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INTRODUCCIÓN: LA CRISIS IMAGINARIA

I. LA CRISIS ECOLÓGICA Y SUS METÁFORAS

La predicción no es aún una profecía, pues cabe


confirmarla o rebatirla con mediciones. La predic-
ción se mueve en el interior del calendario y del
tiempo mensurable; el profeta, en cambio, no se
rige por fechas, sino que es él quien las instaura.
ERNST JÜNGER

¿Es la naturaleza un sueño del que no acabamos de despertar? Así pa-


rece confirmarlo la obstinación con que se ha manifestado siempre, en
nuestra cultura, una tentación tan vieja como el propio pensamiento:
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el propósito grotesco, pero tiernamente humano, de regresar a ella.


¡Volver a la naturaleza! Sea como una filosofía o como un eslogan, lo
cierto es que nunca ha dejado el hombre, animal nostálgico, de invo-
car un pasado imaginario en el que todo estaba en su lugar, antes de
que la sucia marea de la historia llegara a desbordarse. Et in Arcadia
ego: tal es la fantasía pastoril que atraviesa nuestra historia y llega has-
ta nuestros días. Sin embargo, no hay fantasías inocentes. Porque, si
bien esa armonía pretérita ha encontrado su símbolo más constante en
la naturaleza, ha significado también el rechazo de aquello que es pro-
piamente humano: la incertidumbre, el artificio, la contingencia. Y de
ahí que la formulación última de este anhelo sea la constitución de la
sociedad como un espejo de la naturaleza. Frente al caos de la historia,
la armonía del devenir natural; frente al exceso, la sencillez; y así suce-
sivamente. Hoy como ayer.
En realidad, hoy mucho más que ayer. Porque presenciamos en
nuestra época la definitiva consolidación de la naturaleza como cate-
goría política —esto es, como problema político. Desde la aparición

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Arias, Maldonado, Manuel. Sueño y mentira del ecologismo: naturaleza, sociedad, democracia, Siglo XXI de
España Editores, S.A., 2008. ProQuest Ebook Central, http://ebookcentral.proquest.com/lib/tdeasp/detail.action?docID=3207200.
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SUEÑO Y MENTIRA DEL ECOLOGISMO

del movimiento verde en la década de los sesenta hasta ahora, la im-


portancia del medio ambiente en el debate público de las sociedades
avanzadas no ha dejado de crecer, en un viaje de los márgenes al cen-
tro que ha convertido a aquél en la mot juste del vocabulario político.
La defensa del medio ambiente ya no es una forma de escapismo, sino
un estilo de vida; no forma parte de la contracultura, sino de la cultura
oficial; y no protagoniza tanto movilizaciones callejeras, como las
cumbres internacionales. Se ha convertido en una causa global que,
frente al aire decimonónico que destilan conflictos como la guerra
contra el terrorismo, representa una promesa de renovación de la po-
lítica—, acaso el eje de una nueva política global.
Y no es de extrañar. Su atractivo reside tanto en sus inobjetables
fines, como en la novedad de sus medios: sólo la acción concertada de
todos puede dar lugar a una sociedad sostenible. Los líderes debaten
cambios estructurales, las empresas persiguen la innovación ecológi-
ca, el ciudadano puede contribuir en su vida cotidiana —ya sea re-
ciclando o consumiendo— a mejorar el estado global del medio am-
biente. Todos somos verdes; aunque unos más que otros. La vieja
introspección de las sociedades nacionales, la rigidez de las institucio-
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nes liberales, la injusticia del mercado: limitaciones que hay que supe-
rar mediante una política medioambiental cuyo propósito nadie se
atreve a discutir. ¿Cuidar el planeta, salvar a la humanidad? Nadie
puede negarse. ¡Mirad esas pobres focas!
Ahora bien, eso no significa que el debate público en torno al me-
dio ambiente se desarrolle en los términos adecuados. Más bien, apare-
ce dominado por un motivo no siempre visible, que constituye la prin-
cipal idea recibida del movimiento verde fundacional; aquel que, como
veremos enseguida, emergió en el último tercio del pasado siglo para
llamar la atención sobre la relación individual y social con el entorno,
bajo el signo de una amenaza ecológica de grandes dimensiones.

Si no se cortan de raíz las tendencias que se observan en la actualidad, el de-


rrumbamiento de la sociedad y la destrucción irreversible de los sistemas de
mantenimiento de la vida en este planeta serán inevitables, posiblemente a fi-
nales de este siglo y con toda seguridad antes de que desaparezca la genera-
ción de nuestros hijos.

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Así reza una advertencia capaz de expresar el sentir de una gran


parte de la opinión pública contemporánea. Y, sin embargo, la frase
pertenece a un célebre panfleto de 1972: el Manifiesto para la supervi-
vencia, compilado por Edward Goldsmith y otros pioneros del alar-
mismo verde. Que semejante predicción esté lejos de haberse cumpli-
do no ha mermado, en absoluto, la convicción con la que se sigue
formulando. De hecho, en esa obstinación encontramos una de las
claves del éxito de un movimiento que ha conseguido pasar del pan-
fleto al informe oficial: «La humanidad se enfrenta a una emergencia
planetaria, a una crisis que amenaza la supervivencia de nuestra civili-
zación y la habitabilidad de la tierra».
Tal afirmaba, en marzo de 2007, todo un ex vicepresidente nortea-
mericano ante el Congreso de su país, noticia que fue recogida por las
agencias de información de todo el mundo 1. Es la misma melodía, con
diferente orquesta. Y la audiencia ha empezado a tararearla.
Así pues, si la naturaleza se ha situado en el centro de la cultura
contemporánea, lo ha hecho en los términos presentados por el movi-
miento verde desde sus orígenes: como un catastrófico, aunque tam-
bién irónico, negativo del fin de la historia que proclaman las epifanías
liberales. Su premisa es tan sencilla como terminante: la humanidad
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padece una crisis ecológica global que, por razones de supervivencia y


de moralidad, exige una urgente transformación de nuestra relación
social con el entorno. No hay margen para la negociación, porque el
tiempo se acaba y arriesgamos no sólo la integridad del mundo natu-
ral, sino también nuestra propia supervivencia. Somos así una genera-
ción en la encrucijada, obligada a tomar una decisión moral para per-
mitir «que nosotros y nuestros descendientes y el resto de la vida
sobre la tierra puedan tener un mañana» 2. Y esa urgencia moral tiene
un corolario práctico, establece una sola dirección: es necesario cam-
biar en profundidad el orden social, para reconciliarlo con el orden
natural. Hace cuarenta años, sólo algunos visionarios afirmaban tal
cosa; hoy, parece un lugar común.
Más importante que la crisis, sin embargo, son sus metáforas. Si,
de acuerdo con un viejo recurso literario, un cuerpo enfermo puede
ser una manifestación física del malestar moral o emocional del pa-
ciente, la crisis ecológica opera de la misma manera: como reflejo de
una crisis de la civilización. La dimensión material de la crisis está aso-

