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GENE EDWARDS

LAS CRÓNICAS DE LA P UERTA


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DE CONSUELO Y SANIDAD

Perfil de tres monarcas


Querida Liliana
El divino romance
Viaje hacia adentro
Cartas a un cristiano desolado
El prisionero de la tercera celda

Las Crónicas de la Puerta


El principio
La salida
El nacimiento
El triunfo
El retorno

VIDA DE IGLESIA

La vida suprema
Nuestra misión: frente a una división en la iglesia
Cómo prevenir una división en la iglesia
Revolución: Historia de la iglesia primitiva
El secreto de la vida cristiana
El diario de Silas

Cells Christian Ministry


Editorial El Faro
3027 N. Clybourn
Chicago, Il. 60618
(773) 975-8391

2
(Title page)

LAS CRONICAS DE
LA PUERTA

Gene Edwards

Editorial El Faro
Chicago, Illinois
EE.UU. de América

3
(Copyright page)

Publicado por
Cells Christian Ministry
Editorial El Faro
Chicago, Il., EE.UU.
Derechos reservados

Primera edición en español 1999

© 1996 por Gene Edwards

Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida
por medios mecánicos ni electrónicos, ni con fotocopiadoras, ni grabadoras, ni de
ninguna otra manera, excepto para pasajes breves como reseña, ni puede ser
guardada en ningún sistema de recuperación, sin el permiso escrito del autor.

Originalmente publicado en inglés con el título:


The Return
Por Tyndale House Publishers, Inc.
Wheaton, Illinois

Traducido al español por: Esteban A. Marosi


Cubierta diseñada por: N. N.
(Fotografía por: N. N.)

Producto # # #
ISBN # # #
Impreso en los EE.UU. de América
Printed in the United States of America

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PROLOGO

—Houston, aquí Hubble Siete.


—Entre, Hubble Siete.
—Houston, tenemos aquí una... una especie de anomalía espa-
cial, allá afuera.
—¿Una qué?
—Bueno, este... es...
—Espere un momento, Hubble.
—Hola, Houston. Aquí, Laboratorios de Propulsión a Chorro.
—Bien, Pasadena, entre.
—Estamos recibiendo unas lecturas extrañas desde las plata-
formas que orbitan a Venus y Marte.
—¿Y qué es, LPC?
—Bueno, es bastante difícil describirlo. No estoy seguro.
—Houston, aquí Plataforma Libertad Nueve.
—Entre, Libertad.
—Nuestro radioscopio de a bordo, este... lo volvimos hacia el
área que Hubble Siete está observando. Houston, estamos recibiendo
unas lecturas bastante insólitas. No estamos seguros de qué es lo
que tenemos allí, pero hay algún tipo de problema. Al menos así
parece. Primero, un fuerte estallido de...
—Espere un momento, Libertad. Estoy recibiendo comunicación
desde cuatro, cinco estaciones especiales. Hubble, manténgase en
línea. Todos parecen estar informando sobre la misma cosa, creo.
¡Quédense en línea todos! Muchachos, de veras que ustedes están
haciendo un enredo de un precioso día de otoño.
—Bien, estamos enlazando a todos ustedes en conjunto. Man-
ténganse en línea. Y ahora ¿quiere cada uno de ustedes enviarnos
las coordenadas que tiene de esa anomalía? Quizás podamos hallar
su posición y encontrarle algún sentido a todo esto. Cualquiera de
ustedes que obtenga alguna nueva información, comuníquenosla aquí
a Houston. Nosotros la comunicaremos a todos los demás.
—Aquí, Hubble Siete. Houston, creo que tenemos la vista más
clara de esta cosa.
—Muy bien, Hubble, informe.
—Lo mejor que podemos decir, Houston, es que... no estamos
del todo seguros... Ustedes saben, nunca hemos visto nada como
esto. Hombre, nunca hemos oído hablar de nada como esto... Como
quiera que sea, luce como una especie de lágrima en el espacio.
—¡¿Qué?!
—Pues, sí; una lágrima en el espacio.

5
—Hubble Siete, ¿quiere despertar al satélite Plutón? Lo mejor
que podemos sacar de lo que todos ustedes nos han enviado, es que
el satélite Plutón se encuentra al otro lado de esa anomalía.
Captemos una vista posterior de aquello.
—Aquí, Hubble. Estamos enviando las coordenadas al telescopio
de Plutón. Ya lo está tornando en esa dirección. Obtendremos una
vista posterior de esa anomalía en cualquier momento ahora.
—¿Algo nuevo, Libertad?
—¡Oh, sí! Tensión.
—Houston, éste es Hubble Siete otra vez. Creo que tenemos un
pequeño problema. Un problema histórico.
—¿Y qué es, Hubble?
—Bueno, estoy preparado para presentar mi renuncia después
que le diga esto, basado en que me creo incompetente para
continuar en el servicio.
—Hubble, yo creo que todos nosotros lo somos. ¿Y qué es lo
que tiene?
—Nuestro alcance nos permite ver luces. ¡Sí, luces! Parecen
estar dentro de la lágrima.
—¿Es que aquello tiene un espacio adentro?
—Ciertamente luce como que lo tiene.
—¿Adentro?
—Sí, claro. Es como si estuviésemos mirando dentro de esa
lágrima, y algo está ocurriendo allá adentro.
—¿Y qué es?
—Bueno, lo que estamos viendo son luces intermitentes, algo
así como estrellas fugaces, que van de un lado a otro.
¿Dentro de esa lágrima ustedes ven luces que van de un lado a
otro? Cuando pasan por el otro lado de la lágrima, las ven pasar
como destellos. ¿No es así?
—Sí, cierto. ¿Usted cree que tal vez todos nosotros nos es-
tamos volviendo locos acá arriba?
—Verifiquen su nivel de oxígeno. Tal vez están recibiendo
demasiado zumo espacial. Pero, dígame, ¿esas luces están saliendo
de la lágrima?
—No, sólo están pasando de un lado a otro. ¡Hombre, sí que se
mueven rápidamente!
—¿Cuán rápidamente?
—No estamos seguros. Le enviaremos una lectura en tan sólo un
momento.
—¿Están obteniendo algo del telescopio de Plutón?
—Sí, claro; hace unos minutos se lo enviamos a LPC para que
lo descifren.
—LPC, aquí Houston. ¿Qué es lo que tienen?
—Aquí, LPC. Estamos obteniendo datos ahora. Esto no es bueno.
—¿Qué es lo que han sacado en limpio, LPC?
—Tal vez mi renuncia. ¿Pudiera ser que todos nos hayamos
vuelto locos?
—LPC, informe ahora. Renuncie más tarde.

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—Houston, ustedes no van a creer esto. ¡Es que no estamos
obteniendo absolutamente nada! El telescopio de Plutón se halla
observando exactamente el lado de atrás de esas coordenadas, y no
ve nada. Desde el punto de observación de Plutón aquello no es más
que espacio ordinario.
—Muy bien. Lo echaré sobre la mesa. ¿Tiene alguien alguna
idea? Todos ustedes están viendo cierto tipo de anomalía, pero
Plutón se encuentra al otro lado de la misma, y desde allí, desde
la parte de atrás ¡no hay nada!
—¡Colegas, hablen un poco más alto!
—Aquí, LPC. Todos nosotros estamos ocupados ahora redactando
nuestras renuncias.
—Aquí, Hubble Siete. ¿No es obvio esto? Estamos viendo otro
universo a través de una lágrima... u otro ámbito... u otro mun-
do... u otro continuo. Si estuviésemos en una nave espacial y
diésemos vuelta hasta el otro lado de esa lágrima, no la veríamos.
Estamos viendo otro mundo que tiene otra dimensión.
—¿Un agujero negro?
—No, no; los agujeros negros no tienen luces de destello. Es
otro ámbito. Esta lágrima revela otra creación que no conocíamos.
Hay otro mundo al otro lado de esa lágrima, Houston. Por lo menos
esa es la forma en que Hubble lo ve.
—Aquí, LPC. Tendemos a convenir en eso. Houston, tal vez es
hora de notificar al Presidente.
—¡Sí! He pensado en eso. ¿Pero qué va a hacer él? ¡¿Alertar a
los infantes de marina?!
—Oh, éste... aquí, Hubble Siete otra vez. Tenemos más pro-
blemas de lo que creíamos.
—¿Qué están viendo ahora, Hubble?
—Estamos viendo una luz muy brillante. Se encuentra detrás de
la lágrima.
—¿Cuán brillante?
—Houston, no lo sabemos. Trataremos de obtener alguna
medición de la misma, pero no estoy del todo seguro de que
nuestros instrumentos vayan a poder registrar eso, Es mucho más
brillante que el sol.
—¡¿Quéee?! Que alguien me comunique con Chris Johnson aquí, y
que me lo consiga rápido.
—¿A quién?
—A Chris Johnson.
—¡¿Usted quiere decir el conser... el guardia?!
—No. Quiero decir, a Chris Johnson, el ingeniero constructor
adjunto.
—Sí, señor.
—Hubble, ¿han obtenido algunas indicaciones más allí?
—No, pero puedo decirle esto. Es una luz sumamente brillante,
y parece estar moviéndose hacia... yo creo que tenemos más
problemas, Houston. ¡Problemas grandes!
—¿Qué problemas, Hubble? Hola, Chris.

7
—Sí, señor.
—Chris, echa un vistazo a ese monitor. ¿Qué es lo que ves?
—Ah, no estoy seguro, señor. ¿Dónde está eso?
—Está allá arriba en el cielo, por encima de la tierra, y...
—Houston, aquí, Hubble Siete, y esto es importante...
—Chris, lo que ves en esa pantalla viene del telescopio de a
bordo de Hubble Siete. Pero bien pronto llegará a ser visible aquí
a simple vista. En breve todo ojo de este lado del planeta podrá
ver esa luz. Se está poniendo más y más brillante.
—Houston, aquí, Hubble Siete. Les estoy diciendo a ustedes,
¡escúchenme! Houston, hemos logrado el enfoque de esto. Estamos
viendo cosas que ustedes no pueden ver. No hay tan sólo una luz.
Hay muchas luces. Pero la más brillante está en el centro. Está
moviéndose hacia la lágrima, tal vez a través de ella... viniendo
en esta dirección. Las otras luces, mucho más pequeñas, y no tan
brillantes, parecen... ¿están ustedes preparados para esto? Parece
que están formando filas para tener cierta... formación.
—¿Por delante de la luz más brillante?
—No, están entrando en formación detrás de aquella luz más
brillante.
—Chris, ¿qué opinas de eso? ¡Reacciona!
—¿Por qué me pregunta a mí? Yo no soy astrónomo.
—No, Chris, sé que no eres astrónomo. Pero sí eres un hombre
muy religioso. ¿Tienes alguna idea de lo que es aquello?
—Bueno, señor, sí. Yo creo...
—Hola, Houston. Aquí, Hubble Siete otra vez. Definidamente
ustedes deben notificar al Presidente. Creo que también se debe
informar de esto a toda plataforma espacial, así como a todo
telescopio más importante que haya.
—Sí, correcto; los teléfonos están empezando a sonar a todo
meter. Vamos a necesitar toda la información que nos sea posible
obtener, y dar.
—Hola, Houston. Aquí, Monte Palomar. Estamos observando algo
sumamente desacostumbrado que está teniendo lugar ahora mismo allá
afuera.
—Monte Palomar, ¡¿qué es lo que tienen?!
—Bueno, con respecto a esa lágrima; estamos observando esa
luz. ¡Se está moviendo! ¡Velozmente! Ahora mismo está pasando a
través de la lágrima y entrando en nuestro ámbito.
—Houston, aquí, Hubble Siete. La verdad es que mientras más
miramos aquello, menos luce una lágrima. Luce como... no quiero
decir esto... pero luce como... bueno, luce como una puerta, una
puerta... muy, muy grande.
—Chris, ¿qué opinas de todo esto?
—Hola, Houston. Aquí, LPC. Ahora estamos observando algo muy
extraño.
—¿Qué fue eso? ¿Un temblor de tierra? ¿Ha habido alguna vez
aquí en Houston, Texas, un temblor de tierra? En Houston no
ocurren temblores. ¡Hey, todo este lugar está temblando!

8
—Houston, escúchennos. Aquí, LPC. Nuestros espectrómetros de
audio y ecógrafos, todos están indicando cierta clase de onda de
sonido gigantesca que emana desde esa lágrima. Desde la tierra no
se la puede oír todavía, pero, por cierto que ustedes la van a
oír. Se está moviendo hacia la tierra a la velocidad del sonido.
No, casi de la luz. Afírmense bien; ese temblor que sintieron no
es más que el paso que el espacio le está dando a un inmenso
frente de sonido que se dirige hacia nuestro planeta. La tierra
está a punto de experimentar su primer temblor de sonido. Hombre,
qué no daría yo por estar en Júpiter ahora mismo.
—Qué no daríamos todos nosotros, Pasadena.
—¿Qué tan alto es ese sonido, LPC?
—¡Bueno, la frase “suficientemente alto como para despertar a
los muertos” viene a la mente!
—¿Pero qué es esto? Houston, o todos aquí estamos chiflados y
nuestros instrumentos se han vuelto locos, o la tierra acaba de
acelerar su movimiento de rotación y traslación.
—¿Qué?
—Aquí, Hubble. Ahora podemos verlo y medirlo. ¡Es correcto lo
que dice LPC! Todos en la tierra van a ver esa cosa de allá
afuera. ¡Y bien pronto! Nuestro planeta se está moviendo lo
suficientemente rápido como para soltarse de su órbita.
—Houston, tal vez ustedes también debieran saber esto. La
mayor parte de la gente de aquí, de LPC, ha solicitado poder ir a
su casa para estar con su familia.
—¿Chris?
—Sí, señor.
—¿Tienes algo que decirnos, a nosotros, los todosapientes
científicos de los cohetes?
—Sí, señor.
—¿Qué crees que sea esto? ¿Tienes alguna idea al respecto?
—¿Idea respecto a esto? No, señor, no lo creo. ¡Yo lo sé!
—¿Y qué es, Chris?
—¡Señor, esto es el Retorno!

9
PARTE

10
CAPITULO

Uno

—Prisionero. le has causado muchísimas molestias a este tribunal.


Hemos discutido mucho respecto a qué hacer contigo.
—Hace algunos años vinieron aquí otros de tu mismo linaje
divulgando esa nueva religión de ustedes. Fue un grave error que
les hayamos permitido vivir en medio de nosotros, haciendo con-
versos de entre nuestro pueblo.
—El año en que el templo de ustedes fue destruido por los
ejércitos de Roma y su ciudad capital quedó arrasada, tú y otros
hebreos vinieron huyendo aquí, y se incorporaron a las reuniones
secretas de esta su secta aquí en Asia menor.
—Ahora nuestro sapientísimo Emperador Domiciano ha visto la
maldad de ustedes, y ha mandado que todos ustedes sean borrados de
la faz de la tierra.
—Escucha, pues, el fallo final de este tribunal en cuanto a
tu destino:
En el cuadragésimo año del reinado de nuestro dios y señor, el
emperador Domiciano, el Tribunal de la ciudad de Efeso, actuando
en nombre de las leyes del César Domiciano y de las leyes del
Imperio, condena por este medio al llamado Juan de Galilea,
pescador de oficio, a que sea desterrado de inmediato a la isla de
Patmos, que se encuentra en el mar Egeo, y permanezca allí hasta
el día de su muerte.
El crimen de este hebreo ha sido rehusar echar incienso en el
fuego que arde sobre el altar del templo del dios Domiciano.
El acusado, habiendo admitido abiertamente este crimen, será
deportado de la ciudad de Efeso y de esta provincia, temprano en
la mañana, a la isla de Patmos.
Al enviar al exilio a este anciano, se espera que los
seguidores de sus enseñanzas hayan de dispersarse o de retornar a
los dioses de Roma.
—Llévense ahora al prisionero. Véase que embarque con rumbo a
la isla de Patmos mañana al amanecer. No se le ha de permitir que
vuelva a ver jamás este lugar, a no ser que sea en el templo
rindiendo homenaje a los dioses.

11
CAPITULO

Dos

—Entonces, estamos de acuerdo. —La voz era de Epafras.


—Enviaremos siete hombres de entre nosotros, al abrigo de la
noche, a la Isla de Patmos. Ellos comunicarán a Juan la gravedad
de la situación presente aquí en Efeso y en toda el área
circundante, y también le llevarán informes acerca de la situación
que hay en Italia, Africa del Norte y Galacia. Asimismo le
presentarán a Juan las preguntas que hemos formulado aquí esta
noche, con la esperanza de que él responda por medio de una carta
dirigida a las iglesias de Asia Menor.
—Epafras, una pregunta.
—¿Sí?
—Creo que hemos pasado por alto un asunto importante. Juan
tiene ya como noventa años de edad. Dudo que él pueda ver lo
suficientemente bien como para escribir. ¿No deberíamos enviar un
amanuense junto con los siete mensajeros?
—¿Un amanuense o el amanuense? —respondió Epafras.
Un murmullo de risa cruzó la habitación.
—Sucede que precisamente Tercio de Corinto se encuentra de
visita entre nosotros, —añadió.
—Tercio, ¿estás dispuesto a ir? Tienes que saber que esto
envuelve peligro.
—Hasta aquí he escrito tres cartas a Nerón y una al emperador
Domiciano. ¿Habrá algo más por qué temer? —protestó Tercio.
—¿Es tu vista tan aguda como cuando escribías para Pablo?
—No, pero para compensar eso, ahora escribo con letras
bastante más grandes.
—Entonces, es hora de seleccionar los siete mensajeros que
hagan este viaje a la isla de Patmos. Y si nos llega una carta de
manos de Juan, la misma ha de ser llevada rápidamente a cada una
de las siete regiones del Asia Menor. Roma nos ha provisto de un
excelente camino circular que conecta las siete regiones; por
tanto, tenemos que seleccionar a alguien del norte, a otro del
noreste, a otro del valle de Hermus. Luego está el área de
alrededor le Lidia. Y aun cuando hay una sola congregación en la
región de Filadelfia, también es necesario seleccionar a alguien
de allí. Asimismo, está el valle de Lycus. Y alguno de entre los

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hermanos de la región del norte de Ionia, donde está tan sólo la
congregación de la ciudad de Esmirna. Y, por supuesto, uno que ea
de aquí, de Efeso, por todos los del valle del bajo Maeander y del
occidente.
Para cuando cayó la noche, se habían seleccionado ya siete
mensajeros procedentes de las siete regiones del Asia menor, para
que navegaran a la isla de Patmos. Con ellos iba un hermano dotado
de rapidez en la escritura, el amanuense Tercio.
Ellos no lo sabían entonces, pero esos ocho estaban a punto
de llegar a ser parte de una jornada que no sería olvidada nunca
mientras la especie humana viviese sobre esta tierra.

13
CAPITULO

Tres

—¿Estás seguro? Hay muchas islas en las Espóradas. Además, la luz


de la mañana es aún muy tenue.
—Cierto, pero sólo Patmos tiene esos peñascos blancos a lo
largo de su litoral. Asimismo ninguna de las otras islas de las
Espóradas es tan árida, rocosa y desolada.
—¿Puedes estar igualmente seguro del lugar apropiado para
desembarcar?
—¡Qué es aquello allí!
—Alguien en la playa haciendo señas.
—Es Juan. Podría reconocer esa silueta dondequiera.
—Remen con toda el alma, hermanos.
—¡Está metiéndose en el agua, vadeando!
—¡Un hombre de su edad no debería estar haciendo eso!
—El nació para el mar. Dudo que él pudiera hacer cualquier
otra cosa y seguir consciente de sí mismo. El agua forma parte de
su vida.
—Cuando la barca toque fondo, muévanse rápido. Asimismo
busquen pronto un lugar para esconder la barca.
—¡Bienvenidos, hermanos! —saludó Juan.
—¡Con cuidado, Juan!
—Recibí el mensaje de su venida. No tienen nada que temer.
Los romanos no andan frecuentemente en esta área. Qué bueno es
tenerlos a ustedes aquí conmigo. Vengan por aquí. Pero despacio.
Estos ojos míos ya no ven tan bien como veían en otro tiempo.
—Sigan este sendero. Nos conduce a mi cueva.
—¿Vives en una cueva?
—No exactamente. En realidad es la entrada de una antigua
mina, abandonada hace más de un siglo. Las minas de este lado de
Patmos están todas agotadas. Toda la labor minera que se lleva a
cabo al presente está centrada como a 80 estadios de aquí, en el
lado opuesto de la isla.

14
—Bueno, hemos llegado. Siéntense en la entrada de la cueva;
es mejor por ese lado. Se me dijo que ustedes serían siete. ¡Yo
veo a ocho!
—Trajimos también un amanuense.
—¡Tercio, mi viejo amigo!
—¡Juan!
—Ahora, déjenme conjeturar por qué ustedes fueron enviados
aquí. ¿Estaría yo muy equivocado si asumiera que esa bolsa está
llena de plumas, tinta y rollos limpios?
—En ninguna manera equivocado, Juan —respondió el escriba de
buen carácter.
El rostro de Juan se puso serio.
—Ustedes han venido aquí por una buena razón, estoy seguro de
eso. Las cosas no van bien allá en Asia Menor, ¿verdad?
—Juan, en Italia las congregaciones están siendo asoladas.
Muchos han muerto, los más están en prisión. En Africa del Norte
es igual. Todas las iglesias de Grecia sufren la furia plena de
Roma. Las de Galacia no lo están pasando mejor. Pero los
hermanos... y hermanas de Asia Menor son los que más sufren. Allí
no se celebran reuniones excepto en lo más oscuro de la noche, e
incluso entonces, sólo con la mayor precaución. La situación es
muy negra dondequiera que Roma reina.
Los ojos de Juan brillaban empañados, su frente se arrugaba,
pero su única respuesta era el silencio, y una lágrima.
Pasados varios minutos, habló.
—¿Qué es lo que ustedes piden de mí? ¿Una carta, tal vez?
—Sí, Juan; cualquier cosa. Hay tantos interrogantes, y no hay
respuestas para ellos. Los hermanos y hermanas nos han pedido que
te demos a conocer algunos de esos interrogantes, con la esperanza
de que tú les contestes. Sí, están esperanzados de que sea con
letra escrita, de modo que podamos hacer pasar tu carta entre las
congregaciones. Tal vez todo lo que realmente te pedimos es una
palabra de consuelo.
—Es una argucia de los hombres acreditarle a la edad anciana
una sabiduría que la misma no posee, —respondió Juan—. No tengo ni
idea en cuanto a qué decir.
—Pero vengan, vamos a desayunar. Después hablaremos más de
estos asuntos.
—Juan, mira, hay algo que todos queremos preguntarte. A la
luz de la situación presente, bueno... hay una leyenda.
Juan se enderezó y dijo:
—Ah, aquello acerca de Pedro, y lo que el Señor le dijo en
cuanto a mi muerte. Sí, hablemos de eso.

