dar a conocer a nuestros hombres de talento. Ahí
está mi labor de cinco lustros, que quizás un día mi hijo recopile para demostrar que no fui ni exclusivis-
ta ni sectario: me ha bastado saber que el pensador, el escritor era español para presentarlo a estas gentes,
quizás hiperbólicamente ¡qué importa! A fin de popularizar su nombre y sus obras. Recuerde mis artícu-
los en La Nación en 1890 sobre «La novela española contemporánea», publicados después en forma de
folleto. Hoy pasado tantos años, afinado el gusto, en mi foro interno haría algunas salvedades; en público,
ninguna.” (AHUO/FRA, en cat., Caja IV, Carta original manuscrita de Ricardo Monner Sanz a Rafael
Altamira, Buenos Aires, 20-V-1915 —8 pp.—).
252
Entre los papeles de Altamira se conservan algunos documentos que testimonian la temprana relación
entre Monner Sanz y Altamira y el intercambio de publicaciones que mantenían. Ver: AHUO/FRA, en
cat., Caja IV, Carta original manuscrita de Ricardo Monner Sanz a Rafael Altamira, Buenos Aires, 1-IV-
1908 (2 pp. en papel cuadriculado). En esta carta el catalán acusaba recibo de Cosas del día, que comen-
taría en El Diario Español de Buenos Aires y cuyo impreso remitiría aclarándole que “le admiro a Vd.
mucho, pero mi admiración no me domina al extremo de que acepte todas sus ideas” (AHUO/FRA, en
cat., Caja IV, Carta original manuscrita de Ricardo Monner Sanz a Rafael Altamira, Buenos Aires, 13-V-
1908 —2 pp.—). Durante la estancia de Altamira en Argentina ambos españoles mantuvieron cierto con-
tacto aunque menor del que hubiera podido esperarse. En este sentido, quizás no haya sido casual el que,
pocos días antes de su partida, Monner Sanz reclamara para sí, el honor de haberlo presentado a la socie-
dad rioplatense cuando no se lo conocía: “Si V. recuerda el cariño con que he leído, saboreado y estudia-
do cuanto brotara de su pluma, y cómo hablé de V. en estas tierras, muchos años atrás, comprenderá con
qué satisfacción he de haber visto que el aplauso sincero y entusiasta, confirmara afirmaciones que, por
ser de humilde vocero, se habían, quizás, olvidado.” (IESJJA/LA, s.c., Carta original manuscrita de Ri-
cardo Monner Sanz a Rafael Altamira, Buenos Aires, 14-X-1909 —2 pp.—). De todas formas, Monner
Sanz sirvió de contacto entre Altamira y la Academia Literaria del Plata, que le designara miembro hono-
rario y le requiriera una conferencia especial para el 30-VIII-1909, que el visitante no podría dictar por
encontrarse en gira por las provincias del Litoral junto a Rómulo S. Naón. Ver: IESJJA/LA, s.c., Carta
original de Ricardo Monner Sanz a Rafael Altamira, Buenos Aires, 4-VIII-1909 (2 pp. con membrete R.
Monner Sanz) y IESJJA/LA, s.c., Carta original de Vicente Gambón a Rafael Altamira, Buenos Aires, 9-
VIII-1909 (2 pp.).

882
Tampoco abandonó Altamira su rol de conferencista internacional. En octubre
de 1912 viajó a Houston, Texas, para asistir al acto inaugural del Rice Institute, un esta-
blecimiento libre de enseñanza superior dirigido por el matemático y pedagogo Edgar
Odell Lovett (1871-1957), quien le encargara conferencias sobre Filosofía de la historia
e historia colonial española. Ya en EE.UU., Altamira fue invitado por la Academia Na-
val de Anápolis y por la Universidad John Hopskins, donde dictó conferencias sobre
historia española. Debido a sus nuevas experiencias, la problemática pedagógica general
y elemental se sumó a sus tradicionales intereses por la metodología histórica, el dere-
cho consuetudinario y la historia americanista. Así, el alicantino dedicó buena parte de
sus publicaciones a estos temas253 e inauguró en 1913 el Centre d’etudes franco-
hispaniques de la Sorbona disertando con notable repercusión acerca de “Los últimos
progresos de la enseñanza pública en España”.
Durante este período Altamira rescató y adaptó algunas de sus antiguos proyec-
tos de colaboración intelectual hispano-americana, aplicándolos en otros contextos, a
los que ahora accedía gracias a sus nuevas competencias y dedicaciones. Así, el alican-
tino, movido por su inconmovible patriotismo y por los mismos ideales hispanistas, no
dudó en recomendar la fundación de un Centro español en Francia destinado a la inves-
tigación y difusión cultural; y la firma de un convenio hispano-francés para regularizar
el intercambio de docentes universitarios254. En este mismo sentido, Altamira impulsaría
instituciones privadas o mixtas, cuyas competencias las hacían instrumento de una nue-
va política cultural de cara al extranjero, como la Liga Cervantina Universal. Esta aso-
ciación, que Altamira presidiría desde 1912, había sido fundada para promover la crea-
ción de escuelas españolas en los países anglo o francoparlantes con presencia
significativa de ciudadanos hispanos y para difundir el idioma y la cultura nacionales,

253
Altamira publicó el discurso que pronunciara en la ceremonia de su incorporación a la Academia de
Ciencias Morales y Políticas y que contestara el académico Amós Salvador y Rodrigáñez. Ver: Rafael
ALTAMIRA, Problemas urgentes de la primera enseñanza, Madrid, Academia de Ciencias, Imprenta Asilo
de Huérfanos, 1912; ID., Memorias de la Dirección General de Primera Enseñanza (1911), Madrid,
1912; e ID., Memoria de la Dirección General de Primera Enseñanza (1912), Madrid, 1913.
254
Altamira pronunció esta conferencia el 14 de febrero de 1912, inaugurando las actividades de un Cen-
tro —ideado por el ingeniero español Ibáñez del Íbero y en cuyo comité de patronato figuraban Lavisse,
Aulard, Seignobos y Durkheim entre otros notables intelectuales—, destinado a organizar conferencias y
cursos de literatura, historia y arte españoles. Este centro contaba con el apoyo del Rector, quien le cede-
ría uno de los anfiteatros universitarios, una biblioteca especializada y una oficina de investigación cientí-
fica. Durante esta estancia, Altamira obtuvo la información necesaria para presentar unos meses después
al Ministro de Instrucción Pública español, un proyecto por él encargado, para establecer en París un
centro o Instituto español. Este centro no podía emular a la Casa Velásquez de Madrid, fundada por las
Universidades de Burdeos y Tolosa para brindar apoyo a los investigadores franceses de la cultura espa-
ñola; sino que debería constituirse como un ente de difusión hispanista capaz de disipar las leyendas ne-
gras, reunir materiales útiles para escribir la historia española; colaborar con los hispanistas franceses;
asistir a los pensionados españoles presentes en la Ciudad Luz y facilitar materialmente una corriente de
intercambio universitario con el país vecino “iniciado en 1909 por la Universidad de Oviedo”, luego casi
abandonada y ahora necesitada de un convenio intergubernamental para afianzarse. Para Altamira, este
Instituto español no debía conformarse para competir con el Centro de estudios franco-hispánicos de la
Universidad de París sino para colaborar y complementarse con él. Ver: AHUO/FRA, en cat., Caja V,
Copia mecanografiada del Informe de Rafael Altamira al Ministro de Instrucción Pública de España,
acerca del establecimiento de un Centro o Instituto español en París, Madrid, mayo de 1913 (15 pp.).

883
remedando el viejo proyecto de escuelas de emigrantes pensadas para dar educación
española a las colonias de Argentina, Uruguay, México y Cuba.
Si bien el perfil americanista de Altamira no se vio amenazado, indudablemente
se resintió en alguna medida, si comparamos los excepcionales logros anteriores a 1911.
Pero esta situación sería pasajera. En septiembre de 1913, Altamira renunciaría a su
cargo en Primera Enseñanza acosado, como hemos visto, por influyentes sectores cató-
licos y desautorizado por el Ministro Ruiz-Giménez.
Esta renuncia no sería, sin embargo, un salto al vacío. En efecto, el presidente
conservador Eduardo Dato255, al parecer respondiendo a un pedido de Alfonso XIII a
favor de uno de sus republicanos favoritos, dispondría que su Ministro de Instrucción
Pública, Francisco Bergamín García256 creara por la R.O. del 23 de junio de 1914, una
cátedra de Historia de las Instituciones políticas y civiles de América en el área de doc-
torado de la Facultad de Derecho y de Filosofía y Letras de la UCM. Esta plaza, sería
adjudicada, obviamente, a Rafael Altamira —luego de cumplir las formalidades del
concurso de méritos, por supuesto— por la R.O. del 20 de julio, en reconocimiento de
su autoridad intelectual, de sus vinculaciones con la intelectualidad americana y de sus
logros en materia americanista. Así, pues, a cuatro años de su periplo, el alicantino co-
sechaba sus últimos y más sólidos réditos257, haciéndose con una cátedra especializada y
capitalizando personal y académicamente, gracias a su perfil político moderado y a las
simpatías que supo despertar en el monarca, en los políticos liberales e incluso entre
ciertos conservadores “regeneracionistas”.

255
El abogado y político gallego Dato Iradier (1856-1921), fue uno de los regeneracionistas conservado-
res más notables. Desde 1895 apoyó a la minoría conservadora de Francisco Silvela y Raimundo Fernán-
dez Villaverde. Después del Desastre y durante el gobierno de Silvela ocupó, en 1899, el Ministerio de
Gobernación desarrollando un plan de reformas laborales en el área de accidentes de trabajo. En 1902 fue
Ministro de Gracia y Justicia. Durante la gestión de Maura fue Alcalde de Madrid y presidente del Con-
greso. En 1910, Dato fue designado miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. Entre
1913 y 1915 sucedió en el gobierno al liberal Romanones. Durante su gobierno “liberal-conservador”, los
partidarios de Maura quebraron el partido. En 1915, fue sustituido por Romanones que siguió su política
neutralista en la Primera Guerra Mundial y en 1917, volvió fugazmente a la Presidencia sucediendo a
García Prieto y debiendo enfrentar huelgas generales, presiones militares y agitaciones callejeras. Ese
mismo año, luego de su caída, fue Ministro de Estado de García Prieto en el “gobierno de concentración”.
En 1920 volvió a formar gobierno y dio un gran impulso a la legislación social (ley de alquileres, funda-
ción del Ministerio de Trabajo, creación de Juntas de Fomento y Casas Baratas, ley de Seguro Obligatorio
y creación de una Comisión Permanente de Trabajo y Legislación Social en las Cortes, se legalizó la
Confederación Nacional del Trabajo). El 8 de marzo de 1921 fue asesinado por anarquistas en Madrid.
256
El poeta, periodista y profesor de Derecho Mercantil, Bergamín García (1855-1937) fue elegido dipu-
tado por el partido conservador en varias ocasiones, adscribiendo a la facción de Romero Robledo. Fue
Subsecretario del Ministerio de Ultramar, Director General de Hacienda y Vicepresidente del Congreso
de los Diputados. En 1913 fue nombrado Ministro de Instrucción Pública por Eduardo Dato; en 1914 fue
designado senador vitalicio; en 1919, fue nombrado por Maura, Ministro de la Gobernación y con Sán-
chez Guerra ocupó la cartera de Hacienda (1922) Bajo la dictadura de Primo de Rivera mantuvo su in-
transigencia en la línea de Sánchez Guerra. También fue miembro y presidente de la Real Academia de
Jurisprudencia.
257
A mediados de 1911, Altamira había recibido otro beneficio diferido de su viaje americano,
cuando el gobierno mexicano le remitiera el diploma que acreditaba la concesión del doctorado
honorario por la recientemente fundada Universidad Nacional de México. Ver: IESJJA/LA, s.c.,
Carta original manuscrita de J.A. de Beistegui a Rafael Altamira, Madrid, 28-VII-1911 (2 pp.,
con membrete: Legación de México en España).

884
Altamira creía que esta intervención del Estado daba nuevo impulso al “gran
movimiento de atención” americanista que se produjo en 1910 y que había tenido algu-
nos efectos políticos por el interés del partido liberal gobernante. Pese a aquel buen co-
mienzo, ese esfuerzo se había diluido en unos años por la falta de empuje de las “clases
directoras” políticas e intelectuales, que no sentían “el problema americanista con la
intensidad necesaria para poner grandes energías a su servicio”258. Así, el alicantino qui-
so ver en la creación de esta cátedra “una prueba de que el gobierno español va perca-
tándose de la trascendencia que para nosotros tiene el estudio de América y, en general,
la corriente americanista” 259.
Optimista, esperaba que esta cátedra se constituyera en un escalón preparatorio
para el envío de pensionados superiores a América, del cual saliera, además, un núcleo
de profesionales, investigadores y docentes superiores capaz de encauzar científicamen-
te las relaciones hispano-americanas y de resolver problemas reales como el de la “emi-
gración irreflexiva” que empobrecía a España y perjudicaba a América.
Altamira, que, en esencia, seguía siendo un docente e investigador universitario
sin marcadas ambiciones políticas obtenía, de esta forma, una plataforma universitaria
formidable para proseguir sus estudios, expandir sus contactos con el mundo intelectual
americano y formar a nuevas generaciones de investigadores, desde un centro prestigio-
so y más poderoso que el ovetense. Sin embargo, su lectura política del evento estaba
más cerca de una expresión de deseos que de la observación descarnada de la realidad:
era Altamira antes que el americanismo el que era reconocido y apuntalado con la ins-
tauración de la cátedra madrileña.
El alicantino tenía, sin dudas, muchos motivos para sentirse personalmente satis-
fecho, a no ser porque este inusual reconocimiento oficial a sus logros y perseverantes
sugestiones, eran la contrapartida de un visible estancamiento del programa americanis-
ta a nivel de la gran política y de la marginación de los intelectuales de aquellos ámbitos
de decisión que afectaban a las relaciones hispano-americanas. Pese a las satisfacciones
legítimas que debió producir a su beneficiario, este reconocimiento público de su auto-
ridad intelectual y la demostración de la alta estima que se le tenía en los círculos del
poder, tenía, al menos simbólicamente, algo de dulce destierro. Un destierro “académi-
co” que alejaba convenientemente de la política práctica a uno de los mentores del re-
alineamiento de la política exterior española después de 1898, ciñéndolo a una actividad
netamente intelectual y pedagógica.
Desde entonces y hasta 1936 en que se jubilara, la cátedra madrileña sería la ba-
se principal desde la cual Altamira desplegaría sus actividades americanistas, centradas,
desde entonces, en la investigación histórico-jurídica y en la formación de recursos
humanos260.

258
Rafael ALTAMIRA, “La Historia de las instituciones políticas de América en la Universidad de Ma-
drid”, en: La Reforma Social, Madrid, diciembre de 1914, p. 5.
259
AHUO/FRA, en cat., Caja SO VI, Recorte de prensa, Rafael ALTAMIRA, “Una nueva cátedra ameri-
canista”, en: Diario de Alicante, año VIII, nº 2319, Alicante, 21-XII-1914.
260
Rafael ALTAMIRA, “Trece años de labora americanista docente”, en: Unión Ibero-Americana, Publica-
ciones de la Revista de las Españas, nº 5, Madrid, X-XI de 1926.

885
Los ocho primeros cursos, dictados entre 1914 y 1923 fueron dedicados al estu-
dio de la historia de los países derivados de la colonización española desde el siglo XV
hasta la actualidad, dedicando dos cursos especiales a la historia de los EU.UU.261, dos a
la de la República Argentina262. Los cursos entre 1923 y 1927 fueron dedicados a Brasil
y México (1923-24); a la problemática y bibliografía americanista y a las instituciones
cubanas (1924-25); a los orígenes históricos e ideológicos del Derecho constitucional
americano, con mayor atención a EE.UU., Argentina y Venezuela (1925-26) y al estu-
dio comparado del Derecho constitucional de todos los países americanos (1926-27)263.
Desde 1927, Altamira descargaría responsabilidades en su antiguo alumno y ahora pro-
fesor auxiliar Santiago Magariños Tores264. El curso 1927-28 fue dictado mayormente
por su joven colega, debido a sus obligaciones en el Tribunal de La Haya y trató de co-
lonialismo español e inglés en América, además de un cursillo dictado por Altamira
sobre la Conferencia Panamericana de La Habana265 y el del curso 1928-29 se dedicó a
la codificación y unificación del Derecho americano266. Desde 1930, el tema desarrolla-
do por Magariños en 1927 fue adoptado como parte general de casi todos los cursos,
como el de 1929-30267; el de 1931-32, en que Altamira se centró en labores de tutoría y

261
Uno de esos cursos fue dictado en el período 1918-1919. Ver: AHUO/FRA, en cat., Caja VII, Rafael
Altamira, Curso de 1918 a 1919, Instituciones políticas de los Estados Unidos (Resumen de las primeras
explicaciones sobre esta materia en el expresado curso), Madrid, 1918-1919 —34 pp. originales mecano-
grafiadas—.
262
Uno de esos cursos fue dictado en el período 1921-1922. Ver: Rafael ALTAMIRA, “Trece años de labo-
ra americanista docente”, en: Unión Ibero-Americana, Revista de las Españas, Op.cit., pp. 207-217. Para
la referencia consultar su publicación como separata en la serie, Unión Ibero-Americana Publicaciones de
la Revista de las Españas, nº 5, Madrid, 1926, p. 214. Pese a la importancia que se dio a la Argentina en
los programas de Altamira, pocos trabajos se hicieron sobre su historia en comparación a los que atendían
a México, EE.UU., Brasil o Perú. Entre ellos, Altamira recordaba los de Fernández Prida, “Código civil
argentino” (curso 1918-19); Manuel Rosende, “Las obligaciones en Derecho argentino” (curso 1923-24);
Eleuterio Adrados y Adrados, “Carácter de la Constitución argentina en punto a la Federación (curso
1924-25 y 1925-26) y José Casares Mosquera, “Rivadavia y Quiroga: el porteño y el gaucho”. Al margen
de estas investigaciones, Altamira encargó a sus alumnos del curso 1921-22 el estudio crítico “de libros
modernos sobre la Argentina, de autores de aquella Nación y españoles”. Entre los libros estudiados esta-
ban El juicio del siglo y El Senado federal de Joaquín V. González, Facundo de Domingo F. Sarmiento,
Bases y puntos de partida… Juan Bautista Alberdi, y libros no individualizados de Enrique Rivarola,
Roberto Levillier, José Ingenieros y Adolfo Posada (AHUO/FRA, en cat., Caja V, Rafael Altamira, Curso
1921-1922 —Libreta de clase de la cátedra de Historia de las Instituciones Políticas y civiles de América
con puntes originales manuscritos de los cursos dictados entre 1920 y 1923—).
263
Rafael ALTAMIRA, “Trece años de labora americanista docente”, en: Unión Ibero-Americana, Revista
de las Españas, Op.cit., pp. 214-215.
264
Magariños fue alumno de los cursosde 1923-24 y oyente en el de 1926-27. Magariños fue miembro
del Instituto de Derecho comparado Hispano-portugués-americano y publicaría su tesis bajo el título La
cuestión agrícola en México, Madrid, 1932 y más tarde emigraría a Venezuela donde sería designado
profesor de la Universidad Central.
265
AHUO/FRA, en cat., Caja V, Rafael Altamira, Curso de 1927 a 1928 en: Libreta de clase de la cátedra
de Historia de las Instituciones Políticas y civiles de América con puntes originales manuscritos de los
cursos dictados entre 1926 a 1934.
266
AHUO/FRA, en cat., Caja V, Rafael Altamira, Curso de 1928 a 1929 en: Libreta de clase de la cátedra
de Historia de las Instituciones Políticas y civiles de América con puntes originales manuscritos de los
cursos dictados entre 1926 a 1934.
267
AHUO/FRA, en cat., Caja V, Rafael Altamira, Curso de 1929 a 1930 en: Libreta de clase de la cátedra
de Historia de las Instituciones Políticas y civiles de América con puntes originales manuscritos de los
cursos dictados entre 1926 a 1934. Durante este curso, Altamira debió suspender sus clases por sus com-

886
orientación metodológica de los trabajos de investigación de sus alumnos268 y el de
1932-33 en que se repartió el tema general entre el adjunto, encargado de la parte anglo-
sajona y el catedrático, responsable de la española269. El curso de 1930-31, también
compartido con Magariños por cuestiones de salud, Altamira dictó cátedra acerca del
“Balance de la civilización jurídica americana” y su ayudante sobre “Problemas actuales
de América”, desde un punto de vista general y particular de cada país270. El curso 1933-
34 trató sobre la evolución histórica americana y los problemas comunes de España y
Latinoamérica271. El curso 1934-35, fue dividido entre Magariños, encargado del tema
general “Lectura y comentarios de la Política Indiana de Juan de Solórzano Pereyra” y
Altamira, encargado del tema “Teoría de la institución de Derecho” y del trabajo de
seminario de investigación272; estructura repetida en el último curso dictado entre 1935 y
36 antes de la jubilación del alicantino273 y en el que se incorporaron como ayudante, su
ex alumno y futuro catedrático Juan Manzano y Manzano.
Esta cátedra de postgrado de curso optativo atrajo, por supuesto, a público diver-
so; en parte interesado en cumplir un requisito formal para obtener un título habilitante
para la docencia superior, en parte deseoso de prolongar su período de formación y, en
parte también, impulsado por una vocación jurídica o historiográfica de orientación
americanista. Estas demandas heterogéneas fueron cubiertas por Altamira ofreciendo un
curso en el que se apuntaba al desarrollo del espíritu crítica y a la adquisición de habili-
dades de investigación en fuentes primarias y secundarias, cuyo campo de aplicación
era, naturalmente, la historia americana.
Su interés principal era, claro está, despertar vocaciones y formar recursos
humanos altamente cualificados en docencia e investigación americanista. Pese a sus
propósitos e ilusiones, Altamira era plenamente consciente de que el grupo que podía

promisos en EE.UU., que lo llevaron a asistir a las sesiones del Instituto de Derecho Internacional en
Nueva York.
268
AHUO/FRA, en cat., Caja V, Rafael Altamira, Curso de 1927 a 1928 en: Libreta de clase de la cátedra
de Historia de las Instituciones Políticas y civiles de América con puntes originales manuscritos de los
cursos dictados entre 1926 a 1934. El programa de este curso puede consultarse en: AHUO/FRA, en cat.,
Caja VIII, Rafael Altamira, Cátedra de Instituciones de América, Curso 1932-33, Madrid, 1932 —5 pp.
originales mecanografiadas—.
269
AHUO/FRA, en cat., Caja V, Rafael Altamira, Curso de 1932 a 1933 en: Libreta de clase de la cátedra
de Historia de las Instituciones Políticas y civiles de América con puntes originales manuscritos de los
cursos dictados entre 1926 a 1934.
270
AHUO/FRA, en cat., Caja V, Rafael Altamira, Curso de 1930 a 1931 en: Libreta de clase de la cátedra
de Historia de las Instituciones Políticas y civiles de América con puntes originales manuscritos de los
cursos dictados entre 1926 a 1934.
271
AHUO/FRA, en cat., Caja V, Rafael Altamira, Curso de 1933 a 1934 en: Libreta de clase de la cátedra
de Historia de las Instituciones Políticas y civiles de América con puntes originales manuscritos de los
cursos dictados entre 1926 a 1934.
272
AHUO/FRA, en cat., Caja S/N, Rafael Altamira, Cátedra de Instituciones de América, Curso 1934-35,
Madrid, 1934 —2 pp. originales mecanografiadas—. Existe otra versión en AHUO/FRA, en cat., Caja
VIII (4 pp.).
273
Entre los papeles de Altamira se conserva una guía del tema especial de Altamira: AHUO/FRA, en
cat., Caja VI, Rafael Altamira, Concepto de la investigación histórica, con aplicación especial a la de las
instituciones de América (9 pp. originales manuscritas con anotación “Empieza el cursillo el miércoles 2-
X-1935”),

887
llegar a cumplir profesionalmente ese ideal sería, ciertamente, reducido. Sin embargo, a
través de su cátedra Altamira se proponía, simultáneamente, formar una vanguardia
intelectual y abrir el horizonte americanista a una nueva generación de dirigentes socia-
les, formada por los futuros profesionales liberales, docentes, altos funcionarios, políti-
cos y polígrafos que pasaban por la facultad de Derecho y, en mucha menor medida, por
la de Filosofía y Letras, en busca de un aval académico para sus ambiciones personales
y sus diversos proyectos de vida274.
La estructura mixta de disertación abierta y trabajo de seminario aplicada duran-
te los veintidós cursos dictados, junto al requisito de elaborar y defender trabajos de
investigación originales como requisito de promoción funcionó de manera más que sa-
tisfactoria. Esta mecánica de trabajo, todavía innovadora para el panorama universitario
español de principios de siglo, permitió que se elaboraran más de doscientas monografí-
as historiográficas e histórico-jurídicas hasta 1927 —según cálculo del propio Altami-
ra— entre las que se destacaban los trabajos de futuros catedráticos como Juan de Con-
treras275, Cayetano Alcázar Molina276, José María Ots Capdequí277; Juan Manzano
Manzano278; los que darían lugar a diversas publicaciones como los de Agustín Alcalá

274
“He pensado siempre que lo que pueda importar más allí no es, precisamente, que en cada curso sal-
gan sus estudiantes sabiendo una cantidad mayor o menor de hechos con referencia a América. Sin duda,
esto es una obligación fundamental y necesaria en toda enseñanza. Pero lo que más nos conviene es, sin
duda, obtener la creación, mediante la influencia del paso de aquéllos por la Cátedra, de un grupo, cada
vez mayor, de españoles cultos que tomen como dirección fundamental de sus estudios las cuestiones
americanistas, única manera de que, andando el tiempo, el fruto del trabajo de cada uno de ellos, irradian-
do en el país, produzca una red tan espesa, tan fuerte y entusiasta de gentes dedicadas a divulgar el cono-
cimiento de los pueblos americanos, que rápidamente España, como colectividad, pudiera dar una contes-
tación victoriosa a la queja americana que me sirvió de punto de partida. Y eso es lo que yo intnto, sobre
todo: despertar entusiasmos y vocaciones.” (Rafael ALTAMIRA, “Trece años de labor americanista docen-
te”, en: Unión Ibero-Americana, Revista de las Españas, Op.cit., pp. 211-212). La “queja americana” a la
que se refería Altamira era la del desconocimiento de América que existía en Europa y en España.
275
Contreras, para 1927 catedrático de la Universidad de Valencia, había realizado con Altamira una
investigación sobre “Las nuevas ordenanza de 1541 y su efecto sobre el Gobernador D. Rodrigo de Con-
treras”, que luego transformó en tesis doctoral y fuera publicado, bajo el título: Vida del segoviano Rodri-
go de Contreras, Gobernador de Nicaragua, Madrid, 1920.
276
Alcázar Molina era entonces catedrático de la Universidad de Murcia y en el curso 1919-20 investigó
acerca de la historia postal americana, publicada bajo el título: Historia del correo en América, Madrid,
Sociedad General Española de Librería,1920 —con prólogo de José Ortega Munilla—. Alcázar Molina no
se especializó en temática americanista aunque muchos años más tarde publicaría su Historia de América,
Barcelona, Imprenta Hispano-Americana, 1945.
277
Ots Capdequí fue alumno libre en el primer curso y de su trabajo salieron dos publicaciones: Bosquejo
histórico de los derechos de la mujer casada en la legislación de Indias, Biblioteca de la Revista General
de Legislación y Jurisprudencia, Tomo XXIII, Madrid, Reus, 1920 y El derecho de familia y el derecho
de sucesión en nuestra legislación de Indias, Madrid, Instituto Iberoamericano de Derecho Comparado,
1921.
278
Manzano, futuro catedrático en la Universidad de Sevilla, se doctoró con un trabajo sobre las leyes de
Indias publicado bajo el título: Las “notas” sobre la Recopilación de las Leyes de Indias, recopiladas por
Don José de Ayala, Madrid, Instituto de Derecho comparado hispano-portugués-americano, 1935. Man-
zano mantendría contacto con Altamira hasta la Guerra Civil y publicaría entre otras obras: El nuevo
código de las Leyes de Indias, Madrid, Editorial Facultad de Derecho, 1936 y La incorporación de las
Indias a la Corona de Castilla, Madrid, Ediciones Cultura Hispánica, 1948.

888
Henke279, Ramón García Haro280; Francisco Javier Ortueta y Murgoitio281, Antonio
Guastavino282, José de Barrasa283; y una extensísima lista de inéditos entre los que Alta-
mira destacaba los trabajos de José María Sabater, Roberto Talens y Francisco Carsi284,
entre otros.
Entre sus estudiantes latinoamericanos, Altamira recordaba al jurista paraguayo
Juan Sementé Canals285, los peruanos Román León286 y José S. Macedo287, el uruguayo

279
Alcalá Henke, investigó acerca de La esclavitud en América, principalmente la de los negros, que
luego fue aprobada como tesis doctoral y más tarde publicada: Agustín Alcalá Henke, La esclavitud de
los negros en la América española, Madrid, Tipográfica Juan Puedo,1919.
280
García Haro investigó entre 1917-18 sobre “La nacionalidad en la América Latina”. Ver: AHUO/FRA,
en cat., Caja V, Rafael Altamira, Curso de 1917 a 1918 en: Libreta de clase de la cátedra de Historia de
las Instituciones Políticas y civiles de América con puntes originales manuscritos de los cursos dictados
entre 1914 a 1918.
281
Las investigaciones de Ortueta fueron publicadas bajo el título Fr. B. de las Casas: sus obras y polé-
micas con Juan Ginés de Sepúlveda, Madrid, Imprenta de Ramona Velasco, 1920.
282
Las investigaciones de Guastavino —alumno en el curso 1922-23 (AHUO/FRA, en cat., Caja V, His-
toria de las Instituciones de América, Curso de 1920 a 1921, Libreta con anotaciones originales manuscri-
tas que recoge los cursos de 1920 a 1923)— fueron publicada bajo el título: Supervivencias de la legisla-
ción española en la República de Cuba, Valencia, 1925.
283
Las investigaciones de Barrasa fueron publicadas bajo el título: El servicio personal de los indios
durante la dominación española en América, Madrid, 1925.
284
Sabater investigó en los archivos de Sevilla y Madrid en los cursos de 1914 a 1916; Talens, para en-
tonces catedrático de la Escuela de Comercio, realizó en el curso de 1914-15 un trabajo sobre el Derecho
a comerciar de los extranjeros en América durante el tiempo de nuestra dominación; Carsi realizó su
trabajo sobre Organización de la Hacienda española en las colonias americanas
285
Sementé fue alumno del curso 1916-17, con su investigación sobre “Cuestiones entre el Paraguay y el
Bolivia”. En 1918, Sementé residente en Borjas Blancas, escribió a Altamira desde el mismo Madrid,
para ultimar los detalles de la investigación citada e intentar que la Facultad le admitiera la supresión de
la primera parte prevista dedicada a las cuestiones de límites entre España y Portugal, para centrarse en
las disputas territoriales entre Paraguay y Bolivia. (AHUO/FRA, en cat., Caja IV, Carta de Juan Sementé
Canals a Rafael Altamira, Madrid, 3-X-1918 —3pp. originales mecanografiadas con membrete: Eduardo
Galván Abogado—). Tiempo más tarde, Sementé enviaba a Altamira un listado de documentos que revi-
saría y prometía la pronta conclusión de su monografía (AHUO/FRA, en cat., Caja IV, Carta de Juan
Sementé a Rafael Altamira, Madrid, 2-XI-1918 —2 pp. originales mecanografiadas con membrete: Juan
Sementé Abogado—). Sementé se doctoró en 1918 y, en marzo de 1919, le relataba al alicantino las difi-
cultades que había tenido para imprimir su trabajo en Borjas Balncas, Lérida y Barcelona y su decisión de
editarla en Paraguay, pidiéndole para ello un prólogo —tal como habían acordado— (AHUO/FRA, en
cat., Caja IV, Carta de Juan Sementé a Rafael Altamira, Borjas Blancas, 29-III-1919 —4 pp. originales
manuscritas—). Altamira cumplió en parte con sus compromisos mereciendo el agradecimiento de Se-
menté (AHUO/FRA, en cat., Caja IV, Carta de Juan Sementé a Rafael Altamira, Borjas Blancas, 11-IV-
1919 —2 pp.— y AHUO/FRA, en cat., Caja IV, Carta de Juan Sementé a Rafael Altamira, Asunción, 3-
VI-1919 —2 pp. originales mecanografiadas con membrete: Relojería y Joyería de J. Canals—). Pocos
días después de su regreso —tras dieciséis años de ausencia— Sementé fue designado Secretario del
Superior Tribunal de Justicia de Paraguay (AHUO/FRA, en cat., Caja IV, Nota de Juan Sementé a Rafael
Altamira, Asunción 13-VI-1919 —1 p. original mecanografiada—). Antes de fin de año haría un nuevo
viaje a Madrid, desde donde volvería a escribirle a Altamira enviándole un ejemplar de la versión final de
su trabajo y pidiéndole su postergado prólogo (AHUO/FRA, en cat., Caja IV, Carta de Juan Sementé a
Rafael Altamira, 21-XI-1919 —2 pp. originales manuscritas—).
286
Román León era hijo del ex Ministro de Instrucción Matías León, mentor de Altamira en Perú. Ver:
AHUO/FRA, en cat., Caja V, Rafael Altamira, Historia de las Instituciones de América. Curso de 1920 a
1921, Madrid, 1920-1921 —Libreta con anotaciones originales manuscritas que recoge los cursos de
1920 a 1923—). Matías León había escrito a Altamira el 8-XI-1920 para encomendarle a su hijo, mere-
ciendo una respuesta positiva del alicantino “Puede V. creer en la sinceridad de mis deseos de ser útil a su
hijo en todas las cosas que aquí le importen y a que alcance mi actuación. Hablando con él las veces en
que tengo ocasión de hacerlo, rememoro siempre mi visita al Perú, que tan gratos recuerdos ha dejado en
mi alma y por la que, entre otros beneficios, recogí muchas buenas amistades como la de V.”

889
Ramón González288; los argentinos Rafael Linage y Ovidio Rubén Fernández Núñez289;
los chilenos Carlos Vergara Bravo290 y Aníbal Bascuñán Valdés291 y los futuros catedrá-
ticos mexicanos Raúl Carrancá y Trujillo292, Silvio Zavala293 y el español transterrado en
México, Javier Malagón294.

(AHUO/FRA, en cat., Caja III, Carta original mecanografiada de Rafael Altamira a Matías León, Madrid,
24-II-1921, —1p., con membrete: El Senador por la Universidad de Valencia—).
287
Macedo cursó en la cátedra de Altamira con anterioridad a 1934, probablemente lo hiciera en los cur-
sos de 1930-31 o 1931-32, donde el alicantino no consignó el listado de participantes. En todo caso, se
conserva una carta de Macedo agradeciéndole la remisión de un certificado de asistencia para adjuntarlo a
su solicitud de beca ante el gobierno español, para retornar a completar sus investigaciones en la UCM
(AHUO/FRA, en cat., Caja VIII, Carta original mecanografiada de José S. Macedo a Rafael Altamira,
Lima, 14-V-1934 —1 p.—).
288
González fue alumno del curso 1921-1922 luego del cual concluiría su tesis, publicada bajo el título
Intentos de unificación del Derecho mercantil americano, Montevideo, 1922.
289
Linage y Fernández Núñez fueron alumnos en el curso de 1928-29. Ver: AHUO/FRA, en cat., Caja V,
Rafael Altamira, Curso de 1928 a 1929 en: Libreta de clase de la cátedra de Historia de las Instituciones
Políticas y civiles de América con puntes originales manuscritos de los cursos dictados entre 1926 a 1934.
290
Vergara Bravo era un profesor chileno que se incorporó como oyente a la cátedra de Altamira en fe-
brero de 1918. Ver: AHUO/FRA, en cat., Caja V, Rafael Altamira, Curso de 1917 a 1918 en: Libreta de
clase de la cátedra de Historia de las Instituciones Políticas y civiles de América con puntes originales
manuscritos de los cursos dictados entre 1914 a 1918.
291
Bascuñán fue alumno en el curso 1928-29, investigando sobre “Materiales para la historia del Derecho
indo-americano”. Ver: AHUO/FRA, en cat., Caja V, Rafael Altamira, Curso de 1928 a 1929 en: Libreta
de clase de la cátedra de Historia de las Instituciones Políticas y civiles de América con puntes originales
manuscritos de los cursos dictados entre 1926 a 1934; y AHUO/FRA, en cat., Caja VI, Rafael Altamira,
Trabajos del curso 1928-29 (7 pp. originales manuscritas). Este trabajo daría lugar, luego a la publicación
de El Tahuantisuyu inca, Madrid, 1930.
292
El jurista mexicano Carrancá y Trujillo (1897-1968), fue becado en 1918 por un grupo de españoles
de la ciudad de Mérida para estudiar leyes en la UCM, donde se doctoró en 1925. Carrancá fue alumno de
Altamira en el curso 1923-24 (AHUO/FRA, en cat., Caja V, Rafael Altamira, Instituciones de América,
Libro de Cátedra (de octubre 1923 a 1927), Madrid, 1923-1924 —Libreta con anotaciones originales
manuscritas que recoge los cursos de 1923 a 1927—). Su investigación sobre “El libro de Oliveira y el de
García Calderón sobre la evolución política de Iberoamérica”, derivó en una tesis doctoral, más tarde
publicada bajo el título La evolución política de Iberoamérica (con prólogo de Rafael Altamira), Madrid,
Ediciones Reus, 1925. En 1926 dio inicio su carrera académica dentro de la Universidad Nacional Autó-
noma de México, en la que fue catedrático de la Facultad de Derecho en el área de Derecho Penal hasta
1960, así como también de la Facultad de Economía. También fue miembro de número de la Academia
Mexicana de Ciencias Penales y ofició como Juez Penal, Magistrado de Sala Penal y Presidente del Tri-
bunal Superior de Justicia del Distrito Federal y Territorios Federales. Diez años después de su paso por
la cátedra, Carrancá mantenía contacto con Altamira, como lo testimonia su carta desde Panamá, infor-
mándole de haber sido invitado por el flamante Centro de Estudios Históricos, Pedagógicos e Hispanoa-
mericanos de Panamá a pronunciar un cursillo de cinco conferencias sobre la Revolución mexicana, otro
de igual extensión sobre el Plan sexenal mexicano y otro de veinte conferencias acerca de Historia hispa-
noamericana, en el cual el mexicano cifraba grandes esperanzas (AHUO/FRA, en cat., Caja V, Carta
original mecanografiada de Raúl Carrancá y Trujillo a Rafael Altamira, Panamá, 17-VII-1935 —2 pp. con
membrete: Internacional Hotel Panama, R.P.—). Entre sus obras, encontramos: El salario, México, Go-
bierno del Distrito Federal, 1928; Las Ordenanzas de Gremios de la Nueva España, México, Sobretiro de
Crisol, 1932; Lo sustantivo de la Constitución Española, México, Sobretiro de Crisol, 1932; Panameri-
canismo y democracia, México, Editorial Botas, 1941; Esquema de nuestra América, México, Ediciones
Ateneo de Ciencias y Artes de México, 1948; Función social del abogado, México, Universidad Nacional
Autonóma de México, 1950 (Conferencias de orientación profesional); Panorama crítico de nuestra
América, México, Imprenta Universitaria, 1950; Momentos estelares de la Universidad mexicana, Méxi-
co, Imprenta Universitaria, 1951; Principios de Sociología Criminal y de Derecho Penal, México, Im-
prenta Universitaria, 1955; Don Juan Prim, liberal español, México, Secretaría de Educación Pública,
1966. (Cuadernos de lectura popular).
293
AHUO/FRA, en cat., Caja V, Rafael Altamira, Diario de clase de Historia de las Instituciones políticas
y civiles de América, curso 1931 a 1932, Madrid, 1931-1932 —Libreta con anotaciones originales ma-

890
En cierta medida, podría decirse que Altamira fue refugiándose progresivamente
en aquellos ámbitos universitarios y académicos que mejor controlaba. Con muchas
ideas y proyectos en su cabeza; en posesión de un capital nada desdeñable de relaciones
con el mundo intelectual americano y sintiéndose amparado por una trayectoria pública
respetada por sus pares y por los dirigentes más notables de la política dinástica, Alta-
mira construiría un ámbito americanista propio alrededor de sus cátedras de la UCM y
del Instituto Diplomático y Consular295 y de allí en más, instituciones como el Instituto
Ibero-Americano de Derecho comparado296 —donde sucedería a Rafael María de La-
bra— o la mucho más tardía, la Sociedad Española de Amigos de la Arqueología Ame-
ricana297.
Apoyándose en este pequeño complejo institucional y en un prestigio intelectual
que no dejaba de crecer298, Altamira trataría de concretar independientemente ciertas

nuscritas que recoge los cursos de 1926 a 1934—). Zavala fue alumno durante el curso 1931-32 y Altami-
ra dirigió su tesis de doctorado “Los intereses particulares en la conquista de la Nueva España”, aprobada
en la UCM en 1933.
294
Malagón, futuro catedrático en México durante su exilio, fue alumno en el curso 1933-34. Ver:
AHUO/FRA, en cat., Caja VI, Curso 1933-34, Relación de alumnos matriculados con carácter oficial en
el presente curso de la asignatura de Historia de las Instituciones Políticas y Civiles de América, Madrid,
1933 (4 pp. originales mecanografiadas con anotaciones manuscritas).
295
Para un relato del propio Altamira de su desempeño en estas cátedras puede verse: Rafael ALTAMIRA,
“Trece años de labora americanista docente”, en: Unión Ibero-Americana, Revista de las Españas,
Op.cit., pp. 207-217. Publicado también como separata en la serie, Unión Ibero-Americana Publicaciones
de la Revista de las Españas, nº 5, Madrid, 1926. Puede consultarse un programa de su cátedra en:
AHUO/FRA, en cat., Caja SOC6, Real Academia de Jurisprudencia y Legislación, Enseñanzas del Insti-
tuto Diplomático y Consular y Centro de Estudios Marroquíes, Programa de Historia política y contem-
poránea de América, 1918 (folleto), Madrid, Establecimiento Tipográfico de Jaime Ratés, 1918.
296
Este Instituto funcionó hasta 1918 bajo la presidencia de Rafael María de Labra, aunque desde 1915,
un discípulo de Altamira, Augusto Barcia y Trelles, tomaría las responsabilidades directivas desde la
Secretaría General. Un año y dos meses después de fallecer Labra, la Junta general del Instituto eligió
presidente a Rafael Altamira, quien tomó posesión del cargo en octubre de 1919 (AHUO/FRA, en cat.,
Caja III, Certificado original manuscrito de Augusto Barcia y Trelles, Secretario del Instituto Ibero-
Americano de Derecho comparado sobre el nombramiento de Rafael Altamira como Presidente, Madrid,
8-VI-1919; y AHUO/FRA, en cat., Caja III, Certificado original manuscrito de Augusto Barcia y Trelles,
Secretario del Instituto Ibero-Americano de Derecho comparado sobre la asunción de Rafael Altamira
como Presidente, Madrid, 15-X-1919). Además de Altamira, la Junta Directiva se conformó con las vice-
presidencia de Luis Palomo —Presidente del Centro de Cultura Hispano Americana—, Adolfo Álvarez
Buylla, Juan Centeno y José María Olózaga; con las vocalías de Adolfo Posada y José Morote, entre
otros; e integró a discípulos del alicantino como José María Ots Capdequí, como bibliotecario; Augusto
Barcia, como Secretario General y N. López Aydillo, como Vicesecretario General (AHUO/FRA, en cat.,
Caja III, Lista original mecanografiada —1 p. con anotaciones manuscritas— de los miembros de la Junta
Directiva del Instituto Ibero-americano de Derecho comparado, s/l, s/f (1919). Ver también: Estatutos del
Instituto Ibero-Americano de Derecho comparado, Madrid, Imprenta Helénica, 1920.
297
La SEAAA se constituyó en una sesión celebrada en la Sala de Manuscritos de la Biblioteca Nacional
de Madrid, el 26-VI-1935, en la que Altamira fue reconocido como inspirador directo de esa iniciativa,
junto al Ministro Plenipotenciario del Perú, Juan de Osma y al diplomático argentino Roberto Levillier.
Ver: AHUO/FRA, en cat., Caja II, Acta taquigráfica de la Sesión Constitutiva de la Sociedad Española de
Amigos de la Arqueología Americana —23 pp. originales mecanografiadas—, Madrid, 26-VI-1926, pp.
7-12. Pueden consultarse también: AHUO/FRA, en cat., Caja VII, Estatutos de la Asociación española de
amigos de la Arqueología americana (4 pp. copias de originales mecanografiados), Madrid, 30-IX-1935.
298
Durante los años ’20 las actividades de Altamira se diversificaron notablemente y se proyectaron fuera
de España. En 1919, el alicantino fue designado Árbitro del Tribunal de Litigios mineros de París, encar-
gado de solucionar los conflictos europeos por la titularidad de las minas de Marruecos. En 1920, fue uno

891
iniciativas y fortalecer por su cuenta los vínculos con profesores e investigadores ex-
tranjeros.
Pese a algunos logros importantes y a su mayor adecuación a la realidad política
y socio-económica española, la suerte de esta nueva estrategia de bajo perfil y menor
demanda al Estado, no fue mucho más exitosa que la anterior, por lo menos en el corto
plazo y en lo que a logros institucionales inmediatos se refiere.
Hemos dado cuenta ya de la extraordinaria capacidad de trabajo y de la gran
cantidad de proyectos americanistas que produjo Altamira a lo largo de tres décadas, así
como de las frustraciones que debió soportar el alicantino para sostener su ideario. Aho-
ra bien, tomando nota de todo esto cabe preguntarse si resulta conviniente evaluar la
suerte del movimiento americanista de acuerdo con un criterio tan restringido y perso-
nalista.
Por lo pronto, debemos tener en cuenta que Altamira nunca fue vencido por el
desaliento. Un buen ejemplo de ello es que en una fecha tan tardía como 1928 podremos
encontrar a un infatigable Altamira insistiendo con su idea de constituir un centro de
investigación americanista, si bien para entonces había rebajado sus expectativas y ar-
chivando su “utópico” proyecto de constituir un complejo institucional en Sevilla. En su
nuevo proyecto, Altamira argumentaba —por enésima vez— la necesidad de que Espa-
ña se pusiera a la cabeza de “todo esfuerzo encaminado a conocer científicamente el
pasado y el presente de tierras y gentes en que España puso tanto de su espíritu y dejó
huella tan sensible e indeleble”. Para lograr ese objetivo, Altamira proponía crear un
Instituto Universitario de Estudios Americanistas, asociándolo a las estructuras de las
cátedras americanistas de la UCM que, hasta entonces, trabajaban separadamente y con
austeros recursos.
Como era costumbre, este proyecto no se agotaba en una mera declaración de
principios y una expresión de buenos propósitos, sino que avanzaba en una propuesta
del staff, del ordenamiento presupuestario y de reglamentación de actividades del futuro
centro299. Con el optimismo que lo caracterizaba, Altamira preveía que el inicio de acti-

de los diez miembros del Comité de Juristas al que el Consejo de la Sociedad de las Naciones encargó la
elaboración de un proyecto de Tribunal Permanente de Justicia Internacional. En 1921, una vez concluido
el trabajo, sería nombrado Juez y reelegido en 1930 —cargo que abandonaría en 1940 por la ocupación
nazi de Holanda—. En cuanto a su carrera académica, esta se abonó con su incorporación como numera-
rio a la RAH —presidida por Jacobo Fitz-James, Duque de Alba (1878-1953)— en 1922, ocasión en la
que se presentó con un discurso titulado “Valor social del conocimiento histórico”; y a la Real Academia
de Bellas Artes de San Carlos de Valencia. En 1924 fue nombrado Doctor honorario de la Universidad de
Burdeos, a la que asistió para recibir su título y pronunciar una conferencia sobre “La novela española
como fuente histórica”. Ese mismo año fue recibido en audiencia por el Papa Pío XI y participó en even-
tos académicos en Londres, París y en el XXI Congreso de Americanistas en Gotemburgo. Entre 1926 y
1929 colaboró en la fundación de instituciones hispánica en Europa, como la Asociación Hispano-
Holandesa; la Asociación Hispano-Danesa; y el Comité Hispano-Alemán. En 1929, Altamira recibiría el
doctorado honorífico de la Universidad de París —que le cede la cátedra de Historia del Pensamiento
español, anexa al Instituto de Estudios Hispánicos de la Sorbona— y pocos meses después, el de la Uni-
versidad de Cambridge. En 1933 sería candidateado por primera vez al Premio Nobel de la Paz por su
labor en La Haya y sería nombrado miembro correspondiente de la Sociedad de Geografía e Historia de
México.
299
El alicantino preveía que los tres catedráticos que debían formar el Instituto debían ser: Antonio Ba-
llesteros y Beretta, titular de la cátedra de Historia de América del Doctorado de Ciencias Históricas de la

892
vidades podía fijarse para enero de 1929 pero, como podía sospecharse, el proyecto fi-
nalmente fracasaría por la tradicional falta de interés gubernamental.
Si bien esta proverbial tenacidad tenía una indudable relación con la psicología
del personaje, debemos sospechar que el inveterado optimismo de Altamira no era un
rasgo patológico de su carácter, sino que respondía una mirada más distanciada y pon-
derada del americanismo en el contexto ideológico español.
Si dibujáramos dos columnas y en la primera ordenanásemos cronológicamente
sus proyectos y en la segunda las concreciones, evidentemente confirmaríamos el fraca-
so rotundo de Altamira y del americanismo. Sin embargo, si hiciéramos idéntica compa-
ración entre el statu quo existente en 1898 y la realidad institucional y jurídica del ame-
ricanismo en el terreno intelectual, mercantil y político español en 1936, el juicio
emitido sería diametralmente opuesto.
Por supuesto podría decirse, con cierta razón, que la segunda tabla no necesa-
riamente nos hablaría de los logros personales del alicantino, aun cuando sería muy di-
fícil encontrar en ese eventual listado, realizaciones en las que Altamira no hubiera te-
nido nada que ver, ya sea directa o indirectamente. El influjo de Altamira sobre el
movimiento americanista español entre la época de la Independencia cubana y la segun-
da postguerra fue, qué duda cabe, formidable, y de una magnitud sólo equiparable al
que ejerciera, desde la tribuna parlamentaria, Rafael María de Labra hasta su muerte en
1918. Para comprobar esto sólo bastaría con componer un tercer contrapunto, incorpo-
rando la primera columna nuestro primer cuadro imaginario y la segunda del segundo,
es decir, la de los proyectos de Altamira y la del estado de cosas en materia americanista
consolidado en el primer tercio del siglo XX. El cotejo de esta información nos permiti-
ría ver que, si bien pocos aspectos de su “programa” se cumplieron rápidamente, de
acuerdo con sus deseos y como resultado de sus acciones personales, los grandes pro-
yectos e ideas de Altamira, fueron recogidos en el corto, mediano o largo plazo por di-
versas asociaciones privadas —en algunas de las cuales el propio Altamira estaba invo-
lucrado— e instituciones estatales, que encontraron alguna solución práctica para
hacerlas realidad, en forma más o menos satisfactoria y más o menos ajustadas a sus
ideas primigenias.
Entre las realizaciones tardías de la prédica americanista debería tenerse en
cuenta que, a fines de 1920, en el Congreso Postal de Madrid se obtenía la unificación
del territorio postal entre España y Latinoamérica, lo que, si bien no agotaba en absoluto
el programa de reformas propuesto desde fines del siglo XIX y que diera lugar a un

Facultad de Filosofía y Letras y Hugo Obermaier, catedrático de Prehistoria en la Sección de Ciencias de


la misma Facultad y él mismo —como Director y Jefe—. A estos miembros se le sumarían los profesores
auxiliares y el personal administrativo y subalterno. Para poner en funcionamiento este Instituto se dis-
pondría un libramiento extraordinario de 15.000 pesetas para adquisición de muebles e instalación; y se
habilitaría un presupuesto anual de 50.000 pesetas (25.000 para libros; 6.000 para cada uno de los cate-
dráticos; 8.000 para el personal auxiliar y 9.000 pesetas para el resto de los gastos). Ver: AHUO/FRA, en
cat., Caja IV, Texto de de Rafael Altamira del proyecto de R.O. a ser presentado por el Ministro de Ins-
trucción Pública al rey Alfonso XIII acerca del Instituto Universitario de Estudios Americanistas, s/título,
s/l y s/f (6 pp., orig. manuscritas, las dos primeras numeradas correlativamente, la tercera y cuarta sin
numerar, y las dos últimas numeradas como 3 y 4, y redactadas en 1928).