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ciada a una profunda dimensión simbólica, según la cual la sociedad


occidental ha alcanzado sus límites. Rien ne va plus. Este presunto co-
lapso da forma a una distopía verde abrazada por la imaginación con-
temporánea a través de novelas, películas y cómics: una cultura que
sueña con su final. Angustia, urgencia, melancolía. Y este sentido de
crisis es dominante en el debate medioambiental.
Se habla así de una «crisis de cultura y carácter», que es también
una «crisis de inacción» y da forma, en fin, a una crisis «social antes
que natural» 3. Y todo ello remite al predominio histórico de un con-
junto de valores que han provocado el alejamiento humano del medio,
la escisión entre naturaleza y cultura que explica el actual estado de
cosas: la crisis como crisis del sujeto mismo; al menos, del sujeto occi-
dental. Esta interpretación, que atraviesa el amplio camino que media
entre la ecología y la espiritualidad, explica también el carácter totali-
zador del ecologismo. Ni su filosofía ni su teoría política tienen sólo
que ver con el medio ambiente; también con la forma en que vivimos,
con nuestros patrones culturales, nuestra ciencia y nuestra tecnología,
nuestro sistema económico y político. Si la crisis ecológica es el resul-
tado de una enfermedad de la civilización, la cura no puede limitarse a
sus manifestaciones superficiales; hay que llegar hasta la raíz. Las me-
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táforas devoran a su objeto.


Sin embargo, el debate medioambiental no tiene que fundamen-
tarse necesariamente sobre la premisa de la crisis ecológica. Y, de he-
cho, las consecuencias de que así lo haga son tan profundas como no-
civas. Desde el calentamiento global hasta los transgénicos, pasando
por la biodiversidad, todos los aspectos del debate medioambiental
encuentran en el fantasma de la crisis ecológica un lamentable condi-
cionante. Sobre todo, porque conduce a una muy deficiente compren-
sión de la índole de las relaciones socionaturales y contamina por
completo cualquier discusión acerca de una posible sociedad liberal
sostenible: la crisis ecológica se emplea como crítica radical de la mo-
dernidad liberal. Y, por esa misma razón, una parte importante del
movimiento verde defiende posiciones antimodernas, cuando no reac-
cionarias. Sin duda, la principal patología del ecologismo ha consisti-
do tradicionalmente en el rechazo del principio de realidad —rechazo
que, entre otras cosas, ha mantenido intacta su fe en una naturaleza
que ya no existe, pero que desean todavía recuperar—. Antes bien, es

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necesario proceder a una profunda depuración conceptual de la polí-


tica verde, que empieza en la crítica de la noción de crisis ecológica y
termina en la defensa de una sociedad liberal y verde: lejos de Arcadia.
Tal es, esencialmente, el propósito de este libro.

II. MEDIO AMBIENTE Y SOCIEDAD

Que la existencia de una crisis ecológica se haya convertido en un lu-


gar común nada dice acerca de su verosimilitud. Más bien, debería lla-
mar a la reflexión, dada la facilidad con que ciertas ideas recibidas se
convierten en clichés de uso corriente y terminan cobrando vida pro-
pia en el lenguaje de su época, con independencia de la razón de sus
hablantes: cualidad social del lenguaje que facilita esta forma de con-
tagio. En ese sentido, cabe preguntarse si la fuerza con que la noción
de crisis ecológica ha arraigado en nuestra sociedad encuentra reflejo
en la realidad, o si, por el contrario, es el producto de una inercia cul-
tural y esa misma realidad admite interpretaciones distintas.
Desde luego, la invocación de la crisis no está exenta de proble-
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mas. Se trata de una categoría que no se infiere directamente de la rea-


lidad, sino que se construye políticamente, la mayor parte de las veces
a partir de unos presupuestos filosóficos que imponen valores a los he-
chos. En ese sentido, ha denunciado Bjorn Lomborg «la letanía de
nuestro medio ambiente en deterioro»: una interpretación de la reali-
dad que no resiste el análisis de los indicadores medioambientales 4.
Contra el pesimismo apocalíptico reinante, éstos indican una mejoría
paulatina del estado real del mundo, no su deterioro, ya que no puede
emplearse un pasado idílico como término de comparación, sino épo-
cas más recientes en las que el estado relativo del medio ambiente era
peor. Esto no significa que la situación sea óptima, pero sí desaconseja
el empleo indiscriminado de la heredada noción de crisis. Para el pro-
pio Lomborg, en ese sentido, los verdes se apoyan antes en la retórica
que en un análisis correcto. Y el miedo a problemas medioambienta-
les en gran medida inexistentes, advierte, puede además desviar nues-
tra atención de las medidas verdaderamente necesarias. La enconada
disputa periodística provocada en su momento por estas tesis en Gran

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Bretaña demuestra la importancia central que tiene para el movimien-


to verde la conservación de un diagnóstico crítico sobre la situación
del medio ambiente 5.
Este doble filo de la crisis ecológica se manifiesta admirablemente
en la ambigüedad que caracteriza la mundialización en curso. Sin
duda alguna, el ecologismo fue pionero a la hora de llamar la atención
sobre la condición transnacional de los problemas medioambientales,
antes de que aquélla se impusiera como tema tardomoderno por exce-
lencia. No en vano, pocas realidades trascienden más claramente las
fronteras nacionales y regionales que los sistemas naturales; difícil-
mente extrañará, por ello, que el medio ambiente se constituya en una
de las facetas de la mundialización, habida cuenta de que su propio ca-
rácter desconoce las parcelaciones que aquel proceso viene, precisa-
mente, a desbaratar. Para el ecologismo, además de para aquellos crí-
ticos del capitalismo que han encontrado en el movimiento verde una
solución de continuidad a su empeño, la globalización extiende las
causas estructurales del deterioro ambiental: más globalización, en
consecuencia, sólo puede significar más crisis ecológica.
Sin embargo, la relación de la crisis ecológica con el proceso glo-
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balizador no es unívoca; expresa, más bien, la ambivalencia que dis-


tingue a aquél. A fin de cuentas, los problemas medioambientales
también son una función de la creciente interdependencia de socieda-
des y economías. Y, verdaderamente, no parece existir todavía un ve-
redicto claro acerca de la ambigua relación que existe entre el proceso
de globalización y el deterioro medioambiental. Hay que recordar
que, a los efectos perjudiciales de la expansión geográfica de activida-
des económicas habitualmente dañinas para el entorno, se oponen los
innumerables avances que ha habido en legislación y prevención in-
ternacionales. No hay una línea recta entre globalización y crisis eco-
lógica, por más que los críticos de aquélla desearían que la hubiese.
Sea como fuere, no son nuevas las sospechas acerca de la veraci-
dad última del diagnóstico verde sobre la situación medioambiental.
En paralelo a la evolución del propio movimiento ecologista, sus críti-
cos han apuntado hacia la capacidad del medio ambiente para adap-
tarse a la sociedad, toda vez que la relación que los liga no sitúa una
naturaleza externa a un lado y a la sociedad en otro —sino que ambos
operan de forma interdependiente, dentro un mismo metasistema—.