15
CAPITULO

Cuatro

—Ese día nos encontrábamos en Galilea. Pedro y yo estábamos con el


Señor junto a la playa. El Señor nos había hablado de muchas
cosas. Entonces le dijo unas palabras a Pedro que parecieron in-
dicar de qué manera Pedro habría de morir.
—Oyendo eso, Pedro le pregunto al Señor ¡cómo yo moriría!
Al decir esto, una sonrisa pícara cruzó el rostro de Juan.
—Tal vez Pedro se esperaba que yo habría de estar presente
para morir con él. Las palabras de Pedro fueron: “Señor, ¿y qué de
éste?”... señalándome a mí. Entonces el Señor le respondió a
Pedro: “Si quiero que él quede hasta que yo venga, ¿qué a ti?”
Juan hizo una pausa y su rostro se iluminó.
—No tengo la menor idea de lo que el Señor quiso decir. De
veras, ¡ninguna!
El anciano se reclinó hacia atrás para observar mejor a sus
ocho compañeros.
Ninguno de ellos respondió.
—Pero hay algo que sí sé, —continuó, entusiasmándose con su
tema—. ¡Sé por qué ustedes han hecho esta pregunta! Ustedes
esperan que signifique que yo estaré vivo cuando el Señor vuelva a
la tierra a reclamar a los suyos.
Juan hizo otra pausa, y una amplia sonrisa se dibujó en su
rostro al decir:
—¡Si eso es cierto, también significa que ninguno de ustedes
tendrá que morir!
La cueva resonó con las risas de todos.
—Hemos sido atrapados —admitió Tercio.
—Al parecer, todos desean que el Señor venga en tanto que
están vivos. De esa manera no tendrían que morir. Tal esperanza
origina desenfrenadas especulaciones.
—¿Entonces, no tienes ni idea respecto de cuándo retornará el
Señor?

16
—No, absolutamente ninguna. Permítanme recordarles que ni
siquiera el Hijo lo sabe. Ese es un asunto reservado tan sólo para
el Padre. Pero —suspiró Juan—, dudo que esta realidad impida que
muchos hagan conjeturas.
—Juan, ésta es una de las preguntas que nos han pedido que te
presentemos. ¿Sobrevivirá la fe a Domiciano? ¿Quedarán vivos
algunos creyentes cuando sea el retorno del Señor, o El vendrá
exclusivamente para llamar a los que estén muertos?
Juan enlazó las manos, fijó la vista en la oscuridad de la
cueva y luego respondió casi en un susurro:
—Imagínense la intimidad, la unidad que hay entre el Padre y
el Hijo; no obstante, el Padre ha escondido este misterio, re-
teniéndolo tan sólo para Sí mismo. Si el Señor Jesús estuviera
sentado aquí entre nosotros en este momento, El no sabría más que
yo con respecto a esto. El no lo sabe.
—Si yo les dijese a ustedes: “Espero” o “creo que será...” o
si dijese: “Parece como el fin”, eso no lo haría el fin. Todos
deseamos saber eso, pero hasta que algo nuevo me sea revelado, no
sé nada más allá de estas palabras:
El descenderá
con un grito,
y los muertos en Cristo
resucitarán;
luego aquellos que
estén vivos,
juntamente con ellos,
se encontrarán con El
en el aire.
—Creo firmemente que, cuando El venga, habrá muchos creyentes
en la tierra. No importa lo que Domiciano o cualquier otro hombre
o nación hagan. Pero, una vez más, debo decirles que yo no lo sé.
—Debemos decirte, Juan, que son muchos los creyentes que en
todo el Imperio viven en constante temor. Hay muchos
interrogantes, como también algunas dudas. Si escribes a las
iglesias unas palabras de consuelo, copiaremos tu carta y haremos
que esas copias sean pasadas por todo el Imperio.
—¿Ustedes proceden de siete iglesias?
—Así es.
—¿De qué ciudades?
—De Efeso, Pérgamo, Laodicea, Filadelfia, Sardis, Esmirna y
Tiatira.
—¡Ah, de todas las siete regiones! ¿Qué quieren ustedes que
yo escriba?
—¡Cualquier cosa! Tú eres el único sobreviviente de los Doce.
Cualquier cosa sería recibida con gran aprecio.
—Una carta que resuelva todos loe interrogantes que tengan
todos los hombres en lo que respecta a los caminos del Señor y a

17
la venida del Señor, —respondió Juan secamente, con una agudeza
discernible tan sólo en sus chispeantes ojos.
—Juan, tal vez esperamos demasiado de ti, pero así y todo,
¿escribirás una carta?
—Esteee...
—Es mi costumbre levantarme siempre muy temprano en el día
del Señor y subir a esa colina cercana, que estoy seguro que us-
tedes vieron al venir. Mañana, antes del amanecer, subiré a esa
colina; allí presentaré este asunto delante de mi Señor. Esperemos
que El me conceda alguna sabiduría en lo que concierne a la
petición de ustedes.
—Cuando yo regrese, puesto que será el Día del Señor,
partiremos el pan y celebraremos a nuestro Señor.

18
PARTE

II

19
CAPITULO

Cinco

—¡¿Oyeron ustedes?! La Puerta. Se ha movido a una colina de la


isla de Patmos allá en la Tierra. ¡Y Juan está subiendo a la cima
de esa colina... ahora! —exclamó un ángel llamado Exalta, algo más
excitado de lo que se supone que un ángel esté.
—¡Ha pasado mucho tiempo desde que alguien procedente de su
ámbito haya visitado el nuestro! —replicó su compañero Ratel.
—¿Vendrá aquí realmente, o tan sólo mirará dentro de nuestro
ámbito? —se preguntó Exalta en voz alta.
—Miguel está parado allí en la Puerta, tan atento como nunca
lo haya visto yo. Vayamos allá a acompañarlo.
Miguel, de pie justo en el lado de adentro del portón celes-
tial, estaba observando a un anciano que subía dificultosamente
por la ladera de una colina.
—Juan se encuentra de espaldas a nosotros, pero en unos
minutos se dará vuelta. Cuando lo haga, él verá —dijo Miguel como
para sí mismo.
—¿A cuántos de los hijos de los hombres les ha permitido el
Señor que vean los lugares celestiales?
Miguel se volvió para encarar al que lo interpelaba.
—¡Ratel! ¡Exalta!
La pregunta formulada a Miguel lo intrigaba a él tanto como a
los dos curiosos ángeles.
—En primer lugar, desde luego, fue a Adán. El entraba y salía
de nuestro ámbito a voluntad, así como nosotros entrábamos al suyo
y salíamos de él. Luego a Enoc... y a Abraham. Después de eso, la
memorable noche que pasamos con Jacob. A Moisés... varias veces.
¡De hecho él y los setenta ancianos comieron aquí! Después a

20
David... a él le fue permitido poder ver el Lugar Santísimo, así
como se le permitió a Moisés.
—Pero no hubo nada semejante a la visita de Isaías. Ahora
bien, ésa fue una hora verdaderamente inolvidable.
—De acuerdo —respondió Exalta—. Toda la hueste celestial
rodeó el trono, y los serafines y querubines se unieron a ella.
—¿Puede un mortal ver al Señor resucitado en su gloria des-
cubierta y vivir? ¿O caerá muerto de tan sólo verlo? La frágil
mortalidad nunca fue estructurada para sobrevivir semejante vista,
¿no es así? —preguntó Ratel.
—Para bien o para mal, pronto lo sabremos —continuó Miguel al
volverse otra vez hacia la Puerta, justo a tiempo para ver a Juan
llegar a la cumbre de la colina.
—Registrador ha tratado realmente de explicarme algo, pero
eso está mucho más allá de lo que mi espíritu puede captar —dijo
Miguel, pensativo.
Exalta y Ratel se inclinaron hacia adelante, atentos.
—Puede que a Juan se le permita ver el futuro. Pudiera ser
que él nos vea... en el futuro. ¡En tal caso, en algún momento
distante, puede que veamos a Juan observándonos! ¡Comprenderemos
entonces lo que él ya habrá visto!
—Pienso igual que tú, Miguel. Yo tampoco comprendo semejantes
palabras, —convino Exalta—. Si él llega a ver el futuro, ¿quiere
decir eso que se le permitirá ver...?
—¿El Retorno? —interrumpió Ratel.
Miguel estaba a punto de responder, cuando fue interrumpido
por la voz de un mortal.
—Señor...
Era Juan. Estaba extendiendo su mirada por sobre el mar Ica-
rio, contemplando al sol que salía en toda su gloria, sin darse
cuenta en absoluto de que detrás de él aparecía una gloria mucho
más grande.
—Tenemos que irnos de este lugar inmediatamente, —ordenó
Miguel—. Este momento es para el Señor y Juan, y nadie más.
Al desaparecer los ángeles, el Señor se aproximó, parándose
en medio de la Puerta, justamente detrás de Juan.
—Señor... —susurró Juan una vez más.

21
CAPITULO

Seis

Contemplando al dorado sol que se levantaba sobre el horizonte del


resplandeciente mar, de cuando en cuando Juan susurró devotamente
el nombre de su Señor.
Después de un largo rato, empezó a hablar:
Con tanto por conocer,
mas habiendo conocido poco.
Tinieblas dominan la hora;
desatado sobre la tierra
está su poder ahora.
Noventa son ya mis años;
nunca, nunca jamás
he visto yo tantas
lágrimas y sufrimientos.
Ella, la que nació
de tu costado
hendido...
¿Puede tu desposada
por largo tiempo
esta hora soportar?
Un monstruo está sentado
sobre siete colinas;
encarcela, pisotea,
destruye vidas.
Mis hermanos me ruegan
que les escriba,
buscando consuelo,
buscando luz.

22
La sabiduría no es mía
sino tuya, yo diría.
Palabras huecas y vacías
no me atrevo escribir.
Concédeme, oh Señor,
que palabras de luz
pueda yo concebir.
Una sola cosa,
y esto solo
necesito:
Tu rostro
contemplar;
entonces podré yo
con denuedo redactar.
Juan se calló, pero en breve empezó a percibir dentro de sí
una sensación cada vez mayor de que alguien más estaba presente.
El anciano apóstol levantó una mano hacia el cielo y dijo.
—Conozco esta presencia, y te conozco muy bien. —Cerró los
ojos y esperó.
De repente, los vientos del mar Egeo empezaron a soplar con
gran furia; entonces, exactamente de la misma forma repentina,
todo sonido y toda sensación quedaron misteriosamente acallados.
Acto seguido Juan tuvo la extraña impresión de como si el mundo
entero se hubiese desvanecido y él se encontrase parado sobre el
umbral de la nadedad.*
—¿Puede ser esto? —se preguntó en voz alta.
Aun mientras Juan pronunciaba estas palabras, su mente saltó
atrás a escenas pasadas: una Puerta en el cielo, y una voz que
exclamaba desde allá adentro: “Este es mi Hijo muy amado”; luego
una escena del monte Tabor, de una nube envolvente; una sala en
Jerusalén, bien cerrada; un aposento en un segundo piso y el so-
nido como de un viento recio.
—¿Estaré ahora en el umbral de otra hora tan trascendental
como aquellas? —se preguntó Juan en voz baja—. ¿O esto no es más
que el anhelo de la imaginación de un anciano? Después de todo,
los ancianos sueñan sueños.
Juan deseaba muchísimo abrir los ojos, pero se daba cuenta de
que le faltaba valor para hacerlo.
De pronto un poderoso trueno cambió todo.
—Esto no es ninguna imaginación, —determinó Juan al oír el
estruendo de diez mil trompetas.
¡Esto es real!

*nothingness en el original inglés. E1 autor suele usar este substantivo


abstracto en sus obras. (Nota del T.)

23
Entonces escuchó una voz muy reconocible, una voz que le era
tan familiar como la suya propia:
¡Juan!

CAPITULO

Siete

Con mucho esfuerzo Juan entreabrió un ojo. Delante de él, no había


nada. Entonces miró hacia abajo. Sus pies estaban apoyados en el
mismísimo borde de un abismo de un vacío infinito.
—¿Dónde está El? —inquirió Juan con voz consternada—. No hay
nada ni nadie... en ninguna parte. —Entonces un pensamiento
exploto en su mente—. Detrás de mí. ¡El está detrás de mí!
De nuevo Juan escuchó esa voz.
—Escribe.
—Escribe lo que ves. Envía mi carta a los siete mensajeros y
a las siete congregaciones.
Sintiendo un terror mezclado con gozo, Juan dio media vuelta.
Y al hacerlo, vio a su Señor. De inmediato siguieron una luz
deslumbrante, vistas terríficas, símbolos abrumadores, así como un
caleidoscopio de tiempo comprimido.
Más tarde ese mismo día, Juan trataba de describir, con la
insuficiencia de palabras, todo aquello con que sus ojos se en-
contraron cuando dio media vuelta.
Yo
vi siete
candeleros de oro,
y en medio de
esos siete candeleros
vi
a mi Señor
que se revelaba
en ilimitada

24
gloria.
En el instante que lo vi,
caí muerto...
o así me pareció,
porque
a sus pies caí
como herido de muerte
por una luz inaccesible.
Un torrente de palabras que brotaba de la boca del Hijo del
Hombre se precipitó sobre Juan. En ese momento recordó un solo
pensamiento que era suyo propio: “Gracias a Dios que no soy yo
quien les va a escribir a las congregaciones. Mi Señor es el que
les escribe. Mejor, mucho mejor que cualesquiera palabras que un
hombre pudiera escribir.”
Una secuencia de palabras provenientes de su Señor continuó
inundando a Juan, anegando su mente en escenas e imágenes que se
grababan en el mismísimo ser de Juan.
Por último, cesaron las palabras. El Señor acabó de hablarles
a los siete mensajeros.
Vacilante, Juan levantó la cabeza, y seguidamente se puso de
pie. Delante de él y ligeramente por encima de él, estaba...
La Puerta.
Para gran asombro de Juan, y muy al contrario de la crónica
del primer libro de Moisés, la Puerta no estaba cerrada ni
guardada por querubines. La Puerta se encontraba abierta. Abierta
de par en par.
—¿Cómo puede ser esto? ¡Abierta! ¿Osará el hombre pasar por
esa Puerta a otros ámbitos? —Una voz proporcionó la respuesta
mediante una orden:
¡Juan, ven acá! ¡Pasa por la Puerta!
Ven, entra en este
otro ámbito,
y te mostraré
lo que ha de acontecer.
Al instante Juan se encontró en el hábitat de los ángeles.
—Yo no pertenezco aquí —se dijo Juan entre dientes—. Esto no
es donde los hombres deben andar. Soy el más forastero de los
forasteros en este lugar.
El trono,
ese lugar supremo,
resplandece como un diamante
tornado en fuego.
A todo su alrededor
una tempestad
gira brillante,
estallando en

25
infinitos matices
de luz de esmeralda.
Ni siquiera los ángeles
arrostran ese espacio.
—¡Escribe! Y ¿cómo he de escribir? Ningún mortal, ni ningún
inmortal, pueden hallar la pluma que escriba semejante maravilla
—alegó Juan—. No... no puedo ver estas cosas y vivir. Mi sepulcro
estará junto al trono.
En ese momento un ángel vino hasta Juan y lo introdujo a las
visiones de la historia de ahora, de la historia de pronto, y de
la historia futura, siendo la culminación de su viaje el presen-
ciar el más grandioso espectáculo que los ojos de Dios y de los
hombres hayan de ver jamás.
Por último la visión terminó. A continuación, un hombre casi
enajenado, que sin embargo estaba más cuerdo que nunca, bajó en
forma precipitada por la colina de la isla de Patmos gritando:
—¡Una pluma, denme una pluma! Porque tengo que escribir o he
de morir.

26
CAPITULO

Ocho

—¡Rápido! ¡Pronto! —tronó el anciano—. ¿Dónde está Tercio?


¡Búsquenme a Tercio!
Los ojos de Juan centelleaban con un resplandor celestial y
su rostro irradiaba avivado por una luz, pero sus vestidos estaban
sucios y empapados de sudor.
—¡Juan, luces horroroso!
—Tal vez, pero nunca me he sentido mejor. Hola, Tercio. Toma
tu pluma. ¡Ahora! Vamos a esa mesa. ¡Ahora! Todo el resto de
ustedes... fuera. Vamos, fuera. ¡Fuera! Los llamaré cuando haya
terminado. ¿Me oyen? Salgan de aquí.
Aquellos siete hombres se podrían haber amedrentado o hasta
ofendido en cualquier otro momento, pero lo radiante del rostro de
Juan les decía que ésa era una ocasión no corriente... y que
tampoco era el momento para cosas humanas, tales como palabras y
sentimientos. Obedientemente, todos ellos salieron de la cueva,
pero quedaron no demasiado lejos, con la esperanza de oír algo de
la incesante verbosidad de Juan.
—¡Yo creo que Juan decidió escribir la carta! —dijo uno de
ellos riéndose.
Entre tanto, Juan, hablando hasta por los codos, volvía a la
normalidad.
—Tercio, yo estaba equivocado. Yo estaba muy equivocado.
—¿Qué? —respondió Tercio, confundido.
—Una carta que escribí no hace mucho, esa carta breve. Ha
sido copiada y enviada... por todas partes, pero yo estaba

27
equivocado en algo que escribí. Una cosa que dije en esa carta era
esto: “No sabemos lo que habremos de ser...”
—¡Oh, ésa! —exclamó Tercio—. Tú dijiste: “No sabemos lo que
habremos de ser, pero seremos semejantes a El.”
—¡Sí, sí! ¡Y yo estaba equivocado! Pero ahora sí lo sé. ¡Sé
qué habremos de ser! Yo lo vi, Tercio, yo vi a mi Señor... lo vi
tal como El es. No como era el Señor que yo conocía allá en Ga-
lilea. Ni siquiera como era el Señor que conocí después que El se
levantó de la tumba. ¡No, Tercio, yo lo vi como El es ahora! Así
como El es realmente. Y nosotros... nosotros seremos... ¡nosotros
seremos como eso!
Juan corría de un extremo de la cueva al otro, vociferando al
tiempo que lo hacía:
—¡Tengo que recordar! ¡Tengo que recordarlo todo!
Tercio desenrolló furiosamente un rollo de papiro. Al mojar
su pluma en la expectante tinta, exclamó:
—¡Ahora, Juan, ahora!
—Señor, —gritó Juan—. ¡Concédele a esta mente hebrea el don
de hablar en griego!
—¡Tercio! ¡Escribe! Cuando hayamos terminado, copia todo. No
vamos a arriesgarnos a tener un solo ejemplar de esto, no sea que
los romanos lo destruyan. Y ora que yo no muera antes de que estas
cosas queden anotadas.
¿Hay suficiente tinta? ¿Y varias plumas, y papiro? ¿Cómo he
de empezar, Tercio?
—Esteee...
—¿Podré relatarles a los hombres lo que he visto? Es que ni
la mente, ni las palabras, ni la pluma del hombre están dotadas de
un don tan grande. Pero debo hacer el esfuerzo. Tengo que escribir
a las congregaciones. He de apresurarme, para no correr el riesgo
de olvidar nada. Ahora bien, Tercio, debes aclarar cuidadosamente
que, si bien el pueblo del Señor en las congregaciones me ha
pedido que les escriba, no soy yo quien les escribe. Es el Señor
mismo. El es quien les escribe a las siete iglesias. El ha ha-
blado, a ellos y a mí, de muchas cosas. Tú y yo lo pondremos todo
por escrito, pero son palabras del Señor las que anotamos aquí.
—¿A quién... qué fue lo que viste?
—¡Qué fue lo que vi! ¿Qué fue lo que yo realmente vi? ¡Vi a
Jesucristo, el Ungido, revelado! ¡Vi la revelación de Jesucristo!
Sí. Y así es como comenzaremos esta carta.
La revelación de Jesucristo, que Dios le dio para que lo
manifestase a su siervo Juan.
Y de este modo comenzó Juan. Habló durante horas y horas, y
durante horas y horas Tercio escribió fielmente. Hacia el
atardecer el escrito quedó concluido. Afuera, los siete mensajeros
no se habían movido de la entrada de la cueva.
—Tercio, hemos terminado.

28
—¡Pero, Juan, no! Dejaste algo sin poner. Cuando llegaste a
los siete truenos, no dijiste lo que esos siete truenos dijeron.
¿Qué dijeron aquellos siete truenos? —indagó Tercio, frustrado.
Juan se rió.
—Tercio, tú eres el primero de aquellos, que probablemente
serán muchos, que preguntarán: “¿Qué dijeron los siete truenos?”
Sí, hubo siete truenos, pero mi Señor me dijo que no registrara lo
que esos siete truenos dijeron. Se me permitió decir todo lo que
yo había visto y oído. ¿Pero qué dijeron esos siete truenos? Mi
Señor me dijo que no debía anotar lo que había oído.
—Lo siento, mi hermano, pero los siete truenos residen en mí
solo, y tal vez mueran conmigo solo.
—¿Descubriste si el Señor está por venir? ¿Es éste el fin? Y
si lo es...
—¡Tercio! ¡Calla! Hasta que alguien además de mí sepa qué hay
en los siete truenos, nadie sabrá nunca nada con certeza en cuanto
al tiempo del retorno del Señor. Lo que los siete truenos dijeron,
yo no lo diré. Cualquiera que hable acerca de cuándo mi Señor va a
volver, sin conocer los siete truenos, es un hombre dado a una
gran insensatez.
—Yo he visto mucho, y tú has anotado cierta porción de todo
ello. Todo, con excepción de lo que dijeron los siete truenos.
Conténtate con esto, Tercio. Ahora tú sabes tanto como yo. Bueno,
¡casi tanto!
—Y recuerda, mi amigo curioso, que ni siquiera el Hijo de
Dios conoce el día ni la hora. Si algún creyente insensato cree
que puede descifrar esta visión y descubrir lo que ni el Señor ni
yo conocemos... será muy sensato de su parte recordar que una
determinada porción de esta profecía falta —continuó diciendo Juan
en un tono de tranquila satisfacción.
—¿Una determinada porción? —suspiró Tercio, incrédulo.
—Juan, ¿qué has aprendido en este día? —preguntó Tercio a
continuación en un tono manso.
—En este momento tengo solamente lo que ya tenía: la es-
peranza de su retorno. Pero ciertamente esto que se ha escrito,
habrá de ser de gran consuelo para los perseguidos. Una cosa es
segura, la fe no será destruida por Domiciano. Nuestro Señor, su
pueblo... triunfarán. Tercio, puedes estar seguro de esto:
¡El volverá!
—Bueno, ahora llama a los siete mensajeros. ¿Hay alguno entre
ellos que sepa leer? Si hay uno, le voy a pedir que lea el rollo
en voz alta. Tú y yo escucharemos.
—¡Y contestarás sus preguntas! —dijo Tercio riendo.
—Una última cosa, Tercio. Debemos tener varias copias de este
libro. Y tal vez sea necesario agregar unas palabras de
advertencia al final, que desanimen a cualquiera que vaya a hacer
una copia, de añadir algo a su contenido o de quitar del mismo.
Los ojos de Tercio parpadearon.