893
proyecto de ley de su autoría, eran bienvenida por Altamira por las facilidades que in-
troducía para el intercambio intelectual y mercantil hispano-americano y como una re-
acción a las tendencias aislacionistas que se habían manifestado desde el inicio de la
Gran Guerra300.
Incluso a mediados de los años treinta dos ideas postergadas del alicantino toma-
ron forma gracias, en estos casos, a su perseverancia, aun cuando la Guerra Civil termi-
nara finalmente por desahuciarlas. En 1934, apoyándose en que el presupuesto vigente
preveía la fundación de una institución universitaria destinada a la investigación históri-
co-jurídica americanista, Altamira proponía al Decano de la Facultad de Derecho de la
UCM, que organizara el Centro de Estudios de Historia de América en base a su cátedra
de Historia de las Instituciones políticas y civiles de América. Los argumentos de Alta-
mira para sostener este reclamo llamaban la atención acerca de que la materia de su cá-
tedra y del centro coincidían puntualmente; la suya era la única asignatura especial de
temática americanista en esa Facultad; y los trabajos de investigación previstos se reali-
zaban en el seminario adjunto de su cátedra, habiendo dado ya importantes frutos en los
trabajos de sus discípulos José de Ayala, Santiago Magariños, Juan Manzano y el mexi-
cano Javier Malagón301.
Se cerraba así, al menos burocráticamente, un arduo y frustrante ciclo de casi
cinco lustros de proyectos —cada vez más modestos y restringidos—, para crear un
organismo autónomo de investigación y formación americanista, que no pudo ser inter-
nacional; ni pudo integrar una red institucional de archivos, seminarios, universidades y
bibliotecas; ni pudo situarse en Sevilla; pero que daría cobertura institucional y presu-
puestaria a las investigaciones de los estudiantes superiores y graduados recientes.
Un año más tarde, el proyecto de fundar un Museo Americanista esbozado en
1910 cobraba nuevo impulso por la constitución de la Sociedad Española de Amigos de
la Arqueología Americana presidida por Altamira. El propósito de esta asociación era
fundar un Museo Arqueológico Americano como entidad anexa al Museo Arqueológico
Nacional, como sección de un próximo Museo Histórico o, llegado el caso, como enti-
dad independiente en la ciudad universitaria madrileña. Este Museo serviría no sólo
como repositorio de objetos cedidos por el Arqueológico o donados por los países his-
panoamericanos, sino que se esperaba que funcionara como un centro de español e in-
ternacional de investigación en historia precolombina. Además de las donaciones pe-
ruanas y colombianas, la Secretaría de Educación Pública de México acordó
importantes aportes de materiales duplicados y maquetas al Museo de Arqueología
Americana gracias a las gestiones de Altamira que no llegó a verificarse por el estallido
de la Guerra Civil302.

300
AHUO/FRA, en cat., Caja VIII, Recorte de prensa, Rafael ALTAMIRA, “Hispano-americanismo prácti-
co”, en: La Unión, Buenos Aires, 31-XII-1920.
301
AHUO/FRA, en cat., Caja s/n, Copia mecanografiada de Carta de Rafael Altamira al Decano de la
Facultad de Derecho de la UCM (3 pp.), Madrid, X-1934.
302
Ver: AHUO/FRA, en cat., Caja VIII, Carta original mecanografiada (1 p. con membrete: Embajada de
México) de Juan F. Urquidi a Rafael Altamira, Madrid, 13-III-1936.

894
En el debate previo a la constitución de la SEAAA, un Altamira próximo a con-
cluir su carrera docente, demostraba haber aprendido las lecciones de sus anteriores
tropiezos y prevenía a sus compañeros acerca del rol de podía y debía cumplir el Estado
en este tipo de iniciativa:
“aun cuando, para empresas de gran empuje sea necesario el concurso directo del Estado, éste no
aporta siempre, ni la suficiente asistencia, ni el pleno y hondo interés que son necesarios para
atender a todas las necesidades que la opinión reclama; y que, en todo caso, el hecho de conse-
guir el apoyo de los poderes públicos exige una solicitación sostenida y a veces enérgica, de los
interesados. Es más, aún en el caso de que encontráramos un Estado perfectamente impuesto del
cumplimiento de sus deberes y con todos los medios necesarios para realizarlos en todo instante,
no podría ser eficaz su labor si no estuviera sostenido y espoleado por una corriente de opinión
constante, convencida de aquellas necesidades, representativas del apoyo de todos los elementos
exteriores a la esfera del Estado, y de concurso social absolutamente indispensable para que las
iniciativas de aquel puedan prosperar.” 303

Altamira creía imprescindible, pues, crear “un núcleo social suficientemente


denso y entusiasta” que no sólo generara proyectos y los concretara por su cuenta, sino
que se aplicara activamente a formar opinión americanista en la ciudadanía y a llamar la
atención de los gobiernos, de forma que estos apoyaran luego estas realizaciones.
Otro ejemplo de las acciones de Altamira para suplir personalmente las deser-
ciones del Estado español fue la constitución y catalogación de una Biblioteca especial
de su cátedra en la Biblioteca de la Facultad de Derecho de la UCM con la donación de
miles de volúmenes de su propiedad obtenidos gracias a sus intercambios y relaciones
personales304 y alimentada periódicamente por envíos institucionales atraídos por los
requerimientos constantes del alicantino a las universidades, academias e instituciones
de investigación americanistas305. Esta biblioteca, organizada por Altamira y sus alum-

303
AHUO/FRA, en cat., Caja II, Acta taquigráfica de la Sesión Constitutiva de la Sociedad Española de
Amigos de la Arqueología Americana (23 pp. originales mecanografiadas), Madrid, 26-VI-1926, pp. 8-9.
304
Entre los papeles de Altamira existen varias listas de sus donaciones bibliográficas a la UCM. Ver:
AHUO/FRA, en cat., Caja I, Rafael Altamira, Lista de libros regalados a la Universidad, Madrid, s/f, (2
pp. originales manuscritas); AHUO/FRA, en cat., Caja I, Rafael Altamira, Libros enviados a la Universi-
dad, Madrid, II-1920 (6 pp. originales manuscritas); AHUO/FRA, en cat., Caja III, Rafael Altamira, Do-
nativo de libros a la Biblioteca de Derecho de la Universidad Central de Don Rafael Altamira —446
volúmenes—, Madrid, 1922 (8 pp. copia mecanografiada); AHUO/FRA, en cat., Caja I, Rafael Altamira,
Listado original manuscrito de libros (clasificados por cajones), s/f (9 pp.); AHUO/FRA, en cat., Caja
S/N, Rafael Altamira, Libros donados a la Biblioteca de mi cátedra en enero de 1933, Madrid, I-1933 —
38 vols. Y folletos— (1 pp. original manuscrita). En el índice provisional de esta biblioteca se anotaba:
“Formada en la inmensa mayoría de las obras que la componen, por donativos de su Catedrático, que
continuarán indefinidamente” (AHUO/FRA, en cat., Caja I, Biblioteca especial de la cátedra de Historia
de las Instituciones políticas y civiles de América. Índice de obras, Madrid, s/f —6 pp., 1 manuscrita y 5
mecanografiadas, elaborado entre 1923 y 1925—).
305
“Estimant essentiel cet instrument didactique, j’ai commence par l’organiser moi meme en faisant
donation de ma bibliothequu particulière de matière américanine (livres et reveus). A cette base, qui com-
prendaait au début plusierurs centaines de volumen, j’ai ajouté tous les livres, revues et jornaux que je
reçois fréquement d’Amerique, ainsi que ceux qui sont envoyés directement à la chaire en vertu de mes
demarches ou la générosité spontaneé des Gouvernements, Académies, Universités et autres Centres
américains. Dernèrement, et grâce à la bonne volonté des Ministres Américains créditos en Espagne, nous
avons réusi à recevoir de plusieurs gouvernements les publications officielles qui nous manquaient, de
même que d’autres provénantes des Facultés et des Centres de cultura, ainsi que … livres importants
publiés dans chaque pays. Le Mexique et l’Equateur, principalement, font preuve d’une réelle générosité
en ce qui concerne l’envoi de leurs publications.” (Rafael ALTAMIRA, “L’Enseignement des Institutions

895
nos y discípulos elaboró un índice e inventario a mediados de la década del ’20 y por
entonces contaba con 3.010 papeletas de libros y miles de ejemplares y separatas de 55
revistas, 30 boletines bibliográficos y 17 periódicos; y que para mediados de 1935 llega-
ría a tener más de seis mil volúmenes al momento de la jubilación de Altamira306.
En el balance provisorio de su actividad americanista docente, Altamira afirma-
ba que, pese a la necesidad de que cada cátedra desarrollara una biblioteca especial de
trabajo para sus alumnos, las universidades españolas no solían dotar de tales recursos a
sus profesores, salvo contadísimas excepciones. La escasez del presupuesto y las dila-
ciones burocráticas repercutían así en el empobrecimiento de la formación superior, que
sólo podía ser revertido por la iniciativa de aquellos profesores que estuvieran en condi-
ción de suplir esta deserción estatal. Altamira fue uno de ellos:
“Estimando esencial esa necesidad didáctica, quise realizarla, como la había realizado años antes
en la Universidad de Oviedo… Entonces pensé que tenía en mi mano el medio de crear rápida-
mente el instrumento de trabajo que nos era preciso, a saber: socializar mi biblioteca particular
en su sección americana, y así lo hice, entregándola casi íntegra a la Cátedra (sólo me reservé los
libros de indispensable uso para mi preparación especial de cada día) tal como era hace unos
años. A esa base, que comprendía unos cientos de volúmenes, he ido añadiendo casi todos los li-
bros que recibo y se refieren a la materia americana, entre los cuales se hallan las revistas de mu-
chas Universidades de aquel continente y de sociedades de carácter histórico, las revistas y bole-
tines de no pocos Archivos, las publicaciones de algunas Facultades, como las de Filosofía y
Letras de Buenos Aires, y las oficiales de algunos Gobiernos, como el de Ecuador. Queriendo in-
tensificar esas aportaciones, me dirigí hace dos años a todas las Universidades Iberoamericanas
pidiéndoles su cooperación para aumentar nuestra Biblioteca, y he tenido la suerte de que algu-
nas de ellas contestaran de manera verdaderamente espléndida.” 307

Al margen de la UBA, las universidades que más aportes hicieron a la Biblioteca


de Altamira fueron la Universidad de Bogotá y la Universidad Nacional de México, ésta
última enviando más de doscientos volúmenes de materia histórica y jurídico-política,
que se agregaban a los que regularmente le remitía la Secretaría de Instrucción pública.
Así, para 1926, Altamira podía afirmar con orgullo que la cátedra de Historia de
las Instituciones políticas y civiles de América de la UCM tenía en su poder una colec-
ción indispensable de obras especializadas que, junto a la que conformara el emigrante
gallego en Buenos Aires, Gumersindo Bustos para la Biblioteca Americana de Univer-
sidad de Santiago de Compostela308, representaba el principal “instrumento bibliográfico
de trabajo” para los americanistas residentes en España309.

Politiques et Civiles D’Amerique”, Memoria presentada al XXVIº Congreso Internacional de America-


nistas, VII-1935 —copia meanografiada de 12 pp.—, pp. 9-10 ).
306
“L’inventaires attaint à ce jour (1er juin 1935) le chiffre de 6.885 ouvrages (livres et brouchures) et de
389 revues, sans compter quelques collections de cartes et de gravures.” (Ibíd., pp. 9-10 ).
307
Rafael ALTAMIRA, “Trece años de labora americanista docente”, en: Unión Ibero-Americana, Revista
de las Españas, Op.cit., p. 216.
308
La Biblioteca formada por Busto pudo concretarse en ese mismo año de 1926 en que Altamira realiza-
ba balance de los logros de su cátedra, pero respondía a un lejano proyecto, previo, incluso a su propio
viaje por América. En efecto, Gumersindo Busto había lanzado en 1904, junto a su proyecto de fundar
una Universidad Libre Hispanoamericana en Santiago de Compostela, la celebrada iniciativa de confor-
mar una gran biblioteca americanista anexa. Desde entonces, Busto recibió en Argentina y desde el resto
de América grandes y crecientes cantidades de libros que fue remitiendo a Santiago. Sin embargo, debido
a oposiciones intrauniversitarias y a las fatídicas dilaciones burocráticas, dicha Biblioteca no lograría
conformarse hasta veintidós años después de ser ideada. Ver: Pilar CAGIAO VILA, Magali COSTAS

896
Esta labor se complementaba con el ambicioso proyecto de centralizar el catálo-
go de los fondos bibliográficos americanistas en España, que integraría esta Biblioteca;
la Biblioteca de la UCM; el Laboratorio Jurídico Ureña; la Academia de Jurisprudencia;
la Unión Ibero-Americana; la Biblioteca Nacional; el Centro de Estudios Históricos de
la JAE; la Biblioteca del Congreso de los diputados y del Senado; la Biblioteca del Mo-
nasterio del Escorial; la RAH; el Instituto de Derecho Comparado Hispano-Portugués-
Americano; el Palacio Real; el Ateneo de Madrid; el Colegio de Abogados; la Universi-
dad de Santiago y de su propia biblioteca personal310.
En todo caso, y más allá de que este núcleo no hubiera logrado condensarse, en
vísperas de la Guerra Civil, España contaba con instituciones encargadas de fomentar el
intercambio intelectual hispano-americano e internacional, de enviar intelectuales, do-
centes y científicos al extranjero; residencias para albergar estudiantes y pensionados;
un centro de investigaciones y formación históricas; un pequeño instituto de estudios
americanistas en Sevilla; ciertos acuerdos de intercambio con Universidades de Francia
y los EE.UU.; varios tratados comerciales, embajadas latinoamericanas en Madrid y
españolas en América; una sociedad que sostenía escuelas españolas en el extranjero;
varias cátedras universitarias americanistas; una cátedra para la formación americanista
del cuerpo diplomático; al menos dos docenas de asociaciones americanistas de diferen-
te competencia; un Archivo de Indias algo remozado; varios Institutos, foros y revistas
consagrados a los estudios históricos o jurídicos comparados; y decenas de publicacio-
nes de temática americanista.
Evidentemente este heterogéneo conjunto de instituciones no había florecido de
forma ordenada y de acuerdo con un plan razonado, ni componía un complejo finamen-
te orquestado que trabajara en pos de objetivos comunes, tal como lo hubiera soñado
Altamira. Por el contrario, en muchos casos, las potencialidades de estas instituciones
estaban desaprovechadas o mal administradas y sus competencias desdibujadas, pero no
por ello dejaban de testimoniar el importante y relativamente rápido desarrollo del mo-
vimiento americanista español. Desarrollo en el que Altamira había tenido un papel cla-
ve, en especial después de su regreso de América, pese a sus fracasos, postergaciones y,
también, a sus paradójicos éxitos.
Podría decirse que en materia americanista, después de marzo de 1910, allí don-
de Altamira tropezó como político, legislador, tecnócrata o lobbysta, triunfó amplia-
mente como ideólogo, como orientador de la opinión pública y como una indiscutible
autoridad ética e intelectual. Si bien este perfil, progresivamente acentuado desde 1913,
le restó influencia en la política española, es un hecho que contribuyó a consolidar su
carrera académica y sus vínculos con el mundo intelectual europeo y americano.

COSTAS y Alejandro DE ARCE ANDRATSCHKE, “El hispanoamericanismo regeneracionista y su proyección


en la Galicia de principios de siglo”, en: Manuel ALCÁNTARA (Ed.), América Latina. Realidades y pers-
pectivas. I Congreso Europeo de Latinoamericanistas, Salamanca, Ediciones Universidad de Salamanca.
309
Rafael ALTAMIRA, “Trece años de labora americanista docente”, en: Unión Ibero-Americana, Revista
de las Españas, Op.cit., p. 216.
310
Rafael ALTAMIRA, “L’Enseignement des Institutions Politiques et Civiles D’Amerique”, Op.cit., p. 10.

897
Con muy buen criterio, Altamira nunca descuidó estas relaciones, sino que, des-
de el mismo momento de su vuelta y cuando la inercia del ímpetu americanista aún
marcaba el ritmo de su agenda, exhibió rápidos reflejos para granjearse la simpatía de
los americanos a través de ciertos gestos de solidaridad sumamente oportunos. Las oca-
siones para demostrar lo consecuente y sincero del programa americanista ovetense no
escasearon dado el calendario de efemérides patrióticas y revolucionarias. Uno de estos
gestos se dio a raíz de la iniciativa de Ricardo Monner Sanz de reunir a los más afama-
dos intelectuales españoles en un homenaje a la República Argentina por los cien años
de la declaración de su independencia311. Sin embargo, no todas las ocasiones que se
presentaron para demostrar ese sentimiento de hermandad panhispánica fueron felices,
tal como ocurriera en ocasión del desastre natural de Pinar del Río, el 18 de mayo de
1910. En aquella oportunidad, el catedrático y su rector, conjugando sensibilidad y ti-
ming, enviaron emotivas cartas de solidaridad con su población, lo que tendría conside-
rable repercusión en la prensa cubana y el agradecimiento del Gobierno provincial312.
Evidentemente el catedrático ovetense no estaba dispuesto a abandonar sus con-
tactos con los miembros de elite social, política e intelectual americana más proclives a
refrendar sus proyectos. Con todo, como era lógico y pese a sus sinceros esfuerzos, el
alicantino no logró satisfacer los requerimientos de todas sus nuevas relaciones ameri-
canas, recibiendo en ocasiones reconvenciones de aquellos que lo apoyaron incondicio-
nalmente, como Teleforo García, que le reprochara amigablemente su desidia en mante-
ner las relaciones prohijadas con los políticos e intelectuales mexicanos afines a la causa
hispanista313.Altamira mantuvo correspondencia con intelectuales chilenos… peruanos

311
Altamira respondió a la simpática —y extravagante— iniciativa de preparar un álbum autógrafo con-
memorativo que recogería los pensamientos escritos de puño y letra de las más sobresalientes mentes
españolas para ser entregado al Presidente de la Nación el 9-VII-1916 y festejar así el “progreso ya alcan-
zado y al probable porvenir de esta risueña nación argentina”. En su presentación de este proyecto Mon-
ner Sanz afirmaba: “Apaciguados del todo, al benéfico influjo del tiempo, disculpables resquemores, la
República Argentina ha vuelto con amor los ojos hacia la heroica, la cariñosa España, y haciendo justicia
a sus esfuerzos y a sus humanitarias leyes, aprovechó en estos últimos años cuantas ocasiones se le pre-
sentaron para demostrar a la nación descubridora su filial afecto. Aún palpita de entusiasmo nuestro cora-
zón al recordar como Gobierno y pueblo recibieron y festejaron en 1910, la presencia en Buenos Aires de
S.A. la Infanta Doña Isabel, la egregia dama que se llevó tras si, y a favor de España, todas las simpatías y
todos los afectos.” (AHUO/FRA, en cat., Caja IV, Carta circular mecanografiada de Ricardo Monner
Sanz a Rafael Altamira, Buenos Aires, 30-XI-1915 —1p.—). Altamira demoraría algo en aportar su texto
y Monner Sanz creyó conveniente recordar personalmente a Altamira su deseo de que se incorporara a su
iniciativa. Ver: AHUO/FRA, en cat., Caja IV, Carta original manuscrita Ricardo Monner Sanz a Rafael
Altamira, Buenos Aires, 31-I-1916 (2 pp.). Pese a la demora Altamira finalmente remitiría el texto solici-
tado a Buenos Aires a tiempo para ser incorporado al volumen. Ver: AHUO/FRA, en cat., Caja IV, Carta
original manuscrita Ricardo Monner Sanz a Rafael Altamira, Buenos Aires, 24-V-1916 (2 pp., con mem-
brete RMS).
312
AHUO/FRA, en cat., Caja IV, Carta original mecanografiada de J. Sobrado a Rafael Altamira, Pinar
del Río, 25-VI-1910 (con membrete de la República de Cuba, Gobierno Provincial, Pinar del Río).
313
“Ha tenido Vd. un poco olvidados a sus amigos de México. A Justo, a Macedo, a García el del Museo,
etc... Al mismo Presidente probablemente le hubiese agradado que le hubiese Vd. dado alguna noticia de
sus conversaciones con el Rey en lo que se relaciona con la compenetración recíproca y amorosa del alma
española con el alma latino-americana. Todo esto es necesario para que no sufra interrupción y mantenga
apoyos decididos la alta política española que Vd. y yo perseguimos. No lo descuide. […] Estamos con
gran ansiedad por conocer la Embajada Extraordinaria que enviará España aquí para el Centenario. No
desmaye Vd. en su empeño de recomendar que cuando menos sea igual a la que fue a la Argentina. Este

898
como el poeta José Gálvez314, Ricardo Palma y su hija... mexicanos como…, el emigra-
do Telesforo García —que lo mantuvo al tanto de la suerte de Justo Sierra315 y de la
revolución mexicana316— y cubanos como José Manuel Dihigo317.

gobierno está muy pendiente del asunto y sin duda extremaría sus obsequios a nuestros representantes,
siquiera para dar algunos celos a los vecinos del Norte [...] Quedo con verdadera satisfacción enterado de
que no abandona Vd. ni por un momento el asunto de las cruces. Todos los medios decentes de que po-
damos valernos para conquistar la buena disposición de los hombres que valen en este país, debemos
emplearlos.” (IESJJA/LA, s.c., Carta original mecanografiada de Telesforo García a Rafael Altamira,
México, 22-VI-1910). García insistió con estos pedidos en otra carta (IESJJA/LA, s.c., Carta original
mecanografiada de Telesforo García a Rafael Altamira, México, 29-VIII-1910), logrando que Altamira
escribiera a Justo Sierra, tal como se desprende de la disculpa del político e intelectual mexicano por su
retrasada respuesta y el envío de varios ejemplares de la nueva Ley de educación primaria. Ver:
IESJJA/LA, s.c., Carta original mecanografiada —con membrete de Correspondencia Particular del Se-
cretario de Instrucción Pública y Bellas Artes— de Justo Sierra a Rafael Altamira, México, 7-XI-1910.
314
En una carta interesante, Gálvez relataba a Altamira las pujas facciosas de la intelectualidad peruana y
exponía sus ideas respecto del futuro de las relaciones intelectuales de su país con España: “Se puede
procurar un acercamiento pedagógico con España, la única que por razones sangre y de idioma, puede
vigorizar lo bueno que tengamos en la raza, dándonos el optimismo necesario para evitar un extranjeris-
mo pernicioso y debilitante, pues rompe la tradición, sustituye el espíritu por un artificio malsano y lo que
es peor nos da constantemente la impresión de una inferioridad nacida del despreciativo modo en que el
extranjero, el sajón sobre todo, nos trata. La verdad —triste es confesarlo— aquí hay la pésima idea de
que los ingleses, los yankees, los alemanes, los franceses serían nuestros mejores maestros. […] Admiro
al pueblo inglés, tengo gran simpatía por el movimiento intelectual de Alemania y de Francia, me asom-
bra la actividad yankee, pero no me siento hermano de ellos y al contrario personalmente siento quizás
por atavismo un horror sereno por el empuje bárbaro. Creo que los latinos son más capaces, más simpáti-
cos, más humanos si se quiere, y si aquí se aumentare el coeficiente de la raza latina y se fuese compro-
metiendo el arco iris étnico que nos aplasta, en un indicativo blanco, no nos quedaría más lazo que Espa-
ña, España y España; lo demás es hacer una Torre de Babel” (IESJJA/LA, s.c., Carta original manuscrita
—con membrete personal— de José Gálvez a Rafael Altamira, Lima, 24-I-1910).
315
Telesforo García respondía una carta del 6 de marzo, informando a Altamira de la crisis política mexi-
cana y comprometiéndose a observar cómo esta situación y el abandono de Justo Sierra de la Secretaría
de Instrucción podía influir en las relaciones entre Altamira y el Gobierno mexicano: “Cuando recibí su
atenta fecha 6 del actual estábamos en plena crisis política. Nuestro excelente Justo [Sierra] dejó el Minis-
terio y Chávez le siguió. Tengo ahora que enterarme de cómo quedará la situación de Ud. en el nuevo
Ministerio, darle las noticias que recoja y hacerle las reflexiones que me parezcan oportunas. Desde luego
dada, tenemos que abandonar el proyecto de excursiones por los Estados de la República, preocupados
como se hallan en todas partes de la situación inesperada que se nos ha venido encima.” (IESJJA/LA, s.c.,
Carta original mecanografiada de Telesforo García a Rafael Altamira, México, 29-III-1911). En una carta
posterior, García daba a Altamira más información acerca de la situación de Sierra: “Justo, al separarse
del Ministerio, se vió bastante mal de ochavos, pero conociendo tal situación algunos amigos procuraron
ayudarle hasta que le fue encomendado un trabajo sobre Historia Nacional, medianamente remunerado,
pero que le permitirá vivir sin grandes ahogos económicos. Así se paga en estos países, llamados republi-
canos, la honrada y altísima labor de este gran maestro intelectual y moral, honra de su patria...”
(IESJJA/LA, s.c., Carta original mecanografiada de Telesforo García a Rafael Altamira, México, 17-VI-
1911).
316
Telesforo mantuvo informado a Altamira acerca del estallido revolucionario. Luego de confiarle que
“la revuelta que inquieta al Gobierno, sin amenazarlo seriamente” había provocado la cancelación de unas
excursiones al interior, le explicaba que, a su juicio, lo que hacía grave la situación era que EEUU alimen-
taba la sedición por sus intereses respecto de la Baja California y pretendía repetir en México “la conduc-
ta infame seguida por aquel país en las débiles repúblicas de Centro-América”. García concluía recomen-
dando a Altamira, probablemente interesado en hacer escala en México en su futuro viaje a los EE.UU.,
que “no tome resolución alguna sin que el horizontes se despeje por completo” (IESJJA/LA, s.c., Carta
original mecanografiada de Telesforo García a Rafael Altamira, México, 29-III-1911). Desde su punto de
vista cada vez más escéptico y desencantado, el republicano liberal y conservador García mantuvo al
tanto a Altamira acerca de la situación política mexicana, y de su impacto en la comunidad española y en
su propia vida: “…bástele por ahora saber que todo el antiguo régimen de orden y progreso se encuentra
profundamente trastornado. Había ciertamente en el estado político anterior graves vicios que corregir de

899
Dado que no es este el lugar para hacer un relevamiento de la voluminosa co-
rrespondencia que Altamira acumuló a su vuelta del periplo americano, nos centraremos
en observar aquellas que lo mantuvieron ligado al mundo intelectual e historiográfico
argentino. En este sentido, es un hecho que Altamira invirtió considerable cantidad de
tiempo y esfuerzo en cultivar sus amistades en la elite rioplatense y mantenerse al tanto
de la evolución intelectual y política argentina, del desarrollo del sentimiento hispanista
y de las vicisitudes de las colonias españolas.
A mediados de 1910, el reformismo liberal e hispanófilo se consolidó en Argen-
tina con la elección de Roque Sánez Peña como Presidente de la República. A un obser-
vador atento del panorama político americano como Altamira no se le escapaba que el
ascenso de este prestigioso dirigente —que había encabezado en 1898 el respaldo a Es-
paña frente a la intervención norteamericana en Cuba— podía favorecer en mucho la
concreción de muchos de los proyectos que había presentado meses atrás a la receptiva
administración de Figueroa Alcorta. Cuando aún se festejaba su elección, el alicantino
no dejó pasar la ocasión de felicitarlo y abrir la puerta para un futuro diálogo, gesto re-
tribuido por el Presidente electo —interesado en mantener contacto con el reformismo
español—, quien le contestaría amablemente desde Roma, prometiéndole un futuro en-
cuentro en Madrid para conversar largamente con quien consideraba un “profesor ilustre
y eminente amigo de mi país”318.
En los años siguientes a su estancia en La Plata y Buenos Aires, Altamira man-
tuvo correspondencia personal con varios de sus más influyentes interlocutores argenti-

orden mental y de orden práctico; pero la mutación teatral que hemos sufrido no parece llamada a corre-
girlos, porque las revoluciones suelen aprovecharse cuando traen hombres de valer consigo y cuando
cuentan con una masa capaz de comprender y de servir un ideal elevado. La revolución nada de esto
arrastra tras de sí. Es simplemente la repetición de esa borrachera de ofrecimientos verbales que tan fe-
cundos veneros ha tenido siempre en los países americanos de nuestro origen, que ni escarmientan con
sus eternos fracasos, ni se enmiendan con sus invariables decepciones. No sabría qué decir si se me pre-
guntara cuál ha sido la causa material e inmediata de un cambio tan inesperado y tan brusco. Invadió los
ánimos una especie de fiebre que en pocas semanas recorrió todo el país, produciendo un atolondramiento
completo en la vieja administración absolutista [...] El fenómeno psicológico ha sido, pues, de cansancio,
de aburrimiento, de deseo insaciable de cambiar, sin que el odio, ni la ira, ni la venganza tuviera más que
tal cual manifestación esporádica hija de la barbarie o de alguna que otra mala pasión individual. Lo viejo
se fue, llevándose consigo mucha honradez, mucho prestigio, mucho talento y también una gran cantidad
de errores, abusos y corruptelas propias de toda a administración no discutida, que considera como una
propiedad suya el ejercicio de las funciones públicas.” (IESJJA/LA, s.c., Carta original mecanografiada
de Telesforo García a Rafael Altamira, México, 17-VI-1911).
317
A poco de volver a la Península, José Manuel Dihigo felicitaba a Altamira por su regreso triunfal, al
tiempo que le transmitía ciertos encargos de terceros y le recordaba la necesidad de contar cuanto antes
con la versión corregida de su última conferencia, la que oportunamente le remitiera vía Fermín Canella
(IESJJA/LA, s.c., Carta original manuscrita —con membrete de la Universidad de La Habana, Facultad
de Letras y Ciencias, Particular— de José Manuel Dihigo a Fermín Canella, Habana, 22-III-1910), cuatro
días después de partir de Cuba, a fin de que la misma fuera publicada en el número de mayo de la revista
universitaria. Ver: IESJJA/LA, s.c., Carta original manuscrita (con membrete de la Universidad de La
Habana, Facultad de Letras y Ciencias, Particular) de Juan Manuel Dihigo a Rafael Altamira, La Habana,
22-IV-1910.
318
IESJJA/LA, s/c., Carta original manuscrita de Roque Sáenz Peña a Rafael Altamira, Roma, 16-VI-
1910 (2 pp.). Acerca de la excelente recepción española de la elección de Sáenz Peña, puede consultarse
la ilustrativa síntesis de: Daniel RIVADULLA BARRIENTOS, La «amistad irreconciliable»…, Op.cit., pp.
254-255.

900
nos. El alicantino mantuvo informado a Rómulo S. Naón y a Manuel Derqui de su reci-
bimiento apoteótico en España y de las buenas perspectivas que apreciaba en el ambien-
te español para sus iniciativas americanistas319. Manuel Derqui correspondió estas ama-
bilidades manteniendo informado al alicantino de su “presencia” en el mundo
intelectual rioplatense. Así, Altamira pudo enterarse de que la Facultad de Derecho y
Ciencias Sociales de la UBA había aprobado “algunas ordenanzas en las que traduce y
pone en práctica sus sabios consejos sobre métodos de enseñanza”, y de que el Ministe-
rio de Instrucción Pública había aprobado los nuevos programas para los Colegios Na-
cionales, incorporado obligatoriamente “los métodos y procedimientos prácticos y expe-
rimentales en el desarrollo de todas las enseñanzas”, de acuerdo con la experiencia
piloto realizada por el propio Derqui y oportunamente apoyadas por el propio Altami-
ra320.
Agustín Álvarez, vicepresidente de la UNLP, también intercambió cartas con
Altamira durante este período, recordándole las demandas bibliográficas de Joaquín V.
González y confiándole que en un Buenos Aires agitado por las presencias de delega-
ciones extranjeras y notables intelectuales convocados por el Centenario y el Congreso
Panamericano —como William Shepherd y Enrico Ferri, entre otros—, el alicantino
seguía siendo muy bien recordado; en especial en la tertulia que reunía a los notables
platenses y en la que se apreciaba “flotando siempre sobre la mayoría de los concurren-
tes los inolvidables recuerdos del iniciador, que fue V.”321.
Por esta época, Altamira manifestó en reiteradas oportunidades que su vuelta a la
Argentina era inminente, dejando entrever que asistiría a los festejos del Centenario de
la Revolución en mayo de 1910, para el Congreso Panamericano, y no desmintiendo los
rumores de que se haría cargo de una plaza en la UBA322. Así, de estos contactos inicia-

319
Ver: AHUO/FRA, en cat., Caja IV, Carta original manuscrita de Rómulo S. Naón a Rafael Altamira,
Buenos Aires, 8-VI-1910 (6 pp., con membrete del ministerio de Justicia e Instrucción Pública). En su
carta Derqui expresaba: “Ya me sospechaba yo, que a su regreso a esa no hallaría el reposo y sosiego
merecido, después de su larga y gloriosa campaña. Su triunfo ha sido tan completo y ruidoso que resulta
lógico lo que le está sucediendo. Felizmente Ud. tiene energías para todo eso y para mucho más.”
(AHUO/FRA, en cat., Caja IV, Carta original manuscrita de Manuel Derqui a Rafael Altamira, Buenos
Aires, 11 a 16-VI-1910 —3 pp. con membrete: Colegio Nacional Mariano Moreno—).
320
“Ya ve que las semillas que Ud. arrojara en el [ilegible] con tanto amor y entusiasmo, van [ilegible] en
dorados frutos. Razón tendrá Ud. para sentirse satisfecho. Solo es de desear que todo esto nos asegure el
regreso prometido, pero con los suyos, para que en próxima estadía no tenga ningún motivo de preocupa-
ción ni inquietud.” (AHUO/FRA, en cat., Caja IV, Carta original manuscrita de Manuel Derqui a Rafael
Altamira, Bs. As., 28-V-1910 —3pp. con membrete: Colegio Nacional Mariano Moreno—).
321
IESJJA/LA, s.c., Carta original manuscrita de Agustín Álvarez a Rafael Altamira, Buenos Aires, 18-
VIII-1910. En esta carta, Álvarez mencionaba “la esperanza que vislumbramos de volver a tenerlo entre
nosotros”, agradece una carta recibida recientemente y mencionaba que “en nuestra tertulia semanal de
anoche le pregunté a [Joaquín V.] González de su parte, cuántos ejemplares deseaba de su Metodología y
me dijo le contestara que dos mil”.
322
En el Río de la Plata se esperaba que Altamira formara parte de la comitiva oficial que España enviaría
a Buenos Aires para las fiestas del Centenario. Así lo esperaba, entre otros muchos, Matías Alonso Criado
quien le escribiera en junio de 1910 lamentando la falta de criterio del gobierno español por haber inclui-
do en la delegación presidida por la Infanta Isabel de Borbón a quien en sólo ocho meses había hecho
“más por España en América que en 80 años los diplomáticos y Representantes de Protocolo”.
(IESJJA/LA, s.c., Postal original manuscrita de Matías Alonso Criado a Rafael Altamira, Montevideo 30-
IV-1910).

901
les, surgiría el tópico epistolar de su inminente retorno a Buenos Aires, que sobreviviría
hasta los años ’50.
En diversas cartas escritas de allí en más, Altamira prometería volver pronto y
así lo asumían interlocutores como Rómulo S. Naón y Manuel Derqui. En una carta a
Luis Méndez Calzada, posteriormente publicada en La Nación, Altamira declaraba so-
lemnemente: “Soy cumplidor de mis palabras: prometí volver a la Argentina y volveré,
deseoso de estrechar otra vez la mano de usted y sus compañeros todos”323. En su co-
rrespondencia con el empresario y editor Heriberto Martínez, Altamira había hecho alu-
sión varias veces a su segundo viaje a Argentina, esta vez en ocasión igualmente propi-
cia como el Centenario de la Declaración de Independencia, el 9 de julio de 1916324.
Pese a que Altamira fue prorrogando sucesivamente sus promesas el buen re-
cuerdo del viajero perduró, sin duda, entre quienes lo trataron personalmente. En una
carta de octubre de 1914, Heriberto Martínez se congratulaba de seguir en contacto con
Altamira y lo felicitaba por su designación como catedrático de la UCM: “debemos feli-
citarnos todos, españoles y americanos, de que el excmo. Gobierno de la madre patria
haya hecho esa especial demostración de afecto hacia sus hijas de ultramar y sobre todo,
que haya hecho de Vd. el actor del vínculo espiritual de España con las naciones de
habla castellana, en las cuales circula su nombre… tan sólo para merecer aplausos, cari-
ño y admiración, cada vez que se le recuerda” 325.
José Nicolás Matienzo también había sido informado por Altamira de su nom-
bramiento en la cátedra madrileña y luego de un paréntesis en la comunicación entre
ambos, le agradecía haber retomado el contacto en noviembre de 1915, manifestándole
su alegría por la continuidad de su docencia en la UCM. Matienzo no dejó pasar esta
oportunidad para confiarle que en su encuentro con el historiador norteamericano Rowe,
intercambiaron impresiones acerca de las conferencias dadas por Altamira en California
durante el año anterior y las de Argentina de 1909, coincidiendo en elogios por su des-
empeño académico y su perfil intelectual326.

323
IESJJA/LA, s.c., Recortes de prensa, “Del profesor Altamira. Un saludo a los estudiantes”, en: La
Nación, Buenos Aires, 1910 .
324
Martínez creyó sinceramente que Altamira retornaría a Buenos Aires y llegó a poner a su disposición
su casa de Córdoba: “Que contraste tan sublime, el que los españoles de su talla honren el centenario de la
emancipación argentina de la metrópoli! Ello revela el espíritu de justicia y confraternidad, que anima a
los prohombres de nuestra cara España” (AHUO/FRA, en cat., Caja IV, Carta original mecanografiada de
Heriberto Martínez a Rafael Altamira, Córdoba, 11-III-1916 —2 pp., con membrete Heriberto Martí-
nez—).
325
Martínez afirmaba que Altamira se había destacado entre los numerosos intelectuales y conferencistas
españoles y franceses que visitaron Argentina “por su correctísima conducta, por su ciencia purísima, por
su virtud y por su modestia” (AHUO/FRA, en cat., Caja IV, Carta original mecanografiada de Heriberto
Martínez a Rafael Altamira, Córdoba, 19-X-1914). Ver también: AHUO/FRA, en cat., Caja IV, Carta
original mecanografiada de Heriberto Martínez a Rafael Altamira, Córdoba, 25-XI-1914; y AHUO/FRA,
en cat., Caja IV, Carta original mecanografiada de Heriberto Martínez a Rafael Altamira, Córdoba, 14-
IV-1915 (2 pp., con membrete personal)
326
AHUO/FRA, en cat., Caja IV, Carta original manuscrita de José Nicolás Matienzo a Rafael Altamira,
Buenos Aires, 6-I-1916 (4 pp., con membrete José Nicolás Matienzo). Matienzo le contaba en esta carta
que sus obligaciones le habían impedido presidir la delegación del Congreso Científico Panamericano de
Washington, reemplazándolo en ese cometido Ernesto Quesada y que también había tenido que declinar
la invitación de la Fundación Carnegie, yendo en su reemplazo el controvertido Carlos Octavio Bunge.

902
Pese a su pragmatismo, los contactos de Altamira no se limitaron a las genera-
ciones dirigentes de la elite, sino que también abarcaron al estudiantado argentino a tra-
vés de su hombre de confianza en las asociaciones universitarias, Luis Méndez Calza-
da327.
La admiración que el alicantino se había ganado entre los estudiantes le seguiría
reportando honores cuando ya había regresado a su país. Un claro ejemplo de esa admi-
ración lo dieron Ricardo D’Alessandro y Ernesto Sourrille328, dirigentes locales de la
Federación Internacional de Estudiantes Corda Frates, quienes escribieron a Altamira
para comunicarle que le habían otorgado la membresía honoraria de su consulado por-
teño y solicitarle un retrato suyo “para ser colocado en preferente lugar en nuestro local
de sesiones”329. Altamira también mantuvo contacto con personajes del mundo literario
y editorial que le permitieron mantener una presencia editorial en Argentina más allá de
la audiencia que le conferían sus frecuentes colaboraciones con los principales periódi-
cos porteños. Una de las relaciones más productivas de Altamira y otros intelectuales
españoles en aquella época fue Roberto Levillier. Este historiador, polígrafo y diplomá-
tico, enemigo intelectual de Paul Groussac y miembro marginal de la Nueva Escuela
histórica lo contactó con el célebre escritor argentino Leopoldo Lugones (1874-1938)
que, por entonces estaba embarcado en el lanzamiento de una revista americanista en
París330. Lugones se comunicó posteriormente con Altamira, congratulándose de que el

327
En una carta de agosto de 1910, Méndez Calzada le informaba de su iniciativa de publicar en La Na-
ción y La Prensa, algunas secciones de una carta anterior del alicantino en la que agradecía a los estu-
diantes su homenaje durante el II Congreso de Estudiantes Americanos y le felicitaba por conservar gran
ascendiente sobre sus compañeros: “No se equivoca V. al compartir plenamente en el afecto y en los
sentimientos generosos del elemento juvenil de estas Facultades. Yo, que vivo en ese ambiente, puedo
asegurarle no hay para V. más que recuerdos cariñosos y no hay más que una sola opinión, sin discrepan-
cias, general, unánime, de admiración y simpatía. El día que usted regrese será de júbilo para los universi-
tarios” (IESJJA/LA, s.c., Carta de Luis Méndez Calzada a Rafael Altamira, Buenos Aires, 31-VIII-1910
—3 pp., con membrete del Estudio de los Dres. Calzada. Abogados—). Entre los papeles de Altamira se
encuentran varias cartas de Méndez Calzada a Altamira, ver: AHUO/FRA, en cat., Caja IV, Postal de
Luis Méndez Calzada a Rafael Altamira, Santos, 5-IX-1913; AHUO/FRA, en cat., Caja IV, Carta original
manuscrita de Luis Méndez Calzada a Rafael Altamira, Montevideo, 13-XII-1914. En esta última carta,
Méndez Calzada le felicitaba por la adjudicación de su cátedra en la UCM, considerándolo un acierto y
un desagravio a su persona por lo acontecido en la Dirección General de Primera Enseñanza por defender
“ideas modernas”. También le informaba aquí de la excelente campaña de Menéndez Pidal —en contra-
posición a lo que informara Monner Sanz— al que había conocido ya en Madrid por consejo del propio
Altamira.
328
El jurista Ernesto Sourrille llegó a ocupar en el año 1956 la presidencia de la Cámara Nacional de
Apelaciones en lo Civil, con sede en Buenos Aires.
329
AHUO/FRA, en cat., Caja V, Carta original manuscrita de Ricardo D’Alessandro y Ernesto Sourrille a
Rafael Altamira, Buenos Aires, 18-V-1910 (1 p., con membrete de “Corda Frates”, Federación Interna-
cional de Estudiantes, Consulado de Buenos Aires). En esta carta se lo convocaba el apoyo “de todos los
que como Ud. están compenetrados de la necesidad de un movimiento de intercambio universitario que
debe poner no solo en relaciones a los profesores sino también a los estudiantes”, solicitándole que reali-
zara gestiones entre su alumnado para que se incorporaran nuevos socios en España y se interesaran por
realizar intercambios con los países americanos
330
AHUO/FRA, en cat., Caja IV, Telegrama original de Levillier a Rafael Altamira, París, 21-XII-1913.
Levillier informaba la próxima aparición en la capital francesa a principios de 1914 de la Gran Revista
Americana a ser dirigida por Lugones, solicitándole la urgente remisión de un artículo inédito sobre Psi-
cología, y anunciando una buena retribución.

