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Una vez finalizada la guerra contra España, los pueblos iberoamericanos se

organizaron en nuevos estados independientes durante el siglo XIX y a partir de


éstos, forjaron sus identidades nacionales. La organización nacional de los nuevos
países latinoamericanos fue difícil, ya que se tenía que, por un lado, reconstruir la
sociedad civil y por otro, fijar el sistema de libertades y determinar quiénes
integraban el cuerpo social. La oligarquía estaba dividida en liberales y
conservadores, pero para América Latina, ambas fuerzas concebían el Estado como
un instrumento al servicio de sus intereses, y ambas creían que Iberoamérica era
ingobernable, de ahí su nula confianza en la democracia como factor del cambio
político, y que en la mayoría de los casos, caudillos y militares preponderaran.

La independencia política de Iberoamérica dio como resultado la implantación de los


primeros Estados nacionales que las ideologías burguesas de occidente habían
diseñado. Sin embargo, crear las conciencias nacionales resultó difícil. Durante esos
primeros años, gobernantes opuestos buscaban establecer un orden político estable
que resistiera la pobreza material y los problemas sociales que dificultan la paz en la
región. Ante esta coyuntura, el poder debía ser autoritario y concentrado. Por lo que
la fórmula democrática, que se tuvo en cuenta en la primera fase de la revolución
quedó relegada, al igual que sucedió con la alternativa monárquica, inconciliable con
el republicanismo de las élites (Orrego, 2003).

El liberalismo occidental, inspiró la mayoría de las constituciones y de las leyes. En


el marco del constitucionalismo liberal, las propuestas buscaban ordenar y
racionalizar lo existente antes de construir lo nuevo. El fundamento del orden político
era la voluntad popular, pero se establecían una serie de requisitos para ejercer el
sufragio; tener una propiedad, saber leer y escribir, etc. Durante y después de las
guerras de independencia, al igual que los europeos, los liberales criollos tenían la
convicción de que el estado se formaba tras el ideal de la homogeneidad étnica,
lingüística y cultural, organizando la población desde las élites hacia abajo.

Los liberales, tanto en el bando más conservador como en el más radical,


desconfiaban de las masas, ya que preponderaba un visión elitista de la sociedad.
Pero, desde los grupos indígenas, se pedía una igualdad social. Desde la
perspectiva conservadora, los liberales favorecían la tensión social y perturbaban el
orden: iban en contra de la estructura heredada del coloniaje, contra la institución
eclesiástica y contra el sagrado derecho a la propiedad, al plantear la liberación de
los esclavos o la abolición de los mayorazgos. Para ellos, los liberales promovían la
anarquía en los estratos más bajos de la población, visión contestada pero muchas
veces representada en la realidad.

Los conservadores no aceptaban todo aquello. Los conservadores estaban en el otro


extremo, creían en un orden natural de las cosas, y esto comprendía también a la
sociedad. En el siglo XIX ser conservador era reconocer ese orden natural, y los
nuevos planes liberales no se ajustaban a ese orden. Desde este punto de vista, el
esfuerzo que implicaba ejecutar un orden antinatural, terminaría infaliblemente en
catástrofe, justo lo contrario de lo que perseguían. Los conservadores creían que en
primer lugar había un orden social desigual. El fundamento de la desigualdad social
se hallaba en la desigualdad natural que había entre los individuos. Como resultado,
la sociedad indefectiblemente debía de estructurarse jerárquicamente. Así, en
segundo lugar, creían en un orden político, un gobierno de élites, de minorías
selectas, meritocráticas o hereditarias, que serían las únicas verdaderamente aptas
para gobernar.

En tercer lugar, creían en un orden cultural, que implicaba al apego a una identidad
nacional que se cimentaba en el pasado y en las tradiciones. Este orden aunaba el
orden social y político, pues implicaba gobiernos fuertes, porque esa América Latina
se engendró bajo una Monarquía católica, y por lo tanto, un régimen de autoridad y
fuerte respondería a tal tradición política y, por lo tanto, simplemente se tenía que
continuar bajo ese cauce. Y por otro lado se desprendía, que la democracia no
formaba parte de esa tradición, ya que eran ideas extrañas, y no se podía romper las
tradiciones.