29
—¡Tengo algo en mente!
—¡Magnífico! Ahora llama a los siete mensajeros. Diles que
tengo una carta para las iglesias. Sí, tengo una carta. ¡Cierta-
mente la tengo!

30
PARTE

III

30
CAPITULO

Nueve

—Registrador, debido a que tú fuiste el primero de mi creación, tú


serás el primero en oír. Mi retorno a la tierra se acerca.
—Al fin, los hombres tendrán a su Rey —respondió Registrador
con gran alivio.
—Señor, ¿es verdad que Tú no lo sabías hasta ahora?
—Nadie lo sabía... hasta ahora. Sólo mi Padre. No obstante,
Registrador, tú no pareces demasiado sorprendido.
—Mi Señor, el día que Tú me entregaste el Libro de Registros,
todas las páginas estaban en blanco. Desde aquel día yo he anotado
todos los eventos ocurridos en el cielo y en la tierra. ¡Pero
ahora queda una sola página por llenar!
El Señor respondió con una sonrisa:
—Entonces, Registrador, escribe bien, porque la hora de todas
las horas se avecina. Bien pronto la última página también estará
llena. Entonces, no habrá más, ¡para siempre!
—¿Puedo hacerte esta pregunta, mi Señor? ¿Qué acontecimiento
trascendió que ha hecho posible tu retorno?
—¡Solamente que ésa es la buena voluntad de mi Padre!
—Así de simple. ¡Ah! Tanto tiempo perdido en todas nuestras
especulaciones.
—Ahora, Registrador, es hora de que dos de tus compañeros
conozcan estos asuntos.
En ese momento apareció Gabriel.
—Percibí tu llamado, Señor.
—Yo también —dijo Miguel, apareciendo tan sólo un instante
después.
—Miguel —sonó la austera voz de Registrador—, estáte pre-
parado para refrenarte. Estás a punto de oír hablar de...
—¡Del Retorno! —exclamó Miguel—. Yo lo sabía. ¡Lo sentía!
—Como te dije, Miguel...
—Estás preocupado en cuanto a mí —protestó Miguel—. ¿Qué de
todos los demás ángeles? ¿Qué sucederá cuando ellos lo oigan?
Registrador, yo soy uno; ellos son millones.
—Señor, ¿es verdad? —preguntó Gabriel.
—Sí, es verdad.
—¡Maravilla de maravillas! Pero debo convenir con Miguel.
¿Cómo habremos de contenernos realmente cuando te veamos

31
descender, y cuando veamos a los redimidos irrumpir en los cielos,
y cuando...?
—¿Por qué deberán ustedes contenerse? —respondió el Señor.
Entonces, señalando al flanco de Gabriel, continuó:
—¡Tu trompeta, Gabriel!
—¿Mi trompeta, Señor?
—¿Por cuánto tiempo ha estado en tu flanco?
—Desde mi comienzo, Señor.
—¿La has tocado?
—Sólo en rarísimas ocasiones.
—¿Y... ?
—...con la mayor restricción y precaución, no fuera que hi-
ciera añicos a la creación.
Los ojos del Señor flamearon al decir:
—No más precaución, Gabriel.
Gabriel empezó a temblar.
—Nunca he estado tan cerca de la incredulidad, —dijo como
atragantado.
—Miguel, tu espada.
Antes de que el Señor completara sus palabras, ya la espada
de Miguel se hallaba totalmente desenvainada y alzada sobre su
cabeza.
—¿Has hecho mucho uso de tu espada, Miguel?
—A menudo —respondió Miguel con voz serena, al tiempo que sus
ojos reflejaban el fuego que había en los de su Señor.
—¿Siempre al máximo?
—Nunca me he atrevido a hacerlo, Señor, no fuera que partiese
en dos al universo.
—No más restricción, Miguel. Porque hoy es el Día. El Día del
Señor.
Por el rostro de los dos arcángeles corrían lágrimas.
—El Día del Señor. El Día del Señor. —Repetía Miguel una y
otra vez.
—Pero todavía debo preguntar, ¿cómo habré yo de anunciar
todas estas cosas a las huestes celestiales? —repitió Gabriel—.
¡Aún antes de haber terminado de pronunciar nuestras palabras ya
reinará el caos!
—¡Entonces, que reine el caos! —contestó el Señor—. ¡Este no
es un momento solemne! Ni es una hora para precauciones.
—Vengan. Párense conmigo delante de la Puerta abierta.
—¡¿Ahora, Señor?!
—¡Ahora!
La Puerta empezó a moverse, y al hacerlo, los cielos comen-
zaron a temblar.
—La Puerta nunca pareció ser tan vasta, ni tampoco se ha
abierto jamás sobre este lugar en particular, —observó Miguel
quedamente—. ¿Entre los planetas sexto y séptimo? —susurro—. ¡Qué
vista del brillante globo azul!

32
—¡Qué posición ventajosa! —expresó Gabriel con los ojos muy
abiertos.
—Sí —respondió Registrador—, para nosotros, al mirar hacia
abajo. Y...
—¡Y para la tierra, al mirar hacia arriba! —exclamó Miguel
interrumpiendo a Registrador.
—¡Oh, Tierra, prepárate para recibir a tu Señor! —dijo Ga-
briel casi inaudiblemente—. ¡No más precauciones! ¡Trompeta, al
fin, vas a encontrar tu verdadera resonancia! —bramó.
—No más restricciones —retumbó Miguel.
—¡Ahora, Gabriel! Ve y trae las huestes celestiales. A todos
ellos, porque vamos a descender. ¡Ahora!

33
CAPITULO

Diez

—Compañeros de la eternidad, vengan ahora de las lejanas


extensiones de las galaxias; vengan de todos los lugares
celestiales, —ordenó Gabriel.
Como estrellas en vuelo ígneo, cincuenta millones de
mensajeros de Dios se aglomeraron delante de la Puerta y se
pusieron en formación detrás de Gabriel. Embriagados de emoción,
manifestaron su entusiasmo en un fuerte estruendo al ver que
cincuenta millones más de alborotados ángeles aparecían y
enseguida se ponían en formación detrás de Miguel.
Gabriel sabía que ahora le tocaba a él proclamar a todos los
expectantes ángeles las grandiosas nuevas, pero por primerísima
vez se sentía totalmente indeciso en cuanto a cómo empezar. Con
todo, era una proclamación destinada a no ser hecha nunca, porque
en ese mismo momento el Señor se paró en el umbral de la Puerta;
más allá de El se distinguía, en plena visión, el planeta caído.
Miguel asió el brazo de Gabriel y le dijo:
—No digas nada, o se perderá totalmente el poco orden que
hay. Mira los ojos de todos. ¡Lo saben!
Sin decir palabra, Gabriel se puso precipitadamente al frente
de la inmensa multitud de ángeles que estaban bajo su mando y
levantó su trompeta bien alto por encima de la cabeza. ¡Con eso,
toda la hueste angélica explotó en gritos de gozo!
Miguel no pudo controlarse más y, desenvainando la más pode-
rosa espada de todo el universo, exclamó:
—¡Esta es la hora!
A la vista de esa incomparable arma, cien millones de espadas
se levantaron al instante por encima de las cabezas de todo el
ejército de Dios, al tiempo que un grito de victoria brotaba de
sus gargantas.
—¡Cada mensajero a su puesto! ¡Cada ángel a su deber! —ordenó
Gabriel—. Los seres humanos siempre han tenido guardianes
celestiales. En el día de hoy, ellos verán a sus guardianes. Y
cuando los vean, que conozcan la protectora y soberana mano de su
Dios. Que los vean a todos ustedes como ustedes son, poderosos y

34
fuertes. Pero sobre todo, que sepan a quién nosotros, sus
guardianes, debemos nuestra lealtad.
—¡Miren la Puerta! —exclamó Registrador—. Se ha movido. Se
halla exactamente a nivel con el ecuador de la tierra. ¿Saben qué
significa esto?
—Que todo ojo lo verá, —gritó la hueste celestial.
—Desde tiempos antiguos los hombres y los ángeles han oído
hablar de esta hora —dijo Gabriel—. ¡Ahora, que todos vean!
Aun cuando a ángeles
El acaudilla,
El es un hombre.
En El está todavía
la marca del Carpintero.
El unigénito Hijo de Dios,
que está a punto de recibir
a su familia:
los hermanos y hermanas
de su especie,
los hijos e hijas de Dios,
que vienen a su hermano mayor.
El Señor, cuya silueta se perfilaba en medio de la Puerta, se
volvió y encaró a la armada celestial. De inmediato un éxtasis
recorrió a la hueste de ángeles.
—Es la hora de la manifestación de los santos, —anunció el
Señor—. El fin de la mortalidad para los redimidos.
La corrupción termina.
La redención
no incluyó nada para
los cuerpos de los salvados.
Ahora es cuando
los espíritus de los justos
que han sido
hechos santos,
recibirán
su estado de transfigurados.
Todos ellos tienen sus espíritus
vivificados
y unidos a mi vida,
sus almas restauradas
y su carne crucificada y destruida.
Cada uno de ellos recibirá ahora
un nuevo cuerpo
de diseño celestial.
¡Así se completa
una salvación tan grande!
—La multitud celestial hizo suyo el coro:

35
¡Una salvación tan grande!
¡Una salvación eterna!
El Señor miró hacia atrás por encima del hombro y exclamó:
¡Gabriel!
Entonces toda la hueste angélica, conociendo la función de
Gabriel, respondió con un júbilo incontrolable. Gabriel levantó su
poderosa trompeta y la acercó a su boca.
Con su Señor y cien millones de ángeles mirándolo, Gabriel
colocó firmemente la trompeta contra sus labios. Al verlo, toda la
hueste angélica se movió hacia la Puerta. Seguidamente reinó un
magnífico momento de silencio. Entonces el Señor se volvió otra
vez para encarar el brillante globo azul.
El Carpintero-Creador dio un paso fuera de la Puerta, y
entonces gritó una palabra:
¡AHORA!

36
CAPITULO

Once

En ese momento el Carpintero estalló en una gloria tan pura, que


los ojos de los ángeles quedaron momentáneamente cegados. En ese
mismo instante tan electrizante Jesucristo pronunció con voz de
trueno la orden de largo esperada:
—¡Desciendan!
—¡Ahora es cuando el Hijo del Hombre retorna en su gloria!
Un hombre y cien millones de ángeles se precipitaron hacia la
tierra. Al hacerlo, el Señor levantó las manos por encima de la
cabeza y emitió el grito más estentóreo que se habría de escuchar
jamás. No obstante, ese potentísimo llamado fue acompañado por un
resonante trompetazo que casi igualó al grito del Señor, tanto en
potencia como en belleza.
Al tiempo que el grito del Señor y el sonido de la trompeta
retumbaban a través de las galaxias, el cielo tembló, y la Puerta
misma se estremeció convulsionada, en tanto que el brillante globo
azul tembló en su cansada órbita.
En medio de ese grandemente asombroso momento, los ángeles
estallaron en alabanzas al Señor que ahora se hallaba envuelto en
arrebozantes torrentes de luz.
Aun cuando no fue sino una sola palabra la que había salido
de la boca del Señor, su potencia penetró la tierra con un poder
más grande que la potencia que El desencadenó cuando habló y la
creación pasó a la existencia. Esa única y aterradora palabra se
precipitó a través de dos cielos y continuó hasta el brillante
globo azul, para ser escuchado allí por todos los hombres: por los
que estaban vivos, y aun por aquellos que no lo estaban.
Esa única palabra, que ahora reverberaba en todo oído, fue:
¡LEVANTENSE!
Todo ojo se abrió: toda cabeza se alzó hacia los cielos.
Fue una orden dada a los muertos y moribundos, a los conoci-
dos y a los olvidados... una orden de presentarse.
Esa sola palabra bautizó a la tierra en el poder de Dios. Y
ese bautismo fue acompañado por el potente toque de la trompeta de

37
Gabriel. El planeta entero se estremeció bajo ese dúo de sonidos,
que llamaba a los muertos en Cristo a presentarse y a los
redimidos vivientes a ascender, junto con ellos, a las nubes del
cielo.
La respuesta a esa voz y al sonido de la trompeta fue ins-
tantánea.
La tierra exclamó con crujidos y gemidos, y luego con poten-
tes erupciones. A manera de miríadas de minúsculos volcanes que
estallaban desde las entrañas de la tierra, muchos sepulcros se
abrían fragmentándose. Tierra, agua y hielo explotaban y luego
entregaban a sus cautivos.
Los ángeles, al ver cómo la superficie de la tierra se frag-
mentaba y se inflamaba, se unieron con sus propias exclamaciones
de gozo al sonido de la trompeta de Gabriel y al grito vivificador
del Señor. Al parecer, hasta la tierra se unió al crescendo,
expeliendo a los muertos hacia arriba a la vida.
Cuando, al rasgar las entrañas de la tierra abriéndolas para
salir de ella, los mortales se vestían de inmortalidad, de pronto
los ángeles se dieron cuenta de que toda la hueste angélica se
tornaba visible a los ojos humanos. Manteniendo tan sólo una
apariencia de orden, los ángeles empezaron a gritar.
—¡Tierra, levanta la vista y mira! ¡Tierra, recibe a tu
Señor! ¡Humanidad, he aquí tu Señor!
¡Y qué increíble espectáculo fue el que vieron entonces los
ojos de los hombres!
Gabriel había ocupado un lugar justamente al lado de su
Señor, y su trompeta seguía resonando su ininterrumpido llamado.
Al otro lado del Señor estaba Miguel, el fogoso arcángel de la
venganza, cuya fulgurante espada despedía fuego, y su voz desa-
fiaba a los habitantes de la creación a tratar de interferir con
el retorno del Señor.
Detrás de ese trío de luz descendente seguía una
ininterrumpida guirnalda viviente de innumerables ángeles, cuyo
desfile de resplandeciente luz se extendía desde la Puerta misma
del cielo, remolineando hacia abajo, en dirección de la tierra.
Los ángeles continuaban descendiendo, al tiempo que gritaban a voz
en cuello sus alabanzas a su Señor que retornaba a la tierra.
Seguían precipitándose más y más abajo, conducidos por Aquel
que muy pronto sería conocido por todos como el indiscutible Señor
del cielo y de la tierra.
Una sobrecogida humanidad observaba ese espectáculo de fuego
viviente que se dibujaba a través del firmamento con una habilidad
artística celestial.
Pero allá abajo en la tierra se desarrollaba una escena de
igual esplendor.
Saliendo de los sepulcros, de los océanos, y mares, y lagos,
del extremo norte congelado y del extremo sur congelado, de los
desiertos, de las montañas y los páramos desolados, en medio de
las turbulencias de polvo que flotaba, aguas que explotaban, y

38
hielo que se resquebrajaba, muchos que habían sido habitantes de
la tierra, fulgurantes ahora como cristal flamante, empezaron a
levantarse penetrando en los cielos.
En un momento toda la superficie de la tierra estuvo alum-
brada con fuegos dorados, cuando miríadas de hombres y mujeres,
sueltos de sus tumbas, quedaron revestidos de sus nuevos y
resplandecientes cuerpos y cubrían toda la tierra con su luz.
Aun cuando los ojos de los ángeles estaban acostumbrados a
contemplar los esplendores inmutables, no obstante parpadearon
maravillados al ver cómo el manto de la tierra resplandecía con
una nueva magnificencia. Vista desde el cielo, la tierra pareció
cubrirse de pronto de géyseres que explotaban destellando infi-
nitos matices de blanquísima luz y de bronce bruñido ardiente,
todos ellos subiendo vertiginosamente en el aire.
—¡Son los santos! —exclamó con júbilo la hueste angélica
entera al unísono—. Los santos vestidos de luz. ¡Ascienden de la
tierra remontándose hacia el cielo!
—Los que están vivos en Cristo se han unido a los que estaban
dormidos en Cristo —gritó Registrador.
Los ángeles vitorearon.
—Tanto los que habían muerto en Cristo, como los que están
vivos en El, se han despojado de la mortalidad. ¡Finalmente, han
recibido sus nuevos y gloriosos cuerpos!
—Yo no sabía que sus cuerpos habrían de ser tan gloriosos,
murmuró el ángel Gloir—. La carne se ha transformado en gloria; la
esperanza de la tierra ahora es realidad.
Hombres y mujeres, pasmados por su propia transformación tan
magnífica, miraban hacia arriba y contemplaban a su Señor que se
aproximaba a ellos, en tanto que, por todas partes alrededor de
ellos se elevaban de la tierra otros compañeros suyos de
salvación, emitiendo una luz que podía igualar la de un arcángel.
Revestidos del resplandor de la justicia de Dios, los santos
avanzaban juntos en espiral, ascendiendo en el cielo a manera de
millones de cometas ígneos. Todos los ojos de la tierra y del
cielo se tornaron tan sólo hacia Jesús.
Diez mil veces diez mil apasionados ángeles blandían sus es-
padas por encima de la cabeza, extasiados, gritando:
¡Los santos!
La superficie de la tierra flamea
con los cuerpos de resurrección
de los santos.
Están revestidos de una gloria
que hasta ahora
ha estado reservada
tan sólo para su Señor:
ahora sus cuerpos son
semejantes al de El.

39
En memoria de ese momento extático, Registrador anotó el
siguiente párrafo en el Libro de Registros.
Por un inolvidable e indescriptible momento, la tierra, envuelta
en una apariencia como de oro y luz vivientes, estuvo cubierta de
su primitiva belleza no caída.
Pero esa gloria de la tierra duró tan sólo un instante. Al
subir más en el aire los redimidos, el tremendo esplendor de la
ascendente hueste pronto pasó de la tierra y llenó el aire,
dejando al solitario planeta en su condición de caído. Ahora eran
los cielos los que estaban llenos del flameante esplendor de los
hombres y mujeres redimidos que se precipitaban hacia arriba.
La hueste angélica, que apenas si guardaba sus filas, estaba
llorando, gritando, alabando y cantando.
Ascienden para encontrarse con El;
una multitud innumerable,
lavada en la sangre del Cordero.
Los cielos se han tornado
en una rielante tormenta
de oro resplandeciente.
Ascienden a lo alto,
teniendo cuerpos relumbrantes
revestidos de la pureza de Dios.
Y El, en pleno descenso
y esplendor semejante,
para con su linaje
reunirse pronto.
—Algunos de ellos muestran cierta expresión de asombro en su
rostro. Algunos más incluso parecen bastante pasmados —observó
Ratel medio aturdido.
—Me parece que hay muchos que están muy sorprendidos de verse
contados entre los elegidos, —dijo Adorae con una risita ahogada.
—Sí, efectivamente, un buen número de ellos, —respondió Gloir
riéndose—. Pero sólo por un momento. Mírenlos.
Los maravillados ojos de los redimidos quedaron fijos en una
visión inmutable: el rostro de su Señor.
—Al fin han dejado de lado todas sus diferencias —suspiró
Registrador.
—¡Para siempre! —resonó la voz de Miguel.
En ese mismo instante los redimidos ‘descubrieron’ su nueva
voz, y brotando de sus gargantas fluyó una viviente catarata de
cánticos y alabanzas.
En respuesta a la exuberante alabanza de ellos, el esplendor
que Cristo refulgía, irradió tocando la gloria de los redimidos,
que, como un inmenso enjambre, se aproximaban a El más y más.
De los labios del Carpintero brotó el alborozado grito de:
¡Vengan!

40
De inmediato, los gritos de los ángeles, medio fuera de su
espíritu, y las estentóreas aclamaciones de júbilo que prorrumpían
de los pulmones de los habitantes de la tierra, redimidos, que al
ascender inundaban los cielos, acompañados de los trompetazos de
Gabriel, se combinaron todos para bendecir a la creación con el
más grandioso coro que la tierra, que experimentaba envidia,
hubiese escuchado jamás.
En ese preciso momento, la penetrante mirada de Miguel que
escudriñaba intensamente a los santos que ascendían, alcanzó a ver
a un viejo amigo.

41
CAPITULO

Doce

—¡Miren! —exclamó Miguel—, veo a Adán, por allí, entre la


muchedumbre que asciende.
—¡Miren a Adán! —gritó toda la hueste angélica al unísono.
Los ojos de todos los ángeles del cielo fijaron su penetrante
mirada en un viejo amigo de tiempos idos. Aquello con que sus ojos
se encontraron, desencadenó desde sus filas un poderoso y
tumultuoso conjunto de vítores.
—¡Ha vuelto la luz! ¡Ha vuelto la luz! ¡Adán ha recuperado su
luz! Está una vez más revestido de luz.
—Oh, gozo del anhelo celestial, —dijo Exalta llorando—. Al
fin vemos a Tierra Roja en su condición planeada por Dios.
—¡Adán! ¡Oh, Adán! Yo vi cómo tu luz se apagaba y desapare-
cía, —rugió el ángel Adorae, medio llorando, medio gritando.
—Pero mírenlo ahora. ¡Resplandece una vez más! ¡La vestidura
de luz, perdida en el huerto del Edén, ha sido restaurada!
—Y más magnífica que antes, —expresó Exalta.
—¡Adán, tu nuevo cuerpo, más que inocente! ¡Más que puro! Un
cuerpo revestido de la propia justicia de Dios.
—Vestido de una gloria que sobrepasa aun la de los ángeles
más elevados, —murmuró Gabriel pasmado.
Entonces, el prototipo de la raza humana, mirando hacia
arriba con las manos levantadas por encima de la cabeza, les gritó
a sus amigos angélicos con esa inimitable voz que todos ellos
recordaban tan bien, pero que desde hacía tanto tiempo no se
escuchaba.
Por la sangre del Cordero de Dios
multitud de hijos e hijas
de los hombres
han sido hechos perfectos.
Y por su sangre
somos ahora añadidos
a los suyos.

42
Fue en ese momento que los asombrados ángeles, jadeando re-
verentes, llegaron a ver a Eva. Debió ser una increíble belleza la
que silenciara a los ángeles en un momento semejante. Sin embargo,
la sobrecogedora reaparición de Eva hizo exactamente eso.
Más hermosa que antes.
Más hermosa
que el más elevado
conocimiento celestial.
—¿Qué puede significar esto? —susurró Miguel reverentemente,
cuando al fin recuperó la voz.
Registrador, recordando el enigma todavía escondido en Eva,
se puso pensativo al tiempo que musitaba:
—Adán, en el huerto... fue una imagen del Ungido. Adán fue
una prefigura del verdadero Hombre que habría de venir. Nuestros
ojos vieron a Adán, la imagen. Más tarde contemplamos la realidad,
al Ungido de Dios.
—Eva, tú también eres, así como lo fue Adán, una prefigura.
También tú prefiguras a alguien que está por venir. Hoy te veo a
ti, Eva. ¡Pero todavía no veo la realidad! ¿Dónde está, oh Eva, la
mujer que tú prefiguras?
Registrador se volvió hacia Miguel y, por primerísima vez,
procuró obtener discernimiento de otro.
—Miguel, ¿cómo puede haber nada más bello, más glorioso que
la Eva que ahora contemplamos? Y si alguna vez ha de existir una
mujer que haya de ser la realidad de lo que Eva prefigura, ¿dónde
está esa mujer? ¿Dónde está esa mujer que supera a Eva en gloria?
¿Dónde estás tú, mujer
superior a toda feminidad?
¿Dónde estás tú, la contraparte,
el otro yo, del Ungido?
¿Dónde estás tú,
a quien Eva
tan sólo anuncia?
—Eva, eres hermosa más allá de todo. En cada movimiento y en
cada palabra nos hablas de alguien que todavía está oculto de
nuestra vista. ¿Pero dónde está esa muchacha? ¿Dónde está ella,
que es ese perfecto propósito de Dios?
—En alguna parte, hasta algún día, la mujer que tú
representas, espera. ¡Ese habrá de ser el momento de las
revelaciones finales! Esa mujer nos habrá de mostrar una hermosura
y una gloria tan superiores a las de Eva, como la gloria del
Ungido es superior a la de Adán.
De pronto, dándose cuenta de que dos inmensas multitudes
estaban a punto de convergir, Miguel escapó del momento y de sus
propios pensamientos. Enseguida alzó la voz por encima de aquel
ensordecedor estrépito de alabanza, y con voz potentísima gritó
una orden a los ángeles.