903
alicantino hubiera aceptado la invitación de la revista e invitándolo a continuar con sus
colaboraciones331.
Otro de los editores que mantuvo correspondencia con Altamira fue Constancio
C. Vigil, quien le ofreciera publicar en su periódico Mundo Argentino artículos de cual-
quier asunto que creyera pertinente o reseñas bibliográficas de libros americanos, solici-
tándole que, en la medida de sus posibilidades, difundiera en sus columnas de prensa
porteñas y montevideanas su reciente libro El erial332.
Los intercambios bibliográficos y su preocupación por difundir sus libros fueron
otros de los aspectos que cimentaron las relaciones de Altamira con los intelectuales
americanos, desde el mismo momento de su retorno. Entre los papeles de Altamira pue-
den encontrarse, pues, gran número de cartas que nos hablan del circuito bibliográfico
que fue montando el alicantino con sus colegas del otro lado del Atlántico.
Altamira envió sistemáticamente muchos de sus libros y folletos a la Argenti-
333
na y satisfizo los reclamos de algunas instituciones culturales que solicitaban sus
334
obras ; en cambio de lo cual recibió en correspondencia diverso material bibliográfico

331
“Querido maestro y amigo: Esperaba poder acompañarle la Revista, para añadir al envío mis expresio-
nes de gratitud. No era posible que España quedara sin la representación de un nombre eminente en este
número que es un programa tácito”. Lugones hablaba de las modificaciones de forma del artículo enviado
y le anunciaba un pago de 10 francos por página. También le informaba de que contaba con una docena
de páginas en esa publicación para escribir sobre historia española o sobre cualquier otro tema Ver:
AHUO/FRA, en cat., Caja IV, Carta original manuscrita de Leopoldo Lugones a Rafael Altamira, París,
8-I-1914 (4pp., con membrete: Revue Sud Américaine, Direction).
332
Vigil, uruguayo residente en Buenos Aires, deseaba que Altamira mencionara El erial en La Nación,
dado que “su opinión tiene aquí altísimo prestigio y como tribuna para Ud. ninguna como aquel diario”
(AHUO/FRA, en cat., Caja IV, Carta original manuscrita de Constancio C. Vigil a Rafael Altamira, Bue-
nos Aires, 14-XII-1915 —2 pp. con membrete: Mundo Argentino, Dirección—). Dos meses y medio más
tarde, Vigil le reiteraba su pedido de que comentara su libro en El Día de Montevideo, donde él mismo
colaboraba, ofreciéndose a remitirle las publicaciones argentinas que eventualmente quisiera reseñar en su
propia publicación. (AHUO/FRA, en cat., Caja IV, Carta original manuscrita de Constancio C. Vigil a
Rafael Altamira, Buenos Aires, 29-II-1916 —2 pp. con membrete: Mundo Argentino, Dirección—).
333
En Alicante se conserva unas anotaciones de Altamira que testimonian bien el interés que tenía por
distribuir sus obras entre las personalidades argentinas. IESJJA/LA, s.c., Lista para enviar a América
ejemplares de las Memorias de Extensión Universitaria y de la Conferencia de la Unión Ibero-Americana
(original, 2 pp. manuscritas de Rafael Altamira). Listado incluye a las siguientes personalidades: P. Ro-
dríguez Marquina, director de Estadística de la Provincia de Tucumán; al Presidente de la UNLP; a los
rectores de la UBA, UNC y UNSF; Manuel Derqui, director del Colegio Nacional Mariano Moreno (Oes-
te); a los directores de El diario español, La Prensa, La Nación y La Argentina; Pablo Pizzurno, director
de la Escuela normal de Profesores; Salvador Barrada; Eduardo L. Bidau, Decano de la Facultad de Dere-
cho de la UBA; José María Sempere, del Consulado de España; al Presidente de la Asociación Nacional
del Profesorado; Adolfo Dickman, secretario de la Universidad Popular “Sociedad Luz”; Agustín Álva-
rez, Vice-presidente de la la UNLP; Miguel Cruchaga Tocornal de la Legación chilena; Avelino Gutié-
rrez; Enrique García Velloso; José Nicolás Matienzo, Decano de la Facultad de Filosofía y Letras de la
UBA; al director de la Nosotros. Revista literaria; Ernesto Quesada y Rómulo S. Naón, Ministro de Justi-
cia e Instrucción Pública. 24 ejs.”
334
La biblioteca del Centro Socialista le solicitó una donación de libros “netamente de cultura (Historia,
Sociología, etc., etc.”. (AHUO/FRA, en cat., Caja IV, Carta original manuscrita del bibliotecario Megías
a Rafael Altamira, Buenos Aires 1-XI-1915 —2 pp. con membrete del Centro Socialista—).Altamira
cumplió con este pedido, enviando un paquete con varias obras agradecidas por el Centro Socialista: “Su
valioso obsequio ha contribuido a aumentar la importancia de nuestra modesta biblioteca popular a la vez
que nos da motivo para expresar viejas simpatías al gran educacionista y sincero amigo de la clase traba-
jadora, de quien todavía perduran en este país y en los que tuvimos el placer de escuchar la sencilla y
elocuente palabra del profesor Altamira, cariñosos recuerdos.” (AHUO/FRA, en cat., Caja IV, Carta ori-

904
a lo largo de los años, que se sumó al que el alicantino se procurara a través de algunas
librerías, como la del mencionado Martín García, a quien Altamira enviaba, también y a
título personal, sus propias obras335. Rómulo Naón, Joaquín V. González, Agustín Álva-
rez, Ricardo Monner Sanz336, Manuel Derqui337, Pablo de María338, Mario Belgrano339,
Enrique Palacio340 enviaron y recibieron cartas en las que se anunciaba la remisión ad-
junta de bibliografía y en las que se agradecían envíos llegados de España. Este tráfico
bibliográfico incluyó, además, varias publicaciones y materiales inéditos con pedidos de
opinión acerca de su valía por parte de antiguos alumnos, profesionales o docentes, co-
mo Raquel Camaño341, José Castiñeira342, Alcolea Bermejo343 o Agustín Pestalardo344.

ginal manuscrita del bibliotecario Megías a Rafael Altamira, Buenos Aires 29-II-1916 —1 p. con mem-
brete del Centro Socialista—). Otra institución que solicitó obras de Altamira fue la biblioteca de la
Unión Republicana, cuyo curador simpatizante de Lerroux, requería sus libros y unas “palabras de alien-
to” para la “familia radical de la Argentina” que las recibiría “entre una ovación de aplauso y vivas al
rector de la Universidad de Oviedo” (IESJJA/LA, s/c., Carta original manuscrita de Manuel Barreiro a
Rafael Altamira, Buenos Aires, 11-IV-1910 (con membrete de la Unión Republicana Española. Federa-
ción Republicana Española—). Este bibliotecario,.
335
IESJJA/LA, s.c., Carta original manuscrita de Martín García a Rafael Altamira, Buenos Aires, 25-XII-
1910 (6pp., con membrete de “La Hispano-Americana”, Librería de Martín García…). El librero español
acusaba recibo y agradecía a Altamira el envío de Mi viaje a América; al tiempo que le remitía una “obra
obra rarísima de Gutiérrez”, y le solicitaba que averiguara si habían llegado a Cataluña, los “Códigos”
que enviara a los representantes republicanos y a la Biblioteca de Barcelona, en 1902, a raíz de la visita de
Federico Rahola y José Zulueta. La relación de Altamira con Martín García tuvo cierta continuidad, de
forma que podemos ver que en 1948, el alicantino remitió a Ricardo Levene un ejemplar de su Técnica de
investigación en la Historia del Derecho Indiano, (México D.F., Instituto Pan Americano, 1939) para que
“lo traslade a un amigo mío de ahí (sin dedicatoria), el librero de La Plata, D. Martín García, que V. co-
noce bien (Calle 7, Librería La Normal)” (ARL, en cat., Carta original manuscrita de Rafael Altamira a
Ricardo Levene, México D.F., 15-VI-1948 —1 p.—.).
336
AHUO/FRA, en cat., Caja IV, Carta original manuscrita Ricardo Monner Sanz a Rafael Altamira,
Buenos Aires, 27-XII-1915 (2 pp.).
337
En un envío postal, este docente adjuntaba a Altamira varios folletos con los programas regulares y
extensivos del Colegio Nacional del Oeste, rebautizado por entonces como “Mariano Moreno”, pidiéndo-
le opinión y afirmando haberse inspirado en sus ideas para confeccionarlos. Ver: AHUO/FRA, en cat.,
Caja IV, Carta original manuscrita de Manuel Derqui a Rafael Altamira, Buenos Aires, 11 a 16-VI-1910
(3 pp. con membrete: Colegio Nacional Mariano Moreno). Posteriormente, Derqui daba cuenta de haber
recibido la conferencia de Altamira en la Unión Ibero-Americana de Madrid y las Memorias de la Exten-
sión universitaria de Oviedo. Ver: AHUO/FRA, en cat., Caja S/N, Carta original manuscrita de Manuel
Derqui a Rafael Altamira, Buenos Aires, 30-VIII-1910 (6 pp. con membrete: Colegio Nacional “Mariano
Moreno”).
338
De acuerdo con lo comprometido respecto del intercambio, De María le adjuntaba los números 84 y
85 de los Anales de la Universidad y le anunciaba un próximo envío de el número 86 del mes de mayo de
los Anales de la Universidad, donde aparecería su conferencia sobre las Siete Partidas, una reseña de la
visita y los discursos de bienvenida a la Universidad (IESJJA/LA, s.c., Carta original mecanografiada de
Pablo de María a Rafael Altamira, Montevideo 29-IV-1910. Los envíos prometidos fueron realizados y
Altamira recibió 10 ejemplares de los Anales de la Universidad de la República, ver: IESJJA/LA s.c.,
Carta original manuscrita de Pablo de María a Rafael Altamira, Montevideo, 6-VIII-1910).
339
AHUO/FRA, en cat., Caja IV, Carta original manuscrita de Mario Belgrano a Rafael Altamira (2 pp.
con membrete de Hotel Roma), Madrid, 5-I-1929. Mario Belgrano le remite su libro sobre Manuel Bel-
grano reconociendo “a la eminente personalidad que tanto ha contribuido al acercamiento intelectual entre
España y la Argentina, país en el cual siempre se le recuerda con admiración.
340
AHUO/FRA, en cat., Caja IV, Tarjeta personal del Dr. Enrique Palacio, ex Intendente Municipalidad
de la Ciudad de Buenos Aires, ex Presidente del Honorable Concejo Deliberante, con nota manuscrita
destinada a Rafael Altamira. 9-VI-1916, en la que agradece la remisión de sus conferencias.
341
IESJJA/LA, s.c., Carta original manuscrita de Raquel Camaño a Rafael Altamira, Buenos Aires, 11-
VI-1910 (4pp.). Camaño le envíaba el trabajo que había presentado al Congreso de Medicina e Higiene
del Centenario argentino.

905
Pero si esta estrategia le permitió consolidarse como una autoridad de referencia
en materia pedagógica, historiográfica e hispanista, en el corto plazo no sólo benefició
al alicantino, sino que favoreció el éxito de otras experiencias americanistas. En este
sentido, Altamira puso a disposición de su colega Adolfo Posada las relaciones que
había sabido ganar en Buenos Aires para asegurar su éxito y con el, la regularización
del intercambio universitario hispano-americano.
Fiel a sus convicciones y a sus filiaciones krausoinstitucionistas y ovetenses, el
alicantino jugó un papel central en el viaje de Adolfo Posada a la República Argentina,
preparando el terreno para su recibimiento durante su estancia en La Plata y Buenos
Aires, y luego, desde España, convocando a sus principales valedores en el gobierno, en
las universidades y en la comunidad española para que apoyaran sin reservas esta nueva
misión española.
En junio de 1910, el Ministro de Instrucción Pública argentino, Rómulo S. Naón
contestaba una carta de Altamira del mes anterior, congratulándose de que éste le con-
firmara personalmente el próximo arribo de Posada al Río de la Plata. Naón, conocedor
de la trayectoria reformista de Posada e informado por Altamira de sus virtudes acadé-
micas y personales, celebraba esta noticia teniendo en cuenta que “se hacía necesario no
dejar la visita de ud. tan fecunda para nuestras relaciones y conocimientos recíprocos
sin continuidad de su talla y de sus calidades”.
Pero más allá de satisfacer los deseos de Altamira, Naón estaba interesado en
concertar un acuerdo con Posada que le permitiera contratar al profesor Rivera —
recomendado por Altamira y Canella—, para ocupar una plaza en la UNSF, ya que,
según le confesaba al alicantino, “es siempre más práctico tratar estas cosas directamen-
te, sobre todo entre nosotros” antes de que la burocracia se apoderara del asunto345.

342
IESJJA/LA, s.c., Carta original manuscrita de José Castiñeira Martínez a Rafael Altamira, Buenos
Aires, 29-III-1910 (4 pp.). Castiñeira alentaba el proyecto de intercambio universitario presentado por
Altamira en Argentina y América y auguraba su éxito; a la vez que llamaba la atención sobre “la necesi-
dad que existe en la América española y tal vez también en la propia España” de libros de enseñanza de
historia en castellano y hechos en el ámbito hispano-americano.
343
IESJJA/LA, s.c., Carta original manuscrita de S. Alcolea Bermejo a Rafael Altamira, Bahía Blanca,
21-VII-1910 (3 pp.). Bermejo, Director de la Escuela nº 14, afirmaba haber leído los resúmenes de las
conferencias platenses en Archivos de Pedagogía y ciencias afines y le remitía un cuaderno en el que se
exponían los procedimientos empleados en la enseñanza primaria de su establecimiento para que Altamira
los evaluara y se sirviera de ellos.
344
AHUO/FRA, en cat., Caja IV, Carta original manuscrita de Agustín Pestalardo a Rafael Altamira,
Buenos Aires, 3-III-1916 (2 pp., con membrete de Estudio de los Doctores Pablo Diana, Cornelio J. Vie-
ra, Agustín Perstalardo. Abogados). Ex alumno de Altamira en el curso de la Facultad de Derecho y
Ciencias Sociales de la UBA, Pestalardo le enviaba su tesis doctoral pidiéndole un juicio sobre ella y le
remitía cuatro números de la Revista Jurídica y de Ciencias Sociales que Pestalardo codirigía en su se-
gunda época, esperando que el alicantino le remitiera un listado de personas e instituciones que pudieran
interesarse por esa publicación y su Tesis.
345
AHUO/FRA, en cat., Caja IV, Carta original manuscrita de Rómulo S. Naón a Rafael Altamira, Bue-
nos Aires, 8-VI-1910 (6 pp., con membrete del ministerio de Justicia e Instrucción Pública). Posada,
puesto ya al tanto por Altamira antes de que éste concluyera su viaje, había alertado a Fermín Canella y
comunicaba al alicantino que esperaba indicaciones más precisas desde Argentina, las que no llegarían
sino por su intermedio, meses más tarde. (IESJJA/LA, s.c., Carta original manuscrita —3 pp.— de Adolfo
Posada a Rafael Altamira, Madrid, 1-I-1910)

906
Manuel Derqui, Director del Colegio Nacional del Oeste, impulsor de las labores
extensionistas en Buenos Aires y, recordemos, presidente de la Asociación Nacional del
Profesorado, escribía a Altamira desde una Buenos Aires conmocionada por los fastos
del Centenario y la agitación anarquista, informándole pormenorizadamente de la acci-
dentada recepción que organizara para Posada346 y de su plena integración a los cursos
de extensión del establecimiento347. Según declarara el docente argentino, Altamira no
se había equivocado en nada en sus elogios a la personalidad de Posada348.
También desde la otra orilla del Plata, Altamira recibiría cartas que se referían a
su antiguo colega ovetense. Pablo de María le informaba, por ejemplo, desde Montevi-
deo, del éxito de Posada en Buenos Aires349; y Matías Alonso Criado le confiaba que
Posada, abrumado por las “representaciones oficiales y palatinas” que “se extreman con
los banquetes, su único ambiente”, había prometido pasar por Montevideo antes de par-
tir hacia Chile, tal como lo tenía previsto. Escéptico ante el comportamiento de riopla-
tenses y españoles, Alonso Criado no dudaba en recordar que el verdadero interés y
propósito de aquellos contactos: “solo la obra intelectual perdura. Gloria a V. que la
inició”350.
El mismo Posada mantuvo contacto con Altamira durante su estancia en el Cono
Sur. En una carta, fechada en julio de 1910, Posada, confiaba a Altamira sus impresio-
nes acerca del clima ideológico de Argentina en plenos fastos del Centenario, creyendo
necesario analizar conjuntamente estos fenómenos para el proyecto que ambos compar-
tían:
“hay, en efecto, un ambiente de profunda simpatía hacia España; y en ciertos elementos un deseo
sincero de apoyarse en nosotros —grupo del Dr. González y no pocas representaciones de la ju-
ventud. Pero hay una corriente o grupo que o no nos quiere o empieza a mirar con desconfianza.”
351

346
AHUO/FRA, en cat., Caja IV, Carta original manuscrita de Manuel Derqui a Rafael Altamira, Buenos
Aires, 11 a 16-VI-1910 (3 pp. con membrete: Colegio Nacional Mariano Moreno). En esta carta, Derqui
informaba que la Junta Directiva de la ANP, en sesión celebrada el 16 de junio, había resuelto convocar
una Asamblea General de Socios, para designar a Rafael Altamira y Adolfo Posada, como miembros
honorarios. Derqui, avisaba que daría a Posada el diploma acreditativo de esa membresía para que él
mismo se lo entregara a su regreso, asunto confirmado por su compatriota en: IESJJA/LA, s.c., Carta
original manuscrita a Rafael Altamira, Buenos Aires, 2-VII-1910 ( 4 pp.)
347
AHUO/FRA, en cat., Caja S/N, Carta original manuscrita de Manuel Derqui a Rafael Altamira, Bue-
nos Aires, 30-VIII-1910 (6 pp. con membrete: Colegio Nacional “Mariano Moreno”).
348
Derqui que había cambiado ideas con Posada acerca del perfil obrerista que se le quería imprimir a la
extensión del Colegio Nacional del Oeste, expresaba a Altamira la alta estima que tenía por el nuevo
viajero: “no se ha equivocado Ud. dos veces nos hemos visto; una en el hotel y otra en mi casa. Y creo no
equivocarme al decirle que ya somos buenos amigos.” (AHUO/FRA, en cat., Caja IV, Carta original
manuscrita de Manuel Derqui a Rafael Altamira, Buenos Aires, 11 a 16-VI-1910 —3 pp. con membrete:
Colegio Nacional Mariano Moreno—). Los contactos entre Derqui y Posada fueron confirmados a Alta-
mira por este último, ver: IESJJA/LA, s/c., Carta original manuscrita de Adolfo Posada a Rafael Altamira,
Buenos Aires, 10-VII-1910 (4 pp., con membrete del Gran Hotel Castilla).
349
IESJJA/LA s.c., Carta original manuscrita de Pablo de María a Rafael Altamira, Montevideo, 6-VIII-
1910
350
IESJJA/LA s.c., Carta original manuscrita de Matías Alonso Criado a Rafael Altamira, Montevideo, 1-
IX-1910
351
IESJJA/LA, s/c., Carta original manuscrita de Adolfo Posada a Rafael Altamira, Buenos Aires, 10-
VII-1910 (4 pp., con membrete del Gran Hotel Castilla).

907
Posada detectaba la interferencia del “amor propio profesional y —esto es lo
más grave— la acentuación muy fuerte ahora, de patriotismo exclusivista con la consi-
guiente desconfianza hacia lo extraño.” Esta percepción fue confirmada en otra carta en
la que Posada relataba, no obstante, una baja en las tensiones provocadas por el nacio-
nalismo chauvinista, una vez pasada la coyuntura de las fiestas patrias352.
Pese a las gestiones de Altamira y a que obtuvo la colaboración de Derqui, Joa-
quín V. Gonzalez y sus respectivos entornos, Posada no tuvo la misma fortuna con las
relaciones públicas, si comparamos su experiencia con la de su antecesor. “Relaciones
oficiales: casi nulas”, le confiaba al alicantino. El ministro Rómulo S. Naón había tar-
dado en recibirlo y apenas había podido hablar con él por encontrarse absorbido por su
trabajo; el decano de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la UBA, Ernesto
Bidau lo habría tratado “con la más fría indiferencia” solicitándole unas conferencias en
su Facultad “pero de ahí no pasó”; de idéntica forma, habría sido recibido por el decano
de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, José Nicolás Matienzo353.
Esta aparente falta de interlocutores había provocado no sólo un desaliento del
nuevo viajero, sino un estancamiento en las gestiones abiertas por Altamira y que debí-
an ser abonadas o cerradas por su sucesor:
“de las escuelas de inmigrantes todavía no pude hablar con el Dr. [Avelino] Gutiérrez… de las
relaciones de intercambio por el momento me limito a conocer y tantear el terreno. Creo que hay
algunas lazos por donde relacionarse, pero le veo muchos peligros, de la [ilegible] —como es de
esperar— se despiertan los apetitos de la vanidad y del dinero. La gran labor es ver como se ga-
rantiza la seriedad y la honorabilidad absolutas de los que vengan. U. dejó esto a una gran altura:
y me ha [ilegible] un magnífico curriculo: pero todo lo puede llevar de trampa si se da un mal
paso. Ya escribiré sobre esto cuando vaya cuajando algo…” 354

Las percepciones de Posada no siempre hallaron respaldo en los informes que


Altamira recibía; Sempere, desde el Consulado de Buenos Aires, testimoniaba cosas
diferentes355 y, en ese mismo sentido, Derqui le relataba la performance exitosa de su
colega en la Universidad y confirmaba sus impresiones acerca de sus “encantos y virtu-
des” :
“Toda impresión que yo le transmita a su respecto será pálida y descolorida ante la realidad del
éxito y de las vivas y sinceras simpatías que ha sabido despertar acá. Su curso de La Plata, tanto
como sus conferencias de Buenos Aires, han sido objeto de generales elogios y unánimes aplau-
sos. Respecto a su persona, Ud. lo tendrá dado por sabido, conociéndola como la conoce. Las
[ilegible] de sus encantos y virtudes personales se cuentan acá por el número de personas que

352
IESJJA/LA, s/c., Carta original manuscrita de Adolfo Posada a Rafael Altamira, Buenos Aires, 25-
VIII-1910 (4 pp. cn membrete del Gran Hotel Castilla).
353
Ibídem.
354
IESJJA/LA, s.c., Carta original manuscrita de Adolfo Posada a Rafael Altamira, Buenos Aires, 2-VII-
1910 ( 4 pp.).
355
“La estancia aquí del Sr. Posada hace reverdecer sus triunfos por estas tierras, aunque no con tanto
entusiasmo, debido sin duda al agotamiento que […] Don Adolfo está dando su curso en La Plata. No se
sabe aún si lo dará en la Facultad de Filosofía y Dro de la Capital.” (IESJJA/LA, s.c., Carta original de
Sempere a Rafael Altamira, Buenos Aires, 8-VII-1910 —4pp., con membrete del Consulado de España,
Buenos Aires, Particular—).

908
han tenido la fortuna de conocerle y hablarle. Con respecto a mi, ocurrió lo que Ud. me anticipa-
ra. Desde el primer día nos hicimos grandes y buenos amigos.” 356

Agustín Álvarez, vicepresidente de la UNLP, le relataba que Posada se había in-


tegrado plenamente “a la tertulia española que reunía a los Barrada, Sempere y Gonzá-
lez”, y ocasionalmente durante su estancia, al pintor sevillano Gonzalo Bilbao (1860-
1938) y al ingeniero, inventor y miembro de la RAE y de la Academia de Ciencias de
París, Leonardo Torres Quevedo (1852-1936)357. Pero los reportes que hablaban de la
buena integración de Posada no sólo provenían de los argentinos, sino también de los
españoles. Los Calzada también escribieron a Altamira para tranquilizarlo acerca de la
estancia del director del Instituto de Reformas Sociales, de sus éxitos como conferencis-
ta y del apoyo que le brindaba la colonia española358. El propio Avelino Gutiérrez, al
tiempo que comentaba la presencia de Enrico Ferri, George Clemenceau y ponderaba la
“buena campaña en pro de las relaciones Hispano-Americanas” de Torres Quevedo, le
mencionaba que Posada estaba “trabajando fuertemente” en Buenos Aires y La Plata359.
El librero español Martín García hablaba elogiosamente de su desempeño, aun-
que haciendo salvedad de que Altamira lo había hecho mejor:
“El Sr. Posada termina las conferencias y parte al Paraguay y a su regreso irá a Chile- He podido
asistir a alguna abandonando mis tareas, cada vez más tiranas en esta lucha, incesante de activi-
dad y energía. Ha tratado temas de palpitante actualidad como son las materias que cultiva y a
decir verdad que no tiene el dominio de Vd. sobre sus oyentes, ha fortificado los nombres de la
Universidad de Oviedo y del Instituto de Reformas Sociales y es un orgullo para los que anhela-
mos la extensión de la cultura española dado que aquí en general sólo vienen mayordomos y hor-
teras y algunos pica-pleitos.” 360

Respecto de las relaciones con los intelectuales cabe destacar la comunicación


que Altamira entabló con los historiadores argentinos desde su vuelta a España.
En los archivos de Oviedo y Alicante se conservan cartas de Juan Álvarez remi-
tiéndole su Ensayo sobre la Historia de Santa Fe y solicitándole un juicio acerca del
método empleado361 y varias de Luis María Torres (1878-1937) en las que se daban no-

356
AHUO/FRA, en cat., Caja S/N, Carta original manuscrita de Manuel Derqui a Rafael Altamira, Bue-
nos Aires, 30-VIII-1910 (6 pp. con membrete: Colegio Nacional “Mariano Moreno”).
357
IESJJA/LA, s.c., Carta original manuscrita de Agustín Álvarez a R. Altamira, Bs.As., 18-VIII-1910.
358
“Acá tenemos al ilustre y buen amigo Adolfo Posada que fue muy bien recibido y que cuenta sus éxi-
tos por sus conferencias. A poco de llegar, lo acompañamos a almorzar algunos amigos en Santa Catalina,
invitados por el doctor González, y ya supondrá Vd., todo el cariño con que a Vd. se le recordaría pasean-
do en un día hermosísimo por la Avenida que lleva su nombre” (IESJJA/LA, s.c., Carta original mecano-
grafiada de Rafael Calzada a Rafael Altamira, Buenos Aires, 3-VIII-1910 —5 pp.—). Otro testimonio de
esto lo dio Luis Méndez Calzada, ver: IESJJA/LA, s.c., Carta de Luis Méndez Calzada a Rafael Altamira,
Buenos Aires, 31-VIII-1910 —3 pp., con membrete del Estudio de los Dres. Calzada. Abogados—).
359
IESJJA/LA, s.c., Carta original manuscrita de Avelino Gutiérrez a Rafael Altamira, Buenos Aires, 22-
VIII-1910 (2 pp. con membrete: Dr. Avelino Gutiérrez).
360
IESJJA/LA, s.c., Carta original manuscrita de Martín García a Rafael Altamira, Buenos Aires, 11-XI-
1910 (2 pp.con membrete de “La Hispano-Americana” Librería de Martín García…). Este librero español
era Vice-Presidente del Centro Republicano de Buenos Aires y estaba vinculado a Lerroux y sentía espe-
cial estima por los socialistas argentinos, en especial por Enrique del Valle Ibarlucea “gran amigo de la
España nueva” y según su opinión, el mejor de ellos.
361
“Como lo notará Ud., mi libro es simplemente un esbozo destinado a servir de base a futuras amplia-
ciones: antes de llevarlas a cabo, tengo pues gran interés en comprobar si voy o no por buen camino..
(IESJJA/LA, s.c., Carta original manuscrita de Juan Álvarez a Rafael Altamira, Rosario, 27-IV-1910 —

909
ticias de la evolución de la historiografía en la UBA y del progreso de sus investigacio-
nes en la Sección de Historia de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA362.
La comunicación con Torres se mantuvo por varios años, con sus naturales in-
termitencias y dilaciones, pero se reestableció a principios de 1916 cuando el argentino
le enviaba una larga carta en la que hacía una breve cronología de sus contactos y de las
situaciones que se habían sucedido desde que el diálogo se había interrumpido363. Torres
volvía a enviarle bibliografía de su autoría, solicitándole que la difundiera entre los es-
pecialistas y miembros de la RAH y daba a Altamira noticias respecto del desarrollo de
la historiografía rioplatense, especialmente en los ámbitos de la Facultad de Filosofía y
Letras y de la JHNA:
“En Buenos Aires se está produciendo una corriente muy animada y seria, hacia los estudios his-
tóricos; en la Junta de Historia se trabaja con interés, y en la sección de historia de la Facultad de
Filosofía y Letras, ya sabrá Ud. lo que se trata de realizar. Cuento para ello con buenos colabora-
dores: D. L. Molinari, E. Ravignani, R. D. Carbia y C. Correa Luna. En la Junta, de la cual he si-
do designado secretario en octubre de 1915, se han operado algunos cambios. Los nuevos miem-
bros son jóvenes, entusiastas, y tienen el propósito de apoyar toda iniciativa de tarea útil. Los
doctores Marcó del Pont, Dellepiane, Cárcano y Leguizamón, quieren que la Junta deje de ser
una institución gris, y fomentarán y tomarán como suyas todas aquellas ideas que redunden en su
prestigio y seriedad. Yo debo ser el porta-estandarte de ese programa; sin más condiciones he
aceptado cargo de tanta labor y responsabilidad. Desde aquella fecha de nuestra elección, las
reuniones son numerosas, motivadas siempre por la lectura de algún trabajo; la “Nación” nos pu-
blica en la forma más envidiable los trabajos y resoluciones, y en fin, y hasta los miembros acti-
vos que poco asistieron, lo hacen ahora sumamente complacidos. Para este año tengo anotadas

1pp. con membrete de Juan Álvarez Abogado, no se conservan otras páginas—). Álvarez y Altamira se
habían conocido en Buenos Aires por intermedio de Rafael Calzada, ocasión en la que el argentino pro-
metió remitirle aquel libro cuando fuera publicado.
362
Consultar: IESJJA/LA, s/c., Carta original manuscrita de Luis María Torres a Rafael Altamira, Buenos
Aires, 26-II-1910 (3 pp.). En esta carta Torres le informaba haber terminado su estudio sobre “las primiti-
vas civilizaciones de la cuenca del Río de la Plata” y una introducción al Catálogo razonado de la Sec-
ción Lenguas Americanas del archivo de Bartolomé Mitre, que adjuntaba a su carta pidiéndole opinión
acerca de él. Ver, también: IESJJA/LA, s.c., Carta original manuscrita de Luis María Torres a Rafael
Altamira, Buenos Aires, 12-VIII-1910 (5 pp. con membrete de iniciales LMT superpuestas). En esta epís-
tola, Torres remitía a Altamira otro ejemplar del tomo I del Catálogo…; el tomo II recientemente editado
y anunciaba la próxima aparición de tres estudios: “Antropo-geografía de la cuenca del río de la Plata”;
“Origen, significado y efectos del tótem” y “Primitivos habitantes del Delta del Paraná”, de los que se
comprometía a enviar dos ejemplares, uno personal y otro para la Biblioteca de la Universidad de Oviedo.
Por último Torres le informaba que en breve dictaría un curso sobre Historia primitiva y colonial de la
República Argentina, remitiéndole su programa y solicitándole su opinión sobre su contenido y sobre las
cuestiones metodológicas involucradas.
363
“Señor Profesor Dn Rafael Altamira. Distinguido profesor y amigo: Decididamente tengo poca suerte
para comunicarme con Ud. le he escrito en distintas oportunidades, y largo, muy especialmente, cuando
supe que Ud. vendrá a la Argentina, como director del Instituto de historia y profesor; y en muchas otras
ocasiones, como cuando le remití un ejemplar de mi obra “Los primitivos habitantes del Delta del Para-
ná”. Le decía, por entonces, que tenía el proyecto de realizar un viaje de estudios por España, Francia y
Alemania. Mi presencia en España la pensaba dedicar a las investigaciones documentales en Simancas.
Hoy este programa tendrá que sufrir reformas, y, ante todo, un aplazamiento. Me noticiaron distintos
amigos y colegas que Ud. había viajado por Londres y más tarde, por Estados Unidos, lo que me fue
confirmado por una tarjeta postal suya al regreso de Estados Unidos. Espero que la presente llegará a sus
manos en buen momento…” (AHUO/FRA, en cat., Caja IV, Carta original manuscrita de Luis María
Torres a Rafael Altamira, Buenos Aires, 26-II-1916 —6 pp.—).

910
catorce lecturas, se iniciaría la publicación de un boletín, bajo la dirección de los doctores Fra-
gueiro, Leguizamón y E. Peña.” 364

Torres, entusiasmado por lo que consideraba un avance colectivo de la intelec-


tualidad argentina “en un país de tan marcada tendencia individualista”, reafirmaba su
compromiso con la tarea imprescindible de “formar escuela” en el ámbito de la Junta y
la Sección, abrazando “la estricta observancia de la técnica especial en las investigacio-
nes y publicaciones”365.
Al tiempo que Altamira recibía referencias de estos núcleos de renovación histo-
riográfica, apreciaba el retroceso de antiguos tópicos hispanófobos que, como el deriva-
do de la idea de las “dos españas” seguían perjudicando la apreciación de la historia
colonial y del presente de España. Esta lectura inconveniente de la modernización espa-
ñola suponía que la España nueva regenerada y regeneradora se abría paso en lucha co-
ntra la España vieja —respecto de la cual todos los juicios hispanófobos estarían justifi-
cados— que aún poderosa, era la exclusiva propietaria de la historia española. De
acuerdo con esta idea, nada útil se habría hecho en el país antes de la segunda mitad del
siglo XIX, quedando justificada una ruptura absoluta con el pasado. Pese al panorama
de aspectos censurables en aquella España, no era razonable —según Altamira— pensar
que en ese pasado no había nada bueno, ponderable o rescatable para beneficio de la
nueva España o para el mundo contemporáneo.
“La España vieja no es la del siglo XVI, verbigracia, sino la que quisieran algunos españoles que
hoy fuese, en todo, como el siglo XVI. La España nueva es la que queriendo, cada día más, vivir
las formas nuevas y el espíritu moderno, sabe que puede utilizar con provecho muchas de las
creaciones de su actividad colectiva en tiempos pasados, y que en eso, la mayor fuerza consiste
en no romper la tradición, que hace de un pueblo algo estable y con personalidad definida.” 366

Altamira estaba convencido de que la evolución metodológica e ideológica de la


historiografía argentina había dejado atrás este tipo de prejuicio y de que los estudiosos
estaban abocados a superar el inevitable estadio hispanófobo que había abierto con la ya
centenaria revolución. El alicantino veía esto como el resultado de un proceso inelucta-
ble que llevaría a la reconciliación plena de ambas naciones. Así, la revolución habría
dado a luz una “literatura de acusaciones” esgrimida contra el poder colonial dominante
como un “arma de lucha” que los patriotas utilizaron para movilizar a la opinión pública
en pos de la independencia. En consecuencia, las primeras generaciones de ciudadanos
argentinos y americanos se habrían educado en un “ambiente de hostilidad a la metrópo-
li antigua, alimentado por las exageraciones de los defectos pasados y los prejuicios

364
AHUO/FRA, en cat., Caja IV, Carta original manuscrita de Luis María Torres a Rafael Altamira,
Buenos Aires, 26-II-1916 (6 pp.).
365
Ibídem. En una carta posterior, Torres le anunciaba que la JHNA estaba reuniendo materiales para
publicar un Boletín trimestral, para la cual le solicitaba su “contribución literaria” como miembro corres-
pondiente, “ya que la distancia nos priva de contarlo entre los asistentes a las reuniones” (AHUO/FRA, en
cat., Caja IV, Nota original manuscrita de Luis María Torres a Rafael Altamira, Buenos Aires, II-1916 —
1 p., con perforaciones, membrete: El Secretario de la Junta de Historia y Numismática Americana, y
anotación de Altamira “C – 2 – 4 – 916” correspondiente a su fecha de recepción—).
366
Rafael ALTAMIRA, España y el programa americanista, Op.cit., p. 140.

911
recibidos, y aun por la invención legendaria de algunos que no existieron jamás”367. Esta
etapa inicial daría paso a otra en la que se “aplacan los resquemores y los odios nacidos
de la lucha armada y el lazo troncal vuelve a dar tirones del espíritu”. Este cambio se
verificaría, primero, en la parte más avanzada de la elite ilustrada, para luego extenderse
a la totalidad de las clases dirigentes y llegar finalmente a “las clases incultas”, con lo
que al final de este proceso se terminaban olvidando los antiguos rencores y se reanuda-
ban “las relaciones cordiales con el pueblo contra cuya dominación lucharon los antepa-
sados”368.
Altamira consideraba que, pese a lo previsible de esta evolución ideológica y a
que los dos primeros pasos se habían cumplido ya, en lo sustancial, la “leyenda sigue
actuando como elemento de juicio histórico” en la ciudadanía de las nuevas naciones,
sobre todo en los libros educativos y en la tradición popular, por lo que la antigua Me-
trópoli seguiría siendo juzgada de acuerdo con una leyenda negativa.
Para el alicantino, la Argentina y otros países americanos estaban en ciernes de
experimentar el “último momento de esa evolución”, protagonizado por “un grupo pe-
queño de inteligencias ecuánimes, en quienes puede más el atractivo de la verdad histó-
rica que el de las afirmaciones recibidas en el ambiente social, inicia la rectificación de
la leyenda”. Dicha rectificación no sería, sin embargo, instantánea, sino que pasaría,
primero, por su momento erudito, restringida a un número escaso de especialistas, para
luego esparcirse y, finalmente llegar a los libros escolares y alcanzar así a la población
general369.
Si bien había síntomas alentadores en Chile, en Argentina era donde este proceso
se verificaba con mayor intensidad y celeridad, alcanzando ya a los libros de texto e
incluso al diseño curricular, tal como lo demostraba los proyectos de Vedia y Mitre370 y
del profesor suplente de la UNLP y concejal porteño, José Antonio Amuchástegui, que
había propuesto la creación de una materia de Historia de España en el curriculum de
los colegios secundarios nacionales371.
Para Altamira, lo significativo de esta iniciativas estaban en que el hispanismo
propugnado estaba en directa relación con el nacionalismo argentino emergente:

367
Rafael ALTAMIRA, La Política de España en América, Op.cit., pp. 67-68.
368
Ibíd., p. 68.
369
Ibíd., p. 68. Altamira mencionaba el caso alentador del certamen de Historia nacional de Chile convo-
cado por la Universidad del Estado, el Instituto Nacional, la Universidad católica, para seleccionar un
libro de enseñanza secundaria y un compendio para la escuela preparatoria y en cuyas bases se exigía una
actualización y la satisfacción del ideal de «acercamiento intelectual e industrial que viene produciéndose
entre España y sus antiguas colonias». (Ibíd., p. 69).
370
“El telégrafo me trae ahora la noticia de una última manifestación de ese género en las palabras con
que el profesor Vedia Mitre patrocina el proyecto de establecer en Buenos Aires una cátedra de Historia
de España, diciendo que el conocimiento de la Historia nacional argentina no puede alcanzarse sin el de
sus fundamentos y orígenes en la de España.” (Ibíd., p. 198).
371
Es curioso que Altamira pasara por alto el mejor ejemplo que podía ofrecer para sostener sus conside-
raciones y que se relacionaba con el emprendimiento pedagógico de los hombres de la Nueva Escuela que
se plasmó en un texto de enseñanza para nivel secundario: Luis María TORRES, Rómulo D. CARBIA, Emi-
lio RAVIGNANI y Diego Luis MOLINARI, Manual de historia de la civilización argentina, Tomo I [único
publicado], Buenos Aires, Franzetti y Cía., 1917.

912
“No se trata, en efecto, de una tendencia para «españolizar» la América de habla cervantina, o
simplemente (repito el concepto) para reivindicar el prestigio de España, sino para reconocer
más y mejor, en el fondo psicológico e histórico de aquellos pueblos, en lo que es genuinamente
de cada uno, la raíz española, intensificándola precisamente para salvar la propia personalidad
de influencias e interpretaciones extrañas que la desnaturalizarían y, en parte, han comenzado ya
a desnaturalizarse.” 372

Amuchástegui, al penetrar “en la formación espiritual de su pueblo” habría en-


contrado sin complejo alguno, según Altamira, “el estrato fundamental de origen espa-
ñol”, comprendiendo que “cuanto más se depure y fortifique esa base, más energías
recibirá el alma nacional, más se afirmará en lo que constituye su propia idiosincrasia, y
mejor podrá defender lo que Unamuno llamó, en este mismo orden de cosas, el «casti-
cismo».”373.
Con admirable lucidez, Altamira entendía que esta forma de entender la doctrina
hispanoamericanista aseguraría “la esencialidad y, por tanto, la continuidad del hispa-
nismo en América, ligándolo substancialmente a la personalidad de los pueblos nacidos
de nuestro tronco y al porvenir de su civilización”, permitiendo a España “seguir traba-
jando por la defensa de sus intereses espirituales (los que le son comunes con las jóve-
nes Repúblicas), sin que pueda detener su acción la sospecha de que surja el menor re-
celo en el alma de las naciones hermanas”374.
Esta reorientación del nacionalismo argentino tendría consecuencias ideológicas
muy importantes, en tanto su antagonismo se desplazaría paulatinamente del pasado
colonial —de allí en más rehabilitado— a un presente en que se veía a una Argentina
condicionada, en sus valores, políticas e ideologías, por el influjo del mundo anglosa-
jón.
Tal como vislumbraba Altamira, la resolución del contencioso revolucionario y
la superación del contrapunto liberalismo-tradicionalismo era capital para la suerte del
ideario panhispanista en Argentina. Esta resolución no podría haberse verificado, sin
embargo, si la corriente liberal-reformista e hispanófila de principios de siglo y su here-
dera en el campo historiográfico, la Nueva Escuela, no hubieran aprovechado el contex-
to propicio y las oportunidades de la coyuntura del Centenario para desplazar la cues-
tión político-ideológica del centro del debate sobre la identidad nacional, proponiendo
una primera revisión de la historia argentina en la que los factores socio-culturales eran
invocados como fundamentos esenciales de la identidad hispánica de la Argentina. Fun-
damentos que legitimaban no sólo una reinterpretación del pasado sino, también, una
política de “rehispanización” del Río de la Plata y un programa de acercamiento intelec-
tual y material entre España y Latinoamérica.

372
Rafael ALTAMIRA, España y el programa americanista, Op.cit., p. 202.
373
Ibíd., p. 203.
374
Ibíd., p. 203. Altamira, incapaz de aceptar la pasividad y la irrelevancia de España en este proceso
autónomo de rehispanización americana, se preguntaba: “¿qué hace España por recoger y ayudar, con la
urgencia de los momentos solemnes que atravesamos, ese movimiento hispanista, nacido en la propia
entraña americana? Lo que hacen algunos pocos españoles, sabido es; pero no basta. ¿Cuándo ayudarán
de veras los Gobiernos?”.

913
El acercamiento de Altamira al primer sector, coronado en 1909 por el viaje
americanista dio un apoyo externo prestigioso e influyente, amén de muchos argumen-
tos e ideas, tanto al reformismo liberal argentino, como al movimiento americanista
español. Respecto de los historiadores novoescolares, aun cuando el viajero hubiera
conocido en su viaje a algunos de los que llegarían a ser sus miembros más influyentes,
la apuesta de Altamira por esta generación emergente se manifestaría tiempo más tarde.
En efecto, al momento en que Altamira arribaba al Plata, los jóvenes que luego formarí-
an la Nueva Escuela histórica estaban dando sus primeros pasos como docentes e inves-
tigadores bajo el amparo de Juan Agustín García, Joaquín V. González, Luis María To-
rres y otros catedráticos y, aun cuando alguno de ellos demostrara ya sus habilidades
sociales y su capacidad de penetración institucional, la mayoría compartían su vocación
científica con la redacción periodística.
Cuando, por el paso inexorable del tiempo y los cambios políticos, fueron eclip-
sándose sus referentes privilegiados en la elite finisecular argentina, estos jóvenes histo-
riadores —que ya iban madurando su propio proyecto intelectual y se consolidaban en
sus cargos de docencia e investigación— lograrían captar su atención e interés.
“Varias veces he aludido en mis artículos a la sólida y ecuánime corriente de rectificación de la
historia colonial que se ha producido entre los profesores jóvenes de la Argentina. Todos los co-
rreos me traen nuevas muestras de ese movimiento científico y del deseo que los investigadores
de allá tienen de trabajar de común acuerdo con los que aquí cultivan universitariamente los es-
tudios americanistas.” 375

Así, entre la segunda mitad de la década del ’10 y la primera del ’20 Altamira se
percataría de la evolución de sus investigaciones, de su valía profesional y de sus coin-
cidencias en torno al pasado hispano-americano y a la metodología adecuada para des-
entrañarlo. A partir de entonces el alicantino encontraría en ellos a unos interlocutores
particularmente atentos tanto en lo historiográfico-metodológico, como en lo ideológi-
co, y descubriría la impronta que sus libros y su fugaz presencia había dejado en estos
colegas.
Pese a sus afinidades con esta generación y sus colaboraciones con las institu-
ciones que éstos habitaban, Altamira no se prodigó en igual medida con todos estos in-
telectuales. Así, pese a sus relaciones con algunos de sus historiadores, los contactos
entre el alicantino y el Instituto de Investigaciones Históricas —heredero de la Sección
de Historia dirigida por Luis María Torres— y con el propio Ravignani fueron más que
discretos. Si bien Hebe Pelosi ha hallado pruebas de que Altamira fue designado consul-
tor para la edición de Constituciones Americanas y Altamira contribuiría con un artículo
para el Homenaje a Ravignani376, no llegaría a publicar artículo o reseña alguno en el
Boletín del Instituto ni tampoco ninguna de sus obras sería comentada.

375
Ibíd., p. 198.
376
Rafael ALTAMIRA, “La aprobación y confirmación de las leyes dadas por las autoridades coloniales
españolas (s.XV-XVII)”, en: AA.VV., Contribuciones para el estudio de la Historia de América. Home-
naje al Dr. Emilio Ravignani, Buenos Aires, 1941, pp. 39-52.

914
Entre ese singular grupo que conformó la Nueva Escuela, serían dos historiado-
res surgidos de la Sección de Historia de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA y
de la Facultad de Derecho de la UBA —y ambos vinculados a la UNLP—, los que en-
contraría mayor inspiración el la obra de Altamira. En efecto, Rómulo D. Carbia y Ri-
cardo Levene —no casualmente los hombres más interesados en legitimar a su grupo—
serían quienes mejor valorarían el aporte del delegado ovetense a la conformación y
fortalecimiento del proyecto de la Nueva Escuela histórica, entronizándolo como uno de
los referentes metodológicos e ideológicos de la evolución historiográfica argentina.
La impronta dejada por las enseñanzas de Altamira aún era comprobable quince
años después de su visita. En su Historia de la Historiografía Argentina de 1925, Car-
bia incorporaba una introducción gnoseológica y teórica —posteriormente suprimida en
las ediciones de 1939 y 1940— en la que abordaba la evolución universal de las re-
flexiones metodológicas acerca del saber histórico, siguiendo de cerca a Altamira en
una extensísima nota sobre las técnicas científicas de la labor historiográfica377.
En este texto, Carbia ofrecía una genealogía de la problemática metodológica en
la cual es imposible no percibir el rastro de las conferencias platenses de Altamira y sus
reconocidos libros378. En la bibliografía general que acompañaba esta exposición —un
listado construido a partir de fuentes secundarias, antes que un reflejo de las lecturas del
propio Carbia—, su autor remitía en reiteradas ocasiones a la Enseñanza de la Historia
y a Cuestiones modernas de historia379, glosaba al profesor alicantino y citaba alguna de
sus reflexiones sobre la importancia del aporte decisivo de Bernheim380.
En otro apartado del texto, en el que se hacía balance de la “historia del méto-
do”, Carbia reconocía la autoridad de Altamira como teorizador “del concepto de los
histórico” y como estudioso subsidiario de las cuestiones metodológicas, consagrándolo
como paradigma de uno de los “grupos de escritores que integran el haber de la produc-
ción metodológica” de los siglos XIX y XX381.

377
Rómulo CARBIA, Historia de la Historiografía Argentina, Tomo II de la “Biblioteca Humanidades”,
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de La Plata, La Plata,
1925, pp. 17-24.
378
Un ejemplo mínimo y curioso, aunque sugestivo, del diálogo velado que Carbia había asumido en el
terreno bibliográfico con Altamira, fue la escrupulosa corrección de su cita defectuosa de los manuscritos
e impresos del religioso belga Charles De Smedt (Ibíd., p. 18).
379
Sobre “Abejaldún”, Carbia remitía directamente a Altamira en Cuestiones modernas de historia (Ibíd.,
p. 19); y sobre la obra de Juan Costa, De conscribenda rerum historia, Zaragoza, 1591, recomendaba
consultar la Enseñanza de la Historia.
380
Rómulo CARBIA, Historia de la Historiografía Argentina, Op.cit., p. 17.
381
“el estudio de la historia del método en los siglos XIX y XX debe acometerse considerando que hay
cinco grandes grupos de escritores que integran el haber de la producción metodológica de estas épocas, y
que son, en orden de importancia: a) los historiadores, que al realizar sus obras exhiben un nuevo criterio
director como Ranke (Gestchichte der romanischen, 1824) y Buckle (History of civilization in England,
1860), por ejemplo; b) los teorizadores del concepto de lo histórico, que abordan subsidiariamente la
cuestión del método, como Altamira (La enseñanza de la historia, 1895) y Xenopol (Les principes fonda-
mentaux de l’histoire, 1899-1908); c) los que proclaman los cánones de las especialidades que auxilian a
la erudición, como Giry (Manuel de diplomatique, 1894); d) los expositores y ordenadores del caudal
erudito, que dan normas para la apreciación crítica de las fuentes, como Pertz y Waitz (Monumenta Ger-
maniae Historica) y los directores de las publicaciones alemanas eruditas (Archiv der Gesellchfat für
ältere deutsche Geschichskunde, y su segunda serie Neues Archiv; y e) los tratadistas integrales especiali-

915
Entre sus lecturas recomendadas acerca de estas materias, Carbia proponía pro-
fundizar en las ideas de Bernheim; en El desenvolvimiento de la ciencia histórica, de
Gooch; en la Histoire de l’historiographie moderne, de Fueter; y en amplias secciones
de tres textos de Altamira: la Enseñanza de la historia, De historia y arte y en el prólo-
go a la edición española de 1917 de la Historia Universal de William Onken382. Obras
valiosas que, pese a sus limitaciones, formaban parte del conjunto de textos que había
intentado avanzar en una “historia del método”383.
Pero lo más significativo es que Carbia hubiera develado, en un comentario oca-
sional, cuan relacionados estaban sus propios proyectos de historiar el desarrollo de la
metodología historiográfica con el programa inicial de investigaciones de Altamira. La
concreción de este programa, defendido por Altamira en sus escritos finiseculares y
expuesto prolijamente en 1909 ante sus auditorios rioplatenses, se habían postergado en
reiteradas ocasiones, dando pié al relevo de Carbia:
“proyecto agregar a mi trabajo en preparación: Introducción a los estudios históricos americanos,
un capítulo dedicado a la historia del método y de las teorías históricas, que aspira a ser el primer
ensayo integral sobre el tema. A tal empresa me decido porque el doctor Altamira, según me lo
manifiesta en carta de fecha 31 de mayo de 1922, ya no piensa realizar un trabajo, casi similar,
que proyectaba, sobre la base de una edición completa de los tratadistas españoles del método
histórico: «…Cada día —me dice en su epístola— es más difícil que pueda yo disponer del
tiempo necesario para redactar mis notas y publicar la colección prometida.» Y termina anun-
ciándome un trabajo en que utilizará el material que ha reunido con destino a la historia del mé-
todo en España.”384

Esta obra de Carbia, también fatalmente postergada, todavía era anunciada en la


relación de “obras del autor” expuesta en la primera edición de su Historia crítica de la
historiografía argentina, consignándose que se hallaba en preparación una “Historia de
la historiografía americana (por encargo del Instituto de derecho comparado hispano-
portugués-americano (Madrid), que preside el doctor don Rafael Altamira)”385.

zados, como Bernheim (Lehrbuch… 1894-1903-1908) y Langlois y Seignobos (Introduction aux études
historiques, 1897).” (Ibíd., pp. 22-23).
382
Ibíd., p. 23.
383
“Aunque la historia del método ha sido intentada ya por Bernheim (cap. II, § 3 de su Lehrbuch), a
medias, por Flint (La philosophie de l’histoire (en Francia y Alemania), a su modo, por Buckle (caps. VI
y XIII de su History of civilization inEngland), y finalmente por Altamira (La enseñanza de la historia,
prólogo, cap. III, y De historia y arte), puede afirmarse categóricamente que no está escrita aún. Bernheim
omite la consideración de muchos —todos los españoles, por ejemplo, —a Flint ocurre otro tanto, Bucle
se pierde generalmente en las ramas del tema, y Altamira ensaya sólo la exploración en algunos filones,
preferentemente hispánicos. En cuanto a los tratadistas menores que alguna vez tocan el asunto, no hay
para qué decir que mariposean sin mayor conciencia recta del oficio. (Ibídem).
384
Rómulo CARBIA, Historia de la Historiografía Argentina, Op.cit., pp. 23-24.
385
Rómulo CARBIA, Historia crítica de la Historiografía Argentina, Op.cit., p. 12. En su biografía de
Carbia, Horacio Cuccorese menciona el encargo que el Instituto Ibero-Americano de Derecho Comparado
habría hecho al historiador argentino para investigar esta temática y la carta que Altamira, como presiden-
te del organismo le enviara el 29-IX-1934 a Carbia pidiéndole que aceptara esa tarea, teniendo en cuenta
que era «el único de los americanistas del grupo español que está en posibilidad de hacer un trabajo de esa
importancia». Cuccorese consignaba que Carbia llegó a preparar el material para acometer esa obra, pero
no llegó a cumplir con el encargo. (Horacio CUCCORESE, Rómulo D. Carbia. Ensayo bio-bibliográfico,
Bs. As., Ediciones culturales argentinas, Ministerio de Educación y Justicia, 1962, p. 15).

916
Para apreciar el influjo de Altamira en Carbia, puede ser útil echar un vistazo a
la bibliografía completa y el currículum del historiador argentino, en el que se hace vi-
sible una sorprendente unidad de intereses metodológicos, pedagógicos e historiográfi-
cos. Pese a que Carbia era un intelectual católico del que podría haberse esperado mayor
recelo y distancia frente a Altamira, es evidente que si bien no coincidían, lógicamente,
en el campo de sus respectivas investigaciones —principalmente español, en un caso, y
argentino, en otro—, y no concordaban en su interés por la historia de la Iglesia, encon-
traban una amplia coincidencia en la temática hipanoamericanista y en la voluntad de
combatir la leyenda negra y restituir el crédito de la historia española ante los propios
americanos.
Pero, si en el caso de Carbia puede percibirse esta influencia intelectual mediata,
sería Ricardo Levene, aquel que cultivaría con más esmero su relación personal con
Altamira pasada la coyuntura de su viaje americanista. Ese diálogo, justificado sin duda
por una progresiva coincidencia de intereses y perspectivas histórico-jurídicas, cobró
cuerpo y continuidad debido a la sólida apoyatura institucional que exhibió el argentino
desde los años ’20. La posición hegemónica ganada por Levene en la JHNA —a la que
ingresó en 1915 y que presidió en los períodos 1927-1931 y 1934-1938—, en la ANH,
en el Instituto de Historia del Derecho de la Facultad de Derecho de la UBA y en la
UNLP, fue un indudable acicate para profundizar aquellas felices coincidencias y tradu-
cirlas en una colaboración intelectual más concreta.
Resentida las comunicaciones intelectuales internacionales y concentrado Alta-
mira en sus obligaciones en el área de la Educación primaria y, luego, en el lanzamiento
de su cátedra americanista en Madrid, Altamira no habría tenido referencias de persona-
les o intelectuales de Levene hasta 1924, a juzgar por el testimonio brindado por el pro-
pio alicantino en su “Prólogo” a un libro de Levene386.

