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Si bien la región del Bajío tiene presencia histórica desde hace algunos siglos dentro de
los estudios socioculturales en el país, en la presente comunicación expondré algunas
características culturales que determinarían una subregión de Guanajuato ubicada en
el noreste del estado. A partir de la revisión de estadísticas y descripciones coloniales y
de prácticas culturales registradas desde el siglo XIX hasta la fecha podré argumentar
la presencia de una zona cultural confluyente pero distinta a las que surgen de estudios
ecológico-geográficos, arqueológicos y económicos.
En este sentido, se revisarán las delimitaciones propuestas desde la arqueología
que propusieron la región mesoamericana, así como los estudios lingüísticos acerca
de la dispersión de las lenguas otomangue, para determinar a partir de una revisión
etnohistórica las características presentes en prácticas culturales como las velaciones y
el huapango arribeño. Así veremos como la colonización de la región, junto con pro-
cesos culturales en la época independiente determinan en la actualidad la postulación
de una subregión cultural en el noreste de Guanajuato.
Introducción
Fue en agosto de 2014 cuando se llevó a cabo la XXX Mesa Redonda de la Sociedad
Mexicana de Antropología en la ciudad de Santiago de Querétaro, Qro., la cual tuvo
como tema general “El Bajío y sus regiones vecinas. Acercamientos históricos y antro-
pológicos”. En ella la Dra. Phyllis Correa me invitó a dar una conferencia el segundo día
del evento, en el cual la jornada tenía como tema “Población, asentamientos, recursos
naturales y producción cultural”; aunque la investigación de recursos naturales no es
mi tema pensé que podría aportar algo. Sin embargo, el primer día del evento llegué
temprano a escuchar la jornada que llevó por título “El Bajío y su definición territo-
rial”, en la cual el ponente del área de etnología no confirmó su llegada minutos antes
de iniciar su charla, según me comentó el Dr. David Wright, co-organizador de las
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conferencias matutinas; entonces le comenté que yo llevaba imágenes que utilicé para
un artículo acerca de las subregiones dancísticas que había en Guanajuato y otras de
mis clases de Cultura mexicana, siglos XIX-XX, y que podría sin problema exponer
algo en este sentido. David habló con los demás organizadores y estuvieron de acuerdo,
una vez que el conferencista original avisó que no iba a participar definitivamente.
Producto de ambas exposiciones y de la amplia interlocución al final de las ex-
posiciones durante ambas jornadas, al igual que en los corredores de la sede, surge el
presente texto, panorámico y abigarrado, dado que había dejado la duda acerca de la
existencia de una región Bajío homogénea, a partir de retomar prácticas que suelen
ignorarse, como la danza y la música. Por ello, en esta ocasión abordaré distintos
enfoques disciplinares para mostrar la existencia de una subregión concreta, no sólo
desde las fuentes particulares de mi tema de investigación.
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por la gran vertiente del Río Lerma. Bajo esta perspectiva pocos argumentos
quedan para continuar usando la separación física y cultural de Kirchhoff,
no obstante, su propuesta metodológica ha sido fundamental para el trabajo
arqueológico y lo seguirá siendo mientras trabajemos áreas poco estudiadas
(Cárdenas 2004a: 5).
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con los límites septentrionales de los Estados tarasco y mexica” (1999: 20). El límite
septentrional primero:
Con lo anterior tenemos un límite norte-sur en el cauce del río Lerma, y uno
oriente-poniente entre el Valle del Mezquital y lo que actualmente se llama Bajío. Sin
embargo, Wright define para “los propósitos” de su estudio al Bajío como:
Es decir, usa una delimitación basada en la altura sobre el nivel del mar, referente
que volvió a sostener en la Mesa Redonda de la Sociedad Mexicana de Antropología,
argumentando además que estrechando más el parámetro en metros, quedaría fuera
Pénjamo como parte de la región, por lo cual decidió ampliar dicho parámetro. En
este sentido es importante que Pénjamo quede dentro de un Bajío antiguo pues ahí
se encuentra la zona arqueológica de Plazuelas. En aquella reunión expuse mis obje-
ciones a David Wright y a Efraín Cárdenas respectivamente: 1) a mover el parámetro
ecológico-geográfico para incluir una zona, pues se estaría usando de manera capri-
chosa según los parámetros ecológicos de altura sobre el nivel del mar, y 2) a llamar a
una tradición prehispánica “Bajío”, pues el concepto habría sido usado con asiduidad
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hasta el siglo XVIII, con lo cual se estaría nombrando una zona cultural con pará-
metros históricos fuera de la época concreta de la tradición arqueológica en cuestión.
Gracias al trabajo de David Wright, entre otros, hoy ya se tiene consenso en la co-
munidad de historiadores que hubo un proceso en que los conquistadores españoles
aprovecharon la zona de frontera otomí para colonizar “el Bajío” durante el siglo
XVI y primera mitad del XVII. Wright considera cuatro etapas de colonización de
los estados de Guanajuato y Querétaro:
Estos colonizadores serían los fundadores de una zona cultural a la que podría-
mos llamar del noreste de Guanajuato, de filiación otomí, junto con los pames pacíficos,
ambos de la familia lingüística otomangue. Tal familia es muy antigua en la zona, pues
hacia el siglo 5 000 aC ya existía el idioma protootomangue, del cual se desprenderían
el protojonaz, el protopame, el protootomí-mazahua y el protomatlatzinca-ocuilteco,
entonces “Tlapacoya, Tlatilco, Cuicuilco y Teotihuacán probablemente fueron sitios
de los antiguos otopames mesoamericanos, aunque esta última ciudad indudablemente
tuvo carácter multiétnico” (Wright 1999, 27-28), en una época donde se domesticó
el maíz y otros cultivos para la agricultura sedentaria. De estos grupos, los pames
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• Ocampo
• San Felipe
• San Diego de la Unión
• Guanajuato
• León
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• Silao
• Romita
• Irapuato
• San Francisco del Rincón
Zona suroeste (de las haciendas españolas y criollas relacionadas con la arriería
hacia el Lago de Chapala y Guadalajara. Aspectos culturales: danza del Torito y de
Aztecas, al parecer de reciente apropiación. No presentan rasgos indígenas, aunque
hay rastros coloniales de presencia afrodescendiente).