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También, naturalmente, se ha subrayado que el hombre ha sido histó-


ricamente capaz de encontrar soluciones a través de la ciencia y la tec-
nología, con objeto de resolver problemas inherentes a las relaciones
socioambientales; trataremos sobre todo ello en profundidad.
Ni que decir tiene, empero, que semejante respuesta a la crisis
ecológica es desechada por los verdes como un mero reflejo ideológi-
co del sistema que la produce. De ahí que a esta tradición crítica se la
denomine prometeica o cornucopiana, por adoptar como rasgos princi-
pales una benigna interpretación de los indicadores ambientales y una
confianza ilimitada en la capacidad humana para superar las dificulta-
des que el medio pueda presentarle. Pero, si la alternativa al optimis-
mo es la catástrofe, ¿no habría que someter a escrutinio crítico al cor-
nucopismo, antes que a la llamada verde de atención? Así suele
responder un ecologismo que, como hemos señalado ya, no parece re-
parar en el incumplimiento de sus propias predicciones, juzgado
como una peculiar confirmación de su inminencia 6.
Sucede que cualquier relativización de la crisis ecológica es también,
inevitablemente, un cuestionamiento del propio ecologismo. Ambos se
necesitan, son términos de un mismo conjunto. Y así, la transformación
de la crisis en simple controversia ya supone una cierta normalización de
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todo inconveniente para los verdes: no tanto porque desaparezcan los


problemas ecológicos, como los criterios absolutos que permiten descri-
birlos como problemas críticos y proporcionan a los ecologistas el fun-
damento para su superioridad cognitiva o moral 7. ¿Significa eso que sin
crisis ecológica no puede haber ecologismo? No exactamente. Más bien,
una concepción realista de la crisis ecológica proporciona una base dis-
tinta para la fundamentación de la política verde, provocando su final
como ideología radical, pero no como corriente de pensamiento. Esta
reflexión crítica, impensable hace apenas unos años, ha empezado a ga-
nar presencia en el debate teórico medioambiental. Pero todavía no ex-
presa con bastante claridad la condición permanente de aquello que el
ecologismo dominante define como estado crítico:

Sucede que el concepto de crisis supone bien el retorno a un estado anterior


de normalidad, bien la transición a un nuevo estado de estabilidad. Pero en el
caso del entorno natural y de la relación social con él, no hay retorno ni estabi-
lidad. Particularmente en un contexto donde el cambio, la innovación y la fle-

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xibilidad se han instalado como los más altos valores hacia los que dirigirse, el
término crisis medioambiental y sus implicaciones ha devenido anacrónico 8.

Más aún, no es que el concepto de crisis ecológica haya devenido


anacrónico: es que nunca ha llegado a experimentar un momento de
verdad. Hablar de crisis ecológica es ignorar la naturaleza misma de las
relaciones socionaturales: la crisis sería más bien el estado habitual de
unas relaciones cambiantes, marcadas por la recíproca transformación
y la adaptación mutua. No es, por tanto, crisis en sentido propio. Na-
turalmente, los valores sociales a los que Blühdorn hace referencia
pueden acelerar el cambio medioambiental y el proceso de apropia-
ción social del medio, así como dar lugar a un tipo distinto de proble-
mas, derivados de modos distintos de interacción socionatural; pero no
son, en sí mismos, el origen de un estado que remite a las condiciones
de posibilidad de la evolución humana.
Nada de esto quiere decir que la naturaleza no se vea afectada por
la mano del hombre, ni equivale a negar la desaparición de muchas de
sus manifestaciones. Pero es precisamente la voluntad de preservar in-
tacto el mundo natural, sus manifestaciones particulares y concretas,
la que lleva a los verdes a identificar la pérdida de algunas formas natu-
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rales con un efectivo deterioro medioambiental. Sin embargo, son co-


sas distintas. Sucede que las consecuencias normativas también lo son,
según se hable de problemas medioambientales o de crisis ecológica:
rutina frente a excepción. Puede así comprobarse cómo, a pesar de su
apariencia técnica, la definición de los problemas medioambientales
como constitutivos de una crisis ecológica global es, en sí misma, una
formulación política. La crisis ecológica es una crisis imaginaria.
Ningún lenguaje de crisis, sin embargo, es inocuo. Si una situa-
ción se define como crítica, puede darse la tentación de suspender los
valores y procedimientos políticos vigentes en aras de la eficacia, má-
xime cuando la amenaza convocada se plantea en términos de supervi-
vencia. No hay más que repasar las soluciones propuestas en la litera-
tura verde de los años setenta para comprobar cómo la acentuación de
la excepcionalidad agudiza la tentación autoritaria y la inclinación por
las fórmulas expeditivas. Y también aquí encontramos la repetida
obstinación con que los verdes insisten en sus viejas predicciones: en
la revisión de su obra seminal, William Ophuls insiste en que la esca-

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sez ecológica «dominará nuestra vida política, dejando clara la incapa-


cidad de nuestra cultura y maquinaria política para enfrentarse a sus
desafíos» 9. La catástrofe aguarda en el futuro, pero las soluciones la-
ten en el presente. Así es como una retórica alarmista de crisis y catás-
trofe inminente puede ayudar a legitimar toda clase de acciones al
margen de sus consecuencias sociales o políticas. Y atribuir grotesca-
mente a los verdes la condición de vanguardia iluminada:

Un nuevo grupo de líderes, conocidos simplemente como ecologistas, está


tratando de combinar una comprensión sofisticada del funcionamiento natu-
ral del mundo con una nueva ética de desarrollo ecológicamente orientada.
Tienen el potencial de convertirse en profetas modernos y guiar a la sociedad
hacia una forma mejor de vida, sostenible a largo plazo 10.

Autoritarismo, tecnocracia y espiritualismo pueden así presentar-


se como males menores que evitan un mal mayor e irreversible: la de-
saparición de la vida sobre la tierra. La excepcionalidad consustancial
a la crisis sugiere la alteración de los patrones de decisión ordinarios,
máxime cuando el componente científico-técnico de los problemas
medioambientales puede aconsejar una exclusión de los profanos, en
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beneficio de los expertos, ya sean científicos o místicos 11.