386
“En 1º de octubre de 1914, en medio de las grandes incertidumbres de una gran guerra que estremecía
al mundo entero, comencé en la Universidad de Madrid las explicaciones políticas y civiles de América,
en que la parte colonial tiene natural y legítima participación. No estaba los ánimos entonces, ni en Espa-
ña, ni en el resto de Europa, ni aun en América, para prestar atención a las cátedras, y menos aun a la que
entonces era un brote recién nacido y, por lo tanto, un puro interrogante en la vida intelectual española y
en las relaciones entre España y América. Apartadamente transcurrieron pues los primeros censos (1914 a
1919) precisamente los que dediqué a estudiar y exponer ante mis alumnos esa parte colonial española,
sin que las condiciones de la vida internacional permitieran la frecuencia de las relaciones que antes eran
posibles, y menos aun los viajes; aunque es cierto que de parte mía, hubo siempre el deseo de repetir el
de América. Y he aquí que poco después de aquella última fecha, sin que mediase ningún conocimiento ni
comunicación personal entre Levene y yo, y sin que cupiese siquiera la posibilidad de un saber directo y
recíproco de nuestros trabajos de cátedra, puesto que nada de ellos había sido publicado, llega a mis ma-
nos la Introducción al estudio del Derecho Indiano y veo, con satisfacción que no empañaba el más mí-
nimo resquemor (porque yo soy de los hombres para quien la vida espiritual es un ancho campo accesible
a muchos, sin que se estorben mutuamente y, menos aun se hagan sombra: puro engendro, ésta de imagi-
naciones mezquinas y almas envidiosas) que cada uno de nosotros dos, Levene en Buenos Aires, yo en
Madrid al estudiar el mismo asunto, habíamos coincidido en criterios, puntos de vista y conclusiones
generales como si hubiésemos sido compañeros de trabajo en un mismo seminario o laboratorio de inves-
tigaciones. La conformidad sustancial comprobada produjo en mi solamente un sentimiento de tranquili-
dad científica, puesto que veía conformados por la investigación ajena, todos los puntos fundamentales de
la mía.” (AHUO/FRA en cat., Caja VII, Rafael ALTAMIRA “Prólogo” de —original mecanografiado de 6
pp.—). En este archivo se conserva un borrador manuscrito original con firma autógrafa, de 8 pp., en la
Caja IV. Este texto, se publicaría libre de erratas como: Rafael ALTAMIRA, “Prólogo” en: Ricardo

917
Altamira no recordaba que había conocido a Levene en la UNLP quince años an-
tes de que el primero publicara su Introducción a la Historia del Derecho Indiano; y
que había coincidido con él en varios eventos, en los que el argentino le demostró pú-
blicamente su admiración. Por aquellas fechas, recordemos, el plenario del Congreso de
Sociedades de Educación le tributó un voto de aplauso y homenaje, propuesto, precisa-
mente, por un joven congresal llamado Ricardo Levene387.
En todo caso, y más allá de este comprensible olvido, Altamira declaraba en
1936 las “muchas afinidades intelectuales, y muchas coincidencias de juicios, valora-
ciones y respetos a ideas y a hombres” que lo unían con el entonces Presidente de su
querida y recordada UNLP, entre las cuales se hallaba la común admiración por la figu-
ra de Joaquín V. González388 y la entrega plena a la labor universitaria e investigado-
ra389.
Como hemos dicho ya, la relación epistolar entre Levene y Altamira ha sido
oportunamente develada por Hebe Pelosi390 y estudiada, en lo que a la problemática de
la Historia del Derecho compete, por Víctor Tau Anzoátegui391. Veintiún cartas de Al-
tamira se encuentran en el Archivo Levene estando fechadas en México entre 1945 y
1951. Lo tardío de este epistolario no debería sugerirnos la ausencia de contacto en fe-
chas anteriores. En efecto, aun cuando en los archivos españoles no se han conservado
tantas cartas de Levene, las que existen cubren el período 1928 a 1936 y su contenido
nos ilustra acerca de la existencia de un fluido intercambio entre ambos hombres.

LEVENE, La fuerza transformadora de la Universidad Argentina, Buenos Aires, 1936, pp. 7-11. Altamira
se refiere a la siguiente obra: Ricardo LEVENE, Introducción a la historia del derecho indiano, Buenos
Aires, Valerio Abeledo, 1924.
387
Ver, Ut supra, p. 453.
388
No existe constancia de que Altamira mantuviera contacto con González después de su retorno a Es-
paña. Sin embargo, cuando se publicara la versión castellana de sus conferencias para el Rice Institute de
Houston de 1912, el alicantino dedicaría ese libro al Presidente de la UNLP: “Al Doctor D. Joaquín V.
González, Presidente de la UNLP. Quizás es este, de todos mis libros, el que mejor podía dedicar a usted,
porque a os motivos personales que habría en todo caso para tal homenaje, se une aquí la consideración
del tema en que viene a para la investigación planteada. Pocos hombres están más capacitados que Ud.
para darse cuensta de la grave cuestión que evocan las reflexiones con que termino. Creo que a todos nos
importa pensar sobre ella seriamente. De Ud. puede venir, para todos, observaciones de maestro que sabe
mantener su ecuanimidad en los mayores conflictos.” (Rafael ALTAMIRA, Filosofía de la Historia y Teo-
ría de la civilización, Madrid, Ed, de La Lectura, 1915, p. 5)
389
“Su misma condición de Presidente de la Universidad de La Plata crea entre nosotros un lazo espiritual
que, por mi parte, tiene su amarre en el recuerdo siempre vivo de aquellos meses de 1909 en que participé
intensamente de la vida universitaria platense iluminada y dirigida entonces por aquella clara y emocio-
nada inteligencia de Joaquín V. González y cobijada por aquel amor paternal con que mimaba Dardo
Rocha. En la elevada y amorosa estimación del primero de esos dos vamos parejos Levene y yo: él con la
motivación de universitario, de argentino y de hombre que no olvida su condición de universitario, de
argentino y de hombre que no olvida su condición universal por muy encendido que sea su patriotismo y
que sabe bien cuanto gozó de ella aquel maestro; yo por iguales motivos, con la única sustitución del de
argentinidad nativa por el mismo amor y reconocimiento a los hombres de esa tierra americana que tan
noblemente me acogieron hace 26 años y me siguen concediendo la alta consideración de no haberme
olvidado y más aún, de mantener viva la relación espiritual conmigo.” (Rafael ALTAMIRA, “Prólogo” en:
Ricardo LEVENE, La fuerza transformadora de la Universidad Argentina, Op.cit., pp. 7-11).
390
Hebe Carmen PELOSI, “Hispanismo y americanismo en Rafael Altamira”, en: Boletín Institución Libre
de Enseñanza, II Época, nº 22, Madrid, mayo de 1995, pp. 25-44.
391
Víctor Tau ANZOÁTEGUI, “Diálogos sobre Derecho Indiano entre Altamira y Levene en los años cua-
renta”, Anuario de Historia del Derecho Español, nº LXVII, vol. I, Madrid, 1997, p. 369-390.

918
Desde 1936 aquella comunicación se habría visto afectada debido a la Guerra
Civil española y entre 1940 y 1943 se habría truncado debido a las tribulaciones del
alicantino durante la Segunda Guerra Mundial. En abril de 1944, ya en Portugal, Alta-
mira reestableció su contacto con Levene392.
La renovada relación epistolar entablada por Altamira y Levene entre 1944 y
1951, rebosante de halagos, muestras de admiración recíprocas y de cariñosas expresio-
nes tenía, sin embargo, una médula utilitaria y pragmática. Levene, interesado en inte-
grar en sus diferentes proyectos institucionales y bibliográficos a una autoridad interna-
cional en historia americana y en Historia del Derecho hispano-americano, como
Altamira, cultivó esta relación “personal” con esmero. Altamira, víctima de sucesivos
exilios, deseoso de no quedar aislado de la evolución de su disciplina y especialidad, e
interesado en no perder la oportunidad de publicar inéditos y reeditar sus obras en Amé-
rica, no dejó pasar la oportunidad de vivificar su relación con una personalidad tan in-
fluyente y con tanta capacidad de gestión institucional, como Ricardo Levene393. Tener
presente la existencia de estos intereses personales nos permite interpretar mejor la retó-
rica del elogio que campea en estos textos privados, y comprender la recurrencia de
ciertas fórmulas, relacionados con el homenaje a una trayectoria y el reconocimiento de
la impronta dejada por Altamira en el medio intelectual local, por parte de Levene394; y
con el recuerdo entrañable de la estancia en Argentina395, y con la mención de la posibi-

392
“Por fin he llegado a un país donde le puedo escribir a Vd. después de tanto tiempo de incomunica-
ción. Inútil decir a Vd. el placer que esto me causa. Sin duda sabe Vd. la participación de los embajadores
argentinos en Francia y España en las gestiones para traerme aquí. Lo que ignoro y por ello no puedo
decirle nada, es lo que se pudiera referir a una siguiente gestión para ir a Buenos Aires.” (Carta de Rafael
Altamira a Ricardo Levene, Lisboa, I-IV-1944, reproducida en: AA.VV., Rafael Altamira 1866-1951,
Op.cit., p. 231).
393
La centralidad de Levene en el panorama historiográfico argentino de mediados de los años ’40, sus
equilibrios y la evolución de su posición bajo el peronismo ha sido expuesta en: Martha RODRÍGUEZ,
“Cultura y educación bajo el primer peronismo. Derrotero académico institucional de Ricardo Levene”,
en: Nora PAGANO y Martha RODRÍGUEZ (Comps.), La historiografía rioplatense en la posguerra, Buenos
Aires, Editorial La Colmena, 2001, pp. 39-65.
394
Emocionado por el recuerdo de su nombre en Argentina, Altamira escribía: “…una vez más su carta
del 28 de mayo [1946] y el recorte de La Prensa que me adjunta, me trae el testimonio de la inagotable
amistad y afecto de V. y de sus compatriotas. No tengo palabras para agradecerle a todos, pero muy parti-
cularmente a V., lo que por mí hacen.” (ARL, en cat., Carta original manuscrita de Rafael Altamira a
Ricardo Levene, México D.F., 5-VI-1946 —1 p.—). En otra carta posterior, Altamira expresaba su senti-
do agradecimiento a Levene por su elogiosa reseña de uno de sus últimos libros en la Revista de Historia
de América: “No tengo palabras para expresar como yo quisiera mi agradecimiento de lo que dice V. de
mí y de mi libro. Hay tanta bondad y tanta perspicacia para mostrar al público las fases favorables de mi
libro; tanta manifestación de una afectiva amistad que parece aumentar cada año!. ¿Qué cosa mejor puede
desear, a la edad a que he llegado, un hombre cuyas dos ambiciones han sido buscar la verdad de la Histo-
ria y ganar el afecto de los que también han consagrado sus fuerzas intelectuales en ese orden de la cultu-
ra?” (ARL, en cat., Carta original manuscrita de Rafael Altamira a Ricardo Levene, México D.F., 7-I-
1949 —2pp.—)
395
ARL, en cat., Carta original manuscrita de Rafael Altamira a Ricardo Levene, México D.F., 20-VII-
1945 (1 p.). En esta breve carta Altamira acusa recibo de dos folletos del Instituto de Historia del Derecho
Argentino: “de los que me interesa principalmente el escrito por V. y relativo al inolvidable amigo Juan
Agustín García. En él veo citados a otros que también me recuerdan mi viaje de 1909: Rivarola, Méndez
Calzada, M, ¿y Avellaneda?”.

919
lidad e interés de un próximo —y siempre postergado— retorno al Plata396, por parte de
Altamira.
Por supuesto, esto no quita que entre ambos hombres se desarrollara una auténti-
ca y sobria amistad —en un sentido restringido, por supuesto— y un entendimiento
sincero y profundo en torno a sus intereses e inquietudes convergentes397. Pero conviene
tener presente la dimensión “utilitaria” de esta relación para evitar un deslizamiento
“sentimental” e ingenuo en nuestra interpretación de estas cartas, más compatibles con
una lectura literal y un interés conmemorativo o hagiográfico, que con un análisis críti-
co como el que aquí intentamos398.
Como bien dijera Pelosi, las cartas de Altamira del Archivo Ricardo Levene399 se
centran en el considerable intercambio bibliográfico que ambos entablaron400 y en la
ansiedad del alicantino por dar a conocer sus trabajos en Argentina y América401.

396
Las propuestas de Ricardo Levene para que Altamira viajara a Buenos Aires, se remontan, por lo me-
nos, a 1935, cuando en hombre de la ANH realizó gestiones —como vicepresidente en ejercicio de la
comisión oficial de la conmemoración del IV Centenario de la fundación de Buenos Aires— para que
Altamira fuera invitado oficialmente en junio de 1936 a la capital argentina (AHUO/FRA, en cat., Carta
original manuscrita de Ricardo Levene a Rafael Altamira, Buenos Aires, 28-XI-1935 —2 pp., con mem-
brete de El Presidente de la Junta de Historia y Numismática Americana—). La gestión de Levene fue
apoyada y celebrada por diversas instituciones, como el Centro de Estudios Históricos Argentinos de la
UNLP (AHUO/FRA, en cat., Caja V, Carta original mecanografiada de Antonio Salvadores y Carlos
Heras a Rafael Altamira, La Plata 10-XII-1935 —con membrete del Centro de Estudios Históricos Argen-
tinos. Universidad Nacional de La Plata y firmas autógrafas—). Posteriormente, el tópico de su retorno a
Buenos Aires fue retroalimentado por la decisiva participación de los diplomáticos argentinos para asegu-
rar su salida de la Francia de Vichy. Pese a que nunca desairó las invitaciones de Levene y las gestiones
institucionales para que fijara su residencia en la República Argentina (Ver: Carta de Rafael Altamira a
Ricardo Levene, Lisboa, I-IV-1944, reproducida en: AA.VV., Rafael Altamira 1866-1951, Op.cit., p.
231), y a que no dudó en halagar el orgullo de los periodistas argentinos en aquellas circunstancias ((Fer-
nando ORTIZ ECHAGÜE, “Los vaivenes políticos del mundo no desarman la fe de Altamira”, Op cit.),
Altamira decidió, en definitiva, no emigrar al Río de la Plata sino emprender el exilio mexicano. Después
de esa fecha, Altamira seguiría hablando de su deseo de visitar el Plata. Esta cuestión está presente en:
ARL, en cat., Carta original manuscrita de Rafael Altamira a Ricardo Levene, México, 16-VII-1945;
Carta original manuscrita de Rafael Altamira a Ricardo Levene, México D.F., 5-VI-1946 (1 p.); Carta
original manuscrita de Rafael Altamira a Ricardo Levene, México, 28-VIII-1946; y Carta original manus-
crita de Rafael Altamira a Ricardo Levene, México D.F., 15-VIII-1948 (2 pp., con membrete del Instituto
Mexicano Europeo de Relaciones Culturales. Presidente Rafael Altamira. Secretario General Iso Brante
Schweide).
397
Poca intimidad se ventila en el epistolario Levene-Altamira. Una excepción puede hallarse en una
carta de 1948, en el que Altamira confió a Levene que su vida normal se había desordenado en los últi-
mos meses por una aparatosa caída que sufrió en su propia casa, y que le ocasionó dolor, aunque afortu-
nadamente, ninguna rotura de costillas. (Ibídem).
398
Un ejemplo de la presencia de estos “intereses” puede darlo el hecho de que Altamira remitiera perso-
nalmente a Levene una copia de la petición de Isidro Fabela de que se aceptara su candidatura al Premio
Nobel de la Paz (ARL, en cat., Copia mecanografiada de la “Propuesta para el Premio Nobel de la Paz a
favor del Historiador Don Rafael Altamira y Crevea, presentada por el Lic. Isidro Fabela, Juez de la Corte
Internacional de Justicia de La Haya”, México D.F., 11-I-1951), con el objeto de que Levene la distribu-
yera entre “buenos amigos” que enviaran “peticiones semejantes” (ARL, en cat., Carta original manuscri-
ta de Rafael Altamira a Ricardo Levene, México D.F., 19-I-1951 —1p.—).
399
He accedido a estas cartas gracias a la generosa iniciativa de la Profesora Martha Rodríguez, docente
en la cátedra de Teoría e Historia de la Historiografía de la UBA, involucrada en la catalogación del Ar-
chivo Levene.
400
Hebe Carmen PELOSI, “Hispanismo y americanismo en Rafael Altamira”, en: Boletín de la Institución
Libre de Enseñanza, II Época, nº 22, mayo 1995, pp. 36-40. Agradezco a la Dra. Pelosi que me obsequia-
ra en Santiago de Compostela una separata de este estudio.

920
La temática de las cartas de Levene estaban relacionadas, también, con cuestio-
nes académicas y bibliográficas. Así encontramos agradecimientos a Altamira por sus
colaboraciones en la revistas universitarias402; por el envío de libros y folletos403; y por
las invitaciones a eventos académicos internacionales, como la Conferencia Internacio-
nal para la Enseñanza de la Historia404. Esta parte del epistolario refleja, también, las
gestiones permanentes de Levene para un nuevo viaje de Altamira a la Argentina y para
su inclusión en eventos académicos y conmemorativos; la promoción de la figura
intelectual de Altamira entre sus discípulos y herederos405; las líneas de cooperación
abiertas en torno a iniciativas americanistas españolas y la promoción de profesores
401
Altamira solicitó gestiones de Levene ante la Editorial Losada para que acelerara la publicación de un
material de su autoría (ARL, en cat., Carta original manuscrita de Rafael Altamira a Ricardo Levene,
México, 21-XII-1949 —2 pp.—); también le pidió que preguntara a la Editorial Sudamericana y a la
Espasa Calpe de ahí, para cuando, poco más o menos tendrán ejemplares del Manual de Historia de Espa-
ña y la Historia de la Civilización Española, obras mías que están imprimiendo hace tiempo” (ARL, en
cat., Carta original manuscrita de Rafael Altamira a Ricardo Levene, México D.F., 15-VI-1946, —2
pp.—). En 1948, Altamira solicitaba a Levene consejos para encontrar una casa impresora en Argentina
—que no fuera la Editorial Sudamericana “que todavía no sabe que hacer con el resto de la edición que
tuvo el desatino de llevar a diez mil”— para reeditar su Análisis de la Recopilación de las Leyes de Indias
de 1680 (Buenos Aires, 1941), agotado desde 1945. En esta carta Altamira adelantaba a Levene detalles
de su propuesta: “Creo que lo mejor sería aplicar a mi libro la misma condición que se puso al de Ots. Yo
no pediría derechos de autor por esa reimpresión aumentada, y el editor que la hiciese se comprometería a
dar al Instituto de Historia del Derecho Argentino unos cuantos ejemplares y veinte a mí. En la Edición se
consignaría el copyright a mi nombre para que mis herederos conservasen la propiedad del libro.” (ARL,
en cat., Carta original manuscrita de Rafael Altamira a Ricardo Levene, México D.F., 27-VIII-1948 —
2pp.—).
402
AHUO, Caja IV, Carta original mecanografiada de Ricardo Levene a Rafael Altamira, La Plata, 20-
IV-1928 (con membrete y sello del decanato de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
de la UNLP). En esta carta Levene agradecía a Altamira su colaboración en el tomo XVII de la revista
Humanidades de 1928: “Su obra escrita que se recuerda sin cesar en esta Facultad, ahora se vincula a la
publicación que generosamente ha dado a la revista «Humanidades» y de este modo la influencia de su
nombre y de su doctrina de trabajo científico y docente constituyen un alto ejemplo para los profesores y
para la juventud estudiosa.
403
IESJJA/LA, s/c., Carta original manuscrita de Ricardo Levene a Rafael Altamira, Buenos Aires, 10-
VI-1928 (con membrete y sellos del decanato de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
de la UNLP). “He leído con muchísimo interés el opúsculo «Trece años de labor americanista docente».
Su obra ha sido y es admirable y los estudiosos le somos deudores del gran bien que Ud. Nos ha hecho
descubriendo el horizonte del pasado de América a los hombres de pensamiento en España y Europa. Le
reitera sus sentimientos de alta estima. Ricardo Levene.”
404
AHUO/FRA, en cat., Caja S/N Carta original mecanografiada de Ricardo Levene a Rafael Altamira,
La Plata, 7-VII-1932 (con membrete de la Presidencia de la Universidad de La Plata) “Ricardo Levene
saluda con la más distinguida consideración a su querido y grande amigo, don Rafael Altamira, Presiden-
te de la Conferencia internacional para la enseñanza de la Historia, y en respuesta a su muy atenta de
fecha 15 de mayo ppdo., que recién hoy llega a mi poder, debo significarle que con profundo sentimiento
se ha visto obligado a desistir de ir a Europa, a cumplir sus grandes deseos, ya exteriorizados. Diversas
circunstancias se lo impidieron”.
405
AHUO/FRA, en cat., Caja V, Carta original mecanografiada de Antonio Salvadores y Carlos Heras a
Rafael Altamira, La Plata 10-XII-1935. En esta carta, el Centro de Estudios Históricos Argentinos de la
UNLP testimoniaba su simpatía y su reconocimiento por la labor investigadora y docente de Altamira en
vísperas de su jubilación en la UCM: “Este hecho no podía pasar desapercibido para nosotros formados
en las aulas de la Facultad de Humanidades de la Universidad de La Plata, institución a la que su nombre
está cordialmente vinculado, tanto por su actuación inicial de 1910, como por haber ocupado con brillo
sus cátedras el doctor José María Ots, eminente discípulo suyo y también por oír continuamente su nom-
bre recordado con admiración y cariño por nuestro querido profesor el doctor Ricardo Levene. Sin cono-
cerlo personalmente, sentimos hacia Vd. la viva simpatía que despierta su infatigable y seria labor de
historiador y nuestro mayor anhelo quedaría colmado si Vd. se decide a venir nuevamente al país con
motivo de la conmemoración del IV Centenario de la fundación de la ciudad de Buenos Aires”. Como

921
en torno a iniciativas americanistas españolas y la promoción de profesores platenses
ante las demandas de Altamira406.
La prolongada relación amistosa entre Levene y Altamira fue abonada tanto por
las ofertas de colaboración intelectual del primero, como por el interés demostrado por
el segundo para incorporarse a las iniciativas de la JHNA y la UBA. Dos de los hitos de
esta relación fueron, como bien lo ha señalado Pelosi, la inclusión del alicantino en la
Historia de la Nación Argentina, publicada por la JHNA y su sucesora, la Academia
Nacional de la Historia bajo la dirección de Levene407; y la publicación de los Estudios
sobre las fuentes del conocimiento del Derecho Indiano de Altamira por el Instituto de
Historia del Derecho Argentino y Americano, dependiente de la Facultad de Derecho y
Ciencias Sociales de la UBA y fundado, en 1936, por el propio Levene408.
Varios ejemplos pueden citarse del interés de Levene por honrar su vínculo inte-
lectual con Altamira. Uno de ellos fue el homenaje que le organizara por sus ochenta

puede verse, Carlos Heras (1896-1968), que se graduó como Profesor de Historia y Geografía en la
UNLP luego de cursar estudios entre 1917 y 1920, confundió la fecha de la estancia de Altamira en su
universidad. Heras, discípulo de Levene, ocupó diversas cátedras en la UNLP, como la de Historia Argen-
tina contemporánea (desde 1930); la de Metodología y Práctica de la Enseñanza en Historia y Geografía;
la de Historia de América contemporánea (entre 1942 y 1948). También se desempeñó como Director del
Instituto de Investigaciones Históricas (1944-1953); como Jefe del Departamento de Historia de la
UNLP; como Director del Instituto de Historia Argentina “Ricardo Levene” y como Presidente del Centro
de Estudios Históricos de la UNLP.
406
AHUO/FRA, en cat., Caja VII, Carta original manuscrita de Ricardo Levene a Rafael Altamira, Bue-
nos Aires, 3-I-1936 (3 pp., con membrete de El Presidente de la Junta de Historia y Numismática Ameri-
cana). Esta carta es respuesta de otra de Altamira de noviembre de 1935 acerca de la Asociación Españo-
la de amigos de la Arqueología americana. En ella, Levene declaraba: “Ya sabe Ud. que le acompaño con
mucho gusto en la labor cultural en que Ud. ha puesto las energías de su fecunda existencia. Su informa-
ción de los profesores Aparicio y Márquez Miranda es exacta: yo acaricié el proyecto de llevar a España
su colección de objetos arqueológicos nuestros para exponerlos y luego fundar un pequeño Museo y rega-
larlo al Estado. El plan ha quedado aplazado, pues ha pasado la oportunidad (después de la región del
Congreso de Americanistas). Pero la idea tiene su significación y habrá que buscar esa ocasión. Excuso
decirle, que haré las gestiones, llegado el caso, dando la intervención que le corresponde a la “Asocia-
ción” de que Ud. me habla con tanta razón y simpatía, es decir haciendo el envío y donación por su in-
termedio.- Me dicen que la Universidad de Madrid estaría por invitar a alguno de los dos profesores Már-
quez Miranda o Aparicio (los dos son buenos) y creo que invitarán a los dos a dictar cursos. Márquez
Miranda tiene interés por la Facultad de Humanidades de la Plata, de hacer el curso suyo en primer térmi-
no. ¿Puede Ud. —siempre que no le sea molesto— decir una palabra a favor de Márquez Miranda? Recibí
su cable, sobre la posibilidad de su viaje a ésta, que sería recibida la noticia con alborozo de todos [sic].
Feliz año nuevo, le desea de todo corazón su admirador y amigo”. Fernando Márquez Miranda era, enton-
ces, consejero titular y, desde 1923, Profesor de la Facultad de Humanidades de la UNLP en la cátedra de
Prehistoria Argentina y Americana. En 1930, ocupó la cátedra de Historia Económica de la Facultad de
Ciencias Económicas de la UBA y, desde 1932, una plaza en la sección Historia del Instituto Nacional
del Profesorado Secundario desde 1932. Miembro de la Societé des Americanistes de París desde 1927;
delegado argentino al Congreso de Americanistas de Nueva York de 1928, de Sevilla de 1935 y Secreta-
rio General durante su celebración en La Plata, en 1932. Altamira conservó una hoja con los antecedentes
profesionales de Márquez Miranda (AHUO/FRA, en cat., Caja VII, Curriculum Vitae de Fernando Már-
quez Miranda —2 pp. mecanografiadas—.
407
Rafael ALTAMIRA, “España y la civilización española en el siglo XVI”, en: ANH, (Ricardo Levene
Dir.), Historia de la Nación Argentina, T. II, Buenos Aires, 1937, pp. 191-217; e ID., “La civilización
española en los siglos XVII y XVIII”, en: ANH, (Ricardo Levene dir.), Historia de la Nación Argentina,
T. III, Buenos Aires, 1937, pp. 15-53.
408
Rafael ALTAMIRA, Estudios sobre las fuentes del conocimiento del Derecho Indiano de Altamira.
Análisis de la Recopilación de las Leyes de Indias de 1680, Buenos Aires, IHD, Facultad de Derecho y
Ciencias Sociales, UBA, 1941.

922
años y por la publicación de sus Estudios sobre las fuentes del Derecho Indiano, en la
sesión del 4 de mayo de 1946 en la ANH tributó. Dicho homenaje se recoge en el Bole-
tín de la ANH, donde se publicó el discurso de Levene409 y una bibliografía americanista
atribuida erróneamente al catedrático mexicano Silvio A. Zavala410.
Este homenaje se repitió cuando Altamira falleciera en su forzado exilio, ocasión
en la que Levene, además de aprovechar la oportunidad para reforzar sus vínculos aca-
démicos con México y España, no dejaría de mencionar que el origen de las relaciones
del alicantino con los historiadores rioplatense se remontaba a 1909, cuando éste visita-
ra el país dejando “un recuerdo emocionado en la Argentina, con motivo de haber dicta-
do los cursos, que se hicieron famosos, de metodología de la historia en la Universidad
de La Plata, invitado a venir al país por Joaquín V. González”411.
Hasta qué punto las relaciones ganadas durante aquel periplo y su perseverancia
en sostener sus vínculos con los intelectuales argentinos fueron útiles para el desarrollo
del americanismo español y el hispanismo argentino es una cuestión sujeta a debate
sobra la cual se ha argumentado aquí. Lo que, en todo caso, se nos ocurre indiscutible es
que las relaciones personales y la instalación de su figura como autoridad de referencia
metodológica, histórico-jurídica e hispano-americanista en el naciente campo intelectual

409
Ricardo LEVENE, “Homenaje al historiador Rafael Altamira”, en: Boletín de la Academia Nacional de
la Historia, nº 20-21, Buenos Aires, 1946, pp. 231-232.
410
“Bibliografía americanista de Rafael Altamira”, en: Boletín de la Academia Nacional de la Historia,
nº 20-21, Buenos Aires, 1947-1948, pp. 233-274. En este texto, fue compuesto por el director de la Revis-
ta y editorial Mediterrani, unos de los intelectuales del exilio republicano en México— (ARL, en cat.,
Carta original manuscrita de Rafael Altamira a Ricardo Levene, México D.F., 19-II-1949) y se publicó
por primera vez con la obvia colaboración del alicantino en el volumen de homenaje preparado con moti-
vo de su 70º cumpleaños y su jubilación de la cátedra de la UCM: AA.VV., Colección de Estudios Histó-
ricos, Jurídicos, Pedagógicos y Literarios. Melanges Altamira, Madrid, C. Bermejo, 1936, pp. 467-498.
El autor anónimo de esta bibliografía aclaraba que se limitaría a “redactar una Bibliografía abreviada que
comprenderá tan sólo los libros, los artículos más importantes de revistas (en especial aquellos de que se
hizo tirada aparte) y algunos pocos escritos de los publicados en diarios”, quedando fuera “los numerosí-
simos artículos y trabajos literarios” publicados en periódicos y revistas españoles y americanos y los
prólogos escritos para discípulos y colegas. Pese a ello, en la lista bibliográfica se incluyó detalladamente
“toda la labor realizada por Altamira en su viaje de 1909-1910 a los países hispanoamericanos y los Esta-
dos Unidos de Norte América, tal y como la menciona el libro publicado en 1911 (Mi Viaje a América),
para destacarla bibliográficamente en el orden de la doctrina americanista”. Sin embargo, dichas entradas
hacen referencia somera a conferencias y discursos que, en su abrumadora mayoría, nunca fueron edita-
dos, confundiéndose con los artículos y libros realmente publicados e induciendo el equívoco de los lecto-
res.
411
Cuando Altamira murió, Levene envió —en su nombre y el de la Academia Nacional de la Historia—
una nota de pésame al discípulo y albacea testamentario de Altamira, Silvio Zavala, entonces presidente
de la Comisión de Historia del Instituto Panamericano de Geografía e Historia radicado en México. (Ri-
cardo LEVENE, “Nota enviada al Presidente de la comisión de Historia del Instituto Panamericano de
Geografía e Historia”, en: ANH, Boletín de la Academia Nacional de la Historia, nº 24 a 25, Buenos
Aires, 1951, pp. 670-671). En este Boletín se publicaría, además de una nota informativa, la contestación
positiva de Silvio Zavala a Levene acerca de su propuesta de publicar conjuntamente una compilación de
artículos dedicados a Rafael Altamira; las palabras de homenaje pronunciadas por el Duque de Alba en el
Tomo CXXIX del Boletín de la Real Academia de la Historia; y el intercambio de notas de pésame entre
Levene y la viuda, Pilar Redondo. Ver: ANH, “Homenajes tributados a miembros fallecidos de la Aca-
demia Nacional de la Historia. Fallecimiento del académico correspondiente Rafael Altamira”, en: Id., pp.
670-675. En su nota, Levene afirmaba haber profesado por el alicantino “no sólo una gran admiración,
sino respeto a su vida ejemplar, y afecto entrañable de colega y amigo”, condición reconocida, al menos
formalmente, por Pilar Redondo en su respuesta.

923
rioplatense derivadas de aquella extraordinaria experiencia, tuvieron una importancia
capital para su protagonista.
Esta importancia no sólo se demostró en el plano netamente intelectual, sino en
el más humano y vital, cuando Altamira se hallaba varado en Bayona y los nazis com-
pletaban la ocupación de Francia.
Como es sabido por todos, la suerte de Altamira había empeorando progresiva-
mente desde que estallara la Guerra Civil española. El levantamiento nacional había
sorprendido al alicantino veraneando en Segovia, decantada por los sublevados. El 15
de agosto de 1936 escribió a la Junta Militar de Burgos para obtener un visado de salida
de forma de reintegrarse a sus tareas en el Tribunal de Justicia Internacional de La
Haya. Dicha Junta lo citó y debió responder ante su presidente, el general Cabanillas,
quien luego de una tensa entrevista reconoció su condición de funcionario internacional
y extendió un salvoconducto con fecha de 29 de agosto, que no le privó de nuevos in-
convenientes412.
Entre 1936 y 1940 Altamira fijó su residencia en Holanda y, luego de la invasión
alemana se instalaría en Bayona. De esta época se conserva una carta de Altamira a Le-
vene, probablemente escrita en la localidad francesa de Montauban, donde Altamira
quedó varado entre el 1-V-1940 y fines de ese año, antes de instalarse en Burdeos, terri-
torio bajo gobierno de Vichy. En esta carta Altamira comentaba a Levene las alternati-
vas que barajaba ante la situación imperante:
“… es cuestión de vida o muerte salir de aquí antes del [ilegible]. Si las gestiones que hacen mi
hijo y algunos de los pocos amigos que aún quedan, alcanzan buen resultado, entraríamos en la
Patria, o iríamos a Portugal; si no, trataríamos de ir al S.E. de Francia, buscando sol y sequedad;
o bien de ser posible, iríamos a América; pero esto es lo que, desgraciadamente, veo como me-
nos posible. En todo caso, nos queda poco tiempo para conseguir una u otra cosa, dado que toda
la vida ha tomado aquí un ritmo tan pausado que el de las tortugas es como de 90 km a la hora.
Bien comprende V. lo que, en ese tercer camino que digo antes, me sería grato ir a vivir mis úl-
timos años en ese país, con amigos como V. que hacen amar la vida y la humanidad.”413

412
Francisco MORENO SÁEZ, Rafael Altamira Crevea (1866-1951), Valencia, Generalitat Valenciana,
Consell Valenciá de Cultura, 1997, pp. 97-98. Las dificultades de Altamira en Vitoria, en su camino a la
frontera francesa, fueron recogidas por su biógrafo Vicente Ramos y reproducidas parcialmente por Fran-
cisco Moreno y testimoniadas oficialmente, en 1942, por el diplomático Mario de Piniés, en 1942: “…
puedo manifestar que al salir este de la Zona Nacional pocos meses después de comenzada la Guerra con
objeto de incorporarse a su destino tuvo alguna pequeña dificultad a su paso por Vitoria y a su llegada a
La Haya dio cuenta al Tribunal el cual se reunió en pleno acordando en Acta y por unanimidad dirigir una
comunicación al Gobierno Nacional en la que se expresaba la gratitud del referido Tribunal por las consi-
deraciones tenidas con dicho señor y las facilidades que se le dieron para poder incorporarse a su puesto.
Dicha comunicación me fue entregada por el propio señor Presidente y la cursé en la Valija Oficial junto
con una carta de Don Rafael Altamira al señor Yanguas Messia quien también había intervenido en el
asunto” (AMAE, Legajo P 376, Expediente 27140, Carta original mecanografiada de Mario de Piniés,
Cónsul General de España en Gibraltar, al Ministro de Asuntos Exteriores de España, Gibraltar, 20-I-
1943 — 2 pp., con membrete del Consulado General de España, Gibraltar—).
413
ARL, en cat., Carta original manuscrita de Rafael Altamira a Ricardo Levene —s/l y s/f precisa, pro-
bablemente Montauban, 19-V-1940— (2pp.). La carta concluía dando cuenta del estado de ánimo de
Altamira en aquella coyuntura: “En fin, que continúe nuestra comunicación; y que V. y los suyos sigan
gozando de las más grandes satisfacciones de la vida; tener salud, vivir en la patria entre amigos, y no
temerle al día de mañana por ningún concepto.”

924
En 1942, ya decidido de abandonar Francia a toda costa, realizó nuevos sondeos
acerca de la posibilidad de volver a España e hizo gestiones oficiales para que la dicta-
dura le permitiera reintegrarse a su domicilio. Esta petición, presentada en el Consulado
de Bayona, desencadenó un volumen considerable de papeleo burocrático entre los ce-
losos funcionarios franquistas, atentos a comprobar los compromisos del alicantino con
la República y sus deudas con la justicia del régimen414.
El 17 de noviembre de 1942, la Comisaría General Político-Social Sec. 1ª, Neg.
2º, de la Dirección General de Seguridad, autorizó la entrada de Altamira a España por
Irún415. Siete días después, José Pan de Soraluce, Subsecretario de Asuntos exteriores,
remitió una nota personal reservada al Director General de Seguridad, Francisco Rodrí-
guez Martínez, donde anunciaba la entrada de un escrito de la Fiscalía de la Audiencia
Territorial de Madrid “solicitando datos para el expediente de responsabilidad política
que se está siguiendo contra el Sr. Altamira”, en vista de lo cual había dispuesto “no dar
curso a la autorización de entrada” en espera de las informaciones de los representantes
diplomáticos españoles416, “dada la destacada posición internacional que ha ocupado el
Sr. Altamira durante más de veinte años”417.

414
El rastro de esta causa en el Archivo del Ministerio de Asuntos Exteriores fue oportunamente develado
en: Dámaso DE LARIO, “Ambassador at Large: Rafael Altamira´s misión to Spanish America 1909-1910”,
en: Bulletin of Hispanic Studies (BSH), nº 4, vol. nº LXXIV, oct.1997, pp. 389-408. Este artículo —
originado en la colaboración de este diplomático en el curso de verano “Escritores asturianos de la España
de entreguerras (1868-1936)”, dirigido por José Manuel Pérez-Prendes en Gijón durante el mes de julio
de 1995—, pasaba revista al viaje de Altamira a América basándose en Mi viaje a América y en los apor-
tes de Melón Fernández. Pese a estas deudas, en este breve texto se introducía el análisis de la documen-
tación diplomática española relacionada con el viaje americanista. Gracias a este artículo, de una confe-
rencia de De Lario en la Universidad de Oviedo dictada en 1998 y de sus generosas indicaciones acerca
del Archivo citado que le hiciera a mi director de tesis, Moisés Llordén Miñambres, he podido acceder al
conocimiento de esta documentación guardada en Madrid, para aplicarla al análisis de las cuestiones que
aquí hemos planteado.
415
AMAE, Legajo P 376, Expediente 27140, Oficio del Ministerio de la Gobernación, Comisaría General
Político-Social Sec. 1ª, Neg. 2º, Dirección General de Seguridad dirigido al Subsecretario de Asuntos
Exteriores, Madrid, 17-XI-1942 —1 p.—.
416
Pan de Soraluce envió requerimientos de información sobre Altamira a José María Doussinague; al
Director General de Política Exterior; a Mario Piniés, Cónsul General en Gibraltar; a Ginés Vidal y Saura,
Embajador ante el III Reich y a José María Trias de Bes, Asesor Jurídico del INAL (AMAE, Legajo P
376, Expediente 27140, Copia de carta mecanografiada de José Pan de Soraluce, Subsecretario de Asun-
tos Exteriores, dirigida a varios diplomáticos españoles, Madrid, 24-XI-1942 —1 p.—).
417
AMAE, Legajo P 376, Expediente 27140, Carta original mecanografiada de José Pan de Soraluce,
Subsecretario de Asuntos Exteriores, a Francisco Rodríguez Martínez, Director General de Seguridad,
Madrid, 24-XI-1942 (1 p., con mención: “Personal” y “Reservado”). El oficio de la Fiscalía de la Audien-
cia Territorial de Madrid fue remitido a Pan de Soraluce el 21-X-1942 y en él se solicitaba información
acerca de si Altamira “fue, en representación de los gobiernos del Frente Popular, miembro del Tribunal
Internacional de La Haya, aunque estuviese nombrado con anterioridad. Se precisa que el informe exprese
la tendencia que siguió en su actuación muy especial y detalladamente en la cuestión planteada en aquel
organismo con motivo del asesinato en Madrid del diplomático belga Sr. Barón de Borcharave, durante la
dominación roja” (AMAE, Legajo P 376, Expediente 27140, Carta original mecanografiada de Antonio ?
al Subsecretario de Asuntos Exteriores, Madrid, 20-X-1942 —2 pp. con membrete de la Fiscalía de la
Audiencia Territorial, Madrid—). A propósito de los pedidos de informes a las legaciones españolas, se
conserva el informe de la embajada española en el III Reich (AMAE, Legajo P 376, Expediente 27140,
Carta original mecanografiada de Ginés Vidal y Saura, embajador en Alemania, al Ministro de Asuntos
Exteriores de España, Berlín, 17-XII-1942 — 1p., con membrete de Embajada de España en Berlín, núm.
486, Judiciales—) en el que se consignaba que, desde 1936, Altamira no participaba habitualmente de las
reuniones del Tribunal de Justicia Internacional, “permaneciendo todo el tiempo, al parecer, en el medio-

925
Francisco Rodríguez, respondió de inmediato a Pan de Soraluce, reafirmando
que, en vista de los documentos que poseía, no veía inconveniente en que Altamira en-
trara en España, lo cual sería oportuno aun en caso de ser incorrectos sus datos: “me
permito indicarle que ello no entiendo deba ser obstáculo para su entrada en España, ya
que sería el medio de que respondiera personalmente ante el indicado Tribunal [de Res-
ponsabilidades Políticas], la dificultad estaría precisamente en todo lo contrario; esto es,
en que intentara marcharse, ya que ello pudiera ser el medio de eludir la acción de la
Justicia”418.
A fines de 1942, Alemania ocupó militarmente la Francia de Vichy y eso tornó
aún más inquietante la situación de Altamira, que estaba bajo la lupa de la burocracia
franquista. A principios de 1943, su antiguo discípulo Augusto Barcia419, hizo un llama-

día de Francia donde poseía una propiedad”. El Cónsul General de España en Gibraltar, también remitió
un informe al Ministerio en el que afirmaba: “debo decir que durante largos años me unió una sincera y
cordial amistad con el señor Altamira, la cual continuó hasta muy pocos meses antes del término de nues-
tra Guerra de Liberación, época en la que aquél tuvo a bien cesar súbitamente toda relación de trato con-
migo sin que esto quiera decir que yo pueda considerarme autorizado para sospechar o para creer que se
debiera a razón política alguna, siendo muy probable que dada la exaltación de todos en aquellos momen-
tos fuera yo posiblemente el verdadero responsable de aquella actitud” (AMAE, Legajo P 376, Expedien-
te 27140, Carta original mecanografiada de Mario de Piniés, Cónsul General de España en Gibraltar, al
Ministro de Asuntos Exteriores de España, Gibraltar, 20-I-1943 — 2 pp., con membrete del Consulado
General de España, Gibraltar—).
418
AMAE, Legajo P 376, Expediente 27140, Carta original mecanografiada de Francisco Rodríguez
Martínez, Director General de Seguridad, a José Pan de Soraluce, Subsecretario de Asuntos Exteriores,
Madrid, 26-XI-1942 (1 p., con membrete de El Director General de Seguridad). Antes de enviar esta
carta, Rodríguez Martinez requirió más información a sus subordinados. Los responsables de Fronteras de
la Dirección General de Seguridad le remitieron una nota en la que se informaba que “la Comisaría del
Distrito de Buenavista informa, que su avalante Joaquín Álvarez Quintero, manifiesta que los informados
[Rafael Altamira y Crevea y Pilar Redondo Tejerina] son personas de muy buena conducta a los que
conoce desde hace muchos años y afectos al Glorioso Movimiento Nacional, garantizándoles plenamente
y en todos los órdenes. La Comisaría del Distrito del Congreso informa, que Don Juan de la Torre, abo-
gado, a quien los peticionarios señalan también como avalante, hace constar que el Sr. Altamira es perso-
na conocidísima en los sectores de la vida pública y política; que entre los muchísimos cargos que ocupó,
merece destacarse el de haber sido miembro, en representación de la Autoridad Española, del Tribunal de
Justicia Internacional; que hasta 1936 fue Catedrático de la UCM y en tiempo de la República y cuando la
dimisión del Presidente Alcalá Zamora, se habló como posible sustituto, no llegando a la realidad; que su
ideología política siempre ha sido liberal y que las manifestaciones de Don Juan de la Torre con respecto
a la entrada en España de los informados, sin favorables, no encontrando impedimento para que puedan
venir a España, ya que incluso en un expediente que el Sr. Altamira tenía incoado por el Tribunal de Res-
ponsabilidades Políticas, ha sido absuelto, que la esposa y hermanas gozan de buena reputación social.
En vista del resultado de la anterior información, en 17 del actual se dijo al Ministerio de Asuntos Exte-
riores que por parte de este Centro no existía inconveniente en acceder a lo solicitado…” (AMAE, Legajo
P 376, Expediente 27140, Nota original mecanografiada dirigida al Director General de Seguridad, Ma-
drid, 25-XI-1942 (2 p., con sello de Dirección General de Seguridad, Fronteras).
419
El abogado y político asturiano Barcia Trelles (1881-1961), nacido en Vegadeo, fue un antiguo alum-
no de Altamira en Oviedo y Madrid —donde se licenció y doctoró en Derecho, respectivamente— y
colaborador suyo en el Instituto Iberoamericano de Derecho Comparado. Trabajó en el bufete de Rafael
María de Labra, y se casó con una de sus hijas. Fue miembro de Ateneo Científico, Literario y Artístico
de Madrid, del que llegó a ser sucesivamente Secretario General, presidente de la Sección de Ciencias
Sociales y Políticas, vicepresidente de la Sección de Ciencias históricas (1909) y, en 1932, Presidente
general. Fue profesor de Historia y Evolución del Socialismo la Escuela de Estudios Superiores y parti-
cipó de la Extensión en dicha institución. La JAE lo pensionó para estudiar Sociología y Economía en
Alemania y Bélgica. Entre 1916 a 1923 fue Diputado en las Cortes y, durante la II República, se afilió a la
Izquierda Republicana, encabezando sus listas en las elecciones de 1935. Ocupó varios cargos en el área
económica de los gobiernos republicanos entre 1931 y 1935. En 1936 fue Presidente de Gobierno por tres

926
do dramático para rescatar a Altamira de Bayona, donde estaba muriéndose de hambre:
“No sé a quién acudir no sé como demandar ayudas para salvar de la muerte a estas dos
nobles, augustas, admirables figuras. A todos los hombres de corazón me dirijo: Hay
que salvar a don Rafael Altamira y a su santa compañera”420.
Este llamamiento tuvo considerable impacto en Argentina y ello se reflejó en la
petición formal que hiciera la UNLP al Presidente de la Nación, Ramón S. Castillo —
antiguo profesor de aquella Casa durante la estancia del alicantino en 1909—, para que
negociara la inmediata salida de Altamira de la Francia ocupada:
“Excmo. Señor Presidente de la Nación, Dr. Ramón S. Castillo: Me dirijo a V.E. que fue profe-
sor prominente en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de esta Universidad nacional pi-
diéndole se digne interceder a favor de un hombre que honra nuestra raza en su calidad de maes-
tro eximio de la cátedra española. Me refiero al gran historiador Dr. Rafael Altamira, quien como
sabe V.E. ha visitado nuestro país en diversas ocasiones, prodigando su ciencia, generosamente,
sin retribución alguna, ya desde la tribuna universitaria o en cursos y conferencias de divulga-
ción, bajo el patrocinio de su amigo el Dr. Joaquín V. González fundador de esta ilustre Casa de
Estudios. Toda nuestra juventud intelectual de aquella época, que hoy desempeña el profesorado
en nuestras Universidades, debe al austero sabio español inolvidables lecciones referentes a la
tradición de nuestra raza y sentido de la dignidad que nos enaltece. No somos pues, ajenos a la
responsabilidad que incumbe a los custodios de la cultura en la salvaguardia y protección del
destino de este hombre. Don Rafael Altamira a quien V.E. como todos los maestros de la Uni-
versidad, ha admirado y aplaudido, se halla en Francia en el desamparo más completo, casi «mu-
riendo de hambre» según lo afirma su discípulo el eximio jurisconsulto don Alejandro Barcia.
Sería inhumano y por lo tanto inmoral que esa ancianidad gloriosa no encontrara apoyo en nadie.
Por su condición de profesor de esta ilustre Universidad, me dirijo a V.E. en nombre de la juven-
tud estudiosa se digne a interponer su influencia de Presidente de los argentinos para que el
miembro honorario de esta Casa de Estudios, amigo íntimo de su fundador, pueda abandonar
Bayona, donde se halla y dirigirse a nuestro noble país, en el que encontrará junto a las condicio-
nes de subsistencia que le permitan vivir decorosamente, la gratitud y la admiración de nuestro
pueblo. No dudo que V.E. recogerá esta solicitud con alto sentido humanitario, para bien de la
cultura y de la hidalguía tradicional de los argentinos.” 421

Este llamamiento público fue secundado por los profesores de la UNLP:


“Los profesores de la Universidad de La Plata que suscriben, se dirigen a V.E. para expresarle su
adhesión a la gestión realizada por el Presidente de esta Universidad, doctor Alfredo l. Palacios,
a favor de don Rafael Altamira. V.E. ha sido también profesor de esta casa y recordará que el se-
ñor Altamira fue en ella ilustre catedrático extraordinario por iniciativa del fundador doctor Joa-

días y tras el triunfo del Frente Popular de 1936, fue ministro de Estado bajo Azaña, Casares Quiroga,
Martínez Barrio y Giral. Tras la guerra se exilió a Argentina. Fue Ministro de Hacienda del Gobierno
español en el exilio entre 1945 y 1947. Entre sus obras se encuentran: San Martín (6 vols.); Jovellanos
político, El pensamiento vivo de Jovellanos (1951). En 1936 fue uno de los impulsores del libro Mélanges
Altamira, ofrecido a este como un homenaje por su jubilación como catedrático de la UCM. Publicó en
El Liberal de Madrid y en La libertad. En la masonería, escaló posiciones hasta convertirse en Gran
Maestre. Fue rector de la Universidad Popular de Madrid; vicepresidente del Congreso de Abogados de
Madrid; vicepresidente y presidente del Centro Asturiano y presidente de la Liga Española de los Dere-
chos de Hombre y del Instituto de Derecho comparado Iberoamericano. Terminada la Guerra civil espa-
ñola emigró a la República Argentina.
420
AFREM/FA, (anteriormente: IEJGA/FA, I.FA.165, R.622) Recortes de Prensa, “Rafael Altamira no
logra salir de Bayona, donde casi está muriendo de hambre”, en: periódico argentino no consignado —
probablemente España Republicana—, s/f —aprox. II/III-1943—.
421
IESJJA/LA, s.c., Recortes de prensa, “El Dr. Palacios y Numerosos Profesores Interceden a favor de
Rafael Altamira”, en: La Prensa, Buenos Aires, 23-III-1943. Este artículo transcribe la nota de la UNLP
firmada el 22-III-1943, por su Presidente, el profesor y afamado político socialista Alfredo L. Palacios, en
la que se consignaba, erróneamente, que Altamira había visitado Argentina en varias ocasiones desde
1909.

