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César Aira
Uno de los nombres con los que se debate la consideración puramente estética de la obra
de arte es “formalismo”. La mirada formalista ante un cuadro hace a un lado sus
contenidos psicológicos, históricos, sociales o sentimentales para ver sólo el juego de las
formas, colores, volúmenes. Más fácil es hacerlo con la música, que tiene una larga
historia de abstracción, y hasta puede reivindicar la abstracción como su esencia y
definición. Pero aun así la música está cargada de elementos extraformales: los
paralelismos melódicos, que representan los regresos del tiempo; o las resonancias
orgánicas de la armonía y el ritmo. La prueba extrema de formalismo es contemplar un
cuadro colgado al revés, patas arriba. La música pudo permitirse estas inversiones en la
composición misma.
En la literatura todo intento de llevar a sus extremos la preponderancia formal parece
destinado a suceder una sola vez y no dejar descendencia. Pero lejos de ser una
carencia, esto destaca la superioridad de la literatura, y es el motivo por el que todas las
demás artes terminan dependiendo de ella.
En literatura las formas están preformadas por sus contenidos, y la comunicación se
resiste a desalojar el discurso. Esa resistencia es a su vez creadora de formas, y el
combate que se entabla termina siendo la historia misma de la literatura. No, el escritor no
puede colgar el libro al revés; pero esa imposibilidad de llegar hasta el final y salir al otro
lado por la puerta del formalismo lo obliga a seguir dentro de la literatura, enriqueciéndola
con invenciones y maniobras, volviéndola siempre nueva, porque no hay novedad fuera
de ella.
Para no excederme en ejemplos, que de todos modos no serían ejemplos, doy uno solo,
que me llevará a otro. Un joven escritor argentino, Pablo Katchadjian, publicó el año
pasado un libro maravilloso: El Martín Fierro ordenado alfabéticamente. Como el nombre
lo indica, consta de los 2316 versos del Martín Fierro (de la primera parte), puestos en
orden alfabético, sin cambiarles una palabra ni una sílaba ni una coma. El resultado es un
poema a la vez extraño y conocido, una cámara de ecos del poema nacional; la maniobra
parece constar de un solo gesto: reordenar alfabéticamente los versos de un poema; pero
en realidad hay algo más: ese poema es el Martín Fierro, que por estar instalado en la
memoria de los lectores argentinos se entrega a todas las prestidigitaciones del
reconocimiento. La voz del recitador permanece, en una dislocación de ultratumba, al
mismo tiempo ha desaparecido, y nos damos cuenta con sorpresa de que nos hemos
librado justo de lo que más nos molestaba: de esa insistencia de una voz en decirnos
algo, hacerse entender, convencernos. El ritmo, que ahora sí podemos percibir en su
materialidad, es a la vez lento y precipitado. Se desenrosca como una letanía de fórmulas
alfabéticas, con una sugerencia de racionalidad superior que no deja de recordar a
las Nuevas impresiones de África de Roussel.
Transcribo la primera página:
Y la última:
1. el populoso mar
2. el alba
3. la tarde
4. las muchedumbres de América
5. una plateada telaraña
6. un laberinto roto (Londres)
7. interminables ojos
8. todos los espejos del planeta
9. baldosas en un traspatio de la calle Soler...
