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El Cóndor

Chiquitos:
Lo que les conté en mi carta anterior sobre los zorritos que quise criar y no pude, estuvo a punto de
repetirse ayer mismo aquí, sobre el lago Nahuel Huapi. Lo que esta vez quise criar fueron tres
pichones de cóndor. Yo los había visto días atrás en la grieta de una montaña que cae a pico sobre
el lago, formando una lisa pared de piedra de 50 metros de altura. Ese acantilado, como se llama a
esas altísimas murallas perpendiculares, forma parte de la cordillera de los Andes. A la mitad de la
altura del acantilado existe una gran grieta en forma de caverna. Y en el borde de esa grieta yo había
visto tres pichones de cóndor que tomaban el sol, moviéndose sin cesar de delante a atrás.
Ustedes saben, porque se los he contado, que en el momento actual no hay cóndores en nuestro
jardín Zoológico. Parece mentira, pero así es. Los que había murieron de reumatismo y otras
enfermedades debidas a la falta de ejercicio. Y por más que se ha hecho, no ha podido conseguirse
más cóndores.
Al ver aquellos tres pichones con su pelusa gris, tomando juntos el sol moribundo, deseé cazarlos
vivos para ofrecérselos a Onelli.Los pichones de aves carnívoras como los pirinchos y los cóndores,
se crían muy bien en cautividad.
¿Pero cómo cazarlos, chiquitos? Era imposible trepar por aquella negra y fantástica muralla de
piedra, sin una saliente donde poder hacer pie. Iba pues, a perder las esperanzas de poseer mis
condorcitos cuando un muchacho chileno, criado entre precipicios y cumbres de montaña, se ofreció
a traérmelos vivos, siempre que yo lo ayudara con mis compañeros.
El plan del muchacho era tan arriesgado como sencillo. Consistía en atarse una cuerda a la cintura y
descender desde lo alto del acantilado hasta el nido de cóndores. Nosotros iríamos soltando la
cuerda hasta que el muchacho alcanzara la grieta. Se apoderaría entonces de los pichones que, con
seguridad, le lastimarían las manos con sus garras, y después de meterlos en una bolsa que llevaría
atada al cuello, daría tres tirones a la cuerda para avisarnos que todo estaba listo.
Como ven, chiquitos, el plan no podía ser más simple. Con un cazador de cordillera como él, no
había que temer el mareo o vértigo. Sólo quedaba, y muy grande, el peligro de que los cóndores
padres regresaran antes de hora a su nido.
Nosotros habíamos observado que el casa¡ de cóndores se ausentaba siempre a mediodía, para
regresar a la caída de la tarde. Seguramente iban hasta muy lejos, a buscar alimento para sus hijos.
Pero comenzando temprano la cacería, no había miedo de que nos sorprendieran.
Tal fue lo que hicimos. A las dos de la tarde de un día nublado (ayer mismo, chiquitos: ¡qué largo
parece el tiempo cuando se ha sufrido una desgracia!); a las dos, pues, atamos la cuerda a la cintura
del muchacho, sujetándole a la espalda la bolsa para encerrar dentro a los condorcitos. A las dos y
diez minutos aflojamos todo el primer metro de cuerda, y el muchacho chileno quedó suspendido
sobre el abismo.
Esta maniobra parece fácil y rápida, hijitos míos, contada así. Pero a nosotros, que estábamos allá
arriba aflojando la cuerda poco a poco, mientras el muchacho se balanceaba sobre quinientos
metros de vacío, aquello nos parecía horriblemente lento y largo.
Cien… doscientos… doscientos cincuenta metros… De pronto, la súbita flojedad de la cuerda nos
hizo conocer que el muchacho había por fin hecho pie en el pretil de la grieta. Y la tarde, muy
nublada, comenzaba a oscurecer ya. El tiempo había cambiado también. Súbitamente, un gran frío
se había abatido sobre nosotros mientras los altos picos de la cordillera desaparecían tras una
borrasca de nieve.
Uno de nosotros gritó de pronto:
-¡Los cóndores! ¡Los cóndores!
En efecto: pequeños aún, se veían contra el cielo blanco dos puntitos oscuros que aumentaban
velozmente de tamaño. Eran los grandes cóndores que regresaban temprano al nido ante la
inminente borrasca de nieve.
La situación era tremenda para el infeliz muchacho. ¿Qué destino podía esperarle?
Otro de nosotros gritó con todas sus fuerzas:
-¡Ligero! ¡La cuerda! ¡Si dentro de diez minutos no hemos recogido toda la cuerda, el pobre
muchacho está perdido!
Como locos, nos pusimos todos a recoger la cuerda.
Chiquitos: Yo nunca he visto en mi vida posición más desesperada ni ser humano a quien
amenazara muerte más atroz. El muchacho podría defenderse un instante con su cuchillo; pero sin
contar los terribles picotazos de los cóndores que al fin lo destrozarían, tampoco podría resistir a sus
tremendos aletazos.
Y mientras tirábamos y tirábamos con furia, llegó a nuestros mismos oídos el silbido del aire cortado
por las inmensas alas de los cóndores. Los dos cóndores habían ya oído también el graznido de sus
pichones, encerrados en la bolsa. Ambos lanzáronse como una flecha sobre el cazador; y al estar ya
sobre él, con un golpe de ala desviaron bruscamente el vuelo. El primer cóndor alcanzó asimismo al
muchacho con la extremidad de sus potentes alas, mientras el segundo lo alcanzaba de pleno
lanzándolo al vacío de un terrible aletazo.
Yo y otros más nos habíamos tendido de boca sobre el mismo pretil de la muralla, desesperados de
poder salvar al desgraciado. Y vimos a la infeliz criatura sacudida, golpeada, girando sobre sí misma
en la extremidad de su cuerda, mientras los cóndores, con sus rojas pupilas fulgurantes de ira,
giraban sin cesar alrededor de un tremendo aletazo.
El desgraciado muchacho, con los brazos pendientes y la cabeza doblada, había perdido el
conocimiento. Y nosotros tirábamos de la cuerda, ¡ay!, demasiado lentamente.
-¡Más ligero, por Dios! -gritaba sollozando el hermano del desgraciado muchacho-. ¡Faltan cien
metros solamente! ¡Ochenta! ¡Faltan cincuenta nada más! ¡Valor, por amor de Dios!
¡Ay, chiquitos! Ni por el amor de Dios, pudimos salvar a la pobre criatura. Ante la amenaza de que el
ladrón de sus hijos pudiera escapárseles y ante nuestra vista misma, los cóndores cayeron uno tras
otro sobre la víctima, y por un momento pudimos ver las garras, rojas de sangre, hundidas en la
infeliz criatura, mientras sus picos de acero se alzaban y hundían en el vientre con la fuerza de un
martinete.
Algunos de nosotros, que nada veían, gritaron aún:
-¡Animo! ¡Faltan sólo diez metros! ¡Ya está! ¡Ya está aquí!…
¡Pobre chilenito! ¡Sí; ya estaba! Pero lo que estaba por fin en nuestras manos, atado aún por la
cuerda a la cintura, era sólo el cadáver destrozado de un chico de gran valor.
Mas no era únicamente él el muerto.
Dentro de la bolsa colgada al cuello yacían también muertos a picotazos los tres pichones de cóndor.
Las gatas, las leonas y muchos otros animales matan a veces a sus crías cuando han sido tocadas
por el hombre.
Triste destino, en verdad, el de los cóndores, chiquitos, pues si nosotros habíamos perdido a un
heroico cazador, ellos, los cóndores habían perdido el año, su nido y sus tres hijos, sacrificados por
ellos mismos.

Acerca del autor.


Horacio Quiroga (Salto, Uruguay, 31 de diciembre de 1878 – Buenos Aires, Argentina, 19 de
febrero de 1937), cuentista, dramaturgo y poeta uruguayo.
La igualdad según Rancière
publicado por mesetas.net en 2009/04/29.

Traducción de la transcripción de la conferencia “La méthode de l’égalité” dada por Jacques Rancière como
respuesta y conclusión del coloquio que tuvo lugar en verano de 2006 en Cerisy en torno a su trabajo, según ha
sido publicada muy recientemente en 2007 en un volumen con el título de “La filosofía desplazada” en
ediciones Horlieu. Esta intervención es del mismo tipo entonces que la publicada aquí como “El uso de las
distinciones”. El lector puede remitirse a la presentación de ésta, entonces, para más introducciones. Aquí, sólo
añadir como un chorro continuo de name dropping, los participantes del coloquio: Michel Agler, Éric Alliez,
Bernard Aspe, Alain Badiou, Maria-Benedita Basto, Bruno Besana, Bruno Bosteels, Vanessa Brito, Patrick
Cingolani, Muriel Combes, Alexandre Costanzo, Jean-Louis Déotte, Stéphane Douailler, Yves Duroux, Éric
Fonvielle, Geneviève Fraisse, Peter Hallward, Walter Kohan, Éric Lecerf, Patrice Loraux, Jean-Luc Nancy,
Dimitra Panopoulos, Renaud Pasquier, Mathieu Potte-Bonneville, Jacques Poulain, Jacques Rancière, Adrian
Rifkin, Gabriel Rockhill, Kristin Ross, Patrick Vauday, Hubert Vincent, Philip Watts. Especialmente
interesantes tal vez aparte de alguna de las que cita el mismo Rancière en el texto, las de Loraux, Aspe-Combes,
Douailler y Nancy.

El método de la igualdad
A quien se encuentra como yo situado en el centro de la atención de un coloquio, se le pregunta a menudo cómo se siente
en esa situación. Expresaré por mi parte un doble sentimiento. Hay en primer lugar un reconocimiento a la organizadora y
a los organizadores de este encuentro, a las que nos acogen aquí y a todas aquéllas y todos aquéllos que han tenido la
generosidad de venir a confrontarse con lo demasiado simple o demasiado tortuoso que yo he podido decir según los
casos. Pero también hay un cierto sobresalto al verme situado por esta generosidad en una escena donde debo acreditar mi
calidad de filósofo, y de filósofo comprometido en el debate filosófico del presente, que tiene respuestas a las cuestiones
que el estado actual del mundo y del pensamiento plantea a los filósofos y a los otros. Entre los que han venido desde hace
cuatro días, algunos han señalado, con benevolencia, los límites de lo que yo he hecho; otros, sin adoptar la postura
crítica, me han permitido sentir lo que había de demasiado simple en mis proposiciones y mis análisis. En fin, en mi
reconocimiento, se mezcla un sentimiento de insuficiencia, más que de beatitud. Y las palabras que voy a presentar ante
vosotros, a partir de las notas sobre las que no he tenido el tiempo, en estos cuatro días, de meditar largamente, traducirán
este sentimiento. A falta de poder presentar una síntesis de los trabajos, trataré de volver a mi manera a algunas de las
parejas conceptuales que han circulado aquí –saber y poder, relación y no-relación, posición y cuestión, separación e
inseparación– y a algunas cuestiones que han ido apareciendo, especialmente sobre la cuestión del “entre”.
Tomaré como hilo conductor una cuestión planetada como entrada de juego por Yves Duroux: ¿se me puede definir como
un filósofo crítico? Su respuesta era negativa. La mía sería más matizada. Tal vez yo no haya hecho una filosofía crítica.
Pero no he dejado de poner en juego las implicaciones de lo que crítica quiere decir, según sus dos grandes acepciones: la
crítica como intervención, discernimiento de un punto crítico, relación de ese discernimiento y de una decisión; pero
también la filosofía crítica como tipo de filosofía, sustituyendo la cuestión de los fundamentos por la de las condiciones de
posibilidad. Filósofo crítico o no, es seguro que siempre he circulado en el espacio de las cuestiones ligadas a la noción de
crítica. Trataré de señalar este espacio, siguiendo el hilo tendido por varios de los que han intervenido entre lo teórico y lo
biográfico. Yves Duroux recordaba el título de mi primera publicación, mi contribución a Leer El Capital: “El concepto
de crítica y de crítica de la economía política desde los Manuscritos De 1844 al Capital”. Este título retomaba el tema de
un diploma de Estudios superiores que defendí dos años antes sobre “La Idea crítica en el joven Marx”. En ese trabajo,
distinguía tres momentos correspondientes a tres figuras de la idea crítica en el joven Marx. El primer momento era el
momento kantiano en el que el joven periodista Karl Marx se enfrentaba a los debates de la Dieta Prusiana y a las leyes
inverosímiles promulgadas por esta dieta: leyes que olvidaban que la ley debe interesarse por un objeto universal y
dirigirse a un hombre universal, para ocuparse de intereses empíricos, más o menos ridículos, como el robo de madera
vieja por los pobres en los dominios de los ricos propietarios. La crítica entonces denunciaba la confusión de los planos,
ponía en evidencia el juego equívoco de lo universal y de lo particular. El segundo momento era el momento
feuerbachiano. La crítica descubría que el hombre universal era él mismo una “particularidad”, una parte separada de un
ser real, una esencia del hombre que él mismo había emplazado fuera de su realidad concreta, en un cielo ideal, y que
necesitaba recuperar para ser plenamente él mismo. Sin embargo, el hombre que iba a disipar las apariencias para volver a
tomar posesión de lo que había puesto fuera de sí se revelaba como el productor, el hombre que se crea gracias a la
producción un mundo a su imagen. El tercer momento, el momento propiamente marxista, era el de la denuncia de
operadores/sujetos como “hombre” o “universal”. Era el momento de la identificación entre crítica y ciencia. Marx
distinguía el movimiento real de la producción y de la historia del movimiento aparente en que los hombres tienen el
aspecto de ser los sujetos de un intercambio de mercancías, en el que imaginan decidir libremente acerca de lo que hacen
entre ellos y de lo que hacen con las cosas.