927
quín V. González y realizó una labor intelectual que honró a la cultura argentina. Dios guarde a
V.E.”422

El gobierno de Castillo y el embajador argentino Ricardo Olivera, obtuvieron la


salida de Francia de los exiliados españoles Paul Casals, Pablo Picasso y de Rafael Al-
tamira bajo protección diplomática argentina; obteniendo, en este último caso, la autori-
zación española para que éste atravesara España rumbo a Portugal.
Ya en Lisboa, Altamira contempló la posibilidad de trasladarse a la Argentina, a
México o a los EE.UU423. En 1944 partió hacia Norteamérica, solicitado por el rector de
la Universidad de Columbia, Nicholas Murray Butler, para pronunciar una serie de con-
ferencias patrocinadas por la Institución Carnegie —que había intentado rescatarlo sin
éxito tiempo atrás— y obtener así, un alivio para su situación económica. Un accidente
a bordo del barco que lo transportaba, le obligó a operarse en el Roosevelt Hospital de
Nueva York, impidiéndole dictar los cursos comprometidos y persuadiéndolo de descar-
tar la alternativa de la lejana Buenos Aires.
El 25 de noviembre de 1944, treinta y cinco años después de su estancia en
México D.F. ninguno de sus antiguos incondicionales estaba vivo para agasajarlo, en su
retorno. Si había sobrevivido, no obstante, el recuerdo de quien había dado impulso de-
cisivo para la fundación de la Universidad Nacional, la simpatía de intelectuales y di-
plomáticos como Alfonso Reyes (1889-1959) y la devoción de sus antiguos discípulos
en la UCM, Raúl Carrancá, Javier Malagón y Silvio Zavala.
Estos recuerdos, sumados a la política de asilo adoptada por el gobierno mexica-
no y a las claras simpatías por la II República, primero, y por los exiliados antifranquis-
tas, luego, aseguraron que la Secretaría de Instrucción Pública —a cargo del literato y
político Jaime Torres Bodet (1902-1974)— lo invitara formalmente a residir en el país.
Los últimos seis años de su vida transcurrieron entre el trabajo de gabinete en
sus textos inéditos, que deseaba publicar en vida; las actividades académicas en el Co-

422
IESJJA/LA, s.c., Recortes de prensa, “El Dr. Palacios y Numerosos Profesores Interceden a favor de
Rafael Altamira”, en: La Prensa, Buenos Aires, 23-III-1943. El extracto corresponde a la nota remitida
por el claustro docente al Ramón S. Castillo, fechada en La Plata, el 22-III-1943 y firmada, entre otros
por Luis Méndez Calzada, Julio V. González —hijo de Joaquín V. González—, R. Longhi, Alfredo D.
Calcagno, A. Schffroth, Luis Bonet. Juan Mantovani, F. Toranzos, Enrique V. Galli, C. Sánchez Viamon-
te, Carlos R. Desmarás, D. Kraiselburd, Enrique Loedel Palumbo, Justo Pascali, Florentino Charola, E.A.
de Cesare, Héctor Ceppi, A.L. Mercader, Eugenio Alcaraz, J.N. Gandolfo, Juan Sabato, C. Langmann,
Juan Fernández y otros profesores.
423
Fernando ORTIZ ECHAGÜE, “Los vaivenes políticos del mundo no desarman la fe de Altamira”, en: La
Nación, Buenos Aires, 19-XI-1944. Este artículo fue reproducido en: Boletín de la Academia Nacional de
la Historia, nº 18, Buenos Aires, 1944, pp. 317-318. Ortiz Echagüe, confiando en las expresiones de de-
seo de Altamira, dio excesivo crédito a sus afirmaciones acerca de que prefería instalarse en Argentina,
“donde en 1910, al organizar la cátedra de metodología de la historia en la Universidad de La Plata, había
creado contactos fecundos con nuestros profesores y estudiantes”. El periodista argentino terminaba su
reporte señalando que “Altamira está sumamente agradecido a la Argentina, que ha hecho tanto en su
favor y a las personas e instiuciones que han demostrado interés por su salud, particularmente la Acade-
mia Argentina de la Historia y su presidente, el Dr. Ricardo Levene. El venerable historiador desea volver
a Buenos Aires para ve —como él dice— que queda de su siembra; pero antes debe cumplir sus
compromisos con la Universidad de Columbia, y se propone regresar de México en febrero o marzo para
dictar un curso de conferencias sobre la historia de la colonización española” para los alumnos
estadounidenses de habla castellana.

928
legio de México y la Universidad Nacional; los constantes homenajes de las institucio-
nes culturales424 y las actividades de la colonia española425. Quizás el mayor honor que
recibiría Altamira antes de su muerte sería su segunda nominación para recibir el Pre-
mio Nobel de la Paz, verdadero epítome de su trayectoria americanista, dado al genera-
lizado respaldo que su candidatura despertó en Latinoamérica.
Esta candidatura fue impulsada por el Comité mexicano pro-candidatura Rafael
Altamira a favor del Premio Nobel de la Paz, cuyo presidente honorario era Isidro Fabe-
la, juez de la Corte internacional de Arbitraje y de Justicia de La Haya426; su presidente
era Luis Garrido, Rector de la UNM y Presidente de la Unión de Universidades Lati-
noamericanas y su secretario general, el catedrático Iso Brante Schweide427. Este comité

424
A dos días de llegar a México, Altamira fue nombrado miembro honorario de la Academia Nacional
de Historia y Geografía, dependiente de la Universidad Nacional de México; cargo que asumiría formal-
mente en la ceremonia celebrada el 9 de junio de 1945 en el Salón de Actos, oportunamente bautizado
con el nombre de “Justo Sierra”. El diploma de este nombramiento y el programa de la recepción se
hallan reproducidos en: Rafael Altamira 1866-1951 (Catálogo de la exposición organizada bajo ese título
por el Instituto de Estudios Juan Gil-Albert y la Diputación Provincial de Alicante) Alicante, 1987, p.
239. El 13 de octubre de 1945, la UNM brindó un homenaje al alicantino a instancias de su rector Genaro
Fernández Mac Gregor y el Secretario Torres Bidet en el que pronunciaron conferencias Zavala, Carrancá
Trujillo, Iso Brante Schwide, Fernando de los Ríos —ministro del Gobierno de la República en el exilio y
colega de Altamira y Posada en la UCM— al que asistieron el presidente de la ANHG, Juan Manuel
Torrea; el presidente del Instituto Mexicano-Europeo de Relaciones culturales, el escritor francés Louis
Farigoule (a) Jules Romains (1885-1972); el director de la Academia Mexicana de la Lengua, Alejandro
Quijano; el director de la Facultad de Filosofía y Letras, Samuel Ramos y el de la Facultad de Jurispru-
dencia, Virgilio Domínguez, entre otras personalidades (Rafael Altamira 1866-1951 (Catálogo de la ex-
posición organizada bajo ese título por el Instituto de Estudios Juan Gil-Albert y la Diputación Provincial
de Alicante) Alicante, 1987, p. 240). En junio de 1949, el Ateneo Nacional de Ciencias y Artes de Méxi-
co le tributó un homenaje por sus bodas de oro con la docencia, al que asistieron el ex Presidente Emilio
Portes Gil, el Presidente de la República Española Álvaro de Albornoz (1879-1954) y el Juez del Tribunal
de La Haya, Isidro Fabela. En 1950 fue nombrado socio de honor del Ateneo Español de México
425
Esta reducida y próspera comunidad había sufrido radicales transformaciones desde que Altamira
disfrutara de su hospitalidad en 1909. Formada, entonces, por comerciantes e industriales y por una mino-
ría de exiliados de la I República, se había mantenido razonablemente unida —como ya hemos visto—
por la prudencia y prescindencia partidaria de dirigentes del estilo de Telesforo García. Esta situación
había cambiado drásticamente cuando estalló la Guerra Civil española y el bando rebelde logró imponer-
se. México se convirtió, entonces, en el principal refugio de la mayoría de los intelectuales, políticos,
periodistas, militares republicanos que lograron huir de la dictadura franquista.
426
El jurista y polígrafo mexicano Isidro Fabela (1882-1964) se graduó en Derecho en 1908 y se destacó
como jurista internacional, diplomático, lingüista e historiador. Fue profesor de Historia de México, His-
toria del Comercio, Literatura y de Derecho Internacional Público, en la Facultad de Jurisprudencia de
México. Fue Diputado nacional, Secretario de Gobierno en Chihuahua y Sonora y Gobernador del Estado
de México entre 1942 y 1945. Fue Jefe del Departamento Diplomático de la Secretaría de Relaciones
Exteriores; enviado extraordinario y Ministro Plenipotenciario en Argentina, Brasil, Chile, Uruguay y
Alemania. Plenipotenciario ante la Sociedad de las Naciones entre 1937 y 1940. Entre 1946 y 1952 fue
Magistrado de la reconstituida Corte Internacional de Justicia en La Haya y, en 1962, embajador en Ja-
pón. Fue Miembro Correspondiente de la Academia Mexicana de la Lengua desde el 20 de septiembre de
1950. Entre sus obras encontramos: Los Estados Unidos contra la libertad (1918); Los precursores de la
diplomacia mexicana (1926); La Sociedad de las Naciones y el continente americano ante la guerra
1939-1940 (1940); Las doctrinas Monroe y Drago (1957); Paladines de la libertad (1958); Historia di-
plomática de la Revolución Mexicana (1958-1959); Hidalgo (1959); El caso de Cuba (1960); Carranza,
su obra y ejemplo (1960) y dirigió además los volúmenes que recogen los Documentos históricos de la
Revolución Mexicana. Para más datos Ver: Manuel Alcalá, Semblanzas de Académicos. México, Edicio-
nes del Centenario de la Academia Mexicana. 1975.
427
Este Comité formó una Junta directiva formada por el Ministro de la Suprema Corte de Justicia, Fran-
co Carreño; el ex Secretario de Relaciones Exteriores, Francisco Castillo Najera; Emilio Portes, ex Presi-

929
centralizó la campaña internacional de la cual fueron participados los diplomáticos ex-
tranjeros en México428 y a la cual se sumaron intelectuales exiliados como Luis Santu-
llano429, Américo Castro o Juan Larrea, además de las eminencias reunidos en la Unión
de profesores universitarios españoles en el extranjero430. En América, la postulación de
Altamira contó con el apoyo de las numerosas sociedades republicanas españolas; de
casas de altos estudios como la Universidad de Guayaquil, la Universidad de San Mar-
cos de Lima y sus homólogas de Medellín, Santo Domingo y Antioquia; de institucio-
nes como el Ateneo Americano de Washington, la Academia Dominicana de la Histo-
ria, la Sociedad chilena de Historia y Geografía, la Academia Nacional de la Historia de
Quito, la Academia de la Historia de Caracas, la Sociedad peruana de Historia, el Cole-
gio de México y la Fundación Carnegie. El apoyo recogido en Argentina fue más que
significativo y convocó a Ricardo Levene y “sus” instituciones; a la UNLP, la UBA y
sus respectivas dependencias; al exilio intelectual español representado por Claudio
Sánchez Albornoz; a los Centros Republicanos de Buenos Aires, Mendoza, Mar del
Plata, Salta y Tucumán; a la Editorial Losada y a un grupo de notables diputados y diri-
gentes de la UCR, entre los que se encontraban Ricardo Balbín y el futuro Presidente,
Arturo Frondizi431.

3.- ELVIAJE AMERICANISTA COMO PARADIGMA DE LA RECONCILIACIÓN


INTELECTUAL HISPANO-ARGENTINA. RECAPITULACIÓN Y CONCLUSIONES.

Llegados al punto, final ya, de esta investigación, resultará útil realizar un rápido
repaso de lo que aquí expuesto. Mil páginas atrás, comenzábamos este estudio expo-
niendo el intenso despliegue de actividades de Rafael Altamira durante su casi olvidado

dente de la República; Alfonso Reyes, Presidente de la Junta de Gobierno del Colegio de México; Juan
Manuel Torrea, Presidente de la Academia Nacional de Geografía e Historia; Alejandro Quijano, Director
de la Academia mexicana de la Lengua; Alfonso Francisco Martínez, Juez de la Corte Suprema de Justi-
cia; los diputados Alberto Trueba Urbina y Efraín Brito Rosado y el senador Jesús Torres Caballero, entre
otros. La propuesta inicial partió del Juez de La Haya, Isidro Fabela, cuya carta al Comité Nobel noruego
fue reproducida y distribuida por toda Europa y América por el Comité mexicano (IEJGA/FRA,
III.FA.257 —hoy en AFREM/FA—, Comité mexicano pro-candidatura Rafael Altamira a favor del Pre-
mio Nobel de la paz, Copia de la propuesta para el Premio Nobel de la Paz a favor del Historiador Don
Rafael Altamira y Crevea, presentada por el Lic. Isidro Fabela, Juez de la Corte Internacional de Arbitraje
y de la Justicia de La Haya, México D.F., 11-I-1951).
428
Ver: IEJGA/FRA, VII.FA.26 —hoy en AFREM/FA—Copia de la carta enviada por el Comité mexi-
cano pro-candidatura Rafael Altamira a favor del Premio Nobel de la paz a Gabriel Bonneau (Embajador
de Francia en México), México 31-III-1951 —1 p.).
429
Santullano, por largo tiempo Vicesecretario de la JAE, era un antiguo alumno del alicantino en la
Universidad de Oviedo y había colaborado con él entre 1911 y 1913 en la Dirección General de Primera
Enseñanza (IEJGA/FRA, III.FA.268 —hoy en AFREM/FA—, Copia de Carta mecanografiada de Luis
Santullano al Nirske Stortings Nobelkomite, México D.F., 26-III-1951 —5 pp-—).
430
Copia de Carta mecanografiada de Niceto Alcalá-Zamora y Castillo al Nirske Stortings Nobelkomite,
México D.F., 15-III-1951 —1 p. con membrete: Unión de profesores universitarios españoles en el ex-
tranjero—.
431
Ver: Francisco Moreno, Rafael Altamira Crevea (1866-1951), Valencia, Consell Valenciá de Cultura,
Generalitat Valenciana, 1997, pp. 112-114.

930
periplo americano y las repercusiones insólitas que éste tuvo en los círculos del poder,
en los sectores intelectuales y en las colonias españolas de las repúblicas que lo acogie-
ron y, sobre todo, en la República Argentina. Repercusiones casi unánimemente positi-
vas que fueron amplificándose a medida que el viajero avanzaba hacia Cuba y que ten-
drían su clímax, casi un año más tarde, en su festejado retorno a España. Altamira, que
había partido de Vigo con el aval de la Universidad de Oviedo y un par de maletas car-
gadas de proyectos bienintencionados; retornaba vía Coruña, con un equipaje envidiable
compuesto de dos doctorados honoríficos, nombramientos para algunas cátedras, varias
distinciones y membresías, un currículum enriquecido por un ejemplar desempeño aca-
démico en diversas facultades e instituciones de enseñanza e investigación y un incalcu-
lable capital de nuevas relaciones personales e institucionales. Capital que, adecuada-
mente invertido, le permitiría situarse como principal referente del movimiento
americanista español, en la etapa en que éste trascendería su original reducto antillano;
y que le daría un considerable acceso a los círculos liberales de la política dinástica;
amén de un gran prestigio internacional y un impulso formidable para su carrera acadé-
mica y jurídico-diplomática.
Estos incontrovertibles éxitos americanos, apenas empañados por algunas reac-
ciones negativas aisladas, suscitábanos un interrogante fundamental que inquiría acerca
de las razones de aquellos triunfos. Triunfos en gran medida sorprendentes, si tomába-
mos en cuenta que éste viajero no era un literato afamado, un comediante popular, ni un
caudillo político, sino un simple catedrático de Historia del Derecho de una universidad
periférica de la Península, apenas conocido fuera de los lindes estrechos de las faculta-
des de leyes y de los sectores dirigentes de la comunidad española en el Río de la Plata.
Y máxime, aún, cuando éste catedrático no llegaba para predicar españolismo, pietismo
o republicanismo a sus paisanos emigrados; sino para disertar sobre temas tan ajenos a
las masas como metodología y pedagogía de la historia y para presentar sus proyectos
de intercambio docente en los restringidos recintos universitarios y ante un público ilus-
trado y preponderantemente argentino y americano.
Pero instalarse en la sorpresa sólo puede interesar a aquellos que no desean rea-
lizar una aproximación historiográfica del asunto o pretende solazarse en el festejo o la
descalificación del objeto o personaje estudiado. De allí que, considerando que este fe-
nómeno psicológico sólo puede ser útil en tanto que poderoso estímulo para la formula-
ción de interrogantes, hemos intentado inducirlos enfrentando al lector con el evento
desnudo, para poder servirnos del asombro resultante, como disparador de una indaga-
ción crítica y significativa.
Así, expuesto descarnadamente el fenómeno en sus actos y en sus efectos inme-
diatos en el Capítulo I; delimitado ya el objeto sin introducir, aún, interpretaciones que
lo racionalizaran al margen de la mirada perpleja y cómplice de sus contemporáneos,
era necesario echar mano del conocimiento histórico acerca del proceso de desarrollo
político, socio-económico e intelectual en el cual se insertaba el viaje americanista. El
objetivo, claro está, era conjurar desde un principio que el fenómeno estudiado cristali-

931
zara como mera anécdota disociada de la compleja realidad que lo rodeaba y en la cual
logró influir y colaboró a transformar, tarea que acometimos en el Capítulo II.
En ese capítulo realizábamos, entonces, una sucinta exposición del problema de
la tradición hispánica y de la innovación ideológica ilustrada en el reducido mundo inte-
lectual rioplatense de fines del siglo XVIII y principios del XIX; de la decantación anti-
hispanista de la elite letrada desde el fracaso del experimento unitario rivadaviano, tras
la guerra con el Imperio del Brasil y la segregación de la Banda Oriental; y en un reco-
rrido comparado por los diferentes entornos diplomáticos, socio-económicos, demográ-
ficos, político-institucionales e ideológicos, de la futura reconciliación intelectual hispa-
no-argentina.
Si esta empresa americanista resultaba un fenómeno digno de ser estudiado ello
no se debía al espectáculo pintoresco de que la policía hubiera tenido que contener al
público corriente que quería escuchar al “sabio español” disertando sobre temáticas tan
abstrusas como especializadas, sino a lo extraordinario que resultaba comprobar cómo,
por primera vez, la intelectualidad rioplatense se rendía ante la palabra y la presencia de
un español.
Si en la década del ’90 y en especial en la coyuntura de 1898 se habían hecho
plenamente visibles ciertos síntomas de agotamiento en el tradicional desprecio por el
legado español, el éxito de Altamira en 1909 vino a demostrar la quiebra, a la vez sim-
bólica y práctica, de la incontestada hegemonía de las posiciones hispanófobas en las
ideas argentinas. Hispanofobia consagrada por la Generación del ’37 como una ideolo-
gía de progreso, pero habilitada, previamente, por la ruptura revolucionaria de los vín-
culos intelectuales entre la Península y el Río de la Plata en 1810 y por la consecuente
disyunción de sus respectivas líneas de pensamiento durante los siguientes noventa
años.
Así, pues, una de las decisiones importantes de este estudio ha sido situar este
fenómeno en el contexto de la problemática histórica e ideológica de esa ruptura y del
proceso de reconstrucción de las relaciones intelectuales hispano-argentinas. Esta inclu-
sión nos ha permitido tomar perspectiva y comprobar que detrás del desborde de gestua-
lidad ampulosa y de verborrea que provocó el viaje americanista, existía algo mucho
más relevante que el engaño y manipulación que quisieron ver los reaccionarios publi-
cistas asturianos de su tiempo, o el fenómeno pintoresco y sociopático que apreciara el
siempre crítico e irónico, Santiago Melón.
La restitución de la dimensión americana de este acontecimiento “americanista”,
resultaba pues, capital, para comprender el significado de esta empresa y las razones de
su éxito. Pero para ello también era necesario superar el enfoque propuesto desde la
bibliografía española. Si bien es innegable que, en ciernes de los centenarios america-
nos, podía observarse una tendencia continental favorable a una revisión de las relacio-
nes con España, y que esta tendencia estaba genéricamente relacionada con una necesi-
dad de reafirmar una identidad cultural, es un hecho que cada país recibió a Altamira de
forma diferente de acuerdo con sus diferentes circunstancias políticas e ideológicas.

932
Es evidente que estas situaciones diferenciales eran difíciles de comprender para
los españoles de la época que, presas del trauma cubano, tendían a pensar la compleja
realidad americana desde un punto de vista “antillano”. De esta forma, salvo los pocos
intelectuales americanistas que por entonces tomaron contacto con Argentina, México o
Costa Rica, la opinión ilustrada gustaba de pensar que América en bloque despertaba de
su injustificada pesadilla hispanófoba y reclamaba a su madre patria la ayuda espiritual,
que hasta entonces había rechazado, para enfrentarse al imperialismo cultural anglosa-
jón. Pero si esta simplificación de los contemporáneos —que proyectaban en América
buena parte de sus temores de la decadencia terminal de la propia España— era fruto de
su percepción inevitablemente limitada del complejo proceso de reencuentro; resulta
sorprendente que la mayoría de los estudiosos españoles del viaje y del movimiento
americanista peninsular, recuperaran esa idea de reacción instintiva y generalizada fren-
te al imperialismo yankee, como explicación principal y, en ocasiones, suficiente, de la
revalorización del legado hispano, tanto en las Antillas, como en México, Perú, Cen-
troamérica y el Cono Sur.
La realidad era, ciertamente mucho más compleja y, en no pocos casos, el temor
a la penetración cultural coexistía, contradictoriamente, con un deseo de atraer capitales
estadounidenses y de emular la modernidad norteamericana. Si la amenaza anglosajona
sería un catalizador españolista en el Caribe —especialmente en Puerto Rico—, Cen-
troamérica y también en México, en ésta última nación y en el Perú, por ejemplo, donde
el legado hispano-colonial fue adaptado a la nueva realidad política antes que desecha-
do, el panhispanismo finisecular fue celebrado, también, porque brindaba una oportuni-
dad para fortalecer la hegemónica cultura hispánica y reforzar la legitimidad de la do-
minación secular de la elite blanca de origen conquistador, sobre las mayoritarias
poblaciones indígenas o mestizas. En la propia Cuba, ya por entonces una víctima cons-
ciente de la injerencia neocolonial estadounidense, existían importantes sectores que se
resistían vigorosamente a que la reafirmación de su identidad cultural pasara por el re-
pudio del aporte anglosajón y la vuelta al regazo de la tradición española, tal como pre-
tendían los inmigrantes españoles y los hispanistas.
Si bien ha sido imposible profundizar en cada caso, el estudio particular de la
experiencia argentina permitió corroborar que cada país tuvo sus propios estímulos y
razones para ensayar una reconciliación con España. Así, pues, lejos del temor a la do-
minación cultural anglosajona o a la competencia de insumisas culturas aborígenes, el
surgimiento del hispanismo argentino fue consecuencia del espectacular progreso y el
concomitante fenómeno inmigratorio que trajo aparejado. Y, esto, no precisamente, por
el hecho de que los españoles representaran más del treinta por ciento del total y rehis-
panizaran a golpe de garrote demográfico a la sociedad rioplatense, sino porque el otro
setenta, conformado por italianos y habitantes de toda Europa y la cuenca mediterránea,
hicieron temer por la disolución cosmopolita de la identidad rioplatense y la constitu-
ción, paradójica, de una sociedad escindida y desarraigada, cuyo único vínculo con el
territorio fuera el estrictamente material.

933
Así, pues, al enmarcar el viaje americanista en su contexto rioplatense, hemos
podido vincular este fenómeno a la problemática —histórica e historiográfica— de la
constitución, quiebre y reconstitución de las relaciones intelectuales hispano-
rioplatenses, prestando atención tanto a sus referencias ideológicas, como a las político-
diplomáticas y a los socio-económicas y demográficas.
Pisando terreno más seguro, acometíamos luego la elaboración del “estado de la
cuestión” respecto de la empresa americanista ovetense y la exposición del trabajo heu-
rístico y archivístico que una investigación original de este acontecimiento debía transi-
tar para cobrar relevancia. Y, por último, para terminar con la Primera Parte y con faz
propedéutica, presentábamos nuestro propios interrogantes iniciales e hipótesis de traba-
jo.
Más allá de la importancia de estos estímulos iniciales y de los que luego se irían
agregando alrededor de cada uno de los aspectos tratados, debemos tener en cuenta la
importancia de una decisión y de una hipótesis general definidas en la apertura de este
estudio. La decisión básica de la que hablamos fue determinar que el “fenómeno Alta-
mira” sólo podía explicarse a partir de la articulación de dos coyunturas intelectuales, en
un contexto socio-político-económico adecuado y favorecedor —pero no por sí mismo
determinante—, en el que concurrieron oportunamente tanto acciones propiamente in-
dividuales e institucionales españolas, como demandas argentinas relacionadas específi-
camente con la historia y el desarrollo del campo intelectual y del campo historiográfico
locales.
Respecto de nuestra hipótesis general debemos decir que ésta estaba relacionada
con la anterior decisión y con la puesta en relación del viaje con la realidad americana y
en especial, argentina. Vista en su contexto histórico e intelectual —signado por el pro-
greso acelerado, la consolidación del régimen liberal, la apertura de canales de reforma
social y política, y el impacto de la avalancha inmigratoria con su debida respuesta inte-
lectual “nacionalista”—, la misión de Altamira no podía ser reducida ya, como un hecho
extravagante. Por el contrario, teniendo en cuenta estas cuestiones, la exitosa empresa
ovetense tomaba la dimensión de un fenómeno crucial en ese proceso, al representar un
punto de inflexión en la tendencia que, desde el primer cuarto del siglo XIX, dominó el
pensamiento argentino, imponiendo la idea de que las condiciones del progreso nacional
estaban en el alejamiento de España y su legado cultural.
Señalar con tanta precisión la manifestación de un turning point en la historia in-
telectual argentina en relación con —no como consecuencia exclusiva de— un aconte-
cimiento preciso y, más aún, con el influjo de un individuo, es ciertamente arriesgado.
Al proponer esto, nos hemos exponuesto, ciertamente, a que se nos confronte con argu-
mentos que pretendan resolver todo recurriendo a la lógica de la “estructura” o, desde
otro punto de vista, con otros que rescaten otros hechos y otros personajes anteriores
para “probar” que el cambio de tendencia que aquí argumentamos respondió a la acción
de otros individuos y al influjo de otros proyectos. De allí que sea conveniente, por un
lado, recordar que no se ha pretendido aquí marginar los factores estructurales del con-
texto sino, por el contrario, rescatarlos y revalorizarlos, para poder comprender el im-

934
pacto coyuntural decisivo de las ideas y de las acciones de los grupos e individuos; y,
por otro, aclarar que nuestra hipótesis general no supone que ignoremos ni desprecie-
mos el aporte previo y posterior de otros intelectuales españoles al acercamiento hispa-
no-argentino.
Si el viaje de Altamira fue un punto de inflexión ello no se debió a que su prota-
gonista fuera, casi en nada, el primero. No fue, obviamente, el primer español en acudir
al Plata e influir en su modernización, como lo atestigua la temprana y calificada emi-
gración de republicanos; no fue el primero en escribir sobre Argentina, como lo de-
muestra la legión de periodistas peninsulares que escribían en el país y oficiaban como
corresponsales de medios españoles; no fue el primero en preocuparse de cuestiones
pedagógicas, teniendo en vista los miles de compatriotas suyos que se desempeñaban
como maestros o profesores; no fue el primero en disertar ante el cosmopolita público
porteño, porque en ello fue precedido por polígrafos y literatos de distinto pelaje y ni
siquiera tuvo el honor de ser el primero en ser recibido por un Presidente de la Nación.
Cualquiera sea, pues, la noción de intelectual que manejemos, es un hecho que Altamira
no fue el primero de los españoles de esa especie en dejar huella en el país, ni tampoco
el primero —intelectual o no— en cosechar un rotundo éxito personal, teniendo en
cuenta lo relativo que puede resultar este concepto.
Ahora bien, significa esto que la campaña de Altamira puede ser subordinada o
equiparada a las que protagonizaron Rahola, Canel, Blasco Ibáñez o Capmany, para
poner algunos ejemplos relevantes, creemos que no. Pese a reconocer lo importante de
estas expediciones y sus protagonistas, sus inmediatos propósitos políticos, comerciales
y literarios; sus explícitas inscripciones ideológicas reaccionarias o radicalizadas; el
público ideal —netamente español, en la mayoría de los casos— que definieron para su
discurso; la ausencia de un proyecto panhispanista integral respaldando sus iniciativas,
propuestas e intervenciones y su escasa o nula repercusión de sus ideas o de su persona-
lidad en la elite argentina, diferencian decisivamente sus experiencias de la protagoni-
zada por Altamira en 1909.
De allí que no sea temerario afirmar que el alicantino fue el primer intelectual
español investido de una representatividad académica que, habiendo llegado al Plata por
un acuerdo interuniversitario, obtuvo un reconocimiento unánime y entusiasta por parte
de la elite socio-política e intelectual, los claustros universitarios, el estudiantado, los
docentes primarios y secundarios, la prensa y los obreros sindicados, sin dejar de movi-
lizar tras de sí a la comunidad española y a los diplomáticos peninsulares.
La magnitud de este éxito inicial fue tal que no sólo le abriría las puertas de las
otras naciones americanas, sino que le permitiría convertirse en aquella coyuntura en un
interlocutor privilegiado de los sectores reformistas de la elite rioplatense y mexicana
que negociarían con él, ya sea desde el poder o desde las universidades, futuros acuer-
dos de colaboración intelectual e intercambio de recursos humanos y materiales.
Terminada, entonces, la Primera Parte era necesario adentrarse en la explicación
del fenómeno, observando sus características menos evidentes e imputando los compor-
tamientos, estrategias y discursos desplegados por Altamira a los contextos intelectuales

935
en que se desplegó la empresa americanista, tanto el español como el desatendido con-
texto argentino.
Conviene recordar aquí que, para realizar esta investigación hemos optado por
profundizar en cuestiones directamente relacionadas con la historia intelectual y con la
historia de la Historiografía; asumiendo una perspectiva relacionada con la mirada e
intereses propios de estas especialidades en la mayoría de las problemáticas abordadas.
Esto implica que, si bien hemos tomado aspectos de la biografía del protagonista de
estos acontecimientos, nos hemos alejado de un estudio tradicional de “vida y obra”, las
que sólo nos han interesado en relación con el problema que tratamos. Del mismo mo-
do, hemos recurrido al contexto socio-económico e ideológico-político con el objeto de
fijar el marco de comprensión adecuado para el acontecimiento, evitando la tentación de
resolver la explicación del fenómeno “Altamira” a través de la simple y reductiva invo-
cación de un relato macrohistórico ya establecido, cuya reescritura huelga en cualquier
investigación que se pretenda original.
Estas opciones devienen del convencimiento que tenemos de que, si existe un
aspecto de este fenómeno donde sí es pertinente y necesario introducirse con más deci-
sión y profundidad, ese es el del contexto específicamente intelectual e historiográfico
español y argentino en que se gestó y se recibió la iniciativa ovetense. Por un lado, si
bien el estudio del contexto ovetense fue abordado por la escasa bibliografía que trató el
viaje americanista, creímos que los términos en los que se lo hizo no eran los más ade-
cuados. Por otro lado, el contexto argentino nunca fue examinado por los estudiosos,
que nunca prestaron atención a la situación de aquellas disciplinas y campos a los que el
mensaje de Altamira fue dirigido, es decir, a la Historiografía y la Historia del Dere-
cho432.
La decisión de definir este terreno como el privilegiado de esta investigación no
sólo puede entenderse a partir de su inscripción en la problemática propia de la Historia
de la Historiografía, sino en el hecho de que hubiera sido imposible avanzar en un análi-
sis de la recepción del discurso de Altamira, sin aproximarse a la evolución de las mate-
rias que se verían enriquecidas por ese intercambio tan promocionado y en las cuales el
discurso del alicantino haría visible mella.
Con lo avanzado ya en los dos primeros capítulos y con estas orientaciones,
hemos pasado a una Segunda Parte de la investigación, donde abordamos el problema
de la teoría y la práctica del americanismo ovetense, atendiendo a fijar el contexto espe-
cífico de emisión del mensaje ovetense y de sus propuestas, a través de la observación
de su etapa organizativa y de su aplicación.
Así, en el Capítulo III, indagábamos acerca de los orígenes intelectuales del pe-
riplo, analizando el marco académico e ideológico ovetense en el que fue diseñado. Ob-
servábamos, entonces, dos cuestiones, por una parte, las líneas de tensión del Claustro

432
Por razones de competencia y de extensión, en esta investigación nos hemos centrado en el análisis del
desarrollo del espacio historiográfico argentino, si bien no dejamos de examinar —desde la perspectiva de
nuestro interés historiográfico y no propiamente jurídico— las propuestas de Altamira en el área de la
Historia del Derecho.

936
ovetense, el dinamismo del krausoinstitucionismo representado por el Grupo de Oviedo
y las iniciativas americanistas e internacionalistas bajo los rectorados “regionalistas” de
principios de siglo; y, por otra, el perfil intelectual del catedrático que mayor impronta
americanista dejaría en la Universidad asturiana, en relación con las acciones positivas e
indispensables de quien fuera organizador de esta aventura, el rector Fermín Canella.
Concluimos, entonces, que este proyecto no podía entenderse al margen de la
trayectoria intelectual de su protagonista, ni de la coyuntura regeneracionista y del con-
flicto entre los sectores liberales-reformistas —cohesionados en su mayoría alrededor
del ideario krauso-positivista de la ILE— y los sectores católicos-tradicionalistas, cuyos
terrenos de combate favoritos, tanto en España como en Oviedo, se hallaban en el cam-
po cultural, en la interpretación histórica del pasado español y en el área pedagógica.
Establecido ya el marco institucional e ideológico del americanismo ovetense, en
el Capítulo IV nos hemos adentrado en el análisis de la empresa americanista en sus
propuestas centrales y en las estrategias sociales e intelectuales que Altamira desplegó
en América para imponerlas, entendiendo que ambas eran un producto de una intersec-
ción institucional e individual propiamente peninsular. Por un lado, pudimos compro-
bar, que el representante de la Universidad de Oviedo llevaba a América tres proyectos
fundamentales considerablemente elaborados, aunque no definitivamente cerrados: la
sistematización del intercambio de recursos humanos entre las universidades americanas
y españolas; la regularización del intercambio bibliográfico y de materiales didácticos a
nivel universitario, pero también primario y secundario; y la fundación de institutos de
investigación hispano-americanos en Sevilla. Por otro lado, pudimos apreciar el invete-
rado realismo del alicantino, plenamente visible en la cuidadosa selección y jerarquiza-
ción de sus interlocutores americanos y en los exquisitos equilibrios diplomáticos que
supo producir desempeñando con prudencia su papel de embajador cultural español en
América.
Concluimos, entonces, que el proyecto ovetense, firmemente cimentado tanto
ideológica como institucionalmente, había logrado suscitar gran interés debido a la enti-
dad y plausibilidad de sus propuestas, pero, sobre todo, a la gestión que de ellas hizo el
delegado ovetense. El inteligente y moderado patriotismo de Altamira, práctico antes
que declamado, evitó el afloramiento del atávico nacionalismo hispanófobo en el Conti-
nente —logrando restringir, incluso, su esperable erupción en Cuba—, y su absoluta
prescindencia partidista logró potenciar su mensaje en las comunidades españolas y le
hizo acreedor del respaldo oficioso de los siempre prevenidos diplomáticos de Su Ma-
jestad.
Estudiado así el fenómeno en cuanto producto “español”, nacido en un contexto
histórico preciso, del juego de unas determinadas tendencias ideológicas, de unos inter-
eses políticos y académicos de mediano y largo plazo, de la intervención de determina-
das instituciones y grupos intelectuales, y del pensamiento y acción de un individuo,
podíamos corroborar que la verdadera comprensión de la relevancia del viaje america-
nista no podía agotarse en una determinación de las condiciones y problemáticas de su
conformación y de su emisión como mensaje de confraternización intelectual. Ceñir el

937
entendimiento del periplo de Altamira a esta dimensión había sido la limitación más
pronunciada del escueto y polémico —aunque no menos valioso— aporte historiográfi-
co español. Privada de una visión de conjunto, fruto de una inexplicable falta de interés
en explorar —siquiera bibliográficamente— el contexto específico en que este proyecto
era recibido, la visión española del asunto tornó en “españolista”, reduciendo todas las
cuestiones involucradas real o potencialmente en el estudio del viaje de Altamira a las
problemáticas de la historia política e intelectual peninsular.
Esta resolución sesgada del fenómeno que nos ocupa, con empobrecer notable-
mente el entendimiento de su significado y relevancia, permitió que los “avances” del
conocimiento del hecho mismo se estancaran en la relectura crítica o celebratoria de Mi
viaje a América —un libro de batalla pensado para incidir en la coyuntura española y
fijar la interpretación adecuada de esta historia— y en la exhumación de las polémicas a
que éste dio lugar. Estas operaciones, pese a su innegable importancia, tendrían por
efecto actualizar la voz del alicantino y de sus detractores, antes que introducir nuevos
sentidos, plantear nuevas preguntas, nuevas inscripciones problemáticas o ensayar otras
respuestas que aquellas que nos sugirieran los contemporáneos. De allí que, transitando
este carril de sentido único, y a fuer de transcribir los elogios de aquellos viejos discur-
sos de homenaje, se terminara imponiendo un “sano escepticismo” en la historiografía
ovetense.
Se abrió paso, así, el juicio negativo acerca de la desmesura de la doble apoteo-
sis de Altamira, fenómeno sin más base aparente que la eficaz propaganda institucionis-
ta, la ingenua generosidad de las roussonianas sociedades americanas o la “garrulería
provinciana” de los asturianos, gallegos y alicantinos.
Por supuesto, la responsabilidad de esta “españolización” no sólo corresponde a
quienes, naturalmente, observaron el acontecimiento desde la perspectiva de su propio
campo historiográfico e intelectual. La deserción de la historiografía argentina y ameri-
cana que, cuando no la olvidaron, redujeron a la irrelevancia a esta ambiciosa empresa o
se limitaron a incorporarla como una ejemplificación marginal del proceso de acerca-
miento a España, ha sido también decisiva. La disolución del fenómeno Altamira en la
problemática ideológica e historiográfica argentina y la desatención del contexto en que
este se gestó no tuvo como resultado el surgimiento de una visión “argentinista” del
asunto, sino el silencio o la mención apresurada en una cita o en algún párrafo perdido
de su paso por el Río de la Plata.
Ambas miradas, simétricamente empobrecedoras, permitieron que se reforzaran,
también en este caso puntual, algunos tópicos autocomplacientes a uno y otro lado del
Atlántico. La mirada “españolista” encajaba, pues, con el supuesto de que en la relación
cultural o intelectual entre España y América, la fuerza activa y tutelar correspondía
naturalmente a la primera y la segunda quedaba limitada a ser campo yermo para sus
emprendimientos “civilizadores”. Así, si para sus compatriotas contemporáneos el ca-
rismático y diplomático Altamira y su generosa propuesta, sólo podían haber sido acla-
mados por los “pasivos” y “demandantes” públicos americanos; para los estudiosos de
su éxito, era posible pensar en escribir la historia de aquella empresa, ateniéndose ex-

938
clusivamente a su dimensión española, suponiendo que ésta era la única en que se mani-
festarían auténticos “problemas” a los que atender.
En contrapartida, la ignorancia displicente de los argentinos y otros americanos,
reflejaba el extendido supuesto de que nada realmente útil u original podía venir de la
antigua Metrópoli. Asumiendo que la identidad intelectual americana se había formado
por una negación inicial del “pensamiento español” en el siglo XIX, y que ésta se había
desarrollado en el siglo XX, gracias a una prudente toma de distancia —no siempre tan
alejada como hubiera sido deseable— de sus extraviadas líneas de desarrollo, la misión
ovetense podía ser reducida a un gesto simpático pero irrelevante para una historia inte-
lectual rioplatense esencialmente “independiente” de cualquier influencia española.
Concluir, pues, el estudio en aquella Segunda Parte, hubiera significado dar una
nueva vuelta sobre la ya forzada tuerca de la crónica relatada en Mi viaje a América.
Aun cuando hubiéramos logrado escapar del hechizo objetivista de su “neutra” compi-
lación documental y discutido con éxito las explicaciones usuales del acontecimiento,
nuestra investigación hubiera seguido anclada a una referencia estrictamente peninsular
y sólo hubiéramos agregado algunos datos nuevos a una trama ya tejida.
Así, pues, hemos avanzado en un Tercera Parte, donde intentamos situar la em-
presa americanista en relación con el contexto de su recepción argentina. En el Capítulo
V, procuramos reconstruir su discurso académico en las universidades de Buenos Aires,
La Plata, Córdoba y Santa Fe, no sobre una base cronológica, sino problemática.
El examen de las enseñanzas de Altamira en Argentina nos ha permitido obser-
var tanto la estrategia historicista para la modernización intelectual hispano-americana
definida por el viajero, como sus propias opciones pedagógicas, teóricas y metodológi-
cas en relación con la evolución de la disciplina.
En un plano general es posible afirmar que este discurso académico —
desagregado, como vimos, en un área metodológico e histórico-historiográfica y otra
área histórico-jurídica— tuvo tres elementos estructurantes característicos que le dieron
unidad. El primero, una visión historicista del ámbito de la cultura y de las ciencias
humanas y sociales; el segundo, la definición de unas pautas metodológicas para ceñir
la investigación y la enseñanza de la materia histórica a unos criterios claros y riguro-
sos; el tercero, la defensa de una inscripción de la investigación y la formación historio-
gráfica —pura o aplicada— en un marco institucional debidamente diferenciado y estra-
tificado.
En lo que respecta al primer elemento, el sesgo historicista del discurso acadé-
mico de Altamira ofreció una clave de interpretación histórica para todas las actividades
humanas y para todas las formas que el hombre ha desarrollado para pensarlas. De este
modo se disolvía cualquier intento de naturalizar la historia y de legitimar cristalizacio-
nes metafísicas del pasado y la tradición, pero también de los discursos —científicos o
no— que intentaban dar cuenta de ellos; provinieran ellos de la Filosofía, de la Sociolo-
gía, de la crítica literaria o de la propia Historiografía.
De esta forma la perspectiva historicista no sólo se proponía como garantía de un
ejercicio crítico propio del historiador sino que se ofrecía a) como un término de refe-

939
rencia universal capaz de explicar eficazmente, mediante la contextuación espacio-
temporal, cualquier hecho, acción social, práctica material o intelectual pasada, presente
o futura; b) como la clave del auto-conocimiento y estructuración de cualquier discipli-
na o discurso, a través del alineamiento temporal de sus diferentes escuelas y tradicio-
nes; c) como un principio analítico de aplicación práctica para todas las disciplinas
humanístico-sociales capaz de neutralizar las aproximaciones metafísicas.
En lo que respecta al segundo elemento estructurante, el discurso del profesor
ovetense proponía la extensión de unos criterios heurísticos y propedéuticos relaciona-
dos con un ejercicio historiográfico creativo pero a la vez riguroso, cimentado en la re-
colección y organización de las evidencias y en la incorporación crítica de la bibliogra-
fía historiográfica. Esta obsesión por la fijación y organización de los materiales
primarios y secundarios —de clara raíz positivista-historiográfica—, y la reflexión acer-
ca de los criterios procedimentales en la investigación y la enseñanza de los hechos his-
tóricos, se relacionaban con el objetivo de consolidar el espacio científico de la Histo-
riografía. Espacio cuestionado por las propias prácticas inconsistentes de muchos
historiadores; por una demarcación sinuosa de competencias respecto de otras discipli-
nas afines del área humanístico-social; y por la universalización de los criterios físico-
naturalistas de cientificidad.
En lo que respecta al tercero de estos aspectos estructurantes, el discurso de Al-
tamira defendía la inscripción institucional de la producción y enseñanza del saber his-
toriográfico en un ámbito educativo estratificado en dos niveles: el universitario, como
productor del conocimiento riguroso, formador de los especialistas y orientador de la
cultura histórica del público culto y, unificados, el nivel medio y el elemental, atendien-
do coordinadamente las necesidades de aprendizaje histórico de la población infantil.
Las diferentes necesidades de especialistas y no especialistas respecto de la pro-
ducción, distribución y consumo del conocimiento histórico, debían ser cubiertas con
una oferta de calidad que partiera de un conjunto de organismos de carácter estatal o
mixto. Esta red institucional, en la que se articularían idealmente universidades, archi-
vos, colegios, escuelas, museos, bibliotecas, academias, asociaciones profesionales y
revistas científicas permitirían abastecer —a la vez que expandir— las demandas histó-
ricas del público culto y del estado nacional, principal impulsor del conocimiento histó-
rico en el mundo moderno.
Pero más allá de esto, la concurrencia solidaria de estas instituciones permitirían
garantizar la calidad de la producción y la adecuada transmisión de los conocimientos
históricos, anteponiendo la propia lógica de la disciplina, sus principios científicos y los
ideales de tolerancia y colaboración intelectual y material internacionales —funcionales
al supuesto ethos universalista y progresista del científico— frente a los peligrosos re-
querimientos del nacionalismo. Requerimientos que podían poner en cuestión la necesa-
ria ecuanimidad y objetividad de la investigación y de la enseñanza de la historia, en
aras de justificar unos programas e intereses políticos potencialmente excluyentes y
conflictivos.