43
CAPITULO

Trece

—¡Ábranse, ángeles de Dios! ¡Hagan espacio para los redimidos!


Los ángeles, arrobados y fuera de sí al mirar a los redimidos
que ascendían, se deslizaron renuentes hacia un lado y otro para
dejar espacio a los hijos e hijas de Dios.
Entonces el Señor extendió los brazos hacia aquella gran
muchedumbre de hombres y mujeres que ascendían resplandecientes.
Enseguida dobló las manos hacia arriba, en un gesto de invitación.
Dos inmensas multitudes, una ascendente, otra descendente,
rugieron su aprobación.
—¡Qué encuentro! Pero qué encuentro va a ser éste —rió Re-
gistrador.
—Allí, —exclamó Gabriel—. Miren quién está allí, cerca al
costado de Adán.
—Es Abraham, —exclamó Miguel—. ¡Qué espectáculo! ¡Ahora bien,
hay algo digno de incredulidad! —rugió con delectación.
—Escúchenlo:
En el día de hoy
yo,
que fui la simiente,
contemplo a mis descendientes,
tan numerosos como las estrellas.
Y Aquel que es
mi Descendiente por antonomasia,
¡oh, qué maravilla...!
El fue la simiente
de mi simiente.
Pero hoy, en este día,
yo soy simiente
de su simiente.

44
—Miren otra vez, —apremió Gabriel—. ¡Moisés! Pero, ¿dónde
está su severo semblante? Es totalmente distinto a él mismo. Y sus
palabras... escuchen sus palabras.
¡La gracia! ¡La gracia! ¡La gracia!
Nada de mí mismo.
¡Nada de leyes!
Tampoco de temor.
Ninguno de ellos
me ha traído aquí.
La gracia, la gracia, la gracia,
en este día
ha hallado su nombre:
¡Ese nombre es Jesús!
—Mírenlos, a todos ellos. Todos ellos son tan hermosos. Más
hermosos que los ángeles en su más elevado esplendor —gritó Mi-
guel, extático.
—Cuán maravilloso —respondió Gabriel en un susurro.
Sintiendo un ferviente gozo, los dos arcángeles se abrazaron
convulsionados por sollozos y lágrimas.
En otras circunstancias Registrador pudiera haber expresado
consternación, frente a un comportamiento tan impropio por parte
de Miguel y de Gabriel. Pero en esta ocasión en particular,
ocurrió exactamente lo contrario. De inmediato el siempre estoico
ángel Registrador se precipitó a través del cielo para unirse a
sus dos compañeros en una trilogía de impetuoso abrazo.
—¡Registrador! —protestó Miguel asombrado—. Pero, y tu
puesto... ¡los libros!
—¿Es que no tengo derechos? ¿Soy tan pobre que sólo a mí de
entre toda la hueste del cielo y de la tierra se me ha de negar
este momento? Además, el Libro de Registros está casi lleno. Mucho
menos de una página es todo lo que falta.
Miguel se rió al contemplar en el rostro de Registrador algo
que nadie habría creído posible. Pero fue Gabriel quien pronunció
las palabras:
—¡Registrador! Tu rostro. ¡Estás llorando!
—Tengo una buena razón para ello —respondió Registrador,
sollozando—. ¡¡Todos ellos están aquí!!
El día que Dios me creó,
mi Señor me entregó
el Libro de la Vida.
El libro estaba lleno
de nombres.
¡Y todos estaban inscritos
de mi puño y letra,
aun cuando yo nunca
había escrito!
Desde aquel momento

45
yo he temido,
que algún nombre inscrito en él
pudiera no estar ahí
en este día santo.
Pero todos ellos
están presentes.
¡No falta ni uno!
¡Todos los nombres
escritos en
el Libro de la Vida,
oh, maravillosa gracia,
todos ellos están aquí!
Miguel no habría contestado a Registrador aun si hubiese
podido, porque la gloria de ese momento relegaba las palabras.
Gabriel, sumido en el delirio del gozo, declaró:
—Contemplemos todos el momento en que los santos lleguen a la
presencia del Señor.
Diciendo estas palabras, Gabriel se deslizó en medio de los
ángeles, ocupó su puesto en el mismo centro de ellos, y esperó el
arribo de los resucitados.

46
CAPITULO

Catorce

—Son más hermosos que nosotros —susurró Gloir arrobado, al


observar cómo se acortaba el espacio que había entre el Señor y la
multitud de los redimidos.
—Su majestuosidad y esplendor son mayores que los de todos
los demás que habitan en la creación, excepto Dios solo.
—Como debe ser. Como debe ser, —respondió Adorae en lo que
podría describirse como un profundo y solemne suspiro.
—Son hermosos más allá de toda hermosura —convino Gloir—. ¡Y
puros!
—Creo realmente que pueden superarnos al gritar. Nunca he
escuchado nada como esto. Ni tampoco ninguno de nosotros, —observó
Adorae, embelesado, escuchando atentamente las alabanzas de los
santos a medida que se aproximaban cada vez más.
—Los serafines plegarían sus alas —añadió Exalta, del todo
fascinado.
—¡Y los querubines perderían su fiereza! —convino Ratel.
—Ellos nos pueden ver, ¿no es cierto? —se preguntó Exalta en
voz alta.
—Tu pregunta debería ser: ‘Incluso si pueden, ¿les importa
eso?’ —respondió Adorae—. Sus ojos están puestos tan sólo en El.
Dudo que nos presten mucha atención en tanto que está en medio de
ellos la trascendente presencia de nuestro Señor.
—¡Escúchenlos! De algún modo todos ellos han encontrado cómo
unir sus voces. ¡Se han unido en un solo grito! ¡Escuchen! Han
hallado un cántico que todos ellos están cantando. ¡Tienen los
instintos del cielo! —jadeó Ratel.
Aun mientras Ratel hablaba, la hueste angélica se dio cuenta
de que ellos también sabían ese gozoso nuevo cántico y, por tanto,

47
podían unirse al canto. La mera idea de un coro combinado tal dejó
extasiados a los ángeles.
De las gargantas de todos los redimidos de la raza humana
ascendió un grandioso cántico de alabanza, elevado en adoración a
su Señor. Sus ojos se avivaron al oír que encima de ellos los
ángeles se les unían con sus voces, por primerísima vez, cantando
con los hombres. Cuando el himno se aproximaba a su grandioso
final, la arrobada voz del Señor también se unió al canto.
Aquello simplemente era demasiado como para que cualquiera
pudiese contenerse.
Ese grandioso cántico de alabanza terminó con el atronador
rugido de los jubilosos ángeles, al cual igualaban en volumen y
melodía los redimidos.
En ese momento, como por una señal misteriosa, los mensajeros
de Dios estallaron en un deslumbrante esplendor nunca antes
conocido por ellos. A manera de una ristra de flameantes
aerolitos, los ángeles formaron un vasto círculo encima de su
Señor, creando una bóveda de arremolinada luz.
La dorada luz de vida que fluía desde el interior de los
redimidos, emitía un caleidoscopio de luminosidad que alcanzaba a
los ángeles que venían descendiendo y los tocaba. A su vez, el
majestuoso resplandor de los ángeles inflamados de júbilo,
fulguraba a través de los redimidos. Y en medio de ello, el Señor,
atrapado en el glorioso fuego cruzado.
Fue en ese momento en particular que la multitud de redimidos
traspasó las nubes de encima de la tierra. ¡Miríadas de seres
humanos transformados se precipitaron en el espacio, gritando
saludos a su Señor!
Por primera vez en los anales angélicos, ni un rostro estaba
seco. Por primera vez en los anales del género humano, ni un solo
rostro tenía lágrimas.
El Señor detuvo su descenso.
—Lo hizo para esperar el arribo de ellos —musitó Registrador.
Enseguida los ciudadanos de los lugares celestiales
agrandaron su círculo y esperaron.
Los habitantes de dos ámbitos extraños uno al otro estaban a
punto de venir a ser allegados.
Por último los redimidos llegaron hasta el Señor. Los puros y
perfectos hijos e hijas de Dios rodearon a su Señor en un vasto
círculo, formando la luz de su perfección un anillo de fuego
resplandeciente alrededor de El.
Habiendo circunvalado completamente a su Señor, los santos
prorrumpieron en aclamaciones de triunfo. Al oírlos, los ángeles
que estaban más allá de toda esperanza de disciplina, rompieron
filas y se abalanzaron hacia abajo entremezclándose con los re-
dimidos. Los jubilosos gritos de los hombres y mujeres liberados
de la caída, se mezclaron con los gritos de gozo que provenían de
los arrobados ángeles.

48
Dos ámbitos ahora hechos uno formaron la asamblea más grande
que la creación registrara jamás.
Gritos y aclamaciones tronaban unos sobre otros. La gloria se
mezclaba con la gloria.
Hombres y ángeles se abrazaban, luego exclamaban dando gritos
no diferentes del grito de victoria que brotaba de su Señor. Reinó
un glorioso desbarajuste, como se suponía que debía reinar al
encontrarse hombres y ángeles en los cielos. Por último, los
santos de Dios y los mensajeros de Dios hallaron una razón común
cuando todos se postraron sobre sus rostros, para adorar a Aquel
que merece toda adoración.

CAPITULO

Quince

—Ha sido la más grandiosa asamblea que haya habido jamás —suspiró
Miguel, emocionado.
—De acuerdo, —respondió el ángel registrador.
—O que haya de haber nunca —añadió Miguel—. La hora de
coronación de la eternidad.
—No así, —fue la sorprendente respuesta de Registrador.
—¡¿Qué?! —exclamó Miguel, pasmado—. ¿Una hora más grandiosa
que ésta? —balbuceó con incredulidad—. ¡Y cuál podría ser! Es que
no hay otra hora más grandiosa que la recolección del Señor...
¿Acaso puede haber otra?
Con una voz de enervante uniformidad Registrador repitió las
palabras de Miguel:
—Habrá otra hora más grandiosa. —Hizo una pausa y añadió—:
¡Tal vez dos horas más grandiosas!
—¿Puedes hablar de ellas? —sondeó Miguel.
—La hora en que esta creación, los cielos y la tierra, sean
deshechos. Cuando toda la creación, aun el planeta favorecido, se
desvanezca. Para siempre. Y luego, la aparición de los nuevos
cielos y la nueva tierra. La humanidad redimida constituye una
nueva creación. En realidad, una nueva especie biológica. Esta
nueva especie debe tener su propio entorno. Sí, un nuevo cielo y
una nueva tierra. Aún más, un nuevo hábitat para los santos.
—¡Oh! —fue la desconcertada respuesta de Miguel.
Luego de una pausa, Miguel aventuró otra pregunta:
—¿Y... cuál otra? ¿No dijiste que pudiera haber dos
acontecimientos más grandiosos?

49
—El momento verdaderamente supremo, el más grandioso de todos
los acontecimientos, habrá de ser la plena revelación y la
completa manifestación de el Misterio.
Un silencioso y anhelante asombro fue la única respuesta de
Miguel.
—Cuando el Misterio pase a ser una realidad viviente, que
respira —jadeó Registrador temblando.
¡¿Cuándo... cuándo habrá de ser eso?!
—¡Oh, no! No también tú, —rugió Registrador—. ¡Ustedes, los
ángeles! ¡Son exactamente como los hombres! Ustedes siempre
quieren saber cuándo. ¿Cómo lo he de saber yo? ¿Acaso soy conse-
jero de Dios? El no busca el consejo de ningún hombre ni tampoco
de ningún ángel. Los ángeles no lo saben y, contrario a la con-
jetura humana, los hombres tampoco lo saben. Dios es el que lo
sabe, y nosotros hacemos conjeturas. Podría añadir que nuestras
conjeturas parecen estar siempre erradas.
—¿No tienes ni idea?
—Ninguna, —gruñó Registrador otra vez—. De acuerdo a todo lo
que sé, quizás pudiera ser hoy... según los hombres cuentan el
tiempo. O mañana. O, tal vez, de aquí a mil años. No lo sé. Pero
sería muy sensato de tu parte unirte a mí en mi ignorancia y
dedicarte a guardar la encomienda que se te ha dado.
Miguel parpadeó. Por un momento no estuvo del todo seguro de
cómo un arcángel debía responder a una palabra tan osada.
—Pero, Registrador, ¿habrá de llegar ese día?
—¡Llegará! —fue la respuesta muy enfática de Registrador.
—Entonces esperaré y veré.
—¿Pensabas acaso que tenías alguna otra alternativa en este
asunto? —dijo Registrador suspirando.
—Supongo que no, —respondió sumiso el arcángel.
Finalmente
el Señor Jesús
descendió de
los lugares celestiales
con voz de mando,
con voz de arcángel,
y
con trompeta de Dios.
Los muertos en Cristo
resucitaron
primero.
Luego,
los que estaban vivos
fueron arrebatados
juntamente con ellos
y,
ascendiendo en las nubes,
se encontraron con El

50
en el aire.
Y así estarán
con el Señor
siempre.

51
PARTE

IV

51
CAPITULO

Dieciséis

Nunca se había escuchado un quejido semejante. La tierra entera


estaba con dolores de parto, y sus gemidos reverberaban a través
de la galaxia.
La tierra estaba en oración, en oración provocada por celos,
porque acababa de presenciar la liberación de los redimidos de su
atadura mortal. Ahora el planeta caído imploraba una liberación
similar. ¿Se había implorado jamás tan quejumbrosamente la
redención, o en su defecto, la aniquilación? ¿O pedido la des-
trucción total? Una tierra cansada y agonizante, crujiendo en su
fracturada órbita, lloraba en forma lastimera en presencia de la
vergüenza de su continuada existencia.
El cielo, oyendo la oración terrenal, se unió a ella con su
propia petición por la aniquilación. Cada uno dio voces al otro
con sacudidas y temblores, deplorando la pérdida de su antiguo
estado glorioso. La humillación llegó a ser insoportable al
presenciar ambos cómo el hombre era liberado tan totalmente de una
caída tan igual, y era trasladado a un estado tan grandioso.
Los ecos de su dolor llenaron los cielos.
La misericordia respondió.
Las entrañas de la tierra empezaron a abrirse con violencia.
La bóveda celeste se derrumbó. La tierra y las estrellas, la luna
y el firmamento, el pavimento del cielo y el techo del cielo
dejaron oír el sonido de su estertor agónico. Los demonios y
espíritus inmundos sobre la faz de la tierra y los ángeles caídos
arriba en los aires, huían aterrorizados al ver como su hábitat se
estremecía violentamente.
—Miguel, préstame tu espada, —dijo una voz detrás de él,
—Nadie toma la espada de Miguel —replicó el arcángel con
cierto desaire al volverse para encarar al que venía con semejante
impertinencia.
—¡Registrador! ¡Tú! ¿¡Pero... esgrimirías tú una espada...
incluso mi espada!?
—Ha llegado la hora de la salvación de la tierra. Sí,
esgrimiré esa espada; dámela, —respondió la única voz creada que
Miguel podía obedecer.

52
—Hace poco hablaste de otro acontecimiento glorioso. Tengo la
percepción de que ese momento está sobre nosotros. Registrador,
¿ha llegado ese tiempo?
—No, Miguel. ¡El tiempo termina!
Sin decir nada más, Miguel cedió su espada al más confiable
de todos los ángeles. Fascinados, todos los ángeles —de Dios y de
las tinieblas— volvieron los ojos hacia Registrador al verlo
precipitarse a través de los cielos; y no se sorprendieron en lo
absoluto al ver que el más antiguo de los ángeles esgrimía esa
imponente espada con una enervante desenvoltura.
Tres poderosos arcángeles y tres ejércitos angélicos quedaron
como estatuas cuando Registrador tomó una posición a medio camino
entre la tierra y el cielo.
—¿Pero, qué necedad es ésta? —siseó Lucifer con desdén.
Plantando firmemente ambos pies en el firmamento vacío,
Registrador levantó la espada de la ira bien por encima de la
cabeza. Entonces se volvió, primeramente hacia la tierra, y luego
hacia el cielo.
Para asombro de todos, el cielo y la tierra comenzaron a
moverse uno hacia el otro, al tiempo que sus angustiosos lamentos
terminaron.
Cesa ahora tu contienda,
oh, Tiempo.
¡La eternidad, al fin,
ha vencido!
Juro
por la santidad de Dios:
Las páginas
del Libro de Registros
están todas llenas.
Una última anotación queda
por ser escrita,
esperando
su espacio
para registrar
la muerte del tiempo.
Espacio, halla tu fin.
Materia, sé suprimida.
Deleznable tiempo,
no seas más.
Esta tu última hora es.
Ahora —este momento— marca
el final de marcar.
Escúchame,
oh, lóbrego cielo,
y tú,
inmunda tierra.

53
Escuchen
la última palabra
que habrán de oír jamás.
Yo, Registrador,
los vi nacer,
e inscribí
cada hora de ustedes.
Tú, creación,
tan firmemente establecida
y, sin embargo,
tan transitoriamente hecha:
¡Desaparece!
Aquel que hizo
esta deteriorada
y vetusta creación,
ahora la devuelve
a su primer estado otra vez.
Oh, creación,
escúchame:
Tu Creador
te retorna ahora
a la nadedad.
Una vez pronunciadas estas palabras, la tierra dio un alarido
como nunca antes había gritado nada, y luego estalló en fuego
fundido. De dentro de ese infierno ascendió una última alabanza, y
después, un estallido final de calor y fuego. Y la tierra se
desvaneció.
—¡Gracias a Dios! ¡Gracias a nuestro Señor! —prorrumpieron en
alabanzas agradecidas la multitud de redimidos y la hueste de
ángeles elegidos.
La tierra ha sido liberada
de todo su dolor:
no más vivir avergonzada,
no más crecer y menguar.
Registrador se volvió solemnemente y apuntó la ardiente es-
pada hacia el vasto ámbito de lo invisible.
Todo lo que no es de Dios,
todo lo que no es divino,
despídase para siempre.
Todas las glorias,
salvo el trono de Dios
y el huerto,
cedan su espacio.
Hagan lugar para una gloría mayor.
Cielos antiguos,
desvanézcanse ahora

54
y dejen lugar para
un cielo nuevo.
Las galaxias se vinieron abajo y se desplomaron unas sobre
otras; el firmamento y las estrellas siguieron a continuación. El
cielo invisible se rasgó, el muro que había sido el Lindero, el
embaldosado de zafiro, todo eso, se derrumbó, se destrozó, y luego
explotó en llamas.
Los ángeles contemplaron en silencio cómo su hogar se devoró
a sí mismo en un ardiente holocausto.
En medio de aquellas voraces llamas subió desde el corazón
mismo del cielo una oda de acción de gracias por una liberación
tan grande.
Los cielos —visibles e invisibles— pasaron al olvido, en
tanto que los silenciosos ángeles se quedaron mirando un infinito
abismo de nadedad.
Entonces, con una fortaleza que hizo vacilar a todos los án-
geles, Registrador lanzó sin esfuerzo alguno la espada a Miguel,
devolviéndoselo así. La poderosa mano de Miguel agarró la flame-
ante arma, la levantó bien alto por encima de la cabeza y lanzó un
estentóreo grito de desafío que helaba los espíritus.
Sin entender plenamente la postura bélica de Miguel, los án-
geles elegidos llevaron la mano a su espada y se dieron vuelta,
porque Registrador empezó a hablar otra vez:
Vean todos
un último acto
no puesto en escena.
¡Cuando se realice,
entonces terminará
todo lo que es antiguo!
Para ser olvidado
para siempre,
y que no será recordado
ni siquiera en sueños.
Vean la última escena,
y cuando
se haya realizado,
entregaré la pluma dorada,
para no escribir
nunca más.
Porque ya no hay
más tiempos
ni mundos
que registrar.
Un párrafo más
y termina mi encomienda.
Entonces estaré libre
para alabar a mi Señor

55
por toda la nueva
eternidad.
Ahora voy a escribir
mi verso final.
Escúchenme demonios
y ángeles caídos:
esto es
para registrar
el fin
de todo
lo que es
perverso.
Enseguida después de estas palabras se escuchó el más extraño
de los sonidos, y se sintió un estremecimiento más extraño aún.
—Ese es el no —susurró Miguel.
—No existe semejante lugar —respondió Gabriel con una voz
apenas audible.
—¡Ahora sí existe! —replicó Miguel—. Mira tú mismo.
¡Finalmente! ¡¡El Abismo!!
En medio de un olvido absoluto, ahora totalmente privado de
la creación anterior, emergieron unas tinieblas más densas que
toda oscuridad, que arrojaban llamas aún más tenebrosas.
—¡Sus profundidades son insondables! Su final, tan extenso
como la eternidad, —ponderó Gabriel.
Pavorosos remolinos de fuego negro y de emanaciones sulfú-
ricas gorgoteaban su invitación a todo lo remanente no redimido.
—¡El Abismo! ¡Al fin, el Abismo! —volvió a decir el intrépido
Miguel.
Con una voz que los oídos de ninguno, excepto los de Miguel
podían percibir, Registrador susurró:
—Mi viejo compañero, has esperado muchísimo tiempo por este
momento. Ahora da rienda suelta a tu espada de ira. Toma plena
venganza ahora, oh, ángel vengador. Ahora, Miguel. Con todo tu
espíritu... ¡Ahora!
Cuando los labios de Registrador pronunciaron la última de
estas palabras, Miguel, liberado de toda restricción, emitió un
potente rugido belicoso que retumbó a través del abismo y llegó
hasta los oídos de los espíritus infernales:
Al acto final de la caída.
Entonces, con ojos que arrojaban fuego, Miguel blandió su
amenazante espada por encima de la cabeza, haciéndola girar vio-
lentamente en un vasto círculo. Los ángeles no habían visto ese
gesto desde aquella batalla por el cielo.
—Yo he visto una vez antes esa furia —dijo Gabriel
estremeciéndose—. Esa es la ira que todos nosotros vimos, cuando
Miguel acaudilló a los ángeles elegidos en aquel asalto tan

56
violento que expulsó del cielo a los ángeles caídos, y los arrojó
a las regiones celestes que rodean a la tierra.
Ese borroso trazo que Miguel había originado al blandir su
espada, se detuvo bruscamente. Ahora su espada apuntaba en una
sola dirección: el lugar en que sólo unos momentos antes había
estado el planeta tierra.
Con palabras que reverberaban con autoridad y desafío, Miguel
lanzó un grito de guerra:
—¡Ven a mí, ángel réprobo!
Entonces toda la extática hueste de ángeles elegidos
reaccionó desenvainando sus armas y, junto con Miguel se lanzaron
a la carga hacia el ejército de los ángeles condenados, al tiempo
que Miguel bramaba:
¡A la batalla final!