•
• Purísima del Rincón
• Manuel Doblado
• Pueblo Nuevo
• Pénjamo
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• Abasolo
• Huanímaro
Zona noreste (de las haciendas y congregaciones indígenas otopames con inter-
cambio hacia la Sierra Gorda y el semidesierto queretano. Aspectos culturales: ritos y
danzas de fuerte raigambre otopame, como la de Concheros y las variantes de danzas
Chichimecas. Hay una fuerte presencia indígena, aunque haya muy pocos hablantes
de lengua indígena).
• Valle de Santiago
• Jaral del Progreso
• Salvatierra
• Tarimoro
• Jerécuaro
• Coroneo
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• Yuriria
• Moroleón
• Uriangato
• Santiago Maravatío
• Salvatierra
• Acámbaro
• Tarandacuao
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dividen en tres parcialidades: la una que procede del Copuz viejo, que ahora
manda un Domingo, que fue su criado, y la otra Alonso Guando, el cual ha
días que ha sentado de paz en El Mezquital [llano de Celaya], y ha servido
y ayudado bien a los españoles contra los demás chichimecas (Santa María
2003: 206-207).
Ellos son dados muy poco o no nada a la religión, digo a la idolatría, porque
ningún género de ídolo se les ha hallado ni cú ni otro altar, ni modo alguno
de sacrificar ni sacrificio ni oración ni costumbre de ayuno ni sacarse sangre
de la lengua ni orejas, porque esto todo usaban todas las naciones de la Nueva
España. Lo más que dicen hacen, es algunas exclamaciones al cielo mirando
algunas estrellas, que se ha entendido, dicen lo hacen por ser librados de
los truenos y rayos, y cuando matan a un cautivo bailan a la redonda de
él, y aun mismo le hacen bailar, y los españoles han entendido que ésta es
manera de sacrificio, aunque a mi parecer, más es modo de crueldad (Santa
María 2003: 208).
Hasta aquí no se registran ritos a los cerros, al maíz o a los antepasados, que serán
observados en otomíes décadas más tarde. Tienen bailes distintos, pero comparten
juegos con los demás pueblos de la zona:
Sus pasatiempos son juegos, bailes y borracheras. De los juegos el más común
es el de pelota, que acá llaman batey, que es una pelota tamaña como las del
viento, sino que es pesada y hecha de una resina de árbol muy correosa, que
parece nervio y salta mucho; juegan con las caderas y arrastrando las nalgas
por el suelo, hasta que vence el uno al otro. También tienen otros juegos de
frisoles y cañillas, que todos son sabidos entre los indios de estas partes, y
el precio que juegan en flechas y algunas veces en cueros. También tienen
otro pasatiempo de tirar al terrero y en ello meten a las mujeres que tiren
con sus arcos a una hoja de tuna, la cual tiene por de dentro llena de zumo
colorado de tunas, y esto hacen cuando quieren ir a alguna guerra y en ello
ponen sus agüeros. Sus bailes son harto diferentes de todos los demás que
acá se usan. Hácenlos de noche al rededor del fuego, encadenados por los
brazos unos con otros, con saltos y voces, que a los que los han visto parecen
desordenados, aunque ellos con algún concierto lo deben hacer. No tienen
son ninguno, y en medio de este baile meten al cautivo que quieren matar,
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y como van entrando va cada uno dándole una flecha, hasta el tiempo que
el que se le antoja se la toma y le tira con ella (Santa María 2003: 210).
Así, éstas son las referencias culturales de los pobladores de lengua otopame y
yutonahua, en la amplia región chichimeca del centro-norte de México.
Xichú tenía 585 tributarios (Lara 2007: 141, 143). Wright afirma: “Él había tenido un
papel clave en la incorporación de los otomíes de Querétaro al sistema novohispano.
Sánchez de Alanís afirmó que había conocido a Conni desde antes de su bautizo,
cuando este vivía en San Miguel. Ciudad Real describió el pueblo de Xichú en 1586.
Tenía un convento de adobe, casas de adobe con techo de viguería y terrado, así como
un presidio con cuatro soldados” (Wright 1999: 46-47).
Tales presidios fueron erigidos al final de la administración del virrey Martín
Enríquez, uno en el portezuelo del Jofre, “donde podría proteger los dos principales
caminos que iban a Guanajuato y a Zacatecas”; otro fue ubicado en las minas de Palmar
de Vega entre 1575 y 1582,7 y uno más “en el poblado indio de Xichú antes de 1586”
(Powell 1977: 152). A decir de su gobernador en 1597, Pedro Vizcaíno,8 Fray Juan de
San Miguel fundó Xichú, “llegó al asiento donde agora es la Villa de San Miguel y
allí tomó posesión y hizo una iglesia de xacal y en señal de posesión vino a este pueblo
de Cichú y tomó posesión de él y después de este pueblo de Cichú se volvió a San
Miguel” (Carrillo 1996: 401).
A su vez, la primera alcaldía constituida en la zona, hacia 1590 aproximadamente,
residió primero en Xichú (hoy Victoria) y después pasó a San Luis de la Paz (Lara
2007: 142; Guevara 2001: 82). Para el siglo XVII se cuenta ya con diversos padrones
del Obispado de Michoacán, al cual perteneció durante décadas parte del noreste de
Guanajuato, terminando precisamente en Xichú (Romero 1862: 4). De tales padrones,
son de interés dos, Pozos del Palmar de Vega y San Luis de la Paz. De ellos, Pozos
del Palmar era un curato secular y San Luis de la Paz fue la única misión jesuita
del obispado, entre 1680 y 1685. En cuanto a la composición de la población, en El
Palmar sólo se cuantificaron 45 españoles de 526 pobladores, mientras San Luis de
la Paz contaba con 124 españoles de 961 habitantes, sin definir en ambos casos castas
ni indios (Carrillo 1996: 12-23). A este lugar se le conoce como El Palmar de Vega,
Real de los Pozos, o minas de San Pedro del Palmar de Vega.9 En 1619 el beneficiario
de las minas fue Dionisio Raso Sotomayor, “natural de estos reinos [donde vivían] 8
vecinos españoles y 60 indios de cuadrilla, y 4 o 6 negros esclavos” (Carrillo 1996: 480).