Se manifiesta aquí la pugna entre la ideologización del ecologismo y
la búsqueda de una política verde más realista, capaz de reconciliarse
con la sociedad liberal. Es conveniente despojar al debate medioam-
biental de esta retórica urgente, del énfasis en la excepcionalidad de
amenazas y soluciones. En ese terreno han encontrado justificación el
autoritarismo triunfante en los años setenta, la más duradera defensa de
una política de raigambre ecoanarquista, o la dominante concepción
prepolítica de la sostenibilidad como principio técnica o ideológicamen-
te definido, no susceptible de definición democrática. En todos estos
casos, la incapacidad demostrada por las formas y los procedimien-
tos democráticos, y por el modelo de sociedad liberal-capitalista en que
se enmarcan, vendría a exigir soluciones alternativas que, en su misma
radicalidad antagonista, parecen hallar la garantía de su idoneidad.
Ahora bien, tal herencia no se agota en el mantenimiento de un discurso
de límites o en la falta de revisión crítica de la idea de colapso ecológico
inminente. Más al contrario, la organización del movimiento verde y de

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sus fundamentos normativos como alternativa crítica radical a los valo-


res y prácticas que están en la raíz de la crisis medioambiental define el
ecologismo político como ideología —dándole una forma que su evolu-
ción posterior sólo alterará, acaso hasta ahora, de forma superficial—.
La afirmación de la crisis ecológica cumple así una función a la vez fun-
dacional y constitutiva en el ecologismo político. Negar su existencia
equivale a neutralizar, o cuando menos dificultar, su discurso ordinario.
Sin embargo, es preciso subordinar el diagnóstico sobre el medio
ambiente al principio de realidad y refundar la política verde sobre
esos nuevos presupuestos. Toda vez que la amenaza de la extinción in-
mediata anunciada tres décadas atrás se ha demostrado infundada,
debería imponerse la prudencia a la hora de hablar de crisis ecológica
y de extraer consecuencias políticas de la misma. Parece más adecua-
do hablar de un estado de continua transición, atendiendo al carácter
gradual de los cambios socionaturales producidos ya, y de los que es-
tán todavía en marcha. Sobre todo, porque hablar de crisis ecológica
es sustraerse al verdadero carácter de las relaciones socionaturales,
cuya condición dinámica e incierta, que tiene su base en la recíproca
transformación que resulta del proceso de apropiación social del me-
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dio, convierte la crisis percibida por los verdes en el estado habitual de


las mismas. No existe una relación de estática armonía que pueda ser
restablecida. La interdependencia de los sistemas social y natural ha
producido un medio ambiente donde sociedad y naturaleza coexisten,
dando lugar a problemas cuya complejidad aumenta a medida que au-
menta la complejidad de la sociedad y, con ello, de la interacción mis-
ma, pero que no autorizan a hablar de crisis.
Es cierto que la vocación conservacionista del ecologismo induce
a la confusión entre formas naturales concretas y la naturaleza en su
sentido amplio. Y que, de este modo, la pérdida de parte de aquéllas
se identifica con la destrucción de la totalidad de ésta. Para evitar ese
equívoco, es conveniente acaso distinguir entre crisis ecológica y crisis
del mundo natural: la primera designa una amenaza para la supervi-
vencia humana derivada de la socavación de las bases biofísicas de la
vida social; la segunda, la desaparición progresiva de formas naturales
cuya protección el ecologismo reclama en nombre de su valor intrín-
seco. Se ha señalado ya arriba que hablar de problemas medioambien-
tales no posee las mismas connotaciones normativas y prescriptivas

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que hacerlo de crisis ecológica. Pero esa variación no indica tampoco,


como teme el ecologismo, que la existencia de problemas medioam-
bientales carezca de consecuencias en absoluto ni suprima toda posi-
ble función para una política verde.
Más al contrario, la política verde encuentra su verdadera razón de
ser en una sociedad que, en lugar de incurrir en el catastrofismo, se
plantea reflexivamente su relación con el medio. Habida cuenta de que
éste es el producto de la compleja interdependencia de sociedad y na-
turaleza, sus consecuencias afectan a todos los aspectos de la vida so-
cial —y reclaman con ello un tratamiento que no es sólo técnico, sino
también político—. Ahora bien, el principal objeto de la política verde
no es ya tanto la protección del mundo natural, como la consecución
de la sostenibilidad. Esto no significa que aquélla carezca de importan-
cia, pero el problema de la extinción es secundario respecto al más im-
portante problema de la ordenación de las relaciones socionaturales.
En todo caso, la protección de las formas naturales podrá ser parte de
una política de sostenibilidad democráticamente definida, pero no un
aspecto innegociable, un valor intangible, de la misma. Ya que, como
veremos, es precisamente la ausencia de una solución única para los
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problemas que plantea esa ordenación socionatural la que demanda su


tratamiento político y democrático, lejos del cierre tecnocrático de la
misma a la que conduce la concepción prepolítica defendida por el
ecologismo. Afortunadamente, el actual estado de la teoría verde ofre-
ce razones para pensar que ese giro reflexivo pueda aún tener lugar.

III. LA EVOLUCIÓN DEL PENSAMIENTO VERDE

[...] porque los comienzos con conciencia de lo que


comienzan y de lo que ponen en camino serían fal-
sos comienzos.
HANS BLUMENBERG

A pesar de la frecuencia con que la naturaleza ha formado parte histó-


ricamente del catálogo de las preocupaciones filosóficas y hasta políti-
cas del hombre, la reflexión sistemática en torno a la misma es mucho

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más reciente. Sólo a partir de la emergencia del movimiento verde a fi-


nes de la década de los sesenta podemos hablar propiamente de una
teoría política sobre la naturaleza. En puridad, la teoría política verde
no se constituye como tal hasta que la literatura sobre la materia no al-
canza un grado suficiente de articulación teórica y conciencia de sí. Su
evolución puede resumirse fácilmente: frente a una situación medio-
ambiental crítica, surge un movimiento inicialmente reactivo, que
paulatinamente procede a una articulación teórica, primero indepen-
diente y después abierta al diálogo con el resto de teorías políticas,
apertura que sirve para la consecución de los propios objetivos y para
medir la solidez adquirida qua teoría.
Efectivamente, es posible discernir una evolución del pensamien-
to político verde, por más que la interpretación de la misma varíe en
función de la perspectiva que se adopte. Sin embargo, esa evolución
no siempre se ha reflejado en las manifestaciones públicas del movi-
miento, hasta el punto de que el apego a sus tesis fundacionales cons-
tituye su principal rémora. Podría así decirse que el discurso ordinario
acerca del medio ambiente se ha convertido en un discurso de excep-
ción, apegado a la premisa de la crisis ecológica y la subsiguiente nece-
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sidad de una transformación radical. Esto tiene que cambiar y quizá lo


esté haciendo ya.

