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(Padre fundador)
Isaac Asimov
Founding father, © 1965 by Galaxy Publishing Corporation. Traducido por ? en nueva dimensión 51,
Ediciones Dronte, Noviembre de 1973.
La serie de catástrofes había tenido lugar hacía cinco años: cinco revoluciones de
aquel planeta, HC-12549d según los mapas, y desprovisto de cualquier otro nombre.
Más de seis revoluciones de la Tierra; pero, ¿quien lo contaba... ya?
Si la gente, allá en casa, lo supiera, quizá dijesen que era una lucha heroica, una
epopeya del Cuerpo Galáctico: cinco hombres contra un mundo hostil, manteniendo
una amarga defensa durante cinco (o más de seis) años... Y ahora estaban
muriendo, perdida la batalla después de todo. Tres habían entrado en el coma final,
un cuarto tenía aún abiertos sus ojos teñidos de amarillo, y el quinto seguía aún en
pie.
Pero no se trataba, en lo más mínimo, de una cuestión de heroísmo. Habían sido
cinco hombres enfrentándose con el aburrimiento y la desesperación y manteniendo
su burbuja metálica de condiciones vitales únicamente por la menos heroica de las
razones: que no había otra cosa que hacer mientras les quedase vida.
Si alguno de ellos se sintió estimulado por la batalla, jamás lo mencionó. Pasado el
primer año, dejaron de hablar de rescate, y tras el segundo la palabra «Tierra» pasó
a ser tabú.
Pero una palabra estaba siempre presente, y si no la pronunciaban, al menos la
tenían en mente: amoníaco.
La habían pronunciado por primera vez cuando estaban tratando, contra toda
posibilidad, de lograr un aterrizaje con sus motores averiados y su casco maltrecho.
Naturalmente, uno acepta la mala suerte... pero sólo si no es demasiado mala. Una
explosión estelar quema los hipercircuitos: pueden repararse con el tiempo. Un
meteorito desalinea las válvulas de alimentación: eso puede arreglarse, con el
tiempo. Una trayectoria es mal calculada en un momento de tensión, y un instante
de aceleración arranca las antenas de navegación y merma los sentidos de todos los
hombres de la nave: pero las antenas pueden ser remplazadas y los sentidos se
recobran, si hay tiempo.
Las posibilidades de que estas tres malas pasadas del destino sucedan al mismo
tiempo son una por un número incontable de veces; y aún menos de que sucedan
durante un aterrizaje particularmente complejo, cuando lo que más falta es ese
factor indispensable para la corrección de todo error: el tiempo.
El Cruiser John se había encontrado con esa posibilidad casi imposible y había
realizado su último aterrizaje, pues nunca volvería a alzarse de una superficie
planetaria.
El que hubiera aterrizado prácticamente intacto era ya de por sí casi un milagro. Al
menos, a los cinco les quedaba vida para algunos años; aparte de esto, sólo la
accidental llegada de otra nave podría ayudarles, pero nadie lo esperaba. Habían
tenido ya una cuota de coincidencias superior a la que cabe esperar en toda una
vida, y todas ellas habían sido malas.
Así estaban las cosas.
Y la palabra clave era «amoníaco». Con la superficie subiendo en espiral hacia la
nave y la muerte (piadosamente rápida) aguardándoles con una casi total seguridad,
Chou había tenido, de alguna manera, tiempo para fijarse en el espectrógrafo de
absorción, que estaba funcionando a toda marcha.
–Amoníaco –gritó.
Los otros lo oyeron, pero no tenían tiempo para prestarle atención. Sólo lo tenían
para una lucha desesperada contra una muerte rápida, para lograr una muerte lenta.
Cuando finalmente aterrizaron, en un terreno arenoso, con una escasa y maltrecha
vegetación azulada –hierbas, y unos objetos con forma de árboles, de corteza azul y
sin hojas–, ningún signo de vida animal, y con un cielo casi verdoso cruzado por
algunas nubes, la palabra volvió a su atención.
–¿Amoníaco? –dijo en voz alta Petersen.
–Cuatro por ciento –confirmó Chou.
–Imposible –exclamó Petersen.