57
CAPITULO

Diecisiete

Los guerreros de Dios formaron parejas, uno de entre las filas de


Gabriel, con uno de los que estaban bajo el mando de Miguel, y
entonces se abalanzaron hacia los cielos vacíos donde una vez
había colgado el brillante globo azul.
La colérica voz de Miguel resonó una y otra vez, con el solo
propósito de horrorizar a todos esos espíritus rebeldes.
—Llévenlos al abismo —ordenó—. Pero que ninguno toque a
Lucifer, porque él es mío y solamente mío.
Las filas de los aterrorizados rebeldes, ahora desprovistos
de su hábitat de sobre y alrededor de la tierra desvanecida, se
disolvían desordenadamente. Algunos de ellos dejaban caer su es-
pada, otros daban inútiles tajos en el vacío, en tanto que otros
más, en un pánico total, trataban de encontrar una vía de escape
de sus enemigos que los rodeaban.
En ninguna parte en esa batalla prevaleció nadie sino sólo
las fuerzas de la vida. Como una marejada de fuego viviente, los
ángeles elegidos flameaban inexorablemente hacia adelante, for-
zando a sus despreciables enemigos hacia un abismo que vomitaba
tinieblas. En un momento increíblemente breve las fuerzas de las
tinieblas, que retrocedían con celeridad, se encontraron
precariamente parados al borde del abismo que, anhelante, abría la
boca.
—¡Ustedes lo van a decir! ¡Díganlo, y díganlo ahora! —
demandaron los ángeles de Dios.
Rodeadas por todos lados, y con el rostro demacrado por el
miedo y la mente retorcida por el horror, las derrotadas fuerzas
del mal chillaban su discordante réplica.
—¡Nunca! ¡Nunca lo diremos!
—Sí; lo van a decir. ¡Y lo van a decir ahora!
—Aunque nuestras entrañas ardan eternamente en el abismo, no
lo diremos nunca.
Cuando las protestas de esos seres infernales aumentaban en
juramentos de rechazo aún más desenfrenados, de repente apareció
alguien muy familiar a toda la hueste angélica. Entonces el ruido
de ese clamoreo se extinguió.

58
—¡Tierra Roja! —gritaron alegremente los rebeldes recordando
sus propias hazañas pasadas.
Ataviado con un ropaje blanco purísimo, Adán vino a grandes
zancadas al medio de esa caótica escena.
—¿Reconocerán todos ustedes que El es el Hijo de Dios? —
preguntó Adán.
—Sí —bramaron los ángeles caídos—, pero nada más.
—Ustedes van a confesar que El es el Hijo del Hombre.
—Noooo; nunca —chillaron todos—. El hombre es inferior a
nosotros. Adán, tú eres nuestra prueba de que derrotamos al
hombre... al hombre que Dios envió para que gobernara la tierra.
—¿Entonces, Dios no vino en carne? —inquirió Adán con una voz
no del todo sarcástica.
—¡Nunca! ¡¡Nunca!! —gritaron una vez más.
—¿Supongo que ustedes no recuerdan que era un hombre el que
había de ser señor de la tierra?
Los ángeles tenebrosos replicaron con gañidos deleitosos:
—Sí. Sí, pero nosotros pervertimos el plan de Dios. ¡Te de-
tuvimos, Tierra Roja! Nunca llegaste a gobernar la tierra. ¡No!
Viniste a ser esclavo del pecado. La muerte entró por ti; y de esa
manera tan deplorable tú viniste a ser nuestro más perfecto
trofeo. ¡La tierra no fue gobernada por el hombre! Adán, recuerda
que tus hijos fueron ¡esclavos, no señores!
Sus rechiflas se tornaron en escarnios, y los escarnios se
volvieron un sonsonete penetrante:
—¡Nosotros degradamos la raza adámica! ¡Nosotros degradamos
la raza adámica!
Pero ese alboroto disminuyó rápidamente cuando los espíritus
condenados empezaron a darse cuenta cabal, de que Adán no sentía
vergüenza alguna al escuchar ese recordatorio tan vituperioso de
su catastrófico fracaso.
—Había dos hombres, —respondió Adán con una voz tanto serena
y tranquila— como devastadoramente segura.
Confusos plañidos y gimoteos fueron la respuesta a sus pala-
bras. Adán se cruzó de brazos y miró en forma desafiante a los
ojos a sus antiguos amos. Entonces, después de un momento
electrizante, volvió a hablar:
—Los hijos de Adán fallaron todos, como también yo, su padre,
había fallado. Pero hubo otro hombre.
Los espíritus condenados quedaron callados y sin moverse.
—¡Ese hombre... ustedes no degradaron a ese hombre! —continuó
Adán en un tono solemne.
—Ustedes son los derrotados, no El. Ese hombre gobernará la
tierra. ¡El propósito de Dios en cuanto a que el hombre gobierne
la tierra, está cumplido!
Al decir esas palabras Adán sonreía, y su serenidad y
fortaleza enervaban incluso a Miguel.
—Ustedes fracasaron, —repitió Adán con denuedo—. El pecado
está vencido. La hija del pecado, la Muerte, está muerta.

59
Adán hizo una pausa. Entonces levantó los brazos y declaró
con gran determinación:
—La raza adámica ya no existe más. Está extinta. Y está
extinta desde la cruz misma. Ha emergido una nueva raza, una nueva
especie de hombre, —gritó con voz triunfante.
Una vez más Adán miró de hito en hito a los ciudadanos de un
reino al cual él perteneciera una vez. Entonces pregonó:
—¡No se dan cuenta ustedes, oh, hijos de la expectante con-
denación, de que ni siquiera Adán pertenece ya a la raza adámica
caída! He sido liberado de esa raza. He sido liberado del reino de
ustedes. Ahora pertenezco a una nueva especie biológica. Soy uno
de esta nueva especie. Soy, así como son todos estos otros, del
linaje de un hombre nuevo. ¡Somos descendientes de una nueva raza
de la cual Jesucristo es cabeza!
Un gemido de tenebrosa comprensión recorrió a los espíritus
rebeldes.
—He sido incorporado a una nueva creación y he venido a ser
uno de entre una nueva especie de seres humanos, destinada a una
nueva creación. Yo, Adán, no pertenezco a la raza adámica.
—Mírenme, fuerzas diabólicas condenadas. ¿Tengo yo aspecto de
hombre caído? Sepan, aquí en esta su hora final, que ustedes
fracasaron porque este segundo hombre suprimió mi especie sobre un
madero maldito. A este hombre ustedes nunca lo vencieron. Ustedes
fallaron. Fue El, no ustedes, quien suprimió mi raza. El me
suprimió sobre el madero destructor. Entonces fue que me rescató
de mi raza y del reino de ustedes y me trasladó a un nuevo reino y
a una nueva y victoriosa raza.
Debido a que esta importante confesión salió de no menos que
de la boca de Adán y fue pronunciada con tal desembridado denuedo,
ahora el escarnio de los ángeles condenados se tornó en un
afiebrado delirio. Las fuerzas del mal —cuyo único propósito había
sido derrotar y esclavizar la tercera forma de vida más elevada y
meterla en el tenebroso reino de la segunda forma de vida— ahora
tenían que mirar cara a cara a ese mismísimo hombre y comprender
que él ya no formaba parte de la tercera forma de vida más ele-
vada, ni siquiera de la segunda forma de vida más elevada. Ahora
estaban viendo a uno llamado Adán, que era miembro de la forma de
vida suprema.
Una tenebrosa comprensión penetró más hondo en los espíritus
condenados de los ángeles condenados.
—¡Ah, Tierra Roja ha comido del fruto del Arbol de la Vida!
—chillaron horrorizados.
—Espíritus condenados, vean ahora un horror todavía más
grande —anunció Adán que tenía vida divina en sí.
Los ángeles caídos miraron encima de ellos. Rodeando a los
ángeles de las tinieblas estaban nada menos que los santos. ¡Sí,
los redimidos!
—¡Los jueces de ustedes! —invocó Gabriel, teniendo el brazo
derecho levantado encima de la cabeza y el puño cerrado.

60
—Arrostren ahora la indignación final —rugió Ratel. Ninguno
de entre los redimidos habló, porque no era necesario un
veredicto. La absoluta santidad, la total justicia y la perfecta
pureza do los redimidos fueron de por sí el pronunciamiento final
de condenación para los ciudadanos de la perdición.
Los ojos de los ángeles condenados procuraban no ver.
—¡Mírennos! —ordenó Adán.
—Vestidos con vestiduras blanquísimas... puros, sin mancha,
salvados... salvados hasta lo sumo... teniendo todos y cada uno de
nosotros la vida de Dios en sí. Mírennos, hijos del abismo.
De los labios de todos los hijos e hijas de Dios brotó con
estruendo la solemne confesión, sagrada para los hombree, blasfema
para loe ángeles caídos:
—Dios vino en carne. Dios vino como hombre.
—Ustedes lo van a decir —se escuchó su rugido impositivo.
Incapaces de restringir su gozo a la vista de una demostra-
ción tan denodada, todos los miembros de la hueste celestial se
unieron a la solemne confesión, al tiempo que los espíritus con-
denados se tapaban desesperadamente los oídos.
Al llegar el momento de la confrontación final y de la sen-
tencia definitiva, apareció el Señor Jesús.
—Hijo de Dios —chillaron los espíritus condenados.
—Sí, —tronaron los creyentes— e Hijo del Hombre.
Los ciudadanos de las tinieblas estuvieron a punto de pro-
testar otra vez, pero se abstuvieron bruscamente, porque la luz de
la gloria del Señor comenzó a fluir de modo incontenible. Los
ángeles condenados quedaron cegados en presencia de una gloria tan
asombrosa y aterradora. Hasta los mismos ángeles elegidos se
vieron en la necesidad de taparse los ojos, pero no antes de notar
que los hijos e hijas de Dios no hacían más que absorber, sin
pestañear, y enseguida reflejar el estado extático del Señor.
Contrariamente, la hueste de espíritus condenados empezó a
enloquecer, porque la luz de la gloria del Señor, aunada con la de
los santos, destruía la mente de su espíritu. Lanzando alaridos,
imprecando, echando maldiciones y rechinando los dientes, toda la
legión de los ángeles condenados se volvió completamente loca en
la presencia de la gloria de la nueva raza humana.
Entonces, la luz de la gloria del Señor empezó a disminuir,
gradualmente.
—El Señor está envolviendo su resplandor, —susurró
Registrador al recobrar el uso de su visión en aquella tremenda
gloria que ya disminuía.
Lo que vieron los ángeles cuando recobraron el uso de su
visión, fue al Señor cuyos ojos flameaban como bronce ardiente y
cuyo rostro resplandecía como mil soles. Pero su gloria todavía
continuaba envolviéndose. Por último, aquella gloria desapareció
totalmente. Allí estaba delante de los ángeles un hombre de
apariencia muy común.

61
—¡El Carpintero! —dijo Exalta, con voz sofocada, al tiempo
que por sus mejillas corrían lágrimas—. El Carpintero —susurró de
nuevo, cayendo de rodillas. Entonces todos los redimidos también
cayeron de rodillas.
Delante de los creyentes y de los ángeles, así elegidos como
condenados, estaba el hombre de apariencia de lo más común, ves-
tido con la sencilla ropa de un trabajador de Nazaret.
Los ángeles condenados, convulsionados en su insania, descu-
brieron que aquella gloria deslumbrante los había constreñido a
postrarse de rodillas.
—¡El Nazareno! No. ¡No! ¡Quítennos de delante de nosotros la
vista de Este! —imploraban.
Llevados más allá de la insania por aquella intolerable vis-
ta, los ángeles condenados siguieron gritando.
—¡Déjanos, Hijo del Hombre! —suplicaron aquellos espíritus
torturados. Y esa confesión, pronunciada en su delirio, se tornó
en un sonsonete discordante, que repetían en el frenesí de aquella
insania—: ¡Déjanos, Hijo del Hombre! ¡Oh, déjanos, Hijo del
Hombre! —Con esas palabras que salían de sus labios, los
mensajeros de maldad pronunciaron finalmente su declaración:
Dios vino en carne.
Jesucristo es Señor.
Un hombre,
el carpintero de Nazaret,
este Jesús,
¡es Señor!
¡Jesucristo es Señor!
A continuación, los ángeles de Dios, con sus espadas tornadas
en fuego fundido, se adelantaron para echar a los ángeles
condenados dentro del abismo bostezante, gritando al tiempo que
venían:
—¡Arrostren ahora su segura destrucción!
El abismo, al parecer avivándose, arrojó a modo de saludo un
eructo de fuego negro y de humo a los ángeles condenados. En
accesos de rabia y de juramentos de desafío, los mensajeros de
Satanás caían en su final morada dando traspiés.
Cuando el último de aquellos perversos se hubo precipitado en
el lago de fuego, todas las miradas se volvieron hacia Miguel y
Lucifer.

62
CAPITULO

Dieciocho

—Miguel, quedas libre de toda restricción de tiempo. —Era la voz


del Señor.
—Estás libre para revelarle a tu enemigo aquello que tus ojos
y los ojos de Registrador vieron el día que fui crucificado.
—Muéstrame lo que quieras, Galileo —interrumpió Lucifer en
forma desafiante—. Nunca doblaré la rodilla ante ti.
Airado al oír semejante insolencia, Miguel se puso frente al
arcángel caído y le dijo:
—Mira no más lo que está detrás de ti.
Lucifer se volvió. Detrás de él se extendía una vasta aber-
tura, cuyo propósito y contenido eran desconocidos para él.
—Aunque no quieras, y contra tus más violentas protestas y tu
más enérgica resistencia, ahora serás llevado a través de ese
portal. Lo que verás son cosas que me fueron mostradas hace mucho
tiempo. En aquella ocasión visité lugares que no son lugares y
presencié misterios que están mucho más allá de los hombres y de
los ángeles.
—¿Qué tiene que ver eso conmigo? —replicó Lucifer.
Recalcando cada palabra, Miguel respondió:
—Aquel día yo vi esta misma hora. Vi esta misma batalla en
que tú y yo estamos a punto de empeñarnos. Esta vez, Lucifer, tú
también verás. Y habiendo visto, ¡¡doblarás la rodilla!!
Registrador, que mucho tiempo atrás también había presenciado
ese mismo momento, de alguna manera se las estaba arreglando para
reír y llorar al mismo tiempo.
Entonces, los dos arcángeles más poderosos desenvainaron sus
armas por última vez y se cruzaron las dos espadas más terribles
que se hayan conocido jamás.
—El combate final, Lucifer —susurró Miguel en voz baja, al
tiempo que su rostro radiaba tanto ira como júbilo.
Acto seguido Miguel giró velozmente dando una vuelta
completa. Con gran ligereza Lucifer alzó su espada, y las dos
espadas chocaron violentamente, enfrentando Lucifer la tremenda
fuerza de Miguel con igual fuerza.

63
—¿Podrá esta batalla concluir alguna vez? ¿No habrá de durar
por siempre? —se preguntó Gabriel.
Miguel giró otra vez. Ahora su velocidad y su potencia fueron
demasiado grandes para la espada de Lucifer, haciendo que él diera
un paso atrás.
Una vez más, y con una celeridad que ni los ojos de los án-
geles pudieron seguir, Miguel giró dando vuelta completa. Y una
vez más Lucifer retrocedió.
—Miguel lo está forzando a pasar por el portal —musitó Ga-
briel rara sí—. ¿Qué habrá allá adentro? ¿Acontecimientos del
pasado? ¿Aun cuando Miguel ha declarado que son acontecimientos
que ningún ojo ha visto jamás? —siguió preguntándose Gabriel.
—Sí, Gabriel, el pasado, —afirmó Registrador—. Sin embargo
son cosas que ningún ojo ha visto nunca.
El ambiente estaba repleto de las imprecaciones de Lucifer y
de los juramentos de venganza de Miguel. Era una batalla entre la
soberbia y la ira. La vestidura de Lucifer fulguraba bellos
matices de azul y rojo, en tanto que la de Miguel resplandecía con
destellos de oro y blanco.
Aun cuando sus vituperios nunca menguaron, Lucifer fue for-
zado a ceder terreno ante la fiereza de la ira de Miguel.
—Empújame a través del firmamento, a través de la eternidad
entera; con todo, nunca podrás herirme. No me rendiré jamás.
Esta vez la potencia del brazo de Miguel descendió sobre la
espada de Lucifer con tan tremenda fuerza, que sorprendió hasta a
Miguel. Lucifer, forzado por la asediadora espada de Miguel, dio
un traspié. Miguel bajó su espada y dio un paso atrás.
—¿No, eh? —respondió Miguel fríamente—. Entonces mejor te das
vuelta y miras adónde es que has sido empujado.
El ángel de luz volvió cautelosamente la cabeza, escudriñó el
pavoroso entorno y lanzó un juramento al ver la escena que se
extendía allí mismo detrás de él.
—¡Estamos retrocediendo en el tiempo! ¡Al Gólgota! ¡¿Es que
quieres hacerme volver al día en que tu Dios murió?! ¿Qué objeto
tiene semejante necedad?
—Pronto verás, como nunca hasta ahora has visto, detestable
adversario. Y entonces, viendo, descubrirás cuán necio eres.
Ahora, ponte en guardia.
La terrible espada de Miguel, empuñada con ira ascendente, se
movió otra vez con cegadora velocidad, descargando golpes más
potentes y más violentos que los que el Príncipe de las Tinieblas
había experimentado jamás.
Tropezando, levantándose, y luego tropezando otra vez,
Satanás encontraba su única seguridad en escapar retrocediendo. De
pronto, con el rabillo del ojo, el arcángel réprobo percibió que
se encontraba al pie de la cruz. Entonces, empujado más allá de la
cruz, tuvo una cabal visión del Gólgota, de la cruz, así como del
Carpintero agonizante.
Una vez más Miguel bajó su espada.

64
—Se te ha permitido venir aquí —dijo—, como aquella vez me
fue a mí. Mira lo que nunca soñaste siquiera. Percibe ahora lo que
aconteció realmente sobre esta ensangrentada colina.
Entonces apareció la Muerte.
Lucifer escuchó muy atentamente al ver que Jesús y la Muerte
concertaban un convenio. Sabía perfectamente bien que no podía ser
visto ni oído, pero no obstante gritó con diabólica delicia al ver
la acumulación del pecado frente a la cruz, escarneció la agonía
del Hijo de Dios y espumajeó con intensa fruición cuando el
Carpintero fue hecho pecado.
Pero su júbilo se tornó en terror cuando vio que la Muerte
estaba siendo llevada, en contra de su voluntad, dentro del seno
del Galileo.
—¡No es cierto! —gritó Lucifer—. ¡Nosotros dos, siendo amigos
perversos, a menudo hemos retozado juntos desde aquel día!
—Necio, no ha habido ningún ‘desde aquel día’ en las crónicas
de Dios, —objetó Miguel—. Ahora mira muy atentamente.
Todo el sistema del mundo, el cosmos caído, fue deslizándose
dentro del seno del Crucificado, seguido inmediatamente por la
entera raza del linaje de Adán. Lucifer observó aterrorizado cómo
la carne del hombre caído quedaba clavada en la cruz. Cuando la
raza adámica terminó, de la misma manera también terminaron todos
los estatutos, ordenanzas y rituales... ¡incluso la ley, el día de
reposo, las observancias religiosas, las festividades y los
tiempos! Entonces hasta los gobiernos de este mundo desaparecieron
dentro del seno del Carpintero.
—Ahora, detestable adversario —gruñó Miguel con voz severa al
hacerle señas a su enemigo para que mirara otra vez—, conoce esto
de parte de Dios.
El padre de la incredulidad miró con escepticismo y con los
ojos muy abiertos, al ver cómo él mismo, totalmente desarmado, era
lanzado dentro del cuerpo del agonizante Salvador. Antes de que
pudiera alzar la voz para protestar, vio cómo su reino, el
mismísimo reino de las tinieblas, también era precipitado dentro
del Hijo del Hombre. Entonces Lucifer dio un horrible alarido de
rechazamiento:
—¡No es verdad! ¡Ninguna de estas cosas ocurrió!
Con ojos que vomitaban fuego negro, Lucifer gritó otra vez al
ver cómo todo su reino de dominio y de poder desaparecía dentro de
Jesús, siendo bien discernible ahora un tono de evidente locura en
sus alaridos.
De repente, todos aquellos rechazamientos blasfemos de Luci-
fer cesaron.
—¿Qué es este acontecimiento que ahora veo, que tuvo lugar en
la cruz hace tanto tiempo? ¡Imposible! ¡Porque yo vi suceder esto
mismo hace tan sólo un momento!
Lucifer observó fascinado cómo la tierra y el cielo
desaparecían dentro del cadáver que colgaba en el madero maldito.
—¿Dos veces? No es posible, —farfulló.