Para 1631 tendría 160 personas de confesión. Y en 1649 cuenta con: “siete vecinos
españoles, tiene quatro haciendas de sacar plata, dos de ganado mayor y una de ca-
bras; no se coge semilla ninguna; ay en estas haciendas noventa personas de servicio,
indios mexicanos, negros y mulatos, los más casados” (Carrillo 1996: 480). Resulta
significativo que ya no se hable de chichimecas u otomíes y sí de indios mexicanos
(¿nahuas?) y negros y mulatos.
Del mismo modo, Carrillo registra que en San Luis de la Paz el curato fue
atendido por jesuitas desde 1589. Se llamó de la Paz en memoria de la pacificación en
la frontera con los chichimecas. A su vez, Powell menciona que los primeros jesuitas
llegaron en 1594, “acompañados por cuatro jóvenes mexicas y otomíes, indios prote-
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sesenta indios de otras naciones con tres o quatro haciendas” (Carrillo 1996: 484-485).
Evidentemente no se acabaron todos los indios chichimecos, ni sus prácticas. Refe-
rencias de ellas las hicieron los propios misioneros.
Fray Juan González Cordero, franciscano, hizo un recuento de sus experiencias por
diversos poblados del actual noreste del estado. En 1640 tuvo aviso que “en un pradito
[del pueblo de Xichú] tenian los antiguos enterrado un hídolo labrado de piedra verde,
con las orejas mui largas, pies y manos de gato, en cuio lugar muchos de los indios
viejos que alli abía hasían algunas seremonias y cuidaban de barrer d[ic]ho lugar”
(Cabranes 2015: 188).
El fraile mandó talar el prado y cavar en él, pero no pudo dar con el ídolo, por lo
que puso “basuras y otras cosas inmundas” (2015: 188). Más de un siglo después, dentro
de una causa seguida a una rebelión en San Juan Bautista Xichú, aparece Francisco
Andrés, acusado de hechicero, y llamado el “Cristo viejo”, de quien se afirmó “decía
missa, se fingía Propheta ó Santo, se bañaba a menudo, y el agua daba á beber por
reliquia á las Yndias, y que las comulgaba con tortillas” (Lara 2007: 169).
Hay otras descripciones de estos grupos, pero fuera de la región de interés, del otro
extremo de la Sierra Gorda. Sólo se describirán ciertas prácticas registradas entre los
pames, ubicados en esta región en Xiliapa y luego en Pacula. Adoraban antiguamente
Usan también de sus bailes que en Castilla llaman mitotes, y las casas en
donde bailan las llaman Cahiz manchi que en nuestro idioma quiere decir
“casa doncella”. Este baile lo usan cuando siembran, cuando está la milpa en
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elote y cuando cogen el maíz, que llaman monsegui, que quiere decir milpa
doncella, y se hace este mitote a son de tamborcillo redondo y muchos pitos,
y con mucha pausa comienzan a tocar unos sones tristes y melancólicos; en
medio se sienta el hechicero o cajoo con un tamborcillo a las manos, y ha-
ciendo mil visajes, clava la vista en los circunstantes, y con mucho espacio se
va parando y después de danzar muchas horas se sienta en un banquillo, y
con una espina se pica la pantorrilla, y con aquella sangre que le sale rocía la
milpa a modo de bendición. Y antes de esta ceremonia, ninguno se arriesga
a coger un elote de las milpas: decían que estaban doncellas. Después de esta
ceremonia le pagaban al embustero cajoo o hechicero, y comenzaban a comer
elotes todos: después mucha embriaguez, a que son todos muy inclinados. Sus
vasos se componen de agua, yerba y panocha o piloncillo: llaman los Pames
quija, los de razón Charape (Lara 2007: 78; Gallardo 2011: 37).
una cara perfecta de mujer fabricada de tecale, que tenían en lo más alto
de una encumbrada sierra, en una casa como adoratorio o capilla, a la que
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se subía por una escalera de piedra labrada, por cuyos lados y en el plan de
arriba, había algunos sepulcros de indios principales de aquella nación pame
que antes de morir habían pedido los enterrasen en aquel sitio. El nombre que
daban al referido ídolo en su lengua nativa era el de Cahum, esto es, madre
del sol, que veneraban por su Dios. Cuidaba de él un indio viejo que hacía el
oficio de ministro del demonio, y a él ocurrían para que pidiese a la madre
del sol remedio para las necesidades en que se hallaban, ya de agua para sus
siembras o de salud en sus enfermedades, como también para salir bien en
sus viajes, guerras que se les ofrecían y conseguir mujer para casarse, que
para obtenerla se presentaban delante de dicho viejo con un pliego de papel
blanco, por no saber leer ni escribir, el cual servía como de representación,
y luego que lo recibía el fingido sacerdote se tenían ya por casados. De estos
papeles se hallaron chiquihuites o canastos llenos, juntos con muchísimos
idolillos que se dieron al fuego, menos el citado ídolo principal. A éste lo
tenía el mencionado viejo (que cuidaba de él) con mucha veneración y aseo,
y tan tapado y oculto que a muy pocos enseñaba o dejaba ver, y sólo lo hacía
a los bárbaros que venían como en romería de largas distancias a tributarle
sus votos y obsequios y pedirle remedio para sus necesidades (Gallardo 2011:
86; Lara 2007: 126-127).