940
El despliegue y circunscripción del discurso académico de Altamira en el terreno
de dos disciplinas —la Historiografía y el Derecho— con tradiciones intelectuales sóli-
das y consolidadas; la definición clara de dos grandes áreas problemáticas —la Teoría e
Historia de la Historiografía y la Historia del Derecho— y la presencia recurrente de
tres elementos estructurantes —perspectiva historicista, preceptiva metodológica e ins-
cripción institucional— permitieron que su mensaje intelectual mostrara una unidad
sustancial y una saludable dirección reformista claramente discernibles.
Sería precisamente esta feliz conjunción de pertinencia, unidad y reformismo la
que permitiría que ese discurso de la metodología y pedagogía historiográficas —en
principio muy especializado y restringido— fuera acogido con beneplácito en el ámbito
universitario argentino y pudiera funcionar como una herramienta fundamental del am-
bicioso plan de modernización del mundo cultural e intelectual hispanoamericano del
que Altamira participaba.
Obtenido un panorama significativo de estas enseñanzas, apuntamos a contex-
tuar este discurso esencialmente normativo, metodológico y pedagógico de la historio-
grafía en el medio específico que le garantizó su éxito. Pero esta contextuación, hasta
ahora inexplorada, no podía limitarse, ciertamente, a una exposición sintética, más o
menos ajustada, del conocimiento producido por la moderna historiografía argentina
acerca del pasado nacional. De lo que se trataba era pues de adentrarse en el contexto
específico y no reincidir en una exposición de la historia general de Argentina en ese
período, ya escrita con suficiente solvencia por otros historiadores y presentada sucinta
y problemáticamente en la Primera Parte.
De esta forma, en el Capítulo VI hemos podido concentrarnos en proponer una
nueva visión del contexto de recepción específico, es decir, historiográfico, del discurso
académico de Altamira en Argentina, el cual, si bien tenía obvias vinculaciones con
aquel contexto general, era susceptible de ser analizado como una unidad relativamente
autónoma.
En este capítulo realizábamos, pues, una imprescindible revisión crítica de las
formas en que la historia de la historiografía argentina pensó el génesis de la disciplina
en el Plata, para presentar luego una propuesta alternativa acerca de la historiografía
decimonónica, romántica y narrativista, y del conflictivo tránsito hacia una historiogra-
fía profesional y científica firmemente arraigada en las instituciones universitarias y en
los espacios académicos.
A partir de esta exploración hemos podido observar que Rafael Altamira llegó al
Río de la Plata en el momento preciso en que un proyecto historiográfico innovador,
enmarcado en una nueva política educativa, comenzaba a abrirse paso en la sociedad.
Su vinculación con los referentes de la elite reformista y su diálogo con aquellos que,
tempranamente, postulaban la necesidad de una transformación de la historiografía rio-
platense, lo convirtió en referente natural de unos jóvenes dispuestos a ganar espacio en
el incipiente campo intelectual, atacando el modelo decimonónico heredado —tanto en
lo ideológico, como en lo metodológico— y propugnando la profesionalización univer-
sitaria y científica del historiador. El influjo ejemplar de Altamira sobre los jóvenes de

941
la futura Nueva Escuela Histórica argentina contribuiría a legitimar, en el mediano pla-
zo, sus proyectos intelectuales a la vez que fortalecería sus convicciones acerca del
rumbo que debía tomar, de allí en más, la historiografía argentina.
La figura del catedrático ovetense resultaría particularmente atractiva en el Bue-
nos Aires de 1909 no sólo por el descubrimiento —más o menos apresurado— del pres-
tigio intelectual que la envolvía, sino por la investidura universitaria que exhibió y la
vinculación institucional que su “embajada cultural” permanentemente ofreció. En efec-
to, Altamira no era un viajero más, de los tantos que llegarían por aquellos años para
celebrar los cien años de la independencia, sino un profesor de Derecho e Historia que
actuaba como representante de los intereses de la Universidad de Oviedo y como emba-
jador de la intelectualidad española en América Latina.
En ese sentido, su discurso —desde las condiciones mismas de su enunciación—
no hizo sino reproducir y retroalimentar los valores de la profesionalización de los estu-
dios históricos, de una pedagogía específica y general de la historia y de la divulgación
de esos conocimientos a todas las capas de la población, valores semejantes a los defi-
nidos por la elite reformista y los “nuevos historiadores”.
Para quienes ya pensaban en la necesidad de una nueva praxis historiográfica, la
visita de Altamira les dio la oportunidad de encontrar un referente intelectual que no
sólo trabajaba en una línea metodológica afín a la de quienes comenzaban a ser vistos
como “maestros” de una nueva historiografía, sino que ofrecía la posibilidad de inaugu-
rar un canal de mediación entre las novedades europeas y las demandas americanas que
no estuviera sujeto a las pautas ideológicas ni subordinado a la socialidad de la genteel
tradition, típica de los historiadores narrativistas del siglo XIX.
La mediación entre Europa y América que venía a ofrecer el sector más avanza-
do de la intelectualidad peninsular expresaba, en el terreno intelectual, un ideal contem-
poráneo español que aún subsiste y de acuerdo con el cual, España es imaginada como
un puente natural y estratégico entre ambos mundos. Esta imaginación —tan ilusoria
por entonces como problemática hoy día— apelaba a la indiscutible comunidad de
idioma e idiosincrasia entre España y Latinoamérica para legitimarse, pero se revelaba
como utópica toda vez que era la propia inclusión de España en Europa aquello que
estaba puesto en entredicho. En todo caso, más allá de las aspiraciones españolas, este
proyecto resultó atractivo en Argentina donde, después de más de un siglo de hispano-
fobia doctrinaria, emergía una nueva generación intelectual formada al margen de la
pauta francófila o anglófila de sus precursores y atormentada por el fantasma de la diso-
lución cultural.
Más allá de su adecuación al nuevo clima cultural, el mensaje de Altamira resul-
taba doblemente oportuno al ofrecer no solo un marco ideológico para el entendimiento
y la cooperación intelectual, sino también un instrumento para apuntalar la renovación
de los estudios históricos, en su tránsito del universo literario y memorialista al riguro-
samente científico. El recurrente interés por la “pedagogía”, el “método” y la “difusión
de la verdad histórica” que los historiadores de la futura Nueva Escuela mostraban en
sus primeros escritos, no sólo nos indican un matiz de diferenciación con la historiogra-

942
fía decimonónica, sino la médula de un programa que sólo ellos estaban en posibilida-
des de ejecutar.
Este programa involucraba, por un lado, la profesionalización de la historiogra-
fía y, por otro, la “nacionalización” del discurso histórico. Nacionalización entendida,
desde su perspectiva, como la atracción del interés del Estado por el sostenimiento de la
formación profesional, de la investigación, de las instituciones que pudieran garantizarla
y de los medios de difusión y socialización de ese conocimiento.
Claro que ese programa sólo pudo parecer tolerable y hasta atractivo para la elite
gobernante, cuando la coyuntura social y política mostró con toda crudeza la necesidad
de orientar la política educativa hacia un fin muy concreto: la integración nacional. Esta
integración fue claramente percibida como una necesidad en la coyuntura del Centena-
rio, cuando ya era claro que el resultado social irreversible del progreso argentino había
sido la implantación de una masa de inmigrantes de los más diversos orígenes. Al cabo
de unas pocas décadas de migraciones y ante los ojos de una elite maravillada y progre-
sivamente alarmada ante el cambio que había propiciado, el Río de la Plata se había
convertido en un espacio cultural caótico. Espacio en el que se superponían valores,
costumbres y pautas de socialización heterogéneos que, al transplantarse y reproducirse
en un contexto de crecimiento económico y restricción de derechos políticos, podían
poner en entredicho la identidad nacional, la formación de ciudadanos argentinos y la
difícilmente conseguida paz social.
Por último, ya reconstruido significativamente el fenómeno e instalado en sus
dos contextos naturales, hemos avanzado en estas “consideraciones finales” en las que,
recuperando el hilo cronológico del primer capítulo, nos hemos enfrentado al momento
del retorno del viajero para, en un primer lugar, pasar revista de las repercusiones ideo-
lógicas inmediatas del viaje americanista —centrándonos en las impugnaciones que
recibió el desempeño de Altamira—; y para, en un segundo lugar, observar sus efectos
políticos de mediano plazo en la política española, en el movimiento americanista espa-
ñol y en la propia vida pública de su protagonista.
El objetivo de estas consideraciones no ha sido otro que el de ponderar las con-
secuencias del viaje, y la empresa en sí, en relación con una historia intelectual que,
pese a las auspiciosas previsiones y a refrendar no pocas iniciativas de los hispano-
americanistas liberales en los años ’20, se empeñó en frustrar su principal aspiración:
consagrar la doctrina panhispanista, de raíz liberal y reformista, como programa orien-
tador y homogeneizador de la política social, cultural, educativa y diplomática de Espa-
ña y de las naciones americanas.

Concluida pues, esta recapitulación, podemos afirmar y proponer que el viaje


americanista ovetense protagonizado por Rafael Altamira debe ser visto no sólo como
un punto de inflexión positivo en el complejo y conflictivo proceso de desarrollo de las
relaciones intelectuales hispano-argentinas. Auténtico fenómeno histórico, este aconte-
cimiento fue, también, el resultado de una empresa institucionalmente organizada; el
producto de una acción meditada y planificada por individuos; el fruto de la ejecución

943
prolija y responsable de un programa. De allí que convenga recordar que, al estudiar
estos hechos, no nos enfrentamos a la irrupción de hechos naturales, ni siquiera social o
humanamente inevitables, sino a las consecuencias de intervenciones decididas de gru-
pos e individuos que, inspirados por ideas y movilizados por intereses, desplegaron unas
acciones positivas que contribuirían a modificar su presente y que tendrían consecuen-
cias perdurables en el tiempo.
Así, pues, la empresa ovetense debe ser vista, también, en el contexto de la his-
toria de las relaciones intelectuales hispano-argentinas, como un auténtico paradigma,
como un modelo de acción ejemplar que, en su aplicación efectiva, incidió decisiva-
mente en el definitivo quiebre de la hegemonía hispanófoba en la ideología rioplatense
y en el re-establecimiento del contacto entre ambos mundos culturales, quebrado a raíz
de la Revolución y proscripto ideológicamente por los fundadores de la nacionalidad
argentina. Un paradigma de acción intelectual en el que confluyeron, armónicamente,
determinados elementos, y de los cuales, gracias a su hábil administración, y al timing
demostrado por sus valedores en el aprovechamiento de una coyuntura favorable, de-
vendría la eficacia final del experimento y los resultados positivos obtenidos en el terre-
no académico, político y diplomático.
El viaje americanista fue una innovadora y audaz iniciativa española que conju-
gó una serie de elementos: 1) unas condiciones autárquicas y la independencia política
de la empresa, enteramente diseñada en el ámbito universitario y al margen de la inge-
rencia estatal; 2) el pleno respaldo institucional académico y universitario de la misión
desde su punto de origen; 3) la idoneidad profesional, excelencia académica y especiali-
zación comprobables del representante elegido en materia americanista, historiográfica
y jurídica, así como sus dotes sociales y diplomáticas excepcionales y su amplia cultura
humanista y general; 4) la inscripción prioritaramente pedagógica y universitaria de la
misión; 5) la aplicación de enseñanzas y proyectos de colaboración a campos de interés
compartidos y de primera importancia en la agenda política argentina; 6) el talante libe-
ral-reformista de la misión y el delegado; 7) el respaldo ideológico de un programa in-
tegral de redefinición de las relaciones hispano-americanas, de cuya lógica emanó un
discurso sensato y equilibrado, basado en valores de cooperación internacional y de
atención a intereses comunes; 8) la adecuación a las líneas de desarrollo de los contex-
tos políticos e intelectuales español y argentino; 9) la definición de las elites sociales y
políticas dominates como interlocutor privilegiado del mensaje americanista; y 10) la
obtención del respaldo y colaboración de la colonia emigrante y de los diplomáticos
españoles gracias a la postergación de cualquier partidismo pensinsular.
Volver la mirada sobre la acción de los individuos es, pues, imprescindible, aun
cuando, reiteramos ello no signifique reincidir en una historia de “grandes hombres”. La
respuesta que hemos propuesto aquí intenta explicar ese éxito refiriéndolo a un contexto
definido por la conjunción de situaciones sociales y políticas de la sociedad argentina de
principios de siglo, de determinadas características de su campo intelectual y cultural y
de la evolución de su historiografía. Ante este contexto, un discurso histórico-
cientificista, pedagogista y normativo de la Historiografía; orientado por un ideal patrió-

944
tico amplio y humanista capaz de articularse en un hispanismo liberal, socialmente pro-
gresista, intelectualmente modernizador y políticamente respetuoso de las diversas iden-
tidades nacionales del mundo hispano-americano, como el que portaba Altamira, logró
captar la atención de varios referentes de las clases gobernantes y de ciertos grupos de
intelectuales provenientes de las nuevas generaciones de la elite y de los emergentes
sectores medios.
En este sentido, las demandas intelectuales y políticas de estos grupos encontra-
ron en el horizonte del hispanismo liberal una serie de respuestas capaces de legitimar
sus agresivas y ambiciosas iniciativas. Iniciativas tendientes a obtener para sí una posi-
ción hegemónica en el espacio historiográfico a través de una completa reestructuración
del mismo, adecuada a la redefinición de la política cultural argentina y al desarrollo
experimentado por su campo intelectual en el primer cuarto del siglo XX.
Si el medio político e intelectual rioplatense estaba preparado para valorar posi-
tivamente los méritos personales y habilidades diplomáticas de Rafael Altamira; ello no
significaba que su medio universitario hubiera celebrado en aquella ocasión cualquier
tipo de discurso que propusiera el viajero. En efecto, pese a que la evolución del contex-
to socio-cultural resultó determinante para asegurar la recepción entusiasta del discurso
de Altamira en la sociedad argentina, ello no significa que sus estrategias pedagógicas,
sus compromisos doctrinales y sus contenidos efectivos fueran irrelevantes a la hora
explicar su éxito académico.
Si la misma Universidad de Oviedo, por alguna circunstancia ficticia y descabe-
llada, hubiera hecho suya la certeza de la perfecta homogeneidad del Claustro que un
siglo después han experimentado muchos estudiosos asturianos; y, en consecuencia,
hubiera enviado como delegado a la UNLP y al resto de América a alguno de sus profe-
sores tradicionalistas, muy otra hubiera sido la historia que aquí deberíamos haber escri-
to. En efecto, imaginemos por un instante los efectos contraproducentes que se hubieran
producido si el voluble Rector “regionalista” Fermín Canella hubiera elegido a Víctor
Díaz Ordóñez y Escandón, para hablar de Derecho canónigo o de la “unidad católica de
Europa”; a Justo Álvarez Amandi, para ilustrar a los platenses y porteños —pero tam-
bién a mexicanos y cubanos— acerca de Los días festivos de la Iglesia Católica y la
Breve explicación de los misterios que en ellos se celebran…, o al protofascista Pérez
Bueno para escupir sobre los principios de la ciencia y pedagogía reformistas, como lo
hiciera ante el Claustro ovetense.
Este contrafáctico, imposible y absurdo —dado que Altamira no asistió a Amé-
rica sólo porque Canella lo eligiera, sino porque él y su grupo diseñaron una política de
modernización y proyección social e internacional de la Universidad de Oviedo que
culminó en el periplo americanista—, puede ofrecernos, sin embargo, un argumento
más para prevenirnos de las interpretaciones asturianas del papel del Grupo de Oviedo
en aquella coyuntura. Si los límites de este grupo hubieran sido coincidentes con los de
la Universidad o siquiera, con los de la Facultad de Derecho; si el ideario de los “peda-
gogos” o los “cuatro sabios” hubiera sido perfectamente compatible con los del resto de
catedráticos; si el krausoinstitucionismo hubiera sido una inspiración tan meliflua y si

945
las orientaciones ideológicas de unos y otros hubieran sido, efectivamente, intercambia-
bles y confluyentes, según se ha pretendido por la historiografía asturiana; deberíamos
deducir que los resultados obtenidos por Altamira se hubiera verificado de igual forma,
cualquiera fuera el representante que se hubiera enviado.
Lo inverosímil e insostenible de esta deducción debería hacernos reflexionar
acerca de las consecuencias ulteriores que, sobre el tramado historiográfico de los
hechos y sus interpretaciones, tienen las decisiones aparentemente inocuas que tomamos
para analizar nuestros acotados objetos de estudio. El juego siempre interesante de recu-
sar interpretaciones ya instaladas acerca del Grupo de Oviedo, de rescatar y actualizar
las olvidadas críticas de sus contemporáneos o de celebrar ecuménicamente el período
dorado de la Universidad ovetense, no limita sus efectos —ni delimita el campo de con-
trastación— a un tema minúsculo de interés estrictamente carbayón o institucional; sino
que se proyecta sobre la totalidad de la problemática de las relaciones intelectuales his-
pano-americanas.
He aquí otro ejemplo de lo imprescindible que, para la propia historia intelectual
española, puede resultar reconstruir el contexto de recepción del viaje americanista ove-
tense, saliendo del estrechísimo marco carbayón en que se ha considerado el tema. El
oportuno contraste del microcosmos de Oviedo y el aún más reducido entorno universi-
tario, con la realidad ideológica argentina e hispanoamericana, puede resultar decisivo
para comprender la futilidad de las negaciones, más o menos ingeniosas, de las diferen-
cias ideológicas que escindían el Claustro ovetense, al igual que la sociedad y el campo
cultural e intelectual español de principios del siglo XX.
Pero, volviendo al rol de los individuos y a la importancia de sus decisiones y
acciones, cabe postular que el mérito de Rafael Altamira y Fermín Canella fue el de
saber capitalizar la experiencia de los fallos previos de la política americanista para di-
señar y administrar eficazmente este modelo que se demostró, en todo momento, como
un instrumento formidable para regenerar el vínculo intelectual hispano-argentino y
contribuir a fortalecer las relaciones bilaterales en general.
El fracaso comparativo o la irrelevancia histórica de experiencias anteriores o
coetáneas basadas en otros modelos de intervención hace que debamos revalorizar el
proyecto ovetense como una iniciativa de primer orden en materia de política intelectual
y de diplomática práctica. Cómo no ponderar la importancia de este feliz experimento
cuando podemos comprobar que hasta entonces habían fracasado todos los llamamien-
tos a intelectuales americanos a integrarse subordinadamente a empresas culturales o
intelectuales españolas; todas las convocatorias a fundar universidades “hispanoameri-
canas” en la Península; todos los intentos de atraer docentes y estudiantes argentinos a
congresos y universidades pensinsulares. Cómo no ponderar su relevancia cuando ob-
servamos el nulo entusiasmo que despertaron las escasas misiones comerciales y los
proyectos de acuerdos especiales de intercambio entre ambos países; los llamamientos
oficiales o privados a la colaboración en cualquiera de los terrenos de las relaciones
bilaterales. Cómo no ponderar el viaje de Altamira cuando advertimos la intrascenden-
cia que para la evolución de las ideas argentinas y de la historia de sus disciplinas cien-

946
tíficas o géneros literarios, tuvieron las conferencias aisladas de figuras del mundo cul-
tural español organizadas a modo de espectáculo por ciertas empresas comerciales. Có-
mo no reparar en la importancia de la misión ovetense cuando nos percatamos de que,
para torcer la desconfianza rioplatense hacia el mundo intelectual español, nunca bastó
la prédica españolista en los periódicos, ni el ejercicio profesional de miles de docentes
o periodistas de esa nacionalidad, ni el asentamiento y prosperidad de cientos de miles
de gallegos, asturianos, vascos, catalanes y castellanos.
Pero si podemos hablar de la empresa americanista ovetense como paradigma, es
porque constituyó, también, un modelo de referencia para la acción de los inmediatos
continuadores de Altamira, que, desde Adolfo Posada y, en alguna medida, hasta la
“primera venida” de Ortega y Gasset, transitaron por los carriles abiertos por el alicanti-
no. Lo exitoso de este modelo de intervención, plenamente adecuado a una coyuntura
promisoria, pero aún hostil y renuente a la regularización del intercambio intelectual
hispano-argentino, no sólo se evidenció en el espectacular cambio respecto de la consi-
deración de España que en pocos años podía observarse en el ambiente intelectual, uni-
versitario y científico rioplatenses, sino en su propio y rápido agotamiento.
En efecto, diseñado para abrir una brecha en una coyuntura precisa, el modelo
del viaje y la embajada intelectual, de la “visita” del “sabio”, del “notable”, del “adelan-
tado cultural”, llevaba en su éxito, en la acogida positiva de sus propuestas, las condi-
ciones mismas de su superación y reemplazo. Así pues, a poco que Altamira triunfara
en Argentina, se verificaría la conformación de un modelo de cooperación estable capaz
de promover y administrar eficazmente la regularización del intercambio intelectual; de
garantizar el fin de la excepcionalidad del comercio ideológico y de las irrupciones sor-
presivas y sorprendentes de la España moderna y progresista en el Plata, tal como se
verificara en 1909.
Este modelo sustituto no fue diseñado ni sostenido, como hubiera pensado o de-
seado en un inicio Altamira, por los Estados, ni por las universidades españolas o argen-
tinas, ni por las academias oficiales o asociaciones civiles específicamente ocupadas de
la enseñanza o la investigación —aun cuando contó de una u otra forma, con la colabo-
ración y el concurso de todos ellos—, sino por los sectores dirigentes de la colonia es-
pañola en el Río de la Plata. Sectores progresistas concretos e identificables reunidos en
torno de la familia Calzada y de Avelino Gutiérrez que recibieron y apoyaron activa-
mente la misión de Altamira y la de Posada; que compartieron con el alicantino y con su
entorno ovetense valores, ideologías y relaciones dentro de una red intelectual y social
cosmopolita; que comprendieron la importancia de regenerar las relaciones intelectuales
como una forma de garantizar el foralecimiento de los vínculos culturales y de todos los
otros que se fueron recuperando y estableciendo desde mediados del siglo XIX. Este fue
el modelo que inspiró la fundación y actividad de la ICE, un verdadero puente construi-
do y gestionado por los españoles en la sociedad civil argentina que, tras el objetivo
inmediato de llevar regularmente altos representantes de las ciencias españolas a las
aulas argentinas, lograron crear circuitos y rutinas de intercambio entre los intelectuales
de ambos países y un espacio para coordinar esfuerzos de instituciones intelectuales y

947
pedagógicas de la Península y el Río de la Plata. Modelo que imperó, incluso más allá
de la vida de la ICE, mientras los estados y sus aparatos universitarios y de investiga-
ción no asumieron, hasta fecha relativamente tardía, el sostenimiento de lo esencial de
este intercambio intelectual que, por otra parte, también fue hallando con el tiempo ca-
nales de diversificación a través de la promoción y financiamiento de otras instituciones
de la sociedad civil y las organizaciones no gubernamentales.

Ahora bien, concluida esta investigación, quedan aún interrogantes sin respon-
der, algunos suscitados, quizás, por lo aquí expuesto y otros derivados de las respuestas,
siempre parciales, que hemos ensayado para resolver nuestras preguntas iniciales.
Quizás el más importante de estos interrogantes sea el que nos inquiere acerca de
las razones del ulterior y virtual desvanecimiento de la empresa americanista ovetense
en la memoria histórica argentina, americana y española —excepción hecha de su capí-
tulo asturiano—. ¿Por qué Altamira y su viaje han sido olvidados? ¿Por qué estos acon-
tecimientos han perdido su capacidad de provocar el interés de los historiadores? ¿Por
qué el recuerdo, marginal de por sí, de este fenómeno ha sido reducido a la evocación
de una mera anécdota?
Bosquejar una respuesta para a estas preguntas se nos ocurre importante en tanto
ellas pudieran reflejar, retrospectivamente, el escepticismo que dejan traslucir en el pro-
pio fenómeno estudiado. De consumarse esta proyección, el olvido o la reducción anec-
dótica del “fenómeno” o el “efecto” Altamira en la historia de las relaciones hispano-
americanas, podrían ser invocados como “pruebas” de su irrelevancia y marginalidad
intrínsecas como iniciativa cultural, intelectual y política. La banalización del viaje
americanista —tentación apuntalada por la existencia de una historiografía española y
asturiana considerablemente hostil hacia la tradición republicana y reformista, al Grupo
de Oviedo y a Altamira en particular—, podría reforzarse así, cuestionando la pertinen-
cia misma de investigaciones y revisiones críticas del tipo de las aquí presentadas, y
legitimando la marginalización del rol que le cupo al alicantino en aquella coyuntura.
Veamos.
Como hemos podido ver, los contemporáneos fueron conscientes de la excep-
cionalidad de la empresa de Altamira en América, que no tardó en trascender su natural
ámbito intelectual y académico, para generar interesantes e inesperados efectos políticos
y socio-culturales. Aquellos testigos directos buscaron respuestas inmediatas en el ca-
risma personal del viajero, en los contenidos mismos de sus enseñanzas o en la genero-
sidad intrínseca del mensaje panhispanista que portaba el alicantino. Explicaciones, to-
das ellas, recogidas por la escasísima bibliografía española que, ciñéndose estrictamente
a los propios materiales aportados por Altamira, reparó en aquel olvidado —y silencia-
do— acontecimiento con propósitos primordialmente conmemorativos.
Pero si este rasgo ingenuo o simplemente despreocupado era plenamente visible
en la historiografía asturiana, las tendencias generales de la historiografía española,
tampoco ayudaban a que ese emprendimiento intelectual fuera observado como algo
realmente relevante. Atraída todavía, como hemos dicho, por la nitidez de las formula-

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ciones extremas o abroquelada en una defensa casi lúdica de tradiciones ideológicas
antidemocráticas; proclive a deducir de sus dramáticos resultados la necesariedad del
proceso histórico y de la radicalización política que llevó a la Guerra Civil; buena parte
de la historiografía de la España constitucional, tanto la de izquierdas como la de dere-
chas, ha sentenciado, a menudo, la inadecuación del proyecto del reformismo liberal a
su época, deduciendo abusivamente tanto su inconsistencia, como la ingenuidad extra-
viada de los intelectuales que se atrevieron a sostenerlo.
Sin estímulos adecuados para valorar el acontecimiento, con muchas cuentas que
saldar con el propio Altamira y el Grupo de Oviedo y desprovista del conocimiento
pormenorizado de los contextos americanos en que fuera recibido Altamira, no debe
sorprender que los historiadores asturianos no lograran ver en el viaje una cuestión inte-
resante, antes que un tema subsidiario de la historia de su Universidad. Pero si esto pue-
de extrañarnos, quizás sea más sorprendente el hecho de que sus biógrafos, hagiógrafos
y más especializados estudiosos, no se hayan percatado de que en el éxito de Altamira
en América podían encontrarse muy buenos argumentos para sostener la importancia de
su figura intelectual y su extraordinaria competencia como formador de opinión y pu-
blicista internacional de la ciencia española.
En cuanto a la todavía más escueta bibliografía argentina que tomó en cuenta
aquel viaje, muy pocos intuyeron su importancia para la historia de las relaciones inte-
lectuales hispano-argentinas y su relevancia para el desarrollo historiográfico rioplaten-
se, siendo contados los estudiosos que prestaron atención a los materiales reunidos en
Mi viaje a América y todavía menos los que creyeron importante buscar otro tipo de
evidencias —alejadas del control de Altamira— acerca de aquella singular experiencia.
Naturalizado el vínculo intelectual hispano-argentino por extensión del fortísimo
lazo biológico, cultural e idiosincrático que une a ambas sociedades; proclive a centrar-
se en el influjo inmediato aunque marginal de los emigrados de la primera y segunda
República; deslumbrada, quizás, por el impacto político y simbólico de la visita de la
Infanta Isabel de Borbón en el Centenario o por el brillo intelectual de Ortega y Gasset
y el perdurable éxito de su pionera “argentinología”; o por la regularización de la pre-
sencia intelectual, literaria, científica, y artística española en el Río de la Plata por obra
de la ICE; la historiografía argentina no ha reparado mayormente en la importancia fun-
dacional del viaje americanista ovetense, ni en la figura de Altamira.
En todo caso, al progresivo olvido historiográfico de esta empresa han concurri-
do razones menos evidentes. La primera y más general es la doble apropiación del his-
panismo, por un lado, neoerudita, institucionalista, histórico-jurídica y, posteriormente,
agresivamente revisionista, en el campo historiográfico; y, por otro lado, predominan-
temente tradicionalista, confesional y reaccionaria, en el campo literario, ideológico y
político. Esta doble apropiación generó grandes prevenciones intelectuales y políticas
hacia el hispanismo en los sectores intelectuales progresistas opuestos al nacionalismo
autoritario y populista —sobre todo después de la instauración de la dictadura franquista
y de que el peronismo polarizara el escenario político argentino— y también entre aque-
llos historiadores que, desde fuera del campo nacionalista y revisionista, pero también

949
del circuito de la historia académica, comenzaron a impulsar un proyecto alternativo al
de la Nueva Escuela a mediados de los años ’50 y que se convirtieron, tras un largo re-
corrido, en los referentes intelectuales de la modernización historiográfica inaugurada
con el retorno de la democracia433.
En aquel contexto crispado, en el cual el aporte español alimentaba mayormente
los argumentos del nacionalismo antiliberal, y en el que sobraban los terrenos de con-
frontación propiamente argentinos, se produjo el lógico eclipsamiento del legado del
hispanismo liberal y con él, el de la mayoría de sus hitos sociales, culturales e intelec-
tuales, como lo fuera el triunfal desembarco americano de Rafael Altamira. A esto co-
laboraron tanto los propios nacionalistas e hispanistas, naturalmente contrarios a la re-
cuperación de personajes anatemizados por liberales-reformistas, republicanos,
masones, laicistas y exiliados, como Altamira; como sus adversarios que, urgidos por
otras luchas culturales o atraídos por otras batallas más rentables, tendieron a abandonar
el combate público por la memoria —y las ideas— de un hispanismo progresista y de-
mocrático.
La dificultad de recuperar este hispanismo de cara a la opinión pública era con-
siderable y fue haciéndose cada vez más problemática dado la creciente crispación polí-
tica —continuamente alimentada por acontecimientos locales e internacionales—, y sus
nefastos efectos simplificadores y polarizantes sobre el panorama ideológico argentino
y la valoración de sus tradiciones. En ese contexto, en el que uno de los enfrentamientos
ideológicos principales opuso arbitrariamente la tradición nacionalista a la tradición
liberal, cualquier lectura que rehuyera de esa dicotomía se exponía a la irrelevancia y a
la refutación de los intelectuales orgánicos de los unos o de los otros.
Esta polarización incentivó la construcción de sendos panteones políticos e ideo-
lógicos, tarea intrincada que condujo a manifiestas arbitrariedades a la hora de las inclu-
siones y exclusiones de buena parte de los padres fundadores de la revolución y del or-
den constitucional. Esto llevaría, ora a la mutilación consciente de la trayectoria y de las
ideas de determinados personajes para que así cupieran en el lecho de Procusto de unas
tradiciones nacionalistas y liberales reescritas y exacerbadas; ora al olvido funcional de
aquellos personajes que, no siendo imprescindibles, mostraban trayectorias inquietantes
o pensamientos poliédricos.
Esta partición simétrica y artificial del campo intelectual y de sus complejas y ri-
cas tradiciones dio lugar, ciertamente, a agrias disputas por la apropiación de determi-
nadas figuras e ideas reclamadas desde ambos extremos. Estas disputas dieron lugar a
interminables polémicas zanjadas, en ocasiones, salomónicamente, seccionando de for-
ma aberrante la unidad natural —incluso en sus virajes y contradicciones— del pensa-

433
Sobre la gestación de aquella renovación historiográfica debe consultarse: María Estela SPINELLI, “La
renovación historiográfica en la Argentina y el análisis de la política del siglo XX, 1955-1966, en: Fer-
nando DEVOTO (Comp.), La historiografía Argentina en el siglo XX (II), Buenos Aires, CEAL, 1994, pp.
30-49. Sobre la búsqueda de modelos y referentes externos alternativos a los hispánicos por parte de los
impulsores de la modernización historiográfica ver el artículo publicado en el mismo libro: Fernando
DEVOTO, “Los estudios históricos en la Facultad de Filosofía y Letras entre dos crisis institucionales
(1955-1966)”, Ibíd., pp. 50-65.

950
miento o trayectoria de un individuo o las líneas reales de desarrollo histórico de una
corriente ideológica, asumiendo lo que era conveniente a la propia posición y desechan-
do o “enmendando”, lo que fuera perjudicial o disfuncional a ese propósito de instru-
mentalizar el pasado.
Pero estas violentas disputas respondían a una operación cultural cuya lógica y
reglas de juego —compartidas por ambos contendientes— tendían a satisfacer la nece-
sidad de entronizar y demonizar personajes, generaciones, ideas y proyectos, de forma
de estabilizar un elenco de referentes ideológicos e históricos del cual servirse para legi-
timar sus intereses e impugnar los de sus adversarios.
Dada la primacía de estos fines instrumentales antes que propiamente morales,
en este ejercicio de maquineísmo histórico, no debiera extrañar que, en el marco de este
enfrentamiento y a la par de aquellas reyertas, se produjeran significativos e incompren-
sibles “abandonos” —no siempre unánimes, por supuesto— de ciertos personajes y
proyectos intelectuales a la tradición enemiga, sea por lo dificultoso de revertir una in-
terpretación ya asentada; por lo complejo que podía resultar soslayar aspectos inconve-
nientes o disonantes respecto de la propia tradición o, simplemente, por la mayor efica-
cia mostrada por el adversario para reclutar para su causa, la memoria de aquellos
hombres y la estela de aquellas disputadas ideas.
Podría decirse que el hispanismo liberal fue una de esas corrientes ideológicas
virtualmente abandonadas por la tradición neoliberal argentina en la segunda mitad del
siglo XX, junto con la mayoría de sus referentes intelectuales y políticos. Jaqueado pri-
mero por la radicalización de las izquierdas y derechas españolas, proscripto luego por
el franquismo y descalificado por el nacionalismo argentino —que veía en él el desagui-
sado antiespañol, y por lo tanto antiargentino, de unos exotistas afrancesados—, el his-
panismo liberal fue marchitándose y perdiendo relevancia. Así, el legado del hispanis-
mo liberal-reformista, otrora hegemónico en el panorama ideológico peninsular e
interlocutor privilegiado del liberalismo reformista argentino del período conservador-
radical previo al golpe de Estado de 1930, languideció en el exilio rioplatense, repudia-
do por muchos de sus antiguos pilares españoles y admiradores argentinos, en pleno
tránsito hacia posturas radicalizadas.
Así, abandonado como sistema y doctrina y sin que la tradición que le era más
proclive se decidiera a reclamar su herencia, el hispanismo liberal-reformista fue olvi-
dado como tal, reducido a despojos y finalmente saqueado por los heterodoxos de unas
tradiciones filosóficamente enfrentadas con él, pero atentas a servirse de algunos de sus
aportes, previamente descontextualizados.
A este abandono colaboraron decisivamente al menos seis situaciones. En primer
lugar, los realinamientos ideológicos de varios de los que, partiendo de posiciones simi-
lares a las de Altamira, habían derivado en España en adalides del falangismo y del na-
cional-catolicismo, y de los que, habiendo formado parte del cortejo que festejara al

951
alicantino, se convirtieron en ideólogos y referentes del nacionalismo fascistoide argen-
tino434.
En segundo lugar, también contribuyeron las marcadas aristas patrióticas y espa-
ñolistas del pensamiento regeneracionista y liberal-reformista. Estos aspectos, aun
cuando plenamente compatibles con un ideario liberal y progresista, se tornaron sospe-
chosos o por lo menos inconvenientes en el período de entreguerras, debido al éxito que
tuvo el nacionalismo autoritario en apropiarse del legado ideológico nacionalista propio
del liberalismo decimonónico argentino, para reformularlo a su antojo y oponerlo artifi-
cialmente al núcleo de su filosofía política.
En tercer lugar, la corrupción de la propia tradición liberal que hizo que la evo-
cación de aquel liberalismo doctrinario de raíz decimonónica y jacobina fuera quedando
desfasado para muchos de los que, proviniendo del liberalismo, optaron por incurrir en
progresivas enmiendas y negaciones prácticas de los principios liberales más elementa-
les para poder acceder y sostenerse en el poder y conjurar, así, la destrucción del legado
liberal en manos del fascismo criollo. Operación a la que se abocaron con decisión entre
los años ’40 y ’80, so pena de degradar y vaciar de contenido a su propia tradición y
terminar destruyendo ellos mismos aquellos valores que querían preservar y hacían pre-
ferible el liberalismo al autoritarismo fascistoide.
En cuarto lugar, debe considerarse el creciente espacio que ocuparon los referen-
tes del hispanismo reaccionario, como Ramiro de Maeztu —viejo enemigo de Altami-
ra— en el escenario intelectual rioplatense desde mediados de los años ’20; en quinto
lugar, la fractura ideológica de la comunidad española y la dispersión de los liberales y
republicanos moderados; y, en sexto y último lugar, el hundimiento político de sus in-
terlocutores naturales —víctimas de la propia polarización del escenario ideológico ar-
gentino— y la desaparición de la cobertura estatal de la que gozaron sus experimentos
aperturistas bajo el imperio de los regímenes liberal-conservadores de la Restauración y
la generación del ’80 y bajo los ensayos fallidos del liberalismo democrático durante la
II República y las presidencias de la UCR.
Evidentemente, el liberalismo reformista tenía su lógica y pertinencia en el con-
texto de un régimen liberal y constitucionalista; cuando éste orden estalló como para-
digma bajo las presiones de la crisis general del capitalismo y el ascenso de las ideolo-
gías autoritarias y revolucionarias de derechas e izquierdas, el liberalismo reformista
colapsó irremediablemente como programa y como alternativa política, sobre todo en
aquellas sociedades en que no lograron frenar esa progresión autoritaria y en las que sus
totalitarismos no fueron derrotados militarmente por los Aliados. Aun cuando ejempla-

434
La escisión conflictiva de aquella tradición nacional y liberal para cuya conformación trabajaran de-
nodadamente los intelectuales de la generación del ’98 y del Centenario tuvo su corolario lamentable para
esta corriente de transacción y síntesis. Tradición traicionada, paradójicamente, por algunos de aquellos
intelectuales que, habiéndolo festejado, repudiarían y ayudarían a liquidar años más tarde su ideario re-
formista. Traición que se consumaría cuando la crisis del paradigma político y económico del liberalismo
clásico y el fantasma de la revolución comunista, los acercara —junto con sus más atentos discípulos y
herederos—, a una lectura reaccionaria y antidemocrática del nacionalismo, inspirada bien en los vetustos
principios del integrismo católico, bien en la atractiva y moderna síntesis revolucionaria del ideario de
derechas que ofrecía por entonces el fascismo.

952
res claramente anómalos en el mundo del ’45 y pese a sus diferentes experiencias políti-
cas, España y Argentina entraron en el mundo de la postguerra con sus sistemas consti-
tucionales quebrados y sus corrientes liberal-reformistas disueltas como contrapartida
de la consolidación de sus nacionalismos autoritarios y populistas, de la cooptación au-
toritaria o la regresión antidemocrática de sus tradiciones liberales, y de la radicaliza-
ción ideológica de la perseguida oposición de izquierdas.
Así, pues, tanto la España dictatorial como la Argentina populista del primer pe-
ronismo, vieron fagocitado el terreno político e ideológico otrora ganado por el libera-
lismo-reformista, en favor del avance selectivo de uno u otro extremo ideológico sobre
su programa original de síntesis y compromiso, condenado ya como utópico, indeseable
y peligroso.
El triste y temprano éxito del nacionalismo autoritario argentino, apuntalado,
claro está, por la proscripción del pensamiento libre en España y el férreo control oficial
de las viejas y nuevas vías del comercio intelectual con América por el régimen fran-
quista, determinó el abandono de buena parte de los referentes hispanos por parte de los
sectores más dinámicos y consistentes del pensamiento liberal-democrático y progresis-
ta; el reforzamiento de antiguos tópicos ideológicos hispanófobos; y la resucitación del
supuesto de que, salvo contadísimas excepciones, nada, al margen de tradición reaccio-
naria o compromisos estériles con ésta, podía ofrecer España al campo intelectual rio-
platense.
Este éxito del nacionalismo antiliberal de raíz hispanista, antipositivista y confe-
sional —fuera o no clerical— en absorber el legado ideológico del hispanismo en el Río
de la Plata, anuló retrospectivamente el influjo del hispanismo liberal-reformista —
decisivo para el restablecimiento del diálogo intelectual hispano-argentino— y logró
imponer una imagen predominantemente reaccionaria del hispanismo en la cultura na-
cional, cuyas reverberaciones han perdurado hasta la actualidad, pese a la desarticula-
ción del nacionalismo autoritario en ambos países y a sus exitosas transiciones demo-
cráticas. Esta pervivencia, sumada al influjo siempre atractivo de la tradición
revolucionaria y del revisitado pensamiento de la generación del ’37, ha permitido la
supervivencia de una desconfiada prevención hacia el mundo intelectual español en
Argentina.
Conviene aclarar que este proceso sólo debe imputarse al liberalismo-reformista
como ideología y práctica política y no a la causa de la República en sí misma o a la
consideración de sus exiliados, los que concitaron grandes apoyos y simpatías en am-
plios sectores argentinos durante y después de la Guerra Civil.
En cuanto a los individuos las excepciones, qué duda cabe, existieron y quizás
no hayan sido pocas aun cuando, lógicamente, afectaron a personajes más jóvenes. So-
brevivió, así, Ortega y Gasset, por supuesto, y no sólo por sus controvertidas y no siem-
pre coherentes ideas y comportamientos republicanos y liberales, sino por haber sido
objeto de disputa y de selectivos rescates entre las tradiciones enfrentadas. Sobrevivió
Sánchez Albornoz, por el refugio intelectual para la historiografía española y el debate

953
ideológico que supo construir en Buenos Aires y por constituirse tanto en referente de la
República en el exilio como de algunos “disidentes” en la universidad peronista.
El mismo Altamira tuvo una presencia en el medio intelectual argentino que, pe-
se a sus considerables baches, casi ninguno de sus pares logró mantener. Así, pues, an-
tes y después de la Segunda Guerra Mundial encontraremos al alicantino remitiendo
habitualmente artículos a La Nación y otros periódicos y colaborando con los eventos
americanistas y con las iniciativas editoriales a las que era convocado por los hombres
de la Nueva Escuela. Pero, habiendo rehusado intervenir en el debate ideológico que
habilitó la Guerra Civil debido a su estricto compromiso de prescindencia política como
Juez de la Corte Internacional de La Haya y atrapado luego en Bayona, su influencia fue
restringiéndose cada vez más al ámbito académico.
Otras voces más estridentes y libres —moral o efectivamente— de predicar sus
convicciones ocuparían las planas periodísticas, empujando paulatinamente al alicantino
al olvido del gran público, que bien retratado sería en 1943. En aquel año, recordemos,
los periódicos argentinos publicaron la solicitud de intervención del Presidente de la
UNLP —escrita con significativos errores— al Presidente Castillo, para rescatar a Al-
tamira de Francia, debiendo explicar al público quién era Altamira y los resonantes éxi-
tos que este había tenido treinta y cuatro años antes en Buenos Aires y La Plata.
En todo caso, el viaje de Altamira no ha ocupado en la memoria histórica espa-
ñola ni en la argentina el lugar que merecía, justificando la necesidad de un estudio des-
vinculado de cualquier efemérides, de la necesidad de ponderar o cuestionar al persona-
je y que pudiera trascender el lastre que el propio alicantino echó a la memoria de su
campaña, con su exhaustivo —aunque selectivo— reporte documental titulado Mi viaje
a América.
Evidentemente, nuestra argumentación acerca de la importancia de estudiar este
acontecimiento y otros relacionados con la reconstrucción efectiva de los lazos intelec-
tuales entre España y Argentina, jamás podrá ser imparcial. De todos modos, creemos
que podrá aceptarse sin demasiada controversia que la investigación histórica es el me-
jor antídoto contra la “naturalización” de las relaciones hispano-argentinas y sus efectos
negativos sobre la comprensión de los orígenes, potencialidades y límites del actual
entendimiento privilegiado entre ambas naciones.
La investigación de aquellos acontecimientos —lejanos ya en términos genera-
cionales, pero todavía próximos en el tiempo histórico—, no sólo nos permitiría obtener
un conocimiento del pasado, sino extraer de él, ciertas observaciones y consideraciones
prácticas, susceptibles de tener efectos en nuestro presente. Presente en el que el diálogo
intelectual hispano-argentino, sigue desenvolviéndose de forma problemática, en el
marco del proceso de desarrollo de una relaciones políticas, económicas, demográficas
y culturales, cada vez más vívidas y profundas.
Por lo pronto, parece irrefutable que esta estrategia de aproximación a la pro-
blemática de las relaciones intelectuales hispano-argentinas contribuiría a disolver pre-
supuestos nefastos de superioridad cultural, que ambas naciones han desarrollado y que

954
constituyen obstáculos ciertos y potencialmente disgregadores de cualquier política de
colaboración efectiva.
Estos presupuestos, sin desaparecer, se hallan en relativo y momentáneo retroce-
so en una Argentina que, pese a consolidar su democracia, ha sido sacudida por sucesi-
vas crisis socioeconómicas que han impactado considerablemente en la psicología co-
lectiva de la sociedad rioplatense. Estas crisis, observadas con perplejidad —y cierto
morbo— en España, han tenido evidentes efectos negativos en lo que respecta a la res-
tricción de recursos afectados a la educación, las ciencias y humanidades; a la “fuga de
cerebros” y a la plena visibilidad del fenómeno de la emigración económica de conside-
rables sectores de sus clases medias profesionales y universitarias de familias de origen
inmigrante.
Al otro lado del Atlántico estos presupuestos se hallan, lamentablemente, en re-
lativa alza en una España democrática y integrada a Europa, actualmente protagonista
de un inédito y notable progreso material. Una España entregada a una percepción exce-
sivamente autocomplaciente de su Transición, de la calidad de su democracia y de la
solidez de sus instituciones económicas, siempre tentada de adjudicarse exclusivamente
los méritos de su progreso y a olvidar el efecto multiplicador que tienen aún hoy los
ingentes fondos de nivelación que le fueran adjudicados desde su ingreso a la Comuni-
dad Europea. Una España “modernizada” aceleradamente en lo cultural e intelectual,
antes que “moderna” —condición a la que están condenadas, constitutivamente, las na-
ciones americanas—, y tentada de hacer una correlación estricta entre progreso socioe-
conómico y modernidad cultural e intelectual o consistencia política.
En esta coyuntura histórica, a menudo “naturalizada” ideológicamente, estas ten-
taciones potencian el reverdecimiento de tópicos caros a la cultura española y siempre
disponibles para socorrer los diferentes proyectos de cohesión nacional y proyección
internacional, que se han gestado en España desde el siglo XVIII, cualquiera fuera el
nivel de prosperidad o protagonismo diplomático que pudiera exhibir el Estado español.
Esta tentación, de la que el pensamiento regeneracionista y el mismo americanismo de
Altamira no pudieron sustraerse completamente aún en pleno clima de derrota, es la del
viejo ensueño neoimperial. Ensueño presentado hoy bajo fórmulas políticamente co-
rrectas y adaptadas a las sensibilidades contemporáneas que, sin embargo, no dejan de
evocar y promover imágenes sumamente optimistas de la España actual e inversamente
pesimistas de Latinoamérica.
Así las ideas de España como séptima potencia mundial; como miembro de ple-
no derecho del primer mundo; como economía madura; como sociedad política plena-
mente normalizada y democrática, se complementan, no inocentemente, con la expul-
sión ideológica de las naciones americanas de un “Occidente” aberrantemente
correlacionado con la alianza atlántica EE.UU.-UE y con la propagación de una idea
“tercermundista” de Hispanoamérica. Ideas insólitas que permiten conjuntar a naciones
como México, Brasil, Chile, Uruguay y Argentina con otros países africanos o asiáticos
aquejados de altísimos niveles de desestructuración social, cultural, territorial, económi-
ca o política.

955
Estas intuiciones y secretas fantasías de superioridad cultural, son cotidianamen-
te refrendadas por tres miradas. La primera, dirigida hacia el entorno inmediato, ha dado
lugar a una sesgada interpretación del fenómeno que ha convertido a la sociedad espa-
ñola —por primera vez en su larga historia de expulsiones étnico-religiosas, exilios po-
líticos y emigraciones económicas— en receptora de una inmigración cosmopolita pre-
dominantemente magrebí, latinoamericana y “subsahariana”. La segunda, dirigida al
exterior y mediatizada por los “aparatos ideológicos del estado” o del “mercado”, ha
dado lugar a una percepción entre exotista y catastrofista del mundo que discurre fronte-
ras afuera de España y Europa occidental, presentadas como paradigmas naturales —y
ejemplares— de racionalidad, humanismo, cohesión social y orden político. La tercera,
dirigida hacia el propio pasado, encuentra a una España próspera y europeísta que, a
fuer de sostener su percepción autoindulgente, complacida y complaciente de su presen-
te coyuntura, se muestra presta a borrar, difuminar o alterar la memoria colectiva de su
inmediato pasado integrista, de su cercana miseria y de sus tradiciones imperiales e in-
tolerantes.
Estas tres miradas condicionan negativamente, qué duda cabe, la evolución de
las relaciones culturales, intelectuales y socio-políticas de España con América Latina,
en tanto tienden a disociar y separar ambos mundos hispanos, en abierta contradicción
con las aspiraciones del liberalismo reformista español de principios del siglo XX. Las
consecuencias de ello son y serán múltiples y nada halagüeñas en todos los terrenos de
las relaciones hispano-americanas.
Con todo, es palpable que las relaciones con Argentina son ciertamente privile-
giadas en el contexto global de las relaciones internacionales de España y en especial de
sus relaciones con América Latina. De allí que el resultado de aquellas percepciones
desconfiadas de la alteridad (indo)americana, el background demográfico, étnico-
cultural y socio-político de los lazos hispano-argentinos y la historia reciente arrojen
resultados ciertamente paradójicos, en lo que a la Argentina concierne, respecto de la
tendencia de un renovado extrañamiento entre España y América.
Así, la más reciente y relativamente intensa inmigración de argentinos a España
—en muchos casos amparada por el régimen legal de la doble ciudadanía— no parece
haber provocado, como en otros casos, suspicacias, rechazos o temores y, menos aún, el
afloramiento de tópicos negativos sobre la idiosincrasia rioplatense, sino efectos inver-
sos de identificación y discriminación positiva. Del mismo modo, y pese al influjo de
las imágenes exotistas, tercermundistas y catastrofistas que producen los diversos apara-
tos ideológicos españoles respecto, también, de la realidad argentina; parece operar co-
mo contrapeso tanto las imágenes alternativas producidas en entornos familiares, como
las colegidas del contacto directo y continuado de la sociedad española con unas reco-
nocidas y valoradas corrientes culturales e intelectuales rioplatenses en los más diversos
ámbitos de expresión populares y “cultos” que van desde el deporte, hasta la literatura,
pasando por el cine, la música y la publicidad. Dimensiones éstas en las que es notoria
la inserción privilegiada de argentinos y la receptividad española hacia sus valores y
modelos culturales e intelectuales que ofrecen. Por último, y en el mismo sentido, el

956
más mínimo y deformado ejercicio de observación del pasado español inmediato no
puede pasar por alto las profundas relaciones que trabaron ambas sociedades y ambos
estados en el siglo XX. Relaciones que se desarrollaron mayormente durante un período
en que la coyuntura socio-política y económica internacional y bilateral, no situaba a la
parte española como el término más sólido o avanzado de aquella relación privilegiada
sino como el demandante neto de los más elementales recursos de subsistencia y del
amparo solidario de carácter político o económico de sus ciudadanos.
A estos elementos que contrarrestan localmente las tendencias globales de dis-
tanciamiento entre España y América, deben sumarse, obviamente aquellas que han
acercado a España y Argentina en lo político y económico desde la sincronización de
sus respectivas transiciones democráticas, y que han hecho del Río de la Plata la zona
cero de una apuesta estratégica de implantación americana de los sectores financieros y
de servicios españoles.
Si muchas de estas afirmaciones puedieran parecer el fruto de un mero impre-
sionismo, o adjudicarse al influjo de tópicos autocomplacientes gestados por la propia
sociedad y colonia emigrante argentinas, o a la siempre tentadora proyección de expe-
riencias más o menos individuales, conviene tener en cuenta que un reciente sondeo de
opinión del Centro de Investigaciones Sociológicas en su apartado sobre inmigración
arrojó un resultado sorprendente435. Interrogados acerca de qué dos noticias sobre Ibe-
roamérica habían despertado su interés en los últimos meses, la mayoría —un 15% de
los encuestados— se decantó por “los problemas políticos y económicos de Argenti-
na”436. Otra pregunta, interesada en establecer un marco comparativo entre los diferentes
países Latinoamericanos en la consideración de la población española, establecía que
Argentina era considerado el cuarto país en nivel de desarrollo detrás de México, Brasil
y Chile, pero encabezaba por abrumadora diferencia el ranking de “el más similar a Es-
paña”; “el más amigo de España”, “al que más le gustaría ir a vivir”; “por el que siente
más simpatía” y, sorprendentemente, “en el que invertiría”437.
Preguntados acerca de sus simpatías (mucha, bastante, poca o ninguna) por los
ciudadanos de otros países, los argentinos obtenían los mejores resultados en las dos
categorías positivas, dejando atrás a brasileños, colombianos, cubanos, mexicanos, pe-
ruanos, venezolanos, chilenos y estadounidenses, a franceses, italianos y alemanes, y a
marroquíes438. Por último, preguntados por el grado de confianza que le despertaban los
ciudadanos de estos países, los argentinos volvían a encabezar la lista por encima de
todos439.
Ahora bien, las buenas relaciones y afinidades culturales, familiares o “demográ-
ficas” no necesariamente deben traducirse en buenas relaciones intelectuales. En este

435
CIS, Barómetro CIS, Estudio 2545, Ámbito Nacional, 14 de noviembre de 2003, [en línea],
http://www.cis.es/Page.aspx?OriginId=197, [Consultado: 20-VII-2004].
436
Ibíd., Pregunta 5.
437
Ibíd., Pregunta 12.
438
Ibíd., Pregunta 17.
439
Ibíd., Pregunta 19.