Con esas tres formas de crítica, en un sentido, ya está todo con lo que desde entonces me he peleado y a través de lo que
he tratado de trazar algunos caminos. En el “momento kantiano”, reconozco la cuestión sobre la que he vuelto más tarde
oponiendo a la simple denuncia de la distancia entre lo universal y lo particular un pensamiento de la intervención política
como montaje discursivo y práctico que anuda de un modo polémico lo universal y lo particular, la humanidad y la
inhumanidad, la igualdad y la desigualdad. Veo dibujada la escena en la que he tratado de pensar la política como manera
de trabajar la universalidad inscrita en la ley para leer una igualdad que está todavía por construir, que no alcanza realidad
sino en las operaciones que la verifican: lo que he llamado el silogismo igualitario. En el “momento feuerbachiano”,
reconozco lo que iba a ser uno de los objetivos más constantes de mi polémica: el paradigma de la encarnación, la
valorización de la presencia, del espíritu hecho carne, de la palabra y del pensamiento convertidos en cuerpos y
movimientos de cuerpos vivos. Ese paradigma, lo he estudiado a través de la cuestión de la literatura: ésta no deja de
confrontarse a la voluntad de que las palabras sean más que palabras, que se conviertan en cosas o que inscriban su
sentido en la superficie misma de las cosas. Lo he vuelto a encontrar en la política donde el paradigma de incorporación
identitaria define esta arquipolítica de la que la subjetivación política debe siempre separarse y donde siempre corre el
riesgo de volver a caer, especialmente en las figuras de la identificación del sujeto proletario o del sujeto revolucionario.
Provee hoy todavía un cierto paradigma del comunismo como potencia de lo inseparado, asimilado a la potencia del
hombre como productor. Así la esperanza de un comunismo de las multitudes no se entiende sin la afirmación de que todo
es producción, que, en el mundo postindustrial, el conjunto de las actividades, de los pensamientos y de los afectos puede
ser comprendido bajo un concepto ampliado de la vida como producción.

Pero, por supuesto, es el tercer momento, el de la crítica científica marxista, el que ha definido la problemática teórica y
política decisiva. Pues no se ha tratado aquí simplemente de una evolución personal sino de un momento histórico de la
crítica práctica y radical del modelo “científico”. Lo que se ha puesto en cuestión en el período 68, es en efecto la idea de
la ciencia como lo que le falta a los dominados para que salgan de las condiciones de su dominación. La tesis entonces
remitida a la figura marxista de la crítica se presentaba en efecto bajo la forma de un círculo: la gente está dominada
porque no saben, porque no tienen conocimiento del sistema que define su posición; y, en el otro sentido, no tienen este
saber porque están dominados, porque este lugar de dominados les impide acceder al conocimiento objetivo de las razones
de esta dominación. Desde donde están, no pueden sino desconocer las razones por las que están ahí.

El momento 68 aportó una crítica radical de esta figura del “entre” como (des)conocimiento, oponiendo simplemente, sin
mediación, el sistema de la dominación a la figura de su puro y simple rechazo. Pareció entonces que el razonamiento
sobre el conocimiento y el desconocimiento no era sino una tautología. El argumento sobre el no conocimiento que sitúa a
la gente donde está dice solamente de hecho: están ahí porque están ahí. Más valía entonces desembarazarse de la
mediación y afrontar la tautología directamente para plantear el problema en su radicalidad: ¿cómo estamos ahí? ¿Qué
quiere decir “ser-ahí”? Es lo que he tratado de comprender en el curso de la decena de años que he pasado estudiando lo
que habían querido decir, en la Francia del siglo XIX las palabras “emancipación obrera”. Lo que comprendí puede
presentarse así: para salir de la tautología, hay que presentarla de otra manera. Es lo que hacían de modo ejemplar los
textos del carpintero Gauny que utilicé en La Noche De Los Proletarios y que se publicaron en El Filósofo Plebeyo.
Transformaban la tautología sustituyendo la cuestión del desconocimiento por la del tiempo: si estamos ahí donde estamos
– si “estamos ahí porque estamos ahí” –, no es por falta de saber, sino por falta de tiempo. El tiempo no es una
representación que oculta o deforma la realidad, es una realidad en toda regla, pero también una realidad de un tipo
particular, una condición de posibilidad bastante particular en su estructura. Es Platón quien nos instruye sobre esto: el
dominado – en la ocurrencia el artesano – no tiene tiempo. Pero hay para esto dos razones. En primer lugar una razón
puramente empírica: el artesano no tiene tiempo porque el trabajo no espera. Pero también una razón más profunda, una
razón fundadora: porque el dios que ha puesto oro en el alma de los legisladores guardianes ha puesto hierro en su alma,
porque tiene entonces el ser-ahí que corresponde a su estar ahí, el “ethos” (la manera de ser o carácter) que corresponde a
su “éthos” (a la estancia que le está destinada).

Todo depende entonces de la concepción del “entre” o del “intervalo”. Allí donde la crítica “científica” situaba la
mediación (el desconocimiento expresado por el conocimiento), la afirmación filosófica sitúa un círculo: la inmediatez de
la relación entre una condición y la condición de esta condición. Se puede llamar a esto el círculo de la creencia. La
creencia no es la ilusión. El artesano no necesita creer “verdaderamente” que el dios ha puesto hierro en su alma, es
suficiente con que haga como si creyera. Pero para ello no necesita simular. Es suficiente con que esté ahí donde está para
que todo funcione como si creyera. No se trata aquí ni de conocimiento ni de desconocimiento. Se trata de la posición de
un cuerpo, de la puesta en obra de sus capacidades. Es por esto que la emancipación no es una toma de conciencia sino un
cambio de posición o de competencia, y por tanto de “creencia”: una capacidad de separarse materialmente de/con su ser-
ahí, de/con su “ausencia de tiempo”. “El tiempo no me pertenece” dice Gauny. Pero tomando el tiempo de escribir que el
tiempo no le pertenece, Gauny abre otro tiempo. Lo abre muy materialmente rompiendo el círculo del día y de la noche.
Muestra que lo que hace que estemos ahí –o que ya no lo estemos–, es una cierta división del tiempo que corresponde
también a una cierta distribución del espacio. Se puede entonces salir del círculo que une una condición a su condición, un
ser-ahí a la razón de este ser-ahí. Soltar o liberar o aflojar materialmente la relación, es transformar el círculo en espiral. El
proletario como sujeto político, o sujeto que se dispone al ejercicio de una capacidad política, es aquél que subjetiva el
tiempo que no tiene, que se da la capacidad de jugar con las palabras y de producir apariencias que su nombre mismo
prohíbe. Es el sujeto que desdobla el nombre en su poder y su impoder, que hace como si no fuera lo que su nombre dice,
como si tuviera el tiempo, la palabra y la apariencia, ni más ni menos que aquéllos que le niegan estas cosas. Hace como
si el texto de la ley tuviera por función decir esta “ausencia de separación”, como si el texto del escritor o el argumento
del filósofo testimoniaran de esto.

Puede hacerlo, puede hacer como si fuera verdad, porque, en un sentido, es verdad. Es verdad porque el que dice que no
sabe hacer frases sabe hacer la que dice que no lo sabe. Es verdad también porque, desde que hay leyes y constituciones,
desde que el ejercicio del poder debe legitimarse como fundado en razón y en derecho y no como un simple estado de
hecho, ese poder debe situar en alguna parte esa igualdad que lo funda y lo disuelve al mismo tiempo, que lo legitima y lo
deslegitima; porque el texto del novelista – Balzac por ejemplo – que está hecho para mostrar que el libro no debe caer en
las manos de cualquiera, ese texto, a pesar de todo, caerá en las manos de cualquiera, porque, de hecho, no está destinado
a nadie en particular; está a la disposición de quien quiera cogerlo; porque el texto del filósofo – Platón – que dice que el
tiempo no pertenece al artesano, que dice entonces la desigualdad debe decirlo en lenguaje igualitario, el del relato (mito)
que se declara como relato (mito).

Puede hacer como si fuera verdad, porque es verdad. Pero es verdad con una condición: que se haga como si fuera verdad,
esto es, que se verifique, que se hagan frases, que se les arranque a los escritores la igualdad del texto escrito, que se haga
decir a los textos de la comunidad privada y jerarquizada que es la igualdad la que la funda como cosa de todos. Así es la
lógica espiral de la emancipación que rompe el círculo del “éthos”, el círculo del ser-ahí y de su razón. Esta lógica de la
igualdad, también se puede decir en los términos de “separado” y de “no-separado”. Se dirá entonces: para separarse de su
asignación a un orden, hay que separase de sí. Para esto, hay que afirmar el poder de la inseparación de la igualdad. Pero
siempre se afirma bajo la forma de una disyunción: separando las palabras de las cosas que designaban, disyuntando el
texto de lo que decía, de eso a que se aplicaba, de aquél al que se dirigía; sustrayendo un cuerpo al lugar que le estaba
destinado, al lenguaje y a las capacidades que eran las suyas. Llamemos este movimiento en general “disenso”.
Precisemos para esto lo que “consenso” significa: que el sentido va con el sentido, que un régimen de presentación
sensible va con un régimen de significación, como una manera de ser con la razón de esta manera de ser. “Disenso” quiere
decir, a la inversa, que el sentido no va con el sentido, que las palabras se separan de las cosas, que los cuerpos las usan
para cambiar su capacidad, para disociar su ser-ahí de la “razón” de este ser-ahí.

Se podría desarrollar a partir de ahí un cierto número de consideraciones, en relación con lo que ha sido evocado aquí,
especialmente por Bruno Besana, sobre las relaciones de lo sensible y de lo inteligible. Se dirá así: no hay nunca “lo
sensible” y “lo inteligible”. Hay cierto tramado de lo dado: una inteligencia de lo sensible y una sensibilidad del
pensamiento. No hay nunca una transparencia del conocimiento inteligible de los datos sensible ni un choque de la verdad
sensible como encuentro con la Idea o lo Real. Lo verdadero se da siempre en proceso de una verificación, según la lógica
de las cuestiones del “maestro ignorante” de Jacotot: ¿qué ves? ¿Qué dices? ¿Qué piensas? ¿Qué haces? Esto quiere decir
también: lo otro no se encuentra en el acontecimiento de una estupefacción, sino en el proceso de una alteración. Una
alteración, es una redistribución de lo mismo y de lo otro, de lo separado y de lo inseparado. El trabajo del pensamiento
entonces no es un trabajo de abstracción. Es un trabajo de anudar y de desanudar: hay palabras que se anudan a cuerpos o
proyectan cuerpos, cuerpos que reclaman una nominación, universal que se afirma en una singularización. Se trata
siempre de desdoblar el universal, según el modelo de la “crítica” operada por la política que desdobla el universal de la
inscripción legal inventándole casos singulares de aplicación, rompiendo la relación dada de lo universal y de lo
particular. Pues esa relación dada constituye una cierta privatización del universal. Es eso la policía: una privatización del
universal que lo fija como ley general subsumiendo los particulares. La política, en cambio, de-privatiza el universal, lo
vuelve a jugar bajo la forma de una singularización. Ofrece así un ejemplo del trabajo del pensamiento en general: ese
desdoblamiento y esta singularización que desanudan y renudan lo inteligible y lo sensible, lo universal y lo particular.

Pero mi propósito no es el de sistematizar este pensamiento bajo la forma de un pensamiento del pensamiento. Recuerdo
simplemente el horizonte que lo define: no hay lugar propio del pensamiento. El pensamiento está trabajando por todas
partes, y está por todas partes bajo la forma de la querella, bajo la forma de algo que hay que separar y de algo que hay
que anudar. La preocupación que ha guiado mi trabajo no es la de ofrecer una teoría general de las operaciones de
pensamiento. Ha sido: si se piensa así la potencia de igualdad, tal y como se descubre en la espiral de la emancipación,
¿cómo hacer para preservar esta potencia, para prolongar la espiral? Esta sería mi manera de plantear el problema de la
transmisión formulado por Alain Badiou. ¿Cómo transmitir? ¿Y en primer lugar por qué transmitir? Recuerdo la pregunta
planteada ayer por Makram Saoui: si se parte de la presuposición de que todo el mundo piensa, ¿por qué hacer filosofía
política? Respondería en dos puntos. Primeramente, he tratado de no hacer filosofía política, de no hacer una “filosofía”
que pretenda dar a la política su fundamento diciendo las razones o las formas de organización política. Segundamente, el
hecho de que todo el mundo piense no es una evidencia compartida. Y no estamos de ningún modo dispensados por su
enunciado del análisis de las implicaciones y del trabajo de dar toda su potencia al rasgo igualitario que se descubre tras el
movimiento de emancipación.