III.1. Crisis ecológica y ecologismo fundacional

En su primera fase, el ecologismo político se desarrolla bajo el signo


de la crisis ecológica. La súbita percepción de un conjunto de proble-
mas medioambientales globales, complejos y con un alto grado de in-
terdependencia, produce desde mediados de la década de los sesenta
una literatura de crisis, preocupada sobre todo por llamar la atención
sobre la gravedad de la situación, y pronto dedicada también a arbi-
trar una serie de soluciones para la misma, inevitablemente imbuidas
de idéntico sentido de urgencia.
La novedad que esta literatura supone, respecto de precedentes
obras sobre el medio ambiente, es la consideración de estos proble-
mas como estructurales antes que contingentes; la crisis ecológica,
cuya denominación es ya el producto de una evaluación política, tras-

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ciende el ámbito medioambiental para convertirse en manifestación


de una crisis más amplia. La importancia de estos primeros trabajos
radica en su capacidad para establecer la crisis ecológica como asunto
que hay que debatir, no tanto en sí misma, cuanto en su calidad de ex-
presión de contradicciones y fracturas culturales y sociales más am-
plias. Son los años de la Primavera silenciosa de Rachel Carson, de La
bomba demográfica de Paul Ehrlich o del ya citado Manifiesto para la
supervivencia. La índole de este debate, a su vez, se ve condicionada
por la percepción de la crisis que lo origina. Así, el empleo de proyec-
ciones informáticas cuyos alarmantes resultados dibujan un horizonte
de devastación medioambiental evitable sólo si las medidas adecuadas
son rápidamente adoptadas, tiñen toda la literatura de la época de un
pesimismo y un sentido de urgencia que explican el tipo de respuesta
política proporcionada: la crisis es crisis de supervivencia. No hay, por
ello, tiempo que perder: el catastrofismo desemboca en excepciona-
lismo.
Y la identificación de las causas condiciona la de las soluciones.
Expresión de un fracaso cultural, el colapso medioambiental tendría
sus causas mayores en la democracia liberal y el capitalismo de merca-
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do, que son también los principales obstáculos para su resolución —no
sólo en términos de su funcionamiento práctico, sino igualmente por
razón de los valores que lo sostienen—. La alternativa a la sistemática
minusvaloración de los bienes naturales, solución al deterioro ambien-
tal que amenaza la supervivencia humana, es el establecimiento de una
forma de autoritarismo donde el gobierno de los expertos y las restric-
ciones a la libertad individual crean las condiciones para una existencia
sostenible. No en vano, la adjetivación de la situación como crítica vie-
ne a suspender las prevenciones y garantías habituales en beneficio de
las únicas soluciones que permiten su superación: la democracia es así
preterida en favor de una eficacia de ribetes tecnocráticos y ascenden-
cia cientificista. Es difícil subestimar la importancia que esta fase tiene
en la formación de la identidad del movimiento verde. Su constitución
contra el modelo sociopolítico dominante, las fuentes normativas de las
que se dota, en singular combinación de cientificismo y naturalismo,
así como su tendencia a interpretar la crisis como expresión de una cri-
sis más amplia, van a marcar, para bien y para mal, el carácter del movi-
miento ecologista hasta nuestros días.

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III.2. Consolidación y desarrollo del pensamiento verde

La siguiente fase de la literatura política verde es ante todo un desa-


rrollo, en múltiples direcciones, de las bases dispuestas en la primera.
Su teoría política empieza a desplegarse como tal, a tomar conciencia
de su razón de ser, de sus objetivos, y crece en paralelo a una filosofía
medioambiental que no siempre le proporciona los fundamentos ade-
cuados. Puede decirse que esta segunda fase empieza como una con-
versación interna, a partir de los distintos caminos trazados por la pri-
mera, y que evoluciona después de modo diverso, abriéndose al
exterior como en exploración de las distintas posibilidades que la nue-
va temática —la aplicación de lo político a la resolución de la crisis
ecológica— ofrece.
Las reacciones a la proclamación verde de la crisis empiezan, sin
embargo, en su misma negación. Se trata de una crítica del catastro-
fismo que emplea sus mismas armas para cuestionar la gravedad de
la situación medioambiental, juzgada desde esta óptica como intrín-
secamente dinámica e incierta —tenor argumentativo que, como he-
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mos visto, los verdes descalifican como voluntarismo prometeico o


cornucopiano—. Socialismo y marxismo señalan que el ecologismo
no tiene suficientemente en cuenta el modo en que la crisis ecológica
expresa unas relaciones sociales marcadas por la alienación y la desi-
gualdad socioeconómica, esto es, los males inherentes al capitalismo.
A su vez, esto va a provocar un movimiento de reflexión crítica de la
propia tradición marxista-socialista, que cuestiona sus planteamien-
tos y principios a la luz de los nuevos elementos de juicio proporcio-
nados por la crítica verde, creando un espacio de convergencia don-
de el aprovechamiento verde de sus instrumentos coexiste con el
reverdecimiento de las tesis marxistas. El anarquismo y el libertaris-
mo ejercen también ahora su influencia en la conformación del enfo-
que político verde, sobre todo como prolongación natural de un
pensamiento filosófico que encuentra, en la descripción de la natura-
leza que ofrece la ecología, un modelo de red espontánea y no jerár-
quica susceptible de oportuna traducción política: el cientificismo
de los orígenes se encuentra así con un planteamiento donde la polí-
tica es sustituida por la filosofía y la ciencia, en la concepción del su-

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jeto y del orden social. La ecología social, la ecología profunda y el


biorregionalismo son la principal expresión de esta tendencia, cuya
importancia es, sin embargo, visible en el tenor general del ecologis-
mo político hasta hoy dominante. También va a producirse una apro-
ximación recíproca entre ecologismo y feminismo, que toma como
base la asociación histórica y simbólica de mujer y naturaleza. La ló-
gica similar que habría regido históricamente la dominación de am-
bas es ahora sinónimo de una convergencia de intereses entre femini-
dad y mundo natural. En definitiva, la tradición política occidental
procede a la recepción de los principios verdes.
La reflexión ética y filosófica acompaña en el tiempo al despliegue
de la literatura verde más propiamente política, cuyos fundamentos
normativos establece en el curso de la indagación de aquellos valores
que subyacen a la protección del mundo natural. Su estatuto es revisa-
do con la intención de incluirlo en la comunidad moral y su círculo de
considerabilidad. Sin duda, los derechos de los animales constituyen
un instrumento para esa expansión, capaz de generar una considera-
ble cantidad de literatura de notable rigor sistemático. Paralelamente,
la difusión pública de la noción de desarrollo sostenible, a partir del
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Informe a Naciones Unidas de la Comisión Brundtland para el Medio


Ambiente, da lugar a un debate en torno al concepto que introduce a
su vez la problemática de la justicia distributiva, tanto intrageneracio-
nal como intergeneracional, referida a las futuras generaciones. El
avance del pensamiento verde no sólo multiplica así sus temas de re-
flexión, sino que a medida que lo hace va, paulatinamente, afirmándo-
se como tal pensamiento.