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Tabla I. Distribución racial en la jurisdicción de San Luis de la Paz (1748). Elaboración propia.
Fuente: Villaseñor (1992) Theatro americano, pp. 321-322.
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Para el año de la expulsión de los jesuitas de San Luis de la Paz, en 1767, el casco
de la comunidad estaba habitada por cuatro o cinco familias de españoles “sólo los
suficientes para formar una compañía de milicias de infantería; un poco más de 4,000
indios evangelizados y unos 500 pames chichimecas, semisalvajes, poco catolizados,
que vivían a extramuros del pueblo, a media legua, en su misión nombrada Nuestra
Señora de Guadalupe”. A la madrugada del 26 de junio de ese año, debían salir los
jesuitas de su misión, sin embargo el pueblo se amotinó, y los “aguerridos chichi-
mecas bajaron de su misión y con piedras, hondas y otras armas cercaron el colegio,
rompieron sus puertas, entraron, buscaron a los frailes, los encontraron y se pusieron
felices, pero decidieron matar o expulsar a los intrusos”, por lo que los comisionados
virreinales huyeron hacia la hacienda de Trancas, jurisdicción de Dolores Hidalgo
(Rionda Arreguín 1996: 451-458).
El 7 de julio se organizaron los indios de nuevo para no dejar salir a los jesuitas,
demostrando así el aprecio que tenían los indígenas hacia ellos. Finalmente, el 10
de julio los comisionados juntaron a personas vecinas del Real de San Pedro de los
Pozos, de la hacienda del Salitre, de San Juan Bautista de Xichú, de las haciendas de
Rincón de Ortega y Xofre, del mineral de San Antón de las Minas, y de las haciendas
de trasquila de Ochoa, San Isidro y San Sebastián. Armados, mataron a algunos indí-
genas, después de que éstos se habían dedicado a la rapiña; y así sacaron a los padres
para llevarles a San Diego, y de ahí, a su expulsión definitiva (Rionda Arreguín 1996:
459-461). En tanto, el 20 de julio fueron ejecutados cuatro reos acusados de causar los
tumultos, fueron decapitados y sus cabezas fueron expuestas en las bocacalles de las
esquinas de la plaza de San Luis de la Paz (Rionda Arreguín 1996: 477-483), excesos
que sólo pueden corresponder a un “mal gobierno”, a ojos de los indígenas.
Años después, en 1795, se informa que en San Luis de la Paz tienen “algunos
Pamies, que son como los otomíes de por allá [y] es mucha la dificultad del idioma,
porque en treinta vecinos suele haber cuatro o cinco lenguas distintas”. Desafortuna-
damente, no se especifican tales lenguas mas que la guaxabana. Además se informa
que les enseñan canto (Romero 1862: 235-236). En 1803, el Consulado de Veracruz
solicitó información estadística de las provincias de la Nueva España, donde San Luis
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de la Paz estuvo integrada por sus agregados Targea, Sichú, Tierrablanca Casas Vie-
jas y Pozos, teniendo una población total de 30,759 habitantes (Florescano 1976: 34).
Para 1862, ya en la época independiente, se tienen los datos del Obispado de
Michoacán, donde aparece la descripción de algunos poblados que corresponden a
la Sierra Gorda. En la introducción general señala a San Luis de la Paz como una de
las diez ciudades del obispado (Romero 1862: 6). Uno de los cinco departamentos del
estado es el de Sierra Gorda, formado por las municipalidades de San Luis de la Paz,
Casas Viejas y Xichú. La población del casco de la municipalidad de San Luis de la
Paz asciende a 7,600 habitantes. Las haciendas más importantes son la de San Isidro y
la del Jofre. Por su parte, la población de Pozos o Palmar de Vega está integrada por
“indios otomites en su mayor parte: hay algunos pames, y poca gente de raza española”.
Las haciendas que le asigna son la de Santa Ana, los Lobos y San Cayetano. Además,
José Guadalupe Romero da información de otros poblados que “no pertenecen al
obispado de Michoacán, sino al arzobispado” (1862: 151-237). De Xichú el Grande (el
mineral) y Atargea no menciona el número de habitantes ni la conformación étnica;
en cambio, de Xichú de Indios (San Juan Bautista) afirma que “nueve décimas partes
son indios, e el resto de raza mista. El idioma de estos indios es el otomí: algunos que
se avecindaron en la misión de Arnedo hablan el Pame [la cual] estuvo al cargo de
los religiosos de la Cruz de Querétaro hasta el año de 1860 en que fue secularizada”
(Romero 1862: 238-239).
También informa de un pueblo llamado Sieneguilla, fundado a principios del
siglo XVII. A continuación describe la municipalidad de Casas Viejas, a la cual ya se
le había cambiado el nombre por el de San José Iturbide, “en terrenos de la hacienda
del Capulín que perteneció al mayorazgo de Guerrero Villaseca”; las otras haciendas
citadas son San Diego, San Gerónimo y Charcas –hoy, Dr. Mora–. Menciona que
al hacer las excavaciones para la construcción de la iglesia “se encontraron grandes
subterráneos con cadáveres, ídolos, utensilios domésticos y armas de guerra de los
antiguos Chichimecas”, también se comenta que “Casas Viejas fué completamente
arruinada durante la guerra de independencia” (Romero 1862: 239). “La población
del casco es de tres mil seiscientos vecinos, la del curato de diez y ocho mil, y la del
municipio, junta con la de los pueblos de Tierra Blanca, Santa Catarina y otros que
se le agregaron asciende a treinta y dos mil quinientos habitantes” (1862: 240).
Para tener una idea clara de los habitantes de la zona, la Tabla III muestra las
cifras de la población total.
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Tabla III. Número de habitantes en la jurisdicción de San Luis de la Paz (1862). Elaboración
propia. Fuente: Romero (1862) Noticias para formar la historia y la estadística del obispado de
Michoacán, pp. 237-240.