65
¿Una vez, hace muchísimo tiempo, en el Calvario... y ahora...
otra vez... hace sólo un momento... el cielo y la tierra
destruidos? Yo vi el cielo y la tierra consumidos por fuego. ¿Es
que eso aconteció dos veces? —murmuró Lucifer confundido.
—No, serpiente antigua, no. Todas las cosas están dentro de
Dios. El ve todo el tiempo a la vez. Toda la jornada de la his-
toria está dentro de El. ¡Para El, todas las cosas son ahora! El
Señor, que existe y es fuera del tiempo y es soberano sobre él, ve
todas las cosas en presente. Y donde no hay tiempo, todas las
cosas son presente.
—Lucifer, has visto poco aquí. Y has aprendido menos. Ahora
descubre aquello que no puedes ni creer ni entender. Te pregunto:
¿Qué crees tú, cuándo ocurrieron estas cosas?
—En el Gólgota. En Jerusalén. Hace mucho tiempo. Pero yo no
vi tales cosas, y tampoco creo que esos acontecimientos ocurrieron
alguna vez, —replicó el príncipe de los principados.
—¡No, diablo malo! Yerras en ambas suposiciones tuyas, —le
tronó Miguel—. Ahora has visto acontecimientos que tuvieron lugar
en el tiempo. Así como he aprendido yo, aprende tú también: El
tiempo y el espacio son sitios inseguros para ver cosas. ¡Ahora ve
esos mismos acontecimientos en su plena realidad! Observa cómo los
mismos ocurren, no en el tiempo, sino en la eternidad.
Los ojos de Lucifer empezaron a agitarse vivamente de un lado
a otro, conforme trataba de captar el verdadero significado de lo
que Miguel le decía. Pero rehusando ver ni creer, se tapó los ojos
apretadamente con los puños cerrados.
Al instante Miguel se abalanzó hacia adelante y de un tirón
le quitó las manos de los ojos a Lucifer.
—Tú vas a mirar, y vas a mirar bien.
La vista del Gólgota se estaba tornando indistinta. No estaba
desapareciendo, sino sólo cambiando; pasando del tiempo y de las
sombras terrenales a la realidad de la eternidad.
El Carpintero ya no estaba colgado en la cruz; había cambiado
y se había tornado en un cordero. Un cordero como inmolado.
—¿Cuándo fue eso? —preguntó Satanás con voz ronca.
—¿Inmolado, cuándo? ¿Inmolado, dónde? ¿Inmolado por qué po-
deres? —inquirió.
El madero del Gólgota, el Galileo muerto, los acontecimientos
que tuvieron lugar en un tiempo dado, en un día específico,
súbitamente habían venido a ser uno con los acontecimientos que
habían tenido lugar en la eternidad pasada, en el momento mismo de
la creación.
—Entérate de lo que no deseas saber —le contestó Miguel—.
Contempla al Cordero que fue inmolado en el mismísimo momento de
la creación.
Lucifer estaba como hipnotizado frente a un acontecimiento
del cual él no sabía nada.

66
—Casi parece como el Gólgota. Sólo que es un Cordero. ¿¡O es
el Carpintero!? —gruñó Lucifer—. ¿Y esto ocurrió antes de mi
propio ingreso en la creación?
Lucifer vio cómo una creación entera, aún no creada, se des-
lizó dentro del Cordero inmolado.
—¿La creación crucificada? ¿Incluida en la muerte? ¿En el
momento mismo en que está siendo creada? —murmuró Lucifer,
desconcertado—. ¿Antes de ser creada, la creación fue crucificada?
¡Simplemente eso no puede ser!
Una vez más Lucifer fue forzado a presenciar cómo el Pecado,
la Muerte, la ley, los principados, todas las potestades, todas
las ordenanzas y preceptos, toda la raza de los hijos e hijas de
Adán, el sistema mundial, la creación entera... y Lucifer mismo,
se precipitaban dentro del Cordero que fue inmolado ¡desde la
fundación de los mundos!
—¿Yo... desarmado? ¡Yo... yo precipitado dentro de un cordero
agonizante... aun antes de que yo fuera creado! —gimió el arcángel
rebelde.
—Sí; tú, desarmado... tú... eliminado antes de haber empezado
a existir siquiera —afirmó Miguel.
—¿Vencido? Yo... vencido... aun antes de... —replicó Lucifer
con una voz impregnada de futilidad y que se escurría hacia la
descompostura.
—¡Injusto, injusto! —gimoteó.
Una vez más Lucifer empezó a rasguñarse el rostro y como a
querer sacarse sus incrédulos ojos. Esta vez Miguel retrocedió.
—¿Vencido, yo? —chilló Lucifer—. Mi rebelión resuelta antes
de que yo me rebelara. Eso no puede ser verdad, —desvarió.
Enfurecido y totalmente fuera de control, Lucifer comenzó a
gritar y gritar, una y otra vez, esperando expulsar a gritos la
verdad de su mente que menguaba. En breve sus alaridos se tornaron
en gañidos y chillidos con gorgoritos, al tiempo que batía los
brazos y se golpeaba la cabeza, tratando desesperadamente de
exorcizar la realidad.
En un último instante de cordura, Lucifer, todo confundido,
miró a Miguel y barboteó lastimeramente:
—¡No es verdad! ¡Miguel, dime que no es verdad!
Colocándose delante de Lucifer, Miguel sacó de un tirón la
espada de la mano del balbuceante arcángel.
—Ahora quedas desarmado así como has estado desarmado desde
la cruz. Sí, en realidad, desde la creación.
—No. Oh, no. ¿Estoy desarmado? ¿Es que... lo he estado yo
alguna vez? —farfulló el tenebroso arcángel.
—¿Que no es verdad, dices tú, Serpiente? Entonces deja que te
muestre algo más que tus ojos nunca han visto.
El poderoso Miguel agarró a Lucifer por la cabeza y lo forzó
a hincarse de rodillas; entonces tiró hacia atrás la cabellera de
Lucifer, exponiendo su cuello. Allí en la parte posterior del
cuello de Satanás, estaban grabadas cinco palabras:

67
Crucificado antes de ser creado
—Lucifer, tú naciste... crucificado. Y de la misma manera
vinieron a existir también todas las fuerzas de tu reino. ¡Y tú no
lo sabías! —proclamó Miguel.
Instantáneamente la escena cambió.
Miguel y su incoherente cautivo reaparecieron al lado do la
multitud de ángeles elegidos y de los redimidos. Como uno, los
redimidos y los ángeles los rodearon. Una vez más, agarrando a
Lucifer por los cabellos de su cabeza, Miguel arrastró al asediado
diablo entre los ángeles, delante de Gabriel, delante de
Registrador, delante de diez mil veces diez mil ángeles; luego,
asimismo a través de la multitud de los innumerables redimidos. Y
continuó arrastrando a su enajenado adversario a través de la
inmensa multitud, de manera que loe ojos de todos los santos pu-
dieran verlo.
El único sonido que se podía escuchar, era el de las espadas
de los ángeles al ser envainadas por última vez.
—Su rebelión termina de la misma manera que empezó: en
demencia, —susurró Ratel.
—Adversario mío —gritó Miguel—, que tus ojos vean ahora la
visión final que habrán de ver jamás. ¡Que contemplen a los
redimidos! Puros, justos e irreprochables.
—¡Mira los santos, adversario detestable! —mandó Miguel—. Has
de saber que el último vestigio de esa creación que tú hiciste
caer, se ha acabado. Ha desaparecido, y en breve quedará olvidado.
Esa creación, y tú con ella, no serán recordados nunca más.
¡¡Serán olvidados para siempre!!
Los enajenados ojos de Lucifer escudriñaban los rostros de
los redimidos al pasar delante de ellos, pero la única evidencia
de su reconocimiento eran unos discordantes gruñidos y gimoteos.
—Tú que fuiste hecho para ser servidor de ellos, por un mo-
mento hiciste que los escogidos fuesen tus esclavos. Pero ahora,
Lucifer, contempla su estado final. Están delante de ti no como
tus inferiores ni como tus iguales. Todos estos que están delante
de ti, son tus jueces. ¡Más todavía! Ahora son los hijos y la
familia del Señor. ¡Los hijos e hijas biológicos de Dios!
—¡Fallaste! ¡Cuán grande ha sido tu fallo, oh, archienemigo
perverso!
Lucifer, agachado y acobardado, miraba alrededor desatinada-
mente, pero parecía no ver nada.
Los ángeles y los redimidos miraban severamente al único y
restante ciudadano de una vieja y desaparecida creación, en tanto
que el arcángel vengador, completa ya su venganza arrastraba al
derrotado y abyectamente acobardado arcángel hacia su última cita.
Miguel se inclinó y susurró al oído de Lucifer:
—¡Ahora lo dirás, adversario derrotado desde siempre!
Diciendo estas palabras, Miguel arrastró a los pies de Jesús
al incrédulo Lucifer que iba tropezando.

68
CAPITULO

Diecinueve

Por un momento no existió sonido alguno.


Entonces Miguel hizo un anuncio de lo más increíble:
—Una última palabra, oh arcángel réprobo. Se me ha dado este
momento para decirte ¡quién eres en realidad! Haciendo esto, toda
la historia llega a su conclusión.
—Ahora dobla las rodillas y póstrate delante del hombre que
te venció. Con todo, no lo vas a tener como tu Señor. Entonces, en
su presencia entérate de quién eres.
—Tú tenías tan sólo poder. El es autoridad. Siempre estuviste
sujeto a su soberanía. No eres más que su siervo. Siempre has sido
su siervo. ¡Oh, rebelde insensato, nunca ha habido un solo momento
en toda tu existencia en que no hayas estado sirviendo la voluntad
de Dios! Escúchame, Lucifer: Tú eres, y siempre has sido, un
instrumento de Dios.
Lucifer, arrancándose los cabellos y golpeándose el cuello,
empezó a gritar otra vez con desesperación. Por último, en medio
de ese paroxismo diabólico, el arcángel perverso cayó sobre su
rostro y gritó:
—Dios vino en carne.
¡Jesucristo es Señor!
Y de esta manera sucedió, como había sido predicho:
Toda rodilla se dobló.
Toda lengua
confesó
que ¡Jesucristo
es el
Señor!
Miguel desprendió la funda de su espada y la dejó caer de su
cintura, y dijo:
Se me ha dado

69
esta asignación
de lanzarte en
ese único lugar
para el cual eres
compatible:
¡el ardiente y flameante
abismo!
Todos los tendones y músculos de los poderosísimos brazos de
Miguel sobresalieron henchidos, mostrando su enorme fortaleza,
cuando se inclinó y agarró al Príncipe de las Tinieblas y levantó
seguidamente a su enajenado archienemigo bien alto por encima de
la cabeza.
—Yo no puedo morir —chilló Lucifer.
—No. mucho peor. Te estarás muriendo eternamente.
Miguel avanzó triunfantemente a través de la multitud de re-
dimidos, y después en medio de la hueste angélica, llegando por
último al borde del expectante abismo.
Por un intenso momento Miguel mantuvo a su enemigo bien alto
por encima de la cabeza.
El gorgoteante abismo rugió su invitación. Acto seguido
Miguel lanzó a la aplastada serpiente dentro de las entrañas de la
perdición eterna.
Los redimidos y los ángeles permanecieron en silencio, esto
es, hasta que apareció un espectáculo de lo más sorprendente al
lado del espumante abismo.

70
CAPITULO

Veinte

—¿Qué es aquello allí? —preguntó Adorae pasmado.


—No sé; pero, sea lo que sea, mira lo que hay al lado de eso.
Aquella cosa horripilante yace junto a un sepulcro, —añadió Gloir
con repugnancia.
—No un sepulcro —respondió Registrador—. Es el sepulcro. El
sepulcro que contiene todos los sepulcros. ¡El cementerio de todos
los sepulcros!
—¿El sepulcro? ¿Qué quieres decir? —instó Ratel, sin quitar
la vista de la horrible forma que yacía junto al abismo.
—¡Ese es el sepulcro de tu Señor! Todos los demás sepulcros
están en él. Y asimismo dentro de ese sepulcro yace el lugar de
descanso final de toda la creación, y de toda esclavitud a todos
los trabajos y obras. En ese sepulcro está todo aquello que es
caído. En él yace la creación entera, y todo lo que ella contenía.
Todo eso estuvo dentro del Señor cuando su cuerpo fue puesto en
ese sepulcro.
—¡Miren! —exclamó Adorae.
Todos vieron cómo el joven Carpintero fue a grandes zancadas
hasta ese ominoso cadáver.
—¿Pero qué es esa horrible cosa? ¿Qué tiene eso de interés
para nuestro Señor? —preguntó Adorae otra vez.
—¡Muerte! —gritó el Señor, hablándole al cadáver.
Horrorizados al escuchar esa expresión del Señor, los ángeles
retrocedieron.
—¡Azazel! ¿El enemigo de Dios, aquí? ¿Por qué ese monstruo
seráfico está presente? —susurró Ratel irritado.
—¡Muerte! —gritó de nuevo el Señor.
Azazel no se movió.
—Muerte, ¿estás muerta? —preguntó el Carpintero.

71
—Levántate, tú que en otro tiempo existías, pero que nunca
estuviste viva. ¿O es que estás muerta para siempre?
—¡Levántate, oh, Muerte! —retó el Señor.
Esa horrible cosa aún no se movió.
“¡La audacia de Dios!” —pensó Registrador—. “Verdaderamente
aquí está uno que confía en sí mismo. ¡Y en sus obras!”
—Muerte, tú que eras el único y verdadero enemigo de Dios,
¿dónde está tu victoria? Tú, que alardeabas de tu invencible
poder, ¿dónde es que está tu triunfo sobre mí? Tú juraste que me
aguijonearías con tu veneno y me retendrías eternamente allí en
tus inanimadas y silenciosas cámaras.
—Sabe esto, oh Muerte: esas tenebrosas cámaras que una vez
poseías, cámaras llenas de botín del que alardeabas que era tuyo
para siempre... escúchame, oh Muerte: Ahora esas cámaras están
vacías. Todas ellas. ¡Vacías! Los prisioneros de tu reino ya no
son más prisioneros. Tampoco estaban muertos. Todos aquellos que
tú creías que estaban muertos para siempre, sólo dormían. Sabe, oh
Muerte, que sólo hay uno que está muerto. ¡Uno, y sólo uno! Hay un
solo cadáver en todos los ámbitos del universo!
La Muerte, y sólo la Muerte, está muerta.
—¿Dónde está, oh Muerte, tu victoria? Oh Muerte, ¿dónde está
tu aguijón?
Entonces, calmadamente, el Carpintero de Nazaret se inclinó,
extendió las manos y, con la fortaleza adquirida en un taller de
carpintería, agarró a la Muerte y la alzó por encima de la cabeza,
y nada ceremoniosamente la lanzó dentro del abismo ardiente.
Ya no existe más
el enemigo de Dios.
No habrá más dolor.
No habrá más muerte.
Los redimidos y los ángeles se regocijaron y se gozaron, una
y otra vez, en tanto que se enjugaban de sus rostros las últimas
lágrimas de dolor que se habrían de conocer jamás.
Al tiempo que todos ellos se regocijaban, el Señor se volvió
y encaró el sepulcro.
—Levántense, principados. Levántate, Sabbath. Levántense otra
vez, antigua tierra y antiguos cielos. —El Carpintero crujió los
dientes airado—. ¡Levántate, ley, si puedes!
—Levántense, religión, rituales y ordenanzas, ustedes que les
hurtaron la libertad a los que siempre son libres. Levántense
ahora de este sepulcro o quédense eternamente vencidos. ¡En lugar
de ustedes reinará eternamente una absoluta libertad!
Siguió un momento muy intenso. Entonces el hombre de Galilea
alzó el sepulcro por encima de la cabeza y lo lanzó a lo profundo
del abismo sulfúrico.
Yo acabé todas las cosas

72
antes de crear todas las cosas.
Ahora termina esta historia.
Ahora quedan concluidas
todas las cosas antiguas.
Seguidamente Miguel salió de entre la multitud angélica,
levantó su pesada espada por encima de la cabeza y la arrojó muy
alto en el vasto olvido de la nadedad.
A continuación, Gabriel alzó su potente trompeta por encima
de la cabeza.
—Nada en el futuro requiere los servicios de semejante so-
nido. —Habiendo dicho esto, Gabriel lanzó su trompeta en pos de la
espada de Miguel. De inmediato una aclamación de aprobación brotó
como respuesta de la multitud de los redimidos.
Apremiado por semejante testimonio, se escuchó enseguida el
sonido de diez mil veces diez mil fundas de espada que caían de la
cintura de los ángeles. En el momento siguiente cien millones de
ángeles blandieron sus espadas a un mismo tiempo y por última vez,
al tirarlas dentro del vórtice de la nadedad.
Entonces, el fiel Registrador se levantó delante de su Señor
y le declaró:
Oh, Tú que eres por siempre el Alfa
y sin embargo eres
eternamente la Omega-
cuando estabas
en el principio,
en ese mismo momento
Tú estabas aquí,
al final del tiempo,
y viste a estos
que están redimidos aquí.
Fue en el tiempo del fin
que los nombres
de todos aquellos que
tu Padre te dio,
fueron escritos
en el Libro de la Vida.
Una vez que fueron pronunciadas estas palabras, el Señor
Jesús le entregó a Registrador el mismísimo Libro de la Vida, que
tenía todas sus páginas en blanco.
En el día de hoy yo escribo
todos esos nombres
y lanzo el
Libro de la Vida
de regreso
al principio—
devolviéndotelo,
porque Tú siempre

73
estás
en el principio
y siempre estás en el fin.
Dos lugares donde Tú siempre estás.
El principio,
transcurrido hace tanto tiempo,
aguarda, no obstante,
el momento en que
¡Tú me habrás de entregar
el Libro de la Vida!
Aquellos que Tú ves
aquí, al final,
tus escogidos,
sus nombres yo escribo.
Aquí, ahora, yo lleno el Libro.
Oh, Omega,
allí, en el principio
Tú colocarás
esto mismo Libro
en mis ignorantes manos.
Allí miraré atentamente
en sus páginas,
sin saber cómo esos nombres
vinieron a estar inscritos
aun antes de la creación.
Pero ahora lo sé.
¡Miro alrededor y veo
a los que están redimidos!
Y ahora, al final del tiempo,
con mi propia mano
escribo y lleno
el Libro de la Vida
con los nombres de los que
se esforzaron y llegaron aquí.
Registrador miró alrededor. En un instante, el Libro de la
Vida estuvo completamente lleno. Entonces Registrador lanzó el
Libro ya completado, de regreso a través del tiempo, de regreso a
través de toda la historia registrada, de regreso al principio de
la creación que ya no existía, de regreso a través del espacio-
tiempo que ya no era, hasta que el Libro de la Vida llegó a las
manos del Señor en el momento mismo en que El iba a crear.
En ese momento, una escena del pasado remoto se reveló ahora
delante de los encantados ojos de la multitud de ángeles. Todos
sintieron gran gozo y honor al ver cómo el Señor ponía el Libro de
la Vida en las manos de un ángel recién creado que se llamaba
Registrador. Con un encanto infantil siguieron observando cómo
Registrador abría el Libro de la Vida y, asombrado, preguntaba a
su Señor de dónde venían todos esos nombres.

74
—Señor, ¿de quiénes son estos nombres? —oyeron los ángeles
que Registrador preguntaba—. No existe ningún ser viviente excepto
Tú y tu siervo. ¡Ni tampoco he vivido yo más que un breve momento,
y sin embargo este libro tan repleto de nombres ha sido inscrito
con mi puño y letra!
—De modo que eso fue lo que ocurrió al principio del Prin-
cipio —resolló Miguel—. Verdaderamente toda la creación está en
El. Por lo mismo El tiene que ser, a la vez, tanto Principio como
Fin. Todas las cosas están envueltas en nuestro Señor. El se
encuentra siempre al principio y al fin.
La antigua escena del pasado remoto desapareció.
Las miradas respetuosas de todos los ángeles se tornaron ha-
cia Registrador.
—Mi mayordomía ha terminado, —anunció con gran alivio.
Seguidamente se volvió y se puso frente a su Señor, al tiempo que
colocaba a sus pies la resplandeciente pluma de oro, juntamente
con el otro libro, el Libro de Registros.
—Bien hecho, siervo bueno y el más fiel de todos los siervos,
—dijo el Señor al atraer a Sí a Registrador en un fuerte abrazo.
Registrador hundió su rostro en los brazos de su Señor, al tiempo
que a los dos les brotaron las lágrimas.
Miguel y Gabriel alzaron vuelo y se pusieron a dar vueltas
por encima de ellos. Al verlos, el Señor les hizo señas para que
se les unieran.
Al momento dos arcángeles, el ángel registrador y el Señor de
todo se entrelazaron en un fuerte abrazo.
El Señor levantó una mano por encima de la cabeza y declaró
con regocijada complacencia:
Ahora ve,
Registrador.
Unete finalmente
a tus compañeros.
Los ángeles estallaron en una atronadora salva de aplausos,
al tiempo que abrían una regia senda en medio de ellos. Entonces
Registrador pasó entre sus compañeros dando emocionados gritos de
alabanza, al verse y sentirse, por primera vez, como un compañero
más entre las filas de los ángeles.
—¡Para siempre jamás! —gritaron los ángeles—. ¡Ahora
Registrador está entre nosotros, para siempre jamás!
Registrador, con todo, siempre el mayordomo fiel, se dirigió
hacia Miguel, y abrazando al arcángel estrechamente, le susurró
con voz carrasposa:
—En un momento todos presenciaremos el segundo principio. El
primero lo presencié solamente yo. ¡Pero este principio será visto
por todos!

75
CAPITULO

Veintiuno

Registrador alzó primero la mano, después la voz, y sus palabras


hicieron que los ángeles recordaran algo que hacía mucho tiempo
habían olvidado.
—Tenemos un visitante entre nosotros, un hombre... un hombre
a quien se le permitió venir aquí procedente del pasado remoto. El
vino al cielo. ¿Recuerdan? Hablo del prisionero de Patmos. Nuestro
Señor le permitió que presenciara muchas cosas... cosas que
tuvieron lugar durante el propio tiempo de él, cosas que habrían
de ocurrir en un futuro cercano, y cosas de un futuro tan distante
que ninguno de nosotros aquí ha visto siquiera ni conocido jamás.
—Pero Juan las vio. Vio este momento mismo hace mucho, mucho
tiempo. ¡El vio el ahora! El vio este día desde la perspectiva del
cielo. Vio este día para que pudiera reportar palabras de aliento
a los creyentes que vivían en su tiempo... y a tantos otros que
vivirían más adelante en los tiempos que habrían de venir.
—Este visitante, que vivió hace tanto tiempo, en una tierra
que ahora ha desaparecido... nos vio aquí.
Miguel parpadeó y comentó:
—No es fácil entender cómo uno que murió hace mucho, está
ahora mismo mirándonos y viendo este momento. —Sacudió la cabeza y
se rió—. ¿Cómo Juan, que vivía en su tiempo, vio esta hora antes
que nosotros?
Registrador señaló hacia Juan y anunció:
—Vean al prisionero de Patmos. ¡Desde milenios transcurridos
él nos ve aquí!
Efectivamente, muy por debajo de esa grandiosa asamblea se
podía ver al anciano Juan, de pie sobre el monte de Patmos atis-
bando a través de una gran Puerta abierta, contemplando tiempos y
lugares que aún no habían ocurrido.

76
—¿Gabriel, por qué ahora no está mirando hacia nosotros? —
inquirió Exalta.
—Yo no sé, pero estoy seguro de que él no nos ve. Pero...
—Creo que sería sensato de nuestra parte que todos nosotros
mirásemos hacia donde Juan tiene vuelta la mirada, —interrumpió
Miguel— porque nuestro Señor también se volvió en esa dirección.
Sin duda, algo asombroso está a punto de ocurrir.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Gabriel sagazmente.
—¿Que cómo lo sé? Muy fácil, —respondió Miguel—. ¡Registrador
acaba de decírmelo!

