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Ferrocarril elevado de Nueva York

José Martí

Nueva York, 6 de mayo de 1888

¡Otro muerto en el ferrocarril elevado! ¡Una


pobre italiana cortada en dos por la máquina
ciega! ¡La sangre de la infeliz chorreando de los
rieles, los empleados del ferrocarril recogiendo
de prisa en la calle la carne majada! Un día salta
el tren del carril, a pesar del guardarriel, y el
durmiente de seguridad, y no muere un millar de
seres humanos, porque es alta la noche, y el tren
va vacío. Otro día caen a la calle, echados por una
portezuela abierta de la plataforma, catorce
pasajeros, sólo seis se alzan vivos.
Ayer rebotó un tren contra el que venía detrás,
aplastó al maquinista, y desventró el carro último
y la máquina. Accidentes confesos, sin contar los
ocultos, pasan de diez por mes, muchos mortales.
El cuerpo entero vibra, ansioso y desasosegado,
cuando se viaja por esa frágil armazón, sacudida
incesantemente por un estremecimiento que
afloja los resortes del cuerpo, como los del
ferrocarril. En ninguna otra vía pública es más
probable, ni será más terrible, la catástrofe. El
primer consejo del médico a su paciente, en
cuanto le nota los nervios postrados o el corazón
fuera de quicio, es éste: "No vaya Vd. por el
elevado". Afea la ciudad; pone en riesgo la vida;
abre y cierra el trabajo del día con un viaje
entrecortado y estertoroso, que prolonga la

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angustia de esta vida loca, en la hora en que un
medio de transporte más seguro pudiera aliviarla
con la distracción y el descanso. ¡No en vano
saludan todos los diarios de hoy con júbilo la
noticia de que en menos de un mes se habrán
comenzado por una compañía honrada los
trabajos del ferrocarril subterráneo, con buen
plan de aire y sin el temblor de la armazón ni el
riesgo de la caída!
La prensa de Nueva York, que en nada se
muestra unánime, es unánime en esto.
"Importante acontecimiento" llama el "Sun" en el
título de su primer editorial a la inauguración de
la vía nueva, que por tierra firme y sin humo, ni
ruido, ni sacudimiento, ni peligro mortal, llevará
la población por una doble vía más rápida la una
que la otra, desde el Parque de Castle Garden
donde el caserón en que cantó Jenny Lind sirve
ahora de apeadero a los inmigrantes, hasta los
barrios populares, antes aldeas sueltas, que ya
tiene Nueva York diez millas más arriba, del otro
lado del río Harlem. El "Herald" dice: "Para su
hora no estuvo mal el elevado, como la crisálida
no está mal entre la larva y la mariposa. Pero nos
echa a perder la ciudad, y es una insoportable
molestia. Y luego no es cosa permanente, sino
transitoria; y tan fácil de gastarse como fea". Lo
más serio de Nueva York entra en la empresa: la
compañía deposita cinco millones de pesos para
atender a los perjuicios que pudieran sufrir los
propietarios timoratos: dentro de pocos años
habrán desaparecido de las calles las estructuras
del peligroso ferrocarril aéreo, que por donde
pasa destruye el sosiego y la hermosura.
Cuatro ferrocarriles, en continuo bufar,
arrancan, como del mango de un abanico, del
Parque de la Batería, entre cuyos árboles ahora en
retoño pasean en grupos conmovedores los
inmigrantes recién llegados: los griegos esbeltos,