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José Guadalupe Romero escribió dos comentarios a partir de los cuales se harán las
reflexiones finales del presente apartado. Ambos hablan de la propiedad de la tierra:
“En este pueblo [Xichú de Indios] y en los otros de la Sierra la propiedad raíz se en-
cuentra muy concentrada. Por uno ó dos propietarios hay miles que son arrendatarios
ó jornaleros miserables. A esta causa se atribuyen las continuas sublevaciones de estos
pueblos” (Romero 1862: 238).
Son varias las sublevaciones registradas en la zona que no refieren ya a la pro-
tección de la frontera frente a los chichimecas, sino a injusticias relacionadas con la
posesión de la tierra o el ataque a la religión. Ya referimos los tumultos propiciados
a raíz de la expulsión jesuítica, quienes protegían a los indios del gobierno y los ha-
cendados. Pero revisemos los orígenes de uno de los conflictos más importantes del
XIX, anterior a la fecha en que Romero escribió su comentario. Mientras se daba la
intervención militar de Estados Unidos en México, entre 1846 y 1848, los vecinos de
Xichú de Indios se quejaron de “extorsiones, tortuosidades de justicia, penas para
forzosa enajenación de terrenos” por parte del alcalde José María Ramírez, nativo del
lugar. Aparentemente el alcalde había perdido las elecciones en 1846, pero se anuló
la votación y siguió en su puesto, causando grave descontento. Para 1848 el general
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A las prácticas alevosas por parte de los propietarios, concebidas hoy como lugar
común de la época porfiriana, se contraponen los argumentos del estado de naturaleza
en que viven los indios, como si se tratara de una descripción del siglo XVI. Otra carta
del mismo año refiere cómo el síndico queretano José González Cossío “adquirió”
de Mariano Noriega de la hacienda de Charcas (hoy Dr. Mora) tierras de propiedad
indígena, una vez que las autoridades extraviaron los documentos que probaban que
eran propiedad de ellos:
Las mohoneras de Charcas que por cerca de dos siglos habían distado cuatro
leguas de Xichú, se colocaron en las orillas de las casas del pueblo, y decidido
Cossío a sostener, lo que él llamaba posesión judicial, armó a veinte o más
guardabosques, que colocados al frente del pueblo no permitiesen a los indios
dar un paso en los terrenos de su nueva adquisición. Por su parte los indígenas
que nada de legal veían en cuanto había pasado, aspiraban a seguir haciendo
uso de sus casas, siembras, magueyales, que tenían en el terreno de que se
les despojó, y de aquí resultaron choques continuos, heridos y homicidios
y siempre eran vencidos los indígenas de Xichú (…) sin duda fermentando
ya entre ellos las ideas de venganza y la de hacerse por su mano justicia que
no habían podido alcanzar por otros medios (Pérez 1988: 198).
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Con ello, las comunidades tenían que demostrar su antigüedad, número e infraes-
tructura material para ser tomados por pueblos, si es que tenían el interés de poseer
la tierra donde vivían. Al pasar a ser un pueblo, se les daba un cierto número de varas
de terreno útil, así como “garantizar entradas, salidas, pastos, aguajes, abrevaderos,
tierras de repartimiento y ejido para el tributo real”, y si contaban con capilla, se debía
designar un “vicario de pie fijo. En pocas palabras, acceder a la petición implicaba
“formalizar República” (Ruiz 2004: 201). Por ello es que los datos de población que
informaban las autoridades no muestran la realidad de los asentamientos y, definiti-
vamente, promovió el descontento entre los indígenas que se veían impedidos de tener
bienes inmuebles, a favor de la consolidación de grandes latifundios, como lo era el
mayorazgo Guerrero Villaseca. Además se continuaba con el prejuicio sobre el indio,
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como lo ejemplifica el caso de Cruz del Palmar en 1796, donde el cura beneficiado de
San Miguel informó que
El representante de los indios de Cruz del Palmar negó los argumentos del cura,
y el fiscal protector de indios afirmó que:
los indios han padecido graves inconvenientes y latrocinios cada que van a la
cabecera parroquial, además de que antaño habían sido sujetos a servidum-
bre obligada, por parte de mineros y hacendados, para el trabajo en minas,
y padecido “(…) exceso muy repetido de encerrarlos en las tiapisqueras ó
cárceles que tenían formadas a imitación de trojes, para el efecto de cargarlos
de prisiones, ponerlos en el cepo y castigarlos con la pena de azotes, medida
a la voluntad de los mismo hacendados (Ruiz 2004: 202).
En fin, ambas justificaciones formaban parte de una lucha discursiva por la te-
nencia de la tierra, desde la llegada de indios sedentarios al noreste de Guanajuato; la
cual se llevaría al campo de las armas a lo largo de la historia. Aún hoy es difícil para
los historiadores sumar todas “las haciendas, estancias, sitios y caballerías de tierra que
Agustín Guerrero tenía y poseía en Las Chichimecas, con todos los ganados mayores y
menores, casas, corrales y demás caballerías de tierra, estancias, labores, minas y partes
de minas que tenía en términos de Guanajuato” según dicta un testamento de sucesión,
además de las propiedades en las regiones de Pachuca, Pánuco, Toluca, Ixmiquilpan,
Alvarado, Zacatecas y ciudad de México (Ruiz 2004: 177-178).
Esta misma lucha se presentó en las haciendas de Charcas, El Capulín, El Salitre
y Palmillas. También el hacendado Juan Frías se negó a que los dominicos fundaran
una “en el rancho de Cieneguilla, Guanajuato”, y se quejó de que las misiones de San
Miguel de Palmas y Santa Rosa de las minas de Xichú se encontraban en sus propie-
dades, a lo que un misionero argumentó en su contra: “no se hartan de ser dueños de
haciendas”. Sucedía lo mismo con las haciendas de Ortega y Manzanares, apropiándose
de tierras de la Misión de Chichimecas (Uzeta 2004a: 70-71).
