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Los pilares de la filosofía cristiana, desde Agustín de Hipona hasta Tomás de Aquino,
distinguieron bien, y con mucha precisión, algo que se encuentra hoy lamentablemente
turbio: las acciones del hombre que elevan las cosas materiales al nivel ontológico de
lo humano, diferenciadas de las acciones del hombre que lo rebajan al fondo material
de esas mismas cosas.
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Pues bien, son dos las situaciones en que esta instrumentalización, supremacía y
espiritualización respecto de lo material se desdibuja y se pierde: la situación de
miseria y la situación de abundancia. En la situación de miseria, cuando el hombre
se encuentra apremiado por necesidades fundamentales no satisfechas, hacia las que
tiende perentoriamente como animal, pierde con facilidad su ser tal, su ser hombre: el
modo de comer de quien está realmente hambriento, la manera de procurar su
nutrición, el exceso animal de su conducta, son pruebas claras de que, lejos de
transformar en espíritu aquello que necesita, se ha rebajado él a la altura material de
su necesidad. Por eso se dice hoy, con exactitud, que la miseria deshumaniza, y por
ello se procura hoy, con acierto, la humanización por el camino del desarrollo material.
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Esta insaciabilidad humana respecto de lo material, despertada por sistemas
socioeconómicos precisamente materialistas, puede otearse hoy con facilidad en más
de un fenómeno social y lingüístico: en nuestro tiempo el verbo comprar ha dejado ya
de ser transitivo, careciendo de complemento directo determinado. El consumidor
acude a los grandes almacenes no con la intención de adquirir un bien concreto para
una necesidad precisa; sino para ejercer la acción de un comprar genérico e
indiscriminado; vale decir, se dispone a que le sean suscitadas nuevas necesidades
para poder satisfacerlas allí mismo, con la compra de los bienes que las suscitan. Es
patente que ha quedado así atrapado en la cadena sin fin -sin fin, porque no tiene
término, y porque carece, además de finalidades- de la hoy llamada sociedad de
consumo; y es obvio también que no saldrá del laberinto acudiendo al expediente de
recorrerlo en todas sus ramificaciones. Se liberará del embrollo poniéndose en un nivel
diverso y más alto, desde el que podrá críticamente formularse la pregunta: ¿Qué
necesidad tengo de satisfacer esta necesidad?
En cambio, el señorío del ser humano sobre las mismas cosas que tiene, produce
justamente el efecto contrario al producido por las sociedades de consumo: para un
hombre que está por encima de todo aquello que es susceptible de ser poseído, el
realmente poseerlo o no, nada quita ni pone a su condición humana. En esta línea,
los estudios de Viktor Frankl respecto de la psicología de los campos de concentración
son por demás iluminadores, porque manifiestan la impotencia que poseen frente a la
libertad los condicionamientos externos en el orden de la presión autoritaria, del
desconocimiento de la dignidad, de la carencia material, de la penuria de bienes.
Ninguno de estos factores extrínsecos, puestos al límite en un campo de
concentración, hacen perder -y lo dice por experiencia- la libertad: incluso en rigor la
posibilitan. Porque la libertad (y ello se comprueba también en este inmenso campo
de concentración publicitaria, en que hemos convertido nuestra vida) no se pierde,
sino que se entrega: como a esas escarias humanas en situación de miseria
concentrada, tampoco a nosotros nadie -ni la más incisiva comercialización de un
producto- podrá despojarnos de la libertad. Esta libertad, que nadie nos arrebata
desde fuera, que nosotros entregamos en todo caso desde dentro, en un acto de
derrota personal, es voluntariamente depuesta por nosotros mismos, cuando en una
claudicante supeditación a los bienes materiales, poseídos o apetecidos, tanto da, no
tenemos un auténtico dominio de las cosas, sino que nos encontramos por ellas
dominadas.
Pero hay más todavía: porque si la propiedad o el usufructo de los bienes no está,
por desgracia, al alcance de todos, nadie queda privado de su posibilidad de señorío.