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con su chaqueta bordada y sus aretes de oro; un
rebaño de piamonteses, con plumas de pavo real
en el sombrero de castor; los alemanes con
cachucha de hule, pipa de barro y gabán blanco;
un grupo de alsacianas, muy apretadas unas a
otras; un argelino en su airosa gandura. Y por
sobre sus cabezas retumban sobre el pavimento
aéreo, entrando y saliendo, las 291 locomotoras
que, con mil carros a la zaga, galopan día y noche
arriba y abajo de las cuatro avenidas, arrebatando
a un vuelo de cuarenta millas por hora su carga
de medio millón de pasajeros diarios, sin más
sostén que unas columnas de esqueleto de unas
quince pulgadas cuadradas, a trece pies una de
otra, abiertas por arriba para sustentar la armazón
hueca en que sobre durmientes de pino descansan
los rieles de acero de Bessemer, con un peso de
cincuenta libras por yarda. 11,640 toneladas
pesan las locomotoras: 46,000 toneladas pesan
los carros, y esa mole humeante de 57.460,000
libras sube y baja en carrera frenética, con su
carga de medio millón de almas humanas, por
sobre dos hilos de columnas que puede cerrar
entre los brazos un niño.
Las columnas no son de una pieza, sino de
celosía, como la armazón que soporta encima de
ellas el rielaje: en las verticales de las cuatro
esquinas van remachados los listones oblicuos
que la fortalecen: a veces las columnas son dos,
donde el suelo no es muy firme, o el ferrocarril
desciende con fuerza de una altura: a veces, como
en las cercanías de Harlem, ya no son columnas,
sino mástiles de hierro, más delgados que los de
los buques, remachados con pernos en las
junturas, como si cercenándoles los penachos, se
pusieran uno sobre otro, dos, tres, cuatro troncos
de palmas: por sobre aquel hilo pasa el tren,
rasando en una esquina con el techo de un sexto
piso, mirando abajo, como en un abismo, las

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copas de los árboles: las columnas que sujetan en
el aire estos trenes que se despeñan, estas
máquinas que corren a escape mordiéndose los
talones, estas serpientes, de ojos blancos, verdes
y rojos, que doblan, caídas de un lado en la
violencia del vuelco, el ángulo de noventa
grados, sólo reposan en la tierra por un cimiento
de mampostería, donde encaja en una contera de
hierro colado, sujeta por pernos de ancla, el pie
de la columna; de los ocho millones que el abuso
de las vías públicas permite recoger a los 725
accionistas, dueños de las 246,384 acciones, un
millón se gasta en reponer la vía cada año.
Alguien dijo una vez que lo único maravilloso
del ferrocarril aéreo era que hubiese hecho bajar
a tipos ínfimos el valor y consideración de las
propiedades urbanas en todo su trayecto y en los
alrededores que aturde o afea, sin pagar ni
alquiler a la ciudad ni compensación a los
propietarios despojados. Esa es una maravilla: y
el desdén del peligro es otra. Y ¿cuando caiga
desde lo alto de las cuatro palmeras el tren
henchido de gente, como ha caído ya una y otra
vez, aunque sin pasajeros por fortuna, en la
Novena y Tercera Avenida? En ingeniería no
tuvo mucho el plan que inventar, ni es cosa que
asombre, como asombra, con sus cabezas
sepultas en las entrañas de la tierra, el puente
aéreo de Brooklyn.
La fuerza de tensión y compresión es mucha,
ocho mil libras por pulgada cuadrada: la del
sacudimiento es de seis mil: el desvío de los arcos
que sujetan una a otra, arrancando de las
columnas, las dos vías paralelas, es de un
quinceavo de centésimo: la armazón rectangular
de celosía, de treinta y tres pulgadas en las dos
caras verticales, y como cinco pies de ancho en
las horizontales, está hecha a trechos de columna
a columna, con un hueco entre los dos trechos