Aquí se presenta una segunda objeción. Se dirá en efecto: para medir esta potencia, hay un medio muy simple: hay que
“hacer” política concretamente. Varios de los que han intervenido han subrayado que mi análisis de la política no daba
para nada los medios de responder a las cuestiones de la práctica política, de la organización política y de su estrategia, del
partido o de lo que debe sucederle. Como el déficit que se ha subrayado de esta manera es tanto teórico como práctico,
responderé brevemente en estos dos terrenos. Teóricamente, es verdad que nunca he sentido un interés en plantear la
cuestión de las formas de organización de los colectivos políticos. No recuso esta cuestión. Pero me ha parecido más
importante pensar en primer lugar la política como producción de cierto efecto: como afirmación de una capacidad y
como reconfiguración del territorio de lo visible, de lo pensable y de lo posible, correlativa a esta afirmación. Me ha
parecido que había que aislar en primer lugar el acto político como tal, extraer de él la cuestión que no es de ningún modo
evidente: ¿qué hace la política? Es por esto que me he interesado en las alteraciones producidas por actos de subjetivación
política más que a las formas de consistencia de los grupos que las producen. Es por esto también que he analizado la
política en términos de escena: de distribución y de redistribución de las posiciones, de configuración y reconfiguración
de un paisaje de lo común y de lo separado, de lo posible y de lo imposible. En un plano práctico y existencial, diré que si
hubiera reconocido en una orgainzación existente el prolongamiento de lo que había percibido, en mi relación solitaria
con el archivo obrero, como la potencia de emancipación, habría ido. Podría decir: cuando uno cree encontrar algo como
un tesoro a preservar, se busca qué es lo mejor que se puede hacer para preservarlo. Si uno encuentra un grupo donde
piensa que se podría trabajar, pues va. Si no, uno busca el mejor medio de permanecer a la altura de lo que ha descubierto,
de mantener y transmitir la potencia. Es lo que he tratado de hacer situando mi intervención mayor en este espacio que
une la inteligencia de las prácticas emancipadoras y el territorio del conocimiento, ese territorio del “entre” o del intervalo
que la tercera figura de la crítica balizaba en términos de conocimiento y de desconocimiento, de real y de apariencia, de
todo y de parte. Me he dedicado a constituir para la potencia igualitaria una esfera de inteligibilidad. Para ello hacía falta
volver a atravesar de un modo polémico los discursos y las reparticiones de territorios consensuales, hechas para tomar el
rasgo igualitario por las consistencias de la ciencia política, de la sociología, de la historia o de toda otra figura del
pensamiento consensual: del pensamiento que sitúa el sentido en acuerdo con el sentido para hacer triunfar la
presuposición – la “opinión” – de la desigualdad haciendo de las operaciones igualitarias el efecto de alguna parcialidad
mal comprendida o apariencia engañadora.

Mi trabajo ha sido entonces el de extraer el esquema o las grandes líneas del procedimiento igualitario como potencia de
conocimiento y de acción. Ha sido el de construirle una escena de inteligibilidad, el de hacerlo ver y el de volver pensable
su singularidad para hacerle producir sus efectos disruptivos en el campo de los saberes que se dedican a oscurecerlo. Esto
supone un movimiento que casa con la manera misma del acto de emancipación por el cual uno hace lo que “no puede”
hacer, para salir del círculo material que une una posición a una razón de ser. Lo mismo que el artesano puede decidir que
tiene el tiempo que no tiene, el investigador puede decidir traspasar las fronteras que separan la filosofía, la historia, la
sociología, la ciencia política, etc. Puede decidir que tiene competencias científicas que no tiene, que puede traspasar esas
fronteras porque no existen. Pero también, esas fronteras no existen a condición de que él se declare capaz de verificar su
inexistencia, de verificar su competencia a viajar sin pasaporte en su territorio para ejercer el pensamiento que es el
privilegio de cualquiera. Para ello hay que poner a la obra este método de la emancipación definido por Jacotot y que Eric
Fontenvielle recordaba en su intervención. Se puede empezar por cualquier sitio. Es suficiente saber trazar un círculo
donde se aísle la “cualquier cosa” a la que se remitirá todo el resto, transformando el círculo en espiral. Ese círculo se
opone a la cadena. La figura intelectual de la opresión, es la de la cadena infinita: para actuar, hay que comprender; para
comprender, hay que pasar por toda la cadena de razones; pero como la cadena es infinita, nunca se recorre del todo.
Cuando éramos jóvenes los sabios marxistas nos explicaban así que había que comprender primero la particularidad de
nuestra posición en el seno del imperialismo mundial y en relación con el momento en el que estábamos de la evolución
de las relaciones de producción capitalistas. El tiempo de comprender todo esto, podríamos preguntárnoslo dentro de
veinte años. En tal lógica, toda relación es el objeto de un proceso de mediación interminable. Es lo que Jacotot llama la
lógica del envilecimiento.

Trazar un círculo, es ir en contra del principio de la cadena. Se pueden tomar fragmentos de discurso, pequeños trozos de
saberes que se han verificado, trazar su círculo inicial y ponerse en camino con la pequeña máquina de cada uno. Por
ejemplo, hay fragmentos de palabra obrera sobre la posesión o la privación del tiempo o del lenguaje y fragmentos de
palabra filosófica, literaria, historiadora o sociológica que nos hablan aparentemente de la misma cosa. Si se los pone
todos juntos, se puede constituir una pequeña máquina, un círculo en el que se podrá encerrar la cuestión de la igualdad y
de la desigualdad, de su nudo y de su querella y donde se podrá remitir todo el resto. Sea por ejemplo la pequeña frase de
Platón: “el trabajo no espera”. Es una pequeña frase completamente anodina. Y sin embargo se puede decir que toda la
cuestión de la desigualdad se encierra en ella. No hay necesidad de pasar por toda la cadena. Es suficiente tirar de algunos
hilos, arrancar algunos fragmentos que se buscarán en los bordes más alejados entre sí: hay filósofos, escritores, artesanos,
que sin ser contemporáneos, sin conocerse, sin comunicar entre ellos, parece que nos hablan de los mismos temas, que nos
dicen la misma cosa. Platón dice que el trabajo no espera a los que han nacido para trabajar; el carpintero dice que el
tiempo no le pertenece. Aristóteles distingue la voz que manifesta placer y pena del discurso que articula lo justo y lo
injusto; Ballanche pone en escena a los plebeyos en la escena del Aventin donde deben probar que hablan y argumentan a
aquéllos para los que sólo hacen ruido con su voz. Kant nos explica que el juicio estético consiste en apreciar la forma de
un palacio por sí misma, sin ocuparse en saber si es el sudor del pueblo quien lo ha construido para el capricho de un rey
ocioso, pero también sin necesitar la ciencia arquitectónica; el carpintero nos hace compartir la mirada por la cual se
apropia estéticamente de la casa en la que trabaja y de la perspectiva que se descubre desde sus ventanas. Se puede poner
juntos todos estos textos que nos hablan de la igualdad y de la desigualdad en términos de disposición de los cuerpos.
Puede que nos hablen de la misma cosa. Hay que verificarlo.

No es un collage surrealista, destinado a provocar por el encuentro fortuito de los heterogéneos el choque de un sentido o
un sinsentido que testimonie de la potencia oculta del pensamiento o de la sensibilidad. No es tampoco una lectura
sintomal, destinada a sorprender algún secreto bien escondido bajo la superficie del texto o tras la apariencia que dispone,
ni la estrategia de la histérica que quiere forzar al maestro a rascarse donde le pica. Todo el mal que este método desea al
maestro es llevarle al punto donde se revela ser un maestro igualitario. La lectura que este método practica tiene por
objeto hacer que los textos que no se encontraban se encuentren. Hay la frase de Platón y la de Gauny. Es posible
atravesar el espacio inmenso que separa un objeto de la historia social de un enunciado de la filosofía, atravesar siglos,
discursos, condiciones sociales y políticas para operar una verificación: puede que estas frases nos hablen de “una” misma
cosa, que el obrero carpintero piense como Platón, que el territorio del pensamiento sea entonces un territorio igualmente
compartido. Y puede también que Platón, ignorante de las leyes del capitalismo y de la condición obrera en tal o tal etapa
de su desarrollo, nos instruya mejor que los que las conocen sobre las razones de la ausencia de tiempo del carpintero.
Pues el pensamiento, tanto el de Platón como el del carpintero, es también una manera de no saber, de alejar las razones
particulares y las diferencias sin fin que evitan la cuestión de su propia compartición. Es esto también lo que quiero decir
la teoría del “maestro ignorante”.

Poner juntas las dos frases, es constituir una escena de inteligibilidad de la igualdad y de la desigualdad. Es una etapa, una
parada en la travesía o en la espiral igualitaria. La parada, por supuesto, no es arbitraria. Detenerse en el territorio de la
filosofía, en Platón el particular, es detenerse allí donde uno se ocupa específicamente de saber qué caracteriza el poder
del pensamiento y la compartición de ese poder. Ya no como un sociólogo que remite juicios al “ethos” que los produce o
como un historiador que nos muestra cómo los individuos piensan lo que su tiempo vuelve pensable, sino directa y
literalmente bajo la forma de la cuestión: ¿Cómo en general la potencia del pensamiento se comparte, esto es, a la vez, se
ejerce como común y distribuída en posiciones exclusivas? La filosofía se constituyó como tal dando una respuesta a esta
cuestión: el pensamiento define su compartición propia separándose de su opuesto que es la opinión. Una frase, un
argumento son del pensamiento desde el momento en que son enunciados desde el punto de vista de cualquier sujeto
(“desaparición elocutoria” del sujeto, dice Mallarmé), desde el momento en que se piensa desde el punto de vista de lo
universal. La opinión, a la inversa, es lo que expresa la particularidad de un individuo, de un modo de ser o de sentir.

La oposición es perfectamente clara, tanto como la de la palabra y la voz. Pero, como ella, se confunde desde que se
plantea la pregunta: ¿cómo se reconoce que una frase lleva la potencia universalmente compartible del pensamiento y que
otra lleva la marca de la particularidad de la opinión? ¿Y qué pasa en primer lugar con la frase que separa el pensamiento
de la opinión? Es la pregunta – siempre la misma – de la condición de la condición. Y la respuesta, otra vez, supone el
recurso al dios y al relato de compartición. Hacen falta relatos que dispongan los cuerpos en el registro del pensamiento o
de la opinión, de la compartición o de lo incompartible. Así hacen los mitos de Platón: cuando las cigarras cantan en la
hora cálida, la humanidad se comparte en dos: los unos se duermen con el sueño que repara las horas de trabajo, los otros
se ponen a hablar, a intercambiar los argumentos al diapasón del canto divino. Cuando el carro divino alcanza la cumbre
del cielo, los unos siguen y los otros no, etc. Cuando se trata del llano de la verdad a partir del cual todo se distribuye, hay
que hacer relatos. Y hay que creer esos relatos, hacer como si fuesen verdaderos, para asegurar que el pensamiento se
distinga de la opinión de un modo enteramente reconocible – reconocible menos en el contenido de los enunciados que en
la manera de ser de los cuerpos que los enuncian. Así la distinción del pensamiento y de la opinión debe desdoblar el
universal, presentarlo dos veces: como el punto de vista a partir del cual el pensamiento puede ser compartido por todos y
como principio de distribución exclusiva de las posiciones. Esto no quiere decir que la filosofía esté fundada en la
opresión. Esto quiere decir que la filosofía nos muestra la potencia del pensamiento como potencia siempre desdoblada,
como producida por operaciones de guerra, por relatos que distribuyen y relanzan la distribución, singularizando el
universal de una manera polémica.

¿Cuál es entonces el estatuto del discurso que efectúa esta travesía, captura esos fragmentos y pone al día esas
operaciones? ¿Hay que llamarlo o no filosófico? La respuesta depende evidentemente de una elección en cuanto a lo que
se quiera hacer decir a la palabra filosofía. O bien se considera a la filosofía como un pensamiento del pensamiento que
constituye un sistema de razones saturado. Se dirá entonces que ese discurso no es filosofía, que es un poema hecho con
trozos tomados de la filosofía. O bien se piensa que la filosofía es una intervención que redestribuye los discursos
constituidos, que inventa dispositivos argumentativos y narrativos singulares para remitirlos a la consideración de su
igualdad como manifestaciones de la potencia de la lengua y del pensamiento. Se podrá decir entonces que es filosofía. Se
puede además pensar que la relación entre filosofía y no-filosofía es, en ese caso, indecidible, y que el título o su ausencia
no cambia su efectividad – o su inefectividad. Se podrá llamar entonces a ese discurso, como lo sugiera Yves Duroux, una
contra-filosofía.
¿Qué es lo central en todos los casos? Para retomar los términos de Alain Badiou, diré que lo que yo he inventado – sea
cual sea el nombre que se le dé –, es una forma de transmisión de la invención igualitaria, cierto tipo de travesía de los
discursos apropiada para transmitir el sentido – esto es la significación pero también el sabor – de la potencia igualitaria.
Althusser hablaba de “lucha de clases en la teoría”. Yo hablaría más bien de guerra de los discursos y diría que he
practicado cierto tipo de guerrilla operando en este intervalo “crítico” de los discursos donde se forman y se verifican la
opinión de la igualdad y la opinión de la desigualdad.