77
PARTE

77
CAPITULO

Veintidós

Juan estaba en la isla de Patmos, forzando la vista para ver qué


le sería revelado a continuación.
—Tengo que escribir todo esto. Tengo que recordarlo. Tengo
que hacerlo. Para las asambleas. Las congregaciones, la de cada
ciudad, tienen que saber estas cosas. Qué consuelo hay en estas
revelaciones. No sólo para las congregaciones de ahora, sino para
las que habrán de venir... para todas las asambleas de todas las
edades. Cuán consoladas serán al conocer la certeza de todos estos
acontecimientos.
Detrás de Juan, pero sin que él lo supiera, estaban parados
todos los ciudadanos de un cielo antiguo, así como los ciudadanos
de una tierra antigua; y de pie en medio de todos ellos, se
encontraba el Dios-Hombre. Los ojos de todos, como uno solo, es-
taban fijos en ese inmenso espacio vacío que tanto el Señor como
Juan estaban mirando.
—Nuestro Señor está a punto de crear... otra vez —dijo
Registrador—. Lo puedo ver en sus ojos. Habrá de ser como antes.
Una nueva creación que surge y fluye.
El Señor alzó las manos, levantándolas bien alto por encima
de la cabeza. Entonces, proveniente del seno del Señor comenzó a
fluir un río de centelleante y remolineante luz, que brotaba como
una cascada, saliendo al vasto vacío.
Esa emisión de luz, que salía de El y se derramaba en la
nada, comenzó a enrollarse formando una esfera. Conforme la luz de
la resplandeciente esfera crecía, todos los ojos se esforzaban por
ver algo que estaba enclavado dentro de ella.
Un nuevo cielo,
mucho más hermoso
que el anterior.
—Es como... es como si estuviese vivo, —exclamó Registrador,
atónito—. Y esta creación no es nada semejante a lo que yo me
esperaba. Oh, pobre imaginación de un simple ángel.
De nuevo una corriente de rutilante luz como de aerolitos
vivientes, que brotaba del seno del Señor Jesús, se deslizó en el
espacio y se enrolló formando una rielante esfera. En un momento
emergió, dentro de aquella flameante luz, una nueva tierra.

78
—¡Pero, si está viva! —exclamó Registrador aún más asombrado
que antes.
—Un planeta que late con vida... que está vivo... que sale
proveniente del mismísimo ser del Señor. ¿Pero, qué creación es
ésta? El nuevo cielo es más bello que lo que fue jamás el antiguo
cielo. Y la nueva tierra es más bella que lo que fueron tanto el
antiguo cielo como la antigua tierra. Y hay algo del ser del Señor
entretejido en el mismísimo ser de ellos. ¡Además, viven!
Un anciano pescador, que vivía en un siglo que había trans-
currido miles de años antes, miraba atentamente la misma escena y
exclamó emocionado:
Veo
un cielo nuevo
y una tierra nueva.
El antiguo cielo
y la antigua tierra
han pasado.
Las dos esferas nuevas, visibles, pero no obstante pertene-
cientes a lo invisible, comenzaron a moverse una hacia la otra.
Los ojos del anciano apóstol brillaron con admiración y lágrimas,
al tiempo que musitaba como para sí mismo:
Todo lo perteneciente
a las cosas
antiguas
ha pasado.
Entonces Juan escuchó una voz. Así también los ángeles. Era
Registrador que decía:
¿Quién tiene derecho a regir el nuevo cielo? ¿Quién, entre
todos los que son del cielo, es de semejante sangre real?
Registrador hizo una pausa esperando una respuesta, pero sólo
hubo silencio. Entonces exclamó otra vez:
—¿Quién, de entre los ciudadanos terrenales, puede regir la
nueva tierra? ¿Quién, entre los que son de la tierra, es de tal
sangre real?
Fue Miguel el que habló por los ángeles:
Sólo hay uno que es digno
de sentarse sobre el trono
del nuevo cielo...
Aquel que es
el regio Hijo de Dios.
La multitud angélica prorrumpió en atronadoras exclamaciones
de aprobación.
Entonces, saliendo de entre las filas del nuevo género huma-
no, un hombre tomó su lugar al lado de Miguel. Era Adán.
—¿Quién tiene el derecho de regir la nueva tierra? Sólo hay
uno. ¡Un hombre debe regir la tierra! —gritó Adán—. ¡Solamente hay

79
uno de tal sangre real, sólo uno que es digno! Aquel que es
descendiente de un rey, del mismo Rey David. Aquel que es el Hijo
del Hombre es digno de regir la nueva tierra.
La multitud de la nueva humanidad prorrumpió en exuberantes
vítores. Luego, juntos, Adán y Miguel proclamaron en voz alta:
—Sólo hay uno que es digno de regir el cielo. Sólo hay uno
que es digno de regir la tierra. ¡Su nombre es Jesús!
Si bien la hueste angélica rugió su aprobación, fue el nuevo
género humano el que dio rienda suelta a un crescendo de alabanza
aún mayor:
—Jesús es el Señor de la tierra, —gritaron los hijos e hijas
de Dios. Entonces, juntamente, la especie del cielo y la especie
de la tierra se unieron en una sola voz de aclamación:
¡Jesús es el Señor del cielo!
¡Jesús es el Señor de la tierra!
Todo ojo se volvió hacia el Carpintero.
—¡Tú eres el Rey del cielo! —proclamaron las voces de todo el
género humano.
—¡Tú eres el Señor de la tierra! —gritó con gran regocijo la
hueste angélica.
Las inmensas multitudes de dos ámbitos se fundieron en uno,
al tiempo que una atronadora ovación retumbaba por esas esferas,
(a la cual sólo una nueva creación pudo haber sobrevivido).
Al fin
Tú eres Señor
del cielo
y de la tierra.
¡Tú eres Señor de señores!
¡Tú eres Rey de reyes!
Los ángeles levantaron vuelo por encima de los redimidos y
proclamaron una vez más:
—¡Señor de señores!
Los hijos e hijas de Dios les hicieron eco al contestar:
—¡Rey de reyes!
Registrador levantó las manos y empezó a dirigir ese inmenso
coro unido, en un grandioso grito de "¡Aleluya!"
El jubiloso coro retumbaba sin cesar:
—¡Alabado sea nuestro Señor! ¡Aleluya, aleluya!
Si bien los ángeles no estaban en absoluto acostumbrados a
ser superados en el canto y la alabanza, con todo se regocijaron
más al descubrir que no podían dar rienda suelta a los cantos y
alabanzas con tanto fervor como los hijos e hijas de Dios.
Una y otra vez ese infinito mar de hombres y de ángeles
cantaba juntamente, en una armonía tan perfecta que la misma
quebrantaba gozosamente los corazones de todos.

80
Dos huestes innumerables, combinando en un embelesado canto
la majestuosa armonía de la vida suprema y la belleza sinfónica de
la segunda forma de vida más elevada, proclamaron:
¡Rey de reyes!
¡Señor de señores!
¡Aleluya,
aleluya!
¡Porque el Señor nuestro
Dios
reina!
¡Aleluya,
aleluya!
La alabanza se remontó. La adoración ascendió.
Todavía cantando unidos con sus nuevos compañeros, los
ángeles formaron un vasto túnel de luz que se arremolinaba
alrededor Señor y de sus santos.
Las cosas viejas pasaron.
Todas las cosas son nuevas.
¡Aleluya
a nuestro Señor que reina,
que reina sobre todo!
Miguel, como fuera de sí, se elevó por encima de la asamblea
para ofrecer un grandioso tributo a su Señor.

81
CAPITULO

Veintitrés

—¡No queda ni una sola evidencia de la creación vieja y caída


—exclamó Miguel.
Justo antes de que el inmenso dúo de hombres y ángeles
pudiese responder, Registrador exclamó protestando vivamente.
—¡No es así, no es así! —Porque aún había algo que Regis-
trador sabía, que ninguno de los demás sabía.
Miguel quedó callado, plenamente consciente de la sabiduría
de su viejo compañero. Seguidamente los ángeles y los redimidos
formaron un gran semicírculo, y esperaron escuchar una palabra
adicional de parte del venerado ángel, que se había colocado al
lado del Carpintero.
—Hay —dijo Registrador—, siempre ha habido, desde la misma
creación... un testimonio de la existencia de la caída. Hay, y
habrá siempre, un recordatorio del precio de la redención.
—Ustedes, los redimidos, contemplen su propio cuerpo. ¿No es
sin tacha en todo sentido, perfecto a todo nivel? ¿No es tan
celestial como el cielo, tan espiritual como el espíritu, y sin
embargo es físico en su forma, humano? Su alma, ¿no es tan pura
como la misma pureza de Dios, y su justicia, tan justa como la
justicia de Dios? La perfección de ustedes, ¿no excede toda per-
fección, salvo tan sólo la de Dios? ¿No es cierto que en ustedes
no hay ninguna mancha, ninguna arruga, ninguna marca?
—Nosotros, los ángeles de luz, ahora somos más jóvenes que
nunca antes. Y la luminiscencia angélica en nosotros es más res-
plandeciente que nunca antes. No hay ninguna imperfección entre
nosotros. Sin embargo, hay uno en medio de todos nosotros, que
está terriblemente marcado. Esa marca, presente a perpetuidad...
presente ya antes de la creación, como soy testigo de ello... es
una cicatriz que nos recuerda siempre nuestra liberación.
Registrador dio vuelta y se arrodilló a los pies del obrero
de Nazaret, el Cordero inmolado desde la fundación del mundo.
—Señor —le dijo—, te ruego humildemente que les reveles ahora
a todos tus hermanos y hermanas aquello que me mostraste en el
momento siguiente a mi creación.

82
Al instante brotó, desde dentro del seno del Carpintero, una
luz titilante. Esa luz fue tornándose más y más brillante, y en
breve envolvió al Carpintero en un refulgente entorno dorado.
Los ángeles se protegieron los ojos, en tanto que los redi-
midos siguieron mirando maravillados. La gloria del Dios-Hombre se
tornó en un huracán de fuego dorado. ¡Su vestidura, tremolando en
las ondas de esa cascada de luz, reveló su costado!
—¡El costado herido! —exclamaron los redimidos.
—Una marca en el Perfecto.
—La única imperfección en toda la nueva creación.
Fue la provocación de esa visión la que dio rienda suelta al
más grandioso canto que haya de escucharse jamás.
¡Digno es el Cordero!
¡Digno es el Cordero!
Alfa es y Omega es
el Cordero triunfante,
que por los redimidos
fue inmolado.
De su costado fluyó
la sangre carmesí.
De su costado salió
la Desposada perfecta.
¡Tú eres digno,
digno de recibir
toda la gloria!
Con un impulso espontáneo los elegidos levantaron las manos
hasta encima de la cabeza, asieron sus coronas y las echaron a los
pies de su Señor, diciendo.
Digno eres,
oh, Cordero,
de recibir todo honor,
toda gloria,
toda alabanza.
Ahora son todas las cosas
para tu gloria.
¡Tú eres digno,
oh, Señor!
Todas las razas, y pueblos, y linajes se postraron sobre sus
rostros y adoraron al que es digno de toda adoración.
Y Juan, que desde otra era y otra creación escudriñaba ese
momento supremo, estaba a punto de descubrir, junto con los án-
geles y los redimidos, que era posible que una escena aún más
grandiosa se desenvolviera delante de sus ojos.

83
CAPITULO

Veinticuatro

—¡Santos todos, ahora a su hogar! —proclamó el Señor.


—¡El cielo! ¡Ahora vamos al cielo! —respondieron muchos de
los santos.
—Esto les va a causar una gran desazón a muchísimos de ellos,
—observó Miguel—. ¡Algunos de los santos están tan empeñados en
que el cielo haya de ser su hogar, que les puede resultar difícil
aceptar un lugar mejor! —dijo riéndose.
—Ni la tierra ni el cielo son el hogar de ustedes. Sólo dos
de entre todos ustedes han visto jamás su hogar. Ven, Adán. Ven,
Eva. Hablen ustedes del hogar pasado y futuro del hombre.
El primer hombre y la primera mujer de la creación se
adelantaron. Ellos, que una vez estuvieron vestidos con delantales
de hojas de higuera, ahora se presentaron ante su Señor ataviados
en la luz de la justicia de El.
—Nuestro primer hogar, ¿aún existe? —suspiró Adán.
—Sí, existe, —respondió el Señor—, sólo que ha cambiado.
—¿Tendremos, Adán y yo, una vez más el privilegio de vivir
allí? —inquirió Eva con voz suave.
—Ustedes y todos los santos.
—¿Y como antes... Tú también, mi Señor? —preguntó Adán.
—Sí, como antes, —contestó suavemente el Señor—. Yo también
viviré allí.
—Adán dio media vuelta y encaró a la inmensa multitud de los
redimidos.
—Escúchenme, conciudadanos del reino de Dios. Fui creado en
la tierra; hecho de arcilla, pero yo era como un híbrido... puesto
que tenía el viento del cielo en mí. Yo estaba compuesto de
elementos del cielo y de elementos de la tierra. El hogar que se
me había destinado era, igual que yo, un lugar compuesto de cosas
que pertenecían tanto a la tierra como al cielo.
—Ese lugar era el Huerto del Edén, vasto y hermoso.

84
—Ese huerto estaba ubicado a medio camino entre la tierra y
el cielo y unía los dos. Las propiedades de ese hermoso huerto
eran tanto materiales como espirituales. Es decir, que hacía juego
conmigo, puesto que yo estaba relacionado con ambos ámbitos. Yo
era en parte material, pero también era en parte espiritual.
—La gloria de ese huerto eclipsaba la gloría del cielo y la
de la tierra, porque la misma contenía a las dos.
—Era en ese huerto donde Eva y yo teníamos comunión con el
Señor y, en ocasiones, también con sus santos ángeles. Vestidos de
luz, podíamos ver lo invisible... —siguió diciendo Adán.
—Así como cada uno de ustedes está vestido de luz y ahora
puede ver lo invisible, —añadió Eva.
—Ese huerto, que es una unión de las cosas del cielo y las
cosas de la tierra... ese lugar es la morada destinada para todos
nosotros que estamos reunidos aquí, —declaró Adán.
—Ese huerto era hermoso, más allá de todo lo que se puede
decir, —dijo Eva pensativamente—. En él había un río. Era nada
menos que el Río de la Vida. Las aguas de ese río eran aguas vi-
vas. Pero mis palabras no pueden describir mejor el huerto de lo
que pueden describir a nuestro Señor.
—En el río había oro. Bedelio, como perlas, —explicó Adán, y
añadió—: y toda clase de piedras preciosas.
—¡Había un hombre allí, desde luego! —continuó Eva.
—Y también la desposada del hombre, —se apresuré a añadir
Adán—. Era un lugar vasto, tan grande como un subcontinente.
—Yo era ese hombre; yo era figura del hombre que había de
venir, esto es, de nuestro Señor.
—Y de la misma manera, yo era allí figura y sombra de una
Desposada, —dijo Eva e hizo una pausa—. Sí, de una Desposada, y
ella aún está por aparecer.
—Ubicado entre el cielo y la tierra, ese huerto era el centro
de la creación —explicó Adán.
—Era nuestro hogar, —añadió Eva, con una voz llena del anhelo
del recuerdo.
—Lo más inolvidable es —siguió diciendo Adán—, que el Arbol
de la Vida estaba allí. Oh, cuán indescriptiblemente vasto era ese
árbol. ¿La altura del mismo? No sabemos cuál fuese. Pero su corona
penetraba bien alto en el cielo. Y sus enormes raíces que corrían
a flor de tierra, sus larguísimos sarmientos, como también el
fruto que había en esos sarmientos, se extendían en todas
direcciones, hasta más allá del horizonte. Y el fruto que había en
los sarmientos era el fruto de vida. El Arbol de Vida y el río de
la Vida corrían juntos. El río, las riberas del río, el agua y el
sarmiento eran siempre uno, y llegaban a todas partes en ese
vastísimo huerto. Dondequiera que se encontraba uno, había agua
del río y fruto del árbol.
—¡Y sobre todo, nuestro Señor estaba allí!

85
—El día mismo de mi desobediencia Dios removió el Huerto de
Edén, quitándolo de la tierra. Eva y yo derramamos lágrimas al ver
cómo nuestro hogar se levantaba de la tierra y desaparecía en el
cielo. ¡Desde aquel día el cielo ha sido el custodio del huerto...
esto es, el cielo ha sido el custodio de nuestro verdadero hogar!
—Después de la partida del huerto, la tierra y el cielo ya no
estuvieron más unidos: quedaron separados. El tráfico entre los
dos ámbitos cesó. Nuestro Señor hizo que un límite viniese a
separar los dos universos. Y en esa frontera puso una solitaria
Puerta. Como sabemos todos, esa Puerta quedó cerrada y guardada
por una espada encendida y unos terribles querubines.
Un Hombre.
Una Desposada.
El Señor.
El Río
de
Vida.
El Arbol
de
Vida.
Oro,
perlas,
piedras preciosas
y una
unión
de
cosas
celestiales
y cosas
de la tierra...
¡Ese es
nuestro hogar!
—Si alguna vez ustedes ven esos elementos juntos otra vez,
sepan que ése es su hogar. Y el hogar de su Señor.
—Yo, el híbrido, en parte de la tierra y en parte compuesto
del cielo, debo tener un hogar que haga juego conmigo. Pero sepan
esto: nuestro Señor también es de la tierra y del cielo. Su hogar
también ha de estar compuesto de elementos de ambos lugares. El
también vivirá en ese huerto... con nosotros.
Adán hizo una pausa. Casi enseguida una sonrisa recorrió su
rostro y continuó:
—Santos, recuerden que la vida de Dios está en ustedes. Us-
tedes también son, en parte del cielo, y en parte de la tierra.
Esperen que su hogar sea como ustedes son.
—Nuestro Señor ha dicho que el huerto aún existe, sólo que
está transformado. Pero ustedes no deberán asombrarse nada si lo
reconocen. Lo reconocerán al instante. Es que cada especie tiene

86
su propio hábitat; el instinto de nuestra especie habrá de reco-
nocer su verdadero hogar.
—Los lugares celestiales son todavía el custodio del huerto,
pero ahora ya no por mucho tiempo. La tierra no es el hogar de
ustedes. Tampoco es el cielo. El propósito del huerto siempre ha
sido el de proporcionarle a Dios y al hombre un hogar... juntos.
En ese lugar, como ustedes lo verán en breve, los hijos e hijas de
Dios manifestarán, junto con su Señor, su unidad.
Adán y Eva regresaron a la multitud y otra vez desaparecieron
entre ella.
Ahora todas las miradas se volvieron hacia el Señor Jesús.
El Señor habló y sus palabras sonaron claras y con una
seguridad propia sólo de Dios.
—En otro tiempo el huerto unía el cielo y la tierra, lo
espiritual y lo material, lo visible y lo invisible, haciéndolos
uno solo. Vengan ahora, hermanos míos y hermanas mías, miren el
portal del cielo. ¡Miren la Puerta! Pronto verán el Huerto del
Edén, transformado. Saldrá del cielo, adornado en una hermosura
que está más allá de toda hermosura, —declaró.
En ese lugar
ustedes serán uno,
así como el Padre
y Yo
somos uno.
Un anciano, prisionero y desterrado en una isla llamada
Patmos, también escuchó esas increíbles palabras... y junto con la
innumerable hueste de redimidos y de ángeles escudriñó el cielo.

87
CAPITULO

Veinticinco

—Señor, permite que mis cansados ojos vean. Muéstrame el fin de


todas las cosas, así como dijiste que harías cuando le hablaste a
Pedro de mí junto al mar de Galilea.
En ese momento un ángel se puso al lado de Juan.
—Esperemos juntos, amado Juan —le dijo Registrador—. Juntos,
contemplemos esta visión de todas las visiones.
—Tú eres el ángel que vi en pie en el sol. El que guarda los
libros, aun el Libro de la Vida.
—Sí, yo soy ése, —respondió Registrador.
—Cuando yo era aún joven, mi Señor me dijo que yo habría de
ver... que yo vería.
—¡Sí, verás! —prometió Registrador—. Estamos aquí juntos en
un lugar donde las cosas postreras se están revelando. Atisba
ahora en el futuro distante. Se nos ha concedido a los dos, en
esta hora, poder ver.
—¿Qué será lo que veré? —instó Juan.
—¿No lo sabes? —respondió Registrador.
—Yo... yo... El nos dijo muchas cosas. Pero sobre todo dijo
que haría que judíos y gentiles fueran uno.
—El ya hizo eso, Juan.
—Y... y... también dijo que haría que todos nosotros fuéramos
uno con El. Y más. Incluso dijo que seríamos sus hermanos y
hermanas, su linaje, y que nos haría uno con El, así como El era
uno con el Padre... ¡Eso es lo que este anciano desea ver! ¿Se-
rán... seremos uno, unos con otros, y luego uno con El?
—Sí, ella lo será.
—¿¡Ella!? —preguntó Juan, asombrado.
—Considera la palabra, Juan.
—Sí, —exclamó Juan—. Ecclesía, oh sí, ecclesía es una ella.

