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Para cazar, el hombre desarrolló diversas armas y herramientas. Una de estas fue la estólica, la
cual lanzaba un proyectil con una punta de piedra, que era cuidadosamente tallada. Las presas
de la caza fueron de gran importancia en la dieta de los primeros pobladores. A través del
tiempo fueron cambiando las estrategias, pero en un principio, como los animales eran muy
grandes, fue necesaria la participación de toda la banda. Los acorralaban con la ayuda de
perros y antorchas y los guiaban hasta lugares empantanados, donde caían y no podían salir.
Desde ahí los atacaban y una vez muertos los faenaban cortando las partes con más carne y se
los llevaban al campamento. El hielo y el clima funcionaban como un refrigerador, congelando
y manteniendo las provisiones.
Los primeros americanos vivían en pequeños grupos. Para protegerse del frio y la lluvia, los
cazadores dormían en cuevas o construían refugios con pieles de animales y ramas. Estas
viviendas eran fáciles desarmar para continuar el viaje cuando los alimentos empezaban a
escasear o el clima se tornaba difícil.
Su principal preocupación era buscar alimento. Por eso todos, hasta los más pequeños,
ayudaban a recolectar raíces, frutos, huevos o cualquier cosa que sirviera para comer:
lagartijas, caracoles, gusanos e insectos. Los cazadores tallaron puntas de lanzas con las que
podían cazar animales, sin tener que acercarse demasiado a ellos.
Los descendientes de aquellos grupos humanos sedentarios dieron origen a las comunidades
aborígenes que hoy conocemos en América. Podemos afirmar que América aborigen seguía un
desarrollo humano diferente al de los demás continentes. En verdad, las comunidades
originales tenían sus propias características sociales, llegando a formar verdaderos imperios
donde reinaba, ante todo, la solidaridad.