Esto no ha de ser hoy un consuelo para los que viven en la miseria, en la que es
posible también mantener el señorío, aunque sea más disculpable el no mantenerlo,
sino un imperativo para los que estamos en la abundancia: situación en la que, si bien
es difícil ser señores de lo mucho que tenemos, es literalmente vergonzoso que no lo
seamos.
Hay algunas señales de señorío que han venido a socavarse en el momento actual
con razones más que insuficientes. La virtud burguesa del ahorro, antes característica
primordial del "buen ciudadano'', se ha devaluado como avaricia y como inseguridad.
Hoy lo sensato, se dice, no es ahorrar, sino deber, y tal vez en el orden mera y
estrictamente económico habría de seguirse el consejo de los técnicos financieros
para las coyunturas inflacionarias. Sin embargo, por más que el ahorro pueda
significar torpeza financiera, conservadurismo mediocre, innecesario afán de
seguridad material, o incluso despreciable avaricia, puede también ser muestra de
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algo más: muestra clara de que se está por encima del dinero que se tiene y no se
gasta, muestra clara de que yo gasto en lo que quiero y no en lo que las técnicas
conductistas publicitarias me dicen que puedo gastar, muestra de que no estoy
condicionado como una rata de experimento, que no soy un perro de Pavlov o una
gallina de Keller, de que no soy un animal: muestra de que no soy víctima de un
señuelo de consumo a plazo inmediato, porque persigo objetivos, aunque sean
materiales (y más si no lo son), de mayor alcance; muestra, en fin, de que para mí
tiene aún valor una cualidad propia de los hombres que logran sus empresas, y que se
llamaba austeridad, aunque ahora ya no sé cómo se llama.
La opción propiedad o señorío parecería que no es absoluta, toda vez que se puede
ser señor y propietario de lo mismo al mismo tiempo. Esto es muy cierto, pero no es
muy sencillo: porque quien opta por ser propietario en lugar de ser señor por ese solo
acto circunscribe ya la propiedad a los bajos límites de la posesión, en que lo material
es condición necesaria vinculante. Y quien, al revés, prefiere ser señor a propietario,
encuentra en el señorío una afirmación que la propiedad no puede otorgarle. En tal
caso, la propiedad seguirá siendo, sí, imprescindible, pero por otra razón bien distinta.
El hombre necesita, con un requerimiento casi físico, de la propiedad de las cosas, no
para ser señor de ellas (y por eso la propiedad es insuficiente) sino para no ser
esclavo de nadie (y por eso, aunque insuficiente, la propiedad privada es
imprescindible).
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que tenga o que carezca; y, por ello, puede perderla independientemente de lo que
carezca o de lo que tenga.
Redistribución y desprendimiento
Pero ello aún no basta. Lo que sucede es que la verdadera libertad del cuerpo no sólo
no se resuelve en la estricta línea del tener sino que, para decirlo directamente, ha de
resolverse justo en la línea del no tener; lo cual, es obvio, ninguna relación guarda con
los sistemas de propiedad, ni siquiera -no nos engañamos- con los sistemas de la no
propiedad, el socialismo, que no es sino una forma distinta de tener lo tenido por el
capitalista.
No se me oculta que estoy apelando a la pobreza frente a los dos sistemas sociales
que prometen conflictivamente la riqueza material. Pero no me hago solidario de ese
pauperismo o miserismo que alardea de ser pobre como otros ostentan la riqueza. El
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bienestar es un bien por sí mismo, y no sólo una plataforma para dedicarnos, como
debemos hacerlo, a los valores supremos del espíritu. Los reproches al bienestar y a
la sociedad de consumo, como instrumentos enajenantes manejados por el capital, no
es otra cosa que una pirueta ideológica marxista, que, si con Karl Marx criticaba al
capital por la miseria que iba a producir, ahora, con Ernest Mandel y con Antonio
Gramsci, lo crítica por la abundancia que ha producido. Porque apelamos a la pobreza
en ese preciso sentido de dominio sobre lo material que otorga al hombre la amplitud
de ser, la agilidad de conducta, la soltura de comportamiento, la exención -y exentarse
no es satisfacer- frente a las necesidades materiales: amplitud, agilidad, soltura y
exención que son a la vez las notas definitivas del espíritu.
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