III.3. La consolidación de la teoría política verde

En un primer momento, la consolidación del pensamiento político


verde es ante todo una continuación de la literatura de la década de los
setenta, donde la alternativa filosófica se ha encarnado ya en una doc-
trina acerca de la necesaria reconciliación del hombre con su entorno
y del derecho del mundo natural a su preservación y florecimiento. Al
mismo tiempo, el rechazo de la democracia liberal deja paso a una
afirmación de los principios democráticos más formal que sustantiva,

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por hallarse en clara contradicción con una política consecuencialista


que establece prepolíticamente los valores definitorios de la sociedad
sostenible y los sustrae a todo debate y posibilidad de negociación.
En consecuencia, la consolidación del ecologismo como ideología se
proyecta sobre un pensamiento donde lo político es suprimido por la
previa ontologización de los valores y principios. Esta clausura del de-
bate político trae causa del naturalismo epistemológico al que el eco-
logismo se entrega, y a cuya consolidación contribuye el de la ética
medioambiental que lo justifica —animada por la aparición de publi-
caciones periódicas monográficas que, como la temprana Environ-
mental Ethics (1979) o la posterior Environmental Values (1992), sir-
ven de vehículo a la filosofía ecocéntrica—. Environmental History,
revista dedicada a la investigación medioambiental historiográfica
surgida ese mismo último año, da cuenta de la fuerza que la nueva dis-
ciplina, en todas sus ramas, había obtenido. El utopismo fundacional
del pensamiento verde no sólo se proyecta en el pasado, mediante la
adopción de una concepción arcádica de la naturaleza, y hacia el futu-
ro, con la postulación de una sociedad sostenible idealizada, sino que
se infiltra en su cuerpo doctrinal al potenciar un naturalismo político
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que, por ejemplo, provoca graves conflictos entre ecologismo y demo-


cracia, o impide abrir al debate la forma que habrá de adoptar la sos-
tenibilidad medioambiental.
No obstante, la ampliación y diversificación de la reflexión verde
no podía dejar de producir efectos, el principal de los cuales es la
emergencia de una teoría política propiamente dicha a fines de la dé-
cada de los noventa, como destilación y autoconciencia del pensa-
miento ecologista. La obra fundacional del mismo es, sin duda, el Pen-
samiento político verde de Andrew Dobson, que significativamente
propone concebir el ecologismo como un pensamiento radical, opues-
to a todo compromiso o negociación con el liberalismo imperante y
anclado, sin embargo, en el utopismo naturalista, dependiente de la
ecología como ciencia, y de la ética medioambiental como fundamen-
tación filosófica de una teoría política privada así de autonomía. Esta
contradicción, entre el intento por dar forma a una teoría política y la
influencia de un naturalismo que supone su anulación, está patente
en el intento que hace Robert Goodin por conciliar lo que llama una
teoría verde del valor con una teoría verde de la acción. Similar pro-

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pósito, mediante una estrategia distinta, persigue la «convergencia


normativa» propuesta también entonces por Bryan Norton, pragmá-
tica afirmación de la independencia de las políticas respecto de sus
fundamentos normativos, de acuerdo con la cual los verdes deben es-
forzarse por obtener resultados prácticos al margen de que la justifi-
cación de las políticas medioambientales sea ecocéntrica o antropo-
céntrica 12. No obstante, la teoría política verde se consolida a través
de una sostenida afirmación de los valores que la rigen, de los obje-
tivos que persigue y de todo aquello que la diferencia de teorías políti-
cas rivales.

III.4. La revuelta contra el ecologismo fundacional:


crítica y reconstrucción de la política verde

En la actualidad, vivimos una última fase del pensamiento político ver-


de, que puede contemplarse como el resultado de su evolución natu-
ral, de su progresiva apertura y dinamismo. Su madurez reflexiva con-
lleva un desprendimiento progresivo de la fundamentación naturalista
y del dogmatismo radical que había venido distinguiéndola. A partir
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de la segunda mitad de la década de los noventa, aparece un conjunto de


trabajos, cuya característica principal es que ponen en cuestión algu-
nos aspectos del propio pensamiento verde, como la ascendencia del
naturalismo o la influencia del anarquismo en la configuración de su
estrategia política. Los presupuestos de la teoría política verde son in-
ternamente evaluados y sometidos a crítica: la teoría interroga a la ideo-
logía. Significativamente, en la introducción a la tercera edición de su
citada obra fundacional, Dobson consagra este desplazamiento de la
teoría política verde, que a su juicio pasa de estar centrada en los aspec-
tos político-ideológicos del ecologismo a reflexionar sobre conceptos
tradicionales de la teoría política, como la democracia, la justicia o la
ciudadanía.
Desde esta perspectiva puede entenderse, por ejemplo, el antes
impensable acercamiento que el ecologismo hace al liberalismo, en
exploración de una posible convergencia entre los mismos. También
el debate abierto acerca de la búsqueda de un modelo democrático
verde, ámbito en el que las resistencias que ofrece la interpretación

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naturalista chocan aún con los propósitos democratizadores de su teo-


ría política —dadas las contradicciones que genera la confrontación
de éstos con la afirmación prepolítica de valores y principios como la
sostenibilidad—. A la ordenación interna de la teoría política verde
seguiría así su expansión externa, el diálogo y la confrontación con
otras tradiciones teóricas y con conceptos clásicos de la teoría política,
sólo que esta vez desde un enfoque más crítico.
Esta reconstrucción es producto de la sospecha sobre el ecologis-
mo fundacional y sus presupuestos. La concepción verde de la natura-
leza, su relación con la estructura normativa del ecologismo, las distin-
tas asunciones acerca de la sostenibilidad y la democracia, los diseños
políticos llamados a articular la sociedad sostenible, los paradójicos
vínculos del ecologismo con la ciencia, su utopismo subyacente, el re-
chazo sistemático de la modernidad o de la democracia liberal: todos
ellos, aspectos del ecologismo político que ahora son cuestionados y
radicalmente reformulados. La reorientación crítica del ecologismo
político da forma paulatina, vacilantemente, a la nueva política verde.
Ha llegado incluso a hablarse de la muerte del ecologismo, propiciada
por el fracaso de sus viejas políticas y por la nueva configuración —más
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híbrida, más multicultural, más posmoderna— de los movimientos


sociales verdes.
En la creación de las condiciones de posibilidad de esa sospecha
han influido el desarrollo de la sociología medioambiental y el para-
digma de la sociedad del riesgo, que han contribuido a refinar y com-
prender en toda su complejidad un concepto de naturaleza que, en los
verdes, disfraza la ingenuidad de realismo. Y las consecuencias nor-
mativas de esa concepción han sido revisadas por una filosofía am-
biental más crítica. Y como podrá verse, una adecuada comprensión
de la interdependencia y complejidad de las relaciones socionaturales
priva al naturalismo verde de su mito fundacional y de su principal re-
ferencia normativa.
Ahora bien, sea como fuere, el impacto de esta apertura está pro-
vocando un fascinante debate sobre la dirección que el ecologismo,
como teoría política y como movimiento, debe tomar.