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vecinos; para cuando con la temperatura se
ensanchen o encojan: y para resistir la tensión
longitudinal de la vía al detenerse de súbito en las
estaciones el tren con todo su peso, no hubo más
que clavar, a través de los durmientes
transversales de pino, los dos durmientes
guardarrieles a las dos barras laterales de la cara
del tope de la armazón. Para doblar el ángulo de
noventa grados fue la dificultad mayor, sobre
todo donde una calle era de cuarenta pies de
ancho, y la de la vuelta de a treinta: prolongaron
perpendicularmente las dos armazones de la
esquina hasta que toparon en el vértice,
sustentado por una o más columnas, y llevaron
los rieles por toda la vuelta al ras de afuera del
ángulo.
Lo que en el elevado hay que admirar es el
culebreo atrevido de las curvas en el arranque de
la Batería, donde no va de frente sino acostado,
encabritándose y caracoleando, tanto que hay
muchos neoyorquinos que jamás se atreven a ir
hasta el remate de la línea; y luego aquella
entrada por la planicie del río Harlem, ya al fin
del camino, cuando dejando atrás las avenidas
que llena de humo y fragor los barrios de trabajo
con sus batallas de carros y montes de cajas; las
iglesias antiguas por entre cuyos cipreses pasa
ahuyentando las ramas con su resoplido la
máquina bufante; el templo colosal que centavo a
centavo han levantado, vasto y feo como un
cuartel, los curas paulinos, va el tren ya sobre
zancos, estentóreo y vertiginoso, por los barrios
que se levantan en lo que ayer era lugar de
cultivos o páramos desiertos, rodeados de los
escombros de la naturaleza, de los troncos
derivados para echar en el hueco boqueante de
sus raíces los cimientos de la casa, de cerros de
roca a medio caer, que miran, como ceñudos y

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entristecidos, los taladros y locomóviles que les
van royendo las plantas.
El tren va ondeando. El ruido, más sonante en
la soledad, aumenta el miedo. Los niños se
aprietan a sus madres. Los mismos hombres
fuertes apartan la cabeza del ventanillo, tocados
del vértigo.
Allá lejos el Parque Central echa de la masa
parda de árboles el vaho gris que nubla el cielo:
una hilera de casas de bella arquitectura vigila
solitaria el campo del contorno, lleno de
sembrados, enclavado en el trazo de una manzana
sin edificar, pero ya limpia a cercén, cruza de
borde a borde, como procesión de barbados
viejos, entre sus cercas de piedra lo que queda de
una que fue alameda noble, que caerá a tierra
mañana.
Y vuela el tren, escupiendo y retemblando: a
tragos enormes se sorbe las calles: siete pisos
tiene esa casa que no llega con el tope al borde de
los rieles: ya las estaciones no están a pocas varas
de la calle, sino son torres verdaderas, como los
elevadores de granos: al fin se llega al término de
la vía, que es como un campamento en el aire: los
rieles se cruzan, como los hilos de un encaje que
hubiera bordado una loca: los cambiavías, con
sus señales de colores, se levantan como atalayas
entre las máquinas que van acostándose a sus
pies, sudorosas y jadeantes: roja como sangre, y
negra como muerte es la casa enorme y fea en
cuyas entrañas reparan el fuego y el martillo las
heridas del hierro fatigado. Las de sus víctimas,
las de los que en la precipitación riesgosa de las
estaciones aplastan las máquinas, las de los que
resbalan sobre los rieles o perecen al embiste del
tren que viene atrás, ésas las paga la compañía,
favorecida por los tribunales, con treinta y ocho
mil pesos al año.

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Pero no condenan aquí sólo el ferrocarril
aéreo por este peligro personal, aunque sin duda
es mayor en esta vía que en todas las demás; ni
por la razón local de ser ya insuficiente este tren
diario de mil carros, con sus 4,616 empleados que
ganan al año $2.080,800 de sueldo; y sus
$8.016,887 de producto anual absoluto, y sus
gastos de $6.438,713, para transportar
cómodamente la población neoyorquina de sus
labores a sus hogares; ni por el estrago evidente
que el temblor continuo aunque imperceptible del
cuerpo en el viaje diario de ida y vuelta causa en
la salud física y en la disposición del ánimo; ni
por el aumento engañoso del valor de las
acciones, sobre el de la propiedad deleznable y
cada día menor que representan, puesto que cada
día valen menos los hierros cansados y
remendados, tanto que aquí nadie calcula que el
elevado quede en pie, a menos que no se le
reedifique a nuevo costo, dentro de más de diez
años; ni por el caso increíble de que una
compañía privada y solvente disfrute del uso de
las vías principales de la ciudad, sin compensar,
con capital contante, o en forma de dividendo, o
con un interés fijo sobre la merma de los valores,
los daños causados a los dueños de casa en las
vías por el demérito súbito e irremediable de sus
propiedades.
Cierto es que esta ciudad larga y estrecha, y
poblada a tramos, ha podido extender sus fábricas
en virtud del ferrocarril elevado, cuando no se
pensó, copio no se pensaba en la electricidad,
cuando se establecía el gas, en las ventajas
superiores de un vehículo menos enemigo de la
belleza y tranquilidad de las ciudades. Pero lo que
alarma más a los neoyorquinos de juicio, y a toda
la ciudad disgusta principalmente, es el ver cómo,
con estos monstruos que turban su sueño,
calientan su aire y llenan de humo sus entrañas,