957
sentido, el contexto general de las relaciones hispano-americanas tampoco es auspicio-
so, teniendo en cuenta que las reorientaciones europeístas, “atlantistas” o magrebíes de
las relaciones exteriores españolas han deteriorado las relaciones propiamente intelec-
tuales con América Latina, afectadas por una reformulación paternalista del concepto de
“cooperación internacional” en términos puramente asistencialistas.
De esta forma, los virajes en la política de financiamiento de la investigación por
parte del programa AECI, han significado una desjerarquización de la “cooperación”
con América Latina y un cambio ostensible en la adjudicación de becas a proyectos ar-
gentinos, mexicanos, chilenos o cubanos, para priorizar el apoyo a postulaciones cen-
troamericanas, árabes y africanas. Estas decisiones políticas, relacionadas con opciones
propias de la política exterior española y, por lo tanto, completamente legítimas, tienen
un efecto nefasto sobre la regeneración de los vínculos intelectuales con aquellas nacio-
nes americanas cuyos sectores científico-universitarios han ofrecido durante décadas —
y pueden ofrecer hoy mismo— a los españoles condiciones idóneas para su formación
de grado o posterior especialización y del que carecen los países actualmente beneficia-
dos por dicho programa.
Si estas tendencias se consolidan y si no se habilitan nuevos espacios institucio-
nales que recojan lo hecho hasta ahora y brinden una cobertura adecuada para el futuro
de una auténtica “cooperación” hispano-americana —basada en un principio de inter-
cambio y no de caridad internacional—; es dable esperar, en el mediano plazo, un sen-
sible retroceso en la colaboración universitaria hispano-argentina e hispano-americana;
un angostamiento significativo de los canales regulares e institucionales de intercambio
intelectual y de contacto entre investigadores de uno y otro lado del Atlántico; el dete-
rioro de los canales trabajosamente establecidos y un paulatino retorno a antiguas pautas
de vinculación más o menos esporádicas y netamente individuales.
Sin caer en alarmismo, no deberíamos confiar en que la multiplicación de rela-
ciones culturales, demográficas y económicas pudieran compensar naturalmente la bre-
cha que se abriría en el terreno intelectual una deserción de este tipo. Como hemos po-
dido ver en la experiencia de fines del siglo XIX y principios del XX en el Río de la
Plata, es posible la coexistencia de fuertes lazos familiares, afectivos, socio-culturales y
socio-económicos con el más radical de los extrañamientos u hostilidades intelectuales.
Pudiera pensarse que, de no ser el intelectual un requisito inmediato para que se
verifiquen aquellas corrientes de entendimiento afectivo, cultural y económico, éste
sería, pues, un elemento secundario, una suerte de lujo costoso y, por lo tanto, perfecta-
mente prescindible en el contexto general de unas relaciones hispano-argentinas e his-
pano-americanas que siempre se presumen como “naturales”, “autosostenibles” o fácil-
mente regenerables con mínimas inversiones de gestualidad diplomática.
Las experiencias históricas respecto de la incidencia de los intelectuales en la
orientación de las corrientes de opinión y en la alteración de pautas de conducta política
de los Estados en el manejo de sus asuntos exteriores —en el largo plazo, por supues-
to— son variadas tanto en Europa como en América. En lo que respecta a la breve pero
intensa historia argentina, éste fenómeno es plenamente visible en dos casos. El prime-

958
ro, lejano ya, nos remite a la Generación del ’37 cuyo legado hispanófobo alejó a Ar-
gentina de España hasta principios del siglo XX y restringió el alcance material e ideo-
lógico que la reconciliación pudo haber tenido hasta fechas muy avanzadas. Otro, más
cruento y dramático, fue el nefasto influjo del nacionalismo conservador y de sus expre-
siones intelectuales chauvinistas que, al inventar exitosamente la historia de las pérdi-
das y cesiones territoriales toleradas por un liberalismo “antinacional”, y reescribir la
historia de las relaciones anglo-argentinas en clave de nueva leyenda negra, crearon las
condiciones ideológicas para que en plena dictadura se pudiera producir una guerra con
el Chile de Pinochet —conjurada in extremis en diciembre de 1978—, y para que Ar-
gentina se embarcara en la catastrófica aventura de Malvinas de 1982.
La apertura de brechas en las relaciones intelectuales, universitarias y científicas
no sólo incide en el estrecho mundo de la alta cultura o la investigación, sino que afecta
la salud del diálogo internacional en tanto distancia a sectores influyentes por su im-
plantación estratégica o por su acceso privilegiado a los aparatos ideológicos o estatales.
Como bien podría argumentar Altamira, cultivar este tipo de relaciones es siempre una
inversión más que razonable para apuntalar estructuralmente las relaciones bilaterales
globales y asegurar su reproducción y fortalecimiento, acentuando los incentivos a la
colaboración, la cooperación y la interdependencia.
El desarrollo de las relaciones bilaterales hispano-argentinas en sus aspectos
económicos y diplomáticos nos enfrenta, a menudo, a oscilaciones episódicas caracteri-
zadas por “crisis” o intensos acercamientos propios del juego político de dos estados
amigos, de dos mercados fuertemente relacionados y de dos sociedades modernas y
mediáticas. Junto a la administración razonable, respetuosa y prudente de esta dimen-
sión inmediata de nuestros vínculos, cabe abonar el sustrato de las relaciones profundas,
tanto las que hacen a nuestros lazos “demográficos”, como a los culturales e intelectua-
les. Esta apuesta, en esencia, la misma que se hizo desde la Universidad de Oviedo un
siglo atrás, contribuye a estabilizar la relación y a minimizar el impacto de los des-
acuerdos puntuales, evitando que nuestro entendimiento sea víctima de improbables
aunque no imposibles, derivas conflictivas; las que, de llegar a articularse ideológica-
mente en el armazón de un pensamiento neonacionalista o neoimperial, pueden llegar a
tener consecuencias negativas para la salud de nuestros vínculos440.

440
Como ejemplo de ello, debe tenerse en cuenta —en su justa medida—, las reacciones hostiles de índo-
le nacionalista que ciertos sectores de la izquierda y la derecha han promovido desde 2001 contra unas
cada vez más impopulares empresas de servicios españolas en Argentina. Otro ejemplo, potencialmente
más grave y conflictivo en tanto afecta a problemas jurisdiccionales y de injerencia en la soberanía nacio-
nal es el que produjeron las torpes e irresponsables intervenciones político-judiciales de la Audiencia
Nacional española en el procesamiento de altos oficiales del Proceso de Reorganización Nacional. Milita-
res responsables, como es sabido, de miles de asesinatos, desapariciones, secuestros y torturas, que fueron
juzgados, sentenciados y encarcelados por disposición de tribunales judiciales ordinarios durante la tran-
sición democrática argentina —que, a diferencia de la española jamás se basó en un pacto de silencio,
acuerdos de impunidad o en amnistía alguna— y que, si hubieron de ser indultados en 1989 por necesida-
des políticas que hacían a la preservación misma de la democracia, jamás se libraron de la condena social,
de la persecución judicial ni del encarcelamiento por delitos no mencionados en los tristes decretos del
Presidente Carlos Menem.

959
960
ANEXOS

FUENTES PRIMARIAS Y SECUNDARIAS, ÍNDICE ONOMÁSTICO Y CUADROS

961
962
I.- ARCHIVOS Y BIBLIOTECAS CONSULTADOS

Archivo del Ministerio de Asuntos Exteriores de España (Madrid).


Archivo Histórico de la Universidad de Oviedo / Fondo Rafael Altamira (en proceso de catalogación).
Archivo Ricardo Levene (Buenos Aires) —en proceso de catalogación—.
Archivo de la Fundación Residencia de Estudiantes / Fondo Altamira (Madrid).
Biblioteca Central de la Universidad de Oviedo.
Biblioteca de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires.
Biblioteca de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires.
Biblioteca de la Fundación Residencia de Estudiantes (Madrid).
Biblioteca de la Legislatura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Biblioteca de la Universidad Nacional de La Plata.
Biblioteca del Instituto de Historia Argentina y Americana, Dr. Emilio Ravignani (Buenos Aires).
Biblioteca del Instituto de Historia de España Dr. Claudio Sánchez Albornoz de la Univ. de Buenos Aires.
Biblioteca del Instituto Enseñanza Secundaria Jorge Juan de Alicante / Legado Altamira —archivo sin catalogar—.
Biblioteca Humanidades de la Universidad de Oviedo.
Biblioteca Nacional (Buenos Aires).
Biblioteca Nacional (Madrid).
Hemeroteca de la Legislatura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Hemeroteca de la Universidad Nacional de La Plata.
Hemeroteca Municipal de Madrid / Sección Microfilms.

II.- CATÁLOGOS, BIBLIOTECAS Y ARCHIVOS EN LÍNEA CONSULTADOS


Biblioteca Nacional de España
Biblioteca Nacional de la República Argentina
Biblioteca Nacional de México
Biblioteca Nacional de Perú
Bibliothèque Nationale de France
Bibliothèque Royale de Belgique
British Library Public Catalogue
CCFR Catalogue
Centro Pompidou - Bibliothèque publique d'information
Die Deutsche Bibliothek
Library of Congress Online Catalog
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Abeledo, Amaranto A., 69 Atienza y Medrano, A., 192, Carranza, Ángel J., 682
Afaba y Fernández, L. 226, 259, 341, 342, 349, 350, 444, Castro, Américo, 61, 930
261 446, 476, 482, 483, 485, Clavería, Bautista, 63
Aguilar Correa, Antonio 489, 881 Corujo, Angel, 63
(Marqués de la Vega de Ávarez Amandi, Justo, 224, Acebedo Agosti, Valentín, 63
Armijo), 137 225, 237, 242, 244, 246, Alba Bonifaz, Santiago, 816
Alberdi, Juan B., 128, 130, 134, 247, 258, 259, 261, 287, 945 Alcázar Molina, Cayetano, 888
135, 168, 673, 692, 696, Avellaneda, Marco M., 20, 132, Alcorta, Leandro G., 49
697, 710, 715, 719, 735, 886 445, 487, 488, 689, 699, Alighieri, Dante, 570, 716
Alcalá Henke, Agustín, 889 711, 712, 716, 718, 866, 919 Alonso Iglesias, Leontina, 275
Alem, Leandro N.147, 700, 711 Ayuso, 266 Alonso, Carlos, 63
Alfonso XI, 620 Azaña, Manuel, 61, 153, 927 Altamirano, Carlos, 706, 707
Alfonso XII, 57, 62, 70, 71, 72, Azcárate, Gumersindo de, 152, Altamirano, Ignacio M., 43
142, 143, 224, 363, 464, 845 221, 319, 332, 340, 371, Álvarez Buylla, Adolfo, 54, 63,
Alfonso XIII, 61, 62, 161, 287, 372, 405, 423, 463, 603, 611 192, 220, 221, 224, 225,
487, 839, 842, 843, 845, Azorín, 61, 153, 319 232, 238, 239, 241, 242,
846, 850, 852, 854, 856, Bachini, Antonio, 464 243, 245, 248, 251, 255,
857, 858, 859, 877, 884, 893 Ballivian, 710 256, 258, 260, 266, 269,
Alonso Criado, Matías, 30, 77, Bances, Benigno, 287 273, 285, 301, 316, 364,
307, 444, 480, 484, 855, Barrio y Mier, Matías, 244, 250, 371, 388, 439, 444, 445,
901, 907 255, 258, 371, 372, 927 448, 483, 484, 487, 591,
Alonso de Quintanilla, 285 Bascuñán Valdés, Aníbal, 890 804, 815, 891, 964, 966, 969
Alsina, Valentin, 710, 712 Basurco, 117 Álvarez Buylla, Plácido, 63
Alvarado, Francisco, 301, 302, Beresford, W. Carr, 743, 748, Álvarez González, José, 63
303, 309, 310, 311, 437, 756 Álvarez Quintero, Joaquín, 926
472, 488, 489 Berjano y E., G., 63, 226, 255, Álvarez Rey, Leandro 139, 159,
Álvarez Gendín, Sabino, 230 258, 260, 261, 287 188
Álvarez Junco, 156, 356 Bermejo, Alcolea, 905, 906 Álvarez, José, 156
Álvarez Quintero, (Hnos.), 65, Bernheim, Ernst, 190, 317, 532, Álvarez, Juan, 673, 679, 689,
524 535, 674, 729, 774, 777, 691, 759, 764, 909
Álvarez, Agustín, 15, 16, 17, 784, 789, 915, 916 Álvarez, Melquíades, 152, 192,
20, 27, 214, 673, 761, 901, Berriel, Leopoldo, 50, 799 221, 242, 245, 246, 250,
904, 905, 909 Biblioteca Colombiana, 857, 258, 260, 266, 285, 287,
Álzaga, Martín de, 748, 756 858 301, 316, 323, 796, 804
Allende Salazar, 321 Bidau, E., 20, 23, 24, 27, 392, Álvarez, Serafín, 486
Amadeo de Saboya, 143, 248, 472, 850, 904, 908 Amuchástegui, José Antonio,
485, 839 Blaine, 157 912
Ambrosetti, J.B., 15, 18, 21, Blas Cabrera y Felipe, 165 Amunátegui Solar, Domingo,
405, 438 Blasco Ibáñez, Vicente, 61, 75, 34, 45, 615
Aparicio, A., 258, 259, 922 76, 77, 153, 308, 367, 373, Anderson, Luis, 289
Aramburu, Felix Pío de, 63, 64, 422, 436, 449, 466, 476, Anes Álvarez, Rafael, 17
227, 232, 237, 238, 242, 480, 486, 935 Antequera, José María, 610
243, 245, 246, 247, 249, Bonaparte, Napoleón, 103, 593, Aramburu, Joaquín N., 427,
255, 256, 258, 260, 261, 754 456, 806
266, 269, 270, 285, 287, Borbones, 102, 109, 115, 119, Arango, Juan, 63
288, 289, 296, 301, 316, 126, 132, 142, 143, 154, Argüelles Cano, Manuel, 63
371, 483, 484, 591, 798, 964 317, 697, 755 Argüelles, César, 63
Aráoz de La Madrid, 725 Bossuet, 505, 553 Argüelles, Julio, 62
Arboleya, Maximiliano, 795, Botana, Natalio R., 98, 125, Armada, Isabel Francisca, 247
796, 803, 804, 805, 809, 136, 141, 147, 168, 170, Ayala, José de, 888, 894
811, 812, 813 688, 689 Ayarragaray, Lucas, 438, 673
Arcos Pérez, Ignacion, 31, 437, Bourdieu, Pierre, 706 Aza, Vital, 63, 64, 65
468 Brañas M., Manuel, 225, 258, Aznar, José María, 184
Argüelles, Armando, 63 259 Aznárez, Gregorio, 437
Arhens, Heinrich, 482 Buylla y Alegre, Arturo, 266 Bacon, Francis, 552
Arias de Velasco, Jesús, 63, Buylla, Benito, 63 Balbín, Ricardo, 930
242, 258, 262 Cabaut, A., 438 Bances, Juan, 52, 72
Artigas, J.G., 693 Cabello, Adolfo, 52 Baño, F., 471
Arturo Frondizi, 930 Cantero, Adolfo, 471 Barrada, Salvador, 904

985
Barras de Aragón, Francisco de Campomanes, 111, 117, 119, Carrillo, 19, 20
las 63, 258, 262, 287, 289 260, 284 Carsi, Francisco, 889
Barrasa, José de, 889 Canalejas, José, 62, 73, 137, Casas, Bartolomé de las, 285
Barrett, John, 45 152, 221, 442, 614, 813, Castellano Acevedo, Tomás, 44
Barroso Arias, Luis, 469 816, 837, 838, 840, 849, Castelli, J.J., 112, 118, 120
Batista, Jorge, 48 850, 852, 855, 856, 857, Castillejo y Duarte, Miguel,
Belgrano, Manuel, 110, 111, 874, 878 323, 603, 846
112, 115, 118, 120, 132, Canalejas, José, 73, 154, 155, Castillo, Leandro, 63
738, 754, 905 839, 855, 857, 879 Castillo, Ramón S., 21, 142,
Benavente, Jacinto, 65 Candau, Feliciano, 859 244, 252, 287, 428, 927,
Benavides, Nazario, 580 Canedo, José, 63 928, 929, 930, 954
Bergamín García, Francisco, Canel, Eva, 808, 809, 811, 812, Castiñeira, José, 905, 906
884 935 Castro, Juan Francisco de, 549
Berr, Henri, 535 Canella, Fermín, 39, 41, 50, 54, Castro, Juan Páez de, 548
Bilbao, Manuel, 615, 673, 679, 56, 60, 62, 63, 67, 72, 186, Cepeda, José, 63
716 188, 219, 221, 224, 227, Cervantes Saavedra, Miguel de,
Bingham, Hiram, 45 232, 237, 238, 242, 243, 570
Blanco, José, 63 245, 246, 248, 249, 254, Cervantes, Magariños, 665, 671,
Borbón, Isabel de (Infanta), 27, 255, 256, 258, 260, 266, 730
164, 480, 901, 949 268, 269, 270, 271, 283, Cervera, 159
Brante Schweide, Iso, 920, 929 285, 287, 288, 289, 292, Cerviño, 110, 119
Buckle, 544, 545, 672, 722, 293, 295, 296, 297, 298, Cima, José, 60, 63
915, 916 299, 300, 302, 303, 304, Clarín, 192, 231, 237, 238, 239,
Buen, Odón del, 61, 62 305, 307, 308, 309, 310, 241, 242, 244, 245, 247,
Bufón, 117 311, 312, 314, 316, 317, 248, 253, 254, 256, 258,
Bullón, Eloy, 815 318, 330, 331, 339, 363, 262, 270, 271, 331, 353,
Bunge, Carlos O., 22, 24, 25, 364, 365, 366, 367, 368, 483, 797, 981 (ver: García
68, 69, 70, 306, 439, 445, 369, 370, 371, 372, 373, Alas, Leopoldo).
673, 809, 902 374, 375, 376, 377, 378, Clemenceau, George, 909
Burell, Julio, 73, 816 379, 380, 381, 382, 384, Cobos, Francisco, 341
Burmeister, 128 386, 393, 398, 402, 409, Cohen, Yahía, 77, 78
Busto, 341, 896 411, 412, 432, 439, 444, Colbert, 117
Buylla y Godino, 63, 258 451, 455, 458, 462, 464, Cólogan, Bernardo de, 41, 45,
Buylla, Vital, 63 476, 477, 478, 480, 483, 78, 79, 420, 464, 465, 478,
Cabal, Constantino, 70, 307, 484, 487, 489, 490, 531, 850
795, 796, 797, 798, 799, 795, 800, 803, 812, 835, Colón, Cristóbal, 66, 68, 285
800, 801, 802, 803, 804, 839, 840, 842, 845, 847, Comte, A., 517, 518, 645, 646
805, 807, 809, 811, 812, 848, 868, 900, 906, 937, Concheso, José, 63
813, 817 945, 946, 964 Conde de Toreno, 244, 579
Cabanillas, 924 Canillejas, Marqués de, 246, Condorcet, 123
Cabanilles, 52 247 Constancio C. Vigil, 904
Cabello y Mesa, Francisco Cano, Melchor, 548 Contreras, Juan de, 888
Antonio, 112 Cánovas del Castillo, A.,142, Córdoba, Luis Cabrera de, 548
Cabeza de León, Salvador, 54 143, 145, 154, 244, 247, 287 Coronas González, Santos, 189,
Cabrera y Bosch, Raimundo, Cantú, Cesare, 550 254, 255, 256, 257, 258,
797 Carbia, Rómulo D., 532, 549, 259, 260, 261, 262, 369, 370
Cadalso, José, 579 666, 667, 668, 669, 670, Correa Luna, Carlos, 674
Calcaño, 335 671, 672, 673, 674, 675, Cortés, Félix, 472
Calvo, 470 676, 677, 679, 680, 681, Corujedo, Indalecio, 63, 483
Calvo, Edelmiro, 13 683, 684, 685, 686, 689, Costa, Joaquín, 63, 137, 150,
Calvo, Miguel P., 470 702, 703, 708, 709, 714, 151, 223, 227, 228, 242,
Calzada, César, 16, 488 720, 723, 724, 730, 736, 255, 289, 290, 303, 314,
Calzada, Rafael, 16, 17, 28, 737, 739, 742, 745, 752, 319, 356, 361, 523, 580,
139, 159, 174, 308, 309, 772, 774, 775, 776, 778, 581, 614, 623, 624, 627,
310, 311, 312, 313, 364, 779, 782, 785, 786, 787, 846, 873, 915, 933
367, 407, 444, 466, 470, 791, 792, 910, 912, 915, Creus, Carlos, 135
471, 475, 480, 481, 483, 916, 917 Croce, Benedetto, 45, 556, 557,
484, 485, 486, 487, 488, Carbonell, Miguel, 548 566, 681, 968
489, 808, 809, 812, 873, Cárcano, Ramón J., 15, 615, Croce, Federico della, 13, 566
878, 879, 903, 909, 910, 910 Cruchaga Tocornal, 19, 33, 305,
919, 928, 947 Carlos III, 30, 115, 247, 479, 904
Calzada, Rafael, 16, 17, 309, 531, 855 Cueto, José de, 798
310, 312, 483, 484, 489, 873 Carlos IV, 116, 132 Curie, Marie, 165
Camaño, Raquel, 905 Carlyle, Thomas, 672, 746 Chamberlain, J., 160
Cámara, Gonzalo, 44 Carrancá y Trujillo, Raúl, 890, Chapaprieta Torregosa, 153
Campillo y Cosío, 111 928, 929 Chiaramonte, José C., 99, 106,
Campo, Estanislao del, 729 Carrera Jústiz, 52 107, 108, 109, 110, 111,

986
112, 113, 115, 116, 117, Esteva Ruiz, Roberto A., 43, Furlong, G., 108, 109, 112, 123,
118, 119, 120, 121, 122, 478 124
123, 124 Estrada y Villaverde, Galdeano, José Lázaro, 319
D’Alessandro, Ricardo, 903 Guillermo, 224, 225, 237, Galdeano, Lázaro, 488
D’Ors, Eugenio, 165 250, 258, 259 Galiani, 111, 120, 123
Dalí, Salvador, 61 Eujanian, Alejandro, 737, 738, Gálvez, José, 456, 899
Danvila, Alfonso, 437 792 Gálvez, Manuel, 22, 172, 488,
Darío, Rubén, 319 Fabela, Isidro, 920, 929, 930 765, 766, 899
Dato, Eduardo, 815, 884 Fabié, Antonio María, 614, 615 Gallo, Ezequiel, 98, 147, 167,
de Benito, Enrique, 63, 64, 117, Falla, 61 170, 687, 777
258, 261, 287, 381, 569 Fandiño, Juan, 63 García Alas, Leopoldo, 32, 181,
De Certeau, Michel, 705 Feijóo y M., Benito, 107, 111, 192, 232, 237, 238, 239,
de Chorroarín, 119 260, 284, 360, 378 242, 243, 244, 245, 246,
De Smedt, 533, 915 Felipe II, 31, 393, 515, 640, 641 247, 249, 250, 254, 255,
Deherme, 278, 280 Fernández Cardín, Francisco, 256, 258, 259, 260, 262,
Delbay, Pedro, 471 258, 261 265, 266, 269, 270, 285,
Dellepiane, Antonio, 15, 20, 23, Fernández Echavarría, 258, 261, 316, 320, 353, 483, 963,
24, 139, 439, 463, 577, 608, 262, 266 974, 975 (ver: Clarín).
790, 910 Fernández Juncos, 349, 350, García Alonso, Víctor, 63
Derqui, Manuel, 25, 26, 27, 375 García Braga, José, 63
450, 451, 452, 689, 901, Fernández Ladreda, 258, 261 García García, Carmen, 202,
902, 904, 905, 907, 908, 909 Fernández Núñez, Ovidio 815
Descartes, René, 107, 109, 118 Rubén, 890 García Haro, Ramón, 889
Desmadryl, Narciso, 727 Fernández Peña, Carlos, 436 García Lorca, 61
Devoto, Fernando J., 95, 169, Fernández Prida, 612, 886 García Prieto, 73, 816, 850, 852,
170, 189, 190, 191, 481, Fernández Rodríguez, Manuel, 853, 854, 874, 884
486, 681, 686, 703, 709, 63 García Vela, Fernando, 63
727, 732, 761, 762, 763, Fernández Villaverde, 287, 884 García Vélez, 52
764, 765, 766, 767, 879, Fernández y González, José, García Velloso, Enrique, 904
950, 971, 977, 978 303 García, Isidro, 63
Dhombres, Gastón, 568 Fernández, Marcelino, 63, 266 García, Juan Agustín, 20, 21,
Díaz de Villegas, Marcelino, 53 Fernández, Maximino, 52, 806 24, 25, 438, 615, 673, 674,
Díaz Ordóñez, Víctor, 63, 224, Fernández, Sabino, 63 679, 683, 699, 713, 715,
225, 237, 239, 242, 255, Fernando VI, 102 759, 761, 914, 919
258, 260, 261, 945 Fernando VII, 38, 132, 133, 810 García, Martín, 19, 438, 905,
Díaz Valdés, Miguel, 387 Ferrero, G., 308, 346, 443, 537, 909
Díaz y Suárez, Aquilino, 367 538, 816 García, Telesforo, 40, 41, 51,
Díaz, Manuel, 63 Ferri, Enrico, 29, 51, 75, 77, 307, 444, 469, 475, 476,
Díaz, Porfirio, 40, 41, 447, 878 308, 346, 443, 844, 901, 909 477, 478, 479, 480, 801,
Díaz-Ordóñez, Agustín, 61 Fichte, 338, 357, 358, 359, 362, 813, 854, 855, 857, 878,
Die, V., 468, 615, 963 818 879, 899, 929
Dihigo, J.M., 46, 47, 49, 50, 51, Figueroa Alcorta, J., 18, 20, 27, García-Prendes, Asunción, 275
53, 72, 292, 367, 444, 800, 158, 164, 166, 487, 771, 900 Garcin, Agustín, 469
809, 899, 900 Figueroa, Álvaro de (Conde de Gassendi, 107
Dilthey, W., 644, 645, 655, 778 Romanones), 59, 73, 137, Gelabert, Juan, 456, 498
Diz Tirado, Pedro, 63 816, 837, 838, 840, 842, Genovesi, 113, 120, 123
Dolz, Ricardo, 798 845, 848, 865, 866, 870, Giberga, Eliseo, 52, 428, 429,
Domínguez, Luis L., 135, 678, 874, 884 798
668, 672, 681, 754 Filangieri, 114, 123 Gierke, Otto von, 323, 343, 603,
Dorrego, Manuel, 118 Floridablanca, 117 605, 606
Drago, L.M., 712, 929 Foppa, Tito L., 438 Gil Robles, José María, 61
Duhamel, Maurice, 280 Formentín, Justo, 187, 188, 834, Giles Rubio, 227, 259, 261
Echeverría, Esteban, 128, 129, 838, 846 Gimeno, Amalio, 816, 838, 874,
130, 697, 710, 717 Foronda, Valentín de, 111, 114 875
Eggleston, Edward, 568 France, Anatole, 29, 75, 76, 77, Giner de los Ríos, Francisco,
Einstein, Albert, 165 307, 308, 436, 463, 508, 137, 150, 152, 184, 220,
el Rey, 59, 61, 62, 114, 142, 844, 963 221, 237, 320, 323, 340,
379, 384, 415, 835, 839, Francisco Alvarado, 56, 299, 882, 966
842, 843, 845, 846, 849, 302, 309, 379 Giribaldi, 77, 307, 465
854, 857, 858, 898 (ver: Franco, Francisco, 161, 193, Godoy,Manuel, 609, 756
Alfonso XIII) 199, 273, 929 Gómez Moreno y Martínez,
Eléspuru, Juan Norberto, 39 Freeman, Edward A., 553 Manuel, 165
Elio, F. Javier de, 756 Freitas, José A. de, 30 Gómez Rosell, Francisco, 471
Escobedo, Leopoldo, 63 Funes, Gregorio (Deán), 115 Gómez, José Miguel, 46, 799,
Espartero, Baldomero, 133, 839 Funes, Gregorio (Deán), 115, 801
Espuruz, Demetrio, 63 756 González Alegre, José, 63
Espurz, Demetrio, 258, 261, 262 González Costi, Luis, 50

987
González del Valle, Martín, Gutiérrez y Pico, Federico, 474 Labriola, 556
246, 248 Gutiérrez, Avelino, 164, 192, Lafone Quevedo, 15, 18, 23,
González Lanuza, 47, 51, 52, 309, 310, 312, 367, 482, 467, 723
800, 803, 825 488, 879, 904, 909, 947 Lamprecht, K., 343, 508
González Linares, 261 Gutiérrez, Juan María, 128, 131, Langlois, 190, 317, 533, 535,
González Litardo, 18 135, 136, 717, 730 774, 776, 777, 783, 784,
González Llamazares, José, 63 Halperín Donghi, Tulio, 98, 99, 789, 916
González Posada, Adolfo, 19, 100, 101, 102, 103, 104, Lanzas, Torres, 859
21, 39, 63, 64, 70, 91, 137, 105, 106, 121, 122, 124, Larín, A., 474
148, 152, 164, 165, 178, 125, 126, 128, 137, 666, Larrea, Juan, 930
187, 189, 190, 192, 193, 667, 686, 687, 688, 689, Larrouy, 15, 675
220, 221, 224, 225, 232, 690, 691, 696, 697, 698, Latorre, Germán, 858, 859
234, 236, 237, 238, 239, 699, 700, 701, 702, 703, Lavalle, 725, 730
241, 242, 245, 246, 248, 708, 710, 712, 732, 737, Lavardén, 111, 112, 115, 116,
249, 250, 251, 254, 255, 740, 758, 761, 772 119, 120
256, 257, 258, 259, 260, Hegel, 505 Lavisse, 500, 519, 552, 554, 883
266, 269, 270, 273, 277, Hernández, Ramón, 63 Lea, H. Charles, 514, 515
285, 290, 301, 310, 316, Herrero, Ignacio, 63 Ledoux, Abel, 728
323, 340, 352, 353, 363, Herrero, Policarpo, 63 Leguía, F., 37, 40
364, 371, 380, 385, 405, Higinio Peláez, 305 Lehmann, A., 564
406, 439, 441, 443, 444, Hinojosa, Eduardo de, 191, 325, Leibnitz, 107, 535, 597
445, 446, 447, 448, 463, 340, 423, 838, 846 León, Matías, 35, 39, 53, 59,
464, 480, 482, 483, 484, Hinojosa, Eduardo de, 70, 190, 188, 225, 244, 245, 301,
486, 487, 489, 518, 624, 325, 326, 332, 557, 596, 614 325, 367, 406, 412, 415,
804, 836, 837, 847, 849, Hobbes, 117 444, 481, 545, 616, 743,
868, 886, 891, 906, 907, Hortelano, Benito, 715, 728 816, 889, 968
908, 909, 929, 947, 964, 966 Huergo, 438 León, Román, 889
González Rúa, 225, 247, 259, Ibarguren, 22, 24, 690, 731 Lerroux, 153, 258, 446, 476,
261 Ibn Jaldun, 547, 548 480, 486, 905, 909
González Víquez, Cleto, 289 Ibsen, 14, 34, 408, 452, 473, Letelier, Valentín, 33, 34, 367,
González y Martí, 468 570, 630 405, 481
González, Joaquín V., 18, 19, Iglesias Piquero, Benigno 64 Letourneau, 604
20, 21, 23, 25, 63, 84, 85, Irigoyen, Bernardo de, 711, 712 Levene, Ricardo, 8, 25, 99, 100,
86, 87, 157, 166, 192, 214, Isabel II, 133, 134, 142, 143, 123, 191, 192, 201, 202,
293, 294, 342, 367, 399, 317, 839, 983 451, 535, 666, 667, 669,
404, 410, 411, 420, 432, Izquierdo, Juan Antonio, 266 673, 675, 681, 682, 683,
441, 442, 443, 444, 452, Jardón, Alberto, 62, 65, 387 684, 685, 686, 689, 695,
462, 463, 467, 472, 481, Jiménez de la Espada, Marcos, 703, 708, 710, 720, 736,
482, 483, 487, 488, 673, 615 737, 772, 792, 905, 915,
765, 767, 772, 790, 832, Jiménez Soler, Andrés, 510 917, 918, 919, 920, 921,
886, 901, 905, 914, 918, Jordán, Luis María, 438, 670 922, 923, 924, 928, 930,
923, 927, 928 Jove y Bravo, Rogelio, 63, 224, 963, 981
González, Manuel, 63 225, 237, 242, 255, 256, Levillier, Roberto, 673, 700,
González, Ramón, 890 258, 260, 266, 271, 285, 780, 782, 786, 787, 788,
Goyena, Pedro, 699, 711 483, 796, 964 789, 790, 791, 886, 891, 903
Grandmontagne, F., 11, 342 Jovellanos, Gaspar Melchor de, Linage, Rafael, 890
Grieg, 14, 452, 570, 630 111, 119, 257, 260, 284, Lobos, E., 20
Groussac, Paul, 19, 114, 148, 579, 597, 626, 627, 927 Longoria, 462, 463, 488
159, 665, 668, 672, 678, Juan Bialet y Massé, 486 López Benedito, 139
690, 691, 699, 701, 714, Juan XXIII, 273 López de Gálvez, Antonio, 488
716, 718, 722, 729, 731, Juárez Celman, Miguel, 20, 147, López de Hierro, E., 407, 408,
737, 739, 740, 741, 742, 166, 700, 711, 716 467
743, 744, 745, 746, 747, Juliá, Antonio, 408 López y Planes, Vicente, 711
748, 749, 750, 751, 752, Justo, Juan Bautista, 438 López, Lucio V., 139, 148, 671,
753, 754, 755, 756, 757, Keiper, W., 439 699
758, 764, 770, 774, 775, Knies, 649 López, Vicente Fidel, 18, 128,
776, 777, 778, 779, 780, Kohler, 323, 535, 593, 603, 604 135, 139, 616, 671, 672,
781, 782, 783, 784, 785, Koppé, 439 678, 680, 687, 690, 699,
786, 787, 788, 789, 790, Krause, Otto, 227, 236 700, 711, 712, 713, 715,
791, 792, 903, 968, 971 Labra, Rafael Mª de, 63, 64, 65, 717, 728, 730, 731, 734,
Guardiola Ortiz, 57 72, 188, 245, 248, 292, 293, 739, 742, 743, 745, 754,
Guastavino, Antonio, 889 296, 297, 320, 371, 372, 763, 782
Güemes, M., 692, 738 373, 402, 426, 428, 462, López. Jesús, 469
Guichard, Emilio B. (h), 438 484, 614, 615, 807, 818, Lord Salisbury, 160
Guido Spano, 135 819, 823, 839, 859, 863, Lovett, Edgar Odell, 883
Guizot, 672, 722 873, 875, 877, 891, 893, Lugones, Leopoldo, 765, 766,
Gutiérrez Nieto, J., 59 926, 970 903, 904

988
Llano, José de, 483 Mendaro, Ernesto, 57 Moret, Segismundo, 137, 138,
Llanos, Custodio, 476, 477 Méndez Calzada, Luis, 312, 153, 296, 304, 366, 446,
Llordén Miñambres, Moisés, 313, 471, 488, 879, 902, 451, 484, 816, 852
17, 95, 137, 138, 169, 202, 903, 909 Morote, Luis, 152, 221, 851,
338, 481, 485, 925 Menéndez Pelayo, Marcelino, 852, 891
Macaulay, 324, 672, 722, 746 69, 71, 164, 165, 238, 242, Moya Ojanguren, Miguel, 319
Macedo, José S., 889, 890 244, 245, 246, 247, 248, Muñiz, Acisclo, 63
Macedo, Pablo, 41 303, 343, 484, 546, 547, Muñoz y Romero, Tomás, 616
Machado, Antonio, 61 559, 774, 780, 788, 879, 881 Muñoz, Antonio, 63
Madariaga, Salvador de, 61 Menéndez Pidal, 61, 161, 165, Muñoz, José, 63
Madero, Francisco, 40 340, 423, 795, 846, 879, Mur y Aínsa, 54, 63, 242, 258,
Maestú, Celestino L., 302 881, 903 261, 287
Maeztu, Ramiro de, 61, 193, Menéndez, Teodomiro, 63 Naón, Rómulo S., 13, 27, 70,
342, 765, 820, 952 Mercante, Víctor, 21 411, 412, 414, 438, 439,
Magariños, Santiago, 886, 894 Meyer, Eduard, 552 440, 444, 447, 481, 790,
Malagón, Javier, 201, 890, 891, Michelet, 672, 722 849, 850, 882, 901, 902,
894, 928 Mirabeau, 111, 117 904, 905, 906, 908
Malarriaga, Carlos, 485 Miranda, Manuel, 470 Navarra, Pedro de, 548
Mallada, Lucas, 151 Miró, 61, 452 Nelson, Enrique, 438, 456, 468
Mallada, Lucas, 151, 228 Mitre, Bartolomé, 18, 19, 25, Nelson, Ernesto, 456
Manrique, Cayetano, 596, 610 128, 132, 134, 135, 147, Newton, 107, 109
Manzano y Manzano, Juan, 887, 191, 431, 438, 486, 565, Noguer, Javier, 408, 467
888, 894 668, 669, 672, 677, 678, Noriega, Iñigo, 307, 469
Marañón, Gregorio, 61 681, 682, 683, 684, 685, Nuremberg, R., 14, 408
Marcó del Pont, 15, 682, 767, 686, 687, 688, 689, 690, Obligado, Pastor, 20, 100, 135,
910 691, 692, 693, 694, 695, 166, 171, 486, 488
María, Pablo de, 30, 77, 307, 696, 697, 698, 700, 701, Ocantos, Carlos María, 135
905, 907 702, 709, 710, 711, 712, Ochoa, Ramón, 63
Mariana, Juan de, 544 715, 716, 718, 719, 722, O'Donnell, 133
Marichalar, Amalio, 596, 610 723, 724, 725, 726, 727, Oncken, W., 552, 916
Marqués de Faura, 462 728, 730, 731, 734, 735, Onís, Federico, 63
Marqués de la Vega de Anzo, 736, 738, 739, 740, 742, Oria Herrera, Ángel, 226, 273
246, 247, 248, 276, 287 743, 744, 745, 746, 747, Ortega y Gasset, J., 61, 153,
Marqués de Sobremonte, 756 748, 749, 750, 751, 752, 165, 178, 480, 820, 846,
Marqueta, Valentín, 485 753, 754, 755, 758, 762, 947, 949, 953
Martínez, Cipriano, 63, 64 763, 764, 765, 766, 767, Ortiz de San Pelayo, 472
Martínez, Graciano, 805, 806, 772, 774, 781, 782, 788, Ortiz Echagüe, 928
809, 812, 814 790, 910, 912, 979 Ortiz, Fernando, 21, 51, 52,
Martínez, Heriberto, 856, 902 Molinari, Diego L., 675, 776, 200, 471, 524, 797, 799,
Marx, Karl, 556, 557 780, 781, 786, 789, 791, 803, 817, 818, 819, 820,
Masdeu, 360, 549 910, 912 821, 822, 823, 824, 825,
Masip, Rogelio, 63 Mommsem, W., 537 826, 827, 859, 920, 928, 983
Matienzo, 13, 20, 24, 28, 442, Mommsen, T., 45, 324, 538, Ortueta y Murgoitio, Francisco
902, 904, 908 654 Javier, 889
Maura, 38, 152, 153, 154, 287, Mon, Alejandro, 260 Ory, 31, 77, 78, 419, 464, 465
451, 816, 834, 837, 852, Monner Sanz, Ricardo, 881, Otamendi, Manuel M., 438
874, 884 882, 898, 903, 905 Otaño, Pedro Mari, 472
Maziel, Baltasar, 110, 117, 118, Monod, Gabriel, 323, 535, 536, Ots Capdequí, 888, 891
119 568, 572 Otto Seeck, 542
Meabe, Alfredo, 682 Monseñor Ruíz, 49 Oyuela, Calixto, 21, 166, 342
Medina, José Toribio, 616 Monseñor Torres, 50 P. Martín, Alejandro, 63
Melo, Carlos Federico, 27, 438 Montero Díaz, 186, 193, 231 Pack, Dennis, 749
Melo, Leopoldo, 20 Montesquieu, 117, 123 Pacheco, Angel, 725
Melón Fernández, Santiago, 60, Montojo y Pasarón, 159 Pagés, Francisco, 859
66, 180, 181, 185, 186, 188, Montt, Manuel, 27 Palacio Valdés, 232, 238
189, 209, 210, 219, 223, Montt, Pedro, 34 Palacios Morini, L., 323
224, 225, 227, 228, 229, Mora, José Joaquín de, 38 Palma, Ricardo, 37, 38, 456,
230, 231, 232, 233, 234, Morales, Ambrosio de, 548 481, 899
235, 238, 239, 240, 241, Morato, 252 Pan de Soraluce, 925, 926
242, 243, 250, 254, 255, Moreno, Francisco, 18, 128, Pando Fernández de Pinedo,
257, 260, 270, 271, 272, 166, 193, 200, 924, 930, 978 Manuel (Marqués de
273, 274, 277, 278, 279, Moreno, José María, 486, 487 Miraflores), 549
280, 327, 363, 795, 811, Moreno, Mariano, 15, 16, 25, Pardo Bazán, Emilia, 319
813, 925, 932 26, 99, 111, 113, 114, 118, Pareja, Ramón, 467
Mella, Jesús, 188, 189, 225, 120, 573, 756, 781, 901, Paris, Pierre, 287
796, 810, 811, 813 904, 905, 907, 909 Parres y Sobrino, José, 63
Mena, Antonio, 63 Moreno, Rodolfo, 21, 412, 438 Paula, Francisco de, 132

989
Paz Soldán, Carlos Enrique, 36 Quesnay, 111 Rodríguez, Ricardo, 63
Pedregal, 221 Quesnay, 123 Rojas, Ricardo, 22, 113, 172,
Peláez Leirena, Juan, 484 Quevedo, José, 63, 64, 266 438, 669, 673, 677, 691,
Pelosi, Hebe, 190, 191, 192, Quintana, Manuel, 27, 158, 487 695, 723, 726, 731, 733,
914, 918, 920, 922 Quirós, Jacinto, 63 734, 735, 736, 737, 765,
Pellegrini, Carlos, 137, 138, Rahola, Federico, 302, 807, 766, 767, 768, 769, 770,
148, 166, 441, 442, 699, 863, 873, 874, 875, 876, 771, 790
712, 767 877, 905, 935 Roldán, Belisario, 166
Pelliza, Mariano, 671, 679, 714, Rambaud, Alfred Nicolas, 552 Romano, Alfredo, 477
728 Ramón y Cajal, 19, 340, 487 Romero, Julio del, 456, 457
Peña, 22, 137, 148, 157, 158, Ramos Mejía, J.M., 172, 173, Rosa, Alejandro, 15, 37, 438,
159, 164, 191, 444, 487, 487, 673, 687, 689, 690, 486, 682, 723
488, 682, 696, 699, 701, 691, 699, 712, 713, 716, Rosa, Alejandro, 15, 438
873, 900, 911 717, 722, 723, 725, 728, Rosas, Juan Manuel de, 22, 96,
Peña, Enrique, 15 734, 759, 761, 763, 764, 972 100, 127, 129, 146, 665,
Pérez Álvarez, Ricardo, 63 Ranke, L. von, 45, 544, 674, 675, 689, 725, 730, 757
Pérez Bueno, Fernando, 225, 915 Rosas, Juan Manuel, 100, 127,
226, 271, 977 Rappaport, 557 128, 129, 131, 134, 166,
Pérez Bueno, Luis, 54, 58 Ravignani, Emilio, 8, 20, 100, 673, 695, 697, 700, 710,
Pérez de Guzmán, 548 141, 674, 675, 681, 714, 711, 715, 723, 725, 729,
Pérez Galdós, Benito, 61, 238, 753, 910, 912, 914, 963, 970 762, 967
569, 796 Raynal, 117 Roscher, 649
Pérez Martín, 258, 261, 262, Real y Prado, Teodomiro, 728 Rousseau, 104, 106, 114, 115,
286, 289, 290 Redondo, Inocencio, 266 117, 123, 124
Pérez Pujol, Eduardo, 617 Reus García, José, 319 Rowe, L. S., 45, 344, 345, 844,
Pérez Vehil, Víctor, 29 Rey Pastor, 165, 879 902
Pérez, Juan Bautista, 548 Reyes, Rodolfo, 43, 406 Roxas y Patrón, José María, 725
Perillán Buxó, Eloy, 808 Riaño y Montero, Juan Rua, Armando, 63
Perón, Juan D.,100 Facundo, 547 Rueda y Oslome, 18
Peso, Emilio del, 63 Rickert, 644, 645, 646, 647, Rueda, Salvador, 18, 64, 802,
Pestalardo, Agustín, 905, 906 655, 778 803
Pí y Margall, 484, 879 Rico, Antonio, 387 Ruggieri, S.,19
Picasso, Pablo, 61, 928 Rico, Genaro G., 303 Ruiz Guiñazú, E., 675, 782
Picavea, Macías, 152 Rioja, José, 18, 242, 260, 261, Ruiz, David, 220, 265, 274, 275
Picavea, Macías, 152, 228 279, 367, 411, 712, 849 Sabater, José María, 889
Pidal y Mon, Alejandro, 226, Riva-Agüero, de la , 19 Sáenz de Miera, 309, 462, 463,
244, 247, 250 Rivadavia, Bernardino, 118, 489
Pidal, Pedro José, 260 132, 133, 749, 886 Sáenz Peña, Roque, 148, 158,
Piernas Hurtado, E., 258, 260, Rivarola, Enrique, 20, 83, 886 487, 900
261 Rivarola, Rodolfo, 367, 767, Sáenz Peña, Roque, 27, 148,
Pinochet, César, A., 959 790 159, 700
Pinto, Manuel, 710 Rivero, Nicolás, 52, 70, 71, 72, Sagasta, Mateo P., 137, 143,
Piñero, Norberto, 20, 23, 24, 428, 531, 795, 796, 797, 145, 152, 154, 247, 484,
701, 718, 767, 774 798, 799, 800, 801, 802, 816, 839
Pitt, Juan Carlos, 28 803, 804, 805, 806, 808, Sagastume, Enrique, 438
Platón, 13, 569, 629 809, 812 Saiz Gaite, Eterlo, 63
Plaza, Victorino de la, 148 Robles, José, 63 Saldías, Adolfo, 166, 669, 690,
Popham, Home, 756 Roca,Julio Argentino, 18, 27, 691, 699, 701, 712, 716,
Porredón, Fernando, 65 139, 140, 145, 148, 166, 717, 723, 725, 728, 740
Porro di Somenzi, F., 18 175, 447, 486, 487, 686, Salmeán, León, 249, 255, 258
Porrua, José, 477, 478 699, 701, 711, 712, 873 Salmerón, Nicolás, 137, 150,
Prado y Ugarteche, 40 Rocha, Dardo, 438, 444, 486, 152, 153, 221, 318, 342,
Primo de Rivera, 76, 152, 156, 488, 918 446, 475, 486
162, 224, 226, 232, 236, Rodó, J. Enrique, 29, 30, 335, San José, Gerónimo de, 548
258, 808, 810, 839, 852, 884 432 Sánchez Albornoz, Claudio, 61,
Pro Ruiz, Diego, 143, 155, 156 Rodrigáñez, Amós Salvador, 930, 963
Puente Olea, Manuel de la, 615 816 Sánchez Ramos, José, 306, 473
Pueyrredón, J.M., 20, 21, 713 Rodríguez Arango, J., 226, 244, Sánchez Sorondo, 21, 23
Pueyrredón, M., 23 250, 255, 258, 260, 261 Sánchez, Patricio, 52
Puigdollers Maciá, 863 Rodríguez de San Pedro, Sánchez, Pedro, 63
Queipo de Llano, 579 Faustino, 287, 289, 292, 298, Sanguily, 797, 799
Quesada, Ernesto, 25, 76, 135, 299, 366, 837, 854, 872, Santiago, José Pastor de, 367
166, 412, 442, 462, 673, 874, 875 Santullano, Manuel A., 63
679, 713, 717, 767, 902, 904 Rodríguez Lendián, 47, 798 Sanz del Río, 227
Quesada, Vicente G., 135, 438, Rodríguez Martínez, 925, 926 Sarlo, B., 136, 706, 707
699, 712, 716, 717, 723, Rodríguez, Gregorio Jesús, 63 Sarmiento, Domingo, 25, 128,
725, 730 Rodríguez, José, 63, 238 130, 131, 132, 139, 168,