La construcción de un espacio de inteligibilidad de la afirmación igualitaria pasa por esta estrategia discursiva de travesías
de los territorios, de ensamblaje de los fragmentos y de constitución de las escenas. Pero esta estrategia discursiva no es
exclusiva. Seguir la espiral de la emancipación, el poder de la escritura, las formas de la reconfiguración de lo sensible,
esto me ha permitido también poner en obra, en oposición a todo vagabundeo, unas estrategias definicionales, incluso
sobre sujetos de los que se suele decir gustosamente que el esfuerzo definicional es vano. He operado así, en El
Desencuentro o en las Diez Tesis Sobre La Política una formalización definicional de las operaciones discursivas que
pude llevar a cabo circulando entre un Manifiesto De Los Chicos Modistos, la “economía cenobiótica” de Gauny, la
historia romana revisitada por Ballanche y los textos de Platón, Aristóteles o Marx, para responder brutalmente a la
pregunta: ¿qué es la política? He consagrado libros a cuestiones tan masivas como: ¿qué puede estética querer decir? ¿Qué
se entiende por literatura? En todos esos casos, ya no se ha tratado para mí de trazar espirales para deshacer identidades
constituidas sino de establecer la pertinencia de ciertos términos, de poner a la obra lógicas composicionales para decir lo
que es una forma de práctica, un régimen de pensamiento o de escritura, para definir criterios que permiten por ejemplo
comprender cómo se pasa del régimen representativo al régimen estético o de las belles-lettres a la literatura.

Pero este pasaje de lo narrativo a lo sistemático no define un andar en la dirección contraria, del mismo modo en que no
significa un alejamiento en relación a las problemáticas del presente. Lo subrayé respondiendo a Bruno Bosteels: el
comentario de Platón y de Aristóteles no es menos actual, menos comprometido en las problemáticas políticas del
presente que los trabajos históricos o los artítculos polémicos de las Révoltes Logiques. Volver sobre los “orígenes” de la
“filosofía política”, es una manera de responder a un contexto marcado por las prácticas del consenso y por las
teorizaciones adversarias y cómplices del “retorno” de la política y de su “fin”. La pregunta planteada por El
Desencuentro, es: ¿qué puede ser la política si es posible caracterizar la misma situación como su fin y como su retorno?
¿Qué forma de borrado de la política es común a este fin y a este retorno y cómo podemos comprender las formas de la
política a partir de las formas que adquiere su borrado? Y, recíprocamente, ¿cómo pensar la política de tal manera que su
borrado sea siempre un asunto tendencial y local, nunca un destino histórico? Esto quier decir también: ¿cómo pensar la
multiplicidad de sus ocurrencias, de las formas de alteración que produce, sin remitirlas a una lógica absolutizada de la
excepción? Lo que hay en juego en el trabajo sistemático y definicional es entonces lo mismo que hay en las travesías
narrativas: se trata de deshacer las clausuras, y más particularmente las clausuras temporales. Pues el origen, el final o el
retorno son también las armas de una querella. Son las acciones que sirven para tomar la política con las tenazas de una
normalidad que circunscribe el territorio para reservar su uso y de una excepción ligada a formas de historicidad que se
declaran obsoletas. El tiempo, entendido aquí como manera de historizar y de periodizar, aparece una vez más como el
operador indisolublemente conceptual y sensible, “a priori” y factual, que sirve para poner la condición bajo condición. El
“¿Qué es la política?” de El Desencuentro es entonces una manera de aflojar la relación de la condición a su condición,
diferente de la que seguía la espiral de la “noche” obrera pero equivalente en su pretensión.

Ocurre lo mismo con el trabajo con lo que literatura o estética quieren decir. Si me he lanzado en esa inmensa genealogía
del régimen estético, es también ampliamente en razón de las problemáticas políticas que se detenían en las
temporalizaciones del arte: fin del arte o de la estética, fin de la modernidad, declaración de una edad postmoderna,
voluntad de liberar el arte de la clausura estética para asignarlo a la estupefacción sublime o hacerle llevar la marca de las
infamias de un siglo, todo ello inscribe el “pensamiento del arte” en un horizonte en el que el estudio de las condiciones
que nos vuelven pensable algo como el arte está unido a un diagnóstico sobre la modernidad, la Ilustración, la revolución,
las utopías, el totalitarismo, etc. Todos estos discursos denuncian un anudamiento histórico-ontológico fatal de las
prácticas del arte a los enunciados del discurso y a las problemáticas de la política. Lo denuncian bajo el modo de una
captación de lo auténtico por lo inauténtico, de una práctica por discursos y finalidades que le son exteriores. Está claro
que este discurso sobre la instrumentalización del arte es él mismo una instrumentalización grosera destinada a poner a la
hora del “fin de la utopías” la reflexión sobre el arte. Pero el problema no es simplemente el de denunciar el discurso del
fin. Es el de revocar el tipo de temporalidad que él construye: el discurso sobre el “fin” de la modernidad es en efecto
solidario de las simplificaciones del discurso de la modernidad misma, de su manera de construir rupturas simples (fin de
la representación, autonomización de cada práctica artística, etc.). Es también el problema de mostrar que no ha habido
“captación” de la práctica artística por el discurso estético, las utopías políticas, etc. Pues no hay arte sino en el interior de
un régimen de identificación que nos lo hace ver como arte, y la “política” no es algo que le viene al arte desde el exterior.
Está desde el principio incluida en la configuración del régimen que lo define como tal. El régimen estético que hace que
veamos las cosas como artísticas, hace también que el arte desplegue cierta política; que tenga su igualdad propia: la
igualdad de los temas, la destrucción de la relación jerárquica forma/materia; que provoque desplazamientos de los
cuerpos, como la disyunción entre el brazo del carpintero y su mirada; que produzca también programas metapolíticos,
esto es, programas que tratan de realizar en verdad, en las relaciones de la vida sensible, lo que la política busca en el
universo de las formas de la vida pública.

Tocamos aquí, más allá de la reevaluación de los pobres discursos del fin, una problemática esencial, que da su sentido a
mi trabajo para “definir” la estética: la del anudamiento entre política y metapolítica. Todo lo que puede machacarse sobre
la modernidad y su clausura, los crímenes de la revolución, las utopías funestas, etc., todo ello remite a la cuestión
positiva de las formas de este anudamiento y de las formas de su desanudamiento. Ha sido de largo, de hecho, la estética,
esto es el régimen estético del arte, el terreno de constitución de los programas de superación de la política. Y
evidentemente se pueden denunciar, denunciar la toma de la política por la metapolítica. Pero para hacerlo de un modo
que no sea el del resentimiento, hay que plantear también el problema: ¿Qué puede la política por ella misma? Es, claro, el
problema “crítico” inherente al despliegue político de la igualdad: ¿qué puede la política? ¿Hasta dónde puede ir? Es esta
pregunta la que se me dirije de hecho cuando se me objeta que la política, tal como yo la describo, es: pequeñas escenas
de interlocución y de manifestación, y además otras pequeñas escenas, que nunca nos llevan muy lejos. Afirmar la
potencia de la igualdad, está bien, dicen. Se puede hacer y rehacer cuarenta mil veces, pero nos gustaría mucho saber
cómo ir más allá, hacia un mundo efectivamente realizado de la igualdad. Ciertamente la cuestión se plantea, pero no es
mi propia cuestión para nada, y hay que plantearla en su generalidad: ¿se puede definir la política como una capacidad en
exceso sobre sí misma? Definir la política a partir de sus condiciones de posibilidad, es plantear la cuestión de los límites
de su poder, de lo que podemos saber de esos límites. La cuestión se plantea a todo el mundo, sea cual sea el cuidado – o
el énfasis – que uno ponga en afirmar las necesidades de la organización y las virtudes de la estrategia. Esta afirmación no
evita ver que las relaciones de fuerza hoy no son verdaderamente favorables a los que afirman la causa de la igualdad. No
impide el retorno de la pregunta planteada por Jacotot acerca de la emancipación. Se puede, decía él, emancipar a todos
los miembros de una sociedad, pero no se emancipará nunca a una sociedad. Todo el mundo puede ser igual, eso no
desembocará nunca en un proceso social. Incluso si afirmamos, contra él, una dimensión colectiva de las afirmaciones
igualitarias, reencontramos la cuestión bajo una forma renovada: siempre se pueden constituir colectivos igualitarios.
¿Pero cómo llevar esta afirmación hasta el final de sí misma, cómo hacer un mundo de igualdad? Este exceso de la
política sobre sí misma, siempre se ha confiado a la metapolítica: idea schilleriana y romántica de la revolución de la vida
sensible que exceda la revolución política; idea marxiana de la revolución humana o de la revolución de los productores
que culmine una forma de humanización del mundo inherente a la actividad productiva. La afirmación metapolítica se
sostiene entonces gracias a algo más: la creencia en que el orden del mundo mismo trabaja al mismo tiempo que los que
abren a la afirmación de la potencia igualitaria. Es todavía esta fe la que sostiene hoy en día la idea de un comunismo de
las multitudes: el capitalismo industrial no ha proveído los enterradores esperados, pero el capitalismo post-industrial los
provee, extendiendo el concepto de producción a la totalidad misma de los actos intelectuales y de las vivencias afectivas.
Desarrolla esta potencia intelectual y afectiva que quebrará con su potencia vital las barreras del Imperio.

Si se sostiene, por el contrario, que el orden del mundo no tiene ninguna razón para conspirar con los que afirman la
potencia igualitaria, si se disocia la política de toda fe histórica, hay desde luego que plantear la pregunta: ¿qué puede la
política? Y la cuestión correlativa: ¿qué esperamos precisamente de la afirmación igualitaria? ¿Qué futuro le concedemos?
Ya no iré más lejos hoy. Terminaré sobre la misma anotación jacotista, recordando que hay dos grandes pecados contra la
emancipación. El primero es decir: “yo no puedo”. El segundo es decir: “yo sé”.
El viraje ético de la estética y la política Jacques Rancière
Agradezco en primer lugar a la Universidad ARCIS, a las escuelas de Filosofía y de Sociología, y al
Magíster en Sociología. Agradezco muy particularmente a María Emilia Tijoux que trabajo mucho
para llevar a cabo esta manifestación, a Alejandra Castillo, a Sergio Rojas y a Iván Trujillo. También
agradezco a la Embajada de Francia y el Instituto Chileno-Frances por este apoyo, y a las
traductoras que hacen un gran trabajo. Les agradezco, por supuesto, a todos ustedes por su
presencia.

Primero debo precisar el sentido de mi titulo. Ética es efectivamente una palabra que se presta a
equívocos. A menudo se piensa a la ética Como una instancia general de normatividad, a la luz de la
cual se juzgaría la validez de prácticas y de discursos de diferentes esferas de acción. En este
sentido, el viraje ético significaría que la política o el actualmente están cada vez más sometidos a
una investigación moral sobre la validez de sus principios y las consecuencias de sus prácticas.

Pero no creo que esto sea a lo que asistimos actualmente. Es muy cierto que la ética hoy día se
invoca un poco para todo. Pero este reino de la ética no es el de un juicio moral sobre las
operaciones del arte o las acciones de la política. A la inversa, significa la constitución de una esfera
indistinta, en donde se disuelve la especificidad de las prácticas políticas o artísticas, pero también lo
que constituía el corazón mismo de la vieja moral: a saber, la distinción entre el hecho y el derecho,
entre el ser y el deber ser. La ética es la disolución de la norma en el hecho, la identificación
tendencial de todas las formas de discursos y de prácticas bajo el mismo punto de vista indistinto.
Hay que recordar que, antes de significar norma o moralidad, la palabra ethos significa dos cosas:
significa la estadía y significa la manera de ser, el modo de vida que corresponde a esta estadía. La
ética es entonces el pensamiento que establece la identidad entre un entorno, una manera de ser y
un principio de acción. Y es esta identidad lo que caracteriza la inflación ética de hoy. Ella opera, en
efecto, la conjunción singular entre dos fenómenos: por un lado, la instancia del juicio que aprecia y
que elige se encuentra rebajada ante el poderío de la ley que se impone. Pero, por el otro, la
radicalidad de esta ley se refiere a la simple obligación de un estado de cosas. La indistinción
creciente del hecho y de la ley da lugar, entonces, a una dramaturgia inédita del mal y de la
reparación infinita.