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Alejandro Martínez de la Rosa
A lo anterior se suman otros antecedentes armados en regiones más extensas, como las
sublevaciones comuneras en Querétaro y Guanajuato al grito de Religión y Fueros, en
contra de las reformas liberales de 1833, emitidas por Valentín Gómez Farías y elabo-
radas por José María Luis Mora, las cuales llegaron a prohibir expresiones religiosas
populares como las procesiones y las danzas. Estos “religioneros” estarán activos en
1868 en la Sierra Gorda queretana, y tiempo después, en 1875, se volverán a levantar en
armas principalmente en Michoacán, Guanajuato y Jalisco, para que al año siguiente
se unan a las fuerzas de Porfirio Díaz bajo el Plan de Tuxtepec, al grito de ¡Viva la
religión! Otra facción tendrá su origen en las guerrillas juaristas durante la guerra de
Reforma y formarán parte de las fuerzas antiimperialistas contra Maximiliano, y que,
al igual que el grupo religionero, se unirán años después a los porfiristas, para crear en
1877 la organización Fuerzas Defensoras de la Soberanía o Los Pueblos Bandera. Aunque
contradictorios, ambos grupos armados se unirán a partir de 1876 para defender las
tierras comunales, creándose la organización Los Pueblos Unidos (Urbina 2013: 5-6).12A
decir de Urbina, la unidad de tales grupos se originó por
Como vemos, hay una relación directa con las viejas demandas de formar pue-
blos y detener el despojo de tierras desde hacía por lo menos dos siglos. En enero de
1876 se reunieron un grupo de representantes indígenas en la capilla o “calvarito”
de la Santísima Cruz, bajo el resguardo de la familia Patlán, ubicado en el volcán de
Palo Huérfano,13 contiguo a San Miguel de Allende y al Puerto de los Bárbaros o de
Calderón, siendo éste último otro de los puntos más importantes de peregrinación
y danza en la actualidad. Se reunieron representantes indígenas de los alrededores
de las ciudades de Guanajuato y San Miguel de Allende al mando militar de Pablo
Mandujano, nativo de San Miguel Octopan, municipio de Celaya, Guanajuato, quien
fue miembro de una capitanía de danzas y de las fuerzas liberales desde 1856, así como
Esteban Martínez Coronado, arrimado del Mineral de Marfil. Ambos formaban parte
de las Fuerzas Defensoras de la Soberanía (Urbina 2013: 6).
Allí plantearon la expulsión de los “españoles” por el despojo de tierras ya que
éstas les pertenecían a “esta República por ser de los Chichimecas y no de otros”,
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donde se observan las reivindicaciones de viejo cuño; aunque puedan sonar fuera de
contexto, en realidad, la supuesta independencia del país no mejoró su situación, pues
le solicitaron al presidente Lerdo de Tejada, como en la época colonial, les “pusiera
en poseción de sus pueblos y terrenos que se han adjudicado los españoles” (Urbina
2013: 6-7).
Con ello queremos marcar una línea de continuidad histórica pero también una
relación profunda entre las luchas agrarias y la tradición otopame, formada a partir
de la diversidad pluriétnica de la zona, donde se mezclan prácticas prehispánicas con
la tradición católica popular. En este sentido, la lucha política esta enmarcada en los
lazos comunitarios indígenas del pasado, como lo muestra que Seferino Ramírez
invitara al capitán de danza de Guanajuato, Trinidad Ramírez:
podemos ¿contar con Ud. en compañía de todos los Sres. Capitanes que
fueren de su mayor agrado y de mayor confianza a Ud.? Puede contestar
lo siguiente si? Ó no?; como primer Estandarte de la Corte Principal de
Guanajuato, si se presta boluntariamente para defender nuestra Patria
nuestro derecho que nos conbiene por la soberana Reina de los Ángeles
María Santísima de Guadalupe de América (…) como responsable á todos
Ud. podrá conquistar á los de mayor secreto que Ud. confíe y como primer
Capitán Ud. sabrá quiénes son de su confianza y cuáles no? (Urbina 2013: 8).
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general” y al capitán Donaciano Patlán. Sin embargo, fueron sorprendidos al día si-
guiente y fueron apresados en San Miguel de Allende. Con ello, la inconformidad se
dirigiría más a una lucha de índole social-anarquista en los años posteriores, dadas las
relaciones que harían con miembros del primer partido comunista, de la Ciudad de
México. Tal confederación se movería más al sureste, hacia Querétaro, sin embargo,
la Sierra Gorda fue el refugio de los derrotados, para sumarse después a las fuerzas de
Miguel Negrete, donde se desarrolló el Plan Socialista de Sierra Gorda en 1879 (Blan-
co 1998: 93). Aquí detendré esta revisión, no sin antes citar los elementos culturales
alrededor de la lucha armada de abril de 1877, cuando el capitán general, Florencio
Sánchez, y el capitán de la Hermandad del Barrio del Espíritu Santo y del Señor de
la Piedad de Santiago de Querétaro, Damasio González, solicitan al presidente Díaz:
suplicamos ante Ansia de que conseda una superior orden y para defensa
de nuestro lugar de nuestro naturales Endefensa de nosotros suplicamos
oir nuestro pedimento que pedimos de las obligaciones que tenemos de
costumbre En la Cuyda de santiago de queretaro y como también En la
provincia de Jilotepeque Emos Renobado Los monumento antigua En la
provincia de Jilotepeque Emos echo las obligaciones pues decimos conberda
emos defendido la bandera del C. Presidente Dn Porfirio días y por el mismo
tanto señor conseda la superior orden y para defensa de nuestro naturales
y nos sirva de Resguardo que nayde nos atropelle de nuestra conquista de
nuestro lugar (Santamaría 2014: 89).