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IV. DESPUÉS DE LA NATURALEZA: MATERIALES


PARA UNA NUEVA POLÍTICA VERDE

¡Cuándo daremos término a nuestros escrúpulos y


prevenciones! ¿Cuándo dejaremos de estar obce-
cados por todas esas sombras de Dios? ¿Cuándo
habremos «desdivinizado» por completo a la natu-
raleza?
FRIEDRICH NIETZSCHE

Nuestra época, en consecuencia, ha reproducido con entusiasmo esa


vieja costumbre de la razón que consiste en buscar en la naturaleza
un consuelo para la sociedad. La novedad es que lo ha hecho a través
del más explícito y singular camino trazado por la primera ideología
que tiene sólo por objeto la protección del mundo natural: el ecolo-
gismo. Ya se ha señalado que el debate medioambiental global se
asienta, no siempre de manera consciente, sobre las bases estableci-
das por aquél desde su nacimiento. Y, aunque no cabe duda de que el
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movimiento verde ha convertido a la naturaleza en una nueva catego-


ría política, la debilidad de esas bases ha terminado por socavar sus
posibilidades de crecimiento. La razón es muy sencilla. Al convertir
una naturaleza idealizada en modelo para la sociedad, el pensamiento
verde ha retrocedido hasta el ámbito prepolítico del naturalismo:
vino viejo en odres nuevos. Su fracaso, por tanto, no es otro que la in-
capacidad para articular una defensa no natural de la naturaleza. Y
su paradoja definitoria, su marca de fábrica, consiste en un extraño
triunfo: aquella politización de la naturaleza que desemboca en su
despolitización naturalista.
Todo el edificio ideológico verde se asienta sobre los quebradizos
cimientos de una concepción de la naturaleza que es un producto de
la imaginación. Se trata de un orden cuya existencia es independiente
del hombre, pero no al revés: la humanidad pertenece a una comuni-
dad moral de la que se deduce un deber de respeto hacia el mundo
natural. Y en esa naturaleza perdida, pero susceptible de recupera-
ción, la esfera propiamente social es una prolongación de la esfera na-
tural; o así debe ser. De ahí que la sociedad sostenible que constituye

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el horizonte político del movimiento verde propenda a reconstruir


un supuesto orden arcádico, donde se resuelve la escisión moderna
entre hombre y naturaleza. Este horizonte es, evidentemente, utópi-
co. Pero es un utopismo que, si bien se proyecta hacia el futuro, se
corresponde con una forma retrospectiva de la utopía: la naturaleza
prístina que el hombre ha degradado. De manera que el mundo natu-
ral está fuera de la historia y al margen de la sociedad; es norma y no
realidad; suspensión originaria y no transformación en el curso del
tiempo.
Semejante desencarnamiento abstracto ignora la condición histó-
rica y social de la esfera natural, la existencia de una historia social de
la naturaleza. Su apropiación material y cultural, que ha conducido
históricamente a una creciente interdependencia de sociedad y natu-
raleza, ha culminado en nuestra modernidad tardía en la disolución de
todo resto de separación entre ambas. La naturaleza se ha transforma-
do en medio ambiente humano. No podía ser de otra manera. Y es
una realidad que no puede dejarse a un lado.
Así pues, la naturaleza no se opone simplemente a la sociedad y la
historia, sino que forma parte de ambas. Todos los paraísos son paraí-
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sos perdidos, como escribe Proust; también la naturaleza que invoca


el ecologismo. Su paisaje pastoril no está al comienzo de la historia,
porque nunca tuvo lugar: no es más que una falsificación nostálgica, el
fruto de su ensoñación arcádica. En consecuencia, cualquier intento
de reproducir ese orden inexistente en el futuro está condenado al fra-
caso, que encubre en último término una confusa mezcla de mistifica-
ción ideológica y sublimación escapista. Lo tiene dicho Clément Ros-
set: la idea de naturaleza no pertenece al dominio de las ideas, sino al
dominio del deseo 13. Y el deseo falsifica lo que persigue.
De este modo, la naturaleza esencialista, ahistórica y universal del
ecologismo es una naturaleza mítica, no sólo por carecer ya de toda
consistencia más allá de la palabra que la afirma, sino también por
pretender la naturalización de lo que, a fin de cuentas, constituye una
construcción histórica y social. Es una mitología en el sentido que le
da Roland Barthes: un mito que no oculta, sino deforma; un mito que
transforma la historia en naturaleza 14. Aquí reside la clave del natura-
lismo verde. Porque toda naturalización tiene por objeto obtener la
legitimación adicional que proporciona un origen espontáneo y no

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creado. Y por eso la política del ecologismo se presenta, en su intran-


sigencia heurística, como previa a la política y excluida de ella, sin la
sucia huella de lo humano. Su singular combinación de ideología y
cientificismo resulta, como veremos, en un férreo dogmatismo. Sin
embargo, ese mismo fundamento es el producto de una ficción nos-
tálgica, y así el ecologismo se corrompe en su misma base.
La renovación de la política verde debe así comenzar con la críti-
ca de la política verde realmente existente. Es cierto que la provincia
verde se caracteriza por una notable diversidad interna, debido a la
cual coexisten en su interior innumerables corrientes y movimientos;
también lo es que se trata de un corpus de pensamiento no exento de
complejidad, reflejo de los distintos niveles que operan en él —cientí-
fico, filosófico, político—. Sin embargo, podemos comprender el
ecologismo como unidad, a la luz de sus rasgos comunes: aquella
ideología que trata de convertir la naturaleza en una realidad moral y
políticamente significativa, con el fin de conservarla y de avanzar ha-
cia la consecución de una sociedad ecológicamente sostenible. Ahora
bien, la poderosa influencia que las corrientes más radicales del mo-
vimiento verde han ejercido en su configuración doctrinal —influen-
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cia que sólo ahora empieza a ser cuestionada— ha terminado por dar
forma a una política verde en exceso dependiente de unas premisas
que contaminan e invalidan casi todo su discurso. Sobre todo, su in-
sistencia en una concepción de la naturaleza más cerca de la mitifica-
ción que de la realidad —que conduce a su vez a la obsesiva noción
de crisis ecológica— propicia una debilidad teórica que ningún ejer-
cicio de voluntarismo puede compensar. La posibilidad misma de
existencia de alguna política verde depende de su transformación en
la dirección correcta.
Podemos preguntarnos si tal deriva naturalista es inevitable, esto
es, si cualquier intento por dar forma a una política de la naturaleza
está condenado a incurrir en ella. Y la respuesta es que no. Es posi-
ble disponer de una política verde no naturalista, basada en una
comprensión alternativa, más realista, de las relaciones socionatura-
les. A su vez, esta renovación contribuirá a un planteamiento más se-
reno del debate global en torno al medio ambiente. Entre otras razo-
nes, porque esa política verde renovada establecerá unas relaciones
con la modernidad y la democracia que no serán distinguidas por su