Para ilustrar lo que quiero decir con esto, partiré de dos filmes recientes, ambos consagrados a los
avatares de la justicia en el seno de una comunidad local: el primero de estos filmes es Dogville de
Lars Von Trier. El filme nos cuenta la historia de Grace, una extranjera que para hacerse aceptar por
los habitantes del pequeño pueblo, se pone a su servicio, al precio de sufrir primero la explotación y
luego la persecución. Esta historia nos permite medir una separación entre dos edades, en efecto,
transpone de hecho una celebre fábula teatral, la de Santa Juana de los Mataderos de Bertold
Brecht, que buscaba hacer reinar la moral cristiana en la jungla capitalista. Pero la fábula de Brecht
se situaba en un universo donde todas las nociones se dividían en dos. La moral cristiana se
revelaba ineficaz para luchar contra la violencia del orden económico. Ella debía transformarse en
una moral militante, que tomaba por criterio las necesidades de la lucha. El derecho de los oprimidos
se oponía así al derecho que protegía la opresión y esta oposición de dos violencias también era la
de dos morales y de dos derechos.
Esta división entre la violencia de la moral y la del derecho tiene un nombre. Se llama propiamente
política. La política no es como se dice generalmente lo opuesto a la moral. Es más bien su división.
Así, Santa Juana de los Mataderos era una fábula de la política, que mostraba la imposibilidad de la
mediación entre dos derechos y dos violencias. En cambio, el mal reencontrado por Grace en
Dogville, sólo conduce a una causa que esta en el mal mismo. Grace ya no es el alma buena
mistificada. Ella es solamente la extranjera, la excluida que desea hacerse admitir en la comunidad
que la sojuzga antes de rechazarla. La desilusión y la pasión de Grace ya no dependen de ningún
sistema de dominación por comprender y destruir. Dependen de un mal que es causa y efecto de su
propia reproducción. Por eso, la única justicia que conviene, y que finalmente llega, es la limpieza
radical que se ejerce contra la comunidad por el Padre de Grace, que no es otro que el rey de los
Truhanes. En tiempos de Brecht se decía: solo la violencia ayuda allí donde reina la violencia. Hoy
día diríamos: solo el mal retribuye el mal, tal seria la fórmula transformada, propia a los tiempos
consensuales y humanitarios. Traduzcamos esto en el Léxico de George W. Bush: sólo la justicia
infinita es apropiada a la lucha contra el eje del mal.

Es cierto que el término de justicia infinita ha hecho rechinar algunos dientes. Se ha dicho que era
una mala elección. Pero pienso que ha sido muy buena. Es sin duda por la misma razón que la moral
de Dogville provocó escándalo. Se le reprochó al filme su falta de humanismo. Este defecto de
humanismo, sin duda reside en la idea misma de una justicia hecha a la injusticia. En este sentido,
una ficción humanista sería una ficción que suprime esta justicia, borrando la oposición misma de lo
justo y lo injusto. Esto es claramente lo que propone otro filme, Mystic River de Clint Eastwood(1). En
este filme, el crimen de Jimmy, que ejecuta a su antiguo camarada Dave porque lo cree culpable del
asesinato de su hija, queda impune. Queda como un secreto guardado en común por el culpable y
por su compadre, el policía Sean. ¿Por que esto? Porque la culpabilidad conjunta de Jimmy y de
Sean, excede lo que un tribunal puede juzgar. Fueron ellos cuando eran niños, quienes condujeron
al pequeño Dave a sus arriesgados juegos callejeros. Fue por su causa que Dave fue detenido por
unos falsos policías que lo violaron. Como consecuencia de ese trauma, Dave se convirtió en un
adulto problemático, y sus comportamientos aberrantes lo designaron como culpable ideal para el
asesinato de la joven.

Dogville transformaba una fábula teatral y política de los años treinta. Mystic River por su parte,
transforma una fábula cinematográfica y moral de los años cuarenta: el escenario del falso culpable,
ilustrado sobre todo en el cine por Hitchcock y por Fritz Lang. En ese escenario, la verdad enfrentaba
la justicia falible de los tribunales y terminaba por vencer, al riesgo de reencontrar a veces otra forma
de fatalidad. Pero hoy día el mal, a veces con sus inocentes y sus culpables, se ha convertido en
trauma. Pero el trauma no conoce ni inocentes ni culpables. Es un estado de indistinción entre
culpabilidad e inocencia. Es en el seno de esta violencia traumática que Jimmy mata a Dave, quien a
su vez es víctima de un trauma consecutivo a su violación, cuyos autores sin duda, eran
probablemente víctimas de otro trauma. En Lang o en Hitchcock, hace cincuenta años, el violento o
el enfermo se salvaban por la reactivación de un secreto de infancia olvidado. Más, ese traumatismo
de infancia llegó a ser el traumatismo del nacimiento, la simple desgracia que afecta a todo ser
humano por ser un animal nacido demasiado pronto. Esta desgracia a la que nadie escapa, revoca la
idea de una justicia hecha a la injusticia. Ella no suprime el castigo, pero suprime su justicia. Ella trae
consigo los imperativos de la protección del cuerpo social, que siempre comportan más de un
desplazamiento. La justicia infinita toma entonces la figura "humanista" de la violencia necesaria para
mantener el orden de la comunidad, exorcizando el trauma.

En materia política, el trauma se llama claramente terror. Terror es una de las palabras maestras de
nuestro tiempo. Es ciertamente la que designa una realidad de crimen y de horror que no podemos
ignorar. Pero también es un termino de indistinción. Terror, designa los atentados del 11 de
septiembre o del 11 de marzo del año 2004 en Madrid y la estrategia en la que se inscriben. Pero
cada vez con más frecuencia, esa palabra también designa el choque que los acontecimientos
produjeron en los espíritus, el temor a que tales acontecimientos se reproduzcan, el temor de
violencias aún más impensables, la situación marcada por esas aprehensiones, la gestión de esta
situación por los aparatos de Estado, etc. Hablar de guerra contra el terror es establecer una sola y
misma cadena, desde los atentados hasta la angustia íntima que puede habitar en cada uno de
nosotros. Lo que responde entonces al fenómeno del terror, es bien una justicia infinita, que ataca a
todo lo que suscita o que podría suscitar el terror. Una justicia que no se detendrá jamás o que se
detendrá cuando haya cesado el terror, que por definición no se detiene jamás en los seres
sometidos al traumatismo del nacimiento. Al mismo tiempo, esta justicia infinita es una justicia que se
ubica por encima de toda regla de derecho.

Estas dos historias del cine reseñan bastante bien el cambio de coordenadas que trato de resumir
con la idea del viraje ético. El aspecto esencial de este proceso no es el retorno a las normas de la
moral. Es, por el contrario, la supresión de la división que la palabra misma de moral implicaba. La
moral implicaba la separación de la ley y del hecho. Implicaba, al mismo tiempo, la división de
morales y derechos, es decir, la división entre las maneras de oponer el derecho al hecho. La
supresión de esta división tiene un nombre: se llama consenso.

Consenso es una de las palabras claves de nuestro tiempo. Pero tendemos a minimizar su sentido.
Algunos lo colocan en el acuerdo global de los partidos de gobierno y de oposición respecto a los
grander intereses nacionales. Otros ven en él, más ampliamente un estilo nuevo de gobierno,
dándole preferencia a la discusión y a la negociación para resolver el conflicto. Pero el consenso
significa mucho más: significa un modo de estructuración simbólica de la comunidad, que evacua el
corazón mismo de la comunidad política, es decir, el disenso. En efecto, la comunidad política, en
sentido propio, es una comunidad estructuralmente dividida, no solamente dividida en grupos de
interés o de opiniones, sino respecto a si misma: un pueblo político no es nunca la misma cosa que
la suma de una población. Siempre es una forma de simbolización suplementaria respecto a toda
cuenta de la población. Y esta forma de simbolización es siempre una forma litigiosa. La forma
clásica del conflicto político opone varios pueblos en uno solo: hay un pueblo inscrito en las formas
existentes del derecho y de la constitución, hay otro que esté encarnado en el Estado, y hay el que el
derecho ignora aún y al que el Estado no reconoce el derecho. El consenso es la reducción de esos
pueblos a uno solo, idéntico a la cuenta de la población y de sus partes.

Colocando el pueblo en la población, el consenso trae consigo también el derecho al hecho. Su


trabajo es tapar todos los intervalos entre derecho y hecho, por los cuales el derecho y el pueblo se
dividen. La comunidad política es, así, tendencialmente transformada en comunidad ética, es decir,
en comunidad de un solo pueblo, donde todo el mundo supuestamente cuenta. Esta cuenta choca
solamente con un resto problemático, al que denomina excluido. Pero hay dos maneras de plantear
la exclusión misma. En la comunidad política, el excluido es un actor conflictivo, que se hace incluir
como sujeto suplementario, portador de un derecho no reconocido o testigo de la injusticia del
derecho existente. En cambio, en la comunidad ética, este suplemento ya no tiene lugar de ser,
porque todo el mundo esta incluido. El excluido, entonces, no tiene estatuto. Por un lado, es
simplemente el enfermo, el retardado, a quien la comunidad debe tender una mano que lo socorre.
Por otro lado, se convierte en el otro radical, aquel que nada separa de la comunidad, salvo el simple
hecho de ser extranjero en ella, y que por tanto la amenaza al mismo tiempo en cada uno de
nosotros. La comunidad nacional despolitizada se constituye, entonces, como la pequeña sociedad
de Dogville, en la duplicidad entre el servicio social de proximidad y el rechazo absoluto del otro.

A esta nueva figura de la comunidad nacional corresponde un nuevo paisaje internacional. La ética
forma de lo humanitario y luego bajo la justicia infinita ejercida contra el eje del mal. Lo ha instaurado
a través de un mismo proceso de indistinción creciente, de hecho y de derecho. En el escenario
internacional, este proceso se traduce por el desvanecimiento tendencial de los derechos humanos.
Sin embargo, este desvanecimiento ha operado por un desvío, por la constitución de un derecho que
va más allá de todo derecho, el derecho absoluto de la victima. Esto implica un vuelco significativo
de lo que es, de cierto modo, el fundamento de los derechos humanos. Estos han sufrido en veinte
años, una transformación significativa. Víctimas durante mucho tiempo de la sospecha marxista,
rejuvenecieron en los años ochenta del siglo pasado con los movimientos disidentes de la Europa del
Este. Y la caída del sistema soviético durante los años `90, pareció abrir la vía de un mundo donde
los consensos nacionales se prolongarían en un orden internacional fundado en esos derechos. Esta
visión optimista fue rápidamente desmentida por la explosión de nuevos conflictos étnicos o de
nuevas guerras de religión. Los Derechos Humanos habían sido el arma de los disidentes del Este,
cuando oponían otro pueblo a aquel que el Estado pretendía encarnar. Estos derechos se convierten
ahora en los derechos de las poblaciones víctimas de las nuevas guerras étnicas, de individuos
expulsados de sus casas destruidas, de mujeres violadas o de hombres masacrados. Se convierten
en los derechos específicos de todos aquellos que están incapacitados de ejercer sus derechos. En
consecuencia, o bien estos derechos ya no son nada, o bien, se convierten en derechos absolutos;
derechos absolutos de los sin derecho que exigen una respuesta, ella misma absoluta, por encima
de cualquier norma jurídica formal.

Pero, por supuesto, éste derecho absoluto del sin derecho, solo puede ser ejercido por un otro. Es a
esta transferencia a la que primero se llamó derecho de injerencia y luego guerra humanitaria. Solo,
posteriormente, en un segundo momento, la guerra humanitaria se convirtió en la justicia infinita
ejercida contra un enemigo invisible y omnipresente que vendría a amenazar al defensor del derecho
de las víctimas en su propio territorio. El derecho absoluto se identifica, entonces, con la simple
exigencia de seguridad de una comunidad de hecho. La guerra humanitaria deviene así la guerra sin
fin contra el terror: una guerra que no es una, porque no es mas que un dispositivo de protección
infinita, el mismo parte integrante del trauma elevado a rango de fenómeno de civilización.

Lo que se opone al mal del terror es, o bien, un mal menor, la simple conversación de lo que hay, o
bien, una salvación que vendría de la radicalización misma de la catástrofe.
Este vuelco del pensamiento se instaló en el corazón del pensamiento filosófico en sus dos formas
mayores: ya sea la afirmación de un derecho del Otro, fundamento que funda filosóficamente los
ejércitos de intervención, o bien, la afirmación de un estado de excepción que hace inoperantes a la
política y al derecho, dejando solo la esperanza de una salvación mesiánica surgida del fondo de la
desesperanza. La primera posición ha sido bien resumida por Jean-Francois Lyotard, en un texto
que justamente se citula The Other's Rigths(2). Este texto, escrito en 1993, respondía a una pregunta
planteada por Amnistía Internacional: ¿Qué ocurre con los derechos humanos en el contexto de la
intervención humanitaria? En su respuesta Lyotard le daba a los "derechos del otro", una
significación que aclara bien lo que quiere decir el viraje ético. Los derechos del hombre, explicaba,
no pueden ser los derechos del hombre en tanto hombre, los derechos del hombre desnudo. Era ya
el argumento de Burke, de Marx o de Hannah Arendt. Ellos habían explicado que el hombre
desnudo, el hombre apolítico es un hombre sin derecho. El hombre debe ser algo más que un
hombre para tener derechos. Históricamente, este otro que el hombre, se llamo ciudadano. Y la
dualidad del hombre y del ciudadano alimentó dos cosas. Por una parte, la crítica de la duplicidad de
esos derechos, y la acción política que, por otra parte, instalo dichos disensos en la separación
misma del hombre y del ciudadano. Pero en el tiempo del consenso y de la acción llamada
humanitaria, esto otro más que el hombre sufrió una mutación radical. Ya no es más el ciudadano
que se agrega al hombre, es el inhumano que lo separa de él mismo. En efecto, en esas violaciones
de los derechos del hombre que se acusa de inhumanas, Lyotard, ve la consecuencia del
desconocimiento de un otro "inhumano", de un inhumano de alguna manera constitutivo, podríamos
decir. Este "inhumano" es la parte de nosotros que no controlamos, indefensión de la infancia, ley del
inconciente, relación de obediencia hacia un Otro absoluto. Lo Inhumano es esta radical
dependencia del humano, frente a un absolutamente otro que él no puede manejar. El "derecho del
otro", es entonces el derecho de testimoniar de esta sumisión a la ley del otro. Segtin Lyotard, la
violación de este derecho comienza con la voluntad de manejar lo inmanejable. Esta voluntad habría
sido el sueño de las Luces y de la Revolución, y el genocidio nazi la habría cumplido exterminando al
pueblo cuya vocación es dar testimonio de la necesaria dependencia frente a la ley del Otro. Esta
voluntad se mantendría todavía hoy bajo las formas suaves de la sociedad de la comunicación y de
la transparencia generalizadas.

