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Las causas perdidas

En un ensayo de sus últimos años Said reflexionaba sobre lo que él llamaba «las causas
perdidas». Sabía de entrada que iba a perder la batalla en la que estaba más directamente
implicado, la batalla contra la muerte, como todos nosotros, pero algo más deprisa. Para él la
causa palestina había retrocedido, y su desenlace le parecía más lejano que diez años antes. Las
pasiones étnicas, nacionales y religiosas que se había dedicado a combatir se exacerbaban cada
vez más. Desde este punto de vista, los acontecimientos desencadenados a partir del 11 de
septiembre de 2001 golpearon todavía más sus esperanzas de mejorar el mundo. Lo que Said
intentaba conseguir con sus textos, tanto en Orientalismo como en otros, era destruir los clichés y
las generalizaciones abusivas, como la de oriental, musulmán y árabe. Pero el talante bélico que se
instauró, al parecer de forma duradera, tras los atentados, tanto en gran parte del mundo del que
Said era originario como en su patria de adopción, favorece el maniqueísmo visceral, la
estigmatización sin matices del enemigo y el encierro de todo individuo en una categoría a la que
en lo sucesivo está condenado a pertenecer. Los «malvados árabes» de los unos encuentran su
equivalencia en los «malvados estadounidenses» de los otros. Quienes se designan a sí mismos
como expertos disertan en páginas y páginas de periódicos, día tras día en la televisión, sobre el
carácter presuntamente inmutable de los unos o los otros. Las taras que denuncia Orientalismo sin
duda son ahora más graves que en la época en que apareció.

¿A qué agarrarse cuando descubre uno que es el defensor de tantas causas perdidas? Said
citaba de pasada una frase de Romain Rolland en la que se reconocía, que aludía al «pesimismo de
la inteligencia y el optimismo de la voluntad».[23] ¿Seguir actuando, frente y contra todo, pese a
las advertencias de la razón? También mencionaba una frase de Adorno que en último término
apuesta por la universalidad humana: la idea que se ha pensado una vez con justicia, aunque no
lleve a la victoria, no podrá ser vencida; necesariamente volverá a aparecer y la retomarán otros
hombres en otros tiempos y lugares. Said llegaba a la conclusión de que si una causa era justa,
nunca se pierde definitivamente, porque pasa, cual antorcha, de un individuo a otro.

Yo añadiría que hizo algo más que legar sus causas a los que quisieran retomar la llama.
Convirtió en obra su manera de vivir los últimos años de su vida. No se trata de que se negara a
admitir la situación inicial que el azar reparte a cada uno de nosotros. Al contrario, su itinerario
anterior lo había ya llevado a rechazar la vulgata existencialista según la cual el hombre sólo es
producto de su voluntad y de sus elecciones, y a asumir que era lo que era por razones que poco
dependían de él: un palestino exiliado, un neoyorquino jovial, un profesor de literatura, un
comentarista político y un hombre que amaba y se ponía furioso. También aceptó su enfermedad,
con los cambios que le impuso e incluso las inflexiones que daba a su trabajo biográfico, porque a
menudo no era él, sino ella la que decidía cuándo y cómo podía escribir. Sin embargo, aunque su
conciencia aceptaba lo que no dependía de su voluntad, Said logró superar su yo anterior; alcanzar
y contar la verdad de su ser y esculpir su vida como si de una obra se tratase. Por eso se convirtió
en un individuo universal, un ser particular cuyo destino, que él mismo interpretó, interpela a
todos los demás individuos. No sabemos si, cuando doblen las campanas para cada uno de
nosotros, sabremos encontrar las fuerzas necesarias para hacer lo mismo, pero podemos pensar
en él y en lo que consiguió consigo mismo, que sirvió para hacer el mundo un poco mejor y con
más sentido.

Por todo ello Edward Said merece nuestra gratitud.

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