990
549, 673, 689, 692, 693, Suárez, José León, 438 Vega, Adolfo, 63
694, 697, 698, 700, 707, Taine, H., 173, 324, 507, 508, Vehils, Rafael, 873, 874, 875,
711, 712, 715, 717, 719, 520, 570, 722, 727, 736, 746 876, 877
727, 728, 734, 886, 980 Talens, Roberto, 889 Vélez Sársfield, D., 672, 682,
Sarmiento, Martín, 549 Tamayo y Baus, Manuel, 471 710, 715, 717, 730, 736,
Sassenay, 750 Tartiere, José, 63 738, 739, 740
Sauvaire-Jourdan, Firmin, 287 Tau Anzoátegui, V-, 191, 918 Ventura de la Vega, 131
Seignobos, 190, 317, 500, 501, Tejedor, Carlos, 158, 711 Vergara Bravo, Carlos, 890
508, 509, 533, 535, 632, Terrero, Máximo, 725 Vieytes, H., 110, 111, 119, 171
633, 656, 774, 776, 777, Tezanos Pinto, David de, 22, Vigil, Martínez, 483, 796
783, 784, 789, 883, 916 312, 454, 486, 715 Villa, Joaquín, 287
Sela y Sampil, Aniceto, 63, 152, Tezanos Pintos, César de, 24 Villapadierna, M., 270, 275,
187, 221, 224, 225, 232, Thiers, Adolphe, 569 277
238, 239, 241, 242, 243, Thompson, Joseph, 410 Villapol, 50
246, 248, 249, 251, 255, Tomás de Aquino, 118, 343 Villarán Angulo, 35
256, 258, 260, 266, 269, Torre, Casimiro., 54 Villasola, Carlos Silva, 367
273, 285, 287, 289, 299, Torre, Manuel Antonio de la, Villava, Victorián de, 99, 113,
301, 316, 375, 376, 462, 117 120, 123
483, 484, 547, 569, 630, Torre, Secundino de la, 63 Villaverde, Adolfo, 63
804, 964, 966 Torres Bodet, Jaime, 928 Villegas, María José, 188, 834,
Sementé, R., 889 Torres Quevedo, Leonardo, 909 838, 846
Sempere y Guariños, Juan, 610 Torres, Luis María, 674, 909, VIR BONUS, 66, 67, 68
Sempere, J.M., 19, 303, 309, 910, 911, 912, 914 Vives, Juan Luis, 548, 552
320, 323, 327, 337, 426, Turgot, 111, 114, 123 Vizconde de la Fuente, 18, 462,
462, 463, 464, 488, 508, Uballes, E., 20, 23, 70, 83, 472 471
610, 904, 908, 909 Ugarte, 27, 765, 860 Voltaire, 115, 117, 123
Serrano Branat, 258, 260 Unamuno, Miguel de, 19, 175, von Schmoller, 649
Serrano, Eduardo, 63, 248 228, 319, 342, 343, 765, 913 von Wolff, 107
Servert, Juan, 828 Ureña y Smenjand, 258, 611 Weber, Max, 644, 645, 646,
Shakespeare, 37, 82, 570 Ureña, José, 63 647, 648, 649, 650, 651,
Shepherd, W., 45, 344, 825, Uría, Jorge, 60, 148, 181, 182, 653, 654, 655, 778
844, 856, 901 190, 201, 220, 221, 222, White, Hayden, 689, 750, 751,
Sierra, Justo, 40, 41, 308, 403, 223, 235, 236, 237, 238, 752, 755
412, 413, 444, 478, 899, 929 239, 240, 241, 242, 243, Whitelocke, J., 748
Silvela, F., 154, 287, 484, 884 245, 250, 251, 252, 253, Wiesse Portocarredo, Carlos, 38
Smith, Adam, 111, 555 254, 257, 259, 260, 264, Williman, 31
Sobrado, D., 49 270, 276, 277, 278, 279, Windelband, 644, 645, 655, 778
Sófocles, 13, 629 280, 353, 354, 373, 400, Xenopol, 555, 557, 915
Solano y Polanco, Ramón de, 441, 443, 445, 796, 804, 815 Yrigoyen, Hipólito, 21, 443,
61 Urios, Enrique, 63, 266 445, 446, 483, 701
Solárzano Pereyra, 123, 615, Urquiza, Justo José de, 128, Zaloña, 462, 463, 488
887 689, 693, 696, 710, 711, 719 Zamora, Jover, 156, 161
Soler, Pablo, 46, 52, 421, 464, Utz Schmidl, 671 Zavala, Silvio, 890, 891, 923,
802 Valdés, Bernardo, 63 928, 929
Solórzano y Pereira, Vallcanera, José, 470 Zeballos, E., 166, 412, 438, 444,
Sosset, Jean, 568 Valle Ibarlucea, Enrique del, 16, 486, 488, 725, 743
Sourrille, Ernesto, 903 17, 20, 27, 294, 442, 451, Zimmermann, Alfred, 615
Spencer, H., 42, 517, 768 579, 909 Zimmermann, Eduardo, 141,
Suárez Cortina, M.,182, 445 Valle Inclán, 319 147, 148, 149, 190, 192,
Suárez Inclán, N., 245, 248 Valle, Aristóbulo del, 711, 716 441, 442, 443, 444, 445
Suárez Rodríguez, María Valle-Inclán, 61 Zinny, Antonio, 713
Cristina, 804 Vallina, Inocencio de la, 226, Zuleta, José, 863, 873
Suárez, Constantino, 70, 307, 258, 259, 260, 261 Zuleta Álvarez, Enrique, 192,
806, 807, 808, 809, 810, 865 Vandervelde, 557 193, 766
Suárez, Constantino, 70, 806, Vaquero Iglesias, Julio, 188, Zuloaga, Ignacio, 61
807, 808, 809, 810, 811, 965 189, 220, 796, 810, 811, 813 Zurita. Jerónimo, 544, 548
Suárez, Francisco, 104 Varela, Juan Cruz, 717

991
992
VI.- CUADROS

993
CUADRO I: EL VIAJE AMERICANISTA DE RAFAEL ALTAMIRA (SINOPSIS)
Nombramientos
Conferencias en Docentes en Banquetes,
País Cursos y cursillos Universidades, Academias, Universidades Membresías Visitas a Conferencias en Homenajes,
Universitarios Instituciones de Y honorarias Instituciones Asociaciones profesionales y otras Recepciones,
Enseñanza Superior, Media y Doctorados Culturales instituciones y otros Eventos
Primaria Honoris causa sociales

Uruguay UNR / “La Universidad ideal” (7/10/1909); Museo Pedagógico (B) Estudiantes UNR
“Historia del derecho y Código de las siete (B) Despedida UNR
1 semana a partidas” (10/10/1909; “Las interpretación (B) Embajada Espa-
principios de la historia de España” (11/10/1909). ñola (9/10/1909)
de Octubre Dirección Nacional de Instrucción Pri- (B) Club Español
de 1909 maria-Ateneo / “La educación del (11/10/1909)
maestro” (10/10/1909)

Chile UNS / “La obra de la Univer. de Oviedo”; Miembro Círculo español / “Formas de concurso (B) Estudiantes UNS
“Los trabajos prácticos en la Facul-tad de honorario de la de los españoles de América en la obra de (B) Círculo Español
1 semana a Derecho”; “Bases de la Metodología de la Facultad de las relaciones hispanoamericanas” de Iquique
principios Historia”; “La extensión Universitaria”; Humanidades
de “Peer Gynt de Ibsen” de la UNS Círculo español de Valparaíso / Compañía de Bombe-
Noviembre “Motivo y significación del viaje de la ros “La bomba espa-
de 1909 Univ. de Oviedo” ñola” bautiza con su
nombre a la unidad
(B) Prof. USML
Perú USML / “Significación del viaje y de la Doctor Hc. USML Socio Museo Arqueológ. Teatro Nacional / “El sueño de una noche (R) Fc.Letras USML
Extensión universitaria de Oviedo”; “La (Fac. de Letras) honorario Col. Guadalupe de verano de W. Shackespeare” (B)UNLP/ Ministerio
Del Iniversidad moderna”; “Metodología de la Instituto Esc. I ndustrial Instrucción/Embaj.Es
22/11/1909 Historia”; “Los ideales de la vida” Jurado de Histórico Esc. Agricultura (B) Centro español .y
al Intituto Histórico Peruano / “La historia Doctorado USML Peruano Esc. Artes/Oficio Centro catalán
29/11/1909 colonial española y la esfera de trabajo Inst.Meteorológico (VL) Teatro Nacional
común á los historiadores peruanos y Catedrático USML Bibl. Nacional (Excursión) Lima
españoles” (Jurisprudencia) Casa de la Moneda (Excursión) Oroya
ASU (Org.obrera) Entrega de la Medalla
de Oro de Lima
EE.UU. Miembro Univ. de Yale
Congreso Histórico Nacional / Ponencia Hispanic Soc. Medalla de plata de la
Del 1: Memoria sobre los trabajos de las of America Univ. de American Historical
20/12/1909 Sociedades y Academias Históricas de Columbia Association
al España y Ponencia 2: “Acción de España Miembro
12/1/1910 en América” Massachusset American
s Historical Historical
Society Association
Nombramientos
Conferencias en Docentes en Banquetes,
País Cursos y cursillos Universidades, Academias, Universidades Membresías Visitas a Conferencias en Homenajes,
Universitarios Instituciones de Y honorarias Instituciones Asociaciones profesionales y otras Recepciones,
Enseñanza Superior, Media y Doctorados Culturales instituciones y otros Eventos
Primaria Honoris causa sociales

México Escuela Nacional de Jurisprudencia / Profesor Titular de Miembro de la Museo Nacional Colegio de Abogados / “Ideas (Velada Literaria)
“Historia del Derecho español” ; “Org. “Historia del Academia Arqueología juríd.icas de la España Moderna”; Ateneo Juventud
Del práctica de los est. jurídicos”; “Educación Derecho” de la Central Biblioteca “Historia y representación ideal de las (R) Centro Asturiano
12/12/1909 científica y educación profesional del futura Universidad Mexicana de Nacional Partidas”; “El problema del respeto a la (Ac) Fiesta de los
al jurista”; “Colaboración activa del alumnado de México Jurisprudenci Esc.Altamirano ley en la literatura griega” Kindergarten de la
20/12/1909 en la enseñanza y sus deber profesional”; ay Esc.de Xochimilco Casino Español / “Propósitos del viaje” Capital
“La organización universitaria” Legislación Esc. de Xocjimán y “Peer Gynt de Ibsen” (Ex) Teotihuacán
y Esc.Artes y Oficios / “La Extensión Univ.” (ACMJL) Casa de Correos Centro Asturiano de México / “La mi- (Ex) Xochimilco
Esc.Normal de Maestros / “El ideal Manicomio sión docente de las asociaciones españo- (Ac) Sesión del Liceo
del estético en la educación” Miembro de la Colegio de Marina las en América” Mexicano
13/1/1910 Museo Arqueología Historica y Etnología Sociedad de de Veracruz Colonia española en Veracruz / “La (B)M. de Instrucción
al / “Principios de la C.Histórica” Geografía y Estación de Faros obra pedagógica de la U. de Oviedo” (B) Profesorado
12/2/1910 ACMJL / “Los estudios jurídicos españoles Estadística de Veracruz Centro esp. de Mérida / “Pedagogía y (B) Col. de Abogados
en el s.XVIII” literatura para maestros” (3 conferencias) (B) Liceo Mexicano
ANIA / “Las funciones sociales de y “La educación del emigrante” (B) Casino Español
ingenieros y arquitectos” Colonia esp. de Progreso / “Balance del (B) Centro Asturiano
Escuela Militar / “ La educación jurídica viaje” de México
del militar profesional” (Ex) Yucatán
Cuba ULH / “La obra americanista de la Presidente de Museo ULH AMPLH / “La formación del maestro” (Ac) Asoc.Maestros
Universidad de Oviedo” ; “Organización de Honor de la Laboratorio ULH Soc. de color / “La fraternidad humana y Público de La Habana
Del los estudios históricos”; “Ideas e Asamblea de Ac. de Taquigrafía la emancipación de las clases serviles” (R) Sociedades esp.
15/2/1910 instituciones pedagógicas españolas...”; Maestros Esc. Artes y oficios Ateneo de La Habana/“Conferencia mu- (R) Ay. de La Habana
al “Asociaciones escolares y deberes del públicos de Esc.de Comercio sical El sueño de una noche de verano” (Br) Colonia esp.
15/3/1910 estudiante como tal y como ciudadano” ; La Habana Acad. de Ciencias Soc.españolas / “Relac. España-Cuba” (B) Estud. UNLH
“Organización del Museo Pedagógico”; (AMPLH) Biblioteca Nacional Ayun. de La Habana / “La importancia (Ex) Matanzas; Pinar
“Proyecto de reforma de institutos”; Junta de Educación de la vida municipal” del Río y Cienfuegos
“Proyecto de escuelas normales” Com.Servicio Civil Colonia española / “Lo conseguido en (B)(B)(V) Centro esp.
Instituto de Segunda Enseñanza / “Org.de Lonja de Comercio América por la U.de Oviedo y lo que de Pinar del Río
los estudios de cultura general” Esc. N° 8 deben hacer los españoles” (B) Soc.cubana Patria
Academia de Ciencias / “Las relaciones Inst.de Matanzas Centro esp. de Pinar / “Relaciones (R) Esc.(USA) Yogo
entre las diferentes ramas de estudios” Liceo de Matanzas espirituales entre América y España”; (B) Club ovetense
Liceo de Matanzas / “Significación Esc. de Cienfuegos “Relaciones que deben existir entre (B) UNLH
intelectual del viaje” Esc. de Cruces profesores y alumnos para una buena
Esc.de Cienfuegos /“Propósitos del viaje” obra educativa”
CUADRO II: RAFAEL ALTAMIRA EN LA REPÚBLICA ARGENTINA
UNLP
UBA
1909 Facultad de Historia y Letras
Curso: “Metodología de la Historia”
Seminarios Facultad de Derecho Facultad de Otras Actividades Universitarias, Académicas y Sociales
Conferencias y Ciencias Sociales Filosofía y Letras
Met. de la Met. de la
Públicas
Enseñanza Inv. Hist.
S 3 / VII Altamira es recibido por una comisión de la comunidad española integrada, entre otros por
Rafael Calzada y su ex alumno y vicecónsul en Buenos Aires, José M. Sempere.
D 4 / VII
L 5 / VII
Ma 6 / VII
Mi 7 / VII
J 8 / VII
V 9 / VII
S 10 / VII
D 11 / VII Almuerzo de bienvenida de Rafael Altamira en el Hotel Sportman organizado por los
directivos y docentes de la UNLP
L 12 / VII
Ma 13 / VII Acto de Recepción oficial de la UNLP
Mi 14 / VII
J 15 / VII 1ª Conferencia:
El espíritu de la
ciencia.
V 16 / VII
S 17 / VII 1ª Conferencia:
El romanticismo / política
del intercambio
universitario
D 18 / VII 2ª Conferencia:
El método de la
historia.
L 19 / VII Banquete de despedida en el Jockey Club del Dr. Belisario Roldán antes de su partida a
España en representación de la intelectualidad argentina.
Ma 20 / VII
Mi 21 / VII 1ª Conferencia: Asociación Nacional del Profesorado. Lunch de recepción y Conferencia sobre la Extensión
La Enseñanza de la Universitaria.
Historia del Derecho en
España.
J 22 / VII
V 23 / VII Visita al Escuela Nacional de Lenguas Vivas de la ciudad de Buenos Aires en compañía del
Ministro de Justicia e Instrucción Pública Rómulo S. Naón.
S 24 / VII 2ª Conferencia:
La historicidad de la
moral
D 25 / VII
L 26 / VII 3ª Conferencia: 1ª
El libro de
metodología de la
historia (1).
Ma 27 / VII
Mi 28 / VII 2ª Conferencia:
Estado actual de los
conocimientos en
Historia Jurídica
J 29 / VII 4ª Conferencia: 1ª
El libro de
metodología de la
historia (2).
V 30 / VII
S 31 / VII 3ª Conferencia:
Sófocles y Platón
D 1 / VIII * Nombramiento de Rafael Altamira como miembro correspondiente de la JHNA
* Paella ofrecida a Rafael Altamira por el Círculo Valenciano con la presencia del Vizconde
de la Fuente
L 2 / VIII 5ª Conferencia: 2ª
Los hechos de la
historia.
Ma 3 / VIII
Mi 4 / VIII 3ª Conferencia: Visita a la Penitenciaría Nacional junto al Ministro Rómulo S. Naón.
Derecho
consuetudinario en la
historia y en la vida
presente
J 5 / VIII 2ª Entrega del diploma acreditativo del nombramiento de R. Altamira como miembro
correspondiente de la JHNA. Discurso de aceptación de R. Altamira.
V 6 / VIII 6ª Conferencia:
Educación del his-
toriador argentino.
S 7 / VIII 4ª Conferencia:
La historia humana y el
ideal de justicia
D 8 / VIII Nombramiento de R. Altamira como miembro honorario de la Academia Literaria del Plata.
L 9 / VIII 7ª Conferencia: 3ª
Material de
enseñanza.
Ma 10 / VIII
Mi 11 / VIII 4ª Conferencia:
Derecho
consuetudinario,
racional y popular
J 12 / VIII 8ª Conferencia: 3ª
Plan de estudios.
V 13 / VIII
S 14 / VIII 5ª Conferencia:
¿?
D 15 / VIII
L 16 / VIII 9ª Conferencia: 4ª
Programa ideal de
historia argentina.
Ma 17 / VIII
Mi 18 / VIII 5ª Conferencia:
Supervivencia de la
propiedad comunal
J 19 / VIII 10ª Conferencia: 4ª
Textos.
V 20 / VIII * El Consejo Superior de la UNLP nombra a Rafael Altamira Doctor en Ciencias Jurídicas
honoris causa por la UNLP
S 21 / VIII 6ª Conferencia:
Crisis universitaria
D 22 / VIII Gira por las * Recepción del Ministro Rómulo S. Naón en el Club del Orden de Santa Fe.
L 23 / VIII Provincias * Conferencia UNS: Los ideales universitarios
Ma 24 / VIII del Litoral
Mi 25 / VIII acompañan-
J 26 / VIII do al Minis-
V 27 / VIII tro de Justi-
S 28 / VIII cia e Instruc-
D 29 / VIII ción Pública,
Rómulo S.
L 30 / VIII * Visita a Resistencia (Chaco) con el Ministro Rómulo Naón
Naón.
Ma 31 / VIII
Mi 1 / IX 6ª Conferencia:
Historia del Código de
las Partidas
J 2 / IX 11ª Conferencia: 5ª * Asiste como invitado a la Asamblea de Profesores de la Facultad de Derecho y Ciencias
Del elemento Sociales de la UBA.
geográfico.
V 3 / IX
S 4 / IX 7ª Conferencia:
La piedad y su reflejo en
la literatura
D 5 / IX 5ª
L 6 / IX 12ª Conferencia: * Visita a la Dirección de Escuelas de la Provincia de Buenos Aires. Visita a las Escuelas Nº
Del elemento 1 y 3 de La Plata junto al Inspector General Edelmiro Calvo y Director del Museo
económico. Pedagógicco Federico Della Croce.
Ma 7 / IX
Mi 8 / IX *Asamblea del Comité de Extensión Universitaria del Colegio Nacional del Oeste en la
Asociación Nacional del Profesorado, con representantes de la Federación gráfica
bonaerense, de la Sociedad de sastres José Garibaldi, la Unión de Picapedreros, la
Universidad Popular, La Sociedad Luz, Tipógrafos bonaerenses, Obreros bronceros y
anexos, Socorros mutuos, Herreros en obras y anexos, y otras. Alocución de Altamira sobre
los fines de la Extensión Universitaria.
J 9 / IX 13ª Conferencia: 6ª * La Plata. Conferencia en la sociedad Operari Italiani patrocinada por la Universidad
El fenómeno Popular.
histórico.
V 10 / IX * Velada en el Teatro Victoria a beneficio de la Extensión Universitaria de Oviedo
organizada por el Círculo Asturiano y Luis Méndez Calzada. Conferencia de Rafael Altamira
sobre Extensión Universitaria en Oviedo.
S 11 / IX 8ª Conferencia:
La literatura española
como reflejo del carácter
nacional
D 12 / IX 6ª * Conferencia sobre Extensión Universitaria en la Universidad Popular Sociedad Luz
L 13 / IX 14ª Conferencia:
Filosofía de la
Historia.
Ma 14 / IX * Conferencia de Rafael Altamira en Teatro Moderno de La Plata: Los Museos Pedagógicos
y la formación del profesorado, presentado por el Inspector General Edelmiro Calvo.
Mi 15 / IX
J 16 / IX 15ª Conferencia: 7ª 7ª Conferencia:
La Sociología y la Utilidad de la Hist. del
Historia. Derecho para la educ.
profesional
V 17 / IX
S 18 / IX 8ª Conferencia:
Sentido orgánico de la
Historia del Derecho
D 19 / IX 9ª Conferencia:
Peer Gynt de Ibsen /
Grieg
L 20 / IX 16ª Conferencia: 7ª
Valor moral de la
historia.
Ma 21 / IX * La Federación Universitaria de Buenos Aires celebra por primera vez el día del estudiante
en el Prince George’s Hall con Rafael Altamira como principal invitado y conferenciante
Mi 22 / IX 9ª Conferencia: * Visita a la redacción del diario La Nación
Historia general e * Visita a la redacción del diario La Prensa
Historia nacional del
Derecho
J 23 / IX 17ª Conferencia: 8ª * Visita al Teatro Infantil de la Asociación Mariano Moreno
Historias generales
y universales.
V 24 / IX
S 25 / IX
D 26 / IX
L 27 / IX 18ª Conferencia: 8ª
Breve historia de la
historiografía.
Ma 28 / IX 10ª Conferencia: * Acto de despedida de Rafael Altamira de la Facultad de Derecho de la UBA.
El libro escolar en
Historia del Derecho
Mi 29 / IX * Banquete en el Club El Progreso organizado por Rafael Calzada
* Escuela Agronómica Santa Catalina de la UNLP: Banquete e imposición del nombre de
Rafael Altamira a una de las avenidas del parque
J 30 / IX 19ª Conferencia: 9ª
Los historiógrafos
españoles
V 1/X
S 2/X * Visita a la redacción del diario La Argentina
* Conferencia musicalizada Peer Gynt Ibsen/Grieg en salones de Unione e Benevolenza para
la Asociación de Empleados de Comercio.
D 3/X
L 4/X * Acto de entrega del título de Doctor en Ciencias Jurídicas honoris causa por la UNLP a
Rafael Altamira. Discurso de aceptación y despedida de Rafael Altamira.
* Banquete organizado por autoridades, profesores y alumnos de la UNLP y UBA en el
Sportman Hotel
Ma 5/X * Altamira es designado miembro corresponsal en España del Instituto General de Enseñanza
de Buenos Aires.
* Rafael Altamira llega a Montevideo.
Mi 6/X * Recepción por una comisión compuesta por el rector de la UNR Pablo de María, el decano
de la Facultad de Derecho José A. de Freitas, José Enrique Rodó y Matías Alonso Criado.
* Audiencia privada con el Presidente de la República, Claudio Williman, en compañía del
rector De María.
J 7/X * Visita a la redacción del periódico La Razón de Montevideo
* Visita a la redacción de El Día de Montevideo
* Visita a la redacción de El Tiempo de Montevideo
* Universidad Nacional de la República: 1ª Conferencia, “La Universidad ideal”.
V 8/X * Visita al Hospital Español.
S 9/X
D 10 / X * Universidad Nacional de la República: 2ª Conferencia, “Historia del Derecho y Código
de las siete partidas”.
* Conferencia para la Dirección Nacional de Instrucción primaria en el Ateneo de
Montevideo: “La educación del maestro”.
L 11 / X * Universidad Nacional de la República: 3ª Conferencia, “La interpretación de la historia
de España”.
* Banquete de despedida de Uruguay organizado por el Club Español de Montevideo con
asistencia del Presidente Williman y el pleno del gabinete.
Ma 12 / X * 1er Congreso de Sociedades Populares de Educación (1era Sesión).
* La Sociedad Politécnica Popular nombra a Altamira Presidente Honorario
Mi 13 / X * Homenaje de la Asociación Nacional del Profesorado a Rafael Altamira en la Escuela
Industrial de la Nación. Discurso de Altamira.
* Altamira es recibido en breve audiencia por el Presidente José Figueroa Alcorta en
compañía del Ministro de Instrucción pública Rómulo S. Naón.
J 14 / X
V 15 / X * I Congreso de Sociedades Populares de Educación (sesión de cierre).
Discurso de Rafael Altamira y voto de aplauso unánime de los congresales.
S 16 / X * Homenaje a Rafael Altamira en el Hotel París de La Plata al ser impuesto el nombre de
“Rafael Altamira” a la Universidad Popular formada por Asociación Patriótica Estudiantil
* Altamira parte hacia Córdoba vía Rosario, acompañado por Rafael Calzada. Despedida de
las delegaciones del Gobierno, la UNLP, la UBA y la comunidad española en la estación de
ferrocarril del Retiro.
D 17 / X * Conferencia Colegio Nacional de Rosario sobre Enseñanza primaria
* Altamira llega a Córdoba.
L 18 / X Universidad Nacional de Córdoba: 1ª Conferencia: Ideas jurídicas españolas modernas
Ma 19 / X Universidad Nacional de Córdoba: 2ª Conferencia: La formación científica en Derecho
Mi 20 / X
J 21 / X
V 22 / X
S 23 / X
D 24 / X
L 25 / X
Ma 26 / X
Mi 27 / X
CUADRO III
PARTICIPANTES REGISTRADOS EN EL CURSO DE RAFAEL ALTAMIRA EN LA UNLP

Listado Oficial de la UNLP 1 Libreta de Rafael Altamira2

I. Alumnos de la Facultad de Ciencias 55.- Burgos, Fausto (1) II


Jurídicas y Sociales: 56.- Cuello, María Teresa (3) “Seminario de profesores”
1.- Abeledo, Amaranto (36) 57.- Hermida, Matilde (11) (Dn.) Álvarez, Pedro F.
2.- Acuña Díaz, Jorge (5) 58.- Lafont, María Digna (6)
3.- Álvarez, Pedro F. (39) 59.- Morón, María del Rosario (7)
(Dn.) Cuenca Antonio M. de .
4.- Aráoz, Eudoro (11) 60.- Paz, Ángel M. (12) (Dr.) Delfino, Victorio
5.- Availe, Miguel Ángel (1) 61.- Remón, Dolores (8) 109.- (Dn.) Diehl, Julio*
6.- Bravo Almonacid, Abdon (8) 62.- Selva, Jorge (17) (Dña.) Funes de Fruto, Celestina
7.- Calderón, Julio M. (9) 63.- Tapia, Angelina (16) 110.- (Dn.) García, Gregorio*
8.- Caminos, Oliverio (21) IV. Alumnos de Farmacia 111.- (Dn.) González, Justo*
9.- Carús, Agustín J. (6) 64.- Azzarini, Francisco (3) (Dn.) Lozano, Abigail }Álvarez
10.- Cendoya, Manuel (38) 65.- Belgrano, Adela C. (1)
11.- Colombres, Fernando M. (23) 66.- Bié, Magdalena E. A. de (4)
112.- (Dn.) Méndez, Leónidas*
12.- Córdoba, Ignacio (30) 67.- Calderoni, Ángela M. (2) (Dr.) Moreno, Julio del C.
13.- Costa, Domingo (29) 68.- Pelanda Ponce, Leonor (5) (Dr.) Quiroga, Pedro R.
14.- Crespo, Antonio (16) 69.- Pereda, María Luisa (6) 113.- (Dn) Ramiro / Romina* ? }
15.- Delfino, Victorio (14) V. Alumnos de Ingeniería Álvarez
16.- Delhaye Juan Carlos (3) 70.- Ponce, Alberto 114.- Sarri / Salvi, María*
17.- Díaz Cisneros, Adriano (32) VI. Profesoras del Liceo de Señoritas (Dn) Susini, Jorge A.
18.- Díaz Cisneros, César (24) 71.- Albarracin, Dolores (9)
19.- Durquet, Ernesto (25) 72.- Astelarra, Marcelina (12)
115.- (Dn.) Zapata, Hipólito*
20.- Esteves, Mario (17) 73.- Astelarra, Valeriana (11)
21.- Ferri, Jorge (2) 74.- Ayarragaray, Bertilda (3) III
22.- Flores, Felipe (31) 75.- Ayarragaray, Evangelina (2) “Seminario de investigación”
23.- Harispe, Hipólito (28) 76.- Bosque Moreno, Lucía (5) (Srta.) Ayarragaray, Bertilda .
24.- Linares, David (15) 77.- González Goyzueta, Eloira (7) (Srta.) Ayarragaray, Evangelina
25.- López, Pedro (18) 78.- Heredia Celia Z. de (6) 116.- (Dr.) del Valle Ibarlucea,
26.- López Salvatierra, M. (19) 79.- Lovera, Sofía (10)
27.- Lozano, Abigail (7) 80.- Mauli, Ana (13)
Enrique*
28.- Marenco, Carlos (13) 81.- Pereira, Lucía B. (4) (Sra.) Funes de Fruto, Celestina
29.- Moreno, Julio del C. (34) 82.- Rachou, María (8) (Srta.) Lozano, Abigail .
30.- Muñoz, Bernabé M (20) 83.- Stigliano, Paula (1) (Srta.) Morón, María del Rosario
31.- Oyhanarte, Raúl F. (26) VII. Profesores del Colegio Nacional (Srta.) Remón, Dolores
32.- Rebagliati Augusto (27) 84.- Cuenca, Antonio M. (2) (Srta.) Stigliano, Paulina o Paula
33.- Riva, Alberto (37) 85.- Serra Ranon, José (1) 117.- (Dr.) Torres*
34.- Roggiere, Silvio (22) VIII. Oyentes
35.- Ruiz, Leonardo (10) 86.- Ramos, Leandro M. (1)
36.- Salas, José R. (12) 87.- (Dr.) Ahumada, José M. (2) En el contenido de la libreta,
37.- Sosa Yaniz, Pascual (35) 88.- (Dr.) Álvarez, Agustín (7) Altamira consigna la participación
38.- Taborda, Saúl S. (4) 89.- (Dr.) Amadeo, Octavio R. (23) de:
39.- Weigelt, Max (33) 90.- Amador, León Mateo (9) Bosque Moreno, Lucía .
II. Alumnos de la Facultad de Agronomía 91.- Bernatet, Pedro (15) 118.- (Sr.) Irrisarri alumno*
y Veterinaria: 92.- Cruces, Ventura (13) 119.- (Dr.) Ruiz Moreno*
40.- Bochs, Jorge E. (7) 93.- (Rdo.) Domínguez, Joaquín (10)
41.- Grassi, Antonio (5) 94.- Eliçabe, Manuel M. (8)
Taborda, Saul S.
42.- Leal Lobo, Laurencio (4) 95.- Ferreyra, Antonio (11) (Dr.) Delfino, Victorio
43.- Maimó Zarracin, Jaime (3) 96.- (Dra.) Funes de Fruto, Celestina (21)
44.- Taborelli, Reinaldo (1) 97.- (Dr.) García, Tomás R. (20)
45.- Villalos Maturana, Pedro (6) 98.- González Refojo, Francisco (12)
46.- Zeni, Domingo (2) 99.- Massa, Carlos L. (4)
III. Alumnos de la Sección de Pedagógica: 100.- Painceira, Julio (5)
47.- Albarracín, Juana (10) 101.- (Dr.) Quiroga, Pedro R. (19)
48.- Arce, Sara (14) 102.- Ruiz, Alonso (18)
49.- Astrar, Alfredo (9) 103.- Sachy de Langman, María (22)
50.- Balbey, Lucrecia (2) 104.- Sagastume, Félix M. (6)
51.- Brandam, Rufina (13) 105.- Susini, Jorge A. (14)
52.- Bravo, Sandalia (4) 106.- Tettamantti, Félix (3)
53.- Brion, María Mercedes (15) 107.- Tizado, José M. (17)
54.- Brugnatti, Camila (5) 108.- Troyteiro, Constantino (16)

* No anotado en las listas oficiales del curso.


Subrayado: participa en más de una de las actividades del curso / Subrayado grueso: participa en las tres actividades del curso.
Números en negrita y entre paréntesis, tratamientos y encabezamientos en negrita: originales en los documentos
Números (derecha): número de participante registrado (adjudicado).

1
IESJJA S/C, Listado mecanografiado con membrete del decanato de la Facultad de Ciencias Jurídicas y
Sociales, bajo el título de “Historia”, 9 pp. (Entre paréntesis el orden de inscripción).
2
AHUO S/C, Caja 5, Libreta de hojas de papel cuadriculado de dos secciones (Seminario de Profesores y
Seminario de Investigación) con notas manuscritas de Rafael Altamira correspondientes a su curso en la
UNLP, VII-IX/1909. Anotado en cartón pegado en tapa: “Trabajos en La Plata”.
CUADRO IV
TRABAJOS INICIADOS EN EL SEMINARIO DE INVESTIGACIÓN
DE RAFAEL ALTAMIRA EN LA UNLP

Participante Tema elegido


Sr. Irisarri [Mariano] Biografía del Deán Funes
Dr. Victorio M. Delfino Enfiteusis de Rivadavia y repartimiento de tierras
Ayarragaray [¿Bertilda o Evangelina?] Caudillismo / Caudillo Benavides de San Juan
Lucía Bosque Moreno Caudillo Benavides de San Juan
2 alumnos del Dr. Álvarez [?] Cabildos abiertos
Dra. Funes de Frutos Integración territorial de Argentina
Dr. Ruiz Moreno Caudillismo
Saul S.Taborda Obispado en América y Argentina
Enrique del Valle Ibarlucea Cortes de Cádiz
Dr. Torres Bibliografía general de la historia argentina
CUADRO V
SENADORES POR EL DISTRITO UNIVERSITARIO DE OVIEDO
BAJO EL RÉGIMEN DE LA RESTAURACIÓN (1877-1924)

Siglo XIX Siglo XX


Senadores ’70 Década de los ’80 Década de los ’90 Primera Década Década del ’10 Década del ’20
Electos 7 8 9 0 1 2 3 4 5 6 7 8 9 0 1 2 3 4 5 6 7 8 9 0 1 2 3 4 5 6 7 8 9 0 1 2 3 4 5 6 7 8 9 0 1 2 3 4
Alejandro
Oliván y
Borruel
Lorenzo
Nicolás
Quintana
Francisco
Valdés y
Mon
Marcelino
Menéndez
Pelayo
Nicolás
Suárez
Inclán
Félix Pío
Aramburu
y Zuloaga
Fermín
Canella y
Secades

Orígenes de las Candidaturas

Senadores Conservadores Senadores “Regionalistas”

Candidaturas Conservadoras/Confesionales controladas por Alejandro Pidal y Mon.


Candidatura de Consenso entre Conservadores/Confesionales, “Regionalistas” y Grupo de Oviedo.
Candidatura de Acuerdo entre Conservadores/Confesionales, “Regionalistas” y sectores Liberales dinásticos.
Candidaturas de Consenso entre Conservadores/Confesionales, “Regionalistas” e Grupo de Oviedo y Otros Liberales e Institucionistas.

Fuentes: Senado de España, Fermín CANELLA, Historia de la Universidad de Oviedo; Adolfo GONZÁLEZ POSADA, Fragmentos de mis memorias.
CUADRO VI
COMPARATIVO DE SENADORES, EQUIPOS RECTORALES Y DECANOS DE LA UNIVERSIDAD DE OVIEDO (1887-1907)

Senadores Década de los ‘80 Década de los ’90 Primera Década


7 8 9 0 1 2 3 4 5 6 7 8 9 0 1 2 3 4 5 6 7
Francisco
Valdés y Mon
M. Menéndez
Pelayo
Nicolás Suárez
Inclán y Llanos
Félix Pío
Aramburu

Equipos Década de los ‘80 Década de los ’90 Primera Década


Rectorales 7 8 9 0 1 2 3 4 5 6 7 8 9 0 1 2 3 4 5 6 7
Rector León P. de
Salemán
Vice Félix Pío
Rector Aramburu
Rector Félix Pío
Aramburu
Vice Inocencio
Rector de Vallina
Vice Fermín
Rector Canella
Rector Fermín
Canella
Vice Aniceto
Rector Sela Sampil

Decanos Década de los ‘80 Década de los ’90 Primera Década


7 8 9 0 1 2 3 4 5 6 7 8 9 0 1 2 3 4 5 6 7
Facultad de F. P. Aramburu Adolfo A. Buylla F. Canella G.Berjano
Derecho Escobar
Facultad de Enrique Uriós Gras José Mur y Ainsa
Ciencias
Facultd de Justo Álvarez Amandi
Filosofía y Letras

Claves del Cuadro


Tradicionalistas: Conservadores dinásticos, Carlistas, Grupo de Oviedo Otros institucionistas, liberales o republicanos Regionalistas
Confesionales e Integristas (“mestizos” y “puros”)
Candidaturas Conservadoras controladas por A. Pidal y Mon. Candid. de Acuerdo Tradicionalistas, Region. y Lib.dinásticos Candidatura de Consenso Tradicionalistas/ Regionalista/ Grupo de Oviedo/Otros inst.

Candidatura de Consenso Tradic../Regional./Gpo.Oviedo Fuentes: Fermín CANELLA, Historia de la Universidad de Oviedo; Anales de la Universidad de Oviedo; Jean L. GUEREÑA, “L’Université espagnole a la fin du XIXe siècle”
CUADRO VII
PROFESORES NUMERARIOS DEL CLAUSTRO DE LA UNIVERSIDAD DE OVIEDO (1887-1907)

Catedráticos Década de los ’80 Década de los ’90 Primera Década


7 8 9 0 1 2 3 4 5 6 7 8 9 0 1 2 3 4 5 6 7
F.de las Barras de A.
Demetrio Espurz
A. Pérez Martín
Ciencias

A.Aparicio Soriano
José Mur y Aínsa
E. Uriós y Gras
E. Fdez Echavarría.
José Rioja y Martín
Melquíades Álvarez d. 1902 Diputado en las Cortes en Madrid
E. de Benito de la Ll.
A. Álvares Buylla d. 1904 Miembro IRS en Madrid
A.González Posada d. 1904 Miembro IRS en Madrid
A. Sela y Sampil
R.Altamira y Crevea
E.Serrano Branat
Félix Aramburu Z. d. 1901 Senador en Madrid y h. 1906 Rector
F. Canella y Secades
Derecho

L. García Alas y U.
A. Brañas Menéndez
M Barrio y Mier
G.Estrada Villaverde
I. de la Vallina y S.
V. Díaz Ordóñez
J. M. Rguez. Arango
G.Berjano Escandón
R. Jove Suarez y.B.
F. Pérez Bueno
J.Álvarez Amandi
L.Afaba Fernández
F. y L.

José Giles Rubio


A González Rúa y H.

Claves del Cuadro


Tradicionalistas: Conservadores dinásticos, Carlistas, Confesionales e Integristas (“mestizos” y “puros”) Liberales dinásticos Regionalistas Presencia electoral en el Claustro
Otros conservadores y católicos Grupo de Oviedo Otros institucionistas,y liberales

Fuentes: Fermín CANELLA, Historia de la Universidad de Oviedo; Anales de la Universidad de Oviedo; Jean Luois GUEREÑA, “L’Université espagnole a la fin du XIXe siècle”;
CUADRO VIII
INICIATIVAS INSTITUCIONALES DE LA UNIVERSIDAD DE OVIEDO (1887-1907)

Iniciativas Década de los ‘80 Década de los ’90 Primera Década


Institucionales
7 8 9 0 1 2 3 4 5 6 7 8 9 0 1 2 3 4 5 6 7
Esc Práctica de
Est.- Jur. y Soc.
Colonias
Escolares
Excursiones
Escolares
Facultad de Se hace cargo el Estado por gestiones
Ciencias de F.Aramburu y Melquíades Álvarez
Extensión
Universitaria
Circulares a
Hispanoamérica
Clases
Populares
Anales de la
Univ. de Oviedo

Orígenes de las Iniciativas

Grupo de Oviedo

“Regionalistas”
CUADRO IX
ACTIVIDADES EXTENSIVAS DE LA UNIVERSIDAD DE OVIEDO (1898-1910)
(EXTENSIÓN UNIVERSITARIA, CLASES POPULARES, CONFERENCIAS CENTROS OBREROS Y OTROS ESTABLECIMIENTOS)

Años Lectivos
Centros Profesores 98-99 99-00 00-01 01-02 02-03 03-04 04-05 05-06 06-07 07-08 08-09 09-10
Leopoldo Alas
Fermín Canella
FACULTAD DE DERECHO

Félix Aramburu
F. Pérez Bueno
Rogelio Jove
Arias de Velasco
Rafael Altamira
Aniceto Sela
Adolfo Buylla
Adolfo Posada
Enrique de Benito
Melquíades Álvarez
José Mur
FACULTAD DE

E. Fdez. Echavarría
CIENCIAS

José Rioja
Antonio Aparicio
Enrique Uriós
Arturo Pérez Martín
F. Barras de Aragón

Claves del Cuadro

Tradicionalistas (Conservadores, Carlistas, Confesionales) Grupo de Oviedo Otros Católicos independientes

“Regionalistas” Otros institucionistas, liberales o republicanos

Fuentes: F. CANELLA, Historia de la Universidad de Oviedo; Anales de la Universidad de Oviedo; J.-L.GUEREÑA, “L’Université espagnole a la fin du XIXe siècle”
Índice

AGRADECIMIENTOS 5
PRIMERA PARTE: EL VIAJE AMERICANISTA DE RAFAEL ALTAMIRA COMO ACONTECIMIENTO
HISTÓRICO Y COMO PROBLEMA HISTORIOGRÁFICO 9
CAPÍTULO I: ANATOMÍA DE UN PERIPLO EXITOSO: DEL PLATA AL CARIBE CON EL DELEGADO
DE LA UNIVERSIDAD DE OVIEDO. 11
1.- LA VISITA DE RAFAEL ALTAMIRA A LA REPÚBLICA ARGENTINA 12
2.- EL VIAJE AMERICANISTA EN SUS ULTERIORES ESCALAS. 29
2.1.- DE URUGUAY A CUBA. 29
2.2.- EL RETORNO TRIUNFAL 53
2.3.- LOS BALANCES CONTEMPORÁNEOS DEL VIAJE DE ALTAMIRA 73

CAPÍTULO II: PROBLEMAS HISTORIOGRÁFICOS ALREDEDOR DEL VIAJE AMERICANISTA DE


RAFAEL ALTAMIRA. 93
1.- EL PROBLEMA DE LA CONSTITUCIÓN Y QUIEBRE DE LAS RELACIONES INTELECTUALES HISPANO-RIOPLATENSES.
UN MARCO HISTÓRICO E HISTORIOGRÁFICO. 97
1.1.- TRADICIÓN HISPÁNICA E INNOVACIÓN IDEOLÓGICA EN EL MUNDO INTELECTUAL RIOPLATENSE ENTRE FINES DEL
SIGLO XVIII Y PRINCIPIOS DEL SIGLO XIX 97
1.2.- EL RECORRIDO ANTIHISPANISTA DE LAS ELITES ARGENTINAS EN EL SIGLO XIX 125
1.3.- LOS DIFERENTES CONTEXTOS DE LA RECONCILIACIÓN INTELECTUAL HISPANO-ARGENTINA 136
2.- CONSIDERACIONES HISTORIOGRÁFICAS ACERCA DEL VIAJE DE ALTAMIRA Y LÍNEAS DE LA PRESENTE
INVESTIGACIÓN 179
2.1.- LA MIRADA DE LOS HISTORIADORES ESPAÑOLES Y ARGENTINOS 179
2.2.- DOCUMENTACIÓN PUBLICADA, FUENTES INÉDITAS Y CRITERIOS DEL TRABAJO DE ARCHIVO 198
2.3.- INTERROGANTES INICIALES, HIPÓTESIS Y ESTRUCTURA DE LA PRESENTE INVESTIGACIÓN. 208

SEGUNDA PARTE: TEORÍA Y PRÁCTICA DEL AMERICANISMO OVETENSE 217


CAPÍTULO III: LA UNIVERSIDAD DE OVIEDO, LOS ORÍGENES INTELECTUALES DEL VIAJE
AMERICANISTA Y SUS PROTAGONISTAS. 219
1.- CONTEXTOS Y CIRCUNSTANCIAS DEL “AMERICANISMO” OVETENSE 219
1.1.- LA UNIVERSIDAD DE OVIEDO, LABORATORIO DEL REFORMISMO ESPAÑOL 220
1.1.1.- El Grupo de Oviedo 220
1.1.2.- La Extensión Universitaria ovetense 262
1.2.- PROYECCIÓN INTERNACIONAL DE LA UNIVERSIDAD DE OVIEDO 282
1.2.1.- Las exhortaciones americanistas de la Universidad de Oviedo 283
1.2.2.- La experiencia bordalesa y la aventura costarricense de Pérez Martín 286
1.3.- LA ORGANIZACIÓN DEL VIAJE AMERICANISTA 291
2.- ALTAMIRA Y CANELLA ANTE EL VIAJE AMERICANISTA DE LA UNIVERSIDAD DE OVIEDO 316
2.1.- RAFAEL ALTAMIRA, INTELECTUAL E HISTORIADOR. 317
2.2.- AMERICANISMO Y PATRIOTISMO EN RAFAEL ALTAMIRA. 326
2.3.- FERMÍN CANELLA, IDEÓLOGO Y GARANTE DEL PERIPLO AMERICANISTA. 363

CAPÍTULO IV: LA EMPRESA AMERICANISTA EN SUS PROPUESTAS Y EN SUS ESTRATEGIAS 391


1.- CONTENIDOS CENTRALES DE LA PROPUESTA HISPANO-AMERICANISTA OVETENSE. 391
1.1.- INTERCAMBIO UNIVERSITARIO HISPANO-AMERICANO. 391
1.2.- EL INTERCAMBIO DE RECURSOS DIDÁCTICOS. 411
1.3.- INSTITUTOS HISPANOAMERICANOS EN ESPAÑA. 413
2.- ESTRATEGIAS DIPLOMÁTICAS Y SOCIALES DE ALTAMIRA EN ARGENTINA Y AMÉRICA. 416
2.1.- EQUILIBRIOS DIPLOMÁTICOS DE UN EMBAJADOR CULTURAL EN AMÉRICA. 416
2.2.- LOS INTERLOCUTORES DE ALTAMIRA 435
2.2.1.- Las elites argentinas y americanas 435
2.2.2.- Obreros, estudiantes y periodistas. 447
2.3.- RECEPCIÓN DE LA MISIÓN AMERICANISTA ENTRE LOS ESPAÑOLES DE AMÉRICA 461
2.3.1.- Los diplomáticos españoles frente a la misión ovetense 461
2.3.2.- La respuesta de las colonias españolas 465

1025
TERCERA PARTE: R. ALTAMIRA ANTE EL PANORAMA HISTORIOGRÁFICO ARGENTINO 493

CAPÍTULO V: EL DISCURSO ACADÉMICO DE RAFAEL ALTAMIRA EN ARGENTINA. 495


1.- APUNTES PARA UNA PRAXIS CIENTÍFICA Y PROFESIONAL DE LA HISTORIOGRAFÍA 499
1.1.- LOS USOS DE UNA CIENCIA DE LA HISTORIA. 500
1.1.1.- Pautas de demarcación para una Historiografía científica. 500
1.1.2.- La formación del historiador: aspectos metodológicos y pedagógicos. 525
1.2.- LA ESCRITURA Y LA ENSEÑANZA DE LA HISTORIA. 541
1.2.1.- Historia de la Historiografía. 541
1.2.2.- La Pedagogía de la historia. 558
1.3.- EL ESTADO DE LA INVESTIGACIÓN Y LA ENSEÑANZA DE LA HISTORIA EN ARGENTINA 574
2.- INDICACIONES PARA EL CULTIVO DE UNA MODERNA HISTORIA DEL DERECHO. 588
2.1.- EL DEBATE PROFESIONALISTA Y LA IMPORTANCIA DE LA ENSEÑANZA DE LA HISTORIA DEL DERECHO. 588
2.2.- LA HISTORIA DEL DERECHO EN ESPAÑA E HISPANOAMÉRICA. 608
2.3.- APLICACIONES Y UTILIDADES DE LA HISTORIOGRAFÍA DEL DERECHO. 616
3.- LOS LÍMITES DE UNA METODOLOGÍA SIN FUNDAMENTO EPISTEMOLÓGICO. UNA EVALUACIÓN CRÍTICA DEL
DISCURSO HISTORIOGRÁFICO DE RAFAEL ALTAMIRA EN ARGENTINA. 629

CAPÍTULO VI: LA EVOLUCIÓN DE LA HISTORIOGRAFÍA ARGENTINA Y EL CAMPO


INTELECTUAL RIOPLATENSE (1852-1916). 665
1.- LA HISTORIOGRAFÍA DECIMONÓNICA ARGENTINA. TRES INTERPRETACIONES. 667
1.1.- DIALÉCTICA DE LA EVOLUCIÓN HISTORIOGRÁFICA EN RÓMULO CARBIA. 667
1.2.- PERPETUACIÓN Y DESARROLLO DE LA HISTORIOGRAFÍA DECIMONÓNICA ARGENTINA EN RICARDO LEVENE. 681
1.3.- CONFORMACIÓN, CRISIS Y SUSTITUCIÓN DE UN MODELO HISTORIOGRÁFICO EN TULIO HALPERÍN DONGHI. 686
2.- UNA IMAGEN ALTERNATIVA DE LA HISTORIOGRAFÍA DECIMONÓNICA ARGENTINA. 702
2.1.- EL ESPACIO HISTORIOGRÁFICO Y SUS CRIATURAS (1854-1916). 709
2.1.1.- Los historiadores decimonónicos en el contexto cultural rioplatense. 709
2.1.2.- Condiciones materiales y circuitos de socialización del conocimiento histórico. 721
2.2.- LA DINÁMICA DEL ESPACIO HISTORIOGRÁFICO. 732
2.2.1.- La socialización conflictiva del conocimiento histórico. 732
2.2.2.- Evolución de los criterios metodológicos del oficio bajo el narrativismo historiográfico 746
2.3.- SÍNTOMAS DE CAMBIO EN TORNO DEL CENTENARIO Y DEL ARRIBO DE ALTAMIRA. 759
2.3.1.- Las demandas sociales a la Historiografía en el Centenario 759
2.3.2.- La confrontación entre Paul Groussac y la Nueva Escuela Histórica. 774

CONSIDERACIONES FINALES EN TORNO DEL LEGADO AMERICANISTA OVETENSE Y DEL


VIAJE DE RAFAEL ALTAMIRA 793

1.- CONTESTACIONES IDEOLÓGICAS AL VIAJE DE RAFAEL ALTAMIRA 795


1.2.- LA CRÍTICA CATÓLICA 795
1.2.- LA CRÍTICA PATRIÓTICA ANTILLANA 817

2.- EL DIFÍCIL AVANCE DEL AMERICANISMO ESPAÑOL Y LA CAPITALIZACIÓN INDIVIDUAL


DEL VIAJE POR RAFAEL ALTAMIRA 834
2.1.- EL RECLAMO AMERICANISTA A LA POLÍTICA ESPAÑOLA 834
2.2.- AMERICANISMO DE CÁTEDRA Y AMERICANISMO ASOCIACIONISTA. 872

3.- EL VIAJE AMERICANISTA COMO PARADIGMA DE LA RECONCILIACIÓN INTELECTUAL


HISPANO-ARGENTINA. RECAPITULACIÓN Y CONCLUSIONES. 930

ANEXOS: FUENTES PRIMARIAS Y SECUNDARIAS, ÍNDICE ONOMÁSRICO Y CUADROS 961


I.- ARCHIVOS Y BIBLIOTECAS CONSULTADOS 963
II.- CATÁLOGOS, BIBLIOTECAS Y ARCHIVOS EN LÍNEA CONSULTADOS 963
III.- BIBLIOGRAFÍA GENERAL 963
IV.- BIBLIOGRAFÍA UTILIZADA PARA NOTAS BIO- BIBLIOGRÁFICAS 983
1.- ENCICLOPEDIAS Y LIBROS 983
2.- RECURSOS BIO-BIBLIOGRÁFICOS EN LÍNEA CONSULTADOS 983
V.- ÍNDICE ONOMÁSTICO 985
VI.- CUADROS 993

ÍNDICE 1025

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