Pero no lo era. Los libros no decían que fuera imposible. Lo que el Cuerpo Galáctico
había descubierto era un planeta de una cierta masa y volumen y que se hallaba a
una determinada temperatura: era un planeta oceánico; y los planetas oceánicos
siempre tenían uno de estos dos tipos de atmósfera: nitrógeno/oxígeno o
nitrógeno/dióxido de carbono.
En el primer caso la vida era abundante; en el segundo, primitiva.
Nadie se preocupaba ya en comprobar más que la masa, el volumen y la
temperatura. Se suponía que la atmósfera sería una de las dos citadas. Pero los
libros no decían que tuviera que ser así; sino que, hasta entonces, siempre había
sido así. Termodinámicamente, eran posibles otras atmósferas; pero eran muy poco
probables, así que, en la práctica, no eran halladas.
Hasta entonces. Los hombres del Cruiser John se habían encontrado con una, y
tenían que permanecer durante todo el tiempo que pudieran sobrevivir bajo una
atmósfera de nitrógeno/dióxido de carbono/amoníaco.
Los tripulantes convirtieron su nave en una burbuja subterránea con condiciones de
vida de tipo terrestre. No podían despegar de la superficie ni trasmitir una onda de
comunicación a través del hiperespacio, pero todo lo demás podía utilizarse. Para
compensar las deficiencias de su sistema de reciclado, incluso podían aprovechar el
suministro de aire y agua del propio planeta: siempre, claro está, que le quitasen el
amoníaco.
Organizaron grupos de exploración, dado que sus trajes estaban en excelentes
condiciones, y aquello ayudaba a pasar el tiempo. El planeta era inofensivo: no ha-
bla vida animal, y por todas partes la vida vegetal era escasa. Azul, siempre azul:
clorofila amoniacada; proteína amoniacada.
Montaron laboratorios, analizaron los componentes de las plantas, estudiaron
secciones microscópicas de las mismas, compilaron grandes volúmenes con sus
hallazgos. Intentaron hacer crecer plantas nativas en una atmósfera sin amoníaco, y
fracasaron. Se convirtieron en geólogos y estudiaron la corteza del planeta; en
astrónomos, y estudiaron el espectro del sol del sistema.
A veces, Barrere decía:
–Algún día el Cuerpo llegará a este planeta y encontrará esperándole nuestro legado
de conocimientos. Después de todo, es un planeta único. Quizá no haya otro planeta
de tipo terrestre con amoníaco en toda la Vía Láctea.
–Maravilloso –dijo Sandropoulos, con amargura–. ¡Qué suerte hemos tenido!
Sandropoulos estudió el aspecto termodinámico de la situación.
–Es un sistema metaestable –dijo–. El amoníaco desaparece constantemente a
causa de una oxidación geoquímica que forma nitrógeno; las plantas utilizan el
nitrógeno y vuelven a producir amoníaco, adaptándose a la presencia de ese
amoníaco. Si la producción de amoníaco por las plantas descendiese en un dos por
ciento, se produciría una espiral descendente. La vida vegetal iría muriendo,
reduciendo aún más el amoníaco, lo que influiría en las plantas que quedasen, etc.,
etc..
–¿Quieres decir que si matásemos suficientes plantas –preguntó Vlassov–
podríamos acabar con el amoníaco?
–Si tuviéramos deslizadores aéreos y atomizadores de gran potencia, y un año para
trabajar, quizá lo lográsemos –contestó Sandropoulos–, pero no lo tenemos, y hay
un método mejor. Si lográsemos hacer crecer nuestras plantas, la formación de
oxígeno a causa de la fotosíntesis incrementaría la velocidad de oxidación del
amoníaco. Incluso un aumento pequeño y localizado haría disminuir el amoníaco de
la región y estimularía aún más el crecimiento de las plantas terrestres, y, al inhibir el
crecimiento de las nativas, haría que aún descendiese más el amoníaco, etcétera.
Se convirtieron en agricultores durante la estación de la siembra. Después de todo,
aquello era rutina para el Cuerpo Galáctico. La vida en los planetas parecidos a la
Tierra era habitualmente del tipo agua/proteína, pero la variación era infi nita, y pocas
veces los alimentos extraterrestres eran nutritivos, mientras que a menudo (no
siempre, pero a menudo) sucedía que algunos tipos de plantas terrestres se
imponían y acababan con la flora nativa. Y con la flora nativa en disminución, otras
plantas terrestres podían echar raíces.