Desde esta perspectiva conservadora, los liberales se podrían definir como los
imitadores de lo foráneo y los encargados de arremeter contra las tradiciones, y por
lo tanto, negar la identidad hispana, los ideales de Dios, la visión nacional de
gobierno y la herencia política de regímenes de orden y autoridad, los que serían la
condición, según ese orden natural social, político y cultural para la prosperidad y el
progreso de cada país (Orrego, 2003)

El espíritu conservador estaba antes de que existieran los partidos políticos, y por
ello, la política de Estado la debía de llevarse a cabo mediante gobernantes
autoritarios que no pretendiera complacer, ni ganarse el aplauso de las masas. Si no

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que simplemente se limitaran a educar y mejorar las condiciones de vida del pueblo.
La razón de ser era pedagógica y no demagógica. Al pueblo se le educaba para
capacitarlo, ya que era fácil de manipular. El fundamento liberal era radicalmente
distinto al conservador. Los liberales se sentían hijos del Siglo de las Luces. No
creían en el orden natural de las cosas. Ellos creían que la sociedad inevitablemente
iba quemando etapas, de más simples a más complejas, y en consecuencia mejores
y más racionales; es decir, un progreso según el ideal de modernidad.

Los liberales creían que el progreso era algo indefinido. Por ello, el progreso humano
avanzaría cuando los hombres, liberándose de prejuicios y de la ignorancia, se
volvieran seres racionales y capaces de actuar según lo dictado por la razón. Por
consiguiente, la realidad era susceptible de ser modelada por la racionalidad
humana. En cambio, para los conservadores, la realidad venía dada por el orden
natural, y la alteración de este orden causaría el desastre (Orrego, 2003)

Los ideales liberales eran aplicables a la sociedad, ya que la razón podía modelar un
orden social, político y económico. En el “proyecto liberal” lo más importante era
libertad individual en estos tres órdenes. Y esto se traducía en un sistema
constitucional y en el gobierno impersonal de la ley, que se fundamentaba en el
consentimiento de cada individuo. Por lo tanto, el origen de la soberanía se hallaba
en la voluntad popular y las leyes se originan por el consenso de los ciudadanos.

Muchos liberales, como el chileno Victorino Lastarria o el poeta argentino Esteban


Echevarría, criticaron el legado de España y se ampararon en el mito de la Leyenda
Negra. Este nuevo oscurantismo, los llevó a volverse contra su propia herencia
cultural. Incluso llegaron a glorificar a las sociedades prehispánicas, motivados por el
deseo de minimizar la importancia de la participación ibérica en la formación de las
nuevas naciones. Lo que les condujo a glorificar al indio como supuestamente había
sido antes de la llegada del hombre blanco al Nuevo Mundo. Lo que provocó que a
partir de 1840, los liberales latinoamericanos, en una gran cantidad de aspectos,
persiguieran lo mismo que sus progenitores de la Independencia.

Tras el triunfo del liberalismo en la década de 1860 las consecuencias fueron


transformadoras para los conservadores. El liberalismo económico transformó la
economía colonial de Iberoamérica en capitalista. El cambio benefició a los
inversores extranjeros y a las oligarquías locales, pero empeoró las condiciones de

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vida de los trabajadores. La economía se basó fundamentalmente en la explotación
de la mano de obra, en la producción y exportación de materias primas, en la
financiación y en las inversiones extranjeras. La satisfacción de la demanda
extranjera exigió la roturación y colonización de nuevas tierras y la extensión de los
monocultivos. Estos factores, añadidos a la deuda externa, se tradujeron en
indefensión de las economías latinoamericanas ante los intereses extranjeros y en
su vulnerabilidad ante las oscilaciones del mercado.

Fuente:

● Orrego, P (2003) Liberales y conservadores en el siglo XIX: un viejo


debate, historia del Caribe. Universidad del Atlántico, Barranquilla.

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