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ambigüedad y su contingencia, como hasta ahora, sino por una vin-


culación necesaria con ambas —directamente derivada de su re-
constitución como instancia crítica y reflexiva de la modernidad li-
beral—. Desde ese punto de vista, la política verde debe poder
contemplarse como culminación de una modernidad capaz de reor-
ganizar sus relaciones con el medio, y no como otra expresión de su
presunto fracaso.
Para extraer lo nuevo de lo viejo, es necesario revisar los presu-
puestos filosóficos del ecologismo y orientarlos en un sentido distinto
al tradicional. Que la crítica aquí ofrecida proponga una nueva orien-
tación para la política verde significa, por tanto, que sus principios
básicos son abiertamente puestos en entredicho. Así ocurre con
la fundamentación moral ecocéntrica, con la prioridad otorgada a la
protección del mundo natural sobre la base de su valor intrínseco,
con una concepción de la democracia basada en la descentralización
comunitaria y en formas cerradas de sostenibilidad. Hay que revisar,
en fin, la herencia de un radicalismo verde de signo naturalista y cien-
tificista, que propende a la subordinación de lo político a lo ideoló-
gico. En ese sentido, el ecologismo debe poder definirse menos como
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una doctrina moral que se orienta hacia la protección del mundo na-
tural, y más como una teoría política cuyo principio rector es la con-
secución de la sostenibilidad en el marco de la sociedad liberal. De
esta forma, el énfasis no recae tanto en la preservación de las formas
naturales, cuanto en el equilibrio de las relaciones socioambientales
—que sólo marginalmente se ocupa de aquella conservación—. Has-
ta el momento, sin embargo, esa política es antes una promesa que
una realidad.
Sin embargo, no se trata tanto de plantear esta reformulación en
términos de ruptura, como de señalar la continuidad que cabe percibir
en una teoría política capaz de generar los recursos críticos necesarios
para su renovación. Desde una perspectiva verde tradicional, esto no
conducirá sino a la desnaturalización del movimiento; esto es, a la di-
solución de aquello que convierte el ecologismo en ecologismo, hasta
privarlo de toda razón de ser. Sin embargo, concebir la política verde
de modo esencialista, identificándola con aquellos principios domi-
nantes hasta ahora en su estructura normativa, convertiría a los teó-
ricos ecologistas en rehenes de una virtud imaginaria. En realidad, la

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INTRODUCCIÓN: LA CRISIS IMAGINARIA

política verde no tiene por qué seguir identificándose con un ecologis-


mo fundacional que no posee monopolio alguno sobre su definición.
No existe ningún certificado de autenticidad para la política medio-
ambiental: es posible levantarse contra Arcadia.

NOTAS

1
Naturalmente, Al Gore, el político del establishment reconvertido en «gigante
verde» (cfr. The Economist, 24 marzo de 2007, p. 52; The Observer Magazine, 24 de ju-
nio de 2007).
2
Cfr. Rob Jackson, The Earth Remains Forever. Generations at a Crossroads, Aus-
tin, University of Texas Press, 2002, p. 132.
3
Cfr., respectivamente, Robyn Eckersley, Environmentalism and Political Theory,
Nueva York, State University of New York, 1992, p. 17; Jonathon Porritt, Seeing
Green. The Politics of Ecology Explained, Londres, Basil Blackwell, 1984, p. 116; y Ju-
lian Saurin, «Global Environmental Crisis as the “Disaster Triumphant”: The Private
Capture of Public Goods», Environmental Politics, vol. 10, núm. 4, invierno, 2001,
pp. 63-84, p. 65.
4
Bjorn Lomborg, The Skeptical Environmentalist, Cambridge, Cambridge Uni-
versity Press, 2001, pp. 1-51.
Copyright © 2008. Siglo XXI de España Editores, S.A.. All rights reserved.

5
Cfr. The Guardian, 15, 17 y 20 de agosto y 1 de septiembre de 2001.
6
La obsesión verde por el futuro se manifiesta a veces de forma grotesca, por
ejemplo, en la preocupación acerca del «futuro profundo» que tendrá lugar dentro de
cien mil años, y para el cual debemos asumir como objetivo «una supervivencia de cali-
dad» (cfr. Doug Cocks, Deep Futures. Our Prospects for Survival, Montreal, University
of New South Wales Press, 2003).
7
John Barry, «From environmental politics to the politics of the environment: the
pacification and normalization of the environment?», en Y. Levy y M. Wissenburg
(eds.), Liberal Democracy and Environmentalism. The End of Environmentalism?, Lon-
dres, Routledge, 2004, pp. 179-192; Ingolfur Blühdorn, «Post-ecologism and the poli-
tics of simulation», en Y. Levy y M. Wissenburg (eds.), ob. cit., pp. 35-47.
8
Ingolfur Blühdorn, Post-ecologist Politics: Social Theory and the Abdication of the
Ecologist Paradigm, Londres, Routledge, 2004, p. 14.
9
William Ophuls y Stephen Boyan Jr., Ecology and the Politics of Scarcity
Revisited. The Unraveling of the American Dream, Nueva York, W. H. Freeman and
Company, 1992, p. 11.
10
Lester Milbrath, Environmentalists. Vanguard for a New Society, Nueva York,
State University of New York Press, 1984, p. 7.
11
También desde bien pronto, la atribución de culpa a la cultura occidental dio lu-
gar a una particular forma de escapismo. Algunas voces del movimiento verde propo-
nen una refundación axiológica basada en culturas, como las orientales, presuntamen-

23
Arias, Maldonado, Manuel. Sueño y mentira del ecologismo: naturaleza, sociedad, democracia, Siglo XXI de
España Editores, S.A., 2008. ProQuest Ebook Central, http://ebookcentral.proquest.com/lib/tdeasp/detail.action?docID=3207200.
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SUEÑO Y MENTIRA DEL ECOLOGISMO

te más respetuosas con el medio natural (cfr. Lynn White, «The Historical Roots of
Our Ecological Crisis», Science, vol. 155, núm. 3767, pp. 1203-1207). Empeño dudo-
so, por no cumplirse la premisa mayor: un respeto hacia el medio que está en las filoso-
fías orientales, pero no en su historia.
12
Robert Goodin, Green Political Theory, Londres, Polity, 1992; Bryan Norton,
Toward Unity Among Environmentalists, Oxford, Oxford University Press, 1991.
13
Clément Rosset, La anti-naturaleza, Madrid, Taurus, 1974.
14
Cfr. Roland Barthes, Mitologías, Madrid, Siglo XXI, 2003.
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24
Arias, Maldonado, Manuel. Sueño y mentira del ecologismo: naturaleza, sociedad, democracia, Siglo XXI de
España Editores, S.A., 2008. ProQuest Ebook Central, http://ebookcentral.proquest.com/lib/tdeasp/detail.action?docID=3207200.
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