10. racimos
11. nieve
12. tabaco
13. vetas de metal
14. vapor de agua
15. desiertos ecuatoriales
16. una mujer en Inverness
17. la violenta cabellera
18. el altivo cuerpo
19. un cáncer en el pecho
20. un círculo de tierra seca en una vereda
21. una quinta de Adrogué
22. un ejemplar de la primera edición de Plinio
23. cada letra de cada página
24. la noche y el día contemporáneos
25. un poniente en Querétaro
26. mi dormitorio
27. un globo terráqueo
28. caballos de crin arremolinada
29. la delicada osatura de una mano
30. los sobrevivientes de una batalla
31. una baraja española
32. las sombras de unos helechos
33. tigres
34. émbolos
35. bisontes
36. marejadas
37. ejércitos
38. todas las hormigas que hay en la tierra
39. un astrolabio persa
40. cartas obscenas
41. un monumento en la Chacarita
42. el cadáver de Beatriz Viterbo
43. la circulación de mi sangre
44. el engranaje del amor
45. la modificación de la muerte
46. el Aleph
47. la tierra en el Aleph
48. mi cara
49. mis vísceras
50. tu cara
No sé si alguien las habrá contado antes, pero son exactamente cincuenta. “Sin cuenta”,
innumerables. ¿Las habrá contado Borges, y será deliberada esta cantidad, y el débil
juego de palabras a que da lugar? Nadie se lo preguntó nunca. Cincuenta fichas, que
podrían servir para un juego de azar novelístico. La novela argentina podría utilizar esta
máquina inagotable de generación de historias.
En El Aleph engordado la enumeración caótica engorda como todo lo demás. Katchadjian
intercala visiones extra, legitimado por lo innumerable. Así, entre la tres y la cuatro de
Borges, es decir, entre “la tarde” y “las muchedumbres de América”, agrega “un
serrucho”.Y más adelante:
una corbata
mosquitos
ron
una página del tratado de fisiognomía de Della Porta
un gasómetro
una pareja peleando
un manuscrito de Petrarca
extraterrestres
mujeres y hombres desnudos
el nacimiento de cinco perros salchicha
una joven salvaje rodeada de ardillas
un hombre comprando un alfajor
microbios
un crimen
tatuajes de prostitutas en un libro de Lombroso
un obrero en una línea de montaje
lápices
un sapo aplastado por un jeep
escarabajos
bananas
un levantamiento popular en Oriente
Carlos Argentino hablando por teléfono
en la tierra el Aleph
en el Aleph la tierra
Son veinticinco exactamente, algo así como la mitad del infinito, como si quisiera aportar
una demostración extra a la conocida verdad matemática de que la mitad del infinito es
igual al infinito entero. Habría que preguntarle a Katchadjian si la cifra estuvo calculada, y
en su caso sería posible hacerlo, ya que él sí está vivo; bastaría con llamarlo por teléfono.
Pero sería inútil, porque en realidad no hay, en este aspecto, ninguna diferencia entre un
autor vivo y uno muerto. Es curioso notar que en las dos series, en la de las visiones
originales y en la de los suplementos, la que está en el centro es autoinclusiva. La de
Borges es “cada letra de cada página”, y en un paréntesis:“de chico, yo solía maravillarme
de que las letras de un volumen cerrado no se mezclaran y perdieran en el decurso de la
noche”. La de Katchadjian es irónica, y se refiere más bien a su propia intervención, lúdica
e infantil, en la obra del maestro:“vi en una línea de montaje a un obrero dejando pasar
una cuchara deforme”, una cuchara para tomar sopa de letras.
El Martín Fierro, el Aleph. El gaucho vagabundo urdiendo en el desierto de los años su
destino, y el escritor inmovilizado en una incómoda escalera, con la vista fija en un punto
del espacio. El Martín Fierro es el tiempo de la literatura argentina, el Aleph su lugar. Son
nuestras categorías, fuera de las cuales no podemos pensar. ¿O sí podemos? Por lo
pronto, podemos escribir. El pensamiento descubre en la literatura el tercer término
superador de las oposiciones infranqueables del adentro y el afuera, el antes y el
después. No importa que sigamos pensando en los viejos términos, y que no podamos
hacer otra cosa. En su papel de promesa, la literatura es ese horizonte sinuoso,
espiralado, en el que el pensamiento se redime de sus limitaciones. Pablo Katchadjian
anuncia para el año que viene el volumen final de su trilogía: El matadero de Echeverría.
No sé qué hará con él, no he querido preguntarle; podemos esperar cualquier cosa.