De éste modo, dos rasgos caracterizan el viraje ético. Primero, es una reversión del curso del tempo:
el tiempo volcado hacia el fin a realizar —progreso o emancipación—, es reemplazado por el tiempo
tornado hacia la catástrofe que esta detrás de nosotros. Pero, también, el viraje ético es una
nivelación de las formas mismas de la catástrofe que se invoca. La exterminación de los Judíos de
Europa aparece entonces, como la forma manifiesta de una situación que caracteriza muy bien lo
ordinario de nuestra existencia democrática y liberal. Es lo que resume la fórmula de Giorgio
Agamben: el campo es de nomos de la modernidad, es decir, su lugar y su regla(3). A diferencia de
Leotard, Agamben no funda ningún derecho del Otro. Denuncia la generalización del estado de
excepción y apela a una salvación mesiánica venida del fondo de la catástrofe. Par tanto su análisis
resume bastante bien lo que yo denomino viraje ético. En efecto, el Estado de excepción es un
estado que indiferencia verdugos y víctimas, tal como hace equivalente lo extremo del crimen del
Estado nazi y lo ordinario de la vida de nuestras sociedades. El verdadero horror de los Campos,
dice Agamben, todavía más que la cámara de gas, es el partido de fútbol que oponía en las horas
vacías a los SS y los judíos de los sonderkommandos(4). Y este partido se reinicia cada vez que
nosotros prendemos la televisión para ver un partido de fútbol. Todas las diferencias se borran así en
la ley de una situación global. Esta aparece entonces como el cumplimiento de un destino ontológico
que no deja ningún lugar al diseño político y solo espera como salvación una improbable revolución
ontológica.

Esta desaparición tendencial de las diferencias de la política y del derecho en la indistinción ética,
define también, un cierto presente del y de la reflexión estética. Lo mismo que la política se borra con
el par del consenso y de la justicia infinita, el y la reflexión estética tienden a redistribuirse en una
visión que consagra al al servicio del lazo social y otra que lo consagra al testimonio interminable de
la catástrofe.

Los dispositivos por los cuales él , hace algunas décadas, quería atestiguar de la contradicción de un
mundo marcado por la opresión, tienden hoy día a testimoniar en su lugar de una común ética.
Comparamos por ejemplo dos obras que a treinta años de distancia explotan la misma idea. En el
tiempo de la guerra de Vietnam. Chris Burden había creado lo que llamaba su "Otro memorial",
memorial dedicado a los muertos del otro lado, es decir, a los miles de víctimas vietnamitas sin
nombre y sin monumento. Sobre las placas de bronco de su monumento, les había dado nombres a
esos anónimos: nombres de consonancia vietnamita, de otros anónimos que había recopilado al azar
en las guías de teléfonos. Pero, treinta años después Christian Boltanski presentaba una instalación
titulada: Les Abonnés du telephone, un dispositivo constituido por dos grandes estantes que
contenían guías del mundo entero y por dos largas mesas, donde los visitantes podían sentarse para
consultar a su gusto, una u otra de esas guías. La instalación de hoy día reposa, entonces, en la
misma idea formal que el contra-monumento de ayer. Pero su sentido ha cambiado completamente.
Ayer, se trataba de devolverle un nombre a quienes la fuerza de un Estado había privado de su
nombre y de su vida. Hoy día los anónimos son, simplemente, como lo dice el artista, “especímenes
de humanidad", con los cuales nos encontramos vinculados en una gran comunidad. De una manera
significativa, esta instalación estaba incluida en una exposición que fue presentada en el año 2000
en Paris con el titulo: Voilà. Le monde dans la tete(5). Dicha exposición, buscaba reunir testimonios
de un siglo de historia común. Así, saliendo de la sala de Boltanski, el visitante encontraba una
instalación Sonora de On Kawara, que le hacia escuchar la enumeración de algunos de los últimos
cuarenta mil años. Más lejos, Flans Peter Feldmann, le presentaba las fotografías de cien personas,
de uno a cien años. Más allá, un escaparate de fotografías de Fischli y Weiss, le hacía ver un Monde
visible, similar a las fotos de vacaciones de nuestros álbumes de familia, etc., etc.

Todas esas instalaciones jugaban entonces sobre lo que treinta años antes había sido el resorte de
un crítico: la introducción sistemática de objetos y de imágenes del mundo profano en el templo del
arte. Pero el sentido de esta mezcla, ha cambiado radicalmente. Antes, el encuentro de elementos
heterogéneos buscaba resaltar las contradicciones de un mundo dominado por la explotación y
quería cuestionar el lugar del y de sus instituciones en ese mundo conflictivo. Hoy día la unión de
elementos heteróclitos se afirma como la cooperación positiva de un arte que archiva y testimonia de
un mundo común. Esta unión se inscribe entonces en la perspectiva de un marcado por las
categorías del consenso donde se trata de devolver el sentido perdido de un mundo común o reparar
las fallas del lazo social. Puede que esta búsqueda se exprese directamente, por ejemplo, en el
programa de lo que se denomina arte relacional, que quiere sobre todo crear situaciones de
proximidad, propicias a la elaboración de nuevas formas de lazos sociales. Pero ella se hace sentir
más considerablemente, en el cambio de sentido que afecta a los mismos procedimientos utiliza dos
con distancia por los propios artistas. Así es como ya en los años sesenta, un cineasta como Godard
recurría sistemáticamente al collage de elementos aparentemente sin relación. Pero lo hacía en
forma de choque de elementos heterogéneos. Por ejemplo, el choque entre el mundo de la "gran
cultura" y el mundo de la mercancía: en Le mepris era I´odysée filmada por Fritz Lang y el cinismo
brutal del productor, en Pierrot le fou era 1´histoire de I´art de Elie Faure y la publicidad para las
fundas Scandale, etc,. etc. Treinta años después, las Histories du cinema todavía se fundan en ese
collage sistemático de elementos heterogéneos. Pero el procedimiento ha cambiado completamente
de sentido, ya no es polémico sino fusional. Ahora, Godard mezcla las imágenes de los muertos
filmados por Georges Stevens en Ravensbrück, con otros planos del mismo cineasta sacados del
filme Une place au soleil, que nos muestra a una Elizabeth Taylor radiante y asocia esas imágenes
con una Marie-Madeleine sacada de los frescos del Giotto.

Hace treinta años un mal montaje, habría denunciado el compromiso del gran europeo y la felicidad
americana con la exterminación olvidada, un poco a la manera de los fotomontajes de Martha Rosier,
que confrontaban las imágenes del consumo americano, con los horrores de la muerte en Vietnam.
Pero en las Histories du cinema, Godard les otorga un sentido completamente distinto: para él,
filmando los muertos de los campos, Stevens ha redimido al cine de su ausencia en los lugares de la
exterminación. Él ha reconquistado y transmitido un poder redentor de la imagen instituyendo un
mundo de co-presencia.

Es así que, por un lado, los dispositivos artísticos polémicos, tienden a desplazarse y devienen
testimonios de la participación en una comunidad indistinta. Pero, por otro lado, la violencia polémica
de ayer tiende a tornar una nueva figura. Ella se radicaliza en testimonios de lo irrepresentable y del
mal, o de la catastrote infinita.

Lo irrepresentable es la categoría central del viraje ético en la estética, como el terror lo es en el


plano político, porque el también es una categoría de indistinción entre el derecho y el hecho. En la
idea de lo irrepresentable dos nociones están efectivamente confundidas: una imposibilidad y una
prohibición. Declarar que un sujeto es irrepresentable para los medios del , es de hecho decir cosas
muy diferentes. Puede querer decir que los medios específicos de un no son apropiados a esa
singularidad. Era en el siglo XVIII, el gran argumento de Laocoon de Lessing: El sufrimiento de
Laocoon de Virgilio, era irrepresentable, intraducible en esculturas, porque el realismo visual de la
escultura le quitaba su dignidad al personaje y su idealidadal al arte. Dicho de otro modo, el extremo
sufrimiento pertenecía a una realidad que estaba, por principio, excluida del arte de lo visible.

Manifiestamente no es eso lo que se quiere decir cuando se ataca, por ejemplo, la serie americana
Holocausto en nombre de lo irrepresentable. Lo que se recusa, es el empleo mismo de cuerpos
ficcionales que imitan a los verdugos y a las víctimas de los campos. Esta imposibilidad encubre de
hecho una prohibición. Pero esta misma prohibición mezcla dos cosas: una proscripción que recae
sobre el acontecimiento y una proscripción que recae sobre el arte. En efecto, por un lado se dice
que lo que ha tenido lugar en los campos de exterminio prohíbe que se proponga una imitación para
goce estético. Pero, por otro lado, se dice que el acontecimiento inaudito de la exterminación, apela
a un arte nuevo, a un arte de lo irrepresentable. Y se establece entonces una línea recta desde el
Carré noir de Malevitch, firmando la muerte de figuraci6n pictórica y el filme Shoah de Claude
Lanzmann, tratando de lo irrepresentable de la exterminación.
Pero, ¿que es lo que entendemos realmente por "irrepresentable"? Shoah es un filme que presenta,
como todos los otros filmes, personajes y situaciones. El filme comienza por mostrarnos un río que
serpentea en las praderas, con una barca que se desplaza al ritmo de una canción nostálgica. El
realizador introduce esta escena pastoral con una frase provocadora, que afirma el carácter ficcional
del filme: "Esta historia, nos dice, comienza en nuestros días al borde del río Ner en Polonia".
Entonces, lo irrepresentable alegado, no puede significar la imposibilidad de usar la ficción para dar
cuenta de la exterminación. Esto nada tiene que ver con el argumento del Laocoon, que reposaba en
la distancia entre presentación real y representación artística. Al contrario, es porque nada separa ya
la representación ficcional de la presentación de lo real, que el problema se plantea. El problema no
es saber si se puede o se debe o no representar, sino que se quiere representar y que modo de
representación se elige para este fin. Pero el rasgo esencial del genocidio para Lanzmann, es la
separación entre la racionalidad perfecta de su ejecución y una inadecuación de toda razón
explicativa de esta programación. El genocidio es perfectamente racional en su ejecución, pero esta
misma racionalidad no depende de ninguna coordinación racional suficiente. Es esta separación
entre dos racionalidades la que hace inadecuada la ficción del tipo Holocausto. Ella nos muestra la
transformación de personas ordinarias en monstruos y de ciudadanos respetados en desechos
humanos. Tal lógica esta destinada a olvidar al mismo tiempo la singularidad de la racionalidad de la
exterminación y la ausencia fundamental de razón. En cambio, otro tipo de ficción aparece
perfectamente apropiada para este fin. para la "historia" que Lanzmann quiere contar: la ficción
encuesta, donde un Clime como Citizen Kane es el prototipo: la forma de narración que se da en
torno a un acontecimiento, o a un personaje incomprensible, y que se esfuerza por conocer su
secreto, a riesgo de solo en contrar la vacuidad de la causa, o la ausencia de sentido del secreto.

Shoah no se opone a Holocausto como un arte de lo irrepresentable a un arte de la representación.


La ruptura con la representación clásica, no es el advenimiento de un de lo irrepresentable. Por el
contrario, es la supresión de cada frontera que se limita a los sujetos y los medios de la
representación. Por eso, es posible mostrar la exterminación de los judíos sin deducirla de alguna
motivación atribuible a personajes o a alguna lógica de situaciones. Se trata de representar el
exterminio sin mostrar cámaras de gas, escenas de exterminio, verdugos, o víctimas. Esta
sustracción no significa una imposibilidad de representar. Significa, por el contrario, una
multiplicación de los medios de representación.