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tras la conquista de almas y tierras
En 1910 San Luis de la Paz contaba con 6,765 habitantes que, comparados con los
7,600 de 1862, indica un nulo crecimiento poblacional durante el Porfiriato, ocasionado
por la influenza (Blanco 1998: 46; Uzeta 2004a: 85-87). Jorge Uzeta ha investigado
tres localidades en el noreste de Guanajuato. Para el caso de San Luis de la Paz,
específicamente Misión de Chichimecas, expone que para 1900 “la propiedad indí-
gena se había restringido al disperso caserío en el que aún habitan”, por las mismas
causas que expusimos arriba, y pondera la relevancia de los símbolos y emblemas de
identidad inmersos en el sistema ritual de “las danzas, las ofrendas, los santitos y las
mayordomías”, aunado a una concepción sagrada del territorio donde montes y fuentes
de agua son el escenario para las numerosas ceremonias fuera de la iglesia dentro de
un calendario católico sui generis (Uzeta 2004b: 208), que quiso ser erradicado por los
liberales del siglo XIX (Blanco 1998: 94-95).
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Alejandro Martínez de la Rosa
Caso aparte al de la Misión es el del mineral de San Pedro de los Pozos –llamado
significativamente Ciudad Porfirio Díaz, hasta la revolución de 1910–, a donde llegaba
el ferrocarril. Fue en las minas donde laboraron los chichimecas, no en las haciendas
de beneficio. Durante el Porfiriato también los caciques chichimecas presentaron un
juicio para recuperar los títulos de propiedad de sus terrenos contra el dueño de la
Hacienda de Ortega. Otras haciendas, que corresponden a los antiguos terrenos de la
misión jesuita, como Manzanares y Santa Ana, también enajenaron terrenos indígenas
(Uzeta 2004b: 213).
En 1922 volvieron a solicitar al gobernador del estado la restitución de tierras
para formar un ejido, usando el nombre original de San Luis Xilotepec, argumentando
que desde 1552 ya vivían allí sus ancestros. Por el contrario, los hacendados usan los
mismos argumentos de sus pares coloniales en cuanto al indio flojo y ladrón. En ese
entonces la misión contaba con 408 habitantes agrupados en 150 familias. Finalmente
no se llevó a cabo la restitución sino una dotación de tierras a la “tribu chichimeca”
en 1928. Más tarde, en 1936, les sería concedida una ampliación firmada por Lázaro
Cárdenas; sin embargo, hoy, con más de tres mil habitantes, la Misión de Chichimecas
se ha vuelto una colonia suburbana de San Luis de la Paz, con todo los problemas que
ello acarrea (Uzeta 2004b: 215-220, 235).
Entre sus rasgos culturales importantes es que se autodenominan ézar (indios),
mientras que a la misión le llaman rancho Uzá (rancho indígena), utilizando el tér-
mino chichimeca sólo cuando hablan con mestizos o personas ajenas a la comunidad.
Sus fuentes de ingreso son el trabajo informal como peones, albañiles, recolectores
agrícolas y trabajo doméstico. No se vislumbran prácticas culturales anteriores a su
pacificación más allá de la lengua, ya que se trata de manifestaciones influidas por
nahuas y otomíes (Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas 2010:
8-9). Participan activamente con procesiones en la fiesta grande de San Luis de la Paz
el 25 de agosto, que venera a San Luis de Francia. Este día se hacen velaciones para
después armar una estructura a manera de ofrenda conocido como chimal (crucero
o súchil en otras poblaciones), decorado con cucharilla y flores, a la cual suelen asir
diversos alimentos. También otra fiesta importante es la de San Juan, el 24 de junio.
Las danzas pueden dividirse en dos tipos, una de índole más antiguo (probable-
mente de los primeros años del siglo XIX) que conserva la vestimenta del indio cate-
quizado, con camisón adornado con grecas en la punta inferior y una cinta alrededor
de la cabeza, a manera de corona, con unas plumas en la parte trasera que sobresalen
sobre la coronilla. El grupo que vimos danzar era conformado por niñas de entre 7 y
15 años aproximadamente, quienes llevan sonajas y bailan en dos filas. El otro tipo de
danza está formado por jóvenes y adultos quienes se visten a la manera “chichimeca”,
con pieles de animal, pintados de la cara y el uso de huesos y símbolos animales a
manera de collares, pulseras y otros adornos, siempre teniendo el pecho y las piernas
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desnudos (vestimenta adoptada durante la segunda mitad del siglo XX). Bailan en
círculo, pero distinto a las danzas concheras o aztecas. Este grupo ha salido a danzar a
eventos de reivindicación indígena y de la Comisión Nacional para el Desarrollo de los
Pueblos Indígenas (CDI), puntualizando que se trata de una reinvención de las danzas
chichimecas prehispánicas, con el asesoramiento del arqueólogo Agustín Pimentel
Díaz, y demás miembros del grupo musical Tribu. Cabe mencionar la organización
del Encuentro de la Toltequidad en Mineral de Pozos que suele durar tres días, donde
se presentan danzas y grupos New Age, entre otros conjuntos de géneros musicales
invitados. También en noviembre se lleva a cabo un inmenso desfile de danzas en
San Luis de la Paz, de la central de Autobuses a la Plaza Principal, donde, además de
algunos grupos de danza tradicional invitados, la mayor parte de las danzas son de
escuelas y grupos folklóricos.
Agustín Pimentel y Alejandro Méndez grabaron ejemplos de jarabes y minuetes
en 1981. La dotación instrumental fue violines, tambora y redoblante, principalmente,
aunque también se incluyen en algunos ejemplos guitarra y guitarrón. Esta música tiene
relación con la que se interpreta en el semidesierto queretano, como en San Miguel
Tolimán, mostrando una relación cultural otopame. Otro género musical relacionado
con la Sierra Gorda es la valona o decimal para la topada de dos grupos musicales, este
género llamado huapango arribeño, con alguna relación con la Huasteca, se diferencia
de la música abajeña anterior con tambora. De los músicos grabados en aquella oca-
sión, aún don Trinidad García está en espera de un sucesor que aprenda en el violín
el repertorio antiguo de música de golpe (CDI 2010: 16-40).