88
Juan hizo una pausa.
—¡Uno con El! ¿Pero tanta unidad? ¿Unión, incluso unidad, con
nuestro Señor? ¡Esa clase de unidad es de veras unidad!
—Ven conmigo, Juan, a un lugar alto. ¡Te mostraré a la Des-
posada!
—¡La Desposada! Sí. La Ecclesía.
—Tú y yo la veremos juntos. Ven, porque todos los redimidos
se han reunido, así como todos los ángeles también. Juntos veremos
esta maravilla de todas las maravillas.
Registrador tomó la mano de Juan.
Con los vientos de la eternidad soplándole en la cara, Juan
se encontró parado en un espacio a medio camino entre la nueva
tierra y el nuevo cielo.
—Oh, veo la Puerta que da al cielo. ¡Y está abierta! ¿Dónde
está la espada encendida y los querubines? Puedo ver directamente
adentro del cielo.
—Veo el trono de Dios. ¡Veo el trono de Dios! —dijo el an-
ciano Juan llorando—. El trono, tan resplandeciente, que es la luz
misma del cielo.
Desde dentro de la refulgente luz que envolvía el trono se
oyó una atronadora voz dirigida a todos:
—¡Yo he hecho nuevas todas las cosas!
Juan forzó la vista para ver dentro de la luz y dijo:
—¡Yo conozco esa voz! ¡La oí por primera vez en el desierto
de Judea! Es la voz de mi Señor.
—Juan —dijo Registrador con voz temblorosa—, ¿recuerdas que,
el día que tu Señor fue crucificado, estando tú parado allí al pie
de la cruz con María su madre, oíste un grito sumamente
desgarrador que salió de sus labios?
Juan se estremeció al responder:
—Sí, por supuesto que lo recuerdo.
—Yo he escuchado ese mismísimo grito, no una vez, sino varias
veces. Primero, lo oí en el momento mismo de mi creación. Luego,
ese gemido comenzó su vuelo a través del tiempo y de la eternidad.
Lo escuché otra vez en el Huerto del Edén; más tarde en Egipto;
después, igual que tú, lo oí en el Gólgota. —Registrador levantó
los ojos y prosiguió con voz temblorosa—. Fue un grito que,
remontado, continuó volando para llegar, por último, incluso aquí,
y penetrar en este momento de la nueva creación. Lo he de escuchar
ahora, por última vez.
El grito comenzó.
De inmediato el angustioso recuerdo de ese grito agarró el
alma de Juan. Entonces miró primero hacia el trono y enseguida
hacia Registrador. Oyó que Registrador susurraba como a sí mismo:
Oh, grito singular, emitido
cuando El muriendo estaba,
pero escuchado
cuando la creación

89
apenas comenzaba.
Luego, otra vez al final;
y ahora,
en el nuevo comienzo.
Registrador estaba a punto de taparse los oídos con las
manos, cuando de pronto levantó la vista, asombrado. Pudo
determinar, por primera vez, de dónde procedía ese grito.
—¿Osaré yo creer que ése es el sitio de donde este grito ha
venido siempre?
Registrador se enderezó y levantó las manos hacia el cielo.
—Debí haberlo sabido. Sí, debí haberlo sabido. Ese grito,
¡venía del trono! —exclamó—. Por supuesto, venía del trono
soberano, victorioso y siempre triunfante.
Registrador se esforzó en escuchar.
—¡No hay lamento en ese grito! Ni rasgo conmovedor alguno.
¿Pero, cómo puede ser eso? Ah, viejo ángel, ¡cree a tus oídos!
—demandó Registrador de sí mismo—. Este es un grito de purísimo
triunfo. Es el grito de victoria del Cordero.
—Escuchen sus palabras, todos y cada uno, —bramó Registra-
dor—. Juan, ángeles y redimidos, vuelvan sus rostros hacia el
trono. Escuchen ese grito. ¡No, escuchen sus palabras!
El grito sonaba como una trompeta desde el trono:
¡Consumado es!
—Oh, Dios mío, todo ha terminado. La salvación es completa.
La obra está hecha. Señor, soy tu testigo del principio de dos
creaciones. Ahora no existe nada sino sólo la nueva.
Registrador se volvió otra vez hacia Juan.
—Ahora, visitante de tiempos pasados y de una creación ida,
deja que tu vista penetre en el nuevo cielo. Ve lo que nadie en la
antigua creación ha visto nunca; luego regresa a tu tiempo y a tu
pueblo y da testimonio a tu mundo de la triunfante victoria de tu
Señor, así como yo lo he dado al mío.
Juan entrecerró los ojos, al tiempo que dijo a media voz:
—¡Oh, Señor, permite ahora que estos mis viejos y empañados
ojos vean! Después permite que yo viva para que pueda hablarle a
mi pueblo de este día y de lo que se ha proclamado aquí en una
nueva creación... que mi Señor ha acabado su obra, y ha triunfado
sobre todo.
Juan fijó los ojos en la Puerta abierta.
—¡Ahora, Señor —musitó—, enséñame ese huerto! No, muéstrame
esa muchacha que ha de ser totalmente uno contigo.

90
CAPITULO

Veintiséis

—¡Mira allí, ángel de Dios! Algo está saliendo por esa Puerta
abierta. ¿Qué es aquello? Oh, sea lo que sea, es glorioso. ¡¿Pero
cómo habré yo de describir jamás estas cosas a la gente de mis
días?! —exclamó Juan.
—¡Lo veo! ¡Señor! ¡Yo, Juan... veo...! ¿Pero qué es lo que en
realidad veo? ¿Me parece que veo al pueblo de Dios? ¿Son acaso tus
santos los que te rodean delante de tu trono, y Tú en medio de
ellos? ¿Qué es lo que veo? Mi visión se ha tornado incierta por la
gloria. ¿Los santos están saliendo y descendiendo del cielo? ¿Y
con ellos el trono? ¿Pero el trono de Dios no permanece siempre en
el cielo? ¿Y su pueblo también?
—Hay un lugar mejor que el cielo, tanto para el trono como
para el pueblo —respondió Registrador.
—¡Aquello se está transformando! —gritó Juan de nuevo—. ¿O es
que solamente lo estoy viendo más claramente? ¿Me estarán
engañando mis ojos? ¿Es posible que...?
—¿Qué es lo que ves, Juan? —instó Registrador.
—No sé qué decir. No puedo... La gloria es demasiado grande,
—protestó Juan.
—¡No! —gritó Juan, incrédulo—. ¿Pero, puede ser esto...? ¿Le
ha permitido mi Señor a su siervo ver...?
—¿Qué, Juan, qué es lo que ves? —inquirió Registrador.
—¡La Nueva Jerusalén! Veo la Nueva Jerusalén.
—¡Yo, Juan, la veo! Es más espléndida que todas las glorias
del cielo. Más hermosa que todas las glorias de la nueva tierra.

91
Veo la Nueva Jerusalén... que parte de los lugares celestiales y
se traslada. ¿Pero a dónde se está trasladando?
—Lo sabrás en un momento —dijo suspirando Registrador, que
estaba igualmente maravillado.
—¡La veo! Veo la Nueva Jerusalén saliendo del cielo. Puedo
ver dentro de la ciudad. Y veo el Arbol de la Vida.
—¡Oh...! ¡Pero si es un árbol de sarmientos! —exclamó Juan.
—Así como en otro tiempo —observó Registrador—, el árbol y el
río se extendían por todas partes a través del Huerto del Edén,
así ahora ese mismo árbol y ese mismo río aparecen por toda la
santa ciudad.
—Su fruto está por dondequiera. Y asimismo hay oro, y perlas,
y piedras preciosas, —suspiró Juan—. Oh, ángel de Dios, mira junto
conmigo. ¡Veo el Río de la Vida! Está vivo. Y claro como un
cristal. ¡Mira, el trono! El trono de Dios en el mismo centro de
la ciudad. ¡Y un hombre!
—¿El árbol? ¿El río? ¿El trono? Pero dime, Custodio de los
Libros, ¿todo eso no pertenece al Huerto del Edén, que era el
hogar del hombre antes de la caída?
—Ese es el huerto, —respondió Registrador—. Sí, el huerto...
transformado. El huerto se ha transformado en... ha venido a ser
el edificio de Dios y del hombre. ¡El huerto ha venido a ser la
Nueva Jerusalén!
—¿El huerto, ahora la Nueva Jerusalén? —murmuró Juan,
maravillado—. ¿Y la Nueva Jerusalén, el hogar de Dios y del
hombre? Su morada. La morada de ellos. ¡No, nuestra morada! —
declaró Juan, captando el momento.
—De Dios y de su familia, —reafirmó Registrador.
—La Nueva Jerusalén ha salido de los lugares celestiales.
Entonces, el cielo termina su mayordomía del huerto, —declaró Juan
suavemente.
Mientras el anciano y el antiguo ángel miraban cómo la Nueva
Jerusalén ocupaba su lugar, como a medio camino entre el cielo y
la tierra, Juan cerró sus cansados ojos y dejó que por su rostro
fluyeran libremente lágrimas de admiración y de gozo.
—Yo, Juan, he visto la Nueva Jerusalén, el mismísimo paraíso
de Dios. ¡Dios extiende su tabernáculo sobre los hombres, y esta
vez, para siempre! Al fin. ¡Al fin!
—Juan, —llamó en voz baja Registrador.
Juan abrió los ojos, miró y dijo:
—¡La tierra se está moviendo! Se está acercando al cielo.
¡Los dos se están moviendo, uno hacia el otro! No, se están mo-
viendo hacia la Nueva Jerusalén. ¿Habrá de ser como antes?
—Como antes, —susurró Registrador con voz muy tenue.
—Hace muchísimo tiempo, antes de la caída —explicó muy
quedamente—, el Huerto del Edén unía el cielo y la tierra. El
huerto tocaba a la tierra por un lado y al cielo por el otro,
haciendo que los dos vinieran a ser uno. El huerto tenía en sí

92
elementos del cielo y elementos de la tierra. Así como el Dios-
Hombre ha unido a Dios y al hombre, de la misma forma ahora la
Nueva Jerusalén une dos ámbitos. Finalmente Dios y el hombre han
hallado su verdadero hogar.
Los dos ancianos personajes estuvieron observando en silencio
santo cómo la tierra llegaba a tocar la Ciudad de Dios. De igual
manera, el cielo también vino a tocar la Ciudad, uniéndose al
edificio de Dios.
—Finalmente, allí está la ciudad que Abraham esperaba, —di-
jeron los dos al unísono.
—El hogar de Dios, —dijo Juan.
—El hogar del hombre, —respondió Registrador.
—¡Lo hizo! ¡Dios lo hizo! —continuó diciendo con voz ronca
Registrador—. Ha unido lo visible con lo invisible, lo material
con lo espiritual. En esta Ciudad el Dios invisible y el hombre
visible moran juntos. ¡Sí, lo material y lo espiritual, en uno! La
frontera ha terminado. La Puerta ya no está más. El Dios-Hombre ha
hecho que el cielo y la tierra sean uno.
Y así terminan las crónicas del cielo.
—Mi Señor me habló claramente de esta hora, —dijo Juan con
voz temblorosa, esforzándose en comprender lo incomprensible.
El Río fluye
saliendo del trono.
El Arbol para comer de él.
Agua y comida...
¡En esta misma forma
mi Señor
se describió
a sí mismo!
Y así es El.
He aquí ahora
una ciudad
tan transparente,
tan resplandeciente;
nunca hay allí
noche
ni otra luz
excepto el rostro de Dios.
El hombre vive
en la presencia
de la luz de Dios.
Doce puertas,
todas abiertas,
y todas son perlas.
Doce calles de oro,
no obstante todas son una.

93
La luz de Dios
se derrama
sobre las piedras preciosas,
las que irradian así
sus infinitos colores
a través de la creación.
La ciudad,
que fulgura su gloria
como un vasto
cristal
de muchos esplendores,
claro como
jaspe.
No habrá más muerte,
ni dolor.
La más espléndida belleza
de la ciudad:
las piedras vivas
y el rostro de Dios.
No hay templo allí.
El Señor Dios Todopoderoso
y el Cordero
son por siempre adorados allí.
No hay sol. No hay luna.
La gloria del Cordero
es su luz.
Dios y el Cordero en el trono.
El Río de Vida
y el Arbol de Vida
extendiéndose juntos
por toda la
Ciudad.
Vemos su rostro,
y con El
reinaremos
por siempre.
En ese momento el trono estalló en un fuego de esmeralda, y
una voz desde dentro del mismo tronó su voluntad:
¡Sedientos,
vengan!
¡Hambrientos,
vengan!
¡Beban gratuitamente
del Río
del Agua de Vida!

94
Yo soy su Dios.
Ustedes son mis hijos e hijas.
—¡Qué visión! ¡Qué invitación! Algún día, cuando todo esto
ocurra, yo, incluso yo, estaré presente en esa inmensa multitud,
—dijo Juan, cautivado.
El anciano hizo una pausa, luego continuó quedamente:
—Escúchame, tú que te llamas el Angel Registrador. Hubo un
momento, un momento encantado, en que esa maravillosa visión que
vimos no parecía la Ciudad ni los redimidos... sino que me pareció
ver a una muchacha. Yo creí que veía a la Desposada del Señor.
Registrador miró de hito en hito el arrugado rostro del an-
ciano profeta y respondió:
—Juan, fue así como tú dices.
—Ve ahora, regresa a tus hermanos de Asia Menor. Cuéntales lo
que has visto.
Juan, el anciano forastero procedente de una tierra pasada,
ajeno a tanta gloria arrolladora y mareado por los esplendores de
esa hora, cayó postrado a los pies de Registrador. El pasmado
ángel asió al anciano apóstol y lo ayudó a ponerse en pie.
—He estado a tu lado tan sólo como un guía, para mostrarte
qué habrá de acontecer, y qué ha ocurrido ya en la era en que yo
me encuentro. Escúchame. Yo soy, como eres tú, nada más que un
siervo. Ahora regresa a tu era y escribe lo que has visto; y no
adores a nadie, sino tan sólo a Dios.
El anciano apóstol sonrió, y acto seguido desapareció de la
vista de Registrador.
—Ahí va Juan, de regreso a su ámbito y a su tiempo. Oh,
Señor, verdaderamente Tú eres el Alfa y la Omega. Todas las cosas
están en ti como el ahora. Sí, Tú siempre has estado tanto en el
principio como en el fin.

95
CAPITULO

Veintisiete

—Miguel. Gabriel.
—Sí; dinos, Registrador.
—Ustedes recordarán que les dije que todavía quedaban dos im-
portantes acontecimientos que habrían de tener lugar más allá del
Retorno. Ya han presenciado uno: el fin de la antigua tierra y del
antiguo cielo, el fin de la antigua creación, el nacimiento de una
nueva creación, la reaparición del huerto, esto es, la Nueva
Jerusalén. Han presenciado cómo dos ámbitos vinieron a ser uno,
así como su Señor es de dos ámbitos que ahora han sido hechos uno.
Ustedes son testigos de que Dios y los hombres moran juntos en su
hogar destinado para ellos. Dos ámbitos, totalmente distintos uno
del otro... no obstante, ahora unidos uno al otro.
—Sin embargo, todos esos acontecimientos palidecen frente a
lo que está a punto de tener lugar.
—No puedo imaginármelo, —respondió Miguel medio aturdido.
—Ni yo tampoco. Bueno, no enteramente, —replicó Registrador—.
¿Recuerdan ustedes la época justamente anterior al nacimiento de
nuestro Señor, cuando Gabriel estaba por anunciarle a María que
ella habría de dar a luz de su matriz virgen? En ese tiempo us-
tedes oyeron que su Señor habló de su eterno Propósito.
—¿Recuerdan las palabras de nuestro Señor cuando, allá en
Nazaret, El era carpintero? Con mucha frecuencia dijo que El y el
Padre eran uno. Distintos, pero con todo, enteramente uno. La

96
Deidad, tan completamente uno, sin que por eso ni el Padre ni el
Hijo perdieran nunca su personalidad única en su género.
—¿No recuerdan que su Señor les habló a los redimidos
diciéndoles que ellos habrían de ser uno con El, exactamente de la
misma manera que El era uno con el Padre? ¿Pueden ustedes imaginar
semejante hora?
—“El Padre en mí, y Yo en el Padre; ustedes en mí, y Yo en
ustedes”, fueren sus palabras.
—Con esas palabras El habló del Misterio. “Cristo en ustedes”
fue una promesa hecha a los redimidos. Pero “ustedes en Cristo”,
fue igualmente una promesa. Es totalmente posible que semejantes
cosas puedan ser.
—Hay un Propósito por el cual todas las cosas han ocurrido:
el Propósito. El Propósito por el cual El creó. La causa de todos
los acontecimientos.
—Ahora ese Propósito está a punto de ser revelado, revelado
en un festival.
—¿Un festival? —preguntó Gabriel.
—O podrían llamarlo un banquete, —observó Registrador.
Ha llegado la hora final.
Ahora será visto
el cumplimiento
del Misterio:
la realidad de su
ETERNO PROPOSITO.

97
E L
G R A N
F I N A L

Entonces también
el Hijo mismo
se sujetará...
para que Dios
sea
todo en todos.

1 Corintios 15:28

98
El Gran Final

Por último, llegó el momento de la plena revelación del eterno


Propósito de Dios.
El banquete de bodas.
La consumación del Novio y la Novia.
El final de todos los finales.
La plena revelación del Misterio.
El tiempo de más allá: la eternidad, espera.
Los redimidos de toda tribu, lengua y nación se arremolinaban
alrededor del trono de esmeralda, elevando cánticos, alabanzas y
adoración al Ungido. Allí estaban los creyentes de entre los
aborígenes de Australia, de los isleños de Sri Lanka, de los
indios americanos, de los naturales del Tíbet, de los esquimales
de la tundra nórdica... todos estaban allí. Unos se aproximaban
con las manos abiertas y extendidas, otros estaban arrodillados,
otros más con los brazos levantados bien alto, todavía otros más
con los rostros inclinados hacia abajo. Cada uno adoraba a Dios de
una manera propia y única; todos ellos levantando su voz en toda
lengua que se haya conocido jamás.
La luz de su ser se ponía más y más resplandeciente, hasta
que llegó a igualar incluso la gloria más sublime que el Hijo de
Dios le había permitido jamás al hombre ver.
Al mismo tiempo el resplandor del Hijo empezó a aumentar por
encima de todo lo conocido en el pasado en cuanto a luz y gloria

99
se refiere. Aquella innumerable multitud que elevaba una extática
voz de alabanza, quedó sumida en una inmutable luz hasta que la
multitud entera vino a ser uno con esa brillantez.
Los ojos de todos se inundaron de luz, y seguidamente vinie-
ron a ser uno con esa luz.
Toda aquella inmensa multitud de creyentes llegó a ser una
única y refulgente luz. ¡La revelación final que el Señor hizo de
Sí mismo, vino a hacer finalmente uno a los redimidos! La
revelación del Rey hizo que la unidad de los santos viniera a ser
una realidad viviente.
Entonces la figura y forma de esa unidad comenzó a
transformarse. De la pureza y hermosura de los muchos que ahora ya
eran uno, emergió la figura y forma de una muchacha. De esa luz
que ella era ahora, surgió un ser de una hermosura tal, que hasta
ese momento pertenecía a Dios solo.
Su vestidura era su santidad, la misma santidad de Dios. Su
pureza era la de la inocencia de la virginidad. Sus ensortijados
bucles eran negros como azabache. Su juventud, tan joven como la
primavera. En su rostro y en su forma estaba captada la más rara
belleza de mil razas de feminidad. Sus ojos fulguraban con fuego
de esmeralda. Su perfección era la perfección de El. Y su fiso-
nomía era la verdadera obra maestra de Dios.
Su hermosura, tan tremenda como el rostro de Dios.
La causa de todo lo que Dios había realizado jamás, el
Propósito eterno, había aparecido finalmente: Crista Ecclesía.
En ti
la perfecta gracia
y el perfecto encanto
combinan perfectamente.
Del rostro de Dios,
tu rostro es
linaje.
Con 1uz celestial
tus bucles de azabache
rociados están.
Tu ser
de su ser
modelado está.
Su linaje
ahora
tu linaje es.
Tú eres ese espacio
que hace una
la línea
de la vida del hombre
y la vida

100
divina.
La vista del costado herido de El habría de ser para ella su
único conocimiento de la caída. Pero ella, conociendo ahora como
siempre había sido conocida, recordó, en el más vívido de todos
los recuerdos, aquel momento en que ella fue escogida en El antes
de la fundación del mundo. De la misma manera que Eva estuvo en
Adán, ella había estado siempre en El. Igual que El había estado
siempre en ella.
—Yo, siempre en ti, tú, siempre en mí, —musitaren ambos al
acercarse uno al otro.
Ella había estado escondida en El por todas las edades hasta
la cruz. El estaba en ella desde la resurrección. Ahora, estaban a
punto de venir a estar como habían estado antes de la creación.
Todo lo que no era el Carpintero-Creador, retornó al lugar de
donde había venido.
Así llegó el momento de la expresión final y suprema.
No una unión. Algo más elevado que una unión. Algo más allá
de una unión. Unidad.
El Hijo virgen y la Desposada virgen se abrazaron.
Vinieron a ser... enteramente uno.
Finalmente había llegado el momento de la revelación final
del Misterio.
De igual manera que en el Huerto del Edén hace mucho tiempo,
cuando la primera pareja de esta tierra vino a ser uno, ahora el
Ungido y su Desposada vinieron a ser uno. Especie de su especie. Y
vida de su vida.
La luz inaccesible abrazó a la luz inaccesible. El Señor de
todo atrajo a Sí mismo a su Desposada perfecta. En ese sublime
momento de brillantísimo éxtasis, la Desposada vino a ser la
Esposa. Los dos vinieron a ser uno.
Y el amor halló su hora suprema.
Ahora era Jesús el Ungido todo lo que estaba en esa hermosa
muchacha, y todo lo que la hermosa muchacha era... estaba ahora en
el Ungido. Su espíritu, su alma y su cuerpo, todo estaba saturado
del Ungido, y del Ungido solo. Todo lo que era de ella y todo lo
que estaba en ella, era el Ungido. Los dos vinieron a ser uno.
Entonces vino el grandioso final.
Para gloria del Padre,
el Hijo entregó
a su Padre
todo aquello sobre lo cual
el Hijo había reinado.
Entonces el Hijo
también se sujetó
una vez más
a su Padre.
En ese momento
y para siempre después,

101
Dios
vino a ser
TODO EN TODOS.

1 Corintios 15:28

ASI TERMINAN LAS CRONICAS DE LA CREACION

EPILOGO

Y de este modo termina el drama. Las cortinas se han cerrado.


Muchas gracias, apreciado lector, por haber venido al teatro
conmigo. Usted y yo hemos tenido una vislumbre de nuestro Señor,
como visto por los ángeles en sus crónicas del cielo.
¿Se volverán a reunir los actores de este drama? ¿Habrá más
producciones que podamos ver? Esperemos que así sea.
Concluyo expresándole otra vez, amable lector, que me siento
muy honrado por haber podido estar con usted a lo largo de estos
cinco dramas, que nos han llevado por una aventura tan grandiosa
introduciéndonos en lo invisible.
Espero que volveremos a encontrarnos una vez más, para
disfrutar de otras narraciones y de otras sublimes aventuras.

102
(Contraportada)

¡Vea cómo Dios cumple


su propósito eterno!

—¡¿Oyeron ustedes?! La Puerta. Se ha trasladado a una


colina de la isla de Patmos, allá en la Tierra. ¡Juan
está subiendo a la cima de esa colina... ahora! —Un
ángel muy excitado, absorto en suspense, no estaba como
para perderse ni un solo momento de la acción. ¡Había
pasado mucho tiempo desde que alguien procedente del
ámbito terrenal visitara los lugares celestiales! ¿Qué
le sería permitido ver a Juan?

♦ —Houston, aquí Hubble Siete. Tenemos aquí una... una


especie de anomalía espacial allá afuera... Parece como
si fuera una especie de lágrima en el espacio. —Ni los
astrónomos aquí en la tierra ni los de los observatorios
espaciales en órbita tienen siquiera la menor idea de lo
que está sucediendo... ¡o qué habrá de suceder a
continuación!
♦ Separados por milenios enteros, ¿cómo se relacionan
estos acontecimientos? Esta es la pregunta que ha
cautivado la mente y la imaginación del magistral
narrador Gene Edwards. Venga usted y experimente el
final de la más emocionante aventura de todos los
tiempos, en esta conmovedora conclusión de Las crónicas
de la Puerta.

Gene Edwards ha escrito más de diecisiete libros acerca de la


vida cristiana más profunda. El retorno completa Las crónicas

103
de la Puerta, que incluyen El principio, La salida, El
nacimiento y El triunfo. Otros excelentes libros de Gene
Edwards incluyen El divino romance, La vida suprema y El
secreto de la vida cristiana. El autor posee el grado de B.
A. en literatura inglesa e historia, otorgado por la
Universidad Estatal del Este de Texas, y la licenciatura en
divinidad, del Seminario Teológico Bautista del Suroeste.
Edwards y su esposa Helen viven en Atlanta, Georgia.

104

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