Entonces, para alegar un de lo irrepresentable hay que hacer venir aquello irrepresentable desde
otra parte que desde el arte mismo. Hay que hacer coincidir lo prohibido y lo imposible, lo que
supone un doble golpe de fuerza. Por un lado, hay que poner en el arte la prohibición religiosa. Hay
que transformar la prohibición de representar al dios de los judíos, en imposibilidad de representar la
exterminación. Por otro lado, hay que transformar el plus de representación en su contrario: un
defecto o una imposibilidad de la representación. Ello supone una construcción del concepto de
modernidad artística, que aloje lo prohibido en lo imposible, haciendo de todo el arte moderno un arte
constitutivamente de dicado al testimonio de lo irrepresentable.
Hay un concepto que ha servido masivamente a esta operación: es el concepto de lo sublime. Este
es, en efecto, en Kant, el concepto de una imposibilidad. La experiencia de lo sublime para él, es la
experiencia de una desproporción, de una incapacidad de la imaginación para ponerse a la medida
de un sensible de excepción -de una grandeza excepcional o de un poderío terrible. Esta
desproporción propia a lo sublime se ofrece entonces como concepto de un arte de lo impresentable.
El autor que ha desarrollado particularmente esta idea es una vez más Lyotard. En los textos que
reunía bajo el título de L'inhumain,(6) define la tarea de las vanguardias artísticas en una sola
exigencia: testimoniar que existe lo impresentable. Para él, dicha tarea se resume en el concepto de
lo sublime que aparece así como el concepto mismo del arte moderno.

El problema, es que para ello debe invertir el sentido mismo del concepto de sublime. Debe
identificar de partida, el juego de las operaciones del arte a una dramaturgia de la exigencia
imposible. Pero esta dramaturgia supone que revirtamos la esencia misma del sublime kantiano. En
efecto, en Kant la facultad sensible padecía los límites de su poder, su falla abría el campo a la
ilimitación de la razón y marcaba al mismo tiempo el pasaje de la esfera estética a la esfera moral.
Pero Lyorard hace de este pasaje fuera del pasaje del arte, la ley misma del arte. Pero lo hace al
precio de invertir los roles. Ya no es más la facultad sensible que fracasa al obedecer las exigencias
de la razón. Inversamente, es el espíritu que queda en problemas, obligado a obedecer la tarea
imposible de aproximarse a la materia, de aprehender la singularidad sensible. Pero esta relación
con la materialidad sensible se transforma inmediatamente en Lyotard en experiencia de una
dependencia radical. Luego de haber hecho un inventario de las singularidades materiales a las que
se enfrenta el arte Lyorard las lleva a todas a una sola y misma experiencia. Todas designan, nos
dice, el acontecimiento de una pasión, de un padecer al que el espíritu no habría estado preparado y
del cual sólo conserva el sentimiento de una deuda oscura. Todas atestan uniformemente la
dependencia del espíritu que no se pone en movimiento sino por un choque sensible inmanejable.

Así, mientras que lo sublime en Kant introducía el espíritu en el plano estético a la ley moral de la
autonomía, en Lyorard inversamente introduce la experiencia ética fundamental que es la
experiencia de una dependencia. Esto es lo que significa la transformación "ética" del sublime
kantiano: la transformación conjunta de la autonomía estética y de la autonomía moral en una sola y
misma ley de heteronomía. La tarea de las vanguardias artísticas viene a ser la repetición del gesto
que inscribe el choque, a la manera del rayo de color que atraviesa la tela de Barnert Newman, y
entonces la tarea de la vanguardia es testimoniar de la deuda infinita del espíritu, frente a una ley
que es tanto del orden del Dios de Moisés como de la ley del inconsciente. El hecho de la resistencia
de la materia deviene la sumisión a la ley del otro, pero solo que esta ley del otro, es a su vez la
sumisión a la condición del ser tornado demasiado rápido.

Esta visión de la tarea del moderno es extrema y paradojal, pero justamente esta división extrema
nos obliga a poner nuevamente en cuestión los análisis dominantes de su evolución. Estos análisis
dominantes oponen al paradigma modernismo de la autonomía del arte, un paradigma post-
moderno, que habría borrado la frontera entre el gran arte y el popular, la obra única y la infinidad de
sus reproducciones, la realidad y el simulacro, las formas del arte y las imágenes de la vida
mercantil.
Pero, esta oposición simplista, creo, impide comprender las transformaciones del presente. Ella
olvida que el modernismo mismo, no ha sido más que una larga contradicción entre dos políticas
estéticas opuestas, pero opuestas a partir de un mismo centro común, que vincula la autonomía del
arte con la anticipación de una comunidad por venir, ligando entonces esta autonomía a la promesa
de su propia supresión.

Es preciso recordar, en efecto, que la estética como régimen nuevo de identificación del arte, nació
en el tiempo de la Revolución francesa, y que su advenimiento significó en esa época, dos
revoluciones de apariencia contradictoria, pero sin embargo solidarias. Por un lado, el momento
estético significó la construcción de una esfera de experiencia específica propia al arte. Pero, por
otro, lado significó la supresión de cualquier criterio que diferenciara los objetos del arte con los otros
objetos del mundo. Al mismo tiempo significó simultáneamente la autonomía del mundo del arte y la
visión de ese mundo como prefiguración de una otra autonomía, la de un mundo común liberado de
la ley y de la opresión.

La estética de lo sublime de Lyotard, resume justamente este cambio total. Como Adorno, apela a la
vanguardia para retrazar indefinidamente la separación entre las obras propias del arte y las mezclas
impuras de la cultura y la comunicación. Empero, esta apelación ya no es para preservar una
promesa de emancipación. Por el contrario, es para atestiguar indefinidamente de la alienación
inmemorial que hace de toda promesa de emancipación, una mentira realizable tónicamente bajo la
forma del crimen infinito y a ese crimen infinito, el arte imagina responder con una "resistencia" que
no es sino el trabajo infinito del duelo.

La tensión histórica de dos figuras de la vanguardia tiende así a desvanecerse en ese par ético de un
arte de la proximidad dedicado a la restauración del lazo social, y un arte testimonio dedicado a
atestar la catástrofe irremediable que está en el origen mismo de ese lazo. Esta transformación
reproduce exactamente aquella otra que ve desvanecerse la tensión política de derecho y de hecho,
en el par del consenso y de la justicia infinita. Siguiendo esta transformación, estaríamos tentados en
decir que el discurso ético contemporáneo no es más que el sitio de honor que se le da hoy a las
nuevas formas de la dominación. Sin embargo, olvidaríamos con ello un punto esencial. Si la ética
soft del consenso y del arte de la proximidad, es la acomodación de la radicalidad de ayer a las
condiciones actuales, la ética hard del mal infinito y de un dedicado al duelo interminable, aparece
como el estricto vuelco de esta radicalidad. Lo que permite este vuelco es la concepción del tiempo,
que la radicalidad ética de hoy ha heredado de la radicalidad modernista de ayer, quiero decir, la
idea de un tiempo cortado en dos por un acontecimiento radical.

Durante largo tiempo, este acontecimiento radical fue el de la revolución por venir. En el viraje ético,
esta orientación del tiempo se ha revertido estrictamente: ella ordena la historia en un acontecimiento
radical, que ya no la corta más por delante, sino por detrás de nosotros. Si el genocidio nazi se
instaló en el centro del pensamiento filosófico, estético y político, cuarenta o cincuenta años después
del descubrimiento de los campus, no es solamente en razón del silencio de la primera generación
de sobrevivientes. El ha tomado este lugar, aproximadamente en 1989, es decir, en el momento de
la caída de los últimos vestigios de esa revolución que hasta ahora había vinculado la radicalidad
política y estética con un corte histórico del tiempo. Es decir que el genocidio tomó el lugar del corte
del tiempo necesario a dicha radicalidad, incluso invirtiendo su sentido, transformándola en
catástrofe va advenida y dónde solo un Dios podría salvarnos, según la nueva fórmula heideggeriana
que tanto se repite hoy.

En conclusión, no quiero decir que la política y el arte estarían en la actualidad enteramente


sometidos a esta visión que llamo ética. Lo que denomino viraje ético, justamente, no es una
fatalidad histórica de la política y de la estética hoy. Pero lo que lo caracteriza, es su capacidad de
recodificar y de invertir las Formas de pensamiento y las actitudes que apuntaban ayer a un cambio
político o artístico radical. Lo que llamo viraje ético, no es el simple apaciguamiento de los disensos
de la política y del en el orden consensual. Es más bien la forma extrema que coma la voluntad de
absolutizar esos disensos. Así, el rigor modernista que quería purificar el potencial emancipador del
arte, de todo compromiso con la vida estetizada, y el comercio cultural, deviene hoy día la reducción
del arte testimonio ético sobre la catástrofe infinita. De este modo, la autonomía de la ley moral se
convierte en la sumisión ética a la ley del Otro. Los derechos del hombre devienen privilegio del
vengador. El purismo político deviene legitimación del orden consensual y la epopeya de un mundo
cortado en dos, deviene la guerra contra el terror. El elemento central de este retorno es una cierta
teología del tiempo, es la idea de la modernidad como de un tiempo que estuvo dedicado al
cumplimiento de una necesidad interna, ayer gloriosa y hoy día desastrosa. Es la concepción de un
tiempo cortado en dos por un acontecimiento fundador o un acontecimiento por venir.

Si queremos salir de la configuración ética de hoy, lo que precisamos es devolver a su diferencia las
invenciones de la política y del arte, eso también quiere decir, justamente, recusar el fantasma de
sus purezas, quiere decir devolver a esas invenciones de la política y del arte su carácter de cortes
siempre ambiguos, precarios y litigiosos. Este trabajo supone en todo caso una condición esencial,
que es sustraer las invenciones de la política y del a toda teología del tiempo, a todo pensamiento de
trauma original o de salvación por venir.

Muchas gracias por su paciencia.

Notas

(1) En Chile este film fue estrenado bajo el título de Río místico (N. T.)

(2) Jean-Francois Lyotard, "Los derechos de los otros", Stephen Shute y Susan Hurley (eds.), De los
derechos humanos. Las conferencias Oxford Amnesty de 1993, trad. Hernando Valencia, Madrid,
Trotta, 1998, pp.137-145 (N. T.)

(3) Giorgio Agamben, Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida, trad. Antonio Gimeno
Cuspidera, Valencia, Pre-Textos, 1998. (N. T.)

(4) Giorgio Agamben, Lo que queda de Auschwitz. El archivo y el testigo, trad. Antonio Gimeno
Cuspidera, Valencia, Pre-Textos, 2000, p.25 (N.T)

(5) He aquí, el mundo de cabeza (N. T.)

(6) Jean-Francois Lyotard, Lo inhumano. Charlas sobre el tiempo, trad Horacio Pons, Buenos Aires,
Manantial, 1998. (N. T.)
El viraje ético de la estética y la política. Jacques Rancière
Por Jorge Moreno Frias
“(…) Se plantea la necesidad de que la política debiera hoy conjugar el disenso, es decir, la tarea de la política es acercar al
otro, al subalterno, al excluido portador de un derecho no reconocido o testigo de la injusticia del derecho existente”

Licenciado en Estética e Historia de la Pontificia Universidad Católica de Chile y Magíster en Gestión Cultural en el Royal
College de Londres. Candidato a Magíster en Teoría e Historia del Arte de la Universidad de Chile, y Estudios Culturales de la
Universidad Arcis. Ha realizado docencia en las Universidades de Chile, Finis Terrae, Mayor y Academia de Humanismo
Cristiano. Es asesor en Gestión Cultural del Gabinete del Ministro en el Consejo Nacional de la Cultura y las Artes.

El viraje ético de la estética y la política es el nombre de la publicación de la conferencia dictada por Jacques Rancière el año
2005 en la Universidad ARCIS. Dicha publicación y conferencia sirven para profundizar el pensamiento de este autor –ya
reseñado en esta publicación por Cristóbal Bianchi–, al abordar el texto “El espectador emancipado”. Es pertinente volver a
reseñar a Rancière dado que los temas que trata, la estética y la política, son dos importantes conceptos que se desplazan en
el campo de la cultura.

Ranciére precisa que el término de ética generalmente se presta para equívocos cuando se asume como una instancia de
normatividad que juzgaría la validez de prácticas y discursos, pero que incluso actualmente no se da. La ética es la disolución
de la moral en el hecho “significa la estadía y la manera de ser” por lo tanto “el pensamiento que establece la identidad entre
un entorno, una manera de ser, y un principio de acción” (p.22). Esto último es lo que hoy impone la ética con un desfase
creciente entre el hecho y la ley que repercute en “una dramaturgia inédita del mal y de la reparación infinita” (p.22). Para
ejemplificar este desfase, el autor utiliza dos filmes Dogville de Lars Von Trier y Mystic River de Clint Eastwood, en los que se
manifiesta la distancia de la moral y del derecho. Dicha distancia se llama política.

