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El debate sobre el aborto, y los Jaujarana

Hace unas semanas tuve la suerte de conocer a un simpatiquísimo locutor de radio uruguayo (me
ha pedido que no divulgue su nombre), que en su juventud escribió algunos guiones para el grupo
humorístico los Jaujarana, famoso en Chile por su actuación en Sábados Gigantes. La mención de
este grupo trajo a mi memoria vagos recuerdos ochenteros infantiles, por lo que decidí repasar los
sketches de los Jaujarana en youtube. Los más clásicos seguían una estructura bastante similar,
pero efectiva: un hombre entra a una farmacia y pide alguna cosa que no sea un remedio (un par
de zapatillas, un disco de Mozart, etc.). Cuando el farmacéutico le dice que no tiene el producto, el
cliente empieza su discurso (léase con fuerte acento “uruguascho”): “usted me está negando la
música, la cultura, esto se va a saber, etc. etc.” A lo que el otro responde siempre “pero señor,
esto es una farmacia”, para ser interpelado con “¿y a acaso le he preguntado yo lo que es esto?” y
así.

Volver a ver el clásico sketch de los Jaujarana me recordó de inmediato el debate actual sobre
el aborto. ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra? Nada directamente, pero hay un parecido: el
hombre que entra a la farmacia, y reclama, dice puras cosas verdaderas, pero no acierta en lo
principal. En el debate actual sobre el aborto pasa algo similar; se habla de derechos, sufrimientos,
peligros incluso (“usted me está negando la autonomía, está contra el derecho a decidir, etc.”
parece que se oye, con ese mismo acento que distinguía a los Jaujarana). Mientras tanto, lo
central, el estatus del embrión humano –o del ser humano en su etapa embrionaria–, se pasa por
alto olímpicamente. Filosofía y humor tienen una relación parecida, ambos dependen del
razonamiento; en el caso del humor, para que funcione, el razonamiento tiene que tener un error
que sea reconocible pero que también sea plausible. Lo que saca sonrisas en cualquier sketch de
los Jaujarana en un debate serio, sin embargo, no resulta divertido. Y lo peor, es que el cliente de
la farmacia convencido de las verdades que decía, ciego para lo fundamental, no atendía a las
razones del farmacéutico. Aquí, lo mismo.

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