Jorge Uzeta realizó otra investigación centrada en Tierra Blanca y sus alrede-
dores, en ella registra el lazo ritual que existe entre esta subregión y el semidesierto
queretano, a través de las peregrinaciones al Pinal del Zamorano y sus mayordomías.
A partir de cruces en los cerros, y capillas y calvarios en los caminos, pueblos y casas,
se da un sentido ritual al territorio, donde se vela a las cruces y a nichos de santos con
sahumadores y se realizan los súchiles, las rosetas y los bastones, estructuras pequeñas
de madera a las cuales se adorna con cucharilla y flores (Uzeta 2004a: 151-255). Evi-
dentemente hay relación con los ritos que se llevan a cabo en San Miguel de Allende
(Correa 2004: 143-153), Comonfort y Dolores Hidalgo, y que en el pasado también se
realizaban en los pueblos a la vera del Río Laja (Cervantes 2004: 127-140).
Una tradición musical que se conserva aún en el municipio de Tierra Blanca y
Dr. Mora (antes Charcas), es el conjunto de tunditos, el cual está conformado con dos
integrantes que tocan cada quien una flauta de carrizo de tres obturaciones en una
mano con la cual también cargan un tamborcillo pequeño bimembranófono el cual
se percute con un macillo largo y delgado que llevan en la otra. Tienen un repertorio
extenso de piezas religiosas para las imágenes y alabanzas, además de música popular
como canciones y huapangos, destacando las Mañanitas. Del trabajo de campo que
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tras la conquista de almas y tierras
Para cerrar este artículo, antes de las reflexiones finales, sólo abordaré la impor-
tancia de tres prácticas culturales importantes desde el punto de vista de los etnomu-
sicólogos del país (Flores 2002: 117-120). La primera es el canto de alabanzas al uso
viejo, a varias voces y con líneas melódicas no paralelas, que evidencian cierta tradición
colonial de canto, las cuales se basan en libretas antiguas que proceden de alabanceros
escritos, como el que se publica en el Santuario de Atotonilco (Alabanzas 2009). De
éstas no existe aún alguna investigación seria al alcance del público. El segundo es la
danza de concheros, que, a pesar de su importancia, aún es poco conocida su parte
fundamental, que es la velación. Si bien existen variantes del ritual en la amplia región
otopame, el punto central es la comunicación con las ánimas, lo cual evidencia una
presencia muy antigua, y que a mediados del siglo XX se dispersará hacia la ciudad
de México en su versión de danza Azteca, como lo afirmó en su momento Gabriel
Moedano (1972, 1988). En este caso, es una pena que en el disco de la Fonoteca del
INAH, en homenaje a Moedano (+), no se encuentre un documento escrito desde la
óptica de la región que nos ocupa, sino textos desde las variantes del altiplano central
(Buenas noches 2012). El único documento que existe de esta tradición regional, además
de los de Moedano, lo publicó la Universidad de Guanajuato hace apenas tres años
(Vargas 2013), junto a los abordajes del arduo recopilador Juan Diego Razo Oliva (+)
y las tesis de licenciatura (Razo 2013: 102-110; Santamaría 2014).
Por último, es indispensable hablar de la tradición musical mestiza más impor-
tante del noreste, que le ha dado vigencia a Xichú y a toda la región de la Sierra Gorda,
compartida con Querétaro y San Luis Potosí. El huapango arribeño es una tradición
serrana, aunque existen músicos y trovadores en Victoria, por ejemplo. Siendo difícil
buscar un origen, varios huapangueros coinciden que los músicos buenos venían de
San Ciro a principios del siglo XX, por ello se asume que la tradición provino de Río
Verde a la Sierra Gorda. En breves palabras, la versería se ofrece en dos contextos,
hacia lo humano y hacia lo divino. En el ámbito religioso se cantan versos dedicados
a historias de santos, o a pasajes de la Biblia; en el ámbito de la huapangueada se
versa sobre diversos temas de interés, destacando que se enfrentan dos agrupaciones
musicales, cada uno con su trovador. Se sube cada grupo a una estructura de madera
donde se sientan frente a frente, llamada tarango, para que en medio esté la concu-
rrencia bailando y escuchando. Esta práctica se da en pocos lugares del mundo hispano
donde la improvisación en décima se da dentro de una fiesta tradicional y no en un
escenario, por lo cual ha ganado renombre entre los amantes de la improvisación, lle-
gando a visitar el Real de Xichú durante su fiesta más importante, el 31 de diciembre
(Valdivia 2010: 62-67).
Si bien hay textos que hablan someramente sobre el huapango serrano desde hace
algunas pocas décadas (García de León 2002: 65-70; Moreno 2002: 71-85), aún no se
divulgan textos de análisis profundo de esta tradición, mucho menos en Guanajuato.
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Conclusiones
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Mapa 2. Tres subregiones del norte de Guanajuato a partir de prácticas culturales. Elaboración
propia.
La diversidad étnica de la zona otopame tiene como punto culminante los ritos
relacionados con las cruces, los cerros, las flores y las ánimas que comparten con el
semidesierto queretano y con otras regiones de raigambre otomí o pame. Son el sedi-
mento que sobrevive, y es en estas creencias donde se reafirma una relación estrecha
con el entorno, más allá de las necesidades inmediatas; o, más bien, en medio de ellas,
se confiere al territorio una significación ritual que aún persiste en las danzas de
conquista y su música, como bailes circulares o mitotes, instrumentos percusivos y de
aliento militares, hasta llegar a los instrumentos de cuerda del huapango mestizo. Por
ello, no es de extrañar la relación entre defensa de las costumbres con la defensa del
territorio, ya sea por vía armada o jurídica. Así, en el imaginario regional, más allá
de una verdadera ascendencia otomí a partir de los caciques fundadores, la identidad
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