La política conjuga estas dos realidades para establecer el viraje de la ética: del derecho al hecho por el consenso de la
comunidad. La comunidad política despolitizada es así tendencialmente transformada en comunidad ética, de esta forma el
disenso no es parte de la ética, el disenso está excluido de ella, no tiene estatuto, el consenso no deja espacio para los
pueblos-otros, el disenso es violencia y se castiga con la violencia humanista necesaria para mantener el orden, exorcizando
el trauma, que políticamente no es más que el terror; con esta clave entonces se puede entender la política de George W.
Bush: “Solo la justicia infinita es apropiada a la lucha contra el eje del mal”. Justicia consensuada que se ubica por sobre
toda regla de derecho “que no se detendrá jamás o que se detendrá cuando haya cesado el terror” (p.27). Así la ética ha
instaurado su reino bajo dos formas, lo humanitario y la justicia infinita ejercida contra el eje del mal.

Sin decirlo explícitamente, se plantea la necesidad de que la política debiera hoy conjugar el disenso, es decir, la tarea de la
política es acercar al otro, al subalterno, al excluido portador de un derecho no reconocido o testigo de la injusticia del
derecho existente. Por otra parte, para Ranciére, el análisis de Giorgio Agamben, resume pedagógicamente este viraje ético
de la política, cuando plantea la noción de los estados de excepción que rompen todo estado de derecho e indiferencia,
verdugos y víctimas.

Este estado tendencial del viraje ético, define también el estado del arte y de la reflexión estética. Treinta años atrás el
disenso, como dispositivo crítico, introducía sistemáticamente objetos e imágenes profanos en el campo del arte como una
forma de cuestionar el lugar del arte y de sus instituciones en ese mundo conflictivo. Hoy, por el contrario, el arte y la
reflexión estética están marcados por las categorías del consenso donde se trata de devolver el sentido perdido de un mundo
común o reparar las fallas del lazo social, el denominado arte relacional que busca crear situaciones de proximidad.
Lo irrepresentable es, a juicio de Ranciére, la categoría central del viraje ético en la estética, así como el terror lo es en el
plano de la política, lo irrepresentable también es una categoría de indistinción entre el derecho y el hecho, toda vez que se
confunden dos nociones: una imposibilidad y una prohibición. Lo irrepresentable no puede ser excusa que encubra una
prohibición, no puede significar la imposibilidad de ficcionar, “el problema no es saber si se puede o se debe o no
representar, sino qué se quiere representar y qué modo de representación se elige para ese fin” (p.41). Desde esta óptica es
posible entonces mostrar la exterminación de los judíos, a través de la representación sin mostrar las cámaras de gas.
La modernidad artística aloja lo prohibido en lo imposible, haciendo del arte un arte constitutivamente dedicado al testimonio
de lo irrepresentable, acogiendo para esto la operación que incluye como clave el concepto de lo sublime kantiano, es decir,
la experiencia de una incapacidad de la imaginación para ponerse a la medida de un sensible de excepción.

La tarea de las vanguardias fue testimoniar que existía lo impresentable a través de la tensión de un arte de la proximidad y
un arte testimonio; sin embargo, esta tensión ética se desvanece, al igual que el desvanecimiento de la tensión política de
derecho y de hecho en el consenso. Visto así, según Ranciere, “el discurso ético contemporáneo no es más que el sitio de
honor que se le da hoy a las nuevas formas de la dominación” (p.49).

Finalmente, el autor llama viraje ético, no solo al simple apaciguamiento de los disensos de la política y del arte en el orden
consensual, sino más bien a la forma extrema que toma la voluntad de absolutizar esos disensos. Para salir de esta
configuración ética de hoy, lo que se precisa es devolver a su diferencia las invenciones de la política y del arte, es decir,
devolver a esas invenciones de la política y del arte su carácter de cortes siempre ambiguos, precarios y litigiosos, alejados
del trauma original del terror, o la salvación. OC
AVATAR (película) Mondoñedo

Lo primero que puede decirse, y en general, sobre la película es que su guión está conformado por dos tipos de fantasías:
una muy evidente y otra que, menos visible, viene como de contrabando. La primera es la de poder transitar a una vida en
paralelo, como aquellas que permite el World of Warcraft u otros videojuegos de roles equivalentes, y la segunda es la de
la semejanza, incluso mismidad del otro.
Existen, por su puesto, otros “guiones” que se incluyen para la constitución de su historia, pero estos vienen a funcionar
como pisos sedimentarios que sostienen, desde su calidad de sentido común, la eficacia de las dos fantasías destacadas.
Dentro de estas estructuras sedimentarias se destacaría aquella de la superioridad de la naturaleza y la inferioridad de la
cultura. Dicho de otro modo, tenemos un conflicto –en realidad clásico– entre un Saber en la Naturaleza que es armónico
y sin fisuras y, por otro lado, la ciencia y la tecnología de la cultura occidental que están del lado de los intereses
mezquinos, de la violencia y la destrucción. (Otras estructuras sedimentarias serían, por ejemplo, las narrativas del amor
romántico, la del individuo que vence con su coraje cualquier adversidad, etc.).

Sobre la base de esta estructura clásica principal, el hilo narrativo de Avatar se constituye en la focalización de la fantasía
de una vida paralela y llena de aventuras, y la fantasía de la mismidad del otro.
Aparentemente, esta es hasta el momento la segunda película más taquillera de la historia después de Titanic, también de
James Cameron. ¿Cuál sería la causa? Es muy probable que sea su nombre. Más precisamente, es posible que su éxito no
se deba tanto al formato 3D o a los escenarios fabulosos como a la lógica de la vida paralela que la palabra “avatar” alude.

Como saben mejor que yo los frikis computacionales, un avatar es un personaje controlado por los jugadores de estos
videojuegos y que participa en una serie de interacciones en un universo virtual fantástico. Un avatar tiene que explorar,
luchar, cumplir misiones que lo van habilitando para los niveles o pasos siguientes. Con las nuevas versiones, la
escenografía, el sonido, la nitidez (y qué sé yo cuántas cosas más) van mejorando y es cada vez más realista o, diría yo, más
efectista su puesta en escena. Esta película o lo que implícitamente promete sería, en tal sentido, la última versión de este
paulatino perfeccionamiento: al final, lo que ella permitiría sería transitar al otro lado, el fantástico y placentero, y
quedarse allí por el resto de la existencia.
En consecuencia, creo que su éxito se debe a que esta película hace enormemente sensible un anhelo muy presente en la
actual estación histórica. Es decir, lo que, en términos lógicos, sería la actualización o la realización de lo posible. Me
explico.
En el sentido moderno, lo posible era todo lo que no alcanzaba la realización. Por ejemplo, cuando un niño comenzaba a
introducirse al mundo fuera de los límites del hogar, sus padres lícitamente se preguntaban “qué será de grande”; luego él
se lo preguntaba, con cierta angustia y en la adolescencia. Este momento era el de loposible: “¿será médico, abogado, se
casará, lo hará bien, tendrá hijos?” Y un largo etcétera. Y si, por ejemplo, terminaba siendo médico, todas las otras
profesiones quedaban en lo que pudo ser y no fue ni será.

Hoy, la tecnología de esos videojuegos (como el que se muestra en el video de arriba) nos permite con cada vez más
verosimilitud hacer que lo posible se haga presente, que alcance la realización y que incluso pueda –pero esta es ya la
ficción de Cameron— ser intercambiada por la “versión original” de nuestro organismo; en el caso presente, abandonar un
cuerpo paralítico para, a continuación, ser el líder de atléticos y azules jinetes gigantes de pterodáctilos naranjas.

Ahora bien, esta línea de continuidad entre Avatar y una realidad presente –las diversamente mejoradas versiones
sucesivas de los videojuegos— se entrelaza con el otro guión: la mismidad del diferente, algo mucho más inquietante.
Habíamos escrito que existen dos “guiones” en la película; esto quiere decir que son dos estructuras básicas que permiten
la significación y que organizan la especificidad de su relato. Estos fueron también descritos como “fantasías”; esto se
explica en los términos de articulaciones que orientan el deseo de los sujetos y que, además, obturan el acceso a un cierto
imposible radical y completamente singular del que no queremos saber nada.

También habíamos sostenido que dichos “guiones-fantasía” se sostienen en un conjunto de otros guiones de sentido
común, los cuales les sirven como su piso de verosimilitud, para llamarlo de algún modo. El primero de estos dos guiones-
fantasía destacados –y del que estoy conversando con mi amigo Javier– es aquel de la actualización o realización de lo
posible y de la atenuación de su estatuto de potencial.

Me gustaría, a continuación, explicar el segundo: el de la mismidad del otro; que viene como de contrabando.
En Avatar, los científicos liderados por la doctora Grace Agustine (representada por una joven aún Sigourney Weaver)
investigan a la comunidad Omaticaya y su relación simbiótica con la naturaleza en la que habitan. En este sentido, su
trabajo es una articulación entre lo antropológico y lo bioquímico. Este aspecto secundario en la historia responde a una
implícita fe, vigente hoy en día, en la continuidad entre la comunidad parlante y la naturaleza.

Dicha ilusión de continuidad es expresada y confirmada en la película a través de una trenza que llevan todos los Na’vi, no
como una marca secundaria de su cultura, sino como un órgano de conexión entre estos sujetos hablantes y los animales,
los vegetales y, en general, con toda la naturaleza personificada y llamada Eyhwa.

Esta conectividad armónica –y que Javier compara con una conexión USB, lo cual posee toda una línea de reflexión–, que
permite el libre flujo de la energía natural hacia la cultura y la comunicación de mensajes y contratos hacia la naturaleza
es, pues, evidentemente, la negación ilusoria de la diferencia, el rechazo imaginario de la brecha abismal, del “entre”
radical y vacío que hace del sujeto parlante un sujeto en falta, causado y, por lo tanto, deseante. Una comunidad así no
necesitaría la mediación simbólica, ninguna lengua, ninguna articulación arbitraria entre significantes y significados. Todo
sería comunicación bioquímica y natural.

Pero la consecuencia más interesante de esta posibilidad radica en que de ella deviene la inexistencia de la alteridad del
otro. Esta también es una ilusión posmoderna o incluso hipermoderna: lo más privado es público. Todo está cerca y es
propio, como en la Internet, es la ilusión de vivir en una caverna que es la misma para todos, aquella que elaborara Platón
como una alegoría llena de hombres encadenados y sombras pero, esta vez, felices de su encierro y retornados de la luz.

La sensación de estar metidos en un mismo cubil tiene como correlato la ilusión de que tampoco hay diferencias o
aspectos desconocidos de los otros. Con mayor precisión, es como si la alteridad ya no existiese, como si lo extraño y
misterioso hubiera desaparecido. De este modo el otro cae dentro de la mismidad.

Para terminar sobre el punto de la mismidad del otro, retomaré un autor que en otro momento revisé, se trata de de
Jacques Rancière[i]. Según él, nuestra comunidad global es una “comunidad ética”, aquella en la que lo diferente no tiene
lugar. Vivimos, desde esta perspectiva, en una comunidad que no permite o no quiere pensar en lo realmente distinto o
que procede instantáneamente a su estandarización.

Rancière sostiene que es “ética” dicha comunidad en el sentido de que lo ético —derivado de ethea, palabra que parece
haber tenido el arcaico significado demadriguera ¡Ajá!— implica el intento de hacer coincidir las normas generales, las
comunes para todos, con la particularidad de los hechos. Es la voluntad de hacer consistir una acción específica desde un
principio general e incluso identificarla con él. Dicho de otro modo, es anular la singularidad de los hechos para
convertirlos en una particularidad generalizable, en un elemento más de la serie.

En consecuencia, por más diferencias en la parafernalia visual que se desplieguen en la película Avatar –un simple me dijo
“¡Demasiado azul, Ay, fo!”—, es evidente que en ella existe una actitud “ética” (en el sentido de Rancière) respecto del otro.
Es decir que, en la ficción de Cameron, el completamente diferente de la civilización Omaticaya está, en el fondo, dentro
de la misma madriguera con “nosotros” y las manifestaciones de su alteridad son reductibles a un mismo conjunto de
reglas generales: ellos y nosotros amamos, somos o mujeres u hombres, tenemos comunidad, líderes, padres, coraje,
decepciones, conflictos, reconciliaciones, etc.

Esto no quiere decir otra cosa que lo siguiente: existe un orden universal, por tanto, un ordenador universal y –cae por su
propio peso— existe Dios. Como sostiene Lacan, este orden más allá e inaccesible es un prejuicio que llama Sujeto-
supuesto-Saber.

No quiero ser un aguafiestas pero las diferencias sí existen y, por ejemplo, los estudiantes becarios en París o en cualquier
otro lugar no me dejarán mentir: no hay nada más difícil que convivir en un dormitorio común con un perfecto
desconocido, pese a que este sea también un humano como nosotros y no un omaticaya. Y es que la radical alteridad del
otro es, en realidad, aquella que nos recuerda la radical diferencia del yo consigo mismo.Sí, pues, finalmente se trata de
eso: atenuar la alteridad del otro a través de un procedimiento ético, es atenuar la descomunal alteridad del Sí mismo. No
hay nada más aterrador que la diferencia, aquella que la época presente pretende olvidar (todos dentro del mismo cubil
regidos por las mismas reglas del mercado); pero la más atroz de todas las diferencias es aquella que yo mantengo
conmigo mismo.

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