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va perdiendo Nueva York la nobleza y hermosura
que convienen a una ciudad celosa de llamar con
justicia la atención de los hombres.
Cierto es que esta ciudad larga y estrecha, y
poblada a tramos, ha podido extender sus fábricas
en virtud del ferrocarril elevado, cuando no se
pensó, copio no se pensaba en la electricidad,
cuando se establecía el gas, en las ventajas
superiores de un vehículo menos enemigo de la
belleza y tranquilidad de las ciudades. Pero lo que
alarma más a los neoyorquinos de juicio, y a toda
la ciudad disgusta principalmente, es el ver cómo,
con estos monstruos que turban su sueño,
calientan su aire y llenan de humo sus entrañas,
va perdiendo Nueva York la nobleza y hermosura
que convienen a una ciudad celosa de llamar con
justicia la atención de los hombres.
Lo más apreciable de la ciudad se va alejando
de los centros ruidosos, tanto porque el ruido, que
tiene como cierta presencia y es como si se viera
lo que lo produce, espanta a las almas artísticas y
amigas de su decoro, cuanto porque al favor de
las estaciones se congrega, como los gusanos al
pie de los árboles, mucha tienda menor y
concurrencia poco deseable, que acaban por
hacer la vecindad poco propia para casas de
vivienda, y más parecida a bazar y campamento.
Donde las cuatro vías del ferrocarril son más
apretadas, apenas hay ya más que fábricas, casas
de huéspedes, y edificios de pisos para los que no
pueden pagar más; y aun por donde es más ancha
Nueva York, va quedando privada de sus mejores
vecinos, que hasta en la Quinta Avenida y sus
alrededores abandonan sus casas, o piensan en
abandonarlas para buscar donde sólo de lejos
bufa y galopa el ferrocarril, aquel descanso,
intimidad y limpieza que hacen la ciudad gustosa
a quien la vive y amable a los viajeros.

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Pierde la vida íntima mucho de su pudor, y la
de la ciudad mucho del recogimiento relativo que
le conviene, con esa intrusión constante del ruido
brutal en todos los actos y pensamientos.
Y con razón se alarman aquí, a pesar de no ser
pueblo principalmente artístico, por el influjo
pernicioso que la contemplación constante de una
estructura fea en sí, y que lo afea todo a su
alrededor, ejerce a la larga en una población que,
mientras más numerosa sea, más necesita de vivir
en comunicación constante de sentidos con todo
lo que naturalmente la convide a la moderación y
el orden.
Bien se entiende que están hoy todos los
periódicos de fiesta, y no haya uno que no salude
al nuevo ferrocarril, aun aquellos cuyos dueños
poseen acciones en el ferrocarril elevado, cuyo
valor cada día perece con el del material que sólo
ha podido pagar buen dividendo por el abuso
escandaloso de la propiedad pública y la vía
pública. Tal es la angustia en que el ir y venir del
ferrocarril elevado pone a quien por desdicha
haya de viajar mucho en él, o tenerlo de cerca,
que no parece a veces, sobre todo en los meses de
calor, que atraviesa el aire sobre sus rieles
suspendidos, sino que ha hecho túnel de la cabeza
vacía, y atraviesa el cráneo.

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